Otro Día Nuestro

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Otro día nuestro

René Marqués
...sin otra luz ni guía sino
la que en el corazón ardía.
San Juan de la Cruz

Miró a través de sus párpados entreabiertos las recias vigas de ausubo que sostenían los
ladrillos del techo. La humedad dibujaba en ellas manchas negruzcas de contornos
irregulares.
«Dos siglos sosteniendo esa pesada carga», pensó somnoliento. ¿Y cuántos siglos antes de
convertirse en vigas los troncos venerables? Dos siglos quizás. Dos siglos de vida en los
bosques vírgenes de las montañas isleñas. Cuando aún los bosques eran vírgenes. Cuando
aún existían bosques. Cuatro siglos. Los ausubos habrían sido endebles arbolillos cuando el
gran descubridor pisó por vez primera las playas de la Isla. ¡Cuatro siglos! La historia toda
de la nación en ciernes.
Sus párpados, pesados aún por el sueño, se abrieron totalmente para captar en su conjunto
el ritmo monótono y simétrico de las líneas del techo. Su cerebro retuvo por unos segundos
el pensamiento de la última frase: «nación en cierne». Pero los labios, casi
inconscientemente, murmuraron:
—Construían para la eternidad.
Su voz le sobresaltó. Incorporóse en la cama. La palabra «eternidad» parecía aún flotar en
la atmósfera húmeda de la habitación. Mil años son ante tus ojos como el día de ayer que ya
pasó, y como una de las vigilias de la noche. Su mirada se había detenido en el Crucificado.
El cuerpo del hombre en la cruz, labrado toscamente en madera blanda, se retorcía en un
movimiento grotesco. Sonrió pensando cuántos ojos se habían apartado horrorizados de
aquel Cristo agónico. «Pero es hermoso, pensó. Manos campesinas lo labraron para mí.»
Luego añadió:
«Manos de mis hermanos. Madera de mi tierra.»
Imaginó, sin verlos ya, los ausubos del techo. De un tirón echó a un lado la sábana que
cubría su cuerpo magro. Y tuvo un estremecimiento de asombro. Su pie derecho
descansaba sobre el izquierdo. Sus piernas desnudas y secas permanecían unidas. Las
caderas asumían una pose violenta en relación al torso. Parecía haberse inmovilizado en
una contorsión grotesca. Volvió a mirar al Crucificado. Y pensó una vez más en los
ausubos del techo. Desde allá arriba su cuerpo sobre la cama debería parecer un Cristo
agónico.
—Maestro, tiene usted rostro de Cristo.
La frase, tantas veces escuchada, hería de nuevo sus oídos como si hubiera sido recién
pronunciada. «Gracias, Dios mío, por este día nuevo que añades a mi vida.» Y rezó con
unción, sus ojos muy cerrados para no ver los cuatro siglos de historia que sostenían la
carga de ladrillos.
Por la puerta abierta que daba al balcón, entró un airecillo frío que fue a rozar con aspereza
su cuerpo semidesnudo.
—Amen —dijo en voz alta. Y se puso de pie.
Fue al lavabo y metió la cara en el agua. Había olvidado cambiar el agua, pero el fresco en
los párpados cansados le dio una sensación de bienestar y no se tomó la molestia de tener
escrúpulos por su poca diafanidad. Se enjugó el rostro a conciencia, como si ejecutara una
operación difícil y complicada. Luego se puso los pantalones. Trató de alisar con los dedos
sus cabellos ensortijados y grises. «Gracias por este día nuevo...»
Miró en torno suyo. El tiempo parecía haberse detenido en aquella habitación de humildad
monacal. La cama de hierro. El lavabo anacrónico. El quinqué sobre el velador de caoba.
«¿Fue el mes pasado que cortaron la luz eléctrica?» El techo tan alto. La puerta tan amplia.
Las paredes tan gruesas. «Construían para la eternidad.» Y volvió a mirar al Crucificado
labrado por manos campesinas. «Manos hermanas. Madera de mi tierra.»
Un ruido súbito hizo vibrar sus nervios. Era una mezcla de sonidos indescriptibles. Un rugir
de motores. Un chirriar de engranajes y poleas recias. Un crepitar metálico de tambores
monstruosos. El tiempo, detenido en el lavabo, en la cama de hierro, en el Crucificado
grotesco, en las vigas de ausubo, se estremeció ante el empuje brutal de aquella fuerza
desconocida.
Miró con aprensión hacia la puerta abierta. «No iré a verle. No iré.» Pero una atracción
diabólica le llevó hasta la puerta.
El balcón era estrecho. No necesitaba asomarse a la baranda de hierro para ver la calle. Allí
abajo estaba el monstruo. Sobre los centenarios adoquines, húmedos aún de rocío, se
destacaba la masa gris de acero. El sol no había llegado a herir la estrechez de la calle y, en
la suave penumbra del amanecer, la máquina infernal parecía un tanque bélico en
momentáneo reposo.
Dos hombres con guantes gruesos iban vaciando en las fauces traseras del monstruo el
contenido de los zafacones. Ejecutaban su labor silenciosos, con ritmo inconsciente de
robots, como si fuesen piezas del mecanismo que ruidosamente engullía la basura y la
trituraba en sus entrañas para horas más tarde vomitarla en el crematorio municipal.
Apoyado en el marco de la puerta, observaba la operación con la misma fascinación
horrible de todas las mañanas. El camión de la basura, con sus líneas aerodinámicas, su
mecanismo perfecto y su digestión ruidosa, era como un símbolo de las fuerzas destructoras
que amenazaban todo lo por él amado. Entiende claro por dónde el demonio va a dar su
golpe, y húrtale el cuerpo, y la cabeza quiébrale. A sus ojos se había asomado una mirada
alucinante y extraña.
El camión alejóse llevando su aséptica eficiencia mecánica a otra calle vecina. El sol dejaba
ya escurrir sus primeros rayos sobre los adoquines brillantes de rocío. Alzó la vista y
tendióla hacia la ciudad. Era la parte antigua con sus construcciones centenarias de ladrillos
y piedra, con sus balcones de hierro forjado como negros encajes de mantillas viejas, con
sus antepechos de intimidad familiar, y sus amplias y soleadas azoteas. Y allá, en el fondo,
la sobria belleza del fuerte español. Una dulzura infinita fue invadiendo su corazón.
Extendió los brazos como para acoger en ellos la ciudad amada. Hubiera querido besar cada
piedra, cada ladrillo. Hubiera querido estrechar sobre su pecho la ciudad, y arrullarla con
viejas nanas, y protegerla de los peligros que amenazaban su felicidad.
Un reflejo intermitente vino a herir sus ojos. «Otra vez eso», pensó mirando sombrío hacia
la torre. Y un amargo desaliento hizo que sus brazos tendidos a la ciudad cayeran inertes a
lo largo del cuerpo. Porque el sol se reflejaba ahora en el ápice de aquella torre extraña.
Era una larga y antiestética torre de acero que se elevaba desafiante, dominando el contorno
de los edificios centenarios. Y en lo alto se destacaba una serie de intrincados aparatos
relucientes. «La torre de la estación naval», se repitió a sí mismo como para explicarse lo
inexplicable. No comprendía en absoluto la razón de ser de aquel artefacto hostil. Torre de
señales quizás. Pero aquellos reflejos intermitentes, ¿eran efectos del sol o eran rayos
lumínicos emitidos por el propio artefacto? «¿Por qué siempre han de dar a mi habitación?»
E inconscientemente se movió hacia la izquierda de la puerta para proteger sus ojos de los
reflejos hirientes.
El sol revelaba ahora para él, con claridad implacable, detalles que segundos antes no había
percibido. La red de cables telefónicos y de hilos eléctricos, como telaraña tejida por un
insecto torpe o descuidado. Los postes de alumbrado, negros y ásperos, como esclavos
eternizados en servicio público. El rascacielos del banco extranjero, arrojando su sombra
amenazadora sobre las dóciles casas coloniales. Las líneas frías y modernas del Hotel
Metropolitano, donde rubios turistas dormían la borrachera de su última imbecilidad.
El humo de una fábrica empezaba a formar manchas negras en la limpidez del cielo. La
ciudad amada se escapaba de su corazón y comenzaba a debatirse entre los mil ruidos de la
vida que le imponían los otros.
—Buenos días, maestro. —La voz era juvenil y áspera. Pero había en ella inflexiones de
respetuosa ternura. Miró hacia la casa de enfrente. En el antepecho estaba el joven vecino
alisando sus cabellos con un peine verde. Sobre su rostro moreno se destacaba la franqueza
de una sonrisa amplia.—Buenos días, hijo mío —sonrió él haciendo un leve gesto con la
mano—. ¿Has dormido bien?
—Muy bien, maestro. ¿Y usted?
Eran poco más o menos las mismas palabras de todas las mañanas. ¿Quién podría ser? No
lo sabía. Probablemente habría vivido allí siempre. Pero él sólo había llegado a notar su
presencia en la soledad de los últimos meses de forzoso aislamiento. Recordó que un día en
que olvidaron traerle la comida, el joven le había entregado un paquete de fiambres a uno
de los guardias de turno.
—Es para el señor de los altos. No puede pasarse el día sin alimento —había dicho.
Cuando le vio a la mañana siguiente en el antepecho, quiso expresarle su gratitud, pero el
otro fingió no oírle y le habló de lo cálida que había sido la noche.
«¿Por qué me llamará maestro? No es de los míos. No le conozco. Además, es tan joven.
Casi un niño.» Y pensó en su hijo, refugiado en el extranjero. Trató de revivir en su
memoria el rostro del hijo ausente. Pero sólo podía ver la sonrisa amplia destacándose
sobre la tez morena.
Eran las facciones del vecino las que su mente reconstruía. «¡Tantos años, oh Dios, tantos
años!» Y se esforzaba penosamente porque el recuerdo respondiera a sus deseos. De
pronto, sintió que un sollozo incontenible le subía a la garganta. ¡Cuán horrible perder a un
ser querido en la memoria!
—Hasta luego, maestro. —El joven iba a retirarse del antepecho. Pero se detuvo mirando
hacia la calle. Volvióse a él rápidamente y, haciéndole un guiño malicioso, bajó la voz para
decirle—: Los fieles amigos de la noche se retiran. Pero llegan los amigos del alba. —Y
desapareció sonriendo.
Era cierto. Cuatro nuevos centinelas venían a sustituir a los nocturnos. Los recién llegados
se apostaron en la acera, debajo de su balcón, mientras los otros se alejaban somnolientos.
Y él sintió por los que se iban una intensa piedad. «No podrán disfrutar de sus hijos hoy.
Tendrán que dormir el día para volver a la vela nocturna. Y perderán la dicha de gozar de
otro día nuestro.» Les siguió con la mirada. Al doblar la esquina, el sol hizo brillar los
cañones de sus rifles automáticos.
Salió al balcón y se apoyó en la baranda.
—Buenos días, muchachos.
Los recién llegados contestaron a su saludo con cordialidad. Los uniformes ajustados
modelaban nítidamente sus cuerpos atléticos. «Buen plante de soldados», pensó
complacido. El oficial, un joven teniente de aspecto grave, se había adelantado hasta
situarse exactamente debajo de él. No pudo ocultar cierta nerviosidad al alzar la cabeza
juvenil y enfrentarse a su mirada.
—Usted no debe salir al balcón sin camisa. —Su voz había intentado ser autoritaria, pero la
inflexión puesta en las frases había dado a estas el valor de un ruego.
—Tienes razón. Perdona. No me había dado cuenta. —Sonrió al teniente y se retiró.
Experimentaba una gran turbación. No se explicaba cómo pudo haberse mostrado así en
público. Se sintió culpable y avergonzado como un niño cogido en falta.
—Maestro, parece usted un gran señor del siglo pasado.
Miró su camisa ajada sobre la silla de laurel y enea, su corbata de seda negra, sus zapatos
de charol deslustrado.
Empezó a vestirse cuidadosamente, estirando las arrugas de la camisa. Ató la corbata con
un ancho lazo al estilo del siglo XIX, disimulando hábilmente las partes más deterioradas.
«Me gusta lo que hay en ti de otras edades. »
La voz de ella volvía a él como un breve relámpago de ternura. Se calzó los zapatos y miró
con disgusto las manchas opacas en el charol. Trató de eliminarlas con un pedazo de
periódico.
Luego se lavó las manos. «Tengo que cambiar el agua», pensó. Se alisó el cabello rebelde y
se atusó el bigote. Ya estaba listo. Pero se detuvo en seco.
¿A dónde iba? ¿Ir? Se volvió con desaliento. Miró en derredor y sus ojos se detuvieron en
los viejos libros. Sólo quedaban unas pocas docenas de los miles de volúmenes que fue
dejando en manos amigas. Su mirada resbaló por los lomos cuyas letras doradas el tiempo
había desvaído.
Los había leído mil veces. Se sabía de memoria, no sólo las líneas impresas, sino también
sus propias anotaciones escritas a lápiz con letra pequeña e irregular. Su mirada descansó
sobre el pequeño volumen de piel roja con dedicatoria de Juan.
Antes de septiembre Juan venía a diario. Era cierto que le sometían a un penoso registro en
el zaguán. Para llegar a su habitación las manos y los bolsillos de su único visitante debían
estar vacíos. Pero Juan traía noticias, voces amigas, mensajes de aliento, datos valiosos.
Después de septiembre, le privaron de sus diarias visitas. Su último consuelo fue verle
pasar por las tardes bajo su balcón. Se saludaban en silencio y Juan seguía lentamente su
camino hasta desaparecer en la esquina. ¡Cuánta ansiedad en los ojos del amigo al enviarle
su diario saludo silencioso!
Pero, bruscamente, Juan dejó de pasar por su calle. ¿Qué habría sucedido? No lo supo
nunca.
«Juan, mi fiel Juan.» Y se acercó a la cómoda queriendo rechazar el recuerdo. Abrió la
primera gaveta. Vio la bandera, doblada cuidadosamente, descansando sobre una masa
informe de ropa estrujada y revuelta. Porque no ha de abandonar el Señor a su pueblo, ni
dejar desamparada su heredad. Tomó la bandera y la acercó suavemente a su mejilla. Y
cayeron las lluvias, y los ríos salieron de madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu
sobre la casa, mas no fue destruida porque estaba fundada sobre piedra. Sintió una dulce
sensación de paz y bienestar. Se acercó a la cama, desdobló el paño tricolor y lo tendió
sobre el espaldar de hierro.
Luego fue a sentarse en la silla de enea. Y se inmovilizó en una muda e intensa
contemplación.
En la pared, detrás de la bandera, sobre la cal manchada de humedad, se destacaba el
escudo de la Isla angustiada. Leones rugientes guardando castillos seculares. Reciedumbre
del yugo sobre la fuerza mortal de las flechas vengadoras. Cruz de Jerusalén, triunfante de
fanáticas cruzadas. Y el cordero blanco, inmaculado, reclinando su mansedumbre sobre el
libro de Dios.
Y un río de agua de vida, claro como el cristal, manaba del solio del Cordero. El estandarte
de la paz cristiana flotaba sobre la esperanza verde del escudo. Y la divisa latina
proclamaba la catolicidad de su bautismo: Juan es su nombre.
«Juan, Juan, ¿dónde estás?», preguntóse. Y la visión de la mirada angustiosa de su amigo le
hizo cerrar los ojos. Pero volvió a abrirlos para mirar la bandera. El río de vida que
prodigaba el cordero se derramaba sobre el paño tendido en el espaldar de hierro. Y se
hacía sangre de martirio sobre el abismo azul, junto a la blancura de la lana pascual. Porque
él no había venido a traer la paz.
—Moriremos por usted, maestro.
¡No, por él no! Por la raíz honda de la raza que manos impías querían profanar. Por la tierra
dada en heredad para nutrir la raíz sagrada. Por la lengua que legaron los abuelos, por la
Cruz de la Redención, por la libertad de la Isla. Por él no. Pero vio correr la sangre de los
suyos. Y la sangre de los otros. Y la sangre y la violencia habían sido estelas de dolor en su
trágico apostolado.
—¡Asesino!
Creían algunos que era fácil. ¿Fácil? ¡Oh, qué angosta es la puerta y cuán estrecha la senda
que conduce a la vida escogida! Y vio la estrella blanca de la bandera sobre el triángulo
azul de una trinidad inmutable: amor, vida, muerte. ¿Podría ser de otro modo? Ríos de
sangre cruzó el pueblo de Dios para alcanzar su libertad. Y la espada de los libertadores se
tiñó de sangre hermana. Y su verbo tuvo también sabor de sangre.
Él sentía sangrar su corazón. Veía el desfile interminable de rostros jóvenes, de mejillas
pálidas y de ojos alucinados. Antorcha de tu cuerpo son tus ojos.
Los ojos de ella tenían dolor de siglos. «¡Tantos años, oh Dios, tantos años!» Y recordaba
ahora su rostro tal como lo vio momentos antes de la partida.
—Deberás reunirte con nuestro hijo en el exilio. Sólo yo permaneceré en la Isla.
Y ella obedeció la orden sin interrogaciones, sin llanto, sin palabras. Veía el pelo lacio
enmarcando la frente y las mejillas pálidas. Los ojos tristes, con una tristeza que ni los
momentos de triunfo eran capaces de borrar. La boca de trazo perfecto, con sus labios
apretados, labios acostumbrados al secreto hermético de una vida llena de peligros. Era
imposible imaginar aquella boca sonriendo. Y sin embargo, él sabía que había sonreído. Él
sabía que hubo una época en que esos labios se habían abierto para dejar escapar la risa de
una mujer feliz y enamorada. Lo sabía, pero no lo recordaba. No podía revivir ni una sola
de sus sonrisas. Sus oídos estaban sordos al sonido de una risa que su memoria se obstinaba
en olvidar. Bruscamente, se puso de pie. La puerta del balcón ponía un marco de sombra a
la luz cegadora de la calle. La penumbra de la habitación protegía al tiempo que había allí
detenido su marcha.
—¡Luz! —se pidió a sí mismo. Más luz para contrarrestar la luz que amenazaba cegarle. Y
pensó en el proceso que era ya inminente. Sólo esperaban acumular todas las pruebas para
el arresto oficial. Y luego la cárcel. Otra vez la cárcel. La cárcel siempre. A lo lejos sonaba
el bronco ronquido de un barco de turistas entrando a la bahía. Y detrás del velador de
caoba se oía el roer de un ratón haciendo fiesta en las tablas viejas del piso. Empezó a
pasearse nerviosamente de la zona de luz a la zona de sombras.
¿Eso era todo? Miró al Cristo tallado en madera de los bosques isleños. Sembrarás y no
segarás; prensarás la aceituna y no te ungirás con el óleo. «¿Qué hora será?», preguntóse de
pronto. Y sonrió a pesar suyo. «¿Qué me importa la hora? ¿Qué me importa el tiempo?» El
sol continuaba su avance lento, pero inexorable, desde la puerta al centro de la habitación.
Y con él avanzaba el reflejo intermitente de la torre de acero. «¿Serán sólo reflejos? ¿Serán
rayos lumínicos? ¿Rayos mortales, quizás?» Pero no. Ellos eran demasiado civilizados para
creer en la pena de muerte.
¿Era ese el fin de su misión? Miró al cordero en el escudo. Y la estrella blanca en la
bandera. Yo no he venido a traer la paz. La cárcel sería la paz. ¿Por qué el absurdo de un
final semejante? ¿Por qué su misión se perdía en el tiempo y el espacio? Se detuvo
bruscamente. Las interrogaciones martillaron con mayor insistencia en su cerebro.
¿Por qué se había detenido en su paseo? ¿Qué significaba esa angustia terrible que le iba
subiendo a la garganta? ¿Y ese espanto desconocido que le clavaba en el suelo?
El sol, ganando terreno a las sombras, descubrió en ese instante, junto a la cómoda, una
espada antigua. Su hoja de Toledo había brillado ensangrentada, proclamando el triunfo de
una época heroica y lejana. Hoy descansaba sus siglos de historia bajo una capa de
herrumbre: inmóvil, anacrónica, inútil.
—Me gusta lo que hay en ti de otras edades —había dicho ella.
Permaneció quieto, petrificado en la zona de luz. El sol dio de lleno en su cabeza.
—Maestro, tiene usted rostro de Cristo.
La angustia atenazaba implacable su garganta. Sus manos trataron febrilmente de aflojar el
lazo anticuado de la corbata negra que parecía estrangularle. La bocina de un auto de lujo
ensordeció la calleja estrecha. Supo entonces que algo terrible, inevitable, iba a herir su
mente.
Mi reino no es de este mundo. Y fue como un doloroso deslumbramiento que le abrasó el
corazón. Casi gritó las palabras:
—¡YO NO PERTENEZCO A ESTA EDAD EN QUE VIVO!
La tensión de su cuerpo preparándose para el espanto de la revelación había sido tan
terrible que por un momento creyó sentir todos sus miembros desgajarse brutalmente.
Jadeante, sudoroso, dolorido, se asombró de percibir, sin resistencia ya de su parte, la
aceptación total del hecho revelado. ¡Vivía una época que no era la suya! Y un miedo
metafísico le iba enfriando el corazón. «Dios, Dios mío, dame la muerte.» Pero la muerte,
que él había lanzado contra los otros, no venía a él.
Había sacudido brutalmente con la violencia y el odio a un mundo calladamente triste,
resignadamente dócil. Había querido revivir un mundo de sueños sublimes e ideales
heroicos en un mundo donde apenas cabía el ideal miserable de sobrevivir a cada día. Había
dejado una huella, un testimonio. Pero no podía ir más allá. Sembrarás y no segarás;
pisarás la uva y no beberás el vino. El pasado vivía en él. Y vio claramente que su misión
no era de este mundo innoble y burdo, tan hostil al pasado. ¿Para qué la vida? Y sin
embargo, la muerte no acudía a su llamada.
Ni siquiera el proceso inminente traería la muerte. «Son demasiado civilizados para creer
en la última pena», volvió a decirse con angustiada amargura. El sol envolvía ahora todo su
cuerpo. Y la luz era más dolorosa que las sombras.
Tomó una decisión brusca. Cogió el bastón con empuñadura de plata y salió de la
habitación.
Cruzó la sala inhospitalaria y vacía de muebles. En el vestíbulo, se puso el viejo sombrero
de fieltro negro.
Mientras bajaba la empinada escalera, su espíritu fue sosegándose y fueron aquietándose
sus pensamientos. Bienaventurados los que padecen persecución de la justicia, porque de
ellos es el Reino de los Cielos. Al llegar al zaguán, ya su mirada era serena y su sonrisa
tranquila. Puso el pie en la acera y vio el gesto de estupor de los cuatro hombres. Su sonrisa
se hizo más amplia.—¿Cansados de la guardia, muchachos? —Y sin esperar respuesta,
echó a andar calle abajo.
Ahora gritarían: «¡Alto!» Él fingiría no oír la orden. «Ojalá que su puntería sea buena.» Por
suerte la calle estaba desierta. No habría víctimas inocentes. Por vez primera en su vida era
su propia sangre la que contaba. Pensó en el vecino. ¿Qué diría de lo ocurrido? Y vino a su
mente el recuerdo del hijo en exilio. «Se sentirá orgulloso», pensó sonriendo.
—Yo moriré antes que tú —había dicho ella.
Pero viviría después de él, con sus ojos eternamente tristes y sus labios herméticos. Y pensó
en Juan. «Juan, mi fiel amigo, estaremos juntos. Otra vez juntos.» Sobre la calle se
proyectaban los balcones de hierro forjado como viejos encajes de mantillas negras. El sol
hería los adoquines entre las masas sombrías de las casas centenarias. «Construían para la
eternidad.» Y oyó las campanas de la Catedral dando la hora. «¿Por qué tarda tanto la
muerte?»
De pronto, sintió unos pasos firmes a sus espaldas. «Ya llega. Ya llega.» Se detuvo
conteniendo la respiración. Fijó la vista en la cruz negra de un poste telefónico, y repitió
mentalmente las palabras del Hijo: En tus manos encomiendo mi espíritu. Por un momento
el mundo pareció haber detenido su marcha. Luego, una voz rompió la solemnidad
postrera:
—¡Maestro! —El nombre sonó extraño, casi absurdo en aquel instante. Se volvió
lentamente.
Ante él se erguía el joven teniente de aire grave. No pudo reprimir un gesto de asombro.
¿Fue él quien le llamó «maestro»? Miró las manos vacías colgando a ambos lados del
uniforme. ¿Y la muerte? La pistola asomaba su culata negra,
descansando pacífica en la baqueta de cuero. ¿Y la muerte? En el fondo, bajo el balcón, las
tres figuras permanecían en sus puestos con los rifles automáticos al hombro. Sintió un
extraño desasosiego. Buscó ansioso los ojos del teniente, y se estremeció al ver en ellos una
angustiada súplica. Comprendió al fin la terrible verdad. Era inútil buscar la muerte. La
muerte no vendría. Experimentó un sentimiento de rebeldía súbita, incontenible. Su mano
crispóse sobre el bastón y sintió deseos de golpear, de violentar aquella pasividad, de
provocar el desastre, de hacerlo inevitable. Pero sus ojos tropezaron otra vez con la mirada
suplicante del otro. «No me matará. Me dominará por la fuerza bruta. Pero no me matará.»
Y supo entonces cómo pesan los años. Un cansancio de siglos le encorvó la espalda.
Sintió el sabor amargo de la vejez como nunca antes lo sintiera. Viejo y cansado,
empequeñecióse súbitamente junto a la figura atlética del teniente.
—¿Desea usted algo?
—Deseo la muerte —pensó. Pero no lo dijo.
—No es necesario que usted salga de la casa. Si desea algo, yo mismo se lo traeré.
¿Qué decía aquel hombre joven y lleno de vida? No importaba lo que dijera. Él comprendía
ahora por qué le había llamado «maestro». Comprendía su solicitud y su conflicto. Le
habían encomendado la custodia de un anciano. Y sentía el rubor de su fuerza ante la
impotencia de la vejez deshecha. La caridad y la misericordia anidaban en el corazón del
teniente atlético. «Me da la limosna de llamarme “maestro”», pensó mientras sus ojos,
enturbiados por las lágrimas, miraban con dolorosa gratitud los ojos angustiados de su
involuntario antagonista. ¿Y el joven vecino en su saludo matinal? ¿Y Juan en sus diarias
visitas? ¿Habrían ellos también sentido lástima del anciano en desgracia? «Oh, no, Dios,
aparta de mí este último cáliz.»
Echó a andar con dificultad. El bastón con empuñadura de plata, símbolo de su arrogancia
hidalga, fue ahora báculo necesario para sus pasos vacilantes. El otro se acercó. ¿Iría a
ofrecerle el apoyo de su brazo? «Tiene la delicadeza de no hacerlo», pensó con alivio. Y
prosiguió su marcha de regreso.
Al llegar a la puerta del zaguán, vio los cañones de los rifles automáticos sobre las espaldas
de los guardianes. «Tampoco de ahí vendrá la muerte.» E inició penosamente el ascenso de
la empinada escalera.
La luz se quedaba atrás con los guardianes del día. Y las sombras, peldaño a peldaño, iban
invadiendo su alma. Al llegar a arriba, colgó el viejo sombrero de fieltro en la percha del
vestíbulo. Cruzó la casa vacía e inhospitalaria. El golpear del bastón sobre las maderas del
piso, se repetía en eco bajo las vigas de ausubo y los ladrillos del techo. Entró en su
habitación. Sobre el velador de caoba, junto al quinqué, estaba el almuerzo. Lo habían
traído durante su corta ausencia. «Son incapaces de darme la muerte. Pero me dan el pan
amargo de cada día.» Pan para el vientre. Pero tanto el vientre como el pan serían
destruidos por Dios. Y miró el cordero evangélico del escudo, y la estrella solitaria de la
bandera.
Se acercó a la cama. Dejó caer el bastón sobre las sábanas revueltas. Tomó el paño tricolor
del espaldar de hierro y empezó a doblarlo con gestos lentos, casi litúrgicos. Cuando
terminó la operación, se dirigió a la cómoda. Antes de guardar la bandera doblada, la acercó
a su mejilla. Y permaneció así por unos segundos. El calor de la piel se comunicaba al
paño. Y tuvo la sensación de que insuflaba algo de su propia vida a la bandera de la estrella
blanca y solitaria.
La colocó al fin sobre la ropa ajada y cerró la gaveta. Luego se dirigió al lavabo. Cogió la
palangana de loza y se acercó a la ventanuca del fondo.
La abrió y derramó el agua sucia en el patio desierto. El agua, al caer, produjo un murmullo
largo, como un amén de beatas en rezo. Volvió a colocar la palangana en su sitio. Vertió en
ella agua limpia de la jarra. Estiró meticulosamente la toalla en el toallero. Y fue a sentarse
en la silla de laurel y enea.
Su mirada se escurrió, del Crucificado al bastón negro sobre la sábana, luego al escudo
verde en la pared, a las viandas enfriándose en el velador junto al quinqué de tubo
ennegrecido, y siguió hasta el lavabo y la toalla, para llegar a la cómoda. Al fin se detuvo
en la espada enmohecida e inútil. ¡Oh, qué angosta es la puerta y cuán estrecha la senda que
conduce a la muerte! Ya el tiempo no estaba detenido en la habitación. Seguía su curso
inmutable a pesar del Cristo, de la cama de hierro, del quinqué ennegrecido, del lavabo
anacrónico, de la espada española. ¡Cuán grande era el cansancio que sentía su alma! ¡Qué
enorme la fatiga del cuerpo envejecido! ¡Y qué difícil morir! ¡Qué difícil!
¡Si tan sólo supiera la verdad del mañana! Otro proceso más. Y la cárcel luego. ¿Eso era
todo? La espada silenciosa e inútil proyectaba una sombra larga y fina junto a la cómoda.
No andarás acongojado por el día de mañana, que el día de mañana traerá de por sí hartos
cuidados.
—Es cierto, —musitó en medio de su terrible cansancio— bástele a cada día su propio
afán. —
Y se quedó quieto, con la cabeza inclinada hacia adelante, los ojos fijos en la espada de
otros siglos, esperando que pasara la muerte.

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