Trabajo Dotrinas - Matrimonio
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EL MATRIMONIO COMO
ACTO JURIDICO.
TEORÍAS Y DOCTRINAS
PUCALLPA - UCAYALI
2015
INTRODUCCION
Para la Teoría Civil el matrimonio es un contrato especial. Para esta teoría prima
los caracteres de índole personal, los cuales, inclusive, permiten disolverlo bajo sanción
de autoridad.
La palabra Matrimonio, puede tener tres significados diferentes, de los cuales sólo dos
tienen interés desde el punto de vista jurídico. En un Primer sentido, MATRIMONIO ES
EL ACTO DE CELEBRACION; en un segundo ES EL ESTADO QUE PARA LOS CONTRAYENTES
DERIVA DE ESE ACTO; y, el tercero, ES LA PAREJA FORMADA POR LOS CONYUGES, Las
significaciones jurídicas, son las dos primeras, que han recibido en la doctrina francesa
las denominaciones de matrimonio fuente (o matrimonio acto), y matrimonio estado,
respectivamente. Matrimonio fuente es, pues, el acto jurídico que tiene por objeto
establecer la relación jurídica matrimonial, Matrimonio estado es la situación jurídica
que para los cónyuges deriva del acto de celebración.
Una vez celebrado el matrimonio a través del acto jurídico, en el que deben coexistir las
condiciones exigidas a las personas de los contrayentes, al consentimiento, y demás
solemnidades que establece la ley para garantizar la regularidad del acto y el control de
la legalidad que ejerce el encargado del Registro Civil, se inicia el desenvolvimiento de
la relación jurídica matrimonial.
Las palabras anteriores fueron más tarde recogidas por Las Partidas.
De esta forma, el c. 1055 recoge las enseñanzas del Vaticano II, recogiéndose en
su definición de matrimonio y de forma amplia la concepción personalista de dicha
institución al destacar como objeto esencial el consorcio de toda la vida. En suma, se
define el matrimonio como “la alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer
constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural
al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole”.
II. TEORIAS Y/O DOCTRINAS SOBRE EL MATRIMONIO
Existe una polémica doctrinal acerca de cuál sea la naturaleza jurídica del
matrimonio, esto es, acerca de su consideración como contrato o como institución.
Para el Derecho Canónico, el acto de celebración del matrimonio es, a la vez que
sacramente e inseparablemente de él cuando se contrae entre bautizados, un contrato.
Esta concepción no niega que, luego de la celebración del matrimonio, los deberes y
derechos que apuntan a la satisfacción de los fines de la unión conyugal, no están
librados a la autonomía privada como en un contrato civil cualquiera; lo que pretende
es rescatar lo esencial del acto jurídico matrimonial: la libre voluntad de hombre y mujer
que resuelven contraer matrimonio sin que a ese momento arriben por designio de
terceros. Esta concepción destaca la función esencial de la libre y plena voluntad de los
contrayentes que constituye el vínculo.
1
V. exhortación apostólica cit., especialmente núm. 13
2
alocución de Pablo VI de 9 de febrero de 1976
En cuanto a la consideración del matrimonio como una relación interpersonal,
viene a ser una forma de realzar el carácter intersubjetivo que ostenta, como
toda relación jurídica, el vínculo conyugal por cuanto éste, a diferencia de otras
relaciones jurídicas, produce la unión de sus personas en cuerpo y alma. En el pacto
conyugal, los contrayentes se entregan y aceptan en cuanto personas (es decir, como
sujetos de deberes y de derechos, dotados de libertad, responsabilidad y
perfectabilidad, así como de un destino irrepetible y que rechazan toda
instrumentalización, servidumbre o cosificación) sin que este valor personal pueda
quedar desterrado de su unión. Sin embargo, también aquí se debe eludir el riesgo de
incurrir en un perfeccionismo vital (próximo a la doctrina especiosa que propugna la
consumación del matrimonio en el sentido existencial o religioso a lo largo de un tracto
más o menos prolongado de la vida matrimonial y que, como es obvio, dista un paso de
admitir el «matrimonio experimental» o «a prueba»), cual ocurriría si se exigiera a los
esposos unas dotes mentales, afectivas y en general psíquicas que les habilitaran para
unas cotas de enriquecimiento mutuo inasequibles a la generalidad de los humanos.
Semejante concepción elitista del matrimonio sería contraria al generalizado «ius
connubii», atribuible, en principio, a todo ser humano y a la taxativa enumeración de
las incapacidades para contraer.
El Concilio de Trento, por su parte, se limitó a decir que la Iglesia podía regular
los impedimentos dirimentes, pero no dijo que la Iglesia tenía la competencia exclusiva
sobre el matrimonio.
SAN AGUSTÍN justificará el matrimonio por los tres beneficios que reporta: el bien de la
concubinato. La Escolástica desarrollará entre los s. XI-XVI la idea del matrimonio como
En el s. XX, entre las aportaciones habidas, destaca la desaparición del matrimonio por
Puesto que esta ordenación concierne al matrimonio «por su misma índole natural»
podemos deducir: 1.º Que esta ordenación a sus fines específicos emana de la propia
naturaleza del matrimonio por lo que, de una parte, se trata de una exigencia objetiva
que ni los interesados ni el ordenamiento positivo pueden alterar y, de otra parte, se
trata de un postulado de Derecho natural cuyo origen está en Dios autor de la creación
y de la naturaleza creada. 2.º Esta ordenación esencial, para que no quede en plano
puramente ilusorio, debe afectar no sólo al matrimonio en abstracto, sino a
todo matrimonio en concreto. 3.º La verificación de esta ordenación objetiva en
cada matrimonio singular debe tener lugar en sus principios o en cuanto tal ordenación,
sin que sea necesaria la realización o logro efectivo de los fines, con tal de que no exista
una circunstancia objetiva que impida dicha ordenación y de que no exista, por parte de
los contrayentes, una intención «desordenadora» que desnaturalice la unión conyugal.
Sin que se haya de atribuir ninguna relevancia al orden con que el legislador expresa
los fines a los que se ordena la unión conyugal, el primero es el bien de los cónyuges. Ni
el Código ni el Concilio Vaticano II han expresado en qué consiste el bien de los cónyuges
al que está destinado el matrimonio. En la doctrina conciliar encontramos algunas
alusiones: «Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado de bienes y fines varios»;
«marido y mujer se ayudan y se sostienen mutuamente»; «los hijos, como miembros de
la familia, contribuyen a la santificación de sus padres»; «este amor por ser una acto
eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el afecto de la voluntad,
abarca el bien de toda la persona»; «los hijos son don excelentísimo del matrimonio y
contribuyen fundamentalmente al bien de sus mismos padres»3.
3
Constitución pastoral cit., núms. 48-50
Por otra parte, se ha de entender que el Código vigente ha querido incorporar a
esta finalidad del «bien de los cónyuges» las finalidades parciales designadas en el
Código anterior, con las locuciones «muta ayuda» y «remedio de la concupiscencia». El
primer concepto, si bien de suyo significa el auxilio que pueda prestar el uno ante la
necesidad o indigencia, de cualquier clase, del otro debe alcanzar también a las
actividades y proyectos que puedan emprender en común para el
mutuo enriquecimiento. El segundo concepto se refiere a la unión de los esposos en
orden de la naturaleza por cuanto son seres sexuados y por lo mismo capaces de
transmitir la vida, y puesto que esta capacidad está estimulada por la naturaleza en
forma de instinto sexual, el matrimonio hace posible la sedación del instinto sin
contravenir las leyes de la moral. Como dice el Concilio: «Un tal amor, asociando a la vez
lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don mutuo y libre de sí mismos,
comprobado por sentimientos y actos de ternura, impregna toda la vida; más aún, crece
y se perfecciona. Supera con mucho la inclinación puramente erótica, que cultivada con
egoísmo se desvanece rápida y lamentablemente. Este amor tiene su manera propia de
expresarse y realizarse. En consecuencia, los actos con los que los esposos se unen
íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y efectuados de manera
verdaderamente humana significan y favorecen el don recíproco, con el que se
enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud» (Constitución pastoral cit.
núm. 49). Debe advertirse que esta ponderación de los actos propios de la vida conyugal
no les priva de su necesaria apertura a la generación. Baste consignar una
lapidaria afirmación del mismo Concilio: «No es lícito a los hijos de la Iglesia ir por
caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina, reprueba sobre la regulación de la
natalidad»4.
En síntesis, el bien de los cónyuges comprende todo aquello que puede redundar en
favor del enriquecimiento, desarrollo o perfección de los esposos tanto en la línea de su
sexualidad o conyugalidad como en la línea de su entidad personal en los diversos
aspectos susceptibles de aquella perfección, desde el material o económico hasta el
sobrenatural. Salta a la vista que aunque se trata de un verdadero fin (puesto que la
4
lug. cit., núm. 51
mutua perfección y colaboraciones un resultado que se va obteniendo en el decurso de
la vida conyugal) es una finalidad de carácter inmanente en cuanto que permanece y
revierte sobre los propios cónyuges y dentro de la unión conyugal, sin perjuicio de que
pueda trascender como testimonio, ejemplo o estímulo en favor de terceras personas
y, por supuesto, en favor de los hijos.
Por estar dotado el hombre de una dignidad especial, realzada por su condición de
hijo de Dios, la transmisión personalizada de la vida no puede limitarse a la donación de
la existencia, sino a la tradición o transmisión de su patrimonio espiritual (cultura,
lengua, condiciones materiales de existencia, bienes y religión) y, por otra parte,
comporta la obligación de contribuir en forma decisiva e insustituible
al desarrollo completo o integral del nuevo ser, en que consiste, la educación (c. 793-
795). Ahora bien, el matrimonio es el clímax más adecuado para que los progenitores
presten esta «atención» al desarrollo del hijo y para que ambos colaboren asiduamente
en la labor educativa. En certera síntesis, Pío XI: «El mismo Creador lo enseñó así cuando
al instituir el matrimonio en el paraíso dijo a nuestros primeros padres y en ellos a todos
los futuros cónyuges: Creced y multiplicaos y llenad la tierra (Gen. 1.28)». Y por lo que
respecta a la educación: «Porque insuficientemente hubiera provisto Dios sapientísimo
a los hijos, más aún, a todo el género humano, si no hubiese encomendado el derecho y
la obligación de educar a quienes dio el derecho y la potestad de engendrar»5.
El Concilio Vaticano II, sin pretender establecer una jerarquía de fines, los presenta
en relación armónica. Si alguno destaca es la cooperación de los esposos a la obra del
Creador. «Por su índole natural, la misma institución del matrimonio y el amor conyugal
están ordenados a la procreación y educación de la prole con las que se ciñe como con
su propia Corona»6. « El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia
naturaleza a la procreación y educación de los hijos. Por tanto, el auténtico ejercicio del
amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar, que nace de aquél, sin dejar de
lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar
valerosamente con el amor del Creador y Salvador, quien por medio de ellos aumenta y
enriquece su propia familia»7 . «El matrimonio no es solamente para la procreación, sino
que la naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole
requieren que el amor mutuo entre los esposos mismos se manifieste ordenadamente,
progrese y vaya madurando. Por eso, si la descendencia, tan deseada a veces, faltare,
5
Encíclica «Casti Connubi» cit., núms. 9 y 13
6 Constitución pastoral cit., núm. 48
7
Constitución pastoral cit., núm. 50.1
sigue en pie el matrimonio, como intimidad y participación de la vida toda, y conserva
su valor fundamental y su indisolubilidad»8.
Propiedades esenciales.
«las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad,
que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del
sacramento». Se trata de características o cualidades que, sin ser constitutivas de su
esencia, dimanan directamente de ella. A diferencia de los elementos constitutivos,
no determinan el ser o la identificación del instituto matrimonial, pero le siguen tan
de cerca («prope», al lado de) que el mismo concepto de matrimonio reclama o
postula esas dos características. En efecto, si el matrimonio consiste en una unión o
conjunción de personas en una vida plena, para que esa unión pueda considerarse
plena y completa, además de estar ordenada a sus fines específicos, debe revestir
los atributos de unidad y la indisolubilidad.
8
Constitución pastoral cit., núm. 50.3
9
V. matrimonio canónico: disolución
decir, tanto la unión del varón con varias esposas (poliandria) como la unión de una
mujer con varios esposos (poliginia). Si el matrimonio es una unión, exige la unidad o
unicidad. Es el sentido profundo del precepto bíblico: «serán dos en una sola carne»
(Gen. 2,23; Mt. 19,6; Mc. 10,9, etc.). Se entiende que la poligamia, como la
promiscuidad sexual, se opone a la ordenación del matrimonio a sus propios fines,
tanto al fin perfectivo o personalista cuanto al fin generativo-educador. Según Juan
Pablo II: «Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que
existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los
esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son [...].
Semejante unión queda radicalmente contradicha por la poligamia; ésta, en efecto,
niega directamente el designio de Dios tal como es revelado desde los orígenes,
porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el
matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo»10.
10
Exhortación Apostólica «Familiaris Consortio», de 22 de noviembre de 1981, núm. 19
11
Constitución pastoral cit., núm. 48
12
Alocución de 13 de diciembre de 1961
del Concilio Vaticano II, consignaremos la siguiente: «Este amor, ratificado por el
mutuo compromiso y sobre todo por el sacramento de Cristo, resulta
insdisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad, y
por lo tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio». Según Juan Pablo II:
«Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza la indisolubilidad del
matrimonio»13.
13
Exhortación cit., núm. 20,2
2.2. TEORÍA INSTITUCIONALISTA.
«La ley -escribe- nunca es el comienzo del Derecho: es, por el contrario, un
añadido al Derecho preexistente (...) o una modificación de aquel». El legislador por
tanto no es el creador del Derecho en sentido pleno.
Maurice Hauriou, constitucionalista francés. Este, altera la construcción de Romano en
tres direcciones. Por una parte introduce una discutible ontología de objetos jurídicos,
distinguiendo entre instituciones-personas e instituciones cosas.
Del institucionalismo "clásico" existen por tanto tres versiones, dos por así
decirlo-legítimas, y una más o menos"ilegítima", cuya atribución al específico ámbito
institucionalista es controvertida. Las primeras dos versiones, las "legítimas", son una
francesa y otra italiana, representadas respectivamente por la obra de Maurice Hauriou
y de Santi Romano. La tercera versión, la "ilegítima", es germana, y está representada
en primer lugar por la obra de autores moderadamente autoritarios como Rudolf Smend
y Eric Voegelin, pero sobre todo por la teoría constitucional de Carl Schmitt,
particularmente en el período que va de los inicios de los años Treinta a la mitad de los
años Cuarenta y que fue bautizada también como konkretes Ordnungsdenken (teoría
del orden concreto). Puede ser significativo, y es sugerente, el hecho de que todos los
autores mencionados sean estudiosos de Derecho público y constitucional. Es posible
entonces que el institucionalismo sea una respuesta a cuestiones que se sienten más
urgentes en el ámbito del Derecho público, como por ejemplo la exigencia de la
integración de los individuos en estructuras colectivas, la estabilidad de las relaciones
intersubjetivas, y la necesidad de legitimidad de la autoridad política.
Ota Weinberger y Neil MacCormick, que parte no del antiformalismo, sino más
bien del lenguaje ordinario y de la idea de los "hechos institucionales". La diferencia
fundamental de este segundo institucionalismo respecto al primero es sobre todo la
recuperación y la utilización plena de la noción de norma.