Cerruto El Modernismo
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Cerruto El Modernismo
Oscar Cerruto
Las endechas (“canción triste y lamentosa”) sí suelen ser firmadas, pero igual-
mente cumplen una finalidad servicial. No llegan a ser madrigales porque ca-
recen del elemento inventivo; sus imágenes son tópicas, apenas trascripciones
haraganas de la retórica española en boga. Inclusive hay un poeta, José Manuel
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Loza, que escribe sus versos en latín.
* En agosto de 1975, con motivo del Sesquicentenario de la República, el extinto periódico Presencia publicó un
voluminoso número conmemorativo. A Oscar Cerruto se le solicitó se encargara de hablar de la poesía en Bolivia, y
como se ve en este texto que ahora reproducimos, menos que hacer un panorama superficial y amplio pero carente
de médula de la historia de la poesía en el país, el escritor paceño prefirió ocuparse casi exclusivamente del poeta
más importante de la primera mitad del siglo XX: Ricardo Jaimes Freyre. Lo hace, de manera ejemplar, saldando
cuentas con lo vivo (y esencial), y lo muerto de su obra (y del modernismo), por lo cual consideramos valioso volver a
publicarlo en nuestra revista.
El modernismo
Bolivia lo que, literariamente, puede llamarse poesía. Los asuntos del poeta se
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dilatan y polarizan, y, si bien en gran parte son intimistas y cantan (o sollozan)
dolores supuestos o reales, técnicamente el verso se enriquece y el lenguaje
asume una ocupación artística. Algunos poetas descubren también la realidad
y la exaltan en el paisaje, o la enjuician en la anarquía, la violencia y la injusticia
que promueve el caudillismo.
De ahí que para ponderar los alcances y la importancia del movimiento mo-
dernista en la poesía, en lo que concierne a Bolivia, baste detenerse en la figura
de Jaimes Freyre y en su obra -puesto que Tamayo con La Prometheida viene
234 casi veinte años después, y la escritura de su poesía no hace sino refrendar el
imperio de las doctrinas estéticas del modernismo en el país.
Ricardo Jaimes Freyre nació en un suelo que no era el suyo; en las huertas
vecinas crecía el olor de las magnolias, de los tamarindos, de las buganvillas,
mientras poetas y doctores firmaban el acta del advenimiento. Adolescente,
recupera el cielo propio, encuentra el amor, encuentra también la vocación a la
que estaba predestinado.
Más tarde conoce los halagos del mundo; también la soledad y la pobreza. Pero
hiciese lo que hiciese, ya no sería sino el Poeta, ya no sería otra cosa. Compuso
Oscar Cerruto
un libro, Castalia bárbara; ese libro es Jaimes Freyre. Cuentos, discursos, piezas
de teatro, volúmenes de historia, las leyes de la versificación castellana, acredi-
tan su talento y su cultura. Lo que importa es su obra de creador, ese libro que
él levantó como una torre encendida de poesía.
El poeta en 1896
Su arte métrica, qué duda cabe, es una obra inaugural, grávida de sustancia, que
habría asombrado a Ezra Pound, si es que éste no la conoció y fundamentó
en ella sus investigaciones rítmicas. Pero infortunadamente nace en momentos
en que se abren paso otras nociones estéticas, en que la poesía da un vuelco y
emprende por otros caminos, y las Leyes de la versificación castellana se cubren
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injustamente de olvido. Sus tomos de historia tucumana, que apenas se conocen
entre nosotros, deben ser textos notables. Sus cuentos, bueno, sus cuentos no
añaden nada a su gloria y bien pudieron no haberse escrito. Y en cuanto a su
concepto mismo de la poesía, nada nos lega, puesto que cuando le toca enjui-
ciar a Darío, sólo nos encontramos con palabras de exaltación, sin doctrina. Y
únicamente aquella frase en que dejó expresado que “las costumbres indias son
tan exóticas para nosotros como para los europeos, y un poema que celebrara
las hazañas de Huayna Capac pareceríanos tan extraño como el que cantara
Revista número 38 • Junio 2017
las de Gengis Kahn” nos da un vislumbre de lo que hoy estimamos como una
descolocación intelectual, no ya por su connotación menospectiva de una reali-
dad insoslayable, ontológica, sino porque ningún tema puede ser ajeno al poeta,
y menos aquéllos que forman parte de su mundo, dado que poeta y mundo
El modernismo
Queda, pues, solamente Castalia bárbara, con catorce poemas, a los que po-
drían agregarse algunos de “País de sueño”, “Los sueños son vida”, “Anadio-
mena” y “Las víctimas”, con composiciones en parte prescindibles y varias en
las que siguen fulgurando las esplendideces del parnasianismo (“nieve y rosa
su cuerpo, su rostro nieve y rosa y sobre nieve y rosa su cabellera obscura”) y
hasta palmarios rescoldos románticos (“¡Tú no sabes cuánto sufro! ¡Tú, que has
puesto más tinieblas en mi noche, y amargura más profunda en mi dolor!”).
Catorce poemas, digamos el doble. A quienes esto parezca insuficiente, o a
quienes juzgan indispensable una maratón de treinta volúmenes, deberíamos
invocarles la Parábola del palacio, de Borges. No la voy a reproducir, la voy a
mencionar apenas, en mérito a lo que importa.
236 ríos atravesaron en canoas de sándalo, o un río muchas veces. Parecía imposible
que la tierra fuera otra cosa que jardines, aguas, arquitectura, y formas de esplen-
dor. Lo real se confundía con lo soñado. Cada cien pasos una torre cortaba el
aire; para los ojos el color era idéntico, pero la primera de todas era amarilla y la
última escarlata, tan delicadas eran las gradaciones y tan larga la serie. Al pie de
la penúltima torre fue que el poeta (que estaba como ajeno a los espectáculos que
eran maravilla de todos) recitó la breve composición que hoy vinculamos indiso-
lublemente a su nombre y que, según repiten los historiadores, le deparó la inmor-
talidad y la muerte. Unos pocos versos; unas pocas palabras. Lo cierto, lo increíble,
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es que en el poema estaba entero y minucioso el palacio enorme, con cada ilustre
porcelana y cada instante desdichado o feliz de las gloriosas dinastías de mortales,
de dioses y de dragones que habitaron en él desde el interminable pasado. Todos
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callaron. Pero el Emperador exclamó: ¡Me has robado el palacio! y la espada del
verdugo segó la vida del poeta1.
Esta parábola tiene una significación múltiple, pero principalmente nos revela
los poderes de la poesía, nos dice que a la poesía le bastan unas escasas pala-
bras mágicas, un verso a veces, para enajenar una realidad, para apropiarse de
ella, por vasta que sea, recreándola, transfigurándola, magnificándola, al punto
que el modelo palidece, se encoge o se extingue. De ahí que Malraux haya
podido decir: “Los grandes artistas no son los transcriptores del mundo: son
sus rivales”. Pensemos en aquellos clásicos cuyo nombre sigue resonando nada
más que por obra de un soneto, de una composición breve. Lo esencial es que
en esos organismos siga circulando la savia, y que no se hayan convertido en
objetos de museo, a los que se retira del armario para hacerlos funcionar y
después se guardan de nuevo. Jorge Guillen, en su estudio sobre San Juan de la
Cruz, cita al autor del Cántico espiritual como “el poeta más breve de la lengua
española, acaso de la literatura universal”. “Dejando a un lado las composicio-
nes de autenticidad discutible y algunas de menor interés, dice, San Juan de la
Cruz se condensa en siete poesías: una pléyade suficiente”. Y comenta: “Nadie
más lejos del rimador profesional que aquel hombre”2. Mañana podría ocurrir
que el tiempo elija una sola composición de Jaimes Freyre para mantenerla
viva como una rosa de esplendor, ya inmarchitable, ya a salvo del olvido, y que
ese poema fuera Siempre, el que abre el libro. Es un poema paronomástico,
con versos iterativos (peregrina paloma imaginaria se repite tres veces; vuela
sobre la roca solitaria otras tantas) y aliteraciones (ala de nieve, ala (ala leve;
divina hostia, ala divina, hostia, neblina, etcétera) que crean una atmósfera
de misterio, de encantamiento, que, asimismo, misteriosamente, penetra en
nuestro espíritu y nos transporta. No hay aquí una historia, el poema no nos
cuenta nada, no existe ese elemento subordinador que se ha venido en llamar
anécdota. Apenas una paloma simbólica que vuela sobre una roca solitaria. Y,
sin embargo, el poema está urdido en un lenguaje que, siendo incógnito, nos
parece familiar. Vemos, vivimos esa adusta roca solitaria bañada por el mar gla-
cial de los dolores, y nos sentimos ganados por el prodigio de esa trasmutación
del sentimiento alcanzada por el poeta. 237
Ni fruto del azar, ni fruto de la inspiración, ni fruto del oficio, o por lo menos
de ninguno de esos agentes aislados, sino más bien de esa compleja condición
que es el encuentro del genio del poeta con el genio del idioma, y que explica,
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1 En realidad se trata de una reproducción casi exacta de la parábola borgiana incluida en El hacedor, pero incompleta,
desde luego, y además con ligeras modificaciones que muestran la particular manera cerrutiana de utilizar sus fuentes
literarias (N. del Ed.).
2 Cerruto cita del ensayo “Lenguaje insuficiente: San Juan de la Cruz o lo inefable místico”, incluido en el libro Len-
guaje y poesía. Algunos casos españoles, publicado en 1962 por el poeta español (Madrid, Revista de Occidente, p. 97)
(N. del Ed.).
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sin explicarla del todo, la presencia de los grandes logros de la poesía. ¿Por
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qué, si no, una simple agrupación de palabras, dispuestas conforme a subtensas
cuyo secreto se nos escapa, tiene la virtud de producirnos una seducción sin
equivalencia?
Odioso sería discriminar cuál de los cuatro es más artista, más exigente consigo
mismo y con su obra, si los cuatro son grandes en su grandeza pareja. Pero en
el desborde creador suelen alguna vez resbalar en desatenciones. Un crítico
latinoamericano mencionaba recientemente unos versos de “Blasón”, de Darío,
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3 Amado Alonso, “La interpretación estilística de los textos literarios”. En Materia y forma en poesía, Editorial Gredos,
Madrid, 1960, p. 89.
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cuando entona la gran voz de las borrascas
su salvaje epitalamio, como un himno gigantesco.
4 Jorge Luis Borges, “Vindicación de la poesía” (en La Nación de Buenos Aires, 17-XI-1968). Conviene aclarar que el
comentario de Borges no está cavilado en una intención negativa, porque agrega: “...la usura de los años ha gastado
los lagos y las góndolas, pero la estrofa sigue siendo, en 1968, un símbolo preciso de nuestra soledad y de nuestras
tardes. Más allá de la mera inteligencia, más allá de sus meras operaciones, laudatorias u hostiles, la estrofa de Darío
nos confiesa y misteriosamente nos place”.
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240 los fieros luchadores la voz del trueno que confunden con la cólera de su Dios:
Y de nuevo los dos cuervos, los tenebrosos mensajeros posados ahora en los
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El poema se compone de cinco estrofas de seis versos con una sola asonancia,
e-o, en el segundo, el cuarto y el sexto: la última estrofa con los dos versos
finales separados como formando otra, por razones de énfasis. Conforme al
modo expresivo de Jaimes Freyre, es un poema con anáforas, la uncial, un Dios
silencioso que tiene los brazos abiertos, que ensambla en la estrofa mediante
el recurso de una preposición, un adverbio o un verbo antepuestos. La sabidu-
ría con que ha sido administrada la epítasis del poema, es decir, el desarrollo
del contenido simbólico, es ejemplar. No me refiero a la destreza formal sino
al ritmo interno, a la eficacia de las imágenes, al proceso de la condensación
poética, merced de la síntesis semántica que supone la faena de la creación.
Conforme a la conveniencia de lo que en poesía se llaman vacíos semánticos, o
sea, lo implícito en el discurso poético, los espacios entre lo significado o dicho,
la presencia del Dios misterioso y extraño en el poema de Jaimes tenía que ser
incidental pero al propio tiempo suscitadora de una impresión correspondiente
a su magnitud sobrenatural, portentosa. Porque era la Revelación. En la pri-
mera estrofa, que es también una suerte de presupuesto del poema, lo descubre
la hija de Nhor. ¿Quién es Nhor, quién su hija? Nadie especialmente. Lo que
importa es que este elemento del poema juegue en él un papel catalítico, pues
responde a una necesidad de la intuición poética. La niña espoleaba su negro
caballo, cumplía una acción habitual o de rutina, cuando discierne a la sombra
de un fresno al Dios desconocido, “y sintió que se helaba su sangre”. Con esta
imagen el poeta nos sumerge en el drama alucinatorio: hay allí un grupo de
seres que de algún modo está en falta, que de algún modo está al servicio de
una ley falaz. En la segunda, es la Noche, así con mayúscula, como una entidad
hierática, la que revela el secreto a los dioses forestales, “y a los Dioses mor-
día el espanto”. Esos dioses son susceptibles de espanto, y el espanto es una
alimaña que hinca sus colmillos en la materia de que está hecha su condición 241
adventicia. La selva se agita inquieta en la tercera, el poeta sabiamente gradúa
el suspenso, emplea alegorías hipostáticas al modo de Dante, hay conciliábulos,
fugas, extrañas salmodias. En la cuarta estrofa el drama se precipita: Thor, el
rudo, terrible guerrero, blande la maza, en su necia soberbia de bruto, para
aplastar a ese Dios intruso y misterioso. El poema nos ilustra en cuanto al in-
calculable poderío físico del gigante diciéndonos, con espléndida imagen, que
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“en sus manos es (un) arma la negra montaña de hierro”. Thor, pues, blande la
maza, “y los dioses contemplan la maza rugiente, que gira en los aires y nubla
la lumbre del cielo”. Si la montaña de hierro como arma en las manos de Thor
asumía una grandiosa elocuencia poética, la maza que nubla la lumbre del cielo
El modernismo
completa el propósito de expresividad estética del artista, que acuña así dos de
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las más bellas y vigorosas imágenes de toda la producción modernista. Después
de una cesura en forma de un renglón de puntos, en la última estrofa el drama
se resuelve en la agonía de los dioses que pueblan la selva sagrada, donde han
callado las viejas salmodias, y solo, a la sombra de un árbol, sigue erguido y vivo
para siempre el Dios silencioso que tiene los brazos abiertos.
5 “Los poetas son hombres que se niegan a utilizar el lenguaje”, dice Sartre. “En efecto, el poeta considera las palabras
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como cosas y no como signos, pues la ambigüedad del signo implica que se pueda a voluntad atravesarlo como un
vidrio y perseguir a través de él a la cosa significada (…). Para el hombre que habla, las palabras son domésticas; para
el poeta, permanecen en estado salvaje. Sin duda, la emoción, la misma pasión, están en el origen del poema. Las
palabras las toman, las penetran, las metamorfosean” ( Jean Paul Sartre, ¿Qué es literatura?, Losada, Buenos Aires,
1957, pp. 48-49) (Nuevamente Cerruto demuestra aquí su muy libre manera de citar, pues las ideas de Sartre que le
interesan están en realidad en diferentes lugares entre las páginas 48 y 55 de la edición española del famoso libro del
filósofo francés, N. del Ed.).
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La batalla del poeta con el lenguaje es la lucha con el ángel, una porfiada
contienda. Mas hay también una rebelión contra el lenguaje, que lleva al poeta
a desechar los modos fáciles de expresión y a buscar una dicción radicalmente
propia, con riesgo de caer en la intrincación del lenguaje. Un ejemplo feliz es
Góngora; otro ejemplo entre nosotros es Tamayo, en ocasiones poco afortuna-
do. Pero qué duda cabe que los dos más grandes poetas de Bolivia son Ricardo
Jaimes Freyre y Franz Tamayo. Lo anterior a ellos, a mi juicio, no cuenta, salvo
como dato histórico8, ni cuenta lo posterior en su forma modernista, salvo
José Eduardo Guerra y parte de la obra de Reynolds. Lo demás es el nuevo
alumbramiento. Y ese alumbramiento está enlazado irremisiblemente (y afor-
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tunadamente) al proceso de autoconciencia de la poesía que ellos representan.
6 Poetas filosóficos, que no poetas filósofos. Aclaremos el concepto de Eliot. Filosóficos, en el sentido de que su poesía,
sin dejar de ser lírica o épica, trasciende por su tema a un plano “donde el orden de las cosas es el mismo que el orden
de las ideas”, que decía Unamuno; a través de la visión, al plano de la verdad. Poetas-filósofos fueron, en cambio, Jenó-
fanes, Parménides y Empédocles, que compusieron en hexámetros poemas teológicos, ontológicos, fenomenológicos
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y naturalistas, y cuyos recitales por las ciudades de Grecia, dicho sea de paso, terminaron en pedreas.
7 En otro lugar he hablado de los versos “intercambiables” que trabaja la mala poesía, versos que pueden ser traspuestos o
canjeados por otros del mismo canto, sin que se altere ni el sentido del texto ni el ritmo interno del poema (ni su vacío).
8 Supondría injusticia no nombrar aquí a Manuel María Pinto. El modernismo le debe el impulso innovador, sus ele-
mentos elocutivos sensualmente lujosos y la tensión intelectual. Pero más que su propia obra de creación, su primado
finca en el influjo que polarizó en los prebostes modernistas, de Darío para abajo, incluido Tamayo, aunque todos se
cuiden de mencionarlo.
El modernismo
A lo largo de los tiempos, casi desde los orígenes mismos del hombre, cuando el
primer chispazo de espíritu alumbró en su conciencia primitiva, la llama de la
poesía ha luchado contra vientos adversos, calladamente pugnaz, y cada vez se
ha levantado con tanta mayor humildad como determinación. ¿Por qué razón
desconocida? Es que tal vez hay una zona del sentimiento humano de tanto en
tanto necesitada de su frescor de alborada, de su renovada juventud, de su con-
tinuado descubrimiento del mundo, de su ínsita rebeldía, de sus exploraciones
en ese enigma que son el hombre y su destino y de su ansia de autenticidad
frente a una sociedad imperfecta y arbitraria y por el abanico de asombros que
la obra abre delante de nuestros ojos gozosamente desconcertados.
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