Soto Rev144 Hsoto
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RESEÑA
Héctor Soto
Estudios Públicos, 144 (primavera 2016), 313-340 ISSN: 0716-1115 (impresa), 0718-3089 (en línea)
tal manera que dio lugar a uno de los períodos más prósperos de nuestra
historia como nación.
Efectivamente, no son muchos los países que han logrado realizar
este tránsito ordenadamente, y costaría bastante encontrar alguno que
lo pudo hacer mientras aún estaba vivo el jerarca máximo del régimen
autoritario anterior. España también hizo una transición exitosa, pero la
hizo cuando Franco ya había muerto y se hizo posible —no sin dificul-
tades, claro— un acuerdo político transversal que, con el patrocinio de
la Corona, condujo a la promulgación de una nueva constitución. Ar-
gentina se reencontró con la democracia en 1983, pero fue sólo después
de que las Fuerzas Armadas de ese país hubiesen sido derrotadas por
Inglaterra en el campo de batalla, a raíz de lo cual se les hizo imposible
seguir dándoles sustento político a los gobiernos militares que desde
1976 habían encabezado sucesivamente los generales Jorge R. Vide-
la, Roberto E. Viola, Leopoldo F. Galtieri y Reynaldo B. Bignone. La
transición política brasileña también fue muy distinta. Brasil tiene una
matriz y una historia política diferentes a las del resto de los países de
la región. Quizás eso explica que su transición haya sido más gradual.
La dictadura brasileña estuvo mucho menos personalizada que la chi-
lena, y los militares que derrocaron en 1964 al Presidente Joao Goulart,
un político de corte populista que intentó un programa de reformas de
aliento social, sobre todo en el plano agrario y sindical, permanecieron
por poco más de veinte años en el poder. Después de haber reprimido
duramente el extremismo de izquierda e iniciado un cierto proceso de
apertura de la economía, el propio régimen, que siempre operó con un
Congreso tutelado por los militares, después de la derrota del partido
oficialista Arena en las elecciones de 1976, fue acordando los márgenes
de contención para una transición “lenta, segura y gradual”, que cul-
minaría en 1985, con la elección por parte del Congreso de Tancredo
Neves en la presidencia. Neves, que había sido un leal colaborador de
Getulio Vargas y también de Goulart, finalmente no pudo asumir la
primera magistratura debido a las complicaciones posoperatorias que
terminaron por llevarlo a la tumba. El cargo recayó entonces en el vi-
cepresidente José Sarney, un político mucho más a la derecha que el
socialdemócrata Neves, y, tres años más tarde, se dictaba una nueva
constitución federal, que al año siguiente permitiría —con la victoria
de Fernando Collor de Melo— la primera elección presidencial directa
II
dos veces y coincide con Renato Cristi en que se trata del auténtico
arquitecto del régimen militar. “Es difícil —escribe el autor— sobredi-
mensionar la influencia del líder gremialista desde el principio mismo
del proceso”.1 Aduce en apoyo de su punto de vista el temprano memo-
rándum que Guzmán, en nombre de un improbable “comité creativo”
que desaparecería en la noche de los tiempos, y a pocas semanas del
golpe, dirige a la Junta de Gobierno. El memo parece no estar fechado
y efectivamente es un documento relevante. En ese momento Guzmán
tiene apenas 26 años, una cara de pavo que ya en estos tiempos parecía
de otra época, una facilidad de expresión fuera de lo común y una intui-
ción política poco menos que de contornos animales. Había liderado un
movimiento contrario a la reforma en la Universidad Católica de Chile,
había participado en la campaña de Jorge Alessandri, había sido pane-
lista del programa A esta hora se improvisa, de Canal 13, hacía clases
en la Escuela de Derecho de la Universidad Católica y se estaba desem-
peñando como asesor del general Gustavo Leigh. Pero no mucho más.
Y sin embargo le recomienda a la Junta de Gobierno acudir a lo que él
entendía era una cita con la Historia. Por supuesto, ya era un personaje
influyente y por entonces es casi seguro que el gobierno ya le había
encargado que comenzara a trabajar el texto de la Declaración de Prin-
cipios que el gobierno militar dio a conocer el 11 de marzo de 1974,
documento que acusa el sello inconfundible tanto de sus categorías inte-
lectuales como de su prosa.
Efectivamente, el memorándum es bien notable y Mansuy hace
bien en destacarlo. Guzmán, que siempre creyó más en el poder que
en la virtud, le dice en pocas palabras a la Junta que, con lo que han
hecho hasta ese momento, ya no hay vuelta atrás. O que por lo menos,
habiendo bombardeado el Palacio de Gobierno y teniendo que cargar a
sus espaldas con el suicidio del Presidente Allende, habiendo detenido a
gran parte del aparato político del régimen y habiendo ajusticiado a un
buen número de cabecillas o agitadores, iba a ser difícil, o por lo menos
complicado, volver a la legalidad del Chile de antes. Si volvían atrás, a
muy corto andar ellos mismos, como responsables de la ruptura cons-
titucional, se iban a encontrar en problemas. Lo que debían hacer, por
Está claro que Guzmán estiró esta cuerda mucho más lejos y en eso
siempre encontró acogida en Pinochet. Pero no sólo en él. El equipo
económico también trabajaba en la misma dirección, y muchas de las
creencias y modernizaciones del régimen militar —el plan laboral, los
fondos privados de pensiones, la normativa sobre colegios profesio-
nales y asociaciones gremiales, entre otras— fueron tributarias de ese
ideal. Despolitizarlo todo y al máximo. No hay que subestimar las con-
tribuciones en este rubro que vinieron desde los tecnócratas, que no por
tecnócratas carecían de intuiciones políticas. De hecho, en buena parte
de las políticas públicas que ellos elaboraron late un decidido propósito
de contener las presiones del mundo político, sea que provengan de los
partidos, del sindicalismo histórico o de los organismos internacionales.
Es pertinente recordar, en todo caso, que hacia fines de los años
setenta la despolitización dejó de ser un propósito compartido por todos
los adherentes al régimen. De hecho, a partir de entonces, y especial-
mente en el período de la crisis económica 82-84, los grupos nacionalis-
tas plantearon una y otra vez la necesidad de constituir un movimiento
cívico-militar que le diera al gobierno una base de sustentación popular
más articulada. Pinochet, a pesar de coquetear con la idea, como era su
costumbre, siempre la terminó desestimando, previendo posiblemente
que en ese escenario —que fue el de los uniformados en Brasil, que fue
el Chávez, que es el de Maduro y, bueno, que es el del actual régimen
cubano— las Fuerzas Armadas se iban a politizar de todas maneras,
lo cual a la larga entrañaba riesgos porque podría traerle a él —como
comandante en jefe— y a su gobierno más viento en contra que a favor.
¿Correspondía el formato democracia protegida de Guzmán a lo
que Pinochet quería de la nueva institucionalidad? No cabe duda de que
era un modelo que le acomodaba y que, además, cumplía con su pro-
pósito de cerrarle las puertas al marxismo para siempre. Sin embargo,
quizás tampoco corresponda hacer mucho caudal al respecto. Pinochet
estuvo siempre más interesado en el articulado transitorio que en el arti-
culado permanente de la Constitución. En parte porque sabía que en ese
momento su poder se jugaba ahí, en los artículos transitorios, y en parte
porque sabía que en política, más que en ningún otro frente, puede ser
cierto aquello de que a cada día ha de corresponder su propio afán.
Especialmente en el capítulo dos de este ensayo —“Jaime Guz-
mán y la refundación de Chile”—, Nos fuimos quedando en silencio
III
transición chilena fue al final del día una gran transacción, lo que se ha
llamado una gran “transaca”. Esa dimensión está asociada al escenario
externo. Fueron momentos decisivos y de gran efervescencia. Las op-
ciones del gobierno de Aylwin, que a muchos hoy les parecen tibias y
entreguistas, no pueden ser descontextualizadas del momento que le
correspondió vivir. En 1989 la izquierda chilena, sobre todo dentro del
PS, ya había hecho un proceso de renovación intelectual profundo. Los
socialismos reales estaban crujiendo en medio mundo y a fines de ese
mismo año el Muro de Berlín se vino abajo. En pocos meses, la propia
Unión Soviética dejaría de existir. El Consenso de Washington estaba a
la vuelta de la esquina. Siendo así, es más que explicable que el gobier-
no de Aylwin haya elegido el camino que tomó. Lo que sigue siendo
discutible es que no lo haya explicitado honestamente.
IV
te la primera mitad del gobierno del Presidente Piñera fueron eso: una
evidencia de ruptura, un síntoma de que los entendimientos asociados
a la transición habían perdido piso en el plano político y de que el país
entraba a una fase de polarización política mucho mayor. Así y todo, se-
ría un error no incorporar a la nueva ecuación el curso que tomaron los
acontecimientos desde el año 2011 hasta el día de hoy, puesto que este
itinerario también entrega razones para observar que la ruptura en los
hechos fue mucho mayor en la clase política que en la base de la socie-
dad chilena. De otro modo, no se explicaría el creciente rechazo que el
programa de reformas del actual gobierno —elaborado casi a la medida
de las demandas del movimiento estudiantil de entonces— comenzó a
encontrar a muy poco andar tras el retorno de la Presidenta Bachelet
a La Moneda. Este hecho quizás no pone en entredicho que hubo una
ruptura, pero cuando menos debiera obligar a poner en remojo, y por un
buen rato, el diagnóstico del inicio de un nuevo ciclo político que —co-
reado por el oficialismo y refrendado por numerosos analistas— acom-
pañó la instalación del segundo gobierno de la Presidenta Bachelet. Por
lo visto esta premonición estuvo lejos de cumplirse. ¿De qué nuevo
ciclo político puede hablarse cuando los dos liderazgos de mayor peso
en el escenario político actual son precisamente dos ex presidentes que
—justo— desde muy temprano se desmarcaron de la aventura refunda-
cional de esta administración?
Mansuy desde luego no entra a esta contingencia y hace bien en no
hacerlo. Aun si el gobierno de la Nueva Mayoría fuera un fracaso polí-
tico —y todo indica que lo está siendo—, esta circunstancia no implica
la derrota intelectual del tinglado ideológico que en parte lo sustentó,
incluyendo varios de sus aspectos más refundacionales. El libro analiza
a fondo el nuevo paradigma planteado por Atria a partir de la negación
del orden neoliberal y se detiene en los alcances, los reduccionismos y
debilidades de lo que el mismo Atria llama el “régimen de lo público”.
Al menos en un primer momento, esta propuesta no consiste en un re-
greso a las trincheras del estatismo, sino en una manera de entender y
organizar la vida colectiva que, reivindicando el sentido de comunidad
y pasando la aplanadora sobre el egoísmo intrínseco al mercado, expan-
de los derechos sociales y contrae, posiblemente en la misma medida,
el espacio donde el mercado puede operar. La expansión, eso sí, apunta
el libro, sería al costo de homogeneizar y uniformar los bienes sociales
llevó a cabo una agenda social más que atendible y, además, reconstru-
yó prácticamente todo lo que el terremoto había echado abajo. No es
poco. Pero no tuvo épica.
Tal vez no haya que minimizar la responsabilidad política del
gobierno de Piñera en el naufragio de la derecha en las elecciones del
2014. Pero, al efectuar ese análisis, también es importante reconocer
que la derecha arrastraba un déficit político muy anterior a su adminis-
tración. La suya, la de Piñera, fue la primera victoria de la derecha en
50 años, e incluso en más, puesto que Alessandri llegó a La Moneda
sólo con poco más de un tercio de los votos. En esa época no había se-
gunda vuelta.
Es posible que el tipo de liderazgo de Sebastián Piñera conlleve
limitaciones narrativas serias. Piñera se maneja mejor en números que
en prosa. Y, aunque se esfuerce, la poesía no es lo suyo. Pero en esto no
digamos que es muy distinto a su sector. La derecha chilena nunca ha
sido muy exitosa a la hora de explicitar el tipo de sociedad, de país, que
quiere para Chile. La derecha es elocuente cuando plantea lo que no le
gusta —está claro que no le gustó ninguna de las tres reformas básicas
del actual gobierno de Bachelet, y mucho menos la idea de una nueva
constitución—, pero se queda callada cuando se le pregunta qué país le
gustaría construir. ¿Construir? ¿Para qué, si ya está construido? Desa-
rrollarlo a lo mejor sí, de todas maneras; construirlo, no.
En cualquier caso, no deja de ser llamativo que el ex Presidente, no
obstante todas las limitaciones políticas que pueda tener, haya vuelto a
instalarse con ventaja en el actual escenario político. Algo debe haber
en su carácter, en su liderazgo, que otra vez vuelve a interpretar a un
sector importante de la ciudadanía. Es posible —por supuesto— que su
gestión haya crecido en función del mal desempeño del actual gobierno.
También es posible que se lo vea como el político más calificado para
“arreglar” lo que la actual administración descompuso. Pero, ¿llega el
asunto sólo hasta ahí? ¿O la gente está viendo en Piñera algo que los
analistas políticos no están viendo? Los próximos meses van a ser muy
clarificadores a este respecto. No sólo por el clima anímico en que ten-
drá lugar la próxima elección presidencial; también por el mensaje en
torno al cual Piñera quiera desarrollar su eventual campaña.
¿Quién tiene épica y dónde puede encontrarse algo parecido a eso
en la derecha? Me consta que la hay, claro, en los textos de los Padres