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El Inevitable Fracaso de Los Intelectuales Metidos en Política

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El inevitable fracaso de los intelectuales

metidos en política
Publicado por Javier Bilbao

Boecio y la filosofía, por Mattia Preti, siglo XVII.

Mientras leía vuestra carta conseguía olvidar mi infeliz estado, y me parecía volver a aquellos
manejos en los que en vano invertí tantas fatigas y tiempo. (Nicolás Maquiavelo, 29 de abril
de 1513)

El esquema parece repetirse una y otra vez a lo largo de la historia: alguien movido por la
ambición personal o por el deseo de ver hechas realidad las ideas sobre las que ha teorizado
se mete en la arena política, gracias a su talento logra ascender en la jerarquía, aproximándose
cada vez más a ese poder que tanto ansía y le deslumbra, hasta que cual Ícaro ascendiendo al
Sol o polilla que se acerca demasiado a la bombilla termina siendo achicharrado sin piedad.
Entonces, derrotado políticamente, renegado por sus antiguos aliados, expulsado de su cargo,
partido, ciudad o país, encarcelado o hasta condenado a muerte, recapacita en sus últimos
días sobre qué es lo que ha fallado, qué hubiera cambiado de tener una segunda oportunidad
o incluso sobre qué sentido tiene todo: la política, el poder, los ideales, la libertad, la vida
misma. Podría decirse que una parte considerable de la literatura, teoría política y filosofía
occidental son los restos de una larga serie de naufragios personales. ¿Por qué? ¿Cuánto hay
de causa o de consecuencia? ¿Fracasaron como políticos por pensar demasiado o fue ese
fiasco el que los dejó meditabundos? Decía Eurípides que los sabios tienen dos lenguas, con
una dicen la verdad y con la otra lo que conviene a cada momento, ¿acaso les sobraba una de
las dos para medrar en la política? Quizá un breve repaso de alguno de los nombres más
significativos nos ayude a entenderlo.

El fundador de esta larga dinastía de pensadores caídos en desgracia tras acercarse al poder
fue, naturalmente, Platón. Pionero en este como en tantos otros campos, podría decirse que
su experiencia política en Siracusa es una idea platónica al respecto de la que las posteriores
son una pálida sombra, lo que seguramente le habría encantado. En el año 387 a.C. visitó por
primera vez a esta ciudad situada en la isla de Sicilia, un viaje que repetiría más adelante en
otras dos ocasiones. Su pretensión era hacer del tirano que gobernaba allí, Dionisio, un
gobernante-filósofo a la manera en que teorizó en su obra La República. Pero el alumno le
salió díscolo: no sabemos si porque no le entendió, o porque le entendió demasiado bien,
terminaría desterrándolo y vendiéndolo como esclavo en una ciudad vecina. Posteriormente
lo intentaría de nuevo con su hijo y sucesor en el poder, Dionisio II, y nuevamente terminaría
decepcionado. Su sociedad utópica era perfecta en todos los aspectos salvo en el pequeño
detalle de que resultaba irrealizable en la práctica, pero al menos su intento de hacerla
realidad no le costó la vida.

Tres grandes pensadores romanos como Cicerón, Séneca y Boecio no tuvieron esa suerte.
El primero fue un jurista, filósofo y, ante todo, excepcional orador, que dejó para la
posteridad una serie de discursos en torno a la amistad, los dioses, la política… Empleó a
fondo su elocuencia para defender la república y granjearse poderosos enemigos que le
llevaron en cierto momento de su vida a decir «estoy profundamente arrepentido de vivir,
nadie ha sido jamás víctima de una calamidad tan grande; para nadie ha sido más deseable la
muerte». Terminó exiliado en su residencia de Tusculum dedicándose a la escritura pero la
llegada al poder en el 43 a. C. de Marco Antonio —contra el que había dedicado inspirados
discursos— supuso su final de una de las peores maneras imaginables: le cortaron la cabeza
y las manos, que fueron exhibidas públicamente en Roma.

Y no decimos la peor porque ahí está el caso de Séneca. Otro destacado filósofo que alcanzó
un gran poder en el Senado romano, por lo que estuvo a punto de ser condenado a muerte por
el emperador Calígula y luego por Claudio, aunque este último conmutó la pena por el
destierro a Córcega. Fue allí donde nuestro pensador escribiría algunas de las obras que le
dieron la inmortalidad. Tras ocho años de exilio regresó a la política convirtiéndose en el
tutor y consejero de Nerón (y gobernante de facto del imperio), pero viendo que al
emperador su presencia cada vez le resultaba más molesta, Séneca terminó retirándose de la
vida pública. Momento que de nuevo le serviría de inspiración literaria, hasta que de todas
maneras Nerón terminó ordenando su muerte, cría cuervos… Como buen romano, Séneca
prefirió entonces el suicidio cortándose las venas primero, bebiendo cicuta después sin lograr
que hiciera efecto y tomando un baño caliente en el que finalmente le llegaría la muerte.
La muerte de Séneca, por Manuel Dominguez Sánchez.

El tercero en desgracia fue Boecio. Nacido en Roma en el año 480, su ascenso político fue
fulgurante: llegó a ser senador a los veinticinco, cónsul a los treinta, y apenas una década
después consejero del rey Teodorico el Grande, un cargo en el que tuvo un considerable
poder político y que le permitió atribuir sendos cargos de cónsules para sus hijos. Pero ese
mismo rey terminó enviándolo a prisión bajo la acusación de conspiración. Había llegado a
lo más alto con presteza y ahora de forma aún más rápida lo había perdido todo ¿Cómo había
sido tal cosa posible? En sus largos meses de soledad en la celda, mientras esperaba el
momento de su ejecución, pensó en ello obsesivamente hasta darle forma en un libro que le
sobreviviría, Consolación de la filosofía. Escrito de acuerdo a los cánones romanos de las
consolaciones y a modo de libro de memorias, de especulación filosófica y teológica, narra
en él su desgracia («yo que en mis mocedades componía hermosos versos, cuando todo a mi
alrededor parecía sonreír, hoy me veo sumido en llanto, y ¡triste de mí!, solo puedo entonar
estrofas de dolor») y llega a la conclusión de que hay que sobrellevar los vaivenes de la vida
con estoicismo, pues la diosa Fortuna es caprichosa:

Hago girar con rapidez mi rueda, y entonces me deleita ver cómo sube lo que estaba abajo y
se baja lo que estaba en alto. Súbete a ella, si quieres, pero a condición de que cuando la ley
de mi juego lo prescriba, no consideres injusto el que te haga bajar.

Así le habla cuando se aparece ante sus ojos en prisión, creando una imagen que arraigaría
con firmeza en la cultura europea durante los siglos posteriores, como ya vimos aquí. Se
diría a la luz de los ejemplos que estamos viendo que esta diosa generosa y cruel juega con
todos nosotros, aunque parece tener especial predilección por aquellos que se lanzaron al
ruedo político.
Otro autor que influiría considerablemente en el imaginario occidental fue Dante Alighieri.
Nació en torno a 1265 y desde joven estuvo inmerso en las intrigas políticas que dividían a
los florentinos primero entre güelfos (partidarios del Pontificado) y gibelinos (partidarios del
Sacro Imperio Romano Germánico) y —una vez fueron derrotados los segundos— entre
güelfos blancos y negros. Inicialmente la diosa Fortuna lo hizo ascender a un alto cargo como
magistrado y embajador de la ciudad pero en el año 1302 se deleitó en hacerlo caer
estrepitosamente: los equilibrios políticos que le habían beneficiado dieron un brusco giro y
junto a otros seiscientos güelfos blancos fue condenado al exilio para el resto de su vida. Su
caída en desgracia y su resentimiento hacia quienes le traicionaron fueron sin embargo muy
inspiradoras para su faceta de escritor, pues apenas dos años después comenzó su gran
obra, La divina comedia. En este monumental poema se retrata a sí mismo caído en el
infierno, que irá recorriendo en sus nueve círculos acompañado por el poeta Virgilio. En cada
nivel descubrirá un tormento distinto para las almas allí atrapadas, como espantosos ríos de
sangre en los que se ahogan eternamente, torbellinos, lluvias de fuego, fosos de resina
hirviente, cementerios con las almas enterradas hasta la cintura… y en cada lugar
casualmente va encontrándose a los diferentes enemigos políticos que tuvo en Florencia. Esa
parte, la del infierno, fue la primera que escribió de La divina comedia —se estima que entre
1304 y 1307— y fue la más brillante, la que le hizo entrar en el Olimpo de la literatura
universal. Más adelante en las cánticas del purgatorio y del paraíso retrató a quienes les debía
gratitud, como el señor de Verona, que lo acogió en su exilio. Pero ya no era lo mismo.
Estatua de Maquiavelo, por Lorenzo Bartolini. Foto Jebulon (CC)

Dos siglos después nacería otro florentino con un destino similar en ciertos aspectos, como
si no hubiera vidas originales para todos y a algunos les tocase una repetida. Estamos
hablando de Nicolás Maquiavelo. Su gran oportunidad política llegó con la expulsión del
poder de los Médici en 1494. Fue entonces cuando comenzó su carrera de funcionario que le
haría ascender cuatro años después a canciller y secretario de la Segunda Cancillería. Ejerció
de embajador para su ciudad-estado ante reyes, príncipes y papas, observándolos como un
entomólogo a sus insectos. Analizaba meticulosamente su comportamiento, escrutando
cuándo decían la verdad o iban de farol así como intentando prever su próxima jugada (y lo
hizo a menudo con gran acierto). Pero en 1512 el papa Julio II impuso el regreso de los
Médici al poder, haciendo acabar así la república florentina y con ella la carrera política de
Maquiavelo, que fue sometido a torturas acusado de conspiración y posteriormente
condenado al exilio. En su retiro en una pequeña propiedad rural además de leer a Dante
comenzó a escribir inspirándose en su vida anterior, plasmando sobre el papel sus
observaciones sobre el poder. Nacería así El príncipe.

Si Maquiavelo es una de las figuras que encarnan el Renacimiento, Baltasar Gracián lo es


del Barroco. Los jesuitas han sido considerados tradicionalmente como gente astuta y
vinculada al poder y Gracián es un buen ejemplo de ello. Formado en la orden de los jesuitas,
tuvo siempre grandes ambiciones políticas que le llevaron primero a trabar amistad
con Vincencio Juan de Lastanosa, un noble aragonés conocido por su mecenazgo cultural.
Pero más adelante quiso probar suerte en la Corte de Madrid, una experiencia que terminó
en un doloroso fracaso… y que de nuevo fue motivo de inspiración literaria. Posteriormente
escribiría obras como El Criticón, El Político y Oráculo manual y arte de prudencia. Este
último influyó notablemente en filósofos como Schopenhauer y Nietzsche, aunque hoy día
se haya convertido en un libro de autoayuda para ejecutivos al estilo de El arte de la
guerra de Sun Tzu. Es una colección de aforismos con los que aconseja al lector cómo ser
un buen cortesano arribista. Todos ellos giran en torno a ser taimado, mentiroso, traicionero
y manipulador hasta tal extremo de refinamiento y perversidad que algunos críticos
posteriores lo han considerado una sutil parodia y una crítica implacable a las intrigas
cortesanas que tanto le escarmentaron y en general al ambiente imperante en cualquier centro
de poder. Todo político que se precie hoy día parece seguir su máxima «ni por el hablar en
la plaza se ha de sacar el sabio, pues no habla allí con su voz, sino con la de la necedad
común, por más que la esté desmintiendo su interior». Y cualquier ciudadano en
consecuencia merece estar advertido por este otro:

Es el oído la puerta segunda de la verdad y principal de la mentira. La verdad ordinariamente


se ve, extravagantemente se oye; raras vezes llega en su elemento puro, y menos quando
viene de lejos; siempre trae algo de mixta, de los afectos por donde passa; tiñe de sus colores
la passión quanto toca, ya odiosa, ya favorable. Tira siempre a impressionar: gran cuenta con
quien alaba, mayor con quien vitupera. Es menester toda la atención en este punto para
descubrir la intención en el que tercia, conociendo de antemano de qué pie se movió.

Tras el Barroco llegó la Ilustración, y con ella un nutrido grupo de intelectuales que
cuestionaron el poder vigente y se subieron al carro de la Revolución. En realidad el mismo
concepto de «intelectual» podría decirse que tiene aquí su nacimiento, en lo que tiene de
escritor que influye en la opinión pública en favor de alguna causa política. Podríamos
mencionar varios nombres pero un ejemplo paradigmático lo tenemos en el caso de Nicolás
de Condorcet. También recibió formación de los jesuitas, lo que le permitió aprender sus
argucias y combatirlos luego de manera infatigable. Su aguda inteligencia le hizo destacar en
varios campos, siendo nombrado inspector general de la Moneda. Pero su protagonismo
llegaría con la Revolución Francesa, con él como uno de sus principales ideólogos, ejecutores
y, finalmente, víctima de ella. Participó en la Asamblea legislativa, y por su posicionamiento
moderado se ganó la hostilidad de los jacobinos, que le obligaron a permanecer oculto tras la
orden de arresto que dictaron en su contra. Durante ese periodo aprovechó para
escribir Esbozo para un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, cuyo
optimista título parecía una amarga ironía en relación con la precaria situación en la que
vivía. Finalmente fue capturado por las autoridades y murió en su celda, aparentemente por
suicidio, en el año 1794.
La muerte de Condorcet en prisión, de Alexandre-Évariste Fragonard.

Si el siglo XVIII supuso la invención del intelectual, el XX los llevó a su máximo apogeo.
Algunos se distinguieron por apoyar la democracia frente al fascismo, como en el caso
español sin ir más lejos, con figuras como Unamuno o Lorca, con un coste personal ya
conocido: arresto domiciliario y asesinato. Otros se posicionaron según las modas o las
conveniencias en un sentido u otro a lo largo de la guerra fría cultural, pero la mayoría se
manifestaron encendidamente partidarios de los totalitarismos de diverso signo. Los motivos
de esta cerrada adhesión a regímenes que han llevado la tiranía y la muerte a millones de
individuos por parte de personas cultas e inteligentes —que ingenuamente cabía suponer que
apoyarían ideales ilustrados— han sido objeto de profundos análisis (El opio de los
intelectuales, de Raymond Aron o Pasado imperfecto, de Tony Judt) y requerirían otro
artículo. La lista sería interminable, pero una figura muy interesante y cuya trayectoria vital
tuvo algo que ver con otras que hemos mencionado es la de Albert Speer, que tras ser el
arquitecto de Hitler y su ministro de Armamentos, terminó cumpliendo condena en la cárcel
de Spandau tras los juicios de Núremberg. Allí escribió sus memorias, un libro de lectura
sencillamente imprescindible en el que volcó con mucho detalle y a veces también cierta
autoindulgencia su paso por el epicentro mismo del Tercer Reich. Y ya que mencionamos el
nazismo, para concluir este breve recorrido regresando a los orígenes no podemos dejar de
citar la conocida anécdota sobre el filósofo Martin Heidegger, cuando ocupó de nuevo su
cátedra universitaria tras haber apoyado al nazismo de forma entusiasta y un colega le
preguntó burlonamente «¿de vuelta de Siracusa?».

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