Nueva Visita A La Filosofía Del Derecho en La Argentina - Manuel Atieza
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I
En el campo de la filosofía del derecho es difícil poder hablar, en
sentido estricto, de descubrimientos. Mario Losano escribió en una oca-
sión que en el Derecho y en las ciencias sociales todo se ha dicho ya,
por lo menos una vez. A pesar de lo cual, creo poder presumir de ser
el autor de un descubrimiento, hecho además muy al comienzo de mi
carrera académica. En efecto, descubrí, hacia mediados de la década de
los 70, la filosofía del Derecho argentina y lo hice, como ha ocurrido con
muchos descubrimientos científicos o de otra índole, en buena medida,
por casualidad.
Al terminar mi licenciatura en Derecho, en el año 1973, había comen-
zado a trabajar en una tesis de doctorado, bajo la dirección de Elías Díaz.
El tema era: “La filosofía del Derecho de Herbert Hart”. Ocurrió, sin
embargo, que a los pocos meses de iniciar el trabajo, nos enteramos de
que había otro profesor, en las Islas Canarias, que llevaba ya varios años
elaborando una tesis –y bajo una dirección solvente: la de González Vi-
cén– sobre ese mismo tema. Eran los últimos años del franquismo y
estábamos dando el paso desde la escuela española de Derecho Natural
y de gentes a la iusfilosofía del siglo XX; hasta poco antes, prácticamente
todas las tesis de doctorado que se leían en España en los departamentos
de “Derecho natural y filosofía del Derecho” versaban sobre alguno de
los integrantes de la escuela mencionada. Mi director pensó, con toda
razón, que era momento de evitar las redundancias y de ocuparse más
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Cuando yo llegué a Buenos Aires en aquel octubre de 1975 (hace,
por lo tanto, 34 años) estaban en activo dos o tres generaciones de filósofos
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III
En mi nueva visita a la filosofía del derecho argentina (el país lo
visité otras veces, después de 1975), el panorama se ha vuelto más com-
plejo, por diversas razones. Una es que a los anteriores autores, que
además han seguido produciendo de manera considerable, hay que aña-
dir muchos otros que se han ido incorporando desde entonces: siguiendo
el criterio de Ortega, habría que hablar al menos de otras dos generaciones
de iusfilósofos argentinos. Otra razón es que las fronteras entre las di-
versas concepciones de la filosofía del derecho están hoy algo menos
claras que entonces. Seguramente habría que seguir partiendo de la an-
terior clasificación de iusfilósofos en iusnaturalistas, analíticos y críticos
(la fenomenología y el existencialismo han dejado de estar de moda).
Pero el iusnaturalismo se ha remozado y los neoiusnaturalistas de hoy
no le hacen asco al pensamiento de autores que, como Nino o Alexy,
proceden de tradiciones muy distintas. No todos los iusfilósofos analíticos
son ya positivistas y escépticos en materia de metaética. Un autor como
Russo ha transitado desde la filosofía analítica al posmodernismo. Y el
“marxismo analítico” dejó hace unas décadas de ser un oxímoron. En
fin, una tercera razón es que hoy resulta más difícil que entonces hablar
de “filosofía del Derecho argentina”, entendiendo la expresión en su
sentido geográfico o de nacionalidad: Garzón Valdés (“a estas alturas
del partido”, como a él le gusta decir) ha producido ya la mayor parte
de su obra fuera de Argentina y lo mismo puede decirse de muchos
otros iusfilósofos argentinos (o nacidos en Argentina) que o bien son,
de manera permanente, profesores en universidades del exterior (Jorge
Malem, Cristina Redondo, Pablo Bonorino, Carlos Herrera, Gustavo Fon-
devila, María Inés Pazos o Silvina Álvarez), o bien su vida académica
transcurre o ha transcurrido, en una buena medida, fuera de Argentina
(de lo que hay muchos ejemplos); además, la irradiación de la filosofía
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del derecho argentina hacia el exterior hace que uno pueda encontrar
bulyginianos, alchourrianos, garzonianos o nineanos en diversos lugares
del mundo: hace poco leía en un trabajo de un autor italiano, Mauro
Barberis, que el libro de Nino de Introducción al derecho (la edición
italiana) era el texto más usado en las facultades de Derecho de ese país.
En consecuencia, bien cabría decir que alguien que se propusiese hoy
elaborar una tesis, o un trabajo, semejante al mío de entonces (“La filosofía
del Derecho argentina actual” fue su título), tendría las cosas más difíciles.
Quizás, simplemente, porque ésa no es ya materia para una tesis de
doctorado, sino para varias. De hecho, ya se han escrito al menos dos
sobre la obra de Nino (una de ellas en el departamento de filosofía del
Derecho de la Universidad de Alicante: la de Victoria Roca, que dirigimos
Juan Ruiz Manero y yo), otra sobre la de Garzón Valdés (en la Univer-
sidad de Sevilla), y cabría pensar en algunas otras que podrían llevar
títulos como: “Normative Systems y la filosofía del Derecho contempo-
ránea”, “La fortuna del positivismo jurídico en Argentina”, “Teoría y
práctica de los derechos humanos en Argentina”, etc.
Pero si no cabe elaborar exactamente una tesis, lo que sí sería posible
es dar cuenta, con un cierto orden, de todas las aportaciones que se han
producido en estas últimas tres décadas y media. No lo voy a hacer
aquí, de todas maneras, por razones obvias de tiempo, y me limitaré,
simplemente, a señalar una serie de rasgos que me parecen particular-
mente significativos.
1) El más relevante, sin duda, es la extraordinaria riqueza que presenta
hoy la filosofía del derecho argentina. Existe un elevado número de cul-
tivadores de la disciplina; la producción (publicada tanto dentro como
en el exterior, en español o en otras lenguas: como el inglés) es enorme;
una porción considerable de lo publicado es de alto, o altísimo nivel, y
la variedad temática no puede ser mayor: va desde los trabajos más
especializados de lógica deóntica hasta el derecho y la literatura, pasando
por la teoría de los derechos humanos, la teoría de las normas y de los
sistemas normativos, la informática jurídica, la ética jurídica, la filosofía
del derecho penal, del derecho internacional... Se sigue echando en falta,
de todas formas, un mayor desarrollo de la sociología del derecho y de
la historia del pensamiento; que, por lo demás, no son campos del todo
yermos.
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IV
Como decía, no he pretendido, ni mucho menos, ofrecer un cuadro
completo de la filosofía del derecho argentina en las últimas tres décadas
y media; sería, por lo demás, imposible poder hacerlo en un corto espacio
de tiempo. Pero me parece que los haces de luz que he proyectado aquí
y allá sobre ese escenario son suficientes para darse cuenta de un hecho
notable y del que soy el primero en congratularme: Argentina, Buenos
Aires, fue y sigue siendo uno de los centros mundiales de la filosofía
del Derecho. La acumulación de talento, vocación y logros intelectuales
que uno encuentra –que sigue encontrando– en el país del Plata es algo
admirable. ¿Debería uno también sorprenderse por ello?
Probablemente no. Cossio no surgió, por así decirlo, de la nada. Y
el esplendor de la filosofía del derecho en el país ha corrido paralelo
con el que ha habido en muchos otros campos de la cultura. Mientras
preparaba mi intervención en este acto se publicó en un periódico español
un artículo de un escritor argentino, Álvaro Abós (egresado en Derecho
por esta Universidad en la década de los 60, como pude ver en Internet),
en el que trazaba un paralelismo entre Brasil y Argentina que le llevaba
a afirmar que, de alguna manera, con sus últimos éxitos internacionales,
Brasil había terminado consiguiendo un papel al que también aspiró
Argentina. A pesar de lo cual, a pesar de este pesimismo –digamos,
endémico– que acompaña a tantos argentinos, hay un párrafo –esperan-
zador– hacia el final del artículo de Abós que me interesa traer aquí a
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V
Quisiera ahora, en la última parte de mi exposición, hacer algunos
comentarios sobre lo anterior y deshacer, de paso, algunos posibles ma-
lentendidos. No pretendo, naturalmente, con lo que acabo de decir, de-
fender algún tipo de dirigismo cultural, cuyos catastróficos resultados
(para la cultura, y no sólo para la cultura) son bien conocidos. Cada uno
tiene sus inclinaciones, sus gustos y sus capacidades. Me parece obvia-
mente bien que se escriban libros de inspiración tomista, trabajos con
una nueva propuesta de lógica deóntica, o aproximaciones al Derecho
en las que éste resulta ser simplemente una “ilusión” y no un objeto
real. No es lo que yo escribiría, pero me parece sumamente positivo que
concurran, por así decirlo, en el mercado de las ideas, y no sólo para
que unas triunfen sobre las otras, sino también para que quienes no
cultivan esas áreas de conocimiento o no tienen esas inclinaciones (no
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cha por cualquiera de ellos y que no sea recogida por los otros, es una
pérdida, un límite para el trabajo de estos últimos que, por tanto, tratan
de evitar; la universalidad es un valor fundamental de la comunidad de
los científicos y, por eso, está organizada para que pueda realizarse ese
valor, como en su momento señalaron Merton o Bunge. Pero en el caso
del derecho y de la filosofía del derecho, las cosas no funcionan exacta-
mente así. El trabajo del jurista (del jurista práctico y del dogmático) no
está guiado fundamental o exclusivamente por intereses de conocimiento,
sino por intereses prácticos (mejor: práctico-sociales), o sea, aquí estamos
frente a una técnica, una tecnología o una práctica social –como quiera
llamársela– estructurada en torno a valores distintos a (o no coincidentes
del todo con) los estrictamente científicos y que, en sentido amplio, cabría
calificar de pragmáticos: el jurista tiene que solucionar problemas –pro-
blemas prácticos–, que dependen, en buena medida, de circunstancias
ligadas al contexto social, institucional, cultural. Y eso es algo que el
filósofo del derecho no puede desconocer... si no quiere abocarse a la
irrelevancia o a la frustración.
Dicho de otra manera, necesitamos (nos conviene a todos) organizar
una robusta comunidad iusfilosófica del mundo latino en la que las ideas
de los iusfilósofos tengan la oportunidad de producir resultados en el
mundo institucional y no sólo en el plano personal y en el círculo de
los amigos; para expresarlo con algo de pedantería filosófica, dar el paso
del espíritu subjetivo al espíritu objetivo. Lo cual no supone –permítaseme
que insista en ello– renunciar a lo universal, aislarse de otros círculos
culturales o renunciar a la globalización de la cultura, de la filosofía del
derecho. Al contrario. Pero sin pragmatismo, sin cierto pragmatismo bien
entendido, no hay filosofía del derecho que merezca la pena. Para mí,
ésa sigue siendo la principal lección que cabe encontrar en la cultura
jurídica –y no sólo jurídica– de los Estados Unidos y, en general, del
mundo anglosajón. No implica dejar de interesarse por esa cultura (y
por otras), sino relacionarse con ella(s) de manera precisamente prag-
mática: aprender –y aprehender– lo mucho de valioso que hay en ella(s)
y usarlo como materiales que pueden resultar de utilidad en proyectos
vinculados a otros contextos que, naturalmente, siempre tendrán una
zona más o menos amplia de coincidencia con aquéllos: no se trata de
aislarse del contexto internacional, sino de insertarse en el mismo en
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