Marrou-Teologia de La Historia

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Henri-Irénée

Marrou

Teología
de la §
Historia S
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HENRI-IRÉNÉE MARROU

TEOLOGIA
DE LA HISTORIA
Presentación de

JO S E LUIS ILLANES MAESTRE

EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID

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Título original:
Théologie de l'histoire

© 1968 by H enri-Irénée M arrou. Editions du Seuil. Paris.


© 1978 de la version española, realizada por R afael S án­
chez M antero, para todos los países de habla
castellana, by EDICIONES RIALP, S. A., Pre­
ciados, 34 MADRID.

ISBN: 84-321-1961-X
Depósito legal: M. 29.142.—1978
Impreso en España Printed in Spain
INDUSTRIAS GRAFICAS ESPAÑA. S. L —Comandante Zorita. 48— Madrid-20

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NATURALEZA E HISTORIA

1. A ntonio M illán Pu elles : La función social de los


saberes liberales.
2. J osef Pieper : E l ocio y la vida intelectual (3.a ed.).
3. R aimundo Paniker : Humanismo y Cruz.
4. G raham H utton : Inflación y sociedad .
5. A ndré P iettre : Las tres edades de la economía.
6. V. E. F reihérr von G ebsatell : La comprensión del
hombre desde una perspectiva cristiana.
7. F ederico Suárez : Introducción a Donoso Cortés.
8. C ándido C imadevilla : Universo antiguo y mundo mo­
derno.
9. F rederick D. Wilhelm sen : La metafisica del amor.
10. J oseph H òffner : Manual de doctrina social cristiana.
|(2.* edición revisada y aumentada.)
11. V iktor E. Frankl : La idea psicológica del hombre
(2.a edición).
12. C arlos A. Baliñ as : E l acontecer histórico. Un estudio
ontològico sobre el tema del historiador.
13. C arlos M ario Londoño : Libertad y propiedad.
14. A ngel V albuena Briones : Perspectiva crítica de los
dramas de Calderón.
15. R einhart K oselleck : Crítica y crisis del mundo >
burgués.
16. C arlos C ardona: La metafísica del bien común.
17. O skar B ecker : Magnitudes y límites del pensamiento
matemático.
18. Carlos C ardona: Metafísica de la opción intelectual.
19. J osef P ieper : Prudencia y Templanza.
20. Franz Büchner : Cuerpo y espíritu en la medicina
actual Prólogo de J uan J osé López I bor.
21. Rafael A r ce : San Juan de Avila y la reforma de la
Iglesia en España.

J
22. R oberto S aum ells : La geometria euclidea com o teoria
del conocim iento.
23. R amón G arcía de H aro : La conciencia cristiana. E x i­
gencias para su libre realización.
24. J osef P ie p e r : Justicia y Fortaleza .
25. I. M. Boch enski : Los métodos actuales del pensamien­
to (12.a edición).
26. A ntonio M illàn P u e l l e s : Persona humana y justicia
social (4.a edición).
27. I. M. B o c h e n s k i : E l materialismo dialéctico (4.a ed.).
28. J osef P iep e r : Filosofia medieval y mundo moderno.
29. J osé M iguel I báñez Langlois : E l marxismo: visión cri­
tica (2.a edición muy ampliada).
30. F ernando I nciarte A rm iñán : E l reto del positivismo ló­
gico.
31. A ndré P iettre : M arx y marxismo (4.a ed. aumentada).
32. J osef P iep e r : E l descubrimiento de la realidad .
33. E tienne G il so n : E l realismo m etódico (4.a edición). Es­
tudio preliminar de L eopoldo Eulogio P alacios .
34. A ndrés V ázquez de P rada : Estudio sobre la amistad
(2.a edición).
35. R. G arcía de H aro e I. C ela ya : La M oral cristiana .
E n el confín de la Historia y la Eternidad.
36. R einhard L auth : Concepto , fundamentos y justifica­
ción de la filosofía.
37. C ornelio F abro : Drama del hombre y misterio de
D ios.
38. F ederico Su á r ez : La historia y el método de investi­
gación histórica.
39. J ean G uitton : Historia y destino ♦ Presentación de
J osé L uis I llanes .
40. R afael G ómez P é r e z : E l humanismo marxista .
41. J osé Luis I lla n e s : Sobre el saber teológico.
42. R oger V erneaux : Critica de la “ Critica de la Razón
Pura ”,
43. H enri-Irénée M arrou : Teologia de la historia. Presen­
tación de J osé Lu is I llanes .
PRESENTACION

Es opinión común entre los especialistas reco­


nocer que la filosofía de la historia ha surgido
como producto de una secularización de la teo­
logía cristiana de la historia: así lo advirtió ya,
a finales del siglo pasado, Dilthey, poniendo de
relieve que las raíces de ese proceso remontan
a la Edad Media, para desembocar, a través de
Bossuet, en Turgot, Herder, Condorcet, etc. \ y
así lo han documentado más ampliamente diver­
sos estudios posteriores *. Es, en cambio, mucho
menos conocido el hecho siguiente: que, como
1 W ilhelm D ilthey, In tro d u cció n a las ciencias del es -
píritu, Ed. Revista de Occidente, Madrid, 1966, pág. 164
y siguientes.
2 Ver especialmente E tienne G ilson , L a s m eta m orfo­
sis de la C iu d a d de D io s, Ed. Rialp, Madrid, 1965, y K arl
L owith, E l sentido de la historia, Ed. Aguilar, Madrid,
1968.

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10 PRESENTACION

resultado de ese mismo proceso, la teología de


la historia sufrió una involución, hasta el punto
de haberse oscurecido, en la conciencia de mu­
chos creyentes, la auténtica visión cristiana de la
historia. Es el convencimiento de que así ha ocu­
rrido efectivamente lo que impulsó a Marrou a
escribir el libro que presentamos, cuyo objetivo
es, precisamente, promover un cambio de rumbo,
una recuperación de esa teología de la historia en
gran parte perdida.
Henri-Irénée Marrou, uno de los historiadores
franceses más significativos, nació en Marsella en
1904. Fue profesor en las Universidades de El Cai­
ro, Nancy, Montpellier y Lyon, hasta que, en 1945,
accedió a la cátedra de Historia del Cristianismo
en La Sorbona, donde permaneció hasta el mo­
mento de su muerte, ocurrida el 18 de abril de
1977. En 1937 publicó su tesis doctoral: San Agus­
tín y el fin de la cultura antigua. Un año más
tarde apareció otra de sus obras fundamentales:
Historia de la educación en la antigüedad. Y, a
partir de ahí, numerosos ensayos y monografías,
ediciones críticas de textos patrísticos (el anónimo
A Diogneto y el Pedagogo, de Clemente de Alejan­
dría, ambos en la colección «Sources Chrétien­
nes»), colaboración en obras de largo alcance
(participó, por ejemplo, en la fundación de la
revista «Etudes augustiniennes», y llevó a término
la publicación del «Dictionnaire d’archéologie
chrétienne et de liturgie», iniciado por los bene­
dictinos Chabrol y Leclercq), etc. Su inteligencia

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PRESENTACION 11

se mantuvo despierta hasta el final: en 1976 pu­


blicó el volumen Patrística y humanismo, y poco
después de su muerte aparecía su último libro
del que no llegó a corregir las galeradas: ¿Deca­
dencia romana o antigüedad tardía?, un breve en­
sayo en el que vuelve sobre una de sus tesis prin­
cipales, la defensa, frente a esas simplificaciones
históricas difundidas a partir del racionalismo,
de la civilización romana de los siglos IV y V de
nuestra era, no simple período de decadencia,
sino «Spatantike», «antigüedad tardía», es decir,
continuación de la civilización clásica, con defi­
ciencias y limitaciones, como toda construcción
humana, pero también con personalidad y riqueza
propias, más aún, con aportaciones originales y
decisivas, algunas de las cuales permanecen to­
davía vivas.
Hombre erudito y, como todo historiador, aten­
to al dato concreto, Marrou pertenece al mismo
tiempo a ese tipo de científicos dados a reflexio­
nar sobre su propia ciencia. En 1935 publicaba
uno de sus ensayos más conocidos, De la connais-
sance historique 3, dedicado a poner de manifiesto
el valor de la ciencia histórica y, a la vez, sus
límites: la relatividad, por razones técnicas, gno-
seológicas y ontológicas, de todo el conocimiento
que versa sobre nuestro propio pasado. La crítica
a la filosofía de la historia, tal y como la entendió
Hegel, aflora en bastantes páginas de ese ensayo:
3 Hay traducción castellana: E l con o cim ien to h istó ­
rico, Barcelona, 1968.

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12 PRESENTACION

la pretensión hegeliana de dar una explicación


omnicomprensiva del significado total de la his­
toria, se le aparece a Marrón como una ambición
ilusoria, autoengañadora, capaz de mantenerse en
vida sólo gracias a una constante y brutal simpli­
ficación.
Esas mismas coordenadas rigen en Teología de
la Historia, aunque con manifestaciones distintas,
debidas no sólo a la diversidad de la materia,
sino también a diferencias de enfoque y de estilo.
De la connaissance historique es un ensayo de
epistemología o gnoseología histórica, escrito en
tono académico, con todas las consecuencias for­
males que de ahí derivan. Teología de la Historia
es, en cambio, una meditación o reflexión des­
arrollada desde la perspectiva y la madurez que
pueden otorgar, si se los ha vivido honda y seria­
mente, los sesenta y cuatro años (el original fran­
cés se publicó, en efecto, en 1968). En ella en­
contramos no soto pensamientos bien tratados y
análisis certeros, sino también la propia vida de
Marrou: su experiencia como hombre, sus viven­
cias como historiador, su fe como cristiano.
Como hombre, ha vivido las crisis que jalonaron
el primer tercio de nuestro siglo, las ilusiones que
acompañaron al final de la segunda guerra mun­
dial, el shock de la guerra fría, el desánimo de
las generaciones posteriores. Como historiador,
ha podido comprobar la generosidad del hombre,
su capacidad de entusiasmo, su entrega a grandes
empresas, pero también no sólo el fracaso de gran

material
PRESENTACION 13

parte de sus intentos, sino, lo que es más, la


caducidad de aquellos que se veían coronados por
el éxito. Como cristiano, se ha sentido confortado
por una fe que le habla del triunfo de Cristo, de
su victoria sobre la caducidad y sobre la muerte,
pero no ha perdido nunca de vista que esa misma
fe le deja a oscuras sobre el futuro inmediato
y le advierte que el tiempo de la historia es tiempo
de dificultad y de prueba. De todo ello nace una
conciencia muy viva de la ingenuidad de toda
ilusión milenarista, de todo sueño sobre un even­
tual «paraíso en la tierra». A quienes pretenden
consumar la historia haciéndola desembocar, des­
de dentro y en virtud de nuestro esfuerzo, en una
situación de absoluta perfección y armonía, Ma-
rrou contrapone no tanto una crítica de cuño
filosófico —aunque no faltan referencias a ella—
cuanto el testimonio de la realidad misma: mi
palabra, irónica unas veces, reflexiva otras, invita
a enfrentarse con lo que la historia real y concreta
nos dice, como único camino para aprender a
afrontar con seriedad la existencia. La crítica a
la fe ingenua en el progreso, la oposición al en­
gañador optimismo de Hegel —y de quienes, más
o menos conscientemente, se dejan influir por él—
son constantes en esta obra de Marrou, más aún,
fundamentales (hasta el punto de que cabría pen­
sar que, si la obra hubiera sido escrita unos años
más tarde, las referencias habrían sido más am­
plias, dada la posterior evolución del entorno
cultural). De todas formas, el objetivo directo de

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14 PRESENTACION

Teología de la Historia no es el análisis y la crítica


de esas ideas, sino, como ya decíamos, la recupe­
ración de la visión cristiana de la historia. Si los
cristianos, de la época contemporánea, resultan
tan permeables a interpretaciones del sentido de
la historia del tipo de la formulada por Hegel,
ello ocurre, piensa Marrou, porque en su mente
y en su corazón se ha producido un vacío, porque
está ausente de ellos una auténtica comprensión
cristiana del acontecer: tienen fe, saben, por tanto,
cuál es, real y verdaderamente, el sentido y tér­
mino de la historia, pero las afirmaciones que lo
enuncian se han convertido para ellos en frases
estereotipadas o etéreas cuyo alcance existencial
y profundo no consiguen percibir. Si se quiere
promover una revitalización de esas coyiciencias
cristianas es necesario ir a la raíz, corregir las
deficiencias que han podido llevar a esa atrofia
de aspectos esenciales de nuestra fe.
Dos son, a este respecto, las deformaciones que
Marrou combate ante todo: el individualismo re­
ligioso, la idealización del pasado. El individua­
lismo religioso parasita y deforma una verdad
cristiana fundamental —el hecho de que Dios ama
a cada hombre con un amor infinito—, interpre­
tando la inmediatez de las relaciones entre el
hombre y Dios en clave de solipsismo, de preocu­
pación exacerbada por el propio y singular desti­
no, de vuelta constante sobre uno mismo; y, de
esa forma, la entera realidad que nos rodea se
desdibuja y casi desaparece, convirtiéndose en

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PRESENTACION 15

mero contexto de nuestra aventura personal, ele­


vada a la categoría de único objeto digno de
interés. Se olvida así que el Dios que se ha reve­
lado como Padre ha querido que nos dirijamos a
E l corno Padre nuestro, es decir, como Padre
común, como Padre de todos; que el destino per­
sonal de cada hombre se entreteje con los destinos
de los demás, formando una aventura única, per­
sonal y colectiva, una historia que es, al mismo
tiempo, mi historia y la historia de todos.
La idealización del pasado, por su parte, con­
duce a la añoranza, a la nostalgia. El corazón,
las ilusiones, los afectos se dirigen hacia esos
tiempos anteriores —remotos o próximos, poco
importa—, como si en ellos se hubieran agotado
las posibilidades de realización humana o como
si de su repetición dependiera la plenitud de la
existencia. Y, de esa forma, esa aventura divino-
humana que la fe revela acaba, también por esta
otra vía, siendo relegada a un segundo plano,
quizá no a nivel de declaraciones formales y ex­
plícitas, pero sí de hecho en el plano existencial
de nuestras vivencias.
Lo que Marrou quiere recordar, por encima de
todo, es que la historia, el entero acontecer, el
total despliegue de los sucesos y de las genera­
ciones tiene un sentido final único: el que puede
expresarse, con frase de origen bíblico, hablando
de «completar el número de los elegidos», o, en
términos agustinianos que marcan bien el carácter
colectivo de la empresa, de «edificar la Ciudad

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16 PRESENTACION

de Dios». Todas las páginas de Teología de la


Historia giran en torno a esa afirmación central.
Su insistencia en señalar la caducidad de las civi­
lizaciones, en poner de manifiesto el hiatus que
media inevitablemente entre proyectos y realiza­
ciones efectivas, en recordar que nos encontra­
mos en una situación de escatología incoada, pero
aún no llevada a plenitud, no tiene más que un
sentido: advertir frente al espejismo que repre­
senta la creencia en una culminación intramunda
de la historia y forzarnos a dirigir la mirada hacia
la culminación verdadera, la que tendrá lugar con
la Parusía, con la segunda venida de Cristo.
Pero su esfuerzo no termina con esa exhorta­
ción par enética, sino que se prolonga con la
intención de poner de manifiesto, ante una con­
ciencia que ha perdido la profunda resonancia de
esas verdades, que esa perspectiva radical, esca-
tológica, no niega la historia, sino que la afirma;
no aparta de la aventura terrena, sino que impul­
sa a ella, ya que una auténtica teología de la
historia «no conduce en absoluto a la pasividad,
sino que implica toda una espiritualidad de la
acción». Palabras escritas al pasar de la primera
a la segunda parte del libro, es decir, de la des­
cripción de la visión cristiana de la historia a la
de sus implicaciones prácticas, y que, por tanto,
nos ofrecen la clave de la obra.
Por nuestra parte podríamos matizar algunos
de los juicios y de las valoraciones históricas que
hace Marrou a lo largo de Teología de la Historia,

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I

PRESENTACION 17

completar algunas de sus afirmaciones, polemizar


con otras, pero no podemos por menos que mani­
festar nuestra plena conformidad con su línea
de fondo. Hace unos años, ocupándonos de esta
misma temática, tuvimos ocasión de comentar
que el problema central de la teología de la his­
toria consiste en determinar «si su finalidad es
llegar a una visión anticipadora del futuro, pre­
tendiendo desentrañar el sentido de los aconte­
cimientos; o si, por el contrario, su objetivo debe
ser el de situar al cristiano ante el tiempo y las
diversas situaciones que le depare el acontecer,
de manera que asuma en todo momento la actitud
cónsona con su vocación y misión divinas» \ El
presente libro de Marrón es una aportación im­
portante en esta segunda dirección, en la que,
a nuestro juicio, se encuentra la verdad de las
cosas.
José Luis I llanes M aestre

4 Teología de la H istoria , en Gran E n ciclo p ed ia R ialp,


t. 12, pág. 33.

TEOUX.IA, 2

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A PAUL VIGNAUX
PR ESID EN TE DE LA SE C C IÓ N V DE I.A ÉCOLE
PRATIQUE DES HAUTES ÉTUDES

CONTVBERNALI
SODALI
AMICO
MAGISTRO
AB ANNO DOMINI MCMXXV

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En d’autres termes, toute l’Histoire au-
thentique est une Histoire Sainte.
A.-D. S ertiijlanges (t 1948)

Il y a une seule histoire, ce//e de /Tîm-


manité en marche vers le Royaume de
Dieu, «Histoire sainte» par excellence.
Emm. Mounier (1949)

Nous vivons en pleine Histoire Sainte.


J. Daniélou (1952)

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PRIMERA PARTE

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1

S e n t id o de la h is t o r ia

Hace ya treinta años, joven todavía y sin co­


nocer la duda, puse osadamente el título de Traité
de la Musique selon Vesprit de saint Augustin a un
librito en el que exponía las ideas que me había
podido formar sobre el tema, esperando con ello
que apareciesen ante el público revestidas de cier­
ta autoridad; hoy día no me atrevería a recurrir
a un chantaje parecido. No obstante, lo que a
continuación sigue, más aún que el ensayo pre­
cedente, ha salido completamente y se ha alimen­
tado de forma constante de un extenso contacto
con la obra agustiniana, y especialmente con La
Ciudad de Dios; todo lo que mi reflexión pueda

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26 HENRMRENEE MARROU

tener de valioso se lo debe a su enseñanza: el


lector lo advertirá a cada paso y siempre le he
facilitado ese control. Encontrará en esta obra lo
que he podido aprender a lo largo de una extensa
carrera, por haber participado a mi nivel, el de
un simple obrero entre otros, en el trabajo pro­
piamente científico del equipo internacional de
filólogos, eruditos e historiadores que, a lo largo
de esta generación, han asumido la tarea de recu­
perar y revalorizar la herencia cultural que repre­
senta para nuestro Occidente y para toda la
humanidad el pensamiento del gran doctor afri­
cano.
Sin embargo, no quisiera que se interpusiese
ninguna autoridad entre el lector y lo que no
quiere ser, esta vez, más que una simple medita­
ción sobre la segunda petición del Padrenuestro:
«Venga a nosotros tu reino.» Sí, ¿sabemos, a
pesar de haberlas repetido tantas veces, lo que
significan estas palabras, sorprendentes en verdad
apenas se reflexionan un poco?... Adveniat reg-
num tuum (pero, habrá ocasión de reseñarlo, ¿no
se ha incurrido a veces en contrasentido?); éX0áxio
jkaiXeta ooO... Quien va a hablar no es más que
un cristiano sin mandato particular, que se inte­
rroga sobre el contenido de su fe; «cristiano», si
puede uno considerarse como tal, porque es un
título pesado de llevar: ya Ignacio de Antioquía
—y se trataba de un santo que marchaba hacia el
martirio— pedía que se rezara por él, «con el fin
de que no sea cristiano sólo de nombre, sino

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 27

que manifieste serlo de verdad» (Rom 3, 2). Así,


pues, que el lector no se llame a engaño por el
tono oratorio que tomará este discurso (es nece­
sario utilizar cierta retórica, si no, ¿cómo expli­
carse con meridiana claridad?): no pretendo usur­
par a la ligera el papel de doctor o de apóstol.
San Agustín no pierde ocasión de recordárnoslo:
«Es inútil que se predique hacia afuera la Palabra
de Dios si no se comienza por haberla escuchado
dentro», Verbi enim Dei inanis est forinsecus
praedicator qui non est intus auditor (Serm.
179, 1).
Pero la primera tarea que se nos impone a cada
uno de nosotros es la de redescubrir lo que ver­
daderamente es ese cristianismo que entendemos
profesar para poder reasumirlo en toda su riqueza
y todas sus implicaciones: en el mismo plano de
la fe el problema consiste en estar en la verdad
y no solamente en parecerlo. Un tal esfuerzo de
profundización, de toma de conciencia, resulta
especialmente necesario para nosotros, que vivi­
mos en un medio cultural ampliamente descris­
tianizado. De ahí la urgente necesidad de reaccio­
nar contra la mentalidad ordinaria, el estado de
ánimo generalizado, para alimentar nuestro pen­
samiento, y consiguientemente nuestra acción, con
una inspiración auténticamente cristiana. Resulta
así claro cómo va a orientarse nuestra meditación.
No se trata, por el momento, de elaborar ningún
nuevo tratado de apologética: antes de buscar la
conversión de los otros, lo que siempre es fácil

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28 HBNRI-IRENEE MARROU

(al menos sobre el papel), hace falta trabajar para


convertirse uno mismo, y eso en primer lugar en
el plano doctrinal, preguntarse sobre lo que sig­
nifica nuestra profesión de fe y muy particular­
mente si, y cómo, ésta puede esclarecer nuestro
camino, orientar nuestra conducta a través de la
espesa y tenebrosa selva de la Historia.
Que se me perdone por una vez la utilización
de esta mayúscula: quizá baste para dar a enten­
der que no nos vamos a ocupar aquí de la historia
de los historiadores, de la historia c o m o ciencia
—y a la que podemos definir como el pasado
humano en la medida en que un tratamiento
apropiado de los documentos encontrados permite
conocerlo—, sino del problema que plantea a
nuestra conciencia la historia vivida realmente
por la humanidad a través de la totalidad de su
duración y a la cual cada uno de nosotros se
encuentra íntimamente asociado por el mismo
carácter histórico de su propia existencia. Para
decirlo en una palabra, el problema del «sentido
de la historia». O sea, cuál es el sentido de esta
larga marcha a través de la temporalidad —había
escrito primero: de esta lenta peregrinación, pero
no quiero imponer a mi lector desde esta primera
página ese vocabulario demasiado agustiniano—,
de esta sucesión de imperios, por hablar como
los antiguos, de civilizaciones, como decimos aho­
ra, de culturas (si hace falta adoptar la jerga
germano-americana de los etnólogos).
A aquellos espíritus refinados que pueden con­

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 29

siderar pasado de moda plantear el problema


en estos términos y poner en duda la misma
noción de «sentido», les recordaría que la palabra
designa menos un concepto que una imagen, por
lo demás doble, tomada en préstamo, de una
parte, de las matemáticas, y de otra, de la semán­
tica: ¿sigue la historia una dirección orientada?
(¿y hacia qué fin?), ¿tiene un significado, una
razón que se pueda comprender, un valor que
pueda justificar tantos esfuerzos y estados, tantos
sufrimientos, tanta sangre vertida y, alternándose
unos y otros, tantos triunfos y tantos fracasos
aparentes?
Los hombres de mi generación, nacidos a la
vida del espíritu y a la conciencia de sí mismos
al día siguiente de las grandes matanzas de 1914-
1918, no han cesado de ser perseguidos hasta la
angustia por la pregunta que nos planteaba la
historia que había que vivir, el sentido de la
historia total. Nuestros padres, que habían cono­
cido la época en que el valor del franco —estabi­
lizado después de más de un siglo— se encontraba
ligado por un juego de definiciones a las dimen­
siones del globo y de esa forma al orden cósmico
(cinco gramos de plata acuñada; el gramo, un
centímetro cúbico de agua destilada; el metro, la
diezmillonésima parte de un cuarto del meridiano
terrestre), al acabar esa guerra, manifestaban ilu­
siones y se vanagloriaban de haber cerrado para
siempre ese horrible paréntesis en la historia de
los hombres. Nosotros jamás lo creimos, y nues­

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30 HENRI-I RENEE MARROU

tras primeras lecturas, confirmando esta expe­


riencia instintiva («las civilizaciones sabemos hoy
que somos mortales»...), nos hicieron sentir que
se había disipado para siempre una ilusión: la
cómoda e ingenua creencia en un progreso lineal
y continuo que justificaba la civilización occiden­
tal como la última etapa alcanzada por la evolu­
ción de la humanidad (nuestros manuales de
historia enarbolaban cándidamente este título, sin
tener en cuenta el reto que implicaba). Diez años
más tarde, en octubre de 1929, el crack de Wall
Street: la gran crisis económica en la que el ca­
pitalismo pareció hundirse nos confirmó que el
mundo en el que vivíamos era un mundo des­
trozado.
Hace falta recordar el resto: la revolución rusa
y sus convulsiones (resulta fácil hoy día, que oí­
mos contar los avances de los viajes a la Luna,
olvidarse del precio que aquello costó: la guerra
civil, el hambre, las implacables destrucciones, la
tiranía), la carrera de armamentos de los años
treinta, el fascismo —grandes naciones civilizadas
que caían en la locura colectiva—, la escalada del
peligro. Nuestra infancia se había desarrollado
durante «la gran guerra». No se imaginaba enton­
ces que aquello pudiera convertirse en el comienzo
de una serie; pero le ha sido dado a esta gene­
ración vivir la segunda guerra mundial y sus ho­
rrores, la guerra fría, las revoluciones del Tercer
Mundo, las guerras coloniales.
El napalm ha tomado el relevo de la hiperita,

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 31

la guerrilla ha sustituido aquí y allá a la guerra


«convencional» (el vocabulario tiene también sus
«pudores»...). La paz, cuando se ha mantenido,
no ha sido más que el equilibrio del terror, la
amenaza de la muerte atómica siempre suspendida
sobre nuestras cabezas.
No hay nadie entre nosotros que en el trans­
curso de esos años difíciles no haya percibido, un
día de forma más trágica que otros, como por un
resplandor que perforaba una noche de apocalip­
sis, la contingencia radical de la ciudad terrestre.
Y esa experiencia, la misma que el saco de Roma
por los visigodos de Alarico representó para los
contemporáneos de Agustín, conserva para el que
la ha vivido un valor permanente. Nuestro papel,
como testigos, es el de recordarla cuando todo
pueda parecer que se arregla provisionalmente en
nosotros y en nuestro contorno inmediato; a
nosotros nos corresponde profundizar en ella y
extraer la lección que de ahí deriva.
Los hombres de nuestro tiempo nos hemos sen­
tido como llevados —levantados por encima de
nosotros mismos o dejados caer implacablemen­
te—, por las marejadas de fondo del movimiento
de la historia, como por un molino de dimensiones
oceánicas. Y , como en las esculturas de Angkor,
del movimiento del mar de leche salía no sólo el
elixir de la inmortalidad, sino también el veneno
capaz de matar al mundo \
1 Angkor, capital del antiguo reino khmer (actual
Camboya), famosa por sus esculturas, en las que se mez-

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32 HENRMRENEE MARROU

De ahí la necesidad tan profundamente, tan


generalmente sentida en torno a nosotros, de ver
más claro en este proceso misterioso; de ahí las
respuestas, diversas hasta la contradicción, que
hemos oído formular en este Babel ideológico
que es el mundo de nuestros días. De la misma
forma que de año en año se acorta o se alarga
la falda de las mujeres, también hay doctrinas
que imponen sucesivamente una moda tiránica
(¡el hecho de haber envejecido me confiere una
cierta inmunidad frente a estos caprichos!). En
el momento en que escribo, la moda tiende más
bien a una descalificación radical de la historia,
a una «anti-historia»; hace veinte años, lo que
tentaba a la juventud era una filosofía lírica de
lo absurdo, aquella que resumen las palabras
amargas de Macbeth: «La vida es una obra vacía,
que recita un actor idiota, llena de fracaso y de
furor, y que no significa nada.» En el otro extremo
del abanico doctrinal, hemos tenido que mantener
entre tanto duros combates contra otras filoso­
fías, dogmáticas esta vez, seguras de detentar el
secreto de la historia, tanto el de su totalidad
como el de la coyuntura presente, y en nombre
del sentido de la historia hemos visto liquidar a
los adversarios, a los oponentes, a los desviacio-
nistas, con un rigor implacable; nunca el tirano
ha sido más absoluto, el verdugo más cruel, que
en esos países en los que algunos hombres se han

clan el arte y la mitología hindúes con la religiosidad bu­


dista. (N . d el T.)

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 33

creído intérpretes o agentes del destino (y empleo


esta palabra con intención: el humanista tendría
mucho que decir sobre este avatar de la anti­
gua Eípiaf.jxévr<).
Pero para el cristiano, el deber más inmediato
no es el de hacer inventario de estas doctrinas
tan pronto rivales como aliadas. Debe primero
preguntarse si la fe que profesa en función de la
revelación que le ha sido dada no le proporciona
alguna luz que proyectar sobre la cuestión. Es
precisamente esta teología cristiana de la historia
la que querríamos tratar de esbozar aquí, o mejor,
ayudar al lector a descubrirla. En cierto sentido,
esta teología es algo nuevo, fruto de los trabajos
que se han multiplicado sobre su objeto desde
hace una treintena de años; pero recordemos la
palabra del Evangelio a propósito del escriba con­
vertido en discípulo del Reino de los Cielos: «Es
parecido a un padre de familia que saca de su
tesoro lo nuevo y lo viejo», nova et vetera: las
páginas más nuevas de nuestra teología son con
frecuencia páginas muy viejas, descuidadas du­
rante tiempo y como olvidadas, que ha costado
un gran esfuerzo volver a encontrar en su frescor
original y en su valor permanente de verdad.

TroiDGIA, 3

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34 HENRMRENEE MARROU

Un in d iv id u a l is m o superad o

No hay por qué asombrarse demasiado: la his­


toria del pensamiento cristiano, la vida misma de
la Iglesia, están jalonadas de redescubrimientos
que son profundizaciones: se trata de casos par­
ticulares del fenómeno muy general de los rena­
cimientos, ese ritmo tan característico de la his­
toria de la cultura que vemos desarrollarse me­
diante el corsi e ricorsi, withdrawal and return,
por hablar como Vico o Toynbee (señalemos de
paso que aquí se manifiesta ya la insuficiencia de
una concepción simplista del progreso).
Para el que se inserta dentro de la tradición
cristiana se impone la labor, antes de un examen
más amplio, de sacar a la luz las razones por las
que esta verdad que acaba de redescubrir con
alborozo ha podido estar durante tanto tiempo
olvidada y como oculta: no debe dejarse llevar
por un oportunismo doctrinal. El olvido, que,
pienso, había sido casi total, de la auténtica teo­
logía de la historia, se explica, me parece, si lo
consideramos como un corolario de ese indivi­
dualismo religioso que marcó tan profundamente
el cristianismo tal como fue vivido y comprendido
en nuestras sociedades occidentales a lo largo de

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 35

las generaciones —quizá podríamos decir de los


siglos— que nos han precedido, de ese individua­
lismo más o menos radical que se nos aparece
hoy como una desviación del auténtico mensaje
cristiano, grave tanto a nivel de las consecuencias
prácticas que se desprendían de él, como a nivel
doctrinal.
El cambio que se ha operado en nuestros días
está ya tan suficientemente asentado como para
hacer necesario un esfuerzo de imaginación re­
trospectiva, si queremos comprender lo que fue­
ran esa deformación y ese peligro. A mis lectores
más jóvenes les costará trabajo hacerse una idea,
por ejemplo, del carácter innovador, casi revolu­
cionario, que ofrecía, en el momento de su apa­
rición en 1938, el primer gran libro del P. Henri
de Lubac, Catholicisme, les aspects sociaux du
dogme, la majestad de cuyo título contribuía a
que pasara la originalidad del subtítulo, y del
tema: Katholizismus ais Gemeinschaft, traduciría
llanamente H. Urs von Balthasar. Y ha habido
que esperar a la redacción definitiva de la cons­
titución Lumen gentium para que el Concilio Ecu­
ménico Vaticano II sacase a plena luz esa idea
fundamental según la cual, en la doctrina de la
salvación, hace falta colocar en el lugar central
la noción de Iglesia como comunidad, como «pue­
blo mesiánico» de la nueva alianza, pues «el deseo
de Dios ha sido que los hombres no reciban la
santificación ni la salvación separadamente, fuera
de todo contacto mutuo; ha querido, por el con­

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36 HENRI-IRENEE MARROU

trario, hacer un pueblo que le conociese según


la verdad y le sirviese en santidad», un pueblo
que «no en la carne, sino en el Espíritu, se acre­
centase hasta unirse en un todo», coaíesceret ad
unitatem (c. 2, n. 9).
Cuántas anécdotas podrían engrosar el dossier
que presenta el P. De Lubac en la introducción
al libro citado, donde vemos reflejarse, en el
espejo apenas deformante del adversario, ese «pu­
ro y estricto individualismo» (Hamelin) que al­
gunos consideraban la esencia misma del cristia­
nismo: el del creyente que a solas con su Dios
puede atravesar «con una rosa en la mano» (Gio-
no) «una batalla invisible» (Ch. Morgan). Recor­
demos el énfasis en aquel cántico, popular durante
mucho tiempo: «No tengo más que un alma que
hay que salvar.» Todavía me acuerdo de aquel
profesor de filosofía que con gran esfuerzo nos
explicaba, cuando teníamos veinte años, que, al
contrario de la piedad cristiana, la del Antiguo
Testamento implicaba siempre una preocupación
comunitaria: el mismo salmo que comienza por
un grito personal de angustia, De profundis cla-
mavi ad te Domine (desde lo profundo, clamé a Ti,
Señor), termina con la esperanza de la redención
colectiva del pueblo santo: Et ipse redimet Israel
ex ómnibus iniquitatibus eius (El redimirá a
Israel de todas sus iniquidades).
Esta insistencia unilateral sobre el destino per­
sonal venía de lejos. ¿No hay ya algo de insisten­
cia excesiva, o incluso exclusiva, en lo que Pascal

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 37

escribe en el Mystère de Jesús: «Pensaba en ti en


mi agonía; he derramado tales gotas concretas de
sangre por ti»? Pero, como es bien sabido, la
problemática jansenista había surgido de las
peripecias de la querella pelagiana, y especial­
mente del hecho, tan deplorable, de que un San
Agustín envejecido creyese que debía aceptar el
combate en el terreno escogido por el adversario:
inútil señalar los apuros inextricables a los que
esta opción inicial llevó a la teología, por ejemplo,
con motivo del problema de la predestinación per­
sonal, considerada aisladamente de la del «Cristo
total».
Para mantenernos —o para volver— a lo que
está ahora en juego, digamos que resulta evidente
que si se insiste demasiado en el problema de
la salvación personal, se tiende necesariamente a
desdibujar el de la historia, reduciéndola a la su­
ma de los destinos individuales. Por lo demás,
la historia personal tiende a encogerse: pensemos
en la ocultación casi completa del sentido de la
responsabilidad colectiva, en algunos «exámenes
de conciencia» que se extendían hasta el exceso
en pequeños problemas de la moral individual,
sin señalar jamás aquellos, infinitamente más gra­
ves, que puede plantear la vida económica o po­
lítica.
Naturalmente, debemos hoy precavernos para
no exagerar en sentido inverso, y puede que sea
ya necesario decirlo claramente y con insistencia:
no se trata de negar la autonomía de la persona

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38 HENRMRENEE MARROU

humana, a la que hay que reconocerle ciertos atri­


butos propios de la mónada. Cada hombre es ob­
jeto de un amor singular por parte de su creador,
ese Absoluto personal en sí mismo: cada hombre
está como situado en la extremidad de un rayo
particular, concreto, que parte del Sol de jus­
ticia (y, en este sentido, la frase según la cual el
creyente está unido por medio de un hilo directo
a su Dios no se aparta de la verdad).
Sin embargo, desde otro ángulo, hay también
que darse cuenta y creer firmemente que la con­
dición humana, y la condición cristiana no es una
excepción, implica una existencia colectiva, socia-
lis vita, como San Agustín ha querido señalar,
recogiendo, a través de la filosofía estricta, el
Cwov xoXixtxdv de Aristóteles (Ciudad de Dios, X IX ,
5). Por las múltiples fibras de su ser, el hombre
está ligado a la comunidad histórica en la que
está inserto, a la ciudad que le hace vivir, a la
civilización que proporciona a su vida personal
sus alimentos y su forma: sea o no consciente,
participa en una historia en la que juega un papel.
Por supuesto, en lo que acabo de decir, no se
trata más que de la historia en el sentido más
evidente de la palabra y, pronto lo comprobare­
mos, el más superficial; pues cada persona hu­
mana tiene también que jugar su papel en otra
historia, la historia espiritual, aquella según la
cual se realiza el plan escogido por Dios para la
salvación del mundo, Heilsgeschichte, la Historia
Sagrada, la historia que avanza misteriosamente

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 39

hacia el último día, en el que encontrará al mismo


tiempo su final y su culminación según el doble
sentido de la palabra fin.

3
A t r o f ia d e l a e s c a t o l o g ìa

Como la participación, al menos visible, de ca­


da hombre en esta historia encuentra su propio
término a la hora de la muerte, resulta significa­
tivo que esta deformación individualista del ideal
cristiano estuviera acompañada de una atrofia de
la esperanza escatològica.
Se hablaba entonces del fin del mundo, fórmula
bastante discutible, pues si es cierto que la apa­
riencia de este mundo pasa, is passing away (1 Cor
7, 31), es, como precisó ya San Agustín, su forma la
que desaparece, pero no su substancia, figura ergo
praeterit non natura (Ciudad de Dios, X X , 24):
en la escatologia, el cosmos, por medio de una
transformación maravillosa, será rehecho de nue­
vo y mejor, in melius innovaius (Ibid., X X , 16).
Pero, en cualquier caso, de eso que será el último
día de la historia universal, se recordaba, sobre
todo, la imagen catastrófica de desolación y de
terror bajo la cual los antiguos profetas de Israel
evocaban el Día de Yahvé (Soph 1, 15; Am 5, 18...)
y, en la línea del Dies Irae, se la aplicaba princi­
palmente al caso, individual, del hombre pecador:

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40 HENRI-IRENEE MARROU

Cum vix justus sit securus, como si ese día del


Advenimiento del Señor no debiera ser también
objeto de esperanza, como si los cristianos no
debiesen vivir a la espera del retorno triunfal de
Cristo, «quien nos libró de la ira venidera» (1 Thcs
1, 10). « ¡Ven, Señor Jesús!» (Apc 22, 20). Pero
en aquel tiempo, nadie se detenía demasiado en
el Máraná thá, «Señor nuestro, ven» (1 Cor 16,
22; Didaché, 10, 6). Cómo no recordar que cuando
a comienzos de siglo, la crítica —con A. Schweit­
zer y, en Francia, A Loisy— se precipitó a
señalar el papel que la espera impaciente de la
Parusía había jugado en la vida de los primeros
cristianos, hubo un teólogo ilustre que comentó,
irónicamente, que no había visto jamás a un cre­
yente que encontrase en esa espera un alimento
serio para su vida espiritual...
Que haya una conexión, en cierta medida nece­
saria, entre un debilitamiento del sentido teoló­
gico de la historia y una insistencia unilateral
sobre el problema de la santificación personal,
es, como lo ha mostrado G. Jossa 3, algo que ates­
tigua, en el seno mismo de la historia judía, la
evolución de la literatura sapiencial en tanto que
se opone a la corriente apocalíptica. Cuando llega
al extremo de su desarrollo en la época helenística
y romana, constatamos el mismo repliegue sobre
sí misma, la misma búsqueda de interioridad: la
relación con Dios tiende a no ser considerada mási*
i La Teología della Sto ria nel pensiero cristian o del
second o secolo, Nápoles, 1965.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 41

que como un hecho individual; de la misma for­


ma, la esperanza mesiánica se debilita hasta des­
aparecer. Podríamos analizar la obra de Filón,
que, con ciertas matizaciones, nos llevaría a ob­
servaciones análogas a las que vamos a formular,
pero tomamos el Libro de la Sabiduría: la historia
no se encuentra ausente, incluso llena toda la
segunda mitad de la obra (c. 10-19); pero esta
larga meditación sobre el pasado de Israel se dilu­
ye en una serie de ejemplos, escalonados desde
Abel al Exodo, que sirven para demostrar que
Dios es misericordioso para con los buenos y
castiga a los impíos. Eso no es historia en el sen­
tido en el que nosotros tomamos la palabra, y
que implica para nosotros una unidad, una conti­
nuidad y un sentido. Pocas perspectivas abiertas
hacia el porvenir, o muy vagas; ninguna alusión,
ni incluso indirecta, a un Mesías esperado. El
único problema planteado es el de la Sabiduría y
el de la salvación personal.
En suma, estamos tocando un problema de
orden bastante general: la consciencia de parti­
cipar en esta gran aventura colectiva que llama­
mos historia tiende a borrarse en favor del drama
estrictamente personal en determinadas situacio­
nes personales, que pueden ser de orden bien
diverso y que no cabe, en vista de la variedad
de reacciones que suscitan, considerar en sí mis­
mas como determinantes. Una de esas situaciones
es, por ejemplo, el caso de las minorías que, re­
chazadas fuera del movimiento general de una

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42 HENRI-IRENEE MARROU

época, vencidas e impotentes, se repliegan en el


seno de un ghetto. Pero el ghetto puede constituir
también una base de fermentación mesiánica, co­
mo lo demuestra la historia misma del judaismo
a través de los siglos, desde la cautividad de
Babilonia y la efervescencia profètica que allí se
manifestó, de la que son testimonios Ezequiel o
los capítulos 40-55 del Libro de Isaías, hasta los
tiempos modernos, en esos ambientes místicos
tan bien estudiados por Gershom Scholem: así,
en el siglo xvn, en el imperio turco, Sabbati Zevi
(1625-1676), ese mesías-apóstata (que se pasó al
Islam y que, no obstante, fue venerado por los
suyos como si su apostasia ocultase un misterio)
y su profeta Nathan de Gaza, «a la vez Juan Bau­
tista y Pablo» de ese pseudomesías.
Otra situación en la que es posible que se debi­
lite el sentido de la historia son los períodos de
tranquilidad y de seguridad de una civilización
floreciente, en los que —especialmente entre los
hombres que pertenecen a la clase dirigente de
esa sociedad, beneficiarios del sistema social y de
su prosperidad— puede entonces generalizarse el
sentimiento (¿no era ése el caso apenas de ayer?)
de que ya no hay que asumir una tarea propia­
mente histórica; «Dios está en su cielo, todo mar­
cha bien en la tierra»; parece pensarse: cada uno
no tiene más que cultivar cuidadosamente su pro­
pio jardincito. De ahí la experiencia privilegiada
que suponen las grandes catástrofes, cuando la
sangre de los inocentes y la sangre de los mártires

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 43

gritan al cielo: «Hasta cuándo...?» La torre de


marfil en la que se encerraba hasta ese momento
la vida personal estalla, y, tanto en la fraternidad
de una miseria común como en la exaltación
de un combate llevado a cabo conjuntamente, el
hombre redescubre que está inserto en un movi­
miento de dimensiones y alcance gigantescos, y,
al llegar a ese punto, no puede evitar plantearse
la pregunta: la historia, ¿tiene un sentido?

4
La verdadera h is t o r ia

N oquisiera abandonarme aquí a un lirismo fá­


cil, sino, al contrario, hablar en el tono más ra­
zonable que cabe. Como decían de buen grado
los apologistas del siglo segundo, «no, no digo
nada extraño, no busco la paradoja» (Ad Diogn.
10, 1). Se trata simplemente para el cristiano de
tomar conciencia de las implicaciones de su fe
por una profundización interior: ello supone un
despertar del alma, una conversión total del espí­
ritu. Aquí, como en cualquier otro asunto, el
cristianismo exige siempre de nosotros una «con­
versión» radical: (xeiavoetTs es la primera palabra
de la predicación de Juan Bautista (Mt 3, 2), del
mismo Jesús (Mt 4, 17), de San Pedro el día de
Pentecostés (Act 2, 38), y es tan importante como

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44 HENRI-IRENEE MARROU

esa otra palabra clave que aparece también a cada


paso en el Evangelio: jat] <po6oü, «no temáis», la
seguridad de que hay una solución y que ésta es
fuente de felicidad. Separémonos, pues, de las
perspectivas estrechamente terrenas y de las ca­
tegorías de las filosofías falsas del mundo que
nos rodea para poder así lanzar sobre la historia
una mirada verdadera y propiamente cristiana:
descubriremos entonces que la respuesta a la pre­
gunta planteada está ahí, al alcance de la mano...
Para llevar a cabo esta conversión, a la vez
elemental y decisiva, hace falta primero pregun­
tarse a qué nivel del ser se desarrolla la verdadera
historia. Es aquí donde es más necesario y, para
empezar, más difícil desprenderse de los hábitos
de pensamiento contraídos en el seno de un me­
dio cultural profano y profanado. Ocurre así,
demasiado frecuentemente, que en lugar de pen­
sar en la totalidad de la historia en función del
cristianismo, se juzga a éste, para exaltarlo o vili­
pendiarlo, según el papel —civilizador o nefasto—
que ha podido desempeñar en el terreno de las
cosas meramente terrestres. Repitámoslo: ¿dónde
está la verdadera historia?
No es —digámoslo ante todo— la que contem­
plamos con nuestros ojos camales, la que se en­
cuentra registrada en nuestras cronologías —olim­
píadas, fastos consulares, piedras miliares—, es
decir, la historia empírica que trata de recons­
truir el historiador. Sobre esa historia, el cristiano
no sabe más que el hombre corriente, es decir,

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 45

bastante poco. El conocimiento que poseemos


sigue siendo sorprendentemente restringido y
siempre fragmentario. Hay ciertamente filósofos
que pretenden llegar con su saber mucho más allá.
El historiador de oficio los abandona a los en­
sueños de la hybris, del orgullo, que los posee;
él, por su parte, se siente satisfecho con proyec­
tar, con mayor o menor seguridad, un débil rayo
de luz sobre un islote de inteligibilidad; su com­
petencia técnica no le exime de la condición co­
mún a todos los hombres. A pesar de nuestros
esfuerzos, la marcha de los hombres a través del
tiempo, considerado en su totalidad, se aparece
ante nuestras miradas angustiadas como un océa­
no en la noche: ¿quién no ha contemplado, desde
la proa de un navio, ese negro absoluto en el que
se hunde la quilla y esos metros de blanca espu­
ma? La ciencia histórica nos permite conocer y
comprender algunas cosas: las causas de la guerra
del Peloponeso, la evolución que ha transformado
la esclavitud en servidumbre, el nacimiento y la
transformación del capitalismo, el fracaso de la
colonización europea del siglo xix, y o tra s cues­
tiones del mismo orden, siempre limitadas en el
tiempo y en el espacio; pero, una vez recuperados
esos diversos episodios de la aventura humana,
no advertimos en ellos más orden y sentido en su
encadenamiento que en la distribución irracional
de las estrellas en la bóveda aparente del cielo.
Debo recordar que quien habla aquí es un his­
toriador de oficio: y éste no puede olvidar la ex­

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46 HENRI-IRENEE MARROU

periencia adquirida por el ejercicio de su arte.


Como dije ya hace años3, lo que se desprende
de todo esfuerzo consciente por reencontrar, re­
pensar y reanimar el pasado es una lección de
humildad. El historiador mide a cada paso la
inmensidad del saber que le sería necesario y que
la condición humana le impide alcanzar. Para co­
nocer verdaderamente en su totalidad, en su ple­
nitud, la historia humana, haría falta ser un dios,
haría falta ser Dios.
Lo poco que nuestra ciencia permite conocer
nos hace entrever la estructura de la historia;
nos la muestra, en su realidad concreta, como
una estructura de una tal complejidad que jamás
el pensamiento humano puede abarcarla, hasta
alcanzar, para definirlos, todos sus aspectos infi­
nitamente sutiles. La historia no es nunca simple:
sólo a costa de selecciones brutales, de simplifi­
caciones arbitrarias, únicamente tolerables como
procedimientos pedagógicos, puede el teórico re­
ducir toda una época, toda una civilización, a un
sistema, a una idea, por ejemplo (volveremos so­
bre este caso privilegiado), la Edad Media Occi­
dental a la idea de cristiandad (¡pero cuántas
corrientes de pensamiento, cuántos elementos ha­
bía en ella extraños u hostiles a la fe cristiana!).
Cuántas paradojas, cuántos contragolpes ines­
perados, cuántos «ardides de la razón» manifiesta

3 D e la con naissance h isío riq u e, 9* ed., París, 1966,


página 58 (ed. castellana: E l c o n o cim ie n to h istó rico , Bar­
celona, 1968).

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 47

la historia: las leyes mejor concebidas se aplican


frecuentemente al revés, las instituciones se vuel­
ven contra los que debían beneficiar. Como —un
caso entre tantos— en el Africa romana, la bonita
ley de Adriano de rudibus agris colendis, que
ofrecía muy liberalmente un derecho de usufruc­
to, usus proprius, una verdadera cuasipropiedad
a los campesinos que labraban tierras incultas en
los inmensos dominios imperiales; transcurrido
apenas medio siglo, en época de Comodo, vemos
cómo se obstruye el mecanismo, volviéndose con­
tra aquellos a los que debía beneficiar, y el colo­
nato evoluciona hacia lo que sería la servidumbre.
Resurge así ante la conciencia, de forma espon­
tánea, una imagen querida por la sabiduría bu­
dista: toda acción llevada a cabo por el hombre
es como una piedra arrojada al agua de un estan­
que tranquilo, la onda que provoca se propaga
hasta el infinito. Para poder responder seriamente
a la pregunta planteada: ¿cuál es el sentido de
la historia?, sería necesario poder abarcar con una
sola mirada la totalidad de lo que ha pasado, de
lo que pasa y de lo que pasará durante el tiempo
vivido por los hombres —sí, haría falta ser Dios,
ó u>v, el que es, el que era, el que viene (Apc 1, 4)—,
y el historiador, ese humilde trabajador a destajo,
recuerda a sus hermanos los hombres que sólo
nos está dado pensar como mortales, Ovr¡Tá cppovelv!
De ahí su aversión profunda, visceral, hacia todas
las tentativas de filosofía de la historia que se han
sucedido en Occidente desde hace dos siglos.

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48 HENRI-IRENEE MARROU

Reemplazando al historiador, le corresponde


ahora al cristiano tomar la palabra y señalar que
esas pretendidas filosofías no son más que falsi­
ficaciones de la teología, respuestas falaces a una
pregunta mal y desgraciadamente planteada. Pues
el descubrimiento y la búsqueda de un sentido
sólo se ha realizado a partir de esta historia te­
rrestre, de la historia tomada a ras de la expe­
riencia visible; y, ¿qué es lo que nos permite
asegurar que ese poco que nos es accesible de la
gesta del hombre es susceptible de recibir sentido
alguno?

5
U na t e o l o g ía profanada

Se ha convertido en una cuestión trivial el re­


cordar que la noción misma de filosofía de la
historia es, en la tradición cultural de Occidente,
una herencia que éste ha recibido, o más bien
arrancado, de manos de la dogmática cristiana.
Si los hombres del moderno Occidente conciben
la historia de la humanidad según un esquema
análogo al de la evolución, es decir, como una
lenta creación, como una elaboración gradual de
una forma superior del ser, de un mejor y de un
más ser, si, en conjunto, contemplan este des­
arrollo bajo una perspectiva optimista, esta doble

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 49

noción de continuidad y de progreso no es, entre


sus manos, más que el residuo de un proceso de
secularización de la teología judeocristiana de la
historia, introducida en el mundo mediterráneo
por el Libro de Daniel y elaborada lentamente
por el pensamiento patrístico de los primeros si­
glos, hasta su punto culminante y su magnífica
orquestación en los veintidós libros de De civi-
tate Dei.
Complejo proceso sobre el que hace falta dete­
nerse un instante con el fin de poder situar el
punto exacto en el que debe aplicarse nuestro
esfuerzo de rectificación. Como muy bien ha pues­
to de manifiesto Raymond Aron \ la filosofía de
la historia de los pensadores modernos no es una
transposición pura y simple de nuestra teología.
En primer lugar, no hay una sola filosofía de la
historia, sino toda una serie que se ordena dia­
lécticamente: como todo el mundo sabe, el mar­
xismo se construye como oposición a Hegel, al
que cree «dar la vuelta» en el sentido más meta­
fórico de la expresión; pero Hegel en su época
se oponía a Kant, el cual criticó duramente las
ideas de Herder, y éste, cuando publicó en 1774
su primer ensayo, Auch eine Philosophie der Ges-
chichte, era bien consciente de proponer otra fi­
losofía de la historia, distinta a la elaborada por
los pensadores franceses de la Ilustración: Tur-
got, Voltaire (Condorcet no había aún aparecido).4
4 D im en sio n s de la con science historiqa e, París, 1961,
págs. 34-36.

TEOLOGIA, 4

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50 HENRMRENEE MARROU

Por lo demás, la intención que animó a estos


filósofos fue la de efectuar una transposición de
lo sagrado a lo profano, de la teología a la filo­
sofía (la misma elección de este término encerra­
ba en su pluma un valor polémico), pero el pen­
samiento cristiano, que ellos rechazaban y que
querían combatir, no estaba exento de contami­
nación con las ideas propias de ese siglo. En este
punto, el adversario frente al que se situaba la
filosofía de las luces era menos Pascal que Bos-
suet; ahora bien, tanto el Discurso sobre la His­
toria Universal como la Política pretendían ex­
traer de las Sagradas Escrituras, y de una errónea
lectura de La Ciudad de Dios, un saber sobre el
sentido de la sucesión de los Imperios, sobre el
significado de la historia visible, de la historia
perceptible para el historiador. Bossuet sabía por
qué había existido el Islam, por qué la Revolución
inglesa...
En realidad, al obrar así Bossuet era simple­
mente heredero de la tradición medieval. El error
fundamental que le reprochamos en relación con
la enseñanza auténtica de San Agustín —el haber
confundido prácticamente cristiandad y Ciudad
de Dios—, se encuentra ya formulado explícita­
mente, y con plena consciencia, hacia 1143-1146,
en la pluma del cistercience bávaro Otto de Frei-
sing, tío de Federico Barbarroja. Este había con­
cebido su Chronicon, siguiendo el esquema agus-
tiniano, como una Historia de duabus civitatibus,
pero al llegar al libro V, habiendo evocado el

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TJLOLOOIA Dl£ LA HISTORIA 51

desarrollo del Imperio cristiano, se da cuenta de


pronto de que «ya que todos, incluidos los em­
peradores, salvo algunas excepciones, se habían
convertido en devotos católicos, me parece que
he compuesto, no una historia de dos ciudades,
sino prácticamente la de una sola, que llamo
Iglesia...»4. La confusión, en verdad, se remonta
incluso a bastante antes: ya existía bajo Carlo-
magno; mejor, partía desde los reyes visigodos
de Toledo. No quiero añadir, como se ha conver­
tido en un lugar común, desde Constantino (en
todo rigor habría que decir más bien: Constan­
cio II y Teodosio), pues el problema, visto desde
Bizancio, resulta complejo y para apreciar con
justicia el tipo ideal de la cristiandad occidental
hace falta tener en cuenta la atmósfera bárbara,
un tanto simplista, donde nació.
Sin embargo, no es ahí donde está ahora la
cuestión: el error concreto que se trata de de­
nunciar, cuya toma de conciencia contribuirá a
la recuperación de la rectitud de nuestro pensa­
miento, es el de identificar, o poco menos, la
construcción de la ciudad cristiana, y más concre­
tamente, en el interior de ésta, el desarrollo de
la sociedad espiritual que es la Iglesia visible,
con la edificación y el progreso, normalmente in­
visible a nuestra mirada, de la Ciudad de Dios.
No es el proyecto de construir una ciudad cristia­
na lo que hay que reprocharle a los medievales
(volveremos sobre este tema más tarde), sino el
5 V. prólogo, pág. 228, Hofmeister.

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52 HENRI-IRENEE MARROU

hecho de haber confundido el medio y el fin, o,


para hablar con más propiedad, el fin subordi­
nado y el fin supremo, el ser solamente partici­
pado y su antitipo esencial, la figura, la sombra
o la imagen y la realidad fundamental en cuanto
realidad última. Como Dilthey lo comprendió a
propósito de Bossuet6, había ahí un principio de
secularización, al proyectar el absoluto en lo rela­
tivo, lo trascendente en lo empírico.
De esa forma era una visión mutilada, y por eso
ampliamente profanada, de la historia lo que se
acababa imponiendo, como insensiblemente a la
conciencia cristiana. Bastaba que una filosofía
descristianizada surgiese un día y separase esta
visión del mundo de su referencia sobrenatural
para que la historia, al nivel de la sola humanidad
empíricamente observable, apareciese como un
todo que se basta a sí mismo. Y eso es lo que
se produjo con la filosofía del siglo xvm .
Tenemos, pues, que partir desde muy lejos:
tenemos que alejarnos no solamente del falso
prestigio de las ideologías neopaganas del mundo
que nos rodea, sino que, dentro mismo de la
tradición cristiana, debemos realizar una recupe­
ración, una corrección de perspectiva. Hace falta
remontarse muy alto, a la fuente, al principio,
al núcleo ardiente que se halla en el corazón de
nuestra fe. En el punto de partida de toda refle­
xión, hay que establecer que Dios existe (no hay
6 E in le itu n g in (lie G e iste sw isse n sch a fte n (1883), trac!,
francesa, París, 1942, págs. 128-129.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 53

nada más bello ni más grande que contemplar


el hecho de que hay Dios), que Dios está hay,
sosteniendo a todos los seres, y que es el Señor de
la historia; porque no sólo la conoce, sino que
todo cuanto ocurre, acontece porque El lo ha
querido o permitido. Y ese Dios nos ha enseñado
a invocarle como Padre; éste es el primer funda­
mento de nuestra seguridad y de nuestra con­
fianza en la historia: la fe en su providencia y en
su amor. Sabemos que su mano todopoderosa y
misericordiosa sostiene, invisible pero presente,
el desarrollo de los tiempos desde el primer día
de la creación.
Incluso cuando el mal irrumpe y parece arre­
batarlo todo, cuando las catástrofes cósmicas nos
arrastran como a una pluma, sabemos que no
nos está permitido desesperar: porque tanto amó
Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para
que todo el que crea en El no perezca (lo 3, 16).
Con los que ama, con aquellos a los que ha de­
signado, predestinado, para reproducir la imagen
de su Hijo, Dios trabaja de forma misteriosa para
que todo redunde finalmente en su bien, en su
beneficio, rávia ouvepf£Í eí; cqaOdv (Rom 8, 28-29).
Cuando la historia nos aparece bajo su aspecto
siniestro, como lugar de sufrimiento, de desdicha,
de fracaso y de muerte, debemos acordamos de
que por tres veces, de forma solemne, las Escri­
turas han confirmado la promesa de que vendrá
un día en el que Dios «enjugará toda lágrima de
sus ojos» (el versículo de Isaías, 25, 8, se repite

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54 HENRI-IRENEE MARROU

dos veces en el Apocalipsis, 7, 17; 21, 4). Incluso


si no nos hubiese enseñado más que eso sobre
la historia, si el acontecer permaneciese para nos­
otros hasta el último día totalmente tenebroso,
indescifrable, nuestra fe en el amor de Dios de­
biera bastar para hacemos atravesar sin blasfe­
mia, ya que tal vez no sin desgarro, la prueba del
tiempo.

6
T r íp t ic o de la h is t o r ia

Pero no hemos sido abandonados a una fe tan


mostrenca: la revelación está ahí, y muy concre­
tamente la del misterio del plan divino, de la
oíxovofjtía, del designio de salvación. Con ello toca­
mos el punto más profundo de la paradoja cris­
tiana: nos está permitido proclamar con orgullo,
en el instante mismo en el que la conciencia de
nuestra indignidad nos aplasta, que nos ha sido
dado conocer parte de los designios insondables
de Dios.
Uno de los trazos distintivos de la religión cris­
tiana es, en efecto, el de no limitarse a enseñar
verdades concernientes al ser eterno y a los seres
participados. Sin duda, nuestra profesión de fe
comienza por confesar al Dios Uno, que es a la
vez Trino, y después al Dios como creador, pero
al lado de esas enseñanzas que nos llevan a Dios

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 55

en sí mismo (la «teología» propiamente dicha,


para expresarse como los Padres griegos), viene
lo que concierne a la «economía», al plan divino
de la salvación, a la intervención de Dios salvador
en el seno de la humanidad abrumada por el pe­
cado, y ello a través de la temporalidad, en la
historia. Tomemos a San Pablo: casi en cada
página estalla el entusiasmo que le embarga ante
la idea de haber sido encargado por Dios para
revelar plenamente «el misterio escondido duran­
te los siglos y generaciones y ahora manifestado
a sus santos», «que se dio a conocer a todas las
gentes» (Col 1, 26; Rom 16, 25-26; cfr. 1 Cor 2,
7, 10). Dios es señor de la historia, como lo es del
cosmos: «El es —decía el profeta Daniel (2, 21)—
quien ordena los tiempos y las circunstancias,
pone y quita los reyes.» Recordemos las palabras
tan ponderadas del discurso del Apóstol ante el
Areópago: «(Dios) hizo de uno todo el linaje hu­
mano para poblar toda la faz de la tierra. El fijó
las estaciones y los confines de los pueblos para
que busquen a Dios y, siquiera a tientas, lo sepan
encontrar» (Act 17, 26-27). Y para que pudiésemos
de veras encontrarlo se encarnó Aquel que dijo
ser el Camino, la Verdad y la Vida (lo 14, 6). Así
ha sido como se nos reveló el secreto de la Histo­
ria, «el misterio de su voluntad, conforme a su
beneplácito, que se propuso realizar en Cristo en
la plenitud de los tiempos, reuniendo todas las
cosas, las de los cielos y las de la tierra, en El».
dvaxecpaXauóaaoflat xa irávxa áv x<I> Xoioxo> (Eph 1, 9-10).

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56 HENRI-IRENEE MARROU

Si Dios ha puesto a los hombres sobre la tierra,


si les ha dicho «creced y multiplicaos» —la ben­
dición fundamental que el mismo pecado no ha
podido abolir, como le gusta señalar a San Agus­
tín, ese presunto pesimista (Civ. Dei, X X II, 24,
1)— no es porque su destino se sitúe a nivel de
esta vida terrestre. El hombre no está sobre la
tierra solamente para pasar desde la edad de la
piedra tallada a la época de la bomba atómica:
fue hecho para «buscar, aunque sea a tientas, a
Dios y encontrarle». Y como no fueron sólo los
atenienses, sino toda la humanidad en Adán la
que se desvió en esta búsqueda y no lo ha encon­
trado, la misericordia infinita del Padre ha dis­
puesto, en su sabiduría infinita, este plan, esta
oikonomía, esta dispensado temporal que nos ha
ofrecido de nuevo el acceso a EL El hombre no
está sobre la tierra solamente para levantar impe­
rios o civilizaciones, sino para reunirse con Cristo,
para ser incorporado a El, para ser salvado, san­
tificado y deificado por El y en El.
No hay por qué inquietarse: sabemos ya por
qué tenemos la vida, el movimiento y el ser, sabe­
mos dónde vamos, dónde va el hombre. Y digo
hombre, y no humanidad, porque la palabra abs­
tracta se ha vaciado de toda riqueza: haría falta
devolverle todo el valor de unidad real, y no gené­
rica, de esencia concreta que tenía en la pluma
de los Padres, por ejemplo, de San Gregorio de
Nisa, la griega xó ávQptímvov, o av0p(i)Ttóx7]<;.
Tal es la verdad revelada; es de ella de donde

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 57

hay que partir, y a ella a la que hay que hacer


referencia constante. En tiempos de Santo Tomás,
y ya antes en los de Sinesio de Cirene, la razón
humana tropezaba con una aporía: para oponerse
a la idea aristotélica de la eternidad del mundo,
había que invocar la revelación a fin de afirmar
que el tiempo había comenzado. Hoy, nuestros
hermanos los hombres chocan no con una teoría,
sino con un problema, y el cristiano debe afirmar­
se, apoyándose en la Palabra de Dios, como por­
tador, indigno, de la respuesta a la pregunta
planteada, y esta respuesta es una buena nueva:
sí, la historia tiene un sentido, un valor, un al­
cance, es la historia de la salvación, Heilsge-
schichte.
A la luz de la revelación, podemos imaginarnos
el conjunto de la historia de la humanidad como
un gran tríptico. En el centro, la Encarnación, el
Verbo eterno que se hace hombre por nosotros y
por nuestra salvación, la kenosis, la humildad, la
humillación, la obediencia visque ad mortem, has­
ta la Cruz del Calvario —que se sitúa en el centro,
en el corazón mismo de nuestra fe— e, insepara­
ble de ella, la Resurrección gloriosa, primicia y
garantía de nuestra resurrección. Esta fase central
de la historia de la salvación es bien corta, si se
la mide con la escala de nuestras cronologías:
algunos años («Jesús, al empezar su predicación,
tenía alrededor de treinta años», Le 3, 23, y su
vida pública no dura más que diversos meses).
No obstante, en nuestro tríptico, es bastante para

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58 HENRI-IRENEE MARROU

llenar el tablero mayor: sobre este gran cuadro es


donde debe, preferentemente, detenerse nuestra
meditación, volver constantemente, ya que es aquí
donde se da todo lo esencial, donde se hace y se
deshace el drama de la historia.
Sin embargo, no nos apresuremos a cerrar los
dos tableros laterales que flanquean este cuadro
central: tienen un lugar en la arquitectura del
conjunto, y el papel que desempeñan, no por ser
subordinado, es menos significativo. En el tablero
de la izquierda se desarrollan los siglos antes de
Cristo, las épocas del Antiguo Testamento o, para
hablar con más propiedad, de la lenta prepara­
ción evangélica por la que Dios «de múltiples
maneras disponía al género humano a alcanzar la
salvación», multis modis componens humanum
genus ad «consonantiam» salutis (San Ireneo, IV,
14, 2 Mass.). Pues también los paganos ocupan un
lugar significativo: desde Justino Mártir hasta
Eusebio de Cesárea y —por citar también a los
modernos— Toynbee, son muchos los que lo han
señalado: el Logos, el Verbo creador, no ha aban­
donado nunca completamente a los hombres a los
poderes de las tinieblas. «Homero profetiza sin
saberlo, Platón se expresa como discípulo del Ver­
bo, los poetas también han sido catequizados por
el Espíritu» (Clemente de Alejandría, Paed. 1, 36,
1; 82, 3; //, 28, 2). Sin embargo, lo esencial de
este primer acto se desarrolla en la historia del
pueblo escogido, el elegido, el bien amado; des­
pués de la promesa hecha a Abraham, de la fe

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 59

de los Patriarcas, del Exodo y el Sinaí, vino la


Ley, que debía conducir a Israel hasta Cristo,
de la misma forma que el esclavo pedagogo con­
ducía al niño, a través de los peligros de la calle,
hasta la escuela (Gal 3, 24). A través de infideli­
dades y vicisitudes, tiene lugar la educación pro­
gresiva del pueblo judío: «tu Dios te instruye
como instruye un hombre a su hijo» (Dt 8, 5). El
rey David, Jerusalén, la enseñanza cada vez más
depurada de los Profetas, el pequeño resto recu­
perado de la deportación, la espera cada vez más
impaciente del Mesías anunciado, es como una
savia que sube. Recordemos esas vidrieras anti­
guas donde se representa el tronco que sale de
Jessé hasta llegar a Juan, el último precursor;
hasta María, la esclava sin mancilla, en quien el
Verbo tomó nuestra carne...
Detengámonos en este punto un instante. Tanto
en la historia santa de esta primera Alianza como
en la historia evangélica, evocada anteriormente,
vemos que se afirma un mismo rasgo, a saber:
que el tiempo de la historia humana está unido
inseparablemente a la realización de esta «econo­
mía» divina y salvadora; como lo han señalado
reiteradamente los teólogos cristianos, el designio
de salvación se cumple xpóvou, a través del
tiempo y mediante el tiempo. Este, el tiempo,
puede parecer a algunos como despojado de va­
lores positivos, pero no es ni una ilusión ni un
mal: ni una ilusión como lo es el espejismo del
Maya en el pensamiento antiguo de los indios, ni

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60 HENRMRENEE MARROU

un mal como lo consideraron los neoplatónicos


(así, Porfirio, en cuya Carta a Marcela, «la caída
del alma en el devenir» ocupa, según su visión de
la espiritualidad, un lugar equivalente al que,
para nosotros, ocupa el pecado original). Atributo
de la creación, nacido con ella e inseparablemente
unido a ella, el tiempo ha sido escogido por Dios
como vector de la salvación, como modo de rea­
lización de su oikonomía, de su designio miseri­
cordioso. Alcanzamos aquí esta sólida base sobre
la que puede construirse todo el edificio de nues­
tra teología de la historia.
Podemos ya, sin más tardanza, considerar el
último panel de nuestro tríptico, pues en él está
el tercer acto del gran drama de la historia huma­
na, la tercera y última fase del plan concebido
por Dios. También esos tiempos tienen su lugar,
su papel que desempeñar en la economía de la
salvación, con los mismos títulos que los tiempos
anteriores a Cristo, que los tiempos de la antigua
alianza. Sin duda es el cuadro central el que
representa todo lo esencial: en cierto sentido pue­
de decirse de todo acontecimiento posterior a
Cristo que no significa nada si se le compara con
la Encarnación y con la Pasión del Verbo divino.
Pero nuestro Señor era Dios y hombre al mismo
tiempo, y nosotros no somos más que hombres.
Esta es una afirmación que el pensamiento cris­
tiano debe repetir incansablemente de cara, por
ejemplo, al pensamiento indio, para el que la
encamación no sería más que un avatára entre

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 61

tantos otros. No hay más que un solo Dios, y un


Hijo único de Dios, Movo*fsvf4c (ese título figura en
nuestras más antiguas profesiones de fe y ha sido
constantemente reafirmado de forma solemne por
nuestros concilios). Y ese Hijo único de Dios se
ha encarnado una sola vez, ha padecido una sola
vez bajo Poncio Pilatos por todos los pecados
de los hombres, y la salvación se ha conseguido
definitivamente en esa sola vez, á<pái:a£ (Rom 6,
10; Heb 7, 27; 9, 12; 10, 10: ¡con qué insistencia
se repite la palabra!).

E l t ie m p o d e l a Ig l e s ia

No se debe alterar el orden o confundir los di­


ferentes niveles del ser y concluir que, una vez
que ha sucedido el hecho decisivo, no ocurrirá na­
da más en la historia, nada que tenga importan­
cia, y eso en el plano que es concretamente el
nuestro, el de nuestra vida de hombres. Porque
la verdad es que todavía pasan cosas, ya que el
retorno glorioso de Cristo que señalará la culmi­
nación, la consumación de la historia del mundo,
no se ha producido todavía, ya que el Señor nos
pide, muy concretamente, rezar para que «venga
a nosotros su reino». Con el triunfo de la Ascen­
sión no se ha culminado todo definitivamente,
porque «el Señor —Yahvé— dijo a mi Señor:

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62 HENRI-IRENEE MARROU

siéntate a mi diestra, en tanto que pongo a tus


enemigos por escabel de tus pies»; todavía le
quedan que librar combates contra «las gentes
amotinadas, los reyes de la tierra y los príncipes
que conspiran contra Yahvé y su ungido». Baste,
entre muchas citas posibles, con referir estas pa­
labras proféticas de los dos salmos mesiánicos por
excelencia: 2, 1-2 y 109 [110], 1. Debemos meditar
a la luz de la fe sobre este retraso aparente, sobre
esta demora de la Parusía, piedra de toque en la
que han tropezado los desdichados sostenedores
de la «escatología consecuente». Cualquiera que
haya podido ser la espera impaciente de la pri­
mera generación cristiana (pero, ¿podemos real­
mente medirla?), una lectura atenta de los textos
evangélicos nos muestra 7 que —por muy breve
que algunos la hayan podido concebir— el período
que se extiende entre las dos manifestaciones de
Cristo tiene un papel que desempeñar en la his­
toria de la salvación, que las enseñanzas de Jesús
preveían un tiempo intermediario, «tiempo de
misión, tiempo de santificación» 8, un tiempo de
crecimiento, de progreso, un tiempo de la Iglesia.
No tenemos por qué reconstituir ahora la his­
toria de la profundización de la Iglesia primitiva
en el contenido de la revelación aportada por
Jesús, ni por qué señalar las etapas de la redac­
7 No considero necesario reproducir la demostración
tan bien expuesta por O. Cullmann, H e il ais G e sch ich te
(1965), trad. francesa, L e salut dans Vhistoire, París, 1966,
págs. 190-236.
8 Ib íd ., pág. 223.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 63

ción del Nuevo Testamento. Este se presenta a


nuestra fe como un todo: los cuatro Evangelios
están ahí, abiertos ante nosotros, y basta con
extraer la enseñanza que se desprende de las pa­
rábolas del Reino para ver dibujada la imagen
de este tiempo intermediario, cañamazo de una
teología del tiempo de la Iglesia.
Ese tiempo es, en primer lugar, el de la espera,
el de la expectación ante el retorno del Señor de
la casa o de la viña, del Rey coronado (Le 19, 13);
el de la llegada del Esposo; el tiempo en el que
velan los sirvientes fieles o negligentes, las vírge­
nes buenas o locas. No está hecho sólo de pura
expectativa, pasiva y como abandonada, sino que
es un tiempo de labor, pues a cada uno se le ha
dado poder (Me 13, 34) para cumplir la tarea
que le ha sido asignada: a uno como portero, al
otro como cabeza de sus hermanos para distri­
buirles la comida a su tiempo. Es el momento
de hacer valer los «talentos», el capital que se nos
confió, el tiempo de trabajar en la viña del Señor,
cualquiera que sea la hora en que nos ha llamado;
hora, sea también dicho, de la historia o del mo­
mento de nuestra vida, pues estas parábolas, co­
mo lo demuestra la utilización que han hecho de
ellas los Padres, y entre ellos San Agustín, deben
aplicarse tanto a la vida personal como a la his­
toria total de la humanidad.
Este tiempo de la Iglesia es el tiempo de un
misterioso crecimiento, de una lenta madurez,
como lo sugiere la parábola de la higuera cuyas

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64 HENRl-IRENEE MARROU

ramas se extienden y cuyas hojas se abren cuando


llega la primavera. El Reino de los Cielos es, en
efecto, parecido a una semilla de Brassica nigra,
la más pequeña de las simientes, que una vez
sembrada germina y crece hasta convertirse en
un árbol a cuyo cobijo acuden los pájaros del
cielo; o también, a ese grano que un hombre ha
arrojado a la tierra, y que, duerma éste o esté
despierto, sea de día o de noche, germina y crece
y se convierte primero en hierba, después en es­
piga y, por fin, en espiga cargada de grano. El
Reino de Dios es comparable también a ese cam­
po, que es el mundo, en el que crecen juntos el
buen grano y la cizaña (más adelante meditare­
mos sobre esto más concretamente), y a los que
se deja crecer hasta que llega el tiempo de la
cosecha. Es, en fin, ese poco de levadura que,
escondida dentro de la masa, la hace levantarse
para dar un gran pan 9.
Por medio de estas imágenes y en este lenguaje,
en parte oscuro, es como se nos sugiere lo que
debe contener el último panel del tríptico. No es
todavía más que un esbozo, pues el cuadro no
está, ni mucho menos, acabado: toda una parte
de la tela está, por así decir, en blanco. Mientras
que la historia del Antiguo Testamento —si po­
seyésemos los medios técnicos— podría represen­
tarse por completo, terminada en sus detalles

9 Las parábolas del Reino que resume Marrou en los


párrafos que preceden se encuentran en Mt 13, 1-52;
Le 12, 3548; 19, 11-28, etc. (N . del T.)

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 65

como esas florecillas de los grandes retablos fla­


mencos, el tiempo de la Iglesia está sucediendo:
la historia no se ha acabado y es ahora a nos­
otros, a nuestro esfuerzo, a nuestra acción, a quie­
nes corresponde contribuir a escribirla, trabajar
por nuestra parte para culminarla.
Que no se me acuse de hablar ahora como un
vulgar pelagiano; he querido simplemente glosar
ese versículo de la epístola de Pedro en el que se
nos prescribe no sólo esperar, sino anticipar la
Parusía, el día del Señor (2 Pet 3, 12). Se trata
de nuestro tiempo, del tiempo que tenemos para
vivir, de aquel en el que Dios nos ha colocado,
en el que tenemos una tarea que cumplir, por
muy humilde que sea. No se trata de medir su
importancia, ni, por supuesto, de exagerarla, sino
de cumplirla. Pensemos en el versículo de los
«siervos inútiles» (Le 17, 10); también nosotros
deberemos poder decir algún día: «lo que tenía­
mos que hacer, eso hicimos». Porque es el tiempo
en el que se juega nuestro destino.
Repitámoslo una vez más: al hablar como lo
estamos haciendo no comparamos lo que pode­
mos hacer nosotros y lo que se hizo una vez en la
Cruz del Calvario, sino de desterrar la tentación
al quietismo a la que podría conducir una insis­
tencia unilateral sobre la grandeza y la eficacia
de la obra realizada por Cristo. Ciertamente, la
salvación está ya alcanzada, ganada por Cristo;
pero quien habla de moral debe transponer esta
verdad a su propio registro y decir entonces que

TEOLOGIA, 5

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66 HENRMRENEE MARROU

la salvación se nos ofrece. Lo que a nosotros nos


corresponde es no traicionar el designio que Dios
ha trazado y que nos concierne, no ser infieles
a la misión que nos ha encomendado cumplir.
Podemos repetir con la sabiduría pagana que «no
somos más que hombres, seres débiles y morta­
les», pero nuestra humildad posee una resonancia
nueva: la de reconocer fielmente, alegremente,
que ésa es la voluntad de un Dios lleno de amor.
Esta condición humana es la que ha querido dar­
nos la creación, y a este servicio, no a otro, es al
que somos llamados.
Dicho de otra forma: si Dios ha querido que
se dé un intervalo de tiempo entre la Ascensión
y el último día del mundo, ese intervalo entre
los dos advenimientos del Verbo encarnado no
puede ser un tiempo vacío e inútil. Algo sucede
que juega un papel necesario en la realización
plena del plan divino de la salvación. La duración,
cronológicamente medida, de este intervalo, de
este tercer período de la historia, no podemos
conocerla: el mismo Hijo del hombre, al hablar
sub forma serví, entre hombres, manifestó igno­
rarla (Mt 24, 36; Me 13, 32): no es, en efecto,
revelable en el interior de la presente condición
humana. Sabemos que Cristo volverá como un
ladrón en la noche, que vendrá un día, como
ocurrió en los tiempos de Noé y como en los de
Lot, en el que, sin que nadie pensara en lo que
habría de venir, en el que los hombres comían y
bebían, se casaban y se daban en casamiento

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 67

(Mt 24, 37), compraban y vendían, plantaban y


edificaban... (Le 17, 28). No se nos da a conocer
«el tiempo y el momento que el Padre ha fijado
con su propia autoridad» (Act 1, 7), pero Dios
no nos ha dejado en la ignorancia de lo que se
realiza invisiblemente en la profundidad de la
historia, de esta historia, nuestra historia.

D u r a c ió n de la esp er a

La revelación es explícita: la encontramos en


el libro del Apocalipsis, en el pasaje que trata
de la apertura del quinto sello. Hay, pues, que
abrir el libro que contiene los secretos de la
historia y del destino. Que el lector no se asombre
ni se inquiete al verse remitido a ese libro miste­
rioso donde los haya; es comprensible su descon­
fianza: el Apocalipsis ha contribuido tantas veces
a lo largo de la historia a afianzar las imaginacio­
nes más calenturientas... Pero no se trata aquí
de un versículo tomado al azar, sino de un pasaje
al que la tradición eclesiástica ha proporcionado
una acogida privilegiada y sobre el que el pensa­
miento cristiano se ha detenido con predilección;
estamos, incluso, ante uno de los casos en los que
se puede hablar de una interpretación que se des­
prende «de un acuerdo unánime de los Padres»,
según la famosa regla propuesta por el Concilio

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68 HENRMRENEE MARROU

de Trento y recogida por el primer Concilio Vati­


cano (Denzinger, 995, 1778). No es éste el lugar
para examinar, una tras otra, las piezas de esa
maravillosa concordia patrística que va desde Jus­
tino Mártir a Gregorio el Grande, pasando por
Clemente de Alejandría, Hipólito de Roma, Ter­
tuliano y, como siempre, Orígenes, y en la que
—por citar sólo a los más grandes pensadores y
a los más significativos— San Gregorio de Nisa
desempeña, entre los griegos, un papel análogo
al de San Agustín entre los occidentales (ese texto
se encuentra hasta diez veces en la obra de este
último, y al menos siete en relación con la teo­
logía de la historia).
Atrevámonos, pues, nosotros también, humildes
miembros de la Iglesia enseñada, a abrir y a leer,
siguiendo su escuela, el libro sagrado: «Y cuando
abrió el quinto sello, vi debajo del altar las almas
de los que habían sido degollados por la Palabra
de Dios y por el testimonio que guardan. Y cla­
maban a grandes voces, diciendo: ¿Hasta cuándo,
Señor Santo y Verdadero, no juzgarás y vengarás
nuestra sangre en los que moran sobre la tierra?
Y a cada uno le fue dada una túnica blanca, y les
fue dicho que estuvieran callados un poco de
tiempo aún, hasta que se completaran sus con­
siervos y sus hermanos, que también habían de
ser muertos como ellos» (Apc 6, 9-11).
La tradición es unánime en esta cuestión. Por
lo demás, su sentido, ¿no es ya de por sí evidente?
El útimo versículo citado significa que la historia

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 69

se detendrá, llegará un día a su terminación por­


que agotará su fecundidad, cuando el número de
mártires —generalicemos con atrevimiento con
respecto a los Padres: cuando el número de san­
tos— alcance su plenitud, ^Xr^íoOojatv. Precisemos
si se quiere: en el instante en que el último de
los justos culmine su crecimiento espiritual. La
duración de nuestra historia es la del tiempo
necesario para el reclutamiento del pueblo de los
santos, para la edificación de la Ciudad de Dios.
Todos los Padres están de acuerdo en este punto:
cada vez que se toca la esencia de la fe, todas
las familias espirituales, todas las escuelas teoló­
gicas convergen al unísono; también todo cristia­
no, aunque sea el más humilde de los fieles, que
llega a plantearse el problema, reencuentra como
de forma instintiva, en el corazón de su fe, esta
única respuesta, incluso sin referirse explícita­
mente ni acordarse de este texto del Apocalipsis,
ni de sus comentarios autorizados. Así, no nos
sorprendemos al leer, por ejemplo, en las notas
postumas del P. Sertillanges sobre la historia:
«El progreso en el cristianismo no es lineal y ho­
rizontal, es vertical. Mira a la eternidad, no a la
longitud del tiempo. La razón de ser del tiempo
es la de sacar de él alma por alma. Cuando el
número de almas previstas por el Creador sea
alcanzado, el tiempo terminará, cualquiera que
sea el estado de la humanidad en esa hora» 10...

10 A. D. S ertillanges , Pensées inédites. D e la vie. D e


l ’h istoire , Forcalquier, 1964, pág. 119.

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70 HENRJ-1RENEE MARROU

La imagen del «número que hay que completar»


puede resultar quizá para el lector de hoy algo
chocante en la medida en que ese lector esté to­
davía obsesionado por el recuerdo de ese cristia­
nismo demasiado individualista de las generacio­
nes que nos han precedido, demasiado centrado
en el angustioso (y tal vez falso) problema de
la predestinación y de la salvación personales.
Por eso, conviene insistir en la necesidad de
evitar una concepción de la historia en cierto
modo atomizada, como si la historia no fuese
otra cosa que la suma aritmética de un cúmulo
de almas individuales, cada una de las cuales ha­
bría corrido por su cuenta su propia aventura
espiritual.
Ciertamente, el aspecto colectivo de esta histo­
ria, aspecto que nos parece, con razón, muy im­
portante, no debe hacernos olvidar la realidad del
aspecto personal: cada uno de nosotros, en su
singularidad irreductible, es también uno de los
aspectos de esta humanidad que Cristo ha venido
a salvar. De otra parte, la experiencia de la vida
interior nos permite comprender mejor el des­
arrollo del drama que se representa a escala de
la totalidad: el microcosmos de la historia per­
sonal es reflejado de alguna forma en el macro­
cosmos de la historia colectiva. Puede, por ejem­
plo, ocurrir, a título excepcional, que entreveamos
o conjeturemos que el Señor ha podido prolongar
la vida de uno de sus siervos para que su madurez
espiritual, o su obra, o su influjo espiritual al-

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 71

caneen un grado superior; tal es, concretamente,


el sentido que se desprende de la visión del santo
monje Apolo de Hermópolis, que escuchó al Señor
que decía: «Debe permanecer todavía algún tiem­
po sobre la tierra con vistas a su perfección, hasta
que haya formado, a imitación de sus virtudes,
un gran pueblo de monjes»... (Hist. monach.,
8, 17).
Afirmado todo eso y colocado en el lugar que
le corresponde, es necesario que la historia sea
considerada, ante todo, en su totalidad y en su
unidad. Jerusalem quae aedificatnr ut civitas cuius
participatio eius in idipsum: este mal latín de
viejo salterio (Ps 121, 3: pero, ¿acaso las nuevas
traducciones han conseguido algo mejor?) expre­
saba bien lo que quería decir: la Ciudad de Dios
es un todo —la imagen de un organismo, lo ve­
remos luego, no resultaría ni arbitraria ni falsa—,
una unidad en la que todas las partes están en
mutua dependencia. Debemos, pues, verla crecer,
hilera por hilera, construida con piedras vivas (la
metáfora, por desgracia, mal usada en ocasiones,
de la «edificación», de la construcción de un edi­
ficio, es en sí misma y si se la entiende en su
valor inicial, muy significativa), con esas piedras
vivas que somos nosotros (1 Pet 2, 5); verla como
un edificio que se eleva sobre los cimientos cons­
truidos por los Profetas y por los Apóstoles, cuya
piedra angular es el mismo Jesucristo, pues es
en El donde toda construcción se ajusta y crece
para convertirse en un templo santo en el Señor,

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72 HENRI-IRENEE MARROU

como una construcción en la que cada uno de


nosotros —con toda su historia personal— es in­
tegrado para ser, todos juntos, una única morada
de Dios en el Espíritu (Eph 2, 20-22).

E l C uerpo de C r is t o

Esta gran reunión de santos, de la humanidad


salvada, tiene un nombre y es la Iglesia. No nece­
sitamos definir aquí su estructura ni precisar su
extensión: nos basta con tratar de aprehender su
naturaleza, su ser. Para evocarla, los Padres han
utilizado imágenes sacadas de uno y de otro Tes­
tamento; el Concilio Vaticano II ha recapitulado
algunas (Lumen gentium, 6): el Redil, el Campo,
y, como se ha visto, el Edificio, la Casa, el Templo,
la Ciudad Santa, la Esposa. Pero el Nuevo Testa­
mento nos propone, en la pluma de San Pablo,
otra imagen que la tradición ha destacado quizá
más que otras: no ya el edificio homogéneo que
se construye, sino el cuerpo articulado, orgánico,
que crece; el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia
(Eph 1, 22; Col 1, 18, 24), ese Cuerpo del que
Cristo es la cabeza y del que nosotros somos los
miembros, «plenitud de Aquel que todo en todos
lo llena» (Eph 1, 22). Para señalar mejor la unidad
de la cabeza y de los miembros, San Agustín se

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 73

atrevió a forjar, refiriéndose al conjunto de la


una y de los otros, la expresión de Chrisíus totus,
Cristo todo, Cristo total (la expresión aparece
constantemente en su predicación y, en particular,
en las Enarraliones sobre los Salmos: podríamos
citar más de doscientas referencias). Debe enten­
derse claramente que esta unidad no se alcanza
en detrimento de la subordinación evidente que
se establece entre el Cristo salvador y la huma­
nidad salvada por él; de la Cabeza es de donde
el Cuerpo entero recibe el alimento y la cohesión,
gracias a la unidad orgánica que se establece en­
tre ellos (Col 2, 19): es así como puede crecer en
un crecimiento divino hasta convertirse en ese
Hombre perfecto en el pleno desarrollo de su
madurez, que será la plenitud de Cristo (Eph
4, 13).
San Agustín nos invita a aplicar al crecimiento
colectivo del Cuerpo de Cristo, del Cuerpo místico
para hablar como la teología actual, ese versículo
que los exegetas tenderían quizá a restringir al
problema más inmediato y concreto del creci­
miento y de la santificación personales. Haciendo
hablar al mismo Cristo, San Agustín le hace decir
dirigiéndose a su Padre: «así como los Santos se
reúnen progresivamente en mí, tú completarás mi
Cuerpo engrandecido hasta la perfección», et pau-
latim mihi aggregatis sanctis, adimplebis corpas
meum et perfectam staturam meam (Enarr. in Ps.
30, 1, 4).
Así se aclara la significación de los tiempos

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74 HENRI-IRENEE MARROU

postcrísticos: después de la vida terrestre del


Verbo encarnado que constituye el centro y como
el nudo de la historia humana, ésta continúa des­
arrollándose porque el tiempo es todavía necesa­
rio para permitir el pleno crecimiento del Cuerpo
místico de Cristo, la construcción de la Ciudad
de Dios hasta su terminación. El mismo San Pablo
realiza la síntesis entre esas dos imágenes, dicien­
do: «para la edificación del Cuerpo de Cristo»,
eís oixo$o{tTjv xoO aiójiaxos too Xpiatou (Eph 4, 12). La
historia llegará a su término cuando la obra co­
menzada en la Encarnación sea realizada plena­
mente y, de esa forma, culmine en su plenitud
ese misterio de la voluntad benévola de Dios, que
es, como se ha visto, el de reunir, de recapitular
todas las cosas en Cristo.
He aquí lo que se nos ha dicho, lo que ha sido
explícitamente revelado, lo que es seguro. Para
ser, para convertirse en un verdadero cristiano,
hace falta redescubrir esta verdad fundamental:
el Cuerpo místico de Cristo es el verdadero sujeto
de la historia, y la culminación de su crecimiento
es la razón de ser y la medida del tiempo que
todavía transcurre. En función de esta certeza es
como tenemos que revisar las ideas que hemos
recibido, aquellas que nuestra participación in­
consciente en una civilización no cristiana ha co­
mo incrustado en nosotros.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 75

10

Pr o greso verdadero y falso pro greso

Comencemos por la noción de progreso. Antes


de convertirse en ese ídolo que en algunos mo­
mentos históricos parece como oponerse a nuestra
fe, la noción de progreso ha sido, y continúa sien­
do, una verdad de carácter cristiano. Pero fijé­
monos bien en lo que verdaderamente significa.
Lo que progresa, lo que aumenta, lo que en cada
instante es superior en calidad a lo que era en el
instante precedente, es el Cuerpo de Cristo, que
crece para alcanzar un día su estatura perfecta:
cada generación, cada siglo, cada civilización da
sus frutos, que son representados por la cohorte
de santos que se unen al cortejo del Cordero
triunfante «vencedor para vencer aún más». Lo
que progresa es la Ciudad de Dios, que se levanta
piedra a piedra y que, de año en año, de siglo en
siglo, se acerca con firmeza y seguridad a su cul­
minación, que será el término de la historia.
Para hablar de los miembros y de la unidad de
ese cuerpo es para lo que San Agustín evocó la
imagen de un hombre único que, repartido sobre
la superficie de la tierra, iría progresando a través
del desarrollo de los siglos, tanquam in uno quo-
dam homine diffuso toto orbe terrarum et suc-

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76 HENRI-IRENEE MARROU

crescente per volumina saeculorum (Enarr. in Ps.


118, 16, 6 y otros: la idea se repite con frecuencia).
La imagen, ya lo sabemos, ha sido retomada por
Pascal en su Fragment du Traité du vide: «De
suerte que toda la sucesión de hombres, durante
el transcurso de tantos siglos, debe ser conside­
rada como un mismo hombre que subsiste siem­
pre y aprende continuamente»; pero la aplicaba
no al crecimiento de la Iglesia, sino al avance de
las ciencias en el seno de la civilización occiden­
tal: ¡qué transposición! y, podemos decir, ¡qué
contrasentido!
Resultado, por lo demás, de una lenta degrada­
ción; que, como Etienne Gilson ha puesto de
manifiesto, se esbozaba desde el siglo x i i i , por
ejemplo, en San Buenaventura *\ Hemos pasado
de una verdad revelada y de una plena certeza
a lo que no es más que una hipótesis y una
manera de ver muy relativa: Pascal hablaba, con
la buena fe de un sucesor de Galileo, en el período
ascencional de la física clásica, y olvidaba la fra­
gilidad de toda civilización, el fenómeno de la
decadencia y de la precariedad de todo renaci­
miento. Nosotros hemos adquirido una visión más
compleja y, por eso mismo, menos optimista de
la historia: el pasado no se nos aparece solamente
como una embriogénesis de nuestra propia cul­
tura; es también, e incluso antes, un cementerio1

11 E. G ilson , L ’esprit de la philosop hie m édiévale, II,


París, 1932, pág. 187, núm. 6; pág. 272. (Trad. castellana:
E l espíritu de la filo so fía m edieval, Buenos Aires, 1952.)

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 77

de civilizaciones desaparecidas y de ciudades en


ruinas...
Podemos evocar el ejemplo significativo de la
América precolombina: ¿qué queda de la volun­
tad creadora que produjo esos monumentos cuya
arquitectura y cuya plástica nos parecen tan ori­
ginales y, si nos limitamos a los mayas, esa astro­
nomía tan precisa (la duración del año solar cal­
culada con una diferencia de menos de veinte
segundos) y esa aritmética tan avanzada? Todas
esas estructuras tan complejas, ¿no han pervivido
más que para contribuir a legar a la economía
moderna un territorio capaz de productos ricos
y variados? O, para hablar de ruinas más próxi­
mas a mi experiencia de historiador, ¿qué cono­
cedor de la Grecia clásica no percibe, en el ins­
tante mismo en que le es permitido entrever su
grandeza, el carácter desaparecido para siempre,
irrecuperable, de lo que ha sido el hombre griego?
Pero, sobre todo, en ese desliz pascaliano: |qué
profanación! Era atribuir al hombre, en tanto
que criatura terrestre, el privilegio que pertenecía
a la figura espiritual, religiosa, sobrenatural de
esta misma humanidad.
Ante estos planteamientos, el lector se habrá
dado cuenta por sí mismo de la amplitud del giro
mental, de la verdadera conversión que exige de
él, por una vuelta a las mismas fuentes de la
revelación, el redescubrimiento de una visión au­
ténticamente cristiana de la historia. De otra par­
te, después de tantas aventuras y de tantas catás­

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78 HENRI-IRENEE MARROU

trofes colectivas, no debería ser necesario, me


parece, detenernos demasiado en señalar el carác­
ter mítico de la noción de progreso —del progreso
a escala de la vida humana en sus límites terres­
tres— tal como prevaleció en la conciencia occi­
dental desde el Aufklärung hasta el cientifismo
del siglo x ix : embriaguez ante los progresos
conseguidos en el terreno científico y técnico,
asimilación progresiva de la historia humana a la
evolución biológica de las especies, alegre extra­
polación de ios resultados obtenidos a los resul­
tados esperados, considerados como inevitable­
mente prometidos... Los ojos se recreaban com­
placientemente sobre los bienes conseguidos, se
cerraban sobre los males que costaban: sí, un
progreso técnico sin precedentes, pero el prole­
tariado sometido y el Tercer Mundo hambriento...
Y para aquellos mismos a los que beneficiaba,
¡qué contrapartida! Progreso de la higiene y del
confort material, gracias a la gran industria y la
producción masiva que ponen innumerables ser­
vicios a disposición de esta nueva aristocracia,
mundial, que representan los pueblos a los que
llama «desarrollados»; pero todo eso, ¡al precio
de qué trivialización de la existencia! Eliminación
de los valores artesanales, productos estandari­
zados, y esos límites de la civilización de las gran­
des masas: invasión del ruido, regresión del si­
lencio; progreso de la agitación, desaparición de
la calma y del recogimiento; desarrollo de la
ciencia y, por ella, enseñoreamiento de las fuerzas

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 79

de la naturaleza, pero atrofia de la vida interior;


el hombre, abandonado a caprichos elementales,
alienación creciente de la conciencia, obcecada
hasta el embrutecimiento por los mass media.
Nuestros padres nos parecen hoy como aprendi­
ces de brujo que han desencadenado un proceso
enloquecido al que ya no podemos dominar y del
que permanecemos prisioneros.
Para no dar más que un ejemplo: se pensaba
que la máquina debía liberar al hombre de la ser­
vidumbre de las necesidades vitales, realizando lo
que Aristóteles había formulado como una hipó­
tesis irreal: «Si cada uno de nuestros instrumen­
tos pudiese, al recibir la orden o el presentimien­
to, cumplir su obra propia, como las estatuas
legendarias de Dédalo o como los trípodes de He-
faistos, que, según el poeta, podían automática­
mente entrar en la asamblea de los dioses; si las
lanzaderas pudiesen tejer por sí mismas y las
cuerdas tocar la cítara, los fabricantes no ten­
drían ninguna necesidad de mano de obra, ni los
señores de esclavos» 12. Hemos alcanzado, en más
de un sector de la producción industrial, el nivel
de la automatización; podemos contemplar talle­
res o fábricas en los que todo funciona, como
suele decirse, «completamente solo»; basta un
solo obrero, o más bien un pastor de máquinas,
para vigilar las varias esferas que le indican el
funcionamiento normal del conjunto: he lingers
on as a machine-herd, «camina despacio, como
12 P o lítica , I, 4, 3, 1.253 b 34-1.254 a 1.
80 HENRMRENEE MARROU

una manada de máquinas», escribía con optimis­


mo, en 1934, Lewis Mumford 13.
Una descripción bucólica basada en esos hechos
desconocería el desgaste nervioso que produce
la atención continua que exige el trabajo mo­
derado. Por otra parte, y aun considerando las
cosas sin tener en cuenta este factor humano,
¿podremos decir, al hablar, por ejemplo, de una
central eléctrica, que la energía se nos facilita sin
la intervención de esclavos, por el solo juego de
los recursos hidráulicos de la montaña y de la
automatización? Ciertamente no, pues esas má­
quinas admirables ha habido que concebirlas y
construirlas, y hay que mantenerlas, que reparar­
las de vez en cuando (el teléfono está ahí para
pedir socorro) y, apenas amortizadas, que reno­
varlas totalmente.
No vemos, a escala de la sociedad global, ni si­
quiera en los países más desarrollados, que el
desarrollo del maqumismo haya liberado, eximido
al hombre de la labor degradante del esclavo.
En tiempos de Aristóteles había al menos una
clase de favorecidos, de hombres libres que se
aprovechaban del sistema esclavista y del ocio
propicio al cultivo de la cultura y la contempla­
ción; hoy día, en la época de los managers, salvo
un puñado de playboys, no hay ya señores, todos
son siervos de las mismas exigencias acuciantes
del horario y del trabajo alienante, desde el últi­
13 T e ch n ics and C iviliza tio n , subtítulo de la lámina
XI, 1.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 81

mo de los obreros hasta el presidente director-


general, todos amenazados por el infarto...
Para ser breve he hablado antes del mito del
progreso en pasado, como si esa ilusión hubiese
desaparecido completamente de la mentalidad or­
dinaria. Sin embargo, está siempre subyacente.
Por una parte, resulta evidente que después de
los trilobites, la evolución biológica se ha cumpli­
do según una ley de progreso; también es verdad,
por otra, que en el interior de un mismo sistema
técnico, el modelo puesto a punto más reciente­
mente es superior al de los primeros ensayos. La
ilusión engañadora surge cuando se sueldan esas
dos experiencias de orden diferente y se extrae
de ellas una pretendida ley del desarrollo histó­
rico. Por no hablar de los «neocientistas», para
los que la historia de la humanidad se reduce a la
del desarrollo de nuestra técnica científica, en la
que las etapas pasadas representan o bien, como
mucho, un momento de su embriogénesis, o
bien una rama divergente y, por tanto, inútil14.
Conviene, además, detenernos un momento pa­
ra considerar la noción misma de evolución. No
es más que un modelo, curiosamente antropocén-
trico (digamos, de forma más precisa: axialmente
ordenado sobre el Homo sapiens), construido en

14 Marrou califica de «neocientistas» o neocientifistas,


a los continuadores actuales de la actitud, surgida en el
siglo xix, en virtud de la cual se piensa qut el método
científico agota la realidad, negando, por tanto, la rea­
lidad del espíritu. Ver M. G onzález G arcía, C ie n tifism o ,
en G ra n E n ciclo p e d ia R ia lp, t. 5, pág. 620.

TEOLOGIA , 6

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82 HENRI-IRENEE MARROU

función de una finalidad bien precisa: explicar


la diversidad y la génesis de las especies. No pue­
de ser transpuesto sin más a un terreno total­
mente distinto, como es el de la historia del hom­
bre, al menos en el sentido en que la revelación
cristiana nos hace entender la historia («los mis­
mos cabellos de vuestras cabezas están contados»),
como realidad que implica el valor absoluto de
la persona humana, de toda persona humana.
No podemos considerar a las civilizaciones mar­
ginales —por ejemplo, la ya citada civilización
maya— en función de nuestra ascendencia direc­
ta, con el mismo despego con que nos situamos
ante las ramificaciones desaparecidas de la evolu­
ción biológica, los équidos del terciario america­
no, para no citar más que un caso.1

11
Las dos c iu d a d e s

Desde la perspectiva que nos es propia, debe­


mos, no obstante, señalar, una vez más, que la
ideología del progreso referida a la civilización
terrestre implica un optimismo no solamente pri­
mitivo, sino culpable, por la «buena conciencia»
que trae consigo. La visión de la historia que nos
propone el cristianismo es más compleja, de una
tonalidad más grave. Resulta significativo que
San Agustín, al querer sugerir una visión sintética
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 83

del entero desarrollo de la aventura humana a


través de la totalidad del tiempo, advirtiera que
no podía referirse simplemente a la sola noción
del crecimiento cierto del Cuerpo de Cristo, sino
que nos propuso un cuadro en parte doble en el
que se afronta el destino de las dos ciudades ri­
vales: Hoc enim universum tempus sive saeculum
in quo cedunt morientes succeduntque nascentes
istarum civitatum de quibus disputamus excursus
est (Civ. Dei, X V , 1). Está la Ciudad de Dios
y otra ciudad, más difícil de definir con una
palabra. No nos apresuremos, en efecto, a decir
civitas diaboli, no sólo porque el término es más
de Ticonio que de Agustín, que no lo emplea más
que excepcionalmente y en un contexto retórico,
sino porque Satán, adversario del hombre, no es
un contra-Dios, un ávxíGsoc. No se puede tampoco
decir con todo rigor «ciudad del mal»: el mal,
esa deficiencia en el ser, no es un principio posi­
tivo a partir del cual se pueda organizar una
ciudad.
Lo que se opone a la Ciudad de Dios es más
bien la civitas terrena. No obstante, hay que estar
atentos para no cometer un contrasentido con
esta palabra. No debe, en efecto, entenderse a esa
«ciudad terrestre» en el sentido que damos
normalmente hoy en día a esa expresión, desig­
nando con ella el acomodamiento mejor posible
de nuestra estancia aquí abajo. Civitas terrena,
para San Agustín, es la ciudad humana, dema­
siado humana, aquella en la que el hombre, olvi­

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84 HENRI-IRENEE MARROU

dando su vocación hacia lo eterno, se encierra


en su finitud y considera como finalidad única
de su acción lo que no debería ser más que un
medio, o todo lo más un fin subordinado a un
fin más alto; es la ciudad en la que el hombre,
olvidadizo de Dios, se convierte en idólatra de sí
mismo. Recordemos, pues, la famosa definición;
Fecerunt itaque civitates chías amores dúo, «dos
amores han hecho dos ciudades: una, el amor de
Dios llevado hasta el olvido de sí mismo; la otra,
el amor de sí mismo llevado hasta el olvido de
Dios»; Jerusalén, Babilonia (Civ. Dei, X IV , 28;
Enarr. in Ps. 64, 2).
Si se puede calificar de optimista la visión cris­
tiana de la historia, se trata de un optimismo trá­
gico que se afirma por la fe y mantiene la espe­
ranza a pesar de la realidad del mal, demasiado
dura y demasiado sensible, que registra la expe­
riencia retrospectiva y cotidiana. Hablar así no
es pesimismo, sino un sano realismo que deriva
de lo que desgraciadamente es demasiado real,
es decir, de la presencia constante del mal en la
historia.
Esta visión realista le permite al pensamiento
cristiano asumir la seriedad profunda del pesi­
mismo helénico o judío, el del libro de Job y el
de Sileno cuando hablaba con el rey Midas: esa
mirada grave arrojada sobre el estado miserable
y trágico del hombre, componente esencial de la
verdadera sabiduría. Nos hace rechazar con des­
precio esa insipidez descorazonadora de un cierto

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 85

optimismo superficial: el que con razón el hombre


de derechas ha denunciado con frecuencia con
un cierto verbalismo satisfecho de los hombres de
izquierdas; esa manera de contar con un porvenir
abierto y fraternal y de tapar con esta esperanza
teórica el horror del presente, su hipocresía y su
mentira; ese optimismo renovado de Pangloss:
«Vivimos en el mejor de los mundos que se puede
concebir en el momento presente de la evolución
humana, y ésta nos conducirá infaliblemente ha­
cia el ideal soñado» ia.
¡Y si no hubiese más que esta insipidez! Pero
hemos aprendido duramente hasta qué extremos
de crueldad podía conducir, en un tirano, desde
Saint-Just hasta Stalin, esa certidumbre optimista
de estar en el camino que conduce a la humani­
dad a su destino: algunas condenas más, algunas
depuraciones, deportaciones o matanzas, todavía
un último paso en este lodo sangrante y alcanza­
mos el Reino, o su equivalente, o su sucedáneo...
Pero no quiero limitarme a echar culpas sobre las
espaldas del prójimo. Desgraciadamente, también
entre los cristianos hay culpas que expiar. ¡Cuán­
tas veces, en el pasado, la tentación milenarista 1
56
ha conducido a actuaciones violentas para forzar
de alguna manera la suerte de la historia!: así,
15 Pangloss es uno de los personajes del Ca n did e, de
Voltaire: profesa un optimismo ingenuo, que ninguna
dificultad consigue convertir en realista. (N . del T.)
16 Es decir, la creencia en la implantación sobre la
tierra de un reino teocrático destinado a durar la cifra
simbólica de mil años. (N . del T.)

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86 HENRI-IRENEE MARROU

desde 1661 hasta 1685, la política que llevó a la


revocación del Edicto de Nantes (algunas alcal­
dadas más y todo el reino de Francia volverá a
ser uno en la fe...); o la inquisición anticátara
(algunas hogueras más y la cristiandad occidental
no tendrá una sola falla...); o esa larga serie de
medidas legales tomadas contra los judíos que
comienzan en España con el Concilio de Tole­
do (589) y que se extendieron por diversos reinos
cristianos (un poco de intimidación, algunos bau­
tismos más o menos forzados, algunas expulsio­
nes o destierros, y esa minoría irreductible aca­
bará por ser absorbida...).
Por muy grande que sea el fervor de nuestra
esperanza, ésta no debe cegarnos. La historia no
es esa monodia triunfal que conducirá de etapa
en etapa, con una marcha segura si no regular, a
los hijos de Adán hacia el horizonte prometido.
Para poder pensar esa realidad compleja que es
la historia hace falta que tengamos ante la mente
una imagen polifónica. Dos temas se superponen
en ella a cada instante, se entrecruzan y se opo­
nen. Existe, sí, el tema exaltante de la Ciudad de
Dios, que se construye poco a poco y se eleva hacia
la alegría de su terminación, hacia el alleluia con
que culmina la dedicación de un templo. Pero su
progreso se realiza a través de mil luchas, de
persecuciones y dificultades innumerables; por­
que en todas las etapas de su historia se opone
a ella, se entrelaza estrechamente —en disonancia
jamás resuelta— el tema de la ciudad adversa, o

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 87

más bien (pues, lo hemos visto, no posee un prin­


cipio de unidad, el mal es multiforme), los infini­
tos temas contradictorios y superpuestos que re­
unimos bajo el concepto genérico de la ciudad
terrena, civitas terrena.
La experiencia del historiador lleva a hablar con
tono grave: la historia tiene una faceta siniestra
y sombría; el pecado es también, junto a la gracia
—y, a nuestros ojos, a veces más visiblemente—,
elemento de la historia: con la irrupción del pe­
cado comenzó un entramado de sufrimientos, de
duelos, un desarrollo de episodios sangrientos y
dolorosos (Civ. Dei X III, 14). Como en cada una
de nuestras vidas personales, la vida colectiva de
la humanidad está tejida de fracasos, de obras
inacabadas, de muertes sobrevenidas demasiado
pronto, de errores y de pecados; por todas partes
se halla presente en la ciudad la violencia, la opre­
sión de los justos, la hipocresía triunfante. Si nos
atenemos a lo que se ve y a lo que se toca, ¿no
parece más visible el mal que el bien en el pano­
rama de la historia? Pero no hace falta atenerse
a este único aspecto de la experiencia; hay que
tener también en cuenta lo que tiene de real, en
su oscura certidumbre, la visión salida de la fe.

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88 HENRI-IRENEE MARROU

12

A m b iv a l e n c ia d e l a h is t o r ia

Basta con llevar un poco más adelante el aná­


lisis para hacer aparecer la ambivalencia radical
del tiempo de la historia, no del tiempo conside­
rado como marco abstracto, categoría más o me­
nos fundamental del ser o del pensamiento, sino
del tiempo vivido, ocupado y lleno por la obra y
la acción del hombre. Ahora bien, ese tiempo
vivido se revela de una naturaleza mucho más
compleja, ambivalente, ambigua que el que presu­
pone el optimismo de quienes, extrapolando con
confianza la experiencia de la evolución y de la
técnica, no quieren ver en él más que un «factor
del progreso», haciendo del devenir un verdadero
ídolo. Para desprenderse de una tal intoxicación,
no estará de más introducirse un instante en la
escuela de la sabiduría antigua. Para los clásicos,
aquellos filósofos del ser, el devenir no es ese
proceso fecundo, generador de un super-ser, como
nuestra sensibilidad moderna se ha acostumbrado
a concebir bajo la escuela de Hegel o de Bergson;
para ellos, todo lo que accede al ser por el devenir
está necesariamente por eso mismo avocado a la
degradación, ?6opd, y a la muerte.
Aristóteles nos ha ofrecido el análisis abstracto
de este encadenamiento con la frialdad de un na­

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 89

turalista que realiza una disección, en ese tratado


al que un traductor inglés ha dado tan acertada­
mente el título y el valor: On coming to be and
passing away 17. Pero no todos, desde los preso­
cráticos a los neoplatónicos, han guardado la mis­
ma impasibilidad ante esta ley inexorable. Sabe­
mos lo que San Agustín debe al neoplatonismo;
su filosofía es también una filosofía que no puede
ser calificada como filosofía de la esencia, sino
como filosofía del ser. Para él, el ser, el ser ver­
daderamente ser, no puede ser más que el Eterno.
Permanencia, inmutabilidad, ése es su atributo
característico, supremo. Para una filosofía así, el
tiempo no puede aparecer como necesariamente
portador de valores únicamente positivos (De vera
Relig. 21 [41]). En una filosofía como ésa, el
tiempo aparece siempre un poco como un escán­
dalo. El tiempo es esa cosa fluida, como inalcan­
zable, cuyo ser no se da verdaderamente más que
en el instante, ese presente puntual que está como
aplastado entre un pasado irrevocablemente engu­
llido y un futuro que aún no se nos ha dado. Para
ser, lo que se llama verdaderamente, plenamente,
ser, vere, summe esse, haría falta verse libre del
tiempo, o al menos de la duración tal como la
experimenta la naturaleza presente del hombre
pecador: todo lo que está inserto en el tiempo
que vivimos no es, en el pleno sentido de la pala­
bra: «Todo eso es como llevado por el instante

17 Nsp't ysvsosu>; xst ©0op3;. Acerca de la generación y


la corrupción. (N . del T.)

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90 HENRI-IRENEE MARROU

que se va, las cosas se escapan como las olas de


un torrente; no, nuestros días no son: vemos
cómo se alejan antes incluso de haber llegado»
(Enarr. in Ps. 38, 7).
San Agustín ha recogido con frecuencia en sus
predicaciones la paradoja cara a Séneca: cotidie
morimur, «morimos cada día, cada día perdemos
una porción de nuestra vida...» (Ep. ad Lucil. 24,
20); carpimur, «somos destruidos, cada día nos
quita algo de nuestras fuerzas» (26, 4). Al retor­
narla incide, en sus sermones, en alguna ampli­
ficación retórica, empleando los recursos de la
diatriba clásica, pero sólo para hacer más clara
la lección. Así, sobre los bienes de esta tierra
debemos decir en verdad que «son y no son; no
hay nada estable en ellos; se evaden, se escapan.
¿Ves a tus niños?: los acaricias, te acarician, pero,
¿van a seguir siendo así? Tú eres el primero en
lamentar que crezcan, que se hagan mayores. Date
cuenta: cuando se llega a una edad, se muere lo
anterior; sí, llegado a la adolescencia, lo que mue­
re es la infancia, e igualmente la juventud, des­
pués la madurez; después es a la muerte a la que
se llega»; y más adelante: «Tus hijos, ¿crees que
nacen para vivir contigo en la tierra, o más bien
para echarte y sucederte?... Parece que los niños
cuando nacen dicen a sus padres: « ¡E h !, hay que
ir pensando en dejar el sitio; ahora nos toca a
nosotros desempeñar nuestro papel.» Pues toda la
vida del género humano es como una obra de
teatro» (Enarr. in Ps. 127, 15).

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 91

Sería fácil reunir textos en este mismo sentido;


me bastará con transcribir una página justamente
célebre de La Ciudad de Dios (X III, 10): «A partir
del instante en que se ha comenzado a ser en el
cuerpo mortal, nada pasa en él que no trabaje
para conducir a la muerte. Pues durante toda la
duración de esta vida (si es que merece ser llama­
da vida), la estabilidad de nuestro ser no hace
más que conducirnos a la muerte. No hay nadie
que no esté más cerca de ella al cabo de un año
que el año precedente, y mañana que hoy, y hoy
que ayer, y el instante que se va a venir más que
el instante presente y el instante presente más
que el que lo ha precedido. Todo el tiempo que
se vive es restado del tiempo que se tiene para
vivir y cada día lo que queda disminuye. En defi­
nitiva, el tiempo de esta vida no es más que una
carrera hacia la muerte, en la que a nadie se
le permite pararse, ni tomar aliento un instante.»
Lugares comunes, se dirá. Pero el hecho de que
esta amarga verdad haya sido repetida con fre­
cuencia por los pensadores antiguos, primero pa­
ganos y después cristianos, no quita nada a su
significado permanente. El tiempo es ese tejido
incierto del que está tejida nuestra vida: «Dame
a conocer, ¡oh Yahvé!, mi fin y cuál sea la medida
de mis días; que sepa cuán caduco soy», como nos
recuerda el Ps 39 (38), 5, o también el Ps 90 (89),
12, «enséñanos, pues, a contar nuestros días para
que lleguemos a tener un corazón sabio»...
Y de ese tiempo precario que nos ha sido con-

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92 HENRI-IRENEE MARROU

fiado por un instante, ¿qué uso hacemos? Hay


que partir de la vida personal. ¿Quién se atre­
vería a evocar la trayectoria de su vida como un
acierto en el que cada día ha sido más perfecto?
Aunque quizá haya algún desdichado que se crea
capaz de construir su vida como una obra de arte
y de acertar en el empeño. «El que quiera salvar
su vida, la perderá...» (Mt 16, 25), palabras que
la amarga experiencia de cada día nos hace cons­
tatar. Sólo desde el exterior nos puede parecer
una vida bella o perfecta: ¡qué regusto amargo
acompaña a la mirada hacia el pasado a aquel que
ha intentado vivirla! El camino que hemos re­
corrido, ¿no está jalonado de faltas, errores o
fracasos? Comparado con lo que realmente debié­
ramos haber hecho, ¡qué insignificantes son nues­
tros logros! El hombre nunca alcanza más que un
ínfimo porcentaje de lo que había soñado conse­
guir, de lo que era su deber construir. He cono­
cido de cerca a bastantes hombres de acción como
para medir el exiguo rendimiento de sus esfuer­
zos: cuántas empresas abortadas, esperanzas trai­
cionadas, cuántas realizaciones caricaturescas en
comparación con el propósito inicial...
Si nos apartamos del terreno de la acción para
considerar el mucho más complejo y significativo
de la vida interior y de la ascensión espiritual, nos
bastará escuchar las confidencias de los santos.
Tomás de Celano señala cómo, al final de su vida,
San Francisco de Asís decía a sus compañeros:
«haría falta comenzar de nuevo, ahora mismo,

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 93

a hacer algo por el Señor, pues hasta el momento


apenas hemos hecho progresos desde el día de
nuestra conversión» (Leg. 7.a, 6, 103). Estas pala­
bras se sitúan después del episodio del Alvemia:
¿se podría, desde el punto de vista humano, llegar
más alto en la santidad? Y, sin embargo, en esa
última confidencia de San Francisco no había ex­
ceso de humildad, ni era una mera forma de
hablar, sino la expresión directa de una experien­
cia desgarradora: la del abismo siempre abierto
entre el hombre y ese Absoluto para el cual sabe
que está hecho.
Esa misma disonancia volvemos a encontrarla
al pasar de la vida interior personal, de la historia
espiritual considerada desde el punto de vista de
la persona, a los aspectos colectivos de esa misma
vida espiritual. La historia de la Iglesia nos lo
testimonia. Las crónicas de las grandes órdenes
están jalonadas por toda una serie de «reformas»
disciplinarias y morales, cuyos efectos, a la larga,
terminan por decaer, por lo que se hace necesario
que alguien los renueve; cuántos religiosos han
tenido que decir, suspirando: «nuestro fervor ha
disminuido desde la época de nuestro santo fun­
dador». Ya los Padres del Desierto, en pleno si­
glo iv, evocaban con nostalgia los tiempos de San
Antonio y de los primeros anacoretas, esos gigan­
tes del ascetismo que, una o dos generaciones
antes, les habían abierto el camino y que les pa­
recían ya inimitables. Y eso es cierto también
con respecto a toda la Iglesia: así como Platón

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94 HENRI-IRENEE MARROU

decía de los antiguos que, con relación a él, eran


más grandes porque habían estado más cerca de
los dioses, de forma parecida los Padres son más
grandes que nosotros porque estaban más cerca
de Pentecostés. Se ha podido así decir 18 que, en
cierto sentido, la Iglesia no será jamás en el curso
de los tiempos —es decir, en el tiempo de la
historia por oposición a la escatologia— tan fer­
viente, tan amante, tan pura como en su momento
inicial, que no volverá a encontrar una santidad
parecida a la que tenía en el día bendito de Pente­
costés, cuando la Iglesia la componían la Virgen
María y un pequeño grupo de Apóstoles, la Iglesia
anterior al primer escándalo que iba a sobrevenir
bien pronto. ¿El fraude de Ananías y de Safira no
aparece acaso al comienzo del capítulo 5.° del
libro de los Hechos de los Apóstoles?
Como la vida de las grandes órdenes religiosas,
también la de la Iglesia está jalonada de exáme­
nes de conciencia y de intentos de reforma, siem­
pre amenazados de impotencia o de ineficacia.
Como ocurre, ante nosotros, con ese aggiorna­
mento prescrito de forma imperativa por la voz
profètica de Juan X X III, tan laboriosamente pues­
to en marcha por los debates del Vaticano II y
cuyo destino contemplamos con incertidumbre,
viéndolo amenazado por la extrapolación exaltada
de unos, y la resistencia pasiva de otros, apoyada
en la rigidez de algunas estructuras, de algunas
18 C harles J ournet, D estin ées d 'Isra ël , París, 1945, pá­
gina 112.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 95

tradiciones, de algunos reflejos condicionados, he­


rencia de épocas pasadas.
El fracaso, al menos relativo, es ley de toda
historia, lugar de tantas derrotas y en el que in­
cluso las victorias, siempre pagadas a un precio
demasiado alto, son siempre parciales y precarias.
Esto hay que saber mirarlo de frente: para que
no se vea amenazada de vaciedad, la fe cristiana
debe haber afrontado ese panorama duro y hasta
desolador, debe haber sentido cómo el ala temible
de la desesperanza rozaba su frente. Sólo entonces
podrá confesar y proclamar, sin equívocos y sin
transferencias ilusorias que, a través de esos dra­
mas, de esos sufrimientos, de esos aparentes fra­
casos, el plan divino de salvación se realiza verda­
deramente y avanza con una marcha segura hacia
el triunfo de su culminación.
Tal es la ambivalencia de la historia. R. Lorenz,
que tuvo que traducir la conferencia que di sobre
este tema en Montreal en 1950, escogió como títu­
lo esta fórmula expresiva: Das Janusantlitz der
historischen Z e it19. Verdaderamente la historia se
presenta ante la reflexión del filósofo o del teólogo
que busca una explicación, como el Jano de la
mitología romana, con una doble cara, una triste
y la otra sonriente, mirando una hacia el Bien
y hacia la expansión del ser, y la otra hacia el
Mal, hacia la disolución, hacia la destrucción, ha-

19 En C. A ndresen, Z u m A u gu stin -G esprä ch den G eg en ­


w art, Darmstadt, 1962 (W ege der F orsch u n g , V), pagi­
nas 349-396.

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96 HENRI-IRENEE MARROU

cia el no-ser. Historia anceps, bifrons, la historia


es ambivalente, bifronte.
Al mismo tiempo que contempla el progreso
de la Ciudad de Dios, es testigo de la descompo­
sición propia de la ciudad del mal. Esta no es
solamente una realidad inerte, colocada al co­
mienzo de la historia como un elemento de la
condición humana después de la caída: hay como
una dinámica del pecado que lleva cada vez más
lejos sus estragos. Ello es tan evidente para quien
está dispuesto a considerar la realidad de frente,
que no es ni siquiera necesario referirse a la reve­
lación propiamente dicha a fin de mostrarlo; la
sabiduría profunda de la vieja humanidad, tal co­
mo se expresa en los mitos más universales de
sus literaturas, lo atestigua: Hesíodo y la serie
degradada de esas edades, la edad de oro perdida
para siempre, las edades de plata, de bronce, de
hierro o el áspero régimen que es hoy el nuestro.
Una lectura un poco atenta del Antiguo Testa­
mento nos lleva a trazar un esquema análogo:
la caída, Caín, Lamek y su violencia, la corrupción
que conduce al Diluvio...; y con Babel todo vuelve
a comenzar de nuevo. Hay un declive, una degra­
dación por la que se manifiesta la explicación
gradual de las consecuencias del pecado: hay
como una triste y siniestra fecundidad del mal.
Por muy rápido que haya sido nuestro recorrido
para denunciar las «ilusiones de progreso», en las
que se recrearon nuestros padres, habrá sido su­
ficiente para convencer al lector de la ambivalen-

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 97

cia, también radical, de las conquistas aparentes


del hombre. Ni quiero ni puedo llegar hasta su­
poner que hay una simetría —pues, como hemos
visto, una lectura atenta de La Ciudad de Dios
pone de manifiesto que la teología de la historia
rechaza una tal simetría, que sería dualismo—,
es decir, que se dé un progreso que esté marcado
por el signo negativo, un contra-progreso de sen­
tido y de valor inversos al de la ciudad del bien,
como si a medida que ésta creciese, la ciudad
terrena tuviese que hundirse cada vez más en el
abismo del error, del pecado y del mal. En el
fondo, no sabemos nada y no debemos lanzarnos
demasiado rápidamente a transponer a un len­
guaje dogmático las imágenes y metáforas de la
literatura apocalíptica, según las cuales, parece co­
mo si, a medida que se acerca el gran día del final
de la historia, las fuerzas del mal, desencadenadas,
fueran a conocer un triunfo aparente: «Toda la
tierra seguía admirada a la bestia...» (Apc 13, 3
y siguiente); perspectiva que le hacía decir a San
Agustín: «¿Qué somos en comparación con los
santos y los fieles que vivirán en ese tiempo?»,
en comparación con aquellos que serán capaces
de resistir el asalto de las fuerzas del mal, caren­
tes de freno (Civ. Dei X X , 8, 2).
Pero si esas imágenes apocalípticas pueden re­
cibir muchas interpretaciones, conviene, no obs­
tante, recordar lo que está escrito en el discurso
escatológico que nos narran los Evangelios refi­
riendo lo que antecede a la Pasión: «Porque se

TEOLOGIA, 7

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I

98 H ENRI-IRENEE MARROU

levantarán falsos mesías y falsos profetas y harán


señales y prodigios para inducir a error, si fuere
posible, aun a los elegidos» (Me 13, 22; Mt 24, 24);
y, un poco más arriba: «Por el exceso de la mal­
dad se enfriará la caridad de muchos» (Mt 24, 12).
No olvidemos tampoco el más terrible de todos
los versículos: «Pero cuando venga el Hijo del
hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Le 18, 8),
pregunta que hay que situar en su contexto para
no hacerle decir más de lo que realmente significa
en el conjunto de la revelación, pero que está ahí,
y su presencia es suficiente para que entreveamos
que el triunfo seguro del Bien quizá no sea jamás
perceptible a la observación empírica, mientras
que la presencia eficaz del Mal dejará siempre
sentir su presión y su poder. En la víspera del
instante supremo en que la historia va a detener­
se, una vez llegada a su término, cuando el Cuerpo
de Cristo haya alcanzado su perfecto crecimiento,
puede ser que en ese momento, a los ojos carnales
del historiador de las instituciones y de las téc­
nicas y la mirada de los testigos, la tierra aparez­
ca como un campo de ruinas y esa época como
un tiempo de fracasos.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 99

13

M isterio de la historia

De esta ambivalencia del tiempo de la historia


y del carácter invisible del progreso real de la
Ciudad de Dios, se desprende una consecuencia
capital sobre la que conviene detenerse y que
puede resumirse en una palabra: el misterio de
la historia. Resulta significativo que la expresión
haya sido utilizada de forma natural por teólogos
de inspiración tan diferente como Jacques de Se-
narclens 202
1o Jean Daniélou 2\ un calvinista gine-
brino y un jesuita francés. Es un misterio, un
sacramentum, se hubiese dicho en la más antigua
lengua latina cristiana: algo, pues, que es objeto
de la revelación, es decir, que supone una parti­
cipación en el conocimiento divino, pero según el
modo de la fe, que se distingue de la «clara
visión» (2 Cor 5, 7). «Ahora vemos por un espejo
(y conviene pensar aquí en los espejos antiguos,
hechos de bronce o de plata bruñidos, en los que la
imagen aparecía como a través de un agua imper­
fectamente transparente) y oscuramente, pero en­
tonces veremos cara a cara»; y el Apóstol añade:
«al presente conozco sólo parcialmente, pero en-
20 L e m ystère de Vhistoire, Ginebra, 1949.
21 E ssa i sur le m ystère de Vhistoire, París. 1953.

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100 HENRI-IRENEE MARROU

tonces conoceré corno soy conocido» (1 Cor 13,


12). San Pablo insiste mucho sobre este carácter
parcial del conocimiento de la fe: la expresión
áx jispouc, en parte, se ha repetido ya tres veces
en los versículos precedentes: «conocemos sólo
en parte y profetizamos también parcialmente»,
«cuando viene lo perfecto, desaparecerá lo par­
cial...» (13, 9-10).
La revelación y la fe establecen ciertamente una
comunicación entre el hombre y Dios, entre cono­
cimiento humano y ciencia divina, pero Dios nos
ha revelado solamente lo que nos importaba co­
nocer, lo que era necesario para nuestra salvación.
Aún más: lo que podíamos conocer, lo que,
vista la naturaleza del espíritu humano y la natu­
raleza del objeto, era posible que recibiéramos.
Tal es, como ya señalamos, el sentido profundo
del difícil versículo de Me 13, 32 (cfr. Mt 24, 36):
«ese día o esa hora (la de la consumación de los
tiempos, la del fin de la historia) nadie la conoce,
ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el
Padre»; tanto, que ha dado lugar a tantas discu­
siones entre los teólogos y cuyo sentido ya apun­
tábamos: no se marca ahí un límite en la ciencia
humana de Cristo, sino se señala la imposibilidad
ontològica de que nosotros los hombres, todavía
inmersos en la historia, recibamos una comunica­
ción plena y total.
Que el sentido de la historia nos sea conocido,
y de manera cierta, no significa, pues, en modo
alguno, que podamos conocer, que podamos com-

i
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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 101

prender, todo lo que pasa en esta historia a me­


dida que se producen los acontecimientos. Pode­
mos saber what History is about, con qué se
relaciona la historia 22, conocemos lo que es pro­
piamente el objetivo de la historia, sin que nos
sea posible, hic et ruine, en nuestra situación pre­
sente, descifrar con detalle las vías y los medios
según los cuales esta historia se encamina poco
a poco hacia ese fin del que sólo sabemos lo que
será, pero no cuándo llegará ni cómo. Demos un
paso más: no conocemos todo eso, pero podemos
comprender por qué ese conocimiento se nos nie­
ga: lo que constituye la realidad profunda de la
historia, lo que a través del tiempo se construye,
lo que crece, la Ciudad de Dios, el Cuerpo místico
de Cristo, es por naturaleza algo que no está den­
tro del orden de la experiencia sensible y que
escapa necesariamente en gran parte a nuestra
visión.

14
U na historia clerical

Puede que todo lo dicho sea evidente por sí


mismo cuando uno se pone a pensarlo, pero hacía
falta recordarlo, ya que la auténtica enseñanza
cristiana de la historia, incluso llevada a ese prin-
22 J. V. L angmead C asserley , T ow ard a T heology o f
H is to r y , Oxford, 1965, pág. 61.

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I

102 H EN R I-IR EN EE MARKOU

cipio elemental, ha estado con frecuencia obnu­


bilada en la conciencia de los creyentes, o muy
deformada en la pluma de torpes apologistas. No
es éste el lugar para rehacer el catálogo de las
deformaciones que ha sufrido a través de los si­
glos la doctrina, segura y prudente, que San Agus­
tín había formulado en su Ciudad de Dios, incluso
por parte de los discípulos mejor intencionados.
Sería, no obstante, una historia muy instructiva,
que comenzaría con el buen Orosio —represen­
tante típico de esos discípulos entusiastas, pero
no demasiado inteligentes—, continuaría con los
cronistas medievales, tan hábiles para interpretar
los signos de los cielos 3S, y llegaría hasta Bossuet
e incluso hasta los apologistas más recientes.
Pongamos un solo ejemplo: un admirador, al que,
como se suele decir, podríamos considerar más
bien intencionado que inteligente, ha creído hon­
rar la memoria del gran Dom Guéranger, volvien­
do a publicar hace algunos años, bajo el título de
Le Sens chrétien de VHistoire, cuatro artículos que
habían aparecido en 1858 en V Univers de Veuillot.
Para juzgarlos con justicia haría falta volver a
colocarlos en su contexto: se trata de una polé­
mica, oscura ya para nosotros, contra el príncipe
Albert de Broglie, cuya obra VHistoire de VEglise
au IV c siècle, a pesar de la benevolencia que
manifiesta hacia el cristianismo, le parecía al
ilustre benedictino infectada de «naturalismo».
Evidentemente, compartimos de lleno la indigna-2 3
23 O de los tiempos: cfr. Mt 16, 3 (N . del T.).

i
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TEOLOGIA d e la h is t o r ia 103

ción del santo monje cuando señala la importan­


cia del aspecto sobrenatural de la historia, le
acompañamos cuando proclama: «todo lo que
ocurre aquí abajo es para los elegidos y los ele­
gidos son para Cristo» (cfr. 1 Cor 3, 22-23, uno
de los temas favoritos de la predicación de Teil-
hard de Chardin: todos los cristianos comulgan
en la misma verdad), o cuando, heredero de la
gran tradición patrística que hemos evocado, es­
cribe que después de Jesucristo queda todavía
por recorrer «un tiempo del que nadie tiene el
secreto, porque nadie conoce la hora del parto del
último elegido». Pero no podemos seguirlo cuando
añade: «con este dato, cierto con una certeza
divina, la historia no tiene ya misterios para el
cristiano», que pone un «procedimiento infalible»,
«pues está seguro de antemano de no equivocar­
se»; «el cristiano juzga los hechos, los hombres,
las instituciones, desde el punto de vista de la
Iglesia».
Hablar así equivale a confundir una visión au­
ténticamente cristiana de la Historia (¡con ma­
yúscula!) con una historia (conocida) de la Iglesia,
a identificar el punto de vista de Dios con el de
los hombres que constituyen la parte visible de
la Iglesia y que, por muy bien intencionados que
sean, no son más que hombres. Citemos un ejem­
plo concreto: Dom Guéranger escoge, entre otros,
el de Juana de Arco, y escribe: «La fe nos hace
ver en ello una manifestación sin par de la pre­
dilección divina por Francia, la intención de sus-

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104 HENRI-IRENEE MARROU

traer ese reino cristianísimo al yugo de la herejía


que la Inglaterra protestante no hubiese dejado
de hacer caer sobre él un siglo más tarde.» A esto,
un católico inglés respondería, no sin humor, que
Dios ama también a la nación británica y que si
el tratado de Troyes hubiese sido aplicado, el
reino unido de los leopardos y de las flores de lis,
yendo del Tweed al Mediterráneo, hubiese ofrecido
más resistencia a la Reforma 24. Todo ello supo­
niendo que el paso al anglicanismo haya sido un
mal absoluto, a lo que cabría presentar obje­
ciones...
Pero esas lucubraciones no pasan de ser una
caricatura. Que Dios sea, en último término, señor
de la historia y que la conduzca, según su bene­
plácito, hacia el fin que le tiene asignado, está
fuera de duda, pero no nos ha revelado los secre­
tos de ese encaminamiento. Para descifrar ese
misterio haría falta —y la idea es de por sí in­
concebible— situarse en el lugar de Dios, allí
donde su presciencia y su providencia se reúnen
en el presente de su eternidad. Cuántos santos
permanecen desconocidos, cuántas acciones han
tenido consecuencias, afortunadas o nefastas, que
24 Por el tratado de Troyes (1420) se atribuía a En­
rique V de Inglaterra, vencedor en la batalla de Azin-
court, el trono de Francia, uniéndose así ambos reinos.
Ocho años más tarde, Juana de Arco iniciaba su em ­
presa que conduciría a la coronación como rey de Fran­
cia del hasta entonces huido delfín Carlos. Veinte años
más tarde, en 1453, los ingleses se habían retirado del
suelo francés, donde conservaron sólo la plaza de Calais,
terminando así los intentos de unir esos dos países. (Ñ .
d el T.)

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 105

no podemos medir ni incluso prever. Determinado


acontecimiento, determinada acción pueden, al
menos por un momento, parecemos catastróficos
para la Iglesia o, por el contrario, beneficiosos
para ella, cuando en realidad, como la experiencia
posterior muestra a veces, su influencia acaba
teniendo finalmente un signo opuesto. San Agus­
tín, por ejemplo, se resignó, después de haberlo
rechazado, a que el poder imperial ejerciese una
acción vigorosa para atraer a la unidad a los do-
natistas, aquellos cismáticos obstinados. Durante
un siglo —desde el 312 hasta el 411— se había
estado incansablemente tratando de demostrarles,
de palabra y por escrito, en prosa y en verso, la
validez de la elección y de la consagración del
arzobispo Cecilio de Cartago, negada por ellos;
nada había podido convencerles, y he aquí que
bastaron algunas medidas un poco severas, de
orden policial o incluso simplemente fiscal, para
ver cómo se apresuraban a volver a entrar en
masa en el seno de esta Iglesia católica que antes
maldecían con rabia. ¿Cómo no sentirse satisfe­
cho? Sí, pero el principio así aplicado —es decir,
admitir que el poder político puede hacer presión
eficazmente sobre la conciencia religiosa— debía,
menos de tres siglos más tarde, conducir a ese
mismo pueblo de Africa a la apostasía, cuando el
poder temporal pasó a manos de un señor mu­
sulmán.
O también, por citar un ejemplo más cercano
a nosotros y de opuesto sentido, evoquemos la

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106 HENRMRENEE MvlRROU

cuestión romana, que turbó tan profundamente la


conciencia católica desde 1860 hasta los acuerdos
de Letrán. La caída de los Estados pontificios y
la anexión de Roma al reino de Italia fueron
considerados como una catástrofe, como un sacri­
legio; y, sin embargo, ¿podemos imaginarnos hoy
en día a Pablo VI teniendo, además de la carga
de la Iglesia universal, la de administrar Bolonia
y sus electores, en su mayoría comunistas?

15

E l cráneo de H o l b e in

El respeto a la trascendencia divina es el que


debe ponernos en guardia contra esa ilusión que
no sólo está llena de ingenuidad, sino que implica
además profanación: ¿qué historiador supuesta­
mente cristiano puede instalarse confortablemen­
te en el lugar de Dios? Por otra parte, un análisis
medianamente riguroso de la estructura del cono­
cimiento histórico es suficiente, por sí solo, para
manifestar el carácter imperfecto, parcial, estre­
chamente limitado de nuestra recuperación del
pasado. Ya hemos dicho que la fe no nos revela
todo el plan de Dios; debemos añadir ahora que
la ciencia del historiador es también un conoci­
miento parcial. La historia, considerada en su
totalidad y en su realidad profunda, constituye

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 107

un misterio también en el sentido de que el cono­


cimiento que podemos adquirir de ella es siempre
extremadamente limitado, y eso por razones téc­
nicas, gnoseológicas y ontológicas al mismo tiem­
po. Ya me he explicado con bastante precisión en
otro momento 23, y puedo contentarme aquí con
una rápida panorámica.
Técnicamente, el historiador no dispone nunca
de una documentación lo bastante completa, pre­
cisa y digna de fe, como para poder responder a
todas las preguntas que le gustaría plantear. Más
aún, por muy limitada que sea, esa documenta­
ción se mostrará probablemente tan copiosa o de
tan difícil acceso que nunca estará seguro de
haberla agotado. En cualquier caso, estará menos
seguro todavía de ser capaz de comprenderla a
fondo.
Desde el punto de vista de la teoría del cono­
cimiento, la historia se nos aparece como una
mezcla indisoluble del sujeto y del objeto: la
verdad accesible a nuestro esfuerzo se ve limitada
por el punto de vista particular y por la perspec­
tiva, deformante, que introduce la intervención
misma del historiador, su estructura mental; su
cultura, su curiosidad determinan tanto el tono
de la pregunta planteada al pasado como la ela­
boración de la respuesta.
Más decisivas todavía son las dificultades pro­
cedentes de la misma estructura del ser histórico.
Por muy limitados que sean la experiencia y el2 5
25 En el libro D e la connaissance historique, ya citado.

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108 HENRMRENEE MARROU

conocimiento que poseamos —pequeño haz de luz


salido de un proyector que rompe la noche tene­
brosa—, somos capaces de entrever la estructura
extremadamente compleja de esta realidad. Hubo
un tiempo en el que la historia de los historiado­
res parecía simple, pues éstos no se fijaban más
que en el aspecto político, diplomático y guerrero
de la aventura humana: eran los tiempos, ya pa­
sados, de la historia como historia de las batallas.
Desde hace dos siglos, el desarrollo de la historia
de la civilización ha conducido al florecimiento
de las historias especiales: la historia del Arte
—digamos más bien historia de las artes, pues no
resulta fácil abarcar conjuntamente la de las artes
plásticas y, por ejemplo, la de la música, que, a
nivel técnico, tiene su propio determinismo, y, a
nivel espiritual, marcha con frecuencia a un ritmo
más lento que el espíritu de su tiempo—, la his­
toria de las ciencias, la historia de las ideas, la
historia de las mentalidades, la historia social, la
historia económica (entre paréntesis: el hecho de
que esta última se haya puesto de moda se explica
en buena parte por la existencia de una documen­
tación especialmente abundante, sobre todo para
la época más cercana a nosotros; no debe, pues,
interpretarse este favoritismo como resultante de
un privilegio, como si se admitiese que, una vez
conocida la economía, todos los otros aspectos
contemporáneos de la vida humana resultan in­
teligibles por añadidura).
Ciertamente, entre los diversos sectores de la

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 109

realidad, a los que acabamos de aludir, el espe­


cialista puede con frecuencia señalar algunas re­
laciones de dependencia o de influencia recípro­
cas. Pero todo verdadero historiador sabe cuál
es la riqueza, la variedad inagotable que se mani­
fiesta en aquello que le es accesible de la vida
de una época o de un medio dados, y ha tenido
oportunidad de aprender que no hay idola mentís
más peligrosa que la hipótesis según la cual, entre
las diferentes manifestaciones simultáneas de la
vida, habría una unidad más o menos comparable
a la de un organismo vivo. Este testimonio, fruto
de su experiencia práctica, es la advertencia so­
lemne que el historiador dirige a su hermano el
filósofo. Debemos, los historiadores, hoy más que
nunca, proclamarlo con fuerza, pues la tentación
de adorar a este ídolo renace, de generación en
generación, como el fénix de sus cenizas: ¿no
estamos viendo, en estos mismos momentos, cómo
el estructuralismo de moda se vuelve a calzar
alegremente las botas de Spengler? 26
Razonemos con calma. Si se generaliza, como
suele hacerse por comodidad del lenguaje, la no­
ción de «técnica», hasta hacer que designe todos
y cada uno de los aspectos especializados de la
actividad humana, se advierte que entre las diver­
sas técnicas que se dan contemporáneamente en3 6
36 No deja de ser significativo que el nombre de este
maestro de errores sombríos, de este precursor del na­
zismo, surja, como espontáneamente, de la pluma de
M ichel F oucault , en el momento de concluir L es m ots
et les ch oses , París, 1966, págs. 345 y 382 (ibíd.).

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110 HENRI-IRENEE MARROU

una misma sociedad —economía, política, reli­


gión, ciencia, artes, etc.—, se establecen, alterna­
tivamente, las relaciones más diversas: puede ha­
ber, según los casos, coordinación, subordinación,
independencia, oposición. Desde ese mismo ins­
tante, el objeto histórico se nos aparece como
una red infinitamente compleja de desarrollos, de
series causales alternativamente paralelas, entre­
mezcladas, estructuradas en torno a un tronco
o eje. Y cada una de esas series o de esas técnicas
se muestra, a su vez, estructurada de forma múlti­
ple, pues en ellas se superponen —para ignorarse,
aliarse o combatirse— capas procedentes de épo­
cas diversas y resultantes de empujes creadores
diferentes.
Hemos pronunciado la palabra «estructura».
La realidad histórica no es, en efecto, un polvo
inconexo: acontecimientos, instituciones, fenóme­
nos de civilización se articulan, subordinados
unos a otros en sistemas más o menos vastos,
pero no cabe nunca agruparles en una unidad
orgánica total.
Recuerdo haber tenido que iniciar a algunos
estudiantes en lo que había sido la vida religiosa
del Africa romana en el siglo m de nuestra Era.
Había que enseñarles a reconocer la superposi­
ción de al menos cinco capas, en el sentido geoló­
gico de la palabra: la supervivencia del antiguo
fondo libio, por el que alcanzábamos la prehisto­
ria, después la aportación púnica, las influencias
griegas, el nivel, tan visible y tan masivamente

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 111

documentado, de la romanización, y, por último,


para coronarlo todo, la leve y agitada película de
la «nueva religiosidad», de la nueva sensibilidad
religiosa sobre la que iba a incidir el porvenir,
es decir, la entrada en escena de las religiones
de origen oriental y, ante todo, el cristianismo.
Y, en ese caso, se trataba de una época lo sufi­
cientemente breve como para poderla abarcar de
una sola mirada y teníamos que considerar sólo
el aspecto religioso de esa civilización romano-
africana, cuyas estructuras étnicas, demográficas,
políticas, económicas, artísticas, etc., habrían exi­
gido, por lo demás, una parecida atención a fin
de considerarlas sea por sí solas, sea en sus rela­
ciones mutuas.
La experiencia del historiador tiene, ciertamen­
te, una gran fecundidad: el historiador de oficio
sabe cuánto le debe, en el plano de la cultura
humana, a la práctica de su arte. Pero esa expe­
riencia —y quiero referirme no sólo a la del his­
toriador del pasado, sino también a la del hombre
de acción en el presente, pues ambas tienen algo
en común— conduce inexorablemente a una con­
fesión de impotencia en lo que concierne a la
cuestión que aquí nos ocupa: la del sentido de
la historia.
Sin la revelación no podríamos estar seguros
de nada a ese repecto. Cada uno de nosotros se
asoma al escenario de la historia para desempeñar
el breve papel que le asigna su corta vida. No
nos es fácil hacernos una idea de conjunto acerca

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112 HENRI-IRENEE MARROU

del drama que se desarrolla y en el que vamos


a participar durante breves momentos, pero com­
prometiendo todo nuestro ser. Somos como com­
parsas que esperan su tumo de entrada en escena,
con la espalda apoyada en alguno de los soportes
del decorado, mientras contemplan, perplejos,
asombrados, ese inmenso escenario donde se mue­
ve una masa de actores y de agitados bailarines.
Contemplado desde ese lugar (que no es, desgra­
ciadamente, la cómoda butaca donde se arrellana,
por medio de su imaginación, el ingenuo filósofo
de la historia), el significativo conjunto que todos
esos actores y bailarines forman, se le presenta
desde una perspectiva angular y, por tanto, inevi­
tablemente, deformada. Un poco, si se me permite
evocar una imagen, como el cráneo misterioso
que el genio de Holbein proyectó, casi irrecono­
cible por torcido y distorsionado, a los pies de
sus dos Embajadores. . . 27

16

La h is t o r ia in v is ib l e

Y hasta este momento no hemos considerado


más que los aspectos, en cierto sentido, más visi­
bles, más fácilmente asequibles de la vida histó­
rica: la economía, la política, las artes, las formas
27 Ese cuadro de Holbein se conserva en la National
Gallery, de Londres. (N . del T.)

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 113

exteriores de la vida religiosa... Pero sabemos que


la verdadera historia se sitúa en otro plano: es
construcción de la Ciudad santa, crecimiento del
Cuerpo de Cristo. ¿Cuándo despejaremos el espe­
sor nocturno del misterio?: sólo en la escatolo-
gía, cuando conozcamos como somos conocidos,
podremos participar en el pensamiento divino y
darnos cuenta de lo que ha sido el movimiento
ascendente de esta historia más que real. No basta
saber que la verdadera historia se sitúa al nivel
de la espiritualidad, de la vida sobrenatural, para
poder asirla y describirla. Aquí, más que en otra
parte, la ambivalencia y la ambigüedad amenazan
nuestro pobre conocimiento humano. En lo que
alcanzamos de la historia, ¡cuántos aparentes
triunfos y cuántas derrotas realmente triunfan­
tes! La contribución que cada uno, con la gracia
de Dios, puede aportar a la maduración del tiem­
po es, en la mayor parte de las veces, desconocida
e incluso, por su esencia transpsicológica, doble­
mente desconocida. San Agustín lo explicaba una
vez en un sermón: al igual que el Verbo encarna­
do durante su vida humana —salvo el día de la
transfiguración—, los miembros de su Cuerpo son
al mismo tiempo visibles en cuanto a la apariencia
e invisibles en cuanto a su valor oculto (Serm.
Mayo, 14, 3). Lo que son en realidad, lo que valen,
lo que hacen, permanece en el secreto y sólo el
Padre lo conoce: su vida está escondida con Cris­
to en Dios (Col 3, 3). Su obra real, la parte que
han tenido en el advenimiento del Reino, perma-

TEOIXXÍIA, 8

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114 HENRI-IRENEE MARROU

nece, en la mayoría de los casos, totalmente des­


conocida: será el día del Juicio cuando se ma­
nifiesten; sólo entonces, como dice San Pedro,
dejarán los paganos de calumniarlos y glorificarán
a Dios ante la obra consumada (1 Pet 2, 12).
Sólo excepcionalmente, y por el bien de su Igle­
sia, deja Dios que se manifieste la santidad de
uno de sus hijos y que dé lugar a un culto median­
te una canonización solemne, proclamándolo
como modelo al que imitar y como seguro in­
tercesor. Normalmente, los santos permanecen
ocultos a nuestros ojos. Hay una idea profunda
en el fondo de la creencia, acariciada por el
judaismo cabalista y por algunas corrientes mís­
ticas del Islam, sobre los «justos» o los «santos»
ocultos, «a causa de los cuales subsiste el mundo».
Ciertamente, decir eso es pretender conocer de­
masiado los secretos de Dios. Pero tal vez puede
decirse que el error de esos planteamientos esté,
sobre todo, en el hecho de reducir ese número
de santos a una cifra determinada —treinta y seis
en la tradición judía (los famosos Lamed Waw
Zaddikim), trescientos cincuenta y cinco en el su­
fismo, a los que habría que añadir cuatro mil
que se desconocen ellos mismos 28—, ya que no
deben ponerse límites por adelantado a la ampli­
tud de la misericordia divina y a la fecundidad
de su gracia: cada uno de nosotros puede esperar

28 Ver la referencia que he reunido en mi edición del


A D io g n éte, 2.a ed., París, 1965 (S o u r ce s ch rétien n es, vo­
lumen 33 bis), pág. 154.

i
i

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 115

convertirse en uno de los justos que hubieran


podido salvar a Sodoma 29. Pero en el fondo la
tesis es cierta: como los apologetas del segundo
siglo proclamaron de muchas y muy diversas ma­
neras, «lo que el alma es en el cuerpo, los santos
(decían lisa y llanamente: los cristianos) lo son
en el mundo, de la misma forma que el alma sos­
tiene al cuerpo, son ellos los que sostienen al
mundo» (Ad Diogn., 6, 1-7). Empleaban un lengua­
je tomado de los estoicos: ouvé%ooot, contienen,
sostienen, mantienen al mundo, constituyen para
él un principio de cohesión interna, de unidad,
de permanencia y de vida.
No le es dado al hombre, yo diría más, no le
es dado a la Iglesia militante, peregrinante, dis­
cernir el detalle de la historia: comulgamos por
medio de la fe con el movimiento global de ésta,
pero sin poder juzgar sobre el papel preciso de
cada acontecimiento, sobre el grado de participa­
ción positiva o negativa de cada actor, de cada
uno de sus actos. No siempre podemos discernir
con certeza lo que ha contribuido y contribuye
de hecho a acelerar el advenimiento del Reino.
Los caminos de Dios son impenetrables: puede
servirse de forma misteriosa incluso del mal para
cumplir sus designios: etiam peccata!
Cuando San Agustín quiere sugerir lo que en
la teología corresponde a la «astucia de la razón»
de la filosofía hegeliana, el ejemplo que le viene
espontáneamente a la mente es el de las fuerzas
29 Alusión a Gen 18, 32. (N . del T.)

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116 HENRI-IRENEE MARROU

romanas que tomaron Jerusalén y destruyeron su


templo en el año 70: ¿podría saber Tito que cum­
plía así la profecía del pequeño Apocalipsis? Pero
atengámonos a lo que nos enseña explícitamente
la Escritura; por ejemplo, al caso del rey Ciro.
He aquí cómo habla de él un cilindro de Babi­
lonia: «[Marduk] buscó a un rey justo; tomó de
la mano a un hombre según su corazón; llamó
por su nombre a Ciro, rey de Anshan; al reino
universal le puso su nom bre...»80. Pero, como
todos los ambiciosos que levantan imperios y que,
cuando obtienen victorias, prorrumpen en gritos
afirmando: «Gott mit uns», Dios está conmigo,
Ciro se engaña. Escuchemos al profeta; es el
Deutero-Isaías el que habla dirigiéndose al mismo
Ciro: «es por mi servidor Jacob y por Israel mi
elegido por lo que te he llamado por tu nombre,
ennobleciéndote sin que tú me conozcas... te hago
tomar las armas para que se sepa desde Levante
hasta Poniente que todo es nada excepto yo» (45,
4-6). Añadamos otro ejemplo, esta vez del Nuevo
Testamento: el capítulo 11 de la Epístola a los
Romanos y lo que allí se dice de la negativa de
Israel de reconocer en Cristo al Mesías esperado.
Israel dio un paso en falso, conoció la caída.
Hubo, pues, un mal, pero ese mal se encuentra re­
lacionado de forma misteriosa con la salvación de
los gentiles y con la esperanza de salvación de la

30 E. S chrader, K e ilin sch riftlich e B ib lio th e k , III, 2, pá­


gina 122.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 117

totalidad: « ¡Oh profundidad de la riqueza, de la


sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insonda­
bles son sus juicios e inescrutables sus caminos! »
(Rom 11, 33).

17

«P ER P LE X A E Q UIPPE SU N T »

Llegamos aquí a uno de los puntos esenciales y


a uno de los aspectos más profundos de la doctri­
na cristiana, que ha sido perfectamente esclare­
cido por la enseñanza de San Agustín. No basta
con que distingamos las dos ciudades: hace falta
también precisar sus relaciones mutuas tal como
nos han sido dadas en la experiencia histórica.
Esas relaciones son complejas, «pues estas dos
ciudades están entrelazadas la una con la otra
(como los tallos de mimbre en una cesta) e ínti­
mamente mezcladas (como en una emulsión quí­
mica), hasta el punto de que nos es imposible
separarlas, hasta el día en el que el Juicio las
separe», perplexae quippe sunt istae duae civita-
tes invicemque permixtae... (Civ. Dei, 1, 35). Fór­
mula justamente célebre y que San Agustín ha
repetido con frecuencia (Ibíd., X I, 1; X IX , 26;
De Genesi ad l i t t X I, 15 [20]; Enarr. in Ps 61, 8;
64, 2; 136, 1; cfr. De catech. rud.t 19 [31]); y con
razón: esta noción de mezcla inextricable, per-

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118 HENRI-IRENEE MARROU

mixtio, commixtio, es uno de los principios fun­


damentales de la teología cristiana de la historia.
Por lo demás, se desprende de forma natural de
la parábola evangélica de la cizaña y del buen
grano (Mt 13, 24-30, y para la explicación 36-43),
sobre la que el mismo San Agustín vuelve conti­
nuamente, ya sea en su polémica contra los dona-
tistas y, más tarde, contra los pelagianos, ya sea
en su predicación más familiar dirigida al buen
pueblo de Hipona (Enarr. in Ps. 149, 3; In Ps. 64,
16-17; Serm. Caillau St. Yves, 11, 5).
En el campo del padre de familia —y ese campo
es el mundo en el que se desarrolla nuestra histo­
ria— crecen juntos el buen grano, es decir, los
hijos del Reino, y la mala hierba, o sea, los hijos
del Maligno, y crecen mezclados de forma tan di­
fícilmente distinguible que los ángeles del Señor
no podrían arriesgarse a separar la cizaña sin caer
en el peligro de arrancar al mismo tiempo el trigo
que está desarrollándose; para que el uno y la
otra puedan separarse definitivamente hay que
esperar el día de la recolección cósmica, la
consumación del tiempo, de la historia, oüvxeXeía
aúovoc.
Es fácil advertir las consecuencias prácticas de
una doctrina como ésta. Quien la comprenda ple­
namente no podrá jamás caer en una visión, como
suele decirse, «maniquea» del mundo: por un la­
do, los buenos, el partido de Dios; por el otro, los
malos. Los primeros tienen asegurado el Reino,
los otros están ya malditos. El límite que separa

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 119

a las dos ciudades es prácticamente indistinguible


para nuestros ojos: ¡cuántas veces se ha referido
a ello San Agustín en sus predicaciones! También
el Evangelio se lo sugería en más de una ocasión:
junto a la parábola de la cizaña, está esa otra,
paralela, de la red barredera que recoge en la
Iglesia a los buenos y a los malos (Mt 13, 47-50;
cfr. los ciento cincuenta y tres peces de la última
pesca milagrosa: lo 21, 11), y, en la predicación
del Bautista, la referencia a la era del Señor en la
que el grano y la paja están aún mezclados (Mt 3,
12; Le 3, 17). No, no es posible distinguir a los
elegidos de los réprobos: hay entre los enemigos
de la Iglesia elegidos que todavía se ignoran, de
la misma forma que, entre todos los que llenan
las basílicas y frecuentan los sacramentos, hay
hombres que no participarán del destino eterno
de los santos. Así habla San Agustín en De Cívi-
tate Dei (I, 35). Y se podrían multiplicar las refe­
rencias hasta el infinito.
Releamos, por ejemplo, el admirable Sermón
Caillau St. Y ves, 11, 5, en el que San Agustín in­
terpela a sus fieles: Audite, carissima grana Chris-
ti, carissimae spicae Christi... «Sois el grano, las
espigas, el trigo de Cristo, interrogad vuestra con­
ciencia: si os reconocéis trigo, rogad por la perse­
verancia final; si os reconocéis divididos entre
trigo y cizaña, buscad vuestra transformación...
Cizaña ha sembrado el enemigo por todas partes:
laicos, clero, obispos, gente casada, religiosos, re-

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120 HENRI-IRENEE MARROU

ligiosas, no hay nada que no esté mezclado», per-


m ixtum...
Corruptio optimi pessima: sería una aplicación
caricaturesca, groseramente deformada, de la teo­
logía católica el confundir la historia de la Ciudad
de Dios, siempre, en gran medida, invisible para
nosotros, con lo que es accesible a nuestro cono­
cimiento de la historia de la Iglesia visible. Ese
contrasentido, ya lo hemos dicho, ha sido come­
tido con frecuencia desde Orosio u Otto de Frei-
sing hasta Bossuet y Dom Guéranger: bajo el
pretexto de escribir una teología de la historia,
se ha acabado, de hecho, por componer una histo­
ria «eclesiástica» (para retomar la expresión em­
pleada por el historiador inglés H. Butterfield);
una historia «clerical», traducirá espontáneamen­
te el lector francés o castellano, aunque más rigu­
roso sería decir (si esta referencia medieval no
fuera demasiado erudita) una historia «güelfa».
Ciertamente no se trata de negar la santidad de
nuestra madre la Iglesia jerárquica ni su fecundi­
dad, ni su capacidad misteriosa para crear santos,
pero —repitámoslo— el rostro interior y la belle­
za de esa Iglesia no son plenamente conocidos
más que por su divino Señor. Su vitalidad efectiva
no es una grandeza que puedan medir las encues­
tas de nuestros sociólogos, por muy útiles que esas
encuestas puedan ser a su nivel para guiar los
inseguros pasos de la acción pastoral.
La doctrina de la ambivalencia encuentra aquí

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 121

un campo de aplicación particularmente fecundo.


Por una parte, es verdad que la Iglesia es el pueblo
de los «santos llamados» —podríamos glosarlo:
«llamados a ser santos»—, y el Espíritu está pre­
sente en ella asistiéndola, prevaleciendo sobre los
poderes del Hades. Por otra, no es menos cierto
que aparece, juzgada empíricamente, compuesta
en gran parte por pecadores, hombres carnales,
sin hablar de los ignorantes cuya buena voluntad
se revela al final estéril, falta de competencia téc­
nica, y de los torpes que se equivocan de objetivo,
hábiles solamente para dejar escapar la ocasión
histórica...
Las dos ciudades están entrelazadas la una a la
otra: el historiador consciente de su responsabi­
lidad no osará nunca —salvo revelación privada,
¿pero quién se atrevería a afirmar que ha sido
objeto de tales luces?— decir qué contribución al
advenimiento del Reino ha representado tal epi­
sodio del drama de la historia, tal acto concreto
realizado por tal hombre determinado, tal vida
humana, tal época, tal pueblo, tal civilización.
¿Quién sabría medir con precisión el porcentaje
que en cada hecho o situación concreta pertenece
a la Ciudad de Dios o el que resulta atribuible a
la ciudad del mal?
¡Cómo matiza el paso del tiempo los juicios que
sobre determinados episodios de la historia ha­
bían hecho los contemporáneos vinculados, tal vez
completamente, a la una o a la otra! Ya hemos

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122 HENRI-IRENEE MARROU

recordado algunos de estos casos: la represión del


donatismo, la reducción de los Estados pontificios
a la simbólica Ciudad del Vaticano. Añadamos
otro ejemplo que a los franceses les toca más de
cerca: pensemos en la separación de la Iglesia y
del Estado, tal como fue establecida por la ley
francesa de 1905. Esta separación fue vivida por
nuestros predecesores como una catástrofe, como
una persecución, como una amenaza terrible que
pesaría sobre el porvenir de la Iglesia de Francia.
Y de hecho así la habían concebido los más ar­
dientes de sus promotores. Pero, si atendemos a
la forma como finalmente se aplicó, ¿no se mani­
festaron también en ella algunos aspectos positi­
vos? Hoy somos más sensibles a la autonomía, a
la libertad que permitió obtener a la Iglesia y no
tan nostálgicos de la Iglesia concordataria: ¿nos
gustaría, en un período político de deflación, tener
que acudir al despacho del ministro de Finanzas
para obtener así la facultad, de la que tan libre­
mente disponemos hoy, de crear las parroquias
nuevas que requiere la acción pastoral?
Encontramos también la noción de ambivalen­
cia cuando tratamos de definir —¿podremos ha­
cerlo realmente alguna vez?— el lugar donde se
sitúan las fronteras de la Iglesia, cuáles son las
formas de pertenencia a su gran cuerpo, cuáles
las de la contribución a su unidad. Hay realizacio­
nes históricas en las que podemos reconocer con
cierta seguridad una aportación positiva a la edi-

ii
i
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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 123

ficación de la Ciudad de Dios —cualquiera que sea,


por descontado, el porcentaje siempre evidente
de cizaña que se mezcla con este grano—; hay
acciones o instituciones que nos parecen retros­
pectivamente conformes al espíritu del Evangelio
—y que, de hecho, han madurado frecuentemente
bajo su influencia indirecta—, pero que han sido
conseguidas fuera de la acción de los organismos
de la Iglesia visible, digamos más francamente,
a pesar de la oposición encarnecida de ciertos re­
presentantes de lo que un sociólogo llamaría los
«ambientes cristianos». Así ocurre, para volver a
citar los ejemplos escogidos por H. Butterfield,
con la tolerancia religiosa, que acaba de ser asi­
milada, no sin dificultades, por el cuerpo eclesial,
o con el progreso en la justicia social tan trabajo­
samente conseguido por el movimiento obrero.
En cierto modo era fácil, y no veo en ello un es­
pecial atrevimiento, predicar sobre la excelsa dig­
nidad de los pobres dirigiéndose a la aristocracia
terrateniente de Antioquía o a la corte revestida
de sedas de Versalles, cuando uno se llamaba Cri­
sòstomo o Bossuet; pero el historiador no puede
por menos de advertir lo que esa llamada tenía
de insignificante por ineficaz, técnicamente ha­
blando, dado lo que son la naturaleza caída, la
mancha del pecado y, entre todas sus consecuen­
cias, la maldición especial ligada a Mammón, es
decir, a la idolatría del dinero. En la medida en
que el movimiento obrero se hizo temer fue como
consiguió arrancar jirones de justicia a una clase

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124 HENRI-IRENEE MARROU

dirigente, pagana en este punto, aunque a veces


se considerase cristiana: esa violencia fue como
un compelle intrare, que obligó a practicar una
justicia que no había conseguido producir la pre­
dicación. No pienso que se pueda negar que ese
ápice más de justicia, que ese ápice menos de
opresión (por muy limitados que puedan ser sus
frutos) sean realidades relacionadas, en lo esen­
cial, con valores propios del Reino.
Todos estos juicios son, sin duda, conjeturales.
El hecho de que puedan sugerirse a la conciencia
cristiana es suficiente, sin embargo, para que nos
pongamos en guardia contra una asimilación de­
masiado fácil entre lo que somos y lo que debe­
ríamos ser, entre el rostro visible de la Iglesia,
desfigurado por el pecado de sus miembros, y la
marcha invisible de esta misma Iglesia, y con ella
la de la humanidad, hacia la culminación de la
historia. No es sólo en la vida personal donde se
aplica la máxima evangélica: «No juzguéis...» Po­
demos ya entrever de alguna manera la verdad de
esta visión profunda, y ello a dos niveles de la
experiencia, la del pasado y la de nuestra vida
interior. Con respecto a lo primero, la experiencia
profesional del historiador le permite entrever lo
que es la estructura de alguna manera polifónica
de la historia real, de la historia total, y su enca­
denamiento ramificado de relaciones causales
complejas; y eso le permite comprender hasta qué
punto son vanos o relativos los juicios que los

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 125

hombres quieren hacer sobre la historia usurpan­


do la función de juez escatológico, pues ningún
hombre vivo podrá jamás apreciar el alcance de­
finitivo de un acontecimiento histórico, las conse­
cuencias imprevistas a que dará lugar y, en defi­
nitiva, lo único que importaría, su significación
sobrenatural, su contribución al avance del Reino,
o, por el contrario, al retraso de su advenimiento.

18

N u e s t r o c o r a z ó n d iv id id o

De forma parecida nos hace hablar nuestra ex­


periencia íntima más personal. Esa ambivalencia,
esa «perplejidad» —si se me permite, como a los
antiguos retóricos, jugar con la etimología de las
palabras—, está en el centro de cada uno de nos­
otros. Quiero, querría, creo querer consagrarme
por entero al servicio del Señor y de su Ciudad
santa; pero, al mismo tiempo, advierto a cada
paso lo infiel que soy a esa decisión fundamental:
no me he convertido más que en la superficie de
mi ser; por pereza, por debilidad, por connivencia
con el mal, no hago realmente el bien que querría
y que sé que puedo hacer; aún peor, frecuente­
mente hago el mal que no querría —¿no rogamos
acaso a Dios para que perdone las faltas que se
nos ocultan: ab occultis meis munda me, Domine

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126 HENRMRENEE MARROU

(Ps 18,13)?—,y en ocasiones actuó por connivencia


inconsciente con las limitaciones y defectos colec­
tivos de mi clase social, de mi pueblo, de mi tiem­
po. La frontera entre la Iglesia y el mundo, la luz
y las tinieblas, entre la Ciudad de Dios y la ciudad
del mal pasa, como lo ha recordado con frecuencia
en sus predicaciones el cardenal Journet, por el
interior de nuestro propio corazón 31.
Esta bella fórmula de Journet es, a mi juicio,
un comentario legítimo y una precisión útil apor­
tados a la enseñanza que desarrolla San Agustín
en su Ciudad de Dios desde un punto de vista más
específicamente colectivo y social. Constata, por
ejemplo, el obispo de Hipona, que los malos se
combaten entre ellos, pugnant ínter se malí et
mali, y así la historia nos muestra con frecuencia
cómo imperialismos rivales se oponen por las ar­
mas. Pero en seguida añade que, item pugnant Ín­
ter se mali et boni, también los malos y los buenos
andan a la greña. Ese es, por lo demás, el régimen
normal de la historia: Cristo no ha prometido a
sus seguidores el triunfo para un mañana terres­
tre, sino la persecución y el martirio. Tampoco
con esa constatación se aquieta San Agustín, sino
que pasa a preguntarse si los buenos pueden com­
batirse entre ellos; no lo harían, no podrían ha­
cerlo, dice, si todos fuesen perfectos, pero, lejos
de serlo, están, en el mejor de los casos, en vías
31 C harles J ournet , L ’E g lise du V e rb e in ca m é, t. II,
París, 1951, págs. 1103, 1315, A s. v. C ité de Dieu\ ver
también t. I, París, s. f., pág. 224; «Nova et Vetera», 33
(1958), pág. 30; 38 (1963), pág. 302.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 127

de progreso, en marcha hacia la perfección, por


eso se combate entre ellos, atacando cada uno,
en buena conciencia, en nombre del bien en el
que creen, al mal demasiado real que ven en el
contrario fCiv. Dei, X V , 5).
De ahí el carácter inexpiable de las luchas entre
cristianos. Como francés, conozco la experiencia
cotidiana y dolorosa de la oposición entre católi­
cos de derecha y católicos de izquierda; que, es
bien cierto, no hemos alcanzado a comprendernos,
porque el mal que veíamos en el adversario era
un mal demasiado real, y colocábamos ahí el acen­
to. Esas luchas inexpiables constituyen, ciertamen­
te, un escándalo intolerable: ¿cómo podemos
abrir sin temblar el Evangelio de Juan por la
página en la que nos ofrece el criterio decisivo
de nuestra pertenencia común a Cristo: «En esto
conocerán que sois mis discípulos: si os amáis
los unos a los otros» (lo 13, 35)? Tenemos que
procurar, con todos los recursos y con todas nues­
tras fuerzas, reducir ese escándalo, aun sabiendo,
por otra parte, que está inscrito en la ley misma
de la historia y que, en cierto sentido, no podrá
ser borrado por entero hasta el último día, hasta
el día de la victoria definitiva, ad ultimam vic-
toriam.
La unidad que nos prescribe tan firmemente la
enseñanza de Cristo no puede realizarse plena­
mente más que en la escatología, cuando al final,
perfectamente curados, alcancemos la perfección;
hasta entonces no puede ser más que parcial o

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128 HENRI-IRENEE MARROÜ

presentarse como una caricatura de ella misma.


La experiencia histórica está ahí para atestiguar­
lo: sólo en circunstancias excepcionales, para al­
canzar un objetivo muy preciso, han podido los
fieles, los miembros conscientes de la Iglesia vi­
sible, unirse en una misma empresa y participar
de una misma acción, y, aun en esos casos, hay
que señalar las incertidumbres, las ambigüedades
radicales con las que han estado marcadas esas
tentativas de unión. Pensemos, por ejemplo, a ni­
vel político, en las circunstancias que han llevado
a la formación de un partido cristiano. Entre
otros posibles ejemplos, recordemos que, para
hacer frente al Kulturkampf y resistir a la acción
hostil de Bismarck, pareció necesario invitar a los
católicos alemanes a unirse en un partido de opo­
sición, y esa unión produjo frutos positivos; pero,
en los años sucesivos, ¿a qué compromisos se
vio llevado el Zentrum por el juego parlamenta­
rio, en tiempos de la República de Weimar, y cuál
fue su crisis final ante el triunfo de Hitler?
El misterio de la historia confiere a nuestra
existencia un carácter trágico: nos movemos en
la penumbra; débilmente, parcialmente ilumina­
dos por principios muy generales que se despren­
den de nuestra fe y de la enseñanza de nuestra
Iglesia; desgajados, divididos entre imperativos
contradictorios, aunque igualmente categóricos;
necesitados de una conciencia clara, pero forza­
dos a tomar decisiones bajo nuestro riesgo per­
sonal, a responder cada uno a las exigencias de la

i
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I
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 129

propia vocación. Para no poner ejemplos dema­


siado cercanos a nosotros y por eso mismo de­
masiado hirientes, volvamos a recordar el de la
cuestión romana: pensemos en la difícil postura
en la que se encontraban los católicos italianos
después de 1860-1870, en la alternativa entre su
fidelidad al Papa (non expedit...) y sus derechos,
o mejor, sus deberes con respecto a la patria ita­
liana.
Hay que convencerse de que esa situación no
era un accidente debido a una coyuntura especial­
mente difícil o, como se decía entonces, «a los
malos tiempos». Pero, ¿ha habido algunos que
escaparan a la maldición de ser «malos» (Eph 5,
16)? Insistamos en ello de nuevo: esa situación
es fruto de la ley propia de nuestra condición
histórica. La historia no se nos presenta como un
objeto que nos sería dado conocer y contemplar
desde fuera: no disponemos de un mirador desde
donde observarla y manipularla. Sería, para el
cristiano, una tentación diabólica imaginarse
transportado, ya desde ahora, a una alta montaña
desde la cual contemplar, a sus pies, todos
los reinos de este mundo. Estamos insertos en el
entramado mismo de la historia, transportados
por su flujo, a la vez pasivos y activos, pues la
sufrimos al mismo tiempo que la creamos. No
podemos conocer la historia porque todavía no
está escrita.

TEOLOGIA, 9

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130 HENRI-IRENEE MARROU

19

E l t ie m p o m u s ic a l

Conviene referirse, al llegar aquí, a lo que he


propuesto llamar «la concepción musical del tiem­
po de la historia», que San Agustín expone en dos
textos especialmente importantes; dos cartas di­
rigidas, una al comisario imperial Marcellinus,
precisamente a aquel a quien dedicó La Ciudad
de Dios, para responder a las objeciones de los
paganos cultos de Cartago (Eph 138, 1 [5]); otra
a San Jerónimo, en la que plantea la cuestión,
siempre dolorosa, de la muerte de los niños (Eph
166, 5 [13]).
A San Agustín, en efecto, le gustaba referirse al
curso de la historia, el ordo saeculorum, conci­
biéndolo como un canto maravilloso, tamquam
pulcherrimum carmen (v. también Civ. Dei, X , 18).
No aspiraba con ello simplemente a expresar, por
medio de una imagen estética, un juicio optimista
sobre el mundo y su devenir. La comparación va
más lejos: hay que relacionarla con el análisis
tan profundo que Agustín, heredero de toda la
tradición musicológica de Aristógenes de Tarento,
hizo del tiempo musical y de su percepción. Una
melodía comienza, una fuga se encadena, la sinfo­
nía despliega sus riquezas; sus elementos, notas,

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 131

partes, acordes se desgranan en una sucesión


temporal, decedentibus ac succedentibus sonis,
con sonidos que se suceden. Percibidos por el
oyente esos sonidos, se inscriben en su memoria,
en la que poco a poco se elabora una percepción
de conjunto, un juicio musical que constituye
el sentido, la significación de la obra entendida.
Pero este juicio, este sentido no se da en el co­
mienzo, especialmente si la obra tiene cierta cali­
dad, si no se reduce a un taratatá de corneta en
el que la cadencia perfecta es previsible desde el
principio; ese sentido, que es el ser de la música,
no se percibe definitivamente más que cuando
acaba la pieza, cuando se toca el último acorde,
cuando resuena la cadencia final. Hasta entonces,
la obra o la melodía puede siempre rebrotar, mo­
dularse, agudizarse por otro camino, repartirse y
enriquecerse de nuevo, como ocurre con esas me­
lodías gregorianas de carácter ambiguo que se
definen sólo al llegar a su terminación. In fine
judicabis, enseñaban los viejos maestros de canto.
Según este modelo es como debemos represen­
tar el desarrollo de la historia. Dios, creador del
universo, es también el que ordena y gobierna el
desarrollo de los tiempos, sicut creaíor ita mode-
rator, y la historia puede con cierta verdad ser
comparada a un inmenso concierto que dirige Su
mano todopoderosa, velut magnum carmen cuius-
dam ineffabilis modulatoris. Sólo Dios sabe hacia
dónde va; desde dentro de la historia misma
debemos proclamar que no ha culminado todavía,

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132 HENRI-IRENEE MARROU

que siempre puede rebrotar y renovarse, que no


alcanzará todo su sentido hasta que llegue a su
final. Esa es, en definitiva, la explicación última
de lo que hemos denominado el misterio de la
historia. Todavía no ha terminado, está aún ha­
ciéndose y precisamente trabajamos en ello. Po­
demos confesar que tiene un sentido, y, gracias
a la revelación, entrever el contenido global de su
movimiento —reclutamiento de la Ciudad de los
santos, crecimiento del Cuerpo de Cristo—, pero
no podemos describirla como cabe describir un
objeto colocado delante de nosotros. Y entende­
mos ahora más plenamente sobre qué empobre­
cimiento de la idea de Dios se funda la miserable
jactancia de los filósofos de la historia que creen
poder contemplar el cuadro de la historia univer­
sal y explicarlo por entero.
Llegados a este punto, sería fácil demostrar
que, en último término, el misterio de la historia
implica el misterio de nuestra libertad, con el que
está íntimamente unido. Si ahora, y en tanto vi­
vamos en la fe, cum tempus est fidei, debemos
ignorar el detalle de la realización de la historia,
no es porque Dios haya querido, por razones pe­
dagógicas —para ponemos a prueba, por ejem­
plo—, ocultamos lo que hubiera podido darnos
a conocer, sino porque la historia es también el
juego de la libertad humana y porque su indeter­
minación provisional está en función de la deci­
sión libre que los hombres toman y tomarán en
el porvenir: nada ha terminado, las consecuen-

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 133

cias más verosímilmente previsibles puede ser


que no se realicen; y en cada encrucijada de los
tiempos, nuevas iniciativas pueden hacer rebrotar
la inefable melodía, ese pulcherrimum carmen
que parecía, tal vez, dirigirse hacia una conclu­
sión dada ya por adquirida.
También aquí la experiencia del historiador
puede aclarar con ejemplos concretos esa afirma­
ción quizá demasiado general. El historiador sabe
que la historia es por esencia imprevisible, que
los golpes de teatro constituyen la regla, que los
resultados son inesperados y las consecuencias
paradójicas, que en todo momento la cadena cau­
sal mejor establecida puede verse sacudida por
la imprevista intervención de nuevos factores. El
verdadero historiador —el que ha sabido revivir
las épocas más o menos lejanas que ha estudiado,
haciéndose, en la medida de lo posible, contem­
poráneo a los hechos— protestará siempre contra
la visión simplista del filósofo que piensa que lo
que se ha producido no podía por menos de rea­
lizarse, puesto que su explicación aparece retros­
pectivamente como evidente. Pero, en realidad,
no es así: en todo momento un grano de arena
en el engranaje de los efectos y de las causas
— ¡si la nariz de Cleopatra hubiese sido más pe­
queña! — hubiera podido orientar de otra forma el
curso de las cosas. Y es así como la historia con­
tinuará haciéndose: no mostrará su secreto más
que cuando su recorrido haya terminado, cuando
todas las causas hayan agotado sus efectos, cuan-

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134 HENRI-IRENEE MARROU

do todas las decisiones del hombre hayan sido


tomadas y hayan dado sus frutos.
Pero estas consideraciones, en cierto modo ne­
gativas, no son lo único que podemos decir acerca
del desarrollo misterioso de la historia: podemos
contemplarlo desde otra perspectiva que nos con­
ducirá a afirmaciones nuevas.

20

« U n m it t e l b a r zu G ott»

No sé qué es lo que el nombre de Leopold von


Ranke (1795-1886) evocará para muchos de mis
lectores. Es, tal vez, conveniente recordar que
Von Ranke fue un hombre de gran espíritu que
no sólo pertenece a los fastos de la literatura
germánica, sino que debe ser considerado como
el primero de los grandes historiadores modernos,
en el sentido científico de la palabra: el primero
que advirtió que, para hacer ciencia histórica,
había que trabajar sobre las fuentes primarias
(los archivos de la República de Venecia fueron
el material al que, para comenzar, dedicó su es­
fuerzo), mostrándose, a la vez, como el gran escri­
tor que exige la ciencia histórica, para poder
transmitir, sin deformaciones ni traiciones, todos
los matices que capta la minuciosa labor del eru­
dito. Pues bien, Von Ranke, en una conferencia

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 135

que dio en 1854 32, pronunció una frase famosa:


jede Epoche ist unmittelbar zu Gott, cada época
está inmediatamente ligada a Dios, cada genera­
ción es equidistante de la eternidad.
Expresaba así esa protesta del historiador de
oficio a la que acabamos de referimos. Consciente
de los valores específicos de su disciplina, Von
Ranke acusaba a Hegel, y a la filosofía de la his­
toria en general, de abusar de la noción de pro­
greso. Si se es sensible, ante todo, a la trayectoria
de conjunto descrita por la humanidad, se tendrá
la tendencia a no ver en cada época o civilización
más que una etapa hacia el nivel ulterior: O, to
die advancing o n ... (morir mientras se avanza
hacia...). Entendida de esta forma, cada genera­
ción no tiene significado por sí misma, sino sólo
como grado en la escala del progreso. Pero el
historiador sabe por experiencia que su estudio
se muestra interesante y fructífero, que su propio
yo posee valores que le son propios y que se
muestran con frecuencia inestimables: ¿quién
osaría decir que los «primitivos» no son más que
una transición entre la Edad Media y el Renaci­
miento? Marx era un hombre de suficiente cultura
como para percibir la dificultad: lo que, a sus
ojos, constituía un problema era que Homero, y
todo el arte griego, poseyeran un valor estético
permanente, independiente de las «formas de des-

32 U eber die E p o c h e n der neueren G e sch ich te (Welt-


g esch ich te IX, 2).

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136 HENRI-IRENEE MARROU

arrollo social» que los vieron nacer, en suma, un


valor de alguna manera absoluto.
Pero esta frase de Ranke, repetida con tanta
frecuencia, a veces mal comprendida, es suscep­
tible de un sentido más profundo; en la perspec­
tiva de la teología de la historia, puede servir para
expresar la relación misteriosa que se establece
entre tiempo y eternidad, o, mejor dicho, entre
historia y escatología.
Se ha señalado con frecuencia que una de las
leyes del género apocalíptico es aquella que lleva
al profeta a fundir, a comprimir en una visión
única el juicio sobre el presente (o sobre el futuro
inmediato) y la evocación de los últimos fines.
El tiempo histórico se encuentra así como su­
primido por una cuestión de perspectiva: la esca­
tología, o mejor, las realidades escatológicas,
Tá gayata, se dibujan en el horizonte inmediato
casi suprimiendo el inmenso desarrollo de los
siglos intermedios, un poco como en esos paisajes
de montaña en los que se superponen cumbres
aparentemente cercanas, escondiendo los profun-
dos abismos que las separan. Tomemos por ejem-
pío el más antiguo de los Apocalipsis canónicos,
el del Libro de Daniel: al leerlo, de corrido, se
puede tener la impresión de que el Reino escato-
lógico (2, 44), el advenimiento del Hijo de Hom­
bre (7, 13) y el Juicio final (12, 1 sg.) van a tener
lugar inmediatamente después de la muerte del
perseguidor de los judíos, es decir, de Antíoco
Epífanes. Y algo parecido ocurre con relación a

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 137

lo que se denomina el pequeño Apocalipsis de


los evangelios sinópticos, en los que la toma de
Jerusalén por Tito se encuentra inextricablemente
mezclada con la evocación del fin de los tiempos;
con el Apocalipsis de San Juan, etc.
Cabría evocar el sentido típico propio de toda
profecía: al hablar de Epífanes y de la Roma del
siglo primero, el texto profètico señala, además,
a todo Estado pagano y perseguidor, cualquiera
que sea el momento en que aparezca en el decurso
del tiempo. 0 aludir también a la condescendencia
pedagógica de Dios que, al hacer hablar así al
profeta, nos advierte de la proximidad de la hora
final para exhortarnos a la vigilancia. Pero eso no
debe ocultamos lo más hondo. No hay en esos
textos apocalípticos ni artificio pedagógico ni sim­
ple procedimiento literario: en ese acercamiento
sistemático entre el presente vivido por los con­
temporáneos del profeta y el fin de los tiempos,
se nos propone, se nos «insinúa», cómo les gustaba
decir a los Padres, una verdad profunda. Cada uno
de los episodios sucesivos de la historia viene a
in se r ta r se en su lu gar, a o cu p a r el p u e sto c o n o ­
cido, previsto y querido por Dios para constituir
el entramado de la historia de la humanidad, ese
gran viaje, digámoslo ahora, esa peregrinación
que parte de la creación y de la caída, para cul­
minar en el Juicio final. Cada una de las aventuras
históricas jalona una nueva etapa de este destino,
de ese devenir común: es como una nota que
contribuye a marcar el desarrollo rítmico de esa

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138 HENRI-IRENEE MARROU

gran sinfonía que escapa a nuestra percepción


presente, pero de la que confesamos por la fe
su existencia real y su misteriosa armonía.
Y esto es cierto también con respecto a ese epi­
sodio parcial, pequeño si se le compara con el
cuadro de la entera historia universal, formado
por la breve jornada terrestre que ha de vivir
cada uno de nosotros con esfuerzo, con sufrimien­
to, con tentaciones, con alegrías y con esperanzas,
hasta la hora que, considerada desde el punto de
vista terrestre, será para nosotros la última. La
muerte es para cada uno de nosotros el comienzo
del Fin; porque la muerte está ahí siempre ame­
nazante y cercana —mientras vivimos, «mil caen
a mi derecha y diez mil a mi izquierda»—, de
forma que el presente en el que estamos situados
se encuentra como iluminado desde lejos por el
fulgor trágico del Fin universal y, por ello mismo,
como penetrado de valores escatológicos.
Desde estas perspectivas profundas podemos
repetir con Ranke que cada época, cada genera­
ción de la historia, cada una de nuestras vidas
personales está unmittelbar zu Gott, ligada direc­
tamente a Dios, a la Eternidad, al más allá donde
culmina la historia. Pues eso ocurre tanto con la
historia total, con la aventura colectiva de la hu­
manidad, como con cada una de nuestras vidas
personales.
Recuerdo la frase que aparece en algunos de
nuestros antiguos relojes de sol: vulnerant omnes,
ultima necat, cada hora que vivimos nos acerca

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 139

a la última. Hay algunas palabras apostólicas que,


en cierto sentido, se van haciendo cada día más
literalmente verdaderas, más directamente aplica­
bles: «La noche va muy avanzada y se acerca ya
el día» (Rom 13, 12); «os digo, pues, hermanos,
que el tiempo es corto» (1 Cor 7, 29); «porque aún
un poco de tiempo...» (Heb 10, 37); «pues el fin
de todo se acerca» (1 Pet 4, 7); «hijitos, ésta es
la hora postrera» (1 lo 2, 18); «sí, vengo pronto...»
(Apc 22, 20).
Pero hay que añadir algo en seguida: esas pala­
bras han sido siempre verdaderas. No podemos
dejar de sentirnos afectados por la frecuencia con
que se repiten esas afirmaciones a lo largo del
Nuevo Testamento. Sería pueril tratar de obviar­
las «explicándolas» hablando de una supuesta
obsesión de la primera generación cristiana res­
pecto a la proximidad de la Parusía. Poco importa
aquí y ahora el carácter más o menos hipotético
que tengan las reconstituciones psicológicas de
ese tipo: el hecho decisivo es que esos textos han
sido recogidos por la Iglesia como formando parte
del ca n o n in sp ir a d o de la E scritu ra: so n , p u es,
textos verdaderos, de una verdad permanente, vá­
lida para toda generación cristiana, tanto como
para la primera.
Cada civilización, cada generación de hombres,
al igual que cada hombre vivo, tienen que reco­
nocer que su último día, su único día (¿qué es,
en efecto, sino un día la duración de una vida
humana, de una civilización, de la inmensa pro-

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I

140 HENRI-IRENEE MARROU

longación de la historia total de la humanidad?)


es para ella, para él, el último Día. Esa es la visión
metafísica profunda que se desprende de la cons­
titución Benedictus Deus, por la que Benedic­
to X II rectificó las afirmaciones imprudentes de
Juan X X II sobre la suerte de las almas de los
justos antes del Juicio Final. Para el Buen Ladrón,
el reino del Hijo del hombre comenzó la misma
noche del Viernes Santo: Hodie mecum eris in
Paradiso, ya que, como lo vio acertadamente San
Ambrosio, «la Vida es estar con Cristo, pues allí
donde esté Cristo, allí está el Reino» (In Lucam,
X , 121).
La escatología está siempre ahí, ante cada uno
de nosotros, en nuestro horizonte inmediato. En
resumidas cuentas, ¿qué les importaba a los már­
tires del tiempo de los Macabeos que después de
Antíoco IV tuviesen que venir Nerón y Diocle-
ciano... y Stalin o Hitler? El itinerario de estos
mártires, el de todos los hombres, el del hombre
que yo soy, aparece como un segmento real, aun­
que infinitesimal, de la curva que traza el conjun­
to de la historia: cada año, esos años que se me
dan para trabajar en la viña del Señor, esos años
que despilfarro en el pecado, esos años en los
que también se profundiza en mí la obra de la
gracia, cada año se hacen más verdaderas, literal­
mente, para mí estas palabras del Apóstol: «Nues­
tra salud está ahora más cercana que cuando
creimos» (Rom 13, 11). El desarrollo de los tiem­
pos me acerca insensiblemente a esa última hora,

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 141

tan imprevisible como la del «Fin del mundo»,


en la que, completada mi participación concreta
en la obra de la historia, saltaré fuera del tiempo
a los pies del Juez soberano; y, por tanto, algo
de la gravedad de esta hora se proyecta sobre
cada uno de los instantes de mi vivir.
Pero esta verdad es susceptible de recibir un
sentido aún más profundo. El último Día, lo es-
catológico, no es sólo un momento en la cadena
del tiempo, un día determinado de un año que
aportaría una cifra más a la era según la que
estructuren los tiempos los historiadores de esa
época. Es también la culminación total de los
designios de Dios sobre su criatura. Pero, aun­
que esa culminación no llega hasta ese Día clave,
resulta falso imaginar que todo está reservado
a ese futuro: en realidad, esa culminación acom­
paña y sostiene el desarrollo de la duración his­
tórica, está presente en ella y recoge el fruto de
toda lágrima y de todo aliento de amor. Es todo
el tiempo el que aparece revestido de una calidad
escatológica.
Así, pues, el tiempo de la historia cristiana no
puede ser concebido como la simple sucesión de
los instantes que miden los relojes y las crónicas.
Como muy bien lo vio San Agustín en la
Ciudad de Dios, en los capítulos X I-X II, 9, con­
sagrados a ese «prólogo en el cielo», en el que
vemos cómo el tiempo de la historia humana
reconoce su hermandad con el misterioso devenir
de la historia angélica, el tiempo, en su sentido

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142 HENRI-IRENEE MARROU

más pleno, es el modo del cumplimiento de los


designios divinos que totaliza el momento esca­
tològico, culminación en profundidad (en el es­
pesor del ser), realidad misteriosa como todo lo
que se relaciona con el ser, pero que nos hace
comprender el porqué de la utilización inspirada
de metáforas como «crecimiento», «maduración»,
«construcción del edificio».

21

L a I g l e s ia del C ie l o

Antes de llevar más adelante el análisis de esas


verdades fundamentales que acabamos de men­
cionar, señalemos un punto que no podría ser
olvidado sin peligro, ahora que muchos de nues­
tros contemporáneos, incluso cristianos, parecen
tender a hacerlo. Hemos comentado antes, un
poco como de pasada, que la participación visible
de cada uno de nosotros a la historia total —la
construcción de la Ciudad de Dios, el crecimiento
del Cuerpo de Cristo—, cesa, ya se trate de már­
tires, de santos o de pecadores, con la última
hora, con el fin de la breve jomada terrestre.
Para evitar equívocos, subrayemos la expresión
«participación visible», pues no hay que olvidar
el papel esencial que desempeña la oración de los
santos, cuyo lugar es marcado por el Apocalipsis
de forma muy precisa (5, 8; 8, 4; cfr. 6, 10).

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 143

Los hombres que estamos aún sobre la tierra


no somos los únicos que combatimos los comba­
tes de Dios. En su descripción de los miembros
de la Ciudad de Dios, San Agustín subrayó siem­
pre el lugar que ocupan en ella, al lado y encima
de lo que llamamos corrientemente la Iglesia mi­
litante, la Iglesia del cielo, los ángeles y los santos.
Estos no se han apartado de la historia esperando
el fin de los tiempos: no se contentan con esperar,
encerrados en una sala de espera misteriosa, según
imaginaba la literatura apocalíptica del judaismo
tardío, llegando incluso a describirla geográfica­
mente (como ocurre en I Enoch, 22, 8-13); como
el Buen Ladrón, los santos están ya con Cristo,
viviendo, actuando cerca de El, con El y en El.
Entre ellos y nosotros hay una comunión, una
comunicación fecunda.
En mayor o menor grado podemos medir lo
que nuestra personal vida cristiana y nuestra
toma de conciencia de las exigencias de la fe, debe
a la influencia que han ejercido estas o aquellas
grandes figuras del pasado. Están en verdad pre­
sentes entre nosotros, tan actuantes y tan reales
como los amigos y maestros más cercanos; un
San Pablo, un San Agustín, un San Francisco de
Asís, un Fray Lorenzo de la Resurrección, una
Santa Teresa de Lisieux. Al hablar así no hago
una confesión personal: he citado al azar, aun­
que, por un reflejo condicionado de historiador,
los ejemplos escogidos hayan surgido en orden
cronológico. Pero, al lado de esta influencia, men-

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I

144 HENRI-IRENEE MARROU

surable en cierto sentido, ¿no debemos acaso re­


conocer que en medida aún más importante, aún
más eficaz, hablando históricamente (en el sentido
más secreto, aunque más profundo de la pala­
bra), ha jugado y continuará jugando un papel
decisivo su intercesión? No queremos con ello
sacar del lugar que les corresponde esas devocio­
nes que cabe llamar menores ” , pero es impor­
tante destacar la trascendencia de un aspecto de
la fe cristiana demasiado poco conocido y, sin
embargo, esencial para nuestra fe, de una doctrina
infinitamente más segura que la de los santos
ocultos de la cábala y del sufismo, que establece
lazos estrechos entre el tiempo vivido en la histo­
ria terrestre y el que está más allá de esta
historia 34.

22

E s c a t o l o g ìa in c o a d a

Pero no es éste el momento de detenernos en


ese aspecto particular de la visión cristiana de la
historia. Debemos antes proseguir nuestro análi­
sis del carácter esencialmente escatològico del

33 En comparación con la afirmación de la Providen­


cia divina, de la realeza de Cristo, etc. (N . d el T )
34 En este punto, nuestra reflexión se acerca a las
ideas, tan profundas, de J acques M aritain en A prop os
de l ’E g lise du Ciet, en «Nova et Vetera», 1964, págs. 205-
228.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 145

tiempo vivido por esa nuestra historia. Conviene


recordar con qué matices, con qué fervor particu­
lar pronuncian, deben pronunciar los cristianos,
la tercera petición del Padrenuestro: «Venga a
nosotros tu reino.» Ya no pertenecemos al tiempo
de la Antigua Alianza, en el que palabras de ese
tenor las encontramos formuladas, explícitamente
o no, casi en cada página de los Profetas para
significar una pura espera del Reino que vendrá,
una pura expectación. Tampoco nos contamos
entre los discípulos privilegiados que acompaña­
ron los pasos del Señor sobre su tierra natal.
Nuestra situación es otra. Recordemos la imagen
que exponíamos al principio: el tiempo que vivi­
mos, el tiempo de la Iglesia, corresponde al tercer
tablero del tríptico de la economía divina, del
plan según el cual ha sido dispuesta la salvación
de la humanidad. Somos (quiero decir: tenemos
que ser, deberíamos ser, nos esforzamos por llegar
a ser) los santos de los últimos tiempos, del último
Día. Y sabemos con qué insistencia han sido re­
cogidas, en el Nuevo Testamento, las expresiones
de los Profetas, renovándolos (así, Act 2, 17; Heb
1, 2; 1 Pet 1, 20...).
Nadie ignora las discusiones apasionadas a las
que, desde comienzos de siglo, dio lugar la inter­
pretación de la escatología neotestamentaria. No
es éste el lugar para resumir o reemprender estas
discusiones; baste al lector conocer claramente
nuestra posición. Nos separamos totalmente, no
hace falta decirlo, de J. Weiss, de A. Schweitzer,

TFOLOCIA, 10

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146 HENRMRENEE MARROU

de M. Werner, cuando hablan de escatología «con­


secuente», según la cual se atribuye a Jesús, o
a sus primeros discípulos, la ilusión, el error,
de haber creído como inminente el advenimiento
triunfal del Reino. De forma parecida nos sepa­
ramos de R. Bultmann y de su escatología «exis-
tencial», que destruye, quiérase o no, la realidad
sustancial de la historia general de la humani­
dad. Existen formulaciones más satisfactorias;
pero aún no del todo, y por eso no acepto hablar,
con C. H. Dodd, de escatología «realizada» (y ello
incluso aunque ese término se aplicara sólo al
ministerio de Nuestro Señor Jesucristo), pues eso
sería decir demasiado, ni tampoco de escatología
solamente «anticipada», como hace O. Cullmann,
que, al menos como yo la comprendo, nos lleva
demasiado al extremo contrario. ¿Cabe escoger,
con D. Mollat, el término de escatología «comen­
zada»? Estamos ahí cerca de la verdad, pero el
término es quizá demasiado estático; digamos
mejor, con G. Florovsky, escatología «inaugura­
da», o todavía mejor, con H. Haenchen y J . Jere­
mías, escatología en vías de realizarse, sich
realisende Eschatologie, es decir: escatología
«incoada» o «incoativa», si es que este último
vocablo no resulta demasiado pedante, aunque es
la palabra de la que se sirvió San Agustín (Enarr.
in Ps. 64, 4; ver también Casiano, Collationes,
IX , 19).
Esa expresión indica, en efecto, que los tiempos
postcristianos en que vivimos no están animados

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 147

por una pura tensión hacia un futuro inesperado.


Es cierto que estos tiempos son también tiempos
de esperanza; los tiempos del Máraná thá, del
«Señor, ven», y que, como ha escrito San Pablo,
«estamos salvos sólo en la esperanza» (Rom 8, 24).
Pero no hay nada más peligroso que atenerse fe­
brilmente a un solo versículo de la Escritura, ol­
vidándose de todos los demás. Hay que presentar
siempre el conjunto de la revelación. En el caso
presente, sería peligroso olvidar que algunas pá­
ginas más arriba, en la misma epístola, San Pablo
se corregía por adelantado y presentaba la salva­
ción como conseguida ya (Rom 5, 1: «Justificados,
pues, por la fe, tenemos paz con Dios por media­
ción de Nuestro Señor Jesucristo»), asociando
aquí la esperanza a una gracia en la que estamos
ya sólidamente establecidos.
San Pablo no desconoce los recursos de esa
retórica de la antítesis que San Agustín retomará
luego para intentar expresar la tensión paradójica
que caracteriza a este tiempo de la Iglesia, al
tiempo de nuestra historia. Por lo demás, no es
sólo San Pablo el que acude a ella; también la
encontramos en la Primera Epístola de San Juan:
«Ahora somos hijos de Dios», pero «aún no se ha
manifestado lo que hemos de ser» (3, 2). Y todos
los exegetas están de acuerdo en señalar el hecho,
significativo, de que los Evangelistas presenten el
Reino de Dios sea como un acontecimiento espe­
rado, perteneciente al futuro, sea como un miste­
rio ya presente «entre nosotros, dentro de nos­

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148 HENRI-IRENEE MARROU

otros» (el ¿vtóq Ó{jlo>v de Le 17, 21, admite, como


se sabe, esos dos sentidos).
Importa, pues, que, sin perder por ello el sen­
tido de una escatología histórica aún por venir,
en la que hay que esperar y a la que debemos
desear —«venga a nosotros tu Reino»—, conser­
vemos muy vivo el sentimiento de ese entrecru­
zarse misterioso del porvenir y de lo que es ya,
de lo que es y de lo que no es todavía... Las imá­
genes o los tipos de los que se han servido los
textos inspirados para sugerirnos la naturaleza
del sentido de la historia espiritual de la huma­
nidad —el aumento del número de santos y su
totalización progresiva, la construcción de la Ciu­
dad o del Templo, el crecimiento del Cuerpo mís­
tico— son imágenes dinámicas que nos prohíben
hacernos una idea demasiado pasiva de este tiem­
po de la Iglesia, como si fuese pura espera, pura
esperanza: por el contrario, implican una activi­
dad positiva, una realización, sólo una vez más
incoativa, pero que se inscribe en el ser, en ese ser
definitivo que consumará y consagrará la esca­
tología.
El tiempo en que vivimos es ya propiamente
un tiempo mesiánico: con Pentecostés ha comen­
zado la efusión del Espíritu prometido por los
Profetas (Ioel 3, 1-5; Act 2, 17-21). El Espíritu no
deja, aunque de forma con frecuencia misteriosa,
de difundirse «sobre sus siervos y siervas». De
ahí la profundidad de la idea expuesta por San
Ireneo cuando habla de un «acostumbrarse» pro-

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 149

gresivamente la humanidad a la recepción del


Espíritu Santo. Habla en esos términos primero
a propósito de la Antigua Alianza: Dios envió a
sus Profetas «para acostumbrar al hombre que
vive sobre la tierra a ser portador de su Espíritu»
(IV, 14, 2M.; 21, 3). Luego, a propósito de la En­
camación: «Este Espíritu descendió sobre el Hijo
de Dios convertido en Hijo del hombre, acostum­
brándose con El a vivir entre el género humano»
(III, 17, 1). Y , finalmente, a propósito de «los
últimos tiempos», aquellos que inauguró Pente­
costés, en los que el Señor nos acostumbra poco
a poco a guardar en nosotros mismos el Espíritu
del Padre, a ser portadores de la Vida (IV, 38,
1 V, 3, 3). Hay que sostener firmemente los dos
extremos de la cadena, los dos aspectos del mis­
terio paradójico de ese tiempo de la Iglesia: la
noción de incoación, de desarrollo progresivo,
permite comprender que, siendo perfectamente
real, su carácter mesiánico sea aún un devenir,
in fieri.
Resulta significativo —y cabe ver en ello una
de las manifestaciones tangibles de la efusión del
Espíritu— que se haya elevado una voz en el
Concilio Vaticano II, y muy desde el principio,
para denunciar como desviación ese «triunfalis-
mo» en el que han caído demasiado fácilmente
algunos católicos —aunque ya desde el inicio el
Espíritu puso en guardia a la Iglesia contra los
que se imaginan «que la Resurrección había teni­
do ya lugar» (2 Tim 2, 18)—, esa actitud por la

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150 HENRI-IRENEE MARROU

que los miembros de la Iglesia militante olvidan,


o se esfuerzan por olvidar, que están todavía en
actitud de peregrinación. Es, en efecto, una ten­
dencia muy peligrosa, fuente de satisfacciones,
de ordinario, la mayor parte de las veces, pura­
mente verbales, pero que nos pueden hacer cerrar
los ojos ante nuestras responsabilidades reales,
ante las exigencias más duras y más inmediatas
de nuestra vocación de cristianos.
No, no hemos sido resucitados todavía. Lo que
se r e m o s, lo q u e d e b e m o s ser, n o a p a rec e to d a v ía
a plena luz. La victoria de Cristo no ha dado aún,
visiblemente, todos sus frutos: «Al presente no
vemos aún que todo le esté sometido» (Heb 2, 8).
Lo hemos dicho ya, el tiempo de la Iglesia es el
tiempo de la fe, en el que caminamos en esa pe­
numbra, en esa medio claridad del espejo y del
enigma. Y pienso que no seremos infieles al espí­
ritu de San Agustín al arriesgarnos a esta apro­
ximación: el tiempo actual es también un tiempo
de cuaresma; un tiempo que requiere penitencia
y conversión. Y hay que aceptar el mirar cara a
cara todo lo que ello implica de negativo, de pe­
noso y de duro, tanto dentro como fuera.
Dentro, ab intus, para comenzar. Podríamos re­
capitular aquí todo lo que hemos dicho a propó­
sito de la ambivalencia del tiempo de la historia,
aplicándolo ahora al tiempo vivido personalmente
por el cristiano: es el tiempo de la llamada a la
conversión, y a esa llamada nuestra respuesta
es siempre incompleta, por lo que siempre debe­

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 151

mos volver a iniciarla. Es un tiempo que se vive


en la tibieza, en la infidelidad a nuestra vocación,
tan alta. Es, lo sabemos bien, el tiempo del pecado
que todavía nos domina, triunfante incluso a pesar
de lo que querríamos o de lo que desearíamos.
De un pecado que, visto colectivamente, desfigura
el noble esplendor de la Prometida del Rey, ensu­
cia y desgarra el vestido sin costuras que debería
permanecer tan bello en su múltiple universali­
dad, circumamicta varietatibus (Ps 45 [44], 14-
15): es un tiempo que presencia cómo los escán­
dalos, el cisma, la herejía dañan el rostro de la
Iglesia, le impiden ser ya, desde todo punto de
vista, «sin mancha o arruga o cosa semejante,
sino santa e intachable» (Eph 5, 27).
Fuera, también. Este tiempo es además tiempo
de la prueba, de las contradicciones, de las per­
secuciones de todas clases. El tiempo de la cons­
tancia (ese término, ó-ojiovr] es una palabra clave
de la moral neotestamentaria, en un sentido mu­
cho más profundo que lo había sido en la de los es­
toicos), el tiempo de la fidelidad heroica; en suma,
el tiempo del martirio (De catech. rud., 24 [44]).
Conviene que insistamos en ello, porque el opti­
mismo ingenuo propio de la noción moderna de
progreso puede, en todo instante, contaminar y
menoscabar el vigor de nuestra teología de la
historia. El Señor no ha prometido a su Iglesia
un tiempo tranquilo, un tiempo ya iluminado por
los reflejos de la beatitud eterna: nos ha prome­
tido precisamente lo contrario, un tiempo de prue­

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152 HENRI-IRENEE MARROU

ba, en el que todos, incluso quienes nos quiten


la vida, pueden pensar que prestan un servicio a
Dios (lo 16, 2). No nos está permitido hablar de
un triunfo nuestro antes del Día del Juicio: sólo
entonces dejarán los paganos de calumniar la
obra de los santos, invisible, o al menos ambigua
para ellos hasta entonces, y glorificarán a Dios
a la vista de esas buenas obras en ese día de su
Visita (1 Pet 2, 12).
El hombre de la antigüedad grecorromana, te­
miendo la envidia de los dioses, se inquietaba
por una dicha que pudiera llegar a ser excesiva.
Pero más que en el anillo de Polícrates35, debe­
mos pensar en aquellas palabras del Apóstol:
«Cuando los hombres se dicen los unos a los
otros: paz y seguridad, entonces caerá sobre ellos
la muerte» (1 Thes 5, 3). El cristiano debería
desconfiar cuando el tiempo que vive es, para él
y para los suyos (pues nunca lo es para todos los
hombres), demasiado tranquilo en apariencia:
debemos siempre ser exigentes ante nuestros apa­
rentes éxitos para medir así bien sus límites, su
ambigüedad, su ambivalencia.
Nos basta sólo con contemplar el pasado de
nuestra Iglesia para apreciar el carácter aproxi-
mativo, la fragilidad de esos momentos de apa­
rente triunfo en los que la curva descrita por la
historia visible parece confundirse con la curva

35 Tirano de Samos desde el 533 al 522 a. C., cuyo rei­


nado fue fastuoso hasta que, vencido por los persas, fue
condenado a muerte. (N . del T.)

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 153

de la historia de la salvación, la verdadera histo­


ria de la humanidad (en realidad es sólo tangente
en un único punto y durante un solo instante,
como, en la liturgia, cuando se entona el Sanctus
o el Kheroubikon, podemos sentirnos, por un úni­
co instante, como transportados al coro de los án­
geles). Nosotros, los cristianos de nuestra época,
que sabemos en lo que se ha convertido de hecho
el imperio «cristiano», estamos en condiciones de
calibrar lo que había de ilusorio en las descrip­
ciones idílicas de Eusebio de Cesárea en los días
siguientes al triunfo de Constantino y al Concilio
de Nicea: sabemos cómo muchos de esos empe­
radores se convirtieron pronto en sujetos de here­
jía y en perseguidores de la Iglesia y cómo, tanto
esos mismos como otros, cualesquiera que fuesen,
se sintieron siempre inclinados a utilizar, en pro­
vecho de su voluntad de poder, las fuerzas espi­
rituales de esa Iglesia a la que pretendían servir.
Tocamos aquí uno de los puntos en los que la
ética de la Nueva Alianza contrasta más directa­
mente con el espíritu de la Antigua, cuando la
retribución temporal parecía constituir la norma
y cuando el pueblo elegido consideraba la victoria
como premio a su fidelidad. Es necesario denun­
ciar aquí los estragos que una lectura demasiado
literal del Antiguo Testamento, de una lectura
no lo suficientemente histórica, no lo suficiente­
mente en la perspectiva del Nuevo Testamento, ha
producido sobre el pensamiento, fundamental­
mente político, durante los siglos de la «cristian­

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154 HENRMRENEE MARROU

dad»: ha habido demasiados soberanos cristianos


—desde Constantino a Carlomagno o Luis X IV —
que se han considerado o se han dejado incensar
como si fueran un nuevo David...
Recordado y precisado todo esto, sin dejarlo ni
olvidarlo, debemos ahora considerar los valores
propiamente positivos de ese tiempo que tenemos
para vivir, de ese tiempo mesiánico del tercer
período de la historia de la Salvación. Es el tiempo
de la gracia, en el sentido en el que San Agustín,
intérprete de San Pablo, lo define oponiéndolo,
por una parte, a las dos etapas que se pueden
distinguir en el Antiguo Testamento, ante Legem,
sub Lege, y por otra, al más allá de la historia
y del tiempo, cuando estemos in pace, en la paz
escatológica (Expos. quar. prop. Ep. ad Rom.,
13-18).
Incoativa, aunque real, es la presencia de la
gracia en el hombre. Si fuese necesario, éste sería
el momento de evocar toda la teología católica
de los sacramentos, del ministerio jerárquico, de
la estructura institucional de la Iglesia; pero no
hace falta insistir, siendo todas ellas cosas evi­
dentes. Por el contrario, y permaneciendo en el
núcleo de nuestro tema, podemos recomendar al
lector que medite seriamente sobre la enseñanza
tan preciosa que San Pablo nos transmite, como
de pasada, al hablarnos de las «arras», del «ade­
lanto», del «anticipo» del Espíritu (tradúzca­
se como se quiera áppa6(í>v al hablarnos de
premisas ya recibidas de la herencia futura:

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 155

enseñanza que subraya a la vez la realidad y el


carácter sólo incoativo de esa participación en
la vida divina que nos es dada ya ahora, en esta
duración histórica destinada a desembocar un día
en el sábado eterno.

23
N otas del t ie m p o pr esen te

Avancemos un poco más, tratando de precisar


lo que debe ser el estatuto del hombre cristiano
que vive en ese tiempo de la Iglesia. Como toda
teología, la teología de la historia que exponemos
debe conducir, si es que no se trata de un racio­
cinar en el vacío, a poner las bases de una espi­
ritualidad: ¿qué consecuencias trae aparejado pa­
ra el cristiano el hecho de ser consciente de su
inserción en la historia de la salvación?, ¿cómo
puede y debe vivir cotidianamente esta verdad?
Tenemos que insistir, ante todo, en un primer
deber, evidente de por sí, aunque en algunos am­
bientes cristianos sea presentado en ocasiones de
una forma insípida: la primera nota del tiempo
de la Iglesia es ser tiempo de misión. Es el tiempo
de la Nueva Alianza, el «año de gracia de Yahvé»
anunciado por el profeta Isaías (61, 2), que San
Ireneo comentó en una de las páginas más bellas
de su obra (II, 22, 1-2M.). Todo el tiempo que
transcurre entre las dos Parusías, los dos adveni-

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156 HENRI-IRENEE MARROU

mientos del Señor, es el tiempo durante el cual


Dios hace madurar esos frutos de la historia que
son los santos. Es el tiempo de la paciencia de
Dios (2 Pet 3, 9; cfr. 2 Mach 6, 14), de la miseri­
cordia de Dios (Enarr. in Ps. 32, II, 1, 10), el plazo
concedido a los hombres para que puedan apro­
vechar el ofrecimiento de salvación, esa salvación
que ha sido ya ganada, pero que cada hombre
tiene que apropiarse.
Es el tiempo en el que Dios reúne a su pueblo
escogido, el tiempo de la «convocatoria»: ése es
el sentido del término hebreo qahal, que en griego
fue traducido por éxx/oqaía, y después, entre nos­
otros, por «iglesia». San Agustín, a pesar del poco
hebreo que sabía, no ignoraba esta etimología:
...convocationem unde ecclesia nomen accepit
(Enarr. in Ps. 81, 1). Es, pues, el tiempo de la
llamada: San Pablo, para dirigirse a los cristianos,
utiliza conscientemente la expresión xlrjxol cqtoi,
«llamados santos» (Rom 1, 7; 1 Cor 1, 2). Yendo
más allá de las esclerosis de lenguaje producidas
por la polémica antipelagiana, debemos reencon­
trar el valor profundo y permanente de la noción
esencial para nuestra fe de la «predestinación»,
la llamada dirigida por Dios a los que ha escogido
y amado desde antes de la fundación del mundo
(Eph 1, 4).
Sí, el tiempo de la Iglesia es el tiempo necesario
para la reunión de todos los hijos de Dios, o,
recogiendo la imagen que desarrolló bellamente
San Juan Crisòstomo en uno de sus sermones, el

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 157

tiempo necesario para que la familia de los hijos


de Dios acuda a llenar la mesa suntuosa y esplén­
dida del padre de familia (In Spir. fidei, III, 10,
P.G. 51, 299). Resulta fácil ver las consecuencias
prácticas que eso tiene para nosotros, porque
Dios, que todo lo puede y que no tiene necesidad
de nadie, ha querido, sin embargo, que seamos
«cooperadores» (1 Thes 3, 2; cfr. 1 Cor 3, 9), que
trabajemos con El y para El. El tiempo de la Igle­
sia se nos aparece, pues, en primera instancia,
como el tiempo del Kerygma, de la proclamación
de la Buena Nueva: ¿quién puede, habiendo reci­
bido ese buen anuncio, quedarse quieto sin sentir
la necesidad de gritar, de proclamar ante los
hombres para que nuestra dicha sea también la
dicha de nuestros hermanos?
Es, por tanto, el tiempo de la evangelización,
de la misión en el sentido más inmediato del tér­
mino. ¿No fue acaso, dándonos ese encargo so­
lemne, como el Señor se despidió de nosotros,
según narran los últimos versículos del Evangelio
de Mateo: «Id, pues; enseñad a todas las gen­
tes...» (Mt 28, 19)? Habría mucho que decir sobre
la «buena conciencia» de aquellos cristianos que
piensan haber cumplido este precepto dejándolo
en manos de especializados y de profesionales
de las «misiones», como si la «propagación de la
fe» no fuese para cada uno de nosotros un deber
inmediato, cotidiano, universal, del que no se
puede trasferir la responsabilidad a los demás
(sin, por ello, como es obvio, desconocer el ca­

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158 HENRI-IRENEE MARROU

rácter evidentemente indispensable de los «mi­


sioneros», en el sentido tradicional de la palabra).
No fue como un mandato restringido como lo
entendieron nuestros padres en la fe: la Iglesia,
pensaban todos, es esencialmente misionera. Si
se quiere un testimonio, citaré el de Eusebio de
Cesárea, quien, en su Historia eclesiástica, escri­
bió, refiriéndose a los comienzos del siglo n :
«En aquel tiempo, muchos de los cristianos sen­
tían sacudida su alma por el Verbo divino que
los hacía experimentar un fuerte amor por la per­
fección. Comenzaban por cumplir el consejo del
Salvador distribuyendo sus bienes entre los po­
bres. Después, abandonando su patria, iban a
cumplir la misión evangelizadora, con la ambi­
ción de predicar la palabra de la fe a aquellos
que no habían oído nada todavía, y de transmitir
los libros de los Evangelios divinos. Se contenta­
ban con poner los cimientos de la fe en los pue­
blos extranjeros, después dejaban a otros pastores
y les confiaban el cuidado de cultivar a aquellos
que acababan de ser inducidos a creer. A conti­
nuación, partían de nuevo hacia otros países y
otras naciones con la gracia y la ayuda de D ios...»
(III, 37, 2-3).
En los párrafos finales de los Evangelios (aquí,
el de Marcos, 16, 17-18), se dice que el tiempo
de la misión es también el de los milagros, el de
las manifestaciones del poder del Espíritu. Eso
sigue siendo cierto. Y podemos hablar así porque
lo hemos conocido: cada vez que la llama misio-

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 159

■«Sí'.
ñera se reaviva en la Iglesia, vemos reaparecer los
carismas del primer Pentecostés (podría evocar
el testimonio de los que han vivido los primeros
momentos de la misión obrera, de los seguidores
del padre De Foucauld...).
Por lo demás, de todos los milagros, el más
glorioso, el más maravilloso es el de la santidad:
el tiempo de la Iglesia, nos decía San Agustín,
es el tiempo de la gracia. Atendiendo a la santidad
es como se puede percibir más profundamente el
carácter escatológico del presente vivido en esta
tercera fase de la historia de la salvación (de una
escatología, volvamos a señalarlo, solamente in­
coativa). Cuando meditamos sobre la vida de nues­
tros santos, de los grandes contemplativos, de los
místicos, ¿no tenemos la impresión de que han
conocido, en sus instantes privilegiados, como
una anticipación del estado del cielo? La vida
que ellos alcanzaban no es de una naturaleza
diferente de la que nos traerá la escatología: en
último término podría decirse que para ellos —al
menos durante el breve instante en el que la pe­
sadez de la carne se borraba antes de volver
bruscamente a la tierra— no había diferencia
esencial entre vivir en la historia, y lo que será
la vida bienaventurada más allá de esta historia.
E l viejo monacato oriental lo había compren­
dido bien, pues le gustaba definir el ideal del
monje como el de una vida parecida a la de los
ángeles, todTpfsXoi; pío?. La expresión, claro está, de­
be ser entendida de modo metafórico; en el sen-
160 HENRI-IRENEE MARROU

tido literal, sería absurda (el que quiere hacer el


ángel...), e incluso blasfema: hemos sido creados
hombres, y sería vano soñar con escapar a las
leyes que el Creador ha impuesto a la naturaleza
humana. Y así, aquellos grandes maestros de la
ascética, aquellos profundos conocedores de la
experiencia espiritual que fueran los Padres del
desierto hablaban sólo de similitudo quaedam,
o de arrham caelestis illius conversationis prae-
gustare (Casiano, Collationes, X , 7): no olvidaban
que hasta el último día el más grande de los
santos debe seguir luchando contra las asechan­
zas de la naturaleza caída y del pecado.
Lo que la expresión quiere decir es que el hom­
bre contemplativo, en la medida en que, por me­
dio de la ascética, haya sometido las potencias
tenebrosas de la carne, y según la gracia le haya
sido concedida, se esfuerza por vivir en esta tierra
una vida que es ya, en un sentido literalmente
verdadero, una anticipación, un avance, un co­
mienzo de la vida eterna. ¿Qué quiere practicar
—si su misión terrestre no lo encadena— sino esa
misma vida que espera conocer un día, la vida
que consistirá, y consiste ya, en amar a Dios y en
dirigirse a El sin cesar?
Ha sido norma constante en la tradición mo­
nástica asociar la oración del cristiano de la tie­
rra a la liturgia cósmica que celebran eternamen­
te los ángeles en el cielo. Si ello puede ser cierto
en un grado superior para el monje, para el con­
templativo, para el místico, es también igualmente

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 161

verdadero, en el plano ontològico, para todo cris­


tiano, de forma que las diferencias existentes son
sólo cuestión de grado y de práctica: pues, ¿qué
tiene que hacer el cristiano sino amar a Dios con
todo su corazón y con toda su alma, y, además,
en la medida de sus medios, «orar sin cesar»?
(¿puede acaso pensarse que el precepto de 1 Thes
k
5, 17 esté dirigido a todos?).
¿Hay necesidad de decirlo? Una espiritualidad
como la que estamos describiendo se opone ra­
dicalmente a ima cierta actitud definida como
«escatològica» (y que no ha tenido ni puede tener
nunca existencia real, sino sólo polémica, al me­
nos en un cristianismo auténtico y sano), que
consistiría en concedir la historia humana como
un tiempo en el que la fe no activaría más que
la esperanza, un tiempo de pura espera pasiva.
No, el tiempo de la historia tiene que estar lleno
de actividad: «Aprovechad el tiempo, pues los días
son malos», decían las traducciones clásicas de
Eph 5, 16 (la exégesis reciente señala que ahí y
en Col 4, 5, é£cqopá£ea0ai significaría más bien
«aprovechar las ocasiones», «sacar el mejor par­
tido posible» de ese tiempo que se nos ha dado
para vivir). «Mientras es de día» (cfr. lo 9, 4),
nos encontramos en el tiempo oportuno para rea­
lizar las obras de la luz, iluminados como estamos
por el Sol de justicia. Y , entre las más preclaras
de esas obras se encuentran, como se descubre
progresivamente, las acciones litúrgicas.

TEOLOGIA, 11
162 HENRI-IRENEE MARROU

24
S a c e r d o c io real

La expresión servicio o acción litúrgica debe


tomarse en su sentido más profundo. Las refe­
rencias que acabamos de hacer a la espiritualidad
monástica, tan preciosas y esclarecedoras, podrían
desviar al lector y reducir demasiado su reflexión
al solo problema de la santificación personal (y
concretamente a aquellos lectores que ignoran
hasta qué punto la espiritualidad del desierto,
más allá de la ascensión personal del monje hacia
la santidad, asumía la carga de la intercesión por
todos los hombres y por todo el mundo). El as­
pecto comunitario es siempre inseparable del as­
pecto personal: el amor de Dios está estrechamen­
te unido al amor del prójimo y con éste se rela­
cionan estrechamente las funciones litúrgicas a
las que acabamos de referimos. El tiempo de la
Iglesia es un tiempo de oración, de intercesión.
Recordaré aquí el testimonio venerable del
Martirio de Policarpo: cuando los policías roma­
nos fueron a arrestarlo para conducirlo al marti­
rio, el viejo obispo de Esmirna solicitó como gra­
cia una hora para rezar, rezo en el que «recordó
a los que jamás había conocido, pequeños y gran­
des, ilustres u oscuros, y a toda la Iglesia cató­
lica extendida por toda la tierra...» (7, 2-8, 1).

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 163

Nuestra generación ha redescubierto la fecun­


didad de ese gran dogma fundamental del sacer­
docio real de los fieles, demasiado tiempo ofus­
cado en la espiritualidad práctica del catolicismo
por preocupaciones polémicas y apologéticas anti­
protestantes, como si «el pretendido sacerdocio
de los fieles» pusiese en peligro el sacerdocio
jerárquico y sacramental. La pobreza del voca­
bulario latino ha contribuido a ello: la misma
palabra «sacerdote» nos sirve para traducir a la
vez lepeóc y xpeopó-spoc, y a la vez «sacerdocio» se
aplica tanto al gran sacerdote soberano, mediador
de la Nueva Alianza, que entró de una vez por
todas en el santuario celeste proporcionándonos
por su sangre una redención eterna (Heb 9, 11-12),
como a la función ministerial del sacerdocio sa­
cramental, derivado del anterior, jerárquico, rela­
cionado con el sacramento del Orden, a esa fun­
ción eclesiástica por la que a través de todas las
generaciones y en toda la extensión de la tierra
se establece y se mantiene un contacto inmediato
con el único mediador, fuente de toda gracia; sa­
cerdocio que, obviamente, c u m p le un p a p el im p o r ­
tantísimo en nuestra vida cristiana, pero que es
de un orden distinto del de Cristo. Y , finalmente,
a otro nivel, proclamamos que el conjunto de los
miembros de la Iglesia participa en el sacerdocio
de Cristo, en la medida en que cada uno de ellos
se incorpora a El. La fecunda imagen del «Cuerpo
de Cristo» permite expresar esta unidad, pues nos
dice que la Cabeza y los miembros no son más

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164 HENRMRENEE MARROU

que uno, realizando así la plenitud de Cristo


(Eph 1, 23), el Christus totus, según traducía
San Agustín.
Que el tiempo de la Iglesia, tal como es, tal
como debe ser vivido por los cristianos, sea por
excelencia un tiempo litúrgico, es lo que se des­
prende con claridad de la revelación más explí­
cita. La promesa, proclamada solemnemente en la
Antigua Ley: «Haré de vosotros un reino de sa­
cerdotes y una nación santa» (Ex 19, 6; cfr. Is
61, 6), tuvo ya una primera realización histórica
en Israel, pueblo escogido; pero era una realiza­
ción de tipo profètico, es decir, al mismo tiempo
como primera realidad y como anuncio de un
cumplimiento más perfecto que tiene que venir.
Que ese tiempo prometido haya sido ya inaugu­
rado ahora, de forma que no pertenezca solamente
al futuro, lo prueba, si la comparamos con el
versículo del Antiguo Testamento al que alude,
la fórmula, tan neta, del Apocalipsis: «Y nos ha
hecho reyes y sacerdotes de Dios, su Padre» (1, 6;
e igual 5, 10); o también, y ello en un contexto
especialmente esclarecedor, el versículo 2, 9 de
la primera Epístola de Pedro, que junta, como
en una gavilla, un manojo de notas mesiánicas
para probar esta declaración: «Pero vosotros,
vosotros sois pueblo elegido (Is 43, 20), un reino
de sacerdotes y una nación santa (Ex 19, 6; Dt
7, 6), pueblo que hice para mí» (Is 43, 31). Así,
pues, en la Iglesia y desde el tiempo de la Iglesia,
las promesas escatológicas están ya incoativa­

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 165

mente realizadas, están ya en proceso de realiza­


ción. San Agustín —la tradición lo ha seguido
plenamente en este punto— señaló que era ésta
la perspectiva adecuada para interpretar el pasaje
famoso del Apc 20, 1-6, que se refiere a una pri­
mera resurrección en la que los justos vuelven a
la vida y reinan con Cristo mil años, texto miste­
rioso sobre el que la imaginación de las genera­
ciones que lo habían precedido había soñado y
lucubrado mucho: hay que entenderlo, enseñó
el obispo de Hipona, refiriéndolo a los santos y
a la Iglesia, que es ya reino de Cristo y reino de
los Cielos, a aquellos hijos de esa Madre Iglesia
cuyo género de vida, conversado, es ya, en la me­
dida en que lo tolera la condición humana, el
mismo que llevarán un día en los cielos (Civ. Dei,
X X , 9, 1; cit. Col 3, 1-2, y Phil 3, 20).
Habría que desarrollar aquí lo que implica una
tal incorporación a Cristo sacerdote supremo, una
tal participación en la unidad con E l, y eso hasta
en el sufrimiento redentor: ¿quién puede olvidar
lo que hay de subversivo en el ávTav<n&Y]pü> de San
Pablo (Col 1, 24: «Suplo en mi carne lo que falta
a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que
es la Iglesia»)? Pero no podemos tratar de todo
y debemos ceñimos a aquello que esclarece más
directamente la forma de participación del cris­
tiano en la historia de la salvación.
Dios nos pide «por una conducta santa y por
la oración esperar y apremiar el advenimiento
del Día de Dios» (2 Pet 3, 12). Hemos recibido la

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166 HENRI-IRENEE MARROU

buena nueva y esa educación en Cristo que ase­


gura la enseñanza de la Iglesia y la participación
en la gracia de los sacramentos; sabemos lo que
son la ofrenda pura y el sacrificio en espíritu;
debemos, pues, considerarnos parte de la nación
santa, de la raza sacerdotal, encargados de orar,
de asegurar el culto y, en suma, de santificar al
pueblo de los hombres en su peregrinar a través
de la temporalidad de manera análoga a como
los sacerdotes y los levitas estaban encargados
de rezar por el pueblo de Israel durante la trave­
sía del desierto. Siguiendo el ejemplo de San Pa­
blo, todos debemos «ser ministros de Jesucristo
entre los gentiles, encargados de un ministerio
sagrado en el Evangelio de Dios, para procurar
que la oblación de los gentiles sea aceptada, santi­
ficada por el Espíritu Santo» (Rom 15, 16). A nos­
otros nos corresponde que la obra histórica cul­
minada por todos los hombres se transforme en
«ofrenda aceptable».

25
S al d e l a t ie r r a

Conviene que reencontremos, progresivamente,


la fecundidad de una doctrina muy rica de la que
vivieron las primeras generaciones cristianas y
que pasó a un segundo plano durante las «épocas
de cristiandad», es decir, durante los tiempos en

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 167

los que, sociológicamente, el pueblo entero era,


o podía ser considerado, como compuesto por
miembros de la Iglesia, y en los que la función
sacerdotal —y me refiero, por supuesto, a la par­
ticipación de todos los fieles en el sacerdocio
único de Cristo, no al sacerdocio ministerial—
tendió a difuminarse al faltar una distinción vi­
sible, sensible, entre los que la ejercían y los que
se beneficiaban de ella.
Por el contrario, en los primeros siglos, durante
el tiempo en que el Imperio romano era, al menos
en potencia, perseguidor, durante el tiempo en
que los cristianos no eran más que una pequeña
minoría siempre amenazada en una civilización
hostil, refractaria o, en el mejor de los casos,
desconocedora de su fe, éstos mantuvieron espon­
táneamente en un primer plano de su conciencia
el recuerdo de los deberes que los ataban al con­
junto de los hombres. He tenido ocasión de reco­
ger un dossier de testimonios patrísticos referente
a este tema, desde Justino a Orígenes y más allá
basta aquí con reproducir una página justamente
célebre en la que esta convicción profunda está
expresada con una particular claridad:
«Los cristianos, en efecto, no se distinguen de
los demás hombres ni por su tierra, ni por su
habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan
ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una len­
gua extraña, ni llevan un género de vida aparte6 3

36 Ver mi comentario al A D iognéte, 2* ed., París, 1965


(S o u rce s chrétiennes, 33 bis), págs. 129-176.

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168 HENRI-IRENEE MARROU

de los dem ás..., sino que, habitando ciudades


griegas o bárbaras, según la suerte que a cada
uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y
demás género de vida a los usos y costumbres
de cada país, dan muestras de un tenor de pe­
culiar conducta, admirable, y, por confesión de
todos, sorprendente... Mas, para decirlo breve­
mente, lo que es el alma en el cuerpo, eso son
los cristianos en el mundo. El alma está esparcida
por todos los miembros del cuerpo, y cristia­
nos hay por todas las ciudades del mundo.
Habita el alma en el cuerpo, pero no proce­
de del cuerpo; así los cristianos habitan en
el mundo, pero no son del mundo. El alma
invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo
visible; así los cristianos son conocidos como
quienes viven en el mundo, pero su religión sigue
siendo invisible. La carne aborrece y combate al
alma sin haber recibido agravio alguno de ella,
porque no le deja gozar de los placeres; a los
cristianos los aborrece el mundo, sin haber reci­
bido agravio de ellos, porque renuncian a los pla­
ceres. El alma ama a la carne y a los miembros
que la aborrecen, y los cristianos aman también
a los que los odian. El alma está encerrada en el
cuerpo, pero ella es la que mantiene unido al
cuerpo; así los cristianos están detenidos en el
mundo, como en una cárcel, pero ellos son los
que mantienen la trabazón del mundo. El alma
inmortal habita en una tienda mortal; así, los
cristianos viven de paso en moradas corruptibles,

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 169

mientras esperan la incorrupción en los cielos...»


(Acl Diogn., V, 1-4; V I, 1-8). El apologeta anónimo
al que pertenece este Discurso a Diogneto —re­
dactado sin duda en Alejandría alrededor del año
200— no ha hecho más que expresar, en un griego
brillante y con una especial fortuna en las fórmu­
las, lo que los Padres no han dejado de repetir
tanto antes como después de é l37.
Un instante de reflexión basta para constatar
que al hablar así los Padres no hacían más que
explicitar el contenido evidente de la enseñanza
formal del Evangelio: ¿no se leen acaso en el
sermón de la montaña estas tremendas palabras:
«Sois la sal de la tierra..., sois la luz del mun­
do...» (Mt 5, 13-16)? No podemos eludir esa res­
ponsabilidad. No es sólo a la Jerusalén escatoló-
gica (Apc 21) a la que se aplican las palabras
ardientes del Libro de Isaías: «Levántate y res­
plandece, pues ha llegado tu luz y la gloria de
Yahvé alborea sobre ti, pues he aquí que está
cubierta de tinieblas la tierra, y de oscuridad los
pueblos...» (60, 1-2). De nuevo debemos recordar
que está ya inaugurado, que Cristo reina ya en
nosotros; y en el Evangelio según San Mateo
se pone de manifiesto el deber apostólico que de
ahí se desprende: «Vosotros sois la luz del mundo.
No puede ocultarse la ciudad asentada sobre un
monte, ni se enciende una lámpara para ponerla
bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que
37 Puede verse una edición y traducción castellana del
A D iogneto en D aniel R u iz B ueno, Padres A p o stó lico s ,
BAC, Madrid, 1974, pág. 811. (N . d el T.)

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170 HENRI-IRENEE MARROU

alumbre a cuantos hay en la casa. Así ha de lucir


vuestra luz ante los hombres...» (5, 14-16).
El alma fiel debe recoger toda la enseñanza que
se desprende de la palabra inspirada, cualquiera
que sea el lugar de la Escritura donde se encuen­
tre. Por lo demás, este pasaje de Mateo se com­
prende aún mejor si lo colocamos junto a aquel
otro del Evangelio según San Juan en el que Jesús
dice de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo; el
que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá
luz de vida» (8, 12). En la medida en que nos
incorporamos a El, participando del Cristo total,
en el que, de forma misteriosa pero profunda­
mente real, formamos unidad con El, resulta po­
sible convertirnos en lo que somos, en lo que de­
bemos ser (pues este pensamiento no es sólo des­
criptivo, sino también normativo): la «luz del
mundo».
Y de forma parecida, somos, debemos ser, «la
sal de la tierra. Pero si la sal se desvirtúa, ¿con
qué se la salará? Para nada aprovecha ya, sino
para tirarla y que la pisen los hombres» (Mt 5, 13).
Alimentados por una asidua lectura del Antiguo
Testamento, los Padres no han tenido dificultades
para comprender el significado de la imagen;
comentándolo de acuerdo con los efectos que im­
plica la utilización de la sal, que sirve tanto de
condimento como de salazón, de conservación:
la presencia de los cristianos en el mundo, de una
parte, le da sabor (perceptible sólo para Dios,
¿hace falta precisarlo todavía?), y, de otra, impide

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 171

que la humanidad, comprendidos los pecadores,


se hunda por completo en la corrupción (según
San Agustín: Deserm. Dom. itt monte, I,
[13-14]).
-n
Todo lo que acabamos de decir, es cierto, i
rigurosamente hablando, sólo si lo ponemos en i
relación con el juicio de Dios, y, sin embargo,
¿no podemos de algún modo calibrar la corrup­
ción creciente que se extiende por nuestra civili­
zación occidental en la medida en que se desmo­
rona poco a poco la herencia de la cristianización
que, por muy imperfecta que fuese, había alcan­
zado a imprimir, en las estructuras y en la men­
talidad, una cierta impronta evangélica? No es un '
eco alegre el que nos devuelve el neopaganismo \
de muchos de nuestros contemporáneos: aquellos
dedichados que se vanaglorian de haber eliminado
«la infame idea cristiana del pecado», y es la idea
misma del hombre la que se pulveriza entre sus
dedos, apenas han terminado de regocijarse por
haber perdido la idea de Dios.
Sin embargo, el significado, al mismo tiempo
primitivo (como lo sugiere el texto más o menos
paralelo de Me 9, 49-50) y profundo de la expre­
sión «la sal de la tierra» es de orden litúrgico.
Supone, en efecto, una referencia implícita a una
prescripción ritual de la antigua Ley: «A toda
oblación que presentes, le pondrás sal; no dejarás
que a tu ofrenda le falte la sal de la alianza de
Yahvé; en todas tus ofrendas ofrecerás sal» (Lev
2, 13; cfr. Num 18, 19; Ez 43, 24). Sí, la tierra, el
172 HENRI-IRENEE MARROU

J\ mundo, la humanidad, la historia no pueden con-


p \vertirse en ofrenda aceptable si no están sazona-
j Idos por nuestra sal. Y , al hablar así, no quiero
j, ijugar con las palabras: se trata de redescubrir,
i en su tremenda simplicidad, el sentido profundo
’ de la responsabilidad histórica del cristiano.

26

Deberes d e u n a m in o r ía

La historia está ahí para testimoniarlo. Esa


responsabilidad la asumieron los cristianos de los
c^os o tres primeros siglos conscientemente, con
seguridad, con humildad, con resolución. Y no
eran más que esa minoría ínfima y menosprecia­
d a... Su ejemplo debe servirnos de modelo y tener
valor de exhortación. En un momento en el que
está desapareciendo el barniz de cristianización
que permitía a nuestros predecesores hacerse ilu­
siones acerca de lo que estaba llegando a ser el
mundo en que vivimos, los cristianos hemos to­
mado conciencia bruscamente de que no somos
más que una minoría, en ocasiones ínfima, en un
mundo que era o que se ha vuelto pagano, y mi­
noría a veces perseguida, a veces tolerada con una
indulgencia contenida o petulante. Esta situación
no es, ciertamente, confortable, pero, sobre todo,
es dolorosa y desgarrante: no podemos sino en-
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 173

tristecernos ante el hecho de ser una minoría de


acción tan débil en el cuerpo social por nuestro
escaso número o por la mediocridad de la vida
que le comunicamos.
Esta consideración debería bastar para reanimar
en nosotros la vocación misionera. A veces, al ver
entre los paganos tantas riquezas humanas, tantas
virtudes naturales, tanta capacidad de dominio de
sí mismos, podemos sentirnos invitados a pensar:
¿no serían ellos más dignos que nosotros de llevar
el mensaje de Cristo?, ¿no serían capaces de gran
santidad? Pero, ¿debe acaso decir la arcilla al
alfarero: por qué me has hecho así? Debemos
combatir los combates de Cristo, allí donde ha
querido que seamos insertados en la historia.
Dondequiera que estemos y tal como somos, no
deja de recaer sobre nosotros una responsabili­
dad sacerdotal con respecto a todo el mundo: es
a nosotros a quienes corresponde orar en nombre
de todos nuestros hermanos los hombres y ofrecer
al Señor la oblación de toda su historia.
Al hablar así, los cristianos no nos considera­
mos en modo alguno una aristocracia privilegiada
desde el punto de vista espiritual: ¿cómo podría
aflorar esa idea a una persona que es consciente
de su propia mediocridad, de su indignidad ante
la inmensa tarea que le ha sido confiada? Todos
lo sabemos demasiado bien: excepto nuestros
santos, somos malos sacerdotes... La seguridad
que se desprende de nuestra fe, esa confiada osa­
día —sería necesario poder desarrollar aquí todo

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174 HENRI-IRENEE MARROU

el contenido de la Ttappr¡aía paulina (Eph 3, 12, et­


cétera)— , no hace jamás nacer en el corazón de
un creyente suficiencia ni orgullo; porque sabe
a la vez que «llevamos este tesoro en vasos de
barro» (2 Cor 4, 7). En la medida en que captamos
cada vez mejor el esplendor del mensaje recibido
que tenemos que transmitir, estamos en condi­
ciones de sentir más profundamente nuestra in­
dignidad. Y si, ante tan alta llamada, ante tales
promesas, reaccionamos con el pecado, o lo que
es peor todavía, con la mediocridad..., surge ante
nosotros esa advertencia del Espíritu a la Iglesia
de Laodicea: «N o eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá
fueras frío o caliente!; mas porque eres tibio y
no eres caliente ni frío, estoy para vomitarte de
mi fboca» (Apc 3, 15-16). No poseemos la Verdad,
ella nos posee; mas debería poseernos completa­
mente, pero se mezcla en nosotros con esa rigidez
de nuestra vida, con ese rechazo práctico que se
yuxtapone, con escándalo, a nuestra profesión teó­
rica de fe. No hay en todo ello nada de lo que
podamos sentirnos orgullosos o vanamente con­
fiados: sabemos, de propia boca del Señor, que
en el día del Juicio habrá más indulgencia para
Sodoma y Gomorra que para nosotros, a los que
nos ha sido dirigida la Palabra y no hemos sa­
bido escucharla (Mt 10, 15).
Tales son los fundamentos de la teología de la
historia. Tal es nuestra fe, tal es nuestra esperan­
za: se basan, no en conjeturas o ilusiones del
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 175

pensamiento humano (Ad D i o g n V , 3), sino en


la Revelación, es decir, en la misma Palabra de
Dios, que vive siempre en su Iglesia y es recibida
a través de ella. Ahí residen esa seguridad y esa
fuerza que nos permiten ir resueltamente al en­
cuentro del mundo contemporáneo y de sus am­
bigüedades. Como ya recordábamos al comienzo,
los paganos de nuestro tiempo adoptan dos solu­
ciones opuestas frente al problema de la historia.
De una parte, están aquellos, desde los kantianos
hasta los marxistas, que creen saber lo que es o
debe ser la historia. Ciertamente, los más sutiles
de entre ellos no caen ya en las ingenuidades
del positivismo primitivo, cuando Comte llegaba
a escribir: «la doctrina que explique suficiente­
mente el conjunto del pasado obtendrá inevita­
blemente, y como consecuencia de esa demostra­
ción, la presidencia mental de cara al porvenir».
Hoy todos reconocen que basta con un cuarto de
hora para «recomponer» la totalidad de la historia
conocida de la humanidad en función de la toma
de una opción sobre el porvenir: toda acción
humana, toda visión prospectiva, se prolonga,
naturalmente, si no es utopía pura, y por consi­
guiente ucronía, con una retrospección; el hombre
de acción, al querer insertarse en lo real, busca
apoyar su futuro sobre el pasado adquirido. Pero
ya nadie se deja engañar por operaciones cuya
«facilidad» descalifica su valor.
Todo ello es claro, al menos para los más razo­
nables entre nuestros contemporáneos, pues siem-

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176 HENRI-IRENEE MARROU

pre habrá fanáticos o simples dementes. Los me­


jores espíritus están hoy de acuerdo con nosotros
en que toda filosofía de la historia es una «idea
práctica» en el sentido kantiano del término: una
hipótesis, un ideal, inspirador y guía de la acción
trazada; en una palabra, una esperanza. Y lo que
hay de más obstinadamente racional en nosotros
no puede dejar de gritar, ante esas hipótesis:
¿quién te lo ha dicho?, ¿qué es lo que te asegura
que ese nuevo proyecto, por muy atractivo que
parezca, tenga éxito, a diferencia de tantos otros
proyectos, no menos atractivos en su momento,
concebidos entonces por otras humanidades, y
cuyo fracaso hemos registrado en el cementerio
de la historia? Kant, para seguir con él, pensaba
que la humanidad se encaminaba hacia un estado
cosmopolita universal, liberando al hombre de la
guerra; aspiraba a formular un ideal noble del
que poder deducir una regla de acción para inten­
tar realizarlo. Pero, ¿quién nos garantiza que po­
drá ser realizado algún día?, ¿quién nos garantiza
que la O.N.U. no acabe siendo un fracaso compa­
rable al de la difunta Sociedad de Naciones, o
que incluso no lo sea ya? Había, en efecto, algo de
patético en los ánimos que Paulo V I se esforzaba
en comunicarle en su alocución del 4 de octubre
de 1965... 48. La seguridad del cristiano se basa
en algo más sólido: en la promesa de Dios.*8 3

38 Alusión al discurso pronunciado por el Papa ante


la Asamblea General de las Naciones Unidas en su viaje
a Nueva York. (N . del T.)

i
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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 177

Pero, por otra parte, están también los que no


esperan ya nada del hombre, ni, por consiguiente,
de su historia, y que se resignan a reflexionar
sobre su finitud. Pero esos mismos no ignoran
que en lo más hondo de esa finitud del hombre
hay una abertura, un esbozo y como una llamada
visceral a un más allá: el hombre es al mismo
tiempo ser finito y criatura capaz del absoluto.
Así como a los anteriores deberíamos predicarles
la fe, recordarles que no debemos apoyarnos en
el hombre, entramado engañoso, sino fundamos
exclusivamente en la palabra de Dios, a estos otros
debemos anunciarles la esperanza. ¿Quién nos ga­
rantiza —nos dicen— que ese abismo interior
pueda ser alguna vez colmado por el ser, que ese
fin y esa sed de absoluto puedan ser saciados?
Y , ante esa pregunta, debemos presentarnos como
heraldos de una buena nueva: aquella con la que
el hombre no podía contar, pero que el Verbo
Encarnado ha traído y garantizado. Porque la
experiencia de nuestra finitud es como el vaciado
en el que se inserta nuestro fin prometido, nues­
tra divinización esperada: «He conocido que toda
perfección (humana, terrestre) está circunscrita
por la finitud, pero Tú me has hecho conocer,
oh Señor, que tus mandamientos se abren sobre
el infinito», omnis perfectionis vidi esse termi-
num: latissime patet mandatum tuum (Ps 119, 96).

TEOLOGIA, 12

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SEGUNDA PARTE

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1

R ogar por el a d v e n im ie n t o del R e in o

Habiendo recapitulado y, en la medida de nues­


tras fuerzas, asumido con plena conciencia los
fundamentos doctrinales de la teología de la his­
toria, es tiempo ya de pasar de la teoría a la
praxis, y de preguntamos seriamente, ateniéndo­
nos a las mismas palabras de la segunda Epístola
de San Pedro (3, 12), «¿cuáles debéis ser vosotros
en vuestra santa conducta y en vuestra piedad,
esperando y acelerando el advenimiento del día
de Dios?», Porque, como lo hemos señalado ya al
comentar una primera vez este texto, una teología
de la historia como la que hemos expuesto no
conduce en absoluto a la pasividad, sino que im­
plica toda una espiritualidad de la acción \
1 Esta segunda parte de nuestra obra debe mucho a
la crítica fraternal, pero exigente, de que ha sido ob­
jeto por parte del P. Philippe Roqueplo, O. P.

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182 HENRI-IRENEE MARROU

El que ha comprendido verdaderamente que lo


esencial de lo que se realiza en la temporalidad
humana, el sentido de la historia, es la formación
del pueblo de los santos, la construcción de la
Ciudad bienaventurada, el crecimiento del Cuerpo
de Cristo, ése no tiene más remedio que plantear­
se con insistencia, con una insistencia llevada
hasta el extremo, esta pregunta: ¿qué puedo yo
hacer por acelerar el advenimiento del Reino?,
¿cómo puedo trabajar por el progreso de la his­
toria? Hay una p rim era re sp u esta , que su rg e e s ­
pontánea y que será siempre privilegiada, la que
sugiere el versículo anterior de la Epístola recién
citada: «Orad», orad sin descanso, ya que así se
nos ha mandado y precisamente con la finalidad
de «que venga a nosotros tu Reino».
¿Hace falta que lo precisemos? Si hablamos,
con el autor inspirado, de «acelerar» la Parusía,
está claro que no se trata, a no ser que hablára­
mos en tono metafórico, de violentar a Dios y de
imponer (si es que esta expresión puede tener un
sentido que no sea blasfemo) nuestra voluntad a
la suya. Dios es el único señor de la historia, y la
economía de la salvación se realizará como El,
en su providencia y en su sabiduría, la ha querido:
insondables son sus juicios e inescrutables sus
caminos (Rom 11, 33). Pero su mandamiento está
ahí y no ha podido ser dado en vano: nuestra
oración, nuestra obediencia, nuestra acción, tie­
nen también su lugar asignado en esta planifica-

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 183

ción de la salvación colectiva, si se nos permite


traducir así el concepto tradicional de oikonomía.
Orar implica también, con la gracia de Dios,
convertirse, en el sentido pleno de las palabras
metanoia, epístrofe, volverse, renovarse, mos­
trarse dócil a la acción de la gracia y, por medio
de ella, purificarse y crecer en santidad, en unión
con el sufrimiento y la acción redentora de Cristo.
Esta es la primera regla de acción que podemos
formular, y éste es, hay que decirlo así, el régimen
de vida específicamente cristiano; que, normal­
mente, se cumple por medio de una participación
concreta, cotidiana, en la vida colectiva de la Igle­
sia, en sus sacramentos, en su liturgia, en toda su
obra propiamente religiosa, en la que, ya lo hemos
visto, ocupa un lugar esencial la acción apostólica
misionera en sus múltiples y diversas manifesta­
ciones, comenzando por un testimonio perma­
nente.
Tal es, hay que proclamarlo con fe, el primer
modo de acción histórica. Su eficacia escapa, por
principio, a nuestra observación, e incluso a nues­
tras conjeturas, pero no debemos dudar de ella:
la oración de un hombre auténticamente espiri­
tual —imaginémoslo incluso recogido en algún
lugar solitario— puede tener en el desarrollo de
la historia, por medio de la voluntad de Dios que
integra esa oración en el juego de las causas
segundas, una influencia mucho más profunda,
más inmediatamente real, que todo aquello que la
historia nos ofrece como espectáculo resonante.

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184 HENRI-IRENEE MARROU

¿Se trata sólo de una visión de fe? La experiencia


nos sugiere, aunque sólo por analogía, la realidad
de esa influencia: ¿quién no advierte la profun­
didad de la acción histórica, de la influencia ejer­
cida sobre la conducta de sus hermanos los hom­
bres, por personas dedicadas exclusivamente al
espíritu, como Santa Teresa de Lisieux o Charles
de Foucauld, por no tomar más que ejemplos re­
cientes en los anales de la Iglesia francesa? Inclu­
so dejando de lado, como provisionalmente inac­
cesible a nuestra visión, el papel de intercesores
que también han debido desempeñar necesaria­
mente, ¿quién puede calibrar hasta dónde se ha
extendido la eficacia de esta acción espiritual?
Es el tema de la parábola imaginada por R . H .
Etenson en un cuento que impresionó tanto la
imaginación de algunos, como el P. Teilhard de
Chardin. Todavía recuerdo cómo lo comentaba
con fervor, evocándolo luego en una página de
Le Milieu divin (p. 167): «... Benson imagina que
un vidente llega a la capilla solitaria en la que
reza una religiosa. Entra. Y he aquí que alrededor
de ese lugar ignorado ve de pronto cómo el mundo
entero se despliega, se mueve, se organiza de
acuerdo con la intensidad y la inflexión de los
deseos de aquella orante, en apariencia sin re­
lieve.»
A esta forma de acción histórica, cuya fecundi­
dad es, mientras estamos en la tierra, profunda­
mente misteriosa para nosotros, se consagran con
toda naturalidad esos contemplativos cuya voca-
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 185

ción les hace ir directamente a lo esencial. Pero


conviene añadir inmediatamente que no debe
haber ningún cristiano, aunque se cuente entre
los absorbidos por las cuestiones temporales, que
no participe también en esta acción en alguna
medida. No deben presentarse como radicalmente
opuestas las figuras de Marta y de María, la vida
activa y la vida contemplativa; la enseñanza cons­
tante de los Padres muestra que la una no puede
existir sin la otra, que están ordenadas la una
para la otra.
No resulta fácil garantizar la plenitud de la ac­
ción temporal: si, como veremos, el ideal consiste
en hacer que conduzca o se prolongue más allá
de ella misma, hace falta interrumpirla mediante
intervalos o islotes de silencio y de recogimiento,
durante los cuales habrá que esforzarse en volver
a situarse en lo espiritual, a fin de reemprender
luego el camino con el espíritu más lleno de cla­
ridad, con nuestro ser entero alimentado con nue­
va fuerza. Hay más sabiduría de la que Renán
le reconoció en el dicho de aquel viejo sacerdote
sulpiciano que se inquietaba al ver que la acción
política era protagonizada por hombres de los
que se sabía «que no practicaban la oración».

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186 HENRI-IRENEE MARROU

Fe y «r e l ig ió n »

Todo eso está bien claro; pero he creído que


debía recordarlo, y de una forma que parecerá
ingenua a algunos, en primer lugar porque es
una verdad primordial, y en segundo lugar porque
quería reaccionar contra la tendencia, muy exten­
dida a partir de Dietrich Bonhoeffer, según la cual
una crítica radical de la «religión» —como suelen
decir— y de sus formas tradicionales, sería una
etapa que habría necesariamente que franquear
para alcanzar una renovación de la fe.
No es mi intención contestar, sin más, con una
negativa a esa corriente de pensamiento, ya que
sus formulaciones, conscientemente paradójicas,
expresan menos la seguridad dogmática que la
ambigüedad resultante de una motivación com­
pleja. Por eso mi respuesta será ponderada.
Por una parte, comprendo perfectamente las
preocupaciones misioneras que pueden a veces ani­
mar una convicción así. Es un hecho evidente que
la Iglesia visible parece, sobre todo en ocasiones,
estar compuesta por más pecadores que santos;
y ocurre que los medios sociológicos constituidos
por cristianos sólo de nombre ofrecen a los paga­
nos una imagen empañada, constituyendo así un

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 187

obstáculo que se opone a la difusión del mensaje


que hay que transmitir. «A Dios nunca le vio
nadie» (1 lo 4, 12): nuestros hermanos los hom­
bres no pueden conocer más que la radiación y
el destello debilitados que reflejan nuestros po­
bres rostros... Nuestro pobre lenguaje también es
deficiente: nunca ha sido fácil hablar de Dios en
una lengua humana, y, no obstante, es con un len­
guaje humano como debemos anunciarlo. Esa difi­
cultad aumenta hoy día, en que muchas palabras
aparecen como desvalorizadas: «Dios», «cristianis­
mo», «Iglesia», corresponden con frecuencia en el
lenguaje hablado de alguna gente a tales caricatu­
ras, que cabe incluso dudar de si conviene usarlos
de forma abierta. Y puede que algunos lleguen
hasta considerar que una «muerte de Dios» reco­
nocida y proclamada sea no una blasfemia, sino
una etapa necesaria para abrir paso a una presen­
tación rejuvenecida del mensaje cristiano a los
neopaganos de nuestro tiempo.
Pero, moviéndose en esa línea, habría que se­
ñalar el peligro de que la dialéctica se convierta
en trampa. El hombre no debe detenerse demasia­
do tiempo en lo que, en todo caso, puede ser
sólo un primer escalón de un proceso de redes­
cubrimiento: más pronto o más tarde habrá que
atreverse a afrontar lo que el escándalo de la
Cruz —«necedad para los que se pierden, pero es
poder de Dios para los que se salvan» (1 Cor 1,
18)— tiene de irreductible reto para el pensamien­
to humano. Releamos en el libro de los Hechos de

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188 HENRI-IRENEE MARROU

los Apóstoles ese discurso de San Pablo en el


Areópago, auténtico modelo de una precatequesis
dirigida a los paganos. San Pablo va tan lejos
como puede al encuentro de su auditorio. Por
muy indignado que esté por «el espectáculo de
esta ciudad llena de ídolos» (17, 16), no vaciló en
realizar una transposición llena de amigable com­
prensión: «Oh atenienses, sois los más religiosos
de todos los hombres...» (17, 23). Pero en seguida
pasa a mencionar el dogma específico del cristia­
nismo. Y, nos narra el texto, cuando pronuncia
el término técnico de «resurrección de los muer­
tos», «unos se ríen, mientras que otros dicen: ’te
escucharemos la próxima vez'...» (17, 32).
En segündo lugar, estoy también dispuesto a
reconocer que debemos no sólo meditar sobre la
dignidad del cristianismo y la indignidad de los
cristianos, sino también sobre nuestra forma de
hablar y de pensar acerca de Dios, a fin de puri­
ficar la imagen, siempre inadecuada, que nos ha­
cemos de El, y de separarla, lo que implica un
movimiento dialéctico, de todas las infiltraciones
solapadas de un antropomorfismo multiforme (y
el psicoanálisis advierte que ese antropomorfismo
va más allá de la simple atribución de formas
corporales: no debemos proyectar en Dios ni
nuestros complejos ni nuestros fantasmas). Hay
un permanente peligro de sustituir a Dios por
nuestra mentira y de invocar bajo su nombre a
un vacío fantasma, vanum fantasma, error meus:
ésas son las palabras de las que se sirvió San
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 189

Agustín para describir la debilidad de su fe en


aquellas páginas de las Confesiones en las que
evoca (¿quién no ha pasado a los veinte años por
parecidas pruebas?) la muerte de su amigo de la
infancia: «Le decía a mi alma espera en Dios,
pero esa alma mía tenía motivos para no obede­
cer, porque el hombre tan querido al que acababa
de perder era más verdadero y mejor que el fan­
tasma en el que le pedía que esperase» (Conf., IV,
4 [9]; 7 [12]; dicho sea de paso: uno de los ser­
vicios que nos presta el estudio de la historia
es el de hacernos superar ese vano orgullo que
nos lleva a pensar que nuestras dificultades son
nuevas).
Debemos, además, esforzarnos por purificar
constantemente nuestra vida religiosa, por «po­
nerla al día» despojándola de las formas vaciadas
de contenido real por la usura de los siglos, por
apartarla de las desviaciones que amenazan con
transformarla en una caricatura de lo que pre­
tende ser, de prácticas interesadas y poco claras
que ahogan en ocasiones ese culto en espíritu y
verdad que es el p ro p io de la era de la Nueva
Alianza, como proclamó Cristo completando la
predicación de los profetas.
Todo ello es cierto, pero conviene señalar que,
así como las intuiciones metafísicas tan profundas
de la teología negativa presuponen, y no anulan,
las verdades afirmadas por la teología catafática,
así también ese esfuerzo de desprendimiento y de
purificación, nos reenvía a la Iglesia visible, a sus

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190 HENRI-IRENEE MARROU

instituciones y, en primer lugar, a su liturgia, a


esta «religión», en una palabra, que es inútil opo­
ner a la fe.

3
C iu d a d a n o s d e l c i e l o y d e l a t ie r r a

Aun estando de acuerdo con todo lo ya expuesto


hasta ahora, el lector manifiesta sorpresa —y tie­
ne derecho a ello— ante el hecho de que no haya­
mos dado apenas entrada en nuestra perspectiva
a lo que llamamos habitualmente historia huma­
na, o a lo que, en términos teológicos, se denomina
lo temporal: o sea, a la participación en los tra­
bajos y en los combates de la ciudad terrestre.
¿Es que nuestra fe nos lleva a considerarnos y
a comportarnos como totalmente extraños a ella,
es decir, como espectadores pasivos, resignados,
indiferentes? Desde la antigüedad se nos ha repro­
chado esto con frecuencia: piénsese, por ejemplo,
hacia los años 177-180, en Comelio Celso, el más
antiguo de los «maestros del pensamiento anti­
cristiano» (Oríg., Contra Celsum, V III, 68); o en
el cuidado con que los apologistas de la genera­
ción siguiente, Tertuliano y otros con él, procuran
mostrar a sus oyentes paganos que el hecho de
considerarse ciudadanos de la Ciudad eterna no
lleva necesariamente a los cristianos a desertar
del puesto que ocupan, por voluntad de Dios, en

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 191

el seno de la ciudad humana (remito de nuevo a


mi viejo amigo el autor del Diogneto, 6, 9).
No han faltado incluso cristianos que han diri­
gido a la tradición agustiniana reproches en ese
sentido, como si, por su frecuente insistencia en
los fines últimos, en el fin último de la actividad
y de la historia humanas, condujese al olvido, al
menosprecio de las humildes tareas temporales.
Una tal acusación es tan falsa como aquella que
sostuviese que poner el acento en la predesti­
nación personal implica el riesgo de fomentar
la tibieza espiritual y de conducir a una moral
relajada. Sin embargo, la persistencia de estas
inquietudes a través de los siglos da que pensar...
Desde luego, en cierto sentido, es verdad que
el cristiano no pertenece por completo a la ciudad
terrestre y que no podrá trabajar en ella como
los que piensan que sólo ella existe; pero es in­
dispensable reflexionar sobre esto con más dete­
nimiento.
Consideremos las cosas en su esencia sin pre­
ocupamos demasiado por saber dónde se sitúa
el verdadero peligro. Por supuesto, habrá siempre
seres débiles y timoratos a quienes las perspec­
tivas trascendentes del cristianismo les servirán
de pretexto para evadirse (sólo contra esos «vir­
tuosos» anémicos pueden valer los sarcasmos de
Nietzsche); y puede plantearse como problema
histórico el determinar si los medios sociológicos
de nombre cristiano han servido tal vez de refu­
gio, en ocasiones, a personas de ese tipo. Pero

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192 HENRMRENEE MARROU

los trabajos y los días de la ciudad terrestre son


demasiado apasionantes: suscitan y mantienen
tantas pasiones devoradoras, desde el amor hasta
la ambición, que el problema es más bien el de
no dejar que el hombre sucumba a ellas por com­
pleto; en todo caso, es en esa dirección que se han
sentido tentados muchos representantes de nues­
tra tradición espiritual.
Para encontrar una respuesta adecuada a la
cuestión de fondo, tal como la hemos planteado,
hace falta adaptar nuestra visión y, separándola
de las perspectivas escatológicas hacia donde la
habíamos dirigido casi exclusivamente, volverla
hacia lo que es, en la situación presente, la condi­
ción propia del hombre. Por muy fecunda que sea
la noción de escatología incoativa, resulta delica­
da de utilizar, y su abuso sería demasiado fácil.
Hay, pues, que señalarlo otra vez con insistencia:
no hemos resucitado aún, no nos hemos converti­
do todavía en seres completamente espiritualiza­
dos, estamos insertos en una condición humana
que tiene su servidumbre, sus exigencias, sus leyes
—la primera de ellas, nuestro enraizamiento en
la materialidad camal—, cosas todas ellas que
recuerdan de forma apremiante incluso a quien
quisiese olvidarlo, cuál es el peso de esta condi­
ción presente, haciéndole ver que al hombre no
le es dado escapar de ella.
Cabe invocar de nuevo aquí la experiencia tan
preciosa de la tradición monástica. Diversas reco­
pilaciones de los Apotegmas de los Padres del

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 193

desierto nos han conservado, en efecto, una anéc­


dota protagonizada por el abad Silvano del Sinaí.
Un visitante, sorprendido al ver que los monjes
se ocupaban de diversos trabajos, preguntó:
«¿Por qué trabajan de esta forma, acaso para
poder procurarse alimento, al fin y al cabo cosa
deleznable? María, ¿no escogió la mejor parte?»
El abad lo instaló en una celda y le dio un libro
para meditar, pero no le dio nada de comer.
Llegó, y pasó, la hora de comer; el huésped recla­
mó, y Silvano aparentó sorprenderse: «¿No sois
un hombre completamente espiritual que habéis
escogido la mejor parte? No tenéis necesidad de
esa comida deleznable; nosotros, en cambio, que
somos carnales, no podemos pasamos sin comer,
lo cual nos obliga a trabajar.» Y cuando el visi­
tante, confundido, presentó sus excusas al abad,
añadió: «Me siento satisfecho de que reconozcáis
que María no sabría pasarse sin Marta y que así
Marta pueda compartir las alabanzas que se le
hacen a María» (Silv. 5, P. G. 65, 40 y paral.).
Ya San Pablo recordaba a los tesalonicenses
esta afirmación totalmente elemental: «el que no
quiera trabajar, no coma» (este versículo, 2 Thes
3, 10, fue incluido por Stalin —¿recuerdo de sus
años de seminario?— en la Constitución de la
Unión Soviética). Y , por su trabajo, el hombre,
y por tanto el cristiano, no escapa a esa ley, se
encuentra inserto en un determinado sistema de
producción, en un régimen económico, en una
civilización. Por lo demás, hablando simplemente

TEO LO G IA , 13

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194 HENRI-IRENEE MARROU

v
de alimento, nos referimos sólo a esos «bienes*’
primarios de la naturaleza», prima naturae, xd
xpA-ca xa-cd cpótjtv, vieja noción estoica que San Agus­
tín ha recogido en el libro X I X de la Ciudad
de Dios; pero el hombre, para ser verdaderamente
hombre, no puede contentarse con satisfacer sus
necesidades más inmediatas, no se alimenta sola­
mente de pan, sino también de valores de todo
tipo —estéticos, morales— que caracterizan al
medio cultural en. el que se encuentra sumido.
Si todo eso es cierto con respecto al solitario,
al monje, al contemplativo que abandona el vivir
ordinario de los hombres, aún lo es más con res­
pecto al cristiano común, inserto en una vocación
terrena; que tiene un puesto en la sociedad y un
¿papel que desempeñar en el mundo. Este puede
sufrir como consecuencia de esta inserción exi­
gencias muy duras (en nuestras sociedades indus­
triales, el trabajo que todos tenemos que des­
arrollar, ¿no se nos aparece con frecuencia como
una abrumadora coacción, como un proceso de
alienación deshumanizante?); y, en esa situación,
¿puede extrañar que surja en él la aspiración de
liberarse? Más aún, cabe ver en ello una mani­
festación de la espiritualidad del M&rand thá, del
«Ven, Señor». Pero no tiene otro remedio que
someterse. Y , en el supuesto de que la tentación
de escapar llegara a ser muy fuerte, la persecu­
ción, que no dejará de venir periódicamente, ser­
virá para recordarle la existencia de una ciudad
terrestre que le exige, que se impone a él volens,
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 195

nolens, que le niega el derecho de separarse de


ella. De otra parte, el progreso de la toma de con­
ciencia política, económica, social, cultural, que
caracteriza a nuestro tiempo, hace que todo pilo
aparezca aún más evidente. En suma, por nuestra
condición humana, estamos embarcados en la
historia, entendiendo a ésta ahora en el sentido
más humano, completamente humano, terreno,
«temporal», de la palabra. ¡Cómo no sonreír re­
cordando la ingenuidad de esas «almas puras»
que se creían liberadas de los deberes de este
mundo y estimaban posible, por ejemplo, «no
hacer política»!: la hacemos necesariamente, in­
cluso permaneciendo pasivos, y, como se sabe, ésta
es con frecuencia la peor forma de hacerla.
La misma noción de naturaleza humana, cuyo
componente social hemos recordado, implica un
tal arraigo en el medio histórico, que, seamos o
no conscientes, nos hace ser actores, de todos
modos y de mil maneras, de esa otra historia
que se desarrolla a nivel de la corteza terrestre
y en el tiempo vivido; al mismo tiempo que nues­
tra tradición espiritual nos impele a participar
en ella con plena conciencia y con plena respon­
sabilidad. Es éste el momento de reafirm ar, de
pasada, las enseñanzas de la buena teología sobre
el deber de estado, sobre la vocación propia, en
el interior de la cual, y no fuera, se nos pide san­
tificarnos. Doctrina que, como podemos compro­
bar sin esfuerzo, se encuentra formulada explíci­
tamente en la revelación neotestamentaria: basta
196 HENRI-IRENEE MARROU

recordar las parábolas evangélicas de la semilla


arrojada en una tierra fecunda, de los talentos
confiados a cada uno de nosotros según nuestra
capacidad y que hay que multiplicar, de la auto­
ridad y del trabajo que recaen sobre los sirvientes
y que deben ejercer durante la ausencia del señor
(Me 13, 34), de la casa o del personal de los que
tiene que cuidar el intendente fiel y vigilante...
Sin embargo, la cuestión no es ésa. Lo que te­
nemos que esforzarnos en esclarecer es la cohe­
rencia del pensamiento cristiano: ¿podemos seña­
lar si existe una relación, y qué clase de relación,
entre la historia santa que hemos comentado,
recordado y magnificado en las páginas anterio­
res, y la historia profana (llamémosla así, aunque
fen la historia temporal, la historia religiosa ocupa
un lugar, y un lugar no desdeñable), es decir,
la historia visible, la de las ciudades, de los im­
perios, de las naciones, de las civilizaciones que
vemos sucederse en el tiempo empírico? He aquí
realmente el problema: la respuesta es tan poco
evidente, que el pensamiento cristiano aparece
dividido en torno a esta cuestión, inclinándose,
sucesivamente, hacia posiciones opuestas.
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 197

L ím it e s d e l e s c a t o l o g is m o

La tentación de responder negativamente a la


pregunta que acabamos de formular ha sido gran­
de para algunos, y en algunos momentos no hay,
dicen, relación entre la historia de las civiliza­
ciones y la historia de la salvación, que se des­
arrolla en otro plano; consagrarse a las tareas
propias de la ciudad terrestre es algo, añaden,
que no contribuye en nada a «acelerar», como
decíamos antes citando a la segunda carta de
San Pedro, la hora de la Parusía. Por mi parte,
debo declarar que ese punto de vista me parece
exclusivista y rigurosamente erróneo, aunque pue­
do fácilmente comprender, y compartir, las pre­
ocupaciones que conducen a su aceptación. ¿Cómo
no inquietarse legítimamente cuando vemos cómo
algunos omiten subrayar el sentido sobrenatural
de la historia y la finalidad trascendente de la
Iglesia, cuando se juzga a ésta únicamente en
función de su papel en el interior de la ciudad
terrestre y según la finalidad que a ésta le es
propia? No podemos menos que deplorar la gran
influencia de cierta apologética, siempre super­
ficial y a veces blasfema, salida de Chateaubriand
(¡ese Génie du christianisme escrito sobre las
rodillas de Mme. de Beaumont!). Por lo demás,

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1

198 HENRI-IRENEE MARROU

como ocurre de ordinario con toda «maniobra»


apologética, ésta ha terminado por favorecer a
los adversarios a los que se quería combatir:
al exaltar sin medida la obra civilizadora de la
Iglesia en el seno del Occidente bárbaro, se han
puesto las bases para que se le reproche hoy su
«lentitud» para liquidar los restos de la cristian­
dad medieval y para unirse a la civilización mo­
derna, para que algunos puedan pensar que «la
Iglesia siempre está retrasada con respecto a la
evolución histórica de la humanidad», o como se
expresaba, no sin pintoresquismo, un estudiante:
que es «furgón de cola más que locomotora en el
tren de la historia»...
Pero eso no es todo. En términos generales, ca­
be reconocer que siempre ha habido en el seno de
la tradición cristiana una tendencia pesimista:
son sus representantes los que se sienten inclina­
dos a negar la existencia de cualquier tipo de
relación entre los dos puntos de vista sobre la
historia. Quienes piensan así no se contentan con
juzgar fútiles, en comparación con lo que repre­
senta la vida eterna, las tareas a las que nos invita
o nos obliga la ciudad temporal, sino que, en la
historia de ésta, se fijarán, sobre todo, en la
presencia obsesiva del mal, en el reino del pecado,
en la señal de Satán, príncipe de este mundo, de
este aión, de este tiempo de la historia. Y conclu­
yen que si hay coincidencia cronológica entre las
dos, si es en el curso de la misma temporalidad
donde se desarrollan la Historia Santa y la histo-

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_ ,._ J
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 199

ria de la tierra, la primera se desarrolla, por


entero o al menos en gran parte, en oposición a
la segunda, a pesar de ella, contra ella. De las
notas que antes examinábamos para definir el
tiempo de la Iglesia, estos cristianos se fijan sólo
en una: conciben a ese tiempo sólo como el
tiempo de la paciencia, de la persecución, del
martirio; su función, dicen, es la de hacer nacer
y crecer a los santos, la forma de probarlos y
hacerlos madurar.
Hay una gran parte de verdad —de verdad reve­
lada y de experiencia vivida— en esta visión de
las cosas; pero no debemos dejarnos llevar por
posturas extremas, como le ocurrió a Pascal cuan­
do se atrevía a escribir: « ¡Oh D ios!, que dejas
subsistir al mundo y a todas las cosas del mundo
sólo para probar a tus elegidos o castigar a los
pecadores...» Hay que reconocer que tales exce­
sos del lenguaje han podido ser sugeridos por las
fórmulas más duras del propio San Agustín, aque­
llas, concretamente, en las que, para apartarnos
del espejismo de la terrenidad, intenta hacernos
sentir el carácter limitado e imperfecto de los bie­
nes temporales, aunque se trate de los más precio­
sos de la tierra: «y todo eso no es más que un
consuelo para los desdichados y no la recompensa
prometida a los elegidos», et haec omnia misero-
rum surtí damnatorum solacia non praemia bea-
torum (Civ. Dei, X X II, 24, 5); algo, en suma,
que no va más allá del vaso de vino que, en la
2 0 0 HENRI-IRENEE MARROU

mañana de la ejecución, solía ofrecerse a los con­


denados a muerte.
Hay en esa forma de hablar un tanto de infla­
ción retórica, excusable en la medida en que la
inspiración profètica se encuentra a veces forzada
a acudir a ella a fin de transmitir un mensaje
paradójico, una verdad difícil de entender. Y pue­
de hacerse todavía necesario a veces recordar a
los hombres demasiado apegados a los alimentos
terrestres y a su prestigio equivocado, que todo
eso, en relación con la finalidad suprema de la
existencia, es de otro orden, o, utilizando la me­
táfora matemática de Pascal, decirles que tiende
prácticamente hacia cero. Al hablar así, el tiempo
de la historia, como el espacio cósmico, donde se
juega el destino de la humanidad, no aparece más
que como una pura ocasión de hacer penitencia,
de mantener fidelidad, firmeza y constancia, de
ejercer la virtud, de crecer en santidad, sin que
la obra propiamente temporal realizada en el cur­
so de esa breve peregrinación tenga en sí misma
un determinado valor: el «mérito» (y, en este con­
texto, esa palabra puede hasta chocar), el mérito
puede ser el mismo sea que se haya jugado a la
pelota durante un rato de recreo, que se haya
barrido escrupulosamente el patio del convento,
que se haya guiado acertadamente a una gran
nación en una hora trágica de su destino, o que,
en el caso de un artista o de un sabio, se haya
hecho avanzar el espíritu humano hasta las cimas

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 201

más altas que le es dado alcanzar, en el interior,


claro está, de la naturaleza creada.
De esa forma, el cosmos y su historia se nos
presentan sólo como un teatro, como un esce­
nario en el que se representa el drama espiritual
de la humanidad, como un campo de entrena­
miento o un lugar de maniobras para la tropa
de los santos: una vez terminada la aventura
espiritual, el mundo y el tiempo se suprimen por
inútiles, «y los cielos se enrollan como se enrolla
un pergamino» (Is 34, 4; Apc 6, 14), como se
enrolla una alfombra una vez que ha terminado
la sesión de gimnasia. Sería fácil multiplicar los
que apuntan hacia un estado de espíritu como ése,
desde la Escritura o desde los Padres hasta los
«escatológicos» de las generaciones contemporá­
neas: la historia como evolución hacia la nada,
como río que arrastra, en su corriente irresistible,
hacia la muerte a los hombres ocupados en las
obras mortales...
Todas esas fórmulas, no desprovistas de una
vertiente polémica, han nacido con la intención
de recordar al hombre que no está en la tierra
sólo para cumplir las tareas que ésta le imponga.
Pero, señalémoslo de nuevo, hay que evitar pa­
sarse al otro extremo y concluir que todo lo que
el hombre realiza durante su breve estancia te­
rrestre no tiene valor en sí por el resultado obte­
nido, sino solamente por su utilidad con respecto
al progreso espiritual. Volveré a citar, una vez
más, una anécdota de los Padres del desierto.

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202 HENRI-IRENEE MARROU

Juan Casiano nos presenta a un anacoreta que


vivía en tal soledad, que las cestas de hojas de
palmera que fabricaba para obedecer la ley del
trabajo se amontonaban hasta el punto de obs­
truir su celda; al cabo del año se deshacía de
ellas prendiéndoles fuego y comenzaba de nuevo
(Inst., X , 24). He escogido este ejemplo porque
se ve claramente que se trata de un caso límite:
si la cestería era, en efecto, la ocupación favorita
de los solitarios de Egipto, sabemos, por otra par­
te, que ese trabajo se insertaba normalmente en
el circuito económico del país copto; las cestas
que los monjes fabricaban tenían una utilidad,
un valor económico, y el dinero que se sacaba
con ellas servía para comprar ese mínimo de ví­
veres o de tejidos sin el cual, incluso instalado
cerca de un vergel de dátiles, el eremita no habría
podido vivir, y el remanente, si lo había, se des­
tinaba a atender a los pobres.
El cristiano debe guardarse de un falso ange-
lismo, siempre teórico, pues la práctica cotidiana
de la vida lo desmiente más bien pronto. Somos,
ciertamente, los discípulos de aquel que, ante Pi-
latos, afirmó solemnemente: «Mi Reino no es de
este mundo» (lo 18, 36). Pero un poco más arriba,
en el mismo Evangelio de Juan, Jesús no quiso
pedir al Padre que sacase a sus discípulos del
mundo (17, 15). La situación de aquellos primeros
discípulos, y la nuestra, es compleja, como bien
lo pone de manifiesto el concepto sintético de
escatología incoativa que nos ha servido para de­

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 203

finiría: en un sentido excelso, los cristianos no


pertenecemos ya a este mundo, como el mismo
Cristo no es de este mundo (lo 17, 14), pero esta­
mos en este mundo (17, 11).
Estamos, por nuestra condición humana, inser­
tos en el mundo, es decir, en la temporalidad, en
la historia, y, concretamente, en la de un cierto
medio social, en la de una nación o de un imperio
y en la de una civilización. Nadie escapa de ellos,
nadie, sin engañarse, puede pretender escaparse.
Las virtualidades de nuestra naturaleza humana
no se actualizan, el hombre que yo soy no llega
a ser verdaderamente hombre más que a partir
del momento y en la medida en que esas virtua­
lidades toman forma, utilizando los medios de
acción que le proporcionan las diferentes técnicas
existentes en su medio y en su civilización: Mo-
zart no hubiese sido más que un músico en po­
tencia, si su padre no lo hubiese sentado, cuando
era un niño, delante de un clavecín bien afinado,
si no hubiese aprendido armonía y contrapunto,
si no hubiese conocido a Bach y a los maestros
del repertorio clásico...
Aunque nuestra inserción en determinado mo­
mento de la historia universal nos haga vivir en
el seno de una civilización poco adaptada a las
exigencias cristianas, e incluso sistemáticamente
hostil al cristianismo, no resulta fácil romper los
lazos de solidaridad que nos unen a ella. Con la
perspectiva del tiempo, el historiador puede darse
cuenta hoy del carácter contradictorio, y en reali­

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I

204 HENRI-1RENEE MARROU

dad falaz, de la posición, en apariencia lógica,


asumida por aquellos cristianos rigoristas, de los
que es un buen ejemplo Tertuliano, que vivían
en el Imperio romano de los tres primeros siglos.
Toda la civilización aparecía contaminada por el
paganismo, desde las costumbres más humildes
de la vida cotidiana (la forma de comer y de be­
ber, de vestirse) hasta las instituciones más ele­
vadas (el mismo emperador, del que no se podía
concebir que pudiese algún día convertirse a la
verdadera fe). Y no faltaron cristianos que, frente
a todo eso, proclamaran bien alto que el discípulo
de Cristo no debía tener nada en común con ese
mundo mancillado por la idolatría.
Sí, pero, al mismo tiempo, tales cristianos, y
Tertuliano el primero, vivían confortablemente en
ese tranquilo mundo romano del Alto Imperio,
disfrutando del orden que imponía una Adminis­
tración relativamente liberal, utilizando todos los
servicios públicos puestos a su disposición, fre­
cuentando el foro, el mercado, las term as... (Apol.,
42, 2). Podían contentarse con rezar, manteniendo
las manos puras, por el Emperador y por la sal­
vación del Imperio, negarse a mancharse con un
ejército considerado al servicio de los falsos dio­
ses, enorgullecerse de aplicar al pie de la letra
el precepto sagrado de «No matarás», porque
otros, en su mayoría paganos, se enrolaban en las
legiones y en las auxilia para guardar el limes,
la frontera, frente a los bárbaros.
Radicalmente pagana era la cultura que se en-

i
ii
Copyright^! material
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 205

señaba en las escuelas, y por eso algunos sostenían


que el cristiano no debía enseñar en ellas. Pero
Tertuliano había recibido su educación en ellas,
y con la dialéctica, la retórica y la maestría verbal
que había adquirido durante sus años de apren­
dizaje, defendía e ilustraba su fe cristiana y su
propia intransigencia..., tanto que, a fin de cuen­
tas, no se atrevía a prohibir a los cristianos que
asistiesen como alumnos a esas escuelas que les
vedaba como maestros.

N u e s t r a jo r n a d a t e r r e s t r e

Por el hecho de nuestra condición temporal,


estamos embarcados en la historia, somos en ella
necesariamente actores y no simples espectadores
y testigos (ya que, como antes señalábamos, ne­
garse a actuar es actuar de la peor forma).
Seremos juzgados por lo que hayamos sabido ha­
cer durante nuestra breve estancia terrena; como
obreros de la primera hora o de la undécima,
tenemos que trabajar: y la viña del Señor de la
que habla la parábola (Mt 20, 1-8) es, para cada
uno de nosotros, el campo de acción en el que
nos sitúa la historia. Es por ello por lo que, al
rogar para que venga su Reino, tenemos que rogar
también para que, ayudándonos la gracia, «apren­

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206 HENRI-IRENEE MARROU

damos a contar bien nuestros días» y para que


«afiance la labor de nuestras manos» (Ps 90 [89],
12, 17).
Pero, ¿cuál puede ser esta obra histórica a la
que estamos así invitados? Hay que enfrentarse
aquí a la realidad en su dura simplicidad y aban­
donar el terreno de la especulación abstracta:
¿qué puede significar «trabajar por el adveni­
miento del Reino, por la construcción de la Ciu­
dad de Dios», sino esforzarnos en obedecer cada
vez mejor a la ley evangélica, esa ley que recoge,
para llevarla a perfección, la tradición heredada
del Antiguo Testamento y que se resume en dos
palabras: el amor a Dios y el amor al prójimo?
Y , como pone de manifiesto la parábola del buen
samaritano (Le 10, 29 ss.), mi prójimo es aquel
sobre el que mi generosidad se manifiesta capaz
de actuar considerándolo como prójimo, es decir,
todo hombre, cualquiera que sea, todos los hom­
bres... Esa es toda nuestra Ley, en la que el se­
gundo mandamiento es semejante al primero (Mt
22, 39), y, en cierto modo, goza de una posición
privilegiada en el orden de la acción, ordine ja-
ciendi, como señala San Agustín al comentar el
versículo 1 lo 4, 20: «Si a ese hermano que ves
no lo amas, ¿cómo podrás amar a Dios, al que no
ves?» (Tract. in Joh., 17, 8).
Es importante que el lector advierta en una
referencia como esta que acabo de hacer a San
Agustín, algo más que el reflejo condicionado
propio de un erudito o que el homenaje que un

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 207

discípulo tiende a rendir a su maestro: con res­


pecto al problema central que aquí nos ocupa,
el agustinismo, y es ésa su función dentro de la
tradición cristiana, tiene un mensaje específico
que debe transmitir y recordar con insistencia:
ese doble y único amor «debe ser objeto constante
de nuestro pensamiento y de nuestra meditación,
es a eso a lo que hay que agarrarse, es eso lo que
hay que hacer, lo que hay que conseguir», haec
semper cogitanda, haec meditanda, haec retinen-
da, haec agenda, haec implenda sunt (lbíd.).
Nada debe quedar fuera de esta empresa, ni
de hecho ni de derecho (excepto, naturalmente,
el pecado); nadie tiene derecho a hacer de su vida
dos partes a fin de entregar a Dios sólo una de
ellas: «El que te ha dado el ser, lo pide todo de
ti», totum exigit te, qui fecit te (Serm. 34, 4 [7]).
Y también «Al mandarnos amarle con todo nues­
tro corazón, con toda nuestra alma y con todo
nuestro espíritu, Dios no ha dejado al margen de
ese amor ninguna parcela de nuestra vida en la
que podamos reposarnos en la posesión de alguien
distino de El; todo lo que podamos ser capaces
de amar debe ser arrastrado como por un torren­
te, por ese torrente de amor verdadero de Dios,
que no permite ningún escape que pueda men­
guarlo», illam dilectionem Dei quae nullum a se
rivulum duci extra patitur, cuius derivatione mi-
nuitur (De doctr. c h r i s t I, 22 [21]).
Una vez comprendido esto, resulta claro que
nada hay en la obra del hombre, en nuestros tra-

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208 HENRI-IRENEE MARROU

bajos y en nuestros días, que pueda decirse neu­


tro, que permanezca indiferente o extraño a la
acción de los combates de Cristo («Siéntate a mi
derecha en tanto hago de tus enemigos un pedes­
tal para ti», Ps 109, 1): en última instancia, todo
lo que podemos hacer, todo lo que se realiza en
la historia, pertenece, de alguna manera, o bien
a la Ciudad de Dios, o bien a la «ciudad» adversa.
No hay un tercer campo, al menos en el mismo
plano, pues supone cambiar radicalmente de pers­
pectiva cuando pasamos a hablar de lo que yo
llamaría el dato empírico de la historia, objeto
específico de la investigación no ya del teólogo,
sino del historiador de oficio (acontecimientos
de duración más o menos larga, ciudades, impe­
rios, civilizaciones).
Recordemos aquí nuestros análisis precedentes
sobre la ambivalencia del tiempo y el misterio
de la historia: lo que caracteriza a este «dato
empírico» es el carácter provisionalmente inextri­
cable de la combinación de los dos componentes
que aquí se reencuentran, Ciudad de Dios, ciudad
del mal, perplexae quippe surtí istae duae civita-
tes... Toda acción histórica se nos aparece como
susceptible de ser analizada o incluso de ser des­
compuesta en la una y la otra, de la misma forma
que se separan los iones mediante la electrólisis,
supuesto siempre, claro está, que un tal análisis
o descomposición no es, de hecho, concebible más
que en la consumación escatológica o en el pensa­
miento divino. Lo que importa ahora señalar es

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 209

el carácter absolutamente general de un principio


como el que hemos formulado antes: nada debe­
ría y, una vez reconocida la parte del fracaso
desolador que introduce el pecado, nada debe
quedar ajeno a la preparación del Reino, al cre­
cimiento de la Ciudad de Dios; en toda acción
humana se puede descubrir en el centro y en la
raíz el proyecto de realizar un valor que, de algu­
na manera, participa en los valores absolutos.

T é c n ic a y abso lu to

Recurramos a un ejemplo muy a la mano, el


del terreno al que de ordinario se aplica más
frecuentemente la palabra «historia»: el de la vida
política. ¿Qué es una acción política auténtica­
mente sana sino un esfuerzo para hacer que haya
menos injusticia y más paz entre los hombres, que
la unidad prevalezca sobre la división, el orden
sobre lo arbitrario, que el egoísmo ceda paso al
bien común, que el sufrimiento retroceda en favor
del bienestar...? ¿Cómo no advertir en ese esfuer­
zo por introducir un poco más de justicia —jus­
ticia que seguirá siendo necesariamente una jus­
ticia humana, imperfecta y limitada— un reflejo
de la Justicia increada, la tsedeq, de que habla

TEOLOGIA, 14
210 HENRI-IRENEE MARROU

la Biblia, un atributo divino, un valor absoluto? >


Para estar seguro de ser comprendido, tomaría
un ejemplo lo más concreto posible: el de los
ciudadanos de los países europeos que, a lo largo
de las recientes guerras coloniales, han tomado
parte a favor de la independencia de los pueblos
oprimidos, y eso a pesar de la frecuente oposición
no desdeñable de su propio gobierno y de un am­
plio sector de la opinión de su propio país. Entre
los ciudadanos que actuaron así había cristianos
que tomaron esa posición no porque estuviesen
movidos fundamentalmente por una visión inte­
resada, aunque fuera de signo elevado, como sería
el pensar que su testimonio y su acción podrían
en el futuro hacer más fácil la evangelización de
esos países animistas o musulmanes (aun supo­
niendo que esa idea aflorara a sus conciencias,
no era, en su pensamiento, más que un corolario
lejano); tampoco llagaban a esa decisión porque
un examen de la coyuntura histórica y un cálculo
de las fuerzas mundiales les llevase a juzgar la
descolonización como una cosa inevitable (aunque
esas consideraciones de orden técnico hayan po­
dido reforzar en ellos una decisión tomada de
antemano): era, ante todo, porque consideraban
que la causa que iban a apoyar y estaban apoyan­
do era una causa justa, porque veían que el de­
recho a la independencia y a la manifestación de
los caracteres nacionales es un derecho estricto,
porque pensaban que la situación en la que esta­
ban los colonizados era un atentado a la dignidad
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 211

del hombre. Y era eso lo que dotaba a su postura


de un elemento de valor absoluto.
Los mejores de tales hombres no estaban cega­
dos hasta el punto de idealizar su causa: se mos­
traban dispuestos a reconocer que los combatien­
tes de la libertad no eran puros y que también
ellos llegaran quizá a cometer crímenes, y a dar
testimonio de que, por otra parte, la obra coloni­
zadora no era completamente negativa y había
dado algunos resultados intrínsecamente buenos.
Pero no dejaban de percibir que la acción impone
esa nitidez en la elección que se llama decisión.
¡Vergüenza para el que utilice el principio de
ambivalencia que antes hemos expuesto para abs­
tenerse de escoger! (lo que, como hemos dicho,
es escoger de algún modo: en el ejemplo citado,
eso hubiese significado tomar partido por la colo­
nización y contra la independencia).
Tiendo a pensar de buen grado que el punto
de partida para la acción política y más general­
mente histórica (el aspecto positivo, la afirmación
y el desarrollo de los valores suelen venir más
tarde) es el carácter literalmente, específicamente,
in-soportable, in-tolerable del mal: disminuir el
sufrimiento, la injusticia, el pecado, es para nos­
otros, una vez que hemos percibido que esa dis­
minución puede conseguirse, un deber imperioso
que no tolera ni la indiferencia ni la desidia.
Si uno encuentra a un herido al borde del cami­
no, no puede dejar de detenerse: en este punto,
el Evangelio y la ley de los hombres están de

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212 HHNRMRENEE MARROU

acuerdo en eso (la falta de asistencia a una per­


sona en peligro está penada entre nosotros por la
ley). Pues bien, a partir de este caso de la expe­
riencia cotidiana (hay menos bandidos por los
caminos que en los tiempos del buen samaritano,
pero más accidentes de circulación), resulta fácil
generalizar y elevarse a los problemas más com­
plejos de la guerra y la paz entre las naciones,
de la justicia social...
Este amor pleno que debería animar todos
nuestros actos, ha de ser un amor real, no una
mera veleidad o una teoría, y, por tanto, traducir­
se en hechos. Sea lo que sean las fórmulas, en
apariencia contrarias, que puedan entresacarse
de aquí y de allí de las obras de algunos moralis­
tas clásicos, una moral de la intención no es una
moral verdaderamente cristiana, como lo ponen
claramente de manifiesto las palabras severas de
la Epístola de Santiago (2, 15-16), a las que ya
nos hemos referido: «Si el hermano o la hermana
están desnudos y carecen de alimento cotidiano,
y alguno de vosotros les dijere: 'Id en paz, que
podáis calentaros y hartaros', pero no les diereis
con qué satisfacer la necesidad de su cuerpo, ¿qué
provecho les vendría?»
La espiritualidad cristiana tal y como algunos
la han vulgarizado, no sin degradación, no ha
recordado cuanto debía esta exigencia fundamen­
tal y ha descuidado la categoría de la eficacia
temporal, histórica. El peligro en que puede incu­
rrir un autor espiritual es imaginar que ha llegado

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 213

demasiado rápidamente al lím ite, es decir, en no


respetar el misterio de la escatología y las servi­
dumbres que se desprenden del retraso impuesto
h su cumplimiento. En una palabra, en que se
considere autorizado a situarse en el punto de
vista de Dios abandonando el del hombre, todavía
in statu viatoris. No basta para que un acto rea­
lizado por nosotros (y eso es cierto de todo acto
histórico, comenzando por los de la vida más
cotidiana) pueda ser cargado a crédito en la cuen­
ta «Ciudad de Dios», el que una buena voluntad
general lo haya consagrado a este fin superior,
por una ofrenda general, un «Dios mío te lo ofrez­
co», al comienzo y al final del día o de la acción.
Eso es bueno, pero hace falta algo más: una
espiritualización superficial y como impuesta des­
de fuera corre casi siempre el peligro de no im­
pregnar en profundidad la misma acción y dete­
nerse en el nivel de un simple deseo piadoso, si
es que no degenera en puro verbalismo.
De la misma forma que, más arriba, nos refe­
rimos a la condición humana y a sus leyes, debe­
mos señalar ahora que hemos de respetar la natu­
raleza de las cosas. La preocupación por eficacia
nos remite, en efecto, al orden de la técnica: este
amor que, a imitación del amor que Dios ha
manifestado por mí, quiero profesar a mi próji­
mo, a mi hermano, o bien será etéreo, sin efectos
prácticos, o bien, para actualizarse, deberá tomar
forma y articularse a través de una de las técnicas
que la civilización en la que me encuentro me
214 HENRI-IRENEE MARROU

permite dominar. No deseo recargar estas refle­


xiones con muchas precisiones eruditas; sin em­
bargo, no resultará inútil recordar de pasada que
la noción, tomada en un sentido muy amplio, de
«técnica», no sólo se aplica en el terreno indus­
trial, sino también a la ciencia, al arte, al pensa­
miento; y que ha llegado hasta nosotros directa­
mente de la tradición clásica: la voz «técnicas»
traduce el vocablo griego TÉyvat, y el latino artes.
La mentalidad corriente de algunos ambientes
sociológicamente cristianos deberá hacer un es­
fuerzo de renovación especialmente vigoroso y
podrá recibir lecciones de la sociedad profana
que nos rodea: no se ha reconocido, en efecto,
ni respetado suficientemente la existencia de un
nivel ontològico propio del dominio de la técnica
(¿no ha habido acaso superiores religiosos que
han llegado a aceptar, demasiado fácilmente, que,
entre sus súbditos, la virtud de la obediencia bas­
taba y podía suplir la falta de competencia?).
Si no queremos contentamos con salpicar nues­
tras actividades con intenciones piadosas, sino
que, por el contrario, aspiramos a que el valor
—en términos «Ciudad de Dios»— se inserte en
el interior y como en el corazón de nuestra acción,
es necesario que nuestro esfuerzo de espiritualiza­
ción respete, antes de ordenarla según ese desig­
nio último, la autonomía de la técnica, que tiene
sus leyes propias, su lógica interna y, también
hay que decirlo, su inercia, su pesadez.
Volvemos a encontrar aquí el aspecto social,

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 215

colectivo, de la condición humana. Nuestras obras


más personales, en la medida en que realmente,
honestamente, se muestren eficaces, no son sepa­
rables de las estructuras de la civilización ambien­
te: ésta nos ofrece, como campo de acción, un
cierto número de técnicas llegadas a un determi­
nado grado de desarrollo como consecuencia de
una evolución frecuentemente larga y compleja;
a nosotros nos corresponde hacernos con estos
útiles, sacar el mayor partido posible de ellos,
ordenarlos, en virtud de esa finalidad superior que
debe animarnos, y a cuyo servicio queremos que
se consagre toda nuestra vida. Así, uno de los
libros inspirados, el Eclesiástico o Libro de Sirac,
hablando de la medicina, subraya que si bien la
enfermedad viene en definitiva de Dios, también
ha sido El quien ha creado al hombre capaz de
obtener la ciencia del médico (38, 1-8). Una sana
teología no puede aprobar lo que, por ejemplo,
hacen los Testigos de Jehová, que pretenden remi­
tirse a Dios y se niegan a ejercer la capacidad
técnica de que Este ha dotado al hombre.
Y lo que es evidente respecto a la medicina
psicosomàtica, debe extenderse a la medicina
social: en la medida en que el desarrollo de las
ciencias humanas, la economía política, por ejem­
plo, nos pone en las manos un medio de actuar
sobre el cuerpo social, ignorado por las genera­
ciones anteriores —de la misma forma que habían
ignorado la asepsia o los antibióticos—, debemos

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216 HENRI-IRENEE MARROU

usar esos medios a fin de aplicarlos a la curación


de los males que sufre ese cuerpo. No se debe,
como algunos han hecho a veces, oponer ciencias
sociales y caridad cristiana, dándole a esta última
el sentido vulgar y empobrecido que, en algunos
ambientes, ha acabado por asumir la voz que
traduce el agapé neotestamentario. La caridad
encuentra en toda época campo donde ejercitarse:
«Hay siempre pobres entre vosotros». Sin hablar
del bajo proletariado sobre el que se apoya la
prosperidad de las grandes naciones más desarro­
lladas, y cuya existencia condiciona la liberación
relativa de una élite del estamento obrero, ¿no
vemos ya apuntar el día en que los hospitales
psiquiátricos sean tan numerosos como lo fueran
en el pasado las prisiones y los campos de depor­
tación? Todo posible sistema de ordenación de la
ciudad terrestre trae inevitablemente consigo la
aparición de un porcentaje apreciable de inadap­
tados, de fracasados —de desdichados—, a quie­
nes podrán siempre socorrer los corazones gene­
rosos. Pero, repitámoslo, descuidar las técnicas
de prevención y de seguridad sociales que están
a nuestro alcance sería tan condenable como el
dedicarse exclusivamente a la oración cuando po­
demos echar mano de sueros y de vacunas.
Ya lo hemos dicho: las técnicas de que dispone
toda civilización son resultado de una evolución
compleja en la que han tomado parte muchas
series causales, unas interiores a la misma técni-

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r

TEOLOGIA DE LA HISTORIA 217

ca, otras que responden a influencias diversas


añadidas por la civilización en el seno de la cual
cada técnica se ha desarrollado. Todo ello explica
que se nos impongan con una necesidad bastante
comparable a la de la naturaleza física; no es que
no podamos, sobre todo a la larga, modificarlas
e influir en su evolución, pero toda posible in­
fluencia tarda en producir sus efectos. Las revo­
luciones más brutales y más ambiciosas han teni­
do que contar, a fin de cuentas, con esa inercia:
pensemos en los excesos delirantes del Proletkult
en los primeros años del régimen soviético; la
experiencia puso de manifiesto que no era tan
fácil crear de nuevo por completo un nuevo tipo
de cultura y un sistema de educación; desde fe­
brero de 1921, Lenin volvió a recomendar a la
juventud rusa el estudio de los clásicos, concre­
tamente Pushkin y Nekrassov 2. El desarrollo y el
estado actual de las diversas técnicas impone un
esquema, con frecuencia rígido, a nuestra acción
y limita mediante él la eficacia de nuestros es­
fuerzos. Demos sólo dos ejemplos. No era fácil
ser, en el momento en que florecía el capitalismo
liberal, un «patrón cristiano»; no bastaba con
querer serlo, con colocar un crucifijo en los talle­
res, con facilitar la práctica religiosa, con organi­
zar y financiar las obras de caridad; integrado
en la estructura de ese determinado sistemá eco­
nómico (y forzado a actuar de manera que el

2 L. F ischer , Lénine, París, 1966, pág. 355.

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218 HENRI-IRENEE MARROU

negocio prosperase, que resultara viable), no po­


día evitar comportamientos que objetivamente
resultaban explotadores, fuente de injusticias y
de miserias; por mucho que quisiese de todo
corazón trabajar para el advenimiento del Reino,
de hecho, a pesar suyo, contribuía, en ocasiones,
a acrecentar la extensión del mal sobre la tierra.
Tal fue —y éste es nuestro segundo ejemplo tam­
bién— el destino de los primeros emperadores
cristianos: no bastaba con añadir a los estandar­
tes imperiales el monograma de Cristo rodeado
por una corona de laurel, para que, de repente,
el Bajo Imperio dejase de ser esa trágica máquina
totalitaria, instrumento de terror policial y fiscal.
En los dos casos, hubiera hecho falta que se
hubiese podido cambiar el sistema mismo: era
necesario trabajar eficazmente, poco a poco y casi
insensiblemente, para transformarlo; pero, en
ambos casos, la medicina social no estaba todavía
lo suficientemente elaborada como para que ese
esfuerzo pudiera ser coronado por el éxito. La
situación era, en cierto modo, parecida a la que
conoció la medicina propiamente dicha con res­
pecto a la viruela, la «muerte roja», antes de Jen-
ner, o con respecto a la difteria, antes de Roux
y Ramón.
Queda así de manifiesto el sentido renovado,
profundo, con el que debemos considerar los pre­
ceptos de la moral tradicional relativos al «deber
de estado» que recordábamos más arriba: no

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 219

basta, para acelerar el advenimiento del Día del


Señor, con ofrecer a Dios un trabajo terminado
con el máximo de conciencia profesional; hace
falta, además, que esa obra, en sí misma y por sí
misma, tenga un valor propio, que contribuya
eficazmente a disminuir la presencia del mal, del
sufrimiento, de la injusticia y del pecado entre
los hombres, que contribuya eficazmente a des­
arrollar una positividad que contrapese el mal,
un mayor bienestar que pueda verdaderamente
cantar la gloria de Dios. Y todo eso dependerá,
en gran parte, de nuestra competencia técnica,
de la atención que les prestemos a las leyes pro­
pias de ese campo, de ese nivel específico del
«arte».
Ni que decir tiene que un tal programa requiere
también inteligencia, iniciativa, capacidad de in*
vención, de creación. A nosotros nos corresponde
estar atentos a los «signos de los tiempos»,
air)|Aela tcuv xatpwv (Juan X X III recordó solemne­
mente esa expresión de Mt 16, 3), explotar a fondo
la coyuntura en lo que tiene de favorable; lo que,
como ya antes comentábamos, coincide con el que
cabe atribuir a la é£a-fopá£ea0at de San Pablo (Eph
5, 16; Col 4, 5). Debemos sacar el mayor partido
posible a las posibilidades que ofrece la evolución
natural de las técnicas. Ciertamente, repitámoslo,
no siempre ese programa resulta fácil, «pues los
tiempos son malos», y no todas las situaciones
en las que nos pone la historia son cómodas:
220 HENRI-1RENEE MARROU

razón de más para estar alerta y aprovechar todas


las oportunidades. Y ello en todos los terrenos de
la actividad humana. Digámoslo una vez más: en
último término, no hay nada en la actividad huma­
na, no hay ningún aspecto de la historia que no sea
susceptible del juicio escatológico que la descom­
pondrá según lo que en ella haya de contribución
o de oposición al progreso de la Ciudad de Dios.
Nada escapa a este compromiso: en definitiva,
nada en la historia es propiamente «profano»,
neutro, todo en ella acaba siendo ya santificado,
ya profanado.
El juicio escatológico de valor que recaerá
sobre nuestra acción en la historia considerará a
esa acción en su realidad concreta, en su inser­
ción en la vida y en su entramado complejo de
estructuras superpuestas: la vida personal, los
diferentes niveles de la vida colectiva cuyo ámbito
se extiende progresivamente hasta convertirse en
ese fenómeno de gran amplitud como es la civi­
lización. La teología de la historia que venimos
desarrollando no necesita detenerse en las distin­
ciones, clásicas en otros campos de la teología,
entre naturaleza y sobrenaturaleza, temporal y es­
piritual, profano y sagrado o, hablando más con­
cretamente, entre lo que es expresión directa del
Reino de Dios y lo que afectaría sólo al bien pro­
piamente terreste del hombre, ya que ciertamente
cabe considerar este fin en sí mismo, en tanto que
constituye un fin intermediario, subordinado al

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 221

fin supremo, que es, claro está, el destino sobre­


natural de la humanidad. Ni que decir tiene, por
supuesto, que no nos oponemos a esa distin­
ción, que tiene un claro valor de verdad y una
legítima aplicación a otros niveles; pero una cosa
es el análisis de la estructura ontològica del ser,
y otra el juicio histórico que versa sobre la acción
humana considerada, no en sus componentes, sino
en su totalidad.
Me parece que aquí el agustinismo tiene algo
que decir y un papel que desempeñar en la espi­
ritualidad cristiana de nuestro tiempo. Se ha se­
ñalado con frecuencia que San Agustín manifiesta
una clara tendencia a identificar el fin supremo
con el fin único, a no detenerse en las etapas
intermedias del itinerario que conduce el hombre
hacia Dios, que hace del hombre pecador un hom­
bre salvado. Un agustiniano sentirá siempre in­
quietud al ver que el filósofo detiene su paso para
definir esa etapa intermedia que sería el nivel
propiamente humano de la acción temporal: te­
me, en efecto, que se entretenga demasiado com­
placientemente en este nivel, olvidando la urgen­
cia de elevarse más alto. ¿No es ciertamente ése
un plano inclinado por el que se desliza demasia­
do fácilmente el débil corazón del hombre? Y hoy,
sobre todo, ¿no es la tentación la que nos ame­
naza constantemente en nuestro mundo descris­
tianizado, en esta civilización tan apasionadamen­
te orgullosa de su poder y de sus realizaciones

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2 2 2 HENRMRENEE MARROU

terrenas, tan obsesionada por sus problemas y


acaparada por sus exigencias?
Siempre ha sido ilusorio imaginar que cabe ais­
lar existencialmente, y no sólo por la vía de la
abstracción, un campo o recta de la naturaleza
humana, en el que el hombre se pudiera encon­
trar a gusto para cumplir su oficio de hombre y
en el que, en particular, el cristiano pudiese fácil­
mente ponerse de acuerdo con todos los hombres
de buena voluntad para trabajar con ellos en una
obra común. No, no resulta fácil para el cristiano
sentirse a gusto en el mundo. Como todo hombre
de ideales, el cristiano no puede llevar sus alian­
zas hasta contradecirlos: siempre acaba llegando,
incluso demasiado pronto, el momento en el que
el proyecto concebido en común se deforma, en
el que los medios que se quieren emplear compro­
meten el fin perseguido, en el que la violencia, la
voluntad de poder, el mal, en definitiva, amenazan
con predominar y en el que resulta necesario de­
cir no.
El agustinismo protesta con todas sus fuerzas
contra el olvido de la situación histórica, concre­
ta, en la que se encuentra el hombre después de
la caída y antes de la Redención. El historiador,
desgraciadamente, no tiene más remedio que dar­
le la razón. Tomemos el caso más fácil de obser­
var, el de las relaciones entre la Iglesia, como
sociedad visible, y el Estado temporal: ¡qué bre­
ves han sido los períodos en que ha habido acuer­

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 223

do entre ambas realidades!; me refiero, claro


está, a equilibrios reales, no ilusorios: ¡son mu­
chos, en efecto, los regímenes que han creído ser
«cristianos»!... En cualquier caso, ¡qué breves
han sido! Pensemos, por ejemplo, en la época de
Constantino: en el momento de la clausura del
Concilio de Nicea, todos los problemas parecían
resueltos; tres o cinco años más tarde, los ami­
gos de Arrio, después del mismo Arrio, disfruta­
ban de la gracia imperial y la ortodoxia se había
vuelto sospechosa, si no perseguida...
Hablando de una forma más especulativa, ¿con
respecto a qué naturaleza humana, con respecto
a qué hombre cabría esperar esa dirección antes
mencionada? Empíricamente, históricamente ha­
blando, no conocemos más que la naturaleza caída
por el pecado y a la que la gracia se esfuerza por
sanar y por levantar; no nos tropezamos nunca
con el hombre en una situación estable, en un
estado que se deje definir y situar, sino en pleno
combate, en pleno drama, desgarrado, disputado
por la condena y la salvación. Este es un dato
elemental que no debemos perder de vista, porque
se corre el riesgo de olvidar que todas las activi­
dades temporales, incluso aquellas cuyo objeto
inmediato no concierne más que a los problemas
propios de la vida de aquí abajo —nuestra vida
en tanto que terrena—, no existen más que en un
sujeto humano, y este hijo de Adán es el mismo
que está llamado a ser hijo de Dios. Todas las

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224 HENRI-IRENEE MARROU

actividades de orden técnico no existen en estado


aislado, están insertas en la vida de los hombres,
integradas en su destino. Y éste está más allá del
horizonte de la tierra.

J erarquía de la s téc n ic a s

Como toda verdad profunda, el principio que


acabamos de asentar debe ser manejado con cier­
ta precaución so pena de verlo reemplazado por
su caricatura. Si todo puede, y debe, ser puesto
al servicio del Reino que tiene que venir (y que
está ya, en un cierto sentido, incoativamente, pre­
sente entre nosotros), sería necio y burdo colocar
todas las técnicas en un mismo plano. Hay una
jerarquía entre ellas como consecuencia de su
misma naturaleza, según sean más o menos direc­
tamente susceptibles de orientación y de impreg­
nación espirituales. Si el lector me pide que es­
boce esa clasificación, le propondría distinguir,
en líneas generales, cuatro grandes categorías, con
respecto a cada una de las cuales señalaré breve­
mente la ambivalencia que las acompaña y en
virtud de la cual pueden transformarse, incluso
completamente, hasta unirse al bando del ene­
migo.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 225

1. a En la cumbre, la contemplación, la oración


y todo el conjunto de manifestaciones de la vida
propiamente religiosa. Aquí el peligro que hay que
temer es el que han puesto en evidencia, esta vez
con razón, las críticas de la falsa «religión», de
esa en la que la virtud se convierte en fariseísmo;
la oración, en desfogue del egoísmo; la práctica, en
rutina o conjuración mágica. Desprovisto de su
exageración y de su verbo polémico, el Honest to
God de John A. T. Robinson traduce bastante bien
el versículo paulino de Gal 6, 7: «No os engañéis;
de Dios nadie se burla» \
2. a Inmediatamente debajo, las técnicas más
directamente aptas para elevar al hombre a lo
más alto de sí mismo y para orientarlo hacia la
esfera precedente de actividad: de un lado, el pen­
samiento especulativo, la filosofía, la ciencia (en
tanto que conocimiento de la estructura y de las
posibilidades del cosmos creado, y no en tanto
que medio de acción sobre éste); de otra parte,
el arte y la experiencia estética. A ambos niveles
la tentación puede surgir, y fuertemente, incitan­
do a quitarles de forma blasfema a una u otra
de esas actividades su halo espiritual para conver­
tirlas en ídolos.
3. a Vienen a continuación las técnicas de orden
político, social, económico (con las que cabe rela-3
3 Para una crítica más a fondo de Robinson y sus
seguidores, puede verse J osé L u is I llanes, H a bla r de
D io s, Rialp, 2* ed., Madrid, 1974.

TEOLOGIA, 15

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226 HENRI-IRENEE MARROU

donar la higiene, la m edicina...), que se ocupan


específicamente de ordenar la vida humana en
tanto que temporal y deben esforzarse en hacerlo
lo mejor posible, dentro de los límites de nuestra
condición. No parece necesario aquí, para marcar
la ambivalencia de esas realidades, remitir al lec­
tor a la Ciudad de Dios y a su dura crítica de la
voluntad de poder, libido dominandi, ya que las
perversiones posibles son evidentes y están am­
pliamente documentadas por la experiencia his­
tórica: no hay ningún aspecto de estas técnicas
que no pueda ser puesto al servicio de una mala
causa. Los antiguos no conocían ni la heroína ni
el L.S.D ., pero sabían que la farmacopea elabo­
raba tantos productos nocivos como remedios,
tot genera venenorum quot medicamenta (X X II,
24, 3).
m

4.a Por último, en la base, las técnicas a pri­


mera vista más opacas, como la agricultura, la
industria, y, en fin, todo aquello que el hombre
contemporáneo tiende a pensar, ante todo, cuando
pronuncia la palabra «técnica», pero que no reci­
ben plenamente valor, desde nuestra perspectiva,
más que en la medida en que están efectivamente
puestas al servicio del hombre, en tanto que hom­
bre, a fin de capacitarlo para emplear mejor las
técnicas de los grados superiores. Es fácil ima­
ginar todo lo que podría decirse sobre este tema
y el juicio crítico que la teología de la historia
puede emitir sobre nuestra civilización industrial

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 227

en la que las técnicas terminan por erigirse en


finalidades autónomas, dejando al hombre enca­
denado a su servicio, convirtiéndolo de señor en
esclavo, sometiéndolo a esas máquinas que habían
sido concebidas para liberarlo.

Todo ello no es, ciertamente, más que un esbozo


aproximado y muy somero. Habría que distinguir,
para avanzar más en nuestro análisis, las diversas
aplicaciones de que es susceptible una misma téc­
nica, y en virtud de las cuales puede encajar suce­
sivamente en diversos grados de nuestra escala.
Consideremos, por ejemplo, la cocina; si se la
definiese simplemente como el arte de preparar
los alimentos, habría que situarla entre las técni­
cas de nuestra cuarta categoría, poniéndola en
relación con ese «bien elemental de la naturaleza»
que es la salud del cuerpo. Pero señalemos que,
como tal, es ya susceptible de un juicio de valor:
no basta con calmar el hambre, sino que hay que
asegurar una dieta equilibrada; y de hecho, cier­
tas civilizaciones, en determinados momentos de
su historia, no han sabido cumplir ese primer
fin: en muchas tribus bantúes, el niño, destetado
a destiempo, carece de proteínas; el arroz des­
cascarillado de los asiáticos, desprovisto de vita­
mina B ,, los expone al beriberi.
Mas aun esa misma técnica puede elevarse, en
los países civilizados, hasta el nivel del arte, como
ocurre en China o también en la misma Fran­
cia. Bastaría hojear a los novelistas galos para

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228 HENRI-IRENEE MARROU

advertir que la descripción de una cuidada comi­


da es uno de los medios a los que recurren para
evocar la cultura francesa; así ocurre, por ejem­
plo, con J. R. Bloch en Sibylla, o con B. d'Astorg
en La Jeune filie et l’Asíronaute. A este nivel, la
ambivalencia surge de nuevo: el mal puede pre­
valecer si se pone este arte al servicio de la con­
cupiscencia —la gastronomía se convierte enton­
ces en una forma de cultivo sistemático de uno
de los siete u otro pecados capitales— o de la va­
nidad; pero también puede convertirse en uno de
esos refinamientos mediante los cuales el hombre
se muestra civilizado, levantando hasta el plano
de la estética y de la vida de relación esa función
puramente biológica y, en resumidas cuentas, ani­
mal, que es la nutrición.
Pero incluso matizándola hasta donde parezca
necesario, esta noción de una jerarquía de las
técnicas no es suficiente para llegar a un juicio
definitivo: la contribución más o menos directa,
más o menos sustancial, de un acto histórico a la
culm inación de los tiempos no está sólo en fun­
ción del lugar ocupado en nuestro inventario por
la técnica respectiva. No es cierto, por ejemplo,
que la música, al convertirse en música religiosa,
pasando, por tanto, de la segunda clase a la pri­
mera, esté más consagrada por ello al servicio de
Dios. Citemos un ejemplo ya clásico: el dúo
La ci darem la mano. Técnicamente, ese dúo cons­
tituye una escena de opera buffa y, ateniéndose
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 229

al libreto, puede ser incluso considerado «uno de


esos lugares comunes de moral amatoria» fre­
cuentes en ese género musical: hablando clara­
mente, se trata de una escena de seducción, pero
puede ocurrir que un aficionado a la música ob­
tenga, al repetir sobre el teclado esa página de
Mozart, una experiencia espiritual auténtica: en
ese momento esa música será para él la más ele­
vada, religiosa en su esencia. En cambio, una
ejecución pública, aunque sea dentro de un marco
litúrgico, de un Magnificat barroco, orquestado
demasiado espléndidamente, realizado demasiado
brillantemente, puede hacemos descender al nivel
de la música profana, o profanada.8

La noción de «usus»

El papel, el alcance o el valor de un acto histó­


rico no depende solamente de sus caracteres téc­
nicos considerados en sí mismos, sino de las con­
diciones complejas en las que se ha producido.
Un vaso de agua es, en sí mismo, uno de esos
bienes elementales destinados a producir el bien­
estar de la naturaleza humana; pero es un bien de
valor muy diferente según que se beba, por ejem­
plo, en una jomada de otoño en la verde Ingla­
terra o un abrumador día de verano en el Sahara;

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230 HENRMRENEE MARROU

entregado por un buen samaritano a un herido


muerto de sed, resulta un bien cargado de un valor
muy alto; en un contexto muy diferente (pienso,
por ejemplo, en los ascetas del desierto de Egipto)
puede convertirse en objeto de una concupiscen­
cia desenfrenada. Todo depende del usus, del uso,
que se haga de él.
Conviene profundizar en esta noción tan fecun­
da introducida por la enseñanza de San Agustín.
El usus no es solamente el buen (o mal) uso que
se haga de las cosas en el sentido en que hablaría
un vago moralismo; es la puesta en obra, en una
síntesis concreta, que transforma una operación
técnica en hecho de civilización, Kulturgut.
«Construir casas» —es uno de los ejemplos que
escoge Santo Tomás para poner de manifiesto que,
en el estado de naturaleza caída, el hombre puede
llevar a cabo un cierto bien particular per virtu-
tem suae naturae (Ia IIat, qu. 109, art. 2)— no es
nunca, por sí solo, un acto histórico, pues siempre
nos es dado como una parte de un proyecto más
vasto en el que, de alguna manera, se encuentran
igualmente insertos valores que dicen, de una u
otra forma, relación al Reino de Dios. Es una cosa
completamente distinta una casa construida por
un grupo de «castores» 4, según que se trate de
un equipo de obreros que trabajan en común
para asegurarle un abrigo decente a sus familia-
* Con este nombre se designa en Francia a un con­
junto de personas que acometen en común la construc­
ción de viviendas. (Ñ . del T.)

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 231

res, o de una acción promovida por un empresa­


rio alentado por especulaciones de tipo monetario
y de una forma que, para ser rentable, implica
la explotación inhumana de un subproletariado
incapaz de defenderse; como ocurrió, por ejem­
plo, en la Francia de los años 60, con los traba­
jadores inmigrados, norteafricanos o portugue­
ses, en situación irregular de cara a la policía.
Tomemos un caso un poco más complejo, un
descubrimiento científico, por ejemplo: la divi­
sión del átomo. Ontològicamente hablando, se
trata, sin duda, de un bien en sí mismo, en tanto
que conocimiento que posee un valor de verdad;
pero, históricamente hablando, no tiene existen­
cia real fuera del espíritu de los sabios que con­
ciben, piensan y realizan esa división, y del medio
cultural que la acoge y la utiliza para determina­
dos fines. Descubrimos aquí, y a diversos niveles,
la noción de usus: la energía atómica, ¿sustituirá
en su uso pacífico al carbón de la mina y al petró­
leo de los pozos, o será puesta al servicio de la
destrucción ciega, de la muerte y de la voluntad
de poder desencadenada? Incluso antes, cuando
todavía no ha salido del laboratorio, el descubri­
miento hecho por un equipo de sabios puede pro­
vocar en algunos una exaltación demoníaca ha­
ciendo de él un blasfemo; para otro sabio cons­
tituirá la ocasión, o mejor, se convertirá él mismo
en himno de adoración y de alabanza, sacrificium
laudis. Así, por ejemplo, el descubrimiento se

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232 HENR1-IRENEE MARROU

orientó en Pierre Teilhard de Chardin hacia lo


que llamaba el punto omega, buscando cantar la
gloria del Creador; en los días eufóricos del cienti-
fismo hubiera alimentado la interpretación atea
de Darwin, y hubiese sido interpretado como una
objeción contra el valor histórico de los primeros
capítulos del Génesis.
Es necesario estar atentos para que el deseo de
claridad, de precisión en el análisis ontològico,
no nos haga olvidar el hecho importante de que
todas las técnicas son actividades humanas: las
actividades de orden técnico, creaciones del genio
y del saber hacer del hombre para resolver los
problemas vitales que la raza humana encuentra
en su desarrollo sobre la superficie del planeta y
en el correr del tiempo, están insertas en accio­
nes, en proyectos, en realizaciones, en perspecti­
vas de destino y, en suma, en la vida total de los
hombres. Sólo desde una perspectiva concreta,
integral, puede medirse la contribución, más o
menos positiva, más o menos preciosa, que un
determinado episodio de la historia aporta al
avance y al progreso de ésta.
Pero no nos anticipemos a ese juicio escatolò­
gico; nos basta con haber comprendido y con
saber que a través de nuestra vida más corriente
y, en apariencia, más profana, podemos y debe­
mos trabajar en una obra, cuyo fruto, conservado
en las moradas eternas, no pasará. Se puede gene­
ralizar a toda obra histórica la bella fórmula de
la que se sirvió San Agustín en uno de sus sermo­

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 233

nes: «El arquitecto construye, por medio de un


armazón provisional, una vivienda destinada a
durar», architectus aedificat per machinas transi­
taras doman mansaram (Serm., 362, 7). Aplicaba
esa consideración, de forma inmediata, a los acon­
tecimientos históricos que constituyen el tablero
central de nuestro tríptico: los que han marcado
la Encarnación y la Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo, acontecimientos insertos en el tiempo,
que pertenecen ya al pasado, pero cuya virtud
eficaz sigue siendo eterna. Pero esa consideración
es también verdadera con respecto a toda la his­
toria de la salvación y en particular con respecto
a nuestra propia participación en su avance: todo
lo que hayamos realizado en el tiempo, témpora-
libas gestis et transeantibas qaibasdam ac prae-
tereantibas factis, todo eso está destinado a pasar
como pasa la imagen de este mundo; pero su
transcripción en términos «Ciudad de Dios», la
componente de valor absoluto que, mediante la
gracia de Dios, nuestro esfuerzo habrá insertado
en la acción y desarrollado —o todo lo que, por el
contrario, negativamente, el pecado habrá, des­
graciadamente, disminuido o comprometido—,
todo eso escapa a ese agotamiento y se encontrará
intacto el día del juicio, vivit in aeternum.
Puede ser, sin embargo, conveniente exorcizar
lo que hay de forzado y de inútilmente peyorativo
en la imagen de un «armazón provisional» que
empleaba San Agustín. Es cierto que hay que
salvaguardar la distinción de los órdenes; y, desde

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234 HENRI-IRENEE MARROU

luego, comparadas con el triunfo escatológico, las


victorias de la tierra, las grandezas históricas, pa­
recen cosas bien pequeñas, módica videntur, se­
gún la expresión de la que se sirve Santo Tomás
mismo, ya en el final de su vida, para juzgar
su propia teología, al menos de acuerdo con la
versión que dan las fuentes más seguras, pues
las posteriores han estilizado la anécdota hacién­
dola decir: «No es más que paja», lo cual va de­
masiado lejos, hasta convertirse en falso; módica
es más exacto: una realidad modesta, pero en su
orden, positiva, real, y no un subproducto, como
sería la paja con respecto al grano \ Aceptado
esto, la historia temporal no pierde ni su realidad
ni su dignidad —después de todo, ¿cuál es el suje­
to de la historia de la salvación sino el mismo
hombre?—, siendo su objeto o fin la gloria de
Dios, o más precisamente, su glorificación en y
por los hombres y, a través de la mediación de és­
tos, por el cosmos entero. La historia humana, tal
como puede ser contemplada desde este lado de
la tierra, no es nada más que la historia de este
hombre que debe salvarse; constituye, pues, me
atrevo a decirlo, la causa material de la Historia
Santa, el mármol que, cincelado, se convertirá en
estatua.5

5 La expresión m ó d ica aparece en las V ita e de G. de


Tocco (47, pág. 120, Prümmer), Bem. Gui (27, pág. 193)
y P. Caló (24, pág. 43). Fue en el proceso de canoniza­
ción (79, pág. 377, Laurent) donde m ódica fue reemplaza­
da por pale(a)e, pero se trata de un testimonio de ter­
cera mano.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 235

C iudad carnal y C iudad de D ios

Sin embargo, subsiste una dificultad: no resul­


ta fácil precisar cuál es la relación exacta que se
establece entre materia y forma (si es que pode­
mos servirnos de ese lenguaje analógico), o más
concretamente entre el desarrollo temporal de la
historia vivida en la tierra y el crecimiento, invi­
sible de momento para nosotros, pero que sabe­
mos real por medio de la fe, de la Ciudad de Dios.
Basta para comprobarlo la multiplicidad de fór­
mulas que han sido propuestas sucesivamente
para expresar esa relación, multiplicidad de testi­
monio de las vacilaciones del pensamiento cris­
tiano contemporáneo en busca de una solución
para este problema, desde tantos puntos de vista
esencial para él.
Así, J . V. Langmead Casserley dice: «La historia
terrestre (y hay que entender por secular history
toda la historia terrestre, tanto con sus compo­
nentes religiosos como con los propiamente tem­
porales) es el medio por el que, con el que, y a
través del que, la Historia Santa, sacred history,
avanza cada día más» en dirección a su fin \ ¿Se
trata, pues, de un medio, ya que está subordinada6
6 T o w a r d a T h e o lo g y o f H i s t o r y , pág. 65.

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236 HENRI-1RENEE MARROU

a su fin? En algún sentido lo es, ciertamente: la


historia «sagrada» no se realiza de forma inde­
pendiente de la historia cotidiana, fuera de ella
y como aparte; pero hablar aquí de medios y de
causas instrumentales es utilizar una expresión
que parece demasiado extrínseca. La historia del
hombre debe ser salvada en su sustancia misma:
algo de ella, lo esencial para nosotros, entrará
en el Reino; no es, por consiguiente, un instru­
mento o un utensilio que se abandona cuando se
term in a la obra para la que ha servido...
Aún más equívocos son los términos excesivos
que llegó a emplear Karl Barth en 1926, en el
fervor juvenil de su reacción contra la teología
liberal. Defendía entonces con ardor la idea de
que la historia no era más que un juego al que
el hombre se hallaba sujeto en virtud de su con­
dición terrena, pero que perseguía un fin impo­
sible de alcanzar (un fin que se identificaría con
el paraíso terrestre, podemos añadir nosotros);
un juego, decía Barth, «un juego serio, pero un
juego, es decir, una actividad simbólica, en último
término sin finalidad real, y cuyo valor no procede
del fin a alcanzar, sino de lo que la actividad
simboliza y significa» 7... Juicio rudo, demasiado
despectivo para la finalidad propiamente humana
del acto histórico, detrás del que se adivina esa
familiaridad con la trascendencia tan caracterís­
tica en Barth: no arrojar toda la historia a la

7 D ie Theologie und die K irc h e , 2, Zurich, s. f., pá­


gina 384.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 237

categoría de pecado era la concesión más grande


que podía hacer entonces. Pero, con su misma
exageración, esta fórmula trataba de llegar a algo
verdadero: expresa a su manera lo que queríamos
hacer sentir más arriba, situando el valor último
de nuestros actos en términos «Ciudad de Dios».
A pesar de la presencia obstinada del pecado, a
pesar de todas nuestras insuficiencias y de nues­
tros fracasos, cabe en ellos esta componente de
absoluto que hemos señalado: la obra terrestre
del hombre tiene un significado más alto, lleva
en sí misma valores que, saltando fuera del tiem­
po, encuentran desde ahora su lugar en la casa
del Padre.
Por otra parte — los pensadores, en su anciani­
dad, suelen alcanzar la sabiduría— , Karl Barth
no iría hoy día tan lejos: todos sus lectores han
puesto de manifiesto el carácter cada vez más
positivo del juicio sobre la historia que emite en
sus últimas obras. Recuerdo, hablando con él hace
algunos años sobre Mozart, haberle oído pronun­
ciar la palabra «parábola» (no puede decirse que
esa música esté encerrada bajo el pecado, pero
tampoco es ya, propiamente hablando, el Reino:
sólo su parábola). Yves Congar ha acudido tam­
bién a esta palabra y, así al menos supongo, de
forma independiente; en cualquier caso, al hablar
de los logros de la ciudad humana, se pregunta
si éstos «pueden ser otra cosa que parábolas del
Reino y de su justicia, y si el Evangelio es suscep­
tible de una traducción en un programa de reali-
238 HENRI-IRENEE MARROU

zaciones terrestres que le sea adecuado» ®. Las


parábolas, recordémoslo, expresan la verdad del
Reino de Dios, aunque de forma velada, y de for­
ma que esa verdad no aparezca sólo después de
una transposición. Esa forma de hablar, de rai­
gambre evangélica, es bella, pero puede ser que
no haga del todo justicia a lo que hay de realmen­
te conseguido en el tiempo de la Iglesia y de esta
escatología incoativa: el porcentaje, sin duda es­
caso, y en todo caso imposible de precisar por
nosotros, de justicia auténtica en esta acción po­
lítica o social, el eco o reflejo de la Justicia, no es
sólo imaginativo, sino muy real.
Citemos además otra imagen, tal vez más suges­
tiva: la que nos propone de forma concluyente
Etienne Gilson. «La ciudad de los hombres —es­
cribe— no puede levantarse, a la sombra de la
Cruz, más que como el suburbio de la Ciudad de
Dios» 9.
8 El suburbio no es todavía la ciudad me­
dieval, con la seguridad de sus murallas, pero sí
algo que se le acerca; a través del suburbio, que
rodea a la ciudad, se accede a ella: es como una
corteza que encierra el núcleo.
Pero es al poeta al que hay que darle la palma,
pues sus dudas y sus retoques nos hacen caminar
en la exploración del misterio. Releamos las famo­
sas estrofas de Eve, de Péguy, con las que se
8 Ja lo n s pou r une théologie du láicat, París, 1954, pá­
gina 628.
9 L e s M é ta m o rp h o se s de la C ité de D ie u , Lovaina-
París, 1952, pág. 291 (hay trad. castellana: L a s m eta m o r­
fo s is de la C iu d a d de D io s, Rialp, Madrid, 1965).

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 239

inicia esa «Oración para nosotros los carnales»,


que la muerte de su autor vino a aureolar retros­
pectivamente con un resplandor profètico:
A fo rtu n a d o s los que han m uerto en las grandes ba­
l i alias,
los que descansan ba jo tierra ante la faz de D io s.
A fo rtu n a d o s los que han m uerto en algún alto lugar,
rodeados de la pom pa de los grandes funerales.

A fortu n a d os los que han m uerto por ciud a d es car­


in óles,
pues ellos son el cuerpo de la C iu d a d de D io s ...

El cuerpo, sí, en cierto sentido; si, como lo


afirmaba el A Diogneto, los cristianos, entendien­
do por ellos los santos, son el alma del mundo,
de la ciudad carnal, ésta puede considerarse en
relación a ellos como su cuerpo. La imagen sigue
siendo, sin embargo, demasiado atrevida, ya que
no se trata aquí de un cuerpo al que se prometa
la resurrección. Nada nos asegura, en efecto, que
las estructuras temporales que hayan servido para
madurar la santidad se encuentren, en tanto que
estructuras, transfiguradas en la escatologia como
debe estarlo, en su cuerpo y en su alma, la perso­
nalidad humana. También el poeta lo presintió,
corrigiéndose:
A fortu n a d os los que han m uerto por su hogar y por
Is u fuego,
y por los pobres honores de las casas paternales.

Pues ellas son la im agen y el com ien zo


y el cuerpo y el ensayo de la casa de D ios.

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240 H EN R I-IR EN EE MARROU

Sea lo que fuere lo que Péguy quisiese significar


con esas palabras (influido por el nacionalismo
exacerbado de la Europa de 1913-1914, era prác­
ticamente imposible que no magnificase el valor
ontològico de las patrias terrestres), estas fórmu­
las dejan traslucir bastante bien, como tanteán­
dola, la realidad. La ciudad terrestre, ¿la imagen
de la Ciudad de Dios? Sí, porque las ciudades
terrestres aspiran a hacerla realidad, al menos
en la medida en que se conciben como un ideal
que encamaría en los hombres y en las cosas va­
lores que participan de los valores eternos. La
Ciudad de Dios no aparecerá en el ser bruscamen­
te, creada en un instante por la voluntad de Dios:
el Señor quiere, por el contrario, que se construya
lentamente, piedra (viva) a piedra (viva), a todo
lo largo de la historia humana; tal es, ya lo hemos
visto, el sentido mismo, el significado, de esta
historia. Honor, pues, a Péguy, cuya intuición,
sin duda imprecisa, pero fecunda, recoge todo lo
esencial: ni siquiera ha dejado, al añadir al final
ese «... y el ensayo de la casa de Dios», de sugerir
y recordarnos la imperfección radical y el fracaso
inevitable, como vamos a verlo, de toda tentativa
terrena...
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 241

10

La acción y su ambigüedad

No trataré, por mi parte, de rivalizar con él:


pero, aun sin la esperanza de conseguir una for­
mulación más brillante, intentemos, no obstante,
llevar más adelante nuestro análisis. Para comen­
zarlo, páginas atrás, nos apoyamos en la conside­
ración de la condición humana: el hombre no está
solo en la tierra para levantar imperios o cons­
truir civilizaciones. Pero la finalidad para la que
ha sido colocado en ella se cumple mientras los
levanta o los construye. La condición humana nos
es dada sólo en el interior de sociedades que
siempre han tenido que afrontar la tarea de or­
denar el planeta, de instaurar un orden entre los
hombres que la componen, y de recurrir, para
ello, a un conjunto de técnicas cuyo estado de
desarrollo define el tipo de vida característico del
medio observado por el etnólogo o por el histo­
riador. Y como el hombre es también, por su
misma naturaleza, una criatura capaz de Dios, en
todo esfuerzo de civilización entra ese componen­
te de absoluto que hemos podido descubrir en
cada acción temporal: toda civilización trata de
alcanzar un cierto número de valores que consti-

TEOLOGIA, 16

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242 HENRI-I RENEE MARROU

tuyen su grandeza y, en la perspectiva teológica


en la que nos hemos situado, su justificación
escatológica.
Una vez recapitulado todo esto, nos parece que
el problema de la acción se encuentra resuelto
desde el momento en que se plantea, en el plano
de los principios, claro está, ya que las dificulta­
des vuelven a encontrarse y se multiplican en
cuanto se pasa a la acción. Esta solución que
surge espontánea consiste en advertir que cada
uno de nosotros debe trabajar lo mejor que pueda
en los terrenos técnicos en los que posea alguna
competencia, a fin de servir al amor de Dios y al
amor de sus hermanos los hombres, y eso preci­
samente en la ciudad temporal, en la situación
histórica en la que se encuentra situado. En la
misma medida en que creemos en la todopoderosa
benevolencia de Dios, sabemos que no es por ca­
sualidad por lo que hemos aparecido en determi­
nado momento de la historia, y por ello mismo
es por lo que nos vemos enfrentados a determi­
nados problemas: eso lo ha querido El especial­
mente para cada uno de nosotros. Y , en ese mismo
instante, percibimos que esa inserción define la
tarea que se nos ha encomendado, la tarea grande
y noble de la que no podemos desertar (A Diog-
neto, IV , 10).
Si alguien se sorprende viéndome insistir en
este punto, pareciéndole cosa evidente y no nece­
sitada de especial énfasis, le recordaría hasta qué
conflictos, en los momentos de emergencia del

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 243

mundo moderno, se vieron conducidos algunos


medios sociales de tradición cristiana como con­
secuencia del pensamiento conservador, o mejor
reaccionario, que durante bastante tiempo se im­
puso en ellos de forma mayoritaria: no se oían
en ellos más que lamentaciones sobre «los malos
tiempos». El carácter esencialmente prospectivo
de la visión cristiana de la historia se había,
paradójicamente, esfumado: no se vivía ya en una
espera impaciente y alegre del advenimiento de
Cristo, sino, con los ojos vueltos hacia el pasado,
agarrándose nostálgicamente a todos los restos
y apariencias que habían podido sobrevivir, con­
sumiéndose en la añoranza de las restauraciones
que no se habían producido. ¡Ah, si se pudiese
haber vivido antes de 1789 y de su abominable
Revolución! Mejor aún, antes de 1715:

¡Sabiduría de un Louis Racine, te envidio!

¡Pobre Lélian! Esa sabiduría constituye un


buen testimonio de la mentalidad media de los
b ie n p e n s a n t e s de esos años de 1874-1881. Pues,
luego sigue:

Q u é pena no haber n acido en el gran siglo en su de -


[ c liv e ...
Aunque no: ¡fue galicano ese siglo y jansenista!
M e jo r haber nacido en la E d a d M ed ia , enorm e y de -
[licada.

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244 HENRl-IRENEE MARROU

Pero, ¿qué digo?: es en los viejos tiempos del


rey San Luis donde hubiere sido grato vivir...
¡Como si hubiese existido un tiempo en el que hu­
biese sido más fácil ser verdaderamente cristiano,
como si en la historia el hombre no se hubiera
debatido toda ella en el seno de «días malos»!
(Eph 5, 16).
iFuera esas añoranzas! Es aquí y ahora donde
el Señor nos ha querido: es en esta situación
histórica —sociológica, cultural y técnica— donde
su voluntad nos ha situado, donde tenemos que
trabajar en su viña, cumplir como servidores fie­
les y vigilantes la labor que, como Señor de la
casa, nos ha confiado (Mt 24, 45). Abandonemos
las parábolas para hablar directamente: si está
escrito —en la ley fundamental de la vida cristia­
na— «Buscad, pues, primero el Reino y su jus­
ticia» (Mt 6, 33), hay que recordar, a la vez, que
ese precepto se dirige a los hombres, y debe ser
obedecido en el interior de la condición humana.
El cristiano, como cualquier otro ser humano,
debe ejercer su oficio de hombre, asumir las res­
ponsabilidades y los deberes que le imponen su
patria, su medio social, su familia, su vocación
profesional: en el interior de esa red de relacio­
nes, y ahí solamente, es donde puede servir efi­
cazmente, y, en primer lugar, encontrar al prójimo
y al Señor.
Ciertamente, la función propiamente espiritual
en el seno de la historia —que es su función pro­
pia, de acuerdo con esa misión sacerdotal que

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 245

hemos recordado en páginas anteriores— debe


desbordar la finalidad propiamente temporal, in­
mediata, de su acción humana, pero para que ese
papel, para que esa misión, pueda asumirse, hace
falta que lo sea desde el interior: para que la copa
rebose, hace falta primero que se llene... Advir­
tamos aquí frente a un equívoco (hemos llegado
al fondo del problema y conviene explicarse bien).
La imagen de la que me acabo de servir, imper­
fecta como toda comparación, no debe ser inter­
pretada de manera demasiado extrínseca, como
si el Reino viniese a unirse a lo humano como
un suplemento añadido; esto es verdadero en
el plano ontológico (existe el orden de la natu-
ralezá y el de lo sobrenatural), pero no desde el
momento en que las cosas son vividas histórica­
mente, existencialmente. No es fuera, sino dentro
mismo de la acción propiamente humana, donde
se realiza el encuentro del Reino y de sus exi­
gencias.
Porque, ya lo hemos dicho, esa acción —cual­
quiera que sea el terreno en que se ejerza: vida
política, investigación científica, experiencia esté­
tica, vida cotidiana en los trabajos dificultosos o
fáciles— pone en juego necesariamente valores
en los que, en último término, se manifiesta
un componente de absoluto —justicia, verdad,
amor...— , y por eso las cosas de la tierra partici­
pan, de forma parcial sin duda, pero real, en lo
que será definitivamente inaugurado, para la eter­
nidad, en la escatología.
246 HENRI-IRENEE MARROU

Para no desviarnos de la visión hacia la que


nos orienta un análisis como el que estamos rea­
lizando, hay que rememorar aquí lo que hemos
dicho acerca de la ambivalencia radical del dato
empírico de la historia. No nos está permitido,
por ahora, discernir la trama de la Ciudad de Dios
en la maraña de la historia humana, tal como nos
es dado vivirla y conocerla: sólo el Juez escatoló-
gico posee el poder de discernirla, perptexae quip-
pe sunt istae duae civitates...; las dos ciudades,
tal como se presentan en el campo observable de
la historia, permanecen inextricablemente mezcla­
das la una a la otra, y de ahí se desprenden, a
nivel práctico, serias dificultades.
No resulta fácil consagrarse auténticamente al
servicio de la Ciudad de Dios: ese núcleo de valor
absoluto que cabe discernir en el corazón de toda
empresa humana se encuentra envuelto en una
capa de contingencia que lo condiciona y lo limita,
con el riesgo de comprometerlo. Más aún: asocia­
das a las fuerzas del mal, las más altas virtudes
humanas pueden transformarse en su caricatura;
así, por ejemplo, la fidelidad al jefe, la devoción,
la renuncia llevada hasta el sacrificio, se adulteran
cuando ese jefe está animado por una voluntad
demoníaca de poder (baste citar lo ocurrido en
Alemania, hace unos treinta años, cuando el jefe
se llamaba Hitler).
Vuelve así a reaparecer el problema de la ci­
vilización. Si, como se ha visto, la acción más
personal se vierte en el molde de una técnica,

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 247

se ve condicionada por el estado de ésta y, de


forma más general, por el medio colectivo de la
civilización ambiente. Una situación así puede lle­
gar a ser terriblemente ambigua para un cristia­
no: hemos recordado la tensión que puede ex­
perimentar un industrial cristiano prisionero del
sistema capitalista extremo, y la del emperador
romano del siglo iv; hubiese sido fácil multiplicar
los ejemplos. De hecho, en ocasiones, la oposición
entre técnica y cristianismo puede llegar a ser
total: y así, la Iglesia de los primeros siglos se
vio impulsada a elaborar listas de oficios o profe­
siones que se oponían a la admisión al bautismo.
Sin embargo, cuando releemos esos viejos tex­
tos canónicos —la Tradición apostólica de Hipó­
lito de Roma, por ejemplo, en el cap. 16— nos
vemos conducidos rápidamente a advertir la com­
plejidad del problema: «El propietario de una
casa de prostitución» (es obvio). «El pintor o el
escultor que sigue queriendo fabricar ídolos»
(pero, ¿qué artista, en determinado momento de
su vida, no se siente tentado a hacer algo pare­
cido?). «El actor...» (hoy seríamos en principio
mucho más indulgentes, pero, ¿qué ocurre cuando
una vedette se convierte a su vez en ídolo?). «El
maestro de escuela» (hemos examinado, más arri­
ba, este caso al hablar de Tertuliano: la cultura
en aquel tiempo era netamente pagana, y, sin
embargo, los cristianos sabían que no podían
prescindir plenamente de ella). «El soldado, que
corre el riesgo de derramar sangre; el magistrado,

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248 HENRI-IRENEE MARROU

que puede condenar a muerte» (todo ello dejó bien


pronto de parecer sencillo), etc.
El grado de incompatibilidad entre realidad
ambiental y cristianismo está evidentemente en
función de la atmósfera general de la civilización,
que, en función de las tendencias que en ella do­
minan, puede influir para inhibir y corregir o, por
el contrario, para desarrollar y potenciar determi­
nados aspectos de las diferentes técnicas que en
ella existan y, a partir de ahí, modificar su valor
y, por tanto, su papel «histórico», en el sentido
pleno de la palabra: su contribución negativa o
positiva al progreso de la Ciudad de Dios.
El cristiano no puede, por tanto, desinteresarse
de la accióft que tiene que desarrollar a ese nivel,
ya fcue la crítica y la transformación de la ciudad
en que vive condicionan en gran medida la efica­
cia práctica de su esfuerzo, sobre todo si se con­
sidera la suerte del hombre común, es decir, la
generalidad de los hombres. Las personalidades
excepcionales, los héroes, los santos, sabrán siem­
pre superar, mediante una decisión creadora, las
situaciones más enrevesadas, pero, ¿qué será de
la masa de nuestros hermanos, de los humildes
y de los simples? Una gran parte de nosotros
somos, y en cierto modo como de antemano, las
víctimas, o los beneficiarios, del condicionamiento
histórico.
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 249

11
L a CIVILIZACIÓN CRISTIANA

Esto nos lleva a considerar ahora una cuestión


particularmente difícil, pero que no puede esqui­
varse: el problema, no ya de la civilización en
general, sino de la civilización cristiana, o, más
concretamente, de la influencia cristiana en ma­
teria de civilización.
A partir del momento en el que los cristianos
adquirieron una importancia sociológicamente
apreciable (y aquí, al decir «los cristianos», no
podemos referimos únicamente a «los santos»,
pues incluimos también a hombres de profesión
cristiana, a cristianos de nombre, con todo lo que
nuestra propia experiencia d¿ pecadores y de
tibios ha podido enseñamos sobre la ambigüedad
que nuestra ambivalencia impone a una profesión
teórica de fe); a partir del momento en que los
cristianos se convierten en algo más que una mi­
noría mirada con sospecha por el ambiente ro­
mano, enquistada en parte en un ghetto en el que
la aislaban, a la vez, su propio rechazo del mundo
pagano y la desconfianza de que eran objeto por
el resto de la sociedad (odium generis humani,
diría un escritor antiguo); desde que los cristianos
se convierten en una minoría lo suficientemente
fuerte como para desplegar su-actividad más allá
250 HENRI-IRENEE MARROU

de la esfera propiamente apostólica y cultural;


a fortiori, cuando representan la casi totalidad
del cuerpo social (la totalidad plena no ha sido
nunca alcanzada: pensemos en la presencia obs­
tinada de las comunidades judías en el seno de
la cristiandad medieval), el ideal cristiano co­
mienza a revertir sobre el fenómeno «civilización»
y se esfuerza por modelar las técnicas, las insti­
tuciones y las costumbres según las normas evan­
gélicas, al menos es eso lo que se quiere, lo que
se espera, lo que se cree. Más o menos incons­
cientemente primero, de forma cada vez más sis­
temática después, los cristianos se esfuerzan por
actuar sobre la civilización, por hacer que se
convierta, real y profundamente, en el ensayo,
el comienzo, la imagen, el cuerpo de la Ciudad
de D ios...
Cada vez que aparece en la historia una socie­
dad en la que los hombres de profesión cristiana
son lo suficientemente numerosos sociológicamen­
te y lo suficientemente auténticos religiosamente,
surge espontáneamente un esfuerzo para cristia­
nizar la civilización. Hay en ello una exigencia
irreprimible: nunca los cristianos han podido ni
podrán aceptar que otros intenten limitar su ac­
ción a la religión propiamente dicha. Fue lo que
ya intentó Juliano el Apóstata cuando, como em­
perador, pretendía excluirlos de la función de en­
señar y «enviarlos a las iglesias de Galilea para
comentar allí a Mateo y a Lucas» (Ep., 61 C);
y lo que hoy intentan, por ejemplo, en las «demo-

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 251

eradas populares» de la Europa oriental, etc. Ni


entonces ni ahora esa limitación injusta puede
ser aceptada.
El historiador será el último en negar la reali­
dad de la influencia ejercida por las grandes reli­
giones o ideologías. De hecho, se habla corriente­
mente de las civilizaciones budistas, mazdeas (el
Imperio sasánida), islámicas, de la civilización
cristiana de la Spatantike 10 y de la Edad Media
occidental o bizantina... Deberemos, más adelan­
te, precisar el exacto alcance de esos epítetos,
pero no puede negarse que una tal empresa haya
sido real y fecunda. Ciertamente, no cabe medir
por el mismo rasero el esplendor de la Verdad y
las ventajas de orden humano que ésta haya po­
dido entrañar: éstas no se dan más que como
redundancia o por añadidura, tb; é*qiYvó|i.£vov si
se me permite usar aquí la fórmula famosa de
Aristóteles. El cristianismo es, en esencia, una re­
ligión hecha por Dios y para su gloria, y no,
primordialmente, para responder a nuestros pro­
blemas de orden temporal, aunque de hecho su
resplandor ayude a resolverlos. El cristianismo
está orientado hacia la edificación de la Ciudad
de Dios, no está en principio ni destinado a ayu­
darnos a organizar la ciudad terrena: no es una
fuerza para fomentar la revolución (o para impe­
dirla, como pueden querer los «hombres de or­

10 «Antigüedad tardía»: Con este nombre se designa


por los historiadores especializados los tiempos del im­
perio romano posteriores al siglo ni. (N. del T.)

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252 HENRI-IRENEE MARROU

den»): para desarrollar la civilización (o para


minarla, dirá el pagano). De hecho, ejercerá, no
obstante, una influencia que puede llegar a ser
decisiva.
Se puede fácilmente reconstruir el mecanismo
teórico de esta acción. En un libro de juventud 11
me esforcé, hace años, por realizar un análisis
de ese tipo y no puedo por menos de recogerlo
ahora, tratando de precisarlo. Normalmente el
cristianismo no crea las civilizaciones, ya que
—insistimos en ello de nuevo— no está, hablando
con rigor, constituido para eso. No obstante, la
historia nos enseña que muchas veces se le ha
presentado la ocasión, si no de hacerlas nacer, sí
de crearlas (pues toda sociedad humana, por el
hecho de ser humana, posee necesariamente una
cierta civilización, al menos a nivel del ser del que
habla la etnología), o, cuando menos, de promo-
cionarlas a un grado superior, porque para poder
insertar en ella lo sobrenatural, el cristianismo
exige que el hombre haya alcanzado primero un
nivel mínimo en el desarrollo de su naturaleza
propia.
Más concretamente, una religión que ama la
Sabiduría, una religión que implica Libros Sa­
grados, como es concretamente el caso del cris­
tianismo, tiene necesidad de un mínimo de cultu­
ra literaria. Así ocurrió, por ejemplo, respecto a
los pueblos del Próximo Oriente, a los que llegó
11 F o n d em e n ts d 'u ne cu ltu re chrétien ne, París, 1934
{Ca hiers de la N o u v e lle Jo u m é e , 27).

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 253

la evangelización a partir de los siglos i i i y iv:


el cristianismo reanimó las antiguas culturas
egipcias o arameas (de ahí el desarrollo de las
literaturas copta y siria) e hizo surgir culturas
nacionales en Etiopía, Armenia, Georgia, en' los
iberos del Cáucaso y en los godos del B ajo
Danubio. Más frecuentemente el cristianismo ha
encontrado civilizaciones ocupadas ya en llevar
adelante su tarea estrictamente temporal de orde­
namiento de la vida humana sobre el planeta:
los cristianos, como hombres, se benefician como
los demás de las conquistas ya obtenidas, y parti­
cipan en el trabajo común; utitur etiam
caelestis civitas, in hac sua peregrinatione, pace
terrena, «usa —decía San Agustín— también la
Ciudad celestial, durante su peregrinación, de la
paz terrena» (De Civ. Dei, X I X , 17).
Sin ser ella misma del mundo, la Iglesia está
en el mundo, y, en él, se ocupa de santificarse
y de santificarlo. Representada por hombres, te­
niendo que actuar sobre los hombres, no puede
permanecer indiferente ante el devenir de esta
civilización en el seno de la cual la ha insertado
la historia: debe rogar por ella, evangelizarla,
hacerla objeto de su predicación, llam arla insis­
tentemente a conversión, purificarla (éste es, no
lo olvidemos, uno de los valores implicados de la
imagen evangélica de la «sal de la tierra»: hace
falta que entre nuestras manos el mundo se con­
vierta en una ofrenda aceptable para el Señor,
hostiam acceptabilem). A través de un largo pro­
254 HENRI-IRENEE MARROU

ceso, la Iglesia exorciza, bautiza, confirma insti­


tuciones y costumbres, o al menos se esfuerza
en ello, purificándolas de lo que tienen de in­
trínsecamente perversas, adaptándolas a las exi­
gencias de una vida normalmente cristiana, ele­
vándolas por encima de ellas mismas y de su
finalidad propia para hacerlas servir a este fin
espiritual donde sabe —y sola ella lo sabe plena­
mente— que reside la última finalidad del hombre
y de la historia.
En el párrafo anterior he hablado de «la Igle­
sia», por razones de brevedad, y porque es pro­
fundamente legítimo utilizar esa palabra para
designar la reunión de los hombres bautizados y
animados por el Espíritu de Cristo. Continuaré
además utilizándola en este sentido, pero es nece­
sario, antes de ir más lejos, evitar toda confusión
en el espíritu de los lectores: para muchos, quizá,
la palabra «Iglesia» evoque muy directamente el
conjunto de instituciones puramente eclesiásticas,
la pirámide jerárquica que estructura a la comu­
nidad eclesial, y quizá sugiera incluso una imagen
falsamente clerical. Alejemos de nosotros esa ma­
nera de pensar. Normalmente (con la excepción,
debida a la dureza de los tiempos, de la Alta Edad
Media occidental), no es la Iglesia como institu­
ción organizada, no son sus cuadros jerárquicos
los que intervienen para actuar, como tales, sobre
la ciudad temporal, sobre las técnicas, sobre la
civilización; son los hombres cristianos, forma­
dos en el espíritu del Evangelio dentro de esta

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 255

institución y por el ministerio de sus cuadros,


los que actúan. Esos cristianos intervienen, per­
sonal y colectivamente (con frecuencia, como la
historia lo comprueba, de forma dispersa y, a ve­
ces, en contradicción unos con otros), como hom­
bres entre los hombres, según lo que les inspira
la luz de su conciencia, con un juicio más o menos
autónomo, más o menos bien formado, más o
menos auténticamente fiel al ideal profesado:
porque también aquí está presente esa gran
fuerza y ese gran misterio que es la libertad.
Pero en el campo de la historia empírica, el
buen grano y la cizaña crecen uno al lado de la
otra, inextricablemente mezclados y, más aún,
gracias a los cuidados del Enemigo, la cizaña está
abundantemente representada. Como las estruc­
turas de la civilización, tal como ocurre en la
generalidad de las cosas, no proceden directamen­
te del cristianismo, éste tiene que realizar un
esfuerzo de criba. Nuestros contemporáneos gus­
tan de subrayar la actitud de oposición casi siste­
mática que muchos medios cristianos considera­
ron necesario adoptar frente a la emergencia de
la civilización moderna — desde la filosofía de las
luces hasta la política staliniana o a las costum­
bres de hoy— , frente a ideas, instituciones, prác­
ticas, que se implantaban como reacción contra
las supervivencias, en el seno del mundo occiden­
tal, de la cristiandad medieval y que eran, por eso
mismo, sospechosas —y con frecuencia, no sin
razones de peso— de ir dirigidas, a través de su
256 HENRI-IRENEE MARROU

ataque a la cristiandad, contra el mismo cristia­


nismo. De otra parte, el historiador debe recordar
que la actitud de la Iglesia a través de los siglos
ha implicado siempre una fuerte componente ne­
gativa (y la teología clásica no ha tenido necesidad
de esperar a Kierkegaard para justificar esa des­
confianza, esa inquietud, esa condena incluso, con
respecto al mundo). La civilización del Alto Im­
perio romano —Tertuliano lo puso de manifies­
to— no era para el cristianismo naciente un medio
de cultura muy favorable, ni el Bajo Imperio, con
sus exigencias totalitarias, ni la Alta Edad Media,
con su barbarie, etc.: resulta innecesario conti­
nuar con la enumeración.
Sin que quepa hablar de ello como de una ley
que no tiene excepciones, sí cabe constatar que,
con frecuencia, la aparición, en el cuadro de la
historia, de un nuevo fenómeno de civilización
está de algún modo marcada con el signo del Anti­
cristo. No hablo aquí de los casos, frecuentes tam­
bién, por desgracia, como el de Galileo, en que los
hombres de un ambiente cristiano, sacudidos ante
afirmaciones que contradicen o parecen contra­
decir las ideas a las que estaban acostumbrados
—sacados, podríamos decir, de su confort intelec­
tual—, se inquietan demasiado rápidamente y ven
proyectada la sombra del Anticristo sobre toda
novedad. Por lo demás, la ambivalencia radical
de la historia hace que las cosas sean siempre
muy complejas: se trata, pues, aquí solamente
de trazar un esquema muy general.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 257

¿No está acaso jalonada la historia de la Iglesia,


siglo tras siglo, de mártires? Siempre tendrá la
Iglesia que sufrir y que combatir antes de poder
reemprender ese lento trabajo de influencia y de
transformación. En ese combate, puede ser ade­
más provisionalmente vencida, suprimida, barri­
da, por un tiempo y en un ámbito geográfico de­
terminados. Cuando contemplo, siguiéndolo sobre
un mapa, la expansión del cristianismo al final de
la Edad Antigua y la del Islam en la Edad Media,
se me encoge el corazón: ¡cuántos obispados glo­
riosos de Oriente no son hoy más que meros títu­
los in partibus infidelium!
Otras veces, cuando las condiciones históricas
y sociológicas se muestran más favorables, ese
lento esfuerzo, incansablemente sostenido, se ve
coronado por algún tipo de éxito y termina por
volver habitable poco a poco el edificio malsano,
inconfortable, que era en un principio para los
cristianos el medio de civilización que les había
sido impuesto. Lava quod est sordidum, sana quod
est saucium, rege quod est devium: lava lo que
está manchado, sana lo que está enfermo, ende­
reza lo que esta torcido, canta uno de los himnos
al Espíritu Santo. Esas palabras pueden propo­
nerse como programa a la Iglesia —a los cristia­
nos—, a los que el Espíritu Santo anima, aplicán­
doles al cuidado de esa casa provisional, de esta
tienda de campaña (2 Cor 5, 1), en la que ahora
habitan los hombres. La civilización se desarrolla
a lo largo del tiempo en virtud de esa red com-

TEOLOGIA, 17

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258 HENRI-IRENEE MARROU

pieja de causalidades que hemos tratado de de­


finir: el cristianismo se inserta en ella y puede y
debe contribuir a mejorarla.
He oído, en más de una ocasión, hablar despre­
ciativamente de la Iglesia comparándola a un pe­
rro que corre jadeante intentando seguir el ritmo
de la historia; pero era en boca de adversarios
que desconocían la misión propiamente sobrena­
tural de la Iglesia y se fijaban sólo, y parcialmen­
te, en el papel que jugaba o podía jugar al nivel
de los factores que influyen en la historia estric­
tamente terrena. jQué falsos son tales juicios! Los
perros del Señor, los cristianos, ladran, muerden,
luchan desesperadamente, o mueren reventados.
Al menos a eso están llamados todos, y no sólo
una minoría; el hecho de que puedan señalarse
en la historia momentos o situaciones en que los
cristianos, o algunos de ellos, se hayan mostrado
por debajo de su misión es una realidad, deplo­
rable por cierto, pero que no puede sorprender
al historiador, habituado por oficio, y hasta harto,
de registrar los estragos del pecado y de sus ar­
timañas. A la insuficiencia humana puede añadir­
se, en ocasiones, cierto cansancio ante ese trabajo
de Sísifo, ante ese continuo recomenzar que im­
plica la historia. Surgen nuevos problemas, y con
ellos nuevas pruebas, y eso en el mismo momento
en que se pensaba que las cuestiones anteriores
estaban a punto de ser resueltas, en el instante
en que la situación comenzaba a ser tolerable

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 259

(o al menos se comenzaba a estar habituado a


ella).
Se habla también de que estaban al lado de esos
reyes que tanto les habían hecho sufrir cuando
se llamaban Hohenstaufen o Felipe el Hermoso,
o de que hoy defienden esos mismos derechos del
hombre contra los que habían luchado tanto a lo
largo del siglo xix (pero conviene comparar lo
que significaban cuando el liberalismo, en su apo­
geo, los manejaba como opuestos a los derechos
de Dios y lo que significan hoy, cuando aparecen
como una última defensa del personalismo frente
a los asaltos de neototalitarismo pagano).
Si yo fuese de temperamento conservador, ex­
plicaría ese comportamiento histórico, frecuente
por parte de algunos cristianos, diciendo que se
es, lógicamente, más sensible al bien que puede
perderse, al mal que habrá que tolerar o al que
se puede cooperar, que a ese bien mayor, todavía
incierto, que quienes se presentan como innova­
dores afirman querer implantar. Pero como no
lo soy, mi misión es la de denunciar los sofismas
que permiten cerrar los ojos con demasiada fre­
cuencia a los hombres de orden ante el escándalo
del desorden establecido (no hay por qué volver
sobre la argumentación que Mounier orquestó
sobre ese tema hace ya más de treinta años), ese
latrocinium hecho aceptable por la prescripción,
por el paso del tiempo: «Sin la justicia —nos dice
San Agustín—, ¿qué son los Estados sino grandes
latrocinios?», remota itaque iustitia, quid sunt

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260 HENRI-IRENEE MARROU

regna nisi magna latrocinia? (Civ. Dei, IV , 4). Pien­


so, por ejemplo, que aquellos obispos franceses
emigrados que, en los años de la década de 1790,
dirigían a sus fieles cartas pastorales en las que
sostenían que la religión cristiana era inseparable
de la realeza, ponían demasiado fácilmente entre
paréntesis el hecho de que el régimen del que se
sentían solidarios había conducido, entre otros
escándalos, a que se confiara la diócesis de Es­
trasburgo a un Rohan —el del collar de la reina—
y la de Autun a un Talleyrand 12.
Evidentemente, como lo más urgente para ella
es rezar, predicar, anunciar el Evangelio, la Igle­

12 Durante los siglos xvii y xvm , la provisión de obis­


pados, dependiente de la Corona francesa, se había re­
gido, en bastantes ocasiones, más por razones políticas
que religiosas, atribuyendo sedes episcopales a miembros
de familias nobles, de cuya sinceridad sacerdotal cabía
dudar. Entre ellos están los dos que nombra Marrou:
Louis-René-Edouard de Rohan (1739-1803), nombrado
obispo de Estrasburgo en 1779, fue famoso por su gran
fortuna, y por sus dispendios; en 1780 estuvo en rela­
ción con el médico ocultista Giuseppe Balsame, más co­
nocido como Cagliostro; poco después se comprometió
con el escándalo provocado por el regalo de un collar a
la reina María Antonieta, asunto confuso y cuyas verda­
deras dimensiones no están claras, pero que dio origen
a un proceso muy utilizado por la propaganda en los
años que precedieron a la Revolución francesa. Charles-
Maurice de Talleyrand (1754-1838) fue nombrado obispo
de Autun en 1788; condenado por el Papa a raíz de su
actuación durante la Revolución francesa (facilitó la
formación de un clero cismático), abandonó la Iglesia;
fue luego ministro con Napoleón, organizador del Go­
bierno que se constituyó a la caída de éste, ministro con
Luis XVIII, y posteriormente, al instaurarse, después de
la Revolución de 1830, la monarquía de Luis Felipe, em­
bajador en Londres; en su lecho de muerte se recon­
cilió con la Iglesia. (N . d el T.)

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 261

sia, como institución, tolerará siempre con facili­


dad, en la medida en que sea posible respirar un
poco, todo régimen suficientemente estabilizado,
dejando a los juristas la tarea de distinguir entre
poder de hecho, poder establecido y poder legí­
tim o ...: intervenir en esos casos es más bien tarea
de los cristianos, individualmente como ciudada­
nos. Por lo demás, no reside ahí lo esencial de su
obra histórica, que es la de promover la santidad.
Muchos juicios sobre la Iglesia resultan deforma­
dos por olvidar esa realidad; de otra parte, la
mayoría de los santos es desconocida, y resulta
fácil fijarse en los pecadores, con lo que el rostro
espiritual de la Iglesia no es plenamente percep­
tible más que a los ojos de la fe. Siempre habrá
lugar en el seno de la Iglesia para la incómoda
función del profeta obligado a denunciar el escán­
dalo que constituye la presencia en el mundo de
cristianos sólo de nombre que se hacen cómplices
del mal, que llegan a aprovecharse de él, o que,
al menos, y aunque no sea más que por su pasivi­
dad, se acomodan a él. Ciertamente la vocación
de profeta exige, desde luego, un carisma especial,
que nadie puede atribuirse en vano; pero cada
uno de nosotros podría, y debería, desempeñar
ese papel respecto a sí mismo: el único país de
misión respecto al cual, con absoluta certeza, ten­
go el mandato de llevar el Evangelio, soy yo
mismo, como decía una monja llena de sabi­
duría 1S.
u G eneviève G alois , L a vie du p e tit saint P la cid e , Pa­
ris, 1954, f.° 64.

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262 HENRMRENEE MARROU

12

L a E dad M e d ia : su g r a n d e z a

Todo lo precedente resulta un tanto teórico a


causa de su generalización. En la práctica, de
hecho, cuando discutimos sobre la posibilidad y
los límites de la civilización cristiana, no suele
h a cer se n u n ca sin re fe r ir se , im p líc ita o e x p líc ita ­
mente, a ese ejemplo privilegiado que constituye
para nosotros la cristiandad medieval, sobre todo
latina (si bien, conviene decirlo, la discusión sería
más fecunda si se tuviese en cuenta el caso, no
menos típico, de la cristiandad oriental, bizantina
y postbizantina, pero ésta sigue siendo demasiado
poco conocida fuera de los especialistas, y, por
otra parte, no está, como la occidental, en una
relación de filiación tan estrecha con la civiliza­
ción que es hoy la nuestra).
El pensamiento occidental está como obsesio­
nado por el recuerdo de esos siglos cristianos: no
terminamos de sepultar ese gran cadáver, de ce­
rrar la etapa abierta en la historia con Constan­
tino, o con Recaredo, o con Carlomagno, según
se interprete la historia. Y al hablar así me refiero
no sólo a los cristianos, algunos de los cuales
manifiestan sentir una especialísima preocupa­
ción, sino también para muchos otros.
Hablando abruptamente, podría resumirse así

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 263

nuestra historia: el Occidente fue primero paga­


no, después se hizo cristiano y eso dio lugar a la
Edad Media, una gran realización histórica, pero
que terminó fracasando y ahora está en vías de
liquidación.
Es cierto que a lo largo de los últimos siglos
(¿no era ésa ya la actitud de un Bossuet?), la
acción de bastantes cristianos, especialmente en
el plano político, se ha orientado en gran parte
a defender, a mantener, costase lo que costase,
lo que podía ser salvado de aquellas instituciones,
o costumbres, que la Edad Media había marcado
con una impronta cristiana y que se veían amena­
zadas por el nacimiento de una civilización mo­
derna hostil o extraña a la fe. Esos cristianos han
dedicado inmensos esfuerzos a esos largos com­
bates de defensa o retaguardia, con todo lo que
implican siempre de resignación desesperada, y
eso no ha dejado de contribuir a ese enfriamiento
de la esperanza apocalíptica que hemos denun­
ciado en apartados anteriores y a dar la impre­
sión de que la fe cristiana era partidaria de la
restauración, de la conservación, del recuerdo de
un estadio de civilización que podía objetivamen­
te aparecer como terminado.
No ignoro que combates como ése para man­
tener, por ejemplo, el carácter oficialmente cris­
tiano de la sociedad civil, se llevan a cabo todavía
en diversas naciones, y que, también en Francia,
subsisten islotes sociológicos, religiosamente lo
bastante homogéneos como para que pueda ha­

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i
264 HENRI-IRENEE MARROU

blarse, con respecto a ellos, de países de cristian­


dad. Por otra parte, hay también, y los habrá
siempre, cristianos nostálgicos... Pero personal­
mente considero probable la hipótesis según la
cual nos encaminamos, en gran parte, hacia un
cristianismo de minorías, una minoría desde luego
irreductible y consciente más que nunca de su
carácter misional, pero inserta, sin embargo, en
un medio de civilización amplia o radicalmente
descristianizado. Situación ciertamente difícil de
asumir, pero que, en el plano de la reflexión, nos
otorga quizá una mayor independencia cuando se
trata de hacer un diagnóstico sobre la Edad Media
considerada como civilización cristiana.
He vivido lo bastante como para haber co­
nocido sucesivamente tres maneras de juzgarla,
tres tipos de interpretación que, lejos de contra­
decirse y de anularse, se completan mutuamente.
La primera de ellas fue la posición heredada del
romanticismo primitivo (en Francia, el represen­
tado por Chateaubriand y su Le Génie du chris-
tianisme). Me he referido ya algo a él precisa­
mente para criticarlo; debo, pues, ahora dejar
constancia de la importancia de ese libro y del
valor permanente de la tesis que defiende: frente
al menosprecio que manifestaba ante el cris­
tianismo la «filosofía de las luces», la Ilustración,
llena de prejuicios neoclásicos y de odio hacia
lo cristiano, había que demostrar que «religión»
—y sobre todo religión cristiana— no era sinó­
nimo de «barbarie» (recordemos la fórmula me­

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T E O L O G IA D E LA H IS T O R IA 265

diante la cual Gibbon resumió su Decline and Fall:


«He descrito el triunfo de la barbarie y de la
religión»). Im portaba, en esa línea, recordar que
la Edad M edia había tenido tam bién su momento
de esplendor y que había contribuido con elevadas
aportaciones al patrim onio espiritual de la hum a­
nidad, que Vézelay, Chartres o Amiens son tam­
bién «lugares donde existe la perfección», al me­
nos tanto com o en la Acrópolis. Y que no es ju gar
lim pio decir que si las catedrales son bellas, «no
son sólidas y caen en la ruina al cabo de quinien­
tos o seiscientos años»: después de todo, han re­
sistido bastante bien a los bombardeos de 1914-
1918 (los de la Segunda Guerra M undial parecen
haber sido más selectivos). De otra parte, si la
nave demasiado am biciosa de la catedral de Beau-
vais se vino abajo, las colum nas de los templos
gigantes de Selinunte yacen tam bién en el su elo...
E n la década de 1920, la adm iración por la
Edad Media se hizo más ferviente: después de su
arte y de su poesía, se redescubrió no sólo la
originalidad de su pensam iento (la expresión,
aunque im propia, de «filosofía m edieval», llegó a
imponerse), sino tam bién su papel en la evolución
de las técnicas m ateriales y en la elaboración de
lo que llegaría a ser la ciencia m oderna. Pero lo
que más adm irábam os entonces de esa época era
el que nos facilitase un caso observable de lo
que, en térm inos platónicos, llam ábam os una
«civilización sana» (áXT¡xivi¡ itóXi?... ó-ftr¡c tu : R ep ., I I ,
372 e), de lo que Sorokin analizaría bajó el nom-
266 HENRI-IRENEE MARROU

bre, más bien rudo, de «supersistema sociocultu­


ral», es decir, una civilización que se organizaba
en torno a una misma concepción del mundo y de
la vida, de una misma Lebens-und Weltanschau­
ung, de un ideal común y de una misma razón
de vida, de un principio de unidad al que se
subordinan todas las técnicas, todas las institu­
ciones, todas las formas de pensar y de sentir.
Hacia el año 1925, y hablando como suele hacerse
en un museo de artes decorativas, lo que admirá­
bamos sobre todo en la Edad Media era un ideal
de civilización orgánica en el que cada uno, ya
fuese

R ey, po lítico, m o n je, artesano, qu ím ico,


arquitecto, sold a do, m édico, abogado,

encontrase su puesto, su misión que cumplir, en


plena comunión con todos los demás. jQué con­
traste con «la anarquía de valores» en la que se
encontraba el mundo en que vivíamos! De hecho,
los cristianos no eran entonces los únicos que
se fijaban con cierta nostalgia en la Edad Media;
así, en un libro de 1927-1928, uno de los repre­
sentantes de la crítica cultural americana agru­
pada alrededor de The New Republic, Waldo
Frank, escribía: «Para darse cuenta de la des­
composición de la cultura europea, comparemos
este estado con el cuerpo social en el que vivía
Dante. Allí, cada cosa tendía, por un movimiento
lógico, a ocupar su lugar en un mismo todo.

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 267

Desde Dios hasta el sacerdote, desde el empera­


dor al siervo, desde el Cielo al Infierno, desde la
estrella al átomo, desde el bien al m al, todo estaba
integrado. Aún más, era un mundo en el que
Dante vivía codo a codo con su co cin ero .:.» 14.
Si así pensaban personas ateas o agnósticas,
¡cuánto más los cristianos, destinados a vivir en
un mundo tan incómodo para ellos! Los vestigios
aún subsistentes de los tiempos de la cristiandad
eran simples jirones, incapaces de ocultar la trá­
gica desnudez de la realidad circundante: la civi­
lización occidental parecía haberse vuelto tan ne­
tamente pagana como el mundo romano de los
tres primeros siglos. Los cristianos aparecían co­
mo un «pequeño resto» 15, al mismo tiempo some­
tido a prueba y purificado como si hubiese pasado
a través del fuego, pero «tan pequeño», que cada
uno de nosotros, para permanecer fieles, se veía
sometido a una revisión desgarradora de las for­
mas de vida que nos proponía nuestro tiempo.
¿Cómo no soñar también nosotros con nueva
Edad Media?
Ese título escogido por N. Berdiaev para su
libro escrito en 1923 era, sin embargo, en cierto
sentido, desafortunado: no hay nunca en la histo­
ria un verdadero recomenzar. Digamos, sin em­
bargo, que Berdiaev era el primero que no pen­
14 Nouvelle Découverte de VAmérique, trad. francesa,
París, 1930, pág. 25.
15 Alusión a la frase «resto de Israel», frecuente en
libros tardíos del Antiguo Testamento, y recogida luego
por San Pablo en la Carta a los- Romanos. (N. del T.)
268 H E N R I-IR E N E E MARROU

saba en una vana restauración de un pasado que


había terminado, sino en otra civilización que
tendría, que intentara ser, como había tratado
de ser la Edad Media, una civilización cristiana
en la que el hombre de fe no se vería abocado
a asumir con la heroica tarea de reaccionar, solo
o casi solo, contra la influencia del ambiente,
sino en la que la vida y la cultura personales se
desarrollarían normalmente en un clim a favora­
ble, espontáneamente de acuerdo con las formas
colectivas de pensamiento y de sentimiento, con
las instituciones y con las costumbres. Nunca
resulta cómodo, ni fácil, ni sano, ser una minoría
de outsiders. Dadas las heridas que trae consigo
el pecado y. la debilidad de nuestro corazón, el
rendimiento de la especie humana, estadística­
mente hablando, es tan débil en santidad como
en genio; de ahí las posibilidades de fecundidad
que trae consigo, para la Iglesia, el poseer una
amplia base sociológica y demográfica: sin diez
siglos de cristianismo en la región italiana de la
Um bría, ¿San Francisco, y el franciscanismo, hu­
biesen podido extenderse?; sin la Reconquista,
¿hubiese sido posible San Juan de la Cruz?
TEOLOGIA DE EA HISTORIA 269

13

La E dad M e d ia : sus l ím it e s

Pero han pasado los años. Parecemos estar más


lejos que nunca de una civilización de inspiración
cristiana. Y mientras tanto, la aparición y la ex­
periencia de los regímenes totalitarios nos han
mostrado a qué formas caricaturescas y mons­
truosas puede conducir el deseo de imponer una
unidad de inspiración y de estructura a la ciudad
de los hombres: frente a esa tiranía, hasta la
misma anarquía de valores se presenta como un
mal menor. En este contexto se ha llegado, al
parecer, a un tercer estadio en la apreciación de
la cristiandad medieval: aquel en que somos más
sensibles a lo que tuvo o significó de fracaso. La
ciudad cristiana medieval no era el Reino de Dios;
y así lo hemos dicho repetidas veces, denuncian­
do, desde el principio de este libro, lo que tenía
de ilusión, y quizá de eco lejano de la herejía
milenarista, esa seguridad de animar todas las ma­
nifestaciones de lo temporal con el espíritu del
Evangelio y, por así decirlo, de imponerles el sig­
no de la Cruz.
Está claro que juzgamos ahora a la Edad Media,
no en su teología, sino en el plano de los proyectos
y realizaciones humanas como tentativa de plas­

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270 HENRI-IRENEE MARROU

mar lo que hemos designado antes con el califica­


tivo de una civilización sana. Instruidos por la
experiencia de lo que es el hombre, y la naturaleza
caída, entrevemos lo que la casi unanimidad en­
tonces conseguida implicó de conformismo, de
presión sociológica, de violencia ejercida, en oca­
siones, sobre las conciencias.
Por lo que se refiere a los primeros siglos del
cristianismo, tenemos el testimonio de los Padres.
Contemporáneos del desarrollo inesperado de una
sociedad que había presenciado la conversión de
los emperadores y, por ellos, del Imperio, hasta
ser cristiana, pero en muchos casos sólo de nom­
bre, los Padres no se dejaron engañar por el es­
pectáculo de las iglesias llenas hasta el punto de
estallar como la red de la pesca milagrosa, pues
lo estaban de una fauna heterogénea, paucitate
sanctorum, abundantia peccatorum, de pocos san­
tos y de muchos pecadores. Al mismo tiempo que
crecía el prestigio del cristianismo, se había visto
crecer —comentaba melancólicamente San Agus­
tín— la hipocresía, crevit hypocrisis (Enarr. in Ps.
7, 9; in Ps. 30, 2, II, 2). Y por lo que se refiere a
la Edad Media propiamente dicha, mucha violen­
cia, en el sentido más brutal de la palabra. Vio­
lencia dirigida, en ocasiones, a liquidar las mino­
rías irreductibles, ya fuesen residuales, como la
de los judíos, o emergentes, como la de los cáta-
ros o la de los valdenses, algunas de las cuales
quizá aspiraban a ser sólo un fermento de puri­
ficación y de reforma interior. Violencia también,

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 271

a veces, en la misión exterior: pienso en los caba­


lleros portadores de espada, los Fratres militiae
Christi, como solía decirse. Sé que es difícil juzgar
a tiempos pasados, y que los pueblos eslavos o
bálticos, y no digamos los musulmanes, no eran
siempre fáciles de convertir: pero de ahí a consi­
derar como normal la asociación de la espada y
de la cruz hay un buen trecho. Quizá en esas
actitudes reaparezca esa impaciencia ante la pa­
ciencia con que Dios conduce la historia a la que
ya nos hemos referido, y que puede llevar a
intentar forzar la Parusía hasta caer en una ver­
dadera violación de la historia.
He aquí algo que sería ya suficiente para poner­
nos en guardia contra una interpretación dema­
siado optimista de la cristiandad del Occidente
medieval.
En realidad, podría, tal vez, haber sido más y
mejor cristiana que cualquiera otra, a causa del
accidente histórico que le dio origen: el derrum­
bamiento de las estructuras de la civilización
romana del Bajo Imperio ante las invasiones ger­
mánicas.
Los invasores, por muy bárbaros que fuesen,
habían aportado elementos de civilización —téc­
nicas materiales (habían llegado a una gran
perfección en el temple del acero), tradiciones
jurídicas, formas de sensibilidad—, pero se tra­
taba de valores de un nivel diverso, y, con fre­
cuencia, en estado embrionario. Hay que tener
en cuenta que no había desaparecido toda la
272 HENRI-IRENEE MARROU

herencia de la civilización clásica, y que la reli­


gión cristiana era uno de los supervivientes más
vigorosos. En el caos de esos tiempos, sólo el
cristianismo aparecía como el único principio de
animación alrededor del cual podía estructurarse
una civilización renaciente. Y así, por señalar un
primer dato, si se conservaron muchos elementos
heredados de la antigüedad, lo fueron con fre­
cuencia en la medida en que el cristianismo los
salvó, reivindicándolos para ponerlos a su servi­
cio: si, por ejemplo, no se perdió en el curso de
esos años oscuros la práctica del latín, y por él,
de la escritura —lo cual podía haber sucedido,
como el Egipto copto perdió el secreto de los
jeroglíficos—, fue porque se convirtió en la única
lengua litúrgica de Occidente.
De ahí el carácter, no solamente cristiano, sino
eclesiástico, o mejor dicho, clerical, que distingue
de forma tan particular a la Edad Media occiden­
tal, sobre todo si se la compara con su homóloga
y contemporánea Edad Media bizantina, que no
estaba menos impregnada de lo sagrado, pero en
la que, con el Imperio, se había mantenido toda
la estructura bipolar de la civilización de la Spat-
antike. En Bizancio, la Iglesia era uno de los polos
de la sociedad, pero frente a ella estaba el empe­
rador, heredero de una tradición, no interrumpi­
da desde Augusto y Diocleciano, y con el empe­
rador, todo un sistema de valores temporales que,
aunque cristianizados, conservaron su autonomía;
concretamente, y en primer lugar, la cultura, y

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 273

con ella su clásico fundamental: Homero (el Oc­


cidente, por su parte, sólo tiempo adelante redes­
cubrirá a Virgilio).
E l debilitamiento y la desaparición de las ins­
tituciones temporales en Occidente es lo que ex­
plica la función de suplencia que debieron asumir
las instituciones eclesiásticas durante la Alta Edad
Media. Toda la enseñanza —desde la escuela rural
a la universidad— tiene su origen en el sistema
escolar puesto en práctica por la Iglesia para sus
propias necesidades (la formación de un clero):
que la palabra «clérigo» haya servido también, en
algunos momentos, para significar también «le­
trado» puede parecer paradójico, pero es conse-
cuencia de que, entonces, no había más cultura
que la religiosa. Eso vale, por lo demás, no sólo
para las letras y las artes: no había oficio, desde
la política extranjera hasta los trabajos públicos,
en el que los hombres de la Iglesia no participa­
sen de alguna manera; así vemos cómo San Di-
dier, obispo de Cahors, se ocupaba, en los años
630-655, de construir la conducción de agua a su
villa episcopal, y se dirigía a su colega, el obispo
de Clermont, para encontrar mano de obra espe­
cializada (Ep., II, 14).
Es justo señalar además, aunque sea de pasada,
que muchas de las funciones que hoy nos parecen
propias de la ciudad profana —las que cumplen
hoy instituciones laicas, como la asistencia públi­
ca o la Seguridad Social— se iniciaron a partir
de la labor de la Iglesia, y que no las asumió a

TEOLOGIA, 18
274 HENRI-IRENEE MARROU

falta de instancias civiles que antes las desarro­


llaran, sino que les dio vida: nacieron a la sombra
de la cruz, inspiradas en el espíritu evangélico y
en el ideal del agapé, de la caridad. El hospital,
el hospicio, el asilo, son en su origen instituciones
propiamente cristianas que no habían tenido pre­
cedentes en la civilización antigua.
Aparte de esos casos excepcionales, no puede
decirse, si se habla con rigor, que la Iglesia creó
(en el sentido paradójico, en el que, refiriéndose
a una obra humana, puede hablarse de creación
a partir de la nada) los elementos de la civiliza­
ción medieval: su papel fue el de intentar cristia­
nizar. Y ésa no fue siempre una tarea fácil: en
descargo de las deficiencias de las que hemos
hablado y hablaremos conviene poner de relieve
la inmensidad de la empresa. Debemos, por eso,
recordar aquí lo que antes decíamos sobre la
autonomía del nivel estrictamente técnico y sobre
la lógica interna que preside su desarrollo l\
Aunque cierta apologética fácil afirme, a veces,
lo contrario, cabe señalar que el cristianismo no
pudo producir de por sí las estructuras agrarias
y sociales que, cuando acabaron produciéndose,
16 Se refiere aquí Marrou a las consideraciones desa­
rrolladas en páginas anteriores sobre la necesidad, para
poder plasmar históricamente las aspiraciones ideales,
de contar con medios técnicos adecuados para realizar
las transformaciones sociales, etc., que esa inspiración
ideal sugiere: sin esos medios técnicos, las mejores as­
piraciones resultan, a nivel histórico-político, insuficien­
tes, ya que, en el mejor de los casos, consiguen sólo pa­
liar la situación, pero no enderezarla del todo. A esa
luz deben leerse los párrafos que siguen. (N . d el T.)

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 275

permitieron, primero, la eliminación de la escla­


vitud en beneficio de la servidumbre, y después,
suavizaron progresivamente las condiciones de
esta última. Por lo demás, a lo largo de ese pro­
ceso, ¡cuánta complejidad! E l hecho de que el
nombre de eslavo haya tomado el sentido de «es­
clavo» (la palabra aparece con este sentido en el
937, en un diploma latino del emperador Otón I)
es como una cicatriz que ha quedado de aquella
llaga infamante que desfiguraba a la cristiandad
medieval por haber permitido demasiado fácil­
mente que los derechos del hombre, que ella re­
conocía a sus propios hijos, fuesen negados a los
paganos. Todo comenzó por las víctimas de las
razzias que se llevaban a cabo entre las tribus
eslavas refractarias a la evangelización, y que un
comercio fructífero exportaba inmediatamente en
dirección a los árabes de España o de Oriente.
Después, la práctica se extendió rápidamente a los
cautivos musulmanes procedentes de los comba­
tes de la Reconquista ibérica o de las acciones
corsarias en el Mediterráneo (que afectaron in­
cluso a los cristianos orientales, griegos, rusos,
georgianos). De hecho, la esclavitud no desapare­
ció nunca del horizonte jurídico de los cristianos
de Occidente, como se manifestó claramente
cuando, a partir de finales del siglo xv, la colo­
nización del continente americano le abrió un
nuevo y deplorable campo.
En esta línea, pero aplicando los mismos prin­
cipios, hay que declarar que no fue el cristianismo
276 HENRI-IRENEE MARROU

el que hizo nacer las condiciones políticas, sociales


y económicas que dieron lugar al establecimiento
del sistema feudal: éste se desarrolló fuera de su
acción inmediata, en un terreno técnico que obe­
decía a un determinismo propio, extraño de por
sí a las preocupaciones y a las exigencias reli­
giosas.
Todo eso es cierto; sin embargo, no es lícito,
como no sea para hacer posible el análisis y dotar
de claridad al discurso, aislar un sistema de la
realidad humana que aquél modela y que consti­
tuye- su sustancia. E l cristianismo no podía dejar
de interesarse por los hombres, por los destinos
personales y colectivos, puestos en juego por la
existencia del sistema. Y así, vemos que la Iglesia
intejrviene en todos los terrenos humanos, ratione
peccati, como decían los teóricos de entonces,
para luchar contra el pecado (acción am plia, ya
que, como precisó en 1301 G il de Roma, la pre­
ocupación pastoral de la Iglesia puede extenderse,
preventivamente, también al pecado susceptible
de ser evitado), para hacer posible, o al menos un
poco menos difícil, el ejercicio de las virtudes
cristianas, para humanizar las costumbres todavía
bárbaras, para pacificar los corazones. En una
palabra, la Iglesia trató de cristianizar las insti­
tuciones medievales corriendo el riesgo —y ese
riesgo era fatal desde el momento en que los
cristianos ya no estaban encerrados en un ghetto—
de feudalizar las suyas; de ahí que tuviese la
necesidad, de form a permanente, de reformarse
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 277

ella misma. Esas reformas, que debían ser perió­


dicamente reemprendidas, fueron, por desgracia,
con frecuencia im perfectas, y en ocasionés, llega­
ron con retraso: muchas veces se ha señalado que
la rebelión de Lutero tuvo lugar a los pocos me­
ses del fracaso, en lo que se refiere a la reforma
de las costumbres eclesiásticas, del V Concilio
Ecuménico de Letrán (la clausura del Concilio
fue el 16 de marzo de 1517; la publicación de las
tesis de Wittemberg, el 1 de noviembre).
Por otra parte, ningún historiador puede negar
que ese esfuerzo de cristianización no fuera per­
severante, insistente y, más de una vez, eficaz.
Todavía se notan, de hecho, sus resultados bene­
ficiosos en la Europa de hoy. Por poner un solo
ejemplo: la acción encaminada a lim itar los de­
sastres de la guerra y a obtener, si así puede
decirse, su humanización, que dio lugar a las Con­
venciones de Ginebra —a punto de convertirse
hoy en letra muerta—, tuvo su punto de partida
en las recomendaciones de los Concilios y en las
instituciones pacíficas, Paz de Dios, Tregua de
Dios, por medio de las cuales, la Iglesia medieval
intentó instaurar un orden un poco más humano
en un mundo lleno de violencia y de salvajismo.
No hay que cerrar los ojos a estos logros, por
muy parciales o precarios que puedan parecemos
en ocasiones. Debemos reaccionar contra el cinis­
mo del sociólogo, fuertemente tentado por la tesis
según la cual toda religión, al convertirsíe en un
fenómeno de masas, es objeto de un proceso en
278 HENRI-IRENEE MARROU

virtud del cual sus fieles seleccionan entre las


prescripciones que esa religión implica, quedán­
dose sólo con aquellas cuya aplicación no inco­
moda demasiado a sus pasiones fundamentales y
a su comportamiento espontáneo. Se advierte bien
lo que, desde la perspectiva en que estamos situa­
dos, trae consigo un tal planteamiento.
La acción civilizadora que dio lugar al naci­
miento de la cristiandad no es, hablando con ri­
gor, obra de la Iglesia tal como la hemos definido
a partir de su nota de santidad —la Iglesia como
parte peregrinante de la Ciudad de Dios—, sino
el resultado del comportamiento de la masa socio­
lógica de sus fieles, en la que, repitámoslo una vez
más, se cuentan, al menos así parece, muchos más
pecadores que santos, y cuya inercia opone un
fuerte contrapeso, sea a la enseñanza de sus Doc­
tores, sea a las iniciativas de su élite espiritual.
Esa inercia, a su vez, se suma a otra ya señalada:
la que se ejerce al nivel estrictamente técnico.
De la misma forma que la materia no se deja
fácilmente dominar ni moldear por la mano del
artista, tampoco una técnica se deja reparar fácil­
mente, que se varíe su orientación espontánea, su
línea propia, para acabar siendo transformada
desde dentro por el ideal religioso que trata de
penetrar en lo más hondo de su ser. Volviendo
al problema de la guerra, ¡cuántos esfuerzos des­
arrollados en vano para combatir la implacable
lógica de la carrera de armamentos!, ¡cuántas
condenas jalonan, de hecho, la evolución que ha

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 279

acabado conduciendo, en nuestros días, a la edad


de la guerra química y de la bomba atóm ica!:
ya en 1139, el II Concilio de Letrán se oponía a
las armas crueles y mortíferas; {que, entonces,
eran la ballesta y el arco!

14

C iudad c r ist ia n a y R e in o de D io s

¿Cómo sorprenderse, teniendo en cuenta esas


inercias, del carácter imperfecto, incompleto, de
la cristiandad medieval? En este largo esfuerzo
para hacer del Medievo una civilización auténti­
camente cristiana, ¡cuánta lentitud, cuánto retra­
so, cuántas concesiones, fruto del cansancio, he­
chas a la debilidad humana! Tengamos, además,
en cuenta el tiempo, mejor dicho el tempo, el
ritmo: el movimiento de la historia es bastante
más rápido que el de la evolución en la perspec­
tiva darwiniana, pues la evolución, según esas
hipótesis, dispone, para la adaptación y la trans­
formación de las especies, de un tiempo práctica­
mente ilimitado; la historia de la civilización va,
en cambio, mucho más rápida. Así puede obser­
varse concretamente en el caso de la cristiandad
medieval: apenas se había conseguido alcanzar,
o incluso sólo esbozar, la cristianización de una
institución, de una categoría mental, de una deter-
280 HENRI-IRENEE MARROU

minada costumbre, cuando ya la transformación :


espontánea de las técnicas hacía surgir problemas i
nuevos, inesperados, que transformaban comple­
tamente los supuestos de la empresa. i
1

Se estaba tratando todavía de cristianizar las


costumbres feudales, unas costumbres rudas, pro­
pias de una clase de guerreros (y el esfuerzo, en
ese sentido, se mantuvo hasta el final de la Edad
Media, con perseverancia, obteniendo a veces éxi­
tos —como en el caso de los ritos de la caballe­
ría—; en otras, experimentando dolorosos fra­
casos, como lo manifiesta el que, concilio tras
concilio, se condene sin éxito el peligroso y am­
bicioso deporte de los torneos), y he aquí que
surgió, en el tránsito del siglo x i al x ii , el nuevo
ideal cortesano: la fastuosa generosidad creadora
de prestigio, la exaltación de la mujer como me­
diadora de lo absoluto, el amor, la novela... Y el
esfuerzo de cristianización se reemprendió: po­
demos seguir sus huellas hasta la Queste du Graal
y la Vita Nuova.
Casi en seguida, otros problemas nuevos, esta
vez más difíciles de resolver: el desarrollo de las
monarquías nacionales y la noción moderna de
patria, que van a difuminar en el corazón de los
hombres la conciencia de pertenecer a la Repú­
blica cristiana; el renacimiento en Bolonia, a co­
mienzos del siglo x i i , de los estudios de Derecho
romano, que reintrodujeron en la mentalidad de
Occidente ese viejo ídolo, ese paganismo, al que
llamamos Estado soberano, y que proporcionaron
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 281

nuevas armas, para luchar contra los hombres de


Iglesia, a los legistas de Federico II y, más tarde,
a los de Felipe el Hermoso (Guillermo de Nogaret
fue profesor de Derecho en la Universidad de
Montpellier, antes de ponerse al servicio del rey).
Paralelamente, aparecen también, con la economía
de mercado, los precedentes de lo que llegará a
ser el capitalismo.
Frente a estas innovaciones, el cristianismo no
permanece, desde luego, en actitud pasiva. Para
no referimos más que al último fenómeno, recor­
demos —y hoy estamos en condiciones de captar
su importancia— el vigor con que se reaccionó
contra ese otro ídolo que es la sumisión al Bene­
ficio, reacción que se manifiesta en la condena
obstinada del préstamo con interés, asimilado a
la usura, desde la Admonitio generalis, de Carlo-
magno (789), hasta la bulla Vix pervenit, del papa
Benedicto X IV (1745). Podemos reconocer en ello,
y con toda razón, una prueba de que estaba siem­
pre despierta en la enseñanza cristiana la voluntad
de permanecer fiel al ideal evangélico. Pero hay
que señalar también que esta prolongada denuncia
fue, en el plano de lo práctico, ineficaz, y ello
a causa de la falta de competencia en el plano
técnico: hubiesen hecho falta unos recursos inte­
lectuales diferentes a los que se poseían, unos
instrumentos conceptuales mejor adaptados (el
antiguo adagio, tomado de Aristóteles, según el
cual «el dinero no era fructífero por sí mismo»,
¿qué podía hacer frente a las conquistas del ca-

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1

282 HENRI-IRENEE MARROU


i
pitalismo?), una conciencia más abierta a las es­
tructuras propias del orden económico.
Y así la cristiandad comenzó a descomponerse.
Incluso, lo más válido y santo que había consegui­
do elaborar, la teología escolástica, tendió a co­
rromperse: basta recordar el nominalismo deca­
dente, en cuya atmósfera se formó, o se deformó,
el joven Lutero, para advertir la gravedad de ese
proceso. Se estableció así un doloroso contraste
entre un ideal de la cristiandad, cada vez más
conscientemente desarrollado en el plano teórico,
y la realidad, que se negaba, cada vez con más
fuerza, a adaptarse a él.
Nunca ha sido la cristiandad tan claramente
concebida, como sistema nacional e institucional,
como lo fue a comienzos del siglo xiv, especial­
mente por los grandes teólogos neotomistas de
la orden de los Eremitas de San Agustín, aquellos
consejeros de Bonifacio V III que le ayudaron a
redactar la bula Unam Sanctam, a la que, antes
de que pasase un año, el atentado de Anagni, debía
oponer tan cruelmente el desmentido de la his­
toria. Un poco más tarde, en 1365, Andrea da
Firenze comenzó a pintar en Santa María Novella
los frescos de la Capilla de los Españoles; uno
de ellos plasma magníficamente el esquema ideal
de la cristiandad: a los lados de un edificio que
representa a la Iglesia aparecen, sentados en sus
tronos, el Papa y el Emperador, éste con una gran
espada, dispuesto a ponerse al servicio del poder
espiritual, y, junto con él, los príncipes, magis-
i

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 283

trados y jueces que lo flanquean; a la derecha


del Papa, cardenales, obispos, religiosos de todas
las órdenes y el pueblo cristiano; en los bordes
del fresco, una jauría de domini canes, de perros
del Señor, es decir, de dominicos: uno de ellos
refuta a los herejes, otro convierte a los judíos,
etcétera. ¡Qué bien ordenado está todo! Pero du­
rante esos mismos años de 1365-1370, se reaviva
la guerra de los Cien Años, el Imperio, con Car­
los IV , se repliega a Alemania, la unión con los
griegos fracasa, el Papado se divide entre Aviñón
y Roma, en Inglaterra, Wiclef y los lollardos se
levantan contra la ley de la Iglesia inaugurando
la serie de las herejías modernas... 1T.
¿Debemos afirmar, como conclusión, que la
cristiandad occidental ha sido, en suma, un fra­
caso? Lo es ciertamente, al menos con respecto
al ideal de civilización cristiana que había querido
realizar. Pero, para ser justos, hay que valorarla
a escala humana: todas las obras del hombre, y
entre ellas la más ambiciosa de todas, la civiliza­
ción, están destinadas al fracaso. No hay éxito
perfecto en la historia terrena, y esto no lo han
ignorado nunca los hombres de pensamiento pro­
fundo. Desarrollando una amarga reflexión de
Hamlet, Sainte-Beuve pudo escribir lo siguiente:

17 John Wiclef (1320-1384) fue un teólogo inglés que


defendió tesis parecidas a las que luego mantendría Lu-
tero; los lollardos son un movimiento continuador de sus
ideas, uniéndolas a planteamientos sociales, que tuvo
arraigo entre los campesinos ingleses hasta entrado el
siglo xv (N . del T.)

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284 HENRI-IRENEE MARROU

«En la realidad de las cosas, los sueños, los pro­


yectos, las esperanzas, se parecen, a mi juicio, a
un cuerpo de ejército convocado para, a la ma- '
ñaña, intentar atravesar un desfiladero repleto de
arqueros enemigos emboscados, invisibles e in­
evitables. Si, al llegar la noche de esa jornada
decisiva, el jefe de la tropa y algún batallón casi
deshecho consiguen llegar a la ciudad cercana
con algo parecido a una bandera, nos considera­
mos autorizados para hablar de triunfo...»

F racaso de tota c iv iliz a ció n

El análisis que hemos esbozado con respecto


a la Edad Media podría realizarse también con
relación a todos los demás casos de grandes civi­
lizaciones que nos proporciona la experiencia his­
tórica: todas han conocido, también, el fracaso;
todas han comenzado a descomponerse antes de
haber culminado; todas han sentido el peso de la
maldición pronunciada sobre la torre de Babel.
Una de las grandes lecciones que se desprenden
de este episodio bíblico es precisamente la de
advertirnos frente a la caducidad del esfuerzo
histórico. Toda gran civilización es una tentativa,
un intento de realizar hic et nutic, en la tierra y
en la historia temporal, una imagen, un ensayo,
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 285

un comienzo de la Ciudad de Dios, y, al mismo


tiempo, una tentación, en la que el hombre ter­
mina por caer casi siempre: la tentación de iden­
tificar el tipo y el antitipo, la ciudad terrena y la
Ciudad de Dios, como si el destino del hombre
pudiera cumplirse en esta tierra carnal, como si
su historia encontrase su culminación y su sentido
en la temporalidad. Toda ciudad terrena, hay que
proclamarlo aunque el análisis esté fuera de nues­
tro alcance, es una composición inestable de Je-
rusalén y de Babilonia, de la Ciudad de Dios y
de la ciudad del mal: perplexae quippe sunt istae
duae civitates.
Algunos se han escandalizado del valor peyora­
tivo que encierra con frecuencia, en la agitada
pluma de San Agustín, la expresión de civitas te­
rrena. Resulta evidente que, considerada en su
esencia, la «ciudad terrestre», la ciudad temporal,
no es una realidad condenable: es el marco nor­
mal en el que se desarrolla la condición humana,
creada por Dios, bendecida por El cuando dijo
«creced y multiplicaos, henchid la tierra y some­
tedla» (Gen 1, 28); es el terreno en el que hace­
mos fructificar los talentos que se nos han con­
fiado. Y no resulta difícil concebir un modelo
teórico de ciudad en la que reinarían la justicia,
el orden y la paz, ordinata concordia, pax tem­
poralis, una paz ordenada a la creación y a la
utilización de todos esos valores que constituyen
lo que llamamos hoy civilización o cultura, de
todos esos bienes adaptados a nuestra condición

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286 HENRI-IRENEE MARROU

terrena, bona huic vitae congrua, de esas realida­


des indispensables para nuestra vida temporal,
res huic vitae mortali necessariae. Esa es, al me­
nos, la enseñanza que se desprende claramente
del libro X IX de La Ciudad de Dios (ver, sobre
todo, los caps. 13, 14 y 17).
Sin embargo, hace falta añadir también que
eso no es más que una construcción de nuestra
mente, o, si se prefiere (y pronto señalaremos que
este «si se prefiere» implica una fuerte restric­
ción), un proyecto ideal que señala el fin hacia el
que debe tender nuestra acción: una descripción
como ésa no corresponde, en efecto, a nada de lo
que nos es dado como empíricamente observable,
ya sea en la experiencia personalmente vivida, ya
sea en la historia.
Si un proyecto así fuese de hecho realizable,
la acción temporal del hombre contribuiría direc­
tamente al progreso y al advenimiento de la Ciu­
dad de Dios, pues todo el bien que se realiza
—todo valor propiamente humano encierra un
componente de absoluto— es directamente recu­
perable y asumido de hecho en lo eterno. Pero
lo que existe realmente no es sólo la natura­
leza buena querida por el Creador: tenemos que
habérnoslas en la historia y en la vida con la na­
tura vitiata, con la naturaleza debilitada y defor­
mada por el pecado.
De hecho, comprobamos por todas partes la
presencia irreductible y multiforme del pecado y
del mal. Sólo durante breves instantes se identi­

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T EO LO G IA DE LA H IS T O R IA 287

fica, en la historia, la trayectoria trazada por la


acción humana con el itinerario ideal que lo ha­
bría conducido a Dios. Apelo, como testigos, a
todos aquellos que han conocido los avatares de
las guerras de liberación o de independencia: ¿no
han constatado en ellas esta doble y dolorosa ex­
periencia? El espíritu que las animaba iba enca­
minado en dirección al absoluto, su primera in­
tención era perfectamente pura: rechazo de una
alienación que había llegado a ser literalmente
insoportable, intolerable; reivindicación apasio­
nada de la dignidad humana personal y colectiva.
Pero todavía no se había conseguido la victoria
—pagada por tanto sufrimiento, tanta sangre y
tantas lágrimas— y ya comenzaba a corromperse,
mancillada por la violencia inútil o cruel, por la
ambición de los codiciosos, por los cálculos del
egoísmo... ¿Y qué decir de la victoria una vez
conseguida?
El hombre sucumbe ante la concupiscencia. En
las ciudades temporales, la justicia cede ante la
voluntad de poder; la paz no es más que el triunfo
de la fuerza; lo que se denomina con frecuencia
orden no está basado en la concordia y en el amor
y no es más que un «orden establecido». Cada
uno de los bienes o de los valores de esta tierra
—ya se denominen patria, arte o ciencia—, son
con frecuencia erigidos en fines últimos, xáXo;,
cuando en realidad deberían ser tratados sólo co­
mo fines intermediarios, oxottoc;, como un escalón
en el camino que lleva al hombre hacia Dios,
288 HENRI-IRENEE MARROU

como una realidad transparente a través de la


cual y por medio de la cual, el hombre alcanza
la última transcendencia. Y cuando esa altera­
ción de la jerarquía tiene lugar, esos bienes y esos
valores que han sido erróneamente considerados
como fines últimos se corrompen en su esencia
misma, no son más que caricaturas horrendas,
monstruosas, de lo que hubiesen podido ser en
nuestras manos.
No sería exacto achacar, demasiado alegremen­
te, esos juicios al pesimismo profesional del
historiador. La realidad es que el historiador
constata en las más diversas latitudes pecados
triunfantes, males que prevalecen sobre las fuer­
zas del bien: la ciudad terrestre, empíricamente
observable, no es más que una deformación de
esa prefiguración de la Ciudad de Dios que hu­
biese podido ser, y que, con frecuencia, ha deseado
ser. Volvemos a encontrar en la historia colectiva
la misma experiencia de fracaso que en la vida
personal en el plano moral: «quiero hacer el
bien, pero es el mal lo que acabo realizando»
(Rom 7, 21).
Para los hombres de mi generación, una visión
de la historia como la que he bosquejado no es
el resultado de una especulación exclusivamente
teórica, sino el fruto amargo de la experiencia:
hemos vivido lo suficiente como para saber algo
más que nuestros padres. La aportación de nues­
tra generación a la sabiduría común podría for­
mularse así: «Las civilizaciones sabemos ahora

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TEOLOGIA DE IA HI STORTA 289

por qué somos mortales» 1S. La verdad es que la


historia se nos aparece como un cementerio de
civilizaciones difuntas, o mejor, de civilizaciones
nacidas muertas, de desarrollos interrumpidos
apenas iniciados, de formas políticas, de estruc­
turas sociales, de culturas en estado embrionario
destruidas antes de haberse extendido, de situa­
ciones de madurez infieles a las promesas de la
juventud, de envejecimientos prematuros mons­
truosos del tejido social.
Toda gran civilización nos muestra un proceso
inacabado. En su inicio, se encuentra el dato bru­
to representado por el nivel al que ha llegado la
evolución natural de las técnicas, que, como ya
hemos visto, escapa en gran medida a la iniciativa,
o incluso al control, de los hombres. Un ideal, más
o menos inconscientemente al principio, pero des­
pués explícitamente formulado, intenta dominar
esas técnicas, modelarlas de acuerdo con el pro­
yecto que de él deriva, unificarlas en la medida
de lo posible. Pero esa unidad se revela como un
límite hacia el cual se tiende sin que nadie pueda
jamás enorgullecerse de haberlo alcanzado. La
hipótesis organicista que presenta a la civilización
como un todo en el que las partes son mutua­
mente dependientes no es más que una construc­
ción mental carente de base, aunque sea una ten­
tación sentida siempre por aquellos a quienes

18 Alusión al verso citado en pág. 30, modificándolo:


las civilizaciones nuestras no sólo saben que son morta­
les, sino por qué lo son. (N . d el T.)

TEOLOGIA, 19

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290 HENRI-IRENEE MARROU

repugna, por naturaleza y de forma visceral, lo


indefinido y lo múltiple, o, en términos casi equi­
valentes, lo que no alcanzamos a entender.
Lo que nos manifiesta la historia es, en realidad,
una cosa muy diferente: una civilización es un
ideal que no ha sido nunca plena ni totalmente
realizado; y del que cabe incluso decir que, mien­
tras más se avanza en el tiempo, más claramente
se observa un hiato creciente entre sus realizacio­
nes de hecho y el proyecto ideal que las élites
intelectuales van concibiendo, pues éstas no dejan
de perfeccionar y precisar la imagen ideal a lá
que aspiran, por mucho que la realidad se niegue
a encarnarla. Lo hemos comentado, en páginas
anteriores, respecto al caso del Occidente medie­
val^ el mismo fenómeno se encuentra en todos
los tlemás casos accesibles a nuestro conocimiento
del pasado: una civilización sigue siendo siempre
una empresa interrumpida, que comienza a des­
componerse antes incluso de haber tomado for­
ma. Es siempre, en su comienzo, un bonito sueño,
una noble empresa, pero a medida que la imagen
teórica se va precisando, se hace más claro el
hiato entre lo que los hombres querrían ser y lo
que en realidad han llegado a ser, hasta que, un
día, la distancia se hace demasiado grande y la
civilización da un traspié y, como el viejo, según
lo concibe Proust, vacila y se tambalea hasta ser
finalmente arrastrada por su ya largo pasado...
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 291

16

R oma y la E uropa l ib e r a l

No me arriesgaré, siguiendo las huellas de


Toynbee, a verificar esta ley en cada una de las
veintiuna (o cualquiera que sea el número) gran­
des civilizaciones catalogadas en nuestros libros
de historia* Recordaría solamente, además del de
la cristiandad medieval, el ejemplo de las otras
dos civilizaciones de las que tengo un cierto cono­
cimiento: el Imperio romano y la Europa moder­
na en la que estamos insertos.
Primero, Roma. No era, ciertamente, un sueño
despreciable el proyecto de recoger en una unidad
a la totalidad del mundo civilizado, de reunir en
una comunidad a todos los hombres, al menos
a aquellos que el mundo grecorromano conside­
raba verdaderamente tales. Y que, en realidad, pa­
ra identificar, como se hacía, al Imperio medite­
rráneo con el oixoüjiévYj —la tierra habitada por los
hombres dignos de ese nombre—, hacía falta ce­
rrar los ojos —primera mentira, fuente ya de
hipocresía— ante el incómodo vecino del otro
lado del Eufrates: el Imperio persa, que era, debe
dejarse constancia de ello, un estado altamente
civilizado, heredero, también él, de la gran empre­
sa de Alejandro.
Fecisti patriam diversis gentibus im am ..., hi-

TCOLOCIA, *

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292 HENRI-IRENEE MARROU

ciste, con pueblos diversos, una única patria, can­


ta el poeta. Roma había reunido en una patria
común a naciones que otrora habían sido enemi­
gas, y las había reunido no sometiéndolas al
dominio de un conquistador, sino al imperio del
Derecho: ...h is dantem iura Catonem, dándoles
Catón de Derecho. En todas partes el orden, la
paz, el bienestar: la «vida dichosa» era recono­
cida por todos —por muy diversas que fuesen, las
filosofías helenísticas se mostraban de acuerdo
con esto— como el valor s u p r e m o , la r a z ó n de
vivir, el ideal que había que alcanzar: y el Im­
perio se consideraba a sí mismo como al servicio
de ese fin. Un fin, dicho sea entre paréntesis, que
desde el punto de vista cristiano, nos parece hu­
mano, demasiado humano, pero que es capaz, no
obstante, de movilizar energías, de provocar entu­
siasmo.
¿Hace falta recordar de nuevo los pasajes fa­
mosos de ese Panegírico de Roma que el orador
Publio Elio Aristides pronunció el año 143 ante el
buen emperador Antonino? Todo el Imperio, sinto­
nizado como un coro cantando al unísono, sin una
falsa nota, como un instrumento bien afinado: «El
mundo entero parece estar en fiesta. Ha abando­
nado su antigua vestimenta de acero para entre­
garse con toda libertad a la belleza y a la alegría
de vivir. Todas las ciudades han renunciado a su
antigua rivalidad, o mejor, un mismo deseo las
anima a todas: el de parecer la más bella y la
más encantadora. Por todas partes, gimnasios,

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 293

fuentes, propileos, templos, talleres, escuelas...»


(Or., 26 K , 97).
Desgraciadamente eso no era cierto más que
para una minoría reducida —aquella de la que
Elio Aristides era el portavoz—, para una del­
gada capa en la cima de la estratificación social.
En esa civilización, predominantemente aristocrá­
tica y urbana, todos los bienes mencionados, que
no eran desde luego falsos, sino humanamente
muy reales, no estaban al alcance más que de
esos pocos: al margen permanecían la mayor par­
te de los esclavos, los pobres —esos humiliores
hacia los que el mismo Derecho comenzaba, en
esas fechas, a mostrarse riguroso—, las masas
rurales, en fin, las que, en la medida de su mayor
o menor lejanía física respecto a esos centros
civilizadores que eran las ciudades —exposiciones
permanentes de las ventajas de la paz romana—,
se encontraban, más o menos, inmovilizadas en
un nivel de cultura que no había progresado mu­
cho desde el período neolítico.
Por otra parte, más allá de las fronteras, sobre
los bárbaros, la influencia de la civilización ro­
mana no se ejercía más que de una forma parcial
y muy débil. Con una perfecta ingenuidad, aunque
con buena intención, Elio Aristides, al exaltar
la paz romana, nos muestra a Ares, el dios de las
armas, teniendo que limitarse a ejecutar ininte­
rrumpidamente su danza guerrera sobre las orillas
de los ríos-frontera —el Rhin, el Danubio, el Eufra­
tes—, lo que significa, hablando llanamente, que
294 HENRI-IRENEE MARROU

la guardia de los limes, de las fronteras, mantenía


alejados a los bárbaros. Pero llegará un día en el
que no será ya posible resistir su presión y enton­
ces vendrá la débâcle: el Occidente, ante el asalto
de ese proletariado exterior (para hablar como
Toynbee), se mostrará pasivo o cómplice. E l tes­
timonio de Salviano con respecto a la Galia del
siglo v tiene un tono similar al de San Gregorio
el Grande con respecto a Italia bajo la invasión
lombarda: muchos de los que sólo, bajo la civi­
lización imperial, habían conocido ante todo el
pesó agobiante de la presión fiscal, policial o so­
cial, se pasaron a los bárbaros. Sin duda alguna,
se pagaba un precio muy alto para obtener el
«bienestar» de unos pocos...
cbsas muy parecidas cabe decir pasando a ha­
blar del segundo caso que quería comentar: la
era liberal, la que, digamos, se extiende desde 1776
ó 1789 hasta 1914 (no me atrevería a avanzar más
allá de esa fecha), la que nuestros predecesores
gustaban de llamar «civilización», «mundo civili­
zado» por antonomasia. Que la filosofía del pro­
greso implicase ilusiones ingenuas es hoy cosa
evidente: los hombres, en las épocas a las que me
acabo de referir, creían muy poco en el pecado
original, y esa ignorancia deliberada de uno de
los elementos esenciales para todo análisis de la
condición humana, explica muchos de sus fraca­
sos, muchas de sus posturas falsas. Sin embargo,
no por ello han de menospreciarse las aspiracio­
nes que reflejaron en la declaración americana
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 295

de derechos o en la de la Asamblea Constituyente


francesa.
Sin duda, esa ideología, procedente del Aufklär­
ung, se desarrolló en contra de las superviven­
cias —algunas de ellas caducadas, otras au­
ténticamente válidas— de la Europa medieval y
cristiana, y el «liberalismo» fue, la mayor parte
de las veces, un rival peligroso para el cristianis­
mo, y durante más de un siglo, el adversario que
había que combatir en primer lugar. Malenten­
dido inevitable, dada la coyuntura; pero trágico
en más de un sentido. Hoy nos damos cuenta cla­
ramente de ello, enfrentados como estamos al
ateísmo mucho más radical de los estados tota­
litarios: en parte, la filosofía política de los pri­
meros revolucionarios no era más que un reflejo
de algunas verdades elementales que forman parte
del pensamiento cristiano.
La reivindicación apasionada de los derechos
del hombre, imprescriptibles e inalienables, des­
cansa, en definitiva, en el reconocimiento de la
noción fundamental de la persona humana, resul­
tado de una especial voluntad creadora y objeto
de un amor particular por parte de Dios. «Artículo
primero: los hombres nacen y permanecen libres
e iguales en derechos; las diferencias sociales no
pueden fundarse más que en la utilidad común»:
¿cómo no ver ahí un eco claro de la enseñanza de
los escolásticos sobre la prioridad del bien común?
La libertad concebida como resistencia a la opre­
sión, como rechazo de la injusticia y la afirmación

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296 HENRI-IRENEE MARROU

de la igualdad: ¿no puede verse ahí un reflejo del


estatuto fundamental de los hijos de Dios y la
proyección, en el plano civil, de la enseñanza
religiosa de San Pablo?: «Para Cristo, no hay
griegos, judíos o bárbaros, esclavos u hombres
libres, hombres o mujeres, pues todos no sois
más que uno» (Col 3, 28). Y , lógicamente, todo
eso debía traducirse en fraternidad...
No queremos, por otra parte, negar que esos
principios hayan animado, acá o allá, reformas
realmente eficaces, pero, dando paso al análisis
histórico, ¡qué diferencia entre el ideal y su apli­
cación...! No hace falta ser marxista para denun­
ciar la impostura de una libertad formal, de una
igualdad teórica, vacía de todo contenido verda­
dero por el poder omnímodo del dinero y por las
coacciones económicas y sociales. El liberalismo,
como teoría pretendidamente fundada sobre la
razón, y, como tal, universal, debería haber des­
arrollado la fraternidad entre los pueblos: su
reinado nos hace asistir, por el contrario, a la
exasperación de las diferencias nacionales, que
debía culminar enfrentando a los estados civili­
zados de Europa en ese suicidio que fueran las
guerras mundiales. En fin, la ingenua identifica­
ción entre cultura occidental y civilización expli­
ca la «buena conciencia» con la que las naciones
europeas desarrollaron su expansión colonial y,
en la que, bajo capa de pretextos humanitarios,
se acabó sometiendo al Tercer Mundo.
Aquí, la historia se une a nuestra experiencia

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 297

vivida. Podemos comprobar, si tenemos los ojos


bien abiertos, el hiato que se había ido estable»
ciendo entre los principios sagrados, «simples e
incontestables», en los que pretendía inspirarse
nuestra civilización, y lo que, de hecho, ésta ha
llegado a ser. Podemos medir la hipocresía incons­
ciente en la que se reposa la clase dirigente de
naciones ultradesarrolladas, de la que una de las
manifestaciones más llamativas es la Declaración
internacional de los Derechos del Hombre, adop­
tada por la Organización de las Naciones Unidas
el 10 de diciembre de 1948, que proclama solem­
nemente los principios del liberalismo en el mis­
mo momento en que se hace patente que, rene­
gando de los progresos parciales conseguidos en
el siglo xix, los hombres de nuestro tiempo se
niegan abiertamente a aplicarlos (la U .R .S.S. sta-
liniana, la Arabia de Ibn Saud y los racistas sud­
africanos tuvieron, por lo menos, la honradez
elemental de negarse a firmarlos). Citemos, por
ejemplo, el artículo V: «Nadie será sometido a
tortura ni a penas o tratamientos crueles, inhu­
manos o degradantes»: antes de que hubiésemos
oído hablar de la cruel expansión de la tortura en
la Unión Soviética o de nuestras propias guerras
coloniales, la literatura americana nos había en­
señado lo que significa la expresión «interrogato­
rio de tercer grado»: la renovación de ciertos
procedimientos inquisitoriales, la búsqueda de la
confesión como prueba decisiva, conducen a ello
inevitablemente.

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298 HENRI-IRENEE MARROU

17

T e o l o g ía de la l ib e r t a d

La roca de Sísifo, la tela de Penélope, la vasija


de las Danaides, todos esos mitos o imágenes de
la tradición clásica son como ecos de la maldición
bíblica de Babel. Esta amarga sabiduría ilustra
perfectamente lo que es en realidad la dura y de­
cepcionante labor de construir la civilización, ta­
rea siempre incabada, siempre necesitada de un
volver a emprender. Esa condición, que se des­
prende de la experiencia histórica, sería muy
amarga si no supiésemos, por otra vía, que la
verdadera historia se realiza invisiblemente a tra­
vés de esas vicisitudes, de esas tentativas, de esas
traiciones y de esos fracasos; si no supiésemos
que, a pesar de las apariencias, no se ha perdido
ningún esfuerzo, ningún sufrimiento de los hom­
bres, y que vendrá un día en que desaparecerán las
lágrimas de sus ojos y que todo lo que, durante
la historia, se realiza de positivo en el orden del
ser es conservado en las moradas eternas.
Al hombre de acción que se inquietase por nues­
tro aparente pesimismo y por el derrotismo que
tal vez pueda engendrar, habría que responderle,
en primer lugar, que es la verdad, y que toda ver­
dad es, por el hecho de serlo, liberadora. Después,
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 299

habría que decirle que la historia nos muestra


también a qué crueldades demenciales pueden
precipitarse, y se han precipitado de hecho, quie­
nes creían tener al alcance de la mano las llaves
de la ciudad perfecta: la utopía engendra la ‘tira­
nía y el terror. Y finalmente, y sobre todo, habría
que hacerle ver que el fervor de nuestra esperanza
no va ligado a los resultados empíricamente ob­
servables de nuestra acción, sino a la promesa
divina. El resurgimiento de la tortura —que cabe
constatar de hecho—, ¿nos impedirá luchar con­
tra ella con todas nuestras fuerzas? ¿No hay
acaso que decir más bien que debemos enfrentar­
nos con la coyuntura, con la situación que nos
ha sido dada en la historia por nuestra inserción
en la temporalidad? Los problemas están ahí,
presionando sobre nosotros; el mal, el sufrimien­
to, pueden crecer hasta el punto en que no puedan
soportarse más; hay que actuar, y, ¿qué será la
acción sino un esfuerzo por insertar en la ciudad
de los hombres algo de esos valores absolutos
que son la verdad, la justicia, la paz, la fraterni­
dad, el am or...?
Difícil oficio el de ser hombre. Percibir, al final
de un panorama que se prolonga hasta el infinito,
el valor que hay que alcanzar, es generalmente
fácil; resulta mucho más difícil acercarse a él,
hacer que nuestra obra se impregne de él. Y
aún, si no se tratase más que de luchar contra
la inercia de la condición humana, más que de
combatir en nosotros la infidelidad, la tibieza, el
300 HENRI-IRENEE MARROU

pecado... Pero la complejidad de la realidad sobre


la que tenemos que actuar es tal, que no resulta
fácil, que no es generalmente posible medir el
alcance exacto de una decisión, de un gesto, de
una empresa. Sin hablar de la ceguera, casi inevi­
table, a donde nos puede conducir la pasión, los
límites de nuestra información y de nuestra com­
petencia, que imponen a nuestros actos una orien­
tación particular que relativiza profundamente
nuestra búsqueda de lo absoluto.
Siguiendo a San Agustín, hemos señalado ya el
carácter irreductible que pueden tener las diver­
gencias de pareceres que dividen entre sí incluso
a los hombres de buena voluntad, cuando se trata
de resolver problemas concretos, ante los que cada
uno defiende aquellos valores reales que estima
especialmente comprometidos, mientras que pres­
ta menor atención a otros que considera menos
relevantes o que no alcanza a captar o compren­
der. Esas separaciones, especialmente dolorosas,
pueden oponer entre sí a los mismos cristianos,
fieles de una misma Iglesia, partícipes de la mis­
ma fe, pero que, situado cada uno en su posición
respectiva y limitada, no concuerda respecto al
juicio que, desde la común fe, puede emitirse so­
bre la acción práctica a emprender. De ahí esas
divisiones, esas luchas que no han cesado desde
los primeros siglos, con gran escándalo a veces
de los paganos o de los no creyentes.
Conviene, sin embargo, poner de manifiesto que
esas divisiones son consecuencia necesaria de la

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i
TEOLOGIA DE LA HISTORIA 301

condición presente del hombre. Se conceda el va­


lor que se conceda a nuestra enseñanza anterior
sobre la escatología incoativa, debemos siempre
y sobre todo, ser muy conscientes de que todavía
no hemos resucitado: todavía no ha llegado el
día en el que conoceremos como somos conocidos,
y, mientras tanto, nuestro conocimiento es siem­
pre imperfecto (1 Cor 13, 12). No se puede extraer
una línea política concreta del estudio de las
Santas Escrituras, ni se puede deducir analítica­
mente ningún programa social a partir de la ense­
ñanza de la teología: ¡sería demasiado cómodo!
Es útil meditar, más profundamente de lo hecho
hasta ahora, sobre la estrecha relación existente
entre el misterio de la historia y el misterio de
nuestra libertad. El Creador ha querido dotar al
hombre de este atributo esencial —la libertad—
del que dependen nuestra honra y nuestra gran­
deza. La fe no nos exime de ese peso, a veces
terrible, que es la libertad. La revelación y la ense­
ñanza de la Iglesia nos dan a conocer el fin su­
premo, al que deben dirigirse todas nuestras ac­
ciones, toda nuestra vida, y algunos principios
generales que, por sí solos, no bastan, normal­
mente, para regular todos los aspectos de nuestro
comportamiento práctico. Debemos, ciertamente,
ante todo, formar nuestra conciencia con respecto
a las dimensiones morales, pero, una vez clarifi­
cado este punto, le corresponde a nuestra libertad
decidir sobre el conjunto de la acción y actuar
en consecuencia. A este nivel, la elección se efec­

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302 HENRI-IRENEE MARROU

túa, muchas veces, en una atmósfera trágica, co­


mo en una noche tenebrosa iluminada fugazmente
por resplandores venidos de diversos puntos del
horizonte. El hombre, situado a menudo en con­
diciones extremadamente complejas, se desgarra
entre llamadas contradictorias que lo reclaman
con igual insistencia; para decidir, debe acudir
a todos los recursos de la razón, de la cultura, y
valorar al máximo las riquezas de la naturaleza
humana, y, armado con todo ello, lanzarse a la
acción. El cristiano, por su parte, sabe además
que no cuenta sólo con sus propias fuerzas: sabe
que cuenta con la ayuda de la gracia y puede con­
fiar en el Espíritu Santo y su don de consejo.
Pero, cualesquiera que sean nuestros esfuerzos
y los dones que nos sean dados, el resultado de
nuestra acción implicará, inevitablemente, un por­
centaje más o menos grande de fracaso, y eso tan­
to respecto a las acciones personales o a las co­
lectivas, a escala de una entera civilización: la
curva de los resultados de la acción se separa
siempre de la tangente con la que hubiésemos
querido que llegara a confundirse. Esos fracasos,
en cuanto tales, son siempre dolorosamente sen­
tidos, y con especial profundidad por quienes se
sitúan en un plano sobrenatural, pues advierten
que ese bien no conseguido aumenta el pasivo
que debe ser rescatado. Pero ningún fracaso, sea
cual sea, que pueda experimentarse a lo largo de
la aventura temporal, debe llevarnos a caer en esa
desesperación que amenaza al alma pagana cuan­

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TEOLOGIA DE LA HISTORIA 303

do ve agotados sus recursos; nuestra esperanza


tiene un alcance mucho más grande. Las institu­
ciones que podamos crear serán siempre imper­
fectas o am biguas, las civilizaciones a las que
demos vida serán incompletas y m ortales. Dios
no nos ha prometido nunca que llegaríamos a
conseguir una ordenación perfecta de la ciudad
terrestre (resulta conveniente recordar que la or­
todoxia rechazó, como ilusoria, la esperanza mile-
narista: es decir, la esperanza de un reino de
justos, presididos por Cristo, en esta tierra carnal
y en este tiempo de la historia): es incluso lo
contrario de lo que debe esperarse, como ya he­
mos comentado, haciendo referencia al lenguaje
y a las imágenes de los que se sirven los profetas
inspirados para hablar de la escatología. «Que
nadie —nos dice San Agustín— se prometa lo que
el Evangelio no prom ete... Nuestras Santas Escri­
turas no nos anuncian más, para este tiempo,
hoc saeculo, que pruebas, tormentos, desgracias,
sufrim ientos y tentaciones» (Enárr. Ps. 39, 28).
Pero, a lo largo de nuestro m editar, hemos
aprendido que la verdadera historia, la que tiene
un sentido, no culm ina en el espacio-tiempo empí­
ricamente observable: «no tenemos aquí abajo
ciudad permanente, pero estamos en camino ha­
cia la que debe venir» (Heb 13, 14). La profundi-
zación en la experiencia dolorosa de los fracasos
humanos debe, pues, hacer más honda en nos­
otros la im paciencia ante los lím ites. Si no somos
capaces de superar las ilusiones falsas que surgen,
304 HENRI-IRENEE MARROU

como espontáneamente, en los momentos fugaces


y engañosos, de prosperidad, no podremos nunca
adoptar la posición debida ante la ciudad terrena,
sintiéndonos a gusto en ella. Su fracaso, su im­
perfección radical, el carácter ilusorio de sus
triunfos, pasajeros y, en cualquier caso, siempre
parciales, todo ello nos hace sentir que «nuestra
(verdadera) ciudadanía es la de la ciudad celeste,
de donde esperamos ardientemente como salvador
al Señor Jesucristo, que transfigurará nuestro
cuerpo de miseria para adaptarlo a su cuerpo de
gloria con esa fuerza que posee para someter a Sí
todo el universo» (Philp 3, 20).
Fiel a la tradición de las primeras generaciones
cristianas, San Agustín nos alienta «a amar y de-
sez^r el retomo del Salvador» (Ep., 199, 1 [1], 5
[14]). La teología de la historia desemboca así
en una espiritualidad de Máraná thá, del «Ven,
Señor*. «Sí, ven, Señor Jesús. Y que la gracia del
Señor Jesús sea con todos»: con estos dos versícu­
los se acaba la Escritura (Apc 22, 20-21).
INDICE

Paginas

Pr e se n t a c ió n ................................................................................... 9

PRIMERA PARTE
1. Sentido de la historia.......................................... 25
2. Un individualismo superado ............................ 34
3. Atrofia de la escatologia..................................... 39
4. La verdadera historia.......................................... 43
5. Una teología profanada.................... 48
6. Tríptico de la historia......................................... 54
7. El tiempo de la Iglesia...................................... 61
8. Duración de la espera.......................................... 67
9. El Cuerpo de Cristo ............................................ 72
10. Progreso verdadero y falso progreso.............. 75
11. Las dos ciudades.................................................... 82
12. Ambivalencia de la historia............................... 88
13. Misterio de la historia........................................ 99
14. Una historia clerical.............................................. 101
15. El cráneo de Holbein.......................................... 106
16. La historia invisible.............................................. 112
17. P erp lexa e q u ip p e s u n t ......................................... 117
18. Nuestro corazón dividido................................... 125
19. El tiempo m usical................................................ 130
20. U n m itte lb a r zu G o t t .............................................. 134
21. La Iglesia del C ielo ............................................... 142
22. Escatologia incoada............................................. 144
23. Notas del tiempo presente................................ 155
24. Sacerdocio re a l...................................................... 162
25. Sal de la tierra...................................................... 166
26. Deberes de una minoría..................................... 172
SEGUNDA PARTE
Paginas

1. Rogar por el advenimiento del Reino ......... 181


2. Fe y «religión»....................................................... 186
3. Ciudadanos del cielo y de la tierra............... 190
4. Límites del escatologismo................................. 197
5. Nuestra jornada terrestre................................. 205
6. Técnica y absoluto ................................................. 209
7. Jerarquía de las técnicas.................................... 224
8. La noción de u su s................................................. 229
9. Ciudad camal y Ciudad de D ios..................... 235
10. La acción y su ambigüedad................................ 241
11. La civilización cristiana...................................... 249
12. La Edad Media: su grandeza........................... 262
13. La Edad Media: sus límites ............................ 269
14. Ciudad cristiana y Reino de D ios.................... 279
15. Fracaso de toda civilización............................... 284
16. Roma y la Europa liberal................................. 291
17. Teología *de la libertad....................................... 298
E s t e l ib r o , pu b lica d o po r E d ic io n e s
R ia l p , S. A., P rec ia d o s , 34, M a d r id ,
SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN LOS
TALLERES DE INDUSTRIAS GRÁFICAS E S ­
PAÑA, S. L., C om andante Z o r it a , 48.
M adrid , el 1 de s e p t ie m b r e de 1978.
H e n ri-lré n é e M a rro u , n a cid o en 1904, fu e ca-
te d rá tic o de H is to ria del C ris tia n is m o , en La Sor-

r
bona, h asta el m o m en to de su m u erte, en abril
de 1977. Su t e s is d o c to ra l, San A g u s tín y el fin
de la c u ltu ra a n tig u a , s e p u b licó en 1937; H is to ria
de la e d u c a c ió n en la a n tig ü e d a d (1938) e s título
fu n d a m en ta l en su obra, jalon ada por n u m e ro s o s
e n s a y o s (D e la c o n n a is s a n c e h is to r iq u e , 1935)
y m o n o g ra fía s, e d ic io n e s c r ític a s , c o la b o ra c io ­
n es en g ra n d e s o b ra s y re v is ta s , e tc. En 1976
p u b licó P a trís tic a y h u m a n is m o , y p o stu m a m e n ­
te a p a re c ió su e n sa y o ¿ D e c a d e n c ia ro m a n a o a n ­
tig ü e d a d ta rd ía ? , de p ró xim a p u b lica c ió n en c a s ­
tella n o .
T e o lo g ía de la H is to ria tie n e c o m o o b je tivo
d ire c to la re c u p e ra c ió n de la v is ió n c ris tia n a de
la h isto ria . M a rro u , en o p o s ic ió n a la fe ingenua
en el p ro g re s o , y al en g a ñ ad or o p tim ism o de H e ­
g e l, q u ie re re c o rd a r que la h isto ria , el e n te ro
a c o n te c e r de s u c e s o s y g e n e ra c io n e s , tie n e un
se n tid o fin al ú n ico : la « e d ific a c ió n de la C iu d a d
de D ios» , se g ú n lo s té rm in o s a g u s tin ia n o s .

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