El Silencio
El Silencio
El Silencio
Pablo Vl
Avanzada la noche la voz volvió a llamar: "¡Samuel!" y el niño respondió: "¡Habla, Señor,
que tu siervo escucha!".
Una historia de silencios y llamados. Una historia de una noche en la que sólo un niño
escuchaba el llamar de Dios. Todos creían que Dios callaba; pero más bien lo que sucedía
era que nadie lo escuchaba. Tal vez durante meses o años, Dios gritaba nombres en las
casas y en los santuarios, nombres que se perdían ahogados por los gritos, por el bullicio,
por el egoísmo de los corazones. Tal vez durante mucho tiempo buscó a alguien que
deseara escucharlo, a alguien que todavía quisiera confiar en su palabra, a alguien que
aún se dejara llamar por el nombre. Y de tanto buscar, una noche encontró a un niño.
Sólo él en silencio, sólo él con los oídos nuevos para escuchar la voz de Dios, sólo él con el
alma disponible para dejarse encontrar, sólo él preparado para oír su nombre en los
labios de Dios. "¡Samuel!" gritó Dios en el silencio del santuario. "¡Habla, Señor, que tu
siervo escucha!", respondió el niño abriendo sus oídos y su corazón.
Nuestro Dios es un Dios que quiere revelarse, un Dios que desea comunicarse, un Dios
que siempre está llamando; pero, ¿le escuchamos?
Para encontrar a Dios es necesario escuchar y para escuchar es necesario hacer silencio.
No es que Dios no esté presente, no es que Dios ya no pronuncie nombres, no es que Dios
no nos busque. Lo que sucede es que hemos perdido al niño que era capaz de escuchar y
nos hemos llenado de ruido y el ruido no nos deja oír. La voz de Dios sólo se oye en el
silencio, sólo un corazón en silencio es capaz de escuchar.
El silencio es una actitud fundamental que se ha olvidado. Nuestro ambiente está lleno de
bullicio, todo es ruido, todo es sonido, todo es grito. Los buses llevan música a todo
volumen, no se puede hablar, no se puede pensar. En las fiestas sólo hay lugar para la
música ensordecedora; si algo se dialoga tiene que ser a gritos. En casa la televisión tiene
la palabra, mientras ella habla, nadie puede hablar. No, no hay tiempo para dialogar, pues
ya va a empezar la telenovela...; no, no podemos hablar, está cantando el ídolo juvenil...;
para qué hablar de aquello si la película está en lo más emocionante, si la radio está
encendida, si está sonando el teléfono, si están repitiendo el gol, si tengo puesto en la
grabadora mi casete preferido.
Y mi vida, mi vida también suele estar llena de bullicio. ¿Pensar? ¿Tomar en serio mi vida?
¿Intentar escuchar mis voces más profundas, las preocupaciones de un día, aquello que
me dijo un amigo, lo que me dice Jesús? No, no se puede. Tengo que ver televisión, tengo
que llamar por teléfono, tengo que llenar mi cabeza de ruido, tengo que hablar con los
amigos de la esquina, tengo que doparme con mi música o con licor, con fiestas o con
conversaciones superficiales. El bullicio me acompaña, el bullicio no me deja sentir solo, el
bullicio me evita tener que encontrarme conmigo mismo, el bullicio no me deja entablar
relaciones en las cuales arriesgue mi amor. Por eso, porque me permite escapar de mí
mismo y de los demás, por eso busco muchas veces el bullicio; por eso, cuando llego a mi
habitación o cuando por alguna razón al fin me quedo solo y podría encontrarme
conmigo, enciendo una grabadora, prendo un radio, pongo la televisión, pero sea como
sea, suelo esconderme en el bullicio.
Sí, me muevo en un mundo de bullicio. Los científicos dicen que el ruido es una forma de
contaminación, y es cierto. El ruido contamina el ambiente tanto como las basuras o
como los gases venenosos. El bullicio afecta nuestra calidad de vida tanto como la
polución del aire o el envenenamiento de las fuentes de agua. Vivimos en medio del
bullicio. Tenemos oídos para todo, menos para la propia vida, menos para el dolor del
otro, menos para el llanto del pobre, menos para el llamado de Dios, menos para los
gritos del alma. Estamos contaminados de ruido y mientras más ruido tenemos, más
tristes y menos humanos somos.
Un mundo de bullicio, una sociedad de bullicio, una vida bulliciosa. Hoy también es "rara"
la palabra del Señor, no porque Dios no hable, sino porque no hay quien escuche, pues,
en medio del bullicio, no hay quien haga silencio en la noche.
Necesito silencio para admirar lo cotidiano, para ver al fondo de los ojos de mi amigo,
para ir más allá de las palabras de los demás y escuchar, además de lo que dicen, aquello
que no dicen; para sentir en profundidad el dolor del mundo.
El silencio del indiferente: Es el silencio del despreocupado, del egoísta que hace
silencio para no comprometerse, para no meterse en líos, para no arriesgar la vida. Es
el silencio del que calla porque no le importan los demás, porque no le afecta lo que
le sucede a los otros, porque sabe que hay ocasiones en las cuales es más cómodo
quedarse callado.
El silencio del vacío: Es el silencio de aquél que no dice nada porque no tiene nada
qué decir, y no tiene nada que decir porque nunca ha tomado su vida en serio,
porque es superficial, porque no es capaz de ver lo que le rodea. Es el silencio del que
no lleva nada por dentro, del que no se conoce a sí mismo y que, justamente por eso,
no tiene nada para decir.
El silencio del orgulloso: Es el silencio del que calla porque quiere hacerse el
importante, porque quiere llamar la atención, porque quiere que le supliquen que
hable. Es el silencio del que no habla porque está resentido y quiere mostrar su
rencor callándose, esperando que sea el otro el que se humille, el que primero
intente reconstruir la comunicación.
El silencio del miedoso: Es el silencio del que tiene mucho para decir, pero no lo
hace por temor, por miedo a lo que harán, dirán o pensarán los demás. Es el silencio
del que nunca dice todo lo que siente, porque prefiere agradar a los otros más que
enfrentar la verdad.
El silencio del tímido: Es el silencio del que calla simplemente porque no se atreve
a hablar, porque se le hace un nudo en la garganta cada vez que quiere expresar sus
sentimientos. Es el silencio del que se siente acomplejado delante de los demás y, por
eso, se traga su vida, sus cosas, sus ideas, sus sentimientos, y se hunde en el silencio.
Ninguno de estos silencios es el silencio auténtico. Todos estos silencios son falsos, pues
esconden un inmenso bullicio interior y son, además, estériles, ya que nada construyen,
nada hacen germinar.
Este silencio es el SILENCIO SEDIENTO, el silencio que tiene sed de escucha. Es el silencio
honesto que calla, no para llenarse de bullicio interior, sino para escuchar al otro, para
escuchar al hermano, para escuchar las voces del propio corazón, para escuchar al Dios
que habla en el silencio. Es éste un silencio lleno de humanidad. El que guarda este
silencio se sabe siempre en camino y siempre necesitado de escuchar. Es el silencio
fecundo, desde donde se puede hablar con la vida. Sin silencio las palabras suenan huecas
y se las lleva fácilmente el viento. Sin silencio el ser humano da la impresión de estar
deshabitado. Sin silencio hasta los mejores argumentos parecen estar vacíos, sin alma, y
hasta la persona más atractiva parece ser sólo una máscara, alguien que no tiene nada
por dentro.
Ya lo decía el poeta: "Habla, cuando tus palabras sean tan dulces como el silencio".
Estoy acostumbrado a no callar. Si alguien me dice algo, antes que termine de hablar yo
ya tengo mi respuesta; si alguien me critica, apenas lo oigo. Estoy acostumbrado a las
muchas palabras y al mucho ruido; pero no al silencio ni a la escucha. Y sin embargo, yo
mismo tengo mucha necesidad de ser escuchado y agradezco cuando alguien calla y oye
mi queja. Aunque vivo en un mundo lleno de bullicio, aunque mi vida tiene sin duda
mucho ruido y, aunque muchos de mis silencios sean inauténticos, la verdad es que
necesito aprender a hacer silencio del verdadero. Y es que he empezado a sentir que sólo
en el silencio puedo conocerme, sólo en el silencio puedo darle profundidad a mi vida,
sólo en el silencio puedo escuchar a los que digo amar y, sólo en el silencio, puedo
empezar a descubrir a Dios cerca de mi corazón.
Pero el silencio verdadero, si quiere realmente ser un lugar de escucha, necesita ir unido a
la Reflexión. No se trata de callar por callar, ni de hacer silencio por hacer silencio. Se
trata de hacer silencio para escuchar y para reflexionar lo escuchado. La escucha es un
problema de corazón. Mientras nuestro corazón sea duro e insensible nada escuchará. Si
es distraído y superficial, tampoco podrá escuchar. Es necesario educar el corazón para
escuchar.
Escuchar es creer en el otro, es aceptar al otro así como es. Escuchar es hacerle saber al
otro que su vida es importante. Escuchar es detener el mundo y el tiempo, para dedicarse
por entero a otra persona. Escuchar es negarse a sí mismo y afirmar la vida del que viene
a uno. Escuchar es elegir al otro, es quererlo, es valorarlo. Escuchar es hacer el gran
esfuerzo de sentir lo que el otro siente. Por eso la escucha es un servicio, un acto de
amor. Vivimos en una sociedad que no tiene tiempo para la escucha. Las relaciones
suelen estar marcadas por la prisa, por el desgaste de las preocupaciones cotidianas, por
los ires y venires de la pasión, por un frenesí de emociones que rara vez es un encuentro
de personas. Los secretos, las tristezas, las angustias, se van acumulando en el alma y se
quedan allí encerrados, haciendo daño. Sólo la escucha es capaz de hermosear a las
personas; sólo ella logra que la alegría no sea un escondite ni un disimulo, sino fruto de
una aceptación de sí mismo. Sólo la escucha ama bien, porque sólo ella entiende que es el
otro el verdaderamente importante. Alguien decía alguna vez que “el verdadero amigo es
el que pregunta: ¿cómo estás?; y realmente le importa la respuesta” +. Es que el amor, el
auténtico amor, es escucha.
Para esto es la reflexión, para hacer silencio y escucharme, para volverme sobre mí
mismo, para re-saborear la vida, para re-pasar la vida, para rumiar la existencia, para
aprender a escuchar el corazón.
Una Decisión: Es un acto sencillo y humilde por el cual yo decido buscar lo que
soy. La reflexión no surge porque sí, depende de una decisión consciente: quiero
buscarme, quiero descubrir lo que soy. Tomada esta decisión me comprometo a
buscar tiempo y espacio para el silencio y para la reflexión. Sin una decisión
valiente y honesta, todo se me quedará en buenas intenciones.
Nos ponemos en camino para descubrir a Dios, para encontrarlo. Ahora nos damos
cuenta que en el camino hacia Dios, lo primero que necesitamos es aprender a escuchar.
Si Dios es un Dios que habla, para hallarlo es necesario escuchar.
Dice la Biblia que un muchacho soñó con Dios, un muchacho que a sus pocos años recibió
el encargo de ser rey, un muchacho inexperto que recibió en herencia un pueblo entero.
Y cuenta la Escritura que Dios le dijo: “Pídeme lo que quieras que yo te lo daré” +. Y
Salomón no pidió una larga vida, ni riquezas, ni la victoria sobre los enemigos, sino que
pidió sabiduría. Desde lo más profundo de su ser, alzó confiada la voz y dijo: “Concede,
Señor, a tu siervo, un corazón que escuche” +. Y Dios lleno de alegría le replicó. “Por
haber pedido eso, por no haber pedido larga vida, riquezas o victorias, te daré un corazón
tan sabio como no lo ha habido antes, tan sabio como no lo habrá después”+.
Hoy también Dios se acerca a mi vida y hoy también yo descubro que soy demasiado
muchacho para esto que llaman la vida y muy inexperto en esto de ser feliz. Por eso,
delante del Dios que se me acerca, gritaré con voz joven que también a mí me regale un
corazón sabio, un corazón que sepa escuchar. Sí, le diré al Señor que habla en el silencio,
que apague los ruidos de mi alma y con paciencia me enseñe a escuchar, así como Él
siempre escucha mi voz.
Anthony de Mello