Atrapame Ese Mono - Gerald Durrell
Atrapame Ese Mono - Gerald Durrell
Atrapame Ese Mono - Gerald Durrell
Al año siguiente las cosas iban mucho mejor y teníamos algo concreto
que mostrar a cambio de nuestro trabajo. Catha trabajaba como una
condenada para tener en orden las cuentas de la Fundación y del zoo y para
controlar nuestro descubierto bancario, y también para controlarme a mí,
porque tengo la costumbre de salirme del presupuesto sin pensarlo.
—¿No estaría bien tener unos flamencos? —exclamaba yo entusiasmado.
—Ah, sí; estupendo —decía Catha—. Y, ¿cuánto cuestan?
—Bueno, no son muy caros —respondía yo—. Aproximadamente unas
120 libras esterlinas cada uno, supongo.
Desaparecía del rostro de Catha su sonrisa alegre y los ojos verdes
adquirían de repente un brillo acerado.
—Sr. Durrell —preguntaba en tono meloso—, ¿sabe usted cuánto
tenemos de descubierto en el banco?
—Ah, sí, claro —decía yo rápidamente—. No era más que una sugerencia
Pero, a pesar de la renuencia de Catha a gastar dinero, sí que hicimos
algunos progresos.
Con la ayuda de Jeremy y de John Mallet habíamos reorganizado
completamente el zoo. Habíamos establecido un fichero que abarcaba a todos
nuestros animales. Cada uno de ellos tenía tres fichas: una rosa, otra azul y
otra blanca. La blanca era la biográfica, y contenía datos como los relativos a
dónde se había obtenido el espécimen, en qué circunstancias había llegado,
etc. La segunda, la rosa, era la ficha médica, y contenía un historial completo
del estado de salud del animal y de las atenciones veterinarias que había
recibido. La ficha azul era la relativa al comportamiento, y quizá fuera la más
importante, porque en ella se anotaban cosas como los rituales de cortejo, los
plazos de gestación, las maneras de señalar el territorio y muchas cosas más.
También pusimos un gran Libro Mayor en el despacho de Jeremy, una
especie de diario al que tenían acceso todos los empleados, de forma que
podían anotar todas las cosas que les parecían interesantes de los animales a
su cargo. Después, esos datos se pasaban a las fichas correspondientes. Así
fue como logramos empezar a acumular un material fascinante.
Verdaderamente, es asombroso lo poco que se sabe de los animales
corrientes. Yo tengo una biblioteca bastante amplia de unos mil libros, pero si
se consulta acerca de cosas muy sencillas, como por ejemplo el
comportamiento durante el cortejo del animal que le interesa a uno, no se
halla absolutamente mención alguna en ninguna parte.
Lo segundo que hicimos fue adoptar un nuevo sistema de alimentación.
Yo había leído que el zoo de Basilea había elaborado una mezcla especial que
se daba, además de la comida normal, a sus animales, y que no sólo había,
mejorado el estado de éstos, sino también su capacidad de reproducción.
Según parece, se había descubierto que por muy bien que alimente uno a sus
animales —y nosotros siempre les dábamos lo mejor que había—, siempre
había minerales y diversas sustancias más que no obtenían en la alimentación
y que eran indispensables para su bienestar. Aquel tipo de «pastilla» era el
complemento. De forma que escribí al doctor Ernst Lang del zoo de Basilea,
que tuvo la amabilidad de enviarme todos los detalles, y después celebramos
una conferencia con el señor Le Marquand, el cocinero del zoo, que se
encargó de prepararnos la pastilla. Cuando por fin la terminó resultó ser una
pasta marrón de aspecto muy poco atractivo, y la contemplamos con una
cierta sospecha. Sin embargo, le dije a Jeremy que la probase durante una
semana a ver qué pasaba. En aquella época, Jeremy venía a menudo a verme
a casa para consultarme sobre diversas cuestiones. Sonaba una llamada a la
puerta, se abría ésta, aparecía la cabeza de Jeremy y decía:
—Ejem, no es más que Jeremy.
Y después pasaba a la sala donde estaba trabajando yo, para hablar del
problema que hubiese traído el día. Tras una semana de probar el nuevo
régimen, llegó la conocida llamada a la puerta y una voz dijo:
—Ejem, no es más que Jeremy.
Entró y se quedó en pie, con su expresión de preocupación, junto a la
puerta de la sala. Jeremy es muy alto, tiene el pelo del color del maíz maduro,
una nariz como la del Duque de Wellington y unos ojos muy azules que,
cuando está preocupado, tienden a bizquear. Ahora estaba bizqueando, de
modo que, evidentemente, algo andaba mal.
—¿Qué problema hay? —pregunté.
—Bueno, es esa mezcla nueva de la pastilla —contestó—. Parece que
ejem, que a los animales no les gusta. Algunos de los monos chicos se han
comido algo, creo que más por curiosidad que otra cosa, pero los demás ni la
prueban.
—¿Y los monos grandes? —pregunté.
—No, ésos ni la tocan —dijo Jeremy sombrío—. Lo he intentado de todas
las formas posibles, hasta se la he puesto en la leche, y siguen sin tocarla.
—¿Has probado a dejarlos sin comer? —pregunté.
—No —respondió Jeremy con un cierto aire de culpabilidad—. De
hecho, eso no lo he intentado.
—Pues vamos a probarlo —sugerí—. Mañana déjalos sin nada que comer
más que la leche, y no les des más que la pastilla. A ver si eso tiene algún
efecto.
Al día siguiente sonó la llamada de siempre a la puerta, con el «ejem no
es más que Jeremy» de costumbre. Jeremy volvió a aparecer en la puerta de
la sala.
—Son los monos —dijo—. Los hemos dejado sin comer y no les hemos
dado más que la leche y la pastilla. Pero no se la quieren comer. Así que,
¿qué vamos a hacer ahora?
Yo me sentía can sorprendido como él. Aquella pastilla era la que le
daban a todos los animales del zoo de Basilea, y se la comían de muy buen
grado. Evidentemente, algo le faltaba a nuestra pastilla para que tuviera mejor
sabor. Llamamos al señor Le Marquand para pedirle su opinión.
—¿Qué cree usted podríamos añadirle para que resultara más atractiva?
—le preguntamos.
Se quedó un rato pensando en el problema y luego nos ofreció una
sugerencia brillante.
—¿Qué les parece añadir anís en semillas? —preguntó—. Es
completamente inocuo y parece que a todos los animales les gusta el sabor.
—Bien —dije—, no puede hacer ningún daño. ¿Querrá usted prepararnos
algo con el anís y en la mezcla?
—Sí —contestó, y enseguida nos trajo una pastilla que olía muy fuerte a
anís.
En cuanto se introdujo esto en las jaulas, todos los animales se volvieron
locos por la pastilla. De hecho, hoy día se comen la pastilla con más gusto
que incluso sus alimentos favoritos. En consecuencia, su estado ha mejorado
enormemente, igual que su capacidad de reproducción. En el plazo de un año
desde que introdujimos la pastilla en la dieta logramos que se reprodujeran
doce especies de mamíferos y diez de aves, y nos sentíamos muy orgullosos
de nosotros mismos.
Creo que el nacimiento más importante de aquel año, y el que más
preocupaciones nos causó, fue el de nuestro tapir sudamericano. Yo había
capturado a su padre, Claudio, en un viaje a la Argentina, y hubo épocas en
que nos había causado muchos problemas cuando se escapó del zoo, se comió
todas las plantas del jardín de un amigo, arrasó con las campanas de vidrio
del huerto de nuestro vecino más próximo y muchas hazañas más por el
estilo. Pero ahora, desde que le habíamos encontrado una pareja a la que
habíamos dado el nombre de Claudette, se había asentado y era un animal
regordete y tranquilo. Los tapires se parecen un poco a los ponies de
Shetland, pero más afinados y marrones, y tienen unas narices largas y caídas
que recuerdan vagamente a la trompa de un elefante. En general, son
animales pacíficos y amistosos. En cuanto Claudette alcanzó la edad
adecuada se produjo el apareamiento, y en sus fichas de comportamiento se
habían anotado cuidadosamente todas las veces que se apareaban. Entonces
fue cuando descubrimos lo valiosas que eran las fichas, porque en cuanto
Claudette empezó a dar muestras de estar preñada, pudimos consultar la fecha
del último apareamiento y calcular con bastante precisión cuándo le
correspondía tener la cría.
Un día sonó el familiar golpe en la puerta, una voz dijo «Ejem, no es más
que Jeremy», y llegó éste, con su gesto de preocupación.
—Se trata de Claudette, señor Durrell —empezó—. Creo que según las
fichas le corresponde parir hacia septiembre, y, ejem, me estaba preguntando
si no le parece conveniente pasarla al otro recinto, para que no esté con
Claudio.
Hablamos del asunto con algún detenimiento y decidimos que quizá fuera
lo más prudente separarlos, pues no sabíamos cómo reaccionaría Claudio ante
la cría. En todo caso tenía una cierta tendencia a la miopía, y era muy posible
que la pisoteara sin darse cuenta. Así que pasamos a Claudette al otro recinto,
donde todavía podía oler a Claudio y frotarse la nariz con la de él por entre la
verja, pero podía parir con total seguridad. Fue hacia las fechas en que
creíamos que debía estar ya lista cuando empezó a causarnos gran
preocupación. Es cierto que habían aumentado sus dimensiones, pero no
podía detectarse que la cría se estuviera moviendo todavía ni se apreciaba que
las ubres fueran teniendo ya leche. Jeremy, nuestro veterinario Tommy Begg
y yo celebramos una larga conferencia.
—Tiene la piel tan condenadamente gruesa —dijo Tommy sombrío—, y
ella misma es tan dura en todo, que no puedo apretarle con los dedos lo
suficiente para detectar un movimiento de la cría.
—Bueno, pues según las fichas —intervino Jeremy, que trataba a las
fichas como si fueran una especie de oráculo— debería tenerla un día de
éstos.
—Lo que me preocupa a mí —dije— es que no tiene leche. Supongo que
ya le debería haber subido la leche, ¿no?
Estábamos los tres apoyados en la barandilla del recinto contemplando a
Claudette, que dio uno de esos chillidos cortos y absurdos que dan los tapires
y siguió rumiando meditabunda una rama de espino, sin tener para nada en
cuenta nuestras expresiones de preocupación.
—Bueno, si pare —dijo Tommy— y no tiene leche, habrá que darle el
biberón a la cría. ¿Cuál es la composición de la leche de tapir?
—Ni la menor idea —contesté—, pero puedo consultarlo en la biblioteca.
Fuimos los tres a mi estudio, pero no pudimos encontrar en un solo libro
la composición de la leche de tapir.
—Bueno —dijo Tommy después de haber consultado el libro número
cuarenta y siete sin hallar nada—, pues tendremos que arriesgarnos y hacer
una mezcla que se parezca lo más posible a la leche de yegua. Creo que con
eso debería bastar.
Se prepararon y esterilizaron biberones y tetinas, y pusieron al alcance de
la mano todos los ingredientes necesarios para hacer algo parecido a la leche
de yegua. Esperamos y esperamos, y Claudette no dio el menor indicio de
que fuese a parir. Después, un día se le limpió la caseta hacia las diez y media
de la mañana, como de costumbre. Todavía no había señas de la cría, pero
aquella tarde, a las tres, Geoff, que era quien la cuidaba, llegó corriendo por
el camino de atrás, con la cara encendida de la emoción.
—¡Lo ha tenido! ¡lo ha tenido! —gritaba.
Jeremy y yo que estábamos comentando gravemente otros asuntos,
salimos corriendo inmediatamente por la cuesta de atrás hasta el recinto de
Claudette. Ésta había salido a tomar el aire y estaba comiéndose un gran plato
mixto de zanahorias y frutas, y no hizo el menor caso de nuestra intrusión.
Miramos cautelosamente en la caseta y allí, en la paja, estaba una de las crías
de animal más adorables que he visto en mi vida. Tenía aproximadamente el
tamaño de un perro pequeño, y era rayado, como todas las crías de tapir, con
unas bandas de un blanco vivido que le corrían a todo lo largo del cuerpo
sobre la piel de color marrón, de modo que parecía una especie de caramelo
de chocolate animado. Me pareció maravilloso que Claudette hubiera podido
llevar dentro de sí una cría tan grande y sin embargo nosotros no hubiéramos
podido detectar el menor movimiento. Debía haber nacido hacía menos de
una hora, porque todavía tenía mechones de pelo húmedo de los lengüetazos
de Claudette. Lo ayudamos cuidadosamente a ponerse en pie para ver de qué
sexo era, y se tambaleó un ratito por la caseta antes de volverse a echar. Con
aquellas rayas blancas se destacaba de forma extraordinaria sobre la paja,
pero cuando se imaginaba uno aquellos colores en el contexto de la luz
filtrada por entre la densa cobertura de la selva, se veía que era un camuflaje
perfecto.
Inmediatamente lo bautizamos César, con objeto de mantener el linaje
romano, por así decirlo, y después fuimos a ver si Claudette ya tenía leche.
Aquello era lo que más nos preocupaba, pues ni siquiera en las mejores
circunstancias posibles era fácil criar a un animal con biberón. Con enorme
sorpresa vimos que, entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde se le
habían llenado completamente de leche las ubres y que tenía gran abundancia
de ella. Aquello nos alivió de una gran preocupación. Resultó ser una madre
ejemplar, y no pasó mucho tiempo antes de que César fuera trotando por el
recinto a sus talones. Otra cosa interesante que advertimos era que le daba de
comer tumbada en el suelo, y él se echaba delante de ella y mamaba
vigorosamente de las ubres.
Bueno, como ya he dicho antes, tengo una biblioteca bastante extensa, y
hace muchos años que se crían tapires en parques zoológicos, pero en
ninguna parte habíamos visto que se hicieran constar esos tres datos. El
primero es que resulta casi imposible saber si la hembra está preñada o no, es
decir, no se puede advertir los golpes que da la cría en el seno de la madre.
Segundo es que las ubres no se le llenan de leche hasta que ha nacido la cría.
El tercero es que da de mamar a la cría echada en el suelo. Además, como
Claudette era un animal muy amistoso, nos resultó fácil obtener una muestra
de su leche y enviarla al Laboratorio Público para que éste nos analizara sus
elementos. Eso significaba que sí, más adelante, teníamos a una tapir hembra
que pariese una cría y no le llegara la leche para amamantarla, sabríamos cuál
era la composición exacta que se necesitaba. Todos estos datos se anotaron
debidamente en las fichas y más adelante se publicaron en nuestra Memoria
Anual.
Otro nacimiento interesante que ocurrió aproximadamente al mismo
tiempo fue el de un papión Gelada, El papión adulto Gelada es un animal
muy bonito, con un gran chal de piel color chocolate y una extraordinaria
mancha, en forma casi de corazón, de piel de color rojo brillante en el pecho,
que da la sensación de que se le ha raspado toda la piel y no queda debajo
más que la carne viva. El macho se llamaba Algie, y era todo un personaje.
Tenía las patas un poco cortas y torcidas, de forma que andaba de forma
curiosísima y algo afeminada. Cuando iba uno a verlo a su jaula lo saludaba
siempre con un paseo hasta la tela metálica, después de lo cual echaba hacia
arriba el labio superior de forma que se le veían las encías y unos dientes
enormes, y se ponía a dar grititos y suspiros de alegría cuando se le hablaba.
Primero compartió su residencia con una papiona sudafricana, pero al cabo
de poco tiempo le habíamos encontrado una compañera a la que decidimos
llamar Amber, pues como observó uno de los empleados, Algie estaba por
siempre con Amber[1]. Algie vivía para comer y para su compañera, de forma
que no nos sorprendió en absoluto que al cabo de muy poco tiempo Amber se
quedara embarazada.
Los papiones de todas las especies en estado silvestre tienen una
estructura social interesante, de manera que dejamos a la papiona sudafricana
con los dos geladas para ver lo que pasaba cuando por fin naciese la cría.
Algie, que era el animal dominante de la jaula, compartía sus favores por
igual entre su propia compañera y esta otra papiona que no era nada suyo.
Inmediatamente después en la escala de la autoridad venía esta otra papiona
africana y, hasta que nació la cría, Amber era la que ocupaba el escalón más
bajo del grupo. El principal motivo por el que dejamos con ellos a la papiona
africana era que si la sacábamos se habría roto la cadena del mando, y Algie y
su compañera habrían empezado las peleas y los manotazos que son
frecuentes entre cualquier pareja de primates. Así las cosas, Algie
mandoneaba a la papiona sudafricana y ella, a su vez, mandoneaba a Amber,
pero de forma mucho más suave de lo que habría hecho Algie. Había el
peligro de que, si dejábamos a la papiona sudafricana en la jaula, como era el
animal dominante sobre Amber, le hiciera daño a la cría, o incluso se la
comiera, pero decidimos correr ese riesgo.
En estado silvestre, la mayor parte de los papiones han elaborado un
sistema social muy complejo, que hasta hace poco nadie había investigado a
fondo. Se ha observado que cuando una papiona tiene una cría se produce un
gran nerviosismo entre todas las hembras del grupo, especialmente entre las
hembras más viejas, que ya no están en edad de tener más crías. Para
empezar, se reúnen en torno a la madre y examinan a la cría con mucho
interés, aunque no se les permita que la toquen. Gradualmente, la madre deja
de protegerla tan celosamente, y entonces las demás hembras compiten entre
sí en tener a la cría por turnos, y la limpian y se la llevan con ellas. En este
caso concreto, si los tres animales hubieran sido de la misma especie, cabría
haber supuesto que se observara el mismo proceso. Pero había algunas dudas
acerca de si la papiona sudafricana, que era mayor, iba a reaccionar así ante la
cría de una especie totalmente diferente.
Llegó el gran día. La cría nació durante la noche en el dormitorio de los
papiones. Se la observó a las ocho de la mañana siguiente, perfectamente
limpia y seca. Se aferraba tenazmente a su madre, y no había indicios de
cordón umbilical ni de placenta. Cuando se les permitió salir a la jaula
exterior, quedó claro inmediatamente que la papiona sudafricana estaba tan
excitada, y casi cabría decir tan encantada, con el nacimiento de la cría como
la madre. Se sentaba junto a Amber todo lo posible, por lo general de frente,
y de vez en cuando la abrazaba con un gesto de protección, de forma que la
cría, que se agarraba al pecho de la madre, quedaba incrustada entre las dos.
Algie, que como ya he dicho, había sido hasta entonces el animal dominante
de la jaula, estaba intrigado con la cría y evidentemente quería examinarla,
pero cada vez que se acercaba a Amber, ésta se volvía hacia él y echaba atrás
el labio superior, castañeteando los dientes y emitiendo un ruido algo así
como «yaarrr», que hasta ahora no habíamos escuchado en su vocabulario.
Esto tenía el efecto de hacer que se retirara, de forma que lo único que le
quedaba por hacer era dar vueltas en torno al par de hembras y la cría,
manteniéndose a un par de metros de distancia, mientras observaba
atentamente para ver si podía echarle un vistazo.
Este estado de cosas duraba desde hacía 24 horas cuando se le permitió
acercarse más para que pudiera limpiar a su compañera, y a la papiona
sudafricana. Cinco días después del parto habían recuperado más o menos su
comportamiento normal. La papiona sudafricana seguía actuando de forma
protectora tanto con la madre como con la cría, pero a Algie se le permitía
abrazar y limpiar a su pareja. Que se pudiera observar, no se le permitía en
absoluto tocar a la cría. Ésta estaba fortísima y muy sana y, al revés que la
mayor parte de las otras crías de papión, tenía la cara muy poco arrugada. En
un plazo de 24 horas ya veía, y enfocaba la vista con gran precisión, y seguía
los movimientos de la mano o el cuerpo de uno a dos metros de distancia de
la jaula. Al quinto día, su madre le permitió bajarse y dar un paseíto por el
suelo, aunque en todo momento la mantenía al alcance de la mano. Pero al
cabo de siete días terminó este feliz estado de cosas, pues la papiona
sudafricana, a la que ya se permitía tener a la cría en brazos, se puso
demasiado posesiva, y seguía reteniéndola incluso cuando era evidente que la
cría quería irse con su madre para que le diera de comer. Nos vimos
obligados a trasladar a la papiona sudafricana y a Algie a una jaula separada
para que la cría pudiera prosperar.
La Fundación estaba a punto de celebrar su primer cumpleaños, y creímos
que debíamos celebrarlo de alguna forma. Decidimos declarar un Día del
Socio, al que entre nosotros llamamos «Fiesta del Bollo». Cerraríamos el zoo
un día entero, salvo para los socios, invitaríamos a venir a algunas
personalidades y daríamos una comida a la que esperábamos asistieran el
Gobernador de la isla y el Bailío. A la noche haríamos una cena de
recaudación de fondos en la que esperábamos que nuestras personalidades
pronunciaran discursos en pro de nuestra causa. Todo aquello representaba
mucho trabajo. Había que reservar hoteles, preparar menús, asignar puestos
en la mesa, lo cual casi nos hizo volvernos locos, y muchas cosas más.
Además, era la época del año en que hay mucha niebla en Jersey, y cuando
había niebla en cualquier punto de las inmediaciones de Jersey,
inevitablemente se asentaba con una precisión implacable en el aeropuerto.
Por eso era imperativo lograr que todas nuestras personalidades llegaran por
lo menos un día antes, pues si no, podíamos encontrarnos con que no
teníamos ni un invitado. El 90 por ciento de este trabajo lo hizo Catha, y lo
hizo magníficamente, pero advertí que en adelante no sólo necesitábamos
tener un Consejo de Administración, sino también varios subcomités que se
encargaran de los proyectos de este tipo.
Uno de los comités que decidí formar fue el de recaudación de fondos, y
estaba pensando en ello un día cuando fui al aeropuerto a recoger a Jacquie.
Al entrar en la sala de llegadas, pensando en otras cosas, me encontré de
repente con una de las muchachas más bonitas que he visto en mi vida. Tenía
el pelo negro, unos ojos verdes enormes y una expresión de amor y
amabilidad tan profunda, que yo me sentí seguro de que no podía dirigirse a
mí. Pero cuando se me acercó, vi que sí. Me subieron los ánimos. Quizá,
después de todo, la barriguita que estaba echando y las ojeras que tenía no
eran tan visibles como me había parecido, o quizá hubiera muchachas a las
que incluso les gustaran. Después se me volvieron a bajar los ánimos, porque
vi que llevaba una hucha para pedir fondos.
—¿Querría usted —preguntó con una voz dulce como la miel—
contribuir a nuestra causa?
—Claro —dije—. ¿Cómo podría resistirme a unos ojos así?
Busqué en el bolsillo y por error le metí en la hucha un billete de media
libra, en lugar de la media corona que me había propuesto dar.
—Apuesto a que con una cara así está usted sacando mucho dinero —le
dije.
Sonrió dulcemente:
—Bueno, no me va demasiado mal —contestó.
—Bien, pues podría usted pensar en pedir para nosotros alguna vez.
—¿Por qué no me lo propone?
—A lo mejor lo hago —dije, y entonces se anunció por los altavoces el
aterrizaje del avión de Jacquie y fui hacia las puertas de llegada. Mientras
estaba allí esperando se me ocurrió una idea brillante. Esa chica era
precisamente la que necesitábamos, y de hecho había ofrecido sus servicios.
Sería perfecta para recaudar fondos. Estaba seguro de que nadie sabría
resistirse a aquellos ojos. Esperé impaciente a que llegara Jacquie, la agarré
del brazo y la saqué sin ceremonias a la sala de llegadas.
—Vamos, vamos —le dije—. Estoy buscando a una chica.
—¿Otra vez? —comentó Jacquie.
—No, no. Es una chica especial, guapísima. Estaba aquí hace un minuto,
pidiendo algo para no sé qué.
—Y ¿para qué diablos la buscas? —preguntó Jacquie, suspicaz.
—Bueno, es que es perfecta para el comité de recaudación de fondos —
expliqué—. Y de hecho se ha ofrecido y yo, idiota de mí, no le pregunté
cómo se llamaba.
Miré frenético por la sala, pero no había nadie, salvo duquesas viudas y
coroneles retirados.
—¡Maldita sea! —exclamé—. He perdido la oportunidad de mi vida.
—Pero ¿no puedes averiguar quién es? Debe ser alguien de por aquí —
dijo Jacquie.
—No sé —respondí—. Supongo que podría preguntarle a Hope.
En cuanto llegamos a casa, telefoneé a Hope.
—Hope —pregunté—, ¿quién es una chica guapísima, con ojos verdes y
pelo negro que estaba pidiendo para no sé qué cosa hoy en el aeropuerto?
—¡Pero, Gerry! —dijo Hope—. La verdad es que haces las preguntas más
imposibles. Cómo quieres que lo sepa yo. Y además, ¿para qué quieres
saberlo?
—Quiero poner en marcha un comité de recaudación de fondos —dije—,
y me ha parecido la perdona absolutamente ideal para que participe en él.
Hope se echó a reír.
—Bueno, así inmediatamente no se me ocurre nadie —comentó—, pero
claro que podrías probar con Lady Calthorpe. Dicen que hace muy bien las
recaudaciones de fondos.
Solté un gruñido. Podía imaginarme perfectamente cómo era Lady
Calthorpe: dientes largos y amarillentos, pelo gris muy corto, trajes de tweed
con olor a cocker spaniel, y cocker spaniels con olor a tweed.
—Bueno, lo pensaré —le contesté.
De manera que llegó el día del festejo y, huelga decirlo, había niebla en el
aeropuerto. Para conseguir que llegaran Peter Scott y su mujer hubo un lío
del demonio; llegaron por los pelos, y eso gracias al avión particular de
alguien. Sin embargo, todo salió muy bien. Por la mañana les enseñé el zoo a
Peter y su mujer, los presenté al personal y expliqué la labor que estábamos
tratando de hacer. Para gran satisfacción mía, Peter pareció quedar muy
impresionado.
La comida del mediodía fue una ocasión muy agradable; sobre todo, creo,
porque nadie pronunció un discurso. Después, por la tarde, todos volvimos a
dar una vuelta al zoo. Quedaba el tiempo justo para bañarse y cambiarse de
ropa antes de empezar con el verdadero acontecimiento del día, que era la
cena para la recaudación de fondos. Habíamos invitado a asistir a un grupo
pequeño, pero muy selecto, y esperábamos que algunos de los invitados
pudieran ayudarnos en otras esferas. El primer orador fue Lord Jersey, quien
presentó después a Peter Scott, que pronunció un discurso maravilloso sobre
diversos aspectos de la conservación de la naturaleza y la importancia de la
labor que estábamos tratando de hacer. El siguiente orador previsto era yo, y
estaba mirando al desgaire mis notas para prepararme cuando de pronto se
posó mi mirada en una muchacha sentada a alguna distancia de mí al otro
lado de la mesa. Era la que había visto en el aeropuerto. ¿Qué diablos, pensé,
estaba haciendo aquí?
Tanto me intrigó el problema que casi me olvidé del discurso. Sin
embargo, logré pronunciarlo y me volví a sentar. A la primera oportunidad
estaba decidido a abrirme paso al otro lado y capturar a la chica antes de que
se pudiera escapar por segunda vez.
Pronto empezaron a moverse las sillas y la gente empezó a levantarse de
las mesas. Me abrí camino a toda la velocidad que permitía la cortesía por
entre la masa de distinguidos amigos y logré pescar a la chica justo cuando
salía por la puerta. Le puse una mano en el hombro, como el detective de una
tienda que arresta a un ladrón. Se dio la vuelta y me alzó las cejas con gesto
desdeñoso.
—Es usted la chica que conocí en el aeropuerto —dije.
—Sí —contestó—. Por eso he venido.
—Bueno, pues en el aeropuerto —continué— dijo usted que estaría
dispuesta a ayudarnos con la recaudación de fondos. ¿Era en broma o lo decía
de verdad?
—Claro que lo decía de verdad.
Por una vez en la vida, yo llevaba lápiz y papel en el bolsillo.
—¿Podría usted darme su nombre y su número de teléfono para que
pudiera ponerme en contacto con usted y seguir hablando de esto? —
pregunté.
—Naturalmente —dijo—; cuando usted quiera.
—Ejem… ¿se llama usted?
—Saranne Calthorpe.
Me sentí confusísimo. La contemplé un momento.
—Pero… pero no puede ser usted Lady Calthorpe —dije en tono un tanto
petulante.
—Pues lo soy desde hace unos cuantos años.
—Pero… Lo que quiero decir es… ¿dónde está el pelo corto, y los
cockers, y ese aspecto de yegua veterana? —pregunté desesperado.
—¿Tengo aspecto yo de yegua veterana? —respondió con voz interesada.
—¡No, no! —dije—. No… no quería decir eso. Lo que quería decir es
que yo creía que tendría usted aspecto de yegua veterana. ¿Está usted segura
de que no hay dos Lady Calthorpe en la isla?
—Que yo sepa —dijo con absoluta dignidad—, yo soy la única. Puede
usted telefonearme cuando quiera —añadió, y me dio su dirección y su
número de teléfono.
Volví jubiloso a Jacquie.
—He encontrado a la chica —le dije.
—¿Qué chica exactamente? —preguntó Jacquie.
—La que te dije —contesté impaciente—. La del aeropuerto. Es Lady
Calthorpe.
—Pero creí que me habías dicho que Lady Calthorpe estaba rodeada de
cockers spaniels, y tweeds, y todo eso —comentó Jacquie.
—¡No, no, no! Es… es esa… esa criatura maravillosa que… que… lleva
una especie de vestido negro con cosas blancas —dije.
—Ah, ésa —dijo Jacquie—. Sí… bueno, supongo que debe saber cómo
obtener fondos.
—Voy a ponerme en contacto con ella enseguida —dije yo—. Mañana
por la mañana. Pero ahora, por el amor de Dios, vámonos a casa y a la cama.
Y eso hicimos.
En general, el festejo resultó un gran éxito. Habíamos tenido la
oportunidad de que nos dieran consejos personas como James Fisher, Walter
van den Berg, el director del zoo de Amberes, Richard Fitter, de la Sociedad
para la Conservación de la Fauna, y muchas más que no sólo habían
considerado oportuno elogiar la labor que estábamos realizando, sino
hacernos críticas constructivas. Y no sólo eso, sino que por lo menos el
dinero reunido nos permitiría empezar a trabajar en nuestro proyecto más
urgente, una serie de jaulas nuevas y muy amplias al aire libre para los monos
grandes. Los planos de esas jaulas llevaban mucho tiempo pudriéndose en la
mesa del constructor, mientras Jeremy y yo suspirábamos por ellas. Iban a
costar mucho más dinero de lo que podía permitirse la Fundación. Pero
después del festejo sabíamos que podíamos empezar a construirlas, y la idea
nos hacía felices.
Por otra parte, yo siempre he mantenido que los dos seres más peligrosos
a los que se puede dejar sueltos en un zoo sin supervisión son un veterinario y
un arquitecto. El primero insiste en tratar a los animales salvajes como si
fueran domésticos. El perro de la sabana o el dingo pertenecerán a la familia
de los perros, pero no se los puede tratar como si fueran pekineses o cockers.
Por lo general, el veterinario, desesperado, dice: «Bueno, yo en tu lugar
acabaría con él». Nosotros teníamos la suerte de que nuestros dos
veterinarios, el señor Blampied y el señor Begg, adoptaban la actitud opuesta.
Lo último que deseaban en el mundo era acabar con ningún animal.
Los arquitectos ya son otra cosa. Si se los dejaba sin supervisión, le
proyectaban a uno una jaula que era un poema arquitectónico, pero inútil
desde el punto de vista del personal que ha de utilizarla o, lo que es más
importante, de los animales que han de vivir en ella. Cuando nos metimos
con lo de las jaulas para los monos grandes, Jeremy y yo observamos los
planes con gran atención, para asegurarnos de que no se cometían errores. Se
trataba de jaulas que era muy difícil proyectar, porque había que construirlas
en una pendiente, orientada al sur, a lo largo de la pared del pabellón de los
mamíferos. Pero el terreno bajaba en tres direcciones diferentes, lo cual,
significaba que era preciso construir una gran base de cemento en la que se
pudieran poner las jaulas. El proyecto definitivo que nos presentó Bill Davis,
nuestro arquitecto, me agradó mucho. Cada una de las jaulas era casi
triangular, de modo que los residentes de todas podían ver lo que pasaba en
las otras dos. Como los monos son casi tan curiosos acerca de lo que hacen
los vecinos como los seres humanos, en lugar de ponerles unos visillos por
detrás de los cuales pudieran ponerse a atisbar, les pusimos barrotes. El
techado de esta construcción caía ligeramente hacia atrás, de forma que a los
monos les llegara el máximo de sol.
Llegaron los de la empresa que tenía que construir las jaulas y se pusieron
al trabajo. Las jaulas en que vivían entonces los monos estaban dentro del
pabellón, pero cada una de ellas tenía una ventana desde la que podían ver la
marcha de la obra, cosa que les fascinaba. Oscar el orangután, que es la raza
con más aptitud mecánica de todos los monos, se quedaba sentado casi
literalmente todo el día, con la cara aplastada contra el vidrio, contemplando
cómo se mezclaba y se ponía el cemento, con una expresión absorta en su
rostro más bien achinado. Una mañana bajé a ver cómo marchaba la obra y
me puse a hablar con uno de los obreros.
—Ya veo que Oscar vigila que hacen ustedes bien las jaulas —dije,
señalando hacia donde estaba sentado el orangután con la cara aplastada
contra el vidrio.
—¡Ese tío! —exclamó aquel hombre—. Ése se pasa el día ahí sentao. ¡Es
peor que si hubiera un capataz de mierda vigilándole a uno!
3. El parto de una leona
Creo que fue Edgar Wallace quien dijo que si un hombre tenía un apodo
era señal de cierta estima, pero que si tenía dos o más era señal de que no era
un tipo agradable. Que yo sepa, Jacquie y yo no tenemos más que un apodo
en el zoo, si es que puede considerarse como tal: todo el personal nos llama
señor D. y señora D. Creo que esto lo inició Shep Mallet.
Shep, con su pelo rizado, sus ojos azules y su sonrisa ancha y
encantadora, es sin duda nuestro empleado masculino más guapo. En todo el
tiempo ha roto más corazones que nadie, y prácticamente todas las chicas que
han trabajado en el zoo en la sección de aves ha sucumbido a sus encantos.
De hecho, recuerdo una chica que se había enamorado tanto de él que fue a
ver a Jeremy para decirle que no podía soportar el seguir trabajando en el zoo
si Shep no le devolvía su afecto. Como eso era imposible, consideraba que
debía marcharse. Cuando le contaba todo esto a Jeremy, sollozó de repente:
—¡Ay, señor Mallinson, le quiero tanto que creo que voy a vomitar!, salió
corriendo del despacho de Jeremy y, efectivamente, vomitó en el mismo
pasillo. Como Shep se llama Juan de segundo nombre, muchas veces me he
preguntado por qué nunca le pusimos Don Juan, pero se convirtió en Shep y
en Shep se quedó, y es el que se encarga de toda nuestra colección de aves,
que es bastante grande.
En general, las aves, no parecen exhibir tanta personalidad como los
mamíferos, pero varias veces hemos tenido un gran número de pájaros con
personalidades propias y muy distintas. Creo que, quizá, el mejor ejemplo de
esto fuera Trumpy, el trompetero de alas grises de Sudamérica. Los
trompeteros son aves del tamaño aproximado de una gallina, con una frente
muy despejada, lo cual indica gran inteligencia, y unos ojazos líquidos. Como
Trumpy estaba muy domesticado, se le permitía corretear en libertad por el
zoo, y una de las cosas que solía hacer era dar la bienvenida a los recién
llegados. Es decir, cuando llegaba un animal nuevo, iba a quedarse junto a su
jaula, o preferiblemente dentro de ella, durante 24 horas, hasta que
consideraba que ya se sentía en casa, y después se iba a otra parte.
Se aficionó a volar por encima de la valla y meterse con los dos pingüinos
que teníamos entonces. Se lo aguantaron todo lo posible, y después un día se
revolvieron contra él y uno de ellos, por un golpe de suerte, lo tiró a la
piscina. Naturalmente, Trumpy no era un ave acuática, de forma que los
pingüinos lo tenían a su merced. Lo encontramos flotando en la superficie,
sangrando mucho por varias heridas de feo aspecto, y creímos que de verdad
lo habíamos perdido. Inmediatamente todo el zoo se puso a lamentarlo. Pero
lo curamos y al día siguiente Trumpy, con unas cuantas plumas de menos y
unas cuantas cicatrices de más, volvió a su ser acostumbrado y se puso a
correr solemne por el terreno y a saludar a todos.
Era Trumpy el que solía acompañar a los últimos visitantes hasta la
puerta, y una vez incluso se subió al autobús con ellos, para asegurarse de
que estaban bien encaminados. El final de Trumpy fue de lo más inesperado
que cabía imaginar, y afectó muchísimo a Shep, por ser el encargado de las
aves. Un día, al entrar en el pabellón de los mamíferos, llevaba al hombro un
saco grande y pesado de serrín. Sin que él lo supiera, Trumpy iba trotando,
como tenía por costumbre, a sus talones. Shep, sin mirar, descargó su saco de
serrín al llegar a la jaula correspondiente. Trumpy estaba inmediatamente
debajo y murió instantáneamente. A todos nos apenó mucho, pero desde
entonces hemos conseguido dos Trumpis más a los que también se les
permite corretear en libertad. Hasta ahora no han desarrollado una
personalidad como la del primero, pero espero que con el tiempo la tengan.
Otro gran personaje era Dingle, una chova piquirroja. Estos extraños
miembros de la familia de los cuervos son negros con las patas rojas y tienen
un pico escarlata largo y curvado. Cuando Dingle era un pollito lo habíamos
criado nosotros mismos, de forma que era mansísimo. A su llegada entre
nosotros lo tuvimos algún tiempo en casa, pero cuando rompió su octavo
cristal decidimos que había llegado el momento de desterrar a Dingle a una
de las pajareras del exterior. Pero era un pajarito entrañable, y lo que más le
gustaba era que le rascaran la cabeza, momento en que se acurrucaba en el
suelo, o en el halda de uno, cerraba los ojos y meneaba las plumas sumido en
éxtasis. Le gustaba mucho sentarse en el hombro de Jacquie y pasarle el pico
suavemente por el pelo, es de suponer que con la esperanza de hallar algún
piojo de campo u otra golosina por el estilo, y un día, cuando estaba sentado
en el mío, y yo no me concentraba en lo que hacía, me metió un pedazo de
papel en la oreja —es de suponer que en una tentativa frustrada de hacerse un
nido—, e hizo falta un par de pinzas para volver a sacármelo. Dingle no
estaba resentido porque se le hubiera desterrado a la pajarera, y todavía viene
a hablar conmigo y a que le rasque la cabeza por la tela metálica.
En cuanto a aves parleras, tenemos muchas. Tenemos un loro, llamado
Soocoo, que se dice a sí mismo: «Buenas noches, Soocoo», cuando se apagan
las luces a última hora de la noche. Y tenemos a Ali, la myhah papúa de las
colinas, que sabe decir «¿Dónde está Trigger?» y «¡Hay que ver, qué buen
chico!». Pero probablemente, quien mejor habla de todos es un pájaro myhah
más chico, llamado Dospeniques. Cuando va uno a la jaula de Dospeniques y
habla con él, se ríe y cloquea, y si se le pasa el dedo por la tela metálica y se
le acaricia la barriga cierra los ojos y dice: «¡Ay, qué bien! ¡Ay, qué bien!».
Me ha preguntado mucha gente si creo que las aves parleras saben de
verdad lo que dicen. No estoy seguro del todo qué contestarle. Tomemos, por
ejemplo, a Dospeniques. Dice: «¡Ay, qué bien!», cuando se le rasca, porque,
es de suponer, es lo que le decían sus anteriores dueños cuando le rascaban, y
relaciona esos sonidos con el acto del rasquido. Pero un día hizo algo que casi
me hizo creer que sabía lo que estaba diciendo. Estaba el señor Holley,
nuestro anciano y respetadísimo jardinero, recortando un arbusto cerca de la
jaula de Dospeniques cuando de pronto carraspeó y escupió. Inmediatamente,
Dospeniques, con su voz clara y penetrante, dijo: «Viejo cochino». Al señor
Holley aquello lo divirtió mucho, y se pasó el resto del día riéndose solo.
Como se sabe, son muchas las historias que se cuentan de los loros, la
mayor parte de las cuales son muy sospechosas. Pero conozco dos en las que
parecía que el loro estaba haciendo algo más que repetir sonidos que se le
habían enseñado. La primera trataba de un loro que era propiedad de unos
amigos míos que vivían en Grecia. A este loro lo sacaban todos los días y lo
ponían en su jaula, a la sombra de los árboles. Un día, un campesino había
atado a su burro al otro lado del arbusto y, poco después, como suelen hacer
los burros, éste había alzado la cabeza y lanzado un rebuzno lúgubre que se
alargó y alargó y terminó con ese gran ronquido que dan los burros cuando
han terminado sus solos. El loro había escuchado todo esto con gran atención
y la cabeza echada a un lado, y en cuanto el burro terminó de rebuznar dijo
con toda claridad y en tonos interrogantes: «¿Qué pasa, guapo?».
La otra historia de loros es la de un papagayo gris africano que tenía un
amigo mío en su casa de Atenas. Tenía un vocabulario amplísimo —claro
que en griego—, y sus propietarios estaban muy orgullosos de él. Esto pasaba
en la época en que se solía «recibir», es decir, que una vez por semana todos
los amigos de uno sabían que podían presentarse a tomar el té; esto era hacia
principios de siglo. Un día de los que «recibían», la conversación empezó a
girar en torno al loro y su vocabulario. Uno de los asistentes insistía en que el
loro no sabía hablar en absoluto. Se limitaban a hacer ruidos ininteligibles, y
sus orgullosos propietarios exclamaban inmediatamente: «¡Fíjate lo que ha
dicho el loro! Ha dicho que esto y que lo otro». Con la taza de té en una mano
y un trozo de pastel en la otra, fue a la percha del loro y le dijo: «¿A que no
sabes hablar, eh, Polly?». Ante lo cual el loro se lo quedó mirando un
momento y después, con ese extraño aire de camaleón de los loros, fue
bajando por la percha hasta llegar a su lado, echó la cabeza aún lado y le dijo
con tonos claros e inconfundibles: «Bésame el culo». El efecto para el grupo
fue de escándalo asombrado. El loro nunca había usado esa frase hasta
entonces y, de hecho, nunca volvió a utilizarla, pero la había dicho con toda
claridad, y eso no podía discutirlo nadie. Pero en quien tuvo un efecto más
divertido fue en aquel hombre, que depositó la taza de té y el pastel, tomó el
sombrero y el bastón y, pálido de ira, se marchó de la reunión, diciendo que
no estaba dispuesto a quedarse en una casa en la que se insultaba a los
invitados.
Por lo general, es en el invierno cuando las aves nos causan más
preocupaciones que todos los demás animales juntos, especialmente las que
viven en recintos o en pajareras, pues a éstas hay que vigilarlas atentamente
para tener la seguridad de que no les afecta el frío, o lo que es peor, de que no
se hielan. Cuando le dan sabañones graves a un flamenco, por ejemplo, o
algún ave parecida, pueden hacer que sea necesario amputarle varios dedos.
El peor invierno que jamás hemos sufrido fue el de 1962 a 1963. Fue algo sin
precedentes en la historia de Jersey. Había más de medio metro de nieve en el
suelo, y el propio suelo estaba helado hasta una profundidad de otro medio
metro. Además de todos nuestros pájaros de los que preocuparnos,
constantemente nos traían grupos enteros de aves silvestres que estaban
agotadas por falta de comida. Había estorninos, petirrojos, tordos, grajos, de
todo, en una corriente inagotable. Hicimos lo único posible, que fue cerrar las
pajareras totalmente al público —aunque tampoco había mucho público con
un tiempo así— y soltar en ellas todos los pájaros silvestres que nos habían
traído. Por lo menos allí hacía calor, y en el suelo íbamos echando montones
de comida. Hubo un momento en que había allí por lo menos 40 fochas y 25
gallinas de agua, un avetoro y dos cisnes, además de muchos pájaros más
pequeños, todos sueltos al mismo tiempo en la misma pajarera reducida. Fue
en aquel invierno gélido cuando un día llamaron a la puerta principal. Cuando
fui a abrir, allí, en el escalón, estaba un personaje con el mayor aire de
vagabundo que se pueda imaginar. Tenía unas patillas larguísimas, era
evidente que hacía muchísimo tiempo que no se afeitaba, y parecía que no se
hubiera lavado en sus 19 años de vida. Debajo de cada brazo llevaba un par
de fochas.
—Hale, amigo —me dijo—. ¿Puede usted ayudar en algo a estos pobres
pajaritos?
Si dijera que me sentí asombrado me quedaría corto. Tomé a los pájaros,
los examiné y vi que ambos tenían heridas de escopeta, pero que no eran
demasiado profundas, meras heridas superficiales que no tardarían en curarse.
Pero estaban muy débiles y delgados. Miré al vagabundo de forma acusadora.
—¿Ha estado usted cazando por ahí? —pregunté.
—No —dijo—. No he sido yo. Ha sido uno de esos gabachos. Vi que
tumbaba a estos dos y que los pobrecillos no estaban muertos, de manera que
fui y los agarré. Después le quité la escopeta y le dije que se largara de aquí.
No creo que vuelva a cazar hasta dentro de mucho.
—Bueno, pues desde luego que haremos lo que podamos por ellos —dije
yo—. Muy amable por su parte traérmelos. Ya tenemos cuarenta más.
—Ah, bueno, eso es problema suyo, amigo mío —dijo despreocupado—.
En todo caso, muchas gracias.
Y se fue a trompicones por la nieve. Pensé, al ver cómo se alejaba, en lo
equivocado que es juzgar a la gente por su aspecto. De haber tenido que ir a
verlo en uno de esos grupos de la policía, creo que es el último al que hubiera
seleccionado como poseedor de un corazón de oro bajo aquel exterior
cochambroso.
Otro caso que casi nos afectó, fue cuando naufragó el Torrey Canyon,
aquel petrolero, que causó tal clamor en los periódicos y señaló a la atención
del público los graves peligros de la contaminación por petróleo,
especialmente para las aves marinas. Día tras día seguimos ansiosamente las
noticias de aquella mancha gigante de petróleo. Y después, para horror
nuestro, la marea y el viento empezaron a llevarla hacia las Islas del Canal de
la Mancha. Venía en nuestra dirección. Yo sabía que si nos llegaba, no sólo
significaría el final de las colonias de alcatraces y frailecillos de las Islas del
Canal, sino que además debíamos prepararnos a hacer frente a la llegada de
centenares, por no decir millares, de aves marinas llenas de petróleo. Por más
que tuviéramos toda la mejor voluntad del mundo, en el zoo no había espacio,
para atender a más de 40 o 50. Algo había que hacer, y había que hacerlo
rápidamente, de modo que telefoneé al Refugio de Animales, que es el
equivalente local de la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad
contra los Animales, y les dije lo que, a mi juicio, iba a pasar. Dijeron que
ellos podrían encargarse de otros 40 o 50 pájaros. Evidentemente, con eso no
iba a bastar para hacer frente al holocausto que me imaginaba yo, de modo
que telefoneé a Saranne Calthorpe y le pregunté si quería venir a verme para
formar algún tipo de plan de campaña. Así lo hizo, y en muy poco tiempo,
como si fuera una brillante generala, tenía organizada a toda la isla.
Pusimos en el despacho un mapa de la isla a gran escala, en el cual
colocamos alfileres con cabezas de distintos colores en diferentes lugares.
Unos indicaban dónde irían los equipos de búsqueda a recorrer a intervalos
periódicos las playas y las caletas, otros indicaban los puntos donde recoger a
las aves, y otros alfileres indicaban los sitios a los que íbamos a llevar a las
aves. Todo el mundo se sumó a la tarea con gran entusiasmo. Tanto los
Exploradores como las Exploradoras y los Exploradores del Mar
intervinieron en las patrullas, al igual que varios particulares que tenían
tiempo libre. Varias personas con camionetas o coches actuaron de oficiales
de transportes, y encontramos muchos cobertizos y establos donde llevar a
los pájaros. En un caso encontramos un hotel cuyo encargado muy
amablemente nos prestó su piscina, que, una vez rodeada de tela metálica,
podía alojar hasta a 200 pájaros. Después nos quedamos esperando decididos
a que nos llegara la mancha de petróleo. Pero, por un capricho del destino,
cambiaron los vientos y las corrientes, y aunque la cola de la mancha rozó
levemente a una o dos de las Islas del Canal, la mayor parte pasó de lado y se
dirigió a la costa de Francia. Creo que, en total, no tuvimos que ocuparnos
más que de una docena, más o menos, de pájaros, de forma que todos
nuestros preparativos habían sido en vano, pero por lo menos consideramos
que de haber surgido la urgencia habríamos estado preparados para hacerle
frente. Cuando la mancha de petróleo llegó finalmente a la costa de Francia,
dio la sensación de que los franceses no estaban preparados en absoluto, y en
consecuencia murieron millares de aves marinas.
Un buen día de primavera me sentía yo de ánimo especialmente benévolo
y me fui a buscar a Shep. Cuando quiera que no se podía encontrar a Shep
por el sistema de telefonillos interiores que teníamos por todo el zoo, se sabía
perfectamente dónde encontrarlo: estaría en lo que llamábamos el prado de
Shep. Es un prado regado muy grande, junto a donde están los cisnes, un
prado que va en pendiente hacia el sur, de forma un tanto curvada, al borde
del cual corre un arroyuelo. Shep había hecho en este arroyuelo una serie de
pequeñas presas, y allí era donde se dedicaba a criar sus pájaros. En aquellos
embalses se reproducían sus patos y sus gansos y en los terrenos más altos
sus faisanes. Bien, pues de todas las aves, las favoritas de Shep eran los
faisanes, y aquel año concreto le había ido muy bien con ellos. Bajé al prado
al sol de la primavera. Se escuchaba la cacofonía de todos los días: los
cloqueos de los gansos, el cuá-cuá de los patos, los gorgoritos chillones de las
crías de faisán en sus jaulas, mientras sus madres adoptivas, gallinas o
pollitas según el tamaño de las crías, cloqueaban orgullosas a su alrededor.
Me encontré con Shep que silbaba animado y a solas, mientras su alsaciano y
su schnauzer miniatura le corrían a los talones, contemplando una jaula llena
de bolitas de plumas que corrían adelante y atrás, entre las patas de una
gallina, mientras ésta cloqueaba bajito y picoteaba, lo que encontraba por el
suelo.
—Buenas —grité en cuanto vi que me podía oír, y Shep se dio la vuelta a
mirarme.
—Buenas, señor D. —dijo—. Venga a ver éstos.
—¿Qué son? —pregunté, porque la mayor parte de las crías de faisán
resultan muy parecidas al primer vistazo, y por lo general me resultaba muy
difícil distinguir unas de otras.
Fui a contemplar aquellas bolas animadas de plumón mientras se agitaban
en torno a su madre adoptiva.
—Son los Elliots —dijo Shep orgulloso—. Salieron del cascarón anoche.
Estaba dejando que se secaran antes de ir a decírselo a usted.
—¡Estupendo! —me entusiasmé, porque los faisanes de Elliot son una de
las especies que están en la lista de las amenazadas, y es muy posible que se
hayan extinguido en estado silvestre.
—Han salido bien ocho, y había ocho huevos —dijo Shep—. Nunca me
había imaginado una proporción así.
—A mí me parece que están bien.
—Bueno, hay uno que parece un tanto frágil, pero creo que se las va a
arreglar —dijo Shep.
—He venido a darte una noticia —comencé—. He decidido que como te
ha ido tan bien este año, estoy dispuesto a comprarte cualquier pareja de
faisanes que salga al mercado, que te gusten y te interesen. No es que el zoo
ni la Fundación vayan a comprarlos. Los compro yo personalmente, como
señal de cuánto estimo tus nobles esfuerzos.
—Hombre, ¿de verdad? —dijo Shep—. Se lo agradezco mucho, señor D.
Poco sabía yo, cuando hice aquella imprudente observación, lo que me
esperaba.
Todas las mañanas, cuando se clasifica el correo, aparecen las inevitables
listas de agentes de diferentes partes del mundo, que nos dicen los animales
que tienen en venta. Éstas se apilan en mi escritorio y yo las ojeo, con
especial atención a lo que haya de especialmente extraordinario e interesante
para la Fundación. Aquella mañana concreta estuve ojeando las listas, pero
por casualidad no advertí lo que venía en una especial. Devolví todas las
listas a la oficina principal, donde a su vez las ojearían todos los empleados.
Al cabo de un rato llamaron a la puerta y cuando grité «¡Adelante!», apareció
la cara de Shep en el marco de la puerta.
—¿Puedo verlo a usted un momento, señor D? —preguntó. Estaba pálido
y tenso, completamente distinto de su comportamiento habitual, tan animado.
—Entra —dije—, ¿Qué problema hay?
Entró con la lista de un agente en una mano, y cerró la puerta.
—¿Ha visto esta lista? —preguntó en voz baja.
—¿Cuál es?
—La de Jabira.
—Sí, ya la he visto —dije—. Bueno… ¿Por qué?
¿Qué es lo que tiene?
—¿No lo ha visto? —preguntó él—. Faisanes de cuello blanco.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo —dijo Shep—. Mire… aquí.
Me la puso en el escritorio y me los señaló. Efectivamente, allí decía: «Se
esperan en breve faisanes de cuello blanco». No se citaba el precio. Aquello
era un indicio ominoso, pues por lo general significaba que el animal de que
se trataba era caro. Y yo sabía perfectamente que los faisanes de cuello
blanco iban a serlo. En primer lugar, son de los faisanes con orejas de mayor
tamaño y más espectaculares. En segundo lugar, es probable que ya se hayan
extinguido en estado silvestre. Y, en tercer lugar, que se supiera no había más
que siete de estas aves en cautividad en todo el mundo, y la mayor parte de
ellas estaban en los Estados Unidos. Di un suspiro. Sabía perfectamente que
se trataba de aves que debía tener la Fundación, y también recordaba mi
promesa a Shep del día anterior.
—Bueno —dije, resignado—, más vale que les telefonees
inmediatamente, porque los otros zoos se van a lanzar encima de ellos como
comadrejas detrás de un conejo. Pero, Shep, debes comprender que el precio
tiene que ser razonable. No puedo pagar una barbaridad por ellos.
—Ah, no —dijo él—. Eso ya lo comprendo.
Fue al teléfono y al cabo de poco rato estaba al habla con Holanda.
—¿El señor van den Brink? —preguntó, con la voz temblorosa de
emoción—. Le telefoneo para hablar de esos faisanes de cuello blanco de su
lista.
Se produjo un largo silencio mientras Shep escuchaba lo que le decía van
den Brink.
—Ya entiendo —contestó—; ya entiendo.
Me volvió la mirada implorante y puso la mano encima del micrófono del
teléfono:
—Todavía no le han llegado, pero están en camino.
Y pide 250 libras por cada uno.
Gemí para mis adentros, pero una promesa es una promesa.
—Vale —repliqué—. Dile que nos mande una pareja.
—Señor van den Brink —dijo Shep con voz temblorosa—, mándenos una
pareja. ¿Querrá usted reservarnos una pareja por favor? Sí, exacto, Parque
Zoológico de Jersey… ¿Y nos advertirá usted? ¿Nos avisará usted antes de
que salgan, verdad?… Ya, ya entiendo, vendrán vía París… Eso nos va
perfectamente. Muchísimas gracias. Adiós.
Colgó el teléfono y empezó a dar zancadas arriba y abajo del despacho.
—Bueno, ¿y ahora, qué diablos te pasa? —le pregunté—. Ya te he dicho
que puedes contar con tu pareja. ¿Por qué te pones tan triste?
—Bueno… bueno, es que creo que no resulta seguro tener sólo una pareja
—soltó Shep de golpe.
—Bien, muchacho, escucha —observé—. Acabo de gastarme quinientos
billetes en una pareja de faisanes para ti solito. De verdad que no puedo
permitirme comprar otra pareja.
—¡No, no! No me refiero a usted —dijo Shep—. Me refiero a mi. ¿Me
permitiría usted comprar otra pareja?
Sería mucho más seguro contar con dos machos y dos hembras.
—Pero, Shep —protesté— ¡son quinientos billetes!
¿Tienes tanto dinero?
—¡Pues claro! —dijo Shep, impaciente—. Claro que… claro que tengo
ese dinero. Es que… Bueno, ¿me permite usted que los compre?
—Claro que te permito que los compres, si quieres gastarte tu propio
dinero en eso —dije—. Pero es un montón de dinero.
—Es mucho peligro no tener más que una pareja y perder el macho o la
hembra —replicó Shep—. De manera que, ¿me deja?
—Pues claro que te dejo, pero más vale que telefonees inmediatamente.
Y al cabo de unos minutos estaba otra vez al teléfono:
—¿Señor van den Brink? Le llamo por lo de esos faisanes de cuello
blanco de usted… Hemos decidido pedirle dos parejas en lugar de una… Sí,
dos parejas…
Gracias, muchas gracias. Adiós.
Volvió a colgar el teléfono y me miró con la alegría pintada en el rostro.
—Ahora, con dos parejas, deberíamos estar en condiciones de hacer algo
—dijo.
Pero la compra de los faisanes no fue más que el principio de la cosa,
pues ahora había que construirles dos pajareras en terreno virgen, es decir, en
terreno en que no hubiéramos tenido aves antes, para no correr el riesgo de
que hubiera quedado algo infeccioso en el suelo. Así lo hicimos, y esperamos
impacientes la llegada de los faisanes. Pasaron semanas y semanas, y
telefoneábamos periódicamente al Sr. van den Brink, que presentaba sus
excusas más compungidas, pero como las aves tenían que llegar desde Pekín,
pasar por Moscú y Alemania Oriental, y de ahí ir a París antes de llegarnos a
nosotros, resultaba un procedimiento de lo más complicado. Trataría de que
nos llegaran lo antes posible. Y por fin llegó el gran día en que nos telefoneó
para decirnos que ya habían llegado a Berlín Oriental y saldrían de allí al día
siguiente. Shep estuvo extraordinariamente agitado aquel día, sin poderse
concentrar en ninguna conversación con nadie. Estaba esperando, hecho un
manojo de nervios, a ver en qué estado se hallaban los faisanes de cuello
blanco, a su llegada. Por fin nos los trajeron del aeropuerto. Quitamos la tela
de saco de la delantera de cada jaula y vimos a nuestras dos parejas de
faisanes de cuello blanco: unas aves preciosas, blancas, enormes, con largas
colas como fuentes de plumas blancas, mejillas de color escarlata y crestas
negras. Eran increíblemente bonitas, y nos quedamos encantados con ellas.
Después llevamos cuidadosamente las jaulas a las dos pajareras que les
habíamos construido y soltamos una pareja en cada pajarera
Tres de las aves eran extraordinariamente animadas, y Shep dijo que le
daba la impresión de que debían ser animales atrapados en estado silvestre, y
no criados en cautiverio. En cambio, la cuarta de las aves era
extraordinariamente dócil. Era uno de los machos, De hecho, tan dócil era
que empezamos a sentir sospechas. Pero Shep les dio de comer y les dio
agua, y como estaban tan nerviosos, les tapamos la pajarera con unas
arpilleras, para que no se asustaran al ver al público pasar cerca de ellos. A la
mañana siguiente fuimos Shep y yo a mirarlos, y el macho dócil estaba
todavía más dócil, tan dócil era que empezamos a sentir sospechas. Pero
mientras telefoneábamos a Tommy Begg a ver qué opinaba, se murió el
faisán. Llegó Tommy, que le hizo la autopsia inmediatamente, y pronto
descubrimos la causa de la muerte. El ave tenía los pulmones absolutamente
enfermos de aspigilosis. Se trata de una forma especialmente virulenta de
hongos nocivos que, cuando ataca a los pulmones, se difunde a una rapidez
vertiginosa, y para la cual no existe cura conocida. El pájaro, incluso en aquel
estado, podría haber sobrevivido unos años, pero aquel viaje tan arduo y tan
largo le había resultado demasiado. Había recrudecido la enfermedad
pulmonar, y a consecuencia de ello había muerto el ave.
—Creo que tuviste una buena idea al pedir dos parejas —dije a Shep en
tono sombrío.
—Sí —contestó—. Sabe usted, tenía la sensación de que podía pasar algo
así. ¿No habría sido terrible si se tratara del macho de la única pareja que nos
hubieran enviado?
Yo no podía estar más de acuerdo con él.
Ahora nos quedaban dos hembras y un macho, pero que pudiéramos ver,
los tres estaban en perfecto estado, de forma que teníamos grandes
esperanzas de que pudieran reproducirse. Tuvieron todo el verano y el
invierno siguiente para adaptarse y para la primavera estaban relativamente
mansos. Al macho parecía gustarle una de las hembras más que la otra, de
forma que pusimos a los dos juntos en una pajarera y dejamos aparte a la
hembra impar. De pronto, una mañana, Shep llegó corriendo a mi despacho
llevando en brazos a la faisana hembra de cuello blanco.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Qué ha pasado? ¿No se habrá roto la
cabeza, verdad?
Porque los faisanes tienen la costumbre, cuando se asustan, de echarse a
volar hada arriba como cohetes y darse con las cabezas en el techado de tela
metálica de las jaulas, con lo que a veces se matan del golpe.
—No, es algo peor —dijo Shep—. Es que no le sale el huevo.
Evidentemente, la faisana llevaba algún tiempo tratando de poner un
huevo, y se hallaba totalmente agotada. Le dimos algo de glucosa con agua y
telefoneé a Tommy Begg. Me dijo que le pusiera una inyección de penicilina
y que después intentase todos los remedios normales para lograr que saliera
el huevo intacto. De forma que le pusimos la inyección y, después, con la
ayuda de aceite, vapor de una tetera llena de agua hirviente, y todo lo que
pudimos imaginar, tratamos de extraer el huevo. Pero todo en vano. No cabía
hacer más que una cosa, y ésta era romper el huevo dentro e irlo sacando
trocito a trocito, procedimiento peligrosísimo que además podía inducir una
peritonitis, como sabíamos todos. Logramos sacar el huevo con todo su
contenido, y le dimos una pequeña irrigación de agua caliente por si acaso
quedaba dentro algún trocito que hubiera escapado a nuestra atención.
Después la pusimos en un cajón a oscuras en un sitio caliente y la dejamos
allí para que se recuperase, esperábamos. Pero al cabo de dos horas había
muerto. Shep y yo nos quedamos contemplando su cadáver.
—Bueno —dije, tratando de ver el lado bueno de las cosas—, de todos
modos todavía nos queda una pareja.
—Sí —dijo Shep—. Supongo que nos queda una pareja. Pero ya sabe
usted que a él no le gusta la hembra.
—Bueno, pues tendrá que gustarle y aguantarse —contesté.
De manera que los pusimos en compañía. Era ya demasiado tarde para
que se apareasen aquella temporada, de forma que esperamos ansiosos a la
primavera siguiente. Para entonces se habían acostumbrado bastante el uno a
la otra, y el macho parecía dar indicios de afecto por la hembra. Pero una
mañana llegó Shep al despacho, con el gesto más sombrío que podía poner.
—Otra vez los cuellos blancos —dijo.
—¡Dios mío! ¿Otra vez? —exclamé—. ¿Qué les pasa ahora?
—Venga usted a verlo —me respondió.
Fuimos andando a las pajareras y miramos en ellas. Allí estaba el macho,
que cojeaba tanto, que por un momento temí que se le hubiera roto una pata.
Fue Shep quien supuso que durante la noche algo lo había asustado y había
salido volando hacia el techo, y al caer hacia atrás se habría cogido uno de los
dedos en la tela metálica y se le había producido un desgarro en los músculos
del muslo, quizá con lesiones también en los nervios. Shep y yo nos miramos
y ambos comprendimos lo que pensaba el otro. El faisán macho, si no
dispone del uso de ambas patas, encuentra muy difícil, por no decir
imposible, montar a la hembra. Si no le podíamos curar la pata, parecía que
no teníamos la más mínima posibilidad de lograr que los faisanes de cuello
blanco se reprodujeran. Muy desanimados atrapamos al macho y yo le
examiné la pata y el muslo. No tenía dislocada la cadera, ni tenía roto ningún
hueso, de forma que nuestro diagnóstico inicial de que fuera una torcedura
nos daba una cierta esperanza de que pudiera curarse. Le pusimos una
inyección de D. 3, producto que habíamos visto efectuaba curas milagrosas
en la parálisis que a veces afecta a las extremidades traseras de los monos, y
observamos si progresaba de un día para otro. Pero no parecía mejorar; no
hacía más que cojear por la jaula, sin apenas tocar el suelo con los dedos, y
eso únicamente con las puntas, justo lo necesario para no perder el equilibrio.
Yo nunca le dije nada a Shep, y Shep nunca me dijo nada a mí, pero ambos,
en el fondo de nuestro corazón, estábamos convencidos de que nuestros
esfuerzos por reproducir a los faisanes de cuello blanco estaban condenados
al fracaso.
5. Leopardos en los lavabos