Cory Docotorow Little Brother Traducido - 1d6J PDF

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Little Brother

Escrito por Cory Doctorow

Traducción: Claudia De Bella, (c) 2010.

Libro electrónico creado por: Santiago Benejam Torres


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Título original: Little Brother (c)
Cory Doctorow.

Nota preliminar de la traductora:


En esta historia se utilizan muchos términos relacionados con la informática
y la tecnología de las comunicaciones. Estimo que los lectores de Axxón es-
tán familiarizados con casi todos en su idioma original, el inglés; por este
motivo y porque las traducciones al castellano de esos términos difieren
según el país del que se trate, tomé la decisión de dejar los más comunes sin
traducir. En cuanto a la terminología poco frecuente, en algunos casos el
autor explica a qué se refiere y en otros incluí aclaraciones mías insertadas
en el texto, esto último teniendo en cuenta que Cory Doctorow ha autorizado
explícitamente cualquier modificación de esta obra que apunte a su mejor
comprensión, ya que ha sido escrita con una intención específica que el pro-
pio autor expresa en la Introducción.
Del mismo modo, he dejado en inglés nombres de instituciones que poseen
páginas web, como también ciertas direcciones de correo electrónico y en-
laces a sitios, todos reales, para facilitarle al lector la búsqueda en línea que
sugiere el autor.
Finalmente, vale aclarar que Doctorow titula esta novela Hermano Menor
(Little Brother) porque el personaje principal es la figura contrapuesta al
“Hermano Mayor” (”Big Brother”, a veces traducido erróneamente como
“Gran Hermano”) de la novela 1984 de George Orwell.
Claudia De Bella, 2010.
Aclaraciones del creador del
libro electrónico.

Hacia mucho tiempo que estaba esperando un traducción del


libro Little Brother de Cory Doctorow al castellano. Esta sem-
ana en uno de los feeds RSS del blog de Cory encontré un en-
lace a la traducción de Claudia De Bella, en la página web de, de
Axxón “Hermano menor” (Introducción y Capítulo 1), Cory
Doctorow. http://axxon.com.ar/rev/?p=2244. Y dado que la
licéncia Creative Commons lo permite, me he permitido el lujo
de preparar este libro electrónico. Es el primer libro electrónico
que preparo, por lo que si encontrais defectos o teneis alguna
sugerencia no dudeis en poneros en contacto conmigo.
Para la creación del libro he usado Sigil, además de herrami-
entas de GNU/Linux.

Santiago Benejam Torres, Ciutadella de Menorca a 30 de oc-


tubre de 2010.
e-mail: [email protected]
Licencia
This book is distributed under a Creative Commons
Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 license. That
means:
Este libro es distribuido bajo una licencia Creative Commons
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Aviso — Al reutilizar o distribuir la obra, tiene que dejar bien
claro los términos de la licencia de esta obra.

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons


Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 España.
Introducción
Escribí Hermano Menor con una furia al rojo blanco, entre el 7
de mayo de 2007 y el 2 de julio de 2007: pasaron exactamente
ocho semanas desde el día en que lo pensé hasta que lo terminé
(Alice, a quien está dedicado este libro, tuvo que soportarme te-
cleando el último capítulo a las 5:00 de la mañana, en el hotel
de Roma donde estábamos celebrando nuestro aniversario). Yo
siempre había soñado con lograr que un libro se materializara
así como así, completamente formado, y que saliera de las
puntas de mis dedos sin sudor ni lágrimas… pero no resultó tan
divertido como había creído. Había días en que escribía 10.000
palabras, encorvado sobre las teclas, en los aeropuertos, el
metro, los taxis… cualquier sitio donde pudiera escribir. El
libro trataba de salir de mi cabeza, sin importar qué ocurriera,
y yo le robaba tanto tiempo al sueño y omitía tantas comidas
que mis amigos comenzaron a preguntarse si me encontraba
bien.

Cuando mi padre era un joven estudiante universitario, en la


década de 1960, fue una de las pocas personas de la “contracul-
tura” que pensaban que las computadoras eran algo bueno.
Para la mayoría de los jóvenes, las computadoras repres-
entaban la deshumanización de la sociedad. Los universitarios
habían quedado reducidos a números en tarjetas perforadas
que llevaban la leyenda NO DOBLAR, RETORCER NI
MUTILAR, lo que motivó a algunos jóvenes a ponerse pren-
dedores que decían SOY ESTUDIANTE: NO ME DOBLEN,
RETUERZAN NI MUTILEN. Las computadoras se considera-
ban un medio de aumentar la capacidad de las autoridades
para regimentar a las personas y someterlas a su voluntad.
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Cuando yo tenía diecisiete años, parecía que el mundo em-


pezaba a volverse más libre. El muro de Berlín estaba a punto
de caer. Las computadoras, que pocos años antes parecían
raras y extravagantes, estaban por todos lados; con el modem
que antes usaba para conectarme a los BBS locales ahora podía
conectarme con todo el mundo a través de la Internet y los ser-
vicios comerciales en línea como GEnie. Mi fascinación de toda
la vida por las causas activistas se potenció cuando advertí que
la mayor dificultad que enfrenta el activismo, la organización,
se hacía cada vez más sencilla a pasos agigantados (aún re-
cuerdo la primera vez que, en lugar de enviar boletines con las
direcciones escritas a mano, utilicé una base de datos con
mail.merge). En la Unión Soviética, las herramientas de comu-
nicación se estaban utilizando para llevar la información —y la
revolución— hasta los rincones más lejanos del estado autorit-
ario más grande que se haya visto sobre la Tierra.

Pero, diecisiete años después, las cosas son muy diferentes. Las
computadoras que tanto adoro están asimiladas: las utilizan
para espiarnos, para controlarnos, para delatarnos. La Agencia
Nacional de Seguridad ha intervenido ilegalmente todos los
teléfonos de los Estados Unidos y nadie dice nada. Las empres-
as que alquilan automóviles y las autoridades de tránsito y
tráfico vigilan adónde vamos y nos envían tickets automatiza-
dos, revelando nuestra identidad a los entrometidos, los
policías y los delincuentes que logran acceder ilícitamente a es-
as bases de datos. La Administración de Seguridad para el
Transporte lleva una lista de personas que tienen “prohibido
volar”; nunca han sido condenadas por ningún crimen pero, sin
embargo, se las considera muy peligrosas para permitirles
viajar en avión. El contenido de la lista es secreto. La norma
que la hace ejecutable es secreta. Los criterios en los que se bas-
an para agregarte a esa lista son secretos. Incluye niños de 4
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años. Y senadores norteamericanos. Y veteranos condecorados,


verdaderos héroes de guerra.

Los chicos de diecisiete años que conozco entienden a la perfec-


ción lo peligrosa que puede ser una computadora. La pesadilla
autoritaria de los ‘60 ha venido a buscarlos a sus casas. Las se-
ductoras cajitas que hay en sus escritorios y bolsillos vigilan to-
dos sus movimientos, los meten en un corral, los privan sis-
temáticamente de algunas de aquellas nuevas libertades que yo
disfruté y aproveché bien en mis años de juventud.

Más aún, los chicos de entonces, claramente, fuimos utilizados


como conejillos de Indias para probar la nueva clase de estado
tecnológico al que nos encaminábamos, un mundo donde to-
mar una foto es piratería (en un cine, un museo o incluso en
una cafetería Starbucks) o terrorismo (en un lugar público),
pero donde nosotros sí podemos ser fotografiados, rastreados y
registrados en el sistema cientos de veces al día por parte de cu-
alquier dictador, policía, burócrata y comerciante de pacotilla.
Un mundo donde cualquier medida, incluida la tortura, está
justificada si uno agita los brazos y grita “¡Terrorismo! ¡9/11!
¡Terrorismo!” hasta que todo el disenso quede silenciado.

No tenemos por qué seguir ese camino.

Si amas la libertad, si piensas que la condición humana se dig-


nifica con la privacidad, con el derecho a que nos dejen en paz,
con el derecho a explorar ideas raras siempre y cuando no se
haga daño al prójimo, entonces haz causa común con los chicos
cuyos navegadores de red y teléfonos celulares se están utiliz-
ando para mantenerlos encerrados y para seguirlos a todas
partes.
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Si crees que la respuesta al lenguaje inadecuado es más len-


guaje, no la censura, ya formas parte de la lucha.

Si crees en una sociedad de leyes, una tierra donde nuestros


gobernantes son los que tienen que marcarnos las reglas, pero
también cumplirlas, entonces eres parte de la misma batalla
que pelean los chicos cuando reclaman el derecho a vivir bajo la
misma Declaración de Derechos que los adultos.

Este libro tiene el objeto de formar parte del debate acerca de lo


que implica una sociedad de la información: ¿control total o
libertad sin precedentes? No es sólo una palabra: es un verbo,
es algo que hay que hacer.

HAZ ALGO

Este libro está pensado como algo que hay que hacer, no sola-
mente como algo para leer. La tecnología presentada en estas
páginas ya es real, o bien casi real. Puedes construir una buena
parte. Puedes usar estas ideas como disparador de debates im-
portantes con tus amigos y familiares. Puedes usar estas ideas
para vencer la censura y para subirte a una Internet libre, in-
cluso aunque tu gobierno, tu empleador o tu escuela no quieran
que lo hagas.

Para construir: la gente del sitio Instructables ha publicado


unas instrucciones buenísimas para construir elementos
tecnológicos presentados en este libro. Es fácil e increíblemente
divertido. Nada en el mundo es tan reconfortante como
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construir cosas, especialmente cosas que te hacen más libre.


Ver aquí

Debates: hay un manual para educadores basado en este libro,


confeccionado por mi editorial, Tor, que reúne toneladas de
ideas para el aula, el grupo de lectura y el debate familiar de lo
que aquí se expone. Ver en educator’s manual for this book.

Vencer la censura: en la Bibliografía que figura al final de este


libro encontrarás muchos recursos para aumentar tu libertad
en el uso de la red, bloquear a los espías y evadir los programas
de censura. Cuanta más gente esté al tanto de estos temas,
mejor.

Tus relatos: estoy reuniendo relatos de gente que ha usado la


tecnología para tener ventaja en las confrontaciones con autor-
idades abusivas. Voy a incluir los mejores en la edición britán-
ica del libro y también los subiré a la red. Envíenme sus his-
torias a [email protected]. En el asunto, poner
“Abuses of Authority”.

Nota de Axxón: El libro fue publicado en 2008. Desconocemos


si el autor aún recibe relatos en la dirección de correo indicada,
pero cumplimos en informarla.
DEDICATORIA
Para Alice, que me completa.
Capítulo 1
Estoy en el último año de la secundaria César Chávez, en el
soleado distrito Mission de San Francisco, y eso me convierte
en una de las personas más vigiladas del mundo. Me llamo
Marcus Yallow, pero en el comienzo de esta historia me
conocían como w1n5t0n. Se pronuncia “Winston”.

No pronunciar “doble ve-uno-ene-cinco-te-cero-ene”, a


menos que seas un encargado de disciplina sin idea de nada, lo
bastante anticuado como para seguir llamando “superautopista
informática” a la Internet.
Justamente, conozco a esa persona sin idea de nada: se llama
Fred Benson y era uno de los tres vicedirectores de la César
Chávez. Un pobre despojo de ser humano. Pero si hay que tener
un carcelero, mejor que sea uno sin idea de nada antes que otro
bien informado.
—Marcus Yallow —dijo por los altavoces un viernes por la
mañana. Los altavoces, de por sí, no eran muy buenos, y
cuando eso se combinaba con el balbuceo habitual de Benson
se obtenía algo más parecido a un tipo luchando por digerir un
burrito en mal estado que a un anuncio escolar. Pero los seres
humanos somos buenos para detectar nuestros propios
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nombres en medio de una confusión auditiva; es un rasgo de


supervivencia.
Tomé mi mochila, cerré la laptop tres cuartos (no quería per-
der lo que me estaba bajando) y me preparé para lo inevitable.
—Preséntese en la oficina de administración
inmediatamente.
Mi profesora de Estudios Sociales, la Sra. Gálvez, me miró
con exasperación y yo le devolví la mirada. Las autoridades
siempre se ensañaban conmigo, simplemente porque yo at-
ravesaba los firewalls de la escuela como si fueran pañuelos de
papel mojados, burlaba el software de reconocimiento de an-
dadura y destruía los chips soplones que usaban para
rastrearnos. La Sra. Gálvez, en todo caso, era buena persona y
nunca se me ponía en contra (especialmente porque le estaba
enseñando a usar el webmail para que pudiera hablar con su
hermano, que estaba apostado en Irak).
Mi amigo Darryl me dio una palmada en el culo cuando pasé.
Conozco a Darryl desde que usábamos pañales y nos es-
capábamos de la guardería, y desde entonces he estado metién-
dolo en problemas y sacándolo de los problemas. Levanté los
brazos por encima de mi cabeza como un campeón de boxeo,
salí de la clase de Estudios Sociales e inicié la caminata vigilada
hacia a la oficina.
Estaba a medio llegar cuando sonó mi teléfono. Ese era otro
“no y no”: los teléfonos estaban muy prohibidos en la
secundaria Chávez, pero… ¿acaso era un impedimento para mí?
Entré en el baño agachado y me encerré en el cubículo del
centro (el cubículo más alejado siempre es el más mugriento,
porque todos se lanzan a él de cabeza, esperando huir del olor y
la repulsión; la apuesta inteligente y la buena higiene se en-
cuentran en el del centro). Revisé el teléfono: la PC de casa
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había enviado un correo para avisarme que había algo nuevo en


el Loca Diversión en Harajuku, que viene a ser el mejor juego
que se haya inventado.
Sonreí. Pasar los viernes en la escuela era un asco y me alegré
de tener una excusa para escaparme.
Con andar errático, completé lo que quedaba del recorrido
hasta la oficina de Benson y lo saludé con la mano cuando at-
ravesé la puerta.
—Vaya, el señor doble ve-uno-ene-cinco-te-cero-ene —dijo.
Fredrick Benson (número de Seguridad Social: 545-03-2343;
fecha de nacimiento: 15 de agosto de 1962; apellido de soltera
de la madre: Di Bona; ciudad natal: Petaluma) es mucho más
alto que yo. Mi estatura es de apenas 1,76 y él mide 2 metros;
sus días de basquetbolista universitario han quedado tan atrás
que los músculos de su pecho se han convertido en tetas mas-
culinas caídas, dolorosamente obvias debajo de sus camisas con
cuello polo, obsequio gratuito de alguna puntocom. Siempre
parece estar a punto de hacerte una volcada en el culo y le en-
canta levantar la voz para lograr un efecto dramático. Ambas
cosas comienzan a perder su eficacia al aplicarlas
reiteradamente.
—Disculpe, no —le dije—. Nunca oí hablar de ese personaje
suyo, R2D2.
—W1n5t0n —dijo, pronunciándolo igual otra vez. Me lanzó
una mirada asesina, esperando acobardarme. Por supuesto que
era mi seudónimo, desde hacía años. Era la identidad que
usaba para dejar mensajes en los foros donde publicaba mis
contribuciones a la investigación en el campo de la seguridad
aplicada. Ya sabes: cómo hacer para escabullirse de la escuela e
inhabilitar el guardaespaldas-rastreador del teléfono. Pero él
no sabía que era mi seudónimo. Sólo una pequeña cantidad de
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personas lo sabía y yo confiaba en todas ellas hasta el fin del


mundo.
—Eh… no me suena —dije. Había hecho cosas bastante buen-
as en la escuela utilizando ese seudónimo (estaba muy orgul-
loso de mi trabajo con los neutralizadores de tags espías) y si él
lograba relacionar las dos identidades me metería en prob-
lemas. En la escuela, nadie me llamaba w1n5t0n jamás, y ni
siquiera Winston. Ni mis amigos. Era Marcus o nada.
Benson se acomodó detrás del escritorio y golpeteó nervi-
osamente su anillo de graduado contra el papel secante. Cada
vez que las cosas comenzaban a salirle mal hacía lo mismo. Los
jugadores de póker los llaman “tics”, cosas que indican lo que
está ocurriendo en la cabeza del otro sujeto. Yo conocía los tics
de Benson del derecho y del revés.
—Marcus, espero que seas consciente de lo serio que es esto.
—Lo seré en cuanto me explique qué es “esto”, señor.
—Siempre les digo “señor” a las figuras de autoridad cuando es-
toy jugando con ellas. Es mi propio tic.
Sacudió la cabeza y miró hacia abajo: otro tic. En cualquier
momento iba a empezar a gritarme.
—¡Escúchame, chiquillo! Es hora de que aceptes la noción de
que estamos al tanto de todo lo que has hecho y que no vamos a
ser indulgentes. Tendrás suerte si no te expulso antes de que
termine esta reunión. ¿Quieres graduarte?
—Sr. Benson, aún no me ha explicado cuál es el problema…
Golpeó el escritorio con toda la fuerza de su mano y después
me apuntó con el dedo.
—El problema, Sr. Yallow, es que estás implicado en una
conspiración criminal para subvertir el sistema de seguridad de
la escuela y que has proporcionado contramedidas de segurid-
ad a tus compañeros. Sabes que la semana pasada expulsamos
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a Graciela Uriarte por usar uno de tus dispositivos. —Uriarte


había sido castigada injustamente. Había comprado un gen-
erador de interferencia radial en una tienda para marihuaner-
os, cerca de la estación de trenes de la Calle 16, y el aparato act-
ivó las contramedidas en el corredor de la escuela. No fue cosa
mía, pero lo sentí mucho por ella.
—¿Y usted piensa que yo estoy involucrado?
—Tenemos un servicio de inteligencia confiable que nos in-
dica que tú eres w1n5t0n. —Otra vez lo pronunció así y yo em-
pecé a preguntarme si no se daba cuenta de que el 1 era la I y el
5 era la S—. Sabemos que ese sujeto, w1n5t0n, es el responsable
del robo de los exámenes estandarizados del año pasado. —En
realidad no había sido yo, pero fue un hackeo muy bonito y era
bastante halagador escuchar que me lo atribuían a mí—. Y por
lo tanto pasible de varios años de cárcel, a menos que cooperes
conmigo.
—¿Tienen un “servicio de inteligencia confiable”? Me gust-
aría verlo.
Me fulminó con la mirada.
—Esa actitud tuya no te ayudará.
—Si hay evidencia, señor, pienso que debe llamar a la policía
y entregársela. Este asunto me parece muy serio y no me gust-
aría obstaculizar la investigación pertinente por parte de las
autoridades debidamente constituidas.
—Quieres que llame a la policía.
—Y a mis padres, creo. Sería lo mejor.
Nos miramos fijamente por encima del escritorio. Era obvio
que él esperaba que yo me quebrara apenas me arrojara la
bomba. Yo no me quiebro. Tengo un truco para hacer que la
gente como Benson baje la vista. Miro levemente hacia la
izquierda de sus cabezas y pienso en las letras de viejas
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canciones folklóricas irlandesas, de las que tienen trescientas


estrofas. Así adquiero una apariencia perfectamente serena y
despreocupada.
Y el ala en el pájaro y el pájaro en el huevo y el huevo en el
nido y el nido en la hoja y la hoja en el tallo y el tallo en la rama
y la rama en el tronco y el tronco en el árbol y el árbol en la
ciénaga, en la ciénaga del valle, ¡oh, jo jo!, la ciénaga vibrante,
la ciénaga del valle ¡oh!
—Ya puedes volver al aula —dijo—. Te avisaré cuando la
policía esté lista para hablar contigo.
—¿Va a llamar ahora?
—El procedimiento para llamar a la policía es complicado.
Esperaba que pudiéramos arreglar esto con justicia y prontitud,
pero ya que insistes…
—Puedo aguardar aquí mientras usted llama —dije—. No me
molesta.
Volvió a golpetear con el anillo y me preparé para la
explosión.
—¡Vete! —gritó—. ¡Fuera de mi oficina, miserable…!
Salí, manteniendo mi expresión neutral. Él no iba a llamar a
la policía. Si hubiese tenido suficiente evidencia para recurrir a
la policía, la habría llamado desde un principio. Me odiaba. De-
duje que habría escuchado algún chisme no verificado y que es-
peraba asustarme para que yo se lo confirmara.
Me desplacé por el corredor con la ligereza de un duende,
conservando mi expresión llana y mesurada para las cámaras
de reconocimiento de andadura. Las habían instalado apenas
un año antes y yo las amaba por su absoluta idiotez. Antes
había cámaras de reconocimiento de rostro en casi todos los es-
pacios públicos de la escuela, hasta que un tribunal falló que
eran inconstitucionales. Así que Benson y otros
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administradores escolares paranoicos se gastaron los dólares


destinados a nuestros libros de texto en esas cámaras idiotas
que, supuestamente, eran capaces de diferenciar el andar de
una persona y otra. Sí, claro.
Volví a la clase y me senté otra vez; la Sra. Gálvez me dio una
cálida bienvenida. Saqué la máquina de uso estándar en la es-
cuela y volví al modo aula. Se llamaban LibrosEscolares y
tenían la tecnología más soplona de todas: registraban cada te-
cla que oprimías, vigilando todo el tráfico de red para detectar
teclados sospechosos, contando cada clic, grabando cada
pensamiento fugaz que subías a la red. Las habíamos recibido
cuando yo estaba en primer año y sólo tardaron un par de
meses en perder su encanto. Cuando la gente descubrió que las
laptops “gratuitas” trabajaban para los jefes —y que cada vez
que se encendían mostraban un desfile interminable de comer-
ciales repugnantes— de pronto comenzó a sentirlas muy pesa-
das y aparatosas.
Fue fácil crackear mi LibroEscolar. El crack estuvo en línea
menos de un mes después de la aparición de las máquinas y era
una tontería: bajarse una imagen de DVD, hacer un duplicado,
meterlo en el LibroEscolar y encenderlo mientras se pulsaban
distintas teclas al mismo tiempo. El DVD se encargaba del
resto, instalando un ramillete de programas ocultos que per-
manecían ocultos aun cuando el Consejo de Educación real-
izaba diariamente chequeos remotos para verificar la integrid-
ad de las máquinas. De vez en cuando, había que conseguir al-
guna actualización del software para echar mano de los últimos
exámenes del Consejo, pero era un precio muy bajo a cambio
de poseer un poco de control sobre la caja.
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Activé el IMParanoid, el programa de mensajería instantánea


secreto que usaba cuando quería mantener una conversación
privada en medio de una clase. Darryl ya estaba logueado.
>¡El juego se puso en marcha! Está sucediendo algo grande
en el Loca Diversión en Harajuku, amigo. ¿Vienes?
>De. Ninguna. Manera. Si me atrapan fugándome por ter-
cera vez me expulsan. Ya lo sabes, hombre. Iremos después de
la escuela.
>Tienes almuerzo y luego sala de estudio ¿no? Son dos horas.
Tiempo suficiente para resolver esta pista y volver antes de que
nos echen de menos. Haré salir a todo el equipo.
El Loca Diversión en Harajuku es el mejor juego que se haya
inventado. Sé que ya lo dije antes, pero merece repetirse. Es un
JRA, Juego de Realidad Alternativa, y se trata de una pandilla
de adolescentes japoneses a la última moda que descubre una
gema curativa milagrosa en el templo de Harajuku, que básica-
mente es el sitio donde los adolescentes japoneses con mejor
onda inventaron todas las subculturas más importantes de los
últimos diez años. Los persiguen unos monjes malvados, la
Yakuza (alias la mafia japonesa), los extraterrestres, los in-
spectores de impuestos, sus padres y una taimada inteligencia
artificial. Pasan mensajes codificados a los jugadores y nosotros
tenemos que decodificarlos y usarlos para rastrear las pistas
que conducen a más mensajes codificados y más pistas.
Imagina la mejor tarde que hayas pasado, recorriendo las
calles de la ciudad con el ojo atento a todas las personas raras, a
los panfletos extraños, a los maniáticos callejeros y a las tiendas
de moda. Ahora agrega una cacería de rapiña que te exige in-
vestigar sobre películas viejas, canciones y cultura adolescente
de todo el mundo, a lo ancho de todo el tiempo y el espacio. Y
además es una competencia: las cuatro personas del equipo
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triunfador se ganan el gran premio de diez días en Tokio, para


relajarse en el puente de Harajuku, disfrutar de la electrónica
en Akihabara y llevarse a casa todos los productos de Astro Boy
que puedan tragar. Salvo que allá, en Japón, se llama “Atom
Boy”.
Eso es el Loca Diversión en Harajuku… una vez que re-
suelves un enigma o dos, ya no hay vuelta atrás.
>No, amigo; simplemente, no. NO. Ni siquiera preguntes.
>Te necesito, D. Eres lo mejor que tengo. Te juro que los
haré salir y entrar sin que nadie se entere. Sabes que puedo
hacerlo ¿no?
>Sé que puedes hacerlo.
>¿Entonces, vienes?
>Maldición, no.
>Anda, Darryl. En tu lecho de muerte no te vas a arrepentir
de no haber pasado más horas de estudio sentado en la escuela.
>En mi lecho de muerte tampoco me voy a arrepentir de no
haber pasado más tiempo jugando JRA.
>Sí, pero… ¿no crees que en tu lecho de muerte podrías arre-
pentirte de no haber pasado más tiempo con Vanessa Pak?
Van formaba parte de mi equipo. Iba a una escuela privada
para chicas en la Bahía Oriental, pero yo sabía que se fugaría
del colegio para hacer la misión conmigo. Darryl tenía un en-
amoramiento con ella desde hacía años, literalmente, incluso
desde antes de que la pubertad la dotara con muchos y esplén-
didos dones. Darryl se había enamorado de su mente. Qué
triste, la verdad.
>Eres de lo peor.
>¿Vienes?
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Me miró y sacudió la cabeza. Después asintió. Le guiñé un


ojo y puse manos a la obra para comunicarme con el resto de
mi equipo.

***

No siempre estuve interesado en los JRA. Tengo un secreto


oscuro: antes jugaba JRV. JRV es Juegos de Rol en Vivo y es lo
que parece: correr por todas partes disfrazado y hablar con
acento extraño, simulando ser un superespía, un vampiro o un
caballero medieval. Es como una búsqueda del tesoro con gente
vestida de monstruo, más una pizca de taller de teatro. Los me-
jores juegos eran los del Campamento Scout, en las afueras de
Sonoma o en la península. Esas epopeyas de tres días podían
tornarse bastante difíciles, con caminatas que duraban todo el
día y batallas épicas con espadas de gomaespuma y bambú, lan-
zando bolsitas rellenas de semillas a modo de hechizos, al grito
de “¡Bola de fuego!” y demás. Gran diversión, aunque un poco
boba. No tan friki como conversar con personas sentadas
alrededor de una mesa repleta de latas de Coca Diet y mini-
aturas pintadas sobre lo que planea hacer tu elfo, y más activo
físicamente que quedarte en casa y entrar en un coma inducido
por el mouse, sentado frente un juego multijugador masivo.
Lo que me metió en problemas fueron los minijuegos de los
hoteles. Cuando había una convención de ciencia ficción en la
ciudad, algunos jugadores de JRV los persuadían de dejarnos
organizar un par de minijuegos de seis horas durante la re-
unión, montándonos a caballo de su alquiler del espacio. Per-
mitir que un puñado de chicos entusiasmados corrieran por to-
das partes con sus disfraces le añadía color al evento y nosotros
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la pasábamos bomba entre personas más socialmente in-


adaptadas que nosotros.
El problema de los hoteles es que también contienen un
montón de no-jugadores… y no hablo solamente de los cien-
ciaficcioneros. Hablo de la gente normal. Oriunda de estados
cuyos nombres comienzan y terminan con vocal. Gente de
vacaciones.
Y, a veces, esa gente malinterpreta la naturaleza de un juego.
Mejor dejémoslo ahí ¿OK?

***

La clase terminaba en diez minutos y no me quedaba mucho


tiempo para prepararme. La primera prioridad eran esas mo-
lestas cámaras de reconocimiento de andadura. Como dije,
comenzaron siendo cámaras de reconocimiento de rostro, pero
las declararon inconstitucionales. Por lo que sé, ningún
tribunal ha determinado todavía si estas cámaras de andadura
son más legales, pero hasta que así sea tenemos que
soportarlas.
“Andadura” es una palabra rebuscada para decir “forma de
caminar”. Las personas somos bastante buenas para detectar
andaduras: la próxima vez que salgas de campamento, observa
el balanceo de la linterna cuando un amigo se aproxima desde
la distancia. Hay muchas probabilidades de que puedas identi-
ficarlo sólo por el movimiento de la luz, por el modo caracter-
ístico en que se balancea de arriba abajo, que le dice a tu
cerebro de simio que es tal persona la que se acerca.
El software de reconocimiento de andadura toma imágenes
tus movimientos, trata de recortarte de esas imágenes como
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una silueta y luego intenta hacer coincidir tu silueta con las de


una base de datos para ver si sabe quién eres. Es un identific-
ador biométrico, como los lectores de huella digital o de retina,
pero presenta muchas más “colisiones” que esos dos. Una col-
isión biométrica ocurre cuando la medición coincide con más
de una persona. Tus huellas digitales son sólo tuyas, pero la an-
dadura se comparte con muchos otros.
No exactamente, claro. El andar personal, centímetro a centí-
metro, es tuyo y sólo tuyo. El problema es que tu andar centí-
metro a centímetro varía, dependiendo de lo cansado que estés,
del material que compone el suelo, de si te torciste el tobillo
jugando al básquet y de si últimamente cambiaste de calzado. O
sea que el sistema hace un bosquejo de tu perfil y busca gente
que camina más o menos como tú.
Hay mucha gente que camina más o menos como tú. Más
aún, es fácil no caminar más o menos como tú: basta con que te
saques un zapato. Por supuesto, en ese caso siempre caminas
como “tú sin un zapato”, de modo que las cámaras finalmente
descubren que sigues siendo tú. Razón por la cual yo prefiero
inyectar un poco de azar en mis ataques contra el reconocimi-
ento de andadura: meto un puñado de gravilla en cada zapato.
Es barato, efectivo y no das dos pasos iguales. Además, ya que
estamos, me hago un excelente masaje reflexológico en los pies.
(Es broma. Científicamente hablando, la reflexología es casi tan
útil como el reconocimiento de andadura).
Las cámaras disparaban una alarma cada vez que una per-
sona que no reconocían entraba en el predio.
No funcionaba.
La alarma sonaba cada diez minutos. Cuando venía el
cartero. Cuando venía algún padre. Cuando los encargados de
campo iban a trabajar en la reparación de la cancha de básquet.
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Cuando aparecía un alumno con zapatos nuevos. De modo que


ahora lo único que pretenden es llevar un registro de quién está
dónde y cuándo está allí. Si alguien sale por el portón de la es-
cuela durante el horario de clases, revisan su andadura para ver
si, más o menos, coincide con la de cualquier estudiante y, si es
así, ¡uuuuu-uuuuu-uuuuu!, suena la alarma. La secundaria
Chávez está rodeada de senderos de gravilla. Me gusta tener
siempre un par de puñados de piedras en la mochila, por si
acaso. Silenciosamente, le pasé a Darryl diez o quince de esas
cabronas puntiagudas y él cargó sus dos zapatos.
La clase estaba a punto de finalizar y me di cuenta de que
aún no había revisado el sitio del Loca Diversión en Harajuku
para ver dónde se encontraba la próxima pista. Me había hiper-
enfocado en la fuga, sin molestarme en averiguar hacia dónde
nos estábamos fugando.
Volví a mi LibroEscolar y le me puse a teclear. El navegador
web que usábamos era el que venía con la laptop: una versión
spyware bloqueada del Internet Explorer, la mierda con-
gelamáquinas de Microsoft que nadie menor de cuarenta años
usaba por propia voluntad.
Tenía una copia del Firefox en el drive USB incluido en mi
reloj, pero no era suficiente: el LibroEscolar funcionaba con el
Windows Vista4Schools, un antiguo sistema operativo dis-
eñado para que los administradores escolares se hicieran la
ilusión de que controlaban los programas que podían ejecutar
los alumnos.
Pero el Vista4Schools es el peor enemigo de sí mismo. Hay
muchos programas que el Vista4Schools no te deja cerrar —re-
gistradores de digitación, software de censura—, que corren en
un modo especial que los hace invisibles para el sistema. No
puedes cerrarlos porque ni siquiera los ves.
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Cualquier programa cuyo nombre empieza con $SYS$ es in-


visible para el sistema operativo. No aparece en las listas del
disco duro ni en el monitor de procesos. De modo que mi copia
del Firefox se llamaba $SYS$Firefox y cuando lo iniciaba se
volvía invisible para el Windows e igual de invisible para el
software espía de la red.
Ahora que tenía el explorador alternativo funcionando, ne-
cesitaba una conexión de red alternativa. La red de la escuela
registraba cada clic que entraba y salía del sistema: malas noti-
cias si planeabas navegar por el sitio del Loca Diversión en Ha-
rajuku en busca de esparcimiento extra-curricular.
La solución para eso es algo ingenioso llamado TOR (The
Onion Router): el router cebolla. Un router cebolla es un sitio
de Internet que levanta pedidos de páginas web y los transfiere
hacia otros routers cebolla, y luego a otros routers cebolla,
hasta que uno de ellos, finalmente, decide retener el sitio y en-
viarlo de vuelta, atravesando todas las capas de la cebolla hasta
que te llega a ti. El tráfico de los routers cebolla está encriptado,
lo que significa que la escuela no puede ver lo que estás solicit-
ando y que las capas de la cebolla no saben para quién trabajan.
Hay millones de nodos. El programa fue creado por la Oficina
de Investigación Naval de los EE. UU. para ayudar a su gente a
eludir el software de censura de países como Siria y China, lo
que implica que está perfectamente diseñado para operar en los
confines de una escuela norteamericana término medio.
El TOR funciona porque la escuela tiene una lista negra finita
de direcciones desagradables que no nos permiten visitar, pero
las direcciones de los nodos varían constantemente y no hay
manera de hacer un seguimiento de todas ellas. El Firefox y el
TOR juntos me convirtieron en el hombre invisible, imper-
meable al espionaje del Consejo de Educación, libre para
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revisar el sitio del Loca Diversión en Harajuku y ver qué


ocurría.
Allí estaba: una nueva pista. Como todas las pistas del Loca
Diversión en Harajuku, tenía un componente físico, uno en
línea y otro mental. El componente en línea era un acertijo que
tenías que resolver y que requería de una investigación para en-
contrar las respuestas a un puñado de preguntas obtusas. Esta
tanda incluía un grupo de preguntas sobre tramas de dojinshi,
los libros de historietas dibujados por fans del manga, el comic
japonés. Pueden ser tan grandes como las historietas oficiales
que los inspiran, pero son mucho más extraños, con líneas de
narración entrecruzadas y, a veces, canciones y acción ver-
daderamente tontas. Muchas historias de amor, por supuesto.
Todos adoran ver a sus personajes favoritos enamorados.
Tendría que solucionar esos enigmas más tarde, cuando lleg-
ara a casa. Serían más fáciles de resolver junto con todo el
equipo, bajándonos toneladas de archivos de dojinshi y leyén-
dolos detenidamente para encontrar las respuestas a los
acertijos.
Acababa de recortar todas las pistas cuando sonó el timbre e
iniciamos la fuga. Subrepticiamente, deslicé gravilla por el cost-
ado de mis botas cortas, las Blundstone de Australia que me ll-
egan al tobillo, excelentes para correr y trepar y con un diseño
sencillo, sin cordones, que permite ponértelas y sacártelas con
facilidad, muy convenientes para atravesar los interminables
detectores de metales que están por todas partes hoy en día.
También teníamos que evadir la vigilancia física, claro, pero
se hace más fácil cada vez que agregan una capa más de fisgo-
neo material… todas esas alarmas y silbatos que arrullan a
nuestros amados profesores, inspirándoles una sensación de
seguridad totalmente falsa. Navegamos entre la multitud de los
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pasillos, rumbo a mi salida lateral preferida. Estábamos a me-


dio camino cuando Darryl siseó:
—¡Mierda! Olvidé que tengo un libro de la biblioteca en el
bolso.
—No me jodas —dije, y lo remolqué hasta el primer baño que
encontramos. Los libros de la biblioteca son malas noticias.
Todos ellos tienen un RFID (un chip identificador de radiofre-
cuencia) pegado en la tapa, que hace posible que los bibliote-
carios registren la salida de los libros, pasándolos por un lector,
y que el estante de la biblioteca te avise si algún libro está fuera
de su sitio.
Pero también permite que la escuela sepa dónde estás en to-
do momento. Era otro agujero legal: los tribunales no per-
mitían que las escuelas nos rastrearan a nosotros por medio de
un RFID, pero sí podían rastrear los libros de la biblioteca y
usar los registros escolares para saber quién tenía más probab-
ilidad de llevar encima tal libro de la biblioteca.
En mi mochila tenía un monedero Faraday, que son unas
pequeñas carteras recubiertas con una malla de alambre de
cobre que bloquea con efectividad la radiofrecuencia y silencia
los RFID. Pero esos monederos estaban pensados para neutral-
izar los transceptores de los documentos de identidad y los
peajes, no para los libros como…
—¿Introducción a la Física? —gruñí. El libro era grande
como un diccionario.
Capítulo 2
—Estoy pensando en especializarme en física cuando vaya a
Berkeley —dijo Darryl. Su papá daba clases en la Universidad
de California, en Berkeley, lo que significaba que Darryl tendría
matrícula gratuita cuando asistiera. Y en la casa de Darryl
nunca había existido ninguna duda acerca de si asistiría o no.
—Bien, pero ¿no podías investigar en la red?
—Mi papá dijo que tenía que leer. Además, hoy no tenía
planeado cometer ningún crimen.
—Escaparse de la escuela no es un crimen. Es una infracción.
Son dos cosas totalmente diferentes.
—¿Qué vamos a hacer, Marcus?
—Bueno, no podemos esconderlo, así que tendré que destru-
irlo. —Matar RFID es un arte oscuro. Ningún comerciante
quiere que unos clientes maliciosos anden por su tienda de-
jando atrás un puñado de mercancías lobotomizadas, sin su
código de barras invisible, de modo que los fabricantes siempre
se han negado a implementar una “señal de desactivación” que
pueda transmitirse a los RFID para apagarlos. Los RFID se
pueden reprogramar usando el aparato adecuado, pero detesto
hacer eso con los libros de la biblioteca. No es exactamente
como arrancarles páginas, pero es malo, ya que un libro con el
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RFID reprogramado no se puede volver a colocar en los est-


antes y no se puede encontrar. Se convierte en una aguja en un
pajar.
Lo que me dejaba una sola opción: destruir esa cosa. Literal-
mente. Treinta segundos de microondas eliminan a casi todos
los RFID que hay en el mercado. Cuando Darryl devolviera el
libro a la biblioteca, el RFID no respondería nada, imprimirían
uno nuevo, lo recodificarían con la información de catálogo del
libro y el ejemplar acabaría guardado escrupulosamente en su
estante.
Lo único que necesitábamos era un microondas.
—Deja pasar dos minutos más y la sala de profesores estará
vacía —dije.
Darryl agarró el libro y se dirigió a la puerta.
—Olvídalo, no hay manera. Volveré a clase.
Lo tomé del codo y lo arrastré hacia atrás.
—Vamos, D, tranquilo. Saldrá bien.
—¿La sala de profesores ? Parece que no me escuchaste,
Marcus. Si me atrapan una sola vez más, me expulsan. ¿Oíste?
Me expulsan.
—No te atraparán —dije. Esa sala era el único sitio donde no
habría ningún profesor una vez pasado ese lapso—. Entraremos
por atrás.
La sala tenía una pequeña cocina a un lado, con su propia en-
trada, para los profesores que sólo querían entrar para tomar
una taza de café. El microondas —que siempre apestaba a palo-
mitas de maíz y a sopa derramada— estaba allí dentro, sobre el
refrigerador en miniatura.
Darryl gruñó. Yo pensé rápido.
—Mira, el timbre ya sonó. Si vas a la sala de estudio ahora, tu
llegada tarde quedará registrada. A estas alturas, mejor ni
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aparecer. Puedo infiltrarte y exfiltrarte de cualquier salón de


esta escuela, D. Me has visto hacerlo. Te mantendré a salvo,
hermano.
Volvió a gruñir. Ese era uno de los tics de Darryl: cuando em-
pezaba a gruñir estaba a punto de ceder.
—A moverse —dije, y salimos.
Fue impecable. Bordeamos las aulas, usamos las escaleras de
atrás para ir al sótano y subimos por las escaleras del frente,
justo delante de la sala de profesores. No se oía ningún sonido
del otro lado de la puerta y, sin hacer ruido, giré el picaporte,
arrastré a Darryl dentro y volví a cerrar silenciosamente.
El libro apenas cabía en el microondas, que tenía una apari-
encia aún menos higiénica que la última vez que había pasado
por allí para usarlo. Concienzudamente, lo envolví con toallas
de papel antes de acomodarlo.
—Viejo, estos profesores son unos cochinos —susurré.
Darryl, con el rostro pálido y tenso, no dijo nada.
El RFID murió en medio de una lluvia de chispas que, de ver-
dad, resultó bastante encantadora (aunque ni remotamente tan
bonita como el efecto que se obtiene al microondear una uva
congelada, algo que hay que ver para creer).
Ahora, a exfiltrarse de las instalaciones en perfecto anonim-
ato y escapar.
Darryl abrió la puerta y comenzó a salir, conmigo pisándole
los talones. Un segundo después, estaba parado sobre mis pies
y clavándome los codos en el pecho, intentando recular hacia la
cocina del tamaño de un armario que acabábamos de
abandonar.
—Retrocede —murmuró con apremio—. Rápido… ¡es
Charles!
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Charles Walker y yo no nos llevamos bien. Cursamos el


mismo año y lo conozco desde hace el mismo tiempo que a
Darryl, pero allí se terminan las semejanzas. Charles siempre
fue muy corpulento para su edad y ahora, como juega al fútbol
y consume anabólicos, lo es mucho más. Tiene problemas para
controlar la ira —en tercer grado, perdí un diente de leche por
su culpa—, pero se las ha ingeniado para evitar las dificultades
que eso le acarrea a fuerza de convertirse en el soplón más act-
ivo de la escuela.
Es una mala combinación: un matón que además es al-
cahuete y que se regodea informando a los profesores de cu-
alquier infracción que descubre. Benson adoraba a Charles. A
Charles le gustaba comentar que tenía un problema de vejiga
nunca especificado, lo cual le proporcionaba una excusa a la
medida para merodear por los pasillos de la Chávez, buscando
gente para delatar.
La última vez que Charles me había echado tierra encima
había culminado con mi renuncia a los JRV. No tenía ninguna
intención de que me atrapara de nuevo.
— ¿Qué está haciendo?
—Lo que está haciendo es venir hacia aquí —dijo Darryl.
Estaba temblando.
—Bien —dije—. Bien, es hora de aplicar contramedidas de
emergencia. —Saqué el teléfono. Había planeado esto con
mucha anticipación. Charles nunca volvería a agarrarme. Envié
un correo al servidor de casa y éste se puso en acción.
Unos segundos después, el teléfono de Charles explotó de
manera espectacular. Le hice enviar decenas de miles de llama-
das y mensajes de texto aleatorios y simultáneos, provocando
que todos los pips y los rings que tenía sonaran y siguieran
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sonando. El ataque se llevó a cabo por medio de una red de


bots, y me sentí mal por eso, pero fue al servicio de una buena
causa.
Las redes de bots son lugares donde las computadoras in-
fectadas pasan la vida después de la muerte. Cuando te infectan
con un gusano o un virus, tu computadora envía un mensaje a
un canal de chat IRC (Internet Relay Chat/ Canal de Chat por
Internet). Ese mensaje le dice al botmaster —el tipo que lanzó
el gusano— que tu computadora está lista para obedecer sus
órdenes. Las redes de bots son sumamente poderosas, ya que
comprenden miles — incluso cientos de miles— de computa-
doras desperdigadas por la Internet, rápidas PC hogareñas con
sabrosas conexiones de alta velocidad. Normalmente, esas PC
trabajan para sus dueños, pero cuando el botmaster las invoca
se levantan como zombis para cumplir con sus mandatos.
En la Internet hay tantas PC infectadas que el precio por
alquilar una o dos horas de una red de bots está por las nubes.
Mayormente, trabajan para los spammers, que las usan como
bots de spam baratos y distribuidos para llenar las casillas de
correo con ofertas de píldoras para la erección o con nuevos
virus que infectan y reclutan a tu máquina, incorporándola a
otra red de bots.
Yo acababa de alquilar diez segundos de tres mil PC,
haciendo que cada una de ellas enviara un mensaje de texto o
de voz al teléfono de Charles, cuyo número había extraído de
un papel autoadhesivo encontré sobre el escritorio de Benson
durante una fatídica visita a su oficina.
No hace falta aclarar que el teléfono de Charles no estaba
equipado para manejar semejante cosa. Primero, los SMS llen-
aron la memoria del teléfono, atorándolo con las operaciones
de rutina que necesitaba efectuar para hacer cosas tales como
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administrar el timbre y registrar todos los números de


respuesta falsos de las llamadas entrantes (¿sabías que es muy
fácil registrar un número de origen falso en un identificador de
llamadas? Hay unas cincuenta maneras de hacerlo… busca
“spoof caller id” en Google).
Charles, enmudecido, miraba el teléfono y lo sacudía furi-
osamente, frunciendo y contoneando las cejas mientras
luchaba contra los demonios que poseían al más personal de
sus aparatos. Hasta ahora, el plan estaba funcionando, pero él
no estaba haciendo lo que se suponía que debía hacer a con-
tinuación: se suponía que tenía que buscar un sitio donde sent-
arse y tratar de deducir cómo recuperar su teléfono. Darryl me
sacudió el hombro y aparté la mirada de la hendija de la puerta.
—¿Qué está haciendo? —susurró Darryl.
—Saturé su teléfono, pero él lo mira en vez de irse a otra
parte. —No iba a ser fácil reiniciarlo. Cuando la memoria se
llenara por completo, le costaría mucho cargar el código que
necesitaba para eliminar los mensajes falsos… y el borrado de
textos en masa no existía en ese teléfono, de modo que tendría
que eliminar manualmente todos esos miles de mensajes.
Darryl me empujó hacia atrás y clavó los ojos en la hendija.
Un rato después, sus hombros comenzaron a sacudirse. Me
asusté, pensando que había entrado en pánico, pero cuando
retrocedió vi que se estaba riendo tanto que le corrían lágrimas
por las mejillas.
—Gálvez acaba de castigarlo por andar en los pasillos en hor-
ario de clase y por sacar el teléfono… tendrías que haber visto
cómo lo destrozaba. Realmente, la señora lo estaba
disfrutando.
Nos dimos un solemne apretón de manos y desandamos el
camino: fuimos por el corredor, bajamos las escaleras,
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rodeamos la parte trasera, atravesamos la puerta, pasamos la


cerca y salimos al glorioso sol de la tarde de Mission. La calle
Valencia nunca se había visto tan bien. Consulté el reloj y aullé.
—¡Vamos! El resto de la banda nos espera en el teleférico
dentro de veinte minutos.

***

Van nos localizó primero. Estaba mimetizada con un grupo


de turistas coreanos, una de sus maneras predilectas de camu-
flarse cuando se escapa de la escuela. Desde que apareció el
moblog (blog al que se accede desde un teléfono móvil) para
denunciar a los que se hacen la rabona, nuestro mundo está
lleno de tenderos entrometidos y otros hipócritas que se toman
el trabajo de sacarnos fotos y subirlas a la red para que los ad-
ministradores escolares puedan escudriñarlas.
Van emergió de entre la gente y vino hacia nosotros a los
saltos. Darryl siente algo por Van desde siempre y ella tiene la
amabilidad fingir que no lo sabe. Me abrazó y luego se acercó a
Darryl, dándole un rápido beso de hermana en la mejilla que lo
hizo ponerse rojo hasta las orejas.
Forman una extraña pareja: Darryl tiene un poco de
sobrepeso, aunque lo lleva bien, y una especie de cutis son-
rosado que se enrojece en las mejillas cuando corre o se entusi-
asma. Le crece la barba desde que teníamos catorce años, pero
por suerte comenzó a afeitarse después de un breve período
que en nuestro grupo se conoce como “la era Lincoln”. Y es
alto. Muy, muy alto. Alto como un jugador de básquet.
Por su parte, Van es media cabeza más baja que yo y delgada,
con una cabellera lacia y negra, siempre peinada con trenzas
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locas y elaboradas que encuentra investigando en la red. Tiene


una bonita piel cobriza y ojos oscuros, y adora los anillos
enormes, de vidrio, grandes como rábanos, que se entrechocan
haciendo clic y clac cuando se pone a bailar.
—¿Dónde está Jolu? —dijo Van.
—¿Cómo estás, Van? —le preguntó Darryl con voz ahogada.
Cuando se trataba de Van, siempre estaba un paso más atrás en
la conversación.
—Estoy genial, D. ¿Cómo están todas tus cositas? —Ay, qué
mala era, qué mala. Darryl casi se desmaya.
Jolu lo salvó del bochorno social porque apareció justo en ese
momento, vistiendo una enorme chaqueta de béisbol de cuero,
excelente calzado deportivo y un gorro de red de nailon con el
nombre de nuestro luchador enmascarado mexicano preferido,
El Santo Junior. Jolu es José Luis Torrez, el miembro que com-
pletaba nuestro cuarteto. Iba a una escuela católica superes-
tricta de las afueras de Richmond, así que para él no era fácil
escapar. Pero siempre lo hacía: nadie se exfiltraba como
nuestro Jolu. Le gustaba esa chaqueta porque le quedaba bien
larga, cosa que estaba muy de moda en ciertas partes de la
ciudad, y porque tapaba toda la mierda de la escuela católica
que lo convertía en el blanco perfecto de todos los imbéciles
chismosos que tenían el moblog anti-rabonas en la lista favori-
tos de sus teléfonos.
—¿Quién está preparado para ir? —pregunté después de que
nos saludamos todos. Saqué el teléfono y les mostré el mapa
que me había bajado del sitio del BART (el sistema ferroviario
de San Francisco, cuyas vías corren tanto en superficie como
bajo tierra)—. Por lo que puedo deducir, tenemos que subir
hasta el Nikko otra vez, después una manzana más adelante,
hasta O’Farrel, y luego doblar a la izquierda hacia Van Ness. En
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algún lugar de esa zona tendríamos que encontrar la señal in-


alámbrica. Van hizo una mueca.
—Es la parte fea de Tenderloin.
No podía estar más de acuerdo. Ese sector de San Francisco
es una de las zonas raras… entras por la puerta principal del
Hilton y lo único que hay son cosas para turistas, como la
subida al teleférico y los restaurantes familiares. Pasas al otro
lado y apareces en Tenderloin, o Loin, donde se concentran las
prostitutas travestis más promiscuas, los proxenetas más
curtidos, los vendedores de drogas más ladinos y las personas
sin techo más arruinadas. Ninguno de nosotros tenía edad sufi-
ciente para ser parte de lo que ellos compraban y vendían
(aunque había muchas prostitutas de nuestra edad ofreciendo
sus servicios en Loin).
—Mírale el lado bueno —dije—. El único momento en que se
puede andar por allí es a plena luz del día. Ninguno de los de-
más jugadores se va a acercar hasta mañana, como mínimo. Es
lo que en el oficio de los JRA llamamos “comenzar con una
cabeza de ventaja”.
Jolu me sonrió. —Lo haces parecer algo bueno —dijo.
—Es mejor que comer uni —respondí.
—¿Vamos a charlar o vamos a ganar? —dijo Van. Después de
mí, era sobradamente la jugadora más implacable de nuestro
grupo. Para ella, ganar era una cosa seria, muy seria.
Partimos, los cuatro buenos amigos, rumbo a decodificar una
pista, a ganar el juego… y a perder para siempre todo lo que nos
importaba.

***
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El componente físico de la pista de hoy era un conjunto de


coordenadas GPS —había coordenadas para todas las ciudades
importantes donde se jugaba el Loca Diversión en Harajuku—
donde encontraríamos la señal de un punto de acceso a WiFi.
Esa señal se interfería deliberadamente con otra señal WiFi
cercana, que estaba oculta para que no pudieran localizarla los
detectores convencionales de WiFi, que eran unos pequeños
llaveros con un colgante que te indicaba si estabas dentro del
rango de algún usuario para poder usar su punto de acceso sin
pagar.
Tendríamos que rastrear la ubicación del punto de acceso
“escondido” midiendo la intensidad del “visible”; había que en-
contrar el sitio donde la señal era más misteriosamente débil.
Allí descubriríamos otra pista; la última vez estaba en el plato
especial del día del Anzu, el elegante restaurante de sushi del
hotel Nikko, en Tenderloin. El Nikko pertenecía a Japan Air-
lines, uno de los auspiciantes del Loca Diversión en Harajuku,
y el personal de allí hizo un gran escándalo cuando finalmente
descubrimos la pista. Nos dieron cuencos con sopa de miso y
nos hicieron probar el uni, que es sushi de erizo de mar y que
tiene la textura de un queso muy derretido y olor a excremento
de perro muy diarreico. Pero tenía un sabor realmente bueno.
O eso me dijo Darryl. Yo no quise comer esa porquería.
Levanté la señal WiFi con el detector de mi teléfono cuando
ya habíamos avanzado unas tres manzanas por O’Farrel, justo
antes de la calle Hyde, frente a un travieso “Salón de Masajes
Asiáticos” en cuya ventana había un letrero rojo y parpadeante
que decía CERRADO. La red se llamaba LDHarajuku y por eso
nos dimos cuenta de que era el sitio indicado.
—Si está ahí dentro, yo no voy —dijo Darryl.
—¿Todos tienen detectores de WiFi? —dije.
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Darryl y Van tenían detectores incorporados en los teléfonos,


mientras que Jolu, demasiado vanguardista como para llevar
encima un teléfono más grande que su dedo meñique, usaba un
pequeño llavero direccional independiente.
—Bien, dispérsense y veamos qué encontramos. Buscamos
una fuerte caída de la señal que se hace más intensa cuanto
más nos movemos hacia ella.
Retrocedí un paso y terminé parado sobre los pies de alguien.
Una voz femenina dijo “uf” y me volví, preocupado por que al-
guna adicta al crack me fuera a apuñalar por romperle los
tacones.
En cambio, me encontré cara a cara con otra chica de mi
edad. Tenía una impactante cabellera de color rosado brillante
y un rostro afilado, de roedor, con grandes gafas de sol que
eran prácticamente antiparras de la Fuerza Aérea. Llevaba
puestas unas calzas rayadas y, sobre ellas, un vestido negro de
abuelita en el que había abrochado firmemente un montón de
pequeños prendedores japoneses: personajes de anime, antigu-
os líderes mundiales, emblemas de bebidas gaseosas
extranjeras.
Levantó una cámara y tomó una foto mía y de mi grupo.
—Sonrían —dijo—. Para la cámara indiscreta delatora.
—De ninguna manera —dije—. Tú no…
—Sí —dijo—. Voy a enviar esta foto a los vigilantes de rabo-
nas dentro de treinta segundos, a menos que ustedes cuatro se
aparten de esta pista y dejen que mis amigas y yo nos hagamos
cargo. Pueden volver dentro de una hora y será toda suya. Creo
que es más que justo.
Miré detrás de ella y advertí a otras tres chicas con vesti-
menta similar, una con pelo azul, una con pelo verde y la otra
con pelo violeta.
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—¿Quiénes se supone que son? ¿El Escuadrón Paletas de


Helado?
—Somos el equipo que le dará una paliza a tu equipo en el
Loca Diversión en Harajuku —dijo ella—. Y yo soy la que en
este mismo instante está a punto de subir tu foto y meterte en
tantos problemas que…
A mis espaldas, sentí que Van daba un paso adelante. Su es-
cuela sólo para mujeres era famosa por las peleas y tuve la cer-
teza de que estaba lista para arrancarle la cabeza a esta chica.
Entonces, el mundo cambió para siempre.
Primero lo sentimos… ese repulsivo sacudón del cemento
bajo tus pies que todo californiano reconoce instintivamente:
terremoto. Mi primera inclinación, como siempre, fue la de es-
capar: “cuando estés en problemas o en duda, corre en círculos,
chilla y grita”. Pero el hecho era que ya nos encontrábamos en
el lugar más seguro donde podíamos estar, no en un edificio
que tal vez se derrumbaría sobre nosotros, ni en medio de la
calle, donde los pedazos de cornisa rota podían descerebrarnos.
Los terremotos son pavorosamente silenciosos, al menos al
principio, pero este no era silencioso. Era ruidoso: un rugido
increíble, más fuerte que cualquier cosa que hubiera escuchado
antes. El sonido era tan abrumador que caí de rodillas, y no fui
el único. Darryl me sacudió el brazo, señaló los edificios y
entonces la vimos: una gigantesca nube negra que se elevaba en
el noreste, del lado de la Bahía.
Hubo otro estruendo y la nube de humo se esparció, una
forma negra que se expandía como en las películas con las que
habíamos crecido. Alguien había hecho explotar algo, y a lo
grande.
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Más estruendos y más temblores. En las ventanas, a lo largo


de la calle, aparecían cabezas. Todos mirábamos en silencio la
nube con forma de hongo.
Luego comenzaron a sonar las sirenas.
Yo ya había escuchado sirenas así: todos los martes al medi-
odía probaban las sirenas de defensa civil. Pero sólo las había
escuchado sonar fuera de lo previsto en viejas películas de
guerra y en videojuegos, cuando alguien bombardeaba a otros
desde arriba. Sirenas de ataque aéreo. Ese uuuuuuuuu hacía
que todo pareciese menos real.
—Preséntense en los refugios de inmediato. —Era como la
voz de Dios, saliendo de todos lados al mismo tiempo. Había
altavoces en algunos de los postes de electricidad, cosa que yo
nunca antes había notado, y todos ellos se habían encendido a
la vez—. Preséntense en los refugios de inmediato. —¿Refugios?
Todos nos miramos, confundidos. ¿Qué refugios? La nube se
elevaba constantemente, se extendía. ¿Era nuclear?
¿Estábamos respirando nuestros últimos alientos?
La chica de pelo rosado agarró a sus amigas y bajaron cor-
riendo como locas, de vuelta hacia la estación del BART y al pie
de las colinas.
—PRESÉNTENSE EN LOS REFUGIOS DE INMEDIATO
—Ahora se escuchaban alaridos y había mucha gente corriendo.
Los turistas (siempre se puede identificar a los turistas: son los
que piensan “CALIFORNIA = CALOR” y pasan sus vacaciones
en San Francisco congelados, vestidos de pantalón corto y cam-
iseta) se dispersaban en todas direcciones.
—¡Tendríamos que ir! —aulló Darryl en mi oreja, apenas
audible por encima del chillido de las sirenas, a las que se
habían sumado las sirenas tradicionales de la policía. Una
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docena de patrullas del SFPD, el Departamento de Policía de


San Francisco, pasó frente a nosotros, ululando.
—PRESÉNTENSE EN LOS REFUGIOS DE INMEDIATO.
—¡A la estación del BART! —grité. Mis amigos asintieron.
Cerramos filas y comenzamos a bajar la cuesta rápidamente.
Capítulo 3
Pasamos a un montón de gente que iba rumbo al BART de la
calle Powell. Corrían o caminaban, con los rostros blancos y en
silencio, o gritando y presas del pánico. Los sin techo se acurru-
caban en los umbrales y observaban todo, mientras una prosti-
tuta transexual negra les gritaba algo a dos jóvenes de bigote.
Cuanto más nos acercábamos al BART, más se apretaban los
cuerpos. Cuando alcanzamos la escalera que descendía a la es-
tación, la escena era una gresca callejera, un enorme tumulto
de gente que trataba de apiñarse para descender por la angosta
escalinata. Mi cara quedó contra la espalda de alguien y otra
persona se apretó contra mi espalda.
Darryl seguía a mi lado —era muy corpulento y difícil de em-
pujar— y Jolu avanzaba justo detrás de él, medio colgado de su
cintura. Divisé a Vanessa a unos metros de distancia, atrapada
entre más personas.
—¡Vete a la mierda! —escuché que Van gritaba detrás de
mí—. ¡Pervertido! ¡Quítame las manos de encima!
Luché contra la multitud para volverme y vi que Van miraba
con disgusto a un tipo mayor que llevaba un bonito traje y que
le sonreía con suficiencia. Ella buscaba algo en su bolso y yo
sabía qué estaba buscando.
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—¡No lo rocíes con paralizante! —le grité por encima del es-
truendo—. Nos meterás a todos en líos.
Ante la mención de la palabra “paralizante”, el sujeto pareció
asustarse, retrocedió y desapareció, aunque la muchedumbre
seguía empujándolo hacia delante. Más arriba, vi que alguien,
una cuarentona con vestido hippie, tropezaba y caía. Gritó
mientras se derrumbaba y la vi luchando por levantarse, pero
no pudo, y la presión de la multitud era demasiado fuerte.
Cuando me acerqué, me agaché para ayudarla a enderezarse y
casi me hacen caer sobre ella. Terminé con un pie sobre su es-
tómago, mientras la muchedumbre me empujaba lejos, pero
para entonces creo que la mujer ya no sentía nada.
Estaba más asustado que nunca. Ahora había alaridos en to-
das partes y más cuerpos en el suelo, y la presión desde atrás
era inexorable como una topadora. Lo único que podía hacer
era tratar de mantenerme en pie.
Aparecimos en la explanada abierta, donde se encontraban
los molinetes de acceso. Allí las cosas no estaban mejor. El es-
pacio cerrado producía ecos de las voces, que volvían a noso-
tros como un rugido que me hacía zumbar la cabeza; además, el
olor y la sensación de todos esos cuerpos juntos me daba claus-
trofobia, una predisposición que nunca supe que tenía.
Por la escalinata seguía bajando gente apiñada y otros más se
apretujaban para pasar por los molinetes y descender por las
escaleras mecánicas que llevaban a los andenes, pero me
parecía muy claro que la cosa no iba a tener un final feliz.
—¿Quieres probar suerte arriba? —le dije a Darryl.
—Sí, diablos. Sí. —dijo—. Esto es atroz.
Miré a Vanessa… no había forma de que pudiera escucharme.
Me las ingenié para sacar el teléfono y le envié un mensaje de
texto.
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>Vamos a salir de aquí.


Vi que sentía la vibración del teléfono, que luego miraba
hacia abajo y después hacia mí, y que asentía vigorosamente.
Darryl, mientras tanto, le había avisado a Jolu.
—¿Cuál es el plan? —me gritó Darryl en el oído.
—¡Tendremos que regresar! —grité yo, señalando el despi-
adado amasijo de cuerpos.
—¡Es imposible— dijo él.
—¡Más imposible será cuanto más esperemos!
Se encogió de hombros. Van se abrió paso hasta mí y me
agarró de la muñeca. Yo agarré a Darryl, y Darryl a Jolu con la
otra mano, y comenzamos a empujar.
No fue fácil. Al principio, avanzábamos diez centímetros por
minuto; después, cuando llegamos a la escalera, desaceleramos
aún más. La gente que pasábamos no estaba muy feliz de que la
empujáramos para apartarla del camino. Un par de personas
nos insultaron y un tipo, por la cara que puso, me dio a en-
tender que si hubiese tenido los brazos libres me habría pegado
un puñetazo. Pasamos a tres personas aplastadas más, tendidas
a nuestros pies, pero de ninguna manera las iba a socorrer. A
esas alturas, ya no pensaba en ayudar a nadie. Sólo pensaba en
hallar espacios delante de nosotros para poder avanzar, en la
mano de Darryl aferrándome la muñeca con fuerza y en el
apretón mortal con que yo sujetaba la mano de Van, que estaba
detrás de mí.
Una eternidad más tarde, saltamos a la libertad como
corchos de champaña, pestañeando bajo la luz gris, llena de
humo. Las alarmas de ataque aéreo seguían atronando y el
sonido de las sirenas de los vehículos de emergencia que cor-
rían por la calle Market era aún más fuerte. Ya no había casi
nadie en las calles, salvo los que trataban de llegar al metro con
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desesperación. Muchos lloraban. Localicé un puñado de bancos


vacíos —habitualmente copados por borrachos mugrientos— y
los señalé.
Nos dirigimos hacia allí, agachándonos y alzando los hom-
bros por las sirenas y el humo. Llegamos a los bancos antes de
que Darryl cayera hacia delante.
Todos gritamos y Vanessa lo agarró y lo dio vuelta. Un lado
de su camisa estaba manchado de sangre y la mancha se estaba
agrandando. Ella le levantó la ropa y descubrimos que tenía un
corte largo y profundo en su rechoncho costado.
—Alguien lo apuñaló entre el gentío —dijo Jolu, con los
puños apretados—. Por Dios, qué salvajada.
Darryl gruñó y nos miró, luego se miró el costado del torso,
luego volvió a gruñir y su cabeza cayó de nuevo hacia atrás.
Vanessa se quitó la chaqueta de jean y la sudadera con
capucha que llevaba debajo. Hizo una bola con ella y la apretó
contra el cuerpo de Darryl.
—Sujétale la cabeza —me dijo—. Mantenla elevada. —Le
habló a Jolu:— Pon sus pies en alto… enrolla tu abrigo o algo
así. —Jolu se movió rápido. La madre de Vanessa es enfermera
y ella había hecho cursos de primeros auxilios en todos los
campamentos de verano. Le encantaba ver gente adminis-
trando primeros auxilios en las películas y burlarse porque
hacían todo mal. Me alegré tanto de tenerla con nosotros…
Nos quedamos sentados allí un largo rato, apretando la su-
dadera contra el costado de Darryl. Él insistía en que se sentía
bien y que debíamos dejar que se levantara, y Van no paraba de
decirle que si no se callaba y se quedaba quieto le iba a dar una
patada en el culo.
—¿Y si llamamos al 911? —dijo Jolu.
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Me sentí un idiota. Saqué el teléfono y marqué 911. El sonido


que escuché ni siquiera era el tono de ocupado… era como un
quejido de dolor del sistema telefónico. No se oyen sonidos
como ese a menos que haya tres millones de personas mar-
cando el mismo número al mismo tiempo. ¿Quién necesita
redes de bots cuando tiene terroristas?
—¿Y la Wikipedia? —dijo Jolu.
—No hay teléfonos, no hay datos —dije yo.
—¿Y ésos? —dijo Darryl, señalando hacia la calle. Miré a
donde señalaba, pensando que vería un policía o un para-
médico, pero no había nadie.
—Está bien, amigo… sólo descansa —dije.
—No, idiota, te digo ésos, los policías de los coches. ¡Allá!
Tenía razón. Cada cinco segundos, pasaba a toda velocidad
una patrulla de la policía, una ambulancia o un camión de
bomberos. Ellos podían conseguir ayuda. Yo era un tremendo
idiota.
—Vamos, entonces —dije—. Te llevaremos donde nos puedan
ver y les haremos señas.
A Vanessa no le gustó la idea, pero supuse que los policías no
iban a detenerse por un chico que agitaba su gorra en la calle,
ese día no. Sin embargo, podían llegar a parar si veían a Darryl
sangrando. Discutí con ella brevemente y Darryl resolvió la
situación poniéndose de pie con dificultad y avanzando hacia
Market con pasos inestables.
El primer vehículo que pasó aullando, una ambulancia, ni
siquiera bajó la velocidad. Tampoco la patrulla siguiente, ni el
camión de bomberos, ni las tres patrullas que vinieron a con-
tinuación. Darryl no estaba bien… tenía el rostro pálido y
jadeaba. La sudadera de Van estaba empapada de sangre.
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Me harté de que los coches pasaran de largo. La siguiente vez


que apareció un vehículo en Market, me paré en medio de la
calle, sacudiendo los brazos por encima de la cabeza y gritando
“¡PARE!”. El coche desaceleró hasta detenerse y fue entonces
cuando noté que no era de la policía, ni una ambulancia ni un
camión de bomberos.
Era un jeep de aspecto militar, como un Hummer blindado,
pero que no tenía ninguna insignia militar. El vehículo derrapó
y se detuvo justo frente a mí; salté hacia atrás, perdí el equilib-
rio y acabé tumbado en la calle. Escuché puertas que se abrían
cerca de mí y después vi una confusión de botas que se movían
en las proximidades. Miré hacia arriba y vi un grupo de sujetos
con pinta de militares, vestidos de overol, que llevaban unos
rifles grandes y aparatosos y máscaras antigases con capucha y
visores polarizados.
Apenas tuve tiempo de registrarlos; de pronto, esos rifles me
apuntaban a mí. Nunca había tenido el caño de un arma
delante de los ojos, pero todo lo que has escuchado acerca de
esa experiencia es verdad. Te congelas donde estás, el tiempo se
detiene y el corazón te late como un trueno en los oídos. Abrí la
boca, la cerré; después, muy lentamente, levanté las manos.
El hombre armado sin rostro, sin ojos, sostenía el rifle con
firmeza. Yo ni siquiera respiraba. Van chillaba algo y Jolu grit-
aba; los miré un segundo y fue entonces cuando alguien me
cubrió la cabeza con una bolsa áspera, atándola fuertemente a
la altura de mi garganta, con tanta rapidez y ferocidad que casi
no me dio tiempo para tomar aire antes de ajustarla. Me empu-
jaron con rudeza, pero desapasionadamente, para que me
acostara boca abajo; me envolvieron las muñecas dos veces con
algo que después también ataron y ajustaron; se sentía como
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alambre de enfardar y me mordía cruelmente la piel. Lancé un


grito, pero mi voz quedó amortiguada por la capucha.
Ahora me encontraba en una oscuridad total y forzaba los oí-
dos para escuchar lo que ocurría con mis amigos. Los oí gritar a
través de la tela aislante de la bolsa y entonces alguien me tomó
de las muñecas de un modo impersonal y me alzó hasta poner-
me de pie; tenía los brazos amarrados y retorcidos detrás de la
espalda y mis hombros aullaban.
Me tropecé un poco y después una mano me empujó la
cabeza hacia abajo y ya estaba dentro del Hummer. Con rudeza,
arrojaron más cuerpos contra mí.
—¿Chicos? —grité, y me gané un fuerte golpe en la cabeza por
tomarme esa molestia. Escuché que Jolu respondía y sentí el
golpe que le dieron a él también. Mi cabeza resonaba como un
gong.
—Eh —les dije a los soldados—. ¡Eh, escuchen! Somos estudi-
antes secundarios, nada más. Les hice señas para que se detuvi-
eran porque mi amigo está sangrando. Lo apuñalaron. —No
tenía idea de cuánto de todo esto lograba atravesar la bolsa.
Seguí hablando—. Oigan… es un malentendido. Tenemos que
llevar a nuestro amigo al hospital…
Volvieron a pegarme. Sentí como si hubieran usado un
bastón o algo así… jamás me habían dado un golpe tan fuerte
en la cabeza. Mis ojos se dieron vuelta y se llenaron de lágrim-
as; literalmente, no podía respirar por el dolor. Un momento
después recuperé el aliento, pero no dije nada. Ya había apren-
dido la lección.
¿Quiénes eran estos payasos? No llevaban insignias. ¡Quizás
eran terroristas! Nunca había creído en los terroristas… es de-
cir, sabía de manera abstracta que había terroristas en algún
lugar del mundo, pero verdaderamente no representaban un
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riesgo para mí. Había millones de formas en que el mundo


podía matarme —comenzando por ser atropellado por algún
ebrio que viniera por Valencia a toda velocidad— y que eran in-
finitamente más probables e inmediatas que los terroristas. Los
terroristas mataban muchísima menos gente que las caídas en
el cuarto de baño y las electrocuciones accidentales. Preocu-
parme por ellos siempre me había parecido tan inútil como
preocuparme por que me fulminara un rayo.
Sentado en la parte trasera de aquel Hummer, encapuchado
y con las manos amarradas en la espalda, hamacándome hacia
atrás y hacia delante mientras las heridas de la cabeza se me
hinchaban, el terrorismo de pronto me pareció mucho más
peligroso.
El vehículo se inclinó hacia atrás, ascendió una cuesta.
Supuse que nos dirigíamos a Nob Hill y, por el ángulo, parecía
que estábamos tomando una de las rutas más empinadas… la
calle Powell, deduje.
Ahora descendíamos una pendiente igualmente abrupta. Si
mi mapa mental estaba acertado, nos encaminábamos a Fisher-
man’s Wharf. Allí podías subirte a un barco y huir. Encajaba
con la hipótesis del terrorismo. ¿Pero por qué diablos los ter-
roristas iban a querer secuestrar a un puñado de estudiantes
secundarios?
Nos detuvimos de un sacudón cuando aún estábamos en ba-
jada. Se paró el motor y las puertas se abrieron de golpe. Al-
guien me sacó, arrastrándome de los brazos, y me hizo avanzar
a los empellones por camino pavimentado. Segundos después,
tropecé contra una escalera de acero y me golpeé las espinillas.
Las manos que estaban detrás me empujaron otra vez. Subí la
escalera con cuidado, sin poder usar las manos. Ascendí el ter-
cer escalón y busqué el cuarto, pero no estaba. Casi vuelvo a
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caerme, pero otras manos nuevas me agarraron por delante,


me remolcaron por un suelo de acero, me forzaron a arro-
dillarme y me ataron las manos a algo que estaba detrás de mí.
Más movimiento y la sensación de que apiñaban más cuerpos
a mi lado. Gruñidos y ruidos amortiguados. Risas. Luego, una
eternidad larga y atemporal en una penumbra de sonidos
apagados, inhalando mi propio aliento, escuchando mi propia
respiración en los oídos.

***

La verdad es que logré dormir algo… arrodillado, sin circula-


ción en las piernas y con la cabeza en un crepúsculo de lona. Mi
cuerpo había lanzado al torrente sanguíneo una cantidad de ad-
renalina suficiente para un año en el lapso de 30 minutos, y
aunque esa cosa te puede dar la fuerza para levantar un
automóvil que aplasta a tus seres queridos o para saltar de un
edificio a otro, el precio a pagar siempre es una mierda.
Me desperté cuando me quitaban la capucha de la cabeza. No
eran ni brutos ni cuidadosos… simplemente, impersonales.
Como los de McDonald’s preparando hamburguesas.
La iluminación era tan brillante que tuve que cerrar los ojos
con fuerza, pero lentamente logré abrirlos como rendijas, luego
como grietas y por fin del todo. Miré a mi alrededor.
Estábamos en la parte trasera de un camión, uno grande, de
dieciséis ruedas. Veía los semicírculos de las ruedas a intervalos
regulares, en todo el largo de la caja. Pero esta caja de camión
se había convertido en una especie de puesto de comando/cár-
cel móvil. Contra las paredes, se alineaban unos escritorios de
acero sobre los que se elevaban bancos de lustrosos monitores
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de pantalla plana, montados sobre brazos articulados que per-


mitían posicionarlos en forma de halo alrededor de los op-
eradores. Cada escritorio tenía delante una espléndida silla de
oficina, festoneada con perillas de interfaz de usuario para
ajustar cada milímetro de la superficie del asiento y también la
altura, la inclinación y el giro.
Después venía el sector cárcel: en la parte delantera, la más
alejada de las puertas, había enrejados de acero atornillados a
ambos lados del vehículo; sujetos a esos enrejados de acero, es-
taban los prisioneros.
Localicé a Van y Jolu en el acto. Darryl podía encontrarse
entre la docena restante que se amontonaba allí, pero era im-
posible determinarlo… muchos estaban tendidos en el suelo y
me obstaculizaban la visión. Olía a sudor y a miedo.
Vanessa me miró y se mordió el labio. Estaba asustada. Yo
también. Y Jolu también: sus ojos rodaban como locos en sus
órbitas y se quedaban en blanco. Yo tenía miedo. Por aña-
didura, tenía que hacer pis urgentemente.
Miré a todos lados en busca de nuestros captores. Hasta
entonces, había evitado levantar la vista para mirarlos, igual
que no se mira el interior oscuro de un ropero donde está el
cuco que tu mente ha conjurado. No quieres comprobar si
tienes razón.
Pero tenía que echar un mejor vistazo a estos idiotas que nos
habían secuestrado. Si eran terroristas, quería enterarme. No
sabía qué aspecto tenían los terroristas, aunque los programas
de TV habían hecho todo lo posible para convencerme de que
eran árabes de piel morena con grandes barbas, gorros tejidos y
túnicas sueltas de algodón que les llegaban a los tobillos.
Nuestros captores no eran así. Podrían haber sido porristas
del espectáculo del medio tiempo en la final del Super Bowl. Se
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veían norteamericanos de un modo que no pude definir exacta-


mente. Buen contorno de mandíbula; el cabello corto y prolijo,
aunque con un estilo no del todo militar. Había blancos y
morenos, hombres y mujeres, y se sonreían libremente el uno
al otro, sentados en el otro extremo del camión, bromeando y
bebiendo café en vasos desechables. Estos no eran árabes de
Afganistán: parecían turistas de Nebraska.
Miré a una, una mujer joven, blanca y de cabello castaño y
muy corto, que parecía apenas mayor que yo, bastante atractiva
a pesar de su intimidante uniforme de oficial. Si miras a una
persona el tiempo suficiente, en algún momento esa persona te
mira a ti. Así lo hizo ella y, de repente, su rostro adoptó una
configuración totalmente distinta, desapasionada, incluso
robótica. Su sonrisa se esfumó al instante.
—Eh… —le dije—. Mire, no entiendo lo que sucede aquí, pero
realmente necesito mear ¿sabe?
Ella me atravesó con la mirada como si no me hubiera oído.
—Hablo en serio; si no llego al baño pronto voy a sufrir un
desagradable accidente. Aquí atrás se va a poner bastante
apestoso ¿sabe?
Se volvió hacia sus colegas, un grupito de tres, y mantuvieron
una conversación en voz baja que no pude escuchar por el ruido
de los ventiladores de las computadoras.
Volvió a mirarme.
—Aguántate diez minutos y todos podrán ir a hacer pis.
—Creo que no tengo diez minutos más dentro de mí —re-
spondí, dejando que mi voz expresara un poquito más de ur-
gencia que la que realmente tenía—. En serio, señorita, es
ahora o nunca.
Sacudió la cabeza y me miró como si yo fuera una especie de
fracasado patético. Ella y sus amigos se consultaron un poco
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más y luego se adelantó otro. Era mayor, alrededor de treinta


años, y de hombros bastante anchos, como si hiciera ejercicio.
Parecía chino o coreano —a veces, ni Van puede diferenciar-
los—, pero con ese porte que decía norteamericano de un modo
que yo no lograba definir.
Abrió su abrigo deportivo hacia un costado para dejarme ver
la ferretería que llevaba colgada; antes de que lo cerrara de
nuevo, reconocí una pistola, un táser y un aerosol de líquido
paralizante o de gas pimienta.
—Nada de problemas —dijo.
—Nada —concordé.
Tocó algo en su cinturón y los grilletes se abrieron detrás de
mí; mis brazos cayeron súbitamente a mis espaldas. Era como
el cinturón utilitario de Batman… ¡grilletes con control remoto
inalámbrico! Pero supuse que tenía sentido: no querían
agacharse cerca de los prisioneros para dejar todo ese arma-
mento mortal al nivel de sus ojos… podían apoderarse de la pis-
tola con los dientes y apretar el gatillo con la lengua o algo así.
Mis manos seguían atadas atrás con cinta plástica; ahora que
los grilletes ya no me sostenían, descubrí que las piernas se me
habían transformado en muñones de corcho por haber per-
manecido tanto tiempo en la misma posición. Para abreviar:
básicamente, me caí de cara. Moví las piernas débilmente, sin-
tiendo pinchazos como de alfileres y agujas, y traté de acomod-
arlas debajo de mí para poder balancearme y ponerme de pie.
El tipo me levantó de un tirón y caminé como un payaso
hasta el fondo del camión, donde había un pequeño baño
portátil. Traté de localizar a Darryl en el trayecto, pero podía
ser cualquiera de los cinco o seis que estaban tumbados en el
suelo. O ninguno de ellos.
—Métete —dijo el sujeto.
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Sacudí las muñecas.


—¿Me saca esto, por favor? —Después de tantas horas con
esas apretadas esposas de plástico, sentía los dedos como sal-
chichas violetas.
El tipo no se movió.
—Mire —le dije, tratando de no sonar sarcástico ni enojado
(no fue fácil)—. Mire. O me libera las muñecas o tendrá que ay-
udarme a apuntar. La visita al baño no es una experiencia de
manos libres. —Alguien del camión lanzó una risita. Yo no le
caía bien al tipo; me di cuenta por la manera en que apretaba la
mandíbula. Amigo mío, el cerebro de esta gente tenía una pro-
gramación muy ceñida.
Llevó una mano al cinturón y se acercó con un muy bonito
juego de multi-pinzas. Abrió una navaja de aspecto maléfico,
cortó las esposas de plástico y mis manos volvieron a ser mías.
—Gracias —dije.
Me empujó al interior del baño. Mis manos eran inútiles,
como bultos de arcilla pegados en las muñecas. Al sacudirlos,
mis dedos insensibles hormiguearon, pero después el hor-
migueo se transformó en una quemazón que casi me hizo lan-
zar un grito. Bajé el asiento, me bajé el pantalón y me senté. No
confiaba en poder mantenerme de pie.
Cuando se me aflojó la vejiga, mis ojos hicieron lo mismo.
Lloré en silencio, hamacándome hacia atrás y adelante, mien-
tras las lágrimas y los mocos me caían por la cara. Lo único que
pude hacer para no sollozar fue taparme la boca y evitar que sa-
lieran los sonidos. No quería darles esa satisfacción.
Finalmente, terminé de mear y de llorar y el tipo estaba
azotando la puerta. Me limpié la cara lo mejor que pude con un
montón de papel higiénico, eché todo al inodoro e hice correr el
agua; luego, miré alrededor buscando un lavabo, pero sólo
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encontré un frasco de limpiador de manos de uso industrial,


cubierto con un listado, escrito en letra pequeña, de todos los
bioagentes que eliminaba. Me froté las manos con un poco de
eso y salí del baño.
—¿Qué hacías allí dentro? —dijo el tipo.
—Usaba las instalaciones —dije. Me obligó a darme vuelta,
me agarró las manos y sentí que me ponía un par nuevo de es-
posas plásticas. Después de sacarme el otro par, mis muñecas
se habían hinchado; las nuevas se hundieron ferozmente en la
piel sensible, pero me negué a darle el gusto de gritar.
Volvió a sujetarme en mi lugar con los grilletes y agarró a la
persona siguiente que, como podía ver ahora, era Jolu, con la
cara hinchada y un horrible moretón en la mejilla.
—¿Estás bien? —le pregunté. Abruptamente, mi amigo del
cinturón utilitario me puso una mano en la frente y me empujó
con fuerza; la parte de atrás de mi cabeza rebotó contra la
pared metálica del camión, con el sonido de un reloj dando la
una.
—No hables —me dijo, mientras yo me esforzaba por reen-
focar los ojos.
No me gustaba esta gente. En ese preciso instante, decidí que
los haría pagar por todo esto.
Uno por uno, todos los prisioneros fueron al baño y re-
gresaron, y cuando terminaron mi guardián volvió a sus amigos
y tomó otra taza de café, que observé que bebían de un enorme
vaso de cartón de Starbucks. Entablaron una conversación que
no pude distinguir, pero que incluía bastantes risas.
Después, se abrió la puerta trasera del camión y entró el aire
fresco, no con humo como antes, pero con cierto olor a ozono.
Por lo poco que vi del exterior antes de que cerraran la puerta,
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logré captar que estaba oscuro y que llovía, una de esas llov-
iznas de San Francisco que son mitad bruma.
El hombre que entró vestía uniforme militar. Uniforme milit-
ar norteamericano. Se cuadró frente a los del camión, ellos le
devolvieron el saludo, y fue entonces cuando supe que no era
prisionero de unos terroristas: era prisionero de los Estados
Unidos de América.

***

Instalaron un pequeño panel divisorio en el fondo del camión


y vinieron a buscarnos de a uno, sacándonos las esposas y
llevándonos a la parte trasera. Por lo que pude deducir —cont-
ando los segundos mentalmente… un hipopótamo, dos hi-
popótamos— las entrevistas duraron unos siete minutos cada
una. Me latía la cabeza por la deshidratación y la abstinencia de
cafeína.
Fui el tercero; me llevó la mujer de antes, la del corte de pelo
austero, muy corto. De cerca, se la veía cansada, con bolsas de-
bajo los ojos y líneas de amargura en la comisura de los labios.
—Gracias —le dije maquinalmente cuando me liberó con un
control remoto y me puso de pie de un tirón. Me odié por la
cortesía automática, pero me la habían inculcado.
Ella no movió un músculo. Caminé delante de la mujer hasta
el fondo del camión y pasé al otro lado del panel divisorio.
Había una sola silla plegadiza y allí me senté. Dos de ellos, la
Pelo Corto y el del cinturón utilitario, me miraron desde sus su-
persillones ergonómicos.
Entre ellos había una mesita donde estaba desparramado el
contenido de mi cartera y mochila.
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—Hola, Marcus —dijo Pelo Corto—. Tenemos unas preguntas


para ti.
—¿Estoy bajo arresto? —pregunté. No era una pregunta al az-
ar. Si no estás bajo arresto, hay límites para lo que la policía
puede y no puede hacerte. Por empezar, no pueden retenerte
para siempre sin arrestarte, sin dejarte hacer una llamada tele-
fónica y sin que hables con un abogado. Y, por Dios… ¿acaso
me iban a dejar hablar con un abogado?
—¿Para qué sirve esto? —dijo la mujer, levantando mi telé-
fono. En la pantalla se veía el mensaje de error que aparecía
cuando tratabas insistentemente de acceder a los datos sin in-
troducir la contraseña correcta. Era un mensaje un poco
grosero (una mano animada haciendo cierto gesto universal-
mente conocido) porque me gusta personalizar mis equipos.
—¿Estoy bajo arresto? —repetí. No pueden obligarte a re-
sponder ninguna pregunta si no estás bajo arresto y cuando
preguntas si estás bajo arresto tienen la obligación de contest-
arte. Así son las reglas.
—Estás detenido por el Departamento de Seguridad Interior
—retrucó la mujer.
—¿Estoy bajo arresto?
—Vas a ser más cooperativo, Marcus, comenzando en este in-
stante. —No dijo “de lo contrario…”, pero quedaba implícito.
—Me gustaría comunicarme con un abogado —dije—. Me
gustaría saber de qué se me acusa. Me gustaría que los dos me
mostraran una identificación de algún tipo.
Los agentes intercambiaron miradas.
—Creo que realmente deberías reconsiderar tu enfoque de la
situación —dijo Pelo Corto—. Creo que deberías hacerlo ahora
mismo. Encontramos una cantidad de dispositivos sospechosos
en tu persona. Te encontramos a ti y a tus secuaces cerca del
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lugar donde ocurrió el peor ataque terrorista que jamás ha visto


este país. Une las dos cosas y verás que el panorama no es muy
favorable para ti, Marcus. Puedes cooperar o puedes lamentarlo
muchísimo. Bien… ¿para qué sirve esto?
—¿Piensan que soy terrorista? ¡Tengo diecisiete años!
—La edad justa. A los de Al Qaeda les encanta reclutar chicos
impresionables e idealistas. Te googleamos, sabes. Has public-
ado un montón de material muy feo en la Internet pública.
—Me gustaría hablar con un abogado —dije.
La señorita Pelo Corto me miró como si yo fuera un bicho.
—Tienes la impresión errada de que la policía te trajo aquí
por cometer un delito. Necesitas superar eso. Estás detenido
por el gobierno de los Estados Unidos en calidad de potencial
combatiente enemigo. Yo, en tu lugar, estaría pensando con to-
das mis fuerzas en cómo convencernos de que no eres un com-
batiente enemigo. Con todas mis fuerzas. Porque los comba-
tientes enemigos pueden desaparecer en agujeros negros,
agujeros muy negros y profundos, agujeros donde simplemente
te esfumas. Para siempre. ¿Me estás escuchando, jovencito?
Quiero que destrabes este teléfono y desencriptes los archivos
que guarda en la memoria. Quiero que me rindas cuentas: ¿por
qué estabas en la calle? ¿Qué sabes del ataque a la ciudad?
—No voy a destrabar el teléfono —dije, indignado. La me-
moria del teléfono contenía toda clase de material privado: fo-
tos, correos, pequeños hackeos y módulos que le había in-
stalado—. Hay cosas personales.
—¿Qué tienes que esconder?
—Tengo derecho a mi privacidad —dije—. Y quiero hablar
con un abogado.
—Esta es tu última oportunidad, chico. La gente honesta no
tiene nada que ocultar.
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—Quiero hablar con un abogado. —Mis padres lo pagarían.


Todas las FAQs sobre arrestos eran muy claras en este punto.
Sigue insistiendo en ver a un abogado, sin importar lo que
digan y hagan. El resultado de hablar con la policía sin que tu
abogado esté presente nunca es bueno. Estos dos decían que no
eran policías, pero si no era un arresto… ¿qué era?
Pensándolo en retrospectiva, quizás tendría que haber
destrabado el teléfono.
Capítulo 4
Volvieron a engrillarme y encapucharme y me dejaron ahí.
Mucho después, el camión comenzó a moverse, cuesta abajo, y
entonces volvieron a levantarme de un tirón. Inmediatamente,
me caí. Tenía las piernas tan adormecidas que las sentía como
bloques de hielo; todo, menos las rodillas, que estaban hincha-
das y doloridas por haber pasado tantas horas arrodillado.
Unas manos me agarraron de los hombros y los pies y me le-
vantaron como si fuera una bolsa de patatas. Me rodeaban unas
voces indefinidas. Alguien lloraba. Alguien maldecía.
Me cargaron una corta distancia; luego, me bajaron y en-
grillaron a otro enrejado. Las rodillas ya no querían sostener-
me; me caí de frente y terminé en el suelo, retorcido como un
pretzel, sintiendo la presión de las cadenas que me sujetaban
las muñecas.
Nos estábamos moviendo otra vez, pero en este caso no era
como andar en camión. Debajo de mí, el suelo se balanceaba
suavemente y vibraba con el rumor de enormes motores diesel.
¡Me di cuenta de que estaba en un barco! Se me heló el es-
tómago. Me estaban alejando de las costas de los EE. UU.,
llevándome a otro lugar… ¿y quién demonios sabía dónde se
encontraba? Había sentido miedo otras veces, pero esta idea
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me aterró, me dejó paralizado y mudo de pavor. Tomé concien-


cia de que tal vez no volvería a ver a mis padres y sentí el sabor
de un breve vómito quemándome la garganta. La bolsa me en-
cerraba la cabeza y apenas podía respirar, algo que también se
debía a la extraña posición retorcida en que había quedado.
Pero, afortunadamente, no estuvimos mucho tiempo en el
agua. Me pareció que fue una hora, aunque ahora sé que fueron
apenas quince minutos. Después, sentí que atracábamos, sentí
pasos en la cubierta, a mi alrededor, y sentí que les sacaban los
grilletes a otros prisioneros y que se los llevaban, cargándolos o
a pie. Cuando vinieron a buscarme, traté de volver a pararme,
pero no pude y me alzaron una vez más, impersonales, bruscos.
Cuando me quitaron la capucha estaba en una celda.
Una celda vieja, desmoronada, que olía a aire de mar. Había
una sola ventana, bien arriba, bloqueada por barrotes oxidados.
Afuera todavía estaba oscuro. En el suelo había una manta y un
pequeño inodoro metálico sin asiento, empotrado en la pared.
El guardia que me sacó la capucha sonrió y cerró la puerta de
acero macizo al salir.
Me masajeé las piernas suavemente, siseando de dolor,
mientras la sangre volvía a circular por ellas y por mis manos.
Finalmente, logré ponerme de pie y caminar. Oí que otra gente
hablaba, lloraba, gritaba. También grité un poco: “¡Jolu!
¡Darryl! ¡Vanessa!”. Otras voces del pabellón me imitaron, grit-
ando nombres también, gritando obscenidades. Las voces más
cercanas sonaban como las de unos borrachos perdiendo la
razón alguna esquina de la ciudad. Tal vez la mía también
sonaba así.
Los guardias nos gritaron que hiciéramos silencio y sólo con-
siguieron que todos chillaran más fuerte. Al final, estábamos
todos aullando, lanzando alaridos que nos partían la cabeza,
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que nos enronquecían la garganta. ¿Por qué no? ¿Qué teníamos


que perder?

***

La vez siguiente que vinieron a interrogarme, yo estaba mu-


griento y cansado, con hambre y sed. Pelo Corto formaba parte
del nuevo grupo de interrogatorio, lo mismo que tres grandu-
lones que se movían a mi alrededor como cortes de carne. Uno
era negro; los otros dos, blancos, aunque uno puede haber sido
hispánico. Todos llevaban armas. Era como un comercial de
Benneton mezclado con un juego de Counter-Strike.
Me sacaron de la celda con las muñecas y tobillos encadena-
dos. Mientras avanzábamos, presté atención a mi entorno. Oí
que fuera había agua y pensé que quizás estábamos en Alcatraz;
después de todo, había sido una prisión, aunque desde hacía
generaciones era una atracción turística, un sitio al que la gente
concurría para ver dónde habían cumplido sus penas Al Capone
y sus gángsters contemporáneos. Pero yo había visitado Alcat-
raz durante una excursión escolar. Era vieja y oxidada, mediev-
al. El lugar donde me encontraba ahora se percibía como un
edificio que databa de la Segunda Guerra Mundial, no de la
época colonial.
En las puertas de las celdas habían colocado unas etiquetas
autoadhesivas con códigos de barras impresos con láser y tam-
bién unos números, pero no había manera de adivinar quién o
qué podía estar detrás de ellas.
La sala de interrogatorio era moderna, con luces fluorescen-
tes, sillones ergonómicos —aunque no para mí; yo tenía una
silla de jardín plegadiza, de plástico— y una gran mesa de
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reuniones de madera. Un espejo recubría una de las paredes,


igual que en las series policiales, y supuse que otras personas
debían de estar observando del otro lado. La señorita Pelo
Corto y sus amigos se sirvieron café de una vasija ubicada sobre
una mesita (en ese momento, habría sido capaz de abrirle la
garganta con los dientes con tal de beberme ese café) y luego
pusieron a mi lado un vaso de poliestireno lleno de agua, pero
sin liberarme las manos atadas a la espalda, o sea que no podía
agarrarlo. Qué hienas.
—Hola, Marcus —dijo Pelo Corto—. ¿Qué tal tu actitud el día
de hoy?
No dije nada.
—Esto no es lo peor que puede ocurrirte, sabes —dijo ella—.
Esto es lo mejor que puede ocurrirte a partir de ahora. Incluso
cuando nos digas lo que queremos saber, incluso si con eso nos
convences de que sólo estabas en el lugar equivocado en el mo-
mento equivocado, ya estás marcado. Te estaremos vigilando,
vayas donde vayas y hagas lo que hagas. Te has comportado
como si tuvieras algo que ocultar y eso no nos gusta.
Es patético, pero mi cerebro no podía pensar en otra cosa
que no fuera esta frase: “convéncenos de que estabas en el lugar
equivocado en el momento equivocado”. Era lo peor que me
había sucedido en la vida. Nunca, jamás, me había sentido tan
mal ni tan asustado. Esas palabras, “el lugar equivocado en el
momento equivocado”, esas siete palabras, eran como una
cuerda de salvataje que flotaba ante mis ojos mientras yo
luchaba por mantenerme en la superficie.
—¿Hola, Marcus? —La mujer chasqueó los dedos delante de
mí—. Aquí, Marcus. —Tenía una sonrisita en la cara y me odié
por permitir que advirtiera mi miedo—. Marcus, la cosa puede
ponerse mucho peor que ahora. Este no es el peor lugar donde
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podemos encerrarte, ni remotamente. —Metió la mano debajo


de la mesa, sacó un portafolios y lo abrió con un chasquido. De
allí extrajo mi teléfono, mi lector/clonador de RFID, mi detect-
or de WiFi y mis memorias portátiles. Uno por uno, los colocó a
todos sobre la mesa.
—Esto es lo que pretendemos de ti. Hoy nos destrabas el telé-
fono. Si lo haces, te otorgamos el privilegio de salir al exterior y
de bañarte. Podrás ducharte y te permitiremos caminar por el
patio de ejercicio. Mañana, te traemos de vuelta y te pedimos
que desencriptes los datos de estos dispositivos de memoria. Lo
haces y puedes comer en el comedor. Al día siguiente, quere-
mos que nos des tus contraseñas de correo electrónico y te
ganas el privilegio de ir a la biblioteca.
Yo tenía la palabra “no” en los labios, como un eructo atas-
cado que trataba de salir, pero que no lo hacía.
—¿Por qué? —fue lo que me salió en su lugar.
—Queremos asegurarnos de que eres lo que pareces. Se trata
de tu seguridad, Marcus. Digamos que eres inocente. Puede
que sí, aunque no logro comprender por qué un inocente se
comporta como si tuviera tanto que ocultar. Pero digamos que
lo eres. Pudiste ser uno de los que estaban en ese puente
cuando explotó. Pudieron ser tus padres. Tus amigos. ¿No qui-
eres que atrapemos a la gente que atacó tu hogar?
Es raro, pero cuando ella se puso a hablar de otorgarme
“privilegios” me sometí al miedo. Me sentí como si hubiese
hecho algo para acabar en el sitio donde me hallaba; como si,
en parte, tal vez fuera mi culpa y yo pudiera hacer algo para
modificarlo.
Pero apenas empezó con ese discurso mentiroso de la “segur-
idad” y el estar “a salvo”, me volvió el alma al cuerpo.
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—Señorita —dije—, me habla de ataques a mi hogar pero, por


lo que sé, los únicos que me han atacado últimamente son us-
tedes. Pensé que vivía en un país con una Constitución. Pensé
que vivía en un país donde tenía derechos. Usted me habla de
defender mi libertad a costa de romper en pedazos la Declara-
ción de Derechos.
Un destello de fastidio cruzó por su rostro; después,
desapareció.
—Qué melodramático, Marcus. Nadie te atacó. Estás deten-
ido por el gobierno de tu país mientras investigamos detalles
sobre el peor ataque terrorista jamás perpetrado en el suelo de
nuestra nación. La decisión de ayudarnos a pelear esta guerra
contra los enemigos de nuestra patria depende de ti. ¿Quieres
preservar la Declaración de Derechos? Ayúdanos a impedir que
los malos hagan volar tu ciudad por los aires. Ahora bien,
tienes exactamente treinta segundos para destrabar este telé-
fono, antes de que te envíe de vuelta a la celda. Hoy tenemos
que entrevistar a muchas otras personas.
Miró su reloj. Moví las muñecas, haciendo sonar las cadenas
que me impedían estirar la mano y destrabar el teléfono. Sí, iba
a hacerlo. Ella me había dicho cuál era el camino a la libertad
—al mundo, a mis padres— y eso me había dado una esperanza.
Ahora me amenazaba con echarme, con sacarme de ese cam-
ino, haciendo añicos mi esperanza, y yo no podía pensar en otra
cosa que no fuese volver a él.
Así que hice ruido con las muñecas, deseando tomar mi telé-
fono y destrabarlo, y ella se limitó a mirarme fríamente, contro-
lando su reloj.
—La contraseña —dije, comprendiendo por fin lo que quería
de mí. Quería que la dijera en voz alta, aquí, donde ella podía
grabarme, donde sus amigos podían oírla. No quería solamente
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que le destrabara el teléfono. Quería que me sometiera a ella.


Que me pusiera bajo su autoridad. Que renunciara a todos mis
secretos, a toda mi privacidad—. La contraseña —dije otra vez,
y entonces se la dije. Que Dios me ayude… me rendí a su
voluntad.
Me dedicó una sonrisa remilgada, que debía de ser su versión
frígida del festejo de un gol, y los guardias me llevaron fuera.
Cuando se cerraba la puerta, la vi inclinarse hacia el teléfono y
teclear la contraseña.
Ojalá pudiera decir que había previsto esta posibilidad de
antemano y que había creado una contraseña falsa que per-
mitía acceder a una partición completamente inocua del telé-
fono, pero yo no era tan paranoico/inteligente.
Te estarás preguntando, llegado este punto, qué oscuros
secretos tenía guardados en el teléfono, las memorias y los
correos. Después de todo, no soy más que un chico.
Lo cierto es que yo tenía todo que ocultar y también nada.
Entre el teléfono y las memorias portátiles, te podías dar una
idea bastante buena de quiénes eran mis amigos, de lo que yo
pensaba de ellos, de todas las idioteces que habíamos hecho.
Podías leer transcripciones de las discusiones electrónicas que
habíamos tenido y de las reconciliaciones electrónicas a las que
habíamos llegado.
O sea, yo no borro material. ¿Por qué hacerlo? Almacenar es
barato y uno nunca sabe cuándo le vendrán ganas de volver a
ver esas cosas. Especialmente las estupideces. ¿Conoces la
sensación que te invade en ciertas ocasiones, cuando estás sen-
tado en el metro y no hay nadie con quien hablar, y de pronto
rememoras alguna amarga pelea que tuviste, algo terrible que
dijiste? Bueno, por lo general, las cosas nunca son tan malas
como las recuerdas. Poder regresar y leerlo de nuevo es
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grandioso, porque te hace acordar que no eres una persona tan


horrible como piensas que eres. Por hacer eso, Darryl y yo
hemos superado más peleas de las que puedo contar.
Y ni siquiera es eso lo importante. Sé que mi teléfono es
privado. Sé que mis dispositivos de memoria son privados. Y es
por la criptografía… la codificación de mensajes. Las matemát-
icas en que se basa la cripto son buenas y sólidas, y tú y yo
tenemos acceso a la misma cripto que usan los bancos y la
Agencia Nacional de Seguridad. Hay una sola clase de cripto
para todos: la que es pública y abierta, la que puede utilizar cu-
alquier persona. Es eso lo que demuestra que funciona.
Hay algo verdaderamente liberador en el hecho de que un
rincón de tu vida que sea sólo tuyo, que nadie pueda verlo ex-
cepto tú. Es un poco como la desnudez, o como defecar. Todos
se desnudan de vez en cuando. Todos tienen que sentarse en el
inodoro. No hay nada de vergonzoso, depravado ni extraño en
ninguna de las dos cosas. ¿Pero qué pasaría si yo decretara que,
de ahora en más, cada vez que vas a evacuar desechos sólidos
tienes que hacerlo totalmente desnudo, en una habitación de
vidrio instalada en medio de Times Square?
Aunque en tu cuerpo no haya nada feo ni raro —¿y cuántos
de nosotros podemos afirmar tal cosa?— tendrías que ser
bastante extraño para que te agradara la idea. La mayoría
saldríamos corriendo a los gritos. La mayoría nos
aguantaríamos las ganas hasta explotar.
No se trata de hacer algo vergonzoso. Se trata de hacer algo
privado. Se trata de que tu vida te pertenezca a ti.
Eso era lo que me estaban quitando, pedazo a pedazo. Mien-
tras caminaba de regreso a la celda, volvió a invadirme la
sensación de que me lo tenía merecido. Había quebrantado
muchas reglas en mi vida y, en general, me había salido con la
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mía. Quizás era un acto de justicia. Quizás era el contraataque


de mi pasado. Después de todo, estaba donde estaba porque me
había escapado de la escuela.
Me gané una ducha. Me gané una caminata por el patio.
Había un parche de cielo encima de mí y el aire olía como el de
la Bahía, pero más allá de eso no tenía la menor idea de dónde
me habían encerrado. No vi otros prisioneros durante mi per-
íodo de ejercicio y me aburrí bastante de caminar en círculos.
Aguzaba el oído, buscando algún sonido que me ayudara a
comprender qué era este sitio, pero lo único que escuchaba era
el ruido ocasional de un vehículo, algunas conversaciones le-
janas, un avión aterrizando cerca.
Me llevaron de nuevo a la celda y me dieron de comer: media
pizza de pepperoni del Goat Hill Pizza de Potrero Hill, que yo
conocía bien. La caja de cartón, con su consabida gráfica y el
número telefónico con el prefijo 415, era un recordatorio de que
apenas el día anterior yo estaba libre, en un país libre, y que
ahora era un prisionero. Me preocupaba constantemente por
Darryl y me inquietaban mis otros amigos. Tal vez habían co-
operado más que yo y los habían soltado. Tal vez ya les habían
contado todo a mis padres, que estaban buscándome
frenéticamente.
Tal vez no.
La celda era de una austeridad extraordinaria, vacía como mi
alma. Imaginé que la pared frente a la litera era una pantalla,
que ahora mismo podría estar hackeando la puerta de la celda
para abrirla. Imaginé mi mesa de trabajo y los proyectos que
había allí: las latas viejas que estaba transformando en un
equipo de sonido envolvente propio del gueto, la cometa con
cámara que estaba construyendo para tomar fotografías aéreas,
mi laptop de fabricación casera.
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Quería salir de allí. Quería volver a casa y recuperar a mis


amigos, mi escuela, mis padres y mi vida. Quería ir donde se
me antojara, no estar aquí enclaustrado, caminando de un lado
al otro y al otro y al otro.

***

Lo siguiente que me pidieron fueron las claves de las me-


morias USB. Contenían algunos mensajes interesantes que me
había bajado de ciertos grupos de discusión, transcripciones de
chats, material de gente me había ayudado a aprender algunas
cosas que necesitaba para hacer lo que hacía. No había nada
que no se pudiera encontrar en Google, por supuesto, pero me
parecía que eso no sumaba ningún punto a mi favor.
Por la tarde, me permitieron ejercitarme de nuevo y esta vez
sí había otros en el patio cuando llegué: cuatro hombres y dos
mujeres, de todas las edades y razas. Supongo que había
muchos haciendo cosas para ganarse sus “privilegios”.
Me dieron media hora; traté de iniciar una conversación con
el que parecía más normal de todos los prisioneros, un chico
negro, más o menos de mi edad, con un peinado afro corto.
Pero cuando me presenté y le tendí la mano, él dirigió la
mirada hacia las siniestras cámaras montadas en las esquinas
del patio y siguió caminando sin siquiera cambiar de expresión
facial.
Entonces, justo antes de que me llamaran para llevarme de
nuevo al interior del edificio, se abrió la puerta y salió…
¡Vanessa! Nunca había estado tan feliz de ver una cara amiga.
Parecía cansada y de mal humor, pero no lastimada; cuando
me vio, gritó mi nombre y corrió hacia mí. Nos abrazamos con
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fuerza y me percaté de que estaba temblando. Después noté


que ella también temblaba.
—¿Estás bien? —me dijo, separándose de mí sin soltarme los
brazos.
—Estoy bien —contesté—. Me dijeron que me dejarían salir si
les daba mis contraseñas.
—No dejan de hacerme preguntas sobre ti y Darryl.
De los altavoces surgió una voz estridente, gritándonos que
dejáramos de hablar, que camináramos, pero le no hicimos
caso.
—Respóndeles —le dije al instante—. Cualquier cosa que te
pregunten, respóndeles. Así podrás salir.
—¿Cómo están Darryl y Jolu?
—No los he visto.
La puerta se abrió de golpe y salieron cuatro guardias corpu-
lentos echando humo por las orejas. Dos me agarraron a mí y
los otros dos a Vanessa. Me obligaron a echarme en el suelo y
me forzaron a girar la cabeza hacia el lado opuesto al sitio
donde estaba Vanessa; escuché que a ella le hacían lo mismo.
Me rodearon las muñecas con esposas de plástico, me hicieron
poner de pie a los tirones y me llevaron de vuelta a la celda.
Esa noche, la cena no vino. A la mañana siguiente, no vino el
desayuno. Tampoco vino nadie a llevarme a la sala de interrog-
atorios para extraerme más secretos. Las esposas de plástico no
se salían y los hombros me quemaban; después me dolieron,
después se me entumecieron, después volvieron a quemar. No
sentía las manos.
Tenía que hacer pis. No podía desabrocharme el pantalón.
Tenía muchísimas ganas de hacer pis. Me hice encima.
Después de eso vinieron a buscarme, cuando el pis caliente
se había vuelto frío y pegajoso, haciendo que mis jeans ya
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mugrientos se me adhirieran a las piernas. Vinieron a buscar-


me y me llevaron por el largo corredor con su hilera de puertas,
cada una con su código de barras, y cada código de barras rep-
resentaba a un prisionero como yo. Me hicieron avanzar por el
pasillo hasta la sala de interrogatorio; cuando entré, me encon-
tré en un planeta diferente, un mundo donde las cosas eran
normales, donde nada apestaba a orina. Me sentí sucio y aver-
gonzado, y volví a tener la impresión de que me merecía lo que
me estaba ocurriendo.
La mujer de pelo corto ya estaba sentada allí. Se la veía per-
fecta: bien peinada y con muy poco maquillaje. Percibí el aroma
de su producto para el cabello. Me miró y frunció la nariz. Me
sentí aún más abochornado.
—Bueno, bueno. Te has portado muy mal ¿no? Eres un sucio
¿no?
Vergüenza. Bajé los ojos y miré la mesa. No podía levantar la
vista. Quería decirle mi contraseña de correo y marcharme.
—¿De qué hablaron tú y tu amiga en el patio?
Lancé una carcajada que sonó a ladrido, mirando la mesa.
—Le dije que respondiera a sus preguntas. Le dije que
cooperara.
—¿O sea que tú eres el que da las órdenes?
Sentí que la sangre cantaba en mis oídos.
—Oh, vamos —le dije—. Participamos juntos en un juego que
se llama Loca Diversión en Harajuku. Yo soy el capitán del
equipo. No somos terroristas, somos estudiantes secundarios.
No le doy órdenes. Le dije que necesitábamos ser honestos con
ustedes para despejar cualquier sospecha y salir de aquí.
Ella no dijo nada por un momento.
—¿Cómo está Darryl? —le pregunté.
—¿Quién?
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—Darryl. Nos llevaron a todos juntos. Mi amigo. Lo


apuñalaron en el BART de la calle Powell. Por eso estábamos en
la superficie. Para conseguir ayuda.
—Seguro que está bien, entonces —dijo ella.
Se me hizo un nudo en el estómago y estuve a punto de
vomitar.
—¿No lo saben ? ¿No lo tienen aquí?
—A quién tenemos aquí y a quién no tenemos aquí es un
tema que no vamos a discutir contigo, nunca. No vas a saberlo.
Marcus, ya viste lo que sucede cuando no cooperas con noso-
tros. Ya viste lo que sucede cuando desobedeces nuestras
órdenes. Cooperaste un poco, y eso te ha llevado casi al punto
de recuperar la libertad. Si quieres que esa posibilidad se con-
vierta en realidad, limítate a responder mis preguntas.
No dije nada.
—Estás aprendiendo, muy bien. Ahora, la contraseña de tu
correo electrónico, por favor.
Me había preparado para esto. Les di todo: la dirección del
servidor, el nombre de usuario, la contraseña. No importaba.
No guardaba mis correos en el servidor. Los bajaba todos y los
guardaba en la laptop de casa; cada sesenta segundos, la má-
quina bajaba los correos y los borraba del servidor. No sacarían
nada de mi casilla, porque los correos no quedaban en el ser-
vidor… se almacenaban en la laptop de casa.
Volví a la celda, pero primero me soltaron las manos, me
ducharon y me dieron un pantalón anaranjado de presidiario
para cambiarme. Era demasiado grande para mí y la cintura me
quedaba en la cadera, muy baja, como los usan los pandilleros
mexicanos de Mission. De allí surgió la costumbre de usar pan-
talones embolsados y caídos hasta el culo, por si no lo sabías.
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De la prisión. Y te digo algo: es mucho menos divertido tener


que usarlos cuando no es por seguir la moda.
Se llevaron mis jeans y pasé otro día más en la celda. Los
muros eran de cemento peinado sobre malla de acero. Lo sabía
porque el acero se estaba oxidando con el aire salado y se veía
la malla, de color anaranjado rojizo, a través de la pintura
verde. Mis padres estaban del otro lado de la ventana, en algún
sitio.
Vinieron a buscarme otra vez al día siguiente.
—Hace ya un día que estamos leyendo tus correos. Cam-
biamos la contraseña para que la computadora de tu casa no los
bajara.
Bueno, por supuesto que sí. Yo hubiera hecho lo mismo,
ahora que lo pensaba.
—Ya sabemos bastante sobre ti como para encerrarte durante
un tiempo muy largo, Marcus. Tu posesión de estos artículos
—hizo un gesto hacia mis pequeños artefactos— y los datos que
recuperamos de tu teléfono y memorias USB, igual que el ma-
terial subversivo que sin duda encontraríamos si revisáramos
tu casa y nos lleváramos tu computadora, son suficientes para
encerrarte hasta que seas viejo. ¿Lo comprendes?
No le creí ni por un segundo. No había posibilidad de que un
juez fallara a favor de que todo ese material constituía un cri-
men de cualquier especie. Era libertad de expresión, era ma-
nipulación tecnológica. No era un crimen.
¿Pero quién sabía si esta gente alguna vez iba a ponerme
frente a un juez?
—Sabemos dónde vives, sabemos quiénes son tus amigos.
Sabemos cómo operas y cómo piensas.
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Entonces me di cuenta. Estaban a punto de soltarme. La hab-


itación pareció iluminarse. Me oí respirar: inhalaciones cortas,
breves.
—Queremos saber una cosa: ¿qué mecanismo se usó para
transportar las bombas hasta el puente?
Dejé de respirar. La habitación volvió a oscurecerse.
—¿Qué?
—En el puente había diez cargas, distribuidas en toda su lon-
gitud. No estaban en maleteros de automóviles. Las instalaron
allí mismo. ¿Quién las instaló y cómo las llevaron?
—¿Qué? —dije otra vez.
—Es tu última oportunidad, Marcus —dijo ella. Parecía
triste—. Hasta ahora lo estabas haciendo bien. Dinos esto y te
vas a casa. Puedes conseguirte un abogado y defenderte en un
tribunal. Sin duda, hay circunstancias atenuantes a las que
puedes apelar para explicar tus actos. Sólo dinos esto y te vas.
—¡No sé de qué me está hablando! —Estaba llorando y ni
siquiera me importaba. Sollozando, gimoteando—. ¡No tengo
idea de qué me está hablando!
Ella meneó la cabeza.
—Marcus, por favor. Deja que te ayudemos. A estas alturas,
ya sabes que siempre conseguimos lo que queremos.
En el fondo de mi mente había un ruido ininteligible.
Estaban dementes. Me recompuse; me esforcé por contener las
lágrimas.
—Escuche, señorita, esto es una locura. Ya investigaron mis
cosas, ya vieron todo. ¡Soy un estudiante secundario de diecis-
iete años, no un terrorista! No pueden pensar seriamente que…
—Marcus, ¿todavía no te has dado cuenta de que hablamos
en serio? —Meneó la cabeza—. Tienes calificaciones bastante
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buenas. Pensé que eras más inteligente. —Chasqueó los dedos y


los guardias me agarraron de las axilas.
Ya en mi celda, se me ocurrieron cien discursos. Los
franceses lo llaman esprit d’escalier, el espíritu de la escalera:
las ingeniosas refutaciones que se te ocurren después de salir
de la habitación, mientras te escabulles escaleras abajo. En mi
mente, me ponía de pie y hablaba, diciéndole que yo era un
ciudadano que amaba su libertad, lo que me convertía en un
patriota y a ella en una traidora. En mi mente, la obligaba a
avergonzarse por transformar a mi país en un campamento ar-
mado. En mi mente, era elocuente y brillante y la hacía llorar.
¿Pero sabes qué? Ninguna de esas palabras fabulosas volvi-
eron a mí cuando me sacaron de la celda al día siguiente. Sólo
podía pensar en la libertad. En mis padres.
—Hola, Marcus —dijo ella—. ¿Cómo te sientes?
Bajé la mirada a la mesa. La mujer tenía enfrente unos docu-
mentos prolijamente apilados y, a su lado, el ubicuo vaso de
Starbucks para llevar. Por algún motivo, ese vaso me recon-
fortó; era un recordatorio de que afuera, más allá de esos mur-
os, había un mundo real.
—Ya terminamos de investigarte, por ahora. —No dijo más.
Tal vez significaba que me dejaría ir. Tal vez significaba que me
arrojaría a un pozo y se olvidaría de mi existencia.
—¿Y? —dije por fin.
—Y quiero que te grabes nuevamente que tomamos esto muy
en serio. Nuestro país ha experimentado el peor ataque jamás
cometido en nuestro suelo. ¿Cuántos 9/11 quieres que soporte-
mos antes de estar dispuesto a cooperar? Los detalles de
nuestra investigación son secretos. Nada podrá detener
nuestros esfuerzos por llevar a la justicia a los perpetradores de
estos crímenes atroces. ¿Lo comprendes?
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—Sí —mascullé.
—Hoy te enviaremos a tu casa, pero estás marcado. No te
hemos declarado libre de toda sospecha; te soltamos porque,
por ahora, hemos terminado de interrogarte. Pero, de aquí en
más, nos perteneces. Te estaremos vigilando. Esperando que
des un paso en falso. ¿Entiendes que podemos vigilarte de
cerca, todo el tiempo?
—Sí —mascullé.
—Bien. Nunca hablarás con nadie de lo que pasó aquí, jamás.
Es un asunto de seguridad nacional. ¿Sabes que la pena de
muerte por traición en tiempos de guerra sigue vigente?
—Sí —mascullé.
—Buen chico —ronroneó ella—. Aquí tenemos unos docu-
mentos para que firmes. —Deslizó hacia mí la pila de papeles a
lo ancho de la mesa. Todos tenían pegadas unas etiquetas
autoadhesivas con la frase FIRME AQUÍ en letras de molde. Un
guardia me sacó las esposas.
Hojeé los papeles; los ojos se me llenaron de lágrimas y la
cabeza me daba vueltas. No les encontraba ningún sentido.
Traté de descifrar el lenguaje legal. Al parecer, iba a firmar una
declaración que decía que había permanecido allí voluntaria-
mente y que me había sometido a interrogatorios voluntarios,
por libre decisión.
—¿Qué pasa si no lo firmo? —dije.
Me arrebató los papeles y repitió el gesto de chasquear los
dedos. Los guardias me levantaron de un tirón.
—¡Esperen! —grité—. ¡Por favor! ¡Firmaré! —Me arrastraron
hasta la puerta. Lo único que veía era esa puerta; lo único que
pensaba era que se estaba cerrando a mis espaldas.
Perdí el control. Lloré. Les rogué que me permitieran firmar
los papeles. Estar tan cerca de la libertad y que me la
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arrebataran me predispuso a hacer cualquier cosa. No puedo


contar la cantidad de veces que escuché decir: “Ah, prefiero
morirme antes que hacer tal o cual cosa”. Yo mismo lo he dicho
de vez en cuando. Pero aquella fue la primera vez que real-
mente entendí lo que significaba. Prefería morirme antes que
volver a la celda.
Supliqué mientras me sacaban al pasillo. Les dije que iba a
firmar cualquier cosa. Ella llamó a los guardias y se detuvieron.
Me llevaron de vuelta. Me sentaron. Uno de ellos me puso un
bolígrafo en la mano.
Por supuesto, firmé y firmé y firmé.

***

Mi camiseta y mis jeans estaban en la celda, lavados y dobla-


dos. Olían a detergente. Me los puse, me lavé la cara, me senté
en la litera y me quedé mirando la pared. Me habían quitado
todo. Primero, mi privacidad; después, mi dignidad. Estaba
dispuesto a firmar lo que fuera. Habría firmado hasta una con-
fesión por el asesinato de Abraham Lincoln.
Traté de llorar, pero al parecer mis ojos estaban secos, se
habían quedado sin lágrimas.
Vinieron a buscarme otra vez. Se me acercó un guardia que
traía una capucha como la que me habían puesto cuando nos ll-
evaron, vaya uno a saber cuándo… días atrás, semanas atrás.
Me pusieron la capucha en la cabeza y me la ataron firm-
emente a la altura del cuello. Quedé en total oscuridad, en una
atmósfera sofocante y rancia. Me pusieron de pie y caminé por
pasillos, subí escaleras, pisé gravilla. Subí por una rampa.
Avancé por la cubierta de acero de un barco. Me encadenaron
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las manos atrás, a una reja. Me arrodillé en la cubierta y es-


cuché el sonido monótono de los motores diesel.
El barco se movió. Un leve olor a aire salado traspasó la
capucha. Lloviznaba y sentía la ropa pesada de agua. Estaba
fuera, aunque mi cabeza estuviese en una bolsa. Estaba fuera,
en el mundo, a pocos momentos de mi libertad.
Vinieron, me bajaron del barco y me llevaron por un terreno
desparejo. Subí tres escalones de metal. Me sacaron los grilletes
de las muñecas. Me quitaron la capucha.
Estaba de nuevo en el camión. Pelo Corto se encontraba allí,
sentada frente al pequeño escritorio donde se había sentado
antes. Tenía una bolsa ziploc; en su interior estaba mi teléfono
y otros dispositivos pequeños, mi cartera y las monedas de mis
bolsillos. Me la entregó sin decir palabra.
Me llené los bolsillos. Se sentía raro volver a tener todo en su
lugar habitual, usar mi ropa habitual. Del otro lado de la puerta
trasera del camión, se oían los sonidos habituales de mi ciudad
habitual.
Un guardia me pasó la mochila. La mujer me tendió la mano.
Me limité a mirársela. Bajó la mano y me sonrió con sarcasmo.
Después, hizo la mímica de cerrarse los labios con una cremal-
lera y me señaló. Abrió la puerta.
Era de día; el cielo estaba gris y lloviznaba. Lo que veía era
un callejón que conducía hacia los autos, camiones y bicicletas
que pasaban rápidamente por la calle. Me quedé paralizado, de
pie en el escalón superior del camión, con la mirada clavada en
la libertad.
Me temblaban las rodillas. Sabía que estaban jugando con-
migo una vez más. En un instante, los guardias iban a agar-
rarme, a arrastrarme de nuevo al interior; la capucha volvería a
mi cabeza, regresaría al barco y me enviarían de nuevo a la
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prisión, a las preguntas interminables, imposibles de respon-


der. Apenas me contuve de meterme el puño en la boca.
Después me obligué a bajar un escalón. Otro escalón. El úl-
timo escalón. La basura tirada en el suelo del callejón crujió
bajo mis zapatos: vidrios rotos, una aguja, gravilla. Avancé un
paso. Otro. Llegué a la salida del callejón y puse un pie en la
acera.
Nadie me agarró.
Era libre.
Entonces, me rodearon unos brazos fuertes. Casi me echo a
llorar.
Capítulo 5
Pero era Van; ella sí estaba llorando y me abrazaba tan fuerte
que no me dejaba respirar. No me importaba. Yo también la ab-
racé, enterrando la cara en su pelo.
—¡Estás bien! —dijo ella.
—Estoy bien —logré responder.
Finalmente me soltó, pero me envolvió otro par de brazos.
¡Era Jolu! Ambos estaban allí. Jolu me susurró “Estás a salvo,
hermano” en el oído y me abrazó con más fuerza que Vanessa.
Cuando se apartó, miré alrededor.
—¿Dónde está Darryl? —pregunté.
Se miraron.
—Quizás todavía en el camión —dijo Jolu.
Nos volvimos y observamos el camión, en el otro extremo del
callejón. Era de dieciocho ruedas, sin rasgos particulares. Ya
habían plegado la escalerilla hacia dentro. Las rojas luces
traseras se encendieron y el camión retrocedió hacia nosotros,
emitiendo un constante pii, pii, pii.
—¡Esperen! —grité mientras aceleraba en nuestra direc-
ción—. ¡Esperen! ¿Qué hay de Darryl? —El camión se acercó
más. Seguí gritando. —¿Qué hay de Darryl?
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Jolu y Vanessa me agarraron uno de cada brazo y me ll-


evaron lejos. Forcejeé con ellos, gritando. El camión salió del
callejón, entró en la calle en reversa, apuntó colina abajo y se
fue. Traté de correr tras él, pero Van y Jolu no me dejaron.
Me senté en la acera, puse los brazos alrededor de mis rodil-
las y lloré. Lloré y lloré y lloré, con unos sollozos profundos que
no me salían desde que era pequeño. No se detenían. No podía
parar de temblar.
Vanessa y Jolu me ayudaron a levantarme y me hicieron
caminar un poco calle arriba. Había una parada de autobuses
municipales, con un banco, y allí me sentaron. Los dos lloraban
también; nos abrazamos un rato y supe que llorábamos por
Darryl, a quien ninguno de nosotros esperaba volver a ver.

***

Estábamos al norte del Barrio Chino, en la parte donde comi-


enza a convertirse en North Beach, un vecindario con un
puñado de clubes de desnudistas con letreros de neón y la le-
gendaria librería de la contracultura, City Lights, donde se
había fundado el movimiento de poesía beat, allá en la década
del ‘50.
Conocía bien esa zona de la ciudad. El restaurante italiano
favorito de mis padres estaba allí… les gustaba llevarme a
comer grandes platos de linguini y enormes montañas de he-
lado italiano con higos confitados, para terminar con unos es-
pressos letales. Ahora parecía un sitio diferente, un lugar donde
estaba saboreando la libertad por primera vez después de lo
que parecía una eternidad.
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Nos revisamos los bolsillos y encontramos suficiente dinero


para sentarnos a la mesa de uno de los restaurantes italianos,
en la acera, debajo de un toldo. La bella camarera prendió un
calentador a gas con un encendedor de parrilla, tomó nota de
nuestros pedidos y entró. La sensación de dar órdenes, de con-
trolar mi destino, era lo más asombroso que había experi-
mentado jamás.
—¿Cuánto tiempo estuvimos allí dentro? —pregunté.
—Seis días —dijo Vanessa.
—Para mí, cinco —dijo Jolu.
—No los conté.
—¿Qué te hicieron? —dijo Vanessa. Yo no quería hablar de
eso, pero ambos me estaban mirando. Cuando comencé, no
pude detenerme. Les dije todo, incluso que me habían obligado
a mearme encima, y ellos escucharon en silencio. Hice una
pausa cuando la camarera nos trajo los refrescos y esperé a que
se alejara del rango auditivo; luego, terminé. Mientras les con-
taba, los hechos se diluían en la distancia. Cuando me acercaba
al final, ya no podía diferenciar si estaba adornando la verdad o
si intentaba hacerla parecer menos mala. Mis recuerdos
nadaban como pececillos que a veces lograba atrapar y otras
veces se me escabullían de las manos.
Jolu meneó la cabeza.
—Fueron duros contigo, amigo —dijo. Nos contó sobre su es-
tadía. Lo habían interrogado, principalmente acerca de mí, y él
siempre había dicho la verdad, limitándose a relatar llana-
mente los hechos de aquel día y de nuestra amistad. Lo habían
obligado a repetir lo mismo una y otra vez, pero no habían
jugado con su cabeza como conmigo. Siempre había comido en
el comedor, con un puñado de otras personas, y le habían
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permitido pasar algunos ratos en una sala de TV, donde les


ponían videos de los éxitos de taquilla del año anterior.
La historia de Vanessa difería muy levemente. Después de
que se enfadaron porque había hablado conmigo, se llevaron su
ropa y la hicieron vestirse con un overol anaranjado de presidi-
ario. La dejaron en la celda dos días sin ningún contacto,
aunque la alimentaron regularmente. Pero, en su mayor parte,
era lo mismo que había contado Jolu: las mismas preguntas,
repetidas una y otra vez.
—Realmente, te odiaban —dijo Jolu—. De verdad la tenían
contigo. ¿Por qué?
No podía imaginarme por qué. Entonces, recordé.
Puedes cooperar o puedes lamentarlo muchísimo.
—Fue porque no quise destrabar el teléfono la primera
noche. Por eso me dieron un trato diferenciado. —No podía
creerlo, pero no había otra explicación. Había sido por pura
venganza. La cabeza me daba vueltas de solo pensarlo. Me
habían hecho todo eso para castigarme por desafiar su autorid-
ad. Antes tenía miedo. Ahora estaba furioso—. Esos cabrones
—dije suavemente—. Lo hicieron para vengarse de mí por ser
tan bocón.
Jolu lanzó un insulto y Vanessa dijo algo en coreano, cosa
que sólo hacía cuando estaba muy, muy enojada.
—Me las pagarán —susurré, mirando el refresco—. Me las
pagarán.
Jolu meneó la cabeza.
—No se puede, ya lo sabes. No se puede pelear contra esto.

***
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Ninguno de nosotros quiso hablar mucho de venganza en ese


momento. En cambio, hablamos de lo que haríamos a con-
tinuación. Teníamos que ir a casa. Las baterías de los teléfonos
estaban descargadas y hacía años que en este vecindario no
había teléfonos públicos. Necesitábamos ir a casa. Hasta pensé
en tomar un taxi, pero entre los tres no reuníamos el dinero su-
ficiente para que fuera posible.
De modo que comenzamos a caminar. En la esquina, meti-
mos unas monedas de veinticinco en la dispensadora de per-
iódicos del San Francisco Chronicle y nos detuvimos a leer la
primera plana. Habían pasado cinco días desde la explosión de
las bombas, pero la noticia aún ocupaba toda la portada.
Pelo Corto había mencionado que “el puente” había ex-
plotado y supuse que hablaba del Golden Gate, pero estaba
equivocado. Los terroristas habían volado el Puente de la
Bahía.
—¿Por qué diablos habrán volado el Puente de la Bahía?
—dije—. El que aparece en todas las postales es el Golden Gate.
—Aunque nunca hayas estado en San Francisco, es probable
que sepas cómo es el Golden Gate: el gran puente colgante
anaranjado que se extiende espectacularmente desde la vieja
base militar llamada el Presidio hasta Sausalito, donde están
todos los pueblos encantadores de la región vitivinícola, con
sus tiendas de velas perfumadas y galerías de arte. Es pintor-
esco a más no poder y es prácticamente el símbolo del estado
de California. Si vas al parque de aventuras de Disneylandia, en
California, ves una réplica apenas traspasas las puertas, y un
monorriel que le pasa por encima.
O sea que, naturalmente, supuse que si uno quería volar un
puente en San Francisco, hacía explotar ese.
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—Puede que se hayan acobardado por las cámaras y demás


—dijo Jolu—. La Guardia Nacional siempre está controlando
los autos en los dos extremos y hay vallas antisuicidios y esas
mierdas a lo largo de todo el puente. —La gente se ha dedicado
a saltar del Golden Gate desde su inauguración, en 1937; de-
jaron de llevar la cuenta después del milésimo suicidio, en
1995.
—Sí —dijo Vanessa—. Además, el Puente de la Bahía es el que
realmente lleva a alguna parte. —El puente se extiende desde el
centro de San Francisco hasta Oakland, y por lo tanto hasta
Berkeley y las poblaciones de la Bahía Oriental, donde se en-
cuentra el hogar natal de mucha gente que vive y trabaja en la
ciudad. Es una de las pocas zonas del área de la Bahía donde
una persona normal puede pagar una casa bastante grande
para vivir con verdadera comodidad, y también están la univer-
sidad y un puñado de industrias livianas. El BART corre por de-
bajo de la Bahía y también conecta las dos ciudades, pero el
mayor tránsito pasa por el puente. El Golden Gate es un bonito
puente para los turistas o los jubilados ricos que residen en la
región de los viñedos, pero es primordialmente ornamental. El
puente de la Bahía es… era el puente trabajador de San
Francisco.
Lo pensé un minuto.
—Tienen razón, chicos. —dije—. Pero creo que eso no es todo.
Seguimos comportándonos como si los terroristas atacaran los
lugares famosos porque odian los lugares famosos. Los ter-
roristas no odian los sitios turísticos, ni los puentes, ni los avi-
ones. Sólo quieren romper cosas y que la gente tenga miedo.
Generar terror. Por supuesto que se fijaron en el Puente de la
Bahía porque han puesto todas esas cámaras en el Golden
Gate… y porque ahora hay que pasar por detectores de metales
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y rayos X antes de subir a un avión. —Lo pensé un poco más,


contemplando con la mirada perdida a los autos que rodaban
por la calle, a la gente que caminaba por las aceras, a la ciudad
que me rodeaba—. Los terroristas no odian los aviones ni los
puentes. Aman el terror. —Era tan obvio. No podía creer que no
se me hubiese ocurrido antes. Supongo que ser tratado como
un terrorista durante unos días había bastado para aclarar mis
ideas.
Los otros dos me miraban fijo.
—Tengo razón ¿verdad? Toda esa mierda de los rayos X y la
verificación de identidad es inútil ¿no?
Asintieron lentamente.
—Peor que inútil —dije, levantando mi voz quebrada—.
Porque el resultado es que nosotros acabamos presos, y
Darryl… —No había pensado en Darryl desde el momento de
sentarnos y ahora el recuerdo volvía a mí: mi amigo, desapare-
cido. Dejé de hablar y apreté las mandíbulas.
—Tenemos que decírselo a nuestros padres —dijo Jolu.
—Deberíamos conseguir un abogado —dijo Vanessa.
Me imaginé contando mi historia. Contándole al mundo en
qué me había convertido. Contándole de los videos que, sin
duda, aparecerían después: yo llorando, reducido a la categoría
de animal servil.
—No podemos contarles nada —dije sin pensar.
—¿Qué quieres decir? —dijo Van.
—No podemos contarles nada —repetí—. Ya oíste lo que dijo
esa mujer. Si hablamos, volverán a buscarnos. Nos harán lo que
le hicieron a Darryl.
—Estás bromeando —dijo Jolu—. Quieres que nosotros…
—Quiero que contraataquemos —dije—. Quiero seguir libre
para poder hacerlo. Si salimos a hablar, dirán que somos
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chicos, que inventamos todo. ¡Ni siquiera sabemos dónde nos


tuvieron presos! Nadie nos creerá. Y después, un día, vendrán a
buscarnos. Les diré a mis padres que estuve en un campamento
del otro lado de la Bahía. Que fui a encontrarme con ustedes,
que nos quedamos varados y que hasta hoy no pudimos salir.
En el periódico decía que aún había gente tratando de llegar a
su casa desde allá.
—No puedo —dijo Vanessa—. ¿Cómo se te ocurre pensar algo
así después de lo que te hicieron?
—Porque me sucedió a mí, ese es el punto. Ahora soy yo con-
tra ellos. Los derrotaré; encontraré a Darryl. No voy a que-
darme de brazos cruzados. Pero si nuestros padres se involuc-
ran, es nuestro fin. Nadie nos creerá y a nadie le va a importar.
Si lo hacemos a mi modo, sí les importará.
—¿Cuál es tu modo? —dijo Jolu—. ¿Cuál es tu plan?
—Todavía no lo sé —admití—. Denme hasta mañana por la
mañana, al menos eso. —Sabía que después de guardar el
secreto por un día tendrían que guardarlo para siempre.
Nuestros padres se mostrarían aún más escépticos si de pronto
“recordábamos” que habíamos estado encerrados en una cárcel
secreta y no en un campamento de refugiados con todos los
cuidados.
Van y Jolu se miraron.
—Sólo les pido una oportunidad —dije—. Mientras vamos en
camino, elaboremos la historia, hagámosla creíble. Denme un
día, sólo un día.
Los otros asintieron con desánimo y partimos, otra vez
cuesta abajo, rumbo a nuestras casas. Yo vivía en Potrero Hill,
Vanessa en North Mission y Jolu en Noe Valley, tres vecindari-
os tremendamente distintos, separados entre sí por una cam-
inata de pocos minutos.
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Doblamos por Market y nos quedamos helados. Había barri-


cadas en todas las esquinas; las calles perpendiculares estaban
reducidas a un solo carril y, a lo largo de toda Market, se esta-
cionaban enormes camiones de dieciocho ruedas, sin rasgos
particulares, iguales al que nos había llevado, encapuchados,
desde los muelles hasta el Barrio Chino.
Todos tenían tres escalones de acero que descendían de la
parte trasera y bullían de actividad: soldados, gente de traje y
policías que entraban y salían. Los de traje llevaban en las
solapas unos pequeños distintivos que los soldados escaneaban
cada vez que entraban y salían… distintivos de autorización in-
alámbricos. Cuando pasamos cerca pude mirar bien y vi un
logo conocido: Departamento de Seguridad Interior. El soldado
advirtió que yo estaba observando y me devolvió la mirada con
ojos duros, furiosos.
Entendí el mensaje y seguí caminado. Me separé del grupo
en la calle Van Ness. Nos abrazamos, lloramos y prometimos
llamarnos.
La caminata a Potrero Hill puede hacerse por la ruta fácil o la
ruta difícil; esta última te lleva por algunas de las colinas más
empinadas de la ciudad, el tipo de lugar que ves en las persecu-
ciones de autos de las películas de acción, donde los coches
saltan por el aire cuando se remontan por encima del cenit. Yo
siempre escogía la ruta difícil para ir a casa. Son todas calles
residenciales, con viejas casas victorianas que llaman “damas
pintadas” por sus colores chillones y pintura elaborada, y con
jardines delanteros llenos de flores perfumadas y césped cre-
cido. Los gatos domésticos te miran desde los setos y práctica-
mente no hay gente viviendo a la intemperie.
Las calles estaban tan tranquilas que me hicieron desear
haber tomado la otra ruta, cruzando el barrio de Mission, que
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es… quizás la mejor palabra para describirlo sea “estridente”.


Ensordecedor y brillante. Montones de borrachos pendenci-
eros, adictos al crack enojados, drogones inconscientes y tam-
bién muchas familias con cochecitos de bebé, ancianas chisme-
ando en los porches, coches de colección modificados, con
enormes equipos de sonido, que andan tumpa-tumpa-tumpa
por las calles. Hay bohemios anticonformistas, emos melancóli-
cos de la escuela de arte y hasta un par de punks a la antigua,
tipos viejos con camisetas de los Dead Kennedys y la barriga al
aire. También transformistas, pandilleros irascibles, artistas del
graffiti y sujetos desconcertados que reciclan casas y tratan de
que no los maten mientras esperan que sus inversiones in-
mobiliarias lleguen al punto de maduración.
Subí por Goat Hill y pasé por el Goat Hill Pizza, lo que me
hizo pensar en la cárcel donde me habían encerrado; tuve que
sentarme en el banco ubicado frente al restaurante hasta que se
me pasaran los temblores. Entonces me percaté del camión es-
tacionado cuesta arriba, de dieciocho ruedas, sin señas particu-
lares, con tres escalones de metal que descendían de la parte
trasera. Me levanté y seguí caminando. Sentía ojos que me vi-
gilaban de todos lados.
Apuré el paso el resto del trayecto a casa. No miré las damas
pintadas ni los jardines ni los gatos domésticos. Mantuve la
vista baja.
Los autos de mis dos padres estaban en el sendero de en-
trada, aunque era mediodía. Por supuesto. Papá trabaja en la
Bahía Oriental, o sea que debía quedarse hasta que reconstruy-
eran el puente. Mamá, bueno… quién podía saber por qué se
encontraba en casa.
Estaban allí por mí.
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Antes de que terminara de abrir el cerrojo, me arrancaron la


puerta de la mano y la abrieron de par en par. Ahí estaban mis
padres, grises y demacrados, mirándome con ojos de insecto.
Nos quedamos inmóviles por un momento, como un cuadro
congelado, y luego ambos se lanzaron hacia delante y me arras-
traron al interior de la casa, casi haciéndome tropezar. Hab-
laban tan alto y tan rápido que lo que yo escuchaba era un par-
loteo estruendoso, sin palabras, y me abrazaban y lloraban, y yo
también me eché a llorar, y permanecimos de pie en el pequeño
recibidor, llorando y pronunciando casi-palabras, hasta que se
nos acabó el combustible y nos fuimos a la cocina.
Hice lo que siempre hacía cuando llegaba a casa: me serví un
vaso de agua del filtro del refrigerador y saqué un par de gal-
letas del “barril de los bizcochos” que la hermana de mamá nos
había enviado de Inglaterra. La normalidad de todo esto hizo
que mi corazón dejara de latir con todas sus fuerzas y se sin-
cronizara con mi cerebro, y pronto nos sentamos todos a la
mesa.
—¿Dónde has estado— dijeron los dos, más o menos al
unísono.
Había pensado un poco en esto en el camino a casa.
—Quedé atrapado —dije—. En Oakland. Estaba allá con unos
amigos, trabajando en un proyecto escolar, y nos pusieron a to-
dos en cuarentena.
—¿Durante cinco días?
—Sí —dije—. Sí. Fue muy feo, la verdad. —Había leído de las
cuarentenas en el Chronicle y cité descaradamente los testimo-
nios que se habían publicado—. Sí. A todos los que quedamos
atrapados en la nube. Creían que nos habían atacado con una
especie de supervirus y nos embutieron como sardinas en unos
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contenedores de los muelles. Me sentía acalorado y pegajoso.


Tampoco había mucha comida.
—Dios —dijo papá, cerrando los puños sobre la mesa. Papá
dicta clases en Berkeley tres veces por semana; trabaja con al-
gunos alumnos de posgrado en el programa de ciencias de la
biblioteca. El resto del tiempo trabaja de consultor para cli-
entes de la ciudad y de la península, puntocoms de tercera gen-
eración que están haciendo distintas cosas con archivos de res-
guardo. Tiene modales suaves y es bibliotecario de profesión,
pero en los ‘60 fue un verdadero radical y en la secundaria
practicó un poco de lucha libre. Lo había visto loco de ira al-
guna que otra vez —yo mismo lo ponía así de vez en cuando— y
cuando se transformaba en Hulk era capaz de perder seria-
mente el control. Una vez arrojó un columpio Ikea de un ex-
tremo al otro del jardín de mi abuelo cuando se le desarmó por
quincuagésima vez mientras intentaba ensamblarlo.
—Bárbaros —dijo mamá. Vive en los EE. UU. desde la adoles-
cencia, pero vuelve a ser británica cuando se topa con la policía,
el sistema de salud, la seguridad de los aeropuertos o las perso-
nas sin techo de nuestro país. Entonces usa la palabra “bárbar-
os” y recupera su acento original con toda su intensidad. He-
mos ido a Londres dos veces para ver a su familia y no puedo
afirmar que me pareció más civilizada que San Francisco,
aunque sí más hacinada.
—Pero hoy nos dejaron ir y nos trajeron en ferry. —Ahora
improvisaba.
—¿Estás herido? —dijo mamá—. ¿Tienes hambre?
—¿Tienes sueño?
—Sí, un poco de todo. Igual que Mudito, Sabio, Estornudo y
Tímido —Teníamos una tradición familiar, que era hacer
chistes con los Siete Enanos. Los dos sonrieron un poco, pero
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aún tenían los ojos húmedos. Me sentí realmente mal por ellos.
Debían de haber enloquecido de preocupación. Me alegré de
tener la oportunidad de cambiar de tema—. Me encantaría
comer, totalmente.
—Pediré una pizza al Goat Hill —dijo papá.
—No, eso no —dije. Los dos me miraron como si me hubieran
crecido antenas. Normalmente siento predilección por la pizza
del Goat Hill… en otras palabras: normalmente me la como
igual que los peces tropicales comen su alimento, engulléndola
hasta que se acaba o hasta que reviento. Traté de sonreír—. No
tengo ganas de pizza —dije sin convicción—. Pidamos curry,
¿sí? —Gracias a Dios, San Francisco es la capital de la comida
para llevar.
Mamá fue hasta el cajón de los menúes a domicilio (más nor-
malidad, que sentí como se siente un trago de agua al pasar por
una garganta seca y dolorida) y los hojeó. Pasamos un par de
minutos de distracción leyendo el menú del restaurante halal
pakistaní de la calle Valencia. Me decidí por una parrillada tan-
dori mixta y espinacas a la crema con queso de granja, un
batido de mango salado (es mucho mejor de lo que parece) y
pastelitos fritos acaramelados.
Una vez que encargamos la comida, recomenzaron las pre-
guntas. Habían recibido noticias de las familias de Van, Jolu y
Darryl (por supuesto) y todos ellos habían intentado denunciar
nuestra desaparición. La policía tomaba nota de los nombres,
pero había tantas “personas desplazadas” que no iban a abrir
ninguna investigación a menos que continuaran perdidas des-
pués de siete días.
Mientras tanto, en la red habían aparecido millones de sitios
estilo “ha visto usted a”. Un par de ellos eran viejos clones de
MySpace que se habían quedado sin dinero y que ahora
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experimentaban un renacimiento gracias a toda la atención que


recibían. Después de todo, algunos inversores de riesgo tam-
bién tenían familiares desaparecidos en el área de la Bahía.
Quizás, si los recuperaban, esos sitios atraerían nuevos cap-
itales. Los navegué con la laptop de papá. Estaban repletos de
anuncios comerciales, por supuesto, y de imágenes de personas
perdidas, casi todas fotos de graduación, de boda y cosas por el
estilo. Bastante macabro.
Encontré mi fotografía y vi que tenía un enlace con las de
Van, Jolu y Darryl. Había un pequeño formulario para marcar a
la gente conforme se la encontraba y otro para agregar anota-
ciones sobre otros desaparecidos. Marqué mi casilla, las de Jolu
y Van, y dejé en blanco la de Darryl.
—Olvidaste a Darryl —dijo papá. Darryl no le agradaba
mucho; una vez descubrió que faltaban un par de centímetros
en una de las botellas del armario de licores y yo, para mi
eterna vergüenza, le eché la culpa a Darryl. Lo cierto, desde
luego, era que había sido una estupidez de los dos: habíamos
probado vodka con Coca durante una sesión de videojuegos que
había durado toda la noche.
—No estaba con nosotros —dije. La mentira tuvo un sabor
amargo en mi boca.
—Oh, mi Dios —dijo mamá. Unió las manos fuertemente—.
Cuando llegaste a casa supusimos que estaban todos juntos.
—No —dije, y la mentira siguió creciendo—. No, se suponía
que tenía que reunirse con nosotros, pero nunca nos encon-
tramos. Puede que esté varado en Berkeley. Iba a tomar el
BART.
Mamá lanzó un gemido. Papá meneó la cabeza y cerró los
ojos.
—¿Sabes lo del BART? —dijo.
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Negué con la cabeza. Ya veía adónde apuntaba todo esto.


Sentí como si el suelo se estuviera elevando a toda velocidad.
—Explotó —dijo papá—. Los cabrones lo volaron al mismo
tiempo que al puente.
Eso no estaba en la primera plana del Chronicle pero, claro,
la explosión del BART bajo el agua no era ni remotamente tan
pintoresca como las imágenes del puente convertido en jirones
y fragmentos, colgando sobre la Bahía. El túnel del BART,
desde el embarcadero de San Francisco hasta la estación West
Oakland, se había hundido.

***

Volví a la computadora de papá y navegué por los titulares.


Nadie podía asegurarlo, pero la cantidad de víctimas ascendía a
miles. Entre los automóviles que habían caído al mar desde 60
metros de altura y la gente que se había ahogado en los trenes,
las muertes seguían acumulándose. Un cronista afirmaba haber
entrevistado a un “falsificador de identidad” que había ayudado
a “decenas” de personas a dejar atrás sus antiguas vidas: des-
pués de los ataques, simplemente se habían esfumado, encar-
gándole nuevos documentos de identidad y escapando de sus
malos matrimonios, malas deudas y malas vidas.
Papá tenía verdaderas lágrimas en los ojos y mamá lloraba
abiertamente. Los dos volvieron a abrazarme, palmeándome
con las manos, como para cerciorarse de que yo realmente es-
taba allí. No paraban de decirme que me amaban. Yo también
les decía que los amaba. Cenamos con los ojos llorosos y papá y
mamá tomaron dos vasos de vino cada uno, mucho para ellos.
Les dije que estaba empezando a darme sueño —era verdad— y
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subí lentamente a mi habitación. Pero no quería irme a la


cama. Necesitaba conectarme y averiguar lo que estaba su-
cediendo. Necesitaba hablar con Jolu y Vanessa. Necesitaba
ponerme a trabajar para encontrar a Darryl.
Avancé pesadamente hasta mi cuarto y abrí la puerta. Me
pareció que no veía mi vieja cama desde hacía mil años. Me re-
costé y estiré la mano hacia la mesa de noche para agarrar mi
laptop. Seguramente, no había quedado bien enchufada
—había que mover el adaptador eléctrico de la manera cor-
recta— porque se había descargado durante mi ausencia. Volví
a enchufarla y esperé que se recargara uno o dos minutos antes
de intentar encenderla de nuevo. Usé ese tiempo para desvest-
irme, arrojar mi ropa a la basura —no quería volver a verla— y
ponerme calzoncillos limpios y otra camiseta. La ropa recién
lavada, sacada de mis cajones, se sentía tan familiar y cómoda
como los abrazos de mis padres.
Encendí la laptop y acomodé unas almohadas detrás de mí,
contra la cabecera de la cama. Me recliné, abrí la tapa de la
computadora y me la puse sobre los muslos. Todavía estaba
cargando y, amigo mío, los iconos que iban apareciendo en la
pantalla se veían bien. Volví a revisar el cable de alimentación,
lo moví y se salió. El enchufe hembra estaba realmente jodido.
De hecho, estaba tan mal que no podía hacer nada. Cada vez
que separaba la mano del cable, dejaba de hacer contacto y la
máquina comenzaba a quejarse de que no tenía batería. La re-
visé con más detalle.
Toda la carcasa de la computadora estaba levemente desalin-
eada; el borde de unión se desviaba, formando una abertura
angular que comenzaba angosta y se ensanchaba hacia atrás.
A veces, miras un equipo, descubres algo así y te preguntas:
“¿Siempre estuvo igual?”. Tal vez sí y nunca lo habías notado.
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Pero con mi laptop era imposible. Es decir, yo mismo la con-


struí. Después de que el Consejo de Educación nos entregó los
LibrosEscolares, mis padres de ninguna manera quisieron
comprarme una computadora para mí, aunque, técnicamente,
el LibroEscolar no me pertenecía y, en teoría, no podía in-
stalarle ningún software ni modificarlo. Tenía algo de dinero
ahorrado… trabajos ocasionales, regalos de Navidad y
cumpleaños, un poco de e-Bay con buen criterio. Sumando to-
do, me alcanzaba para comprar una máquina totalmente de
mierda, de cinco años de antigüedad.
Así que Darryl y yo construimos una. Las carcasas de laptop
se pueden comprar, igual que se compran los gabinetes para PC
de escritorio, aunque son más especializadas que las de PC. Ya
había construido un par de PC con Darryl a lo largo de los años,
buscando repuestos en el sitio Craigslist o en ventas de garaje y
encargando materiales a unos proveedores taiwaneses baratísi-
mos que encontramos en la red. Supuse que construir una
laptop sería la mejor manera de tener la potencia que necesit-
aba a un precio que podía pagar.
Para construir una laptop, empiezas por comprarte una bare-
book, una máquina con muy poco hardware y todas las ranuras
de expansión necesarias. Lo bueno fue que, cuando terminé,
tenía una máquina medio kilo más liviana que la Dell a la que le
había echado el ojo, que funcionaba más rápido y que había
costado un tercio de lo que habría pagado por esa Dell. Lo malo
fue que ensamblar una laptop es como construir un barco den-
tro de una botella. Es un trabajo fastidiosamente detallista, con
pinzas y lupas, tratando de lograr que todo quepa en esa car-
casa tan pequeña. A diferencia de lo que ocurre con una PC de
tamaño normal, que principalmente contiene aire, cada milí-
metro cúbico del espacio de una laptop está ocupado. Cada vez
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que pensaba que la había terminado, atornillaba todo, des-


cubría que algo impedía el cierre completo de la tapa y tenía
que volver al tablero de dibujo.
De modo que yo sabía exactamente cómo debía verse el bor-
de de unión de mi laptop cuando estaba cerrada… y no debía
verse así.
Continué moviendo el adaptador eléctrico, pero fue inútil. No
iba a conseguir que se encendiera a menos que la desarmara.
Rezongué y la dejé junto a la cama. Me ocuparía de ella por la
mañana.

***

Teóricamente, en todo caso. Dos horas después, seguía mir-


ando el techo, volviendo a repasar mentalmente las películas de
lo que me habían hecho, de lo que yo tendría que haber hecho,
puros remordimientos y esprit d’escalier.
Me levanté de la cama. A las 11:00 había escuchado que mis
padres se acostaban y ya era más de medianoche. Agarré la
laptop, despejé un espacio en mi escritorio, enganché las lám-
paras LED a las gafas de aumento y saqué un juego de di-
minutos destornilladores de precisión. Un minuto después ya
había abierto la carcasa y retirado el teclado, y contemplaba
fijamente las tripas de mi laptop. Tomé un aerosol de aire
comprimido, soplé el polvo que había succionado el ventilador
y me puse a revisar todo.
Algo no estaba bien. No podía definirlo, pero hacía meses
que no le quitaba la tapa. Por suerte, la tercera vez que tuve que
abrirla y luchar para volver a cerrarla, se me había ocurrido
algo inteligente: tomar una foto del interior con todas las partes
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colocadas en su sitio. Totalmente inteligente. Al principio, dejé


esa foto guardada en el disco duro pero, como es natural, no
podía verla cuando desarmaba la laptop. Entonces la imprimí y
la guardé en el desordenado cajón de mis papeles, el cemen-
terio de árboles secos donde conservaba todas las tarjetas de
garantía y los diagramas de asignación de pins. Revolví todo
—parecía más desordenado de lo que recordaba— y saqué la
foto. La puse junto a la computadora y desenfoqué un poco los
ojos, tratando de detectar lo que parecía fuera de lugar.
Y entonces lo encontré. El cable plano que conectaba el te-
clado con la placa lógica no estaba bien enchufado. Muy raro.
En esa parte no había torque, nada que pudiera aflojarlo dur-
ante el curso de las operaciones normales. Traté de volver a
ajustarlo haciendo presión y descubrí que no se trataba de que
el enchufe estuviese mal colocado: había algo entre éste y la
placa. Lo saqué con la pinza y lo iluminé con mis lámparas.
En mi teclado había algo nuevo. Era un pequeño bloque de
hardware, de apenas un milímetro y medio de espesor, sin mar-
cas. El teclado estaba enchufado al bloque y el bloque a la
placa. En otras palabras, se encontraba perfectamente ubicado
para capturar todas mis pulsaciones cuando oprimía las teclas
de la máquina.
Era un espía.
El corazón me latía en los oídos. La casa estaba oscura y si-
lenciosa, pero no era una oscuridad tranquilizadora. Afuera
había ojos, ojos y oídos, que me estaban observando. Que me
vigilaban. La vigilancia que debía enfrentar en la escuela me
había seguido hasta casa, pero esta vez no era únicamente el
Consejo de Educación el que me miraba por encima del hom-
bro: el Departamento de Seguridad Interior le hacía compañía.
100/438

Estuve a punto que retirar el dispositivo. Pero entonces se


me ocurrió que quienquiera que lo hubiera puesto allí advert-
iría que lo había quitado. Lo dejé instalado. Me enfermó tener
que hacerlo.
Miré a mi alrededor, buscando más intromisiones. No encon-
tré ninguna, pero… ¿acaso significaba que no las hubiera? Al-
guien había irrumpido en mi habitación para plantar ese dis-
positivo; había desarmado y vuelto a armar mi laptop. Existían
muchas otras formas de intervenir una computadora. Nunca
podría descubrir todas.
Reensamblé la máquina con los dedos entumecidos. Esta vez,
la carcasa no quedó bien cerrada, pero el cable eléctrico per-
maneció en su sitio. La encendí y apoyé los dedos sobre el te-
clado, pensando en correr un programa de diagnóstico y ver de
qué se trataba este asunto.
Pero no podía.
Diablos, tal vez había más dispositivos en la habitación. Tal
vez había una cámara espiándome ahora mismo.
Antes de llegar a casa estaba paranoico. Ahora estaba casi
fuera de mí. Me sentía como si estuviese de nuevo en la cárcel,
en la sala de interrogatorio, acechado por entidades que me
tenían completamente en su poder. Me dieron ganas de llorar.
Sólo había una cosa que hacer.
Fui al cuarto de baño, saqué el rollo de papel higiénico y puse
uno nuevo. Por suerte, casi se había terminado; desenrollé el
resto de papel que quedaba y revolví mi caja de repuestos hasta
que encontré un sobrecito de plástico lleno de LED blancas ul-
trabrillantes que había extraído de un foco de bicicleta que ya
no servía. Con cuidado, pasé las luces por el tubo de cartón,
usando un alfiler para hacer los orificios; después, saqué un
poco de cable y las conecté en serie con unos ganchillos de
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metal. Retorcí los cables, los introduje en los conectores de una


batería de nueve voltios y enchufé la batería. Ahora tenía un
tubo bordeado de LEDs direccionales ultrabrillantes que podía
colocarme delante de un ojo para mirar a través de él.
Había construido uno el año anterior, como trabajo para la
feria de ciencias; cuando demostré que había cámaras ocultas
en la mitad de las aulas de la secundaria Chávez, me expulsaron
de la feria. Hoy en día, las videocámaras del tamaño de cabezas
de alfiler cuestan menos que cenar en un buen restaurante y las
instalan en todas partes. Los empleados mirones las ponen en
los probadores de las tiendas o en los salones de bronceado y
dan rienda suelta a su perversión con lo que filman a escondid-
as de los clientes; a veces, hasta lo suben a la red. Saber trans-
formar un tubo de papel higiénico y tres dólares de materiales
en un detector de cámaras es una cuestión de sentido común.
Y es la manera más sencilla de localizar cámaras espías, que
tienen lentes diminutas pero que reflejan la luz como los mil
demonios. Funciona mejor en una habitación en penumbras:
miras por el tubo y, lentamente, recorres todas las paredes y
otros sitios donde pueden haber instalado una cámara, hasta
que ves el destello de un reflejo. Si el reflejo permanece en el
mismo lugar aunque tú te muevas, es una lente.
En mi habitación no había cámaras; en todo caso, ninguna
que pudiera detectar. Quizás había dispositivos de audio, por
supuesto. O cámaras mejores. O nada en absoluto. ¿Qué culpa
tenía de estar paranoico?
Yo amaba esa laptop. La llamaba la Salmagundi, que signi-
fica cualquier cosa hecha con sobrantes.
Cuando llegas al punto de ponerle nombre a tu laptop sabes
que realmente has establecido una relación profunda con ella.
Ahora, sin embargo, sentía que no quería volver a tocarla nunca
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más. Quería arrojarla por la ventana. ¿Quién podía saber lo que


le habían hecho? ¿Quién podía saber cómo la habían
intervenido?
La guardé en un cajón, con la tapa cerrada, y miré al techo.
Era tarde y debía irme a la cama. Pero ahora no iba a acost-
arme, de ninguna manera. Me espiaban. Quizás nos espiaban a
todos. El mundo había cambiado para siempre.
—Encontraré la manera de atraparlos —dije. Era un jura-
mento; lo supe cuando lo escuché, aunque nunca antes había
hecho un juramento.
Después de eso, ya no pude dormir. Además, tenía una idea.
El algún lugar de mi armario había una caja envuelta en
plástico al vacío que contenía una flamante Xbox Universal,
aún cerrada. Todas las Xbox se han vendido por mucho menos
de lo que cuestan (la mayor parte de las ganancias de Microsoft
provienen de los derechos que les cobra a las empresas de jue-
gos por vender juegos para Xbox), pero la Universal fue la
primera Xbox que Microsoft decidió entregar completamente
gratis.
En la última Navidad, habían aparecido en todas las esquinas
unos pobres tipos disfrazados de guerreros de la saga Halo,
regalando bolsas llenas de estas máquinas de videojuegos lo
más rápido que podían. Supongo que funcionó: todos dicen que
se vendieron toneladas de juegos. Naturalmente, se aplicaron
contramedidas para asegurar que sólo pudieran jugarse los de
las empresas que le habían comprado la licencia de fabricación
a Microsoft.
Los hackers atraviesan las contramedidas. Un muchacho del
MIT había crackeado la Xbox y luego escribió un best-seller
sobre el tema, y entonces cayó la 360 y sucumbió la Xbox Port-
able, que tuvo muy corta vida (todos le decíamos “la maleta”…
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¡pesaba un kilo trescientos!). Supuestamente, la Universal era


totalmente a prueba de balas. Los hackers que la habían crack-
eado eran unos chicos de secundaria brasileros que usaban
Linux y vivían en una favela, una especie de caserío okupa.
Nunca subestimes la audacia de un chico que es rico en
tiempo y pobre en dinero.
Cuando los brasileros publicaron el crack, todos nos volvi-
mos locos. Pronto aparecieron decenas de sistemas operativos
alternativos para la Xbox Universal. Mi favorito era el Para-
noidXbox, una variante del Paranoid Linux. El Paranoid Linux
es un sistema operativo que supone que el usuario está su-
friendo el hostigamiento del gobierno (la intención era que lo
utilizaran los disidentes chinos y sirios) y que hace todo lo pos-
ible por mantener en secreto tus comunicaciones y docu-
mentos. Incluso emite un puñado de comunicaciones
“señuelo”, que supuestamente sirven para encubrir el hecho de
que estás haciendo algo clandestino. O sea que, mientras tú
recibes un mensaje político de a un carácter a la vez, el Para-
noid Linux simula que estás navegando en la red, llenando for-
mularios y coqueteando en las salas de chat. Entretanto, uno de
cada quinientos caracteres que recibes es tu mensaje verda-
dero: una aguja enterrada en un inmenso pajar.
Me había copiado un DVD del ParanoidXbox apenas apare-
ció, pero nunca me había puesto a desempacar la Xbox que
guardaba en el armario ni a conseguir un televisor donde con-
ectarla y demás. Mi habitación ya estaba bastante atestada
como para permitir que un software congelamáquinas de Mi-
crosoft consumiera un valioso espacio de trabajo.
Esa noche haría el sacrificio. Tardé unos veinte minutos en
tenerla encendida y funcionando. El mayor problema era que
no tenía televisor, pero finalmente recordé que tenía un
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pequeño proyector LCD con conectores RCA estándar para TV


en la parte trasera. Lo conecté a la Xbox, lo apunté a mi puerta
e instalé el Paranoid Linux.
Ahora era yo el que estaba encendido y funcionando, mien-
tras el Paranoid Linux buscaba otras Xbox Universal con las
que hablar. Todas las Xbox Universal vienen con conexión in-
alámbrica incorporada para los juegos multijugador. Puedes
conectarte con el enlace inalámbrico de tus vecinos y a la Inter-
net, si es que tienes servicio inalámbrico en tu casa. Encontré
tres grupos diferentes de vecinos dentro del rango de alcance.
Dos de ellos también tenían sus Xbox Universal conectadas a la
red. El ParanoidXbox adoraba esa configuración: podía engan-
charse en las conexiones de algunos de mis vecinos y usarlas
para acceder a la red de juegos en línea. Los vecinos nunca
echarían de menos esos paquetes: pagaban servicios de Inter-
net de tarifa plana y no estaban precisamente navegando
mucho, siendo las 2:00 de la madrugada.
Lo mejor fue cómo me sentí con todo esto: tenía el control.
Mi tecnología trabajaba para mí, me servía, me protegía. No me
espiaba. Por eso amaba la tecnología: si la usabas bien, te otor-
gaba poder y privacidad.
Ahora mi cerebro estaba verdaderamente en marcha, cor-
riendo a cien por hora. Había muchas razones para usar el
ParanoidXbox; la mejor era que cualquiera podía escribir jue-
gos para ese sistema operativo. Ya había un puerto de MAME,
el Emulador Múltiple de Máquinas de Arcade, de modo que
podías jugar prácticamente cualquier juego que alguna vez se
hubiera escrito, desde el Pong en adelante… juegos para la
Apple ][+ y juegos para Colecovision, juegos para NES y
Dreamcast, y así sucesivamente.
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Todavía mejores eran los geniales juegos multijugador dis-


eñados específicamente para el ParanoidXbox: juegos de afi-
cionados, totalmente gratuitos, que cualquiera podía usar.
Cuando combinabas todo, obtenías una consola gratuita llena
de juegos gratuitos que además te daba acceso gratuito a la
Internet.
Y la mejor parte (para mí): el ParanoidXbox era paranoico.
Cada bit que lanzaba al aire se codificaba casi por completo.
Podían espiarte todo lo que quisieran, pero jamás descubrirían
de qué estabas hablando ni con quién hablabas. Internet,
correo y mensajería instantánea, todos anónimos. Justo lo que
necesitaba.
Lo único que debía hacer era convencer a todos los que
conocía para que también lo usaran.
Capítulo 6
Créase o no, al día siguiente mis padres me hicieron ir a la
escuela. Había logrado caer en un sueño afiebrado a las 3:00 de
la madrugada, pero a las 7:00 del otro día mi papá estaba de
pie junto a mi cama, amenazándome con sacarme de allí de los
tobillos. Me las ingenié para levantarme —algo había muerto en
mi boca mientras mis párpados estaban cerrados— y entrar en
la ducha.
Dejé que mi madre me forzara a ingerir un trozo de tostada y
una banana, deseando fervientemente que mis padres me per-
mitiesen tomar café en casa. Podía beberme uno camino a la
escuela, pero verlos sorber ese oro negro mientras yo deam-
bulaba lentamente por la casa, me vestía y ponía los libros en la
mochila fue horrible.
Había caminado mil veces hasta la escuela, pero ese día fue
diferente. Subí y bajé las cuestas para llegar a Mission y en to-
das partes había camiones. Vi cámaras y sensores nuevos in-
stalados en muchas de las señales de tránsito. Alguien había
acumulado muchísimo equipo de vigilancia, esperando in-
stalarlo cuando se diera la primera oportunidad. El ataque al
Puente de la Bahía era exactamente lo que necesitaban.
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Todo aquello hacía que la ciudad pareciese más avasallada;


era como estar en un ascensor, incómodo por el cercano escru-
tinio de tus vecinos y de las ubicuas cámaras.
La cafetería turca de la Calle 24 solucionó mi problema con
un vaso de café turco para llevar. Básicamente, el café turco es
lodo que simula ser café. Es tan espeso que podrías plantarle
una cuchara de punta y tiene más cafeína que las bebidas ener-
gizantes estilo Red Bull. Créele a alguien que lo ha leído en la
Wikipedia: así se forjó el Imperio Otomano… con jinetes enar-
decidos que usaban el letal café-lodo negro azabache como
combustible.
Saqué la tarjeta de débito para pagar y el turco hizo una
mueca.
—No hay más débito —dijo.
—¿Eh? ¿Por qué no? —Le había pagado mi hábito cafeínico
con la tarjeta durante años. El turco me regañaba todo el
tiempo, diciéndome que era muy joven para beber ese líquido,
y hasta se negaba a vendérmelo durante las horas de escuela,
convencido de que me había escapado de clase. Pero, a lo largo
los años, había surgido una especie de tosca comprensión mu-
tua entre el turco y yo.
Sacudió la cabeza tristemente.
—No lo entenderías. Vete a la escuela, muchacho.
No hay una forma más segura de inspirarme el deseo de en-
tender algo que decirme que no lo entenderé. Lo escruté, exi-
giéndole que me lo dijera. Pareció que iba a echarme fuera,
pero cuando le pregunté si pensaba que yo no valía lo suficiente
como para comprar allí, se abrió.
—La seguridad —dijo, recorriendo con la mirada la pequeña
tienda, los toneles de alubias y semillas secas, las estanterías
con alimentos turcos—. El gobierno. Ahora monitorean todo;
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salió en los periódicos. Ley Patriótica II… el Congreso la aprobó


ayer. Ahora pueden controlar todas las veces que usas la tar-
jeta. Yo me niego. Yo digo que mi tienda no va a ayudarlos a es-
piar a mis clientes.
Se me cayó la mandíbula.
—Tal vez piensas que no es gran cosa. ¿Qué problema hay si
el gobierno se entera de cuándo compras café? Que es una
forma de saber dónde estás, dónde has estado. ¿Por qué crees
que me fui de Turquía? Cuando el gobierno siempre está espi-
ando al pueblo, no es bueno. Me mudé aquí hace veinte años,
buscando libertad… no los ayudaré a robarme la libertad.
—Va a perder muchas ventas —le espeté. Quería decirle que
era un héroe y estrecharle la mano, pero fue eso lo que me
salió—. Todo el mundo usa tarjeta de débito.
—Quizá ya no tanto. Quizá mis clientes vienen aquí porque
saben que yo también amo la libertad. Estoy haciendo un le-
trero para la ventana. Puede que otras tiendas hagan lo mismo.
Me han dicho que la ACLU (Unión Americana por las Libert-
ades Civiles) los demandará por esto.
—De ahora en más, sólo le compraré a usted —le dije. Muy en
serio. Metí la mano en el bolsillo—. Eh… pero ahora no tengo
efectivo.
Arrugó los labios y asintió.
—Mucha gente me dijo lo mismo. Está bien. Dona el dinero
de hoy a la ACLU.
En dos minutos, el turco y yo habíamos intercambiado más
palabras que en todo el tiempo que yo había frecuentado su
tienda. No tenía idea de que él albergaba esas pasiones. Sólo
pensaba en él como en mi simpático traficante de cafeína del
barrio. Ahora sí le estreché la mano y, cuando salí de la tienda,
109/438

sentí que los dos nos habíamos unido al mismo equipo. A un


equipo secreto.

***

Había perdido dos días de escuela, pero al parecer no había


perdido muchas clases. La habían cerrado durante uno de esos
días, mientras la ciudad se esforzaba por recuperarse. El día
siguiente lo habían dedicado, aparentemente, a llorar a los que
ya no estaban y se presumía que habían muerto. Los periódicos
publicaban biografías de los desaparecidos, textos conmemor-
ativos personales. La red estaba llena de obituarios cápsula,
miles de ellos.
Lo embarazoso fue que yo figuraba entre ellos. Sin saberlo,
puse un pie en el patio de la escuela y pronto se oyó un grito;
un momento después, estaba rodeado de cien personas que me
palmeaban la espalda, me estrechaban la mano. Un par de
chicas que ni siquiera conocía me besaron, y fueron besos más
que amistosos. Me sentía una estrella de rock.
Mis profesores se autocontrolaron apenas un poco. La Sra.
Gálvez lloró tanto como mi madre y me abrazó tres veces antes
de dejarme sentar en mi pupitre. Había algo nuevo en el frente
del aula. Una cámara. La Sra. Galvez advirtió que la estaba mir-
ando y me entregó la manchada fotocopia de una solicitud de
autorizacióncon membrete de la escuela.
El Consejo del Distrito Escolar Unificado de San Francisco
había celebrado una sesión de emergencia durante el fin de se-
mana; por votación unánime, habían decidido solicitar el per-
miso de los padres de todos los chicos de la ciudad para colocar
cámaras de televisión de circuito cerrado en todas las aulas y
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corredores. La ley decía que no podían obligarnos a asistir a la


escuela si había cámaras en todos lados, pero no que no
podíamos renunciar voluntariamente a nuestros derechos con-
stitucionales. La carta decía que el Consejo estaba seguro de
obtener el consentimiento de todos los padres de la ciudad,
pero que se implementarían medidas para darles clase, en aulas
separadas y “desprotegidas”, a los alumnos cuyos padres
presentaran objeciones
¿Por qué ahora teníamos cámaras en las aulas? Por los ter-
roristas. Por supuesto. Porque, al volar un puente, los terroris-
tas habían dado a entender que la próxima vez le tocaba el
turno de las escuelas. En todo caso, esa era la conclusión a la
que había llegado el Consejo.
Leí la carta tres veces y levanté la mano.
—¿Sí, Marcus?
—Sra. Gálvez, es sobre esta nota…
—Sí, Marcus.
—¿Acaso el objetivo del terrorismo no es asustarnos? Por eso
se llama terrorismo ¿no?
—Supongo que sí. —Toda la clase me miraba. Yo no era el
mejor estudiante de la escuela, pero me gustaban los buenos
debates en clase. Estaban esperando escuchar lo que iba a decir
a continuación.
—¿Y no estamos haciendo lo que los terroristas quieren? ¿No
ganan ellos si demostramos miedo y ponemos cámaras en las
aulas y todo eso?
Se oyeron unas risas nerviosas. Otro levantó la mano. Era
Charles. La Sra. Gálvez le indicó que hablara.
—Poner cámaras nos mantiene a salvo y nos hace sentir
menos asustados.
—¿A salvo de qué? —dije, sin esperar el permiso para hablar.
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—Del terrorismo —dijo Charles. Los demás asentían.


—¿De qué manera? Si un terrorista suicida entrara corriendo
aquí y nos hiciera explotar a todos…
—Sra. Gálvez, Marcus está violando la política de la escuela.
Se supone que no debemos hacer chistes sobre ataques
terroristas…
—¿Quién está haciendo un chiste?
—Gracias a los dos —dijo la Sra. Gálvez. Tenía una expresión
de verdadera desdicha. Me sentí un poco mal por haberme
apropiado de su clase—. Creo que este debate es realmente in-
teresante, pero me gustaría dejarlo en suspenso para una fu-
tura clase. Creo que estos temas son muy emotivos para que los
discutamos hoy. Ahora, volvamos a las sufragistas ¿quieren?
De modo que pasamos el resto de la hora hablando de las su-
fragistas y de las nuevas estrategias de presión que inventaron
para lograr que cuatro mujeres se metieran en las oficinas de
todos y cada uno de los bichos del Congreso, con el fin de
hacerles saber lo que ocurriría con sus respectivos futuros
políticos si continuaban negándoles el voto a las mujeres.
Normalmente, era la clase de tema que me gustaba en serio:
gente pequeña obligando a los grandes y poderosos a ser hon-
estos. Pero hoy no podía concentrarme. Tal vez era por la aus-
encia de Darryl. A los dos nos gustaban los Estudios Sociales…
habríamos sacado los LibrosEscolares segundos después de de
habernos sentado, para iniciar una sesión de IM usando un
canal oculto y charlar sobre la lección.
Había copiado veinte discos del ParanoidXbox la noche an-
terior y los tenía todos en la mochila. Se los entregué a la gente
que yo sabía que se dedicaba mucho a los juegos. Todos habían
recibido una o dos Xbox Universal el año anterior, pero la may-
oría había dejado de usarlas. Los juegos eran muy caros y no
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muy divertidos. Los llevé aparte entre clase y clase, en el


almuerzo y en la sala de estudio, y canté alabanzas al cielo por
los juegos para ParanoidXbox. Gratuitos y divertidos… juegos
sociales adictivos, con montones de personas geniales que los
jugaban en todo el mundo.
Regalar una cosa para venderte otra es lo que llaman “nego-
cio hoja de afeitar”. Las empresas como Gillette te dan afeita-
doras gratis y después te matan cobrándote una fortuna por las
hojas de afeitar. Los cartuchos de impresora son lo peor: la
champaña más cara del mundo es barata comparada con la
tinta de inyección, que cuesta centavos cuando la compras al
por mayor.
Los negocios hojas de afeitar dependen de que tú no puedas
conseguir las “hojas” en otro lado. Después de todo, si Gillette
gana nueve dólares de los diez que cuesta cada hoja de re-
puesto, ¿por qué no fundar una empresa competidora que sólo
gane cuatro dólares vendiendo una hoja idéntica? Un margen
de ganancia del 80% es el tipo de cosa que hace que el empres-
ario promedio comience a babear y abra los ojos como platos.
Por lo tanto, las empresas hojas de afeitar, como Microsoft,
invierten un enorme esfuerzo en lograr que sea ilegal y/o muy
difícil competir con ellas en la fabricación de hojas de afeitar.
En el caso de Microsoft, ha incluido contramedidas en todas las
Xbox, con el fin de impedir que utilices el software lanzado por
los fabricantes que no le han pagado a Microsoft su dinero su-
cio para tener derecho a vender programas para Xbox.
Las personas con las que hablé no le dieron mucha importan-
cia a este tema. Se animaron cuando les conté que los juegos no
estaban vigilados. En estos días, cualquier juego en línea está
repleto de indeseables de toda índole. Primero, los pervertidos
que intentan convencerte de que vayas en persona a un sitio
113/438

remoto, donde pueden hacerte cosas raras y actuar como recién


salidos de El silencio de los inocentes. Después, los policías que
simulan ser chicos apetecibles para poder arrestar a los perver-
tidos. Sin embargo, lo peor de todo son los supervisores que se
pasan el tiempo espiando nuestros diálogos y delatándonos si
violamos las Condiciones de Servicio, que dicen: nada de
coqueteos, nada de malas palabras y nada de “lenguaje explí-
cito o solapado que se refiera de manera insultante a cualquier
aspecto de la orientación sexual o la sexualidad”.
No estoy excitado las 24 horas del día, pero soy un chico de
diecisiete años. De vez en cuando, el sexo aparece en la conver-
sación. Pero que Dios te ayude si aparece en el chat de un
juego. Un verdadero mata-charlas. Nadie vigilaba los juegos de
ParanoidXbox, porque no los manejaba una empresa: eran jue-
gos escritos por los hackers porque se les dio la gana.
De modo que los adictos a los juegos adoraron esa historia.
Aceptaron los discos ávidamente y prometieron hacer copias
para todos sus amigos… al fin y al cabo, los juegos son más di-
vertidos cuando los compartes con amigos.
Cuando llegué a casa, leí que un grupo de padres había
presentado una demanda contra el Consejo Escolar por las cá-
maras de vigilancia en las aulas, pero que ya habían perdido la
moción para conseguir una orden restrictiva contra ellas.

***

No sé a quién se le ocurrió el nombre Xnet, pero era


pegadizo. La gente hablaba de la “red X” en el autobús. Van me
llamó para preguntarme si sabía del tema y casi me quedo sin
aire cuando deduje de qué me hablaba: los discos que yo había
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comenzado a distribuir la semana anterior habían sido copia-


dos y entregados de mano en mano y, en el lapso esa semana,
habían llegado hasta Oakland. Me daban ganas de mirar por
encima del hombro… como si hubiera violado una regla y ahora
el DSI estuviese por venir para hacerme desaparecer del todo.
Habían sido semanas difíciles. El BART ya había desechado
completamente el pago de boletos en efectivo, cambiando a tar-
jetas RFID “sin contacto” que había que mover delante de los
molinetes para pasar. Eran buenas y convenientes, pero cada
vez que usaba una pensaba que me estaban rastreando. Alguien
de la Xnet publicó un enlace a un informe de una tal Electronic
Frontier Foundation (Fundación Frontera Electrónica), que
hablaba de la forma en que se podían utilizar esas tarjetas para
rastrear a las personas e incluía breves relatos sobre pequeños
grupos de gente que habían protestado en las estaciones del
BART.
Ahora yo usaba la Xnet para casi todo. Había creado una dir-
ección de correo alternativa a través de Pirate Party, un partido
político sueco que odiaba la vigilancia en Internet y prometía
conservar las cuentas de correo en secreto para todo el mundo,
incluida la policía. Yo ingresaba estrictamente por la Xnet,
saltando de la conexión de Internet de un vecino a la de otro,
manteniendo el anonimato —eso esperaba— a lo largo de todo
el trayecto hasta Suecia. Ya no usaba w1n5t0n. Si Benson podía
adivinarlo, cualquiera podía. Mi nuevo nombre, que surgió de
improviso, era M1k3y. Recibía muchos correos de gente que, en
los chats y los foros, se había enterado de que yo podía ayudar-
los a resolver problemas de configuración y conexión de la
Xnet.
Echaba de menos el Loca Diversión en Harajuku. La
empresa había suspendido el juego por tiempo indeterminado.
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Dijeron que por “razones de seguridad” pensaban que no era


buena idea ocultar cosas para que la gente saliera a buscarlas.
¿Y si alguien pensaba que era una bomba? ¿Y si alguien ponía
una bomba en ese mismo lugar?
¿Y si me fulmina un rayo mientras ando con paraguas? ¡Pro-
híban los paraguas! ¡Luchen contra la amenaza de los rayos!
Seguí usando mi laptop, aunque sentía que se me erizaba la
piel cuando lo hacía. Si no la usaba, quienes la habían interven-
ido se preguntarían por qué. Se me ocurrió navegar al azar to-
dos los días, un poco menos cada día, para que cualquiera que
me estuviera vigilando percibiera que cambiaba mis hábitos
lentamente, no dando marcha atrás en forma repentina. Más
que nada, leía aquellos lúgubres obituarios, los de los miles de
amigos y vecinos que habían muerto en el fondo de la Bahía.
A decir verdad, hacía cada vez menos tarea con el correr de
los días. Estaba ocupado en otras cosas. Copiaba pilas de CD
del ParanoidXbox diariamente, cincuenta o sesenta, y recorría
toda la ciudad para dárselos a gente que, según iba enterán-
dome, también estaba dispuesta a grabar sesenta copias y re-
partirlas entre los amigos.
No me preocupaba demasiado que me atraparan haciendo
esto, porque la buena cripto estaba de mi lado. Cripto es cripto-
grafía, o “escritura secreta”, y existe desde los tiempos de Roma
(literalmente: Augusto César era un gran aficionado a ella y le
gustaba inventar sus propios cifrados; algunos de ellos siguen
usándose hoy en día para codificar los remates de los chistes en
el correo electrónico).
La cripto es matemática. Matemáticas difíciles. No intentaré
explicarlo en detalle porque tampoco sé tantas matemáticas
como para entenderlo. Busca en la Wikipedia si de verdad te
interesa.
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Pero esta es la versión que figura en CliffsNotes (el sitio web


norteamericano que publica guías de estudio para estudiantes
secundarios): algunos tipos de funciones matemáticas son ter-
riblemente fáciles de resolver en una dirección y tremenda-
mente difíciles de resolver en la dirección opuesta. Es fácil mul-
tiplicar dos números primos grandes y obtener un número gi-
gantesco. Es dificilísimo tomar cualquier número gigantesco y
deducir qué multiplicación de dos primos da como resultado
ese número.
Eso implica que si descubres una forma de codificar algo
basándote en multiplicaciones de números primos grandes, de-
codificarlo sin conocer esos números primos te va a resultar di-
fícil. Horrorosamente difícil. O sea… no podrían hacerlo ni to-
das las computadoras que se hayan inventado, trabajando jun-
tas las veinticuatro horas, los siete días de la semana, durante
tres mil millones de años.
Cualquier mensaje criptográfico se compone de cuatro
partes: el mensaje original, llamado “texto común”; el mensaje
codificado, llamado “texto cifrado”; el sistema de codificación,
llamado “cifrado”; y, finalmente, la clave, el material secreto
que introduces en el cifrado, junto con el texto común, para
generar el texto cifrado.
Antes, la gente dedicada a la cripto trataba de mantener todo
esto en secreto. Todas las agencias y gobiernos tenían sus pro-
pios cifrados y además sus propias claves. Ni los nazis ni los
aliados querían que los otros supieran cómo codificaban los
mensajes, y menos aún que conocieran las claves que em-
pleaban para decodificarlos. Parece buena idea ¿no?
Equivocado.
La primera vez que alguien me habló del asunto del factoreo
con números primos, inmediatamente dije: “De ningún modo,
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son patrañas. O sea, seguro que es difícil factorear primos, lo


que quieras. Pero antes también era imposible volar, ir a la
Luna o tener un disco duro con más de unos pocos kilobytes de
capacidad de almacenamiento. Alguien tiene que haber in-
ventado una forma de decodificar los mensajes”. Me imaginaba
una montaña hueca, llena de matemáticos de la Agencia de Se-
guridad Nacional leyendo todos los correos electrónicos del
mundo y riéndose por lo bajo.
De hecho, es bastante parecido a lo que ocurrió durante la
Segunda Guerra Mundial. Es por esa razón que la vida no se
parece demasiado al Castle Wolfenstein, donde pasé muchos
días cazando nazis.
El tema es que los cifrados son difíciles de mantener en
secreto. Los matemáticos deben guardar el secreto y, si se los
utiliza ampliamente, todas las personas que los usan también
deben mantenerlos en secreto; si alguno se cambia de bando
hay que inventar un cifrado nuevo.
El cifrado nazi se llamaba Enigma. Usaban una pequeña
computadora mecánica que se llamaba Máquina Enigma para
codificar y decodificar los mensajes. Todos los submarinos,
barcos y destacamentos debían tener una, de modo que era in-
evitable que, tarde o temprano, alguna cayera en manos de los
Aliados.
Cuando sucedió, la crackearon. La tarea fue encabezada por
mi héroe personal de todos los tiempos, un sujeto llamado Alan
Turing, que prácticamente inventó la computadora como la
conocemos hoy en día. Por desgracia para él, era gay: cuando
terminó la guerra, el estúpido gobierno británico lo obligó a in-
yectarse hormonas para “curar” su homosexualidad y acabó por
suicidarse. Darryl me regaló una biografía de Turing cuando
cumplí 14 años —envuelta en veinte capas de papel y dentro de
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un batimóvil de juguete reciclado— y desde entonces soy adicto


a Turing.
Los Aliados, decía, tenían la Máquina Enigma y podían inter-
ceptar montones de radiomensajes nazis, cosa que no servía de
mucho, dado que cada capitán tenía su propia clave secreta.
Como los aliados no disponían de las claves, la máquina no los
ayudaba en nada.
Ahora veremos por qué el secreto perjudica a la cripto. El
código Enigma estaba fallado. Una vez que Turing lo estudió en
profundidad, dedujo que los criptógrafos nazis habían
cometido un error matemático. Cuando pudo echar mano de
una Máquina Enigma, logró descubrir cómo crackear cualquier
mensaje nazi, sin importar la clave que usara.
Eso les costó la guerra a los nazis. Es decir, no me malinter-
pretes. En buena hora. Créele a un veterano del Castle Wolfen-
stein. No te gustaría que los nazis gobernaran tu país.
Después de la guerra, los criptógrafos pasaron mucho tiempo
reflexionando en el asunto. El problema consistía en que Tur-
ing era más inteligente que el desarrollador del Enigma. Cada
vez que creabas un cifrado, eras vulnerable a que otro más in-
teligente que tú ideara una manera de decodificarlo.
Y cuanto más reflexionaban en ello, más se daban cuenta de
que cualquier persona puede crear un sistema de seguridad
que ella misma no es capaz de crackear. Pero que nadie puede
adivinar lo que es capaz de hacer alguien más inteligente que
uno.
Para comprobar que un cifrado funciona, tienes que publi-
carlo. Tienes que decirle cómo funciona a la mayor cantidad
de gente posible, para que puedan atacarlo con todo lo que
tienen, poniendo a prueba su seguridad. Cuanto más tiempo
pasa sin que nadie encuentre un error, más seguro estás.
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Y eso es lo que sucede actualmente. Si quieres resguardarte,


no uses criptografía inventada por algún genio la semana pas-
ada. Usa la que se haya aplicado el mayor tiempo posible sin
que nadie haya podido deducir cómo crackearla. Ya seas un
banco, un terrorista, un gobierno o un adolescente, usa los mis-
mos cifrados que todos los demás.
Si tratas de usar uno propio, existe la posibilidad de que al-
guien encuentre una falla que se te pasó por alto y te meta un
Turing por el culo, descifrando todos tus mensajes “ocultos” y
riéndose de tus chismes tontos, tus transacciones financieras y
tus secretos militares.
Por lo tanto, yo sabía que la cripto me protegería de los en-
trometidos… pero no estaba preparado para lidiar con los
histogramas.

***

Bajé del BART y moví la tarjeta delante del molinete; me di-


rigía a la estación de la Calle 24. Como de costumbre, había un
montón de gente rara pasando el rato en la estación: borrachos,
fanáticos de Jesús, mexicanos intensos con la vista clavada en
el suelo y un puñado de jóvenes pandilleros. Pasé junto a ellos
mirando al frente, llegué a las escaleras y subí trotando a la su-
perficie. Ahora mi mochila estaba vacía, ya no abultada por los
discos de ParanoidXbox que había estado distribuyendo. Sentía
los hombros livianos y el paso ligero mientras subía hacia la
calle. Los predicadores seguían trabajando, exhortando a la
gente en castellano e inglés sobre Jesús y esas cosas.
Los vendedores de gafas de sol espurias habían desaparecido,
reemplazados por unos tipos que vendían perros robot que
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ladraban el himno nacional y levantaba la pata si les mostrabas


una foto de Osama bin Laden. Probablemente había buen ma-
terial en sus cerebritos; tomé nota mental de comprarme un
par para desarmarlos. El reconocimiento de rostros era
bastante novedoso en los juguetes. Hacía poco que había dado
el gran salto: de los militares a los casinos que querían detectar
tramposos y a las fuerzas de la ley.
Comencé a caminar por la Calle 24 hacia Potrero Hill y mi
casa, balanceando los hombros, oliendo el aroma de los burri-
tos que emanaba de los restaurantes y pensando en la cena.
No sé por qué se me ocurrió mirar hacia atrás por encima del
hombro, pero lo hice. Tal vez por una de esas cosas del sexto
sentido subconsciente. Sabía que me estaban siguiendo.
Había dos sujetos blancos, fornidos, con unos bigotitos que
me hicieron pensar que eran policías, o bien ciclistas gay como
los que siempre recorrían la calle Castro de arriba abajo,
aunque los gay generalmente tenían mejores cortes de pelo. Es-
tos dos vestían cazadoras del color del cemento viejo y jeans,
con la cintura escondida. Pensé en todas las cosas que un
policía podía llevar en la cintura, en el cinturón utilitario que
usaba el tipo del DSI del camión. Ambos tenían auriculares
Bluetooth.
Seguí andando; el corazón se me salía del pecho. Lo esperaba
desde el comienzo. Estaba esperando el DSI se percatara de lo
que estaba haciendo. Tomaba todas las precauciones, pero Pelo
Corto me había dicho que estaría vigilándome. Me había dicho
que estaba marcado. Me di cuenta de que estaba esperando que
me secuestraran y me llevaran de vuelta a la cárcel. ¿Por qué
no? ¿Por qué Darryl tenía que estar preso y yo no? ¿Por qué iba
yo a gozar de una ventaja? Ni siquiera tenía el coraje de
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contarles a mis padres, o a los de Darryl, lo que verdadera-


mente nos había sucedido.
Apuré el paso y repasé mentalmente mi inventario. No tenía
nada incriminatorio en la mochila. No demasiado incriminator-
io, en todo caso. Mi LibroEscolar estaba funcionando con el
crack que me permitía enviar mensajes instantáneos y esas co-
sas, pero la mitad de la escuela lo usaba. Había cambiado el
modo de encriptar el material de mi teléfono; ahora sí tenía
una partición mentirosa que podía convertir a texto normal con
una contraseña, pero todo lo bueno estaba oculto y se necesit-
aba otra contraseña para abrirlo. La sección oculta se veía como
basura aleatoria —cuando encriptas datos, se vuelven indistin-
guibles del ruido azaroso— y ni siquiera se darían cuenta de
que existía.
No tenía discos en la mochila. Mi laptop estaba libre de evid-
encia incriminatoria. Por supuesto, si se les ocurría examinar
bien mi Xbox, era game over. Por así decirlo.
Me detuve donde estaba. Había hecho lo máximo que podía
para cubrirme las espaldas. Era hora de enfrentar mi destino.
Entré en el puesto de burritos más cercano y pedí uno con car-
nitas —cerdo triturado— y porción extra de salsa. Ya que iba a
caer, que fuera con el estómago lleno. También me compré un
vaso grande de horchata, una bebida de arroz helada que es
como un budín de arroz acuoso y semidulce (es mejor de lo que
parece).
Me senté a comer y me invadió una calma profunda. Estaba a
punto de ir a prisión por mis “crímenes”, o no. Desde el
secuestro, mi libertad no había sido más que una vacación
transitoria. Mi país ya no era mi amigo: ahora estábamos en
bandos distintos y yo sabía que nunca podría ganar.
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Los tipos entraron al restaurante cuando estaba terminando


el burrito y a punto de pedir unos churros —masa frita con azú-
car y canela— de postre. Supongo que estaban esperando
afuera y se cansaron de mi tardanza.
Se ubicaron detrás de mí, encerrándome contra el
mostrador. Tomé el churro que me entregaba la encantadora
abuela y le pagué; antes de volverme, comí un par de bocados
rápidos. Al menos quería probar un poco de mi postre. Podía
ser el último postre que comería en muchísimo tiempo.
Después me di vuelta. Los dos estaban tan cerca que vi el
grano que tenía en la mejilla el de la izquierda y el pequeño
moco que tenía el otro dentro de la nariz.
—Disculpen —dije, tratando de empujarlos para pasar. El del
moco se desplazó para bloquearme el paso.
—Señor —dijo—, ¿puede acompañarnos? —Hizo un gesto
hacia la puerta del restaurante.
—Perdón, estoy comiendo —le dije, y volví a avanzar. Esta
vez, me puso la mano en el pecho. El tipo respiraba rápida-
mente por la nariz y hacía flamear el moco. Creo que yo tam-
bién respiraba con agitación, pero era difícil escucharme por
cómo me golpeaba el corazón.
El otro hombre bajó una solapa de la cazadora, revelando
una insignia del SFPD.
—Policía —dijo—. Por favor, venga con nosotros.
—Déjenme buscar mis cosas —dije yo.
—Nosotros nos ocupamos —dijo. El del moco dio un paso
para acercarse más a mí y apoyó un pie contra la parte interna
del mío. En algunas artes marciales también se hace eso. Te
permite sentir si el otro desplaza su peso, si se prepara para
moverse.
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Pero yo no iba a salir corriendo. Sabía que no podía ganarle


la carrera al destino.
Capítulo 7
Me llevaron fuera y a la vuelta de la esquina, donde esperaba
un auto de la policía sin identificación. Sin embargo, a nadie
del vecindario le habría costado mucho deducir que era un
coche policial. Ahora que el combustible se había disparado a
dos dólares el litro, solamente la policía andaba en esos
enormes Crown Victoria. Más aún, solamente un auto de la
policía podía estacionarse en doble fila en el medio de Van Ness
sin ser remolcado por los cardúmenes de conductores de grúa
con alma de predador que circulaban sin parar, dispuestos a
hacer cumplir las incomprensibles normas de estacionamiento
de San Francisco y cobrar el botín por secuestrar tu coche.
Moco se sonó la nariz. Yo estaba en el asiento trasero, igual
que él. Su compañero estaba sentado delante, tecleando con un
solo dedo en una laptop antigua y rústica, cuya apariencia sug-
ería que su dueño original había sido Pedro Picapiedra. Moco
volvió a examinar mi carné de identidad.
—Sólo queremos hacerte unas preguntas de rutina.
—¿Puedo ver sus placas? —dije. Claramente, estos sujetos
eran policías, pero no les venía mal enterarse de que yo estaba
al tanto de mis derechos.
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Moco me mostró la placa demasiado rápido para poder mir-


arla bien, pero Grano, el del asiento delantero, me dejó echarle
un largo vistazo. Vi el número de la división policial y memor-
icé los cuatro dígitos de la placa. Fue fácil: 1337 también es la
forma en que los hackers escriben “leet”, que significa “elite”.
Los dos se comportaban con mucha cortesía y ninguno in-
tentaba intimidarme como lo había hecho el DSI cuando me
encontraba bajo su custodia.
—¿Estoy bajo arresto?
—Estás detenido momentáneamente para que podamos
garantizar tu seguridad y la seguridad pública en general —dijo
Moco.
Le pasó mi carné de conductor a Grano, que lo escribió lenta-
mente en la computadora. Vi que cometía un error de tipeo y
estuve a punto de corregirlo, pero se me ocurrió que era mejor
cerrar la boca.
—¿Hay algo que quieras decirnos, Marcus? ¿Te dicen Marc?
—Marcus está bien —dije. Moco parecía buen tipo. Salvo por
el hecho de haberme raptado y metido en su auto, claro.
—Marcus. ¿Algo que quieras decirme?
—¿Como qué? ¿Estoy arrestado?
—Ahora no estás arrestado —dijo Moco—. ¿Te gustaría
estarlo?
—No —dije.
—Bien. Te hemos observado desde que saliste del BART. Tu
tarjeta Fast Pass dice que has estado viajando a muchos sitios
extraños en muchos horarios raros.
Sentí que se me aflojaba el pecho. Entonces no se trataba en
absoluto de la Xnet, en realidad no. Habían estudiado mi util-
ización del metro y querían saber por qué había sido tan in-
sólito últimamente. Qué estupidez total.
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—¿O sea que ustedes siguen a todos los que tienen un histori-
al de viajes raro cuando salen de la estación del BART? Deben
de estar muy ocupados.
—A todos no, Marcus. Nos alertan cuando aparece cualquiera
con un perfil de viajes fuera de lo común y eso nos ayuda a
evaluar si queremos investigarlo o no. En tu caso, nos acer-
camos porque queríamos saber por qué un chico que parece in-
teligente, como tú, tenía un perfil de viajes tan extraño.
Ahora que sabía que no estaba a punto de ir a la cárcel, me
estaba enfureciendo. Estos sujetos no tenían por qué espi-
arme… ni el BART tenía por qué ayudarlos a espiarme, por
Dios. ¿Quién diablos autorizaba a mi pase del metro a de-
latarme por tener un “perfil de viajes no estándar”?
—Creo que me gustaría que me arresten ahora mismo —dije.
Moco se reclinó en el asiento y me miró con una ceja
levantada.
—¿En serio? ¿Acusado de qué?
—Ah… ¿o sea que no es delito viajar en un transporte público
de manera no estándar?
Grano cerró los ojos y se los frotó con los pulgares.
Moco lanzó un suspiro de agotamiento.
—Mira, Marcus, estamos de tu lado. Usamos este sistema
para agarrar a los malos. Para atrapar a los terroristas y trafic-
antes de droga. Tal vez tú mismo eres traficante. El FastPass es
una buena forma de moverse por toda la ciudad.
Anónimamente.
—¿Qué hay de malo en el anonimato? Fue bueno para Tho-
mas Jefferson. Y a propósito… ¿estoy bajo arresto?
—Llevémoslo a su casa —dijo Grano—. Podemos hablar con
sus padres.
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—Pienso que es una idea genial —dije—. Seguro que mis


padres estarán ansiosos por saber en qué se gasta el dinero de
sus impuestos…
Fui demasiado lejos. Moco estaba estirando la mano hacia el
picaporte, pero ahora giró como un remolino hacia mí, conver-
tido en un Hulk de venas pulsantes.
—¿Por qué no te callas ahora mismo, mientras aún tienes la
opción? Después de todo lo que ha pasado en las últimas dos
semanas, no te vas a morir por cooperar con nosotros. ¿Sabes
qué? Tal vez sí deberíamos arrestarte. Puedes pasar uno o dos
días en la cárcel hasta que tu abogado te encuentre. En ese
lapso pueden suceder muchas cosas. Muchas. ¿Qué te parece?
No dije nada. Antes estaba aturdido y enojado. Ahora, tenía
tanto miedo que no podía pensar.
—Perdón —logré decir, odiándome otra vez por hacerlo.
Moco pasó al asiento delantero y Grano arrancó el auto; fui-
mos a Potrero Hill por la Calle 24. Sacaron la dirección de mi
tarjeta de identidad.
Mamá abrió la puerta después de que tocaron el timbre, sin
quitar la cadena. Espió por la rendija, me vio y dijo:
—¿Marcus? ¿Quiénes son estos hombres?
—Policía —dijo Moco. Le mostró la placa, permitiendo que la
mirase bien, no guardándola rápidamente como había hecho
conmigo—. ¿Podemos pasar?
Mamá cerró la puerta, desenganchó la cadena y los dejó pas-
ar. Me hicieron entrar y mamá nos dedicó a los tres una de sus
miradas.
—¿De qué se trata?
Moco me señaló.
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—Queríamos hacerle unas preguntas de rutina a su hijo


acerca de sus movimientos, pero él se rehusó a responderlas.
Nos pareció mejor traerlo aquí.
—¿Está bajo arresto? —El acento británico de mamá estaba
brotando con todas sus fuerzas. La buena de mamá.
—¿Es usted ciudadana de los Estados Unidos, señora? —dijo
Grano.
Ella le lanzó una mirada como para descascarar la pintura.
—Claro que sí, ja —dijo, con marcado acento sureño—. ¿Soy
yo la que está bajo arresto?
Los policías intercambiaron miradas.
Grano tomó la delantera.
—Parece que hemos empezado con el pie izquierdo. Identi-
ficamos a su hijo por usar el transporte público con un perfil no
estándar. Forma parte un nuevo programa proactivo de las
fuerzas del orden. Cuando detectamos gente con patrones de
viaje poco comunes, o que coinciden con un perfil sospechoso,
investigamos más.
—Espere —dijo mamá—. ¿Cómo es que conocen la forma en
que mi hijo usa el transporte municipal?
—El FastPass —contestó él—. Rastrea los viajes.
—Ya veo —dijo mamá, cruzando los brazos. Los brazos cruza-
dos eran una mala señal. Ya era bastante negativo que no les
hubiera ofrecido una taza de té (en Mamalandia, era práctica-
mente lo mismo que hablarles por la ranura del buzón), pero
cuando cruzó los brazos ya se sabía que los policías no iban a
terminar bien. En ese momento tuve ganas de salir a comprarle
un gran ramo de flores.
—Marcus se rehusó a contestarnos por qué sus movimientos
son como son.
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—¿Me está diciendo que, según ustedes, mi hijo es terrorista


por la manera en que viaja?
—Los terroristas no son los únicos malhechores que ar-
restamos con este sistema —dijo Grano—. También vendedores
de droga. Pandilleros. Hasta rateros de tienda con la inteligen-
cia suficiente para ir a un vecindario distinto cada vez que salen
a robar.
—¿Piensan que mi hijo vende droga?
—No estamos diciendo eso… —comenzó Grano. Mamá
golpeó las palmas para hacerlo callar.
—Marcus, pásame tu mochila, por favor.
Obedecí.
Abrió la cremallera y revisó el interior, dándonos la espalda.
—Oficiales, puedo afirmar que en la mochila de mi hijo no
hay narcóticos, explosivos ni baratijas robadas de una tienda.
Creo que hemos terminado. Me gustaría tomar nota de sus
números de placa antes de que se marchen, por favor.
Moco hizo una mueca de desdén.
—Señora, la ACLU ya presentó demandas contra trescientos
policías del SFPD. Tendrá que ponerse en la cola.

***

Mamá me hizo una taza de té y después me regañó por haber


cenado, cuando sabía que ella había preparado falafel. Papá
volvió a casa mientras aún estábamos en la mesa, y mamá y yo
nos turnamos para contarle lo sucedido. Él meneó la cabeza.
—Lillian, sólo hacían su trabajo. —Todavía llevaba puesta la
chaqueta azul y el pantalón caqui que usaba los días que
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trabajaba de consultor en Silicon Valley—. El mundo no es el


mismo que la semana pasada.
Mamá apoyó la taza de té en la mesa.
—Drew, no seas ridículo. Tu hijo no es terrorista. Su uso del
sistema de transporte público no es motivo para una investiga-
ción policial.
Papá se quitó la chaqueta.
—En mi trabajo hacemos lo mismo todo el tiempo. Así es
como se usan las computadoras para descubrir toda clase de
errores, anomalías y resultados. Le pides a la máquina que
genere un perfil del registro promedio de una base de datos y
después le pides que busque los registros de esa base de datos
que más se alejan del promedio. Forma parte de algo que se
llama análisis bayesiano, y hace siglos que se usa. Sin él, no se
podría filtrar el spam…
—¿Quieres decir, entonces, que estás de acuerdo con que la
policía sea tan inepta como mi filtro de spam? —pregunté.
Papá nunca se enojaba conmigo por discutir con él, aunque
esa noche advertí que estaba bajo una enorme tensión. Sin em-
bargo, no pude resistirme. ¡Mi propio padre, poniéndose del
lado de la policía!
—Digo que es perfectamente razonable que la policía lleve a
cabo sus investigaciones comenzando con una extracción de
datos y luego siguiendo las pistas a pie, haciendo intervenir a
un ser humano real para estudiar por qué existe la anomalía.
No creo que una computadora deba decirle a la policía a quién
arrestar, pero sí que puede ayudar a separar la paja para encon-
trar la aguja.
—Pero al registrar todos los datos del sistema de transporte
son ellos los que están creando el pajar —dije—. Es una
montaña gigantesca de datos y casi nada de lo que contiene es
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algo que valga la pena observar, desde el punto de vista de la


policía. Es un desperdicio total.
—Entiendo que no te guste que este sistema te haya causado
molestias, Marcus. Pero tú, más que nadie, deberías apreciar la
gravedad de la situación. No te hicieron ningún daño, ¿verdad?
Hasta te trajeron a casa.
Me amenazaron con llevarme a la cárcel, pensé, pero me di
cuenta de que no tenía sentido decirlo en voz alta.
—Además, todavía no nos has contado dónde demonios has
estado para generar un patrón de viajes tan fuera de lo común.
Con eso me bajó los humos.
—Pensé que confiabas en mi buen juicio, que no querías espi-
arme. —Me decía eso a menudo—. ¿De verdad quieres que te
rinda cuentas de todos los viajes que he hecho alguna vez?

***

Conecté la Xbox ni bien entré en mi cuarto. Había atornil-


lado el proyector al techo, apuntando a la pared sobre mi cama
(tuve que desmantelar mi imponente mural hecho con panfle-
tos de punk rock que había arrancado de postes de teléfono y
pegado a unos grandes pliegos de papel blanco).
Encendí la Xbox y me quedé mirando cómo la pantalla co-
braba vida. Iba a enviar correos a Van y Jolu, para contarles los
líos con la policía, pero cuando puse los dedos sobre el teclado,
me detuve otra vez.
Una sensación se arrastró dentro de mi, no muy distinta de la
sensación que había tenido al advertir que habían convertido a
la pobre Salmagundi en una traidora. Esta vez, era la sensación
132/438

de que mi amada Xnet podía estar transmitiendo al DSI la


ubicación de cada uno de sus usuarios.
Como había dicho papá: Le pides a la computadora que
genere un perfil del registro promedio de una base de datos y
después le pides que busque los registros de esa base de datos
que más se alejan del promedio.
La Xnet era segura porque sus usuarios no estaban conecta-
dos a la Internet directamente. Saltaban de Xbox en Xbox,
hasta encontrar una conectada; después, inyectaban su materi-
al en forma de datos indescifrables, encriptados. Nadie podía
detectar cuáles paquetes de Internet pertenecían a la Xnet y
cuáles eran operaciones bancarias comunes, comercio elec-
trónico y otras comunicaciones encriptadas. No se podía des-
cubrir quién estaba “enganchando” la Xnet y menos aún quién
estaba usándola.
Pero… ¿y las “estadísticas bayesianas” de papá? Yo había
jugado con las matemáticas bayesianas en el pasado. Una vez,
Darryl y yo intentamos escribir nuestro propio y mejor filtro de
spam; cuando quieres filtrar spam necesitas de las matemáticas
bayesianas. Thomas Bayes fue un matemático británico del
siglo 18 que no le importó a nadie hasta que, un par de cientos
de años después de su muerte, los científicos de la informática
se dieron cuenta de que su técnica para analizar estadística-
mente montañas de datos era superútil para los info-Himalayas
del mundo moderno.
Te explico un poco de cómo trabajan las estadísticas
bayesianas. Supón que tienes una pila de spam. Tomas las pa-
labras contenidas en los spams y cuentas cuántas veces aparece
cada una. Eso se llama “histograma de frecuencia de palabras”
y te indica cuál es la probabilidad de que cualquier grupo de pa-
labras sea un spam. Ahora, toma una tonelada de correos
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electrónicos que no son spam —en la jerga informática se lla-


man “ham”— y haz lo mismo.
Espera a que llegue un nuevo correo y cuenta las palabras
que aparecen en él. Luego, aplica el histograma de frecuencia
de palabras en el mensaje sospechoso para calcular la probabil-
idad de que pertenezca a la pila “spam” o a la pila “ham”. Si res-
ulta ser spam, ajustas el histograma “spam” en concordancia
con esto. Hay muchas maneras de refinar la técnica —analizar
las palabras en pares, desechar datos viejos—, pero así es como
funciona, básicamente. Es una de esas ideas geniales y simples
que parecen obvias cuando te las cuentan.
Tiene muchas aplicaciones: puedes pedirle a la computadora
que cuente las líneas de una imagen y ver si se parece más a un
histograma de frecuencia de líneas “perro” o “gato”. Con eso
puedes detectar pornografía, fraudes bancarios y mensajes hos-
tiles. Una cosa muy útil.
Pero para la Xnet eran malas noticias. Digamos que estás in-
filtrado en toda la Internet, lo cual, por supuesto, es lo que hace
el DSI. Gracias a la criptografía, no puedes detectar quién está
enviando paquetes de Xnet sólo por mirar el contenido de esos
paquetes.
Lo que sí puedes descubrir es quién está generando un
tráfico muchísimo más encriptado que todos los demás. En el
caso de los que navegan la Internet normalmente, una sesión
en línea contiene probablemente un 95% de texto normal y un
5% de texto cifrado. Si alguien está enviando un 95% de texto
cifrado, tal vez podrías despachar a los equivalentes informáti-
cos de Moco y Grano para preguntarle si es un usuario de Xnet
terrorista y vendedor de droga.
Esto sucede constantemente en China. A un disidente astuto
se le ocurre la idea de esquivar el Gran Firewall de China, que
134/438

se utiliza para censurar las conexiones a Internet de todo el


país, estableciendo una conexión encriptada con una computa-
dora de otro país. El Partido no puede asegurar qué es lo que
está viendo el disidente: tal vez pornografía, o instrucciones
para hacer una bomba, o cartas eróticas de su novia de Filipi-
nas, o material político, o buenas noticias sobre la Cientología.
No hace falta que lo sepan. Lo único que tienen que saber es
que ese sujeto genera más tráfico encriptado que sus vecinos.
Llegado ese punto, lo envían a un campamento de trabajos
forzados para que sirva de ejemplo, para que todos vean lo que
les sucede a los sabelotodos.
Hasta ahora, yo estaba dispuesto a apostar que la Xnet se en-
contraba fuera del alcance del radar del DSI, aunque la situa-
ción no continuaría para siempre. Después de esta noche, no
podía estar seguro de vivir en mejores condiciones que un
disidente chino. Estaba poniendo en peligro a todos los que se
unían a la Xnet. A la ley no le importaba si realmente hacías
algo malo; querían ponerte bajo el microscopio por el solo
hecho de ser estadísticamente anormal. Y ya no podía im-
pedirlo… la Xnet estaba en marcha y tenía vida propia.
Iba a tener que arreglarlo de otra manera.
Sentí el deseo de hablar con Jolu sobre esto. Trabajaba en
una empresa proveedora de servicios de Internet llamada Pigs-
pleen Net, que lo había contratado cuando apenas tenía doce
años, y sabía mucho más que yo de la red. Si había alguien ca-
pacitado para mantener nuestros culos fuera de la cárcel, era él.
Por suerte, Van, Jolu y yo estábamos planeando reunirnos a
tomar un café la tarde siguiente, en nuestro lugar favorito de
Mission, después de la escuela. Oficialmente, era la reunión se-
manal del equipo del Loca Diversión en Harajuku pero, con el
juego cancelado y Darryl desaparecido, era más bien la fiesta
135/438

del llanto semanal, complemento de las aproximadamente seis


llamadas telefónicas y mensajes de texto que intercam-
biábamos por día para decir “¿Estás bien? ¿Es verdad lo que
nos sucedió?”. Era bueno tener otra cosa de qué hablar.

***

—Has perdido la razón —dijo Vanessa—. ¿Estás efectiva-


mente, completamente y realmente loco de verdad o qué?
Llevaba el uniforme de la escuela de chicas porque había ten-
ido que a volver a casa por el camino largo, hasta el puente San
Mateo y luego de regreso a la ciudad, en el autobús de trans-
porte escolar implementado por su colegio. Odiaba mostrarse
en público con esa vestimenta, que era totalmente Sailor Moon:
falda tableada, blusa y calcetines hasta la rodilla. Tenía mal hu-
mor ya desde que entró al café, que estaba lleno de emos dep-
rimidos de la escuela de arte, mayores que nosotros, más a la
moda, que se rieron por lo bajo mirando sus cafés latte cuando
ella entró.
—¿Qué quieres que haga, Van? —dije. Yo también me estaba
exasperando. La escuela era insoportable ahora que el juego no
existía más, ahora que Darryl estaba desaparecido. Durante to-
do el día, en clase, me había consolado con la idea de ver a mi
equipo, o lo que quedaba de él. Y ahora estábamos peleando.
—Quiero que dejes de ponerte en riesgo, M1k3y.
Se me erizaron los pelos de la nuca. Claro, siempre usábamos
los seudónimos en las reuniones del equipo, pero ahora que el
mío también estaba asociado con mi uso de la Xnet me daba
miedo escuchar que lo pronunciaban en voz alta en un lugar
público.
136/438

—No vuelvas a usar ese nombre en público —respondí.


Van meneó la cabeza. —Es exactamente de lo que hablo.
Podrías terminar en prisión por esto, Marcus, y no sólo tú.
Mucha gente. Después de lo que le pasó a Darryl…
—¡Lo hago por Darryl! —Los estudiantes de arte se volvieron
para mirarnos y bajé la voz—. Lo hago porque la otra altern-
ativa es dejarlos salirse con la suya.
—¿Crees que vas a detenerlos? Estás loco. Son del gobierno.
—Sigue siendo nuestro país —dije—. Tenemos derecho a
hacer esto.
Me pareció que Van iba a echarse a llorar. Inspiró profunda-
mente un par de veces y se puso de pie.
—No puedo hacerlo, perdona. Ni puedo ver que tú lo haces.
Es como mirar un accidente de auto en cámara lenta. Te vas a
destruir y yo te quiero demasiado para sentarme a mirar cómo
sucede. —Se inclinó, me dio un abrazo feroz y un fuerte beso en
la mejilla que también abarcó el borde de mi boca—. Cuídate,
Marcus —dijo. En el sitio contra el que había apretado sus la-
bios, la boca me quemaba. Hizo lo mismo con Jolu, pero besán-
dolo estrictamente en la mejilla. Y se fue.
Jolu y yo nos miramos largo rato cuando se marchó.
Me cubrí la cara con las manos. —Maldita sea —dije por fin.
Jolu me palmeó la espalda y me pidió otro latte. —Todo
saldrá bien —dijo.
Pensé que Van, a diferencia de todo el mundo, entendería.
—La mitad de la familia de Van vivía en Corea. Sus padres
nunca olvidaban que toda su gente vivía gobernada por un
dictador loco, sin poder escapar a los EE. UU. como ellos.
Jolu se encogió de hombros. —Quizás por eso está tan al-
terada. Porque sabe lo peligroso que puede ser.
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Sabía de qué me estaba hablando. Dos tíos de Van habían


sido encarcelados y nunca habían vuelto a aparecer.
—Sí —dije.
—¿Y por qué no estuviste en la Xnet anoche?
Me sentí agradecido por la distracción. Le expliqué todo, el
asunto bayesiano y mi miedo de no poder seguir usando la
Xnet como veníamos haciéndolo sin que nos pescaran. Me es-
cuchó, pensativo.
—Entiendo lo que dices. El problema es que si hay mucha
cripto en una conexión a Internet salta a la vista como algo
poco habitual. Pero si no encriptas se la haces fácil a los tipos
malos que te espían.
—Sí —dije—. Estuve todo el día tratando de resolverlo.
Quizás podríamos lograr que la conexión fuese más lenta, dis-
tribuirla entre las cuentas de mucha más gente…
—No funcionaría —dijo—. Para que tenga una lentitud que le
permita diluirse entre el ruido, básicamente tendrías que
apagar la red y esa no es una opción.
—Cierto —dije—. ¿Pero qué otra cosa se puede hacer?
—¿Qué pasaría si cambiáramos la definición de “normal”?
Y era por eso que Pigspleen había contratado a Jolu cuando
tenía doce años. Le das un problema con dos soluciones malas
y él descubre una tercera totalmente diferente, basada en arro-
jar a la basura todas tus suposiciones. Asentí vigorosamente.
—Anda, dime.
—¿Qué pasaría si el usuario de Internet promedio de San
Francisco generara mucha más cripto durante un día promedio
de uso de la red? Si pudiéramos cambiar la distribución a 50%
de texto normal y 50% de texto cifrado, los usuarios que
proveen a la Xnet parecerían normales.
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—¿Pero cómo lo hacemos? La gente no se interesa tanto en


su privacidad como para navegar en la red con un enlace en-
criptado. No se dan cuenta de por qué debe importarles que
unos fisgones se enteren de lo que googlean.
—Sí, pero las páginas web tienen poca cantidad de tráfico. Si
logramos que la gente baje rutinariamente unos pocos archivos
encriptados gigantescos por día, se generará texto cifrado equi-
valente a miles de páginas web.
—Hablas de la indienet —dije.
—Ya entendiste —dijo él.
La indienet —todo en minúsculas, siempre—, o red inde-
pendiente, es lo que convirtió a Pigspleen Net en una de las ISP
independientes más exitosas del mundo. Cuando las grandes
empresas discográficas comenzaron a demandar penalmente a
los fans por bajarse música, muchos sellos independientes y sus
artistas se horrorizaron. ¿Cómo pretendes ganar dinero ll-
evando a tus clientes a juicio?
La fundadora de Pigspleen tenía la respuesta: ofreció con-
tratos a todos los músicos que querían trabajar con sus fans en
lugar de pelear contra ellos. Cuando le dabas a Pigspleen la li-
cencia para distribuir tu música entre sus clientes, la empresa
te pagaba un porcentaje de las tarifas abonadas por suscrip-
ciones, que se calculaba según el grado de popularidad de tu
música. Si eres un artista independiente, tu mayor problema no
es la piratería, sino la falta de difusión: a nadie le importan
tanto tus canciones como para querer robártelas.
Funcionó. Cientos de artistas y sellos independientes firma-
ron con Pigspleen y, cuanta más música había, más fans de-
cidían dejar a su proveedor de Internet y cambiarse a Pigs-
pleen, y más dinero recibían los artistas. En el lapso de un año,
la ISP reunió cien mil nuevos clientes, y ahora ya tenía un
139/438

millón… más de la mitad de las conexiones de banda ancha de


la ciudad.
—Hace meses que tengo pendiente una revisión del código
indienet —dijo Jolu—. Los programas originales se escribieron
rápido y al descuido; con un poco de trabajo se los puede hacer
mucho más eficientes. Pero no he tenido tiempo. Una de las
tareas marcadas como de alta prioridad es encriptar las conex-
iones, porque a Trudy le gustan así.
Trudy Doo era la fundadora de Pigspleen. Era una vieja ley-
enda del punk de San Francisco, cantante y líder de la banda
anarco-feminista Speedwhores, y una loca de la privacidad. Yo
creía totalmente que ella querría encriptar el servicio de música
por una cuestión de principios.
—¿Es difícil? O sea… ¿cuánto puede tardar?
—Bueno, hay toneladas de código encriptado gratuito en
línea, claro —dijo Jolu. Estaba haciendo lo que siempre hacía
cuando ahondaba en un sustancioso problema de códigos: la
mirada perdida, las palmas de las manos tamborileando en la
mesa, haciendo que el café se desbordara y cayera en los platos.
Quería reírme: tal vez todo estaba destruido, era una mierda y
te daba miedo, pero Jolu iba a escribir ese código.
—¿Puedo ayudar?
Me miró. —¿Qué, acaso piensas que no puedo solo?
—¿Qué?
—Me refiero a que hiciste todo esto de la Xnet sin siquiera
decírmelo. Sin hablar conmigo. Se me ocurrió que no neces-
itaste mi ayuda para ese asunto.
Me quedé sin palabras.
—¿Qué? —dije otra vez. Ahora Jolu parecía enfadado de ver-
dad. Era obvio que se había tragado todo esto durante largo
tiempo—. Jolu…
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Me miró y vi que estaba furioso. ¿Cómo no me había dado


cuenta? Dios, a veces yo era un tremendo idiota
—No fue gran cosa, amigo. —Lo cual, claramente, significaba
que sí era gran cosa—. Es que… ya sabes, jamás me preguntaste
siquiera. Odio al DSI. Darryl también era mi amigo. Podría
haberte ayudado mucho.
Yo quería meter la cabeza entre las rodillas.
—Escucha, Jolu, fue muy estúpido de mi parte. Lo hice como
a las dos de la madrugada. Estaba como loco cuando sucedió.
Yo… —No podía explicarlo. Sí, él tenía razón y ese era el prob-
lema. Eran las dos de la madrugada, pero podría haber llamado
a Jolu al día siguiente, o al siguiente. No lo hice porque sabía lo
que me diría: que era un hackeo muy burdo, que necesitaba
pensar mejor todo el procedimiento. Jolu siempre estaba
pensando en cómo convertir mis ideas de las 2:00 a.m. en
código real, pero lo que ofrecía como resultado siempre era un
poco distinto de lo que se me había ocurrido a mí. Quería que
este proyecto fuera mío. Me había metido totalmente en el per-
sonaje de M1k3y—. Perdona —dije por fin—. Lo lamento
muchísimo. Tienes toda la razón. Me salí de mis cabales y
cometí una estupidez. Realmente necesito tu ayuda. No puedo
hacer este trabajo sin ti.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto que lo digo en serio —dije—. Eres el mejor es-
critor de código que conozco. Eres un maldito genio, Jolu. Sería
un honor que me ayudaras con esto.
Tamborileó con los dedos un poco más.
—Es que… ya sabes. Eres el líder. Van es la inteligente. Darryl
era… era nuestro segundo al mando, el que organizaba todo, el
que se ocupaba de los detalles. Ser el programador era mi pa-
pel. Sentí que me estabas diciendo que no me necesitabas.
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—Oh, viejo, soy un idiota. Jolu, eres la persona mejor cali-


ficada que conozco para hacer esto. Lo lamento mucho, mucho,
mucho…
—Ya está bien. Basta. Perfecto. Te creo. En este momento, to-
dos estamos muy alterados. Así que, claro, por supuesto que
puedes ayudar. Hasta es probable que te paguemos… tengo un
pequeño presupuesto para contratar programadores.
—¿En serio? —Nadie me había pagado nunca por escribir
código.
—Sí. Puede que seas lo bastante bueno para justificar la in-
versión. —Sonrió y me pegó en el hombro. Jolu se llevaba bien
con todos la mayor parte del tiempo; por eso me había afectado
tanto verlo enojado.
Pagué los cafés y salimos. Llamé a mis padres para comuni-
carles lo que hacía. La madre de Jolu insistió en prepararnos
emparedados. Nos encerramos en el dormitorio, con la com-
putadora y el código de la indienet, y nos embarcamos en una
de las mayores sesiones maratónicas de programación de todos
los tiempos. Cuando la familia de Jolu se fue a dormir,
alrededor de las 11:30, pudimos secuestrar la cafetera para ll-
evarla a su habitación e inyectarnos mágico café en grano en las
venas.
Si nunca has programado una computadora, deberías
hacerlo. No hay nada que se le compare en todo el mundo.
Cuando programas una computadora, ella hace exactamente lo
que tú le dices que haga. Es como diseñar una máquina —cu-
alquier máquina: un coche, un grifo, una bisagra neumática de
puerta— usando matemáticas e instrucciones. Es asombroso en
el más fiel sentido de la palabra: puede maravillarte e
intimidarte.
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La computadora es la máquina más complicada que vas a


usar en tu vida. Está hecha con millones de transistores micro-
miniaturizados que pueden configurarse para usar cualquier
programa que puedas imaginar. Pero cuando te sientas frente
al teclado y escribes una línea de código, esos transistores
hacen lo que tú les dices.
La mayoría de nosotros nunca construirá un automóvil. Casi
ninguno inventará un sistema de aviación, diseñará un edificio,
planificará una ciudad.
Esas son máquinas complicadas que están fuera de los
límites de los que son como tú y yo. Pero una computadora, que
es diez veces más complicada, baila al compás de cualquier
música que tú ejecutes. Puedes aprender a escribir código sen-
cillo en una tarde. Comienza con un idioma como el Python,
que se creó para proporcionar a los no-programadores una
forma más fácil de lograr que la máquina baile al ritmo de tu
música. Aunque escribas código durante un solo día, una sola
tarde, tienes que hacerlo. Las computadoras pueden contro-
larte o pueden aligerar tu trabajo… si quieres ser el jefe de tus
máquinas, debes aprender a escribir código.
Esa noche, escribimos un montón de código.
Capítulo 8
Yo no era el único jodido por los histogramas. Había mucha
gente con patrones de viaje anormales, con patrones de uso
anormales. Lo anormal es tan común que prácticamente es
normal.
La Xnet estaba llena de historias similares, y también los per-
iódicos y la TV. Atrapaban a maridos engañando a sus esposas,
a esposas engañando a sus maridos, a jóvenes que se veían a
escondidas con novias o novios ilícitos. Un chico que no les
había dicho a sus padres que tenía SIDA fue descubierto
cuando iba a la clínica a buscar sus drogas.
Toda esa gente tenía algo que esconder; no eran culpables,
pero tenían secretos. Había mucha más gente que no tenía ab-
solutamente nada que ocultar y que, sin embargo, rechazaba el
hecho de que la secuestraran y la interrogaran. Imagínate que
alguien te encierra en la parte trasera de un coche de policía y
te exige una demostración de que no eres terrorista…
No se trataba solamente del transporte público. La mayoría
de los que conducen un auto por el área de la Bahía lleva un
pase FasTrak prendido en el parasol. Es una “cartera” que fun-
ciona por señales de radio y que paga los peajes cuando cruzas
los puentes, ahorrándote la molestia de hacer cola durante
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horas en las cabinas de peaje. Habían triplicado el costo del


peaje para cruzar el puente si pagabas en efectivo (aunque
siempre daban una versión inexacta de esto, diciendo que el
FasTrak era más barato, pero nunca que salía más caro si se
pagaba con dinero en efectivo, anónimo). Cualquier reparo que
quedara después de eso, desapareció cuando el número de car-
riles para pagar en efectivo quedó reducido a uno solo por
cabecera de puente, para que las colas se hicieran todavía más
largas.
De modo que, si eres residente local o si andas en un coche
alquilado de una agencia local, tienes el FasTrak. Pero resulta
que las cabinas de peaje no eran los únicos lugares donde
podían leerte el FasTrak. El DSI había instalado lectores de
FasTrak en toda la ciudad: cuando pasabas delante de ellos, re-
gistraban la hora y tu número de identidad, construyendo una
imagen aún más perfecta del quién, el dónde y el cuándo en
una base de datos que seguía creciendo gracias a las “cámaras
de exceso de velocidad”, “cámaras para los que pasan la luz
roja” y todas las demás cámaras enfocadas a los números de
matrícula que habían brotado como hongos.
Nadie había reflexionado demasiado en todo esto. Pero ahora
que la gente estaba prestando más atención, todos comen-
zábamos a notar pequeñas cosas, como el hecho de que el
FasTrak no tuviera un botón de apagado.
Por lo tanto, si conducías un coche eras proclive a ser deten-
ido por una patrulla del SFPD que quería saber por qué última-
mente estabas haciendo tantos viajes al Home Depot y de qué
se trataba ese otro viaje a Sonoma a medianoche la semana
pasada. Las pequeñas marchas de protesta durante los fines de
semana se multiplicaban en toda la ciudad. Cincuenta mil per-
sonas marcharon por la calle Market después de una semana de
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iniciado este monitoreo. Me importaba un rábano. A la gente


que había ocupado mi ciudad no le interesaba lo que querían
los nativos. Eran un ejército conquistador. Ya sabían cómo nos
sentíamos al respecto.
Una mañana, bajé a desayunar justo a tiempo para escuchar
que papá le decía a mamá que las dos empresas de taxis más
importantes harían “descuentos” a la gente que usara unas tar-
jetas especiales para pagar los viajes, supuestamente creadas
para que los conductores estuviesen más seguros, reduciendo la
cantidad de efectivo que llevaban encima. Me pregunté qué
pasaría con la información sobre quiénes tomaban cuáles taxis
y en qué lugares.
Me di cuenta de lo cerca que había estado del desastre. El
nuevo cliente indienet se introdujo como actualización
automática justo cuando la situación comenzó a empeorar. Jolu
me dijo que el 80% del tráfico que veía en Pigspleen ahora es-
taba encriptado. La Xnet se había salvado por un pelo.
Pero papá me estaba volviendo loco.
—Estás paranoico, Marcus —me dijo un día, en el desayuno,
cuando le comenté que el día anterior, en el BART, había visto
a dos policías revisando minuciosamente a unos sujetos.
—Papá, es ridículo. No están capturando terroristas ¿verdad?
Sólo se trata de que la gente tenga miedo.
—Puede que todavía no hayan capturado terroristas, pero se-
guro que están sacando mucha escoria de las calles. Mira los
vendedores de droga… dicen que han puesto en la cárcel a de-
cenas de ellos desde que empezó esto. ¿Recuerdas cuando te
robaron esos drogadictos? Si no encarcelas a los que les
venden, todo se vuelve cada vez peor. —El año anterior me
habían robado en la calle. Fueron bastante civilizados. Un tipo
flaco que olía mal me dijo que tenía una pistola; el otro me
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pidió la cartera. Hasta me dejaron conservar mi tarjeta de iden-


tidad, aunque se llevaron la de débito y el Fast Pass. No ob-
stante, me asusté tremendamente y quedé paranoico, mirando
hacia atrás por encima del hombro durante semanas.
—Pero la mayoría de la gente que detienen no está haciendo
nada malo, papá —dije. Esto ya me afectaba los nervios. ¡Mi
propio padre!—. Es una locura. Por cada culpable que agarran,
tienen que castigar a miles de inocentes. No es bueno.
—¿Inocentes? ¿Sujetos que engañan a sus esposas? ¿Ven-
dedores de droga? Los defiendes, ¿pero qué me dices de toda la
gente que murió? Si uno no tiene nada que ocultar…
—¿Entonces no te importaría que te detuvieran a ti ? —Hasta
ahora, los histogramas de mi padre habían demostrado ser de
una normalidad deprimente.
—Lo consideraría mi deber —dijo—. Estaría orgulloso. Me
haría sentir más seguro.
Para él era fácil decirlo.

***

A Vanessa no le gustaba que yo hablara de este tema, pero


era demasiado inteligente para que yo me aguantara de men-
cionar el asunto por mucho tiempo. Nos reuníamos constante-
mente y hablábamos del clima, la escuela y otras cosas;
entonces, de alguna manera, yo volvía a la cuestión. Cuando
sucedía, Vanessa lo tomaba bien —no volvió a convertirse en
Hulk para atacarme—, pero yo percibía su disgusto.
No obstante…
—Y mi papá me dijo “Lo consideraría mi deber”. ¿Puedes
creerlo, maldita sea? O sea, ¡por Dios! Casi le cuento que me
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metieron en la cárcel, para preguntarle si creía que eso también


era nuestro “deber”.
Estábamos sentados en el césped del parque Dolores, des-
pués de la escuela, mirando a los perros que atrapaban frisbees.
Van había hecho una parada en su casa para cambiarse; se
había puesto una vieja camiseta de una de sus bandas tecno-
brega brasileras preferidas, Carioca Proibidão, “el hombre de
Río prohibido”. La había conseguido en un concierto en vivo al
que habíamos asistido todos dos años antes, escapándonos a
escondidas para vivir una gran aventura en el Cow Palace, pero
había crecido cinco o seis centímetros desde entonces: le
quedaba ajustada y se le levantaba a la altura del vientre, de-
jando al aire su pequeño ombligo chato.
Se recostó bajo el sol débil, con los ojos cerrados detrás de las
gafas de sol, moviendo los dedos de los pies calzados con san-
dalias. Conocía a Van desde siempre y, cuando pensaba en ella,
generalmente veía a la niñita que hacía tintinear sus pulseras
hechas con rodajas de latas de gaseosas, que tocaba el piano y
que bailaba espantosamente mal. Sentados allí, en el parque
Dolores, de repente la vi tal cual era. Y estaba totalmente
bu3n4… es decir, buena. Era como mirar esa imagen que
parece un jarrón y advertir de pronto que también son dos
rostros. Veía que Van era la Van de siempre, pero también que
era condenadamente bonita, algo que jamás había notado.
Por supuesto, Darryl siempre lo supo; y no creas que no me
sentí deprimido otra vez cuando me di cuenta.
—No puedes contárselo a tu papá, lo sabes —dijo ella—. Nos
pondrías a todos en peligro. —Tenía los ojos cerrados y su
pecho subía y bajaba con la respiración, cosa que me distraía de
una forma realmente bochornosa.
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—Sí —dije con abatimiento—. Pero el problema es que yo sé


que miente como un perro. Si le ordenaran a mi padre que de-
tuviera el coche y lo obligaran a demostrar que no es un
acosador de niños o un terrorista narcotraficante, se volvería
un energúmeno. Se saldría totalmente de sus cabales. Odia que
lo pongan en espera cuando llama por la factura de la tarjeta de
crédito. Si lo encierran en la parte trasera de un coche y lo in-
terrogan durante una hora, puede sufrir un aneurisma.
—Ellos se salen con la suya porque los normales se sienten
superiores a los anormales. Pero si detuvieran a todos, sería un
desastre. Nadie llegaría jamás a ningún sitio; se pasarían el
tiempo esperando que la policía los interrogara. Colapso total
del tránsito.
Vaya.
—Van, eres un genio total —dije.
—No me digas —respondió. Tenía una sonrisa perezosa y me
miró a través de sus ojos a medio abrir, casi románticos.
—Hablando en serio. Podemos hacerlo. Podemos alterar los
perfiles fácilmente. Es fácil lograr que detengan los coches de la
gente.
Se sentó, apartó el cabello de su cara y me miró. Sentí un
pequeño salto en el estómago, pensando que realmente la había
impresionado.
—Los clonadores de RFID —dije—. Son totalmente fáciles de
hacer. Pasas el firmware por un lectoescritor de diez dólares
comprado en Radio Shack y listo. Lo que debemos hacer es
caminar por ahí e intercambiar tags entre sujetos al azar,
sobreescribiendo los Fast Pass y los FasTraks con códigos de
otras personas. Eso hará que todos se tornen raros y chiflados,
que todos parezcan culpables. Entonces, colapso total del
tránsito.
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Van arrugó los labios, bajó las gafas de sol y vi que estaba tan
furiosa que no podía hablar.
—Adiós, Marcus —dijo, y se puso de pie. Antes de que me di-
era cuenta, estaba alejándose tan rápido que prácticamente
corría.
—¡Van! —la llamé, mientras me levantaba y salía tras ella—.
¡Van! ¡Espera!
Aumentó la velocidad, obligándome a correr para alcanzarla.
—¿Van, qué diablos pasa? —le dije, agarrándola de un brazo.
Se sacudió para liberarse, tan fuerte que me golpeé en la cara
con mi propia mano.
—Eres un psicópata, Marcus. Vas a poner a todos tus amigui-
tos de la Xnet en peligro de vida y, como si fuera poco, vas a
convertir a todos los habitantes de la ciudad en sospechosos de
terrorismo. ¿No puedes detenerte, antes de que le hagas daño a
toda esa gente?
Abrí y cerré la boca un par de veces.
—Van, el problema no soy yo, son ellos. No voy a arrestar a la
gente, ni a encarcelarla, ni a hacerla desaparecer. Los que están
haciendo eso son los del Departamento de Seguridad Interior.
Estoy peleando para obligarlos a detenerse.
—¿Cómo? ¿Empeorando la situación?
—Tal vez tiene que empeorar para poder mejorar, Van. ¿No
es eso lo que decías? Si detuvieran a todos…
—No me refería a eso. No quise decir que hicieras arrestar a
todo el mundo. Si quieres protestar, únete al movimiento de
protesta. Haz algo positivo. ¿No aprendiste nada de Darryl?
¿Nada ?
—Puedes estar bien segura de que sí —dije, perdiendo la
calma—. Aprendí que no se puede confiar en ellos. Que si no
peleas contra ellos, los estás ayudando. Que si los dejamos van
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a convertir a este país en una cárcel. ¿Qué aprendiste tú, Van?


¿Aprendiste a estar todo el tiempo asustada, a sentarte derecha,
a bajar la cabeza, esperando pasar inadvertida? ¿Piensas que
las cosas van a mejorar? Si no hacemos nada, el futuro no será
mejor que la situación actual. De ahora en más, todo se volverá
cada vez peor. ¿Quieres ayudar a Darryl? ¡Ayúdame a hundir a
esos tipos!
Ahí estaba de nuevo. Mi juramento. No sólo liberar a Darryl,
sino hundir a todo el DSI. Era una locura; hasta yo lo sabía.
Pero era lo que tenía planeado hacer. Sin ninguna duda.
Van me empujó enérgicamente con las dos manos. Era fuerte
por el atletismo de la escuela —esgrima, lacrosse, hockey sobre
césped, los deportes típicos de las escuelas para chicas— y ter-
miné con el culo en la mugrienta acera de San Francisco. Se fue
y no la seguí.

***

Lo más importante de los sistemas de seguridad no es cómo


funcionan, sino cómo fallan.
Esa fue la primera frase de mi primer posteo en el blog de
Rebelión Abierta, mi sitio de Xnet. Firmaba como M1k3y y es-
taba listo para ir a la guerra.
>Puede que los escaneos automáticos estén pensados para
atrapar terroristas. Puede que atrapen un terrorista, tarde o
temprano. El problema es que también nos atrapan a nosotros,
aunque no estemos haciendo nada malo.
>Cuanta más gente atrapan, más frágiles se vuelven. Si at-
rapan a demasiadas personas, se mueren.
>¿Entienden la idea?
151/438

Pegué mis instrucciones para construir un clonador de RFID


y algunas estrategias útiles para acercarse a la gente lo sufi-
ciente como para poder leer y reescribir sus tags. Puse mi pro-
pio clonador en el bolsillo de mi chaqueta de motocross vin-
tage, de cuero negro y con bolsillos blindados, y partí rumbo a
la escuela. Logré clonar seis tags entre mi casa y la Secundaria
Chávez.
Ellos querían guerra. Iban a tener guerra.

***

Si alguna vez decides cometer una estupidez como construir


un detector automático de terrorismo, primero tienes que
aprenderte esta lección de matemáticas. Se llama “la paradoja
del falso positivo” y es sobrecogedora.
Digamos que contraes una enfermedad nueva, llamada
Super-SIDA. Sólo una persona en un millón se contagia el
Super-SIDA. Desarrollas un análisis para detectar el Super-
SIDA que tiene una precisión del 99%. Es decir, que arroja el
resultado correcto el 99% de las veces: positivo si el sujeto está
infectado y negativo si el sujeto está sano. Le haces el análisis a
un millón de personas.
Una persona en un millón tiene Super-SIDA. Una de cada
cien personas a las que sometes al análisis genera un “falso pos-
itivo”: el análisis dice que tiene Super-SIDA, pero no lo tiene.
Eso es lo que significa “una precisión del 99%”: hay un 1% de
error.
¿Cuál es el 1% de un millón?
1.000.000/100 = 10.000
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Una persona en un millón tiene Super-SIDA. Si analizas a un


millón de personas al azar, puede que encuentres un solo caso
genuino de Super-SIDA. Pero los análisis no van a identificar a
una sola persona como enferma de Super-SIDA. Van a identifi-
car a 10.000 personas.
Tu análisis con un 99% de precisión funcionará con un
99,99% de imprecisión.
Esa es la paradoja del falso positivo. Cuando tratas de encon-
trar algo verdaderamente poco común, la precisión de tu an-
álisis tiene que estar a la altura de la rareza de la cosa que estás
buscando. Si tratas de marcar un píxel en la pantalla, un lápiz
bien afilado es un buen puntero: la punta del lápiz es mucho
más pequeña (más precisa) que un píxel. Pero la punta de un
lápiz no te sirve para marcar a un átomo de la pantalla. Para
eso necesitas un puntero —un análisis— cuya punta tenga un
tamaño igual o menor al de un átomo.
Así es la paradoja del falso positivo y así es como se aplica al
terrorismo: los terroristas son verdaderamente escasos. En una
ciudad de veinte millones de habitantes como Nueva York,
puede haber uno o dos terroristas. Tal vez diez como máximo.
10/20.000.000 = 0,00005%. Un veinte milésimo.
Son bastante poco frecuentes. Ahora, digamos que tienes un
software que puede revisar todos los registros bancarios, o los
registros de los peajes, o los del transporte público, o los de las
llamadas telefónicas de la ciudad y que atrapa terroristas el
99% de las veces.
En un grupo de veinte millones de personas, un análisis con
una precisión del 99% identifica a doscientas mil personas
como terroristas. Pero sólo diez de ellas son terroristas. Para
arrestar a diez tipos malos, tienes que imputar e investigar a
doscientas mil personas inocentes.
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¿Adivina qué? Los análisis para detectar terroristas no tien-


en, ni remotamente, una precisión del 99%. Más bien, del 60%.
Hasta del 40%, en algunos casos.
Lo que significa todo esto es que el Departamento de Segur-
idad Interior estaba programado para fracasar rotundamente.
Intentaba localizar eventos increíblemente escasos —personas
terroristas— con sistemas imprecisos.
¿Es de extrañar que hayamos logrado crear tanto caos?

***

Salí por la puerta del frente silbando, un martes por la


mañana, cuando la Operación Falso Positivo ya llevaba una se-
mana. Seguía el ritmo de una música nueva que me había ba-
jado de la Xnet la noche anterior; muchos le enviaban a M1k3y
regalos digitales, en agradecimiento por haberles dado
esperanza.
Giré hacia la Calle 23 y, con cuidado, subí por los estrechos
escalones de piedra tallados en la ladera de la colina. Cuando
descendía, pasé junto al Sr. Perro Wiener. No sé el nombre ver-
dadero del Sr. Perro Wiener, pero lo veo casi todos los días,
paseando a sus tres jadeantes perros Wiener, subiendo la escal-
era hasta el pequeño parque. Adelantarse a ellos en la angosta
escalera es casi imposible; yo siempre terminaba enredado en
una correa, empujado hacia el jardín de otra persona o posado
en el parachoques de algún automóvil estacionado junto al bor-
de de la acera.
El Sr. Perro Wiener es, evidentemente, Alguien Importante,
porque tiene un reloj lujoso y usa un hermoso traje. En mi
mente, me lo imaginaba trabajando en el distrito financiero.
154/438

Ese día, cuando pasé a su lado rozándolo, disparé mi clon-


ador de RFID, que ya estaba cargado en el bolsillo de mi
chaqueta de cuero. El clonador succionó los números de sus
tarjetas de crédito, de las llaves de su coche, de su pasaporte y
de los billetes de cien que llevaba en la cartera.
Al tiempo que lo hacía, cargaba números nuevos, tomados de
otras personas que habían pasado cerca de mí. Era como inter-
cambiar las matrículas de un puñado de autos, pero invisible e
instantáneo. Le sonreí al Sr. Perro Wiener, como disculpán-
dome, y continué bajando la escalera. Me detuve frente a tres
coches el tiempo suficiente para suplantar las tags de sus
FasTracks con números tomados de otros autos el día anterior.
Quizás pienses que mi conducta era un poco agresiva pero,
comparado con muchos usuarios de Xnet, yo era cuidadoso y
conservador. Un par de chicas de la carrera de Ingeniería
Química de la Universidad de Berkeley habían descubierto
cómo fabricar, a partir de productos comunes de cocina, una
sustancia inocua que atraía a los perros detectores de explos-
ivos. Se divertían en grande espolvoreándolo sobre los portafo-
lios y chaquetas de sus profesores, para luego esconderse y ob-
servar cómo esos mismos profesores, al intentar entrar en los
auditorios y bibliotecas del campus, caían bajo las embestidas
voladoras de las nuevas cuadrillas de seguridad que habían
brotado en todas partes.
Otros trataban de descubrir sustancias que arrojaran resulta-
dos positivos en los análisis de ántrax para esparcirlas en los
sobres de carta, pero todos los demás pensaban que estaban lo-
cos. Por suerte, no parecían capaces de descubrirlas.
Pasé frente al Hospital General de San Francisco y asentí con
satisfacción cuando vi las largas colas formadas delante de la
puerta principal. También había un puesto de control de la
155/438

policía, por supuesto, y suficientes usuarios de la Xnet —traba-


jando de médicos residentes, empleados de la cafetería y quién
sabe qué— para asegurar que todas las insignias de allí dentro
ya estaban clonadas e intercambiadas. Había leído que los con-
troles de seguridad consumían una hora laboral de cada em-
pleado y que los sindicatos amenazaban con huelgas a menos
que el hospital hiciera algo al respecto.
Unas calles después, vi una cola todavía más larga en el
BART. Había policías caminando de un extremo al otro de la
fila, señalando personas con el dedo y llevándolas aparte para
interrogarlas, revisar sus bolsos y palparlas de armas. Seguían
demandándolos por hacer estas cosas, pero al parecer nada los
frenaba.
Llegué a la escuela un poco temprano y decidí caminar hasta
la Calle 22 para tomar un café. Pasé junto a un puesto de con-
trol policial donde detenían a los coches para hacerles una in-
spección secundaria.
En la escuela, las cosas no eran menos agresivas: los guardias
de seguridad apostados en los detectores de metales también
estaban controlando las tarjetas de identidad escolares con
lectores ópticos y llevando aparte a los alumnos que hacían
movimientos extraños para interrogarlos. No hace falta decir
que todos hacíamos movimientos bastante extraños. No hace
falta decir que las clases empezaban una hora tarde o más.
Las clases eran una locura. Creo que nadie podía con-
centrarse. Escuché al pasar que dos profesores hablaban de lo
que habían tardado en llegar a sus casas desde el trabajo el día
anterior, y que ese día planeaban escaparse más temprano.
No sabía qué hacer para reprimir la risa. ¡La paradoja del
falso positivo ataca de nuevo!
156/438

Por cierto, nos dejaron salir más temprano y me fui a casa


por el camino más largo, dando el rodeo por Mission para ver el
caos. Largas hileras de coches. Estaciones del BART con colas
que daban vuelta a la manzana. Gente insultando a los cajeros
automáticos que no querían darles dinero porque les habían
congelado las cuentas por actividad sospechosa (¡ese es el pe-
ligro de vincular tu cuenta bancaria directamente con el
FasTrak y el Fast Pass!).
Llegué a casa, me hice un emparedado y me conecté a la
Xnet. Había sido un buen día. Usuarios de toda la ciudad alar-
deaban sus éxitos. Habíamos paralizado a toda la ciudad de San
Francisco. Los informes de los noticieros lo confirmaban: lo
llamaban “el DSI perdió la chaveta” y le echaban la culpa a la
falsa “seguridad” que supuestamente nos protegía del terror-
ismo. La sección comercial del San Francisco Chronicle ded-
icaba toda la primera plana a una estimación del costo econ-
ómico de la seguridad del DSI, calculando las horas de trabajo
perdidas, las reuniones no realizadas y demás. Según el eco-
nomista del Chronicle, una semana de esta mierda le haría per-
der a la ciudad más dinero que la bomba del Puente de la
Bahía.
Muajajaja.
La mejor parte: esa noche, papá llegó tarde. Muy tarde. Tres
horas tarde. ¿Por qué? Porque lo habían obligado a detenerse,
lo habían revisado, interrogado. Más adelante, le hicieron lo
mismo de nuevo.
Dos veces.
¡Dos veces!
Capítulo 9
Papá estaba tan enojado que pensé que iba a reventar.
¿Recuerdas cuando te dije que muy rara vez lo había visto per-
der la calma? Esa noche, la perdió más que nunca su vida.
—No me vas a creer. Ese policía, que tenía unos dieciocho
años, no paraba de decirme “Pero, señor, ¿por qué ayer estuvo
en Berkeley si su cliente se encuentra en Mountain View?”. Yo
le explicaba una y otra vez que doy clases en Berkeley, y
entonces me decía: “Creí que usted era consultor”, y em-
pezábamos de nuevo. Era una especie de comedia de enredos
con policías bajo la influencia del rayo de la estupidez.
»El colmo fue que él seguía insistiendo con que yo había es-
tado en Berkeley hoy también, y yo le respondía que no, y él
decía que sí, y entonces me mostró mi facturación del FasTrak
¡y decía que yo había circulado por el puente de San Mateo tres
veces! Y eso no es todo —dijo, y tomó aire, y yo me di cuenta de
que estaba furioso de verdad—. Tenían información de dónde
había estado… lugares que no tienen cabinas de peaje. Me es-
cudriñaron cuando iba por la calle, al azar. ¡Y la información
estaba equivocada! Puta madre… ¡nos espían a todos y ni
siquiera son competentes!
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Me desplacé hacia la cocina, donde él despotricaba, y lo miré


desde la puerta. Los ojos de mamá se encontraron con los míos
y ambos levantamos una ceja, como diciendo: ¿Cuál de los dos
le va a contestar “Te lo dije”? Le hice una seña con la cabeza.
Ella podía usar sus poderes conyugales para neutralizar su furia
de un modo que estaba fuera de mi alcance como simple unid-
ad filial.
—Drew —le dijo. Lo tomó del brazo para detener su caminata
de un lado al otro de la cocina mientras sacudía los brazos
como un predicador callejero.
—¿Qué? —saltó él.
—Creo que le debes una disculpa a Marcus. —La voz de
mamá se mantenía equilibrada, suave. Papá y yo somos los
irascibles de la casa; mamá es una roca total.
Papá me miró. Sus ojos se angostaron mientras lo pensaba
un minuto.
—Está bien —dijo finalmente—. Tienes razón. Yo hablaba de
la vigilancia competente. Estos tipos son unos aficionados. Per-
dona, hijo. Tenías razón. Fui un ridículo. —Estiró la mano y es-
trechó la mía; después me dio un abrazo firme, inesperado—.
Dios, ¿qué le estamos haciendo a este país, Marcus? Tu genera-
ción merece heredar algo mejor que esto. —Cuando me soltó, vi
las profundas arrugas de su rostro, líneas que yo nunca había
notado.
Volví a subir a mi habitación y jugué algunos juegos en la
Xnet. Había un buen multijugador, un juego de piratas de relo-
jería en el que había que hacer misiones cada uno o dos días
para darles cuerda a todos los resortes motores de tu tripula-
ción, antes de poder salir a saquear y rapiñar de nuevo. La clase
de juego que yo odiaba pero que no podía parar de jugar:
muchas misiones repetitivas que no eran para nada
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satisfactorias de completar, un poco de combate jugador contra


jugador (pelear para ver quién sería el capitán del barco) y no
tantos buenos enigmas para resolver. Generalmente, jugar este
tipo de juegos me inspiraba nostalgia por el Loca Diversión en
Harajuku, que balanceaba las correrías en el mundo real con la
solución de enigmas en línea y la planificación estratégica en
equipo.
Pero hoy era justo lo que necesitaba. Entretenimiento para
no pensar.
Mi pobre papá.
Yo le había hecho eso. Antes se sentía feliz, confiado en que
el dinero de sus impuestos se gastaba en mantenerlo a salvo. Yo
había destruido esa confianza. Era una falsa confianza, claro,
pero le permitía seguir adelante. Viéndolo ahora, abatido y
quebrado, me pregunté si ser un esclarecido desesperanzado
era en verdad mejor que vivir en el paraíso de los tontos.
Aquella vergüenza — la que sentía desde que había entregado
mis contraseñas, desde que me había quebrado— regresó, pro-
vocándome apatía y el deseo de escapar de mí mismo.
Mi personaje era un marinero del barco pirata Carguero
Zombi; se había quedado sin cuerda en mi ausencia. Tenía que
enviar mensajes a todos los demás jugadores de mi barco hasta
encontrar alguno que quisiera darme cuerda. Eso me mantuvo
ocupado. Me gustaba, en realidad. Había algo mágico en el
hecho de que un completo extraño te hiciera un favor. Pero
como se trataba de la Xnet, sabía que, en cierto sentido, todos
los extraños eran amigos.
>¿Dónde estás?
El personaje que vino a darme cuerda se llamaba Lizanator y
era femenino, aunque eso no significaba que fuese una chica.
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Los varones tenían una rara propensión a jugar con personajes


femeninos.
>San Francisco.
>No, estúpido. ¿Qué lugar de San Fran?
>¿Por qué, eres un pervertido?
La frase habitualmente interrumpía esa línea de conversa-
ción. Por supuesto, todos los juegos estaban llenos de pedófilos,
depravados y policías haciendo de carnada para pedófilos y de-
pravados (¡aunque yo esperaba que no hubiera policías en la
Xnet!). Nueve de cada diez veces, una acusación de ese estilo
era suficiente para que el otro cambiara de tema.
>¿Mission? ¿Potrero Hill? ¿Noe? ¿Bahía Oriental?
>Sólo dame cuerda ¿OK? Grax.
Dejó de darme cuerda.
>¿Asustado?
>Cuido mi seguridad. ¿Qué te importa?
>Simple curiosidad.
Sentía que ella emanaba malas ondas. Obviamente, lo suyo
era más que simple curiosidad. Lo mío… llamémosle paranoia.
Me desconecté y apagué la Xbox.

***

A la mañana siguiente, papá me miró por encima de la mesa


y dijo:
—Por lo menos, parece que la situación va a mejorar. —Me
pasó un ejemplar del Chronicle, abierto en la tercera página.
Un vocero del Departamento de Seguridad Interior ha confir-
mado que la delegación San Francisco ha solicitado a Washing-
ton un aumento de presupuesto del 300% y más personal.
161/438

¿Qué?
El General de División Graeme Sutherland, oficial comand-
ante de las operaciones del DSI en el norte de California, con-
firmó dicha solicitud durante una conferencia de prensa real-
izada el día de ayer, destacando que un brote de actividad so-
spechosa en la zona de la Bahía motivaba el pedido. “Estamos
rastreando un brote de actividad clandestina y creemos que
los saboteadores están fabricando deliberadamente falsas
alertas de seguridad para socavar nuestros esfuerzos”.
Me puse bizco. No era posible.
“Esas falsas alarmas son potenciales ’señuelos de radar’
creados con la intención de disimular ataques reales. La única
manera efectiva de combatirlos es aumentar la cantidad de
personal y de analistas para poder investigar a fondo todos
los indicios”.
Sutherland subrayó que las demoras experimentadas en toda
la ciudad eran “desafortunadas” y se comprometió a
eliminarlas.
Tuve una visión de la ciudad con cuatro o cinco veces más
agentes del DSI, traídos hasta aquí para compensar mis propias
ideas estúpidas. Van tenía razón. Cuanto más los combatiera,
peor se tornaría la situación.
Papá señaló el periódico. —Puede que estos tipos sean ton-
tos, pero son tontos metódicos. Seguirán invirtiendo recursos
en este problema hasta resolverlo. Es manejable, sabes. Analiz-
ar todos los datos de la ciudad, investigar todas las pistas. Atra-
parán a los terroristas.
Perdí el control. —¡Papá! ¿Te estás oyendo? ¡Hablan de in-
vestigar prácticamente a cada persona de la ciudad de San
Francisco!
162/438

—Sí —dijo—, exacto. Descubrirán a todos los que no pagan la


cuota alimentaria de sus hijos, a todos los vendedores de droga,
a todos los malhechores y a todos los terroristas. Sólo espera.
Podría ser lo mejor que le sucedió jamás a este país.
—Dime que estás bromeando —le dije—. Te lo ruego. ¿Pien-
sas que tenían estas intenciones los que redactaron la Constitu-
ción? ¿Qué hay de la Declaración de Derechos?
—La Declaración de Derechos se escribió antes del data-min-
ing —dijo. Estaba asombrosamente sereno, convencido de ten-
er razón—. El derecho a la libre asociación está muy bien, pero
¿por qué no permitirle a la policía investigar tu red social para
descubrir si pasas el rato con pandilleros o terroristas?
—Porque es una invasión a mi privacidad —respondí.
—¿Cuál es el problema? ¿Qué prefieres tener, privacidad o
terroristas?
Aj. Odiaba discutir así con papá. Necesitaba un café.
—Vamos, papá. Quitarnos la privacidad no es lo mismo que
capturar terroristas: solamente es causarle molestias a la gente
normal.
—¿Cómo sabes que no están capturando terroristas?
—¿Dónde están los terroristas que capturaron?
—Estoy seguro que veremos los arrestos a su debido tiempo.
Sólo espera.
—Papá, ¿qué diablos te pasó desde anoche? Estabas dis-
puesto a tirarles una bomba nuclear a los policías que te
detuvieron…
—No uses ese tono conmigo, Marcus. Lo que me pasó desde
anoche es que tuve la oportunidad de pensarlo y de leer esto
—sacudió el periódico—. La razón por la que me detuvieron es
que los malos están creando interferencia activamente. Neces-
itan ajustar sus técnicas para superar las interferencias. Pero
163/438

van a lograrlo. Mientras tanto, que te detengan ocasionalmente


en la calle es un precio muy bajo que hay que pagar. No es mo-
mento de jugar al abogado y hablar de la Declaración de
Derechos. Es momento de hacer algunos sacrificios para
mantener la ciudad a salvo.
No pude terminar la tostada. Puse el plato en el lavaplatos y
me fui a la escuela. Tenía que salir de allí.

***

Los usuarios de la Xnet no estaban felices con el aumento de


vigilancia policial, pero no se quedaron de brazos cruzados. Al-
guien llamó a un programa radial de la emisora KQED y dijo
que la policía estaba perdiendo el tiempo, que podíamos en-
marañar el sistema más rápido de lo que ellos podían
desenredarlo. La grabación estuvo al tope de las descargas de
Xnet esa noche.
—Esto es “California en Vivo” y estamos hablando con un oy-
ente anónimo que llama desde un teléfono público de San
Francisco. Tiene información propia acerca de las demoras que
hemos estado sufriendo en la ciudad esta semana. Oyente, estás
en el aire.
—Sí, ja, esto es sólo el principio ¿sabes? O sea, digo, recién
empezamos. Que contraten a un billón de cerdos y pongan un
puesto de control en todas las esquinas. ¡Los anularemos a to-
dos! Y, o sea, toda esa mierda de los terroristas… ¡no somos ter-
roristas! Dejen de joder, digo, ¡en serio! Interferimos al sistema
porque odiamos a Seguridad Interior y porque queremos a
nuestra ciudad. ¿Terroristas? No sé ni deletrear “jihad”. A ver si
se calman.
164/438

Sonaba como un idiota. No sólo por las palabras incoher-


entes, sino por el tono de regodeo. Parecía un chico escan-
dalosamente orgulloso de sí mismo. Era un chico escan-
dalosamente orgulloso de sí mismo.
La Xnet estaba en llamas con todo esto. Mucha gente
pensaba que había sido un idiota en llamar, mientras otros lo
creían un héroe. Me preocupaba la posibilidad de que hubiera
una cámara apuntando al teléfono público que había usado. O
un lector de RFID que tal vez había olfateado su Fast Pass.
Esperaba que hubiera tenido la inteligencia de borrar sus huel-
las digitales de la cabina, de no quitarse la capucha y de dejar
sus RFID en casa. Pero lo dudaba. Me preguntaba si muy
pronto tocarían a su puerta.
La manera de enterarme que había ocurrido algo grande en
la Xnet era que, de pronto, recibía un millón de correos elec-
trónicos de gente que quería poner a M1k3y al tanto de los últi-
mos acontecimientos. Mi casilla de correo se volvió loca exacta-
mente cuando estaba leyendo sobre el Sr. No-Sé-Deletrear-Ji-
had. Todos tenían un mensaje para mí: un enlace a una página
de la Xnet, a uno de los tantos blogs anónimos basados en el
sistema de publicación de documentos Freenet, que también
usaban los chinos que abogaban por la democracia.
>Por un pelo
>Hoy por la noche estábamos clonando en el Embarcadero,
yendo de aquí para allá, dándole a todo el mundo una nueva
clave para el coche, la puerta, el Fast Pass o el FasTrak,
echando un poco de pólvora falsa. Había policías por todos la-
dos, pero somos más inteligentes que ellos; vamos allí casi to-
das las noches y nunca nos atrapan.
>Pero hoy nos atraparon. Fue un error estúpido. Fuimos tor-
pes, nos arrestaron. Uno que estaba de incógnito capturó a mi
165/438

amigo y después caímos todos. Habían estado vigilando a la


gente por largo rato; por allí cerca tenían uno de esos camiones
y nos llevaron a cuatro; el resto se escapó.
>El camión estaba repleto como lata de sardinas, con toda
clase de personas, viejos, jóvenes, negros, blancos, pobres, to-
dos sospechosos. Había dos policías tratando de hacernos pre-
guntas y los de incógnito seguían trayendo más gente. Casi to-
dos trataban de llegar a los primeros puestos de la fila para ter-
minar de una vez por todas con el interrogatorio, así que noso-
tros quedábamos cada vez más atrás. Pasamos horas ahí. Hacía
mucho calor y cada vez había más gente, no menos.
>A eso de las 8:00 p.m. fue el cambio de turno y vinieron dos
policías nuevos que les gritaron a los que ya estaban, diciendo
“¿Qué mierda pasa? ¿No están haciendo nada ustedes?”. Se
pelearon de verdad y después los dos primeros se fueron y los
nuevos se sentaron en sus escritorios y hablaron en susurros un
rato.
>Entonces uno se levantó y empezó a vociferar “VÁYANSE
TODOS A CASA, POR DIOS. TENEMOS MEJORES COSAS
QUE HACER QUE MOLESTARLOS CON MÁS PREGUNTAS.
SI HAN HECHO ALGO MALO NO LO HAGAN MÁS Y QUE
ESTO SIRVA DE ADVERTENCIA PARA TODOS USTEDES”.
>Un grupito de hombres de traje se enojaron muchísimo y
eso fue CÓMICO porque diez minutos antes estaban queján-
dose porque los tenían ahí encerrados y ahora estaban furiosos
porque los dejaban ir… o sea, ¡decídanse!
>Pero nosotros nos separamos rápidamente, salimos y volvi-
mos a casa para escribir esto. Hay gente de incógnito por todas
partes, creo. Si estás clonando, mantén los ojos abiertos y
prepárate para correr cuando haya problemas. Si te agarran,
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trata de esperar, porque están tan ocupados que lo más prob-


able es que te dejen ir.
>¡Y están tan ocupados por nosotros! Toda esa gente del
camión terminó allí porque nosotros los clonamos. ¡Sigan clon-
ando, entonces!
Sentí que iba a vomitar. Esas cuatro personas —chicos que yo
nunca había visto— casi habían desaparecido para siempre por
algo que yo había iniciado.
Por algo que yo les había dicho que hicieran. Yo no era mejor
que un terrorista.

***

Aprobaron la solicitud de presupuesto del DSI. El Presidente


apareció en TV con el Gobernador para decirnos que ningún
precio era demasiado alto cuando se trataba de seguridad.
Tuvimos que verlo al día siguiente, en una asamblea que se hizo
en la escuela. Mi papá festejó. Había odiado al Presidente desde
el día en que salió electo, diciendo que no era mejor que el an-
terior y que el anterior había sido un completo desastre, pero
ahora no hacía más que hablar sobre lo firme y dinámico que
era.
—Debes tener paciencia con tu padre —me dijo mamá una
tarde cuando volví de la escuela. Había estado trabajando
desde casa todo lo que podía. Mamá trabaja por cuenta propia
y es especialista en reubicación: ayuda a personas británicas a
instalarse en San Francisco. La Alta Comisión del Reino Unido
le paga por responder correos electrónicos de británicos
desconcertados de todo el país, que están totalmente confun-
didos por lo frikis que somos los norteamericanos. Se gana la
167/438

vida explicando cómo son los norteamericanos, y decía que en


esos días era mejor hacerlo desde casa, donde no tenía que ver
a ningún norteamericano ni hablar con ellos.
No me hago ilusiones sobre Gran Bretaña. Puede que nuestro
país esté dispuesto a arrojar su Constitución a la basura cada
vez que uno de la jihad nos mira bizco pero, como aprendí gra-
cias a mi proyecto independiente de Estudios Sociales en
noveno grado, los británicos ni siquiera tienen Constitución.
Tienen leyes que te harían erizar el vello de los dedos de los
pies: pueden encarcelarte durante un año entero si están ver-
daderamente seguros de que eres terrorista, aunque no tengan
suficiente evidencia para demostrarlo. Ahora bien: ¿cuán se-
guros pueden estar si no tienen suficiente evidencia para de-
mostrarlo? ¿Cómo hacen para estar tan seguros? ¿Acaso te han
visto cometer actos terroristas en un sueño tremendamente
realista?
Y la vigilancia que hay en Gran Bretaña convierte a la de los
EE. UU. en cosa de aficionados. El londinense promedio es fo-
tografiado 500 veces por día tan solo mientras camina por las
calles. Todas las matrículas de los coches se fotografían en to-
das las esquinas del país. Todos, desde los bancos hasta la
empresa de transporte público, sienten un gran entusiasmo por
rastrearte y espiarte si piensan que eres remotamente
sospechoso.
Pero mamá no lo veía así. Abandonó Gran Bretaña en mitad
de la secundaria y, aunque se casó con un muchacho de
Petaluma y crió un hijo aquí, nunca se sintió como en casa.
Para ella, esta siempre fue la tierra de los bárbaros y Gran
Bretaña siempre sería su hogar.
—Mamá, pero está equivocado. Tú, entre todas las personas,
deberías saberlo. Están echando al inodoro todo lo que hace
168/438

grande a este país y él está de acuerdo. ¿Ya notaste que no han


capturado a ningún terrorista? Papá habla mucho de que “ne-
cesitamos estar a salvo”, pero le hace falta saber que la mayoría
no nos sentimos a salvo. Nos sentimos en peligro todo el
tiempo.
—Sé todo eso, Marcus. Créeme, no soy fanática de todo lo
que está sucediendo en este país. Pero tu padre está… —Se
quebró—. Cuando no regresaste después de los ataques, pensó
que…
Se levantó y se preparó una taza de té, algo que hacía cada
vez que se sentía incómoda o perturbada.
—Marcus —dijo—. Marcus, pensamos que estabas muerto.
¿Lo entiendes? Te lloramos durante días. Te imaginábamos re-
ventado en pedazos, en el fondo del océano. Muerto porque un-
os cabrones habían decidido asesinar a cientos de desconocidos
para demostrar algo.
Lo asimilé lentamente. Es decir, entendía que se habían pre-
ocupado. Habían muerto muchas personas con las bombas
—cuatro mil era la cantidad estimada actualmente— y práctica-
mente todos conocían a alguien que aquel día no había vuelto a
su casa. Había dos más de mi escuela que habían desaparecido.
—Tu padre estaba dispuesto a matar a alguien. A cualquiera.
Había perdido la razón. Nunca lo has visto así. Yo tampoco lo
había visto nunca así. Había perdido la razón. Se sentaba a esta
mesa y maldecía, maldecía y maldecía. Palabras viles, palabras
que jamás lo escuché decir. Un día, el tercer día, alguien llamó
y él estaba seguro de que eras tú, pero era número equivocado y
él tiró el teléfono con tanta fuerza que se desintegró en mil ped-
azos. —Yo ya me había preguntado por qué teníamos un telé-
fono nuevo en la cocina—. Algo se rompió dentro de tu padre.
Te ama. Los dos te amamos. Eres lo más importante de
169/438

nuestras vidas. Creo que no te das cuenta de eso. ¿Recuerdas,


cuando tenías diez años, todo ese tiempo que estuve en Lon-
dres? ¿Recuerdas?
Asentí en silencio.
—Estábamos por divorciarnos, Marcus. Oh, ya no importa
por qué. Fue una mala racha, cosas que ocurren cuando dos
personas que se aman dejan de prestarse atención durante un-
os años. Él fue a buscarme y me convenció de que volviera, por
ti. No pudimos soportar la idea de hacerte eso. Nos enamor-
amos otra vez por ti. Hoy estamos juntos por ti.
Sentí un nudo en la garganta. Nunca me había enterado.
Nadie me lo había dicho.
—Entonces, ahora tu padre está pasando un momento difícil.
No está en sus cabales. Tiene que pasar un tiempo antes de que
regrese a nosotros, antes de que vuelva a ser el hombre que
amo. Es preciso que, hasta entonces, cuente con nuestra
comprensión.
Me dio un largo abrazo y advertí lo delgados que se habían
puesto sus brazos, lo floja que tenía la piel del cuello. Siempre
pensaba en mi madre como en una mujer joven, pálida, de
mejillas rosadas, alegre, escudriñando todo con perspicacia a
través de sus gafas con armazón de metal. Ahora, se veía un
poco como una anciana. Yo le había hecho eso. Los terroristas
le habían hecho eso. El Departamento de Seguridad Interior le
había hecho eso. Extrañamente, los tres estábamos del mismo
lado. Mamá, papá y todas esas personas cuyas identidades
habíamos adulterado estaban del otro.

***
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Esa noche no pude dormir. Las palabras de mamá no de-


jaban de dar vueltas en mi cabeza. Papá había estado tenso y
callado durante la cena y apenas nos habíamos hablado, porque
yo no me creía capaz de evitar decirle algo equivocado y porque
él estaba concentrado en las últimas noticias: Al Qaeda era
definitivamente responsable por las bombas. Seis grupos ter-
roristas diferentes se habían adjudicado los ataques, pero sólo
el video que Al Qaeda había subido a la Internet revelaba in-
formación que el DSI decía que no había revelado a nadie.
Me quedé acostado en la cama, escuchando un programa de
radio nocturno con llamadas de los oyentes. Se hablaba de
problemas sexuales y lo conducía un gay al que normalmente
me encantaba escuchar, porque le daba a la gente consejos muy
crudos, pero buenos, y porque era muy cómico y extravagante.
Pero esta noche no podía reírme. La mayoría de los que
llamaban querían preguntar qué hacer ante el hecho de que les
resultaba difícil tener relaciones con sus parejas desde el día
del ataque. Ni los programas de radio sobre sexo podían es-
capar del asunto.
Apagué la radio y escuché el rumor de un motor en la calle.
Mi habitación está en el piso superior de la casa, que es una
dama pintada. Tengo un techo de altillo, en declive, y ventanas
a ambos lados; desde una de ellas se ve todo Mission; desde la
otra, la calle de nuestra casa. Pasaban coches con frecuencia, a
toda hora del día y de la noche, pero había algo diferente en el
ruido de este motor.
Me acerqué a la ventana que daba a la calle y levanté las cor-
tinas. Abajo había un furgón blanco, sin marcas distintivas,
cuyo techo estaba festoneado de antenas de radio, más antenas
de las que yo jamás había visto en un vehículo. Estaba pasando
171/438

muy lentamente por la calle; un plato pequeño ubicado en el


techo giraba y giraba.
Ante mis ojos, el furgón frenó y se abrió una de las puertas
traseras. Un sujeto con uniforme del DSI —a esta altura, ya
podía detectarlos a cien metros de distancia— salió a la calle.
Tenía una especie de dispositivo de mano cuyo resplandor azul
le iluminaba el rostro. Caminó de atrás para delante, primero
estudiando a mis vecinos, tomando notas con el dispositivo;
después, se dirigió hacia mí. Había algo familiar en su manera
de caminar, mirando hacia abajo…
¡Estaba usando un detector de WiFi! El DSI buscaba nodos
de Xnet. Bajé las cortinas, me zambullí en mi habitación y corrí
a la Xbox. La había dejado encendida, bajando unas an-
imaciones muy buenas del discurso “ningún precio es demasi-
ado alto” del Presidente, hechas por un usuario de Xnet. Arran-
qué el enchufe de la pared, me lancé de vuelta hacia la ventana
y abrí las cortinas una fracción de centímetro.
El tipo estaba otra vez mirando hacia abajo, hacia el detector,
caminando de un lado al otro frente a nuestra casa. Un mo-
mento después, regresó al furgón y se fueron.
Saqué la cámara y tomé todas las fotos que pude del furgón y
de sus antenas. Después, las abrí con el editor de imágenes gra-
tuito llamado The GIMP y eliminé todo de las fotos, excepto el
furgón: borré la calle y todo lo que pudiera identificarme.
Las subí a la Xnet y escribí todo lo que pude sobre los fur-
gones. Estos tipos, definitivamente, estaban buscando la Xnet.
Era obvio.
Ahora sí que no podía dormir.
No había nada que hacer, salvo jugar a los piratas a cuerda.
Incluso a estas horas, habría muchos jugando. El verdadero
nombre de los piratas a cuerda era Botín de Relojería; lo
172/438

habían creado unos adolescentes de Finlandia, amantes del


death metal, para pasar el tiempo. Era un juego totalmente gra-
tuito, que brindaba la misma diversión que cualquier servicio
de 15 dólares por mes, como el Ender’s Universe, el Middle
Earth Quest y el Discworld Dungeons.
Me logueé y ahí estaba yo, todavía en la cubierta del Car-
guero Zombi, esperando que alguno me diera cuerda. Odiaba
esa parte del juego.
Le escribí a un pirata que pasaba:
>Eh, tú. ¿Me das cuerda?
Se detuvo y me miró.
>¿Por qué?
>Somos del mismo equipo. Además, ganas puntos de
experiencia.
Qué imbécil.
>¿Dónde estás?
>San Francisco.
Esto comenzaba a parecerme conocido.
>¿Qué lugar de San Francisco?
Me deslogueé. Estaban sucediendo cosas raras en el juego.
Salté a los blogs y comencé a reptar de uno al otro. Pasé por
media docena antes de encontrar algo que me heló la sangre.
A los bloggers les encantan los cuestionarios. ¿Qué clase de
hobbit eres? ¿Eres un gran amante? ¿A qué planeta te pareces
más? ¿Qué personaje de tal película eres? ¿A qué tipo emocion-
al perteneces? Los responden y sus amigos los responden y to-
dos comparan los resultados. Entretenimiento inofensivo.
Pero lo que me aterró era el cuestionario que dominaba los
blogs de la Xnet aquella noche, porque era cualquier cosa
menos inofensivo.
173/438

Los cuestionarios graficaban los resultados en un mapa, con


alfileres de colores que marcaban las escuelas y los barrios, y
hacían recomendaciones poco convincentes sobre lugares
donde comprar pizza y cosas así.
Pero mira esas preguntas. Piensa en mis respuestas:
Había solamente dos personas en toda mi escuela que coin-
cidían con ese perfil. Lo mismo debía de ocurrir en otras es-
cuelas. Si querías descubrir quiénes eran los usuarios de la
Xnet, podías usar esos cuestionarios para encontrarlos a todos.
Eso ya era bastante feo, pero peor era lo que implicaba: al-
guien del DSI estaba usando la Xnet para llegar a nosotros. La
Xnet estaba intervenida por el DSI.
Había espías entre nosotros.

***

Le había entregado discos de Xnet a cientos de personas y el-


las habían hecho lo mismo. Conocía bastante bien a los que les
había dado los discos. A algunos los conocía muy bien. He
vivido en la misma casa toda mi vida y he hecho cientos y cien-
tos de amigos a lo largo de los años, desde los que iban a la
guardería conmigo hasta los que jugaban al fútbol conmigo y
los que jugaban JRV conmigo, los que conocía en discotecas,
los que conocía de la escuela. Los de mi equipo de JRA eran
mis amigos más íntimos, pero había mucha gente conocida en
la que confiaba lo suficiente como para entregarle un disco de
Xnet.
Ahora los necesitaba.
Desperté a Jolu haciendo sonar su teléfono y colgando des-
pués del primer timbre, tres veces seguidas. Un minuto
174/438

después, estaba conectado a la Xnet, donde podíamos charlar


con seguridad. Le dije que viera mi posteo del blog sobre los
furgones con radio y regresó un minuto más tarde, completa-
mente alterado.
>¿Seguro que nos buscan a nosotros?
En respuesta, le dije que viera el cuestionario.
>Oh por dios. Es nuestro fin.
>No, no es para tanto, pero tenemos que descubrir en quién
podemos confiar.
>¿Cómo?
>Es lo que quería preguntarte. ¿En cuántas personas podrías
asegurarme que confías totalmente, digamos, hasta el fin de la
tierra?
>Eh… 20 ó 30, algo así.
>Quiero reunir un grupo de gente realmente confiable y
hacer un intercambio de claves estilo red de confianza.
Una red de confianza es una de esas cosas geniales de la
cripto de las que había leído pero nunca había intentado hacer.
Es una manera, casi a prueba de tontos, de poder hablar con las
personas de tu confianza sin que nadie más te escuche. El prob-
lema es que necesitas reunirte físicamente con los que pertene-
cen a la red; como mínimo una vez, para poder iniciarla.
>Entiendo, claro. No está mal. ¿Pero cómo vas a reunir a to-
dos para la firma de claves.
>De eso quería preguntarte. ¿Cómo lo hacemos sin que nos
arresten?
Jolu escribió unas palabras y las borró; escribió más y las
borró. Yo puse:
>Darryl lo sabría. Dios, era grandioso para estas cosas.
Jolu no escribió nada. Después:
175/438

>¿Qué te parece una fiesta? ¿Qué tal si nos reunimos en al-


gún sitio como adolescentes que hacen una fiesta? Así tendre-
mos una excusa ya preparada, por si aparece alguien a pregun-
tarnos qué estamos haciendo?
>¡Funcionaría, totalmente! Eres un genio, Jolu.
>Lo sé. Y esto te va a encantar: sé exactamente dónde
hacerla, además.
>¿Dónde?
>¡En los baños Sutro!
Capítulo 10
¿Qué harías si descubrieras que hay un espía en tu entorno?
Podrías denunciarlo, ponerlo contra la pared y echarlo. Pero
entonces podría venir otro espía, y ese nuevo espía tendría más
cuidado que el anterior y tal vez no se dejaría descubrir tan
fácilmente.
Aquí tienes una idea mejor: comienza a interceptar las comu-
nicaciones del espía y dale información errónea, a él y a sus
jefes. Digamos que sus jefes le ordenan reunir información
sobre tus movimientos. Tú permites que te siga a todos lados y
que tome todas las notas que quiera, pero luego abres con va-
por los sobres que envía a su cuartel general y reemplazas su
informe de tus movimientos con otro ficticio. Si quieres, puedes
redactarlo para hacerlo quedar como un hombre errático y
poco fiable, para que sus jefes se deshagan de él. Puedes manu-
facturar crisis para forzar a un bando o al otro a revelar las
identidades de otros espías. En otras palabras, tú eres el amo.
Eso se llama “ataque del intermediario” y, si lo piensas, es
bastante aterrador. Alguien que se interpone en tus comunica-
ciones puede engañarte de mil maneras.
Por supuesto, hay una forma genial de esquivar el ataque del
intermediario: usar cripto. Con la cripto, no importa que el
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enemigo pueda ver tus mensajes, porque no puede descifrarlos,


modificarlos y reenviarlos. Es una de las razones principales
para usar cripto.
Pero recuerda: para que la cripto funcione, debes las claves
de la gente a la que quieres hablarle. Tu socio y tú deben com-
partir uno o dos secretos, unas claves que pueden utilizar para
encriptar y desencriptar los mensajes con el fin de que el inter-
mediario quede fuera.
De allí surgió la idea de las claves públicas. Es un poco com-
plicado, pero también increíblemente elegante.
En la cripto de clave pública, cada usuario tiene dos claves.
Son largas sucesiones de jerga matemática que tienen una
propiedad casi mágica. Lo que codificas con una clave, lo deco-
dificas con la otra y viceversa. Más aún, son las únicas claves
que pueden hacerlo: si puedes descifrar un mensaje con una
clave, sabes que fue cifrado con la otra (y viceversa).
Así que escoges cualquiera de esas dos claves (no importa
cuál) y la publicas. La conviertes en un total no-secreto. Qui-
eres que todo el mundo sepa de ella. Por razones obvias, se la
llama “clave pública”.
La otra clave la escondes en los rincones más oscuros de tu
mente. La proteges con tu vida. Nunca permites que nadie sepa
de qué se trata. Esa se llama tu “clave privada” (obvio).
Ahora, supongamos que eres espía y que quieres hablar con
tus jefes. Todo el mundo conoce la clave pública de ellos. Todo
el mundo conoce tu clave pública. Nadie conoce tu clave
privada, salvo tú. Nadie conoce la clave privada de tus jefes,
salvo ellos.
Quieres enviarles un mensaje. Primero, lo encriptas con tu
clave privada. Podrías mandar el mensaje así y funcionaría
bastante bien, porque cuando tus jefes recibieran el mensaje
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sabrían que proviene de ti. ¿Cómo? Porque si pueden desen-


criptarlo con tu clave pública, solamente pudo ser encriptado
con tu clave privada. Es equivalente a poner tu sello o tu firma
al final del mensaje. Es como decir: “Yo escribí esto y nadie
más. Nadie pudo falsificarlo ni modificarlo”.
Por desgracia, todo esto no mantiene el mensaje en secreto,
ya que tu clave pública es realmente muy conocida (tiene que
serlo o estarías limitado a enviar mensajes sólo a los pocos que
tuvieran tu clave pública). Cualquiera que interceptara el
mensaje podría leerlo. No pueden modificarlo y hacerlo parecer
como que provino de ti, pero si no quieres que nadie se entere
de lo que estás diciendo, necesitas una solución mejor.
Entonces, en lugar de encriptar el mensaje solamente con tu
clave privada, también lo encriptas con la clave pública de tus
jefes. De ese modo, lo cierras con doble candado. El primer
candado —la clave pública de tus jefes— sólo se abre con la
clave privada de tus jefes. El segundo candado —tu clave
privada— sólo se abre con tu clave pública. Cuando tus jefes
reciben el mensaje, lo abren con ambas claves y saben con se-
guridad que: a) tú lo escribiste y b) sólo ellos pueden leerlo.
Es muy genial. El día que lo descubrí, Darryl y yo inmediata-
mente intercambiamos claves y pasamos meses riéndonos con
sorna y frotándonos las manos, mientras nos enviábamos
mensajes sobre altos secretos militares: dónde nos encon-
trábamos después de la escuela o si Van alguna vez le prestaría
atención.
Pero si quieres entender qué es la seguridad, debes consider-
ar las posibilidades más paranoicas, por ejemplo: ¿y si te en-
gaño, haciéndote creer que mi clave pública es la de tus jefes?
Tú encriptas el mensaje con tu clave privada y mi clave pública.
Yo lo desencripto, lo leo, vuelvo a encriptarlo con la verdadera
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clave pública de tus jefes y lo envío. Desde el punto de vista de


tus jefes, nadie pudo haber escrito ese mensaje, salvo tú, y
nadie pudo haberlo leído, salvo ellos.
Y yo me siento en el medio, como una araña gorda en su red,
y todos tus secretos me pertenecen.
La forma más fácil de arreglarlo es publicitar muy amplia-
mente tu clave pública. Si conocer tu clave pública es realmente
muy sencillo para cualquier persona, el intermediario encuen-
tra cada vez más dificultades. ¿Pero sabes qué? Lograr que las
cosas sean muy conocidas es tan difícil como mantenerlas en
secreto. Piénsalo: ¿cuántos miles de millones de dólares se
gastan en comerciales de champú y otras mierdas para asegur-
ar que la mayor cantidad de personas sepan lo que el publicit-
ario quiere que sepan?
Hay una manera más barata de lidiar con los intermediarios:
la red de confianza. Digamos que, antes de salir de tu cuartel
general, tú y tus jefes se sientan a tomar un café y se revelan
mutuamente sus claves. ¡No hay más intermediarios! Estás ab-
solutamente seguro de quién es el dueño de las claves que
posees, porque te las pusieron en las manos.
Hasta ahora, todo bien. Pero existe un límite natural: ¿con
cuánta gente puedes reunirte físicamente para intercambiar
claves? ¿Cuántas horas del día quieres dedicar al equivalente de
escribir tú solo la guía telefónica? ¿Cuántas de esas personas
están dispuestas a dedicarte tanto tiempo?
Pensar en todo esto como si fuese la guía telefónica te ayuda.
Alguna vez, el mundo fue un sitio con un montón de guías tele-
fónicas y cuando necesitabas un número lo buscabas en ese
libro. Pero muchos de los números a los que querías llamar
cierto día, o bien los sabías de memoria, o bien se los pregunta-
bas a otras personas. Incluso en la actualidad, cuando salgo con
180/438

el celular, les pregunto a Jolu o a Darryl si tienen el número


que estoy buscando. Es más rápido y más fácil que buscarlo en
la red, y también más confiable. Si Jolu tiene un número, yo
confío en él y por lo tanto también confío en el número. Eso se
llama “confianza transitiva”: confianza que se desplaza por la
red de nuestras relaciones.
Una red de confianza es una versión ampliada de lo mismo.
Supongamos que me encuentro con Jolu y me da su clave. Yo la
añado a la lista de claves que he firmado con mi clave privada.
Eso significa que puedes descifrarla con mi clave pública y
saber con seguridad que yo o alguien que tiene mi clave, en to-
do caso, estamos diciendo “esta clave pertenece a tal persona”.
Yo te entrego toda mi lista de claves y, como tú confías en
que de verdad me reuní con sus dueños y verifiqué todas las
claves que contiene, la aceptas y la agregas a tu lista. Después,
te reúnes con otro y le entregas toda tu lista a él. La lista crece,
cada vez es más larga y, siempre que tú confíes en el siguiente
sujeto de la cadena y éste confíe en el siguiente de la cadena y
así sucesivamente, estás bastante a salvo.
Lo que me lleva al tema de las fiestas de intercambio de
claves. Que son exactamente lo que parecen: fiestas donde to-
dos se reúnen para intercambiar claves con todos los demás. Mi
intercambio de claves con Darryl fue una especie de mini-fiesta
con apenas dos tristes invitados geek. Pero cuando hay más
gente, se crea la semilla de una red de confianza que puede ex-
pandirse partiendo de allí. Conforme todos los que tienes en la
lista de claves salen al mundo y se reúnen con más gente, se
agregan cada vez más nombres a la red. Tú no tienes que re-
unirte con los nuevos, sólo confiar en que las claves que ob-
tienes de los miembros de tu red son válidas.
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Es por eso que las redes de confianza y las fiestas siempre


van juntas, como la manteca de maní y el chocolate.

***

—Diles nada más que es una fiesta superprivada, sólo con in-
vitación —dije—. Diles que no traigan a nadie o no podrán
entrar.
Jolu me miró por encima de su café.
—¿Bromeas, no? Cuando dices eso, la gente trae más amigos.
—Grrr —dije. En esos días pasaba una noche por semana en
lo de Jolu, actualizando el código de la indienet. Por hacerlo,
Pigspleen de verdad me pagaba una suma de dinero no igual a
cero, lo que me resultaba muy extraño. Nunca había pensado
que me pagarían por escribir código—. ¿Qué hacemos
entonces? Sólo queremos gente en la que realmente confiamos
y no queremos decir por qué hasta tener todas las claves de to-
dos y poder enviarles mensajes en secreto.
Jolu eliminaba bugs y yo miraba por encima de su hombro.
Antes, esto se llamaba “programación extrema”, lo que era un
poco embarazoso. Ahora la llamamos “programación” a secas.
Dos personas detectan bugs mucho mejor que una sola. Como
dice el cliché: “Cuando hay suficientes ojos, todo error es
superficial”.
Estábamos trabajando con los informes de errores y pre-
parándonos para lanzar la nueva versión. Todo se actualizaba
automáticamente en segundo plano, de modo que los usuarios
no tenían que hacer nada. Más o menos una vez por semana,
despertaban y se encontraban con un programa mejor. Era
182/438

bastante inquietante saber que el código que yo escribía sería


utilizado por cientos de miles de personas mañana.
—¿Qué hacemos? Viejo, no lo sé. Creo que tendremos que
convivir con eso.
Recordé los días del Loca Diversión en Harajuku. Había
muchos desafíos sociales que involucraban a grandes grupos de
personas como parte del juego.
—OK, tienes razón. Pero al menos tratemos de mantenerlo en
secreto. Diles que pueden traer, como máximo, una persona
más, y que tiene que ser alguien que conocen personalmente
desde hace cinco años como mínimo.
Jolu apartó la vista de la pantalla.
—Eh —dijo—. Eh, eso sí que funcionará. Ya lo estoy viendo. O
sea, si me dijeras que no llevara a nadie, sólo pensaría “¿Quién
diablos se cree que es?”. Pero si me lo dices así parece algo es-
tupendo de 007.
Encontré un bug. Bebimos café. Fui a casa y jugué un poco al
Botín de Relojería, tratando de no pensar en los jugadores que
daban cuerda y hacían preguntas indiscretas, y me dormí como
un bebé.

***

Los baños Sutro son las auténticas ruinas romanas falsas de


San Francisco. Cuando se inauguraron, en 1896, se convirti-
eron en los baños bajo techo más grandes del mundo: un
enorme solarium victoriano de cristal, con piscinas y tinas de
baño, e incluso con un precursor de los toboganes de agua. En
los ‘50 cayeron en decadencia y en 1966 sus dueños los prendi-
eron fuego para cobrar el seguro. Lo único que queda es un
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laberinto de piedras erosionadas, empotradas en el estéril


acantilado de Ocean Beach. Parecen, ni más ni menos, ruinas
romanas desmoronadas y misteriosas, y justo detrás de ellas
hay un grupo de cavernas que desembocan en el mar. Cuando
el mar está agitado, las olas penetran en las cavernas y cubren
las ruinas; hasta se sabe que, en ocasiones, han arrastrado y
ahogado a algún turista.
Ocean Beach está lejos, pasando el parque Golden Gate; es
un acantilado desnudo, bordeado de viviendas costosas en mal
estado, que desciende hacia una playa angosta, salpicada de
medusas y de surfistas valientes (locos). Apenas termina la
parte poco profunda, cerca de la costa, hay una roca blanca in-
mensa. Se llama la Piedra de las Focas y allí solían congregarse
los leones marinos hasta que los reubicaron en ambientes más
amigables para el turista, en Fisherman’s Wharf.
Después de que anochece, no hay casi nadie allí. Hace mucho
frío, con un rocío salado que te cala hasta los huesos si se lo
permites. Las rocas son afiladas y hay vidrios rotos y alguna
que otra aguja desechada por los drogones.
Es un sitio genial para una fiesta.
Llevar lonas impermeables y calentadores de manos quími-
cos fue idea mía. A Jolu se le ocurrió dónde conseguir la
cerveza: su hermano mayor, Javier, tenía un amigo que mane-
jaba todo un servicio de venta de alcohol a menores; le pagabas
lo suficiente y se aparecía en el remoto lugar de la fiesta con
hieleras de poliestireno y todas las bebidas que querías. Gasté
un manojo del dinero que había ganado por programar la in-
dienet y el hombre se presentó justo a tiempo —8:00 p.m., una
hora después del anochecer— y descargó seis hieleras portátiles
de su camioneta en las ruinas de los baños. Hasta trajo una adi-
cional para los envases vacíos.
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—Ahora no hagan locuras, chicos —dijo, golpeteando su som-


brero de vaquero. Era un samoano gordo, con una enorme son-
risa y una aterradora camiseta sin mangas de la que se es-
capaban sus axilas, su panza y los pelos de sus hombros. Saqué
billetes de veinte de mi rollo de dinero y se los entregué. Él
miró el rollo.
—¿Sabes? Podría arrebatarte eso —dijo, todavía sonriendo—.
A fin de cuentas, soy un delincuente.
Guardé el rollo en el bolsillo y lo miré a los ojos. Había sido
una estupidez mostrarle lo que tenía, pero sabía que, a veces,
hay que dejar en claro dónde estás parado.
—Estoy bromeando —dijo por fin—. Pero ten cuidado con ese
dinero. No andes mostrándolo.
—Gracias —le dije—. Aunque Seguridad Interior me pescaría
igual.
Su sonrisa se agrandó aún más.
—¡Ja! Ni siquiera son policías de verdad. Esos palurdos no
saben nada.
Miré su camioneta. En el parabrisas, destacadamente ex-
puesto, había un FasTrak. Me pregunté cuánto tardarían en
arrestarlo.
—¿Hoy vienen chicas? ¿Por eso compraron toda esta
cerveza?
Sonreí y lo saludé con la mano como si estuviera regresando
a la camioneta, que era lo debería estar haciendo. Finalmente,
entendió la indirecta y se marchó. Nunca dejó de sonreír.
Jolu me ayudó a esconder las hieleras entre los escombros,
trabajando con pequeñas linternas LED blancas enganchadas
en bandanas. Cuando estuvieron en su sitio, arrojamos unos
pequeños llaveros LED blancos al interior de cada una para que
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iluminaran cuando les quitáramos las tapas de poliestireno y


fuese más fácil ver lo que hacíamos.
Era una noche sin luna, cubierta de nubes, y las distantes
luces de la calle apenas nos alumbraban. Sabía que en un es-
caneo infrarrojo nos destacaríamos como llamaradas, pero no
podías evitar que te observaran cuando reunías a un grupo de
personas. Me contentaría con que nos echaran por celebrar una
fiesta de gente un poco borracha en la playa.
La verdad, no bebo mucho. Desde que tengo 14 años hay
cerveza, marihuana y éxtasis en las fiestas, pero yo odio fumar
(aunque soy bastante parcial a la hora de comerme un brownie
de hashish de vez en cuando), el éxtasis lleva demasiado tiempo
—¿quién dispone de todo un fin de semana para volarse y des-
pués bajar?— y la cerveza, bueno, no está mal, pero para mí no
es gran cosa. Mis preferidos son los cócteles grandes, elabora-
dos, que te sirven en un volcán de cerámica, con seis capas, en
llamas y con un mono de plástico en el borde, pero más que
nada por hacer teatro.
En realidad me gusta estar borracho. Pero no me gusta la
resaca y, maldición, siempre tengo resaca. Aunque, claro, eso
puede tener relación con la clase de bebidas que te sirven en un
volcán de cerámica.
Pero no se puede hacer una fiesta sin poner uno o dos ca-
jones de cerveza en hielo. Es lo que se espera. Afloja las cosas.
La gente hace estupideces después de demasiadas cervezas,
pero mis amigos no son de los que tienen coche. Además, la
gente hace estupideces en cualquier momento: la cerveza, la
hierba o lo que sea son incidentales, no el motivo central.
Jolu y yo abrimos una cerveza cada uno —para él, una An-
chor Steam; para mí, una Bud Lite— y entrechocamos las botel-
las, sentados en una piedra.
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—¿Les dijiste a las 9:00 p.m.?


—Sí —respondió.
—Yo también.
Bebimos en silencio. La Bud Lite era lo menos alcohólico que
había en las hieleras. Más tarde, necesitaría tener la cabeza
fresca.
—¿Alguna vez te asustas? —dije por fin.
Se volvió para mirarme.
—No, viejo. No me asusto. Siempre estoy asustado. Estoy
asustado desde el mismo minuto en que ocurrieron las explo-
siones. A veces estoy tan asustado que no quiero salir de la
cama.
—¿Y por qué lo haces, entonces?
Sonrió. —En cuanto a eso —dijo—, tal vez no lo haga más
dentro de no mucho tiempo. O sea, fue genial ayudarte. Gran-
dioso. Excelente, de verdad. No sé si alguna vez hice algo tan
importante. Pero Marcus, hermano, tengo que decirte…
—Calló.
—¿Qué? —dije, aunque sabía lo que vendría a continuación.
—No puedo hacerlo para siempre —dijo al fin—. Tal vez ni
siquiera durante un mes más. Creo que terminé con esto. Es
demasiado arriesgado. El DSI… no puedes hacerle la guerra. Es
una locura. Realmente, verdaderamente, una locura.
—Pareces Van —dije. Mi voz sonó mucho más amarga de lo
que era mi intención.
—No te critico, viejo. Creo que es genial que tengas la
valentía de hacer esto todo el tiempo. Pero yo no la tengo. No
puedo vivir mi vida con un terror perpetuo.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que me salgo. Seré una de esas personas
que actúan como si todo estuviera bien, como si todo fuera a
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volver a la normalidad algún día. Voy a usar la Internet, como


lo hice siempre, y la Xnet sólo para jugar. Lo que estoy diciendo
es que me salgo. Ya no formaré parte de tus planes.
No dije nada.
—Sé que esto significa dejarte solo. No lo deseo, créeme.
Preferiría que tú renunciaras conmigo. No puedes declararle la
guerra al gobierno de los EE. UU. No vas a ganar esa lucha.
Mirarte mientras lo intentas es como mirar a un pájaro que se
estrella contra la ventana una y otra vez.
Él quería que le dijera algo. Y lo que yo quería decirle era
“¡Vaya, Jolu, muchas gracias por abandonarme! ¿Te olvidas de
lo que pasó cuando nos raptaron? ¿Te olvidas de cómo era el
país antes de que ellos tomaran el control?”. Pero eso no era lo
que él quería que le dijera. Lo que quería que le dijera era:
—Entiendo, Jolu. Respeto tu decisión.
Bebió el resto de la botella, sacó otra y giró la tapa para
abrirla.
—Hay algo más —dijo.
—¿Qué?
—No iba a mencionarlo, pero quiero que comprendas por
qué tengo que hacer esto.
—Por Dios, Jolu, ¿qué ?
—Odio decir esto, pero tú eres blanco. Yo no. A un blanco lo
agarran con cocaína y lo mandan a rehabilitación. A un moreno
lo agarran con crack y lo meten en la cárcel veinte años. Los
blancos ven policías en las calles y se sienten seguros. Los
morenos vemos policías en las calles y nos preguntamos si es-
tán a punto de palparnos de armas. ¿Hablas de cómo te trata el
DSI? La ley de este país siempre fue así con nosotros.
Era tan injusto. Yo no había pedido ser blanco. No me creía
más valiente sólo por ser blanco. Pero sabía a qué se refería
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Jolu. Si la policía paraba a alguien en Mission, pidiéndole que


les mostrara alguna identificación, había altas probabilidades
de que no fuera un blanco. Cualquier riesgo que yo estuviera
corriendo, para Jolu era mayor. Cualquier pena que yo tuviera
que cumplir, la de Jolu sería mayor.
—No sé qué decir —respondí.
—No tienes que decir nada —dijo—. Sólo quería que lo supi-
eras para que me entendieras.
Vi gente que se acercaba hacia nosotros, caminando por la
senda lateral. Eran amigos de Jolu, dos chicos mexicanos y una
chica que yo conocía de por ahí, de baja estatura y medio geek,
que siempre llevaba unas bonitas gafas negras estilo Buddy
Holly que la hacían parecer la estudiante de arte marginada
que regresa convertida en mujer exitosa en las películas
adolescentes.
Jolu me presentó y les di cerveza. La chica no aceptó; en
cambio, sacó de su bolso una petaca plateada con vodka y me
ofreció un trago. Bebí un trago —el gusto por el vodka tibio
debe de ser adquirido— y elogié la petaca, que estaba repujada
con un motivo repetitivo de los personajes de Parappa el
Rapero.
—Es japonesa —me dijo, mientras yo pasaba otro llavero con
luces LED sobre la petaca—. Tienen juguetes geniales relacion-
ados con el alcohol, basados en juegos para chicos. Totalmente
enfermo.
Me presenté y se presentó. “Ange”, dijo, y me estrechó la
mano con la suya… seca, tibia, de uñas cortas. Jolu me presentó
a sus amigos, a los que conocía desde el campamento in-
formático de cuarto grado. Apareció más gente: cinco, diez,
luego veinte. Ahora ya era un grupo bien grande.
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Les habíamos dicho que llegaran a las 9:30 en punto y esper-


amos hasta las 9:45 para ver cuántos venían en total. Unos tres
cuartos eran amigos de Jolu. Yo había invitado a todos en los
que realmente confiaba. O bien yo discriminaba más que él, o
bien era menos popular. Ahora que me había dicho que renun-
ciaba, se me ocurrió que seguramente discriminaba menos.
Estaba de verdad enojado con él, pero trataba de no de-
mostrarlo, concentrándome en socializar con otra gente. Pero
Jolu no era estúpido. Sabía lo que me estaba pasando. Advertí
que estaba muy decaído. Bien.
—OK —dije, trepándome a una ruina—. OK, ¡eh!, ¿hola? —Al-
gunos que estaban cerca me prestaron atención, pero los del
fondo siguieron charlando. Subí los brazos como un referí, pero
estaba muy oscuro. Por fin, se me ocurrió la idea de encender el
llavero LED y apuntar con la luz a cada uno de los que char-
laban y luego a mí mismo. Gradualmente, fueron quedándose
en silencio.
Les di la bienvenida y les agradecí a todos por venir; después,
les pedí que se acercaran para que les explicara por qué es-
tábamos allí. Me di cuenta de que todos eran conscientes de la
confidencialidad de todo esto, de que estaban intrigados y un
poco encendidos por la cerveza.
—Bien, esto es así. Todos ustedes usan la Xnet. No es coin-
cidencia que la Xnet se haya creado justo después de que el DSI
tomó el control de la ciudad. Los que crearon esta red forman
una organización dedicada a las libertades personales y lo hici-
eron para mantenernos a salvo de los espías y las fuerzas del
orden del DSI. —Jolu y yo habíamos preparado esto por anti-
cipado. No queríamos dejar traslucir ante nadie que éramos
nosotros los que estábamos detrás de todo esto. Era demasiado
riesgoso. En cambio, queríamos quedar como dos simples
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tenientes del ejército de “M1k3y”, que actuaban como organiz-


adores de la resistencia local—. La Xnet no es pura. El bando
contrario puede usarla con tanta facilidad como nosotros.
Sabemos que ahora mismo hay espías del DSI que la usan. Util-
izan trampas de manipulación social y tratan de hacernos rev-
elar nuestra identidad para poder arrestarnos. Si queremos que
la Xnet tenga éxito, hay que pensar en cómo hacer para evitar
que nos espíen. Necesitamos una red dentro de la red.
Hice una pausa para dejar que lo asimilaran. Jolu había sug-
erido que todo esto podía resultar un poco fuerte: enterarse de
que estás a punto de ingresar en una célula revolucionaria.
—Ahora bien, no estoy aquí para pedirles que hagan nada ac-
tivamente. No tienen que salir a clonar ni nada. Los hemos
traído porque sabemos que tienen buena onda, sabemos que
son de fiar. Es esa confianza lo que quiero que aporten esta
noche. Algunos ya estarán familiarizados con las redes de confi-
anza y las fiestas de intercambio de claves, pero lo explicaré
brevemente para el resto…
Cosa que hice.
—Bien, lo que quiero que hagan esta noche es que conozcan a
los que están aquí y decidan hasta qué punto pueden confiar en
ellos. Los ayudaremos a generar pares de claves y a compartir-
las entre ustedes.
Esa parte era complicada. Pedirles que trajeran sus laptops
no habría resultado, pero necesitábamos hacer algo tremenda-
mente complejo que no funcionaría muy exactamente que di-
gamos si usábamos lápiz y papel.
Levanté la laptop que Jolu y yo habíamos reconstruido desde
cero la noche anterior.
—Confío en esta máquina. Instalamos todos sus compon-
entes con nuestras propias manos. Usa una versión del
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ParanoidLinux recién sacada de su caja, booteada del DVD. Si


queda una sola computadora confiable en el mundo, bien
puede ser esta.
»Aquí tengo cargado un generador de claves. Ustedes se
acercan, ponen algo al azar… oprimiendo varias teclas,
sacudiendo el mouse… y el programa lo usará como semilla
para crearles una clave pública y una privada que se mostrará
en la pantalla. Pueden tomar una foto de la clave privada con el
celular y luego pulsar cualquier tecla para hacerla desaparecer
para siempre; no queda almacenada en el disco ni nada.
Después, verán la clave pública. En ese momento, llaman a
toda la gente de aquí en la que confíen y que confía en ustedes,
y ellos sacan una foto de la pantalla con el dueño de la clave
parado junto a la máquina para que sepan a quién pertenece
esa clave.
»Cuando vuelvan a casa, tienen que convertir esas fotos en
claves. Lamento decirles que es mucho trabajo, pero tendrán
que hacerlo una sola vez. Tienen que ser supercuidadosos
cuando las escriben… un error y están jodidos. Por suerte,
tenemos un modo de descubrir si lo hicieron bien: debajo de la
clave aparecerá un número mucho más corto, que se llama
‘huella digital’. Cuando terminen de escribir la clave, generen
una huella digital de eso y compárenla con la original; si coin-
ciden, está bien.
Todos me miraban atónitos. OK, les había pedido que hicier-
an algo bastante raro, es cierto, pero aún así…
Capítulo 11
Jolu se puso de pie.
—Así se empieza, chicos. Así es como sabemos de qué lado
está cada uno. Puede que no estén dispuestos a tomar las calles
y ser arrestados por sus creencias, pero si tienen creencias con
esto nos enteraremos. Con esto, crearemos la red de confianza
que nos dirá quién está dentro y quién fuera. Si pretendemos
recuperar nuestro país alguna vez, necesitamos hacerlo. Neces-
itamos hacer algo así.
Alguien del público —era Ange— tenía el brazo en alto, sos-
teniendo una botella de cerveza.
—Considérame estúpida, pero no entiendo nada de esto. ¿Por
qué quieren que lo hagamos?
Jolu me miró y yo lo miré. Nos pareció tan obvio cuando lo
estábamos organizando…
—La Xnet no es solamente una forma de jugar gratis —siguió
Jolu—. Es la última red de comunicaciones abiertas de los EE.
UU. Es la última manera que nos queda de comunicarnos sin
que nos espíe el DSI. Para que funcione, necesitamos saber que
la persona con la que hablamos no es un espía. Lo que implica
saber que la persona a la que le enviamos mensajes es quien
pensamos que es. Es allí donde entran ustedes. Todos están
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aquí porque son de confianza. Es decir, porque realmente con-


fiamos en ustedes. Les confiamos nuestra vida.
Algunos gruñeron. Sonaba melodramático y tonto.
Volví a ponerme de pie.
—Cuando explotaron las bombas… —dije, y algo me subió
por el pecho, algo doloroso—. Cuando explotaron las bombas,
nos atraparon a cuatro en la calle Market. Por alguna razón, el
DSI decidió que eso nos convertía en sospechosos. Nos pusi-
eron bolsas en la cabeza, nos subieron a un barco y nos inter-
rogaron durante días. Nos humillaron. Jugaron con nuestras
mentes. Después nos dejaron ir. A todos, menos a uno. Mi me-
jor amigo. Estaba con nosotros cuando nos llevaron. Lo habían
herido y necesitaba atención médica. Nunca volvió a salir. Ellos
dicen que nunca lo vieron. Dicen que si alguna vez contamos
todo esto, nos arrestarán y nos harán desaparecer. Para
siempre.
Estaba temblando. La vergüenza. La maldita vergüenza. Jolu
me apuntaba con la luz.
—Oh, Dios —dije—. Ustedes son los primeros a los que les
cuento. Si esta historia se difunde, estén seguros de que ellos
sabrán quién la filtró. Estén seguros de que vendrán a golpear
mi puerta. —Respiré profundamente un poco más—. Por eso
me ofrecí de voluntario en la Xnet. Porque mi vida, de ahora en
adelante, es pelear contra el DSI. Con todo mi aliento. Todos
los días. Hasta que volvamos a ser libres. Ahora cualquiera de
ustedes podría mandarme a la cárcel si quisiera.
Ange volvió a levantar la mano.
—No vamos a delatarte —dijo—. De ninguna manera.
Conozco prácticamente a todos los que están aquí y puedo ase-
gurarlo. No sé cómo decidir en quién confiar, pero sé en quién
no confiar: en los mayores. En nuestros padres. En los adultos.
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Cuando piensan en espiar a alguien, piensan en otra persona,


en un malhechor. Cuando piensan en capturar a alguien y envi-
arlo a una prisión secreta, piensan en otra persona: en un
moreno, en un joven, en un extranjero.
»Se olvidan de cómo es tener nuestra edad. ¡Ser objeto de so-
spechas todo el tiempo! ¿Cuántas veces nos hemos subido al
autobús y todos y cada uno de los que están allí sentados nos
han mirado como si estuviéramos haciendo gárgaras con
mierda y desollando perritos?
»Para colmo, se convierten en adultos a una edad cada vez
menor. Hace mucho, solían decir “No confíes en nadie mayor
de 30″. ¡Yo digo que no confíen en ningún cabrón mayor de 25!
Eso motivó risas y ella también se rió. Era extrañamente
bonita, medio caballuna: rostro alargado, mandíbula alargada.
—En realidad no estoy bromeando ¿saben? Es decir, pién-
senlo. ¿Quién eligió a estos payasos imbéciles? ¿Quién les per-
mitió invadir la ciudad? ¿Quién votó a favor de poner cámaras
en nuestras aulas y de seguirnos a todos lados con los asquer-
osos chips espías de nuestros pases de viaje y de los coches? No
fueron los que tienen dieciséis años. Puede que seamos tontos,
puede que seamos jóvenes, pero no somos escoria.
—Quiero poner eso en una camiseta —le dije.
—Estaría bueno —dijo ella. Intercambiamos sonrisas—.
¿Dónde voy para que me den mis claves? —dijo, sacando el
celular.
—Lo haremos allá, en la zona aislada, junto a las cuevas. Te
llevaré y prepararé todo; después, haces lo tuyo y circulas por
aquí con la máquina para que tus amigos tomen las fotos de tu
clave pública y la escriban cuando vuelvan a casa. —Levanté la
voz—. ¡Ah! ¡Una cosa más! Dios, no puedo creer que me olvidé
de esto. ¡Borren esas fotos ni bien terminen de escribir las
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claves! Lo último que queremos es una galería de Flickr lleno


de fotos de nosotros conspirando.
Se oyeron unas risas nerviosas, pero bien intencionadas, y
después Jolu apagó la luz y, con la repentina oscuridad, quedé
como ciego. Gradualmente, mis ojos se adaptaron y me dirigí a
la cueva. Alguien caminaba detrás de mí. Ange. Me di vuelta, le
sonreí y ella sonrió: dientes luminosos en la oscuridad.
—Gracias por aquello —le dije—. Estuviste genial.
—¿Hablas de lo que dijiste de la bolsa en la cabeza y todo lo
demás?
—Fue en serio —dije—. Sucedió. Nunca se lo conté a nadie,
pero sucedió. —Lo pensé un momento—. ¿Sabes? En el tiempo
que pasó desde el incidente sin que yo dijera nada, comencé a
sentirlo como un mal sueño. Pero fue real. —Me detuve y trepé
hasta la cueva—. Me alegro de haberlo contado por fin. Si hu-
biese esperado más, quizás habría comenzado a dudar de mi
propia cordura.
Coloqué la laptop sobre una roca seca y la encendí desde el
DVD, bajo la mirada de ella.
—La voy a reiniciar con cada uno. Es un disco de Para-
noidLinux estándar, aunque supongo que tendrás que confiar
en mi palabra.
—Diablos —dijo ella—. Todo esto se basa en la confianza ¿no?
—Sí —dije—. Confianza.
Retrocedí a cierta distancia mientras ella hacía correr el gen-
erador de claves; la escuchaba teclear y mover el mouse para
generar aleatoriedad y oía el golpe del oleaje y los ruidos de cel-
ebración que provenían del sitio donde estaba la cerveza.
Ange salió de la cueva con la laptop en las manos. Allí, en
enormes letras blancas y luminosas, se leían su clave pública,
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su huella digital y su dirección de correo electrónico. Sostuvo la


pantalla junto a su rostro y esperó a que yo sacara mi teléfono.
—Cheese —dijo para sonreír.
Le tomé una foto y volví a guardarme la cámara en el bolsillo.
Ella se puso a caminar entre los presentes y permitió que
sacaran fotos de ella y la pantalla. Era festivo. Divertido. Real-
mente, ella tenía mucho carisma: no querías reírte de ella,
querías reírte con ella. Y, diablos… ¡era raro! Estábamos de-
clarándole una guerra secreta a la policía secreta. ¿Quién
mierda nos creíamos que éramos?
Y así siguió durante una hora, más o menos: todos tomando
fotos y haciendo claves. Llegué a conocer a todos los presentes.
Ya conocía a muchos; algunos eran invitados míos y otros eran
amigos de mis conocidos, o conocidos de mis amigos. Todos
debíamos hacernos amigos. Cuando terminó la noche, lo
éramos. Todos eran buenas personas.
Cuando terminaron, Jolu fue a hacerse las claves y me dio la
espalda, sonriéndome como una oveja. Pero ya se me había
pasado la rabia contra él. Él estaba haciendo lo que debía. Yo
sabía que, dijera lo que dijese, siempre podría contar con él. Y
habíamos estado juntos en la cárcel del DSI. Van también. Sin
importar qué ocurriera, eso nos uniría para siempre.
Hice mis claves y desfilé entre la pandilla, dejando que todos
sacaran fotos. Después, volví a subirme a la ruina desde la que
había hablado antes y pedí atención.
—Muchos de ustedes han notado que hay una falla crucial en
este procedimiento: ¿qué pasa si esta laptop no es confiable?
¿Qué pasa si está grabando secretamente nuestras instruc-
ciones? ¿Qué pasa si nos está espiando? ¿Qué pasa si José Luis
y yo no somos de fiar?
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Más risas nerviosas bien intencionadas. Un poco más excita-


das que antes, con más cerveza encima.
—Hablo en serio —dije—. Si estuviéramos en el lado equivoc-
ado, nos meteríamos… ustedes se meterían en un enorme prob-
lema. La cárcel, quizás.
Los risas se volvieron más nerviosas.
—Por esa razón voy a hacer esto —dije, y recogí un martillo
que había sacado de la caja de herramientas de papá. Apoyé la
laptop sobre la piedra, junto a mí, y balanceé el martillo hacia
atrás, mientras Jolu seguía el movimiento con la luz de su
llavero.
Crash… Siempre había soñado con destrozar una laptop a
martillazos y ahora lo estaba haciendo. Era una sensación por-
nográficamente buena. Y mala.
¡Paf! Se cayó la tapa, convertida en millones de pedazos, de-
jando el teclado al descubierto. Seguí golpeando hasta que se
salió el teclado, dejando al aire la placa madre y el disco duro.
¡Crash! Apunté directo al disco duro, dándole con todas mis
fuerzas. Hicieron falta tres golpes para partir en dos la carcasa
protectora y dejar expuesto el frágil disco de su interior.
Continué golpeando hasta que no quedó nada más grande que
un encendedor de cigarrillos y luego puse todo en una bolsa de
basura. La gente vitoreaba enloquecida, tan fuerte que real-
mente me preocupó que alguien oyera desde lejos, por encima
del ruido del oleaje, y llamara a la policía.
—¡Muy bien! —grité—. Ahora, si me acompañan, voy a llevar
esto al mar y a sumergirlo en agua salada durante diez minutos.
Al principio, nadie se acercó, pero después Ange dio un paso
adelante, me tomó del brazo con su mano tibia, me dijo “Eso
fue hermoso” al oído y marchamos juntos rumbo al mar.
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En la orilla había una oscuridad perfecta y traicionera, in-


cluso con las luces de los llaveros encendidas. Había rocas res-
baladizas y afiladas sobre las que ya era difícil caminar sin
tratar de mantener el equilibrio llevando tres kilos de electrón-
ica despedazada en una bolsa de plástico. Resbalé una vez y
pensé que me iba a cortar, pero ella me sujetó con una fuerza
sorprendente y me mantuvo de pie. Con el tirón, quedé muy
cerca de ella, tan cerca como para sentir su perfume, que olía a
coche nuevo. Me encanta ese olor.
—Gracias —logré decirle, mirando esos ojos grandes que sus
gafas masculinas, de marco negro, magnificaban aún más. En
la oscuridad, no pude percibir de qué color eran, pero supuse
que serían oscuros, basándome en su cabello oscuro y cutis
oliváceo. Parecía mediterránea, tal vez griega, española o
italiana.
Me agaché y sumergí la bolsa en el mar, dejando que se llen-
ara de agua salada. Me resbalé un poco y me empapé el zapato;
lancé un insulto y ella rió. Casi no habíamos dicho nada en el
trayecto hasta el océano. Había algo mágico en nuestro silencio
sin palabras.
A esas alturas, yo había besado un total de tres chicas en mi
vida, sin contar cuando regresé a la escuela y recibí la bienven-
ida de un héroe. No era una cantidad formidable, pero tampoco
minúscula. Tengo un radar de chicas bastante razonable y creo
que podría haberla besado. No estaba bu3n4 en el sentido
tradicional del término, pero algo pasa cuando hay una chica,
una noche y una playa; además, ella era inteligente, apasionada
y comprometida.
Pero no la besé ni la tomé de la mano. En cambio, comparti-
mos un momento que sólo puedo describir como espiritual. El
oleaje, la noche, el mar, las rocas y nuestra respiración. El
199/438

momento se extendió. Suspiré. Había sido toda una experien-


cia. Esa noche tenía mucho que escribir, tenía que poner esas
claves en mi lista, firmarlas y publicar las claves firmadas.
Inaugurar la red de confianza.
Ella también suspiró.
—Vamos —le dije.
—Sí —dijo ella.
Regresamos. Fue una buena noche, aquella noche.

***

Jolu esperó a que viniera el amigo de su hermano a recoger


las hieleras. Yo me fui caminando con los demás por la car-
retera, hasta la parada más cercana del autobús municipal, y lo
abordamos. Por supuesto, ninguno usó un pase municipal. Para
ese entonces, todos los usuarios de la Xnet habitualmente
clonábamos el pase de otras personas tres o cuatro veces por
día, asumiendo una nueva identidad para cada viaje.
En el autobús fue difícil mantener la calma. Estábamos todos
un poco borrachos y mirarnos las caras bajo las brillantes luces
del autobús era bastante cómico. Nos pusimos ruidosos y el
conductor nos dijo dos veces, por el intercomunicador, que ba-
járamos la voz; después, nos dijo que nos calláramos de inme-
diato o llamaría a la policía.
Eso nos hizo reír de nuevo y nos bajamos en masa antes de
que llamara a la policía en serio. Ahora estábamos en North
Beach y había muchos autobuses, taxis, el BART de la calle
Market, discotecas con luces de neón y cafés en donde dispers-
ar el grupo, así que nos separamos.
200/438

Llegué a casa, encendí la Xbox y comencé a copiar las claves


de la pantalla del teléfono. Era un trabajo monótono, hipnótico.
Como estaba algo borracho, comencé a adormilarme.
Estaba a punto de dormirme del todo cuando se abrió una
ventana nueva con un mensaje instantáneo.
>¡Hola!
No reconocí el seudónimo —spexgirl—, pero tenía una idea
de quién estaba detrás de él. Cautelosamente, escribí:
>Hola.
>Soy yo, la de esta noche.
Después, pegó un bloque de cripto. Yo ya había ingresado su
clave pública en la lista, de modo que le dije al cliente de
mensajería que intentara desencriptar el código con esa clave.
>Soy yo, la de esta noche.
¡Era ella! Escribí:
>Qué casualidad encontrarte aquí.
Después, lo encripté para mi clave pública y lo envié. Luego
puse:
>Fue sensacional conocerte.
>Lo mismo digo. No conozco muchos chicos inteligentes que
además son guapos y se comprometen con lo social. Por dios,
hombre. No le dejas muchas opciones a una chica.
El corazón se me salía del pecho.
>¿Hola? Toc toc. ¿Esto está encendido? No nací aquí, pero
seguro que moriré aquí. No te olvides de la propina para las ca-
mareras; trabajan mucho. Estoy aquí toda la semana.
Me reí muy fuerte.
>Aquí estoy, aquí estoy. Riéndome tanto que no puedo
escribir.
>Bien, al menos mis pasos de comedia por mensaje in-
stantáneo siguen siendo poderosos.
201/438

Mmm.
>Fue realmente sensacional conocerte.
>Sí, por lo general lo es. ¿Dónde vas a llevarme?
>¿Llevarte?
>En nuestra próxima aventura.
>La verdad, no tenía nada planeado.
>Oki… entonces te llevaré YO. Sábado. Parque Dolores. Con-
cierto ilegal al aire libre. El que no va es un dodecaedro.
>Espera… ¿qué?
>¿No lees la Xnet? Está en todos lados. ¿Alguna vez has oído
de las Speedwhores?
Casi me atraganto. Era la banda de Trudy Doo… Trudy Doo,
la mujer que nos pagaba a Jolu y a mí por actualizar el código
de la indienet.
>Sí, he oído de ellas.
>Están organizando un espectáculo enorme y ya tienen unas
cincuenta bandas que se sumaron al concierto. Lo hacen en las
canchas de tenis; van a llevar sus propios camiones con amp-
lificación y a rockear toda la noche.
Me sentí como si viviera debajo de una piedra. ¿Cómo me lo
había perdido? En la calle Valencia había una librería anar-
quista por la que pasaba, a veces, cuando iba camino a la es-
cuela y que tenía un afiche de una vieja revolucionaria llamada
Emma Goldman, con esta leyenda: “Si no puedo bailar no
quiero ser parte de tu revolución”. Había gastado todas mis en-
ergías pensando en cómo usar la Xnet para organizar a los ded-
icados luchadores de la interferencia al DSI, pero esto era
muchísimo más atractivo… un gran concierto. No tenía idea de
cómo organizarlo, pero me alegraba saber que otros sí.
Y, ahora que lo pensaba, me daba un tremendo orgullo que
usaran la Xnet para organizarlo.
202/438

***

Al día siguiente era un zombi. Ange y yo habíamos chateado


(coqueteado) hasta las 4:00 de la madrugada. Por suerte para
mí, era sábado y pude seguir durmiendo pero, entre la resaca y
la falta de sueño, apenas lograba poner dos ideas juntas.
A la hora del almuerzo, me las ingenié para levantarme y sa-
lir a la calle. Caminé a los tumbos hacia lo del turco para com-
prarme un café; en esos días, si estaba solo, siempre compraba
café allí, como si el turco y yo formáramos parte de un club
secreto.
En el camino, vi un montón de graffitis nuevos. Me gustaban
los graffitis de Mission; muchas veces eran murales enormes,
exquisitos, o esténciles sarcásticos de los estudiantes de arte.
Me gustaba que los artistas del graffiti de Mission siguieran con
su trabajo bajo las narices del DSI. Otra clase de Xnet,
supongo; debían de tener mil formas de saber lo que estaba
ocurriendo, dónde conseguir pintura, qué cámaras fun-
cionaban. Noté que habían tapado algunas cámaras con pintura
en aerosol.
¡Tal vez usaban la Xnet!
Pintadas con letras de tres metros de altura, en un flanco del
muro de un cementerio de autos, se leían estas palabras chor-
readas: NO CONFÍES EN NADIE MAYOR DE 25.
Me detuve. ¿Alguien se había ido de mi “fiesta” de anoche
para venir aquí con una lata de pintura? Muchos de ellos vivían
en este barrio.
Compré el café y di un pequeño paseo por la ciudad, sin
rumbo fijo, pensando todo el tiempo en llamar a alguien para
203/438

ver si quería que alquiláramos una película o algo. Así eran los
sábados ociosos como este. ¿Pero a quién iba a llamar? Van no
me hablaba. No creía estar listo para hablar con Jolu, y Darryl…
Bueno, no podía llamar a Darryl.
Volví a casa con el café y navegué un poco por los blogs de la
Xnet. Era imposible rastrear a los autores de esos anoniblogs (a
menos que el autor fuera tan estúpido como para poner su
nombre) y había muchos. Casi todos eran apolíticos, pero
muchos otros no. Hablaban de las escuelas y de las injusticias
que había allí. Hablaban de la policía. De los graffitis.
Resulta que había planes para hacer el concierto del parque
desde hacía semanas. La noticia había saltado de blog en blog,
convirtiéndose en un verdadero movimiento sin que yo lo ad-
virtiera. Y el concierto se llamaba “No Confíes En Nadie Mayor
De 25″.
Bien. Eso explicaba de dónde lo había sacado Ange. Era un
buen eslogan.

***

El lunes por la mañana decidí que quería volver a la librería


anarquista, para ver si podía comprarme un afiche de Emma
Goldman. Necesitaba ese recordatorio.
Camino a la escuela, me desvié hasta la 16 y Mission; des-
pués, por Valencia y cruzando. La tienda estaba cerrada, pero
miré el horario colgado en la puerta y me cercioré de que aún
tuvieran el afiche.
Mientras iba por Valencia, me quedé atónito al ver cuántas
cosas de NO CONFÍES EN NADIE MAYOR DE 25 había por
allí. La mitad de las tiendas tenían mercadería NO CONFÍES en
204/438

las vitrinas: portaviandas, camisetas de mujer, cajas para


lápices, gorros de camionero. Por supuesto: las tiendas de onda
reaccionan cada vez más rápido. Los nuevos memes invaden la
red en el transcurso de uno o dos días y las tiendas mejoran su
capacidad de exhibir mercaderías a tono en las vitrinas. Si el
lunes aterriza en tu casilla de correo un video cómico de
YouTube que muestra a un sujeto volando con jet-packs de
agua carbonatada, el martes ya puedes comprar camisetas con
fotogramas de ese video.
Pero me asombró ver que algo había saltado directamente de
la Xnet a las tiendas más importantes. Gastados jeans de dis-
eño exclusivo, con el eslogan escrito cuidadosamente en tinta
de bolígrafo escolar. Parches bordados.
Las buenas noticias viajan rápido.
La frase estaba escrita en la pizarra cuando llegué al aula de
Estudios Sociales de la Sra. Gálvez. Nos sentamos en los pu-
pitres, todos sonriendo al verla. La idea de que todos podíamos
confiar en todos, de que era posible identificar al enemigo, in-
spiraba una profunda alegría. Yo sabía que no era totalmente
cierta, pero tampoco totalmente falsa.
La Sra. Gálvez entró, se acomodó el cabello dándole unas pal-
maditas, colocó el LibroEscolar sobre el escritorio y lo en-
cendió. Tomó una tiza y se volvió hacia la pizarra. Todos reí-
mos. Sin mala intención, pero reímos.
Ella se dio vuelta y también reía.
—Parece que la inflación también afecta a los escritores de
slogans de la nación. ¿Cuántos de ustedes saben de dónde
proviene esa frase?
Nos miramos. “¿De los hippies?”, dijo alguien y nos reímos.
Los hippies andan por toda San Francisco, tanto los viejos fu-
mones de sucias barbas gigantescas y ropa batik como los de la
205/438

nueva especie, más interesados en la vestimenta y tal vez en


jugar a la pelota con bolsitas de hierba que en protestar contra
algo.
—Bien, sí, de los hippies. Pero cuando pensamos en los hip-
pies hoy en día sólo pensamos en la ropa y la música. La ropa y
la música eran accesorias a la parte principal de todo lo que
hizo importante a esa época, la de los años sesenta.
»Ya están enterados del movimiento por los derechos civiles
para terminar con la segregación. Había como ustedes, blancos
y negros, que viajaban al sur en autobús para inscribir votantes
negros y protestar contra el racismo oficial del estado. Califor-
nia fue uno de los lugares de donde salieron los principales
líderes de los derechos civiles. Siempre hemos estado un poco
más politizados que el resto del país y también somos la región
donde los negros lograron que, en las fábricas, se les asignaran
los mismos puestos de trabajo sindicalizados que a los blancos,
de modo que estaban un poco mejor que sus primos sureños.
»Los estudiantes de Berkeley enviaban al sur un flujo con-
stante de defensores de la libertad; los reclutaban poniendo
mesas de información en el campus, en Bancroft y la Avenida
Telegraph. Probablemente han visto que, en la actualidad, aún
ponen mesas allí.
»En fin, la institución trató de callarlos. El presidente de la
universidad prohibió las organizaciones políticas dentro de las
instalaciones, pero los jóvenes defensores de los derechos
civiles no se detuvieron. La policía intentó arrestar a un
muchacho que repartía folletos en una de las mesas; lo meti-
eron en un furgón, pero 3.000 estudiantes rodearon el vehículo
e impidieron que se moviera. No iban a permitir que llevaran a
la cárcel a ese chico. Se pararon sobre el furgón y lanzaron
arengas sobre la Primera Enmienda y la Libertad de Opinión.
206/438

»El incidente galvanizó el Movimiento por la Libertad de


Opinión. Ese fue el comienzo de los hippies, pero además surgi-
eron movimientos estudiantiles más radicales. Grupos activis-
tas negros como las Panteras Negras y, más tarde, grupos a fa-
vor de los derechos de los gays como las Panteras Rosas.
Grupos femeninos de ideas drásticas, incluidas las “lesbianas
separatistas”… ¡que, lisa y llanamente, querían prohibir a los
hombres! Y los yippies. ¿Alguien ha oído hablar de los yippies?
—¿No hicieron levitar el Pentágono? —dije. Había visto un
documental sobre el tema alguna vez.
Ella rió. —Me había olvidado de eso, pero sí, ¡fueron ellos!
Los yippies eran hippies muy politizados, pero no eran serios
como imaginamos que son los políticos de hoy. Eran muy
traviesos. Bromistas. Regalaron dinero, arrojándolo al aire, en
el interior de la Bolsa de Valores de Nueva York. Marcharon
alrededor del Pentágono con cientos de manifestantes, pronun-
ciando un hechizo mágico que supuestamente lo haría levitar.
Inventaron un LSD ficticio que se podía rociar con pistolas de
agua y se dispararon mutuamente, para luego fingir que es-
taban drogados. Eran cómicos y un éxito de la TV. Un yippie,
un payaso llamado Wavy Gravy, solía reunir a cientos de mani-
festantes disfrazados de Santa Claus, con la intención de que,
esa noche, las cámaras de los noticieros mostraran a los ofi-
ciales de policía arrestando a Papá Noel, llevándoselo a la ras-
tra… Movilizaban a mucha gente.
»El gran momento de los yippies fue la Convención Demo-
crática Nacional de 1968, cuando convocaron a organizar prot-
estas contra la guerra de Vietnam. Miles de manifestantes in-
vadieron Chicago, durmiendo en las plazas y montando pi-
quetes todos los días. Aquel año hicieron muchísimas bromas
bizarras, como nominar a un cerdo llamado Pigasus para
207/438

candidato a presidente. La policía y los manifestantes peleaban


en las calles; ya había sucedido muchas veces, pero los policías
de Chicago no tuvieron la astucia de dejar en paz a los periodis-
tas. Apalearon a los periodistas y los periodistas se tomaron re-
vancha mostrando lo que de verdad ocurría en esas protestas,
de modo que todo el país vio a la policía de Chicago golpeando
salvajemente a sus jóvenes. Lo llamaron “el motín policial”.
»A los yippies les encantaba decir ‘No confíes en nadie mayor
de 30′. Se referían a que los nacidos antes de cierta época,
cuando los EE. UU. peleaban contra enemigos como los nazis,
nunca podrían entender lo que significaba amar tanto al país
como para negarse a pelear contra los vietnamitas. Pensaban
que, cuando llegábamos a los 30, nuestra actitud ya estaba an-
quilosada y que jamás podríamos comprender por qué los
jóvenes de ese momento tomaban las calles, abandonaban sus
estudios, perdían los estribos.
»San Francisco era el epicentro de todo esto. Aquí se
fundaron ejércitos revolucionarios. Algunos volaban edificios o
robaban bancos para la causa. Muchos de esos chicos crecieron
y se volvieron más o menos normales, pero otros acabaron en
prisión. Algunos de los que abandonaron la universidad hici-
eron cosas asombrosas más tarde… por ejemplo, Steve Jobs y
Steve Wozniak, que fundaron Apple Computers e inventaron la
PC.
Esto sí que me interesaba. Algo sabía, pero nunca me lo
habían contado así. O tal vez nunca me había importado tanto
como me importaba ahora. De pronto, esas marchas de prot-
esta de los adultos, apáticas, solemnes, no me parecían tan
apáticas. Quizás había espacio para esa clase de actividad en el
movimiento Xnet.
Levanté la mano.
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—¿Ganaron? ¿Los yippies ganaron?


La Sra. Gálvez me miró largamente, como si lo estuviera
pensando. Nadie dijo una palabra. Todos queríamos oír la
respuesta.
—No perdieron —dijo—. Digamos que implotaron un poco.
Algunos fueron a la cárcel por drogas y otras cosas. Algunos
cambiaron de rumbo, se volvieron yuppies y entraron en el cir-
cuito de las conferencias para contarles a todos lo estúpidos
que habían sido, para hablar de las bondades de la ambición y
de la tontería que habían cometido.
»Pero sí cambiaron el mundo. La guerra de Vietnam terminó
y el conformismo y la obediencia sin cuestionamientos que la
gente llamaba “patriotismo” pasaron de moda muy notoria-
mente. Se avanzó muchísimo con los derechos de los negros,
los derechos de las mujeres y los derechos de los homosexuales.
Los derechos de los chicanos, de los discapacitados… toda
nuestra tradición a favor de las libertades civiles surgió o se
fortaleció gracias a esa gente. El movimiento de protesta de hoy
es descendiente directo de aquellas luchas.
—No puedo creer que hable así de ellos —dijo Charles desde
su silla, tan inclinado hacia delante que ya casi estaba de pie; su
rostro afilado, delgado, se había puesto rojo. Tenía ojos grandes
y húmedos, labios carnosos, y cuando se exaltaba se parecía
levemente a un pez.
La Sra. Gálvez se envaró un poco y dijo:
—Continúa, Charles.
—Acaba de describir a unos terroristas. Verdaderos terroris-
tas. Volaban edificios, dijo usted. Trataron de destruir la Bolsa
de Valores. Le pegaban a la policía y le impedían arrestar a los
que violaban la ley. ¡Nos atacaban!
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La Sra. Gálvez asintió lentamente. Advertí que estaba


tratando de resolver cómo manejar a Charles, que realmente
parecía a punto de reventar.
—Charles nos presenta un buen argumento. Los yippies no
eran agentes extranjeros; eran ciudadanos norteamericanos.
Cuando dices “nos atacaban”, debes determinar quiénes son
“ellos” y quiénes “nosotros”. Cuando se trata de tus
compatriotas…
—¡Sandeces! —gritó él. Ahora estaba de pie—. En aquel mo-
mento estábamos en guerra. Esos tipos le daban apoyo y con-
suelo al enemigo. Es fácil determinar quiénes son ellos y
quiénes nosotros: si apoyas a los EE. UU., eres nosotros. Si
apoyas a los que balean a los norteamericanos, eres ellos.
—¿Alguien más quiere hacer comentarios sobre esto?
Se alzaron rápidamente varias manos. La Sra. Gálvez los hizo
hablar. Algunos señalaron que el motivo de que los vietnamitas
balearan a los norteamericanos era que los norteamericanos
habían viajado hasta Vietnam para ponerse a correr por toda la
jungla con armas en la mano. Otros pensaban que Charles es-
taba en lo cierto, que no debía permitirse que la gente cometi-
era actos ilegales.
Todos debatían muy bien, salvo Charles, que sólo les gritaba
a todos y los interrumpía cuando trataban de exponer sus
ideas. La Sra. Gálvez trató de obligarlo a esperar su turno un
par de veces, pero él hizo oídos sordos.
Yo estaba buscando algo en el LibroEscolar, algo que sabía
que había leído.
Lo encontré. Me puse de pie. La Sra. Gálvez me miró, expect-
ante. Los demás siguieron su mirada y se callaron. Hasta
Charles me miró después de un momento, con sus grandes ojos
húmedos que ardían de odio hacia mí.
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—Quería leer algo —dije—. Es corto. “Los gobiernos se in-


stituyen entre los hombres, derivando sus poderes legítimos del
consentimiento de los gobernados; cuando una forma de gobi-
erno se vuelve destructora de estos principios, el pueblo tiene
derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno
que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes en
la forma que, a su juicio, ofrezca las mayores probabilidades de
hacer efectiva su seguridad y felicidad”.
Capítulo 12
La Sra. Gálvez sonreía de oreja a oreja.
—¿Alguien sabe de dónde proviene eso?
Un puñado de chicos coreó:
—La Declaración de la Independencia.
Asentí.
—¿Por qué lo has leído, Marcus?
—Porque parece que los fundadores de este país dijeron que
los gobiernos deben mantenerse en la medida en que creamos
que funcionan para nosotros y que si dejamos de creer en ellos
deberíamos derrocarlos. Dice eso ¿no?
Charles meneó la cabeza.
—¡Fue hace cientos de años! —dijo—. ¡Ahora las cosas son
diferentes!
—¿Qué es lo diferente?
—Bueno, por empezar, ya no tenemos rey. Ellos hablaban de
un gobierno que existía porque el tatara-tatara-tatarabuelo de
un viejo idiota creyó que Dios lo había puesto a cargo de todo y
mató a todos los que no estaban de acuerdo con él. Ahora
tenemos un gobierno elegido democráticamente…
—Yo no lo voté —dije.
—¿Y eso te da derecho a volar un edificio?
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—¿Qué? ¿Quién habla de volar un edificio? Los yippies y los


hippies y todos esos creían que el gobierno ya no los es-
cuchaba… ¡mira cómo trataban a la gente que intentaba in-
scribir votantes en el sur! Los golpeaban, los arrestaban…
—Algunos fueron asesinados —dijo la Sra. Gálvez. Alzó las
manos y esperó a que Charles yo nos sentáramos—. Ya casi se
nos acabó el tiempo, pero quiero felicitarlos a todos por una de
las clases más interesantes que he tenido. Ha sido una dis-
cusión excelente y he aprendido mucho de ustedes. Espero que
también hayan aprendido uno del otro. Gracias por todas sus
contribuciones.
»Tengo una tarea con créditos adicionales para los que de-
seen aceptar un pequeño desafío. Me gustaría que escribieran
una monografía, comparando la reacción política de los movi-
mientos antibélicos y de derechos civiles del área de la Bahía
con la reacción de los movimientos de derechos civiles de hoy
en día ante la Guerra contra el Terror. Tres páginas como mín-
imo, pero tómense el tiempo que quieran. Me interesa ver qué
se les ocurre.
Un momento después, sonó el timbre y todos salieron del
aula. Yo me quedé y esperé a que la Sra. Gálvez reparara en mí.
—¿Sí, Marcus?
—Fue genial —dije—. Nunca me enteré de todas estas cosas
de los ‘60.
—Los ‘70 también. Vivir aquí siempre ha sido muy apasion-
ante en tiempos políticamente cargados. Me gustó mucho tu
referencia a la Declaración… fue muy inteligente.
—Gracias —dije—. Se me ocurrió de pronto. Nunca valoré
realmente lo que significan esas palabras, hasta hoy.
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—Bueno, eso es algo que a todo profesor le agrada escuchar,


Marcus —dijo, y me estrechó la mano—. Estoy impaciente por
leer tu monografía.

***

Compré el afiche de Emma Goldman camino a casa y lo puse


sobre mi escritorio, fijándolo con tachuelas sobre una lámina
vintage para luz negra. También me compré una camiseta de
NO CONFÍES que tenía un photoshop de Grover y Elmo
echando a patadas de Plaza Sésamo a los adultos Gordon y
Susan. Me hizo reír. Más tarde, descubrí que ya había unos seis
concursos en línea, en sitios como Fark, Worth1000 y B3ta,
donde había que presentar photoshops que llevaran el eslogan,
y también centenares de imágenes ya terminadas que aparecían
en todos lados y que podían estamparse en cualquier producto
que alguien decidiera fabricar en masa.
Mamá levantó una ceja al ver la camiseta y papá sacudió la
cabeza y me dio un sermón sobre no buscarse problemas. Me
sentí un poco reivindicado por su reacción.
Ange me encontró conectado otra vez y coqueteamos por IM
hasta tarde otra vez. El furgón blanco con antenas regresó y
apagué la Xbox hasta que se marchó. Todos nos habíamos
acostumbrado a hacerlo.
Ange estaba muy entusiasmada con el concierto. Al parecer,
sería monumental. Eran tantas las bandas que se habían anot-
ado que se ya hablaba de montar un escenario B para los shows
secundarios.
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>¿Cómo habrán conseguido el permiso para hacer semejante


ruido en ese parque durante toda la noche? Está rodeado de
casas.
>¿Per-miso? ¿Qué significa per-miso? Cuéntame más de tu
per-miso hu-ma-no.
>Guau… ¿es ilegal?
>Em… ¿hola? ¿Tú te preocupas por violar la ley?
>Buen punto.
>LOL
Sin embargo, sentí como una premonición de nerviosismo. O
sea, ese fin de semana saldría con esa chica perfectamente gen-
ial, la llevaría —bueno, técnicamente, ella me llevaría a mí— a
un evento ilegal en medio de un barrio con gran actividad
No cabía duda de que, como mínimo, sería interesante.

***

Interesante.
El público fue acercándose al Parque Dolores durante la larga
tarde de sábado, entre los fenomenales lanzadores de frisbees y
los paseadores de perros. Algunos también lanzaban frisbees o
paseaban perros. No estaba realmente claro cómo resultaría el
concierto, pero en los alrededores había mucha policía y gente
de incógnito. Los de incógnito se detectaban porque, como
Grano y Moco, tenían el cabello cortado a lo Castro y físicos de
Nebraska: tipos rechonchos de pelo corto y bigotes hirsutos. Se
desplazaban de aquí para allá y parecían torpes e incómodos
con sus pantalones cortos gigantescos y su camisas sueltas que,
sin duda, cubrían el candelabro de equipos que colgaba de sus
cinturas.
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El Parque Dolores es bonito y soleado, con palmeras, canchas


de tenis y muchos cerros y arboledas donde correr o pasar el
rato. Por la noche hay personas sin techo que duermen allí,
pero ocurre lo mismo en toda San Francisco.
Me encontré con Ange calle abajo, en la librería anarquista.
Por sugerencia mía. En retrospectiva, fue una movida com-
pletamente transparente con la intención de parecerle moderno
y atrevido, pero en ese momento hubiera jurado que había
escogido el lugar sólo porque era conveniente para encon-
trarnos. Cuando llegué, ella estaba leyendo un libro titulado
Contra la pared, hijo de puta.
—Muy bonito —dije—. ¿Con esa boca besas a tu madre?
—Mamá no se queja —contestó—. En realidad, es la historia
de un grupo de gente como los yippies, pero de Nueva York.
Siempre usaban esas palabras como apellido, estilo “Ben HDP”.
La idea era que existiese un grupo que generara noticias, pero
con nombres totalmente imposibles de imprimir. Sólo para
joder a los medios de información. Bastante raro, por cierto.
—Volvió a poner el libro en el estante y me pregunté si debía
abrazarla. La gente de California se abraza cuando se saluda y
se despide, todo el tiempo. Salvo cuando no lo hacen. Y a veces
se besan en la mejilla. Es todo muy confuso.
Ange lo resolvió por mí, estrechándome en un abrazo, baján-
dome la cabeza, besándome con fuerza en la mejilla y luego
soplando contra mi cuello para producir el ruido de un pedo.
Me reí y la empujé.
—¿Quieres un burrito? —pregunté.
—¿Es una pregunta o una declaración de lo obvio?
—Ninguna de las dos. Es una orden.
Compré unas pegatinas graciosas que decían ESTE
TELÉFONO ESTÁ INTERVENIDO y que tenían el tamaño
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justo para ponerlas en los receptores de los teléfonos públicos


que aún bordeaban las calles de Mission, pues era la clase de
barrio donde vivía gente que no necesariamente podía pagar un
celular.
Caminamos bajo el aire nocturno. Le conté a Ange de la es-
cena del parque antes de irme de allí.
—Seguro que tienen cien de esos camiones estacionados
alrededor de la manzana —dijo—. Para arrestarte mejor.
—Eh… —Miré a mi alrededor—. Esperaba que dijeras algo
como “Bah, no hay posibilidad de que hagan nada”.
—No creo que sea la idea, en realidad. La idea es poner a un
montón de civiles en una situación donde la policía tenga que
decidir: “¿vamos a tratar a todas estas personas corrientes
como terroristas?”. Es un poco como clonar RFID, pero con
música en lugar de aparatos. Tú clonas, ¿no?
A veces olvidaba que mis amigos no saben que Marcus y
M1k3y son la misma persona.
—Sí, un poco —dije.
—Esto es como clonar, pero con un montón de bandas
geniales.
—Entiendo.
Los burritos de Mission son una institución. Son baratos, in-
mensos y deliciosos. Imagina un tubo del tamaño de un
proyectil de bazuka, lleno de carne a la parrilla con especias,
guacamole, salsa, tomate, refrito de alubias, arroz, cebolla y cil-
antro. Se parece tanto a un Taco Bell como un Lamborghini se
parece a su réplica de juguete. En Mission hay unos doscientos
locales de burritos. Son todos heroicamente horrendos, con asi-
entos incómodos, decoración mínima —desteñidos afiches de la
oficina de turismo mexicana y hologramas de Jesús y María con
marco electrificado— y música mariachi a todo volumen. Lo
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que los distingue, principalmente, es la clase de carne exótica


con la que rellenan sus productos. Los lugares realmente
auténticos los sirven de seso y de lengua, que yo nunca pido,
pero que es agradable saber que existen.
El sitio donde fuimos tenía de sesos y de lengua, que no pedi-
mos. Yo escogí el de carne asada, ella el de pollo picado, y los
dos un gran vaso de horchata.
En cuanto nos sentamos, ella desenrolló su burrito y sacó
una pequeña botella del bolso. Era un aerosol de acero inoxid-
able que tenía todo el aspecto de una unidad de gas pimienta
para defensa personal. Lo apuntó a las tripas expuestas del
burrito y las cubrió con un fino rocío rojo y aceitoso. Respiré un
poco de eso, se me cerró la garganta y me saltaron lágrimas.
—¿Qué diablos le haces ese pobre burrito indefenso?
Me sonrió, traviesa.
—Soy adicta a la comida picante —dijo—. Es un rociador de
aceite de capsaicina.
—Capsaicina…
—Sí, lo que le ponen al rociador de pimienta. Es como el ro-
ciador de pimienta, pero ligeramente más diluido. Y mucho
más delicioso. Piénsalo como gotas oftálmicas picantes.
Me ardieron los ojos de sólo imaginarlo.
—Es broma —le dije—. No vas a comerte eso.
Levantó las cejas.
—Me suena a desafío, hijo mío. Sólo mírame.
Enrolló el burrito con tanto cuidado como un fumón enrolla
un porro, metiendo los extremos hacia dentro y luego en-
volviéndolo otra vez en el papel de aluminio. Peló uno de los
extremos y se lo llevó a la boca, dejándolo en el aire, delante de
sus labios.
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Hasta el mismo instante en que lo mordió, yo no creí que iba


a comérselo. O sea, lo que acababa de echarle a su cena era
básicamente un arma antipersonal.
Lo mordió. Masticó. Tragó. Me dio toda la impresión de que
estaba comiendo algo delicioso.
—¿Quieres un bocado? —dijo con inocencia.
—Sí —dije. Me gusta la comida picante. En los restaurantes
pakistaníes, siempre pido el curry que figura con la clasifica-
ción “cuatro pimientos” en el menú.
Gran error.
¿Conoces esa sensación que te invade cuando comes un gran
bocado de rábano picante, wasabi o como se llame, que es como
si los senos nasales se te cerraran al mismo tiempo que la
tráquea, mientras tu cabeza se llena de aire estancado, caliente
como una explosión nuclear, que trata de salir por tus ojos llor-
osos y los orificios de tu nariz? ¿Esa sensación de que te va a sa-
lir vapor por las orejas como si fueses un personaje de dibujo
animado?
Esto era mucho peor.
Era como poner la mano sobre una estufa caliente, pero no
era tu mano: era todo el interior de tu cabeza, de tu esófago y
más abajo, hasta el estómago. Todo mi cuerpo se deshizo en su-
dor, al tiempo que me ahogaba y seguía ahogándome.
Sin decir palabra, Ange me pasó la horchata y logré meterme
la pajilla en la boca y sorber con fuerza, bebiéndome la mitad
de una sola vez.
—Hay una escala, la escala de Scoville, de la que acostum-
bramos hablar los fanáticos del ají picante cuando evaluamos
cuán picante es un ají. La capsaicina pura equivale a 15 mil-
lones de Scovilles. El tabasco, a unos 50.000. El gas pimienta,
unos saludables 3 millones. Esto que uso equivale a unos
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deplorables 200.000, más o menos igual de picante que un


chile habanero suave. Tardé alrededor de un año en adaptarme,
poco a poco. Algunas cosas realmente extremas pueden llegar a
1 millón o algo así, veinte veces más picantes que el tabasco.
Soberanamente picantes. A temperaturas Scoville como esas, tu
cerebro se inunda totalmente de endorfinas. Es una droga me-
jor que el hashish. Y te hace bien.
Ahora mis senos nasales se estaban recuperando y ya podía
respirar sin jadear.
—Por supuesto, cuando estás en el inodoro sientes un aro de
fuego atroz allá abajo —dijo ella, guiñándome un ojo.
¡Ay!
—Estás demente —le dije.
—Lo dice un tipo cuyo pasatiempo es construir y destrozar
laptops —dijo.
—Touché —respondí, tocándome la frente.
—¿Quieres un poco? —Me ofreció el rociador.
—Paso —dije, tan rápido que los dos nos reímos.
Cuando salimos del restaurante y nos dirigimos al Parque
Dolores, me puso el brazo alrededor de la cintura y descubrí
que tenía la altura justa para que yo le rodeara los hombros con
el mío. Eso era nuevo. Nunca fui alto y las chicas con las que
había salido siempre eran de mi misma estatura. Las chicas ad-
olescentes crecen más rápido que los chicos… un cruel truco de
la naturaleza. Era agradable. Se sentía bien.
Dimos vuelta a la esquina en la Calle 20 para ir al Dolores.
Pero antes de que avanzáramos un paso más, sentimos el zum-
bido. Era como el rumor de un millón de abejas. Había mucha
gente circulando hacia el parque y, cuando miré en esa direc-
ción, vi que estaba unas cien veces más lleno que al marcharme
para ir al encuentro de Ange.
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El panorama me calentó la sangre. Era una noche hermosa,


fresca, y estábamos a punto de festejar, de festejar de verdad,
de festejar como si no existiera un mañana. “Coman, beban y
sean felices, porque mañana moriremos”.
Sin decir nada, ambos comenzamos a trotar. Había monton-
es de policías de rostros tensos, ¿pero qué diablos iban a hacer?
En el parque había mucha gente. No soy muy bueno para calcu-
lar multitudes. Más tarde, los periódicos citaron a los organiz-
adores, que dijeron que había 20.000 personas; la policía dijo
5.000. Tal vez significa que había 12.500.
Como sea. Nunca había estado entre tanta gente, formando
parte de un evento no programado, no permitido, ilegal.
En un instante estuvimos entre el público. No puedo jurarlo,
pero creo que no había nadie mayor de veinticinco entre esos
cuerpos apretujados. Todos sonreían. Había algunos niños de
diez o doce años y eso me hizo sentir mejor. Nadie quería que
los niños se lastimaran. Iba a ser una noche de primavera glori-
osa, de celebración.
Deduje que lo que había que hacer era llegar a las canchas de
tenis empujando gente. Nos abrimos paso entre la multitud,
tomándonos de las manos para permanecer juntos. Claro que
permanecer juntos no exigía que entrelazáramos los dedos. Eso
fue estrictamente por placer. Era muy placentero.
Las bandas estaban dentro de las canchas de tenis, con sus
guitarras, mezcladores, teclados y hasta baterías. Más tarde, en
la Xnet, encontré una galería de Flickr con fotos de los músicos
trayendo todos los equipos de contrabando, pieza por pieza,
dentro de bolsos de gimnasia y debajo de sus abrigos. Además,
había enormes altavoces, como los que se ven en las tiendas de
accesorios para automóviles y, entre ellos, una pila de baterías
de coche. Me reí. ¡Genios! Con eso iban a darle electricidad a
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los equipos. Desde donde yo estaba, veía que eran baterías de


un automóvil híbrido, el Prius. Algunos habían sacrificado sus
ecomóviles para suministrar energía al entretenimiento de la
noche. Las baterías llegaban hasta fuera de las canchas, apila-
das contra la valla metálica, y se conectaban con la torre prin-
cipal por medio de unos cables que habían pasado a través del
alambrado. Conté… ¡200 baterías! ¡Dios! Esas cosas pesaban
una tonelada, además.
No podían haber organizado esto sin correos electrónicos,
wikis y listas de correo. Y no era posible que personas tan in-
teligentes lo hubiesen hecho a través de la Internet pública.
Apostaba mi botas a que todo había sucedido en la Xnet.
Nos pusimos a rebotar entre la gente un rato, mientras las
bandas afinaban y conversaban unas con otras. A la distancia,
vi a Trudy Doo en las canchas de tenis. Parecía estar dentro de
una jaula, como un luchador profesional. Vestía un top rasgado
y llevaba el cabello largo, peinado con rastas de color rosado
fluorescente que le llegaban hasta la cintura. Tenía un pantalón
de camuflaje militar y unas botas góticas enormes, con puntera
de acero. Mientras la miraba, tomó una pesada chaqueta de
motociclista, raída como un guante de béisbol, y se la puso
como una armadura. Probablemente lo era, se me ocurrió.
Traté de saludarla con la mano, para impresionar a Ange
supongo, pero no me vio y yo parecía un idiota, así que no con-
tinué. La energía de la multitud era asombrosa. Uno oye hablar
de la “vibra” y la “energía” que generan los grandes grupos de
personas, pero hasta que lo experimentas es posible que
pienses que sólo se trata de una figura del lenguaje.
No lo es. Es la sonrisa, contagiosa y enorme como una
sandía, en todos los rostros. Todos moviéndose un poco,
siguiendo un ritmo inaudible, balanceando los hombros. Gente
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que camina. Chistes y risas. El tono de todas la voces, tenso y


excitado como estuvieran por lanzar fuegos artificiales. Y no
puedes evitar ser parte de ello. Porque lo eres.
Cuando empezaron las bandas, me sentía completamente
drogado con la vibra de la multitud. El número de apertura era
una especie de turbo-folk serbio que no pude descubrir cómo
bailar. Yo sé bailar exactamente dos clases de música: trance
(circular de aquí para allá con desgano y dejar que la música te
mueva) y punk (poguear y moshear de aquí para allá hasta que
te lastimas o quedas exhausto o las dos cosas). Siguieron unos
hip-hoperos de Oakland, acompañados por una banda de
thrash metal, que sonaron mejor de lo que puede parecer.
Después, un pop cursi. Y después subieron al escenario las
Speedwhores y Trudy Doo se acercó al micrófono.
—Me llamo Trudy Doo y si confían en mí son unos idiotas.
Tengo treinta y dos años y ya es demasiado tarde para mí.
Estoy perdida. Estancada en la vieja manera de pensar. Todavía
doy por sentada mi libertad y permito que otros me la arre-
baten. ¡Ustedes son la primera generación que crece en el Gu-
lag Norteamericano y que sabe cuánto vale su libertad hasta el
último puto centavo!
La muchedumbre rugió. Trudy comenzó a tocar acordes
rápidos, cortos y nerviosos en la guitarra; la bajista, una chica
gorda y enorme con un corte de cabello varonil, botas aún más
enormes y una sonrisa que podía abrir botellas de cerveza ya
estaba tocando rápido y fuerte. Yo quería saltar. Me puse a sal-
tar. Ange saltó conmigo. Sudábamos copiosamente bajo la
noche, que olía a transpiración y humo de marihuana. Los
cuerpos calientes se apretaban contra nosotros desde todos los
flancos. Ellos también saltaban.
—¡No confíes en nadie mayor de 25! —gritó Trudy.
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Rugimos. Éramos una sola e inmensa garganta animal,


rugiendo.
—¡No confíes en nadie mayor de 25!
—¡No confíes en nadie mayor de 25!
—¡No confíes en nadie mayor de 25!
—¡No confíes en nadie mayor de 25!
—¡No confíes en nadie mayor de 25!
—¡No confíes en nadie mayor de 25!
Trudy tocó unos acordes, golpeando la guitarra con fuerza y
la otra guitarrista, una chica que parecía un duende con el
rostro erizado de piercings, se sumó a la improvisación,
tocando un uiidi diii uiidi diii diii agudo más allá del doceavo
traste.
—¡Es nuestra puta ciudad! ¡En nuestro puto país! Ningún
terrorista nos la puede quitar mientras seamos libres. ¡Cuando
no somos libres ganan los terroristas! ¡Rescátenla! ¡Rescátenla!
¡Son lo bastante jóvenes y lo bastante estúpidos como para no
saber que no tienen posibilidad de ganar… y por eso son los
únicos que pueden llevarnos a la victoria! ¡Rescátenla!
—¡RESCÁTENLA! —rugimos. Le dio a la guitarra con fuerza.
Aullamos la nota y entonces sí empezaron a hacer mucho,
mucho ruido.

***

Bailé hasta que no pude bailar más por el cansancio. Ange


bailó a mi lado. Técnicamente, estuvimos frotando nuestros
cuerpos sudorosos uno contra otro durante varias horas pero,
créase o no, yo no estaba para nada excitado. Bailamos,
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perdidos en el ritmo, el estruendo y los gritos…


¡RESCÁTENLA! ¡RESCÁTENLA!
Cuando ya no pude bailar más, la tomé de la mano y ella
apretó la mía como si estuviera sujetándose para no caer de un
edificio. Me arrastró hacia el borde del gentío, donde estaba
más despejado y fresco. Allí, en las márgenes del Parque Do-
lores, el aire nos enfrió y el sudor de nuestros cuerpos se volvió
instantáneamente helado. Comenzamos a temblar y ella me
rodeó la cintura con los brazos.
—Caliéntame —ordenó.
Yo no necesitaba el dato. La abracé. Su corazón era el eco del
ritmo rápido que venía del escenario… un solo de percusión ve-
loz, furioso, sin palabras.
Ange olía a sudor, un aroma penetrante y encantador. Sabía
que yo también olía a sudor. Mi nariz apuntaba a la parte su-
perior de la cabeza de ella y su rostro se apoyaba contra mi
clavícula. Desplazó las manos hasta mi cuello y tiró hacia abajo.
—Baja; no traje escalera —fue lo que dijo, y yo traté de son-
reír, pero es difícil sonreír cuando estás besando.
Como dije, había besado a tres chicas en mi vida. Dos de ellas
nunca habían besado a nadie. La otra salía con chicos desde los
doce años. Tenía problemas.
Ninguna de ellas besaba como Ange. Transformó toda su
boca en algo suave, como el interior de una fruta madura, y no
metió la lengua en mi boca impetuosamente, sino deslizándola
con suavidad y, al mismo tiempo, succionando mis labios hacia
el interior de la suya, entonces era como si nuestras bocas se
fundieran. Me oí gemir; la apreté y la abracé aún más fuerte.
Lenta, suavemente, bajamos al césped. Nos echamos de cost-
ado y nos abrazamos, besándonos sin parar. El mundo desa-
pareció. Sólo existían los besos.
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Mis manos buscaron sus nalgas, su cintura. El borde de su


camiseta. Su cálido vientre, su ombligo suave. Los dos se elev-
aron un poco. Ella también gemía.
—Aquí no —dijo—. Vamos allá. —Señaló la acera de enfrente,
la gran iglesia blanca que le da su nombre al Parque Dolores de
Mission y al barrio de Mission. Tomados de las manos, movién-
donos rápidamente, cruzamos a la iglesia. En el frente del edifi-
cio había unos pilares grandes. Ella me puso de espaldas contra
uno de ellos y volvió a bajar mi cara hasta la suya. Mis manos
volvieron, rápida y audazmente, a su camiseta. Las deslicé por
su pecho.
—Se abre en la espalda —susurró ella contra mi boca. Yo
tenía una erección capaz de cortar un vidrio. Llevé las manos
hasta su espalda, que era fuerte y ancha, y encontré el gancho
con mis dedos temblorosos. Estuve chapuceando un rato,
pensando en todos los chistes basados en lo ineptos que somos
los hombres para desabrochar sostenes. Yo era uno de esos.
Entonces, el gancho se abrió. Ella jadeó contra mi boca. Le aca-
ricié el cuerpo con las manos, sintiendo la humedad de sus ax-
ilas —algo que, por alguna razón, me pareció seductor y no de-
sagradable— y rocé los costados de sus senos.
Fue entonces cuando comenzaron a escucharse las sirenas.
Sonaban más estridentes que cualquier cosa que hubiese
oído antes. El sonido era como una sensación física, como algo
que explotaba bajo tus pies y te despegaba del suelo. Un sonido
tan fuerte que era lo máximo que tus oídos podían procesar… y
luego aún más fuerte.
—DISPÉRSENSE DE INMEDIATO —dijo una voz, como si
Dios estuviera bramando en mi cráneo.
—ESTA REUNIÓN ES ILEGAL. DISPÉRSENSE DE
INMEDIATO.
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La banda había dejado de tocar. En la acera de enfrente, el


sonido que provenía de la multitud cambió. Se volvió asustado.
Enojado.
Escuché un clic cuando subieron el volumen del sistema de
altavoces y baterías de auto, en las canchas de tenis.
—¡RESCÁTENLA!
Era un aullido desafiante, como algo que se grita por sobre el
ruido del oleaje o desde un acantilado.
—¡RESCÁTENLA!
La muchedumbre gruñó, un sonido que me erizó los pelos de
la nuca.
—¡RESCÁTENLA! —cantaban—. ¡RESCÁTENLA
RESCÁTENLA RESCÁTENLA!
Los policías se adelantaron formando filas, con sus escudos
de plástico y cascos de Darth Vader que les cubrían las caras.
Todos empuñaban una porra negra y llevaban gafas infrarrojas.
Parecían soldados salidos de una película bélica futurista.
Avanzaron un paso al unísono y cada uno de ellos golpeó el es-
cudo con la porra: un sonido de quiebre, como si la tierra se ab-
riera. Otro paso, otro crac. Rodeaban todo el parque y el círculo
se estaba cerrando.
—¡DISPÉRSENSE DE INMEDIATO! —volvió a decir la voz
de Dios. Ahora había helicópteros encima de nuestras cabezas.
Sin reflectores. Las gafas infrarrojas, claro. Por supuesto. Tam-
bién tendrían lentes infrarrojas en el cielo. De un tirón, metí a
Ange en el umbral de la iglesia, ocultándonos de los policías y
los helis.
—¡RESCÁTENLA! —rugían los altavoces. Era el grito de re-
beldía de Trudy Doo. La escuché rasguear unos acordes en la
guitarra con violencia; después, a la baterista tocando; después,
el bajo grave y profundo.
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—¡RESCÁTENLA! —respondió el gentío, y el parque explotó


frente a las hileras de policías.
Nunca he estado en la guerra, pero ahora creo saber a qué se
parece. Se parece a unos chicos asustados que corren por un
parque, cargando contra una fuerza opositora; que saben lo que
va a ocurrir, pero que no obstante siguen corriendo, gritando,
aullando.
—DISPÉRSENSE DE INMEDIATO —dijo la voz de Dios.
Salía de los camiones estacionados en todo el perímetro del
parque, que se habían ubicado en sus lugares en los últimos
segundos.
Entonces cayó el rocío. Provenía de los helis y a nosotros nos
afectó marginalmente. Sentí que se me volaba la tapa de los
sesos. Sentí que me perforaban los senos de la nariz con un
picahielo. Se me hincharon los ojos, comencé a lagrimear y se
me cerró la garganta.
Gas pimienta. No de 200.000 Scovilles. De un millón y me-
dio. Gasearon al público.
No vi lo que ocurrió a continuación, pero lo escuché por en-
cima los sonidos que emitíamos Ange y yo mientras, abrazados,
nos ahogábamos. Primero, los sonidos de la asfixia, de la
náusea. La guitarra, la batería y el bajo callaron de golpe.
Después, toses.
Después, alaridos.
Los alaridos continuaron largo rato. Cuando pude ver de
nuevo, los policías tenían las gafas en la frente y los helis in-
undaban el Parque Dolores con tanta luz que parecía de día.
Todos ellos miraban al parque, lo cual era bueno porque, con
semejantes luces encendidas, Ange y yo éramos completamente
visibles.
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—¿Qué hacemos? —dijo ella. Su voz sonaba tensa, asustada.


Por un momento, no me atreví a hablar. Tragué saliva varias
veces.
—Nos vamos caminando —dije—. Es lo único que podemos
hacer. Alejarnos. Como si fuésemos dos personas que pasaban
por aquí. Bajamos por Dolores, giramos a la izquierda y subi-
mos por la 16. Como si pasáramos por aquí. Como si no fuera
asunto nuestro.
—Nunca funcionará —dijo ella.
—Es todo lo que se me ocurre.
—¿No crees que deberíamos salir corriendo?
—No —dije—. Si corremos nos perseguirán. Tal vez, si camin-
amos, pensarán que no hemos hecho nada y nos dejarán en
paz. Tienen muchos arrestos que hacer. Estarán ocupados un
buen rato.
El parque estaba repleto de cuerpos, chicos, adultos, aferrán-
dose la cara y jadeando. Los policías los arrastraban tomándo-
los de las axilas, los maniataban con esposas de plástico y los
arrojaban al interior de los camiones como si fuesen muñecos
de trapo.
—¿OK? —dije.
—OK —dijo ella.
Y eso fue lo que hicimos. Caminamos tomados de la mano,
rápidos y serios, como dos personas que desean evitar cu-
alquier disturbio generado por otros. La clase de andar que ad-
optas cuando quieres simular que no ves a un mendigo o
cuando no quieres involucrarte en una pelea callejera.
Funcionó.
Llegamos a la esquina, giramos y seguimos avanzando. Nin-
guno de los dos se atrevió a hablar hasta dos calles después.
229/438

Entonces dejé escapar un jadeo que no sabía que estaba


reteniendo.
Llegamos a la 16 y giramos por la calle Mission. Normal-
mente, el barrio es bastante aterrador a las 2:00 a.m. del
sábado por la noche. Pero esa noche fue un alivio ver a los mis-
mos drogones, prostitutas, traficantes y borrachos de siempre.
No había policías con porras, no había gases.
—Mmm —dije, inhalando el aire nocturno—. ¿Café?
—A casa —dijo ella—. Por ahora, mejor a casa. Café, más
tarde.
—Sí —coincidí. Ella vivía en Hayes Valley. Avisté un taxi que
pasaba por allí y lo llamé. Fue un pequeño milagro: en San
Francisco, los taxis casi nunca aparecen cuando los necesitas.
—¿Tienes dinero para pagar el viaje a tu casa?
—Sí —dijo ella. El conductor nos miró por la ventanilla. Abrí
la puerta trasera para que no se escapara.
—Buenas noches —dije.
Ange me rodeó la cabeza con las manos y atrajo mi rostro
hacia el suyo. Me besó en la boca con fuerza. No había nada
sexual en ese beso, pero por eso mismo me pareció más íntimo.
—Buenas noches —me susurró en el oído, y luego se in-
trodujo en el taxi.
Con la cabeza dándome vueltas, con los ojos llorosos, con
una tremenda vergüenza por haber dejado a tantos usuarios de
la Xnet en las tiernas manos del DSI y el SFPD, me encaminé a
casa.

***
230/438

El lunes por la mañana, el que estaba de pie frente al es-


critorio de la Sra. Gálvez era Fred Benson.
—La Sra. Gálvez ya no dará clases a este grupo —dijo cuando
todos nos sentamos. Tenía un tono de autocomplacencia que
reconocí de inmediato. Siguiendo una corazonada, miré a
Charles. Sonreía como si fuera su cumpleaños y hubiera reci-
bido el mejor regalo del mundo.
Levanté la mano.
—¿Por qué?
—Es política del Consejo que los asuntos relativos a los em-
pleados no se discuten con nadie, salvo con los mismos emplea-
dos y con el comité de disciplina —dijo Benson, sin siquiera
molestarse en ocultar cuánto le gustaba decirlo—. Hoy comen-
zaremos una nueva unidad que trata de la seguridad nacional.
Los LibrosEscolares ya tienen los textos. Por favor, ábranlos y
vayan a la primera pantalla.
La primera pantalla estaba engalanada con un logo del DSI y
el siguiente título: LO QUE TODO NORTEAMERICANO DEBE
SABER SOBRE SEGURIDAD INTERIOR.
Me dieron ganas de estrellar el LibroEscolar contra el suelo.

***

Había quedado en reunirme con Ange en un café de su bar-


rio, después de la escuela. Subí al BART y acabé sentándome
junto a dos tipos de traje. Leían el San Francisco Chronicle,
que tenía una página completa dedicada a la “revuelta juvenil”
del Parque Dolores de Mission. Chasqueaban la lengua y ca-
careaban sobre el artículo. Uno le dijo al otro:
231/438

—Parece que les lavaron el cerebro o algo así. Dios mío…


¿nosotros éramos tan estúpidos a esa edad?
Me levanté y me cambié de asiento.
Capítulo 13
—Son prostitutas —dijo Ange, escupiendo la última pa-
labra—. Aunque, en realidad, eso es un insulto a las todas las
prostitutas, que se matan trabajando. Estos son… son usureros.
Estábamos mirando la pila de periódicos que habíamos com-
prado y traído al café. Todos contenían “informes” sobre la
fiesta del Parque Dolores y, todos ellos, la hacían parecer una
orgía de alcohol, drogas y chicos que atacaban a la policía. El
USA Today detallaba el costo de los “disturbios”, incluidos los
gastos originados por la limpieza de los residuos de gas pimi-
enta, por la epidemia de ataques de asma que había abarrotado
las salas de emergencia de la ciudad y por el procesamiento de
los ochocientos “revoltosos” arrestados.
Nadie contaba nuestra versión de la historia.
—Bueno, en todo caso, en la Xnet dicen la verdad —dije.
Había guardado en mi teléfono un puñado de blogs, videos y
galerías de fotos. Se los mostré. Eran relatos de primera mano
de gente gaseada y golpeada. El video nos mostraba a todos
bailando, pasándola bien; se veían los pacíficos discursos políti-
cos, el cántico de “Rescántenla”, y a Trudy Doo diciéndonos que
éramos la única generación capaz de creer en la lucha por
nuestras libertades.
233/438

—Necesitamos que más gente se entere de esto —dijo Ange.


—Sí —dije, desanimado—. Bonita teoría.
—Bueno… ¿por qué crees que la prensa no publica nuestra
opinión?
—Ya lo dijiste. Son prostitutas.
—Sí, pero las prostitutas lo hacen por dinero. Si se presentara
una controversia, podrían vender más periódicos y más publi-
cidad. Por ahora, lo único que tienen es un crimen. La contro-
versia es mucho mejor.
—De acuerdo, te doy la razón. ¿Por qué no lo hacen,
entonces? Está bien, los periodistas a duras penas saben invest-
igar entre los blogs comunes… no pretendo que estén al tanto
de la Xnet. No es un sitio muy amigable para los adultos.
—Sí —dijo ella—. ¿Pero eso se puede arreglar, no?
—¿Eh?
—Escríbelo. Súbelo a un sitio, con todos los enlaces. Un solo
lugar al que puedan ir todos, pensado para que la prensa lo en-
cuentre y vea el panorama completo. Pon enlaces con todos los
sitios de ayuda para el uso de la Xnet. Los usuarios de la Inter-
net pueden entrar en la Xnet, siempre que no les importe que el
DSI descubra dónde han estado navegando.
—¿Crees que funcionará?
—Bueno, aunque no funcione, es algo positivo que se puede
hacer.
—Y en todo caso… ¿por qué van a prestarnos atención?
—¿Quién no le prestaría atención a M1k3y?
Puse el café sobre la mesa. Tomé el teléfono y me lo metí en
el bolsillo. Me levanté, me di vuelta sobre los talones y salí del
café. Elegí un rumbo al azar y me puse a caminar. Sentía la cara
tensa, la sangre en el estómago, el estómago revuelto.
234/438

Ya saben quién eres, pensé. Saben quién es M1k3y. Era el


fin. Si Ange lo había adivinado, el DSI también. Estaba perdido.
Lo sabía desde el momento en que me dejaron salir del camión
del DSI: algún día vendrían a arrestarme, a hacerme desapare-
cer para siempre, a enviarme al mismo sitio que a Darryl.
Todo había terminado.
Cuando llegaba a la calle Market, Ange casi me hizo caer.
Estaba sin aliento y parecía furiosa.
—¿Qué puto problema tiene, señor?
Me la saqué de encima y continué caminando. Todo había
terminado.
Volvió a agarrarme.
—Basta, Marcus. Me estás asustando. Vamos, háblame.
Me detuve y la miré. Su figura se volvió borrosa ante mis
ojos. No podía enfocarlos en nada. Sentí un deseo loco de saltar
a las ruedas del tranvía municipal que pasaba por la calle, junto
a nosotros. Mejor morir que regresar allá.
—¡Marcus! —Ange hizo algo que yo sólo había visto en las
películas. Me dio una bofetada, un fuerte golpe en la mejilla—.
¡Háblame, maldita sea!
La miré y me llevé una mano a la cara, que me dolía mucho.
—Se supone que nadie sabe quién soy —contesté—. No puedo
decirlo de manera más sencilla. Si tú lo sabes, todo terminó.
Cuando otra gente lo sabe, todo terminó.
—Oh, Dios. Perdona. Mira, yo lo sé simplemente porque…
bueno, extorsioné a Jolu. Después de la fiesta, te investigué un
poco para tratar de averiguar si eras el chico agradable que
parecías ser o un asesino del hacha encubierto. Conozco a Jolu
desde hace mucho y, cuando le pregunté sobre ti, te elogió
como si fueras el Mesías o algo así, pero advertí que había algo
que no me decía. Lo conozco desde hace mucho. Él salía con mi
235/438

hermana mayor en el campamento informático, cuando eran


niños. Tengo información muy sucia que lo compromete. Le
dije que la haría pública si no me lo contaba.
—Entonces te lo contó.
—No —dijo ella—. Me mandó a la mierda. Después le conté
algo sobre mí. Algo que nunca le había dicho a nadie.
—¿Qué?
Me miró. Echó un vistazo a su alrededor. Después, me miró
de nuevo.
—OK. No te haré jurar que guardarás el secreto porque no
tiene sentido. O confío en ti o no confío. El año pasado…
—comenzó—. El año pasado, robé los exámenes estandarizados
y los publiqué en la red. Sólo fue una broma. Pasaba frente a la
oficina del director y, casualmente, los vi sobre la caja fuerte, y
la puerta estaba abierta. Me agaché y entré en la oficina; había
seis juegos de copias, puse una en mi bolso y me largué.
Cuando llegué a casa, escaneé todo y lo subí a un servidor del
Pirate Party de Dinamarca.
—¿Fuiste tú ? —dije.
Se ruborizó. —Eh… sí.
—¡Mierda! —dije. Había sido una excelente noticia. El Con-
sejo de Educación dijo que producir sus exámenes “Ningún
Chico Queda Fuera” había costado decenas de millones de
dólares y que ahora debían volver a gastarlos porque se habían
filtrado. Lo llamaron “edu-terrorismo”. Los noticieros formu-
laron interminables especulaciones acerca de las motivaciones
políticas de la persona que los había dado a conocer, pregun-
tándose si había sido obra de un docente como acto de protesta,
de un estudiante, un ladrón o un descontento contratista del
gobierno—. ¿Fuiste TÚ?
—Fui yo —dijo ella.
236/438

—Y se lo contaste a Jolu…
—Porque quería asegurarle que yo también iba a mantener el
secreto. Si él conocía mi secreto, podía usarlo para mandarme a
la cárcel si yo abría la boca. Das un poco, recibes un poco. Quid
pro quo, como en El silencio de los inocentes.
—Y entonces te lo contó.
—No —respondió ella—. No me lo contó.
—Pero…
—Luego le dije cuánto me gustabas. Que estaba planeando
hacer el papel de idiota total y arrojarme a tus brazos. Después
de eso me lo contó.
No se me ocurrió nada que decir. Me miré los pies. Ella me
tomó las manos y las apretó.
—Lamento haberlo obligado a decírmelo. Era decisión tuya
contármelo, si es que ibas a contármelo. No era asunto mío…
—No —dije. Ahora que sabía cómo lo había averiguado,
comenzaba a calmarme—. No, está bien que tú lo sepas. Tú.
—Yo —dijo—. Nadie más que yo.
—OK, puedo vivir con esto. Pero hay una cosa más.
—¿Qué?
—No encuentro manera de decir esto sin parecer un imbécil,
así que, sencillamente, te lo diré. Los que andan de novios, o
como quieras llamar a lo que estamos haciendo ahora, se sep-
aran. Cuando se separan, se enojan con el otro. A veces, hasta
odian al otro. La verdad, suena muy frío pensar que eso nos
puede suceder a nosotros pero, como sabes, debemos tenerlo
en cuenta.
—Prometo solemnemente que nada de lo que alguna vez pue-
das hacerme me llevará a traicionar tu secreto. Nada. Acuéstate
con una docena de porristas en mi propia cama delante de mi
madre. Oblígame a escuchar a Britney Spears. Destripa mi
237/438

laptop, destrózala a martillazos y sumérgela en el mar. Te lo


prometo. Nada. Nunca.
Solté el aliento ruidosamente.
—Mmm —dije.
—Ahora sería un buen momento para que me beses —dijo
ella, y levantó la cara.

***

El siguiente gran proyecto de M1k3y en la Xnet fue reunir el


conjunto definitivo de informes sobre la fiesta NO CONFÍEN
del Parque Dolores. Construí el sitio más grande y más atract-
ivo que pude, con secciones que mostraban los sucesos clasific-
ados por lugar, hora, categoría: violencia policial, baile, reper-
cusiones, canto. Subí el concierto completo.
Fue prácticamente lo único en que trabajé el resto de la
noche. Y la noche siguiente. Y la siguiente.
Mi casilla de correo desbordó de sugerencias de la gente. Me
enviaron imágenes de sus teléfonos y cámaras de bolsillo.
Después recibí un correo de alguien que reconocí, el Dr. Eeevil
(tres “e”), uno de los principales encargados de mantener el
ParanoidLinux.
> M1k3y: He estado observando con gran interés tu experi-
mento de la Xnet. Aquí, en Alemania, tenemos mucha experi-
encia sobre lo que sucede con un gobierno que pierde el
control.
>Una cosa que deberías saber es que todas las cámaras
poseen una “firma de sonido” individual, que puede usarse
para vincular una imagen con cierta cámara. Eso significa que
las fotos que estás publicando en el sitio, potencialmente,
238/438

podrían utilizarse para identificar a los fotógrafos si alguien se


las bajara con ese fin.
>Por fortuna, no es difícil eliminar esas firmas si lo deseas.
En el ParanoidLinux que estás usando hay una aplicación para
eso. Se llama photonomous; la encontrarás en /usr/bin. Lee las
páginas que contienen la documentación. Pero es sencillo.
>Buena suerte con lo que estás haciendo. No te dejes atrapar.
Conserva la libertad. Conserva la paranoia.
>Dr. Eeevil.
Eliminé las firmas de todas las fotos que había posteado y
volví a subirlas, junto con una nota que explicaba lo que me
había dicho el Dr. Eeevil y alertaba a todos para que hicieran lo
mismo. Todos teníamos la misma instalación básica en las
ParanoidXbox, de modo que todos podíamos producir fotos an-
ónimas. No había nada que hacer con las imágenes ya bajadas y
guardadas en caché, pero a partir de ahora seríamos más
astutos.
Esa noche no pensé más en el asunto… hasta que bajé a de-
sayunar al día siguiente y encontré a mamá con la radio en-
cendida, pasando el noticiero matutino de la emisora NPR.
La agencia de noticias árabe Al-Jazeera está difundiendo
imágenes, videos e informes de primera mano sobre la re-
vuelta juvenil del fin de semana pasado en el Parque Dolores
de Mission, dijo el locutor mientras yo bebía un vaso de jugo de
naranja. Logré no escupirlo por toda la habitación, pero no
pude evitar atragantarme un poco.
Los cronistas de Al-Jazeera afirman que estos informes se
publicaron en la llamada Xnet, la red clandestina utilizada por
estudiantes y simpatizantes de Al-Quaeda de la zona de la
Bahía. Hace tiempo se rumorea de la existencia de dicha red,
pero esta es la primera vez que se la menciona oficialmente.
239/438

Mamá meneó la cabeza. —Justo lo que necesitábamos


—dijo—. Como si no tuviéramos bastante con la policía. Chicos
corriendo por todas partes, haciéndose los guerrilleros y dán-
doles una excusa para tomar medidas realmente enérgicas.
Los weblogs de la Xnet contienen cientos de informes y
archivos multimedia producidos por jóvenes que asistieron a
los disturbios y que afirman que estaban reunidos pacífica-
mente hasta que la policía los atacó. Aquí tenemos uno de esos
relatos.
“Lo único que hacíamos era bailar. Yo estaba con mi
hermano menor. Las bandas tocaban y se hablaba de la liber-
tad, de cómo la estábamos perdiendo por culpa de estos imbé-
ciles que dicen odiar a los terroristas, pero que nos atacan a
nosotros, que no somos terroristas… somos norteamericanos.
Creo que los que odian la libertad son ellos, no nosotros.”
“Bailábamos, las bandas tocaban y todo era divertido y
bueno, y entonces la policía empezó a gritar que nos disper-
sáramos. Todos gritamos ¡rescátenla!, que significa rescatemos
a nuestra patria. La policía nos arrojó gas pimienta. Mi her-
manito tiene doce años. Tuvo que faltar tres días a la escuela.
Mis estúpidos padres dicen que fue por mi culpa. ¿Y la policía
qué? Supuestamente, les pagamos para que nos protejan, pero
nos gasearon sin ningún motivo, nos gasearon como gasean a
los soldados enemigos.”
Pueden encontrarse informes similares, con audio y video, en
el sitio web de Al-Jazeera y en la Xnet. Las instrucciones para
acceder a la Xnet figuran en la página oficial de esta emisora.
Bajó papá.
—¿Tú usas la Xnet? —dijo. Me miró intensamente a la cara.
Sentí que me retorcía por dentro.
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—Es para los videojuegos —respondí—. Para eso la usa la


mayoría. Es una red inalámbrica, nada más. Es lo que hace to-
do el mundo con las Xbox gratuitas que regalaron el año
pasado.
Me miró con fuego en los ojos.
—¿Juegos? Marcus, sin darte cuenta, estás encubriendo a
personas que planean atacar este país y destruirlo. No quiero
verte usando la Xnet. Nunca más. ¿Está claro?
Quería discutir. Diablos, quería agarrarlo de los hombros y
sacudirlo. Pero no lo hice. Aparté la vista.
—Por supuesto, papá —dije.
Me fui a la escuela.

***

Al principio, me sentí aliviado cuando descubrí que no iban a


dejar al Sr. Benson al frente de mi clase de Estudios Sociales.
Pero la mujer que encontraron para reemplazarlo resultó ser
mi peor pesadilla.
Era joven, de unos veintiocho o veintinueve años, y de una
belleza sana, rubia. Noté su leve acento sureño cuando se
presentó como la Sra. de Andersen. Eso hizo sonar mis alarmas
de inmediato. No conocía a ninguna mujer menor de sesenta
años que se autodenominara “señora de”.
Pero estaba preparado para dejarlo pasar. Era joven, bonita,
parecía agradable. Estaría bien.
No estaba bien.
—¿Bajo qué circunstancias el gobierno federal debería estar
dispuesto a suspender la Declaración de Derechos? —dijo,
241/438

girando hacia la pizarra y escribiendo una lista de números, del


uno al diez.
—Ninguna —dije, sin esperar a que me diera permiso para
hablar. Era fácil de responder—. Los derechos constitucionales
son absolutos.
—No es un punto de vista muy sofisticado —miró el plano de
ubicación de los alumnos—, Marcus. Por ejemplo, digamos que
un policía revisa una vivienda de un modo inapropiado, que ex-
cede el asunto especificado en la orden judicial, y descubre
evidencia indiscutible sobre el delincuente que asesinó a tu
padre. Es la única evidencia que existe. ¿El delincuente debe
quedar libre?
Yo sabía la respuesta, pero no podía explicarla bien.
—Sí —dije por fin—. Porque la policía no debe revisar vivien-
das de un modo inapropiado…
—Equivocado —dijo ella—. La respuesta adecuada al mal
comportamiento policial son las sanciones disciplinarias ap-
licadas a la propia policía, no las que castigan a toda la sociedad
por el error de un agente.
Escribió “Culpabilidad criminal” debajo del punto uno de la
pizarra.
—¿Otros ejemplos en los que se puede pasar por alto la De-
claración de Derechos?
Charles levantó la mano.
—¿Gritar “fuego” en un teatro repleto?
—Muy bien —consultó el plano—, Charles. Hay muchas in-
stancias en las que la Primera Enmienda no es absoluta. Com-
pletemos la lista con algunas más.
Charles volvió a levantar la mano.
—Poner en peligro a un integrante de las fuerzas de segurid-
ad públicas.
242/438

—Sí, revelar la identidad de un policía o un oficial de inteli-


gencia encubiertos. Muy bien. —Lo escribió—. ¿Otras?
—Seguridad nacional —dijo Charles, sin esperar a que le di-
eran la palabra—. Difamación. Obscenidad. Corrupción de
menores. Pornografía infantil. Difundir instrucciones para fab-
ricar bombas. —La Sra. de Andersen escribió todo rápida-
mente, pero se detuvo al llegar a pornografía infantil—. La por-
nografía infantil es una forma de obscenidad.
Yo estaba asqueado. Esto no era lo que había aprendido ni
creía acerca de mi país. Levanté la mano.
—¿Sí, Marcus?
—No lo entiendo. Usted lo plantea como si la Declaración de
Derechos fuese opcional. Es la Constitución. Se supone que de-
bemos obedecerla al pie de la letra.
—Esa es una simplificación muy común —dijo ella con una
sonrisa falsa—. Pero lo cierto de este asunto es que los
creadores de la Constitución tenían la intención de que fuese
un documento vivo, que pudiera reformarse a través del
tiempo. Entendían que la República no podría durar para
siempre si los gobiernos de turno no eran capaces de gobernar
según las necesidades del momento. Nunca pretendieron que la
Constitución se considerara una doctrina religiosa. Después de
todo, habían venido aquí para huir de una doctrina religiosa.
Sacudí la cabeza. —¿Qué? No. Eran mercaderes y artesanos
leales al Rey, hasta que el Rey instauró políticas que perju-
dicaban sus intereses y los obligó a cumplirlas con brutalidad.
Los refugiados religiosos habían venido muchísimo antes.
—Algunos de los constituyentes descendían de refugiados re-
ligiosos —dijo ella.
—Y se supone que la Declaración de Derechos no es algo que
uno elige si quiere. Lo que odiaban los constituyentes era la
243/438

tiranía. Y la Declaración de Derechos fue pensada para pre-


venirla. Eran un ejército revolucionario y quisieron establecer
un conjunto de principios con los que todos estuvieran de
acuerdo. La vida, la libertad, la búsqueda de la felicidad. El
derecho del pueblo a derrocar a sus opresores.
—Sí, sí —contestó ella, sacudiendo la mano—. Creían en el
derecho del pueblo a librarse de sus reyes, pero… —Charles ya
sonreía, pero cuando ella dijo esto su sonrisa se agrandó más—.
Redactaron la Declaración de Derechos porque pensaban que
conceder derechos absolutos era mejor que arriesgarse a que
un tercero se los arrebatara. Como la Primera Enmienda: se
supone que nos protege porque evita que el gobierno determine
dos clases de discursos, el libre y el criminal. No querían correr
el riesgo de que algún imbécil decidiera que todo lo que a él no
le gustaba era ilegal. —Se volvió y escribió “Vida, libertad y
búsqueda de la felicidad” en la pizarra—. Nos estamos adelant-
ando al material de la lección, pero al parecer son un grupo
avanzado. —Los demás chicos rieron nerviosamente—. El rol
del gobierno es asegurar a los ciudadanos el derecho a la vida,
la libertad y la búsqueda de la felicidad. En ese orden. Es como
un filtro. Si el gobierno quiere implementar algo que nos hace
un poco infelices o nos quita algo de nuestra libertad, está bien,
mientras lo haga para salvarnos la vida. Por eso la policía puede
encerrarnos si piensa que somos un peligro para nosotros mis-
mos o para terceros. Uno pierde la libertad y la felicidad para
preservar la vida. Si uno tiene vida, puede recuperar la libertad
y la felicidad más adelante.
Algunos levantaron la mano.
—¿Eso no significa que pueden hacer lo que les antoje, mien-
tras declaren que es para detener a los que pueden hacernos
daño en el futuro?
244/438

—Sí —dijo otro chico—. Me parece que usted nos está di-
ciendo que la seguridad nacional es más importante que la
Constitución.
En ese instante, me sentí muy orgulloso de mis compañeros.
Dije:
—¿Cómo se puede proteger la libertad suspendiendo la De-
claración de Derechos?
Ella meneó la cabeza como si fuésemos todos muy estúpidos.
—Los “revolucionarios” padres de la patria fusilaban a los
traidores y los espías. No creían en la libertad absoluta, menos
cuando ésta amenazaba a la República. Por ejemplo, tomemos
a esa gente de la Xnet…
Con todas mis fuerzas, intenté no ponerme rígido.
—Los llamados “clonadores” que aparecieron en los notici-
eros esta mañana. Después de que la ciudad sufrió el ataque de
quienes se han declarado en guerra con este país, se dedicaron
a sabotear mensajes de seguridad destinados a capturar a los
malos y a evitar que hagan lo mismo otra vez. Y lo hicieron a
costa de poner en peligro e importunar a sus conciudadanos…
—¡Lo hicieron para demostrar que estaban privándonos de
nuestros derechos con la excusa que protegerlos! —dije. Bueno,
grité. Dios, esa mujer me hacía hervir la sangre—. Lo hicieron
porque el gobierno estaba tratando a todos como sospechosos
de terrorismo.
—¿Entonces quisieron demostrar que no debían tratarlos
como terroristas —me gritó Charles— actuando como terroris-
tas? ¿Cometiendo actos de terrorismo?
Yo estaba furioso.
—Ay, por el amor de Dios. ¿Actos de terrorismo? De-
mostraron que la vigilancia universal era más peligrosa que el
terrorismo. Mira lo que pasó en el parque el fin de semana
245/438

pasado. Esa gente estaba bailando y escuchando música. ¿En


qué se parece eso al terrorismo?
La profesora cruzó el aula hasta quedar de pie a mi lado,
mirándome desde arriba hasta que me callé.
—Marcus, parece que, según tú, nada cambió en este país. Te
hace falta comprender que las bombas del puente lo han cam-
biado todo. Miles de nuestros amigos y familiares están muer-
tos en el fondo de la Bahía. Ahora es momento de luchar por la
unidad nacional, frente al violento agravio que ha sufrido
nuestra patria…
Me levanté. Ya había oído suficiente de esa mierda del “todo
ha cambiado”.
—¿Unidad nacional? Todo el fundamento de los Estados Un-
idos se apoya en que somos un país donde las disidencias se
reciben con los brazos abiertos. Somos un país de disidentes, de
peleadores, de gente que abandona la universidad y de perso-
nas con libertad de expresión.
Pensé en la última clase de la Sra. Gálvez y en los miles de
estudiantes de Berkeley que habían rodeado el furgón de la
policía cuando intentaron arrestar al que repartía folletos sobre
los derechos civiles. Nadie había intentado detener los cami-
ones cargados con la gente que bailaba en el parque cuando se
la llevaban. Yo tampoco. Me había escapado.
Tal vez era cierto que todo había cambiado.
—Creo que sabes dónde está la oficina del Sr. Benson —me
dijo ella—. Preséntate allí de inmediato. No toleraré que mis
clases se vean alteradas por conductas irrespetuosas. Para ser
alguien que se declara amante de la libertad de expresión, te
veo demasiado bien dispuesto a gritarle a cualquiera que no es-
té de acuerdo contigo.
246/438

Recogí mi LibroEscolar y mi mochila y salí como un tor-


bellino. La puerta tenía una bisagra neumática y era imposible
cerrarla de un golpe; de no ser así, la habría cerrado de un
golpe.
Me dirigí rápidamente a la oficina del Sr. Benson. Las cá-
maras me filmaban mientras caminaba. Registraban mi an-
dadura. Los RFID de mi tarjeta de identificación estudiantil
transmitían mi identidad a los sensores del corredor. Era como
estar en la cárcel.
—Cierra la puerta, Marcus —dijo el Sr. Benson. Giró la pan-
talla para que yo viera la imagen en vivo de la clase de Estudios
Sociales. Había estado mirándonos.
—¿Qué tienes que decir en tu defensa?
—Eso no era enseñar, era propaganda. ¡Nos dijo que la Con-
stitución no era importante!
—No, les dijo que no era una doctrina religiosa. Y tú la
atacaste como una especie de fundamentalista, demostrando
que ella tenía razón. Marcus, tú, de entre todas las personas,
tendrías que entender que todo cambió con las bombas del
puente. Tu amigo Darryl…
—No diga una maldita palabra sobre él —dije, desbordado de
ira—. Usted no tiene autoridad para hablar de Darryl. Sí, en-
tiendo que ahora todo es diferente. Antes éramos un país libre.
Ahora no.
—¿Sabes lo que significa “tolerancia cero”, Marcus?
Me controlé. Podía expulsarme por “conducta amenazante”.
Supuestamente, eso se usaba con los pandilleros que trataban
de intimidar a los profesores. Pero, por supuesto, no tendría
ningún reparo en aplicármelo a mí.
—Sí —le dije—. Sé lo que significa.
—Creo que me debes una disculpa —dijo.
247/438

Lo miré. Apenas intentaba reprimir su sonrisa sádica. Una


parte de mí quería postrarse a sus pies. Quería rogar por su
perdón a costa de mi vergüenza. Aplaqué a esa parte y decidí
que prefería que me expulsara antes que disculparme.
—Los gobiernos se instituyen entre los hombres, derivando
sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados;
cuando una forma de gobierno se vuelve destructora de estos
principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e in-
stituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a
organizar sus poderes en la forma que, a su juicio, ofrezca las
mayores probabilidades de hacer efectiva su seguridad y feli-
cidad. —Lo recordaba palabra por palabra.
Benson sacudió la cabeza.
—Recordar algo no es lo mismo que entenderlo, hijo. —Se in-
clinó sobre la computadora e hizo unos clics. La impresora ron-
roneó. Me entregó una hoja con membrete de la Comisión, aún
tibia, que decía que me habían suspendido dos semanas—.
Ahora se la enviaré a tus padres por correo electrónico. Si den-
tro de treinta minutos sigues en las instalaciones de la escuela,
serás arrestado por invasión a la propiedad privada.
Lo miré.
—No pretendas declararme la guerra en mi propia escuela
—dijo—. No puedes ganar esa guerra. ¡VETE!
Me fui.
Capítulo 14
La Xnet no era muy divertida en plena jornada escolar,
cuando todos los que la usaban estaban en el colegio. Tenía la
hoja de papel doblada en el bolsillo trasero de mis jeans y la ar-
rojé sobre la mesa de la cocina cuando llegué a casa. Me senté
en la sala y encendí la TV. Nunca la miraba, pero sabía que mis
padres sí. Ellos sacaban todas las ideas que tenían del mundo
de la TV, la radio y los periódicos.
Las noticias eran terribles. ¡Había tantas razones para tener
miedo! Los soldados norteamericanos morían en todo el
mundo. No sólo los soldados. También los efectivos de la
Guardia Nacional, que se habían incorporado a la fuerza para
ayudar a rescatar gente de los huracanes y que ahora, desde
hacía años y años, estaban apostados en el extranjero por culpa
de esta guerra larga e interminable.
Recorrí todos los canales de noticias que transmitían las 24
horas, uno tras otro: un desfile de funcionarios diciéndonos por
qué debíamos tener miedo. Un desfile de imágenes de bombas
explotando en todo el mundo.
Continué cambiando de canal, hasta que me topé un rostro
familiar. Era el sujeto que había entrado en el camión para hab-
lar con Pelo Corto cuando me tenían encadenado en el fondo.
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Llevaba uniforme militar. La leyenda al pie de la imagen lo


identificaba como el General de División Graeme Sutherland,
Comandante Regional del DSI.
—Tengo en mis manos folletería genuina que se ofrecía en el
llamado concierto del Parque Dolores el fin de semana pasado.
Levantó una pila de panfletos. Recordé que en el parque había
muchos que repartían panfletos. En San Francisco, cada vez
que se reúne gente te dan panfletos. Quiero que los observen
por un momento. Les leeré los títulos. SIN EL
CONSENTMIENTO DE LOS GOBERNADOS: GUÍA DEL
CIUDADANO PARA DERROCAR AL ESTADO. Aquí hay otro,
¿LOS ATAQUES DEL 11 DE SEPTIEMBRE REALMENTE
OCURRIERON?; y otro más, CÓMO USAR LA SEGURIDAD
DEL GOBIERNO EN SU CONTRA. Este material nos revela el
verdadero propósito de la reunión ilegal del sábado por la
noche. No fue simplemente la reunión carente de seguridad de
miles de personas sin tomar las debidas precauciones, sin
siquiera instalar baños. Fue un acto de reclutamiento del en-
emigo. Fue un intento de corromper a los chicos y convencerlos
de que Norteamérica no debe velar por su propia protección.
»Consideren este lema: NO CONFÍES EN NADIE MAYOR
DE 25. ¿Qué mejor manera de asegurar que el mensaje pro-ter-
rorista no incluya el debate considerado, equilibrado y maduro
que excluir a los adultos, limitando el grupo a la participación
de jovencitos impresionables?
»Cuando la policía llegó a la escena, descubrió que se estaba
llevando a cabo un acto de reclutamiento para el enemigo de
los EE. UU. La reunión ya había perturbado el descanso de
cientos de residentes de la zona. Ninguno de ellos fue con-
sultado durante la planificación de esta fiesta descontrolada
que duró toda la noche.
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»Dieron orden de que la gente se dispersara, cosa que se


aprecia en todos los videos, y cuando los juerguistas se
disponían a atacar, instigados por los músicos desde el escen-
ario, la policía los sometió utilizando técnicas no letales de con-
trol de multitudes.
»Se arrestó a los líderes de los revoltosos y a los provo-
cadores que empujaron a miles de jóvenes impresionables a
cargar contra la fuerza policial. De ellos, 827 quedaron en cus-
todia. Muchos tenían antecedentes. Más de 100 tenían orden
de captura. Continúan detenidos.
»Señoras y señores, los EE.UU. están peleando una guerra en
muchos frentes, pero en ningún otro sitio corre un peligro más
grave que aquí, en casa, ya sea por los ataques de los terroristas
o de los que simpatizan con ellos.
Un periodista levantó la mano y dijo:
—General Sutherland, seguramente no estará diciendo que
esos chicos eran simpatizantes de los terroristas porque asisti-
eron a una fiesta en el parque, ¿verdad?
—Claro que no. Pero cuando los jóvenes caen bajo la influen-
cia de los enemigos de la patria es fácil que acaben pensando
como ellos. A los terroristas les encantaría reclutar una quinta
columna que los ayudara a pelear esta guerra desde dentro. Si
fueran mis hijos, estaría seriamente preocupado.
Otro periodista exclamó:
—Pero seguro que sólo se trató de un concierto al aire libre,
¿no es así, General? No andaban con rifles, practicando tiro.
El General sacó una pila de fotos y comenzó a mostrarlas.
—Aquí tienen imágenes tomadas por los oficiales con cá-
maras infrarrojas antes de intervenir. —Las sostuvo junto a su
rostro y comenzó a pasarlas, una por una. Mostraban gente
bailando con bastante violencia; algunos quedaban aplastados
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o los pisaban. Luego, se enfocaban en el sexo junto a los ár-


boles: una chica con tres chicos; dos chicos besándose—. En
este evento había niños de diez años. Un cóctel mortal de dro-
gas, propaganda y música que resultó en decenas de heridos. Es
un milagro que nadie haya muerto.
Apagué el televisor. Lo pintaban como una batalla campal. Si
mis padres hubieran pensado que yo estaba allí, me habrían
amarrado a la cama durante un mes y sólo me habrían dejado
salir con un collar rastreador puesto.
A propósito, se iban a cabrear cuando descubrieran que me
habían suspendido.

***

No lo tomaron bien. Papá quería castigarme, pero mamá y yo


lo convencimos.
—Sabes que el vicedirector tiene a Marcus entre ojos desde
hace años —dijo mamá—. Después de salir de la última reunión
que tuvimos con él, te pasaste una hora insultándolo. Creo que
mencionaste la palabra “imbécil” repetidas veces.
Papá meneó la cabeza. —Alborotar una clase para criticar al
Departamento de Seguridad Interior…
—Es una clase de Estudios Sociales, papá —dije. Ya nada me
importaba, pero sentí que si mamá salía en mi defensa yo debía
ayudarla—. Hablábamos del DSI. ¿No es que los debates son
saludables?
—Mira, hijo —respondió. Últimamente, me llamaba “hijo”
con mucha frecuencia. Me hacía sentir que había dejado de
considerarme una persona y que, en cambio, pensaba en mí
como en una especie de larva a medio formar que necesitaba un
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guía hasta salir de la adolescencia. Odiaba eso—. Tendrás que


aprender a vivir con el hecho de que hoy estamos en un mundo
distinto. Tienes todo el derecho a expresar tu opinión, por
supuesto, pero debes estar preparado para las consecuencias.
Debes enfrentar el hecho de que hay gente que está sufriendo,
que no quiere debatir sobre las sutilezas de la ley constitucional
cuando sus vidas corren peligro. Ahora estamos en un bote sal-
vavidas, y cuando estás en un bote salvavidas nadie quiere que
le hablen de las maldades del capitán.
A duras penas logré contener la cara de exasperación.
—Me han asignado dos semanas de estudio independiente;
tengo que escribir una monografía para cada materia, usando
la ciudad como base: una de Historia, una de Estudios Sociales,
una de Inglés y una de Física. Es mejor que quedarme sentado
en casa mirando televisión.
Papá me miró intensamente, como si sospechara que yo
planeaba algo; después, asintió. Les di las buenas noches y subí
a mi cuarto. Encendí la Xbox, abrí un procesador de palabras y
comencé a buscar ideas para mis monografías. ¿Por qué no?
Realmente, era mejor que quedarme sentado en casa sin hacer
nada.

***

Terminé chateando con Ange bastante rato esa noche. Me


consoló por todo y me dijo que me ayudaría con los trabajos si
quería encontrarme con ella después de la escuela, la tarde
siguiente. Sabía dónde quedaba su escuela —iba a la misma que
Van— y era lejos, en la Bahía Oriental, sitio al que yo no había
vuelto desde la explosión de las bombas.
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La verdad, me entusiasmaba la perspectiva de verla otra vez.


Desde el concierto, me acostaba todas las noches pensando en
dos cosas: la imagen de la multitud cargando contra las hileras
de policías y el roce del costado de su seno, debajo de su cam-
isa, cuando nos apoyamos contra el pilar. Ella era formidable.
Nunca antes había estado con una chica tan… agresiva como
ella. Siempre era yo el que avanzaba y ellas las que me apart-
aban de un empujón. Tenía la sensación de que Ange era tan
cachonda como yo. Era una idea tentadora.
Esa noche dormí profundamente, con sueños excitantes
sobre Ange, yo y lo que podríamos hacer si nos encontrábamos
en un lugar aislado.
Al día siguiente, me dispuse a trabajar en las monografías.
San Francisco es un buen sitio sobre el cual escribir. ¿Historia?
Claro, existe: desde la Fiebre del Oro hasta los astilleros de la
Segunda Guerra Mundial, los campos de confinación para ja-
poneses y la invención de la PC. ¿Física? El Exploratorium
tiene la mejor muestra de todos los museos que he visitado. La
exhibición sobre la licuefacción del suelo durante los terremo-
tos grandes me producía una satisfacción perversa. ¿Inglés?
Jack London, los poetas beat, los escritores de ciencia ficción
como Pat Murphy y Rudy Rucker. ¿Estudios Sociales? El Movi-
miento por la Libertad de Expresión, César Chávez, los
derechos de los homosexuales, el feminismo, el movimiento
antibélico…
Siempre me gustó aprender por aprender. Simplemente,
para saber más del mundo que me rodea. Podía aprender con
sólo caminar por la ciudad. Decidí que primero haría la mono-
grafía de Inglés sobre los beat. City Light Books tenía una gran
biblioteca, en una sala del piso de arriba, donde Alan Ginsberg
y sus amigos habían creado su poesía drogona radical. El
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poema que habíamos leído en clase era Aullido y nunca iba a


olvidar los primeros versos, que me provocaban escalofríos en
la espalda:
Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la
locura,
famélicas histéricas desnudas,
arrastrándose por las calles de los negros al amanecer
en busca de un colérico pinchazo,
hipsters con cabezas de ángel consumiéndose por la antigua
conexión celestial con la dínamo estrellada de la maquinaria
nocturna…
Me gustaba la manera en que encadenaba esas palabras:
“famélicas histéricas desnudas”. Yo sabía lo que era sentir eso.
Y “las mejores mentes de mi generación” también me hacía
pensar mucho. Me recordaba al parque, la policía y el gas cay-
endo. A causa de Aullido, habían arrestado a Ginsberg por ob-
scenidad… todo por un verso que hablaba del sexo homosexual
y que hoy en día no nos habría movido un pelo. De alguna man-
era, me alegraba que hubiésemos progresado en algo. Que las
cosas hubiesen sido aún más restrictivas antes que ahora.
Me perdí en la biblioteca, leyendo hermosas ediciones anti-
guas de los libros. Me perdí con En el camino, de Jack Kerouac,
una novela que tenía intención de leer desde hacía mucho; un
empleado que se acercó a ver lo que hacía asintió con aproba-
ción y me buscó una edición barata que me vendió por 6
dólares.
Fui hasta el Barrio Chino y comí bollos dim-sum y fideos con
salsa picante, que antes consideraba bastante picantes, pero
que ahora, después de haber probado el especial de Ange,
nunca volverían a parecerme ni remotamente picantes.
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Mientras el día avanzaba hacia la tarde, subí al BART y luego


al autobús de ida y vuelta al puente San Mateo que me llevaba a
la Bahía Oriental. Leí mi ejemplar de En el camino y disfruté
del paisaje que pasaba rápidamente ante mis ojos. En el cam-
ino es una novela semi-autobiográfica sobre Jack Kerouac, un
escritor drogón y bebedor que viaja por los EE. UU. haciendo
autostop, consiguiendo trabajos de mala muerte, aullando en
las calles por la noche, conociendo gente y despidiéndose de
ella. Bohemios, vagabundos de rostro triste, estafadores, rater-
os, basuras humanas y ángeles. En realidad, no tiene argu-
mento —supuestamente, Kerouac lo escribió en tres semanas,
en un largo rollo de papel, drogado hasta la locura—, sino que
es un ramillete de cosas sorprendentes que ocurren una tras
otra. Traba amistad con personas autodestructivas, como Dean
Moriarty, que lo involucran en planes extraños que nunca fun-
cionan, pero igual funcionan, si entiendes a qué me refiero.
Las palabras tenían un ritmo que era exquisito; en mi cabeza,
lo escuchaba como si me lo estuvieran leyendo en voz alta. Me
daban ganas de acostarme en la litera de una camioneta y des-
pertar en un pueblo polvoriento del valle central, camino a Los
Ángeles, uno de esos sitios con una estación de combustible y
un comedor, y de salir a los campos y conocer gente y ver cosas
y hacer cosas.
El viaje en autobús era largo y me dormí un poco; quedarme
levantado hasta tarde chateando con Ange perjudicaba
bastante mi horario de sueño, ya que mamá seguía preten-
diendo que bajara a desayunar. Desperté, cambié de autobús y,
al poco rato, llegué a la escuela de Ange.
Salió por el portón a los saltos, vestida de uniforme. Nunca
antes la había visto de uniforme. Le quedaba bien de un modo
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extraño y me recordó a Van uniformada. Me dio un largo ab-


razo y un fuerte beso en la mejilla.
—¡Hola! —me dijo.
—¡Cómo estás!
—¿Qué lees?
Yo estaba esperando esto. Había marcado el fragmento con
un dedo.
—Escucha: “Bailaban por las calles como peonzas y yo los
seguí arrastrando los pies, como lo he hecho toda la vida con la
gente que me interesa, porque para mí la única gente que existe
es la que está loca, loca por vivir, loca por hablar, loca por sal-
varse, que quiere tener todo al mismo tiempo, que nunca
bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde, arde
como fabulosos fuegos artificiales amarillos que explotan como
arañas entre las estrellas y en el centro se ve estallar una luz
azul y todos dicen ¡Aaah!”.
Tomó el libro y leyó el párrafo ella misma.
—¡Vaya, peonzas! ¡Me encanta! ¿Es todo así?
Le conté las partes que había leído, caminando lentamente
por la acera hacia la parada del autobús. Cuando doblamos la
esquina, me rodeó la cintura con un brazo y yo pasé el mío por
encima de su hombro. Por la calle con una chica —¿mi novia?…
claro, ¿por qué no?— y charlando sobre un libro genial… era el
paraíso. Me hizo olvidar de mis problemas un breve instante.
—¿Marcus?
Me di vuelta. Era Van. Inconscientemente, me esperaba esto.
Lo supe porque mi mente consciente no estaba ni remotamente
sorprendida. No era una escuela muy grande y todas salían a la
misma hora. Hacía semanas que no hablaba con Van y esas se-
manas se sentían como meses. Antes hablábamos todos los
días.
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—Hola, Van —dije. Suprimí la apremiante necesidad de sacar


el brazo de los hombros de Ange. Van parecía sorprendida,
pero no enojada, ni más pálida, ni conmocionada. Nos miró de-
talladamente a los dos.
—¿Angela?
—Hola, Vanessa —dijo Ange.
—¿Qué haces aquí?
—Vine a buscar a Ange —dije, tratando de mantener un tono
neutral. De pronto, me resultaba embarazoso que me vieran
con una chica.
—Ah —dijo Van—. Bueno, me alegro de verte.
—También me alegro de verte, Vanessa —dijo Ange, hacién-
dome girar y llevándome hacia la parada del autobús.
—¿La conoces? —dijo Ange.
—Sí, desde siempre.
—¿Era tu novia?
—¿Qué? ¡No! ¡De ningún modo! Éramos amigos.
—¿Eran amigos?
Me parecía que Van venía detrás de nosotros, escuchando,
aunque al paso que íbamos tendría que haber estado trotando
para alcanzarnos. Resistí la tentación de mirar por encima del
hombro todo lo que pude; después, miré. Había muchas chicas
de escuela detrás de nosotros, pero no Van.
—Estaba conmigo, José Luis y Darryl cuando nos arrestaron.
Jugábamos JRA juntos. Los cuatro… éramos algo así como me-
jores amigos entre nosotros.
—¿Y qué pasó?
Bajé la voz. —A ella no le gustaba la Xnet —dije—. Pensaba
que nos meteríamos en problemas. Que yo metería en prob-
lemas a otras personas.
—¿Y por eso dejaron de ser amigos?
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—Sólo nos distanciamos.


Avanzamos unos pasos. —¿Ustedes no eran… ya sabes,
amigos-novios?
—¡No! —le dije. Mi cara estaba caliente. Me pareció que mis
palabras sonaban a que estaba mintiendo, aunque decía la
verdad.
Ange me hizo detener de un tirón y examinó mi rostro.
—¿No?
—¡No! ¡En serio! Sólo amigos. Darryl y ella… bueno, no del
todo, pero a Darryl le gustaba mucho. No había forma de…
—Pero si a Darryl no le hubiera gustado, lo habrías hecho
¿eh?
—No, Ange, no. Por favor, créeme y olvídalo. Con Vanessa
éramos buenos amigos y ya no lo somos, y eso me afecta, pero
nunca me gustó de otra manera ¿está bien?
Ella se afligió un poco. —OK, OK. Disculpa. Es que no me
llevo bien con ella, es todo. Nunca nos hemos llevado bien en
todos los años que hace que nos conocemos.
Oh-oh, pensé. Quizás era por eso que Jolu la conocía desde
hacía tanto tiempo y nunca me la había presentado; Ange tenía
un problema con Van y él no quería que se nos acercara.
Me dio un largo abrazo y nos besamos; un grupo de chicas
pasó a nuestro lado diciendo “Uuuuh”, nos enderezamos y
seguimos caminando hacia la parada. Delante iba Van, que
debió pasar junto a nosotros cuando nos estábamos besando.
Me sentí un completo imbécil.
Por supuesto, también estaba en la parada y subió al mismo
autobús; no nos dirigimos la palabra y yo traté de conversar
con Ange todo el viaje, pero fue muy incómodo.
El plan era tomar un café y luego ir a casa de Ange a pasar el
tiempo y a “estudiar”, o sea, a turnarnos con la Xbox de ella
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para ver la Xnet. La madre de Ange llegaba a casa tarde los


martes, porque era su noche de yoga y de ir a cenar con sus
amigas, y la hermana de Ange iba a salir con su novio, de modo
que teníamos toda la casa para nosotros. Yo albergaba ideas er-
óticas desde el momento en que planeamos la visita.
Llegamos a su casa, fuimos directamente a su cuarto y cer-
ramos la puerta. Su habitación era una especie de desastre, cu-
bierta con capas de ropa, cuadernos y partes de PC que se pren-
dían de tus medias como abrojos. El escritorio estaba peor que
el suelo, tapado con altas pilas de libros e historietas, así que
terminamos sentados en la cama, lo que a mí me pareció muy
bien.
La incomodidad por haber visto a Van había desaparecido un
poco. Encendimos la Xbox, que estaba en el centro de un nido
de cables; algunos iban hacia una antena inalámbrica que Ange
le había adosado y que estaba junto a la ventana para poder
sintonizar el WiFi de los vecinos. Otros iban hacia un par de
viejas pantallas de laptop que había convertido en monitores
independientes, apoyados sobre unos armazones y erizados de
partes electrónicas al descubierto. Las pantallas se ubicaban
sobre las dos mesas de noche, lo que era una excelente ubica-
ción para ver películas o chatear desde la cama; Ange podía gir-
ar los monitores y, tendida de costado, siempre veía bien, sin
importar de qué lado se acostara.
Ambos sabíamos para qué estábamos aquí en realidad, sen-
tados uno junto al otro, apoyados contra la mesa de noche. Yo
temblaba un poco, superconsciente de la tibieza de su pierna y
hombro contra los míos, pero necesitaba pasar por el proceso
de loguearme en la Xnet, ver los correos recibidos y demás.
Había uno de un chico al que le gustaba enviar videos gra-
ciosos, filmados con su teléfono, del DSI volviéndose
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totalmente loco. El último que había visto mostraba a unos


agentes desarmando un cochecito de bebé, después de que un
perro detector de bombas se interesara en él. Lo desmontaban
con destornilladores, en el puerto deportivo, en medio de la
calle, mientras los ricachones que pasaban los miraban y se
maravillaban ante lo raro que era todo.
Había seguido el enlace a ese video, que todos se habían
descargado como enloquecidos. El chico lo había subido al mir-
ror de Internet Archive en Alejandría, Egipto, donde hosteaban
cualquier cosa gratuitamente siempre y cuando la pusieras bajo
la licencia de Creative Commons, que permitía que cualquiera
remixara y compartiera el material. El Archive US —que estaba
en Presidio, a pocos minutos de distancia— se había visto forz-
ado a eliminar todos esos videos en nombre de la seguridad
nacional, pero el de Alejandría se había separado para formar
una organización propia y hosteaba cualquier cosa que pusiera
en ridículo a los EE. UU.
Esta vez, el chico —su seudónimo era Kameraspie— me había
enviado un video mucho mejor. Era en la puerta de entrada de
la Alcaldía, en el Centro Cívico, un gigantesco edificio parecido
a un pastel de bodas, lleno de estatuas embutidas en pequeños
arcos, cubierto de hojas y ribetes dorados. El DSI había ase-
gurado el perímetro del edificio y el video de Kameraspie
mostraba una gran toma del punto de control, donde un sujeto
de uniforme militar se acercaba, mostraba su identificación y
ponía su portafolios sobre la cinta de los rayos X.
Todo iba bien hasta que uno de los tipos del DSI veía algo
que no le gustaba en la imagen de rayos-X. Interrogaba al gen-
eral, que ponía cara de impaciencia y decía algo inaudible (es-
taba filmado desde la acera de enfrente, aparentemente con un
zoom disimulado de factura casera, de modo que el audio
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consistía principalmente en los pasos de los peatones y los


ruidos del tránsito).
El general y los del DSI se ponían a discutir y, cuanto más
discutían, más tipos del DSI se reunían a su alrededor. Final-
mente, el general sacudía la cabeza con furia y movía el dedo
señalando el pecho del sujeto del DSI, tomaba su portafolios y
comenzaba a alejarse. Los del DSI le gritaban, pero él no dis-
minuía su marcha. Todo su lenguaje corporal decía “Estoy total
y absolutamente furioso”.
Entonces sucedió. Los del DSI corrieron tras el general. En
esta parte, Kameraspie hacía correr el video en cámara lenta
para que pudiéramos ver, cuadro por cuadro, al general
volviéndose a medias, con el rostro diciendo “Ni piensen en
tumbarme al suelo”, luego cambiando a una expresión horror-
izada cuando tres de los guardias gigantescos del DSI chocaban
contra él, golpeándolo de costado y luego agarrándolo de la cin-
tura, como una maniobra de fútbol americano capaz de acabar
con una carrera deportiva. El general —de mediana edad, ca-
bello gris acero, rostro arrugado y digno— cayó como una bolsa
de papas y rebotó dos veces; se golpeó fuertemente la cara con-
tra la acera y su nariz comenzó a sangrar.
El DSI amarró al general como se amarra a un cerdo, atán-
dole los tobillos y muñecas. Ahora el general gritaba, gritaba de
verdad; su cara se estaba poniendo violeta debajo de la sangre
que le caía a borbotones de la nariz. Delante del zoom, pasaban
piernas. Los peatones miraban a ese hombre de uniforme al
que estaban amarrando y, por su expresión, te dabas cuenta de
que esa era la peor parte: la humillación ritual, la extirpación
de su dignidad. Allí terminaba el video.
—Oh, mi querido y dulce Buda —dije, mirando la pantalla
mientras fundía a negro y el video recomenzaba. Le di un suave
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codazo a Ange y le mostré la filmación. Ella la miró sin palab-


ras, con la boca abierta hasta el pecho.
—Postéalo —dijo—. ¡Postéalo postéalo postéalo postéalo!
Lo hice. Apenas podía teclear mientras escribía la descrip-
ción de lo que había visto, agregando una nota donde pre-
guntaba si alguien podía identificar al militar que estaba en el
video, si alguien sabía algo de esto.
Oprimí “Publicar”.
Miramos el video. Volvimos a mirarlo.
Entró un correo.
>Reconozco totalmente a ese tipo. Puedes encontrar su bio
en la Wikipedia. Es el General Claude Geist. Comandó la mis-
ión de paz conjunta de la UN en Haití.
Revisé la bio. Había una foto del general en una conferencia
de prensa y notas sobre su papel en la difícil misión de Haití.
Claramente, era el mismo hombre.
Actualicé mi posteo.
Teóricamente, este era el momento en que Ange y yo
teníamos la oportunidad de besarnos y acariciarnos, pero no
fue lo que hicimos. Visitamos blogs de la Xnet, buscando más
informes sobre el DSI revisando gente, tumbando gente al
suelo, invadiendo gente. Era una tarea conocida, lo mismo que
yo había hecho con todos los videos y relatos de los disturbios
en el parque. Abrí una nueva categoría para esto en mi blog,
AbusosDeAutoridad, y los archivé allí. A Ange se le ocurrían to-
do el tiempo nuevos términos de búsqueda para probar y
cuando su madre llegó a casa mi nueva categoría ya tenía
setenta posteos, encabezados por el ataque al General Geist en
la Alcaldía.
263/438

***

Trabajé en la monografía sobre los beat todo el día siguiente,


en casa, leyendo a Kerouac y navegando en la Xnet. Planeaba
encontrarme con Ange en la escuela, pero me acobardaba la
idea de ver a Van otra vez, de modo que le envié una excusa por
mensaje de texto, diciéndole que estaba trabajando en el
informe.
Llegaban buenas sugerencias de todo tipo para
AbusosDeAutoridad; centenares de ellas, grandes y pequeñas,
imágenes y audio. El meme se estaba extendiendo. Se extendió.
A la mañana siguiente había más. Alguien abrió un nuevo blog
llamado AbusosDeAutoridad que recopilaba centenares más.
La pila crecía. Competíamos para encontrar las historias más
jugosas, las imágenes más locas.
El convenio con mis padres era que yo debía desayunar con
ellos todas las mañanas y contarles sobre los trabajos que es-
taba haciendo. Les gustaba que estuviera leyendo a Kerouac.
Había sido uno de los libros favoritos de los dos y resultó que
ya había un ejemplar en la biblioteca del dormitorio de mis
padres. Papá lo trajo y lo hojeó. Había párrafos marcados con
bolígrafo, páginas marcadas con un doblez de la hoja, notas en
los márgenes. Mi papá de verdad adoraba ese libro.
Me acordé de tiempos mejores, cuando papá y yo podíamos
charlar cinco minutos sin gritarnos cosas sobre el terrorismo.
Tuvimos un gran desayuno, charlando sobre la forma en que
estaba planteada la novela, sobre las locas aventuras.
Pero, en el desayuno de la mañana siguiente, ambos estuvi-
eron pendientes de la radio.
Abusos de Autoridad, la última manía de la famosa Xnet de
San Francisco que ha capturado la atención mundial. El
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movimiento llamado A-de-A se compone de “Hermanos


Menores” que vigilan las medidas antiterroristas del Departa-
mento de Seguridad Interior, documentando sus errores y ex-
cesos. El suceso máximo es un popular y virulento video-clip de
Claude Geist, teniente general retirado, cuando es derrumbado
por oficiales del DSI en la acera frente a la Alcaldía. Geist no ha
hecho declaraciones sobre el incidente, pero el comentario de
los jóvenes que están disgustados por la manera en que los
tratan ha sido rápido y furioso.
Lo más notable es la atención global que ha recibido el movi-
miento. Imágenes fijas del video de Geist han aparecido en las
portadas de los periódicos en Corea, Gran Bretaña, Alemania,
Egipto y Japón, y los medios de todo el mundo han puesto al
aire el video en los noticieros de horario central. El tema pasó a
primer plano anoche, cuando el noticiero nacional vespertino
de la BBC emitió un informe especial donde se mencionó que
ninguna televisora ni agencia de noticias norteamericana había
cubierto la historia. En el sitio web de la BBC, los comentarios
de los usuarios hicieron notar que la versión norteamericana
del noticiero de la BBC tampoco incluyó la noticia.
Pusieron al aire un par de entrevistas: observadores de los
medios británicos, un chico del Pirate Party de Suecia que hizo
comentarios burlones sobre la prensa norteamericana cor-
rupta, un comentarista de noticias norteamericano, ya retirado,
que vivía en Tokio; luego, pasaron un breve fragmento de Al-
Jazeera, donde comparaban al periodismo norteamericano con
los medios de prensa nacionales de Siria.
Sentía que mis padres me estaban mirando, que sabían lo
que estaba haciendo. Pero, cuando retiré los platos, vi que se
estaban mirando uno al otro. Papá tenía la taza de café
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agarrada con tanta fuerza que le temblaban las manos. Mamá


lo observaba.
—Tratan de desacreditarnos —dijo papá finalmente—. Tratan
de sabotear nuestros esfuerzos por mantenernos a salvo.
Abrí la boca, pero mamá me miró y negó con la cabeza. Opté
por subir a mi cuarto y hacer mi trabajo sobre Kerouac. Cuando
escuché que la puerta ya se había cerrado dos veces, encendí la
Xbox y me conecté.
>Hola M1k3y. Me llamo Colin Brown. Soy productor del pro-
grama de noticias The National, de la Canadian Broadcasting
Corporation. Estamos preparando un informe sobre la Xnet y
hemos enviado un periodista a San Francisco para cubrir la his-
toria desde allí. ¿Te interesaría concedernos una entrevista
para hablar de tu grupo y sus acciones?
Me quedé mirando la pantalla. Dios. ¿Querían entrevistarme
para hablar de “mi grupo”?
>Eh, no, gracias. Estoy a favor de la privacidad. Y no es “mi
grupo”. ¡Pero gracias por hacer el informe!
Un minuto después, otro correo.
>Podemos ocultar tu rostro y asegurarte el anonimato. Sabes
que el Departamento de Seguridad Interior estará más que feliz
de ofrecernos su propio vocero. Me interesa conocer tu versión.
Archivé el correo. Él tenía razón, pero sería una locura. Hasta
donde yo sabía, él era el DSI.
Leí más Kerouac. Entró otro correo. Mismo pedido, diferente
agencia de noticias: la KQED quería una reunión conmigo y
grabar una entrevista para la radio. Un canal de Brasil. La
Broadcasting Corporation de Australia. Deutsche Welle. Todo
el día estuvieron entrando solicitudes de la prensa. Todo el día,
las rechacé cortésmente.
Ese día no leí mucho a Kerouac.
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***

—Ofrece una conferencia de prensa —dijo Ange esa tarde.


Estábamos sentados en un café cercano a su casa; yo no tenía
ganas de ir hasta su escuela y quedar atrapado en un autobús
con Van.
—¿Qué? ¿Estás loca?
—Hazla en el Botín de Relojería. Elige un puesto de inter-
cambio donde no se permita el PvP y fija un horario. Puedes
loguearte desde aquí.
El PvP es el combate jugador contra jugador. Algunas partes
del Botín de Relojería eran terreno neutral, lo que implicaba
que, teóricamente, podíamos hacer venir a una tonelada de
periodistas novatos en el juego sin preocuparnos por que otros
jugadores los mataran en medio de la conferencia de prensa.
—No sé nada sobre conferencias de prensa.
—Oh, busca en Google. Seguro que alguien ha escrito un
artículo sobre cómo lograr que salgan bien. O sea, si el Presid-
ente puede manejarlas, seguro que tú también. Ese tipo parece
incapaz de atarse los zapatos sin ayuda.
Pedimos más café.
—Eres una mujer muy inteligente —le dije.
—Y hermosa —dijo ella.
—También —respondí.
Capítulo 15
Subí al blog lo de la conferencia de prensa antes de enviar las
invitaciones a la prensa. Era consciente de que todos esos es-
critores querían convertirme en un líder, un general o un su-
premo comandante de la guerrilla y descubrí una forma de
solucionarlo: tener un puñado de usuarios de la Xnet cor-
reteando por ahí, para que también respondieran preguntas.
Después envié correos a los medios. Sus respuestas incluyer-
on desde el asombro hasta el entusiasmo; solamente la peri-
odista de Fox se manifestó “indignada” ante mi descaro de
pedirle que entrara en un juego para que yo apareciera en su
programa de TV. El resto parecía pensar que sería una historia
estupenda, aunque bastantes pidieron mucho soporte técnico
para registrarse en el juego.
Elegí las 8:00 p.m., después de la cena. Mamá me había es-
tado reclamando por las tardes que pasaba fuera de casa, hasta
que finalmente le conté de Ange, después de lo cual se le hume-
decieron los ojos y no dejó de mirarme como diciendo “mi
niñito está creciendo”. Quería conocer a Ange y utilicé eso
como palanca: le prometí que la traería la noche siguiente si esa
noche me permitía “ir al cine” con ella.
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La madre y la hermana de Ange iban a salir de nuevo —no les


gustaba quedarse en casa, en realidad— lo que nos dejaba, a
Ange y a mí, solos en su cuarto con su Xbox y la mía. Desen-
chufé una de las pantallas ubicadas junto a la cama y la adosé a
mi Xbox, para que ambos pudiéramos conectarnos a la vez.
Ambas Xbox estaban a la espera, ya logueadas en el Botín de
Relojería. Yo caminaba de un lado al otro.
—Saldrá bien —dijo ella. Miró su pantalla—. ¡Hay 600
jugadores en el Mercado del Tuerto Pete! —Habíamos elegido
lo del Tuerto Pete porque era el mercado más cercano a la plaza
del pueblo, donde aparecían los jugadores nuevos. Si los peri-
odistas no eran jugadores del Botín de Relojería (¡ja!) aparecer-
ían allí. En el posteo de mi blog, le había pedido a la gente en
general que se quedara cerca del camino entre el portal de en-
trada y el Tuerto Pete para guiar hasta el Mercado a todos los
que parecieran periodistas desorientados
—¿Qué diablos voy a decirles?
—Sólo responde sus preguntas… y si no te gusta una pre-
gunta, ignórala. Algún otro puede responderla. Saldrá bien.
—Es una demencia.
—Es perfecto, Marcus. Si de verdad quieres hacerle daño al
DSI tienes que ponerlo en ridículo. No podrás superar su
poder. Tu única arma es la habilidad de hacerlos quedar como
débiles mentales.
Me eché en la cama; ella apoyó mi cabeza sobre su regazo y
me acarició el pelo. Antes del atentado, solía jugar con difer-
entes cortes de cabello, tiñéndome con toda clase de colores di-
vertidos, pero desde mi salida de la cárcel ya no me tomaba es-
as molestias. Me había crecido, se veía tonto y desgreñado, y un
día entré al baño con unas tijeras y me lo corté un centímetro y
medio todo alrededor, lo que exigía cero esfuerzo para cuidarlo
269/438

y me ayudaba a ser invisible cuando estaba interfiriendo y clon-


ando RFID en la calle.
Abrí los ojos y miré los ojos de ella, castaños y grandes, de-
trás de las gafas. Eran redondos, líquidos y expresivos. Podía
abrirlos de forma exorbitante cuando quería hacerme reír, o
volverlos suaves y tristes, o haraganes y somnolientos de un
modo que me derretía hasta quedar convertido en un charco de
deseo.
Era lo que estaba haciendo ahora.
Me senté lentamente y la abracé. Ella también me abrazó.
Nos besamos. Sus besos eran fabulosos. Sé que ya lo dije antes,
pero merece que lo repita. Nos besábamos mucho pero, por una
razón o por otra, siempre nos deteníamos antes de que la cosa
se pusiera demasiado densa. Ahora, yo quería llegar más lejos.
Encontré el borde de su camiseta y tiré hacia arriba. Ella le-
vantó los brazos sobre la cabeza y se echó hacia atrás unos
centímetros. Yo sabía que haría eso. Lo sabía desde la noche en
el parque. Tal vez por eso no habíamos llegado más lejos: no
podía confiar en que ella se acobardara y eso me asustaba un
poco.
Pero en ese momento no estaba asustado. Con la inminente
conferencia de prensa, las peleas con mis padres, la atención
internacional, la sensación de que había un movimiento que
hacía carambolas por toda la ciudad como la pelota de una má-
quina de pinball, mi piel hormigueaba, mi sangre cantaba.
Y ella era hermosa, sagaz, inteligente y divertida, y yo me es-
taba enamorando.
La camiseta se deslizó hacia arriba; arqueó la espalda para
ayudarme a pasarla por encima de sus hombros. Estiró las
manos hacia atrás, hizo algo y el sostén cayó a un lado. Me la
quedé mirando con ojos desorbitados, inmóvil, sin aliento, y
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ella agarró mi camiseta, me la sacó por encima de la cabeza, se


prendió de mí y atrajo mi pecho desnudo hacia el suyo.
Rodamos en la cama, nos tocamos, frotamos nuestros cuer-
pos y gemimos. Ella me besó todo el pecho y yo le hice lo
mismo. No podía respirar, no podía pensar, sólo podía mover-
me, besar, lamer y tocar.
Nos atrevimos a continuar. Le desabroché el jean. Ella desab-
rochó el mío. Le bajé la cremallera; ella bajó la mía y me quitó
el pantalón. Yo le quité el suyo. Un momento después, es-
tábamos desnudos, salvo por mis calcetines, que me saqué con
los pies.
Fue entonces cuando vi el reloj de la mesa de noche, que
hacía rato había caído al suelo y seguía allí, fulgurando ante
nosotros.
—¡Mierda! —grité—. ¡Empieza en dos minutos! —No podía
creer que estaba a punto de interrumpir lo que estaba a punto
de interrumpir. O sea, si me hubieran dicho “Marcus, estás a
punto de tener sexo por primerísima vez EN TU VIDA. ¿Vas a
detenerte si hago explotar esta bomba nuclear en la misma
habitación donde te encuentras?”, mi respuesta habría sido un
resonante e inequívoco NO.
Y, sin embargo, nos detuvimos para esto.
Ella me agarró, atrajo mi rostro hasta el suyo y me besó hasta
hacerme pensar que iba a desmayarme. Después, ambos
tomamos nuestra ropa y nos vestimos relativamente. Con te-
clado y mouse en mano, nos dirigimos a lo del Tuerto Pete.

***
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Se podía distinguir fácilmente quiénes eran los de la prensa:


los novatos que hacían mover a sus personajes como si fueran
borrachos tambaleantes, de atrás para delante y de arriba
abajo, tratando de tomarle la mano a todo esto, pulsando oca-
sionalmente una tecla equivocada y ofreciendo a los descono-
cidos todo su inventario o parte de él, o dándoles abrazos o pa-
tadas accidentales.
Los usuarios de la Xnet también eran fáciles de localizar: to-
dos jugábamos al Botín de Relojería cuando teníamos tiempo
libre (o no teníamos ganas de hacer la tarea), y nuestros per-
sonajes estaban bastante bien equipados, con buenas armas y
trampas en las llaves que sobresalían de nuestras espaldas para
convertir en crema a cualquiera que intentara robarlas y de-
jarnos sin cuerda.
Cuando aparecí, un mensaje del sistema anunció: M1k3Y HA
ENTRADO EN EL MERCADO DEL TUERTO PETE.
BIENVENIDO, MARINERO. OFRECEMOS PRECIOS JUSTOS
POR UN BUEN BOTÍN. Todos los jugadores de la pantalla
quedaron inmóviles. Luego, se congregaron a mi alrededor. El
chat explotó. Pensé en encender la función de voz y ponerme
unos auriculares, pero al ver que toda la gente intentaba hablar
al mismo tiempo me di cuenta de que sería muy confuso. El
texto era más fácil de seguir y no podrían adulterar mis de-
claraciones (je je).
Ange y yo habíamos examinado el lugar con anterioridad.
Era genial jugar con ella, porque podíamos darnos cuerda mu-
tuamente. Había una zona alta, sobre una pila de cajas con ra-
ciones de sal, donde podía pararme para que me vieran desde
cualquier sitio del mercado.
>Buenas noches y gracias a todos por venir. Me llamo M1k3y
y no soy el líder de nada. A su alrededor están los usuarios de la
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Xnet, que tienen tanto como yo para decir sobre el porqué de


nuestra presencia aquí. Uso la Xnet porque creo en la libertad y
en la Constitución de los Estados Unidos de América. Uso la
Xnet porque el DSI ha convertido mi ciudad en un estado poli-
cial donde todos somos sospechosos de terrorismo. Uso la Xnet
porque creo que no se puede defender la libertad haciendo ped-
azos la Declaración de Derechos. Aprendí la Constitución en
una escuela de California y me criaron para amar mi país por
su libertad. Tengo una filosofía, y es esta:
>Los gobiernos se instituyen entre los hombres, derivando
sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados;
cuando una forma de gobierno se vuelve destructora de estos
principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e in-
stituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a
organizar sus poderes en la forma que, a su juicio, ofrezca las
mayores probabilidades de hacer efectiva su seguridad y
felicidad.
>No lo escribí yo, pero lo creo. El DSI gobierna sin mi
consentimiento.
>Gracias.
Lo había escrito el día anterior, haciendo y deshaciendo bor-
radores con Ange. Tardé sólo un segundo en copiarlo y pegarlo,
aunque se necesitó un momento para que todos los que estaban
en el juego lo leyeran. Muchos usuarios de la Xnet vivaron con
grandes hurras de pirata, con los sables en alto, mientras los
papagayos domesticados chillaban y volaban por encima de
nuestras cabezas.
Gradualmente, los periodistas también lo asimilaron. El chat
corría rápidamente, tan rápido que apenas podía leerlo. Un
montón de usuarios diciendo cosas como “Así se habla”, “EE.
UU., ámalo o déjalo”, “DSI vete a casa” y “EE. UU., fuera de
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San Francisco”, todos lemas que habían tenido gran reper-


cusión en la blogósfera de la Xnet.
>M1k3y, soy Priya Rajneesh de la BBC. Dices que no eres
líder de ningún movimiento, pero ¿crees que existe un movimi-
ento? ¿Se llama Xnet?
Muchas respuestas. Algunos dijeron que no había un movi-
miento, otros que sí; mucha gente tenía ideas sobre cómo se
llamaba: Xnet, Hermanos Menores, Hermanas Menores y mi
preferido personal: Estados Unidos de América.
Realmente, eran geniales. Los dejé hablar, pensando en lo
que podía decir yo. Cuando se me ocurrió, lo escribí.
>Creo que todo eso responde a su pregunta ¿verdad? Puede
haber uno o más movimientos y pueden llamarse Xnet o no.
>M1k3y, soy Doug Christensen del Washington Internet
Daily. ¿Qué piensas que debe hacer el DSI para prevenir otro
ataque a San Francisco si lo que está haciendo no es
satisfactorio?
Más parloteo. Mucha gente dijo que los terroristas y el gobi-
erno eran la misma cosa, tanto literalmente como refiriéndose
a que eran igualmente malos. Algunos dijeron que el gobierno
sabía cómo capturar a los terroristas, pero que prefería no
hacerlo para que los “presidentes belicistas” fueran reelectos.
>No lo sé.
Finalmente, escribí:
>De verdad, no lo sé. Me hago esta pregunta con frecuencia,
porque no quiero que me pongan una bomba ni quiero que se
la pongan a mi ciudad. Pero he llegado a una conclusión: si el
trabajo del DSI es mantenernos a salvo, está fracasando. De
toda la mierda que han hecho, nada impediría que volaran el
puente otra vez. ¿Rastrearnos por toda la ciudad? ¿Quitarnos
nuestra libertad? ¿Hacer que sospechemos unos de otros, que
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nos volvamos uno contra el otro? ¿Llamar traidores a los disid-


entes? El objetivo del terrorismo es aterrarnos. A mí me aterra
el DSI.
>No puedo opinar sobre lo que me hacen los terroristas pero,
si este país es libre, sí puedo opinar sobre lo que me hace mi
propia policía. Puedo evitar que me aterrren.
>Sé que no es una buena respuesta. Disculpen.
>¿Qué implicas cuando dices que el DSI no quiere capturar a
los terroristas? ¿Cómo lo sabes?
>¿Quién es usted?
>Soy del Morning Herald de Sydney.
>Tengo diecisiete años. No soy un estudiante que se saca diez
en todo ni nada por el estilo. Sin embargo, descubrí una forma
de hacer una Internet que no pueden espiar. Descubrí cómo
bloquear su tecnología de rastreo de personas. Puedo convertir
a los inocentes en sospechosos y a los culpables en inocentes
ante sus propios ojos. Podría subir a un avión con objetos de
metal y modificar una lista de “prohibido volar”. Descubrí
cómo hacer esas cosas mirando la web y pensando. Si yo puedo
hacerlo, los terroristas también. Nos dijeron que nos quitaban
la libertad para que estuviéramos más seguros. ¿Usted se siente
seguro?
>¿En Australia? Por supuesto que sí.
Todos los piratas rieron.
Más periodistas hicieron preguntas. Algunos simpatizaban,
otros eran hostiles. Cuando me cansé, le entregué mi teclado a
Ange y la dejé ser Mi1k3y un rato. De todos modos, ya no sentía
que M1k3y y yo éramos la misma persona. M1k3y era la clase
de chico que hablaba frente a periodistas internacionales e in-
spiraba a un movimiento. Marcus era el que habían suspendido
275/438

en la escuela, el que se peleaba con su padre y se preguntaba si


era lo bastante bueno para su novia fuera de serie.
A las 11:00 p.m ya había tenido suficiente. Además, mis
padres esperaban que llegara a casa pronto. Salí del juego,
Ange también, y nos quedamos acostados un momento. Le
tomé la mano y se la apreté con fuerza. Nos abrazamos.
Me besó en el cuello y murmuró algo.
—¿Qué?
—Dije que te amo —respondió ella—. ¿Quieres que te mande
un telegrama?
—Vaya —dije.
—¿Tan sorprendido estás?
—No. Mmm. Es que… yo iba a decirte lo mismo.
—Claro que sí —dijo ella, y me mordió la punta de la nariz.
—Nunca lo dije antes —respondí—. Por eso me estaba
costando.
—Todavía no lo has dicho ¿sabes? No pienses que no me di
cuenta. Las chicas percibimos esas cosas.
—Te amo, Ange Carvelli —dije.
—Yo también te amo, Marcus Yallow.
Nos besamos y comencé a respirar agitadamente y ella tam-
bién. Fue allí cuando su madre golpeó la puerta.
—Angela —dijo—, creo que es hora de que tu amigo se vaya a
casa ¿no?
—Sí, mamá —dijo Ange e hizo la mímica de darle un hachazo.
Mientras me ponía los calcetines y los zapatos, masculló—: Esa
Angela, dirán, era una niña tan buena, quién lo hubiera
pensado, siempre estaba en el jardín trasero, ayudando a su
madre a afilar el hacha…
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Me reí. —No sabes lo fáciles que son las cosas para ti. Mis
padres no nos dejarían solos en mi dormitorio hasta las 11:00
de la noche ni en sueños.
—11:45 —dijo, mirando el reloj.
—¡Mierda! —grité y me até los zapatos.
—Vete —dijo ella—. ¡Corre a la libertad! ¡Mira a ambos lados
antes de cruzar la calle! ¡Escríbeme si consigues empleo! ¡No te
detengas para abrazarme! Si no estás fuera de aquí cuando
cuente hasta diez, tendrás problemas, señor. Uno. Dos. Tres.
La hice callar subiendo a la cama de un brinco, aterrizando
sobre ella y besándola hasta que ya no intentó seguir contando.
Satisfecho con mi victoria, bajé la escalera ruidosamente con la
Xbox bajo el brazo.
Su madre estaba al pie de la escalera. Sólo nos habíamos
visto un par de veces. Parecía una versión más vieja y más alta
de Ange —Ange decía que había heredado la baja estatura de su
padre—, con lentes de contacto en lugar de gafas. Parecía que
me había clasificado tentativamente como un buen chico, cosa
que yo apreciaba.
—Buenas noches, Sra. Carvelli —le dije.
—Buenas noches, Sr. Yallow —respondió. Era uno de
nuestros pequeños rituales, iniciado en día en que nos conoci-
mos, cuando yo la llamé “Sra. Carvelli”.
Me quedé parado torpemente en la puerta.
—¿Sí? —dijo ella.
—Eh… —dije—. Gracias por permitir que me quede.
—Siempre eres bienvenido en nuestra casa, jovencito —dijo
ella.
—Y gracias por Ange —le dije finalmente, odiando que sonara
tan cursi. Pero ella sonrió ampliamente y me dio un breve
abrazo.
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—No hay por qué —dijo ella.


Durante todo el viaje en autobús hasta casa, pensé una y otra
vez en la conferencia de prensa, pensé en Ange desnuda y con-
toneándose conmigo en la cama, pensé en su madre sonriendo
y acompañándome a la puerta.
Mamá me esperaba despierta. Me preguntó de la película y le
respondí lo que había planeado por anticipado, plagiando la
reseña que había aparecido en el Bay Guardian.
Cuando me dormía, volvió a mi cabeza la conferencia de
prensa. Estaba muy orgulloso. Había estado muy bien hacer
que todos esos importantes periodistas se presentaran en el
juego, que me escucharan y escucharan a toda la gente que
creía lo mismo que yo. Me rendí al sueño con una sonrisa en los
labios.

***

Debí saberlo.
LÍDER DE LA XNET: PODRÍA SUBIR A UN AVIÓN CON
OBJETOS DE METAL
EL DSI GOBIERNA SIN MI CONSENTIMIENTO
CHICOS DE LA XNET: EE. UU., FUERA DE SAN
FRANCISCO.
Y esos eran los titulares buenos. Todos me enviaron los
artículos para subirlos al blog, pero era lo último que tenía
ganas de hacer.
De alguna manera, lo había echado a perder. La prensa había
venido a mi conferencia de prensa y había llegado a la con-
clusión de que éramos terroristas o idiotas útiles del terror-
ismo. La peor era la cronista de Fox News, que aparentemente
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había venido a pesar de todo y que dedicaba un comentario de


diez minutos sobre nosotros, hablando de “traición criminal”.
Su frase demoledora, repetida en todos los medios de noticias
que encontré, era: Dicen que no tienen nombre. Yo tengo un
nombre para ellos. Llamemos a estos chicos “los malcriados
de Cal-Quaeda”. Ellos les hacen el trabajo a los terroristas
desde dentro. Cuando ataquen California otra vez (no “si
atacan”, sino “cuando ataquen”), estos consentidos serán tan
culpables como la Casa de Saud.
Los líderes del movimiento antibélico nos denunciaron como
elementos marginales. Un sujeto que salió en la TV dijo que
creía que éramos un grupo fabricado por el DSI para
desacreditarlos.
El DSI ofreció su propia conferencia de prensa, anunciando
que redoblarían la seguridad en San Francisco. Mostraron un
clonador de RFID que encontraron en algún sitio e hicieron
una demostración de cómo funcionaba, utilizándolo para teat-
ralizar el robo de un coche, y alertaron a todo el mundo
pidiendo que prestaran atención a la gente joven que se com-
portaba sospechosamente, en especial si no se les veían las
manos.
No estaban bromeando. Terminé la monografía de Kerouac y
comencé otra sobre el Verano del Amor, el verano de 1967,
cuando el movimiento antibélico y los hippies convergieron en
San Francisco. Los fundadores de la heladería Ben & Jerry’s
(también viejos hippies), además habían fundado un museo
hippie en Haight, y había otros archivos y exhibiciones en toda
la ciudad.
Pero no era fácil andar por la calle. Para finales de la semana,
me revisaban como promedio cuatro veces por día. La policía
verificaba mi identificación, me preguntaba por qué andaba en
279/438

la calle y leía de arriba abajo, cuidadosamente, la carta de la


Chávez donde decía que estaba suspendido.
Tuve suerte. Nadie me arrestó. Pero el resto de la Xnet no fue
tan afortunada. Todas las noches, el DSI anunciaba nuevas de-
tenciones: “líderes de grupo” y “agentes operativos” de la Xnet.
Personas que yo no conocía, de la que nunca había oído hablar,
desfilaban por la TV junto con los clonadores de RFID y otros
dispositivos encontrados en sus bolsillos. Anunciaron que esas
personas estaban “dando nombres”, comprometiendo a la “red
Xnet” y que muy pronto esperaban realizar más arrestos. El
nombre de M1k3y se escuchaba con frecuencia.
A papá le encantaba todo esto. Mirábamos las noticias jun-
tos, él regodeándose y yo encogiéndome cada vez más, murién-
dome de miedo en silencio.
—Deberías ver lo que van a usar con esos chicos —dijo
papá—. Yo los he visto en acción. Agarran un par de ellos y re-
visan todas sus listas de amigos en el programa de chat y en el
discado rápido de sus teléfonos, buscan nombres que aparecen
una y otra vez, buscan patrones y traen a más chicos. Van a
destejerlos como a un suéter viejo.
Cancelé la cena de Ange en mi casa y comencé a pasar aún
más tiempo en la suya. La hermana menor de Ange, Tina,
comenzó a llamarme “el huésped”, diciendo, por ejemplo, “¿El
huésped cenará conmigo esta noche?”. Tina me gustaba. Lo
único que le importaba era salir, ir a fiestas y conocer chicos,
pero era graciosa y tenía una total devoción por Ange. Una
noche, mientras lavábamos los platos, se secó las manos y me
dijo, con tono despreocupado:
—Pareces un buen chico, Marcus. Mi hermana está loca por
ti y a mí también me agradas. Pero tengo que decirte algo: si le
rompes el corazón, iré a buscarte adonde estés y te pondré el
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escroto de sombrero. No es una linda imagen. —Le aseguré que


yo mismo me pondría el escroto de sombrero antes que
romperle el corazón a Ange, y ella asintió—. Mientras tengamos
esto en claro…
—Tu hermana está chiflada —dije, ya acostado otra vez en la
cama de Ange, mirando los blogs de la Xnet. Era casi todo lo
que hacíamos: matar el tiempo y leer la Xnet.
—¿Usó la frase del escroto? Detesto cuando lo hace. Es que
adora la palabra “escroto”, sabes. No es nada personal.
La besé. Leímos un poco más.
—Escucha esto —dijo—. “La policía proyecta entre cuatro-
cientos y seiscientos arrestos para este fin de semana, en lo que
llaman el mayor operativo coordinado contra los disidentes de
la Xnet hasta la fecha”.
Sentí ganas de vomitar.
—Debemos detener esto —dije—. ¿Sabes que hay gente que
está clonando más RFID que antes para demostrar que no se si-
ente intimidada? ¿No es una locura ?
—Creo que son valientes —dijo ella—. No podemos permitir
que nos sometan por miedo.
—¿Qué? No, Ange, no. No podemos permitir que cientos de
personas vayan a la cárcel. No has estado allí. Yo sí. Es peor de
lo que piensas. Es peor de lo que imaginas.
—Tengo una imaginación bastante fértil —dijo ella.
—Basta, ¿quieres? Ponte seria un segundo. No lo haré. No
enviaré a esa gente a la cárcel. Si lo hago, soy el tipo que Van
piensa que soy.
—Marcus, me lo tomo en serio. ¿Crees que esas personas no
saben que pueden ir a la cárcel? Creen en la causa. Tú también
crees en ella. Concédeles el crédito de saber dónde se están
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metiendo. No depende de ti decidir a qué pueden arriesgarse y


a qué no.
—Es mi responsabilidad, porque si les digo que se detengan,
lo harán.
—Pensé que no eras el líder.
—No lo soy, claro que no lo soy. Pero no puedo evitar que me
consideren un guía. Y, mientras sea así, tengo la responsabilid-
ad de ayudarlos a resguardarse. ¿Te das cuenta, no?
—Sólo me doy cuenta de que estás listo para salir corriendo
ante la primera señal de problemas. Creo que tienes miedo de
que descubran quién eres tú. Creo que tienes miedo por ti.
—No es justo —dije, sentándome y alejándome de ella.
—¿En serio? ¿Quién es el que casi tuvo un infarto cuando
pensó que su identidad secreta se había hecho pública?
—Eso fue diferente —dije—. No se trata de mí. Lo sabes. ¿Por
qué te comportas así?
—¿Por qué tú te comportas así? —dijo—. ¿Por qué no estás
dispuesto a ser el que tuvo la valentía de iniciar todo esto?
—No es valentía, es suicidio.
—Melodrama adolescente barato, M1k3y.
—¡No me llames así!
—¿Cómo? ¿M1k3y? ¿Por qué no, M1k3y ?
Me puse los zapatos. Recogí mi mochila. Volví a casa a pie.

***

Por qué no voy a clonar


>No le diré a nadie qué debe hacer porque no soy el líder de
nadie, sin importar lo que piense Fox News.
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>Pero les diré lo que yo planeo hacer. Si creen que es lo cor-


recto, quizás hagan lo mismo.
>No voy a clonar. Esta semana no. Tal vez la próxima tam-
poco. No es porque tengo miedo. Es porque soy lo bastante lú-
cido para saber que estoy mejor en libertad que en prisión.
Descubrieron cómo detener nuestra táctica, así que debemos
pensar en otra táctica. No me importa cuál sea la táctica, pero
quiero que funcione. Hacerse arrestar es estúpido. Si no los ar-
restan, es sólo interferencia.
>Hay otro motivo para no clonar. Si los atrapan, pueden util-
izarlos para capturar a sus amigos, y a los amigos de sus ami-
gos, y a los amigos de ellos. Pueden arrestar a sus amigos
aunque ni siquiera estén en la Xnet, porque el DSI es como un
toro enloquecido y realmente no le importa si arrestan a la per-
sona indicada o no.
>No les estoy diciendo qué hacer.
>Pero el DSI es tonto y nosotros somos inteligentes. Clonar
demuestra que no pueden pelear contra el terrorismo, porque
demuestra que ni siquiera pueden parar a un puñado de chicos.
Si los arrestan, ellos parecerán más inteligentes que nosotros.
>¡NO SON MÁS INTELIGENTES! Nosotros somos más in-
teligentes. Seamos inteligentes. Busquemos la manera de inter-
ferirlos sin importar cuántos idiotas pongan en las calles de
nuestra ciudad.
Subí el posteo. Me fui a la cama.
Extrañaba a Ange.

***
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Ange y yo no hablamos durante los cuatro días siguientes, in-


cluido el fin de semana, y después llegó el momento de volver a
la escuela. Había estado a punto de llamarla un millón de vec-
es; le había escrito mil correos y mensajes que nunca le envié.
Ahora estaba otra vez en la clase de Estudios Sociales y la
Sra. de Andersen me saludó con una cortesía voluble y sar-
cástica, preguntándome dulcemente cómo habían estado mis
“vacaciones”. Me senté y no dije nada. Escuché que Charles se
reía por lo bajo.
Nos dio una clase sobre el Destino Manifiesto, la idea de que
los norteamericanos estábamos destinados a controlar todo el
mundo (o al menos ella lo hizo sonar así) y me pareció que in-
tentaba provocarme para que yo dijera algo y pudiera echarme.
Sentí todos los ojos de la clase sobre mí y recordé a M1k3y y a
toda la gente que lo admiraba. Estaba asqueado de que me ad-
miraran. Extrañaba a Ange.
Pasé el resto del día sin que nada me hiciera mella. Creo que
no pronuncié ni ocho palabras.
Finalmente, todo acabó y fui hasta la salida, rumbo al portón,
al estúpido barrio de Mission y a mi hogar sin sentido.
Apenas había atravesado el portón cuando alguien se chocó
conmigo. Era un joven sin techo, tal vez de mi edad, tal vez un
poco mayor. Vestía un sobretodo grasiento, un jean embolsado
y unas zapatillas en descomposición que parecían salidas de
una picadora de madera. El largo cabello le cubría el rostro y
tenía una barba que parecía de pelo púbico, que descendía
hasta su garganta y se metía en el cuello de un suéter de lana de
ningún color.
Detecté todo eso mientras estábamos tendidos uno junto al
otro, en la acera; la gente pasaba y nos lanzaba miradas raras.
Al parecer, se había chocado conmigo mientras corría por
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Valencia, encorvado por el peso de una mochila rota que ahora


estaba junto a él, sobre el pavimento, cubierta de garabatos
geométricos dibujados con rotulador.
Se arrodilló y se balanceó de atrás para delante, como si es-
tuviera ebrio o se hubiera golpeado la cabeza.
—Perdón, amigo —dijo—. No te vi. ¿Te hiciste daño?
Me senté también. No me dolía nada.
—Mmm. No, está bien.
Se puso de pie y sonrió. Tenía unos dientes tremendamente
blancos y derechos, como los de un comercial de clínica odon-
tológica. Me tendió la mano y estrechó la mía con fuerza y
firmeza.
—Lo siento mucho. —Su voz también era clara e inteligente.
Yo esperaba que fuese como la de los borrachos que hablaban
solos cuando vagabundeaban por Mission por las noches, pero
el chico parecía un empleado de librería muy culto.
—No hay problema —dije.
Volvió a tenderme la mano.
—Zeb —dijo.
—Marcus —dije.
—Un placer, Marcus —dijo—. ¡Espero volver a chocar contigo
en otro momento!
Riendo, recogió la mochila, giró sobre sus talones y se alejó a
toda prisa.

***

Caminé el resto del trayecto a casa cargado de desconcierto.


Mamá estaba en la mesa de la cocina y charlamos un poco
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sobre nada, como siempre lo hacíamos antes de que todo


cambiara.
Subí la escalera, fui a mi habitación y me dejé caer en la silla.
Por una vez, no quería loguearme en la Xnet. Ya había entrado
esa mañana, antes de la escuela, para descubrir que mi nota
había generado una controversia gigantesca entre la gente que
coincidía conmigo y la que estaba justificadamente enfadada
porque yo les decía que abandonaran su adorado deporte.
Antes de que comenzara todo esto, yo estaba en medio de un-
os tres mil proyectos. Estaba construyendo una cámara esten-
opeica con legos; había estado jugando con la fotografía aérea,
usando una cometa y una vieja cámara digital, con un dis-
parador que había fabricado con pasta plástica de modelar, que
se estiraba al accionarlo y que luego recuperaba su forma ori-
ginal, abriendo el obturador a intervalos regulares. Tenía un
amplificador valvular que estaba armando dentro de una vieja
lata de aceite de oliva, oxidada y mellada, que parecía un
hallazgo arqueológico; cuando lo terminara, planeaba em-
potrarle una plataforma para mi teléfono y un par de altavoces
5.1 con sonido envolvente hechos con latas de atún.
Miré mi mesa de trabajo y finalmente me decidí por la cá-
mara. Encastrar legos metódicamente se ajustaba bastante a mi
ritmo.
Me saqué el reloj y el aparatoso anillo plateado para dos de-
dos, que tenía un mono y un ninja en posición de pelea, y los
dejé en la cajita que usaba para guardar toda la basura de mis
bolsillos y la que me colgaba del cuello antes de irme a dormir:
teléfono, cartera, llaves, detector de WiFi, monedas, baterías,
cables retráctiles… Puse todo dentro de la caja y, de pronto,
descubrí que allí había algo que no recordaba haber guardado.
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Era un trozo de papel, gris y suave como la franela, con pelos


en los bordes que indicaban que lo habían cortado de una hoja
más grande. Estaba cubierto con la caligrafía más pequeña y
cuidadosa que jamás había visto. Lo desplegué y lo enderecé.
La escritura cubría ambas carillas, desde la esquina superior
izquierda de un lado hasta una firma apretujada en la esquina
inferior derecha del otro.
La firma decía, simplemente, Zeb.
Lo levanté y comencé a leer.
Estimado Marcus:
No me conoces, pero yo te conozco a ti. Durante los últimos
tres meses, desde que volaron el Puente de la Bahía, estuve pri-
sionero en Treasure Island. Estaba en el patio el día que hab-
laste con la chica asiática y los tiraron al suelo. Fuiste valiente.
Te felicito.
Al día siguiente me dio apendicitis y acabé en la enfermería.
En la cama junto a la mía había un chico llamado Darryl. Am-
bos nos quedamos en recuperación mucho tiempo y cuando es-
tuvimos curados ya éramos demasiado comprometedores para
que nos dejaran ir.
Entonces decidieron que teníamos que ser culpables de ver-
dad. Nos interrogaron todos los días. Tú has pasado por esos
interrogatorios, lo sé. Imagina lo mismo durante meses.
Darryl y yo terminamos como compañeros de celda.
Sabíamos que nos vigilaban, por eso charlábamos de cosas in-
trascendentes. Pero por la noche, cuando estábamos en los ca-
mastros, nos pasábamos mensajes con suaves golpecitos en
código Morse (Sabía que mis días de radioaficionado algún
día servirían para algo).
En un principio, nos preguntaban la misma mierda de
siempre, quién lo hizo, cómo lo hicieron. Pero después de poco
287/438

tiempo, empezaron a preguntarnos sobre la Xnet. Por


supuesto, jamás habíamos oído de ella. Pero no paraban de
preguntarnos.
Darryl me dijo que le llevaron clonadores de RFID, Xbox,
toda clase de tecnología, y le exigieron que les dijera quiénes la
usaban, dónde habían aprendido modificarla. Darryl me contó
de los juegos y de las cosas que aprendieron ustedes dos.
Especialmente, el DSI nos preguntaba sobre nuestros ami-
gos. ¿A quiénes conocíamos? ¿Cómo eran? ¿Tenían opiniones
políticas? ¿Habían tenido problemas con la escuela? ¿Con la
ley?
A la prisión le decimos “Guantánamo de la Bahía”. Salí de allí
hace una semana y creo que nadie sabe que sus hijos e hijas es-
tán encarcelados en medio de la bahía. Por la noche, se escucha
gente riendo y divirtiéndose en tierra firme.
Salí la semana pasada. No te diré cómo, por si esto cae en
las manos equivocadas. Puede que otros usen la misma ruta.
Darryl me dijo cómo encontrarte y me hizo prometer que te
contaría todo lo que sabía cuando estuviera de regreso. Ahora
que ya he cumplido, desapareceré de aquí. De una forma o de
otra, me voy de este país. A la mierda con los EE. UU.
No pierdas la fuerza. Te tienen miedo. Patéalos de mi parte.
No te dejes atrapar.
Zeb

Cuando terminé de leer la nota tenía lágrimas en los ojos. En


alguna parte del escritorio tenía un encendedor desechable, que
a veces usaba para derretir la aislación de los cables; lo busqué
y lo acerqué a la nota. Sabía que le debía a Zeb su destrucción y
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que debía asegurarme de que nadie más la viera jamás, para


prevenir que los condujera a él, dondequiera que estuviese.
Sostenía la llama y la nota, pero no podía hacerlo.
Darryl.
Con todo el tema de la Xnet, Ange y el DSI, casi me había
olvidado de su existencia. Se había convertido en un fantasma,
como un viejo amigo que se muda o que viaja por un intercam-
bio estudiantil. Todo este tiempo lo habían estado interrog-
ando, exigiéndole que me delatara, que les explicara lo de la
Xnet, los clonadores. Había permanecido en Treasure Island, la
base militar abandonada que estaba a medio camino del recor-
rido del puente demolido. Tan cerca que yo podría haber
nadado hasta allí.
Bajé el encendedor y releí la nota. Cuando terminé, lloraba y
sollozaba. Todo volvió a mi memoria: la mujer de pelo muy
corto y las preguntas que me había hecho, el olor a pis y mi
pantalón duro de orina seca, convertido en una lona áspera.
—¿Marcus?
La puerta estaba entreabierta y mi madre estaba allí parada,
observándome con cara de preocupación. ¿Cuánto tiempo
había estado allí?
Me sequé las lágrimas con los brazos y sorbí mocos.
—Mamá —dije—. Hola.
Entró en el cuarto y me abrazó.
—¿Qué pasa? ¿Necesitas hablar?
La nota estaba sobre la mesa.
—¿Es de tu novia? ¿Todo anda bien?
Me había facilitado una salida. Podía atribuir todo a un prob-
lema con Ange y ella saldría de la habitación y me dejaría en
paz. Abrí la boca para decir exactamente eso, pero lo que salió
fue:
289/438

—Estuve en la cárcel. Después de la explosión del puente.


Todo ese tiempo, estuve en la cárcel.
Los sollozos que lancé después no sonaban como mi voz.
Sonaban como un ruido animal, tal vez un asno o un felino
grande nocturno. Sollozaba tanto que la garganta me quemaba
y me dolía, mi pecho subía y bajaba.
Mamá me tomó en sus brazos como lo hacía cuando era un
niñito y me acarició el pelo, y murmuró en mi oído, y me acunó,
y los sollozos, gradualmente, lentamente, se disiparon.
Inspiré profundamente y mamá me trajo un vaso de agua.
Me senté en el borde de la cama, ella se sentó en la silla de mi
escritorio y le conté todo.
Todo.
Bueno, la mayor parte.
Capítulo 16
Al principio, mamá quedó estupefacta; después, se indignó;
finalmente, se dio por vencida y se limitó a dejar la boca abierta
mientras yo le contaba de los interrogatorios, de cómo me
había meado encima, de la bolsa que me cubría la cabeza, de
Darryl. Le mostré la nota.
—¿Por qué…?
En esas dos sílabas, todas las recriminaciones que yo mismo
me había hecho por las noches, todos los momentos en que me
había faltado valentía para decirle al mundo de qué se trataba
todo en realidad, por qué estaba peleando en realidad, qué
había inspirado la Xnet en realidad.
Tomé aire.
—Me dijeron que me meterían en la cárcel si hablaba de esto.
No por unos cuantos días. Para siempre. Tenía… tenía miedo.
Mamá se quedó sentada conmigo un largo rato sin decir
nada. Después:
—¿Y el padre de Darryl?
Era como si me hubiese clavado una aguja en el pecho. El
padre de Darryl. Debía de pensar que Darryl estaba muerto,
muerto hacía mucho.
291/438

¿Y no lo estaba? ¿Después de que el DSI te tenía encerrado


ilegalmente desde hacía tres meses, alguna vez iba a dejarte ir?
Pero Zeb había escapado. Quizás Darryl escaparía. Quizás la
Xnet y yo podíamos ayudarlo a salir.
—No le he dicho nada —respondí.
Ahora era mamá la que lloraba. No era fácil hacerla llorar.
Cosa de británicos. Sus sollozos pequeños, como hipos, eran
mucho peores de escuchar por ese mismo motivo.
—Se lo dirás —logró decir—. Eso harás.
—Lo haré.
—Pero primero debemos contárselo a tu padre.

***

Papá ya no tenía horario fijo para regresar a casa. Entre los


clientes de la consultoría —que tenían mucho trabajo ahora que
el DSI compraba empresas nuevas de data-mining en la penín-
sula— y el largo viaje de ida y vuelta a Berkeley, podía llegar a
cualquier hora entre las seis de la tarde y la medianoche.
Esa noche, mamá lo llamó y le dijo que volviera a casa “ahora
mismo”. Él le dijo algo y ella sólo repitió: “ahora mismo”.
Cuando llegó, ya nos habíamos acomodado en la sala, con la
nota sobre la mesa de café que estaba entre nosotros.
Fue fácil contarlo la segunda vez. El secreto se aligeraba. No
exageré, no oculté nada. Me sinceré.
Antes había escuchado el término sincerarse, pero nunca
comprendí lo que significaba hasta que yo mismo lo hice.
Guardar el secreto me había ensuciado, me había manchado el
espíritu. Me había provocado miedo y vergüenza. Me había
convertido en todo lo que Ange me dijo que era.
292/438

Papá se quedó sentado todo el tiempo, duro como una estaca,


con una expresión esculpida en piedra. Cuando le entregué la
nota, la leyó dos veces y luego la apoyó en la mesa con cuidado.
Sacudió la cabeza, se puso de pie y se dirigió a la puerta
principal.
—¿Adónde vas? —preguntó mi madre, alarmada.
—Necesito caminar —fue todo lo que logró decir con un
jadeo, con la voz quebrada.
Mamá y yo nos miramos incómodamente y esperamos que
regresara a casa. Traté de imaginar lo que le estaría dando
vueltas en la cabeza. Se había convertido en un hombre muy
distinto después del atentado y yo sabía, por mamá, que su
cambio se debía a los días que había pasado pensando que yo
había muerto. Llegó a creer que los terroristas casi habían
matado a su hijo y eso lo había trastornado.
Estaba tan trastornado como para hacer todo lo que pidiera
el DSI: formar fila como una ovejita obediente y permitir que lo
controlaran, que lo manejaran.
Ahora sabía que era el DSI el que me había encarcelado, el
que había tomado de rehenes a los chicos de San Francisco en
Guantánamo de la Bahía. Ahora que lo pensaba, todo tenía sen-
tido. Por supuesto que me habían encerrado en Treasure Is-
land. ¿Qué otro sitio está a diez minutos de viaje en barco
desde San Francisco?
Cuando papá volvió, parecía más irritado que nunca en su
vida.
—¡Debiste decírmelo! —rugió.
Mamá se interpuso entre nosotros.
—Culpas a la persona equivocada —dijo—. No fue Marcus el
que secuestró e intimidó.
Él sacudió la cabeza y pateó el suelo.
293/438

—No estoy culpando a Marcus. Sé exactamente de quién es la


culpa. Mía. Mía y del estúpido DSI. Pónganse los zapatos, to-
men sus abrigos.
—¿Adónde vamos?
—A ver al padre de Darryl. Después, a la casa de Barbara
Stratford.

***

Conocía el nombre de Barbara Stratford de algún lado, pero


no me acordaba de dónde. Pensé que tal vez era una vieja
amiga de mis padres, pero no podía ubicarla con exactitud.
Mientras tanto, iba rumbo a la casa del padre de Darryl.
Nunca me había sentido cómodo ante la presencia del viejo,
que había sido operador de radio de la Armada y que manejaba
su casa como un barco disciplinado. Le había enseñado el
código Morse a Darryl cuando era niño, cosa que siempre me
pareció genial. Era una de las razones por las que sabía que
podía confiar en la carta de Zeb. Pero por cada cosa genial
como el código Morse, el papá de Darryl imponía unas reglas
de disciplina militar demenciales que parecían existir porque
sí, como insistir en que hiciera la cama plegando las sábanas
como en un hospital o que se afeitara dos veces por día. Darryl
se trepaba por las paredes.
A la madre de Darryl tampoco le agradaba mucho todo eso.
Volvió con su familia de Minnesota cuando Darryl tenía diez
años; él pasaba los veranos y las navidades allá.
Estaba en el asiento trasero del coche y veía la nuca de papá
mientras conducía. Los músculos de su cuello estaban tensos y
no dejaban de saltar cuando él apretaba las mandíbulas.
294/438

Mamá tenía una mano apoyada en su brazo, pero no había


nadie que me consolara a mí. Si pudiera llamar a Ange… O a
Jolu. O a Van. Tal vez lo haría cuando termináramos con todo
esto.
—Mentalmente, ya habrá sepultado a su hijo —comentó papá
mientras doblábamos por las cerradas curvas que conducían a
Twin Peaks y al pequeño chalet que compartían Darryl y su
padre. En Twin Peaks había niebla, como la que a menudo ba-
jaba sobre San Francisco, haciendo que la luz de nuestros focos
se reflejara de nuevo hacia nosotros. Cada vez que doblábamos
una curva veía los valles de la ciudad extendiéndose debajo de
nosotros: cuencos de luces parpadeantes que se desplazaban
entre la bruma.
—¿Es esta?
—Sí —dije—. Esta es. —Hacía meses que no venía a la casa de
Darryl, pero había pasado suficiente tiempo aquí a lo largo de
los años como para reconocerla de inmediato.
Los tres nos quedamos parados cerca del auto durante un
largo momento, esperando ver quién iba a tocar el timbre. Para
mi sorpresa, fui yo.
Toqué y todos esperamos un minuto, callados, reteniendo la
respiración. Volví a tocar. El auto del padre de Darryl estaba en
el camino de entrada y habíamos visto una luz en la sala.
Estaba a punto de tocar por tercera vez cuando se abrió la
puerta.
—¿Marcus? —El padre de Darryl no se veía en absoluto como
yo lo recordaba. Sin afeitar, en bata y descalzo, con las uñas de
los pies largas y los ojos rojos. Había subido de peso y un suave
doble mentón se bamboleaba debajo de la firme mandíbula de
militar. Su delgado cabello estaba parado y en desorden.
295/438

—Sr. Glover —dije. Mis padres se amontonaron en el umbral,


detrás de mí.
—Hola, Ron —dijo mi madre.
—Ron —dijo mi padre.
—¿Ustedes también? ¿Qué está ocurriendo?
—¿Podemos entrar?

***

La sala parecía sacada de uno de esos segmentos de noticiero


que muestran a chicos abandonados que pasaron un mes en-
cerrados antes de ser rescatados por los vecinos: cajas de com-
ida congelada, latas de cerveza vacía y botellas de jugo, cuencos
con cereal mohoso y pilas de periódicos. Había olor a pis de
gato y basura bajo nuestros pies. Incluso sin el pis de gato, el
olor era increíble, como el del baño de una estación de
autobuses.
El sofá estaba cubierto con una sábana mugrienta y un par de
almohadas grasientas; los almohadones estaban aplastados,
como si hubieran dormido sobre ellos mucho tiempo.
Todos nos quedamos de pie durante un largo y silencioso
momento; el bochorno superaba a cualquier otra emoción. El
padre de Darryl tenía cara de querer morirse.
Lentamente, hizo a un lado la sábana del sofá y retiró las
bandejas apiladas de comida grasienta que estaban sobre un
par de sillas, llevándolas a la cocina y, a juzgar por el sonido,
arrojándolas al suelo.
Nos sentamos tímidamente en los lugares que había despe-
jado y él regresó y también se sentó.
296/438

—Perdonen —dijo vagamente—. No tengo café para ofre-


cerles. Mañana me traerán más provisiones, así que tengo
poco…
—Ron —dijo mi padre—. Escúchanos. Tenemos algo que de-
cirte y no será fácil oírlo.
Se sentó como una estatua y yo hablé. Echó un vistazo a la
nota, la leyó sin comprenderla, después la leyó otra vez. Me la
devolvió. Estaba temblando.
—Está…
—Darryl está vivo —le dije—. Está vivo y prisionero en Treas-
ure Island.
Se llevó un puño en la boca y emitió un horrible gemido.
—Tenemos una amiga —dijo mi padre—. Escribe en el Bay
Guardian. Una periodista de investigación.
De allí conocía el nombre. El periódico semanal Guardian,
que era gratuito, con frecuencia perdía sus periodistas porque
se iban a otros medios más grandes, de frecuencia diaria o de
Internet, pero Barbara Stratford estaba allí desde siempre.
Tenía un borroso recuerdo de haber cenado con ella cuando era
niño.
—Ahora vamos a verla —dijo mi madre—. ¿Quieres venir con
nosotros, Ron? ¿Quieres contarle la historia de Darryl?
Ocultó el rostro entre sus manos y respiró profundamente.
Papá intentó apoyar una mano sobre su hombro, pero el Sr.
Glover se lo quitó de encima con un violento sacudón.
—Necesito asearme —dijo—. Denme un minuto.
El Sr. Glover regresó al piso de abajo convertido en otro
hombre. Se había afeitado; se había peinado hacia atrás con
gel; se había puesto un impecable uniforme militar, con una
hilera de condecoraciones de campaña en el pecho. Se detuvo al
pie de la escalera e hizo un gesto hacia su vestimenta.
297/438

—En este momento no tengo mucha ropa limpia y present-


able. Y esto me pareció apropiado. Ya saben, por si ella quiere
tomar fotos.
Se sentó delante, con papá, y yo detrás de él. De cerca, olía
un poco a cerveza, como si el olor le saliera por los poros.

***

Ya era medianoche cuando entramos en el sendero para


coches de Barbara Stratford. Vivía fuera de la ciudad, en Moun-
tain View, y nadie dijo una palabra durante el veloz viaje por la
101. Los edificios de última tecnología que bordeaban la car-
retera pasaban rápidamente junto a nosotros.
Era una zona de la Bahía diferente de donde yo vivía, más
parecida a la Norteamérica suburbana que a veces se veía por
TV. Muchas autopistas y subdivisiones con casas idénticas, po-
blaciones donde no había gente sin hogar empujando carritos
de supermercado por las aceras… ¡ni siquiera había aceras!
Mamá había telefoneado a Barbara Stratford mientras esper-
ábamos que el Sr. Glover bajara. La periodista estaba dur-
miendo, pero mamá estaba tan exaltada que olvidó compor-
tarse como británica y sentir vergüenza por haberla despertado.
En cambio, le dijo, tensa, que tenía que hablar con ella y que
debía ser en persona.
Cuando nos acercábamos a la casa, mi primer pensamiento
fue que se trataba la vivienda familiar de la serie The Brady
Bunch: una finca de una sola planta, con fachada de ladrillos y
un pulcro jardín de césped, perfectamente cuadrado. Tenía una
especie de dibujo abstracto hecho con mosaicos sobre los lad-
rillos y una anticuada antena UHF que asomaba de la parte de
298/438

atrás. Caminamos hasta la entrada y vimos que ya había luz en


el interior.
La escritora abrió la puerta antes de tocáramos el timbre.
Tenía más o menos la edad de mis padres; era una mujer alta y
delgada, con nariz de halcón y ojos astutos rodeados de muchas
arrugas de las que se marcan al reír. Vestía un jean lo bastante
moderno como para verlo en cualquiera de las boutiques de la
calle Valencia y una túnica hindú de algodón, suelta, que le
llegaba a los muslos. Usaba unas pequeñas gafas redondas que
brillaban bajo la luz del vestíbulo.
Nos dedicó una sonrisa tensa.
—Veo que trajiste a todo el clan —dijo.
Mamá asintió. —En un minuto entenderás por qué —dijo. El
Sr. Glover, que estaba detrás de papá, dio un paso al frente.
—¿Y también llamaste a la Armada?
—En buena hora.
Nos presentó uno por uno. Barbara tenía un apretón firme y
dedos largos.
Su casa estaba decorada al estilo japonés minimalista: tan
solo un puñado de muebles bajos, de proporciones exactas, un-
os grandes jarrones con ramas de bambú que rozaban el techo
y lo que parecía una pieza de motor diesel grande y oxidada, in-
stalada sobre un pedestal de mármol pulido. Decidí que me
gustaba. Los pisos eran de madera antigua, lijada y teñida, pero
no reparada, de modo que se veían grietas y agujeros por de-
bajo del barniz. De verdad me gustó eso, especialmente porque
estaba en calcetines, sin zapatos.
—Tengo café —dijo ella—. ¿Quién quiere?
Todos levantamos la mano. Miré a mis padres, desafiante.
—Bien —dijo.
299/438

Desapareció en el interior de otra habitación y regresó un in-


stante después, trayendo una rústica bandeja de bambú con
una jarra térmica de litro y medio y seis tazas de diseño preciso,
pero con decoraciones toscas y torpes. También me gustaron.
—Muy bien —dijo, después de haber servido el café—. Es
muy bueno verlos de nuevo. Marcus, creo que la última vez que
te vi tenías unos siete años. Por lo que recuerdo, estabas entusi-
asmado con tus nuevos videojuegos y me los mostraste.
Yo no me acordaba para nada, pero sonaba a lo que me in-
teresaba cuando tenía siete años. Supuse que hablaba de mi
Sega Dreamcast.
Sacó un grabador de cinta, un anotador amarillo y un bolí-
grafo, que hizo girar.
—Estoy aquí para escuchar todo lo que tengan que decirme y
les prometo que conservaré la confidencialidad. Pero no puedo
prometerles que voy a hacer algo con eso ni que saldrá public-
ado. —Por la forma en que lo dijo, me di cuenta de que le había
concedido un gran favor a mamá al levantarse de la cama, fuer-
an amigas o no. Supongo que ser un periodista de investigación
importante es un fastidio. Probablemente había un millón de
personas deseando que ella se hiciera eco de sus causas.
Mamá me hizo un gesto con la cabeza. Aunque esa noche ya
había contado la historia tres veces, descubrí que se me trababa
la lengua. Esto era diferente de contárselo a mis padres. Difer-
ente de decírselo al padre de Darryl. Esto daría inicio a un
nuevo movimiento en el juego.
Comencé con lentitud y vi que Barbara tomaba notas. Bebí
una taza de café completa sólo mientras explicaba qué eran los
JRA y cómo me escapaba de la escuela para jugar. Mamá, papá
y el Sr. Glover escucharon atentamente esa parte. Me serví otra
taza y la bebí cuando explicaba cómo nos habían secuestrado.
300/438

Cuando terminé toda la historia, había vaciado la jarra y neces-


itaba echarme una meada de caballo.
El baño era tan austero como la sala; había un jabón or-
gánico, parduzco, que olía a barro limpio. Regresé y me encon-
tré con los adultos mirándome en silencio.
A continuación, el Sr. Glover contó su historia. No tenía nada
que decir sobre lo ocurrido, pero explicó que era un veterano y
que su hijo era un buen chico. Habló de cómo se había sentido
al creer que su hijo había muerto, del colapso que había sufrido
su ex-esposa cuando se enteró y que habían tenido que hospit-
alizarla. Lloró un poco, sin pudor; las lágrimas corrían por su
rostro arrugado y oscurecían el cuello del uniforme de gala.
Cuando todo acabó, Barbara fue a otra habitación y trajo una
botella de whisky irlandés.
—Es un Bushmills de quince años, añejado en una cuba de
ron—dijo, colocando cuatro vasos en la mesa. Ninguno para
mí—. Hace diez años que no está en venta. Creo que probable-
mente es el momento adecuado para abrirlo.
Sirvió un pequeño vaso de licor a cada uno; luego levantó el
suyo y bebió, dejándolo por la mitad. El resto de los adultos la
imitaron. Volvieron a beber y terminaron los vasos. Ella sirvió
más.
—Muy bien —dijo Barbara—. Esto es lo que puedo decirles
ahora. Les creo. No sólo porque te conozco, Lillian. La historia
suena coherente y explica otros rumores que he escuchado.
Pero no puedo basarme solamente en la palabra de ustedes.
Voy a tener que investigar todos los aspectos de esto, y todos
los elementos de sus vidas y de sus historias. Necesito saber si
hay algo que no me contaron, algo que pudieran usar para de-
sacreditarlos cuando esto salga a la luz. Necesito saber todo.
Podrían pasar semanas antes de que esté lista para publicarlo.
301/438

»También deben pensar en su seguridad y en la de Darryl. Si


realmente se ha convertido en una “no persona”, la presión
sobre el DSI puede motivarlos a transferirlo a otro sitio mucho
más lejano. Piensen en Siria. También podrían hacer algo
mucho peor. —Dejó la idea flotando en el aire. Yo sabía que se
refería a que podían matarlo—. Ahora me llevaré esta carta
para escanearla. Quiero fotos de ustedes dos, ahora y después.
Podría enviarles un fotógrafo, pero quiero documentar esto con
toda la minuciosidad posible esta misma noche.
La acompañé a su oficina para hacer el escaneo. Esperaba
encontrarme con una computadora elegante, de bajo consumo,
que encajara con la decoración, pero, en cambio, el dormitorio
adicional/oficina estaba atestado de PC último modelo, con
grandes monitores planos tipo panel y un escáner lo bastante
grande como para meter una hoja de periódico entera. Tam-
bién era rápida para manejar sus equipos. Noté, con cierta
aprobación, que usaba el ParanoidLinux. Esta señora se
tomaba en serio su trabajo.
Los ventiladores de las computadoras proporcionaban un
efectivo escudo de ruido blanco, pero, a pesar de todo, cerré la
puerta y me acerqué a ella.
—Eh… Barbara.
—¿Sí?
—Sobre lo que dijo, sobre lo que podrían usar para
desacreditarme…
—¿Sí?
—No pueden obligarla a contarle a nadie lo que yo le diga
¿no?
—En teoría. Digámoslo así: fui a la cárcel dos veces por neg-
arme a revelar mis fuentes.
302/438

—OK, OK. Bien. Vaya. A la cárcel. Diablos. —Inspiré pro-


fundamente—. ¿Ha oído hablar de la Xnet? ¿De M1k3y?
—Sí.
—Yo soy M1k3y.
—Oh —dijo ella. Accionó el escáner y dio vuelta la nota para
tomar el reverso. Escaneaba con una resolución increíble,
10.000 puntos por pulgada o más, y la pantalla de encendido
era como una imagen salida de un microscopio de electrones—.
Bueno, eso le da un cariz diferente a la cosa.
—Sí —dije—. Supongo que sí.
—Tus padres no lo saben.
—No. Y no sé si quiero que se enteren.
—Es algo que vas a tener que resolver. Necesito pensar en es-
to. ¿Puedes venir a mi oficina? Me gustaría hablar contigo
sobre el significado exacto de todo esto.
—¿Tiene una Xbox Universal? Puedo llevar un instalador.
—Sí, seguro que puedo organizar eso. Cuando vengas, dile a
la recepcionista que eres el Sr. Brown y que quieres verme. El-
los saben lo que significa. No tomarán nota de tu visita y bor-
rarán automáticamente todo lo que filme la cámara de segurid-
ad ese día, y desactivarán las cámaras hasta que te marches.
—Vaya —dije—. Usted piensa como yo.
Sonrió y me dio un golpe en el hombro.
—Muchachito, hace un tiempo terriblemente largo que estoy
en este juego. Hasta ahora, me las ingenié para pasar más
tiempo en libertad que entre rejas. La paranoia es mi amiga.

***
303/438

Al día siguiente, en la escuela, yo era un zombi. Había dor-


mido tres horas en total y ni siquiera las tres tazas de lodo de
cafeína del Turco habían logrado poner en marcha mi cerebro.
El problema de la cafeína consiste en que es demasiado fácil
acostumbrarse a ella, de modo que hay que tomar dosis cada
vez mayores para estar un poco más arriba que lo normal.
Había pasado la noche reflexionando en lo que debía hacer.
Era como correr en un laberinto de pasillos pequeños y retor-
cidos, todos iguales, que terminaban todos en el mismo punto
sin salida. Cuando fuera a lo de Barbara todo terminaría para
mí. Ese sería el resultado, sin importar cuánto pensara en ello.
Cuando terminó la jornada escolar, lo único que deseaba era
irme a casa y meterme en la cama. Pero tenía una cita en el Bay
Guardian, sobre la costa. Clavé la mirada en mis pies mientras
me encaminaba, con paso vacilante, al portón de salida.
Cuando giré por la Calle 24, otro par de pies se me pusieron a la
par. Reconocí los zapatos y me detuve.
—¿Ange?
Ange se veía como yo me sentía. Mal dormida y con ojeras de
mapache, con una expresión triste en las comisuras de la boca.
—Hola —dijo—. Sorpresa. Me otorgué una salida sin permiso
de la escuela. De todos modos, no podía concentrarme.
—Mmm —dije.
—Cállate y abrázame, idiota.
Lo hice. Se sentía bien. Mejor que bien. Se sentía como si me
hubiesen amputado una parte de mí y ahora me la hubieran
vuelto a adosar.
—Te amo, Marcus Yallow.
—Te amo, Angela Carvelli.
—OK —dijo ella, apartándose de mis brazos—. Me gustó lo
que posteaste sobre por qué no ibas a clonar. Puedo respetarlo.
304/438

¿Y qué has hecho sobre el tema de encontrar un modo de inter-


ferirlos sin que te atrapen?
—Voy camino a reunirme con una periodista de investigación
que publicará la historia de cómo me mandaron a la cárcel,
cómo inicié la Xnet y cómo Darryl se encuentra ilegalmente
preso por el DSI en una cárcel secreta de Treasure Island.
—Oh. —Miró a todos lados un momento—. ¿No podías
pensar en algo… ya sabes… verdaderamente ambicioso?
—¿Quieres venir?
—Voy, sí. Y me agradaría que me explicaras esto en detalle, si
no te molesta.
Después de tanto contar la historia, esta vez —relatarla mien-
tras caminábamos por la avenida Potrero y por la 16— fue la
más fácil. Ella me sostenía de la mano y me la apretaba con fre-
cuencia. Subimos los escalones que conducían a las oficinas del
Bay Guardian de dos en dos. Mi corazón latía con fuerza.
Llegué al escritorio de recepción y le dije a la chica aburrida
que estaba allí sentada:
—Vengo a ver a Barbara Stratford. Soy el Sr. Green.
—Creo que quiso decir el Sr. Brown.
—Ah, sí —dije, sonrojándome—. El Sr. Brown.
Ella hizo algo en la computadora y luego dijo:
—Tomen asiento. Barbara saldrá en un minuto. ¿Les sirvo
algo?
—Café —respondimos al unísono. Otra razón para amar a
Ange: éramos adictos a la misma droga.
La recepcionista (una bella mujer latina apenas unos años
mayor que nosotros, vestida con ropa de Gap tan anticuada que
en realidad le daban un estilo retro de vanguardia) asintió, salió
y regresó con un par de tazas decoradas con el nombre del
periódico.
305/438

Bebimos en silencio, observando a los visitantes y periodistas


que entraban y salían. Finalmente, Barbara vino a buscarnos.
Tenía puesto prácticamente lo mismo que la noche anterior. Le
quedaba bien. Me miró con una ceja levantada cuando vio que
traía a una chica.
—Hola —le dije—. Eh… ella es…
—La Sra. Brown —dijo Ange, tendiéndole la mano. Ah, sí,
claro; se suponía que nuestras identidades eran secretas—. Tra-
bajo con el Sr. Green. —Me dio un ligero codazo.
—Entonces, vamos —dijo Barbara, y nos llevó a una sala de
reuniones con largas paredes vidriadas y con las cortinas cerra-
das. Puso una bandeja de clones de Oreo orgánicas de Whole
Foods, una grabadora digital y otro anotador amarillo.
—¿Quieres grabar esto también? —me preguntó.
La verdad, no lo había pensado. Me daba cuenta de por qué
sería útil grabarlo, en caso de que quisiera desmentir algo pub-
licado por Barbara. En todo caso, aunque no confiara en su
lealtad para conmigo, mi suerte ya estaba echada.
—Sí, está bien —dije.
—Muy bien, adelante. Jovencita, me llamo Barbara Stratford
y soy periodista de investigación. Supongo que sabes por qué
estoy aquí y me da curiosidad saber por qué estás tú aquí.
—Trabajo con Marcus en la Xnet —dijo—. ¿Necesita saber mi
nombre?
—Ahora no —dijo Barbara—. Puedes permanecer en el anon-
imato si quieres. Marcus, te pedí que me relataras esta historia
porque necesito saber cómo influye en lo que me contaste sobre
tu amigo Darryl y la nota que me mostraste. Veo que puede ser
un buen dato adicional; podría presentar el caso como lo que
dio origen a la Xnet. “Ellos fabricaron a un enemigo que nunca
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olvidarán”, algo así. Pero, para ser honesta, preferiría no tener


que contar esa historia si no es necesario.
»Prefiero una historia clara y concisa sobre la prisión secreta
a un paso de nuestras casas, sin tener que discutir si los pri-
sioneros de allí son la clase de gente que puede salir por la pu-
erta e instalar un movimiento subterráneo dedicado a des-
estabilizar al gobierno federal. Seguro que entiendes eso.
Entendía. Si la Xnet formaba parte de la historia, algunos
dirían: “¿Ven? Hace falta meter en la cárcel a los tipos así para
que no provoquen disturbios callejeros”.
—El espectáculo es suyo —le dije—. Creo que es necesario
que le cuente al mundo sobre Darryl. Cuando usted haga eso, el
DSI se enterará de que he hecho pública mi historia y vendrá a
buscarme. Tal vez en ese momento se percatarán de que estoy
involucrado en la Xnet. Tal vez me vinculen con M1k3y.
Supongo que lo que quiero decir es que, una vez que se pub-
lique lo de Darryl, todo acabó para mí, pase lo que pase. Ya hice
las paces con eso.
—Perdido por perdido… —dijo ella—. Bien. Bueno, estamos
de acuerdo. Quiero que los dos me cuenten todo lo que puedan
sobre la fundación y operación de la Xnet, y luego quiero una
demostración. ¿Para qué se usa? ¿Quiénes más la usan? ¿Cómo
se extendió? ¿Quién escribió el software? Todo.
—Tomará un buen rato —dijo Ange.
—Tengo un buen rato —dijo Barbara. Bebió un poco de café y
se comió una falsa Oreo—. Esta podría ser la historia más im-
portante de la Guerra contra el Terror. Podría ser la historia
que hará caer al gobierno. Cuando uno tiene una historia como
esta, trabaja con mucho cuidado.
Capítulo 17
Así fue que le contamos. Me resultó muy divertido, en realid-
ad. Siempre me entusiasma enseñar a otros a usar la tecnolo-
gía. Es genial observar a la gente cuando descubre que la tecno-
logía que la rodea puede utilizarse para tener una vida mejor.
Ange también era genial. Formábamos un equipo excelente.
Nos complementábamos en la explicación de cómo funcionaba
todo. Por supuesto, Barbara era bastante buena en todos esos
temas, además.
Descubrí que había cubierto las cripto-guerras, el período de
comienzos de los ‘90 cuando grupos defensores de las libert-
ades civiles, como la Electronic Frontier Foundation, lucharon
a favor del derecho de todos los norteamericanos a usar cripto-
grafía de alto vuelo. Yo apenas sabía algo de ese período, pero
Barbara lo explicaba de una manera que me hacía poner la piel
de gallina.
Hoy en día suena increíble, pero hubo una época en que el
gobierno clasificaba a la criptografía de munición y, en bien de
la seguridad nacional, había determinado que era ilegal que cu-
alquiera la exportara o utilizara. ¿Entiendes? Antes había
matemática ilegal en este país.
308/438

La Agencia Nacional de Seguridad (NSA) era la que ver-


daderamente movía los hilos. Tenían una cripto estándar que,
decían, era lo bastante fuerte para que la usaran los bancos y
sus clientes, pero no tan fuerte para que la Mafia pudiera
mantener en secreto sus cuentas. Se decía que la estándar,
DES-56, era prácticamente indescifrable. Entonces, uno de los
millonarios co-fundadores de la Electronic Frontier Foundation
(EFF) construyó un descifrador de la cripto DES-56 que costó
250.000 dólares y que logró descubrir el cifrado en dos horas.
No obstante, la NSA argumentó que esa cripto podía evitar
que los ciudadanos norteamericanos guardaran secretos que la
Agencia no pudiera descubrir. Entonces, la EFF asestó el golpe
mortal. En 1995, representaron ante los tribunales a un estudi-
ante de posgrado de matemáticas, de la universidad de Berke-
ley, llamado Dan Bernstein. Bernstein había escrito un tutorial
de criptografía que contenía código de computadora con el que
se podía crear un cifrado más fuerte que el DES-56. Millones de
veces más fuerte. Desde el punto de vista de la NSA, eso con-
vertía al artículo en una arma y, por lo tanto, en algo
impublicable.
Bueno, puede ser difícil lograr que un juez comprenda la
criptografía y lo que ella implica pero, por lo visto, a los jueces
término medio del Tribunal de Apelación no los entusiasma
mucho la idea de decirles a los estudiantes de posgrado qué
clase de artículos tienen permitido escribir. La cripto-guerra
terminó con la victoria de los chicos buenos, cuando el Tribunal
de Apelación del Distrito 9º dictaminó que el código era una
forma de expresión protegida por la Primera Enmienda: “El
Congreso no dictará leyes que restrinjan la libertad de ex-
presión”. Si alguna vez has comprado algo por Internet, o envi-
ado un mensaje secreto, o revisado el balance de tu cuenta de
309/438

banco, utilizaste cripto legalizada gracias a la EFF. Menos mal,


porque la NSA no es tan astuta. Cualquier cosa que ellos
pueden crackear, también pueden crackearla los terroristas y
los mafiosos.
Barbara había sido una de los tantos periodistas que se
habían ganado una reputación por informar sobre el tema.
Había pagado su derecho de piso cubriendo los coletazos del
movimiento por los derechos civiles de San Francisco, y re-
conocía la similitud entre al pelea a favor de la Constitución en
el mundo real y en el ciberespacio.
Por eso nos entendió. Creo que no hubiera podido explicar el
asunto a mis padres, pero con Barbara fue fácil. Nos hizo pre-
guntas inteligentes sobre nuestros protocolos criptográficos y
procedimientos de seguridad, a veces sobre cosas que no
sabíamos contestar y otras veces señalando las potenciales fal-
las de nuestros procedimientos.
Enchufamos la Xbox y nos conectamos. Había cuatro nodos
de WiFi abiertos, visibles desde la sala de reuniones, y le dije
que los intercambiara a intervalos aleatorios. También lo en-
tendió. Una vez que te conectas a la Xnet es como la Internet,
con la diferencia de que ciertas cosas son algo más lentas y que
todo es anónimo e indetectable.
—¿Y ahora qué? —dije cuando nos aplacamos. Había hablado
hasta quedarme sin saliva y el café me había provocado una
terrible sensación de acidez. Además, Ange no paraba de ap-
retarme la mano debajo de la mesa, de un modo que me hacía
desear acabar con todo y encontrar un sitio privado donde
pudiéramos terminar de concretar nuestro vuelo de bautismo.
—Ahora haré periodismo. Ustedes se van y yo investigo todo
lo que me han contado y trato de confirmarlo en la extensión
que pueda. Los dejaré leer lo que voy a publicar y les avisaré
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cuando se acerque la transmisión en vivo. Preferiría que ahora


no hablaran con nadie más de esto, porque quiero la primicia y
porque quiero asegurarme de tener la historia antes de que se
ensucie con las especulaciones de la prensa y los operativos de
distracción del DSI.
“Sin duda, tendré que llamar al DSI para solicitar sus
comentarios antes de la publicación, pero lo haré de la manera
que más los proteja a ustedes. También les aseguro que los
pondré al tanto antes de que ocurra todo eso.
“Hay una cosa que quiero aclararles: esta historia ya no es de
ustedes. Es mía. Fueron muy generosos al entregármela y
trataré de devolverles el regalo, pero ya no tienen derecho a
eliminar nada, a modificar nada ni a detenerme. Ahora ya se
puso en movimiento y no va a parar. ¿Lo comprenden?
No había pensado en esos términos, pero ahora que lo men-
cionaba era obvio. Significaba que yo ya había lanzado el cohete
y que no podría recuperarlo. Iba a dar en el blanco, o se saldría
de curso, pero ya estaba en el aire y eso no se podía cambiar.
En algún momento del futuro cercano, dejaría de ser Marcus…
sería una figura pública. Sería el chico que había soplado el sil-
bato para marcar la infracción del DSI.
Sería un muerto caminando.
Supongo que Ange pensaba lo mismo, porque se había
puesto de un color que estaba entre el blanco y el verde.
—Salgamos de aquí —me dijo.

***

La madre y la hermana de Ange habían salido de nuevo, lo


que me facilitó la decisión de dónde pasaríamos la noche. La
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hora de la cena había pasado hacía mucho, pero mis padres


sabían que me reuniría con Barbara y no protestarían si
aparecía tarde.
Cuando llegamos a lo de Ange, no sentí ningún apremio por
enchufar mi Xbox. Ya había tenido toda la dosis de Xnet que
podía asimilar en un día. Sólo pensaba en Ange, Ange, Ange.
Vivir sin Ange. Saber que Ange estaba enojada conmigo. Que
Ange nunca volvería a hablarme. Que Ange nunca volvería a
besarme.
Ella había pensado lo mismo. Lo vi en sus ojos cuando cer-
ramos la puerta de su dormitorio y nos miramos. Tenía hambre
de ella, igual que cuando ansías la cena después de no comer
durante días. Como ansías un vaso de agua después de jugar al
fútbol tres horas seguidas.
Pero no era nada parecido. Era más. Era algo que nunca
antes había sentido. Quería comérmela entera, devorarla.
Hasta ahora, ella había sido la más sexual de nuestra rela-
ción. Yo la había dejado marcar y controlar el ritmo. Era
fantásticamente erótico que ella me agarrara y me sacara la
camisa, que atrajera mi rostro hacia el suyo.
Pero esta noche no podía contenerme. No quería
contenerme.
La puerta se cerró con un clic y yo busqué el dobladillo de su
camiseta y se la arranqué, casi sin darle tiempo a levantar los
brazos cuando se la pasaba por la cabeza. Me saqué la camisa
de un tirón por encima de mi propia cabeza, oyendo que el al-
godón crujía al abrirse las costuras.
Sus ojos brillaban, su boca estaba abierta, su respiración era
rápida y superficial. La mía también; mi aliento, mi corazón y
mi sangre rugían en mis oídos.
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Quité el resto de nuestra ropa con el mismo entusiasmo, ar-


rojando todo a la pila de prendas sucias y limpias que había en
el suelo. La cama estaba cubierta de libros y periódicos; los
aparté con un movimiento de brazo. Aterrizamos en la cama
deshecha un segundo después, abrazados, apretándonos como
si quisiéramos atravesar el cuerpo del otro. Ella gimió en mi
boca y yo le respondí con otro gemido, y sentí que su voz hacía
vibrar mis cuerdas vocales, experimentando una intimidad
mayor que cualquiera que hubiera sentido.
Se separó y buscó en la mesa de noche. Abrió un cajón de
golpe y arrojó una bolsa blanca de farmacia delante de mí. Miré
el interior. Condones. Trojan. Una docena, con espermicida.
Aún envasados. Le sonreí, y ella me sonrió, y abrí la caja.

***

Había pensado durante años en cómo sería. Lo había ima-


ginado cien veces por día. Algunos días, prácticamente no
había pensado en otra cosa.
No era como lo esperaba. Algunas partes eran mejores. Otras
partes eran mucho peores. Mientras ocurría, se sentía como
una eternidad. Después, parecía que había sucedido en un abrir
y cerrar de ojos.
Después, me sentía igual que antes. Pero también distinto.
Algo había cambiado entre nosotros.
Era raro. Nos pusimos la ropa con pudor y dimos vueltas por
la habitación, mirando a otro lado, sin buscar los ojos del otro.
Envolví el condón en un pañuelo de papel que saqué de una
caja junto a la cama, lo llevé al baño, lo envolví con papel
higiénico y lo metí en las profundidades del cesto de basura.
313/438

Cuando volví, Ange estaba sentada en la cama, jugando con


la Xbox. Me senté cuidadosamente junto a ella y la tomé de la
mano. Volvió el rostro hacia mí y sonrió. Estábamos agotados,
temblorosos.
—Gracias —le dije.
No respondió nada. Volvió a mirarme. Tenía una sonrisa
enorme, pero unas lágrimas gordas corrían por sus mejillas.
La abracé y ella se aferró de mí con fuerza.
—Eres un buen hombre, Marcus Yallow —susurró—. Gracias.
Yo no sabía qué decir, pero le apreté la espalda. Finalmente,
nos separamos. Ya no lloraba, pero seguía sonriendo.
Señaló mi Xbox, que estaba en el suelo, al lado de la cama.
Entendí la señal. La levante, la enchufé y me conecté
Lo mismo de siempre, lo mismo de siempre. Muchos correos.
Nuevos posteos en los blogs, que leí uno tras otro. Spam. Dios,
recibía mucho spam. Mi casilla de correo sueca era repetida-
mente utilizada para campañas de spam; la hacían figurar
como dirección de respuesta en spams enviados a cientos de
millones de cuentas de Internet, de modo que todos los rebotes
y mensajes furiosos me llegaban a mí. No sabía quién estaba
detrás de eso. Tal vez el DSI, tratando de saturar mi casilla. Tal
vez sólo gente que hacía bromas pesadas. No obstante, el Pirate
Party tenía filtros bastante buenos y le daban a cualquiera que
lo solicitara 500 gigabytes de capacidad de almacenamiento de
correos, o sea que no era muy probable que mi cuenta se ahog-
ara en el futuro cercano.
Filtré todo, pulsando con fuerza la tecla de borrado. Tenía
otra casilla separada para lo que venía encriptado con mi clave
pública, que probablemente tenía relación con la Xnet y era
delicado. Los spammers aún no habían descubierto que usar
314/438

claves públicas podía convertir su correo basura en algo más


plausible, de modo que, por ahora, esto funcionaba bien.
Había un par de docenas de mensajes encriptados, gente de
la red de confianza. Los leí rápidamente: enlaces a videos y fo-
tos de nuevos abusos del DSI, cuentos de terror de personas
que se habían salvado por un pelo, quejas por material que yo
había subido al blog. Lo habitual.
Entonces encontré un correo que sólo estaba encriptado con
mi clave pública. Eso significaba que ningún otro podía leerlo,
pero no tenía idea de quién lo había escrito. Decía que era de
Masha, que podía ser un seudónimo o un nombre. No sabía
cuál de los dos.
>M1k3y
>No me conoces, pero yo te conozco.
>Me arrestaron el día que explotó el puente. Me interrogar-
on. Decidieron que era inocente. Me ofrecieron trabajo: ay-
udarlos a cazar a los terroristas que habían asesinado a mis
vecinos.
>En ese momento, me pareció un buen convenio. No tenía la
menor idea de que mi verdadero trabajo sería espiar a los chi-
cos que se resistían a ver su ciudad convertida en un estado
policial.
>Me infiltré en la Xnet el día de su lanzamiento. Estoy en tu
red de confianza. Si quisiera revelar mi identidad, podría envi-
arte un correo desde una dirección de tu confianza. Tres direc-
ciones, en realidad. Estoy totalmente dentro de tu red, como
sólo alguien de diecisiete años puede estarlo. Algunos correos
que has recibido contienen información engañosa cuida-
dosamente seleccionada, que te envié yo con este y otros
seudónimos.
315/438

>No saben quién eres, pero se están acercando. Continúan


obligando a la gente a cambiar de opinión, a comprometerse.
Corroen las redes sociales y usan amenazas para convertir a los
chicos en informantes. En la Xnet hay centenares de personas
trabajando para el DSI en este mismo momento. Tengo sus
nombres, seudónimos y claves. Privadas y públicas.
>Pocos días después del lanzamiento de la Xnet, nos pusi-
mos a trabajar para crackear el ParanoidLinux. Hasta ahora,
sólo se han logrado mejoras pequeñas e insustanciales, pero el
quiebre es inevitable. Si descubrimos un crack innovador, estás
muerto.
>Creo que puedo asegurarte que, si mis jefes se enteran de
que estoy escribiendo esto, me encerrarán en Guantánamo de
la Bahía hasta que sea una anciana.
>Y aunque no puedan crackear el ParanoidLinux, hay ver-
siones envenenadas de la ParanoidXbox dando vueltas por ahí.
No coinciden con las sumas de verificación, pero ¿cuánta gente
se fija en las sumas de verificación, además de ti y de mí? Hay
muchos chicos que ya están muertos, aunque no lo saben.
>Lo único que falta es que mis jefes decidan cuándo es el me-
jor momento para arrestarte y causar el mayor impacto en la
prensa. Ese momento llegará más temprano que tarde. Créeme.
>Posiblemente te preguntarás por qué te cuento todo esto.
>Yo también.
>Esos son mis antecedentes. Acepté pelear contra los ter-
roristas. En cambio, estoy espiando a norteamericanos que
creen en cosas que al DSI no le gustan. No a la gente que planea
volar nuestros puentes, sino a los que protestan. Ya no puedo
hacerlo más.
316/438

>Pero tú tampoco, lo sepas o no. Como te dije, es sólo


cuestión de tiempo que vuelvas a estar encadenado en Treasure
Island. No es “si vuelves”; es “cuando vuelvas”.
>Así que terminé con esto. En Los Ángeles hay unas perso-
nas. Dicen que me pueden mantenerme a salvo si quiero salir
de esto.
>Quiero salir de esto.
>Si quieres venir, te llevaré conmigo. Mejor seguir peleando
que convertirse en mártir. Si me acompañas, podemos des-
cubrir juntos cómo vencerlos. Soy tan inteligente como tú.
Créeme.
>¿Qué dices?
>Esta es mi clave pública.
>Masha

***

Cuando estés en problemas o en duda, corre en círculos,


chilla y grita.
¿Alguna vez escuchaste esa frase? No es un buen consejo,
pero es fácil de seguir. Salté de la cama y me puse a caminar de
un lado al otro. Tenía el corazón en la boca y mi sangre can-
taba: una cruel parodia de cómo me sentía cuando llegamos a
casa de Ange. Esto no era excitación sexual; era terror puro.
—¿Qué? —dijo Ange—. ¿Qué?
Señalé la pantalla que estaba de mi lado de la cama. Rodó,
agarró mi teclado y movió la punta del dedo sobre el pad. Leyó
en silencio. Yo seguí caminando.
—Tiene que ser mentira —dijo ella—. El DSI está jugando con
tu mente.
317/438

La miré. Se estaba mordiendo el labio. No parecía creer en lo


que decía.
—¿Eso piensas?
—Claro. No pueden vencerte, entonces se acercan a ti usando
la Xnet.
—Sí.
Volví a sentarme en la cama. Respiraba con agitación otra
vez.
—Cálmate —dijo ella—. Son juegos mentales. Mira.
Nunca antes había usado mi el teclado, pero ahora había una
nueva intimidad entre nosotros. Oprimió “Responder” y
escribió:
>Buen intento.
Ahora también escribía como M1k3y. Estábamos unidos de
una forma diferente.
—Fírmalo. A ver qué contesta.
No sabía si era la mejor idea, pero no tenía otras mejores. Lo
firmé, lo encripté con mi clave privada y la clave pública que
me había dado Masha.
La respuesta fue instantánea.
>Pensé que dirías algo así.
>Aquí tienes un hackeo que no se te ha ocurrido. Puedo
tunelear videos por el DNS anónimamente. Aquí tienes unos
enlaces a ciertos clips que tal vez quieras ver antes de decidir
que soy una mentirosa. Esta gente se está grabando mutua-
mente, todo el tiempo, para protegerse de las puñaladas en la
espalda. Es bastante fácil espiarlos como ellos se espían entre
sí.
>Masha
318/438

Adjuntaba el código fuente de un programita que, aparente-


mente, hacía exactamente lo que Masha decía: extraer videos
del protocolo del Servicio de Nombres de Dominio (DNS).
Me detendré un momento para explicar algo. Al fin y al cabo,
todos los protocolos de Internet son secuencias de texto que se
envían de aquí para allá en un orden determinado. Es como
tener un camión, poner un auto dentro, luego poner una moto-
cicleta en el maletero del auto, luego amarrar una bicicleta en la
parte trasera de la moto y luego colgar un par de patines en la
parte trasera de la bicicleta. Salvo que, si lo deseas, también
puedes adosar el camión a los patines.
Por ejemplo, tomemos el Protocolo de Transporte de Correo
Simple o SMTP, que se usa para enviar correos electrónicos.
Aquí hay una muestra de una conversación entre mi servidor
de correo y yo, enviándome un mensaje a mí mismo.
> HELO littlebrother.com.se
250 mail.pirateparty.org.se Hello mail.pirateparty.org.se,
pleased to meet you
>MAIL FROM:[email protected]
250 2.1.0 [email protected]… Sender ok
>RCPT TO:[email protected]
250 2.1.5 [email protected]… Recipient ok
>DATA
354 Enter mail, end with “.” on a line by itself
>When in trouble or in doubt, run in circles, scream and
shout
>.
250 2.0.0 k5SMW0xQ006174 Message accepted for delivery
QUIT
221 2.0.0 mail.pirateparty.org.se closing connection
Connection closed by foreign host.
319/438

Que en castellano es:


> HOLA littlebrother.com.se
250 mail.pirateparty.org.se Hola mail.pirateparty.org.se, en-
cantado de conocerte
> CORREO DE:[email protected]
250 2.1.0 [email protected]… Remitente ok
>RCBD POR:[email protected]
250 2.1.5 [email protected]… Destinatario OK
>DATOS
354 Ingresar correo, terminarlo con “.” en renglón separado
>Cuando estés en problemas o en duda, corre en círculos,
chilla y grita
>.
250 2.0.0 k5SMW0xQ006174 Entrega del mensaje aceptada
CORTAR
221 2.0.0 mail.pirateparty.org.se cerrando conexión
Conexión cerrada por host extranjero.

La redacción de esta conversación fue definida en 1982 por


Jon Postel, uno de los heroicos próceres de la Internet, que
tenía los servidores más importantes de la red en funcionami-
ento, literalmente, debajo de su escritorio de la Universidad del
Sur de California, en la era paleolítica.
Ahora imagina que chateas con un servidor de correo en una
sesión de mensajería instantánea (IM). Podrías enviar un
mensaje al servidor que dijera “HELO littlebrother.com.se” y
éste respondería “250 mail.pirateparty.org.se Hello mail.pirate-
party.org.se, pleased to meet you”. En otras palabras, podrías
320/438

mantener la misma conversación que se produce en el SMTP


con un programa de IM. Con las tretas adecuadas, toda la
transacción con el servidor de correo podría tener lugar en un
chat. O en una sesión de web. O en cualquier otra parte.
Eso se llama “tunelear” (tunneling). Poner al SMTP dentro
del “túnel” de un chat. Después, si quieres hacer algo bien raro,
puedes volver a poner el chat en un túnel del SMTP: tuneleas el
túnel en otro túnel.
De hecho, todos los protocolos de Internet son susceptibles a
este procedimiento. Es genial, porque significa que si estás en
una red con acceso sólo a la web, puedes tunelear tus correos
por allí. Puedes tunelear tu P2P favorito. Hasta puedes tunelear
la Xnet, que, de por sí, ya es un túnel para decenas de
protocolos.
El DNS es un protocolo interesante y antiguo de la Internet,
que data de 1983. Es la forma en que tu computadora convierte
el nombre de una computadora, como “pirateparty.org.se”, en
el número de IP que las máquinas usan en realidad para hab-
larse entre sí por la red, como 204.11.50.136. Generalmente,
parece funcionar como por arte de magia, aunque tiene mil-
lones de partes móviles: todos los proveedores de Internet tien-
en un servidor DNS, igual que la mayoría de los gobiernos y
montones de operadores privados. Esas casillas DNS se hablan
entre sí constantemente, formulando y cumpliendo solicitudes
mutuas, para que, sin importar lo críptico que sea el nombre
que escribes en la computadora, puedan convertirlo en un
número.
Antes del DNS existía el archivo HOSTS. Créase o no, era un
solo documento que contenía una lista de los nombres y direc-
ciones de todas las computadoras conectadas a la Internet. To-
das las máquinas poseían una copia. El archivo, finalmente, se
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volvió demasiado grande para moverlo de un lado al otro y


entonces se inventó el DNS, que corría en un servidor instalado
debajo del escritorio de Jon Postel. Si el personal de limpieza lo
desenchufaba de un golpe, toda la Internet perdía la habilidad
de encontrarse a sí misma. En serio.
Hoy en día, el tema es que los DNS están en todas partes. To-
das las redes tienen un servidor DNS residente y todos esos ser-
vidores están configurados para hablarse entre sí y con perso-
nas al azar en toda la Internet.
Lo que había hecho Masha era descubrir la manera de
tunelear un sistema de flujo de video por medio del DNS.
Dividía el video en billones de fragmentos y escondía cada uno
de ellos dentro de un mensaje normal dirigido a un servidor
DNS. Al usar su código, pude extraer el video de esos servidores
DNS desperdigados por toda la Internet a una velocidad in-
creíble. Los histogramas de la red debieron de registrarlo como
algo muy extraño, como si yo estuviese buscando la dirección
de todas las computadoras del mundo.
Pero tenía dos ventajas que aprecié enseguida: pude bajar el
video a una velocidad pasmosa (apenas terminé de pulsar el
primer enlace, comencé a recibir imágenes a pantalla completa,
sin fluctuación ni inestabilidad) y yo no tenía idea de dónde es-
taba el host. Era totalmente anónimo.
Al principio, ni siquiera tuve en cuenta el contenido del
video. Estaba totalmente azorado por la astucia del truco.
¿Flujo de video desde un DNS? Era tan extraño e inteligente
que prácticamente era perverso.
Gradualmente, comencé a asimilar lo que estaba viendo.
Era una mesa de reuniones dentro de una pequeña hab-
itación con un espejo en una de las paredes. Conocía esa hab-
itación. Había estado sentado allí, mientras la Pelo Corto me
322/438

obligaba a decirle mi contraseña en voz alta. Había cinco sillas


cómodas alrededor de la mesa, cada una con una persona có-
moda y con uniforme del DSI. Reconocí al General de División
Graeme Sutherland, comandante del DSI del área de la Bahía, y
también a Pelo Corto. Los otros eran desconocidos para mí.
Todos miraban una pantalla de video ubicada en un extremo de
la mesa, en la que había un rostro infinitamente más familiar.
Kurt Rooney era conocido en toda la nación como el princip-
al estratega del Presidente, el hombre que le había hecho ganar
las elecciones al partido por tercera vez y que ahora iba por la
cuarta a todo vapor. Lo llamaban “el Implacable” y una vez yo
había visto un informe noticioso donde mencionaban que tenía
a sus empleados con las riendas cortas, llamándolos, envián-
doles mensajes, vigilando todos sus movimientos, controlando
todos sus pasos. Era viejo, con el rostro arrugado, ojos de color
gris pálido, nariz chata con orificios anchos y abiertos y labios
delgados; un hombre que parecía estar oliendo mierda todo el
tiempo.
Era el de la pantalla. Hablaba y todos fijaban la atención en
esa pantalla, tomando notas tan rápido como podían teclear,
tratando de parecer inteligentes.
—… dicen que están enojados con la autoridad, pero de-
bemos demostrarle al país que son los terroristas, no el gobi-
erno, los que tienen la culpa. ¿Me entienden? La nación no
quiere a esa ciudad. Desde su punto de vista, es una Sodoma y
Gomorra de maricas y ateos que merecen pudrirse en el infi-
erno. La única razón por la que el país se ocupa de lo que
piensan en San Francisco es que tuvieron la buena fortuna de
explotar por los aires gracias a unos terroristas islámicos.
»Estos chicos de la Xnet están llegando al punto en que
pueden comenzar a sernos útiles. Cuando más revolucionarios
323/438

se vuelven, más comprende el resto de la nación que las


amenazas están en todas partes.
Su público terminó de teclear.
—Podemos controlar eso, creo —dijo la Pelo Corto—.
Nuestra gente de la Xnet ha logrado tener mucha influencia.
Los bloggers de Manchuria tienen unos cincuenta blogs cada
uno e inundan los canales de chat, enlazándose uno con otro,
principalmente adhiriendo a la línea partidaria marcada por
ese M1k3y. Pero ya han demostrado que pueden provocar ac-
ciones radicales, aun cuando M1k3y esté oprimiendo el freno.
—El General Sutherland asintió—. Habíamos planeado que
permanecieran de incógnito hasta un mes antes de las par-
ciales. —Supuse que se refería a las elecciones legislativas, no a
mis pruebas escolares—. Eso, según el plan original. Pero
parece que…
—Tenemos otro plan para las parciales —dijo Rooney—.
Deben conocerlo, claro, pero por las dudas no planeen ningún
viaje para el mes anterior. Ahora, enloquezcan a la Xnet
cuanto antes. Mientras sean moderados, representan un
lastre. Que sigan siendo revoltosos.
Se cortó el video.
Ange y yo estábamos sentados en el borde de la cama, mir-
ando la pantalla. Ange estiró la mano y lo puso de nuevo. Lo
miramos. La segunda vez era peor. Arrojé el teclado a un cost-
ado y me levanté.
—Estoy tan asqueado de tener miedo —dije—. Llevémosle es-
to a Barbara y que publique todo. Que ponga todo en la red.
Que me secuestren. Al menos así sabré lo que va a ocurrir. Al
menos así tendré alguna pequeña certeza en mi vida.
Ange me abrazó, me calmó.
324/438

—Lo sé, amor, lo sé. Es terrible. Pero te estás concentrando


en las cosas malas e ignorando las buenas. Has creado un movi-
miento. Has superado a los idiotas de la Casa Blanca, a los sin-
vergüenzas uniformados del DSI. Te has colocado en una posi-
ción que te permitiría ser el responsable de destapar toda la
pudrición del DSI. Claro que quieren agarrarte. Claro que sí.
¿Acaso lo dudaste siquiera por un momento? Siempre imaginé
que querían hacerlo. Pero, Marcus, no saben quién eres. Pién-
salo. Toda esa gente, todo ese dinero, las armas y los espías, y
tú, un chico de secundaria, de diecisiete años… continúas
siendo el vencedor. No saben de Barbara. No saben de Zeb. Los
interferiste en las calles de San Francisco y los humillaste
frente al mundo. Entonces, deja de deprimirte ¿quieres? Estás
ganando.
—Pero vendrán a buscarme. Ya te diste cuenta. Me meterán
en la cárcel para siempre. Ni siquiera en la cárcel. Me harán de-
saparecer, como a Darryl. Tal vez peor. Tal vez, Siria. ¿Por qué
me van a dejar en San Francisco? Mientras siga en los EE. UU.,
soy un lastre.
Se sentó en la cama conmigo.
—Sí —dijo—. Eso.
—Eso.
—Bueno, sabes lo que tienes que hacer ¿verdad?
—¿Qué? —Señaló mi teclado. Vi que le corrían lágrimas por
las mejillas—. ¡No! Te volviste loca. ¿Crees que me voy a fugar
con una loca que apareció en la Internet? ¿Con una espía?
—¿Tienes una idea mejor?
Le di un puntapié a una de las pilas de ropa, haciéndola
volar.
—Como quieras. Muy bien. Hablaré con ella un poco más.
325/438

—Habla con ella —dijo Ange—. Dile que tú y tu novia quieren


escapar.
—¿Qué?
—Cállate, pedazo de idiota. ¿Crees que tú corres peligro? Yo
corro un peligro igual, Marcus. Se llama complicidad. Cuando
te vayas, me iré contigo. —Tenía la mandíbula hacia fuera en un
ángulo rebelde—. Tú y yo… estamos juntos ahora. Tienes que
entenderlo.
Nos sentamos en la cama.
—Salvo que no quieras que vaya —dijo ella finalmente, con
un hilo de voz.
—Estás bromeando ¿no?
—¿Te parece que estoy bromeando?
—No hay posibilidad de que me vaya sin ti por mi propia vol-
untad, Ange. Nunca te habría pedido que vinieras, pero estoy
fascinado de que te hayas ofrecido.
Sonrió y me arrojó mi teclado.
—Envíale un correo a ese bicho, Masha. Veamos qué puede
hacer por nosotros.
Envié el correo, encriptando el mensaje, y esperé la
respuesta. Ange buscó mi boca y empezamos a besarnos. Había
algo en el peligro y el pacto de escapar juntos que me hacía
olvidar el pudor de tener sexo, que me excitaba como los mil
demonios.
Estábamos otra vez medio desnudos cuando llegó el correo
de Masha.
>¿Dos? Por Dios, como si no fuera ya bastante difícil.
>No puedo irme salvo que haga mi trabajo de inteligencia
después de un gran golpe de la Xnet. ¿Entiendes? Mis jefes ob-
servan todos mis movimientos, pero me sueltan la cuerda
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cuando pasa algo con los usuarios de la Xnet. Me envían al


lugar de los hechos.
>Hagan algo grande. Me envían allá. Nos escapamos los dos.
Los tres, si insistes.
>Pero apúrense. No puedo enviarte muchos correos, ¿com-
prendes? Me vigilan. Se están acercando a ti. No tienes mucho
tiempo. ¿Semanas? Tal vez unos días apenas.
>Necesito que me saques de aquí. Por eso hago esto, en caso
de que tengas dudas. No puedo escapar sola. Necesito una gran
distracción de la Xnet. No me falles, M1k3y, o estamos muer-
tos. Tu chica también.
>Masha
Nos sobresaltamos porque sonó mi teléfono. Era mamá, que
quería saber cuándo volvería a casa. Le dije que iba en camino.
No mencionó a Barbara. Habíamos acordado no hablar de ese
asunto por teléfono. Fue idea de papá. Podía ser tan paranoico
como yo.
—Tengo que irme —dije.
—Nuestros padres…
—Lo sé —dije—. Ya vi lo que les pasó a mis padres cuando
pensaron que yo había muerto. Saber que soy un fugitivo no les
resultará mucho mejor. Pero van a preferir verme prófugo que
preso. Eso pienso. En todo caso, cuando hayamos desapare-
cido, Barbara podrá publicar sin preocuparse por causarnos
problemas. —Nos besamos en la puerta del dormitorio. No fue
uno de esos besos ardientes y babosos que solíamos darnos
cuando nos separábamos. Esta vez, fue un beso dulce. Un beso
lento. Un beso de despedida.

***
327/438

Los viajes en el BART son introspectivos. Cuando el tren se


balancea de atrás para delante y tratas de no hacer contacto
visual con los demás pasajeros, y tratas de no leer los anuncios
de cirugía plástica, de abogados que te sacan de la cárcel y de
análisis de SIDA, cuando tratas de ignorar los graffitis y de no
mirar demasiado lo que ensucia el alfombrado, tu mente real-
mente comienza a trabajar.
Te hamacas hacia atrás, hacia delante, y tu mente revisa todo
lo que has pasado por alto, todas las películas de tu vida donde
no eres un héroe, donde eres un tonto o un soberano imbécil.
A tu cerebro se le ocurren teorías como esta:
Si el DSI quisiera atrapar a M1k3y, ¿qué mejor forma de
hacerlo que obligarlo a exponerse, que inspirarle pánico al
punto de impulsarlo a liderar un gran evento público de la
Xnet? ¿No valdría la pena arriesgarse a revelarle un video com-
prometedor con tal de lograr eso?
A tu cerebro se le ocurren esas cosas, aunque el viaje en tren
sólo dure dos o tres estaciones. Cuando te bajas y comienzas a
moverte, la sangre circula y, a veces, tu cerebro vuelve a
ayudarte.
A veces, tu cerebro te entrega soluciones, además de
problemas.
Capítulo 18
En una época, mi actividad preferida en todo el mundo era
ponerme una capa y deambular en un hotel, simulando ser un
vampiro invisible al que todos se quedaban mirando.
Es complicado, pero no tan raro como parece. La escena de
los Juegos de Rol en Vivo combina los mejores aspectos del
D&D, los talleres de teatro y las convenciones de ciencia
ficción.
Entiendo que no te parezca tan atractivo como lo era para mí
cuando tenía catorce años.
Los mejores juegos eran en los Campamentos Scout, en las
afueras de la ciudad: cien adolescentes, chicos y chicas,
peleando contra el tránsito del viernes por la noche, intercam-
biando anécdotas, jugando juegos de manos, presumiendo dur-
ante horas. Después, desembarcar y pararnos en el césped,
delante de un grupo de hombres y mujeres mayores que noso-
tros, vestidos con impresionantes armaduras de fabricación
casera, melladas y llenas de cicatrices, como debieron de ser las
armaduras de los viejos tiempos, no como las que muestran en
las películas, sino como uniformes de soldados que han pasado
un mes en la selva.
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A esa gente le pagaban un monto simbólico por dirigir los


juegos, pero no te concedían ese trabajo a menos que fueses del
tipo de persona que lo hubiese hecho gratis. Ya estábamos di-
vididos en equipos de antemano, sobre la base de unos cues-
tionarios que llenábamos antes, y en ese momento nos in-
dicaban a qué equipo sumarnos, como cuando se arman los dos
bandos antes de un juego de béisbol.
Después, nos daban un paquete informativo. Eran como los
que reciben los espías de las películas: esta es tu identidad, esta
es tu misión, estos son los secretos que conoces acerca del
grupo.
Al terminar, era hora de la cena: fogatas que rugían, carne
que chisporroteaba en los espetones, tofu que se freía en las
sartenes (en el norte de California, la opción vegetariana no es
opcional) y un estilo de comer y beber que sólo puede de-
scribirse como voraz.
Los más entusiastas ya se estaban metiendo en el personaje.
En mi primer juego, me tocó ser mago. Tenía un morral lleno
de bolsitas rellenas con semillas que representaban los hech-
izos; cuando arrojaba una, gritaba el nombre del hechizo que
lanzaba —bola de fuego, misil mágico, cono de luz— y el otro
jugador o el “monstruo” caía de rodillas si le acertaba. O no… a
veces, teníamos que llamar a un árbitro para que mediara,
aunque generalmente todos éramos muy propensos a no hacer
trampas. A nadie le gustaba que decidieran los dados.
Al llegar la hora de dormir, todos estábamos actuando
nuestro personaje. A los catorce años, yo no estaba super-se-
guro de cómo tenía que hablar un mago, pero podía obtener in-
dicios de las películas y las novelas. Hablaba lentamente, en
tono mesurado, componiendo una expresión facial adecuada-
mente mística y pensando en cosas místicas.
330/438

La misión era complicada: recuperar una reliquia sagrada,


robada por un ogro decidido a someter a su voluntad al pueblo
de esa tierra. Eso no me importaba mucho. Lo que me import-
aba era que yo tenía una misión individual —capturar a una es-
pecie de diablillo para que me sirviera de asistente— y un
Némesis secreto: otro jugador de mi equipo, que había parti-
cipado en una incursión donde habían matado a toda mi famil-
ia cuando yo era niño… un jugador que no sabía que yo había
regresado para vengarme. En algún lado, por supuesto, había
otro jugador con un rencor similar contra mí, de modo que,
aunque disfrutara de la camaradería del grupo, siempre debía
mantener los ojos abiertos para prevenir una puñalada en la es-
palda, una comida envenenada.
Durante los dos días siguientes, jugamos. Ciertos del mo-
mentos del fin de semana fueron como jugar a las escondidas;
otros fueron como ejercicios de supervivencia en la jungla;
otros, como resolver palabras cruzadas. Los directores del
juego habían hecho un gran trabajo. Y uno trababa verdadera
amistad con los otros que compartían la misión. Darryl fue el
blanco de mi primer asesinato y puse todo mi empeño, por más
amigo que fuera. Un chico agradable. Lástima que tuviera que
matarlo.
Le lancé una bola de fuego mientras él buscaba el botín, des-
pués de haber devastado a una banda de orcos… jugando
piedra, papel y tijera con cada orco para determinar quién pre-
valecía en el combate. Era mucho más apasionante de lo que
suena.
Parecía un campamento de verano para geeks de la actua-
ción. Por la noche, charlábamos hasta muy tarde en las tiendas,
mirábamos las estrellas, saltábamos al río cuando teníamos
331/438

calor, ahuyentábamos a los mosquitos. Nos convertíamos en


amigos íntimos o en enemigos para toda la vida.
No sé por qué los padres de Charles lo enviaban a los JRV.
No era el tipo de chico que disfrutaba de esas cosas. Le in-
teresaba más arrancarles las alas a las moscas. Bueno, tal vez
no. Pero no le gustaba andar disfrazado por los bosques. Estaba
todo el tiempo pidiendo cosas, mirando todo y a todos con cara
de asco, tratando de convencernos de que no estábamos di-
virtiéndonos tanto como creíamos. Sin duda, te habrás topado
alguna vez con esa clase de persona que siente la compulsión de
lograr que la diversión de todos los demás se eche a perder.
El otro tema con Charles era que no lograba entender el com-
bate simulado. Cuando comienzas a correr por el bosque y a
participar de estos elaborados juegos semi-militares, es fácil
dejarte llevar por la adrenalina al punto de querer degollar a al-
guien. No es el mejor estado de ánimo para tener en la mano
una espada, un garrote, una lanza u otro elemento de utilería.
Por eso, en estos juegos no se permite que nadie toque a nadie,
bajo ninguna circunstancia. En cambio, cuando te acercas a al-
guien lo suficiente como para luchar, juegas un par de rondas
de piedra, papel y tijera, con modificadores que se basan en tu
experiencia, armamento y condición. Los árbitros median en
las disputas. Es bastante civilizado y un poco raro. Corres tras
alguien entre los árboles, lo atrapas, muestras los dientes y
luego te sientas a jugar piedra, papel y tijera. Pero funciona y
mantiene a todos sanos y salvos sin arruinar el
entretenimiento.
Pero Charles no podía acostumbrarse a eso. Creo que era
perfectamente capaz de entender que la regla era evitar el con-
tacto, pero simultáneamente era capaz de decidir que la regla
no le importaba y que no iba a cumplirla. Ese fin de semana, los
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árbitros le llamaron la atención varias veces y él prometió obe-


decer en todas las ocasiones y después siempre volvió a hacer lo
mismo. Ya era uno de los chicos más corpulentos y le en-
cantaba lanzarse sobre ti y hacerte caer “accidentalmente” al fi-
nal de una persecución. No es divertido que te hagan caer al
suelo rocoso del bosque.
Yo acababa de batir a Darryl con mis imponentes poderes, en
el claro donde buscaba tesoros, y estábamos riéndonos de mi
extremado sigilo. Darryl iba a marcharse para actuar de mon-
struo. Los jugadores muertos podían hacer de monstruos, o sea
que, cuanto más durabas en el juego, más monstruos te
perseguían. Todos seguían jugando y las batalles se volvían
cada vez más épicas.
Fue entonces cuando Charles salió de entre los árboles, de-
trás de mí, y me empujó, arrojándome al suelo con tanta fuerza
que por un momento no pude respirar.
—¡Te tengo! —gritó. Yo lo conocía muy poco antes de esto y
nunca había tenido buena opinión de él, pero ahora estaba listo
para asesinarlo. Lentamente, me puse de pie y lo miré; él res-
piraba agitadamente y sonreía—. Estás bien muerto —dijo—. Te
vencí totalmente.
Sonreí y sentí algo raro y doloroso en la cara. Me toqué el la-
bio superior. Estaba ensangrentado. Me sangraba la nariz y
tenía el labio partido; me lo había cortado con una raíz al caer-
me de cara por el empujón.
Me limpié la sangre en el pantalón y sonreí. Hice como si
pensara que todo esto era divertido. Me reí un poco. Avancé
hacia él.
Charles no se dejó engañar. Ya estaba retrocediendo, intent-
ando desaparecer entre los árboles. Darryl se desplazó para
flanquearlo. Yo fui hacia el otro flanco. Abruptamente, Charles
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se dio vuelta y empezó a correr. Darryl le enganchó un tobillo


con el pie y Charles se desparramó en el suelo. Nos lanzamos
hacia él, al mismo tiempo que oíamos el silbato de un árbitro.
El árbitro no había visto a Charles jugando sucio conmigo,
pero lo había visto jugar todo el fin de semana. Lo envió a la en-
trada del campamento y le dijo que estaba fuera del juego.
Charles se quejó con todas sus fuerzas pero, para nuestra satis-
facción, el árbitro no quiso escucharlo. Cuando Charles se fue,
también nos dio un sermón a nosotros dos, diciéndonos que
nuestras represalias no estaban más justificadas que el ataque
de él.
Estuvo bien. Esa noche, cuando los juegos habían terminado,
todos tomamos duchas calientes en los dormitorios de los
scouts. Darryl y yo robamos la ropa y la toalla de Charles. Las
anudamos y las arrojamos al orinal. Muchos chicos colaboraron
gustosamente en la tarea de mojarlas. Charles había sido muy
entusiasta con sus empujones.
Ojalá hubiera podido verlo cuando salió de la ducha y des-
cubrió su ropa. Era una decisión difícil: ¿correr desnudo por el
campamento o desatar los apretados nudos de la ropa em-
papada de pis y ponérsela?
Optó por la desnudez. Probablemente, yo habría hecho lo
mismo. Formamos una hilera a lo largo del trayecto entre las
duchas y el refugio donde se guardaban las mochilas y lo
aplaudimos. Yo estaba primero en la fila y lideraba el aplauso.

***

Los fines de semana en el Campamento Scout sólo se hacían


tres o cuatro veces por año, lo que nos dejaba —a Darryl, a mí y
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a muchísimos jugadores de JRV— con una seria deficiencia de


JRV en nuestras vidas.
Por suerte, había partidas de Wretched Daylight en los
hoteles de la ciudad. El Wretched Daylight es otro JRV
—clanes rivales de vampiros y cazavampiros— con sus propias
y estrafalarias reglas. Los jugadores usan naipes para resolver
las escaramuzas y combates, de modo que cada batalla implica
jugar una mano de barajas estratégicas. Los vampiros se
vuelven invisibles cuando se ponen la capa y cruzan los brazos
sobre el pecho; todos los demás jugadores tienen que hacer
como que no los ven y continuar con sus conversaciones sobre
lo que planean y demás. El verdadero examen de un buen
jugador es demostrar que es lo bastante honesto como para
seguir revelando secretos frente a un rival “invisible”, com-
portándose como si no estuviera en la habitación.
Había un par de partidas grandes de Wretched Daylight to-
dos los meses. Los organizadores del juego, que tenían buena
relación con los hoteles de la ciudad, nos comunicaban que
habían reservado diez habitaciones libres para el viernes por la
noche y las llenaban de jugadores que corrían por todo el hotel,
jugando un Wretched Daylight de bajo perfil en los pasillos,
alrededor de la piscina y así sucesivamente, comiendo en el res-
taurante del hotel y pagando por la WiFi del hotel. Cerraban las
reservas el viernes por la tarde, nos enviaban correos y noso-
tros íbamos directamente desde la escuela al hotel que fuera, ll-
evando nuestras mochilas, durmiendo de a seis u ocho en cada
habitación durante todo el fin de semana, sobreviviendo a
fuerza de comida basura, jugando hasta las tres de la mad-
rugada. Era diversión buena y segura, que nuestros padres
podían controlar.
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Los organizadores eran de una institución solidaria muy


conocida, dedicada a la alfabetización, que tenía talleres de es-
critura, de teatro y esas cosas. Venían organizando esos juegos
desde hacía diez años sin ningún incidente. Todo era estricta-
mente sin alcohol y sin drogas, para evitar que arrestaran a los
organizadores por corrupción de menores o algo así. Éramos
entre diez y cien jugadores, dependiendo del fin de semana
que, por el mismo precio de ver un par de películas, pasábamos
dos días y medio de diversión asegurada.
Pero un día tuvieron la mala suerte de reservar un grupo de
habitaciones en el Mónaco, un hotel de Tenderloin que alojaba
turistas mayores y pretenciosos, la clase de lugar donde todos
los cuartos tienen una pecera esférica con especies tropicales y
el vestíbulo está lleno de hermosos ancianos con buena ropa,
jactándose de los resultados de sus cirugías plásticas.
Normalmente, los mundanos —palabra que usábamos para
llamar a los no jugadores— nos ignoraban, suponiendo que sólo
éramos chicos jugando bulliciosamente. Pero ese fin de semana
estaba alojado el editor de una revista italiana de viajes que se
interesó por lo nuestro. Me arrinconó cuando yo andaba escon-
diéndome en el vestíbulo, esperando localizar al jefe del clan
rival para saltar sobre él y beber su sangre. Yo estaba de pie
contra la pared, con los brazos cruzados, o sea invisible, cuando
el hombre se me acercó y me preguntó, en inglés con acento
italiano, qué hacíamos mis amigos y yo en el hotel ese fin de
semana.
Traté de quitármelo de encima, pero no se desanimó. De
modo que decidí inventar algo para que se fuera.
No imaginé que iba a publicarlo. Realmente, no imaginé que
tendría repercusión en la prensa norteamericana.
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—Estamos aquí porque nuestro príncipe ha muerto y hemos


venido a buscar a un nuevo gobernante.
—¿Un príncipe?
—Sí —le dije, ganando confianza—. Somos del Pueblo Viejo.
Vinimos a los EE. UU. en el siglo 16 y, desde entonces, nuestra
familia real vive en los bosques de Pennsylvania. Vivimos con
sencillez, en la espesura. No usamos tecnología moderna. Pero
el príncipe era el último de la línea sucesoria y murió la semana
pasada. Una terrible y cruel enfermedad se lo llevó. Los jóvenes
de mi clan debemos encontrar a los descendientes de su tío
abuelo, que se marchó para vivir con la gente moderna en tiem-
pos de mi abuelo. Se dice que se ha multiplicado; encon-
traremos a los últimos de su dinastía y los llevaremos de vuelta
a su legítimo hogar.
Yo leía muchas novelas de fantasía. Estas cosas se me ocur-
rían fácilmente.
—Conocimos a una mujer que sabía de esos descendientes.
Nos dijo que uno de ellos se alojaba en este hotel y hemos ven-
ido a encontrarlo. Pero nos siguió un clan rival que quiere
evitar que llevemos a nuestro príncipe a casa para que seamos
débiles y fáciles de dominar. Por lo tanto, es vital que
mantengamos la discreción. No hablamos con el Pueblo Nuevo
si podemos evitarlo. Conversar con usted en este momento me
provoca una gran incomodidad.
Él me miraba con perspicacia. Yo había descruzado los
brazos, lo que implicaba que ahora era “visible” para los vam-
piros rivales, una de las cuales había estado acercándose a
nosotros lenta y sigilosamente. En el último momento, me di
vuelta y la vi, con los brazos abiertos y siseando, componiendo
a una vampira de alta escuela.
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Abrí los brazos al máximo y le devolví el siseo; después, corrí


a toda velocidad por el vestíbulo, saltando sobre un sofá de
cuero y rodeando una planta en maceta, obligándola a
perseguirme. Ya había preparado una ruta de escape, por el
pozo de la escalera hasta el gimnasio del sótano; fui por allí y
logré perderla.
No volví a ver al hombre ese fin de semana, pero le relaté la
anécdota a algunos otros jugadores de JRV, que adornaron la
historia y hallaron muchas oportunidades para volver a con-
tarla ese fin de semana.
Una mujer que trabajaba en la revista italiana, que había ob-
tenido su maestría con un estudio de las comunidades anti-
tecnológicas Amish de la Pennsylvania rural, pensó que lo
nuestro era tremendamente interesante. Basándose en las not-
as y las entrevistas grabadas de su jefe durante el viaje a San
Francisco, escribió un artículo fascinante y conmovedor sobre
la insólita secta juvenil que cruzaba los EE. UU. buscando a su
“príncipe”. Diablos… hoy en día se publica cualquier cosa.
Pero el tema es que las historias así son recogidas por otros
medios que las vuelven a publicar. Primero fueron los bloggers
italianos; después, algunos bloggers norteamericanos. Personas
de todo el país comenzaron a informar de “avistajes” del Pueblo
Viejo, aunque no se sabe si eran inventados o si veían a otros
que estaban jugando al mismo juego.
El asunto fue ascendiendo la pirámide alimentaria de los me-
dios hasta llegar al New York Times que, por desgracia, tiene
un apetito poco saludable por verificar los hechos. El cronista al
que le asignaron la historia finalmente siguió el rastro hasta el
Hotel Mónaco, donde lo pusieron en contacto con los organiz-
adores del JRV, que le contaron la verdadera historia entre
risotadas.
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Bueno, a partir de ese momento, los JRV se volvieron menos


atractivos. Nos hicimos conocidos como los mayores fabric-
antes de patrañas de la nación, como mentirosos patológicos y
anormales. La prensa, a la que habíamos engañado inadverti-
damente para que cubriera la historia del Pueblo Viejo, ahora
quería redimirse a fuerza de informar lo increíblemente an-
ómalos que éramos los jugadores de JRV, y fue entonces
cuando Charles le dijo a toda la escuela que Darryl y yo éramos
los máximos enfermos de los JRV de la ciudad.
No fue una buena temporada. Algunos de la pandilla no le di-
eron importancia, pero nosotros sí. Las burlas eran despiada-
das. Charles las encabezaba. Me ponían colmillos de plástico en
la mochila y los chicos que pasaban a mi lado en el corredor me
decían “bah, bah” como los vampiros de dibujo animado, o
hablaban con falso acento de Transilvania cuando yo andaba
cerca.
Después de eso, nos pasamos rápidamente a los Juegos de
Realidad Alternativa. En cierto sentido, eran más divertidos y
mucho menos raros. Pero, de vez en cuando, echaba de menos
mi capa y aquellos fines de semana en los hoteles.

***

Lo opuesto al esprit d’escalier es la forma en que los bo-


chornos de la vida vuelven a acosarnos aunque hayan ocurrido
hace mucho tiempo. Yo recordaba todas las estupideces que al-
guna vez había dicho o hecho; las evocaba con la claridad per-
fecta de una película. Cada vez que me deprimía, comenzaba a
recordar naturalmente otras veces en las que me había sentido
339/438

igual… un ranking de éxitos de la humillación, desfilando uno


tras otro dentro de mi mente.
Mientras intentaba concentrarme en Masha y en mi inmin-
ente perdición, el incidente del Pueblo Viejo me acosaba una y
otra vez. En aquel entonces, había experimentado un sentimi-
ento similar, enfermizo, deprimente y de mal agüero, al tiempo
que aparecían más y más medios que recogían la historia y
crecía la posibilidad de que alguien descubriera que había sido
yo el que le había contado el cuento a ese estúpido editor itali-
ano, ataviado con un jean exclusivo de costuras irregulares, una
almidonada camisa sin cuello y unas gafas de metal demasiado
grandes.
En lugar de revolcarte en tus propios errores, hay otra altern-
ativa: aprender de ellos.
En todo caso, es una buena teoría. Tal vez el motivo que tiene
tu subconsciente para desenterrar a todos esos fantasmas
miserables es que ellos necesitan cerrar el tema para poder re-
posar tranquilamente en el más allá de la humillación. Mi sub-
consciente insistía en las visitas de fantasmas, con la esperanza
de que yo hiciera algo que les permitiera descansar en paz.
Durante todo el trayecto a casa, le di vueltas a este recuerdo,
pensando en qué podía hacer con “Masha” en caso de que es-
tuviera engañándome. Necesitaba un reaseguro.
Cuando llegué a casa y recibí los abrazos melancólicos de
mamá y papá, ya lo sabía.

***

El truco era manejar los tiempos para que todo sucediera tan
rápido que el DSI no pudiera prepararse, pero con la suficiente
340/438

anticipación para que la Xnet tuviera tiempo de convertirse en


una fuerza.
El truco era montar el escenario para que hubiera demasiada
gente como para arrestarnos a todos, pero en un sitio donde la
prensa y los adultos pudieran verlo para que el DSI no nos
gaseara de nuevo.
El truco era montar algo tan atractivo para los medios como
la levitación del Pentágono. El truco era organizar algo que
tuviera convocatoria, como 3.000 estudiantes de Berkeley
negándose a permitir que un furgón policial se llevara a uno de
los suyos.
El truco era atraer a los medios hasta allí para que inform-
aran lo que hacía la policía, como ocurrió en Chicago en 1968.
Sería un truco de puta madre.
Al día siguiente me fui de la escuela una hora antes, em-
pleando mis técnicas de fuga acostumbradas, sin importarme si
con eso disparaba alguna nueva especie de control del DSI que
resultaría en una nota a mis padres.
Cualquiera fuese el caso, lo último que preocuparía a mis
padres pasado mañana sería si yo tenía problemas en la
escuela.
Me reuní con Ange en su casa. Se había marchado de la es-
cuela aún más temprano, porque había exagerado sus dolores
menstruales, simulando que iba a caerse de rodillas por el dol-
or, y la habían enviado a casa.
Comenzamos a correr la voz en la Xnet. Enviamos correos a
los amigos de confianza y mensajes instantáneos a toda nuestra
lista de conocidos. Recorrimos las cubiertas de los barcos y los
pueblos del Botín de Relojería y se lo contamos a nuestros
compañeros de equipo. Era complicado dar la suficiente in-
formación para lograr que asistieran, pero no tanta como para
341/438

quedar en evidencia ante el DSI, pero creo que conseguí el


equilibrio adecuado:
>MAÑANA TURBA DE VAMPIROS
>Si son góticos, vístanse para impresionar. Si no son góticos,
busquen un gótico y pídanle ropa prestada. Piensen como
vampiros.
>El juego comienza a las 8:00 en punto de la mañana. EN
PUNTO. Vayan preparados para que los dividan en equipos. El
juego dura 30 minutos; tendrán tiempo suficiente para llegar
bien a la escuela.
>Mañana informaremos el lugar. Envíen sus claves públicas
por correo electrónico a [email protected]
y revisen el correo a las 7:00 a.m. para conocer las novedades.
Si les parece muy temprano, quédense despiertos toda la
noche. Es lo que haremos nosotros.
>Les garantizo que será la mayor diversión del año.
>Crean.
>M1k3y
Después le envié un breve mensaje a Masha.
>Mañana.
>M1k3y
Un minuto después entró su respuesta:
>Eso pensé. Turba de Vampiros ¿eh? Trabajas rápido. Ponte
un gorro rojo. Equipaje liviano.

***

¿Qué equipaje llevas cuando vas a fugarte? Había trans-


portado suficientes mochilas pesadas a los campamentos para
saber que cada gramo que agregas te corta los hombros con
342/438

toda la aplastante fuerza de la gravedad en cada paso que das…


no es sólo un gramo, es un gramo que cargas encima durante
millones de pasos. Es una tonelada.
—Muy bien —dijo Ange—. Seamos inteligentes. Nunca hay
que llevar más ropa que la necesaria para tres días. Puedes en-
juagarla en un lavabo. Mejor una mancha en la camiseta que
una maleta demasiado grande y pesada para meter debajo del
asiento de un avión.
Sacó un bolso de cartero hecho de nylon balístico que podía
colgarse cruzado, sobre el pecho, entre sus senos (algo que me
hizo sudar un poco) y que quedaba echado hacia atrás diagon-
almente, en su espalda. Tenía mucho espacio. Lo puso sobre la
cama y ahora estaba apilando ropa junto a él.
—Supongo que tres camisetas, un pantalón largo, uno corto,
tres mudas de ropa interior, tres pares de calcetines y un suéter
son suficientes. —Abrió el bolso de gimnasia y sacó sus elemen-
tos de tocador—. Tendré que acordarme de meter el cepillo de
dientes mañana por la mañana, antes de ir al Centro Cívico.
Observarla empacar era impresionante. Era inflexible en la
tarea. También era inquietante: me hacía tomar conciencia de
que al día siguiente me marcharía. Tal vez por mucho tiempo.
Tal vez para siempre.
—¿Llevo la Xbox? —preguntó ella—. Tengo una tonelada de
cosas en el disco duro, notas, bosquejos y correos. No quiero
que caigan en las manos equivocadas.
—Está todo encriptado —le dije—. Eso es estándar en el Para-
noidXbox. Pero mejor deja la Xbox; hay muchas en Los
Ángeles. Mejor crea una cuenta en Pirate Party y envíate una
imagen del disco duro. Cuando vuelva a casa voy a hacer lo
mismo.
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Lo hizo y dejó el correo en lista de espera. Se necesitaban un


par de horas para que todos los datos se colaran por la red WiFi
de su vecino y llegaran a Suecia.
Después, cerró la tapa del bolso y ajustó las correas de com-
presión. Ahora tenía colgado en la espalda un objeto del
tamaño de una pelota de fútbol, que yo miraba con admiración.
Podía caminar por la calle con eso colgado del hombro y nadie
la miraría dos veces: parecía una chica camino a la escuela.
—Una cosa más —me dijo, y fue a la mesa de noche y sacó los
condones. Retiró las tiras de profilácticos de la caja, abrió el
bolso y las metió dentro; después, me dio una palmada en el
culo.
—¿Y ahora qué? —dije.
—Ahora vamos a tu casa y haces lo mismo. Es hora de que
conozca a tus padres ¿no?
Dejó el bolso entre las pilas de ropa y basura que cubrían el
suelo. Estaba lista para dar la espalda a todo esto, para irse,
nada más que para estar conmigo. Nada más que para apoyar a
la causa. Me hacía sentir valiente a mí también.

***

Mamá ya estaba en casa cuando llegamos. Tenía la laptop


abierta sobre la mesa de la cocina y estaba respondiendo
correos mientras hablaba en el micrófono incorporado a sus
auriculares, ayudando a un pobre hombre de Yorkshire y su fa-
milia a aclimatarse a la vida de Louisiana.
Atravesé la puerta, seguido por Ange, que sonreía como enlo-
quecida, pero me apretaba la mano tan fuerte que mis huesos
se chocaban unos con otros. Yo no sabía qué era lo que la
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preocupaba tanto. No iba a tener que pasar demasiado tiempo


con mis padres después de hoy, incluso si todo salía mal.
Mamá le cortó al hombre de Yorkshire cuando entramos.
—Hola, Marcus —dijo, besándome en la mejilla—. ¿Y quién
es ella?
—Mamá, te presento a Ange. Ange, mi mamá, Lillian.
—Mamá se puso de pie y le dio un abrazo.
—Es un gran gusto conocerte, querida —le dijo, mirándola de
arriba abajo. Ange se veía bastante aceptable, creo. Se vestía bi-
en, era discreta y te dabas cuenta de lo inteligente que era con
sólo mirarla.
—Un placer conocerla, Sra. Yallow —respondió. Sonaba muy
confiada y segura de sí misma. Mucho mejor que yo cuando
conocí a la madre de ella.
—Llámame Lillian, mi amor —dijo mamá. Estaba tomando
nota de todos los detalles—. ¿Te quedas a cenar?
—Me encantaría —dijo Ange.
—¿Comes carne? —Mamá estaba bien aclimatada a la vida de
California.
—Como cualquier cosa que no me coma a mí primero —dijo
Ange.
—Es una obsesiva de la salsa picante —dije—. Podrías servirle
neumáticos viejos y ella se los comería si pudiera sumergirlos
en salsa.
Ange me golpeó ligeramente el hombro.
—Iba a encargar comida tailandesa —dijo mamá—. Agregaré
un par de platos de cinco ajíes.
Ange le agradeció cortésmente y mamá se ajetreó por la co-
cina, sirviéndonos vasos de jugo y un plato de bizcochos y pre-
guntándonos tres veces si queríamos té. Me sentí un poco
incómodo.
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—Gracias, mamá —dije—. Nos quedaremos un rato arriba.


Mamá entrecerró los ojos un segundo; luego, volvió a
sonreír.
—Por supuesto —dijo—. Tu padre llega dentro de una hora;
después cenaremos.
Yo tenía todas mis cosas de vampiro guardadas en el fondo
del armario. Dejé que Ange las ordenara mientras yo buscaba
ropa. Sólo iría hasta Los Angeles. Allá tenían tiendas, toda la
ropa que podía necesitar. Hacía falta llevar apenas dos o tres de
mis camisetas preferidas, mis jeans favoritos, un aerosol de
desodorante, un rollo de hilo dental.
—¡Dinero! —dije.
—Sí —dijo Ange—. Voy a vaciar mi cuenta del banco en un
cajero automático cuando regrese a casa. Debo de tener ahorra-
dos unos quinientos.
—¿En serio?
—¿En qué voy a gastarlos? —dijo—. Desde que uso la Xnet no
he tenido que pagar cargos de servicio.
—Creo que yo tengo trescientos o algo así.
—Muy bien. Recógelos mañana cuando vayas para el Centro
Cívico.
Yo tenía un gran bolso para libros que usaba cuando tenía
que cargar mucho equipo de un lado al otro de la ciudad. Era
menos conspicuo que mi mochila de campamento. Ange revisó
mi ropa apilada sin piedad y la redujo a sus prendas preferidas.
Cuando terminé de empacar y puse el bolso debajo de la
cama, nos sentamos.
—Mañana tendremos que levantarnos muy temprano —dijo
ella.
—Sí. Será un gran día.
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El plan era enviar mensajes con un puñado de sedes falsas


para la Turba de Vampiros del día siguiente, enviando a la
gente a lugares aislados, ubicados a pocos minutos de caminata
del Centro Cívico. Haríamos un esténcil que sólo dijera TURBA
VAMPIROS CENTRO CÍVICO, que pintaríamos con aerosol en
esos lugares alrededor de las 5:00 de la mañana. Con eso
evitaríamos que el DSI cerrara el Centro Cívico antes de que
llegáramos. Tenía el bot de correo listo para enviar los
mensajes a las 7:00 a.m.; dejaría la Xbox encendida cuando
saliera.
—¿Cuánto tiempo…? —Ange no terminó la pregunta.
—También me lo estoy preguntando —dije—. Podría ser
mucho, supongo. ¿Pero quién sabe? Con el artículo de Barbara
y todo eso —había puesto en cola un correo para ella también, a
enviar por la mañana—, tal vez dentro de dos semanas seremos
héroes.
—Puede ser —dijo ella, y suspiró.
La rodeé con mi brazo. Le temblaban los hombros.
—Estoy aterrado —dije—. Creo que sería una locura no estar
aterrado.
—Sí —dijo ella—. Sí.
Mamá nos llamó a cenar. Papá le estrechó la mano a Ange.
Parecía que no se había afeitado y se lo veía preocupado, igual
que sucedía desde que habíamos visitado a Barbara, pero al
conocer a Ange volvió a ser el viejo papá un poco. Ella lo besó
en la mejilla y él insistió en que lo llamara Drew.
A decir verdad, la cena estuvo muy buena. Ange rompió el
hielo cuando sacó el rociador de picante, condimentó su plato y
explicó lo de las unidades Scoville. Papá probó un bocado de su
comida y salió pitando hacia la cocina para beberse tres litros
de leche. Créase o no, después de ver eso mamá también la
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probó y me dio toda la impresión de que le encantaba. Mi


mamá resultó ser un prodigio oculto de la comida picante, una
conocedora innata.
Antes de irse, Ange insistió en regalarle el rociador de
picante.
—Tengo otro en casa —dijo. Yo había visto que lo metía en la
mochila—. Usted es de las mujeres que deben tener uno de
estos.
Capítulo 19
Este es el correo que se envió a las 7:00 a.m. del día
siguiente, mientras Ange y yo pintábamos con aerosol TURBA
VAMPIROS CENTRO CÍVICO en lugares estratégicos de la
ciudad:
>REGLAMENTO TURBA DE VAMPIROS
>Formas parte de un clan de vampiros que se mueven a la
luz del día. Has descubierto el secreto para sobrevivir bajo los
terribles rayos del sol. El secreto es el canibalismo: la sangre de
otro vampiro puede darte la fuerza necesaria para caminar
entre los vivos.
>Necesitas morder a tantos vampiros como puedas para
poder permanecer en el juego. Si pasas un minuto sin haber
mordido a nadie, quedas eliminado. Cuando quedas eliminado,
te pones la camiseta con la parte delantera hacia atrás y te con-
viertes en árbitro. Vigilas a dos o tres vampiros para ver si cum-
plen con su cuota de mordidas.
>Para morder a otro vampiro tienes que decir “¡muerdo!”
cinco veces antes que él. Hay que correr hasta un vampiro, es-
tablecer contacto visual y gritar “¡muerdo muerdo muerdo
muerdo muerdo!”; si terminas antes que él, tú sobrevives y el
otro se derrumba convertido en polvo.
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>Tú y los demás vampiros que conozcas cuando te presentes


forman un equipo. Un clan. La sangre de tus compañeros de
clan no te alimenta.
>Puedes “volverte invisible” quedándote quieto y cruzando
los brazos sobre el pecho. No se puede morder a los vampiros
invisibles, ni ellos pueden morderte a ti.
>Este juego se basa en un sistema de honor. El objetivo es di-
vertirse y actuar como un vampiro, no ganar.
>El final del juego se informará de boca en boca conforme
comiencen a surgir los ganadores. Los directores del juego
echarán a correr el rumor entre los jugadores cuando llegue el
momento. Difunde el rumor lo más rápido que puedas y espera
la señal.
>M1k3y
>¡muerdo muerdo muerdo muerdo muerdo!
Esperábamos que unas cien personas estuvieran dispuestas a
jugar al Turba de Vampiros. Habíamos enviado doscientas in-
vitaciones cada uno. Pero cuando me desperté de un salto a las
4:00 a.m. y agarré la Xbox, descubrí que había cuatrocientas
respuestas. Cuatrocientas.
Puse las direcciones en el bot y salí de casa en puntas de pie.
Bajé la escalera y escuché a papá roncar y a mamá dándose
vuelta en la cama. Cerré la puerta a mis espaldas.
A las 4:15 a.m., Potrero Hill estaba tranquilo como el campo.
Había algunos rumores lejanos de tránsito y, una sola vez, pasó
un auto a mi lado. Me detuve en un cajero automático y retiré
u$s 320 en billetes de veinte, los hice un rollo, los sujeté con
una banda elástica y me los guardé en un bolsillo con cremal-
lera de mi pantalón de vampiro, a la altura del muslo.
Otra vez tenía puesta mi capa y mi camisa con volados, y el
pantalón de esmoquin que había reformado, agregándole
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suficientes bolsillos para llevar todas mis cosas. Tenía botas


terminadas en punta, con hebillas plateadas con forma de ca-
laveras, y mi peinado era una bola de cabello negro y
puntiagudo que me rodeaba la cabeza. Ange iba a traer maquil-
laje blanco y había prometido delinearme los ojos y pintarme
las uñas de negro. ¿Por qué no, diablos? ¿Cuándo se me
presentaría otra oportunidad de jugar disfrazado así?
Ange y yo nos encontramos frente a su casa. También traía la
mochila, y medias de red, y un vestido de mucama estilo gothic
lolita lleno de volados, la cara pintada de blanco, un elaborado
maquillaje kabuki en los ojos y los dedos y el cuello repletos de
bisutería plateada.
—¡Estás genial! —nos dijimos al unísono; después nos reímos
por lo bajo y nos escabullimos por las calles, con los aerosoles
de pintura en los bolsillos.

***

Mientras estudiaba el terreno en el Centro Cívico, pensé en


cómo se vería el lugar cuando cuatrocientos vampiros convergi-
eran allí. Esperaba que llegaran dentro de diez minutos, frente
a la Alcaldía. La gran plaza ya hervía de trabajadores que es-
quivaban con destreza a los sin techo que allí mendigaban.
Siempre odié el Centro Cívico. Es una colección de edificios
enormes que parecen pasteles de boda: tribunales, museos y
edificios públicos como la Alcaldía. Las aceras son anchas; los
edificios, blancos. Los que sacan las fotos para las guías
turísticas de San Francisco logran hacerlos aparecer como el
Epcot Center, futuristas y austeros.
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Pero frente a frente son sucios y burdos. La gente sin hogar


duerme en todos los bancos de la plaza. El barrio queda vacío a
las 6:00 de la tarde, salvo por los borrachos y drogadictos;
puesto que allí hay una sola clase de edificios, no hay un motivo
legítimo para quedarse después de que se pone el sol. Se parece
más a un centro comercial que a un barrio, pero las únicas tien-
das que hay son las oficinas de los abogados de fianzas y las
licorerías, sitios que proveen a las familias de los delincuentes
procesados y a los vagabundos que los convierten en su hogar
durante la noche.
Realmente llegué a comprender todo esto cuando leí una en-
trevista a una vieja y excelente planificadora urbana, una mujer
llamada Jane Jacobs, que fue la primera persona que de verdad
comprendió por qué era un error dividir a las ciudades con
autopistas, meter a todos los pobres en planes de vivienda y
usar leyes de urbanización para controlar quién podía hacer
qué cosa y dónde.
Jacobs explicaba que las ciudades genuinas son orgánicas y
tienen mucha variedad: ricos y pobres, blancos y morenos,
anglosajones y mexicanos, comercios y residencias particulares,
e incluso industrias. Un barrio así contiene toda clase de gente
que lo transita a toda hora del día o de la noche, de modo que
hay tiendas que cubren todas las necesidades y, en todo mo-
mento, hay personas que actúan como los ojos de la calle.
Seguro que lo has visto alguna vez. Paseas por la zona más
antigua de una ciudad y descubres que tiene las tiendas más
geniales, que hay hombres de traje y otros que visten harapos a
la moda, restaurantes de alto nivel y cafés extravagantes, tal vez
algún cine pequeño, casas elaboradamente pintadas. Puede
haber un Starbucks, claro, pero también un pulcro mercado de
frutas y una florista que parece tener trescientos años y que
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poda cuidadosamente las flores del escaparate. Es lo contrario


del espacio planificado de un centro comercial. Se percibe como
un jardín silvestre o incluso como un bosque: sientes que ha
crecido.
No había otro sitio más ajeno a todo eso que el Centro Cívico.
Leí una entrevista a Jacobs donde hablaba sobre el hermoso
barrio viejo que habían demolido para construirlo. Era exacta-
mente la clase de barrio del que te hablaba, el tipo de lugar que
sucedía sin permiso, sin rima ni razón.
Jacobs decía que, tiempo atrás, había predicho que, en un
lapso de pocos años, el Centro Cívico sería una de las peores zo-
nas de la ciudad, un pueblo fantasma por las noches, un lugar
que sólo albergaría un escaso puñado de tienduchas de bebidas
alcohólicas y algunos moteles pulgosos. En la entrevista, no
parecía muy feliz de que sus palabras se hubieran confirmado;
cuando describía en qué se había convertido el Centro Cívico,
parecía que estaba hablando de un amigo muerto.
Ahora estábamos en la hora pico y el Centro Cívico bullía de
actividad. El BART del Centro Cívico también es la estación
principal de las líneas de tranvías municipales; si te hace falta
hacer trasbordo, allí es donde tienes que hacerlo. A las 8:00
a.m. había miles de personas subiendo las escaleras, bajando
las escaleras, entrando y saliendo de los taxis y subiendo y ba-
jando de los autobuses. Se apretujaban en los embudos que
generaban los puestos de control del DSI, ubicados junto a
diferentes edificios públicos, y evadían a los pordioseros más
agresivos. Todos olían a champú y colonia, recién salidos de la
ducha y armados con sus trajes de oficina, balanceando porta-
folios y bolsos de laptop. A las 8:00 de la mañana, el Centro
Cívico era la central del movimiento.
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Y llegaron los vampiros. Un par de docenas venían por Van


Ness, otras dos venían por Market. Había otros acercándose
desde otro lado de Market. Y más que venían por Van Ness.
Rodearon los edificios, con las caras maquilladas de blanco y
con delineador negro, ropa negra, chaquetas de cuero, enormes
botas de suela gruesa. Guantes de red sin dedos.
Comenzaron a llenar la plaza. Algunos de los oficinistas les
dedicaban vistazos al pasar y luego miraban a otro lado; no
querían que esos mamarrachos se metieran en su realidad per-
sonal, mientras seguían pensando en la mierda que tendrían
que franquear durante las ocho horas siguientes. Los vampiros
daban vueltas, sin saber si el juego había comenzado. Se reun-
ían en grandes grupos, como una fuga de petróleo en reversa:
mucho negro juntándose en un solo lugar. Una gran cantidad
llevaba sombreros anticuados, bombines y galeras. Muchas
chicas vestían el elegante equipo completo de mucama de las
gothic lolitas, con zapatos de enormes plataformas.
Traté de estimar el número. Doscientos. Después, cinco
minutos más tarde, eran trescientos. Cuatrocientos. Y seguían
llegando. Los vampiros habían traído a sus amigos.
Alguien me agarró del culo. Me di vuelta y vi a Ange, rién-
dose tanto que estaba doblada en dos, con las manos sobre los
mulos.
—¡Míralos, hombre, míralos! —jadeó. La plaza estaba dos
veces más llena que unos minutos antes. No tenía idea de cuán-
tos usuarios de la Xnet había, pero fácilmente unos 1000
habían venido a mi pequeña fiesta. Dios.
El DSI y los policías de San Francisco comenzaban a
merodear, a hablar por radio y agruparse. Escuché una sirena a
la distancia.
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—Muy bien —dije, sacudiendo el brazo de Ange—. Muy bien,


vamos.
Ambos nos colamos entre la multitud y, en cuanto encon-
tramos a los primeros vampiros, los dos gritamos con fuerza.
—¡Muerdo muerdo muerdo muerdo muerdo!
Mi víctima era una chica perpleja, pero bonita, con telarañas
pintadas en las manos y rimmel desprolijo, chorreado en las
mejillas.
—¡Mierda! —me dijo y se alejó, reconociendo que la había
matado.
El grito de “¡muerdo muerdo muerdo muerdo muerdo!”
había confundido a los vampiros cercanos. Algunos se atacaban
entre sí; otros corrían a refugiarse, se escondían. Yo ya tenía a
la víctima del primer minuto, de modo que me escabullí,
usando a los mundanos como escudo. Me rodeaban los gritos
de “¡muerdo muerdo muerdo muerdo muerdo!”, los chillidos,
las risas y los insultos.
El sonido se contagió como un virus entre el gentío. Todos
los vampiros sabían que el juego ya había comenzado y los que
se habían reunido en grupos ahora caían como moscas. Reían y
maldecían y se ubicaban a un costado, avisando a los vampiros
inactivos que el juego había empezado. Y a cada segundo
llegaban más vampiros.
Eran las 8:16. Hora de cargarme a otro vampiro. Me agaché
bien abajo y avancé entre las piernas de los normales que se di-
rigían a la escalera del BART. Sorprendidos, saltaban hacia at-
rás y maniobraban para esquivarme. Mis ojos estaban enfoca-
dos como una mira láser en un par de botas negras con plata-
forma y dragones de acero en las punteras, y por lo tanto no es-
peraba encontrarme cara a cara con otro vampiro, un chico de
unos quince o dieciséis años, peinado hacia atrás con gel y
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usando una chaqueta drapeada de PVC estilo Marilyn Manson


y unos collares de colmillos falsos tallados con intrincados
símbolos.
—Muerdo muerdo muerdo… —comenzó, cuando uno de los
mundanos tropezó con él y ambos se despatarraron en el suelo.
Brinqué sobre él, al grito de “¡muerdo muerdo muerdo
muerdo muerdo!”, sin darle tiempo a desenredarse.
Llegaban más vampiros. Los disfraces eran realmente espec-
taculares. El juego desbordó las aceras, llegó hasta Van Ness y
se extendió hacia la calle Market. Los conductores tocaban
bocina, los tranvías hacían sonar la campanilla con irritación.
Escuché más sirenas, pero ahora el tránsito era un embrollo en
todas direcciones.
Era monstruosamente glorioso.
¡MUERDO MUERDO MUERDO MUERDO MUERDO!
El sonido me rodeaba desde todos los flancos. Había tantos
vampiros jugando con tanta furia que era como un rugido. Me
arriesgué a ponerme de pie para mirar y descubrí que me en-
contraba justo en el medio de una gigantesca multitud de vam-
piros que se extendía hacia todos lados, hasta donde alcanzaba
la vista.
¡MUERDO MUERDO MUERDO MUERDO MUERDO!
Era todavía mejor que el concierto del Parque Dolores.
Aquello había sido furia y rock, pero esto era… bueno, era pura
diversión. Era como volver al patio de juegos, al épico “corre
que te pillo” de la hora del almuerzo, cuando el sol brillaba en
lo alto… cientos de personas persiguiéndose entre sí. Los adul-
tos y los coches lo hacían mucho más divertido, más gracioso.
De eso se trataba: era gracioso. Todos estábamos riendo.
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Pero ahora la policía se estaba movilizando en serio. Escuché


helicópteros. En cualquier instante, todo terminaría. Hora de
finalizar el juego.
Agarré a una vampira.
—Final del juego: cuando la policía nos ordene dispersarnos,
finge que te gasearon. Pásalo. Repite lo que te dije.
Era una chica menuda, tan baja que pensé que tenía muy po-
ca edad, pero debía de tener unos diecisiete o dieciocho años, a
juzgar por su rostro y su sonrisa.
—Vaya, qué maldad.
—¿Qué te dije?
—Final del juego: cuando la policía nos ordene dispersarnos,
finge que te gasearon. Pásalo. Repite lo que te dije.
—Perfecto —le dije—. Pásalo.
Se perdió entre el gentío. Agarré a otro vampiro. Pasé el
mensaje. Se fue y lo pasó.
Sabía que Ange estaba haciendo lo mismo en algún sitio de la
multitud. En algún sitio de la multitud podía haber infiltrados,
falsos usuarios, ¿pero qué podían hacer con esta información?
La policía no tenía otra alternativa. Darían la orden de que nos
dispersáramos. Estaba garantizado.
Tenía que llegar a Ange. El plan era encontrarnos en la
Estatua de los Fundadores, en la plaza, pero sería difícil llegar.
La gente ya no se movía, oleaba, como la muchedumbre que
descendía a la estación del BART el día que explotaron las
bombas. Comencé a abrirme paso justo cuando se encendió el
altavoz del helicóptero.
—LES HABLA EL DEPARTAMENTO DE SEGURIDAD
INTERIOR. TIENEN ORDEN DE DISPERSARSE
INMEDIATAMENTE.
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A mi alrededor, cientos de vampiros cayeron al suelo, tomán-


dose la garganta, tapándose los ojos con las garras, jadeando,
sin aliento. Era fácil simular que te habían gaseado; habíamos
tenido mucho tiempo para estudiar las filmaciones del público
que caía bajo las nubes de gas pimienta en el Parque Dolores.
—DISPÉRSENSE DE INMEDIATO.
Caí al suelo, protegiendo mi bolso, estirando la mano para
agarrar la gorra roja de béisbol que estaba embutida en la cin-
tura de mi pantalón. Me la puse en la cabeza y después me
agarré la garganta y produje unos horrendos sonidos de asfixia.
Los únicos que seguían de pie eran los mundanos, los asalari-
ados que intentaban llegar al trabajo. Los miré lo mejor que
pude, mientras me ahogaba y jadeaba.
—LES HABLA EL DEPARTAMENTO DE SEGURIDAD
INTERIOR. TIENEN ORDEN DE DISPERSARSE
INMEDIATAMENTE. DISPÉRSENSE DE INMEDIATO. —La
voz de Dios me hacía doler las tripas. La sentía en las muelas,
en los fémures y en la columna vertebral.
Los asalariados tenían miedo. Se movían lo más rápido pos-
ible, pero en ninguna dirección en especial. Los helicópteros
parecían estar directamente sobre tu cabeza, sin importar
dónde te encontraras. Ahora había policías metiéndose entre el
gentío, con los cascos puestos. Algunos tenían escudos. Otros,
máscaras antigases. Me puse a jadear más fuerte.
Los asalariados corrían. Probablemente, yo también habría
corrido. Observé a un tipo sacándose una chaqueta de 500
dólares y envolviéndose el rostro con ella, antes de dirigirse
hacia Mission. Tropezó y se cayó. Sus insultos se unieron a los
jadeos de asfixia.
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Se suponía que no iba a ocurrir esto… se suponía que nuestra


asfixia tenía que impresionar y confundir a los transeúntes, no
causarles pánico para que huyeran en estampida.
Ahora se escuchaban alaridos… alaridos que reconocía de-
masiado bien desde la noche del parque. Era el sonido de per-
sonas muertas de miedo, chocándose unas con otras mientras
trataban de escapar con todas sus energías.
Y entonces se oyeron las alarmas de ataque aéreo.
No había escuchado ese sonido desde la explosión de las
bombas, pero nunca podría olvidarlo. Me partió en dos, me
penetró en los testículos, convirtió mis piernas en gelatina. Me
dieron ganas de salir corriendo en medio de un ataque de
pánico. Me puse de pie, con la gorra en la cabeza, pensando en
una sola cosa: Ange. Ange y la Estatua de los Fundadores.
Ahora todos estaban de pie, corriendo hacia todos lados, grit-
ando. Me abrí camino a los empujones, sujetando con fuerza mi
bolso y mi gorra, hacia la Estatua de los Fundadores. Masha me
estaba buscando; yo estaba buscando a Ange. Ange estaba por
ahí.
Empujé e insulté. Le clavé el codo a alguien. Uno me pisó con
tanta fuerza que sentí que algo crujía; lo empujé y se cayó.
Trató de levantarse y otro lo pisó. Yo empujé y avancé.
Entonces estiré el brazo para darle un empellón a otra per-
sona y unas fuertes manos me agarraron de la cintura y el codo
y, con un solo movimiento fluido, me retorcieron el brazo y me
lo pusieron en la espalda. Sentí que el hombro estaba a punto
de salirse de la articulación e instantáneamente me doblé hacia
delante, lanzando un grito… sonido que fue apenas audible por
encima del estruendo del gentío, el matraqueo de los
helicópteros, el gemido de las sirenas.
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Las fuertes manos que estaban detrás de mí me obligaron a


enderezarme, me manejaban como una marioneta. Me sujetaba
tan perfectamente que ni podía pensar en retorcerme. No podía
pensar en el ruido, los helicópteros ni Ange. Sólo podía pensar
en moverme hacia donde esa persona quisiera que me moviera.
Me obligó a darme vuelta para enfrentarla.
Era una chica de rasgos afilados, de roedor, medio oculta por
un par de gafas de sol gigantescas. Encima de las gafas, una
mata de brillante cabello rosado, con puntas que señalaban
hacia todas direcciones.
—¡Tú! —le dije. La conocía. Era la que había me había to-
mado una foto, amenazándome con delatar mi fuga de la es-
cuela, cinco minutos antes de que comenzaran a sonar las
alarmas. Era ella, la despiadada y traicionera. Los dos
habíamos corrido desde ese sitio de Tenderloin cuando sonaron
las sirenas, y la policía nos había secuestrado a ambos. Como
mi conducta fue hostil, decidieron que yo era un enemigo.
Ella, Masha, se convirtió en su aliada.
—Hola, M1k3y —susurró en mi oído, cercana como una
amante. Me corrió un frío por la espalda. Me soltó el brazo y lo
sacudí.
—Dios —dije—. ¡Tú!
—Sí, yo —me dijo—. Van a tirar gas dentro de unos dos
minutos. Movamos el culo.
—Ange, mi novia, está en la Estatua de los Fundadores.
Masha miró la multitud.
—No hay posibilidad —dijo—. Si intentamos llegar allí, es-
tamos muertos. Tirarán gas dentro de dos minutos, por si no
me escuchaste la primera vez que lo dije.
Dejé de moverme. —No me iré sin Ange —dije.
Se encogió de hombros.
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—Como quieras —me gritó en el oído—. El funeral es tuyo.


Comenzó a empujar a la gente, a alejarse hacia el norte, hacia
el centro. Continué abriéndome paso a los empellones rumbo a
la Estatua de los Fundadores. Un segundo después, mi brazo
estaba de nuevo trabado con esa toma terrible y me estaban
sacudiendo y obligándome a avanzar.
—Sabes demasiado, idiota —dijo ella—. Ya me viste la cara.
Vendrás conmigo.
Le grité, me resistí hasta sentir que mi brazo iba a romperse,
pero ella siguió empujándome hacia delante. Mi pie dolorido
era una agonía con cada paso y sentía que mi hombro se
quebraba.
Con ella usándome de ariete, logramos avanzar bastante
entre el gentío. El gemido de los helicópteros cambió y ella me
empujó más fuerte.
—¡CORRE! —gritó—. ¡Ahí vienen los gases!
El ruido de la multitud también cambió. Los jadeos de asfixia
y los gritos se volvieron muchísimo más enérgicos. No era la
primera vez que escuchaba esos sonidos. Estábamos de vuelta
en el parque. Llovía gas. Contuve la respiración y corrí.
Salimos del tumulto y ella me soltó el brazo. Lo sacudí otra
vez. Cojeando, corrí lo más rápido que pude por la acera, mien-
tras la muchedumbre se hacía cada vez menos densa. Nos di-
rigíamos hacia un grupo de policías del DSI, con escudos anti-
disturbios, cascos y máscaras. Al tiempo que nos acercábamos,
se desplazaban para bloquearnos el paso, pero Masha les
mostró una insignia y se hicieron a un lado, como si ella hubi-
era sido Obi Wan Kenobi diciendo “Estos no son los droides
que buscan”.
—Maldita perra —le dije mientras corríamos por la calle
Market—. Tenemos que volver por Ange.
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Frunció los labios y meneó la cabeza.


—Lo lamento por ti, amiguito. Hace meses que no veo a mi
novio. Posiblemente, piensa que estoy muerta. Gajes de la
guerra. Si regresamos por tu Ange, estamos perdidos. Si con-
tinuamos, tenemos una oportunidad. Mientras tengamos una
oportunidad, ella tiene una oportunidad. Esos chicos no irán
todos a Guantánamo de la Bahía. Probablemente se llevarán
unos cientos para interrogarlos y enviarán al resto a casa.
Ahora avanzábamos por Market, pasando los bares de des-
nudistas donde se instalaban pequeños campamentos de vag-
abundos y drogones que olían a retrete. Masha me guió hasta
un pequeño zaguán, en el portal cerrado de uno de esos bares.
Se quitó la chaqueta y la dio vuelta; el forro era de una tela ray-
ada de colores apagados y, con las costuras al revés, la prenda
tenía otra forma. Sacó una gorra de lana del bolsillo y se cubrió
el pelo con ella, dejándola formar un pico desenfadado, des-
centrado. Después sacó unas toallitas con limpiador de maquil-
laje y se las pasó por la cara y las uñas. En un minuto, era una
chica diferente.
—Cambio de ropa —dijo—. Ahora tú. Fuera los zapatos, fuera
la chaqueta, fuera la gorra. —Advertí a qué apuntaba. La policía
estaría buscando cuidadosamente a cualquiera que tuviera as-
pecto de haber participado en la Turba de Vampiros. Deseché
completamente la gorra; nunca me habían gustado las de béis-
bol. Luego metí la chaqueta en el bolso, saqué mi camiseta de
manga larga con la imagen de Rosa Luxemburgo y me la puse
sobre la camiseta negra. Dejé que Masha me quitara el maquil-
laje y la pintura de uñas y, un minuto después, estaba limpio.
—Enciende el teléfono —me dijo ella—. ¿Traes RFID?
Tenía mi carné de estudiante, la tarjeta del cajero automático
y el Fast Pass. Todas fueron a parar a un monedero plateado de
362/438

Masha, que reconocí como una cartera Faraday a prueba de on-


das de radio. Pero, mientras se la ponía en el bolsillo, me di
cuenta de que acababa de entregarle mi identidad. Si ella es-
taba en el bando contrario…
La magnitud de lo que acababa de ocurrir comenzó a calar en
mí. Me había imaginado que Ange estaría conmigo en este mo-
mento. Con Ange, éramos dos contra uno. Ange me ayudaría si
algo se me escapaba. Si Masha no era todo lo que decía ser.
—Mete estos guijarros en los zapatos antes de ponértelos…
—Está bien. Tengo el pie lastimado. Ningún programa de re-
conocimiento de andadura puede identificarme.
Ella asintió una sola vez, una profesional tratando con otro
profesional, y se echó el bolso al hombro. Levanté el mío y con-
tinuamos. El tiempo total que tardamos en cambiarnos fue
menos de un minuto. Nos veíamos y caminábamos como dos
personas completamente distintas.
Masha miró el reloj y sacudió la cabeza.
—Vamos —dijo—. Tenemos que llegar al punto de encuentro.
Y que no se te ocurra escapar. Ahora tienes dos opciones: la
cárcel o yo. Analizarán las filmaciones del tumulto durante
días, pero cuando hayan terminado, todos los rostros irán a
parar a una base de datos. Notarán nuestra ausencia. Ahora tú
y yo somos criminales buscados.

***

Abandonamos Market en la intersección siguiente, nueva-


mente rumbo a Tenderloin. Yo conocía bien ese barrio. Era allí
donde habíamos buscado un punto de acceso a WiFi abierto,
363/438

allá en los buenos tiempos, cuando jugábamos al Loca Diver-


sión en Harajuku.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Abordaremos un vehículo —dijo ella—. Cállate y deja que
me concentre.
Nos movíamos rápidamente; me corría sudor desde el pelo
hasta la cara, me chorreaba por la espalda, se metía entre mis
nalgas y mis muslos. Me dolía mucho el pie y veía las calles de
San Francisco pasar a mi lado a toda velocidad, tal vez por úl-
tima vez en mi vida.
No nos ayudaba el hecho de estar avanzando colina arriba,
rumbo a la zona donde el sórdido Tenderloin deja paso a las
propiedades de Nob Hill, cuyos precios te hacían sangrar la
nariz. Yo respiraba con jadeos entrecortados. Ella me obligaba
a seguirla por callejones estrechos, usando las calles principales
sólo para pasar de un callejón a otro.
Estábamos entrando en uno de ellos, Sabin Place, cuando al-
guien apareció detrás de nosotros y dijo:
—Quédense donde están.
La voz rebosaba de malvada satisfacción. Nos detuvimos y
nos dimos vuelta.
En la entrada del callejón estaba Charles, con un disfraz de
vampiro poco entusiasta: camiseta y jeans negros y maquillaje
facial blanco.
—Hola, Marcus —dijo—. ¿Vas a algún sitio? —Sonrió con una
mueca enorme, húmeda—. ¿Quién es tu amiga?
—¿Qué quieres, Charles?
—Bueno, uso esa Xnet traidora desde que te descubrí repar-
tiendo los discos en la escuela. Cuando me enteré de tu Turba
de Vampiros, pensé en ir y quedarme mirando desde fuera,
para ver si aparecías y lo que hacías. ¿Y sabes lo que vi?
364/438

No dije nada. Tenía el teléfono en la mano y lo apuntaba


hacia nosotros. Estaba grabando. Tal vez, preparado para mar-
car el 911. A mi lado, Masha estaba rígida como una tabla.
—Te vi liderando toda esa mierda. Y te grabé, Marcus. Así
que ahora llamaré a la policía y esperaremos aquí mismo hasta
que llegue. Y luego irás a una cárcel donde te darán por el culo
durante mucho, mucho tiempo.
Masha dio un paso al frente.
—Detente ahora mismo, chiquita —dijo Charles—. Te vi ay-
udándolo a escapar. Vi todo…
Ella avanzó otro paso y le arrancó el teléfono de la mano, al
tiempo que llevaba la otra mano hacia atrás y sacaba un es-
tuche de cuero abierto.
—DSI, retardado —dijo—. Soy del DSI. Estoy tras este imbé-
cil para que me lleve hasta sus jefes. Estaba. Ahora lo arruinas-
te todo. Tenemos un nombre para eso. Se llama “Obstrucción
de la Seguridad Nacional”. Estás a punto de comenzar a es-
cuchar esa frase con mucha frecuencia.
Charles retrocedió un paso, con las manos levantadas delante
de él. Se había puesto más pálido que el maquillaje blanco.
—¿Qué? ¡No! Quiero decir… ¡no lo sabía! ¡Trataba de
colaborar!
—Lo último que necesitamos es la “colaboración” de un
puñado de aspirantes al FBI de escuela secundaria, amigo. Dile
eso al juez.
Charles volvió a retroceder, pero Masha era rápida. Lo agarró
de la muñeca y le retorció el brazo, con la misma toma de judo
que había usado para sujetarme en el Centro Cívico. Metió la
otra mano en el bolsillo y sacó una cinta de plástico, una cinta
para esposar, con la que rápidamente le envolvió las muñecas.
Fue lo último que vi antes de salir corriendo.
365/438

***

Logré llegar al otro extremo del callejón antes de que me al-


canzara, golpeándome desde atrás y haciéndome caer. No
podía moverme a mucha velocidad con el pie lastimado y el
peso del bolso. Me caí de cara y patiné, raspándome la mejilla
contra el asfalto mugriento.
—Dios —dijo ella—. Eres un maldito idiota. No te creíste eso,
¿verdad? —El corazón se me salía del pecho. Ella estaba encima
de mí; lentamente, dejó que me levantara—. ¿Tengo que es-
posarte, Marcus?
Me puse de pie. Me dolía todo. Quería morirme.
—Vamos —dijo ella—. No estamos lejos de allí.

***

“Allí” resultó ser un camión de mudanzas estacionado en una


calle lateral de Nob Hill, un vehículo de dieciséis ruedas del
mismo tamaño que los ubicuos camiones erizados de antenas
del DSI que todavía aparecían en las esquinas de San
Francisco.
Este, sin embargo, decía “Tres Hombres y un Camión en
Movimiento” en un costado, y los tres hombres quedaban per-
fectamente en evidencia, entrando y saliendo de un alto edificio
de apartamentos con toldo verde. Llevaban muebles embala-
dos, cajones pulcramente etiquetados, cargando uno por uno
en el camión y acomodándolos con cuidado.
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Masha me llevó a dar una vuelta a la manzana, aparente-


mente insatisfecha con algo; después, cuando volvimos a pasar,
ella y el hombre que vigilaba el camión, un negro adulto que ll-
evaba una riñonera y guantes de trabajo, se miraron. El sujeto
tenía un rostro amable y nos sonrió mientras nos ayudaba a
subir, rápida y distraídamente, los tres escalones del camión
para hundirnos en sus profundidades.
—Debajo de la mesa grande —nos dijo—. Les dejamos un es-
pacio allí.
El camión estaba lleno casi hasta la mitad, pero había un es-
trecho pasillo que rodeaba una mesa grande, cubierta con una
manta de quilt y con las patas envueltas en plástico de embalar.
Masha me llevó debajo de la mesa. El aire estaba rancio,
polvoriento y estancado allí abajo y contuve un estornudo
cuando nos apretamos entre las cajas. El espacio era tan justo
que estábamos uno arriba del otro. Se me ocurrió que allí no
había sitio para Ange.
—Perra —dije, mirando a Masha.
—Cállate. Deberías estar lamiéndome las botas de agradeci-
miento. Habrías terminado en la cárcel en una semana, dos
como máximo. Nada de Guantánamo de la Bahía. Siria, tal vez.
Creo que es allí donde envían a los que quieren hacer desapare-
cer de verdad. —Apoyé la cabeza en las rodillas y traté de res-
pirar profundamente—. ¿Y tú por qué haces algo tan estúpido
como declararle la guerra al DSI, en todo caso?
Le conté. Le conté de mi arresto y le conté de Darryl.
Tanteó sus bolsillos y sacó un teléfono. Era el de Charles.
—Teléfono equivocado —dijo.
Sacó otro. Lo encendió y el fulgor de la pantalla inundó
nuestra pequeña fortaleza. Después de tocar las teclas un se-
gundo, me la mostró.
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Era la foto que nos había tomado, justo antes de que estallar-
an las bombas. Era la foto de mí con Jolu, Van y…
Darryl.
Tenía en mis manos la prueba de que Darryl había estado
con nosotros minutos antes de quedar bajo la custodia del DSI.
La prueba de que en ese momento estaba vivo, bien y con
nosotros.
—Tienes que darme una copia —dije—. La necesito.
—Cuando lleguemos a Los Ángeles —dijo ella, arrebatán-
dome el teléfono—. Cuando te hayas informado sobre cómo ser
un fugitivo sin que nos atrapen y nos manden a Siria. No quiero
que se te ocurran ideas de rescatar a este chico. Está bastante a
salvo en el lugar donde se encuentra… por ahora.
Pensé en quitárselo a la fuerza, pero ya me había demostrado
sus habilidades físicas. Debía de ser cinturón negro o algo así.
Nos quedamos sentados en la oscuridad, oyendo a los
hombres que cargaban caja tras caja en el camión, que ataban
cosas, que gruñían por el esfuerzo. Traté de dormir, pero no
pude. Masha no tenía el mismo problema. Estaba roncando.
Todavía se colaba luz por el angosto y obstruido pasillo que
conducía al aire fresco del exterior. Me lo quedé mirando en la
penumbra y pensé en Ange.
Mi Ange. Su cabello rozándole los hombros mientras giraba
la cabeza de un lado al otro, riendo por algo que yo había
hecho. Su rostro cuando la vi por última vez, echándose al suelo
entre la multitud de la Turba de Vampiros. Toda la gente de la
Turba, igual que la del parque, cayendo y retorciéndose, mien-
tras el DSI avanzaba blandiendo garrotes. La gente que había
desaparecido.
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Darryl. Atrapado en Treasure Island, con una costura en el


flanco, sacado de su celda para pasar por infinitas rondas de in-
terrogatorio sobre los terroristas.
El padre de Darryl, arruinado y ebrio, sin afeitar. Aseado y de
uniforme “para las fotos”. Llorando como un chiquillo.
Mi propio padre y la manera en que mi desaparición en
Treasure Island lo había cambiado. Se había quebrado, igual
que el papá de Darryl, pero a su manera. Y la cara que puso
cuando le conté dónde había estado.
Fue entonces cuando supe que no podía escaparme.
Fue entonces cuando supe que tenía que quedarme a pelear.

***

La respiración de Masha era profunda y regular, pero cuando


metí la mano en su bolsillo con lentitud glacial para sacar el
teléfono, resopló un poco y cambió de posición. Me paralicé y
dejé de respirar durante dos minutos completos, contando “un
hipopótamo, dos hipopótamos”.
Lentamente, su respiración volvió a hacerse profunda. Fui
sacando el teléfono del bolsillo de su chaqueta de a un milí-
metro por vez; me temblaban los dedos y el brazo por el es-
fuerzo de moverlos con tanta lentitud.
Por fin, tuve en mis manos esa cosa con forma de barrita de
caramelo.
Me di vuelta para encaminarme hacia la luz cuando súbita-
mente recordé una imagen: Charles, apuntándonos con el telé-
fono, sacudiéndolo ante nosotros, provocándonos. También era
un teléfono con forma de barrita de caramelo, plateado, lleno
de logos de una decena de empresas que habían subsidiado el
369/438

costo del celular a través de la compañía telefónica. Era de esos


teléfonos en los que tenías que escuchar un comercial cada vez
que hacías una llamada.
Estaba muy oscuro para ver el teléfono claramente, pero
podía palparlo. ¿Las calcomanías estaban en los laterales? ¿Sí?
Sí. Acababa de robarle a Masha el teléfono de Charles.
Me di vuelta otra vez, lenta, lentamente, y lenta, lenta, lenta-
mente, metí la mano en su bolsillo de nuevo. Su teléfono era
más grande y aparatoso, con mejor cámara y quién sabía qué
más.
Ya había pasado por esto… ahora me pareció un poco más fá-
cil. De nuevo, milímetro a milímetro, se lo saqué del bolsillo,
deteniéndome dos veces cuando ella resopló y se inquietó.
Logré sacarlo del todo y estaba a punto de alejarme cuando
su mano salió disparada, rápida como una serpiente, y me
agarró de la muñeca con fuerza, hundiéndome las puntas de los
dedos en los sensibles huesecillos de debajo de la mano.
Lancé un jadeo y miré los ojos abiertos de Masha clavados en
mí.
—Eres tan idiota —dijo ella coloquialmente, quitándome el
teléfono y pulsando el teclado con la otra mano—. ¿Cómo
planeabas desbloquearlo?
Tragué saliva. Sentía que los huesos de la muñeca se entre-
chocaban unos con otros. Me mordí el labio para contenerme
de gritar.
Ella continuó oprimiendo teclas con la otra mano.
—¿Es esto lo que pensabas llevarte? —Me mostró la imagen
de nosotros: Darryl, Jolu, Van y yo—. ¿Esta foto?
No dije nada. Sentía que me iba a romper la muñeca en
pedazos.
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—Tal vez tendría que borrarla, evitarte la tentación. —Movió


la mano libre un poco más. El teléfono le preguntó si estaba se-
gura y ella lo miró para localizar la tecla correspondiente.
Fue allí cuando actué. Aún tenía el teléfono de Charles en mi
otra mano; le golpeé la mano que me aferraba lo más fuerte que
pude, chocándome los nudillos contra la tabla de la mesa que
tenía encima. La golpeé con tanta fuerza que el teléfono de
Charles se rompió y ella lanzó un grito de dolor y aflojó la
mano. Seguí moviéndome, buscando su otra mano y el telé-
fono, ahora desbloqueado. Su pulgar aún estaba posado sobre
la tecla “OK”. Le arrebaté el teléfono y sus dedos quedaron
moviéndose en el aire.
Escapé por el estrecho pasillo en cuatro patas, buscando la
luz. Sentí que sus manos me pegaban en los pies y los tobillos
dos veces. Tuve que empujar algunas de las cajas que, como los
muros de la tumba de un faraón, nos impedían salir. Algunas
cayeron detrás de mí y escuché otro quejido de Masha.
La puerta corrediza del camión estaba entreabierta, dejando
una rendija, y me lancé hacia ella deslizándome por el suelo.
Habían quitado los escalones y de pronto me encontré resbal-
ando de cabeza hacia la calle; me golpeé el cráneo contra el pa-
vimento y el ruido retumbó en mis oídos como un gong. Me
puse de pie torpemente, sujetándome del paragolpes y, con
desesperación, puse la mano en la empuñadura de la puerta y
la cerré de un golpe. Dentro, Masha gritó… creo que le apreté
los dedos. Tenía ganas de vomitar, pero no lo hice.
En cambio, cerré el candado del camión.
Capítulo 20
Ninguno de los tres hombres andaba por allí en ese mo-
mento, así que me fui. Me dolía tanto la cabeza que pensé que
estaba sangrando, pero mis manos siguieron secas cuando me
toqué. En el camión, el tobillo torcido se me había endurecido y
corría como una marioneta rota, pero me detuve una sola vez,
para cancelar el borrado de la foto en el teléfono de Marsha.
También le apagué la radio, tanto para no gastar batería como
para evitar que lo usaran para rastrearme, y puse el temporiz-
ador de la función “sleep” en dos horas, el mayor lapso dispon-
ible. Traté de configurarlo para que no pidiera contraseña para
salir del “sleep”, pero eso también pedía contraseña. Iba a tener
que oprimir el teclado al menos una vez cada dos horas hasta
deducir cómo sacar la foto del teléfono. Para entonces, necesit-
aría un cargador.
No tenía ningún plan. Debía tenerlo. Debía sentarme, con-
ectarme en línea, para saber qué hacer a continuación. Estaba
harto de permitir que otra gente planeara por mí. No quería ac-
tuar basándome en Masha, en el DSI o en mi papá. ¿O en
Ange? Bueno, tal vez en Ange sí. En realidad, eso estaría muy
bien.
372/438

Me deslicé colina abajo, usando callejones cuando podía,


mezclándome con el gentío de Tenderloin. No tenía en mente
un destino en especial. Cada pocos minutos, metía la mano en
el bolsillo y pulsaba una de las teclas del teléfono de Masha
para evitar que se activara el “sleep”. Abultaba mucho, abierto
dentro de mi chaqueta.
Me detuve y me apoyé contra un edificio. El tobillo me estaba
matando. ¿Y dónde me encontraba, además?
O’Farrel, en la calle Hyde. Frente a un “Salón de Masajes
Asiáticos” poco fiable. Mis pies traicioneros me habían llevado
de regreso al principio… al lugar donde Masha había tomado la
foto del teléfono, segundos antes de que explotara el Puente de
la Bahía, de que mi vida cambiara para siempre.
Quería sentarme en la acera y llorar, pero con eso no resolv-
ería mis problemas. Tenía que llamar a Barbara Stratford, con-
tarle lo que había pasado. Mostrarle la foto de Darryl.
¿En qué estaba pensando? Tenía que mostrarle el video, el
que Masha me había enviado, donde el líder del equipo presid-
encial se regodeaba con los ataques a San Francisco, admitía
que sabía cuándo y dónde se producirían los próximos atenta-
dos y afirmaba que no los impediría porque ayudarían a la
reelección de su jefe.
Ese era un plan, entonces: contactarme con Barbara, darle
los documentos y hacer que los publicaran. Seguramente, la
Turba de Vampiros había aterrado de verdad a todos, hacién-
dolos pensar que éramos un grupo de terroristas. Por supuesto,
yo la había planeado pensando en que sería una buena distrac-
ción, no pensando en cómo se vería a los ojos de un padre de
Nebraska aficionado al NASCAR.
Llamaría a Barbara y lo haría de modo inteligente, desde un
teléfono público, poniéndome la capucha para que el inevitable
373/438

circuito cerrado de TV no me tomara una foto. Saqué una


moneda de veinticinco del bolsillo y la lustré con el borde de la
camiseta para borrarle las huellas digitales.
Caminé colina abajo, abajo y más abajo, a la estación del
BART y sus teléfonos públicos. Llegué a la parada del tranvía y
vi la primera plana de los Bay Guardian de la semana, apilados
en una torre alta, junto a un pordiosero negro que me sonrió.
—Adelante, lee la tapa, es gratis… pero te costará cincuenta
centavos mirar dentro.
El titular estaba escrito con la tipografía más grande desde el
9/11:
GUANTÁNAMO DE LA BAHIA POR DENTRO
Debajo, con letras levemente más pequeñas:
El DSI encerró a nuestros hijos y amigos en prisiones
secretas bajo nuestras propias narices.
Por Barbara Stanford, especial para el Bay Guardian.
El vendedor de periódicos meneó la cabeza.
—¿Puedes creer eso? —dijo—. Aquí mismo, en San Francisco.
Chico… el gobierno apesta.
Teóricamente, el Guardian era gratuito, pero por lo visto este
señor tenía todos los ejemplares disponibles en el mercado. Yo
tenía la moneda de veinticinco en la mano. La dejé caer en su
taza y me puse a buscar otra. Esta vez, no me tomé la molestia
de limpiarle las huellas digitales.
Nos dicen que el mundo cambió para siempre desde que
unas manos desconocidas volaron el Puente de la Bahía. Ese
día murieron miles de amigos y vecinos. No hemos podido re-
cuperar a casi ninguno de ellos; se presume que sus restos des-
cansan bajo las aguas del puerto de la ciudad.
Pero una historia extraordinaria, relatada a esta cronista por
un joven que fue arrestado por el DSI minutos después de la
374/438

explosión, sugiere que nuestro propio gobierno ha retenido


ilegalmente a muchos de los presuntos muertos en Treasure Is-
land, que fue evacuada y declarada territorio vedado para los
civiles poco después del atentado..
Me senté en un banco —el mismo banco, advertí con los
pelos de la nuca erizados, donde habíamos acostado a Darryl
después de escapar de la estación del BART— y leí el artículo
completo. Tuve que hacer un esfuerzo enorme para no estallar
en lágrimas allí mismo. Barbara había encontrado algunas fo-
tos de Darryl y yo, haciendo tonterías por ahí, y estaban inter-
caladas a lo largo de todo el texto. Las fotos no debían de tener
más un año, pero yo me veía mucho más joven, como si tuviera
once o doce años. Había crecido mucho en los últimos meses.
El artículo estaba maravillosamente redactado. No podía
evitar indignarme por los pobres chicos sobre los que Barbara
escribía y entonces recordaba que escribía sobre mí. Estaba la
nota de Zeb, con su caligrafía de cangrejo reproducida en
tamaño más grande, a media página del periódico. Barbara
había obtenido más información sobre otros chicos que estaban
desaparecidos y supuestamente muertos, una larga lista, y se
preguntaba cuántos habían estado encerrados en la isla, a po-
cos kilómetros de la casa de sus padres.
Saqué otra moneda de veinticinco del bolsillo; después, cam-
bié de opinión. ¿Qué probabilidad había de que el teléfono de
Barbara no estuviera intervenido? No iba a poder llamarla
ahora; no directamente. Necesitaba un intermediario que se
contactara con ella y lograr que nos encontráramos en algún
lugar del sur. Demasiados planes. Lo que realmente necesitaba
a toda costa era la Xnet.
¿Cómo diablos iba a conectarme? El detector de WiFi de mi
teléfono parpadeaba como loco; había conexiones inalámbricas
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a mi alrededor, pero no tenía una Xbox, ni un televisor, ni un


DVD del ParanoidXbox para bootearla. WiFi, WiFi por todos
lados…
En ese momento, los vi. Eran dos chicos, más o menos de mi
edad, avanzando entre la gente, comenzando a bajar por la es-
calera que llevaba al BART.
Lo que me llamó la atención era la manera en que se movían,
con una especie de torpeza, codeando a los trabajadores y turis-
tas. Ambos tenían una mano en el bolsillo y cada vez que se
miraban se reían por lo bajo. No podían ser más obvios como
clonadores, pero la gente no les hacía el menor caso. En ese
barrio, todos estaban pendientes de esquivar a los chiflados o a
los desposeídos y no hacían contacto visual, no miraban
alrededor en ningún momento si podían evitarlo.
Me acerqué furtivamente a uno de ellos. Parecía muy joven,
pero no podía ser más joven que yo.
—Eh —dije—. ¡Eh! ¿Pueden venir un segundo, chicos?
Fingió que no me escuchaba. Me miraba sin verme, como
hace la gente con los pordioseros.
—Anda —dije—, no tenemos mucho tiempo. —Lo agarré del
hombro y le susurré en el oído—: Me persigue la policía. Soy de
la Xnet. —Ahora parecía asustado, como si quisiera escapar
corriendo, y su amigo se estaba acercando a nosotros—. Hablo
en serio —le dije—. Escúchame.
Llegó el amigo. Era más alto y corpulento, como Darryl.
—Eh —dijo—. ¿Pasa algo?
El otro le susurró algo en el oído. Los dos parecían a punto de
salir corriendo.
Saqué el ejemplar del Bay Guardian de debajo del brazo y lo
sacudí delante de ellos.
—Vayan a la página cinco, ¿OK?
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Eso hicieron. Vieron el titular. La foto. A mí.


—Vaya, viejo —dijo el primero—. No somos dignos. —Me
sonrió como un loco y el más fornido me palmeó la espalda.
—Increíble —dijo—. Eres M…
Le tapé la boca con una mano.
—Vengan conmigo, ¿OK?
Los llevé de nuevo al banco. Advertí que debajo de él, en la
acera, había una mancha vieja y marrón. ¿La sangre de Darryl?
Se me erizó la piel. Nos sentamos.
—Soy Marcus —dije, tragando saliva con fuerza por decirles
mi nombre real a estos dos, que ya me conocían como M1ck3y.
Echaba a perder mi identidad encubierta, pero el Bay Guardi-
an ya había establecido el vínculo conmigo.
—Nate —dijo el más menudo.
—Liam —dijo el más corpulento—. Viejo, es un gran honor
conocerte. Eres nuestro mayor héroe de todos los tiempos…
—No digas eso —contesté—. No digas eso. Ustedes dos son
como un letrero luminoso que dice “Estoy clonando; por favor,
llévenme a Guantánamo de la Bahía”. No pueden ser más obvi-
os. —Me pareció que Liam iba a echarse a llorar—. No se pre-
ocupen; no los arrestaron. Luego les daré algunos consejos.
—Volvió a alegrarse. Lo que se estaba volviendo extrañamente
claro era que estos dos realmente idolatraban a M1ck3y y que
harían cualquier cosa que les dijera. Sonreían como idiotas. Me
ponían incómodo; se me revolvía el estómago—. Escuchen,
ahora necesito entrar en la Xnet sin irme a mi casa ni a ninguna
parte cercana a mi casa. ¿Ustedes viven por aquí?
—Yo sí —dijo Nate—. En la cima de la calle California. Una
caminata bastante larga… cuestas empinadas.
Yo acababa de bajar de allí. Masha estaba allí. Sin embargo,
era mejor que lo que tenía derecho a esperar.
377/438

—Vamos —dije.

***

Nate me prestó su gorra de béisbol y nos intercambiamos los


jeans. No tenía que preocuparme por el reconocimiento de an-
dadura con mi tobillo latiendo como lo hacía… cojeaba como
un extra de película de vaqueros.
Nate vivía en un enorme apartamento de cuatro habitaciones
en la cima de Nob Hill. El edificio tenía un conserje que vestía
un abrigo rojo con brocado dorado; se tocó el gorro y llamó “Sr.
Nate” a Nate cuando nos dio la bienvenida. El lugar estaba im-
pecable y olía a lustramuebles. Traté de no quedarme boquia-
bierto cuando vi ese apartamento que debía de costar un par de
millones de dólares.
—Mi papá —explicó—. Era un banquero inversionista.
Muchos seguros de vida. Murió cuando yo tenía catorce años y
heredamos todo. Hacía años que estaban divorciados, pero
nombró beneficiaria a mi mamá.
Por el ventanal se veía un impactante panorama del otro lado
de Nob Hill, hasta Fisherman’s Wharf, hasta el feo muñón del
Puente de la Bahía y la multitud de grúas y camiones. A través
de la bruma, Treasure Island casi no se distinguía. Mirando
hacia allí, sentí el loco apremio de saltar por la ventana.
Me conecté con su Xbox y una enorme pantalla de plasma, en
la sala. Me mostró cuántas redes WiFi abiertas podían captarse
desde esta ubicación ventajosa: veinte, treinta. Era un buen
lugar para un usuario de la Xnet.
Había muchos correos en la cuenta de M1k3y. Desde que
Ange y yo nos marcháramos de su casa esa mañana, 20.000
378/438

mensajes nuevos. Muchos eran de la prensa, solicitando entrev-


istas, pero la mayoría eran de usuarios, gente que había visto el
artículo del Guardian y querían decirme que iban a hacer cu-
alquier cosa con tal de ayudarme, cualquier cosa que yo
necesitara.
Eso fue demasiado. Las lágrimas comenzaron a rodar por
mis mejillas.
Nate y Liam se intercambiaron miradas. Traté de parar, pero
no hubo manera. Ahora sollozaba. Nate fue hasta una bibli-
oteca de roble que había contra una pared, abrió un estante y
apareció un bar, revelando hileras de botellas relucientes. Sir-
vió un vaso de algo marrón dorado y me lo trajo.
—Es un whisky irlandés difícil de conseguir —dijo—. El
preferido de mi mamá.
Tenía sabor a fuego, a oro. Di unos sorbos, tratando de no
ahogarme. No me gustaban los licores fuertes, pero este era
distinto. Respiré hondo varias veces.
—Gracias, Nate —dije. Por la cara que puso, parecía que yo
acababa de condecorarlo con una medalla. Era un buen chico—.
Muy bien —dije, y agarré el teclado. Los dos me miraron con
fascinación mientras yo pasaba página tras página de correos
en la pantalla gigantesca.
Lo que estaba buscando, primero y principal, era un correo
de Ange. Había una posibilidad de que se hubiera escapado.
Siempre existía esa posibilidad.
Pero fui un idiota en albergar esa esperanza. No había nada
de ella. Comencé a revisar los correos lo más rápido que pude,
desechando los pedidos de la prensa, los mensajes de mis
seguidores, de los que me odiaban, el spam…
Y entonces la encontré: una carta de Zeb.
379/438

>No fue agradable despertar esta mañana y descubrir que la


carta que pensé que ibas a destruir está en las páginas del di-
ario. No fue nada agradable. Me hizo sentir… acechado.
>Pero he llegado a comprender por qué lo hiciste. No sé si
puedo aprobar tu táctica, pero es fácil darse cuenta de que tus
motivos fueron sensatos.
>Si estás leyendo esto, significa que es muy posible que hay-
as pasado a la clandestinidad. No es fácil. Yo mismo estoy
aprendiendo a hacerlo. Y estoy aprendiendo muchas otras
cosas.
>Puedo ayudarte. Debería hacer eso por ti. Tú estás haciendo
lo que puedes por mí (incluso aunque lo estés haciendo sin mi
permiso).
>Si recibes esto respóndeme, si es que estás escapando y
solo. O responde si te están custodiando, si te lo están orde-
nando nuestros amigos de Guantánamo de la Bahía, si estás
buscando una manera de acabar con el dolor. Si te capturaron,
tienes que hacer lo que ellos te dicen. Lo sé. Correré ese riesgo.
>Por ti, M1k3y.
—¡Vaaaaya —resopló Liam—, vieeeejo! —Quería pegarle. Me
di vuelta para decirle algo horrible y tajante, pero me estaba
mirando con los ojos abiertos como platos y parecía a punto de
caer de rodillas y comenzar a reverenciarme.
—¿Puedo decir solamente…? —dijo Nate—. ¿Puedo decir que
ayudarte es el honor más grande que tuve en toda mi vida?
¿Puedo decir sólo eso?
Ahora me estaba ruborizando. No había nada que hacer. Es-
tos dos estaban totalmente encandilados, aunque yo no era una
luminaria, al menos no en mi cabeza.
—¿Chicos, podrían…? —tragué saliva—. ¿Puedo tener un
poco de privacidad?
380/438

Se escabulleron de la habitación como dos perritos después


de portarse mal y yo me sentí una. Me puse a tipear
rápidamente.
>Escapé, Zeb. Y estoy prófugo. Necesito toda la ayuda que
pueda conseguir. Quiero terminar con esto ahora mismo.
Recordé sacar el teléfono de Masha del bolsillo y oprimir una
tecla para evitar que se desactivara.
Los chicos me dejaron usar la ducha, me dieron ropa para
cambiarme y una mochila nueva que contenía la mitad de su
equipo para terremotos (barras de alimento energético, medic-
amentos, almohadillas de gel frío/calor, y una vieja bolsa de
dormir). Hasta pusieron una Xbox Universal que les sobraba,
ya cargada con el ParanoidXbox. Fue un lindo detalle. Tuve que
ponerles límite cuando intentaron meter una pistola lanza
bengalas.
Continué revisando el correo para ver si Zeb me respondía.
Contesté los mensajes de mis fans, los de la prensa. Borré los
correos de los que me odiaban. Esperaba a medias recibir algo
de Masha, pero lo más probable era que se encontrara a medio
camino de Los Ángeles, con los dedos doloridos y en malas con-
diciones para ponerse a teclear. Volví a tocar su teléfono.
Me animaron a que tomara una siesta y, durante un breve y
vergonzoso momento, me atacó la paranoia de que estos chicos
tal vez pensaban entregarme cuando estuviera dormido. Lo que
era una idiotez… podrían haberme entregado con la misma fa-
cilidad estando despierto. No podía procesar el hecho de que se
preocuparan tanto por mí. Intelectualmente, yo sabía que
había seguidores de M1k3y. Había conocido algunos esa
mañana, gritando ¡muerdo muerdo muerdo! y actuando como
vampiros en el Centro Cívico. Pero estos dos eran más per-
sonales. Eran dos chicos agradables y bobalicones; podían
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haber sido mis amigos en los días anteriores a la Xnet: un par


de compinches que te acompañaban en tus aventuras adoles-
centes. Se habían unido voluntariamente a un ejército, a mi
ejército. Yo era responsable de ellos. Si los dejaba solos, los at-
raparían; era cuestión de tiempo. Se confiaban demasiado.
—Muchachos, escúchenme un segundo. Tengo que hablar
con ustedes de algo serio.
Casi se pusieron firmes. Habría sido gracioso, si no fuera
porque daba miedo.
—Se trata de esto: ahora que me han ayudado, están en ver-
dadero peligro. Si los capturan a ustedes, también me captur-
arán a mí. Les sacarán toda la información que conocen…
—Levanté una mano para detener sus protestas—. No, esperen.
Ustedes no han pasado por esa experiencia. Todos hablan.
Todos se quiebran. Si alguna vez los atrapan, deben decirles to-
do, de inmediato, lo más rápido que puedan, todo lo que
puedan. De todos modos, ellos lo averiguarán, tarde o tem-
prano. Así es como trabajan.
»Pero a ustedes no los atraparán. ¿Y saben por qué? Porque
desde ahora ya no son clonadores. Están retirados del trabajo
activo. Ahora son… —Nadé en mi memoria, buscando vocabu-
lario, palabras sacadas de las películas de espionaje—. Ahora
son una célula dormida. No llamen la atención. Vuelvan a ser
chicos normales. De una forma o de otra, voy a desbaratar todo
esto, lo sacaré a la luz, le pondré fin. O bien me atraparán y me
liquidarán. Si no saben nada de mí en las próximas 72 horas,
significará que me han capturado. Si es así, hagan lo que quier-
an. Pero durante los próximos tres días, y para siempre si es
que logro hacer lo que pretendo, no llamen la atención. ¿Me lo
prometen?
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Lo prometieron con total solemnidad. Los dejé convencerme


de dormir una siesta, pero los hice jurar que me despertarían al
cabo una hora. Tenía que tocar el teléfono de Masha y quería
enterarme lo antes posible si Zeb volvía a ponerse en contacto
conmigo.

***

El encuentro era en un vagón del BART, lo que me ponía ner-


vioso. Estaban llenos de cámaras. Pero Zeb sabía lo que hacía.
Me dijo que nos reuniéramos en el último vagón de cierto tren
que partía de la estación de la calle Powell, en un horario en
que estaría repleto de cuerpos apretujados. Se deslizó hacia mí
entre el gentío y los buenos pasajeros de San Francisco le hici-
eron sitio: la zona vacía que siempre rodea a los que viven en la
calle.
—Un gusto verte de nuevo —masculló, de cara a la puerta.
Mirando el cristal oscuro, vi que no había nadie lo bastante
cerca como para escucharnos, al menos si no disponía de algún
micrófono de alta eficiencia. De todos modos, si sabían lo sufi-
ciente como para estar aquí con un micrófono de esos, ya es-
tábamos muertos.
—Lo mismo digo, hermano —respondí—. Te pido… te pido
perdón, ya sabes.
—Cállate. No te disculpes. Fuiste más valiente que yo. ¿Ya es-
tás listo para pasar a la clandestinidad? ¿Para desaparecer?
—Sobre ese tema…
—¿Sí?
—No es el plan.
—Oh —dijo.
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—Escúchame, ¿OK? Tengo… tengo fotos, video. Material que


de verdad constituye una prueba. —Metí la mano en el bolsillo
y toqué el teléfono de Masha. Le había comprado un cargador
en Union Square cuando venía hacia aquí; lo había enchufado
en un café hasta ver que la batería marcaba cuatro de las cinco
barras—. Necesito llevárselo a Barbara Stratford, la mujer del
Guardian. Pero van a estar vigilándola… para ver si aparezco
por allí.
—¿Piensas que no vigilan para ver si aparezco yo también? Si
tu plan implica que tengo que acercarme a menos de dos kiló-
metros de la casa o la oficina de esa mujer…
—Quiero que lleves a Van a reunirse conmigo. ¿Darryl te con-
tó alguna vez de Van? La chica…
—Me contó. Sí, me contó. ¿No crees que la están vigilando?
¿Igual que a todos los que estuvieron arrestados?
—Pienso que sí, pero no creo que a ella la vigilen tanto. Y Van
tiene las manos totalmente limpias. Nunca cooperó con nin-
guno de mis… —Tragué saliva—. Con mis proyectos. Puede que
estén más relajados con respecto a ella. Si llama al Bay Guardi-
an para pedir una entrevista porque quiere explicar que soy un
mentiroso, tal vez le permitan asistir.
Zeb miró la puerta por largo rato.
—Ya sabes lo que ocurre cuando nos atrapan por segunda
vez.
No era una pregunta. Asentí.
—¿Estás seguro? Algunos de los que estaban con nosotros
Treasure Island se fueron en helicóptero. Se los llevaron mar
adentro. Hay países donde los EE. UU. pueden subcontratar la
tortura. Países donde te pudrirás para siempre. Países donde
desearás que acaben con todo de una vez, que te hagan cavar
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una tumba, te obliguen a pararte en el borde y te disparen en la


nuca.
Tragué saliva y asentí.
—¿Vale la pena correr el riesgo? Aquí podemos ser clandesti-
nos durante muchísimo tiempo. Algún día podríamos recuper-
ar el país. Podríamos esperar hasta entonces.
Negué con la cabeza. —No se puede lograr nada si no se hace
nada. Es nuestra patria. Nos la han arrebatado. Los terroristas
que nos atacaron siguen libres, pero nosotros no. No puedo
quedarme escondido un año, diez, toda mi vida, esperando que
me devuelvan la libertad. La libertad es algo que tienes que re-
cuperar por tus propios medios.

***

Esa tarde, Van salió de la escuela como de costumbre; se sen-


tó en el fondo del autobús con un compacto grupo de amigas,
riendo y haciendo bromas como siempre lo hacían. Los demás
pasajeros advirtieron especialmente su presencia porque hab-
laba muy fuerte y, además, tenía puesto un sombrero estúpido,
gigantesco y flexible que parecía formar parte del vestuario de
una obra teatral escolar sobre los espadachines del Renacimi-
ento. En un momento, las chicas se apiñaron más y se pusieron
de espaldas para mirar por la ventanilla trasera del autobús,
señalando cosas y lanzando risitas. La chica que ahora llevaba
puesto el sombrero tenía la misma estatura que Van y, mirán-
dola desde atrás, podían confundirla con ella.
Nadie prestó atención a la menuda y desvaída chica asiática
que bajó unas paradas antes de llegar al BART. Usaba un viejo
uniforme escolar común y corriente, y miraba hacia abajo
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tímidamente mientras descendía. En ese momento, además, la


ruidosa chica coreana lanzó un grito de alegría y sus amigas la
imitaron, riéndose con tanta estridencia que el conductor bajó
la velocidad, giró en su asiento y les clavó una mirada sucia.
Van avanzó a toda prisa por la calle, con la cabeza baja y el
cabello atado hacia atrás y metido dentro del cuello de su
chaqueta acolchada pasada de moda. Se había puesto suple-
mentos en los zapatos que la hacían cinco tambaleantes centí-
metros más alta y se había quitado las lentes de contacto, reem-
plazándolas por las gafas que menos la favorecían, con enormes
lentes que le tapaban la mitad de la cara. Aunque yo estaba es-
perándola en el refugio de la parada y sabía cuándo llegaría,
casi no la reconocí. Me puse de pie y avancé detrás de ella;
cruzamos la calle y la seguí media manzana más.
La gente que pasaba a mi lado apartaba la vista lo más rápido
posible. Yo tenía la apariencia de un desposeído: llevaba un
mugriento letrero de cartón, un abrigo impregnado de suciedad
de la calle y una enorme mochila, llena hasta reventar, con vari-
as roturas reparadas con cinta adhesiva. Nadie quiere mirar a
un chico de la calle, porque si tu mirada se encuentra con la
suya puede que te pida unas monedas. Había caminado por
Oakland toda la tarde y nadie me había dirigido la palabra,
salvo un Testigo de Jehová y un Cientologista, ambos para in-
tentar convertirme. Me parecieron obscenos, como si hubieran
sido unos pervertidos tratando de seducirme.
Van siguió las indicaciones que yo había escrito cuida-
dosamente. Zeb se las había pasado de la misma forma en que
me había entregado la nota en la puerta de la escuela, tropez-
ando con ella mientras aguardaba el autobús y disculpándose
profusamente. La nota era llana y simple; planteaba las cosas
con mucha claridad: Sé que no lo apruebas. Lo comprendo.
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Pero aquí estamos: este el favor más importante que te he pe-


dido en mi vida. Por favor. Por favor.
Y había venido. Yo sabía que vendría. Van y yo teníamos
mucha historia juntos. A ella tampoco le gustaba lo que le había
ocurrido al mundo. Además, una voz malvada, que reía entre
dientes en mi cabeza, me había dicho que ella también estaba
bajo sospecha ahora que el artículo de Barbara ya estaba
publicado.
Avanzamos seis o siete manzanas, uno detrás del otro, mir-
ando a los que andaban cerca, a los coches que pasaban. Zeb
me había contado que podían asignar equipos de cinco perso-
nas para seguirte, cinco personas con disfraces diferentes que
se turnaban para seguirte, haciendo casi imposible que los que
pudieras detectarlos. Teníamos que ir a un sitio totalmente des-
olado, donde cualquiera quedaría en evidencia.
El paso elevado de la 880 quedaba a unas pocas manzanas de
la estación Coliseum del BART y no tardamos mucho en llegar
aunque Van dio muchas vueltas. El ruido de arriba era casi en-
sordecedor. No había nadie más, al menos que yo advirtiera.
Había estado en el lugar antes de sugerírselo a Van en la nota,
buscando todos los sitios donde alguien podía esconderse. No
encontré ninguno. Cuando ella se detuvo en el punto acordado,
avancé rápidamente para alcanzarla. Pestañeó como un búho
detrás de las gafas.
—Marcus —resopló, con los ojos inundados de lágrimas. Des-
cubrí que yo también estaba llorando. Mi actuación como fugit-
ivo era realmente lamentable. Demasiado sentimental.
Me abrazó con tanta fuerza que me cortó el aliento. Yo la ab-
racé aún más fuerte. Después, me besó.
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No en la mejilla, no como una hermana. Completamente en


los labios… un beso caliente, húmedo, erótico, que parecía no
terminar nunca. La emoción me superó de tal manera que…
No, mentira. Yo sabía exactamente lo que hacía. También la
besé.
Después, me detuve y me separé de ella, casi empujándola.
—Van —jadeé.
—Perdón —dijo ella.
—Van —dije otra vez.
—Disculpa —dijo—. Yo…
En ese momento se me ocurrió algo, algo que supuse que
tendría que haber hacía muchísimo tiempo.
—¿Te gusto, no?
Ella asintió con abatimiento.
—Desde hace años —dijo.
Oh, Dios. Darryl… todos estos años tan enamorado de ella y
ella siempre mirándome a mí, deseándome en secreto. Y des-
pués terminé saliendo con Ange. Ange decía que siempre había
peleado con Van. Y yo seguía adelante, metiéndome en grandes
problemas.
—Van —le dije—. Van, lo siento mucho.
—Olvídalo —dijo ella, mirando hacia otro lado—. Sé que no
puede ser. Sólo quería hacer esto una vez, por si nunca… —Se
tragó las palabras.
—Van, necesito que hagas algo por mí. Algo importante. Ne-
cesito que te reúnas con la periodista del Bay Guardian, Bar-
bara Statford, la que escribió el artículo. Necesito que le en-
tregues algo. —Le expliqué lo del teléfono de Masha, le conté lo
del video que Masha me había enviado.
—¿Qué beneficio traerá esto, Marcus? ¿Qué sentido tiene?
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—Van, tenías razón, al menos parcialmente. No podemos ar-


reglar el mundo poniendo en riesgo a otras personas. Necesito
resolver el problema contando lo que sé. Debí hacerlo desde el
principio. Después de deshacerme de su custodia, debí ir dir-
ectamente a la casa del padre de Darryl y contarle todo lo que
sabía. Pero ahora tengo evidencias. Este material podría cambi-
ar el mundo. Es mi última esperanza. La única esperanza de
liberar a Darryl, de tener una vida que no pasaré en la clandes-
tinidad, escondiéndome de la policía. Y tú eres la única persona
en la que puedo confiar para que haga esto.
—¿Por qué yo?
—Estás bromeando ¿no? Mira qué bien te las arreglaste para
llegar aquí. Eres una profesional. Eres mejor que todos noso-
tros para estas cosas. Eres la única en quien puedo confiar. Por
eso tú.
—¿Por qué no tu amiga Ange? —Lo dijo sin ninguna inflex-
ión, como si fuera un bloque de cemento.
Bajé la vista.
—Creí que lo sabías. La arrestaron. Está en Guantánamo de
la Bahía, en Treasure Island. Hace varios días que está allá.
—Había tratado de no pensar en esto, de no pensar en lo que
podía estar sucediéndole. Ahora no logré contenerme y
comencé a sollozar. Sentí un dolor en el estómago, como si me
hubiesen pateado, y me apreté el vientre con las manos para
contenerlo. Me doblé en dos y lo siguiente que recuerdo es que
estaba tendido de costado sobre los escombros, debajo de la
autopista, abrazándome y llorando.
Van se arrodilló a mi lado.
—Dame el teléfono —dijo, con la voz convertida en un siseo
enojado. Busqué en el bolsillo y se lo pasé.
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Avergonzado, dejé de llorar y me puse de pie. Sabía que me


corrían mocos por la cara. Van me estaba mirando con una ex-
presión de pura repulsión.
—Tienes que evitar que entre en modo “sleep” —le dije—.
Aquí tengo un cargador. —Revolví el interior de la mochila. No
había dormido desde la noche en que lo había comprado. Puse
la alarma del teléfono para que sonara cada 90 minutos, para
evitar que se desactivara—. No lo cierres.
—¿Y el video?
—Eso es más difícil —respondí—. Me envié una copia por
correo, pero no puedo entrar en la Xnet. —Si no había más
remedio, podía regresar a lo de Nate y Liam para usar su Xbox
nuevamente, pero no quería arriesgarme—. Mira, te voy a dar
mi usuario y contraseña del servidor de Pirate Party. Tienes
que usar el TOR para poder acceder… Sin duda, Seguridad In-
terior está vigilando quién se loguea en el servidor de correo de
Pirate Party.
—Usuario y contraseña —dijo ella, un poco sorprendida.
—Confío en ti, Van. Sé que puedo confiar en ti.
Meneó la cabeza. —Nunca revelas tus contraseñas, Marcus.
—Creo que ya no importa. Si tienes éxito, bien; si no… es el
fin de Marcus Yallow. Tal vez me consiga una nueva identidad,
pero no lo creo. Creo que me van a atrapar. Creo que siempre
supe que algún día me atraparían.
Me miró, ahora furiosa.
—Qué desperdicio. ¿Para qué sirvió todo esto, en definitiva?
De todo lo que podría haberme dicho, nada me hubiese
herido más que eso. Era otra patada en el estómago. Qué des-
perdicio… todo esto, una futilidad. Darryl y Ange, desapare-
cidos. Tal vez nunca volvería a ver a mi familia. Y Seguridad In-
terior aún tenía a mi ciudad y a mi país encerrados en una
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histeria masiva, irracional, llena de gritos, donde se podía hacer


cualquier cosa en nombre de detener al terrorismo.
Parecía que Van estaba esperando que le dijese algo, pero yo
no tenía nada que responder. Me dejó allí.

***

Cuando regresé a “casa”, a Mission, a la tienda debajo de la


autopista que él había armado para pasar la noche, Zeb me es-
peraba con una pizza. Tenía una tienda de campaña, rezago del
ejército, con la leyenda COMITÉ COORDINADOR DE
DESAMPARADOS LOCALES DE SAN FRANCISCO pintada
con esténcil.
La pizza era de Domino’s, fría y pastosa, pero igualmente
deliciosa.
—¿Te gusta la pizza con ananá?
Zeb me sonrió, condescendiente.
—Los gratiranos no podemos ser exigentes —dijo.
—¿Gratiranos?
—Como vegetarianos, pero referido a los que comemos
gratis.
—¿Comemos gratis?
Volvió a sonreír. —Ya sabes… comer gratis. ¿La tienda de
comidas gratis?
—¿Te robaste esto?
—No, tonto. Es de la otra tienda. La pequeñita que está de-
trás de la tienda grande. Hecha de acero azul. Que huele un
poco feo.
—¿Lo sacaste de la basura?
Echó la cabeza hacia atrás y rió entrecortadamente.
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—Sí, por cierto. Deberías verte la cara. Amigo, no hay prob-


lema. No estaba podrida. Estaba buena… una equivocación en
el pedido de un cliente. La desecharon con caja y todo. Cuando
están por cerrar, espolvorean veneno para ratas encima de la
basura, pero si llegas rápido no hay problema. ¡Deberías ver lo
que tiran en las tiendas de comestibles! Espera hasta la hora
del desayuno. Te prepararé una ensalada de frutas que no
podrás creer. Cuando una fresa de la caja está un poco verde y
peluda, ya se descarta todo…
Dejé de prestarle atención. La pizza estaba bien. No iba a in-
fectarse por estar un rato en el contenedor de basura, nada de
eso. Si era asquerosa, lo era porque provenía de Domino’s… la
peor pizza de la ciudad. Nunca me había gustado la comida de
allí y renuncié a ella definitivamente cuando descubrí que sub-
vencionaban a un grupo de políticos ultradementes que
pensaban que el calentamiento global y la evolución eran con-
spiraciones satánicas.
No obstante, era difícil aplacar la sensación de asco.
Pero había otra manera de mirarlo. Zeb me estaba revelando
un secreto, algo que yo no había previsto: había todo un mundo
oculto en las calles, una manera de sobrevivir sin participar del
sistema.
—¿Gratiranos, eh?
—Yogurt también —dijo, asintiendo vigorosamente—. Para la
ensalada de frutas. Lo tiran a la basura al día siguiente del
vencimiento, pero no es que para la noche ya se pone verde. Es
yogurt… o sea, básicamente, es leche que ya está podrida desde
el vamos.
Tragué saliva. La pizza tenía un gusto raro. Veneno para
ratas. Yogurt vencido. Fresas peludas. Tardaría un tiempo en
acostumbrarme a esto.
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Comí otro bocado. En realidad, la pizza de Domino’s era un


poco menos horrible cuando era gratis.
La bolsa de dormir de Liam era abrigada y acogedora des-
pués de un largo día de emociones agotadoras. A estas alturas,
Van ya se habría contactado con Barbara. Barbara ya tendría el
video y la fotografía. La llamaría por la mañana para saber su
opinión sobre lo que yo debía hacer ahora. Tendría que ir a
verla después de que lo publicara, para respaldar todo.
Pensé en eso mientras cerraba los ojos, pensé en cómo sería
entregarme, con todas las cámaras filmando, siguiendo al
tristemente célebre M1k3y mientras entraba en uno de esos
grandes edificios llenos de columnas del Centro Cívico.
El sonido de los coches aullando sobre mi cabeza se trans-
formó en una especie de ruido del océano, mientras yo me hun-
día en el sueño. Cerca de allí había otras tiendas de campaña,
otras personas sin techo. Había conocido a unos cuantos esa
tarde, antes de que oscureciera y de que cada uno se acurrucara
cerca de su propia tienda. Todos eran mayores que yo, de as-
pecto tosco y modales bruscos. Sin embargo, ninguno parecía
loco ni violento. Sólo era gente que había tenido mala suerte, o
había tomado malas decisiones, o las dos cosas.
Seguramente me quedé dormido, porque no recuerdo nada
más hasta que me iluminaron la cara con una luz brillante, tan
brillante que me cegaba.
—Es este —dijo una voz, detrás de la luz.
—Embólsalo —dijo otra voz que ya había escuchado antes,
que había escuchado una y otra vez en mis sueños, sermoneán-
dome, exigiendo mis contraseñas. La mujer de pelo corto.
Me pusieron la bolsa en la cabeza rápidamente y me la ap-
retaron con tanta fuerza alrededor de la garganta que me
ahogué y vomité mi pizza gratirana. Mientras me sacudía y me
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ahogaba, unas manos fuertes me ataron las muñecas y luego los


tobillos. Me llevaron rodando en una camilla, me levantaron,
me metieron en un vehículo, me subieron por un par de escal-
ones metálicos que hicieron mucho ruido. Me arrojaron sobre
una superficie acolchada. Después de que cerraron las puertas,
no se oyeron más sonidos en la parte trasera del vehículo. El
acolchado anulaba todo, excepto mi propio jadeo.
—Bueno, hola de nuevo —dijo la mujer. Sentí que ella se
metía en cuatro patas, haciendo balancear el furgón. Todavía
me estaba ahogando, tratando de tomar algo de aire. Tenía la
boca llena de vómito, que también me obstruía la tráquea.
—No te dejaremos morir —dijo ella—. Si dejas de respirar,
nos encargaremos de que comiences a respirar de nuevo. No te
preocupes por eso.
Me ahogué más. Sorbí aire. Algo logró pasar. Una tos pro-
funda, devastadora, me sacudió el pecho y la espalda, desalo-
jando algo de vómito. Más aire.
—¿Ves? —dijo ella—. No está tan mal. Bienvenido a casa,
M1k3y. Hay un sitio muy especial donde queremos llevarte.
Me relajé, tendido de espaldas, sintiendo el balanceo de la
camioneta. Al principio, el olor de la pizza vomitada era abru-
mador, pero como ocurre con todos los estímulos fuertes, mi
cerebro gradualmente se acostumbró a él, lo filtró hasta con-
vertirlo en un leve aroma. El balanceo del vehículo era casi
reconfortante.
Entonces ocurrió. Me inundó una calma increíble y pro-
funda, como si hubiese estado tendido en una playa y las olas
hubiesen avanzado, alzándome con la suavidad de un padre o
una madre, sosteniéndome en alto, llevándome hasta las cáli-
das aguas del mar bajo el cálido sol. Después de todo lo que
había sucedido, me habían capturado, pero ya no importaba.
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La información había llegado a Barbara. Yo había organizado la


Xnet. Había ganado. Y si no había ganado, al menos había
hecho todo lo que estaba a mi alcance. Más de lo que alguna vez
pensé que podía hacer. Mientras me llevaban, hice un invent-
ario mental de todo lo que había logrado, lo que habíamos lo-
grado. La ciudad, el país, el mundo, estaban llenos de personas
que no estaban dispuestas a vivir como el DSI quería que
viviéramos. Pelearíamos por siempre. No podían encarcelarnos
a todos.
Suspiré y sonreí.
Advertí que la mujer había estado hablándome todo el
tiempo. Yo había permanecido en mi lugar feliz y ella, sencilla-
mente, había desaparecido.
— …un chico inteligente como tú. Pensé que eras demasiado
inteligente para intentar meterte con nosotros. Hemos tenido
nuestros ojos en ti desde el día que te liberamos. Te habríamos
atrapado aunque no hubieses ido a llorarle a esa periodista
traidora y lesbiana. No lo entiendo… tú y yo teníamos un
acuerdo…
Pasamos por encima de una placa de metal que retumbó; los
amortiguadores del furgón se sacudieron y luego el balanceo
cambió. Estábamos sobre el agua. Rumbo a Treasure Island.
¡Eh, Ange estaba allá! Darryl también. Quizás.

***

No me quitaron la capucha hasta que estuve en mi celda. No


me molestó seguir con las muñecas y los tobillos esposados;
rodé de la camilla al suelo. Estaba oscuro, pero gracias a la luz
de la luna que entraba por la única ventanita, allá en lo alto, vi
395/438

que le habían sacado el colchón al catre. La habitación contenía


a mi persona, un inodoro, el armazón de una cama, un lavabo y
nada más.
Pero sobreviviría.
Cerré los ojos y dejé que las olas me alzaran. Me alejé
flotando. En algún lugar distante, debajo de mí, estaba mi
cuerpo. Ya sabía lo que ocurriría a continuación. Me habían de-
jado así para que me hiciera encima. Otra vez. Ya sabía como
era eso. Ya me había meado encima. Olía mal. Picaba. Era hu-
millante; era como ser un bebé.
Pero sobreviviría.
Me reí. El sonido era raro y me llevó de vuelta a mi cuerpo,
de vuelta al presente. Me reí y volví a reírme. Había soportado
las peores cosas que podían hacerme y había sobrevivido, y los
había vencido, los había vencido durante meses, los había
hecho quedar como los idiotas y déspotas que eran. Había
ganado.
Aflojé la vejiga. De todos modos, ya estaba llena y me dolía, y
el único tiempo que existe es el presente.
El océano me arrastró lejos.

***

Cuando llegó la mañana, dos guardias eficientes e imper-


sonales me cortaron las esposas de tobillos y muñecas. Igual-
mente, no pude caminar; cuando me puse de pie, mis piernas
se vencieron como las de una marioneta sin hilos. Demasiado
tiempo en la misma posición. Los guardias colocaron mis
brazos sobre sus hombros y medio me arrastraron, medio me
cargaron, a lo largo del corredor que yo conocía tan bien. Los
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letreros con los códigos de barras de las puertas ahora se curv-


aban hacia arriba, colgaban torcidos, atacados por el aire
salado.
Se me ocurrió una idea.
—¡Ange! —grité—. ¡Darryl! —grité. Los guardias me hicieron
avanzar más rápido, a los sacudones, claramente perturbados
pero sin saber qué hacer—. ¡Chicos, soy yo, Marcus! ¡Sigan
libres!
Alguien sollozó detrás de una de las puertas. Otro gritó en un
idioma que parecía árabe. Después, una cacofonía, mil voces
diferentes que gritaban.
Me llevaron a una habitación nueva. Había funcionado como
sala de duchas; los duchadores aún estaban instalados en los
azulejos mohosos.
—Hola, M1k3y —dijo Pelo Corto—. Parece que has tenido una
mañana muy agitada. —Frunció la nariz deliberadamente.
—Me hice pis encima —dije en tono alegre—. Usted también
debería hacer la prueba.
—Tal vez tendríamos que darte un baño, entonces —dijo ella.
Hizo una seña con la cabeza y los guardias me llevaron a otra
camilla, que tenía correas de sujeción distribuidas en todo su
largo. Me dejaron caer allí; estaba helada y totalmente mojada.
Antes de que me diera cuenta, me habían puesto las correas a la
altura de los hombros, la cadera y los tobillos. Un minuto des-
pués, ajustaron tres correas más. Unas manos de hombre agar-
raron un enrejado ubicado junto a mi cabeza y soltaron unas
trabas; al instante, quedé inclinado, con la cabeza hacia abajo y
los pies hacia arriba.
—Comencemos con algo sencillo —dijo ella. Estiré el cuello
para poder verla. Se había sentado frente a un escritorio sobre
el cual había una Xbox, conectada a un televisor de pantalla
397/438

plana que parecía muy costoso—. Me gustaría que me dijeras tu


nombre de usuario y contraseña del correo de Pirate Party, por
favor.
Cerré los ojos y dejé que el océano me alejara de la playa.
—¿Sabes qué es la cura de agua, M1k3y? —Su voz me trajo de
vuelta—. Te amarramos como estás tú ahora y te arrojamos
agua sobre la cabeza, para que te entre por la nariz y por la
boca. No puedes reprimir la sensación de ahogo. Le dicen
ejecución simulada y, desde mi punto de vista, de este lado de
la habitación, es una valoración acertada. No podrás reprimir la
sensación de que te estás muriendo.
Traté de escapar. Había oído de la cura de agua. Y aquí es-
taba: tortura genuina. Y era sólo el principio.
No pude escapar. El océano no avanzó ni me levantó. Sentía
el pecho apretado; mis pestañas aleteaban. Sentía el pis pega-
joso en las piernas y el sudor pegajoso en el cabello. Me picaba
la piel por el vómito seco.
Ella volvió a entrar en mi campo visual.
—Comencemos con el nombre de usuario —dijo.
Cerré los ojos; apreté los párpados.
—Dale de beber —dijo ella.
Oí gente moviéndose. Respiré profundo y contuve el aire.
Comenzó como un hilo de agua, como un cucharón de agua
cayendo suavemente sobre mi barbilla, mis labios. Entró por
mis orificios nasales, que apuntaban hacia arriba. Penetró
hasta mi garganta y comencé a ahogarme, pero no podía toser y
no quería aspirar para que no se me metiera en los pulmones.
Contuve el aire y apreté los ojos con más fuerza.
Se oyó un alboroto que provenía de fuera, un sonido caótico
de botas pisando fuerte, de gritos furiosos, indignados. Va-
ciaron todo el cucharón sobre mi cara.
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Escuché que la mujer le mascullaba algo a uno de los que es-


taban en la sala. Luego, me dijo:
—Sólo el nombre de usuario, Marcus. Es una solicitud muy
simple. De todos modos, ¿qué podría hacer yo con tu nombre
de usuario?
Esta vez fue un cubo de agua, todo entero, una inundación
que no se detenía; seguro que era gigantesco. No pude evitarlo.
Jadeé y aspiré agua, tosí y me entró más agua en los pulmones.
Yo sabía que no me matarían, pero no podía convencer a mi
cuerpo. Con cada fibra de mi ser, sentía que me iba a morir. Ni
siquiera podía llorar… el agua continuaba cayendo sobre mí.
Entonces, se detuvo. Tosí, tosí y tosí pero, por el ángulo en
que estaba ubicado, el agua que tosía volvía a entrarme por la
nariz y me quemaba los senos nasales.
La tos era tan profunda que dolía; me dolían las costillas y las
caderas cuando me retorcía. Odié a mi cuerpo por traicion-
arme, a mi mente por no poder controlar a mi cuerpo, pero no
había nada que hacer.
Finalmente, la tos se calmó lo suficiente como para que pudi-
era fijarme en lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Había
gente gritando y se escuchaba un forcejeo, una lucha cuerpo a
cuerpo. Abrí los ojos y pestañeé con la luz brillante; después
estiré el cuello, todavía tosiendo un poco.
En la sala había mucha más gente que al comienzo. Casi to-
dos parecían vestir trajes blindados y cascos con visor de
plástico ahumado. Les gritaban a los guardias de Treasure Is-
land, que les devolvían los gritos con las venas del cuello mar-
cadas como sogas.
—¡Ríndanse! —dijo uno de los que usaban traje blindado—.
Ríndanse y manos arriba. ¡Quedan arrestados!
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Pelo Corto estaba hablando por teléfono. Uno de los blinda-


dos se dio cuenta y fue rápidamente hacia ella; hizo volar el
teléfono con un golpe de su mano enguantada. Todos quedaron
en silencio mientras el teléfono cruzaba el aire, describiendo un
arco que abarcó toda la pequeña habitación, hasta hacerse
trizas contra el suelo en medio de una lluvia de componentes.
Se rompió el silencio y todos los blindados entraron en la
sala. Dos agarraron a cada mis dos torturadores. Casi logré
sonreír al ver la expresión de Pelo Corto cuando dos hombres la
tomaron de los hombros, la hicieron girar y le pusieron un
juego de esposas plásticas alrededor de las muñecas.
Uno de los blindados, que estaba en el umbral, avanzó. Tenía
una videocámara apoyada en el hombro, un equipo profesional
que lanzaba una luz blanca cegadora. Filmó toda la sala, de-
scribiendo dos círculos a mi alrededor sin dejar de enfocarme.
Yo me quedé perfectamente quieto, como si estuviera posando
para un retrato.
Qué ridículo.
—¿Creen que ya pueden sacarme de esta cosa? —Conseguí
decirlo todo de una sola vez, ahogándome sólo un poco.
Se me acercaron dos blindados más —uno de ellos era
mujer— y comenzaron a desatarme. Levantaron los visores y
me sonrieron. Tenían cruces rojas en los hombros y los cascos.
Debajo de las cruces rojas había otra insignia: CHP. Patrulla
de Caminos de California. Eran policías estatales.
Comencé a preguntarles qué hacían allí, pero en ese mo-
mento vi a Barbara Stratford. Evidentemente, la habían obli-
gado a permanecer en el pasillo, pero ahora estaba entrando a
los empujones y empellones.
—Allí estás —dijo, arrodillándose junto a mí y dándome el
abrazo más largo y más fuerte de mi vida.
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Entonces lo supe: Guantánamo de la Bahía se encontraba en


manos de sus enemigos. Estaba salvado.
Capítulo 21
Nos dejaron solos a Barbara y a mí. Usé el duchador para en-
juagarme… de pronto, me sentía avergonzado por estar cu-
bierto de pis y vómito. Cuando terminé, vi que a Barbara le
saltaban las lágrimas.
—Tus padres… —comenzó.
Sentí ganas de vomitar otra vez. Dios, mis pobres papás. Lo
que debían de haber pasado.
—¿Están aquí?
—No —dijo ella—. Es complicado —agregó.
—¿Qué?
—Todavía estás bajo arresto, Marcus. Igual que todos los de
aquí. No se puede irrumpir aquí y abrir las puertas de par en
par. Todos tendrán que ser procesados por la justicia penal.
Podrían tardar… bueno, podrían tardar meses.
—¿Tendré que quedarme aquí durante meses?
Me tomó de las manos.
—No. Creo que podremos lograr que inicien el proceso y te
liberen bajo fianza bastante pronto. Pero bastante pronto es un
término relativo. No espero que ocurra nada hoy mismo. Pero
las cosas no serán como lo fueron con esta gente. Será un trato
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humanitario. Con comida de verdad. Sin interrogatorios. Con


visitas de los familiares.
»Que hayan expulsado al DSI no significa que ustedes
pueden salir de aquí sin más. Lo que ha ocurrido ahora es que
nos hemos librado de la versión mundo bizarro del sistema de
justicia que habían implantado y que lo hemos reemplazado
con el viejo sistema. El sistema con jueces, con juicios públicos
y abogados.
»Podemos intentar que los transfieran a un correccional ju-
venil en el continente pero, Marcus, esos lugares pueden ser
muy duros. Muy, muy duros. Puede que este sea el mejor lugar
para ustedes hasta que consigamos la fianza.
Fianza. Por supuesto. Yo era un criminal; todavía no me
habían acusado, pero seguramente se les ocurrirían muchos
cargos. El solo hecho de albergar pensamientos impuros contra
el gobierno era prácticamente ilegal.
Barbara me apretó las manos de nuevo.
—Es desagradable, pero así tiene que ser. Lo más importante
es que se terminó. El Gobernador expulsó al DSI del estado,
desmanteló todos los puestos de control. El Fiscal General
emitió órdenes de arresto para todos los integrantes de fuerzas
de seguridad que intervinieron en los “interrogatorios bajo es-
trés” y en los encarcelamientos secretos. Irán a prisión, Marcus,
y todo fue obra tuya.
Estaba atontado. Escuchaba las palabras, pero apenas les en-
contraba sentido. De alguna manera, había terminado, pero no
había terminado.
—Mira —dijo ella—. Probablemente tenemos una o dos horas
antes de que todo esto se calme, antes de que regresen y
vuelvan a encerrarte. ¿Qué quieres hacer? ¿Caminar por la
playa? ¿Comer? Esta gente tenía una sala increíble para el
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personal… pasamos por allí cuando entramos. Totalmente


gourmet.
Por fin una pregunta que podía responder.
—Quiero encontrar a Ange. Quiero encontrar a Darryl.

***

Traté de usar una computadora que encontré por ahí para


buscar los números de celda, pero me pedía una contraseña, de
modo que nos limitamos a recorrer los pasillos, gritando sus
nombres.
Detrás de las puertas de las celdas, los prisioneros nos de-
volvían los gritos, o lloraban, o nos rogaban que los dejáramos
salir. No comprendían lo que acababa de ocurrir, no veían que
los equipos SWAT del estado de California estaban arreando
hacia los muelles a sus ex-guardias, ahora con esposas de
plástico.
—¡Ange! —llamé por sobre el bullicio—. ¡Ange Carvelli!
¡Darryl Glover! ¡Soy Marcus!
Habíamos recorrido todo el largo del pabellón de celdas y no
habían respondido. Sentí ganas de llorar. Los habían enviado al
extranjero; estaban en Siria, o peor. Nunca volvería a verlos.
Me senté, me apoyé contra la pared del corredor y me cubrí
la cara con las manos. Vi el rostro de Pelo Corto, vi su sonrisa
de suficiencia mientras me preguntaba cuál era mi nombre de
usuario. Ella había hecho esto. La enviarían a la cárcel, pero no
alcanzaba. Se me ocurrió que, cuando la viera de nuevo, quizás
la mataría. Se lo merecía.
—Vamos —dijo Barbara—. Vamos, Marcus. No te des por
vencido. Hay más por aquí, vamos.
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Tenía razón. Todas las puertas de las celdas que habíamos


pasado eran cosas viejas, oxidadas, que databan de la época de
la construcción original de la base. Pero al final del corredor,
combada y entreabierta, había una puerta nueva, de alta segur-
idad, gruesa como un diccionario. De un tirón, la abrimos del
todo y nos aventuramos al interior de un pasillo oscuro.
Allí había cuatro puertas más, puertas sin códigos de barras.
Cada una tenía montado un pequeño teclado electrónico.
—¿Darryl? —dije—. ¿Ange?
—¿Marcus?
Era Ange, llamándome desde detrás de la puerta más alejada.
Ange, mi Ange, mi ángel.
—¡Ange! —grité—. ¡Soy yo, soy yo!
—Oh, Dios, Marcus —dijo con voz ahogada, y luego sólo se
escucharon sollozos.
Golpeé las demás puertas con los puños.
—¡Darryl! ¿Darryl, estás ahí?
—Aquí estoy. —La voz era muy débil y muy ronca—. Aquí es-
toy. Lo siento muchísimo. Por favor. Perdóname.
Sonaba… roto. Hecho pedazos. Destrozado.
—Soy yo, D —dije, apoyado contra su puerta—. Soy Marcus.
Ya terminó… arrestaron a los guardias. Echaron al Departa-
mento de Seguridad Interior. Iremos a juicio, a juicio público. Y
podremos testificar contra ellos.
—Perdón —dijo—. Por favor, lo lamento mucho.
En ese momento, los policías de California se acercaron a la
puerta. La cámara seguía filmando.
—¿Sra. Stratford? —dijo uno. Tenía el visor levantado y
parecía un policía más, no mi salvador. Parecía alguien que
venía a encerrarme.
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—Capitán Sánchez —dijo ella—. Hemos localizado a dos de


los prisioneros de interés. Me gustaría que los dejaran salir
para examinarlos con mis propios ojos.
—Aún no tenemos los códigos de acceso de esas puertas,
señora —dijo el hombre.
Barbara levantó una mano.
—Ése no fue el arreglo. Yo tengo acceso total a las instala-
ciones. Fue orden directa del Gobernador, señor. No nos
moveremos hasta que abran estas celdas. —Su rostro estaba
perfectamente relajado, sin un solo indicio de querer ceder o
flexibilizarse. Hablaba en serio.
El capitán tenía cara de sueño. Hizo una mueca.
—Veré qué puedo hacer —dijo.

***

Consiguieron abrir las celdas una media hora después. Tuvi-


eron que hacer tres intentos, pero al final ingresaron los códi-
gos correctos, aparejándolos con los RFID de los distintivos
identificatorios que les habían quitado a los guardias
arrestados.
Primero entraron en la celda de Ange. Tenía puesta una bata
de hospital, abierta en la parte de atrás, y su celda era aún más
despojada que la mía: toda acolchada, sin lavabo, sin cama, sin
luz. Emergió en el corredor pestañeando y la cámara de la
policía la enfocó, apuntando la brillante luz a su rostro. Bar-
bara, para protegernos, se colocó entre nosotros y la luz. Ange
dio un paso tentativo fuera de la celda, arrastrando los pies un
poco. Había algo en sus ojos, en su cara, que parecía no estar
bien. Estaba llorando, pero no era eso.
406/438

—Me drogaron —dijo—. Porque no paraba de pedir un


abogado a los gritos.
Fue entonces cuando la abracé. Ella se hundió contra mí,
pero me devolvió el apretado abrazo. Olía a rancio, a sudor,
pero mi olor no era mejor que el suyo. No quería soltarla nunca
más.
Entonces abrieron la celda de Darryl.
Había convertido en jirones su bata de hospital. Estaba
hecho un ovillo, desnudo, en el fondo de la celda, protegiéndose
de la cámara y de nuestras miradas. Corrí hacia él.
—D —le susurré al oído—. D, soy yo. Marcus. Terminó. Arre-
staron a los guardias. Saldremos bajo fianza; nos iremos a casa.
Tembló y cerró los ojos con fuerza.
—Perdón —murmuró, y giró la cabeza para no mirarme.
En ese momento me llevaron, un policía blindado y Barbara.
Me llevaron a mi celda, echaron el cerrojo y allí pasé la noche.

***

No recuerdo mucho del viaje a los tribunales. Me encaden-


aron a otros cinco prisioneros; todos habían estado presos
mucho más tiempo que yo. Uno hablaba solamente árabe; era
un anciano y temblaba. Todos los demás eran jóvenes. Yo era el
único blanco. Cuando estuvimos todos juntos en la cubierta del
ferry, vi que el color de la piel de casi todos los prisioneros de
Treasure Island era de algún tono de marrón.
Yo había estado dentro una sola noche, pero aun eso era de-
masiado. Caía una ligera llovizna, algo que normalmente me
hace alzar los hombros y hundir la cabeza, pero ese día hice lo
mismo que todos los demás: elevar la cara hacia el infinito cielo
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gris y deleitarme con las punzadas húmedas mientras avan-


zábamos a toda velocidad por la bahía, rumbo al atracadero de
ferrys.
Nos llevaron a unos autobuses. Ascendimos torpemente a
causa de los grilletes y tardaron mucho tiempo en acomodar a
todos. A nadie le importó. Cuando no estábamos luchando por
resolver el problema geométrico de seis personas, una cadena y
un autobús con pasillo angosto, sólo mirábamos la ciudad que
nos rodeaba, colina arriba, y a sus edificios.
Yo sólo pensaba en encontrar a Darryl y Ange, pero no se los
veía. Había mucha gente y no nos permitían movernos libre-
mente. Los policías estatales nos habían traído hasta allí con
bastante gentileza, pero eran corpulentos y llevaban armas y
trajes blindados. Constantemente, creía ver a Darryl entre el
gentío, pero siempre era otra persona, con la misma mirada
abatida, retraída, que le había visto en la celda. Darryl no era el
único roto.
Ya en los tribunales, hicieron marchar a nuestro grupo, aún
con grilletes, hacia las salas de entrevistas. Una abogada de la
ACLU tomó nota de nuestra información y nos hizo unas pre-
guntas —cuando llegó mi turno, me sonrió y me saludó por mi
nombre— y luego nos llevó ante la presencia del juez, en el
tribunal. El hombre tenía puesta una toga de verdad y parecía
estar de buen humor.
La cuestión era que cualquiera que tuviese un familiar que
pagara la fianza podía irse y el resto volvería a prisión. La
abogada de la ACLU habló mucho con el juez, pidiéndole unas
horas más para reunir a los familiares de los prisioneros y
traerlos al tribunal. El juez fue muy benévolo con todo eso, pero
cuando me percaté de que algunas de estas personas estaban
encerradas desde la explosión del puente sin juicio previo; que
408/438

sus familias las habían dado por muertas; que las habían
sometido a interrogatorios, al aislamiento, a la tortura… tuve
ganas de romper las cadenas con mis propias manos y liberar a
todos.
Cuando me pusieron frente al juez, me miró desde arriba y se
quitó las gafas. Parecía cansado. La abogada de la ACLU
parecía cansada. Los alguaciles parecían cansados. Detrás de
mí, escuché un repentino murmullo de conversación cuando el
alguacil pronunció mi nombre. El juez golpeó el martillo una
sola vez, sin dejar de mirarme. Se frotó los ojos.
—Sr. Yallow —dijo—, la fiscalía lo ha identificado como per-
sona riesgosa para viajar en avión. Creo que con fundamento.
Sin duda, usted tiene más, digamos… historia que las demás
personas que hay aquí. Estoy tentado a dejarlo encerrado hasta
el juicio, sin importar el monto de la fianza que sus padres es-
tén dispuestos a pagar.
Mi abogada comenzó a decir algo, pero el juez la silenció con
una mirada. Se frotó los ojos.
—¿Tiene algo que decir?
—Tuve la oportunidad de escapar —le dije—. La semana pas-
ada. Alguien me ofreció llevarme lejos, sacarme de la ciudad,
ayudarme a asumir una nueva identidad. Pero yo le robé el
teléfono, escapé del camión y salí corriendo. Entregué el telé-
fono, que contenía evidencia sobre mi amigo Darryl Glover, a
una periodista y me escondí aquí, en la ciudad.
—¿Robó un teléfono?
—Decidí que no podía fugarme. Que tenía que enfrentar a la
justicia… que mi libertad no valía nada si era un prófugo, si la
ciudad continuaba bajo el control del DSI. Si mis amigos
seguían encerrados. Para mí, esa libertad no era tan importante
como liberar a mi país.
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—Pero robó un teléfono.


Asentí. —Sí. Tengo planeado devolverlo, si alguna vez en-
cuentro a la joven en cuestión.
—Muy bien, gracias por su discurso, Sr. Yallow. Es un
muchacho que sabe hablar muy bien. —Miró al fiscal echando
fuego por los ojos—. Algunos dirían que también es un
muchacho muy valiente. Esta mañana, en los noticieros, se vio
cierto video que sugiere que usted tenía una razón legítima
para evadir a las autoridades. Considerando eso, y su pequeño
discurso, le concederé la fianza, pero también le pediré al fiscal
que añada a la lista un cargo de delito menor por hurto… por el
asunto del teléfono. Agregaré otros u$s 50.000 de fianza por
ese hecho.
Volvió bajar el martillo y mi abogada me apretó la mano.
El juez me miró otra vez desde arriba y se reacomodó las ga-
fas. Tenía caspa en los hombros de la toga. Dijo unas palabras
más cuando sus gafas tocaron su cabello hirsuto, enrulado.
—Ya puede irse, joven. No se meta en problemas.

***

Me volví para marcharme y alguien se lanzó sobre mí. Era


papá. Literalmente, me levantó en el aire, abrazándome tan
fuerte que me crujieron las costillas. Me abrazó como yo re-
cordaba que me abrazaba cuando era un niño pequeño, cuando
me hacía girar y girar en esos juegos de avión risueños, que me
provocaban náuseas y que terminaban con él arrojándome
hacia arriba y atrapándome y estrechándome como lo hacía
ahora, tan fuerte que casi dolía.
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Un par de manos más suaves de arrebataron suavemente de


sus brazos. Mamá. Por un momento, me sostuvo de las manos,
a un brazo de distancia, buscando algo en mi rostro, sin decir
nada, con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Sonrió,
comenzó a sollozar y luego también me abrazó. Los brazos de
papá nos rodearon a los dos.
Cuando nos soltamos, finalmente logré decir algo.
—¿Darryl?
—Me encontré con su padre en otro sitio. Está en el hospital.
—¿Cuándo puedo verlo?
—Es nuestro próximo destino —dijo papá. Estaba acongo-
jado—. Darryl no puede… —Se interrumpió—. Dicen que se re-
cuperará —agregó con la voz ahogada.
—¿Y Ange?
—Su mamá la llevó a casa. Quería esperarte aquí, pero…
Comprendí. Ahora me sentía lleno de comprensión hacia to-
do lo que debieron sentir las familias de todos los que habían
estado encarcelados. El tribunal estaba colmado de lágrimas y
abrazos que ni los alguaciles podían detener.
—Vamos a ver a Darryl —dije—. ¿Y me prestas el teléfono?
Llamé a Ange camino al hospital donde tenían a Darryl —el
San Francisco General, calle abajo de donde estábamos— y
quedamos en vernos después de cenar. Ange me hablaba rápi-
damente, en un susurro. Su mamá no estaba segura de si debía
castigarla o no y Ange no quería tentar al destino.
Había dos policías estatales en el corredor de la habitación de
Darryl. Contenían a una legión de periodistas que se paraban
en puntas de pie para mirar y tomar fotos. Los flashes ex-
plotaron frente a nuestros ojos como luces estroboscópicas y
sacudí la cabeza para despejarme. Mis padres me habían traído
ropa limpia y me había cambiado en el asiento trasero del
411/438

coche, pero todavía me sentía sucio, aunque me había frotado


con fuerza en el baño del tribunal.
Algunos periodistas pronunciaron mi nombre. Ah, sí, cierto…
ahora era famoso. Los policías también me miraron: reconoci-
eron mi cara, o bien mi nombre cuando los periodistas me
llamaron.
El padre de Darryl se reunió con nosotros en la puerta de la
habitación, hablando en murmullos muy bajos para que los
periodistas no escucharan. Llevaba puesta ropa de civil, los
jeans y el suéter que yo normalmente lo veía usar cuando
pensaba en él, pero tenía las insignias militares abrochadas en
el pecho.
—Está dormido —dijo—. Despertó hace un rato y comenzó a
llorar. No podía detenerse. Le dieron algo para ayudarlo a
dormir.
Nos hizo entrar y allí estaba Darryl, con el cabello limpio y
peinado, durmiendo con la boca abierta. Tenía algo blanco en
las comisuras de la boca. Era una habitación semi privada y en
la otra cama había un sujeto mayor, de aspecto árabe, de unos
40 años. Lo reconocí como el que estaba encadenado a mí
cuando salimos de Treasure Island. Nos saludamos con la
mano, algo avergonzados.
Después me dediqué a Darryl. Lo tomé de la mano. Tenía las
uñas comidas hasta la raíz. Siempre se mordía las uñas cuando
era niño, pero abandonó el hábito cuando entramos en la
secundaria. Creo que Van lo convenció; le dijo que era de-
sagradable que tuviera los dedos en la boca todo el tiempo.
Escuché que mis padres y el padre de Darryl se retiraban y
cerraban las cortinas a nuestro alrededor. Puse mi cara junto a
la de mi amigo, sobre la almohada. Tenía una barba despareja,
desgreñada, que me recordó a Zeb.
412/438

—Eh, D —dije—. Lo lograste. Te vas a recuperar.


Roncó un poco. Casi le digo “Te amo”, una frase que le había
dicho a una sola persona que no pertenecía a mi familia, una
frase que sonaba rara cuando se la decías a otro hombre. Al fi-
nal, sólo le apreté la mano otra vez. Pobre Darryl.
Epílogo

Barbara me citó en su oficina el fin de semana del 4 de julio.


No fui el único que trabajó durante el feriado, pero sí el único
cuya excusa fue que el programa de libertad diurna no lo dejaba
salir de la ciudad.
Finalmente, me declararon culpable de robar el teléfono de
Masha. ¿Puedes creerlo? La fiscalía negoció con mi abogada:
retiraban los cargos de “terrorismo electrónico” e “incitación a
la violencia” a cambio de que me declarara culpable del hurto.
Me dieron tres meses de libertad diurna y me pusieron en un
centro de rehabilitación para delincuentes juveniles de Mission.
Dormía en ese lugar, compartiendo habitación con un puñado
de criminales genuinos, pandilleros, drogones y un par que es-
taban locos en serio. Durante el día tenía “libertad” para salir y
presentarme en mi “trabajo”.
—Marcus, van a soltarla —dijo Barbara.
—¿A quién?
—A Johnstone, Carrie Johnstone —dijo—. El tribunal militar
a puertas cerradas la eximió de toda culpa. El expediente está
cerrado. La pondrán nuevamente en actividad. La enviarán a
Irak.
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Carrie Johnstone era el nombre de Pelo Corto. Lo revelaron


en las audiencias preliminares del Tribunal Superior de Califor-
nia, pero eso fue todo lo que revelaron. No quiso declarar una
palabra acerca de quiénes le daban las órdenes, de lo que ella
había hecho, a quiénes habían encarcelado y por qué. Se limitó
a sentarse en el tribunal, perfectamente callada, día tras día.
Los federales, mientras tanto, se pusieron a bravuconear y a
gritar por el cierre “unilateral e ilegal” de las instalaciones de
Treasure Island ordenado por el Gobernador y por la expulsión
de los policías federales de San Francisco ordenada por el Al-
calde. Muchos de esos policías acabaron en prisiones estatales,
junto con los guardias de Guantánamo de la Bahía.
La Casa Blanca no hacía declaraciones; tampoco el Capitolio
Estatal. Y entonces, un día, se llevó a cabo una conferencia de
prensa seca, tensa, conjunta, en la escalinata de la mansión del
Gobernador, donde el jefe del DSI y el Gobernador anunciaron
su “acuerdo”.
El DSI dispondría que un tribunal militar, a puertas cerra-
das, investigara los “posibles errores de criterio” en los que se
había incurrido luego del ataque al Puente de la Bahía. El
tribunal echaría mano de todas las herramientas a su alcance
para asegurar el castigo apropiado de todos los actos crim-
inales. A cambio, el Senado Estatal pasaría a controlar las op-
eraciones del DSI en California, con el poder de vetar, inspec-
cionar o establecer nuevas prioridades en todo lo referido a las
medidas de seguridad interior del estado.
El clamor de los periodistas fue ensordecedor y Barbara fue
la primera en preguntar.
—Sr. Gobernador, con todo el respeto que se merece:
tenemos evidencias incontrovertibles, en video, que indican
que Marcus Yallow, ciudadano nativo de este estado, fue
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sometido a una ejecución simulada por parte de oficiales del


DSI que aparentemente obedecían órdenes de la Casa Blanca.
¿El estado realmente está dispuesto a abandonar toda pre-
tensión de justicia para sus ciudadanos frente a la tortura ilegal
y brutal? —Le tembló la voz, pero no se quebró.
El Gobernador abrió los brazos.
—Los tribunales militares impondrán justicia. Si el Sr. Yallow
o cualquier otra persona con motivos para incriminar al De-
partamento de Seguridad Interior desean más justicia, tienen
derecho, por supuesto, a demandar al gobierno federal por los
daños y perjuicios que correspondan.
Eso fue lo que hice. Se presentaron más de veinte mil deman-
das civiles contra el DSI durante la semana posterior al anuncio
del Gobernador. La ACLU manejaba la mía y había presentado
un petitorio para acceder a las sentencias de la corte marcial.
Hasta ahora, los jueces habían simpatizado bastante con
nosotros.
Pero yo no esperaba esto.
—¿La eximieron completamente?
—El comunicado de prensa no dice mucho. “Después de un
minucioso examen de los acontecimientos ocurridos en San
Francisco y en el centro especial de detención antiterrorista de
Treasure Island, es decisión de este tribunal que los actos de la
Srta. Johnston no ameritan mayores sanciones disciplinarias”.
Esa palabra, “mayores”… como si ya la hubieran castigado.
Resoplé. Desde mi liberación de Guantánamo de la Bahía,
soñaba con Carrie Johnston casi todas las noches. Veía su
rostro flotando sobre el mío… su sonrisa socarrona mientras le
decía al hombre que me diera “de beber”.
—Marcus… —dijo Barbara, pero yo la interrumpí.
416/438

—Está bien, está bien. Voy a filmar un video de esto. Lo pub-


licaré el fin de semana. Los lunes son los mejores días para los
videos virales. Todos volverán del fin de semana del feriado,
buscando algo divertido para enviar a todos los de la escuela o
la oficina.
Estaba viendo a un siquiatra dos veces por semana, como
parte de mi acuerdo con el centro de rehabilitación. Una vez
que superé la idea de que se trataba de una especie de castigo,
me pareció bien. Me ayudaba a concentrarme en hacer cosas
constructivas cuando estaba alterado, en lugar de carcomerme
por dentro. Los videos ayudaban.
—Tengo que irme —dije, tragando saliva con fuerza para
evitar que mi voz delatara mis emociones.
—Cuídate, Marcus —dijo Barbara.

***

Ange me abrazó desde atrás cuando colgué el teléfono.


—Acabo de leerlo en la red —dijo. Leía un millón de resú-
menes de noticias, detectándolos con un lector de titulares que
sorbía los artículos ni bien circulaban por los cables. Era
nuestra blogger oficial y era buena. Recortaba las notas interes-
antes y las ponía en línea como un cocinero de minutas entrega
pedidos de desayunos.
Me di vuelta en sus brazos para abrazarla de frente. La ver-
dad, no habíamos trabajado mucho ese día. No me dejaban es-
tar fuera del correccional después de la cena y ella no podía vis-
itarme allí. Nos veíamos en la oficina, pero generalmente había
mucha gente alrededor, por lo que nuestros mimos eran algo
indirectos. Estar solos en la oficina todo un día era demasiada
417/438

tentación. Hacía un calor bochornoso, además, lo que signi-


ficaba que ambos vestíamos camisetas sin mangas y pantalones
cortos: mucho contacto de piel mientras trabajábamos uno
junto al otro.
—Voy a filmar un video —dije—. Quiero publicarlo hoy.
—Bien —dijo ella—. Hagámoslo.
Ange leyó el comunicado de prensa. Yo hice un pequeño
monólogo y lo sincronicé con la famosa filmación de mí en la
cura de agua, con la mirada de desesperación bajo la rigurosa
luz de la cámara, con las lágrimas que me corrían por la cara,
con el pelo enredado y con manchas de vómito.
—Este soy yo. Estoy en una cura de agua. Me están tortur-
ando con una ejecución simulada. La tortura está supervisada
por una mujer llamada Carrie Johnston. Trabaja para el gobi-
erno. Tal vez la recuerden por este video.
Pasé al video de Johnston y Kurt Rooney.
—Aquí está Johnston con el Secretario de Estado, Kurt
Rooney, jefe de estrategia del Presidente.
La nación no quiere a esa ciudad. Desde su punto de vista, es
una Sodoma y Gomorra de maricas y ateos que merecen pudri-
rse en el infierno. La única razón por la que el país se ocupa de
lo que piensan en San Francisco es que tuvieron la buena fortu-
na de explotar por los aires gracias a unos terroristas islámicos.
—Rooney está hablando de la ciudad donde vivo. Según el úl-
timo recuento, 4215 vecinos míos murieron el día que él men-
ciona. Pero algunos de ellos pueden no haber muerto. Algunos
de ellos desaparecieron en la misma prisión donde me tortur-
aron. Algunos padres, madres, hijos y amantes, hermanos y
hermanas nunca volverán a ver a sus seres queridos, porque
fueron encarcelados secretamente en una prisión ilegal, aquí
mismo, en la Bahía de San Francisco. Los enviaron al
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extranjero. Todo eso quedó registrado meticulosamente, pero


Carrie Johnston tiene las claves de encriptación.
Corté a una imagen de Carrie Johnston, la filmación de ella
sentada a la mesa de reuniones con Rooney, riendo.
Corté a la imagen del arresto de Johnston.
—Cuando la arrestaron, pensé que se haría justicia a favor de
toda esa gente que ella quebró e hizo desaparecer. Pero in-
tervino el Presidente —corté a una imagen fija de él, riendo y
jugando al golf durante una de sus muchas vacaciones— y tam-
bién su Jefe de Estrategia —y ahora se veía una foto de Rooney,
estrechando la mano de un infame líder terrorista que antes
había estado de nuestro lado—. La enviaron a una corte marcial
a puertas cerradas y ahora ese tribunal la ha exonerado. Por al-
gún motivo, consideraron que no había nada de malo en todo
esto.
Puse un fotomontaje, cientos de fotografías de prisioneros en
sus celdas, que Barbara había publicado en el sitio del Bay
Guardian el día de nuestra liberación.
—Nosotros elegimos a estas personas. Nosotros les pagamos
el sueldo. Se supone que tienen que estar de nuestro lado. Se
supone que tienen que defender nuestras libertades. Pero estas
personas —y allí una serie de fotos de Johnston y los demás que
habían enviado a juicio— traicionaron nuestra confianza.
Faltan cuatro meses para las elecciones. Es mucho tiempo. Su-
ficiente para que cada uno de ustedes salga a buscar a cinco
vecinos, cinco personas que hayan renunciado a votar porque
su elección es “ninguno de los anteriores”.
»Hablen con sus vecinos. Háganlos prometer que irán a vo-
tar. Háganlos prometer que recuperarán el país de manos de
los torturadores y los matones. De los que se reían de mis
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amigos que yacían en sus tumbas, en el fondo del puerto.


Háganlos prometer que ellos también hablarán con sus vecinos.
»Muchos de nosotros votamos por “ninguno de los anteri-
ores”. No sirve. Hay que elegir… elegir la libertad.
»Me llamo Marcus Yallow. Me torturó mi propio país, pero
todavía me gusta estar aquí. Tengo diecisiete años. Quiero cre-
cer en un país libre. Quiero vivir en un país libre.
Fundí al logo del sitio web. Ange lo había construido con ay-
uda de Jolu, que nos consiguió más hosting gratuito de Pigs-
pleen del que podríamos necesitar.
La oficina era un sitio interesante. Técnicamente, nos
llamábamos Coalición de Votantes por una Norteamérica Libre,
pero todos nos decían los Xnet. La organización —sin fines de
lucro— había sido co-fundada por Barbara y algunos de sus
amigos abogados, inmediatamente después de la liberación de
Treasure Island. Los fondos provinieron del aporte de algunos
millonarios de la tecnología que no podían creer que un puñado
de jóvenes hackers hubieran derrotado al DSI. A veces, nos
pedían que fuéramos al sur de la península, a Sand Hill Road,
donde estaban los inversores de riesgo, para dar charlas sobre
la tecnología Xnet. Había algo así como un trillón de nuevos
emprendimientos tratando de hacer dinero en la Xnet.
Como sea, yo no tenía por qué involucrarme en eso. Me con-
seguí un escritorio y una oficina con escaparate en la calle
Valencia, donde regalábamos discos del ParanoidXbox y
hacíamos talleres para enseñar a construir mejores antenas de
WiFi. Una sorprendente cantidad de gente común pasaba por
allí para dejar donaciones personales, tanto de hardware (el
ParanoidLinux se puede ejecutar en casi cualquier cosa, no sólo
en las Xbox Universal) como de dinero en efectivo. Nos
adoraban.
420/438

El gran plan era lanzar nuestro propio JRA en septiembre,


justo a tiempo para las elecciones, y completar el paquete in-
scribiendo votantes y llevándolos a las urnas. Sólo el 42% de los
norteamericanos se había presentado a los comicios en la úl-
tima elección; los que no votaban eran la gran mayoría. Yo
seguía intentando incorporar a Darryl y a Van en alguna de
nuestras sesiones de planeamiento, pero Van insistía en que
eran totalmente anti-románticas. Darryl no me hablaba mucho,
aunque me enviaba largos correos sobre casi cualquier tema
que no fuera Van, el terrorismo o la prisión.
Ange me apretó la mano.
—Dios, odio a esa mujer —dijo.
Asentí. —Otra porquería más que este país le ha hecho a Irak
—dije—. Si la enviaran a mi ciudad, probablemente yo también
me volvería terrorista.
—Ya la enviaron a tu ciudad, y te volviste terrorista.
—Es cierto —dije.
—¿Irás a la audiencia de la Sra. Gálvez el lunes?
—Totalmente.
Había presentado a Ange y a la Sra. Gálvez unas semanas
antes, cuando mi ex-profesora me invitó a cenar. El sindicato
de docentes le había conseguido una audiencia con el Consejo
del Distrito Escolar Unificado para defender su moción de re-
cuperar su antiguo empleo. Decían que Fred Benson abandon-
aría por un rato su (anticipado) retiro para testificar contra ella.
Yo estaba ansioso de verla de nuevo.
—¿Quieres comer un burrito?
—Totalmente.
—Buscaré mi salsa picante —dijo ella.
Revisé mi correo una vez más… mi cuenta de Pirate Party,
donde aún entraban con cuentagotas algunos mensajes de
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viejos usuarios de la Xnet que aún no habían descubierto mi


dirección de la Coalición de Votantes.
El último mensaje provenía de una dirección de correo de-
sechable, creada con uno de los nuevos anonimizadores
brasileros.
> La encontré, gracias. No me dijiste que estaba tan bu3n4.
—¿Quién te envió eso?
Me reí. —Zeb —dije—. ¿Te acuerdas de Zeb? Le di el correo
de Masha. Supuse que, ya que ambos están en la clandestinid-
ad, no vendría mal presentarlos.
—¿Y él piensa que Masha es bonita?
—Dale un respiro. Es obvio que su mente está obnubilada por
las circunstancias.
—¿Y la tuya?
—¿La mía?
—Sí… ¿tu mente también quedó obnubilada por las
circunstancias?
Sostuve a Ange a un brazo de distancia y la miré de arriba
abajo, de abajo arriba. La tomé de las mejillas y la miré a través
de sus gafas de marco grueso; miré sus ojos grandes, traviesos,
oblicuos. Le acaricié el cabello con los dedos.
—Ange, nunca he pensado con más claridad en toda mi vida.
Entonces ella me besó, y yo la besé, y pasó un rato antes de
que saliéramos a comprar burritos.

FIN
Comentarios

Comentario final de Bruce Schneier

Soy un tecnólogo de la seguridad. Me ocupo de que la gente esté a salvo.


Pienso en sistemas de seguridad y en cómo violarlos. Después, en cómo
volverlos más seguros. Sistemas de seguridad informáticos. Sistemas de vi-
gilancia. Sistemas de seguridad para aviones, máquinas para votar, chips
RFID y todo lo demás.
Cory me invitó a estar presente en las últimas páginas de su libro porque
quería que te contara que la seguridad es divertida. Es increíblemente diver-
tida. Es el gato y el ratón: quién de los dos es más inteligente; el cazador
versus la presa. Creo que es el trabajo más divertido que es posible tener. Si
te resultó divertido leer que Marcus fue más inteligente que las cámaras de
reconocimiento de andadura al colocarse guijarros en los zapatos, piensa en
cuánto más te divertiría ser la primera persona del mundo a la que se le hu-
biera ocurrido hacerlo.
Trabajar en seguridad significa saber mucho de tecnología. Podría signifi-
car saber de computadoras y redes, de cámaras y de cómo funcionan, o de la
química que se usa para detectar bombas. Pero, en realidad, la seguridad es
un estado mental. Es un modo de pensar. Marcus es un gran ejemplo de ese
modo de pensar. Siempre está buscando las formas en que un sistema de se-
guridad puede fallar. Apuesto a que no puede entrar en una tienda sin
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pensar en cómo robarse algo. No porque quiera hacerlo (hay una diferencia
entre saber violar un sistema de seguridad y violarlo en la práctica), sino
para descubrir cómo lograrlo.
Así pensamos los de seguridad. Estamos constantemente observando a
los sistemas de seguridad y pensando en cómo sortearlos; no podemos
evitarlo.
Este modo de pensar es primordial, sin importar de qué lado de la segur-
idad estés. Si te contratan para construir una tienda a prueba de rateros, lo
mejor es saber cómo roban los rateros. Si estás diseñando un sistema de cá-
maras para detectar formas de caminar individuales, lo mejor es que preveas
que la gente puede ponerse piedras en los zapatos. Porque, si no lo haces, no
vas a diseñar nada bueno.
Entonces, cuando andes por ahí durante el día, tómate un momento para
observar los sistemas de seguridad que te rodean. Mira las cámaras de las
tiendas donde haces las compras (¿previenen el crimen o sólo lo ahuyentan
hacia la tienda de al lado?). Observa cómo opera un restaurante (si uno paga
después de comer ¿por qué no hay más gente que se va sin pagar?). Presta
atención a la seguridad de un aeropuerto (¿cómo podrías subir a un avión
con un arma encima?). Examina lo que hace un cajero de banco (la segurid-
ad de un banco está diseñada para evitar que los cajeros roben, tanto como
para evitar que robes tú). Contempla con atención un hormiguero (los insec-
tos saben mucho de seguridad). Lee la Constitución y notarás la cantidad de
medidas de seguridad que proporciona al pueblo para defenderse del gobi-
erno. Observa los semáforos, los cerrojos de las puertas y todos los sistemas
de seguridad que aparecen en la televisión y en el cine. Deduce cómo fun-
cionan, contra qué amenazas protegen y no protegen, cómo pueden fallar y
cómo se pueden explotar.
Pasa un tiempo haciendo esto y pronto descubrirás que piensas el mundo
de otra manera. Comenzarás a notar que muchos de los sistemas de segurid-
ad que andan por ahí no hacen verdaderamente lo que afirman que hacen y
que gran parte de nuestra seguridad nacional es un desperdicio de dinero.
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Comprenderás que la privacidad es esencial para que haya seguridad, que no


es su antónimo. Dejarás de preocuparte por las cosas que preocupan a otros
y empezarás a preocuparte por cosas que a los demás ni se les cruzan por la
mente.
A veces, notarás algo acerca de la seguridad que nunca se le ha ocurrido a
nadie. Puede que inventes una nueva manera de violar un sistema de segur-
idad. El phishing (suplantación de identidad) se inventó hace unos pocos
años.
Con frecuencia, me sorprendo de lo fácil que es violar algunos sistemas de
seguridad muy bonitos y renombrados. Hay muchas razones para que eso
suceda, pero la más importante es la imposibilidad de demostrar que algo es
seguro. Lo único que puedes hacer es intentar violarlo; si fracasas, sabes que
es lo bastante seguro como para impedir que tú entres. ¿Pero qué pasa si
viene alguien más inteligente que tú? Cualquier persona puede diseñar un
sistema de seguridad que ella misma no puede violar.
Piénsalo un segundo, porque no es obvio. Nadie está capacitado para an-
alizar sus propios diseños de seguridad, porque el diseñador y el analista
serían la misma persona, con las mismas limitaciones. La seguridad debe ser
analizada por otro, porque tiene que protegernos contra lo que no se les
ocurrió a los diseñadores.
Esto implica que todos tenemos que analizar la seguridad diseñada por
otras personas. Con sorprendente frecuencia, uno logra violarla. Las hazañas
de Marcus no son nada del otro mundo: son cosas que pasan todos los días.
Entra en la red y busca “bump key” o “Bic pen Kryptonite lock”; encontrarás
un par de historias realmente interesantes sobre sistemas de seguridad
aparentemente fuertes, derrotados con tecnología bastante básica.
Y, cuando descubras algo así, asegúrate de publicarlo en alguna parte de
la Internet. Secreto y seguridad no son sinónimos, aunque lo parezca. Sólo la
mala seguridad se basa en el secreto; la buena seguridad funciona aunque
todos sus detalles sean públicos.
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Publicar las vulnerabilidades obliga a los diseñadores de seguridad a


crear mejores sistemas y nos convierte en mejores consumidores de segurid-
ad. Si compras una traba de bicicleta Kryptonite y puedes abrirla con un
bolígrafo Bic no obtienes mucha seguridad a cambio de tu dinero. Del
mismo modo, si un grupo de jovencitos inteligentes puede vencer la tecnolo-
gía antiterrorista del DSI, significa que esa tecnología no funcionará muy bi-
en cuando tenga que lidiar con terroristas de verdad.
Entregar tu privacidad a cambio de seguridad ya es bastante estúpido; no
obtener verdadera seguridad en esa transacción lo es aún más.
Entonces, cierra este libro y sal a la calle. El mundo está lleno de sistemas
de seguridad. Ve a hackear alguno.

Comentario final de Andrew


“Bunnie” Huang, hacker de la Xbox

Los hackers son exploradores, pioneros digitales. Está en la naturaleza del


hacker cuestionar las convenciones y ser tentado por los problemas intrinca-
dos. Para un hacker, los sistemas complejos son como un deporte; un efecto
colateral de todo esto es la afinidad natural que siente un hacker por los
problemas que tienen que ver con la seguridad. La sociedad es un sistema
amplio y complejo y, por cierto, no se salva de sufrir hackeos. Como res-
ultado, frecuentemente se estereotipa a los hackers como iconoclastas y
marginados sociales, gente que desafía las normas de la sociedad sólo por el
gusto de desafiarlas. Cuando hackeé la Xbox en 2002, mientras estudiaba en
el MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets), no lo hice por rebelde ni
para hacer daño; estaba siguiendo un impulso natural, el mismo impulso
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que me motivaba a reparar una iPod estropeada o a explorar los tejados y


túneles del MIT.
Por desgracia, la combinación de no cumplir con las normas sociales y de
conocer cosas “amenazadoras”, como saber leer el RFID de una tarjeta de
crédito o abrir cerrojos, hace que algunos les tengan miedo a los hackers. Sin
embargo, la motivación de un hacker típico es tan simple como decir “Soy
ingeniero porque me gusta diseñar cosas”. A menudo, la gente me pregunta:
“¿Por qué hackeaste el sistema de seguridad de la Xbox?”. Y mi respuesta es
sencilla: primero, porque las cosas que yo compro son mías. Si alguien
puede ordenarme qué programas puedo y no puedo usar en mi hardware,
entonces no es mío. Segundo, porque existe. Es un sistema con la complejid-
ad suficiente para convertirse en un buen deporte. Fue una gran distracción
en las noches en que me quedaba hasta tarde trabajando en mi doctorado.
Tuve suerte. Como era un graduado del MIT cuando hackeé la Xbox, la
actividad quedó legitimada ante los ojos de las personas adecuadas. Sin em-
bargo, el derecho a hackear no debería concederse sólo a los académicos. Me
inicié como hacker cuando era apenas un niño de escuela primaria, desar-
mando todos los aparatos electrónicos que caían en mis manos, para dis-
gusto de mis padres. Mis lecturas incluían libros sobre modelismo de cohet-
ería, artillería, armas nucleares y fabricación de explosivos… libros que
saqué de la biblioteca de mi escuela (creo que la Guerra Fría influyó en la se-
lección de libros a incorporar en las escuelas públicas). También jugaba
bastante con fuegos artificiales ad-hoc y vagaba por las obras en construc-
ción a cielo abierto de las casas que se hacían en mi vecindario del Medio
Oeste. Aunque no eran cosas muy recomendables de hacer, fueron experien-
cias importantes que viví hasta la mayoría de edad. Crecí como un libre-
pensador, gracias a la tolerancia social y a la confianza de mi comunidad.
Los sucesos actuales no han sido tan amables con los aspirantes a hack-
ers. Hermano Menor nos muestra cómo llegar desde el sitio donde nos en-
contramos hoy a un mundo donde la tolerancia social por el pensamiento
novedoso y libre está completamente muerta. Un suceso reciente resalta con
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precisión lo cerca que estamos de cruzar la línea y entrar en el mundo de


Hermano Menor. Tuve la fortuna de leer uno de los primeros borradores de
Hermano Menor en noviembre de 2006. Pulsemos el avance rápido y pase-
mos a dos meses después, hacia finales de enero de 2007, cuando la policía
de Boston descubrió unos presuntos dispositivos explosivos y clausuró la
ciudad por un día. Los dispositivos resultaron ser unas placas de circuitos
con lámparas LED que se encendían y apagaban, que promocionaban un
programa de Cartoon Network. Los artistas que habían instalado ese graffiti
urbano fueron detenidos como sospechosos de terroristas y finalmente acus-
ados de felonía; los productores del canal tuvieron que desembolsar dos mil-
lones de dólares para evitar el juicio y el director de Cartoon Network tuvo
que renunciar.
¿Los terroristas ya ganaron? ¿Nos hemos rendido al miedo, tanto que los
artistas, los que practican un hobby, los hackers, los iconoclastas o quizás un
grupo de adolescentes sin pretensiones que juegan al Loca Diversión en Ha-
rajuku pueden ser imputados de terroristas de manera tan trivial?
Hay un término que denomina esta disfunción: se llama enfermedad
autoinmune, que es cuando el sistema de defensa de un organismo se pasa
tanto de revoluciones que no logra reconocerse a sí mismo y ataca a sus
propias células. En última instancia, el organismo se autodestruye. En este
momento, los EE. UU. están al borde de sufrir el shock anafiláctico de sus
propias libertades y necesitamos inocularnos contra eso. La tecnología no
cura esta paranoia; de hecho, puede aumentarla: nos convierte en prisioner-
os de nuestros propios aparatos. Coercionar a millones de personas para que
se quiten hasta la ropa interior y hacerlas pasar desnudas por detectores de
metales todos los días tampoco es una solución. Sólo sirve para recordarle
diariamente a la población que hay motivos para tener miedo, mientras que,
en la práctica, la barrera que provee para defenderse de un determinado ad-
versario es muy endeble.
La verdad es que no podemos contar con que otra persona nos haga sentir
libres y que no vendrá un M1k3y a salvarnos cuando llegue el día en que
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nuestras libertades se pierdan por culpa de la paranoia. Porque M1k3y está


dentro de ti y de mí. Hermano Menor es un recordatorio de que, sin impor-
tar lo impredecible que sea el futuro, no ganamos libertad usando sistemas
de seguridad, criptografía, interrogatorios y redadas. Ganamos libertad
cuando tenemos el coraje y la convicción de vivir libremente todos los días y
cuando actuamos como una sociedad libre, sin importar lo grandes que sean
las amenazas que asoman en el horizonte.
Sé como M1k3y: sal por la puerta y atrévete a ser libre.
Bibliografía

Ningún escritor crea de la nada; todos hacemos lo que Isaac


Newton llamó “pararse sobre los hombros de los gigantes”.
Pedimos prestado, sustraemos y remixamos el arte y la cultura
generados por los que nos rodean y por nuestros antepasados
literarios.
Si te gustó este libro y quieres saber más, hay infinidad de fuentes para
consultar, en línea y en la biblioteca o librería de tu localidad.
El hackeo (Hacking) es un gran tema. Toda la ciencia se basa en comuni-
car a los demás lo que has hecho, para que puedan verificarlo, aprenderlo y
mejorarlo, y el hackeo es un proceso igual, de modo que hay muchas cosas
publicadas sobre el tema.
Comienza con
Hacking the Xbox, de Andrew “Bunnie” Huang (No Starch Press, 2003), un
libro maravilloso que te cuenta la historia de cómo Bunnie, estudiante del
MIT en ese entonces, aplicó la ingeniería inversa en los mecanismos anti-
hackers de la Xbox y abrió el camino para posibilitar todos los geniales hack-
eos a esa plataforma que vinieron después. Al tiempo que te cuenta la histor-
ia, Bunnie también escribe una especie de Biblia de la ingeniería inversa y el
hackeo de hardware.
Secrets and Lies
(Wiley, 2000) y
Beyond Fear
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(Copernicus, 2003) de Bruce Schneier, son los mejores textos para legos que
te ayudan a entender la seguridad y a pensar en ella críticamente, mientras
que su
Applied Criptography(Wiley, 1995) sigue siendo una fuente autorizada para
comprender la criptografía. Bruce lleva un excelente blog y lista de correo en
www.schneier.com/blog. La criptografía y la seguridad pertenecen al reino
de los aficionados talentosos y el movimiento cypherpunk está lleno de chi-
cos, constructores de casas, padres, abogados y cualquier clase de persona
que existe, que desafían los protocolos de seguridad y los cifrados.
Hay varias revistas grandiosas dedicadas a este tema, pero las dos me-
jores son
2600: The Hacker Quarterly, que está repleta de seudónimos y de relatos de
gente que alardea de sus hackeos exitosos, y
MAKE magazine, de O’Reilly, que ofrece excelentes instrucciones para fabri-
car tu propio hardware en casa.
El mundo de la red desborda de material sobre el tema, claro.
Freedom to Tinker
(www.freedom-to-tinker.com), de Ed Felten y Alex J. Halderman, es un blog
que llevan estos dos fantásticos profesores de ingeniería de Princeton, que
escriben con lucidez sobre seguridad, dispositivos espías, tecnología anti-
copiado y criptografía.
No te pierdas
Feral Robotics
de Natalie Jeremijenko. Natalie y sus alumnos reprograman los perros ro-
bots de juguete de Toys-R-Us y los convierten en agresivos detectores de de-
sechos tóxicos. Los sueltan en los espacios verdes públicos donde las
grandes corporaciones han arrojado su basura y demuestran frente a los me-
dios la toxicidad del suelo.
Como muchos de los hackeos de este libro, el tema de tunelear los DNS es
real. Dan Kaminsky, experto en túneles de la primera hora, publicó detalles
en 2004 (www.doxpara.com/bo2004.ppt).
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El gurú del “periodismo ciudadano” es Dan Gillmor, que actualmente


maneja un Centro de Medios Ciudadanos en Harvard y en la Universidad de
Berkeley. También ha escrito un maravilloso libro sobre el tema:
We, the media
(O’Reilly, 2004).
Si quieres aprender más sobre el hackeo de RFID, comienza con el
artículo de Annalee Newitz, publicado en la revista
Wired
y titulado
The RFID hacking underground
.
Everyware(New Riders Press, 2006), de Adam Greenfield, es un libro espe-
luznante acerca de los peligros de vivir en un mundo de RFID.
El Fab Lab del MIT (www.fab.cba.mit.edu), dirigido por Neal Gershen-
feld, está hackeando las primeras “impresoras 3D” del mundo, reales y
baratas, que pueden aumentar el volumen de cualquier objeto que puedas
soñar. Esto está documentado en el excelente libro de Gershenfeld sobre el
tema,Fab(Basic Books, 2005).
Shaping Things
(MIT Press, 2005), de Bruce Sterling, muestra cómo los RFID y los circuitos
integrados pueden utilizarse para forzar a las empresas a fabricar productos
que no envenenen el planeta.
Hablando de Bruce Sterling, escribió también el primer libro de excelen-
cia acerca de los hackers y la ley,
The hacker crackdown
(Bantam, 1993), que también fue el primer libro publicado en Internet al
mismo tiempo que en papel. Las copias abundan; se puede conseguir una
enstuff.mit.edu/hacker/hacker.html. La lectura de este libro me llevó hasta
la Electronic Frontier Foundation (Fundación Frontera Electrónica), donde
tuve el privilegio de trabajar durante cuatro años.
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Esta Fundación es una organización sin fines de lucro con membresías ac-
cesibles hasta para estudiantes. Invierten el dinero que obtienen de los par-
ticulares en hacer de la Internet un lugar donde se respetan las libertades
personales, la libertad de opinión, la justicia y todo lo que incluye la Declara-
ción de Derechos. Son los luchadores por la libertad en Internet más efect-
ivos que existen y tú puedes unirte a su causa tan solo registrándote en su
lista de correo y escribiéndoles a los funcionarios que has elegido con tu voto
para quejarte cada vez que están pensando en vender tu libertad en nombre
de la lucha contra el terrorismo, la piratería, la mafia o cualquier otro “cuco”
que capte su atención del momento. La Fundación también ayuda a manten-
er a
TOR, The Onion Router
(el Router Cebolla), que es una tecnología real que puedes utilizar ahora
mismo para evadir la censura de los firewalls del gobierno, las escuelas o las
bibliotecas (www.tor.eff.org).
El sitio web de la Fundación (www.eff.org) es enorme y profundo; con-
tiene información asombrosa que apunta al público en general, al igual que
la que puedes encontrar en
www.aclu.org
(American Civil Rights Union - Unión Americana por los Derechos Civiles),
en
www.publicknowledge.org, enwww.freeculture.org
y en
www.creativecommongs.org, que también merecen tu apoyo. FreeCulture es
un movimiento estudiantil internacional que recluta activamente a jóvenes
dispuestos a fundar subsidiarias en sus escuelas y universidades. Es una ex-
celente forma de participar y de marcar una diferencia.
Muchos sitios web contienen crónicas de la lucha por las ciberlibertades,
pero muy pocos tienen el nivel de Slashdot (Barrapunto,
www.slashdot.org), cuyo lema es “Noticias para Nerds, Asuntos que Import-
an”. Y, por supuesto, hay que visitar la Wikipedia, la enciclopedia
433/438

colaborativa, escrita en red, que cualquiera puede editar y corregir, con más
de un millón de registros contando solamente los de idioma inglés. La Wiki-
pedia trata los temas del hackeo y la contracultura con sorprendente pro-
fundidad y la información se actualiza a un ritmo pasmoso, casi al nanose-
gundo. Sin embargo, una precaución: no te bases solamente en lo que dice la
Wikipedia. Es realmente muy importante seguir los enlaces “Historia” y
“Discusión” (History, Discussion) que están en la parte superior de todas las
páginas de la Wikipedia, con el fin de conocer cómo se llegó a la versión ac-
tual de la verdad, de apreciar los puntos de vista contrapuestos que se
presentan y de decidir con tu propio criterio en quién debes confiar.
Si deseas acceder a un conocimiento verdaderamente prohibido, revisa la
página de Cryptome,www.cryptome.org, el archivo más asombroso del
mundo en cuando a información secreta, suprimida y liberada. Los valientes
editores de Cryptome reúnen y publican material del estado que sale a la luz
gracias a demandas judiciales basadas en la Declaración de Libertad de In-
formación, o bien por filtraciones de informantes internos.
El mejor relato de ficción sobre la historia de la criptografía es, sin lugar a
dudas,
Cryptonomicon(Avon, 2002) de Neal Stephenson. Stephenson cuenta la his-
toria de Alan Turing y la Máquina Enigma nazi, convirtiéndola en una at-
rapante novela de guerra que uno no puede parar de leer.
El Pirate Party (www.piratpartiet.se) mencionado en
Hermano Menor
está vivo y coleando en Suecia, Dinamarca, los EE.UU. y Francia, o al menos
lo estaba cuando escribía este libro, en julio de 2006. Son un poco raros,
pero los movimientos así siempre aceptan toda clase de personas.
Hablando de raros, es cierto que
Abbie Hoffman
y los
yippies
intentaron hacer levitar el Pentágono, arrojaron dinero por el aire en la
434/438

Bolsa y trabajaron con un grupo llamado “Contra la pared, hijos de puta”


(Up Against the Wall Motherfuckers). El libro clásico de Abbie Hoffman
acerca de cómo violar el sistema,
Steal this book, editado por Four Walls Eight Windows en 2002, será reedit-
ado y además está disponible en línea como texto colaborativo; los que de-
seen intentar actualizarlo pueden hacerlo en
www.stealthiswiki.nine9pages.com. La autobiografía de Hoffman,
Soon to be a major motion picture, también editada por Four Walls Eight
Windows, es uno de mis libros de memorias favoritos de todos los tiempos,
aunque está muy ficcionalizado. Hoffman era un narrador increíble, con
gran instinto activista. Si quieres saber cómo fue su vida en realidad, puedes
leer
Steal this dream
de Larry Sloman, editado por Doubleday (1998).
Más entretenimiento contracultural: el libro
On the road
(En el camino) de Jack Kerouac se puede comprar prácticamente en cu-
alquier librería de viejo por poco dinero.
Howl
(Aullido) de Allan Ginsberg se encuentra en línea en muchos sitios y puedes
escuchar al propio Ginsberg leyéndolo si buscas el mp3 en
www.archive.org. Un bonus: busca el álbum
Tenderness Junction, de The Fugs, que incluye audio de Allan Ginsberg y de
la ceremonia de levitación de Abbie Hoffman en el Pentágono.
Jamás habría escrito este libro si no fuera por el magnífico e innovador
1984, de George Orwell: es la mejor novela jamás publicada sobre el tema de
cómo pueden fracasar las sociedades. Lo leí cuando tenía 12 años y desde
entonces lo he releído 30 ó 40 veces más, y en cada ocasión aprendí algo
nuevo. Orwell era un maestro de la narración y, claramente, estaba
asqueado de los estados totalitarios surgidos en la Unión Soviética. El libro
1984
435/438

tiene plena vigencia hasta el día de hoy, además de ser un trabajo de ciencia
ficción genuinamente aterrador y una de las novelas que, literalmente, cam-
bió el mundo. Actualmente, “orwelliano” es sinónimo de un estado donde
reinan la vigilancia ubicua, el doble mensaje y la tortura.
Muchos novelistas han inspirado ciertos fragmentos de la historia de
Hermano Menor. La obra maestra del comic,
Alan Mendelsohn: the Boy from Mars, de Daniel Pinkwater (reeditada por
Farrar, Straus and Giroux, 1997), es un libro que todos los geeks deben leer.
Si alguna vez te has sentido marginado por ser demasiado inteligente o poco
común, LEE ESTE COMIC. Cambió mi vida.
Con un enfoque más contemporáneo, tenemos
So Yesterday
(Razorbill, 2004), de Scott Westerfeld, que narra las aventuras de unos bus-
cadores de tendencias y generadores de interferencia de la contracultura.
Scott y su esposa, Justine Larbalestier, al igual que Kathe Koja, me inspir-
aron parcialmente la idea de escribir un libro dedicado a adolescentes y
jóvenes. Gracias, muchachos.
Agradecimientos

Este libro tiene una tremenda deuda con muchos escritores, amigos, conse-
jeros y héroes que lo hicieron posible.
Los hackers y cypherpunks: Bunnie Huang, Seth Schoen, Ed Felten, Alex
Halderman, Gweeds, Natalie Jeremijenko, Emmanuel Goldstein, Aaron
Swartz.
Los héroes: Mitch Kapor, John Gilmore, John Perry Barlow, Larry Lessig,
Shari Steele, Cindy Cohn, Fred von Lohmann, Jamie Boyle, George Orwell,
Abbie Hoffman, Joe Trippi, Bruce Schneier, Ross Dowson, Harry Kopyto,
Tim O’Reilly.
Los escritores: Bruce Sterling, Kathe Koja, Scott Westerfeld, Justine Lar-
balestier, Pat York, Annalee Newitz, Dan Gillmor, Daniel Pinkwater, Kevin
Pouslen, Wendy Grossman, Jay Lake, Ben Rosenbaum.
Los amigos: Fiona Romeo, Quinn Norton, Danny O’Brien, Jon Gilbert,
Danah Boyd, Zak Hanna, Emily Hurson, Grad Conn, John Henson, Amanda
Foubister, Xeni Jardin, Mark Frauenfelder, David Pescovitz, John Battelle,
Karl Levesque, Kate Miles, Neil and Tara-Lee Doctorow, Rael Dornfest, Ken
Snider.
Los consejeros: Judy Merril, Roz and Gord Doctorow, Harriet Wolff, Jim
Kelly, Damon Knight, Scott Edelman.
Gracias a todos ustedes por darme las herramientas para pensar y escribir
sobre estas ideas.
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Título original:
Little Brother
(c) Cory Doctorow.

Cory Doctorow (craphound.com) es novelista de ciencia ficción, blogger y


activista de tecnología. Nació en Ontario, Canadá, el 17 de julio de 1971.
Es el coeditor del popular weblog Boing Boing (Boingboing.net), y col-
aborador de Wired, Popular Science Make, New York Times, y muchos otros
periódicos, revistas y sitios web.
Antes fue Director de Asuntos Europeos para la Electronic Frontier
Foundation (Eff.org), un grupo de libertades civiles sin fines de lucro que
defiende la libertad en leyes de tecnología, política, estándares y tratados.
En tal calidad, trabajó para equilibrar tratados, políticas y estándares in-
ternacionales sobre derechos de autor y derechos relacionados, abogando en
casas de gobierno, Naciones Unidas, organismos de estándares, corpora-
ciones, universidades e instituciones sin fines de lucro.
Sus novelas son publicadas por Tor Books y simultáneamente liberadas
en la Internet bajo licencia Creative Commons que alientan su lectura y di-
vulgación, una medida que incrementa sus ventas enrolando a sus lectores
en la promoción de su trabajo.
Fue co-fundador de la compañía de software (P2P) de fuente abierta
OpenCola, la vendió a OpenText, Inc en 2003, y actualmente presta servicio
438/438

en las juntas de consejo de Participatory Culture Foundation, MetaBrainz


Foundation, Technorati, Inc, y en la Onion Networks, Inc.
Esta novela ganó en el 2009 el premio Prometheus, el Premio Campbell
(compartido) y el Premio Sunburst, fue nominada a:, Premio Nebula y el
Premio British Fantasy.
Sitio -
http://craphound.com
Biografía completa:
http://craphound.com/bio.php
Esta novela se vincula temáticamente con
CUANDO LOS ADMINISTRADORES DE SISTEMA GOBERNARON LA
TIERRA, de Cory Doctorow
Axxón 211 - octubre de 2010
Cuento de autor norteamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción :
Informática : Internet : Es

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