Guarida de Luna PDF
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1
Recordó las advertencias sobre ese camino sinuoso y angosto, pero el crujir de
las ruedas lo llenó de brío para explorar esa tierra en la que imaginó oro, plata y
olvido. El aire era seco y polvoso. Entre respiro y respiro un calor áspero se le
metía por la nariz. Observó las moradas. Momentáneamente lo distrajo una
cortina mugrienta de las orillas y que bailaba con el viento evocando cierta
frescura. Esbozó una pequeña mueca similar a una sonrisa cuando el carruaje
se aferró a la tierra anunciando la llegada de Don José de Plata.
—Aquí no hay manera de atenderlo. Veré qué puedo hacer por usted, pero
tendrá que ser en alguna ciudad donde cuenten con el equipo para su
tratamiento, no aquí. Lamento mucho darle esta noticia tan drástica, pero si me
pide honestidad, le diría lo mismo.
Un olor fétido que traspasaba puertas y ventanas de las opacas casitas del
pueblo, era la marca de su tránsito. Nadie, ni por curiosidad o compasión le
obsequió un gesto de amable de despedida. Rechazaban su pestilencia, su
evaporada gordura y maliciosas miradas. No faltó quien recordara los sudores
copiosos que le brotaban de su pelo abundante y crespo, cuando regañaba
escandalosamente a sus subordinados ante la menor falta.
Fue una partida nauseabunda. Las mujeres del pueblo resistieron los malos
olores más que los hombres. Rezaron y pidieron al creador que pronto muriera.
Ni una mirada compasiva para él, ni siquiera de su servidumbre. Entre murmullos
llenos de resentimiento y saliva espesa, los maldijo por desagradecidos e
ingratos. No tuvo más remedio que refugiarse en el único familiar que le
quedaba, un sobrino al que siempre desdeñó por ser hijo natural de una sirvienta
y su tío. El joven lo atendió con devoción en tanto lo convencía para que le
heredara su fortuna. Conseguido tal propósito le cobró casi de inmediato muy
caro el desdén por haberlo llamado “bastardo” en innumerables ocasiones.
Casimiro falleció a los 49 días de que saliera de El Pozal. En sus últimos suspiros
se le veía retorcido con las manos sobre el pecho, agarrotadas como si estuviera
artrítico. Sus ojos exageradamente abiertos escupían algo parecido al horror.
A media tarde y después de nueve días de trayecto, Don José de Plata arribó a
La Trinidad. Estaba sumamente cansado debido al brincoteo del carruaje en el
último tramo del camino. Aun así, sus pensamientos eran claros, viviría
temporalmente en dicho lugar mientras le sacaba toda la ventaja posible a la
mina y enterraba su pasado.
Don José de Plata vestía de negro como casi siempre, sus botas de piel lustrosa
y suave se plantaron firmes en lo que para él era tierra nueva. Ya en la casona,
subió hasta el último escalón y dio media vuelta para observar el paisaje. Otro
mundo: desolación, pobreza, la tierra cuarteada, un sol despiadado. Reparó en
una gran cortina notoriamente sucia en la estancia principal, pero además sintió
la frescura y certeza que intuía de su entorno. Entrecerró sus ojos y luego al
abrirlos pausadamente observó de nuevo el contraste dibujado por una mancha
voluptuosa: las míseras y grises casuchas que divisaba a lo lejos. Después de
reparar en ello por unos segundos, giró para mirar con curiosidad el frontispicio
de la casa y examinarlo con detenimiento. Don José de Plata se encontró con la
servidumbre que parecía deslumbrada por su presencia. Sus cabezas
ligeramente gachas y todos atentos a recibir las primeras órdenes.
—No sabemos en qué plan venga el patrón y si trae sus propios criados. Alisten
sus cosas por si hay que largarse— les había dicho Fulgencio, antes de
aparecerse junto con el ahora dueño de la finca.
El escenario cambió una vez que cruzó la segunda puerta. El exceso de luz
lastimó sus ojos. Estaba en la estancia principal donde relucían magníficos
candelabros dorados. Repentinamente sintió cómo se congregaban sin ninguna
explicación llanto, ruegos, culpas y sufrimiento. Creyó ver a Casimiro suplicante,
arrodillado frente a un altar de imágenes religiosas enmarcadas en oro,
guardianas de fe y milagros. Le sorprendió tener frente a sí una mesa repleta de
velas de gran tamaño, atiborrada de figurillas de santos para él desconocidos.
Recordó las palabras de Don Enrique, su mayordomo, cuando le pidió
investigara todo lo relativo a Casimiro, así como las condiciones en que vivía la
gente del lugar.
—Ese pueblo, Don José, es como si fuera un fantasma. Casimiro será muy
devoto y supersticioso, pero tiene al pueblo sumido en la miseria.
Escucharon que su nuevo patrón era viudo y que cargaba una honda pena. Los
más jóvenes y curiosos merodearon alguna vez los alrededores de La Trinidad
para intentar conocerlo sin éxito alguno.
La misteriosa vida de Don José de Plata era muy comentada entre los más viejos
del pueblo. Afuera de sus casas, sentados sobre piedras pulidas improvisan
canciones. Algunas de ellas contaban:
—Eso patrón, que Refugio está tiesa. Nadie sabe qué realmente le pasó. La
encontró Jeremías en el piso. Dijo que intentó revivirla pero de plano no pudo.
Yo mismito la vi. La mujer estaba lacia, lacia.
— ¿De qué Refugio me estás hablando? — preguntó algo extrañado Don José.
— De la cocinera patrón.
—Es que patrón, le digo que ya no hay remedio con la Refugio. Ya ni tiempo de
ir con el doctorcito, por vida de Dios. Ya está difunta la doña.
Don José de Plata se dio la media vuelta y antes de salir de la cocina, en un tono
áspero le ordenó a Fulgencio que se hiciera cargo del cuerpo de Regina y lo
entregase a su familia. Como eco trepidante daban vueltas en su cabeza
aquellas palabras proferidas sin sentimiento alguno por su patrón.
Se lo dijo de golpe, con Regina inerte ya sostenida entre sus brazos. Se lo dijo
procurando ocultar su miedo a aquellos ojos desorbitados de la muchacha, quien
le arrebató el cuerpo de su progenitora para hincarse junto a ella como queriendo
revivirla con su abrazo. Casi una hora de un llanto intermitente. Algunos vecinos
curiosos salieron de sus casas para rodear y en un silencio morboso dar cuenta
de la pérdida. Refugio era una víctima más, pero ella en condiciones muy
extrañas. La velaron toda la noche en medio de rumores sobre las posibles
causas de su muerte.
—De seguro él la mató, ¿quién más? Qué casualidad que de buenas a primeras
da la orden que se deshagan del cuerpo. ¿A honras de qué, o qué? — vociferó
la hija.
—Mi amá no estaba enferma, ni siquiera tiriciada. El tal Don José quiso que se
deshicieran de ella porque de seguro tuvo que ver con su muerte.
Al entierro se presentaron más mujeres y uno que otro hombre porque la mayoría
se vio obligado a ir a La Celestita para continuar con el trabajo recientemente
reanudado. De La Trinidad, el único que pudo asistir con permiso de Don José
de Plata fue Jeremías. Allí, la hija de Refugio le inquirió sobre los pormenores de
la muerte de su madre. El jardinero contó lo poco que sabía. Dijo haberla visto
por última vez preparando el desayuno y que al regresar un par de horas
después la halló tirada en el piso de la cocina, ya sin signos de vida. No se le
escapó señalar que Don José de Plata era la única persona que se encontraba
en la casa en el momento en que ocurrió su fallecimiento.
A veces llegaba al pueblo algún forastero que decidía quedarse motivado por un
amorío en ciernes. Muchas mujeres anhelaban la visita de jóvenes de fuera.
Siempre que hubiera oportunidad lucían sus mejores ropas, y a pesar de las
carencias se las ingeniaban para llamar la atención de los caballeros.
Imposible guardar secretos sobre amoríos o cualquiera otro asunto. La gente del
pueblo siempre fue muy curiosa. Corrían una y otra vez de boca en boca
anécdotas. Igualmente se disfrutaban como si fuera la primera vez que se
escucharan. Todos hablaban de la vida de todos. Relatos iban y venían, hasta
que aparecía uno más interesante y atractivo que se contaba hasta el cansancio.
En ese manoseo no era difícil que lo dicho tantas veces fuera discordante con
los hechos.
Ese domingo era distinto, no sólo por ser la fiesta patronal, sino especialmente
porque Don José de Plata acudiría a la plaza principal. Su inminente llegada
mantenía inquieto a más de uno. A excepción de su servidumbre nadie más lo
conocía personalmente. Rumoraban sobre su aspecto físico, que si era flaco, si
tenía cara afilada, si su aspecto era el de una mala persona, si había mandado
a quitar las imágenes religiosas de su casa porque no creía en Dios, que a lo
mejor tenía pensado incrementar el pago del jornal, aunque lo más seguro era
que no, si vivía solo, que no podía vivir con nadie, que no tenía esposa ni hijos,
de seguro nadie lo quería, que era misterioso y poderoso, a quien sólo le
gustaba vestir de negro, casi no hablaba, y no lo hacía porque no le gustaba
codearse con la servidumbre, probablemente venía a cerrar la mina y entonces
todos morirían de hambre. Y cuánto más.
No faltó quien llegara a decir que era el alma de Casimiro ahora encarnada en
ese hombre extraño, que tenía la misión de no dejar vivir en paz a los habitantes
de El Pozal. Pura habladuría emanaba de los comentarios que en algún
momento Jeremías, Refugio, Zenaida y Fulgencio esparcieron sobre su patrón a
unas cuantas personas. El pueblo se encargó de inventar todo lo demás. Lo
definió de tajo como un hombre fuerte, malo, ateo, sin sentimientos y misterioso.
“El patrón es raro. Ni bueno, ni malo. Raro nomás. Tiene ojos que adivinan. Eso
sí, no cree en Dios. Quitó todos los santos y figuras que tenía Casimiro en la
casa. Casi no habla, lo que sí, es que echa unos suspiros rete recios desde la
biblioteca donde pasa las horas. Ve tú a saber qué hace ahí metido”, había dicho
tiempo atrás Refugio a su única hija, a quien le fue fácil desvirtuar lo dicho por
su madre: “Mi amá, me contó que ese hombre es malo. No cree en Dios ni en
los santos y nunca se encomienda al altísimo. Tampoco es de los que saben
agradecer el día. Casi no habla. Sus ojos son diabólicos. Por si fuera poco, me
dijo que se encierra en su cuarto para planear maldades en contra de todos,
como la que le hizo a mi mamacita, matándola nomás por gusto”.
—Les advierto que ese asesino va a cerrar pa’ siempre la mina. Sus verdaderas
intenciones es sacar todo el oro. Nos va a dejar con la pura ansia de vivir.
Nadie la contradijo. Después de todo la hija de Refugio tenía más razón al hablar
de Don José de Plata que cualquier otro de los ahí congregados. Su madre lo
había conocido personalmente. A punta de figuraciones, el español ya era un
personaje enigmático pero también temible.
Su nombre real: José Espinoza. Sus conocidos de España le adjudicaron el mote
de Don José de Plata, por distinguirse como un buscador incansable de minas
y amante de vetas preciosas. Mirada férrea, cejas pobladas, delgado, no de gran
estatura y casi siempre altivo. Como rasgo inequívoco de su personalidad,
clavaba los talones con mesura y de manera firme al caminar. Sus pequeños
ojos negros parecían insondables cuevas de las que no se podía salir. De su
cara delgada y angulosa sobresalían orejas puntiagudas que le daban un
aspecto algo extraño.
¡Clack, clack, clack, clack! Su caminar arrogante, pero natural, llamó la atención
de los pueblerinos que se replegaron como si hubieran visto a un fantasma de
grandes dimensiones. Se dispersaron para quedar detrás de los árboles o
protegidos por las bancas. Hubo quienes prefirieron resguardarse dentro de la
única tienda de abarrotes del pueblo, frente a la placita. Sabían de su mirada
fulminante, impenetrable y poderosa. Temían cruzarse con ella.
Dio cuenta de los frondosos cipreses y de las dos altas torres de la parroquia con
campanas de bronce. Un silencio abrumador. Solo se oían sus pasos. Volteó de
reojo para cerciorarse que el mozo seguía ahí, detrás suyo, como debe ser, fiel
y cauteloso.
Don José no se mostró incómodo por las decenas de miradas que seguían su
sonoro andar. La misa había concluido. Entre quienes se despedían afuera de la
iglesia se encontraba Abrahana. Resaltaba entre todas. Ataviada con un vestido
azul opaco contrastante con su piel blanca. Ojos profundos. En un momento, a
poca distancia, sus miradas se cruzaron. Se atrajeron como imanes. Al amparo
de un sol enardecido dos seres acababan de descubrirse uno al otro
deslumbrantes. Ella, con un collar de plata como símbolo de lo inevitable. Él, con
una azucena en la solapa, cuya fragancia era dueña de su pasado.
Ramiro, su padre y testigo del fortuito encuentro, la tomó del brazo y la forzó a
retirarse. Segundos antes Don José se quitó el sombrero e hizo una pequeña
reverencia de cortesía. Abrahana no pudo decir ni media palabra porque muy a
su pesar era conducida por su padre lejos de aquel hombre que le había llamado
tan poderosamente la atención.
Don José se contuvo para no darse la media vuelta y mirar una vez más a esa
mujer que tan gratamente lo sorprendió. Quedó inmóvil por unos segundos,
luego giró para dirigirse al carruaje, deseoso de encontrarla nuevamente.
Durante su regreso a La Trinidad reflexionó sobre el efecto que su presencia
causaba en el pueblo. Tenía claro que no bien visto por muchos de los que
habitaban El Pozal, pero poco le importó esto porque Abrahana era el centro de
sus pensamientos.
— Se llama Abrahana.
Don José ya se daría su tiempo para corregir el habla del capataz. Le irritaba la
pobreza de su lenguaje. Ahora estaba más interesado por conocer todo lo
relacionado con Abrahana.
—Qué le puedo decir patrón. Pos que tiene mucha hermosura esa mujer, pero
Ramiro no deja que se le acerque naiden. La cuida como a la niña de sus ojos.
Viven en la casa bonita que tiene el pueblo. Él es dueño de la tienda. Es un
hombre de ley. Mandó a arreglar los salones de la escuela pa’ que nos fuera más
fácil aprender a leer y escribir.
— ¿Y qué más? —preguntó Don José, ansioso de conocer más detalles sobre
Abrahana.
— Abrahana era maestra de la escuela, pero los hombres que tomaban clases
con ella nomás iban a mirujearla, con hartas ganas de conseguírsela de novia y
eso no le gustó a Ramiro y la sacó de ahí.
— ¿Y…?
—Ella es buena persona. Mujer de su casa. Sale cuando Ramiro la lleva a misa.
No tiene amá porque se murió de una tos que no hubo poder humano que se la
quitara. Nomás viera, patrón, qué güena era la señora Elena, la mamacita de
ella. No era tan bonita como la señorita, pero tenía lo suyo, yo digo…
Perdido en ese recuerdo, Fulgencio apenas y escuchó cuando Don José de Plata
le hizo saber su deseo de encontrarse con Abrahana.
— ¿Escuchaste bien? Quiero ver a esa mujer. Que venga aquí. Invítalos a la
finca— insistió.
Azorado, el capataz levantó las cejas. Era una orden que lo inquietaba.
— ¿Y cómo se la traigo patrón? Me la pone difícil. Ya le dije a usté que ella no
sale si no es con Ramiro, y mi compadre no va a querer venir, contimás con ella.
Lo conozco bien—sentenció.
—Patrón, sin que me lo tome a mal, la señorita Abrahana no es criada. Con todo
respeto se lo digo. Ella tiene lo suyo, Ramiro le da todo.
—Mañana me apersono en su casa y pos tendría que hablar primero con Ramiro,
mi compadre, pal permiso.
Era casi la medianoche, Ramiro abrió la puerta. Fulgencio se disculpó por la hora
de su llegada y fue directo al grano. Le dijo que cuidara a Abrahana de su patrón,
Don José de Plata, pues éste quiere tenerla para sí.
Durante horas evocó lo que para ella era sin duda un mágico instante.
Rememoró sonriente el suave olor del hombre que ahora daba contenido a sus
pensamientos. El mismo a quien no le extendió lo mano en correspondencia a
su saludo. Arrepentida estaba de su indecisión, pero de haberlo hecho sería un
desafío hacia su padre.
Siempre hay memoria para un primer beso. Lo recibió al pie de una puerta azul
desvencijada, en el salón de clases. Era apenas una niña. Su compañero de
pupitre la tomó por sorpresa. Ella tenía entonces nueve años. El chiquillo
temeroso y asombrado de su propia hazaña, alcanzó a darle un mordisco
húmedo en los labios ante la mirada atónita del profesor, quien se reincorporaba
luego de levantar del piso fragmentos de gises blancos.
Los ojos de Abrahana eran grandes y una dulce guarida. Sus labios delicados y
muy bien definidos la hacían sentirse orgullosa de su atractivo. El cabello:
ligeramente ondulado. Sus rasgos no eran los característicos de los habitantes
de El Pozal, donde predominan las mujeres y hombres de piel gruesa y oscura.
De sus antepasados ignora todo. Sus padres llegaron al pueblo hace 32 años.
No tenía más datos porque tocar ese tema se evitaba en casa.
Su madre murió muy joven de tuberculosis. Abrahana no logró superar del todo
la pérdida. Contaba con seis años cuando quedó huérfana. Aún conserva
precisos y entrañables recuerdos de ella, en los que abundaron los besos
amorosos y protectores. En medio de esas reminiscencias trajo a su mente la
figura de su padre.
Abrahana era la mujer más hermosa de El Pozal. Su madre se distinguió por ser
prudente y generosa, mientras que el autor de sus días era considerado en el
pueblo un hombre bueno y padre ejemplar. A Abrahana le dolía ser muy distinta
a las mujeres de su edad, la mayoría tienen hijos o han emigrado en busca de
mejor fortuna. No obstante se negaba a ser parte de una historia similar en que
las adolescentes quedan preñadas o se ven comprometidas en matrimonios
arreglados. Anhelaba algo distinto, como lo que se cuenta en algunas historias
que había leído con gozo, o parecido a lo que escuchaba de su madre cuando
le narraba en su habitación poco antes de dormir de la existencia de mundos
nuevos y mejores. Recordaba que gustaba de crearle expectativas y que en un
futuro conocería fuera de El Pozal a un hombre educado y apuesto, con quien
podría casarse y formar una familia. “Un día nos iremos de aquí a donde nunca
debimos haber llegado. Grábate bien esto en la cabeza hija: La gente buena no
sirve para nada”. El hombre perfecto…la gente bondadosa, se dijo así misma.
Siempre le pesó no estar junto a ella en su último signo vital. Horas antes de su
muerte la había llenado de besos previo a despertarla con caricias en el cuello y
en el nacimiento de sus senos. Ahora, sin Leonor a su lado, se sentía frustrado,
le ganaba la rabia. Quería desahogar su fuerza viril en una mujer que le diera
consuelo. Pensó en Abrahana y sin más llamó enérgico a su capataz.
— ¡Fulgencio!
—No creo que lo reciban patrón. El señor Ramiro y su hija no están en casa.
— ¿Sabes de alguna mujer de buen aspecto que quiera pasar conmigo toda la
tarde de hoy, y quizá también la noche?
—De seguro que hay más de una. Le propongo a La Lupona, ella es muy entrona
y de buen ver Esa mujer tiene disposición pa’ lo que usté mande, siempre que
haya de su parte una generosa recompensa.
Años atrás en una noche de fiesta callejera compartía los tragos con un hombre
canoso y obeso que la mimaba mientras la tenía sobre sus regordetas piernas.
“Te vamos a llamar La Lupona, por grandota, Guadalupe. No se te olvide,
mujerzuela. De ahora en adelante eres La Lupona”. Ella asintió: “Soy La Lupona,
muy hembra y muy sola”.
—El patrón quiere verte. No puedo irme sin ti. No me hagas quedar mal— suplicó
Fulgencio— A Don José de Plata le urge verte.
—Aguántame tantito. Enseguida estoy contigo y nos vamos para allá—dijo con
celeridad La Lupona que no cabía de gusto.
La Lupona no aceptó una segunda copa. Don José puso en sus manos un fajo
de billetes y la despidió enseguida. Desconcertada y rabiosa salió de la casona.
Afuera ya la esperaba Fulgencio.
—A juzgar por la carita que trais creo que no te fue nada bien. No le has de haber
servido al patrón ni pa’ el arranque— insistió.
—Hace mucho que sirvo nada más que para aguantar borrachos como tú, pero
con tu patrón fue distinto.
— ¿Qué vas a hacer con ese muchacho Lupona? Tiene que ir a la escuela como
las demás criaturas. Necesita salir de esa casa en donde de seguro ve puras
barbaridades. Te exijo que lo regales a una familia decente—le conminó el cura
Antonio en su última confesión.
— ¿Por qué no se lo queda usted padre? Aquí puedo venir a visitarlo y Andrés
le ayudaría en la parroquia— propuso La Lupona.
El cura Antonio tomaba sus precauciones para evitar que descubrieran su mayor
secreto, mejor dicho, su peor pecado: un hijo de 12 años con Domitila, su
asistente en la parroquia. El adolescente no conocía la verdad.
En cambio para Andrés, un chico tímido a pesar del entorno singular y rudo en
el que se crió, no era un secreto que lo habían abandonado y que su madre
sustituta era La Lupona.
— ¿Con quién te irás m´ijo?, tu Lupe ya no quiere que estés encerrado nomás
viendo por las rendijas de la puerta— ¿A dónde te llevo?
–Ya sé con quién te vas a ir. No importa lo que tenga que hacer para que te
acepte ese hombre. Prefiero verte de criado que aquí como si estuvieras en
prisión, cumpliendo una condena. Tú mereces otra vida Andrés. Mil veces mejor
que te digan arrimado a hijo de puta.
Para Andrés quedaba claro que no debía retrasar más su salida al mundo,
empezar a jugar con otros niños como él, y no quedarse observándolos tras las
rendijas de la puerta, como hasta ese entonces.
La Lupona tenía pensado ir a primera hora del día para buscar a Don José de
Plata, su cliente fallido, y pedirle que aceptara a Andrés en La Trinidad como su
pequeño mozo.
5
La Lupona iba a tratar un asunto serio así que se arregló con sus mejores galas.
Eligió una falda larga negra que combinó con una blusita azul marino con encaje
del mismo color en las orillas. El reflejo de su imagen recatada frente al espejo
le sugirió colgarse un par de collares multicolores. Así su atuendo estaría más
vistoso.
Con Andrés de la mano, atravesó las calles terregosas. El viento sacudía sus
rojizos cabellos. El chiquillo se veía entusiasmado y por momentos temeroso.
Hace mucho tiempo que no andaba tan expuesto al aire libre.
Eran las provocaciones de un hombre que celebraban con risas cómplices sus
otros cuatro acompañantes desde una esquina, cada uno con una cerveza en la
mano. La Lupona ni se dio por aludida. Ella y Andrés siguieron su camino. Estaba
más concentrada en llegar con Don José de Plata. No iba a distraerse en
tonterías.
—Por si no lo sabías, tu patrón me dio ayer una buena cantidad de dinero, y eso
que ni siquiera me dio una probadita. Aquí estoy con Andrés. Él le va a ser muy
útil pa’ lo que se ofrezca. Es un muchachito muy leal y bien educado. Te lo puedo
asegurar—recomendó La Lupona.
Dicho esto Fulgencio soltó una sonora carcajada, en tanto se sostenía la hebilla
plateada de su cinturón y echaba hacia atrás su gruesa figura.
—Cuida ese hocico Fulgencio. Si me das pase con el patrón no te cobro el rato
que quieras pasarla conmigo. ¿Verdá que se puede?
El capataz se sintió atraído por la oferta. Fue directamente hacia Don José de
Plata, quien en compañía de uno de los ingenieros de la mina recorría los
jardines de la casa.
—Patrón, aquí pregunta por usté La Lupona. Dice que quiere verlo.
—Nada tengo que hablar con esa mujer. Acompaña al ingeniero a la mina, él te
va a entregar unos documentos para mí.
Fulgencio acató la orden pero antes solicitó al ingeniero un par de minutos para
despedir a La Lupona, quien ya preveía la negativa de Don José y se le veía algo
desanimada.
—No se pudo. El patrón fue muy tajante, no quiere saber nada de ti — le notificó
Fulgencio apenado.
—A la buena paga de ayer, y todo por nada señor. Este chamaco que me
acompaña es Andrés, a él le tengo mucho cariño. Permita que sea su
mandadero. Es muy bueno para eso y otras cosas más. Le juro por la santísima
que no lo va a defraudar.
—No hace falta que pagues ningún favor. Salgan de la casa ahora mismo—
ordenó sin consideración para luego encaminarse a su estudio.
— ¡Don José! ¡Se lo suplico! Quédese con Andresito. M´ijo sabrá pagar con
creces toda su bondad señor— dijo con una mirada de ruego.
—Con cierto desgano Don José aprobó que se quedara. Ella lo celebró alzando
los brazos hacia el cielo en señal de triunfo. Quiso abrazarlo pero él la hizo a un
lado bruscamente.
— Te puse Andrés porque significa hombre fuerte, viril, valiente y ganador. Vas
a ver cómo se cumple tu destino— le dijo con dulzura al oído.
En menos que canta un gallo Andrés ya estaba frente a su patrón, quién empezó
el interrogatorio.
Andrés trago saliva y aclaró su garganta. Procuró responder casi gritando para
evitar se reprendido de nueva cuenta.
Andrés no dijo nada acerca de que una vez que terminó de alimentar a los
caballos fue a merodear al jardín y arrancó de unos arbustos pequeños frutos
color cereza, y que estuvo a punto de ingerir. Jeremías le advirtió oportunamente
que no lo hiciera. Eran tóxicos y podrían acarrearle severos malestares
estomacales. Andrés ya no los comió pero guardó varios de ellos en su bolsillo.
Cuando fue a las caballerizas a seguir con sus tareas cayeron accidentalmente
cerca del caballo que ahora ya no tenía signos de vida. El animal se los tragó de
un bocado y Andrés nada pudo hacer para evitarlo.
— ¡Como estarás de zonzo! Mira que dejarte caer del balcón— dijo Fulgencio
haciéndose el gracioso.
— Si es así no tenemos nada más que hablar sobre el tema. Continúa con tus
labores. Yo me ocuparé de los míos—dijo Don José previo a encender un puro.
Las firmes y sonoras pisadas de Don José llamaron su atención y de gran parte
de los presentes en la iglesia, quienes no disimulaban sus miradas enjuiciadoras.
Se detuvo junto a Abrahana y sin mediar palabra alguna se sentó muy propio a
su lado. Los dos muy cerca del altar, rozándose con los hombros. Abrahana
quiso levantarse pero Don José se lo impidió tomándola del brazo. Así
permanecieron durante casi toda la misa, disfrutando veladamente de su
proximidad física.
Don José fue de los últimos en retirarse del recinto. Era seguro de que el tema
principal de las conversaciones entre los pobladores sería lo ocurrido ese
mediodía. Ya de regreso en la Trinidad, Don José le pidió a Fulgencio que esta
vez no fuera a fallarle y le consiguiera una cita con Abrahana sin que su padre
se enterara. De cumplir con la petición le daría una nada despreciable suma de
dinero. Fulgencio ya se frotaba las manos. Ensilló uno de los caballos del patrón
y se enfiló hacia la casa de Ramiro, a quien encontró aún colérico y alterado por
la acción de su hija, a quien calificó de insolente.
— A ti nada se te escapa Ramiro, eres muy suspicaz. De paso quiero que sepas
que mi patrón es una persona muy decente. Todo lo que se dice por ahí acerca
de él no son más que mentiras, viles y vulgares mentiras. Sinceramente no sé a
quién o a quiénes les convenga diseminarlas por todo el pueblo. Lo que sí te
puedo asegurar es que nada tuvo que ver con la muerte de Refugio, ni tampoco
con la tan mentada caída del chamaco Andrés. A mí me consta.
—Por qué lo defiendes a capa y espada Fulgencio? ¿Pues qué te habrá dado a
cambio? ¿Sabes?, ya no quiero seguir escuchándote, regrésate a La Trinidad
ahora mismo.
—Voy a convencerte Ramiro de que las cosas son muy distintas a como tú y
otros más piensan con respecto a mi patrón. Sólo es cuestión de tiempo Ramiro,
dame tiempo.
Abrahana todavía con el susto reflejado en el rostro le dio las gracias a Fulgencio
por su proeza, pero sin dejar de lamentar las consecuencias de su reacción.
Reacomodó los platos y se dispuso a seguir su camino. Fulgencio le propuso
acompañarla.
—Esas no son más que ideas peregrinas señorita. Don José no será un alma de
Dios, pero le aseguro que tampoco es el demonio. Si usté quisiera conocerlo un
poquito más cambiaría favorablemente su opinión acerca de él. Sólo es cuestión
de que se anime señorita. Si usté quiere yo…
—Háblame del tal Andrés. ¿Qué hace ahí con tu patrón? —cambió de tema
hábilmente Abrahana.
—Es parte de la servidumbre. Ayuda limpiando las cabellerizas y haciendo uno
que otro mandado. Es un chico huérfano— refirió Fulgencio.
—Me encantaría conocerlo ¿Tú crees que pueda visitarlo? Igual y me lo quedo.
Quiero decir que si tu patrón no está a gusto con él, lo podría llevar a mi casa
para que se hiciera cargo de algunos quehaceres. Claro que eso lo debo
consultar primero con mi padre, pero no creo que tenga ningún inconveniente.
—Ella sólo repite lo que otros dicen: que si usted es el culpable de la muerte de
Refugio y que de que el mocoso de Andrés haya quedado medio cojo. Yo le dije
que eran ideas peregrinas, que no había fundamento en nada de eso.
— Lamento decirle que sí. Pero ya habrá tiempo para aclararle las cosas patrón.
Usté pierda cuidado. Lo importante ahora es que la señorita está muy interesada
en hablar con su persona para que le permita llevarse a Andrés pa’ que le ayude
con los quehaceres de la casa. ¿Cómo ve patrón? ¿A poco no es una
oportunidad de oro? Yo digo que sí.
—Dile que estoy en la mejor disposición. Que venga a verme cuando ella lo
desee. Aquí estaré para recibirla como se merece. No dejes pasar mucho tiempo
Fulgencio, me interesa hablar con Abrahana lo más pronto que se pueda.
Hablaremos de Andrés y de otros asuntos más. Será bienvenida a La Trinidad.
En su mirada profunda don José revelaba su anhelo por estar cerca de esa mujer
que ocupaba ya buena parte de sus pensamientos. Por lo pronto le quedaba
claro de que Andrés sería el pretexto para tenerla más a la mano.
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Fulgencio dedicó un par de horas por las mañanas para estar vigilante y a
prudente distancia de la casa de Ramiro. Trataba de encontrar la oportunidad
para hablar a solas con Abrahana. Le comunicaría el consentimiento de Don
José a su petición. No fue sino hasta el cuarto día que finalmente lo consiguió.
—No es que quiera negarme señorita, pero el patrón está empeñado en que
usted sea quien vaya a La Trinidad, y ahí mismo se pongan de acuerdo. Eso es
todo lo que le pide, no más.
—No quiero verme a solas con él. No le tengo todavía la suficiente confianza.
—No hay de qué preocuparse. Don José la tiene en buena estima y sería incapaz
de faltarle al respeto. Yo a usté la conozco desde niña y jamás permitiría que
alguien, así sea mi patrón, le hiciera algún daño señorita Abrahana.
—Si acepto ir a La Trinidad temo que mi padre se entere, y ya sabe usted cómo
se pone de bravo cuando algo no le parece.
—Mire señorita, no hay forma de que Don José le haga daño; y pues yo sólo
sirvo aquí de intermediario.
Abrahana de alguna manera también se sentía ilusionada, sin admitirlo del todo.
Era una elección personal por vez primera en muchos años. Eso la motivó a
juguetonamente soltarse el broche de su larga negra cabellera y experimentar
una agradable ligereza. Por la noche recibió a su padre en casa luego de que
regresara de trabajar en la tienda. Como pocas veces se mostró más cariñosa y
atenta a lo que pudiera necesitar su progenitor. Durante la cena Ramiro le
comentó que estaba planeando liderar una huelga en la mina. La idea en el fondo
era que Don José desistiera de quedarse en El Pozal.
— ¿Cómo es que piensas expulsarlo del pueblo? No creo que sea nada sencillo.
Además, recuerda que él es el dueño de la mina. No quiero llevarte la contraria,
pero me parece que hacerlo sería injusto — reclamó Abrahana.
—Sé que no voy a convencerte de que no lo hagas, así que prefiero irme a
acostar. Es posible que Don José de Plata no sea como uno lo piensa. Se dicen
tantas cosas malas sobre él. Quizás sólo sean graves mentiras padre.
—Buenos días— dijo Don José antes de besar el dorso de la mano derecha de
la recién llegada.
—Muchas gracias señor, pero quiero dejar muy claro que mi visita no es de
cortesía. Vine a conocer a Andrés y sólo a eso. ¿Me podría hacer el favor de
llamarlo?
—Enseguida nos los trae Fulgencio. En tanto permítanme ofrecerle una taza de
té. Ahora que si quisiera acompañarme a desayunar, quedaré más que
complacido con que usted aceptara mi invitación.
—Veo que es prioridad para usted bella dama, así que yo mismo iré a buscarlo,
mientras puede tomar asiento. Enseguida regreso.
Don José de Plata se sintió algo frustrado. Cinco minutos después apareció de
nueva cuenta ante su atractiva visita, en esta ocasión sujetando la mano derecha
de Andrés, quien vestía todo de blanco y sobre la cabeza portaba un sombrero
de paja. Impecable en su presentación. Hasta perfumado estaba. Don José y
Fulgencio lo habían aleccionado previamente para que dijera lo bien que se le
trataba en La Trinidad, y que nada de sus antecedentes familiares fuera a revelar
a la señorita Abrahana.
—No fue nada, señorita. Un descuido mío. No sé ni cómo me fui a tropezar y caí
del balcón. Pero ya estoy bien, señorita. Gracias por preguntar.
—Eso ni lo dude señorita. Aquí estoy mil veces mejor que en mi casa anterior.
Cuido de los caballos, me dan bien de comer, aprendo a leer y a escribir y tengo
mis ratos para descansar. No me quejo. Don José es una muy buena persona
conmigo y también con todos los demás de la servidumbre.
—De eso puede estar usted segura mi estimada Abrahana—intervino Don José
de Plata.
Ella se sintió algo intimidada con la respuesta, así que prefirió levantarse y dar
por terminada la visita. Don José insistió en que se quedara para compartir los
alimentos. Intentó tomarla de la mano pero ella inmediatamente la hizo a un lado,
más por darle a entender que iba demasiado aprisa que por rechazarlo.
Supo por un anciano del pueblo que señalaban a su querida hija Abrahana de
ser amante de su odiado enemigo: Don José de Plata. Suficiente para que
Ramiro arrancara en ira. Estaba dispuesto a confrontarlo, no le daría tregua. Y
si no le dejaba otra opción acabaría con él sin importarle las consecuencias.
11
Trémulo y cegado por el enojo fue hasta la habitación de su hija a quien despertó
bruscamente para echarle en cara su desvergonzado comportamiento.
Abrahana se sintió violentada y ofendida. Se sintió humillada por su padre.
Ramiro recapacitó por un momento y se disculpó torpemente, pero no dejó de
cuestionarla sobre los posibles amoríos con el dueño de la mina. Abrahana lo
negó una y otra vez. Ella no pudo contener las lágrimas.
Abrahana quedó boca abajo en el piso tras recibir el golpe. Su padre aún colérico
se abalanzó sobre ella con el propósito de ahorcarla. Estaba desquiciado. Ella
intentó de muchas maneras zafarse de su agresor pero fue inútil. Ramiro la giró
para estar cara a cara y sujetándola con sus dos manos presionó sus genitales
contra los de ella. Dejaron de forcejear y Ramiro pasó de la violencia a unas muy
sutiles caricias. La sensualidad y el erotismo transformaron la atmósfera de la
habitación.
No era la primera vez que esto ocurría. Cuando Ramiro tenía 32 años y su hija
nueve, él llegó hasta la cama de la pequeña para acurrucarse a su lado. La
tristeza embargaba a ambos. La madre de Abrahana y esposa de Ramiro había
fallecido de leucemia un día antes. Obnubilado por la pérdida se abrazó a su
pequeña hija. El perfume de su consorte era el mismo que su heredera se había
rociado en todo su cuerpecito. Ramiro desvariaba, tenía todos los síntomas de
una fiebre. No pudo evitar una erección. Se sintió irreconocible, miserable.
Abrahana tenía ya veinte años más. Esta vez empujó a su padre para que la
dejara levantarse. Ramiro no opuso resistencia, cayó en cuenta de que estaba
actuando estúpidamente, llevado por un deseo a todas luces reprochable. Salió
llorosa y aturdida de la casa. Afloraba en ella el desagradable recuerdo de su
padre pegado a su cuerpo de niña. Caminó desconsolada a la luz de la luna por
casi una hora. Llegó a un riachuelo y ahí entre sollozos y soportando un frío
intenso que le calaba hasta los huesos, quedó rendida y dormitó agotada, casi
inconsciente.
Para Don José la presencia cercana de Abrahana era un regalo de Dios. Sentía
curiosidad por conocer que la había llevado hasta el riachuelo a tan altas horas
de la noche, y qué era del paradero de su padre, el señor Ramiro, quien de
buenas a primeras le mostró hacia su persona una incomprensible
animadversión
12
Abrahana encontró en La Trinidad el refugio de sus pesares. Don José se
convirtió para ella en su protector. Con Andrés entabló una relación casi
maternal. Los pocos desacuerdos los tenía con Fulgencio, pero eran por cosas
nimias. Había pasado un mes desde que llegó a convivir con Don José y su
servidumbre, y nada sabía aún del destino de su padre. Tenía sentimientos
encontrados, por un lado quería saber cómo estaba él y adónde había ido, pero
por otro estaba ofendida y lastimada debido a sus ruines actos.
Andrés se enteró de las intenciones de su patrón para con él. Estaría dispuesto
a aceptar el viaje siempre y cuando Don José le prometiera que máximo en tres
meses estaría de vuelta en La Trinidad. A Don José no le fue difícil mentir, se
comprometió a que estaría de regreso a los noventa días de su partida.
Para Don José, Abrahana era su más preciada joya. Bien sabía que él era objeto
de muchas envidias, pero eso poco o nada le importaba. A su lado estaba la
mujer más hermosa de El Pozal. Por ella se abocaría a dejar todo en orden para
empezar una nueva vida.
Con Andrés lejos de La Trinidad, Don José de Plata se sentía más cómodo para
conversar a sus anchas con Abrahana. Le reiteró sus planes de irse a vivir juntos
a Málaga. Ella lo escuchó atentamente y le hizo saber que era su deseo que más
adelante se reunieran con el chico, quien ya se había ganado en poco tiempo su
estima y afecto. A Don José no le pareció tal propósito, incluso le molestó. Sugirió
amablemente que se olvidara de la posibilidad de convivir con el muchacho, pues
él estaba haciendo su vida por otro lado, y no valdría la pena interrumpir sus
progresos. Ahora Don José fue más directo, le dijo que ya que su padre no
estaba en El Pozal sería para ella más fácil la decisión de estar a su lado. Él la
quería como su mujer, y no tan sólo como una huésped.
—Ya veo que tanto tú como mi padre confían mucho en Fulgencio, respondió
con ironía.
—No tendríamos porque no hacerlo, querida Abrahana. Fulgencio es una
persona leal. No tengo ningún reclamo que hacerle, ni queja alguna respecto a
su conducta.
—Creo que tienes razón, Fulgencio sabrá cuidar de las propiedades. Lamento
que mi padre se haya ausentado, pero por otra parte considero que es mejor así,
de otra manera sería imposible que tú y yo pudiéramos estar aquí en tu casa
como lo estamos ahora, haciendo planes para vivir juntos. Ya me veo contigo en
Málaga.
14
Don José estaba ansioso por emprender la marcha lo más pronto posible.
Anhelaba tener entre sus brazos a la joven y hermosa mujer que desde un primer
encuentro lo cautivó. La imagino completamente desnuda, entregada a sus
caricias, recostada a su lado, mostrándose sensual y apasionada.
Se cuestionó por qué no ir de una vez a su habitación y sin darle más vueltas al
asunto hacerla suya. Para él ya no tenía sentido aguardar más tiempo. Su
contención había llegado al límite. Deseaba intensamente intimar con Abrahana.
Pensó que durante todo este tiempo desde que la conoció había actuado como
un adolescente. ¿A qué venía tanta timidez de su parte? Le parecía ridículo
seguir aparentando ser alguien muy propio y recatado. Salió de su cuarto con
una pijama verde olivo. Descalzo y presuroso caminó por el pasillo hasta llegar
a donde Abrahana descansaba. Una vez frente a su puerta tocó ligeramente para
hacerse anunciar.
Suplicó que le permitiera entrar. Abrahana dudó por unos instantes y luego se
levantó de su cama para darle acceso. Una vez que la tuvo a corta distancia de
él recorrió con la mirada su atractiva figura, apenas cubierta por un camisón de
seda blanco que dejaba entrever sus firmes y voluptuosos pechos. Abrahana se
sintió acosada. Estuvo a punto de cerrarle la puerta en las narices cuando Don
José se le adelantó para tomarla de la cintura y besarla por primera vez con una
intensidad memorable, como deseando en ese beso hallar alguna certidumbre.
Resistirse era en vano. La urgencia de Don José fue avasallante. Las caricias
empezaron a ser recíprocas. Abrahana temblaba. Los besos del intruso y la
lengua de éste que exploraba su boca la estremecían como nunca antes. Sin
percatarse, los pasos de Abrahana eran conducidos al interior de la habitación.
La noche ofrecía a ambos un encuentro audaz y vital. La luz de la luna que
atravesaba la ventana iluminaba sus siluetas estrechamente cercanas.
Él, con delicadeza, desató los finos listones del camisón blanco ahora empapado
en sudor. Fue ella quien finalmente se despojó con gracia de la ligera y casi
transparente vestimenta. La entrega fue acompasada, los aromas de uno y otro
erotizaba sus emociones. El íntimo sabor que compartían los llevaba a desatar
sus instintos amorosos. Fue un sensual hallazgo entre gemidos.
Abrahana le pidió con dulzura que evitara visitarla en su habitación las siguientes
noches. Don José se comprometió a no perturbarla. No habría más intromisiones
nocturnas, ni tampoco diurnas a su habitación de La Trinidad con la intención de
hacer el amor.
Don José estaba entusiasmado con los preparativos, y aún más la mujer que lo
había llevado a hacer un giro de 180 grados en su vida. Pensaba que junto a
Abrahana viviría atardeceres sosegados, y que el amor que le profesaba sería
suficiente para iluminar de nuevo su existencia, tan apagada desde que falleciera
su esposa Leonor.
Unos días antes de que salieran rumbo a Europa, Abrahana se hizo de valor
para confesarle a su prometido de los abusos que con ella cometió su padre. Le
dijo que su apariencia de hombre decente y virtuoso no era más que hipocresía.
Reconoció que nunca pudo superar la muerte de su querida madre, y que todo
esto acumulado la atormentaba desde años atrás. Don José no se explicaba
cómo es que ella había perdido su virginidad con él recientemente, si decía que
de pequeña su padre la mancilló. Lo más seguro es que hubiera una
tergiversación de los hechos o un mal entendido. No quiso ahondar en esto. Su
prioridad era protegerla, brindarle una vida disipada, sin preocupaciones. Se
preguntaba si Abrahana quería lo mismo.
15
Fulgencio entró sin llamar a la puerta, como otras veces que le ganaba el
entusiasmo. Era evidente su ansia por presenciar el asombro y aprobación de
Don José, una vez que le mostrara a éste el carruaje que había estacionado a
un costado de la entrada principal de la residencia, y que serviría para
transportarlo junto con Abrahana al puerto, en donde habrían de embarcarse
luego rumbo a Málaga.
Don José se levantó del sillón de su escritorio y abrió la puerta del estudio. Se
detuvo bajo su marco y desde ahí admiró con regocijo la fastuosa berlina en la
que transitaría por última vez El Pozal, en compañía de la mujer que desde un
primer contacto lo había hechizado con sus encantos.
El carruaje de caoba y hierro desprendía luminosos destellos por efecto del sol
que de lleno caía sobre las cuatro linternas de los costados superiores,
recubiertas en oro y plata. La caja de los lacayos estaba revestida de grueso
terciopelo azul, lo cual le imprimía un aire de donosura. Dos de sus caballos
preferidos pura sangre, color dorado, tirarían del mismo.
—Me va usté a disculpar pero ¿cómo vamos a quedar entre nosotros antes de
que se vaya, patrón?
—Eso pensé hacerlo en un primer momento, pero luego me dije: Fulgencio tiene
ya muchas responsabilidades, apenas si puede con administrar la casa y la
tienda de Ramiro, para qué darle más ocupaciones. Tampoco soy un
desagradecido Fulgencio, tendrás tu debida recompensa. Cuenta con ello.
Llegó el día en que la pareja habría de partir. Para la ocasión Don José vestía
sus mejores galas, portaba además un sombrero de copa alta que acentuaba su
señorío. Como sus lacayos se ofrecieron los dos ingenieros que quedaban a
buen resguardo de la mina y de La Trinidad.
Para Abrahana era muy significativo este viaje. Estaba segura de que daría a su
vida un vuelco muy importante. Al igual que Don José, lució uno de sus mejores
atuendos. Eligió un vestido de seda ligera y vaporosa. En el dedo medio de su
mano derecha llevaba un anillo de esmeraldas, el más reciente obsequio de su
protector. Ya arriba del carruaje ella le regaló una sonrisa serena.
Fulgencio quiso darles el último adiós, seguro de que nunca más volvería a
verlos. Se sintió relegado por Don José, quien se concretó a darle una ligera
palmada en la espalda antes de subir al carruaje. Abrahana fue igualmente
sobria, sólo atinó a decirle que se cuidara. La berlina cruzó el portal de hierro de
La Trinidad, y ya que avanzaba Fulgencio alcanzó a recordarle a su patrón lo
promesa que le hizo dos días antes. No obtuvo respuesta.
Dos de sus acompañantes entraron a sus anchas a la cocina para servirse sin
mediar autorización alguna de víveres y agua. Fulgencio les llamó la atención.
—Ya nos hacían circo las tripas, patrón. Usté sabrá disculparnos— dijo uno de
ellos.
Caía la noche, un viento fresco llegaba a sus rostros marcados por incipientes
arrugas. Ya involucrados en la aventura estaban dispuestos a sacarle el mejor
provecho. Querían una buena recompensa por sus favores.
— Cuando tenga de frente al tal Don José le voy a romper toda su jeta. ¿Eso es
lo que usté desea que hagamos, patrón? —preguntó el menos viejo del grupo.
Adentro, Don José, su prometida y los dos ingenieros se desplazaban por las
laberínticas cuevas, a fin de esconderse y salvaguardar sus vidas. Afuera se iban
congregando más hombres y mujeres alertadas por los gritos. Fulgencio les pidió
a los recién llegados que estuvieran atentos a que no se escapará ninguna de
sus presas, y que les reiteró que a Abrahana la respetaran, porque de otro modo
lo iban a lamentar toda su existencia. Le ofrecieron refuerzos, pero él se negó
terminantemente. Dijo que era suficiente con él y su tropa de cuatro para dar con
los susodichos. “Aquí se me quedan. Hagan una valla para que estos tipos no
tengan escapatoria”, dijo Fulgencio con nuevos aires de mandamás.
Don José y Abrahana eran conducidos hábilmente por los dos ingenieros que
conocían palmo a palmo la mina. Llegaron hasta una cueva saturada de espadas
de selenita. Daba la impresión de ser alimentadas por leche maternal. Eran
columnas filosas y de formas irregulares, nacidas desde el techo de la cueva. Se
habían guarecido en un sitio sagrado al que llamaban Piedra de Luna. En El
Pozal, se decía que aquél que entrara ahí se vería reflejado en una de las
espadas de luna, y sus propios fantasmas oscurecerían eternamente su alma.
Eso se decía.
17
Don José de Plata y la joven Abrahana se adentraron en Piedra de Luna. Los
dos ingenieros se quedaron atrás para resguardar el acceso, aunque estaban
seguros de que ninguno de sus persecutores se atrevería a cruzar el umbral. A
poca distancia se hallaba Fulgencio y quienes se aventuraron con él para acabar
con la vida del dueño de la mina. Iban armados de palos, machetes y una
escopeta. Suficiente para ellos. El rencor y la ambición los hacía envalentonarse
sin tomar mayores precauciones. Los cuatro acompañantes de Fulgencio
buscaban congraciarse con éste y hacer méritos que luego les fueran
recompensados
Cada vez más próximos a dar con sus presas, lograron distinguir las siluetas de
dos hombres. Supusieron que se trataba de los ingenieros, y efectivamente así
era. Fulgencio dio la orden de avanzar sigilosamente hacia ellos para
sorprenderlos y tomarlos como sus prisioneros. Estaban a unos cinco metros de
Piedra de Luna. El miedo se apoderó de los cómplices de Fulgencio, pero él
insistió en no detenerse. “Si llegamos hasta ahí, nuestras almas quedarán
atrapadas y júrelo que nos volveremos locos”, le decía uno de sus
acompañantes. La respuesta del capataz fue contundente:
— ¡No sean cobardes! Ya estamos aquí, ahora nada de echarse pa’ tras.
Uno de los ingenieros gritó para advertir a sus protegidos que los enemigos se
encontraban ya a corta distancia. Apenas anunciada la alerta, Fulgencio se
movilizó con mayor rapidez para tener a la vista a los empleados de su ex patrón,
y disparar sobre ellos. Ninguno de los ingenieros pudo accionar oportunamente
sus armas para defenderse. Las detonaciones acabaron con sus vidas.
Fulgencio recogió del suelo las pistolas calibre 45 que llevaban los acribillados,
y las dejó en manos de dos de sus compinches.
Eliminados los obstáculos para llegar a su objetivo, Fulgencio y los tres restantes
partícipes de la emboscada buscaron con cautela la entrada a la Piedra de Luna.
El recorrido fue tenso, el nerviosismo, inocultable. Una vez que hallaron el
acceso su asombro fue mayúsculo. Quedaron impactados por el enigmático
juego de luces que presenciaban. Aún con el registro de los destellos en sus
ojos, siguieron su camino. Fulgencio no iba a retroceder por ningún motivo, pese
a que se le enteró de la maldición que pesaba sobre todo aquél que se atreviese
a penetrar la Piedra de Luna. Más fuerte era su ambición de poder. Esa misma
tarde acabaría con la existencia de Don José y se apropiaría de sus riquezas. La
joya de la corona sería quedarse con Abrahana.
Tenía todas las de ganar: Don José estaba indefenso. Sus hombres de confianza
habían sido abatidos, y afuera una muchedumbre estaba atenta a que no se les
fugara el español.
Fulgencio y sus secuaces dieron con el escondite. Apenas alcanzó Don José a
obligar a Abrahana a emprender la huida antes de que él enfrentara al traidor
que ahora lo amenazaba de muerte. Los dos hombres se miraron fijamente y un
silencio penetrante fue antesala a la tragedia.
Don José se afanó en sacar la cuchilla que había segado la vida de Abrahana.
Cuando finalmente lo consiguió cargó su cuerpo para hacerlo reposar junto al
remanso de un manantial, justo al lado de un conjunto de piedras lunares
semejantes a pétalos de flor. En ese sitio un tanto fantasmal, beso
pausadamente la frente y labios de quien fuera su obsesión. Permaneció junto a
ella un tiempo no preciso, como si estuviera a la espera de una milagrosa
resurrección. Abrahana y Don José compartían su guarida de luna.