Abbey Edward - La Banda de La Tenaza
Abbey Edward - La Banda de La Tenaza
Abbey Edward - La Banda de La Tenaza
La banda de la tenaza
Título original: The Monkey Wrech Gang
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Ahora o nunca.
Thoreau
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Sabotaje… [del Fr. sabot, zapato de madera + -age: del daño hecho a la maquinaria
con los sabots].
Webster’s New World Dictionary
Mapa
Prologo. Las consecuencias
Cuando se termina un nuevo puente entre dos estados soberanos de los Estados
Unidos, llega la hora de los discursos. De las banderas, de la banda de música, de la retórica
tecnoindustrial amplificada electrónicamente. La hora de la megafonía.
La gente está esperando. El puente, adornado con gallardetes, banderolas y pancartas
de día festivo, está listo. Todo aguarda la apertura oficial, la oración final, el corte de la cinta,
las limusinas avanzando. No importa que en realidad el puente lleve ya seis meses de
abundante uso comercial.
Largas filas de coches se amontonan en las proximidades, una cadena de una milla de
largo de norte a sur, vigilados por la policía motorizada, hoscos hombres duros vestidos de
cuero, cubiertos con recios cascos antimotines, insignias, armas, porras, radios. Los
orgullosos lacayos insensibles de los ricos y los poderosos. Armados y peligrosos.
La gente espera. Sofocados por el resplandor, friéndose en sus coches brillantes como
escarabajos bajo el rugido suave del sol. Ese sol del desierto de Utah, Arizona, una infernal
albóndiga en llamas por el cielo. Cinco mil personas bostezan en sus coches, intimidados por
los polis y aburridos de muerte por las cantinelas de los políticos. Sus niños que berrean,
luchan en los asientos de atrás, babeando helado Frigid Queen que les llega hasta los codos,
produciendo una obra de Jackson Pollock en el cuero de los asientos. Todos lo aguantan,
aunque ninguno pueda soportar el estruendo de decibelios que vierte sobre ellos el sistema de
megafonía.
El puente en sí es un simple, elegante y compacto arco de hierro y hormigón como
una declaración de intenciones, con su correspondiente cinta de asfalto, una pasarela para
transeúntes, barandillas, luces de seguridad. Cuatrocientos pies de largo que atraviesan un
barranco de setecientos pies de profundidad: Glen Canyon. En el fondo de la garganta fluye,
domesticado y manso, el río Colorado, liberándose de la presa adyacente de Glen Canyon. Si
antiguamente las aguas del río, como su nombre indican, eran de un rojo dorado, ahora son
frías, claras y verdes, el color de las aguas glaciares.
Un gran río, una presa aun más grande. Desde el puente se ve la cara cóncava de
hormigón armado en puro gris de la presa, implacable y muda. Una presa seria, ochocientas
mil toneladas de solidez, excavadas en la formación de arenisca de las montañas Navajo,
cincuenta millones de años enmendados, de los cimientos a las paredes del cañón. Un tapón,
un bloque, una cuña de grasa, y la presa desvía a través de compuertas y turbinas la fuerza de
un río ya perplejo.
Una vez fue un río poderoso. Hoy es su fantasma. Los espíritus de las gaviotas y los
pelícanos sobrevuelan el delta desecado a miles de millas del mar. Espíritus de castor
olfatean aguas arriba la superficie de sedimentos dorados. Grandes garzas azules
descendieron una vez, ligeras como mosquitos, con sus largas piernas colgando, a los bancos
de arena. El tántalo ululaba en el álamo. El ciervo caminaba por las orillas del cañón. Las
garzas anidaban en el tamarisco, sus plumas ondeando en la brisa del río.
La gente espera. Siguen los discursos, muchas bocas y sólo un discurso, y apenas una
palabra inteligible. Parece que hay fantasmas en el circuito. Los altavoces, negros como el
carbón, achicharran el monte desde los postes de luz de cuello de cisne, a treinta metros del
suelo, bramando como marcianos. Un sinsentido, la apoteosis del chillido, el farfullo de un
poltergeist tecnotrónico, frases estranguladas, párrafos fibrilados, la explosión del hueco
estruendo, en toda su gama, de la AUTORIDAD.
… el orgulloso estado de UTAH (¡bleeeeeeep!) se entusiasma con esta oportunidad
(¡ronk!) de participar en la apertura de este majestuoso puente (¡bleeeeeet!) que nos une al
gran estado de Arizona, el más rápido crecimiento (¡yiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnnnnggg!) para
ayudar en el progreso y la continuidad asegurada del desarrollo económico (¡rawk! ¡yawk!
¡yiiiiiiinnnng! ¡nniiiiiiingggg!) que nos darán mayor bienestar, Gobernador, en esta
significativa ocasión (¡rawnk!) nuestros dos estados (¡blonk!) por esa gran presa…
Un momento, un momento. Lejos en la cadena de coches, fuera del alcance de los
discursos y a salvo de la vigilancia policial, una bocina se queja. Y vuelve a quejarse. El
sonido de una bocina quejándose. Un patrullero se monta en su Harley, con el ceño fruncido,
y recorre la cadena. La bocina deja de quejarse.
Los indios también miran y esperan. Reunidos en una ladera abierta sobre la carretera,
en el lado de la reserva del río, una informal congregación de indios Ute, Paiute, Hopi y
Navajo se reúne en el claro que dejan sus camionetas completamente nuevas. Los hombres y
las mujeres beben Tokai, los enjambres de niños Pepsi Cola, todos mastican sandwiches con
mayonesa de Gonder, Rainbo y Holsum Bread, que sostienen con un kleenex. Nuestros rojos
hermanos avistan la ceremonia del puente, pero sus oídos y sus corazones están puestos en
Merle Haggard, Johnny Paycheck y Tammy Wynette que suenan a todo volumen en las
radios de los camiones de la Estación K-A-O-S —¡Kaos!—, Flagstaff, Arizona.
Los ciudadanos esperan; las voces oficiales zumban en los micrófonos; a través de
ondas mágicas salen de los podridos altavoces. Miles de ellos se acurrucan en sus coches al
ralentí, cada uno anhelando liberarse y ser el primero en cruzar el arco de acero, ese puente
que parece tan ligero y que atraviesa con tanta soltura el abismo del cañón, ese vacío aéreo
por el que se deslizan y patinan las golondrinas.
Setecientos pies de profundidad. Es difícil alcanzar a comprender a ciencia cierta lo
que significaría una caída. El río se mueve allá abajo, mascullando entre las rocas, y de ese
sonido lo que llega es un suspiro. Una brizna de viento aleja ese suspiro.
El puente sigue vacío, excepto para el grupo de notables que ocupa el centro, las
personas importantes que se han reunido en torno al micrófono y la simbólica barrera
impuesta por los colores rojo y blanco y la cinta azul que se extiende a través del ancho del
puente de una pasarela a la otra. Los Cadillacs negros están aparcados en los dos extremos
del puente. Más allá de los coches oficiales, hay unas vallas de madera y las patrullas
motorizadas que contienen a las masas.
Mucho más allá de la presa del embalse, del río y del puente, de la ciudad de Page, de
la carretera, de los indios, del pueblo y de sus líderes, se extiende el desierto rosado. Hace
mucho calor allí, bajo el feroz sol de julio la temperatura alcanza a nivel del suelo los 65
grados. Todas las criaturas buscan cobijo en las sombras o esperan que se apague el día en
frescas madrigueras bajo tierra. Ni rastro de vida humana en ese erial rosa. No hay nada que
retenga al ojo en millas y millas, a través de leguas y leguas de roca y arena que, en cincuenta
millas, componen un contorno de fachadas verticales de monte, colinas bajas y meseta.
De vuelta al puente: las bandas de música de los institutos de Kanab, Utah, y Page,
Arizona, mustias pero voluntariosas, interpretan ahora una espirituosa versión de «Shall we
gather at the River?» seguida de «The Star and Stripes Forever». Una pausa. Discretos
aplausos, silbidos, aclamaciones. La fatigada multitud presiente que el final se acerca, que el
puente va a ser abierto. Los gobernadores de Arizona y Utah, joviales hombres gruesos con
sombreros de cowboy y botas puntiagudas, vuelven a salir de nuevo. Cada uno ostenta un par
de enormes tijeras doradas que centellean a la luz del sol. Relámpagos de flashes superfluos,
cámaras de televisión registrando el momento para la historia. Mientras ellos avanzan, un
operario sale precipitado de entre los espectadores, corre hacia la cinta y hace algún ligero
pero sin duda algún importante ajuste de última hora. Lleva un gran sombrero amarillo
decorado con las calcomanías emblemáticas de su clase: bandera americana, la calavera y los
huesos cruzados, la Cruz de Hierro. Cruzando la espalda de su inmundo overol, en vivida
tipografía, se imprime la leyenda AMÉRICA: ÁMALA O LÁRGATE. Tras terminar su tarea,
vuelve rápidamente a la oscuridad de la multitud a la que pertenece.
Es el momento del clímax. El gentío preparado para desatar una ovación o dos. Los
conductores listos en sus coches. El sonido de las máquinas de carrera: motores acelerando,
tacómetros fuera.
Palabras finales. Silencio, por favor.
—Vamos allá, viejo amigo. Corta ya este rollo.
—¿Yo?
—Los dos juntos, por favor.
—Pensé que te referías…
—Vale, lo haré yo. Quédate ahí. ¿Así?
La mayor parte de los que forman la multitud en la autopista apenas tuvo una mínima
visión de lo que sucedió entonces. Pero los indios congregados en la ladera lo vieron
claramente. Asientos de preferencia. Vieron la vaharada de humo negro que emergió tras el
corte de la cinta. Vieron las ráfagas de chispas que siguieron a la quema de la cinta, como una
mecha, a través del puente. Y cuando los dignatarios precipitadamente huían, los indios
vieron la erupción general de unos fuegos artificiales que no estaban en el programa,
persiguiéndolos. De debajo de las telas de las banderas llegó una explosión de velas romanas,
llameantes ruedas Catherine, petardos chinos y bombas de racimo. Todo el puente, de punta a
punta, fue despejado por la explosión de fuegos artificiales que estallaban en las pasarelas.
Los cohetes disparados al aire reventaban, despegaron los Saludos de Plata, las bombas
aéreas y los M-80. Derviches giratorios de humo y fuego aparecieron y se elevaron, anillos
incendiarios escalaban el aire con látigos de humo, rompiéndose y estallando, alcanzando los
tacones del gobernador. La multitud lo celebraba, pensando que ese era el punto culminante
de la ceremonia.
Pero no lo era. No era el punto culminante. De repente el centro del puente se levantó,
como si algo lo golpeara desde abajo, y se rompió en dos a lo largo de una dentada línea
zigzagueante. A través de esa absurda fisura, torcida como un relámpago, una cortina de
fuego rojo fluyó hacia el cielo, seguida del sonido de una tos grave, una tormentosa tos
explosiva que estremeció las monolíticas paredes de piedra del cañón. El puente se partió
como una flor, ningún lazo físico unía a sus partes separadas. Fragmentos y pedazos
empezaron a colgar, a hundirse, a caer relajadamente al abismo. Objetos sueltos —las tijeras
doradas, una llave inglesa, un par de Cadillacs vacíos— se deslizaron por la aterradora
inclinación de la carretera rota, lanzándose solos, girando lentamente, al espacio. Les llevó
bastante tiempo recorrerlo y cuando por fin se estamparon contra la roca y el río de allá abajo,
el sonido del impacto, que tardó en llegar, apenas pudo ser oído incluso por los que con más
atención contemplaban aquello.
El puente ya no estaba. Rugosos fragmentos del puente se mantenían en cada uno de
sus extremos gracias a los cimientos excavados en la roca, parecían dedos tendidos el uno
hacia el otro, señalando algo que estaba en medio, algo que no podían tocar. El compacto
penacho de polvo resultante de la catástrofe se expandió hacia el borde de la montaña,
planchas de asfalto y cemento, y trozos de acero y armadura siguieron cayendo en
salpicadura setecientos pies hacia el manchado pero perezoso río.
En la parte de Utah del cañón, un gobernador, un alto comisionado y dos oficiales de
alto rango del Departamento de Seguridad Pública cruzaron la muchedumbre dirigiéndose
hacia sus limusinas. Furiosos, con caras de pocos amigos, conversaban mientras avanzaban.
—Esta es la última payasada, Gobernador, se lo prometo.
—Me parece, Crumbo, que ya he oído antes esa promesa.
—No he trabajado antes en el caso, señor.
—Y entonces, ¿qué estabas haciendo hasta ahora?
—Estamos en la pista, señor. Tenemos una buena idea acerca de quiénes son, cómo
operan y qué es lo próximo que planean.
—Pero no dónde están.
—No señor, por el momento no. Pero nos estamos acercando.
—¿Y qué demonios es lo próximo que planean?
—No me creería.
—Ponme a prueba.
El coronel Crumbo señaló con un dedo hacia el este. Le indicaba aquello.
—¿La presa?
—Sí señor.
—La presa no.
—Sí señor, tenemos razones para creerlo.
—La presa de Glen Canyon no.
—Sé que suena idiota. Pero eso es lo que se proponen.
Mientras tanto, arriba, en el cielo, el único buitre visible hace círculos en espiral cada
vez más alto, contempla la pacífica escenografía de abajo. Mira la presa perfecta. Mira cómo
sale de la presa la corriente del río vivido y sobre él el embalse azul, esa reserva plácida
donde, como chinches acuáticas, unas lanchas juegan. Ve, en este preciso instante, un par de
esquís acuáticos con enredados cables de remolque a punto de hundirse en las aguas. Ve el
destello del metal y el vidrio en la cinta de asfalto donde una interminable hilera de coches
envueltos en humo vuelven a casa a Kanab, Page, Tuba City, Panguitch y lugares todavía
más lejanos. Observa al pasar por la oscura garganta del cañón principal, los rotos talones de
un puente, el alto pilar amarillo de humo y polvo que aún se levanta, lentamente, de las
profundidades de la sima.
Como una solitaria señal de humo, como el silencioso símbolo de la calamidad, como
un enorme e inaudible signo de asombrada exclamación que viene a decir ¡sorpresa!, el
penacho de polvo se eleva sobre la estéril llanura, señalando arriba al cielo y abajo a la escena
de la grieta original, mostrando la herida, el lugar donde no sólo el espacio sino también el
mismo tiempo se ha despegado. Ha corrido. Ha ocurrido. Ha transcurrido. Ha concurrido. Y
finalmente se ha destruido.
Bajo la mirada del buitre. No significa nada, nada hay que comer. Bajo esa definitiva
mirada lejana, el resplandor del plasma va hacia el oeste, más allá de la mezcla de polvo y
cielo, más allá…
1. Orígenes I. A.K. Sarvis, M.D.[1]
El doctor Sarvis, con su cúpula calva moteada y su rostro salvaje, cruel y noble como
el de Sibelius, estaba una noche dedicándose a un rutinario proyecto de purificación del
vecindario, quemando vallas publicitarias a lo largo de la Ruta 66, después de ser devorada
por la autopista supraestatal-interestatal. Su procedimiento era sencillo, quirúrgicamente
irreprochable. Con una lata de cinco galones de gasolina él empapaba las patas y los soportes
de la víctima que había elegido, y luego encendía una cerilla. Todo el mundo tiene un hobby.
En el lívido resplandor que seguía, podía vérsele arrastrando los pies de vuelta al
Lincoln Continental Mark IV aparcado cerca, con la lata de gasolina vacía golpeando en sus
despreocupadas espinillas. Hombre alto y grueso, peludo como un oso, podía arrojar una
muy impresionante sombra a la luz de las llamas, en un árido escenario de rotas botellas de
whisky, chumberas y cactus, neumáticos abandonados y tiras recauchutadas. Al resplandor
del fuego sus pequeños ojos enrojecidos ardían con un fiero fuego rojo propio, y encendió la
candescente hulla de un cigarro entre sus dientes —tres ardientes y fanáticos bulbos rojos
brillando en la oscuridad—. Se detuvo a contemplar su obra:
HOWDY PARDNER
BIENVENIDO A ALBURQUERQUE, NUEVO MÉXICO
EJE DE LA TIERRA DEL ENCANTO
La luz de los faros de los coches que pasaban barría el suelo ante él. Burlonas bocinas
bramaban cuando pálidos donceles con testículos sin descendencia pasaban en sus
desarrapados Mustangs, Impalas, Stingrays y Escarabajos, cada cual con su amor de
exuberantes pestañas y sinuoso movimiento de caderas incrustado en el salpicadero del
conductor, así que vistos desde atrás a través de la ventana trasera en silueta recortada contra
las faros en dirección contraria, el auto parecía conducido por un solo ocupante con dos
cabezas. Otras amantes gritaban al pasar incrustadas hasta la ingle en los asientos traseros de
las chopper Kawasaki de 800 cilindros —como el harakiri, los kamikaze, el karate y el
cabezón vino kudzu, regalo de la buena gente que nos dio (¿os acordáis?) Pearl Harbour—
con los tubos de escape petardeando y dejando una estela de chispas y el rugido de un
espasmódico demonio técnico a través de la antigua quietud de la noche del suroeste.
Nadie se detuvo. Excepto la Patrulla de Autopista que llegó quince minutos después,
dando parte del inexplicable incendio de una valla publicitaria a un despreocupado agente de
servicio en el cuartel, y entonces salieron de sus coches, con los extintores en las manos
enguantadas, para arrojar sobre las llamas de la pira unos cuantos chorros líquidos de
hidrocloridio de sodio («más húmedo que el agua» porque se adhiere mejor, como la espuma
de jabón). Inútiles aunque valerosos esfuerzos. Deshidratados por meses, a veces años de
viento desértico y aire seco, el pino y el papel de la mayoría de las majestuosas vallas
ansiaban con cada una de sus moléculas la rápida combustión, envolviéndose a sí mismas en
fuego con una lascivia insensata, la intensidad arrobada de los amantes que se fusionan.
Fuego que limpia, llamas purificadoras, ante las cuales el plutónico pirómano de corazón de
amianto sólo puede genuflexionarse y rezar.
Para entonces Doc Sarvis, que ya había descendido el montículo de la carretera bajo
el resplandor ondulante de su obra, metía la lata de gasolina en el maletero, cerraba la puerta,
en la que relucía a la luz del fuego un caduceo de plata, y se dejaba caer en el asiento del
copiloto.
—¿Próxima parada? —dice ella.
Él arrojó a la cuneta la colilla de su puro por la ventanilla abierta —la huella del arco
de fuego, describiendo la trayectoria del arcoíris, quedó impresa un instante en la retina de la
noche, últimas salpicaduras de las chispas de la olla dorada— y desenvolvió otro
Marsh-Wheeling sin que su legendaria mano de cirujano revelase el más mínimo atisbo de
temblor.
—Vamos a la parte oeste —dice él.
El auto grande se deslizó hacia delante con el motor murmurando, sus ruedas hacían
crujir latas y platos de plástico de picnic, cojinetes friccionados en la grasa, los pistones
bañados en aceite deslizándose arriba y abajo en la firme, pero elegante, compresión de los
cilindros, conectándose con el cigüeñal para impulsar, a través del escroto del diferencial, el
eje y darle todo el poder a sus ruedas.
Progresaron. O sea, avanzaban, en pensativo silencio, hacia el neón nervioso, la
espástica roca anapéstica, el apopléjico rollo del sábado noche en Alburquerque, Nuevo
México. (Para poder ser un americano de sábado noche en el centro de la ciudad, venderías tu
alma inmortal). Pasado Glassy Gulch se dirigieron hacia las veinte torres de finanzas que
centelleaban como bloques de radio bajo la niebla iluminada.
—Abbzug.
—¿Doc?
—Te quiero, Abbzug.
—Lo sé, Doc.
Pasaron un monumento funerario iluminado en medio de una zona de ladrillos de
adobe: Strong-Thorne Mortuary —«Oh Muerte, dónde está tu aguijón?». ¡Inmersión! Bajo el
paso elevado del Ferrocarril de Santa Fe. «Vaya a Santa Fe siempre recto».
—Ah —suspiró el doctor—. Me gusta, me gusta…
—Sí, pero interfieres en mi conducción si no te importa.
—El Mano Negro[2] golpea de nuevo.
—Sí, Doc, vale, pero vas a conseguir que nos la peguemos y mi madre nos va a
demandar.
—Cierto —dice—, pero merece la pena.
Más allá de los moteles de estuco de antes de la guerra y los azulejos españoles de la
franja oeste de la ciudad, bajaron hacia un puente largo.
—Para aquí.
Ella detuvo el auto. Doc Sarvis miró abajo hacia el río, el Río Grande, el gran río de
Nuevo México, oscuras aguas violentas que brillaban con las brumosas luces de la ciudad.
—Mi río —dice.
—Nuestro río.
—Nuestro río.
—Hagamos ese viaje por el río.
—Pronto, pronto —levantó un dedo—. Escucha.
Escucharon. El río murmuraba algo allá abajo, algo que era como un mensaje: Ven a
fluir conmigo, doctor, a través de los desiertos de Nuevo México, a través de los cañones del
Big Bend, hacia el mar del Golfo del Caribe, allá donde aquellas jóvenes sirenas tejen
guirnaldas de algas marinas para tu cabeza sin pelo, oh Doc. ¿Estás ahí? ¿Doc?
—Vámonos, Bonnie. Este río me agrava la melancolía.
—Ni me hables de tu autocompasión.
—Mi sentido del déjà vu.
—Sí.
—Mein Weltschmerz[3].
Tu Welt-schmaltz[4]. ¡Cómo te gusta!
—Bueno…
Sacó el encendedor.
—En cuanto a eso, ¿quién lo diría?
—Oh, Doc.
Mirando el río, conduciendo, mirando la carretera, ella le dio unas palmaditas en la
rodilla.
—No pienses más en eso.
Doc asintió acercando la roja brasa a su cigarro. El resplandor del encendedor, las
suaves luces del panel de dirección, le otorgaban una dignidad bien ganada a su gran y
huesuda cabeza calva pero barbada. Se parecía a Jean Sibelius, sólo que con cejas y barbas,
en el pleno vigor de sus fructíferos cuarenta. Sibelius vivió noventa y dos años. Doc tenía
cuarenta y dos y media vida por venir.
Abbzug lo amaba. No mucho, quizá, pero lo suficiente. Ella era un hueso duro del
Bronx pero podía ser dulce como el apfelstrudel si hacía falta. La voz natural de Abbzug
podía crisparte los nervios algunas veces, cuando su estado de ánimo era de quejumbre, pero
sus besos y sus cariños y sus mimos solían endulzar el más agrio de sus tonos urbanos. Su
lengua afilada podía volverse más dulce (pensaba él) que el mismísimo Mogen David[5].
Su madre también lo amaba. Por supuesto que a su madre no le quedaba otra. Era el
precio que tenía que pagar por haberlo parido.
Su ex lo había amado, más de lo que se merecía, más de lo que exigía el realismo. Con
tiempo suficiente ella lo hubiera podido superar. Los niños ya eran grandes y estaban fuera
del continente.
También gustaba a sus pacientes pero no pagaban nunca las facturas. Tenía pocos
amigos, algunos colegas de timba de poker en el Comité Demócrata del Condado, algunos
compañeros de trago en la Medical Arts Clinic, una pareja de vecinos en las Alturas.
Ninguno de ellos cercano. Sus pocos amigos cercanos parecían estar siempre fuera, rara vez
regresaban, los lazos de su afecto no iban más allá de su correspondencia, con sus refriegas y
sus apagones.
De cualquier forma estaba orgulloso y agradecido de tener a su lado esta noche a una
cuidadora y colega como la señorita Bonnie Abbzug mientras el auto negro tomaba rumbo al
oeste bajo el rosado resplandor que desprendía la personal atmósfera de la ciudad, más allá de
las estaciones últimas de Texaco, Arco y Gula, pasado el bar Wagón Wheel, hacia el desierto
abierto. Más arriba, en la meseta occidental, cerca de los volcanes apagados, bajo el ardiente
y brillante cielo estrellado, pararon entre las indefensas carteleras a la vera de la autopista.
Era hora de elegir otro blanco.
Doc Sarvis y Bonnie Abbzug las miraron. Eran tantas, todas ellas tan inocentes y
vulnerables, alineadas a lo largo de la carretera en una hilera apretada, viniéndose a los ojos.
Difícil elegir. ¿Optarían por el servicio militar?
LOS MARINES
CONSTRUYEN HOMBRES
¿Por qué no construían mujeres?, preguntó Bonnie. ¿Optarían por el editorial de los
camioneros?
SI LOS CAMIONES SE PARAN
AMÉRICA SE PARA.
El doctor Sarvis los amaba a todos, pero sentía que su pasatiempo pecaba de fútil. En
aquellos días lo hacía más por hábito que por convicción. Había un destino más alto
reclamándolos a él y a la señorita Abbzug. Ese dedo haciéndole señas en sus sueños.
—¿Bonnie…?
—¿Y bien?
—¿Qué me dices?
—Derribar uno más no te va a hacer mal, Doc. Hemos llegado hasta aquí. No serías
feliz si no lo hicieras.
—Buena chica. ¿Por cuál nos decantamos?
Bonnie señaló uno: me gusta aquel.
Doc dijo, «exactamente». Se apeó del auto y fue a la parte trasera. Abrió el maletero y,
entre palos de golf, rueda de repuesto, una motosierra, el bote de spray de pintura, el gato del
auto, la lata vacía de gasolina, sacó la otra lata de gasolina, llena. Doc cerró el maletero.
Ocupando toda la anchura de su parachoques trasero una pegatina luminosa proclamaba en
rojo, blanco y azul: ¡ORGULLOSO DE SER ARMENIO!
El auto de Doc lucía otras señales supersticiosas para mantener al mal alejado —no
en vano, él era un calcomaníaco—: el caduceo de M.D., una bandera americana pegada en
cada esquina del parachoques trasero, una bandera de flecos dorados colgando de la antena
de la radio, en una esquina del parabrisas una pegatina en la que se lee «Miembro de
A.C.M.L Americanos por la Conquista de Leyes Mejores», y en la otra esquina el águila azul
de la Asociación Nacional del Rifle con el adagio tradicional, «Controlad a los Comunistas,
no las Armas».
Tomando precauciones, mirando a ambos lados, severo y sobrio como un juez, con
sus cerillas y su lata de gasolina, el doctor marchó a través de los yerbajos, las botellas rotas,
los harapos y las latas de cerveza de la zanja, toda esa trágica y abandonada colección de
insignificancias de la carretera americana, y subió el montículo hacia el objeto de su
piromanía:
MARAVILLOSO PAN ENRIQUECIDO
TE AYUDA A FORTALECER EL CUERPO
12 REBANADAS
¡Mentirosos!
Abajo, Bonnie lo esperaba al volante del Lincoln, con el motor ya encendido, lista
para la huida. Los camiones y los coches aullaban en la autopista y sus luces relampagueaban
un instante en la cara de la chica, en sus ojos violetas, en su sonrisa, y en la otra pegatina de
Doc, la que se enfrentaba al futuro: DIOS BENDIGA A AMÉRICA. CUÍDALA CUANTO
PUEDAS.
En el lívido resplandor que seguía, podía vérsele arrastrando los pies de vuelta al
Lincoln Continental Mark IV aparcado cerca, con la lata de gasolina vacía golpeando en sus
despreocupadas espinillas.
2. Orígenes II. George W. Hayduke
Rodó montaña abajo, hacia el rosado amanecer, hacia la base del río Pequeño
Colorado, hacia el rosa pastel y el marrón chocolate y el umbrío beige del desierto Pintado.
La tierra petrificada. La tierra de los indios con glaucoma. La tierra de las alfombras de
tejidos vegetales teñidos a mano, de los cinturones de concha plateada, de las sobrecargadas
cargas sociales. La tierra de los antiguos dinosaurios. La tierra de los dinosaurios modernos.
La tierra del cableado eléctrico manchando yardas y yardas a través de unos postes idénticos
como patas de un ciempiés monstruoso del espacio exterior que hubiese sido depositado en la
llanura del desierto.
Hayduke frunció el ceño mientras abría el primer paquete oficial de seis latas (una y
media hasta el Lee’s Ferry). No recordaba tantos cables de alta tensión. Avanzaban hacia el
horizonte en una hilera interminable, haciendo bucles entre sí al unir sus brillos a los cables
de alta tensión que conducía la energía de la presa de Glen Canyon, de la Central Eléctrica
Navajo, de las plantas de Tour Cornes y Shiprock, enlazando el sur y el oeste al próspero
sudoeste y California; las ardientes megalópolis que devoraban a las indefensas ciudades del
interior.
Lanzó su lata vacía por la ventana, y puso rumbo al norte a través de territorio indio.
Una tierra arruinada, atravesada por nuevas líneas eléctricas, el cielo empañado con el humo
de las plantas de energía, las montañas agujereadas de minas, el pastoreo condenado a muerte,
la erosión que seguía imparable. Pueblos miserables con bloques de cemento unidos por una
línea de alquitrán en cuyos bordes de vez en cuando aparecían chabolas: la tribu se extendía
pletórica como caldo de cultivo: de 9500 en 1890 habían pasado a 125.000 hoy. ¡Fecundidad!
¡Prosperidad! Dulce vino envenenado, nosotros te adoramos.
El verdadero problema con los indios dejados de la mano de Dios, reflexionó
Hayduke, es que ellos no son mejor que cualquiera de nosotros. El verdadero problema es
que los indios son tan estúpidos y codiciosos y patéticos y cobardes como los blancos.
Dándole vueltas a eso abrió la segunda lata de cerveza. La factoría de Gray Mountain
apareció ante él, con indios holgazanes descansando en la zona soleada de la pared. Una piel
roja que llevaba la blusa de pana tradicional se puso en cuclillas entre los hombres, se subió
su larga y voluminosa falda y meó sobre el polvo. Ella estaba sonriendo, los hombres se
reían.
Nos acercamos al cruce de Grand Canyon.
El tráfico obstruye su avance impaciente. Frente a él una pequeña dama de pelo azul
observa a través de su volante la carretera, su cabeza apenas asoma por encima del tablero de
mandos. ¿Qué está haciendo esa mujer aquí? Hay un anciano pequeño junto a ella. Matrícula
de Indiana en su Oldsmobile. La abuela y el abuelo han salido a ver el país. Conduce
prudentemente a 45 por hora. Hayduke gruñe. Muévase, señora, o sálgase de la puta carretera.
Dios mío, haces que te preguntes cómo pudieron salir del garaje y poner rumbo al oeste.
A dos millas está la factoría del Cruce. Se paró allí para una cerveza y por casualidad
oyó al encargado decirle a un empleado, mientras le mostraba una manta tejida a mano,
«Pagué cuarenta dólares por esta pieza, el piel roja se iba a Sing y quería llevarse algo de
dinero; la venderemos a doscientos cincuenta».
La carretera se hundía ante él, bajando hacia el valle del río Pequeño Colorado y el
desierto Pintado. De los siete mil pies en la cumbre del paso a los tres mil pies en el lecho del
río. Le echó un vistazo al altímetro colocado en su salpicadero. El instrumento le dio la razón.
Aquí estaba el desvío a South Rim, Grand Canyon. Incluso ahora, en mayo, el tráfico de
turistas parecía abundante: una constante corriente de acero, plástico, vidrio y aluminio
corriendo hacia el cruce, la mayoría de vuelta al sur hacia Flagstaff, pero una parte de ella se
dirigiría al norte, a Utah y Colorado.
Mi dirección, pensó, van en mi dirección, y no pueden hacer eso. Tengo que borrar
ese puente. Pronto. Sus puentes. Pronto. Todos ellos. Pronto. Llevan sus coches de hojalata a
la tierra sagrada. No pueden hacerlo, no es legal. Hay una ley contra eso. La ley más alta.
Bueno, también tú lo estás haciendo, se reprochó a sí mismo. Sí, pero lo mío son
asuntos importantes. Después de todo, soy un elitista. En cualquier caso, la carretera está aquí
ahora, para ser utilizada. También he pagado mis impuestos, y sería un imbécil si me apeara
y caminara y les dejara a ellos, los turistas, escupir sus gases contaminantes en mi jeta,
¿verdad? ¿No es cierto? Sí, sería un imbécil. Pero si quisiera ponerme a caminar —y lo haré
cuando llegue el momento— qué entonces, caminaría todo el tiempo desde aquí a Hudson
Bay y vuelta. Y lo haría sin problemas.
Hayduke pisó a fondo pasado el cruce, escape libre, dirección norte-noroeste pasado
The Gap y Cedar Ridge (cobró de nuevo altura) hacia Ecco Cliffs, Ahinumo Altar, Marble
Canyon, las Vermilion Cliffs y el río. El Colorado. El río. Hasta que, ascendiendo una
pendiente larga, consiguió tener una vista —por fin— de todo el territorio al que se había
dirigido, el corazón de la tierra de su corazón, extendida ante y detrás de él exactamente tal y
como lo había soñado en los tres años en que anduvo perdido en la selva.
Procedió casi cautelosamente (para lo que solía) bajando la larga y empinada
pendiente hacia el río, veinte millas de carretera y cuatro mil pies de descenso. Tenía que
vivir al menos una hora más. Marble Canyon se abría a continuación, una grieta negra como
la huella de un terremoto que zigzagueaba a través de las coloreadas dunas del desierto. Los
acantilados del Eco oscilaban al noroeste hacia la oscura muesca en el monolito de pétrea
arena donde el Colorado se extendía desde las profundidades de la meseta. Al norte y al oeste
de la muesca se levantaba la meseta de Paria, poco conocida, nadie vivía allí, y los
acantilados de Vermilion, de treinta millas de largo.
Regocijado, Hayduke, bebiendo más cerveza, terminándose el pack de seis de
Flagstaff, condujo prudentemente, a setenta, hacia el río por la estrecha carretera, tarareando
contra el viento una canción incoherente. Era de hecho una amenaza para otros conductores
pero podía justificarse diciendo: Si no bebes, no conduces. Si bebes, conduce como te dé la
gana. ¿Por qué? Porque es la libertad, no la seguridad, el bien más alto. Porque la gente que
conduce debe estar abierta a todo —niños en triciclos, pequeñas damas en Plymouths de la
época de Eisenhower, lesbianas homicidas manejando gigantescos tractores Mack. Dejad
que no haya favoritismos, nada de licencias, ninguna regla para la carretera. Dejad que todo
el mundo haga lo que le venga en gana.
Feliz como un cerdo en la basura, así llega Hayduke a casa. Pronunciadas curvas
aproximándose al puente: REDUZCA, 15 MPH. Los neumáticos chillaban como gatos en
celo, derrapan todas sus ruedas en la primera curva. Otro derrapaje. Un aullido de goma, el
olor a quemado de los frenos. El puente aparece. Pisa a fondo, los pies bailan en las palancas
de freno, embrague y acelerador.
«PROHIBIDO DETENERSE EN EL PUENTE», dice la señal. Él se para en medio
del puente. Apaga el motor. Escucha un instante el silencio, el susurro que sube cuatrocientos
pies desde el río que corre.
Hayduke se apea del jeep, camina por la pasarela del puente y se asoma. El Colorado,
el tercer río más largo de América, arranca murmullos en sus riberas, remolinos en las
piedras caídas, agrieta las paredes de piedra caliza de Marble Canyon. Aguas arriba, tras la
curva, se encuentra el punto del ferry de Lee, que ha quedado obsoleto por el puente en el que
está Hayduke. Aguas abajo, a cincuenta millas, está la entrada del río en Grand Canyon. A la
izquierda, norte y oeste, los Vermillion Cliffs brillan rosados como una sandía a la luz del sol
que trepa cumbre tras cumbre en las perpendiculares laderas de arena, el perfil de cada una de
las rocas investido de una nobleza misteriosa, solemne, inhumana.
La vejiga le va a estallar. La carretera es silenciosa y está desierta. Puede que el
mundo se haya acabado. Es hora de liberar toda la bebida consumida. Hayduke se baja la
cremallera y manda un chorro arqueado de Schlits a cuatrocientos pies de altura, un arco que
cruza el espacio hasta la corriente de abajo. No es ningún sacrilegio, sólo un júbilo calmo.
Los murciélagos parpadean en las sombras del cañón. Una gran garza azul sobrevuela el río.
Estás entre amigos, George.
Olvidándose de cerrarse la bragueta y abandonando el jeep en la carretera sin nadie,
camina hacia la otra punta del puente y trepa a una loma del cañón, un punto alto desde el que
contemplar el desierto. Se pone de rodillas y toma un poco de arena roja. Se la come. (Es
buena para el buche, rica en hierro. Buena para la molleja). Vuelve de nuevo la vista al río, las
altas colinas, el cielo, la masa flameante del sol bajando como un barco tras un banco de
nubes. La polla de Hayduke, flácida, arrugada, olvidada, le cuelga en su abierta bragueta,
goteando un poco. Extiende firmemente sus piernas en la roca y levanta los brazos al cielo,
las palmas hacia arriba. Una inmensa alegría le recorre todo el cuerpo, fluyendo por sus
huesos, su sangre, sus nervios, sus tejidos, a través de cada una de las células de su cuerpo.
Echa atrás la cabeza y respira hondo.
Una garza, un carnero cimarrón arriba en el acantilado, un coyote que se para en la
ribera del río y escucha un aullido, la canción del lobo, que se eleva sobre la quietud
crepuscular y se multiplica a través del vacío de la noche que cae sobre el desierto. Un largo
y prolongado, profundo y peligroso, salvaje y arcaico aullido elevándose y elevándose y
elevándose en el aire quieto.
3. Orígenes III. Seldom Seen Smith
Nada que ver con el Senador, decía siempre, lo que era, en su mayor parte, cierto. Su
primer nombre era Bonnie y ella procedía del Bronx, no de Brooklyn. Aparte de eso, era una
medio WASP (blanca, anglosajona, sexy y protestante); el nombre de soltera de su madre era
McComb[10], y quizá por ello ella lucía una melena larga, rica, de reflejos cobrizos que le caía
en abundancia desde la cima de la cabeza hasta derramarse por su espalda. Abbzug tenía
veintiocho años. Bailarina de formación, vino por vez primera al sudoeste hacía siete años,
como miembro de una trouppe universitaria. Se enamoró —al primer vistazo— de las
montañas y del desierto, abandonó a la trouppe en Alburquerque, donde siguió con sus
estudios universitarios, graduándose con honores y distinciones en el mundo de las oficinas
de parados, de los cupones de comidas y de los apartamentos en los sótanos. Trabajó como
camarera, como aprendiz de cajera en un banco, como go-go, como recepcionista en las
consultas de unos médicos. Primero en la de un psiquiatra llamado Evilsizer, luego para un
urólogo llamado Glasscock, y luego para un cirujano llamado Sarvis.
Sarvis era el mejor en aquel grupo lamentable. Se había quedado con él y después de
tres años todavía realizaba para él múltiples tareas de ayudante de oficina, enfermera y chofer
(él era incapaz de conducir un auto entre el tráfago urbano, pero se sentía en casa con el
bisturí y las pinzas cuando tenía que extirparle la vesícula biliar a un hombre o quitarle a otro
un bultito del interior de un párpado). Cuando murió la mujer del doctor en un accidente
absurdo —accidente aéreo cuando despegaban de O’Hare Field— ella lo vio en la consulta y
en el barrio dando tumbos como un sonámbulo durante ocho días hasta que se volvió hacia
ella con una mirada interrogante a los ojos. Tenía veintiún años más que ella. Sus hijos ya se
habían hecho grandes y se habían ido.
La señorita Abbzug le ofreció el consuelo que estaba a su alcance, que era mucho,
pero rechazó su propuesta de matrimonio que le hizo cuando se cumplió el año del accidente.
Ella prefería (según decía) la relativa independencia (eso creía) de las hembras
solteras. Aunque a menudo se quedaba en casa del doctor y le acompañaba en sus viajes,
conservó sus propias habitaciones en la zona más pobre de Alburquerque. Sus
«habitaciones» se encontraban en un hemisferio de poliuretano petrificado sostenido por un
pedazo de barato aluminio geodésico, todo ello descansando como un hongo gigante y pálido
en una parcela situada en el sector sudoeste —también llamado la parte mala— de la ciudad.
El interior de la cúpula de Abbzug brillaba como el corazón de una geoda, con
plateados colgantes móviles y linternas eléctricas hechas de latas de hojalata perforada que
colgaban del techo, y cristalinas hileras de espejos y bolas unidas al azar en el interior curvo.
En los días soleados el translúcido muro arrojaba un resplandor unánime que llenaba su
espacio interior de alegría. Junto a su cama de agua de tamaño principesco había una
estantería llena con el habitual repertorio bibliográfico e intelectual de la época: las obras
completas de J.R. Tolkien, Carlos Castañeda, Herman Hesse, Richard Brautigan, el Catálogo
Completo de la Tierra, el I Ching, el Almanaque de los Antiguos Granjeros y el Libro
tibetano de los muertos. Las arañas se arrastraban por la sabiduría de Fritz Perls y el profesor
Ricard («Baba Ram Dass») Alpert, Ph.D. Solitarios gusanos exploraban los nudos
irracionales de R.D. Laing, los xilófagos se abrían camino comiéndose los fríos lodos de R.
Buckminster Fuller. Ella no volvió a abrir ninguno de esos libros nunca más.
La cosa más brillante en los dominios de Abbzug era su cerebro. Era lo bastante sabia
como para no permanecer en una moda pasajera demasiado tiempo, aunque las hubiese
probado todas. Con una inteligencia demasiado fina para ser violada por las ideas, había
aprendido que no estaba buscando algo para transformarse a sí misma (se gustaba a sí misma)
sino algo bueno que hacer.
El doctor Sarvis detestaba las cúpulas geodésicas. Demasiado territorio americano
había sido ya enquistado con aquellas bolas de golf gigantes hundidas en el terreno. Las
despreciaba como estructuras fungoides, abstractas, alienígenas e inorgánicas, síntoma y
símbolo de la Plaga del Plástico, la Edad de la Chatarra. Pero a pesar de su habitáculo, amaba
a Bonnie Abbzug. La libre y parcial relación que era todo lo que ella habría de darle, la
aceptaba con gratitud. No sólo era mucho mejor que nada sino que en algunos aspectos era
mejor que todo.
Eso mismo pensaba ella. El tejido, decía, de nuestra estructura social se está
deshaciendo por la mucha gente desesperadamente interdependiente que hay. De acuerdo,
dijo el doctor Sarvis; nuestra única esperanza es la catástrofe. Por eso estaban juntos, el
pequeño desliz de una oscura niña arrogante y el enorme panzón rosado de oso de un hombre,
semanas, meses, años… De vez en cuando él le repetía su propuesta matrimonial, tanto por
mantener las formas como el amor. ¿Es éste más importante que las otras? Y de vez en
cuando ella lo rechazaba, firme y tiernamente, con los brazos abiertos, con besos
prolongados, con su suave y moderado amor…
Ámame un poco, ámame mucho…
Otros hombres no eran más que idiotas obscenos. El doctor era un adolescente con
muchos años pero era amable y generoso y la necesitaba y cuando estaba con ella estaba
realmente allí, con ella. Al menos la mayor parte del tiempo. Realmente le parecía a ella que
nada lo distraía. Pero cuando estaba con ella.
Durante dos años ella había vivido y amado, entrando y saliendo, con el doctor Sarvis.
Se trataba de la mera estrategia de dejarse llevar. Millones de personas lo hacían. Algo
molestaba a Abbzug que, con su diplomatura en francés, las estupendas condiciones físicas
de su joven cuerpo duro, su mente irritable e incansable, no estuviera desempeñando una
función más exigente que la de un lacayo de oficina y amante a tiempo parcial de un viudo
solitario. Y sin embargo, cuando pensaba en ello, ¿qué quería hacer de veras? ¿O ser? Había
dejado de bailar —la danza— porque era demasiado exigente, porque requería una devoción
casi total que ella no podía darle. El arte más cruel. Ella, ciertamente, no podría volver jamás
al mundo nocturno del cabaret, con tantos detectives antivicio, tantos peritos tasadores,
tantos chicos de la fraternidad sentados en la oscuridad, con sus vaqueros, sus cervezas, sus
deseos tullidos, forzando la vista, arruinándose la vista con tal de conseguir echarle un buen
vistazo a su entrepierna.
¿Entonces qué? El instinto maternal parecía no funcionarle, excepto cuando ejercía
su rol de madre con el doctor. Jugaba a ser madre de un hombre lo suficientemente viejo
como para ser su padre. ¿La brecha generacional, o viceversa? ¿El asalta cunas? ¿Quién de
los dos era un asalta cunas? Yo soy la asalta cunas, él está pasando su segunda infancia.
Ella había levantado la mayor parte de su casa por sí sola, contratando especialistas
sólo en lo referente a las tuberías y el cableado. La noche antes de mudarse a la cosa, realizó
una ceremonia de consagración de la casa, una «epifanía». Ella y sus amigos formaron un
círculo alrededor de una pequeña lámpara de aceite encendida. Doblaron sus largas y torpes
piernas americanas con los tobillos haciéndole de asiento al culo, la postura del loto. Luego
los seis universitarios de clase media sentados bajo la inflada melcocha de espuma plástica
entonaron cánticos del Antiguo Oriente que habían sido hacía mucho tiempo olvidados por la
gente culta de las naciones de las que procedían. OM, entonaron,
Ommmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm, OM mani padma,
ommmmmmmmmmmmmmmmmmm.
O como solía decir Doc Sarvis, «Om sweet om[11]: aunque sea muy humilde…» y en
la pared curva colgó un bordado donde se leía: DIOS Bendiga Nuestra Choza Feliz.
Pero rara vez iba allí. Cuando ella no estaba con él, en su casa o en alguno de sus
frecuentes viajes, vivía sola en su hongo. Sola con su gato, cuidando sus macetas, su tomatera,
grabando cosas, quitándole el polvo a sus libros no leídos e ilegibles, cepillando su
maravillosa melena, meditando, haciendo ejercicio, girada su preciosa cara hacia el inaudible
canto del sol, se deslizaba a través del tiempo, a través del espacio, a través de todas las
concatenadas células de su verdadero ser. ¿Adonde ahora, Abbzug? Tienes veintiocho y
medio, Abbzug.
Sólo por divertirse se unió al buen doctor en su beatífico proyecto nocturno en las
carreteras, al principio le ayudaba como conductora y vigilante. Cuando se cansaban del
fuego, ella hacía prácticas para saber cómo posicionarse al extremo de una sierra de tronzar.
Aprendió cómo manejar un hacha y cómo hacer las hendiduras en los sitios precisos para que
cayera hacia el lado que quería que cayese.
Cuando el doctor adquirió una sierra ligera McCullosh, ella aprendió a operar con ella,
cómo arrancarla, cómo engrasarla, cómo cargarla, cómo ajustar la sierra cuando empezaba a
estar demasiado suelta o demasiado apretada. Con esta práctica herramienta estaban
capacitados para terminar mucho más trabajo en mucho menos tiempo aunque se enfrentaban
a la cuestión ecológica, sea lo que sea lo que eso signifique, ruido y polución del aire,
excesivo consumo de metal y energía. Ramificaciones sin fin.
—No —dijo el doctor—. Olvídate de eso. Nuestro deber es destruir las carteleras.
Y procedían, furtivas figuras en la noche, el siniestro Lincoln negro con el caduceo
plateado sobre la matrícula, un auto grande aparcado con el motor en marcha en el lado
oscuro de carreteras cercanas a las autopistas, el hombre gordo, la mujer pequeña, escalando
vallas, arrastrando sus pies a través de la maleza cargando con su motosierra y su lata de
gasolina. Se convirtieron en figuras familiares olfateando el aire como ardillas y ululando
como lechuzas, un irritante enigma importante para las agencias de noticias y el equipo de
investigaciones especiales del departamento del sheriff del Condado de Bernalillo.
Alguien tenía que hacerlo.
La prensa local al principio habló de vandalismo sin porqué. Más tarde, durante un
tiempo, los informes sobre cada incidente fueron suprimidos porque darle publicidad hubiera
envalentonado a los vándalos. Pero en cuanto los periodistas, las patrullas de las autopistas y
los sheriffs del condado se dieron cuenta de la repetición de aquellos ataques en propiedades
privadas y la singularidad de sus objetivos, los comentarios volvieron a levantar el vuelo.
Las fotos y los relatos empezaron a aparecer en el Journal de Alburquerque, el New
Mexican de Santa Fe, el News de Taos, el Bugle de Belen. El sheriff del Condado de
Bernalillo negó que hubiera asignado a tiempo completo a un detective para investigar el
problema. Los reporteros de calle entrevistaban y citaban, hablando de «delincuentes
comunes».
Cartas anónimas llegaron a los buzones oficiales de la ciudad y del condado, todos
ellos reclamando la autoría de los delitos. Los relatos de los periódicos mencionaban «bandas
organizadas de activistas del medio ambiente», una designación que pronto fue abreviada por
la más práctica y más dramática de «eco-terroristas». Los fiscales del condado aseguraron
que los perpetradores de aquellos actos ilegales, cuando fuesen capturados, serían imputados
con toda la gravedad que permitiesen las leyes. Horribles cartas, a favor y en contra,
aparecieron en las Cartas al Director de los periódicos.
Doc Sarvis reía dentro de su máscara, suturando el vientre amarillo de un
desconocido. El chico sonreía mientras ella leía los periódicos al fuego de la tarde. Era como
celebrar Halloween todo el año. Era algo que hacer. Por primera vez en años la señorita
Abbzug sentía que su frío corazón del Bronx se llenaba de esa emoción llamada deleite.
Estaba asimilando por vez primera la sólida satisfacción de un trabajo bien hecho.
Los encargados de las vallas publicitarias planeaban, medían costes, probaban
nuevos diseños, encargaban nuevos materiales. Se habló de electrificar los montantes, de
guardias armados, de pistolas, de recompensas para los vigilantes. Pero había carteleras en
cientos de millas de autopista por todo Nuevo México. Dónde y cuándo iban a volver a atacar
los criminales no podía saberse, se necesitaría un guarda en cada cartelera. Se aprobó que se
hicieran cambios graduales para reforzar el acero de los postes. El coste extra, por supuesto,
se podría cargar a los consumidores.
Una noche Bonnie y Doc fueron más allá del norte de la ciudad, a por un objetivo que
habían elegido semanas antes. Dejaron el auto en un cruce, lejos del alcance de las miradas de
la autopista, y caminaron media milla hacia su objetivo. Las precauciones de siempre. Como
siempre llevaban la motosierra, ella iba en cabeza (tenía mejor vista nocturna). Avanzaron en
la oscuridad sin necesidad de otra luz que la que les prestaban las estrellas, siguiendo el
sendero señalado por las vallas. El silbido del tráfico de los cuatro carriles de la autopista les
llegaba frenético y acelerado como siempre, creando un túnel de luz en medio de la oscuridad,
olvidados de todo salvo de darse prisa para llegar a algún sitio, hacer algo, en algún lugar,
donde sea.
Bonnie y Doc hacían caso omiso de esos motores fanáticos, ignoraban las mentes y
los cuerpos de los humanos que iban en ellos, no les prestaban la menor atención, ¿por qué
habrían de hacerlo? Estaban trabajando.
Llegaron a su objetivo. Parecía el mismo de antes.
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—No soy ninguna niña —protestó Bonnie—, y no pienso hacer ningún juramento de
sangre o jugar a ningún juego de críos. Tendréis que confiar en mí, porque de lo contrario os
denuncio al Departamento de Interior.
Trabajaron sin problemas. El sonido de los cascos chocando contra el acero. Las
tenazas y las barras arrancando hermosos ¡clunks! y vertiginosos ¡slanks! de los metales
tensionados hasta que quedaban cortados.
7. La marcha nocturna de Hayduke
G.B. Hartung and Sons, Suministros de Minas e Ingeniería. El más joven de los
Hartung cargaba Du Pont normal y Du Pont Cruz Roja extra en la nueva furgoneta Buick de
Doc. Eran diez cajas enceradas, selladas y lacradas. Detonadores, cables, fusibles de
seguridad, mechas, cartuchos. Una carga con aspecto dramático. Estilo. Clase.
—¿Qué va a hacer con todo esto Doc? —quiso saber el chico.
—Fuegos artificiales —le dijo Doc, estampando su firma en el último de los
documentos federales—. Lejos del rancho.
—¿En serio?
—Bastante en serio.
Abbzug resopló:
—Tenemos un encargo para explotar una mina —dijo.
—Oh —dijo el chico.
—Treinta encargos.
—He oído que el oro se pone a 180 dólares cuando va a Europa. ¿Piensan exportar
sus encargos?
—Así es —dijo Doc—. Ahora métete esto en la boca… quiero decir, en el bolsillo.
El chico miró atentamente el billete.
—Hey, Doc, muchísimas gracias.
—No hay por qué darlas, chaval.
—Vuelve pronto, tan pronto como puedas.
—Lo haremos —dijo Bonnie—. Puto niñato de mierda —añadió cuando ya
estuvieron en camino—, he estado a punto de reventarle la boca.
—Vamos, vamos, es sólo un chaval.
—¿Sólo un chaval? ¿Le has visto esa cara llena de granos? Apuesto a que ya tiene la
sífilis.
—Eso es más que probable. La mitad de los chavales de este estado ya la tienen. Y la
otra mitad tiene gonorrea. Deberíamos tatuar en todos los penes de adolescentes de Nuevo
México: Muchachas, examínenlo cuidadosamente antes de introducirlo en la boca.
—No seas vulgar.
—Órganos de la boca —Doc siguió despotricando—. Espiroquetas, gonococos,
Treponema palida. Consideremos «Syphilis, sive Morbos Gallicus», poema de Girolamo
Frascatoro, de alrededor de 1530. El héroe de esta tragedia pastoral en verso era un pastor
llamado —no estoy de coña— Syphilus. Como muchos pastores, cayó enfermo de pasión por
una oveja de su rebaño, lamento no recordar ahora el nombre. Amo a esta oveja, decía
Syphilus, agarrando bien sus patas traseras y colocándolas sobre sus borceguíes, e
introduciendo luego su seudópodo en la raja de ella. Los chancros no se hicieron esperar,
luego lesiones severas. Murió horriblemente treinta años después. Ese es el origen en la
creencia común de cómo la sífilis explotó.
—Quiero un aumento de sueldo.
Doc empezó a cantar:
No necesito chancros que me recuerden,
que soy sólo un prisionero del amor.
—Suenas como si el chancro lo tuvieras en la laringe.
—Cáncer de garganta. Nada por lo que alarmarse. Cuando yo era chaval también
quería dedicarme al pastoreo, pero descubrí que las chicas me gustaban más.
—Quiero una transferencia.
—Quiero un beso.
—Te costará caro.
—¿Cuánto?
—Un cono de helado Baskin Robbins con doble de fresa.
—¿Te apetece escuchar mi más perversa fantasía sexual secreta?
—No.
—Me gustaría darle por el culo a una chica Baskin Robbins. Mientras ella sirve la
última paletada de chocolate con nueces caramelizadas. Antes del almuerzo.
—Doctor, necesitas un doctor.
—Necesito un trago. Un trago al día te aleja de la psiquiatría. ¿Qué es lo próximo en
la lista?
—La tienes en el bolsillo de tu camisa.
—Oh claro, sí. —Doc Sarvis examinó el papel. Bonnie conducía el auto a través del
cargado tráfico de Alburquerque. El humo de su puro salía en espirales a través de la ventana
abierta de su lado, uniéndose al de la ciudad.
—Manillas de rotor —leyó—, Bosch and Eiseman, tres de cada.
—Las tenemos.
—Abrojos.
—Los tenemos.
—Aluminio en polvo, diez libras. Copos de óxido de hierro, diez libras, magnesio en
polvo, peróxido de bario, limpiador Ajax, Tampax… para el alquimista.
—No conozco a ninguno.
—Al farmacéutico. Hay que tomar el Camino de Paracelso, cortar por la calle Fausto
cerca de la glorieta Zósimos, para alcanzar la casa de Theofastro Bombastus von Hohenheim.
—Doc, habla en cristiano. Iremos a Walgreen’s.
—Donde le prenden fuego al pobre Bruno el día de Santa Cecilia.
—¿Mejor la droguería de Skagg?
Fueron a Skagg, donde el doctor se prescribió a sí mismo unos supositorios para las
termitas, y luego a una ferretería donde compraron los metales en polvo y diez galones de
keroseno. (Para el asunto de las vallas publicitarias de carretera). La camioneta estaba
cargada hasta los topes de productos químicos («¡Química! ¡Química!», cantaba Hayduke).
Doc adquirió una red de camuflaje de 20 por 30 pies en Bob’s Bargain Barn, además de otros
artículos de la lista y de una montaña de cosas que ahora le parecían absolutamente
indispensables, como un bastón para encender el fuego (en los días de lluvia), unos tirantes
de color rojo fuego para sus pantalones, un sombrero de ala ancha de Guatemala para Bonnie,
y regalos para Hayduke y Smith: un portalatas térmico y una armónica cromada Hohner. Doc
cubrió toda la carga con la red de camuflaje. Luego se llegaron a un negocio de suministros
mecánicos y a una copistería, donde compraron los mapas topográficos que les hacían falta.
—¿Ya está todo?
Revisó dos veces la lista.
—Sí. Santa Claus llegó a la ciudad.
Escaparon del calor resplandeciente de la tarde para refugiarse en la fresca y
decadente atmósfera de un bar acolchado de vinilo Naugahyde. Hasta las paredes estaban
recubiertas: era un encantador manicomio de los viejos tiempos. Velas temblando
débilmente dentro de globos rojos. El encargado llevaba una chaqueta color rojo y una
pajarita negra. A las cuatro de la tarde estaba lleno de abogados, arquitectos, políticos de la
zona. Era exactamente el tipo de lugar que Bonnie detestaba.
—Vaya agujero deprimente —dijo Bonnie.
—Vamos, sólo un trago fresco y nos vamos a casa antes de hora punta.
—No puedes irte a casa. A las cinco tienes que estar en el Centro Médico.
—Exacto. Volvemos a la carnicería.
—Doctor Sarvis —protestó ella con indignación fingida.
—Bueno, querida, así es como me siento a veces —disculpándose—. A veces,
querida niña, me pregunto…
—¿Sí? ¿Qué es lo que te preguntas?
Llegó la camarera, con una blusa casi transparente, como si no llevara nada, y una
expresión en la cara como si no tuviera expresión. También ella estaba cansada de todo.
Trajo las bebidas y se borró, Doc se quedó observando cómo se alejaba. Esos pálidos muslos
que adoro. —¿Sí?
Chocaron los vasos. Doc miró fijamente a los ojos a Bonnie.
—Te amo —mintió. En ese momento su mente estaba a veinte pies de allí. Estaba a
miles de millas de allí.
—¿Y qué hay de nuevo en eso?
—Odio esas locuciones yiddish.
—Yo odio las declaraciones de amor falsas.
—¿Falsa?
—Y tanto. No estabas pensando en mí cuando lo has dicho. Seguro que estabas
pensando en… Dios sabe en qué estarías pensando. En mí no, desde luego.
—Bueno —dijo él—, peleemos pues, es un modo muy delicioso de relajar los nervios
antes de una pequeña meniscectomía.
—No sabes cómo me alegro de no ser una paciente tuya.
—Yo también —se tragó de un buche medio gin tonic—. De acuerdo, tienes razón.
Lo he dicho de una manera demasiado formal, pero en cualquier caso es cierto, te amo, sin ti
a mi lado, sería un hombre solo y desesperado.
—Lo has dicho correctamente: a tu lado. Alguien que se dedica a llevar tu agenda y a
lavar tus apestosos calcetines. Alguien que se ocupa de que no te metas los pies en la boca y
no metas la cabeza en una bolsa de plástico. Alguien que te hace de chofer por la ciudad y que
mantiene limpita tu casa y hace una bonita figura luciéndose en la piscina.
—Casémonos —le dijo.
—Esa es tu solución para todo.
—¿Qué hay de malo en casarse?
—Estoy harta de ser tu criada. ¿Te parece que quiero que se haga oficial?
La última observación pareció hacer daño a Doc Sarvis. Se dedicó a sorber
cautelosamente lo que quedaba de gin tonic.
—Vale, maldita sea, ¿qué quieres entonces?
—No lo sé.
—Eso me parecía —dijo—, así que mejor te callas.
—Pero sé lo que no quiero —agregó ella.
—Que sea un cerdo, madam.
—¿Qué hay de malo en los cerdos? Me gustan los cerdos.
—Me parece que te has enamorado de George.
—No ese tipo de cerdos. No gracias.
—¿Smith? El viejo Seldom Seen, así llamado.
—Bueno, eso es más plausible. Es un hombre dulce. Me gusta. Me parece que sabe
tratar a las mujeres. Pero creo que ya está bastante casado.
—Sólo tres esposas. Podrías ser la Esposa Número Cuatro.
—Creo que podría tener cuatro maridos. Y visitarlos una vez al mes.
—Pues ya tienes tres amantes. Hayduke, Smith y el pobre Doc Sarvis. Sin mencionar
a todos esos gatitos y pollos y todos los universitarios y hippies degenerados que van a verte
a ese iglú de plástico que tienes en Sick City.
—Esos son mis amigos. No se parecen a eso que tú llamas mis amantes, aunque
supongo que no podrías entenderlo.
—Si tienen las pollas tan poco rectas como sus espinas dorsales puedo entender
porqué no se han ganado el estatuto de amantes.
—No sabes nada acerca de ellos.
—Pero los he visto. Todos queriendo ser diferentes de la misma manera. Los
antropoides andróginos.
—Lo único que pretenden es tener un modo de seguir su propio estilo de vida. Lo
único que pretenden es volver a algo que perdimos hace mucho.
—Porque te pongas un poncho no eres un indio. Que te parezcas a una semilla no te
convierte en algo orgánico.
—No le hacen mal a nadie. Me parece que lo que tienes es envidia.
—Estoy cansado de la gente que no le hace mal a nadie. Estoy harto de esa suave
pasividad de la gente que no hace nada, que no emprende nada. Excepto chiquillos.
—Suenas cansado, Doc.
Se encogió de hombros, aclaró la garganta e imitó la voz de George W. Hayduke:
—No me gusta nadie —graznó.
Bonnie sonrió sobre su vaso medio vacío.
—Larguémonos de aquí. Se te hace tarde.
—Vamos —él alargó el brazo, cogió el vaso de ella y se lo acabó. Se levantaron para
irse.
—Una cosa más.
—¿Qué?
Doc se arrimó a ella.
—Te amo de todas formas.
—Eso es lo que me gusta de verdad —dijo—. Las ambivalentes declaraciones de
amor.
—También soy ambidiestro —dijo Doc, y le hizo una demostración.
—Oh Doc, aquí no, por el amor de Dios.
—¿Cómo que aquí no? ¿Allí entonces?
—Vamos —ella lo empujó fuera de aquel enfermizo manicomio de paredes cubiertas
de vinilo hacia el resplandor quemado del frenético tráfico rugiente de Alburquerque.
Hacia el este, más allá de las torres de acero y vidrio y aluminio, las montañas en pie,
con su pared de roca desnuda seccionada ahora por un tranvía aéreo y coronada por las
espinas de las torretas de televisión. Donde una vez había patrullado a solas el macho cabrío
por las peñas, ahora iban y venían los turistas, los niños masticando y dejando el suelo
perdido de chicles. Hacia el oeste en el horizonte sombrío, los tres volcanes inactivos, por el
momento, se levantaban como verrugas, negras, arrugadas, contra de la bruma de la tarde.
En el parking él volvió a asaltarla contra la puerta del auto.
—Dios santo, sí que estás caliente hoy.
—Soy el verdadero unicornio del amor.
Ella lo metió en la camioneta, llena de cosas, maniobró para salir y enseguida estuvo
en carretera. Una vez metidos en el tráfico, ella se dejó hacer, las caricias de sus manos
grandes y dulces, que, según se había jactado, demostraron que era ambidiestro. Sin embargo
cuando llegaron a la autovía, ella retiró la mano que más abajo había llegado —la tenía entre
sus muslos— y pisó a fondo.
—Ahora no —dijo.
—Doc retiró la mano. Parecía herido.
—Vamos tarde —dijo Bonnie.
—Sólo se trata de una meniscectomía —dijo él—. No es un paro cardíaco. ¿Cómo va
a interponerse un menisco entre dos amantes?
Ella se mantuvo en silencio.
—Porque ¿somos todavía amantes, verdad?
Ella no estaba muy segura. Una vaga opresión le nublaba la mente, una sensación de
ausencia, de pérdida, de cosas que ya no iba a encontrar.
—Al menos éramos amantes anoche —le recordó él gentilmente.
—Sí, Doc —dijo ella por fin.
Él encendió otro puro. A través de la primera vaharada de humo, que se pegó a la cara
interna del parabrisas y el tablero de mandos, contempló, sobriamente, cómo se alzaban, más
allá del velo de calima que se extendía desde la ciudad, las murallas de las montañas. Bonnie
colocó una mano en una de sus rodillas un instante, y la pellizcó, luego devolvió la mano al
volante, para manejar el gran carro con destreza, metiéndolo y sacándolo en un carril o en
otro, dependiendo de la gran corriente del tráfico, manteniendo siempre una distancia
prudente entre el auto y el que fuera delante. Como diría Hayduke, estaba pensando. Doc no
iba a llegar tarde, pero ella tenía mucha prisa. Tenía prisa por perder de vista un rato a Doc.
Pobre Doc: por un instante ella sintió un inmenso cariño por él. Ahora que lo estaba
apartando de ella, dejándolo fuera.
No iba a estar mudo mucho tiempo.
—Mira este tráfico —dijo—. Míralos, rodando sobre sus neumáticos de caucho en
cacharros que polucionan el aire que respiramos, violando la tierra para darle a sus indolentes
culos americanos grasientos un viaje gratis. El seis por ciento de la población mundial
consume el cuarenta por ciento del petróleo del mundo. ¡Cerdos! —gritó alzando una mano
en la que sólo se veía el dedo corazón extendido, mostrado a los motoristas.
—¿Y qué me dices de nosotros? —preguntó ella.
—Es de lo que estoy hablando.
Lo dejó en el Centro Médico, ala de Neurocirugía, entrada de personal, y luego
condujo por calles, rampas y autovía hasta el iglú de plástico en Sick City. Tendría que estar
de vuelta para recoger al doctor en cinco horas. De verdad que debería regalarle a este tipo
una bicicleta —pensó— pero por supuesto él nunca sabría dónde la había dejado aparcada,
por no hablar de que pedalear por aquella ciudad no era algo muy seguro.
Cuando llegó a su casa estaba nerviosa por la tensión de tanto conducir. Entró en sus
dominios y descansó un minuto contemplando todo. Todo parecía en orden, silencioso, en su
sitio cada cosa, sereno. Om sweet om. Se le acercó su gato con un gemido y se frotó contra su
pantorrilla, ronroneando. Lo acarició un rato, luego encendió una barra de incienso y puso
algo de Ravi Shankar en el tocadiscos y se sentó sobre la alfombra, las piernas cruzadas en la
postura del loto, contemplando el resplandeciendo disco dando vueltas a treinta y tres
revoluciones por minuto sin cansancio en el bamboleante plato. El sonido del sitar salía de
los altavoces y se extendía por toda la estancia sin esquinas. Desde su posición en el suelo el
interior de la estancia parecía espaciosa como un planetario; los trozos cristalinos brillaban
en la bóveda como estrellas. En las paredes de poliuretano reflejaban la luz del sol de la tarde
que caía, radiante e indirecta, llenando la casa con un resplandor de cocaína, suave y difuso.
Cerró los ojos, dejó que la luz radiante se extendiera por su mente. El gato se había
tendido entre sus piernas. De fuera le llegaba, transmutado por las paredes, sólo un remoto
rumor, el sonido de colmena de la ciudad. Gradualmente fue alejando ese rumor,
concentrándose en su propia realidad interior.
La ciudad era ya algo irreal. Doc Sarvis la miraba aún, pero desde la periferia de su
consciencia, como si estuviese detrás de una valla, con su nariz roja. Dejó de pensar en él,
hasta que quedó convertido en algo nulo, insignificante, vacío. Las últimas vibraciones de la
autovía murieron en sus terminaciones nerviosas. Paso a paso fue vaciando su mente,
quitando una por una todas las imágenes obtenidas a lo largo del día —las compras, el
adolescente lleno de granos, la carga en la camioneta de Doc, la larga mirada que Doc le echó
a las piernas de la camarera, la conversación sin descanso, el viaje al hospital, su tremendo
volumen desapareciendo al fin en aquellos corredores sin fin, el pelo del gato frotándose en
sus piernas, el sonido del sitar de Shankar, el olor del incienso. Todo fue desvaneciéndose,
cayendo hacia la nada mientras se concentraba en sí misma, en su secreto, en su privacidad,
en su mantra (a 50 pavos la palabra).
Pero. Una mota, un irritante grano que crecía en una esquina de su consciencia sin
esquinas. Los ojos cerrados, las terminaciones nerviosas calmadas, el cerebro en reposo, veía
sin parar un atisbo de cabello soleado, un par de ojos verdes mormones y brillantes, un pico
de buitre emitiendo hacia ella ondas telepáticas. Detrás del pico, a un lado, un patrón
reticulado de puntos danzando que finalmente se resolvería en una imagen, transitoria, pero
veraz, de un vagabundo barbudo con ojos como agujeros negros en un banco de nieve que la
miraban fijamente.
Bonnie abrió los ojos. El gato se estiró perezosamente. Ella se quedó mirando el disco
que seguía dando vueltas en el plato bamboleante —escuchó el mesmérico, lánguido,
acentuado, murmurante tema de Ravi Shankar y su sitar hindú, acompañado por el golpeteo
de pequeñas manos morenas en la tensada piel de vaca del tambor de un shakti-yoga del
Advaita Yedanta. (Bueno, pobre hindú, lo hacía lo mejor que podía).
Bueno, mieeeeerda, pensó la señorita Abbzug. Por Jesús crucificado, pensó. Se
levantó. El gato volvió a ronronear frotándose con sus piernas. Ella lo empujó, no muy fuerte,
hacia un montón de cojines. La-madre-que-me-parió, pensó Bonnie, estoy aburrida, me
aburro, me aburro, dijeron sus labios.
—Necesito acción —dijo suavemente en la serena estancia-útero.
No hubo inmediata respuesta.
En voz más alta, definitiva, desafiante, dijo:
—Ya es hora de un volver al puto trabajo.
11. De vuelta al trabajo
Lo más sensato parecía abandonar Utah durante algún tiempo. Cuando Smith terminó
su excursión por las montañas Henry, él y Hayduke se dirigieron al oeste por la noche desde
Hanksville, tomando la parte oeste de las montañas, y la polvorienta carretera sur de
Waterpocket Fold. Nadie vivía por allí. Alcanzaron Burr Pass y treparon en zigzag a mil
quinientos pies de altura, hasta la cima del Fold. Mediada la subida toparon con una
indefensa bulldozer del Departamento de Carreteras, una Cat D-9, aparcada a un lado del
camino. Se detuvieron a descansar y refrescarse.
Tardaron unos minutos tan solo. El trabajo se desarrolló de manera rutinaria.
Mientras Smith echaba un vistazo desde la cima de la colina, Hayduke ponía en práctica para
perfeccionar todo lo que había aprendido sobre sabotaje en Comb Wash, añadiendo algo de
su propia cosecha: sacar el fuel del tanque y meterlo en una lata, esparcirlo luego sobre el
bloque del motor, sobre la carrocería y sobre el asiento del operario, meterle fuego a la
máquina.
Smith no aprobaba del todo ese último paso.
—Eso es darle pistas a cualquier hijo-puta que esté vigilando en el cielo en su
avioneta —se quejaba.
Miró arriba, a las amables estrellas que miraban abajo. Una cápsula espacial llena de
astronautas y otros materiales cruzaba el campo de las estrellas, se incrustaba en la sombra de
la tierra y desaparecía. Un jet de la TWA a 29.000 pies de altura, de Los Ángeles a Chicago,
pasaba por la franja sur del cielo, visible sólo por sus luces de posición. Ninguna cosa más
sobrevolaría esa zona en toda la noche. La ciudad más cercana era Boulder, Utah, 150 almas,
treinta y cinco millas al oeste. Nadie vivía más cerca.
—Después de todo —siguió Smith— tampoco consigues mucho. Todo lo que haces
es quemarle la pintura.
—Bueno, mierda —protestó Hayduke, demasiado excitado para discutir—. Yo
sólo… mierda… ah… una especie de… limpiar un poco…
El «piromántico».
Del feraz resplandor de la máquina moribunda, un caso terminal, les llegó el
estruendo de una pequeña explosión. Luego otra. Una fuente de chispazos y partículas de
grasa llameante se elevó en el aire de la noche.
Smith se encogió de hombros.
—Vámonos de aquí.
Atravesaron la aldea de Boulder a medianoche. Los que dormían se despertaron por
el sonido de la camioneta, pero nadie se asomó a verlos. Giraron hacia el sur y tomaron la
carretera de la cadena montañosa tras la bifurcación del río Escalante, que se metía en un
cañón de pálida cúpula, unos cien pies de alto, con las características estratificaciones en cruz.
La antigua duna se había convertido en roca unos años antes. A unas millas al este de la
ciudad de Escalante, Smith tomó un camino a la izquierda de Hole-in-the Rock.
—¿Adonde vamos por aquí?
—Es un atajo para Glen Canyon. Nos llevará al corazón de Kaiparowits Plateau.
—No tenía idea de que hubiera un camino aquí.
—Puedes llamarlo así.
Las luces de las torres de perforación brillaban en la distancia, más allá de las
inhabitadas inmensidades de las terrazas de Escalante. De vez en cuando pasaban por señales
de metal que indicaban las bifurcaciones a lo largo de la carretera, nombres que les resultaban
familiares: Conoco, Arco, Texaco, Gula, Exxon, ciudades de servicio.
—Esos bastardos están en todas partes —gruñó Hayduke—. Vamos a ocuparnos un
poco de aquellas torretas.
—Aquello está lleno de trabajadores. Unos esclavos que están en pie desde las cuatro
de la mañana para garantizarnos aceite y gasolina para nuestra camioneta y para que nosotros
podamos dedicarnos a sabotear la máquina del planeta. Muestra un poco de gratitud.
La luz del amanecer los encontró rodando rumbo al sudeste por la fachada de Fifty
Miles Cliffs. Hole-in-the-Rock era una tierra impracticable para los vehículos de motor, pero
ellos siguieron su trayecto por una vía para jeeps que atravesaba la meseta.
Hayduke vio los geófonos sobre la carretera.
—¡Para!
Smith paró. Hayduke se apeó y se dirigió al geófono más cercano, siguiendo el cable
que lo conectaba a los demás. El geófono indicaba la actividad de prospección geológica, la
búsqueda de depósitos minerales mediante el análisis del registro de vibraciones sísmicas
provocadas por las cargas explosivas en la superficie de la roca, por las explosiones en las
bases de las perforaciones. Hayduke aseguró el cable anudándolo al parachoques posterior de
la camioneta y volvió a subirse.
—Vale —abrió una cerveza—. ¡Por Jesucristo!, tengo hambre.
Smith arrancó. Cuando la camioneta empezó a avanzar el cable se tensó tras ella y los
geófonos empezaron a saltar, arrancados de la tierra, y a correr tras la camioneta, danzando
en el polvo que ésta levantaba. Decenas de pequeños instrumentos caros, que quedaron
destrozados.
—En cuanto asome el sol nos meteremos algo entre los dientes —dijo Smith—. Deja
que lleguemos al bosque y escapemos de este espacio abierto.
Siguieron la pista de jeeps y tomaron luego un camino a la derecha, al sur, hacia los
altos acantilados. Hayduke vio algo más.
—¡Para!
Smith paró de mala gana. En el frío azul de la amanecida vieron, con creciente
curiosidad, a través de media milla de bruma, lo que aparentaba ser una torre de perforación
abandonada. Ningún vehículo, ningún movimiento, ninguna luz. Hayduke buscó a tientas los
binoculares, los encontró y echó un vistazo para hacerse una idea del panorama.
—Seldom, ahí no hay nadie. Nadie.
Smith miró al este. Las nubes de aquella franja empezaban a tintarse de color salmón
rosado.
—George, estamos en campo abierto. Si llegase alguien…
—Seldom, hay trabajo que hacer.
—No me gusta demasiado. No tenemos cobertura alguna si pasa algo.
—Es nuestra obligación.
—Nuestra primera obligación es mantenernos a salvo.
Hayduke le dio vueltas. Era verdad. Había una gran verdad en aquella aseveración,
«pero es demasiado hermoso como para dejarlo pasar, mira esa cosa, una preciosa torre de
perforación de petróleo y ni un alma en diez millas a la redonda».
—Puede llegar un auto en cualquier momento.
—Seldom. Tengo que hacerlo. Me bajo aquí, y me voy a pie. Tú lleva la camioneta
hacia el cañón, escóndela, ponte a hacer el desayuno, mucho café, estaré contigo en menos de
una hora.
—George.
—A pie me será fácil escapar. Si cualquiera viniese me escondo entre los matorrales
y esperaré hasta que llegue la noche. Si no te alcanzo en un par de horas, te vas al bosque y
allí me esperas. Deja alguna señal en cada bifurcación para que sepa por dónde andas. Cogeré
mi mochila.
—Vale, George, maldita sea…
—No te preocupes.
Hayduke cogió de la parte de atrás de la camioneta su mochila con comida, agua,
herramientas, el saco de dormir —todo empaquetado y listo—. Desde la parte trasera, si
miraba atrás, podía verse en media milla unos veinte mil dólares en geófonos esparcidos por
la tierra polvorienta, a la espera de ser retirados.
—Los geófonos y el cable —dijo.
—Me ocuparé de ellos —respondió Smith.
Hayduke se internó en la maleza que le llegaba a la cintura. Smith se puso en camino
y recogió todo el equipo de la compañía petrolífera que habían dejado tirados en la carretera.
Una suave niebla de polvo se levantó en el aire, flotando como perlas de oro contra la luz.
A mitad de camino de su objetivo Hayduke tomó el trazado de camiones que llevaba
a la torreta. Imprimió más velocidad a sus pasos, la mochila bien sujeta a sus espaldas. Estaba
cansado, hambriento, demasiada cerveza en la barriga enferma que le había plantado un
punto de luz en la cabeza, pero la adrenalina y la emoción y los altos y nobles propósitos lo
mantenían alerta.
La torre de perforación. No había nadie. Subió a la pasarela de hierro de la plataforma.
Bastidores de seis pulgadas de tubería puestas en pie estaban en una esquina de la torre. Las
pinzas de las tuberías estaban atadas con cadenas. El agujero de la perforación estaba a la
vista, cubierto apenas por una malla metálica que Hayduke retiró. Echó un vistazo abajo a la
negrura del agujero. Algunos de aquellos hoyos, lo sabía bien, entraban hasta seis millas en
las entrañas de la tierra, unos 30.000 pies, más profundos que alto es el Everest. Alcanzó su
próximo objetivo, una llave de dos pies de alto, y la arrojó al agujero.
Pegó el oído al agujero y escuchó. La caída de la llave producía un agudo silbido que
iba creciendo paulatinamente hasta cobrar la intensidad de un grito. Imaginó, sin quererlo, la
caída de una criatura viva en aquel tubo, con los pies por delante, mirando allá arriba aquel
punto de luz que significaba esperanza y aire y espacio y vida. No oyó o no pudo oír el sonido
de la llave pegando contra el fondo del agujero.
Hayduke buscó otros misiles. Había llaves, cadenas, brocas, trozos de tubería, pernos,
barras de hierro, escalpelos de acero. Lo fue lanzando todo al agujero negro. Todo lo que
encontrara fue a parar al tubo sin fondo. Incluso trató de descolgar una de las tenazas
encadenadas y luchó por soltarla pero era demasiado trabajo para un solo hombre. Hubiera
necesitado al encargado de la torre, en el pequeño pasadizo a ochenta pies de altura, para que
se ocupara del otro extremo.
Harto ya de lanzar cosas al interior del agujero, volvió su atención al gran motor
diésel Gardner Denver que alimentaba la unidad de perforación rotatoria. Rompió la caja de
herramientas de la perforadora, encontró la llave que necesitaba, se tiró al suelo, practicó un
agujero en cada depósito para drenar el aceite. Luego puso en marcha el motor y el aceite
empezó a derramarse.
No había mucho más que pudiera hacer con sólo sus manos. Con unos explosivos
podría haberle prendido fuego a las patas de la torre, podría hacerla estallar. Pero no tenía.
Hayduke dejó su firma en la arena: NEMO. Le dio un sorbo a su cantimplora y echó
un vistazo afuera. El desierto vacío de toda presencia humana que no fuera la suya. Gorriones
de cuello negro cantaban en la artemisa. Filos de sol llameaban en los bordes de Hole-in-the
Rock. Un país sagrado por el que él tenía que hacer exactamente lo que estaba haciendo.
Porque alguien tenía que hacerlo.
Caminó hacia el cañón y los acantilados, dirigiéndose hacia la carretera que había
tomado Smith. El motor del equipo de perforación se lamentaba allá atrás, muriéndose.
Mientras avanzaba se agachaba de vez en cuando a coger unas hojas de salvia y hacerlas
polvo entre sus dedos, azul plateado y verde grisáceo. Le encantaba la fragancia de especia
de la salvia, ese olor raro que evocaba en su interior el mundo entero del cañón, la meseta y el
interior de las montañas, lleno de luz de sol y panoramas visionarios.
Vale pies grandes, de acuerdo capullo enterado, aquí está la pista de jeep, ahora
vamos a la vagina del cañón hasta el útero de la meseta y ¿dónde estará nuestro colega
capullo Seldom Smith?
La respuesta apareció tras la siguiente curva: los geófonos arrancados en media milla
de geófonos, propiedad de Standard Oil of California, tendidos en el polvo y las rocas. Los
fue recogiendo conforme avanzaba siguiendo la cadena que llevaba a un bosque de pinos
donde estaba la camioneta. No había nadie allí. Pero el olor del café del cowboy recién
hervido y expandiendo su amarga esencia, el olor del beicon friéndose, le proporcionó la
localización de Smith.
—Has olvidado algo —dijo Hayduke, echando el inmenso cúmulo de cables y
geófonos al suelo.
Smith se levantó del suelo. El beicon crepitaba. El café humeaba.
—Por los clavos de Cristo. Un olvido bastante patético —dijo.
Escondieron todo aquello bajo unas rocas de un barranco donde la próxima riada las
enterraría del todo bajo toneladas de arena y grava.
Después del desayuno, sin sentirse aún del todo inmunes al descubrimiento y la
interrogación, se dirigieron a la cima de la meseta, un bosque de pinos amarillos y robles, alto
y fresco. Dejaron la carretera principal y tomaron un camino sin salida, en el que borraron sus
huellas con rastrojos y escoba. Se tendieron a la luz del sol que les llegaba filtrado por las
ramas de los pinos, indiferentes a las hormigas, las ardillas que escarbaban, las galaxias de
mosquitos que danzaban en los rayos de sol. Se durmieron.
Se levantaron a mediodía, almorzaron queso fundido y galletas, mojando las galletas
en una cerveza barata. Nada de Coors. En camino de nuevo, avanzando por los bosques, se
atiborraron de manzanas para el desierto.
Hayduke, que nunca había estado en Kaiparowits Plateau antes, que nunca antes la
había visto sino desde detrás del sistema de cañones, quedó sorprendido al descubrir una
vasta, amable, fragante y forestada isla de tierra. Sin embargo, protegido sólo por la ramita
más débil del Departamento de Interior de los Estados Unidos, era una zona codiciada por
varios consorcios de compañías petrolíferas, compañías eléctricas, empresas carboníferas,
constructores de carreteras, especuladores de terreno: Kaiparowits Plateau, como Black
Mesa, como las altas planicies de Wyoming y Montana, arrostraba el mismo ataque que
había devastado Appalachia.
Hacia otras partes. Las nubes pasaban, como frases y párrafos, como incomprensibles
mensajes en un idioma inquietante, a través de las crestas boscosas, por encima de los
acantilados sin escala, más allá de los deshabitados campos de las mesetas, seguidas por sus
fieles sombras que fluían sin esfuerzo, sin pararse en las grietas por las que cruzaban, las
hendiduras, los pliegues, las peñas de la tierra de Utah.
—¿Todavía estamos en Utah?
—Así es, camarada.
—Otra cerveza pues.
—No hasta que crucemos la frontera de Arizona.
La carretera se aferraba a la columna vertebral de la cordillera, haciendo eses en
bucles sinuosos hacia los humos azules de Smoky Mountain donde estaban los depósitos de
carbón, incendiados por la iluminación de algún interminable mediodía estival de mil
—¿diez mil?— años antes, humeando en el interior de la superficie de los hombros de la
montaña.
Tenían la impresión de que nadie les seguía. ¿Por qué habrían de tener otra impresión?
No habían hecho nada mal, todo lo que habían hecho lo hicieron correctamente.
Abajo, en el terreno alcalino donde sólo crecía la cholla y el chamizo, se encontraron
con un pequeño rebaño de vacas deambulando hacia tierras más altas. Carne vagabunda
buscando problemas. Lo que Smith solía llamar, alces lentos, recordándolos con satisfacción
como suministro de carne en el que se podía confiar en los tiempos más duros. ¿Cómo podía
sobrevivir ese ganado en este erial? Pues porque ese ganado era el que había convertido todo
esto en un erial. Hayduke y Smith coquetearon varias veces para sacar las viejas tenazas y
cortar las alambradas.
—Nunca puedes equivocarte cuando cortas una alambrada —diría Smith—,
especialmente las alambradas de las ovejas (¡Clunk!). Pero tampoco con las de las vacas.
Ninguna alambrada.
—¿Quién inventaría el alambre de púas? —preguntó Hayduke (¡Plunk!).
—Un tío llamado J.F. Tilden lo hizo, lo patentó en 1874.
Un éxito inmediato el alambre de púas. Ahora los antílopes morían a miles, el macho
cabrío caía a cientos cada invierno desde Alberta a Arizona, dado que los cercados le
impedían escapar cuando llegaban las tormentas de nieve o las sequías. Y los coyotes
también, y las águilas doradas, y los soldados paletos que se enganchaban en el alambre de
púas, víctimas del mismo mal que se expandía por el mundo entero, colgando de aquel acero
con tétanos y púas.
—No puedes hacer ningún mal si te cargas una alambrada —repetía Smith,
empleándose a fondo en su tarea (¡Ping!)—. Hay que cortar todas las alambradas. Esa es la
ley en el oeste del meridiano. En el este eso no le preocupa a nadie. De todas maneras allí
todo está perdido. Pero en el oeste, cortar alambradas. (¡Plang!).
Llegaron a Glen Canyon City, población de 45 habitantes contando los perros. La
única tienda del pueblo estaba cerrada, y el esperanzador cartel colgaba ahora de un clavo
oxidado en la puerta, tambaleándose con el viento. No tardaría en caerse. Sólo la cafetería y
el surtidor de gasolina seguían abiertos. Smith y Hayduke pararon a echar gasolina.
—¿Cuándo se termina de construir esa planta de cuarenta millones, Jefe? —le
preguntó Hayduke al tipo de la manguera (Texaco, 55 centavos por galón, una estafa a mitad
de precio). El viejo, de mandíbula floja y mirada flemática, lo observó con desconfianza.
Hayduke con su aspecto de oso salvaje, cubierto de pelo, el ancho sombrero de cuero:
suficiente para inspirar sospechas en cualquiera.
—No lo sé con exactitud —respondió el viejo—. Esos malditos colegas ecologistas
están alargándolo lo que pueden.
—Porque no quieren que se les degrade el puto aire, ¿es ese el problema?
—Porque son unos ignorantes hijos-de-puta. ¿No tenemos aquí más aire del que
podamos respirar? —alzó una mano hacia el cielo—. Mire arriba, más aire del que quepa en
los pulmones de quien sea. ¿Cuánto?
—Lleno.
El viejo llevaba puesto su uniforme verde y blanco con la insignia de Texaco. El
original, la última vez que parecía haberse lavado fue durante las lluvias de agosto de 1972.
En las mangas llevaba la estrella roja de la Texas Company, y en letras rojas, bordadas sobre
el bolsillo de la camisa su nombre: J. Calvin Garn. (Siempre puedes reconocer a un capullo
por esa inicial inicial). Los pantalones le colgaban amplios y huecos en esa parte donde
deberían haber estado las nalgas. Calvin parecía no tener. Un viejo, amargado, al que no le
preocupaba carecer de culo. Puedes confiarle tu auto al hombre que lleve la estrella según
decía el eslogan, siempre y cuando tuviera un culo.
—Claaaro, pero quizás esté bien conservar algo de ese aire para toda esa gente del
este y de California.
—Bueno, de eso no sé nada —dijo el viejo. Los ojos legañosos se le encogían con el
vapor de la gasolina—. Lo que hay aquí es aire nuestro y me parece que sabemos mejor que
nadie lo que podemos hacer con él. Lo que no queremos es a los sabihondos del Sahara Club
diciéndonos lo que tenemos que hacer con nuestro aire.
—Vale, pero míralo de este modo, Calvin, si mantienes tu jodido aire aquí la mitad de
limpio, lo podrás vender a los tipos de la ciudad como agua potable.
—Eso ya lo pensamos, y no hay suficiente dinero en ese negocio.
—Se lo puedes meter por las narices en cuanto crucen la frontera del estado.
—Ya lo probamos y no había dinero en eso. Había un montón de costes y todos los
permisos que tenías que pagarle al puto Estado. ¿Quiere que le mire el aceite?
Fueron hasta Wahweap Marina, cruzaron la frontera de Arizona, y recogieron el jeep
que Hayduke había dejado allí semanas antes. Había decidido que ahora lo quería,
especialmente lo que había dentro. Lo arrancó y siguió a Smith hasta el puente de Glen
Canyon. Aparcaron, se apearon y caminaron hacia el centro del puente para rezar.
—Vale, Dios, he vuelto —empezó Seldom, arrodillado, con la cabeza inclinada—.
Soy yo otra vez, y ya veo que no has hecho nada para acabar con la presa. Y sabes tan bien
como yo que si esos malditos tipos del Gobierno llenan esa presa de agua van a cargarse otros
cañones, van a ahogar más árboles, van a anegar otras poblaciones y sumergir a otros
vecindarios. ¿Cómo va a correr el agua libremente bajo el Rainbow Bridge si tú dejas que
esos hijos de puta llenen la presa? ¿Vas a dejarles hacerlo?
Algunos turistas se detuvieron a mirar a Smith, uno de ellos llevaba una cámara.
Hayduke, que se mantenía en guardia, colocó una mano sobre el pomo de su cuchillo y los
miró. Ellos se fueron deprisa. La vigilante no apareció esta vez.
—¿Qué me dices, mi Dios? —preguntó Smith. Hizo una pausa, abriendo un ojo y
dirigiéndolo al cielo donde una procesión de nubes, en perfecta formación, como una armada
de galeones, flotaba hacia el este empujada por la brisa, lejos del alcance de los rayos de sol
que empezaban a despedirse trayendo la noche.
No hubo una respuesta inmediata. Smith inclinó la cabeza y siguió con su súplica, las
rodillas en el frío cemento, sus manos oscuras formando un templete dirigido hacia el cielo.
—Todo lo que necesitamos ahora, Dios, es un seísmo preciso y pequeño. Sólo una
grieta quirúrgica. Lo puedes hacer ahora mismo, en este preciso instante, a George y a mí no
nos importa caer con este puente y con todos esos extraños que vienen aquí desde cualquier
punto de la Union para admirar esta gran obra del hombre. ¿Qué me dices?
Ninguna respuesta al menos que alcanzase su ojo, su oído o cualquier otro de sus
sentidos.
Después de otro minuto de espera Smith detuvo su plegaria mormona y se puso en pie.
Se asomó al parapeto del puente junto a Hayduke y echó un vistazo a la cóncava inmensidad
de la fachada de la presa. Después de unos minutos de meditación habló Hayduke:
—Sabes, Seldom —le dijo—, si pudiéramos llegar al corazón de esa hija-de-puta.
—Esa presa no tiene corazón.
—De acuerdo. Si pudiésemos alcanzar sus entrañas. Si me diese un corte de pelo y un
afeitado y me pusiera un traje y una corbata y llevase un cartabón y me pusiera un casco
amarillo como los que llevan los ingenieros de reparaciones, quién sabe, a lo mejor podría
llegar hasta la sala de control cargado de buena mierda, TNT o algo así…
—No puedes hacer eso, George. Tienen vigilantes. Mantienen cada una de sus
puertas bien custodiadas. Tendrías que conseguir una tarjeta de identificación. Tienen que
conocerte, la seguridad es alta. E incluso si consiguieras colarte y llegar, una pequeña
sacudida de dinamita tampoco le iba a hacer mucho daño a ese monstruo.
—Pienso en el centro de control. Tiene que haber un modo de llegar. Y una vez allí se
trata de abrir las compuertas y dejar salir todo el agua y sellarlas para que no puedan pararlo.
Smith sonrió tristemente:
—Es una hermosa idea, George, pero servirá de poco, volverán a llenar la presa. Lo
que necesitamos son tres yates, grandes como jumbos, cincuenta o sesenta pies de eslora,
como los que usan los millonarios. Los llenamos de fertilizantes y carburante diésel. Luego
cruzamos el lago tranquilamente, a plena luz del día, con esa novia tuya, Miz Abbzug,
tomando el sol en cubierta con su minúsculo bikini negro.
—Sí, la chica en el yate con sus grandes tetas.
—Esa es la idea. Que parezca lo más natural. Nos vamos acercando como sin querer
la cosa a aquel cable de allí, se ve bien desde aquí, que tiene el propósito de mantener lejos las
embarcaciones de la presa, y lo cortamos. A plena luz del día.
—¿Y cómo vamos a cortarlo?
—Maldita sea, no lo sé, eres tú el Boina Verde, cortar ese cable es competencia tuya.
Luego dirigimos la embarcación a la presa, y una vez colocada a la distancia justa pisamos a
fondo de manera que la embarcación se estrelle contra la base de la presa, y bajo el agua la
seguimos moviendo hasta que choque contra el hormigón.
—Ya, y si lo hacemos qué pasa con Bonnie y su minúsculo bikini negro, qué pasa con
nosotros.
—Nos escapamos remando en canoa, mientras desenrollamos el cable de conexión al
detonador de la carga.
—A plena luz del día.
—Lo podemos hacer a las dos de la mañana, en una noche tempestuosa. Así
llegaríamos a la ribera, conectamos el cable de la casa flotante a un detonador eléctrico y
hacemos explotar la carga en la base de la presa.
—Y la carga liberará un millón de toneladas de agua.
—Eso es George. Hasta luego presa de Glen Canyon. Bienvenido Glen Canyon,
bienvenido viejo río Colorado.
—Hermoso, capitán Smith.
—Gracias, George.
—Pero no funcionará.
—Probablemente no.
Volvieron a sus vehículos y subieron la colina para llegar al supermercado donde
abastecerse de provisiones. Eso hicieron, carne y verduras en paquetes congelados, pararon a
tomarse un trago rápido en el bar más cercano. Estaban festivos, encantadores, alegres. No
había nadie salvo obreros de la construcción con sus cascos puestos, algunos conductores de
camión con sus camisetas sudadas, un buen número de cowboys con sus sombreros sudados.
Hayduke se metió de un golpe un viaje de Jim Beam y lo acompañó con una jarra de
Coors. Se limpió la barba y miró a la multitud, de espaldas al bar, junto a su viejo amigo
Seldom Seen. Cuando paró la música del jukebox un momento —Tenesse Ernie Ford,
Engelbert Humperdink, Hank Williams Jr., Merle Haggard, Johnny Cash, Johnny Paychek y
por el estilo—, Hayduke habló, dirigiéndose al dueño del bar en voz alta:
—Hola. Me llamo Hayduke. Soy un hippie.
Smith se puso rígido, mirándose en el espejo de detrás de la barra.
Unos cuantos cowboys, camioneros y obreros de la construcción se quedaron
contemplando a Hayduke y luego volvieron a sus apacibles conversaciones. Hayduke pidió
que le sirvieran otra jarra. Se la bebió. Cuando el jukebox volvió a hacer una pausa entre dos
canciones, Hayduke volvió a hablar. Claramente.
—Mi nombre es Hayduke —gritó—, y soy una maricona. Voy descalzo en verano.
Mi madre estafa a la seguridad social y quiero deciros chicos que estoy feliz de estar aquí,
porque si no fuese por hombres como vosotros yo tendría que trabajar para vivir. Todo lo que
hago es leer libros sucios, drogarme y perseguir niñitas.
Smith buscó rápidamente con la mirada la salida más cercana.
Hayduke esperó. Hubo unas cuantas sonrisas, unas cuantas miradas contemplativas,
pero ninguna respuesta significativa, directa, profunda. Los camioneros, los cowboys, los
obreros de la construcción, incluso el dueño del bar, cada pequeña pandilla allí congregada,
lo ignoró. A él, George Washington Hayduke, hippie marica gritón.
—Fui sargento de los Boinas Verdes —explicó—, y puedo patearle el culo a
cualquier chupapollas de este sitio.
Este anuncio produjo unos segundos de respetuoso silencio, y algunas miradas
escandalizadas. Hayduke paseó su mirada por los rostros del lugar, listo para seguir, pero otra
vez el jukebox lo interrumpió, rompiéndole el discurso.
Smith le cogió del brazo:
—Vale, George, lo has hecho bien. Ahora vámonos de aquí. Cagando leches.
—De acuerdo, maldita sea —dijo Hayduke—, pero primero tengo que mear.
Se volvió, vio el pequeño letrero que decía «TOROS», en una puerta junto a la que
había otra con el cartel «VACAS», encontró el pomo de la puerta y se encerró en el cubículo
de luz úrica. El urinario color riñón resplandecía ante él —apaciblemente— como una fuente
de agua bendita. Meó con entusiasmo —o ese éxtasis liberador, esa descarga mística— y
leyó la etiqueta de la máquina expendedora atornillada a la pared:
¡Mejore su vida personal!
Embárquese en una Nueva Aventura
con SAMOA
El exótico profiláctico nuevo
en colores de los Mares del Sur.
Rojo Ocaso, Negro Medianoche,
Amanecer Dorado, Mañana Azul,
Verde Siesta Nueva Sensación y nuevo Placer
Especialmente Lubricado
¡Los colores no se borran por mucho que los frote!
Ayude a erradicar enfermedades venéreas.
Una vez fuera, al resplandor de la luz del sol, a través de los vapores de calor que
flotaban en planos sobre el asfalto y el hormigón, Hayduke de nuevo se quejaba. Smith
condescendía:
—Es esa nueva revolución sexual, George —le explicó—. Ha llegado también a
Arizona. Ahora hasta los camioneros y los obreros de la construcción pueden follarse un culo
cuando quieran.
—Pues vaya mierda.
—Hasta los cowboys pueden echar un polvo.
—Mierda.
—Ahí está tu auto, George. Ese jeep. No entres por la ventana. Abre la puerta.
—La puerta no se abre —se encaramó al jeep por la parte de la ventana, y asomó su
espantosa cabeza—. No me gusta un pelo —dijo.
—Pues así es como es, George. No quieren meterse en peleas nunca más. Están
guardando todas sus fuerzas para la marcha de la noche.
—¿Ah sí? Mierda. ¿Dónde vamos pues?
—Sígueme.
—Sí, quizá sea lo que yo necesito.
—La veremos mañana, George. Quizá podamos llevarla a que se bañe en alguna
alberca de los Navajo con su bikini negro minúsculo.
—¿Y a quién le importa eso? —dijo Hayduke, filósofo y mentiroso.
Se estrecharon las manos una vez más, a la manera de los alpinistas, un apretón fuerte
cogiendo la muñeca peluda del otro, empalmando huesos, tendones, venas y músculos.
Luego, Hayduke dio con su jeep una vuelta completa en el supermercado antes de coger la
carretera y marchar al sur, tras Smith, las gomas chirriando sobre las estilosas rayas blancas
del asfalto quemado.
Para salir de la ciudad tuvieron que dejar atrás la calle en forma de media luna de
Jesús Row, donde las trece iglesias ecuménicas (todas cristianas, obviamente) de Page se
alineaban hombro con hombro, sin que las interrumpieran ningún objeto más secular que los
coches abandonados en los parkings donde los borrachos y marginados navajos estaban
tendidos entre los yerbajos y las botellas de vino rotas.
Page, Arizona: trece iglesias, cuatro bares. Cualquier ciudad que tenga más iglesias
que bares, tiene un problema. Esa ciudad se está buscando problemas. Y allí estaban tratando
de separar a los cristianos de los indios. Como si a los indios no les fuese ya suficientemente
mal.
A unas veinte millas de la ciudad ellos se salieron de la autopista para acampar y
hacer noche y prepararse la cena con el fuego limpio que le procuraran unas ramas de
junípero. Solos, en la extensión dorada del desierto navajo, lejos de cualquier hogar, de
cualquier poblado indio, se comieron sus judías iluminados por la flama de uno de los
mejores ocasos servidos por Dios en Arizona.
Mañana se reencontrarían con Doc y Bonnie. Luego irían a Black Mesa para tener
una charlita con la Peabody Coal Company y la Black Mesa and Lake Powell Railroad. ¿Y
luego? Era mejor no especular. Mearon, eructaron, se tiraron pedos, se rascaron, gruñeron, se
cepillaron los dientes, desenrollaron sus sacos de dormir en el piso de arena y se dispusieron
a pasar la noche.
Smith se despertó pasada media noche, con Escorpio ya desvanecido y Orion
elevándose. Lo despertaron los quejidos que procedían del saco vecino. Levantó la cabeza,
miró en la oscuridad a través de la luz que emitían las estrellas, y vio que Hayduke tenía
espasmos, parecía buscar a tientas, lo oyó llorar:
—¡No! ¡No! ¡No!
—Hey, George.
—¡No!
—George…
—¡No!, ¡no!
Atrapado en una pesadilla, Hayduke temblaba, gemía, no paraba de moverse en el
interior de aquel saco de momia procedente del ejército. Smith, incapaz de alcanzarlo sin
salir de su propio saco, se arrastró fuera, golpeó a Hayduke en el hombro. Instantáneamente
los gemidos se detuvieron. Los ojos se adaptaron a la escasez de luz, Smith vio el brillo
apagado del cañón cilíndrico de la Mágnum 357 de Hayduke, repentinamente saliendo del
saco de dormir. El hocico del arma se volvió hacia él, buscando un objetivo.
—George, soy yo.
—¿Quién eres?
—Yo, Smith.
—¿Quién?
—Por Dios santo, George, despierta.
Hayduke se quedó callado un instante.
—Estoy despierto.
—Estabas teniendo una pesadilla.
—Lo sé.
—Deja de apuntarme con esa maldita pistola.
—Alguien tiró algo.
—Fui yo, estaba tratando de despertarte.
—Ya, vale —Hayduke ocultó el arma.
—Te estaba haciendo un favor —dijo Smith.
—Sí, vale, joder.
—Vuelve a dormir.
—Sí, vale. Sólo que… Seldom, no vuelvas a despertarme así. —¿Por qué no?
—No es seguro.
—Y cómo se supone que tengo que despertarte.
No hubo una inmediata respuesta por parte de George Hayduke.
—¿Cómo se supone que es la manera segura de despertarte? —dijo Smith.
Hayduke se quedó pensando un rato.
—No hay ninguna manera segura de hacerlo.
—¿Qué?
—No hay ninguna jodida manera segura de despertarme.
—De acuerdo —dijo Smith—. La próxima vez me limitaré a partirte la cabeza con
una piedra.
Hayduke se quedó pensando.
—Sí, puede que esa sea la única manera segura.
—No puedes hacer ningún mal si te cargas una alambrada —repetía Smith,
empleándose a fondo en su tarea (¡Ping!)—. Hay que cortar todas las alambradas. Esa es la
ley en el oeste del meridiano.
Algunos turistas se detuvieron a mirar a Smith, uno de ellos llevaba una cámara.
Hayduke, que se mantenía en guardia, colocó una mano sobre el pomo de su cuchillo y los
miró. Ellos se fueron deprisa.
12. El brazo del Kraken
—Doc —dijo Seldom Seen Smith—, lo que me gustaría saber, confidencialmente, es:
¿qué sabes exactamente de este chaval Hayduke?
—No más de lo que sabes tú.
—Parece un tipo duro, Doc. Quiere cargarse todo lo que está al alcance de su vista.
¿Crees que puede ser uno de esos —no sé si se les llama así— agentes provocadores?
Doc lo consideró un instante.
—Seldom —le dijo—, podemos confiar en George. Es honesto. —Hizo una pausa—.
Habla como habla porque… bueno, porque está comido por la ira. George está quemado,
pero quemado del modo correcto. Le necesitamos, Seldom.
Smith le dio vuelta a esas palabras. Luego, avergonzado, dijo:
—Doc, no me importa decirte que también me hago la misma pregunta acerca de ti.
Eres mayor que todos los demás y a la vista está que eres mucho más rico y encima eres
doctor. No se supone que los doctores actúen como tú lo haces.
Doc Sarvis volvió a meditarlo. Y después de meditarlo dijo:
—No pises la Cryptantha. Tiene un tallo espinoso. —Se detuvo para echar un vistazo
más detenido: Arizonica.
—Arizonica —dijo Smith. Y siguieron adelante.
—En cuanto a tu pregunta: he visto mucho tejido maltrecho en el microscopio. Todas
esas primitivas células de sangre multiplicándose como una plaga. Plaquetas carcomidas.
Jóvenes criaturas en la flor de la edad, como Hayduke, como Bonnie, sangrando hasta
morirse sin una sola herida. Leucemia aguda en aumento. Cáncer de pulmón. Creo que el mal
está en la comida, en el ruido, en la multitud, en el estrés, en el agua, en el aire. He visto
demasiado de todo eso, Seldom. Y va a ir a peor si permitimos que sigan con sus planes. Esas
son mis razones.
—¿Por eso estás aquí?
—Exactamente.
Hayduke a Abbzug:
—¿Qué me dices de Smith?
—¿Qué le pasa?
—¿Cómo es que siempre quiere echar abajo mis planes?
—¿Tus planes? ¿Cómo que tus planes?, arrogante egocéntrico, cabeza de chorlito.
¡Tus planes! ¡Qué pasa con los demás!
—No estoy seguro de poder confiar en él.
—Así que no te fías de él. Escúchame bien, Hayduke, es la única persona decente en
este grupo de enfermos. Es de hecho el único de aquí en el que puedo confiar.
—¿Qué me dices de Doc?
—Doc es un niño chico. Un completo ingenuo. Está convencido de que forma parte
de una especie de cruzada.
Hayduke la miró severo.
—Y lo estamos. ¿Qué otra cosa si no? ¿Por qué estás tú aquí, Bonnie?
—Es la primera vez que me llamas por mi nombre de pila.
—Polladas.
—Es verdad. Es la primera vez.
—Bueno, mierda, trataré de ser más cuidadoso en el futuro.
—Si es que lo hay.
—Sí, joder, si es que lo hay.
—Todavía creo que deberíamos librarnos de esta rompecojones de tía.
—Estás loco, George, ella es lo único que hace que esta locura de críos comunistas se
convierta de veras en un asunto de hombres de verdad.
—Los dos están locos, Doc.
—Vale, vale.
—Son un par de frikis. Anacrónicos. Excéntricos. Pirados. Tocapelotas.
—Bueno, bueno, son buenos chavales. Un poco raros, pero buenos chicos. Mira al
capitán Smith, fuerte y robusto, sólido como un… como un…
—Cagadero público.
—En cuanto a Hayduke, todo fuego y pasión, una psicopatía muy saludable.
—Sí, el monstruo del Lago de Aguas Residuales.
—Lo sé, lo sé, Bonnie, pero tenemos que ser pacientes con ellos, probablemente son
los únicos amigos que tenemos.
—Con amigos así, quién necesita un enema.
—Bien dicho. Pero tenemos que hacerle entender que nosotros no somos como los
demás.
—Sí, estoy segura de que eso ya lo ha escuchado antes. ¿Y en cuanto al capitán
Smith?
—Buen tipo, de lo mejor, un ejemplo de lo que es un gran americano.
—Un poco racista lo tuyo, ¿no? Es pelirrojo, rural, un predicador mormón.
—Los mejores hombres crecen en las colinas. Déjame mejorar este apotegma: los
mejores hombres, como lo mejores vinos, se crían en las colinas.
—Y además sexista. ¿De dónde vienen las mejores mujeres?
—De Dios.
—Vaya mierda.
—Vienen del Bronx. No lo sé, supongo que vienen de la alcoba y de la cocina. No lo
sé. Quién sabe. Qué más dará. Estoy cansado de esa vieja disputa.
—Pues harás bien en acostumbrarte. Vamos a estar cerca un buen rato.
—Bonnie, mi pequeña y dura nuez, no sabes cómo me alegra oír eso. Es mejor un
mundo frío y amargo junto a una mujer que el Paraíso lejos de ella. Date la vuelta.
—Eso es exactamente a lo que me refiero.
—Date la vuelta.
—Vete al diablo, date la vuelta tú.
—Ha vuelto el sátiro.
—El sátiro se la puede menear en la luna.
—Vamos, Bonnie.
—Doc, vas a tener que cambiar de postura.
—¿Quieres decir que hay otra postura?
—No, no es eso lo que quiero decir. ¿Es que no me escuchas nunca?
—Siempre te escucho.
—¿Y qué te he dicho?
—Algo que siempre me dices.
—Ya veo. Doc, tengo algo importante que decirte.
—No estoy seguro de querer escucharlo.
—Seldom, eres un puto buen cocinero. Pero por amor del cielo, no podrías echar algo
de jodida carne en las jodidas judías.
—George, las judías son un alimento básico. ¿Qué pasa, tienes delicado el estómago?
Pues si no, calla y cómete las judías.
—Cuándo inventarán unas judías que no den gases.
—Están en ello.
—Pero ellos lo tienen todo. Tienen la organización y el control, tienen las
comunicaciones y el ejército y la policía y la policía secreta. Tienen grandes máquinas.
Tienen la ley, y drogas y cárceles, y tribunales y jueces y celdas. Son demasiado fuertes. Y
nosotros muy pequeños.
—Son dinosaurios. Dinosaurios de hierro. No tienen la menor posibilidad contra
nosotros.
—Somos cuatro. Ellos cuatro millones, contando la Fuerza Aérea. ¿Te vale como
respuesta?
—Bonnie, ¿es que crees que estamos solos? Apuesto, escucha lo que te digo, apuesto
que ahí fuera, en la oscuridad, hay tipos que están haciendo exactamente lo mismo que
hacemos nosotros, por todo el país, peñas de dos o tres chavales que están en la lucha.
—¿Te refieres a un movimiento nacional bien organizado?
—No, nada de eso. Nada de organización. Ninguno de nosotros conocemos a ninguno
de los de las demás pequeñas bandas. Por eso no podemos detenernos los unos a los otros.
—¿Y por qué nunca hemos oído hablar de ellos?
—Por el factor sorpresa, por eso, nadie quiere que la voz empiece a circular.
—Habló el ex Boina Verde. Y dime Hayduke, ¿cómo sabemos que no eres un
infiltrado?
—No lo sabéis.
—¿Y lo eres?
—Puede.
—¿Y cómo sabes que yo no lo soy?
—Te he observado.
—Supón que te equivocas.
—Por eso llevo este cuchillo.
—¿Te gustaría besarme?
—Joder, sí.
—¿Y bien?
—¿Sí?
—¿A qué estás esperando?
—Bueno, mierda… Eres la mujer de Doc.
—Y una mierda. Yo soy mi propia mujer.
—¿Sí? Bueno, no sé.
—Pues yo sí lo sé, así que bésame, feo bastardo.
—¿Sí? Supongo que mejor no.
—¿Por qué no?
—Primero tengo que hablarlo con Doc.
—Puedes irte al carajo, George.
—Ya he estado allí antes.
—Eres un cobarde.
—Soy un cobarde.
—Tuviste tu oportunidad, George, y la desaprovechaste. Así que ahora vas a sudarla.
—¿A sudar? En mi vida he sudado yo por una mujer. En mi vida he conocido a una
mujer por la que merezca la pena meterse en problemas. Hay un montón de jodidas cosas más
importantes que las mujeres, no sé si lo sabes.
—Si no fuese por las mujeres ni siquiera existirías.
—No digo que no seáis útiles. Digo que hay cosas más importantes. Como las
pistolas. Como una buena llave dinamométrica. Como un cabrestante que funcione.
—Dios santo, un buen montón de cosas, sí. Estoy rodeada de auténticos idiotas. Los
tres quieren ser cowboys. Cerdos del siglo XIX. Anacronismos del XVIII. Proscritos del
XVII. Absolutamente superados. Completamente fuera de la época. Fuera de lugar, fuera de
todo. Estás obsoleto, Hayduke.
—Como una regulación de las válvulas bien hecha. Como un decente —bueno,
quiero decir—, como un buen perro de caza, como una cabaña en el bosque donde un hombre
pueda hacer pis desde el porche —espera un momento—, donde un hombre pueda mear
desde el porche delantero siempre que por Dios santo él lo necesite.
—Completamente superado, superado por completo.
Hayduke dejó de pensar en cosas indispensables, incapaz de encontrar más símiles.
Abbzug le dedicó su sonrisa especial, la sonrisa de desprecio.
—La Historia ha pasado de ti, Hayduke.
Con un golpe de su preciosa melena le dio la espalda. Aplastado y mudo, él miró
cómo se alejaba.
Más tarde, metiéndose en su grasiento saco de pedos bajo la fiera luz de las estrellas,
se le ocurrió (demasiado tarde) la réplica correcta: Lo que está superado hoy mañana puede
ser insuperable, nena.
14. Trabajando en el ferrocarril
Dijo que se iba a casa por un tiempo. Dijo que había estado dándole muchas vueltas
durante la noche y había decidido que realmente tenía que visitar a sus esposas y niños,
revisar el correo y ocuparse de sus negocios y reorganizar algunas excursiones en barco por
el Green antes de reunirse de nuevo con ellos. Además de eso, tenía miedo de que el
reverendo Love y el equipo de Búsqueda y Rescate todavía estuviesen buscándolo en los
condados de San Juan y Gardfield. Les pidió a Abbzug y Hayduke que retrasasen la siguiente
operación al menos una semana.
Los tres estaban desayunando juntos en Mom’s Café, un comedor económico (nada
bueno para comer) y uno de los mejores de Page. Bebían la naranjada con cloro, comían
tartas prefabricadas y congeladas de pegamento y algodón y las salsas de nitrato de sodio y
nitrito de sodio y bebían el café carbólico. El desayuno típico de Page, en eso estaban de
acuerdo y en que no era «ni medio malo». Era malo del todo. Se pusieron de acuerdo en los
contenidos del futuro cercano.
Smith quería hacer sus cuatrocientas millas de su circuito conyugal por toda Utah,
ocupándose de sus asuntos domésticos. Así que se reunirían para el proyectado ataque contra
el Utah State Highway Department y posteriores tareas.
¿Y Bonnie y George? Bueno, George aceptaba que tenía planes de una prematura
luna de miel prematrimonial en las frías alturas de los bosques de Borth Rim sobre el Gran
Cañón, un declive que Bonnie deseaba probar desde arriba. Además, él quería investigar las
actividades ordinarias de los servicios forestales y las compañías madereras en Kaibab
Plateau.
Los hombres se saludaron tomándose de las muñecas, a lo Mallory e Irving en el
Everest, año 24. Bonnie abrazó a Smith. Se fueron, Smith en su camioneta rumbo a Cedar
City, Bountiful y Green River; George y Bonnie en el jeep que cruzó Page hacia los
acantilados Echo, Marble Canyon y lugares que estaban más allá.
Bonnie recordaba la última vez que había tomado esa ruta, llegando hasta Lee’s Ferry
y el ahora histórico viaje en bote por el río a través del cañón. ¿Cómo olvidar al vagabundo
barbudo de la playa, los rápidos, la conspiración ante la hoguera que se había ido espesando
día tras día, noche tras noche, en los intestinos de la tierra precámbrica, todo el camino desde
Lee’s Ferry hasta Temple Bar? En la playa junto a Separation Wash los hombres juraron el
compromiso de la eterna camaradería, sellando el pacto con bourbon y con la sangre de los
cortes que el cuchillo carnicero de Hayduke realizó en las palmas extendidas de sus manos.
Bonnie, distante en su empírica maleza, sonreía a la ceremonia pero estaba tácitamente
incluida a pesar de todo. Junto a la hoguera, bajo estrellas que estaban a tres mil pies de la
cima de la Shiwits Plateau, la Banda de la Tenaza había nacido.
Los amantes entraron en la muesca, un camino duro hasta Bitter Springs, más veloz
rumbo al norte hacia el borde de «Adiós Vuelva a Visitarnos» de la tierra de los Navajos
hasta el puente de Marble Canyon («éste también caerá, algún día», musitó Hayduke) y a
través de la franja de Arizona. Rumbo al este en el jeep de Hayduke, bajo la fachada de Paria
Plateau y Vermilion Cliffs, pasaron Cliff Dwellers Lodge hasta Houserock Valley, a través
de infernal piedra roja y olas de vapor caliente, pasaron la puerta del Buffalo Ranch y
subieron el bulto de piedra caliza (como una ballena varada en pleno desierto) de East Kaibab
Monocline. Ahí el jeep trepó laboriosamente los cuatrocientos pies que llevaban a los pinos
amarillos y las praderas cubiertas de hierba del parque nacional de Kaibab.
Se pararon como buenos turistas en el lago Jacob a repostar gasolina, tomar un café
con tarta y comprar cerveza. El aire era limpio y agradable, olía a luz de sol, resina de pino y
pastos, fresco a pesar del horrible calor del desierto que les esperaba. Las hojas translúcidas
de los álamos brillaban en la luz, los delgados troncos de blanca corteza de este árbol ponían
el punto femenino contra el follaje oscuro de las coníferas.
En el lago Jacob viraron al sur por la carretera que terminaba en el borde norte de
Grand Canyon. Bonnie tenía amor y paisaje y una cabaña entre los pinos en la mente;
Hayduke, también un romántico y un soñador, atestaba su cabeza de maquinaria masoquista,
acero retorciéndose, hierro en torsión, múltiples imágenes de lo que él llamaba «destrucción
creativa». De un modo o de otro tenían que frenar sino parar del todo el avance de la
tecnocracia, el crecimiento del Crecimiento, la expansión de la ideología de las células
cancerígenas.
—He jurado sobre el altar de Dios —mugió Hayduke contra el viento (habían quitado
la capota del jeep) medio cerrados los ojos, tratando de recordar las palabras de Jefferson—
hostilidad eterna contra cualquier puta forma de tiranía —introduciendo una errata ligera
pero entendible— sobre la vida de un hombre.
—¿Y qué pasa con la vida de la mujer? —gritó Abbzug.
—¡A follarla! —aulló Hayduke jocosamente—. Y a propósito… Y a propósito
—añadió, saliéndose de la autopista para ingresar en un estrecho sendero en los bosques, bajo
pinos y álamos que campanilleaban, lejos de ojos indiscretos y hacia el borde de un prado
soleado punteado de estiércol de vaca—, vamos a ello.
Detuvo el jeep, apagó el motor, se abalanzó sobre ella y la tiró sobre la hierba. Ella se
resistió con vigor, tirándole del pelo, desgarrándole la camisa, tratando de interponer sus
rodillas entre las piernas de él.
—Vamos puta —gritó—, voy a follarte.
—¿Sí? —dijo ella—. Inténtalo, bastardo degenerado.
Rodaron y rodaron sobre la hierba del prado sucia de estiércol de vaca, sobre las hojas
caídas, sobre las agujas de pino, sobre las neuróticas hormigas muertas de miedo.
Casi se escapa. Pero él la atrapó, la puso en el suelo de nuevo, la sujetó con sus
grandes brazos, enterró sus ojos, su boca, su rostro en la fragancia del pelo de ella, le mordió
en el cogote, le hizo sangre, le mordisqueó el lóbulo de la oreja…
—Maldita puta gorda judía…
—Cerdo pagano incircunciso…
—Maldita puta…
—Te echaron de la universidad. Parapléjico verbal. Veterano en paro.
—Te quiero.
—Eres malo en el Scrabble.
—¡Basta ya!
—Vale, así ya vale —pero ella estaba arriba—. Tu cabeza es una pila de caca de vaca,
lo sabes. No te importa. Por supuesto que no. De acuerdo. Vale. ¿Dónde está? No puedo
encontrarla. ¿Esto? ¿Te refieres a esto? Hola, Mami, ¿eres tú? Soy Sylvia, sí. Óyeme, Mami,
no voy a ser capaz de ir por Hanukah. Sí, eso es lo que he dicho. Resulta que mi novio —te
acuerdas de Ichabod Ignatz— ha hecho estallar el aeropuerto. Es una especie de —¡ooooh!—
maníaco…
Él se la metió. Ella se la envainó. El viento soplaba a través de los pinos amarillos, de
los estremecidos álamos, las hojas danzando con un sonido como de cascada pequeña. El
discreto canto de los pajarillos, el ladrido de un zorro gris, el lejano rumor de los neumáticos
en la carretera asfaltada, todos esos sonidos moderados fueron barridos hacia el borde del
mundo, perdiéndose entre sus embestidas.
Arriba y abajo, dentro y fuera del bosque y del prado, por pozos y cráteres en la
meseta calcárea (agujereada como una esponja con un sistema infinito de cavernas), él
pilotaba el jeep, hacia el sur, hacia la industria de la tala forestal, con esperanza y temor. Ella
iba apoyada sobre él, el largo cabello ondeando como una bandera al viento.
Se detuvieron una vez más, en el borde norte del prado, en el lugar llamado Pleasant
Valley, para corregir y embellecer un cartel oficial de la U.S. Forest Service Smokey Bear. El
cartel era un simulacro a tamaño natural del famoso oso vestido, con sombrero de ranger,
vaqueros y pala. Y decía lo de siempre, si se podía leer tras la suciedad, decía: «Sólo tú
puedes prevenir los incendios forestales».
Fuera, las pinturas de nuevo. Agregaron un bigote amarillo que ciertamente mejoró la
boca suave de Smokey, y pintaron sus ojos con unas líneas rojas que evidenciaban una resaca.
Empezó a parecerse a Robert Redford interpretando a Sundance Kid. Bonnie le desabotonó
la mosca a Smokey, pictóricamente hablando, y pinto sobre la entrepierna una polla pequeña
con huevos peludos pero arrugados. Sobre la homilía de Smokey para la prevención de
fuegos Hayduke añadió un asterisco y una nota a pie de página: «El Oso Smokey está lleno
de mierda» (la mayoría de los incendios son causados por ese vaporoso antropomorfo que
mora en los cielos, Dios, camuflado de rayos).
Muy divertido. Pero, en 1968, el Congreso de los Estados Unidos promulgó una ley
federal contra quien profanase, mutilase o incluso mejorase cualquier representación oficial
del oso Smokey. Consciente de la legislación, Bonnie metió en el jeep a Hayduke y pidió que
se largaran de allí antes de que él sintiera la tentación de agarrar a Smokey por el cuello y
llevarlo a cualquier árbol, como el Pinus ponderosa, y tenerlo colgado hasta que el pene del
oso pasara de estar flácido a la erección que tienen los ahorcados.
—Ya es suficiente —dijo Abbzug, y llevaba razón como era costumbre.
Cuatro millas al norte de la entrada del North Rim District Grand Canyon Nacional
Park llegaron a una intersección. La señal decía: «Cuidado con los camiones». Hayduke giró
a la izquierda en aquel punto, hacia una carretera sin pavimentar pero plana que llevaba,
rumbo al este, al bosque y a un nuevo paisaje.
Durante las cuarenta millas que llevaban desde el lago Jacob no habían visto más que
verdes praderas decoradas con rebaños de ganado y algunos ciervos, y más allá de los prados
los álamos, los pinos, los abetos de lo que en apariencia era, intacto y sin talar, un bosque
nacional público. Pura fachada. Detrás de ese falso frontal de árboles intactos, una franja de
crecimiento virgen de un cuarto de milla de profundidad, estaba el verdadero negocio del
bosque nacional: plantaciones de madera, granjas de leña, factorías para la industria de los
tableros, el cartón, la pasta de papel, la madera contrachapada.
Bonnie estaba sorprendida. Nunca antes había visto una operación de tala semejante.
—¿Qué pasa con los árboles?
—¿Qué árboles? —dijo Hayduke.
—A eso es a lo que me refiero.
Pararon el jeep. En silencio contemplaron la escena de la devastación. En un área de
media milla el bosque había sido aniquilado, no había árbol ni pequeño ni grande, ni sano ni
enfermo, ni joven ni viejo. Todo había sido arrancado, no quedaban más que las sobras.
Donde había árboles ahora sólo quedaban restos de maleza esperando a ser quemadas cuando
llegasen las nieves del invierno. Una red de camiones y bulldozers se encargarían de
completar la amputación.
—Explícamelo —pidió ella—. ¿Qué pasa allí?
Él intentó explicárselo. La explicación no era fácil.
Haciendo claros en el bosque te cargas lo que la industria llama «árboles infestados»
y en su lugar plantan otras especies de árboles meramente funcionales, los plantan como si
fueran maíz, sorgo, remolacha azucarera o cualquier otro producto agrícola. Luego les echan
unos fertilizantes químicos para reemplazar el humus de los árboles talados, se inyectan las
raíces con hormonas de crecimiento rápido, los protegen con repelentes de ciervos y así
levantan una masa uniforme de árboles, todos idénticos. Cuando los árboles alcanzan cierto
peso previamente especificado —no la madurez, eso tardaría demasiado— mandas que
vengan una flota de máquinas taladoras y los cortas a ras de suelo. A todos ellos. Queman
entonces el área cubierta de detritus de vegetación talada, la vuelven a inseminar y fertilizar,
todo en un ciclo que se repite sin solución de continuidad, siempre más deprisa más deprisa,
hasta que como en la fábula malasia del Pájaro Concéntrico que vuela cada vez en círculos
más pequeños hasta que desaparece por su propio agujero del culo.
—¿Lo entiendes? —preguntó él.
—Sí y no —dijo ella—, excepto que, como si esto… —ella levantó la mano y luego
apuntó al erial que tenían delante—. Quiero decir que si esto es un bosque nacional —un
bosque nacional— entonces nos pertenece, ¿no?
—Incorrecto.
—Pero has dicho…
—¿No puedes entender nada? Maldita chupapollas marxista liberal neoyorquina.
—No soy una marxista liberal neoyorquina.
Hayduke condujo hasta pasar el área del claro. Aunque quedaban aún pequeñas
señales de bosque natural en Kaibab parecía aún un bosque. El claro sólo había empezado a
extenderse. Aunque se había perdido ya mucho, quedaba aún mucho —pero se había perdido
ya mucho.
Todavía sin entenderlo, Bonnie preguntó:
—Ellos pagan por nuestros árboles, ¿verdad?
—Seguro, pagan por tener derecho a deforestar una parte del parque. El que gana la
subasta le extiende un cheque al Tesoro de los Estados Unidos. El Servicio Forestal coge su
dinero, nuestro dinero, y se lo gasta construyendo nuevas carreteras para los deforestadores,
como esta, para que puedan hacer sus jueguitos de caza, a ver cuántos ciervos, cuántos
turistas, cuántas ardillas pueden tumbar. Un venado son diez puntos, una ardilla cinco, un
turista uno.
—¿Dónde están los madereros ahora?
—Es domingo. De descanso.
—Pero América necesita la madera. La gente necesita algún tipo de techo.
—Claro, sí —dijo Hayduke—, la gente necesita techos —lo dijo a regañadientes—.
Dejemos que construyan sus casas con piedras, por dios, con fango y con bastoncillos como
los papagayos. Con ladrillos o bloques de cemento. Con cajas de embalaje o latas de Karo
como mis amigos en Dak Tho. Dejémosle que construyan casas que resistan un poco,
digamos cien años, como la cabaña del bisabuelo en Pensilvania. Y entonces no tendremos
que deforestar los bosques.
—¿Eso es lo que le estás pidiendo a la revolución contraindustrial?
—Exacto, eso es todo.
—¿Y qué propones que hagamos?
Hayduke se lo pensó un momento. Deseó que Doc estuviese allí. Su cerebro
funcionaba como un motor engripado en un día de invierno. Como la prosa del Jefe Mao.
Hayduke era un saboteador de mucho ímpetu pero poco cerebro. El jeep mientras tanto se
hundía en lo más profundo del bosque, mientras caía la tarde. Los pinos se elevaban contra el
polvo de los rayos solares, los árboles transpiraban, los zorzales ermitaños cantaban y se
volvían al cielo (no les quedaba otro remedio), florecidos con los colores que les prestaba el
ocaso, dorado y azul.
Hayduke pensaba. Por fin tuvo una idea. Dijo:
—Mi trabajo es salvar la puta naturaleza. No sé de nada más que merezca ser salvado.
Eso está claro, ¿no?
—Una mente muy básica —dijo ella.
—Suficiente para mí.
Llegaron al lugar que Hayduke había estado buscando. Era un claro que crecía por la
acción de máquinas taladoras que estaban allí, sin nada que hacer, a la luz del crepúsculo.
Bulldozers, cargadores, tractores de arrastre, todos estaban esperando pero no había
operarios, ellos habían realizado la última carga de la meseta al aserradero el pasado viernes.
—¿Dónde está el vigilante?
—No necesitan vigilante —dijo Hayduke—. No hay nadie más que nosotros.
—Bueno, si no te importa me gustaría asegurarme.
—Adelante.
Subieron y bajaron las pistas de arrastre, a través del barro, los detritus, junto a
troncos apilados, junto a los mutilados restos de los árboles. Una masacre de pinos, no
quedaba un árbol en pie en un área de doscientos acres.
Encontraron la oficina del lugar, una pequeña casa tráiler cerrada y oscura, nadie en
casa. «GEORGIA-PACIFIC CORP. SEATTLE. WASH», decía la señal de hojalata en la
puerta. Un largo viaje de vuelta a casa para esos muchachos por lo que parece, pensó
Hayduke.
Se bajó. Golpeó en la puerta, sacudió el cerrojo. Nadie respondió, nada respondió.
Una ardilla parloteaba, un arrendajo azul chillaba fuera de los árboles, más allá de los tocones,
pero cerca de ellos no se movía nada. Hasta el viento se había parado y el bosque estaba
tranquilo como el lugar muerto que lo rodeaba. Bonnie pensó en los Viajeros. Decirles que
volviesen. Decirles que recordasen, etc… Hayduke regresó.
—¿Y bien?
—Te lo dije. No hay nadie aquí. Se han ido todos a la ciudad a pasar el fin de semana.
Ella volvió la cabeza, contempló de nuevo el campo de batalla bajo las inertes pero
poderosas máquinas, los indefensos árboles más allá del claro. Luego regresó a las máquinas.
—Debe haber equipamiento por valor de un millón de dólares aquí.
Hayduke estudió las máquinas con ojos evaluadores.
—Unos dos millones y medio.
Una suposición era tan válida como la otra. Estuvieron en silencio un minuto.
—¿Qué hacer? —dijo ella, sintiendo el frío de la noche.
Él sonrió. Los colmillos brillaron en la oscuridad. Elevó los puños grandes, los
pulgares hacia arriba.
—Es hora de hacer los deberes.
18. El doctor Sarvis en casa
Hayduke ocultó el jeep entre los pinos, cerca del área de explotación y situó a Bonnie
sobre el capó con instrucciones de tener los ojos bien abiertos y de aguzar el oído. Ella asintió
impaciente.
Se puso el casco, el mono, la pistola con el cinturón, los guantes de trabajo, cogió una
pequeña linterna y las otras herramientas y se alejó de donde estaba Bonnie hacia el interior
del terreno deforestado, desvaneciéndose como una sombra entre las máquinas gigantescas.
Ella quiso leer, pero ya estaba demasiado oscuro. Se puso a cantar canciones durante un rato,
en voz baja, y escuchó los chillidos de unos pájaros, desconocidos e invisibles, allá en el
bosque, que regresaban a sus nidos para pasar la noche con la cabeza acurrucada bajo el
pliegue del ala, y sumergirse así en los sueños sencillos e inocentes de las aves (los pájaros no
tienen cerebro).
El bosque parecía eterno. El viento había cesado hacía tiempo y la quietud, una vez
que los pájaros se habían callado, se hizo más sutil y profunda. Bonnie era consciente de los
altos seres de su alrededor: los cavilantes pinos amarillos, las personalidades greñudas y
sombrías de las píceas de Engelmann, sus altas copas como agujas de catedrales, apuntando
en ángulos divergentes (todo lo que se eleva debe divergir) hacia esa espléndida bola de
fuego dividida en estrellas de primera magnitud que adornan al iluminar, lo mejor que
pueden, el inmenso interior de nuestro universo en expansión. Bonnie creyó haber visto eso
antes. Se lió un porro y lo encendió.
Mientras tanto, bajo las tripas de una bulldozer, George W. Hayduke tiraba de una
enorme llave inglesa intentando abrir el tapón de drenaje del cárter de una Allis-Chalmers
HD-41, el tractor más grande que fabrica Allis-Chalmers. La llave era de tres pies de largo
—la había sacado de la caja de herramientas del tractor— pero no conseguía girar aquella
tuerca cuadrada. Cogió su llave tubular, un tubo de acero de una longitud de tres pies, la
ajustó como una funda al final del mango de la llave y tiró de nuevo. Esta vez la tuerca
cuadrada cedió una fracción de milímetro. Justo lo que necesitaba; Hayduke volvió a tirar y
la tuerca comenzó a girar.
Hasta aquí no había hecho nada espectacular, simplemente seguir procedimientos
rutinarios. En la medida de lo posible, como en el caso de esa HD-41, decidió vaciar el aceite
del cárter con la idea de encender el motor justo antes de marcharse (el factor de ruido). No
tenía las llaves, pero supuso que encontraría lo necesario forzando la caseta de obra.
Otro giro de tuerca más y el aceite comenzaría a verterse. Hayduke se retiró con
cuidado y volvió a agarrar la llave tubular. Entonces, se quedó helado.
—¿Qué tal, amigo? —dijo la voz de un hombre, lentamente, a no más de veinte pies
de distancia.
Hayduke se echó la mano al arma.
—No, no hagas eso. —El hombre apretó un botón y dirigió directamente el haz de luz
de una potente linterna hacia los ojos de Hayduke—. Tengo esto —aclaró, empujando hacia
la luz el cañón de lo que parecía una escopeta de calibre doce, para que Hayduke pudiera
verla—. Sí, está cargada —añadió—, está amartillada y es sensible como una serpiente de
cascabel.
El hombre se detuvo. Hayduke esperó.
—De acuerdo —continuó—, sigue y termina con lo que estás haciendo ahí abajo.
—¿Qué termine?
—Vamos, sigue.
—Estaba buscando una cosa —replicó Hayduke.
El hombre se echó a reír, con una risa cómoda, agradable, pero amenazadora.
—¿Es eso cierto? —preguntó—. ¿Y qué diablos estás buscando bajo el cárter de una
maldita bulldozer en la oscuridad?
Hayduke meditó. Sí que era una buena pregunta.
—Bueno —dijo. Y dudó.
—Piénsatelo, tómate tu tiempo.
—Bueno…
—Debe de ser algo bastante bueno.
—Sí. Bueno, estaba buscando… en fin, estoy escribiendo un libro sobre bulldozers y
he pensado que debería ver cómo son. Por debajo.
—Eso no suena muy bien. ¿Y cómo son?
—Grasientas.
—Te diría, amigo, que te ahorres todo ese rollo. ¿Para qué es esa llave de tres pies de
largo que tienes en las manos? ¿Con eso es con lo que escribes tus libros?
Hayduke no dijo nada.
—Vale —siguió el hombre—, continúa, termina tu trabajo.
Hayduke vaciló.
—En serio. Quita ese tapón. Deja que salga el aceite.
Hayduke hizo lo que le ordenó. Después de todo, la escopeta estaba apuntando hacia
su cara, igual que la linterna. Una escopeta a una distancia corta es un argumento poderoso.
Procedió a aflojar el tapón, el aceite comenzó a fluir libremente, brillante y profuso, sobre la
tierra removida.
—Ahora —dijo el hombre—, suelta la llave inglesa, ponte las manos detrás de la
cabeza y sal de ahí arrastrándote sobre la espalda.
Hayduke obedeció. No era fácil avanzar serpenteando por debajo de un tractor sin
usar las manos. Pero lo hizo.
—Ahora ponte boca abajo.
De nuevo le hizo caso. El hombre, que estaba en cuclillas, se puso de pie, se acercó
más, desenfundó la pistola de Hayduke, retrocedió y se volvió a agachar.
—Muy bien —indicó—, ya puedes darte la vuelta y sentarte.
Examinó el arma de Hayduke.
—Ruger 375 Mágnum. Poderosa, sí señor.
Hayduke se puso frente a él.
—No hace falta que me apuntes a los ojos con la luz.
—Tienes razón, amigo. —El desconocido la apagó—. Lo siento.
Estaban frente a frente, en la repentina oscuridad, quizás preguntándose cuál de los
dos tendría la visión nocturna más rápida y mejor. Pero el desconocido mantenía el índice en
el gatillo de su escopeta. Con la luz de las estrellas de la elevada meseta podían verse lo
suficientemente bien. Durante unos instantes, ninguno de los dos se movió.
El desconocido carraspeó.
—Sí que trabajas despacio —protestó—, llevo observándote alrededor de una hora.
Hayduke continuó callado.
—Pero veo que has hecho un buen trabajo. Meticuloso. Me gusta.
El hombre escupió en el suelo.
—No como algunos de los chapuceros que he visto en Powder River. O como los
muchachos de Tucson. O los que descarrilaron… ¿Cómo te llamas?
Hayduke abrió la boca. ¿Henry Lightcap? —pensó—, ¿Joe Smith? Tal vez…
—Da igual —espetó—, no quiero saberlo.
Hayduke miró atentamente el rostro que se encontraba frente a él, a diez pies de
distancia bajo la luz de las estrellas, que cada vez veía de una manera más nítida. Vio que el
desconocido llevaba una máscara. No era un pasamontañas negro hasta los ojos, sino
simplemente un pañuelo puesto sobre la nariz, la boca y las mejillas, al estilo de los bandidos.
Sobre el pañuelo se le veía el ojo derecho oscuro, ligeramente brillante, que le miraba desde
debajo del ala inclinada de un sombrero negro. El otro ojo permanecía cerrado en una especie
de guiño permanente. Hayduke por fin se dio cuenta de que el globo ocular izquierdo del
hombre no estaba ahí desde hacía tiempo, que lo habría perdido y olvidado en alguna antigua
pelea de bar o en alguna guerra legendaria.
—¿Quién eres? —preguntó Hayduke.
El hombre enmascarado habló con un tono entre sorprendido y molesto:
—No quieras saberlo. Esa pregunta no es muy amable.
Silencio. Se miraron fijamente. El desconocido soltó una carcajada.
—Apuesto a que creías que era el vigilante nocturno, ¿verdad? Te he hecho sudar un
poco, ¿eh?
—¿Dónde está el vigilante?
—Allí dentro.
El desconocido sacudió el pulgar hacia una caseta de obra cercana, donde estaba
aparcada una camioneta con pegatinas de la compañía en las puertas.
—¿Qué está haciendo?
—Nada, lo tengo atado y amordazado. Está bien. Estará así hasta el lunes por la
mañana, que volverán los leñadores y lo soltarán.
—El lunes por la mañana es mañana por la mañana.
—Sí, parece que debería irme largando de aquí.
—¿Cómo has venido?
—Me gusta usar el caballo para trabajos de este tipo. Quizás no sea muy rápido, pero
es más silencioso.
Otra pausa.
—¿A qué te refieres —preguntó Hayduke— con «trabajos de este tipo»?
—Lo mismo que haces tú. Cuántas preguntas haces. ¿Quieres ver mi caballo?
—No, quiero que me devuelvas la pistola.
—De acuerdo. —El desconocido se la devolvió—. Mejor será que la próxima vez te
mantengas cerca de tu vigía.
—¿Dónde está? —Hayduke enfundó la pistola.
—En el mismo jeep donde la dejaste, dándole caladas a uno de esos cigarritos de
maría. O así estaba antes.
El desconocido hizo una pausa para observar la oscuridad circundante y luego volvió
a girarse hacia Hayduke.
—También hay algo más que quieres —añadió rebuscando en sus bolsillos, y sacó un
manojo de llaves—. Ahora puedes encender el motor y griparlo bien.
Hayduke agitó las llaves y miró hacia la caseta de obra.
—¿Seguro que el vigilante está bien atado?
—Lo tengo esposado, atado de pies y manos, amordazado, borracho como una cuba y
encerrado.
—¿Borracho como una cuba?
—Estaba medio borracho cuando llegué. Cuando ya le tenía le hice terminarse la
pinta de bourbon que se estaba tomando. Cayó inconsciente, asustado y contento.
—Por eso nadie gritó cuando golpeé la puerta. —Hayduke miró al desconocido
enmascarado, que arrastraba los pies, aparentemente listo para marcharse.
Una voz aguda, crispada y aterrorizada salió de la oscuridad.
—George, ¿estás bien?
—Estoy bien —gritó—. Quédate ahí, Natalie. Sigue vigilando. Además, me llamo
Leopold.
—Vale, Leopold.
Hayduke hizo sonar las llaves, mirando la mole de tractor que estaba a su lado.
—No estoy seguro de saber cómo ponerlo en marcha —declaró.
El hombre enmascarado le respondió:
—Te echaré una mano. Tampoco tengo tanta prisa.
Fuera, en algún lugar del bosque, un caballo se revolvía, pisoteando y relinchando. El
hombre escuchó mientras giraba la cabeza en aquella dirección.
—Tranquila, Rosie. Voy a por ti en un minuto. —Se volvió hacia Hayduke—.
Vamos.
Treparon hasta el asiento del conductor del enorme tractor. El desconocido volvió a
tomar las llaves, eligió una de ellas y abrió la tapa de detrás de los pedales de freno en el suelo
de la cabina. Mostró a Hayduke la llave maestra y la puso en marcha. A diferencia de la
anticuada Caterpillar de Hite Marina, esta máquina se ponía en funcionamiento mediante la
energía de una serie de baterías.
—De acuerdo —dijo el tuerto—, ahora pulsa el botoncito que está junto al selector de
velocidad.
Hayduke apretó el botón. El selenoide puso en contacto el piñón del motor de
arranque con la corona del volante de inercia; los doce cilindros de cuatro tiempos del
Cummins diésel comenzaron a sonar: 1710 pulgadas cúbicas de energía de pistón acumulada.
Hayduke estaba encantado. Retiró la palanca del acelerador y el motor se revolucionó con
suavidad, listo para trabajar (aunque se calentaría rápido).
—Voy a hacer algo con esta máquina —comentó al extraño.
—Sí, ¿qué?
—Me refiero a que voy a mover cosas por aquí.
—Entonces date prisa. Sólo aguantará unos minutos.
El desconocido echó un vistazo al tablero de mandos: presión de aceite a cero,
temperatura del motor subiendo. Ahora se oía un ruido extraño y poco saludable, como el
aullido de un perro enfermo.
Hayduke quitó la palanca de bloqueo y apretó la palanca de velocidad. El tractor
arremetió con la pala inferior, y empujó una tonelada de barro y dos tocones de pino amarillo
hacia el lado de la caseta de Georgia-Pacific.
—¡Hacia allá no! —gritó el desconocido—, hay un hombre ahí dentro.
—De acuerdo.
Hayduke paró la maquina, y dejó la carga apilada junto a la pared de la caseta. Puso
marcha atrás y el tractor chocó contra la camioneta de Georgia-Pacific, que se reventó como
una lata de cerveza. Hizo girar la bulldozer hacia ella mientras aplastaba los escombros
contra el estiércol.
¿Lo siguiente? Hayduke miró alrededor bajo la luz de las estrellas buscando otro
objetivo.
—Veamos qué se puede hacer con esa cargadora Clark nueva que está ahí —sugirió
el hombre enmascarado.
—Mira.
Hayduke elevó la pala, giró el tractor y cargó a toda velocidad (cinco millas por hora)
contra la maquina. Esta se abolló emitiendo un gratificante crujido de acero y hierro. Pivotó
el tractor 200 grados y lo dirigió hacia un camión cisterna lleno de gasoil.
Alguien le estaba gritando. Algo le estaba gritando.
Pisó a fondo. El tractor dio unas cuantas sacudidas al girar las ruedas dentadas y se
detuvo. El bloque del motor se partió. Un chorro de vapor salía disparado, pitando con
urgencia. El motor luchaba por sobrevivir. Algo explotó dentro del colector y un borbotón de
llamas azules comenzó a brotar de la chimenea exhausta, y empezó a lanzar chispas
abrasadoras hacia las estrellas. Encasquillados dentro de sus cámaras, los doce pistones se
hicieron una sola pieza, unidos para siempre a los cilindros y el bloque. Una inamovible masa
molecular unificada, entrópica, caldeada y blanca. Todo era uno. Los gritos continuaban.
Cincuenta y una toneladas de tractor gritando en la noche.
—Se va a pique —explicó el hombre enmascarado—. Ya no hay nada que hacer.
Descendió por la parte de atrás, bajo las ocho toneladas destripadas.
—Vámonos —gritó—. ¡Alguien viene!
Y se escabulló en la oscuridad.
Hayduke se calmó y bajó del tractor. Todavía oía que alguien le gritaba. Bonnie.
Ella le tiró de la manga, señalando hacia el bosque.
—¿Es que no lo ves? —chilló—. ¡Luces! ¡Luces! ¿Qué te pasa?
Hayduke miró y agarró a Bonnie por el brazo.
—¡Por aquí!
Corrieron a través del claro entre los tocones de los árboles hacia el abrigo del bosque,
mientras un camión se acercaba ruidosamente hacia el área abierta. Los faros resplandecían,
un foco barrió el terreno y por muy poco los descubre.
Pero no. Ahora estaban en el bosque, entre los aliados árboles. A tientas a través de la
oscuridad, en la dirección que él creía que era la correcta para llegar al jeep, Hayduke oyó el
tronar de unos cascos. Alguien a caballo galopaba a toda prisa. Del camión, que se había
parado junto a la bulldozer que seguía silbando, comenzaron a salir varios hombres: uno, dos,
tres…, imposible contarlos en la oscuridad. Hayduke y Abbzug vieron que un foco rastreaba
el claro y los árboles, en busca del caballo.
Demasiado tarde, una vez más: cuando vislumbraron al jinete ya había desaparecido
por el bosque hacia la carretera, cabalgando en la madrugada. Una pistola aulló inútilmente a
modo de queja una vez, dos veces y luego cesó. El ruido de cascos se desvaneció. Los
hombres del camión acudieron para ayudar a alguien que estaba dentro de la caseta de obra y
que daba patadas a las paredes. Tardarían un buen rato en sacarle con esa montaña de
escombros que estaba colocada atascando la puerta.
Bonnie y George se montaron en el jeep.
—Por Dios santo, ¿quién era ese? —preguntó Bonnie.
—El vigilante, creo.
—No, quiero decir el hombre del caballo.
—No lo sé.
—Pues estabas con él.
—No sé nada de él. Cierra la puerta y larguémonos de aquí.
—Nos van a oír.
—No, con los bramidos de la bulldozer no podrán.
Condujo fuera de la arboleda con las estrellas como única luz, lentamente, por la
carretera principal del bosque, regresando hacia la autopista y North Rim. Cuando tuvo la
impresión de que ya había recorrido una distancia suficiente, encendió las luces y pisó el
acelerador. El jeep, que estaba puesto a punto, ronroneó suavemente.
—¿De verdad no sabes quién era ese hombre?
—No lo sé, cielo. Lo único que sé es lo que ya te he dicho. Llámalo «Kemosabe».
—¿Qué nombre es ese?
—Es una palabra paiute.
—¿Y qué significa?
—«Idiota».
—Eso lo explica. Encaja. Tengo hambre. Dame algo de comer.
—Espera hasta que nos hayamos alejado unas cuantas millas más del terreno talado.
—¿Quién estaba en el camión?
—Ni lo sé ni he querido quedarme por allí para averiguarlo. ¿Tú sí? —Decidió darle
un poco de caña—. ¿Tú sí, mi maravillosa vigilante?
—Mira —respondió ella—, no me des la tabarra con eso. Querías que me quedara en
el jeep y eso es lo que he hecho. Estaba vigilando la carretera, como tú querías.
—De acuerdo —dijo.
—Así que cierra el pico.
—De acuerdo.
—Y entretenme, me aburro.
—Está bien. Este va por ti. Un acertijo de verdad. ¿Cuál es la diferencia entre el
Llanero Solitario y Dios?
Bonnie lo estuvo pensando mientras el jeep les zarandeaba a través del bosque. Lió
un cigarrillo y siguió dándole vueltas.
Al final, concluyó:
—Vaya mierda de acertijo. Me rindo.
—Los llaneros solitarios existen de verdad —dijo Hayduke.
—No lo entiendo.
Se estiró, la agarró y la apretó contra él.
—Olvídalo.
20. El regreso a la escena del crimen
Hayduke y Abbzug acamparon ilegalmente (ni siquiera estaba permitido hacer fuego)
en contra de todas las normativas, lejos del asfalto, descendiendo por un cortafuegos bajo los
álamos.
Se despertaron tarde y tomaron el desayuno acostados.
Los pájaros cantaban, la luz del sol brillaba, etcétera.
Más tarde, ella dijo:
—Ahora quiero comer algo.
Hayduke la llevó a North Rim Lodge a tomar un brunch: zumo de naranja, gofres de
nueces, huevos fritos, croquetas de patata, jamón, tostadas, leche, café y café irlandés,
acompañado de una ramita de perejil para cada uno. Todo maravilloso. Él la condujo a la
terraza del local y le mostró las vistas desde el borde del Gran Cañón del Colorado.
—Genial —afirmó ella.
—Cuando has visto un gran cañón ya los has visto todos —convino él.
La llevó a Cape Royal, Point Imperial y finalmente a Point Sublime, donde
acamparon ilegalmente por segunda noche consecutiva. Mientras el sol se ponía legalmente
(por el oeste) ellos miraban hacia las profundidades del abismo, seis mil pies hacia abajo.
—Este abismo me abisma —Hayduke bromeó.
—Tengo sueño —dijo ella.
—Madre mía, pero si aún no se ha puesto el sol. ¿Qué te pasa?
—No lo sé. Descansemos un rato antes de irnos a dormir.
Había sido un fin de semana movido. Se volvieron a tumbar para descansar un poco
más.
Desde muy, muy, muy abajo, conducido por el viento, llegaba el aplauso de Boucher
Rapids. Los tallos secos y las cáscaras vacías de las semillas de las yucas repiqueteaban con
la brisa, sobre el borde del precipicio, bajo las estrellas. Los murciélagos se lanzaban en
picado y zigzagueaban, chillando y persiguiendo insectos que efectuaban piruetas evasivas
para salvar sus vidas. Más allá, en la oscuridad del bosque, un pájaro nocturno graznaba. Los
atajacaminos se elevaban hacia la colorida puesta de sol, planeando y volando en círculos y
arrojándose de repente en busca de bichos; luego, con un ruido de alas parecido al bramido de
un toro lejano, remontaban el vuelo tras la bajada en picado. Toros-murciélago. De vuelta al
bosque, desde las profundidades de la penumbra de los pinos, un tordo ermitaño reclamaba
—¿a quién reclamaba?— con notas aflautadas. El poeta melancólico entre los pinos. Otro
pájaro le respondía de inmediato: el pájaro payaso, el cuervo o la polluela de Kaibab, con un
ruido parecido al de un ranchero sonándose la nariz.
Se pasaban el placebo de Bonnie una y otra vez a una velocidad lenta, muy lenta. La
locura de los porros. Te quiero, Mari Juana.
—Escucha —murmuró George W. Hayduke, con el corazón corrompido y el cerebro
dañado por tal cantidad de belleza, amor, ternura, costo, coño, puesta de sol, paisaje del
cañón y notas musicales del bosque.
—¿Sabes una cosa, Bonnie?
—¿Qué?
—¿Sabes que no tenemos que seguir así, como hasta ahora? ¿Lo sabes?
Ella abrió sus ojos pesados.
—¿Que no tenemos que seguir cómo?
—No tenemos que seguir jugándonos el tipo. Nos van a coger. Me matarán. Tendrán
que hacerlo.
—¿Qué? ¿Quién? ¿De quién hablas?
—Si seguimos. Podríamos ir a Oregón. He oído que hay seres humanos por allí.
Podríamos ir a Nueva Zelanda, criar ovejas.
Ella se levantó sobre los codos.
—¿Me estás hablando a mí? ¿Has perdido la cabeza? ¿Estás enfermo o qué, George?
¿Cuántos…? —dame el porro—. Pero, ¿quién eres tú?
Los ojos drogados de Hayduke la miraron desde una distancia de cuarenta millas, las
pupilas marrones oscuras dilatadas como fichas de damas. Fichas de poker. Setas.
Colmenillas mágicas. Lentamente la gran sonrisa reluciente y diabólica apareció, malvada
como la de un lobo en el crepúsculo gris azulado.
—Los hombres me llaman… —dijo con la lengua espesa y entumecida como un
zapato—. Hombres…
—¿Unos hombres te llaman? —preguntó ella.
Él lo volvió a intentar:
—Me llaman… hay personas que me llaman… —Se puso un dedo sobre los labios
adormecidos—. Shhhhh… Kemo… sabe…
—¿Imbécil?
—Eso es —añadió él, asintiendo con la cabeza pesada como una piedra y sonriendo
feliz. Se echó a reír y se dejó caer otra vez junto a ella. Se desplomaron juntos, mientras reían
desparramados sobre sus sacos de plumas unidos por la cremallera.
Por la mañana, él ya se había repuesto, volvió a su ser normal, endiablado y
vehemente a pesar del destructivo dolor de cabeza de la marihuana.
—Volvemos al trabajo —gruñó para que ella se apresurara—. Esta semana tenemos
que ocuparnos de tres puentes, un ferrocarril, una mina, una central eléctrica, dos presas, un
reactor nuclear, un centro de datos, seis proyectos de autopista y un mirador de la BLM.
Vamos, vamos, vamos. Haz café, me cago en la puta, o te mando de vuelta al Bronx.
—¿Tú y cuántos más como tú, tío?
Se dirigieron hacia el norte, fuera del parque, hacia el bosque nacional. Propiedad de
todos los americanos administrada para ti por (la Asociación Forestal Americana) nuestros
simpáticos guardas forestales. El cartel del oso Smokey lo habían quitado. En Jacob Lake
pararon para repostar, repusieron la cesta con cervezas (de vuelta a la normalidad, dice
Hayduke) y enviaron unas cuantas postales incriminatorias con fotos. Adelante. Hayduke
tomó la bifurcación derecha hacia fuera del bosque, en dirección este, bajando por el pliegue
monoclinal hacia el desierto rojo marciano, flotando entre los reflejos provocados por el
calor de Houserock Valley. Satisfechos con ellos mismos y con el mundo, condujeron a
través del desierto, subieron la meseta Kaibito y se dirigieron hacia el sureste más allá de
Page para ver cómo seguía el ferrocarril Black Mesa & Lake Powell Railroad. Ocultaron el
jeep fuera de la carretera cerca del cruce de Kaibito Canyon y caminaron hacia el norte
durante un par de millas en medio del psicodélico atardecer navajo. Vieron el ferrocarril
desde la distancia. Correctamente orientados, siguieron su camino hacia un punto elevado de
las rocas de arenisca desde donde, mediante los prismáticos, podían realizar el seguimiento
de los trabajos de reparación en el puente de Kaibito Canyon.
—La electricidad ha vuelto.
—Déjame ver.
Ella vio a través de los prismáticos las vías, el tren reparado, una gran grúa
Bucyrus-Erie que levantaba vigas en I desde un vagón abierto, giraba sobre su base y bajaba
las vigas hacia los contrafuertes del puente reconstruido. Ingenieros, técnicos y peones
pululaban como hormigas sobre la zona de trabajo. La línea eléctrica, empalmada y de nuevo
levantada, colgaba a lo largo del hueco del cañón aportando energía de alto voltaje para lo
que hiciera falta. Abajo en las sombras, los vagones de carbón se apilaban unos contra otros
como escombros de chatarra y esperaban ser rescatados.
—Una organización con decisión —comentó Bonnie. «Ahora ya sabemos —pensó—
cómo se construyeron las pirámides, cómo llegó a existir la Gran Muralla China y por qué».
—La central eléctrica quiere ese carbón —dijo George—, y lo quiere
desesperadamente. Pacific Gas and Electricity necesita sus caramelitos. Vamos a tener que
detenerlos de nuevo, Abbzug.
Volvieron a la autopista a través de los arrecifes de arenisca, caminando con esfuerzo
por las dunas. Llegaron al lugar en el que se encontraba el jeep camuflado, entre los árboles
del desierto, donde una bandada de arrendajos se arremolinaba levantando el vuelo como
confeti a su paso.
—Herramientas, guantes y cascos.
—¿Qué herramientas?
—Tenazas. Motosierra.
Armados y equipados, masticando cecina de ternera, galletas de higo y manzanas,
marcharon hacia las vías del ferrocarril, esta vez por otro camino. Tumbados boca abajo en
una duna, vieron cómo un tren de trabajo pasaba traqueteando de regreso a Page en busca de
más suministros. El tren desapareció al dar una curva. Bonnie siguió vigilando con los
prismáticos en la mano, bajo la sombra de un enebro, mientras Hayduke se fue a trabajar.
Caminó pesadamente por la arena hasta la vía, cortó la valla metálica, empujó hacia
un lado una maraña de rastrojos en forma de bola y se dirigió hacia el poste eléctrico más
cercano. Al igual que los demás, el poste estaba anclado al suelo. Dirigió la mirada hacia
donde se encontraba Bonnie. Ella le dio la señal de adelante. Encendió la motosierra y,
lentamente aunque con mucho ruido, hizo una profunda muesca en la base del poste. Apagó
la sierra, miró a Bonnie y prestó atención. Ella le dio la señal de todo despejado.
Hayduke corrió hacia el siguiente poste e hizo otro corte similar. Cuando terminó,
paró el motor y confirmó la situación con su vigía. Todo correcto. Hizo cortes en otros tres
postes. Ahora sólo estaban sujetos por los cables de anclaje. Estaba a punto de empezar con el
sexto poste cuando se dio cuenta de que Bonnie, que estaba demasiado lejos para haberla
oído con los chirridos de la sierra, hacía señales frenéticas con los brazos. En ese mismo
instante sintió, antes incluso de haberlo oído, el odiado y temido «tucu tucu tucu tucu» de un
helicóptero. Detuvo la sierra y se arrojó al borde del asfalto, entre la gran masa de matojos
amontonados en la cuneta que le llegaban a la altura de la cintura. Con ganas de ser invisible,
se hizo un ovillo, desenfundó su revólver y esperó que llegara su muerte.
El helicóptero se acercó a la cresta y el sonido se hizo de repente mucho más fuerte,
terrible, enloquecedor. Al pasar la máquina a unos cien pies de altura, el aire vibró,
estrepitoso como un pteranodon. El movimiento turbulento empujó a Hayduke contra el
suelo. Pensó que estaba muerto, pero aquella cosa siguió volando. Echó un vistazo entre los
matorrales y vio cómo el helicóptero bajaba hacia el camino de acceso, siguiendo la
convergencia de las vías hacia el este. Los postes serrados se balancearon ligeramente, pero
no se cayeron.
El helicóptero se había ido. Esperó. Ningún rastro de Bonnie; también ella tenía que
haberse escondido de alguna manera. Esperó hasta que la última vibración imperceptible del
aparato hubo desaparecido. El pánico le abandonó y en su lugar apareció la antigua
indignación inútil e insaciable.
—Los odio —se dijo George Hayduke bajo el sol de Arizona—, los odio a todos.
—En el momento en que oyó el sonido de ese dragón entrometido le había venido a la mente
un recuerdo: una carretera polvorienta de Camboya, los cuerpos de una mujer y su hijo
calcinados juntos en una masa negra de napalm.
Se levantó. El helicóptero se había ido. Hizo señales a Bonnie, que salía de detrás del
árbol.
—Vete —indicó con un gesto.
Ella no parecía comprender.
—Vete —gritó—, regresa al jeep.
Bonnie estaba sacudiendo la cabeza.
Hayduke desistió. Salió como pudo del montón de matojos y volvió al asfalto, al
siguiente poste de la luz. Tiró de la cuerda que encendía la motosierra; el motor empezó a
rugir. Situó la hoja contra el poste, pulsó el botón del gasoil y apretó la palanca de encendido.
La motosierra maulló como un gato; los dientes cromados se hundieron en la madera blanda.
Primero un corte inclinado a 45 grados, luego un corte horizontal que cruzaba a medio
camino con el anterior en el centro del poste. Ocho segundos. Apagó el motor y sacó la sierra.
Una cuña de madera de pino salió disparada.
Continuó con el siguiente. Y con el siguiente. Hizo una pausa para observar y
escuchar. Nada. Nadie a la vista excepto Bonnie, en lo alto de la cresta sobre las vías, a
quinientas yardas de distancia, donde casi no podía oírla. Hayduke cortó tres postes más.
Volvió a detenerse para escuchar. Ningún ruido, salvo el sonido de su respiración, del sudor
que le caía, del canto de los pájaros en sus oídos. Una vez más hizo gestos a Bonnie para que
se fuera. Y ella de nuevo los ignoró. «Vale —pensó—, ahora. Para abajo».
Había hecho incisiones en once postes. Deberían de ser suficientes. Era hora de
desacoplar los cables de anclaje. Escondió la sierra debajo del enebro más cercano y sacó los
alicates. Usándolos como si fueran una manivela, desenroscó los tensores que mantenían
cada poste anclado al suelo. Fue soltándolos uno a uno. Al llegar al número nueve todo el
conjunto comenzó a inclinarse. Al llegar al décimo los postes cayeron.
Cayeron hacia adentro, sobre las vías, empujados por el peso de la línea eléctrica
voladiza. Un instante antes del estruendo, Hayduke vio una chispa azul de 50.000 voltios que
pasaba con fuerza por el espacio entre el cable y la vía. Pensó en Dios. Y seguidamente el
¡clanc! de la colisión, como ochenta y ocho pianos de cola suicidándose al mismo tiempo. El
olor del ozono.
Toda la electricidad cortada. Trepó por la ladera escarpada, pasó a través de la valla
metálica y corrió dirección sur hacia las rocas de arenisca entre los contemplativos enebros.
Con la mano derecha agarraba la sierra eléctrica, con la izquierda las tenazas. De vez en
cuando se paraba al abrigo de los árboles para prestar atención. En algún lugar tenía que estar
alguien ya en contacto por radio con el helicóptero, dando la voz de alarma. Alarma general.
¿Y dónde estaba Bonnie? Miró pero no logró verla. Si estuviera la mitad de asustada
que él ya estaría a mitad de camino de regreso al jeep.
Asustado, sí, y feliz también. Asustado pero feliz, piensa Hayduke, jadeando como un
perro, con la lengua colgando. Siguió corriendo, rápido como un rayo por los sitios por donde
quedaba expuesto, más despacio cuando pasaba bajo los árboles, parándose a descansar,
coger aire y escuchar los sonidos del cielo. Lleno de orgullo, paró de nuevo para tomar
aliento. Un gran pájaro negro con una enorme boca comenzó a cantar:
Van a pillarte, Jawge Hayduke.
Te están pisando el culo, tío.
No te puedes esconder, no puedes largarte de aquí. No puedes hacer nada que ellos no
sepan.
Están en la carretera, buscándote.
Están bajando por las vías del ferrocarril, buscándote.
Están siguiendo tu rastro con sus bancos de datos.
Están arriba, en el cielo, buscándote.
Estás acabado, Jawge Hayduke. El trasero te echa humo.
Estás jodido, colega. Sí.
Lanzó una piedra al pájaro bocazas que echó a volar, mientras cotorreaba como un
idiota. Batía las alas pesadamente por el aire, haciendo «tucu tucu tucu tucu», sonando con
fuerza, fuerte, fuerte…
Tucu tucu tucu tucu
Tucu tucu tucu tucu
TUCU TUCU TUCU TUCU TUCU TUCU TUCU
Están arriba en el cielo.
Te están buscando.
21. Seldom Seen en casa
Green River, Utah. Casa de Susan. El rancho de las sandías. A una cómoda distancia
en auto desde la casa de Sheila, en Bountiful, que a su vez estaba a una cómoda distancia en
auto de la casa de Kathy, cerca de Cedar City. Así es como lo había planeado todo, por
supuesto desde el principio. Seldom Seen Smith seguía la palabra del profeta Brigham: era
polígamo como un conejo.
Eran las tres de la mañana y la habitación estaba llena de sueños. ¡Oh, Perla de Gran
Precio! Por las ventanas abiertas entraba el olor de las sandías maduras y el dulce aroma de la
alfalfa cortada (segunda cosecha del verano), además de los olores conmovedores e
irrevocables de los manzanos, la caca de caballo y los espárragos silvestres de las acequias.
Desde el muro de contención, a solo un campo de distancia, llegaba el sonido susurrante del
sauce y el ¡chap! de la cola de un castor chocando contra el agua del río.
Ese río. Aquel río, el dorado Río Verde, que brota desde las nieves de la cordillera
Wind River, a través de Flaming Gorge y Echo Park, Split Mountain y Gates of Lodore, baja
las colinas de Ow-Wi-Yu-Kuts, desde el río Yampa, Bitter Creek y Sweetwater, por el cañón
llamado Desolation a través de la meseta Tavaputs para aparecer por los precipicios de Book
Cliffs —según John Wesley Powell «una de las fachadas más maravillosas del mundo»— y
desde allí bajar a través del desierto Río Verde hacia otro mundo lleno de cañones, donde el
río pasa por el cañón de Labyrinth y por el de Stillwater y confluye con el Río Grande, bajo el
borde del Laberinto y hacia las ruidosas profundidades del cañón Cataract…
Smith estaba tumbado en la cama junto a su tercera mujer y tuvo ese molesto sueño.
Le perseguían de nuevo. Habían identificado su camioneta. Había llegado demasiado lejos
con las rocas. El equipo de Búsqueda y Rescate estaba como loco. En el condado de San Juan
se había extendido una orden de arresto en su contra. El obispo de Blanding rabiaba por
media Utah como un toro estreñido. Smith huía a través de interminables pasillos de
hormigón humedecido. Bajo la presa. Otra vez atrapado por la pesadilla recurrente de aquella
presa.
Dentro las entrañas frías y húmedas de la Oficina de Recuperación, los ingenieros se
deslizaban en monopatines con carpetas en las manos. Los paneles neumáticos se abrían a su
paso y luego se cerraban, y acercaban a Smith cada vez más hacia el interior del generador
central del Enemigo. Unas redes magnéticas lo empujaron hacia la Oficina Interna, donde el
director esperaba, le esperaba a él. Smith sabía que iba a recibir su castigo, al igual que Doc,
Bonnie y George, que también se encontraban encerrados en algún lugar de allí.
La última puerta se abrió. Smith fue arrastrado dentro. La puerta se cerró
deslizándose y se selló sola. De nuevo se encontraba ante el ojo último. En su presencia.
El director miraba a Smith desde el centro de un conjunto de esferas indicadoras de
medidas, detectores de variaciones del nivel de refracción del aire, pantallas indicadoras de
vibraciones, visógrafos y sensores. Había rollos de cinta que zumbaban mientras daban
vueltas, en contraposición al silencioso murmullo del procesamiento electrónico.
El director sólo tenía un ojo. El haz rojo de luz que emanaba de su ojo de cíclope sin
párpado actuaba sobre la cara de Seldom Seen, escaneando su cerebro, sus nervios, su alma.
Smith aguardaba indefenso como un bebé, paralizado por ese rayo hipnótico.
El director habló. Su voz se asemejaba al chirrido agudo de un violín eléctrico en do
sostenido, la misma nota interna que volvió loco al sordo Smetana.
—Smith —comenzó a decir la voz—, sabemos por qué estás aquí.
Smith tragó saliva.
—¿Dónde está George? —preguntó con voz ronca—. ¿Qué le habéis hecho a
Bonnie?
—Eso no importa.
El haz rojo se dirigió un momento hacia un lado furtivamente, suspendido de su
caparazón. Los rollos de cinta paraban, rebobinaban, paraban y volvían a avanzar mientras lo
grababan todo. Mensajes cifrados parpadeaban con un flujo eléctrico brillante, transmitido
por un transistor a través de diez mil millas de circuito impreso. El generador seguía
ronroneando bajo la superestructura, murmurando el mensaje básico: Poder… provecho…
prestigio… placer… provecho… prestigio… placer… poder…
—Seldom Seen Smith —dijo el director, ahora con la voz sintonizada con una
entonación humana (modelada parecería la voz de un cantante de baladas para adolescentes
cuyo rostro, asexuado y mal afeitado, había aparecido en la portada de la revista Rolling
Stone diecisiete veces desde 1964)—, ¿dónde están tus pantalones?
—¿Pantalones? —Seldom bajó la vista—. ¡Por Dios Todopoderoso!
El haz volvió a escanear la cara de Smith.
—Acércate, amigo —ordenó la voz.
Smith vaciló.
—Acércate, Joseph Fielding Smith, conocido como Seldom Seen, nacido en Salt
Lake City, Utah, estúpida capital de la región intermontañosa del oeste, ¿por fortuna no sois
vos aquel a quién se le predijo en «El Primer Libro de Nefi» 2:1-4, del Libro de Mormón, lo
siguiente: «El Señor le ordenó, en un sueño, que tomara a su familia y partiera hacia el
desierto»? ¿Con provisiones suficientes tales como mantequilla de cacahuete orgánica, y con
su familia, conocidos como un tal Doc Sarvis, un tal George W. Hayduke y una tal señorita B.
Abbzug?
Una lengua que provenía de un mundo más elevado contestó por Smith, con palabras
que él no conocía: «Datsame, jefe».
—Bien. Pero por desgracia para ti, amigo, la profecía no se puede cumplir. No
podemos permitirlo. Hemos decretado que tú, Smith, te conviertas en uno de los nuestros.
—¿Cómo?
Cuatro bombillas verdes guiñaban en el lóbulo frontal del director. La voz cambió
una vez más, volviéndose entrecortada y críptica, claramente oxoniense.
—Agárrenle.
De pronto, Smith se vio inmovilizado por unas cadenas rígidas aunque invisibles.
—¡Ehh! —se resistió débilmente.
—Bien. Fijen los electrodos. Insértenle el ánodo en el pene. Eso es. El cátodo va por
el recto. Medio metro. Sí, hasta el final. No sean remilgados.
El director daba las órdenes a ayudantes invisibles, que trajinaban con el cuerpo
paralizado de Smith.
—De acuerdo. Sellen los circuitos biestables en el canal semicircular. Por debajo del
tímpano. Muy bien. Cinco mil voltios deberían bastar. Adhiéranle cables sensores en el
cóccix mediante ventosas de estroncio. Firmemente. Enchufen el adaptador de alto voltaje a
las tomas frontales de su nódulo receptor. ¡La cabeza, idiotas, la cabeza! Sí… justo encima de
los orificios nasales. Con firmeza. Aprieten fuerte. Así. Muy bien. Ahora cierren los circuitos
diferenciales. Rápido. Gracias.
Horrorizado, Smith intentó protestar. Pero su lengua, al igual que sus extremidades,
parecían presas de una parálisis infantil y absoluta. Estaba desencajado por el terror que le
provocaban aquellos cables que le unían la cabeza y el cuerpo al ordenador que tenía delante.
—De acuerdo Smith —dijo el director—, ¿o debería llamarle (je, je) Seldom Scanned?
¿Está listo para el programa? ¿Qué es eso? Ahora, ahora, ¡levante ese ánimo! Buen chico. No
tiene nada que temer si pasa esta sencilla prueba que le hemos preparado. Vamos a grabar,
por favor. Bien. Introduzcan la cinta magnética. ¿No hay ranura para la cinta? Entonces
hagan una. Entre los puntos de unión del ánodo y el cátodo, por supuesto. Arriba, hacia el
periné. Exacto. No se preocupen por la sangre, tenemos a George que la limpiará más tarde.
¿Listos? Inserten la cinta. Hasta el final. Sujétenle el otro pie. ¿Qué? ¡Pues entonces
clávenselo! Bien. Así.
El único ojo del director apuntó hacia la glándula pineal de Smith.
—Ahora, Smith, las instrucciones. Queremos que expanda la función exponencial
simple y=ex en una serie infinita. Proceda del siguiente modo: Bn: transferir contenidos del
lugar de almacenamiento n al registro de trabajo; tn: transferir los contenidos del registro de
trabajo a la ubicación n; +n: sumar contenidos de la ubicación n a los contenidos del registro
de trabajo; xn: multiplicar los contenidos del registro de trabajo por los contenidos de la
ubicación n; ÷n: dividir los contenido del registro de trabajo entre los contenidos de
ubicación n; V: señalar los contenidos del registro de trabajo positivos; Pn: transferir
dirección n al acumulador si los contenidos del trabajo de registro son positivos; Rn:
transferir dirección en ubicación n al acumulador; Z: detener el programa. ¿Está claro,
Smith?
Inmóvil como la novocaína, Seldom no podía hablar.
—Bien. Estamos listos. Tienes 0,000012 milisegundos para efectuar esta operación
básica. Si te equivocas, no tendremos elección, trasplantaremos tus órganos vitales a
especímenes más adaptables y reciclaremos tus residuos en crisoles de termita. ¿Preparado?
Buen chico. Que te diviertas. Ajusten el tiempo, por favor. Atención, Smith. Cuenta atrás
desde cinco. Vamos allá. ¡Cinco! ¡Cuatro! ¡Tres! ¡Dos! ¡Uno! ¡Cero! ¡PULSEN EL
MALDITO INTERRUPTOR!
—¡Ahhhhhhhhhh…! —Smith se incorporó en la cama, empapado en sudor frío, se
giró y agarró a su mujer como si se estuviera ahogando—. Sheila —gimió mientras luchaba
al borde de la consciencia—, ¡por Dios Santo…!
—¡Seldom! —Ella despertó de inmediato—. ¡Despierta, Seldom!
—Sheila, Sheila…
—Aquí nadie se llama Sheila. Despiértate.
—Oh, Señor.
Palpó en la oscuridad y tocó un cadera cálida, una barriga suave.
—¿Kathy?
—La otra noche estuviste en casa de Kathy. Tienes un último intento, y será mejor
que no te equivoques.
Tanteó un poco más arriba y acarició sus pechos. El derecho. El izquierdo. Los dos.
—¿Susan?
—Eso está mejor.
Cuando se acostumbró a la oscuridad iluminada por las estrellas, la vio sonriendo
mientras le agarraba con ambos brazos en la calidez de la legítima cama conyugal. Su sonrisa,
como sus dulces ojos, como su abundante pecho, estaba llena de amor. Él suspiró aliviado.
—Susan…
—Seldom, eres un caso. Eres tremendo. Quién lo diría.
Entonces ella consoló, acarició y amó a su afligido y tembloroso hombre.
Mientras, fuera, en los campos del desierto veraniego, los melones maduraban
ociosos en sus lechos de enredadera y un gallo inquieto, posado en el tejado del corral,
lanzaba su eyaculación precoz a la luna menguante. Y, en los pastos, los caballos levantaban
sus nobles cabezas romanas para mirar en la noche algo que los humanos no pueden ver.
Lejos, en una granja de Utah, a orillas de un río dorado llamado Río Verde.
El director sólo tenía un ojo. El haz rojo de luz que emanaba de su ojo de cíclope sin
párpado actuaba sobre la cara de Seldom Seen, escaneando su cerebro, sus nervios, su alma.
Smith aguardaba indefenso como un bebé, paralizado por ese rayo hipnótico.
22. George y Bonnie continúan
Bonnie levantó su palo del carbón de enebro e inspeccionó la nube de golosina que
había pinchado en la punta. La sacó con los dientes y se la tragó de un bocado, como una
ostra quemada.
—Siempre pensé que sólo los niños pequeños comían cosas de esas —dijo Smith.
—Bueno, me gustan —dijo Bonnie—, y soy una vieja bruja de veintiocho años. Doc,
pásame unas cuantas más.
Él le lanzó la bolsa entera y Bonnie puso otra golosina en el palo. El sol se estaba
poniendo tras las montañas de Henry Mountains. Unas sombras frescas se extendían desde
Elk Ridge. Más abajo, las rocas desnudas del Natural Bridges National Monument reflejaban
un leve brillo dorado bajo la decreciente luz de la tarde, a mil pies de profundidad y a cinco
millas hacia el sur en línea recta.
La espera.
Ella suspiró.
—Déjame ver esos periódicos.
Mientras seguía masticando las nubes negras y crujientes, leyó por cuarta vez —¿o
era la décima?— la explicación, en la página once, de los últimos saqueos en el área de Black
Mesa.
Las autoridades revelan que el sabotaje es generalizado. El tren del carbón descarrila
por segunda vez. Se han encontrado cuñas de acero cerca de las vías. Una misteriosa
explosión ha volado las torres de carga y almacenamiento. Un nombre garabateado en la
arena: «Rudolf el Rojo, el Vengador Nativo». Continúan las investigaciones. La policía
sospecha de una banda organizada a gran escala conocida como los «Perros Locos», un clan
renegado de la tribu de Shoshoni. La cinta transportadora de carbón ha sido destruida
mediante explosivos colocados en cuatro lugares diferentes. La Gema de Arizona, la
excavadora dragalina más grande del mundo, ha quedado parcialmente destrozada por un
incendio en la estructura del motor. Se estima que los daños ascienden a un millón y medio de
dólares. La única pista: «Rudolf lo sabe». La línea eléctrica que llega a la mina se corta por
segunda noche consecutiva. Un mensaje escrito en la arena: «Rudolf el Rojo lo sabe». Las
aletas de refrigeración acribilladas por agujeros de bala; el transformador de 80.000 voltios
ha quedado destrozado. Los instaladores de tuberías en huelga por tercera semana
consecutiva. La línea de ferrocarril y las líneas eléctricas están siendo vigiladas por aviones.
Los directivos de la compañía de carbón están desconcertados y enfadados ante la ola de
vandalismo «obra de unos idiotas», como afirma el coordinador medioambiental de la
Compañía de Servicio Público de Arizona. Se instala un aparato de vigilancia secreto en la
cinta transportadora de carbón. El sindicato de instaladores de tuberías niega las acusaciones
de sabotaje industrial. «Recuerden Fort Sumner; Rudolf». El Consejo Tribal promete que
hará averiguaciones sobre el grupo secreto disidente navajo conocido como Ch’indy Begays
(Hijos del Diablo). «Recuerden Wounded Knee; Rudolf el Rojo». El Movimiento Indio
Americano niega haber tenido cualquier tipo de conocimiento sobre los incidentes de Black
Mesa. El Departamento de Seguridad Pública de Arizona, la Policía Tribal Navaja y la
Oficina del Sheriff de Coconino County solicitan la intervención del FBI.
Bonnie dobló el periódico con indignación.
—No sé por qué nos tienen que desterrar a las últimas páginas. Hemos trabajado duro.
—Extendió la mano hacia Doc—. Déjame ver ese otro periódico. No, el antiguo, el de la
semana pasada.
Abrió el periódico de la semana anterior (el Arizona Republic, de Phoenix) por la
página diecisiete y miró de nuevo su foto, una «recreación artística» basada en las
descripciones verbales del piloto de helicóptero y del guarda de seguridad de la Burns. «Un
parecido bastante pobre» —pensó ella—. El pelo demasiado oscuro, el pecho bastante más
prominente.
—¿Por qué tienen que hacer que me parezca a Liz Taylor? —protestó.
—¿Y qué tiene eso de malo? —contestó Doc.
—Que no es exacto, eso es lo que tiene de malo. Liz Taylor es una señora de mediana
edad con sobrepeso y papada. Yo soy una joven pequeñita de belleza despampanante.
—Yo diría que el dibujo es una idealización.
—Pues dilo.
Ella miró la foto de Hayduke. El dibujo solamente mostraba la cabeza y los hombros
fornidos de un hombre con un casco de trabajador de la construcción y un pañuelo que le
tapaba toda la cara excepto los ojos.
Incendian un helicóptero. El saboteador y su acompañante femenina asaltaron y
robaron al piloto y al guarda —vaya, acompañante femenina—. La chica salió huyendo al ser
descubierta cerca del lugar del sabotaje de la línea eléctrica cuando intentaron acercarse para
interrogarla. El piloto y el guarda de seguridad la capturaron y un trabajador de la
construcción enmascarado con un pañuelo los secuestró a punta de pistola. Ambos están
siendo buscados por las autoridades para ser interrogado. —¡Secuestrados!—. Van armados
y son peligrosos. Los instaladores de tuberías niegan estar involucrados en el asunto. El Jefe
Tribal Navajo afirma que Rudolf el Rojo no es indio. Rudolf el Rojo sí que es indio, insiste
Jack «Nariz-Rota» Watahomagie, autoproclamado «jefe de guerra» de los Perros Locos de
«Chochones». Proliferan las especulaciones. Sea indio o no, estos saqueos no son resultado
del trabajo de un solo hombre, sino de una conspiración bien organizada y de gran escala,
según han revelado en privado fuentes bien informadas. La compañía de carbón posee un
largo historial de problemas laborales.
Bonnie volvió a doblar el periódico.
—Qué basura. —Hizo como si lo fuera a arrojar al fuego—. ¿Vamos a seguir
necesitando esto?
—Guárdaselo a George —dijo Doc—, va a quedarse alucinado con él.
—No eches nada más al fuego —pidió Smith—. Ya se está haciendo muy de noche.
Hay que dejar que el fuego se extinga. No queremos que el viejo J. Dudley Love nos vea
desde allá abajo, ¿verdad?
—¿Nos está buscando a todos, eh? —dijo Doc.
—Bueno, como ellos dicen, «nos están buscando para ser interrogados».
—¿Cómo ha sabido mi nombre?
—Me imagino que lo habrá sacado de aquel piloto que te recogió en Fry Canyon
aquella vez.
—Ese piloto es amigo mío.
—Sin comentarios.
Bonnie observó su reloj en la oscuridad.
—Este George —dijo—, lleva exactamente cuatro días y cinco horas de retraso.
Nadie dijo nada. Miraron el fuego que se iba apagando y cada uno se sumió en sus
propios pensamientos. Y el pensamiento secreto de cada uno de ellos era el mismo: «Quizás
nos hayamos pasado. Quizás George haya ido demasiado lejos. Quizás haya llegado el
momento de parar». Pero sólo Doc confesó estas ideas.
—¿Sabéis lo que he estado pensando? —dijo.
Los demás esperaron. Dio una calada a su cigarro, saboreó el humo y lo expulsó en
una estrecha bocanada azul. Los chotacabras piaban desde los robles. Los murciélagos se
reunían y se dispersaban, cazando bajo el cielo azul y dorado.
—He estado pensando que después de acabar el trabajo del puente… —si George
vuelve, pensó, aunque no lo dijo— quizás deberíamos, en fin, tomarnos unas vacaciones. Por
lo menos varios meses. Sólo unos cuantos meses —añadió rápidamente al darse cuenta de
que Bonnie parecía ponerse tensa—. Luego, cuando las cosas vuelvan a estar tranquilas y la
zona no esté tan caldeada, podemos volver a hablarlo.
Hubo una pausa prolongada después de los comentarios de Doc Sarvis y consideraron
la propuesta en silencio. Las ascuas de la hoguera seguían encendidas. La oleada de
oscuridad se movía en dirección oeste hacia las mesetas. Los atajacaminos patrullaban en
busca de su cena.
—No vamos a decidir nada hasta que llegue George —espetó Bonnie y se quedó
mirando los restos del fuego con la barbilla firme y los labios apretados.
—Por supuesto —dijo Doc—. Pero los demás tenemos igualmente que establecer
planes alternativos.
—Doc, ¿sabes lo que encontré ayer en las obras de la mina? —preguntó Smith—.
¿Ves ese depósito grande que está encima de la carretera, sobre un armazón de madera? Eso
está medio lleno de combustible diésel. Sí, señor. Debe de haber unos quinientos galones de
diésel dentro de esa cosa.
Doc rehusó contestar.
—Imagina lo que podríamos hacer con eso, Doc.
Doc lo imaginó.
—Ya veo. Pero déjame que te diga una cosa, Seldom Seen Smith. El tipo de casa
flotante que quieres me costaría por lo menos cuarenta y cinco mil dólares. La semana pasada
fui a la exposición náutica.
—Necesitamos cuatro. Cuatro de sesenta pies —añadió Smith.
—Eso son sólo ciento ochenta mil dólares —calculó Bonnie—. Doc puede permitirse
esa cantidad, ¿verdad, Doc?
Doc sonrió levemente curvando sus labios alrededor del cigarro.
—De acuerdo, Doc —continuó Smith—, te voy a hacer ahorrar alrededor de ciento
setenta y nueve mil seiscientos dólares, aquí y ahora.
Doc esperó en silencio.
—No tenemos que comprar ninguna casa flotante. Las alquilamos en Wahweap
Marina por cien dólares al día. Las llevamos por Wahweap Bay más allá de Lone Rock,
vaciamos las cabinas y las llenamos con nitrato de amonio. Se trata de un potente fertilizante,
Doc. Tengo todo el que necesitamos en el rancho de sandías. Luego echamos el diésel,
sellamos bien las ventanas y nuestro chico, George, dónde quiera que esté, pone la carga
detonadora. Más tarde, por la noche, descendemos por la bahía, atravesamos el canal,
cortamos el cable articulado a través del agua y entonces la presa ya es nuestra.
—Ya veo —dijo Doc—. Se supone que voy a la oficina del puerto deportivo y le digo
al empleado: «Verás, chico, quiero alquilar cuatro casas flotantes durante un día; voy a
llevarme esas grandes de ahí, cuatro, por favor, esa, esa, esa y esa». ¿Eso es lo que se supone
que voy a hacer?
Seldom sonrió.
—Iremos todos contigo, Doc, los cuatro juntos, y tú puedes decir: «Necesito una casa
flotante para mis amigos y otra para la chica, de las de sesenta pies, por favor». El hombre de
la oficina se sorprenderá pero se sentirá agradecido. Esa gente hace cualquier cosa por dinero.
Te sorprenderías. No son como nosotros, Doc. Son cristianos.
—Estáis locos los dos —dijo Bonnie.
—Bueno —continuó Smith—, podríamos ir a cuatro puertos deportivos diferentes,
Wahweap, Bullfrog, Rainbow Bridge y Halls Crossing. Tardaremos unos cuantos días más,
pero podríamos hacerlo de ese modo. Luego damos media vuelta y bajamos por el lago.
—Alquilar una casa flotante de cuarenta y cinco mil dólares no es tan simple como
alquilar un auto —replicó Doc.
—Y entonces —concluyó Smith—, nos tomamos esas vacaciones. Podemos ir a
Florida y ver los caimanes. Mi Susan siempre ha querido ver cómo son de escamosos esos
cabrones. Por el camino pararíamos en Atlanta —Seldom sonrió de oreja a oreja—, y
plantaríamos semillas de sandía sobre la tumba de Martin Luther King.
—Madre mía —refunfuñó Bonnie, levantando la cabeza hacia el cielo aterciopelado,
la noche azul lavanda, las primeras estrellas apenas visibles—, ¿qué estoy haciendo aquí?
—Miró el reloj.
—Intenta relajarte —dijo Doc—, bébete tu Ovaltine y deja de quejarte.
Hubo una pausa.
Bonnie se levantó.
—Me voy a dar un paseo.
—Date un paseo largo —dijo Doc.
—Justo eso es lo que creo que voy a hacer.
Y se fue.
Smith dijo:
—La pobre nenita está enamorada, Doc. Está muy preocupada, por eso está tan
susceptible.
—Seldom, eres un atento observador de la naturaleza humana. Y yo, ¿por qué estoy
yo tan susceptible?
—Tú eres el doctor, Doc.
Se quedaron mirando el fuego agonizante. Un pequeño lecho de carbón casi
consumido, como las luces de una ciudad solitaria en el desierto después del anochecer,
perdida entre los deshechos del gran suroeste. Doc pensó en Nuevo México, en su casa vacía.
Smith pensó en Green River, Utah.
—Cambio de tema, doctor.
—Primero la construcción del puente —dijo Smith—, luego quizás la presa. Después
lo dejamos por un tiempo. Da igual lo que George diga.
—¿Crees que podemos arreglar lo de las casas flotantes?
—Todo lo que necesitamos es hacerle una grieta, Doc. Una grieta en la presa y la
naturaleza se ocupará del resto. La naturaleza y Dios.
—¿De parte de quién está Dios?
—Eso es algo que quiero averiguar.
Lejos de allí, más abajo, en la penumbra púrpura, un par de faros formaban una luz
convergente en la oscuridad, delgada como el haz de una linterna lápiz: sin duda unos turistas
que llegan tarde y buscan el camping. Observaron cómo la luz se movía despacio por un
camino de curvas, desaparecía tras los árboles, reaparecía, se desvanecía de nuevo, hasta que
se apagó definitivamente.
Al noreste, hacia arriba, en la ladera de North Woodenshoe Butte, un coyote ladraba
al sol que se ocultaba. El último ladrido, modulado con elegancia, andante sostenuto, se
convirtió en un arcaico y anárquico aullido. El lobo del desierto con su serenata, con su
nocturno.
Esperaron.
Doc se quitó de los dientes el extremo masticado de su cigarro. Lo miró. El cigarro
Conestoga, liado a mano en el asiento de la furgoneta con dirección oeste. Lo echó a las
brasas.
—¿Crees que lo hará?
Smith le dio vueltas a la pregunta antes de responder. Después de las debidas
consideraciones dijo:
—Lo hará. Nada puede parar a ese chico, salvo él mismo.
—Ahí es donde reside la dificultad. —Doc asintió.
Ese es el problema, pensaba ella. Algo carente en su instinto de supervivencia. Sin mí
a su lado para aconsejarle es como un niño. Un niño impetuoso, chiflado y demasiado
emocional. El típico hiperactivo. De manera subconsciente quiere autodestruirse y todo eso,
lo de siempre. No me creo toda esa palabrería de la revista Psychology Today. Participantes
de reuniones de grupo y fans de Esalen. Sí, te lo crees. No, no me lo creo.
Caminó entre las casuchas destruidas por el viento y comidas por el sol. Dos décadas
atrás habían vivido allí los mineros de uranio, no se sabe cómo, en este banco carente de agua
bajo la cresta de la montaña, sobre el ramaje arbóreo de los cañones. Bidones oxidados
dispuestos contra los muros inclinados. Colchones del color de la carnotita, de la orina, del
óxido de uranio, vaciados por las ratas, estropeados por las ardillas y los ratones, tirados en el
suelo podrido. Jardines en bancales caducos en la parte trasera de las casas. Un viejo
neumático de auto colgado de un cable de alambre de la rama de un pino piñonero, donde una
vez jugaron los niños. Cubos de basura como si fueran residuos de la mina esparcidos por
toda la cima de roca, en una enorme confusión de metal, plástico, contrachapado, placas de
escayola, mallas de alambre, botes de ketchup, zapatos, botes de detergente Clorox enteros y
llantas desgastadas.
Más abajo de la escarpada carretera de camiones por la que caminaba, bajo las laderas
del barranco, antiguos cubos de almacenamiento, depósitos de agua, depósitos de
combustible. Olor a azufre, a diésel, a madera podrida, a excrementos de murciélago, a vigas
barnizadas y hierro oxidado. Desde las bocas negras de las galerías de las minas surgían
nubes espectrales de gases desconocidos —¿radón?, ¿dióxido de carbono?— que emanaban
como el humo pero sin ningún olor, más pesados que el aire, y se arrastraban por el suelo con
languidez. Hidden Splendor. Un lugar precioso el que escogiste para una cita, George
Hayduke. Con lo cerdo que eres. Sabandija. Sapo. Sapo cornudo. (Puede que tenga cuernos,
George contestaría, pero no soy un sapo). Avanzó cautelosamente hacia las lenguas
nebulosas, aquellos dedos deslizantes de gas, y siguió por la vía estrecha, oxidada y torcida
que comunicaba las asquerosas fauces de la mina con los vertederos de desechos a través de
la carretera.
Se sentó sobre la soldadura de acero de un auto de mina y miró fijamente hacia lo
lejos, al sur, a través del velo del atardecer, navegando un centenar de millas con el
pensamiento, sobre Owachomo Natural Bridge, sobre Grand Gulch, Muley Point y los
meandros del río San Juan; pasando por Organ Rock, Monument Valley, el casco volcánico
de Agathalan; sobre Monument Upwarp y más allá del límite del mundo visible, Kayenta, el
Holiday Inn y el abollado jeep azul que seguía esperando.
24. La huida del boicoteador
Hayduke comió una lata de fiambre de ternera brasileña, con su nitrito de sodio y todo
eso (estos cabrones fascistas hacen bien el fiambre de ternera) y bebió dos latas enteras de
piña cortada en daditos, incluyendo los daditos, que fueron el postre. Descansó un rato, luego
guardó las latas de comida en la caja de almacenamiento e introdujo de nuevo la caja en el
hoyo. Desmontó la motosierra, engrasó todas las piezas, las puso en la bolsa de lona y guardó
la bolsa junto a la comida. Cubrió el alijo con tierra, rocas y palos; parecía estar bien oculto,
al menos bajo la luz de las estrellas. Lo demás lo metió en la mochila y se la volvió a colgar a
la espalda.
Se puso el sombrero y miró hacia las estrellas. La osa mayor estaba al revés desde su
ángulo de visión, a la una en punto aproximadamente. Hayduke bajó por el talud de la ladera
y se dirigió al norte en línea recta a través del campo, hacia las luces de Kayenta.
Se sentía bien. La carga parecía ligera después del peso de los últimos días, tenía los
pies en forma y el corazón y la cabeza colmados por el dulce placer del éxito.
Tardó poco tiempo, a pesar de que tuvo que dar un rodeo por culpa de los perros que
le ladraban desde todas las cabañas indígenas y del control policial previsto en la autopista
sur del cruce de Kayenta. Cuando comenzaba a amanecer llegó al cruce y al complejo de
moteles, gasolineras y tiendas de curiosidades. Escondió la mochila entre unos arbustos —no
hay nada más sospechoso a ojos de los habitantes de las ciudades que un hombre barbudo a
pie con una mochila a la espalda, ya tenga este la piel roja o blanca— y exploró los
alrededores del aparcamiento del Holiday Inn.
El jeep todavía estaba allí, junto a la llave oculta y a una nota.
Sam, te he esperado durante tres días. El Santo de los Últimos Días vino y nos fuimos a
recoger a su Señoría al aeropuerto internacional de Mexican Hat. Nos vemos en el Plaza,
como habíamos quedado. Por favor, date prisa, que no me gusta esperar. Basta del negocio de
las tenazas. Y ayuda a embellecer América: date un baño. Tu amiga y asesora legal,
Thelma.
No había nadie alrededor, salvo unos cuantos aborígenes apoyados contra un muro
rodeados de unas cuantas botellas vacías. Hayduke arrancó el jeep, recuperó la mochila y
condujo dirección norte por Kayenta hacia el río San Juan y el pueblo de Mexican Hat. El sol
estaba saliendo cuando pasó traqueteando por encima del puente. Otra vez en Utah, otra vez
en la tierra de los cañones locos, se sentía mejor, más seguro, más como en casa. Qué bueno
era estar de nuevo en el viejo San Juan.
Vio que el café estaba abierto y se detuvo, aunque sabía que era un error y que tenía
que alejarse lo antes posible de las ciudades y carreteras asfaltadas. Estaba sufriendo un ansia
irresistible por un desayuno de huevos fritos con jamón y una taza de café. La culpa era de los
cinco días a base de pasas, nueces, pipas de girasol y galletas de chocolate, solamente con
leche en polvo y Granola, mantequilla de cacahuete y ternera en fiambre de lata.
Aparcó su jeep a dos manzanas del café, detrás del restaurante Frigid Queen Drive-In,
(cerrado hasta mediodía), fue caminando y se sentó sobre un taburete en la barra. Le tomó
nota una chica india ute con acné pero con una estructura facial como la de las princesas
mongolas del cine. Entró en el servicio de caballeros para echarse un poco de agua en la cara
e intentar humedecerse y arreglarse la melena greñuda.
Mientras orinaba, leyó, como siempre, los escritos en las paredes, la voz de la gente:
«El amor libre, decían, tiene su precio. La gravedad no existe, la tierra nos chupa. Colabora
con la liberación de la mujer; libera a una esta noche. Hombre blanco, te dimos el maíz y tú
nos diste un aplauso». Otro mensaje decía: «¿Qué estás buscando aquí, estúpido? Te estás
meando en los zapatos».
Hayduke volvió al comedor y se encontró con dos anchas espaldas con camisas
ajustadas de cowboy que se sentaban justo al lado de sus huevos con jamón, sus croquetas de
patata y su café. Dos sombreros de cowboy gris plata y dos culos gordos envueltos en tela de
gabardina. Los divisó al instante, la clase de hombres que llevan corbatas de cordón, disparan
a las palomas y comen salchichas de lata cuando salen a pescar. La clase de tíos que hacen
que América sea lo que es hoy.
—Buenos días —saludó Hayduke, mientras se sentaba frente a su comida.
El ala ancha y caída de su sombrero protegería, imaginó él, la parte de arriba de su
cara, la parte peligrosa (aquellos bordes rojos de los globos oculares, que le habían mirado
con cansancio, como un lémur en una jaula, desde el espejo partido del servicio de
caballeros). En el mismo momento en que se sentó se dio cuenta de que había cometido un
grave error. Desde el rabillo del ojo izquierdo vio el Chevrolet Blazer amarillo chillón
aparcado fuera contra el madero que servía de barrera, con la gran pegatina oficial en la
puerta. Estaba más cansado de lo que creía. Las sinapsis del cerebro se habían llevado a cabo
mal o quizás no se habían realizado en absoluto. No estaba rápido de reflejos. Sabía que
estaba cansado pero no sabía (o no lo había sabido hasta entonces) que lo estaba tanto como
para no ver.
Qué coño. Vamos a comer como sea y ya haremos algo después. Las mandíbulas
musculosas y morenas situadas junto a la suya dejaron de masticar un momento. El rostro que
parecía de cuero se giró y unos ojos azul claro como bayas de enebro, rodeados de arrugas
provocadas por toda una vida guiñando los ojos ante el deslumbramiento del desierto, se
clavaron en la cara hostil y peluda de Hayduke.
—¿Cómo está mi viejo amigo Seldom Seen? —preguntó el reverendo, con una
mirada dura.
Consternado, pero demasiado agotado para preocuparse, Hayduke devolvió la mirada,
al mismo tiempo que pensaba: «George, ¿has visto alguna vez un culo de caballo en una cara?
Pues ahora lo vas a ver».
—No lo conozco —murmuró con la boca llena.
—¿Es eso cierto? —Las enormes manos rojas del reverendo, más grandes que las de
Doc pero ni la mitad de amables, continuaron meneando la comida—. Bueno, él sí te conoce,
chico.
El hombre que estaba a la derecha del reverendo, que parecía su hermano pequeño,
dejó de comer un momento y, mirando hacia su plato, esperó la respuesta de Hayduke.
Hayduke apenas dudó:
—No conozco a nadie con ese nombre.
Y añadió mucho más azúcar al café: energía rápida.
—¿Estás seguro?
—Nunca he oído hablar de él.
Los tres siguieron comiendo sin detenerse. Hayduke los huevos con jamón, el obispo
de Blanding también huevos con jamón y el pequeño Love salchichas (cuatro piezas) y
huevos revueltos. Ruidos de masticación masculina. La princesa ute se dirigió desde la
cocina al mostrador arrastrando sus zapatos con lengüetas de estilo años cuarenta. La puerta
de tela metálica volvió a sonar al cerrarse. Dos navajos de cabezas recauchutadas, que
parecían administrativos de escuela o burócratas tribales se sentaron en la mesa que estaba
junto a la puerta y dejaron sus maletines en el suelo. También ellos llevaban corbatas de
cordón. Hayduke empezó a tener la sensación de agobio, de aglomeración.
¡Tengo que irme de aquí!
El reverendo siguió hablando:
—Bueno, chico, te vi con él aquel día en Bridges. Y yo nunca olvido una cara. Sobre
todo una cara como la tuya. Estabais tú y él con aquella joven de voz potente y con el hombre
gordo y calvo de la barbita negra. Nos paramos para preguntaros por los saqueos de la
construcción de la carretera. Alguien dejó huellas de botas, de la talla cuarenta y cuatro o
cuarenta y cinco, por todo el camino desde Comb Wash hasta el cruce de Hall’s Crossing. Si
no fuiste tú tuvo que ser tu hermano gemelo.
El hermano del reverendo se echó hacia atrás en el taburete para mirar el calzado de
Hayduke.
Hayduke encogió los dedos de los pies dentro de sus botas de montaña con suelas
dentadas.
—Tuvo que ser mi hermano gemelo —dijo, mientras rebañaba lo que quedaba de
yema con la última rebanada de pan.
Dios mío. Levantó la taza hacia donde estaba la princesa:
—¿Más café?
Al rellenarle la taza, ella le sonrió tímidamente, una sonrisa que en circunstancias
normales se habría grabado durante dos meses en la memoria de Hayduke. Las gónadas del
hombre nunca descansan.
—¿No te acuerdas de nada de eso?
Hayduke echó más azúcar al café.
—No —respondió.
—Eres un mentiroso, chico.
Hayduke dio un sorbo al café, luego otro. Sentía cómo el sudor le caía por las axilas y
resbalaba, gota a gota, por los surcos de sus costillas. La camisa que llevaba desde hacía
cinco días ya apestaba lo suficiente antes de aquel añadido extra. Ah, qué hacer, qué hacer, la
eterna pregunta. Por supuesto que tenía la 357 en su cinturón, oculta bajo la chaqueta, pero
difícilmente podría sacarla y abatir a los dos queridos hermanos Love delante de tantos
testigos. ¿Y si arrojaba el café caliente a la cara del reverendo? ¿Y si corría hacia la puerta?
Los problemas, como las rosas, siempre vienen en ramos.
—¿Me has oído, chico?
Tuvo una idea. Hacerse el sordomudo.
—¿Perdón señor? —dijo, y con una sonrisa se dirigió a la camarera—. ¿La cuenta,
señorita?
La chica sacó el papelito verde de la comanda.
—¿Todo en la misma cuenta? —preguntó mirando a Hayduke y a los otros dos
caballeros. La conversación entre ellos la había confundido.
Hayduke pensó en las palabras de Nuestro Señor en la última cena cuando le dijo al
camarero: «Cuentas separadas, por favor». Qué bonita era la chica. Confusa pero bonita. Con
esos pómulos y esos ojos aztecas. Pero ahora tenía cosas más importantes en las que pensar.
—Separadas —contestó—. Tengo que irme.
—Tú no te vas a ninguna parte —dijo el obispo en voz baja—. Todavía no. Tenemos
varias cosas de las que hablar.
—¿Perdone? —Buscó torpemente el dinero hasta que consiguió sacarlo.
—Sí, señor. Por ejemplo de una bulldozer que saltó sola al lago Powell. De alguien
que empujó unas rocas hacia mi otro Blazer. Del paradero de un tal Seldom Seen Smith. Y de
alguna otra cosilla por el estilo, chico.
El reverendo y su hermano siguieron engullendo la comida pero ahora apoyaban los
pies en el suelo, listos para moverse con rapidez. Sus ojos sombríos y ligeramente divertidos
no se despegaban ni un momento de la cara de Hayduke.
Seguía sentado en la barra. Pagó la cuenta dejando una generosa propina y se dispuso
a salir. ¿Pero cómo? Todavía tenía la esperanza de marcharse con dignidad, con serenidad y
elegancia.
—Bueno, padre —dijo—, me ha confundido con otro, sólo puedo decirle eso.
Y empezó a levantarse.
El reverendo lo agarró con su pesada mano y le dio un tirón.
—Siéntate.
El hermano pequeño del reverendo le sonrió.
—Nos vamos todos juntos —explicó.
Un estado de pánico invadió la cabeza de Hayduke. Odiaba las cárceles. Le daban
claustrofobia, encerraban los sentimientos.
Suspiró y dijo:
—Bueno, en ese caso supongo que necesitaré otra taza de café.
Tendió la taza de café a la camarera, que la rellenó al mismo tiempo que estabilizaba
la mano temblorosa de Hayduke con el roce de la suya.
—Gracias.
El vapor ascendía desde el café como una espiral, dibujando la forma, efímera pero
clara, de un signo de interrogación. La pregunta no era la más práctica —¿van armados?— ya
que si lo iban llevarían las armas escondidas. En el caso de Hayduke, ilegalmente; sin
embargo, no cabía duda de que los hermanos gozaban de privilegios como ayudantes del
sheriff. La pregunta era: ¿Se mantendrá el esfínter cerrado hasta que salga de aquí libre de
cargos? El enigma del esfínter. Esa era la cuestión.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el obispo.
—Herman Smith.
—No me pareces muy americano. ¿Seguro que no eres Rudolf?
—¿Quién?
—Rudolf el Rojo.
Hayduke arrojó el contenido de su taza de café a la cara del reverendo y fue a toda
prisa hacia la puerta de salida. Los dos maletines de los navajos, tan grandes como cargas
explosivas, le obstruían el paso. Saltó por encima de ellos y atravesó la puerta de tela
metálica rompiéndola.
—Que tenga un buen día —la camarera chilló a sus espaldas haciendo caso de las
ordenes recibidas desde la dirección—, hasta pronto.
Hayduke echó a correr al pasar por delante del nuevo V-8 Blazer del reverendo y
lamentó no haber tenido tiempo suficiente para robar las llaves o pinchar los neumáticos.
Sólo pudo ver fugazmente las armas de Love dentro y la banderola en la antena antes de
doblar la esquina y galopar calle arriba hacia el restaurante Frigid Queen. Una energía que
jamás supo que corría por sus venas se descargaba en sus nervios y electrificaba sus
músculos. Pies, no me falléis ahora. Detrás de él, a no mucha distancia, gritos de furia, el
abrir y cerrar de una puerta, protestas, chillidos, el ruido de unos pies que corren. ¿Miro atrás?
Todavía no.
El restaurante. Giró la esquina y se deslizó frente al volante. Al encender el motor se
permitió echar un vistazo hacia atrás. El pequeño de los Love, que corría a toda velocidad
hacia él, había recorrido ya la mitad de la distancia. Era grande, pero no rápido. El reverendo
Love, que se secaba la cara con una toalla, estaba estupefacto delante de la puerta del café,
dio unos gritos a su hermano y se acercó como pudo a la puerta del Blazer.
Con las ruedas girando a toda velocidad y despidiendo gravilla a su paso, Hayduke se
escabulló hacia la autovía como un pez. El más joven de los Love se apoyó jadeante en el
muro del Frigid Queen. Luego, giró sobre sus propios talones y volvió de manera obtusa con
su vociferante hermano.
El plan de Hayduke: salir pitando de allí. Consiguió poner su quejoso jeep a la
máxima velocidad, pero no era suficiente. A lo mejor podría obtener una ventaja de una milla
mientras los hermanos Love discutían sobre quién conducía, arrancaban, daban la vuelta y
comenzaban a seguir su rastro. Tampoco era suficiente. La única oportunidad que Hayduke
tenía era dejar a un lado el asfalto y meterse entre los arbustos. ¿Qué arbustos? Iba por el
desierto de San Juan River, un páramo de rocas rojas y conglomerado púrpura donde no
crecía nada, salvo gutierrezias, ambrosías tormentosas y otros matojos parecidos. La meseta
alta donde podía refugiarse se encontraba a diez millas al norte. Y cuesta arriba. Jamás lo
conseguiría. Piensa en algo más, tío.
El único cementerio de coches de Mexican Hat apareció frente a sus ojos, una
extensión de automóviles viejos, destrozados, abandonados y despiezados. Hayduke miró
por el espejo retrovisor. Todavía no se divisaba el Blazer amarillo. Echó el jeep a un lado de
la autopista, por un hueco de la valla y lo situó en medio de la chatarra. Paró y esperó. Medio
minuto más tarde los hermanos Love llegaron por la colina y pasaron a toda prisa, a no más
de cincuenta yardas de distancia de las narices de Hayduke. Por el sonido del motor seguían
en segunda velocidad, dándole caña. El obispo conducía; su hermano llevaba una escopeta en
posición vertical entre sus rodillas.
Hayduke les concedió una ventaja de una milla y luego continuó. No había alternativa.
No podía ir en dirección contraria, hacia el sur, y volver a Arizona. Ya no le quedaban amigos
por allí. Tenía que subir a esa meseta y adentrarse en el bosque para encontrarse con sus
compañeros en Hidden Splendor. Así que ahora él seguía a sus persecutores.
A tres millas de Mexican Hat la autopista se bifurcaba. La carretera principal
conducía dirección este hacia Bluff y Blanding. La bifurcación de la izquierda, que sólo
estaba asfaltada parcialmente, llevaba dirección norte hacia las tierras altas, los cañones,
libertad, sexo y cerveza gratis.
El reverendo, que seguía a un fugitivo al que no veía, tenía que elegir la primera
opción. ¿Sería tan tonto de escoger la bifurcación del este y dejarle abierta a Hayduke una vía
de escape tan ancha? ¿O tomaría la carretera de la izquierda, y a la vez se comunicaría con
Bluff y Blanding por radio para alertar a la patrulla de la autopista de Utah, a la oficina del
sheriff y al resto del equipo de Búsqueda y Rescate del Condado de San Juan? El reverendo
Love, a pesar de estar lleno de rabia y de no ser un intelectual, cogió la bifurcación de la
izquierda.
Hayduke, rezagado mucho más atrás, vio cuál era la elección del obispo y tomó el
camino de la derecha. ¿Directo a los brazos expectantes de «la autoridad»? Puede que sí y, de
nuevo, puede que no. Aunque no estaba tan familiarizado con esa zona como lo estaban
Seldom Seen y, con total seguridad, el reverendo, Hayduke había estudiado los mapas lo
suficiente como para recordar que varias millas más adelante había una carretera de tierra que
comunicaba la autopista por la izquierda con algo que la Cámara de Comercio había llamado
Valle de los Dioses. ¿Tenía salida esa carretera? ¿Subía hacia la meseta? ¿Daba un rodeo y
volvía a la autopista? Hayduke no lo sabía y no tenía tiempo de hacer averiguaciones locales.
En pocos minutos el reverendo se iba a dar cuenta de que su presa de alguna manera había
vuelto sobre sus pasos y se encontraba detrás, y no delante de él.
Fue quemando la autopista mientras subía un pliegue monoclinal totalmente
despoblado de árboles, buscando el camino de tierra, hasta que lo encontró, se desvió a la
izquierda y redujo la marcha. Fue saltando los baches a través del cauce de un río, salpicando
una fina manta de agua de seis pulgadas que iba extendiendo a su paso por la base rocosa.
Siguió la carretera hacia el otro lado, que era malo pero podía haber sido peor. Alguna vez, en
un pasado reciente, alguien había trabajado la carretera con una niveladora para intentar
hacer accesible el camino al tráfico turista. Hayduke siguió adelante mientras levantaba una
nube de polvo a lo largo de la llanura del amplio desierto. Si el reverendo no veía aquello es
que de verdad estaba ciego por la rabia.
La carretera avanzaba hacia el norte principalmente, siguiendo los contornos del
paisaje. Delante, un grupo de monolitos apuntaba al cielo, vestigio erosionado de rocas
desnudas con los perfiles de deidades egipcias. Más allá se encontraba la pared roja de la
meseta que se levantaba mil quinientos pies sobre el desierto, formando unos precipicios
rectos que jamás habían sido escalados, inexpugnables tal vez. Hayduke tenía que encontrar
el camino hacia la parte superior de la meseta si quería reunirse con sus amigos en el punto de
encuentro.
El jeep estaba levantando demasiado polvo. Hayduke paró para mirar a su alrededor y
descansó unos minutos. Estaba empezando a creer que podía haber escapado ya. Se colgó del
cuello los prismáticos y escaló hacia el punto más alto de una colina cercana.
Todo lo que se veía era naturaleza salvaje. Mexican Hat, el único lugar habitable en
un radio de veinte millas, quedaba fuera de visión bajo la subida del pliegue. Sólo se divisaba
desierto en todas direcciones, roca roja salpicada de matorrales y algunos álamos abajo en la
cañada. El horizonte quedaba amurallado por montañas y mesetas que flotaban sobre olas de
calor.
Unas nubes de polvo se aproximaban desde el sur y el oeste. Se acercó los prismáticos
a los ojos. En la carretera del oeste, más allá de los cuellos volcánicos y los pináculos
situados en primer plano, vio un objeto metálico brillante que se acercaba rápidamente. Sí, un
Chevrolet Blazer amarillo rebotando por los surcos y las rocas, con su banderín escarlata
ondeando en la punta de la antena de radio. Desde el sur, Hayduke vio cómo se acercaba por
carretera otro Blazer, y luego otro, ambos avanzando a toda velocidad, con las antenas
relucientes, y todo el equipamiento brillando bajo la luz del sol. Hayduke siguió las dos
carreteras con los prismáticos y halló el lugar en el que se unían, a pocas millas de distancia,
en dirección oeste, entre los mismísimos dioses de la Cámara de Comercio. Los equipos de
«Búsqueda y Rescate» le tenían acorralado y cada vez estaban más cerca. A no más de diez o
quince minutos de distancia.
—Pero yo no me he perdido —dijo Hayduke—. No quiero que me rescaten.
Por un momento fue presa del pánico: tira la mochila y corre. Siéntate y échate a
llorar. Ríndete, cierra los ojos, abandona.
Pero contuvo el pánico (sujeción de esfínter), dio la espalda a sus persecutores y
estudió el terreno que se extendía hacia el norte y el noreste. Hacia el norte no encontró nada
más que la pared de la meseta; al noreste, sin embargo, el rastro de un carril serpenteaba entre
los dioses, se metía por un barranco y desaparecía, para reaparecer en una cresta cubierta de
enebros que daba a un punto de bajada. ¿Tendría continuación? Desde donde estaba no podía
decirlo.
Hayduke saltó del montículo y se montó en el jeep. Encendió el motor, volvió a salir
para desactivar los cubos de bloqueo de las ruedas delanteras y para quitar algunos matojos
que se habían quedado atrapados en el cabrestante. Volvió a meterse, metió primera y se
alejó. Inmediatamente empezó a levantar la estela de polvo, mostrando cual era su posición.
No podía evitarlo.
Mientras zumbaba a la máxima velocidad posible, iba escrutando el terreno en busca
del carril que había visto desde el montículo. A pesar de que no era difícil de ver desde allí,
ahora era invisible. Pedazos de piedra de arenisca quemada por el sol dispuesta en bancales le
bloqueaban la visión. Un enebro aislado quedaba a su izquierda. Lo recordaba; el carril se
desviaba cerca de allí. A pesar de que los segundos eran vitales otra vez, tuvo que parar y
subirse sobre el capó del jeep. Inspeccionó el desbarajuste de rocas que se extendía frente al
radiador y avistó las huellas paralelas que arañaban la superficie de arena a través de una
cañada y que subían por la colina en dirección este.
De nuevo sobre ruedas, Hayduke redujo a primera, cambió a low-range y pasó
surcando la arena y por encima de las rocas. Cuando llegó a lo más alto paró para mirar atrás.
Tres nubes de polvo se acercaban desde dos direcciones diferentes, formando un triángulo de
diez millas del que él era el vértice.
Se apresuró. La carretera se retorcía entre macizos de asteráceas y matorrales
espinosos, y se desviaba para rodear los pedestales de monumentos de quinientos pies de
altura. A pesar de las pequeñas variaciones el carril seguía ascendiendo. La aguja del
altímetro subió otros quinientos pies y unos cuantos enebros más aparecieron. Hayduke se
dio cuenta de que estaba subiendo por la escarpa que había visto desde el punto de
observación de su primera parada: los enebros cada vez eran más grandes y más numerosos
mientras la carretera serpenteaba hacia el horizonte en dirección este. Ahora conducía sobre
rocas principalmente, por lo que el vehículo ya no iba formando un embudo de polvo. Pero
eso tampoco era de mucha ayuda. Desde tres millas más atrás (que no aumentaban) el
reverendo y su equipo podían divisar el jeep de Hayduke a simple vista.
¿Qué esperaba encontrar Hayduke al final del camino de subida entre rocas de
arenisca y enebros? No lo sabía, tampoco tenía ningún plan. Tan sólo tenía esperanzas y
continuaba ascendiendo.
Un enebro alto y de apariencia saludable, bien anclado en la piedra tal y como sus
ramas esculpidas por el viento demostraban, se elevaba hacia el cielo con una silueta
fotogénica. Más adelante, en apariencia, se extendía el vacío. Con aquel árbol como meta, a
falta de nada mejor, Hayduke siguió conduciendo hacia arriba. Ya no estaba siguiendo nada
que se pareciera a un camino. La carretera se había extinguido entre las rocas de arenisca
media milla atrás.
Condujo hasta el árbol y después tuvo que detenerse. El terreno terminaba. Quince
pies más adelante del árbol estaba el borde, el filo del barranco, el vértice del abismo.
Hayduke bajó del jeep, miró y se vio a sí mismo al borde del precipicio. Más que ser un
precipicio vertical se trataba de un precipicio que sobresalía, como un saliente proyectado.
Por esa razón Hayduke era incapaz de ver lo que había más abajo de la unión de la cara del
precipicio con el saliente de piedra. ¿A qué distancia estaba? Estimó que la caída era de unos
cien pies.
La cornisa más baja se volcaba sobre una cañada arenosa que a su vez se comunicaba,
a través de cárcavas, colinas prominentes y torretas de piedra erosionada, con una vía más
ancha de arena, gris verdosa por la salvia y sombreada por bosquecillos de álamos, llamada
Comb Wash. Comb Wash se extendía cincuenta millas de norte a sur debajo de la pared de
Comb Ridge. Unas cuarenta millas hacia el norte desde ese punto se situaba el proyecto de la
autopista. Más allá estaba la vieja carretera hacia Natural Bridges, Fry Canyon y Hite. Y
después, en un ramal (abandonado) en dirección norte, los restos de la mina de uranio de
Hidden Splendor, a sesenta y cinco millas de distancia.
Una caminata larga y Hayduke llegaría a su reunión con cuatro días de retraso. Podría
escapar a pie, incluso desde allí —en algún lugar de ese risco debía de haber un sitio por el
que descender con una cuerda desde el borde— pero eso significaba renunciar a su preciado
jeep con barras antivuelco, cabrestante, depósito auxiliar de combustible, portalatas de
cerveza con medidor de inclinación, pegatina del gurú Maharaji, pegatina «Piensa en Hopi»,
ruedas anchas, armas especiales, herramientas, equipo de acampada y escalada, mapas
topográficos, una biblia de Gedeón y el Libro de Mormón (ambos robados del motel Page) y
otros tesoros para la tropa de vigilantes que le perseguía. Ni pensarlo. No si podía evitarlo.
Pero, ¿podía? Miró desde el borde del precipicio otra vez. Era una caída que sobresalía de
verdad. Realmente eran cien pies, por lo menos. Recordó el apotegma favorito de Doc Sarvis:
«Cuando la situación es desesperada no hay de qué preocuparse».
Volvió a considerar la persecución. El reverendo y su equipo estaban a dos millas,
acercándose sin prisa pero sin pausa por el terreno escarpado. En la quietud del ambiente oía,
a pesar de la distancia, el estruendo ronco de los motores de los grandes V-8. Consumen
mucho pero son potentes. Hayduke calculó que disponía de unos diez minutos.
El reverendo Love era un hombre paciente. Paciente, metódico y meticuloso. Aunque
la cara y el cuello todavía le quemaban por el café ardiendo, él no permitiría que el odio
interfiriera en su sensatez, en su cautela y en el interés que sentía por ese hombre. El gentil
peludo, aunque todavía lejos, estaba claramente atrapado, así que llamó por radio para
consultar y se detuvo. Mientras esperaba a los demás, bajó del auto y estudió la situación a
través de los prismáticos. Al enfocar, vio la piedra prominente, los árboles diseminados y las
yucas sobre parches de tierra orgánica y, más alejado, al final de la formación geológica, la
mancha azul desteñida por el sol que delataba la posición del jeep, camuflado de un modo
lamentable detrás del enebro grande, que además era el último.
Love sabía lo que había más allá del borde de roca. Él mismo había sido pionero
explorador de ese camino, décadas atrás, cuando había cercado sus concesiones territoriales
durante la primera gran fiebre del uranio en el año 52. «Tú, pagano hijo de perra —pensó el
reverendo sonriendo para sus adentros—, ya te tenemos». Al divisar la posición del joven
criminal detectó movimientos furtivos detrás del árbol. Ten cuidado —se recordó a sí
mismo—. Se cree que va armado y que es peligroso.
Sus hombres llegaron y se unieron a él. Discutían. El reverendo Love aconsejó
avanzar con los vehículos una milla más y parar justo cuando tuvieran alcance con los rifles.
Desde ahí podrían continuar a pie, por supuesto armados, en una amplia línea de ataque, con
un hombre abriendo cada flanco para prevenir la posible huida del fugitivo por la parte alta de
la roca. ¿De acuerdo? La búsqueda de consenso por parte del reverendo Love era por pura
cortesía; en realidad, sus sugerencias dentro de la firme jerarquía de la Iglesia llevaban
implícita la autoridad de las órdenes. Sus compañeros, todos ellos hombres adultos con
negocios de su propiedad, asintieron como buenos soldados. Todos menos el hermano
pequeño del reverendo que era, aunque dé pena decirlo, jack mormon sólo en parte.
—Y tened cuidado —concluyó el reverendo—. Este bastardo sin lavar podría tener
una pistola. Y podría estar tan loco como para disparar.
—Está bien —dijo su hermano—; quizás deberíamos avisar por radio al sheriff. A lo
mejor sería buena idea contar con algo de apoyo aéreo, en caso de que ese granuja consiga
deslizarse por las rocas, ¿no?
El reverendo, con sus cincuenta y cinco años, miró a su hermano pequeño de cuarenta
y ocho con una mueca cómica de ojos bizcos y un atisbo de sonrisa sarcástica.
—¿Crees que necesitamos ayuda, Sam? ¿Somos seis contra uno y tú crees que
necesitamos ayuda?
—Sería mucho más fácil divisarlo desde el aire.
—¿Y cómo va a bajar ese precipicio de allí?
—No lo sé.
—¿Quizás debiéramos llamar a la policía estatal también? ¿Tal vez a la Guardia
Nacional Aérea? ¿Helicópteros, quizás? ¿A Puff, el dragón mágico[21]? ¿A lo mejor a un
tanque?
Los demás se reían entre dientes y arrastraban los pies avergonzados. Eran grandes,
fuertes, competentes y astutos; dos de ellos dirigían gasolineras y talleres de reparación de
coches en Blanding; otro era propietario y gerente de un motel en el pueblo de Bluff; otro
administraba un criadero de ganado y un rancho de seiscientos acres de judías pintas en las
áridas tierras altas cerca de Monticello; el hermano del reverendo trabajaba como ingeniero
jefe en la estación de bombeo de la Compañía de Gas Natural El Paso en Aneth, al sureste de
Blanding (un puesto de mucha responsabilidad).
Búsqueda y Rescate era sólo un pasatiempo para ellos, al igual que para el reverendo
Love. Él no era sólo el obispo de la Iglesia, sino que además era el presidente de la comisión
del condado, tenía planeado ascender a la Asamblea del Estado de Utah y a un puesto
superior más tarde, era propietario de la agencia de Chevrolet en Blanding y de varias minas
de uranio activas e inactivas (incluyendo la vieja mina de Deer Fiat encima de Natural
Bridges), y poseía la mitad de las acciones del complejo del puerto deportivo en Hall’s
Crossing. Y ocho hijos. Era un hombre ocupado; quizás demasiado ocupado. Su médico le
aconsejaba dos veces al año, mientras fruncía el ceño frente a los cardiogramas, que bajara un
poco el ritmo. El reverendo contestaba que lo haría cuando tuviera tiempo.
—De acuerdo, Dudley —dijo el hermano menor—, haz un chiste de esto. Pero
igualmente tenemos que llamar a la Oficina del Sheriff.
—No necesito ayuda —respondió el obispo— tengo competencias como ayudante
del sheriff y las pienso utilizar. Me voy a ocupar de ese pequeño vándalo peludo que está ahí
arriba, y lo haré yo solo si es necesario. Vosotros, amigos, os podéis ir a casa si es lo que
queréis.
—Pare, reverendo —dijo el gerente del motel—, no saque las uñas. Todos vamos con
usted.
—Eso es —afirmó el administrador del rancho de alubias.
—¿Y qué es lo que tienes en mente hacer cuando le cojamos, Dudley? —preguntó su
hermano.
El obispo sonrió y, de manera suave y cautelosa, y se tocó la cara achicharrada.
—Bueno, primero agarraré los alicates y le extraeré un par de uñas de los pies. Luego,
las muelas. Después le voy a preguntar donde está Seldom Seen y ese doctor Sarvis, y
también la pequeña furcia que llevan con ellos. Podríamos tenerlos a los cuatro bajo la Ley
Mann[22], ahora que lo pienso: han cruzado la frontera estatal con propósitos inmorales.
Entonces entregaremos a todo el grupo y no habremos necesitado ni departamento del sheriff
ni policía estatal. Yo hoy no tengo otra cosa que hacer. ¿Estáis conmigo, amigos?
Todos asintieron con la cabeza, excepto su hermano.
—¿Tú qué dices?
—Yo voy —dijo—. Alguien tiene que controlarte, J. Dudley, o lo próximo que
sabremos es que te ascienden a gobernador.
Todos sonrieron, incluido el mismo reverendo.
—Para eso ya habrá tiempo. Ahora hagamos salir al conejo de detrás de su mata.
Volvieron a montar en sus vehículos y avanzaron tal y como habían planeado.
Cuando estaban a una milla de su objetivo, Love paró y salió del auto. Los demás hicieron lo
mismo. Todos iban bien armados: llevaban pistolas, carabinas y escopetas. Love dio sus
ordenes y el equipo se dispersó lateralmente hacia las los laderas de la cresta. Se acercó los
prismáticos para controlar a la presa pero la elevación del terreno impedía la observación
directa. Miró a los lados; sus hombres estaban listos, y le prestaban atención. Hizo un
movimiento hacia delante con el brazo derecho, la señal del jefe de grupo para avanzar.
Todos comenzaron a caminar agachados, manteniéndose a cubierto tras los enebros y pinos
mientras portaban sus armas delante con ambos brazos. Sam, el hermano del reverendo, se
mantenía junto a él: donde iba uno iba otro.
Un mediodía con un calor de justicia en el Condado de San Juan. En la parte sudeste
del cielo, unas nubes tronaban y no sólo eran decorativas, la luz del sol resplandecía sobre la
piedra, los árboles y las hojas con forma de bayoneta de las yucas. Ninguno de ellos se fijaba
en las caléndulas del desierto, las Aster purpura, los girasoles «oreja de burro» en flor por
todas partes, sobre las cuencas arenosas de las rocas. El equipo tenía cosas mejores que hacer.
—¿Te has tomado la digitalina hoy, Dudley?
—Sí, me he tomado la digestina hoy, Sam.
—Sólo he preguntado.
—Vale. Pues cállate ya.
El reverendo Love introdujo un cartucho en la recámara de su carabina y bajó el
martillo. Se estaba divirtiendo; no se sentía tan bien desde las operaciones de limpieza en
Okinawa. Por entonces él era el teniente Love, jefe de sección, estrella de bronce, y se forjaba
un buen historial de guerra que después le sería útil. Con el corazón dilatado, el obispo casi
sintió por un momento un atisbo de compasión por el japo atrapado, ese perdedor que estaba
ahí arriba donde la tierra termina, encogido de miedo tras su jeep, con el pantalón cagado del
miedo.
El equipo de Búsqueda y Rescate avanzaba tácticamente, con dos de sus miembros
adelantados y el resto listo para proporcionar fuego de cobertura si era necesario. Pero desde
la posición del fugitivo no hubo disparos. El equipo avanzaba agachándose, la cresta se
encontraba a menos de cuatrocientas yardas y los arboles estaban diseminados. Los seis
hombres se iban deslizando sin perderse de vista unos a otros, paraban, esperaban,
escuchaban.
—He oído un motor —dijo el hermano.
—Eso no es posible, Sam —replicó el obispo. Quería utilizar sus prismáticos, pero
estaba tan cerca del enemigo que dudó en bajar el arma—. Yo no oigo nada.
Escucharon con atención. No había sonido alguno, absolutamente nada salvo la leve
brisa que acariciaba las ramas de los enebros y el gorjeo ocasional e irrelevante de los
pájaros.
—Yo creo que lo he oído —insistió el hermano—. ¿Dices que está detrás de ese
último árbol?
—Eso es.
—No veo el jeep.
—Está allí. No te preocupes por eso.
El reverendo miró a sus hombres a izquierda y derecha. Ellos esperaban,
observándolo. Todos sudaban, todos tenían caras enrojecidas y decididas. El obispo se giró
hacia la punta de la cresta, el último enebro, que se ocultaba entre los demás árboles y que era
poco visible desde donde se encontraba. Se ahuecó las manos alrededor de la boca y gritó:
—¡Eh, ahí arriba! Rudolf o como quiera que te llames, ¿me oyes?
No hubo más respuesta que el aire pasajero, el rumor distante de los arrendajos
piñoneros y el suave ululato de un búho cornudo abajo, más allá de la cresta.
El reverendo chilló de nuevo.
—Será mejor que vengas aquí abajo, Rudolf. Somos seis. Contesta o disparamos.
Esperó.
No hubo respuesta, excepto una segunda burla inútil del búho.
El reverendo amartilló su arma y dirigió un gesto afirmativo con la cabeza a sus
hombres. Apuntaron y dispararon, todos menos el hermano, hacia la zona del enebro alto,
que se sacudió de manera evidente con las ráfagas de casquillos y balas.
El reverendo levantó la mano.
—¡Alto el fuego!
El eco de la artillería se iba alejando, rodando por el pliegue monoclinal y cruzando el
Valle de los Dioses y se extinguía contra los muros y promontorios de la meseta a cinco, diez,
veinte millas de distancia.
—¿Rudolf? —gritó el reverendo—. ¿Vas a bajar?
Esperó. Ninguna respuesta, sólo los pájaros.
—Cúbreme —ordenó a su hermano—. Voy a arrancar a ese demonio de ahí.
—Voy contigo.
—Quédate aquí.
Y susurró:
—Es una orden.
—No me vengas con gilipolleces, Dudley. Voy contigo.
El reverendo Love escupió al suelo.
—De acuerdo, Sam. Vas a conseguir que te maten.
—Cubridnos —gritó a los otros cuatro—. ¡Vamos! —dijo a su hermano.
Se fueron ocultando de árbol en árbol por la última pendiente y se pusieron a cubierto
tumbados tras una roca desde la que se veía el último árbol, la cresta del barranco.
Ahí no había nadie.
No se sabía cómo, pero se había ido. Rudolf había desaparecido. El jeep también
había desaparecido. No quedaba nada más que el enebro solitario, una placa de arenisca
quebrada cerca de su base, unas cuantas manchas de grasa y algunas astillas de acero
esparcidas por el suelo.
—Aquí no está —dijo el hermano.
—No es posible.
—Ni siquiera está el jeep.
—Ya lo veo. No estoy ciego, maldita sea.
El reverendo Love se levantó sobre las rodillas y se quedó mirando hacia la
categórica, definida, casi tangible y casi palpable presencia de nada. El sudor le chorreaba
por la nariz.
—Pero no es posible.
Caminaron hasta el borde y miraron más allá. Lo único que veían era lo que ahí había:
el banco de piedra desnuda unos cien pies más abajo, las tierras baldías corroídas, los
barrancos, los cauces que drenan sus áridos lechos de arena y escombros hacia Comb Wash,
más allá la elevada y escarpada fachada de Comb Ridge y tras ella las montañas.
Sam sonrió a su hermano.
—Bueno, ¿gobernador…?
—Cállate. Estoy intentando pensar.
—Siempre hay una primera vez.
—Cállate. Agáchate aquí en la sombra y averigüemos qué ha pasado.
—A lo mejor ahora llamarás al sheriff.
El obispo Love arrancó una brizna de hierba y se la puso entre los dientes. De
cuclillas sobre sus muslos gordos, arañaba el suelo con un palo.
—Llamaré al sheriff cuando pille a ese bastardo —dijo—. A él y a su malvada
pandilla. Será entonces cuando llame al sheriff, y no antes.
—Vale, muy bien. Atrapémosles. ¿Cómo?
El reverendo entrecerró los ojos por el sol, frunció el ceño hacia su hermano, volvió a
mirar el árbol y de nuevo al suelo pedregoso bajo sus pies. Masticaba, arañaba y pensaba.
—Estoy en ello.
El vapor ascendía desde el café como una espiral, dibujando la forma, efímera pero
clara, de un signo de interrogación. La pregunta no era la más práctica —¿van armados?—.
La pregunta era: ¿Se mantendrá el esfínter cerrado hasta que salga de aquí libre de cargos?
25. Una parada para descansar
—Vale, vale, vamos a ponernos manos a la obra de una puta vez. Vamos, Doc.
Mueve el culo y levántate. Quítate de la sombra y ven al sol. Venga, Abbzug, tú ponnos algo
de cena. ¿Dónde está Smith?
—Prepáratela tú si tienes tanta prisa.
—Me cago en… ¿Dónde está Smith?
—Arriba, en el monte. Ya viene.
—El abatimiento y la pereza, la pereza y el abatimiento; el sol se está yendo.
—¿Y qué quieres que yo haga? ¿Tirarme desde lo alto de una montaña, o qué?
—Pues sí.
Hayduke, que ha vuelto a la vida febrilmente después de veinticuatro horas de
recuperación, abre la válvula de la hornilla y enciende los quemadores. Mira dentro de la
gran cafetera comunitaria azul abollada, vacía los posos y el resto del café y saca un ratón
ahogado, empapado y lustroso.
—¿Cómo ha entrado ahí? No se lo digas a Bonnie —comenta a la figura que está a su
izquierda.
—Soy Bonnie.
—Pues no se lo digas. —Pone dentro ocho cucharaditas de café, la llena de agua y la
deja en la hornilla—. Química, química, necesito química.
—¿Ni siquiera vas a enjuagar la cafetera?
—¿Por qué?
—Había un ratón muerto dentro.
—Lo he sacado, al muy cabrón. Tú me has visto. ¿Qué te preocupa? Estaba muerto.
Empieza a cortar patatas. Abre cuatro latas de chili. Vamos a comer ya, por Dios.
Saca de la funda su bélico cuchillo Buck y corta un trozo de dos libras de beicon en
tiras gruesas y las extiende unas encima de otras sobre la sartén de camping de hierro fundido.
De inmediato empiezan a crepitar.
—¿Quién se va a comer todo eso?
—Yo. Tú. Nosotros. Tenemos una larga noche de trabajo por delante. —Empieza a
abrir cuatro latas de alubias—. ¿Vas a abrir el chili o tengo que hacer yo todas las putas cosas
aquí? Y hierve unos huevos. Eres una mujer; tú entiendes de huevos.
—¿Por qué estás de tan mala leche?
—Estoy nervioso. Siempre me pongo así cuando estoy nervioso.
—Me estas poniendo nerviosa a mí. Por no decir histérica.
—Lo siento.
—¿Lo siento? Creo que es la primera vez que te oigo decir eso. ¿Eso es todo lo que
puedes decir?
—Lo retiro.
Doc Sarvis y Seldom Seen Smith se unen a ellos. Comienza la merienda-cena. Los
cuatro discuten el plan. El plan es, para Hayduke y Smith, trabajar en el puente o en los
puentes, dependiendo del tiempo disponible, los materiales y las «condiciones locales». Para
Abbzug y Sarvis es hacer de centinelas, uno en cada punta de la obra. ¿Cuál de los tres
puentes se va a reestructurar primero? Coinciden en que el más pequeño: el puente de White
Canyon. El segundo, si el tiempo lo permite, será el puente de Dirty Devil. Con los dos
puentes de acceso fuera de combate, el puente central sobre Narrow Canyon, Lake Powell,
río Colorado, resultará inútil. Un puente sin accesos. Con o sin él, la carretera —la autopista
estatal 95 de Utah que une Hanksville con Blanding, las orillas este y oeste del lago Powell y
la tierra de cañones del este con la del oeste— estará cortada a efectos prácticos. Escindida.
Rota. Al menos durante meses. Quizás durante años. Quizás para siempre.
—Pero, ¿y si la gente quiere la carretera? —pregunta Bonnie.
—Los únicos tíos que quieren esta carretera —contesta Smith— son las compañías
mineras, las petroleras y gente como el reverendo Love. Y el Departamento de Autopistas,
cuya religión es la construcción de carreteras. Nadie más está de acuerdo.
—Era sólo por preguntar —dice Bonnie.
—¿Hemos terminado de filosofar de una puta vez? —dice Hayduke—. De acuerdo.
Ahora vamos a trabajar. Doc y Bonnie, a ver si podéis encontrar algo con lo que hacer
carteles. Vamos a necesitar dos grandes en los que ponga:
CARRETERA CORTADA. PUENTE FUERA DE SERVICIO
También rescataron algunos de dos por cuatro, los apuntalaron para mantener las
señales rectas y las amarraron a las barras antivuelco del jeep de Hayduke.
Hayduke y Smith desenterraron los materiales para la termita del alijo que se
encontraba bajo los árboles: 45 libras de óxido de hierro en copos, 30 libras de polvo de
aluminio, 10 libras de peróxido de bario y 2 libras y media de magnesio en polvo, todo
empaquetado en contenedores cilíndricos de cartón con tapas metálicas.
—¿Esto es todo lo que hay? —pregunta Hayduke.
—¿No es suficiente?
—Espero que sí.
—¿Qué quieres decir con que esperas que sí?
—Me refiero a que realmente no sé cuánto hará falta para fundir esas piezas de los
puentes.
—¿Por qué no los volamos?
—Necesitaríamos diez veces más dinamita de la que tenemos. —Hayduke coge dos
de las cajas—. Vamos a llevar esto al jeep. Necesitaremos una especie de bidón grande con
tapa para mezclarlo todo.
—Los contenedores del alijo servirán, ¿no?
—Sí.
—¿Por qué no lo mezclamos aquí?
—Es más seguro mezclarlo sobre la marcha —responde Hayduke.
Cargaron todo lo que cupo en el jeep de Hayduke —los materiales de la termita y el
resto de dinamita que quedaba— y lo demás en la parte de atrás de la camioneta de Smith. El
sol se había ido y había dejado tras de sí un cielo nublado, gris y apagado. Quitaron la red de
camuflaje. Hayduke tomó la escoba de enebro y barrió las últimas huellas.
—Vámonos —dijo.
Smith y Doc fueron delante en la camioneta, condujeron muy despacio sin luces por
las diez millas de vías hasta la autopista. Hayduke y Bonnie les siguieron en el sobrecargado
jeep. Las comunicaciones habían sido acordadas de antemano. Si cualquiera de los dos
grupos tenía problemas avisaría al otro mediante señales luminosas.
Bonnie sintió que el fatalismo profundo volvía, ese sentimiento parecido a una gripe
en el corazón, en el estómago. Estaba contenta, excesivamente contenta, de que el ataque de
esa noche fuera el último por un tiempo prolongado. Sólo le temo al peligro[25], citó para ella
misma. Miró hacia un lado y pilló a Hayduke en el acto reflejo de lanzar una lata de cerveza
por la ventana y oyó el tintineo del aluminio contra el asfalto. «Guarro —pensó—, asqueroso,
cerdo malhablado». Se acordó de la noche anterior y de esa misma mañana, cuando estaban
en los sacos unidos por las cremalleras; eran otras sensaciones. ¿Me he tomado hoy la píldora?
¡Dios! ¡Dios! Breve instante de pánico. Lo único que necesitamos ahora es un fallo técnico.
Comenzó a hurgar en su neceser bordado de las medicinas, encontró el blister, lo apretó
directamente sobre la boca haciendo caer dentro una pequeña bolita y cogió la lata de cerveza
fresca que él ya había abierto. La mano de Hayduke, como la planta de la mimosa púdica,
cedió la lata de mala gana.
—¿Qué te has tomado? —preguntó con recelo.
—Mis vitaminas.
—Estarás de broma.
—No te preocupes.
—Tengo cosas más importantes de las que preocuparme.
Fanático malvado. Nadie le había contado a George el plan completo. La idea de
suspender las operaciones después del ataque de esa noche; no de finalizar, sino de suspender.
Nadie se había atrevido. Y ese no era el momento, desde luego.
También estaba la cuestión de las relaciones interpersonales. Bonnie no podía
evitarlo, con píldora o sin píldora. Pensaba en los días, semanas e incluso meses y años
venideros. Algo en su interior, muy adentro, anhelaba el sentido de lo que estaba por venir, la
gestación de algo parecido a un hogar, aunque sólo fuera en su cabeza. Pero, con quién. ¿Con
quién? A Abbzug le gustaba vivir sola, en parte, pero nunca imaginó ni por un momento que
pudiera pasar el resto de su vida exiliada de ese modo inconcebible.
Estamos solos. Estoy sola, pensó. Sólo sus necesidades y su amor mantenían a raya
esa soledad: la oscuridad que rodea un campamento en el bosque, la amarga tristeza de la
pérdida. George… ojalá hablara conmigo el muy cabrón.
—Di algo —dijo ella.
—Devuélveme la cerveza.
Enormes paredes de arenisca se alzaban por su izquierda, al sur de la carretera. El
asfalto terminó; conducían tras el polvo de la camioneta de Smith, siguiéndolo en dirección
oeste a lo largo de las cuarenta millas de carretera de tierra que llevaba a los tres puentes. No
había tráfico esa noche en ese camino solitario, aunque los transportistas de minerales de las
minas de uranio habían dejado la superficie sacudida y ondulada como si fuera una tabla de
lavar. El ruido del jeep y las vibraciones de la carga hacían que hablar fuera difícil pero,
como no había conversación ninguna, ella sabía que a él no le importaba, al malhumorado
melancólico hijo de perra.
Al pasar por delante de la gasolinera y la tienda de alimentación de Fry Canyon se
vieron inundados por el macabro brillo azul de las luces de seguridad de vapor de mercurio.
No había nadie. Siguieron adelante por la llanura serpenteante de matorrales y arena hacia
Glen Canyon y Narrow Canyon, el desierto de roca de arenisca.
Aparecieron estrellas, sólo algunas, borrosas tras el velo de nubes. Ella apenas podía
ver la carretera.
—¿No deberías encender las luces?
Él la ignoró o no la oyó. Hayduke estaba mirando fijamente algo que había delante,
fuera de la carretera. Unas siluetas negras y voluminosas de acero que contrastaban con el
brillo verde de la puesta de sol que se prolongaba sobre el cielo. Encendió y apagó las luces
cuatro veces. Señal de parada. Apartó el jeep fuera de la carretera y lo aparcó entre un grupo
de árboles. Cuando apagó el motor ella oyó, de pronto, el lúgubre canto de un chotacabras.
—¿Ahora qué? —dijo ella.
—Bulldozers. —De nuevo vivo y animado, su mal humor había desaparecido—. Hay
dos. Bien grandes.
—¿Y?
—Será mejor echarles un vistazo.
—Oh, no. Ahora no, George. ¿Qué pasa con los puentes?
—Pueden esperar. Esto no va a llevar mucho tiempo.
—Siempre dices lo mismo. Y luego desapareces durante siete días. Mierda.
—Bulldozers —murmuró con voz ronca y ojos brillantes mientras se inclinaba hacia
ella apestando a Schlitz—. Es nuestro deber. Empujó las cajas con las manillas de rotor por
debajo del asiento, la besó en la boca y salió rápidamente.
—¡George!
—Vuelvo ahora.
Ella esperó furiosa y desesperada mientras observaba la luz azul de linterna
moviéndose por la cabina de una bulldozer que parecía tener unos cuarenta palmos de alto. El
tiranosaurio de hierro.
Smith se acercó.
—¿Qué ocurre?
Ella señaló con la cabeza hacia las bulldozers.
—Eso pensaba —dijo Smith—. Esperaba que…
El ruido de un Cummins turbo-diésel de doce cilindros arrancando lo interrumpió.
—Perdona.
Smith desaparece. Bonnie oye una discusión: dos hombres gritándose el uno al otro
bajo la furia del potente motor. Smith desciende del tractor de Hayduke y se dirige al otro.
Luego ve cómo parpadea brevemente su linterna cerca del tablero de mandos y oye cómo se
pone en marcha el segundo motor.
Al cabo de un minuto ambos tractores retumban en la oscuridad haciendo recorridos
paralelos. Están a una distancia de unos cincuenta pies el uno del otro. Entre ellos hay un
camión cisterna, una valla publicitaria de BLM Relaciones Públicas sobre unos postes y una
especie de cobertizo metálico sobre un trineo. Aquellos objetos de repente cobran vida y
comienzan a moverse por acción de una fuerza oculta y se alejan entre los dos tractores como
si unas cadenas invisibles tiraran de ellos. La valla se cae, el cobertizo se balancea y el
camión se vuelca hacia un lado, mientras todo se va alejando hacia el borde (como luego ella
sabría) del cercano Armstrong Canyon.
Siluetas en la penumbra, borrosas por el polvo. Hayduke y Smith se mantienen a los
mandos de los tractores, uno frente al otro. Entonces muy rápidamente descienden. Los
tractores continúan sin manos humanas, haciendo ruidos metálicos hacia el cañón como si
fueran tanques, y desaparecen de la vista repentinamente. El camión cisterna, el cobertizo y
la valla les siguen.
Pausa para la aceleración gravitatoria.
Se desencadena una brillante explosión más allá del borde del barranco, luego una
segunda y una tercera. Bonnie oye la descarga atronadora de la avalancha de hierro, árboles
arrancados y trozos de roca empujados por la gravedad, que caen en la base del cañón. Por el
borde empiezan a brotar nubes de polvo, iluminadas en refulgentes tonalidades de rojo y
amarillo por las llamas crecientes desde más abajo.
Hayduke vuelve al jeep, sus ojos ahumados radiantes de felicidad. Sobre la cabeza
lleva una gorra de visera de sarga amarilla con una inocente inscripción bordada en la parte
delantera: CAT DIESEL POWER.
—¡Yo la quiero! —Agarra la gorra y se la prueba. Se le cae sobre los ojos.
Hayduke abre otra cerveza.
—Ajusta la correa de detrás.
Él pone en marcha el motor, regresa a la carretera y conduce por la serena oscuridad.
—De acuerdo —dice ella—, y ¿qué estaba pasando ahí afuera? ¿Dónde está Seldom?
Hayduke se lo explicó. Se habían topado con un trabajo de encadenamiento a un árbol.
Habían unido a las dos bulldozers mediante una cadena de ancla de cincuenta pies de largo,
lo bastante fuerte como para arrancar árboles. Mediante este simple procedimiento el
gobierno estaba barriendo cientos de miles de acres de bosques de enebros en el oeste. Con la
misma cadena y mediante el mismo método, Hayduke y Smith sencillamente habían llevado
hasta el barranco el equipamiento que habían dispuesto por protección y comodidad entre las
dos bulldozers. En cuanto a Seldom, se encontraba delante, en su camioneta.
—De acuerdo —dice Bonnie— pero no estoy segura de que esa proeza fuera tan
inteligente.
Mira hacia atrás. Una masa de fuego arde bajo el borde del cañón, haciéndose más
brillante a medida que cae la noche.
—Cualquiera puede ver el fuego desde cincuenta millas. Seguro que ahora atraerás
sobre nosotros al equipo.
—Naa… —responde Hayduke—. Estarán muy ocupados investigando el incendio. Y,
mientras ellos están entretenidos con eso, nosotros estamos a treinta millas, en la laguna
negra[26], derritiendo sus puentes delante de sus narices.
Llegaron al primer puente. Por fin. Smith y Doc los esperaban en la oscuridad. Bajo el
puente estaba la garganta aparentemente sin fondo de White Canyon. Asomada al parapeto
de acero Bonnie oía el agua que borboteaba abajo, aunque no podía ver nada. Cogió una roca
y la arrastró con las dos manos hasta la baranda y dejó que se tambaleara y cayera. Prestó
atención y sólo oyó el agua que se agitaba. Estaba a punto de darse la vuelta cuando desde el
fondo de la garganta le llegó el sonido del choque de la roca contra el agua, que salpicaba al
deshacerse en pequeños fragmentos de arenisca. Propensa a la acrofobia, Bonnie sintió
escalofríos.
—¡Abbzug!
Una luz azul pululaba tras ella, haciendo ochos fosforescentes en la profunda
oscuridad. Giró la cabeza hacia un lado, parpadeando para borrar la imagen que, grabada en
sus retinas, persistía como una mancha de color que palidece.
—¿Sí?
—Échanos una mano, muchacha.
Encontró a Hayduke y Smith mezclando los polvos, dándoles vueltas una y otra vez
en un bote grande cerrado: tres partes de óxido de hierro y dos partes de aluminio pulverizado
forman la termita. Luego la mezcla inflamable: dos partes de peróxido de bario y una parte de
polvo de magnesio. Una receta potente. Doc Sarvis se encontraba cerca, con su cigarro
encendido entre los dientes. Bonnie estaba consternada ante este alarde de insensata
despreocupación. Sus chicos parecían no tener conciencia del peligro, borrachos por su
delirio de poder.
—¿Quién está vigilando? —preguntó Bonnie.
—Te estaba esperando, cariño —dice Doc—. Eres el agente catalítico de esta
mélange impredecible. Esta amalgama de productos químicos disidentes.
—Entonces pongámonos las pilas —dice ella—. ¿Quién coloca los carteles en la
carretera?
—Nosotros —responde Doc—. Tú y yo. Pero, un momento, por favor. Estoy viendo
trabajar al doctor Fausto.
—Hemos terminado con esta tanda —informa Hayduke—. Ahora necesito a los
centinelas fuera. Voy a explosionar un par de agujeros en la carretera sobre el arco principal
del puente, uno a cada lado. La idea es: primero ponemos los arcos al descubierto, colocamos
los recipientes de la termita sobre los agujeros, encendemos la termita y dejamos que fluya
hacia el acero. Debería arder a través de él, si tenemos bastante mezcla. Va a haber algo de
ensayo-error en todo esto, así que atención.
—¿No estás seguro de que vaya a funcionar?
—No estoy seguro de lo que pasará. Pero va a haber ruido y esto va a estar al rojo
vivo.
—¿Pero a qué temperatura arde?
—A tres mil grados centígrados. Unos seis mil grados Fahrenheit, ¿verdad, Doc?
—Negativo —corrige Doc—. La fórmula de equivalencia funciona así: los grados
Fahrenheit equivalen a nueve partido cinco grados centígrados más treinta y dos. Tres mil
grados centígrados, por tanto, son unos, veamos, cinco mil cuatrocientos treinta y dos grados
Fahrenheit.
—Muy bien —dice Hayduke—. Quiero seguridad en todo el perímetro. Vigilantes,
colocad las señales en la carretera.
El equipo empieza a funcionar. Doc y Bonnie cogen dos de las señales de carretera
del jeep de Hayduke y las cargan en la camioneta de Smith. Hayduke coge lo que necesita
—dinamita, detonadores, mecha de seguridad— del jeep antes de que Smith se lo lleve hacia
el oeste. Doc y Bonnie conducen durante una milla hacia el este del puente en la camioneta y
colocan la primera señal, y un cuarto de milla más adelante la segunda. Esperan. Suenan tres
silbidos rotundos: alerta. Un momento después oyen el disparo, el intenso golpazo sordo
—bien comprimido— del explosivo detonante que cumple con su función.
—¿Ahora qué? —pregunta Doc—. ¿Quiere eso decir que el puente ya está liquidado?
¿Cómo regresamos?
Una vez más Bonnie explica el procedimiento. Doc y ella van a permanecer de
guardia en ese punto, desde donde pueden ver el valle del desierto en una extensión de diez
millas. Esperarán la señal de regreso de Hayduke, que significa que tiene el crisol de la
termita preparado y listo para la ignición. Entre tanto Smith estará haciendo lo mismo en el
lado oeste del puente. Después…
Sonido de la segunda explosión.
—Después —continúa Bonnie—, recogemos las señales de aviso del lado oeste del
puente y las llevamos al otro lado del puente central y del puente del Dirty Devil y las
colocamos de nuevo en el lado oeste del Dirty Devil. Entonces George se ocupa del puente
del Dirty Devil.
—Sencillo —dice Doc.
—Sencillo.
—¿Qué es el puente central?
—El que pasa por encima del río Colorado.
—Creo que George dijo que el río Colorado lo habían desviado temporalmente.
El ojo encendido de Doc, el cigarro ardiente, se aviva y luego se atenúa mientras
lanza hacia las estrellas una nube de humo.
—El río sigue ahí aunque ahora fluye en función del embalse.
—¿Qué quieres decir?
Silencio.
—Bonnie, pequeña, ¿qué estamos haciendo aquí?
Silencio. Miran juntos hacia arriba de la carretera, un carril de tierra pálido y
serpenteante bajo la luz de las estrellas, hacia el oscuro contorno de la mesa, el cuello
volcánico, la meseta y la montaña. La luna menguante más tarde que nunca. Ni una sola luz
humana. Ni una señal. Ni un sonido. Incluso los chotacabras se han tomado un descanso.
Nada más que el susurro de la brisa nocturna acariciando la roca sobrecalentada. Y el lejano
murmullo de los motores de reacción en el cielo a 29.000 pies por la ruta aérea del norte.
Imposible librarse de ese sonido. Bonnie busca la fuente de tal sonido y descubre unas
lucecitas móviles que trazan un recorrido en dirección oeste a través de los brazos de
Casiopea. Rumbo a San Francisco, quizás, o a Los Ángeles. ¡Civilización! Siente una
punzada de nostalgia.
Silbidos. Uno largo, uno corto, uno largo. Hora de volver.
Bonnie y Doc dejan las señales rectas en su lugar, se meten en la camioneta y
conducen de vuelta al puente de White Canyon, con Bonnie al volante. Se encuentran con
escombros de hormigón diseminados a lo largo de la carretera, por todas partes, lo que obliga
a Bonnie a tener que andarse con cuidado y conducir en marchas cortas.
Se detiene en medio del puente para mirar los dos nidos de brujas con barras de
refuerzo de acero abiertas hacia arriba como si se tratara de pelos electrificados: negros,
torcidos, humeantes y calientes, apestando a nitratos y a pulpa de madera vaporizada. Dentro
de esos cráteres, quedan a la vista las piezas de sostén del puente: las grandes vigas de chapa
de acero estructural diseñadas para durar siglos.
Ahí mismo ha puesto Hayduke los crisoles, los botes de cinco galones apoyados
sobre tableros rectangulares de madera, encima de los agujeros. Cada bote contiene dos
tercios de termita; encima de la termita hay una capa de dos pulgadas de preparado
inflamable. Enterrado en el centro de ese preparado se encuentra él extremo de una cuerda de
mecha, pegada al borde del bote para que no se pueda desplazar por accidente. Las mechas se
pliegan por encima de los laterales de los botes y se extienden de manera separada sobre los
escombros hacia el extremo oeste del puente, donde George está agitando arriba y abajo su
linterna, haciendo la señal de «seguid adelante» a esos dos idiotas que están parados en
medio de su puente. Tiene en la mano un encendedor de mechas ardiendo que chispea como
una bengala del 4 de julio.
—¿Dónde está George? —dice Doc, buscándolo con la mirada a través de sus gafas.
—Puede que sea aquel que agita la linterna hacia nosotros.
—¿Qué quiere?
—¡Vamos! —brama Hayduke—. ¡Quitaos de ahí de una puta vez!
—Ese es George —dice Bonnie, nerviosa. Mete primera y aprieta el embrague
demasiado deprisa. La camioneta da unas cuantas sacudidas hacia delante y se cala.
—¡Venga! —vuelve a gritar Hayduke, el hombre bomba que despotrica. Detrás de él,
en algún lugar de la oscuridad, Seldom Seen Smith está esperando, observando y
escuchando.
—Querida Bonnie —dice Doc compasivo.
Bonnie pone la camioneta en marcha y pasa por los escombros retumbando. Paran a
unos pocos pies, más allá de donde se encuentra Hayduke, para ver cómo se encienden la
mechas.
—Seguid —dice él.
—Queremos ver.
—¡Seguid!
—¡No!
—¡Está bien, Dios santo!
Hayduke acerca el encendedor a la primera mecha y luego a la segunda. De cada
punta emana una espiral de humo denso. La pólvora que hay dentro de la cubierta protectora
arde con rapidez hacia su objetivo.
—¿Qué ocurre después? —pregunta Bonnie—. ¿Explotará?
Hayduke se encoge de hombros.
—¿No has usado termita antes?
Hayduke frunce el ceño sin responder. Doc le da una calada al cigarro. Bonnie se
retuerce los dedos. Los tres se quedan de pie mirando las dos cubas pálidas de termita en la
carretera en el centro del puente. Las mechas no se ven y lo único que indica el progreso de la
detonación es el leve rastro de cera ardiendo en el aire.
Los labios de Hayduke se mueven. Está contando los segundos.
—Ahora —dice.
Un resplandor aparece en el primer recipiente; luego otro en el segundo. Se oye un
siseo. El resplandor se hace más brillante y se convierte en una luz blanca intensa, violenta
como una soldadura por arco, dolorosa para la vista. La extensión completa del puente se
ilumina con fuerza. Oyen un suave sonido sordo seguido de otro, a la vez que las tapas
metálicas se salen de los bidones. Un flujo de metal fundido puro y brillante como la luz del
sol mana hacia los cráteres de la carretera y se vierten sobre las vigas de acero. Por debajo, el
interior de la garganta está iluminada y se puede apreciar cada detalle de la roca, los peñascos
y las fisuras hasta las charcas de agua del fondo del cañón. Bocanadas y gotas de escoria
ardiendo caen al vacío; al caer se avivan por la aceleración y salpican en el agua con un
chisporroteo humeante. A continuación caen fragmentos de acero soldado al rojo vivo y de
hormigón tostado.
Las masas fundidas y apiñadas como horribles tumores en las vigas del puente
comienzan a enfriarse de manera evidente al disminuir la incandescencia. Se vuelve a hacer
la oscuridad por todas partes. Las estrellas se pueden ver de nuevo.
El puente todavía se mantiene intacto, aparentemente, con su forma de arco sobre el
cauce, por encima de la zanja del cañón ensombrecido.
Un resplandor rojo permanece, como la colilla del cigarro de Doc, bajo el arco del
puente, brillando como dos ojos rojos a través de los huecos de la carretera. Se oyen sonidos
de chispas y leves pitidos, chirridos y crujidos a medida que se van produciendo los ajustes
moleculares, acompañados del chapoteo de los trozos que caen ardiendo en el agua.
Quietud. El puente sigue ahí. Los tres contemplan el espectáculo de luz fallido.
—Bueno —dice Doc aspirando el humo del cigarro; durante un momento en los
cristales de sus gafas se reflejan los dos puntos de fuego—, ¿qué opinas, George? ¿Lo hemos
conseguido o no?
Hayduke pone mala cara.
—Tengo la impresión de que la hemos cagado. Vamos a echar un vistazo.
—No vayáis allí.
—¿Por qué no?
—¿Cómo sabes que no está a punto de caerse todo?
—Eso es lo que quiero averiguar.
Hayduke se dirige al puente con rapidez, camina hasta el centro que arde, mira dentro
de uno de sus brillantes volcanes artesanales y su cara se ilumina con un color rosa intenso.
Bonnie va detrás. Doc les sigue lentamente.
—¿Y bien?
Lejos, en el oeste, una luz verde sube trazando una curva, desciende y desaparece.
—Una estrella fugaz —dice Bonnie. «Cómo desearía…», piensa.
Se quedan mirando como niños.
—Más bien una bengala —dice Hayduke—. Me pregunto… Qué coño, veamos qué
tenemos aquí…
Miran en uno de los agujeros el goterón rojo mate de calor y acero y ven lo que parece
una bola de chicle incandescente de tamaño gigante pegada al arco del puente.
—No lo ha cortado —murmura Hayduke—. No lo ha partido.
Comprueba el otro agujero.
—Sólo le hemos cogido dos putos puntos de sutura a la jodida viga. Creo que a lo
mejor hago esta mierda más potente que antes.
Hayduke da una patada a una barra humeante.
—Bueno, bueno —dice Doc—, no seas demasiado rápido. El comportamiento de ese
acero ya no volverá a ser el mismo. ¿Imaginas que alguien intentara cruzar con un tráiler por
aquí? ¿O con una bulldozer?
Hayduke lo considera.
—No creo. Lo dudo. Hace falta explosivo plástico, maldita sea. Unas doscientas
libras de explosivo plástico.
—¿Y más termita? ¿Cuánta queda?
—He usado exactamente la mitad. Estaba guardando la otra mitad para el otro puente.
Bonnie, que mira en dirección oeste hacia el río, el embalse, la mole negra de la
meseta de Dirty Devil, ve un par de faros que se deslizan por la carretera, a una distancia de
cinco millas o más.
—Aquí viene Seldom.
—Bueno —continúa Doc—, ¿por qué no le damos una segunda aplicación a una de
esas vigas? ¿El proceso de termita completo? Mejor tener un puente que ninguno. Hagamos
pasar un tráiler grande por encima. O una niveladora, quizás. Lo que nos encontremos hacia
Hite.
—Lo intentaremos —dice Hayduke mirando las luces que se acercan—. Ese no es mi
jeep.
Tres ululatos de búho provenientes del puesto de vigilancia de Smith flotan en el aire,
acompañados de señales de alerta de su linterna azul, como un desesperado cartel de peligro
en la oscuridad.
Al primer par de luces le sigue un segundo y un tercero.
—Vámonos —dice Hayduke.
—¿Por dónde? —pregunta Bonnie—. También viene alguien por el otro camino.
Se dan la vuelta y miran. Dos pares de focos se van balanceando por el campo de roca
roja desde el este.
—Creí que dijiste que nunca había tráfico por esta carretera de noche —dice Doc a
Hayduke, que está mirando fijamente las luces.
—Creo que será mejor que nos vayamos de aquí —dice Hayduke, y toca la culata del
revólver que lleva en el cinturón con el dedo—. Mi opinión es que es mejor que nos vayamos.
Y comienza a correr hacia la camioneta.
—¿Por dónde? —chilla Bonnie mirando por encima del hombro a la vez que corre y
tropieza con un trozo de hormigón levantado.
Doc corre por la parte de atrás, agarrándose el sombrero, el cigarro y las gafas y
dando zapatazos por el asfalto.
—Que no cunda el pánico, que no cunda el pánico.
Hayduke y Bonnie se meten en la camioneta. Hayduke acelera mientras espera. Doc
sube y da un portazo.
—¿Por dónde?
—Le preguntaremos a Seldom —responde Hayduke mientras conduce sin luces por
la oscuridad en dirección a las señales azules de la linterna de Smith.
Se lo encuentran de pie en la carretera junto al jeep apagado con una sonrisa en la cara
aguileña.
—¿Cómo está el puente?
—Ahí sigue.
—Pero debilitado —insiste Doc—. Con la estructura dañada y a punto de colapsar.
—Puede ser —dice Hayduke—, pero lo dudo.
—Esa gente está llegando —señala Bonnie—. Discutamos sobre el puente más tarde.
—¿Cuál es el plan de huida? —pregunta Hayduke a Smith.
Smith sonríe.
—¿Plan de huida? —dice—. Creía que Bonnie era la encargada de los planes de
huida.
—Vamos a dejarnos de gracias —dice Abbzug bruscamente—. ¿Por qué camino
salimos de aquí, Smith?
—Bueno, no os pongáis tan nerviosos. —Mira hacia la carretera al oeste. Las luces,
que parpadean a cierta distancia, están avanzando despacio—. Todavía disponemos de un par
de minutos, así que vamos a ir hacia esa curva abandonada y esperaremos a que el grupo pase.
Luego iremos hacia la carretera y nos dirigiremos al Laberinto y al área de Robbers’ Roost.
Podemos escondernos durante diez años allí si hiciera falta, a menos que prefiráis que nos
escondamos en otro sitio. O quizás podríamos dividirnos en la mitad del puente y la mitad de
nosotros coger prestado un barco en Hite y bajar a la laguna de aguas residuales.
Mira hacia más luces que se aproximan por el este.
—Maldita sea, es como si la brigada completa de misioneros retornados hubiera
salido esta noche. Ese reverendo Love está empeñado en ser gobernador, el muy hijo de perra.
¿Qué decías, Bonnie?
—Decía que nos vayamos ya. Y yo no quiero que nos dividamos.
—Sería más inteligente —opina Hayduke.
—¿Tú que dices, Doc? —pregunta Smith.
Doc Sarvis se saca el cigarro un momento.
—Sigamos juntos, amigos.
Smith sonríe alegremente.
—Me parece bien. Ahora seguidme. Y luces fuera.
Se monta en el jeep y lo conduce hasta la curva sin salida de la carretera original.
Hayduke va detrás. Quinientas yardas más adelante, en una cañada profunda, Smith se
detiene. Hayduke se detiene. Todos aguardan en la oscuridad, con los ojos como platos, el
corazón en un puño y los motores apagados.
—Mejor que apagues el cigarro, Doc.
—Claro que sí.
Las luces vienen por la colina y toman la curva las primeras, luego las segundas. Por
el este del puente el otro grupo se aproxima también, pero lentamente, tras haber pasado la
primera de las señales de peligro. Todavía puede verse un brillo rosado en la mitad del puente.
Casi imperceptible, enfriándose, apagándose: 5432 °C de termita fundida para nada, un
salpicón de magma en la noche y nada más.
Faros y luces traseras pasan por la carretera. El interior de los coches está iluminado
levemente donde están sentados los hombres, con las escopetas y rifles entre las rodillas y la
mirada hacia el frente. Ruido de pistones que golpean, válvulas que saltan, neumáticos de
bloques anchos, surcos profundos y llantas de acero que esparcen arena a su paso. Focos que
apuntan hacia el puente y hacia las laderas por encima de sus cabezas.
El tercer vehículo no sigue a los otros dos. Se separa de la carretera principal hacia la
izquierda por alguna ruta alternativa. Avanza despacio pero firme por su camino.
Desaparece.
—¡Vaya! ¡Jo! —murmura Smith, que se ha bajado del jeep y está inclinado sobre el
guardabarros delantero de la camioneta.
Hayduke saca su pistola. Cargada, naturalmente.
—¿Qué es lo que va mal?
—El tercero en discordia se cree muy listo. Guárdate el arma donde estaba. Está
viniendo por esta carretera.
—Creo que tendremos que machacarle la cabeza y pisarlo como a una uva.
Smith mira en la oscuridad, con sus ojos de coyote sensato y con arrugas, escrutando
el terreno más inmediato.
—Esto es lo que haremos. Tiene que venir por ese montículo de enfrente, por lo que
no nos verá hasta que esté encima de nosotros. Pero entonces tampoco nos verá, porque en
ese momento encenderemos las luces y pasaremos delante de él por allí, por la izquierda, a
través de los matorrales, antes de que pueda darse cuenta de quiénes somos.
—¿Qué arbustos?
—Esos de ahí. Tú sígueme, George, amigo. Acciona los cubos de bloqueo, pon las
cuatro ruedas, enciende el foco sobre él y mantenlo frente a sus ojos hasta que ambos
pasemos. Luego nos largamos a los cañones de los dibujos animados[27]. Tú sígueme.
Smith vuelve al jeep.
Hayduke se baja y bloquea los cubos de las ruedas delanteras, vuelve a montarse,
conecta la tracción a las cuatro ruedas y enciende el motor.
—¿Qué foco? —pregunta Bonnie—. ¿Éste?
—Esa es la palanca de cambios. —Le enseña como apuntar con él hacia delante—.
Dirígelo hacia el hombre que esté al lado del conductor. Ese será el que esté disparando.
—¿Y yo qué hago? —pregunta Doc.
—Toma esto. —Hayduke le ofrece la Mágnum 357.
—No.
—Cógela, Doc. Tú vas a estar en el lado más peligroso.
—Hace mucho tiempo acordamos —dice Doc— que no habría violencia física.
—Yo lo haré —dice Bonnie.
—No, no lo harás —dice Doc.
—Agarraos —ordena Hayduke—, estamos listos.
—¡Los abrojos! —grita Doc.
—¿Qué?
—Están en la parte de atrás. Eso es lo que puedo hacer: arrojar los abrojos. —La
camioneta ya está en movimiento—. ¡Déjame salir!
—Usa el agujero para pasar hacia atrás, Doc.
—¿El qué?
—Da igual.
Smith, que está delante, ha encendido las luces del jeep y está subiendo por la otra
orilla de la cañada. Hayduke le sigue a través del remolino de polvo y enciende también sus
luces.
—Enciende el foco, Bonnie.
Ella acciona el interruptor. El potente haz de luz apunta hacia la nuca de Smith.
—Apártalo de él. Una pizca hacia la derecha.
Bonnie nivela la luz de modo que apunte más allá del jeep, directamente entre las dos
luces que vienen del otro lado.
Alcanzan la parte más alta. Las luces brillan en sus caras. Hayduke vira la camioneta
hacia la izquierda, fuera del camino del vehículo que viene en dirección contraria. El foco
ciega al conductor —Hayduke vislumbra la cara malhumorada del obispo Love— y al
hombre que va junto a él con un sombrero calado hasta los ojos. Crujidos de matorrales que
se aplastan, traqueteo de piedras contra el cubre-cárter. Love ha detenido el Blazer, incapaz
de ver.
—¡Bajad las malditas luces! —grita el reverendo mientras ellos pasan como un rayo
junto a él.
Destello del metal de un arma, palabrotas y maldiciones, chasquidos de llaves de
cañón. Y por encima del chirrido de los motores y de los ruidos secos de las ramas rotas,
Hayduke oye y reconoce ese leve pero inequívoco ruido.
—¡Todo el mundo abajo! —grita.
Algo caliente, denso y feroz, Mágnum de punta hueca, vuela por el espacio de la
cabina de la camioneta y deja a su paso un par de impactos con forma de estrella en la ventana
trasera y en el parabrisas, y un agujero irregular en la lona que separa la parte de atrás. Un
microsegundo después le sucede el estrépito de la explosión: el sonido del disparo.
—Mantened las cabezas agachadas.
Hayduke alcanza el control del foco y gira el haz de luz 180 grados hacia los ojos de
los hombres que van detrás. Una segunda estrella aparece como un milagro en el cristal de
seguridad del parabrisas, esta vez a seis pulgadas de la oreja derecha de Hayduke. La telaraña
que forman las fisuras en los cristales se unen con las del disparo anterior. Hayduke cambia a
segunda, embraga, pisa el acelerador hasta el suelo y casi adelanta al jeep extenuado de
Smith.
Mira por el espejo retrovisor y ve, a través de la densa nube de polvo que flota a lo
largo del haz del foco, las luces del vehículo del obispo que retroceden intentando dar la
vuelta, maniobrando hacia delante y hacia atrás en la estrecha carretera.
Bueno —piensa Hayduke—, vienen detrás de nosotros. Claro. Con las radios
echando chispas. Están corriendo la voz a la manada que va por el puente, que vienen hacia
acá. Desde luego. ¿Qué más? Así que la persecución comienza. Comienza de nuevo. ¿Qué
esperabas? ¿Flores, galones, medallas? Doc dijo algo sobre abrojos. ¿Abrojos?
27. A pie. Comienza la persecución.
Sí, abrojos. Armas medievales, de la Edad de la Fe. Doc Sarvis intenta explicar de
qué está hablando a George Hayduke, pero desiste y se desliza hacia la parte trasera. Su
cabeza desaparece; luego los hombros, el tronco, el culo ancho; las piernas, las botas. Oyen
cómo hurga en la parte de atrás de la camioneta mientras el vehículo se sacude, se balancea,
retumba y vibra por la carretera de tierra, justo detrás del jeep donde va Smith.
Una ojeada por el espejo. Hayduke ve al equipo de Búsqueda y Rescate al completo
que les pisa los talones: ocho pares de faros resplandecientes a no más de media milla de
distancia. Pisa con fuerza el acelerador pero, casi inmediatamente, tiene que disminuir la
velocidad para evitar chocarse contra el jeep. Quizás debería empujarlo de alguna forma. Se
arrima, pone el morro de la camioneta en la parte de atrás del jeep y acelera, venciendo la
resistencia. Smith, en el jeep, siente la elevación del fondo, como si él se estuviera lanzando
en marcha directa, extendiendo las alas, despegando.
La cabeza brillante de Doc reaparece a través del agujero de la cubierta de separación.
—Necesito una luz.
—Lo que quiera que sea eso mejor será que lo encuentre pronto —dice Hayduke
mientras mira las luces largas deslumbrantes por el espejo.
—No te oye —dice Bonnie.
—Mantén el foco apuntando al auto que está justo detrás —dice Hayduke—. Deja
ciegos a esos cabrones.
—Ya lo hago, pero de todas maneras siguen adelante.
Hayduke tiende su revólver a la chica.
—Si se acercan demasiado usa esto.
Ella lo coge.
—Pero no quiero matar a nadie. No creo que lo haga.
Le da la vuelta entre sus manos y mira dentro de la boca de la pistola.
—¿Está cargada?
—Claro que está cargada. ¿Para qué coño sirve una pistola si no está cargada? ¿Qué
estás haciendo? ¡No hagas eso! Joder. Apunta hacia las luces. Dispara a las ruedas.
El jeep y la camioneta que lo empuja rebotan en las curvas, por los surcos y baches,
por encima de las rocas, a través de las cañadas entre montones de arena fina. Los
parachoques suenan, chocan, se enganchan y se bloquean. Hayduke se da cuenta rápidamente,
con gran pesar, de que los dos vehículos ahora están unidos. Una pieza. Eso zanja la cuestión
de dividirse en el Dirty Devil.
Sus perseguidores se están acercando, cada vez más, entre la niebla de polvo, por la
pendiente prolongada antes del descenso a la garganta del Colorado.
Bonnie saca la pistola por su ventanilla, apunta más o menos hacia las montañas e
intenta apretar el gatillo. No sucede nada. No puede apretarlo.
—¿Qué le pasa a esta pistola? —grita—. No funciona.
La mete dentro del auto de nuevo con el pesado cañón inclinado hacia la ingle de
Hayduke.
—No le pasa nada y, por el amor de Dios, apunta hacia fuera.
—No puedo apretar el gatillo, ¿ves?
—Es de acción simple, joder. Primero tienes que echar el martillo hacia atrás.
—¿Martillo? ¿Qué martillo?
—Dame eso. —Hayduke le arrebata el arma—. Aquí, olvídate de esto, pasa por
encima de mí. Tú conduces.
En ese momento la carretera de tierra termina y comienza el asfalto. Se están
aproximando al puente del Colorado. De repente cesa el traqueteo, el ruido y los golpes
producidos por el zarandeo de los equipos. Ya no hay polvo, no hay estrépito de máquinas…
y no hay posibilidad de escapar.
—¡Date prisa! —ordena Hayduke.
—¡Ya voy!
—¡Espera!
Hayduke se da cuenta de que la puerta trasera está abierta y de que Doc, un bulto
oscuro que contrasta con las luces del equipo, está lanzando puñados de algo que parecen
piezas con forma de estrella de algún juego infantil. Parece un hombre que estuviera dando
pan a las palomas en el parque. Cierra la puerta, pasa por encima del revoltijo caótico de
equipamiento de todo tipo, remos de canoa, mantequilla de cacahuete, detonadores y asoma
la cabeza hacia la cabina. Desde el ángulo de visión de Hayduke, el doctor aparece como si se
tratara de una cabeza sin cuerpo, calva, sudorosa, barbuda y con dientes y gafas que destellan;
una aparición que sólo la confianza hace que sea soportable.
—Creo que los he parado —dice.
Miran. Las luces todavía siguen ahí atrás y continúan acercándose.
—Pues no lo parece —dice Bonnie.
—Un momento. Ten paciencia.
Doc vuelve la cabeza para mirar a través de la ventana destrozada por la bala de la
parte de atrás.
Enseguida, pasados unos segundos, se hace obvio que el equipo efectivamente se está
quedando atrás. Las luces comienzan a tambalearse hacia los lados erráticamente, hacia el
arcén. Hay una confusión de luces agrupadas —blancas, rojas, ámbar—, unidas en medio de
la carretera. Es evidente que sus perseguidores se han detenido, y parece que se reúnen para
discutir.
Hayduke y Smith, en la camioneta y en el jeep respectivamente, enganchados por los
parachoques, van retumbando juntos sobre el asfalto como gemelos siameses entre los
grandes arcos del puente central. No se paran, sino que continúan durante una milla más por
el desvío en dirección norte, hacia el Laberinto y lo que haya por delante. A poca distancia
fuera del asfalto, Hayduke para el camioneta, de modo que obliga a Smith a parar también.
Apagan las luces, salen para darse relevo y observar, y miran la colección de faros detrás del
puente, donde el equipo al completo se ha detenido por alguna razón.
—No pueden haberse quedado sin gasolina todos al mismo tiempo —dice Smith. Se
gira hacia Hayduke con desconfianza—. ¿Has disparado tú a esos chicos, George?
—Pinchazos —dice el doctor—. Todos han pinchado.
—¿Qué?
—Ruedas pinchadas.
Doc desenvuelve un Marsh-Wheeling fresco y mira con satisfacción los estragos que
ha causado.
—¿Quieres decir que todos han pinchado a la vez?
—Justamente. —Da una vuelta al puro que está en su boca, muerde la punta, escupe y
lo enciende—. Puede que no todos.
—¿Cómo puede ser?
—Abrojos.
Doc se busca en el bolsillo y saca un objeto del tamaño de una pelota de golf con
cuatro puntas salientes. Corona de espinas, estrella de mar. Se lo da a Smith.
—Un artefacto antiguo, tan viejo como la guerra. Un arma anticaballería. Tírala al
suelo. Eso es. Os daréis cuenta de que, caiga del modo en que caiga, uno de los pinchos
siempre apunta hacia arriba. Eso perfora cualquier tipo de neumático, aunque tenga más de
diez capas, llantas de acero o lo que sea.
—¿De dónde los has sacado?
Doc sonríe.
—Se los encargué hacer a un amigo desalmado.
—Estacas punji —dice Hayduke—. Vamos a desenganchar estos putos parachoques,
tíos, y nos largamos de aquí.
Bonnie y el doctor saltan sobre el parachoques del jeep mientras que Hayduke y
Smith levantan el otro. Los vehículos son liberados de su unión antinatural. Hacen un cambio
de conductores; Hayduke vuelve a tomar el control de su jeep, Smith vuelve a la camioneta
para alivio de Sarvis, que le acompañará. Bonnie se monta con Hayduke.
—Ese chico a veces me pone nervioso —admite Doc dirigiéndose a Smith.
—George está un poco loco —coincide Smith—, de eso no cabe duda. Pero, a fin de
cuentas, me alegra enormemente, ya que está de nuestra parte y no de la del reverendo.
Aunque mirando este asunto desde un punto de vista eminentemente práctico, sería mejor
alejarse de ambos lo máximo posible. Mejor abróchate el cinturón, Doc; el camino va a estar
lleno de baches.
—Un exceso desesperado de… gallardía.
—Exacto, Doc. ¿A qué está esperando?
Smith mira hacia el puente. Dos pares de luces se han separado del grupo inmóvil y se
acercan.
—Sal ya, George —dice Smith con suavidad mientras revoluciona el motor
provocando un gran estruendo.
Hayduke pone el jeep en marcha. Sin luces, siguen la senda del camino pálido
ayudados por la luz de las estrellas y los dos vehículos avanzan hacia el norte, despacio y con
cautela por la oscuridad, por una carretera que hace que la anterior de tierra parezca un
camino de rosas.
—¿Va a funcionar esto? ¿Por qué no encendemos las luces y vamos lo más rápido
que podamos?
—Puede que funcione y es probable que no —responde Seldom—. El viejo Love
parará, encontrará nuestras huellas en el desvió y lo tendremos pisándonos de nuevo los
talones en cinco minutos. Pero de todos modos no se puede conducir por esta carretera
mucho más deprisa de lo que vamos.
—¿Qué carretera? Yo no veo ninguna carretera.
—Bueno, ni yo, Doc, pero sé que está aquí.
—¿Has estado antes aquí?
—Unas cuantas veces. Hace sólo tres semanas, como recordarás, George y yo
trajimos hasta aquí a nuestro amigo Love. Cuando George hizo rodar la roca sobre él y
destrozó su Blazer, que se quedó más plano que una tabla. Por lo que he oído eso todavía le
hierve la sangre a Love. Ese reverendo no tiene ningún sentido del humor. Es hostil como un
perro guardián cuando pasas por su lado. ¡Cuidado!
Bajo la luz de las estrellas se ven unas nubes de polvo; Hayduke y su jeep han caído
en un bache profundo de la carretera. Smith se ve obligado a pisar el pedal de freno un
momento, lo que provoca una señal luminosa en la oscuridad. Hayduke apaga el motor para
hablar.
—¿Se ha roto algo? —pregunta Smith.
—Creo que no. ¿Ves ya alguna luz detrás de nosotros?
—Todavía no. Love probablemente haya ido al puerto deportivo a buscar unos
parches para las ruedas de sus chicos. Pero sabe que vamos por este camino. Es estúpido,
pero no es ni de cerca tan estúpido como nosotros.
—¿Y si intentamos ir por esa vieja carretera de mina que cogimos la última vez?
—No, a menos que quieras pasar la mitad de la noche quitando de ella tus rocas.
Además, tú querías esconderte en el Laberinto.
—Vale. De acuerdo. Pero, ¿cómo sabemos que el obispo no ha enviado a un pelotón
de policías estatales y ayudantes del sheriff para buscarnos por Flint Trail? ¿O a una pareja de
entusiastas guardas forestales desde Land’s End?
—No sabemos, George, pero es la opción que tenemos. Todos menos los del Servicio
de Parques Nacionales tendrán que venir desde Green River o Hanksville, por lo que
llegaremos antes que ellos al desvío del Laberinto, a menos que los muy hijos de puta vayan
en sus malditos helicópteros. Además, el viejo Love es demasiado arrogante como para pedir
ayuda; quiere atraparnos él solo, si no me equivoco y conozco a ese cabeza de chorlito como
creo. ¿A qué estamos esperando?
—¿Dónde está la nevera portátil?
—¿Por qué?
—Necesito una cerveza. Necesito dos cervezas. ¿A qué distancia está el Laberinto?
—A unas treinta millas por aire y unas cuarenta y cinco por carretera.
—Veo luces —dice Bonnie.
—Yo también, cielo, y creo que eso mismo es lo que deberíamos usar para poder
seguir el camino.
Hayduke comienza a avanzar. Enciende los faros y Smith sigue las luces traseras del
jeep que parpadean, como dos ojos inyectados en sangre, cada vez que Hayduke pisa
suavemente el freno.
A medida que avanzan, la carretera va siendo peor. Arena. Roca. Maleza. Agujero,
zanja, cañada, badén, surco, rambla, barranco. ¿Cincuenta y cinco millas con todo esto?
—piensa Doc—. Tras la fácil victoria de los abrojos, ahora siente que el cansancio se está
adueñando de sus párpados, de sus células cerebrales y de su columna vertebral. Smith
habla…
—¿Qué pasa? —pregunta Doc.
—Decía —contesta Seldom Seen—, que estuvo bien que pasáramos un día tranquilo
a la sombra en Deer Fiat. ¿Qué hora calculas que será, Doc?
Doc consulta el reloj que lleva en la muñeca. Marca las 14:35, hora estándar de
Rocky Mountain. Esto no puede estar bien. Se lo acerca al oído. Claro, ha vuelto a olvidarse
de darle cuerda. Regalo de cumpleaños de Bonnie; la chica debe de haber ahorrado un mes de
sueldo entero para comprar esta baratija. Le da cuerda.
—No lo sé —responde a Smith.
Smith asoma la cabeza por la ventanilla y mira el brillo de la luna que va a salir.
—Alrededor de medianoche —dice.
Mira hacia atrás.
—Esos tíos siguen ahí. ¿Tienes más abrojos de esos?
—No.
—Podríamos haber usado unos cuantos más…
Esto es de locos —piensa el doctor—. Un delirio, un sueño demente. Pellízcate, Doc.
Soy yo, Sarvis, Doctor en Medicina, socio del Colegio Americano de Cirujanos. Miembro
conocido, aunque no muy querido, de la comunidad médica. Residente tolerado aunque poco
fiable del distrito veintidós de Duke City, Nuevo México. Un viudo de luto con dos hijos
adultos e independientes. Ambos adinerados, disolutos y endiablados. Como su padre, «el
viejo verde». Cuando sea viejo, calvo, gordo e impotente ¿me seguirás queriendo,
cuchi-cuchi? Pero eso ya está claramente resuelto ¿verdad?
Doc mira la parte trasera cubierta de polvo del jeep de Hayduke que avanza con
dificultad, con el chico y la chica ocultos por el montón de equipaje cubierto por una lona que
lo ciñe. Mira hacia un lado, a través de la ventana y ve grupos furtivos de matorrales y
matojos que pasan lentamente en medio de una oscura extensión de roca, polvo y arena. Mira
hacia atrás y ve dos pares de faros, uno delante del otro, que brillan levemente como
luciérnagas a través del polvo, lejos pero avanzando, sin ganar ni perder distancia.
¿Y qué? Se dice Doc a sí mismo. ¿De qué tengo miedo? Si la muerte fuera de verdad
lo peor que puede pasarle a un hombre no habría nada que temer. Pero la muerte no es lo
peor.
Se adormece, se despierta, se vuelve a adormecer y a despertar.
Siguen con el traqueteo, milla tras milla, por las piedras y los surcos. Su adversario
los sigue a una distancia discreta, lejos pero sin que apenas lo pierdan de vista. Smith, al
observar las luces persistentes por el espejo retrovisor dice:
—¿Sabes qué, Doc? Creo que esos tíos ahora no están intentando atraparnos. Creo
que lo único que quieren es no perdernos de vista. Quizás tengan a alguien que viene a
buscarnos desde Flint Trail. Lo que significa que no me sorprendería mucho que nos
encontráramos con alguien más adelante cuando amanezca.
—Dijiste que llegaríamos antes que ellos al desvío del Laberinto.
—Eso es, pero ellos no creen que estemos yendo al Laberinto.
—¿Por qué no?
—Porque el Laberinto es un callejón sin salida, Doc. El final de la carretera. Un salto
al vacío. Nunca va nadie al Laberinto.
—¿Y por eso vamos?
—Doc, lo has entendido.
—¿Y por qué nunca va nadie al Laberinto?
—Bueno, porque allí no hay gasolina ni carreteras ni gente ni comida, la mayoría de
las veces tampoco hay agua y no tiene salida, por eso. Como te he dicho, es una callejón sin
salida.
Precioso —piensa el doctor—. Y ahí es donde vamos a escondernos durante los
próximos diez años.
—Pero tenemos algo de comida —continúa Smith—. Escondimos un poco de Lizard
Rock y otro poco por Frenchy’s Spring. Estaremos bien si conseguimos llegar antes de que el
equipo nos atrape. Podemos tener algún problema en encontrar agua inmediatamente, aunque
si llueve esta noche o mañana (y huele a lluvia) estaremos bien durante unos cuantos días. Si
el equipo no nos presiona mucho.
No está mal —pensó Doc—. Nada mal. Somos cuatro tontos totalmente aislados.
Temo que esta noche nunca acabe. Temo que sí lo haga. Doc mira al este, hacia la luna que
está saliendo, menguante, enferma, achatada y gibosa. No hay mucha esperanza allí. Ve una
liebre por la carretera que se escabulle entre las luminosas columnas de polvo de los faros.
Smith da un volantazo para esquivarla. Doc se da cuenta de que hace muchas millas que no
ve ganado ni caballos. ¿Por qué? Pregunta.
—No hay agua —responde Smith.
—¿No hay agua? Pero el río Colorado está por allí, a nuestra derecha, en algún lugar.
No puede estar a más de un par de millas hacia el este.
—Doc, el río está allá abajo pero a menos que fueras una mariposa o un águila
ratonera no podrías llegar a él. A menos que te apetezca dar un salto de dos mil pies desde el
borde del barranco.
—Ya. No hay ninguna manera de bajar.
—Casi ninguna, Doc. Conozco un viejo sendero que baja desde Lizard Rock hacia
Spanish Bottom, pero nunca he encontrado ningún otro. —Smith mira por el espejo
retrovisor de nuevo—. Aún nos pisan los talones. Estos tíos no abandonan con facilidad.
Pienso que quizás deberíamos esconder los vehículos y continuar a pie.
Doc se gira sobre el asiento y echa una ojeada hacia la parte de atrás a través del
agujero y de la ventana trasera destrozada por la bala. A una milla, quizás cinco —imposible
calcular la distancia de noche— viene un par de faros, subiendo y bajando por la carretera
rocosa. Está a punto de volverse hacia delante de nuevo cuando ve un relámpago de fuego
verde que brilla arriba, cada vez más alto, alcanza un punto máximo y luego vuelve hacia la
tierra trazando una estela de brasas fosforescentes que se van apagando lentamente.
—¿Has visto eso?
—Lo he visto, Doc. Están haciendo señales a alguien otra vez. Mejor que echemos un
vistazo.
Smith hace parpadear sus luces. Hayduke para y apaga las luces, aunque no el motor.
Smith hace lo mismo. Los cuatro se bajan.
—¿Qué pasa? —dice Abbzug.
—Están disparando bengalas otra vez.
—¿Pero dónde coño estamos? —pregunta Hayduke. Parece cansado y deprimido,
con los ojos inyectados en sangre y las manos temblorosas—. Necesito una cerveza.
—Yo también estoy seco —dice Smith mientras mira hacia delante, a las oscuras
paredes de la meseta y luego hacia atrás, a sus perseguidores. Las luces han parado por el
momento—. Dame una también, George. —Mira el cielo poniéndose las manos por encima
de los ojos, hacia el norte, noreste, este—. Ahí está. Olvida la cerveza, George, no tenemos
tiempo.
—¿Qué has visto?
—Un avión, creo.
Siguen la línea hacia donde apuntan su brazo y su dedo. Una lucecita roja que
parpadea en la noche morada pasa por el asa de la Osa Mayor. Atraviesa el cielo del noreste,
todavía demasiado lejos para que se oiga.
—Es un helicóptero —dice Hayduke—. Siento sus vibraciones. Vendrá para acá en
un minuto. Lo vais a oír.
—¿Entonces qué hacemos?
—Yo, tomarme una cerveza —dice Hayduke abriendo la parte trasera de la
furgoneta.
Coge un paquete de seis latas tibias de la nevera. No hay hielo desde hace días.
—¿Alguien quiere?
Una segunda bengala se eleva hacia el cielo desde el enemigo en retaguardia a una
distancia indeterminada, alcanza el cénit, titubea y se hunde en una elegante parábola de
llama verde. Todos observan paralizados momentáneamente.
—¿Por qué bengalas? ¿Por qué no usan las radios?
—No sé, encanto. Tendrán frecuencias diferentes, quizás.
Suena la lata al abrirse. Una fuente de Schlitz templada se eleva encima de la
camioneta, como imitando a la bengala, y salpica a Doc, Bonnie y Smith con un spray fino y
difuso. Hayduke corta el chorro palpitante de cerveza poniendo la boca en el agujero de la
lata. Suena la intensa succión.
—Bueno —dice Bonnie—, vamos a hacer algo. —Silencio—. Lo que sea.
—Se me ocurre… —comienza a decir Doc.
Tucu, tucu, tucu, tucu… Aspas rotatorias cortan el aire. Por ahí viene, camaradas.
—Será mejor que sigamos a pie —dice Smith.
Busca a tientas con los dos brazos entre el equipaje revuelto de la camioneta y saca
mochilas, bolsas, paquetes, todo cargado con comida y equipamiento variado. Alguien pensó
en eso (Abbzug); al menos esta vez ha hecho una cosa bien. Deja caer las cantimploras,
media docena de ellas, prácticamente llenas. Encuentra una bota de escalar pequeña y se la
lanza a Bonnie.
—Aquí está tu bota, encanto.
—Tengo dos pies.
—Aquí está la otra.
Hayduke se queda mirando boquiabierto cómo Bonnie se sienta para ponerse las
botas, cómo Doc se pelea con su mochila de sesenta libras de peso y cómo Smith cierra el
maletero de la camioneta. Hayduke agarra su lata espumosa de cerveza con una mano,
mientras con la otra sostiene las otras cinco, unidas mediante un plástico. ¿Qué hacer? Para
funcionar tiene que dejar la cerveza. Pero también para funcionar tiene que beberse la
cerveza. Un cruel aprieto. Inclina la cerveza abierta hacia su boca, se la bebe entera de un
trago e intenta meterse las cinco restantes en la parte de arriba de la mochila. No se puede. No
caben. Las ata por fuera.
—Tenemos que esconder los vehículos —dice a Smith.
—Lo sé. Pero, ¿dónde?
Hayduke señala de manera indefinida hacia el golfo negro de Cataract Canyon.
—Por ahí.
Smith mira hacia el helicóptero que ahora traza un gran círculo en el cielo a unos
minutos hacia el norte. Está buscando a alguien.
—No sé si tenemos tiempo, George.
—Pero tenemos que hacerlo. Con todas las mierdas que tenemos ahí: pistolas,
dinamita, productos químicos, mantequilla de cacahuete… Necesitamos todo eso.
Smith mira otra vez hacia el helicóptero que da vueltas y desciende hacia la carretera
a pocas millas hacia el norte y ve las luces que se aproximan desde la dirección opuesta,
ahora a menos de dos o tres millas de distancia. Emboscada en preparación: las pinzas se
cierran.
—Bueno, pongámoslos tan lejos de la carretera como podamos Por ese camino, por
encima de la roca de arenisca para no dejar huellas. Quizás podamos encontrar un barranco
profundo donde podamos meterlos.
—De acuerdo, vamos. —Hayduke estruja la lata de cerveza con la mano—. Tú y
Bonnie esperad aquí —dice a Doc.
—Permaneceremos juntos —dice Bonnie.
Hayduke lanza la lata de cerveza abollada a la carretera, donde el reverendo Love
puede recogerla con facilidad.
—Entonces vuelve a la camioneta, rápido.
—Que no cunda el pánico —dice Doc, que ya está sudando—, que no cunda el
pánico.
Todos se vuelven a montar. Smith se pone delante con la camioneta, rodeando al jeep
de Hayduke por fuera de la carretera, sobre las rocas y los macizos de arbustos, hacia la
superficie abierta de arenisca. Hayduke lo sigue. Avanzan sin luces, conduciendo cuesta
abajo hacia las simas oscuras más allá del borde del cañón. Bajo la tenue luz de la luna, la
distancia y la profundidad se vuelven ambiguas, engañosas, y ofrecen sombras y oscuridad
pero poco cobijo, poca seguridad.
No hay con qué cubrirse —piensa Hayduke mirando el helicóptero— estamos
atrapados bajo el cielo abierto, otra vez. Ahora viene el napalm. Smith reduce la marcha para
detenerse frente a él. Reticente a pisar el pedal de freno y lanzar una señal luminosa roja al
enemigo, Hayduke acciona el freno de mano y deja que el jeep golpee con cuidado la parte
trasera de la camioneta de Smith.
Smith se baja para examinar el terreno. Mira, vuelve, sigue conduciendo. Hayduke lo
sigue de cerca, avanzando en primera con esfuerzo. Se arrastran hacia algún lugar donde
esconderse. Al parecer, el helicóptero ha descendido a la carretera con las luces apagadas y
ya no se le ve.
Bien —piensa Hayduke—. Nos están esperando allí arriba. Bien. Que esperen los
hijos de puta. Con una sola mano abre otra lata de Schlitz. Cuando te quedes sin Schlitz, te
quedaste sin Schlitz. Hay un largo y seco camino por delante y hay que fortalecer el cálculo
renal, no podemos dejar que se disuelva en una mezcla de sudor y agua de charco.
¿Qué más? Hace un inventario rápido en su cabeza. Qué llevar: mochilas; la 357 con
veinte balas en el cinturón de la pistola; la .30-06 con mira telescópica variable —para los
ciervos, claro, (anticipándose así a la pregunta de Bonnie y a las objeciones de Doc)—
colgada a la espalda debajo de la mochila Kelty; el cuchillo Buck Special en el cinturón;
mosquetones, cuerda, fisureros… ¿Qué más? ¿Qué más? Y, sobre todo, no hay que olvidar
algo esencial. La cuestión que ahora se avecina es la supervivencia. Sobrevivir con honor,
por supuesto. El puto honor a toda costa. ¿Qué más?
Smith se detiene otra vez. De nuevo Hayduke acciona el freno de mano y golpea el
parachoques. Deja el motor en punto muerto, se baja y camina hacia el brazo que se apoya en
el lado del conductor de la camioneta. Seis ojos y un cigarro rojo le hacen frente desde el
interior oscuro de la camioneta de Smith.
—¿Sí?
Smith señala.
—Por allí abajo, amigo.
Hayduke mira hacia donde le indica Seldom. Otro barranco divide la roca de arenisca,
en esta ocasión puede que tenga diez o treinta pies de profundidad, difícil de decir bajo la luz
de la luna. Suelo arenoso. Maleza abundante: matorrales, enebros y salvia. Una pared saliente
en la parte de fuera de la curva, una pendiente redondeada en esta parte. Puede funcionar
—piensa Hayduke—, puede que sí.
—¿Crees que podemos esconderlos allí abajo?
—Sí.
Pausa. En el silencio sólo oyen… más silencio. No se ven luces por ninguna parte.
Todos los jeeps, Blazers, camionetas y helicópteros se han parado y han apagado las luces.
Esta vez no será fácil superar la táctica del equipo. Allí en la oscuridad, en aquellas sombras
bajo la pared de la meseta, los de Búsqueda y Rescate están esperando. O no esperan; puede
que ya hayan enviado al grupo de exploración, hacia arriba y hacia debajo de la carretera,
mirando, escuchando.
—Demasiada tranquilidad —dice Bonnie.
—Todavía están a una milla de distancia, por lo menos —dice Hayduke.
—O eso esperas.
—Eso espero.
—Eso esperamos —dice Doc, con su ojo rojo encendido.
—Muy bien —dice Hayduke—, bajémoslos por el barranco. ¿Quieres que te ayude a
descender con el cabrestante?
—No —dice Smith— no podemos poner a funcionar ningún motor ahora, podrían
oírnos. Lo bajaré frenando.
—Usa el freno de mano.
—Está demasiado empinado. No me fío.
—Las luces de freno se van a notar —añade Hayduke.
—Destrózalas.
Listo. Smith baja la camioneta cuidadosamente por un saliente de roca, veinte pasos
hasta el fondo arenoso, y la hace avanzar poco a poco hacia las sombras bajo la maleza de
robles y enebros. Hayduke va detrás con el jeep. La tenue luz de la luna cae por la parte más
elevada de la pared, esa creciente curvatura de piedra manchada por óxido de manganeso y
hierro, pero la parte de abajo, bajo el saliente, está totalmente oscura. Extienden la red de
camuflaje, la estiran por encima de los árboles y la atan; de este modo la camioneta y el jeep
quedan escondidos de la visión aérea. Hayduke guarda sus otras armas y las esconde en una
gruta en la pared, más arriba de la línea de crecida del agua.
¿Inundaciones? La arena es polvo seco, los cimientos de la rambla son áridos como el
hierro. Sin embargo, es un canal de drenaje.
—No vamos a estar de suerte si este puto sitio se inunda —dice Hayduke.
—Tendríamos algunas pérdidas —dice Smith—, y ojalá tuviéramos tiempo de
encontrar un sitio mejor para escondernos. Segurísimo que va a llover.
—Está bastante despejado.
—Se está fraguando. ¿Ves ese aro alrededor de la luna? Mañana por la noche verás
que está el cielo cubierto. Al día siguiente lloverá.
—¿Ese es el parte meteorológico? —pregunta Bonnie.
—Bueno —dice Smith para evitar contestar—, como ya os habréis dado cuenta hay
dos cosas que no dependen de las personas. Una es el tiempo y la otra no voy a decir cuál es.
Tres ululatos de búho desde el puesto de vigilancia de Doc.
—Creo que será mejor que nos vayamos, George —sugiere Smith mientras se echa la
mochila a la espalda y se abrocha la correa de la cintura.
Hayduke se cruza el rifle en la espalda y se pone la mochila encima de él. El rifle es
ligero, un modelo recortado y deportivo, pero es una carga incómoda apretada entre sus
clavículas y el armazón de la mochila. Podría colgárselo en el hombro, y después lo hará,
pero ahora necesita las dos manos libres para trepar por la roca de arenisca. Piensa: Bueno,
pues listo, supongo, si es que alguna vez un hombre está listo para algo.
Llegan los refuerzos para el equipo. Tres pares más de luces de color ámbar se
mueven desde el sur entre el polvo. Ya han arreglado los pinchazos. Los demás vehículos
permanecen callados, invisibles y sus tripulantes ocultos. Lo mismo sucede con el
helicóptero.
—Yo diría que se están diseminando —dice Smith—. Mejor tomemos este barranco
y luego giremos hacia el norte, en fila india si sois tan amables. Mantened los pies sobre roca
para no dejar huellas y estaremos bien, al menos mientras se extienda esta roca de arenisca,
que no será todo el camino, como es lógico. ¿Eh?
—Y yo digo —interviene Bonnie—, ¿a qué distancia está el Laberinto?
—No está lejos. Ten cuidado con esta chumbera, cielo.
—¿A qué distancia?
—Bueno, Bonnie, yo diría que estamos a unas dos millas solamente, tres millas como
máximo, del desvío.
—¿Quieres decir del desvío hacia el Laberinto?
—Eso es.
—Vale. Entonces, ¿qué distancia hay desde el desvío hasta el Laberinto? En millas.
—Bueno, es una buena caminata, pero hace una noche estupenda.
—¿Qué distancia?
—El Laberinto es una superficie de terreno inmensa, Bonnie, y hay una diferencia
considerable si nos referimos al límite más cercano o al extremo más alejado, sin contar las
subidas y las bajadas.
—¿Las subidas y las bajadas por dónde?
—Por las paredes de los cañones. Las llamadas aletas.
—¿De qué estás hablando exactamente?
—Quiero decir que este terreno en su mayoría está formado por precipicios, cielo. Por
algunos de ellos se puede pasar, pero casi todos son rectos, hacia arriba o hacia abajo. Es fácil
quedarse encajado entre ellos o sin poder bajar. Lo que significa que rodearlo es el camino
más corto. Normalmente el único.
—¿Qué distancia?
—Hay que caminar unas diez millas para avanzar una milla, no sé si sabes a qué me
refiero.
—¿Distancia?
—Treinta y cinco millas hasta Lizard Rock, donde escondimos agua. Podríamos
coger atajos si hubiera alguno. No hay ninguno, que yo sepa. Pero es un terreno complicado y
nunca sabes lo que te vas a encontrar.
—¿Entonces no llegaremos allí esta noche?
—Ni siquiera lo intentaremos.
Hayduke, que está al final de la fila, se detiene para quitarse la mochila y volver a
colgarse el rifle. En la mochila lleva comida, seis cuartos de galón de agua, munición y
demasiadas cosas más. Además del rifle en el hombro, el cinturón con el revólver en su funda,
el cuchillo envainado en la cadera. Un arsenal andante que duele; pero es demasiado
obstinado para dejar atrás nada más.
Caminan con paso suave bajo la vaga luz de la luna, por la roca sólida mientras
bordean el filo oscuro de la garganta de su derecha. Smith se para a menudo para ver y
escuchar y luego continúa. No hay señal alguna de su enemigo; sin embargo el enemigo
espera allá afuera en alguna parte, en aquellas sombras bajo los precipicios de mil quinientos
pies, entre los enebros que respiran tranquilamente.
La cabeza de Bonnie está llena de preguntas. ¿Quién ha enviado el helicóptero: la
Policía estatal, la Oficina del Sheriff, el Servicio de Parques u otro miembro del equipo de
Búsqueda y Rescate? Si no llegamos al Laberinto esta noche, ¿qué hacemos cuando salga el
sol? Además, tengo hambre van a empezar a dolerme los pies de un momento a otro y ¿quién
ha puesto arrabio en mi mochila?
—Tengo hambre —dice.
Smith se detiene y la hace callar:
—Esos tíos están por ahí, Bonnie. Nos estamos acercando. Esperad aquí un minuto
—susurra.
Deja la mochila y se desliza hacia la carretera como un fantasma, una sombra, un
paiute, a través del mar ondulado de dunas petrificadas. Bonnie observa cómo su figura
desgarbada se retira de la luz de la luna y se desvanece entre las sombras de manera paulatina.
Ahora lo ves, ahora no. Seldom se convierte en Never Seen, «el Nunca Visto». Bonnie y los
demás se quitan las mochilas. Ella abre la cremallera del bolsillo lateral y saca una bolsa llena
de su mezcla personal de pasas, nueces, M&M’s y pipas de girasol. Doc mastica una tira de
cecina. Hayduke permanece de pie y espera, mirando fijamente a Smith. Se descuelga el rifle,
y apoya sobre su bota la culata de plástico.
—¿Por qué la pistola? —susurra Bonnie.
—¿Esto? —Hayduke la mira—. Es un rifle. —Sonríe—. Ésta sí que es mi pistola.
—No seas vulgar.
—Entonces no hagas preguntas tontas.
—¿Por qué has traído esa pistola?
Doc interviene como moderador:
—Bueno, bueno, bajemos la voz.
Durante más o menos un minuto se quedan en silencio, escuchando.
En el desierto, a una distancia indefinida, un búho reclama. Una vez. El gran búho
cornudo. Oyen un segundo reclamo.
—¿Dos ululatos? —dice Bonnie—. ¿Qué significa eso? No me acuerdo.
—Espera…
De nuevo, desde lejos, o no tan lejos pero desde una dirección opuesta, llega el sonido
de otro gran búho cornudo, que ulula con suavidad en la noche bajo la luz de la luna. El
segundo búho reclama tres veces. Significa peligro, en guardia; significa socorro, problemas,
necesito ayuda. O en el lenguaje de los búhos: eh, tú, pequeño conejito que se esconde tras los
arbustos, sé que estás ahí, tú sabes que yo estoy aquí y ambos sabemos que tu culo es mío.
Ven.
¿Qué reclamo es verdadero? ¿Cuál es falso? ¿Ninguno? ¿Ambos? No tenían planeado
que hubiera ululatos reales.
Un rumor de pasos ligeros sobre la roca. Seldom Seen emerge de la luz. Con los ojos
brillantes, dientes, orejas, piel, cabello, respirando ligeramente más fuerte de lo normal, dice
en voz muy baja:
—Vámonos.
Suenan crujidos cuando se vuelven a poner las mochilas.
—¿Qué has visto? —pregunta Hayduke.
—Los de Búsqueda y Rescate están por todas partes y no van a esperar a que salga el
sol para venir a encontrarnos. He visto a seis de ellos en la carretera y no sé cuántos más
vienen en ese maldito helicóptero infernal de ahí arriba. Todos los hombres que he visto
tienen una escopeta o una carabina y llevan pequeños walkie-talkies y se están desperdigando
para formar una escaramuza. Como si batieran los arbustos en busca de conejos.
—Nosotros somos los conejos.
—Somos los conejos. No podemos volver a la carretera, así que vamos e encontrar un
camino que atraviese este barranco. Seguidme.
Smith retrocede una corta distancia por el camino por el que habían venido, encuentra
una pendiente en el barranco y desaparece. Los otros, con Hayduke en la retaguardia,
descienden también y encuentran a Smith más adelante en la cañada de arena, que está
dejando rastro. No se puede evitar. A cada uno de los lados las paredes son casi
perpendiculares y tienen de veinte a cuarenta pies de alto. Dan trompicones entre las sombras
siguiendo a ciegas a su guía.
Después de un rato Smith encuentra una abertura en la pared, el cauce de un afluente.
Van cauce arriba por la arena seca y al cabo de cien yardas encuentran una salida, una colina
inclinada de piedra en el interior de una curva. Trepan como monos, ayudados de pies y
manos, Doc resoplando un poco, y llegan a una zona abierta iluminada por la luna. Smith
toma dirección noreste, hacia el contorno nítidamente definido de unas lomas y picos.
Camina como los hombres anteriores a la guerra y los indios de antaño que no iban en
camioneta, corriendo con zancadas largas y constantes, con los pies apuntando hacia el frente,
perfectamente paralelos. Los demás se apresuran para seguir el ritmo.
—¿Cuántos… cañoncitos más… quedan como este? —dice Bonnie jadeando—.
Desde aquí y… o sea… ¿hacia dónde estamos yendo?
—Setenta y cinco, tal vez doscientos. Ahorra el aliento, cielo.
La larga caminata ya ha empezado. Cada cien pasos o así Smith se detiene a mirar, a
oír, a comprobar las corrientes de aire, a sentir las vibraciones. Hayduke, al final de la fila,
sigue su ritmo, alterna las paradas de Smith con las suyas y se detiene cuando los demás
caminan para dar una ojeada extra a su alrededor. Está pensando en aquel helicóptero: qué
buen golpe daría. Ojalá pudiera escabullirse media hora.
Hayduke se queda atrás al parar para vaciar la vejiga. Absorto y complacido,
contempla con gusto el constante tamborileo sobre la piedra. La Schlitz purificada que brilla
bajo la luna. Gracias a Dios que soy un hombre. La roca es plana. Se salpica las botas. Sacude
para intentar que caiga esa última gota que inevitablemente le chorreará por la pierna de
todas maneras. Está a punto de recoger y cerrar la cremallera cuando oye un sonido. Un ruido
exterior, ajeno a la paz del desierto. Unos chasquidos metálicos.
Un potente rayo de luz barre la superficie de arenisca —¿desde un foco del
helicóptero?— que atraviesa a Smith y a Abbzug. Por un momento se quedan helados,
clavados con aquella lanza blanca, y empiezan a correr entre los enebros. El haz de luz los
sigue, los atrapa, los pierde, atrapa a Doc Sarvis que se ha quedado rezagado.
Hayduke saca su revólver. Se arrodilla, se sujeta la mano del arma con la izquierda y
apunta hacia la luz giratoria. Disparos. La ráfaga destructora de la boca de la pistola lo deja
aturdido un segundo, como siempre. Objetivo fallido también, por supuesto. La luz
incorpórea, como un gran ojo que deslumbra, vuelve en busca de Hayduke, que dispara y
vuelve a fallar. Debería descolgarse el rifle, pero no tiene tiempo. Está a punto de disparar su
tercer tiro cuando la luz desaparece. Quien quiera que la estuviera dirigiendo se ha dado
cuenta de repente de que está muy cerca del objetivo. Que él es el objetivo.
Hayduke corre con torpeza detrás de los demás, con la enorme mochila sobre la
espalda. De atrás viene el sonido de pasos que corren, gritos, un espasmo de disparos
simbólicos. Hayduke de detiene el tiempo suficiente como para tirar tres veces más, sin
apuntar hacia nada en particular; bajo la luz imprecisa y traicionera de la luna no ve que haya
nada particular a lo que poder disparar, e incluso, si lo hubiera, no atinaría con ese cañón
agitándose en su mano. Pero el ruido ralentiza a los perseguidores y les hace ser más
prudentes. Los gritos se difuminan; el equipo está ocupado con sus radios. Las transmisiones
codificadas atestan el aire, las voces nerviosas se contrarrestan entre ellas.
Hayduke corre con la incómoda carga sobre la espalda y alcanza a Doc, que resopla
como un motor de vapor muy por detrás de Smith y Abbzug, que ahora son figuras borrosas
que suben trotando por la pendiente. Hayduke ve que se han despojado de sus grandes
mochilas. En la retaguardia se reanudan los gritos, las órdenes, las instrucciones, los golpes
de las botas corriendo. El foco está en movimiento otra vez. Dos focos.
—Tenemos que… tirar las mochilas —le dice a Doc.
—¡Sí, sí!
—Aquí no, espera.
Alcanzan el borde de otro cañón incipiente, el típico tajo en la piedra de roca de
arenisca con paredes sobresalientes y suelo inaccesible: una grieta demasiado ancha para
saltarla y demasiado profunda para descenderla.
—Por aquí —dice Hayduke parándose.
Doc se detiene tras él, soplando como un caballo.
—Las arrojaremos por aquí —añade Hayduke— bajo esta pared. Más tarde
regresaremos para cogerlas.
Se quita la mochila, saca una cuerda enrollada, luego busca más adentro la caja de
munición del rifle. No la encuentra inmediatamente debido a las sesenta libras de peso de
otros materiales que abarrotan el bolsillo. El sonido de la persecución se acerca, las pesadas
botas están corriendo. Demasiado cerca. Hayduke baja la mochila y el armazón por el borde,
allá van: caen desde quince pies de altura sobre algo duro. ¡Clone! Su preciosa Kelty nueva.
Apego a los bienes materiales. ¡Sí! Se cuelga el rollo de cuerda cruzado por la espalda y lleva
el rifle en la mano.
—Date prisa, Doc.
Doc Sarvis está luchando con algo de su mochila e intenta sacar una bolsa de piel
negra que está atascada en el centro.
—Vamos, ¡vamos! ¿Qué estás haciendo?
—Un momento, George. Tengo que sacar mi… bolsa de aquí.
—¡Tírala!
—No puedo irme sin la bolsa, George.
—¿Pero qué coño es?
—Mi maletín médico.
—Por Dios santo, no necesitamos eso. Vamos.
—Un momento.
Doc saca por fin la cartera y arroja el resto de la mochila por el borde.
—Estoy listo.
Hayduke mira hacia atrás. Unas sombras corretean por la roca, revolotean entre los
enebros, se aproximan con rapidez. ¿A qué distancia? ¿A cien, doscientas, trescientas yardas?
Bajo la locura de la luz de la luna apenas se puede adivinar. Un foco portátil se mueve veloz
con su haz brillante buscando su presa.
—Huye, Doc.
Corren pesadamente por el suelo pedregoso por donde vislumbraron por última vez a
Bonnie y a Smith. Y los encuentran esperando al otro lado. Llevan consigo sólo un par de
cantimploras.
—Están justo detrás —grita Hayduke entrecortadamente—, seguid.
Todos continúan sin decir ni una palabra. Smith se aparta para correr al lado de
Hayduke.
—George —le dice—, usemos la cuerda… antes de que… quedemos… atrapados.
—De acuerdo.
Doc se retrasa de nuevo, respirando con dificultad, con la cartera que golpea su
tobillo a cada paso. Bonnie la agarra y prosigue.
Corren a lo largo del filo del pequeño cañón. Hayduke busca un árbol, una mata, una
roca, una protuberancia de piedra, cualquier clase de saliente por el que pasar la cuerda
alrededor. Hora de descender en rappel, de nuevo. Pero no se ve nada que puedan utilizar.
¿Qué profundidad habrá? ¿Diez pies? ¿Treinta? ¿Cien?
Hayduke se para en un punto en el que la pared ni sobresale ni es vertical, sino que se
abulta hacia fuera, inclinándose un poco, no mucho, hacia el fondo. Abajo hay oscuridad y
silencio, apenas se perciben las formas de los arbustos y enebros.
—Por aquí.
Desenrolla la cuerda, la sacude y, cuando Doc y Bonnie se acercan, jadeando
desesperadamente, con la cara colorada y brillante de sudor, los estrecha sin decir una
palabra en un gran abrazo, mientras pasa un extremo de la cuerda alrededor de ellos y la ata
de manera ceñida con un nudo bolina no corredizo.
—¿Y ahora qué? —pregunta Bonnie.
—Vamos a bajar el cañón. Doc y tú primero.
Bonnie mira por el borde.
—Tú estás loco.
—No te preocupes, estáis amarrados. No os pasará nada. Seldom, échame una mano.
Muy bien, ahí vais. Bajad por el borde.
—Nos vamos a matar.
—No. Os tenemos sujetos. Bajad por el borde. Inclinaos hacia atrás. Inclinaos hacia
atrás, maldita sea. Los dos. Mantened los pies pegados a la roca. Eso es, así está mejor. Ahora
caminad hacia atrás, de espaldas. No intentéis arrastraros, no se puede. Y no agarréis la
cuerda tan fuerte, eso no ayuda. Inclinaos. ¡Que os inclinéis, joder, que si no os mato! Pies
pegados a la roca. Usad la cuerda sólo para mantener el equilibrio. Caminad hacia abajo.
Fácil, ¿lo veis? Así está mejor. Seguid. Seguid. Me cago en la puta. Vale. Bien. ¿Dónde estáis?
¿Estáis abajo?
Quejidos apagados procedentes de las sombras de abajo. Chasquidos de arbustos,
maraña de pies enzarzados.
Hayduke mira detenidamente hacia la penumbra.
—Desata el nudo, Bonnie. Deja la cuerda suelta. ¡Deprisa!
La cuerda se afloja. La sube.
—Muy bien, Seldom. Tu turno.
—¿Cómo vas a bajar tú, George? ¿Quién te va a agarrar?
—Bajaré, no te preocupes.
—¿Cómo?
Smith se prepara para descender colocando la cuerda doble entre las piernas, la pasa
por un lateral y la cruza hacia el hombro opuesto.
—Ya lo verás.
Hayduke se descuelga el rifle.
—Bájame esto. Espera un momento.
Mira hacia el camino por el que han llegado para intentar localizar a sus
perseguidores. La pálida luz de la luna se dispersa débilmente sobre la piedra y la arena,
sobre enebros, yucas y arbustos, y sobre los precipicios que hay más allá, con una
iluminación furtiva y engañosa. Se pueden oír voces de hombres y el ruido de grandes
pisadas sobre la arenisca.
—¿Los ves, Seldom?
Smith mira en la misma dirección entrecerrando los ojos para protegerse de la luna.
—Veo a dos de ellos, George. Y detrás hay tres más.
—Debería hacer sonar otro disparo para ralentizarlos otra vez.
—No lo hagas, George.
—Sacarles a esos cristianos el santo que llevan dentro. Que sientan en sus entrañas el
miedo a Rudolf Hayduke. Un disparo de rifle les haría pararse a pensar.
—Dame el rifle, George.
—Dispararé sobre las cabezas de esos hijos de puta.
—Sería más seguro si les apuntaras a ellos.
—Esos hijos de puta nos estaban disparando. Disparaban para matarnos o
malherirnos.
Smith retira con cuidado el rifle de las manos de Hayduke y se lo cuelga del hombro
que tiene libre.
—Sostenme, George.
Se pone de espaldas al borde.
—Comprueba la sujeción, George.
Hayduke tensa la cuerda, coloca los pies en el suelo y la cuerda alrededor de la
cadera.
—De acuerdo. Estás asegurado.
Smith baja de espaldas por el borde y desaparece. Hayduke agarra la cuerda con
ligereza mientras Smith baja rápidamente por la pendiente. El peso de Smith se transmite a
través de la cuerda hacia la pelvis y las piernas de Hayduke, que lo soportan. En un momento
siente que la cuerda se afloja; la voz de Smith se eleva desde la oscuridad de abajo.
—Vale, George, ya me he desatado.
Hayduke mira hacia atrás. El enemigo se está moviendo más cerca. Y ahora el foco
portátil está encendido y el haz deslumbrante se dirige de repente hacia él. Pura mala suerte.
No hay escapatoria.
No hay dónde ir. Nada más que aire por el que descender.
—¿Qué altura hay? —pregunta Hayduke con voz ronca.
—Unos treinta pies, creo —contesta Smith.
Hayduke deja que la cuerda, que ahora le resulta inútil, caiga por el cañón.
El haz de luz hace un barrido sobre él, pasa por delante. Una nueva ojeada por parte
del deslumbrante ojo de Cíclope. El haz se detiene con brusquedad y se queda fijo sobre la
figura en cuclillas de Hayduke, abrasándole los ojos, cegándolo.
—Eh, tú —grita alguien; una voz vagamente familiar, amplificada majestuosamente
por un megáfono—. Quédate ahí. No hagas un solo movimiento, hijo.
Hayduke se tira al suelo boca abajo al borde de la roca. La luz sigue sobre él. Algo
cruel, silencioso, veloz como un rayo, puntiagudo como una aguja y afilado como una
serpiente azota la manga de su camisa, y hace que escueza la carne que hay debajo.
Desenfunda la pistola; la luz se va. En ese mismo instante oye el estruendo de un segundo tiro
de rifle. Y al este el estruendo del amanecer.
—¿Hay un enebro debajo de mí? —pregunta a los demás.
—Sí —responde la voz cálida y acogedora de Smith—, pero yo no lo intentaría si…
Sus palabras se debilitan por la duda.
Hayduke enfunda el revólver y se arrastra boca abajo por el borde, mirando hacia la
pared y sintiendo la curvatura rígida y fresca de piedra contra su pecho y sus muslos. Por un
momento se cuelga del último lugar donde es posible agarrarse. Descenso por fricción
—piensa— lo que llaman un puto descenso por fricción. Mira hacia abajo y lo único que ve
son sombras, pero no el fondo.
—Cambio de idea —dice desesperadamente, de manera inaudible (perdiendo el
agarre), sin hablar a nadie en particular (y quién lo iba a oír)—. No voy a hacer esto. Es una
locura.
Pero sus manos sudorosas son más sensatas. Lo dejan caer.
¡Abajo!, grita. Cree que grita. Las palabras no salen jamás de su boca.
—Estoy en ello.
Este buitre planea sobre Las Aletas, la tierra de Standing Rocks. Planear es su vida, la
muerte es su cena. Maligno carroñero de los muertos y moribundos, negro y nauseabundo, su
cabeza roja calva y desplumada —la más apropiada para introducir su ansioso pico en las
entrañas de su presa— se alimenta de putrefacción. Cathartes aura, su nombre en latín,
deriva del griego katharsis, que significa «purificación», y de aura, palabra griega para aire,
emanación o vapor. El purificador etéreo.
Ave del sol. El contemplativo. El único pájaro filósofo que se conoce, de ahí su
serena e insufrible placidez. Mientras se mece con ligereza con sus alas negras como el
carbón, observa una libélula metálica que rastrea una y otra vez, de manera metódica, Las
Aletas, por encima de Standing Rocks, provocando un ruido inadecuado y violento.
El buitre vuela más alto trazando círculos e inclina su cabeza arrugada para observar
con mayor interés, desde tres mil pies de altura, el movimiento de cuatro bípedos minúsculos
sin alas que corretean, como ratones dentro de un laberinto sin techo, por un pasillo
serpenteante entre altísimas paredes rojas de piedra. Sigilosamente, se cobijan de sombra en
sombra, como si la arena estuviera demasiado caliente para sus pies, como si se escondieran
de las llamaradas del sol o de otros ojos que rastrean desde el cielo.
Hay algo mustio y dubitativo en el modo de andar de dos de esas criaturas que le
sugiere al buitre la idea de almuerzo, que le evoca el recuerdo de la carne. A pesar de que los
cuatro parecen seguir vivos y activos, es una verdad bien sabida que donde hay vida hay
también muerte, es decir, esperanza. Vuelve a dar círculos para ver mejor.
Pero ya se han ido.
—No sabía que pudieran volar con esas malditas máquinas por un cañón tan pequeño
como este —dice—; es más, debería existir una ley que lo prohibiera. Es malo para el sistema
nervioso. Me crispa los nervios.
—Tengo hambre —dice ella— y me duelen los pies.
—Como lo vuelvan a intentar los tumbo —dice Hayduke.
Sostiene el rifle con los brazos. Bendita arma. La culata de madera de nogal, brillante
por el sudor, pulida a mano; la mira telescópica azul grisácea; el cerrojo, la recámara y el
cañón que brillan con suavidad. Gatillo, guardamontes, empuñadura diamantada, la rigurosa
precisión de acción al abrir el cerrojo; revisa la cámara de compresión, la cierra de golpe y
aprieta el gatillo. ¡Clac! Cámara vacía; siete balas en la recámara.
—Tengo sed, hambre, me duelen los pies y me aburro. Esto ya no es divertido.
—Bueno, yo sólo espero que no hayan encontrado nuestro rastro. ¿Pueden bajar esa
cosa hasta aquí?
Smith, que se ha quitado el sombrero y tiene el pelo aplastado por el sudor, mira
desde debajo del saliente, desde la sombra, hacia el calor deslumbrante y la piedra quemada
por el sol de las paredes rojas e inclinadas del desfiladero.
—Porque pienso que si pueden bajar tenemos que encontrar otro agujero con rapidez.
Quizás con mucha rapidez. —Se seca la cara, brillante y sin afeitar, con un pañuelo rojo que
está ya oscuro y grasiento por el sudor—. ¿Qué te parece, George?
—Por aquí no. Pero tal vez arriba del cañón, después de la curva. O debajo del cañón.
Estos cabrones podrían estar ahora acercándose sigilosamente. Con sus escopetas cargadas
con cartuchos de plomo.
—Si es que nos han visto.
—Nos vieron. Y si no, nos verán la próxima vez.
—¿Cuántos hombres caben dentro de eso?
—Tres, en ese modelo concreto.
—Nosotros somos cuatro.
Hayduke sonríe con amargura:
—Sí, cuatro. Con una pistola y un rifle. —Se vuelve hacia el somnoliento Doc
Sarvis—. A menos que Doc lleve una pistola en su bolsa.
Doc gruñe, una respuesta vaga pero negativa.
—Quizás —añade Hayduke—, les podamos disparar con una de las agujas de Doc.
Meterles a cada uno un pinchazo de Demerol en el culo.
Se frota los miembros magullados y los arañazos con las palmas de las manos
laceradas.
—Tú eres el que necesita otro pinchazo —dice Bonnie.
—Ahora no —responde Hayduke—. Eso me atonta demasiado. Ahora tengo que
estar despierto.
Pausa.
—De todas formas, qué os apostáis a que, si nos han visto, han avisado al equipo por
radio. Todo el grupo al completo estará viniendo hacia acá en una hora.
Otra pausa.
—Tenemos que marcharnos de aquí. —Se pasa el arma del antebrazo a la mano
derecha—. No podemos esperar a que se ponga el sol.
—Llevaré yo el rifle un rato —dice Smith.
—Lo sigo llevando yo.
—¿Cómo te encuentras? —pregunta Bonnie a Hayduke.
Hayduke murmura algo como respuesta. Mientras, la propia Bonnie parece estar al
borde de la deshidratación. Tiene la cara roja, empapada en sudor, la mirada un poco perdida.
Pero tiene mejor aspecto que el maltrecho Hayduke, con la ropa hecha jirones y los codos y
rodillas vendados que hacen que parezca, cuando anda, un hombre prefabricado, el monstruo
creado por el doctor Sarvis.
—George —dice ella—, deja que te pinche otra vez.
—No —dice modificando el gruñido—. Ahora no. Espera a que encontremos un
agujero mejor. —Mira a Doc—. ¿Doc?
No responde; el doctor está tumbado boca arriba con los ojos cerrados en la esquina
más profunda y fresca del hueco que hay bajo el precipicio.
—Deja que descanse —dice ella.
—Deberíamos irnos.
—Déjalo diez minutos más.
Hayduke mira a Smith. Smith asiente. Ambos levantan la vista hacia la estrecha
franja azul entre las paredes del cañón. El sol llega al punto más alto del mediodía. Volutas y
líneas de vapor cuelgan sobre la superficie caliente. Uno de estos días va a llover. Uno de
estos día tiene que llover.
—No estoy dormido —dice Doc con los ojos cerrados—. Me levanto en un minuto.
—Suspira—. Háblanos de la guerra, George.
—¿Qué guerra?
—La tuya.
—¿Esa guerra? —Hayduke sonríe—. No vais a querer oír todo eso. Seldom, ¿dónde
estamos, de todas maneras?
—Bueno, no estoy seguro. Pero, si estamos en el cañón que creo, entonces nos
encontramos en medio de lo que llaman Las Aletas.
—Pensaba que estábamos en el Laberinto —dice Bonnie.
—Todavía no. El Laberinto es diferente.
—¿Por qué?
—Es peor.
—Esa guerra —dice George Hayduke a nadie en particular y a todos en general— la
quieren olvidar. Pero no voy a dejarles. Nunca voy a dejar que esos cabrones olviden la
guerra.
Habla como alguien que sueña, un sonámbulo que no habla consigo mismo con el
silencio pétreo del desierto.
—Nunca —repite.
Silencio.
—Nunca.
Los demás esperan. Cuando Hayduke deja de hablar, Bonnie pregunta a Smith:
—¿Crees que encontraremos agua? ¿Pronto?
—Bonnie, cielo, ahora no está demasiado lejos. Encontraremos agua en algunos
lugares de ahí arriba. Y si no, la tenemos esperándonos en la parte sombría de Lizard Rock.
Agua y comida.
—¿Qué distancia hay?
—¿Hasta dónde?
—¿Qué distancia hay hasta Lizard Rock?
—Bueno, si quieres saberlo en millas, es difícil de decir por la manera en que estos
cañones serpentean. Además, no estoy totalmente seguro de que podamos salir de este cañón
por el otro extremo porque a lo mejor está cortado. Puede que tengamos que dar un poco
marcha atrás para intentar encontrar una salida por los laterales.
—¿Llegaremos esta noche?
—No —dice Hayduke, mirando fijamente a la arena entre sus rodillas gruesas y
blancas, cubiertas por capas de gasa mugrienta—. Nunca. —Se rasca la entrepierna—.
Nunca.
Smith está en silencio. Bonnie lo mira, esperando una respuesta. Él entorna los ojos,
frunce el ceño, hace una mueca, se rasca el cuello quemado por el sol y alza los ojos hacia la
pared del cañón.
—Pues… —dice. Se oye el piar de un pájaro.
—¿Qué?
—Que no quiero mentirte, Bonnie.
—Pues no lo hagas.
—No vamos a llegar esta noche.
—Ya veo.
—Quizás mañana por la noche.
—Pero, ¿encontraremos agua? Pronto, quiero decir. En este cañón.
Smith se relaja un poco.
—Muy probablemente —le ofrece su cantimplora—. Toma unos cuantos tragos de
aquí. Queda mucha.
—No, gracias.
—Adelante.
Desenrosca el tapón y se la pone en las manos. Bonnie bebe y se la devuelve.
—Deberíamos de haber conservado las mochilas.
—Puede —dice Smith—. Y si lo hubiéramos hecho ahora podríamos estar también
en la nevera del reverendo Love de Fry Canyon, esperando el furgón del sheriff. Y Love, ese
loco hijo de perra, habría dado un paso más hacia la mansión del gobernador, como si ese hijo
de puta que está ahora dentro y que está vendiendo el territorio ilegalmente lo más rápido que
puede no hubiera hecho ya suficiente daño.
—¿A qué te refieres?
—A que esa gente como Love y el gobernador no tienen conciencia. Venderían a sus
propias madres a Exxon & Peabody Coal si pensaran que pueden sacar dinero; entregarían a
las pobres señoras a cambio de petróleo. Esos son la clase de tipos que tenemos dirigiendo
este estado, cielo: cristianos, tíos como yo.
—Sólo que no les dejaremos —murmura Hayduke—, no les dejaré.
Smith se empieza a mover y coge su sombrero.
—Tenemos que levantarnos, amigos, y ponernos en marcha hacia el norte.
—Fui un prisionero de guerra —murmura Hayduke.
Doc abre los ojos un momento y suspira.
—Fui prisionero del Vietcong —Hayduke continúa—. Catorce meses en la jungla,
siempre de aquí para allá. Me encadenaban a un árbol de noche excepto cuando veían aviones.
Yo suponía mayor peligro para esos pequeños orientales que un corresponsal de prensa
francés. Me alimentaba de arroz mohoso, serpientes, ratas, gatos, perros, lianas, brotes de
bambú o de cualquier cosa que encontráramos. Era incluso peor de lo que ellos mismos
comían. Catorce meses. Yo era la unidad médica de esos bastardos amarillos. Cuando venían
los B-52 nos abrazábamos dentro de los búnkeres, encogidos unos sobre otros como si
fuéramos unos putos gatitos. Parecía que servía para amortiguar los impactos. Siempre nos
avisaban cuando venían pero nunca los oíamos de lo alto que volaban. Sólo las bombas.
Nosotros estábamos a diez, a veces veinte pies de profundidad, pero luego siempre había
chicos corriendo por allí con sangre que les salía por las orejas por la conmoción cerebral.
Algunos se volvían locos. Niños, la mayoría de ellos. Adolescentes. Querían que los ayudara
a planear sus ataques. Cargas explosivas y cosas por el estilo. Yo quería, pero no podía
hacerlo. Eso no. Así que me hicieron encargado de primeros auxilios. Menudo encargado de
primeros auxilios. Estaba enfermo la mitad del tiempo. Una vez vi cómo derribaban a un
helicóptero con una de esas ballestas de acero de veinte pies que harían a partir de
helicópteros abatidos. Todos vitorearon cuando el hijo de puta se estrelló. Yo quería
animarme a mi mismo. Pero tampoco pude. Esa noche hicimos una fiesta, raciones C y
Budweiser para mi y para todos los «Charlies». Las alubias con jamón les sentaron mal.
Después de catorce meses me echaron: dijeron que era una carga para ellos. Esos robots
comunistas enanos y desagradecidos. Dijeron que comía demasiado. Dijeron que añoraba mi
casa. Y era verdad. Todas las noches me sentaba en aquella selva podrida y, mientras jugaba
con mi cadena, en lo único que podía pensar era en mi hogar. Y no me refiero a Tucson.
Tenía que pensar en algo limpio y decente o me volvía loco, así que pensaba en los cañones.
Pensaba en el desierto de la Costa del Golfo. Pensaba en las montañas, desde Flagstaff hasta
Wind Rivers. Entonces me soltaron. Después vinieron seis meses en salas del Psiquiátrico del
ejército: Manila, Honolulú, Seattle. Mis padres necesitaron dos abogados y un senador para
poder sacarme. El ejército pensaba que no estaba preparado para llevar una vida de civil.
¿Estoy loco, Doc?
—Totalmente —contesta Doc—. Un demente psicópata como no he visto otro igual.
—También recibo una pensión. Veinticinco por ciento de discapacidad. Chalado. Un
loco de remate. En casa de mi viejo tienen que estar esperando a que regrese al menos una
docena de cheques. En el ejército no querían dejar que me marchara. Decían que tenían que
procesarme y rehabilitarme. Dijeron que no podía llevar la insignia de la bandera de
Vietcong en mi boina verde. Al final lo pillé y dije lo que se suponía que debía decir, el
senador movió hilos en el Pentágono y más o menos cuando estábamos listos para el juicio
dejaron que me fuera. Me dieron el alta médica. Ellos querían juzgarme en un consejo de
guerra pero mi madre no lo toleró. En cualquier caso, cuando por fin me liberaron de esos
hospitales-cárceles y me enteré de que en el oeste estaban intentando hacer lo mismo que ya
habían hecho en ese estado, me volví loco otra vez. —Hayduke sonríe como un león—. Así
que aquí estoy.
Silencio. Un silencio absoluto. Demasiado claro, demasiado tranquilo, demasiado
perfecto. Seldom Seen cambia su habitual posición en cuclillas y se pone de rodillas con la
gran oreja pegada al suelo. Bonnie abre la boca; él levanta una mano como advertencia. Los
demás esperan.
—¿Qué has oído?
—Nada… —Mira fijamente hacia arriba del cañón, al cielo—. Pero estoy seguro de
que he sentido algo.
—¿Como qué?
—No lo sé. Algo, simplemente. Levantemos el campo y vayámonos de aquí.
Doc, que todavía está tumbado en la esquina más fresca de la sombra, suspira otra vez
y dice:
—Oigo un koto. Un koto, una flauta de bambú y un tambor. Por allí, en el corazón del
desierto. Bajo un enebro centenario. Los izum-kai están tocando haru-no-kyoku, no muy bien.
—Se seca su amplia y sudorosa fisonomía con un pañuelo—. Pero con absoluta
despreocupación. Es decir, como merecen la ocasión y el lugar.
—Doc está colapsado —explica Bonnie.
—Es el calor —dice Doc.
Smith mira hacia el cañón.
—Será mejor que caminemos, amigos.
Se cuelga la cantimplora de un hombro y la cuerda enrollada de Hayduke del otro.
Todos se levantan, el último Doc, con su preciada bolsa negra, y se ponen a caminar
arrastrándose por la luz deslumbrante, en el mediodía abrasador, bajo el rugido implacable
del sol. Smith va al frente en la subida por el cañón, caminando sobre piedra cuando es
posible. Hay poca sombra, a pesar de que las paredes del cañón tienen cientos de pies de
altura y a menudo presentan salientes. Demasiado árido para los álamos. Las únicas plantas
que se ven son una mata de datura con flores marchitas, un pino piñonero muerto, algunos
arbustos y líquenes sobre las rocas.
El cañón se curva hacia la derecha y asciende gradualmente hacia —eso esperan— un
manantial escondido, una filtración desconocida por la que el agua rezume, fresca aunque
alcalina, de los poros de la piedra de arenisca y que luego corra a través de jardines colgantes
de hiedra, aquilegia, lycophita y mimulus hacia un lugar accesible. Hasta un pitorro de una
lata de estaño, hasta la boca de una cantimplora. Anhelan el tintineo de las gotas de agua
cuando caen, el sonido más dulce de todos en este pasillo sobrecalentado de paredes rojas
gigantes.
Smith señala hacia un hueco en el muro del cañón, cincuenta pies por encima de sus
cabezas. Se paran y lo miran con atención.
—Yo no veo nada —dice Bonnie.
—Cielo, ¿no ves esa pared con unas vigas que sobresalen y un agujerito cuadrado en
medio?
—¿Es una ventana?
—Más bien una puerta. Una de esas puertas por las que para pasar tienes que ponerte
a cuatro patas.
Están mirando los restos de una vivienda anasazi[28], abandonada hace setecientos
años pero bien conservada en la aridez del desierto. Allí, en la cueva, esperan polvo y vasijas,
mazorcas quemadas y techos ennegrecidos por el humo y huesos muy antiguos.
Los cuatro deambulan por los lechos inclinados de arenisca, a través de las rocas y la
gravilla del cauce del río seco, a través de la arena infinita, a través del calor.
—Quizás allí es donde yo debería vivir —reflexiona Hayduke en voz alta—. Arriba,
en esa cueva, con los fantasmas.
—No es mi estilo de vida —dice Smith.
Nadie responde. Todos siguen caminando con dificultad.
—Los granjeros nunca fueron necesarios —continúa Smith.
Camina y camina.
—Y eso incluye a los cultivadores de melones. Antes de que se inventaran las granjas
éramos todos cazadores o ganaderos. Vivíamos al aire libre y cada hombre poseía al menos
diez millas cuadradas. Luego inventaron la agricultura y la raza humana dio un gran paso
hacia atrás. De cazadores y rancheros a granjeros, fue un enorme descenso. Y lo peor está por
llegar. No es de extrañar que Caín matara a ese recolector de tomates que era Abel. Ese hijo
de perra se la buscó por lo que hizo.
—Tonterías —refunfuña Doc, pero tiene demasiada sed y está demasiado cansado y
demasiado resignado como para pronunciar su famoso discurso sobre la civilización y el
nacimiento de la razón (¡oh, excepcionales y dulces flores de la historia!).
Ningún sonido salvo el de los ocho pies arrastrándose.
—Aquí hay arena húmeda —dice Smith—. Ahí arriba hay agua, en algún lugar.
Da una vuelta, al frente de la columna, por la arena reveladora y por encima de un
montón de rocas, y pasa por delante de la boca de un cañón lateral.
Hayduke, a la retaguardia, se detiene para mirar dentro de la bifurcación lateral. Es
estrecha y sinuosa, de suelo plano y arenoso desprovisto de cualquier tipo de vegetación y
tiene paredes perpendiculares que se levantan quinientos pies hacia el cielo, parece el
recibidor del laberinto del Minotauro. Arriba, el cielo se reduce a una franja estrecha azul
nublada que termina cuando las paredes se curvan.
—¿Dónde va éste? —pregunta.
Smith se detiene y mira hacia atrás.
—A algún lugar de Las Aletas. Es todo lo que puedo decirte.
—¿No es allí dónde queremos ir?
—Sí, pero este cañón es mucho mayor, también debe conducir allí y no es tan
probable que nos quedemos encajados en él. Si no me equivoco, ese pequeño barranco es un
cajón, he visto unos pocos así. Una trampa sin salida, seguro. Si caminas doscientas yardas
por él me apuesto lo que sea que llegas a una pendiente de cien pies.
Hayduke duda mientras mira el cañón lateral y el sofocante calor y los giros
serpenteantes del cañón grande.
—A lo mejor en este también.
—A lo mejor —dice Smith—, pero este es más grande y además nos lleva al agua.
—¿Por qué estás tan seguro?
Seldom Seen alza su nariz aguileña hacia las corrientes de aire.
—Porque la huelo.
Señala de nuevo la suave extensión de arena húmeda cerca de la confluencia de los
dos cañones.
—La mayor parte de esa filtración viene de esta parte.
—Podríamos cavar en busca del agua aquí mismo —sugiere Hayduke.
—De ahí sacarías muy poca. Quizás suficiente como para dar un trago. Pero te
pasarías una hora cavando. Hay agua superficial en esta dirección. La huelo y la siento.
—Vamos, George —dice Bonnie—, si no conseguimos agua pronto creo que Doc va
a desplomarse. Y yo con él.
Agua. En lo único que pueden pensar es en agua. Aunque están rodeados de ella.
Gruesas nubes montañosas cargadas de lluvia en forma de vapor cuelgan por encima de sus
cabezas. Cargamentos de agua. Sobre las llanuras de las mesetas a tres mil pies en Land’s
End y por encima de toda la tierra de los cañones flotan nubes grandes y densas que arrastran
serpentinas de lluvia, aunque es cierto que se evaporan antes de llegar a la tierra. Dos mil pies
más abajo y tan sólo a unas cuantas millas de distancia, mientras un pájaro vuela por la zanja
de Cataract Canyon, el río Verde y el Colorado vierten de manera común sus aguas en los
rápidos, rugiendo a toneladas por segundo, suficiente agua para saciar toda la sed y para
ahogar cualquier pesar. Si se pudiera alcanzar.
Hayduke cede ante Smith y ante la razón. La banda sigue hacia delante, por la roca y
los guijarros, la arena y la grava, las terrazas de arenisca lisa y resbaladiza. Pasan por otra
curva pronunciada del cañón. Smith se detiene para mirar. Los demás se apiñan detrás de él.
Trescientas yardas más adelante, en la siguiente curva del cañón, ven un montón de
pedruscos, tan grandes como casas, amontonados en el suelo del cañón en un desorden
caótico. En la otra parte de ese cúmulo de rocas, a un nivel más alto entre la penumbra (aquí
las paredes son tan altas que cuando pasan dos horas del mediodía los rayos del sol no llegan
al fondo), se encuentra un estupendo álamo de un verde suave que es evidente que está vivo.
En este laberinto rojo ese es el árbol de la vida. Brotes de álamos, de sauces y de tamariscos,
con sus penachos lavanda ocultan un curso de agua que se encuentra más adelante. Una
tímida fragancia flota en el aire. La luz en el cañón, aunque indirecta, es dorada y cálida,
reflejada y refractada desde la parte alta de las paredes monolíticas, donde revolotean las
golondrinas más abajo del borde del precipicio.
—Los griegos —dice Doc Sarvis con voz ronca, de manera desesperada, con la
garganta reseca y la lengua como un trapo— fueron los primeros en tener plena
consciencia…
Intenta aclararse la garganta.
Smith levanta la mano.
—Doc —dice tan suavemente que los demás tienen que esforzarse para oírlo—,
¿oyes lo mismo que yo?
Todos escuchan. El cañón parece estar inmerso en una tranquilidad absoluta. Una
inmaculada, cristalina y eterna perfección. Excepto por un leve defecto, que exagera el
silencio y lo subraya sin contradecirlo. El sonido de alguien o de algo punteando la cuerda de
una viola baja, mal tocada. Un croar rítmico.
—¿Qué es? —pregunta Bonnie.
Smith sonríe el fin.
—Eso de ahí es el sonido del agua, cielo. Arriba, en las rocas, detrás del álamo.
—Suena más como una rana.
—Donde hay ranas hay agua.
Todos admiran el maravilloso verde del árbol.
—Bueno, vamos —dice Bonnie—. ¿A qué estamos esperando?
Da un paso al frente. Doc se inclina hacia delante.
—Esperad —susurra Hayduke.
—¿Qué?
—No subáis allí.
Algo en su voz, su postura, deja congelados a los demás. De nuevo prestan atención.
Ahora el silencio es completo. La rana, la viola baja ha cesado, e incluso las delicadas hojas
del gran árbol han dejado de temblar.
—¿Qué oyes?
—Nada.
—¿Ves algo?
—No.
—Entonces, ¿por qué…?
—No me gusta —susurra Hayduke—. No va bien. Algo se ha movido allí. Creo que
están detrás de la curva, viendo el manantial.
—¿Ellos?
—Los hombres del helicóptero. Alguien. Será mejor que volvamos.
Bonnie mira al álamo expectante, los tamariscos y los sauces amantes del agua, el
firme reposo en tensión de las rocas, que esperan sin prisas las deliberaciones del tiempo y la
geología, la próxima catástrofe. Gira la vista hacia Smith, que ahora está mirando el camino
por el que han venido.
—¿Qué dices tú, Seldom?
—Algo ha asustado a esa rana. George tiene razón.
En la hermosa cara de Bonnie aparece un gesto de angustia.
—Pero estamos sedientos —gime, y aparece la primera lágrima.
—Es sólo una especie de retirada estratégica —dice Smith en voz baja mientras
vuelve encabezando el grupo, por las rocas quemadas y blanqueadas del cauce del arroyo,
que parece que no haya visto agua en setenta años—. Encontraremos agua, no te preocupes,
cielo. Ahora aléjate de la arena. No podemos permitirnos dejar huellas aquí. Lo siento mucho,
amigos, pero tengo la misma sensación que George tuvo cuando esa rana cerró el pico. Y no
es sólo por la rana. Algo va mal allí, y que yo sepa no hay ninguna razón para que no pudieran
haber aterrizado detrás de la siguiente curva.
Bonnie mira hacia atrás.
—¿Por qué no nos están persiguiendo?
—Quizás saben que no tienen que hacerlo.
—No lo pillo.
—Quizás ya hemos caído en la trampa.
—Oh. Oh, no.
Smith va por delante con paso enérgico, entre trotando y dando zancadas, con sus
enormes pies (talla 46) dispuestos en líneas perfectamente paralelas, dando contragolpes
sincronizados, sin desperdiciar ni un centímetro de distancia. Bonnie y Doc arrastran los pies
tras él a ciegas, Bonnie sorbiéndose la nariz y Doc murmurando como un loco con voz
monótona cosas sobre Pitágoras, las proporciones, la medida áurea, los quarterbacks griegos,
los centros nerviosos y los puestos de perritos calientes de Coney Island, con la mente puesta
en otro lugar, en cualquier lugar. Hayduke vigila la retaguardia con el rifle delante del cuerpo
y se para cada pocos pasos para mirar hacia atrás y escuchar. Su gorra amarilla de CAT está
oscura por el sudor.
Le damos la espalda al agua —piensa Bonnie. H2O líquida de verdad a menos de
media manzana de distancia. He visto el árbol. Un árbol vivo. El primero que vemos en todo
el día. Un árbol con hojitas verdes como los de los libros ilustrados. Con una rana verde en un
estanque verde. Dios mío, se me está yendo la cabeza. ¿Es eso lo primero que ocurre? Mi
lengua está como… tengo que decirlo, como si tuviera una rana en el estómago. Una rana
llamada Pierre. Dios santo, me estoy volviendo loca. ¿Te imaginas que la lengua se te pone
negra, como dicen? ¿O morada? Los dientes se te caen, los ojos se te hunden, los gusanos se
arrastran por tu piel morada, etcétera, y estoy cansada de esta mierda y si no me dan un buen
vaso de té helado ahora mismito, con hielo picado y una rodaja de limón, me pongo a gritar.
Pero no lo hace. Sólo el sol grita, a noventa y tres millones de millas de distancia, ese
grito incesante y demencial del inferno de hidrógeno que nunca, nunca, nunca oímos porque
—sueña Doc— hemos nacido con ese zumbido de horror en los oídos. Y cuando al final se
detenga tampoco oiremos el silencio solar. Entonces estaremos… en otra parte. Nunca lo
sabremos. ¿Qué es lo que sabemos? ¿Qué sabemos de verdad? Se pasa la lengua por los
labios agrietados. Sabemos que tenemos esta apodíctica roca bajo nuestros pies. Ese sol
dogmático sobre nuestras cabezas. El mundo de los sueños, la agonía del amor y el
conocimiento previo de la muerte. Eso es todo lo que sabemos. ¿Y todo lo que necesitamos
saber? Cuestiona esa afirmación. Yo cuestiono esa afirmación. ¿Con qué? No lo sé.
No me importa —piensa Hayduke—. Dejad que lo intenten. Dejad que esos cerdos
cabrones intenten hacer algo. Sea lo que sea me llevo a siete de ellos conmigo al infierno, lo
siento mucho, tíos, pero son las normas. —Acaricia la madera de nogal pulida de la
empuñadura de la culata, que se adapta a su mano como un guante—. ¿Quién necesita su
repugnante ley? ¿Quién necesita su agua contaminada y sucia? Beberé sangre si la necesito.
Dejad que intenten algo, esos hijos de puta. Nunca dejaré que lo olviden. Nunca dejaré que
hagan lo mismo aquí. Este es mi país. Mío, de Seldom y de Doc —vale, de ella también—.
Dejad que lo intenten y que jodan a cualquiera de estos y tendrán un problema. Un problema
de verdad, los hijos de puta. En algún momento hay que poner el límite y podríamos ponerlo
en Comb Ridge, en Monument Upwarp y en Book Cliffs.
Mientras tanto Smith, concentrado en su cometido, piensa sobre todo en los tres
inocentes que lo siguen y dependen de él para encontrar un camino a través del laberinto de
Las Aletas, para encontrar agua, para encontrar una ruta hacia Lizard Rock, comida y víveres
frescos, y para encontrar desde allí un camino hacia el laberinto del Laberinto, y seguridad,
libertad y un final feliz.
Se detiene. De repente. Doc y Bonnie, con las cabezas gachas, y Hayduke, que va
mirando hacia atrás, se chocan contra él como tres payasos en una película muda, como Los
tres chiflados. Todos se paran de nuevo. Nadie habla.
Smith pasa por delante de la boca del cañón lateral de su derecha, y mira hacia la
primera curva del cañón principal, a quinientos años de distancia. Escucha atentamente con
la misma concentración de un ciervo en temporada de caza. El silencio, excepto por el canto
burlón de un pajarillo que está posado en un punto alto de la pared, parece tan perfecto como
antes, un equilibrio impecable que se mantiene en el calor paralizante y estancado.
Pero Smith vuelve a oír ese sonido. O, más bien, vuelve a sentirlo. Pies. Muchos pies.
Muchos pies grandes que caminan por la roca y se arrastran por la arena. ¿Será el eco, quizás?
¿Será la respuesta al sonido de sus propias pisadas, retrasado por alguna propiedad acústica
peculiar de ese lugar grotesco? No es probable.
—Todavía vienen —murmura.
—¿Quiénes?
—Los otros tíos.
—¿Qué?
—El equipo.
Mientras susurra, Smith señala la zona de arena firme oscurecida por la filtración que
tienen delante.
—Observad lo que hago —dice— y haced todos lo mismo que yo.
Mira a Bonnie, que tiene la cara roja y los ojos preocupados, y le da un apretón en el
hombro. Mira a Doc, que está intentando fijar la vista en algo que no es visual, y a Hayduke,
que mira a su alrededor, tenso como un puma.
—¿Me habéis entendido?
Bonnie asiente. Doc también. Hayduke gruñe:
—Date prisa. —Y vuelve a mirar hacia atrás por encima de su hombro.
—Muy bien, pues ahí voy.
Smith se da la vuelta y camina hacia atrás, de frente a ellos, por encima del tramo de
arena húmeda. En cada paso hace un esfuerzo añadido por presionar con el talón de la bota y
lo hunde profundamente para que la huella parezca la de un hombre que camina de manera
normal. Va hacia atrás trazando una curva a través de la arena hacia la boca del cañón lateral
y luego regresa a la piedra. Allí se para y espera a los demás.
Los otros hacen lo mismo.
—Daos prisa —susurra Hayduke.
Doc camina arrastrando pesadamente, de espaldas, mirándose los pies. Bonnie le
sigue e invierte sus huellas con esmero. El último es Hayduke, que se une a sus amigos. Los
cuatro, de pie sobre la roca, admiran por un momento el rastro que han inventado. Se ve
claramente que cuatro personas han salido del cañón lateral.
—¿Crees que un truco como este engañará a un grupo de hombres adultos?
—pregunta Bonnie.
A Seldom se le escapa una sonrisa prudente.
—Bueno, cielo, si Love estuviera solo yo diría que no, a él no se le engaña tan
fácilmente. Pero con el equipo es diferente. Un hombre solo a veces puede ser bastante tonto
pero cuando hablamos de estupidez genuina y auténtica, no hay nada que iguale a la del
trabajo en equipo. —Se calla y escucha de nuevo—. ¿Los oís? —susurra.
Ahora incluso Doc oye las pisadas de botas detrás de la curva, el sonido hueco de
voces ininteligibles pero humanas que se acercan atravesando esa caja de resonancia de
piedra.
—Son ellos —dice Smith—. Vamos a movernos, compañeros.
Se apresuran por la arenisca desnuda, entre sol y sombra, caminando con dificultad
por una pesadilla de arena y pasando por encima de placas de piedra esquirladas. Siguen
avanzando por el estéril cañón secundario, que se va elevando por una pendiente progresiva y
se estrecha súbitamente en lo que parece un callejón sin salida. La trampa dentro de la trampa.
Las paredes son lisas y verticales a ambos lados y presentan menos agujeros y puntos de
apoyo para trepar que la fachada de un edificio de oficinas. En cada curva del cañón Smith
examina las paredes buscando una salida, alguna manera de subir. Espera tener al menos diez
minutos para encontrar un camino para huir, diez minutos antes de que Love y el equipo
decidan dar una segunda ojeada a las huellas de zapato que salen de manera inexplicable de
donde, por lógica, deberían entrar. Ni siquiera un hombre que quiere ser gobernador puede
ser tan tonto.
El cañón gira y vuelve a girar, curvándose una y otra vez en meandros cerrados. En la
parte exterior de las curvas las paredes se arquean por encima del suelo del cañón y forman
unos huecos semicirculares más grandes que el Hollywood Bowl. En el interior de las curvas
las paredes presentan una disposición opuesta: lisas y redondeadas, se alzan desde el suelo
tan bruscamente que Smith no ve forma humana de plantarle cara a aquellas superficies
pulidas y difíciles. Quizás un hombre mosca. Quizás un hombre Hayduke…
De repente, sin ningún indicio previo, llegan al final del pasillo. El precipicio
previsible bloquea su avance: una almena de piedra erosionada de sesenta pies de alto se
curva por encima de sus cabezas, con un pico o drenaje en el corte, por donde la siguiente
inundación repentina, que todavía está preparándose en la meseta alta, bajará
estrepitosamente con un esplendor turgente, lleno de polvo de arcilla, barro, pizarra, árboles
arrancados, cantos rodados y láminas del barranco desmenuzadas. Para sortear este obstáculo
un hombre tendría que ascender primero a 90 grados, luego agarrarse boca arriba por el
saliente como una araña, con los pies y las manos adheridos a las facetas angulosas de la
piedra, desafiando con el cuerpo no sólo a la gravedad, sino también a la realidad. Eso está
hecho.
Hayduke evalúa la pendiente.
—Yo puedo subir por ahí —dice— pero necesitaré tiempo. Es complicado.
Necesitaré ascendedores, escaleras de estribos, fisureros, anclajes, ganchos, martillo,
burilador y pernos de expansión, todo cosas que no tenemos.
—¿Eso de ahí es agua? —pregunta Bonnie, con la cantimplora en la mano mientras
se arrodilla al borde de una poza con forma de cuenco que se encuentra a los pies del barranco.
La arena húmeda sobre la que se pone de rodillas es arena movediza que se va desplazando
lentamente por debajo de ella, aunque todavía no se da cuenta. En el centro del cuenco hay
una charca de dieciocho pulgadas de profundidad llena de algo que parece un caldo turbio y
que huele a podrido. Unas cuantas moscas y pulgas merodean por encima de la sopa; algunos
gusanos y larvas de mosquito culebrean en ella; en el fondo del pequeño cuenco, apenas
visible, se encuentra el indefectible cadáver blanquecino de un ciempiés de ocho pulgadas de
largo.
—¿Podemos beber esta cosa? —pregunta.
—Yo claro que puedo —dice Smith— es más, estoy seguro de que me la voy a beber.
Vamos, llena tu cantimplora, cielo, y la filtraremos con la mía.
—Dios mío, hay un ciempiés muerto ahí dentro. Además, me estoy hundiendo en este
fango. ¿Seldom…? —Las arenas movedizas tiemblan como gelatina, se escurren y
borbotean—. ¿Qué es esto?
—No pasa nada —dice—, te ayudaremos a salir. Llena la cantimplora.
Mientras Bonnie llena la cantimplora, Hayduke coge la cuerda del hombro de Smith y
se retira un poco hacia atrás por el camino por el que han llegado. Ha advertido una escisión
en la pared, una grieta que se extiende hacia arriba lo suficiente como para hacer posible el
acceso a la bóveda ligeramente curvada de más arriba, por donde la fricción de la suela de la
bota puede bastar para seguir ascendiendo. A cien pies por encima de su cabeza el muro
desaparece de su línea de visión. Lo que haya más arriba lo tendrá que averiguar cuando haya
conseguido llegar hasta allí.
Se coloca el rollo de cuerda entre los hombros, deja caer el cinturón de la pistola y
suelta el rifle para estudiar la roca. La pared es vertical en su base, pero la grieta es lo
suficientemente ancha para que le quepan las manos, una sobre la otra, y la punta del pie
girada de lado. Se sitúa oponiendo presión en la roca con los dedos, pues no hay nada de lo
que agarrarse, e inserta la punta de su bota izquierda, con cuidado, dentro de la hendidura a la
altura de su rodilla. Apretando lateralmente con las yemas de los dedos consigue tener
suficiente agarre como para subir. El pie derecho le cuelga inútilmente, ya que no tiene dónde
ponerlo. Desliza los dedos hacia arriba por el borde de la grieta, utilizando la fuerza lateral
otra vez, saca el pie izquierdo, lo sitúa más alto y lo vuelve a insertar. Esto le permite
ascender a una distancia de otros dos pies más. Una vez más desliza los dedos hacia arriba,
primero uno, luego otro, mientras intuye un nuevo punto de agarre.
Debería haber desenrollado la cuerda y habérsela atado; el grueso rollo interfiere en
sus movimientos y hace peligrar su equilibrio. Ya es demasiado tarde. Levanta la bota
izquierda lo más alto que puede y la coloca dentro. Apenas hace suficiente presión como para
soportar el peso de su cuerpo. Repite la técnica de los dedos y se estira. Una y otra vez.
Ahora está a unos quince pies del suelo y la arenisca comienza a redondearse una
pizca, un grado cada vez, del plano vertical. Escala. Veinte pies. Treinta. La escisión llega a
su fin más arriba y se desvanece hacia su matriz, la pared monolítica, pero el grado de
curvatura favorable aumenta. Hayduke descubre que puede obtener un poco de apoyo con el
pie derecho. Se atreve con dos deslizamientos más de manos por la grieta hasta que se
estrecha tanto que no cabe siquiera la punta de un dedo.
Llega el momento de probar la parte abierta de la pared, que se curva hacia adentro
como la cúpula de un capitolio, en un ángulo de unos cincuenta grados. No hay alternativa.
Hayduke tantea hacia el exterior, con los dedos caminando sobre la piedra, buscando algo de
dónde agarrarse, un bulto, una escisión, una fisura, un ángulo o el más minúsculo de los
agujeros. Nada. Nada por ahí fuera salvo la indiferente pared áspera de textura granulada.
Bueno, entonces esto va a consistir en rozamiento y nada más. Ojalá tuviera mis fisureros, un
gancho, un empotrador con forma de chapa, un desatascador y un par de tetas grandes en los
codos. Pero no los tienes. Tienes fe en el rozamiento. Llegó el momento de sacar el pie
izquierdo de la grieta.
Hayduke duda. Naturalmente. Mira hacia abajo. Un error natural. Tres caras pálidas
protegidas del sol por sombreros, tres pequeñas figuras lo miran con atención. Parecen estar
muy abajo. Muy, muy, muy abajo. Llevan cantimploras, ahora llenas de agua turbia. Ninguno
habla. Están esperando a que se resbale, se caiga, se golpee y se espachurre contra las piedras
rotas de abajo. Ninguno habla; un solo suspiro podría hacer que se soltara. La palabra es
exposición.
Durante un momento Hayduke siente ese pánico enfermizo del escalador que no está
atado ni tiene ayuda. La nausea y el terror. Imposible continuar, imposible descender,
imposible permanecer tal y como está. Los músculos de su pantorrilla izquierda están
empezando a temblar y el sudor le cae, gota a gota, a través de las cejas hasta los ojos. Con la
mejilla y la oreja pegada a los cimientos de la tierra de los cañones, oye y comparte el latido
de un corazón macizo, un murmullo pesado enterrado bajo las montañas, tan antiguas como
el mesozoico. Su propio corazón. Un sonido subterráneo, pesado, marcado y remoto. El
miedo.
Doctor Sarvis —dice alguien, a años de distancia; una voz fantasmal, como el
bramido del Minotauro alrededor de las numerosas curvas de los cañones que se hunden
dentro de este laberinto de piedra roja—. Doctor…
Hayduke levanta la mano, inclina el cuerpo hacia fuera de la bóveda y deposita todo
el peso únicamente sobre la bota con suela de tacos del pie derecho, que a su vez se apoya en
la roca curvada. Suavemente saca el pie izquierdo, lo estira y lo coloca junto al otro, de
manera que los dos pies, grandes y fuertes, se encuentran sobre la superficie del plano
curvilíneo. Se pone derecho. El rozamiento funciona. Está yendo hacia arriba, hacia ninguna
parte. Se oye el sonido de un helicóptero que se eleva —tucu, tucu, tucu, tucu— entre las
paredes, las cimas, las aletas y los picos. Da igual. Eso puede esperar. Camina hacia arriba,
paso a paso, mientras piensa: Vamos a vivir para siempre. O a saber la razón por la que no.
Ya está bien. Seguridad. Ahora necesitamos un punto de apoyo. Lo encuentra al
instante: una cornisa estrecha pero sólida que se mete en la línea de descenso de la curva de la
pared (en el sentido correcto) donde hace un siglo o dos un trozo cedió y se desprendió, para
después caer en el montón de escombros sobre el que se encuentran ahora sus amigos. Mira
hacia arriba. Allí le espera una gran pendiente de piedra cubierta por rocas con forma de
hamburguesa sobre pedestales, algunos bancos de grava, unos cuantos arbustos: purshias,
yucas, enebros nudosos y retorcidos, medio muertos aunque también medio vivos. El camino
lleva hacia los misterios pétreos de Las Aletas, luego (eso espera) a Lizard Rock y finalmente
al Laberinto.
—¡Siguiente! —grita Hayduke mientras se coloca un extremo de la cuerda alrededor
de la cintura y arroja el otro al vacío, que llega hasta donde están los demás, noventa pies más
abajo. Sobran treinta pies de cuerda.
Los neófitos se muestran algo reticentes, pero finalmente Smith y Bonnie consiguen
intimidar a Doc para que haga el ascenso. Smith tensa la cuerda entre el gran pecho de Doc y
la barriga, le cuelga el kit médico del cinturón y lo empuja hacia arriba para que de los
primeros pasos. Doc está aterrorizado, por supuesto, pero también restablecido después de
haber conseguido algo de agua, aunque sea caliente y nauseabunda, para su tejido celular
esponjoso. Al principio intenta arrastrarse por la roca al estilo ameba, de pseudópodo en
pseudópodo, pero resulta inútil. Lo convencen para que se incline hacia fuera y hacia atrás,
en contra del más mínimo sentido común y del instinto, y para que camine por la pared
permitiendo que Hayduke tire de él con todo el peso en la cuerda. Lo consigue, no se sabe
cómo, se sienta a los pies de Hayduke y se seca la cara.
La siguiente es Bonnie, cargada con las cantimploras que gorgotean.
—Esto es ridículo —dice— totalmente ridículo, y si dejas que me caiga, George
Hayduke, so cerdo, no te volveré a hablar en la vida.
Pálida y algo temblorosa, se sienta junto a Doc.
Suena un helicóptero que ronda por los alrededores entre las agujas, torrecillas, y
cúpulas, buscando algo, cualquier cosa, aunque sea un sitio donde bajar para no encontrar
nada más que un paisaje sobrenatural de rocas que se elevan e hileras paralelas de placas de
piedra de trescientos pies de altura que disminuyen gradualmente colocadas de canto: Las
Aletas. Pero al menos no es el Laberinto, piensa el piloto y piensa Hayduke, que tampoco
está familiarizado con la región. Al menos él, Hayduke, tiene los dos pies sobre la tierra:
piedra sólida. Además de un cordón umbilical resistente y flexible alrededor de las caderas
que lo conectan con Seldom Seen Smith, que espera fuera de su ángulo de visión por debajo
de la semiesfera de piedra.
—No te olvides mis armas —le grita Hayduke.
Doctor Sarvis —grita alguien con una voz megafónica parecida a la de un toro,
grotescamente amplificada, que hace retumbar el cañón desde un lugar oculto, mucho más
cerca que antes, y que se está aproximando—. Doctor, le necesitamos…
Doc, que está sentado al lado de Hayduke, se seca la frente, todavía pálido por el
riesgo y el miedo, tirita como un caballo cojo. Con dedos temblorosos, intenta volverse a
encender el cigarro, pero no atina. En su lugar, se quema los dedos.
—¡Dios santo!
Doctor Sarvis… señor… ¿dónde está?
Nadie presta mucha atención a la voz incorpórea. ¿Para qué? ¿Quién puede creerlo?
Cada uno piensa para sí mismo que se está volviendo loco.
Bonnie enciende una cerilla y le da fuego al doctor.
—Pobre Doc.
Los dos acrófobos se apoyan el uno en el otro.
—Gracias, enfermera —masculla mientras recupera la firmeza—. Madre mía, qué
lugar más extraño. —Mira a su alrededor—. Roca desnuda, nada más que roca desnuda, por
todas partes. Un mundo onírico surrealista, ¿verdad, enfermera? Dalí. Tanguy. Sí, un paisaje
de Yves Tanguy. ¿Qué está haciendo ahí George con esa cuerda? Como no tenga cuidado
alguien va a tirar de ella y va a perder el equilibrio.
—Está esperando a Seldom, mi amor. Toma otro sorbo de agua.
—Smith —grita Hayduke—, ¿a qué coño estás esperando?
—Ya voy, ya voy. ¿Estoy asegurado?
—Asegurado, joder.
Hayduke está preparado y espera.
—Probando la cuerda.
Fuerte tirón. Hayduke se mantiene firme.
—Ténsala.
—Ahí va.
Smith sube caminando por la pared, agarrando la cuerda con ambas manos y con los
pies pegados a la piedra, llega donde están los demás y se quita la cuerda. Respira con
dificultad pero parece aliviado.
—¿Qué estabas haciendo ahí abajo? —pregunta Hayduke.
—Tenía que mear.
«DOCTOR SARVIS, POR FAVOR, DOCTOR SARVIS».
—¿Qué demonios es eso? —dice Hayduke.
—Suena como si fuera Dios —contesta Bonnie—, pero con acento del oeste
americano. Justo lo que siempre he temido.
—Dame el rifle —dice Hayduke— y el cañón.
Smith se los da de mala gana.
—Los demás empezad a subir por la pendiente.
George se abrocha el cinturón con la pistola.
—Mira, George…
—¡Continuad!
«¡DOCTOR SARVIS!».
Nadie se mueve. Miran fijamente hacia abajo del cañón, hacia la dirección de la que
proviene el potente llamamiento. Se oye el sonido de unas botas pesadas que caminan
trabajosamente por la arena y la grava, y pisan sobre arbustos.
«¡EH, DOC SARVIS!».
—Alguien con un megáfono —farfulla Hayduke—. Algún truco de los del obispo.
—Sólo que no suena como el reverendo.
—Vigila detrás de nosotros. Nos están intentando engañar. Todos atrás.
Hayduke coge el rifle y apunta hacia abajo; nervioso, abre el cerrojo, inserta un
cartucho en la cámara y cierra el cerrojo.
Esperan. Miran hacia la curvatura de la pared del cañón mientras las pisadas se van
acercando. Aparece un hombre, grande, pesado, de doscientas libras de peso y seis pies de
altura, sudando como un cerdo, sin afeitar, con la cara roja y aspecto preocupado. Con una
gran cantimplora colgada del hombro. Se detiene, mientras agarra con una mano el megáfono
a pilas y con la otra un palo del que cuelga una camiseta blanca sucia y mira fijamente el
cajón cerrado del cañón, ajeno a la banda que está mirándolo a noventa pies de altura. El
hombre se parece un poco al reverendo Love. Pero no tanto. No va armado.
—¿Qué quiere ese hijo de puta? —susurra Hayduke.
—Ese no es el reverendo —dice Smith—, es su hermano pequeño, Sam.
Sus susurros llegan hasta el hombre, que mira hacia arriba, primero a la izquierda, el
lado incorrecto, ya que lo que oye no son los sonidos originales sino su eco. En esa parte sólo
ve el techo del majestuoso hueco que se curva sobre su cabeza, a doscientos pies de altura.
—Estamos aquí arriba, Sam —dice Smith—. ¿Qué estás haciendo? ¿Estás perdido?
Sam los divisa y alza la sucia camiseta interior con un gesto cansado, bien de
rendición, bien de parlamento. Parlamento: se acerca el megáfono a la boca.
Smith levanta la mano:
—Podemos oírte sin esa maldita cosa. ¿Qué te preocupa, Sam?
—Necesitamos al doctor —dice el hermano.
—Lo sabía —farfulla Hayduke ferozmente.
—¿Para qué? —dice Smith.
—Todo el tiempo he sabido que era una trampa. Vigila por detrás, Bonnie.
Bonnie le ignora.
—Al reverendo le ha dado un infarto. O algún otro tipo de ataque. No sé exactamente
qué es, pero creo que es un ataque al corazón.
Doc levanta la cabeza con interés.
—Llamad a vuestro helicóptero —dice Smith—, llevadle al hospital.
—El helicóptero ha venido pero no puede aterrizar a menos de una milla de distancia
y necesitamos al médico inmediatamente.
—Describe los síntomas —farfulla Doc, mientras trata de agarrar su bolsa negra.
Bonnie le pone una mano en el hombro.
—No, no lo hagas.
El hombre que está abajo se dirige directamente al doctor Sarvis:
—Doctor —grita—, ¿puede bajar de ahí? Le necesitamos de verdad.
—Por supuesto —masculla Doc parpadeando y buscando a tientas su bolsa.
La lleva atada por detrás y no logra soltarla.
—Voy para allá.
—¡No! —grita Bonnie—. Diles que no hace visitas a domicilio, sólo en la consulta
—grita a Sam.
—Ahora vuelvo —murmura Doc, mientras busca con los pies un punto de apoyo. Se
empuja la bolsa hacia un lado, ahora con los ojos más claros—. George, ¿la cuerda?
—Es una trampa —grita Hayduke, estupefacto.
—¿La cuerda, George?
Doc coge el extremo que cuelga y comienza a atársela alrededor de la cintura con un
nudo llano. Las manos todavía le tiemblan. Da una calada a su cigarro.
—Bajo enseguida —murmura hacia el hombre que está abajo, que no le oye.
—¡Doc!
—Doctor Sarvis —chilla el hombre.
—Bajo enseguida. Que alguien se lo diga. George, échame una mano con esto.
Necesitamos una sutura no corrediza, ¿no? No recuerdo cómo te hiciste tú la tuya.
—Dios —George se acerca, deshace el nudo llano y hace un nudo bolina—.
Escúchame atentamente, Doc —comienza—, no pueden probar que tú estuvieras metido en
esto.
—Por supuesto que no.
—No, escúchame —interrumpe Bonnie—. Esto no está bien. Te meterán en la cárcel.
No voy a dejar que lo hagas. Lo que tenemos que hacer es —Bonnie señala frenéticamente
hacia la roca silenciosa que está arriba y a los desagradables y amenazadores monumentos de
piedra; la ciudad muerta, esa morgue jurásica— subir allí. Como sea. Luego ir al Laberinto.
Seldom dice que nunca nos encontrarán una vez hayamos llegado allí.
—Bueno, bueno, Bonnie —dice mientras la abraza—. Tengo un buen abogado. Caro
pero muy bueno. Nos reuniremos más tarde. De todos modos no puedo seguir mucho más así.
Por otro lado está —«¡Bajo en un minuto!», grita al hombre que le está esperando—, ya sabes,
mi juramento y toda esa porquería. No se puede ser un hipócrita hipocrático, ¿a que no?
Estoy listo, George. Bájame.
—Está bien —dice Hayduke preparándose para aguantarle—, pero no cuentes nada a
esos hijos de puta, Doc. No admitas absolutamente nada. Haz que lo demuestren.
—Sí, sí, claro. Siento que no haya tiempo para una apropiada, bueno, ya sabéis…
—Doc dirige un movimiento de cabeza a Smith—. Hombre de bien, no dejes que estos
imbéciles se metan en líos. Cuidaos, George, Bonnie…
—¡No te vas a ir!
Doc sonríe, cierra los ojos, se inclina hacia fuera y se pone de espaldas al borde. Baja
la pared con dificultad, con la bolsa enganchada en el cinturón y agarrándose con las manos
desesperadamente a la cuerda y con los nudillos blancos manteniendo los ojos cerrados
mientras Hayduke repite las instrucciones rutinarias:
—Inclínate. Seldom, será mejor que me ayudes. Inclínate, Doc. Inclínate hacia atrás.
Los pies pegados a la roca. No aprietes la puta cuerda así. Relájate. Disfruta. Eso es. Sigue.
Sigue, Doc. Así.
Bonnie mira llena de asombro.
—Doc… —gime.
Doc llega al final de la pared (o, mejor dicho, lo bajan). Sam Love desata la bolsa
médica, desata la cuerda de escalada y ayuda al doctor a bajar por los escombros hasta el
suelo del cañón. Doc dice adiós con la mano a sus camaradas, luego zigzaguea por el cañón al
lado de Sam, que lleva la bolsa.
—Te veremos pronto, Doc —grita Smith—. Ten cuidado, ocúpate del hijo de puta del
reverendo y asegúrate de que te paga en efectivo. No admitas cheques.
Doc vuelve a saludar sin mirar atrás.
—Larguémonos de aquí. —Hayduke empieza a enrollar la cuerda, tirando de ella
hacia arriba.
—Espera un momento —dice Bonnie—, yo también voy a bajar.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—Vaya. Mierda. Vaya, me cago en la puta.
—Sin groserías, por favor. Sólo sujétame bien.
—Vaya, mierda, espera a que suba la cuerda.
—No tienes que bajarme como si fuera un bebé. Bajaré haciendo rappel.
Bonnie se pone algo —un pañuelo doblado a modo de almohadilla— en el culo de los
vaqueros y se coloca a horcajadas sobre la cuerda (esa cuerda afortunada, piensa Smith).
—Tú sujétame bien y cierra el pico.
Se pasa la cuerda entre las piernas, se la cruza por la espalda y por encima del
hombro.
—Sujétame, caray.
—Así no puedes. No tienes la cuerda bien puesta. De todas maneras, ¿dónde coño te
crees que vas?
—¿Dónde crees que voy?
—Ahora tú eres mi mujer —Hayduke suelta un gallo haciendo que su voz parezca el
balido de un amante—. Mierda —gruñe, mientras se recupera con rapidez—, ¿qué coño te
pasa?
Bonnie se gira hacia donde está Smith.
—Seldom —ordena—, sujétame.
Smith duda mientras Hayduke tira de la cuerda que ahora está enrollada alrededor de
la frágil figura de Abbzug.
—Caray, Bonnie… —dice Smith, y carraspea.
—Bueno, bueno —dice Bonnie— menudo par de niñatos tiquismiquis blandengues
estáis hechos, de verdad.
Bonnie se pone de espaldas al precipicio con la cuerda colocada correctamente en
posición de rappel, todavía con un extremo alrededor de la cintura de Hayduke.
—Si no me sujetas bien haré que bajes conmigo.
—¡Joder! —resopla Hayduke, dando un paso atrás hacia la cornisa de apoyo y
colocando las botas firmemente—. Un momento, ¡no lo hagas! —Le lanza una mirada
fulminante.
—De verdad, no sé cómo vais a sobrevivir vosotros dos sin mi. O cómo voy a
sobrevivir yo sin la brillante, refinada, tierna y elegante conversación de George. —Pausa
—¡Patán! ¡Me voy con Doc!
—¡Ni lo sueñes! —tira de la cuerda.
—¡Claro que me voy! —retrocede.
—George —habla Smith—, deja que se vaya.
—Tú no te metas en esto.
—Deja que se vaya.
—No te metas, Seldom —dice Bonnie—, puedo ocuparme de este gamberro yo sola.
Tira de la cuerda.
—¡Comprobando sujeción!
—¡Sujeción lista! —contesta Hayduke, reanimándose automáticamente. La mitad de
la cuerda está enrollada a sus pies.
Bonnie comienza a bajar por la cúpula de arenisca, con la cuerda que le raspa los
vaqueros y la camiseta y que le aprieta tanto que llega a doler. Noventa pies de descenso.
Ochenta. Setenta. Desde la posición de Hayduke sólo se le ve el sombrero, la cara y los
hombros. Luego sólo el sombrero, Luego nada. Desaparece.
—¡Más cuerda! —se eleva una vocecilla aterrorizada.
Hayduke suelta más cuerda.
—Debería dejarla ahí colgada. Pequeña zorra testaruda. Nada más que problemas me
ha traído. Joder, Seldom, ¿no dije al principio que no necesitábamos ninguna maldita niña en
esta puta organización? ¿No lo dije? Claro que lo dije. Nada más que problemas y desgracias.
La cuerda vibra en su mano como la de un arco, una línea recta euclidiana que va
desde el hueso de su cadera hasta el borde de la pared del cañón.
—¿Dónde estás ahora? —grita.
No hay respuesta.
—Seldom, ¿puedes ver lo que está haciendo esa furcia loca ahí abajo?
Un grito débil y lastimero suena desde abajo:
—Fin de la cuerda. Dame más cuerda, cabrón.
Smith se asoma al borde.
—Está cerca de todas formas, George. Deja que baje otros veinte pies.
—Dios —Hayduke continúa, con lágrimas que le caen por las mejillas hirsutas y que
se deslizan como perlas derretidas por las aletas de su nariz hacia la maleza de su
mandíbula—, piensa en todo lo que hemos hecho por ella, maldita sea, y justo cuando
estamos a punto ella tiene que escabullirse así, sólo porque siente lástima de Doc. Que se
vaya al infierno, es todo lo que puedo decir. Al infierno, Seldom, seguiremos sin ella, eso es
todo. Al infierno con ella.
La cuerda se afloja entre sus manos pero él parece no darse cuenta.
—Ya está abajo, George —dice Smith—. Recoge la cuerda, ya se ha desatado. ¡Hasta
pronto, cielo! —grita, mientras Bonnie camina hacia el suelo del centro del cañón,
apresurándose para alcanzar al desaparecido Doc.
Bonnie se detiene y manda un beso a Seldom, con gran sonrisa triunfante en su
preciosa cara. Está radiante. Con los ojos brillantes y el sol reflejándose en su pelo saluda a
George con la mano.
—Adiós.
Él enrolla la cuerda, parece huraño. No le responde. Los psicópatas
maniacodepresivos son difíciles de contentar. Ni siquiera la mira.
—A ti también, gilipollas —ella grita alegremente y envía a Hayduke un beso
esperanzador.
Él se encoge de hombros y sigue recogiendo su preciada cuerda. Bonnie Abbzug se
ríe, se da la vuelta y se aleja corriendo.
Silencio. Más silencio.
—Ahora recuerdo el tercer precepto —dice Smith sonriendo a un sombrío,
apesadumbrado y mugriento Hayduke—. Nunca te acuestes con una tía que tenga más
problemas que tú.
La cara de Hayduke se relaja con una sonrisa reticente pero amplia.
O con casi los mismos, añade Seldom para sus adentros.
¡Tucu, tucu, tucu, tucu!
El sol destella en el rotor que gira y se refleja en la burbuja de plexiglás, mientras que
el helicóptero de reconocimiento pasa velozmente, como un pensamiento tardío, visible sólo
por un momento, a través del trozo de cielo nublado entre dos altísimas paredes de un cañón,
a una milla de distancia. Las vibraciones llegan hasta ellos, los círculos se van acercando y
cerrando, un bucle vítreo desde el cielo.
Smith coge la cantimplora, Hayduke se cuelga el rifle. Suben gateando la pendiente
pedregosa, diminutas figuras sobre un enorme rostro sin ojos de arenisca esculpida, dos
pequeños seres humanos perdidos en un gigantesco reino de torres, paredes, calles vacías y
metrópolis abandonadas de roca, más roca y nada más que roca, silenciosas y deshabitadas
durante treinta millones de años. Se pueden oír sus voces en ese resto estéril de una alianza
lejana, mientras encogen y menguan, abajo a lo lejos, como pequeños bichos metomentodo,
desde el punto de vista del buitre.
George —dice una vocecita, increíblemente remota pero clara—, madre mía,
George, sabes que no pensaba que pudieras hacerlo, cuando se trataba de ir al grano.
Estaba seguro de que te arrugarías como una criadilla, que te doblarías con la cola gacha y
te mearías encima como una serpiente enferma.
Vaya, Seldom Seen, mormón hijo de puta con cara de águila ratonera, puedo hacer
lo que quiera si quiero, es más, lo haré, es más, ellos nunca, y digo nunca, nunca jamás van
a cogerme. No. Nunca. Ni a ti, si puedo evitarlo.
Las microvoces se debilitan pero no desaparecen: el parloteo y la risa continúan, y
continúan, y continúan durante millas…
El buitre sonríe con su sonrisa encorvada.
—Está detenido, doctor Sarvis. Supongo que debo decírselo antes de que vea a
Dudley.
Doc. Se encoge de hombros y le devuelve la cantimplora a Sam.
—Por supuesto. ¿Dónde está el paciente?
—Lo tenemos debajo de ese álamo donde están aquellos hombres. Usted también,
hermana.
¿Hermana? Bonnie reflexiona, aunque sólo un momento.
—No me llame hermana, hermano, a no ser que lo sea. Además, tengo sed, mucha
hambre y solicito que respeten mis derechos legales como delincuente común y si no, no os
causaré más que problemas.
—Tranquila.
—No descansaréis en absoluto.
—De acuerdo, de acuerdo.
—Sólo preocupaciones.
—Está bien. Aquí está, Doc.
El paciente está sentado contra el tronco de un árbol, un hombre grande y grueso de
rostro cuadrado de apuesto ganadero anglosajón. J. Dudley Love, obispo de Blanding. Los
ojos le relucen, su piel tiene un matiz de semicocida, parece entusiasmado, nervioso, un poco
ausente.
—Hola, Doc. ¿Dónde demonios has estado? Sam —dice dirigiéndose a su
hermano—, ¿qué te dije? Te dije que vendría. ¿Voy a ser gobernador del gran estado de Utah
conocido como «la gran colmena», o no? Industria, doctor, ese es nuestro lema de estado, y
nuestro símbolo de estado es la colmena de oro, una maldita colmena maciza de cuarenta
quilates, y Dios sabe que nosotros somos pequeñas abejas laboriosas, ¿verdad, Sam? ¿Quién
es esta chica? ¿Voy a ser gobernador o no?
—Vas a ser gobernador.
—¿Voy a ser el gobernador de este maldito estado o no?
—Seguro que sí, Dud.
—De acuerdo. ¿Y dónde están los demás muchachos? Los quiero a todos, en especial
al veleta renegado de Smith. ¿Lo tenéis?
—Todavía no, Dudley. Pero estamos consiguiendo ayuda. Hemos contactado con el
Departamento de Seguridad Pública, con la Oficina del Sheriff y con el FBI, y con todos
aquellos que tienen competencias aquí, excepto con el Servicio de Parques.
—No, Sam. No quiero ayuda. Puedo atrapar a esos chicos yo solo. ¿Cuántas veces
tengo que decírtelo?
El futuro gobernador de Utah mira absorto mientras Bonnie, con el estetoscopio
colgando del cuello, le sube la manga y le abrocha la solapa de la manga del tensiómetro
ajustándolo alrededor del brazo. Por los agujeros de la nariz del reverendo sale sangre. Doc
pone a contraluz una reluciente jeringuilla hipodérmica y clava la aguja en una ampolla.
—Eres una joven muy bonita. ¿Eres también médico? ¿Cómo te llamas? Me duele el
brazo izquierdo. Hasta los dedos. Y lo último que queremos es ver a los guardas del parque
husmeando por aquí. Ni siquiera pertenecen a esto. Vamos a transferir todo este supuesto
Parque Natural al estado tan pronto como yo esté ahí, ya verás, Sam. ¿Qué es lo que estáis
mirando tan anonadados, amigos? Fuera de aquí. Encontrad a Smith; decidle que mejor será
que aparezca en la próxima reunión de la Asociación para el Perfeccionamiento Mutuo o
revisaremos su genealogía. Lo único peor que un gentil es un maldito jack mormon. ¿Eres tú
una gentil, joven?
—Soy judía —murmura mientras se coloca los cuernos del estetoscopio en los oídos
y comprueba el tensiómetro. Sístole, diástole, mercurio y milímetro—. Ciento sesenta sobre
ochenta y cinco —dice a Doc.
Él asiente. Ella desabrocha la solapa.
—Aunque seas una gentil, no pareces judía. Te pareces a Liz Taylor. Quiero decir
cuando era joven, como tú.
—Qué amable es usted, reverendo. Ahora relájese.
Doc se acerca con la aguja y extiende una mano grande firme y tranquilizadora sobre
su frente húmeda.
—Esto va a doler un poco, gobernador.
—Todavía no soy gobernador, ahora soy sólo un obispo. Pero pronto lo seré. ¿Eres tú
el (¡uf!)… el médico? Pareces médico. Sam, maldita sea, ¿no te dije que el doctor vendría?
Ya no se encuentra a muchos así. Sam, me gusta esta chica. ¿Cómo te llamas, tesorito?
¿Abbzug? ¿Qué clase de nombre es ese? No suena americano, en cualquier caso. ¿Quién me
ha robado el triciclo? Sam, sigue con la radio. Alarma en todos los puestos. Descripción: tez
oscura, grasiento, grano en el culo, cicatriz en el testículo izquierdo. Pantalones caídos.
Supuestamente armado y peligroso. Alias Rudolf el Rojo. Alias Herman Smith. ¿Smith?
¿Dónde está ese Seldom Seen? Buscado por robo, asalto a mano armada, secuestro,
destrucción de la propiedad privada, sabotaje industrial, agresión, uso ilegal de explosivos,
conspiración para interrumpir el comercio interestatal, vuelo a través de fronteras estatales
para evitar la persecución por propósitos inmorales, robo de caballos y rodamiento de rocas.
¿Sam? ¿Estás ahí, Sam? Sam, por Moroni, Nefi, Mormón, Mosíah y Omni, ¿dónde estás?
¿Qué? ¿Qué decía, doctor?
—Cuente hacia atrás desde veinte.
—¿Desde qué?
—Desde veinte.
—¿Veinte? Veinte. Bien. Cuento hacia atrás desde veinte. Sí señor. Por qué no.
Veinte. Diecinueve. Dieciocho… diecisiete… dieciséis…
29. Land’s End. Sólo queda un hombre
Oscura y ambivalente penumbra del amanecer. El cielo, una masa continua de nubes
violetas inmanente a la tormenta. Lo que vieron cuando miraron desde la cima, por encima de
Las Aletas hacia Lizard Rock no les gustó un pelo. Un helicóptero nuevo y más grande junto
a una hoguera humeante, cuatro camiones, dos tiendas de campaña grandes, sacos de dormir
u hombres diseminados por la arena y la piedra, muertos, dormidos o las dos cosas. Pero esa
no era la mayor dificultad.
—¿Por qué han tenido que acampar ahí? —dice Hayduke—. Todo ese bonito desierto
limpio y vacío y tienen que acampar ahí. ¿Por qué justo ahí?
Debería volver con mi alfalfa y mis melones, piensa Smith. Los dos. Green River te
necesita. Las lluvias están llegando. Los niños echan de menos a su papi. Empezar con la
gran casa flotante. El arca de Seldom.
El lucero del alba brilla en el este a través de un hueco entre las nubes. Júpiter Pluvius,
planeta de la lluvia, radiante como el cromo en un cielo de marfil, atardecer color lavanda, el
crepúsculo de la libertad.
—¿Por qué justo ahí, cielo santo? ¿Justo encima de nuestro puto alijo de comida?
—No lo sé, George —dice—. Mala suerte, creo yo. Tenemos otro arriba, cerca de
Frenchy’s Spring.
—No vamos en esa dirección. Vamos al Laberinto.
—No sé yo lo del Laberinto, George. Es muy difícil encontrar un camino que baje al
Laberinto. Y más difícil aún encontrar una salida. Allí no hay agua permanente. No hay reses.
Casi nada que cazar. He estado pensando que quizás deberíamos escalar la cima y caminar
hacia el norte hasta Green River.
—Estás loco. Eso deben de ser ochenta millas. Estarán vigilando tu casa día y noche.
Intenta volver y te meterán en la cárcel.
Smith mastica una brizna de hierba.
—Puede que sí; y puede que no. Mi señora es muy lista, la condenada. Ella puede dar
esquinazo al reverendo Love.
—¿El obispo Love? Ya no van a ser solo él y el equipo. Estará la policía estatal.
Quizás el FBI. Puede que la CIA, por lo que yo sé. Tenemos que escondernos un tiempo. Al
menos durante el invierno.
Smith está en silencio mientras observan el campamento que hay más abajo, a media
milla de distancia. Todavía no hay señal de movimiento ahí abajo. Más allá del campamento
y de Lizard Rock están los numerosos cañones sombríos del Laberinto.
—Bueno, George, no lo sé. Podrías ir allí. Si fueras al río lo tendrías fácil. Hay
muchos peces en el río Verde, los peces gato; están buenos y normalmente son fáciles de
atrapar, y en los cañones de alrededor hay ciervos. No muchos, pero algunos hay. Y caballos
salvajes y unos pocos muflones. Y de vez en cuando, por supuesto, habrá una vaca muerta
flotando río abajo. Quizás podría mandarte cada cierto tiempo una, junto con una flota de
sandías a finales de agosto.
—No has contestado a lo que te he dicho —dice Hayduke.
Smith no responde. Hayduke sigue con lo suyo.
—Si consigo un ciervo al mes sobreviviré. Puedo secar la carne. Y si consigo uno
cada dos semanas estaré gordo y feliz como una perdiz. Construiré un ahumadero de pescado.
Además, está lo que hay escondido en los alijos; ahí hay alubias como para un mes. No
necesitaré ninguna vaca muerta. Una sandía estaría bien, supongo, si quieres mandarme
alguna. Pero sería mejor que te quedaras.
Smith sonríe con tristeza.
—George —dice—, yo ya he hecho ese tipo de cosas. Muchas veces. La comida no es
el problema.
—Bueno, joder, tampoco me preocupa el invierno. Arreglaré una de esas ruinas de
los anasazi o una buena cueva acogedora en la roca, tendré a mano suficientes enebros y
pinos piñoneros y estaré preparado para cualquier tormenta de nieve. Cuando esos vigilantes
dejen la zona volveré y cogeré mi mochila y mi saco de dormir. No hay de que preocuparse.
—Tampoco es el invierno.
Silencio. Están echados sobre la roca observando al enemigo. Duermen por el día,
avanzan por la noche. Pero el hambre aprieta en sus estómagos. Las dos cantimploras están
de nuevo vacías. Hayduke, entumecido por las heridas y vendas, con la ropa hecha jirones,
sólo conserva su cuchillo, el revólver, el rifle y la cuerda, y unas cuantas cerillas en el bolsillo.
Smith está demacrado y cansado, sucio, muerto de hambre, echa de menos su hogar y
empieza a sentir que comienza su etapa de madurez.
—Crees que me sentiré solo —dice Hayduke.
—Eso es.
—Crees que no aguantaré la soledad.
—Puede ser muy dura, George.
Una pausa.
—Puede que tengas razón, quizás. Ya veremos. —Hayduke se rasca las picaduras de
mosquito de su cuello peludo—. Pero voy a intentarlo. Sabes, es algo que he querido hacer
toda mi vida. Me refiero a vivir solo, en la naturaleza. —Da unas palmaditas a la culata del
rifle. Toca el mango de su Buck Special—. Creo que estaremos bien. De verdad que creo que
estaremos cojonudamente bien, Seldom. Y algún día, la próxima primavera, iré al río y te
haré una visita. O le haré una visita a tu mujer. Tu estarás en la cárcel, claro.
Otra sonrisa lánguida de Smith.
—Siempre serás bienvenido, George. Si no estoy allí tú puedes ayudar con los niños y
con las tareas domésticas mientras Susan conduce el tractor. Que siga funcionando aquello.
—Creía que no sacabas nada con el cultivo.
—Soy guía fluvial —dice Smith—. Soy barquero. El rancho es solamente lo que
llaman seguridad social. Susan es la granjera, se le da bien. Yo no tengo mano para las
plantas. De todos modos quiero volver allí unos días.
—Ellos te estarán esperando.
—Sólo unos cuantos días. Luego quizás cargue uno de los barcos y baje por el río a
buscarte. Digamos que en un par de semanas contando desde ahora. Te traeré sandías y los
periódicos para que puedas leer todo lo que dicen de ti.
—¿Y qué pasa con tu otra mujer?
—Tengo tres mujeres, tres —dice Smith con orgullo.
—¿Qué pasa con ellas?
Smith se lo piensa.
—Susan es la única a la que quiero ver. —Echa un vistazo al este y ve el amanecer—.
Creo que ahora tenemos que refugiarnos, George, y dormir un poco. Nuestros amigos de ahí
abajo van a empezar a buscarnos de un momento a otro.
—Estoy tan jodidamente hambriento…
—Tu y yo, los dos, George. Pero ahora tenemos que guarecernos.
—Si hubiera alguna forma de distraer la atención de esos tipos fuera del
campamento… Distraerlos sólo unos minutos, colarse allí y desenterrar el alijo…
—Descansemos un poco primero, George, y luego lo pensamos. Esperemos hasta que
empiece a llover.
Se retiran a la oscuridad de Las Aletas, a quinientas yardas de distancia, caminando
por la roca, sin dejar huellas, y se acuestan bajo una cornisa ancha, ocultos totalmente por
bloques de arenisca desprendidos, visibles sólo en caso de examen a poca distancia. Intentan
dormir, farfullando y gruñendo, con los estómagos doloridos, las extremidades débiles y
flojas por la carencia de proteínas y las gargantas secas por la sed. Al cabo de un rato pasan a
un estado de conciencia crepuscular, medio despiertos, medio dormidos, en el que se agitan
entre pequeñas pesadillas y gimen.
Lejos, en la meseta, tres mil pies por encima de ellos, un relámpago azota los pinos
piñoneros, seguido del estruendo del trueno que se extiende por los cañones, a través de las
nubes, en el pesado silencio del amanecer sin sol. Unas cuantas gotas caen sobre la roca de
arenisca más allá del refugio de la cornisa, como motas húmedas que se desvanecen
rápidamente al evaporarse en el aire sediento. Por fin, Smith, hecho un ovillo, cae en un
profundo sueño.
Hayduke hace planes y fantasea, y no puede dormir. Está demasiado cansado para
dormir; demasiado hambriento, enfadado, nervioso y aterrado. Tiene la impresión de que
sólo hay un obstáculo entre él y el otoño e invierno salvajes allá en el Laberinto, donde al fin
se puede perder, olvidarse de sí mismo para siempre, convertirse en un simple depredador
entregado únicamente a sobrevivir y a la limpia, dura y brillante persecución de la caza. Ese
mundo supremo, piensa, o más bien sueña, el mundo último de carne, sangre, fuego, agua,
roca, madera, sol, viento, cielo, noche, frío, amanecer, calor, vida. Esas breves, rotundas e
irreductibles palabras que representan casi todo lo que cree que ha perdido. O que nunca tuvo
realmente. ¿Y la soledad? ¿Soledad? ¿Es eso todo lo que tiene que temer?
Pero queda un obstáculo: el campamento enemigo que se encuentra junto a su alijo de
víveres en Lizard Rock.
El resplandor de la luz repentina penetra en sus ojos cerrados. Incertidumbre.
Después llega el estrépito violento del trueno, un rugido como si se rompieran las entrañas
del cielo. Balas de cañón bombardean la piedra. Otro destello de luz blanca azulada
chamusca la pared del cañón. Sobresaltado y totalmente despierto, Hayduke espera el
estampido mientras cuenta los segundos. Uno… dos…
¡Catapuuuum!
Ese estaba cerca. Dos segundos. A unos dos mil doscientos pies de distancia.
Comienza a caer una lluvia constante que brilla como una cortina de cuentas más allá del
saliente de la cornisa. Se gira para mirar a Smith, con la intención de hablarle, pero se
contiene.
El viejo Seldom Seen está tumbado de lado, profundamente dormido a pesar del
trueno (para él un sonido familiar y quizás relajante), con la cabeza acurrucada sobre el brazo
y una sonrisa en su rostro corriente. El hijo de puta está sonriendo. Un sueño bueno, para
variar. En ese momento parece tan vulnerable, tan indefenso, feliz y casi humano que
Hayduke no puede molestarlo. Piensa: ¿Para qué le voy a despertar? Tenemos que separarnos
de todas formas. Y Hayduke odia las despedidas.
Se quita las botas y da la vuelta a sus calcetines grasientos y gastados, acariciando las
rozaduras de sus pies. Sin cambio de calcetines, sin polvos para pies, sin baño caliente esos
pies tendrán que sostenerse durante unas cuantas horas más hasta que consigamos abrir el
alijo. Se vuelve a poner los calcetines y las botas. Más relámpagos, otro redoble de tambor
del trueno cayendo en cascada por los barrancos. Hayduke encuentra el efecto
temporalmente estimulante. Vigorizante. La lluvia cae, ahora con fuerza, como una cascada
y permite una visibilidad de menos de cien pies. Bueno, excelente, precisamente lo que
estaban esperando.
Hayduke se abrocha el cinturón de la pistola y la 357 enfundada, se cruza el rifle y la
cuerda en la espalda, coge una de las dos cantimploras (vacías) que quedan y se esfuma.
Fuera, la lluvia le cae a raudales sobre la cabeza y los hombros, y le chorrea desde la visera de
la gorra hasta la punta de la nariz, mientras se obliga a sí mismo a subir corriendo por una
cuesta. En la espesa luz gris, brillando de cuando en cuando con deslumbrantes espadas de
relámpagos, Las Aletas brillan como peltre viejo, con paredes de plata húmeda de
cuatrocientos pies, descomunales entre la neblina, recorridas por ríos de agua.
Emerge del desfiladero un momento y se detiene para mirar un mundo mucho más
pequeño que antes, con inquietantes formas de piedra elevándose a través de una manta de
lluvia, las paredes de la meseta perdidas más allá de la oscuridad y la misma Lizard Rock que
ya no se ve. Pero conoce el camino. Se cala la gorra y corre bajo la tormenta.
Smith no se sorprende cuando se despierta y ve que su compañero se ha ido. No se
sorprende, pero le duele un poco. Le hubiera gustado tener la oportunidad, al menos, de
decirle adiós (que Dios te acompañe) o que (a usted le) vaya bien o al menos hasta pronto
(por ahora), viejo compañero, hasta que nos volvamos a encontrar. Por el río, quizás. O en
Arizona, para poner el broche de oro con la ruptura, eliminación y obliteración de… por
supuesto, la presa del embalse del Glen Canyon National Sewage. Nunca llegamos a
ocuparnos de eso todos juntos.
Smith se levanta despacio, se toma su tiempo. No tiene ninguna prisa ahora que
Hayduke se ha ido. La lluvia cae a cántaros de manera monótona y constante por fuera de la
cornisa, y riachuelos de agua entran en la cueva y le empapan el hombro. Fue el agua, no la
lluvia ni los relámpagos los que al final le despertaron. Cuando gateaba para buscar suelo
seco fue cuando notó la ausencia de Hayduke, junto con sus últimas pertenencias, y se dio
cuenta sin sorpresa pero con cierto sentido de pérdida de que él, Smith, era el último que
quedaba, desde su punto de vista.
Y, como Hayduke, había aprovechado la lluvia al máximo. Ahora sería capaz de
sortear a los Buscadores y Rescatadores, seguir las huellas de jeep hasta Golden Stairs, trepar
hasta Flint Trail y luego hasta Land’s End, Flint Cove y Flint Spring, desde allí darse una
caminata de diez millas en llano a través del bosque hasta Frenchy’s Spring y encontrar el
otro alijo de comida. Todo lo que necesitaba ahora era comida. Un poco de ternera, beicon y
alubias, algunas galletas con queso y estaría listo para caminar las sesenta millas hasta llegar
a casa en Green River.
Hablando entre dientes, Smith sale del agujero de la roca y levanta la cara hacia la
lluvia. Maravilloso. Lluvia dulce y fresca. Muchas gracias a Ti, que estás ahí arriba. Ahueca
las manos bajo el caño de agua que cae de la cornisa y bebe. Por Dios, qué bien, aunque
también le estimula el apetito. Llena la cantimplora, repuesto pero hambriento, y se marcha
por la zona erosionada de piedra donde se juntan las altísimas Aletas, como ha hecho
Hayduke. Pero en la salida, donde Hayduke siguió recto hacia Lizard Rock, él gira a la
izquierda, dirección oeste y sur, siguiendo una larga curva de roca alrededor de la parte alta
del cañón más próximo. Hoy sólo tiene una ligera noción del tiempo, ya que no se ve ningún
indicio del sol, pero siente que es por la tarde; los nervios y músculos le dicen que ha dormido
durante horas.
Continúa lloviendo con fuerza. Visibilidad: doscientas yardas. Smith camina dando
grandes zancadas por el desierto de roca roja, arena roja, arbustos achaparrados de purshia,
enebro, yuca, salvia, coleogyne y otros matorrales, todos ellos dispersos, cada planta
separada de las plantas vecinas por diez pasos o más de inevitable roca y arena. Aquí no es
posible ocultarse más que en las cornisas, cañadas, aletas y en las profundidades de piedra
que se extienden a su izquierda. Tampoco intenta disimular sus huellas; por donde discurre el
camino más directo es por la arena y Smith lo toma. Sabe que pronto estará sobre roca sólida,
en el carril de Stairs y a través del hueco que conduce a Flint Trail.
Sus largos pasos pronto le llevan a las huellas de jeep, que él cruza y recorre en
paralelo durante un rato, hasta que la carretera se queda encerrada entre la parte alta de otro
cañón sin salida y la pared de la meseta. No tiene elección, Smith camina con decisión por la
carretera dejando en la arena húmeda y la arcilla las huellas nítidas de sus grandes pies. No
puede evitarlo. La carretera sigue la única ruta posible, por el sendero colonizado por ciervos
y muflones veinte mil años antes, por la terraza curvada, y llega a un terreno más amplio en el
que abandona la carretera aliviado, con la esperanza de que la lluvia borre sus huellas antes
de que pase la siguiente patrulla.
Y si no se borran —piensa—, que no se borren. Smith atraviesa los contornos del
terreno hasta un área más elevada, y se dirige hacia el hueco entre dos picos, conocido como
Golden Stairs, que es el único camino que existe desde los bancales y que él escala hasta la
meseta.
Territorio loco, la mitad perpendicular al resto, gran parte de él inaccesible incluso
para un hombre a pie, sencillamente porque está formado por paredes verticales. La tierra de
Seldom Seen Smith y la única en la que se siente a gusto, seguro, como en casa.
Un verdadero patriota autóctono, Smith sólo jura lealtad a la tierra que conoce, no a
esa maraña de inmuebles, industria y población enjambrada, formada por británicos y
europeos desplazados y africanos desubicados, conocida colectivamente como Estados
Unidos. Su lealtad desaparece fuera de las fronteras de la meseta del Colorado.
Ve pasar unos faros por abajo, a través de la lluvia, uno, dos, tres vehículos como un
convoy militar que se mueven sigilosamente por la roca mojada, chirrían por el cauce
embarrado y desaparecen de su vista al tomar la siguiente curva del bancal. Oye el ruido
sordo de un desprendimiento de rocas. Algunas de sus máquinas no van a salir vivas de ahí,
piensa mientras sale de su escondite detrás de un enebro y continúa su camino. Dios también
hace rodar rocas. Debería hacer rodar más.
Encuentra el sendero y asciende con dificultad, trepando cuatrocientos pies en zigzag
hasta el siguiente bancal. Aquí el sendero cruza hacia el noreste y sigue el contorno hasta que
se llega a otra fractura en la pared. Trescientos pies más arriba y a una milla de distancia,
Smith llega al desfiladero. Debajo está el extremo superior de una cuenca de drenaje
conocida con el nombre de Elaterite Basin; ya está a mitad de camino de Flint Trail. Más allá,
apenas visible a través de la lluvia, está Bagpipe Butte; más arriba Orange Cliffs, la parte más
alta de la elevada meseta, a mil pies de altura y a cinco millas de distancia. El sol resplandece
a través de un claro entre las nubes.
Smith descansa un rato. Echa una cabezada. Oye un disparo, lejano, remoto, apenas
en el interior del reino de la consciencia. Vuelve la vista atrás, hacia Lizard Rock, el
Laberinto. Quizás haya soñado con el sonido: alucinaciones.
La lluvia ha cesado. Más disparos, una descarga de fuego sostenido.
Estás teniendo alucinaciones, se dice a sí mismo. El chico no puede ser tan tonto. Ni
siquiera George, ni siquiera él podría ser tan tonto como para meterse en un tiroteo contra
todos ellos, quienes quiera que sean, policía estatal, probablemente, los malditos
Departamentos del Sheriff de los condados de Wayne, Emery y Grand San Juan al completo,
por no mencionar a los agricultores de alubias y vendedores de coches usados del equipo del
obispo que queden todavía ahí. No, no puede ser él; ahora tiene que estar abajo, en el
Laberinto, despellejando a un ciervo, esos serán los disparos que he oído. Aunque sonaban
como a encuentro bélico armado, a decir verdad.
Demasiado tarde para volver. Hayduke quería estar solo. Ahora lo está. Dos
helicópteros se dirigen hacia el Laberinto haciendo ruido. Smith se levanta y prosigue a
última hora de la tarde. Las nubes de tormenta desaparecen flotando hacia el este. Los rayos
del sol se dispersan por el cielo renovado como enormes reflectores. Se arrastra dando los
últimos pasos hasta llegar a lo más alto de Flint Trail.
Hambriento, empapado, exhausto, con ampollas en los pies y con frío, Seldom
camina pesadamente y pasa por delante de los turistas apiñados en la plataforma del mirador
del Servicio de Parques que está en el borde. El Maze Overlook. Cuatro ancianas, que se
pasan los prismáticos una y otra vez, miran atentamente a Smith con miedo y desconfianza y
luego vuelven al estudio de algo fascinante que tiene lugar alrededor del Laberinto. Observan
un enorme circo panorámico de millas de profundidad y anchura. Unos aviones dan vueltas
por allí. Fuego rojo, una bruma sinuosa de humo y niebla flota por los cañones, una catarata
color bronce retumba llena de lodo por el borde de un barranco de mil pies, mientras rayos de
focos celestiales escogen este punto, aquel punto, y el resto se queda entre la oscuridad de las
nubes.
Smith ignora a los turistas, sólo quiere alejarse de ese lugar público y llegar a los
bosques de pinos lo más rápido posible. Diez millas más hasta Frenchy’s Spring y encontrará
comida. Su atajo le hace pasar por delante del auto de las señoras y de una mesa sobre la que
han dejado una nevera portátil Coleman que contiene ¿pasta para la dentadura postiza?
¿Crema para las hemorroides? ¿Comida, quizás?
Las débiles rodillas de Smith casi le flaquean. Huele la carne. Está cerca de la mesa,
dudando, abre la nevera sin poder evitarlo, coge el paquete que está arriba y lo examina. Mira
hacia atrás. Dos de las mujeres lo miran boquiabiertas, asombradas, el sol les entra a través de
las gafas por un instante y las deslumbra. Se mira en el bolsillo. Una moneda grasienta de
veinticinco centavos, no es suficiente. Pero es todo lo que tiene. Deja la moneda sobre la
mesa y coge dos paquetes envueltos en papel blanco de estraza manchados de sangre.
Una de las mujeres chilla:
—¡Deja eso donde estaba, ladrón asqueroso!
—Disculpen señoras —dice Smith entre dientes.
Se arrima los paquetes al pecho y sale corriendo hacia el bosque, se le cae uno,
continúa pesadamente a través del lodo, las agujas de pino y los charcos, hasta un punto
soleado cerca de un pedrusco. Escucha. No hay señal de persecución.
Madre mía, sí que estoy cansado. Se desploma en el suelo y abre el paquete. Dos
libras de carne de hamburguesa apestando a proteína. Se lanza a ella como un perro
hambriento y se la come cruda. Se la come toda. Mientras la engulle, oye un auto corriendo
por la carretera. No se oye nada más, salvo los chillidos de una ardilla y el parloteo a coro de
los arrendajos azules entre los pinos piñoneros. Luz de tarde veraniega. Paz. Agotamiento.
Con la barriga llena, Smith se inclina hacia atrás sobre la roca caliente por el sol y
cierra los párpados cansados. Un coro de pájaros vespertinos celebra el final de la tormenta;
azulejos, arrendajos piñoneros, tordos, sinsontes y cuitlacoches cantan entre los árboles, en el
aire de las tierras altas, a siete mil pies sobre el nivel del mar. El sol se hunde entre
archipiélagos de nubes, entre las cordilleras del cielo.
Smith se queda dormido. Sus sueños son extraños, agitados. Los sueños, esas raídas y
evasivas imitaciones de la realidad. El pobre Smith duerme…
O piensa que duerme. Algún hijo de puta le da patadas en el pie.
—Despierte, señor.
¡Plon, plon, plon, plon!
—¡Despierte!
Smith abre un ojo. Pantalones verde hoja y zapatos lustrosos. Abre el otro ojo. Un
joven lozano con los mofletes rosas con sombrero de oso Smokey lo está mirando y sostiene
en una mano lo que parece ser un pollo desplumado. Otro joven cercano, armado con una
pistola y un gas lacrimógeno, golpea un árbol con una porra mientras observa a Smith con
expresión seria. Ambos llevan el uniforme y la placa de los guardas del Servicio de Parques
Naturales.
—Levántese.
Smith gime, se incorpora un poco y se sienta contra la piedra. Se encuentra fatal y
tiene un creciente sentimiento de catástrofe que no le ayuda. Se frota los ojos, se mete el
meñique en los oídos y vuelve a mirar. Efectivamente, un pollo desplumado. El joven que
tiene el pollo colgando delante de él le suena de algo.
—¡Levántese!
Smith busca a tientas su sombrero chambergo aplastado y se lo ajusta a la cabeza.
Pero entonces aparece la irritación. No se levanta.
—Amigos, marchaos —dice—, estoy intentando dormir.
—Tengo una denuncia contra usted, señor.
—¿Cuál es la denuncia?
—Las señoras dicen que usted les robó sus hamburguesas y su pollo.
—¿Qué pollo?
—Este pollo.
Smith gira la cabeza un poco y examina el ave sin plumas.
—Nunca lo había visto antes.
—Lo encontramos por el camino. Se le cayó mientras corría.
Smith levanta los ojos del pollo y lee la placa con el nombre del guarda: Edwin P.
Abbott, Jr. Ahora recuerda.
—Oye —dice—, ¿no estabas tú en el Parque Nacional Navajo de Arizona hace un par
de meses?
—Me trasladaron. También dicen que ha robado dos libras de hamburguesas.
—Eso es verdad.
—Lo admite.
—Sí.
—¿No lo niega?
—No.
Los dos guardas se miran, asienten con la cabeza y vuelven sus ojos graves y serios
hacia Smith. El guarda Abbott dice:
—¿Entonces lo confiesa?
—Estaba muerto de hambre —explica Smith— y creo que dejé algo de dinero a las
señoras. En cualquier caso, no era mi intención. Ahora, amigos, tengo cosas importantes que
hacer y no quiero robar vuestro tiempo; marchaos y dejadme dormir un rato.
—Está usted arrestado, señor. Usted viene con nosotros.
—¿Por qué motivo?
—Por robo y por acampar en una zona no indicada.
—Esta es mi tierra.
—Esto es un Parque Nacional.
—Me refiero a que vivo aquí. Soy de Utah.
—Eso se lo puede explicar al magistrado.
Smith suspira, se da la vuelta y cierra los ojos.
—Está bien, pero dejadme dormir un poquito más. Estoy muy cansado, chicos. Sólo
un poco más… —farfulla y se desvanece.
—Levántese.
—Vete a la mierda —susurra entre sueños.
—¡Levántese!
—Zzzzzzzz.
Smith se desploma de costado y se relaja en la esquina cálida y agradable de la roca.
Los guardas miran como Smith duerme y luego se miran el uno al otro.
—¿Por qué no le echo gas a este cabrón? —dice el segundo guarda—, eso lo
despertará.
—No, espera un momento. —El guarda Abbott se saca del bolsillo un par de las
nuevas esposas desechables de plástico—. Lo esposaremos primero. No vamos a necesitar el
gas.
Rápido y con destreza —eso era algo para lo que le habían entrenado bien en la
Academia de Entrenamiento de Guardas Horace P. Albright del Servicio de Parques en South
Rim, Grand Canyon— rodea las muñecas de Smith con las esposas y las tensa. Smith se
revuelve débilmente, gruñendo en sueños, pero no se resiste. Ni siquiera se despierta. Ya no
le importa.
El guarda Abbott y su ayudante levantan al prisionero y tiran de él, y va arrastrando
las piernas relajadas por el mantillo del suelo a través del bosque hasta la carretera y el auto
patrulla. ¿Dónde lo ponemos ahora? Lo colocan recostado entre ellos en medio del asiento de
la furgoneta. Smith, mientras sonríe entre sueños y ronca con suavidad, se acurruca contra el
hombre de su derecha.
—Un tío difícil —dice el ayudante del guarda.
—No te preocupes.
—¿Qué hemos hecho con el pollo?
—Lo hemos dejado en el bosque.
—¿No lo necesitamos para aportar pruebas?
El guarda Abbott sonríe a su compañero.
—Olvídate del pollo. Aquí sí que tenemos un pollo de verdad. ¿No imaginas quién
puede ser este hombre?
El otro, cambiando de postura de manera incómoda bajo el peso muerto de Smith,
dice después de un momento:
—Bueno, me lo estaba preguntando. Estaba pensando que podría ser él. Por eso pensé
que debíamos echarle gas primero a este cabrón. ¿Quieres decir que tenemos a Rudolf el
Rojo?
—Tenemos a Rudolf el Rojo.
El guarda Abbott enciende el motor, coge el micro y comunica por radio la noticia de
la captura a su jefe.
—Enhorabuena, Abbott —responde el guarda jefe, entre fuertes interferencias—,
pero no habéis cogido a Rudolf el Rojo. Han disparado a Rudolf el Rojo hace una hora.
Tenéis a otra persona. Traedlo de todas maneras. Y no olvides tu informe de actividad.
—Sí, señor.
—Mieeeeerda —dice el ayudante.
Están a punto de dar la vuelta cuando un auto de turistas se pone a su lado. La pareja
que hay dentro parece nerviosa.
—Oh, guarda —grita la esposa.
—¿Sí, señora? —dice Abbott.
—¿Podría indicarnos, por favor —la mujer sonríe ligeramente avergonzada— dónde
están los servicios públicos más cercanos?
—Sí, señora. Los servicios públicos están junto a los aparcamientos en Maze
Overlook y hay otros en el mirador de Land’s End. No tienen pérdida.
—Muchísimas gracias.
—De nada.
Los visitantes se alejan conduciendo con cuidado (asfalto húmedo). El guarda Abbott
acelera y efectúa un derrape para cambiar de sentido en el que la parte de atrás se desliza por
toda la carretera. Trozos de barro salpican los pinos piñoneros del arcén.
—Me gusta este trabajo —dice, mientras se alejan haciendo ruido hacia la oficina
central del distrito.
—Sí, a mí también —dice el ayudante del guarda.
—Se presentan muchas oportunidades de ser útil a la gente.
Diez mil millas cuadradas de naturaleza salvaje, imagina Seldom en sus sueños, y ni
un orinal donde hacer pis. ¡Servicios públicos! George Hayduke, viejo compañero, ahora sí
que te necesitamos. Rudolf el Rojo está muerto.
Deja la moneda sobre la mesa y coge dos paquetes envueltos en papel blanco de
estraza manchados de sangre. Una de las mujeres chilla: —¡Deja eso donde estaba, ladrón
asqueroso! —Disculpen señoras —dice Smith entre dientes.
30. En el borde del Laberinto. Termina la persecución
Bueno, todo depende del cristal con que se mire, piensa Hayduke mientras camina
bajo la lluvia hacia el último punto de observación de Lizard Rock. Si lo miras desde el punto
de vista del águila ratonera, la lluvia es una lata. No hay visibilidad, no hay comida. Pero
desde mi punto de vista, desde el punto de vista de la guerrilla…
Sólo le quedaba por andar una milla y media, alrededor de la parte alta de una
ramificación de barrancos de arenisca: unos pequeños y oscuros cañones, más profundos que
anchos, que comenzaban entonces a llevar agua, cargados de cieno marrón-rojizo, un líquido
espumoso, esponjoso y burbujeante, demasiado espeso para beberlo y demasiado fino para
caminar sobre él.
Se detuvo detrás de un arbusto (de purshias) enmarañado y húmedo para dejar que
pasaran un par de jeeps, con sus faros ámbar ardiendo bajo el aguacero. Recuperó el aliento y
la fuerza, tomó un nuevo impulso y continuó corriendo por el rastro embarrado que había
dejado el jeep, rodeando el campamento donde estaba el helicóptero, y se acercó al lugar
donde se encontraba el alijo secreto de víveres. Cuando se hicieron visibles a través de la
lluvia la tienda, los vehículos y el helicóptero, se agachó sobre las rodillas y codos, gateó
otras cincuenta yardas y se detuvo.
Entrecierra los ojos bajo la lluvia desde detrás de un montón de escombros que han
caído desde los peñascos de Lizard Rock para estudiar el panorama. Dos hombres armados
vestidos con ponchos se encuentran de pie junto a un fuego vigilando una cafetera. Otro
asoma la cabeza desde la tienda de campaña militar verde oliva más cercana. El gran
helicóptero gris —Departamento de Seguridad Pública, Estado de Utah— reposa sobre sus
patines, inservible con tanta lluvia. Departamento de Seguridad Pública, ese es el nombre
nuevo y encantador para la Policía Estatal, que suena mucho más a… bueno, a regimiento.
—¿Está listo el café?
—Casi.
—Vale, tráelo cuando esté listo.
La cabeza se mete en la tienda. Hayduke mira hacia la derecha: dos hombres con
escopetas están fumando dentro de una de las furgonetas 4x4 del Departamento de Seguridad
Pública. Los demás vehículos están vacíos. Mira hacia el talud de Lizard Rock, al revoltijo de
broza —era cerca de ese enebro destartalado, ¿verdad?— donde escondieron las provisiones.
Comida y agua. Kit de primeros auxilios. Calcetines limpios. Y munición, dos cajas llenas;
eso se había encargado él de guardarlo para no correr riesgos.
Qué hacer, qué hacer… la misma pregunta de siempre. Ese alijo tan próximo y
preciado estaba a su alcance, escondido solamente a unas cien yardas de las tiendas y la
hoguera. ¿Qué hacer? Aquí hace falta una distracción. La lluvia repiqueteaba sobre su
paciente cabeza, vertiéndose como una cascada por la visera de su gorra. Podía esperar, por
supuesto, esperar a que ellos hicieran algo, a que se fueran y lo dejaran en paz. Pero
obviamente ellos no se moverían con ese helicóptero hasta que amainara la lluvia. O podrían
dejarlo sin vigilancia; pero así habían ya perdido demasiados helicópteros. Podía volver
gateando, colocarse en otro lugar, disparar un par de tiros para atraer su atención, volver
dando un rodeo hasta allí y abalanzarse sobre el que se hubiera quedado.
Vuelve arrastrándose sobre la barriga por encima de la arena mojada hasta que no
puede vérsele desde el campamento, entonces sube por el talud que está a los pies del
precipicio y se refugia bajo el hueco de un saliente. Se sienta allí entre polvo, huesos y
cagadas de coyote e intenta pensar qué puede hacer. Debería haber hecho que Smith fuera
con él. ¿Cómo? Debería haberse quedado con la mochila sobre la espalda, que es donde debe
estar. Nunca debería haber tirado esa mochila. Pero tuvo que hacerlo. Pero no debería haberlo
hecho. Pero tuvo que hacerlo. En ese momento parecía la opción correcta. Aunque, tampoco
tuvieron oportunidad de volver. No termina de convencerse. Ni de eso ni de casi nada. El
hambre en sus piernas y brazos huecos y la cueva con eco de su tripa hacen que todo lo demás
parezca irreal, especulativo, relativamente sin importancia. Académico.
Tiene que comer. Provisionalmente se muerde los nudillos. Dios —piensa—, un
hombre debería obtener un poco de alimento, algo, simplemente mordisqueándose los dedos.
Siempre puedes arreglártelas con una mano si es necesario. Quizás. Con ayuda. Aunque aquí
no. Allí abajo tampoco. Mira hacia el Laberinto y ve, a través de la cortina plateada de la
lluvia, una desconcertante jungla de roca; cúpulas, lomos de elefante, pozas y cuencas,
cortados y esculpidos, divididos por cañones, cañones laterales, afluentes de los cañones
laterales, todos ellos serpenteantes como lombrices, con paredes verticales y sin fondo
aparente. Qué lío —piensa—. Un hombre se podría perder ahí.
Por el momento está a salvo, aunque muerto de hambre y sin plan alguno. El
desfallecido Hayduke se descuelga el rifle, coge el rollo de cuerda del hombro y se tumba a
descansar unos minutos, otra vez. Se queda dormido al instante. Los sueños rápidos,
irregulares y desagradables le despiertan. Dios, tengo que estar debilitándome —piensa—.
No puedo mantenerme despierto. Vuelve a quedarse dormido.
Se despierta con el sonido de motores que aceleran. La lluvia ha amainado. Quizás
eso sea lo que le ha despertado. Tranquilidad seguida de acción. Aturdido y vacilante,
Hayduke recoge el rifle y se pone en pie balanceándose. El campamento de la policía se
esconde tras la pared de Lizzard Rock. Baja dando tumbos por el talud de materiales sueltos,
en el que casi se cae, y alcanza una posición desde donde tiene buena visibilidad.
Ahora puede divisarlos: los hombres, las tiendas, el fuego que arde lentamente, los
vehículos y los rotores giratorios del helicóptero. Lo están calentando. Dos hombres están
sentados con la puerta lateral de la máquina abierta, comprueban sus armas y fuman. Llevan
trajes de camuflaje marrón verdoso, como los cazadores o los soldados de combate. Uno
tiene unos prismáticos colgados del cuello. Ambos llevan cascos y, además, a juzgar por sus
trajes rígidos y abultados, chalecos antibalas.
Hayduke los examina a través de la mira telescópica de su rifle, la cruz del punto de
mira primero sobre uno, luego sobre el otro. Sobre sus rostros: uno necesita un afeitado, tiene
los ojos rojos y parece cansado; el otro lleva un bigote espeso, tiene la nariz húmeda, labios
finos, cejas pobladas y una mirada acechante e inquieta de cazador. En cualquier momento
podría dirigir en esa dirección sus ojos de 5x50, el hijo de puta. Y si lo hace ahí lo tendrá,
directo a la frente.
Hayduke baja la mira un poco para leer la etiqueta con el nombre que lleva en el
pecho. Hoy en día todos llevan etiquetas con el nombre. Y todos los hombres poseen un
número. El nombre es Jim Crumbo y la mano, que agarra lo que parece ser —Hayduke
enfoca mejor— una escopeta Browning Mágnum de 3 pulgadas calibre 12 semiautomática
(¡qué cabrón!), se mantiene firme como un pilar. Probablemente lleva el número en ese
brazalete que tiene en la muñeca y en la insignia forrada de piel del bolsillo izquierdo con
cremallera del pecho. Parece un puto oficial.
Oh, esto es de nuevo Vietnam, en todos los aspectos. No falta nada más que la maleza,
Westmoreland, las putas y las banderas confederadas. Y yo, el último del Vietcong en la
jungla. ¿O soy el primero? En la jungla de silencio y piedra. Despega, cerdo, ¿a qué estás
esperando? Hayduke, impaciente, recorre el campamento con su ojo telescópico, el voyeur
anarquista, en busca de algo a lo que disparar, de algo que comer.
Menos lluvia. Visibilidad hasta de cinco millas. El piloto aparece en la cabina.
Crumbo y su compañero se meten en el helicóptero, cierran las puertas y la máquina se eleva
rugiendo entre la llovizna gris-verdosa del aire. Hayduke se agacha entre las rocas mientras
observa al piloto del helicóptero por el telescopio. Un rostro pálido detrás del plexiglás.
Metálico, con casco, con el micrófono en la boca y una seria mirada de asombro tras el
Polaroid antirreflejos. Sobre esa plataforma parece semihumano. Y no parece un amigo.
El helicóptero se funde con la neblina, en dirección sur hacia Las Aletas, y desaparece
por el momento. Hayduke vuelve a poner toda su atención en el campamento.
Dos hombres se están yendo en una furgoneta 4x4, y se dirigen por el sendero viscoso
hacia Candlestick Spire y Standing Rocks. ¿Se han ido todos? Examina el panorama con
atención. Quedan dos vehículos, las tiendas de campaña y el fuego humeante. Parece que no
hay humanos. Los demás, quizás se han marchado en una patrulla a pie.
Sin embargo espera, aunque el hambre voraz le pita en los oídos. ¡Dios! ¡Esa
mantequilla de cacahuete! ¡Esa cecina! ¡Esas alubias! Espera durante media hora, o eso le
parece a él. Nadie a la vista. Ya no puede aguantar más.
Portando el rifle, Hayduke baja por la pendiente del talud hacia el alijo escondido. Se
oculta, cuando puede, detrás de piedras desprendidas o bajo los enebros, aunque no hay
mucho donde esconderse.
Está a pocas yardas de su objetivo y a cien yardas del campamento cuando —¡Dios
mío!— un perro sale dando saltos por la abertura de la tienda más próxima, ladrando como
un poseso. Parece un cachorro airedale terrier, negro y canela, mediano. El cachorro divisa a
Hayduke de inmediato y sale corriendo hacia él, entonces se detiene a medio camino,
vacilante, ladrando y moviendo el muñón del rabo al mismo tiempo, cumpliendo con su
deber. Hayduke se pone a maldecir —¡puto perro!— cuando dos hombres salen de la tienda
de campaña con una taza de café en la mano, mirando a su alrededor. Lo ven. Lo han pillado
en campo abierto, y Hayduke actúa instintivamente lanzando un disparo desde la cadera que
hace añicos la ventana de la camioneta que tiene más cerca. Los hombres regresan al refugio
inútil de la tienda de campaña. Donde están sus armas. Y la radio.
Hayduke se retira. El cachorro lo persigue a lo largo de otros cien pasos más y se
detiene, mientras sigue ladrando y agitando su ridícula cola.
Hayduke corre hacia las cimas del Laberinto, el primer y único escondite que ve y que
se le ocurre. Nunca ha estado ahí antes. No le importa. Malditos perros. Se los deberían
comer los coyotes a todos, piensa, mientras corre con pies pesados. Para evitar la cima a la
intemperie, corre a través de un grupo de enebros hacia una península de piedra que sobresale,
como un índice que señala hacia el corazón del Laberinto. El dedo es largo, de dos millas de
distancia, y la zona cubierta es escasa. A mitad de camino hacia el final de la roca vuelve a oír
ese sonido, los rotores de un helicóptero que destrozan el aire. Mira hacia atrás, todavía no lo
ve. Sigue corriendo, a pesar de que las costillas le crujen de dolor y la garganta le quema por
la necesidad de más aire, más espacio, más energía, más amor y más de todo, de todo menos
de eso.
Pero es eso, piensa con asombro mientras corre a toda velocidad por la roca brillante
y un rayo de sol extraviado cae a través de un claro entre las inquietas nubes y lo sigue como
si fuera el foco de Dios (¡por ahí va!), a través de la explanada de piedra, más allá del último
árbol, a la izquierda del escenario, bajo las tribunas de los barrancos, hacia el teatro al aire
libre del desierto. Hayduke al fin es el único protagonista del espectáculo, el mandamás, solo
y desprotegido.
Corre por la roca de arenisca hasta la nariz, el extremo, la punta de la península.
Cañones verticales lo rodean por ambos lados, a cien pies de distancia y a unos cuatrocientos
o quinientos pies de profundidad, con paredes tan limpias, lisas y rectas como los laterales de
lo que Bonnie llama el Vampire State Building.
¿Desesperado? Entonces no hay nada por lo que preocuparse, recuerda mientras
jadea como un corredor de maratón en la recta final. Así es, lo he hecho, me dispararán como
a un perro, no se puede salir de aquí, no hay salida, ya ni siquiera tengo mi cuerda —¡olvidé
la cuerda!— y la situación es absolutamente desesperada y no hay ni una puta cosa por la que
preocuparse y además me quedan seis disparos en el rifle, y cinco más veinte para la 357.
He aquí Hayduke y sus reflexiones, mientras un disparo estalla como un sarpullido de
miliaria de altos decibelios en su trasero, mientras regresa el helicóptero, mientras una
docena de hombres a pie y otra docena en coches patrulla equipados con radio se detienen,
dan la vuelta y acuden hacia allá, y se reúnen todos ellos alrededor de un psicópata exhausto,
famélico, aislado, solo, atrapado y acorralado.
Última hora de la tarde. El sol brilla por encima de la masa irregular de nubes de
tormenta y los reflectores dorados más naturales actúan sobre la tierra de los cañones,
mientras que Hayduke, a quien han visto desde el helicóptero, está desprevenido y tropieza
en el extremo final de la roca, se tambalea en el borde y sacude los brazos para mantener el
equilibrio.
Mira por encima del borde y ve, quinientos pies más abajo en vertical, una masa
espumosa roja y semilíquida de lodo que cae como un torrente por el fondo del cañón, una
inundación repentina qué se extiende de pared a pared y que toma la curva a toda velocidad,
retumbando bajo el precipicio y rugiendo hacia el oculto río Verde a unas cinco o veinticinco
millas (no tiene noción de la distancia). Los cantos rodados chocan y tabletean bajo la crecida,
los troncos pasan flotando, los árboles arrancados se elevan entre las olas… Saltar a un río de
lava no debe ser mucho peor.
El helicóptero se aproxima trazando un amplio círculo. Hayduke se resbala con una
fisura del borde rocoso, una grieta dentada y curva, apenas lo bastante ancha como para que
quepa su cuerpo y tan profunda y alabeada que no alcanza a ver el fondo. A un lado hay unas
purshias, al otro un enebro joven. No hay nada donde apoyar los pies; se mete en la grieta,
con la espalda contra una de las paredes y las rodillas contra la otra, como si fuera una
chimenea. Está aprisionado entre la masa de la península y el bloque escindido, sólo los ojos,
los brazos y el rifle sobresalen por encima del nivel del suelo. Espera el primer asalto.
¿Asustado? No, joder, no está asustado. Hayduke ha sobrepasado el límite del terror.
Después de haberse cagado de miedo, purgado y purificado, está ya demasiado cansado para
temer nada y demasiado exhausto para pensar en rendirse. El fétido hedor sube desde la
culera de sus vaqueros y la masa tibia, suelta y estructuralmente imperfecta chorrea por la
pierna derecha de su pantalón y apenas parece que la haya producido él. Hayduke ha
encontrado un reino más simple que se centra en el ocular de su telescopio y que le reduce
simplemente a la precisión coordinada entre índice y gatillo, ojo y punto de mira, boca del
arma, desviación provocada por el viento y tiempo de espera. Su mente, ahora limpia como
sus intestinos y aclarada por el ayuno, está atenta e impaciente.
El helicóptero hace ruido en busca de su presa. Sin pensar, como amaestrado,
Hayduke envía su primer disparo hacia la ventana del piloto, y falla accidentalmente el tiro
dirigido al rostro. El helicóptero se desvía rápidamente, con furia, y el disparo múltiple
provocado por el artillero desde la puerta lateral sacude la arenisca a una distancia de unas
diez o veinte yardas de donde está Hayduke. Con la cola del pájaro apuntando hacia él,
dispara el segundo tiro hacia la caja de cambios del rotor de cola. El helicóptero, ofendido
más que dañado, vuelve renqueando al campamento para llevar a cabo unas pequeñas
reparaciones y que la tripulación haga un descanso y tome un café.
Hayduke espera. Los hombres que están en tierra mantienen una distancia de
seguridad de seiscientas yardas a lo largo de la península de roca de arenisca y esperan a que
lleguen refuerzos y órdenes de campo. Como ve que va a haber un ligero retraso técnico en el
proceso, Hayduke encuentra un hueco más seguro en la grieta y se quita los pantalones
apestosos. Cree estar dispuesto a morir ese mismo día, pero no está dispuesto a morir sobre su
propia mierda. Después de quitárselos (con el rifle colocado sobre la roca frente a su barbilla),
su primer pensamiento es tirar los pantalones junto con su suciedad por la pendiente hacia
abajo. Pero entonces se le ocurre algo mejor. No tiene otra cosa que hacer en ese momento,
de todas maneras. Rompe una pequeña rama de las purshias, con su flores de agradable
perfume anaranjado a punto de producir semillas. La restriega para quitar la porquería de los
pantalones. ¿Por qué? En esas circunstancias, ¿por qué, hermano? Bueno, piensa George
Hayduke, es una cuestión de dignidad.
Deja que se sequen un rato los pantalones mientras espera el siguiente asalto. En el
rifle quedan cuatro disparos: dos para la carga del siguiente helicóptero, dos para lo que
quiera que venga después y la 357 cargada para lo último.
No debería durar mucho.
Sam Love llegó tarde a la primera parte de la acción, pero no a la parte divertida. En
cualquier caso, no habría habido diferencia. Ya no estaba al mando de nada, ni siquiera de su
curiosidad perpleja. Habían transcurrido veinticuatro horas desde que había enviado a su
delirante hermano en helicóptero, asistido por Doc y Bonnie, directo a una cama en la Unidad
de Cuidados Intensivos del hospital de Moab.
Sam ahora era un mero espectador, un transeúnte y un mirón, y se alegraba por ello.
Él y un reportero de Salt Lake City se sentaron en un bloque de piedra y observaron la escena
de la batalla. Iluminados por el sol del atardecer, el amplio y rosado proscenio del Laberinto
se presentaba ante ellos como un gran escenario, con cumbres rojas, bóvedas púrpura y
montañas azules que hacían de telón de fondo. En primer plano, en las candilejas, un
chasquido de rifle, ligero pero firme, probaba que donde hay vida hay esperanza. Dos
helicópteros y un avión de reconocimiento zumbaban entre bastidores inútilmente,
desperdiciando gasoil.
—¿Cuál es el helicóptero que abatió? —preguntó Sam.
—Aquel grande de Seguridad Pública. El que llaman, según creo, un Huey civil.
Aunque realmente no lo abatió. Sólo le hizo un rasguño al rotor de cola y agujereó una
ventana. Nadie resultó herido, pero han tenido que llevarlo a tierra un rato.
—¿Y dónde esta él, exactamente?
—Allí en ese punto. —El periodista se acerca los prismáticos a los ojos; Sam hace lo
mismo—. Está atrincherado en una fisura de la roca, entre esos dos arbustos. A unas
quinientas o seiscientas yardas, creo.
Sam enfocó con los prismáticos. Veía las dos matas, casi sin hojas ni ramas,
aparentemente despojadas por los disparos de rifle, pero no veía ninguna señal del fugitivo.
—¿Cómo sabe que sigue ahí?
—Disparó dos tiros hace una hora, cuando intentaron lanzarle granadas. Por un pelo
no le da al piloto del otro helicóptero.
Ambos observaban; de cada lado, un poco más abajo y delante, de vez en cuando,
salía un disparo de rifle que restallaba como un látigo.
—¿A qué están disparando esos hombres?
—A los arbustos, imagino. Quizás se piensen que con suerte un rebote pueda
alcanzarlo. Es una forma de matar el tiempo.
Sin hacer daño a nadie, pensó Sam.
—¿Cuánto tiempo hace que lleva ahí?
El reportero miró su reloj.
—Seis putas horas y media.
—Probablemente se haya quedado sin cartuchos. Sería buena idea atacarle antes de
que oscurezca.
El reportero sonrió.
—¿Quiere dirigir usted la ofensiva?
—No.
—Nadie quiere. En esa grieta se encuentra un francotirador respetable. Debe de haber
guardado munición para los últimos disparos. Esperarán a que salga.
—Será mejor que no lo pierdan de vista —dijo Sam—. Ese Rudolf tiene un modo de
desaparecer de las cimas de los cañones muy divertido. ¿Están seguros de que todavía no ha
bajado al Laberinto?
—Han colocado a dos hombres en el cuello volcánico que hay allí, al otro lado del
cañón. Está sobre una caída de quinientos pies prácticamente vertical. No es posible
descender por esa arenisca tan lisa. Aunque si lo intentara, ellos le verían. Y si se cayera se
toparía con la mayor riada que ha habido en Horse Canyon en cuarenta años, según el sheriff.
Yo diría que su Rudolf está jodido.
—No es mío, gracias. Pero lleva una cuerda larga.
—Ya no. Han encontrado también su cuerda.
Los disparos de rifle continuaban, siempre desde el mismo bando.
—Apuesto a que está sin munición —dijo Sam—. Quizás se rinda.
—Quizás. Si él fuera un criminal corriente es lo que cabría esperar. Ya debe de tener
bastante sed. Pero los chicos de Seguridad Pública dicen que se trata de un verdadero bicho
raro.
—Eso no lo dudo.
Sam bajó los prismáticos. Mientras jugueteaba con ellos e imaginaba lo que estaría
haciendo allí, oyó un grito cercano. A lo largo de toda la línea de fuego se desencadenó una
ráfaga de tiros: una docena o más de rifles disparando a fuego rápido. La trayectoria de las
balas convergía en un solo objetivo.
—Dios mío —farfulló Sam.
Se acercó los prismáticos de nuevo y buscó el objeto que concentraba tanto interés.
Miró y rápidamente encontró el blanco en la punta, a unos pies de distancia del borde del
precipicio, una figura semihumana rígida y torpe que se elevaba de cintura para arriba de lo
que parecía ser, desde el ángulo de visión de Love, una masa sólida de roca. Vio la gorra con
visera amarilla, una especie de cabeza peluda y enmarañada, los hombros, el pecho y el torso
de algo vestido en tela vaquera azul desteñida, exactamente como recordaba la vestimenta
que llevaba Rudolf en sus rápidos encuentros anteriores. Los brazos del hombre parecían
estar agarrando, o tener atados a su alrededor, un rifle. A esa distancia tan grande, sin
embargo, incluso aunque estuviera mirando con los prismáticos, Sam no podía estar seguro,
no podía estar absolutamente convencido de su identificación, aunque era más que probable
que tratara de la misma persona. Tenía que ser. Pero con una diferencia obvia e importante:
estaban destrozándolo delante de sus ojos.
Sam Love había llevado una vida entre algodones en la que principalmente se había
preocupado por sus negocios; nunca había sido testigo de la destrucción física de un ser
humano. Horrorizado, asqueado y fascinado observó como la figura de Rudolf parecía
arrastrarse o deslizarse de costado, la mitad dentro y la mitad fuera (por el amor de Dios, ¿por
qué?) de la grieta. Vio como una tormenta de balas lo azotaba. Con el cuerpo rasgado y
fragmentado, volaban astillas, harapos, escisiones, y trozos por los aires, los brazos le
colgaban como si estuvieran fracturados, el rifle se cayó, la cabeza se hizo mil pedazos… los
restos deshechos de lo que pudiera haber sido, segundos antes, un chico americano vivo,
sonriente, cariñoso y viril.
Sam se quedó mirando fijamente. El cuerpo acribillado se agarraba al filo un
momento antes del impacto de la lluvia de acero que, como una sucesión de martillazos, le
empujó literalmente por el precipicio. Los restos de Rudolf el Rojo cayeron al abismo
espumoso del cañón como una bolsa de basura, y desaparecieron para siempre de la vista de
los hombres. Y de las mujeres también. (Pues, de hecho, nunca hallaron el cuerpo).
Sam se sintió enfermo. Durante unos cuantos minutos, mientras el reportero y todos
los demás corrían hacia delante y gritaban, él pensó (como su hija decía) que iba a echar hasta
la rabadilla. Pero no lo hizo; la repulsión visceral pasó, aunque el recuerdo de ese horror
empañaría sus sueños durante meses y años. Bebió agua de su cantimplora, comió unas
galletas saladas que llevaba en la fiambrera y un minuto después ya se encontraba lo
suficientemente bien como para reunirse en el extremo de la roca con la policía, los sheriffs
de tres condados y sus ayudantes, el superintendente adjunto de un Parque Nacional, dos
guardas, tres periodistas y el residuo (cuatro miembros) del equipo de Búsqueda y Rescate de
San Juan County.
No encontraron ningún resto de carne y hueso. Pero había un buen rastro de sangre a
lo largo de la piedra, que conducía hasta el borde. Encontraron el rifle de Rudolf, las reliquias
desvencijadas de lo que un día fue un hermoso Remington 30-06 con mira telescópica, con
un cartucho intacto dentro de la cámara. Esto asombró a algunos, mientras que otros
examinaban los vestigios destrozados por las balas del arbusto de purshias y del enebro que,
durante aquella larga tarde, habían dado al forajido todo el cobijo que podían ofrecer hasta
que levantó la cabeza para disparar.
Otros estudiaron la arenisca llena de señales de bala, las manchas parcheadas del
fuego y la pólvora a cierta distancia, donde habían explotado las granadas, y tiraron de varias
patadas ociosas algunas piedras por la grieta que dividía la parte principal de la punta y su
extremo final. Las piedras repiquetearon entre las sombras y desaparecieron mientras
golpeaban los escombros acumulados al fondo durante siglos.
El capitán de la compañía de la policía estatal se comunicó por radio con sus hombres,
que estaban en el borde opuesto, y le confirmaron que Rudolf, claramente y sin duda alguna,
había caído en el cañón. Dos hombres habían observado toda la trayectoria del cuerpo, lo
habían visto hacer carambola contra un peñasco y desaparecer entre las aguas en movimiento
de la riada. Además, habían contemplado como las extremidades, desmembradas del cuerpo
y todavía vestidas con tela vaquera, subían a la superficie río abajo y desaparecían
balanceándose tras la primera curva. El piloto de un helicóptero había intentado, aunque sin
éxito, seguir el recorrido de los restos por las cascadas hasta el río.
El capitán recogió el rifle roto y los cartuchos usados. Todos los hombres caminaban
despacio, pensativos, sin hablar mucho, hacia el campamento en Lizard Rock.
Todos excepto Sam Love. Fue el último en llegar a la escena de la muerte y también
el último en marcharse. Se entretuvo, sin saber por qué, mirando hacia el ruidoso cañón.
Perplejo por el sonido y algo asustado —porque sentía la inquietante atracción de las
profundidades—, volvió atrás unos cuantos pasos, levantó los ojos y miró hacia las paredes,
los cañones y las placas del Laberinto, ese enredo grotesco de piedra dorado bajo el brillo de
la puesta de sol. Con el anhelo de distanciarse y un sentido de desapego, miró hacia el norte a
las remotas Book Cliffs, a cincuenta millas en línea recta, y hacia el este, a los picos nevados
de trece mil pies, más allá de Moab. Finalmente, Sam se dio la vuelta y miró el largo camino
por el que él (y Rudolf) habían llegado, pasando Candlestick Spire y Lizard Rock hacia las
inexploradas Aletas y las poco conocidas profundidades de las tierras de Standing Rock,
todas ellas oscurecidas ahora por la gran sombra azul de Land’s End.
El sol se estaba ocultando. Era hora de marcharse. Sam se arrodilló para mirar una
vez más dentro de la ranura profunda y oscura de la grieta en la roca. Intentó ver el fondo.
Demasiado oscuro, demasiado.
—Rudolf —dijo— ¿estás ahí abajo?
Esperó. No hubo respuesta.
—No puedes engañar a todo el mundo, hijo. No siempre. —Pausa—. ¿Me oyes?
No hubo más respuesta que el silencio.
Sam esperó un rato más, luego se levantó y se apresuró para alcanzar a sus amigos y
vecinos. Tenían un largo camino por delante, pesado y enrevesado, para volver a Blanding
por Land’s End, Green River y Moab (la ruta más corta, pasando por Hite Marina a través del
Colorado estaba cortada temporalmente por lo que el Departamento de Autopistas había
identificado como «reparaciones rutinarias del puente»). Pero Sam se encontraba mejor, su
estómago estaba más repuesto y sentía el regreso de un apetito casi normal para un hombre
sano. Él y el altivo buitre, que se encontraba tan alto que era casi invisible, compartían una
misma emoción: era la hora de comer.
Epílogo. Un nuevo comienzo
El proceso legal fue largo y tedioso. Como a Seldom Seen Smith lo habían capturado
en Wayne County, lo encerraron primero en la sede de Loa County; al cabo de dos días lo
transfirieron a la cárcel de San Juan County en la localidad de Monticello. La señorita Bonnie
Abbzug y el doctor A.K. Sarvis lo esperaban allí, en la puerta de al lado, pues sus celdas eran
contiguas. Su paciente, el reverendo Love, había salido de su estado crítico y se recuperaba
lentamente.
Abbzug, Sarvis y Smith fueron procesados ante el Tribunal de Distrito del Condado
por los siguientes delitos: asalto a mano armada, delito grave; agresión, delito menor;
obstrucción a la justicia, delito menor; incendio provocado, delito grave; incendio provocado
con agravantes, delito grave; y conspiración, delito grave. La fianza para cada uno de los
acusados fue de 20.000 dólares, que Doc pagó puntualmente. Tras unos días de libertad, el
Tribunal del Distrito Federal de Phoenix, Arizona, hizo llamar a los tres, que fueron acusados
de los siguientes delitos federales: conspiración, incendio provocado e incendio provocado
con agravantes, transporte y utilización ilegal de explosivos y fuga de la custodia oficial,
todos ellos delitos graves; y resistencia a la detención, delito menor. La fianza se fijó en
25.000 dólares, que Doc pagó.
Después de los meses de demora habituales, el Tribunal Federal renunció a su
prioridad y permitió que Utah procesara en primer lugar a los acusados. El caso del Estado de
Utah contra Abbzug, Sarvis y Smith se celebró en el Tribunal de Distrito de San Juan County,
Monticello, presidido por el magistrado Melvin Frost. El fiscal fue J. Bracken Dingledine (un
primo lejano de Alburquerque de nuestro W.W. Dingledine), al que recientemente habían
elegido abogado del condado y que era amigo, colega y socio del reverendo Love. Un Love
recuperado aunque muy cambiado, por cierto. Sus creencias ya no estaban tan claras y su
corazón, bajo cuidados intensivos, se había ablandado.
Para la defensa, Doc contrató a dos abogados. El primero de ellos, un joven
licenciado de la Universidad de Derecho de Yale, con buenas relaciones familiares tanto en
Arizona como en Utah; el segundo era nativo de San Juan y descendiente de colonizadores
mormones, un anciano con éxito, muy estimado y de modales exquisitos, llamado Snow.
La primera táctica de la defensa fue pedir un acuerdo. Los tres acusados estaban
dispuestos a declararse culpables de los delitos menores si se retiraban los cargos por los
delitos graves. El fiscal rechazó el acuerdo; estaba decidido a seguir adelante con todos los
cargos. Dingledine, al igual que el antiguo obispo Love, tenía ambiciones políticas. Los
abogados de Doc, por tanto, trabajaron con especial atención con el panel del jurado y
consiguieron sentar en la tribuna a dos activistas encubiertos de la organización Sierra Club y
a un excéntrico (un jubilado paiute y borrachín del pueblo de Bluff). El juicio comenzó.
Pronto se hizo evidente que la fiscalía no tenía bien agarrado el caso. No había
evidencias claras, como huellas digitales o testigos, que relacionaran, más allá de la duda
razonable, a ninguno de los acusados con los delitos. Los materiales incriminatorios que se
encontraban en la camioneta de Smith y en el jeep de Hayduke no supusieron evidencia
alguna, ya que no fue posible encontrar ninguno de los dos vehículos. Smith dijo que le
habían robado la camioneta. Aunque el obispo Love (citado y bajo juramento) y cinco de sus
compañeros del equipo testificaron que habían visto y perseguido en dos ocasiones diferentes
a alguien que conducía la camioneta de Smith, ninguno pudo asegurar a ciencia cierta que
hubieran visto al propio Smith o a los otros acusados en ese momento. La prueba más sólida
contra los acusados consistía en el hecho de que habían huido del lugar del delito al menos
dos veces y, de este modo, habían evadido la justicia y prestado resistencia al arresto. Todos
negaron tener cualquier tipo de conocimiento sobre el incidente de las rocas que rodaron al
norte de Hite Marina o sobre el tiroteo que tuvo lugar durante la noche en el camino del jeep
hacia el Laberinto donde, según Doc, él y sus amigos habían acudido para disfrutar de un
paseo nocturno a través del campo desde Land’s End hasta Lizard Rock. Los abogados de la
defensa además señalaron que ninguno de los acusados tenía antecedentes y que dos de ellos
habían acudido de manera voluntaria en la ayuda del obispo Love en un momento de máxima
urgencia.
Al cabo de tres días, se habían escuchado todos los testimonios y concluyeron las
alegaciones. El jurado se retiró para deliberar. No conseguían ponerse de acuerdo. Dos días
más de discusión a puerta cerrada no condujeron a ningún veredicto, a pesar de que, como
más tarde revelaron los miembros secretos de Sierra Club, ambos habían votado por la
culpabilidad para todos los cargos. El jurado se suspendió. Se aplazó la revisión de la causa,
que tuvo lugar cuatro meses después.
Los abogados de Doc solicitaron de nuevo el acuerdo. En esta ocasión lo
consiguieron. Después de semanas de negociaciones privadas se alcanzó la siguiente
solución: Doc comenzó a estudiar seriamente el Libro de Mormón y comunicó, a través de
sus abogados, que se encontraba preparado para convertirse en miembro de la Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; el mismo obispo Love (¡un nuevo hombre!) lo
casó con la señorita Abbzug en una ceremonia sencilla al aire libre en el Valle de los Dioses,
cerca de Mexican Hat, en la que Seldom Seen fue el padrino, Sam Love hizo de testigo y la
hija adolescente de Smith de dama de honor. Los tres acusados se declararon culpables de los
delitos menores y del delito grave de conspiración para la destrucción de la propiedad
pública.
Esperaron la sentencia, que había sido acordada de antemano con el juez Frost.
Llegados a este punto, Abbzug y Smith plantearon nuevas dificultades al retractarse, en el
último momento, de la confesión de los delitos argumentando ambos que «alguien tenía que
hacerlo», según palabras de Smith.
El encargado del seguimiento de la libertad condicional, asignado al caso para
realizar el informe de la sentencia del juez, se encontró con serios problemas. Consultó a Doc,
al juez y a los abogados de Doc. Doc asumió total responsabilidad de los actos y las actitudes
de sus codefendidos, e insistió en que él era el cabecilla de la conspiración y que, él y solo él,
había influido, adoctrinado y engañado intencionadamente a sus jóvenes colegas. Aseguró
que les moldearía el cerebro, socializaría sus corazones y los devolvería al camino de Cristo.
Además, prometió que no lo volverían a hacer. Aceptó por voluntad propia la sugerencia del
juez de ejercer el arte de la medicina durante al menos diez años en la comunidad sudeste de
Utah, de menos de cinco mil habitantes. Resuelto. El juez dictó su sentencia.
Abbzug, Sarvis y Smith fueron condenados simultáneamente a una pena de cárcel de
no menos de un año y no más de cinco en la prisión estatal de Utah (donde todavía es posible
la muerte por pelotón de fusilamiento). Considerando los antecedentes de los acusados y
otras circunstancias, quedaron suspendidas las sentencias de prisión, pero se obligó a los tres
a permanecer recluidos durante seis meses en la cárcel de San Juan County, además de tener
que cumplir cuatro años y medio de libertad condicional, sujeta a su buen comportamiento y
al estricto cumplimiento de los acuerdos alcanzados. Por otra parte, Smith fue obligado, de
manera independiente, a pagar 299 dólares por hacer rodar las rocas y a restituir a Love la
suma completa del valor del Chevrolet Blazer del obispo, que habían aplastado, y en eso
todos estuvieron de acuerdo, había quedado liso como una tabla. Pero el nuevo Love perdonó
la deuda.
El Tribunal del Distrito Federal en Phoenix tomó nota de la acción del Séptimo
Tribunal del Distrito de Utah y de las recomendaciones del juez Frost y abandonó las
acciones contra Abbzug, Sarvis y Smith por los delitos supuestamente cometidos en el estado
de Arizona, teniendo en cuenta que el principal sospechoso involucrado en tales sucesos era
un varón caucasiano identificado como un tal «Rudolf el Rojo» o «Herman Smith», al que se
daba por muerto.
El fiscal del condado Dingledine, a pesar de que en privado había accedido, aunque
reticentemente, a esta resolución del asunto, mostró en público síntomas de profunda
indignación, como era natural. Alentado por numerosos comunicados de indignación ante la
indulgencia de los tribunales, el trato contemplativo dado a los delincuentes y la actitud
permisiva de la sociedad en general, el señor Dingledine obtuvo un asiento en el Senado de
Utah para un programa de aplicación rigurosa de la ley, expansión del sistema de prisión
estatal, subsidios federales para la industria de la minería, finalización del sistema de
autopistas del desierto de Utah, disminución de impuestos para las familias numerosas y
responsabilidad fiscal en el gobierno. Fue elegido por aplastante mayoría frente a su único
oponente, un jubilado paiute cuyo programa político se basaba en un solo punto: la
liberalización del peyote.
Hubo otras repercusiones. Los hermanos Love abandonaron el equipo de Búsqueda y
Rescate. Al pobre Seldom Seen, ya delincuente convicto, le interpusieron sendas demandas
de divorcio su primera mujer y, poco después, la segunda; tan sólo Susan, la chica de Green
River, le fue fiel. Cuando Smith recibió tales noticias en la cárcel de San Juan County, intentó
quitar hierro a esta nueva tanda de dificultades legales diciendo:
—Bueno, espero que las dos chicas se casen pronto, porque entonces sabré que hay al
menos dos hombres que lamentan que me hayan metido en chirona. —Una pausa—. Pero,
¿qué diablos debo hacer ante sus acusaciones de ambigüedad, Doc?
—Arriba el ánimo —dijo Doc—. Cristo es la respuesta.
El doctor Sarvis vendió su casa de Alburquerque. La señora Sarvis y él eligieron la
localidad de Green River (1200 habitantes contando a los perros) como su nueva residencia
legal. Doc adquirió una casa flotante de sesenta y cinco pies y la amarró al embarcadero
situado en la orilla del rancho de heno y sandías de Smith. Bonnie y él se mudaron allí una
semana después de haber cumplido sus condenas de cárcel. Bonnie cultivó un jardín flotante
de marihuana, que se podía lanzar con facilidad río abajo en caso de necesidad, simplemente
desatando un cabo. Doc acudió (durante alrededor de un año) a las reuniones de los miércoles
por la noche de la Asociación para el Perfeccionamiento Mutuo y fue a la iglesia todos los
domingos (durante un año y medio aproximadamente); intentó incluso llevar la camiseta
interior oficial santificada por la regulación mormona, aunque su aspiración real era
convertirse en un jack mormon, como Seldom. Su mujer rechazó convertirse y prefirió
mantener su posición de única judía gentil de Green River. Doc alquiló una consulta en el
pueblo, a diez millas de distancia, donde practicaba la medicina con Bonnie. Él era el médico
y ella era la que la practicaba. A pesar de que la clientela era pequeña y de que a veces
pagaban las facturas con sandías, los servicios de Doc eran muy apreciados. El médico más
cercano que podía hacerle la competencia vivía a cincuenta millas, en Moab. Cuando era
necesario, aumentaba sus ingresos con trabajos ocasionales de bisturí en Salt Lake, Denver y
Alburquerque. A ambos les gustaba la vida en el río y el trabajo en un pueblo pequeño, y
disfrutaban de la compañía de sus únicos vecinos, el señor y la señora Seldom Smith. Doc
aprendió incluso a manejar la embaladora de heno, a pesar de que se negaba a ponerse cerca
del tractor o a conducir un auto. Bonnie y él siempre acudían a la consulta en bicicleta.
Y aquí concluiría felizmente su historia, si no fuera por un único y póstumo detalle
(salido de la tierra).
Sucede durante el segundo año de libertad condicional. Cinco personas están
sentadas alrededor de una mesa de madera de pino hecha a mano en el salón de primera clase
de una casa flotante grande y cómoda hecha a medida. La hora, las once en punto de la noche.
La iluminación de la mesa proviene de dos lámparas de Aladino de combustión de queroseno,
silenciosas y tenues colgadas de una viga del techo con dos ganchos de hierro. Las lámparas
se balancean ligeramente, de vez en cuando, cuando la casa flotante se mueve suavemente
sobre las olas del río. La mesa está cubierta con un tapete verde. Hay fichas de poker (siento
decirlo), en el centro del tapete y el juego (elección del que reparte) es un stud de cinco cartas.
Los cinco jugadores son el doctor y la señora Sarvis, el señor y la señora Smith y el
encargado del seguimiento de la libertad condicional, un tipo joven llamado Greenspan, que
es prácticamente un recién llegado en el Estado de Utah (los recién llegados son siempre
bienvenidos en el Estado Colmena, pero se les recomienda nada más entrar que retrasen sus
relojes cincuenta años). La conversación es sobre todo de naturaleza práctica y limitada:
—La apuesta está lista. Allá vamos. Diez, no sirve. Siete, es posible. ¡Pareja de dos!
Dama, no sirve y… bueno, mirad lo que hay aquí, una pareja de cowboys.
—¿Cómo lo haces, Doc?
—Control, amigos, control.
—Quiero decir para que te salga tantas veces.
—Nefi guía mi mano. Que sean diez a los reyes.
—Dios…
—Las veo.
—Las veo.
—No es una partida para un simple funcionario, pero me quedo.
Pausa.
—¿Y tú? —dice Doc.
—Pero, ¿en este juego hay sólo una carta tapada?
—Eso es, amor mío.
—¿Y no hay comodín?
—No.
—Menudo juego aburrido y retorcido.
Smith levanta la vista de la mesa, ha oído algo. Doc lo oye también. No es el viento
que viene del río. No son los suaves chirridos del barco. Es otra cosa. Escucha.
—Vale, vale. Estoy, reparte. ¿Qué estáis mirando?
—Claro. Un momento. ¿Seldom?
—Yo me quedo fuera, compañeros. —Smith suelta las cartas, sin mirar el juego.
—Muy bien. La apuesta esta hecha y allá vamos otra vez. —Doc reparte las cartas, de
una en una, levantadas, la historia de siempre—. Cuatro, no sirve. El dos de Bonnie, lo siento.
Pareja de tres, no sirve. As, no sirve de mucho. Los reyes apuestan diez más.
Escucha, mientras los otros las ven, pasan y las ven. Oye el sonido de… ¿cascos de
caballo? ¿El latido de un corazón? No, realmente es el sonido de un caballo. O quizás de dos
caballos. Alguien que cabalga por el sendero de tierra entre los campos, bajo las brillantes
estrellas de verano, hacia el río, hacia la casa flotante. No va rápido, sino tranquilamente, a
ritmo de paseo. El sonido es limpio en el silencio.
La partida continúa. Doc se lleva el bote. La baraja pasa a Greenspan, que mezcla las
cartas. Doc mira a Bonnie, que a su vez mira fijamente la mesa con abatimiento. Algo le
preocupa a esta chica. Quizás sea por su estado. Tiene que hablar con ella esta noche. La
partida ya lleva durando cuatro horas y sólo hemos conseguido seis dólares. Y Greenspan
tiene que marcharse en media hora. Así no se puede vivir honradamente. La mira otra vez;
quizás sea otra cosa. Esta noche tengo que prestarle atención. Aunque hay cosas, o hay una
cosa, de la que él y Bonnie nunca hablan.
El sonido constante de pisadas se acerca, mientras Greespan reparte. Doc mira a
Seldom, que le está mirando a él. Seldom de encoge de hombros. En un momento oirán el
batir de las herraduras sobre los viejos tablones del embarcadero.
Greenspan mira su reloj. Esta noche tiene que conducir para volver a Price. Setenta
millas. El joven agente de la libertad condicional, siempre impecable, lleva puesta su nueva
chaqueta de ante, de esas que tienen flecos de montañero y tachuelas de plata.
—Yo abro —dice—. Dos alubias. —Y coloca en la mitad del tapete dos fichas
blancas, donde está el bote.
Es el turno de Susan Smith.
—Yo me quedo.
Le toca a Bonnie.
—Te subo dos —dice a la vez que mira su propia mano con asombro. Bien hecho.
La casa flotante se mueve sobre el agua, las lámparas se balancean levemente. El
viento baja por el río acompañando al constante flujo marrón desde Desolation Canyon.
Fuera, pequeñas olas alcanzan la línea de flotación y chocan contra casco de contrachapado
naval cubierto de Fiberglas. (Doc quiso una casa flotante de adobe, con vigas de pino
amarillo de las que poder colgar guirnaldas de pimientos chili rojos, al estilo de Nuevo
México. Pero no pudo conseguirla, a ningún precio. Incluso en la armada mexicana, según le
dijeron, habían dejado de usar las embarcaciones de adobe, excepto en los submarinos).
Los caballos se han detenido. En lugar del ruido de las herraduras, ahora se oyen
pasos humanos con botas de espuelas que tintinean sobre el entarimado. Doc se levanta y
deja las cartas en la mesa. Se saca el cigarro.
—¿Qué ocurre? —dice la señora Smith.
—Creo que tengo visita. —Doc siente la necesidad imperiosa de encontrarse con el
visitante fuera. Incluso antes de que empiece a llamar a la puerta ya se ha retirado de la
mesa—. Perdonad.
Va hacia la puerta, la abre y su gran cuerpo bloquea el paso. Al principio no ve a nadie.
Forzando la vista, consigue distinguir una figura alta y delgada que queda fuera de la luz de la
lámpara.
—¿Sí? —dice Doc—. ¿Quién es?
—¿Eres Doc Sarvis?
—Sí.
—Hay un amigo tuyo ahí fuera. —La voz del desconocido es suave y grave, pero
tiene un tono amenazador—. Necesita atención médica.
—¿Un amigo mío?
—Sí.
Doc vacila. Sus amigos están todos ahí dentro, alrededor de la mesa, mirándolo. Doc
se da la vuelta y les dice:
—Todo va bien. Sólo saldré unos minutos. Seguid sin mi.
Cierra la puerta tras de sí y sigue al desconocido, que se ha retirado hacia la orilla del
río por el embarcadero. Allí hay un caballo con las riendas colgando hasta el suelo. Cuando
sus ojos se acostumbran a la luz de las estrellas, Doc confirma su primera impresión: un
hombre alto pero muy flaco, un completo desconocido, que lleva unos Levi’s polvorientos,
un sombrero negro y un pañuelo que le cubre la nariz y la boca. El hombre le mira con un solo
ojo oscuro. El otro ojo, según advierte Doc, no está.
—¿Quién demonios eres? —dice Doc. Da una calada a su cigarro que hace que la
ceniza roja se ilumine en la oscuridad. El símbolo mágico.
—No creo que te interese, Doc. Pero —un movimiento leve bajo su máscara, como si
sonriera— hay gente que me llama Kemosabe. Vamos.
—Espera un momento —Doc se ha parado—. ¿Dónde está ese supuesto amigo mío?
¿Dónde está el paciente?
Una pausa. El viento suspira sobre el río.
El desconocido dice:
—¿Crees en los fantasmas, Doc?
El doctor recapacita.
—Creo en los fantasmas que habitan en la mente humana.
—Este no es de esa clase.
—¿No?
—Este es real. Viene de muy lejos.
—Bueno —dice Doc, ligeramente tembloroso—, vamos a verlo. Veamos ese
fenómeno. ¿Dónde está?
Otro momento de silencio. El desconocido señala con la cabeza hacia el sendero que
discurre por encima de la orilla.
—Estoy aquí arriba, Doc —dice una voz familiar.
Doc siente que se le eriza la piel de la nuca. Mira a través de la oscuridad hacia dónde
está la voz y ve la silueta de un segundo jinete que destaca sobre la Vía Láctea, un hombre
achaparrado de hombros anchos, fuerte y musculoso, que lleva sombrero y cuya sonrisa brilla
incluso bajo la luz de las estrellas.
Dios santo, piensa Doc. Y entonces se da cuenta de que en realidad no está
sorprendido, que lleva dos años esperando esa aparición. Suspira. Aquí estamos, una vez
más.
—¿George?
—SU
—¿Eres tú, George?
—Sí, joder. ¿Quién diablos, si no?
Doc vuelve a suspirar.
—Te dispararon hasta hacerte picadillo en Lizard Rock.
—A mí no, a Rudolf.
—¿A Rudolf?
—Era un espantapájaros. Un puto muñeco.
—No lo entiendo.
—Bueno, déjanos pasar, por Dios. Te lo contaré todo. Es una larga historia.
Doc vuelve la vista hacia la casa flotante. A través de las cortinas de la ventana ve a
Greenspan y a los demás en la mesa y las cartas en movimiento bajo la luz de la lámpara.
—George, el agente de la libertad condicional está ahí.
—Oh. Vaya, mierda, nos largamos de aquí. No te incordiamos más.
—No, esperad un momento. Es un chico agradable y no quiero ponerle en una
situación comprometida. Tenéis que entenderlo. Se marchará en media hora. ¿Por qué no
dejáis tú y tu amigo los caballos en el prado y nos esperáis en la casa de Seldom? No hay
nadie allí. ¿Sabes dónde está su casa?
—Hemos estado allí hace cinco minutos.
Ambos se miran bajo la luz de las estrellas. Doc no está convencido totalmente.
—George, ¿de verdad eres tú?
—No, soy Ichabod Ignatz. Acércate y examina las heridas.
—Eso es lo que voy a hacer. —Doc sube al terraplén.
El caballo se revuelve, nervioso.
—¡Sooo! Ignorante hijo de puta. Sí. Choca esos cinco, Doc. —Hayduke sonríe como
un niño pequeño.
Se dan la mano. Se abrazan. La aparición es igual al viejo Hayduke, maciza y
apestosa. No ha mejorado en nada.
—Dios mío… sí que eres tú. —El doctor intenta contener la lágrimas—. ¿Estás bien?
—Sí. Algunas viejas heridas me están dando guerra, eso es todo. Y mi amigo quería
conoceros. ¿Cómo está Seldom?
—Está igual que siempre. Sigue trabajando en el plan de la presa.
—Eso está bien. —El caballo da unas cuantas pisadas—. Quieto, quieto, maldita sea.
—Una pausa larga—. ¿Cómo está Bonnie?
—Nos hemos casado.
—Eso he oído. ¿Cómo está?
—Embarazada de cuatro meses.
—No, mierda. —Pausa—. Hay que joderse. Bonnie, preñada. Me podían follar,
apalear y tatuar y seguiría sin creer que eso fuera posible.
—Pues ha sucedido.
—¿Y qué va a hacer?
—Va a ser madre.
—Que me parta un rayo. —George sonríe tontamente, con tristeza y alegría, todo al
mismo tiempo, como un león al que han liberado—. Eres un viejo pedorro y cachondo. Doc,
quiero verla.
—La verás, la verás.
Otra pausa.
—Ahora me llamo Fred Goodsell. Tengo una nueva identidad. —La sonrisa de
Hayduke se alarga—. Y un nuevo empleo también. Empiezo a trabajar como vigilante
nocturno la semana que viene. Voy a ser un puto ciudadano normal y corriente, Doc, como tú
y Seldom y Bonnie. Durante un tiempo.
Doc vuelve a mirar hacia la casa flotante. La puerta delantera se está abriendo.
Bonnie permanece bajo la luz, intentando ver fuera.
—Será mejor que vuelva. Espéranos. Quiero verte bien y ver esas heridas. Y Bonnie
también querrá. Y Seldom. No te vayas.
—Joder, Doc, estamos cansados y hambrientos. No vamos a ir a ninguna parte esta
noche.
Bonnie grita.
—Doc, ¿estás ahí?
—Voy para allá —responde—, un segundo.
Hayduke se ríe entre dientes.
—El viejo Doc… ¿Sabes? Hicisteis un buen trabajo Seldom y tú en aquel puente.
—¿De qué estás hablando?
—Me refiero al puente del Glen Canyon.
—No fuimos nosotros. Aquel día estábamos aquí. Tenemos testigos que pueden
demostrarlo —(Gracias a Dios).
—Bueno, pues que me parta un rayo, otra vez —dice Hayduke.
Mueve la cabeza perplejo, mientras sopesa la información.
—¿Has oído eso? —dice a su compañero enmascarado.
El compañero, que ha vuelto a montarse en el caballo, asiente.
—Doc —dice Hayduke—, será mejor que vuelvas con tu esposa antes de que te de un
bocado en el culo. Pero, antes hay una cosa que tienes que preguntarme.
—¿Qué? —Doc muerde la pinta de su cigarro, que se ha apagado—. ¿De qué se trata?
—¿No vas a preguntarme dónde es mi trabajo de vigilante nocturno? —Hayduke le
sonríe de nuevo.
Ahora le toca a Doc sopesar la pregunta. Brevemente.
—No, George, creo que prefiero no saberlo.
Hayduke se ríe y se vuelve hacia su compañero.
—¿Qué te dije?
Y dice, dirigiéndose a Doc:
—Una vez más tienes razón. Pero puedes adivinarlo, ¿verdad?
—Oh, sí. Sí que puedo.
—A Seldom le gustaría saberlo.
—Se lo puedes contar tú mismo.
—Muy bien. Tú eres el doctor. De acuerdo, os estaremos esperando. Vámonos.
—Hayduke se aleja de Doc en su caballo gigante, dándole con los talones. El caballo
comienza a trotar y resopla de placer—. Pero no nos hagáis esperar mucho —grita Hayduke,
mientras desaparece.
Los dos jinetes se desvanecen por el sendero oscuro, galopando hacia la pradera. Doc
se los queda mirando un momento, luego tropieza al bajar por el terraplén, recupera el
equilibrio y vuelve caminando despreocupadamente a su hogar flotante mientras da caladas
enérgicas a su cigarro apagado.
—¿Cómo va la partida? —grita.
—¿Quién era? —pregunta Bonnie.
—Nadie. ¿Quién reparte?
—Esta es la última mano —dice Greenspan mientras mezcla las cartas.
—¿Entras, Doc?
—Reparte —Doc guiña a Bonnie y a Seldom—. Y no olvides cortar… la puta baraja.
Dios santo, piensa Doc. Y entonces se da cuenta de que en realidad no está
sorprendido, que lleva dos años esperando esa aparición. Suspira. Aquí estamos, una vez
más.
— FIN —
Este libro se termino de imprimir el
25 de junio de 2012. Tal día como ése,
en 1876, se inició la legendaria batalla
de Litte Big Horn que enfrentó
al teniente coronel Custer y al jefe siux
Tasunka Witko, «Crazy Horse».
EDWARD ABBEY (Home, Pensilvania [USA], 1927 - Oracle, Arizona [USA],
1989). Desde joven despertó como un naturalista en potencia, y también como un ecologista,
siendo ya un adolescente enfadado por las injerencias humanas en los Apalaches. Aficionado
a las plantas, al misterio natural y al chamanismo, Abbey empezó una larga carrera de
trabajos ocasionales en la minería, la agricultura y la ganadería.
A los 17 años abandona su tierra natal para conocer la América que le fascinaba por
las canciones de Wooddy Gurthie y los poemas de Carl Sandburg. Entonces recorre casi todo
el oeste de Norteamérica, descubre su mundo natural y sobrenatural, la cultura india. Llevaba
la vida típica del hobo —trabajador ocasional vagabundo americano—, llena de aventuras e
incidentes, como su detención en Flagstaff, Arizona, por vagancia, que es rememorada en su
novela La Banda de la Tenaza.
En esos años vive el final de la guerra mundial sirviendo en el ejército en Italia.
Cuando vuelve estudia Filosofía en la Universidad de Nuevo México entre 1951 y 1956, y
culmina su licenciatura con una tesis titulada La Anarquia y la Moral de la Violencia, donde
concluía entonces, en línea con su admirado Tolstoi, que el anarquismo era una lucha frontal
no contra el ejército y la guerra, sino contra la violencia organizada de los estados. También
realiza estudios sobre el cinismo y sobre Diógenes, y destaca su pacifismo individualista.
En 1954 publica su primera novela, Jonathan Troy, la historia de un joven anarquista.
En 1956 cosecha su primer éxito editorial con The brave cowboy —adaptada en 1962 por
Kirk Douglas— una historia del oeste que narra el enfrentamiento entre un cowboy y el
gobierno de los EE.UU. Pero su gran éxito literario será su libro de ensayos Desert Solitaire,
de 1968, que relata sus años como ranger forestal en el Arches National Monument de Utah.
En esos años milita contra el proyecto de la presa de Glen Canyon y de ahí nace su
novela The Monkey Wrench Gang, publicada en 1975 y que describe las hazañas de una
guerrilla de ecologistas, inspirada en numerosos activistas de la vida real. El éxito de este
libro le convirtió en un mito de la contracultura y en un pionero de la resistencia activa en
Estados Unidos.
Publicó hasta una veintena de libros y murió en 1989 debido a una hemorragia
esofágica consecuencia de las complicaciones de una operación quirúrgica que sufrió. Pidió
que lo enterraran en un lugar indeterminado del desierto y a día de hoy ya nadie sabe dónde
está su tumba.
Notas
[1]
M.D., Medical Doctor. (Todas las notas son de los traductores). <<
[2]
En español en el original. <<
[3]
Weltschmerz es un término acuñado por el romántico alemán Johann Paul Richter
para designar la desazón que produce la falta de correspondencia entre el mundo real y el
mundo que deseamos o imaginamos. <<
[4]
Schmaltz es un término de procedencia yiddish para denominar la hipersensibilidad
artística y musical; e igualmente, una grasa de ave procesada, propia de la gastronomía judía.
En este último sentido puede equivaler a «ensalada» o «cacao mental». <<
[5]
Mogen David es un vino generoso y también la pronunciación yiddish de «Magen
David», una de las formas de referirse a la Estrella de David. Abbzug es judía. <<
[6]
Los Montagnard Babies eran los niños de los campesinos de las montañas, a
quienes los vietnamitas perseguían y sacrificaban porque sus llantos facilitaban su ubicación
al enemigo. Muchos de los que salvaron los norteamericanos fueron enviados a Estados
Unidos. En Oakland hay en la actualidad una comunidad de Montagnard Babies. <<
[7]
¡Paz! en vietnamita. <<
[8]
Gook es un término peyorativo étnico aplicado a los asiáticos del Sudeste,
especialmente como enemigos en los frentes de Filipinas, Corea y Vietnam. <<
[9]
Greek, griego, se utiliza aquí como término peyorativo aplicable a cualquier cosa
extraña, ininteligible, que nos «suene a griego». <<
[10]
En este párrafo el autor juega con los apellidos de los personajes. Comb, significa
«peina», el nombre del psiquiatra puede ser traducido como Calibrador del Mal, y el del
urólogo como Polla de Cristal. <<
[11]
Juego de palabras. El «hogar dulce hogar» (home sweet home) es sustituido aquí
por la sílaba esencial del mantra, OM. <<
[12]
Histórico sindicalista y moralista estadounidense de origen judío. <<
[13]
Latter-Day Saints, la Iglesia mormona. <<
[14]
En español en el original. <<
[15]
En español en el original. <<
[16]
En español en el original. <<
[17]
En español en el original. <<
[18]
Ibíd. <<
[19]
Ibíd. <<
[20]
Policías, «polis» en francés. <<
[21]
Personaje de una canción folk estadounidense grabada en 1963 y popularizada por
el grupo “Peter, Paul and Mary”. <<
[22]
Ley sobre la esclavitud blanca, promulgada en 1910 en Estados Unidos, según la
cual era delito el transporte de mujeres de un estado a otro con «propósitos inmorales». <<
[23]
En español en el original. <<
[24]
Frase atribuida al colonizador mormón Ebenezer Bryce (1830-1913), con la que
describió el cañón que lleva su nombre, hoy Parque Natural de Bryce Canyon. <<
[25]
Alusión a la frase «Et ne crains ríen que les dangers», de François Rabelais
(1494-1553) en Gargantúa y Pantagruel. <<
[26]
Referencia a la película de ciencia ficción Creature from the Black Lagoon (1954)
título que en España se tradujo como «La mujer y el monstruo», dirigida por Jack Arnold. <<
[27]
Referencia del autor a la película de animación Hell-Bent for Election (1944),
dirigida por Charles M. Jones, que tuvo mucha popularidad en Estados Unidos. <<
[28]
Antiguo pueblo amerindio desaparecido antes de la llegada de los europeos. <<