Bernabe Prólogo de Idea Crónica

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Prólogo de Idea crónica – Bernabé

Los límites del género

Entre la historia y la literatura, entre el periodismo y la literatura, entre la antropología y la


literatura, estos relatos se constituyen como un espacio en el cual la literatura intercepta con
otros discursos para probar sus límites. Interrogan por la posibilidad de establecer enlaces entre lo
real y el arte de narrar. Desde siempre, la narrativa latinoamericana se ha constituido como un
espacio experimental que conjuga crónica, testimonio, entrevista, ensayo de interpretación, mini-
ficción, narrativa documental, memorias, diario de viajes, informe etnográfico, biografía,
autobiografía.
En las últimas décadas emergió una serie textual que muestra un impulso hacia el
realismo. Son narrativas urgidas por relatar y transferir algo de lo real en esforzada batalla contra
la opacidad irreductible del lenguaje. Esta lucha las reinscribe en la indeterminación genérica que
acompañó desde sus orígenes a la novela cuando, a causa de su ambigüedad constitutiva, se
proponía narrar desde la tensión entre ficción y realidad.
La crónica se confunde con el testimonio y el testimonio no logra distinguirse de la novela
de no-ficción. A partir de la década del ochenta disolución de las jerarquías de la literatura en la
narrativa. Precedente el testimonio de los cronistas de Indias y las relaciones de la Conquista. Si
atendemos a sus inicios americanos, la crónica se aproxima al antiguo arte de la narración oral tal
como lo describió Benjamin. Fusionando la noticia que viene de lejos con los datos provenientes
de la vida cotidiana en una época en que todavía era posible comunicar experiencias, el cronista
de Indias se asemeja a la figura legendaria del narrador medieval. La crónica se alza como matruz
discursiva de la cual se desprende un modo de narrar que arrastra, hasta el presente, vestigios de
su pasado arcaico, entre los más pretensiosos, el de ser registro de un fragmento de la realidad o
de algo de lo realmente vivido. La crónica es un molde discursivo del que se desprenden otras
formas de relato. Intensificó su valor a fines del S XIX y ppios del S XX al proponerse rastrear el
sentido de la vida moderna en la ciudad y narrar los segmentos urbanos bajo lo que Julio Ramos
ha denominado “la retórica del paseo”. En los sesenta se sumó en las crónicas el registro de los
acontecimientos políticos y estudiantiles y el accionar de nuevos movimientos sociales.
Las narrativas del último fin de siglo retoman la senda abierta por las experiencias de la
literatura de no-ficción en su apelación a una dimensión política que sobrepasa el deseo de
testimoniar sobre lo real, lo que se revela en la distancia que establecen, con la retórica del
realismo y con un verosímil fundado en la ilusión referencial. La política del género, primero, se
ejerce sobre la institución literaria desde el momento en que impugna las categorías estéticas que
alimentaban jerarquías literarias basadas en la distinción entre lo auténtico y la copia, entre alta
cultura y cultura popular, entre los medios masivos y las formas consideradas prestigiosas. De ahí
que una de las marcas más notorias del corpus textual que agrupa tanto a la crónica como al
testimonio y a la narrativa de no-ficción sea la insistencia en lo real, aunque bien lejos de la
pretensión de “reflejar la realidad”. Esto se inscribe en la historicidad de las formas y el desarrollo
de las técnicas de reproducción (montaje y collage de imágenes principalmente).
Con el desarrollo de los medios masivos de comunicación, la narración de la crónica
encuentra un feroz competidor en la información, en la noticia del día que siempre viene
acompañada de la explicación de lo sucedido y que progresivamente ha sustituido el conocimiento
surgido de la experiencia por el acopio de datos tan vertiginosos como desechables. Hipertécnico,
hipereficaz, hipervisible, el arte actual se ha vuelto puro simulacro al punto de postular una
realidad virtual que logra un ajuste perfecto con lo real. Los medios de reproducción de alta
tecnología vienen a poner fin al juego de la ilusión a través de la perfección de lo reproducido, de
la reedición virtual de lo real. El proceso llega a su límite cuando una zona del relato
contemporáneo sólo atina a girar en torno al vacío de la imagen de un mundo indiferente.
Hay relatos que parten del presupuesto de que ninguna imagen puede aprehender la
realidad y sin embargo no renuncian a representarla. Estas narrativas manifiestan una
precipitación, un deseo, una aspiración realista. La crónica siguió produciendo textos aunque si
intento residía sólo en exhibir una mirada que aspiraba a captar lo real. A ppios del S XXI los
mejores cronistas son aquellos que se empeñan en encontrar una voz en confluencia con una
mirada como estrategia de percepción de un mundo cada vez más complejo.
Un segundo aspecto distingue a estas formas: están ligadas a un singular proceso de
subjetivación donde personajes y narradores se sitúan en el relato desde la ambigüedad de
pertenecer al mundo de “lo real”. De ahí la permanencia de lo visto y oído o de lo vivido como
forma de legitimación de lo narrado que instalan en el texto en la incierta zona marcada por el
hiato entre la experiencia y su simulacro discursivo. Ésta es la trama que complica al sujeto que
narra al punto de empujarlo a testimoniar incesantemente sobre su propia enajenación. Tal vez
una de las cuestiones por las que merodean las crónicas sea la autofiguración del que escribe
frente a una realidad que se presenta básicamente como inenarrable.
La crónica actual funciona como una suerte de espacio discursivo en el que, a la manera de
un campo de fuerzas, un sujeto mira a su alrededor y se mira a sí mismo. Los narradores de fines
del S XX suelen hablar de esta extrañeza recurriendo a tópicos relativos al desencanto, la desazón,
la marginación y la violencia. También se observa una paulatina desafección de los escritores por
participar en la esfera pública y un debilitamiento del ideal asociativo causado por la caída de la
figura del “escritor comprometido” y la del “intelectual revolucionario” que accionaba desde el
campo literario latinoamericano de las décadas del sesenta y setenta, marcado fuertemente por el
fenómeno editorial denominado boom y por el impacto provocado por la Rev Cubana. En aquellos
años, los debates y las opciones intelectuales junto con la correspondiente coyuntura histórica
facilitaron una inédita confluencia entre vanguardia y estética y vanguardia política. Este esquema
comienza a desarticularse cuando las narrativas abandonan paulatinamente el relato de la utopía
haciendo sentir el efecto provocado por la persecución impuesta por las dictaduras militares, la
progresiva implantación de los modelos neoliberales y el escepticismo generado por la
comprobación de los límites de los proyectos revolucionarios. Con la pérdida de la fe
revolucionaria que cohesionaba el campo, los relatos se han retirado del futuro y se han
desplazado hacia el pasado.
Las crónicas muchas veces constituyen un acto de intervención (tendencia a lo
performativo). Es una operación de interpelación ética que actúa e intercede para que se produzca
el encuentro entre el lector y aquello que permanece invisible a primera vista o aquello que no
vemos/no queremos ver. Intervención como una forma de provocación capaz de desmontar las
posturas e imposturas del simulacro y apuntar a una ética de la representación que se origina en el
lugar del rostro del otro. Es un acto donde la escritura se piensa como un acontecimiento que
busca rozar algo de lo humano sin que medie la lógica hegemónica del consumo ni las
apropiaciones estetizantes de los desechos del sistema ni las explicaciones sociológicas sobre la
alteridad. Frente a la aplastante uniformidad social, algunos textos apelan al humor, otros a la
memoria. En todos los casos, se trata de poner en peligro un mundo administrado por la
indiferencia y la disciplina del consumo.
¿Desde dónde es posible hablar cuando la configuración identitaria ha abandonado toda
fijeza? Carlos Monsiváis y Edgardo Rodríguez Juliá se han vuelto autores clásicos de las nuevas
narrativas porque han logrado resolver con sagacidad los dilemas de representación que plantean
los vertiginosos cambios suscitados en las metrópolis postindustriales. Rodríguez Juliá dice que la
escritura de la crónica le permitió a comienzos de los ochenta, abandonar las grandes imágenes
fundacionales cultivadas por los narradores del boom. Su literatura es ejemplo de una generación
de escritores que siguieron reflexionando sobre las cuestiones de la identidad, lejos de las esencias
cristalizadas en la épica de los héroes, abandonando la monumentalidad de lo sagrado y las
efemérides oficiales que evocan a la patria desde la obligación del calendario. Rodr Juliá se lanzó a
leer la historia de su país desde las lealtades y las tragedias de la carne, y así logró infiltrar de
erotismo el concepto de nación. Inscribir la idea de nación en la dinámica de los cuerpos resulta
liberador y posibilita un cambio, así como tmb resulta amenazador al hablar de la caducidad y
transitoriedad de las culturas.
Los textos de la mayoría de los autores aquí reunidos traman una subjetividad que prefiere
imaginarse en medio de un cúmulo de flujos y corrientes que arrastran desechos y despojos de lo
real junto con motivos de sus propias vidas. Narran a partir del dato aislado y lo moldean
privilegiando lo inconcluso. Son formas sin clausura, sin el comienzo y el final que distingue al
cuento. Accionando con retazos de lo real, pretenden ser signo de otra cosa. Algunos de los textos
son hilos de voces que van a reunirse hacia un punto desde el cual un sujeto decide intervenir en
lo real. Otros sostienen su trama a partir de la suspensión, de la imposición de un paréntesis a las
certezas para argumentar sobre lo entrevisto o poco conocido. También están los que ejercitan la
memoria a propósito del desastre: el terremoto o el huracán suelen ser metáforas de los quiebres
históricos y políticos de una sociedad que no deja de exhibir sus profundos abismos.

La crónica americana: entre la maravilla y el desencanto

La crónica es una fuerza impulsora hacia lo real. Desde los comienzos, en la escritura
latinoamericana lo real exhibe una particular extrañeza. Inmersos en el laborioso proceso de
legitimar su empresa, los primeros cronistas incrustaron la maravilla en el formato propio de los
documentos legales remitidos a la Corona y, desde la ambigüedad que conjuga cálculos
comerciales con leyendas orientales, realizaron el inventario de probables mercancías. A la
manera de un notario, el cronista le otorgó legalidad a sus dichos con la de probatoria de lo visto y
oído. De ahí que la mayoría de las veces deba recurrir a la presentación de testimonios de terceros
o referir a la participación del que escribe en los hechos narrados. La insistencia en la fidelidad a lo
realmente sucedido termina por dar cauce a una “estética de la verdad”. Del registro de los
movimientos de imitación retórica que apuntan a garantizar la autenticidad de lo narrado, R.G.
Echevarría deriva toda una teoría narrativa latinoamericana que comienza con el afán
demostrativo de los cronistas del S XVI.
La persistencia de la crónica en el ámbito hispanoamericano se debe, entre otras cosas, a
que su práctica hizo posible gestionar las bases de la literatura moderna, por un lado aportó a la
fundación de los imaginarios nacionales cuando, próxima al cuadro de costumbre, se lanzó a
capturar voces y personajes de un pueblo que seducía tanto como atemorizaba. Por otro, en el
marco del esteticismo modernista, la crónica permitió forjar un espacio inexistente hasta ese
momento para la práctica de la escritura. Frente a la carencia de bases institucionales que
permitieran proclamar una esfera para el arte separada del mundo de los negocios, la crónica
modernista en general y Rubén Darío en particular, se valieron del periodismo para difundir una
galería de raros personajes que llevaban vida de artistas. A fines del S XIX, la crónica importa no
sólo por los temas que introdujo, sino por ser el espacio donde se manifestaron las nuevas
subjetividades. Al mismo tiempo que proporciona una forma de ganar el sustento diario, la crónica
modernista aporta al proceso de la profesionalización del escritor que pugna por establecer un
territorio específico para su actividad. La crónica se prueba por la extensión de sus limitantes  ej,
Martí para La Nación.

La retórica del mapa

Entre las diversas fronteras de la crónica tmb se encuentra el ensayo de interpretación, la forma
que los escritores latinoamericanos usaron para narrar la nación. La relación alcanza su máxima
aproximación a mediados del S XX cuando los narradores se obsesionaron con la búsqueda de la
identidad americana con cierto afán ontológico. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una
crónica de lo real-maravilloso? Se preguntaba Carpentier autofigurándose un crpnista de Indias
contemporáneo. De este modo pergeñaba una modalidad narrativa que le permitió figurar un
contienente que en pleno S XX tdv aparecía incomprensible y equívoco. En los sesenta, la novela
se convirtió en la crónica de los hechos insólitos que, por artilugio de la imaginación, pasaron a
constituirse en verdad de la vida cotidiana  modelo exitoso: Cien años de soledad. La
desarticulación del verosímil “macondista” se inicia como efecto de los cambios provocados por la
globalización, que impulsó lo que se podría denominar una visión catastrófica de lo real. En este
marco se intensifica la voluntad de testimoniar la persecución impuesta por als dictaduras
militares, la progresiva implantación de los modelos neoliberales y el escepticismo resultante de la
comprobación de los límites de los proyectos revolucionarios de las décadas del 60 y 70. Sin
embargo, la retracción hacia lo privado y lo íntimo se constituye a partir de la virtualidad de redes
interconectadas de maneratal que el espacio doméstico presenta una extra-territorialidad capaz
de reconfigurar las relaciones entre lo privado y lo público mediante múltiples superposiciones.
Todo es muy diferente cuando las calles son dormitorio, baño y cocina para personas que han
aprendido a habitar en estado de “vigilancia pública”. Esta dialéctica trama una urdimbre donde
los sujetos pujan por construirse algún territorio de pertenencia. El despojo general trajo
aparejada una profusión de relatos testimoniales donde un sujeto se pone a contar lo que le
sucedió o padeció a causa del desmantelamiento de sus derechos civiles, políticos o sociales.
Rodr Juliá le da otra vuelta al tema de la memoria y el conocimiento, se trata de la
memoria de las catástrofes naturales. Su relato del huracán es la arcilla que da forma a la
narración popular. El poder de la naturaleza es la contracara del poder de la tecnocracia y el
militarismo que amenaza con la destrucción total. Las catástrofes naturales, a diferencia de las que
promueve el poder, constituyen una memoria ancestral que da forma a los mitos colectivos. Aquí
el silencio tiene otro sentido porque se vuelve más productivo: la naturaleza obliga a una escucha
total para que de ella brote la materia de los futuros relatos restauradores de la memoria rota.
Cuando se ofrecen instrucciones para orientar a alguien en la selva de signos que es una
ciudad siempre se corre el riesgo de generar mayor confusión en el interlocutor. Una calle se
continúa siempre en otra. La maraña vial de una gran ciudad suele ser similar a las redes de
conexiones infinitas en la que toca vivir. La densidad de bifurcaciones y sus posibles derivas se
apoderan del relato al punto de que lo que aparenta ser una sencilla descripción de recorridos se
vuelve una suerte de tratado urbano.
Si la clave para entender la mecánica de los objetos en el capitalismo tardío reside en su
valor de exhibición, la crónica es su contrapartida por ser el proceso en que se constituye una
mirada a partir de múltiples recorridos. Ella es revelación en diversos sentidos: irrisión y crítica de
un mundo transmutado en copia falsa y camuflaje y recorrido de un sujeto que reconoce y se
reconoce. Más que nunca quiere ser testimonio de la pérdida de naturaleza y del propio perderse
de los sujetos.

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