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Daniel Mansuy, Nos fuimos quedando en silencio.

La agonía del Chile de la


transición (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2016).

RESEÑA

LA DERECHA CHILENA VUELVE A PENSAR

Héctor Soto

E n lo menos, el reciente ensayo de Daniel Mansuy es una reflexión


inteligente sobre los desajustes y las cuentas pendientes que el
sistema político tiene con el Chile de hoy. En lo más, es una certera ex-
plicación de las lógicas que presidieron el proceso de nuestra transición
política, las cuales, junto con introducir serias distorsiones en el discur-
so a los partidos a partir de los años 2000, dieron lugar a potentes mani-
festaciones de malestar social cuando la centroderecha ganó la elección
presidencial del año 2010.

Aunque se han hecho muchos análisis de las singularidades y


complejidades de nuestra transición política, probablemente nadie has-
ta ahora había identificado con tanta claridad y agudeza como Daniel
Mansuy los subentendidos y contradicciones que tuvo este proceso.
Qué duda cabe —en principio, al menos— que fue un proceso
exitoso. Exitoso, porque le permitió al país pasar de la dictadura a la
democracia sin grandes traumas, sin estallidos de violencia y con una
economía que, lejos de resentirse, se potenció en los años siguientes de

Héctor Soto. Abogado, periodista, crítico de cine. Columnista político y asesor de


la dirección del diario La Tercera. Autor de Una vida crítica, 45 años de cinefilia
(Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2013). Email: hesoto48@gmail.
com.
El autor agradece las sugerencias y observaciones de Cristián Bofill al borrador de
esta reseña.

Estudios Públicos, 144 (primavera 2016), 313-340 ISSN: 0716-1115 (impresa), 0718-3089 (en línea)

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tal manera que dio lugar a uno de los períodos más prósperos de nuestra
historia como nación.
Efectivamente, no son muchos los países que han logrado realizar
este tránsito ordenadamente, y costaría bastante encontrar alguno que
lo pudo hacer mientras aún estaba vivo el jerarca máximo del régimen
autoritario anterior. España también hizo una transición exitosa, pero la
hizo cuando Franco ya había muerto y se hizo posible —no sin dificul-
tades, claro— un acuerdo político transversal que, con el patrocinio de
la Corona, condujo a la promulgación de una nueva constitución. Ar-
gentina se reencontró con la democracia en 1983, pero fue sólo después
de que las Fuerzas Armadas de ese país hubiesen sido derrotadas por
Inglaterra en el campo de batalla, a raíz de lo cual se les hizo imposible
seguir dándoles sustento político a los gobiernos militares que desde
1976 habían encabezado sucesivamente los generales Jorge R. Vide-
la, Roberto E. Viola, Leopoldo F. Galtieri y Reynaldo B. Bignone. La
transición política brasileña también fue muy distinta. Brasil tiene una
matriz y una historia política diferentes a las del resto de los países de
la región. Quizás eso explica que su transición haya sido más gradual.
La dictadura brasileña estuvo mucho menos personalizada que la chi-
lena, y los militares que derrocaron en 1964 al Presidente Joao Goulart,
un político de corte populista que intentó un programa de reformas de
aliento social, sobre todo en el plano agrario y sindical, permanecieron
por poco más de veinte años en el poder. Después de haber reprimido
duramente el extremismo de izquierda e iniciado un cierto proceso de
apertura de la economía, el propio régimen, que siempre operó con un
Congreso tutelado por los militares, después de la derrota del partido
oficialista Arena en las elecciones de 1976, fue acordando los márgenes
de contención para una transición “lenta, segura y gradual”, que cul-
minaría en 1985, con la elección por parte del Congreso de Tancredo
Neves en la presidencia. Neves, que había sido un leal colaborador de
Getulio Vargas y también de Goulart, finalmente no pudo asumir la
primera magistratura debido a las complicaciones posoperatorias que
terminaron por llevarlo a la tumba. El cargo recayó entonces en el vi-
cepresidente José Sarney, un político mucho más a la derecha que el
socialdemócrata Neves, y, tres años más tarde, se dictaba una nueva
constitución federal, que al año siguiente permitiría —con la victoria
de Fernando Collor de Melo— la primera elección presidencial directa

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desde 1964. La elección directa había sido el gran caballo de batalla de


los opositores del régimen militar brasileño.
En Chile todo esto fue muy distinto. Distinto, en primer lugar,
porque la transición fue diseñada por el propio gobierno del general
Pinochet y se atuvo a las modalidades y plazos previstos en el itinerario
de la Constitución de 1980. Distinto, también, porque el régimen, no
obstante haber sido derrotado en el referendo de octubre 1988, siguió
interpretando a una fracción importante de la ciudadanía. Distinto,
porque la cúpula concertacionista, y en particular Patricio Aylwin, esta-
ban por realizar una transición que fuese impecable, cero traumática y
completamente al margen de los pésimos desenlaces que estos procesos
habían tenido en Argentina (donde el proceso derivó en polarización
social, caos, hiperinflación, asalto a los supermercados, al punto de que
el Presidente Alfonsín debió irse de la Casa Rosada antes de terminar su
mandato), en Brasil (donde el populismo fijó en su constitución hasta la
tasa de interés y autorizó la farra fiscal que después le costaría sangre,
sudor y lágrimas a la economía brasileña) y en Perú (donde sube al po-
der el Presidente Belaúnde y hacia fines de su mandato Sendero Lumi-
noso sumerge al país en una verdadera guerra civil).
Y distinto, no en último lugar, porque tanto ese plebiscito como
la elección presidencial del año siguiente —1989— tuvieron lugar en
un contexto de sostenida recuperación económica, que hizo evidente,
después de una larga espera, que el país comenzaba a dejar atrás las
secuelas de la feroz crisis económica de los años 82-84, entregando evi-
dencias más o menos contundentes de que el modelo económico final-
mente funcionaba para los efectos de hacer crecer el producto interno y
mejorar los niveles de bienestar de la población.
Como en el mapa político de América Latina no había nada que
imitar, sino que, al contrario, evitar a toda costa, lo más próximo a un
modelo que tuvo la transición chilena fue el caso español. España, a
la inversa de nuestros vecinos, sí era todo lo que Chile quería ser, con
la gran salvedad de un Pinochet al mando del Ejército: era un país que
se había dividido en forma desgarradora y gracias al pragmatismo de
sus políticos entre fines de los años 70 y los 80 había logrado transitar
hacia una democracia moderna y una economía europea próspera. Era
la cuna del socialismo renovado, un ingrediente indispensable para el
éxito de la Concertación. No está de más recordar que el primer líder de

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la izquierda después de la UP, Ricardo Lagos, se miraba más en Felipe


González que en Salvador Allende. España era el ejemplo de una socie-
dad que no había permitido que las divisiones del pasado bloquearan el
camino de futuro transitando hacia el centro. 
Es a partir de ahí que en Chile se empieza a hablar de centroiz-
quierda y, con menos convicción, también de una centroderecha.
Ese paralelo sigue siendo especialmente interesante hasta hoy, por-
que, con todas sus singularidades y matices, Chile recorrió un camino
durante los primeros 25 años de la Concertación tan exitoso como el de
España: nuestra transición produjo un progreso sin precedentes y por
mucho tiempo sus logros fueron motivo de orgullo nacional. Pero, tal
como allá, o incluso más que allá, en algún momento la transición se
convirtió en una mala palabra, en símbolo de amnesia, de oportunismo,
de transacción y engaño. 
La diferencia es que en España está claro lo que gatilló ese cuestio-
namiento: la crisis financiera de 2008, que Chile sufrió con menos in-
tensidad. Aquí el orden de la transición entró en crisis cuando se instaló
el primer gobierno de centroderecha. Sólo ahí quedó claro cuán feble
era el compromiso de importantes sectores de la Concertación con su
propia obra. Y quedó también de manifiesto cómo el economicismo le
pasaría la cuenta a la derecha. 

II

El libro de Daniel Mansuy explica lo que ocurrió en Chile en los


años 90 remontándose a los propósitos refundacionales que tuvo el
régimen militar. Huelga decir que no se trató de un régimen militar
cualquiera, como quedó claro desde el primer día tras el suicidio del
Presidente constitucional y el bombardeo a La Moneda. A lo mejor en
ese momento los militares sublevados todavía no habían definido el tipo
de gobierno que querían darle al país, más allá del objetivo de sacar a
como diera lugar al Presidente Allende del poder. Es un hecho evidente
que la ambición de cambiar ad aeternum el curso de la historia de Chile
vino después, pero muy poco después. En los primeros pasos que da la
Junta Militar se olió que el interregno no iba a ser breve.
Mansuy plantea que nadie contribuyó mejor que Jaime Guzmán
a perfilar ese régimen y a conferirle su espíritu misional. No lo piensa

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dos veces y coincide con Renato Cristi en que se trata del auténtico
arquitecto del régimen militar. “Es difícil —escribe el autor— sobredi-
mensionar la influencia del líder gremialista desde el principio mismo
del proceso”.1 Aduce en apoyo de su punto de vista el temprano memo-
rándum que Guzmán, en nombre de un improbable “comité creativo”
que desaparecería en la noche de los tiempos, y a pocas semanas del
golpe, dirige a la Junta de Gobierno. El memo parece no estar fechado
y efectivamente es un documento relevante. En ese momento Guzmán
tiene apenas 26 años, una cara de pavo que ya en estos tiempos parecía
de otra época, una facilidad de expresión fuera de lo común y una intui-
ción política poco menos que de contornos animales. Había liderado un
movimiento contrario a la reforma en la Universidad Católica de Chile,
había participado en la campaña de Jorge Alessandri, había sido pane-
lista del programa A esta hora se improvisa, de Canal 13, hacía clases
en la Escuela de Derecho de la Universidad Católica y se estaba desem-
peñando como asesor del general Gustavo Leigh. Pero no mucho más.
Y sin embargo le recomienda a la Junta de Gobierno acudir a lo que él
entendía era una cita con la Historia. Por supuesto, ya era un personaje
influyente y por entonces es casi seguro que el gobierno ya le había
encargado que comenzara a trabajar el texto de la Declaración de Prin-
cipios que el gobierno militar dio a conocer el 11 de marzo de 1974,
documento que acusa el sello inconfundible tanto de sus categorías inte-
lectuales como de su prosa.
Efectivamente, el memorándum es bien notable y Mansuy hace
bien en destacarlo. Guzmán, que siempre creyó más en el poder que
en la virtud, le dice en pocas palabras a la Junta que, con lo que han
hecho hasta ese momento, ya no hay vuelta atrás. O que por lo menos,
habiendo bombardeado el Palacio de Gobierno y teniendo que cargar a
sus espaldas con el suicidio del Presidente Allende, habiendo detenido a
gran parte del aparato político del régimen y habiendo ajusticiado a un
buen número de cabecillas o agitadores, iba a ser difícil, o por lo menos
complicado, volver a la legalidad del Chile de antes. Si volvían atrás, a
muy corto andar ellos mismos, como responsables de la ruptura cons-
titucional, se iban a encontrar en problemas. Lo que debían hacer, por

1 Daniel Mansuy, Nos fuimos quedando en silencio. La agonía del Chile de la

transición (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2016), 24. En adelante,


este libro se citará tan sólo con su número de página.

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lo mismo, era continuar, y apretar el acelerador a fondo. Y aprovechar,


por supuesto, la providencial coyuntura histórica en la que el destino los
había puesto para enderezar, de una vez por todas, los rumbos del país.
Por cierto que eran palabras mayores y por cierto que en esa exhor-
tación había mucho de desmesura. Eran tiempos de desmesura, por lo
demás. El proyecto político de la Unidad Popular de conducir a Chile al
campo de los socialismos reales también había respondido al maximalis-
mo histórico. La refundación del país envolvía un desafío político des-
comunal. En el Chile de entonces, sin embargo, la imaginación dejaba
cabida para proyectos así. No en vano Mario Góngora caracterizó a este
período como de la era de las planificaciones globales.2 Refundar el país
en 1973, en cualquier caso, involucraba muchas cosas. Involucraba, de
partida, una condena no sólo de la traumática experiencia del gobierno
de Allende, sino también del delicado régimen político que a partir de
mediados del siglo XX fue llenando el estanque de la frustración nacio-
nal, primero con los palos de ciego del gobierno de signo antipolítico
encabezado por el general Ibáñez, en seguida con los sesgos patronales
de la gestión de Jorge Alessandri, después con las medias tintas de la Re-
volución en Libertad de Eduardo Frei, para rematar en 1970 con los des-
varíos del ensayo allendista de la vía chilena al socialismo. Nada de todo
eso se salvaba. Entrañaba, además, un rotundo desprecio, en términos
de estrategia de desarrollo nacional, al modelo sustituidor de importa-
ciones que, bajo los auspicios de la Cepal y en general del desarrollismo
regional, se había impuesto en toda América Latina. Entrañaba repudiar
una fracción importante de la historia de Chile del siglo XX, abjurar de
formas de convivencia que tenían indudable arraigo en la sociedad chile-
na, establecer un veto expreso o tácito sobre organizaciones y figuras que
gozaban de amplio reconocimiento y respetabilidad, y ningunear muchas
de las instituciones de esa vieja democracia liberal que, con sus forma-

2Mario Góngora, Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los


siglos XIX y XX (Santiago: Universitaria, 2006). Góngora establece una línea de
continuidad desde la Revolución en Libertad de Frei Montalva hasta la moderniza-
ción liberal del régimen militar. Es la era de las “planificaciones globales”. “El es-
píritu del tiempo —dice Góngora— tiende en todo el mundo a proponer utopías (o
sea, grandes planificaciones) y a modelar conforme a ellas el futuro. Se quiere partir
de cero, sin hacerse cargo ni de la idiosincrasia de los pueblos ni de sus tradiciones
nacionales o universales; la noción misma de tradición parece abolida por la utopía”
(304).

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lidades, papeleos y resguardos formales, habían sido, en opinión de las


nuevas autoridades, incapaces de confrontar, desde los poderes del Esta-
do, desde las organizaciones sociales, desde las universidades, desde la
estructura productiva, desde el campo y las poblaciones, las arremetidas
y presiones del socialismo marxista.
A lo mejor es un reduccionismo personalizar en Jaime Guzmán
todo el diseño político del régimen. Entre otras razones, porque el go-
bierno militar, no obstante las enormes cuotas de poder que fue concen-
trando desde muy temprano el general Pinochet, nunca fue un bloque
enteramente monolítico. El mismo Pinochet fue muy consciente de las
limitaciones de la verticalidad del mando y por eso fue un maestro en
contemporizar, en equilibrar, en contener, en manejar las disidencias
y fisuras iniciales que detectó, antes que en ningún otro frente, en el
Ejército y en las demás ramas de la Defensa, que eran las que más le
importaban, resistencias que con el paso del tiempo fue neutralizando
hasta el momento en que podía comprobar que, atendidas las correla-
ciones internas de fuerzas, podía directamente expurgarlas o destituirlas
sin mayor costo. Es más, una década después de instalado el gobierno y
varios años después de haber expulsado al general Leigh de la Junta de
Gobierno, Pinochet todavía seguía contrapesando en su gobierno a fac-
ciones nacionalistas duras con los Chicago Boys; a gente de orden de la
derecha tradicional, como el ex Presidente Jorge Alessandri, con apara-
tos canallas de seguridad e información; a conservadores sombríos, re-
coletos y poco menos que milenaristas, con tecnócratas de cabeza laica,
modernizada, y abiertos a las oportunidades del exterior. Es cierto que,
en este frágil equilibrio de diferentes sensibilidades y sectores, el con-
flicto y la dispersión a él le convenían. Siempre es bueno dividir para
reinar, y Pinochet fue un astro en no comprometerse demasiado con
ninguna facción por mucho tiempo, precisamente para dejarse siempre
un margen de maniobra que le permitiera seguir arbitrando y erguirse
como último recurso o tabla de salvación.
Pero en lo básico, sí, parece ser cierto que Guzmán fue por lejos
la figura más determinante en el diseño político del régimen militar. Lo
fue no necesariamente porque Pinochet le haya “comprado”, por decir-
lo así, el cien por ciento de sus ideas. Lo fue porque Guzmán también,
antes que un intelectual, antes que el teórico de un modelo político aca-
bado en todos sus detalles, fue un político más dúctil y pragmático de

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lo que parecía, de suerte que fue capaz de ir adaptando y flexibilizando


sus ideas en función de las circunstancias y contextos en que le tocó
operar. Como suele ocurrir en todos los regímenes personalistas, y que
por lo mismo dependen mucho de los humores del caudillo, Guzmán
tuvo períodos de mayor y menor cercanía a Pinochet; hubo momentos
en que estuvo vetado y otros en que los pasó en el congelador. Pero
fue de los pocos que, con más o menos reservas interiores, se mantuvo
incondicionalmente al lado del régimen —al lado, no adentro— hasta el
final. Sabía que en cualquier otra posición —como pieza del engranaje
orgánico, como subalterno de alguien o, por último, como adversario—
su voz iba a pesar bastante menos y en esto su instinto político no se
perdió ni un solo instante.
Guzmán fue el gran adalid de la democracia protegida. Fue el gran
responsable de diseñar una institucionalidad política que, cumpliendo
con los estándares mínimos de la democracia liberal exigidos por la
mayoría de la Comisión Ortúzar (que, dicho sea de paso, se puso a estu-
diar la que iba a ser la nueva constitución a muy corto andar, cuando los
escombros del Palacio de La Moneda todavía estaban tibios), de partida
dejara fuera del juego político a los partidos marxistas y, en seguida,
contemplara tal cantidad de contrapesos, amarres, seguros, quórums
y mecanismos contramayoritarios, que al final la voz de la ciudadanía
gravitara poco en el rodaje de los poderes del Estado.
La democracia protegida es eso. Una democracia a prueba de los
furores de la chusma y de las veleidades circunstanciales del electorado.
Como se ha dicho muchas veces, llevando las cosas a un extremo, es
una democracia donde no importa mucho quién gane y quién pierda,
porque al final las cosas simplemente no pueden cambiar demasiado.
Nunca se terminará de saber si este molde fue responsabilidad
exclusiva de Jaime Guzmán. Es un molde que trasunta no sólo una pa-
rida desconfianza en las mayorías circunstanciales (entendible quizás
a partir de la experiencia de un gobierno que, habiendo ganado con un
tercio de los votos, quiso meter al país en la dinámica del socialismo to-
talitario), sino también una notoria compulsión por despolitizar a la so-
ciedad. En esto, con mayor o menor énfasis, inicialmente estuvieron de
acuerdo todos los partidarios del régimen militar. Correspondía por lo
demás a la demanda de una sociedad demasiado estresada tras la polari-
zación política que el país había vivido durante el gobierno de Allende.

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Está claro que Guzmán estiró esta cuerda mucho más lejos y en eso
siempre encontró acogida en Pinochet. Pero no sólo en él. El equipo
económico también trabajaba en la misma dirección, y muchas de las
creencias y modernizaciones del régimen militar —el plan laboral, los
fondos privados de pensiones, la normativa sobre colegios profesio-
nales y asociaciones gremiales, entre otras— fueron tributarias de ese
ideal. Despolitizarlo todo y al máximo. No hay que subestimar las con-
tribuciones en este rubro que vinieron desde los tecnócratas, que no por
tecnócratas carecían de intuiciones políticas. De hecho, en buena parte
de las políticas públicas que ellos elaboraron late un decidido propósito
de contener las presiones del mundo político, sea que provengan de los
partidos, del sindicalismo histórico o de los organismos internacionales.
Es pertinente recordar, en todo caso, que hacia fines de los años
setenta la despolitización dejó de ser un propósito compartido por todos
los adherentes al régimen. De hecho, a partir de entonces, y especial-
mente en el período de la crisis económica 82-84, los grupos nacionalis-
tas plantearon una y otra vez la necesidad de constituir un movimiento
cívico-militar que le diera al gobierno una base de sustentación popular
más articulada. Pinochet, a pesar de coquetear con la idea, como era su
costumbre, siempre la terminó desestimando, previendo posiblemente
que en ese escenario —que fue el de los uniformados en Brasil, que fue
el Chávez, que es el de Maduro y, bueno, que es el del actual régimen
cubano— las Fuerzas Armadas se iban a politizar de todas maneras,
lo cual a la larga entrañaba riesgos porque podría traerle a él —como
comandante en jefe— y a su gobierno más viento en contra que a favor.
¿Correspondía el formato democracia protegida de Guzmán a lo
que Pinochet quería de la nueva institucionalidad? No cabe duda de que
era un modelo que le acomodaba y que, además, cumplía con su pro-
pósito de cerrarle las puertas al marxismo para siempre. Sin embargo,
quizás tampoco corresponda hacer mucho caudal al respecto. Pinochet
estuvo siempre más interesado en el articulado transitorio que en el arti-
culado permanente de la Constitución. En parte porque sabía que en ese
momento su poder se jugaba ahí, en los artículos transitorios, y en parte
porque sabía que en política, más que en ningún otro frente, puede ser
cierto aquello de que a cada día ha de corresponder su propio afán.
Especialmente en el capítulo dos de este ensayo —“Jaime Guz-
mán y la refundación de Chile”—, Nos fuimos quedando en silencio

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entrega un análisis muy clarificador de los acomodos intelectuales y


políticos que hizo el fundador de la UDI para tender un puente entre
su movimiento y el pensamiento económico de los Chicago Boys. En
principio eran mundos separados. Guzmán provenía del integrismo
católico del cura Osvaldo Lira, del hispanismo conservador de Jaime
Eyzaguirre, y había admirado en el plano económico muy poco antes
el corporativismo franquista. Su primer contacto con el pensamiento
liberal debe haber tenido lugar poco antes de 1970, en el curso de la
campaña presidencial de Jorge Alessandri, cuando el grupo de econo-
mistas formado en Chicago trabajó en la elaboración de un programa
económico alternativo para la candidatura del ex Presidente, que los ge-
rentes e ingenieros que rodeaban al candidato terminaron desestimando
por riesgoso. En general, muchos de ellos todavía tenían una noción del
desarrollo más conectada a los puentes, a las chimeneas y a las torres de
alta tensión que a la iniciativa individual o a la apertura de la economía.
Como quiera que fuera, las primeras aproximaciones de Guzmán y los
Chicago Boys deben haber partido por entonces, como parten estas co-
sas siempre: por vínculos de gradual simpatía y confianza. El asunto es
que, cuando el golpe triunfa, ese programa va a encontrar una segunda
oportunidad y la va a encontrar no porque el pensamiento predominante
en la Junta haya sido liberal (de hecho, en los altos mandos el centra-
lismo estatista se imponía por lejos y siguió imponiéndose hasta bien
entrado el gobierno militar), sino —en concreto— porque éste terminó
siendo el único programa económico coherente que cumplía con los dos
estándares que Pinochet estaba exigiendo antes de hacerlo suyo: que
no estuviera tocado por el fracaso de las fórmulas que el país ya había
probado antes sin éxito, vale decir, en los gobiernos anteriores, y que
estuviera libre de complicidades con el mundo político, el cual —en la
perspectiva de los militares— había sido incapaz de ponerse de acuerdo
para evitar la catástrofe. El programa Chicago, además de ser muy glo-
bal, válido para todos los ámbitos de la actividad productiva, e incluso
para resolver no pocos dilemas del plano político, era nuevo, había
sido concebido por gente joven no contaminada por los partidos, y era
químicamente “puro”, apolítico, que era precisamente lo que el nuevo
gobierno buscaba. Como proyecto, por lo demás, tenía para Pinochet
otro atractivo no menor: estaba en las antípodas de lo que el socialismo
intervencionista y el socialismo revolucionario habían intentado realizar

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en Chile. No había modelo o proyecto que representara mejor un golpe


de timón definitivo y rotundo.
Obviamente que hubo talento político de parte de Guzmán al forjar
esta alianza. Mansuy lo concede. Los Chicago Boys colocaron los pla-
tos, pero de alguna manera el menú pasó a ser el de Guzmán, desde el
momento en que fue quien lo articuló, quien le dio sentido más allá del
plano estrictamente económico. El libro reconoce que Guzmán fue el
gran articulador. Ninguno de los Chicago Boys de la primera hornada,
sin embargo, provenía de la matriz del gremialismo, y fue un acierto
de Guzmán darle una dimensión política al trabajo que estos jóvenes
estaban realizando. Sin ese horizonte político de proyección, tal vez
ni ellos mismos habrían logrado entender el sentido de lo que estaban
haciendo. Pero, reconocido eso, tampoco se sostiene mucho la idea de
que los Chicago eran unos tecnócratas de puro laboratorio, unos mar-
cianos completamente insensibles a las circunstancias del país en ese
momento. No lo eran. No sólo intuían que lo que estaban haciendo en
materia de políticas públicas comportaba alcances ideológicos y va-
lóricos. Como quedó claro en los aportes que haría José Piñera —que
venía de Harvard, no de Chicago— y en varias de las modernizaciones
impulsadas desde fines de los 70 por el equipo económico, las hebras
de la economía y la política no seguían líneas separadas. Los Chicago
Boys fueron menos cándidos o inocentes, políticamente hablando, de lo
que se cree.
Si ésta fue una transacción, bueno, habría que decir que ambos lados
ganaron. Desde luego, creció Guzmán, quien pudo modernizar su cabeza
en una dimensión, la económica, que es crucial para la política moderna;
y los Chicago Boys encontraron en Guzmán a un aliado inesperado y de
peso para resguardar el trabajo transformador. En cualquier caso, las fron-
teras de uno y otro mundo, las del gremialismo y las de los economistas
de Chicago, nunca desaparecieron del todo. Los intereses podían ser con-
vergentes, pero las identidades nunca se fundieron completamente.

III

Los capítulos tres y cuatro del libro, dedicados a la transición, son


probablemente los más clarificadores y originales de este ensayo. Es
más: el análisis de Daniel Mansuy bien podría ser el que mejor explica

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los sobrentendidos de este proceso político, los silencios que la lógica


del continuismo comportó tanto en la derecha como en la centroizquier-
da durante ese período, las distorsiones que introdujo en el juego polí-
tico de los años 90 y los reventones que generó con ocasión del triunfo
de la centroderecha el año 2010, con Sebastián Piñera a la cabeza.
La explicación de Mansuy arranca del momento en que la oposi-
ción al gobierno militar toma conciencia de la imposibilidad de derrotar
al régimen por la vía de las protestas y los paros generales. Observa que
llega el momento en que esta estrategia opositora, que en principio cier-
tamente arrinconó a Pinochet, enajenándole el respaldo de los sectores
medios y de varios gremios, se vuelve contraproducente a raíz del clima
de confrontación y desorden social que impuso, y dada la decisión de
Pinochet de atenerse estrictamente a los plazos previstos por la Consti-
tución. En ese efecto quizás no hubo nada de raro. Chile es un país que
históricamente siempre toleró mejor la injusticia que el desorden. Fue
entonces, ante esa coyuntura que a veces perdemos de vista, cuando,
en una lección de realismo de los sectores más moderados de la oposi-
ción, encabezados básicamente por Patricio Aylwin, el bloque opositor
decide aceptar el desafío de derrotar al régimen dentro de los cauces
institucionales, acatando la legalidad de la dictadura y sin pronunciarse
explícitamente acerca de su eventual legitimidad o ilegimitidad. A partir
de ahí, la oposición comienza a prepararse para el plebiscito de octubre
de 1988.
Que fue una decisión arriesgada, hoy nadie lo discute. Que fue
exitosa, tampoco: Pinochet fue obligado a procesar una derrota que
nunca estuvo en su imaginario ni en los cálculos del régimen. Pero que
esa victoria tuvo costos importantes en términos de higiene política,
como lo plantea Mansuy, es algo que el tiempo se encargaría de demos-
trar, porque —como él lo establece con singular agudeza— la opción
opositora de disputarle el poder a Pinochet en su propia cancha incluía
la condición de someterse al formato de la democracia protegida que
el régimen había dispuesto para cuando entrara en vigor el articulado
permanente de la Constitución. Eso significaba que el vencedor iba a
quedar necesariamente cautivo de una legalidad autoritaria que le iba a
ser muy difícil, si no imposible, modificar.
En principio, hacia 1988 sólo cabían dos opciones para la oposi-
ción ante semejante escenario. Una era la alternativa heroica: denunciar

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el andamiaje institucional como una trampa, lo cual tenía que traducirse


por fuerza en los desórdenes de una ruptura institucional que los sec-
tores moderados de la ciudadanía rechazaban y que la coalición quería
evitar a cualquier precio. La otra era la alternativa pragmática, según la
cual la Concertación se allanaba a entrar a La Moneda, aunque hacién-
dose cargo de las restricciones preestablecidas por la dictadura.
Aparte de la decisión que tomaron los militares de derrocar a
Allende en septiembre de 1973, no hay posiblemente en la historia polí-
tica chilena del siglo XX una decisión de mayor trascendencia que ésa.
En el fragor de la lucha política de entonces es probable que no hubiera
mucha conciencia en la Concertación de Partidos por la Democracia de
lo que traía aparejado una y otra opción. Rechazar el plebiscito quizás
hubiera significado prolongar por varios años más la dictadura. Pero
utilizarlo como puerta de salida obligaba a reconocer una serie de co-
sas que, bien dimensionadas, y sopesándolas con la cabeza fría, podían
amargar bastante el sabor de la victoria del No el día 5 de octubre.
No sólo eso. El hecho de que la economía estuviera en ese mo-
mento repuntando hacía que el puzzle fuera incluso más complicado.
Cuando la propia oposición advirtió que el modelo estaba funcionando
bastante mejor de lo que la tecnocracia concertacionista había previsto,
puesto que a partir de 1985 todos los indicadores de actividad mos-
traban que el país estaba progresando, cosa que desde luego era im-
presentable reconocer en términos políticos, es obvio que el precio de
desmontar el esquema económico se fue a las nubes. Lejos de incurrir
en ese costo, esa misma tecnocracia concluyó que lo que correspondía
entonces más bien era protegerlo; protegerlo en los hechos, no en el dis-
curso, introduciéndole las modificaciones mínimas para demostrar que
el nuevo gobierno venía con una sensibilidad social que la dictadura
no había tenido, pero dejando en lo fundamental intactas las bases del
sistema.
En ese momento —dice Mansuy— se genera “una convergencia
indesmentible, pero una convergencia que la Concertación no está en
condiciones política de reconocer” (69) ¿De qué convergencia estamos
hablando? El autor la plantea en los términos siguientes: “Desde el
principio, la coalición liderada por Patricio Aylwin se vio obligada (al
menos así lo explica Boeninger) a asumir una postura doble, rayana en
la hipocresía: se convergía con el régimen (militar) sin reconocerlo, se

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seguía una política económica de continuidad con la de Büchi, pero eso


era negado en el discurso. Ningún régimen político puede sobrevivir
demasiado tiempo en un desequilibrio de esta naturaleza. Hay en ese
desajuste algo profundamente extraño, una tensión imposible de ocultar
indefinidamente” (69).
Si para Mansuy Jaime Guzmán es el gran arquitecto político del
régimen militar, Edgardo Boeninger, posiblemente la cabeza más fría
e ingenieril del conglomerado, es el cerebro de la Concertación que vio
con mayor claridad ese desajuste. Es interesante esta personificación del
gran dilema que planteó nuestra transición política y aquí Mansuy se
anota otro triunfo. El rostro de Guzmán y Boeninger está en la portada
del libro, en un juego fotográfico que les impide mirarse de frente, no
obstante que ambos parecen tener plena conciencia del otro. Entre los
dos personajes se advierte incluso cierta tensión dramática. Hay una
cita un poco alambicada de Boeninger, de su libro Democracia en Chi-
le, que es muy reveladora de la complicidad que hizo posible el proce-
so: “Las propuestas del programa —se refiere Boeninger al gobierno de
Aylwin— comprometieron un marco para el orden económico que, sin
perjuicio de sus evidentes propósitos electorales, tuvo el sentido más
profundo de reducir el temor y la desconfianza del empresariado y de
la clase media propietaria, condición necesaria para poder sostener, en
democracia, el crecimiento sostenido de la economía logrado a partir
de 1985. De modo indirecto, el éxito económico postrero del gobierno
militar influyó significativamente en las propuestas de la Concertación,
generando de hecho una convergencia que políticamente el conglome-
rado opositor no estaba en condiciones de reconocer”.3
De acuerdo: no estaba en condiciones de reconocer toda vez que
se tolere un poco de maquiavelismo en el análisis. Porque es obvio que
existía algún margen para ese reconocimiento. Lo concreto, sin embar-
go, es que no se hizo. Lo que se hizo fue muy distinto. Lo que hizo la
Concertación fue, primero, aceptar el poder; en qué cabeza podía caber
que lo rechazara. Lo segundo fue preparar un buen discurso de salve-
dades retóricas: vamos a gobernar, pero lo vamos a tener que hacer con
una institucionalidad que no nos gusta. Y vamos a impulsar el desarro-
llo del país, pero lo tendremos que hacer operando un modelo mercanti-

3 Edgardo Boeninger, Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabili-

dad (Santiago: Andrés Bello, 1997), 368-369.

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lista, competitivo, poco solidario, abusivo e ilegítimo, que tampoco nos


gusta ni nos interpreta.
Electoralmente no hay duda de que la fórmula funcionó. Permitía a
la coalición presentarse como víctima, cosa que después de la dictadura
daría lugar a una verdadera industria, el victimismo, y permitía además
a las dirigencias del conglomerado, a pesar de la impostura, dormir con
la conciencia tranquila por el hecho de estarle haciendo un servicio a la
patria. Había ahí, sin embargo, una duplicidad que, no obstante tener
buenos retornos políticos en el corto plazo, terminaría generando, no ya
respecto del modelo sino respecto de la propia obra de la Concertación,
un sentimiento de desafección (de vergüenza, incluso, en la vertiente
más autoflagelante) que se saldría de control tiempo después.
Si para Daniel Mansuy tiene sentido apuntar a la brecha entre lo
que la Concertación hacía y lo que sus dirigentes decían no es por ra-
zones de purismo ético. No es sólo porque en principio un país resulta
más sano si sus políticos dicen lo que hacen y hacen lo que dicen. Aquí
el asunto, como bien apunta el autor, tuvo una dimensión más práctica,
al tender sobre la política chilena un manto de silencio compartido tanto
por la derecha como por la centroizquierda. Ese silencio es el que da
título al libro. La frase proviene de “Nos fuimos quedando en silencio”,
una balada de Schwenke y Nilo que condena el entreguismo de la tran-
sición. La derecha acató el silencio porque era el sector menos interesa-
do en agitar las aguas con discusiones políticas mientras el modelo si-
guiera funcionando; para gran parte de la derecha, la despolitización es
el trofeo que conceden los dioses a las sociedades que funcionan bien.
En la centroizquierda, por su parte, el silencio fue una gran comodidad
porque hizo inviable una discusión que bien podría haberla llevado a
conceder que sus gobiernos habían seguido efectivamente anclados a
herencias de la dictadura.
El problema, como apunta Daniel Mansuy, es que cuando se rompe
el dique, cuando los consensos se rompen, cuando la Concertación es
derrotada por Piñera el año 2010, se desatan las furias, las furias de una
izquierda y de un movimiento estudiantil que ya hacía tiempo venía
manifestando su malestar con la modernización concertacionista. Y
también las furias acumuladas de la propia Concertación, a raíz de su
hipotética aversión al modelo que había debido administrar sin mayores
transformaciones por culpa de la derecha inmovilista. Así las cosas, en

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la medida en que nadie estuvo dispuesto a defender los consensos que


acompañaron a nuestra transición, puesto que como apunta el autor era
un hijo que nadie asumía realmente como propio, “éste estaba condena-
do a volar por los aires apenas los motivos extrínsecos se esfumaran”
(105). A su juicio, el día que la Concertación se encontró en el primer
gobierno de Bachelet con una mayoría parlamentaria en ambas cámaras
no supo qué hacer con ella, pues dicha coalición no estaba concebida
desde una auténtica vocación mayoritaria. “Pero cuando la Concerta-
ción fue derrotada en las urnas —plantea él—, pudo descargar toda la
rabia contra su pasado. Así renegó de él, invitó a los comunistas a la
mesa, obstruyó en todo lo que pudo al gobierno de Piñera y asumió para
sí las consignas del movimiento estudiantil del 2011, sin mediar mayor
reflexión ni distancia crítica” (105).
Este libro echa mucha luz sobre estas distorsiones y sobre las
medias verdades acuñadas durante las cuatro administraciones concer-
tacionistas. La mezcla de confusión y exaltación con que la centroiz-
quierda asistió a las manifestaciones sociales y estudiantiles del 2011
fue reveladora de un evidente oportunismo político, de la necesidad de
no quedar al margen de los nuevos vientos que estaban soplando sobre
la sociedad chilena, pero también de un extendido sentimiento de culpa
por haber acatado el modelo en la práctica, no obstante los reparos polí-
ticos que decía tener sobre sus alcances.
Obviamente, la historia habría sido muy distinta si la Concertación
en su momento, en los inicios del proceso, hubiera reconocido con fran-
queza que estaba para jugársela —como efectivamente lo hizo— por un
capitalismo democrático, comprometido con el mercado, con los inte-
reses de los consumidores y con la dinámica expansiva de la economía.
No lo hizo, aunque tampoco lo desmintió. Prefirió la ambigüedad, la in-
definición, porque, por una parte, era una alternativa que políticamente
parecía más conveniente, y, por la otra, le permitía presentarse en el pa-
pel de víctima de los amarres de la dictadura: hacemos lo que podemos
con lo que hay, pero la verdad es que a nosotros nos gustaría otra cosa.
Qué cosa, nunca se supo. Ciertamente, en la impostura envuelta en
esta duplicidad hubo responsabilidad de parte de las dirigencias políti-
cas de la coalición. Era más conveniente no aclarar el punto porque, de
lo contrario, se corría el riesgo de contaminar a la coalición con legados
de la dictadura. Pero el asunto es más serio que eso. Es probable que,

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de haberse reconocido la legitimidad del modelo, la propia coalición se


hubiese vuelto inviable. ¿Habría estado dispuesto el polo de izquierda
a semejante reconocimiento? ¿Hubiese sido presentable para ese sector
político en concreto perdonarle la vida al modelo y relativizar que todo
su discurso opositor a la dictadura había sido básicamente un asunto re-
tórico? Son preguntas que no tienen respuesta fácil.
Lo que sí es indudable es que, al margen de la responsabilidad de
las dirigencias políticas, el silencio de la tecnocracia concertacionis-
ta —desde los ministros de Hacienda y autoridades del Banco Central
para abajo— también es difícil de explicar. Ésta es la gente que admi-
nistró el modelo no sólo en sus líneas gruesas, sino la que incluso lo
perfeccionó en sus capilaridades más finas. Ésta fue además una tecno-
cracia que, a diferencia de los Chicago Boys —que decían no meterse
en política—, sí tenía una conciencia política y ciudadana, templada en
la militancia y en la gesta opositora a la dictadura.
Con el tiempo la propia realidad del país fue debilitando el sub-
terfugio retórico que supuso sostener, en los primeros años de la tran-
sición, que el modelo económico de la Concertación no tenía nada que
ver con el modelo de la dictadura. En la práctica, los hechos fueron
debilitando esta distinción. Muchos economistas se aplicaron con en-
tusiasmo al juego de las siete diferencias: que la Concertación subió el
impuesto aquí y bajó la exigencia sindical de allá; que la subvención
escolar se niveló y las normas sobre concentración se hicieron más exi-
gentes… Pero, en lo grueso, el modelo no cambió. Ajustes más, ajustes
menos, el animal siguió siendo el mismo. Por lo tanto, la manera en que
esta gente adoró lo que en un tiempo hubo quemado y quemó lo que en
otra época hubo adorado, sin que se notara mucho, estableciendo líneas
de continuidad improbables entre el pasado y el presente, entre lo que
antes era negro y ahora era blanco, es un tema bien novelesco y sobre
el cual es difícil sacar conclusiones generales. Cada cual, es probable,
procesó estos conflictos y desgarros a su manera y en privado, no obs-
tante los ribetes públicos envueltos en el acomodo. Un proceso así no se
explica a lo mejor sin alguna dosis de oportunismo, pero también, cabe
suponerlo, porque no se puede andar impostando siempre sin una cuota
importante de conversión interior.
Hay otra dimensión que, en justicia, también debe ser tomada en
cuenta y que obliga a mantener distancia de la idea según la cual la

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transición chilena fue al final del día una gran transacción, lo que se ha
llamado una gran “transaca”. Esa dimensión está asociada al escenario
externo. Fueron momentos decisivos y de gran efervescencia. Las op-
ciones del gobierno de Aylwin, que a muchos hoy les parecen tibias y
entreguistas, no pueden ser descontextualizadas del momento que le
correspondió vivir. En 1989 la izquierda chilena, sobre todo dentro del
PS, ya había hecho un proceso de renovación intelectual profundo. Los
socialismos reales estaban crujiendo en medio mundo y a fines de ese
mismo año el Muro de Berlín se vino abajo. En pocos meses, la propia
Unión Soviética dejaría de existir. El Consenso de Washington estaba a
la vuelta de la esquina. Siendo así, es más que explicable que el gobier-
no de Aylwin haya elegido el camino que tomó. Lo que sigue siendo
discutible es que no lo haya explicitado honestamente.

IV

Si el análisis de la transición corresponde posiblemente al tramo


más polémico y original de Nos fuimos quedando en silencio, quizás el
más denso intelectualmente sea el dedicado al de la ruptura del consen-
so y al examen doctrinario de los planteamientos del profesor Fernando
Atria, a quien Mansuy identifica como la cabeza más influyente en el
plano ideológico del movimiento estudiantil del 2011. Habría sido él
quien mejor leyó lo que estaba pasando y quien tuvo mayor fuerza per-
suasiva frente a los estudiantes para señalarles hacia dónde había que ir.
El libro señala que “no es exagerado decir que el académico captó con
perspicacia que el fin de la transición abría un momento histórico y fue
capaz de proponer principios sobre los cuales pensar el futuro” (106).
Y agrega: “Así como Brunner, Flisfisch y Boeninger habían sentado las
bases de la Concertación en los años 80, Fernando Atria fue uno de los
primeros en pensar, de modo integral, un orden postransición. A Atria,
entonces, le corresponde el mérito —nos guste o no— de haber sido
uno de los pocos que comprendieron la naturaleza del momento, mien-
tras la mayoría de los intelectuales y políticos ni siquiera vislumbraban
la importancia de la pregunta postransición” (106).
Aun cuando muchos lectores puedan disentir de estas observacio-
nes, parece razonable conceder que efectivamente los consensos de la
transición se rompieron. Las expresiones de malestar registradas duran-

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te la primera mitad del gobierno del Presidente Piñera fueron eso: una
evidencia de ruptura, un síntoma de que los entendimientos asociados
a la transición habían perdido piso en el plano político y de que el país
entraba a una fase de polarización política mucho mayor. Así y todo, se-
ría un error no incorporar a la nueva ecuación el curso que tomaron los
acontecimientos desde el año 2011 hasta el día de hoy, puesto que este
itinerario también entrega razones para observar que la ruptura en los
hechos fue mucho mayor en la clase política que en la base de la socie-
dad chilena. De otro modo, no se explicaría el creciente rechazo que el
programa de reformas del actual gobierno —elaborado casi a la medida
de las demandas del movimiento estudiantil de entonces— comenzó a
encontrar a muy poco andar tras el retorno de la Presidenta Bachelet
a La Moneda. Este hecho quizás no pone en entredicho que hubo una
ruptura, pero cuando menos debiera obligar a poner en remojo, y por un
buen rato, el diagnóstico del inicio de un nuevo ciclo político que —co-
reado por el oficialismo y refrendado por numerosos analistas— acom-
pañó la instalación del segundo gobierno de la Presidenta Bachelet. Por
lo visto esta premonición estuvo lejos de cumplirse. ¿De qué nuevo
ciclo político puede hablarse cuando los dos liderazgos de mayor peso
en el escenario político actual son precisamente dos ex presidentes que
—justo— desde muy temprano se desmarcaron de la aventura refunda-
cional de esta administración?
Mansuy desde luego no entra a esta contingencia y hace bien en no
hacerlo. Aun si el gobierno de la Nueva Mayoría fuera un fracaso polí-
tico —y todo indica que lo está siendo—, esta circunstancia no implica
la derrota intelectual del tinglado ideológico que en parte lo sustentó,
incluyendo varios de sus aspectos más refundacionales. El libro analiza
a fondo el nuevo paradigma planteado por Atria a partir de la negación
del orden neoliberal y se detiene en los alcances, los reduccionismos y
debilidades de lo que el mismo Atria llama el “régimen de lo público”.
Al menos en un primer momento, esta propuesta no consiste en un re-
greso a las trincheras del estatismo, sino en una manera de entender y
organizar la vida colectiva que, reivindicando el sentido de comunidad
y pasando la aplanadora sobre el egoísmo intrínseco al mercado, expan-
de los derechos sociales y contrae, posiblemente en la misma medida,
el espacio donde el mercado puede operar. La expansión, eso sí, apunta
el libro, sería al costo de homogeneizar y uniformar los bienes sociales

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en sectores como la educación, la salud y las relaciones laborales. Este


costo, en términos de autonomía personal y libertad, y también de di-
versidad, podría no ser menor.
El ajuste de cuentas de Mansuy con este planteamiento es analíti-
co, minucioso y sosegado. Quizás hasta excesivo. Su crítica es desde
luego puramente intelectual, porque hasta hoy el régimen de lo público
no pasa de ser, más que una abstracción, una promesa utópica de reco-
nexión del sentido de autonomía y libertad que mueve a las personas
con los intereses generales de la sociedad. En ese plano, la teoría segu-
ramente puede funcionar mejor que si alguna sociedad, en alguna época
y en alguna parte, la hubiese transformado en experiencia histórica. La
historia siempre ensucia las utopías y Atria tiene suerte en poder desple-
gar la suya sin mancharse con el barro de la historia.

Los capítulos finales de este ensayo son una apasionada reivindica-


ción de la política, de la política entendida como ese ámbito que confie-
re sentido a la vida en sociedad, ese ámbito donde se definen y arbitran
los intereses superiores de un colectivo, donde acuden, conversan y dis-
putan —libre, gratuita y civilizadamente— distintas miradas de mundo
y de país, y donde las sociedades modernas intentan integrar o unificar
lo que la historia, las desigualdades, el mercado, los privilegios y los
infortunios individuales o de grupo tienden a separar y disociar. La
política, en la medida en que convoca e interpela a todos, es una gran
generadora de sentido y de conexión entre la gente.
Esa dimensión de la política es la que mantiene el sentido de co-
munidad en el cuerpo social y es también la que hace diferente el mane-
jo de los asuntos de un país del manejo de una empresa o corporación.
Desgraciadamente, quizás no haya sector político con mayores
dificultades que la derecha para entender y asumir estos alcances. Allí
donde la izquierda florece y el centro político califica de manera razo-
nable, la derecha suele reprobar. Y reprueba por su realismo brutal, por
creer que la batalla de las ideas es una pérdida de tiempo y porque tiene
una resuelta aversión a todo lo que huela a pensamiento utópico. Así
las cosas, la derecha suele quedarse con dos nociones especialmente
empobrecedoras o tóxicas de la política. La primera es la de la política

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como operación fáctica, aquella que se lleva a cabo tras bambalinas y


que tiene al dinero y al lobby entre sus grandes armas de presión. La
segunda noción es igualmente empobrecedora pero menos sombría, al
asumir —con tanto candor como miopía— que lo único que importa en
el espacio público es hacer muchas “cosas”, hacerlas bien y al margen
de consideraciones politiqueras que lo único que hacen es dividir, pola-
rizar y tensionar innecesariamente a la sociedad.
Con semejante mochila de convicciones y prejuicios, no tiene nada
de extraño que esa derecha se haya entregado en cuerpo y alma al régi-
men militar. Fue música celestial para sus oídos en al menos dos deri-
vadas: si todos somos chilenos, entonces no hay divisiones ideológicas
o sociales que valgan; y si Chile está primero, entonces lo que procede
es despolitizar, porque no hay manera más efectiva de inmunizar a los
ciudadanos contra el divisionismo de los partidos y la acción, siempre
soterrada, siempre torva, siempre destructiva, del marxismo disociador
y extremista.
Huelga decir que la dictadura inoculó con especial éxito un vi-
rus adicional a la sensibilidad del sector. Era un virus incubado en los
asépticos laboratorios de su proyecto modernizador: el economicismo.
¿En qué consiste? Básicamente, en el simplismo de considerar que la
única dimensión que importa en la vida colectiva es la económica, en
el equívoco de plantear que basta una buena planilla Excel de costos y
beneficios para resolver la totalidad de los conflictos y de las tensiones
ideológicas o de clase que coexistan en la sociedad. También, en el
error de pensar que lo único que cuenta es solucionarle los problemas a
la gente, y no andar preguntándole de dónde viene, en qué cree, qué la
motiva y adónde le gustaría llegar. La política es una cosa concreta, de
eficiencia básicamente, y no esa entelequia especulativa y palabrera que
confunde la mente de las personas y la llena de odiosidades. La política
es hechos, resultados, cifras; no palabras, sortilegios, intenciones o pro-
mesas. Políticas públicas, sí. Política a secas, no.
Daniel Mansuy —académico muy joven, nacido cinco años des-
pués del golpe, director del Instituto de Filosofía de la Universidad de
los Andes, director de estudios del Instituto de Estudios de la Sociedad
y miembro del grupo de nuevos intelectuales de derecha que Joaquín
García Huidobro bautizó como “conservadores heterodoxos”— le da
duro a la derecha en este plano y se suma a varios otros ensayos re-

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cientes de jóvenes intelectuales que reflexionan en este mismo sentido,


culpando al sector de su incapacidad de desplegar una narrativa política
convincente acerca del proyecto que la guía y que busca para el país.
A estas alturas, ya existe una masa crítica considerable en torno a los
vacíos de orden político e ideológico de la derecha. Más allá de una
economía dinámica y próspera, ¿qué tipo de sociedad quiere la derecha
y en qué está que no despliega su proyecto? Con más o con menos ma-
tices, hacia allá apuntan los dardos de Pablo Ortúzar y Francisco Javier
Urbina en Gobernar con principios: ideas para una nueva derecha4,
Gonzalo Arenas en Virar derecha: historia y desafíos de la centrode-
recha en Chile5 y Hugo Eduardo Herrera en La derecha en la crisis del
bicentenario6. Pero hay varias otras contribuciones. Están los libros de
Axel Kaiser, sobre todo, La fatal ignorancia: la anorexia cultural de la
derecha frente al avance ideológico del progresismo7, que enfatiza en el
repliegue y la deserción de la derecha en la batalla de las ideas. Entre-
guismo, derrotismo, “cosismo”, travestismo, activismo, economicismo,
pragmatismo, pesimismo son algunos de los conceptos más recurrentes.
Son trabajos sin anestesia y de alto contenido crítico. Hacía tiempo que
el bote intelectual de la derecha, más parecido a una balsa que a una
embarcación, una balsa anclada y bien anclada a las viejas verdades de
la libertad y el orden, no se movía tanto.
El aporte de Mansuy es muy sustantivo. Su convicción es que la
falta de refinamiento político de la derecha viene de antiguo y que las
cosas en estos parajes se descompusieron todavía más a partir de las
lecturas de Hayek y Friedman, a los cuales imputa parte de la respon-
sabilidad en el reduccionismo de la mirada sobre el espacio público que
la derecha chilena ha tenido en los últimos años. Mansuy, que es doc-
torado en filosofía en Francia y que intelectualmente está mucho más
próximo al liberalismo de Raymond Aron que al de los popes del llama-
do pensamiento neoliberal, tiene cuentas pendientes especialmente con
Hayek. Piensa que siendo muy brillante al hablar de mercado y desen-
trañar la lógica de las relaciones económicas, Hayek inevitablemente se
queda corto al pasar a la esfera política. No la entendería en todas sus

4 Santiago: Libertad y Desarrollo, 2012.


5 Santiago: Ariel, 2014.
6 Santiago: Ediciones UDP, 2014.
7 Santiago: Democracia y Mercado, 2009.

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complejidades valóricas e históricas. A su juicio, no reconoce bien el


peso de la historia y de la ética en las decisiones de los individuos, no
obstante la fuerza con que el Premio Nobel de Economía 1974 reivin-
dica en diversos textos suyos el peso de la historia, de las costumbres,
de los códigos de sociabilidad y colaboración con que los individuos
se han manejado por espacio de siglos con miras a construir modelos
pacíficos de convivencia y modelos efectivos de cooperación. De he-
cho, Daniel Mansuy escribió a este respecto un ensayo especialmente
polémico, “Liberalismo y política: la crítica de Aron a Hayek”, que fue
recogido en Subsidiariedad. Más allá del mercado y del Estado.8
No sólo eso. Daniel Mansuy también cree que el apego consciente
o inconsciente de la derecha al concepto de libertad negativa de Isaiah
Berlin (libre es la decisión del individuo no sometido a coacción) ha
impedido al sector —posiblemente no sólo en Chile, sino también en el
mundo— desplegar la otra dimensión de la libertad, la positiva, la que
propone un proyecto tal que estimule y facilite la realización de los in-
dividuos en un contexto de comunidad y armonía social.
¿Será por eso —se pregunta uno— que a la derecha, en general,
no se le da muy bien eso que a la izquierda le resulta fantástico y que
consiste, básicamente, en dibujar un espléndido horizonte de promesas
donde todos tendrán cabida, todos serán iguales y donde incluso los
más postergados encontrarán reparación justa?
Yo al menos tengo serias dudas a este respeto. Hay que reconocer-
lo: no es fácil componer narrativas movilizadoras y de contornos épicos
desde la derecha. Pareciera que el principio de realidad —el pobre,
denostado y descarnado principio de realidad desde el cual la derecha
entiende no sólo la política, sino también la vida— impide volar alto,
incluso a nivel retórico. La gente, salvo contadas excepciones, casi nun-
ca parte de la derecha. Pero son muchos, sin embargo, quienes en algún
momento llegan a la derecha. Llegan por desconsuelo, por realismo, por
las dudas o por culpa de reiterados fracasos, entre otras muchas razones.
Borges decía que su conservadurismo era una forma de escepticismo y
eso sin duda que interpretaba a la derecha de matriz conservadora. Hace
pocos meses escuchaba a Mario Vargas Llosa en su discurso de acepta-
ción del doctorado honoris causa que le confirió la Universidad Diego

8 Pablo Ortúzar, ed. (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2015).

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Portales, donde trazó el recorrido de su itinerario intelectual desde el


comunismo hasta el liberalismo de Margaret Thatcher, y a cualquier ob-
servador debe haberle llamado la atención que el suyo era un itinerario
de pura duda, de pura desilusión. Con dudas y desilusiones —pensé—
podrán combatirse supercherías y mistificaciones, pero es bien difícil
que con estos insumos las masas puedan movilizarse.
Difícil aunque no imposible, es cierto. Sospecho que los grandes
íconos del triunfo de la derecha sobre la izquierda de fines del siglo
XX —Mrs. Thatcher y el Presidente Reagan— llegaron al gobierno no
sólo por la férrea coherencia de sus convicciones o por el fuego telúrico
de sus relatos. La verdad es que alcanzaron el poder porque llegó un
momento en que Inglaterra y los Estados Unidos parecieron tocar fon-
do. Estaban en la ruina, al menos en términos anímicos. El laborismo
estaba empujando derechamente a la sociedad inglesa al subdesarrollo.
El gobierno de Carter había sido tremendamente destructivo de la eco-
nomía estadounidense y su política exterior estaba pisoteando el orgullo
nacional. Eran sociedades muy heridas. No cabe duda de que ambos
articularon un relato de renacimiento y recuperación de contornos ma-
jestuosos. Pero ambos, hay que concederlo, estaban hablando desde
terrenos muy lastimados y baldíos. No conozco bien la experiencia de
David Cameron. Entiendo que apeló mucho al sentido de comunidad y
a la fortaleza de la sociedad civil frente al Estado, muy en línea con los
aportes que hizo Norman Jesse en La gran sociedad 9. Vaya a saber uno
lo que quedó de todo eso después de que el ex Primer Ministro perdiera
el referéndum del Brexit.
Qué resta, entonces, para la derecha chilena, se pregunta uno. Es
fácil decir que Jorge Alessandri hizo un gobierno de gerentes y que
Sebastián Piñera —por no tener relato y, lo que es harto más serio, por
no dejar legado— anduvo por las mismas. Piñera llegó al gobierno
asegurando que él lo podía hacer mejor que la Concertación. Quizás no
sea una tremenda justificación histórica para llegar al poder. Pero llegó.
Respetable. Y, ajustes más, ajustes menos, eso fue exactamente lo que
hizo. Suspendió la siesta, dinamizó la economía, estimuló el empleo,
apretó distintas tuercas del aparato estatal para volverlo más eficiente,
restauró equilibrios macro que se estaban perdiendo, bajó la pobreza,

9 Santiago: IES-Fundación Cientochenta, 2014.

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llevó a cabo una agenda social más que atendible y, además, reconstru-
yó prácticamente todo lo que el terremoto había echado abajo. No es
poco. Pero no tuvo épica.
Tal vez no haya que minimizar la responsabilidad política del
gobierno de Piñera en el naufragio de la derecha en las elecciones del
2014. Pero, al efectuar ese análisis, también es importante reconocer
que la derecha arrastraba un déficit político muy anterior a su adminis-
tración. La suya, la de Piñera, fue la primera victoria de la derecha en
50 años, e incluso en más, puesto que Alessandri llegó a La Moneda
sólo con poco más de un tercio de los votos. En esa época no había se-
gunda vuelta.
Es posible que el tipo de liderazgo de Sebastián Piñera conlleve
limitaciones narrativas serias. Piñera se maneja mejor en números que
en prosa. Y, aunque se esfuerce, la poesía no es lo suyo. Pero en esto no
digamos que es muy distinto a su sector. La derecha chilena nunca ha
sido muy exitosa a la hora de explicitar el tipo de sociedad, de país, que
quiere para Chile. La derecha es elocuente cuando plantea lo que no le
gusta —está claro que no le gustó ninguna de las tres reformas básicas
del actual gobierno de Bachelet, y mucho menos la idea de una nueva
constitución—, pero se queda callada cuando se le pregunta qué país le
gustaría construir. ¿Construir? ¿Para qué, si ya está construido? Desa-
rrollarlo a lo mejor sí, de todas maneras; construirlo, no.
En cualquier caso, no deja de ser llamativo que el ex Presidente, no
obstante todas las limitaciones políticas que pueda tener, haya vuelto a
instalarse con ventaja en el actual escenario político. Algo debe haber
en su carácter, en su liderazgo, que otra vez vuelve a interpretar a un
sector importante de la ciudadanía. Es posible —por supuesto— que su
gestión haya crecido en función del mal desempeño del actual gobierno.
También es posible que se lo vea como el político más calificado para
“arreglar” lo que la actual administración descompuso. Pero, ¿llega el
asunto sólo hasta ahí? ¿O la gente está viendo en Piñera algo que los
analistas políticos no están viendo? Los próximos meses van a ser muy
clarificadores a este respecto. No sólo por el clima anímico en que ten-
drá lugar la próxima elección presidencial; también por el mensaje en
torno al cual Piñera quiera desarrollar su eventual campaña.
¿Quién tiene épica y dónde puede encontrarse algo parecido a eso
en la derecha? Me consta que la hay, claro, en los textos de los Padres

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Fundadores de los Estados Unidos. La hubo en los imponentes discur-


sos sobre la igualdad del Presidente Lincoln. No la hay, hasta donde yo
sé, en las cartas de Portales, que son un portento de cazurrería chilena y
realismo criollo. Tiene que haberla habido, supongo, en El León, Arturo
Alessandri. No sé si era épica —¿o franco populismo?— lo que hubo
en Eduardo Cruz-Coke. Siempre me quedó grabada una frase suya que
puede envolver tanto una mentira de profundidades oceánicas como una
verdad poética y de alcances insondables: “Es más fácil construir una
catedral que darle techo a una modesta vivienda social”. Vaya, vaya.
Desde el reencuentro con la democracia, ¿algún candidato de de-
recha construyó algo que pudiera llamarse un relato? No recuerdo en
esta dimensión a ninguno. Büchi rara vez traspasó la esfera del sentido
común y de la racionalidad económica. Arturo Alessandri Besa nunca
pudo calificar, sea porque no pudo o porque no quiso. Joaquín Lavín
apostó la primera vez el todo por el todo al “cosismo” y, poco antes de
su segundo intento presidencial, se había definido como bacheletista-
aliancista. Piñera —ya lo dije— se enfocó en la gestión y la campaña
de Evelyn Matthei ni siquiera logró acuñar en el imaginario político los
ejes de su campaña. Con todas las reservas que pueda inspirar, el que
más cerca estuvo de una narrativa política consistente, creo, fue José
Piñera el 93. Algo hubo en su candidatura media misional de una épica
conectada a la iniciativa, al emprendimiento, al esfuerzo, al mérito, al
ahorro y a la superación. Muy en la línea de Michael Novak, de George
Gilder, de El otro sendero del peruano Hernando de Soto, pero también
de politólogos gringos. Y algo de todo eso, no mucho, me imagino,
puede haber funcionado. Sacó poco más del seis por ciento de los votos.
El último capítulo de este ensayo notable que es Nos fuimos que-
dando en silencio no está quizás a la misma altura. No por casualidad es
el momento en que Daniel Mansuy, haciéndose cargo de las tensiones
entre la modernización y la política, plantea una suerte de rayado de
cancha para cuadrar las grandes disociaciones de la modernidad —la
pérdida de la unidad, las desigualdades, la soledad, el sinsentido de la
existencia, la competencia, la dureza de la vida en un contexto donde
cada cual debe hacerse responsable de su destino— con la política en
el Chile actual. Mansuy exhorta a revisar el funcionamiento de los
mercados, para establecer dónde andan bien y dónde lo hacen menos
bien o francamente mal; a defender una mínima moral cívica, porque no

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es cierto que en las sociedades modernas todo valga igual mientras no


se viole la ley; a reconocer y estimular el trabajo de integración social
que cumplen las organizaciones intermedias como termómetros de una
sociedad autónoma y sana; a rehabilitar las comunidades por la vía de
ciudades más amables y mejor pensadas, con más espacios de sociabi-
lidad y quizás menos malls; a proteger a la familia, a mirar con alguna
perspectiva de futuro las cifras de nuestra realidad demográfica; a darle
un vistazo a la televisión, para al menos tener conciencia de lo que está
diciendo y de los modelos de éxito y sociabilidad que está entregando o
imponiendo…
Qué duda cabe de que en este listado hay temas fundamentales y
aspectos muy rescatables. El arco de preocupaciones tiene además el
mérito de recuperar la interlocución con tradiciones de la derecha que el
sector fue abandonando en las últimas décadas, en parte por el predomi-
nio del pensamiento economicista y en parte también porque la derecha
estuvo por décadas durmiendo siesta. Una larga siesta ideológica. En
el listado de Mansuy hay aspectos que pueden interpretar bien a la de-
recha católica y popular. Otros, a la derecha nacionalista. Con algunos
también podría sentirse interpretada esa derecha socialcristiana a la cual
el planteamiento de los Chicago Boys dejó un tanto malherida.
Pero, al margen de esa convocatoria, que ciertamente es atendible
y sensata, ¿dónde está la épica? Es cierto que pareciera no ser suficiente
para un proyecto político de contornos históricos la exhortación a pisar
el acelerador a fondo para llegar pronto a los 25 mil o 30 mil dólares de
ingreso per cápita. La gente no se mueve ni motiva por metas de este
género. Pero, la pregunta es inevitable: ¿será suficiente un horizonte de
temas razonables como el que plantea este ensayo, que en el fondo no
hace otra cosa que reivindicar un sentido mínimo de sociabilidad que
la derecha ha perdido? ¿Basta esto para convocar, para movilizar, para
encender, para marcar una diferencia, para hacer historia?
No lo creo. Sospecho que la construcción de una narrativa política
potente no es algo que se pueda hacer por libros. Los relatos no son
constructos que salen de la mente de ensayistas o analistas inteligentes.
Los relatos son elaboraciones que conciertan miedos y esperanzas en
dosis y bajo equilibrios muy cambiantes. Son dones que recaen sobre
políticos especialmente inspirados. Las buenas narrativas se parecen
más a una iluminación que a un discurso, más a una canción o himno

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que a un texto programático. No tengo muchas pruebas al respecto,


pero creo que es mejor cuando los relatos apelan también al pasado,
a la historia, a éste o aquel héroe; adquieren a partir de ese momento
mayor densidad y consistencia. Obviamente que es de la esencia de los
relatos que tengan perspectivas de futuro. Para eso es que se articulan;
para salir de una situación de angustia actual y para llegar a una ins-
tancia superior o mejor. Sin proyecto no hay narrativa que se sostenga.
Sin embargo, quizás sea el presente la dimensión más crucial de todas,
porque es en el presente, en el aquí y en el ahora, donde el genio políti-
co encuentra la coyuntura, la motivación y los insumos para desplegar
su sueño, para instar a dar el salto, para salir del pozo, para torcerle la
mano al destino y convertir en oportunidad lo que a todas luces parece
una fatalidad o una condena. ¿Palabrería, retórica, mitificación? Puede
ser. Cuando se opera a nivel simbólico, siempre habrá espacio para acu-
saciones de esta índole.
Está claro además otra cosa, hasta donde puede estarlo, por cierto,
porque en este ámbito todo es muy gaseoso: la construcción del relato
es un chispazo, una llamarada, una epifanía, que nace de la acción po-
lítica pero que se despega de ella pronto, para darle sentido, jerarquía y
urgencia. En la derecha esto es más bien excepcional, pero hay casos:
Churchill, De Gaulle, Thatcher, Reagan…
Ocurre pocas veces. Pero, cuando ocurre, pareciera que todo cobra
sentido. EP

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