El Adivino
El Adivino
El Adivino
Un día robó una sábana a una mujer, la escondió en un montón de paja y se empezó a
alabar diciendo que estaba en su poder el adivinarlo todo. La mujer lo oyó y vino a
él pidiéndole que adivinase dónde estaba su sábana. El campesino le preguntó:
-Está bien.
Se puso a hacer como que meditaba, y luego le indicó el sitio donde estaba
escondida la sábana.
Dos o tres días después desapareció un caballo que pertenecía a uno de los más
ricos propietarios del pueblo. Era Escarabajo quien lo había robado y conducido al
bosque, donde lo había atado a un árbol.
Por desgracia, ocurrió que al zar se le perdió su anillo nupcial, y por más que lo
buscaron por todas partes no lo pudieron encontrar.
«Ha llegado la hora de mi perdición. ¿Cómo podré adivinar dónde está el anillo? Se
encolerizará el zar y me expulsarán del país o mandará que me maten.»
-Que le dejen solo para que medite toda la noche y me dé la contestación mañana
temprano.
El campesino se sentó en una silla y pensó para sus adentros: «¿Qué contestación
daré al zar? Será mejor que espere la llegada de la noche y me escape; apenas los
gallos canten tres veces huiré de aquí.»
El anillo del zar había sido robado por tres servidores de palacio; el uno era
lacayo, el otro cocinero y el tercero cochero. Hablaron los tres entre sí,
diciendo:
-¿Qué haremos? Si este adivino sabe que somos nosotros los que hemos robado el
anillo, nos condenarán a muerte. Lo mejor será ir a escuchar a la puerta de su
habitación; si no dice nada, tampoco lo diremos nosotros; pero si nos reconoce por
ladrones, no hay más remedio que rogarle que no nos denuncie al zar.
-¡Gracias a Dios! Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.
En aquel momento los gallos cantaron por segunda vez, y el campesino dijo:
-Si me reconoce también, iremos todos, nos echaremos a sus pies y le rogaremos que
no nos denuncie y no cause nuestra perdición.
Y se lanzó hacia la puerta con la intención de huir del palacio; pero los ladrones
salieron a su encuentro y se echaron a sus plantas, suplicándole:
-Nuestras vidas están en tus manos. No nos pierdas; no nos denuncies al zar. Aquí
tienes el anillo.
Cuando el zar paseaba por una vereda, vio un escarabajo, lo cogió y volvió a
palacio.
-Oye -dijo a Escarabajo-: si eres adivino, tienes que adivinar qué es lo que tengo
encerrado en mi puño.
-Escarabajo, ahora sí que estás cogido por la mano poderosa del zar.