Juliano El Apostata (Gore Vidal)
Juliano El Apostata (Gore Vidal)
Juliano El Apostata (Gore Vidal)
Espartaco
La rebelión de Los gladiadores
Arthur Koestler
SALVAT
PRÓLOGO
Los delfines
Todavía es de noche y aún no han cantado los gallos. Sin embargo, Qumtc
Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado, sabe que los escribas deben ma
drugar más que los gallos. Deja escapar un gruñido y rastrea el suelo de madera cor
los dedos de los pies, buscando las sandalias. Una vez más, sus sandalias están al re
vés, con la punta hacia la cama; la primera ofensa del joven día, ¿cuántas más le es
perarán?
Camina pesadamente hacia la ventana, mira hacia el patio de abajo, un profun
do pozo rodeado de cinco plantas. Una mujer huesuda trepa por la salida de incen
dios; es Pomponia, su ama de llaves y única esclava, que le trae el desayuno y ui
cubo de agua caliente. Tiene que admitir que al menos es puntual; puntual, vieja
huesuda.
El agua está templada y el desayuno asqueroso: segunda ofensa del día. Pero en
tonces los delfines nadan en su mente y la anticipación del espléndido clímax del dí~
dibuja una sonrisa en su rostro. Pomponia parlotea y refunfuña mientras se pase~
por la habitación, cepillando la ropa o acomodando los complicados pliegues de si
atuendo de escriba. Apronius desciende por la escalera de incendios con patétic~
dignidad, y toma la precaución de levantarse la túnica para que no roce los peída
ños, consciente de que Pomponia lo observa, escoba en mano, desde la ventana.
Amanece. Todavía con la túnica alzada, Apronius camina pegado a los muros
la casa, pues una incesante procesión de carruajes tirados por bueyes o caballo
transita por la estrecha callejuela entre rugidos y voces de mando: Está Estrictamen
te Prohibido el Tránsito de Vehículos por las Calles de Capua Durante el Día.
Un grupo de trabajadores avanza hacia él por la callejuela que separa los puesto
de perfume y unguentos de los del pescado. Son esclavos municipales, rufianes d
mirada dura y rostros sin afeitar. Acobardado, se aprieta aún más contra los portale
de las casas, se arropa con la capa, murmura palabras de desprecio. Los esclavos pa
san a su lado y dos de ellos lo empujan de forma involuntaria aunque impenitente
El escriba tiembla de ira, pero no se atreve a decir nada pues aquellos hombres soi
libertos -gracias a la reciente y maldita relajación de costumbres- y los capatace
los siguen a escasos pasos de distancia.
Por fin han pasado todos y Apromus puede continuar su camino; pero ya le han
e~
tropeado el día. Los tiempos se vuelven cada vez más amenazadores. Apenas ha
pasado cinco años desde la muerte del gran dictador Sila y el mundo ya está desca
ruado. Sila, ése sí que era un hombre, sabía cómo mantener el orden, cómo somete
al populacho con su puño de hierro. Le había precedido un siglo entero de inestabi
lidad revolucionaria: los Gracos con sus demenciales planes de reforma, las espar
L
y
tosas rebeliones de esclavos en Sicilia, la amenaza de la multitud desenfrenada cuan-
do Mario y Cinna armaron a los esclavos de Roma y los empujaron a luchar contra
el gobierno de la facción aristócrata. Se tambalearon los cimientos de la civilización
mundial: los esclavos, esa gentuza hedionda y brutal, amenazaban con tomar el po-
der y convertirse en los señores del mañana. Pero entonces llegó Sila, el salvador, y
cogió las riendas en sus manos. Acalló a los tribunales populares, decapitó a los re-
volucionarios más importantes y obligó a los cabecillas de la facción popular a exi-
liarse en España. Abolió la distribución gratuita de cereales, premió a holgazanes y
patanes, y otorgó al pueblo una nueva y severa constitución que debería haber dura-
do miles de años, hasta el final de los tiempos. Pero por desgracia los piojos invadie-
ron al gran Sila y lo devoraron; eso que llaman ptiriasis.
Sólo han pasado cinco años, y sin embargo ¡qué lejanos parecen aquellos días
fe-
lices! Otra vez el mundo está amenazado y conmocionado, otra vez hay cereal gratis
para holgazanes y gandules, mientras tribunales populares y demagogos pronuncian
una vez más sus espeluznantes arengas. Privada de un líder, la nobleza transige, va-
cila, y el populacho vuelve a alzar la cabeza.
Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado, siente que su día
está inevitablemente malogrado, pues ni siquiera consigue alegrarse pensando en los
delfines, el punto culminante de la jornada. Entonces un tablón de anuncios llama
su atención; los calígrafos están ocupados llenándolo con un nuevo cartel. Es un
anuncio ostentoso y está casi terminado: en la parte superior, hay un sol rojo con ra-
yos que se extienden en todas las direcciones. Debajo, el director Léntulo Batuatus,
propietario de la mejor escuela de gladiadores, se complace en invitar al distinguido
público de Capua a su gran actuación. El festival se llevará a cabo dentro de dos
días, sean cuales fueren las condiciones climáticas, pues el director Batuatus no re-
para en gastos y cubrirá la arena con toldos especialmente diseñados para proteger
al honorable público de la lluvia y, desde luego, también del sol. Además, durante
los intervalos se rociará el auditorio con perfume.
«Estremeceos y daos prisa, amantes de los juegos festivos, estimados ciudadanos
de
Capua; vosotros que habéis sido testigos de las hazañas de Pacideianus, vencedor
de ciento seis combates, vosotros que habéis admirado al invencible Carpophorus,
no os perdáis esta singular oportunidad de ver pelear y morir a los famosos luchado-
res de la escuela de Léntulo Batuatus... »
Sigue una larga lista de los grupos participantes, donde el número principal es la
lucha entre el gladiador galo Crixus y Espartaco, el tracio portador de un aro. El
cartel anuncia además que ciento cincuenta novatos combatirán ad gladium, o sea
hombre contra hombre y otros ciento cincuenta ad bestiarium, contra bestias. Du-
rante el intervalo del mediodía, mientras desinfectan la arena, se enfrentarán en
duelos burlescos enanos, tullidos, mujeres y payasos. Las entradas, cuyos precios os-
cilan entre dos ases y cincuenta sestercios, podrán reservarse con antelación en la
panadería de Tito, en los baños al aire libre de Hermios o en la entrada del templo
de Minerva, donde las venden agentes autorizados.
Quinto Apronius refunfuña. Hace tiempo que en Roma los políticos ambiciosos
ofrecen juegos gratuitos como artimañas electoralistas. Sin embargo, en Capua, esta
atrasada ciudad de provincias, todo el mundo debe pagar a cambio de un poco de
diversión. Apronius decide pedir una entrada gratis al director Léntulo Batuatus, a
quien conoce de vista. El director de los juegos, uno de los ciudadanos más distin-
guidos de Capua, es también un asiduo parroquiano de la Sala de los Delfines, con
quien ha intentado trabar conocimiento en varias ocasiones.
Apronius sigue su camino, algo más animado por la decisión que acaba de to-
mar, y unos minutos después llega a su destino: la sala del templo de Minerva, don-
de se celebra una sesión del Tribunal Municipal del Mercado.
Con la salida del sol, aparecen sus colegas; en primer lugar los somnolientos es-
cribas menores con su digno malhumor. Ya están allí las partes en litigio, pescadores
que se disputan un puesto en el mercado, pero se les ordena que aguarden fuera
hasta que los llame el bedel. Los oficiales se mueven por la sala con languidez, aco-
modando bancos u ordenando documentos sobre la mesa del presidente. Quinto
Apromus goza de cierto respeto entre sus colegas, en parte por sus diecisiete años
de servicio y en parte por su posición de secretario honorario de una Cofradía de
Sociabilidad y Club Funerario.
En este mismo momento mtenta asociar a un colega más joven a su club, los
«Adoradores de Diana y Antinoo», y le explica las normas de la asociación con be-
nevolente condescendencia. Los nuevos miembros deben pagar una cuota de ingre-
so de cien sestercios, la suscripción anual es de quince sestercios y puede abonarse
en mensualidades de cinco ases. El fondo del club, por su parte, paga trescientos
sestercios para la cremación de cada miembro fallecido, excluidos los suicidios. Se
deducen cincuenta sestercios para el séquito del funeral, que se reparten entre sus
miembros a la llegada a la pira.
Aquel que inicie una disputa en cualquiera de las tertulias, deberá pagar una
multa de cuatro sestercios; si se trata de una pelea, la pena aumenta a doce sester-
cios, y ascenderá a veinte en caso de insultos al director. Cuatro miembros reelegi-
dos anualmente se ocupan de organizar los banquetes, proporcionar mantas y coji-
nes para los sofás, agua caliente y vajilla, así como cuatro ánforas de buen vino, una
hogaza de pan y cuatro sardinas por socio, al precio de dos ases. Quinto Apronius
ha ofrecido una disertación acalorada, pero su colega, en lugar de mostrarse honra-
do por la propuesta, se limita a responder que lo pensará. Decepcionado y malhu-
morado, Apromus vuelve la espalda al irreverente joven.
Van llegando nuevos funcionarios, cada vez de mayor poder y rangos superiores,
hasta que hace su entrada el consejero municipal que actuará como juez. Se despide
de su séquito con un ademán digno y hace un gesto condescendiente a Apronius,
que se apresura a acercarle una silla y ordenar sus documentos. Adversarios y públi-
co se precipitan en la sala, comienza la sesión y con ella el trabajo, la profesión y la
afición de Apronius: escribir. Su acongojado rostro se ilumina mientras traza con
tierno placer una palabra tras otra sobre el pergamino virgen. Nadie escribe con se-
mejante elegancia, nadie toma actas con tanta eficacia como Apronius, que tras die-
cisiete años de servicio ha ganado la muda confianza de sus superiores. Los adversa-
lo. 11
r
rios se acaloran, los letrados charlan, se escucha a los testigos e interroga a los ex-
pertos, los documentos se apilan y se leen leyes y leyezuelas; pero todo esto no es
más que una excusa para que Apronius practique el arte de la redacción de actas. Él
es el verdadero héroe de esta escena, los demás son simple gentuza. Cuando el sol
llega a su cenit y el bedel anuncia el fin de la sesión, Apronius ya ha olvidado las
causas del litigio, pero la inusualmente perfecta floritura que cierra y embellece el
acta del discurso del defensor aún flota bajo sus párpados.
Ordena meticulosamente actas y documentos, saluda al consejero con respeto y
a sus colegas con cortesía y se retira del escenario de sus actividades oficiales alisan-
do los pliegues de su toga contra sus caderas. Luego se dirige a la taberna de Los
Lobos Gemelos en el barrio de Oscia, donde tiene reservada una mesa para los
adoradores de Diana y Antinoo. Durante los últimos siete años, desde el día de su
nombramiento como primer escriba del Tribunal del Mercado, ha almorzado siem-
pre allí. Como Apronius sufre molestias gástricas, el mismo propietario le prepara
una comida especial según una dieta establecida, aunque no le cobra ningún gasto
extra por ello.
Una vez que ha acabado de comer, Apronius supervisa el lavado de su copa par-
ticular, sacude las migas de su túnica y se aleja de la taberna de Los Lobos Gemelos
en dirección a los Nuevos Baños de Vapor.
También aquí, el dependiente recibe con deferencia al cliente habitual, le entrega
la llave de su taquilla privada y acepta con una sonrisa indulgente la propina de dos
ases. Como de costumbre, la espaciosa sala de mármol rezuma actividad, varios gru-
pos de personas holgazanean mientras intercambian cotilleos, noticias y cumplidos;
oradores públicos, ambiciosos poetas y otros oportunistas arengan bajo el refugio de
techo arqueado, interrumpidos por su público con insultos, aplausos o risas. A
Apronius le complace ejercitar el intelecto antes de abandonarse a los innumerables
placeres físicos de los baños. Se une a un grupo, luego a otro: capta con una oreja
un comentario contra el aborto y el descenso de la natalidad, vuelve la espalda in-
dignado a un segundo orador que está acabando un relato obsceno y por fin se le-
vanta la túnica para dirigirse a un tercer grupo. En el centro hay un gordo comisio-
nista y agente inmobiliario que dirige un pequeño y dudoso banco en algún lugar
del barrio de Oscia e intenta ganar clientes alabando las acciones de una nueva refi-
nería de resma en Brucio. Urge a los oyentes a comprar por puro altruismo; la resi-
na es una buena propuesta, la resma tiene futuro. Apronius hace una mueca de dis-
gusto, murmura palabras de desprecio y se aleja de allí.
Como era de esperar, la mayor parte del público, casi una asamblea, se ha con-
gregado una vez más alrededor del socarrón letrado y escritor Fluyo, el peligroso
agitador. Apronius ha oído muchos cotilleos sobre este hombrecillo de aspecto in-
significante con la coronilla calva e irregular. Dicen que tenía influencia en la fac-
ción demócrata, basta que lo suspendieron por sus evidentes tendencias radicales.
Desde entonces, vive en alguna miserable buhardilla de Capua, incitando a la gente
a rebelarse contra el orden establecido por Sila. El pequeño letrado habla con se-
quedad y complacencia, como si citara un libro de cocina, pero los imbéciles que lo
rodean lo escuchan absortos. Lleno de resentimiento, alzando su túnica plisada,
Apronius se apiña entre los oyentes; no por curiosidad, sino porque está convencido
de que la ira antes del baño es buena para la digestión.
L
como una buena digestión. Añade que desde hace tiempo madura la teoría de que
el descontento de los rebeldes y el fanatismo revolucionario son causados por las
malas digestiones o, para ser más exactos, por el estreñimiento crónico y que incluso
ha estado pensando en analizar este tema en un panfleto filosófico que confia escri-
bir en cuanto disponga de un poco de tiempo.
El empresario lo mira con indiferencia, lo saluda con un gesto y responde con
amargura que es bastante posible.
-No sólo posible, es un hecho probado -dice Apromus con vehemencia.
Y pasa a explicar varios incidentes históricos a la luz de su teoría, incidentes
cuya importancia ha sido exagerada de forma desproporcionada por filósofos sedi-
ciosos.
Pero pese a su fervor no logra obtener la complicidad de su vecino. En lo que a
él respecta -gruñe el director-, siempre ha alimentado a sus hombres decentemen-
te y ha empleado a los mejores médicos para vigilar su estado físico y su dieta. Sin
embargo, aquellos desgraciados han pagado sus caros desvelos con la más ruin in-
gratitud.
Apronius pregunta con tono compasivo si Léntulo tiene problemas con su nego-
cio, mientras ve esfumarse tristemente la esperanza de una entrada gratis.
El empresario responde que así es, que no tiene sentido mantener el secreto por
más tiempo: setenta de sus gladiadores han escapado la noche anterior, y a pesar de
todos sus esfuerzos, la policía no ha encontrado el menor rastro de ellos.
Y una vez que ha comenzado, aquel hombre corpulento de inmaculada reputa-
ción comercial se desahoga y se explaya en un largo lamento sobre la mala situación
de la época y la aún peor situación de los negocios.
El escriba Apronius lo escucha con reverencia, el torso inclinado hacia adelante
en actitud de profundo interés y los pliegues de su túnica recogidos con dedos me-
lindrosos. Sabe que Léntulo, además de merecer el reconocimiento público por sus
prósperos negocios, también ha hecho una notable carrera política. Llegó a Capua
apenas dos años antes y fundó la escuela de gladiadores que ya ha obtenido una ex-
celente reputación. Sus conexiones comerciales se extienden como una red a lo lar-
go de toda Italia y las provincias; sus agentes compran la materia prima humana en
el mercado de esclavos de Delos y después de un año de minucioso entrenamiento
la venden a España, Sicilia y las cortes asiáticas transformada en modélicos gladia-
dores. Léntulo debe su éxito sobre todo a su integridad comercial. Su establecimien-
to emplea sólo entrenadores famosos y especialistas médicos supervisan la dieta y el
ejercicio de los alumnos, pero por encima de todo ha logrado grabar en sus hombres
una regla de oro: que una vez vencidos, deben hacer un buen papel hasta ser aniqui-
lados y no disgustar al público con ningún tipo de alharaca.
-Cualquiera puede vivir, pero morir es un arte que requiere aprendizaje -solía
repetir a sus gladiadores.
Gracias a aquel atributo, a aquella exquisita disciplina mortuoria, contratar a los
gladiadores de Léntulo solía costar un cincuenta por ciento más que a los de las de-
más escuelas.
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Y sin embargo, incluso Léntulo ha sido afectado por estos malos tiempos. Hala-
gado y conmovido, el escriba escucha las quejas de este gran hombre:
-Como ves, buen hombre -explica Léntulo-, casi todos los contratistas de
juegos están pasando una crisis y el público es el único culpable. Ya nadie aprecia a
los luchadores experimentados e instruidos ni piensa en los problemas y los gastos
que supone su preparación. La cantidad reemplaza la calidad, y la gente exige que
cada representación acabe con una de esas desagradables masacres en que las bes-
tias devoran a los hombres o cosas por el estilo. ¿Tienes idea de lo que eso significa
para los negocios? Simplemente esto: en el clásico duelo ad gladium, o sea hombre
contra hombre, los gastos son de uno entre dos, lo que significa que se reducen a un
cincuenta por ciento. Añade a eso un margen del diez por ciento para heridos mor-
tales y llegamos a una inversión en materia prima de un sesenta por ciento por es-
pectáculo. Éste es el cómputo tradicional de nuestros balances.
»Sin embargo, ahora la gente exige espectáculo con animales. Insisten en que
son pintorescos, y por supuesto no piensan en que exponer a mis gladiadores ad
bestiarium eleva los gastos a un ochenta o noventa por ciento. Hace apenas unos
días, el tutor de mi hijo, un matemático eminente, calculó que las posibilidades de
que el más capaz de los gladiadores permanezca tres años en servicio activo es
de una en veinticinco. Como es lógico, esto significa que el contratista debe recupe-
rar lo que ha gastado en el entrenamiento de un hombre en un promedio de una
función y media o dos.
»Por supuesto vosotros, el público, los espectadores, consideráis que la arena es
una mina de oro -añade Léntulo con una sonrisa amarga-, pero te sorprenderá sa-
ber que este tipo de empresa, conducida con responsabilidad, deja un beneficio
anual de un diez por ciento como máximo. A veces me pregunto por qué no invierto
mi dinero en tierras o por qué no me dedico profesionalmente a las tareas agrícolas.
Después de todo, hasta un miserable campo deja un beneficio anual del seis por
ciento...
La esperanza de Apronius de conseguir una entrada gratuita ya está muerta y
enterrada, y encima parecen esperar de él algún comentario de consuelo.
-Bueno, estoy seguro de que lograrás sobreponerte a esa pérdida de cincuenta
hombres -dice con tono alentador.
-Setenta -corrige el director, disgustado-, y setenta de los mejores. Uno de
ellos es Crixus, mi entrenador galo, a quien sin duda habrás visto en acción: un
hombre corpulento, de aspecto sombrío con una cabeza de foca y movimientos len-
tos y peligrosos. Una terrible pérdida. Y también está Castus, un individuo peque-
ño, ágil, maligno y feroz como un chacal. Además de otras figuras eminentes: Ursus,
un verdadero gigante; Espartaco, un sujeto tranquilo y agradable que siempre lleva
una bonita piel sobre los hombros; Enomao, un novato prometedor y muchos más.
Material de primera, te lo aseguro, y también gente muy educada. -La voz del em-
presario cobra un deje absolutamente patético mientras recita la lista de valores per-
didos-. Ahora tendré que rebajar las entradas un cincuenta por ciento, y ya tengo
varios centenares de entradas distribuidas entre fanáticos abonados y simples gorrones.
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L
Apronius traga saliva y se apresura a desviar el tema hacia un terreno más filosó-
fico. Comenta que a esos gladiadores debe resultarles difícil vivir de espectáculo en
espectáculo, siempre amenazados por la sombra de la muerte. Él, Quinto Apronius,
no puede imaginarse a sí mismo en la situación de aquellas criaturas.
Léntulo sonríe, pues está acostumbrado a escuchar ese comentario de boca de
profanos.
-Uno se acostumbra -dice-. Tú, como buen funcionario, no tienes idea de la
rapidez con que la gente se adapta a las condiciones más extraordinarias. Es como
la guerra y, después de todo, la muerte puede sorprendernos cualquier día. Ade-
más, la gente que cuenta con la seguridad de un techo firme sobre sus cabezas y
buena comida está mucho mejor que yo, con tanta responsabilidad sobre los hom-
bros, un montón de preocupaciones cotidianas y problemas comerciales. Créeme, a
veces envidio a mis alumnos. -Apronius admite con pequeños gestos de asenti-
miento que la vida de los alumnos parece tener sus ventajas-. Pero ya ves, el hom-
bre nunca está satisfecho; forma parte de la naturaleza humana -continúa el em-
presario con pesimismo.
Añade que poco antes de una función suele despertarse cierta inquietud entre
sus hombres y que entonces se oyen un montón de comentarios estúpidos. La última
vez se rumoreaba que, por exigencias del público, el director haría participar a los
supervivientes de los torneos ad gladium en los ad bestiarium. Como es natural, a
los hombres no les había gustado la idea, se habían producido varias escenas ver-
gonzosas y por fin, la noche anterior, de forma inexplicable, había sucedido el inci-
dente ya mencionado.
A pesar de que él, el propio Léntulo Batuatus, es la persona más afectada, no
puede dejar de comprender hasta cierto punto la indignación de los hombres, pues
la conducta del público le preocupa aún más que su situación comercial. Sirva como
ejemplo la última superstición según la cual la sangre fresca de gladiador cura cier-
tas dolencias femeninas. Léntulo se ahorrará a sí mismo y a su distinguido oyente la
descripción de las increíbles escenas que se han vivido en la arena desde que comen-
zó a divulgarse este rumor. Estos acontecimientos han hecho tales estragos en su
propia salud, que no puede oír pronunciar la palabra «sangre» sin sentir náuseas, y
su médico le ha recomendado seriamente que visite cuanto antes una institución hi-
dropática en Baia o Pompeya.
El director suspira y concluye su relato con un gesto resignado que podría res-
ponder tanto a la futilidad de sus esfuerzos físicos como al estado general del
mundo.
Apronius comprende que hoy no conseguirá nada de aquel hombre. Defrauda-
do, se levanta de su asiento de mármol, alisa los pliegues de su túnica y se despide.
Durante la cena en la taberna de Los Lobos Gemelos permanece hosco y preocupa-
do e incluso olvida supervisar el lavado de su copa.
Cuando sale hacia su casa, el crepúsculo cubre de sombras la intrincada red de
calles del barrio de Oscia. No consigue borrar de su mente la tristeza por no haber
conseguido una entrada gratuita y mientras trepa por la escalera de incendios hacia
su habitación lo invade una sensación de amargura. ¿Para qué le han servido los
diecisiete años de servicio? No es más que un paria, expulsado del festín de la vida,
ni siquiera las migas caen en su camino. Desnuda su cuerpo enjuto con gestos mecá-
nicos, alisa los pliegues de su túnica y la apoya con cuidado sobre el tambaleante trí-
pode; luego apaga la lámpara. Se oyen unas pisadass rítmicas y sordas: los esclavos
municipales vuelven de trabajar. Aún le parece ver la expresión desdichada y ateri-
da que se dibujaba en sus rostros cuando lo empujaron y se marcharon sin pedirle
perdón.
Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado, escudriña con triste-
za la oscuridad de su habitación. ¿Para esto trabaja uno?, ¿sólo para una larga y ala-
nasa vida llena de privaciones? ¿Es posible que haya dioses en semejante mundo?
Apronius no sentía tantos deseos de llorar desde que era niño. Espera en vano
que llegue el sueño, pero teme las pesadillas que traerá consigo, pues no le cabe
duda de que serán horribles.
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LIBRO PRIMERO
LA REBELIÓN
1
21
Fanio se aproximó al gordo con pasos indolentes y sus criados cuellicortos for-
maron un muro tras él. Cuando le tocó el brazo, todo el mundo se calló la boca. Fa-
nio, un individuo regordete, con un solo ojo y hombros corpulentos, miró de arriba
a abajo a cada uno de sus clientes.
-¿De qué arena os habéis escapado? -les preguntó.
El gordo apartó la mano de Fanio de su brazo y respondió:
-El que pregunta demasiado, se expone a escuchar demasiado. Ahora quere-
mos nuestro barril.
Fanio permaneció inmóvil un momento, mirando a sus huéspedes, que a su vez
miraron a Fanio sin decir nada. El silencio se prolongó unos instantes, hasta que por
fin Fanio guiñó un ojo y sus hombres arrastraron el barril hacia la mesa. Fanio espe-
ró que lo abrieran y se marchó. Las camareras regresaron para llenar las copas, pero
los comensales ya se habían amontonado en torno al barril y se servían solos. Luego
pidieron la comida. La camareras llevaron varias fuentes y los comensales comieron
y bebieron hasta ponerse de muy buen humor, mientras los criados cuellicortos los
observaban apoyados contra la pared.
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huir a la horda. Sin embargo, ninguna de aquellas pistas los había llevado a ninguna
parte. Todos habían visto a los fugitivos, pero nadie podía o quería decir hacía dón-
de se habían dirigido.
Varios criados de Léntulo acompañaban a las patrullas para colaborar en la
identificación de los fugitivos. Aquellos criados estaban más nerviosos que nadie,
pues se sentían responsables ante su amo por el éxito de la expedición. Tampoco
para los mercenarios era una tarea agradable: debían capturar a los fugitivos -a ser
posible, vivos-, mientras los concejales de la ciudad disfrutaban de las delicias de
los baños de vapor. Ni la maldita gloria ni las condecoraciones bastarían para re-
compensarlos, y una lucha con gladiadores no parecía una perspectiva alentadora.
Todo el mundo sabia que aquellos hombres eran casi animales, bestias entrenadas,
y no tenían nada que perder. Además, empleaban las armas más extraordina-
rias: redes, lazos, tridentes, jabalinas, armas que trastocaban todos las reglas de un
combate.
Caía el crepúsculo cuando la patrulla se detuvo en una taberna junto al sexto
mojón, poco después de la bifurcación del camino cerca del condado de Clatio. Pa-
recía que la expedición iba a ser infructuosa, pero a los soldados no les importaba.
Casi todos eran casi ancianos, artesanos y mercachifles empobrecidos, trabajadores
sin trabajo o granjeros arminados. Se habían alistado en las tropas auxiliares por las
raciones diarias, la paga regular y la jubilación. Tenían más aspecto de una milicia
rural que de legionarios romanos.
Comieron, bebieron y dos horas después de la puesta de sol se dispusieron a re-
gresar. La luna era joven y la noche muy oscura. A mitad del camino, uno de los ex-
ploradores montados se acercó a toda prisa, acompañado por un hombre agitado y
tambaleante, con las ropas hechas jirones. Dijo que su nombre era Fanio y que los
fugitivos habían entrado por la fuerza en su posada, donde habían asesinado a los
sirvientes y destrozado el local. Ahora dormían con las camareras, y si rodeaban la
casa podrían cogerlos con facilidad, como a ratas atrapadas en un agujero. Luego
preguntó si habría alguna recompensa.
Los soldados, agotados y mareados por el vino, hubieran querido matarlo, pero
el capitán era un hombre ambicioso y ordenó que reanudaran la marcha. El regi-
miento despertó a los habitantes de una granja situada a una milla de la bifurcación
de caminos y se proveyó de antorchas. Veinte minutos más tarde, llegaron a la posa-
da de Fanio.
Las antorchas humeaban, pero el edificio parecía desolado y desierto. Después
de rodear la casa, el capitán golpeó la puerta principal con la empuñadura de su es-
pada. Era una puerta maciza, de madera noble. No hubo respuesta.
-Tal vez se hayan ido -sugirió un soldado.
Decidieron tirar la puerta abajo. Diez hombres regresaron a buscar hachas a la
granja y los demás tuvieron que aguardar otro rato. La casa tenía sólo dos ventanas
a la vista, una en la parte delantera y otra en el muro frente al campo, ambas en la
planta superior. Todas las demás ventanas daban a los patios interiores, de modo
que no había más opción que esperar las hachas.
Los mercenarios se sentaron en el camino y algunos se quedaron dormidos.
Aguardaron. De vez en cuando un hombre se acercaba a la puerta, golpeaba y grita-
ba una orden; pero dentro reinaba el más absoluto silencio. Quizá se hubieran ido
de verdad. Todo aquello parecía absurdo.
Una hora después, los hombres regresaron con las hachas y se dispusieron
a echar la puerta abajo. Era una puerta muy dura, y cuando por fin cedió, no se
oyeron ruidos en el interior. Ordenaron a Fanio que los guiara, pero él cedió la de-
lantera al capitán, y los demás lo siguieron en tropel. Por fin llegaron a un patio cua-
drangular, que tenía un aspecto extraño a la luz de las antorchas. Los gladiadores,
apostados en cada una de las ventanas del piso superior, miraron hacia abajo.
El capitán, un joven distinguido llamado Mammius, forzó la voz hasta darle un
volumen innecesario:
-Ahora dejad de crear problemas -gritó mientras giraba la cabeza hacia todas
partes, incapaz de decidir a qué ventana debía dirigirse-. Bajad. Es inútil que os re-
sistáis.
Cuando terminó, el patio volvió a quedar en absoluto silencio.
-Enséñanos las escaleras -le dijo el capitán a Fanio.
El propietario de la posada señaló la cocina y el capitán se dirigió hacia allí.
-Será mejor que volváis a casa -les advirtió una voz desde arriba.
El capitán se detuvo.
-¿Os entregaréis voluntariamente o no? -le dijo a la voz.
Se oyeron risas.
-Y también está el viejo Nicos -gritó alguien desde una de las ventanas-.
¿Nos traes saludos y besos del amo?
-No seáis tontos -dijo Nicos, un anciano esclavo de Léntulo, alzando la vis-
ta-. Volved a casa. El amo está muy enfadado.
Se oyeron más risas.
Los mercenarios miraban hacia las ventanas desde el patio.
-¿Dónde está Espartaco? -preguntó Nicos buscándolo con la vista.
El hombre de la piel se asomó a una ventana, en el otro extremo del patio, y le
dedicó una sonrisa amistosa.
-¡Ave, Nicos!
-¿No puedes hacerles entrar en razón? -preguntó Nicos-. Tú solías ser más
sensato.
El hombre de la piel sonrió, pero no respondió. Las antorchas despedían humo
en lugar de luz.
-Bien -dijo el capitán-. ¿Bajáis o no? -volvió a dar unos pasos hacia las es-
caleras.
-Quédate donde estás, cebollino -gritó alguien desde una ventana.
El capitán avanzó un par de pasos más, pero entonces un objeto informe descen-
dió flotando y un instante después se encontró en el suelo, maldiciendo y luchando
con pies y manos para desasirse de la red que lo envolvía, mientras los hombres de
las ventanas reían a carcajadas.
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-¡Traedlo aquí arriba! -gritó uno de ellos, cuya voz se destacaba sobre las de
los demás.
El capitán maldijo tan fuerte que su voz se quebró en un falsete. Varios merce-
narios se acercaron a las escaleras con paso vacilante, dispuestos a liberar a su capi-
tán, pero uno de ellos cayó abatido de inmediato, gimoteando, y los demás se detu-
vieron en seco. Entonces se desató un verdadero caos: desde las ventanas cayó una
lluvia de cuchillos, piedras, jabalinas y utensilios.
Los soldados arrojaron las antorchas y comenzaron a correr de un sitio a otro cu-
briéndose las cabezas con los escudos, aunque aquella era una pobre defensa para
los terribles proyectiles que caían desde todos los ángulos posibles. Algunos intenta-
ron arrojar sus lanzas y picas contra las ventanas, pero invariablemente regresaban al
suelo. Las antorchas humearon hasta extinguirse y la completa oscuridad agravó la
situación, aunque lo peor de todo eran los gritos procedentes de arriba. Los solda-
dos corrieron hacia la puerta exterior, pero encontraron la puerta cerrada, y aquellos
que se atrevieron a acercarse demasiado fueron apuñalados o aporreados.
Los gladiadores se precipitaron escaleras abajo e irrumpieron en el patio, arrin-
conando a los soldados. Nuevas antorchas se encendieron en las ventanas, revelando
la posición de los mercenarios, ahora incapaces de protegerse. La voz que había gri-
tado «¡Traedlo aquí arriba!», volvió a resonar:
-¡Arrojad las armas! -y tras aquellas palabras volvió a reinar silencio.
Varios soldados arrojaron las espadas y se sentaron en el suelo. Los demás per-
manecieron de pie y uno de ellos gritó que no arrojaran nada. Entonces Crixus ca-
minó hacia el centro del patio y pidió al responsable de aquellas palabras que diera
un paso al frente, pero éste no se movió. Crixus repitió la orden y argumentó que se-
ría más sensato pelear uno contra otro, en lugar de que todos se rompieran la cabeza
entre sí. Los soldados pensaron que era una buena idea y se hicieron a un lado para
dejar sitio al hombre que había ordenado retener las armas. Éste no se movió; de
modo que todos dejaron las armas y se sentaron en un rincón del patio.
Los gladiadores, que no dejaban de bromear y parecían de muy buen humor, re-
cogieron las armas y las llevaron arriba. Luego transportaron a los muertos y heridos
al establo, entre ellos a Fanio y al capitán, que había muerto pisoteado envuelto en
la red. Castus, el hombrecillo de caderas bamboleantes, señaló que el cobertizo sería
su spolarium, el sitio donde se llevaba a los caídos en la arena. Todos rieron. Luego
sacaron a los criados del establo de las vacas y los empujaron junto con los soldados.
Los criados parpadeaban con expresión estúpida. Habían oído el bullicio desde el
establo, y hubieran preferido quedarse donde estaban.
Entonces reaparecieron las camareras, pero nadie se interesó por ellas. Algunos
gladiadores permanecieron en el patio, mientras otros se iban arriba a seguir dur-
miendo. El hombre de la piel se aproximó al rincón donde estaba sentado el ancia-
no Nicos, entre los soldados.
-Has acabado mal -dijo Nicos.
-Escúchame, Nicos -dijo el hombre de la piel, despacio-. ¿Acaso crees que
acabar en la arena es maravilloso?
y
Todos estaban pendientes de ellos.
-Esto va contra la ley y el orden natural de las cosas -dijo Nicos-. ¿Adónde te
conducirá?
-Al diablo con la ley y el orden -dijo Castus, el hombrecillo de caderas bam-
boleantes, pero nadie rió.
-¿Qué dirá el amo cuando volvamos sin vosotros?
-Dudo que volváis -dijo Castus y todos guardaron silencio.
-Sabes que podrías venir con nosotros, Nicos -dijo el hombre de la piel.
-No he sido un sirviente honrado durante cuarenta años para terminar degolla-
do como bandido. -Poco a poco, se había ido formando un círculo de gladiadores a
su alrededor-. ¿Y qué pensáis hacer con estos hombres, jovencitos? -pregúntó Ni-
cos señalando con la barbilla a los soldados, casi todos ancianos, algunos de los cua-
les estaban tendidos en el suelo. Los gladiadores callaron.
Reunidos en grupos de tres o cuatro, los gladiadores miraban a los soldados de-
sarmados. Algunos roncaban, otros hablaban tendidos sobre las piedras.
cuando volvamos -decía un viejo soldado-, nos despedirán, o peor aún,
tal vez nos cuelguen en una cruz.
-Y lo tendréis bien merecido -dijo un gladiador.
-¿Por qué? -preguntó el soldado.
Algunos gladiadores se aproximaron al grupo.
-La cuestión es si vais a volver o no -dijo Castus.
-¿Nos mataréis a todos? -preguntó otro soldado.
-A ti antes que a nadie, maldito hijo de puta -respondió el hombrecillo.
-Calla -le dijo el hombre de la piel.
Castus calló. Al igual que los demás galos, llevaba una pequña cadena de plata.
Los gladiadores se habían apiñado frente a los soldados y se apoyaban alternati-
vamente sobre un pie u otro en absoluto silencio.
-Lo más sensato sería que todos vinierais con nosotros -dijo Nicos.
-Intenta razonar, Nicos -dijo el hombre de la piel con tono pensativo-. Pri-
mero piensa y luego habla.
Nicos no respondió.
-Ponte en nuestro lugar, Nicos -dijo Enomao, un gladiador más joven, delga-
do y de aspecto tímido-. Imagina que alguien te dé una lanza a ti y otra a mí y lue-
go nos diga que tenemos que espetarnos mutuamente para divertir a la gente.
-Nunca he considerado esta profesión desde ese punto de vista -dijo Nicos.
-Pero en realidad es así -dijo el hombre de la piel-, reflexiona.
Nicos reflexionó, pero no respondió.
-Dejaos de parloteo -dijo Crixus mientras se apoyaba sobre la pared con gesto
sombrío.
-¿Qué vais a hacer luego? -preguntó Nicos.
Los gladiadores no respondieron.
-Nos presentaremos a elecciones para el Senado -dijo por fin Castus, pero na-
die rió.
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-Podríamos ir a Lucania... Allí está lleno de colinas y bosques -dijo Enomao y
miró con timidez al hombre de la piel.
-El mundo es muy grande -respondió él-. Ven con nosotros, Nicos.
-Con que Lucania, ¿eh? -dijo uno de los soldados, un antiguo pastor con pó-
mulos prominentes y dientes amarillos como los de un caballo.
-Desde luego si os perdéis por allí, cualquiera os buscará...
y manadas de caballos salvajes -dijo otro soldado-. Los vaqueros de Lu-
cania son todos ladrones. Sus amos no les pagan sueldo, así que viven con lo que pi-
llan por ahí.
-También hay animales de caza y peces..., los arroyos están repletos -dijo el
pastor-. No me importaría ir a Lucania con vosotros...
-Ni a mí -dijo el otro-. Nuestra paga apenas alcanza para polenta y lechuga.
-Os colgarán a todos, eso es lo que harán -dijo Nicos-. Ni siquiera tenéis
un jefe.
-Déjate de chácharas -dijo Crixus apartándose de la pared-. Elegiremos un
jefe y luego nos largaremos.
-Crixus será tribuno -dijo un gladiador y todos rieron.
-¿Me llevaréis con vosotros? -preguntó el pastor.
-Los colgarán a todos -dijo un viejo soldado.
Al clarear el alba, el cielo se volvió gris. Cuando apagaron las antorchas, el patio
pareció más espacioso, extrañamente diferente.
-Yo también iría -dijo uno de los sirvientes cuellicortos.
-Y entonces, ¿qué ocurriría con la taberna? -preguntó otro.
-Tal vez nos cuelguen a todos por lo de Fanio -dijo el primero-. O nos envien
a las minas.
Los cuellicortos juntaron las cabezas para conferenciar. Luego se levantaron to-
dos y se aproximaron a los gladiadores.
-¡Atrás! -gritó Castus, el pequeño hombrecillo.
-Si aceptáis llevarnos, iremos con vosotros -dijo el portavoz de los criados.
Los gladiadores los miraron con recelo.
-No os daremos armas -dijo Castus y los criados volvieron a conferenciar.
-Dicen que con el tiempo habrá armas -dijo el portavoz-, y que uno debería
ser el jefe -añadió señalando a Espartaco.
Espartaco le dedicó una mirada serena y atenta, luego se volvió hacia Crixus con
una sonnsa.
-Eres el más gordo -le dijo.
Crixus lo miró con expresión acongojada, pero los demás gladiadores se anima-
ron. Los galos estaban a favor de Crixus y el resto prefería a Espartaco. Por fin acor-
daron elegir a los dos.
Otra vez reinó un silencio absoluto. Una vez elegidos los jefes, los gladiado-
res permanecieron en sus sitios, incómodos. Los criados se dirigieron al establo,
trajeron porras y hachas y las repartieron. Luego se alinearon contra la pared.
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L
Los gladiadores los observaron en silencio y el de la piel se acercó a los soldados
-¿Qué haremos con vosotros? -les preguntó.
-Llevarnos también -dijo el pastor de los dientes amarillos-. Yo conozco lo~
bosques de Lucania.
-No tenemos armas para ellos -dijo Crixus-. Además, son demasiado viejos.
-¿Cómo sabes que queremos ir? -dijo otro soldado-. Os cogerán y os colga
rán a todos.
Los soldados vacilaron y consultaron entre sí. Luego el pastor y otros pocos die
ron un paso al frente.
-Os llevaremos -le dijo Espartaco al pastor.
El pastor dio un salto en el aire y corrió hacia los gladiadores, que se apartaror
incómodos.
-¿Qué diablos te pasa? -le dijo Crixus.
El pastor inclinó la cabeza y se unió a los criados, uno de los cuales le en
tregó una cachiporra. Entonces mostró sus dientes caballunos y arrojó el arma a
aire.
El hombre de las pieles interrogó a los demás soldados que se habían adelantadi
sobre sus edades y profesiones previas. Los gladiadores resolvieron votar para deci
dir la admisión de cada uno de ellos y en los casos en que las opiniones no coinci
dían se desataron disputas. Fue una escena divertida. Por fin sólo fueron aceptado
los más jóvenes, que se unieron a los cuellicortos y recibieron porras, espadas o tri
dentes. Los rechazados volvieron a sentarse sobre las piedras
Con el esplendor del amanecer, el cielo se tiñó de rojo y la mica de los marco
de las ventanas comenzó a brillar. Crixus y el hombre de las pieles escuchaban e
bullicio de la entusiasta conversación uno junto al otro. Después de unos instantes
Crixus se volvió hacia su compañero:
-Si los dos decidiéramos marcharnos ahora, nunca nos alcanzarían -dijo coi
un resoplido audible-. Podríamos ir a Alejandría. Allí hay montones de mujeres.
El hombre de la piel lo miró con atención.
-Todo resultaría más sencillo si fuéramos los dos solos -dijo.
-En Puteoli hay todo tipo de gente -señaló Crixus.
-Si tienes dinero, ningún capitán te molestará pidiéndote pasaporte.
-No -dijo Espartaco y Crixus lo miró en silencio-. No podemos hace!
lo -añadió el hombre de la piel y Crixus siguió callado-. Tal vez más adelante...
-Sí, más adelante -asintió Crixus-, después de que nos hayan colgado.
El hombre de la piel reflexionó un momento, mientras contemplaba a los gladia
dores que iban y venían preparando las cosas.
-No podemos hacerlo ahora -dijo-. ¿Quieres marcharte solo? -preguntó vol
viéndose a mirarlo, después de una pausa.
Crixus no respondió. Se apartó de Espartaco y se apoyó en la pared. Mientra
tanto, los gladiadores discutían ruidosamente qué hacer. Ahora todos parecían mu
animados.
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De repente, el hombre de la piel se subió a la mesa y alzó los brazos muy alto,
como para podar un árbol.
-¡Nos vamos! -gritó con todas sus fuerzas-. Nos vamos a Lucania -añadió
con una gran sonrisa en su cara pecosa.
Los gladiadores respondieron con una ovación y se apresuraron a prepararse.
Los criados y los soldados elegidos para acompañarlos seguían de pie junto a la
pared.
-¿Y bien, venis? -les gritó Espartaco.
-Ya te hemos dicho que sí -dijo el portavoz con gravedad.
Los soldados que seguían reclinados contra la pared los miraron con los ojos en-
tornados, e incluso algunos continuaron durmiendo. Los gladiadores los despojaron
del dinero y de los cuchillos o dagas que aún les quedaban. Uno de los soldados se
resistió y fue asesinado delante de los demás. Eran casi ancianos y sabían que serían
despedidos o enviados a trabajar a las minas.
Las mujeres, que habían contemplado la escena desde las ventanas, cruzaron el
patio. La joven morena y delgada se detuvo frente a Espartaco, que saltó de la mesa
con estrépito. Los criados cuellicortos lo miraron con muda sorpresa, asombrados
por su brusco paso de la reflexión a la acción. Sin embargo, aquella súbita vehemen-
cia también les gustaba.
-¿Y ahora qué? -preguntó la joven alzando la cabeza hacia el hombre.
-Nos vamos a Lucania -respondió él.
-Nos divertiremos mucho en el bosque -dijo la mujer.
-Mucho -asintió el hombre de las pieles con una sonrisa-, nos colgarán a to-
dos. -Luego se acercó a Nicos-. ¿Vienes? -le preguntó.
-No -dijo Nicos.
Sentado contra la pared, parecía muy viejo.
-Adiós, padre -dijo el hombre de la piel.
-Adiós -respondió Nicos.
Los gladiadores se amontonaron en la puerta y se abrieron paso a empujones ha-
cia el camino. Los siguieron los criados, los soldados y por último las mujeres; en to-
tal cien personas.
Ya era casi de día.
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Los bandidos
Tenian intención de marchar hacía Lucania, pero cuando llegaron a las escarpa-
das zonas montañosas donde los campos y cultivos se volvieron escasos, dieron me-
dia vuelta, pues la adorada, bendita Campania no permitía que ningún hombre la
abandonara... ni siquiera un ladrón. Tierra caprichosa aquélla; su ligero suelo negrc
daba frutos tres veces al año y estaba cubierto de rosas incluso antes de la siembra.
La brisa embriagadora de sus jardines emborrachaba la sangre y en el monte Vesu-
bio crecían hierbas capaces de convertir a jóvenes vírgenes en libertinas. En prima-
vera, las yeguas en celo trotaban hacia los altos riscos, volvían la espalda al mar y se
dejaban preñar por el cálido viento.
El infierno había erigido su más hermosa antecámara en Campania. Los grandes
demonios eran blancos como la nieve, magnfficamente replegados; mientras, los pe-
queños demonios le servían con sumisa devoción y soñaban con matarlos. Tan anti-
guo como sus colinas era el conflicto sobre el control de Campania, el granero de la~
legiones, el más preciado tesoro nacional. Desde los tiempos de Tiberio Graco, lo~
patriotas habían intentado liberar al país del dominio de los grandes terratenientes ~
repartirlo entre la gente sin tierras, pero fueron ahogados, golpeados o apedreado~
hasta morir y los usureros y especuladores regresaron. La aristocracia chupaba la
sangre a los granjeros y pequeños arrendatarios, los expulsaba, les compraba las tie-
rras, les arrebataba toda posibilidad de progreso. Así, los campesinos fueron reem-
plazados por los grandes terratenientes y los trabajadores libres por los esclavos,
cuyo número crecía con cada guerra. No había alternativa. Pandillas de granjero~
expulsados atestaban los caminos, se dedicaban al robo, se escondían en las monta-
ñas. No había alternativa.
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vestido con una llamativa piel. También había una joven, morena, delgada y de as-
pecto infantil, una sacerdotisa tracia capaz de leer las estrellas y el futuro. Era la
mujer del individuo de la piel, pero también se acostaba con otros, y encendía el
mismo deseo en todos los hombres.
No eran bandidos vulgares, sino gladiadores. Campania nunca había visto nada
igual, pues los gladiadores apenas son humanos y están destinados a morir en la are-
na. Aunque, después de todo, sí eran humanos, y parecía razonable que no quisie-
ran morir. Mataban las ovejas de los pastores y devoraban las uvas de los viñedos,
cogían de las caballerizas los mejores ejemplares de carreras para sus hombres y las
mulas de carga más resistentes. Allí por donde ellos pasaban no volvía a crecer la
hierba, las doncellas no volvían a ser las mismas y no quedaba ningún barril en las
bodegas. Si alguien se resistía, era asesinado, y si corría siempre lo alcanzaban. Sin
embargo, llevaban consigo a todo aquel que les caía en gracia, y muchos querían
acompañarlos. Así eran aquellos gladiadores.
El rumor y la leyenda se extendieron a lo largo y ancho del territorio de Campa-
ma. Las mujeres hablaban de ellos mientras ordeñaban las vacas y los viejos lo ha-
cían por las noches, cuando no podían dormir en sus mohosas cuevas, cuando se
acercaban unos a otros y pensaban en voz alta en el ganado, el tiempo y la muerte.
¿Cómo era aquella anécdota de Naso, el mozo de cuadra?
En la hacienda del señor Estacio, cerca de Sessola, los tres bueyes habían caído
enfermos. Tenían los vientres hinchados, las narices mocosas y los nervios tensos.
Además, no comían, no rumiaban, ni siquiera lamían. Cualquiera hubiera dicho que
estaban hechizados; sin embargo resultó que el mozo les había dado escaso forraje y
de mala calidad. La hacienda de Estacio no tenía suficientes pastos y había que
comprar el forraje, pero el mayordomo se guardaba el dinero y dejaba morir de
hambre a los bueyes. Naso, el mozo de cuadra, era consciente de que los bueyes en-
fermarían con semejante alimentación y había pedido al mayordomo un forraje me-
jor, pero a cambio de sus buenos consejos sólo había conseguido malos tratos. Inclu-
so cuando los bueyes enfermaron de gravedad, cuando sus entrañas se pudrieron y
no volvieron a trabajar, Naso intentó curarlos con remedios infalibles: les dio semi-
llas machacadas de higuera envueltas en hojas de ciprés, los obligó a tragar huevos
de paloma, echó ajo triturado con vino por sus fosas nasales y los hizo sangrar deba-
jo de la cola, tras lo cual vendó la incisión con fibra de papiro, pues ése era el proce-
dimiento correcto.
Sin embargo, cuando todos los remedios resultaron inútiles, el mayordomo la-
drón se asustó, y para descargar su culpa, acusé a Naso de haber dejado entrar en el
establo a un cerdo y a una gallina, cuyos excrementos se habían mezclado con el fo-
rraje causando la enfermedad de los bueyes. Naso intentó demostrar su inocencia,
pero todo fue en vano: lo encadenaron, lo marcaron a hierro candente y lo condena-
ron a trabajar en el molino.
Como todo el mundo sabe, trabajar en un molino es uno de los castigos más te-
rribles, el peor después de la muerte, el trabajo en las minas o en las canteras, pues
el infortunado delincuente debe caminar alrededor de la muela en interminables
círculos, con pesos de hierro en los pies y una rueda de hierro en el cuello para que
no pueda llevarse la mano a la boca y probar la harina. Con el tiempo, el polvo y el
vapor afectan la vista y el pobre infeliz se queda ciego.
Pese a que el mayordomo era el verdadero culpable, con ese trabajo Naso pronto
estiraría la pata. Sin embargo, una afortunada noche los bandidos saquearon la ha-
cienda del señor Estacio y robaron todolo que quisieron. Así fue como llegaron al
molino y se llevaron los sacos de harina y así fue como se enteraron del destino de
Naso, el mozo de cuadra.
Y así el hombre de la piel mandó traer al mayordomo y lo ató al madero del mo-
lino. Luego soltó a Naso y le permitió azotar al mayordomo con un látigo para obli-
garlo avanzar más deprisa, tal como antes habían hecho con él. Antes de marcharse,
los gladiadores le dijeron al mayordomo que volverían y que si se enteraban de que
había parado un instante, lo matarían a latigazos. Sin embargo, no iba a ser necesa-
rio, pues el mayordomo se volvió loco, y tras girar sin cesar alrededor de la muela
del molino durante dos días y dos noches, cayó muerto en la tercera mañana.
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nia, y como el cálido siroco que soplaba desde los mares, producían fervor e inquie-
tud en las mentes de hombres y bestias.
La ansiedad invadía sobre todo a los señores y a sus administradores, superviso-
res, contables y capataces, que se pusieron más estrictos que nunca y reforzaron las
guardias. Sin embargo, los esclavos comunes, labradores, escardadores, cavadores y
segadores del campo, los mozos de cuadra, pastores y vaqueros se volvieron aún
más holgazanes y rebeldes, inutilizaban sus herramientas y sus propios cuerpos, fin-
gían enfermedades, evitaban el trabajo y parecían aguardar algo. Pese a los pesados
candados que aseguraban las puertas de sus cuevas, y a que ni siquiera el individuo
más alto podía alcanzar las ventanas con los brazos alzados, cada mañana habían
desaparecido varios hombres. Habían ido a unirse a los bandidos, algunos incluso
con sus mujeres y sus hijos.
Una terrible fiebre se apoderó de Campania y las pequeñas guarniciones de las
ciudades la vieron extenderse con impotencia. Enviaron mensajes a Roma y aposta-
ron más guardias en las murallas, mientras la nobleza se apresuraba a abandonar sus
mansiones de verano en Campania y regresaba a Roma para protestar ante el Sena-
do por aquel escandaloso asunto.
Sin embargo, el Senado tenía preocupaciones más importantes. Estaba, por una
parte, el problema galo: Sertorio y el ejército de emigrantes revolucionarios. Si ga-
naban, habría una revolución en Roma, pero si en cambio vencía el propio general
Pompeyo, habría una nueva dictadura. También estaba el problema asiático, o sea el
rey Mitrídates. Si éste ganaba, la provincia estaba perdida, pero si en su lugar vencía
Roma, el precio del trigo caería. A estas inquietudes se sumaban además los piratas,
incólumes soberanos de los mares; el pueblo y sus demagogos, más fuertes que nun-
ca; la crisis económica, y la necesidad de acuñar moneda falsa.
Los problemas de Campania eran demasiado triviales para ser incluidos en la lis-
ta de preocupaciones.
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La isla
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la, que pronto congregó a unos veinte niños cuyos padres le profesaban admiración.
Zozimos ganó mucho dinero y el éxito se le subió a la cabeza. Se aficionó a la orato-
ria y a la poesía, descuidando su escuela, pero no logró despertar el interés de sus
contemporáneos, pasó hambre y por fin se unió a los bandidos. Lo primero que hizo
al llegar a su destino fue pronunciar una diatriba politica, que mereció las burlas y
una buena paliza de los bandidos. Sin embargo, decidieron llevarlo con ellos, pues
era una fuente inagotable de datos extraños o curiosos y les gustaba escucharlo.
También llegaron mujeres, como Leticia, una sirvienta de cara curtida y pechos
como odres vacíos. Diez años antes, su amo le había prometido que si criaba tres hi-
jos no necesitaría trabajar más. En ese tiempo, Leticia había dado a luz a diez hijos,
aunque sólo dos de ellos habían sido varones. Ahora que su útero era incapaz de dar
más frutos, la criada Leticia se marchó para unirse a los bandidos.
Así llegó Cintia, anciana hechicera de un pueblo de montaña. Durante cincuenta
años se había dedicado a actividades aparentemente contradictorias, que sin embar-
go estaban relacionadas entre sí y tenían sus propias tarifas. Asistía partos por dos
ases, lloraba a los muertos por cuatro ases, se acostaba con hombres en el cemente-
rio por cinco ases, leía el futuro en los desperdicios, el vuelo de los pájaros o el di-
bujo de los rayos por cinco sestercios. Curaba enfermedades, vendía píldoras y
pócimas afrodisiacas a precios fijos, desde el brebaje más barato que facilitaba la
concepción, hasta el más caro que provocaba abortos. Pero un día llegó a su aldea
un médico griego, un seguidor de Ensistratos que sostenía que la sangre fluye en va-
sos de arriba a abajo y bobadas semejantes. Aquel farsante le robó la clientela, Cm-
tia perdió la alegría de vivir y se unió a los bandidos.
También llegaron mujeres jóvenes, rameras y novias abandonadas, hembras
luju-
riosas o exhaustas, casi todas horribles, unas pocas atractivas. Al principio causaron
rivalidades y muertes, pero más tarde la gente se acostumbró a su presencia y cada
mujer acabó viviendo con uno o dos hombres.
La afluencia de fugitivos no cesaba. Todo el mundo se había acostumbrado a
ello y lo aceptaba. Por las noches se preguntaban cuántas personas nuevas se habían
unido a ellos aquel día, apostaban si el siguiente les traería un médico que había de-
jado morir a demasiados pacientes de su amo o una prostituta que había discutido
con su protectora. Por su forma de marchar, más que una banda de gladiadores pa-
recían la procesión de cofradías del día de Minerva. Antes recorrían con facilidad
cuarenta y cinco kilómetros por día, ahora apenas llegaban a dieciocho.
Forzados a buscar un campamento permanente, encontraron un sitio adecuado
al oeste de Acerras, una isla en los pantanos junto al Clanio.
Era una isla bastante tranquila, rodeada de cañaverales en tres de sus lados. La
luna salía tarde, con la cara arañada por los juncos. En la noche silenciosa, sólo se
oía el canto de la ranas, pero de vez en cuando un arandillo surgía de entre las ca-
ñas, ascendía en espiral y planeaba sobre el agua turbia y amarilla del río. El aliento
de las aguas cercanas volvía sofocante el interior de las tiendas, de modo que al cla-
rear el alba mucha gente salía fuera envuelta en mantas y seguía durmiendo al aire
libre. Por la mañana tenían las extremidades entumecidas, pero el sol pronto les cu-
bría la piel de irritantes gotas de sudor.
Muchos se sentían enfermos o afiebrados. Cintia, la bruja, vendía hierbas y pil-
doras de buena mañana, y aunque nadie la quería, todos cogían sus polvos. Pese a
todo, algunos morían y eran quemados en fogatas de caña y malezas.
Sin embargo, por las noches tenían lugar grandes acontecimientos.
Para entonces había refrescado y una bruma rojiza flotaba sobre los cañaverales.
Tras comer y beber, algunos se sentaban en la orilla del río, con los pies en el
agua, y contemplaban los remolinos que se formaban entre sus dedos, mientras
otros pescaban.
Los criados cuellicortos de Fanio, frente a frente en dos hileras distintas, compe-
tían arrojando piedras al agua. Nunca reían y respetaban estrictamente los turnos.
Varios hombres y mujeres jóvenes se acuclillaban en los cañaverales para escu-
char a una cantante. Con la cabeza echada hacia atrás y los teñidos párpados cerra-
dos, la intérprete repetía la misma estrofa una y otra vez en un trémolo gutural.
Alguna que otra pareja se internaba unos pasos entre las cañas, donde el bullicio
del campamento se percibía en forma de ecos distantes y apagados. De vez en cuan-
do se oían los vigorosos relinchos de algún semental conducido al corral junto con
su manada.
El grupo más numeroso se congregaba en torno a los recién llegados, que en esta
ocasión eran un vieio con una pierna paralizada y un joven de cuello grueso y ojos
saltones. El viejo era taciturno y reservado y el joven estaba demasiado cohibido
para hablar. Como nadie había sido capaz de romper el hielo, mandaron a llamar a
Castus. El hombrecillo y varios de sus camaradas se aproximaron al grupo. Forma-
ban una pandilla temible, que se había ganado el apodo de «las Hienas».
-Vienen de un viñedo cercano a Sebethos -informó un hombre a Castus-. Se
escaparon porque la ración de trigo era miserable y encima tenían que pagar extra
para hacerla moler.
-Es probable que mientan -dijo Castus-. Pensarán que aquí les daremos ce-
reales a cambio de nada. Son justo la gente que necesitamos. -El viejo no dijo
nada, pero el joven posó sus ojos asustados en Castus. Sus labios eran gruesos y hú-
medos y llevaba pequeños pendientes en las orejas. Los espectadores sonrieron-.
¿A qué habéis venido aquí? -le preguntó Castus al viejo-. Apuesto a que creéis
que nos dedicamos a robar ovejas, violar jovencitas y otras picardías semejantes.
¿Cómo te llamas?
-Vibio -dijo el anciano-, y ése es mi hijo.
-¿Y tú cómo te llamas? -le preguntó al joven.
-Vibio -respondió el joven mientras jugueteaba incómodo con uno de sus pen-
dientes.
Los espectadores rieron y Castus los imitó. El joven tenía una boca pequeña, fe-
menina, y la nariz despellejada por el sol. Cuando se inclinó hacia adelante, dejó al
descubierto una franja de piel blanca debajo del collar.
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-Vibio -repitió el hombrecillo-, simple y vulgar, tal como su padre. Mi nom-
bre, por ejemplo, es Castus Retiarius Tirone.
Se detuvo para observar el efecto causado por sus palabras. El joven lo miraba
con admiración.
-No tiene importancia -dijo Castus-, todos los nobles tienen tres nombres.
-¿Eres noble, señor? -preguntó el joven, despertando las risas de los demás.
-Todos los antiguos gladiadores somos aristócratas -respondió Castus-, y to-
dos los recién llegados sois simple gentuza.
-¿Eres gladiador, señor? -preguntó el joven con respeto.
-Desde luego -respondió Castus.
Vibio el Joven reflexionó con los labios fruncidos.
-Y ese hombre de la piel, ¿también es aristócrata?
-Por supuesto, Vibio -dijo Castus-, todos los gladiadores somos nobles, des-
cendientes de príncipes importantes. Espartaco, el hombre de la piel, desciende de
importantes príncipes tracios. -Los espectadores rieron con albowzo. En ese mo-
mento pasó junto al grupo Zozimos, tutor y retórico-. ¿No es verdad lo que digo,
Zozimos? -preguntó Castus.
-Todo aquello que pueda arroparse en el lenguaje es verdad -dijo el tutor que
siempre evitaba cruzarse con Castus y sus amigos-, pues todo lo que se expresa con
palabras es posible, y aquello que es posible podría ser verdad algún día.
-¿Entonces una vaca podría tener cerditos? -preguntó uno de los especta-
dores.
-Incluso eso es posible -dijo Zozimos-. Si un dios puede convertirse en cisne
y asi engendrar un hijo con una mujer, sin duda una vaca podría tener cerditos algún
día.
Los espectadores rieron.
-Siéntate, y cuéntanos algo, Zozimos -rogó Hermios, el pastor lucano con
dientes de caballo.
-Preferiría permanecer de pie -respondió Zozimos-, pues recta es la palabra
noble.
-Cuéntanos un cuento -insistió el pastor.
-De acuerdo -dijo Zozimos-, entonces escuchad: Hace cien años, los griegos
tenían una república. AIII los cónsules, antes de hacerse cargo de sus puestos, de-
bían pronunciar el siguiente juramente: «Seré enemigo del pueblo y urdiré todo tipo
de planes capaces de dañarlo».
-¿Y qué decían todos los demás? -preguntó Castus.
-¿Los demás? -preguntó Zozimios-. ¿Te refieres al pueblo? El pueblo de-
cía exactamente lo que dice hoy, pues habrás notado que lo único que ha cam-
biado hasta el momento es que los senadores ya no pronuncian su juramento pú-
blico.
Los espectadores permanecieron en silencio, decepcionados por la historia.
-Ah, bueno, así son las cosas -dijo Hermios, el pastor, sin convicción-, y así
han sido siempre... -sonrió mostrando los dientes y suspiró.
-Zozimos -dijo el hombrecillo-, nos aburres. Si no se te ocurre ninguna histo-
ria mejor, puedes largarte.
-Ya me marcho -dijo Zozimos-. Mi amo me despidió a causa de mis ideas re-
volucionarias, pero había esperado más comprensión de vosotros. Sin embargo, no
voy a ocultártelo, Castus, me has decepcionado.
Las hogueras ardían en hoyos circulares cavados en un claro triangular y el
humo urticante que arrojaban servia para espantar a los mosquitos. Cada grupo te-
nía su fuego particular, que encendía siempre en el mismo lugar, y también su histo-
ría particular.
Estaba el fuego de las mujeres, el de los criados de Fanio, el de los celtas y el de
los tracios. Estos últimos formaban los dos grupos más numerosos y se odiaban en-
tre sí. Crixus era el jefe de los celtas, entre los cuales estaba el pequeño hombrecillo
con sus Hienas, y Espartaco lideraba a los tracios.
Los celtas eran criaturas malhumoradas e irascibles. Casi todos habían nacido
bajo el cautiverio de los romanos y sólo conocían su tierra de origen por referencias.
En la mayoría de los casos, sus padres habían sido criados y sus madres prostitutas.
A la menor provocación, soltaban complicadas maldiciones o luchaban entre sí,
aunque poco después los supervivientes lloraban unos en brazos de los otros.
Los tracios, por el contrario, habían entrado en Italia pocos años antes, como
cautivos de Claudio Apio. Eran toscos, taciturnos y llevaban pequeños puntos
azules tatuados en la frente y en los hombros. Curiosamente reflexivos, podían be-
ber muchísimo sin volverse bulliciosos. Sólo Dios sabia de dónde habían sacado la
gran cuerna de vino que se pasaban con serenidad alrededor del fuego. Si alguien
hablaba en voz alta, lo miraban asombrados y distraídos. Aunque eran al menos
veinte, nunca discrepaban, lo cual los asemejaba a los criados de Fanio, hacia quie-
nes profesaban un silencioso y mutuo sentimiento de camaradería. También estos
últimos se pasaban la cuerna unos a otros, y acostumbrados a las montañas donde
no abunda la población femenina, compartían además a sus tres mujeres.
Mantenían vivos brumosos, oníricos recuerdos de las montañas, con sus ruidosos
rebaños amarillos y sus tiendas fabricadas con negras pieles de cabra, donde la se-
quía conducía a hombres y bestias a la muerte y la pobreza a incesantes enfrenta-
mientos con las tribus de los valles vecinos: Basternas, Triballi y Peucines. En las
montañas, la vida era dura. Abajo, en el valle, había grandes ciudades como Usedo-
ma, Tomis, Calacia y Odesa, llenas de esplendor y franca opulencia, pero la monta-
ña sólo albergaba manadas, pobreza, y costumbres ancestrales. Cuando nacía un
niño, sólo había dolor y lamentos por los sufrimientos que la vida prodigaría al recién
nacido. Sin embargo, junto a los lechos de muerte reinaban las risas y la algarabía,
pues todos estaban convencidos de que los muertos se dirigían al colorido reino de la
eternidad. También tenían festividades: una vez al año Bromius el Vociferante y Ba-
co el Visitante salían del bosque y eran perseguidos por hombres y mujeres. También
debían aplacar a Ares, el Iracundo, aunque resultara agotador contorsionarse des-
nudo en su danza honorífica, con el cuerpo y la cara salpicados de pintura. En
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las montañas la vida era dura. Los grandes rebaños tenían hambre y comían ince-
santemente, sin preocuparse por la escasez ni por los enemigos. Sin embargo, las
montañas eran un lugar bueno e idóneo, donde vivían amparados por sus valores y
costumbres.., hasta que los romanos irrumpieron en el bosque, con sus gritos y el
clamor de sus trompetas, para cazar presas humanas. Al principio, los habitantes de
las montañas mataban a cada romano que se cruzaba en su camino y luego se muda-
ban un poco más arriba. Pero el enemigo no había cejado en su empeño. La situa-
ción continuó igual durante años, hasta que por fin los romanos lograron capturar a
numerosos pastores con sus rebaños, varios miles de hombres y ovejas.
Sólo entonces se enteraron de que habían infringido la ley y de que por consi-
guiente serían vendidos y condenados, pues la legislación apuleya especificaba sus
crímenes con precisión: agravio contra la seguridad y el esplendor de la República
Romana.
Así era el grupo tracio, veinte individuos callados y taciturnos. El hombre de la
piel era uno de ellos, pero a la vez no lo era. Había vivido más tiempo en Italia, co-
nocía mejor la lengua y las costumbres y nadie sabia demasiado de él.
Doce días después de la instalación del campamento junto al Clanio, veinte des-
de la huida de Capua, interceptaron a un mensajero en el camino entre Sessola y
Nola. Era un esclavo municipal de Capua, destinado a llevar un mensaje al Consejo
de Nola.
Castas y sus compinches, que se habían cruzado con él en una excursión particu-
lar, lo habían capturado por simple picardía y porque les había gustado el aspecto
de su caballo. Atemorizado, el pobre hombre dijo una sarta de tonterías, despertan-
do las sospechas de los gladiadores que decidieron interrogarlo. Castas y sus amigos
tenían sus propios métodos para conseguir información y un cuarto de hora después
conocían el mensaje. En esencia, decía que el pretor Clodio Glaber y tres mil mer-
cenarios escogidos partirían de Roma en dirección a Campania durante los próxi-
mos días con el fin de acabar con la plaga de ladrones. Se solicitaba al Consejo de
Nola que les proporcionara una zona de apostamiento y recabara información fiable
sobre el número y localización de los bandidos.
Castus y sus amigos colgaron al mensajero de un árbol junto al camino y pincha-
ron una carta de bienvenida en su pecho, dingida al pretor Clodio Glaber. Luego
regresaron en silencio.
En el campamento todo seguía igual. Una multitud rodeó a las Hienas y les pre-
guntó qué habían traído, pero ellos se limitaron a contestar que la expedición había
sido infructuosa. Castas les había ordenado callar y ellos callaron.
El propio Castas entró en la tienda de Crixus, que intentaba reparar unos zapa-
tos dañados por la humedad sentado sobre una manta. Cuando Castus entró, Crixus
siguió martillando sin alzar la vista.
-Estamos perdidos -dijo Castus-. Tres mil soldados vienen hacia aquí desde
Roma. Hemos capturado al mensajero.
Fueron a buscar al hombre de la piel y a los gladiadores más importantes. En la
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tienda de Crixus hacia un calor sofocante. Hablaron sin parar durante un buen rato.
Castas sugirió que se dispersaran y que cada uno intentara salvarse solo, pero los
demás no estaban conformes con esa propuesta y la rebatieron con vehemencia.
Muchas personas se congregaron alrededor de la tienda, atraídas por los gritos, pero
no se atrevieron a entrar. Críxus se secó el sudor de la frente con la vista perdida en
el vacio y guardó silencio. El hombre de la piel también callaba y su vista se posaba
en cada uno de los oradores como si los viera por primera vez. Al final, todos aca-
baron dirigiéndose a él.
Cuando por fin se hartaron de discutir, el hombre de la piel comenzó a hablarles
de una montaña situada en la costa, no muy lejos de allí, llamada Vesubio. Varias
personas procedentes de aquella región sostenían que aquella montaña tenía un
agujero alumbrado por un fuego interno, y que antes de que hubiera hombres sobre
la tierra, todas las montañas habían ardido con un calor tan intenso que las volvía
transparentes, cegando a los animales que miraban hacia allí. Sin embargo, aquellos
fuegos se habían apagado muchos años atras, y ahora, en lugar de una cima, la mon-
taña tenía un hueco con forma de túnel, de ochocientos metros de profundidad y
tan amplio como dos anfiteatros...
Los gladiadores lo escuchaban boquiabiertos, aunque no entendían a dónde que-
ría llegar. Él hablaba sentado con los hombros caídos y una mano apoyada sobre un
huesudo pómulo, como si hubiera estado contando leyendas de leñadores junto a la
hoguera de un campamento nocturno.
Añadió que aquella montaña estaba rodeada por bosques y viñedos y que a sus
pies se hallaban ciudades como Pompeya, Herculano y Oplontis. Pero más &riba se
volvía desierta, abrupta y se cubría de rocas escarpadas. Según él, se decía que hacía
unos años dos ladrones habían acampado en el fondo de ese agujero y que nunca los
habían pillado, pues sólo se podía llegar allí por un sendero fácil de custodiar.
Por fin los gladiadores comprendieron. La idea de vivir en una montaña hueca
comenzó a parecerles cada vez más atractiva y graciosa. Su entusiasmo creció, y en
medio de un tumulto de gritos y risas, felicitaron al hombre de la piel que siempre
tenía ideas tan descabelladas y que seguía allí sentado, risueño, con los codos apo-
yados sobre las rodillas, posando los ojos en cada uno de ellos. La ansiosa multitud
que aguardaba fuera también recuperó la confianza, y pronto corrió la voz de que
abandonarían aquella isla malsana para irse a vivir a una montaña que albergaba
una fortaleza en sus entrañas.
Aquella noche la isla se llenó de cánticos y baile, se vaciaron las botas de vino y
grupos de distintos fuegos se mezclaron con alborozo.
Por la mañana, los ladrones levantaron las tiendas e iniciaron la marcha hacia la
montaña llamada Vesubio con la vanguardia a caballo, las bestias de carga, los ca-
rros de bueyes y la caravana de mujeres y niños.
Ya eran una multitud de más de quinientos hombres y casi cien mujeres.
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El cráter
El pretor Clodio Glaber se giró con malhumor en su silla e hizo un gesto invitan-
do a cantar a sus tropas. Las tropas cantaron. Sus roncas voces se elevaron sobre la
nube de polvo que los había envuelto a lo largo de horas y millas de trayecto. No era
un sonido agradable. Los hombres entonaban un cántico satírico sobre la brillante
calva del pretor que iluminaba el camino de sus fieles soldados noche y día. No era
una canción brillante, pero todo auténtico general y todo auténtico ejército deben
tener su canción satírica. ¿Y acaso no era él un general auténtico o sus tropas no
formaban un auténtico ejército? Por supuesto que si; aunque el enemigo no fuera el
rey Mitrídates ni Boyórige, el jefe cimbro. Teniendo en cuenta que había esperado
quince años para cabalgar al frente de las tropas, hubiera preferido un contrincante
más distinguido.
¡Qué larga había sido la espera! Habían sido tiempos angustiosos para personas
honestas como Clodio Glaber. El camino hacia el poder ya no estaba jalonado de
hazañas intrépidas, sino de mujeres, sobornos e intrigas. Uno tras otro, sus contem-
poráneos habían escalado posiciones de forma solapada, mientras él trabajaba como
un imbécil honesto para ascender paso a paso: primero había sido soldado, luego
cuestor y después pretor, sin saltarse siquiera el cargo de edil. Y eso que su padre
era cónsul y que todo hacia suponer que él, Clodio Glaber, haría una brillante ca-
rrera.
Al diablo con sus soldados, ¿por qué no cantaban? Ya tenían ante si una vista
panorámica de la necrópolis de Capua, y el pueblo de Campania lo aguardaba a él,
su salvador. ¿Qué clase de entrada sería aquella sin música? Se giró y los soldados
reiniciaron la interpretación del Himno a la Coronilla.
Tomemos por ejemplo a Marco Craso. Nunca se había distiguido por sus haza-
ñas bélicas, pero había conducido a la horca a docenas de opositores de Sila para
apoderarse de sus haciendas, forjando de ese modo su fabulosa fortuna. Ahora la
mitad del Senado le debe algo y los más altos oficiales bailan al son de su música.
Rollizo y con ojos de cerdo, se ha vuelto medio sordo y por supuesto ignora a Cío-
dio Glaber, compañero de juventud. Poco tiempo antes había sido acusado de actos
indecentes con una vestal, pero las investigaciones revelaron que sus visitas noctur-
nas a la virgen estaban relacionadas con la venta de su casa de campo y toda Roma
rió del incidente.
El pretor comienza a animarse. Dentro de pocos instantes, el salvador de Cam-
pania entrará en Capua sobre su elegante caballo. ¿Por qué no cantan esos odiosos
soldados? Gira su cara sonriente y les hace una señal. El Himno a la Coronilla re-
suena por tercera vez, el pretor se llena de regocijo y acaricia el lomo de su caballo.
También está ese pesado de Pompeyo, a quien muchos auguran el papel de futu-
ro dictador. Su bizco, difunto y llorado padre murió a consecuencia de un rayo.
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¡Vaya muerte para un noble! El propio Pompeyo fue llevado a juicio en la cumbre de
su carrera por robar trampas para pájaros y libros, parte del botín de Ascoli. ¡Trampas
para pájaros y libros! Sin embargo, mientras el juicio estaba aún pendiente se casó con
la fea hija del presidente y fue absuelto. Al pronunciarse la sentencia, el público gritó
«¡Felices nupcias!» en lugar de «¡Larga vida a la inocencia!». Poco después, Pompeyo
se divorció para casarse con la hijastra del dictador Sila, que ya tenía un hijo de otro.
Al regresar de África, lloró y suplicó para que su suegro le garantizara una entrada
triunfal. Entonces amarraron cuatro elefantes a su cuádriga, pero como el arco de la
entrada era muy estrecho, tuvieron que desatarlos y Pompeyo rompió a llorar presa de
un ataque de histerismo. Pero el pueblo sigue adorándolo a pesar de todo.
¡El pueblo! Si tuvieran oportunidad de conocer a sus héroes como los conoce él,
Clodio Glaber, no quedarían muchos héroes. ¿Acaso no había crecido junto a ellos,
no había formado parte de la camarilla más selecta? Y sin embargo, ¿de qué le ha
servido? Todos y cada uno de ellos lo han superado. Lúculo está a punto de vencer
a Mitrídates y ahogar su gloria en alcohol; Pompeyo es general en España y se hace
llamar «Pompeyo, el Grande»; Marco Craso está sentado en casa sin tocar una es-
pada y tiene a todo el mundo en el bolsillo. Incluso el pequeño César, que provocó
las burlas de toda Roma al cumplir su misión de embajador en la cama del rey de
Bitinia, está ascendiendo en el mundo de la política y hace gala de su locuacidad en
la facción demócrata. Pero el premio a los cuarenta virtuosos años de servicio de
Clodio Glaber es la dirección de una ridícula campaña contra bandidos y gentuza
de circo, al frente de un maldito ejército de veteranos y hombres reclutados con pri-
sas, que ni siquiera son capaces de cantar.
-¡Cantad más alto! -ruge el pretor, rojo de ira, a sus fatigados y roncos hom-
bres.
Ya están a escasos sesenta metros de las puertas de la ciudad, donde el Consejo
Municipal de Capua ha formado para darle la bienvenida.
El Himno a la Coronilla se eleva hacia el cielo, el caballo del pretor trota con
elegancia y él, el propio Clodio Glaber, con lágrimas de furia en los ojos, recibe el
moderado y algo sorprendido discurso de bienvenida del consejero más viejo.
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«Trescientos bandidos ejecutados, doscientos capturados vivos. Un romano
muerto.» No sería necesario mencionar las otras cincuenta bajas. ¿Acaso el propio
Sila no había ocultado unos cien mil muertos en sus informes bélicos?
El quinto día fue particularmente caluroso. Los hombres del pretor consumian
cantidades increíbles de agua y vino, estimulados por la idea de que los ladrones es-
tarian muertos de sed. Además, aunque era improbable que desde arriba pudieran
verlos, cada vez que los diminutos centinelas y exploradores aparecían junto al bor-
de del cráter, los soldados arrojaban botas enteras de vino al suelo.
Pero tal vez los vieran, después de todo, pues la noche siguiente bajaron los pri-
meros desertores: dos mujeres y un hombre. Los tres llegaron vivos, aunque con la
lengua hinchada y la nuez de Adán moviéndose sin cesar de arriba hacia abajo. Los
soldados les permitieron beber algo y luego los amarraron con las piernas y los bra-
zos extendidos a toscas cruces situadas en puntos claramente visibles desde arriba.
Los desertores no se quejaron; se limitaron a pedir más agua por la mañana. Los
soldados les mojaron los labios con esponjas húmedas y los dejaron colgados donde
estaban.
Durante el sexto día no se oyeron ruidos desde arriba ni se avistaron centinelas o
exploradores. Cansado de esperar, el pretor hizo subir a varios voluntarios para ne-
gociar la rendición. Aunque llevaban banderas de paz, los cinco fueron asesinados,
de modo que el pretor decidió esperar un poco más. Si actuaba con discreción,
aquellos cinco cadáveres no le harían modificar el informe.
Aquella noche, dos mujeres y cincuenta hombres desesperados descendieron la
cuesta de la montaña, en parte por su propio pie y en parte rodando. Llevaban cu-
chillos entre los dientes apretados, y puesto que no los habían dejado caer, algunos
llegaron con las caras laceradas. Todos fueron asesinados, aunque algunos hombres
del pretor también sufrieron puñaladas y dos murieron como consecuencia de las
heridas.
El séptimo día trajo una catástrofe. Todo comenzó con un pequeño punto negro
en el cielo, del lado del mar, que se acercó rápidamente hasta convertirse en una gi-
gantesca nube. Sin embargo, aún no quedaba claro si la tormenta caería sobre ellos.
Entonces un resonante rugido surgió del cráter del Vesubio: los ladrones implora-
ban a los dioses que la nube derramara sus aguas sobre la montaña. De repente el
sol desapareció y el borde del cráter se llenó de distantes enanitos, que saltaban con
los brazos en alto como para enseñarle el camino a la nube. Clodio Glaber miró ha-
cia arriba y también él albergó la furtiva esperanza de que lloviera, aunque sabía que
eso podía costarle su carrera política. Mientras tanto, los soldados apostaban, y sólo
uno de cada tres lo hacía por la lluvia. Pero la nube se acercaba. Su cuerpo oscuro,
brumoso y grávido dejaba tras de si una estela de jirones, como retazos de un velo.
Por fin el velo se cernió sobre la cumbre de la montaña, la envolvió y dejó caer un
tumultuoso torrente de agua con un enérgico golpeteo.
Los soldados rieron, se cubrieron con las capuchas, atajaron el agua con las bo-
cas abiertas y entonaron el Himno a la Coronilla de su querido pretor con inaudita
armonía. Uno de los tres crucificados -un hombre que estaba inconsciente, pero se-
guía vivo- se revolvió e intentó alzar la cabeza para atrapar con la lengua hinchada
las gotas de lluvia que se deslizaban por sus mejillas. Los soldados, que no dejaban
de abrazarse y bailar bajo la lluvia, rebosantes de alegría, soltaron al desertor y le
echaron vino por la boca hasta que notaron que había muerto. La lluvia menguó
poco a poco, por fin amainó por completo y el sol salió casi de inmediato.
El pretor sabía que el enemigo habría reunido agua suficiente para tres días y
que, una vez más, no podía hacer otra cosa que esperar. Esperar que sus lenguas se
hincharan de nuevo y se arrojaran montaña abajo para beber un sorbo de agua y ser
crucificados. Era una pesadilla.
El anciano y pequeño pretor se emborrachó e invocó a los olvidados dioses de
su infancia para que la lluvia no prolongara indefinidamente aquella absurda cam-
paña que había aguardado durante quince años.
Así pasaron el octavo, noveno y décimo días.
El décimo día, el Viejo Vibio estaba sentado en el borde del cráter, junto al pas-
tor Hermios. La pierna paralizada del anciano sobresalía de la roca como el mástil
de una bandera.
-Allí está la vía Popilia -dijo el pastor-. Si miras con atención, verás el acue-
ducto detrás de Capua, que desciende por el monte Tifata.
Hablaba despacio mientras se palpaba las encías, que en los últimos días se le
habían hinchado y ahora comenzaban a sangrar.
-No veo nada -dijo Vibio, el Viejo-, está demasiado lejos.
Guardaron silencio. A sus espaldas, el cuenco oval del horizonte parecía a punto
de rebosar con el intenso resplandor del mar. El pastor inclinó la cabeza para mirar
las tiendas del pretor Clodio Glaber, apiñadas en el valle semicircular.
-Todo está muy tranquilo allí abajo -dijo, y después de una pausa añadió con
una sonrisa-: Deben de estar comiendo.
-No -respondió el anciano-, aún es demasiado temprano.
Hermios sonrió timidamente, arrepentido de su comentario. No quería hablar de
ello, pero siempre acababa haciéndolo, como si el simple hecho de hablar pudiera
solucionar algo. ¿Acaso no había ya bastante charla en el fondo del cráter? Con lo
mal que lo estaban pasando, encima tenían que discutir entre ellos. ¿Cómo acabaría
todo aquello?
-¿Cómo acabará esto? -preguntó y él mismo se sorprendió, pues no había
querido pronunciar esas palabras en voz alta.
-Mejor de este modo que del otro -dijo el viejo.
El pastor pensaba que aquel hombre marchito y curtido debía hablar como un
árbol viejo. Estaba convencido de que si le cortaba un brazo, cubriría el suelo con
un montón de bichitos de carcoma.
Sin embargo, el anciano permaneció en silencio con los ojos cerrados, disfrutan-
do de la roja luz del sol, que se filtraba a través de la piel de sus párpados sin des-
lumbrarlo.
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-¿Crees que esa idea de la cuerda dará resultado? -preguntó Hermios.
-Es probable -respondió el anciano.
-Yo no lo creo -dijo el pastor.
Hubo otro silencio.
-Ahí viene Enomao -dijo Hermios-, ¡y vaya aspecto que trae!
El joven tracio se sentó a su lado.
-¿Cómo va todo? -preguntó el anciano.
Enomao se encogió de hombros y contempló el paisaje. Detrás del alto valle se
extendía la llanura de Campania. El sudor cristalino de la tierra negra flotaba en el
lecho del río, los caminos atravesaban los abundantes pastos como arterias y los
huertos parecían henchidos por sus propios jugos dulces. La brisa aleteaba sobre la
llanura, pletórica de impúdica fertilidad.
El pastor comenzó otra vez:
-No puedo ni mirar a los caballos -dijo-, parecen esqueletos envueltos en piel
-añadió mostrando los dientes.
-Tú mismo te asemejas a un caballo -dijo el anciano sin malicia.
-Los pastores y los animales se comprenden mutuamente -sonrió Hermios-.
Anoche sentí algo cálido en mi oreja, como si soplara el siroco, me desperté y ¿qué
creéis que encontré? Una muía resoplando y lamiéndome la cabeza. Quería pregun-
tarme por qué no puede pastar.
-¿Y cómo se lo explicaste? -dijo Enomao.
-Le dije «sss, sss» y seguí durmiendo -respondió con una sonrisa-. Nosotros
tampoco podemos salir a pastar -añadió después de una pausa y se palpó las en-
cías-. Y nadie puede explicarnos por qué.
~¡ibio el Viejo parpadeó en silencio.
-De acuerdo, voy a contártelo -dijo de repente-. Una vez vi un bufón en una
feria, un hombre abominable y sucio, pero muy ágil. Podía poner la cabeza entre las
piernas y mearse en su propia cara. Así es la ley y el orden de los humanos.
-¿Por qué? -preguntó el pastor mostrando los dientes en una mueca de per-
plejidad.
Pero el anciano no respondió.
Zozimos, el orador, se acercó a ellos. Su nariz larga y puntiaguda se había vuelto
aún más afilada, pero los pliegues de su túnica seguían tan compuestos como siem-
pre. Se aproximó tambaleándose entre las rocas, como un pájaro enorme y delgado.
-Están discutiendo otra vez -informó-. Hay una vasija de agua para los tra-
cios, otra para los celtas y otra para todos los demás. Sin embargo, la de los celtas
está casi vacía, porque carecen de autocontrol, así que ahora piden que se reparta de
nuevo.
-Siempre hacen lo mismo -dijo el pastor que no sentía el menor aprecio por
Castus, Crixus y los demás galos.
-Espartaco estaba a punto de ceder, pero sus hombres protestaron.
-Y con razón -afirmó el pastor.
-No podemos dejarlos morir de sed, ¿verdad? -dijo Enomao.
-Justamente -declaró Zozimos-, la ley debe ajustarse a la necesidad, aunque
pocas veces lo hace.
-¿Han llegado a algún acuerdo? -preguntó el pastor.
-Una vasija común para todo el mundo y estricto control -respondió Zozi-
mos-. Un vaso por día por persona. Los criados de Fanio se ocupan de la supervi-
sión.
Los otros tres guardaron silencio. Todos pensaban en lo mismo, y todos lo sa-
bían. Pensaban: todo esto es estúpido, deberíamos bajar pacificamente. Seguro que
el pretor es distinto a como lo imaginamos, un hombre educado, que incluso es cal-
vo. «Danos algo de beber, por favor», le diríamos en tono amistoso y sencillo. «Vol-
vamos cada uno a su sitio, como antes. Después de todo, no estaba tan mal». Luego
los soldados traerían vino fresco, pan, tocino y polenta y todo el mundo se alegraría
de que se hayan acabado los malentendidos y los tormentos.
-Ah, sí -dijo el pastor y tragó saliva, intentando concentrarse en lo que esta-
ban hablando-. Lo de las tres vasijas era una tontería. Antes, cuando las cosas mar-
chaban bien, a nadie le preocupaba si eras galo o tracio.
-Cada pueblo tiene su forma de ser -dijo el retórico-. Los celtas son valien-
tes, pero vanidosos, temperamentales e indisciplinados. Los tracios tienen una men-
talidad abierta, ojos azules, pelo rojo y son polígamos.
-Eso es lo que dicen tus libros -repuso Vibio el Viejo-, pero un tracio ham-
briento es igual a un celta sediento.
Todos miraron hacia abajo en silencio. Un humo blanco y ostentoso se alzaba
sobre el campamento del pretor. A lo largo y ancho de la llanura de Campania, des-
de el Volturno a las montañas de Sorrento, granjeros, pastores y labradores cocina-
ban la comida del mediodía: gachas, lechuga, tocino y nabos hervidos.
-Espartaco podría haber sido un gran general -dijo el retórico-. Si hubiera
sido Aníbal, habría conquistado Roma.
-Aníbal -repitió el pastor-. He oído que ató un manojo de paja encendida a
los cuernos de unos bueyes y los persiguió hasta el campamento de los romanos,
pero los romanos apagaron el fuego y se comieron los bueyes -añadió sonriendo
con esfuerzo.
-Tonterías -dijo Zozimos.
-Tú llevas grabada la historia en el corazón, y yo, por así decirlo, en el estó-
mago.
Parecía curiosamente divertido y siguió mostrando los dientes amarillos con los
ojos encendidos y los párpados enrojecidos.
-¿De verdad era un príncipe? -preguntó de repente con aire distraído.
-¿Quién? -dijo Zozimos-. ¿Aníbal?
-No, Espartaco.
-¡Oh! -exclamó Zozimos-, nadie lo sabe con seguridad. -Se giró hacia Eno-
mao-. Tú deberías saberlo.
El gladiador, que estaba abstraído en sus propios pensamientos, se sobresaltó.
Tenía una frente amplia y delicada, y una vena azulada se adivinaba bajo su piel.
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-No lo sé -dijo.
-Si fuera príncipe, comería tordella con tocino -exclamó Hermios-. Todos los
príncipes comen tordella con tocino -añadió y lo repitió varias veces, hasta que sus
ojos se llenaron de lágrimas.
-Cállate de una vez -le ordenó el anciano, impasible.
El pastor calló.
-Qué glotón -dijo Zozimos incómodo, aunque él siempre se las ingeniaba para
encontrar algo de comer y añadirlo a su ración.
-De todos modos me cae bien -dijo el pastor que ya se había tranquilizado un
poco-. Me cae bien porque es el único de nosotros que sabe por qué hace esto.
-¿Y por qué lo hace? -preguntó Zozimos.
El pastor no respondió, pero poco después reanudó la conversación.
-Siempre tiene alguna idea -dijo-, pensad por ejemplo en la última, la de las
cuerdas.
-Es una idea descabellada -observó Zozimos-, y estoy seguro de que no ser-
virá de nada.
-Yo también -admitió el pastor-, pero tiene cada idea...
Los cuatro hombres callaron y contemplaron la llanura. De vez en cuando, pe-
queñas nubes de polvo avanzaban lentamente sobre un camino, indicando que un ji-
nete, o un carro viajaban hacia donde deseaban. Para ellos el mundo era amplio y
sin obstáculos.
Alguien trepaba ruidosamente desde el interior del cráter, desprendiendo frag-
mentos de rocas, y Zozimos se volvió a mirar.
-Es tu joven hijo -le dijo al anciano-. Suda, resopla y da la impresión de que
está a punto de estallar con grandes noticias.
Vibio el Joven emergió del agujero del cráter. Jadeaba, sus labios carnosos esta-
ban secos y agrietados y sus ojos parecían más saltones que de costumbre.
-Debéis bajar -dijo-. Todos deben ayudar con las cuerdas, pues la diversión
empieza esta noche.
-¿Qué diversión? -preguntó el pastor mientras se incorporaba.
-Debéis bajar de inmediato -insistió Vibio el Joven-. Todos se están rasgando
la ropa para hacer cuerdas. Tenéis que venir enseguida.
El pastor se levantó y azotó el aire con su bastón.
-Ya lo ves -le dijo a Zozimos y comenzó a descender con presteza por la cues-
ta rocosa.
-Es una idea descabellada -afirmó el retórico que sin embargo se apresu-
ró a levantarse-. ¡A quién se le ocurre bajar de una montaña atado a unas cuer-
das!
Los guijarros acrecentaban el crujido de sus pisadas. El viejo se levantó, echó un
vistazo al campamento del pretor Clodio Glaber, y escupió hacia allí.
-Que te aproveche la comida -dijo.
-¿Tanto los odias? -preguntó Enomao mientras descendían hacia el fondo del
cráter.
-A veces -admitió el anciano-, pero ellos nos odian siempre. Ésa es nuestra
desventaja.
La masacre del ejército del pretor Clodio Glaber sucedió durante la noche del
décimo día de sitio.
La ladera de la montaña que daba al campamento romano era empinada, pero
no del todo intransitable. Aunque se habían visto forzados a rodar sobre las escarpa-
das rocas, los desertores habían llegado vivos abajo, donde los habían matado los
soldados. Consciente de este hecho, el prudente pretor había apostado centinelas en
todo el perímetro del valle semicircular.
La otra ladera de la montaña daba al mar y estaba formada por rocas casi verti-
cales, que levantaban un muro abrupto e infranqueable entre el campo de grava de
la zona alta y los bosques de abajo. De aquel lado, la propia naturaleza se ocupaba
de custodiar a los ladrones, facilitando la tarea de Clodio Glaber. Sin embargo, por
allí descendieron los gladiadores, amarrados a cuerdas, dos horas después de la
puesta de sol. Luego bordearon la montaña y atacaron al desprevenido pretor por
la espalda.
El descenso duró unas tres horas y se llevó a cabo en un silencio casi absoluto.
Arrojaron dos sogas y una escalera de cuerdas, confeccionadas con tiras de lino ple-
gadas, a través de tres grietas verticales en la roca. La escalera, con sus peldaños de
gruesas ramas de enredadera -la única vegetación que crecía en el interior del crá-
ter- sirvió para el transporte de armas y para el descenso de los más torpes. El res-
plandor de la luna, ubicuo y uniforme, colaboró en la proeza.
Los gladiadores bajaron primero, seguidos en riguroso orden por los criados de
Fanio, los mercenarios del capitán Mammius y cualquier hombre capaz de empuñar
un arma. Los que llegaban al suelo permanecían agazapados allí, y algunos incluso
conversaban en susurros.
A medianoche, una de las cuerdas se cortó, y aunque los dos hombres que caye-
ron se rompieron todos los huesos, reprimieron los gritos para no peijudicar a los
demás. Sus compañeros se vieron obligados a matarlos, pues nadie podía ayudarlos,
y ambos murieron sin rechistar.
Cinco horas después de la puesta de sol, doscientos hombres con armas norma-
les y cien con porras, hachas y aparejos de gladiadores, se congregaron a los pies de
la montaña. También habían bajado algunas mujeres que no querían perderse la pe-
lea, pero la mayoría habían permanecido en el interior del cráter, junto con los an-
cianos y los animales.
La horda comenzó su marcha. Tenían que caminar en círculo hacia el sur en di-
rección a la zona boscosa, al otro lado de la montaña. Caminaron en silencio más de
una hora, guiados por los pastores de Campama que estaban más familiarizados con
los senderos de montaña.
Por fin los gladiadores llegaron al extremo sur del valle semicircular llamado <la
Antesala del Infierno» y mataron al primer centinela romano sin darle tiempo a gri-
tar. Las voces de alarma de los siguientes centinelas se ahogaron entre los gritos de
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guerra de los gladiadores, que despertaron a todo el campamento y llenaron las tien-
das de roncos ecos, distorsionados por la proximidad de las rocas. La masacre co-
menzó antes de que los masacrados tomaran conciencia de su situación, de modo
que sólo se resistieron unos pocos veteranos. Sin embargo, el atípico y antimilitar
trazado del campamento, sumado a la terrible confusión, convenció a los soldados
más duros de que era inútil resistir y de que escapar era la única salida posible.
Los gladiadores, preparados para luchar, se vieron forzados a actuar como san-
guinarios. La falta de resistencia del enemigo despertaba en ellos una furia ciega,
pero al mismo tiempo los hacía sentir insatisfechos. Las víctimas yacían en el suelo,
suplicando piedad sin obtenerla, y mientras la muerte se apoderaba de sus concien-
cias, pensaban que aquellos hombres -a quienes no habían visto hasta aquella
noche, en que los habían atacado con sus gritos estridentes- no eran humanos, sino
demonios desatados.
Así acabó el décimo día, y aunque los festejos sucedieron a la masacre, el punto
culminante de la jornada llegó a la hora de dormir sobre las mullidas colchas de los
romanos, el descanso sin sueños que sucede al deber cumplido y a la satisfacción de
las necesidades.
Advierte que sus zapatos están llenos de guijarros, por lo tanto se sienta sobre
una roca para sacudirlos y descubre que aquella molestia era una de las causa de su
desazón. Es evidente que comparados con la vergonzosa derrota de su ejército, los
pequeños e incisivos guijarros -siete en total- quedan reducidos a una ridícula in-
significancia, pero ¿cómo discernir lo importante de lo trivial, cuando ambos hablan
a nuestros sentidos con igual vehemencia? Su lengua y paladar aún retienen el sabor
amargo del sueño interrumpido. Descubre unas pocas uvas olvidadas en el viñedo,
las arranca y mira a su alrededor, pero sólo las estrellas son testigos de la extraña se-
cuencia de sus actos y ellas no pueden censurarlo.
Se siente avergonzado y sin embargo debe admitir que su actitud no es en abso-
luto absurda; ninguna teoría filosófica puede alterar el hecho de que las uvas fueron
creadas para ser comidas. Además, nunca había disfrutado tanto comiendo uvas.
Sorbe su jugo junto con lágrimas de incomprensible emoción, y luego chasquea los
labios con verguenza y resolución.
Entonces la noche, alumbrada por las indiferentes estrellas, regala un nuevo co-
nocimiento a Clodio Glaber: todos los placeres -no sólo aquellos definidos como
tales-, e incluso la propia vida, se basan en una ancestral, secreta desverguenza.
El calvo pretor Clodio Glaber bajó de la colina a pie, pues los bandidos se ha-
bían apoderado de su caballo. Separado de sus soldados, caminó solo durante toda
la noche. Se desvió del camino, tropezó con el bordillo irregular y rocoso de un vi-
ñedo y miró a su alrededor. Bajo la luz de las estrellas, aquel viñedo cercado con es-
tacas puntiagudas parecía un cementerio. Reinaba un silencio absoluto, y tanto los
bandidos como el Vesubio parecían perderse en el brumoso ámbito de lo irreal.
Roma y el Senado estaban olvidados, pero aún le quedaba un pequeño deber que
cumplir. Se abrió la capa, buscó el sitio preciso con la mano y dirigió hacia allí la
punta de la espada.
Tenía que cumplir con su deber, pero sólo ahora comprendía el verdadero signi-
ficado de esa acción. La punta de la espada debía introducirse poco a poco, rasgar
lentamente los tejidos, cortar tendones y músculos, quebrar costillas. Sólo entonces
alcanzaría el pulmón -tierno, gelatinoso y lleno de finas venas- que debía partir en
dos. Luego encontraría una corteza viscosa y por fin el mismísimo corazón, un bul-
boso saco de sangre, cuya textura era imposible imaginar. ¿Acaso alguien lo había
conseguido alguna vez? Bueno, quizá lo lograra silo hacia de forma brusca, pero un
hombre consciente del proceso, de todas y cada una de sus etapas, sería incapaz de
hacerlo.
Hasta entonces, «muerte» era una palabra como otra cualquiera y parecía situa-
da a una distancia inalcanzable. Los términos asociados a «muerte», como «honor»,
«deshonra» y «deber», existen sólo para aquellos que no alcanzan a entender la
realidad. Porque la realidad, gelatinosa, inexplicablemente delicada, con su red de
finas venas, no ha sido creada para ser rasgada por un objeto punzante. Y ahora
Clodio Glaber comprende que morir es una rematada estupidez, mayor aún que la
propia vida.
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Crixus estaba tendido de lado en la manta, con la pesada cabeza apoyada sobre
la mano izquierda. Una multitud de venas rojas y azules atravesaba sus bíceps des-
nudos. Espartaco, tendido de espaldas con las manos entrelazadas en la nuca, con-
templaba un trozo del cráter y unas cuantas estrellas a través de una abertura en el
techo de la tienda. Sus lechos estaban situados paralelos, separados por la mesa. En
la tienda del pretor Clodio Glaber no había sitio para nada mas.
Crixus seguía comiendo. De vez en cuando, su mano derecha se estiraba hacia el
tablero de la mesa, que se alzaba sobre su cabeza, cogía un trozo de carne, se la lle-
vaba a la boca y la empujaba con grandes sorbos de vino. Hilos de grasa chorreaban
desde la mesa.
Fuera la multitud se había tranquilizado de forma gradual, hasta callar por com-
pleto. Los centinelas exigían las contraseñas a menudo, de hecho más a menudo de
lo necesario, señal de que la horda jugaba a soldados.
Crixus prestó atención, aguzó el oído y se volvió, consciente del silencio. Luego
se lamió los labios y se limpió despacio los dedos grasientos en la manta. Esparta-
co se volvió y lo miró fijamente. Crixus entrecerró los ojos y se limpió los dientes
con la lengua. La mirada de Espartaco lo incomodaba y desvió la suya, incómodo.
-Hay que quemar los cuerpos -dijo Espartaco-. Aún hay seiscientos u ocho-
cientos tendidos en el suelo y apestan.
Ambos callaron y Crixus bebió un trago de vino.
Espartaco volvió a tenderse boca arriba, con los brazos cruzados en la nuca. El
contorno de la montaña dibujaba una línea negra en la grieta del techo de la tienda.
-Sé en qué piensas -dijo-. En las mujeres de Alejandría.
-Glaber volverá a Roma -observó Crixus-, agitará al Senado y enviarán a las
legiones a buscarnos.
El techo abrió una negra brecha sobre la cabeza de Espartaco. Estaba muy can-
sado y sus ojos habían perdido su expresión habitual, atenta y serena.
-¿Y entonces qué? -preguntó.
-Nos los comeremos -dijo Crixus.
-¿Y luego?
-Más legiones.
-¿Y luego? -preguntó Espartaco mirando fijamente a través de la brecha.
-Luego nos comerán ellos a nosotros.
-¿Y luego?
Crixus bostezó y cerró una mano con el pulgar hacia abajo.
-Luego esto -dijo moviendo el pulgar hacia el suelo-. ¿Quieres esperar hasta
entonces?
Allí estaba otra vez, el gesto que decidía las vidas de los gladiadores. No podían
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escapar de él. Enjoyado, fláccidamente arrugado, el pulgar señalaba hacia abajo,
deshonraba la vida y degradaba la muerte a la condición de espectáculo, se colaba
incluso en sus sueños.
Crixus volvió a tenderse. La luz de la luna se filtraba a través de la grieta del te-
cho, donde el cráter proyectaba sus afiladas sombras. Las contraseñas se habían es-
paciado.
-¿Quién ha dicho que me quedaría? -preguntó Espartaco, tan cansado que
parecía hablar en sueños-. ¿Quién ha dicho que permanecería con vosotros? Persi-
gue a un hombre y él correrá, pero cuando haya corrido suficiente se detendrá a to-
mar aliento y luego, seguirá su camino. Sólo un loco correría para siempre. -Crixus
callaba-. Sólo un loco seguiría corriendo hasta que le saliera espuma por la boca,
empujado por un espiritu diabólico que le haría derribar todo lo que encuentra a su
paso. Allí había un hombre así...
-¿Dónde? -preguntó Crixus.
-En el bosque. Era patizambo como un niño, tenía orejas puntiagudas y ojos de
cerdo. Solíamos llamarlo «el Marrano». Lo obligábamos a caminar en cuatro patas
y a gruñir como un cerdo. Un día se levantó y huyó. Destruyó todo lo que encontró
a su paso y corrió sin parar. Nunca lo pillaron.
-¿Qué le ocurrió?
-Nadie lo sabe. Es probable que aún siga corriendo.
-Murió en el bosque -afirmó Crixus-, eso es lo que le pasó, o tal vez lo cogie-
ron y lo crucificaron.
-Ya te he dicho que nadie lo sabe -repitió Espartaco-, pero quizá llegara a al-
gún lugar. Nunca se sabe. Algún lugar, cualquier lugar.
-Algún lugar como una cruz -dijo Crixus después de una pausa.
-Tal vez -admitió Espartaco-. ¿Por qué no vas a Alejandría? Yo nunca he es-
tado allí, pero estoy seguro de que es un sitio hermoso. Una vez me acosté con una
chica y ella cantó. Alejandría debe de ser algo así. Vamos, Crixus, lleva a pasear a tu
falo. ¿Quién te ha dicho que yo me quedaría?
-¿Cómo cantaba? -preguntó Crixus-, ¿con vehemencia o con suavidad?
-Con suavidad.
-Tal vez mañana sea demasiado tarde -dijo Crixus después de un breve si-
lencio.
-Mañana, mañana -repitió Espartaco-. Es probable que mañana nos vaya-
mos -bostezó-. Tal vez vayamos a Alejandría.
Guardaron silencio y Crixus se quedó dormido. Su respiración se volvió regular
y pronto comenzó a roncar. Una vez más, su cabeza estaba apoyada sobre el desnu-
do brazo izquierdo, con su bíceps lleno de venas.
Espartaco escudriñó la grieta del techo, cerró los ojos y volvió a abrirlos. Luego
cogió un trozo de carne, lo masticó y bebió vino de la jarra. Los poderosos vapores
del falerno habían hecho presa de él y le nublaban la vista. Los centinelas por fin
habían callado. Bebió otro sorbo de vino, se levantó y salió de la tienda.
Debajo, la costa estaba cubierta de una niebla blanquecina. La extraña silueta
del cráter se recortaba, dentada y negra, sobre el cielo estrellado, y los endebles oli-
vos tendían sus tullidos brazos sobre el valle.
Pasó junto a los guardias dormidos y se alejó del campamento. Por fin llegó jun-
to a una pequeña cuesta rocosa y subió. La suela de sus sandalias aplastaba la grava
con un ruido exagerado. De repente la cuesta acabó en un pequeño prado y allí, en-
tre matas de hierba marchita, raíces y malezas, distinguió un hombre envuelto en
una manta. Su cabeza afeitada y ovalada era la única parte visible de su cuerpo y
parecía serena. Tenía las cejas altas, como si se asombrara de sus propios sueños.
Sus labios eran finos y ascéticos, y la carnosa nariz, arrugada en sueños, le daba el
aspecto de un gracioso fauno.
Espartaco lo contempló durante un rato y por fin le dio un puntapié en la cade-
ra. El hombre abrió los ojos, pero no se sobresaltó en absoluto. Sus ojos eran oscu-
ros y la engañosa luz de la luna los había rodeado de sombras.
-¿Quién eres?
-Un miembro de tu campamento -respondió el hombre mientras se sentaba
despacio.
-¿Sabes quién soy yo?
-Zpardokos, príncipe de Tracia, liberador de esclavos, guía de los deshereda-
dos. Paz y fortuna, Zpardokos. Ven a sentarte en mi manta.
-Loco -dijo Espartaco y se quedó allí de pie, vacilante, hasta que volvió tocar
al hombre con un pie-. Sigue durmiendo. Mañana volverán los romanos y te colga-
rán de una cruz, junto a todos los demás. ¿Puedes leer las estrellas?
-Las estrellas no -dijo el hombre de cabeza ovalada-, pero puedo leer ojos y
libros.
-Si sabes leer, eres un maestro fugitivo -dijo Espartaco- y serás el undécimo.
Ya tenemos once maestros, siete contables, seis médicos y tres poetas. Si el Senado
nos perdona la vida, podríamos fundar una universidad en el Vesubio.
-Pero yo no soy maestro, sino masajista.
-¿Masajista? -preguntó Espartaco, sorprendido-. Un hombre que sabe leer se
usa para enseñar, no para dar masajes.
-Hasta hace tres días estaba empleado en el cuarto baño público de Estabias.
Cuando me vendieron por primera vez, no les dije que sabia leer.
-¿Porqué?
-Para que no me obligaran a enseñar mentiras -respondió el hombre de cabeza
ovalada.
-No me digas -dijo Espartaco, incómodo-. Tenemos otros lunáticos como
tú. Por ejemplo, hay un hombre llamado Zozimos, antiguo maestro, que siempre
está pronunciando discursos políticos. No sabia que hubiera tanta locura en el
mundo.
-Ni tampoco tanta tristeza -dijo el hombre de la cabeza ovalada-. Tampoco
lo sabías, ¿verdad?
Espartaco no respondió, pero su sensación de incomodidad creció. Uno no debe
hablar de esas cosas. «La tristeza del mundo». En los últimos tiempos, había oído
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-Será mejor que duermas -dijo.
-Ése es el problema -dijo Espartaco-, no puedo dormir. Tengo la impresión
de que un montón de moscas zumban en el interior de mi cabeza.
-Estás agotado -dijo el de la cabeza ovalada-. ¿Quieres un masaje?
-Cuéntame algo -pidió Espartaco-. Hablas con un deje palatal, así que debes
de ser sirio o judío.
-Soy esenio.
-¿Qué es eso?
-Es una larga historia -respondió el otro.
-Cuéntamela.
-De acuerdo -dijo el esenio-. Está escrito que hay cuatro tipos de hombres.
El primero dice: «Lo mio es mío y lo tuyo es tuyo». Es la tribu de las clases medias,
Sodoma, según la llaman algunos. El segundo grupo, formado por la gente vulgar y
humilde, dice: «Lo mío es tuyo y lo tuyo es mio». Un tercer grupo, los piadosos, di-
cen: «Lo mio es tuyo y lo tuyo también es tuyo». Por último, otros dicen: «Lo mio
es mío y lo tuyo también es mío»; son los malvados. Así está escrito. Los eruditos
dicen que el primer hombre del grupo de lo mio-mío y lo tuyo-tuyo fue Cain, que
mató a su hermano Abel y fundó la primera ciudad. Por tanto, aunque esta visión es
muy común en nuestros días, se la rechaza y se la considera propia de Sodoma. La
tercera opinión, la de los piadosos, también es rechazada, porque aquellos que no
poseen bienes terrenales entregan lo poco que tienen para demostrar que sólo persi-
guen la virtud. Es una singular forma de hipocresía que podríamos denominar «la
arrogancia de los débiles» y que, por sobre todas las cosas, es estúpida. La cuarta
modalidad, que corresponde a los grandes terratenientes y usureros, es abominable
y detestada. Sólo queda la segunda, «lo tuyo es mio y lo mío es tuyo», que es la
nuestra.
-¿Entonces vuestras propiedades son comunes?
-Así es.
-¿Y vuestros esclavos también son una propiedad común?
-No tenemos esclavos.
-Ya veo -dijo Espartaco después de meditar un momento-, sois una tribu de
cazadores y pastores.
-No, somos granjeros y artesanos. Todos trabajamos y todos compartimos los
beneficios.
-Es gracioso -dijo Espartaco-, si a pesar de ser hombres libres trabajáis, sois
vuestros propios esclavos. Nunca he oído nada igual.
-Es probable -dijo el esenio con un gesto de asentimiento-. Tal vez tengas
razón.
-¿Lo ves? -dijo Espartaco-. Hablas y hablas y luego caes en la trampa de tus
propias palabras opulentas. Vuestros propios esclavos... Es como si un hombre fuera
su propia esposa. Los cazadores y los pastores no trabajan y por lo tanto no necesitan
esclavos, pero aquellos que siembran y siegan, los que hacen cosas y las venden, de-
ben tener esclavos, pues así debe ser. El hombre manda, la mujer da a luz y el escla-
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y
yo trabaja. Ése es el orden natural de las cosas, y todo lo demás son patéticas tonte-
rías contrarias a la razón y la armonía.
-¿Tú crees? -dijo el esenio mientras sacudía la cabeza-. ¿Entonces no consi-
deras que has traído el desorden a Campania?
-Calla -protestó Espartaco-. Un fugitivo no puede cumplir con la ley y el or-
den, pero eso no tiene nada que ver con tus parloteos.
-¿Te parece? -dijo el esenio. Luego cogió un guijarro, lo sopesó en la mano y
lo arrojó colina abajo. La piedra rodó y pronto desapareció de la vista, devorada por
la bruma, pero eso no evitó que la oyeran caer. Entonces, cuando el ruido se apagó,
el esenio dijo-: Si le hubieras preguntado a esa piedra por qué rodaba, te habría
contestado que la habían empujado. La piedra cree que lo único que importa es el
empujón, y sin embargo obedece involuntariamente a la ley común de que todo lo
que es arrojado cae hacia abajo.
Espartaco no respondió y siguió tendido boca arriba, con las oscuras montañas a
a derecha y la empinada cuesta a la izquierda. Estaba demasiado cansado para se-
guir el hilo de las ideas del esemo, pero sentía que su mente las absorbía como una
esponja.
Sin embargo, el hombre de la cabeza ovalada no le prestaba mayor atención, in-
cluso parecía haberse olvidado de él. Estaba sentado encogido sobre una piedra,
como un animal alerta y temeroso. Parecía hablar consigo mismo, mientras balan-
ceaba la cabeza hacia delante y hacia atrás, y probablemente tenía la nariz fruncida
otra vez, pues su voz sonaba como una risa suave y ahogada:
«Ni su plata ni su oro los salvará en su día de la ira de Yahvé, pues toda la tierra
será devorada por el fuego de su celo. Llorad, vosotros que vivís junto a los molinos,
pues los mercaderes se han marchado y todos aquellos que acumulaban dinero han
sido expulsados. Malditos sean aquellos pastores que se alimentan a sí mismos pero
no alimentan a sus rebaños. Malditos aquellos que juntan una casa con otra y un
campo con otro hasta que no queda sitio para nada, hasta que se convierten en úni-
cos dueños de las tierras del mundo. Malditos aquellos que decretan falsas leyes y
roban los derechos de los pobres para convertirlos en sus presas. Malditos, pues sus
mentes se dejan gobernar por las recompensas, sus sacerdotes enseñan a cambio de
un sueldo y sus adivinos profetizan por dinero. Malditos, pues cantan al son de las
arpas, y se inventan su propia música, beben vinos en cuencos y se ungen a si mis-
mos, pero no les afecta el dolor del pueblo.
»Pues la justicia de Yahvé caerá sobre todos y cada uno de los presuntuosos y
arrogantes, que serán degradados, sobre todos los cedros del Líbano, sobre los ro-
bles de Bashan y los mercaderes de los mares, sobre los señores del Senado y los
amos de los juegos sanguinarios, sobre todo lujo, pues el Señor desnudará a las hijas
de Roma y les arrancará sus joyas. Y habrá grandes llantos ante la puerta del este,
gritos de alarma ante las demás puertas y sonoros lamentos desde las siete colinas.
Pues Él vendrá, enviado por Yahvé, con su espada, su red y su tridente, enviado por
el Señor para sanar los corazones rotos, llevar luz a los ojos de los ciegos, liberar a
los oprimidos.
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»Pero eso ya lo has oído antes -concluyó el hombre de cabeza ovalada con un
súbito cambio de voz, y dejó de sacudir la cabeza.
Aquellas palabras demostraban que, después de todo, no estaba hablando solo.
-Continúa -dijo Espartaco.
-Tengo frío -dijo el esenio-. Devuélveme la manta.
-Lo haré -dijo Espartaco, pero no se movió y siguió tendido con los ojos
abiertos.
El esenio pareció olvidar la manta. Se sentó sobre la roca y contempló en silen-
cio la nube de niebla que ascendía lentamente.
-Nunca había oído hablar de un Dios que maldijera tanto como ese Yahvé tuyo
-dijo Espartaco-. Está tan furioso con los ricos, que cualquiera diría que es un
dios de esclavos.
-Yahvé está muerto -dijo el hombre de cabeza ovalada-, y no era un dios de
esclavos, sino un dios del desierto. Era bueno en cosas del desierto: sabía cómo ha-
cer surgir manantiales de entre las rocas y cómo hacer que llovieran panes del cielo.
Pero no sabia nada de trabajo ni de agricultura. No podía hacer que los viñedos, los
olivos o el trigo dieran frutos, no era un dios opulento, sino duro como el propio de-
sierto. Por tanto, condena la vida moderna y se encuentra perdido en ella.
-¿Lo ves? -dijo Espartaco decepcionado-. Si está muerto, sus profecías ya no
tienen ningún valor.
-Las profecías nunca tienen ningún valor -dijo el esenio-. Te lo he explicado
antes, pero estabas dormido. Las profecías no cuentan, quien cuenta es aquel que
las recibe.
Espartaco reflexionó tendido, pero con los ojos abiertos.
-Aquel que las recibe verá días terribles -dijo después de un momento.
-Así es -respondió el esenio-. Lo pasará muy mal.
-Aquel que las recibe -continuó Espartaco-, tendrá que correr y correr sin
cesar, hasta que le salga espuma por la boca y hasta que haya destruido todo lo que
se interponga en su camino con su enorme ira. Correrá y correrá, y la Señal no le
abandonará, y el demonio de la ira desgarrará sus entrañas. -El aterido esenio miró
la manta. Después de una pausa, Espartaco añadió-: Y ni siquiera tú puedes decir
dónde acabará.
-¿Quién? -preguntó el hombre de cabeza ovalada, pero Espartaco no respon-
dió-. Puedo contestarte incluso eso -dijo el esenio después de un rato-. Porque
ha habido muchos que han reconocido la Señal y recibido la palabra.
-¿Y sabes qué les sucedió?
-Lo sé, pues fueron muchos y ninguno fue el primero. Hubo, por ejemplo, un
tal Agis, rey de Laconia. Este hombre supo por su tutor que una vez había existido
una era de justicia y propiedad común, llamada la edad dorada, e intentó restable-
cerla. Como es natural, los aristócratas y poderosos pusieron objeciones, pero el rey
entregó sus riquezas al pueblo y restituyó las antiguas leyes.
-¿Y qué le ocurrió? -preguntó Espartaco.
-Fue colgado. También hubo un hombre llamado Jambulos que partió en un
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largo viaje por mar con un amigo. En medio del océano encontraron una isla donde
aún se vive la edad dorada. Los nativos de la isla son llamados pancayos y, como
consecuencia de su honrado estilo de vida, tienen unos cuerpos realmente hermo-
sos. Comparten propiedades, comida, vivienda, y también sus mujeres, para que
ningún hombre sepa cuáles son sus hijos. De ese modo, no sólo evitan el orgullo de
la propiedad, sino también la arrogancia del linaje. Sin embargo, Jambulos fue asesi-
nado por sus compatriotas ricos para evitar que nadie conociera ese buen ejemplo, y
ahora nadie sabe dónde está la isla de los pancayos. -Tendido con los ojos abiertos,
Espartaco contemplaba en silencio las sombras que comenzaban a disiparse. El ese-
nio, encogido cerca de su cabeza, continuó la historia-: Siempre ocurre lo mismo.
Una y otra vez aparece un hombre que reconoce la señal, recibe la palabra y sigue su
camino con una gran furia en sus entrañas. Él conoce la añoranza de los hombres
por aquellos remotos tiempos olvidados en que reinaban la justicia y la bondad.
Sabe cuán justa era Israel y qué magníficas eran sus tiendas cuando vivía en el de-
sierto, agrupada en ordenadas tribus, en la gracia de Yahvé...
-Deja en paz a tu Yahvé y continúa.
-Siempre es igual. Por ejemplo, no hace mucho tiempo, un esclavo llamado Eu-
nus vivía en Sicilia. Tenía un amigo llamado Kleon, también esclavo, que procedía
de Macedonia. Ambos escaparon de su amo, un gran terrateniente y opresor de es-
clavos. Se unieron a otros esclavos y acamparon en bosques o colinas. Aunque al
principio no tenían mayores motivos, lucharon contra los mercenarios y los vencie-
ron. -El hombre de la cabeza ovalada hizo una pausa y sacudió la cabeza, pero Es-
partaco se había sentado y lo instó a seguir con un gesto impaciente-. Bueno
-continuó el esenio-, como te decía, reunieron más y más gente sin un propósito
concreto. Pero los propósitos no tienen nada que ver con los hechos. Los números
crecían con mayor rapidez de la que habían imaginado, y pronto fueron cien, mil,
diez mil, setenta mil. Setenta mil, todos ellos esclavos, un verdadero ejército de es-
clavos. Todos los esclavos de Sicilia se unieron a ellos.
-¿Y entonces? -preguntó Espartaco.
-El Senado envió una legión tras otra y los esclavos acabaron con una legión
tras otra. Durante tres años gobernaron la mayor parte del territorio de Sicilia. En
cuanto Roma los dejara en paz, pensaban crear un Estado del Sol, una nación don-
de reinara la justicia y la buena voluntad.
-¿Y entonces? -preguntó Espartaco.
-Y entonces los derrotaron -dijo el esenio-. Veinte mil hombres fueron cruci-
ficados. En Sicilia crecieron más cruces que árboles y en cada una de ellas colgaba
un esclavo que antes de morir maldijo a Eunus el sirio y a su amigo Cleón el mace-
donio, pues los consideraban culpables de sus muertes.
-¿Culpables? -preguntó Espartaco-. ¿Por qué iban a ser culpables?
-Por dejarse vencer -respondió el esenio y sacudió la cabeza.
-Continúa -pidió Espartaco con voz ronca.
-No hay nada más que contar -dijo el hombre de la cabeza ovalada-, pues es-
tos hechos ocurrieron hace apenas unas décadas. Sin embargo, ya ves cómo tenía
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razón al decir que la añoranza de justicia de la gente vulgar es eterna, y que una y
otra vez un hombre se separa de la multitud, recibe la palabra y sigue su camino con
una gran ira en las entrañas.
»Aunque el poder de Sodoma lo venza y lo crucifique, otro hombre aparecerá
después de un tiempo y tras de él vendrán otro y otro más, y se pasarán la gran ira
unos a otros de década en década, como en una gigantesca carrera de relevos que
comenzó el día en que el perverso dios de las ciudades y la agricultura asesinó al
dios de los desiertos yíos pastores.
Poco a poco, el movimiento rítmico de la cabeza del esenio se fue apoderando
de su cuerpo, y continuó balancéandose de atrás hacia adelante hasta que el primer
resplandor del alba desterró por fin las brumas y Espartaco advirtió que el masajista
erudito era un anciano. Las sombras oscuras de sus ojos se habían esfumado y sus
cejas se arqueaban sobre las marcadas ojeras con expresión de asombro, mientras la
nariz se proyectaba con tristeza sobre los labios finos y severos. Su cuerpo se balan-
ceaba sin cesar, como si no tuviera huesos en las caderas.
Espartaco se levantó, se acomodó la piel sobre la espalda y estiró los brazos has-
ta que oyó crujir las articulaciones. Luego permaneció de pie unos instantes, con las
piernas separadas y los brazos levantados, enorme y atractivo en su holgado ropaje
de pieles. Por fin se inclinó para recoger la manta del anciano y se la entregó. En-
tonces el esenio interrumpió su monótono balanceo y se envolvió con ella.
Espartaco se aproxunó a la cuesta, volvió a mirar hacia el resplandeciente este y
hacia la montaña, cuya silueta diurna rompía el hechizo de su distorsión nocturna.
No escuchó ni devolvió el saludo del anciano, y descendió hacia el campamento con
grandes zancadas que resonaron sobre el suelo pedregoso.
Los ruidos confusos que llegaban de las tiendas indicaban que algunos hombres
ya se habían despertado. Al ver los torpes pájaros negros que revoloteaban en círcu-
los en el pálido cielo, recordó que debía hacer quemar de inmediato los cadáveres,
aquellos seiscientos u ochocientos miembros del derrotado ejército de Clodio
Glaber.
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LIBRO SEGUNDO
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a tres pasos de distancia. Contempla de mal humor cómo disfrutan de la
minuciosa
ceremonia de los baños: agua templada, agua caliente, vapor, agua fría; observa
como los masajean mientras ambos sudan y jadean, suspirando de placer. Sus
espíri-
tus se elevan hasta tales alturas que deciden iniciar un juego con la pelota. Entre
pe-
queños gritos y disputas alborozadas, desnudos, gruesos y aceitosos, los dos
distin-
guidos caballeros corretean como niños inocentes, jugando con todo el corazón,
francamente dichosos de que sus ánimos despreocupados y joviales hubieran
sabido
sobreponerse a las tormentas de la vida.
Pero después, cuando reposan uno junto a otro envueltos en suaves mantas,
agradablemente agotados, el escriba Quinto Apronius advierte un cambio en su
propio ánimo. Recuerda que nunca en sus dieciocho años de servicio ha estado
tan
cerca de hombres de relevante pasado político. De repente lo embarga la
emoción y
recuerda el gran pesar de su vida, un secreto que aún no ha confiado a ningún ser
humano, ni siquiera a Pomponia. Tendido boca arriba, con los ojos fijos en el
techo,
siente la imperiosa necesidad de confesarse.
Con palabras vacilantes le cuenta al empresario que en una época había concebi-
do grandes ambiciones, que había albergado la esperanza de retirarse, viajar a tie-
rras lejanas y obtener honrosa fama con la redacción de un tratado filosófico sobre
el estreñimiento como causa de todas las revoluciones. Entonces, con el fin de lo-
grar ese objetivo, había invertido todos sus ahorros, fruto de diez fatigosos años, en
acciones de una compañía asiática de recaudación de impuestos. Sin embargo, tres
meses después, Sila había ordenado disolver la compañía, las acciones se habían
convertido en papel mojado de la noche a la mañana y él, Quinto Apronius, se ha-
bía arruinado para el resto de su vida.
Mientras una asistente femenina cubre el vientre musculoso del empresario con
toallas, éste gira la cabeza y observa al escriba con mayor atención. Su vista recorre
la figura delgada de Apronius, desde los hombros caídos a las rodillas puntiagudas,
las descuidadas uñas y los peludos dedos de los pies. Apronius siente que aquel
hombre lo sabe todo sobre él, que conoce su presupuesto mensual, su buhardilla con
la salida de incendios, e incluso a la huesuda y vieja Pomponia, siempre con la esco-
ba en la mano. Rufo se vuelve y esboza una sonrisa entre divertida y compasiva.
-Mira, amigo mío -le dice-, tú no has sido el único afectado por ese asunto.
La historia de la compañía asiática de impuestos es un tanto complicada, pero ins-
tructiva. ¿Te gustaría oírla? -Apronius traga saliva y asiente en silencio-. Enton-
ces escucha: la compañía en cuestión -comienza sin dejar de sonreír, como si se
dirigiera a un niño-, a la cual le confiaste tu dinero, había arrendado al Estado la
recolección de impuestos de la provincia asiática, un negocio muy rentable. Sin em-
bargo, los directores eran todos caballeros, o sea miembros de la joven aristocracia
financiera, y Sila sentía especial predilección por la sangre noble. Odiaba a la aristo-
cracia económica y aquel que pretendiera asumir un cargo debía probar que descen-
día de un antiquísimo linaje. Por consiguiente, Sila anunció que la compañía robaba
a los contribuyentes, se apresuró a disolverla y decidió que el propio Estado, repre-
sentado por el gobernador de la provincia asiática, se hiciera cargo de la recauda-
69
ción de impuestos. Como es natural, esta acción tuvo consecuencias devastadoras
para todos los afectados. En primer lugar, los pequeños accionistas perdieron su di-
tero, y en segundo lugar, la situación de los contribuyentes asiáticos empeoró, por-
qae el gobernador, que, como recordarás, era el joven Lúculo, no tenía la menor
idea de cómo manejar con tiento el complicado oficio de la recolección de impues-
tos, pese a su maravilloso árbol genealógico.
»A propósito, tal vez te consuele saber que las personas más distinguidas de
linma sufrieron igual que tú. ¿Quieres que continúe? En aquella época el joven Ci-
cerón estaba en la cumbre de su carrera. Con veintisiete años, era amante de la
dama Cerelia, quien a su vez tenía importantes intereses en la compañía asiática.
Como tú, ella perdió la mitad de su fortuna, y Cicerón se conmovió tanto con este
iitcidente que estuvo a punto de enfrentarse a Sila. «¡Proteged a la pequeña aristo-
crata! -proclamó en una diatriba pública en el forum-. Proteged a los caballeros
que nos trajeron fortuna». También estuvo a punto de perder la cabeza... y en más
de un sentido.
Rufo sonríe, abstraído en sus recuerdos, y el escriba Apromus sacude la cabeza
en un gesto de perplejidad. Esperaba consuelo, comprensión, palabras compasivas,
y en su lugar, el gran hombre habla de asuntos oscuros, incomprensibles para él,
para definir lo que hasta entonces le parecía una siniestra conspiración concebida
con el único objetivo de robarle a él, Quinto Apromus, todos sus ahorros.
-Pero la historia continúa -añade Rufo con risueña locuacidad-, ¿te gustaría
escuchar algo más? El sucesor de Lúculo fue cierto Gneius Cornelio Dolabela. Era
tu individuo más bien indolente y comenzó a arrendar en secreto la recolección de
inpuestos a diversos caballeros y compañías. El banquero Marco Craso y un tal
Chrysogomus, considerado el favorito de Sila, actuaron de intermediarios. Es triste
reconocer que la situación de los contribuyentes asiáticos tampoco mejoró; por el
contrario, su tributo se elevó de veinte mil a cuarenta mil talentos para recuperar las
pérdidas de la compañía. Los infelices nativos tuvieron que hipotecar los tesoros de
su templo, arriesgar las rentas del teatro, vender a sus hijos en el mercado de escla-
~os de Delos o huir y unirse a los piratas. Dolabela fue acusado de extorsión en
cuanto expiró su mandato, pero Craso y sus amigos lograron exculparlo. El encarga-
do de la acusación era un joven aristócrata llamado Cayo Julio César, cuyos amoríos
y aventuras en la corte del rey de Bitinia habían hecho refr a toda Roma.
do, se había comportado como un tímido colegial en su presencia, los había mirado
con respetuoso temor.
Pero en adelante todo cambiará. ¡La próxima vez que se encuentre con uno de
ellos le dirá lo que piensa a la cara! Y en la reunión de los «Adoradores
de Diana y
Antinoo» los pondrá al descubierto con un vehemente discurso: « ¡Ya es
hora
-dirá- de que estos corruptos truhanes sean arrojados por la alcantarilla
por un
hombre fuerte, capaz de limpiar sin miramientos el mugriento establo del
Estado! »
Si los ladrones vinieran a la ciudad de Capua y lo destruyeran todo
-municipio, ba-
ños de vapor, delfines- harían un gran servicio, pues acabarían con tanta
ansiedad
y desvelos.
Cuando el escriba abandona Los Lobos Gemelos en dirección a casa, la
oscun-
dad se cierne sobre el barrio de Oscia. Esta noche ha traicionado sus
costumbres y
ha bebido vino con la cena, un fuerte falerno, capaz de ahogar la
melancolía y el do-
br de estómago. Mientras camina por las calles desiertas, arrastrando por
el suelo
su túnica de funcionario, entona una canción imprudente y provocativa,
una can-
ción canallesca.
Luego, al subir hacia su habitación por la escalera de incendios, tropieza
y está a
punto de caer, pero sigue cantando sentado en un peldaño entre la
segunda y la ter-
cera planta. Aunque no está borracho, canta en la oscuridad su canción
canallesca
marcando el ritmo con las piernas delgadas y peludas.
Dejad que venga ese jefe bárbaro, ese tal Espartaco, dejad que traiga
alboroto y
destrucción. Que acabe con todo, casas, delfines, Tribunal del Mercado;
dejadlo,
dioses, ¿acaso alguien puede compadecerse de este mundo?
Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado, regresa solo. Las
runzadas en el estómago y el abdomen se han reiniciado y todo lo que ha escuchado
lo ha dejado bastante mareado. En sus dieciocho años de servicio no había oído ha-
liar tanto de la trama oculta de la política romana como en aquella tarde memora-
Fíe. Sacude la cabeza con asombro y murmura palabras de desprecio. ¡Vaya jungla
de decadencia política! ¡Se ha abierto un abismo ante sus propios ojos! Escoria
como aquella, advenedizos y estafadores como esos hombres, manejan en secreto
los hilos de la república, conspiran y roban al ciudadano honesto y son la causa de
lodos los infortunios. Y él, Quinto Apronius, primer escriba del Tribunal del Merca-
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70
L
1
El encuentro
La horda acampaba en un valle semicircular de las tierras altas, en las
tiendas
'que fueran de Clodio Glaber, comiendo sus provisiones y bebiendo vino.
Pero en las
entrañas de la montaña, en el interior del cráter, cada noche se encendían
enormes
fuegos, cuya luz alumbraba los campos distantes.
Parecía que el Vesubio escupía llamas, como en tiempos legendarios, y
para los
habitantes de los valles, el humo rojo que despedía el cráter cada noche
era como la
insignia de la victoria de un grupo de ladrones, intrépidos y justos, sobre
las legiones
romanas.
Pues los rumores, que cruzaban las tierras con mayor rapidez que el
mensajero
más veloz del Senado, se limitaban a mencionar aquello. Cuanto mayor
era la dis-
tancia del lugar de los hechos, más imaginativas y gozosas se volvían las
anécdótas,
y así como un remolino en el agua ignora la forma de la piedra que lo
creó, la leyen-
da había olvidado al improvisado ejército del calvo pretor, incapaz de
enfrentarse a
un grupo de bandidos harapientos y roñosos gladiadores. El rumor sólo
contaba que
Roma había sido vencida y que los vencedores eran esclavos. Pero aún
decía más,
hablaba del adversario, nacido en Roma, un héroe alto vestido con una
piel, que
acogía a pobres y oprimidos en su vengativa horda.
La imponente cima de la montaña proclamaba este mensaje a toda la
nación con
sus crecientes círculos de luz, un mensaje que llegaba a los estériles
valles de Luca-
nia, tierra prometida de pastores y bandidos, y se precipitaba como una
tormenta
sobre el otrora orgulloso condado de Samnio, ahora jardín de escombros
por la gra-
cia de Sila. Pero en la propia Campania, las masas ya estaban en marcha.
Antes lle-
gaban de uno o en aislados grupos de dos, ahora venían a centenares.
Antes se in-
ternaban furtivamente por caminos entre los pantanos, ocultos desde la
isla, ahora
subían a la montaña en verdaderas tropas, entonando cánticos temerarios.
Doscientos siervos procedentes de la hacienda de un senador, cerca de
Cumas,
llegaron al campamento en resuelta procesión. Estaban semidesnudos,
descalzos,
harapientos. Los tres hombres que encabezaban la marcha llevaban un
gran mástil,
al estilo de las legiones, pero de éste colgaban unos grilletes y un látigo
de nueve
colas.
Llegó una larga caravana de zapadores, que habían estado empleados en
el es-
tanque de peces de Lúculo, donde exhibían ante sus ojos una gigantesca
anguila
morena con una cabeza humana entre las mandíbulas.
Llegó el gremio de constructores libres de Nuceria, cuyos miembros se
habían
quedado sin trabajo cuando el consejo municipal compró un barco lleno
de esclavos
sirios y los ofreció en lotes baratos a los contratistas de la construcción.
Eran gente
respetable y bien vestida y traían consigo los fondos de su sociedad de
ahorros, con
cuyos intereses solían pagar la fiesta anual de aniversario.
73
L
1
Llegaron los primeros pastores lucanos con enormes y ariscos perros y porras
llenas de nudos. A semejanza de los guerreros bárbaros, se cubrían la espalda con
pieles de jabalí o de lobo, se dejaban crecer largas barbas y tenían el cuerpo cubierto
de enmarañado vello.
Llegaron doscientos criados de un notable de Pompeya, empuñando un falo de
madera con la siguiente inscripción: «Contemplad a Cayo, nuestro amo, ninguna
otra parte de él merece verse».
Pero la mayoría de los recién llegados traían como emblema el simple patibu-
lum, la cruz de madera de los esclavos.
L
~
mientras un segundo pretendía que todos marcharan hacia Pozzuoli para incendiar
la casa de su amo, con su amo dentro. Un tercero quería que robaran un barco y
zarparan hacia Alejandría, donde abundaban las mujeres, y un cuarto deseaba que
fueran a Capua para derribar la ciudad y construir una nueva. Un quinto proponía
conquistar Roma, mientras un sexto ansiaba regresar a casa con sus rebaños y se
preguntaba por qué diablos se había largado de allí. Un séptimo quería ir a Sicilia,
donde los esclavos ya se habían rebelado antes contra Roma. Un octavo deseaba
unirse a los piratas de Cilicia, un noveno pretendía que las mujeres fueran propie-
dad común y un décimo insistía en que se prohibiera el consumo de pescado. Todos
querían algo diferente y hablaban, discutían o guardaban silencio sobre sus deseos,
pero cada uno de ellos estaba convencido de que el hombre de la piel, aquel que no
tenía nada de especial, quería exactamente lo mismo que él, de que Espartaco
no era más que el común denominador de todas las esperanzas y deseos contradic-
torios. Tal vez fuera aquello lo que tenía de especial.
Se acercaban las lluvias. Había transcurrido medio mes desde la derrota de Cío-
dio Glaber y casi tres desde la huida de los setenta gladiadores de Capua.
Las provisiones comenzaban a escasear en el monte Vesubio. Las expediciones
hacia los valles circundantes se espaciaban cada vez más, pues toda la región, inclui-
das Herculano, Nola y Pompeya, había sido devastada. En un radio de diez millas a
la redonda, el paraíso de la llanura de Campania estaba yermo y estéril, como si hu-
biera sido víctima de una nube de langostas. Las ciudades habían sido cerradas, sus
guarniciones reforzadas y sus murallas reparadas.
Y sin embargo, las multitudes continuaban subiendo a la montaña, barbudas y
harapientas, con marcas a hierro candente en los hombros y los pies cansados. Sa-
queaban las granjas a su paso y evitaban las ciudades. Traían consigo guadañas, pa-
las, hachas y porras. Eran la escoria de una nación gloriosa, los desechos que fertili-
zaban sus campos. Sus cuerpos apestaban y su salud estaba consumida. Propagaban
sus enfermedades y malos hábitos por el campamento, traían una dote de hambre y
esperanzas inciertas.
No eran recibidos con alegría. Aquellos que llevaban diez días en el campamen-
to miraban con desprecio a los que llevaban tres, y estos últimos se consideraban an-
tiguos residentes y trataban con hostilidad a los recién llegados. La gente comenzaba
a aburrirse de esperar sin saber qué. Unos protestaban y otros se marchaban, sin que
nadie se lo impidiera. En la montaña vivían cinco mil personas. Hablaban varios
idiomas, comían, discutían, conversaban, se disputaban botines y mujeres, hacían
amistades, cantaban o se mataban unos a otros. Todos esperaban, pero nadie sabía
qué.
Ni siquiera los gladiadores estaban de acuerdo sobre lo que debían hacer. Se reu-
nían en el interior del cráter en asambleas precedidas de misteriosos preparativos,
donde no se admitía más que a los cincuenta integrantes originales de la horda. An-
tes de que dieran comienzo las reuniones, los criados de Fanio traían varias botas de
vino, y los gladiadores asistían a ellas con graves aires de importancia, como si fue-
ran senadores. Sin embargo, nunca tomaban decisiones relevantes, pues cada vez
que abordaban el terna del plan a seguir, se perdían en discusiones triviales, risas
o
peleas y olvidaban la imperiosa necesidad de llegar a una conclusión.
Espartaco jamás tomaba partido por ninguno de los proyectos nuevos que se
proponían cada día. Escuchaba en silencio a los demás y sólo al final, cuando
pare-
cia que la reunión acabaría en una charla trivial, planteaba con brevedad
cuestiones
secundarias pero impostergables, como la de las provisiones, el reparto de
armas o
los sitios de acampada para los recién llegados. Nadie lo contradecía, pues sus
suge-
rencias eran simples y sensatas, pero todos se sentían decepcionados, porque
aun-
que él pareciera ignorarlo, esperaban una propuesta decisiva de su parte.
En su lugar, Espartaco se empeñó en la organización gradual de los distintos
grupos en cohortes y centurias, con un gladiador al mando de cada columna.
Luego
les habló de la forma en que los cazadores de las montañas tracias fabricaban sus
ar-
mas: escudos circulares de mimbre, cubiertos con pellejos frescos de animales y
lan-
zas de madera cuyas puntas se endurecían con el fuego. Por fin los dividió en
jerar-
quías: vanguardia, reservas e infantería regular. Armó a la caballería pesada con
las
armaduras y lanzas de los romanos derrotados y a la liviana con espadas y
hondas.
Todo esto llevó tiempo, y no pasaba un día sin disputas y asesinatos. Mientras
tanto, las reservas de comida disminuían y las lluvias estaban cada vez más pró-
xirnas.
Pero dos meses después de la derrota de Clodio Glaber, Espartaco lo había
con-
seguido: había moldeado un verdadero ejército con la arcilla informe del monte
Ve-
subio.
Un día, dos meses después de la derrota de Clodio Glaber, los criados de Fanio
fueron de un grupo a otro con el siguiente mensaje:
-Elegid concejales y un representante por cada diez hombres -dijeron- y en-
viadlos al cráter. Se celebrará una asamblea.
La confusión se apoderó del campamento. Los grupos se mezclaron, votaron,
discutieron, especularon y escucharon rumores con avidez. El campamento despertó
de su profundo sueño, sacudido por aquella noticia.
Una interminable procesión ascendió por la cuesta que conducía al cráter. Aun-
que sólo estaban invitados los concejales y representantes, el campamento entero
atestaba el camino y los más intrépidos escalaban las rocas desnudas. Cuando llega-
ron a la cima, contemplaron por primera vez el interior del cráter con su roca cha-
muscada y sus erosionados bloques de piedra de curiosas formas. Se deslizaron al
interior entre escombros y guijarros y señalaron a los recién llegados las
reliquias del
sitio: la hondonada tracia, la celta, los esqueletos de las mulas que se habían visto
obligados a matar. Potentes rayos de sol se colaban en el interior del cráter y
con-
vertían a la creciente multitud del fondo en una gigantesca y sudorosa masa motea-
da. Incluso las paredes del cráter estaban salpicadas de personas, sentadas sobre
en-
negrecidas rocas, aferradas a la gruesa maraña de enredaderas silvestres que crecían
sobre los escombros. Algunos se apiñaban alrededor de los márgenes del cráter y
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L
miraban hacia abajo. Como una gigantesca concha marina, el cráter elevaba un
zumbido sordo en el aire sofocante.
Cuando Espartaco comenzó a hablar, su voz se ahogó en el tumulto. Envuelto
en su piel, se alzaba sobre un gran diente de roca que sobresalía en el centro de un
muro, acompañado por Crixus, varios gladiadores y los criados de Fanio. El olor de
la multitud se convirtió en un solo olor y su expectación en la de un solo hombre.
Espartaco alzó un brazo con torpeza, los gladiadores y los cuellicortos lo imitaron
de inmediato, y todos callaron. Entonces Espartaco comenzó a hablar por segunda
vez, con la voz amplificada por las paredes del cráter:
-Se acercan las lluvias -dijo-, y la comida escasea. Debemos preparar nues-
tros cuarteles de invierno.
«Tiene razón -pensó Hermios, el pastor, acurrucado entre los escombros del
otro lado del cráter-. Eso era justamente lo que me preocupaba.»
Sonrió con beneplácito y contempló la figura de Espartaco sobre la roca, alto y
espléndido en sus ropajes de piel. Su voz no era más alta de lo normal y mantenía su
habitual serenidad, como si hablara sólo con el pastor.
-Tal vez los romanos envíen otro ejército -dijo Espartaco-. Necesitamos una
ciudad para pasar el invierno, una ciudad con murallas, nuestra propia ciudad.
No era eso lo que intentaba decir. Era imposible tomar una ciudad amurallada
sin las máquinas de sitio apropiadas. El gordo y lánguido Crixus, que seguía a su
lado, se giró para mirarlo con perplejidad. Sabía tan bien como las cinco mil personas
reunidas en el cráter que era imposible tomar una ciudad sin las armas adecuadas.
Pero las cinco mil personas permanecieron calladas, escuchando la sibilante res-
piración de la multitud, o sea la suya propia, y oliendo el olor de la multitud, o sea
el suyo propio. Sabían que Espartaco tenía razón y que, si ellos lo deseaban, todo
era posible.
-Una ciudad -dijo Espartaco-, una ciudad con casas y firmes murallas, una
ciudad propia. Entonces, cuando lleguen los romanos, se romperán las cabezas con-
tra las murallas de nuestra ciudad... Una ciudad de gladiadores, una ciudad de es-
clavos. -Sólo entonces calló y oyó el eco de su propia voz, reverberando en todos
los rincones del cráter. Oyó la respiración de la multitud como un solo aliento y per-
cibió la expectación unánime-. Y esta ciudad se llamará «la Ciudad de los Escla-
vos» -continuó, oyendo resonar su propia voz como si fuera ajena-. Recordad que
conseguiremos todo lo que queramos y que en nuestra ciudad no habrá esclavos. Y
tal vez no tengamos una ciudad, sino muchas, una fraternidad de ciudades de escla-
vos. No creáis que son simples palabras, pues hace mucho, mucho tiempo existió
algo similar. Se llamaba «el Estado del Sol»...
Mientras tanto, Espartaco pensaba en las máquinas de sitio que no tenían. En
realidad pretendía hablar de eso, pero en su lugar mencionó el Estado del Sol. Dis-
tinguió al esenio como si lo viera a través de un velo de vapor, sentado sobre una
roca, sacudiendo la cabeza con los labios fruncidos en una mueca de concentración.
También vio a Hermios el pastor, con los labios descubiertos en una amplia sonrisa
y la vista fija en él. El olor de la multitud llenaba sus fosas nasales.
y
-¿Por qué los fuertes deben servir a los débiles? -rugió y alzó los brazos de
forma inesperada, como si una fuerza invisible tirara de ellos-. ¿Por qué los duros
deben servir a los blandos, por qué la mayoría debe servir a unos pocos? Custodia-
mos su ganado y sacamos al ternero sangrante de las entrañas de su madre, aunque
no se trate de nuestro rebaño. Construimos estanques donde nunca podremos
bañarnos. Nosotros somos la mayoría y estamos obligados a servir a unos pocos.
Explicadme por qué.
Dejó de pensar en la maquinaria de sitios para escuchar las palabras que mana-
ban de sus propios labios desde una fuente desconocida y que pronto se convirtie-
ron en un torrente que se arremolinó sobre los presentes, devorándolos en su torbe-
lino. Las palabras flotaban en los oídos de la multitud, mientras sus ojos bebían la
visión del hombre envuelto en pieles, cuya silueta se recortaba claramente sobre
el
desnudo muro de roca.
-Somos la mayoría -dijo Espartaco- y si les hemos servido, es porque estába-
mos ciegos y no buscábamos razones, pero ahora que empezamos a hacemos pre-
guntas, han dejado de tener poder sobre nosotros. Os lo aseguro, en cuanto nosotros
comencemos a buscar razones, ellos estarán acabados y se pudrirán como el cuerpo
de un hombre a quien han arrancado los brazos y las piernas. Nosotros seguiremos
nuestro camino y nos reiremos de ellos. Si lo deseamos, toda Italia reirá, desde
Galia
a Tarento y África. ¡Habrá risas, pero también llantos ante la puerta del este,
gritos
de alarma ante otras puertas y grandes lamentos desde las siete colinas! Porque ya
no significarán nada para nosotros y las murallas de sus ciudades se derrumbarán sin
necesidad de maquinaria de sitios.
Hizo una pausa para escuchar, con asombro, el eco de sus propias palabras. Una
vez más, la multitud pareció perderse en la bruma y sólo distinguió la figura del ese-
nio, sentado en su roca con la cabeza inclinada. Entonces recordó las máquinas
de
sitio.
-Os lo repito, necesitamos una ciudad amurallada, una ciudad propia cuyos
muros nos protejan. Sin embargo, no tenemos máquinas de sitio...
Una oleada de inquietud invadió a la multitud. Aquellos que estaban apiñados
en el fondo se movieron y arrastraron los pies, como si despertaran de un
encanta-
miento y quisieran desentumecer sus miembros.
-No tenemos máquinas de sitio y las murallas de las ciudades no caen por si so-
las. Sin embargo, acamparemos frente a ellas y a través de todas sus puertas o
rendi-
jas enviaremos mensajes a los siervos del interior, repitiendo nuestro mensaje una y
otra vez hasta que llegue a sus oídos: «Los gladiadores de Léntulo Batuatus de Ca-
pua quieren preguntaros por qué los fuertes deben servir a los débiles, por qué la
mayoría debe servir a unos pocos». Estas palabras caerán sobre ellos como una
llu-
via de piedras de las más poderosas catapultas, los siervos de la ciudad las oirán y
alzarán sus voces para unir su fuerza a la nuestra. Entonces ya no habrá murallas.
Ahora podía distinguir a varias mujeres, por cuyos ojos, fijos en él, supo que
contenían el aliento y que las había conmovido con su voz. Allí estaban también los
hombres, que si él quería matarían a Crixus, si él quería se pondrían en marcha.
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78
L
I
Habló de los lejanos comienzos de la horda y de cómo habían crecido de cin-
cuenta a cinco mil. Habló de la furia de los cautivos y los oprimidos que se cernía
sobre Italia con todo su peso, recordándoles que aquella ira había cavado caminos
para luego errar sin rumbo fijo como los arroyuelos que brotan de la presión y el su-
dor de las montañas. Añadió que los cincuenta gladiadores de Léntulo habían cava-
do un amplio lecho para todos esos pequeños arroyuelos furiosos, con el fin de que
se unieran en el poderoso torrente que había ahogado a Glaber y a su ejército. Sin
embargo, les advirtió que era imprescindible contener el caudal y guiarlo para no
malgastar su fuerza. Por consiguiente, debían conquistar la primera ciudad fortifica-
da antes de las lluvias. Luego la fraternidad de ciudades de esclavos se extendería
por toda Italia hasta formar la gran nación de justicia y buena voluntad que -repi-
tió por segunda vez- se llamaría el Estado del SoL
Sin embargo, entre la multitud había dos ancianos escribas de la ciudad de Nola,
enviados por el consejero general, Aulo Egnacio, con la secreta misión de descubrir
las intenciones de los bandidos. Apiñados entre el gentío, escucharon las palabras
del hombre de la piel, y comprendieron que no era sólo el destino de su ciudad lo
que estaba en juego, sino el destino de Italia, del imperio romano y, por ende, de
todo el mundo habitado.
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2
La des¿rucción de Nola
El empresario Marco Cornelio Rufo advirtió con satisfacción que había conse-
guido convertir la primera actuación de su compañía en un acontecimiento
social.
Como hombre versado en los modernos sistemas publicitarios, se había
encargado
de hacer correr rumores sobre la irreverencia política de la obra.
La ciudad de Nola había permanecido aislada del resto del mundo durante
cinco
días, pues ante sus puertas se hallaba el flagelo de Campania, el ejército de
esclavos.
La actitud de los siervos se volvía cada vez más amenazadora y no pasaba una
no-
che sin saqueos o incendios premeditados. Si Roma no enviaba los refuerzos
prome-
tidos, las cosas se pondrían muy dificiles.
A pesar de todo -o quizás a causa de todo esto-, Rufo había logrado convertir
el estreno de su obra en el gran acontecimiento de la temporada. El anfiteatro
esta-
ba atestado de público y en los asientos privilegiados se sentaban los cónsules
con
sus esposas, dignas en sus plisadas túnicas blancas. Toda la nobleza de la ciudad
es-
taba allí, con la excepción del consejero principal, el anciano Aulo Egnacio,
dema-
siado conservador para visitar un teatro. Los representantes del condado,
regordetes
y tímidos, se sentaban entre los caballeros nativos con la intención de
confraternizar
con ellos. Unas filas más allá, se sentaba la famosa «juventud áurea» de Nola,
hijos
de buena familia con las mejillas pintadas y el pelo moldeado con aceite. Detrás
de
los bancos, sobre las graderías escalonadas, se apiñaba el bullicioso y sudoroso
pue-
blo, mascando garbanzos.
El auditorio y el escenario estaban protegidos del sol por un colorido toldo de
lona. Un par de macetas llenas de trigo simulaban un campo de cereales ante un
ne-
gro telón de fondo. La obra se llamaba Buceo, el campesino.
El primero en aparecer fue Bucco con una máscara escarlata de grandes pómu-
los y brillante pelo amarillo. Sin dejar de parlotear, se movía espasmódicamente
por
el escenario, como movido por hilos invisibles.
-Soy Bucco, el campesino -dijo-. Acabo de llegar de la guerra de Asia, don-
de maté a diecisiete hombres y a dos elefantes y fui muy alabado por mi capitán.
«Bucco», me dijo el capitán, «ya has matado suficientes enemigos y cometido
sufi-
cientes actos heroicos, ahora vuelve a casa a cultivar tus tierras, lleno de gloria y
honor». ¿Pero dónde están mi mujer y mi hijo, por no mencionar a mi peón, que
deberían haber venido a recibirme con júbilo? ¡Venid aquí, mujer, hijo y peón,
que
Bucco ha regresado victorioso!
Dio una palmada y giró varias veces sobre sus talones, pero no ocurrió nada.
Tras varias miradas solapadas, súplicas y palmadas, Maccus el glotón subió al
esce-
nario con mortal lentitud. Era la viva imagen de la pereza y la fealdad, y un falo
he-
cho con harapos pendía lascivamente sobre sus rodillas. Mordisqueaba un
enorme
nabo y arrancaba los tallos de cereal que encontraba a su paso.
81
L
y
-Eh, tu, espantapájaros capadocio -gritó Bucco el campesino-. Tú, cebollino,
pues los ojos se me llenan de lágrimas sólo de verte, tú, rana lasciva, ¿qué haces en
mi campo?
-Estoy recogiendo la cosecha -dijo Maccus, y tras morder un trozo de nabo,
siguió arrancando plantas.
-¡Alabados sean los dioses! -exclamó Bucco, el campesino-. De modo que
han conseguido nuevos peones durante mi ausencia. No será guapo, pero al menos
es un hombre, como todos pueden ver.
-Por lo visto en Asia cogiste una insolación -dijo Maccus con serenidad- y tus
sesos se evaporaron por las orejas. ¿Acaso crees que éste es tu campo? Entérate,
éste es el campo del eminente señor Dossena.
Al oír estas palabras, Bucco el campesino prorrumpió en grandes lamentos. Pero
eso no era todo. Bucco descubrió que el eminente señor Dossena no sólo se había
apoderado de su campo, sino también de su mujer y de su hijo, y que cada fragmen-
to de la tierra circundante le pertenecía. Maccus, el glotón, también era propiedad
del señor Dossena. Bucco, el campesino, recorrió la tierra que ya no le pertenecía
entre sollozos. Lanzó atroces maldiciones a los poderosos señores para quienes ha-
bía peleado en la guerra, matando a dicesiete hombres y a dos elefantes. ¡Así le pa-
gaba la ingrata madre tierra!
Pero, ¿de qué servían las maldiciones? Bucco tenía que ganarse la vida, de modo
que decidió incorporarse al servicio de la tierra que un día le había pertenecido.
Bucco, el campesino, presentó su solicitud ante Dossena, el amo jorobado y con na-
riz ganchuda.
Sin embargo, el señor Dossena, cuyo afectado latín literario contrastaba con la
tosca vocalización de la jerga osca de Bucco, se negó. Él sólo empleaba esclavos y
no quería trabajadores libres, pues éstos tenían demasiadas pretensiones, exigían
jornales altos e incluso un trato decente. No, no, el señor Dossena había dicho que
de ningún modo aceptaría aquel acuerdo y se había marchado.
Así que allí quedó Bucco el campesino, paseando por el escenario, solo e impo-
tente. Ya ni siquiera maldecía. Por fortuna, llegó Pappus, el amable sabio, y encon-
tró una solución. Bucco debía ir a Roma, porque en Roma el Estado mantiene a to-
dos aquellos a quienes los malos tiempos han privado de un medio de vida, con una
asignación gratuita de grano al mes.
-Ve a la capital, hijo mío -dijo Pappus-, y vive del cereal que recogerás sin
necesidad de sembrar.
Bucco se entusiasmó mucho con la idea y partió hacia Roma tarareando una
canción.
Alguien se apresuró a quitar las macetas de trigo y cayó otro telón negro, que re-
presentaba una calle. Allí ya estaba Bucco, asombrado del tamaño, la animación y
el olor de la capital. Pero entonces sintió hambre y preguntó a un transeúnte dónde
repartían el cereal gratis a los desempleados.
El transeúnte, un hombre gordo con documentos bajo el brazo, se quedó atónito
con la pregunta y le preguntó a Bucco si venia de la luna o de la provincia germana.
¿Acaso no sabia que el glorioso e intrépido dictador Sila -cuyo nombre, según
deseaba aclarar, sólo mencionaba con la debida deferencia- había abolido la en-
trega gratuita de cereales porque el Estado necesitaba todo su dinero para las
guerras? Buceo debía desaparecer de inmediato, a no ser que quisiera ser
acusado
de extrema oposición y alta traición y ver su nombre anunciado en la lista de
pros-
critos.
De este modo se esfumaron todas las esperanzas de Bucco, otra vez pálido y
hambriento. Por fortuna, una bulliciosa multitud pasó a su lado y Bucco
preguntó al
jefe si debía votar por Gayo o por Gneius en las elecciones. Bucco el campesino
dijo que esta decisión lo inquietaba tanto como un pedo a la hora de dormir, de
modo que el jefe le contestó que debía votar por Gneius y le puso una moneda
en la
mano. Encantado, Bucco corrió a la panadería a comprar pan, pero el panadero
no
quiso aceptar su dinero, pues le aseguró que aquella era una de esas monedas
nue-
vas con que el gobierno engañaba al pueblo, plata por fuera y cobre por dentro.
Así
que Bucco se sentó en una piedra frente a la panadería y comenzó a llorar.
Luego otro transeúnte preguntó a Bucco por qué lloraba y éste le contestó que a
pesar de haber luchado en la guerra y haber matado a diecisiete hombres y a dos
elefantes, ahora no podía comprarse ni un trozo de pan. Entonces el hombre dijo
que Bucco era un héroe y le preguntó si no sabía que el dictador Sila -cuyo nom-
bre, según quería aclarar, mencionaba con la debida reverencia- había prometido
tierras a los fieles veteranos de su ejército. No, respondió Bucco sin dejar de
llorar,
no lo sabia, porque a él no sólo no le habían dado tierras, sino que se las habían
quitado. Aquel hombre dijo que eso era una lamentable verguenza y que él
mismo
se encargaría de que Bucco obtuviera un campo mejor en compensación por el
que
había perdido.
Después de aquella escena, subieron el telón negro con las calles y volvieron a
colocar las macetas con cereal. Bucco volvía a ser un campesino.
Sm embargo, a partir de entonces, las cosas comenzaron a ir realmente mal. El
nuevo campo estaba lleno de piedras y por si fuera poco Buceo prácticamente
tuvo
que regalar su escasa producción de cereal, porque el trigo importado del
extranjero
había hecho bajar los precios. Además, Bucco debía dinero al jorobado señor
Dos-
sena, pues se había visto obligado a pedírselo para comprar las herramientas
necesa-
rias. Por fin llegó Dossena con un presumido alguacil, que leyó un documento
inin-
teligible, según el cual volvían a quitarle el campo.
De modo que allí quedó Bucco el campesino, solo en el escenario, con su cara
rechoncha y su cabello claro, pronunciando su monólogo:
-Es diabólico -dijo-, cada día es peor. La justicia de nuestro Estado crece ha-
cia atrás, como la cola de una vaca. Que muera ahora mismo si ésta es la ley
divina.
¿Qué harás ahora, pobre y viejo Bucco? Lo único que puedes hacer es ir de aquí
para allá, especular y desesperarte, como un ratón atrapado en un orinal...
Pero cuando Dossena y el presuntuoso alguacil regresaron para echarlo del
cam-
po, Bucco el campesino cogió una gran rama y comenzó a azotarlos con fuerza,
mientras gritaba que se uniría a los bandidos del monte Vesubio para ayudar a
des-
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L
trozar aquella maldita nación. Así acabó felizmente la obra, en medio del inevitable
bullicio y los frenéticos aplausos de los espectadores.
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desinterés de su invitado, más se entusiasmaba Egnacio con la explicación, y
sólo
se interrumpió cuando las dos puertas, situadas a ambos extremos del comedor,
se
abrieron de forma casi simultánea, una de ellas para dejar paso al empresario y la
otra a su joven esposa. La anfitriona permaneció inmóvil un instante, enmarcada
por el vano de la puerta, y luego saludó a su marido e invitados con un encanto
va-
gamente teatral.
-Veo que nuestro amigo se ha vuelto a enamorar de un trozo de barro y delirará
sobre él toda la noche mientras sus invitados se mueren de hambre -dijo Rufo-.
Tú, querido amigo, eres la verdadera octava maravilla del mundo; delgado y
juvenil
como un hombre de veinte años, mientras los nuevos ricos como yo nos
estropea-
mos a los cuarenta a no ser que nos sometamos a cuatro semanas anuales de
trata-
miento con barro caliente. ¿De qué sirve la democracia si hay dos tipos de
hombre:
unos que engordan con la edad y otros que se vuelven delgados y esbeltos?
Sin intermmpir sus locuaces muestras de amabilidad, se aproximó a la
anfitriona
y alabó su bonito vestido, mezclando con naturalidad palabras griegas en su
discur-
so. Pese a su aparente falta de formalidad, nunca perdía el tono respetuoso, casi
dis-
tante en su dignidad. Risueño, el viejo Aulo admiró la habilidad de Rufo para
dar
más de diez pasos sobre el desnudo suelo de mosaico sin dejar de hablar ni, a
pesar
de la barriga, perder la elegancia de su porte. Por el contrario, cuando procedía a
presentar al tribuno Herius Mutilus a su esposa, observó que ella era casi una
cabeza
más alta que el hombrecillo de silueta cuadrangular.
Continuaron conversando de pie, mientras un criado anciano les ofrecía un ape-
ritivo y coloridos licores de hierbas. La anfitriona relegó con una sonrisa
cualquier
responsabilidad por la comida, pues la mitad de sus criados los habían
abandonado
para unirse a los sitiadores sin que hubieran podido hacer nada para impedirlo.
-¿Por qué no bebes? -dijo cambiando de tema de forma súbita cuando el tri-
buno se negó a probar la tercera clase de licor ofrecida una y otra vez por el
obstina-
do y ofendido criado.
-Sólo bebo vino -respondió el tribuno-. Anoche, unas doscientas personas
traspasaron las murallas. Se dice que los hombres de ese tal Espartaco los
reciben
con los brazos abiertos. Por favor, tened en cuenta que los desertores no eran
sólo
siervos, sino en igual medida artesanos, trabajadores y jardineros. También se
repi-
tieron los saqueos en los suburbios cercanos a Regio Romana.
-¡Qué tiempos maravillosos para tu obra! -le dijo la anfitriona a Rufo-. He
oído que produce un escándalo cada día. No puedo dejar de verla, pero es
imposi-
ble arrastrar a Aulo hasta el teatro.
Se sentaron a la mesa.
-¿La has visto? -preguntó Rufo al tribuno mientras comenzaba a comer el
pesca-
do con corrección-. Es bastante primitiva e improvisada, al estilo de las antiguas
obras
atelanas, pero aunque parezca extraño, despierta un gran entusiasmo en la gente.
-La he visto -dijo el tribuno- y el propio hecho de que sea primitiva la hace
aún más sediciosa. Si tuviera alguna influencia con la política de espectáculos
-in-
tercambió una rápida mirada con el senador-, la haría prohibir.
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El anfitrión miró a Rufo, que se había atragantado con el último mordisco de
pescado, y sonrió.
-¿Y qué hay de los principios democráticos, amigo? -le preguntó a Mutilus.
-Tienes que ir a verla, Egnacio -respondió el tribuno sin devolver la sonrisa-.
Intenta demostrar a la gente, digamos que de forma prácticamente matemática, que
lo mejor que pueden hacer es unirse a los bandidos.
-En tu último discurso -dijo Rufo, despechado-, dijiste algo similar, aunque
mucho más subversivo. Es verdad, que lo hiciste con tanta propiedad como para
que una parte se quedara grabada en mi memoria: «Las bestias salvajes de Italia tie-
nen sus cuevas -citó con una sonrisa sarcástica-, pero los hombres que luchan y
mueren por ella no tienen morada y se ven obligados a vagar con sus mujeres y sus
hijos, sin un techo. Los políticos mienten cuando animan a los pobres a defender su
hogar de los enemigos, pues ellos no tienen hogar ni ninguna propiedad digna de
defenderse. Los llama los amos del mundo y sin embargo no tienen un simple terrón
de suelo». ¿No te parece un discurso sedicioso?
-Por lo visto -rió la anfitriona-, nuestros dos invitados están completamente
de acuerdo con los bandidos.
-Yo sólo me refería a la reforma agrícola -dijo el tribuno, cuya cara se había
ruborizado-. Además, era sólo una cita de un discurso del mayor de los Gracos.
-Si yo permitiera a mis actores citar a los clásicos -dijo Rufo-, como a Platón
o a Faleas de Caledonia, con sus provocativos discursos sobre la igualdad y la pro-
piedad común, hace tiempo que estaría en prisión.
-Si mi esposo te encierra, yo te enviaré un poco de jamón a la prisión todos los
días -ofreció la anfitriona.
-Eres muy amable -respondió Rufo-, pero mucho me temo que si Roma si-
gue preocupándose tan poco como hasta ahora en enviar refuerzos, ninguno de no-
sotros estará en posición de encerrar al otro ni de portarse amablemente con él...
-¿Realmente crees que este Espartaco es tan peligroso? -preguntó la anfi-
triona.
Rufo se encogió de hombros.
-No cabe duda de que los saqueos de anoche fueron organizados -respondió el
tribuno-. Y esas masas de desertores dan que pensar. Es evidente que los hombres
de Espartaco han logrado hacer entrar a un número considerable de emisanos.
-El mejor emisario, amigo mío, es la afinidad de todos los estómagos ham-
brientos -dijo Rufo-. Cuando un estómago gruñe en Capua, es como si tocara un
diapasón, y todos los estómagos hambrientos de Italia elevan sus voces al unísono.
En ese momento, Rufo supo que todas las personas sentadas a la mesa pensaban
lo mismo: que el propio Rufo, un siervo hasta hacia diez años, sabría mucho de la
acústica de los estómagos hambrientos. Entonces puso un trozo de comida de nuevo
en el plato, se secó los dedos y miró fijamente al viejo Egnacio.
-Después de todo, yo debería saberlo -dijo sin especial énfasis y volvió a con-
centrar su atención en la carne asada.
La esposa del consejero dio rápida cuenta del contenido de su cuarta o quinta
y
copa y extendió el brazo sobre su hombro para que volvieran a llenarla. El viejo
criado situado a su espalda sirvió sólo hasta la mitad, evitando mirar al
consejero.
-Me encantaría saber qué tiene de especial ese tal Espartaco -dijo la anfitrio-
na-. Hace tres meses nadie conocía su existencia y hoy es una leyenda
ambulante.
No alcanzo a entender cómo un hombre así puede haber ganado semejante poder
sobre las masas.
-Yo tampoco -dijo el viejo Egnacio-, pero tal vez nuestro querido Rufo lo ex-
plique diciendo que su estómago ruge más fuerte que cualquier otro de Italia.
-No me parecería una explicación suficiente -dijo Rufo.
El tribuno se aclaró la garganta, obviamente celoso de la reputación del hombre
ausente.
-Se supone que es un orador notable -observó-, y considero que ésa es una
explicación suficiente.
-Yo no -dijo la anfitriona mientras extendía otra vez su copa hacia el criado-.
Debe tener algo más. ¿Sabes cómo me lo imagino? -le dijo a Rufo tocándole el
hombro-. Con el cuerpo cubierto de vello, el pecho desnudo y una mirada capaz
de atravesarte. El año pasado asistí a la ejecución de un hombre que agredía a niños
pequeños en las montañas y tenía unos ojos así.
Rió con entusiasmo y Rufo pensó que un hombre de más de sesenta años no de-
bería casarse con una jovencita. Quizás Egnacio leyera sus pensamientos, pues inte-
rrumpió con deliberada brusquedad:
-¿Sabes cómo creo yo que es? Calvo, gordo y sudoroso, como los porteadores
de Suburra. Sin duda cuando habla pasa de la pasión a la obscenidad. Además,
es
probable que sea un sentimental y tenga varios amiguitos jóvenes.
-Todos de acuerdo -dijo Rufo con tono jovial-. A propósito, yo lo conocí
personalmente.
-¡Oh! -exclamó la anfitriona-. ¿Y por qué no lo has dicho antes?
-Lo vi en la escuela de gladiadores de mi amigo Léntulo, en Capua -dijo Rufo
complacido por el efecto de sus palabras-. Léntulo me mostró su escuela mientras
los gladiadores hacían sus ejercicios matinales.
-¿Qué aspecto tenía? ¿Te impresionó de inmediato?
-No lo creo, pues sólo recuerdo que llevaba una piel alrededor de los hombros,
pero eso no tiene nada de especial entre los bárbaros.
-¿Cómo era su cara? -preguntó la anfitriona.
-Lamento decepcionarte, pero no la recuerdo con exactitud. Como ya he dicho,
no causó una profunda impresión en mí. Yo diría que era una cara vulgar, ancha,
amable en un cuerpo bien formado y algo huesudo. Lo único especial que recuerdo
es que tema una expresión reflexiva que recordaba a la de un leñador.
-¿Pero no notaste algo misterioso en él, una fuerza mágica?
-Que yo recuerde, no -respondió Rufo complacido, pues un sentimiento de
solidaridad hacia Egnacio lo hacia alegrarse de decepcionar a la joven dama-.
¿Sabes? No es lo mismo ver al rey Edipo en un escenario que cepillándose los
dientes.
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-Pero en primer lugar debe tener algo que lo haga digno de aparecer en el esce-
nado -dijo la anfitriona molesta.
-Estoy de acuerdo -dijo Rufo-. Aunque personalmente creo que las circuns-
tancias producen al héroe y no lo contrario, si bien es cierto que las circunstancias
suelen elegir al hombre adecuado. Creedme, la historia tiene un instinto especial
para descubrir a esa clase de personas.
La conversación decayó y se concentraron en la comida y en la bebida. Uno de
los
criados que entraban y salían del comedor se inclinó a decirle algo al oído a su amo.
-¿Saqueos otra vez? -preguntó Rufo, a quien nunca se le escapaba nada.
-Algo sin importancia... en los suburbios -dijo el viejo Aulo mientras miraba
con disimulo a su esposa.
La joven no parecía inquieta, pero no dejaba de beber y su ánimo se alegraba
cada vez más. Rufo sintió la presión de su muslo en la rodilla.
-En Nola estamos acostumbrados a cosas peores -dijo el viejo caballero-.
Cuando recuerdo la guerra civil... -se interrumpió mirando al tribuno con una ex-
presión desconcertante.
-¿Tienes algún parentesco con Gayo Papio? -le preguntó Rufo al tribuno
mientras retiraba la rodilla con una mirada paternal a la anfitriona.
-Era mi tío -respondió el tribuno, seco y ceñudo.
El tribuno Herius Mutilus tenía veinte años cuando las naciones del sur de Italia,
los samnitas, marsos y lucanos se rebelaron contra Roma. Su tío, Gayo Papio Muti-
lus, había sido uno de los cabecillas de la insurrección. Nola, cuya población era in-
tegramente samnita, fue la primera ciudad que se unió a los rebeldes, a pesar de la
resistencia de la aristocracia pro-romana. Los romanos sitiaron Nola durante siete
años y Nola se mantuvo firme. Luego la propia Roma estalló en la revolución demo-
crática de Mario y Cina. Nola se apresuró a abrir sus puertas y a fraternizar con el
principal enemigo de Roma, bajo el estandarte de la revolución, pese a la resistencia
de la aristocracia, que de repente olvidó sus sentimientos pro-romanos y se procla-
mó separatista. Tres años más tarde, Sila puso en marcha la restauración de Roma y
se produjo un nuevo cambio en Nola: la aristocracia declaró que siempre había pen-
sado que sólo una alianza con Roma podría salvar la ciudad. Sin embargo, la fac-
ción populista cerró las puertas y soportó con estoicismo otros dos años de sitio. Al
final, los insurgentes se vieron obligados a huir, aunque no sin antes prender fuego a
las casas de los aristócratas. El último cabecilla de la rebelión del sur de Italia, Gayo
Papio Mutilus, resultó muerto cuando escapaba.
-Yo conocía bien a tu tío -dijo la anfitriona-. En aquella época era pequeña y
él me mecía en sus rodillas. Tenía una barba maravillosa, así... -indicó con un gesto
el tipo de barba que tenía el héroe de Samnio.
-Era un gran patriota -dijo Egnacio con solemnidad, temiendo que su esposa
hubiera herido los sentimientos del tribuno-, aunque también un despiadado faná-
tico y un devorador de romanos -añadió.
y
-No digas tonterías, Aulo -replicó el tribuno-. ¿Por qué no haces gala tú de
ese célebre fanatismo, tú, un miembro de las familias más antiguas de la ciudad?
Porque tú y los intereses de tu facción estáis indisolu1~lemente ligados a los
intereses
de la aristocracia romana, que siempre ha evitado la reforma agrícola y protegido
a
los grandes terratenientes. La rebelión del sur de Italia no fue más que una
rebelión
de campesinos, pastores y artesanos contra los usureros y grandes propietarios.
Su
programa no era samnita, lucano o marso, sino un programa de reforma agrícola
y
derechos civiles. De hecho, es posible resumir los últimos cien años de la
política in-
terior de Roma en una sola frase: la lucha desesperada entre la clase media rural
y
los grandes terratenientes. El resto no es más que un montón de crónicas
oficiosas.
-¿Más pescado? -ofreció la anfitriona.
-No, gracias -respondió el tribuno, furioso de que tocara justo el tema que lo
había puesto de mal humor, pues era incapaz de comer el pescado con elegancia.
-Estas teorías modernas son muy ingeniosas -dijo el viejo Egnacio-, pero yo
no creo en ellas. En mi opinión, la causa de todos los males reside en la
degradación
moral de la aristocracia romana, en su lujo y su corrupción. Ahora bien, el viejo
Ca-
ton...
-Por el bien de la paz, deja al viejo Catón fuera de esto. Esas exaltaciones sen-
tenciosas de las virtudes de los antepasados ya no impresionan a nadie. Sabes tan
bien como yo que el viejo Catón fue acusado de soborno exactamente cuarenta y
cuatro veces.
-Debo admitir que ambos estáis muy bien informados sobre temas históricos
-dijo el viejo Aulo, cuya expresión se había llenado de tedio durante la última
parte
de la discusión. Se levantó, cruzó despacio la habitación, se detuvo con aire
ausente
ante el jarrón negro y lo acarició con ternura con un dedo-. ¿Qué opinas de esta
pieza, Rufo?
-Es hermosa -respondió Rufo-. La he estado mirando toda la noche.
-No tengo argumentos en contra tuyo -dijo el consejero general-, y aunque
creas que soy un ridículo sentimental te diré una cosa: este jarrón es mi
argumento,
un argumento mucho más fuerte que cualquiera que podáis aportar vosotros.
-¿Quieres decir...? -comenzó Rufo.
-No quiero decir nada -interrumpió el anciano enfadado-. No es necesano
discutirlo todo.
-Sólo quería señalar que ese jarrón no es italiano, sino cretense. Corrígeme si
me equivoco.
-¡Pero yo lo he comprado! -exclamó el anciano-. Y no importa dónde sean
modeladas, pintadas, escritas o inventadas estas cosas, siempre llegan a nosotros.
Sin nosotros, la vilipendiada aristocracia romana, no se habría fabricado nada de
esto.
-Es probable -asintió Rufo e hizo una pequeña inclinación de cabeza para dar
por concluida la discusión.
El tribuno esbozó una sonrisa despectiva, aunque ni él mismo sabia si se la
dedi-
caba al viejo aristócrata o al nuevo rico.
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-¿Por qué no salimos al jardín? -dijo la anfitriona mirando más allá de Rufo-.
Hace demasiado calor para hablar de política.
Palmeó las manos y enseguida apareció el anciano criado.
-Haz traer antorchas -dijo el consejero-. Vamos a salir al jardín.
-Las traeré de inmediato, Aulo Egnacio -dijo el criado.
- Tú no, he dicho que las hagas traer -dijo el consejero, incapaz de librarse de
su enfado.
Estaban todos de pie junto a la puerta que conducía al jardín. Fuera hacia fresco
y estaba oscuro, pero en dirección a la ciudad una franja rojiza cruzaba el cielo.
El viejo criado permaneció inmóvil, avergonzado.
-¿No lo entiendes? -cuestionó la anfitriona a su marido con una risita nervio-
sa-. Se han ido todos los criados. Ahora comienza la diversión...
Ruta directa
Los diez mil hombres, a caballo y a pie, se dirigen al norte por el camino prin-
cipal.
Tras ellos, la lluvia extingue los últimos fuegos de las casas de Nola. La lluvia
se
ha teñido de negro al rozar las vigas chamuscadas y cae en sucios riachuelos
borbo-
teantes sobre las piedras de las casas desmoronadas.
Numerosos cadáveres yacen entre las furtivas callejuelas del interior de la ciu-
dad. La lluvia los ha lavado, empapado, y parecen los cuerpos de hombres
ahoga-
dos. Yacen desparramados entre las ruinas de las casas saqueadas, entre muebles
y
utensilios del hogar, espejos y armarios, camas y ollas, sillas y ropa. Mujeres
acucli-
lladas sobre los escombros, con los brazos enterrados hasta los codos en el barro,
buscan sus pertenencias, mientras los hombres lloran en silencio sentados a su
lado.
Sobre el barro tiznado reposan copas de oro y candelabros de plata de un templo,
pero nadie los toca. Nola está en silencio.
Nola está en silencio. La noche anterior se había estremecido con una tormenta
de locura, un coro de asesinatos e incendios, el estrépito de casas
desmoronándose,
el rugido del ganado y los angustiados gritos de los niños; pero ahora Nola está
en
silencio y sólo se oye el murmullo gutural de los riachuelos de lluvia sobre las
calles.
Ya se han ido. ¿Se han ido realmente? ¿No volverán? El ejército de los
meneste-
rosos camina pesadametne hacia la zona alta de la ciudad, construida de piedra y
la-
drillo. Llevan carretillas y carros tirados por mulas repletos de mesas rotas con
patas
elegantes, ruecas con bobinas empapadas por la lluvia, guitarras, sartenes,
ataúdes
de niños entreabiertos, una ternera muerta, ídolos de madera con ojos ciegos. Se
en-
cuentran con los primeros voluntarios, hombres jóvenes en filas militares, que
están
evacuando los barrios bajos.
¿Se han ido? ¿Realmente se han ido? Al retirar los escombros, se encuentran
cuerpos y miembros humanos apilados en el anfiteatro. La parte alta de la
ciudad,
por extraño que parezca, ha sufrido pocos daños. Aunque han saqueado y
demolido
numerosas mansiones, los bandidos concentraron su ira en el interior de la
ciudad.
Intimidados por las tranquilas avenidas con sus oscuros y cuidados jardines, se
sin-
rieron más en su elemento entre las tabernas, las tiendas de comida y los
burdeles de
los barrios bajos, donde, además, las calles de madera ardían con la misma
facilidad
que las antorchas.
¿Se han ido? ¿De verdad se han ido? La lluvia cae sin cesar. Aquellos que se
han quedado sin hogar son provisionalmente alojados en mercados y edificios
públi-
cos y al mediodía los consejeros supervivientes se reúnen en el municipio. La
sesión
comienza entre los escombros, en medio del desánimo general y el asistente del
con-
sejero principal pronuncia el afligido discurso. Una terrible fatalidad, dice, se ha
lle-
vado a un tercio de sus colegas, entre ellos el venerado Aulo Egnacio, en cuyo
sitio
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E
se ve obligado a presentarse ante la asamblea. Sin embargo, continúa el orador
-cuya ponzoñosa rivalidad con el viejo Egnacio era bien conocida por todos-, las
cosas podrían haber salido peor. Por fortuna, los depravados habían descargado su
furia sobre todo en los barrios bajos, encarnizándose contra sus iguales, y práctica-
mente habían evitado los barrios residenciales de las clases altas. Ahora llegaba el
momento de tomar las medidas necesarias, y, sobre todo, de exigir compensaciones.
El patetismo de la desesperación deja paso de forma gradual a consideraciones ma-
teriales. Es necesario tomar medidas y negociar un préstamo. La ciudad debe hacer
uso de sus derechos en caso de sitio no reclamado. Es de esperar una súbita caída
del precio del suelo, por lo cual habrá de tomar precauciones contra la especulación.
Entre las filas de bancos pronto se observan ausencias: en los pasillos, los consejeros
cierran en secreto los primeros negocios de tierras.
¿Se han ido? ¿De verdad se han ido?
Cae la noche, la lluvia no cesa y la brigada voluntaria de auxilio, integrada por
jóvenes distinguidos, abandona el interior de la ciudad en formación militar. Se
encuentran con una pandilla de saqueadores encadenados, que quedaron rezagados
por emborracharse en los sótanos de una hacienda. Los criminales son separados con
violencia de la milicia y apaleados allí mismo. Antiguos criados y porteadores de lite-
ras que esperan la salida de sus amos del municipio son considerados sospechosos y
asesinados, y comienza la persecución de los siervos que habían permanecido en la
ciudad. Fieles a sus amos, no habían participado en el desorden y la rebelión, y ahora
pagarían por ello. Al igual que la lluvia, la masacre de esclavos se prolonga durante
toda la noche. Por la mañana, la brigada de auxilio, formada por jóvenes distingui-
dos, ha superado con la cifra de esclavos muertos el número de víctimas del levanta-
miento.
Pocos esclavos de Nola sobrevivieron a aquella noche, pero los que lo lograron
pensaron que los muertos merecían su destino y maldijeron a ese tal Espartaco, a
quien consideraban responsable de su situación.
Quince mil hombres, a caballo o a pie, avanzaban hacia el norte por el camino
principal.
Tras ellos quedaban las ruinas de Sessola, la mitad de las casas incendiadas y
tres
mil muertos; el resultado de una sola noche de trabajo. Al mediodía, cuando mar-
chaban hacia la puerta del norte a través de la estremecida ciudad, la contemplaron
una vez más bajo la brillante luz del sol. Los negros restos de la ciudad aún humea-
ban y el aire seguía impregnado del olor a carne quemada. En su camino, las calles
estaban flanqueadas de cadáveres, apilados a ambos lados por manos desconocidas.
El hombre de la piel los contempló desde el frente de sus filas: algunos cerraban sus
manos al aire, otros mostraban los dientes; algunos estaban negros, calcinados, las
mujeres yacían boca arriba con los muslos desvergonzadamente abiertos y niños en
sus regazos con los miembros dislocados. Era el Estado del sol.
No sabía cómo había ocurrido ni si hubiera podido evitarse, sólo sabía que era
culpa de Crixus. Con todo el peso apoyado sobre la silla, el gordo cabalgaba como si
su caballo fuera una muía, dormitando con expresión inescrutable. Las cosas
habían
ido así a partir de la batalla del Vesubio. Él, Espartaco, había dividido a la horda
en
grupos y regimientos, les había enseñado a fabricar armas, había moldeado un
ejér-
cito de un montón de barro. Mientras tanto, Crixus había permanecido a un lado,
sombrío y ausente, sin interferir ni colaborar, acostándose con mujeres y
hombres,
dormitando como un lóbrego espectro. Sin embargo, la noche en que las puertas
de
Nola se abrieron ante ellos, Crixus se despertó; había llegado su hora. La ciudad
de Nola sería el cuartel de invierno de todos, pero la primera noche que pasaran
en-
tre sus paredes sería la noche de Crixus, la noche del pequeño Castus y sus
Hienas.
La horda parecía bajo los efectos de un veneno o del alcohol y las palabras no
signi-
ficaban nada para ella. La cháchara del esenio de cabeza bamboleante, toda
aquella
plática sobre la justicia y la buena voluntad, había volado como paja empujada
por
el viento, se había esfumado con la brisa caliente que traía consigo el olor de las
ciu-
dades quemadas, bajo cuyas ruinas yacía el Estado del Sol.
¿Qué había hecho mal, qué había omitido, para permitir que la horda escapara a
su control, que sus palabras no significaran nada para ellos? Había intentado
cami-
nar por la ruta directa, el cruel pasado a la espalda y el objetivo al frente, sin
girar a
la derecha o a la izquierda. ¿O acaso aquél habría sido el error, caminar en una
ruta
recta y directa? ¿Era necesario tomar desvíos, transitar por caminos torcidos?
Tiró de las riendas con violencia y dio la vuelta entre la silenciosa columna de
la
horda. Crixus giró la cabeza, lo miró con expresión indolente y siguió
cabalgando
con todo el peso de sus nalgas inmóviles sobre el caballo que montaba como si
fuera
una muía. Es probable que soñara con Alejandría.
Pero la horda que marchaba por el camino con serenidad, vio pasar a Espartaco,
erguido y rígido en su caballo, con la cara muy delgada y los ojos hundidos e
indife-
rentes. Sus labios se habían vuelto severos, finos, y sus ojos habían
empequeñecido;
la expresión amable había desaparecido de su rostro. Los hombres se volvían al
ver-
lo pasar entre el polvo y se hacían señas entre si. Suspiraban en parte
arrepentidos y
en parte apenados de que Espartaco se mostrara tan poco razonable. ¿Qué
esperaba
de ellos? ¿Lo habían ofendido por ajustar cuentas con los amos y capataces de
es-
clavos? Si ellos no los mataban, los matarían a ellos.
¿Acaso no habían perdonado a todos los esclavos que se habían puesto de su
lado? ¿No los habían llevado con ellos?
¿Qué pretendía Espartaco?, ¿por qué estaba enfadado con ellos? ¡Por los ceñu-
dos dioses!, ¿qué eran ellos, después de todo? ¿Un grupo de bandidos o una
panda
de peregrinos piadosos, una secta de estúpidos viajeros?
Veinte mil hombres, a caballo o a pie, avanzaban hacia el norte por el camino
principal.
La tercera ciudad, ahora convertida en un montón de ruinas humeantes, se lía-
maba Calatia y no había ofrecido la menor resistencia. Sus puertas se habían
abierto
como por arte de magia, y la ciudad se había entregado, temblorosa y sollozan-
te, como la vida se entrega a la muerte. Aquellos que vivían detrás de sus
murallas
aguardaban la llegada de tropas romanas, pero las tropas no habían venido.
Algunos
92 93
L
E
suplicaron piedad, pero no la obtuvieron, pues la muerte no conoce piedad, clemen-
cia ni justicia; es la Muerte, y sólo logran escapar de sus garras aquellos que confra-
ternizan con ella, convirtiéndose a su vez en asesmos.
La lluvia inundaba la tierra de Campania, haciendo manar turbios arroyuelos so-
bre la vía Apia. Brotaba de las nubes para regar cultivos, lavar techos y ventanas, y
moría con un siseo sobre los escombros negros y la sangre pegajosa. Era el fin de
Campania, asolada por una horda de varios miles de demonios que pisoteaba su
esencia y se precipitaba de pueblo en pueblo, como una mortífera maldición.
La lluvia inundaba la vía Apia. Sobre sus grandes, brillantes bloques de piedra y
entre sus flancos en declive, la horda marchaba hacia el norte en una caravana de
varias millas de largo. La vanguardia al frente, con sus grandes escudos, jabalinas y
espadas; cada grupo a las órdenes de un capitán gladiador. Los flanqueaba la caba-
llena, formada por los sirios y los pastores lucanos. Tras ellos, los guardias con pesa-
das armaduras, brazos y piernas cubiertas de acero: los criados de Fanio. Por fin la
interminable, salvaje, lenta masa de gente sin armas apropiadas, que empuñaba po-
rras, hachas, guadañas, estacas y avanzaba, descalza y harapienta, cojeando, maldi-
ciendo o cantando. Tras ellos venia el séquito del campamento: mulas y carros de
bueyes, botín y equipaje, mujeres, niños, lisiados, mendigos y putas.
Los feroces perros peludos de los pastores lucanos, medio lobos, habían engor-
dado con la carne de los muertos y corrían aullando junto a la caravana de esclavos.
Habían descendido del monte Vesubio en busca del Estado del Sol, pero habían
sembrado fuegos y cosechado cenizas.
Ahora marchaban hacia la ciudad de Capua.
4
Las mareas de Capua
Capua resistía.
Nola, Sessola, Calatia se habían rendido. El mensaje de Espartaco había traspa-
sado sus trincheras, los siervos habían abierto las puertas y las murallas se habían
desmoronado sin necesidad de lucha o máquinas de sitio, pero Capua resistía.
Curiosos sucesos habían acontecido en la ciudad de Capua.
Las primeras noticias de la caída de Nola llegaron a Capua por boca del empre-
sario Rufo, que había entrado a la ciudad montado sobre un caballo empapado
de
sudor, sin sirvientes ni equipaje, y con un aspecto tan patético que los guardias
ha-
bían estado a punto de negarle el paso. Fue directamente a casa de su amigo
Léntu-
lo, tomó un baño y conversó con él durante un rato. Había ganado varias horas
de
ventaja a los mensajeros del Senado y a los de las grandes compañías
mercantiles.
La noticia de la caída de Nola era más importante que una docena de informes
so-
bre el frente asiático, pues presagiaba una guerra civil. En realidad, el destino de
la
república romana estaba en juego. El aliento de la historia soplaba a través del
espa-
cioso baño de Léntulo; los dos hombres, envueltos en sus batas, lo sintieron
despei-
nar sus cejas y decidieron comprar cereal sin dilaciones y a cualquier precio.
Juntos tomaron las medidas necesarias en unas cuantas horas, tras las cuales
fue-
ron a visitar al principal consejero municipal para informarle de los sucedido.
Mientras tanto, los primeros rumores sobre la destrucción de Nola habían llega-
do a la ciudad. El populacho abarrotaba los mercados de pescado y de unguentos, y
en los paseos cubiertos, salones públicos y baños no se hablaba de otra cosa. Se reu-
nían en grupos, discutían y gesticulaban; y mientras algunos demostraban abierta-
mente su alegría, otros sacudían las cabezas sin lograr disimular cierta satisfacción
secreta. Aquel sentimiento de contento general pronto estalló en exclamaciones de
ostensible triunfo y, aunque los motivos variaban de unos a otros, se fundieron en
una emoción común a medida que más y más gente se agrupaba en las calles. La
multitud atestaba las calles de Capua cuando el ejército de esclavos aún estaba a va-
rias millas de allí.
El orador y picapleitos Fulvio, famoso por los sediciosos discuros que pronun-
ciaba a diario en el vestíbulo de los baños de vapor, más tarde escribiría un tratado
que resumía las razones de aquella turbulenta inquietud. La obra nunca llegó a ser
publicada, pero su titulo rezaba:
DE LAS CAUSAS DE LA ALEORfA DE LOS SIERVOS Y LA GENTE
ESPARTACO
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L
Según decía el tratado, aquellos bendecidos con el don de comprender la menta-
lidad de la gente pudieron distinguir las siguientes causas en los disturbios de Ca-
pua: primero, júbilo malicioso, pues las ciudades de Nola y Capua nunca se habían
llevado demasiado bien. Segundo, orgullo local, pues en cierto modo el tal Esparta-
co había comenzado su carrera en la ciudad de Capua. Tercero, cuarto y quinto, los
siervos y ciudadanos comunes habían vivido en semejante miseria en la bendida ciu-
dad de Capua, como consecuencia del ascenso de los precios, grave desempleo y
arrogancia de la nobleza, que recibían con alegría y entusiasmo cualquier aconteci-
miento que prometiera un cambio, sin importarles su naturaleza, pues lo único que
podían perder era sus cadenas. Por qué entonces -concluía el inédito tratado, cuyo
autor acabaría uniéndose a los bandidos, discutiendo con un esenio versado en te-
mas divinos y muriendo junto a él en una cruz, antes de concluir la disputa-, ¿por
qué los ciudadanos comunes de Capua iban a privarse de expresar de forma audible
su alegre entusiasmo, o por así decirlo, su violento triunfo?
Cuando Rufo y el administrador de juegos fueron a hablar con él, el primer con-
sejero ya estaba al tanto de las noticias. Escuchó con fría cortesía al empresario que
había insistido en entrar a su casa a horas intempestivas sin cita previa y a quien
aborrecía a causa de una de sus obras, llamada Bucco el Campesino.
Sin embargo, cuando Rufo afirmó que la propia ciudad de Capua se hallaba en
peligro, el consejero no pudo evitar una condescendiente sonrisa patricia ante las
exageraciones de aquel advenedizo y apaciguó su entrometido celo con la sugeren-
cia de que el magistrado sabía cuándo tomar las medidas necesarias. Así concluyó la
audiencia, pero cuando el consejero se aprestaba a despedir al indiferente empresa-
rio con escuetas palabras de agradecimiento -Léntulo se había limitado a escuchar,
pues aún se sentía torpe y tímido en presencia de aristócratas-, un confuso bullicio
procedente de la calle llenó la habitación.
Al principio fueron sólo gritos aislados y distantes, luego se oyeron las pisadas
de una tumultuosa multitud y poco después la calle se abarrotó de gente, cuyos
murmullos de rabia contenida atravesaban las ventanas.
El consejero palideció, interrumpió los saludos, y los tres hombres se dirigieron
a
la ventana. Debajo, en la calle, un individuo gordo y sudoroso con aspecto de jorna-
lero del barrio de Oscia trepaba a uno de esos barriles de vino de madera, ineludi-
bles en cualquier tumulto. El hombre dirigió un discurso al consejero municipal
interrumpido por frecuentes aplausos. Dijo que la política y la miseria de Capua des-
pedían un olor tan maligno que el hedor de la legión de esclavos no podía ser peor.
En otras palabras, instaba al consejero municipal a abrirle las puertas a Espartaco.
La multitud se unió en una ovación de apoyo y el consejero se apartó de la ven-
tana. A esa misma hora, se producían saqueos en los suburbios del oeste.
Una semana más tarde, cuando el ejército de esclavos llegó a Capua, encontró
las puertas cerradas y a todos los habitantes de la ciudad, libres y esclavos, unidos
contra él con fervoroso entusiasmo.
Algo extraño había sucedido en la ciudad de Capua. ¿Cómo se había
producido
aquel cambio radical en las ideas de la gente, cuando apenas unos días
antes exigían
que se abrieran las puertas y esperaban con impaciencia a Espartaco, el
liberador?
¿Cómo era posible que bloquearan las puertas y marcharan a custodiar
las mura-
llas con fervoroso entusiasmo, los siervos a defender su cautiverio, los
desgraciados
¡ a vigilar su miseria, los hambrientos a arriesgar su vida y sus
extremidades por el ru-
gido de sus tripas?
Cierto picapleitos y retórico que había estado a punto de morir por
permanecer
al margen del grandioso levantamiento patriótico -su nombre era Fulvio y
su desti-
no la cruz- volvió a casa aquel día y cogió una pluma con la intención de
volcar por
escrito los sucesos acontecidos en la ciudad de Capua y los motivos que
los suscita-
ron. Era abogado, además de escritor, y por tanto conocía las tramas y
complicacio-
nes del alma humana, conocía su codicia y su serena necesidad de
prudencia. Escri-
bió su tratado en una miserable habitación de la buhardilla situada en la
quinta
planta de un edificio de alquiler, junto al mercado de pescado. Sobre su
tambaleante
escritorio, se cernía la cruz de vigas de madera que sostenía el techo, por
lo cual se
veía forzado a escribir siempre inclinado. Siempre que lo asaltaba una
idea afortu-
nada, daba un respingo y se golpeaba la cabeza contra la enorme viga, de
modo que
Fulvio estaba destinado a pagar cada pensamiento lúcido con un chichón
en el crá-
neo. El aire de la buhardilla, impregnado del hedor a pescado podrido,
resultaba so-
focante, y por la ventana penetraba el rumor de la belicosa multitud
congregada en
las murallas y en las calles.
Ya había concluido la primera parte del tratado, dedicada al entusiasmo
que Es-
partaco y su causa habían despertado en un principio, y se hallaba a
punto de iniciar
la segunda y más difícil, referida a la súbita hostilidad con que los
esclavos de Capua
habían reaccionado contra el ejército de esclavos. Comenzó por el titulo:
Pero tan pronto como hubo escrito estas palabras, advirtió que eran incorrectas.
Recordó los numerosos casos que había atendido en su condición de abogado y la
tenacidad y astucia con que sus clientes defendían sus intereses, siempre dispuestos
a enviar a sus vecinos a las mazmorras o al patíbulo por el simple robo de una cabra.
Desde abajo llegaba el bullicio de una brigada. No eran soldados, sino esclavos
armados por sus amos, y se dirigían a las murallas a enfrentarse con Espartaco, a lu-
char con claro entusiasmo contra sus iguales, por el bien de sus opresores. Fulvio ta-
chó el título y escribió debajo:
L
Meditó largamente sobre la primera frase, pero no se le ocurrió nada nuevo. A
me-
nudo había pensado que los hombres actuaban en contra de sus propios intereses
cuando se trataba de asuntos importantes, mientras que en los asuntos triviales, defen-
dían sus beneficios con astucia y obstinación. Sin embargo, los sonidos de guerra pro-
cedentes de la calle lo entristecían y el entusiasmo, el enorme fervor de aquellos pobres
tontos, preparados para recibir a sus salvadores con jabalinas y alquitrán hirviente nu-
blaban sus pensamientos. Por fin abandonó la obra -que no volvería a reanudar en va-
rios meses prolíficos en acontecimientos y jamás acabaría- y bajó a la calle.
Había oradores por todas partes; aquellos que no hablaban escuchaban y aplau-
dían. Reinaba un sentimiento generalizado de camaradería y júbilo, y Fulvio tomó
nota mentalmente de que en tiempos como aquellos el hombre siente una imperiosa
necesidad de pronunciar y escuchar los mismos discursos una y otra vez, demostran-
do que no confía en sus propias intuiciones, que teme que no prosperen y duren, si
no las riega con permanentes reiteraciones.
Había oradores en cada esquina, amigos del pueblo, todos hombres progresistas.
Describían atrocidades supuestamente cometidas bajo las órdenes de Espartaco o
narraban cómo un tal Castus y sus infames Hienas asesinaban y saqueaban... y de-
cían la verdad. Elogiaban la paz y el orden, y casi todos eran honestos al hacerlo.
Hablaban de la cercana reforma agrícola y casi llegaban a creer sus propias palabras.
Recordaban las casas incendiadas de Nola, Sessola y Calatia, y su indignación era
sincera. Mencionaban la resistencia que reunía a toda Capua, pobres y ricos, amos y
esclavos, en un mismo redil, y se sentían moralmente superiores. No eran miembros
de la nobleza ni de la facción de Sila; eran demócratas, opositores, amigos del pue-
blo, y no mentían. Todas y cada una de sus palabras eran sencillas, sensatas, bienin-
tencionadas. Regalaban sus argumentos, sus pequeñas, rotundas, agradables verda-
des como si fueran insignificantes monedas. El pueblo los creía, sin advertir que
ocultaban una terrible verdad: que la humanidad seguía dividida entre amos y escla-
vos. Sólo el escritor Fulvio lo sabia. Su cabeza se llenaba de chichones, el sol lo des-
lumbraba, la insensatez de la naturaleza humana lo atormentaba. Poseía la gran ver-
dad y la llevaba consigo a todas partes, pero nadie quería compartirla con él.
Los ánimos de las clases bajas y de los esclavos estaban exaltados. Los senti-
mientos abyectos del día anterior, los instintos básicos del hambre y el rencor
habían
quedado olvidados. Agitaban banderas y blandían lanzas. Los esclavos, en
especial,
estaban rebosantes de alegría, pues el Consejo les había repartido armas y de ese
modo los había elevado, aunque sólo de forma temporal y revocable, a la
condición
de soldados y ciudadanos libres de Roma.
El pequeño abogado con la calva llena de protuberancias, que merodeaba poi
las calles solo con su tristeza y su verdad, más tarde observaría en su diario:
«Desar-
man a los esclavos entregándoles espadas. Así de ciegos son aquellos
condenados a
ver la luz sólo desde la oscuridad».
Pero el presente no necesitaba de esa clase de aforismos ni de los rumores que
pretendían que la pasión de la facción demócrata había sido fraguada por sus
ene-
migos mortales, los aristócratas y miembros del Consejo municipal, por
mediación
de un tal Léntulo Batuatus, un contratista de gladiadores y antiguo cerdo
electora-
lista de Roma. Aquellos que divulgaban esos rumores eran considerados viles
agita-
dores y aguafiestas, y varios de ellos, desenmascarados como agentes de
Espartaco
fueron arrojados de las tribunas y asesinados a golpes.
La marea había cambiado en Capua. Los amigos del pueblo hablaban al mismo
tiempo en cada calle, en cada edificio público, en cada mercado. El Senado no los
había enviado y ninguna facción política les pagaba, sin embargo allí estaban, cum-
pliendo con su deber. Eran patriotas. Advirtieron a los siervos y a la plebe que la re-
belión o la guerra civil eran acciones tontas y equivocadas. Les devolvieron la fe en
la república y en la grandiosa comunidad de ciudadanos romanos. Se ganaron el co-
razón de los siervos prometiéndoles que el Consejo municipal los armaría en señal
de confianza; de modo que los esclavos tendrían oportunidad de defender a sus
amos y demostrar que merecían ser miembros de la gran familia de Roma. Pues, ya
vivieran alojados en palacios o en chozas, ataviados con togas blancas o con las va-
liosas cadenas del trabajo honesto, todos eran hijos de la loba romana y todos ma-
maban de ella la leche de la ley humana, del orden y la razón cívica.
98
Los desvíos
Nola, Sessola y Calatia se habían rendido ante Espartaco, pero Capua resistía.
Las tiendas de los bandidos formaban un amplio circulo alrededor de la ciudad
atrincherada. Como una calamitosa nube de langostas se alzaban sobre los húmedos
campos de trigo del sur, entre el bendito cereal de Campania. Las grises tiendas em-
papadas crecían sobre los inclinados viñedos del monte Tifata en grupos irregulares,
superpuestos de forma escalonada, dispersos entre fincas desiertas y erosionadas ga-
lenas de mármol. Desde ambos lados, ascendían hacia las orillas del Volturno, que
había rebasado los diques y arrastraba barro sucio hacia el mar. Las murallas de Ca-
pua se alzaban grises y altivas tras el velo de la lluvia.
En la cima del monte Tifata, rodeado de melindrosas arcadas y glorietas, se ha-
llaba el templo de Diana, morada de cincuenta sacerdotisas vírgenes. Ellas habían
pisado las uvas sin ayuda del exterior y habían vigilado la fermentación del vino en
las oscuras bodegas. Se emborrachaban a menudo y se amaban pecaminosamente
entre sí; pues ningún hombre podía aproximarse a sus tierras sagradas. Ahora los
gladiadores Espartaco, Crixus y los demás comandantes de la legión de esclavos es-
taban sentados en el convento de Diana, donde conferenciaban y discutían sin llegar
a un acuerdo.
No tenían máquinas de sitio. Al igual que en anteriores ocasiones, habían envia-
do emisarios secretos a la ciudad para invitar a los esclavos a formar parte de la gran
confraternidad del Estado del Sol. Sin embargo, el Estado del Sol yacía bajo las ne-
gras ruinas de Nola y Calatia, y sus portavoces habían sido asesinados tras las mura-
llas sin ceremonia ni trascendencia.
Mientras tanto los esclavos de Capua, apostados en los bastiones, empuñaban
contra los de fuera las armas que habían recibido de los de dentro. Sacudían sus lan-
zas y no querían saber nada del Estado del Sol.
En el elegante templo de Diana, todavía impregnado de la fragancia de los bál-
samos y perfumes de las sacerdotisas, los gladiadores seguían discutiendo. Sólo Es-
partaco y Crixus guardaban silencio. Poco a poco, el campamento se había dividido
en dos grupos, el que apoyaba a Crixus y al hombrecillo y el que respaldaba a Es-
partaco, formado por la mayoría. Habían recuperado la sensatez de forma gradual,
y afirmaban que la loca violencia de las Hienas contra los pueblos conquistados era
la razón por la cual los esclavos de Capua se negaban a aliarse a ellos. Un enorme
desánimo se apoderó de la horda: allí tenían lluvia, tiendas empapadas, enojo y de-
Cepción, mientras al otro lado estaba la ciudad más opulenta después de Roma, seca
y cálida, llena de olores procedentes de las tiendas de comidas preparadas y de las
especias de los mercados. Y el odioso hombrecillo con sus Hienas lo había estropea-
do todo.
Durante el duodécimo día del sitio de Capua, cuando la lluvia amainó, un dele-
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gado de la ciudad se dirigió al campamento de esclavos. Escoltado por dos de los
criados de Fanio y firmemente apoyado sobre su bastón -pues era un anciano- ca-
minó entre las tiendas sin desviarse hacia la derecha o a la izquierda y ascendió la
cuesta del monte Tifata. A su paso, provocaba curiosidad, asombro y risas. Allí es-
taba el delegado de la ciudad de Capua, dispuesto a negociar, igual que en una gue-
rra normal. Los silenciosos y cuellicortos sirvientes de Fanio caminaban a su lado.
Cuando el anciano se detenía a recuperar el aliento, ellos también lo hacían, con la
vista fija en el camino, y luego continuaban subiendo la colina en silencio, indiferen-
tes a las risas y silbidos del resto del campamento.
Espartaco aguardaba al delegado sentado en un sofá del santuario de Diana. Los
criados de Fanio lo hicieron pasar y se retiraron. Espartaco se incorporó. Reconoció
al anciano de inmediato y sonrió por primera vez desde el incendio de Nola.
-Nicos -saludó con suavidad y cortesía-, ¿cómo está el amo?
El viejo criado guardó silencio. Luego se aclaró la garganta y retrocedió de for-
ma casi imperceptible.
-Estoy aquí en nombre del Consejo municipal de Capua.
-Vaya -dijo Espartaco con un deje irónico en la voz-, eres un personaje ofi-
cial, padre mío. Ninguno de los dos lo habría imaginado, ¿verdad?
Se interrumpió porque el anciano no respondió y permaneció inmóvil en el um-
bral de la puerta, pero no pudo evitar los recuerdos: el amplio patio cuadrangular de
la escuela de gladiadores, los dormitorios con el aire templado propio de un estado
e incluso la fraternal proximidad de la muerte habían cobrado la íntima calidez de
las cosas pasadas.
-¿Eres un empleado del Estado? -preguntó Espartaco-. ¿Un esclavo munici-
pal? ¿Te ha vendido el amo?
-He sido liberado -respondió Nicos con frialdad-. Soy oficial del Consejo de
Capua con todos los derechos cívicos, elegido para negociar con los rebeldes y su
jefe Espartaco el levantamiento del sitio.
«Balbucea como un hombre en su segunda infancia -piensa Espartaco-, se ha
aprendido el discurso de memoria. Nicos, aquel buen hombre a quien yo solía lla-
mar padre, ahora parlotea ante mí sin el menor vestigio de afecto. No se puede es-
perar nada de nadie.»
-Antes solías hablarme de otra forma -dijo mientras volvía a sentarse en el
sofá.
-Antes -respondió Nicos-, ambos hablábamos de otra forma. Tu cara ha
cambiado tanto que no te habría reconocido. La senda del mal te ha vuelto los ras-
gos duros y crueles y tus ojos también han cambiado. Estoy aquí para negociar el le-
vantamiento del sitio.
-Entonces negocia -dijo Espartaco con una sonrisa. El hombre guardó silen-
cio-. ¡La senda del mal! -continuó Espartaco-, ¿qué sabes tú de sendas?
-Has elegido la senda del mal -dijo Nicos-, la senda del desorden. Mira
-continuó mientras se sentaba en el sofá junto a Espartaco-, yo soy viejo, honesto
y yermo. Durante cuarenta años he servido a mi amo esperando la libertad, y ahora
que soy viejo la libertad también es yerma. Sin embargo, cuando tú dices: «¿qué sa-
bes tú de eso?», puedo asegurarte que mucho más que tú. Quizás algún día hable-
mos de ello, pero aún no ha llegado la hora.
-No sabia que fueras un filósofo, Nicos -dijo Espartaco-. La última vez que
te vi, en aquella taberna junto a la vía Arpia, no hacías más que repetir que nos col-
ganan a todos. Y estuviste a punto de venir con nosotros.
-Dudé, aunque sólo por un instante -respondió el anciano-, y no fui con vo-
sotros porque sabía que cogeríais la senda del mal y el desorden. ¿Qué hicieron tus
amigos con Nola, Sessola y Calatia? Habéis derramado sangre sobre nuestra orde-
nada nación. Sembrásteis fuego y ahora cosecháis cenizas.
-Los esclavos estaban de nuestra parte -dijo Espartaco-. Nos abrieron las
puertas de Nola, Sessola y Calatia.
-En Capua nadie está de vuestra parte -dijo el anciano-. La gente os abrió las
puertas de sus ciudades y vosotros las destruisteis, así que ahora nadie volverá a ha-
cerIo. Todos saben que sois unos alborotadores y se han vuelto contra vosotros.
Espartaco guardó silencio.
-Nicos -dijo después de una pausa-, las órdenes eran buenas, pero hay hom-
bres que se niegan a obedecer. Hay algunos así entre nosotros. ¿Cómo podemos
apartarlos de los demás? ¿Cómo se separa la paja del grano? Eso es lo que deberías
decirme.
-No lo sé -dijo el anciano, y luego añadió con senil obstinación-: Es la senda
del mal.
Espartaco se levantó; ya no sonreía. La cámara sagrada estaba fría y lúgubre.
-Calla -dijo-. Sé más que tú sobre la senda correcta, Nicos. La descubrí en el
Vesubio, entre las nubes que me envolvían. Allí encontré a un hombre viejo, más sa-
bio que tú. Yo solía llamarte padre, pero él me llamó el Hijo del hombre. Aquel an-
ciano conocía la senda y me enseñó su nombre.
-¿Qué clase de nombre? -preguntó Nicos.
-El Estado del Sol -respondió Espartaco después de una pausa-. Ése es el
nombre de la senda.
-Yo no sé nada de eso -dijo Nicos-. Sólo sé lo que ocurrió en Nola, Sessola y
Calatia.
-Es verdad -dijo Espartaco-, pero esas son pequeñas verdades y, como aca-
bas de enseñarme, aquellos que sólo reconocen las pequeñas verdades son muy
tontos.
El anciano no pudo encontrar una respuesta. Estaba cansado y no comprendía
las palabras de Espartaco, que se había convertido en un extraño para él. Los cria-
dos de Fanio trajeron antorchas y la sala se volvió súbitamente alta, clara, y las pare-
des parecieron alejarse.
El viejo Nicos estiró sus piernas gotosas, frágiles y rígidas, irguiéndose ante el
hombre al que había tratado como a un hijo y ahora era un bandido.
-El Consejo de Capua -dijo el viejo Nicos- te exige que levantes el sitio y te
advierte que la ciudad tiene suficiente cereal en sus graneros y vino en sus bodegas
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L
como para esperar a que la lluvia ablande vuestros huesos y os arrastre hasta el in-
fiemo. La moral de nuestros soldados es excelente y vosotros no tenéis máquinas de
sitio. Al Consejo no le importa que acampéis ante nuestras maravillosas murallas y
piséis nuestros campos de trigo, porque Roma está abarrotada de cereales traídos
del otro lado del mar y no tememos que escaseen. Sin embargo, el Consejo tiene ra-
zones para desear que acampéis en otro sitio, tal vez en Samnio o en Lucania. El
Consejo opina que ese deseo sin duda coincidirá con vuestros intereses.
-Cháchara y más cháchara -dijo Espartaco-. Es obvio que eres viejo y no te
averguenzas de ello. Si te he pedido que me dijeras cómo separar la paja del grano,
es porque necesitamos ese consejo de forma imperiosa. Nos acompañan dos tipos
de personas y deberíamos poder separarlas. Unos llevan una ira enorme y justa en
sus corazones, los otros sólo tienen los estómagos llenos de mezquina voracidad.
Ellos son los responsables de lo ocurrido en Nola, Sessola y Calada. Tenemos que
separarnos de ellos, pero será difícil, y debemos encontrar formas ingeniosas, cami-
nos indirectos para librarnos de ellos. Antes, no estaba seguro, pero ahora tú me lo
has hecho ver claro con tu cháchara y tus tonterías. ¿Tienes algo más que decir?
-Sí -respondió Nicos-. De hecho, aún falta lo más importante. El Consejo
municipal te advierte que el Senado de Roma ha enviado al pretor Cayo Varinio con
dos poderosas legiones para restituir el orden en Campania. Dentro de pocos días
llegarán tropas militares y os destruirán.
La voz regañona y quejumbrosa calló y el anciano aguardó con impaciencia el
efecto de su anuncio. Vio cómo el hombre de la piel alzaba la cabeza y cómo aquella
cara amada, que se había relajado con la conversación, se tensaba otra vez, volvién-
dose dura y severa.
«Después de todo, tiene algo -pensó el viejo, y por primera vez su misión le pa-
reció desagradable y el hombre que tenía ante si, un enemigo-. Es un tirano y yo
negocio con él en nombre de la ciudad. »
El anciano tensó su cuerpo inútil.
-Repite eso, pero con más detalles -dijo Espartaco.
Las antorchas proyectaban densas sombras sobre su cara, que parecía tallada so-
bre un material inanimado, y sus ojos no albergaban el menor atisbo de amistad. El
anciano parpadeó y desvió la vista primero hacia la derecha y luego hacia la izquier-
da para evitar mirarlo.
«Estoy viejo -pensó Nicos-, ¿qué sé yo de él? Son gente dura y furiosa.» Sólo
deseaba acabar con su misión.
-Vendrán dos legiones regulares bajo el mando del pretor Varinio -repitió-,
unos doce mil hombres. Sus lugartenientes son Cosinio y Cayo Furio. Su ejército
está formado por veteranos de la campaña de Lúculo y nuevos reclutas. Avanzan
con lentitud, pero estarán aquí dentro de una semana, o incluso antes. ¿No me
crees?
«Si al menos comenzara a hablar otra vez... -pensó Nicos-, nunca lo había vis-
to así. Después de todo, tiene algo.»
Espartaco contestó con los ojos fijos en la cara de Nicos:
-Si eso es verdad, ¿por qué ibais a decírmelo? Si se acerca un ejército con el fin
de aniquilarnos, ¿por qué nos avisáis? Explicamelo.
-Puedo explicarlo -respondió el anciano con firmeza y confianza-. Ya te he
dicho que el Consejo tiene sus razones. El Consejo de Capua no está interesado en
que vuelva a salvarlo un ejército enviado por el Senado de Roma. Cada vez que
Roma salvó a Capua, ésta tuvo que pagar la factura. Así fue con Aníbal y las gue-
rras confederadas, por lo tanto el Consejo no quiere ser rescatado por Roma.
El anciano calló, aliviado. Había dicho la verdad y notó que el hombre de la piel
le creía.
-Vuestros consejeros son muy listos -dijo Espartaco tras meditar unos minu-
tos- y conocen bien los caminos indirectos. Piden soldados a Roma para combatir-
nos y al mismo tiempo nos advierten sobre su llegada. Deberíamos aprender de vo-
sotros. -Nicos aguardó en silencio. El hombre de la piel le parecía más extraño que
nunca-. Se hace tarde -observó Espartaco-. ¿Quieres pasar la noche con noso-
tros o prefieres regresar?
-Prefiero regresar -respondió el anciano.
Ya en el umbral, flanqueado por los silenciosos cuellicortos con sus antorchas, el
anciano oyó la voz del hombre de la piel. Sabía que tal vez la oía por última vez.
-Ven con nosotros, Nicos -dijo la voz-. Estás cansado, padre mio, y en Luca-
nia hay bosques.
El viejo, pequeño y frágil Nicos vaciló y se detuvo un instante entre los dos cria-
dos cuellicortos, pero no se volvió.
-No -respondió y siguió andando, flanqueado por los sirvientes con las antor-
chas sobre su cabeza.
Entonces la voz resonó una vez más y Nicos percibió la ironía de su tono.
-¿Acaso es la senda del mal, padre mío? -El anciano no se volvió ni respon-
dió. Siguió andando en la oscuridad, viejo e insignificante, bajo las altas antorchas
de los criados-. Adiós, padre -dijo la voz desde el templo por última vez, aunque
Nicos ya no podía oírla.
Una vez más, la asamblea no había llegado a ninguna conclusión. Una vez más
se habían sentado en torno a la enorme mesa de piedra y habían hablado durante
horas, odiándose en secreto unos a otros. Crixus había mirado a todos con expresión
sombría y luego había vuelto a sumirse en su letargo; el pequeño hombrecillo, sin
dejar de juguetear con su collar, había dicho que lo del ejército de Varinio era un
cuento y que debían atacar Roma. El portavoz de los cuellicortos criados de Fanio
había puesto nervioso a todo el mundo con su acostumbrada rectitud. El sabio de
cabeza ovalada había citado confusos pasajes que nadie había comprendido. Eno-
mao se había limitado a mirar en silencio al hombre de la piel. La vena azul de su
frente se hinchaba con mudo entusiasmo y su tímida discreción también había pues-
to nervioso a todo el mundo. Siguieron hablando; todos volvieron a repetir sus ar-
chiconocidos argumentos, conscientes de que los demás no los escuchaban. La ran-
cia solemnidad de la asamblea se cernía pesadamente sobre ellos. Se conocían muy
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IP-
bien unos a otros, y sabían más de lo que querían decir u oír allí. En los diálogos m-
formales, llamaban al pan, pan y al vino, vino, y todo quedaba claro, pero aunque
aquellas asambleas no eran más que la materialización de la suma de esos diálogos,
el debate no era en absoluto la suma de sus conversaciones, sino de sus aspectos for-
males y superficiales. Ellos lo sabían, y también eran conscientes del mudo desdén
del hombre de la piel, cuyos ojos pasaban de un orador a otro, pero habían perdido
su habitual benevolencia. Sabían que se había distanciado de ellos y que al hacerlo
los había superado; sin embargo, no pronunciaba la palabra redentora ni asestaba el
golpe redentor. Por el contrario, los dejaba seguir tirando de los arreos, con otros
diez mil hombres a rastras -¿o eran veinte mil?-, atascados entre el barro, los ras-
trojos y las tiendas empapadas. Y aquellos que debían guiarlos, tiraban en distintas
direcciones, conscientes de la impotencia de su propio odio, pero atrapados por ella,
incapaces de dar un solo paso.
Muy cerca se alzaban las murallas de Capua, como una burla petrificada, y sobre
ellas se apostaban los esclavos con sus armas dirigidas hacia ellos, pues sus esperan-
zas yacían quemadas, sofocadas y enterradas en Nola, Sessola y Calatia. Conscien-
tes de todo esto, miraban con furiosa impotencia a Castus y sus Hienas, pero Castus
seguía jugueteando sonriente con su collar, pues en el campamento aún había más
de mil hombres que lo escuchaban. Vivían apartados de los demás, se vestían con
harapos y eran sanguinarios y lujuriosos.
Sentados en torno a la larga mesa de piedra, los gladiadores hablaron, discutie-
ron y se emborracharon. Más tarde se levantaron y volvieron a cruzar los húmedos
campos de rastrojos sin haber tomado ninguna decisión.
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L
6
Las aventuras de Fulvio, el abogado
L
ba el bullicio y la indecisión. Pero en medio de la confusión y las diferencias de pa-
receres, comenzaba a cumplirse la seria y secreta intención de Espartaco: la paja es-
taba a punto de separarse del grano.
112 113
con clavos y canela. Hermios se había dormido sentado, cabeceando, como suelen
hacer los pastores. Vibio el Viejo también había cerrado los ojos y meditaba, acarto-
nado como una momia egipcia. Sólo el andrajoso retórico seguía agitando los extre-
mos de su toga y por fin repitió las últimas palabras de Vibio el Viejo, como si qui-
siera atar los cabos sueltos de la conversación:
-Sí, es malo que el ternero y el carnicero confraternicen -dijo-, pero aún es
peor que los terneros se envíen unos a otros al matadero. Y eso es lo que va a hacer
nuestro amado Espartaco.
El pastor abrió los ojos al escuchar aquel nombre.
-¿Ya lo estás calumniando otra vez, Zozimos? -farfulló, borracho de vino y
sueño.
-Este Espartaco se ha vuelto muy listo -insistió el retórico-, demasiado para
mi gusto. Alguien que anhela el Estado del Sol y el reino de la buena voluntad no
debería usar artimañas políticas ni siniestros trucos sectanos.
El abogado recordó la crónica que deseaba escribir y recuperó la sobriedad de
forma súbita.
-La ley de los desvíos -dijo-. Nadie puede actuar al margen de ella. Todo
aquel que tiene un objetivo se ve forzado a tomar senderos funestos.
-¿Desvíos, dices? Los envía hacia la muerte por la ruta más corta, sin que ellos
lo sepan -insistió Zozimos-. Es verdad que Castus y sus hombres cometieron ex-
cesos, pero, ¿acaso es culpa suya? Ningún hombre es culpable de que el destino lo
convierta en pecador, cuando una larga vida de privaciones ha sembrado la codicia
en sus entrañas. Siguen siendo nuestros hermanos. ¿Estás dormido, Vibio?
Pero el anciano estaba completamente despierto, y sólo meditaba.
-Escucho tus palabras y no las apruebo -dijo mientras bebía las últimas gotas
de vino de la jarra-. Aquel que quiera sembrar un jardín, debe empezar por quitar
la maleza.
-De acuerdo -dijo Zozimos, que parecía sinceramente afectado por la noticia
de la separación-, pero no puedes tratar a los hombres como si fueran coles. Tal
vez la idea no te parecería tan sabia si enviaran a tu hijo a la muerte sólo porque su
estómago ruge demasiado fuerte.
-Pero los criados de Fanio recalcaron que todos tienen derecho a elegir -obser-
vó el pastor.
-De acuerdo -dijo Zozimos-, ¿pero alguien les ha advertido de la fuerza del
ejército de Varinio, contra el cual deberán pelear? Nadie mencionó a las dos podero-
sas legiones, a los doce mil soldados, ¿verdad? Esos pobres cabecitas huecas sólo han
oído rumores y no se preocupan por ellos. Están convencidos de que aniquilarán a
Varinio con la misma facilidad que a Clodius Glaber. Sin embargo, los codiciosos e
insensatos que marcharán hacia el norte son sólo tres mil hombres mal armados e in-
disciplinados. Todos morirán y ese Espartaco astutamente los deja correr al encuentro
de su muerte para librarse de ellos. «Todos tienen derecho a elegir», ¡claro que si!
-Sin embargo sus jefes, ese tal Crixus o Castus o como se llamen, estarán infor-
mados de todo, ¿verdad? -preguntó el abogado.
-Castus es un hombrecillo insolente, pero ni él ni sus compañeros saben nada
de combates. Sin embargo, Crixus es distinto -añadió Zozimos con el tono confi-
dencial propio de los cotilleos del campamento-. Nadie puede engañarlo. Él
cono-
ce la fuerza del ejército romano tan bien como Espartaco, sabe lo que le espera...
aunque por otra parte no lo sabe. No sirve para calcular y ni él mismo está
seguro de
lo que quiere, o tal vez se resigne a lo que va a ocurrir. Odia a Espartaco y al
mismo
tiempo lo ama como a un hermano. Dicen que el día que escaparon de Léntulo,
en
Capua, debían enfrentarse en la arena, por tanto, uno tendría que haber matado al
otro. Siempre lo supieron, ¿comprendéis? Y todavía lo saben. Es difícil de
explicar.
Sin duda, en aquellos días, tuvieron que acostumbrarse a la idea de que uno
debía
morir para que el otro siguiera vivo, y quizás ahora no alcancen a entender por
qué
los dos siguen vivos. Tal vez cuando Crixus se marche y se separe de Espartaco,
se
resigne a su futuro. Es probable que ambos crean que las cosas deben seguir este
curso, aunque ni siquiera comprendan por qué. Es difícil de explicar.
-¡Vaya cosas que piensas! -exclamó el pastor, perplejo.
Fulvio también miró sorprendido al pomposo retórico. ¿Habría subestimado a
aquel hombre de la extravagente toga? Una vez más, se sintió conmovido por la
ex-
presión abatida de su rostro delgado, aquella peculiaridad que despertaba compa-
sión. El abogado reflexionó sobre la tremenda dificultad de comprender a las
perso-
nas. Él había visto épocas mejores, y a pesar de todos sus esfuerzos, nunca había
logrado imaginar cómo sería la mentalidad de un hombre que nunca las había
visto.
...y sin embargo sigue siendo una acción miserable -continuó Zozimos con su
tono jactancioso y pendenciero-. Vuestro Espartaco actúa de forma vil. ¿Hablas
de
desvíos que conducen hacia el objetivo? Pues os advierto que son desvíos sucios
y
peligrosos, ya que nunca sabréis a dónde os llevarán al final. Muchos hombres
han
transitado el camino de la tiranía. Al principio lo han hecho con el único
propósito
de servir a ideales sublimes, pero al final ha sido el propio camino el que les ha
mar-
cado el rumbo. Recordad al dictadura de Mario, el amigo del pueblo, y lo que
ocu-
rrió con ella. Pensad...
-¿Por qué hablas ahora de dictadura y tiranía? -interrumpió Fulvio al orador,
que gesticulaba con vehemencia.
-Habló de la ley de los desvíos -gritó Zozimos con desprecio y su voz se que-
bró-. Esos desvíos, como sabéis, tienen perversas reglas propias. ¿He
mencionado
la dictadura y la tiranía? Vosotros comenzasteis con el tema de los desvíos y éste
nos
condujo a la dictadura y la tiranía.
-Ja, ja -rió el pastor mostrando los dientes-, ¿crees que Espartaco se conver-
tirá en un tirano?
-Sin duda hablo de Espartaco, oh guía de ovejas y corderos.
-Tú mismo balas como un cordero -respondió el pastor con una sonrisa amis-
tosa y decidió seguir durmiendo, pero esta vez se acurrucó en el suelo, con las
rodi-
lías apretadas contra el vientre.
Fulvio estaba cansado de discutir. Ya había reunido suficiente material para co-
menzar su crónica de la campaña de los esclavos. Desde la distancia, había
imagina-
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L
do la revolución como algo más directo y menos intrincado, pero debería haber su-
puesto que de cerca las cosas tendrían otro aspecto. Necesitaba meditar sobre aque-
llas cuestiones confusas, complejas y, hasta el momento, incomprensibles.
Dio las buenas noches a los demás y se tendió en el suelo, paralelo a la pared de
la tienda, con la cabeza junto a las toscas botas del pastor, que despedían un olor
fuerte, pero no repulsivo. La lluvia repicaba sobre la lona con un ritmo monótono y
arrullador. ¿Era aún la misma noche, la noche en que había corrido bajo la lluvia
y una lanza se había clavado en el barro detrás de él? Eso demostraba cómo algunas
horas de la vida se llenan hasta rebosar mientras otras, huecas e insignificantes
cuentas del collar del Tiempo, resultan insubstanciales y se limitan a desvanecerse
en el pasado.
7
L
las inmemoriales ansias de la plebe por recuperar la justicia perdida; pero aun así,
pasaron de mano en mano como testigos de una furiosa carrera de relevos iniciada
en la oscuridad primigenia, cuando el opulento dios de la agricultura y las ciudades
asesinó al dios de los desiertos y los pastores.
3. Espartaco tenía la intención de acabar con las luchas y alentar la unión de todos
los pastores,
campesmos y esclavos del sur con el fin de formar una confederación de
ciudades, regidas por los
ideales de justicia y buena voluntad. Este ambicioso plan llegó a hacerse
realidad, al menos en
par-
te, en la ciudad de Tuno, pero sólo después de que venciera primero a los jefes
menores del
ejérci-
to romano y luego al propio Varmnio. Los romanos eran conscientes de que una
comunidad como
la proyectada por Espartaco, aun sin intenciones belicosas, amenazaría con su
sola existencia la
es-
tabilidad de su propia república, cimentada sobre la usura y la injusticia, así
como la salud y
la en-
fermedad no pueden coexistir en un mismo cuerpo, y una u otra acaban
convirtiéndose en sobera-
na, pues la enlermedad despierta una gran añoranza por la salud, y la salud es el
estado correcto
del cuerpo. Por consiguiente, la enfermedad nunca se contentará con la posesión
del órgano afec-
tado y enviará sus fluidos nocivos a los demás.
Por tanto, el pretor Varmnio no demoró un instante la persecución de los
rebeldes y los implicó
en una campaña que duraría meses, obligando a Espartaco a tomar desvíos poco
favorables para
su objetivo.
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Y
cuando poco después del comienzo de la campaña los insurgentes se encontraron en una
posición
extremadamente difícil, en que la derrota parecía inevitable. Varinio había logrado
atraparlos en
una región estéril, situada entre las montañas y la estrecha bahía de Tarento. Lucania
tiene
varias
regiones semejantes, con montañas de escarpada roca y suelo de greda blanca, por lo
cual los do-
rios y griegos que ocupaban dicho territorio en el pasado le adjudicaron el nombre de
«Lucania»,
que en su lengua significa «tierra blanca».
En la citada ocasión, los insurgentes estaban rodeados por todas partes y habían
consumido
sus provisiones. Su destino parecía irremediable, de modo que el temor y el desánimo se
apodera-
ron de ellos. Muchos recordaban los días de miseria vividos en el monte Vesubio y se
maravillaron
por la conocida tendencia del destino a repetir las condiciones y reconstruir las
circunstancias,
como si la primera vez hubiera olvidado conducir las cosas a una conclusión y luego
deseara repa-
rar su negligencia. Sin embargo, Espartaco volvió a encontrar la solución apropiada y
logró que
to-
dos los hombres escaparan del campamento durante la segunda noche de sitio. Dejaron
atrás a un
trompetero para que tocara los habituales sones intermitentes de aviso y amarraron
cadáveres a es-
tacas que levantaban alrededor del campamento a intervalos determinados, creando la
ilusión de
que había centinelas de guardia. Encendieron grandes fogatas a lo largo de todo el
campamento
para iluminar a los supuestos centinelas, y de vez en cuando la trompeta dirigía toques
de aviso a
las tiendas desiertas. De ese modo engañaron al enemigo, y Espartaco, asistido por la
oscuridad de
la noche, condujo a su horda a través de un estrecho pasaje, donde habrían podido morir
en caso
de que el enemigo los hubiera descubierto.
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121
desertores, regresó al campamento de forma inesperada. Aquella milagrosa fuga del
poderoso jefe,
que despertaba en los insurgentes una deferencia sólo superada por el propio Espartaco,
los llenó
de entusiasmo, sobre todo porque la negativa de aquel hombre sombrío a responder
preguntas so-
bre lo ocurrido indujo a muchos a considerar su salvación como un milagro y un buen
augurio.
La batalla se libró en el extremo sur de la península italiana, en las cercanías de
la ciudad de
Turio, a orillas del río Sibaris.
9. Antes de trabarse en combate, Espartaco, deseoso de actuar como un verdadero
comandante,
se dirigió a sus camaradas y les rogó que se comportaran como auténticos guerreros.
Dijo que esta-
ba a punto de comenzar la verdadera guerra, cuyo destino se decidiría en aquella
primera batalla,
tras la cual serían derrotados o forzados a defender el poder conquistado con sucesivas
victorias,
pues no había otra alternativa posible que escoger entre aquello o una muerte
vergonzosa. Sus
hombres respondieron con grandes ovaciones.
En cuanto los romanos divisaron al enemigo que se aproximaba desde la otra
orilla, un extraño
cambio tuvo lugar entre sus filas. Al oír los terribles gritos de guerra de los gladiadores,
se
mostra-
ron sorprendidos y comenzaron a marchar más despacio. Luego se volvieron aún más
vacilantes y
silenciosos, y comenzaron la batalla sin rastros de la actitud altiva con que habían
exhortado a
la
lucha.
incidentes sucedidos en el sitio de Capua y la experiencia ganada en la larga campaña
contra Van-
alo, durante la cual asumió la responsabilidad de numerosas vidas, habían
cambiado su natural ca-
rácter afable y lo habían inducido a tomar medidas que parecían severas y altivas
a ojos de sus
hombres.
Pero aquel que guía al ciego no debe temer que lo consideren altivo;
debe endurecerse contra
sus sufrimientos y hacer oídos sordos a sus llantos, pues está obligado a
defender sus intereses
en
contra de su propio deseo de razón, aunque esta actitud lo obligue a
tomar medidas que parezcan
tan arbitrarias como incomprensibles. Deberá tomar desvíos cuyo destino
los demás no compren-
den, pues ellos están ciegos y él es el único que tiene la facultad de ver.
10. En este punto sería conveniente dedicar unas pocas palabras al origen y carácter de
este hom-
bre singular, cuyo destino parecía ofrecer las claves del futuro. Espartaco procedía de
una tribu
de
pastores nómadas y había nacido en una pequeña aldea de Tracia, de la cual derivaba su
nombre.
Pese a carecer de educación formal, un talento particular le permitía absorber y
transformar en
ac-
ciones las ideas y doctrinas con que se topaba en su singular destino. Rayos de luz
procedentes de
distintas direcciones se unen en un trozo de cristal convexo y parten de él en forma de
un haz
úni-
co y muy caliente. De un modo similar, los anhelos e ideas de la gente se concentraban
en Esparta-
co, cuyo talento también le permitía cumplir con las duras tareas que le imponía el
destino, pues
el
poder de su personalidad aumentaba en proporción a la creciente magnitud e
importancia de sus
hazañas.
11. La evolución de Espartaco, por consiguiente, pronto lo hizo elevase por encima del
nivel de
sus compañeros, y le ayudó a comprender que estos últimos actuaban como hombres
ciegos o bes-
tias ignorantes, que debían ser vigilados o guiados por la fuerza hacia el buen camino.
Los
diversos
122 123
Y
LIBRO TERCERO
'se Hegio, un ciudadano de Tuno, se despertó antes del amanecer consciente de que
iniciaba un día festivo y de que debía decorar la casa con ramos y guirnaldas para
celebrar la entrada del príncipe de Tracia, el nuevo Aníbal. Resolvió ir a la viña en
busca de sarmientos y ramas de muérdago. Echó un vistazo a su esposa dormida, se
calzó las sandalias y subió a la azotea de su casa.
Aún era temprano y hacia fresco, pero el mar, que formaba una encumbrada cú-
pula sobre el horizonte, ya empezaba a cambiar de color. Hegio adoraba aquella ho-
ra, amaba su resplandor y su fragancia. El aliento del mar bajo el estallido de luz del
mediodía era diferente de su aroma nocturno. Por las noches, olía a frescor cristali-
no, sal y estrellas, mientras la mañana lo impregnaba con la fragancia de las algas y
el mediodía con el hedor de los peces y los vahos de los desechos putrefactos. Inspi-
ró el aire de mar y miró hacia las montañas, primero hacia el norte, donde, si no se
equivocaba, rastros de nieve blanqueaban las cumbres de los Apeninos lucanos,
aunque también podría tratarse de la bruma matinal. Luego giró la vista hacia el sur,
en dirección a la distante, violácea extensión de Sila, cuna de la Compañía de Pro-
ducción de Alquitrán y Resma, de la cual era accionista. Las montañas rodeaban el
valle del Crathis, pero el este estaba resguardado por la cúpula del mar, cuyo borde
superior comenzaba por fin a arder, hasta estallar en llamas al contacto con el toda-
vía invisible disco de fuego.
Cantó un gallo, luego otro y por fin todos los gallos de Turio compitieron fervo-
rosamente con sus solícitas y alarmistas ovaciones al sol naciente. Hegio llegó a la
conclusión de que sólo los gallos romanos podían cacarear de forma tan discordante
y ostentosa; en Ática, su tierra natal, hasta las voces de los gallos eran más armo-
niosas.
-improvisó.
No le gustaban los romanos. No es que los odiara, pero su burda presunción y su
tediosa confianza en si mismos lo hacían sonreír con desdén. La eficiencia rezumaba
por cada uno de sus poros. A pesar de todo, Hegio, un hombre que contaba con
guerreros troyanos entre sus ancestros, se había casado con una romana. Ella estaba
acostada abajo, en la amplia cama de matrimonio, empapada en el sudor de una
matrona satisfecha. Su satisfacción no se debía a la llegada de Espartaco, príncipe
tracio, segundo Aníbal, sino a que la noche anterior él, Hegio, descendiente de hé-
roes troyanos, había cumplido con sus deberes conyugales después de una larga
temporada.
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r
El mar, ahora completamente encendido, le llenaba con su aroma las fosas nasa-
les. Su vehemencia lo hacía sentir infantil y viejo al mismo tiempo. Prefería la suave
fragancia de una noche de luna al fuego del sol, y el fresco encanto de jóvenes grie-
gos le ofrecía más dicha que el placer impuesto de la procreación con su matrona.
¿Qué sentido tenía? Todo el árbol genealógico de la familia ática no valía cinco
plantas de vid ni una sola acción de la Compañía de Producción de Alquitrán y Re-
sina. Al pie de la pálida montaña yacían las ruinas de la legendaria Sibaris, la má-
gica ciudad construida por sus ancestros en tiempos remotos. Cuando los latinos,
vestidos con pieles de oso, todavía se trepaban a los árboles, colonos griegos de
refinadas costumbres, con monedas de plata, arpas y conocimientos de geometría,
habitaban toda la costa sur de Italia.
Los gallos cantaron por segunda vez y alguien subió las escaleras resoplando.
Era la matrona.
-¿Qué haces en la azotea tan temprano? -preguntó con esa amable severidad
tan apropiada para el tratamiento de los niños o de los ancianos.
-Estoy mirando, cariño, sólo eso.
No le importaba que lo trataran como a un niño o como a un anciano. Las arru-
gas que surcaban su cara, sobre la delgadez de su cuerpo, reflejaban una astucia
pueril.
-¿Y qué hay que ver aquí? -dijo la matrona con tono de desaprobación.
Bostezó y se aproximó al borde de la azotea, con una mano apoyada sobre el
hombro de Hegio, un hombro infantil y huesudo. Recordó los acontecimientos de la
noche anterior y se estremeció agradablemente en el aire gélido del alba.
Miraron hacia la ciudad todavía dormida, una gran aldea de piedra blanca, re-
pleta de columnas, hermosa y triste en la quietud de la mañana. Sus calles ser-
penteaban entre los muros como arroyuelos secos. Las casas de techos planos se
apiñaban confiadamente contra la ladera de la colina. Pero en lo alto, la aldea
se convertía en una auténtica ciudad, con anchas avenidas cuadrangulares y un mer-
cado con una fuente en el centro. Tras la destrucción de Sibaris, Hippodamus, fa-
moso arquitecto, había diseñado el centro de la ciudad en planos minuciosamente
trazados y coloreados. Blancas casas de creta se erigían entre las montañas azules y
el mar azul. Así había nacido Turio, la nueva ciudad de los sibaritas, ahora también
muy vieja. Las familias originarias eran muy antiguas, tenían muchos ancestros y po-
cos hijos. Hablaban un griego más puro que el de los propios griegos, ya extinto en
todas partes a excepción de Alejandría, y descendían de nobles troyanos, o al menos
de ese tal Esmindirides, que abandonó su lecho porque había una hoja ajada de ro-
sal debajo de la sábana.
De vez en cuando se casaban con las hijas de colonos romanos, obligados por el
Senado que los castigaba de ese modo por haber respaldado a Aníbal en las guerras
púnicas contra Roma. Aquellos colonos tenían su propio barrio al noreste de la ciu-
dad, se multiplicaban con rapidez, trabajaban duro y con eficacia y eran odiados de
corazón por los demás, que los acusaban de limpiarse la nariz en los codos. Habían
tenido la osadía de cambiar el nombre de la ciudad y llamarla «Copia» como su ba-
no. Se suponía que ahora toda la ciudad de Tuno se llamaba así y los papeles ofi-
ciales lo confirmaban. Como es natural, las familias antiguas continuaban llamándo-
la por su nombre original: Ática seguía siendo Ática y Turio, Turio. Por supuesto,
ahora apoyarían a Espartaco, sin preocuparse de si era cartaginés o tracio; lo princi-
pal era que rompiera unos cuantos dientes de aquellos eficientes romanos que se
limpiaban las narices en los codos. La ciudad entera aguardaba su entrada con un
alborozo más propio de niños o de ancianos.
La ciudad se despertaba por etapas. Los primeros pastores, desaseados madru-
gadores, guiaban a sus somnolientas cabras a través de estrechas callejuelas. Las es-
quilas de las cabras dispersas repicaban distraídas y los pastores tocaban notas estri-
dentes en sus flautines. El mar exhalaba sus vahos matinales de algas y arena sobre
las azoteas. A lo lejos, en los campos de las colinas, pastaban las manadas de búfa-
los blancos; se fundían en la bruma blanquecina que rodeaba el río, mientras los no-
villos, blancos como la propia Lucania cretácea, miraban hacia los Apeninos con sus
rígidas cabezas alzadas.
-Ven a desayunar -dijo la matrona.
-Voy al río a coger ramos y hojas para la entrada.
-Pero no antes de desayunar, ¿verdad? -preguntó la matrona.
-Llevaré a los niños conmigo -dijo Hegio-, y luego podrán ayudarnos a de-
corar.
-Los niños se quedan aquí -replicó la matrona.
Era hija de un colono y los colonos estaban en contra del príncipe tracio. Iban
por ahí con muecas taciturnas en sus hostiles semblantes patrióticos. Tal vez tuvie-
ran miedo.
-Entonces tendré que ir solo -dijo Hegio.
-¿En camisón? -preguntó la matrona.
-Me pondré algo encima. Verás cuántos ramos traigo a casa.
Bajó las escaleras, seguido por los suaves resoplidos de enojo de la matrona. De-
bajo, Publibor, el único esclavo de la casa, servía el desayuno al perro.
-Vendrás conmigo al río -ordenó Hegio-. Vamos a traer ramos y hojas. Tú
también vienes -le dijo al perro, una bestia del tamaño de un ternero que tiraba de
la correa, ladrando y gruñendo.
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oído que no tiene derecho a ese titulo. La gente dice que solía ser gladiador y bandi-
do, si no algo peor.
-Tonterías -respondió Hegio-. Siempre hay cotilleos sobre los poderosos. Sea
como fuere, le dio una buena tunda a Roma. Un segundo Aníbal, eso es lo que es.
De cualquier modo, será un cambio agradable.
-Es cierto -dijo el verdulero, a quien le gustaba quedar bien con todo el mun-
do-, pero dicen que otorgará derechos cívicos a los esclavos, que robará las casas y
el dinero de la gente y que pondrá todo patas arriba.
-Tonterías -dijo Hegio y se volvió a su joven esclavo-. ¿Te gustaría dejar de
servir y comenzar una nueva vida?
-Si -respondió Publibor.
-Ya ves -dijo el verdulero y volvió a recoger su carro-, ya te he dicho que es
un asunto peligroso.
Hegio parecía divertido.
-¡Qué caradura! -exclamó-. ¿Sólo porque la matrona es un poco estricta y
malhumorada? Yo tampoco lo tengo fácil con ella. ¿Acaso no te trato bien?
-Sí.
El joven lo miraba con gravedad. Parecía tomarse las cosas muy a pecho y la ex-
presión de su cara era absolutamente seria. Antes, Hegio ni siquiera había reparado
en que tuviera expresión. Eso lo hizo reflexionar.
-¿No te he permitido que te unieras a una cofradía funeraria?
-Si.
-Está en la misma sociedad que yo -dijo el verdulero-. Anteayer tuvimos una
asamblea general.
-Ahí lo tienes -dijo Hegio, sorprendido-, como un hombre libre.
-Es mi único privilegio -dijo Publibor.
-¿El único? -preguntó Hegio aún más sorprendido-. Bueno, tal vez lo sea
desde un punto de vista legal, pero algo es algo. Además, te dejaré la libertad en mi
testamento. ¿Acaso mi vida se prolonga demasiado para tu gusto?
-Sí, amo.
Hegio sonrió y el verdulero suspiro.
-¿Qué te he dicho? Te he dicho que era peligroso. Yo lo haría azotar.
-¿Tanto te importa la libertad? -preguntó Hegio-. Si me lo preguntas a mí, te
diré que es sólo una ilusión. ¿No acabas de admitir que estás bien conmigo?
-Sí.
-Has ahorrado dinero.
-Así es.
-Eso es lo peor -dijo el verdulero-. En los viejos tiempos, eso habría sido im-
posible. La propiedad privada crea el ansia de tener cada vez más. Yo le quitaría los
ahorros y lo haría azotar.
-Podría ser una buena idea -dijo Hegio mientras se alejaba-. Mientras tanto,
iremos a coger algunos ramos y hojas para la entrada del príncipe tracio.
La entrada
El sol ascendió a lo más alto y la ciudad se llenó de jubilosa actividad, mientras
los ciudadanos de Tuno adornaban sus casas con enredaderas y guirnaldas de ho-
jas. Las casas tenían techos planos y eran blancas, como la propia tierra cretácea
de
Lucania. Los descendientes de guerreros troyanos esperaban con impaciencia a
aquel príncipe tracio de la piel, que marcaría un agradable cambio en sus vidas
mo-
nótonas. Se empujaban y se abrían paso a empellones entre las calles estrechas y
tortuosas como lechos de grava de arroyuelos secos. Los colonos romanos se
mante-
nían apartados, con sus patrióticas expresiones ceñudas. Tal vez tuvieran miedo.
El Consejo de Tuno tampoco compartía el júbilo general. Si bien era cierto
que aquel extraño emperador había merecido su aprobación por dar una buena
tunda a Roma, no estaban tan contentos con otros aspectos suyos. Se hacia
llamar
«liberador de esclavos», «guía de los oprimidos». Por supuesto, cabía la posibili-
dad de interpretar aquellas expresiones de forma simbólica, sobre todo como
refe-
rencias a una alianza con las ciudades griegas del sur, que sufrían el yugo
romano.
¿Acaso en su momento Tuno y las demás ciudades del sur de Italia no habían
res-
paldado a Aníbal? Sin embargo, Aníbal había sido un gran general y un príncipe
en su tierra natal, mientras los antecedentes de ese tal Espartaco no eran dignos
de mención. Si a pesar de todo se los mencionaba, había que comenzar por
admi-
tir que debía su condición de príncipe a la gracia del Consejo de Turio y a
razones
de respeto cívico, pues los descendientes de guerreros troyanos no podían hacer
una alianza con un gladiador vagabundo, y aquella alianza era imprescindible
para
evitar la aniquilación de la ciudad. En honor a la verdad, el Consejo de Turio se
había mostrado dichoso y soprendido ante la oferta de negociaciones del gladia-
dor, y aunque luego esas negociaciones seguirían extraños derroteros, como se
ve-
rá más adelante, acabaron con la firma de un tratado con los siguientes puntos
principales.
El ejército de esclavos levantaría su campamento y más tarde construiría una
ciudad, denominada «Ciudad del Sol», en las afueras de Tuno, sobre la llanura
que
se extendía entre los ríos Sibanis y Crathis, protegida por las montañas por un
lado y
el mar por el otro. La corporación de Tuno cedería al príncipe tracio todos los
cam-
pos y tierras de pastoreo de dicha zona, y asimismo se haría cargo de la
manuten-
ción del ejército de esclavos hasta tanto éste pudiera sustentarse con los frutos de
su
propio suelo. Los soldados de Espartaco, por su parte, después de la ceremonia
de
entrada -que tendría un significado puramente simbólico- no se acercarían a la
ciudad. Además, Espartaco dejaría de instigar a la rebelión a los esclavos de
Turio
en cuanto esta alianza se hiciera efectiva.
Los delegados de Espartaco se habían opuesto con fervor a esa última
exigencia,
pero habían acabado por aceptarla.
135
-Entrarán en cualquier momento -dijo el verdulero Tíndaro a Hegio, su vecino
en la hilera.
Hacía más de una hora que esperaban entre la jubilosa multitud, abarrotada en
la amplia avenida que conducía al ágora para presenciar la entrada del príncipe tra-
cio. Sobre sus cabezas, guirnaldas y tupidos ramos colgaban de los blancos frontis-
picios de las casas, y por encima de esas casas, el sol se alzaba gordo y radiante en el
cielo, mientras el mar exhalaba sobre los techos su hediondo aliento del medio-
día, con olor a peces y a podrido. Los ciudadanos de Tuno aguardaban apiñados y
sudorosos.
El gran momento llegó, por fin, cuando el sol se alzó verticalmente sobre ellos.
-¡Se acercan! -gritó el pequeño hijo de Hegio-. ¡Se acercan!
Realmente se acercaban desde el otro extremo de la avenida, envueltos en una
nube de polvo. Los apretujados ciudadanos rieron, rugieron, se empujaron unos a
otros, se precipitaron hacia adelante. Furiosos oficiales los empujaron hacia atrás,
con la intención de ordenar las filas. Se aproximaban.
-¿Cuántos son? -preguntó Tíndaro, el verdulero, mientras estiraba el cuello.
-Cien mil -gritó el pequeño, que estaba muy bien informado-. Cien mil la-
drones. Pondrán todo patas arriba.
-Tantos no podrán pasar por aquí -dijo Tíndaro-. Ocuparían toda la ciudad.
-Sólo las tropas de exhibición participarán en la ceremonia de entrada -dijo el
vecino de la izquierda-. Los demás tendrán que aguardar fuera, tal como ha sido
acordado.
La nube de polvo se acercaba. Los ciudadanos de Tuno estiraban el cuello entre
las filas. Casi todos vestían de blanco y las jóvenes lucían túnicas finas y frescas. Los
presuntuosos oficiales corrían de un sitio a otro.
Poco a poco comenzaron a distinguir las primeras filas del ejército de esclavos,
dos hileras de diez hombres corpulentos y cuellicortos arrastrando sus pesadas botas
sobre el suelo. No miraban ni a un lado ni al otro y era evidente que no sentían el
menor interés por la ciudad de Tuno. Se limitaban a exhibir las fasces y, en lugar de
hachas, rotas cadenas de hierro.
Algunos ciudadanos alzaron tímidos gritos de aliento, pero la multitud no los
imitó. La gravedad y humildad de la procesión los había decepcionado, y estaban
desfavorablemente sorprendidos.
Por fin, detrás de los hombres que marchaban con paso marcial, apareció el prín-
cipe tracio, vestido con pieles y montado sobre un corcel blanco. A su lado, un gor-
do con cara taciturna y bigotes caídos montaba su caballo como si fuera una muía.
La enseña púrpura ondeaba frente a ellos.
Los ciudadanos sabían qué se esperaba de ellos, de modo que gritaron, agitaron
las manos y sacudieron las mangas de sus túnicas. El emperador respondió a sus
ovaciones con el brazo alzado en señal de saludo y disminuyó la marcha de su caba-
lío. Sin embargo, no sonreía y sus ojos no reflejaban una actitud amistosa. Pese a
todo, causó una buena impresión en los presentes; no una impresión arrolladora,
pero si buena. El gordo de los bigotes no les gustó tanto. Miraba al frente con ojos
136
ausentes, sin dignarse a responder a sus gritos de aliento. La gente que quedaba a
su lado retrocedía un tanto a su paso. Aquella cara quedaría grabada en su
memoria
con más claridad que la del propio emperador y años más tarde aún la
recordarían.
Se referían a Espartaco como «el príncipe», «el emperador» o «el segundo Aní-
bal»; pero su imagen permanecería brumosa e imprecisa en su memoria. Más
tarde,
muchos de ellos dudarían de haberlo visto pasar en su corcel blanco, precedido
por
la enseña púrpura.
La procesión apresuró su marcha hacia el mercado, como si los extraños quisie-
ran acabar de una vez por todas con la ceremonia. El bullicioso entusiasmo
colecti-
vo se había sofocado antes de llegar a su esplendor.
Detrás de los jefes, avanzaba la infantería, levantando el polvo con los pies y
mi-
rando a la multitud con sus inexpresivas caras mugrientas. ¡Extraños soldados
aque-
líos nuevos aliados, que habían conseguido tan sonada victoria sobre los
romanos!
~Qué curiosas insignias llevaban, qué solemnes, siniestras, toscas cruces de
madera!
Los portadores se tambaleaban bajo su peso y tenían que apretarlas contra el
pecho
para mantener el equilibrio. ¡Y qué solemnes y siniestros también los grilletes y
ca-
denas rotas! El jefe de una tropa de personajes especialmente rufianescos, un
patán
con cicatrices de viruela, llevaba una gigantesca anguila morena que tenía una
cabe-
za fabricada de harapos dentro de la boca. El hijo pequeño de Hegio se puso de
puntillas y preguntó con su vocecilla aguda:
-¿Qué es eso, padre? ¿Hay peces que comen hombres?
Hegio esbozó una sonrisa propia de un niño o de un anciano, pero el verdulero
cubrió la boca del pequeño con la mano.
-Chist, chist, pequeño -dijo-. No debes hacer preguntas, pues los soldados
podrían enfadarse.
Las voces de la multitud se iban apagando de forma gradual. Las burlas y ova-
ciones de los ciudadanos habían cesado y las sonrisas se habían borrado de sus
ros-
tros. Asustado, el niño calló. En la avenida sólo se oía el estrépido de la marcha,
las
pisadas que arremolinaban el polvo y envolvían a los hombres en una vaporosa
nube.
Era el turno de la caballería: hombres montados sobre pequeños caballos luca-
nos. El hijo de Hegio, que gracias a sus soldados de juguete era capaz de
reconocer
la imagen apropiada de un guerrero profesional, no sería el único en asombrarse
del
aspecto poco marcial de los nuevos aliados, pero la sorpresa de los ciudadanos
raya-
ba en el horror. La casi totalidad de la caballería carecía de armaduras para
hombres
y animales -como mucho uno de cada tantos estaba protegido por rechinantes
tro-
zos de latas atados a piernas o brazos con cuerdas de cáñamo-, la mayoría de las
lanzas eran de madera y los escudos de mimbre o cuero, muchos de ellos
empuña-
ban guadañas, horquillas y hachas en lugar de espadas, y por si todo eso fuera
poco, ni
siquiera tenían uniformes o cascos brillantes. Algunos iban con la cabeza descu-
bierta y agitaban tiragomas en las manos, otros llevaban gorros de felpa negros
des-
coloridos y tan gastados que los bordes caían como flecos sobre sus rostros
barbu-
dos. Sus camisas y blusas de algodón también estaban hechas jirones; pero la
mitad
137
de ellos no llevaba ropa por encima de la cintura, y exhibían el torso bronceado y
peludo, desvergonzadamente desnudo entre el cinturón y la barba enmarañada.
Un gemido pasó de boca en boca entre la multitud, y muchos hombres de Turio
giraron la cabeza avergonzados; pero las mujeres suspiraban con los ojos brillantes.
Una matrona se desmayó y tuvo que ser trasladada.
Así desfilaban los nuevos aliados. La infantería hizo su entrada una vez más, le-
vantando nubes de polvo y mirando a la concurrencia con inexpresivas caras mu-
grientas. En esta ocasión estaban organizados por nacionalidades: toscos galos y
germanos con bigotes, altos tracios con ojos luminosos y extraño andar elástico, bár-
baros de Numida y Asia de piel oscura y seca, negros con pendientes y gruesos la-
bios casi siempre entreabiertos, mostrando los dientes.
-¡Vaya mezcolanza! -le susurró el verdulero a Hegio.
-A mí me parece un cambio agradable -dijo Hegio mientras se inclinaba hacia
el niño-. ¿Te gusta? ¿No es un espectáculo alegre y colorido?
-Sí -asintió el pequeño-. Como un circo.
-¡Chist! -dijo el verdulero-, eso es justo lo que no debes decir.
Una nueva nube de polvo precedió a los carros de bueyes, cargados con los en-
fermos y heridos. Recostados sobre mantas mugrientas, algunos miraban en silencio
al cielo, otros se retorcían de dolor, y otros más sacaban la lengua y hacían muecas.
Tenían las caras cubiertas de moscas que se metían en las cuencas de sus ojos o se
adherían a sus harapos. El hijo de Hegio se echó a llorar.
-¿Para qué nos enseñan esto? -preguntó el verdulero-. ¿Forman parte de las
tropas de exhibición?
-No -sonrió Hegio-, sin embargo no deja de ser una entrada original.
Pasaron tres carros más, en mejores condiciones que los anteriores. En cada uno
de ellos había un cadáver con la insignia de las cadenas rotas en la cabeza, cubierto
por una nube de moscas. Los cuerpos despedían un olor fétido.
Y así acabó la procesión.
2. En adelante, nadie estará al servico de nadie. Los fuertes no someterán a los débiles
ni aquel
que gane un saco de harina esclavizará a aquel que no lo haya hecho, pues todos
servirán a la co-
munidad.
3. Por consiguiente, ningún hombre guardará víveres durante más de medio día, ni
acumulará en
su casa ningún otro bien o mercancía, pues todos serán alimentados con las provisiones
de todos
en los grandes comedores colectivos, como corresponde a una fraternidad.
Tales eran las leyes decretadas por Espartaco para gobernar la vida de la flore-
ciente Ciudad del Sol. Eran leyes nuevas, y sin embargo tan antiguas como las coli-
nas. Al comenzar a construir el campamento y a cavar la tierra, habían encontrado
las ruinas de la mítica Sibaris, cuyos muros erosionados por el tiempo, utensilios de
arcilla y vasijas rotas habían sido testigos de la era de Saturno, recordada con año-
ranza por el pueblo a causa de sus leyes justas y benévolas. Habían hallado inscrip-
ciones relativas al héroe Licurgo y al régimen espartano de almacenes y comedores
colectivos. ¿No era como si la propia tierra corroída, cincelada por manos muertas
hacía tiempo, guiadas por almas extinguidas tiempo atrás, decretara allí y entonces
las nuevas leyes de Espartaco? Era el alma, el espíritu de todo un país, lo que había
animado a los ancestros de los ciudadanos tunos, y ahora esos mismos ciudadanos
contemplaban con gestos de desaprobación el nacimiento de una nueva ciudad, se
140 141
1
4
La red
Las negociaciones previas a la firma de la alianza entre el emperador y
la ciudad
de Turio se habían desarrollado en un clima algo extraño y los miembros
del Conse-
jo municipal se habían llevado varias sorpresas.
Los delegados enviados por el emperador a la opulenta sala de
audiencias de la
corporación de Tuno eran personas peculiares: un ajado abogado con la
calva llena
de chichones y un alto joven tímido que se ruborizaba y bajaba la mirada
con fre-
cuencia, en cuya amplia frente se traslucía una gruesa vena azul. Ambos
tenían un
aspecto insignificante y atuendos increíbles e ignoraban por completo las
reglas de
la ceremonia diplomática. Los dos consejeros principales de Turio,
penosamente
desconcertados, no sabían cómo comportarse. Cuando uno de ellos, un
anciano con
ojos saltones, se dirigió a los contertulios con su acostumbrada
pomposidad y habló
de «vuestro señor, el glorioso conquistador de Roma y principesco
emperador», fue
interrumpido por el hombrecillo calvo:
-¿Te refieres a Espartaco? Pensábamos que ya sabríais quién es.
El digno anciano se quedó completamente perplejo y su colega, un
comerciante
corpulento, propietario de la mayor refinería de alquitrán de Sila, tuvo
que acudir
en su ayuda.
¡ -Nos han informado que vuestro jefe monta un corcel blanco, exhibe la
insignia
del pretor Varinio y va precedido de hombres que portan fasces y hachas.
Ésos son
los emblemas de un emperador, aunque, de cualquier modo, las
formalidades care-
cen de importancia.
-Permitidme decir -respondió el abogado de Capua-, aunque sólo sea
para
aclarar las cosas, que las fasces y las hachas son sólo emblemas
simbólicos. Sin em-
bargo, como habéis dicho, las formalidades carecen de importancia
-añadió con un
deje irónico en la voz.
-¿Qué tipo de emblemas? -preguntó el anciano caballero, que era
inquisitivo
por naturaleza y amante de la precisión.
-Como acabamos de oír, sólo tienen un significado simbólico -respondió el
hombre de negocios con soltura.
El anciano sacudió la cabeza, pero no insistió. ¿Qué habría querido decir aquel
hombre con lo de «emblemas simbólicos»? Allí había algo raro. Aquella alianza
ocultaba algo extraño.
Ambos bandos dejaron el tema y se concentraron en la cuestión principal. Entre
frecuentes accesos de tos y ocasionales caricias a su calva, el abogado FuMo hizo las
siguientes sugerencias en nombre del emperador:
La ciudad de Tuno se aliaría al ejército de Espartaco, y por consiguiente dejaría
de estar bajo la soberanía de la república romana. Cesarían los pagos de impues-
tos de capitación, diezmos y contribuciones urbanas al erano romano. Todos los
143
F
campos de cereales, tierras de pastoreo y demás territorios fértiles en las cercanías
de la ciudad, hasta entonces propiedad de Roma, se convertirían en patrimonio
municipal.
-¿Qué hay de las refinerías de resma y alquitrán? -preguntó el hombre de ne-
gocios.
-Aquellas que son propiedad del Estado pasarán a manos del municipio. En el
caso de compañías arrendadas por particulares no domiciliados en la ciudad, la li-
cencia será cancelada.
-Excelente -dijo el corpulento senador-. Hasta ahora, todo parece razonable
y merece nuestra aprobación.
-¿Vuestro príncipe está autorizado a cancelar contratos? -preguntó el viejo
consejero.
Sin embargo, nadie le prestó atención y el abogado Fulvio continuó:
-Además, sugerimos que la ciudad de Turio sea declarada puerto libre. Se sus-
penderán los derechos de aduana romanos y otras tasas sobre la importación o ex-
portación de productos. Esta medida afectará al comercio con puertos extranjeros,
así como al de otros puertos romanos.
-¿Qué significa eso? -preguntó el anciano-. ¿También es simbólico? Ignoro
las leyes del comercio y siempre pensé que una alianza se basaría sobre todo en
cuestiones militares.
-Significa -respondió con entusiasmo el hombre de negocios-, que Turio ten-
dría preferencia sobre los puertos de Brindis, Tarento, Metaponto, etcétera, etcéte-
ra, y se convertiría en el puerto más importante del sur. Eso implica riqueza y pros-
peridad para esta ciudad, tal vez también el fin del comercio internacional romano y
del monopolio de flotas.
-El mar está lleno de piratas -dijo el anciano-, y no es seguro.
-Haremos un pacto con ellos -repuso el abogado Fulvio con calma.
-¿Con los piratas? -preguntó el anciano horrorizado-. Si son una panda de
asesinos, bandidos, gentuza indecente.
Se hizo un silencio incómodo. Esta vez, también el hombre de negocios se había
quedado atónito y tenía una expresión confusa y atontada.
Puesto que la contribución de Enomao se redujo a una sonrisa tímida y amable,
tuvieron que aguardar a que el abogado parara de toser para oír una explicación.
-¿Por qué no? -dijo-. La piratería es consecuencia del monopolio del comer-
cio mantímo romano, así como los robos en tierra son consecuencia de la existencia
de monopolios terrestres y grandes terratenientes. Sin embargo, como ya sabréis, los
piratas están mucho mejor organizados de lo que solían estarlo los bandidos misera-
bles antes de la llegada de Espartaco. Poseen una especie de Estado flotante bien
reglamentado, con almirantes y leyes estrictas. Tanto el rey Mitrídates como los emi-
grantes romanos, bajo las órdenes de Sertorio, hicieron una alianza con ellos. Roma
habla de piratería, pero en realidad se trata de la guerra bendita de los oprimidos de
los mares. Por consiguiente, nosotros también haremos una alianza con los piratas
y los incluiremos en la fraternidad lucana.
-¿No os gustaría hacer también una alianza con Mitrídates? -preguntó el ne-
gociante con sarcasmo.
-Tal vez lo hagamos -respondió el abogado-. Las negociaciones están pen-
dientes.
-¿Y también negociaréis con los emigrantes de España?
-También -respondió el abogado mirándolo fijamente con sus ojos miopes.
El anciano consejero sacudió la cabeza y dejó de hacer esfuerzos para com-
prenderlo. El hombre de negocios inspeccionó en silencio a aquellos delega-
dos de atuendo increíble, ignorantes de todas las formalidades diplomáticas. No
sabia si considerar aquella reunión como un acontecimiento en la historia mundial
o como una farsa burlesca, e intentó imaginar lo que pensaría Craso, Pompeyo o
algún otro gran estadista romano si hubieran podido ser testigos invisibles de
ella.
Sin duda habrían sonreído divertidos al ver a aquellos embajadores de un oscuro'
gladiador negociando el destino del mundo con un griego senil y un industrial insig-
nificante. Por supuesto, el mero hecho de que aquella gente consintiera en negociar,
en lugar de entrar a la ciudad y coger lo que querían, era un gesto pueril y propio de
aficionados. ¿Pues quién se hubiera atrevido a impedirselo después de la derrota
de Vannio? Turio no tenía auténticas murallas ni una guarnición digna de mencio-
narse, y ese tal Espartaco lo sabia tan bien como ellos. El digno anciano era el único
que no había reparado en ello y tomaba con absoluta seriedad aquella reunión far-
sesca. Sin embargo, debían aprovechar al máximo la oportunidad que les brindaba
aquella gente al aceptar negociar. Era la única postura sensata que podían tomar en
ese descabellado asunto.
-¿Son esas las ideas de tu señor, el príncipe tracio? -preguntó por fin.
-Estas ideas han estado flotando en el aire durante mucho tiempo -respondió
el abogado-. Sólo era preciso que alguien las adoptara.
-De acuerdo -dijo el negociante-. Eso es asunto vuestro y escapa a los moti-
vos de esta reunión, así que permitidme volver al tema que nos interesa. Me refiero
a cuáles serían nuestras obligaciones si acordáramos hacer una alianza con vosotros.
En concreto: ¿qué pretendéis de nosotros?
-Eso es muy sencillo -respondió el abogado con tono amistoso-. Queremos
que nos deis por propia voluntad todo lo que podríamos coger por la fuerza.
El consejero estuvo a punto de desmayarse.
-Eso es muy general -balbuceó-, no podéis considerar las cosas de una forma
tan parcial.
Pero Fulvio ignoró sus protestas con indiferente grosería y pasó a enumerar sus
exigencias: La corporación debía ceder al ejército de esclavos la zona comprendida
entre los ríos Crathis y Sibaris como sede para la nueva ciudad y además se compro-
metería a suministrarles materiales de construcción y alimentos hasta tanto pudieran
obtener beneficios de sus tierras.
-¿Cuántos sois? -preguntó el negociante con tono pragmático.
-Setenta mil -respondió Fulvio-, pero pronto seremos cien mil o más.
144
145
-Imposible -respondió el consejero con resolución-. Tenemos cincuenta mil
habitantes, no podemos mantener además al doble de personas.
-Tenemos buenos rebaños -dijo Fulvio-, de modo que podemos cubrir el ter-
cio de nuestro consumo de carne y leche. Además, el puerto de Turio importará ali-
mentos, metales y otros materiales necesarios para la fabricación de armamentos.
-¿Y quién pagará por ello? -preguntó el negociante.
-Nosotros -respondió Fulvio y el negociante perdió la compostura por segun-
da vez en el curso de la conversación, para recuperarla sólo cuando el abogado aña-
dió-: Para evitar dificultades, estableceremos precios fijos... de acuerdo con la cor-
poración, por supuesto.
-No podemos decirle a cada comerciante cuánto debe cobrar a uno de tus sol-
dados cuando le pida un pepino o un arenque en vinagre.
-En realidad, no será necesario -respondió Fulvio-, porque compraremos
todo en grandes cantidades para cubrir las necesidades de toda la ciudad, ya que
nuestra sociedad será una cooperativa. A propósito, vamos a abolir el dinero.
Después de una larga pausa, durante la cual el negociante hizo visibles esfuerzos
por tragarse las numerosas respuestas que le venían a la mente, respiró ruidosamen-
te y dijo:
-Lo que queráis hacer en vuestro campamento es asunto vuestro.
-Así es -asintió FuMo-, aunque sería más apropiado hablar de ciudad en lugar
de campamento, pues pronto comenzaremos a construir. Se llamará la Ciudad del Sol.
-¡Qué poético! -observó el negociante e hizo otra pausa.
Mientras tanto, pensaba que convenía dejar que aquellos locos hicieran lo que
quisieran. Al fin y al cabo, él había temido un destino peor para la ciudad de Turio.
El territorio destinado al campamento era, en su mayor parte, propiedad del Estado
romano. Espartaco lo había tomado de los romanos para regalárselo a la corpora-
cion, que, a su vez, se lo había regalado a Espartaco. Todo podría haberse hecho de
una forma más sencilla y sin complicaciones legales, pero no sería él quien privara a
aquella gente de los símbolos que tanto parecía gustarles. Si luego cumplían o no
con el trato era otro asunto, pero Tuno estaba en su poder y una alianza, por cues-
tionable que fuera, era mejor que nada. En general, el hombre de negocios estaba
bastante satisfecho, y se volvió a su anciano colega:
-Me parecen unas exigencias bastante duras, pero podríamos considerarlas.
¿Tú qué opinas?
-Apenas si entiendo una parte insignificante de todo esto -respondió el ancia-
no mirándolo con sus ojos ligeramente saltones-. ¿Me permitirías una pregunta,
embajador del príncipe tracio? He oído que tenéis intenciones de quedaros con
nuestro dinero, nuestras casas, nuestras mujeres, hijas y sirvientes y de poner todo
patas arriba. ¿Es verdad?
-Estoy seguro de que son sólo cotilleos -se apresuró a decir el negociante-.
Son cosas que se dicen, pero no hay que tomarlas al pie de la letra.
Miró a los dos delegados con una expresión risueña que pretendía manifestar su
comprensión y obtener apoyo.
146
Enomao se ruborizó y bajó la vista. No quería complicidad con aquel hombre,
sólo deseaba estar muy lejos. Recordó el cráter del Vesubio y la sencillez con
que vi-
vian entonces.
El anciano no parecía haber oído los comentarios de su colega y miró primero a
Enomao y luego al abogado, aguardando una contestación.
Fulvio esperaba una pregunta como aquella y había preparado una respuesta
precisa y directa, pero llegado el momento de usarla, descubrió afligido que la
había
olvidado. Sintió la mirada insistente del anciano, que estaba sentado frente a él,
in-
clinado en actitud expectante. Tenía rugosas bolsas debajo de los ojos claros y
lige-
ramente saltones. Inesperadamente, el abogado y escritor Fulvio se sorprendió
pen-
sando en su padre, algo que no había hecho en años. Su malestar creció. De
repente
se sentía culpable y eso le molestaba.
-Queremos ley y orden -dijo por fin-, pero una ley y un orden nuevos y
justos.
Se interrumpió con un acceso de tos.
-Palabras -dijo el anciano-, eso son sólo palabras, embajador del príncipe
tracio. Estáis evitando la cuestión fundamental. Habláis de derechos de aduana,
im-
portación, exportación y símbolos; pero yo os estoy preguntando si me vais a
quitar
la casa o no.
El negociante se aclaró la garganta.
-esa no es la cuestión -insistió con una nueva mirada suplicante a Enomao,
pero el gladiador no alzó la vista.
-Tonterías -dijo el anciano con furiosa obstinación-, ésa es la única cuestión
importante. Si un hombre tiene una casa y otro hombre quiere quitársela, una
alian-
za entre los dos sería pura hipocresía.
Fulvio permaneció en silencio. Por alguna misteriosa razón, el anciano le recor-
daba al padre que había olvidado hacia tiempo. El mismo sentimiento que
inducia a
Enomao a bajar la vista lo había hecho olvidar sus argumentos y les daba la
apanen-
cia de dos hombres esquivos e insensatos. Sólo el camino de la fuerza era claro y
di-
recto como la sublime estupidez en los ojos del anciano, pues lo que tanto
descon-
certó al abogado Fulvio, paralizando su elocuencia, fue justamente el
descubrimien-
to de que existía una estupidez tan sublime y venerable que era capaz de
confundir a
un hombre inteligente. Existía una injusticia tan arraigada y confiada que inducia
al
justo a dudar de si mismo, una opulencia vivida con semejante dignidad y
naturali-
dad que hacia que el deseo de los desposeídos por obtener la misma fortuna
pare-
ciese descabellado.
El abogado Fulvio tomó una decisión y se incorporó con un gesto brusco. De
inmediato, se llevó la mano a la cabeza, pero no encontró la viga de madera que
le
hacia pagar con un chichón en la cabeza cada pensamiento audaz. La echaba de
menos. Era difícil acostumbrarse a esa nueva forma de vida.
-Tienes derecho a hacer esta pregunta -le dijo al anciano. Hizo una pausa, du-
rante la cual casi pudo ofr el suspiro de alivio del negociante, sintió la mirada
inqui-
sitiva de Enomao y reparó en la confianza pueril de los ojos del anciano. Tosió y
147
1
~1
contmuó-: Nuestro movimiento y el... -tosió otra vez-.., príncipe Tracio, por su-
puesto, aspiran a un cambio completo del sistema y de la situación de este país. Pero
todavía estamos muy lejos de conseguir ese objetivo. Por el momento necesitamos
seguridad para la nueva ciudad que vamos a construir, la seguridad garantizada por
las alianzas. Nuestros aliados no tendrán nada que temer de nosotros.
-¿No habrá desórdenes? -preguntó el anciano-. ¿Significa eso que no os apo-
deraréis de nuestras casas ni enviaréis más emisarios a la ciudad para incitar a nues-
tros esclavos a la rebelión?
El abogado volvió a erguirse y una vez más echó de menos la viga. De hecho, en
esta ocasión aquella ausencia le preocupó. ¿Acaso su cerebro funcionaba mejor
cuando la viga era una amenaza constante? ¿Era posible que la liberación de aque-
llas advertencias brutales y tangibles tuviera un efecto negativo en sus ideas? La
horda nunca comprendería por qué debían renunciar a ganar para la causa a los es-
clavos de la ciudad vecina, y sin embargo deberían aceptar esa condición con el fin
de gozar de la paz durante el gran experimento, la construcción de la Ciudad del
Sol. Fulvio permaneció en silencio y recordó una conversación acaecida durante su
primera noche en el campamento de Espartaco. Alli estaba otra vez la ley de los des-
vios, confusa e inescrutable, entorpeciendo cada paso con nuevas exigencias.
El abogado Fulvio hubiera preferido romper las negociaciones. Todo parecía
confirmar aquello que siempre se había negado a creer: que sólo la ruta directa era
limpia. ¿Pero acaso había sido más limpio el camino a Nola, Sessola y Calatina?
¿Era más limpio atravesar con una espada las entrañas de los viejos y dignos conse-
jeros en lugar de...? Bueno, sí en lugar de hacer abominables tratos, de aceptar con-
diciones que la horda nunca comprendería.
-No nos apoderaremos de vuestras casas ni enviaremos más emisarios -se limi-
tó a responder-. ¿Estás más tranquilo?
-Acepto tu palabra -dijo el anciano con voz clara y ligeramente trémula.
El trato se redactó con rapidez mientras los contertulios tomaban un tentempié y
se firmó de inmediato. Ambos bandos tenían prisa y evitaron discutir detalles. El
documento adornaba el nombre de Espartaco con todas las expresiones reverencia-
les dignas de un príncipe extranjero, sin que los delegados pusieran nuevas obje-
ciones.
de cruces junto a la puerta norte, donde se sacrificaban, en aras de los intereses co-
munitarios, las vidas de aquellos hombres incapaces de someterse a las estrictas le-
yes de la libertad.
A aquellas negociaciones, previas a la fundación de la ciudad, les sucedieron
otras. La vida en el interior de las murallas de la Ciudad del Sol se regiría con inde-
pendencia de lo que ocurriera fuera y sus ciudadanos no se verían afectados por la
ley y el orden del mundo exterior. Sin embargo, desde el momento mismo de su
fundación, la ciudad se vio atada al sistema imperante por miles de hilos, atrapada
en su red de forma invisible pero inexorable.
En ese momento era casi primavera, y desde entonces en adelante, la ciudad
creció rápidamente sobre el suelo yermo. Había sido planeada para albergar a seten-
ta mil personas, pero en su interior ya vivían unas cien mil. Se extendieron los gra-
neros, las fraguas de espadas y los comedores colectivos y también creció el número
148 149
5
El recién llegado
Un joven llamado Publibor había entrado en la ciudad, un recién llegado entre
tantos. Se había escapado de Hegio, su amo, y ahora estaba allí. No es que su
amo
le hubiera dado una mala vida. La matrona lo golpeaba sólo de vez en cuando,
cuando estaba de mal humor, y muchos otros esclavos lo pasaban peor. Sin
embar-
go, había oído el mensaje del Estado del Sol antes de que la alianza prohibiera a
los
emisarios de Espartaco arengar a los esclavos de Turio, y aquel mensaje había
sem-
brado en su corazón la semilla de la esperanza, que había brotado y florecido
hasta
convertirse en una necesidad imperiosa de vivir allí.
Y allí estaba ahora, aunque su humilde presencia pasara totalmente inadvertida
entre los cien mil habitantes del campamento. Había llegado con una esperanza
en
el corazón y la imagen de una nueva vida en la mente, la imagen pintada por los
mensajeros y emisarios de Espartaco antes de que les prohibieran arengar a los
es-
clavos de Turio. Caminaba por las flamantes y limpias calles de la ciudad
campa-
mento, asombrado e intimidado, sin que nadie se preocupara por él. La gente
reza-
maba actividad y estaba muy ocupada en construir, martillar y fabricar cosas. No
tenía a nadie con quién compartir la intensa alegría de haber llegado al Estado
del
Sol.
Entrar no había sido sencillo. Los guardias apostados en la puerta tenían un as-
pecto ceremonioso, amenazante y el aire desdeñoso propio de los hombres
unifor-
mados. Le habían preguntado con desprecio adónde creía que iba y él había
respon-
dido, risueño y confiado, que deseaba vivir con ellos bajo las nuevas leyes de la
fraternidad lucana, que había sido un esclavo hasta aquel día, en que había
escapa-
do de su amo de Turio.
Pero sus explicaciones no volvieron más amistosos a los hombres uniformados,
que siguieron mirándolo con expresión desalentadora y hostil. ¿Era posible que
no
hubieran comprendido sus palabras? Pero sí, por lo visto lo habían entendido. Le
dijeron con indiferencia que no podía entrar y que tenía que volver con su amo,
pues tal como se había acordado en la alianza con el consejo, ningún esclavo de
Tu-
río estaba autorizado a entrar en la ciudad, por tanto debía largarse.
Pero él no se había ido. Les gritó que no lo comprendían, que había un terrible
malentendido, pues como esclavo deseaba vivir en la ciudad de los esclavos,
regida
por las leyes de la justicia y la buena voluntad. Los soldados rieron, pero pronto se
cansaron de sus gritos e intentaron echarlo a golpes y empujones. Entonces él
se aferró al poste de la puerta, fuera de si, y gritó con lágrimas en los ojos que no
podían hacerle eso, que quería ver a Espartaco porque estaba convencido de que él
lo aceptaría en su ciudad. No era más que un joven tímido y humilde, que jamás en
su vida había hecho semejante alboroto y que se avergonzaba de sus propios gritos,
pero como cada vez se reunía más gente junto a la puerta para ver qué ocurría, el
guardia tuvo que llevarlo dentro y conducirlo ante su capitán.
Entonces el joven Publibor pensó que todo iría bien, se secó las lágrimas y recu-
peró su aspecto tímido y sereno. No tuvieron que ir muy lejos, pues la cabaña del
capitán estaba a unos pasos de distancia de la muralla interior. Era una choza de
madera, cubierta con tela alquitranada, abrasada por el sol. Alrededor de la casa, se
apiñaba una multitud de gente, sentada y apretujada a pesar del calor, con aspecto
desvalido y cansado, como si hubieran hecho una larga caminata. Aunque entre
ellos había niños y madres amamantando, estaban vigilados por soldados. El centi-
nela que había acompañado a Publibor habló con uno de los soldados y volvió a su
sitio. Al joven se le ordenó esperar con los demás y se sentó en el suelo, satisfecho
de haber podido, al menos, entrar en la ciudad.
Pasaba el tiempo, el sol era abrasador, la gente sentada alrededor de Publibor
hablaba con ansiedad y comia con aflicción la comida que había traído consigo,
mientras algunas madres daban de mamar a sus llorosos bebés. Había centenares de
personas frente a la choza custodiada por guardias y de tanto en tanto hacían entrar
a un grupo. Entonces las personas convocadas se precitaban hacia la choza, con pri-
sa y nerviosismo, ante las miradas curiosas de los demás. Nunca se veía salir a nadie,
por lo que resultaba evidente que había otra salida.
-¿Son todos recién llegados? -le preguntó Publibor a un hombre que estaba
sentado junto a él, sin duda un vagabundo, que tenía una cara macilenta, similar a la
de un pájaro, con una nariz puntiaguda sobre la cual se agazapaban los ojos muy
juntos. El hombre ignoró su pregunta y siguió masticando un trozo de pan con ce-
bolla. En su lugar, una mujer giró la cara delgada y amarillenta hacia Publibor.
-¿Eres uno de esos de las minas? -preguntó mientas acunaba a un feo bebé
con la punta de un flácido pecho en la boca.
-No -respondió Publibor-, soy de Tuno.
Le habría gustado decirle algo más, pero la mujer se volvió de espaldas y siguió
acunando al niño. Era probable que ni siquiera hubiera oído su respuesta.
-Si eres de Tuno te enviarán de vuelta -dijo el vagabundo, dejando de co-
mer-. No quieren tener problemas con el magistrado. Espartaco se ha convertido
en un verdadero caballero.
-Sé que me dejarán quedar -afirmó Publibor-. Espartaco no envía de vuelta a
nadie que quiera unirse a él.
-Espartaco tiene cosas más importantes en la cabeza -dijo el vagabundo mi-
rando con ojos furtivos en todas las direcciones-. Ayer estuvo con él el embajador
de Mitrídates y hoy está conferenciando con los agentes de Sertorio. Tiene unas
ideas muy absurdas. A ésa también la enviarán de vuelta -concluyó en un murmu-
llo, señalando con el pulgar a la mujer de piel amarillenta.
-No parloteéis tanto -dijo uno de los guardias con tono amistoso mientras se
secaba el sudor debajo del casco-, ya os llegará el turno a todos.
Un nuevo grupo era conducido a la choza.
-Seguro que permiten quedarse a todos los de las minas -dijo la mujer, volvi-
déndose hacia Publibor.
Hablaba con extraña prisa y se volvía de inmediato, sin esperar respuesta. Sin
dejar de mecer al bebé, lo apartó de un pecho y le puso el otro en la boca. El niño
parecía dormido y las moscas se paseaban por su cara.
-Yo diría que permitirán quedarse a los de las minas -asintió el vagabundo se-
ñalando a un grupo de hombres corpulentos con brillantes torsos desnudos-, pues
son hombres hechos y derechos y sin duda les servirán de mucho. Sin embargo, mi
~aspecto no es lo bastante bueno para el Estado del Sol. ¿Y qué harán con esa vieja
bruja? Tiene los pezones como las ubres secas de una cabra y hace años que no dan
leche.
Publibor sintió la misma ansiedad que lo había embargado en la puerta.
-¿Entonces viene mucha gente? -preguntó.
El vagabundo abarcó con un gesto al país entero con sus campos, montañas y
mares.
-Tres de cada cuatro son enviados de vuelta -dijo.
-Yo creía que todos los pobres y humildes tendrían un lugar en el Estado del
Sol.
El vagabundo lo miró brevemente e hizo una mueca.
-Estés de broma, ¿verdad? -dijo y comenzó a comer otra vez su trozo de pan.
Pero al final, todo salió bien. Al caer la tarde, Publibor entró a la cabaña con
va-
rias personas más. Lo soldados habían olvidado decir que venía de Turio, y
como
era joven y fuerte, se le permitió quedarse como miembro de la fraternidad
lucana.
Al día siguiente comenzaría su entrenamiento militar y trabajaría con una
brigada
de carpinteros que construían corrales, pero hasta entonces tenía el día libre para
re-
correr las calles y admirar el Estado del Sol.
Aunque allí todos eran sus hermanos, estaban demasiado ocupados y no tenían
tiempo para él. Era demasiado tímido para iniciar una conversación, pero si
alguien
lo hubiera alentado a hablar, hubiese disfrutado de un poco de conversación. Sin
embargo, nadie lo alentó. Se detuvo frente a una herrería y contempló a dos
sucios
jóvenes de su edad trabajar con los fuelles. Un tercero, algo mayor, sostenía el
metal
candente sobre el yunque y un cuarto levantó el pesado martillo sobre su cabeza
y lo
dejó caer. El ruido retumbó en sus oídos y volaron un montón de chipas rojas.
Pu-
blibor siguió mirando. Aquellos eran sus hermanos y examinó sus rostros con
aten-
ción. ¿No deberían reflejar la dicha de ser libres y vivir bajo la nueva ley? Todos
mi-
raban al metal con expresión taciturna y no hablaban entre ellos. El que sujetaba
las
pinzas escupió y maldijo con furia al metal. ¿Acaso no eran conscientes del
fabuloso
cambio que habían experimentado sus vidas?, ¿ya habían olvidado cómo eran
an-
tes? Publibor los saludó con timidez, pero sólo uno de ellos se giró y escupió
saliva
negra, de modo que el joven siguió su camino.
Las chozas y tiendas estaban casi desiertas, pues era horario de trabajo. Los al-
macenes, puntiagudas pirámides blancas y grises bajo el sol ardiente, se
alineaban
en rigurosas hileras geométricas. Los cobertizos, talleres y comedores estaban
cons-
truidos con la madera que los búfalos blancos habían arrastrado desde las
montañas.
Los edificios olían a la serenidad del bosque, y la resina rezumbaba de sus
junturas.
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153
Publibor giró por una calle ancha y ligeramente ascendente, desde donde divisó va-
rías tiendas del piel sobre una colina. Ante la tienda del centro, la más grande de to-
das, ondeaba una enseña púrpura sobre un alto mástil. Al verlo, Publibor se detu-
vo. Una oleada de calor envolvió su corazón y sintió que los ojos se le llenaban de
lágrimas. Pero en lo alto de la colina había guardias cuellicortos, ceñudos y con ex-
presiones hostiles, de modo que dio media vuelta y se alejó de allí.
Una vez más erró por las calles, entre talleres y casas de barro, escrutando las ca-
ras, buscando en ellas alguna señal de jubiloso entusiasmo. Llegó al barrio africano,
habitado por gigantescos negros de gruesos labios, cabellos ensortijados y ojos
redondos, firmes. amistosos. Le sonreían, pero él era incapaz de comprender los
sonidos graves, roncos aunque melodiosos, que surgían de sus gargantas. ¡Cuánta
variedad de hombres! ¿Aquellos también serían sus hermanos? ¿También ellos
creían en el Estado del Sol? Tenían diferentes dioses, diferentes cuerpos, diferentes
ideas en la cabeza. Se dirigió a uno de ellos, que llevaba sobre el hombro un tronco
tan pesado que Publibor no podría haberlo levantado. El hombretón se detuvo y
con una expresión entre afable y temerosa miró a Publibor, que se interponía en su
paso en la calle vacía, bajo el sol abrasador.
-Pesado -dijo Publibor-, pesado, pesado.
El gigantón señaló gravemente hacia las montañas, creyendo, tal vez, que el jo-
ven le preguntaba dónde crecían aquellos árboles.
-Pesado, pesado -repitió Publibor, algo avergonzado e hizo un gesto que quiso
reflejar esfuerzo.
El gigante sacudió la cabeza asustado. No le entregaría el árbol. Articuló sonidos
animales y gritó con voz suplicante, al borde de las lágrimas. «¿Tiene miedo de que
le quite el tronco? -pensó Publibor perplejo-. ¿Tan mal lo han tratado en el pasa-
do que ahora me teme a mi?»
-Espartaco -gritó, sonrió y señaló con el dedo en dirección de la tienda de la
enseña-. Estoy seguro de que comprenderá eso -añadió Publibor para si.
Pero de repente el negro le dio un empujón en el pecho y comenzó a correr.
Mientras corría, se volvió a mirarlo por última vez con una expresión demente y te-
merosa en los ojos desorbitados. Luego desaparicio.
Se sentía cada vez más cansado. Por fin sintió hambre, pero aunque podría ha-
berle pedido a la joven que le indicara el camino hacia el comedor de los carpinte-
ros, no se atrevía a preguntar nada a nadie. Había llegado al barrio de los celtas, con
sus pequeñas casas fabricadas con ladrillos de arcilla que no parecían muy limpios.
Pensó en las galerías de Turio, los jardines de las azoteas y las sombras negras de las
columnas, y tuvo la impresión de que esos recuerdos se remontaban a años atrás. A
esa hora, Hegio, su antiguo amo, ya debía haber regresado de su paseo matinal. Es-
taría jugando con el perro mientras contestaba, con infantil tono burlón, los repro-
ches de la matrona por la desaparición del esclavo. Allí, en las afueras, las calles
estaban casi desiertas. Todo el mundo parecía estar trabajando o comiendo, y los
pocos hombres que encontraba a su paso eran gordos individuos sudorosos con
gruesas batas, bigotes empenachados y miradas hostiles, todos bárbaros de Galia.
Por fin llegó a una amplia píaza, contigua a la muralla, cerca de la puerta norte. La
plaza estaba completamente desierta y Publibor empezó a cruzaría para preguntarle
al guardia de la puerta norte dónde estaba el comedor, pero de pronto su corazón
dio un vuelco.
En el extremo izquierdo de la plaza, cerca del foso, vio tres postes de madera
cruzados por troncos transversales, de los que colgaban varios hombres con la cabe-
za inclinada sobre el pecho y las costillas prominentes. Con las extremidades extra-
ñamente retorcidas y las muñecas atadas con sogas a los maderos, parecían pájaros
suspendidos de las alas. Publibor nunca había visto un hombre crucificado y todos
solían reírse de él porque nunca asistía a las ejecuciones. En esta ocasión tuvo que
apoyarse en la pared, sintió náuseas y vomitó. Cuando volvió a mirar, una de aque-
lías figuras retorcidas alzó la vista hacia él. El hombre sacó la lengua oscura e in-
forme y la restregó sobre los dientes, primero hacia la derecha y luego hacia la
izquierda, sin dejar de mirar a Publibor. El joven arañó la muralla que se alzaba a su
espalda. Tenía un nudo en la garganta y ni él mismo sabia a ciencia cierta si lloraba
o tosía. Entonces la piel de la cara del hombre colgado comenzó a crisparse lenta-
mente y se formaron arrugas alrededor de su boca y ojos, como si intentara sonreir.
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Tragó saliva varias veces con visibles espasmos de la garganta, cerró los ojos e inten-
tó apoyar la barbilla contra un hombro, pero ésta volvió a caer sobre su pecho. En
ese momento, una mano tocó el brazo de Publibor. Era el guardia que estaba a la
sombra de la muralla.
-¿Qué haces aquí? -le preguntó, pero Publibor fue incapaz de articular una
respuesta y se limitó a mirar fijamente al centinela con uniforme romano y un casco
sobre el cuello enrojecido-. Supongo que eres nuevo -dijo el centinela-. Vete, no
tienes nada que hacer aquí.
-¿Por qué les hacen eso a aquellos hombres? -balbuceó Publibor señalando las
cruces con un tembloroso movimiento de barbilla.
El centinela se encogió de hombros y no respondió. También miró hacia los
hombres crucificados, pero después de un momento desvió la vista y se secó el su-
dor de la cara.
-Es para mantener la disciplina y para que sirva de advertencia a los demás
-dijo-. Si les das algo de beber, se hace aún más largo. Adelante, fuera de aquí.
Una vez más, Publibor vagó por las calles de la ciudad. No sabia cuánto tiempo
llevaba así, pero tenía la impresión de que habían pasado varias horas. Los ojos del
hombre crucificado no lo abandonaban y una y otra vez creía ver su lengua restre-
gando los dientes, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Cuando por
fin sus cansados pies se negaron a seguir adelante y el hambre comenzó a arderle en
el estómago, la escena empalideció. «Es para mantener la disciplina y para que sirva
de advertencia a otros», había dicho el centinela. Si él lo decía, debía de ser así,
pues sin duda era la persona más indicada para saberlo. Y si Espartaco mandaba
gente a crucificar, tendría sus motivos. Poco a poco se fue tranquilizando e incluso
reunió el valor suficiente para preguntar por el camino que conducía al comedor.
El comedor era un largo edificio de madera recién construido. Las flamantes
planchas de madera exudaban resina por las junturas, como todas las demás de la
ciudad. Cuando Publibor se sentó en su banco ante una mesa extremadamente lar-
ga, elegida al azar, entre una hilera también extremadamente larga de hombres, y
rozó con los codos a sus dos vecinos, sintió que todo estaba bien y volvió a embar-
garlo el humor festivo con que había venido a la ciudad. La comida consistía en una
suculenta sopa de trigo y cebolla. Cada cazuela se repartía entre seis hombres, que
se inclinaban sobre ella y la comían con cucharones de madera.
La sala era lo bastante grande para albergar a casi cien de estos grupos a la vez.
El sudor de un día de trabajo se secaba lentamente en las frentes de los hombres,
que, pese a comer sin hablar demasiado, llenaban el comedor de un constante y uni-
forme murmullo. Los cinco hombres que compartían la cazuela con Publibor, cuyas
cucharas se cruzaban con frecuencia y golpeaban a menudo la suya, todavía no ha-
bían hecho ningún comentario. Tampoco Publibor, que ya los amaba como a her-
manos, se atrevía a hablarles, pues temía decir algo equivocado, como parecía haber
estado haciendo durante todo el día. Sin embargo, notó que el hombre sentado fren-
te a él llevaba una atuendo muy distinto a los guardapolvos de los demás. Estaba
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1
cubierto con una tela harapienta, que en el pasado podría haber sido una toga, cu-
yas mangas ondulantes amenazaban constantemente con sumergirse en la sopa. El
hombre tenía una macilenta cara de pájaro que guardaba una vaga semejanza con la
del vagabundo, pero la expresión de dolor grabada en la piel que rodeaba sus ojos
producía un extraño contraste con sus gestos exagerados y nerviosos. Aquel hombre
fue el primero en dirigirse al recién llegado.
-¿Qué tal sabe el pan de la libertad? -le preguntó golpeando con la cuchara el
borde de la cazuela.
-Bien -se apresuró a responder Publibor.
Al principio, imaginaba que todas las conversaciones en la fraternidad serían de
ese estilo, pero ahora se sentía ligeramente amilanado por el tono pomposo de ese
extraño.
-Lo veo en tus ojos -dijo Zozimos-. Pronto estarás ahito.
-Ya lo estoy -respondió Publibor con una sonrisa y se recostó en el respaldo
del banco.
-De momento, sólo lo está tu estómago -dijo Zozimos-, pero tu mente sigue
henchida de emociones sublimes y grandes expectativas. Tienes que esperar a que se
esfumen.
Era el único que seguía comiendo, y mientras hablaba, hundía una y otra vez la
cuchara en la sopa con una especie de pesarosa gula. Los demás lo escuchaban con
expresión indiferente.
-El alma olvida antes que el cuerpo -dijo y agitó la cuchara en un ilustrativo
gesto-. Observa a tu alrededor y mira cómo todos se sientan en tomo a sus cazue-
las con estúpida y yana satisfacción por el trabajo realizado. ¿A quién le importan
los hemanos hambrientos del resto de Italia? Su sed quedó saciada en cuanto bebie-
ron un sorbo de la copa de la libertad y ya han olvidado lo que soñaban cuando te-
nían las bocas secas en el monte Vesubio. Mientras tanto, Espartaco se hace llamar
«emperador», tiene tratos con los poderosos y firma alianzas con ellos. Espera, sólo
espera a que se abran tus ojos, recién llegado, pues ahora están pringados con el un-
tuoso fluido de la emoción.
Publibor no sabía qué decir. Acababa de llegar, por supuesto, pero le sorprendía
mucho que los demás permanecieran en silencio y no demostraran el menor interés
por la conversación. El hombre sentado a su lado, un hombretón pelirrojo con los
ojos eternamente nostálgicos de los habitantes de las montañas tracias, se incorporó
con torpeza, saludó con un gesto absurdo y amistoso y se alejó dando grandes zan-
cadas. La sala se vaciaba de forma gradual, pero Zozimos seguía hablando:
-Llevamos casi dos meses aqm, construyendo nuestras pequeñas casas, como si
todos los problemas de la humanidad se hubieran resuelto. ¿Dónde quedó el pro-
yecto de una hermandad italiana? Cada noche, antes de irse a dormir, todos se
cuentan historias fantásticas sobre Espartaco y se sienten orgullosos de que haya
una ciudad de esclavos en Italia. Y cuando sus amos les dan un puntapié en el trase-
ro, les gritan: «¡Ya verás cuando te coja Espartaco!» Eso los consuela y las cosas no
pasan de ahí. Por consiguiente, nuestra causa no avanza y la humanidad sigue
158
mostrándose sorda y obtusa. Mientras tanto, nosotros construimos nuestras casitas,
comemos nuestra sopa y olvidamos la miseria de los demás.
Hasta ese momento, Zozimos había recalcado sus palabras con gestos contun-
dentes, pero ahora dejó caer las manos con pesar. Al ver que nadie le contestaba,
suspiró y rebañó los restos de la sopa de las paredes de la cazuela. Aunque la gloto-
nería del retórico resultaba extrañamente cómica, el joven Publibor tenía la impre-
sión de que su discurso estaba inspirado en un auténtico sentimiento de pesar.
La sala había quedado casi vacía y sólo permanecía allí un pequeño grupo de
hombres que jugaban una partida de dados con un vaso de cuero. Publibor se sentía
cansado y somnoliento, pues las experiencias del día habían sido demasiado inten-
sas para él, y cuando el retórico comenzó a pronunciar otro discurso sobre el Estado
del Sol, no se preocupó en escucharlo, igual que la joven del trigo no lo había escu-
chado a él. Sus ojos, que según el retórico estaban pringados con el fluido de la
emoción, se cerraban inducidos por una voluntad propia, y el joven se quedó dormi-
do sentado.
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6
Política mundial
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sin alharaca y acompañados de una pequeña comitiva. Eran los embajadores del
ejército de esclavos.
Y finalmente, entre gran pompa y esplendor, acudían los embajadores del gran
rey Mitrídates, anunciados por heraldos, aclamados por el pueblo, luciendo llamati-
vos atuendos bárbaros e inconmovibles expresiones de ídolo.
Todos desaparecían en el interior de la tienda de la enseña púrpura y se sentaban
a
parlamentar con el nuevo emperador, el regidor del sur de Italia, que, a pesar de sus
oscuros orígenes, había vencido a las legiones del Senado romano y comandaba un
ejército de cien mil hombres. Espartaco se sentaba frente a ellos en un rincón sombrío
de la tienda, con la cara en penumbra, y hablaba parcamente con ronco acento tracio.
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torio dobla varias veces al nuestro en número de soldados, armas y mercenarios. Sin
embargo, hace varios años que intenta infructuosamente eliminar a las legiones ro-
manas. El Estado está debilitado, casi acabado, pero las legiones son tan fuertes
como siempre. Los enemigos de Roma pueden vencer sólo si se mantienen unidos,
su lucha es nuestra lucha.
-¿Y su victoria la nuestra?
-No, pero toda alianza tiene una base falsa.
-¿Y qué dirá la horda de semejante alianza?
-No la comprenderán -respondió Fulvio-, pero actuamos en su nombre e in-
terés.
Espartaco calló. La lámpara de aceite parpadeó, a punto de extinguirse, y el
abogado se levantó torpemente a cambiar la mecha.
-Déjala -dijo Espartaco con brusquedad desde su rincón.
-No puedo hablar en la oscuridad -respondió el abogado.
-No necesitas luz para hablar -dijo Espartaco-. El viejo que solía venir a ha-
blarme antes de que tú llegaras encontraba mejor las palabras en la oscuridad.
-Hay asuntos que se hablan mejor en la penumbra y otros que es preciso hablar
a la luz -observó Fulvio.
-¿Cuál es la diferencia?
-Los primeros atañen al sentimiento, que tiene sus raíces en la oscuridad, y los
segundos a la razón, que para imponerse necesita todos los sentidos alerta.
Ambos guardaron silencio. Fulvio estaba agotado y no podía mantener los ojos
abiertos. Tenía la impresión de que las palabras que pronunciaba no eran suyas, sino
que se limitaba a expresar aquello que el otro quería oir. ¿Quién era el líder?,
¿quién guiaba a quién? Aquel insondable hijo de las montañas -inmóvil en su rin-
cón, sentado como un leñador con los codos sobre las rodillas y la expresión indes-
cifrable- comenzaba a hacerlo sentir incómodo. ¿Era astuto o simplón, lúcido o
maleable? ¿O esas disyuntivas no existían en el terreno de la acción? Irradiaba un
enorme poder que inducia a los demás a ofrecerle su saber más profundo; sus ojos
se adherían a uno hasta agotar los insondables pozos de su ser, aunque él no demos-
trara demasiado interés por nadie. ¿Aquellas largas conversaciones lo ayudaban a
resolver las cosas, o sólo pretendía que confirmaran las inquebrantables decisiones
que ya había tomado?
Durante el largo silencio, las paredes de la tienda comenzaron a henchirse,
empu-
jadas por una ráfaga de viento marino. La enseña púrpura azotó el mástil con estruen-
dosos golpes y luego calló, pero la brisa marina regresó periódicamente para aclarar la
oscuridad entre las estrellas y limpiar el aire sofocante de la tienda. Un gallo se desga-
ñitó con su canto y otros lo siguieron en un discordante coro. Despuntaba el alba.
Fulvio se sobresaltó. Su interlocutor se había levantado y se estiraba, llenando
toda la tienda. El abogado parpadeó y contempló la cara ancha y severa, cuya su-
perficie ya estaba teñida por la luz amarilla del amanecer.
-¿Firmarás la alianza? -preguntó Fulvio haciendo un esfuerzo por controlarse
y refrenar su lengua pastosa.
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Entonces se sorprendió con la voz grave y resonante del emperador, que ya ha-
bía abierto la puerta de la tienda y le contestó desde afuera, extraño y distante, que
él, Fulvio, debía anunciar que los esclavos se aliarían a todos los enemigos de Roma,
los piratas, los emigrantes y el gran rey Mitrídates, y que unirían sus esfuerzos con-
tra el Senado romano, los amos de la tierra.
Luego vio al emperador descendiendo la colina con su ancha espalda toscanien-
te cubierta por la piel moteada, hasta desaparecer entre dos hileras de guardias, que,
aun aturdidos por el sueño, lo saludaban con los brazos en alto.
1
167
T
La añoranza
169
anécdotas sobre los miserables años de esclavitud, que a la distancia, sólo parecían
verdades a medias. Y en el interior de la gente crecía una primitiva y malsana espe-
ranza, que ni ellos mismos conocían.
Cuando la ciudad de los esclavos había cumplido cinco meses, la comida comen-
zó a escasear, los graneros se vaciaron y las raciones de los comedores se volvieron
más exiguas. El ánimo general decayó rápidamente.
El joven Publibor lo notaba cada vez que entraba en el comedor. Las cazuelas de
sopa seguían repartiéndose entre seis personas, pero ahora estaban casi vacias y los
cucharones de madera se movían con mayor rapidez y chocaban más a menudo. El
retórico Zozimos hacia gala de la máxima destreza, pues su cucharón recorría el ca-
mino de la cazulea a la boca en la mitad de tiempo, sin que ello le impidiera seguir
agitando las mangas y hablando sin cesar. Su tema preferido eran las cruces de la
puerta norte, cuyo número se había incrementado de forma notable en los últimos
tiempos.
-Vaya forma de disciplina y advertencia -se mofaba Zozimos-. ¿Acaso pelea-
mos y soportamos las más increíbles penurias para cambiar el viejo yugo por uno
nuevo? En los viejos tiempos, vuestras entrañas rugían con ira, ahora rugen con dis-
ciplina. La vida en la Ciudad del Sol se ha vuelto tediosa y llena de restricciones.
¿Qué a sucedido con el entusiasmo y el espíritu fraternal de antaño? El viejo abismo
entre los jefes y la gente común se ha abierto otra vez, pues el emperador se reúne
sólo con consejeros y diplomáticos, y debería añadir que los festines celebrados en
su honor no parecen afectados por la escasez de provisiones. Pero eso no tiene im-
portancia, pues sabemos que se hace en aras de intereses nobles y por nuestro pro-
pio bienestar... cosas de las que, por desgracia, no sabemos nada. De modo que nos
dejamos conducir como ovejas incapaces de encontrar por si solas las tierras de pas-
toreo y suponemos que eso es lo justo y adecuado. Sin embargo, el prado está yer-
mo y, como era de esperar, las ovejas comienzan a balar. Y ahora escúchame bien,
chico, escucha bien lo que sucede, pues esto es lo único importante. De repente, el
pastor comienza a hablar a las ovejas como si fueran criaturas racionales. Les habla
de paciencia, disciplina y razones elevadas, y luego anuncia que aquellos que no lo
comprenden y sigan balando serán ajusticiados en aras de una causa más noble.
»Esto es lo que los filósofos llaman paradoxon. ¿Puedes responder a esto, chico?
No, Publibor no podía. Lo había estado escuchando en un estado de contradic-
toria confusión, y pese a su repulsión por los frenéticos movimientos de las mangas
de su interlocutor, sabia que su pesar era sincero. Si, era difícil orientarse en aquella
ciudad, cuya vida era muy distinta a lo que había imaginado. Recordó el día de su
llegada, su horror ante la visión de las cruces de madera, junto a la puerta norte, y
luego, como si intentara redimirse por aquel pensamiento pecaminoso, se apresuro a
murmurar:
-Sin embargo, haga lo que haga el emperador, no hay duda de que sus intencio-
nes son buenas.
Por lo visto aquéllas eran las palabras exactas que el otro hombre esperaba, pues
170
j
llegó incluso a dejar la cuchara y arremetió contra el pobre Publibor, gesticulando
de forma frenética:
-¿Dices que sus intenciones son buenas? Por supuesto que si, eso es lo peor. No
hay tirano más peligroso que el que está convencido de ser un abnegado guardián
del pueblo, pues el daño hecho por el tirano intrínsecamente perverso se reduce al
ámbito de sus intereses personales y su crueldad particular, mientras que el tirano
con buenas intenciones, aquel que tiene una razón noble para todo, es capaz de pro-
ducir un daño ilimitado. Piensa, por ejemplo en el dios Jehová, chico. Desde que los
hebreos tuvieron la desafortunada idea de seguirlo, han sufrido una calamidad tras
otra, siempre por razones nobles, porque sus intenciones son buenas. Prefiero mil
veces a nuestros dioses sanguinarios, pues basta con que les ofrezcas un sacrificio de
vez en cuando, para que te dejen en paz.
Por supuesto, Publibor tampoco tenía nada que decir al respecto, aunque de to-
dos modos hubiera sido innecesario, pues la verborrea de Zozimos era
incontrola-
ble. Publibor notó que los demás comensales, que no acostumbraban escuchar al
retórico y solían levantarse en cuanto acababan de comer, ahora se quedaban a es-
cucharlo atentamente.
-Pero -continuó Zozimos-, no hablamos de dioses sino de seres humanos. Y
os advierto que es peligroso reunir tanto poder en el puño de una sola persona y
tantas razones nobles en una sola cabeza. Al principio la cabeza ordenará golpear al
puño por razones nobles, pero con el tiempo el puño golpeará por propia voluntad
y la cabeza ofrecerá las razones nobles más tarde, sin que la persona note la diferen-
cia. Así es la naturaleza humana, chico. Muchos amigos del pueblo han acabado
convirtiéndose en tiranos; pero la historia no nos brinda un solo ejemplo de alguien
que haya comenzado como tirano para luego convertirse en amigo del pueblo. Por
tanto, os repito que no hay nada tan peligroso como un dictador con buenas inten-
clones.
Todo el mundo guardó silencio y Zozimos intentó rebañar las últimas gotas de
sopa de la cazuela. Pero el hombretón pelirrojo con la mirada eternamente nostálgi-
ca de los pastores tracios, sentado junto a Publibor, suspiró de repente y dijo:
-Dices un montón de tonterías. Deberíamos volver a las montañas de donde vi-
nimos.
-¿Lo has oído? -exclamó Zozimos-. Todos los días dicen lo mismo. En lugar
de pensar en el futuro, piensan en el pasado y de repente todos quieren volver a
casa.
-Todos los dicen -asintió el gigantón-. ¿Qué ganamos peleando siempre con
los romanos? Matas a uno y detrás viene otro. Deberíamos volver a las montañas
ahora que nadie puede impedírnoslo...
Zozimos agitó los brazos en el aire, enfurecido. Con las mangas revoloteando, se
preparó para un gran discurso de protesta, pero esta vez Publibor se le anticipó, ru-
borizándose por su propia audacia:
-¿No lamentarías dejar la ciudad y no volver a vivir nunca de este modo? -le
preguntó al gigante.
171
L
Pero el gigante ignoró la pregunta, tal vez porque no conocía la respuesta.
-En las montañas también éramos libres antes de que los romanos nos persi-
guieran -se limitó a responder-. Y allí también había mucho sol. Ahora debería-
mos volver. Espartaco tendría que conducirnos allí.
-Pero no lo hará -exclamó Zozimos-, tiene otras cosas en la cabeza.
-Bien, bien -dijo el hombre incorporándose con torpeza-. ¿Cómo puedes sa-
ber tú lo que tiene Espartaco en la cabeza? Tendremos que esperar, eso es todo.
Luego nos llevará de vuelta a casa.
Suspiró una vez más y abandonó el comedor sin despedirse, igual que todos los
demás.
Publibor oía conversaciones similares todos los días. Cada vez eran más los que
hablaban de regresar a casa. Por las noches, los tracios y los celtas entonaban can-
ciones de sus tierras natales, rescatándolas de largos años de olvido. Algunos ni si-
quiera habían conocido aquellas tierras legendarias, pues sus padres y abuelos ya
habían vivido en cautiverio, y otros sólo conservaban recuerdos muy vagos. Sin em-
bargo, ahora todos hablaban de sus paises. La nostalgia los acosaba como en la isla
de los pantanos del Clanio los habían acosado las fiebres, pero no había medicinas
capaces de combatir esta infeción.
Un difuso, expectante, malsano sentimiento de añoranza afectaba a hombres y
mujeres. Desde la tienda de la enseña púrpura llegó la noticia de que la escasez se
debía a una paralización temporal del suministro de alimentos. Debían tener pacien-
cia, pues todo se solucionaría pronto. Además, la flota aliada de los emigrantes, co-
mandada por Mario el Joven, estaba en camino.
Pero esa noticia no llenaba las cazuelas y los guardias de cascos brillantes que
comunicaban el mensaje del emperador se enfrentaban con caras y oídos cada vez
menos receptivos. Muchos decían que ya habían salido suficientes palabras y decre-
tos de la tienda de la enseña púrpura, y que no habían luchado, derramado su san-
gre y vencido a los romanos para volver a inclinarse bajo el yugo del trabajo y be-
berse su propio sudor. Los más locuaces y bulliciosos eran justamente aquellos que
no habían luchado ni derramado su sangre, sino que habían llegado poco tiempo
antes, implorando que les dejaran pasar, entre ellos un vagabundo con cabeza de
pájaro y ojos juntos que se movían sin cesar dentro de sus órbitas.
Sin embargo, encontraban muchos adeptos entre la gente que ya no quería escu-
char las palabras procedentes de la tienda de la enseña púrpura. Mientras tanto, las
comidas del comedor se volvían cada vez más escasas. No es que estuvieran murién-
dose de hambre, pero faltaba poco para que lo hicieran. Muchos de ellos, en efecto
la mayoría de los cien mil, habían tenido un contacto mucho más íntimo con el
hambre en el pasado y en esa época lo consideraban un compañero natural de su
existencia. Pero la experiencia pasada se desvanece rápidamente en la memoria del
hombre, y cuanto más trágica es esta experiencia, más rápido se devora a sí misma
sin dejar rastro. Por lo tanto, cuando el olvidado y aun así familiar ardor surgió una vez
más en las entrañas de la gente, todos estallaron en protestas frente a la tienda de la
enseña púrpura, contra los falsos consejeros y la altiva ceguera de Espartaco, que
parlamentaba con embajadores y diplomáticos en lugar de apoderarse, para él y sus
camaradas, de aquello que sus estómagos exigían con sus rugidos. ¿Acaso la vecina
y bonita ciudad de Turio no tenía los almacenes repletos de comida? ¿No había mu-
chas ciudades hermosas en Lucania? ¿Qué les impedía apoderarse de su justo botín
de vencedores? ¿Qué tipo de descabellada ley era aquella que los sometía a una cre-
ciente privación y dificultaba la satisfacción de sus necesidades apremiantes? ¿No
había salido todo bien al comienzo de la rebelión, cuando habían entrado triunfal-
mente a Nola, Sessola y Calatia?
Una vaga, malsana añoranza se apoderaba de hombres y mujeres, y como eran
cien
mil personas conviviendo en estrecho contacto, encontraba cien mil ecos diferentes.
Por las noches los tracios y celtas entonaban las canciones tradicionales que
creían olvidadas y un nombre, igualmente olvidado, volvía a estar en boca de todos:
el nombre de Crixus.
Desde su regreso, Crixus se había retirado de los asuntos públicos. Los renega-
dos lo habían elegido como jefe durante el sitio de Capua. Él no había hecho
nada
para promover la separación, ni nada para evitarla; lo habían elegido sin tener en
cuenta sus acciones. Los insurgentes habían sido asesinados por los romanos, pero
él se había salvado por milagro y había regresado al campamento. A partir de en-
tonces, se había mostrado tan taciturno como siempre y había luchado con la bruta-
lidad y melancolía acostumbradas. Una vez construida la ciudad entre el mar y las
montañas, Crixus se había hecho a un lado, dejando el mando a Espartaco. No dijo
nada cuando firmaron la alianza con Turio, ni cuando Espartaco promulgó las nue-
vas leyes ni cuando Sertorio y el rey asiático comenzaron las negociaciones. Se mo-
vía pesadamente por el campamento, mirando con sus tristes ojos de pez cómo los
demás construían y martillaban. Por las noches se emborrachaba y se acostaba con
mujeres u hombres jóvenes por igual, aunque permanecía melancólico y taciturno,
sin que nadie lo hubiera visto sonreír nunca por los placeres de la carne.
Casi nadie lo quería, pero los galos y los germanos seguían considerándolo en
secreto su auténtico jefe, porque hablaba su lengua, usaba bigote como ellos y, tam-
bién como ellos, llevaba un collar de plata al cuello.
El número de galos y germanos ascendía a unos treinta mil, un tercio de los
habitan-
tes de la ciudad, pero pronto todos los que albergaban en sus corazones la malsana año-
ranza por Nola, Sessola y Calatia, alzaron sus ojos hacia el taciturno Crixus. Él no pro-
mulgaba leyes, no daba órdenes ni negociaba con embajadores extranjeros, pero para
muchos era más poderoso que el propio emperador. Se sentían atraídos hacia él de una
forma distinta, oscura, indefinible, y lo veían como la lúgubre encarnación de su
destino.
Él no hacia nada para precipitar los acontecimientos y nada para evitarlos, pero
las raciones de comida eran cada vez más escasas y los recuerdos de Nola, Sessola y
Calatia seguían vivos en muchas mentes. Las descontentas víctimas de la inquietud
y la oscura añoranza sabían que aquel personaje melancólico era el hombre que ne-
cesitaban.
172 173
8
Sin embargo, en aquellos días toda la ciudad parecía obsesionada por un nom-
bre, un nombre que circulaba de boca en boca y se erigía en la meta que prometía
safisfacer la codicia y la malsana añoranza: Metaponto.
178 179
9
La destrucción de Metaponto
DE LA CRÓNICA DEL ABOGADO FULVIO
31. En vista de que los siervos de Italia no se rebelaban y de que los aliados de
Espartaco, desfa-
vorecidos por la suerte en las batallas, no habían llegado a tierras
italianas, los habitantes de
la ciu-
dad de los esclavos se quedaron solos frente a un mundo hostil. La era de
la justicia
aparentemente
anunciada por todo tipo de señales y en la cual habían depositado todas
sus esperanzas, no había
llegado a Italia. Por el contrario, todo permanecía igual, y el mundo
habitado continuaba regido
por el orden y las leyes tradicionales. En tales circunstancias, la Ciudad
del Sol, construida
por Es-
partaco y gobernada por la ley esclava, no parecía una realidad concreta
del presente, sino un
pro-
ducto de otra época, de un continente exótico o incluso de un planeta extraño.
Pero al hombre no le está permitido modelar la forma de su existencia al margen
del sistema,
las circunstancias y las leyes de su época.
33. Y así sucedió con la ciudad de los esclavos. El destino y un orden injusto habían
condenado a
aquella gente al duro castigo de la esclavitud, habían sembrado el hambre y la gula en
sus
entrañas,
convirtiéndolos en seres semejantes a los lobos. Y así, como una jauría de lobos, se
habían
arroja-
do sobre Nola, Sessola y Calatia para saciar su gula. Luego habían mudado su piel
hirsuta y se ha-
bían vuelto mansos. Habían construido una ciudad, soñando con crear un mundo de
justicia y bue-
na voluntad entre sus murallas. Pero la época que les había tocado vivir a estos
infortunados
nunca
aceptaría algo así y se ocuparía de recordarles que al otro lado de las murallas no regían
las
leyes
del Estado del Sol, sino la ley del más fuerte, que no dejaba a los esclavos otra
alternativa que
la
servidumbre o el uso de la fuerza bruta. Aquellos que habían decidido vivir como
humanos fueron
obligados a volver a convertirse en lobos.
Despertaron de su sueño y descubrieron que habían vuelto a crecerles garras. De
sus gargantas
brotaban rugidos y, una vez más, desearon desgarrar a sus opresores miembro a
miembro. Su obje-
tivo era Metaponto, y la destruyeron; pero al recuperar la ferocidad y el semblante
lobuno de
anta-
ño, destruyeron también los cimientos de su propia ciudad, pues a partir de ese
momento, nadie
fue capaz de evitar su decadencia.
181
serán.» «¿Qué distancia hay hasta Metaponto?» «Sesenta millas desde aquí, una
noche y un día.»
La idea había surgido de unos pocos, aquellos que iban a Turio con frecuencia
por negocios, a supervisar el desembarco de la carga y a hablar con los notables del
Consejo municipal.
Cada vez que regresaban, traían nueva información sobre Metaponto. Aquellos
hombres ya no tenían la expresión hambrienta de los demás, pues disfrutaban por
adelantado de los tesoros de Metaponto.
182 183
lo
No había suficientes cruces junto a la puerta norte y fue necesario construir otras
a toda prisa. Cuando los dos pelotones tracios arrastraron a los treinta condenados a
la plaza, entre ellos al joven Enomao, se desataron más peleas y hubo varios heri-
dos. Sin embargo, la multitud fue obligada a retroceder y los cuellicortos continua-
ron amarrando a los reos a sus cruces.
Las treinta cruces yacían una junto a otra sobre el suelo. Los guardias arrastra-
ban a los culpables a la cruz, los arrojaban al suelo, presionaban sus espaldas sobre
el madero, los forzaban a abrir las manos y amarraban sus muñecas a la crnz.
Luego
les desataban los pies, tiraban de ellos para que después colgaran en la posición
co-
rrecta y ataban sus tobillos al madero vertical. Una vez concluida la tarea,
dejaban al
condenado tendido en el suelo y comenzaban con otro. Los demás miraban y
aguar-
daban su turno. Los que seguían en pie estaban más serenos, y sólo cuando los
arro-
jaban al suelo y comenzaban a atarlos, maldecían, sacudían la cabeza de un lado
a
otro, gemían y escupían a las caras de los cuellicortos. Pero los criados de Fanio
se
limitaban a secarse la cara y continuaban con el siguiente.
Por fin los treinta estuvieron atados a sus cruces, uno al lado de otro. Sus con-
ductas variaban. Algunos seguían maldiciendo, otros cantaban en voz alta,
perma-
necían en silencio o hacían bromas entre sí. Un hombre gordo yacía inmóvil, con
la
cara llena de lágrimas, mientras su brazo atado se crispaba una y otra vez
movido
por el deseo de secárselas. El joven Enomao giraba la cabeza de derecha a
izquierda
con los ojos cerrados. Entonces alzaron las cruces. El capitán dio la orden al
pelo-
tón, para que lo hicieran todos al mismo tiempo y la ejecución no se prolongara.
Una treintena de soldados cogieron las respectivas cruces desde atrás, resollaron
y
profirieron gritos de aliento. Las cruces se alzaron despacio, y en cuanto
estuvieron
en pie, fueron clavadas en la tierra a toda prisa. Los brazos de los condenados se
es-
tiraron y se contorsionaron, sus articulaciones crujieron y sus cuerpos se
elevaron
entre convulsiones. Una de las improvisadas cruces se partió por la mitad con el
hombre que sostenía y todo el proceso debió comenzar de nuevo. Se trataba del
gordo lloroso, que, en cuanto lo desataron, se secó las lágrimas con ambas
manos.
Después volvieron a amarrarlo a la cruz.
La ciudad callaba, como si de repente se hubiera quedado paralizada. La gente
regresaba a sus casas, las antorchas se extinguían, y sobre la llanura, debajo de
las
estrellas, reinaba el más absoluto silencio.
Pero después de un tiempo los treinta hombres crucificados comenzaron a
gritar.
Primero eran gritos aislados y angustiosamente confusos, pero luego se unieron
para
estallar al unísono a intervalos regulares. El clamor resonaba en todos los
rincones
de la silenciosa ciudad, penetraba en las casas oscuras, reverberaba en los
comedo-
res desiertos y se abría paso, a intervalos regulares, en la tienda de la enseña púr-
pura.
En ella estaba Espartaco, solo en la oscuridad, con las manos entrelazadas en la
nuca y la frente perlada de sudor. Ahora que nadie lo veía, podía cerrar los ojos
cada vez que oyera los gritos. Podía incluso hablar solo y discutir consigo
mismo,
como se acostumbra en las montañas. No necesitaba comportarse como un
empera-
dor. Aquel que guía a los ciegos no debe temer por su orgullo, ya que los hace
sufrir
por su propio bien; pues él puede ver y los demás no. Sólo puede haber una
volun-
tad, la voluntad del que sabe; pues él es el único capaz de distinguir la meta, el
final
de los pérfidos desvíos, el progreso en el aparente retroceso. Debe forzarlos a
seguir
el camino, para que no se dispersen por el mundo, insensibles a sus propios
sufri-
mientos, sordos a sus propios gritos. Debe defender sus intereses en contra de su
186 187
propia irracionalidad, con toda su fuerza y por cualquier medio, por cruel o incom-
prensible que parezca.
Los interminables gritos de los crucificados penetraron una vez más en la tienda.
Los treinta hombres seguían gritando a coro, pero las pausas se volvían más largas.
Al principio pronunciaban palabras coherentes, clamaban compasión, exigían la
ayuda de sus hermanos. Ahora se limitaban a articular sonidos inconexos, pero con-
tinuaban gritando a coro.
Espartarco seguía tendido sobre una manta en la oscuridad, solo, con la frente
perlada de sudor. Nadie podía verlo, y sus labios se movían sin cesar. Después de un
rato, llamó a sus criados y mandó a buscar la gran cuerna de vino del monte Vesu-
bio. Luego se quedó solo y se negó a recibir visitas, incluyendo la del abogado Ful-
vio o la de los notables del Consejo de Turio, que habían acudido a parlamentar so-
bre el tema de los nabos.
-¿Qué hace el emperador? -preguntó el abogado.
-Quiere emborracharse -respondió uno de los criados de Fanio con voz grave
y solemne.
El momento crítico
Al alba, más y más gente acudió a reunirse junto a la puerta norte. Dos peloto-
nes de tracios y lucanos formaron un semicirculo de lanzas en el extremo
descubier-
to de la plaza.
Los treinta hombres crucificados seguían gritando. Habían gritado durante toda
la noche, a intervalos cada vez más largos. Cuando uno de ellos se desmayaba de
dolor y agotamiento, los gritos de los demás le devolvían la conciencia. Los
gritos
prolongaban la lenta agonía de sus vidas.
Un grupo de celtas y germanos había pasado toda la noche en la plaza, hora tras
hora en absoluto silencio. Al amanecer, más y más hombres se unieron a ellos, y
aunque seguían callados, un nuevo pelotón formó filas ante las cruces. Cuando
salió
el sol, la plaza estaba atestada de gente, pero la multitud ya no callaba. Sus
ovacio-
nes a los crucificados y sus clamores por Crixus eran respondidos, a intervalos regu-
lares, por los gritos de los condenados. Se desplegaron dos nuevos pelotones.
El sol se liberó de las brumas matinales y los crucificados quedaron suspendidos
bajo la luz deslumbrante. Cuando estaban en silencio, sus cabezas pendían como las
de pájaros muertos; pero cuando chillaban, alzaban la cabeza hacia atrás,
golpeán-
dola contra la madera y mostrando el blanco de los ojos. Si ellos gritaban, la multi-
tud callaba, pero en cuanto sus gritos se apagaban, la gente volvía a clamar con
mayor fuerza y tono más amenazador. Los soldados comenzaban a sentirse incómo-
dos. El capitán, un gladiador tracio, envió un mensaje a la tienda de la enseña púr-
pura: las cosas no podían seguir así y él declinaba responsabilidades en nombre
de
sus hombres y en el suyo propio. El capitán era amigo del joven Enomao, el único
de los treinta crucificados que no había vuelto a alzar la cabeza.
Antes de que el mensajero regresara, un hombre se abrió paso entre la multitud
empujando a los demás con los codos hasta llegar a la primera fila. Era Zozimos, el
retórico, vestido con su habitual toga mugrienta. Sin dejar de declamar y agitar las
mangas con frenesí, dio un paso al frente de la fila.
Hermios, el pastor, apostado con su lanza en el semicirculo de guardias, fue el
primero en verlo. Sonrió con aflicción, mostrando sus amarillos dientes de caballo.
-Debes volver atrás, Zozimos -le dijo.
Zozimos se detuvo y la multitud congregada a su espalda hizo silencio. Su pun-
tiaguda cara de pájaro estaba más demacrada que de costumbre, asombrosamente
macilenta y tan gris como el lino de su toga. Miró al pastor como si no lo conociera.
-Debes volver atrás, querido Zozimos -repitió el pastor, casi llorando de an-
gustia-. Debe quedar un espacio libre entre nosotros y vosotros.
Pero Zozimos, el retórico, dio otro paso al frente y comenzó a gritar:
-¡Hermanos!, ¡hermanos! -les gritó a los crucificados-. ¿Podéis oírme? -Los
condenados alzaron la cabeza y respondieron con gemidos-. ¿Los ois, hermanos,
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podéis oírlos? -chilló Zozimos agitando las mangas como si fueran banderas-.
¿Disfrutáis de vuestra crucifixión, hermanos? ¿No es maravilloso sentir la libertad
desgarrando vuestros miembros y sus espinas lacerando vuestra carne? Ese líquido
rojo que mana de vuestras bocas es el Estado del Sol. Os han clavado como si fue-
rais gusanos para que todo el mundo pueda ver que ya ha llegado la era de la justi-
cia y la buena voluntad.
Varias personas rieron, pero la mayoría permanecieron en silencio. De repente,
una voz gritó.
-¡Buscad a Crixus! ¡Él acabará con todo esto!
Entonces otras voces se unieron a la primera y la plaza entera se alzó en un
enorme clamor. Hermios, al borde de las lágrimas, alzaba la lanza con desespera-
ción a medida que Zozimos se acercaba. Intentaba enganchar su ropa con la punta
de la lanza para obligarlo a retroceder con suavidad. Pero el propio Zozimos había
rasgado la tela de su toga y mostraba el torso desnudo.
-¡Clávala, siervo de tiranos! -gritó.
Hermios retrocedió, con los ojos desorbitados. Sus vecinos a derecha e izquierda
se apresuraron a cruzar sus lanzas para impedirle el paso a Zozimos. Reinó un silen-
cio absoluto y entonces Zozimos reparó en que estaba solo entre los soldados y la
multitud. Sus rodillas cedieron y se tambaleó. Varios hombres corrieron, creyendo
que lo habían matado, y lo sostuvieron entre sus brazos. Entonces, viendo que los
guardias no hacían nada para detenerlos, los demás también se precipitaron hacia
adelante y pronto los soldados se hallaron rodeados por la multitud. Los guardias
bajaron las lanzas, pues no querían enfrentarse a la gente. Estaban cansados, agota-
dos del calor, del hambre, de los gritos de los crucificados, de toda aquella situación
absurda.
El capitán dio órdenes de atacar, pero nadie le prestó atención, y en el fondo se
alegró de ello. Entonces, sin que nadie se lo impidiera, se abrió paso entre el gentío
y se dirigió a la tienda de la enseña púrpura, donde estaban reunidos los capitanes.
La plaza cuadrangular de la puerta norte estaba cada vez más abarrotada de
gente. Puesto que ninguno de los soldados deseaba un enfrentamiento, los cuatro
pelotones se habían mezclado con la multitud. Todo el mundo hablaba a la vez, sin
ton ni son y en voz baja, pero el persistente murmullo de tantos miles llegó hasta la
tienda del emperador. Los hombres crucificados volvieron a gritar, esta vez con es-
peranza, pero el joven Enomao no volvió a levantar la cabeza. Las mujeres cruzaron
la plaza corriendo y acercaron jarras de agua a los labios negros de los condenados.
Varios hombres cogieron cuchillos y hachas, cortaron las cuerdas que amarraban a
los hombres a las cruces y se los llevaron. Con la única excepción del joven Eno-
mao, todos estaban vivos. Luego cortaron las cruces en trozos, mientras Hermios y
otros soldados se preguntaban en voz alta cuál sería la reacción de Espartaco, pero
los demás los apartaban con indiferencia, sin hostilidad. Una voz volvió a gritar el
nombre de Crixus y esta vez todo el mundo se unió a su clamor. Crixus debía volver
para acabar con aquello y conducirlos de regreso a casa. La plaza entera llamaba a
Crixus; pero sus voces no abrigaban ira, sino un gran cansancio y la esperanza de
que los condujeran a otro sitio, a cualquier sitio donde pudieran sentirse en casa.
Zozimos había reaparecido. Había trepado a una de las cruces demolidas,
dejan-
do ondear al viento las mangas de la toga.
-Hermanos -gritó por encima del mar de cabezas-, ¿creéis que ya habéis he-
cho bastante? ¿No veis que habéis sido traicionados? ¡Ay de nosotros, pues un
nue-
~vo tirano ha nacido de las sangrantes entrañas de la revolución! ¡Desdichados
sea-
mos aquellos que hemos contribuido a su nacimiento! Nosotros mismos hemos
fraguado nuevas cadenas con las viejas cadenas rotas y las cruces quemadas se
han
vuelto a erigir. ¿Qué ha sido del mundo nuevo que íbamos a construir?
Espartaco
negocia con los señores y cuanto más se compromete con ellos, más sangre
derrama
entre sus propias filas. En su infinito orgullo, cree que por nuestro propio bien
debe-
mos ver el premio a la sangre derramada y a los sacrificios cada vez más lejos de
nuestra legítima ambición, y que también por nuestro propio bien debemos
caminar
por sendas sinuosas hasta perder de vista la meta. ¡Ay de nosotros, desgraciadas
criaturas, que somos la semilla de Tántalo! ¿Qué tipo de libertad es ésta, que no
nos
libéra del yugo del trabajo? ¿Qué tipo de justicia es, si tenemos que seguir
tragando
nuestra propia saliva, bebiendo nuestro propio sudor, siempre mirando al futuro
en
lugar de abrazar el presente? ¿Qué clase de fraternidad es ésta, donde un hombre
manda y el resto obedece? Realmente, su truculento orgullo no tiene limites, ya
que
justifica cada hazaña ante su propia conciencia con la idea de que actúa por el
bien
común. ¡Matadlo, matadlo, hermanos, pues un tirano con buenas intenciones es
peor que una bestia que devora hombres...!
Su voz se quebró en un falsete mientras sus mangas se agitaban sobre la cruz
astillada, pero esta vez sus palabras no encontraron aprobación. La multitud
perma-
neció en silencio, hasta que de repente una voz volvió a llamar a Crixus y otras
la
imitaron. «Crixus acabará con todo esto y nos llevará de regreso a casa». La
plaza
estaba abarrotada de celtas y germanos. Eran varios miles, pero sus voces no
abriga-
ban ira, sino un enorme cansancio y la esperanza de huir de aquella extraña
ciudad,
de aquella loca campaña, de la Italia infernal, para no volver a oír discursos, ni
leyes
incomprensibles ni diatribas... sólo huir, volver a casa. Crixus era uno de ellos,
lleva-
ba un collar de plata, podían confiar en él. El los llevaría a casa, y en el camino
se-
rían tan felices como en Metaponto.
Crixus era el hombre adecuado para ellos. Hablaba poco y no promulgaba
leyes;
era el hombre idóneo para dirigirlos.
Espartaco había hecho rodear el barrio celta. La ciudad tenía cien mil habitan-
tes, y entre ellos había unos treinta mil celtas y germanos. Podía confiar en los tra-
cios y lucanos, en los dacios, los negros, los getas. Había estacionado tropas arma-
das en cada calle que conducía al barrio celta, y también en las afueras de la puerta
norte. Tres horas después del amanecer, se dirigió a la gran plaza, donde la multitud
que rodeaba las demolidas cruces clamaba el nombre de Crixus con creciente fervor.
Crixus lo acompañaba, lúgubre y silencioso como siempre. Tras ellos marchaba la
pequeña tropilla de criados de Fanio.
192 193
La multitud les cedió el paso en silencio y Espartaco se subió al reborde de un
muro, alzando la mano para indicas que deseaba hablar. Las voces se acallaron,
pero el silencio no fue total.
Espartaco miró a la multitud. La gente estaba desperdigada a lo largo de la
enorme plaza, pero su mirada los fundió en un solo ser con miles de extremidades.
Percibió la contenida, distante hostilidad, la maligna estupidez de la susurrante masa
humana. Sus ojos distinguieron cabezas, se sumergieron inquisitivos en otros ojos, y
no encontraron más que necedad, torpeza animal y dura hostilidad defensiva. Su
boca se llenó de la saliva amarga del disgusto y de un nauseabundo desprecio.
Comenzó a hablar. Hasta su voz había cambiado: ahora cortaba el aire y caía so-
bre la masa con la dureza de un látigo. Primero se refirió a los rumores sobre la pro-
ximidad de un nuevo ejército romano, cuya vanguardia habría entrado a Apulia
aquel día, mientras ellos estaban ocupados peleándose entre sí. Habló de aquel siglo
de revoluciones truncadas, en que todas las rebeliones de las masas oprimidas ha-
bían fracasado a causa de su propia desunión. La saliva amarga se espesó en su
boca, provocándole náuseas, al mencionar el risueño triunfo de los amos y señores,
que presenciaban la autodestrucción de sus enemigos como si estuvieran en el circo.
Les advirtió que si no cambiaban de opinión tendrían que pagar mil veces, un mi-
llón de veces, por la liberación de los cabecillas insurgentes. Les recordó los veinte
mil crucificados de la rebelión de Sicilia, los diez mil cadáveres de la contrarrevolu-
ción en tiempos de Sila, la masacre de esclavos romanos tras el frustrado alzamiento
de Cinna. Les preguntó -y la soleada plaza se oscureció ante sus ojos- cómo des-
pués de tantas horribles derrotas aún no habían aprendido la lección y si el destino
de las plañideras ovejas les parecía más deseable que el de los soldados disciplinados de
una revolución. Quiso saber si deseaban confirmar con su conducta la despreciable
idea del enemigo de que la humanidad no estaba madura para un sistema mejor,
que ni siquiera deseaba justicia y prefería seguir como hasta entonces. Desde el
principio de su discurso, se había sentido incapaz de conmover a aquella multitud
inerte, de penetrar con sus gritos la coraza de su maligna inercia. Sus palabras eran
duras como latigazos, pero se trataba del esfuerzo inútil de alguieu que cree poder
mover el mar azotándolo con una vara. Sus ojos distinguieron otra vez algunas cabe-
zas de entre la multitud; sus miradas albergaban la misma necia indiferencia que an-
tes, algunos le sonreían con la superioridad del estúpido y uno de ellos gritó que
querían comida decente en lugar de interminables discursos. Otro gritó que aquello
no era ni la revolución ni la libertad, pues no habían abolido el yugo del trabajo, y
todo el mundo sabia que sólo era libre aquel que no tenía que trabajar. En ese mo-
mento, se oyó una nueva ovación a Crixus y todo el mundo se unió a ella: él, Crixus,
acabaría con aquella situación y los llevaría de regreso a casa. Y cuando otra voz se
alzó con estruendo sobre las demás, afirmando que sólo en Galia y en Germania ha-
bía libertad, la plaza entera se fundió por primera vez en un entusiasta clamor.
Espartaco miró a Crixus que estaba detrás de él. Triste y silencioso como de cos-
tumbre, el hombre melancólico le devolvió la mirada y fue como en los días de la
tienda de Clodio Glaber, o más tarde, antes de separarse en Capua: ambos sabían
que pensaban lo mismo. Hubiese sido mejor que aquel duelo se produjera antes
de
abandonar la escuela de Léntulo Batuatus. Uno de ellos habría muerto -quizás él,
Espartaco-, y el otro, Crixus, hubiera sido el único jefe de la horda, hubiera
ahoga-
do en sangre a Italia entera, atacándolo todo, destruyéndolo todo. Tal vez
hubiera
sido lo adecuado.
La gente congregada en la plaza clamaba a Crixus con creciente fervor, aunque
el resto de la ciudad permanecía fiel a Espartaco. El jefe de los criados de Fanio
dio
un paso al frente, esperando órdenes. La multitud de la plaza no estaba armada,
el
barrio celta había sido rodeado y las armas descansaban en un arsenal, junto a la
puerta sur. Leal, silencioso, con el rígido cuello enrojecido, el portavoz de los
cria-
dos de Fanio aguardaba órdenes detrás de Espartaco.
Pero Espartaco callaba.
Vaciló sólo durante una fracción de segundo, pese a ser consciente de que el fu-
turo se decidiría allí y entonces, en aquel preciso momento. Si daba las órdenes
que
esperaba el silencioso cuellicorto, el campamento sería testigo de una nueva y
san-
guinaria masacre, y él, Espartaco, seguramente vencería, convirtiéndose en el
odia-
do y temido jefe absoluto de la revolución. Sería el único desvio sangriento e
injusto
que los conduciría a la salvación. La otra senda, bondadosa, amistosa, humana,
los
llevaría inevitablemente a la ruptura, y por ende, a la perdición.
Era capaz de ver todo esto con absoluta claridad, la situación se desplegaba en
su mente como una cadena de imágenes, pero ya no tenía poder sobre sus
acciones,
pues aquella tortuosa lucidez pertenecía a un ámbito distinto al de los
sentimientos
y, en su mente, los gritos de los crucificados resonaban con más fuerza que la
voz
ronca del abogado Fulvio. La sabiduría y el conocimiento ya no bastaban para
indu-
cirlo a dar la orden. ¿Dónde estaba el enorme y furioso orgullo de unos minutos
atrás? Vacío y hueco, contempló a la clamorosa masa de mil cabezas. La ley de
los
desvíos aconsejaba matarlos por su propio bien, pero en su interior, otra ley,
nutrida
en otra fuente, le exigía silencio y lo instaba a llamar a Crixus para que trepara al
muro con él. Oyó el ronco clamor del monstruo de mil cabezas y mil
extremidades
como si procediera de muy lejos y desde esa misma, enorme distancia contempló
a
Crixus, sombrío, tan triste como siempre, de pie en el reborde del muro junto a
él.
Entonces supo con serena lucidez que ya había sucedido lo irrevocable, que se
había
producido la división del ejército y la suerte de la revolución estaba echada; pues
por prodigioso que sea el don del conocimiento, tiene poco poder real sobre los
hechos.
Desde la enorme distancia vio alzar la mano al sombrío personaje, hasta hacer
callar a la multitud. ¿Realmente estaba sucediendo aquello? Tenía la impresión
de
estar reviviendo una escena del pasado, una escena tan familiar que resultaba
inevi-
table. ¡Con qué sencillez y franqueza hablaba el hombre sombrío a la multitud!
-El emperador desea que se cumpla vuestro deseo.
Júbilo, entusiasmo general. ¿No era todo mucho más simple y claro en la ruta
di-
recta? Ellos lo deseaban, y su deseo se cumpliría. ¿Acaso actuaban en contra de
sus
propios intereses, sepultando a la revolución bajo aquella enorme dicha? Lo
hacían,
194 195
pero, ¿de qué servía saberlo? La lucidez asistía impotente a los hechos, y el sabor de
la sabiduría era rancio y agrio cuando la savia negra del entusiasmo corría por las
venas del monstruo de mil cabezas.
No, uno no podía guiarlo desde fuera ni desde arriba, ni con el orgullo del clari-
vidente solitario, ni con la astucia de los desvíos, ni con la cruel bondad del profeta.
El siglo de revoluciones truncadas se había completado. Ya vendrían otros, recibi-
rían la palabra y la pasarían en la enorme y furiosa carrera de relevos. A través de
los años, entre las sangrientas punzadas de dolor de la revolución, nacería un tirano
una y otra vez, hasta que por fin la clamorosa masa humana comenzara a pensar con
sus mil cabezas, hasta que el conocimiento no debiera ser impuesto desde fuera,
sino que naciera en fatigoso tormento de su propio cuerpo, ganando desde dentro el
poder sobre los hechos.
196
12
La reunión de los capitanes acabó pronto. Estaban muy cansados, sobre todo de
palabras. Todo el mundo se alegraba de que la separación se produjera con
tranqui-
lidad. Mientras discutían los detalles de la partida de la Ciudad del Sol, todo el
mundo intentaba adoptar un tono sencillo y amistoso, preocupándose hasta por
el más mínimo detalle, como la construcción de una nueva barraca o el cambio
de
guardia. Evitaban alzar la voz, y siempre que era posible, intercambiar miradas.
Las
palabras de Espartaco también fueron claras y sencillas, como en los viejos
tiempos.
Dijo que la gente había anunciado su deseo y que, por consiguiente, los
dirigentes
habían sido relegados de sus responsabilidades. Anunció que los celtas y
germanos,
unos treinta mil hombres, habían elegido a Crixus como jefe, y que éste los
conduci-
ría a Galia a través de los Alpes y del río Po. Él, el propio Espartaco, pensaba
per-
manecer en el campamento unos días más con los tracios, los lucanos y todos los
hombres leales a él, hasta tanto recibieran información fiable de los aliados.
Anadió
que entonces se reservaba el derecho a actuar de acuerdo con la naturaleza de esa
información.
La partida de los celtas y germanos se desarrolló con tranquilidad y sin inciden-
tes. Los hombres que se marchaban estaban de excelente humor, y propusieron
vi-
vas a Crixus y al propio Espartaco. Los dos jefes se despidieron con un abrazo
junto
a la puerta norte. Entonces Espartaco dijo en voz baja:
-¿No habría sido mejor que uno de los dos matara al otro, Mirmillo?
Crixus lo miró con petulancia y dijo:
-No habría habido ninguna diferencia.
Luego se marcharon arremolinando el polvo y desaparecieron al norte del
cami-
no. Eran treinta mil hombres, cinco mil mujeres y ninos, de modo que la partida
se prolongó varias horas. Los que se quedaban permanecieron en silencio hasta
que se
hubo asentado la última nube de polvo, y entonces los embargó una enorme
triste-
za. Después continuaron con su trabajo. La tercera parte de la ciudad estaba
desier-
ta, y a las dos terceras partes restantes sólo les quedaban unos días.
El período estipulado por Espartaco pasó antes de lo esperado. Un día después
de la partida de los celtas, los notables del consejo de Turio decidieron hablar
claro.
En Roma, Lucio Gelio y Gneius Lentulo, miembros de la reaccionaria facción
aristócrata, habían sido elegidos cónsules por aquel año, el número 683 desde la
fundación de la ciudad. Ambos cónsules estaban firmemente decididos a poner
fin
al problema de los esclavos en el sur de Italia y el Senado se había apresurado a
concederles atribuciones extraordinarias. Los recientes y muy favorables
informes
de los frentes asiático y español resultaban ventajosos: tanto los nuevos soldados
re-
clutados como los flamantes mercenarios podrían ser usados en la campaña
contra
197
-i
los esclavos. Dos ejércitos entrenados, integrados por un total de doce legiones
completas, ya habían salido de Roma. Los dos nuevos cónsules tomaron el mando
en persona, algo que sólo había sucedido en contadas situaciones de emergencia en
toda la historia de la República.
Estas noticias, sumadas a la de la destrucción de la flota de emigrantes, habían
contribuido a afianzar la seguridad de los consejeros de Tuno que ya no vacilaron
en hacer saber al príncipe tracio, con suma cortesía, que el consejo lamentaba no
poder garantizar el suministro de pan y trigo al ejército de esclavos. Adujeron que
en los últimos meses la situación mundial había cambiado por completo, Roma ha-
bía recuperado su tradicional aunque inmerecida suerte en las batallas, y Tuno se
veía forzada a tener en cuenta las nuevas circunstancias, ya que sus propios almace-
nes estaban completamente vacíos.
Casualmente, esto era cierto, ya que el trigo que recibía Turio procedía de Sicilia
y el comercio procedente de allí sufría las consecuencias de los cambios políticos.
Hasta el momento, el gobernador romano de Sicilia, un astuto notable llamado Ve-
rres, convencido de las posibilidades de éxito de la revolución en Roma, había esta-
do proporcionando trigo a crédito a los romanos, sabiendo que éstos lo llevarían a
Tuno y de ahí iría a parar a manos de Espartaco. Sin embargo, el señor Verres -in-
mortalizado por Cicerón como un insigne bribón, asesino y paradigma de la mal-
dad-, en cuyas manos estaba el destino de la Ciudad del Sol, se había convertido
súbitamente en un adepto al Senado. Como consecuencia, los graneros de Turio es-
taban tan vacíos como los de la Ciudad del Sol y el anciano y digno consejero de
ojos saltones, a quien habían vuelto a enviar al frente, dio fe de ello. Luego preguntó
por Enomao, cuya presencia echaba en falta, y a quien describió como un hombre
educado, mientras miraba a Fulvio con sus ojos llenos de venillas rojas. Tras superar
un nuevo acceso de tos, Fulvio murmuró una evasiva. Entonces el anciano consejero
le rogó que presentara sus respetos al príncipe tracio, agradeció su asistencia y se
marchó con pasos algo vacilantes.
Al día siguiente, llegó por fin el rezagado mensajero del ejército español de emi-
grantes. En primer lugar, entregó una carta del jefe de los emigrantes, Sertorio, en la
cual aceptaba las condiciones para una alianza contra Roma; pero en segundo lugar,
comunicó la noticia de la muerte de Sertorio, acaecida la noche después de que éste
escribiera la carta. Desde el comienzo, la discordia había reinado en el campamento
de refugiados. Se habían escindido en grupos, constituyéndose en una copia fiel del
Senado romano, sin olvidar ni aprender nada. Un tiempo antes, un oscuro individuo
llamado Perpena había aparecido entre ellos, criticando la forma moderada en que
Sertorio conducía la guerra, pues ninguna de las medidas del general satisfacía su
fervor revolucionario. Por fin su voz había sembrado la semilla de la desconfianza.
Decía que el jefe se pasaba la vida en banquetes y que dilapidaba tiempo y dinero
por igual. Curiosamente, el propio Perpena disfrutaba de amplios medios econó-
micos de origen desconocido, que derrochaba generosamente en su búsqueda de
adeptos. Cuando por fin Sertorio lo acusó personalmente de ser un provocador pa-
gado por el Senado romano, Perpena y sus amigos decidieron actuar. Organizaron un
banquete en honor al general, y cuando los invitados estaban mareados por el
vino,
iniciaron una disputa planeada de antemano. Sertorio se recostó en su sofá,
disgus-
tado, y cerró los ojos. Ya no los abriría jamás, pues más de cien dagas laceraron
su
carne, mientras Marco Antonio, su vecino en la mesa, le sostenía los brazos y las
piernas. Ahora la caída del ejército de los emigrantes y el triunfo de Pompeyo
eran
inminentes.
La oposición demócrata a Roma había sido vencida por la incapacidad de sus
dingentes, y los refugiados se habían destruido entre si con sus disputas internas.
Una vez más, como tantas otras en el pasado, el decrépito régimen, que había so-
brevivido más allá de su tiempo, no debía su triunfo a su propia fuerza, sino a la
de-
biidad de su adversario. ¿Y cuántas veces más en el curso de los siglos se
repetiría
aquella penosa situación?
Fue Fulvio, el cronista y abogado, quien planteó esta última pregunta, aunque
más para si que para Espartaco, que, sentado frente a él en la tienda de la enseña
púrpura, no parecía impresionado por aquellas noticias devastadoras. Incluso
lucía
su amable sonrisa, como en los primeros días de la horda, aunque tal vez aquella
hilaridad procediera de fuentes más lejanas, como esos arroyuelos asombrosa-
mente claros que brotaban de la presión y el sudor de la piedra en las montañas.
Esta vez la conversación se desarrollaba a la luz del sol, que resplandecía fuera
de la
tienda. Fulvio se sentía acongojado, su tos seca lo irritaba tanto como el
reumatis-
mo que había pillado aquella lluviosa noche ante la ciudad de Capua. Volvió a
pre-
guntarse cuántas veces más se repetiría aquella penosa situación a lo largo de los
siglos.
Pero el hombre de la piel seguía sentado ante él, con las piernas abiertas, como
los leñadores de las montañas y sonreía. ¿Qué razón había para sonreír, cuando
todo había acabado y los fantasmas del pasado celebraban su regreso al alma de
los
débiles y desesperados?
-¿Y qué piensas hacer ahora? -le preguntó al emperador en tono seco y hostil.
Entonces el emperador sonrió con expresión amistosa, distraída, aliviada.
-Volveremos a casa -dijo con el tono ligeramente perplejo con que uno comu-
nica aquello que ha sabido y decidido tiempo atrás.
Una furiosa actividad volvió a apoderarse de la ciudad de los esclavos. Fue
como
si después de una larga y mortecina calma, una brisa empujara la vela de un
barco,
haciendo crujir los mástiles y surcando una vez más la espuma con la quilla.
Rebo-
santes de alegría y entusiasmo, habían arrastrado los maderos desde las
montañas,
habían construido cobertizos y barracas, habían fundado una ciudad; y ahora,
con
el mismo entusiasmo, atacaban los edificios con hachas y sierras, derribaban los
muros
que habían erigido con tanto afán, devastaban su propio hogar. Las calles rectas
y
uniformes se cubrieron de escombros y basura, mientras los hombres cargaban
to-
dos los objetos aprovechables en carros, vaciaban los graneros y arrancaban los
postes de las tiendas del resistente suelo. El barrio celta, que llevaba varios días
de-
sierto, había dejado de ser un recuerdo doloroso para convertirse en un
instructivo
198 199
ejemplo. Destruyeron la ciudad con el mismo alboroto de martillos, con la misma
energía jubilosa con que la habían construido.
Espartaco se paseó por el campamento, contempló las ruinas, rió, alentó a los
tracios en su alegre tarea e incluso contribuyó personalmente en la destrucción de
los comedores colectivos. Otra vez lo amaban entrañablemente. Volvía a ser el ri-
sueño camarada, el compañero de los viejos tiempos, el elegido hombre de la piel.
El brillo hostil de sus ojos había desaparecido, por las noches bebía alegremente de
la cuerna de vino y volvía a dormir con su mujer, la delgada joven morena a quien
tenía abandonada desde hacia tiempo. Se había liberado de un duro peso; ya no ne-
cesitaba guiar a los ciegos, ni tomar oscuros desvíos. Incluso el recuerdo del joven
Enomao, víctima de su timida rectitud, se había desvanecido, y el alma del empera-
dor estaba llena de un dulce y dichoso vacío.
Todo el mundo esperaba con impaciencia el viaje a casa. En las montañas reina-
ría el verdadero Estado del Sol. En las montañas había sitio para los lucanos, para
los negros, para todo el que quisiera unirse a ellos. Aquella ciudad, con sus rectas
calles entrecruzadas y sus leyes severas e inflexibles, había sido pálida y débil. Los
aliados no habían llegado, los hermanos italianos no habían respondido a su llama-
da, la era de Saturno no había despuntado. Tal vez aquella época fuera demasiado
vieja o demasiado joven, sus frutos demasiado maduros o demasiado verdes... ¿A
quién le importaba, y quién quería llenarse la cabeza con eso?
Estaban muy contentos. La víspera de la partida, en el campamento reinaba el
mismo humor festivo del día en que habían llegado. Los talleres, los graneros, los
comedores ardían en colosales y resplandecientes llamas en la llanura, como antor-
chas de despedida.
La víspera de la partida, el hombre de la cabeza ovalada estaba sentado en un
rincón de la tienda, leyendo una página de pergamino que sostenía sobre la rodilla,
bajo una lámpara de aceite. Sus labios se movían con fervor, mientras murmuraba
algunos pasajes en un furioso cántico acompañado de frenéticos movimientos de
torso y otros con sacudidas de cabeza y palmas reprobadoramente vueltas hacia
arriba. Leía con el cuerpo entero. Así lo encontró Hermios, el pastor, cuando acu-
dió a hacerle una visita.
-¿Qué diablos haces? -le preguntó atónito.
-Estoy discutiendo con Dios -respondió el anciano.
-¿Pero eso está permitido?
-Depende -dijo el anciano-. Mi Dios exige que discutamos con él, lo necesi-
ta. De lo contrario se siente incómodo consigo mismo y con la humanidad. Por tan-
to, nos provoca con todo tipo de picardías.
-¿Qué picardías? -preguntó Hermios con interés.
El pastor había ido allí en busca de consuelo, pues le entristecía mucho tener
que dejar la Ciudad del Sol. Sin embargo, ahora había olvidado su pesar y quería sa-
ber con qué tipo de picardías provocaba a los mortales el Dios polemista del hombre
de la cabeza ovalada.
-Está escrito -comenzó el anciano- que en una ocasión, muchos hombres lle-
garon aescie el este hasta un valle entre dos ríos y se quedaron allí con la
intención
de construir una ciudad.
-¿Dónde estaba ese valle? -preguntó Hermios, que se había sentado en el sue-
lo y lo escuchaba respetuosamente.
-Bastante lejos de aquí -respondió el anciano-, entre el mar y las altas monta-
ñas; pero no debes sorprenderte, porque hay valles por todas partes, entre el mar
y
las montañas. Sin embargo, la gente se decía: construyamos una ciudad distinta a
cualquiera que haya existido, para no andar miserablemente diseminados por el
mundo. Entonces derribaron árboles, y los hicieron arrastrar al valle por los
búfalos,
usaron piedras como ladrillos y barro como argamasa, y su ciudad creció. Pero la
gente no estaba satisfecha y decía: construyamos una torre distinta a cualquiera
que
haya existido, para que todos podamos contemplarla en lugar de andar
miserable-
mente diseminados por el mundo.
-¿Una torre? -preguntó Hermios, decepcionado-. Yo no sé nada de una
torre.
-Eso tampoco debería sorprenderte -dijo el anciano-, pues los mortales cons-
truimos muchas clases de torres, unas de ladrillo y otras no. Pero arriba de todo
está
sentado Dios, y ve elevarse esas torres hasta su propio reino celestial, que él
desea
mantener apartado del hombre, igual que cierto árbol en cierto jardín. Sin
embargo,
los humanos construyen sus torres para demostrar su superioridad frente a las
de-
más criaturas vivientes, en honor a su creador, y también para molestarlo. Y
Dios
los mira construir, furioso y halagado a la vez, y se pregunta con qué clase de
picar-
día provocarlos. Entonces repara en que todos hablan la misma lengua y se
entien-
den entre si, como es natural entre criaturas con el mismo propósito y de la
misma
condición, y se pregunta: «¿Adónde los conducirá todo esto? Estos hombres se
en-
tienden entre si demasiado bien y construyen su torre demasiado alta. Si esto es
sólo
el principio... ¿cuál será el fin? Tal vez logren alcanzar su objetivo y
permanezcan en
paz, lo que violaría groseramente las leyes de mi juego con los humanos. De
modo
que bajaré entre ellos para provocarlos con una picardía, confundiré su lengua
para que sólo puedan pronunciar tartamudeos, balbuceos furiosos o gritos y no
pue-
dan entenderse unos a otros. Así abandonarán la torre y vivirán diseminados por
to-
do el mundo».
-Es un relato horrible -dijo Hermios mostrando sus dientes amarillos con una
sonrisa.
-Todos los relatos son horribles -asintió el hombre de la cabeza ovalada con
aire ausente-. Los relatos comienzan, pero nunca terminan. Hay uno sobre una
manzana que sólo se comió a medias, otro sobre una escalera a lo alto de la cual
sólo un hombre estuvo a punto de llegar, pero se dislocó el hueso de la cadera y
co-
jeó toda su vida; también está el de la torre construida sólo a medias, erosionada
por
el viento y la lluvia.
Hermios seguía sentado y triste.
-¿Por eso estabas discutiendo con Dios cuando he llegado? -le preguntó al an-
¡ciano después de un momento.
200 201
-Lo has adivinado -respondió el anciano-. ¿A quién más podría reprocharle
el fracaso de la hermosa torre? ¿Quizás a la lluvia, o a la noche, o al siroco que mece
una enseña púrpura a un lado y otro del mástil?
El campamento estaba del mismo humor festivo del primer día. Los talleres, los
graneros y los comedores ardían en colosales, resplandecientes llamaradas, como
antorchas de despedida. Hasta el propio Consejo de Turio contribuyó amablemente
con la celebración, enviándoles veinte barriles de añejo falerno como regalo de des-
pedida. De modo que varios centenares de hombres acudieron a la magnánima ciu-
dad a media noche en una visita de agradecimiento. Sin excesivo sigilo saquearon,
robaron y violaron con moderación. Los ciudadanos de Timo debían estar agradeci-
dos de haber salido tan bien librados. Espartaco fingió no saber, ver ni oir nada.
A la mañana siguiente partieron.
Aún eran cuarenta mil. Treinta mil se habían marchado con Crixus y el resto se
diseminaría por el mundo.
Tras ellos aún brillaban las brasas de la Ciudad del Sol.
13
El deseo de permanecer
La mañana después de la partida del ejército de esclavos, Hegio, un ciudadano
de Tuno, salió a la azotea de su casa. La resplandeciente corona del disco solar
aca-
baba de elevarse sobre el mar y las aguas continuaban exhalando los aromas
frescos
y cristalinos de algas y estrellas. Sin embargo, sería un día caluroso, un día como
otro cualquiera.
Los gallos comenzaban a entonar sus discordantes cantos y la gran ciudad de
blancas columnas despertaba de su serena quietud matinal. Los primeros
pastores
conducían a sus cabras a través de las sinuosas callejuelas, entre los muros de
piedra,
mientras tocaban sus agudas flautas. A lo lejos, los blancos rebaños de búfalos
pas-
taban en los campos al pie de la montaña, y olfateaban, con las cabezas tiesas y
er-
guidas, el olor a quemado procedente de la desierta ciudad de los esclavos.
Desde la
azotea de Hegio se divisaba toda la zona amurallada, las rectas calles muertas y
los
restos humeantes de los talleres y comedores de la ciudad que había albergado a
cien mil habitantes. «Pronto las murallas comenzarán a desmoronarse, poco a
poco
las cubrirá el polvo seco y caliente. Entonces los hijos de los ciudadanos de
Turio se
acercarán a aquel reducto encantado con corazones palpitantes, cruzarán desver-
gonzadamente sus murallas y jugarán a ladrones y soldados en las calles
desiertas.
El polvo se asentará sobre las ruinas, la lluvia lo regará, convirtiándolo en
arcilla, y
los hombres del futuro labrarán la tierra con arados y búfalos, igual que lo hacen
ahora sobre el suelo que sepulta a Sibaris. Y tal vez algún día, hombres eruditos
e
historiadores recordarán la leyenda de la extraña Ciudad del Sol, cuyos
cimientos
reposan sobre las más antiguas leyendas, cavarán un túnel en el reino del pasado
y
encontrarán una cadena rota, la insignia del ejército de esclavos, o el plato de
barro
de mi sirviente Publibor».
Hegio esbozó una sonrisa propia de un niño o un anciano, suspiró y echó un
último vistazo a la ciudad muerta. Tenía hambre y lo acosaba un sentimiento de
cul-
pabilidad por no haber cumplido con su deber conyugal desde la noche anterior a
la
llegada del príncipe tracio. Por fin se decidió a bajar la escaleras de hierro,
despertar
a la matrona y exigir su desayuno, pero de repente su vista se detuvo sobre un
joven
inmóvil y de aspecto desdichado, que lo miraba desde la sombra todavía pálida
del
muro de enfrente: era Publibor, su esclavo. Hegio se sintió complacido más que
asombrado, aunque también algo inquieto por la reacción que tendría la matrona
al
enterarse del regreso del esclavo. Como buena romana se tomaba las cosas muy
en
serio y no tenía el menor sentido del humor. Sería mejor que hablara con ella a
so-
las, durante el desayuno.
Le hizo señas al muchacho de que aguardara fuera con el aire furtivo de un
conspirador. El joven no respondió, se limitó a asentir tímidamente con la
cabeza y
permaneció inmóvil a la sombra del muro.
202 203
Aún seguía allí cuando Hegio salió media hora después y le pidió alegremente
que lo acompañara en su acostumbrado paseo matinal al río Crathis. Luego soltó al
perro de su correa, y el animal saltó y ladró alrededor del joven, que parecía igual-
mente feliz de verlo y le acarició la cabeza con expresión grave. Hegio les dedicó
una mirada divertida, resignada y ligeramente disgustada:
-¿Y bien? -le dijo al esclavo-, ¿sigues deseando mi muerte? -El joven le de-
volvió la mirada con seriedad, meditó y negó con la cabeza muy despacio-. Veo
que no has aprendido nada -dijo Hegio-. Hubiera sido más conveniente que dije-
ras que sí.
Casi parecía enfadado porque Publibor hubiera dejado de desearle la muerte. Se
alejaron de la ciudad en silencio, Hegio al frente, el esclavo unos pasos atrás y el pe-
rro corriendo de un sitio a otro.
-Por cierto -dijo Hegio después de un momento y giró la cabeza sin reducir la
marcha-, la matrona insiste en castigarte antes de perdonarte. Supongo que el pro-
cedimiento será más simbólico que doloroso. Como comprenderás, tiene derecho a
hacerlo.
Publibor no respondió ni tampoco redujo la marcha. Mantuvo la mirada fija en
los guijarros del camino, mientras un suave rubor encendía sus mejillas. Continua-
ron andando en silencio.
Cuando llegaron junto al río Crathis, Hegio se tendió sobre la hierba y comenzó
a hablar otra vez:
-Tal vez haya cometido una injusticia contigo. Yo también habría actuado de
forma más conveniente si te hubiera concedido la libertad ahora que vuelves decep-
cionado porque han traicionado tus esperanzas. En realidad habría sido una solu-
ción maravillosa, un gesto filosófico de moral piadosa. Ah, bueno, uno siempre es-
pera que los demás actúen de la forma más conveniente.
Contemplaron en silencio a las cabras pastando junto a las murallas de la ciudad
desierta y oyeron el distante tintineo de sus esquilas. Las siluetas de las montañas,
imponentes y ligeramente serradas, cercaban el horizonte.
-En lo que respecta a tu regreso -continuó Hegio-, comprendo bien tus razo-
nes. Yo también albergo en mi interior esas dos energías opuestas: el deseo de per-
manecer y el deseo de partir. También podríamos llamarlos el deseo de destruir y el
deseo de preservar. Tanto si miras fuera como dentro de ti, encontrarás únicamente
esos dos deseos, y su lucha es eterna, pues cada victoria de uno sobre otro no es mas
que una falsa conquista temporaria, así como el cambio de la vida a la muerte encie-
rra un círculo vicioso y sólo es definitivo en apariencia. Aquel que se marcha perma-
nece atado a sus recuerdos, mientras que aquel que se queda se abandona a dolo-
rosas añoranzas, y a través de los años innumerables hombres y mujeres se han
arrastrado lamentándose sobre ruinas.
-Decían que la época no estaba madura -respondió el joven sin quitar los ojos
de las murallas de la ciudad desierta-, que era demasiado pronto o demasiado
tarde.
-Eso también es verdad -dijo Hegio con su sonrisa de niño y de viejo-. Para
vuestra desgracia, habéis nacido en un mundo que no puede vivir ni morir. Desde
hace mucho tiempo, todo lo que ha brotado de este mundo ha sido inútil y yermo;
pero las fuerzas de la perseverancia son tenaces. Si le preguntas a la matrona, verás
qué ideas tan poco halagadoras tiene de mi fuerza y poder. Ella también me consi-
dera demasiado viejo para producir y demasiado joven para morir, de modo que, mi
pobre Publibor, aún tendrás que soportarme un tiempo... Aunque ya no pareces de-
sear mi muerte.
La mano de Hegio, que había estado apoyada en actitud reconfortante sobre el
hombro del joven, comenzó a deslizarse por su cuerpo, mientras su mirada risueña,
resignada y ligeramente disgustada no se apartaba de la del esclavo. Publibor, asom-
brado y apático, se prestó al juego.
-Ya ves -murmuró Hegio tras una pausa-, ésta es otra solución y una forma
de disfrutar el uno del otro. Si quieres, puedes considerarlo como un símbolo, pues
teniendo en cuenta lo que ambos somos y representamos, es lo mejor que podemos
hacer.
204 205
LIBRO CUARTO
LA DECADENCIA
INTERLUDIO
Los delfines
209
con el servicio militar que exige el Estado. Si el Senado logra sofocar la rebelión,
será sólo gracias a que el enemigo les hizo el favor de pelearse entre sí en el momen-
to oportuno, un fenómeno aparentemente habitual en todas las revoluciones, que en
él parecen encontrar un infalible antídoto. Pero ésa no es una razón para que te ha-
gas ilusiones sobre el futuro.
El escriba Apromus se pregunta qué le ha ocurrido al empresario y a su encanta-
dor ingenio, ¿por qué se muestra tan malicioso de repente? Pero no está dispuesto a
permitir que nadie empañe su dicha y atribuye el pesimismo del empresario a sus es-
fuerzos evacuativos, sin duda infructuosos. Por consiguiente, señala con tono conci-
liador que los dos cónsules que dirigen personalmente la campaña demostrarán que
aún quedan hombres en Roma, restituyendo la confianza del pueblo.
Pero el empresario Rufo se limita a responder con una piadosa sonrisa, mientras
el contratista de juegos mira fijamente al vacío con expresión lúgubre. Hasta hace
poco tiempo, ambos contaban con la victoria de los aliados de Espartaco, los emi-
grantes de España, y habían especulado con la correspondiente baja en el precio del
trigo, de modo que la actitud triunfalista del respetable escriba con su filosofía di-
gestiva los está poniendo más nerviosos que nunca.
-¿Hombres? ¿En Roma? -dice Rufo.
Y luego, para molestar al enjuto escriba añade con tono belicoso que tal vez Es-
partaco sea un hombre, pero que los señores de Roma gobiernan su imperio hereda-
do al estilo del legendario jinete, que, cuando alguien le preguntó por qué estaba tan
descontrolado respondió: «No me lo preguntéis a mí, sino al caballo». Pues desde el
momento en que el famoso ejército había sido reemplazado por fuerzas mercena-
rias, el verdadero poder había pasado de las manos del Estado a las de los generales.
Era inminente una nueva dictadura militar, tal vez incluso la restauración de la mo-
narquía; y el cadáver viviente de la república exhalaría su último suspiro con volup-
tuoso alivio cuando un puño de acero le apretara el cuello... ¿Y luego qué?
-Mira a tu alrededor, mi estimado amigo -exclama el rollizo empresario con
tono profético desde su trono de delfines-. Abre los ojos y mira a tu alrededor. Las
bases de la economía y las posibilidades de prosperidad individual se debilitan y re-
ducen día a día, y ya ni siquiera se producen niños. El barrio de la Suburra está
lleno de encantadoras de niños, mujeres del pueblo que atraviesan al feto dentro del
útero con agujas de tejer, y las tarifas de las comadronas por aborto son el doble de
caras que por un parto. La raza de la loba agoniza, amigo mio, y podría sucederle la
de los chacales...
Rufo, lleno de amargo pesar, ha levantado la voz y varias personas lo miran des-
de los asientos cercanos. Quinto Apronius se incorpora y se apresura a marcharse.
No quiere que le estropeen su buen humor, y en tiempos como estos no es aconseja-
ble ser visto en compañía de gente con ideas abiertamente sediciosas.
De camino a casa por el barrio de Oscia, recuerda una vez más las palabras del
empresario. ¿No había manifestado su simpatía hacia los enemigos de la República,
no había proclamado que el fugitivo gladiador y revolucionario era el único hombre
de Roma? Apronius se pregunta si no será su deber, como futuro presidente de una
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cofradía, mencionar el asunto al juez del Mercado. Es hora de poner fin a las intri-
gas de individuos con dudosos antecedentes, que incitan a los ciudadanos honestos
a enfrentarse con la autoridad, sin siquiera ofrecerles a cambio una entrada gratuita;
es hora de restablecer la ley y el orden.
211
s
1
En aquella época Marco Catón teñía veintitrés años. En su niñez había crecido
demasiado aprisa, y ahora su cuerpo larguirucho parecía incapaz de amoldarse a las
proporciones de un hombre maduro. Nunca se lo veía sin un libro o un manuscrito
bajo el brazo y sus labios se movían de forma constante, incluso cuando estaba solo.
Se había presentado voluntario a la campaña del cónsul Gelio, los soldados se reían
de él y temían las monótonas conferencias que les obligaba a escuchar. Sabían que,
al igual que el rey Rómulo, no usaba ropa interior, no se acostaba con mujeres ni
con hombres e intentaba imitar la vida puritana de su tatarabuelo el viejo Catón. Se
burlaban de él, pero en el fondo de sus corazones, aquel joven fanático los inquieta-
ba. Una vez un gracioso lo había llamado «Catón el Joven» con burlona devoción, y
el apodo le había quedado para siempre.
El hermano mayor de Catón, el capitán Cepión, también participaba en la cam-
paña y era la mano derecha del cónsul. Cepión, un hombre viril y guapo, mimado
por las damas romanas, se sentía defraudado por su patético hermano. Pensaba que
Catón debería haber sido capitán mucho tiempo antes, ocupando el lugar que le co-
rrespondia como digno descendiente de una antigua familia aristócrata; pero el jo-
ven, que insistía en emplear su tiempo como un ciudadano vulgar, había declinado
un ascenso en la legión de su mundano hermano, a quien evitaba y trataba con
desdén.
-Se comporta como un tonto -le dijo Cepión con desesperación al cónsul
Gelio.
El cónsul sonrió, pues el joven puritano era digno de interés.
-Tu hermano es un joven notable -dijo-. Es probable que funde otra secta es-
toica, cometa un asesinato politico o realice algún otro hecho absurdo y fervoroso,
que, según las circunstancias, será considerado como una travesura de colegial o
como un acto heroico.
-Tal vez aún esté a tiempo de cambiar -dijo Cepión.
-Él no, te lo aseguro -respondió el cónsul-, conozco a los de su clase. Seguirá
siendo un adolescente toda su vida. El joven Graco estaba cortado por el mismo pa-
trón. La evolución humana parece atravesar períodos en que los actos históricos se
reservan a la tipología de adolescentes eternos. No es culpa suya, sino de la historia,
y mucho me temo, amigo, que volvemos a vivir en uno de esos períodos inmaduros,
precipitados.
El cónsul Lucio Gelio Publicola sentía debilidad por las reflexiones filosóficas.
Le gustaba citar a su amigo, el escritor Varrón, que sostenía que no había nada
como una auténtica disputa filosófica y que una contienda estoica superaba al mejor
combate en la arena. Unos años atrás, Gelio, por entonces gobernador de Grecia,
había representado una farsa que había impresionado a toda Roma, y a él mismo
213
más que a nadie. Había convocado a Atenas a los representantes de tendencias filo-
sóficas opuestas, los había encerrado en una sala y les había exigido que llegaran a
una definición unánime de la «verdad». Él mismo se atribuyó el papel de modera-
dor del debate y advirtió que no dejaría salir a nadie hasta que llegaran a una con-
clusión. Sin embargo, el acto tuvo consecuencias desastrosas, la guardia armada del
gobernador tuvo que intervenir por la fuerza y Gelio se vio obligado a abrir las
puertas antes de que se descubriera el sentido de la «verdad», para evitar un derra-
mamiento de sangre. A pesar de todo, Gelio consideraba el incidente como un
triunfo pedagógico, pues los filósofos de Atenas demostraron una unanimidad mau-
dita en la historia enviando una petición conjunta al Senado de Roma exigiendo su
destitución. Ático, que entonces se encontraba en Atenas, envió un informe cabal
del incidente a Cicerón, y Gelio ganó una popularidad que resultaría decisiva en su
elección como cónsul.
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tintos a la vez y los derribarían. Luego, en cuanto hubieran acabado con ellos, conti-
nuarían el camino hacia el norte, rumbo a su tierra natal.
La marcha hacia el norte, hacia la tierra natal. ¿Cuál era el destino final? Crixus
no hacía preguntas. Hacia el norte estaba el río Po, tras él la Galia cisalpina, Liguria,
el país de Lepontia y más allá las montañas. Aquellas montañas eran muy altas, las
avalanchas se precipitaban sobre ellas y la templada nieve de verano las cubría,
mientras dioses y demonios corrían carreras a su alrededor, montados en ráfagas de
viento. Las cumbres eran zonas silenciosas, pero más allá de todo eso, más allá del
umbral del cielo, comenzaba el reino del recuerdo. Pero, ¿era un recuerdo real o la
simple añoranza por una leyenda soñada? Crixus no hacia preguntas. Procesiones
de druidas y sacerdotisas descalzas, vestidas con largas túnicas blancas, marchaban
en silencio por las calles de Galia y Bretaña. En su cuádriga plateada, rodeada de un
resplandeciente séquito -cazadores con tríos de perros, grupos de poetas errantes-,
el rey del año cabalgaba por sus dominios, obsequiando oro a su paso. Los caballe-
ros con collares de plata e impresionantes bigotes celebraban banquetes en largas me-
sas, y entre plato y plato, empuñando espadas y escudos con mortal seriedad, se dis-
putaban el lomo, la porción más grande del cerdo, premio al más valiente. Y cuando
por fin la copa del caballero se vaciaba y no quedaban monedas en su bolsa, ofrecía su
vida a cambio de cinco barriles de vino, invitaba a beber a sus amigos y se tendía so-
bre el escudo a esperar plácidamente su propia muerte en manos de su acreedor.
¿Realmente existía aquella tierra al otro lado del Po, al otro lado del umbral ne-
vado del cielo? Crixus no hacía preguntas. Se dirigían hacia el norte, hacia el nebu-
loso reino del pasado. Volvían a casa y dejaban atrás el Vesubio, el Estado del Sol,
el desventurado y truncado futuro. Frente a ellos estaba el pasado, su tierra natal, la
bruma primigenia que los había concebido. ¿Podían tener alguna duda en el mo-
mento de elegir? No se hacían preguntas. Seguían el norte que los convocaba de
nuevo a sus orígenes para completar la oscura rotación.
Hacia la mañana, poco después del primer ataque de los romanos, Crixus volvió
a soñar con Alejandría. Se había quedado dormido detrás de una sección endeble
de la barricada y soñaba con una mujer que cantaba mientras compartían el lecho;
nunca había conocido una criatura semejante. Escuchó con atención para ver si el
canto era suave o furioso y recordó que ya había tenido ese sueño antes, en el Vesu-
bio, en la tienda del pretor Clodio Glaber. Poco después se despertó, pero en sus
ojos tristes ya no quedaban vestigios del sueño. Pateó la sección defectuosa de la ba-
rricada, esperó a que la repararan y continuó con su ronda, cubierto con su armadu-
ra de hierro, melancólico y silencioso.
Los romanos atacaron poco después del amanecer. No era tarea fácil correr coli-
na arriba para atacar una fortificación, encontrarse con una lluvia de flechas y jaba-
linas y con el funesto silencio que acechaba tras las barricadas. El ataque se llevó a
cabo con corrección: las dos legiones atacantes perdieron a la mitad de sus hombres,
esperaron que la trompeta llamara a retirada y volvieron corriendo colina abajo en
el más absoluto orden.
Cepión y el cónsul Gelio observaban la batalla desde un monte cercano. Cepión
palideció al ver a los soldados precipitarse colina abajo, pensó en las teas
encendi-
das y se mordió los labios. El brazo del cónsul hizo un gesto semicircular que
envol-
vía la totalidad del campo de batalla y a todos los hombres que corrían, caían,
ha-
bían muerto o estaban heridos.
-Es la encarnación del absurdo -dijo-. Parece increíble que unos hombres
maduros puedan comportarse de este modo.
Cepión palideció aún más; estaba blanco de furia.
-Tu filosofía ya nos ha costado tres mil romanos -le dijo.
Las cejas del cónsul se arquearon en una expresión de sorpresa, pero su
respues-
ta fue ahogada por la segunda señal de ataque de la trompeta, que envió un
nuevo
torrente de carne viva colina arriba, bajo otra lluvia de flechas y jabalinas. Antes
de
que el cónsul pudiera pensar una respuesta, aquella lluvia había sumergido a las
filas
delanteras, que cubrían la cuesta en extrañas posiciones tortuosas, con los brazos
y
piernas dislocados como títeres rotos.
-¿Has dicho «filosofía»? -gritó el cónsul intentando hacerse oír por encima
del estruendo de la batalla.
Cepión había llegado al límite de su autocontrol. La furia contenida tensaba sus
nervios, tendones y músculos de tal modo que los dedos de sus pies se crispaban
en-
tre las tiras de sus sandalias y sus pantorrillas dentro de la armadura.
-¿Te encuentras mal? -le preguntó el cónsul.
-Permíteme dirigir el ataque personalmente -gritó el capitán, pero en medio
de la frase la trompeta calló y su voz sonó ridícula en el súbito silencio.
El segundo ataque había sido repelido. Una vez más, los hombres de Cepión
co-
rrieron colina abajo en correcto orden. Algunos incluso detuvieron la carrera
para
alzar a un compañero herido, pero al verse abandonados por los demás,
siguieron
corriendo antes de cargar tan pesado bulto sobre sus hombros. Los heridos, por
su
parte, intentaban aferrarse a las piernas de sus compañeros, haciendo caer a
muchos
de ellos. El viento había cambiado de dirección, de modo que ningún sonido,
ningún grito llegaba a la otra colina, y la desagradable escena se desarrollaba en
el
silencioso aire transparente.
-Es terrible, por cierto -dijo el cónsul, que también había empalidecido-. Sin
embargo, se trata de una cuestión puramente estética. Uno tiende a olvidar que
esta
gente habría muerto de todos modos en los próximos veinte años, quizá de
formas
mucho más crueles y sin semejante alivio emocional. La única diferencia es que
la
guerra concentra los procesos individuales de estas muertes en un espacio
determi-
nado y a una hora definida. Eso confiere a sus muertes una especie de sentido
co-
lectivo y al mismo tiempo, mediante la nauseabunda acumulación, nos muestra
su
absoluta irracionalidad. Pero no debemos dejarnos engañar: cualquier muerte
indi-
vidual es igual de irracional y desagradable. Esta drástica multiplicación no nos
re-
vela el absurdo de la guerra, sino el absurdo de la propia muerte.
-Señor -dijo Cepión incapaz de controlarse por más tiempo-, si hubieses se-
guido mi consejo, toda esta gente seguiría viva.
216
-Y en cambio los demás estarían muertos, ¿cuál es la diferencia? -preguntó el
cónsul.
Gelio se arrepintió de inmediato de sus palabras. Era evidente que había ido de-
masiado lejos y que aquella frase podía llevarlo ante el tribunal del Senado y costar-
le la cabeza. El capitán lo miró con incrédulo horror, dio media vuelta y se alejó sin
pronunciar otra palabra.
Gelio se encongió de hombros. Eso le pasaba por meterse en guerras, consula-
dos y honrosas cuestiones marciales, se dijo a sí mismo. Debería haberse quedado
con los filósofos, aunque éstos eran aún más tontos y su estupidez menos digna. El
cónsul arrugó la frente, intentando encontrar una respuesta a su problema: ¿Qué
hace un hombre sensato cuando se encuentra en un mundo absurdo? Pero no en-
contró la solución y miró con curiosidad hacia el campo de batalla.
Un grupo de cuervos había aprovechado la breve tregua en la batalla y cubría la
colina. Eficiente rapidez, pensó el cónsul, justo cuando la trompeta anunciaba otro
ataque. La nube de cuervos se elevó en el aire, cediendo el campo de batalla a los
atacantes. «Con cuánta precisión y astucia actúan los seres irracionales -pensó el
cónsul-, si ahora uno de esos pájaros se uniera a la marcha o uno de los soldados
levantara vuelo, parecería increíble, y sin embargo, no sería una conducta más in-
sensata que la actual.»
Pensó que Cepión no llegaría a tiempo, y se alegró de ello. «Los cadáveres de
amigos o conocidos son particularmente nauseabundos, le dan un aire teatral a la
relación que uno ha tenido con ellos. La muerte provoca actitudes imprudentes que
uno no debería permitirse nunca. Una persona educada no debería morir jamás. ¿Y
dónde están mis queridos ayudantes? Me dejan aquí, y libran su batalla sin el ge-
neral.»
«Al menos puedo observar la escena con tranquilidad -pensó el cónsul-. Des-
pués de todo, una batalla así es toda una experiencia.»
El tercer ataque comenzó igual que los anteriores. El cónsul estaba en tensión,
esperando la puntual lluvia de flechas y lanzas, y le pareció natural verla caer cuan-
do los atacantes habían subido la tercera parte de la cuesta, así como también le pa-
reció natural que las filas delanteras alzaran los brazos, se retorcieran de forma pin-
toresca y acabaran tendidas en extrañas posturas teatrales. Sólo le preocupaba el
persistente silencio del espectáculo. Decidió seguir el destino de un solo hombre y
fijó la vista en un joven de buen aspecto, que subía la cuesta con esfuerzo. Gelio in-
tentó prever los movimientos que haría cuando lo hirieran. Sin embargo, nadie lo
hirió, el cónsul se sintió decepcionado y lo perdió entre la multitud. Aquel joven ha-
bía esquivado una lanza que pasó rozándole la sien, se llamaba Octavio y más tarde
engendraría a un futuro emperador de Roma.
Esta vez la batalla cuerpo a cuerpo junto a las barricadas seguía un curso difícil.
La terrible barricada de madera, que los celtas habían construido contrariando to-
das las leyes de la guerra, demostró ser una barrera casi infranqueable. Al intentar
cruzaría, los atacantes se enganchaban las piernas entre las tablas o las ruedas de los
carros, y desde cada abertura surgían lanzas, hachas, martillos que laceraban, corta-
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ban, golpeaban la carne viva, rompiendo los dedos de uno, arrancando la pierna de
otro o cortándole la cabeza a un tercero. Aunque el cónsul no podía oírlo, los ata-
cantes gritaban a voz en cuello, algunos para alentar a los compañeros que apenas
podían ver y otros simplemente de furia y dolor. Sin embargo, los que aguardaban al
otro lado de las barricadas trabajaban en silencio y con eficiencia: sus lanzas, hachas
y martillos laceraban, cortaban, golpeaban o desgarraban la carne romana, mientras
ellos jadeaban como carmceros que desmembran un cerdo.
«Esto saldrá mal», tuvo apenas tiempo de pensar el cónsul antes de que el son
de retirada de la trompeta hiriera el aire. Los atacantes se apresuraron a alejarse de
la barricada, y el cónsul tuvo la impresión de que todo aquello no era más que un
juego estudiado, pueril y cruel. Sin embargo, lo que siguió tuvo el efecto de una im-
predecible improvisación.
En cuanto los atacantes comenzaban a alejarse de la barricada, en lugar de la
acostumbrada lluvia de flechas y piedras, los siguieron los propios autores de esa llu-
ya, saliendo de sus escondites aparentemente maccesibles. La escena fue tan sor-
prendente, que hizo proferir un grito de júbilo al propio cónsul, arrobado por el es-
pectáculo, como suele sueceder cuando un juego toma un curso inesperadamente
emocionante. El rugido de los celtas llegó desde la otra colina en un eco tan pode-
roso que superó la distancia y despertó bruscamente al cónsul de su ensoñación.
«Esto saldrá muy mal», pensó mientras el enemigo comenzaba a masacrar a los ro-
manos. Era evidente que sus hombres habían perdido la cabeza; atrás quedaban los
principios de honorabilidad de la guerra y las armas que arrojaban en su huida,
mientras tropezaban con vivos y muertos por igual. Se arrodillaban con los escudos
sobre la cabeza, descendían la cuesta haciendo extrañas piruetas, caían pesadamente
en abigarradas volteretas. Los perseguidores estaban arriba, abajo, en todas partes a
la vez, y sus lanzas, hachas y martillos laceraban, cortaban, golpeaban mientras ellos
jadeaban de satisfacción. El cónsul vomitó.
El pánico se apoderó de las reservas formadas al pie de la colina al ver la loca
carrera que se precipitaba hacia ellos. Primero se limitaron a observar boquiabiertos
la inminente avalancha, luego unos pocos hombres resueltos dieron media vuelta y
el resto los siguió, aliviados de que alguien tomara la decisión por ellos. Nadie escu-
chaba a los oficiales.
Cuando el cónsul acabó de vomitar en su solitaria colina, comenzó a agitar los
brazos con nerviosismo, aunque nadie miraba hacia arriba y ni él mismo compren-
día el significado de sus gestos. Pronto dejó de sacudir las manos y buscó a Cepión,
pero el capitán había desaparecido. «Debe de estar enfadado conmigo», pensó el
cónsul y se sentó sobre la hierba.
Pero en otra colina desierta, en la dirección hacia donde corrían los romanos,
otro observador contemplaba la huida. Se había puesto de puntillas para ver mejor y
balanceaba torpemente su cuerpo enjuto con el fin de mantener el equilibrio, míen-
tras movía los labios sin cesar. Cuando los primeros fugitivos llegaron a aquel extre-
mo del valle, el joven Catón bajó corriendo la colina, agitando los brazos en el aire,
219
L
T
gritando con nerviosismo y haciendo ridículos intentos de detener la huida con su
espada. Varios soldados se detuvieron, perplejos ante tan inaudita visión, y pronto
otros imitaron su ejemplo. De todos modos, habían dejado atrás al enemigo, y des-
pués de correr más de una milla, era hora de detenerse a recuperar el aliento. Ca-
tón, en medio de un pequeño grupo, pronunciaba uno de sus temibles discursos so-
bre las obligaciones del soldado y las virtudes de sus ancestros. Mientras tanto, más
y más fugitivos se unían al grupo para enterarse de lo que ocurría, y una vez que ha-
bían parado, decidían quedarse allí. Cuando se aburrían, se sentaban en el suelo,
pero el infatigable Catón seguía hablando, ahora sobre los peligros de la voraz con-
cupiscencia, citando a su tatarabuelo, además de a Homero. El extremo del valle
formaba un refugio natural y el grupo que rodeaba a Catón interceptaba el paso de
nuevos fugitivos, de modo que la huida de los soldados concluía siempre allí. Mien-
tras el enemigo saqueaba el campamento romano, la mayor parte del ejército estaba
congregada en torno a Catón, que, con su interminable discurso, había logrado ven-
cer al pánico con el aburrimiento.
Cuando el cónsul y Cepión llegaron corriendo desde distintas direcciones, los
centuriones ya estaban agrupando y reorganizando a sus hombres. Habían sufrido
enormes pérdidas y el campamento estaba en manos del enemigo, pero la mayor
parte del ejército se había salvado.
El cónsul se dirigió a los soldados, llamó al frente al joven Catón, lo felicitó por
su conducta modélica y le prometió un ascenso y una recompensa especial. Catón
respondió con irritante modestia que no aceptaba el ascenso, pues ni él, ni ningún
otro hombre, había hecho nada que mereciera semejante honor. Los soldados son-
rieron, el cónsul los imitó y definió a Catón como un digno sucesor de su famoso
ancestro. Gracias a este acto, Cepión perdonó al cónsul y resolvió dar un tirón de
orejas a su hermano pequeño, pese a saber que no serviría de nada. La aversión que
sentía hacia su hermano se había vuelto tan grande que casi rayaba en el respeto.
220 221
Durante aquella noche y la mañana siguiente, cayeron veinte mil esclavos. Cinco
mil murieron crucificados y otros cinco mil lograron regresar con Espartaco. Sus
mujeres e hijos fueron confiscados, vendido6 en subastas públicas o enviados a tra-
bajar en las minas. La muerte de Crixus se confirmó oficialmente, pero su cadáver
desapareció de la tienda, y en el tedioso informe oficial del cónsul Lucio Gelio Pu-
blicola, se leía el siguiente párrafo:
«La misma noche que engendró a este hombre devoró de nuevo su carne; de
modo que, incapaz de honrar al enemigo muerto, honró a los poderes de la oscuri-
dad que él encamaba».
2
Cuesta abajo
DE LA CRÓNICA DEL ABOGADO FULVIO
44. Aunque hombres y mujeres abrigan un natural temor a la muerte, les complace
hablar de ella
de una forma que no se ajusta a la realidad. Comparan la muerte al sueño, una
concepción tan
equivocada y popular como aquella que afirma que el recién nacido sale del útero
sangriento y
despierta a la vida con dulzura. La verdad es, sin embargo, que el recién nacido
prorrumpe de in-
mediato en sonidos y gestos vehementes, que parecen expresar tristeza, incluso
desesperación,
mientras que, por el contrario, el anciano que se acerca a la muerte es embargado por
una dichosa
confianza y un engañaso sentimiento de fuerza. Es probable que ésta sea la casua de que
tanta
gente piense que la vida y la muerte, antes de lograr gobernar al hombre, sucediéndose
la una a la
otra, deben pagarse mutuo tributo.
45. Es aconsejable tener presente lo anterior, pues la conducta de los esclavos que
permanecieron
junto a Espartaco era muy distinta a la prevista cuando partieron de la ciudad que habían
construi-
do con tan nobles esperanzas. Todos estaban convencidos de que se dirigían a su propia
destruc-
ción, y sin embargo la frustración de sus ambiciosos proyectos no les causaba pesar,
sino jubilosa
confianza. El propio Espartaco, que conocía mejor que nadie los grandes ideales que
dejaban a sus
espaldas, estaba más contento que nunca y se comportaba como un hombre liberado de
una pe-
sada carga. Los demás, por su parte, parecian compartir este sentimiento. Pero esta
alegría apa-
rentemente irracional tenía sus causas lógicas, pues es dificil para un hombre cargar con
el peso
del futuro y aceptar los desvíos que está obligado a tomar. Por fin los esclavos habían
decidio
regresar a su tierra natal, y aquel que añora el ayer tiene por delante un camino mucho
más fácil
que el que viaja hacia el mañana, así como es invariablemente más sencillo, agradable y
natural
caminar cuesta abajo que esforzarse para escalar entre las rocas, los escombros y la
helada es-
carcha.
47. Aunque, tras recibir la noticia de la destrucción del ejército de Crixus, era
plenamente cons-
ciente de la falacidad de estas esperanzas y de que a partir de entonces el camino sólo
podía con-
ducirlos cuesta abajo, Espartaco nunca dio mejor testimonio de su talento como
estratega. ~l y sus
fieles camaradas habían logrado atravesar la zona centro de Italia y continuaban su
rápida e
inexo-
rable marcha hacia el norte. En la frontera de Etruria, el cónsul Léntulo intentó cerrarles
el
cami-
no, ocupando con su ejército las montañas que flanqueaban el Amo. Mientras tanto, su
colega
Gelio, que había vencido a Crixus, acudió en su ayuda desde el sur para evitar la
retirada de
Espar-
taco. Los dos ejércitos romanos atraparon a los esclavos como si fueran pinzas, pero una
vez más,
se demostró que las pinzas eran de madera y el objeto que sostenían de hierro candente.
Bastaron
dos días para que Espartaco aniquilara a los ejércitos de los dos cónsules. Los propios
cónsules
es-
caparon milagrosamente a la muerte, al igual que varios personajes distinguidos de su
campamen-
to, como el joven Marco Catón y su hermano Cepión. El enfurecido Senado les ordenó
regresar a
Roma y destituyó a los cónsules de sus puestos.
Sin embargo, los esclavos continuaron su marcha hacia el norte, aunque ya con
cierta re-
nuencia.
48. Llegaron al río Po, en la frontera norte de Italia, en plena temporada de lluvias. El
caudal
del
río había aumentado considerablemente con la lluvia, y los esclavos no encontraron ni
un simple
bote para cruzarlo, pues los nativos, presas del pánico, habían escapado a la otra orilla
llevándose
consigo todas sus embarcaciones. Apenas era posible divisar la orilla opuesta y, tras
ella, la
llanura
del norte estaba envuelta en velos de bruma gris.
Ahora, cuando tan cerca estaban de su destino, no cabía duda de que Espartaco y
sus compa-
ñeros podrían superar ese obstáculo natural, después de haber triunfado sobre tantos
otros gracias
a su coraje y habilidad. Sin embargo, con la creciente proximidad, el objetivo no parecía
tan
tenta-
dor como la distancia les había hecho creer, y aún estaban vacilando junto al río, cuando
unos
mensajeros procedentes de Tracia trajeron una noticia que acabaría con todas sus
esperanzas. En
las montañas de Tracia se había librado una gran batalla y Sádalo, rey de los odrisios, se
había
ren-
dido ante el yugo romano. En Uscudama, Tomis, Calacia y Odesa había gobernadores
romanos.
El sol no brillaría para ellos ni siquiera en su tierra natal.
49. Los esclavos habían atravesado en vano toda Italia, desde el extremo sur al extremo
norte, y
la
puerta que ansiaban traspasar para alcanzar la libertad se había cerrado ante sus ojos
como una
trampa. No les quedaba más remedio que desandar sus pasos, volver hacia el sur, esta
vez sin otro
propósito que el de mantener el cuerno unido al alma y evitar ser capturados por sus
opresores.
Espartaco y sus hombres se verían forzados a deambular por Italia, otra vez rumbo al
sur, como la
bestia enjaulada que camina sin cesar de un extremo al otro de su celda.
51. Aquel temor creció aún más cuando Espartaco, que a pesar de sus victorias parecía
intuir que
los días de la rebelión estaban contados, organizó un acto que los romanos considerarían
como la
~nayor humillación sufrida por su Estado. Antes de abandonar el río Po, en dirección al
sur, honró
a su camarada Crixus en una ceremonia fúnebre de esplendor semejante a las celebradas
por la
muerte de los emperadores romanos. En esta ocasión, obligó a trescientos prisioneros
romanos a
combatir entre sí como gladiadores y matarse unos a otros frente a la pira donde las
llamas
devora-
ban la imagen de cera de Crixus. Este memorable espectáculo no sería sólo una muestra
de afec-
tuoso respeto hacia su antiguo jefe, sino también un acto de venganza de los esclavos
hacia sus
opresores.
Los trescientos hombres sacrificados en el curso de aquella celebración fúnebre
eran todos ciu-
dadanos romanos libres, y algunos de ellos, jóvenes aristócratas de familias patricias. El
hecho
de
que fueran forzados a tan irónico cambio de papeles, matándose para diversión de los
esclavos, era
una ignominia sin precedentes, inconcebible para íos romanos.
52. De todas las ofensas cometidas por el despreciado gladiador, ninguna afectó tan
profunda y
dolorosamente a los notables romanos como aquella celebración.
La confusión y el miedo crecieron en la capital hasta tal extremo, que cuando
llegó el momen-
to de elegir nuevos jefes militares, nadie reclamó este honor, y tampoco pudo hallarse
un pretor
municipal. Nadie quería ocupar estos puestos en una guerra cuya victoria no traería
gloria y cuya
derrota acarrearía el peor deshonor. La confusión aumentó con la decisión del Senado
de comprar
enormes cantidades de trigo y distribuirlo de forma gratuita para calmar las protestas del
pueblo.
Sin embargo, este hecho, sumado a los gastos de las campañas en el exterior, agotaron
las reservas
del Estado. Aunque hubieran podido encontrar un general competente, éste habría
encontrado
poco o ningún dinero para pagar a sus soldados.
Estos penosos hechos despertaron un enorme temor en la gente y en toda Roma
se creía que
aquel feroz gladiador, con cuyo nombre las madres asustaban a los niños desobedientes,
ya era el
amo de la nación.
53. El destino jugaba el más extraño de los juegos con los esclavos. Cuando estaban a
punto de
darse por vencidos, cansados de su eterno deambular, sembraba una última esperanza
traicionera
en sus corazones. Roma parecía rendirse a sus pies, desvalida, sin protección ni defensa,
esperando
su propia destrucción como una presa dócil. La esperanza se reavivó en los corazones
de la horda
de esclavos, igual que una llama que resplandece por última vez antes de extinguirse, y
se
creyeron
señores de Roma y amos del destino del mundo.
54. El hombre que salvó a Roma y acabó con las esperanzas de crear un nuevo sistema
en el mun-
do no era general ni se había distinguido jamás en hazañas bélicas.
Era el banquero Marco Craso, un hombre duro de oído, robusto y de aspecto
rollizo. Como
todos los sordos o semisordos era de naturaleza torpe y desconfiada, mientras que,
gracias a su
co-
losal fortuna, despertaba el temor de muchos y el amor de muy pocos.
224 225
55. Marco Craso, que había llegado a los cuarenta y tres años sin cosechar ninguna
gloria
importan-
te, creyó ver la oportunidad de conseguir honores y convertirse en el salvador de Roma
sin
demasiado
esfuerzo. Con su habitual actitud calculadora, había reparado en que, pese al gran
talento de
Esparta-
co como estratega, sus últimas victorias no se basaban tanto en la fuerza de su ejército
sino en
la debi-
lidad de los obtusos generales romanos con quienes se había enfrentado hasta el
momento.
Por consiguiente, cuando el pánico de los romanos alcanzó su punto culminante,
Marco Craso
se dirigió al Campo de Marte con sus ayudantes y declaró ante la multitud allí
congregada que es-
taba dispuesto a aceptar el puesto de pretor y a equipar a un nuevo ejército con sus
propios fon-
dos, confiando en que el Estado pudiera restituirle los gastos algún día. Como era de
esperar, la
noticia fue recibida con gran júbilo y Craso pronto estuvo al frente de ocho legiones
completas,
que intentaría usar para derrocar al ejército de esclavos en un futuro inmediato y para
sus
propios
y ambiciosos fines en un futuro más lejano.
56. Cuando, como ya era habitual, la vanguardia huyó tras las escaramuzas preliminares
con los
esclavos, la primera medida de Craso en su condición de comandante en jefe consistió
en hacer
matar a azotes a uno de cada diez hombres de los regimientos implicados, en presencia
de sus ca-
maradas. Las legiones descubrieron que esta vez las riendas estaban en manos muy
distintas a las
de Varmnio o Clodio Glaber y por fin comenzaron a actuar como se esperaba de ellas.
Su excelente
equipamiento y la superioridad de sus armas, que Craso había comprado sin escatimar
gastos,
pronto provocarían la derrota de Espartaco en Apulia.
Mientras los esclavos se dedicaban a los acostrumbrados saqueos en la costa sur,
el banquero
hizo cavar una trinchera a lo largo de toda la península, entre los golfos de Hipómica y
Esquillace,
separando el sur de Italia del resto del país. Como en dicha región la península tenía un
ancho de
apenas veintitrés millas romanas de mar a mar, las ocho legiones desplegadas por Craso,
trabajan-
do simultáneamente, lograron completar la tarea en pocos días. Luego Craso hizo
construir mura-
llas y torrecillas a lo largo de toda la trinchera y decidió esperar pacientemente a que los
esclavos
agotaran sus provisiones en aquella accidentada región y se vieran obligados a rendirse
al enemigo
o perecer miserablemente.
Se dice que Craso comunicó a sus legiones que había convertido todo el
territorio de Brucio
en una enorme trampa con el fin de exterminar a aquellos peligrosos perros, que ya no
podrían
volver a morder.
60. Las penurias y privaciones de esta larga campaña, sumadas a las habituales
epidemias otoña-
les, habían reducido las fuerzas de Espartaco a la mitad. Las veinte mil criaturas
salvajes,
últimos
supervivientes de la gran revolución, vagaban con desasosiego por las montañas y
bosques de Bru-
cio, al sur de la colosal trinchera que los separaba del resto de la humanidad.
57. Fue la primera derrota sufrida por los esclavos bajo el mando de Espartaco, y causó
gran de-
saliento entre los soldados, aunque no logró quebrantar su valor. El propio Espartaco no
deseaba
entablar un combate abierto con un adversario tan superior y se retiró hacia el sur.
Así, por segunda vez en su penosa marcha, los esclavos atravesaron el territorio
de Lucania, la
misma tierra que un año antes los había visto pasar llenos de esperanza. Cruzaron las
ruinas de su
antigua ciudad y contemplaron los restos de los graneros y comedores, cubiertos de
polvo y basura,
una visión que los llenó de dolor, pues a medida que la ciudad del Sol se desvanecía en
el pasado,
más atractiva parecía en la memoria la vida que habían llevado entre sus murallas.
58. Pero las legiones de Craso no abandonaron la persecución de los esclavos, de modo
que Es-
partaco y sus hombres se vieron forzados a buscar refugio en el extremo sur de la
península. Se
diseminaron por el escarpado territorio de Brucio, junto a cuya frontera Craso suspendió
la bús-
queda de forma inesperada.
Aquel hombre notable, que ejercía su autoridad militar de una forma poco
tradicional, pru-
dente y calculadora, más propia de un comerciante de trigo o de un especulador de
propiedades,
tenía otros planes. Por lo visto era consciente de que la naturaleza de los esclavos -que
defende-
rían sus vidas hasta las últimas consecuencias- y la de la región de Brucio -montañosa y
sede de
los bosques más densos de Italia-, jugarían a favor del enemigo, anulando la
superioridad arma-
mentistica de Roma.
59. Por tanto, Craso suspendió la marcha de su ejército y urdió un plan cuya ejecución
hubiera
parecido ridícula o incluso imposible a cualquier soldado profesional.
226
227
1
3
Las ldpidas
229
AQUÍ YACE CRIXUS, UN GLADIADOR CELTA A QUIEN LE HABRÍA
EXCLUIDOS DE LA JUSTICIA
La lluvia empeoró y las montañas quedaron ocultas tras una cortina de nubes
bajas. Más allá, se extendían las fértiles llanuras de Lucania, la opulenta tierra de
Campania, las ricas y hermosas ciudades... todo separado por la trinchera que el
banquero Craso había hecho cavar a lo ancho del territorio, de costa a costa. Pere-
ceñan allí como ratas en una trampa.
El hombre de la piel sentía la larga procesión de la miseria a su espalda, los
hombres salvajes y harapientos, las mujeres con sus cabellos empapados y sus pe-
chos fláccidos, los carros llenos de enfermos con su estela de indolentes moscas.
Mientras la lluvia se deslizaba sobre su cara, creó un epitafio para todos ellos:
La única posibilidad de salvación que les quedaba era cruzar a la isla de Sicilia
con la ayuda de la flota pirata.
En Sicilia, la situación de los esclavos era aún peor que en la península italiana.
Los grandes levantamientos dirigidos por el sirio Eunus y el tracio Atenión hacia
menos de una generación no se habían borrado aún de sus memorias. Los esclavos
habían llegado a gobernar casi la totalidad del territorio siciliano durante tres años
en la primera rebelión y cuatro en la segunda, y ahora la horda tenía la esperanza de
volver a encender la llama de la insurrección.
Sin embargo, no tenían barcos, y entre ellos y la isla se extendía el temible canal,
protegido a un lado por el escollo de Escila y al otro por el abismo de Caribdis. Su
salvación dependía de la flota pirata.
Espartaco se entrevistó con el almirante de la flota pirata, estacionada en el mar
Jónico, en su campamento temporario en la costa de Regium. Lo recibió en su tien-
da de cuero, tras la deshilachada enseña púrpura que los dos supervivientes
criados
de Fanio habían cargado y cuidado celosamente en sus viajes a lo largo de Italia.
El Estado pirata estaba en la cumbre de su poder. Los piratas comandaban casi
un millar de unidades navales, en su mayor parte pequeñas barcazas abiertas
agru-
padas en escuadrones, cada uno de los cuales era protegido por pesadas galeras
de
dos y tres plantas. El buque insignia, pintado de oro y púrpura, navegaba al
frente.
Formaban un Estado militar independiente con estrictas normas de disciplina y
un
sistema de distribución de bienes prudentemente concebido. El mar y las islas
eran
su hogar, desde Asia Menor hasta el pilar de Hércules, que custodiaba el trayecto
comprendido entre África y el sur de España. El corazón de su reino estaba en la
isla de Creta; los bosques sicilianos les suministraban madera para sus barcos y
sus
muelles se erigían en la costa de Panffiia, donde también confinaban a sus
prisione-
ros de guerra. Resguardaban a sus mujeres, hijos y tesoros en fuertes
diseminados a
lo largo de numerosas islas, que se comunicaban entre sí por medio de señales de
humo y barcazas correo. Hacían alianzas políticas con reyes asiáticos, ciudades
grie-
gas insurgentes y opositores romanos. Los puertos romanos más importantes,
inclui-
dos Ostía y Brindis, les pagaban un tributo anual, y poco tiempo antes el
escuadrón
jónico había ocupado el puerto de Siracusa. Tal era su poder cuando el almirante
Demetrio reinició las negociaciones con los esclavos, después de una pausa de
un
ano.
El almirante Demetrio aún no conocía al príncipe tracio en persona, pero estaba
al tanto de las negociaciones de Turio y las desaprobaba. Vestido con uniforme
de gala, el almirante desembarcó de la imponente nave que se mecía sobre las
aguas de
la bahía y buscó la guardia de honor, pero no encontró ninguna. Dos desaliñados
rufianes cuellicortos con cascos de oxidada lata lo escoltaron a través de un
laberin-
to de tiendas empapadas, que apestaban a miseria y enfermedad, y lo condujeron
ante su jefe.
Bastó un rápido vistazo para que el almirante desaprobara a Espartaco, un hom-
bre alto y corpulento, con una pose torpe y desgarbada, vestido sólo con una
tosca
piel. El jefe de los esclavos, con su aspecto triste y poco saludable, recibió a
Deme-
trio en su tienda a solas, envió a buscar vino, pan y sal y apenas habló. El
almirante,
tieso en su solemnidad y algo ajado por los peligros de la navegación, esperaba
una
invitación a cenar, pero de todos modos se sentó sobre la manta y mientras su
ojo
sano recorría con expresión reprobadora el desaliñado amoblamiento de la
tienda,
el otro, hecho con una colorida piedra pulida, miraba fijamente al frente. ¿Era
posi-
ble que aquél fuera el famoso jefe de bandidos, aspirante a aliado del Estado
pirata?
Ni siquiera tenía una jofaina de plata, un bufón o un poeta doméstico ni
agradable
compañía femenina. Sin duda, su aspecto era más digno de un tribuno del pueblo
romano, de un predicador de la revolución social, e incluso era probable que
nunca
hubiera oído hablar del poeta de moda, Fineas de Atenas.
El almirante Demetrio se movió incómodo sobre el duro colchón, posiblemente
lleno de bichos, a juzgar por el aspecto del amigo del pueblo y siniestro
demócrata.
Por pura cortesía, inició una conversación sobre el tiempo y las deidades tracias;
230 231
pero aquel marinero de tierra lo interrumpió con intolerable grosería para pregun-
tarle qué condiciones exigía para transportar al ejército de esclavos a Sicilia.
Ambos sabían que Espartaco no tenía otra opción, pero aun así regateó sin qui-
tar su mirada plúmbea y enfermiza del visitante, que comenzaba a sentirse incómo-
do. Por fin acordaron el precio en sesenta mil sestercios, las últimas reservas del te-
soro de los esclavos.
Los dos guardias arrastraron dos toscos sacos llenos con la mitad de esta canti-
dad al interior de la tienda, contaron el dinero en presencia del almirante y lo trans-
portaron a su barca. Luego el almirante expresó su pesar por no poder permanecer
allí más tiempo, pues lo esperaba un banquete a bordo. Se incorporó con dignidad,
saludó ceremoniosamente a su señor y hermano, el príncipe de Tracia, y se dirigió a
su magnífica nave custodiado por los guardias de oxidados cascos.
Los esclavos aguardaron durante cinco días, con una nueva esperanza en el cora-
zón. Escudriñaban el mar, oculto tras un manto de agua de lluvia, pero la flota pira-
ta no llegaba.
Con su habitual impaciencia, intentaron construir balsas con troncos de árboles,
pero las impetuosas olas las levantaban, las hacían girar en remolinos hasta acabar
destrozadas contra el escollo de Escila y tragadas por el voraz abismo de Caribdis.
No podían hacer otra cosa que esperar.
232
Pasó una segunda semana y una tercera sin que llegaran los barcos piratas. Des-
pués de la cuarta semana, se enteraron de que el almirante Demetrio y su escuadrón
habían abandonado el puerto de Siracusa y se dirigían hacia la costa de Asia Menor.
Tres semanas más tarde, cuando los últimos miembros de la horda, diezmada
por el hambre y las enfermedades, comenzaron a diseminarse por las montañas, Es-
partaco decidió poner fin a aquella situación y solicitó una entrevista con el jefe del
ejército enemigo, el generalísimo Marco Licinio Craso.
233
1
7
La entrevista
Marco Craso tenía cuarenta y tres años y poseía una fortuna de ciento cincuenta
millones de sestercios. Era gordo, casi sordo y sufría asma.
Aunque pertenecía a la antigua familia de los Licinii, que podría haberle facilita-
do el camino hasta la jerarquía política y de buen grado se habría prestado a hacer-
lo, durante años había seguido una senda solitaria. Mientras sus contemporáneos y
rivales se disputaban los cargos importantes en España y Asia menor, esperando
acumular poder, Craso se había dedicado casi exclusivamente a asuntos financieros.
Asentó los cimientos de su fortuna durante los años de terror del régimen de Sila,
denunciando a miembros de la oposición y reclamando sus fortunas en cuanto eran
ejecutados. Sin embargo, en una ocasión se probó que había incluido un nombre fal-
so en la lista de proscriptos y su relación con Sila se enfrió, por lo cual se vio obliga-
do a cambiar de oficio y se pasó a la especulación del suelo.
Se dedicaba a comprar casas y edificios depreciados o dañados por el fuego, pri-
mero individualmente y luego por calles o barrios enteros, hasta convenirse en pro-
pietario de una parte muy considerable de la capital. Luego adquirió los mejores es-
clavos canteros, carpinteros y albañiles del mercado de forma tan metódica que en
pocos años foqó un monopolio arquitectónico en Roma y algunas ciudades de pro-
vincias. Tenía minas de plata en Grecia y canteras en Italia, que le suminstraban los
materiales necesarios para sus propias obras, de modo que a partir de entonces cual-
quier desdichado que aspirara a poseer una casa dependía de Craso, que se ocupaba
de la construcción del edificio desde los cimientos hasta el techo, incluyendo el ser-
vicio de arquitectos y albañiles. Sin embargo, como él no se sentía capacitado para
conducir semejante empresa por sí solo, adelantaba capital a algunos de sus libertos
o clientes y formaba sociedad con ellos.
Pero después de un tiempo se hizo evidente que las fluctuaciones en el negocio
de la construcción provocaban desempleo entre los esclavos del ramo, cuya manu-
tención requería sumas considerables, y Craso decidió remediar la situación creando
una nueva profesión, que pondría el broche de oro a su empresa: fundó el primer
cuerpo de bomberos de Roma.
Puesto que la mayoría de las casas romanas eran de madera, los incendios se
producían con frecuencia, de hecho, todos los días. El cuerpo de bomberos de Cra-
so estaba integrado por los esclavos albañiles desocupados, equipados con carros y
campanas de alarma. Aunque los carros llevaban tanto hachas como cubos de agua,
se decía que los bomberos de Craso usaban con mayor diligencia las primeras que
los segundos. Además, el fuego no comenzaba a extinguirse hasta que el desafortu-
nado propietario de la casa incendiada aceptaba pagar por la tarea, y por regla
general estas negociaciones acababan con la venta forzada de la propiedad a Craso,
poco antes de que ésta se quemara por completo.
235
1
Varios años antes, Craso había popularizado el dicho de que sólo podía conside-
rarse rico el hombre capaz de mantener un ejército propio, dedicado a la defensa de
su capital. Todo Roma lo consideraba avaro y miserable, y él no hacía nada para
desmentirlos. Sabia exactamente por qué luchaba; había hecho un descubrimiento.
Debía aquel descubrimiento a una experiencia que decidiría todo su futuro: un
encuentro con su rival, Pompeyo, acaecido años atrás.
Desde su más tiema infancia, Craso se había sentido eclipsado por Pompeyo.
Comparaba todas sus hazañas, pensamientos y sueños con los de él, sólo para com-
probar que Pompeyo lo superaba en todos los aspectos.
Durante la guerra civil, Craso, un hombre sin pasado ni futuro, de casi treinta
años, había deambulado por España con una banda de mercenarios, esperando una
oportunidad para iniciar su carrera política, sin que esa oportunidad llegara nunca.
Sin embargo, Pompeyo, ocho años más joven que él, ya desempeñaba un papel dis-
tinguido bajo el réguimen de Sila y se hacia llamar imperator.
En los últimos años de la guerra civil, tanto Craso como Pompeyo estuvieron al
mando de una legión. Ambos combatieron con similar éxito: Craso fue acusado de
apropiarse del botín de la ciudad de Todi y Pompeyo del robo de trampas para pája-
ros y libros de Asculum. Por fin la revolución fracasó y Sila se convirtió en dictador.
A Craso se le pagó con un asiento en el Senado, mientras Pompeyo era abrazado
públicamente por Sila y llamado «Magnas, el grande».
En ese entonces Craso tenía treinta y dos años y Pompeyo veinticuatro, y mien-
tras Craso ya estaba medio sordo y asmático, Pompeyo rivalizaba con sus soldados
en competiciones deportivas. Craso estaba casado con una honorable matrona y
Pompeyo tramitaba su tercer divorcio para convertirse en yerno de Sila. El senador
Craso, medio sordo, amargado y abatido, consideraba la posibilidad de retirarse de
la vida pública para recluirse a escribir sus memorias en su casa de campo, cuando
los acontecimientos tomaron un giro decisivo, que lo conduciría al mencionado des-
cubrimiento: Pompeyo le pidió dinero.
Se trataba de una suma considerable, que Pompeyo necesitaba con urgencia
para extorsionar a varios juristas, pues una vez más estaba envuelto en un asunto os-
curo. Gimoteó y balbuceó como un colegial ante Craso, que después de hacerlo su-
frir un poco, aceptó concederle un préstamo sin interés y sin fianza. Cuando Pom-
peyo abandonó la casa de Craso, con su cara de atleta roja de humillación, tropezó
con un escalón y estuvo a punto de caerse en el umbral. Luego Craso se encerró en
su estudio y rompió a llorar. Tenía treinta y tres años y era el primer día feliz de su
vida.
La venda cayó de sus ojos. Tanto él como los demás hombres de su clase sabían
todo lo que había que saber del uso del dinero, pero nadie había llegado nunca a la
más obvía conclusión. Craso por fin lo hacia, y la conclusión era la siguiente: el di-
nero no es un medio para la prosperidad y el placer, sino un medio para obtener
poder.
Era un descubrimiento bastante simple, sólo faltaba ampliarlo para convertirlo
en un sistema, y el sistema ideado por Craso fue tan sencillo como revolucionario:
acumuló un capital, el más importante de toda Roma, y lo cedió en préstamos... sin
intereses ni fianza. Los usureros invertían su capital para obtener un porcentaje de
beneficios; Craso lo hacía para obtener poder.
Mientras Pompeyo se honraba con nuevas glorias en la guerra española, Craso
prestaba dinero sin intereses a los hombres influyentes de todas las facciones, sin
preocuparse de sus fines políticos. Medio Senado le debía dinero y todos los cabeci-
llas políticos dependían de él. Los más temerarios fanáticos se cuidaban de no cru-
zarse en su camino, y la gente lo definía como un toro con heno en los cuernos.
Craso sabía tan bien como sus competidores que la República estaba podrida
por dentro y que sólo una nueva dictadura podía salvar al estado, una dictadura que
terminara sin miramientos con la vieja constitución y los viejos métodos y tomara
nuevos rumbos, acordes con el espíritu de los tiempos: tal vez enfrentándose contra
el moribundo Senado, haciendo uso del ejército y de los sectores rebeldes del pue-
blo o instaurando una monarquía. Una monarquía que no se apoyara en la aristo-
cracia conservadora, sino en las masas y en los tribunos del pueblo.
Sabia que la mayoría de los políticos importantes tenían las mismas ideas y los
mismos propósitos. Sin embargo, Lúculo era demasiado frívolo, César demasiado
joven y Sertorio había muerto. Su único competidor serio era su antiguo rival, Pom-
peyo.
236 237
a su vez la más noble sabiduría, mientras la verdadera esclavitud proviene del vicio.
La pasión contradice a la razón, y puesto que la naturaleza está regida por la razón
inmortal, los instintos y deseQs primitivos son antinaturales. Las hordas que nos
obligaron a iniciar esta campaña se mueven por los apetitos más elementales, por lo
tanto actúan claramente en contra de la razón y de la naturaleza. Sin embargo, entre
nosotros mismos se ha impuesto un orden perverso. Nuestros antepasados sabían
cómo vivir con sencillez, de acuerdo con las leyes de la naturaleza, pero nosotros es-
tamos rodeados de afeminamiento, vicio y libertinaje. Si Roma continúa en esta de-
sastrosa senda, pronto llegará a la perdición.
Craso, que lo escuchaba con paciencia, asintió con la cabeza y se llevó un puña-
do de frutas confitadas a la boca.
-Tienes razón, la República está condenada al fracaso -dijo y respiró asmática-
mente-. Se ahoga en el vicio y la intemperancia. ¿Y sabes cuál es la causa de este
libertinaje?
-El alejamiento de la humanidad de las virtudes naturales -respondió el joven,
pero cuando iba a reanudar su conferencia con ansiedad, Craso lo interrumpió con
un gesto de su mano regordeta.
-Perdona -dijo-, pero la causa de la depravación moral es la depreciación del
arrendamiento del suelo y el descenso de las exportaciones.
-Yo no sé nada de eso -admitió Catón-, pero en la época de mi abuelo...
-Perdona -repitió Craso-. ¿Crees que Lúculo construiría sus ridículos estan-
ques de peces si fuera más rentable sembrar trigo? ¿Crees que nuestra nobleza de-
rrocharía su capital en juegos de circo de esa forma absurda si pudieran obtener be-
neficios invirtiéndolo en la agricultura, como sucedía en la época de tu venerable
abuelo? Pero desde entonces la renta de la tierra ha bajado y ya no conviene sem-
brar trigo en Italia. ~sa es la razón de la decadencia de nuestros labriegos y de la mi-
gración masiva del proletariado agrícola a las ciudades. Por eso la capital romana ha
dejado de ser productiva, y no crea trabajo para el pueblo, que se ve empujado al
robo o a la mendicidad.
-La verdadera causa es la degeneración moral de la gente -gritó el joven Ca-
tón-. Temen al trabajo y prefieren vivir de los cereales gratuitos que reparte el esta-
do a los desempleados, reunirse en las tabernas y escuchar a los demagogos. Lo que
necesitamos es disciplina, la ley y el orden de nuestros ancestros.
-Perdona -dijo Craso-, pero aunque la disciplina, la ley y el orden están muy
bien, no remediarían la crisis de la agricultura, o sea, la caída en la renta de la tierra.
¿Y sabes cuál es la causa de esta caída?
-No -respondió Catón con voz desafiante, y los rojos granitos de castidad de
su rostro se volvieron aún más rojos-. Nunca me he preocupado por esas cosas.
-Es una pena -respondió Craso masticando un dulce-, y una gran negligencia
en un joven filósofo y futuro político. Yo te explicaré la relación entre una cosa y
otra, y la encontrarás más útil que todo el estoicismo de ese tal Antipater. Si obser-
vas el balance general de las cuentas del Estado romano, descubrirás que en el mun-
do comercial estamos representados sólo por dos artículos de exportación: a) vino y
b) aceite. Sin embargo, importamos productos de todo el mundo, desde cereales
a
mano de obra, o sea esclavos, y todos los artículos de lujo que saturan el
mercado.
¿Cómo crees que paga Roma este exceso de importación?
-Supongo que con dinero, o sea con plata -dijo Catón.
-Te equivocas -respondió Craso mientras escupía los huesos de los dátiles-.
En Italia no hay minas de plata. El gran truco del Estado romano es recibir
produc-
tos de sus colonias sin pagar por ellos. Eso significa, por ejemplo, que todo lo
que
nuestros desgraciados súbditos asiáticos exportan a Roma se acredita a sus
cuentas
de impuestos. En otras palabras, lo recibimos todo a cambio de nada, y por
extraño
que parezca, ésa es la causa de nuestra decadencia, pues a los burgueses romanos
ya
no les conviene fabricar objetos, los granjeros no pueden ofrecer precios tan
bajos
como los del trigo importado y los artesanos no pueden competir con la mano de
obra barata de los esclavos. Por esa razón, la mitad de la población libre de Italia
está desempleada y hay dos veces más esclavos que burgueses. Roma se ha
converti-
do en un estado parásito, «el vampiro del mundo», tal como lo describe uno de
nuestros jóvenes y vehementes poetas. Como el trabajo ya no tienta a nadie en
Ita-
lia, tampoco desarrollamos nuestros medios productivos. El equipamiento
agrícola
de los bárbaros galos es técnicamente superior al nuestro, y en casi todas
nuestras
provincias la industria ha evolucionado mucho más que aquí. Lo único que
somos
capaces de crear son máquinas de guerra o de juegos. Si por cualquier razón se
pa-
ralizara el suministro de trigo del exterior, sobrevendría una época de hambre y
de
rebeliones, como ocurrió hace dos años. Sin embargo, con el sistema actual de
im-
portación, nos ahogamos en trigo y una buena cosecha se convierte en una
maldi-
ción para el agricultor, que tiene que vender su campo y marcharse a la capital a
re-
cibir por caridad el cereal que ya no puede producir con su trabajo. ¿No te
parece
una situación descabellada?
Craso se recostó y cogió otro puñado de dátiles. Luego miró al delgado joven
con una expresión irónica en sus ojos entornados. Catón se movía incómodo en
su
asiento y el rubor de sus mejillas crecía.
-Esas cosas nunca me han preocupado -repitió con terquedad-. ¿De verdad
te parecen tan importantes? ¿No se trata más bien de una cuestión de pureza
moral
y del espíritu reinante en el Estado? En los viejos tiempos...
Pero Craso era implacable.
-Perdona -dijo-, si analizas en profundidad toda esta insensatez, descubrirás
que el Senado ya no sabe de qué vive, pues el Estado, o sea la casta oficial
romana,
es demasiado obtusa para distinguir entre una auténtica hipoteca y un pagaré. La
tradición y la arrogancia de clase les impiden comprender las leyes económicas.
Como consecuencia, los administradores de impuestos, los miembros de las
socieda-
des de accionistas, los amos del comercio marítimo, los vendedores de esclavos
y los
concesionarios de las minas, tienen al Estado entero en sus manos; el poder de
deci-
dir entre la guerra y la paz, la prosperidad o la ruina de la nación. Habrás leído a
nuestro gran historiador Polibio, que ya escribió hace cien años que ese tipo de
gen-
te no sólo controla nuestro sistema legal, sino también las elecciones, ya sea
extor-
238
239
-i
sionando a los votantes o mediante los votos honestos de los accionistas humildes,
que a menudo constituyen la mayoría de los municipios pequeños.
» ¿Tienes alguna duda de que la competencia entre los romanos y los fenicios en
el comercio del trigo fue la causa directa de las guerras púnicas? ¿Y de que la guerra
contra Yugurta se prolongó durante seis años porque los africanos fueron lo bastan-
te astutos para extorsionar a notables y senadores? Sólo tienes que echar un vistazo
a las actas del Senado de la época, o revisar los archivos de la Comisión Permanente
de Extorsión. Y tú hablas de moral y de las virtudes de nuestros antepasados...
Catón, horrorizado ante el cinismo de su comandante en jefe, no supo qué res-
ponder. Pidió permiso para retirarse y lo hizo con la cara ruborizada, seguido por la
mirada atenta de Craso, que continuaba escupiendo huesos de dátiles. Era evidente
que había disfrutado de la conversación.
Para Espartaco no había sido sencillo iniciar aquella expedición, pero tampoco
tan duro como creían muchos de sus compañeros.
Sabia que se acercaba el fin. Su horda comenzaba a diseminarse por el bosque, y
en el plazo máximo de un mes, los romanos los habrían cazado a todos, uno a uno.
Los mejores hombres habían caído y el resto se estaba echando a perder. Los que
quedaban en el campamento se habían vuelto ojerosos y la desesperación cubría sus
caras macilentas, como telarañas. Todos los días las mujeres salían a las calles del
campamento, con niños de cabezas grandes y extremidades esqueléticas en los bra-
zos, suplicando que se rindiera para que todo volviera a ser como antes. Corrían por
el campamento, con las cabelleras enmarañadas y los bebés prendidos a sus pechos
fláccidos, gritando a voz en cuello que no querían monr.
Los hombres tampoco quedan morir. Permanecían en la playa, contemplaban
las olas que se acercaban, aspiraban la fresca fragancia de las algas y pensaban que
era agradabel vivir, convencidos de que, a pesar de todo, la peor clase de vida era
mejor que la muerte.
Sin embargo, la desesperación y el deseo de sobrevivir privaban a hombres y
mujeres de su sano juicio. Hablaban de arrojar las armas y entregarse a los romanos,
con la certeza de que los perdonarían. Acudían ante Espartaco, y lo miraban con la
expresión pueril y confiada de un animal herido, convencidos de que él podría sal-
varlos. Sin embargo, Espartaco sabía que todo había terminado, y tres semanas des-
pués del acuerdo con los piratas, decidió ir a ver a Craso. No era fácil para él.
Recordó a Zozimos, el retórico, que sin duda habría agitado sus mangas con frenesí,
alabando el orgullo y el honor y condenando la ignominia y la iniquidad. Pero Zozi-
mos estaba muerto y los demás querían vivir, y cuando por la noche oían el rumor
de las olas o aspiraban la brisa del mar, las palabras como honor o ignominia no
eran más que un balbuceo sensiblero ahogado por el colosal rugido de las olas.
Cuando Espartaco partió a encontrarse con Craso, la temporada de las lluvias
llegaba a su fin y se acercaba la primavera. Según había estipulado Craso, sus ayu-
dantes sólo podrían acompañarlo hasta la muralla y debería cruzar la trinchera solo.
Los guardias romanos lo esperaban al otro lado. En cuanto los vio, el hombre de
la piel sintió que pisaba otro mundo y lo embargó una profunda emoción. No pudo
evitar conmoverse al ver a los soldados llenos de vida, bien alimentados, con los
ojos brillantes y satisfechos, el metal de las armaduras pulido y el cuero de sus co-
rreas impecable. Los guardias lo escoltaron en silencio, mirando al frente con acti-
tud altiva. El lino almidonado de sus faldones crujía a cada paso y despedían un
aroma a bálsamos y unguentos, mientras Espartaco caminaba entre ellos con su tos-
co ropaje de piel. Era más alto que ellos, pero tenía los hombros caídos y la barbilla
barbuda, y aunque al principio hacía esfuerzos para mantener la cabeza erguida, por
fin la dejó caer.
Siguieron andando durante un rato, sin que los guardias dijeran nada o desviaran
la vista del frente.
Pasaron junto a otros soldados, solos o formados en cohortes, que miraban con
curiosidad a los guardias y en especial al hombre alto y desgreñado del medio, pero
no hicieron ningún movimiento para detenerlos. Todos parecían limpios, alegres y
satisfechos. Cuando la pequeña cuadrilla pasaba junto a ellos, los soldados perma-
necían en silencio y a lo sumo se codeaban entre si. Sus ojos claros no abrigaban
hostilidad, sino curiosidad y asombro.
Fue un largo camino. Cuando se aproximaban al campamento, pasaron junto a
tres oficiales enfrascados en conversación y todos se volvieron a mirarlos. Uno de
ellos vestía un elegante traje de montar, era casi tan alto como Espartaco y tenía ras-
gos regulares y severos. Los guardias que escoltaban a Espartaco saludaron, pero el
oficial, pendiente del hombre cubierto de pieles, no respondió. Alzó las cejas, reco-
rió el cuerpo de Espartaco con sus ojos fríos, desde la piel al calzado roto, y se gol-
peó el muslo con el látigo de montar al ritmo de las pisadas de los guardias.
Fue un largo camino, pero por fin avistaron las primeras tiendas.
Cuando giraron por la calle principal del campamento, se encontraron con un
batallón que marchaba hacia ellos. Las piernas cubiertas de acero de los soldados se
movían de forma tan precisa y armónica, que cuando los pies golpeaban el suelo
sólo se oía un breve y estridente ruido seco. Al ver acercarse al grupo de guardias
con el hombre de la piel, el capitán giró por una calle lateral. La columna lo imi-
tó con un fuerte estampido y Espartaco sólo alcanzó a ver las espaldas cubiertas de
armadura de los soldados, pues ninguno de ellos se volvió a mirarlos.
Por fin, los guardias se detuvieron frente a la tienda del generalísimo. Un centi-
nela se quedó a cargo del hombre de la piel y los demás se marcharon sin intercam-
biar una sola palabra. El centinela tampoco habló con Espartaco; lo condujo en si-
lencio al interior de la amplia tienda, cubierta con una mullida alfombra, dio media
vuelta y cerró la puerta de lona desde afuera.
La alfombra de la tienda era tan gruesa que ahogaba el sonido de las pisadas de
Espartaco. Craso, que escribía sentado ante su escritorio, no se incorporó ni alzó la
cabeza. Se había recogido las mangas de su túnica de ribetes púrpura y apoyaba so-
bre la mesa sus cortos brazos desnudos, que tenían la piel de gallina. Espartaco re-
paró de inmediato en el parecido entre la expresión de la cara del generalísimo y la
de Crixus. Aunque su rolliza cara y su cabeza estaban pulcramente afeitadas, la mi-
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rada inerte, lúgubre, impasible debajo de los acolchados párpados era asombrosa-
mente similar a la del difunto Crixus.
El generalísimo dio una palmada y apareció un ayuda de cámara que saludó, re-
cogió el documento, y tras echar un brevísimo vistazo al hombre de la piel, se mar-
chó. Espartaco aguardaba sentado en un sofá, frente al escritono.
Por fin el generalísimo alzó la vista y lo miró.
«Una bestia herida», pensó Craso.
-Deseas negociar las condiciones de tu rendición -dijo y afianzó sus regordetes
brazos desnudos sobre la mesa-. Pues no hay condiciones.
Su mirada petulante no se desvió del hombre sentado.
«Si se le diera un buen uniforme -pensó- y se le borrara esa tristeza animal de
los ojos, tendría un aspecto más distinguido que el propio Pompeyo».
Aguardó una respuesta, y se llevó una mano a la oreja.
-¿Has dicho algo? -preguntó.
Espartaco se maravilló del latin asombrosamente claro, casi afectado, que bro-
taba de los labios del generalísimo. Sobre su mesa había un pequeño tintero cúbico
de cristal tallado, que, pese a tener un agujero a cada lado no dejaba escapar la
tinta. Las alfombras que cubrían el suelo y las paredes sofocaban cualquier ruido
procedente del exterior, pero el silencio absoluto de la tienda era distinto a la
familiar quietud de la noche en las montañas; era un silencio suave, mullido, como
el sofá en que se sentaba. Le costaba trabajo creer que las palabras pronunciadas
allí fueran a decidir el destino de veinte mil seres humanos y de la rebelión ita-
liana.
-Estoy un poco sordo del oído derecho -dijo el generalísimo con el mismo
acento claro y distinguido-. Si tienes algo que decir, por favor hazlo de forma inte-
ligible.
Espartaco permaneció en silencio y contempló el escritorio. Las nubes del mon-
te Vesubio, la cháchara profética del anciano masajista, las roncas peroratas del pe-
queño abogado no tenían cabida dentro de aquella tienda, ante el tintero tallado y
pulido; todo se ahogaba en el silencio sofocante. Frente a la mano regordeta del ge-
neralísimo, curvándose sobre su oreja sorda, todo lo que pudiera decirse sobre el
otro lado de la trinchera parecía absurdamente irreal e insignificante.
-Ya sabes en qué situación estamos -dijo Espartaco-. La ruina de veinte mil
personas no puede interesarle a nadie.
Craso se encogió de hombros de forma casi imperceptible. Todavía se pregunta-
ba qué aspecto tendría Pompeyo y cómo actuaría si se encontrara en la misma situa-
ción de aquel desgraciado. Al menos el bárbaro no fingía, y sin duda hablaba en el
mismo tono mesurado, con el mismo tosco y gutural acento tracio que usaba para
impartir órdenes marciales a su horda. Craso lo imaginaba haciendo una entrada
triunfal, atravesando la arcada con expresión impasible, aclamado por la frenética
multitud. El generalísimo pensó que en la vida todo dependía de la época en que
naciera un hombre, pues eran los tiempos quienes decidían arrojarlo a uno a la ba-
sura o permitirle hacer historia. Si aquel animal herido hubiera nacido un siglo antes
o uno después, habría tenido más posibilidades de cambiar el mundo que el propio
Alejandro o Aníbal.
-En otras palabras, debéis rendiros sin condiciones -dijo Craso.
-Depende de lo que le ocurra a mi gente -respondió Espartaco.
-Eso lo decidirá el Senado de Roma -dijo Craso.
-No hablo de los cabecillas -señaló Espartaco después de una breve pausa-,
sino de los hombres y las mujeres vulgares.
-Perdona -dijo Craso-, pero ahora hablamos de una rendición incondicional.
Lo demás lo decidirá el Senado.
Espartaco permaneció en silencio y miró el tintero. Todo lo que decían seguía
pareciéndole irreal. No podía comprender por qué la tinta no se filtraba del cubo de
cristal, pese a que éste tenía agujeros para mojar la pluma en sus seis caras. Enton-
ces notó que en el interior del cubo había un pequeño recipiente esférico suspendi-
do de dos eslabones con forma de aro, y que, aunque el tintero se girara, el pequeño
recipiente se balancearía sobre los eslabones, manteniéndose siempre horizontal. Se
alegró de comprender el mecanismo y sus labios esbozaron una brevísima sonrisa.
En ese momento entraron dos asistentes con vino, copas, dátiles confitados y
frutas garapiñadas. Dejaron todo sobre una mesa auxiliar de tres patas y se retiraron
en silencio.
Craso, que había seguido la vista de Espartaco, cogió el tintero y le dio la vuelta
sin sonreir.
-¿Nunca habías visto uno igual? -preguntó.
-No -repsondió Espartaco. Craso le pasó el cubo de cristal, él lo examinó, le
dio la vuelta y volvió a dejarlo sobre la mesa-. Nuestras condiciones son las si-
guientes -dijo-: los criados podrán regresar adonde solían prestar servicio sin te-
mor a represalias y los demás se enrolarán en tu ejército.
Craso se encogió de hombros.
-Puedes bromear todo lo que quieras, si eso te complace -dijo-, aunque da la
impresión de que no conoces bien la ley marcial romana. Además, ya te he dicho
que la decisión está en manos del Senado. Lo único que puedo hacer yo, es reco-
mendar la máxima indulgencia.
-En tal caso debo regresar -respondió Espartaco sacudiendo la cabeza-.
Nuestras condiciones serían dispersamos y volver a la antigua situación, pero antes
de que pudiéramos hacerlo, vosotros tendríais que retirar el ejército para que no hu-
biera posibilidades de que nos tendiérais una trampa.
Craso se encogió de hombros, bebió un pequeño sorbo de vino y se llevó un pu-
ñado de frutas confitadas a la boca. Ya había previsto que aquella reunión no daría
resultado, pero había aceptado hacerla por curiosidad. Por supuesto, podía hacer
detener y colgar a aquel hombre allí y entonces, pero como su victoria ya estaba cla-
ra, no tenía sentido estropear las cosas y arriesgarse a las críticas de los tribunos de
la oposición. Su corto brazo desnudo señaló la segunda copa.
-¿Tienes miedo de que esté envenenado? -preguntó con seriedad.
Espartaco negó con la cabeza; tenía sed y se bebió el contenido de la copa de un
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trago. Era un vino sabroso y dulce que no había probado nunca. El silencio que rei-
naba en la tienda se hizo aún más perceptible.
-Las condiciones afectarían sólo a los hombres y mujeres normales -dijo tras
una pausa-. Los jefes y cabecillas no necesitan condiciones.
-Comprendo -respondió Craso mientras masticaba sus dátiles-. Es una idea
conmovedora: los jefes se sacrifican por sus hombres. Hasta es probable que espe-
réis que el Senado os construya lápidas con emotivos epitafios. Tienes una idea muy
extraña de la época en que vivimos.
Espartaco yació su segunda copa mientras estudiaba a aquel gordo jefe militar,
que le hablaba sin rencor en su hermoso latín, masticando frutas garapiñadas todo el
tiempo. La descripción del abogado de Capua había sido demasiado maliciosa y no
le había hecho justicia.
Mientras tanto, Craso observaba al hombre de la piel como solía observar a Ca-
tón durante sus discursos de sobremesa. De repene se sintió enfervorizado.
-¿En realidad, qué sabes de nuestra época? -continuó-. Eres un aficionado
de la revolución. Quieres abolir la esclavitud sin siquiera pensar que si lo consiguie-
ras habría que cerrar todas las canteras y las minas, renunciar a los beneficios de la
construcción de caminos, puentes y acueductos. Arruinarías el comercio naval y te-
rrestre y condenarías al mundo a la barbarie, pues para los hombres y mujeres de
nuestra época, la palabra libertad significa sencillamente no tener que trabajar. Si
tus intenciones fueran serias, habrías inventado una nueva religión que elevara el
trabajo a la categoría de credo o culto y el sudor a la de ambrosía. Deberías haber
predicado abiertamente que el verdadero destino de la humanidad, aquel que de-
muestra su nobleza, consiste en cavar, reparar calles, serrar planchas de madera y
remar en las galeras; mientras que el sereno ocio y la cómoda contemplación son
despreciables y brutales. Deberías haberle asegurado al mundo que, en contra de la
experiencia generalizada, la pobreza es una bendición que dignifica y la riqueza sólo
una maldición. Tendrías que haber destronado a los holgazanes y licenciosos dioses
del Olimpo e inventado nuevos dioses, acordes a tus propósitos e intereses. Sin em-
bargo, no hiciste nada de esto y tu Ciudad del Sol cayó porque olvidaste crear nue-
vos dioses y sacerdotes que estuvieran a su servicio.
-Todos los sacerdotes y los profetas son simples timadores -dijo Espartaco sa-
cudiendo la cabeza-. Miles de personas se unieron a nosotros sin necesidad de que
los tuviéramos. Y no fueron sólo esclavos, ¿sabes? También tuvimos granjeros des-
pojados de sus tierras por los grandes terratenientes. Los granjeros y los pequeños
arrendatarios no necesitan una nueva religión, sino tierras.
-Perdona -dijo Craso-, pero otra vez observas sólo una parte de la relación
entre causa y efecto. ¿Por qué, en tu opinión, los agricultores italianos aceptan ven-
der sus tierras a la oligarquia? No porque sean unos inocentes corderillos, como tú
los pintas, sino porque la importanción de trigo del extranjero baja el precio del ce-
real hasta tal punto que sólo los grandes terratenientes pueden evitar la ruina. Si
sigues este razonamiento hasta su conclusión lógica, deberías exigir que Roma re-
nunciara a sus colonias, que el mundo del comercio se paralizara, que la tierra se
redujera a sus antiguas dimensiones y que se anulara el progreso. En el fondo, todos
vuestros torpes intentos reformistas, comenzando por los de los Graco, fueron ultra-
rreaccionarios. Hasta tanto no aparezca alguien que invente un nuevo dios y declare
a los bárbaros iguales a nosotros, forzándoles a producir a los mismos precios, los
verdaderos artífices del progreso son y seguirán siendo los dos mil holgazanes aristó-
cratas romanos que permiten que el resto del mundo trabaje para ellos y que, sin
embargo, contribuyen a la prosperidad sin saberlo. Hasta que un día el vientre hen-
chido del Estado estalle y el demonio nos lleve a todos.
Craso jadeó con satisfacción y se llevó la mano a la oreja para escuchar posibles
objeciones. Sin embargo, Espartaco no encontraba una respuesta apropiada y se
preguntaba si el piadoso masajista o el pequeño picapleitos habrían sabido hallarla.
De repente, comprendió que habían rechazado sus condiciones, que su gente no te-
nía salida, y lo embargó una abrumadora sensación de odio e impotencia. ¿Por qué
demonios se había prestado a escuchar todo ese dicurso, en que él quedaba en una
triste posición, en lugar de regresar con la horda de inmediato después del fracaso
de las negociaciones?
Todo el odio y el pesar ascendieron a su garganta y se sobrepusieron a su ver-
guenza.
-Si lo sabes tan bien -dijo con voz ronca y tan alta que el generalísimo alzó las
cejas-, si estás tan bien informado de todo y dices que el demonio se llevará vues-
tro Estado, ¿cómo puedes exigir una capitulación incondicional y aumentar aún
más la injusticia?
Iba a decir algo más, pero Craso lo interrumpió con un gesto de su rollizo brazo.
-Perdona -dijo Craso-, ¿pero alguna vez te has detenido a considerar que un
ser humano vive sólo unos quince mil días? Pasará mucho más tiempo antes de que
Roma se arruine, y como yo no tengo el honor de conocer a mis tataranietos, no veo
razón para intentar beneficiarlos con mis actos.
Sorbió un trago de vino mientras miraba al hombre de la piel con expresión
sombría. La ira de Espartaco había desaparecido tan pronto como había llegado, y
ahora sólo pensaba en el parecido del generalísimo con Crixus. «Come o déjate co-
mer», había dicho Crixus, y en el fondo, aquel romano con su cultivada pronuncia-
ción quería decir lo mismo. Sólo los tontos se preocupan por el futuro.
La tercera copa de vino le pareció aún más aromática y extraña que las ante-
riores.
Mientras tanto Craso lo observaba. Si después de todo conseguía convencer a
aquella gente de que se rindiera, tendría asegurado el puesto de cónsul, incluso an-
tes de que Pompeyo regresara de España. Si bien había contado con el fracaso de la
reunión dese el comienzo, aún quedaba una última posibilidad.
-...Quince mil días -repitió Craso mientras se apoyaba pesadamente sobre sus
codos-. A mí me quedan unos cinco mil, que la posteridad nunca me devolverá, y
a ti, tal como están las cosas, apenas diez o veinte. Lo mires como lo mires, la dife-
rencia es notable, aunque la posteridad tampoco te compensará a ti por los días que
te habrán robado. Sin embargo, yo podría estar en condiciones de hacerlo. En caso
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de que te rindieras, el Senado decidiría el destino de tu gente, pero para ti podría
haber otras posibilidades, como, por ejemplo, un salvoconducto con un distinguido
nombre romano y un barco con rumbo a Alejandría.
Craso se interrumpió y miró a su interlocutor. Espartaco no estaba sorprendido.
Desde su llegada a la tienda, esperaba que esto sucediera, o más bien, tenía la im-
presión de que en cualquier momento reviviría una experiencia anterior, ¿pero dón-
de había sucedido? En la posada junto a la vía Apia, hacia mucho tiempo. «Si tú y
yo nos largáramos ahora, ningún capitán nos pediría un salvoconducto», había di-
cho Crixus. Aquella conversación se remontaba al comienzo de todo, y ahora que se
acercaba el fin, Crixus le hablaba por última vez a través de la boca de aquel calvo
generalísimo. Al final, Crixus siempre tenía razón.
Quizá los dos gordos de ojos tristes estuvieran en lo cierto. Come o déjate
comer,
¿quién podía proponer algo mejor? Diez mil días, ¿qué divinidad se los devolvería? Y la
horda, esos hombres y mujeres que aguardaban al otro lado de la trinchera, no podrían
escapar a su destino, perecerían con o sin él. ¿De qué serviría que regresara a su lado?
Nunca había estado en Alejandría, pero sabía que alli había amplias y luminosas
avenidas, mujeres y diez veces mil días... «¿Qué comeremos en Alejandría? Tordella
con tocino, eso es lo que comeremos. ¿Y qué beberemos en Alejandría? Vino del
Vesubio, vino del Carmelo, eso es lo que beberemos en Alejandría. ¿Y cómo serán
las mujeres en Alejandría? Como naranjas abiertas, así serán... » ~l nunca había es-
tado en Alejandría, pero sabía que por las noches el viento acariciaba las hojas de
las avenidas y conocía la añoranza por mujeres desconocidas. Sin embargo, todo pa-
recía indicar que ya nunca iría a Alejandría.
Craso seguía sentado al otro lado de la mesa, mirándolo, mientras masticaba sus
dátiles y aguardaba. Por fin Espartaco negó con la cabeza, Craso escupió varios
huesos de dátiles, se incorporó y palmeó las manos. Espartaco también se levantó.
Entonces se abrió la puerta de lona de la tienda y aparecieron los dos guardias que
lo habían escoltado desde el otro lado de la trinchera.
-Debo admitir que sospechaba que las cosas saldrían de este modo -dijo Cra-
so-. Sin embargo, me interesaría saber qué tipo de razones te han inducido a recha-
zar mi propuesta, pese a ser tan ventajosa para ti y no cambiar en modo alguno el
destino de tus compañeros.
Espartaco, que de pie en medio de la tienda superaba en una cabeza entera la al-
tura del general, sonrió con una vaga expresión de verguenza. ¿Cómo explicarle
algo así a aquel gordo de la toga? Luego recordó al anciano esenio.
-Uno debe mantenerse en la senda hasta el final -dijo en el tono de voz que
uno emplea con los niños que se niegan a entender-. Debemos seguir andando has-
ta el final, hasta que hayamos logrado romper las cadenas. Así debe ser y no hay que
preguntarse por qué. -Pero como veía que el gordo no lo comprendía, cogió el vino
de la pequeña mesa auxiliar-. No hay que dejar restos en la copa -dijo y apuró las
últimas gotas con expresión risueña-, para entregarla limpia al próximo que venga.
Tras esas palabras, se unió a los guardias de armadura plateada, que lo acompa-
ñaron hasta la trinchera igual que lo habían llevado, sin decir palabra.
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Una semana después de la entrevista con el jefe de los esclavos, Craso cometió
el mayor error de su vida, un error que nunca podría rectificar. Cuando se enteró de
que Espartaco y sus últimos hombres habían salido de Brucio y se encontraban al
otro lado de la trinchera, perdió la cabeza y envió un mensaje al Senado, exigiendo
que enviaran a Pompeyo en su ayuda.
La fuga ocurrió durante una noche fría, con densas nevadas. Los supervivientes
del ejército de esclavos, reunidos por Espartaco en un último intento desesperado,
asaltaron por sorpresa a la tercera cohorte, comandada por Cato, en la costa oeste,
cerca del golfo de Hipómica. Rellenaron un tramo de la trinchera con troncos, male-
zas, nieve, carroña de caballos y los propios prisioneros estrangulados de la tercera
cohorte con el fin de construir un paso rápido para los carros de bueyes, heridos y
niños. Luego, las veinte mil personas cruzaron al otro lado. Amparadas por la nieve
y la oscuridad, empujadas por el hambre, se lanzaron al ataque de un enemigo abru-
madoramente superior; se lanzaron al encuentro de la muerte, plenamente cons-
cientes de ello.
Un día después Craso comprendió que la huida había sido un acto desesperado
y que el enemigo ya no constituía una amenaza para él, pero ya era demasiado tar-
de. A lo largo de los años, había construido la escalera de su ascenso con frialdad y
prudencia, peldaño a peldaño. Mientras aguardaba su oportunidad, el momento en
que el poder cayera sobre su regazo como una fruta madura, había concedido prés-
tamos sin intereses y masticado frutas confitadas. Sin embargo, ahora lo había estro-
peado todo en un momento. Su pusilánime solicitud de socorro al Senado volvía a
situarlo en una posición de inferioridad con respecto a Pompeyo.
Con el tiempo, el propio Craso se preguntaría por qué había perdido la cabeza
de ese modo tan inexplicable aquella mañana invernal. Ocho días antes, el hombre
de la piel había estado sentado ante su escritorio y había jugueteado con su tintero
con torpeza y timidez. Un mes después, el ejército de Craso lo había aniquilado.
Pero entre aquellas dos fechas, ¿qué sarcástica fuerza lo había amedrentado con la
sombra de ese mismo hombre hasta el punto de empujarlo al suicidio político?
Durante los dieciocho años, o seis mil quinientos días que le quedaban de vida,
no pasó uno solo sin que Craso se repitiera aquella pregunta. Aún le obsesionaba
cuando, ante la ciudad de Sinnata, en el desierto mesopotámico, la daga de un cria-
do parto le procuró un fin vano y deshonroso. La cabeza ensangrentada del hombre
que había descubierto que el dinero tenía más poder que la espada, que había aplas-
tado la mayor rebelión italiana y había soñado con convertirse en emperador
de Roma fue presentada por un grupo de actores en el escenario de un principado de
Asia Menor. En ocasión de la boda del hijo del príncipe Orodes, se representaba la
obra Las bacantes de Eurípides, cuando un mensajero procedente del campo de ba-
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talla trajo la cabeza recién cortada de Craso. Entonces el actor que representaba a
Agave cambió la cabeza de utilería de Panteo por la auténtica del banquero Marco
Craso y entonó su canción ante el fervoroso entusiasmo del público:
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y sin embargo estás cautivo en una red de innumerables hebras. Estás recluido entre
infinidad de fronteras, una trama de hilos entrelazados que no te permite escapar: la
noche, el día, tus prójimos, el misterio de las mujeres y el vivo parpadeo de las estre-
llas. No eres capaz de experimentar un solo sentimiento íntegro ni de pensar una
sola idea completa, lo único que puedes hacer bien es servir.
Espartaco sacudió la cabeza.
-¿Entonces por qué has venido a unirte a nosotros?
-Tu senda no era la mía -respondió el anciano-, pero tu destino sí. Que la paz
permanezca con nosotros. La libertad está rodeada de murallas, y si las golpeas con
la cabeza, sólo conseguirás llenarte de chichones, pues ellas seguirán en pie. No hay
nada en el mundo capaz de conseguir la perfección y toda acción es perversa; inclu-
so aquella que consideras buena, proyecta una sombra maligna. Bienaventurados
sean los siervos y oprimidos que caen en manos de perversos y malvados, porque
ellos encontrarán la paz. Por eso he venido junto a ti.
-Eres bienvenido, padre mio -sonrió Espartaco-, pese a las extrañas ideas
que alberga tu vieja cabeza. Aunque quedan muy pocos hombres de los que cono-
ciste, te damos la bienvenida.
Con la creciente oscuridad divisaron las antorchas romanas en la colina cercana.
Ambos campamentos ultimaban los preparativos para la batalla. Craso hacía una
breve inspección: montado en su caballo blanco, cabalga frente a las largas filas de
infantería; su mirada triste recorría de arriba a abajo las brillantes armaduras que se
extendían sobre la colina como un muro de acero. Sin embargo, no se dirigió a los
soldados ni dejó de comer frutas confitadas durante todo el transcurso de la inspec-
cion.
Espartaco también reunió a sus hombres desaliñados y descalzos en la cima de la
colina. Allí mismo, en un sitio bien visible para el enemigo, hizo crucificar a un pri-
sionero romano. Era el último alarde de su decrépito ejército, la última ostentación
de los miserables y desesperados, que, apiñados en torno a la cruz donde el romano
sangraba y se retorcía, no acababan de comprender el sentido de aquel patético es-
pectáculo. Luego el hombre de la piel les recomendó que grabaran esa imagen en
sus mentes, pues aquél sería el fin que le esperaba a cualquiera que se rindiera o fue-
ra cogido vivo por los romanos. Entonces comprendieron lo que quería decir y Es-
partaco supo que lo habían hecho.
Luego mandó traer su caballo, el corcel blanco del pretor Varinio, lo condujo
junto a la cruz, le acarició el hocico con afecto y lo degolló.
-Un hombre muerto no necesita caballo -le dijo a la multitud enmudecida-, y
los vivos pueden conseguir otros nuevos.
Después hizo distribuir entre sus hombres las últimas provisiones de vino y co-
mida y se encerró en su tienda.
Mientras avanzaba la noche, los últimos hombres de la gran horda comían, be-
bian y amaban a las últimas mujeres. En la colina vecina, pequeños puntos lumino-
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sos titilaban en la oscuridad como luciérnagas: eran las antorchas del enemigo. De
vez en cuando, el viento llevaba los ecos de las canciones entonadas por los roma-
nos en su colina, canciones intrépidas, alegres, patrióticas, inspiradas por el vino y la
inminente victoria.
El pequeño Fulvio las oía mientras escribía, a la luz de una lámpara de aceite, la
crónica que nunca alcanzaría a terminar. Los vehementes cantores romanos
le recordaron sus últimos días en la insensata ciudad de Capua, cuando los patriotas
recorrían las calles agitando banderas y lanzas. Rememoró el tratado que había
comenzado a escribir entonces y que tampoco podría completar jamás. El corazón
del pequeño abogado calvo se llenó de dolor. A través de la puerta entreabierta de
la tienda, divisó los funestos puntos rojos que parpadeaban a lo lejos, y lo embar-
gó un vergonzoso temor. No quería pasar la última noche solo. Enrolló el pergami-
no, lo acarició suavemente, y se dirigió a la tienda del esenio por las oscuras calle-
juelas del campamento.
Lo encontró discutiendo acaloradamente con el viejo Nicos de Capua. Los dos
viejos, sentados uno junto a otro sobre la manta, bebían vino caliente aromatizado
con clavo y canela y hablaban sobre la situación del mundo, mientras los romanos
agitaban las lanzas y entonaban sanguinarias canciones sobre su colina. El viento
templado hacia temblar ligeramente la lona de la tienda y transportaba los sonidos
hasta ellos.
-¿Escuchas la canción del mal? -dijo el viejo Nicos mientras sus labios ajados
bebían pequeños sorbos de vino caliente-. Ya veis adónde conduce el uso de la
fuerza. Todos han pillado la enfermedad del entusiasmo.
-Ningún hombre puede vivir sin entusiasmo -dijo el esenio, sacudiendo vigo-
rosamente la cabeza en señal de reprobación-. Si le falta, se marchita como un ár-
bol sin raíces. Sin embargo, hay dos tipos de entusiasmo; uno es dichoso y nace de
la vida, mientras el otro es triste y toma furtivamente su savia de la muerte. Sin
duda, el segundo tipo es el más frecuente, pues desde el comienzo de los tiempos los
dioses privaron a los hombres de la serena alegría, les enseñaron a obedecer las pro-
hibiciones y a renunciar a sus deseos. Y el fatídico don de la renuncia, que lo dife-
rencia de todas las demás criaturas, se ha convertido hasta tal punto en la segunda
naturaleza de los hombres, que éstos la usan como un arma para enfrentarse entre
sí, como un medio para que unos pocos exploten a la mayoría, como un sistema de
opresión que abarca todos los ámbitos. La necesidad de renuncia ha sido instilada
en su sangre desde épocas ancestrales, de modo que sólo consideran auténticamente
noble el entusiasmo que les permite sacrificarse a si mismos y a sus propios intere-
ses. Pero, ¿no es verdad que toda negación cae en el dominio de la muerte, actuan-
do en contra de la vida, oponiéndose a ella? esta podría ser la razón por la cual
la humanidad siempre ha preferido el entusiasmo cuya savia procede de la muerte, la
estúpida mentalidad de masas, tan opuesta a la vida, al otro tipo de entusiasmo.
El abogado se había sentado sobre la estera y se estaba sirviendo un poco de
vino. El temor que le producían las antorchas rojas había mermado considerable-
mente, y dentro de la tienda se sentía cómodo y abrigado.
Era evidente que el viejo Nicos desaprobaba las palabras del esenio, que
comen-
zaban a volverse incomprensibles.
-Bienaventurados sean los humildes que sirven sin resistirse -dijo-. Tú hablas
de un entusiasmo maligno como si existiera otra clase, pero, ¿qué otro tipo de
entu-
siasmo puede haber? Toda pasión es maligna.
-El otro tipo -respondió el abogado mientras se acariciaba la calva dentada-,
es ese entusiasmo que no persigue la renuncia sino el sublime disfrute de la vida.
Es
cierto que el hábito de la renuncia, esa intoxicación de savias oscuras que
equipara
la virtud a la autonegación y considera a la muerte como el sacrificio más noble,
hace aparecer cualquier otro entusiasmo como despreciable o vulgar. ¿Acaso
nues-
tro absurdo sistema no nos hace buscar la satisfacción de nuestros deseos de las
for-
mas más despreciables o vulgares? Para sobrevivir, el tendero se ve forzado a
usar
pesos falsos, el esclavo a robar a su amo o a conspirar contra él, el granjero a
mos-
trarse duro y mezquino. ¿No es verdad, por tanto, que todo lo que sirve a la vida
ya
nuestros propios intereses es despreciable y vulgar? La insignificante miseria de
la
existencia vuelve a hombres y mujeres indiferentes al sereno, benévolo
entusiasmo,
y los empuja a embríagarse con las savias negras. Eso es lo que induce a la
humani-
dad a actuar en contra de los intereses de los demás, cuando están aislados, y en
contra de sus propios intereses cuando se asocian en grupos o multitudes.
¡Vaya, había regresado una vez más al punto de partida de su tratado! Tal vez,
si
le hubiesen dado tiempo, podría haberlo concluido..., pero ya era demasiado
tarde.
El abogado tosió suavemente y se acarició la calva. ¡Oh, quién pudiera estar
sen-
tado ante su escritorio, con la vieja y buena viga sobre la cabeza! Aquellos
estúpi-
dos que cantaban y agitaban sus lanzas en la noche, se preparaban para actuar en
contra de sus propios intereses y matarlo a él, al cronista Fulvio. ¿Por qué
demonios
un cronista debía embarcarse en aventuras, saltar murallas y arriesgarse a
peligros
mortales en lugar de quedarse sentado ante su mesa, debajo de su viga?
El abogado Fulvio apuró su copa.
-Sin duda -continuó-, esa clase de sereno entusiasmo que se recrea en la vida
también debe prepararse para sacrificios y a menudo no tiene otra opción que
entre-
garse a la muerte, pero la diferencia reside en la forma en que uno muere, en si
uno
pone a la muerte a disposición de la vida o, por el contrario, empuja a la vida a la
esclavitud de la muerte. Es verdad que es más fácil vivir para la muerte, como
los
soldados que agitan sus espadas, que morir por la vida y por la serena dicha,
como
exige con frecuencia la ley de los desvíos.
El viejo Nicos cabeceaba en su rincón, dormido, pero el viejo esenio seguía
des-
pierto y sacudía la cabeza con expresión circunspecta.
-Bueno, bueno -dijo-, ésta podría ser nuestra última noche, se han quemado
hasta los últimos vestigios de la Ciudad del Sol, la humanidad es presa de las
savias
negras y Dios está insatisfecho consigo mismo. ~l lo comenzó todo, y mirad,
todo
salió mal desde el principio, pues cuando aún no había acabado de poblar el
cielo,
la tierra y las aguas, sus criaturas comenzaron a devorarse unas a otras. Como es
na-
tural, él se enfadó por esto, pero para salvar su honor anunció que su ley
establecía
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que todos los seres vivos debían comerse unos a otros y que los grandes siempre de-
vorarían a los pequeños. Cualquiera puede organizar las cosas de esa manera, por
supuesto; lo dificil sería hacerlo de la forma contraria...
-Pero eso es imposible, ¿no es cierto? -preguntó Nicos que se había desperta-
do sobresaltado del ligero sopor propio de los ancianos.
-¿Entonces para qué es Dios? -preguntó el esenio sacudiendo la cabeza con
reprobación-. Cualquiera podría hacer las cosas de ese modo. Y si con los animales
las cosas no le salieron bien, con los humanos su error fue mucho más grave, ya que
comenzó a pelearse con ellos desde los primeros días. Debo añadir que con el asun-
to del árbol se equivocó sobremanera, pues si no quería que el hombre y la mujer
comieran cierta manzana, ¿para qué la colgó enfrente mismo de sus narices? Esas
cosas no se hacen.
-Para que aprendieran a renunciar -respondió el viejo Nicos-, y para que se
acostumbraran a la existencia de los frutos prohibidos.
-Eso es. ¿Puedes explicarme por qué creó un mundo lleno de cosas prohibidas?
¿No podría haberlo creado sin ninguna? ¿Tú puedes comprenderlo? Porque yo no.
-Si, yo lo comprendo -respondió el viejo Nicos-. El hombre debe renunciar,
servir y sufrir. Bienaventurados los débiles que mueren en manos de los malvados y
perversos.
-Pero eso no estaba previsto en el plan de la creación -dijo el esenio arrugando
su nariz de fauno-, o si lo estaba, es señal de que era un mal plan y habría sido me-
jor que Dios no lo llevara a cabo.
Sacudió la cabeza en un gesto reprobador y luego se arrodilló para rezar su ora-
ción matinal.
Los sones de trompetas de los romanos se volvieron más claros y próximos.
Aunque afuera aún estaba oscuro, no faltaba mucho para que despuntara el nuevo
día.
La noche avanzaba y Espartaco seguía tendido sobre su manta. Tampoco él ha-
bía querido pasar la última noche solo y junto a él respiraba la delgada joven more-
na, casi una niña. La había tenido abandonada durante tanto tiempo, que jamás ha-
bía entrado a la tienda de la enseña púrpura en la Ciudad del Sol. En aquella época,
solía vérsela acompañada por Crixus, aunque casi siempre estaba sola. Lejos de la
ciudad, había vagado por los bosques durante días enteros, durmiendo bajo los ár-
boles o junto a las rocas blancas de la cretácea tierra de Lucania. En una ocasión, un
pastor de la fraternidad que buscaba un carnero extraviado la había sorprendido
tendida sobre el reborde de una roca, hablando sola con los ojos en blanco. Cuando
el pastor la saludó, ella se asustó y lo miró como si se tratara de una aparición, pero
luego le indicó que podía encontrar el camero en cierto punto de una colina distan-
te, cerca de un caserío imposible de divisar desde aquel punto, y allí fue, en efecto,
donde el pastor lo encontró. Con frecuencia habían sucedido incidentes similares,
que contribuían a afianzar su reputación de vidente de lo oculto y oscuro, mensajera
de las cosas que aún ocultaba el futuro.
Esta reputación se remontaba a años atrás, cuando era sacerdotisa del Baco de
Tracia, iniciada en el culto órfico. ¿Acaso cuando Espartaco no era más que un
sim-
píe gladiador no había anunciado que el destino lo investiría con un terrible
poder?
En aquella ocasión, él dormía tendido en el suelo, cuando la mujer había visto a una
serpiente aproximarse a su cabeza y enroscarse a su alrededor sin hacerle daño. En-
tonces había sabido todo lo que ocurriría.
Espartaco la había desatendido durante largo tiempo y la gente decía que la evi-
taba para no contaminarse con los oscuros poderes que ella albergaba en su
interior.
Se rumoreaba que desde que se trataba con embajadores y diplomáticos asiáticos
y
tenía por principal asesor a un abogado calvo, no quería tener nada que ver con
aquellos poderes sombríos y tenebrosos. Sin embargo, cuando la Ciudad del Sol
se
desmoronó, él volvió a llevarla consigo, y ahora, mientras la noche avanzaba,
respi-
raba junto a él sobre la manta, delgada, infantil y frágil; misteriosa aún entre sus
brazos.
Si antes la rehuía por sus poderes esotéricos, ahora la quería precisamente por
ellos, pues también él había visto las antorchas rojas y había oído cantar a los
roma-
nos en la oscuridad, ebrios con la certeza de su victoria. Sabía que aquella noche
era
la última y le hubiera gustado escuchar qué pasaría después, cuando su aliento se
si-
lenciara y el sol no volviera a salir para él. Hacia tiempo que había olvidado a
los
aciagos dioses de Tracia, y le daba verguenza interrogar al esenio. Además, tenía
la
impresión de que el abrazo de una mujer lo acercaría más a la respuesta que
todos
los sacerdotes y magos del mundo.
Sin embargo, ahora que estaba tendida junto a él, con su respiración todavía
fati-
gosa y pesada, le negaba la verdad y se mostraba más enigmática que nunca. Él
aguardaba inmóvil la respuesta a su pregunta. La buscó primero en el contacto
con
su cuerpo y luego en el fondo de sus ojos, hasta que ella comenzó a sentirse
incómo-
da y desvió la mirada. Entonces aceptó que no había respuesta y se dio por
vencido,
decepcionado.
Se incorporó y salió de la tienda. Recorrió el oscuro campamento, inspeccionó
a
los centinelas, oyó el discordante canto de los gallos y el ronco son de trompetas
ro-
manas, y regresó a la tienda, cansado y aterido. La mujer se había marchado,
pero
su olor permanecía en la tienda y el calor de su cuerpo sobre la manta. Él se
tendió
sobre el hueco dejado por ella, cerró los ojos, consciente de que ya nunca
encontra-
ría una respuesta, y se quedó dormido.
Tampoco encontró la respuesta al día siguiente, en la batalla junto al río Silaro,
durante la cual su ejército fue destruido y él resultó muerto.
La batalla comenzó poco antes del amacecer, con el ataque de los esclavos. Los
tambores africanos, cajas de madera cubiertas con cueros de animales, resonaban
como truenos subterráneos en la sombría mañana. La región era yerma y
montaño-
sa. Los tiradores de chinas lucanos cabalgaron al frente sobre sus delgadas jacas
hambrientas y fueron recibidos por una lluvia de flechas. La superioridad de los
ar-
cos romanos, más flexibles y con mayor alcance, hacían que sus tiragomas
parecie-
ran simples juguetes. Los lucanos abrieron filas, se dispersaron, y realizaron
trucos
acrobáticos, revoloteando como nubes de mosquitos frente a la infantería celta,
que
252 253
1.
avanzaba entre gritos estridentes. El día aclaraba rápidamente, y aunque las filas ro-
manas permanecían quietas, la caballería que las flanqueaba comenzaba a moverse.
Espartaco sabía que no tenía suficientes caballos para evitar que los romanos se
cerraran sobre sus flancos y que por lo tanto debía concentrar el ataque en el centro
del enemigo, romper la triple fila de infantería antes de que los rodearan por com-
pleto. Los celtas, con sus ruidosas armaduas de lata, sus lanzas de madera, sus ha-
chas y sus hoces, avanzaron gritando al estruendoso son de los tambores africanos.
La línea delantera de los romanos se abrió, pero las pesadas jabalinas de la segunda
atravesaron la armadura de latón de los celtas y los obligaron a retroceder. La terce-
ra línea romana, la muralla de acero de los veteranos, no entró en acción hasta horas
más tarde, después de que los esclavos atacaran en oleadas y fueran derrotados
oleada tras oleada.
Cuando el sol se acercaba a su cenit, la mitad del ejército de esclavos ya había
sido aniquilada, y los demás luchaban, descalzos, contra hombres de armadura; ma-
dera contra hierro, carne contra acero. Más que una batalla fue una masacre, y las
víctimas, movidas por la desesperación y fascinadas por la muerte, se arrojaron vo-
luntariamente a los brazos de sus ejecutores. Cuando el sol ya había pasado su cenit,
los romanos habían logrado rodear a los esclavos, y sus cohortes protegidas con co-
tas de malla avanzaban concéntricamente en el contraataque, marchando sobre coli-
nas y cadáveres.
La batalla había comenzado poco antes del amanecer y concluyó poco antes del
ocaso. Entonces, el ejército de esclavos ya no existía: quince mil cuerpos vestidos
con harapos malolientes, repulsivos para los vencedores y desprovistos de cualquier
objeto digno de pillaje, yacían desperdigados sobre las colinas, junto al río Silaro.
El jefe de los esclavos, el gladiador Espartaco, cayó cerca del mediodía, pocos
minutos antes de que el sol llegara a su cenit. Había conducido el ataque contra la
quinta cohorte de Craso al frente de sus tracios. Alto y llamativo en su tosca piel, se
abrió paso entre las filas romanas con su espada de gladiador. Los dos últimos cria-
dos de Fanio, con sus oxidados cascos, avanzaban pegados a su espalda pese a que
el gladiador se separaba rápidamente del resto de su tropa, pues había fijado su ob-
jetivo en un oficial romano vestido con un elegante traje de montar, con rasgos re-
gulares y severos, y un látigo de jinete en la mano. Ya se había abierto paso entre
dos centuriones que obstaculizaban el camino, el tumulto que lo rodeaba se había
despejado un poco y había dejado atrás a los dos cuellicortos. Se encontraba a esca-
sos treinta pasos del oficial, que también lo había reconocido y lo miraba acercarse
con las cejas ligeramente arqueadas.
Entonces el cfrculo de gente volvió a cerrarse a su alrededor, y cuando estaba a
sólo veinte pasos de su objetivo, una lanza penetró en su cadera y alguien le asestó
un breve, duro y terrible golpe entre los ojos. Mientrea caía, observó una vez más al
oficial, que no se había movido de su sitio y lo miraba golpeando pausadamente el
látigo contra su muslo. Sin embargo, ya no tenía nada contra él; sintió el contacto de
la tierra arcillosa en las mejillas y cerró los ojos.
A lo lejos, tras velos de bruma, el alboroto continuaba, los hombres se apuñala-
ban unos a otros y se desplomaban sobre el suelo. Unos pies furiosos con zapatos
duros y puntiagudos se hundían en su cuerpo como arietes, cada órgano de su cuer-
po parecía dolorido y sensible, pero incluso el dolor parecía llegar de muy lejos,
ahogado y ensombrecido por nubes.
«¿Eso es todo?», pensó mientras rodaba sobre su estómago, mordiendo con
fuerza la arcilla acre, amarga, que le raspaba los labios y el paladar. «¿Eso es
todo?», fue lo único que tuvo tiempo de pensar antes de cerrar las mandíbulas sobre
la tierra arcillosa con un chasquido breve y enérgico. Así encontraron al paladín de la
revolución italiana al atardecer, cubierto por su tosca piel, dura por la sangre, con
la boca llena de tierra y los dedos hundidos, como garras, entre la arcilla y los ras-
trojos.
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1
6
Las cruces
257
-I
Craso avanzaba con lentitud, pues se detenía a descansar a menudo. Había en-
viado a sus tropas de ingenieros a construir las cruces antes de su llegada, pero lleva-
ba a los prisioneros consigo, atados con largas sogas en pequeños grupos. Delante
de su ejército se extendía un camino infinito, flanqueado por cruces vacias; de-
trás de su ejército, un hombre colgaba de cada cruz. Craso se tomaba su tiempo.
Avanzaba a ritmo pausado, interrumpiendo la marcha tres veces al día. Durante los
intervalos de descanso, se elegía al azar al grupo de prisioneros que serían crucifica-
dos desde allí a la parada siguiente. El ejército recorría quince millas diarias, y deja-
ba atrás quinientos crucificados por día, como mojones vivientes en el camino.
En la capital, todo el mundo estaba pendiente de su marcha. Los jóvenes aristó-
cratas, o cualquiera que pudiera permitírselo de un modo u otro, se dirigían al en-
cuentro del ejército de Craso para presenciar el espectáculo con sus propios ojos.
Un incesante torrente de excursionistas, en imponentes carruajes o coches alquila-
dos, montados a caballo o transportados en literas, se precipitaba hacia el sur de la
vía Apia. Durante los intervalos de descanso, Craso recibía a los más importantes en
su tienda. En esas ocasiones masticaba dátiles confitados, observaba a los visitantes
con aire taciturno y les preguntaba si con la entrada triunfal de Pompeyo habían dis-
frutado tanto. Sólo entonces la gente alcanzaba a apreciar la verdadera magnitud de
la astucia de Craso, una astucia aún mayor que la que le había llevado a crear su im-
perio inmobiliario y su cuerpo de bomberos: puesto que Roma había negado una
entrada triunfal a Craso, ahora él la obligaba a homenajearlo saliendo a su encuen-
tro en el camino.
La primavera estaba próxima. El sol ya irradiaba cierta calidez, aunque no la su-
ficiente para conceder la gracia de una muerte rápida a los crucificados que el ejér-
cito de Craso dejaba a su espalda. Sólo unos pocos conseguían extorsionar a algún
soldado para que volviera a matarlos por la noche. Craso había prohibido cualquier
iniciativa en ese sentido, pues pese a no ser un hombre particularmente aficionado a
la crueldad, le gustaba plasmar sus ideas de forma meticulosa, sin que nada entur-
biara la perfección de su efecto. Sin embargo, como tampoco carecía de sentimien-
tos humanitarios, había preferido el método de clavar a los crucificados, que tendía
a acelerar la muerte, en lugar del habital sistema de amarrarlos con sogas.
La marcha de Capua a Roma duró doce días, dejando tras de sí quinientos cruci-
ficados diarios a intervalos regulares, escrupulosamente medidos. Los condenados
más débiles sobrevivieron pocas horas, los más fuertes varios días. Aquellos que te-
nían la suerte de que los clavos les atravesaran una arteria se desangraban con rapi-
dez, pero por lo general, sólo les astillaban los huesos de las manos y de los pies, y si
el condenado se desmayaba en el proceso, volvía en si en cuanto levantaban la cruz,
sólo para maldecir a los amos de la creación. Muchos se arrancaban los clavos, algu-
nos para liberarse, otros para desangrarse con mayor rapidez; aunque todos descu-
brían que el dolor pone un límite a la más fuerte de las voluntades, e incluso aque-
llos que intentaban fracturarse el cráneo contra los maderos de las cruces, acababan
por admitir que, de todas las criaturas vivientes, ninguna es tan difícil de matar
como uno mismo.
258
Se acercaba la primavera. La noche sucedía al día, el día a la noche, y ellos se-
guían vivos, atrapados por el tormento y el dolor. La gangrena pudría sus carnes, las
bestias y los pájaros de la tierra y el aire se les acercaban, gruñendo, escupiendo o
agitando las alas. La noche sucedía al día y el día a la noche, sin que la tierra se
abriera ni el sol detuviera su viaje a través del cielo. El tormento superaba todos los
límites, redimía la mayor de las culpas, y no formaba parte de un delirio febril, sino
de una realidad de la que era imposible despertar. Su sufrimiento no era una reme-
moración ni una visión anticipada; ocurría en el presente, allí y entonces.
El azar preservó las vidas del cronista Fulvio y del hombre de la cabeza ovalada
hasta que llegaron al río Liris. Eran los últimos supervivientes de la antigua horda,
pues el pastor Hermios había sido atravesado por una lanza en Apulia, los dos VI~
bio, padre e hijo, habían muerto juntos en la batalla del Silaro, y la delgada amante
morena de Espartaco se había suicidado, ahogándose durante la batalla, cuando to-
davía nadie conocía la noticia de la muerte del jefe. Sólo quedaban ellos dos, ade-
más del viejo Nicos, ya casi ciego, que caminaba atado a la soga que los unía a los
demás balbuceando incoherentemente.
Se sentaron por última vez junto al río Liris. Estaban en la orilla, custodiados
por soldados con armaduras y alineados con los demás elegidos para la ejecución de
aquel día. El caudadí del río Liris había crecido y arrastraba arbustos, verduras po-
dridas, carroña de cerdos y felinos, girando incesantemente en turbios remolinos.
De vez en cuando veían pasar el cadáver de algún hombre, que tras la larga distan-
cia recomida había perdido sus rasgos humanos.
Río arriba, junto al campamento de la vanguardia y detrás de la última curva del
río, resonaban los golpes de las mazas. Las cruces para el nuevo grupo aún no esta-
ban listas y los ciento cincuenta hombres seleccionados al azar tenían que esperar.
Tampoco ellos -sentados junto a la orilla en una larga hilera y atados entre si con
una soga, aguardando a que vinieran a buscarlos- conservaban demasiados rasgos
humanos. Contemplaban las agua amarillentas del río Liris, y mientras unos se ba-
lanceaban de adelante hacia atrás, gimiendo, otros cantaban, otros más se tendían
de cara al suelo y por fin otros descubrían sus cuerpos para obtener una última gra-
cia de ellos y debilitar sus energías.
se El viejo Nicos balbuceaba frases inconexas. Era el único de la fila cuya
ejecución
había aplazado, pero como estaba casi ciego los soldados le habían permitido
continuar con los dos hombres que lo guiaban.
-Bienaventurados aquellos que renuncian y mueren en manos de los malvados
y perversos.
Pero, a su lado, el esenio sacudió la cabeza, sonrió y dijo:
-Bienaventurados aquellos que cogen la espada en su mano para acabar con el
poder de las bestias, los que construyen torres de piedra para ganar terreno a las nu-
bes, los que suben la escalera para enfrentarse al ángel, porque ellos son los verda-
deros hijos del hombre.
Río arriba, los golpes se habían vuelto más pausados, indicando que los soldados
259
estaban a punto de concluir con su trabajo. Junto al cronista FuMo, se sentaba un
campesino calabrés, un personajes patético con la barba enmarañada y una expre-
sión amable en sus ojos ligeramente saltones. Se llamaba Nicolao, y mientras mor-
disqueaba una planta de lechuga recogida en alguna parte del camino, le contó a
Fulvio una embrollada historia sobre su vaca Juno, que estaba a punto de parir
cuando los soldados se lo habían llevado con su esposa y habían quemado el techo
nuevo del granero. Interrumpió su historia para ofrecerle unas hojas de lechuga a
Fulvio y preguntarle si pensaba que los soldados les darían de comer antes de la eje-
cucion.
El abogado Fulvio carraspeó.
-Será mejor no tener nada en los intestinos -dijo con sequedad.
Pensó en su tratado inconcluso y en los pergaminos que le había arrebatado un
joven oficial en el momento de la captura. Aunque sentía indiferencia hacia la
muerte, le asustaba sobremanera el tormento que la precedería y le hubiera gustado
saber qué había sido de sus pergaminos.
Los golpes de las mazas se acallaron por completo y los soldados vestidos con
cotas de malla vinieron a buscar a los diez primeros hombres de la fila. Poco des-
pués, los que quedaron atrás oyeron nuevos martillazos regulares y cada vez más le-
janos, pero ahora los golpes sonaban amortiguados y estaban acompañados por
extraños alarido humanos. Los ciento cuarenta hombres atados escuchaban en si-
lencio.
-Bienaventurados aquellos que mueren a manos de los malvados -balbuceó el
viejo Nicos-. Las torres construidas por el hombre se desmoronan y el ángel castigó
al osado que intentó subir a la escalera dislocándole la cadera. Bienaventurados
aquellos que sirven a los demás y no ofrecen resistencia.
Nadie le respondió. Un momento después, los soldados regresaron a buscar
otros diez hombres. El abogado Fulvio, el esenio y el pequeño campesino de los
ojos saltones quedaron cerca del final de la hilera, y estarían entre los diez siguien-
tes. El esenio sacudió la cabeza.
-Aquel que recibe la palabra sufre por ella -dijo-. Ya sea buena o mala, debe
acatarla y servirla en muchos sentidos, hasta que llegue el momento de pasársela a
otro.
El pequeño campesino calabrés se apresuró a acabar la historia de su vaca Juno,
como si temiera que no le alcanzara el tiempo, pero se interrumpió de repente.
-¿No tienes~miedo? -le preguntó a Fulvio y siguió mordisqueando su lechuga.
-Todo hombre teme a la muerte -respondió el cronista-, aunque cada uno de
un modo diferente. Sin embargo, cuando llega el momento, se olvida de ella. Prime-
ro sólo siente dolor, por tanto piensa en sí mismo y no en la muerte, y más tarde,
cuando la muerte está muy próxima, se olvida de sí mismo. Nadie puede experi-
mentar al mismo tiempo la conciencia de su muerte y la de su propio ser.
El pequeño campesino de barba enmarañada asintió con un gesto contundente.
No había entendido una sola palabra del discurso de Fulvio, pero intentaba creer en
él porque sonaba reconfortante. Mientras tanto, la mente del abogado Fulvio se re-
260
partía entre el temor por lo que le harían y las especulaciones sobre la suerte de sus
pergaminos. El siglo de revoluciones truncadas se había completado, la causa de la
justicia había perdido, agotando, consumiendo, sus últimas fuerzas. Ahora nada fre-
naría el ansia de poder, nada obstruiría el camino al despotismo, ninguna barrera
protegería al pueblo. El más brutal de los hombres podría ascender a alturas inusita-
das, erigiéndose en dictador, emperador o dios. ¿Quién sería el primero en llegar a
la meta? ¿El soldado Pompeyo, el tribuno César, el conspirador Cetego, el banque-
ro Craso, el puritano Catón? Fulvio los recordaba de la época de su antigua carrera
política, conocía bien el aspecto que tenían los héroes del pueblo cuando se disputa-
ban puestos y jerarquías, se arrastraban unos a otros a la Comisión de Extorsiones,
tomaban dinero prestado para celebrar juegos que acrecentaran su popularidad o
cuando se dirigían al Senado, vestidos de blanco, formales y almidonados, cada uno
de ellos como un monumento viviente de si mismo. Arriba resplandece el sol, abajo
fluye el río, sus manos están atadas, el pequeño campesino de su derecha habla con
vehemencia de su vaca Juno y el siguiente de la fila, un negro, exhibe su desnudez
desvergonzadamente. El sol no se detendrá, ninguna escalera descenderá de los cie-
los, no hay forma de escapar del presente. Sin embargo, el hombre de la cabeza ova-
lada sonríe y sacude la cabeza:
-Está escrito: el viento va y viene sin dejar rastro. El hombre también va y viene
sin saber nada del destino de sus padres ni del futuro de su semilla. La lluvia cae en
el río y el río se derrama en el mar, pero el mar no crece. Todo es inútil.
Los ojos del negro se han quedado en blanco bajo sus párpados. Ahora cubre su
desnudez y, tendido sobre el suelo, gime e invoca a los miserables dioses de su tierra
natal.
-No hay consuelo -dice el cronista Fulvio con la voz ronca de pánico, pues ve
aproximarse a los soldados vestidos con cotas de malla.
261
EPILOGO
Los delfines
Todavía es de noche y aún no han cantado los gallos. Sin embargo, Quinto
Apronius, primer escriba del Tribunal del Mercado sabe desde hace tiempo que los
escribas deben madrugar más que los gallos. Deja escapar un gruñido y rastrea el
suelo de madera con los dedos de los pies, buscando las sandalias. Una vez más, sus
sandalias están al revés, con la punta hacia la cama. En sus veinte años de servicio
no ha logrado enseñar a Pomponia a colocarlas en la posición correcta.
Camina pesadamente hacia la ventana, mira hacia el patio interior y ve venir a
Pomponia, vieja, huesuda y desgreñada, subiendo la escalera de incendios. El agua
que trae está templada y el desayuno asqueroso; segunda ofensa de la mañana.
¿Cuántas más lo esperarán?, ¿y durante cuánto tiempo?
Los delfines, el espléndido clímax del día, nadan en su mente; aunque incluso
eso ha dejado de ser un placer desde que perdió las esperanzas de convertirse en
protegido oficial del juez del Mercado. A partir de ese momento, cada vez que entra
en la sala de mármol, se siente acosado por miradas burlonas y maliciosas.
Desciende la escalera de incendios con las rodillas ligeramente temblorosas y la
túnica recogida; consciente de que Pomponia, escoba en mano, mira que no arrastre
el dobladillo por los peldaños. La concurrida callejuela está pálida bajo la débil luz
de la madrugada y la interminable caravana de carros de leche y verdura para junto
a él, animada por numerosas voces de mando.
u Cuando llega a la intersección de los puestos de perfume y unguento con los de
pescado, se topa con la habitual cuadrilla de esclavos albañiles, que se dirigen a su
trabajo, otra vez maniatados, como en tiempos de Sila. Sus expresiones son lúgubres
y pétreas y sus miradas están cargadas de odio. Apronius se apretuja contra el por-
tal, tembloroso, y se recoge la túnica. Por fin pasan y puede continuar.
El tablón de anuncios llama su atención: hace pocos días han pintado un nuevo
cartel con un sol rojo en el extremo superior. Debajo se informa que el contratista
de juegos Léntulo Batuatus se complace en invitar al apreciado público de Capua a
una magnífica exhibición de su nuevo equipo de gladiadores. Sigue la lista de los
grupos participantes, y una mención especial al número principal: un combate entre
el gladiador galo Nestos y el tracio portador de un aro, Orestes. Se añade que du-
rante el intervalo de descanso, se rociará perfume entre el auditorio, y que las entra-
das pueden adquirirse con anticipación en la panadería de Tito o a través de los
agentes autorizados.
Apronius, que conoce el contenido del cartel de memoria, continúa su camino
sacudiendo la cabeza y murmurando palabras de rencor. Hace tiempo que ha perdi-
do la esperanza de conseguir una entrada gratis. Pronto llega a su destino, el templo
de Minerva, sede del Tribunal Municipal del Mercado, donde lo espera una nueva
humillación: la visión de su joven colega, que a pesar de haberse negado a entrar a
263
los «Adoradores de Diana y Antinoo» durante años, ahora ha sido elegido presi-
dente honorario sólo por su novedoso tocado. Con la arrogancia de un gallo, el jo-
ven se pasea por la sala ordenando documentos y dando órdenes a los alguaciles.
Cuando por fin aparece el juez, flanqueado por sus ayudantes, revolotea solícito
alrededor de su silla, y éste le responde con un paternalista gesto de aprobación.
Los procesos siguen su curso, los oponentes se enardecen, los letrados sacuden
las mangas de sus togas y la pila de documentos crece. Sentado ante su escritorio,
Quinto Apronius redacta laboriosamente sus actas con manos ligeramente templo-
rosas. Ya no son bellas y perfectas; los días de artísticas florituras, que llenaban su
corazón de dicha y orgullo, han quedado atrás.
Cuando el sol por fin señala el mediodía, el alguacil anuncia el fin de la sesión,
Apronius recoge sus actas y abandona rápidamente a sus colegas, con la excusa de
que debe atender un asunto importante. A paso digno, y con los pliegues de la túni-
ca apretados contra las caderas, se dirige a la taberna de Los Lobos Gemelos. Su-
pervisa con escrupulosidad el lavado de su jarra y dedica una desdeñosa crítica a la
comida, que el propietario de la taberna recibe con fingido pesar. Tras un breve ins-
tante de duda, y sin dejar de gruñir y refunfuñar, sucumbe a la coactiva invitación
de una segunda jarra de vino, un hábito al que se ha aficionado en los últimos tiem-
pos. Por fin el escriba se levanta de su asiento con un ligero rubor en sus descama-
das mejillas, sacude las migas de su toga y abandona la taberna de Los Lobos Ge-
melos para dirigirse a los baños de vapor.
El paseo cubierto de la entrada rezuma la habitual actividad: debajo de las co-
lumnas se congregan oradores públicos, poetas ambiciosos y grupos de cotillas ocio-
sos que intercambian noticias y cumplidos. El corrillo más grande se ha reunido en
torno a dos oradores que discuten acaloradamente sobre las cualidades de los dos
cónsules del año. Uno de ellos, un hombre pequeño y rollizo, alaba la magnanimi-
dad de Marco Craso, mientras el otro, un decrépito veterano, resalta la dignidad mi-
litar de Pompeyo el Grande. De repente uno acusa al otro de que su fervor ha sido
pagado con quince monedas de plata por los cabecillas electoralistas, junto al tem-
plo de Hércules, y da la impresión de que van a llegar a las manos. El pequeño gor-
dezuelo afirma que Pompeyo ha acampado su ejército junto a las puertas de la ca-
pital porque desea iniciar una guerra civil y convertirse en un nuevo dictador. El
veterano, por su parte, señala que Craso no ha disuelto su ejército con la excusa de
proteger a la república de Pompeyo, cuando en realidad es él quien pretende trans-
formarse en dictador.
Apronius se encoge de hombros. Él ha aprendido su lección y sabe que la políti-
ca no es más que una conspiración de fuerzas invisibles con el único propósito de
robar al ciudadano común y fastidiarle la vida. Cruza el vestíbulo despacio, le pide
la llave de su taquilla a un asistente y se pone la bata de baño con el corazón acon-
gojado.
Es una prenda con rayas rojas y verdes, en otros tiempos deslumbrantes; una ré-
plica exacta de la bata del empresario Rufo que Apronius se hizo hacer en la época
en que el futuro aún estaba lleno de radiantes promesas. ¡Cuántas privaciones había
pasado para conseguirla!, ¡cuántas actas copiadas por la noche!, ¡cuántas cenas per-
didas en la taberna de Los Lobos Gemelos! Y ahora la tela está raída y ruinosa,
mientras en los codos y las rodillas las pequeñas fibras ensortijadas se caen como si
estuvieran contaminadas con sama. Sólo permanecen sus colores estridentes, verde
y rojo, y cada vez que Apronius se pavonea por los pasillos con la bata recogida so-
bre sus rodillas huesudas, todo el mundo se vuelve a mirarlo.
Por fin entra en la Sala de los Delfines y comprueba aliviado que ni Rufo ni el
contratista de juegos están allí. El primero se ha comprado una nueva y maravillosa
bata, esta vez a cuadros amarillo claro y castaño rojizo, y cada vez que el escriba la
ve, lo embarga un imperioso deseo de convertirse en revolucionario y seguir el ca-
mino del difunto Espartaco.
Se sienta sobre uno de los tronos flanqueado por delfines. Junto a él, dos extra-
ños de aspecto provinciano a quienes no había visto antes hablan del antiguo gladia-
dor y jefe de esclavos. Apronius escucha la conversación con perplejidad, pues,
aunque el tracio lleva muerto más de un año, el más joven de los desconocidos afir-
ma que ha sido visto poco tiempo antes en una gran finca del norte, en Umbría,
donde los esclavos del campo han asesinado a su amo. Mientras tanto, su anciano
interlocutor asiente con gravedad. Él procede del sur, de la región lucana y también
ha oído anécdotas similares: el gladidor ha aparecido ante varios cazadores y pasto-
res en senderos solitarios de las montañas, y después de hablar unos instantes con
ellos ha desaparecido. Todos lo reconocen de inmediato por su tosca piel, que cubre
su cuerpo como en los viejos tiempos. Estas leyendas se han extendido por todo el
territorio de Apulia y Brucio, donde los ricos asustan a los niños desobedientes con
la amenaza de que Espartaco vendrá a llevárselos.
El escriba sacude la cabeza con perplejidad y señala a los extraños que todo el
mundo sabe que el jefe de bandidos murió en la batalla junto al Silaro y que su ca-
dáver fue quemado a la mañana siguiente, junto a muchos otros.
El más joven de los desconocidos lo mira con reprobación. Su mirada severa
desciende hacia la bata de baño de Apronius, y una sonrisa fugaz ilumina su rostro.
-¿Cómo puedes estar tan seguro de su muerte? -pregunta el extraño.
-Bueno, después de todo encontraron su cadáver -responde Arponius-. Di-
cen que tenía un aspecto impresionante, con la boca llena de tierra, y que al día si-
guiente lo quemaron.
-¿Y tú cómo lo sabes? -preguntó el extraño con expresión grave-. Otros di-
cen que lo atravesaron varias lanzas, pero que cuando lo buscaron, su cuerpo ya no
estaba allí. Muchos hombres se han ido a la tumba y luego han regresado andando
sobre sus propios pies.
El escriba Apronius se levanta de su sillón de mármol sacudiendo la cabeza. In-
cluso después del baño, en el camino a su casa, no puede dejar de pensar en la cu-
riosa conversación de los dos desconocidos.
Las sombras envuelven las estrechas calles entrecruzadas del barrio de Oscia,
mientras él trepa la escalera de incendios hacia su habitación. Desnuda su cuerpo
viejo y cansado, pliega su ropa con cuidado, la apoya sobre el tambaleante trípode y
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apaga la lámpara. Unos pasos rítmicos y apagados resuenan en la calle: los esclavos
de la construcción vuelven de trabajar. Le parece ver sus caras lúgubres, desdicha-
das, los grillos de sus muñecas, y entre ellos ~l hombre de la piel con una mirada al-
tiva, furiosa, y una espada en la mano.
El escriba Apronius fija la mirada en la oscuridad de su babitación con el cora-
zón palpitante. Aguarda en vano la llegada del sueño, aunque teme a las pesadillas
que traerá consigo, pues no le cabe duda de que serán tristes y funestas.
POST SCRIPTUM A LA EDICIÓN INGLESA DE
Espartaco
Las novelas deben hablar por sí mismas, sin que los comentarios del autor se in-
'terpongan entre la obra y el lector, al menos antes de la lectura. Por ese motivo he
preferido un post scriptum a un prefacio.
Espartaco es la primera novela de una trilogía (las otras dos son El cero y el infi-
nito y Arrival and Departure) cuyo tema principal es el problema básico de la ética
revolucionaria y de la ética política en general; el dilema sobre si el fin justifica los
medios o hasta qué punto puede llegar a hacerlo. Es un problema muy antiguo, pero
durante un período decisivo de mi vida se convirtió en una obsesión para mí. Me re-
fiero a los siete años de mi militancia en el Partido Comunista y a los años inmedia-
tamente siguientes.
Me afilié al Partido Comunista en 1931, a la edad de veintiséis años, cuando tra-
bajaba en la redacción de un periódico liberal de Berlín. Mi ingreso en este partido
se debió en parte a la búsqueda de una alternativa frente a la amenaza del nazismo y
en parte al hecho de que, como Auden, Brecht, Malraux, Dos Passos y otros escrito-
res de mi generación, me sentía atraído por la utopía soviética. Ya he descrito deta-
lladamente el ambiente de aquella época en otros textos', de modo que no voy a ex-
playarme aquí sobre este tema.
Cuando Hitler tomó el poder, yo me encontraba en la Unión Soviética escribien-
do un libro sobre el primer Plan Quinquenal. Desde allí me fui a París, donde viví
hasta la caída de Francia. Mi gradual desengaño del Partido Comunista llegó a su
punto culminante en 1935, el año del asesinato de Kirov, de las purgas iniciales, de
las primeras oleadas del Terror, que arrastrarían consigo a casi todos mis camaradas.
Durante esa crisis, comencé a escribir Espartaco, la historia de otra revolución trun-
cada, y a lo largo de los cuatro años que tardé en hacerlo, una serie de interrupcio-
nes convirtieron la tarea en una especie de carrera de obstáculos. Un año después
de comenzar a escribir la novela, estalló la guerra civil española, en el curso de la
cual fui capturado por las tropas de Franco y pasé cuatro meses en prisión. Después
de aquella experiencia, me vi obligado a escribir un libro tópico sobre España2 en el
interín me quedé sin dinero y sobreviví gracias a pequeños trabajos mediocres. Por
fin acabé el libro en el verano de 1938, pocos meses después de abandonar el Parti-
do Comunista.
Regresar al siglo primero antes de Cristo, tras cada una de aquellas interrupcio-
nes, significaba para mí un alivio y un descanso. No era exactamente una evasión,
sino una forma de terapia ocupacional que contribuía a aclarar mis ideas, pues los
paralelismos entre el siglo primero antes de Cristo y el presente eran evidentes. Ha-
El lector de una novela histórica tiene derecho a saber hasta qué punto ésta se
basa en hechos reales o es pura ficción. El material histórico sobre la revolución de
los esclavos procede de unos pocos pasajes de Livio, Plutarco, Apiano y Floro, que
en total suman apenas cuatro mil palabras. Es evidente que los historiadores roma-
nos consideraron tan humillante este episodio que prefirieron reducir al mínimo sus
referencias a él. Salustio parece haber sido la única excepción a esta regla, pero sólo
han llegado a nosotros algunos fragmentos de su Hisíoriae.
En contraposición a la escasez de datos sobre la propia revuelta, disponemos de
un extenso material sobre las condiciones sociales y las intrigas políticas de la época,
y aunque se sabe muy poco acerca de los cabecillas de los esclavos y las ideas
que los guiaban, abunda la información sobre sus adversarios: Pompeyo, Craso, Va-
rinio, los cónsules y senadores de los años 73 al 71, sus amigos y contemporáneos.
Este fenómeno imponía un reto adicional a mi imaginación, pues no sólo tendría
que forjar la personalidad de Espartaco y sus lugartenientes, sino también inventar
los pormenores sobre su campaña y la organización de la comunidad de esclavos.
Por otra parte, la detallada información disponible sobre la época proporcionaba
una base sólida a la especulación, de modo que la tarea de completar los datos au-
sentes se convirtió en un problema de geometría intuitiva, en la reconstrucción de
un rompecabezas al que le faltaban la mitad de las piezas.
La historia no hace ninguna referencia al proyecto o idea común que mantenía
unidos a los miembros del ejército de esclavos; sin embargo, sugiere que puede ha-
berse tratado de una especie de programa «socialista», que sostenía el principio de
la igualdad entre los hombres y negaba que la distinción entre ciudadanos libres y
esclavos formara parte del orden natural de las cosas. También hay indicios de que
Espartaco intentó fundar una comunidad utópica, basada en la propiedad común,
en algún lugar de Calabria. El hecho de que este tipo de ideas fueran totalmente
ajenas al proletariado romano antes del advenimiento del cristianismo primitivo, nos
hace albergar la insólita, aunque verosímil, sospecha de que los espartaquistas se
inspiraran en la misma fuente que los nazarenos un siglo después: el mesianismo de
los profetas hebreos. En la heterogénea masa de esclavos prófugos, sin duda habría
varios de origen sirio, y éstos podrían haber familiarizado a Espartaco con las profe-
cias sobre el Hijo del Hombre, enviado a «reconfortar a los cautivos, abrir los ojos
de los ciegos y liberar a los oprimidos». Gracias a una especie de selección natural,
todo movimiento espontáneo acaba adoptando la ideología o la mística que mejor
se aviene a sus propósitos. Del mismo modo, y en provecho de mi rompecabezas, yo
decidí que de entre los numerosos chiflados, reformistas y sectarios que debía de ha-
ber reunido su horda, Espartaco habría elegido como guía y consejero a un miem-
bro de la secta judaica de los esenios, la única comunidad civilizada de magnitud
considerable que en ese entonces practicaba una forma primitiva de comunismo y
predicaba aquello de «lo mío es tuyo y lo tuyo mio». Después de las victorias inicia-
les, Espartaco necesitaba imperiosamente un programa o credo que mantuviera uni-
da a su gente. Supuse que la filosofía con mayores posibilidades de atraer a los
desposeídos sería la misma que un siglo más tarde encontraría una expresión más
sublime en el Sermón de la Montaña, aquella que Espartaco, el mesías esclavo, no
había conseguido llevar a la práctica.
En oposición a estas especulaciones sobre los desconocidos héroes del relato,
sentí la necesidad de describir el trasfondo histórico con minuciosa, incluso presun-
tuosa, exactitud. Esta necesidad me indujo a investigar asuntos tan complejos como
las características y aspecto de la ropa interior de los romanos, o sus complicadas
formas de sujetar las prendas con hebillas, cinturones y fajas. Al final, ninguno de
estos elementos encontró un sitio en la novela, y la ropa apenas se menciona en el
texto; pero me resultaba imposible describir una escena mientras fuera incapaz de
visualizar los atuendos de los personajes o la forma en que los sujetaban. Del mismo
modo, los meses dedicados al estudio de los sistemas romanos de importanción, ex-
portación, tributación y asuntos afines redituaron en las escasas tres páginas en que
Craso explica al joven Catón la política económica de Roma con una sarcástica ter-
minología marxista.
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