Cuando Falla La Gravedad - George Alec Effinger

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El Budayén, los bajos fondos de una

ciudad árabe anónima, está


construido al lado del cementerio, y
quien se interna en sus callejones lo
hace consciente del peligro que
corre: ni sus habitantes -prostitutas,
proxenetas y traficantes de drogas-
ni la policía se preocupan
demasiado si un desconocido
aparece acuchillado y tirado en una
esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha
criado Marîd Audran, un hombretón
que nunca ha necesitado llevar
armas y que es respetado en su
independencia. Pero nadie podría
haber imaginado la pesadilla en que
se convertiría su vida después de
que un extraño muriera asesinado
por alguien conectado a un módulo
de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se
dan cita los logros de la informática,
la novela negra y la ciencia ficción.
George Alec Effinger
Cuando falla la
gravedad
Trilogía Cyberpunk - 1
ePUB v1.0
OZN 11.03.12
Titulo original: When Gravity Fails
Titulo traducido: Cuando falla la gravedad
Autor: George Alec Effinger
Traductor: J. A. Bravo
ISBN: 84-270-1369-8
© 1987 by George Alec Effinger
© 1989, Ediciones Martínez Roca, S. A.
Colección Gran Super-Ficcion.
En memoria de Amber.
"Y existen quienes nadie conmemora"
... Debe ser el mejor hombre de su
mundo, y lo bastante bueno para
cualquier
mundo...
Se trata de un hombre solitario y su
orgullo es que le trates como a un
hombre
orgulloso o te arrepientas de haberle
conocido. Habla como los hombres de
su
tiempo, es decir, con tosco ingenio,
agudo sentido de lo grotesco, aversión a
la
impostura y desprecio por lo
mezquino.
The Simple Art of Murder (El
sencillo arte del crimen)
RAYMOND CHANDLER

Cuando estás en Juárez, perdido en


la lluvia y es Pascua
Y tu gravedad falla y la negatividad
no te salva
No te des aires de grandeza al
pasear vencido por la Rué Morgue
Avenue
Allí tienen unas mujeres hambrientas
que te dejarán hecho una porquería.

Just Like Tom Thumb's Blues (Como


el Blues de Tom Thumb)
BOB DYLAN
1
El cabaret de Chiriga se hallaba
justo en el centro del Budayén, a ocho
manzanas de la puerta Este y a otras
ocho del cementerio. Resultaba muy útil
tenerlo tan a mano. El Budayén era un
lugar peligroso y todo el mundo lo
sabía. Por eso, una muralla rodeaba tres
de sus lados. A los viajeros se les
advertía que no se acercasen al
Budayén, pero iban a pesar de ello.
Toda su vida habían oído hablar de él, y
no se perdonarían regresar a casa sin
haberlo visto por sí mismos. Algunos
entraban por la puerta Este y recorrían
la «Calle», presas de curiosidad; al
cabo de dos o tres manzanas, empezaban
a ponerse nerviosos, y tenían que buscar
un lugar donde sentarse y beber algo, o
tomarse una o dos píldoras. Después, se
apresuraban a regresar por donde habían
venido y se consideraban afortunados de
poder volver al hotel. Otros no tenían
tanta suerte, y se quedaban en el
cementerio. Como he dicho, era un
cementerio muy bien situado, y les
ahorraba un montón de tiempo y de
problemas a todos.
Entré en el club de Chiri, satisfecho
por abandonar el bochornoso calor de la
noche. A la mesa más cercana a la
puerta se sentaban dos mujeres, turistas
de mediana edad, con bolsas llenas de
recuerdos y regalos para sus amigos.
Una de ellas llevaba una cámara
fotográfica y sacaba instantáneas
holográficas de las personas que había
en el cabaret. Los asiduos no estaban
muy conformes con ello, pero solían
ignorar a esa clase de turistas. Un
hombre no hubiera podido sacar esas
fotos sin pagarlas. Todos hacían caso
omiso de las dos mujeres, excepto un
hombre alto, muy delgado, que llevaba
un oscuro traje de corte europeo y
corbata; se trataba del traje más
extravagante que yo había visto esa
noche. Me pregunté qué se llevaría entre
manos, y me quedé en la entrada un
momento, para escuchar con disimulo.
—Me llamo Bond —decía el tipo
—. James Bond.
Por si había alguna duda.
Las dos mujeres parecían asustadas.
— ¡Oh, Dios mío! —suspiró una de
ellas.
Aquí, entro yo en escena. Me
acerqué al moddy por detrás y le agarré
de una muñeca. Deslicé mi pulgar sobre
la uña del suyo y se lo apreté hasta la
palma de la mano. Él lanzó un grito de
dolor.
—Vamos, viejo cero cero siete —
murmuré junto a su oído—, ve a dar la
paliza a otro lado.
Le acompañé hasta la puerta y le
propiné un fuerte empellón hacia la
sofocante y húmeda oscuridad.
Las dos mujeres me miraron como si
yo fuera el Mesías que volvía con su
salvación personal en sobres separados.
—Gracias —dijo la de la cámara.
Hablaba en francés—. No sé qué más
decir aparte de gracias.
—No ha sido nada —contesté—. No
me agrada ver a esa gente, con sus
módulos de personalidad conectados,
que molestan a todos menos a otro
moddy.
La segunda mujer parecía perpleja.
—¿Un moddy, joven?
Como si no los hubiera en
dondequiera que ella viviese.
—Sí. Lleva un módulo de James
Bond, y se cree él. Estará toda la noche
con la misma canción, hasta que alguien
le sacuda y le haga saltar el módulo de
la cabeza. Es lo que se merece. También
debe llevar Alá sabe qué tipo de
daddies. —De nuevo, vi aquella
expresión de perplejidad, así que
proseguí—: Daddy es lo que llamamos
un potenciador. Un daddy proporciona
conocimiento temporal. Digamos que te
enchufas un daddy de sueco y, hasta que
te lo quitas, entiendes el sueco. Los
tenderos, abogados y otros «chorizos»
usan daddies.
Las dos mujeres me miraron con
expresión de sorpresa, como si
estuvieran decidiendo si todo eso podía
ser cierto.
—¿Se lo conectan en el cerebro
directamente? —preguntó la segunda
mujer—. ¡Qué horror!
—¿De dónde son ustedes? —inquirí.
Se miraron entre sí.
—De la República Popular de
Lorena —respondió la primera.
Eso lo explicaba todo: era probable
que nunca hubieran visto a un loco con
un moddy activado.
—Señoras, si no les molesta un
pequeño consejo —dije —, creo que se
han equivocado de barrio. De hecho, no
se encuentran en el local adecuado.
—Gracias, señor —repuso la
segunda mujer.
Con gran revuelo, recogieron sus
paquetes y sus bolsas, dejaron sus
bebidas sin terminar y salieron a toda
velocidad. Espero que abandonaran el
Budayén sanas y salvas.
Esa noche, Chiri trabajaba sola
detrás de la barra. Me gustaba, éramos
amigos desde hacía tiempo. Era una
mujer alta y magnífica; su negra piel
estaba tatuada con dibujos geométricos
de escarificaciones que sus lejanos
antepasados llevaban. Cuando sonreía,
gesto que no prodigaba en exceso, sus
dientes brillaban con un blanco turbador,
y producían esa sensación porque, al
hacerlo, mostraba unos afilados caninos,
tradicionales de los caníbales, ya me
entienden. Cuando un extraño entraba en
el club, sus ojos se volvían inquisitivos
y sombríos, tan carentes de interés como
dos agujeros de bala en la pared. Al
verme, me dirigió esa amplia sonrisa de
bienvenida.
—¡Jambol —gritó.
Me apoyé sobre la estrecha barra y
le di un beso fugaz en la decorada
mejilla.
—¿Qué pasa, Chiri? —pregunté.
—Njema —dijo en suajili, en un
intento de ser amable. Luego sacudió la
cabeza—. Nada, nada, el mismo maldito
y aburrido trabajo.
Yo asentí. No hay cambios en la
«Calle», sólo los rostros. En el club
había doce clientes y seis chicas. Yo
conocía a cuatro de ellas, las otras dos
eran nuevas. Debían llevar años en la
«Calle», igual que Chiri, o, de lo
contrario, ya se habrían largado.
—¿Quién es ésa? —pregunté,
señalando a la chica nueva del
escenario.
—Quiere que la llamen Pualani. ¿Te
gusta? Dice que significa «Flor
celestial». No sé de dónde es. Pero se
trata de una tía auténtica.
Enarqué las cejas.
—Ahora tendrás con quien charlar
—dije.
Chiri me dedicó la más dudosa de
sus expresiones.
—Oh, sí. Intenta hablar un rato con
ella, ya verás.
—¿Tan mal?
—Ya verás. No serás capaz de
evitarlo. Qué, ¿has venido a hacerme
perder el tiempo o tomarás algo?
Miré el reloj digital que destellaba
sobre la caja registradora, detrás de la
barra.
—Tengo una cita dentro de media
hora.
Chiri arqueó las cejas.
—¿Negocios? Trabajamos de nuevo,
¿no?
—Demonios, Chiri, éste es mi
segundo trabajo de este mes.
—Entonces, compra algo.
Yo intentaba pasar de drogas cuando
sabía que debía reunirme con un cliente,
así que pedí lo de siempre, una parte de
ginebra y otra de bingara sobre hielo
con lima. Me quedé en la barra, aunque
el cliente estaba a punto de llegar,
porque si me sentaba a una mesa, las dos
chicas nuevas intentarían ligar conmigo.
Lo harían a pesar de que Chiri las
ahuyentase. Ya habría tiempo de sentarse
cuando ese tal Bogatyrev apareciera.
Apuré mi bebida y observé a la
chica del escenario. Era guapa, pero
todas los son, el trabajo lo exige. Su
cuerpo, perfecto, pequeño y ágil, era tan
dulce que casi te morías de ganas de
poner la mano sobre aquella maravillosa
piel, brillante de sudor. Te morías de
ganas, ésa es la verdad. Para eso
estaban las chicas allí, para eso estabas
tú, para eso estaba Chiri y su caja
registradora. Comprabas bebidas a las
chicas, contemplabas sus cuerpos
perfectos, y pretendías gustarles. Y
también ellas trataban de gustarte. En el
momento en que dejabas de gastar
dinero, se levantaban e intentaban
agradar a otro.
No podía recordar cuál había dicho
Chiri que era el nombre de aquella
chica. Desde luego, tenía mucho camino
andado: sus mejillas habían sido
pronunciadas con silicona, su nariz
enderezada y reducida, y su cuadrada
mandíbula favorecida con un atractivo
hoyuelo; injertos de senos de gran
tamaño, silicona para redondear el
culo... ; todo ello dejaba rastros
reveladores. Ningún cliente lo notaría,
pero, en los últimos diez años, he visto
un montón de mujeres en un montón de
escenarios. Todas parecen la misma.
Chiri volvió de servir a unos
clientes lejos de la barra. Nos miramos.
—¿Busca dinero para que le hagan
un trabajo en el cerebro? —pregunté.
—Sólo quiere daddies, creo —dijo
Chiri—. Eso es todo.
—Se ha gastado mucho dinero en
ese cuerpo, ¿crees que ha dado muchas
vueltas?
—Es más joven de lo que aparenta,
cielo. Vuelve dentro de seis meses y
tendrá su moddy conectado. Dale tiempo
y te mostrará la personalidad que más te
guste; de putón, de trágica palomita
deshonrada, o de algo intermedio.
Chiri tenía razón. Era toda una
novedad que alguien trabajase en aquel
club utilizando su propio cerebro. Me
preguntaba si la nueva tendría aguante
para seguir allí, o si el empleo la
devolvería al lugar de donde había
venido, satisfecha con su cuerpo
transformado y con su, en parte,
modificada mente. Una barra de
moddies y daddies era un sitio duro para
hacer dinero. Podías tener el cuerpo más
despampanante del mundo, pero si los
clientes estaban colgados y ponían más
atención en su propia diversión
intracraneal, lo mejor que podías hacer
era volver a casa.
Una voz tranquila e imperturbable
me habló al oído:
—¿Marîd Audran?
Me volví despacio y miré a aquel
hombre. Supuse que se trataba de
Bogatyrev. Un tipo pequeño, calvo, con
un audífono y sin modificación alguna.
Al menos, ninguna visible. Eso no
significaba que no estuviera cargado con
un módulo y potenciadores que yo no
podía ver. Me he topado con unos pocos
así a lo largo de los años. Son los más
peligrosos.
—Sí —respondí—. ¿El señor
Bogatyrev?
—Encantado de conocerle.
—Lo mismo digo. Tendrá que pagar
una consumición o la chica de la barra
empezará a calentar su gran olla de
hierro.
Chiri nos ofreció aquella mirada
caníbal.
—Lo siento —se excusó Bogatyrev
—, no bebo alcohol.
—Está bien —respondí, y me dirigí
a Chiri —: Ponle uno de éstos—pedí,
levantando mi copa.
—Pero... —se quejó Bogatyrev.
—De acuerdo —dije —. Es para mí,
yo la pagaré. Era cortesía por mi parte.
Me la beberé también.
Bogatyrev asintió, sin expresión.
Inescrutable, ¿saben? Se supone que los
orientales se llevan la palma, aunque
estos tipos de la Rusia Reconstruida
tampoco lo hacen mal. Lo practican.
Chiri preparó la bebida y se la pagué.
Entonces, seguí al hombrecillo hasta una
mesa del fondo. Bogatyrev no miraba ni
a izquierda ni a derecha, ni prestó un
instante de su atención a las mujeres
semidesnudas. He conocido a varios
como éste.
A Chiri le gustaba tener el club en
penumbra. Las chicas tienden a mejorar
con la oscuridad. Parecen menos
voraces, menos depredadoras. Las
sombras suaves las visten de misterio.
Al menos, eso es lo que un turista debía
pensar. Chiri apagaba las luces
cualesquiera que fuesen las
transacciones que tuvieran lugar en las
garitas o en las mesas. Las potentes
luces del escenario apenas atravesaban
la penumbra. Se podía ver los rostros de
los clientes de la barra, mientras
observaban, soñaban o alucinaban. El
resto del club permanecía en la
oscuridad, e indiferencia-do. Me
gustaba ese estilo.
Terminé mi primera bebida y retiré
el vaso a un lado. Rodeé el segundo con
la mano.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor
Bogatyrev?—¿Por qué me ha pedido que
nos encontremos aquí? Me encogí de
hombros.
—Este mes no tengo oficina —dije
—, y estas personas son mis amigos. Yo
velo por ellos y ellos velan por mí. Es
un esfuerzo recíproco.
—¿Cree que necesita esa
protección?
Estaba poniéndome a prueba, y he de
decir que todavía no la había superado.
No del todo. Se mostraba muy educado.
También lo practican.
—No, no es eso.
—¿No tiene un arma? Sonreí.
—Yo no llevo armas, señor
Bogatyrev. Por lo general, no. Nunca me
he encontrado en situación de
necesitarlas. Si el otro tipo tiene una,
hago lo que me dice; si no la tiene, le
obligo a hacer lo que yo digo.
—Pero, tal vez, si tuviera un arma y
la mostrase primero, evitaría riesgos
innecesarios.
—Y ahorraría un tiempo valioso.
Mire, tengo mucho tiempo, señor
Bogatyrev, y es «mi» pellejo lo que
arriesgo. Todos necesitamos una
descarga de adrenalina de vez en
cuando. Aquí, en el Budayén, nos
regimos por una especie de código de
honor. Ellos saben que voy desarmado,
yo sé que también ellos. Nadie que
rompa las reglas vuelve a repetirlo.
Somos como una gran familia feliz.
No sabía cuánto se estaba tragando
Bogatyrev, tampoco me importaba. Yo
exageraba un poco, y, mientras, trataba
de hacerme una idea del carácter del
tipo.
Su expresión se volvió un poco
amarga. Creo que comenzaba a pensar
en olvidar el asunto. Hay muchos
guardaespaldas privados en las listas de
los mensajes comerciales por cable.
Tipos grandes y fuertes, armados hasta
los dientes, para tranquilizar a personas
como Bogatyrev. Agentes con brillantes
armas bajo sus chaquetas, lujosos y
cómodos trajes en vecindarios más
atractivos, secretarias y terminales de
ordenador conectados a todas las bases
de datos del mundo conocido y
fotografías enmarcadas de ellos
estrechando la mano de gente que crees
reconocer. Ése no era yo. Lo siento.
Evité a Bogatyrev la molestia de
continuar con su prueba.
—Se estará preguntando por qué el
teniente Okking me ha recomendado a
mí, en lugar de a alguien de los gremios
de la ciudad.
Bogatyrev ni siquiera parpadeó.
—Sí —admitió.
—El teniente Okking es parte de la
familia —dije—. Él hace los negocios a
mi manera y yo los hago a la suya. Mire,
si acude a uno de esos agentes
cromados, le harán lo que usted
necesita, pero su tarifa le costará cinco
veces más que la mía; le llevará más
tiempo, se lo garantizo, y esos tipos
rápidos tienen tendencia a formar gran
estruendo con su equipo caro y armas
que llaman la atención. Yo realizo el
trabajo con mucho más silencio. Es
menos probable que sus intereses, sean
los que fueren, terminen decorados con
fuego de láser.
—Ya veo. Ahora que el tema del
pago ha sido mencionado, ¿puedo
preguntarle cuál es su tarifa?
—Depende de lo que me encargue.
Yo no hago cierto tipo de trabajos.
Llámelo excusa. Pero aunque no acepte
el caso, puedo indicarle a alguien
competente que lo haga. ¿Por qué no
empieza desde el principio?
—Quiero que encuentre a mi hijo.
Aguardé, pero Bogatyrev parecía no
tener nada más que decir.
—Muy bien —dije.
—Necesitará una foto suya —afirmó
más que preguntó.
—Por supuesto. Y toda la
información que pueda ofrecerme:
cuánto hace que desapareció, cuándo le
vio por última vez, qué se dijeron, cree
que se escapó o que fue obligado... Ésta
es una gran ciudad, señor Bogatyrev, y
resulta sumamente fácil hacer un agujero
y ocultarse en él si se quiere. He de
saber dónde empezar a buscar.
—¿Su tarifa?
—¿Quiere regatear?
Empezaba a fastidiarme.
Siempre he tenido problemas con
estos nuevos rusos. Nací en el año 1550,
el 2172 del calendario infiel. Unos
treinta o cuarenta años antes de mi
nacimiento, el comunismo y la
democracia murieron en su lecho de
agotamiento de recursos, de hambre y
pobreza feroces. La Unión Soviética y
los Estados Unidos de América se
fraccionaron en docenas de pequeñas
monarquías y Estados policiales. El
resto de los países del mundo pronto
siguieron su ejemplo. Moravia era ahora
independiente, como Toscana, y la
Commonwealth de la Reserva de
Occidente: todos aislados y
aterrorizados. No sabía de qué Estado
de la Rusia Reconstruida procedía
Bogatyrev. Aunque era probable que
diese lo mismo.
Me observó hasta que me di cuenta
de que no diría nada más si no fijaba un
precio.
—Quiero mil kiam al día más gastos
—dije —. Págueme tres días por
adelantado. Le daré una factura
detallada cuando encuentre a su hijo,
inshallah.
O sea, si es la voluntad de Alá.
Había dicho una cifra diez veces
superior a mi tarifa habitual. Supuse que
regatearía.
—Me parece bien. —Abrió un
maletín de plástico y sacó un paquete
pequeño —. Aquí tiene unas cintas
holográficas y un informe detallado de
mi hijo: sus aficiones, vicios, aptitudes;
es decir, su perfil psicológico completo,
todo lo que usted pueda necesitar.
Le lancé una mirada furtiva a través
de la mesa. Era extraño que tuviera ese
paquete para mí. Las cintas del ruso
hubieran bastado, lo que me dejaba
atónito era el resto, el perfil
psicológico. A menos que Bogatyrev
fuera obsesivamente metódico, y un
paranoico además, no entendía el porqué
de reunir todo aquel material para mí.
Entonces, tuve un presentimiento.
—¿Cuánto tiempo hace que
desapareció su hijo? —pregunté.
—Tres años.
Le miré, sorprendido. No pensaba
preguntarle por qué había esperado
tanto. Era seguro que ya había visitado a
los profesionales de la ciudad, sin que
hubiera recibido ayuda de ellos.
Cogí el paquete.
—Tres años hacen que un rastro se
enfríe un poco, señor Bogatyrev —dije.
—Le agradecería mucho que le
dedicase toda su atención al asunto. Soy
consciente de las dificultades y estoy
dispuesto a pagarle hasta que usted lo
consiga, o decida que no hay esperanzas
de éxito.
Sonreí.
—Siempre hay esperanza, señor
Bogatyrev.
—A veces no. Déjeme decirle uno
de sus proverbios árabes: «La suerte
está una hora contigo, y diez contra ti».
Sacó un grueso fajo de billetes de su
bolsillo y separó tres de ellos. Se
guardó el dinero antes de que los
tiburones del club de Chiri pudieran
olerlo, y me ofreció los tres billetes.
—Sus tres días por adelantado.
Alguien gritó.
Cogí el dinero y me volví para ver
qué sucedía. Dos de las chicas de Chiri
se habían arrojado al suelo. Me levanté
de la silla. Vi a James Bond con una
vieja pistola en la mano. Intenté
distinguir si se trataba de una verdadera
Beretta antigua o una Walther PPK.
Hubo un solo disparo, pero, en el
pequeño cabaret, resonó con tanta fuerza
como la detonación de un mortero de
artillería. Corrí por el estrecho pasillo
que separaba las garitas de las mesas,
aunque, al cabo de unos pocos pasos, me
di cuenta de que nunca le alcanzaría.
James Bond había abandonado el club.
Detrás de él, las chicas y los clientes
chillaban y se empujaban tratando de
ponerse a salvo. No conseguí pasar a
través del pánico. Esa noche, el maldito
moddy había llevado su fantasía al
límite al disparar una pistola en una sala
abarrotada. Era probable que reviviera
esa escena en su memoria durante años.
Podía sentirse satisfecho con eso,
porque si se dejaba ver de nuevo por la
«Calle», le darían tal paliza que
deberían modificarle y ajustarle otra vez
hasta que volviese a parecer un ser
humano.
El club recobró la normalidad poco
a poco. Se hablaría mucho de esa noche.
Las chicas necesitaron beber bastante
para calmar sus nervios, y mucho
consuelo. Lloraron en los hombros de
los mamones, y los mamones les
compraron cantidad de bebidas.
Chiri llamó mi atención.
—Bwana Marîd —dijo con
suavidad—, guarda el dinero en tu
bolsillo y vuelve a la mesa.
Me di cuenta de que estaba haciendo
ondear los tres mil kiam por allí como
un puñado de pequeñas banderas. Metí
los billetes en un bolsillo de mis
pantalones téjanos y regresé con
Bogatyrev. No se había movido ni un
ápice durante el alboroto. Hacía falta
algo más que un loco con una pistola
cargada para alterar a esos tipos con
nervios de acero. Volví a sentarme.
—Siento la interrupción —dije.
Cogí mi vaso y miré a Bogatyrev. No
me respondió. Una mancha oscura se
extendía con lentitud por su camisa de
seda blanca de campesino ruso. Le
estuve observando largo rato mientras
apuraba mi copa. Supe que los
siguientes días iban a ser una pesadilla.
Por último, me levanté y me dirigí a la
barra. Chiri ya estaba junto a mí, con el
teléfono en la mano. Se lo cogí sin
decirle una palabra y murmuré el código
del teniente Okking.
2
A la mañana siguiente, muy
temprano, el teléfono empezó a sonar.
Me desperté legañoso y con el estómago
revuelto. Oí el timbre del teléfono con la
esperanza de que cesara. Pero no lo
hizo. Me di la vuelta y traté de
ignorarlo. Pero sonó, y sonó... diez,
veinte, treinta veces. Me levanté
despacio, pasé por encima del cuerpo
durmiente de Yasmin, y busqué el
aparato entre el montón de ropa.
—¿Sí? —gruñí, cuando al fin lo
encontré. No me sentía demasiado
amigable.
—Yo me levanto aún más pronto que
tú, Audran —dijo el teniente Okking—.
Ya estoy en mi despacho.
—Todos dormimos mejor cuando
sabemos que te encuentras en el trabajo
—dije.
Todavía estaba irritado por lo que
me había hecho la noche anterior.
Después del interrogatorio de rutina,
tuve que devolver el paquete que el ruso
me había entregado antes de morir... , sin
haber tenido ocasión de inspeccionarlo.
—Recuérdame que me ría dos veces
la próxima vez, ahora tengo demasiado
trabajo —dijo Okking—. Oye, estoy en
deuda contigo por tu cooperación.
Con una mano sostuve el teléfono en
mi oreja y con la otra busqué la caja de
píldoras. La abrí como pude y saqué un
par de pequeños triángulos azules que
me despertaban al instante. Los tragué en
seco y esperé a oír el resto de la
información que Okking dejaba en
suspenso.
—¿Y bien? —dije.
—Tu amigo Bogatyrev debió acudir
a nosotros. No nos ha costado mucho
cotejar sus cintas con nuestros archivos.
Su desaparecido hijo murió en un
accidente hace casi tres años. Nunca
identificamos el cadáver.
Transcurrieron unos segundos de
silencio mientras yo pensaba en ello.
—De haberlo hecho, el pobre
bastardo no se hubiera reunido conmigo
anoche y no habría terminado con ese
agujero rojo y el desgarrón en su
camisa.
—La vida es así, ¿no resulta
gracioso?
—Sí. Recuerda que me ría dos veces
la próxima vez. Dime lo que sabéis de
él.
¿De quién? ¿De Bogatyrev o de su
hijo?
Me da igual, de cualquiera. Todo lo
que sé es que un hombrecillo quería que
yo le hiciese un trabajo: que encontrara
a su hijo. Me despierto esta mañana, y
resulta que tanto él como el chico están
muertos.
Debió acudir a nosotros —repitió
Okking.
—En su tierra tienen la manía de no
ir a la policía. Por su propia voluntad,
quiero decir.
Okking lo meditó, mientras decidía
si le parecía bien o no. Al final, lo soltó.
—Ahí va tu paga —dijo, haciéndose
el simpático—: Bogatyrev era una
especie de intermediario político del rey
Vyacheslav de Bielorrusia y el de
Ucrania. El hijo de Bogatyrev se había
convertido en un estorbo para la
legación bielorrusa. Todas las pequeñas
Rusias se matan a trabajar para ganar
credibilidad y el muchacho Bogatyrev
salía de un escándalo para meterse en
otro. Su padre debió dejarle en casa y
los dos estarían vivos aún.
—Es posible. ¿Cómo murió el
chico?
Okking hizo una pausa. Es probable
que hubiera llamado al archivo por su
pantalla para asegurarse.
—Todo lo que dice es que murió en
un accidente de tráfico. Giró en lugar
prohibido y fue embestido por un
camión. El otro conductor no fue
acusado. El chico no llevaba
identificación. Conducía un vehículo
robado. Su cuerpo estuvo en el depósito
de cadáveres durante un año, pero nadie
le reclamó. Después...
—Después, fue vendido como
desperdicios.
—Supongo que te sientes implicado
en este caso, Marîd, pero no lo estás.
Encontrar a ese maníaco de James Bond
es competencia de la policía.
—Sí, lo sé.
Hice una mueca; sentí gusto a sarro
en la boca. —Te mantendré al corriente
—dijo Okking—. Quizá tenga algún
trabajo para ti.
Si agarro primero al moddy, le
empaqueto y te lo envío a tu oficina.
Seguro, chaval.
Cuando Okking colgó el teléfono, se
oyó un agudo clic.
Somos una gran familia feliz.
«Sí, tienes razón», dije para mí.
Recosté la cabeza en la almohada,
aunque sabía que no volvería a coger el
sueño. Miraba la pintura resquebrajada
del techo, con la esperanza de que otra
semana transcurriera sin que se
desplomara sobre mí.
—¿Quién era? ¿Okking? —murmuró
Yasmin.
Todavía estaba de espaldas,
acurrucada y con las manos entre sus
rodillas.
—¡Ea, ea! Vuelve a dormirte.
Al instante se había quedado roque.
Permanecí embobado un buen rato en
espera de que los trifets me hicieran
efecto antes de rendirme y ponerme
enfermo. Rodé por el colchón y me
levanté. Al hacerlo, sentí un martilleo en
las sienes. Después del golpe amistoso
de Okking la noche anterior, fui a la
«Calle» de copas, de un club a otro. En
algún momento del recorrido, debí
tropezar con Yasmin, porque la tenía a
mi lado. Era la prueba irrefutable.
Me arrastré al baño y estuve bajo la
ducha hasta que el agua caliente se
terminó. Las drogas no me habían subido
todavía. Me sequé con la toalla y,
mientras, dudaba si tomar otro triángulo
azul o pasar de todo y volver a la cama.
Me miré al espejo. Estaba horrible, pero
siempre me veo así ante el espejo. Me
consolé pensando que mi auténtico
rostro es más bien parecido. Me lavé los
dientes para acabar con el espantoso
gusto de la boca. Empecé a peinarme,
pero suponía demasiado esfuerzo, así
que volví a la otra habitación y saqué
una camisa limpia y los téjanos.
Tardé diez minutos en encontrar las
botas. Por alguna extraña razón, las
encontré debajo de las ropas de Yasmin.
Por fin estaba vestido. Si las malditas
«píldoras» hicieran su parte, podría
enfrentarme al mundo. Ni me hables de
comer. Ya comí hace dos días.
Dejé una nota a Yasmin con el
encargo de que cerrara la puerta al salir.
Ella era una de las pocas personas a las
que yo podía dejar sola en mi
apartamento. Siempre lo hemos pasado
bien juntos y creo que, en cierta frágil e
inefable manera, cuidamos el uno del
otro. Temíamos exigirnos demasiado,
ponernos a prueba, pero los dos
sabíamos que algo existía. Creo que era
porque Yasmin no había nacido mujer.
Tal vez, pasar parte de tu vida de un
sexo y el resto de otro afecte tus
percepciones. Por supuesto, yo conocía
a muchos que habían cambiado de sexo
y a quienes no soportaba. No se puede
generalizar. Ni siquiera por amabilidad.
Yasmin había sido modificada por
completo interior y exteriormente,
cuerpo y mente. Tenía uno de esos
cuerpos perfectos, de los que se eligen
en un catálogo. Te sientas con el tío de
la clínica y te muestra el libro. Le dices:
«¿Cuánto estas tetas?», y él te da el
precio, y tú le preguntas: «¿Y esta
cintura?», y él te presenta un
presupuesto por romper tus huesos
pélvicos y recomponerlos; además, hace
desaparecer tu nuez y realza tus rasgos
faciales, tu culo y tus piernas. A veces,
incluso puedes elegir un nuevo color de
ojos. Te arreglan el vello y la barba; se
trata de una cuestión de drogas y de un
mágico proceso clínico. Acabas con una
personalidad reconstruida, igual que un
viejo coche de gasolina restaurado.
Miré a Yasmin al otro lado de la
habitación. Creo que su más preciado
bien era el largo y lacio cabello negro, y
había nacido con él. Lo tenía desde el
principio. No había mucho más que
perteneciera al equipo original —
incluso su personalidad, cuando estaba
conectada—; pero, en conjunto, era
bonita y se lo hacía muy bien. Creo que
siempre hay algo que delata un cambio
de sexo. Las manos y los pies, por
ejemplo, las clínicas no quieren
tocarlos, hay demasiados huesos de por
medio. Los transexuales femeninos
siempre tienen grandes los pies; son pies
de hombre. Y, por algún motivo, su voz
es algo nasal. Yo lo noto en seguida,
aunque nada lo revele.
Creo que soy un experto en entender
a la gente. Pero ¿qué digo? Por eso
estaba siempre en la cuerda floja y daba
el golpe de gracia a quien se sentía
derrotado.
Ya en el recibidor, los trifets
florecieron por fin. Fue como si, de
repente, el mundo entero diese un
profundo respiro, y se expandiera como
un globo. Me agarré al pasamanos para
mantener el equilibrio y bajé la
escalera. No sabía, con exactitud, lo que
iba a hacer, pero empezaba a ser hora de
conseguir algún dinero. El alquiler se
me echaba encima y no quería acudir al
«Hombre» para pedirle un préstamo.
Metí las manos en los bolsillos y noté
los billetes. Claro. El ruso me había
dado tres de los grandes la noche
anterior. Saqué el dinero y lo conté. Me
quedaban unos dos mil ochocientos
kiam. Yasmin y yo debimos de darnos
una fiesta salvaje con los otros
doscientos. Me hubiera gustado
recordarla.
Cuando salí a la acera, el sol casi
me cegó. No funciono muy bien durante
el día. Hice visera con mi mano y miré a
uno y a otro lado de la calle. Nadie. El
Budayén se oculta de la luz del día. Me
dirigí hacia la «Calle» con la vaga idea
de hacer algunos recados. Ahora que
tenía dinero, podía permitírmelos.
Sonreí; las drogas me reanimaron y los
dos mil ochocientos kiam lograron el
resto. Con ellos tenía pagados el
alquiler y todos mis gastos durante los
tres meses siguientes. Era el momento de
reponer existencias: rellenar la caja de
píldoras, darme el lujo de unas cuantas
cápsulas y tabletas, pagar un par de
deudas y comprar un poco de comida. El
resto iría al banco. Tengo tendencia a
patearme el dinero si lo llevo
demasiado tiempo en el bolsillo.
Ahorrarlo es mejor, convertirlo en
crédito electrónico. No me permito el
uso de una tarjeta de crédito por si me
arruino cualquier noche en la que esté
demasiado cargado para saber lo que
hago. Pago en metálico o no compro.
Así no desperdicias bytes, no, sin una
tarjeta.
Al llegar a la «Calle», me encaminé
hacia la puerta Este. A medida que me
aproximaba a la muralla, veía más y más
gente: vecinos que paseaban por la
ciudad como yo, turistas que entraban en
el Budayén en la hora de descanso. Los
forasteros no sabían lo que hacían.
También a pleno día podían meterse en
terribles líos.
Una pequeña barricada se levantaba
en la esquina de la calle Cuarta, allí
donde estaba en obras. Me apoyé contra
los postes para oír las conversaciones
de una pareja de busconas esforzándose
en el comercio temprano, o quizá
todavía era la noche pasada para ellas si
no habían hecho suficiente dinero como
para irse a casa. Había oído esos
asuntos miles de veces, pero James
Bond me hizo meditar sobre los
moddies, de modo que esas
negociaciones cobraban un nuevo
significado.
—Hola —dijo el tío bajito y
delgado.
Vestía un traje de corte europeo y
hablaba el árabe como quien ha
estudiado el idioma tres meses en una
escuela donde nadie, profesor o alumno,
ha estado jamás ni a ocho mil kilómetros
de una palmera.
La tía le sacaba casi medio metro,
aunque algo lo debía a unas botas negras
de tacón de aguja. Tal vez no fuera una
mujer de verdad, sino un transexual o un
travestido preoperado, pero el
hombrecillo no lo sabía, o no le
importaba. Ella era impresionante. Las
busconas del Budayén necesitan ser
impresionantes, sólo para hacerse notar.
No tenemos demasiadas mujercitas de su
casa, sencillas y dóciles, que vivían en
la «Calle». Llevaba una especie de
vestido negro, con volantes en la corta
falda, sin espalda ni mangas, lo que
permitía gran visibilidad por delante,
ceñido a la cintura mediante una gruesa
cadena de plata con un rosario católico
colgando de ella. Iba muy maquillada,
de púrpura y rosa, y lucía una hermosa
cabellera rojiza, arteramente dispuesta
para que enmarcase su rostro, que
desafiaba a todas las leyes conocidas de
las ciencias naturales.
—¿Quieres alucinar? —preguntó.
Cuando abrió la boca, percibí la voz
de quien tiene todavía un buen montón
de cromosomas masculinos en cada una
de las células de su restaurado cuerpo,
fuera lo que fuese que hubiera debajo de
aquella falda.
—Quizá —dijo el tipo, cauteloso.
—¿Buscas algo en especial?
El hombre se humedeció los labios
con nerviosismo.
—Esperaba encontrar a Ashla.
—Oh, nene, lo siento. Labios,
caderas o huellas dactilares. Yo no tengo
el de Ashla. —Aguardó un instante y
escupió—. Habla con aquella chica,
creo que tiene a Ashla.
Había señalado a una nueva que
conocía. El pavo dio las gracias y cruzó
la calle. Por casualidad, vi los primeros
ojos de puta.
—Jodido tío —dijo entre risas, y
volvió a mirar la calle en busca de
dinero para la comida.
Dos minutos más tarde, otro hombre
llegó y mantuvieron la misma
conversación.
—¿Buscas a alguien en especial?
El tipo era algo más alto que el
primero y bastante más fuerte.
—¿Brigitte? —dijo, como si se
disculpara.
Ella hurgó en su bolso de vinilo
negro y sacó una ristra de moddies de
plástico. Un moddy es mucho más
grande que un daddy, que suele ir
conectado precisamente a un enchufe al
lado del moddy que empleas, o en el
enchufe central del cráneo si no estás
preparado para los moddies, o si te
gusta ser tú mismo. La chica cogió un
moddy de plástico rosa y guardó el resto
en su bolso.
—Aquí está, la mujer de tu vida.
Brigitte, es muy popular, tiene mucha
clase. Te costará más.
—Lo sé —repuso el pavo—.
¿Cuánto?
—Dímelo tú —contestó ella, con el
pensamiento de que podía ser un policía
que fuera de tanteo.
Estas cosas sucedían por allí
todavía, donde las autoridades
religiosas se quedaban sin infieles a los
que perseguir.
—¿Cuánto quieres gastar?
—¿Cincuenta?
—¿Por Brigitte, tío?
—¿Cien?
—Y quince por la habitación. Ven
conmigo, cielo.
Se alejaron por la calle Cuarta. ¿No
es magnífico el amor?
Yo sabía quién era Ashla y quién
Brigitte, pero me preguntaba quiénes
serían el resto de los moddies de la
serie. Creo que no merecía la pena
desperdiciar cien kiam por saberlo. Más
quince por la habitación. De modo que
esa buscona de cabello castaño se iría
con su corazoncito, se autoconectaría
Brigitte y se convertiría en Brigitte. Eso
era todo lo que el tipo recordaría de su
ser, y así ocurriría siempre, fuera quien
fuese la persona que usara el moddy
Brigitte, mujer, travesti o transexual.
Atravesé la puerta Este. Me hallaba
a medio camino del banco cuando, de
repente, me detuve ante una joyería.
Algo rondaba por mi mente. Una idea
trataba de aflorar a mi consciencia. Era
un sentimiento incómodo y molesto, y
parecía no haber modo de evitarlo.
Quizá sólo se trataba de los trifets que
había tomado. Cuando estoy tan
eufórico, puedo preocuparme por
pensamientos sin importancia. Pero no,
era más que un simple efecto de las
drogas. Había algo acerca del asesinato
de Bogatyrev o la conversación
telefónica que yo había mantenido con
Okking. Algo andaba mal.
Medité sobre todo lo que podía
recordar del asunto. Nada raro
destacaba en mi memoria. Noté que el
consejo de Okking había sido un poco
brusco, pero esa rudeza era habitual en
un policía: «Mira, esto es competencia
de la policía, no necesitamos que metas
las narices, anoche tenías un trabajo
pero se desintegró ante tu rostro, así que
muchas gracias». Había oído lo mismo
de Okking cientos de veces. ¿Por qué
hoy me sentía tan inseguro?
Sacudí la cabeza. Si había algo, ya
saldría. Lo archivé en el fondo de mi
mente, allí se cocería hasta evaporarse o
materializarse en un hecho frío y sólido
que podría utilizar. Entretanto, no quería
preocuparme. Deseaba disfrutar de la
calidez, la fuerza y la confianza que las
drogas me proporcionaban. Había
pagado por ellas cuando estaba hecho
polvo, por eso quería sacarle partido a
mi dinero.
Diez minutos más tarde, mientras me
dirigía al cajero automático del banco,
mi teléfono volvió a sonar. Lo descolgué
de mi cinturón.
—¿Sí? —dije.
—¿Marîd? Soy Nikki.
Nikki era una loca transexual que
trabajaba como puta para uno de los
chacales de Friedlander Bey. Un año
antes fuimos amigos, pero era todo un
problema. Cuando estabas con ella,
tenías que llevar su ritmo de pastillas y
bebidas; una copa de más, y Nikki se
volvía agresiva e incoherente. Cada
salida acababa en bronca. Antes de sus
modificaciones, Nikki había sido un
hombre alto y musculoso, más fuerte que
yo, creo. Incluso después del cambio de
sexo, resultaba imposible de dominar en
una pelea. El intento de separarla de
quien ella imaginaba que le había
insultado era algo terrible. Calmarla y
llevarla a casa, sana y salva, te dejaba
agotado. Finalmente, decidí que me
gustaba cuando era ella misma, pero que
el resto no valía la pena. La veía de vez
en cuando, nos saludábamos y nos
hacíamos confidencias, pero no quería
exponerme a ninguna de sus borracheras,
llantos y problemas sin sentido.
—Dime, Nikki, ¿estás ocupada?
—Marîd, cariño, ¿puedo verte hoy?
Necesito que me hagas un favor.
«Ya está liada», pensé.
—Sí, creo que sí. ¿Qué ocurre?
Hubo un corto silencio mientras
pensaba cómo decírmelo.
—Ya no quiero trabajar para
Abdulay.
Así se llamaba el ayudante de
Friedlander. Abdulay tenía una docena
de chicas y chicos conectados por todo
el Budayén.
—Eso es fácil —dije.
Había hecho ese tipo de trabajo
muchas veces, y me había sacado
algunos kiam adicionales de aquí y allá.
Yo tenía buenas relaciones con
Friedlander Bey, en privado le llamaba
«Papa». Era dueño de casi todo el
Budayén y tenía el resto de la ciudad en
su bolsillo. Yo siempre mantengo mi
palabra, lo cual suponía una valiosa
recomendación para alguien como Bey.
«Papa» era un anciano. Se rumoreaba
que debía contar unos doscientos años
de edad, y, ahora como entonces, me lo
creo. Tenía una noción anticuada del
honor, los negocios y la lealtad.
Dispensaba favores y castigos con una
arcana idea de Dios. Poseía muchos de
los clubs, prostíbulos y restaurantes del
Budayén, pero no desalentaba a la
competencia. Todo iba bien si algún
independiente quería trabajar en el
mismo lado de la calle. «Papa» actuaba
a sabiendas de que no te molestaría si tú
no le molestabas. Sin embargo, ofrecía
toda clase de atractivos alicientes.
Después de todo, un puñado de agentes
autónomos acabaron trabajando para él
porque por ellos mismos no conseguían
esos pingües beneficios. No es que
tuviera contactos, él era el contacto.
En el Budayén había un lema: «Los
negocios son los negocios». Nada de lo
que perjudicaba a los agentes autónomos
podía perjudicar a Friedlander Bey.
Había suficiente para todos. Otra cosa
hubiera ocurrido de ser «Papa» un tipo
avaricioso. Un día me contó que en una
época fue así; pero después de ciento
cincuenta o ciento sesenta años, ya no
tienes necesidades. Fue lo más triste que
me habían dicho en mi vida.
Oí la profunda respiración de Nikki.
—Gracias. Marîd. ¿Sabes dónde
estoy? Ya no prestaba mucha atención a
sus idas y venidas. —No, ¿dónde?
—Pasando una temporada con
Tamiko.
«Estupendo —pensé—,
sencillamente estupendo.» Tamiko era
una de las «hermanas Viudas Negras».
—¿En la calle Trece?
—Si.
—Ya sé, ¿qué te parece si me paso,
digamos... , a las dos? Nikki titubeó.
—¿Puedes pasarte a la una?
Necesito hacer unas cosas.
Fue una imposición, pero me sentía
generoso; debían ser los triángulos
azules.
—Muy bien —dije por los viejos
tiempos—, estaré allí sobre la una,
inshallah.
—Eres un cielo, Marîd. Nos vemos.
Salam. Y cortó la comunicación.
Colgué el auricular en mi cinturón.
En ese momento me sentía como si no
tuviera nada en la cabeza. Siempre te
sientes así hasta que te baja.
3
A la una menos cuarto encontré el
edificio del apartamento en la calle
Trece. Era una vieja casa de dos plantas
dividido en distintos pisos. Eché un
vistazo al balcón de Tamiko, que daba a
la calle. Un cinturón de hierro lo ceñía y
en las esquinas se alzaban decorativas
columnas de hierro por las que la
enredadera trepaba hasta el saliente del
tejado. Podía oír su maldita música de
koto procedente de una ventana abierta.
Música de koto electrónica, de
sintetizador. La aguda y estridente voz
que la acompañaba me daba escalofríos.
Debía ser una voz sintética, tal vez
Tami. ¿Os había dicho que Nikki estaba
un poco loca? Bien, pues al lado de
Tami, Nikki era un amoroso conejito
blanco. Tamiko había sustituido una de
sus glándulas salivares por una bol—
Sita de plástico llena de una toxina de
efecto rápido. Un conducto de plástico
expulsaba el veneno a través de un
diente artificial. La toxina resultaba dolo
rosa si era ingerida; pero un suplicio
horrible y letal si se diluía en la sangre.
Tamiko podía destapar el diente siempre
que lo necesitara o que lo deseara. Por
eso, ella y sus amigas eran llamadas las
«Viudas Negras».
Apreté el botón que tenía el nombre
de Tami, pero nadie respondió. Golpeé
el pequeño panel de plexiglás de la
puerta. Al final, opté por gritar desde la
calle. Vi la cabeza de Nikki que
asomaba por la ventana.
—En seguida bajo —gritó.
Ella no podía oír nada con aquella
música de koto. No he conocido a nadie
más que soporte el koto. Tamiko estaba
loca de remate. La puerta se abrió un
poco y apareció Nikki.
—Oye —dijo preocupada—. Tami
se encuentra de muy mal humor. Está un
poco cargada. No hagas ni digas nada
que pueda molestarla.
Me pregunté si de verdad quería
seguir con todo eso. En realidad, no
necesitaba esos cien kiam de Nikki.
Pero le había dado mi palabra, de modo
que asentí y subí la escalera tras ella
hasta el apartamento.
Tami se hallaba tendida sobre un
montón de almohadones de dibujos
vivaces, con la cabeza apoyada en uno
de los altavoces de su equipo holo. La
música se oía desde la calle; pero, en
ese momento comprendí lo que
significaba «alta». Debía de retumbar en
el cráneo de Tami como la peor migraña
del mundo, aunque no parecía
importarle, al compás de quién sabe qué
droga que hubiera tomado. Tenía los
ojos entreabiertos y movía la cabeza con
lentitud. Su rostro estaba pintado de
blanco, como el de una geisha; sin
embargo, los labios y párpados
aparecían de color negro. Era como el
espectro vengador de un personaje
asesino de Kabuki.
—Nikki —dije. No me oyó. Tuve
que acercarme hasta ella y gritaren su
oído —: ¿Por qué no salimos de aquí?
¿Dónde podemos hablar?
Tamiko había quemado una especie
de incienso y el aire estaba cargado de
un empalagoso olor dulzón. Yo
necesitaba un poco de aire fresco.
Nikki sacudió su cabeza y señaló a
Tami.
—Ella no me dejará salir.
—¿Porqué no?
—Cree que me protege.
—¿De que?
Nikki se encogió de hombros.
—Pregúntaselo.
Mientras la observaba, Tami
canturreó de forma alarmante y se
desplomó en un lento movimiento hasta
que su mejilla pintada de blanco chocó
con el desnudo suelo de madera.
—Es buena cosa poder cuidarse uno
mismo, Nikki. Se rió débilmente.
—Sí, eso creo. Gracias por venir,
Marîd.
—No tiene importancia —dije.
Me senté en un sillón y la miré.
Nikki era una exótica en una ciudad de
exóticos: su largo y rubio cabello le caía
hasta la cintura. Su rostro tenía el color
del marfil joven, casi tan blanco como la
pintura de Tami. Sus ojos, extrañamente
azules, reflejaban un destello de locura.
La delicadeza de sus rasgos faciales
contrastaban de forma desconcertante
con el tamaño y la firmeza de su
contorno. Era un error bastante
corriente: la gente elegía modificaciones
quirúrgicas que admiraban en otros, sin
darse cuenta de que los cambios
parecerían fuera de lugar en el conjunto
de su propio cuerpo. Observé la forma
inerte de Tami. Resaltaba el emblema de
las «Viudas Negras»: unos inmensos e
increíbles injertos de senos. Era
probable que el busto de Tami midiera
casi metro y medio. Resultaba divertido
sorprender la expresión de asombro en
el rostro de un turista cuando, por
casualidad, se topaba con una de las
«Viudas Negras». Era divertido hasta
que imaginabas lo que posiblemente iba
a suceder.
—Ya no quiero trabajar para
Abdulay —dijo Nikki, mientras miraba
cómo sus dedos rizaban sus cabellos
color champán.
—Lo comprendo. Llamaré y
concertaré una cita con Hassan.
¿Conoces a Hassan el chiíta? Es el
brazo derecho de «Papa». Hemos de
tratar con él.
Nikki sacudió la cabeza. El brillo de
su mirada resplandeció en la habitación.
Estaba preocupada.
—¿Será peligroso? —preguntó.
Sonreí.
—Pierde cuidado —dije —. Habrá
una mesa preparada, yo me sentaré a un
lado junto a ti, y Abdulay en el otro.
Hassan se sentará en medio. Yo
presentaré tu versión, Abdulay, la suya.
Entonces, Hassan lo meditará. Luego
emitirá su veredicto. Lo normal es que
tengas que pagar a Abdulay. Hassan
fijará la cantidad. Tendrás que untar
antes a Hassan, y debemos hacerle algún
regalo a «Papa». Eso ayuda.
Nikki no parecía muy convencida.
Se levantó y se metió la camiseta negra
por dentro de sus ceñidos téjanos
negros.
—No conoces a Abdulay.
—Apuesta el culo a que lo consigo.
Tal vez le conocía mejor que ella.
Me levanté y atravesé la habitación
hasta el holo Telefunken de Tami.
Silencié la música de koto con la yema
del dedo. Se hizo la paz, el mundo me lo
agradeció. Tamiko se quejó en sueños.
—¿Y si no mantiene su parte del
acuerdo? ¿Y si me persigue y me obliga
a volver a trabajar para él? Le gusta
golpear a las mujeres, Marîd. Le gusta
mucho.
—Le conozco. Pero respeta la
influencia de Friedlander Bey igual que
todos. No se atreverá a contradecir la
decisión de Hassan. Y es mejor que tú
tampoco. Si te escapas sin pagar,
«Papa» enviará a sus matones detrás de
ti. Entonces sí volverías a trabajar en
serio, cuando sanases.
Nikki se estremeció.
—¿Alguien te ha engañado alguna
vez?
Fruncí el entrecejo. Una vez, la
recordaba muy bien. Fue la última que
he estado enamorado.
—Si —dije.
—¿Qué hicieron «Papa» y Hassan?
Era un recuerdo triste y no quería
reavivarlo.
—Bueno, como había sido su
representante, fui responsable del pago.
Tuve que volver con tres mil doscientos
kiam. Estaba hecho añicos, pero,
créeme, conseguí el dinero. Tuve que
pasar un montón de locuras y peligros
para obtenerlo, mas se lo debía a
«Papa» por esa mujer. A «Papa» le gusta
que le paguen rápido. En estos casos,
«Papa» no tiene mucha paciencia.
—Lo sé —dijo Nikki —. ¿Y qué le
ocurrió a la chica?
Me costó unos segundos pronunciar
esas palabras.
—La encontraron en su escondite.
No les fue difícil dar con ella. La
trajeron con las dos piernas rotas por
tres lugares distintos y el rostro
destrozado. La pusieron a trabajar en
uno de los burdeles más inmundos. Sólo
ganaba uno o dos kiam a la semana en un
lugar como ése y le dejaban quedarse
diez o quince. Todavía está ahorrando
para reconstruir sus facciones.
Nikki no pudo decir nada durante un
buen rato. Dejé que reflexionara sobre
lo que le había dicho. Le vendría bien.
—¿Puedes llamar ahora para
concertar la cita? —preguntó por fin.
—Sí —dije —. El lunes, ¿es
demasiado pronto?
Sus ojos se abrieron.
—¿No podemos quedar para esta
noche? Necesito zanjarlo esta noche.
—¿Por qué tanta prisa, Nikki? ¿Vas
a alguna parte?
Me dirigió una mirada penetrante. Su
boca se abrió y se volvió a cerrar.
—No —respondió con voz
temblorosa.
—No se puede concertar una cita
con Hassan cuando a uno le viene
engaña.
—Inténtalo, Marîd. ¿Puedes llamar e
intentarlo? Hice un pequeño gesto de
rendición.
—Llamaré y preguntaré, pero
Hassan dispondrá la cita a su
conveniencia.
Nikki asintió.
—Sí —dijo.
Desenganché mi teléfono y lo abrí.
No necesité pedir el código de Hassan a
información. El teléfono sonó una vez, y
uno de los secuaces de Hassan contestó.
Le dije quién era y lo que deseaba, me
respondió que esperase; ellos siempre te
dicen que esperes y tú lo haces. Me
senté, miraba a Nikki jugar con su
cabello y escuchaba el suave ronquido
de Tamiko en el suelo, con una
respiración tranquila, envuelta en un
ligero kimono de algodón negro mate.
Nunca llevaba joyas o adornos. Con su
kimono, su negro cabello artísticamente
dispuesto, sus párpados modificados
quirúrgicamente y su rostro pintado
parecía una geisha asesina, que es lo que
en realidad era. Para alguien no oriental
de nacimiento, Tamiko resultaba muy
convincente, arrugas epicánticas
incluidas.
Después de un cuarto de hora, en el
que Nikki paseó nerviosa por el
apartamento, el esbirro me habló.
Teníamos una entrevista por la noche,
justo después de las plegarias del
crepúsculo. No me molesté en darle las
gracias. A pesar de todo, tengo mucho
orgullo. Colgué el teléfono en mi
cinturón.
—Pasaré a recogerte sobre las siete
y media —dije a Nikki. Otra vez tenía
ese tic nervioso en el ojo.
—¿Podemos encontrarnos allí?
Me encogí de hombros.
—¿Por qué no? ¿Sabes dónde?
—¿En la tienda de Hassan?
—Pasa la cortina. Detrás, hay un
almacén. Cruza el almacén y sal por la
puerta trasera al callejón. En la pared
opuesta verás una puerta de hierro. La
encontrarás cerrada, aunque estarán
esperándote. No necesitarás llamar. Sé
puntual, Nikki.
—Lo seré. Gracias, Marîd.
—Y una mierda gracias. Quiero mis
cien kiam ahora.
Pareció sorprendida. Quizá fui
demasiado brusco, demasiado
maleducado.
—¿Puedo dártelos después...?
—Ahora, Nikki.
Sacó algún dinero del bolsillo de su
pantalón y contó cien.
—Toma.
De nuevo hubo frialdad entre
nosotros.
—Dame otros veinte para el regalito
de «Papa». También has de hacerte
cargo del bakshish de Hassan. Te veré
esta noche.
Y salí de aquel lugar antes que la
locura desenfrenada empezara a filtrarse
en mi cerebro.
Fui a casa. Había dormido poco,
tenía un dolor de cabeza insoportable y
el efecto de los trifets se había
desvanecido en algún momento de la
tarde de verano. Yasmin dormía todavía
y me metí en la cama junto a ella. Las
drogas no me dejarían conciliar el
sueño, pero deseaba relajarme un poco y
descansar con los ojos cerrados. Debí
darme cuenta de que, en cuanto me
relajara, los trifets empezarían a zumbar
en mi cabeza más fuerte que nunca. A
través de mis párpados cerrados, la
oscuridad rojiza empezó a destellar
como una luz estroboscópica. Me sentí
aturdido. Imaginé dibujos azules y verde
oscuros, que se agitaban como criaturas
microscópicas en una gota de agua. Abrí
los ojos y traté de librarme de los
destellos. Sentía calambres
involuntarios en los músculos de las
pantorrillas, en las manos y en la
mejilla. Estaba más tenso de lo que yo
creía. No hay descanso para los
miserables.
Me levanté y escribí una nota para
Yasmin.
—Creí que querías salir hoy —dijo
medio dormida.
Me volví.
—Lo hice. Hace horas.
—¿Qué hora es?
—Casi las tres.
¡Yaa salam! ¡Se supone que a las tres
he de estar en el trabajo! Suspiré.
Yasmin era famosa en todo el Budayén
por llegar siempre tarde. Frenchy
Benoit, el propietario del club donde
trabajaba, le descontaba cincuenta kiam
si llegaba aunque fuera un minuto tarde.
Eso no hacía que Yasmin moviera su
precioso culito; se lo tomaba con calma,
pagaba a Frenchy los cincuenta kiam
casi cada día y lo recuperaba la primera
hora en bebidas y propinas. Nunca he
visto a nadie que separase a un mamón
de su dinero con tanta facilidad como
ella. Trabajaba mucho, y no era nada
perezosa. Simplemente, le gustaba
dormir. Tendría que haber nacido un
gran lagarto, para tomar el sol sobre una
roca caliente.
Tardó cinco minutos en saltar de la
cama y vestirse. Me dio un beso
abstracto, que no acertó en el blanco,
mientras salía por la puerta, al tiempo
que buscaba en su bolso el módulo que
empleaba en el trabajo. Dijo algo por
encima de su hombro en su pésimo
acento levantino.
Me quedé solo. Me gustaba el giro
que mi suerte había dado. Hacía meses
que no sentía tal abundancia. Mientras
me preguntaba si deseaba algo que mi
repentina riqueza pudiera
proporcionarme, la imagen de la blusa
empapada en sangre de Bogatyrev se
sobreimprimió en los escasos y
miserables muebles de mi apartamento.
¿Me sentía culpable? ¿Yo? El hombre
que caminaba por el mundo sin afectarle
su corrupción y sus vulgares tentaciones.
Yo era el hombre sin deseos, el hombre
sin miedo; un catalizador, un agente
humano del cambio. Los catalizadores
activan el cambio, pero sin alterarse.
Prestaba mi ayuda a quienes la
necesitaban y no tenía otros amigos.
Participaba en la acción, pero nunca
resultaba tocado. Observaba, mas
guardaba mis secretos. Así me veía a mí
mismo. Así me preparaba para ser
herido.
En el Budayén —y, ¡qué demonios!,
tal vez en todo el mundo—, sólo hay dos
tipos de personas: espabilados y primos.
O eres de una clase o eres de la otra. No
puedes ser agradable y sonreír y decirle
a todo el mundo que vas a quedarte
sentado sin participar. Espabilado o
primo o, a veces, un poco de cada.
Cuando entras por la puerta Este, antes
de dar diez pasos «Calle» arriba, te
encasillas para siempre en uno u otro.
Espabilado o primo. No había tercera
opción, y yo iba a tener que aprender
ese difícil camino. Como siempre.
No sentía hambre, pero me obligué a
comer unos huevos revueltos. Debía
cuidar mi dieta algo más, lo sabía, mas
era demasiado trabajo. A veces, las
únicas vitaminas que probaba eran las
de las rodajas de lima de mi bebida. Iba
a ser una noche larga y penosa, y
necesitaría todos mis recursos. Los tres
triángulos azules se habrían agotado
antes de mi cita con Hassan y Abdulay,
de hecho, era de suponer que aparecería
en mi peor faceta: deprimido, agotado,
sin facultades para representar a Nikki.
La respuesta era obvia: «más»
triángulos azules. Me reanimarían; me
harían actuar a velocidad sobrehumana,
con la precisión de un ordenador y un
conocimiento previo del orden de las
cosas. Sincronización, tío. Proyectado
en el momento, el ahora, la convergencia
del tiempo y el espacio, la vida y el
jodido y sagrado curso de los humanos.
Al menos, así lo veía yo, y frente a
Abdulay, al otro lado de la mesa, daría
la cara con todo lo bueno y auténtico de
mi ser. Con la mente alerta y la moral
despierta, ese hijo de puta de Abdulay
se enteraría de que yo no había ido allí
para que me dieran una patada en el
culo. Me ofrecía estos persuasivos
argumentos mientras cruzaba mi pobre
habitación para buscar la caja de
píldoras.
¿Dos trifets más? ¿Tres, para estar a
salvo? ¿O me dejarían muy tenso? No
quería estrellarme contra la pared como
cuando se rompe una cuerda de guitarra.
Tomé dos y me guardé la tercera en el
bolsillo, por si acaso.
Tío, el día siguiente iba a ser funesto
y despreciable. Mejor vivir a través de
la química, no importaba que obtuviera
la energía adicional de golpe, en forma
de pequeño pastel de píldoras, aunque,
por usar una de las frases favoritas de
Chiriga, las resacas son unas putas. Si
me las arreglaba para sobrevivir al
asombroso encontronazo que se iba a
producir, sería ocasión de regocijo
general alrededor del trono de Alá.
Recuperé el ritmo en media hora.
Me duché; me lavé la cabeza; me recorté
la barba, pasándome la maquinilla por
los escasos lugares de mis mejillas y mi
cuello donde no quería barba; me lavé
los dientes; limpié el lavabo y la bañera,
y caminé desnudo por el apartamento en
busca de otras cosas para limpiar o
arreglar; después, me calmé.
—Tranquilo, chico —murmuré.
Me vino bien tomar dos bangers tan
pronto; antes de que llegara la hora de
irme me había serenado.
El tiempo transcurría despacio. Se
me ocurrió llamar a Nikki para
recordarle la cita, pero no tenía sentido.
Pensé en llamar a Yasmin o Chiri, mas
estaban en sus trabajos respectivos. Me
recosté contra la pared y empecé a
temblar, casi llorando: Jesús, la verdad
era que no tenía amigos. Me hubiera
gustado disponer de un sistema holo
como el de Tamiko, para matar el
tiempo. Hubiera visto algunos
holoporno, que convertirían la realidad
en algo fétido y enfermizo.
A las siete y media me vestí: una
camisa vieja y gastada, los téjanos y las
botas. No hubiese podido tener buen
aspecto ante Hassan aunque hubiera
querido. Mientras salía del edificio, oí
el crujido de la estática y amplificada
voz del muecín al gritar:
«Laa'illaha'illallahu», un hermoso
sonido aliterativo para llamar a la
oración, conmovedor incluso para un
perro blasfemo y no creyente como yo.
Me apresuré por las calles vacías; las
busconas cesaron su búsqueda para orar,
los macarras cortaron sus enredos para
orar. Mis pasos resonaban sobre los
viejos adoquines de piedra como
acusaciones. Cuando llegué a la tienda
de Hassan, todo había vuelto a la
normalidad. Tras la última llamada de la
tarde a la oración, las busconas y los
macarras volvieron a sus trapicheos de
comercio y explotación mutua.
A esa hora, un muchacho americano,
joven y flaco, al que todos llamaban
Abdul-Hassan, vigilaba la tienda de
Hassan. Abdul significa «esclavo de», y
suele acompañarse de uno de los
noventa y nueve nombres de Dios. En
este caso, la ironía estribaba en que el
muchacho americano era de Hassan, en
todas las acepciones que podáis
imaginar, excepto, quizá, en el aspecto
genético. En la «Calle» se rumoreaba
que Abdul-Hassan no era hombre de
nacimiento, como Yasmin no era mujer
de nacimiento, pero yo no conocía a
nadie que tuviera el tiempo, o la
intención, de emprender una
investigación seria.
Abdul-Hassan me preguntó algo en
inglés. Para el cazador ocasional de
gangas, era un misterio lo que se vendía
en la tienda de Hassan. Sobre todo,
porque aparecía casi vacía. En la tienda
de Hassan se vendía de todo; por lo
tanto, no había razón alguna para exhibir
nada. Yo no entendía inglés, así que me
limité a señalar con el pulgar hacia la
cortina estampada y sucia. El chico
asintió y volvió a su ensueño.
Atravesé la cortina, el almacén y el
callejón. Cuando llegué hasta la puerta
de hierro, se abrió casi en silencio.
—Ábrete, sésamo —susurré.
Entré en una habitación débilmente
iluminada y eché un vistazo a mi
alrededor. Las drogas me hacían olvidar
el temor. También me llevaban a olvidar
la prudencia; pero mi instinto era mi
vida, y está siempre alerta, día y noche,
con drogas o sin ellas. Hassan fumaba
en un narguile, reclinado sobre un
montón de cojines. Olí el aroma del
hachís; el único ruido en la habitación
era el burbujeo de la pipa de agua de
Hassan. Nikki, con visible cortedad, se
sentó, erguida, en el extremo de una
alfombra, con una taza de té frente a sus
piernas cruzadas. Abdulay descansaba
sobre unos cuantos cojines, y susurraba
algo al oído de Hassan. Éste tenía una
expresión tan ausente como un puñado
de viento. Era su hora del té. Me quedé
de pie y esperé a que él hablara.
—Ahlan wa sahlan —dijo, con una
rápida sonrisa.
Era un saludo formal, que
significaba algo así como «Estás con tu
gente y en tu casa». Pretendía establecer
el tono de la conversación. Di la
respuesta apropiada y fui invitado a
sentarme. Lo hice junto a Nikki, y pude
observar que llevaba un potenciador
sencillo entre su cabello rubio claro.
Debía ser un daddy de árabe, porque yo
sabía que ella no entendería ni una
palabra sin él. Acepté una tacita de café,
aderezada con cardamomo. La levanté
hacia Hassan y dije:
—Que tu mesa dure eternamente.
Hassan movió una mano en el aire.
—Que Alá te conserve la vida.
Después me dieron otra taza de café.
Propiné un codazo a Nikki porque no
había bebido su té.
No esperes que los negocios
empiecen en seguida, no hasta que te
hayas bebido tres tazas de café como
mínimo. Si declinas la invitación
demasiado pronto, te arriesgas a insultar
a tu huésped.
Todo el tiempo que duró la
degustación de té y café, Hassan y yo
nos preguntamos mutuamente sobre la
salud del resto de la familia y amigos, y
pedimos las bendiciones de Alá para
unos y otros, y protección para nosotros
y todo el mundo musulmán contra las
depredaciones del infiel.
Murmuré entre dientes a Nikki que
siguiera tomando el té de sabor singular.
Su presencia le resultaba desagradable a
Hassan por dos razones: se trataba de
una prostituta, y no era una mujer de
verdad. Los musulmanes nunca se han
hecho a la idea. Trataban a las mujeres
como ciudadanos de segunda, pero no
sabían qué hacer con los hombres que se
transformaban en mujeres. El Corán no
prevé esas cosas. Sin duda, el hecho de
que yo no fuera un devoto del Libro no
mejoraba las cosas. Así que Hassan y yo
seguimos bebiendo, asintiendo,
sonriendo y alabando a Alá, e
intercambiando cumplidos como en una
partida de tenis. La expresión más
frecuente del mundo musulmán es
Inshallah, si Dios quiere. Lo cual le
libra a uno de toda culpa, recayendo
sobre Alá. Si el oasis se ha secado y
desaparecido, era la voluntad de Alá. Si
te sorprenden en la cama con la mujer de
tu hermano es voluntad de Alá. Si te
cortan la mano, o la polla o la cabeza en
represalia, también es la voluntad de
Alá. En el Budayén no se hace nada sin
discutir cómo va a sentarle a Alá.
Así pasó una hora, y creo que Nikki
y Abdulay empezaban a inquietarse. Yo
lo estaba haciendo bien. Hassan me
brindaba una amplia sonrisa a cada
minuto, mientras inhalaba hachís en
grandes cantidades.
Por último, Abdulay no pudo
soportarlo más. Quería hablar sobre el
dinero. En concreto, cuánto debería
pagarle a Nikki por su libertad.
A Hassan no le gustó su impaciencia.
Levantó sus manos y miró hacia el cielo
con expresión de cansancio, al tiempo
que recitaba un proverbio árabe que
dice: «La codicia reduce lo cosechado».
Proviniendo de Hassan, era una
afirmación lúdica. Miró a Abdulay.
—¿Tú has sido el protector de esta
joven mujer? —preguntó.
Existen muchas formas de decir
«joven mujer» en tan antiguo lenguaje;
cada una posee un matiz sutil y diferente
significado. La cuidadosa elección de
Hassan fue almahroosa, tu hija. El
significado literal de almahroosa es «la
protegida», y se ceñía por completo a la
situación. Así era como Hassan se había
convertido en el notable brazo derecho
de «Papa», abriéndose paso, sin errores,
entre las exigencias de la cultura y las
necesidades del momento.
—Sí, oh, sapientísimo —respondió
Abdulay—, durante más de dos años.
—¿Y te ha disgustado? Abdulay
frunció el ceño.
—No, oh, sapientísimo.
—¿Y no te ha perjudicado en modo
alguno?
—No.
Hassan se volvió hacia mí. Nikki
estaba bajo su consideración.
—¿Desea la protegida vivir en paz?
¿No tramará ninguna maldad contra
Abdulay Abu-Zayd?
—Lo prometo —dijo.
Los ojos de Hassan se abrieron.
—Tus promesas no significan nada
aquí, infiel. Debemos salvaguardar el
honor de los hombres y hacer un
contrato de palabras y dinero.
—Que quienes te escuchen, vivan —
dije.
Hassan asintió, complacido sólo por
mis modales, y por ninguna otra cosa de
mí o de Nikki.
—En nombre de Alá. el benefactor,
el misericordioso —declaró Hassan,
mientras levantaba las manos con las
palmas hacia arriba—. Emito ahora mi
dictamen. Que todos los presentes lo
oigan y lo obedezcan. La protegida
devolverá todas las joyas y adornos que
Abdulay le haya dado. Devolverá todos
los regalos de valor. Devolverá toda la
ropa cara, y se guardará sólo la ropa
apropiada para el vestido diario. Por su
parte, Abdulay Abu-Zayd debe prometer
que permitirá a la protegida dedicarse a
sus asuntos sin trabas. Si surge alguna
disputa, yo decidiré.
Miró a ambos, y dejó bien claro que
no habría disputas. Abdulay asintió,
Nikki parecía triste.
—Además, la protegida deberá
pagar la suma de tres mil kiam a
Abdulay Abu-Zayd antes de la oración
del mediodía de mañana. Ésta es mi
palabra, Alá es el más grande.
Abdulay esbozó una sonrisa.
—¡Que tengas salud y felicidad! —
gritó. Hassan suspiró.
—Inshallah —murmuró,
colocándose la boquilla del narguile
entre los dientes.
También yo estaba obligado por la
costumbre a dar las gracias a Hassan,
aunque había tratado con algo de
desprecio a Nikki.
—Estoy en deuda contigo —dije.
Entonces, levanté a Nikki y la arrojé a
sus pies.
Hassan movió su mano, como si
espantase una mosca. Mientras
atravesábamos la puerta de hierro, Nikki
se volvió, escupió y gritó los peores
insultos que su potenciador pudo
proporcionarle:
—Himmar oo ibnhimmar! Ibn
wushka! Yil'an abok!
La cogí de la mano con fuerza y
corrimos. Dejamos atrás las risas de
Abdulay y Hassan. Se habían repartido
su ración de la noche y se sintieron
generosos al permitir que Nikki
escapase sin castigo por sus
obscenidades.
Cuando volvimos a la «Calle»,
aflojé el paso, casi sin respiración.
—Necesito una copa —dije,
llevándola a la Palmera de Plata.
—Bastardos —exclamó Nikki.
—¿No dispones de los tres mil?
—Desde luego que sí. Pero no
quiero dárselos, eso es todo. Tenía otros
planes para ellos.
Me encogí de hombros.
—Si lo que buscas es salir
malparada con Abdulay... —Sí, ya lo sé.
A pesar de eso, no parecía muy
contenta.
—Todo irá bien —dije, mientras la
conducía hasta la oscura y fría barra.
Los ojos de Nikki se abrieron, al
tiempo que levantaba las manos.
—Todo saldrá bien —dijo, con una
risita—. Inshallah.
Su burla de Hassan sonó falsa. Se
había desconectado el daddy de árabe.
Eso es lo último que recuerdo de
aquella noche.
Ya sabéis lo que es una resaca.
Conocéis el pesado dolor de cabeza, las
vagas y persistentes náuseas en el
estómago, la sensación de que sería
mejor perder la consciencia por
completo hasta que la resaca terminase.
Pero ¿sabéis a qué se parece la resaca
de una poderosa droga hipnótica? Te da
la sensación de estar metido en el sueño
de otro, no te sientes real. Te dices:
«Esto no me está ocurriendo de verdad,
me ha sucedido hace muchos años y sólo
lo estoy recordando». A los pocos
segundos, te das cuenta de que lo estás
viviendo, que te encuentras aquí y ahora,
y el desconcierto inicia un círculo de
angustia y un sentimiento de irrealidad
cada vez mayor. Algunas veces no estás
seguro de dónde tienes los brazos y las
piernas. Te sientes como si alguien te
hubiera esculpido en un trozo de madera
por la noche, y que si te portas bien, un
día llegarás a ser un muchacho de
verdad. «Pensamiento» y «movimiento»
son conceptos desconocidos porque son
atributos de los vivos. Para colmo, si a
todo eso le añades una resaca de
alcohol, te hundes en una depresión
abismal, una fatiga que te quiebra los
huesos, además de producirte náuseas,
ansiedad, temblores y calambres
debidos a todos los trifets tomados. Así
era como me sentía cuando me desperté
al amanecer. La muerte lo recalienta
todo, ¡ja!, no me había recalentado en
absoluto.
Todavía el amanecer. Los golpetazos
en mi puerta empezaron antes de que el
muecín gritase:
—«¡Venid a la oración, venid a la
oración! Orar es mejor que dormir. ¡Alá
es el más grande!”
De haber podido hacerlo, me
hubiera reído de la parte «Orar es mejor
que dormir». Me di la vuelta y miré la
agrietada pared verde. En seguida me
arrepentí de esa simple acción, que me
hizo sentir como en una película a
cámara lenta de la que se hubieran
perdido el resto de fotogramas. El
universo empezó a tambalearse a mi
alrededor.
Los golpes en la puerta no cesaron.
Después de unos minutos, me di cuenta
de que varios puños trataban de
derribarla para entrar.
—Sí, un momento —dije.
Salí con cuidado de la cama,
tratando de no mover ninguna parte de
mi cuerpo que todavía pudiera estar
viva. Caí al suelo y me levanté muy
despacio. Me puse en pie, un poco
inseguro, esperando sentirme real. Al no
lograrlo, decidí ir hacia la puerta como
fuese. A medio camino, caí en la cuenta
de que estaba desnudo. Me detuve.
Tomar todas esas decisiones comenzaba
a alterarme los nervios. ¿Debía volver a
la cama y ponerme algo encima?
Furiosos gritos se unieron a los
puñetazos. «¡Al infierno con la ropa!»,
pensé.
Abrí la puerta y tuve la visión más
espantosa desde que no sé qué héroe se
enfrentó con la Medusa y las otras dos
Gorgonas. Los tres monstruos que tenía
frente a mí eran las «Viudas Negras»:
Tamiko, Devi y Selima. Sus turgentes
senos rellenaban sus finos suéteres
negros, llevaban ceñidas faldas de cuero
negro y zapatos negros de tacón: sus
uniformes de trabajo. Mi perezosa mente
se preguntó por qué se habían vestido
así tan temprano. Amanecía. Nunca veo
el amanecer, excepto si lo hago al revés
y me voy a dormir después de la salida
del sol. Supuse que las «hermanas»
todavía no se habían acostado.
Devi, la refugiada de Calcuta, me
empujó hacia dentro de la habitación.
Las otras dos nos siguieron y cerraron la
puerta. Selima, «paz» en árabe, se
volvió, levantó el brazo derecho y, con
un grito, me golpeó en el estómago con
el codo, justo debajo del esternón.
Expulsé todo el aire de mis pulmones y
caí de rodillas, sin aliento. El pie de
alguna de ellas me pateó violentamente
la mandíbula y caí de espaldas. Una de
ellas me levantó y las otras dos me
sacudieron, despacio y a conciencia, sin
olvidar ni uno solo de mis puntos
débiles e indefensos. Al principio me
sentí aturdido; después de unos cuantos
golpes, diestros y severos, perdí la
noción de lo que sucedía. Me dejé caer
en los brazos de una, agradecido de que
aquello no estuviera sucediéndome a mí
en realidad, de que sólo estuviese
recordando una terrible pesadilla, a
salvo, en el futuro.
No sé durante cuánto tiempo me
golpearon. Cuando recobré el
conocimiento, eran las once. Yacía en el
suelo y respiraba; pero debía tener
algunas costillas rotas porque cada
inhalación me provocaba una auténtica
agonía. Intenté ordenar mis ideas, al
menos la resaca de las drogas había
cedido un poco. Mi caja de píldoras.
Necesitaba mi maldita caja de píldoras.
¿Por qué nunca puedo encontrarla? Me
arrastré muy despacio hacia la cama.
Las «Viudas Negras» habían hecho un
buen trabajo, me daba cuenta de ello
cada vez que me movía. Estaba
magullado por todas partes, pero no
habían vertido ni una sola gota de mi
sangre. Se me ocurrió que si hubieran
querido matarme, con sólo un travieso
mordisco lo hubiesen logrado. Se
suponía que todo eso significaba algo.
Se lo preguntaría la próxima vez que las
viera.
Me arrastré hasta la cama y pasé por
encima del colchón hacia donde se
hallaba mi ropa. La caja de píldoras
estaba en los téjanos, donde yo solía
guardarla. La abrí a sabiendas de que
tenía unos calmantes de acción rápida en
ella. Vi que todo mi almacén de bellezas
— butacuálido HC1— había
desaparecido. Eran ilegales como el
demonio en todas partes, y por eso
abundaban. Yo tenía ocho al menos.
Debí haberme tomado un puñado para
poder dormir con los delirantes trifets.
Nikki cogió el resto. Ahora no me
preocupaban. Quería opiáceos,
cualquier opiáceo, rápido. Tenía siete
tabletas de soneína. Cuando las tragara,
sería como si el sol saliera entre nubes
sombrías. Me calentaría en un susurrante
y cálido sosiego, una sensación de
bienestar fluiría por todas las partes
heridas y lastimadas de mi cuerpo. La
idea de ir al cuarto de baño a buscar un
vaso de agua me pareció demasiado
ridícula para tenerla en cuenta. Uní
saliva y coraje y me tragué las soneínas
una a una. Tardaron veinte minutos en
hacerme efecto, pero el anticipo fue
suficiente para aliviar un poco el
acuciante tormento.
Antes de que las soneínas empezaran
a arder, alguien llamó a mi puerta. Di un
pequeño e involuntario grito de alarma.
No me moví. El golpe, educado pero
firme, se repitió.
— Yaa shabb —respondió la voz.
Era Hassan. Cerré los ojos y deseé
creer lo suficiente en algo como para
rezar.
—Un minuto —dije. No podía gritar
—. Deja que me vista.
Hassan empleó un saludo más o
menos amistoso, pero eso no significaba
nada. Fui hacia la puerta lo más de prisa
que pude, llevando sólo mis téjanos.
Abrí la puerta y vi que Abdulay se
encontraba allí con Hassan. Malas
noticias. Les invité a entrar.
—Bismillah —dije, invitándoles a
entrar en nombre de Dios.
Era sólo una formalidad y Hassan la
ignoró.
—A Abdulay Abu-Zayd se le deben
tres mil kiam —dijo con toda sencillez,
al tiempo que abría los brazos.
—Es Nikki quien se los debe. Id a
molestarla a ella. No estoy de humor
para vuestras pringosas gilipolleces.
Ese fue mi error. El rostro de Hassan
se ensombreció como el cielo del oeste
durante un simún.
—La protegida ha huido —me
informó—. Tú eres su representante. Tú
te hiciste responsable de la deuda.
¿Nikki? No podía creer que Nikki
me hubiera hecho eso.
—Todavía no es mediodía —dije.
Se trataba de una burda maniobra,
pero fue lo único que pude imaginar en
ese momento.
Hassan asintió.
—Nos pondremos cómodos.
Se sentaron en el borde de la cama y
me miraron con ojos fieros y una
expresión voraz que no me gustó nada. '
¿Qué podía yo hacer? Se me ocurrió que
debería llamar a Nikki, mas eso no tenía
sentido. Seguramente, Hassan y Abdulay
ya habían visitado el edificio de la calle
Trece. Entonces fui consciente de que la
desaparición de Nikki y la paliza que las
«Viudas Negras» me habían propinado
guardaban una cierta relación. Nikki era
su mascota. Aquello tendría algún
sentido, pero no para mí, todavía no, al
menos. «De acuerdo —pensé —, tendré
que pagar el dinero de Abdulay y
sacárselo a Nikki cuando la agarre».
—Escucha, Hassan. —Me humedecí
los labios, hinchados y partidos—.
Puedo darte dos mil quinientos, todo lo
que tengo en el banco por el momento.
Mañana te pagaré los otros quinientos.
Es lo mejor que puedo hacer.
Hassan y Abdulay intercambiaron
una mirada.
—Pagarás los dos mil quinientos
hoy —dijo Abdulay—, y los otros mil
mañana.
Otro intercambio de miradas.
—Rectifico, otros mil quinientos
mañana.
Me lo gané. Quinientos para pagar a
Abdulay, quinientos para resarcirle y
quinientos para resarcir a Hassan.
Asentí de mala gana. No había
elección posible. De repente, todo mi
dolor y mi furia se concentraron en
Nikki. Tenía ganas de encontrarla. No
me importaba que estuviera frente a la
mezquita de Shimaal, iba a hacerle
pagar cada fíq de cobre por el infierno
que me había causado, con las «Viudas
Negras» y esos dos bastardos gordos.
—Pareces algo incómodo —dijo
Hassan, afable —. Te acompañaremos al
banco. Iremos en mi coche.
Le observé durante bastante rato,
deseando que existiera un modo de
borrar de su rostro aquella sonrisa
condescendiente.
—No tengo palabras para expresar
mi agradecimiento —dije al fin.
Hassan me respondió con un
descuidado ademán de su mano.
—No se dan las gracias cuando uno
cumple con su obligación. Alá es el más
grande.
—Alabado sea Alá —dijo Abdulay.
—Sí, tienes razón —respondí.
Al abandonar mi apartamento,
Hassan se pegó a mi hombro izquierdo y
Abdulay a mi derecho.
Abdulay se sentó delante, junto al
chófer de Hassan. Yo lo hice detrás, al
lado de Hassan, con los ojos cerrados y
la cabeza apoyada en la tapicería de piel
auténtica. Nunca en mi vida había
subido en un coche como aquél y no me
hubiera importado uno peor en ese
momento. El dolor aumentaba y se hacía
más agudo. Sentía gotitas de sudor que
resbalaban despacio por mi frente. Debí
quejarme.
—Cuando terminemos nuestra
transacción —murmuró Hassan—, nos
ocuparemos de tu salud.
Realicé el resto del trayecto al
banco sin una palabra, sin un
pensamiento. A medio camino, las
soneínas me hicieron efecto y, de
repente, pude respirar con toda placidez
y aligerar un poco mi carga. El flujo
persistió, incluso creí que iba a
desmayarme, y se convirtió en una
maravillosa y radiante aura de
esperanza. Casi no oí a Hassan cuando
llegamos al cajero automático. Utilicé la
tarjeta, confirmé mi saldo y extraje dos
mil quinientos cincuenta kiam. Eso me
dejó con un total de seis kiam en mi
cuenta. Le di veinticinco de los grandes
a Abdulay.
—Mil quinientos mañana —dijo. —
Inshallah —contesté con sorna.
Abdulay levantó la mano para
golpearme, pero Hassan se la cogió y le
detuvo; luego, le murmuró unas palabras
que no entendí. Guardé los cincuenta
restantes en mi bolsillo y entonces me di
cuenta de que no llevaba más dinero.
Debería tener algo, el dinero del día
anterior más los cien de Nikki,
descontando los que me hubiese gastado
la noche anterior. Quizá Nikki los había
cogido, o una de las «Viudas Negras».
No tenía mucha importancia. Hassan y
Abdulay se consultaban en voz baja. Por
último, Abdulay tocó su frente, sus
labios y su pecho y se marchó. Hassan
me cogió por el hombro y me llevó hasta
su lujoso y brillante automóvil negro.
Intenté hablar, me costó un poco.
—¿Dónde...? —pregunté.
Mi voz sonó extraña, ronca, como si
hiciera décadas que no la empleaba.
—Te llevaré al hospital —dijo
Hassan —. Si me perdonas, te dejo aquí.
Tengo obligaciones urgentes. Los
negocios son los negocios.
—La acción es la acción —repuse.
Hassan sonrió. No creo que sintiera
una animosidad especial contra mí.
—Salamtak —dijo.
Me deseaba paz.
—Allah yisallimak —contesté.
Bajé del coche en el hospital para
indigentes y fui a urgencias. Tuve que
mostrar mis documentos de
identificación y esperar hasta que
sacasen mis datos de la memoria de su
ordenador. Me senté en una silla
plegable de acero gris, con una copia
impresa de mis datos sobre el regazo y
esperé a que me avisaran... durante once
horas. Las soneínas se habían evaporado
a los noventa minutos. El resto del
tiempo fue un infierno delirante. Me
senté en una habitación enorme, llena de
enfermos y heridos, todos pobres, que
sufrían. Los lamentos de dolor y los
alaridos de los niños eran incesantes. El
aire estaba viciado por el humo del
tabaco, la peste de los cuerpos, de la
sangre, de los vómitos y de la orina. Por
fin, me atendió un doctor hostil, que
murmuraba para sí mientras me
examinaba, sin preguntarme nada en
absoluto, vendaba mis costillas,
extendía una receta y me echaba de allí.
Era muy tarde para que me
vendieran lo recetado en una farmacia;
pero sabía que podía conseguir algunas
drogas caras en la «Calle». Eran las dos
de la madrugada, estaría animada.
Tendría que volver al Budayén, pero la
rabia contra Nikki me dio fuerzas. Tenía
una deuda pendiente con Tami y sus
amigas.
Cuando llegué al club de Chiriga, lo
vi medio vacío y extrañamente tranquilo.
Las chicas y las travestís estaban
sentadas, indiferentes, los clientes
contemplaban sus cervezas. La música
sonaba más fuerte de lo habitual, claro
que la voz de Chiri superaba aquel
volumen con su estridente acento suahili.
Pero las risas desaparecieron en las
conversaciones de doble filo. No había
actividad. La barra olía a sudor seco,
cerveza derramada, whisky y hachís.
—Marîd —dijo Chiri al verme.
Parecía cansada. Era evidente que
había sido una noche larga, floja y en la
que todos habían hecho poco dinero.
—Deja que te invite a una copa —
dije —. Tienes aspecto de necesitarla.
Esbozó una sonrisa cansina.
—¿Cuándo te he dicho que no?
—Nunca, que yo recuerde —repuse.
—Ni lo haré jamás.
Se volvió y se sirvió una copa de
una botella especial que guardaba
debajo de la barra.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Tende. Una especialidad de
África oriental.
Titubeé.
—Ponme una.
La expresión de Chiri fue de burla
seria.
—El tende no es bueno para el
bwana blanco. Afecta al mgongo de
bwana blanco.
—Ha sido un día muy largo y fatal
también para mí, Chiri —dije, dándole
un billete de diez kiam.
Pareció compadecerse. Me sirvió un
poco de tende y levantó su vaso.
—Kwa siha yako —brindó en
suahili. Levanté mi bebida.
—Sahtayn —dije en árabe.
Probé el tende. Mis cejas se
levantaron. Tenía un sabor fuerte y
desagradable. Aunque sabía que si
insistía, llegaría a gustarme. Vacié el
vaso.
Chiri movió la cabeza.
—Esta negra teme por bwana
blanco. Espera que bwana blanco
vomite sobre su bonita y limpia barra.
—Otra, Chiri. Venga.
—¿Tan malo ha sido el día?
Querido, acércate a la luz.
Di la vuelta a la barra donde pudiera
verme mejor. Debía tener una cara
espantosa. Extendió la mano para
acariciar los golpes de mi frente,
alrededor de mis ojos, mis labios y mi
nariz enrojecidos y partidos.
—Sólo deseo emborracharme con
rapidez. Chiri —dije —, y estoy sin
blanca.
—Le sacaste tres mil a aquel ruso,
¿no es lo que me dijiste? ¿O me lo ha
contado alguien? Yasmin, tal vez.
¿Sabes?, después de que el ruso se
tragara la bala, mis dos nuevas se
largaron, y también Jámila.
Me sirvió más tende.
—Jámila no es una gran pérdida.
Era un travesti, un transexual que
nunca intentó operarse. Empecé mi
segunda copa. Cortesía de la casa.
—Para ti es fácil decirlo. Mira a los
seductores turistas sin esas tetas
desnudas moviéndose en el escenario.
¿Quieres decirme qué te ha pasado?
Agité el hielo del licor con cuidado.
—Otro día.
—¿Buscas a alguien en particular?
—A Nikki.
Chiri me dedicó una risita.
—Eso lo explica un poco, aunque
Nikki no pudo pegarte de ese modo.
—Las «hermanas».
—¿Las tres?
Hice un a mueca.
—A nivel individual y en comandita.
Chiri miró hacia arriba.
—¿Por qué? ¿Qué les has hecho?
Solté un soplido.
—Todavía no lo sé.
Chiri irguió la cabeza y me observó
de soslayo durante un instante.
—¿Sabes?, hoy he visto a Nikki. Ha
venido a mi casa esta mañana, sobre las
diez, para decirme que te diera las
gracias. No me contó por qué, pero
supuse que lo entenderías. Luego, fue a
buscar a Yasmin.
Otra vez, la sangre me hirvió de
rabia.
—¿Dijo adonde iba?
—No.
Me relajé de nuevo. Si alguien en el
Budayén sabía dónde se encontraba
Nikki, ésa era Tamiko. No me gustó la
idea de enfrentarme a aquella puta loca,
pero por todos los demonios que lo
haría.
—¿Sabes dónde puedo comprar
provisiones?
—¿Qué necesitas?
—Media docena de soneínas, media
de trifets y media de butacuálidos.
—¿Y dices que estás sin blanca? —
Alargó el brazo bajo la barra y cogió su
bolso. Revolvió en él y sacó un tubo de
plástico negro—. Llévate esto al lavabo
de hombres y coge lo que necesites. Ya
me lo devolverás. Lo arreglaremos,
puede que te lleve a mi casa esta noche.
Era una idea excitante pero me
amilanaba. He sido intimidado por
pocas mujeres, transexuales, travestís u
hombres. Quiero decir, que no soy una
máquina de sexo sobrehumana, pero me
las arreglo bien. La de Chiri, creo, era
una proposición terrible. Esos maléficos
dibujos de las cicatrices y sus afilados
dientes...
—Ahora vuelvo —murmuré,
mientras acariciaba el tubo con las
pastillas.
—Precisamente tengo el nuevo
moddy de Dulce Pilar —dijo Chiri a mi
espalda—. Me muero por probarlo.
¿Nunca has deseado follar con Dulce
Pilar?
Era una sugerencia muy tentadora,
pero tenía asuntos pendientes para las
próximas horas. Después... , con el
módulo de personalidad de Dulce Pilar
conectado, Chiri se convertiría en Dulce
Pilar. Y lo haría como la Dulce Pilar
hacía cuando el módulo fue registrado.
Cierras los ojos y estás en la cama con
la mujer más deseada del mundo, y tú
eres el único hombre que quiere, que
desea...
Cogí algunas tabletas y cápsulas del
tubo de Chiri y volví al club. Por
casualidad, Chiri miraba bajo la barra
mientras yo colocaba el tubo negro en su
mano.
—Nadie va a ganar pasta esta noche
—dijo, con expresión aburrida—. ¿Otra
copa?
—Tengo que irme. La acción es la
acción.
—Los negocios son los negocios —
repuso ella—. Así es. Lo sería si estos
cabrones baratos gastasen un poco de
dinero. Recuerda lo que te he dicho
sobre mi nuevo moddy, Marîd.
—Escucha, Chiri, cuando termine, si
todavía estás aquí, lo probaremos
juntos. Inshallah.
Me sonrió de esa manera que tanto
me gusta.
—Kwa herí, Marîd. —Assalam
alaykum.
Me interné en la cálida y lluviosa
noche, aspirando una profunda bocanada
de la dulce fragancia de algún árbol en
flor.
El tende me había levantado el
ánimo y me había tragado un trifet y una
soneína. Estaría bien cuando pusiera mis
pies en el nido de ratas de esa falsa
geisha de Tamiko. Ya había recorrido
todo el camino desde la «Calle» hasta la
Trece cuando descubrí que no iba a
llegar. Suelo andar mucho más que eso.
Decidí que no era la edad lo que me
retrasaba, sino los malos tratos que mi
cuerpo había recibido esa mañana. Sí,
seguro que era eso.
Las dos y veinte, las tres de la
madrugada y de la ventana de Tamiko
salía música de koto. Llamé a su puerta
hasta que la mano empezó a dolerme.
Por el sonido de la música o por su
estado de drogadicción no podía oírme.
Traté de forzar la puerta y comprobé que
estaba abierta. Subí la escalera despacio
y con sigilo. Casi todos los que me
rodean en el Budayén tienen alguna
modificación, módulos de personalidad
y potenciadores conectados en el
interior de sus cerebros, que les
proporcionan habilidades, talento y
entradas de información, o, como en el
caso del moddy de Dulce Pilar, una
personalidad nueva por completo. Sólo
yo me movía entre ellos sin alteración,
confiando en el valor, la cautela y el
sentido común. Superaba a los
buscavidas, enfrentándome con mi
ingenio natural a su consciencia
reforzada por ordenador.
En ese mismo momento, mi ingenio
natural me avisaba de que algo iba mal.
Tami no se habría dejado la puerta
abierta, a no ser que Nikki hubiera
olvidado su llave...
Al final de la escalera, la vi en la
misma postura, más o menos, en que la
había visto el día anterior. El rostro de
Tamiko estaba pintado con el mismo
blanco austero y los mismos horribles
trazos negros. Desnuda, la palidez de su
cuerpo artificial, mejorado por la
cirugía, resaltaba sobre el suelo de
madera. Su piel tenía una lánguida,
enfermiza blancura, excepto en las
marcas oscuras de quemaduras y
moretones alrededor de sus muñecas y
su garganta. Un gran corte, de oreja a
oreja, había formado un enorme charco
de sangre, en el que su maquillaje
blanco se había corrido un poco. Esta
«Viuda Negra» nunca más picaría a
nadie.
Me senté a su lado sobre los
almohadones y la observé mientras
intentaba entender lo ocurrido. Puede
que Tami se hubiera ligado al tipo
equivocado y éste hubiese sacado su
arma antes de que ella destapase la suya.
Las marcas de quemaduras y los
moretones indicaban tortura... , una
larga, lenta y dolorosa tortura. Tami
había pagado con creces lo que me
había hecho a mí. Qadaa oo qadar. un
juicio de Dios y del destino.
Estaba a punto de llamar a la oficina
del teniente Okking cuando el teléfono
de mi cinturón sonó. Estaba tan absorto
en mis pensamientos, contemplando el
cadáver de Tami, que el timbre me
sobresaltó. Sentarse en una habitación
con el cadáver de una mujer
contemplándote es bastante aterrador.
Contesté al teléfono.
—¿Sí? —dije.
—¿Marîd? Tienes que...
Luego oí colgar el teléfono. No
estaba seguro de a quién pertenecía la
voz, pero me pareció reconocerla.
Parecía la de Nikki.
Me quedé sentado un poco más,
preguntándome si Nikki trataba de
pedirme algo o alertarme. Me quedé
petrificado, incapaz de cualquier
movimiento. Las drogas me hacían
efecto, pero esa vez apenas las notaba.
Respiré a fondo dos veces y dije el
código de Okking por teléfono. Esa
noche no habría Dulce Pilar.
4
Había aprendido algo interesante.
Eso no me compensó la mierda de
día que había pasado, pero era un hecho
para archivar en mi estimado cerebro: a
los tenientes de policía rara vez les
entusiasman los homicidios sobre los
que les informas menos de media hora
antes de que su servicio acabe.
—Tu segundo cadáver en menos de
una semana —observó Okking cuando
apareció en el apartamento de la calle
Trece—. No vamos a pagarte comisión,
si es lo que andas buscando. En general,
tratamos de disuadir a la gente de este
tipo de acciones, si podemos.
Miré el rostro con expresión de
cansancio y enrojecido de Okking y
supuse que en mitad de la noche eso
pasaba por una irónica broma de
policía. No sabía de dónde procedía
Okking, tal vez de algún país europeo,
arruinado y en bancarrota, o de una de
las federaciones del Norte de América;
pero tenía un verdadero don para
congeniar con las innumerables
facciones belicosas que residían en su
jurisdicción. Su árabe era el peor que yo
había oído jamás —solíamos mantener
conversaciones exacerbadas en francés
—; sin embargo, era capaz de manejar a
las diversas sectas musulmanas, a los
religiosos devotos y a los no
practicantes, a los árabes y a los no
árabes, a los ricos y a los pobres, a los
honrados y a los no tan honrados, con el
mismo toque elegante de humanidad e
imparcialidad. Creedme, odio a los
policías. Mucha gente en el Budayén les
odia o desconfía de ellos o,
simplemente, no les gustan. Yo les odio.
Cuando yo era muy joven, mi madre se
vio obligada a prostituirse para
alimentarnos y criarnos. Recuerdo con
dolorosa nitidez los juegos a los que los
policías la sometían. Eso ocurrió en
Argelia, hace mucho tiempo; pero, para
mí, un policía es un policía. Excepto el
teniente Okking.
La expresión del forense, estoica por
lo general, reveló un ligero gesto de
asco al ver a Tamiko. Hacía unas cuatro
horas que había muerto, informó. Dio
una descripción general del asesino a
partir de las huellas dactilares del
cuello de Tami y otras pistas. El asesino
tenía dedos gruesos y cortos; los míos
son largos y delgados, además de que
disponía de una coartada: la
prescripción del hospital con la hora de
mi visita estampada y la receta escrita.
—Bien, amigo —dijo Okking, jovial
a su manera cáustica—, creo que no es
peligroso devolverte a las calles.
—¿Qué opina? —le pregunté,
señalando el cadáver.
Okking se encogió de hombros.
—Parece obra de un maníaco. Ya
sabes que las putas suelen acabar como
ésta. Forma parte de sus gastos
generales, como el maquillaje y la
tetraciclina. Las otras putas lo dan por
perdido e intentan no pensar en ello.
Harían mejor en meditar sobre ello,
porque quien lo haya hecho puede
repetirlo, ésa es mi experiencia.
Tendremos dos o tres o cinco o diez
muertos antes de que le echemos el
guante. Cuéntales a tus amigas lo que has
visto. Cuéntaselo tú, a ti te escucharán.
Corre la voz. Diles a los seis u ocho
sexos que tenemos entre estas murallas
que no acepten citas con hombres de
metro setenta, corpulentos, con dedos
cortos y gruesos, y propensión al
sadismo máximo mientras se acuesta con
ellas.
Ah, sí, el forense descubrió que el
asesino había dado la vuelta al mundo
mientras golpeaba a Tami, marcaba su
cuerpo desnudo con un hierro y la
estrangulaba. Había encontrado rastros
de semen en sus tres orificios.
Hice lo que pude para correr la voz.
Todos compartían mi secreta opinión:
sería mejor que quien hubiera matado a
Tami vigilase su propio culo. Quien jode
a las «Viudas Negras» suele salir jodido
y hecho una mierda. Devi y Selima
buscarían a todo aquel que se ajustara a
la descripción general, con la esperanza
de encontrar al tipo adecuado. Yo tenía
la sensación de que no le inocularían la
toxina a la primera oportunidad. Había
aprendido en mí mismo cuánto les
divertía lo que ellas consideraban un
estímulo erótico.
El día siguiente Yasmin libraba; la
llamé sobre las dos de la tarde. No
había estado en casa en toda la noche;
aunque aquello no era de mi
incumbencia, me sentía molesto y me
sorprendió descubrir que me sentía algo
celoso. Quedamos para comer a las
cinco en nuestro café favorito. Puedes
sentarte en una mesa de la terraza y
mirar el tráfico de la «Calle». A sólo
dos manzanas de la puerta, la «Calle» no
parece tan lúgubre. El restaurante era un
buen lugar para descansar. Por teléfono,
no le comenté a Yasmin los problemas
del día anterior. Me habría tenido
hablando toda la tarde, y ella necesitaba
tres horas para llegar puntual a la cita.
Y así fue, tomé dos copas mientras
la esperaba. Llegó a las seis menos
cuarto. Cuarenta y cinco minutos tarde
era casi un récord para ella; de hecho,
yo no la esperaba hasta la seis. Deseaba
llevarle dos bebidas de ventaja. Sólo
había dormido cuatro horas, con
horribles pesadillas todo ese tiempo.
Quería tomar algún licor, una buena
comida y que Yasmin me cogiese de la
mano mientras le contaba mis aventuras.
—¡Marhaba! —gritó, alegre,
mientras se aproximaba entre las mesas
y las sillas de hierro.
Hice una seña a Ahmed, nuestro
camarero, que tomó nota de la bebida de
Yasmin y nos dejó el menú. La miré
mientras estudiaba la carta. Llevaba un
veraniego vestido de algodón fino, de
estilo europeo, amarillo con mariposas
blancas. Su negro cabello estaba
cepillado, suave y lustroso. Una media
luna de plata colgaba de una cadena
alrededor de su moreno cuello. Estaba
adorable. Yo odiaba molestarla con mis
noticias. Decidí retrasarlas tanto como
pudiera.
—¿Cómo te ha ido? —dijo,
mirándome con una sonrisa.
—Tamiko está muerta —solté.
Yo estaba loco. Debía de existir otra
forma de empezar la historia con un
golpe menos horrible.
Me miró, aturdida. Murmuró una
supersticiosa frase en árabe para
ahuyentar al mal.
Aspiré una bocanada de aire.
Empecé por el amanecer, la mañana del
día anterior y el ardiente despertar de
las «hermanas». Seguí por el día y acabé
con la despedida de Okking y mi
cansado y solitario regreso a casa.
Vi que una lágrima se deslizaba
despacio por una de sus mejillas,
delicadamente sonrojadas. Durante
varios segundos fue incapaz de hablar.
No supuse que pudiera afectarle tanto.
Me reprendí por mi estupidez.
—Me hubiese gustado estar contigo
anoche —dijo por último, sin darse
cuenta de lo fuerte que me apretaba la
mano—. Tenía una cita, Marîd, un tipo
del club. Lleva viniendo a verme
algunas semanas y anoche, por fin, me
ofreció doscientos kiam por irme con él.
Es un buen tipo, supongo, pero...
Levanté la mano. No necesitaba
oírlo. No era asunto mío cómo pagaba el
alquiler. A mí también me hubiera
gustado contar con ella la noche
anterior, que estuviera conmigo cuando
las pesadillas.
—Ya ha pasado todo, espero —dije
—. Déjame gastar el resto de mis
cincuenta kiam en esta comida y luego
vayamos a dar un largo paseo.
—¿De verdad crees que ya ha
pasado todo? Me mordí el labio.
—Excepto para Nikki. Creo que yo
sabía lo que la llamada significaba. No
podía comprender que me hubiera
dejado plantado de ese modo,
haciéndome pagar los tres mil de
Abdulay. En el Budayén nunca estás
seguro de la lealtad de tus amigos, pero
yo había sacado a Nikki de dos o tres
líos. Creí que se podía contar con ella.
Los ojos de Yasmin se abrieron aún
más, y sonrió. Yo no entendía por qué
estaba de tan buen humor. Yo tenía
todavía el rostro partido y lleno de
hematomas, y las costillas me dolían
como mil demonios. El día anterior no
había sido nada gracioso.
—Nikki fue a verme ayer por la
mañana —dijo Yasmin.
—¿Cómo?
Entonces recordé que Chiriga había
visto a Nikki sobre las diez y que ésta se
había ido para reunirse con Yasmin. Yo
no había relacionado esa visita a Chiri
con la posterior desaparición de Nikki.
—Parecía muy nerviosa —continuó
Yasmin—. Me dijo que dejaba el trabajo
y se mudaba al apartamento de Tami. No
me explicó la razón. También me dijo
que había intentado ponerse en
comunicación contigo una y otra vez,
pero sin conseguirlo.
—Claro que no, cuando Nikki
intentaba hablarme por teléfono, me
encontraba inconsciente en el suelo.
—Me dio este sobre, y me dijo que
me asegurase de que lo recibías —
prosiguió Yasmin.
—¿Por qué no se lo dejó a Chiri?
Eso me habría ahorrado mucho
sufrimiento físico y mental.
—¿No te acuerdas? Hace un año, o
quizá más, Nikki trabajó en el club de
Chiri. Ésta se dio cuenta de que estafaba
a los clientes y que robaba de los
frascos de propinas de las otras chicas.
Asentí, acababa de recordar que
Nikki y Chiri no se llevaban demasiado
bien.
—¿Así que Nikki fue a ver a Chiri
con el único propósito de conseguir tu
dirección?
—Le hice muchas preguntas, pero no
las respondió. Sólo decía: «Asegúrate
de que Marîd reciba esto», una y otra
vez.
Deseé que fuera una carta, una
disculpa, con una dirección donde yo
pudiera encontrarla. Quería que me
devolviese mi dinero. Yasmin me dio el
sobre y lo abrí. Dentro estaban mis tres
mil kiam y una nota escrita en francés.
Nikki decía:
Querido Marîd:

Me hubiera gustado darte el


dinero personalmente. Te he
telefoneado muchas veces, sin
obtener respuesta. Le dejo esta
carta a Yasmin, pero si nunca
llega a tus manos ¿cómo lo
sabrás? Entonces, me odiarás
siempre. Cuando nos encontremos
de nuevo, no lo entenderé. Mis
sentimientos son tan confusos...
Voy a vivir con un viejo amigo
de mi familia. Es un rico hombre
de negocios alemán, que siempre
me regalaba algo cuando nos
visitaba. Eso ocurría cuando yo
era un muchachito tímido e
introvertido. Ahora que soy...
bueno, que soy lo que soy, el
hombre de negocios alemán ha
descubierto que tiene más
inclinación aún a hacerme
regalos. Siempre he sentido afecto
por él, Marîd. aunque no pueda
amarle. Pero estar con él será
mucho más agradable que
quedarme con Tamiko.
El nombre del caballero es Herr
Lutz Seipolt. Vive en una casa
magnífica, al otro lado de la
ciudad, tendrás que decirle al
conductor que te lleve (lo he
copiado para ti) a Bayt el—
Simsaar el-Almaani Seipolt. Eso
te llevará hasta la villa.
Recuerdos a Yasmin y a todos.
Visitaré el Budayén cuando pueda,
pero creo que disfrutaré haciendo
el papel de señora de una hacienda
como ésa, durante un tiempo al
menos. Estoy segura de que tú,
sobre todo, Marîd, lo entenderás:
los negocios son los negocios,
mush hayk (¡Apuesto a que
pensabas que nunca aprendería
una sola palabra de árabe!) Con
mucho amor,

Nikki

Cuando acabé de leer la carta,


suspiré y se la di a Yasmin. Había
olvidado que ella no entendía ni una
palabra de francés, de modo que se la
traduje.
—Espero que sea feliz —comentó
mientras yo doblaba la carta.
—¿Custodiada por un viejo
bratwurst alemán? ¿Nikki? La conoces.
Necesita acción tanto como yo. o como
tú. Volverá. Creo que ahora toca la hora
del querido papá en el espectáculo de la
princesa Nikki.
Yasmin sonrió.
—Volverá, estoy de acuerdo, pero a
su tiempo. Y le hará pagar a ese viejo
bratwurst cada minuto.
Los dos sonreímos. El camarero
llegó con la bebida de Yasmin y
pedimos la comida.
Una vez que hubimos acabado, nos
tomamos una última copa de champán.
—Vaya día el de ayer —murmuré,
pensativo—; ahora, todo vuelve a ser
normal. Tengo mi dinero, excepto los
mil kiam de intereses. Cuando salgamos
de aquí, quiero encontrar a Abdulay y
pagarle.
—Pero aun así —dijo ella—, no
todo ha vuelto a la normalidad. Tami
sigue muerta.
Mostré mi desagrado.
—Es problema de Okking. Si quiere
mi consejo de experto, ya sabe dónde
encontrarme.
—¿De verdad vas a volver a hablar
con Devi y Selima para saber por qué te
golpearon?
—Puedes apostarte tus lindas tetas
de plástico a que sí. Y será mejor que
las «hermanas» tuvieran un maldito buen
motivo.
—Debe de tener algo que ver con
Nikki.
Yo estaba de acuerdo con ella,
aunque no podía imaginarme qué
ocurría.
—Ah —dije —, pasemos por el club
de Chiriga. Le debo las provisiones que
me prestó anoche.
Yasmin me echó una mirada por
encima de su copa de champán.
—Me parece que iremos tarde a
casa —exclamó con dulzura.
—Y cuando lleguemos a casa,
tendremos suerte sí encontramos la
cama.
Yasmin hizo un gesto de borracho.
—Joder con la cama —dijo.
—No —contesté —, tengo mejores
propósitos.
Yasmin lanzó una tímida risa, como
si nuestra relación estuviera
comenzando aún desde la primera noche
que pasamos juntos.
—¿Qué moddy quieres que use esta
noche? —me preguntó.
Suspiré, cautivado por su adorable,
sereno y natural encanto. Era como si la
viera de nuevo por primera vez.
—No quiero que utilices ningún
moddy —repuse tranquilamente—,
deseo hacer el amor «contigo».
—Oh, Marîd —dijo.
Apretó mi mano y así nos quedamos,
mirándonos a los ojos mientras
aspirábamos el perfume del dulce olivo
y escuchábamos el canto de los
petirrojos y los ruiseñores. El momento
fue casi eterno... y, entonces... , recordé
que Abdulay me esperaba. Era mejor no
olvidarle. Un proverbio árabe dice que
el error de un hombre listo es igual que
los errores de mil locos.
Sin embargo, antes de salir del café,
Yasmin quiso consultar el libro. Le dije
que el Corán no me reconfortaba
demasiado.
—No me refiero al Libro, la
mención sabia de Dios —dijo—. Hablo
del «libro».
Sacó un aparato del tamaño de un
paquete de cigarrillos. Era su 7 Ching
electrónico.
—Aquí —dijo, y me lo ofreció—,
enciéndelo y pulsa la H.
Tampoco tengo mucha fe en el I
Ching, pero a Yasmin le fascina el
destino, la palabra oculta, el momento y
todo eso. Hice lo que me indicaba.
Cuando presioné la pequeña tecla
cuadrada y blanca de la H, el pequeño
ordenador emitió una melodía aguda y
tintineante y una indeleble voz de mujer
dijo: «Hexagrama dieciocho. Ku. El
trabajo en lo que ha sido echado a
perder. Cambios en la quinta y sexta
líneas».
—Ahora, pulsa la D, de Dictamen
—me indicó Yasmin.
Lo hice. El ordenador repitió su
maldita cancioncilla una y otra vez, y
dijo:

«Dictamen:
El esfuerzo en lo echado a
perder proporciona grandes éxitos.
Es provechoso atravesar las
grandes aguas. Prestar atención
tres días antes del comienzo.
Prestar atención tres días antes de
la terminación.
»Lo que ha sido echado a perder
puede ser subsanado mediante el
esfuerzo. No temas el peligro... al
cruzar las grandes aguas. El éxito
depende de la reflexión; sé
precavido antes del comienzo. El
retorno a la ruina debe ser
evitado; sé precavido antes de
terminarlo.

»El noble arrastra a la gente, de


quien fortalece el espíritu».
Miré a Yasmin.
—Espero que deduzcas algo de todo
esto —dije—, porque no significa nada
para mí.
—Oh, sí —repuso ella con voz
susurrante—. Ahora, sigue. Pulsa la l de
líneas.
Así lo hice. La espantosa máquina
continuó:

«Un seis en el quinto puesto


significa:
Rectificar lo que el padre ha
echado a perder. Uno cosecha
elogios.

»Un nueve arriba significa:


No está al servicio de reyes y
príncipes. Se propone metas más
elevadas».
—¿De quién me hablas, Yasmin? —
pregunté.
—De ti, querido, ¿de quién si no?
—Y ahora, ¿qué hago?
—Verás que las líneas cambiantes
convierten el hexagrama en otro. Pulsa
la c de cambio.

«Hexagrama cuarenta y siete.


Kun. Opresión. ”

Pulsé la D.

«Dictamen:
Opresión. Éxito. Perseverancia.
El gran hombre obra ventura.
Ningún defecto.
Cuando uno tiene algo que
decir, no es escuchado.

»El gran hombre permanece sereno


ante la adversidad, y esta serenidad
fundamenta éxitos posteriores. Es la
constancia, más fuerte que el destino.
Debe aceptar que, durante un tiempo, él
no será garantía de poder, y su consejo
se ignorará. En épocas de adversidad, es
importante mantener la serenidad y
hablar lo menos posible.
»Si uno es débil en la adversidad,
permanece junto a un árbol sin frutos, y
cae más profundamente en la
desesperación. Es una decepción interna
que debe superar a cualquier precio. »
Que así sea, el oráculo había hablado.
—¿Podemos irnos ahora? —
pregunté, quejumbroso. Yasmin parecía
en un ensueño, en otra dimensión china.
—Estás destinado a grandes cosas,
Marîd —murmuró.
—De acuerdo, pero lo importante es
si esta caja parlante puede adivinar mi
peso. ¿Qué ves de bueno?
Yo nunca he tenido el buen juicio
para saber cuándo estaba siendo
aconsejado por un libro.
—Debes encontrar algo en lo que
creer —dijo con seriedad.
—Mira, Yasmin, lo intento. De
verdad, lo hago. ¿Era algún tipo de
predicción? ¿Estaba interpretando mi
futuro?
Su ceño se frunció.
—No es una predicción verdadera,
Marîd. Se trata de una especie de eco
del «momento» del que formamos parte.
Debido a quién eres, qué piensas, qué
sientes, qué has hecho y qué planeas
hacer, sólo podía salirte el hexagrama
dieciocho, con los cambios en esas dos
líneas precisamente. Si lo haces de
nuevo, justo en este mismo segundo,
obtendrás una lectura diferente, un
hexagrama diferente, porque el primero
ha cambiado el «momento» y el modelo
es diferente.
—Sincronismo, ¿no? —dije.
Parecía turbada.
—Algo así.
Despedí a Ahmed con la nota y un
montón de kiam. Era una tarde calurosa,
lujosa y seca, y se convertiría en una
hermosa noche. Me levanté y me
desperecé.
—Busquemos a Abdulay —dije—.
Los negocios son los negocios,
maldición.
—¿Y después? —sonrió ella.
—La acción es la acción.
La agarré de la mano y empezamos a
andar por la «Calle», hacia la tienda de
Hassan.
El guapo muchacho americano
seguía sentado en su taburete, todavía
mirando a las musarañas. Me pregunté si
en verdad tendría pensamientos o si era
algún tipo de personaje con un circuito
electrónico que sólo cobraba vida
cuando alguien se aproximaba o
escuchaba el sonido de unos cuantos
kiam. Nos miró, sonrió y volvió a
hacernos una pregunta en inglés. Quizá
muchos de los clientes de Hassan
hablaban inglés, aunque lo dudo. No era
lugar para turistas, no se trataba de esa
clase de tienda de recuerdos. El chaval
debía de ser tonto, incapaz de hablar
árabe y sin un daddy de idiomas. Debía
de estar desvalido; es decir,
dependiente, de Hassan, para muchas
cosas.
Yo sabía un poco de inglés
elemental; si me hablaban despacio,
entendía unas pocas palabras. Podía
decir: «¿Dónde está el lavabo?» y «Una
"Big Mac" con patatas fritas» y
«Jódete», pero ése era todo mi
vocabulario. Miré al chico y él me miró
a mí. Esbozó una tranquila sonrisa. Creo
que yo le gustaba.
— ¿Dónde está Abdulay? —le
pregunté en inglés.
El chico pestañeó y farfulló una
respuesta indescifrable. Moví la cabeza
para darle a entender que no había
comprendido ni una palabra. Se encogió
de hombros. Lo intentó en otro idioma,
español, creo. Negué con la cabeza de
nuevo.
—¿Dónde está el sahib Hassan? —
le pregunté.
El muchacho sonrió y farfulló otra
retahíla de palabras de sonido áspero,
pero señaló a la cortina. Fantástico,
estábamos comunicándonos.
—Shukran —dije, conduciendo a
Yasmin hacia la trastienda.
—De nada —repuso el chico en
inglés.
Eso me chocó. El sabía que le había
dicho «gracias» en árabe, pero no sabía
cómo responder «De nada» en el mismo
idioma. ¡Qué muchacho tan estúpido! El
teniente Okking le encontraría cualquier
noche en un callejón. O le encontraría
yo, con la suerte que tengo.
Hassan estaba en el almacén e
inspeccionaba el embalaje de unas
mercancías. Las cajas estaban dirigidas
a él en escritura árabe, pero había otras
palabras estarcidas en algún idioma
europeo. Las cajas podían contener
cualquier cosa, desde pistolas
automáticas hasta cabezas reducidas. A
Hassan le daba igual lo que compraba y
vendía, con tal de conseguir algún
beneficio. Era el ideal platónico del
mercader hábil.
A través de la cortina, oyó que nos
acercábamos, y me saludó como a un
hijo pródigo. Me abrazó y me preguntó:
—¿Te sientes mejor hoy?
—Gracias a Alá —contesté.
Su mirada paseaba de mí a Yasmin y
de Yasmin a mí. Creo que le sonaba de
la «Calle», aunque supongo que no la
conocía personalmente. No vi necesidad
de presentársela. Era un acto contrario a
la etiqueta, pero tolerado en ciertas
ocasiones. Y determiné que ésa era una
de tales ocasiones. Hassan alargó una
mano.
—¡Venid, tomad un café conmigo!
—Que tu mesa sea eterna, Hassan;
pero acabamos de comer y tengo prisa
por encontrar a Abdulay. Estoy en deuda
con él, ¿recuerdas?
—Sí, sí, lo recuerdo muy bien. —
Hassan frunció el ceño—. Mi querido e
inteligente Marîd, hace horas que no veo
a Abdulay. Creo que estará
divirtiéndose en algún sitio.
El tono de Hassan implicaba que la
diversión de Abdulay consistía en
alguno de sus vicios.
—Sin embargo, ahora tengo el
dinero y quiero cumplir mi palabra.
Hassan reflexionó un instante sobre
el problema.
—Por supuesto, ya sabes que una
parte de ese dinero me será pagada,
indirectamente a mí.
—Sí, oh, sapientísimo.
—Pues déjame todo el dinero a mí, y
yo le daré su parte a Abdulay en cuanto
le vea.
—Excelente idea, pero preferiría
que Abdulay me extendiera un recibo.
Tu integridad está fuera de toda duda,
pero Abdulay y yo no nos apreciamos de
la misma manera que tú y yo.
A Hassan no le sentó demasiado
bien, pero no podía ponerme objeción
alguna.
—Creo que hallarás a Abdulay
detrás de la puerta de hierro.
Nos volvió la espalda con rudeza y
continuó con su trabajo.
—Tu acompañante debe quedarse
aquí —dijo sin volver el rostro hacia
nosotros.
Miré a Yasmin, que se encogió de
hombros. Atravesé el almacén
rápidamente, entré en el callejón y llamé
a la puerta de hierro. Esperé unos
segundos mientras alguien me
identificaba desde algún lugar. La puerta
se abrió. Apareció un viejo con barba,
alto y cadavérico, llamado Karim.
—¿Qué desea? —me preguntó, rudo.
—Paz, oh, caíd, he venido a pagar
mi deuda con Abdulay Abu-Zayd. La
puerta se cerró. Un momento después,
Abdulay la abría. —Dámelo. Lo
necesito ahora.
Por encima de su hombro pude ver a
varios hombres entregados a un animado
juego.
—Aquí está todo, Abdulay —dije—,
pero has de extenderme un recibo. No
quiero que vayas por ahí diciendo que
no te he pagado.
Parecía enfadado.
—¿Crees que yo haría tal cosa?
Le devolví una mirada feroz.
—El recibo. Después, te daré tu
dinero.
Me llamó un par de asquerosos
insultos y se metió en la habitación.
Garabateó el recibo y me lo enseñó.
—Dame los mil quinientos kiam —
dijo refunfuñando.
—Primero quiero el recibo.
—¡Dame el maldito dinero, macarra!
Durante unos segundos pensé en
darle un buen golpe en la nariz con el
dorso de la mano y partírsela. Fue una
imagen deliciosa.
—¡Mierda, Abdulay! Trae aquí a
Karim. ¡Karim! —grité. Cuando el viejo
de barbas blancas volvió, le dije:
—Voy a darte un dinero, Karim, y
Abdulay te dará ese pedazo de papel
que tiene en la mano. Tú le entregarás el
dinero a él y el papel a mí.
Karim titubeó, como si la
transacción fuera demasiado complicada
para él. Después, aceptó. El intercambio
se realizó en silencio. Me di la vuelta y
regresé por el callejón.
—¡Hijo de puta! —gritó Abdulay.
Sonreí. Ése es un insulto gravísimo
en el mundo musulmán, pero como era
cierto, nunca me ofendía demasiado. Tal
vez fuera por Yasmin y nuestros planes
para esa noche, pero dejé que Abdulay
abusara más allá de mis límites
habituales. Me prometí que pronto
ajustaríamos cuentas. En el Budayén no
es conveniente que te crean alguien que
se somete con mansedumbre a la
insolencia y la intimidación.
—Ya puedes pedirle tu parte a
Abdulay, Hassan —dije mientras pasaba
por el almacén y me dirigía hacia
Yasmin—. Es mejor que te des prisa,
creo que está perdiendo mucho.
Hassan asintió, pero no me
respondió.
—Me alegro de que todo esté
solucionado —dijo Yasmin.
—No más que yo.
Doblé el recibo y me lo guardé en el
bolsillo del pantalón.
Fuimos al club de Chiri y esperamos
a que terminase de servir a tres jóvenes,
con uniformes de la Marina calabresa.
—Chiri —dije—, no podemos
quedarnos mucho rato, pero quería darte
esto.
Conté setenta y cinco kiam y los dejé
sobre la barra. Chiri no hizo el más
mínimo movimiento hacia el dinero.
—Yasmin, estás preciosa, cielo.
Marîd, ¿qué es esto? ¿Las provisiones
de anoche?
Asentí.
—Ya sé que te importa mantener tu
palabra, pagar tus deudas y toda esa
historia del honor. Pero no voy a
cobrarte los precios de la «Calle».
Guárdate algo. Sonreí.
—Chiri, te arriesgas a ofender a un
musulmán. Ella rió.
—Musulmán, mi culo negro. Pues os
invito a una copa. Esta noche hay mucho
movimiento, un montón de dinero fácil.
Las chicas están de buen humor y yo
también.
—Tenemos una celebración, Chiri
—dijo Yasmin.
Intercambiaron una especie de señal
secreta, quizá ese tipo de velada
transferencia de conocimiento acompaña
a la operación de cambio de sexo. Fuera
como fuese, Chiri lo entendió. Tomamos
las copas que nos ofreció y nos
levantamos para irnos.
—Que paséis una buena noche —nos
deseó.
Los setenta y cinco kiam habían
desaparecido hacía ya tiempo. No
recuerdo haber visto lo que les sucedió.
—Kwa herí —dije cuando nos
íbamos.
—Kwa heríniya kuonana —repuso
ella, y luego—: Muy bien, ¿cuál de
vosotras, perezosas putas de culo gordo,
se supone que debe estar bailando en el
escenario? ¿Kandy? Bien, quítate la
jodida ropa y ¡a trabajar!
Chiri parecía contenta. Todo iba
bien en el mundo.
—Podemos pasar por casa de Jo-
Mama —dijo Yasmin—. Hace semanas
que no la veo.
Jo-Mama era una mujer enorme, de
casi dos metros, entre ciento cincuenta y
doscientos kilos, cuyo cabello cambiaba
según cierto ciclo esotérico: rubio,
pelirrojo, moreno, negro; después, el
marrón oscuro empezaba a crecer y
cuando ya lo tenía lo bastante largo, se
transformaba en rubio otra vez, como
por arte de magia. Era una mujer gruesa
y fuerte y nadie ocasionaba problemas
en su barra, que se abastecía de marinos
mercantes griegos. Jo-Mama no tenía
ningún reparo en emplear su pistola o su
perforador Solingen y crear una paz
general, aunque hubiera de mancharlo
todo de sangre. Estoy seguro de que Jo-
Mama podría enfrentarse a dos Chirigas
a la vez y. al mismo tiempo, preparar
tranquilamente un Bloody Mary para un
cliente. A Jo-Mama, o le gustabas
mucho, o te odiaba a muerte. De hecho,
deseabas gustarle. Nos detuvimos, nos
saludó a gritos con su característica
manera de hablar, rápida y distraída.
—¡Marîd! ¡Yasmin!
Nos dijo algo en griego, olvidando
que ninguno de nosotros lo entendía.
Hablo menos griego que inglés. Todo lo
que sé lo he aprendido fijándome en el
club de Jo-Mama: sé pedir ouzo y
retsina (unas bebidas), decir kalimera
(hola) y puedo llamarle a alguien
malaka, que parece ser su insulto
favorito (por lo que sé, significa
«masturbarse»).
Como pude, le di un abrazo a Jo-
Mama. Está tan llena que,
probablemente, Yasmin y yo, juntos, no
podríamos rodear su cintura. Nos
incluyó en la historia que contaba a otro
cliente en ese momento.
—... así que Fuad regresa corriendo
y me dice: «¡Esa negra puta me la ha
jugado!». Ahora, ambos sabemos que
nada da tanto miedo a Fuad como ser
esquilmado por una negra puta.
Jo-Mama me miró, con expresión
interrogadora, y yo asentí. Fuad era ese
chico increíblemente flaco que sentía
fascinación por las negras putas, cuanto
más malas y peligrosas fueran, mejor.
Fuad no gustaba a nadie, pero él solía
salir a la caza de alguna, y estaba tan
desesperado por agradar que salía
durante toda la noche, hasta que
encontraba a la chica de la que resultaba
estar enamorado esa semana.
—Así que le pregunté cómo se las
había arreglado esta vez para dejarse
engañar, porque pensé que, a esas
alturas, él conocía ya todos los trucos.
Quiero decir, Dios, ni siquiera Fuad es
tan estúpido como Fuad, ya sabéis a lo
que me refiero. Dijo: «Es una camarera
del Big AFs Old Chicago. Pedí una
bebida y cuando me trajo el cambio,
había humedecido la bandeja con una
esponja y la sostenía en alto, donde yo
podía verla. Tuve que alargar el brazo
para coger el cambio, y el último billete
se quedó pegado a la parte húmeda de la
bandeja». Así que le tiré de las orejas.
«Fuad, Fuad —le dije —, ése es el truco
más viejo del libro. Debes haberlo visto
un millón de veces. Recuerdo cuando
Zainab te lo hizo el año pasado. » Y el
estúpido esqueleto asiente con la
cabeza, y el gran bulto de su nuez sube y
baja, sube y baja, y me contesta: «Sí,
pero las otras veces eran billetes de un
kiam. ¡Nadie me lo había hecho con uno
de diez!». ¡Como si eso lo cambiara
todo!
Jo-Mama empezó a reír, del mismo
modo que un volcán comienza a rugir
antes de estallar; y cuando rió de veras,
la barra se movió y los vasos y las
botellas tintinearon mientras nosotros
notamos las vibraciones en nuestros
taburetes a través de la barra. La risa de
Jo-Mama podía ocasionar más daños
que alguien lanzando sillas.
—¿Qué deseáis, Marîd? ¿Ouzo y
retsina para la joven dama? ¿O una
cerveza? Estrujaos el cerebro, no
dispongo de toda la noche, tengo un
puñado de griegos de Skorpios. Su
barco transporta cajas llenas de potentes
explosivos para la revolución de
Holanda. Les queda un buen trecho de
navegación, y se muestran tan nerviosos
como una carpa en una convención de
gatos; están dejándome seca de bebida.
¿Qué demonios queréis tomar?
¡Maldición! Sacaros una respuesta es
como sacarle una propina a un chino.
Se detuvo el tiempo suficiente para
que yo pudiera decir unas pocas
palabras. Pedí un gin con bingara y lima
y Yasmin un Jack Daniels con Coca-
cola. Jo-Mama empezó otra historia, yo
la observaba como un halcón porque
algunas veces empieza historias que
cautivan y hacen que te olvides del
cambio. A mí nunca me ocurre eso.
—Dame el cambio en billetes de
uno, Mama —dije, interrumpiendo su
historia y recordándoselo, por si mi
cambio se le había ido de la memoria.
Me lanzó una mirada divertida, me
devolvió el cambio y le di todo un kiam
de propina. Se lo metió en el sostén.
Tenía espacio en él para todo el dinero
que había visto en mi vida. Terminamos
nuestras bebidas después de dos o tres
historias más, le dimos un beso de
despedida y vagamos «Calle» arriba.
Nos paramos en Frenchy y en algunos
otros lugares y, cuando llegó la hora de
irse a casa, ya estábamos
convenientemente colocados.
No intercambiamos ni una palabra,
ni siquiera nos detuvimos a encender la
luz o ir al baño. Nos desnudamos y nos
acostamos muy juntos. Deslicé mis
dedos sobre el dorso de sus muslos, le
encanta. Ella me rascaba la espalda y el
pecho, que es lo que a mí me gusta. Yo
tocaba ligeramente su piel con las yemas
de los dedos, apenas rozándola, desde
su axila, por su brazo, hasta su mano, y
luego le acariciaba la palma y los
dedos. Recorrí otra vez su brazo hacia
abajo, por su costado, y pasé por sus
excitantes nalgas. Empecé a rozar sus
pliegues más íntimos de igual modo. Oí
que emitía suaves sonidos, no se dio
cuenta de que sus manos habían quedado
debajo de su cuerpo, ella se tocó los
senos. Alargué los brazos y la agarré
por las muñecas, inmovilizando sus
brazos sobre la cama. Abrió los ojos,
sorprendida. Emití un suave gruñido,
coloqué su pierna derecha alrededor de
mi cuerpo, con un poco de rudeza, y le
separé la izquierda con la mía. Ella se
estremeció con un gemido. Trataba de
tocarme pero yo no le soltaba las
muñecas, la tenía inmovilizada. Sentí un
fuerte, casi cruel sentimiento de control,
aunque manifestado del modo más
cuidadoso y tierno. Parece una
contradicción. Si no habéis sentido lo
mismo alguna vez, no puedo
explicároslo. Yasmin se entregaba a mí
sin palabras, por completo, cuando la
tomaba, y con el deseo de que lo hiciera.
Le gustaba un poco de violencia de vez
en cuando. La fuerza moderada que me
permitía, sólo la excitaba más. Entonces
entré en ella, y exhalamos juntos un
suspiro de placer. Nos movimos
despacio, levantó las piernas, abiertas,
puso sus rodillas en mis caderas y se
apretó contra mí, tanto como pudo,
mientras yo la penetraba, tan
íntimamente como me era posible. Nos
estrechamos así, despacio, y
prolongamos cada dulce caricia, cada
choque sorpresa de fuerza durante un
buen rato. Yasmin y yo nos abrazamos
mientras los latidos de nuestros
corazones y nuestra respiración se
aceleraban. Nos unirnos hasta que
nuestros cuerpos se calmaron, y
permanecimos abrazados, satisfechos,
vivificados por esa nueva declaración
de necesidad mutua, de confianza mutua
y, sobre todo, de amor mutuo. Supongo
que nos separamos y dormimos algún
rato, pero a la mañana siguiente, cuando
me desperté, nuestras piernas seguían
entrelazadas, y la cabeza de Yasmin
reposaba sobre mi hombro.
Todo estaba arreglado, vuelto a la
normalidad. Tenía el amor de Yasmin,
dinero en el bolsillo para unos cuantos
meses y acción siempre que la desease.
Sonreí con dulzura y, poco a poco, me
sumergí en sueños tranquilos.
5
Era uno de esos raros momentos de
felicidad compartida, de satisfacción
total. Esperábamos que lo ya
maravilloso no hiciera más que mejorar
con el paso del tiempo. Esos momentos
son los más raros y frágiles del mundo.
Debes apresar el día; no olvidar todas
las vilezas y porquerías que has
soportado para conseguir esta paz.
Debes acordarte de disfrutar cada
minuto, cada hora, porque, aunque creas
que va a durar siempre, el mundo tiene
otros planes. Quieres agradecer cada
segundo precioso, pero, simplemente, no
puedes hacerlo. Vivir la vida al máximo
no es propio de la naturaleza humana.
¿No habéis notado que cantidades de
dolor y alegría iguales parecen tener la
misma duración? El dolor se prolonga
hasta que te preguntas si la vida volverá
a ser soportable de nuevo. Sin embargo,
el placer, una vez alcanza su
culminación, se agosta con más rapidez
que una gardenia pisoteada, y tu
memoria busca la dulce fragancia en
vano.
Yasmin y yo hicimos el amor al
despertarnos, esta vez de costado, con
su espalda vuelta hacia mí. Al terminar,
nos estrechamos en un abrazo; pero sólo
por breves instantes porque Yasmin
quería vivir la vida al máximo otra vez.
Le recordé que tampoco eso es propio
de la naturaleza humana, al menos por lo
que a mí respecta. Yo quería disfrutar un
poco más la fragancia de la gardenia,
todavía fresca en mi mente. Yasmin
deseaba otra gardenia. Le pedí que
esperara un par de minutos.
—Sí — dijo—, mañana, con los
albaricoques.
Era el equivalente levantino a
«Cuando las gallinas críen pelo».
Me hubiera gustado abrazarla hasta
que pidiera compasión, pero mi carne
estaba débil todavía.
—Ésta es la parte que llaman el
crepúsculo —dije—. La gente sensual y
voluptuosa como yo la valora tanto
como el propio abrazo.
—Jódete, tío —exclamó—, estás
envejeciendo.
Sabía que no lo decía en serio, sólo
se burlaba de mí, o lo intentaba, al
menos. En realidad, mi débil carne
empezaba a revitalizarse de nuevo y ya
estaba casi a punto de proclamar mi
duradera juventud cuando llamaron a la
puerta.
—Oh, oh, aquí está tu sorpresa —
dije.
Para ser un solitario, estaba teniendo
un montón de visitas últimamente.
—Me pregunto quién será. Ya no
debes dinero a nadie. Me enfundé los
téjanos.
—Entonces, es alguien que viene a
pedir dinero prestado —dije. Y me
dirigí hacia la mirilla de la puerta.
—¿A ti? Tú no darías un fíq de
cobre a un mendigo que conociera el
secreto del universo.
Mientras iba hacia la puerta, miré a
Yasmin.
—El universo no tiene secretos —
repuse, cínico—, sólo mentiras y
engaños.
Mi indulgente humor se desvaneció
en décimas de segundo cuando di una
ojeada a través de la mirilla.
¡Hija de puta! —exclamé entre
dientes. Volví a la cama —. Yasmin —
dije con dulzura—, dame tu bolso.
—¿Por qué? ¿Quién es?
Buscó su bolso y me lo pasó. Sabía
que siempre llevaba una pistola como
protección. Yo nunca voy armado. Me
paseaba solo y sin armas entre los
criminales del Budayén, porque yo era
especial, libre, orgulloso y estúpido. Me
hacía esas ilusiones, y vivía en una
especie de falacia romántica. No era
más excéntrico que la mayoría de los
locos de atar. Así el arma y regresé
junto a la puerta. Yasmin me observaba,
nerviosa y en silencio.
Abrí la puerta. Era Selima. Le apoyé
el cañón del arma entre los dos ojos...
—Qué alegría verte —dije —, entra.
Hay algo que deseaba preguntarte.
—No vas a necesitar el arma. Marîd
—aseguró Selima.
No hice caso. Pareció molesta al ver
a Yasmin y, en vano, buscó algún lugar
donde sentarse. Observé que estaba
terriblemente incómoda y muy
preocupada por algo.
—De modo que querías dar los
últimos coletazos antes de que alguien
os liquide como a Tami —dije, cruel.
Selima se enfureció, se volvió y me
abofeteó. Me lo había ganado.
—Siéntate en la cama, Selima.
Yasmin te hará sitio. En cuanto al arma,
debí tenerla a mano cuando tú y tus
amigas irrumpisteis aquí esa mañana con
semejante estruendo. ¿O es que ya se te
ha olvidado?
—Marîd —dijo, humedeciéndose
sus brillantes labios rojos—, siento lo
que pasó. Fue un error.
—Ah, bueno, eso lo arregla todo.
Miré a Yasmin taparse con la sábana
y apartarse de Selima tan lejos como
pudo, apoyando la espalda en el rincón,
con las rodillas dobladas. Los inmensos
senos de Selima eran el distintivo de las
«hermanas Viudas Negras»; por lo
demás, apenas tenía modificaciones.
Resultaba más bonita que la mayoría de
los transexuales. Tamiko se había
convertido en una caricatura de la
modesta y recatada geisha. Devi había
acentuado su herencia del este de la
India, y completado con una marca de
casta en su frente, a la que no tenía
derecho, y cuando no trabajaba, vestía
un sari de seda de vivos colores,
bordado en oro. Por el contrario, Selima
llevaba el velo y la capa con capucha,
una sutil fragancia y tenía los modales
de una mujer musulmana de clase media
de la ciudad. No estoy seguro, pero creo
que era religiosa. No puedo imaginar
cómo compaginaba sus robos y su
violencia habitual con las enseñanzas
del Profeta, quizá las oraciones y la paz
la ayudasen. No soy el único loco iluso
del Budayén.
—Por favor, Marîd, deja que te
explique...
Nunca había visto a Selima, ni a
ninguna de sus «hermanas», en un estado
tan próximo al pánico.
—¿Sabes que Nikki se ha ido de
casa de Tami?
Asentí.
—No creo que se fuera por su gusto.
Pienso que alguien la obligó.
—Eso no es lo que tengo entendido.
Me escribió una carta en la que se
refería a un tipo alemán, y me hablaba
de lo maravillosa que iba a ser su vida,
el pez había mordido el anzuelo e iba a
pasárselo bien con él, y con todo lo que
tenía.
—Todos hemos recibido la misma
carta. Marîd, ¿no has notado nada
sospechoso en ella? Es posible que no
conozcas la caligrafía de Nikki tan bien
como yo. Puede que no prestaras
atención a las palabras que emplea en
ella. Algunos indicios en la carta nos
hacen pensar que trataba de decir algo
entre líneas. Creo que alguien hizo que
escribiera esas cartas para que nadie se
extrañara de su desaparición. Nikki es
diestra y las cartas están escritas con la
mano izquierda. La letra era desastrosa,
nada parecida a la suya habitual.
Escribió nuestras notas en francés,
aunque sabe perfectamente que ninguna
de nosotras entiende ese idioma. Ella
habla inglés, y tanto Devi como Tami lo
leen, es el idioma que hablaban entre
ellas. Nunca nos mencionó a ese viejo
alemán amigo de su familia. Ese hombre
pudo haber existido cuando era más
joven, pero el modo en que se llamaba a
sí misma «joven e introvertido
muchachito»... , bueno, eso no hace más
que acentuar el mal palpito que la carta
nos ha causado. Nikki contaba muchas
historias de su vida antes de someterse
al cambio. Era reservada en algunos
aspectos —de dónde era en realidad, y
detalles por el estilo—; pero siempre se
reía de lo terrible que había sido.
Quería parecerse a nosotras y por eso
sacaba esos relatos biográficos de sus
travesuras a relucir. No era ni tímida ni
introvertida. Marîd, esa carta apesta
desde el comienzo hasta el final.
Dejé caer mi mano con la pistola. Lo
que Selima acababa de explicar tenía
sentido, ahora que lo pensaba.
—Por eso estás tan preocupada —
murmuré, pensativo—. Crees que Nikki
se encuentra en algún apuro.
—Sí, lo creo —dijo Selima—; pero
no estoy tan asustada por eso. Marîd,
Devi está muerta. Asesinada.
Cerré los ojos y lancé un gemido.
Yasmin emitió un sonoro resuello y
pronunció otra fórmula supersticiosa
—«Lejos de ti»— para protegernos del
mal que acababa de ser mencionado. Me
sentí cansado, como si una sobredosis
de noticias escalofriantes me impidiera
reaccionar del modo adecuado.
—No me lo digas, deja que lo
adivine, igual que Tami. Marcas de
quemaduras, señales en las muñecas,
jodida por todas partes, estrangulada y
degollada. Y crees que alguien va detrás
de vosotras tres, y que tú eres la
próxima.
Me quedé atónito ante su respuesta.
—No, te equivocas. La encontré en
su cama, como si durmiera
plácidamente. Le habían disparado,
Marîd, con un arma antigua, de las que
usaban balas de metal. El agujero de la
bala estaba centrado exactamente en su
marca de casta, sin signos de lucha o de
otras cosas. El apartamento no aparecía
revuelto. Sólo Devi. Una parte de su
rostro estaba desfigurada y había
manchas de sangre en las sábanas y las
paredes. Me largué. Nunca había visto
nada parecido. Esas viejas armas son
tan sangrientas y brutales...
Y lo decía una mujer que había
partido tantas caras.
—Apuesto a que a nadie le han
disparado una bala desde hace cincuenta
años.
Era obvio que Selima no sabía nada
de mi ruso... , como quiera que se
llamara. Los cadáveres no arman mucho
escándalo ni revuelo en el Budayén. No
resultan raros allí. Son más bien un
inconveniente. Limpiar grandes manchas
de sangre de las sedas o del casimir es
un trabajo aburrido.
—¿Has llamado a Okking? —
pregunté.
Selima asintió.
—No estaba de servicio. El sargento
Hajjar vino y me interrogó. Me hubiera
gustado que fuese Okking.
Sabía a lo que se refería. Hajjar era
el tipo de policía que pasa por mi mente
cuando pienso «policía». Se pasea como
si llevara un corcho en el culo, busca a
los pequeños camorristas y olvida a los
peces gordos. Se porta con particular
dureza con los árabes que desatienden
sus deberes espirituales, personas como
yo, y casi todos en el Budayén.
Guardé el arma en el bolso de
Yasmin. Mi humor había cambiado por
completo. De repente, por primera vez,
sentí simpatía por Selima. Yasmin le
puso la mano en el hombro en un gesto
de consuelo.
—Haré café —dije. Miré a la última
de las «Viudas Negras»—. ¿Prefieres un
té?
Estaba agradecida por nuestra
amabilidad y creo que también por
nuestra compañía.
—Té, gracias —dijo, mientras iba
tranquilizándose.
Puse la tetera a hervir.
—Dime sólo una cosa: ¿por qué me
disteis esa paliza el otro día?
—Que Alá se apiade de mí —
murmuró Selima.
Sacó un trozo de papel doblado de
su bolso y me lo dio.
—Ésta es la caligrafía de Nikki,
aunque resulta evidente que tenía mucha
prisa.
Estaba escrita en inglés, garabateada
rápidamente en el dorso de un sobre.
—¿Qué dice? —pregunté.
Selima me echó un rápido vistazo y,
en seguida, volvió a mirar el papel.
—Dice: «Socorro. Daos prisa.
Marîd». Por eso hicimos aquello. Lo
entendimos mal. Creímos que eras el
responsable del lío en el que ella se
había metido. Ahora sé que le habías
hecho el favor de negociar su liberación
de ese cerdo de Abdulay y que te debía
dinero. Quería que te hiciéramos saber
que necesitaba ayuda, pero no le dio
tiempo a escribir nada más.
Probablemente tuvo suerte al poder
escribir esto.
Pensé en la paliza que me habían
dado, en mis horas de inconsciencia, en
el dolor que había sufrido, y aún sufría,
en la larga espera de pesadilla en el
hospital, en lo enfurecido que estaba con
Nikki, en los mil kiam que me había
costado... Lo junté todo y traté de
olvidarlo. No pude. Todavía sentía una
rabia desacostumbrada en mí, pero
ahora no tenía a nadie en quien
descargarla. Miré a Selima.
—Olvídalo —dije.
No se movió. Pensé que cada uno de
los dos pondría algo de su parte; pero
entonces recordé con quién estaba
tratando.
—Algo no marcha. Y tú lo sabes
bien —me recordó—. Todavía estoy
preocupada por Nikki.
—Después de todo, la carta que
escribió puede ser verdadera —dije,
mientras servía té en las tres tazas—.
Tus sospechas pueden tener una inocente
explicación.
No me creía ni una palabra de las
que dije. Sólo lo hice para que Selima
se sintiera mejor.
Cogió una taza de té.
—No sé qué hacer ahora —dijo.
—Puede que haya un loco detrás de
vosotras tres —sugirió Yasmin—. Tal
vez sería mejor que te escondieras
durante un tiempo.
—Ya he pensado en ello —dijo
Selima.
La teoría de Yasmin no me parecía
verosímil. Tamiko y Devi habían sido
asesinadas de formas muy distintas.
Claro que no descartaba la posibilidad
de un asesino con imaginación. Pese a
todas esas perogrulladas de los policías
sobre el modus operandi de un criminal,
no existía razón alguna por la que un
asesino no fuese capaz de usar dos
técnicas inusitadas. Aunque guardé
silencio al respecto.
—Puedes ir a mi apartamento —dijo
Yasmin—. Yo me quedaré aquí con
Marîd.
Tanto a Selima como a mí nos
sorprendió el ofrecimiento de Yasmin.
—Es muy gentil por tu parte —
respondió Selima—. Lo pensaré,
querida, pero quiero intentar un par de
cosas. Ya te diré algo.
—Si mantienes los ojos bien
abiertos, no te ocurrirá nada —dije—.
No hagas ningún negocio en dos días y
no te mezcles con extraños.
Selima asintió. Me dio su té, que ni
siquiera había probado.
—He de irme —dijo—. Espero que
ahora todo esté arreglado entre nosotros.
—Tienes cosas más importantes de
las que preocuparte, Selima. Nunca
habíamos estado muy unidos antes. Por
alguna morbosa razón, puede que esto
nos convierta en mejores amigos.
—El precio ha sido demasiado alto
—me respondió.
Era muy cierto. Selima había
empezado a decir algo, pero se
arrepintió. Dio media vuelta y fue hacia
la puerta, salió y la cerró tras ella con
cuidado.
Yo estaba de pie en la cocina, con
las tres tazas de té.
¿Quieres una? —pregunté.
No —dijo Yasmin. —Yo tampoco.
Tiré el té por el fregadero.
—Hay un gran bastardo retorcido
suelto, que anda por ahí matando gente
—musitó Yasmin—, o lo que es peor,
dos cabrones distintos que trabajan en la
misma acera de la calle. Casi me da
miedo ir a trabajar.
Me senté junto a ella y acaricié su
perfumado cabello.
—En el trabajo estarás bien. Haz
caso de lo que le he dicho a Selima: No
te ligues a ningún tío que no conozcas.
Quédate conmigo en lugar de ir a casa
sola.
Esbozó una pequeña sonrisa.
—No puedo traerme a ningún tío
aquí, a tu apartamento —dijo.
—Tienes una jodida franqueza.
Olvídate de enrollarte a ningún tipo
hasta que este asunto esté resuelto y
hayan cogido al asesino. Tengo dinero
suficiente para mantenernos los dos una
temporada.
Puso los brazos alrededor de mi
cintura y recostó la cabeza en mi
hombro.
—Estás muy bien —dijo.
—Tú también, cuando no roncas
como un demonio.
Como represalia, me rascó fuerte la
espalda con sus largas uñas, pintadas de
color claro. Nos abrazamos sobre la
cama y nos divertimos durante media
hora.
Desperté a Yasmin a las dos y
media, le preparé algo de comer
mientras se duchaba y se arreglaba y la
insté a que se fuera a trabajar sin que la
multasen por llegar tarde. Cincuenta
kiam son cincuenta kiam, siempre se lo
recordaba. Su respuesta era: «Entonces,
¿por qué preocuparse? Un billete de
cincuenta kiam es igual que los otros. Si
no me llevo a casa uno, me llevaré
otro». No podía hacerle comprender que
si se daba un poco más de prisa, podía
llevarse los dos a casa.
Me preguntó qué iba a hacer esa
tarde. Estaba un poco celosa porque
sabía que yo dispondría de dinero las
próximas semanas. Me sentaría todo el
día en algún café; fanfarronearía y
chismorrearía con los amigos de otras
bailarinas y con los profesionales. Le
dije que tenía que hacer unos recados y
que estaría ocupado.
—Voy a ver qué pasa con Nikki —
dije.
—¿No crees a Selima? —preguntó
Yasmin.
Conozco a Selima desde hace
tiempo. Sé que le gusta exagerar estas
situaciones. Apuesto a que Nikki está
sana y salva con ese tal Seipolt. Selima
tenía que inventar alguna historia para
dar exotismo y riesgo a su vida.
Yasmin me dirigió una mirada de
duda.
—Selima no tiene por qué inventar
historias. Su vida es exótica y
arriesgada. ¿Cómo se puede exagerar un
agujero de bala en la frente? Un muerto
es un muerto, Marîd.
Tenía razón en eso; pero no me
sentía como para felicitarla en voz alta.
—Ve a trabajar.
La besé y acaricié, y la eché de mi
apartamento.
Al fin solo. «Solo» significaba estar
mucho más tranquilo que nunca. Creo
que hubiese preferido un poco de ruido
y gente y excitación a mi alrededor.
Mala señal para un solitario. Y todavía
peor para un agente solitario, para un
tipo duro que vive de la acción y el
peligro, la clase de tipo valiente y
competente que me gustaba creer que
era. Cuando el silencio te produce
delirium tremens es cuando descubres
que no eres un héroe. Oh. sí, yo conocía
a un montón de gente peligrosa de
verdad, y había hecho un montón de
cosas peligrosas. Estaba metido en el
ajo, era uno de los tiburones, y no uno
de los peces pequeños, y gozaba del
respeto de los otros tiburones. El
problema estribaba en que estar todo el
día con Yasmin empezaba a ser
agradable, pero no se ajustaba al perfil
de lobo solitario.
Me dije todo esto mientras me
afeitaba el cuello, delante del espejo del
cuarto de baño. Intentaba convencerme
de algo, pero me costaba. Cuando lo
logré, mi conclusión no me satisfizo en
absoluto. Yo no había tenido mucho
éxito esos últimos días con tres personas
muertas a mi alrededor, personas que
conocía, personas que no conocía. Si
seguía con esa racha, podía poner a
Yasmin en peligro.
¡Demonios, y a mí mismo!
Yo había dicho que quizá Selima
estaba nerviosa sin motivo. Era una
mentira. Mientras Selima me contaba su
historia, recordé la breve, y desesperada
llamada telefónica: «¿Marîd? Tienes
que... ». No había podido asegurar si era
Nikki; ahora, sí y me sentía culpable por
no haber actuado en consecuencia. Si
Nikki resultaba herida del modo que
fuese, viviría con esa culpa el resto de
mis días.
Me puse una galabiyya de algodón
blanco, cubrí mi cabeza con el familiar
tocado árabe, la kefiyya blanca que
sujeté con una cuerda akal. Me puse
unas sandalias. Ahora parecía cualquier
pobre, despreciable árabe de la ciudad,
un fellahin, es decir, un campesino.
Dudo que me haya vestido así más de
diez veces en todos los años que he
vivido en el Budayén. Siempre me ha
gustado la ropa europea, ya en mi
juventud en Argelia y después, cuando
me marché hacia el este. Ahora no
parecía un argelino, quería que me
tomasen por un fellah del lugar. Sólo mi
barba rojiza desentonaba, pero el
alemán no se daría cuenta. Al salir de mi
apartamento y caminar por la «Calle»
hacia la puerta, no oí mi nombre ni una
sola vez, ni sorprendí una mirada de
reconocimiento. Pasé entre mis amigos,
pero no sabían que era yo porque,
habitualmente, no vestía de esa manera.
Me sentía invisible, y la invisibilidad
me confería cierto poder. Mi
incertidumbre de unos momentos antes
se había evaporado, reemplazada por mi
antigua serenidad. Volvía a ser un tipo
peligroso.
Justo al otro lado de la puerta Este
se abría el amplio bulevar el-Jamed,
enmarcado por una hilera de palmeras a
ambos lados. Un espacioso paseo, lleno
de distintas variedades de arbustos,
separaba el tráfico rodado de una y otra
dirección. Cada mes del año había
alguna variedad en flor, que llenaban el
aire del bulevar de fragantes esencias y
distraían la mirada de quienes paseaban
con los sorprendentes colores de sus
flores: sensuales rosados, ardientes
carmesíes, ricos púrpuras, azafranados
amarillos, prístinos blancos, azules tan
diversos como el mar e incluso más. En
los árboles, por encima de la calle, y
alojada en los aleros de los tejados, una
multitud de pájaros cantores, alondras y
tórtolas lanzaba sus trinos al aire. La
combinación de tales bellezas incitaba a
dar gracias a Alá por aquellos
generosos dones. Me detuve un momento
en el paseo. Yo salía del Budayén
vestido como lo que en realidad era: un
árabe con pocos kiam, sin muchos
conocimientos y con unas perspectivas
bastante limitadas. Me sorprendió la
excitación que despertó en mí. Me sentía
emparentado con los escurridizos
fellahin que me rodeaban, un parentesco
que se limitaba, por el momento, a la
parte religiosa de la vida cotidiana que
había descuidado durante tanto tiempo.
Me prometí que muy pronto atendería
esas obligaciones, tan pronto como
tuviera ocasión; primero debía encontrar
a Nikki.
Dos manzanas al norte de la puerta
Este del Budayén, en dirección a la
mezquita Shimaal, encontré a Bill. Sabía
que estaría cerca del barrio amurallado,
tras el volante de su taxi, mirando con
indolencia, amor, curiosidad y frialdad a
la gente que pasaba por la acera. Bill
era casi de mi talla, aunque más
musculoso. Tenía los brazos llenos de
tatuajes verdeazulados, tan viejos que se
habían semiborrado y estaban confusos.
Nunca supe lo que una vez
representaron. Hacía años que no se
cortaba el cabello o la barba color
arena, muchos años. Parecía un patriarca
hebreo. La parte de su piel expuesta al
sol mientras conducía por la ciudad se
veía quemada, de un rojo intenso, como
un cangrejo olvidado en un frasco. En su
rostro rojizo, los azules ojos brillaban
con una intensidad enfermiza que
siempre me obligaba a apartar la
mirada. Bill estaba loco, de una locura
que él había elegido con tanto cuidado
como Yasmin sus marcados y excitantes
pómulos.
Conocí a Bill poco después de mi
llegada a la ciudad. Hacía años que él
había aprendido a convivir con los
parias, los miserables y los bribones del
Budayén, y me ayudó a integrarme en
esa discutible sociedad. Bill había
nacido en los Estados Unidos de
América —tan viejo era—, en la parte
que ahora llamamos Sovereign Desert.
Cuando la unión estadounidense se
fraccionó en varias recelosas naciones
balcanizadas, Bill dio la espalda a su
lugar de nacimiento para siempre. No sé
cómo se ganó la vida hasta que aprendió
lo que ahora hace. Tampoco él lo
recuerda. De cualquier modo, consiguió
la pasta suficiente para pagarse una
única modificación quirúrgica. En lugar
de llenar su cerebro de alambres, como
hacen muchas almas perdidas del
Budayén, Bill prefirió una modificación
más sutil, más alarmante. Le extirparon
uno de sus pulmones y se lo
reemplazaron por una enorme glándula
artificial que segrega, a perpetuidad,
cierta cantidad de una droga psicodélica
de la cuarta generación en su flujo
sanguíneo. Bill no recordaba qué droga
había pedido; pero, a juzgar por lo
abstracto de su lenguaje y la naturaleza
de sus alucinaciones, creo que era la
ribopropilmetionina, RPM, o acetilato
de neocorticina.
La RPM o el acetilato de
neocorticina puede comprarse en la
calle. No hay mucho mercado de estas
drogas. Ambas tienen efectos idénticos a
largo plazo. Después de repetidas dosis
de estas drogas, comienza una
degeneración del sistema nervioso del
individuo. Afectan a los centros
aglutinantes del cerebro humano que
utilizan la acetilcolina, un neuro-
transmisor. Estas nuevas drogas
psicodélicas atacan y ocupan esos
centros de la misma forma que un
ejército victorioso se adueña de una
ciudad conquistada. No pueden ser
eliminadas, ni por las propias defensas
naturales del cuerpo, ni por terapia
médica alguna. Las experiencias
alucinatorias no tienen paralelismo en la
historia farmacológica; pero el precio
que se paga por ellas resulta exorbitante,
desde el punto de vista de la lesión. A la
persona que los emplea, se le seca el
cerebro, en el sentido literal de la
palabra, sinapsis a sinapsis. La
condición resultante tiene unos síntomas
indiferenciables de un Parkinson o un
mal de Alzheimer avanzados. Cuando
las drogas empiezan a obstaculizar el
sistema nervioso autónomo, su uso
continuado es probable que resulte fatal.
Bill no había alcanzado todavía ese
estado. Vivía una existencia de ensueño
que duraba día y noche. Algunas veces
recuerdo como es, cuando tomo una
droga psicodélica menos peligrosa y me
invade el temor a «no bajar jamás», una
ilusión común que empleas para
torturarte a ti mismo. Te sientes como si
esta vez en especial, esta particular
experiencia de una droga, al contrario
que las placenteras sensaciones pasadas,
te quedes colgado y algo se rompa en tu
cabeza. Tiemblas, aterrorizado, mientras
te prometes a ti mismo que nunca
volverás a tomar otra píldora de ésas, y
te enfrentas a las embestidas de tus
sueños más negros. Sin embargo, por
fin, te recuperas, el efecto de la droga
desaparece y, más tarde o más temprano,
olvidas lo horrible que fue. Y vuelves a
repetirlo. Quizá en esta ocasión tengas
más suerte, quizá no.
6
No había ningún «quizá» para Bill.
El nunca «bajaría». Cuando esos
momentos de horror absoluto
empezaban, no había forma de remediar
la ansiedad. Uno no podía decirse que si
se colgaba demasiado, volvería a la
normalidad por la mañana. Bill jamás
volvería a la normalidad. Eso era lo que
él quería. Y en cuanto a la muerte, célula
a célula, de su sistema nervioso, Bill se
encogía de hombros.
—Algún día han de morir, ¿no?
—Sí —respondí, al tiempo que me
agarraba, nervioso, al asiento de su taxi
mientras éste se precipitaba por
estrechas y tortuosas callejas.
Y si se mueren todas al unísono, los
demás darán una fiesta en tu funeral. No
tendrás nada. Te enterrarán. En cambio,
de esta manera, yo podré despedirme de
las células de mi cerebro. Han hecho
mucho por mí. Adiós, adiós, buen viaje,
me alegro de haberos conocido. Me
despediré de todas ellas, pequeñas
malditas jodidas. Si te mueres como una
persona normal, ¡bam! estás muerto,
detención violenta de cada maldita parte
de ti, azúcar en el depósito, agua en el
carburador, parada forzosa... , dispones
de un segundo, tal vez dos, para avisar a
Dios de tu llegada. Horrible modo de
terminar. Vives una existencia violenta
que acaban con una muerte violenta. Yo
sólo suelto una neurona cada vez. Una
noche llegará mi hora, me iré
dulcemente. Y a la mierda quien diga
que no. Ese mamón de muerto, tío, ¿qué
sabe él? Ni siquiera tiene coraje para
poner en práctica sus convicciones.
Quizá cuando me haya muerto, los
demonios no sepan que estoy allí si
mantengo la boca cerrada. Tal vez me
dejen tranquilo. No quiero que me jodan
después de muerto, tío. ¿Cómo puedes
protegerte después de muerto? Piénsalo,
tío. Me gustaría ponerle las manos
encima al tipo que inventó los demonios,
tío. ¡Y ellos me llaman loco... !
Yo no tenía ganas de discutir.
Bill me llevó hasta la casa de
Seipolt. Siempre iba en el taxi de Bill
cuando salía de la ciudad por cualquier
motivo. Su locura me distraía de la
persistente normalidad de mi entorno, la
carencia de caos impuesta en todas
partes. Viajar con Bill era como llevar
un poco del Budayén conmigo, por
seguridad. Como llevarse una botella de
oxígeno al profundo y oscuro abismo.
La casa de Seipolt se hallaba lejos
de! centro de la ciudad, en el extremo
sudeste. Estaba a un paso del reino de
las arenas perpetuas, donde las dunas
esperaban que nos relajáramos un poco
para cubrirnos como cenizas, como
polvo. La arena acabaría con todos los
conflictos, todos los esfuerzos, todas las
esperanzas. Se abalanzaría como un
ejército victorioso sobre una ciudad
conquistada, y descansaríamos para
siempre bajo la arena, en las oscuras
profundidades del abismo. La noche
señalada llegaría, pero no ahora. No,
aquí no, todavía no.
Seipolt velaba por mantener el orden
y detener el desierto. Las palmeras se
encorvaban en torno a la villa y los
jardines florecían porque el agua era
obligada a fluir hasta ese inhóspito
paraje. Las buganvillas estaban en flor y
la brisa perfumaba el aire con
seductores aromas. Las puertas de hierro
se conservaban en buen estado, pintadas
y engrasadas, los largos y sinuosos
caminos limpios y rastrillados, las
paredes encaladas. Era una magnífica
residencia, el hogar de un hombre rico.
Un refugio contra la arena al acecho,
contra la noche al acecho, que
aguardaban con toda paciencia.
Me senté en el asiento posterior del
taxi de Bill. Su ingenio se desperdiciaba
groseramente y él murmuraba y reía para
sí. Me sentí pequeño y necio: la mansión
de Seipolt me imponía respeto. ¿Qué iba
a decirle a Seipolt? El hombre tenía
poder. Yo no podría detener ni siquiera
un puñado de arena, aunque lo intentase
con toda mi voluntad y rezase a Alá al
mismo tiempo.
Le pedí a Bill que esperase y le
observé hasta comprobar que, en algún
recóndito lugar de su mente, me había
comprendido. Salí del taxi, crucé la
puerta de hierro, y anduve por el camino
de gravilla blanca hasta la entrada
principal de la villa. Sabía que Nikki
estaba loca. Sabía que Bill estaba loco.
Y, en esos momentos, caí en la cuenta de
que tampoco yo estaba bien del todo.
Mientras oía el crujido de mis pies
contra las piedrecillas, me pregunté por
qué no regresábamos al lugar de donde
procedíamos. Ése era el verdadero
tesoro, el mayor don: hallarse en el
lugar que te corresponde en realidad. Si
tenía suerte, algún día encontraría ese
lugar. Inshallah. Si es la voluntad de
Alá.
La puerta principal era de madera
rubia maciza, con grandes goznes y una
rejilla de hierro. Se abrió cuando yo
levantaba la mano para asir la aldaba de
bronce. Un europeo alto, delgado y
rubio me amedrentó con la mirada. Tenía
ojos azules (al contrario que los del
Bill, los de ese hombre eran de aquellos
que siempre se describen como
«penetrantes» y, por las barbas del
Profeta, me sentí atravesado), nariz recta
con grandes agujeros, mandíbula
cuadrada y una boca de labios tensos
que parecía detenida en una expresión
permanente de leve repugnancia. Se
dirigió a mí en alemán. Negué con la
cabeza.
—Anaa la afham —dije, con la
sonrisa del estúpido campesino por el
que me había tomado.
El hombre rubio parecía impaciente.
Lo intentó en inglés. Sacudí la cabeza de
nuevo, sonreí, me disculpé y le llené los
oídos de árabe. Era obvio que no
encontraba sentido alguno a mis
palabras y que no iba a esforzarse en
buscar otro idioma que yo
comprendiera. Cuando estaba a punto de
cerrarme la pesada puerta en las narices,
vio el taxi de Bill. Eso le dio que
pensar. Yo parecía un árabe; para aquel
hombre, todos los árabes eran más o
menos iguales y una de sus
características comunes era la pobreza.
Sin embargo, yo había tomado un taxi
para que me condujera a la residencia
de un hombre rico e influyente. Le
costaba entenderlo, pero ya no parecía
tan dispuesto a echarme con cajas
destempladas. Me señaló y murmuró
algo. Supongo que era «Espera aquí».
Sonreí, toqué mi corazón y mi frente y
alabé a Alá tres o cuatro veces.
Un minuto después, el rubio volvió
con un viejo, un árabe empleado en la
casa. Los dos hombres hablaron
brevemente. El viejo fellah se volvió
hacia mí y me sonrió.
—¡La paz sea contigo! — dijo.
—Y contigo —respondí—.
Compadre, ¿es este hombre el honorable
y excelente Lutz Seipolt Pasha?
El viejo se rió un poco.
—Te equivocas. No es sino el
portero, un sirviente como yo.
Dudé que fueran iguales. Resultaba
evidente que el rubio formaba parte de
la comitiva que Seipolt se había traído
de Alemania.
—¡Por mi honor, soy un estúpido! —
dije—. He venido a hacerle una
importante pregunta a su excelencia.
Los términos árabes de cortesía
suelen emplear con frecuencia esa
esmerada adulación. Seipolt era alguna
especie de hombre de negocios. Ya
estaba dispuesto a llamarle pashá (título
obsoleto empleado en la ciudad para
congraciarse) y excelencia (como si
fuera una especie de embajador). El
viejo y curtido árabe comprendió
perfectamente lo que yo hacía. Se
dirigió al alemán y le tradujo la
conversación.
El alemán pareció menos
complacido aún, y respondió con una
simple y lacónica frase.
—Reinhardt, el portero —me dijo el
árabe—, desea oír la pregunta.
Sonreí ante los duros ojos de
Reinhardt.
—Busco a mi hermana, a Nikki.
El árabe se encogió de hombros y
transmitió la pregunta. Reinhardt
pestañeó e inició un gesto, pero se
arrepintió. Le dijo algo al viejo fellah.
—Aquí no hay nadie con ese nombre
—me tradujo el árabe—. No hay
ninguna mujer en esta casa.
—Estoy seguro de que mi hermana
se encuentra aquí. Es cuestión del honor
de mi familia.
Sonó como una amenaza. Los ojos
del árabe se abrieron.
Reinhardt dudó. No sabía si darme
con la puerta en las narices o subir la
escalera para transmitir el problema.
Supuse que era un cobarde, y estaba en
lo cierto. No quiso asumir la
responsabilidad de la decisión, de modo
que convino en trasladarme a algún
lugar de la fresca y lujosa villa. Me
alegró el poder escapar del ardiente sol.
El viejo árabe desapareció, regresó a
sus obligaciones. Reinhardt no se dignó
mirarme ni dirigirme la palabra. Se
internó en la casa y yo le seguí.
Llegamos hasta otra pesada puerta de
madera oscura con finas vetas.
Reinhardt llamó. Respondió una voz
ronca con la que Reinhardt habló. Hubo
una corta pausa; luego, la voz ronca dio
una orden. Reinhardt giró el picaporte,
empujó la puerta un poco y entró. Le
seguí con la necia expresión de
campesino árabe en mi rostro. Junté las
manos suplicante e incliné la cabeza
unas cuantas veces como buena medida.
—¿Es usted Su Excelencia? —
pregunté en árabe.
Me encontraba frente a un hombre de
toscas facciones, calvo, corpulento, de
unos sesenta años, con un moddy y dos o
tres daddies conectados en su cráneo,
brillante de sudor. Se sentaba tras un
desordenado escritorio. Sostenía el
teléfono con una mano y con la otra una
pistola automática de azulado acero. Me
sonrió.
—Por favor, hágame el honor de
acercarse —dijo en un árabe sin acento,
probablemente era el idioma de su
daddy el que hablaba por él.
Me incliné otra vez. Intentaba
pensar, pero mi mente estaba como un
papel en blanco. A veces, las pistolas
automáticas me lo provocan.
—Excelencia —dije—, le pido
perdón por las molestias.
—Al infierno con toda esa mierda
de excelencia. Di por qué estás aquí.
Sabes quién soy. Sabes que no tengo
tiempo que perder.
Saqué la carta de Nikki de la bolsa
que llevaba colgada del hombro y se la
entregué. Supuse que se haría una rápida
idea.
La leyó y colgó el teléfono, pero no
dejó el arma.
—Entonces, ¿tú eres Marîd? —dijo,
dejando de sonreír.
—Tengo ese privilegio.
—No te hagas el listo conmigo.
Siéntate en esa silla —ordenó Seipolt,
indicándomela con la pistola—. He oído
una o dos cosas acerca de ti.
—¿De Nikki?
Seipolt negó con la cabeza.
—Aquí y allí en la ciudad. Ya sabes
cómo les gusta comentar a los árabes.
Sonreí.
—No sabía que tuviera esa
reputación.
—No hay por qué alterarse, chico.
¿Qué te hace pensar que Nikki,
quienquiera que sea, se encuentra aquí?
¿Esa carta?
—Esta casa parece un buen lugar
para empezar a buscar. Si no se halla
aquí, ¿por qué su nombre ocupa un lugar
tan destacado en sus planes?
Seipolt parecía realmente
desconcertado.
—No tengo ni idea, ésa es la verdad.
Nunca había oído hablar de tu Nikki y
no siento ningún interés en ella. Como
mi personal te confirmará, hace años
que no siento interés por ninguna mujer.
—Nikki no es cualquier mujer. Es
una mujer en apariencia, reconstruida
sobre un chasis de hombre. Quizá eso es
lo que ha despertado su interés todos
estos años.
En el semblante de Seipolt creció la
impaciencia.
—Deja de molestarme, Audran. Yo
ya no tengo el aparato para interesarme
sexualmente por nadie ni por nada. Ya
no siento el deseo de satisfacer ese
requisito. He descubierto que prefiero
los negocios. Versteh?
Asentí.
—Imagino que no me permitirá
inspeccionar su adorable casa. No le
molestaré mientras trabaja. No se
preocupe por mí, estaré tan quieto como
un jerbo.
—No, los árabes roban.
Su sonrisa creció lentamente hasta
convertirse en algo maligno. No me
altero con facilidad, así que me limité a
ignorarle. —¿Sería tan amable de
devolverme la carta? —pregunté.
Seipolt se encogió de hombros. Me
acerqué a su mesa, recogí la nota de
Nikki y la metí en mi bolsa.
—¿Importación-exportación? —
pregunté. Seipolt se sorprendió.
—Sí —dijo, bajando la vista hasta
un montón de tarjetas de embarque.
—¿Algo en particular, o los
excedentes acostumbrados?
—¿Qué demonios te importa lo que
yo...?
Esperé a que pronunciara la mitad
de su colérica respuesta para golpearle
rápidamente en el brazo derecho con mi
zurda, apartando el orificio del arma, y
en su rollizo y blanco rostro con mi
derecha. Le aferré su muñeca derecha
con fuerza. Luchamos en silencio
durante unos instantes. Estaba sentado y
yo sobre él, forcejeábamos, con el
ímpetu y la sorpresa de mi lado. Le
retorcí la muñeca, forzando los
pequeños huesos de su antebrazo. Lanzó
un gemido y soltó el arma sobre el
escritorio; con un movimiento de mi
derecha, hice que la pistola se deslizara
por toda la habitación. No intentó
recuperarla.
—Tengo otras armas —dijo con
serenidad—; y alarmas para avisar a
Reinhardt y a los demás.
—No lo dudo —repuse, pero no
relajé mi fuerza sobre su muñeca.
Noté que mi vena sádica empezaba a
disfrutar con todo aquello.
—Hábleme de Nikki.
—Nunca ha estado aquí, no sé una
maldita cosa de ella —insistió Seipolt.
Empezaba a sufrir—. Puedes apuntarme
con el arma, luchar y forcejear conmigo
por la habitación, pelear con mis
hombres, inspeccionar la casa.
¡Maldición, no sé quién es tu Nikki! Si
no me crees ahora, no hay una maldita
cosa en el mundo que pueda decir para
hacerte cambiar de opinión. Ahora,
déjame ver lo listo que eres.
—Al menos cuatro personas
recibieron la misma carta —dije,
pensando en voz alta—. Dos de ellas
han muerto. Quizá la policía pueda
hallar alguna pista aquí, aunque yo no
pueda.
—Suelta mi muñeca.
Su voz sonó glacial y autoritaria. Le
solté. No tenía mucho sentido continuar
sujetándosela.
—Ve y llama a la policía. Que
busquen. Que ellos te convenzan.
Cuando se vayan, haré que te arrepientas
de haber puesto los pies en mi
propiedad. Y si no sales de mi oficina
ahora mismo, idiota incivilizado, no
tendrás otra oportunidad. Versteh?
«Idiota incivilizado» era un insulto
popular en el Budayén que no es fácil de
traducir. Dudaba que el vocabulario del
daddy de Seipolt lo incluyese. Me
divertía que hubiera aprendido el
idioma en los años que había pasado
entre nosotros.
Eché un rápido vistazo a su
automática, que descansaba sobre la
alfombra a unos metros de mí. Me
hubiera gustado llevármela, pero
hubiera sido un acto de mala educación.
Aunque tampoco iba a dársela a Seipolt.
Que Reinhardt la recogiese.
—Gracias por todo —dije, con una
sonrisa amistosa. Después cambié mi
expresión por la del muy respetuoso y
necio árabe —. Estoy en deuda con
usted, excelencia. ¡Que pase un buen
día! ¡Que mañana se despierte con buena
salud!
Seipolt me lanzó una mirada de
odio. Me volví hacia él, no por
desconfianza, sino para exagerar la
cortesía árabe con la que me burlaba.
Atravesé la puerta del despacho y la
cerré con cuidado. Me di de bruces con
Reinhardt. Sonreí e hice una reverencia,
él me mostró la salida. Me detuve ante
la puerta principal para admirar unas
estanterías repletas de diversas y raras
obras de arte: piezas precolombinas,
cristal de Tiffany, cristal Lauque, iconos
religiosos rusos, fragmentos de
esculturas egipcias y griegas. Entre la
mezcolanza de períodos y estilos había
un anillo, oscuro y poco llamativo, un
simple aro de plata y lapislázuli. Había
visto ese anillo antes, en uno de los
dedos de Nikki, mientras ésta jugueteaba
sin cesar dando vueltas a los rizos de su
cabello. Reinhardt me vigilaba de cerca.
Yo hubiera querido coger el anillo, pero
no me fue posible.
En la puerta me volví para ofrecer
algunas muestras de gratitud árabe a
Reinhardt, pero no tuve oportunidad.
Esa vez, con gran placer por su parte, el
rubio bastardo ario cerró la puerta, casi
me rompe la nariz. Volví por el camino
de gravilla, perdido en mis
pensamientos. Me metí en el taxi de Bill.
—A casa —dije.
—Huh —gruñó Bill—. Juega duro,
haz daño. Decirlo es fácil para él,
maldito hijo de puta. Y he aquí la mejor
línea defensiva de la historia en espera
de que mueva mi rosado culo, en espera
de que me corten la cabeza y me la
entreguen. «Sacrificio. » Espero que
griten un lindo pase y me dejen
descansar, pero no, hoy no. El defensa
era un demonio, de ser humano tenía
sólo la apariencia. Le había calado.
Cuando la tocaba, la pelota estaba
siempre tan caliente como el carbón. Me
hubiera gustado que algo hubiese
sucedido, incluso al revés. Diablos de
fuego. Un poco de azufre ardiendo y
humo, y el árbitro no puede verles
cuando te agarran el protector facial.
Trucos de demonios. Los demonios
quieren que sepas cómo será cuando
estés muerto, cuando puedan hacerte
todo lo que deseen. Les gusta jugar así
con tu mente. Demonios. Siguieron
gritando jugadas del placador toda la
tarde. Caliente como el infierno.
—Vámonos a casa, Bill —dije con
un tono más fuerte.
Se volvió para mirarme.
—Para ti es fácil decirlo —
murmuró.
Puso su viejo taxi en marcha y lo
condujo de vuelta por el camino de
Seipolt.
Llamé al teniente Okking en el
trayecto de regreso al Budayén. Le hablé
sobre Seipolt y la nota de Nikki. No
pareció muy interesado.
—Seipolt es un cualquiera —dijo
Okking—. Sólo un rico don nadie de la
Nueva Alemania reunificada.
—Nikki estaba asustada, Okking.
—Es probable que os mintiera en
esas cartas. Por alguna razón, mintió
acerca de su lugar de destino. No le
salió como esperaba y trató de
comunicarse contigo. El que se fue con
ella no dejó que terminara.
Casi podía verle encogerse de
hombros.
—Ella no actuó con inteligencia,
Marîd. Tal vez ella resultase
perjudicada, pero Seipolt no fue.
—Seipolt puede ser un don nadie —
repuse con amargura—, pero miente muy
bien bajo presión. ¿Tienes algo sobre el
asesinato de Devi? ¿Está relacionado
con el de Tamiko?
—Es probable que no guarden
relación alguna, amigo, por mucho que
tú y tus criminales colegas os empeñéis.
Las «Viudas Negras» son el tipo de
personas que piden que las maten, así de
fácil. Lo buscan y lo consiguen. Es sólo
una coincidencia que a dos de ellas se
las pulieran en tan breve lapso de
tiempo.
—¿Qué pistas encontraste en el de
Devi? Hubo un breve silencio.
—Qué demonios, Audran, ¿de
repente tengo un nuevo compañero?
¿Quién cojones te crees que eres?
¿Quieres parar de interrogarme? Como
si no supieras que no puedo hablar de
asuntos de la policía contigo, aunque
quisiera, lo cual no es cierto ni por un
segundo. Déjame en paz, Marîd, me das
mala suerte.
Y cortó la comunicación.
Guardé el teléfono en mi bolsa y
cerré los ojos. Fue un largo, polvoriento
y caluroso viaje de regreso al Budayén.
Hubiera resultado tranquilo, de no ser
por el constante monólogo de Bill, y
cómodo, de no ser por el agonizante taxi
de Bill. Pensé en Seipolt y en Reinhardt.
en Nikki y en las «hermanas», en el
asesino de Devi, y en el demente
torturador de Tamiko, quienesquiera que
fuesen. Nada tenía sentido alguno para
mí.
Okking me había dicho esa verdad:
parecía no tener sentido porque no lo
tenía. No puedes encontrar un móvil en
un asesinato sin móviles. Me acababa de
dar cuenta de la violencia fortuita en la
que había vivido durante años, en la que
había participado e ignorado,
creyéndome inmune a ella. Mi mente
trataba de apresar los acontecimientos
inconexos de los últimos días e
integrarlos en un modelo, como se crean
guerreros y animales míticos a partir de
las estrellas dispersas en el cielo de la
noche. Sin sentido, sin móvil, pero la
mente humana busca explicaciones. Pide
orden y sólo algo como el RPM o la
soneína puede aplacar ese clamor o, al
menos, distraer la mente en otra cosa.
Me pareció una gran idea. Saqué mi
caja de píldoras y me tragué cuatro
soneínas. No me molesté en ofrecer
ninguna a Bill, él había pagado por
adelantado y, de cualquier modo, tenía
su propia proyección privada.
Hice que Bill me dejara en la puerta
Este del Budayén. La tarifa era treinta
kiam, le di cuarenta. Observó el dinero
durante un buen rato hasta que se lo
quité de las manos y se lo guardé en el
bolsillo de su camisa. Me miró como si
nunca me hubiera visto.
—Para ti es fácil decirlo —
murmuró.
Necesitaba saber unas cuantas cosas,
así que fui directamente a la tienda de
moddies de la calle Cuatro. Estaba
regentada por una nerviosa anciana que
había sido objeto de uno de los primeros
trabajos en el cerebro. Creo que los
cirujanos olvidaron parte de lo que
pretendían hacer, de otro modo Laila no
te provocaría el deseo de huir lo antes
posible cuando te hallabas en su
presencia. Laila no podía hablar sin
gimotear. Encorvaba la cabeza, y te
miraba como si fuera una especie de
molusco de jardín y estuvieras a punto
de pisarla. A veces te planteabas
hacerlo, pero era demasiado rápida.
Tenía un largo y despeinado cabello
gris, pobladas cejas grises, ojos
amarillos, labios caídos y mandíbulas
despobladas, piel negra, pelada y
escamosa, y los mismos dedos curvos y
engarfiados de una bruja. Siempre tenía
un moddy u otro conectado todo el día,
pero su propia personalidad —y no era
nada agradable— se traslucía a través
de él como si el moddy no excitase las
células adecuadas, o no las suficientes,
o lo hiciera con demasiada energía.
Laila tenía retazos de Janis Joplin, de la
marquesa Josephine Rose Kennedy con
el gimoteo nasal de Laila; pero se
trataba de su tienda y su mercancía y si
no querías soportarla, tenías que largarte
a otro sitio.
Me dirigí a Laila porque, aunque yo
no estaba preparado para conectarme
moddies, ella me «prestaría» cualquier
moddy o daddy que tuviera en surtido,
conectándoselo ella misma. Cuando
necesitaba realizar una pequeña
investigación, acudía a Laila y esperaba
que no distorsionase lo que yo había
aprendido de un modo letal.
Esa tarde era ella misma, sólo
llevaba conectados un potenciador de
librero y otro de manejo de inventarios.
Otra vez era esa época del año. Cómo
vuelan los meses cuando tomas muchas
drogas.
—Laila —dije.
Se parecía tanto a la vieja bruja de
Blancanieves que no podían menos que
decírselo. Laila era una persona con la
que resultaba imposible charlar poco, no
importaba lo que quisieras de ella.
Levantó la vista mientras sus labios
murmuraban números, cifras, rebajas y
ganancias. Asintió.
—¿Qué sabes de James Bond?
Apagó su micrograbadora y la
apartó. Me miró unos segundos,
abriendo mucho los ojos y luego
entornándolos.
—Marîd —dijo.
Se las arregló para pronunciar mi
nombre.
—¿Qué sabes de James Bond? —
Vídeos, libros, fantasías de poder del
siglo veinte. Espías, ese tipo de acción.
Resultaba irresistible para las mujeres.
¿Quieres ser irresistible? —me susurró
de modo sugestivo.
—Lo intento por mi cuenta, gracias.
Sólo quiero saber si alguien te ha
comprado un moddy de James Bond
últimamente.
—No, estoy segura. Hace tiempo
que no tengo ninguno en catálogo. James
Bond es. en cierto modo, una historia
antigua, Marîd. La gente busca rollos
nuevos. Los rollos de espías son
demasiado pintorescos, por decirlo de
alguna manera.
Cuando cesó de hablar, sus labios
formaban números, mientras sus daddies
continuaban hablando a su cerebro.
Conocía a James Bond porque había
leído libros... , reales, libros físicos
hechos de papel. Había leído algunos,
como mínimo cuatro o cinco. Bond era
un mito euroamericano como Jarían o
Johnny Carson. Habría querido que
Laila tuviera un moddy de James Bond.
Me habría ayudado a comprender lo que
el asesino de Devi pensaba. Sacudí la
cabeza, algo volvía a rondar por mi
mente...
Le di la espalda a Laila y salí de la
tienda. En la acera, miré el anuncio
holográfico del escaparate. Era Dulce
Pilar. Parecía medir dos metros y medio,
y estaba completamente desnuda.
Cuando se es Dulce Pilar, sólo se puede
ir desnuda. Recorrió su excitante cuerpo
con sus lascivas manos. Se sacudió el
cabello claro de los ojos y me observó.
Deslizó la rosada punta de su lengua por
sus labios artificialmente llenos y
brillantes. Me quedé de pie mirando el
holoporno, fascinado. Para eso era, y lo
hacía muy bien. En el límite de mi
consciencia me di cuenta de que varios
hombres y mujeres se habían detenido a
mirarla también. Entonces, Dulce habló.
Su voz, pensada electrónicamente para
producir escalofríos de deseo en mi
cuerpo devorado por la lujuria, me
recordaba deseos adolescentes en los
que hacía años que no pensaba. Tenía la
boca seca, mi corazón latía acelerado.
El holograma vendía el nuevo
moddy de Dulce, el que Chiri ya tenía. Y
si le comprase uno a Yasmin...
—Mi moddy descansa sobre el
océano —dijo Dulce en una voz suave y
susurrante, mientras sus manos se
deslizaban despacio por las copiosas
laderas de sus perfectos senos...
—Mi moddy descansa sobre el mar.
—Se retorcía los pezones con las
manos, que luego se abrieron paso por
la deliciosa parte inferior de esos senos
y continuaron hacia abajo... —. Ahora,
alguien está jodiendo con mi moddy —
confesó mientras tocaba ligeramente su
vientre liso con sus fogosas uñas,
todavía investigando, todavía
buscando...
—¡Ahora sabe lo que es joderme!
Entornó los ojos en éxtasis. Su voz
se convirtió en un prolongado gemido,
en una súplica de la continuación del
placer. Me suplicaba, mientras sus
manos se deslizaban por fin fuera de la
vista entre sus bronceados muslos.
Mientras el holograma se desvanecía
la voz de otra mujer explicaba los
detalles de fabricación y el precio.
—¿No ha probado usted ayudas
modulares matrimoniales? ¿Todavía
utiliza el holoporno? Mire, si usar un
preservativo es como besar a su
hermana, ¡el holoporno es como besar
una foto de su hermana! ¿Por qué mirar
un holoporno de Dulce Pilar si con su
nuevo moddy puede joderla
furiosamente una y otra vez, siempre que
quiera? ¡Vamos! ¡Regale a su amiga o
amigo el nuevo moddy de Dulce Pilar!
Las ayudas modulares matrimoniales se
venden sólo como artículos de novedad!
La voz se extinguió y me permitió
recuperar el control de mi mente. Los
otros espectadores, también liberados,
se dirigieron a sus asuntos con algo de
desasosiego. Me dirigí hacia la «Calle»,
pensando, primero, en Dulce Pilar;
después, en el moddy que le daría a
Yasmin como regalo de aniversario (lo
más pronto posible, como aniversario de
lo que fuera. ¡Demonios, no me
importaba!) y, por último, en la
exasperante idea que me molestaba. Me
había asaltado después de hablar con
Okking del disparo en el cabaret de
Chiriga, y otra vez en ese momento.
Alguien que sólo pretendiera
divertirse un poco asesinando no
emplearía un moddy de James Bond. No,
un moddy de James Bond es demasiado
particular y demasiado improductivo.
James Bond no obtenía placer matando a
la gente. Si algún psicótico quería
utilizar un módulo de personalidad para
matar con más satisfacción, hubiera
elegido entre el de una docena de
malhechores. También había moddies
clandestinos. que no estaban a la venta
en las tiendas de moddies respetables.
Por un buen puñado de kiam podías
conseguir el moddy de Jack «el
Destripador». Existían moddies de
personajes de ficción y de personajes
reales, grabados directamente de sus
cerebros o reconstruidos por inteligentes
programadores. Me ponía enfermo
pensar en los perversos que querían
moddies ilegales y la industria del
mercado negro que les surtían de
módulos de Charles Manson, Nosferatu
o Heinrich Himmler.
Estaba seguro de que quien empleó
el módulo de James Bond lo había hecho
por un motivo diferente, con la
seguridad de que no le proporcionaría
mucho placer. Porque el falso James
Bond no buscaba eso. No tenía la
excitación como meta, sino la ejecución.
La muerte de Devi —y, por
supuesto, la del ruso— no era obra de
un loco navajero de las heces de la
sociedad. Los dos crímenes habían sido
asesinatos. Asesinatos políticos.
Okking no escucharía nada de eso
sin una prueba. Yo no tenía ninguna. Ni
siquiera estaba seguro de lo que
significaba. ¿Qué conexión había entre
Bogatyrev. un pequeño funcionario de
una delegación de un reino débil e
indigente de Europa del Este, y Devi,
una de las «Viudas Negras»? Sus
mundos no tenían en común nada en
absoluto.
Necesitaba más información; pero
no sabía de dónde obtenerla. Me
encontré andando con resolución hacia
ninguna parte. Me preguntaba adonde ir.
Al apartamento de Devi, por supuesto.
Los hombres de Okking estarían
peinándolo todavía en busca de pistas.
Habría barreras y un cordón que
advertiría ESCENA DEL CRIMEN.
Habría...
Nada. Ni barreras, ni cordón, ni
policía. Una luz en la ventana. Me dirigí
hacia las persianas verdes que se
empleaban para cubrir la puerta.
Estaban abiertas de modo que la
habitación principal de Devi era
claramente visible desde la acera. Un
árabe de mediana edad estaba
arrodillado, pintando una pared. Nos
saludamos, me preguntó si deseaba
alquilarlo. Estaría arreglado en dos
días. Eso fue todo lo que se conmemoró
a Devi. Ése fue todo el esfuerzo que
Okking había hecho para encontrar a su
asesino. Devi, igual que Tami, no
mereció mucho tiempo de las
autoridades. No habían sido buenas
ciudadanas; no se habían ganado el
derecho a la justicia.
Paseé la mirada de un lado a otro de
la manzana. Todos los edificios de la
acera de Devi eran iguales: casas bajas,
encaladas, de tejado plano, con
persianas verdes que cubrían puertas y
ventanas. No vi sitio alguno donde
James Bond hubiera podido esconderse
para abordar a Devi. Sólo pudo hacerlo
dentro del mismo apartamento y esperar
a que ella regresara de trabajar, o
aguardar en algún lugar cercano. Crucé
la vieja calle empedrada. En la acera de
enfrente algunas casas tenían porches
bajos con barandillas de hierro. Me
senté justo enfrente de la casa de Devi,
en el peldaño más alto, y miré a mi
alrededor. En el suelo, junto a mí, a la
derecha de la escalera, vi unas cuantas
colillas de cigarrillos. Alguien se había
sentado en ese porche, fumando. Quizá
la persona que vivía en esa casa, o quizá
no. Me agaché y observé las colillas. En
el filtro tenían tres bandas doradas.
En las novelas, James Bond fumaba
cigarrillos hechos especialmente para
él, de una mezcla de tabacos que se
diferenciaba de las demás por las tres
bandas doradas. El asesino se tomó el
trabajo en serio. Empleó una pistola de
pequeño calibre, tal vez una Walter
PPK, igual que James Bond. Éste
guardaba sus cigarrillos en una pitillera
de acero con capacidad para cincuenta.
Me preguntaba si también el asesino
tendría una.
Guardé las colillas en mi bolsa.
Okking quería una prueba, ya la tenía.
Eso no significaba que él estuviera de
acuerdo. Levanté la vista al cielo. Se
hacía tarde, y esta noche no habría luna.
El fino gajo de la luna nueva aparecería
al día siguiente por la noche, portando
consigo el inicio del mes santo del
Ramadán.
El frenético Budayén se volvería
más histérico aun cuando la noche
siguiente cayera. Todo estaría
mortalmente tranquilo durante el día.
Mortalmente tranquilo. Esbocé una
tímida sonrisa mientras me encaminaba
hacia el bar de Frenchy Benoit. Ya había
visto bastante muerte, la idea de paz y
tranquilidad me pareció muy tentadora.
¡Qué loco estaba!
7
En el mes del Ramadán, en el que
fue revelado el Corán, una guía para la
humanidad, pruebas claras de
orientación y el criterio sobre el bien y
el mal. Que quien esté presente ayune
este mes, y que quien esté enfermo, o de
viaje, ayune el mismo número de días.
Alá deseó el reposo para vosotros. No
deseó ninguna severidad y deseó que
completaseis el período y que
venerarais a Alá por haberos guiado y,
si pudiera ser, que fueseis agradecidos.
Éste es el versículo ciento ochenta y
uno de la azora Al-Baqarah, la Vaca, la
segunda azora del noble Corán. El
mensajero de Dios, que la bendición de
Alá y la paz esté con él, dio las
directrices para la observancia del mes
santo del Ramadán, el noveno mes lunar
del calendario musulmán. Esta
observancia es considerada como uno
de los cinco pilares del Islam. Durante
este mes, los musulmanes tienen
prohibido comer, beber y fumar desde
que el sol sale hasta que se pone. La
policía y los líderes religiosos velan
para que quienes, como yo, son
negligentes, en el mejor de los casos,
con sus deberes espirituales, los
cumplan. Los cabarets y los bares
permanecen cerrados durante el día, y
también los cafés y los restaurantes. Está
prohibido tomar más de un vaso de agua,
incluso después de una polvareda.
Cuando la noche cae y es propicio
servir la comida, los musulmanes de la
ciudad se divierten. Incluso los que
evitan el Budayén el resto del año,
vienen y se relajan en un café.
En el mundo musulmán, durante este
mes, la noche reemplaza al día por
completo, de no ser por las cinco
llamadas diarias a la oración. Éstas
deben ser atendidas como es habitual, de
modo que los musulmanes respetuosos
se levantan al alba y rezan, pero no
quebrantan su ayuno. Por la tarde, el
patrón les permite irse a casa unas horas
para dormir, para recuperar el sueño que
pierden al levantarse a horas tan
tempranas de la mañana, para
alimentarse y disfrutar de lo que no
pueden durante el día.
En muchos aspectos, el Islam es una
fe hermosa y elegante, pero es propio de
las religiones premiar la adecuada
atención al rito en lugar de la propia
conveniencia. El Ramadán puede
presentar muchos inconvenientes a los
pecadores y granujas del Budayén.
No obstante, al mismo tiempo, hace
que las cosas sean más sencillas.
Simplemente, retraso mis planes algunas
horas, y no me molesto en absoluto. Los
cabarets alteran su horario del mismo
modo. Podría ser peor si yo tuviera
otros asuntos que atender durante el día,
por ejemplo, encararme a La Meca y
rezar cada poco rato.
El primer miércoles del Ramadán,
después de acostumbrarme al cambio de
horario, me senté en un pequeño café
llamado Café Solace, en la calle Doce.
Era casi medianoche, y jugaba a las
cartas con otros tres jóvenes, bebía café
fuerte sin azúcar y comía pedacitos de
baqlawah. Eso era precisamente lo que
Yasmin envidiaba. Ella estaba en el club
de Frenchy, meneando su lindo trasero y
encandilando a los extranjeros para que
la invitaran a cócteles de champán. Yo
comía pastas dulces y jugaba. No veía
nada malo en relajarme cuando podía,
aun cuando a Yasmin todavía le
quedasen diez largas y agotadoras horas.
Parecía ser el orden natural de las
cosas.
Los otros tres de mi mesa formaban
una fauna variada. Mahmud era un
transexual, más bajo que yo, pero más
ancho desde los hombros hasta las
caderas. Fue mujer hasta cinco o seis
años antes, incluso trabajó un tiempo
para Jo-Mama, y ahora vivía con una
mujer de verdad que trajinaba en el
mismo bar. Fue una coincidencia
interesante.
Jacques era un marroquí cristiano,
heterosexual, que se sentía y actuaba
como si tuviera privilegios especiales
porque era tres cuartos europeo, con lo
que me llevaba todo un abuelo de
ventaja. Nadie hacía mucho caso a
Jacques y, cuando se planeaban
celebraciones y fiestas, se enteraba
demasiado tarde. Sin embargo, se le
admitía en los juegos de cartas porque
alguien tenía que perder, y bien podía
ser un quisquilloso cristiano.
Saied, el «Medio-Hajj», era alto,
bien formado, rico y homosexual. Jamás
se le veía en compañía de una mujer, ya
fuese auténtica, renovada o
reconvertida. Le llamaban «Medio-
Hajj» porque era tan cabeza de chorlito
que no podía acabar un proyecto sin que,
a medias de él, se distrajese con otros
dos o tres. Hajj es el título que uno
recibe cuando realiza el santo
peregrinaje a La Meca, que es uno de
los otros pilares del Islam. Saied había
emprendido el viaje varios años atrás,
recorrió ochocientos kilómetros y se
volvió porque tenía una idea magnífica
para hacer dinero, idea que había
olvidado cuando llegó a casa. Saied era
algo mayor que yo, con su bigote
cuidadosamente recortado, del que se
sentía muy orgulloso. No sé por qué. Yo
nunca había pensado en un bigote como
algo meritorio, a no ser que la vida te lo
hubiera concedido, como a Mahmud. Es
decir, como a las mujeres. Todos mis
compañeros tenían el cerebro lleno de
alambres. Saied llevaba un moddy y dos
daddies. El moddy era un módulo
general de personalidad, no de una
persona en particular, sino de una clase
particular. Ese día actuaba con firmeza,
en silencio y tenía mala suerte, ni
siquiera los potenciadores podían
echarle una mano jugando a cartas. Él y
Jacques nos estaban haciendo más ricos
aún a mí y a Mahmud.
Esos tres patanes eran mis mejores
amigos. Pasábamos muchas tardes juntos
(o anocheceres, durante el Ramadán).
Yo contaba con dos fuentes principales
de información en el Budayén: ellos tres
y las chicas de los clubs. La información
que obtenía de una persona, a menudo,
contradecía la versión que otra me
ofrecía, así que hacía tiempo que me
había acostumbrado a oír tantas historias
como pudiese para luego cotejarlas
todas. En alguna de ellas estaba la
verdad, el problema era encontrarla.
Yo había ganado la mayor parte del
dinero de la mesa, y Mahmud el resto.
Jacques estaba a punto de arrojar sus
cartas y abandonar el juego. Yo quería
comer algo más y «Medio-Hajj»,
también. Los cuatro nos hallábamos a
punto de salir del Solace y buscar un
sitio para comer, cuando Fuad llegó
corriendo. Era el flacucho y patilargo
hijo de camello llamado (entre otras
cosas) Fuad al-Manhus, o Fuad, el
desafortunado crónico. Supe que no
comería nada durante un buen rato. La
mirada de al-Manhus me decía que
estaba a punto de comenzar una pequeña
aventura.
—Alabado sea Alá por haberos
encontrado aquí —dijo, lanzándonos
rápidas miradas.
—Que Alá te acompañe, hermano —
repuso Jacques con acritud—. Creo
haberle visto siguiendo ese camino,
hacia la puerta Norte.
Fuad le ignoró.
—Necesito ayuda —dijo.
Parecía más desesperado de lo
normal. De vez en cuando tenía
pequeñas aventuras, pero esa vez
parecía preocupado de verdad.
—¿Qué pasa, Fuad? —pregunté. Me
miró agradecido, como un niño.
—Una negra puta me ha birlado
treinta kiam —dijo, escupiendo en el
suelo.
Miré a «Medio-Hajj», que pedía
fuerzas al cielo. Observé a Mahmud. que
se reía. Jacques parecía exasperado.
—Las putas te la juegan con bastante
regularidad, ¿no, Fuad? —preguntó
Mahmud.
—Eso es lo que tú crees —
respondió aquél en su defensa. —¿Qué
ha sucedido esta vez? —preguntó
Jacques—. ¿Dónde? ¿Alguien que
conozcamos? —Una nueva.
Siempre es una nueva —murmuré.
—Trabaja en el Red Light.
Pensé que tenías prohibido entrar
allí —dijo Mahmud.
—Lo tenía —trataba de explicar
Fuad —, todavía no puedo gastar mi
dinero allí. Fátima no me deja, pero
trabajo para ella como portero, por eso
estoy todo el rato allí. Ya no vivo en la
tienda de Hassan; me dejaba dormir en
su almacén, pero Fátima me deja dormir
debajo de la barra.
—No te da una copa en su
establecimiento —dijo Jacques—, pero
te deja sacar la basura.
—Y barrer y limpiar los espejos.
Mahmud asintió convencido.
—Siempre he dicho que Fátima tiene
un gran corazón —dijo—. Todos lo
habéis oído.
—Y ¿qué pasó? —pregunté.
Odio escuchar a Fuad darle vueltas y
vueltas al mismo tema durante media
hora.
—Fue en el Red Light —dijo—.
Fátima me había dicho que entrase otro
par de botellas de Johnny Walker y
había ido a decirle a Nassir que me
diera las botellas para llevárselas a
Fátima y que las pusiera debajo de la
barra. Luego le pregunté: «¿Qué quieres
que haga ahora?», y ella me dijo: «¿Por
qué no te vas a beber lejía?», y yo le
dije: «Me voy a sentar un rato», y ella
me dijo: «Muy bien, siéntate en la barra
y mira un rato», y la chica vino y se
sentó junto a mí...
—Una negra —dijo Saied «Medio
Hajj».
—¡Aja!
«Medio Hajj» me miró.
—Tengo una sensibilidad especial
para estos casos —comentó entonces.
Yo me reí.
Fuad continuó:
—¡Aja! Esa negra era bonita de
verdad. Nunca la había visto; me contó
que había empezado a trabajar para
Fátima esa noche; yo le dije que era un
bar un poco bullicioso y que, a veces,
hay que vigilar por la gente que va, y me
contestó que me estaba muy agradecida
por el consejo, y que la gente de la
ciudad es muy fría y no se preocupa por
nadie más que por ellos mismos, y que
estaba bien encontrarse un tipo tan
agradable como yo. Me dio un beso en
la mejilla y me dejó que le pasara el
brazo a su alrededor, y entonces
empezó...
—A meterte mano —le interrumpió
Jacques.
Fuad se ruborizó, furioso.
—Quería saber si le invitaba a una
copa pero le dije que sólo tenía dinero
para mi manutención de las dos semanas
próximas. Me preguntó cuánto tenía,
pero yo no estaba seguro. Dijo que
apostaba a que tenía bastante dinero
para invitarla a una copa. «Mira —
contesté—, si tengo más de treinta, te
invito; si tengo menos, no puedo. » Ella
respondió que le parecía bien. Saqué mi
dinero y ¿sabéis qué? Tenía treinta
exactos, y no habíamos comentado nada
de si tenía exactamente treinta. Ella me
dijo que estaba bien, que no la invitase.
Pensé que era muy gentil por su parte. Y
siguió besándome y abrazándome y
tocándome, y pensé que en verdad yo le
gustaba mucho. Y ¿sabéis qué?
—Te sacó el dinero —exclamó
Mahmud—. Quería que lo contases sólo
para ver dónde lo guardabas.
—No me di cuenta hasta más tarde,
cuando quise comer algo. Se lo había
quedado todo, como si lo hubiera cogido
de mi bolsillo.
—Ya te la han jugado antes —dije
—. Sabías lo que iba a hacer. Creo que
eso te gusta, que lo buscas.
—Eso no es cierto —replicó Fuad,
obstinado—. De verdad, pensé que yo le
gustaba mucho y a mí ella, y pensé que
podría pedirle que saliéramos cuando
acabase de trabajar. Entonces me di
cuenta de que mi dinero había volado y
supe que había sido ella. Sé cuánto
suman dos y dos, no soy tan estúpido.
Todos asentimos sin pronunciar
palabra.
—Se lo dije a Fátima pero ella no
hizo nada, de modo que fui a Joie (así es
como se hace llamar, aunque ella me
dijo que ése no era su verdadero
nombre), y se puso como una loca,
diciendo que no había robado nada en su
vida. Yo sabía que lo había hecho, y ella
se enfureció más y más. Entonces sacó
una navaja de su bolso, y Fátima le
ordenó que la guardase, que yo no
merecía la pena; pero Joie estaba como
loca y se me acercó con la navaja; en
ese momento salí de allí y os busqué por
todas partes.
Jacques cerró los ojos, fatigado, y se
los frotó.
—¿Quieres que recuperemos tus
treinta kiam? ¿Por qué demonios íbamos
a hacerlo? Eres un imbécil. ¿Nos pides
que busquemos a una furcia loca, que
esgrime una navaja, sólo porque tú no
puedes atender tus propios asuntos?
—No trates de razonar con él,
Jacques, es como hablarle a una pared
—comentó Mahmud.
La frase original en árabe dice: «Tú
hablas hacia el este, él responde hacia el
oeste», lo cual es una descripción muy
adecuada de lo que sucedía con Fuad al-
Manhus.
«Medio-Hajj» llevaba el moddy que
le convertía en un hombre de acción, así
que se retorció el bigote y ofreció una
ruda sonrisa a Fuad.
—Vamos — dijo —, enséñame a esa
Joie.
—Gracias —exclamó el flaco Fuad,
mientras hacía reverencias alrededor de
Saied—, muchas gracias. No tengo ni un
maldito fíq, se ha quedado con todo el
dinero que había ahorrado para las
próximas...
—Ahórrate las palabras —dijo
Jacques.
Nos levantamos y seguimos a Saied
y Fuad hasta el Red Light. Sacudí la
cabeza. No quería verme mezclado en
eso, pero debía seguir. Odio comer solo,
así que me dije: «Ten paciencia;
después, todos iremos al Café de la Feé
Blanche a comer. Todos menos este
maldito». Mientras tanto, tragué dos
trifets, sólo para que me dieran suerte.
El Red Light era un tugurio
peligroso; cuando entrabas allí, ya
sabías a lo que te exponías, de modo que
o te enrollabas o te la jugaban; era
difícil hallar a alguien que te brindase
un poco de simpatía. En primer lugar, la
policía pensaba que eras un loco por
entrar y se reían en tus narices si les
ibas con alguna queja. A Fátima y a
Nassir sólo les importaba lo que podían
obtener de cada botella de licor que
vendían y cuántos cócteles de champán
se sacaban sus chicas, y no se
molestaban en seguir la pista a lo que
ellas hacían por su cuenta. Practicaban
la libre empresa, en su forma más pura y
manifiesta.
Yo me mostraba reacio a poner el
pie en el Red Light debido a que no
quería encontrarme ni con Fátima ni con
Nassir, por eso fui el último de nuestro
pequeño grupo en sentarme. Lo hicimos
en una mesa, lejos de la barra. Estaba
tan oscuro como el local de Chiri. Había
un olor fuerte y agrio a cerveza
derramada. Una chica de rostro enjuto
bailaba en el escenario. Tenía un cuerpo
pequeño y hermoso, hasta que te fijabas
en lo que había sobre su cuello. Lo que
hacía en escena estaba pensado para que
apartases la atención de sus defectos y
la dirigieras hacia lo que ella vendía.
Recordé su nombre, Fanya. La llamaban
Fanya «espectáculo de suelo», porque su
idea del baile era más horizontal que
vertical, como era lo normal.
La noche era todavía joven, así que
pedimos cervezas, pero el viril Saied
«Medio-Hajj», haciendo caso de su
moddy de macho, pidió un Wild Turkey
para acompañar su cerveza. Nadie le
preguntó al desnutrido Fuad si quería
tomar algo.
—Es aquella de allí —dijo en un
susurro, y nos señaló a una chica bajita y
fea que trabajaba vestida con un traje de
negocios a la europea.
—No es una chica, Fuad, es un
travesti —le informó Mahmud.
—¿Crees que no sé diferenciar entre
un hombre y una mujer? —respondió
Fuad acalorado.
Nadie quiso emitir su opinión. Por
lo que a mí respecta, estaba demasiado
oscuro para asegurar nada. Lo sabría
más tarde, cuando la viera mejor.
Saied ni siquiera esperó su bebida.
Se levantó y trató de acercarse a Joie.
Ya sabéis: «Nada puede alterarme
porque, en lo más hondo, soy Atila el
Huno y vosotros, maricas, es mejor que
vigiléis vuestro culo». Entabló
conversación con Joie. Yo no oía ni una
palabra, y tampoco me interesaba. Fuad
siguió a «Medio-Hajj» como una
ovejita, cacareaba con su voz chillona,
con enérgicos gestos de asentimiento a
Saied y furiosas negativas a la nueva
puta.
—No sé nada de los treinta kiam de
éste, tronco —dijo ella.
—Ella los cogió, mira su bolso —
chilló el desafortunado.
—Tengo más que eso, hijo de puta
—gritó Joie —. ¿Cómo vas a probar que
son tuyos?
Los ánimos se caldeaban. «Medio-
Hajj» tuvo el buen sentido de enviar a
Fuad a nuestra mesa, pero Joie siguió al
larguirucho fellah. entre empujones e
insultos. Fuad se hallaba al borde de las
lágrimas. Saied intentó separar a Joie y
ella se volvió hacia él.
—Cuando llegue mi gente, te van a
dar por el culo —gritó ella.
«Medio-Hajj» le ofreció una de sus
despreciativas y heroicas sonrisas.
—Lo veremos cuando lleguen —dijo
con calma—. Mientras tanto, le
devolveremos su dinero a mi amigo, y
no quiero oír que vuelves a desplumarle,
ni a él ni a ninguno de mis amigos, o
recibirás tantos cortes en el rostro que
tendrás que ligarte a los tíos con una
bolsa en la cabeza.
En ese momento, mientras Saied
sostenía a Joie por las muñecas y Fuad,
de pie en e! otro lado, gritaba al oído,
entró el macarra de Joie.
—Ya está armada —murmuré.
Joie le llamó y le contó lo que
sucedía.
—¡Estos soplapollas intentan
quedarse mi dinero! —gritó.
El macarra, un árabe tuerto llamado
Tewfik, a quien todos llamaban
Courvoisier Sonny, no necesitó oír ni
una palabra de nadie. Abofeteó a Fuad
casi sin mirarle. Agarró la muñeca
derecha de Saied y le obligó a soltar a
Joie. Luego golpeó en el hombro a
«Medio-Hajj», que cayó hacia atrás,
tambaleándose.
—Si molestas a mi chica puedes
salir malparado, hermano —dijo con
una voz falsamente suave.
Saied regresó a nuestra mesa.
—Es un travesti —dijo—. Un
hombre con un vestido.
Él y Sonny estaban de pie un poco
más arriba de donde me encontraba, y
deseé que siguiesen sus negociaciones
fuera. El altercado pareció no atraer la
atención de Fátima ni de Nassir.
Mientras tanto, Fanya había terminado
su turno en escena y una transexual
americana negra, alta y larguirucha,
empezó a bailar.
—Tu horrible y ladrona puta
sifilítica le ha quitado treinta kiam a mi
amigo —dijo Saied con la misma voz
fina que Sonny.
—¿Vas a dejar que me insulte,
Sonny? —preguntó Joie—, ¿delante de
todas estas putas?
—Alabado sea Alá —dijo Mahmud
con tristeza—, se ha convertido en un
asunto de honor. Era mucho más sencillo
cuando se trataba de un simple
latrocinio.
—No permito que nadie te insulte,
nena —repuso Sonny, ahuecando un
poco su fina voz, y dirigiéndose a Saied
—: Cierra tu jodida boca.
—Oblígame —dijo Saied,
sonriendo.
Mahmud, Jacques y yo cogimos
nuestras cervezas y nos levantamos un
poco de nuestros asientos. Demasiado
tarde. Sonny tenía un cuchillo en el cinto
de su galabiyya y lo buscó. Saied fue
más rápido en sacar el suyo. Oí el grito
de Joie para avisar a Sonny. Vi los ojos
de éste cerrarse mientras caía de
espaldas. Saied golpeó la mandíbula de
Sonny con el puño izquierdo, pero éste
se amagó. Saied avanzó un paso,
bloqueó el brazo derecho de Sonny, se
inclinó un poco y le clavó el cuchillo en
el costado.
Oí a Sonny emitir un débil sonido,
un tranquilo, gorjeante, gemido de
sorpresa. La sangre brotó en todas
direcciones, más sangre de la que
parece posible que tenga una persona.
Sonny se tambaleó, dio un paso a su
izquierda; luego, dos hacia adelante y
acabó por desplomarse sobre la mesa.
Gruñó, se convulsionó, se revolvió unas
cuantas veces y resbalo de la mesa al
suelo. Todos le mirábamos. Joie no hizo
ningún otro ruido. Saied no se había
movido, todavía seguía en la misma
postura que cuando su cuchillo había
atravesado el corazón de Sonny. Se
irguió despacio, dejó caer la mano que
sostenía el cuchillo a lo largo del
cuerpo. Respiraba pesada y
sonoramente. Se dio la vuelta y cogió su
cerveza, los ojos vidriosos y sin
expresión. Estaba empapado en sangre.
Tenía el cabello, el rostro, la ropa, las
manos y los brazos cubiertos de la
sangre de Sonny. Había sangre sobre la
mesa; sobre nosotros. Yo estaba casi
bañado en ella. Me costó un rato, pero
entonces me di cuenta de toda la sangre
que me manchaba y me horroricé. Me
levanté e intenté quitarme del cuerpo la
empapada camisa. Joie empezó a gritar
sin parar, hasta que la abofeteé unas
cuantas veces y se calló. Por último,
Fátima hizo salir a Nassir de la
trastienda y él llamó a la policía. El
resto nos sentamos en otra mesa. La
música cesó, las chicas se fueron a los
vestuarios, los clientes se escabulleron
del bar antes de que la policía llegase.
Mahmud pidió a Fátima una jarra de
cerveza para nosotros.
El sargento Hajjar se tomó su
tiempo. Cuando por fin llegó, me
sorprendió comprobar que había
acudido solo.
—¿Qué es esto? —preguntó,
señalando el cadáver de Sonny con la
punta de su bota.
—Un tío muerto —respondió
Jacques.
—Muertos, todos son iguales —fue
el comentario de Hajjar. Se dio cuenta
de que todo estaba salpicado de sangre
—. Un tipo grande, ¿eh?
—Sonny —le informó Mahmud.
—Ah, ese cabrón.
—Murió por treinta asquerosos kiam
—dijo Saied, moviendo su cabeza sin
acabar de creerlo.
Hajjar paseó su mirada por el bar,
pensativo, luego me miró directamente.
—Audran —dijo, ahogando un
bostezo—, ven conmigo.
Se dio la vuelta para salir del bar.
—¿Yo? —grité—. ¡No tengo nada
que ver con esto!
— ¿Con qué? —preguntó Hajjar,
sorprendido.
—Con el navajazo.
—Al infierno el navajazo. Vas a
venir conmigo.
Me metió en el coche patrulla. No le
importaba nada ese asesinato. Si hubiese
sido alguna puta de turista rica, la
policía se hubiera roto los cuernos en
busca de huellas dactilares, midiendo
ángulos e interrogando veinte o treinta
veces a todos. Pero si alguien rajaba a
ese gorila tuerto o a Tami o a Devi, los
policías se aburrían tanto como un buey
en una colina. Hajjar no iba a interrogar
a nadie ni a sacar fotos de nada. Esa vez
no merecía la pena. Para los oficiales,
Sonny había recibido su merecido.
Según la filosofía de Chiriga: «Las
resacas son unas cabronas». A la policía
no le importaba si todo el Budayén se
diezmaba, un degenerado sin
importancia menos cada vez.
Hajjar me encerró en el asiento
posterior, y se colocó al volante.
—¿Esto es un arresto? —pregunté.
—Cállate, Audran.
—¿Me estás arrestando, hijo de
puta?
—No.
Eso me contuvo un poco.
—Entonces, ¿por qué me has sacado
del bar? Ya te he dicho que no tengo
nada que ver con el asesinato.
Hajjar me miró por encima del
hombro.
— ¿Quieres olvidar a ese tipo de
una vez? Esto no tiene nada que ver.
—¿Adonde me llevas?
Hajjar se volvió para mirarme, y me
sonrió con sadismo.
—«Papa» quiere hablar contigo.
Sentí frío.
—¿«Papa»?
Había visto a Friedlander Bey
alguna vez. Lo sabía todo de él; pero
nunca había sido conducido a su
presencia.
—Y por lo que he oído, Audran, está
que echa chispas. Te iría mejor si yo te
detuviera por asesinato.
—¿Chispas? ¿A mí? ¿Por qué?
Hajjar se limitó a encogerse de
hombros.
—No lo sé. Sólo me han dicho que
vaya a buscarte. Que te lo explique el
propio «Papa».
En ese preciso instante de creciente
temor y peligro, los trifets decidieron
actuar y aceleraron los latidos de mi
corazón todavía más. Había empezado
siendo una bonita noche: con algún
dinero, la idea de una buena cena y con
Yasmin, que iba a pasar otra noche
conmigo. Sin embargo, estaba en el
asiento posterior de un patrullero de la
policía, con la camisa y los téjanos
empapados de la sangre de Sonny,
mientras el rostro y los brazos
empezaban a picarme por la sangre que
se coagulaba en ellos, y me dirigía a una
cita con Friedlander Bey, el dueño de
todo y de todos. Yo estaba seguro de que
había algún tipo de razón, pero no podía
imaginarme cuál. Siempre he tenido
mucho cuidado con no herir los
sentimientos de «Papa». Hajjar no me
diría más. Se limitaba a sonreír como un
lobo y a decir que no le gustaría estar en
mi pellejo. Tampoco a mí, pero allí era
donde había estado últimamente.
—Es la voluntad de Alá —murmuré,
nervioso.
«Señor, me acerco a Ti. »
8
Friedlander Bey vivía en una casa
grande, blanca, guarnecida de torres, a
la que casi podría dársele el nombre de
palacio. Era una gran finca en medio de
la ciudad, a sólo dos manzanas del
barrio cristiano. No creo que intramuros
nadie tuviera una propiedad tan extensa.
La casa de «Papa» hacía que la de
Seipolt pareciera una tienda badawi.
Pero el sargento no me llevaba a casa de
«Papa», íbamos en dirección contraria.
Se lo dije al bastardo de Hajjar.
—Déjame conducir —repuso con
voz hosca.
Me llamó «el-Magreb». Magreb
puede significar puesta de sol. pero
también hace referencia a la vasta y
vaga franja que se extiende desde el
norte de África hacia el oeste, lugar de
origen de los idiotas incivilizados,
argelinos, marroquíes y otras criaturas
semihumanas. Muchos de mis amigos me
llaman «el-Magreb» o «magrebí» como
apodo o como epíteto. Hajjar lo
empleaba como un claro insulto.
—La casa está a tres kilómetros en
dirección contraria —dije.
—¿Crees que no lo sé? Jesús, cómo
me gustaría tenerte esposado a un poste
durante quince minutos.
—Por la bondad de Alá, ¿a qué
verdes tierras me llevas?
Hajjar no iba a responder a más
preguntas, así que me rendí y vi pasar la
ciudad ante mí. Viajar con Hajjar era
muy parecido a hacerlo con Bill, no te
enteras de mucho y no estás seguro de
adonde vas o cómo llegarás.
El policía se metió en un camino
particular asfaltado, por detrás de un
motel de ladrillo, en los suburbios
orientales de la ciudad. El edificio
estaba pintado de verde claro y tenía un
letrero escrito a mano que decía:
MOTEL. NO HAY HABITACIONES.
Pensé que un motel con un letrero
permanente de NO HAY
HABITACIONES era algo poco
frecuente. Hajjar salió del coche y abrió
la portezuela trasera. Salí y me
desperecé, los trifets me habían
acelerado. La combinación de drogas y
mi nerviosismo, unidos al dolor de
cabeza, al estómago revuelto y a la
inquietud, estaban a punto de
provocarme un colapso nervioso.
Seguí a Hajjar a la habitación
diecinueve del motel. Golpeó una
especie de contraseña en la puerta. Un
corpulento árabe, parecido a un gran
bloque de granito, abrió. No esperaba
que fuese capaz de pensar ni de hablar y
cuando lo hizo, me dejó atónito. Saludó
con la cabeza a Hajjar, que no se dio
cuenta. El sargento volvió a su coche. La
«roca» me miró un momento,
preguntándose, quizá, de dónde había
salido. Entonces cayó en la cuenta de
que debía haber llegado con Hajjar y
que me esperaban en la maldita
habitación del motel.
—Entra —dijo.
Su voz pareció la de un bloque de
granito parlante.
Me encogí de hombros y fui tras él.
Otros dos hombres se encontraban en la
habitación, había otra «roca» en el
rincón más alejado y Friedlander Bey,
sentado a una mesa plegable, dispuesta
entre la gran cama y el escritorio. Todos
los muebles eran europeos.
«Papa» se levantó al verme llegar.
Medía metro cincuenta y pico, pero
pesaba casi doscientos kilos. Llevaba
una sencilla camisa blanca de algodón,
pantalones grises, tirantes y ninguna
joya. Tenía algunos mechones de cabello
gris justo detrás de su cabeza, y
apacibles ojos pardos. Friedlander Bey
no parecía el hombre más poderoso de
la ciudad. Levantó la mano derecha
hasta su rostro, apenas rozando su frente.
—Paz —dijo.
Toqué mi corazón y mis labios.
—La paz sea contigo.
No parecía muy contento de verme.
Las formalidades me protegerían unos
instantes y me darían tiempo para
pensar. Necesitaba ingeniar un plan para
sorprender a los dos «rocas» y escapar
de esa habitación de motel. Me iba a
resultar difícil.
«Papa» volvió a sentarse a la mesa.
—Que tus días sean prósperos —
dijo, al tiempo que me indicaba una silla
frente a él.
—Que tus días sean prósperos y
dichosos —repliqué.
Tan pronto como tuviera ocasión,
pediría un vaso de agua y me tomaría
todos los paxium que llevaba encima.
Me senté.
La mirada de sus ojos marrones
buscó la mía y se quedó clavada en ella.
—¿Cómo estás de salud? —preguntó
con voz de pocos amigos. —Alabado
sea Alá —repuse, sintiendo crecer mi
temor.
—Hacía mucho tiempo que no te
veía —dijo Friedlander Bey —. Nos has
dejado solos.
—Que Alá nunca permita que te
sientas solo.
La segunda «roca» sirvió café.
«Papa» cogió una taza y bebió de ella
para demostrarme que no estaba
envenenado. Luego me la ofreció.
—Que sea de tu agrado —dijo, entre
un atisbo de hospitalidad en su voz.
Cogí la taza.
—Que siempre haya café en tu casa.
Tomamos café juntos. Se sentó y me
miró un momento.
—Ha sido un honor —dijo por fin.
—Que Alá te guarde.
Habíamos acabado la breve
ceremonia de los buenos modales.
Ahora empezarían a suceder cosas. Lo
primero que ocurrió fue que saqué mi
caja de píldoras, cogí todos los
tranquilizantes que pude encontrar y los
ingerí con un poco de café. Me tomé
catorce paxium, cantidad que algunas
personas consideran excesiva. Para mí
no lo era. Conozco a mucha gente que
me gana bebiendo — Yasmin, por
ejemplo—, pero nadie supera mi
capacidad para las píldoras y las
cápsulas. Catorce paxium de 10
miligramos, si tenía suerte, sólo
aliviarían un poco mi tensión nerviosa,
ni siquiera me tranquilizarían de verdad.
Entonces necesitaría algo con un poco
más de marcha. Catorce paxium apenas
eran el Mach 1.
Friedlander Bey alargó su taza de
café al criado, que se la volvió a llenar.
Bebió un poco, mientras me observaba
por encima de la tacita. Después, la dejó
con cuidado sobre la mesa.
—Puedes comprender que tenga
mucha gente a mi servicio.
—Por supuesto que sí, oh caíd —
dije.
—Hay mucha gente que depende de
mí, no sólo para su subsistencia, sino
para mucho más. Soy una fuente de
seguridad en su difícil mundo. Saben
que sus salarios y ciertos favores
dependen de mí, mientras realicen su
trabajo de modo satisfactorio.
—Sí, oh, caíd.
Me irritaba la sangre que subía a mi
rostro y a mis brazos.
Asintió.
—Por eso me aflige saber que uno
de mis amigos es recibido por Alá en el
paraíso. Me preocupo por el bienestar
de todos los que me representan en la
ciudad, desde mis honrados tenientes
hasta el más pobre e insignificante
mendigo que me ayuda como puede.
—Tú eres el amparo de la gente
contra la calamidad, oh, caíd.
Levantó la mano, cansado de mis
interrupciones.
—La muerte es un hecho, hijo mío. A
todos nos alcanza, nadie escapa de ella.
El cántaro no puede estar siempre lleno.
Debemos aprender a aceptar nuestra
muerte, es más, debemos procurarnos el
gozo y la vida eterna en el paraíso. Sin
embargo, la muerte prematura resulta
algo monstruoso. Es un hecho
completamente distinto, una afrenta a
Alá que debemos reparar. No se puede
devolver la vida a los muertos, pero es
posible vengar un asesinato. ¿Me
comprendes?
—Sí, oh, caíd.
Friedlander Bey no había tardado
mucho en enterarse de la muerte
prematura de Courvoisier Sonny. Nassir
debió llamarle antes que a la policía,
incluso.
—Permite que te haga una pregunta:
¿Cómo se puede vengar un asesinato?
Hubo un silencio largo y glacial.
Sólo existía una respuesta, pero me
costó un rato elaborarla en mi mente.
—Oh, caíd —dije por fin—, una
muerte debe ser vengada con otra
muerte. Aparece escrito en el Sendero
Recto: «La venganza está prescrita en
caso de asesinato», y también: «Si
alguien te ataca, atácale de la misma
forma que te ha atacado». Y también
dice: «Vida por vida, ojo por ojo, nariz
por nariz, oreja por oreja, diente por
diente y venganza de las heridas. Pero
quien lo olvide en nombre de la caridad,
deberá expiarlo». Soy inocente de este
crimen, oh, caíd, y la venganza injusta es
un crimen peor que el propio asesinato.
—Alá es el más grande —murmuró
él. Me miró sorprendido—. He oído que
eres un infiel, hijo mío, eso me causa
dolor. Sin embargo, tienes cierto
conocimiento del noble Corán.
Se puso en pie y se frotó la frente
con la mano derecha. Fue a la gran cama
y se tendió sobre la colcha. Me volví
para mirarle, pero una enorme mano
oscura me atenazó el hombro y me
obligó a permanecer en la misma
postura. Sólo podía mirar al otro lado
de la mesa, a la silla vacía de
Friedlander Bey. No podía verle, pero sí
oírle hablar.
—Me han dicho que, de toda la
gente del Budayén, tú eres quien tenía
más razones para asesinar a ese hombre.
Repasé los últimos meses. No podía
recordar la última vez que había
saludado a Sonny. Permanecía alejado
del Red Light. No tenía nada que ver con
la clase de travestis, transexuales y
mujeres que Sonny manejaba en la calle.
Nuestro círculo de amistades no
coincidía en absoluto, excepto Fuad al-
Manhus, pero Fuad no era amigo mío, ni
tampoco de Sonny, seguro. Sin embargo,
el concepto de venganza árabe está tan
desarrollado y es tan perseverante como
el siciliano. Tal vez «Papa» se refiriera
a un incidente sucedido hacía meses, o
incluso años, que yo había olvidado por
completo y que podía constituir la razón
de haber matado.
—Yo no tenía ningún motivo —
repuse, vacilante.
—No me gustan las evasivas, hijo.
Con frecuencia debo hacer estas
difíciles preguntas y siempre se empieza
a responder con evasivas. Y se sigue
con ellas hasta que uno de mis criados
convence al interesado. La etapa
siguiente es una serie de respuestas que
no resultan tan evasivas, pero que son
claras mentiras. Una vez más, mi
huésped debe ser persuadido de no
gastar mi valioso tiempo de esa manera.
Su voz era cansada y grave. Traté de
volverme hacia él, pero la enorme mano
aferró mi hombro, esta vez más
dolorosamente.
—Después de un rato —continuó
«Papa»—, por fin llegamos a un punto
en el que la verdad y la cooperación
parecen el camino más razonable,
aunque a veces me entristece comprobar
el estado de mi huésped cuando hace ese
descubrimiento. Por lo tanto, mi consejo
es pasar rápido por las evasivas y las
mentiras —mejor aún, no pasar por ellas
—, y proseguir directamente con la
verdad. Todos saldremos ganando.
La mano de la «roca» no soltó mi
hombro. Sentía como si mis huesos
fueran convertidos con lentitud en polvo
blanco dentro de mi piel. No emití
sonido alguno.
—Debías cierta suma de dinero a
ese hombre —afirmó Friedlander Bey
—. Ya no se la debes porque está
muerto. Yo me quedaré ese dinero, hijo
mío, y haré lo que el Libro permite.
—¡Yo no debía dinero! —grité —.
¡Ni un maldito fíq! Una segunda mano
empezó a estrujarme el otro hombro.
—El perro todavía mueve la cola,
oh, señor —murmuró «roca parlante».
—No miento —repuse entre jadeos
—. Si te digo que no le debía dinero a
Sonny, es verdad. Toda la ciudad me
tiene por alguien que no miente.
—Es cierto que nunca me has dado
motivos para dudar de ti, hijo mío.
Quizá ha encontrado razones para
adquirir ese hábito, oh, señor—murmuró
la «roca parlante».
¿Sonny? —dijo Friedlander Bey,
volviendo a la mesa—. A nadie le
importa Sonny. No es amigo mío, ni de
nadie, puedo asegurarlo. Si está muerto,
el aire del Budayén será más agradable
de respirar. No, hijo mío, te he pedido
que vinieras para hablarte del asesinato
de mi amigo. Abdulay Abu-Zayd.
Abdulay —dije. El dolor era
fortísimo. Empezaba a ver puntitos
rojos. Mi voz sonó ronca y apenas
audible—. Ni siquiera sabía que
Abdulay estuviera muerto.
«Papa» se frotó la frente otra vez.
—Últimamente ha habido muchas
muertes entre mis amigos. Más muertes
de lo normal.
—Sí —dije.
—Demuéstrame que no has matado a
Abdulay. Nadie más tenía motivo para
desearle tan mala fortuna.
—¿Qué razones crees que tengo yo?
—La deuda que he mencionado.
Abdulay no era muy querido, es cierto,
quizá haya despertado antipatías, incluso
odios. Pero todo el mundo sabía que
estaba bajo mi protección, y que
cualquier mal que se le hiciese a él, se
me hacía a mí. Su asesino morirá, igual
que él.
Traté de levantar la mano, pero no
pude.
—¿Cómo ha muerto? —pregunté.
«Papa» me miró a través de sus
párpados entornados.
—Tú eres quien debe decirme cómo
ha muerto.
—Yo...
Las manos de piedra soltaron mis
hombros, eso sólo aumentó mi dolor.
Entonces sentí que sus dedos me
atenazaban la garganta.
—Contesta, rápido —dijo «Papa»,
amable —, o muy pronto ya no podrás
hacerlo.
—Un disparo —grité con voz ronca
—. Una vez. Una bala pequeña. «Papa»
hizo un gesto ligero y rápido con una
mano. Los dedos de piedra soltaron mi
garganta.
—No, no le dispararon. Sin
embargo, dos personas han sido
asesinadas con un arma tan antigua estas
últimas noches. Es interesante que estés
al tanto de este asunto. Una de ellas se
encontraba bajo mi protección.
Se detuvo con una expresión
pensativa en el rostro. Sus manos, toscas
y temblorosas, jugueteaban con la taza
de café vacía.
El dolor desaparecía rápidamente,
aunque mis hombros estarían resentidos
algunos días.
—Si no le dispararon — dije—,
¿cómo murió?
Su mirada se clavó en mi rostro.
—Aún no estoy seguro de que no
seas su asesino.
—Has dicho que sólo yo tenía
motivos, que estaba en deuda con él. Esa
deuda fue pagada hace varios días. No
le debía nada.
Los ojos de «Papa» se abrieron.
—¿Tienes alguna prueba?
Me levanté un poco de la silla, para
sacar el recibo que todavía conservaba
en el bolsillo del pantalón. Las manos
de piedra volvieron a mis hombros al
instante, pero «Papa» hizo que se
retiraran.
—Hassan estaba allí —añadí—, él
te lo dirá.
Metí la mano en el bolsillo y saqué
el papel, lo abrí y se lo pasé por encima
de la mesa. Friedlander Bey lo miró;
luego, lo estudió más de cerca. Miró a
mis espaldas, por encima de mi hombro,
e hizo un ligero movimiento con la
cabeza. Me volví; la «roca» había
regresado a su puesto, junto a la puerta.
—Oh, caíd, ¿puedo preguntarte
quién te ha hablado de esta deuda?
¿Quién te ha sugerido que yo era el
asesino de Abdulay? Debe de tratarse de
alguien que no sabe que yo había
cancelado mi deuda por completo.
El anciano asintió despacio. Abrió
la boca, como si fuera a decírmelo, pero
lo pensó mejor.
—No preguntes más —dijo.
Aspiré una bocanada de aire y lo
solté. Todavía no me encontraba fuera
de la habitación a salvo. Debía
recordarlo. El paxium no me hacía sentir
nada. Esos tranquilizantes habían sido
una maldita pérdida de dinero.
Friedlander Bey miró sus manos que
jugueteaban con la taza de café. Hizo
una seña a la segunda «roca», que la
rellenó del negro líquido. El criado me
miró y yo asentí. Me sirvió otra taza.
—¿Dónde estabas sobre las diez de
esta noche? —me preguntó«Papa».
—En el Café Solace, jugando a
cartas.
—Ah. ¿A qué hora empezaste a jugar
a cartas?
—Alrededor de las ocho y media.
—¿Y estuviste en el café hasta la
medianoche?
Pensé en las últimas horas.
—Serían las doce y media cuando
salimos del Café Solace y fuimos al Red
Light. Yo diría que Sonny fue apuñalado
entre la una y la una y media.
—El viejo Ibrihim, del Solace, ¿no
refutará tu historia?
—No, no lo hará.
«Papa» se volvió e hizo un gesto a la
«roca parlante» detrás de él. La «roca»
utilizó el teléfono de la habitación. Poco
tiempo después, se acercó a la mesa y
murmuró algo al oído de «Papa». Éste
suspiró.
—Me alegra mucho por ti, hijo mío,
que puedas responder de esas horas.
Abdulay murió entre las diez y las once.
Creo que no has matado a mi amigo.
—Alabado sea Alá, el Protector —
dije en voz baja.
—Así que te diré cómo murió
Abdulay. Su cuerpo fue hallado por mi
subordinado, Hassan el chiíta. Abdulay
Abu-Zayd fue asesinado de la manera
más sucia, hijo mío. Me cuesta
describirla, no vaya a ser que algún
espíritu del mal capte la idea y me
prepare el mismo destino.
Recité la supersticiosa fórmula de
Yasmin, lo cual complació al anciano.
—Que Alá te guarde, hijo mío —
dijo—. Encontraron a Abdulay en el
callejón, detrás de la tienda de Hassan,
degollado y ensangrentado. Sin
embargo, había poca sangre en el
callejón; le mataron en otro lugar y le
trasladaron a donde fue encontrado por
Hassan. Tenía horribles marcas de
quemaduras en el pecho, brazos,
piernas, rostro... , incluso en sus órganos
de procreación. Cuando la policía
examinó el cuerpo, Hassan supo que el
perro inmundo que asesinó a Abdulay
había usado antes el cuerpo de mi amigo
como el de una mujer, en la boca y en el
lugar prohibido de los sodomitas.
Hassan estaba muy alterado, tuvieron
que administrarle sedantes.
El propio «Papa» parecía en
extremo nervioso cuando me lo contaba,
como si nunca hubiera visto u oído algo
tan terrible. Estaba acostumbrado a la
muerte, él había ordenado algunas y
otros habían muerto por su asociación
con él. Sin embargo, el caso de Abdulay
le afectaba tremendamente. No era el
asesinato en sí, sino el absoluto y
pasmoso desprecio por los más
elementales códigos de conducta. Las
manos de Friedlander Bey temblaban
más que antes.
—Tamiko fue asesinada de la misma
manera —dije.
«Papa» me miró, incapaz de hablar
durante unos segundos.
— ¿Cómo tienes esa información?
—preguntó.
Noté que volvía a acariciar la idea
de que yo fuera el responsable de esos
asesinatos. Yo conocía hechos y detalles
que, de otra forma, no podría saber.
—Yo descubrí el cuerpo de Tami —
dije —, e informé al teniente Okking de
ello.
«Papa» asintió y bajó la vista.
—No puedo expresar el odio que me
invade —dijo—, y eso me causa dolor.
Trato de controlar estos sentimientos, de
vivir cómodamente como un hombre
rico, si es la voluntad de Alá, y de dar
gracias por mi riqueza y honrar a Alá
para no albergar ni ira ni celos. Pero mi
mano es obligada siempre, nunca falta
quien ponga a prueba mi debilidad.
Debo responder con firmeza o perdería
todo lo que he conseguido con mi
trabajo. Sólo deseo paz, y mi
recompensa es el resentimiento. ¡Me
vengaré de ese abominable carnicero,
hijo mío! ¡Ese verdugo loco, que desafía
la sagrada obra de Alá, debe morir! ¡Por
la sagrada barba del profeta, me
vengaré!
Esperé un momento, hasta que se
calmó un poco.
—Oh, caíd —dije—, dos personas
han muerto por una bala y dos más han
sido torturadas y violadas del mismo
modo. Creo que habrá más muertes. He
estado buscando a una amiga que ha
desaparecido. Vivía con Tamiko y,
asustada, me envió un mensaje. Temo
por su vida.
«Papa» se enojó conmigo.
—No tengo tiempo para tus
problemas —murmuró.
Todavía estaba preocupado por la
afrenta de la muerte de Abdulay. En
muchos aspectos, desde el punto de vista
del anciano, era más aterrador aún que
lo que el mismo asesino le había hecho a
Tamiko.
—Estaba dispuesto a creer que tú
eras el responsable, hijo mío. Si no
hubieras demostrado tu inocencia,
hubieras padecido una muerte lenta y
terrible en esta habitación. Agradezco a
Alá que no haya ocurrido tal injusticia.
Tú eras la persona más indicada en
quien descargar mi ira, pero ahora debo
encontrar a otro. Sólo es cuestión de
tiempo el que descubramos su identidad.
—Apretó sus labios en una cruel e
insensible sonrisa—. Dices que estabas
jugando a cartas en el Café Solace. Los
que estaban contigo tendrán la misma
coartada, ¿quiénes son esos hombres?
Di el nombre de mis amigos,
contento de proporcionar una
explicación de su paradero, así no
tendrían que enfrentarse a una
inquisición como la mía.
—¿Quieres más café? —preguntó
Friedlander Bey con expresión de fatiga.
—Que Alá nos guíe, ya tengo
bastante.
—Que los tiempos te sean propicios
—dijo él, lanzando un fuerte suspiro—.
Ve en paz.
—Con tu permiso —dije
poniéndome en pie.
—Que te levantes con salud por la
mañana.
Pensé en Abdulay.
—Inshallah —repuse.
Me di la vuelta y la «roca parlante»
ya había abierto la puerta. Sentí un gran
alivio interior al salir de la habitación.
Afuera, bajo un cielo despejado y negro
tachonado de brillantes estrellas, se
hallaba el sargento Hajjar, apoyado
contra su coche patrulla. Me sorprendió.
Creí que había regresado a la ciudad
hacía rato.
—Veo que lo has hecho muy bien —
me dijo—. Ve por el otro lado.
—¿Me siento delante? —pregunté.
—Si.
Subimos al coche, nunca me había
sentado delante en un coche de policía.
Si mis amigos pudieran verme...
—¿Quieres un cigarrillo? —dijo
Hajjar, mientras sacaba un paquete de
tabaco francés.
—No, no fumo.
Puso el motor en marcha y salimos
haciendo un perfecto círculo. Nos
encaminamos hacia el centro de la
ciudad, con las luces destellando y la
sirena rugiendo.
—¿Quieres comprar algunas
soneínas? —me preguntó —. Sé que las
tomas.
Me habría gustado comprar más,
pero me parecía extraño comprárselas a
un policía. El tráfico de drogas estaba
tolerado en el Budayén, del mismo modo
que el resto de nuestras inofensivas
debilidades. Algunos policías no hacían
cumplir todas las leyes; podías comprar
droga a muchos oficiales. Simplemente
no confiaba en Hajjar.
—¿Por qué, de repente, te muestras
tan amable conmigo? —le pregunté.
Se volvió hacia mí y sonrió.
—No esperaba que salieras de ese
motel con vida —dijo—. Cuando
cruzaste esa puerta tenías el visto bueno
de «Papa» Bey estampado en la frente.
Lo que está bien para «Papa» está bien
para mí. ¿Lo ligas?
Entonces lo comprendí. Yo creía que
Hajjar trabajaba para el teniente Okking
y la policía, pero lo hacía para
Friedlander Bey.
—¿Puedes llevarme a Frenchy? —
dije.
—¿A Frenchy? Tu chica trabaja allí,
¿no?—Eres un pesado.
Se volvió y me sonrió de nuevo. —A
seis kiam cada una. las soneínas.
—¿Seis? —pregunté —. Es ridículo.
Las puedo conseguir por dos y medio.
—¿Estás loco? En ningún lugar de la
ciudad puedes sacarlas por menos de
cuatro.
—Está bien —dije—. Te daré tres
kiam por cada una. Hajjar levantó los
ojos.
—No fastidies —dijo con disgusto
—. Que Alá me conceda vivir lo
suficiente sin ti.
—¿Cuál es tu precio más bajo?
Quiero decir el «más bajo».
—Ofrece lo que creas correcto. —
Tres kiam —dije otra vez.
—Por ser tú —dijo Hajjar, serio—,
te las dejaré a cinco y medio. —Tres y
medio. Si no quieres mi dinero,
encontraré quien lo quiera. —Que Alá
me sostenga. Espero que tu proveedor
esté bien.
—¡Qué demonios, Hajjar! De
acuerdo, cuatro. —¿Qué?, ¿te crees que
voy a hacerte un regalo?
—No son ningún regalo a este
precio. Cuatro y medio. ¿Te parece
bien?
—Está bien. Encontraré el consuelo
en Dios. No me ganaré nada, pero dame
el dinero y cerremos el trato.
Así es como los árabes de la ciudad
regatean, en un zoco por un jarrón de
bronce, o en el asiento delantero de un
coche de policía.
Le di cien kiam y él me entregó
veintitrés soneínas. Me recordó tres
veces en el camino hacia Frenchy que
me había dado una gratis, como regalo.
Cuando llegamos al Budayén, no
aminoró la marcha. Pasó ante la puerta
entre aullidos de la sirena y se lanzó
calle arriba, con la amable predicción
de que la gente se apartaría de su
camino, y casi todos lo hicieron. Cuando
llegamos al club de Frenchy, y empezaba
a salir del coche, me dijo en un tono de
voz ofensivo:
—Hey, ¿no vas a invitarme a una
copa?
De pie en la calle, cerré la
portezuela de golpe y me incliné sobre
la ventanilla.
—No puedo hacerlo, aunque
quisiera. Si mis amigos me vieran
bebiendo con un policía... , bueno,
piensa lo que le pasaría a mi reputación.
Los negocios son los negocios, Hajjar.
Sonrió.
—Y la acción es la acción. Lo sé, lo
oigo todo el rato. Ya nos veremos.
Fustigó su coche patrulla otra vez, y
bramó «Calle» abajo.
Ya me encontraba en el bar de
Frenchy cuando recordé que mi ropa y
mi cuerpo estaban llenos de sangre.
Demasiado tarde. Yasmin ya me había
visto. Refunfuñé. Necesitaba algo que
me ayudara a soportar la escena que se
avecinaba. Por fortuna, tenía todas esas
soneínas.
9
El timbre del teléfono me despertó.
Esta vez fue más fácil encontrarlo. Ya no
tenía puestos los téjanos, donde solía
llevarlo, ni la camisa de la noche
anterior. Yasmin había decidido que era
más cómodo tirarlos que intentar
quitarles las manchas. Además, dijo que
no quería pensar en la sangre de Sonny
cada vez que recorriera mi muslo con
sus uñas. Tenía otras camisas, los
téjanos eran otra cuestión. Mi primer
asunto del jueves sería buscar unos
nuevos.
Así lo había planeado, pero aquella
llamada telefónica lo alteró.
—¿Sí? —dije.
—¡Hola! ¡Bienvenido! ¿Cómo estás?
—Alabado sea Alá —dije—, ¿quién es?
—Te pido perdón, oh,
inteligentísimo, creí que reconocerías mi
voz. Soy Hassan.
Cerré los ojos con fuerza y los volví
a abrir.
—Hola, Hassan. Friedlander Bey me
contó anoche lo que le pasó a Abdulay.
Me consuela que tú estés bien.
—Que Alá te bendiga, querido. De
hecho, te llamo para transmitirte una
invitación de Friedlander Bey. Desea
que vayas a su casa a comer con él. Te
enviará un coche con chófer.
Ésa no era mi forma favorita de
empezar el día.
—Creí haberle persuadido anoche
de que yo era inocente.
Hassan se rió.
—No tienes por qué preocuparte. Es
una simple invitación amistosa. A
Friedlander Bey le gustaría reparar la
tensión nerviosa que te hizo pasar.
También hay una o dos cosas que le
gustaría preguntarte. Podría haber mucho
dinero para ti, Marîd, hijo mío.
No me interesaba el dinero de
«Papa», pero no podía rechazar su
invitación, eso no se hacía en su ciudad.
—¿Cuándo llegará el coche? —
pregunté.
—Muy pronto. Despéjate y escucha
con atención cualquier sugerencia que
Friedlander Bey te haga. Si eres listo, le
sacarás provecho. —Gracias, Hassan.
—No se merecen —dijo, y colgó.
Me recosté en la almohada y pensé.
Años atrás, me había prometido a mí
mismo que jamás aceptaría dinero de
«Papa», aunque fuera un pago legítimo
por un servicio prestado, pues hacerlo te
incluía en la extensa categoría de sus
«amigos y representantes». Yo era un
agente independiente y tenía que ir con
mucho cuidado esa tarde si quería
conservar mi estado.
Yasmin todavía dormía y no iba a
molestarla, Frenchy no abría hasta la
puesta de sol. Fui al lavabo, me lavé la
cara y los dientes. Tendría que ir a casa
de «Papa» vestido con el traje local. No
le di importancia. «Papa» lo
interpretaría como un cumplido. Eso me
recordó que debía llevarle algún
regalito, se trataba de una entrevista
completamente distinta a la de la noche
anterior. Terminé mi breve aseo y me
vestí, cambié la kefiyya por el gorro de
punto de mi lugar de origen. Metí el
dinero, el teléfono y las llaves en mi
bolsa, eché un vistazo al apartamento
con un vago presentimiento y salí. Debí
dejar una nota a Yasmin explicándole
adonde iba, pero pensé que si no
regresaba jamás, la nota no iba a
servirme de nada.
Una lluvia acompañaba al sol de la
cálida tarde. Fui a una tienda cercana,
compré una cesta de frutas variadas y
regresé a la puerta del edificio de mi
apartamento. Disfruté del olor fresco y
limpio de la lluvia sobre la acera. Vi
una gran limusina negra que me esperaba
con el motor en marcha. Un chófer
uniformado se hallaba en el portal de mi
edificio, resguardándose de la fina
lluvia. Me saludó al acercarme y me
abrió la portezuela trasera del costoso
automóvil. Entré dirigiendo una
silenciosa oración a Alá y oí el golpe de
la puerta al ser cerrada. Poco después el
coche se puso en movimiento hacia la
gran casa de Friedlander Bey.
Un guardia uniformado custodiaba la
puerta del alto muro, cubierto por la
hiedra, que el coche cruzó. El camino,
pavimentado de grava, serpenteaba
grácil por entre un paisaje dispuesto con
sumo cuidado. Una profusión de vivaces
flores tropicales brotaban por todas
partes y, tras ellas, las altas palmeras y
los bananeros. El efecto era más natural
y alegre que los artificiales arreglos que
rodeaban la casa de Lutz Seipolt. La
conducción era lenta, los neumáticos del
coche arrancaban chasquidos de la
grava. Intramuros todo permanecía
silencioso y tranquilo, como si «Papa»
hubiera conseguido aislarse del ruido y
del clamor de la ciudad, y también de
los visitantes indeseados. Era un
edificio de sólo dos plantas, pero se
alzaba sobre un solar carísimo de una
buena finca, en el centro de la ciudad.
Tenía varias torres —llenas de
vigilantes sin duda—, y la casa de
Friedlander Bey tenía su propio
minarete. Me preguntaba si «Papa» tenía
su propio muecín para llamarle a sus
devociones.
El conductor se detuvo ante la
amplia escalera de mármol de la entrada
principal. No sólo me abrió la
portezuela trasera del coche, sino que
me acompañó hasta el final de la
escalera. Fue él quien llamó a la bruñida
puerta de caoba de la casa. Un
mayordomo, u otro criado, nos abrió y el
chófer dijo:
—El invitado del señor.
El chófer regresó al coche y el
mayordomo me hizo una reverencia. Me
encontraba en la casa de Friedlander
Bey. La magnífica puerta se cerró
despacio detrás de mí y el aire fresco y
seco acarició mi rostro sudado. La casa
tenía un sutil olor a incienso.
—Por aquí, por favor —me indicó
el mayordomo—. El señor se encuentra
orando en este momento. Puede esperar
en la antecámara.
Le di las gracias al mayordomo, que
me deseó de corazón que Alá me
concediese toda clase de bondades.
Luego desapareció, y me dejó solo en la
pequeña habitación. Paseé por ella con
indiferencia mientras admiraba los
preciosos objetos que «Papa» había
adquirido durante su larga y dramática
vida. Por fin, se abrió una puerta y una
de las «rocas» me hizo una seña. Vi a
«Papa» doblando su alfombra de
oración y guardándola en un armario. En
su despacho había un mihrab, una
cavidad semicircular que se encuentra
en toda mezquita e indica la dirección a
La Meca.
Friedlander Bey se volvió hacia mí,
y en su rollizo y lúgubre rostro brilló
una auténtica sonrisa de bienvenida. Se
acercó a saludarme. Proseguimos con
todas las formalidades. Le ofrecí mi
regalo y estuvo encantado.
—Las frutas parecen suculentas y
tentadoras —dijo, al tiempo que
colocaba la cesta en la mesita baja—.
Las probaré después de la puesta de sol,
hijo mío. Ha sido muy amable por tu
parte acordarte de mí. Ahora, ¿quieres
ponerte cómodo? Hemos de hablar y,
cuando sea el momento apropiado, te
ruego que me acompañes en mi comida.
Me indicó un antiguo diván lacado
que tenía aspecto de valer una pequeña
fortuna. Él descansó en su compañero,
mirándome a través de varios metros de
exquisita alfombra, azul celeste y
dorada. Esperé a que iniciara la
conversación.
Acarició su mejilla y me miró, como
si no lo hubiera hecho bastante la noche
anterior.
—Por tu tez, veo que eres un
magrebí —dijo—, ¿tunecino tal vez?—
No. oh, caíd. Nací en Argelia.
—Seguramente uno de tus padres era
de procedencia berebere.
Eso me molestó un poco. Tenía
viejas e históricas razones para
irritarme, pero son antiguas y aburridas,
y carecen de importancia. Evité la
polémica árabe-berebere al responder:
—Soy musulmán, oh, caíd, y mi
padre era francés.
—Un proverbio dice que si
preguntas a una muía su linaje, sólo te
dirá que uno de sus padres era un
caballo.
Lo tomé como una leve reprobación;
la referencia a muías y pollinos es más
significativa si se considera, como los
árabes, que el asno, igual que el perro,
son los animales más sucios. «Papa»
debió notar que sólo me había irritado
más, porque se rió de modo conciliador
y movió una mano.
—Perdóname, hijo mío. Me parecía
que tienes un fuerte acento del dialecto
del Magreb. Por supuesto, el árabe de la
ciudad es una mezcla de magrebí,
egipcio, levantino y persa. Dudo que
alguien hable árabe puro, si es que ese
alguien existe, excepto en el Recto
Sendero. No pretendía ofenderte. Y
debo hacer extensiva la disculpa a mi
trato de anoche. Espero que comprendas
mis motivos.
Asentí serio, mas no respondí.
Friedlander Bey prosiguió:
—Es necesario que volvamos al
desagradable tema que discutimos
brevemente en el motel. Estos asesinatos
deben cesar. No hay otra alternativa. Por
el momento, tres de las cuatro víctimas
estaban relacionadas conmigo. No
puedo entender estos crímenes sino
como un ataque personal, directo o
indirecto.
—¿Tres de las cuatro? —pregunté
—. Desde luego, Abdulay Abu-Zayd era
uno de tus hombres. Pero ¿el ruso? ¿Y
las dos «Viudas Negras»? Ningún tipo
se atrevería a forzar a las «hermanas».
Tamiko y Devi eran famosas por su feroz
independencia.
«Papa» hizo un leve gesto de
disgusto.
—No tengo nada que ver con las
«Viudas Negras» en lo relativo a su
prostitución. Mis intereses están en un
plano más elevado, aunque muchos de
mis asociados saquen provecho en
proporcionar toda clase de vicios. Las
«hermanas» estaban autorizadas a
quedarse cada kiam que ganaban y que
les aprovecharan. No, ellas realizaban
otros servicios para mí, servicios de
naturaleza reservada, peligrosa y
necesaria.
Yo estaba asombrado.
—¿Tami y Devi eran... tus asesinas?
—Sí —reconoció Friedlander Bey
—. Y Selima sigue haciendo esas tareas
cuando no queda otra solución. Tamiko y
Devi estaban bien pagadas, gozaban de
toda mi confianza y mi fe, y siempre
obtenían excelentes resultados. Sus
muertes me han causado mucha
aflicción. No es tarea fácil reemplazar a
artistas como ellas, sobre todo a unas
con las que disfrutaba de tan
satisfactoria relación laboral.
Lo pensé un instante. No era difícil
de aceptar, aunque la información me
había tomado por sorpresa. Incluso
respondía a ciertas preguntas que me
planteaba de vez en cuando sobre la
franca osadía de las «Viudas Negras».
Trabajaban como agentes secretos de
Friedlander Bey y tenían protección, o
se suponía que la tenían. Sin embargo,
dos de ellas habían muerto.
—Resultaría más sencillo
comprender esta situación, oh, caíd —
dije pensando en voz alta—, si Tami y
Demi hubieran sido asesinadas de la
misma manera. Pero a Devi le
dispararon con una vieja pistola y Tami
fue torturada y degollada.
Eso es lo que yo creo, hijo mío. Por
favor, continúa. Quizá puedas iluminar
este misterio.
Me encogí de hombros.
—Bien, el hecho de que las víctimas
no hayan sido asesinadas de la misma
forma puede ser dejado aparte.
—Encontraré a los dos asesinos —
murmuró el anciano con calma.
Era una afirmación categórica, no un
voto sentimental, ni un alarde.
—Se me ocurre, oh, caíd, que el
asesino de la pistola mata por alguna
razón política. Le vi cuando disparaba
al ruso, un pequeño funcionario de la
legación del reino bielorruso-ucraniano.
Llevaba un módulo de personalidad de
James Bond. El arma era el mismo tipo
de pistola que empleaba ese personaje
de ficción. Creo que un asesino común,
que mata por despecho o en un arranque
de cólera o en el transcurso de un robo,
se conecta otro módulo o no se conecta
ninguno. El módulo de James Bond
aportaría perspicacia y destreza a la
tarea de un asesinato rápido y limpio.
Sólo sería de valor para un asesino
desapasionado, cuyos actos formaran
parte de un esquema más complejo.
Friedlander frunció el ceño.
—No me convence, hijo mío. No
existe la más mínima relación entre tu
diplomático y mi Devi. La idea del
asesino se te ha ocurrido sólo porque el
ruso desempeñaba un cargo político.
Devi no tenía ni idea de asuntos
internacionales. Ella no era obstáculo ni
ayuda para ningún partido o movimiento.
El tema de James Bond merece una
investigación más a fondo, pero los
móviles que sugieres carecen de sentido.
—¿Tienes alguna idea sobre los
asesinatos, oh, caíd?
—Aún no, pero acabo de empezar a
recopilar datos. Por eso quería comentar
la situación contigo. No debes pensar
que mi interés es debido a simples
motivos de venganza. Por supuesto que
sí, pero también de mayor alcance. Para
decirlo en pocas palabras, debo
proteger mis inversiones. Tengo que
demostrar a mis asociados y amigos que
no permito semejantes amenazas a su
seguridad. De otro modo, perdería el
apoyo de la gente que constituye la base
y la estructura de mi poder. Si los
consideramos a nivel individual, estos
cuatro asesinatos son repulsivos; pero
no acontecimientos inauditos, porque en
la ciudad tienen lugar asesinatos cada
día. Pero juntos, los cuatro crímenes son
un desafío inmediato a mi existencia.
¿Me comprendes, hijo mío?
Lo estaba dejando muy claro.
—Sí, oh, caíd —dije.
Esperaba oír las sugerencias de las
que Hassan me había hablado.
Hubo una larga pausa durante la cual
Friedlander Bey me miró pensativo.
—Tú eres muy distinto a la mayoría
de mis amigos del Budayén —dijo, por
fin—. Casi todos tienen alguna
modificación en su cuerpo.
—Si tienen dinero para ello, creo
que pueden hacerse las modificaciones
que deseen. En cuanto a mí, oh, caíd, mi
cuerpo siempre ha funcionado muy bien
tal como es. La única cirugía que ha
sufrido ha sido por razones terapéuticas.
Me complace la forma que Alá me dio.
Él asintió.
—¿Y tu mente? —preguntó.
—A veces funciona muy despacio;
pero, en general, me hace buen servicio.
Nunca he deseado llenar mi cerebro de
cables, si es a lo que te refieres.
—Sin embargo, tomas prodigiosas
cantidades de drogas. Lo hiciste anoche
en mi presencia.
Yo no tenía nada que objetar al
respecto.
—Eres un hombre orgulloso, hijo
mío. He leído un informe de ti que
menciona ese orgullo. Te excitan los
retos de ingenio, voluntad y valor físico
con personas que tienen la ventaja de las
personalidades modulares y otros
potenciales de software. Es una
diversión peligrosa, pero pareces haber
salido ileso de ella.
Retazos de dolorosos recuerdos
cruzaron por mi mente.
—He salido malparado, oh, caíd,
bastantes veces.
Se rió.
—Pero ni siquiera eso te incita a
modificarte. Tu orgullo te presenta —
como dicen los cristianos en algunos
contextos— como un ser en el mundo
pero no de este mundo.
—Sin tentarme sus tesoros ni
tocarme sus males, ése soy yo.
Mi tono irónico no le pasó
desapercibido.
—Me gustaría que me ayudaras,
Marîd Audran —dijo.
Ahí estaba, lo tomas o lo dejas.
Lo dijo de manera que me ponía en
una situación muy incómoda. Podía
decir: «Sí, te ayudaré» y entonces me
comprometería precisamente del modo
que juré no hacerlo nunca, o podría
decir: «No, no te ayudaré» y ofendería a
la persona más influyente de mi mundo.
Tomé aliento un par de veces antes de
escoger mi respuesta.
—Oh, caíd —dije por fin—, tus
dificultades son las dificultades de todo
el Budayén; de hecho, de toda la ciudad.
Cualquiera que se preocupe por su
seguridad y su dicha te ayudaría. Yo lo
haré en todo lo que esté en mi mano,
pero dudo de que pueda resultar de
alguna utilidad contra los hombres que
han asesinado a tus amigos.
«Papa» se acarició la mejilla y
sonrió.
—Entiendo que no deseas
convertirte en uno de mis «asociados».
Así será. Te garantizo, hijo mío, que si
me ayudas en este asunto, no serás
marcado como uno de los «hombres de
"Papa"». Encuentras placer en tu
libertad e independencia, y yo no se las
arrebataría a alguien que me hace un
gran favor.
Me pregunté si aquellas palabras
significarían que sí privaría de la
libertad a alguien que se negara a
ayudarle. Para «Papa» hubiera sido un
juego de niños robarme la libertad,
podía hacerlo sólo con meterme para
siempre bajo la tierna hierba del
cementerio, al final de la «Calle».
Baraka: palabra árabe muy difícil de
traducir. Puede significar magia o
carisma o el favor especial de Dios. Los
lugares pueden tenerla: se visitan y se
tocan lugares sagrados con la esperanza
de que transmitan un poco de baraka. La
gente puede tener baraka, los derviches,
en concreto, creen que algunos
afortunados han sido bendecidos en
especial por Alá y por ello gozan de
singular respeto dentro de la comunidad.
Friedlander Bey tenía más baraka
que todos los altares de piedra del
Magreb. Yo no podía decir si era baraka
lo que le convertía en lo que era, o si
había adquirido baraka igual que había
conseguido su posición y su influencia.
Fuera cual fuese la explicación,
resultaba muy difícil escucharle y
negarse a sus peticiones.
—¿Cómo puedo ayudarte? —
pregunté.
Yo sentía un enorme vacío interior,
como si se tratara de una gran rendición.
—Quiero que seas el instrumento de
mi venganza, hijo mío.
Me sentí impresionado. Yo sabía que
no era la persona adecuada para llevar a
cabo la tarea que él me encomendaba.
Había intentado decírselo, pero no hacía
más que desdeñar mis objeciones como
si fueran una cuestión de falsa modestia.
Noté la boca y la garganta secas.
—He dicho que te ayudaría, pero
esperas demasiado de mí. Tienes gente
más capacitada a tu servicio.
—Hombres más fuertes —me
corrigió «Papa»—. Los dos criados que
viste anoche son más fuertes que tú, pero
carecen de inteligencia. Hassan el chiíta
posee cierta astucia, sin embargo, no es
un hombre peligroso. He tenido en
cuenta a cada uno de mis amigos, mi
querido hijo, y he llegado a la siguiente
conclusión: ninguno de ellos reúne la
combinación esencial de cualidades que
busco. Lo más importante es que confío
en ti. No puedo decir lo mismo de
muchos de mis asociados, es triste
admitirlo. Confío en ti porque no te
preocupa ascender ante mi
consideración. No tratas de congraciarte
conmigo para tus propios fines. No eres
un comerciante parásito, de los cuales
no obtengo más que mi parte. El
importante trabajo que debemos hacer
requiere a alguien de quien yo no tenga
ninguna duda, ésa es una de la razones
por las que nuestra cita de anoche
resultó tan difícil para ti. Fue una prueba
de tu valor interno. Desde el principio
yo sabía que eras el hombre que
buscaba.
—Me honras, oh, caíd, pero me temo
que no comparto tu seguridad.
Levantó la mano derecha,
visiblemente temblorosa.
—No he acabado de hablar, hijo
mío. Existen más razones por las que
debes hacer lo que te pido, razones que
te benefician a ti, no a mí. Anoche
intentaste hablarme de tu amiga Nikki, y
no te lo permití. De nuevo te pido
perdón. Me pareció muy correcto que te
preocupases por su seguridad. Estoy
seguro de que su desaparición fue obra
de uno de estos asesinos. Quizá ya esté
muerta, Alá no lo quiera. No puedo
asegurarlo. Pero si existe alguna
esperanza de encontrarla con vida, está
en tus manos. Con mis recursos, juntos,
encontraremos a los asesinos. Juntos,
podemos tratarles como la Sabia
Mención de Dios ordena. Si podemos,
evitaremos la muerte de Nikki... y quién
sabe cuántas otras más. ¿No son
respetables estos fines? ¿Todavía lo
dudas?
Todo eso resultaba halagador al
máximo, supongo, aunque me hubiera
encantado que «Papa» eligiera a
cualquier otro. Saied habría hecho un
buen trabajo, sobre todo con su moddy
de bravucón conectado. Pero yo nada
podía hacer al respecto, excepto asentir.
—Lo llevaré a cabo lo mejor que
pueda, oh, caíd —repuse con reticencia
—, pero mantengo mis dudas.
—Eso está bien —dijo Friedlander
Bey—. Tus dudas te harán vivir mucho
tiempo.
En realidad, yo hubiera deseado que
no pronunciase esas últimas palabras,
me sonaron como si no pudiera
sobrevivir; hiciera lo que hiciese, mis
dudas me rondarían para verme sufrir.
—Será la voluntad de Alá.
—Que la bendición de Alá esté
contigo. Ahora, discutiremos tu pago.
Eso me sorprendió.
—No había pensado en ningún pago.
«Papa» hizo como si no me hubiese
oído.
—Uno debe comer —repuso
simplemente—. Te pagaré cien kiam
diarios hasta que este asunto esté
concluido.
Desde luego, hasta que acabemos
con los dos asesinos hijos de puta, o uno
de ellos termine conmigo.
—No he pedido tal salario.
Cien al día. Bueno, «Papa» había
dicho que uno debe comer. Me pregunté
que creía él que yo solía comer.
Me ignoró de nuevo. Hizo un gesto a
la «roca parlante», que se aproximó y le
entregó un sobre.
—Aquí hay setecientos kiam —me
dijo «Papa» —, tu pago por la primera
semana.
Devolvió el sobre a la «roca», que
me lo dio.
Si aceptaba el sobre, sería el
símbolo de mi completa aceptación de
la autoridad de Friedlander Bey. No
habría regreso, ni abandono, ni fin hasta
el final. Miré el blanco sobre en la mano
tostada. La mía se alzó; se retiró; se alzó
de nuevo y aceptó el dinero.
—Gracias —dije.
Friedlander Bey parecía satisfecho.
—Espero que sean de tu agrado.
Ya estaba liada de lo lindo. Iba a
ganarme cada uno de los jodidos fíq.
—Oh, caíd, ¿cuáles son tus
instrucciones?
—Primero, hijo mío, debes ir al
teniente Okking y ponerte a su
disposición. Le informaré de que, en
este asunto, cooperaremos por completo
con el Departamento de Policía. Hay
situaciones que mis asociados manejan
con más eficacia que la policía. Estoy
seguro de que el teniente Okking lo
reconocerá. Creo que una alianza
temporal de mi organización con la suya
servirá mejor a las necesidades de la
comunidad. Él te dará toda la
información de que dispone sobre los
asesinatos, una probable descripción de
quién degolló a Abdulay Abu-Zayd y a
Tamiko; y cualquier otra cosa que haya
conseguido hasta ahora. A cambio, tú le
asegurarás que mantendremos informada
a la policía de todo lo que descubramos.
—El teniente Okking es un buen
hombre —dije—, pero sólo coopera
cuando le da la gana o cuando es para su
propio provecho.
«Papa» me dirigió una breve
sonrisa.
—Cooperará contigo ahora, me
aseguraré de ello. Pronto comprenderá
que es por su propio interés.
El anciano haría lo que decía; si
alguien podía persuadir a Okking de que
me ayudara, ese alguien era Friedlander
Bey.
—¿Y después, oh, caíd?
Levantó la cabeza y volvió a sonreír.
Por alguna razón ignorada sentí frío,
como si un viento helado se abriera
camino en el interior de la fortaleza de
«Papa».
—Hijo mío, ¿concibes un tiempo o
imaginas una circunstancia, en la que
desearas las modificaciones que tanto
tiempo has rechazado?
El viento gélido sopló con más
fuerza.
—No, oh, caíd, no puedo concebir
tiempo alguno ni imaginar tal situación,
pero eso no significa que no pueda
ocurrir. Quizá algún día, en el futuro,
necesite elegir alguna modificación.
Asintió.
—Mañana será viernes, y yo
observo el sabbath. Necesitarás tiempo
para pensar y elaborar un plan. El lunes
es bastante pronto.
—¿Bastante pronto? ¿Bastante
pronto para qué?
—Para reunirte con mis cirujanos
privados —dijo simplemente.
—No —susurré.
De repente, Friedlander Bey dejó de
ser el afable patriarca. En un instante, se
convirtió en la persona que exigía
fidelidad a sus hombres y que sus
órdenes no fueran cuestionadas.
—Has aceptado mi dinero, hijo mío
—dijo con firmeza—. Harás lo que yo
diga. No esperes tener éxito sobre tus
enemigos hasta que tu mente sea
perfeccionada. Sabemos que al menos
uno de los dos ha aumentado su cerebro
de manera electrónica. Debes hacer lo
mismo, pero en mayor grado. Mis
cirujanos te darán ventajas sobre los
asesinos.
Las dos manos de granito
aparecieron en mis hombros,
sujetándome fuerte a mi asiento. Ahora,
en verdad, no había escapatoria.
—¿Qué tipo de ventajas? —pregunté
con aprensión.
Empezaba a sentir ese sudor frío que
acompaña al miedo. Había evitado
llenar de cables mi cerebro, más por
intenso pánico que por principios. La
idea me producía terror, unida a una
irracional y paralizante fobia.
—Los cirujanos te lo explicarán.
—Oh, caíd —dije con voz trémula
—, yo no lo deseo.
—Acontecimientos que escapan a
tus deseos lo han provocado —
respondió—. Cambiarás tu mente el
lunes.
«No —pensé —, no seré yo.
Friedlander Bey y sus cirujanos serán
quienes cambien mi mente».
10
—El teniente Okking no se encuentra
en su oficina en este momento —dijo un
oficial uniformado—. ¿Puedo ayudarle
en algo?
—¿Volverá pronto? —pregunté.
El reloj que estaba sobre el
escritorio de la oficina señalaba casi las
diez. Me pregunté hasta qué hora
trabajaría Okking esa noche. No tenía
ninguna gana de hablar con el sargento
Hajjar; a pesar de su relación con
«Papa», yo no confiaba en él.
—El teniente ha dicho que no
tardaría. Ha ido abajo a buscar algo.
Eso me hizo sentir mejor.
—¿Le parece bien que le espere en
su despacho? Somos viejos amigos.
El policía me miró con aire
dubitativo.
—¿Puede enseñarme alguna
identificación? —me preguntó.
Le di el pasaporte argelino,
caducado, pero era lo único que tenía
con mi fotografía. Introdujo mi nombre
en su ordenador y, un momento más
tarde, todo mi historial empezó a llenar
la pantalla. Debió decidir que era un
ciudadano honrado porque me devolvió
el pasaporte y me miró al rostro durante
unos segundos.
—Usted y el teniente Okking pasan
muchos ratos juntos —afirmó.
—Es una larga historia.
—Tardará diez minutos. Puede
esperarle allí.
Di las gracias al policía y entré en el
despacho de Okking. Era cierto, yo
había pasado muchas horas en aquel
lugar. El teniente y yo formábamos una
curiosa alianza, si se tenía en cuenta que
trabajábamos en lados opuestos de la
ley. Me senté en la silla que estaba
frente al escritorio de Okking y esperé.
Pasaron diez minutos y empecé a
ponerme nervioso. Miré los papeles
apilados en grandes montones, e intenté
leerlos al revés y de lado. Su bandeja de
salidas estaba medio llena de sobres,
pero había casi más trabajo apilado en
la de entradas. Okking se ganaba
cualquiera que fuese su flaco sueldo del
departamento. Había un gran sobre de
papel manila dirigido a un pequeño
comerciante de armas de la Federación
Nueva Inglaterra de Estados de
América; un sobre pulcramente dirigido
a una empresa llamada Universal
Exports, en una dirección próxima a los
muelles, me pregunté si sería una de las
compañías con las que Hassan, o tal vez
Seipolt, comerciaba, y un paquete
excesivamente lleno dirigido a un
fabricante de artículos de oficina del
Protectorado de Brabante.
Había revisado casi toda la oficina
de Okking cuando éste apareció al cabo
de una hora.
—Espero no haberte hecho esperar
—se excusó con aire distraído—. ¿Qué
demonios quieres?
—Yo también me alegro de verte,
teniente. Acabo de tener una entrevista
con Friedlander Bey.
Eso captó su atención.
—Oh. Así que ahora haces recados
para negros con delirios de grandeza. Lo
olvidaba, ¿es un paso adelante o hacia
atrás para ti, Audran? Supongo que el
viejo encantador de serpientes te habrá
dado un mensaje.
Asentí.
—Es sobre esos asesinatos.
Okking se sentó detrás de su mesa
escritorio y me miró con inocencia.
—¿Qué asesinatos? —preguntó.
—Los dos con la vieja pistola y las
dos degollinas. Seguro que te acuerdas.
¿O has estado demasiado ocupado
recogiendo peatones imprudentes otra
vez?
Me dirigió una mirada terrible y se
pasó un dedo por la oscurecida
mandíbula; necesitaba un afeitado
urgente.
—Lo recuerdo —respondió con
rudeza.
—¿Por qué piensa Bey que le
concierne?
—Tres de las cuatro víctimas
realizaban trabajos esporádicos para él,
en los días en que pisaban con más
vigor. Quiere asegurarse de que ningún
otro empleado recibe el mismo trato.
«Papa» tiene mucha conciencia cívica.
No creo que te hayas percatado de ello.
Okking resopló.
—Sí, tienes razón. Siempre pienso
en aquellos dos transexuales que
trabajaban para él. Parecía como si
hicieran contrabando de melones bajo
sus suéteres.
—«Papa» cree que esos asesinatos
están dirigidos contra él. Okking se
encogió de hombros.
—Si lo están, los asesinos son
pésimos tiradores. Ni siquiera han
herido a «Papa».
—Él no lo entiende de ese modo.
Las mujeres que trabajan para él son sus
ojos, los hombres son sus dedos. Él
mismo lo dijo a su manera cordial y
maravillosa.
—¿Entonces Abdulay qué era? ¿Su
culo?
Sabía que Okking y yo podíamos
seguir así toda la noche. Le expliqué
brevemente la insólita propuesta que
Friedlander Bey me había planteado.
Como esperaba, el teniente Okking tenía
tan poca fe como yo.
—Ya sabes, Audran —dijo con
sequedad—, que los grupos oficiales de
refuerzo de la ley se preocupan mucho
por su imagen pública. Ya estamos
bastante desgastados ante los medios de
comunicación, como para desmayarnos
en los momentos importantes y besar el
culo de alguien como Friedlander Bey,
porque nadie cree que pueda hacer ni
una maldita cosa sobre esos asesinatos
sin él.
Intenté contemporizar para que todo
fuera mejor entre nosotros.
—No, no, no se trata de eso. Me
estás mal interpretando, a mí y a los
motivos de «Papa». Nadie dice que no
puedas cazar a esos asesinos sin ayuda.
Estos tipos no son más listos ni más
peligrosos que los pobres y estúpidos
desgraciados que encierras cada día.
Friedlander Bey te lo sugiere porque sus
propios intereses están implicados
directamente; el trabajo en equipo
ahorraría tiempo, esfuerzo y también
vidas a todos. ¿No valdría la pena,
teniente, si evitamos que uno solo de tus
policías uniformados detenga una bala
con el cuerpo?
—¿O que una de las putas de Bey se
ligue a un cuchillo de carnicero? Sí,
escucha, ya he recibido una llamada de
«Papa», tal vez mientras venías hacia
aquí. Ya he oído toda esta cantinela y
estoy de acuerdo hasta cierto punto.
Hasta cierto punto, Audran. No me gusta
que ni tú ni él hagáis política de policía
diciéndome cómo he de llevar mi
investigación o interfiriendo de algún
modo. ¿Lo entiendes?
Asentí. Conocía tanto al teniente
Okking como a Friedlander Bey y lo que
Okking dijera carecía de importancia.
«Papa» lograría su propósito de
cualquier modo.
—Así que estamos de acuerdo en
eso —dijo el teniente—. Todo este
asunto resulta raro, como si las ratas y
los ratones fueran a la iglesia a rezar por
la recuperación del gato. Cuando
termine, cuando tengamos a estos dos
asesinos, no esperes ninguna otra luna
de miel. Luego seguirán las armas, las
porras y el mismo viejo hostigamiento
por las dos partes.
Me encogí de hombros.
—Los negocios son los negocios —
dije.
—Estoy harto de oír esa frase.
Ahora, fuera de mi vista.
Salí y bajé en el ascensor hasta la
planta baja. Era una noche agradable y
fresca, y una hinchada luna aparecía y
desaparecía entre centelleantes nubes de
metal. Caminé de regreso al Budayén,
meditando. Tres días más tarde, tendría
el cerebro lleno de cables. Había
evitado pensar en esa cuestión desde
que abandoné la casa de Friedlander
Bey, ahora disponía de todo el tiempo
del mundo para recapacitar sobre ello.
No estaba nervioso, ni prevenido, sólo
aterrorizado. Sentía que, de algún modo,
Marîd Audran dejaría de existir y
alguien nuevo despertaría de esa
operación, y que yo nunca sería capaz de
notar la diferencia. Jamás dejaría de
molestarme, como una cáscara de
palomita de maíz alojada entre mis
dientes para siempre. Todos los demás
notarían el cambio excepto yo, porque
estaría dentro de él.
Me dirigí directamente al club de
Frenchy. Cuando llegué, Yasmin se
estaba trabajando a un tipo joven y
delgado que llevaba unos pantalones
bombacho blancos atados a los tobillos
y un abrigo de sport gris con quince
años. Era probable que comprase todo
su vestuario por un kiam y medio en la
trastienda de un ropavejero. Olía a
rancio, como el edredón de la abuela
que se ha dejado demasiado tiempo en
el desván.
La chica del escenario era una
transexual llamada Blanca. Frenchy
seguía la política de no contratar
travestidos. Las chicas y los travestidos
que se habían operado del todo se
llevaban bien con él; pero las que
permanecían indecisas, sin elegir uno u
otro estado, le hacían sentir como si
pudieran quedarse en medio de alguna
otra importante transacción, y no quería
sentirse responsable. Cuando entrabas
en el club de Frenchy sabías que no ibas
a encontrar a nadie con una polla más
grande que la tuya, a no ser la del mismo
Frenchy o la de otro cliente, y al saber
esta horrible verdad no podías maldecir
a nadie más que a ti mismo.
Blanca bailaba semiinconsciente,
del modo peculiar en que lo hacían
todas las bailarinas de un extremo al
otro de la «Calle». Se movían al ritmo
de la música, aburridas y cansadas, en
espera de escapar del calor de los
abrasadores focos. No dejaban de
mirarse en los pringosos espejos que
tenían a su espalda, o se volvían y
contemplaban sus reflejos en la sala,
más allá de los clientes. Sus ojos
permanecían siempre fijos en algún
espacio vacío a medio metro por encima
de las cabezas de los clientes. La
expresión de Blanca era un tímido
intento por parecer agradable —
«atractiva» o «seductora» no eran
adjetivos que perteneciesen a su
vocabulario profesional—; pero parecía
como si tuviera mucha droga aislante-
nerviosa en su mandíbula inferior y no
hubiera decidido todavía si le gustaba.
Mientras Blanca estaba en escena, se
vendía a sí misma, se promocionaba
como producto totalmente distinto a su
propia imagen; ella misma, tal y como
sería cuando bajase del escenario. Sus
movimientos —tediosos en su mayor
parte, imitaciones indolentes de
movimientos sexuales— estaban
pensados para encandilar a sus
observadores; pero el baile tendría poco
efecto si no fuera por los clientes que
habían bebido mucho o que estaban
encaprichados de esa chica en concreto.
Había visto el baile de Blanca docenas,
quizá cientos de veces, siempre al
compás de la misma música, los mismos
giros, los mismos pasos, los mismos
golpes, los mismos gestos en los mismos
instantes de la canción.
Blanca terminó su último número y
se ganó un débil aplauso, la mayor parte
procedente del tío que la invitaba a
beber y que, según creo, estaba
enamorado de ella. Cuesta un poco
establecer una relación en un lugar como
el de Frenchy, o en cualquier otro bar de
la «Calle». Parece una paradoja, porque
las chicas se apresuran a echarle el
guante a cualquier hombre solo que entre
en el local. Aunque la conversación era
bastante limitada:
—Hola, ¿cómo te llamas?
—Juan Javier.
—Oh, qué bonito. ¿De dónde eres?
—De Nuevo Texas.
—Oh, qué interesante. ¿Cuánto hace
que estás en la ciudad?
—Un par de días.
—¿Me invitas a una copa?
Eso era todo, no había más. Ni el
mejor agente secreto internacional
podría transmitir más información en tan
breve lapso de tiempo. Todo eso
ocultaba una atmósfera latente de
depresión, como si las chicas estuvieran
encerradas en ese trabajo, aunque la
ilusión de absoluta libertad flotaba, casi
visible, en el aire. «Cuando quieras irte,
cariño, no tienes más que salir por esa
puerta. » El camino que aguardaba tras
esa puerta conducía sólo a dos sitios:
otro bar igual al de Frenchy o el peldaño
inferior de la escalera hacia el callejón
sin retorno de la vida. «Hola, guapo,
¿buscas compañía?» Ya sabéis lo que
quiero decir. Los ingresos son cada vez
más bajos cuanto más vieja se hace la
chica y pronto tienes gente como
Maribel, que se lía a los tíos por el
precio de un vaso de vino blanco.
Después de Blanca, una mujer
auténtica, llamada Indihar, subió al
escenario. Ése debía ser su verdadero
nombre. Se movía igual que Blanca,
contoneaba las caderas y los hombros, y
casi no movía los pies. Al bailar,
Indihar vocalizaba las palabras de las
canciones en silencio, sin percatarse en
absoluto de que lo hacía. Se lo pregunté
a unas cuantas chicas, todas vocalizan
las letras, pero ninguna se da cuenta de
ello. Todas eran conscientes cuando se
lo mencioné, pero, en cuanto subían al
escenario, volvían a cantar para sí,
como siempre. Creo que, así, el tiempo
les pasa más rápido, les da algo que
hacer además de mirar a los clientes.
Las chicas se contonean, mueven los
labios, hacen gestos banales con las
manos, y balancean sus caderas porque
la costumbre les hace balancearlas.
Puede que eso resultara excitante a los
hombres que nunca habían visto estas
cosas, Frenchy debía cobrarles recargo
en sus bebidas. Yo bebía gratis porque
Yasmin trabajaba allí y porque
entretenía a Frenchy. Si hubiera tenido
que pagar, habría buscado algo mejor
para pasar el rato. Cualquier cosa habría
resultado más interesante, sentarme solo
en la oscuridad, en una habitación en
silencio, por ejemplo.
Esperé a que Indihar acabara su
número y entonces Yasmin salió del
vestuario. Me dirigió una amplia sonrisa
que me hizo sentir especial. Dos o tres
hombres dispersos por el bar
aplaudieron, esa noche lo estaba
haciendo bien, ganando dinero. Indihar
sacó un corpiño de gasa y pasó entre los
clientes en busca de propinas. Le solté
un kiam y me dio un beso. Indihar es una
buena chica. Juega limpio y no se mete
con nadie. Por mí, Blanca podía irse al
diablo, pero Indihar y yo podríamos
llegar a ser buenos amigos.
Frenchy llamó mi atención y me
señaló con un gesto el final de la barra.
Era un hombre grande, del tamaño de
dos macarras marselleses, con una barba
larga, espesa y negra que hacía que la
mía pareciese la pelusa de la oreja de un
gato. Me observó con sus negros ojos.
—¿Qué has estado haciendo, novio?
—me preguntó. —Esta noche nada,
Frenchy —le dije.
—Tu chica se lo está montando muy
bien ella sola.
—Eso es bueno, porque he perdido
hasta el último fíq por un agujero de mi
bolsillo.
Frenchy me miró de reojo y se fijó
en mi galabiyya.
—Esta prenda no tiene bolsillos,
mon noraf.
—Fue hace unos días, Frenchy —
dije, solemne —. Desde entonces,
vivimos de amor.
Yasmin tenía conectado algún moddy
de velocidad orbital y su baile era digno
de verse. Todos los clientes olvidaron
sus bebidas en las mesas, y las otras
chicas las manos en sus regazos, y todos
contemplaron a Yasmin.
Frenchy sonrió, sabía que yo nunca
estaba tan arruinado como pretendía.
—El negocio va mal —dijo
escupiendo en una pequeña taza de
cristal.
A Frenchy el negocio siempre le va
mal. Nadie habla jamás de prosperidad
en la «Calle», da mala suerte.
—Oye, tengo que decirle algo
importante a Yasmin cuando termine su
número.
Frenchy sacudió la cabeza.
—Se trabaja a ese pavo de allí, el
del fez. Espera a que le deje seco,
entonces podrás hablar con ella todo lo
que quieras. Si te esperas a que el pavo
se vaya, haré que alguien ocupe su turno
en escena.
—Alabado sea Alá —dije—.
¿Puedo invitarte a una copa?
Me sonrió.
—Pide dos. Piensa que una es para
mí y otra para ti. Bébete las dos. Ya no
puedo soportar el género.
Se tocó el vientre e hizo una mueca
amarga, luego se levantó y paseó por el
local: saludaba a los clientes y les
susurraba algunas palabras al oído de
las chicas. Pedí dos bebidas a Dalia, la
pequeña, cara redonda y animada chica
de la barra del club de Frenchy. Conocía
a Dalia desde hacía años. Dalia,
Frenchy y Chiriga componían un trío
prometedor de la «Calle» cuando ésta
era sólo un camino de cabras que
atravesaba el Budayén de uno a otro
extremo. Antes de que el resto de la
ciudad decidiera, con razón,
amurallarnos e instalar el cementerio.
Cuando Yasmin acabó de bailar, le
dedicaron un largo y fuerte aplauso. Su
bote de propinas se llenó con rapidez y
luego se apresuró a volver con el pavo
enamorado, antes de que otra puta se lo
robara. Yasmin me dio un fugaz y
afectivo pellizco en el culo al pasar
junto a mí.
La observé durante hora y media
reírse y hablar y abrazar a aquel
bastardo bizco, hijo de una perra
amarilla. Su dinero se agotó y tanto él
como Yasmin parecieron entristecerse.
Su asunto había tenido un final
prematuro. Se despidieron con cariño,
casi con pasión, y prometieron que
nunca olvidarían esa tarde feliz. Cada
vez que veía a uno de esos malditos
capullos magreando a Yasmin —o a
cualquiera de las otras chicas—, me
acordaba de los hombres anónimos que
manoseaban a mi madre. De eso hacía
mucho tiempo, pero mi memoria
funciona demasiado bien para ciertas
cosas. Miré a Yasmin y me dije que
aquello era sólo un trabajo; pero no
podía evitar el amargo sentimiento de
asco que surgía de mis entrañas y me
daban ganas de empezar a romper cosas.
Vino corriendo junto a mí, empapada en
sudor.
—¡Creí que ese hijo de puta no iba a
soltarme nunca! —suspiró. —Es tu
encantadora presencia —dije con
amargura—. Es tu turbadora
conversación. Es la fuerte cerveza de
Frenchy.
—Sí —repuso Yasmin, molesta por
mi fastidio—, tienes razón. —He de
hablar contigo.
Yasmin me miró y respiró a fondo.
Enjugó su rostro con una servilleta
limpia de la barra. Supongo que debí
parecerle extrañamente sombrío. De
cualquier modo, le relaté los
acontecimientos de la tarde: mi segunda
cita con Friedlander Bey, nuestras —es
decir, sus— conclusiones y cómo había
fracasado mi intento de impresionar al
teniente Okking. Cuando acabé, hubo un
turbador silencio a mi alrededor.
—¿Vas a hacerlo? —preguntó
Frenchy.
No había notado su regreso. No me
había dado cuenta de que había estado
escuchando furtivamente, pero era su
local y nadie conocía sus recodos mejor
que él.
—¿Vas a modificarte el cerebro? —
me preguntó Yasmin sin aliento. La idea
le pareció muy emocionante. Excitante,
ya sabéis a lo que me refiero.
—Estás loco si lo permites —dijo
Dalia. Ésta era lo más genuinamente
conservador que se podía encontrar en
la «Calle»—. Mira lo que hace a la
gente.
—¿Qué hace a la gente? —gritó
Yasmin, enfadada, mientras tocaba su
moddy.
—Oh, lo siento —dio Dalia, y se fue
a limpiar una imaginaria cerveza
derramada, en el extremo más alejado
de la barra.
—Piensa en todas las cosas que
podríamos hacer juntos —dijo Yasmin,
soñadora.
—Quizá así no soy lo bastante bueno
para ti —repliqué, algo herido.
Su semblante se entristeció.
—Marîd, no se trata de eso. Sólo
que...
—Es tu problema —dijo Frenchy—,
y a mí no me incumbe. Me voy a la
trastienda a contar el dinero de esta
noche. No me ocupará mucho tiempo.
Desapareció tras una raída cortina
dorada que servía de frágil barrera al
vestuario y a su oficina.
—Es irreversible —dije—, una vez
hecho, hecho está. No se puede
retroceder.
—¿Alguna vez me has oído decir
que quería arrancarme los cables?—me
preguntó Yasmin.
—No —admití.
Era la irrevocabilidad lo que me
irritaba.
—No me he arrepentido ni por un
instante, y tampoco conozco a nadie que
le haya ocurrido.
Me humedecí los labios.
—Tú no entiendes...
No pude terminar mi argumentación.
Ni expresar qué era lo que ella no
entendía.
—Sólo estás asustado —dijo.
—Sí —respondí.
Ése era un buen principio.
—«Medio Hajj» tiene el cerebro
preparado, y no es ni la mitad de hombre
que tú.
—Y todo lo que ha conseguido es
mancharlo todo con la sangre de Sonny.
No se necesitan moddies para
comportarse como un loco, puedo
hacerlo yo solo.
De repente, una mirada soñadora y
fantasiosa brilló en sus ojos. Sabía que
se le había ocurrido algo fascinante, y
que eso significaba malas noticias para
mí.
—Oh, Alá y la Virgen María en la
habitación de un hotel —dijo bajito.
Creo que era la blasfemia favorita de su
padre—. Es tal como dijo el hexagrama.
—El hexagrama.
Yo había olvidado ese asunto del /
Ching al instante de que Yasmin acabara
de explicármelo.
—¿Recuerdas lo que dijo de que no
tuvieras miedo de atravesar las grandes
aguas?
—Sí. ¿Qué grandes aguas?
—Las grandes aguas representan
algún cambio importante en tu vida.
Modificar tu cerebro, por ejemplo.
—Ah. Y dijo que encontraría al gran
hombre. Ya lo he encontrado, dos veces.
—Dijo que debías esperar tres días
antes de empezar y tres días antes de
completarlo.
Conté rápido: viernes, sábado,
domingo. El lunes me iban a hacer eso,
después de tres días.
—¡Oh, demonios! —murmuré.
—Y dijo que nadie te creería, que te
mantuvieras firme en la adversidad y
que no sirvieras ni a reyes ni a
príncipes, sino a fines más elevados.
Eso es, Marîd.
Me besó y me sentí enfermo. Ahora
no había forma de escapar a la cirugía, a
no ser que huyera y empezara una nueva
vida en algún otro país, espantando a las
cabras y las ovejas a mi alrededor y
comiendo unos cuantos higos cada dos
días para subsistir, como los demás
fellahin.
—Soy un héroe, Yasmin —dije—,,
y, a veces, los héroes tenemos asuntos
secretos que atender. He de irme.
La besé tres o cuatro veces,
pellizqué su pezón derecho para que me
diera suerte y me levanté. Mientras salía
de Frenchy, di una palmada al culo de
Indihar, que se volvió hacia mí y me
sonrió. Me despedí de Dalia. Y simulé
que Blanca ni siquiera existía.
Caminé por la «Calle» hasta el
Silver Palm, sólo para ver qué hacía la
gente y qué ocurriría. Mahmud y Jacques
estaban sentados a una mesa, tomaban
café y mojaban hummus en él con pan de
pita. «Medio Hajj» no estaba allí, tal
vez se encontrara excitándose con
gigantescos picapedreros
heterosexuales, por gusto. Me senté con
mis amigos.
—Que tú... y etcétera, etcétera —
dijo Mahmud.
Nunca se preocupaba por las
formalidades.
—Tú también —dije.
—He oído que vas a modificarte el
cerebro —dijo Jacques—. Una decisión
crucial. Un asunto importante. Estoy
seguro de que has considerado los pros
y los contras.
Yo estaba atónito.
—Las noticias vuelan.
Mahmud levantó las cejas.
—Para eso son noticias —dijo, entre
bocado y bocado de pan con hummus.
—Deja que te invite a un café —me
ofreció Jacques.
—Alabado sea Alá —repuse—,
pero necesito algo más fuerte.
—Es mejor así —dijo Jacques a
Mahmud—. Marîd tiene más dinero que
nosotros dos juntos. Ahora está en la
nómina de «Papa».
No me gustó nada que se divulgase
tal rumor. Fui al bar y pedí mi ginebra,
bingara y lima. Desde detrás de la barra,
Heidi me ofreció una sonrisa forzada,
sin hablarme. Era guapa, cielos; una de
las mujeres auténticas más hermosas que
he visto en mi vida. Siempre llevaba la
ropa adecuada como les gustaría a
algunos travestidos y transexuales, con
sus cuerpos comprados. Heidi tenía unos
hermosos ojos azules y un fino y pálido
flequillo. No sé por qué, los flequillos
de las mujeres jóvenes me ponen
siempre nervioso. Creo que es la
«camarerofilia». Si me hiciera un
profundo examen, encontraría rasgos de
todas las cualidades reprobables
conocidas por el hombre. Siempre había
deseado conocer bien a Heidi, pero yo
pensaba que no era su tipo. Quizá
pudiera conseguir ser su tipo en moddy,
y cuando tuviera mi cerebro preparado...
Mientras esperaba a que mezclase
mi bebida, una voz hizo otro pedido a
unos siete metros, más allá de un grupo
de hombres y mujeres coreanos que, sin
duda, pronto se darían cuenta de que no
se hallaban en el lugar adecuado de la
ciudad.
—Un martini con vodka, seco.
Wolfschmidt de antes de la guerra, si
tiene, agitado y sin revolver. Con una
tira de cáscara de limón.
Bueno, ahora, dije para mí. Esperé a
que Heidi volviera con mi bebida.
Pagué y agité el licor y el hielo en
perfectos círculos, en sentido contrario a
las agujas del reloj. Heidi me entregó el
cambio, recibió un kiam que le di de
propina e inició una conversación
educada. La interrumpí con bastante
rudeza. Estaba más interesado en el
martini con vodka.
Cogí mi vaso y me alejé de la barra
lo bastante como para ver bien a James
Bond. Era tal como lo recordaba del
breve encuentro en el club de Chiri y de
las novelas de lan Fleming: cabello
negro con raya a un lado, un rizo que
caía en un revoltoso trazo sobre el ojo
derecho y una cicatriz que le atravesaba
la mejilla derecha. Tenía las cejas juntas
y negras, y una nariz larga y recta. Su
labio superior era corto y su boca,
aunque relajada, daba cierta sensación
de crueldad. Tenía aspecto de
despiadado. Había pagado un buen fajo
de billetes a una pandilla de cirujanos
para que le diesen ese aspecto. Miró
hacia mí y me sonrió. Me pregunté si
recordaría nuestra cita anterior.
Mientras me observaba, arrugó la
comisura de sus ojos azul grisáceos.
Tuve la indudable impresión de que, en
realidad, yo era el observado. Llevaba
una sencilla camiseta de algodón,
pantalones tropicales, sin duda
británicos, y sandalias de cuero negro
acordes al clima. Pagó su martini y se
me acercó con una mano extendida.
—Me alegro de volver a verte, viejo
—dijo.
Estreché su mano.
—No creo haber tenido el honor de
conocerle, caballero —dije en árabe.
Bond me respondió en un francés
perfecto.
—Otro bar, en otras circunstancias.
No tuvo mayores consecuencias. Todo
salió bien al final.
Habría salido bien para él. Por el
momento, el ruso muerto no tenía
ninguna opinión.
—Que Alá me perdone, mis amigos
me esperan —dije.
Bond esbozó su famosa media
sonrisa. Y me contestó con un dicho
árabe, en perfecto árabe del lugar:
—Lo que ha muerto, ha pasado —
dijo, encogiéndose de hombros.
No estaba seguro de si Bond
intentaba decir que lo pasado, pasado
estaba, o que sería buena política para
mí olvidar las muertes recientes. Asentí,
desconcertado por la fluidez de su
idioma. Entonces recordé que llevaba un
moddy de James Bond, probablemente
con un daddy de árabe conectado. Llevé
mi bebida a la mesa donde Mahmud y
Jacques estaban sentados, y escogí una
silla desde la que pudiera vigilar la
barra y la única entrada al bar. Mientras
me sentaba, Bond había acabado su
martini y salía a la empedrada «Calle».
Sentí una cobarde ráfaga de indecisión:
¿qué se suponía que debía yo hacer?
¿Tenía esperanzas de cazarle ahora,
antes de que modificaran mi cerebro?
Me encontraba desarmado. ¿Qué bien
podía hacer atacando a Bond
prematuramente? Aunque Friedlander
Bey, con toda seguridad lo consideraría
una oportunidad desperdiciada, que
quizá significase la muerte de alguien,
alguien querido...
Decidí seguirle. Dejé mi bebida sin
probar sobre la mesa y no ofrecí ninguna
explicación a mis amigos. Me levanté de
la silla y salí por la puerta del Silver
Palm, a tiempo para ver a Bond girar a
la izquierda, hacia una calle adyacente.
Le seguí con sigilo. Pero no con el
suficiente cuidado, porque cuando me
detuve en la esquina y observé a mi
alrededor con precaución, James Bond
había desaparecido. No existía ninguna
otra paralela a la «Calle» por la que
pudiese haber girado. Debía haber
entrado en alguno de los edificios bajos,
encalados y de tejado plano de la
manzana. Al menos era alguna
información. Ya había dado la vuelta
para volver al Silver Palm, cuando sentí
un fuerte dolor detrás de la oreja
izquierda. Caí de rodillas y una fornida
y bronceada mano me cogió del ligero
tejido de mi galabiyya y me arrastró
hacia mis pasos. Murmuré algunas
maldiciones y levanté el puño. El canto
de su mano me golpeó en el hombro y mi
brazo se desplomó, aturdido e
inutilizado.
James Bond se rió con tranquilidad.
—Siempre que veis a un europeo
bien vestido en uno de vuestros
mugrientos y pintorescos bares, creéis
que podéis ir tras él y privarle de su
cartera. Bien, amigo mío, a veces, uno
se equivoca de europeo.
Me abofeteó aunque no muy fuerte,
me arrojó contra la pared y me miró
como si le debiera una explicación o una
disculpa. Decidí que tenía razón.
—Mil perdones, effendi —murmuré.
En algún lugar de mi mente nació la
idea de que ese James Bond tenía mucho
mejor aspecto que hacía un par de
semanas, cuando permitió que le echara
del club de Chiri. Esa noche, su maldito
mechón negro no estaba fuera de lugar.
Ni siquiera respiraba con dificultad.
Todo tenía una explicación lógica. Dejé
que «Papa» o Jacques o el / Ching lo
averiguaran, me dolía mucho la cabeza y
los oídos me repiqueteaban.
—No te molestes con toda esa
palabrería de effendi —dijo con
severidad—. Eso es una adulación turca
y tengo algunas quejas contra los turcos.
Aunque no eres turco, lo desmiente tu
aspecto.
Su boca, algo cruel, hizo un gesto
malicioso. Entonces, se largó, como si
yo no constituyera una amenaza para su
seguridad o su cartera. A fuer de
sincero, ésa era la pura verdad.
Acababa de tener mi segundo encuentro
con el hombre que se llamaba James
Bond a sí mismo. Por el momento,
ganábamos un punto cada uno de un
posible tanteo de dos. No había prisa
alguna por jugar el partido de
desempate. Parecía haber aprendido
mucho desde nuestro último encuentro o,
por alguna razón especial, me permitió
que le echase con tanta facilidad del
club de Chiri. Aquí estaba en clara
desventaja.
Mientras caminaba despacio y
dolorido hacia el Silver Palm, tomé una
decisión importante: le diría a «Papa»
que no le ayudaría. No sólo porque
temía que me preparasen el cerebro,
mierda, sino porque ni con él
modificado de aquí al cumpleaños del
Profeta, podría competir con esos
asesinos. Ni siquiera era capaz de seguir
a James Bond una maldita manzana en
mi propio barrio sin que me dieran una
patada en el culo. No tenía la más
mínima duda de que Bond podía
haberme tratado con más rudeza, si
hubiera querido. Pensó que era un
ladrón, un vulgar ratero árabe y me trató
como se suele tratar a los vulgares
ladrones árabes. Debió ser su lance del
día.
No, nada me persuadiría de lo
contrario. No necesitaba tres días para
pensarlo. «Papa» y su maravilloso plan
podían irse al infierno.
Volví al Sil ver Palm y acabé mi
bebida de dos grandes tragos. Entre las
protestas de Mahmud y de Jacques, dije
que había tenido que marcharme. Besé a
Heidi en la mejilla y le susurré una
proposición licenciosa al oído, la misma
proposición que siempre le susurraba, y
me respondió con el mismo molesto
rechazo. Pensativo, regresé al club de
Frenchy para explicarle a Yasmin que no
sería un héroe, que no serviría a grandes
fines, ni a reyes, ni a príncipes y el resto
de esa estupidez. Yasmin no estaría de
acuerdo conmigo y era probable que no
jadeara con ella en . una semana, pero
eso era mejor que dejar que me
degollaran y esparcieran mis cenizas
sobre la planta de tratamiento de
residuos.
Tendría que dar un montón de
explicaciones a todo el mundo, y
también un montón de disculpas. Todos,
desde Selima, Chiri, el sargento Hajjar y
el propio Friedlander Bey, pedirían mis
huevos, pero había tomado una decisión.
Yo era yo, y no me presionarían a
aceptar un destino terrible, aunque
moralmente justo y bueno para la
comunidad como ellos pretendían. La
copa del Silver Palm, las dos del local
de Frenchy, un par de trifets, cuatro
soneínas y ocho paxium estaban de
acuerdo conmigo. Antes de regresar al
club de Frenchy, la noche era cálida e
inofensiva y estaba totalmente de mi
parte, y todos los que me instaban a
llenar mi cerebro de cables se hallaban
sometidos en un profundo y oscuro
agujero en el que yo planeaba no mirar
nunca. Por mí, podían joder a otro tonto.
Yo dirigía mi propia vida.
11
El viernes fue un día de descanso y
recuperación. Últimamente, mi cuerpo
había sido maltratado y golpeado por un
montón de gente, algunos eran amigos y
conocidos, a otros había estado a punto
de cazarles en un callejón oscuro hacía
poco. Una de las mejores cosas del
Budayén es la profusión de callejones
oscuros. Creo que han sido planeados ex
profeso. En algún lugar de alguna
sagrada escritura dice: «Y serán
obligados a construir oscuros callejones
donde los insolentes y los pecadores se
abrirán la cabeza por turnos, y, de igual
modo, sus gruesos labios serán partidos,
e incluso esto será agradable a los ojos
del cielo». No podría citaros con
exactitud la procedencia de este
versículo. Lo debí soñar el viernes, por
la mañana temprano.
Las «Viudas Negras» habían sido las
primeras en zurrarme, varios criados de
Lutz Seipolt, Friedlander Bey y el
teniente Okking me habían hecho sufrir,
igual que sus pulcros y sonrientes amos,
y la noche anterior había sido
benignamente castigado por ese James
Bond lunático. Mi caja de píldoras
estaba vacía, nada, excepto el polvo de
color pastel en el fondo que podía
recoger con los dedos, en espera de un
miligramo de ayuda. Los opiáceos
fueron los primeros en acabarse, la
provisión de soneína que había
comprado a Chiriga y luego al sargento
Hajjar se había agotado en rápida
progresión, al ritmo que las punzadas y
los espasmos de dolor de mi cuerpo
aumentaban. Cuando las soneínas se
terminaron probé con los paxium, las
pequeñas píldoras de lavanda que
algunos consideran el último regalo del
universo de la química orgánica, la
«Respuesta a todas las pequeñas
preocupaciones de la vida», aunque
estoy llegando a la conclusión de que no
valen su peso en moco de chacal. De
cualquier forma, las tomé y las bañé en
unos tragos del Jack Daniels que Yasmin
trajo de su trabajo a casa. Muy bien,
quedaban los asfixiantes triángulos
azules. En realidad, no sé qué demonios
hacen contra el dolor, pero estaba
dispuesto a ofrecerme voluntario para la
investigación. La ciencia avanza. Me
tomé los tres trifets y el efecto fue
fascinante, desde el punto de vista
farmacológico. En media hora, empecé a
sentir un enorme interés por mi ritmo
cardíaco. Me tomé el pulso: algo así
como cuatrocientas veintidós
pulsaciones por minuto, pero me distraje
con los lagartos fantasmas que reptaban
por los extremos de mi visión periférica.
Estoy casi convencido de que, en
realidad, mi corazón no bombeaba tan
rápido.
Las drogas son tus amigas, trátalas
con respeto. No arrojarías a tus amigos
a la basura. No tirarías a tus amigos por
el retrete. Si tratas de esa forma a tus
amigos y a tus drogas, no mereces a
ninguno de los dos. Dámelos a mí. Las
drogas son maravillosas. No escucharé a
nadie que intente convencerme de que
las deje. En todo caso, abandonaría la
comida y la bebida; de hecho, a veces lo
hago.
El efecto de todas esas píldoras era
que mi mente delirase. En realidad,
ninguna señal de vida era reconfortante.
La vida estaba adquiriendo un tono
sombrío, agrio, punzante de verdad y
horrible, que no me gustaba nada.
Para colmo, recordé que Saied
«Medio Hajj» me había dado un par de
cápsulas de RPM. Es la misma mierda
que Bill, el taxista, hace discurrir por
sus venas todo el tiempo, a costa de su
alma inmortal. Tenía que acordarme de
no viajar con Bill nunca más. Jesús, ese
material asusta de verdad y lo peor era
que había pagado dinero contante y
sonante por el privilegio de ponerme así
de asqueroso. En ocasiones, las cosas
que hago me molestan, y tomo la
resolución de enmendarme. Lo prometí
cuando bajé del RPM, si es que lo había
hecho alguna vez...
El viernes era sabbath, un día de
descanso excepto para todos aquellos
del Budayén que reanudaban el trabajo
en cuanto el sol se ponía. Observamos el
mes sagrado del Ramadán, pero los
policías de la ciudad y los buenos de la
mezquita nos dejan un poco libres los
viernes. Se sienten felices por cooperar
en lo que pueden. Yasmin se fue a
trabajar y yo me quedé en la cama
leyendo a Simenon; creo que lo había
leído a los veinte años y luego un par de
veces más. Es difícil explicar lo que
pasa con Simenon. Escribe el mismo
libro una docena de veces; pero tiene
tantos libros distintos, escritos una
docena de veces, que debes leerlos
todos y luego clasificarlos por una
especie de orden racional en función de
una base lógica, temática, que siempre
se me escapa. Los empiezo por el final
(si está impreso en árabe) o por el
principio (si está en francés) o por la
mitad (si tengo prisa o estoy demasiado
lleno de mis amigas, las drogas).
Simenon. ¿Por qué hablaba yo de
Simenon? Iba a conducirme a un punto
crucial y revelador. Simenon sugiere a
lan Fleming, los dos son escritores, los
dos hacen thrillers, cada uno a su modo,
los dos están muertos y ninguno sabía
cómo hacer un buen martini: el «agitado
pero no revuelto» de Fleming, ¡por la
inefable teta izquierda de mi santa y puta
madre! lan Fleming conduce lisa y
llanamente hasta James Bond. El hombre
del moddy de James Bond no volvió a
dejar ninguna otra huella de cero cero
siete en la ciudad, ni la colilla de un
Morlands Special con los anillos
dorados, ni una rodaja de cáscara de
limón, ni un agujero de bala de Beretta.
Sí, con Bogatyrev y Devi había utilizado
la Beretta, la pistola que Bond prefería
en las primeras novelas de Fleming,
hasta que algún lector avispado le
indicó que era un «arma de mujer», sin
poder decisivo. Así que Fleming hizo
que Bond se pasara a la Walter PPK, una
automática pequeña, pero fiable. Si
nuestro James Bond hubiera empleado la
Walter, habría hecho un boquete peor en
el rostro de Devi; la Beretta le hizo un
agujero bastante pulcro y pequeño, como
la argolla de una lata de cerveza. El
sopapo que me dio fue lo último que
alguien vio u oyó de James Bond en la
ciudad. Me parece que no soportaba el
aburrimiento.
Existe otra razón de primer orden
para daros a conocer medicinas y
correctivos. El aburrimiento puede
resultar tedioso; pero no cuando te
tomas el pulso a más de cuatrocientas
pulsaciones por minuto. Por la vida de
mi barba y las sagradas pelotas del
Apóstol de Dios, que las bendiciones de
Alá y la paz estén con él; en realidad,
¡sólo quería dormir! Sin embargo, cada
vez que cerraba los ojos, un efecto
estroboscópico en blanco y negro
empezaba a destellar, y ante mí flotaban
cosas púrpura y verde, cosas
gigantescas. Grité, mas no me dejaban
solo. No comprendía que Bill pudiera
conducir su taxi a través de ellas.
Así transcurrió el viernes, en un
breve resumen. Yasmin regresó a casa
con el Jack Daniels, maté el resto de mis
provisiones de drogas, pasó el mediodía
y, cuando me desperté, Yasmin se había
ido. Era sábado ya. Tenía dos días más
para disfrutar de mi cerebro.
A primeras horas de la tarde del
sábado, noté que mi dinero se había
evaporado. Deberían quedarme aún
algunos kiam. Había gastado un poco,
desde luego, y seguramente me había
fundido algo más que no había contado.
Sin embargo, tenía la sensación de que
debían quedarme más de los noventa
kiam que encontré en mi bolsa. Los
noventa kiam no me iban a dar para
mucho. Unos téjanos nuevos me
costarían cuarenta ornas.
Empezaba a sospechar que Yasmin
se dedicaba a ordeñar mis finanzas. Es
algo que odio en las mujeres, incluso en
aquellas cuyos rasgos genéticos
celulares dicen que son hombres
todavía. Jo-Mama asegura:
«Precisamente, porque la gata tiene a los
gatitos en el horno no les hace galletas».
Busca un chico guapo, córtale sus
couilles y cómprale un balcón de
silicona que pueda alojar cómodamente
a una familia de tres, y estará vaciando
tu cartera antes de que te des cuenta. Se
toman todas tus pastillas y tus cápsulas,
se gastan tu dinero, te putean sobre la
maldita sábana y la manta, se miran toda
la noche, arrebatadas, en el espejo del
cuarto de baño, hacen inocentes
comentarios sobre las pavas imponentes
que pasan en dirección contraria,
quieren que las tomes después de una
hora de haberte agotado follándolas en
las alfombras, y luego se ponen hechas
unas fieras porque miras por la ventana
con una ligera expresión de fastidio en
el rostro. ¿Qué tiene eso de malo,
cuando una diosa casi perfecta deambula
por tu apartamento, y decora el suelo
con su ropa interior sucia? Debes tomar
algo para elevarte la moral, pero la
preciosa puta lo ha consumido todo ya,
¿recuerdas?
Sólo quedaba un día y medio de
cerebro de Marîd Audran tal y "J"
gonorreico por no seguir con el plan de
«Papa». En un minuto, todo estaba
dispuesto: el lunes por la mañana iba a
reunirme con los cirujanos de
Friedlander Bey y electrificar mis
pensamientos. Al minuto siguiente, sería
un asqueroso bastardo que no se
preocuparía por lo que a sus amigos les
sucediera. Ella no se acordaba de si
iban a modificarme el cerebro o no. No
podía retroceder lo suficiente como para
recordar el último argumento. (Yo sí: no
iban a modificármelo, y punto. ) Ni el
viernes ni el sábado salí de la cama en
todo el día. Miré las sombras alargarse
y empequeñecerse y volver a
agrandarse. Oí al muecín llamar a los
fieles a la oración, y después, a mí me
pareció unos minutos más tarde, volvió
a llamarles. Dejé de prestar atención a
Yasmin y a sus malos humores en algún
momento del sábado por la tarde, antes
de que se preparase para ir a trabajar.
Andaba de un lado a otro de la
habitación, mientras me llamaba todo
tipo de originales insultos; algunos no
los había oído nunca, a pesar de mis
años de vagabundeo. Eso sólo me hizo
querer a esa pequeña puta aún más. No
salí de la cama hasta que Yasmin se fue
a Frenchy. Mi cuerpo pasaba de las
sacudidas y los escalofríos a los
accesos de fiebre, estaba tan mal que
tuve que tranquilizarme en la ducha.
Después, me eché en la cama y me puse
a temblar y a sudar. Empapé las sábanas
y la funda del colchón y me cogí a la
sábana con los nudillos blancos. Los
lagartos fantasma reptaban ahora por mi
rostro y mis brazos, aunque con menos
frecuencia. Me sentí lo bastante seguro
como para volver a ir al baño, algo que
pensaba hacía rato. No tenía hambre,
pero sí un poquito de sed. Me bebí un
par de vasos de agua y me volví a meter
en la cama, tiritando. Me hubiera
gustado que Yasmin regresara a casa.
Pese a los enfermizos efectos de la
sobredosis de droga y mi creciente
temor, borré el lunes por la mañana de
mi mente. La noche del sábado la pasé
con más sudores fríos y fiebre remitente,
y contemplé insomne el techo, incluso
después de que Yasmin volviera,
borracha, a dormir. El domingo, justo
antes de la salida del sol, mientras se
arreglaba para ir a trabajar, salí de la
cama y me puse, desnudo, detrás de ella.
Se pintaba los ojos, ponía expresiones
divertidas y se maquillaba los párpados
con cosméticos de algún almacén de
puta rica de fuera del Budayén. Ella no
empleaba cosméticos baratos de los
bazares como todo el mundo, como si
alguien en Frenchy pudiera examinarla
bien en esa oscuridad. Era el mismo
maquillaje que vendían en los tenderetes
del zoco, pero Yasmin pagaba elevados
precios por él en la ciudad. Quería estar
arrebatadora en escena, cuando ni
siquiera un estúpido loco le miraría los
ojos. Buscaba un efecto combinado de
azul y verde bajo sus anchas y repasadas
cejas. Luego se dedicó a espolvorear
elegantes y resplandecientes destellos
dorados. Los destellos era lo más
difícil. Los hizo uno a uno.
—Vete pronto a la cama —dijo.
Eso me disgustó. —Tu cerebro, ¿te
acuerdas?
—Mi cerebro, lo recuerdo —dije—.
No va a ningún sitio raro. No he trazado
ningún plan para él.
—¡Van a modificarte tu inútil
cerebro!
Se volvió hacia mí como un gavilán
en el nido hacia un halcón. —No, la
última vez que pensé sobre ello, decidí
que no.
Agarró su pequeño bolso de noche
azul.
—Bien, hijo de puta, de horrible
madre kaffir —gritó—, ¡que te jodas, tú
y el caballo que montas!
Al salir de mi apartamento hizo más
ruido del que creí que fuera posible
hacer, y eso fue antes de que cerrara la
puerta. Todo quedó en silencio después
del portazo, lo que me hubiera permitido
pensar. Pero fui incapaz de hacerlo.
Caminé por la habitación, quité una o
dos cosas, cambié a puntapiés mi ropa
de derecha a izquierda y al revés, y me
tumbé en la cama. Había estado tanto
tiempo acostado que no era agradable
volver a ella; pero no había mucho más
que hacer. Miré la oscuridad de la
habitación extenderse y alcanzarme.
Tampoco eso era ya excitante. El dolor
había desaparecido, la histeria
provocada por la sobredosis, también;
mi dinero se había evaporado, y Yasmin
no estaba conmigo. Reinaba la paz y la
alegría. Odié cada maldito segundo.
En ese silencioso centro de reposo y
despreocupación, libre del frenesí que
me había rodeado esos días, me
sorprendí a mí mismo con un retazo de
verdadera intuición. Me felicité por caer
en la cuenta de que el hombre del moddy
de James Bond empuñaba una Beretta en
lugar de una Walter. Pensar en él me
condujo a otra idea, y juntos provocaron
una o dos ideas más, y todo iluminó un
detalle inexplicable que, por lo menos,
llevaba un par de días cociéndose en mi
memoria. Repasé mi última visita al
teniente Okking. Recordé que no parecía
estar nada interesado en mis teorías o en
las proposiciones de Friedlander Bey.
Eso no era tan raro. Okking se resistía a
las intromisiones de nadie. Le
molestaban aunque fueran intromisiones
positivas, en forma de auténtica ayuda.
No era en Okking en quien se centraban
mis pensamientos, sino en algo de su
despacho.
Uno de los sobres estaba dirigido a
Universal Export. Recordaba haberme
preguntado sin mucha atención si Seipolt
trabajaba en esa compañía o si Hassan
el chifla había recibido unos curiosos
embalajes de ella. El nombre de la
compañía era tan común que
probablemente habría cientos de
Universal Export por todo el mundo.
Quizá Okking enviaba una orden de
pedido por correo de algún mueble de
mimbre de jardín para ponerlo junto a la
barbacoa de su patio.
El carácter común de Universal
Export era la razón por la que M. , el
jefe de la sección especial cero cero de
James Bond, lo empleara como falsa
cobertura y nombre en clave en los
libros de Tan Fleming. El olvidadizo
nombre nunca habría acudido a mi
memoria sin esa relación con las
aventuras de James Bond. Quizá
Universal Export era una referencia
encubierta al hombre que llevaba el
moddy de James Bond. ¡Cómo me
hubiera gustado recordar la dirección de
aquel sobre!
Me senté, confuso. Si la explicación
de Bond era cierta, ¿qué pintaba aquel
sobre en la casilla de salidas del
teniente Okking? Me dije que estaba
poniéndome tan nervioso como un
saltamontes en una sartén. Buscaba miel
donde era probable que no hubiera
abejas. Volví a notar el estómago
revuelto. Me sentía arrastrado sin
quererlo a una confusión de senderos
tortuosos y mortales.
Era el momento de actuar. Había
pasado el viernes, el sábado y la mayor
parte del domingo paralizado entre las
gastadas y asquerosas sábanas. Era el
momento de empezar a moverse, salir
del apartamento y abandonar ese morbo
y ese miedo asiduos. Tenía noventa
kiam. Podía comprarme algunos
butacuálidos y tener un sueño decente.
Saqué la galabiyya, que empezaba a
estar un poco sucia, las sandalias y mi
libdeh, el gorro ajustado. Camino de la
puerta agarré mi bolsa y bajé la escalera
de prisa. De repente quería conseguir
algunos butacuálidos. Me refiero a que
los necesitaba de verdad. Había pasado
tres días horribles, sudando demasiado,
expulsando cualquier porquería de mi
cuerpo y, de repente, se me ocurría
comprar más. Anoté en mi imaginación
que debía frenar un poco el consumo de
drogas, arrugué la imaginaria nota y la
tiré a una papelera también imaginaria.
Parecía que los butacuálidos
escaseaban. Chiriga no tenía ninguno
pero me dio una copa de tende gratis
mientras me contaba la cantidad de
problemas que tenía con la chica nueva
y que todavía guardaba el moddy de
Dulce Pilar para mí. Recordé el anuncio
holoporno fuera de la tienda de la vieja
Laila.
—Chiri —dije —, estoy pasando
una gripe o algo parecido, pero te
prometo que iremos a cenar alguna
noche de la semana que viene. Entonces
inshallah. probaremos tu moddy.
Ni siquiera sonrió. Me miró como si
observara un pez herido que se agita en
el agua.
—Marîd, querido —repuso con
tristeza—, ahora en serio, hazme caso,
tienes que acabar con esas píldoras. Te
estás haciendo mierda.
Tenía razón, pero no gusta oír esos
consejos de nadie. Asentí, tragué el
resto del tende y salí del club sin decir
adiós.
Me reuní con Jacques, Mahmud y
Saied en el Big Als Old Chicago. Me
dijeron que estaban arruinados, tanto en
lo financiero como en lo medicinal.
—Me alegro de volver a veros —
dije.
—Marîd —comenzó Jacques—,
quizá no sea de mi...
—No lo es —le interrumpí.
Pasé por el Silver Palm. Tampoco
allí había acción. Fui a la tienda de
Hassan, pero él no estaba en la
trastienda, y su pollo americano me miró
con ojos voluptuosos. Entré en el Red
Light —empezaba a desesperar—, y
Fátima me dijo que el amigo de una de
sus chicas blancas tenía una maleta llena
de mercancía variada, pero que no
llegaría hasta quizá las cinco de la
mañana. Le dije que si no se presentaba
nada mejor hasta entonces, volvería.
Fátima no me invitó a una copa.
Por último, en el refugio helénico de
Jo-Mama, tuve un poco más de suerte.
Compré seis butacuálidos a la segunda
chica de la barra de Jo-Mama, Rocky,
otra mujer corpulenta de cabello negro,
corto e hirsuto. Rocky se pasó un poco
en el precio, aunque, en ese momento, no
me importó. Me ofreció, para
tragármelas, una cerveza a cuenta de la
casa pero le dije que me iba a mi
habitación y a meterme en la cama.
—Sí, tienes razón —dijo Jo-Mama
—, tienes que acostarte temprano para
levantarte por la mañana, haragán, y que
te abran el cráneo.
Cerré los ojos un instante y suspiré.
—¿Dónde has oído eso? —pregunté.
Jo-Mama dibujó una algo ofendida,
aunque inocente por completo, expresión
en su rostro.
—Todo el mundo lo sabe, Marîd.
¿Verdad, Rocky? Eso es lo que nadie
creía. Quiero decir, que te modificaras
el cerebro. Seguro que lo próximo que
oímos es que Hassan se dedica a regalar
alfombras o rifles o artesanía a los
primeros veinte que llamen a su puerta.
—Tomaré esa cerveza —acepté,
muy cansado.
Rocky me puso una. Por un
momento, nadie supo si ésa era la
cerveza gratis o si ya la había tomado y
se trataba de otra que debería pagar.
—Ésta es a mi cuenta —dijo Jo-
Mama.
—Gracias, Mama. No van a
modificarme el cerebro. —Tomé un
largo trago de cerveza—. No me
importa lo que digan, no me importa
quién lo diga. Soy yo, Marîd, el que
habla: no van a modificarme el cerebro.
¿Comprende?— Jo-Mama se encogió de
hombros como si no me creyese;
después de todo, ¿qué era mi palabra
contra la de la «Calle»?
—Voy a contarte lo que sucedió
anoche aquí —comentó ella, a punto de
iniciar una de sus inacabables y
divertidas historias.
Casi quería oírla porque tenía que
ponerme al día de las noticias, pero fui
rescatado.
—¡Estás aquí! —gritó Yasmin, que
irrumpió en el bar y me dio un violento
golpe con el bolso.
Agaché la cabeza, pero me golpeó
en el costado.
—¡Qué demonios...! — empecé a
decir.
—Hacedlo en la calle —ordenó Jo-
Mama de forma automática.
Parecía tan sorprendida como yo.
Yasmin no estaba de humor para
escucharnos a ninguno de los dos. Me
agarró por la muñeca, su mano era tan
fuerte como la mía y mi muñeca estaba
cogida.
—Ven conmigo, soplapollas.
—Yasmin, cierra tu jodida boca y
déjame en paz.
Jo-Mama sacó su taburete, eso podía
ser un aviso, pero Yasmin no le prestó
atención. Todavía tenía mi muñeca
agarrada y sus dedos me apretaban más
fuerte. Tiró de mi brazo.
—Vas a venir conmigo —dijo con
tono ominoso—, porque tengo algo
bonito que mostrarte, maldito gato de
vientre amarillo.
Me sentí furioso de verdad. Nunca
había estado tan furioso con Yasmin, y
todavía no sabía de qué me hablaba.
—Dale una bofetada —me dijo
Rocky desde detrás de la barra.
En los holoespectáculos eso siempre
da resultado con las heroínas excitables
y los oficiales jóvenes presas del
pánico. No lo había pensado, pero quizá
tranquilizase a Yasmin. Era probable
que así dejara de darme el coñazo, y
luego se podía ir a donde le diera la
gana. Levanté el brazo que todavía tenía
apresado, lo giré un poco hacia afuera,
me liberé de su presión y le agarré la
muñeca. Entonces, le retorcí el brazo
hacia atrás y lo apreté contra su espalda
en una llave. Gritó de dolor. Apreté más,
y volvió a gritar.
—Esto es por insultarme de ese
modo —dije con un gruñido bajo cerca
de su oído—. Puedes hacerlo en casa
siempre que quieras, pero no delante de
mis amigos.
—¿Quieres que te haga daño? —dijo
con rabia.
—Inténtalo.
—Más tarde. Todavía tengo algo que
enseñarte.
Le solté el brazo y se lo frotó un
instante. Recogió su bolso y abrió la
puerta del club de Jo-Mama de un
puntapié. Hice un gesto a Rocky. Jo-
Mama me dirigió una divertida sonrisita,
porque eso le proporcionaría una
historia mejor que la que no había
llegado a contarme. Al menos, Jo-Mama
iba a sacar algo.
Seguí a Yasmin al exterior. Se
volvió hacia mí; antes de que pudiera
decir una palabra, le puse la mano
derecha alrededor de la garganta y la
empujé contra un viejo muro de
ladrillos. No me importaba si le hacía
daño.
—No vuelvas a hacerme eso nunca
—dije con una voz peligrosamente
serena—. ¿Me entiendes?
Y sólo por puro placer sádico sacudí
su cabeza con violencia contra los
ladrillos.
—¡Que te jodan, maricón!
—De acuerdo, pero cuando creas
que eres lo bastante hombre, mutilado y
castrado hijo de puta —dije.
Entonces Yasmin rompió a llorar y
sentí que algo se derrumbaba en mi
interior. Me di cuenta de que había
hecho lo peor que podía hacer, y que no
había forma de remediarlo. Podía
arrastrarme de rodillas todo el camino a
La Meca pidiendo perdón y Alá me
perdonaría, pero Yasmin, no. Hubiera
dado todo lo que poseía, todo lo que
pudiera robar por que los últimos
minutos no hubieran transcurrido, pero
había ocurrido y, para los dos,
olvidarlos sería muy difícil.
—Marîd —susurró entre sollozos.
La abracé. No había una maldita
palabra en el mundo que pudiera
pronunciarse. Permanecimos abrazados,
muy juntos, mientras Yasmin lloraba. Yo
hubiese querido hacerlo también pero
me sentí incapaz. Así estuvimos durante
cinco, diez o quince minutos. La poca
gente que pasaba por la acera simuló
que no nos veía. Jo-Mama asomó la
cabeza por la puerta y la volvió a meter.
Un momento después, Rocky nos miró
como si casualmente estuviera contando
la multitud inexistente en esa calle
oscura. Yo no pensaba en nada, no sentía
nada. Abrazaba a Yasmin y ella me
abrazaba a mí.
—Te quiero —murmuré por fin.
Cuando encuentras la ocasión
apropiada, es siempre la mejor y la
única frase que puedes decir.
Me cogió de la mano y nos
encaminamos despacio hacia el final del
Budayén. Pensé que dábamos un paseo;
pero, al cabo de unos pocos minutos, me
di cuenta de que Yasmin me conducía a
alguna parte. La desagradable sensación
de que no deseaba mirar lo que iba a
mostrarme creció en mí.
Vi un cuerpo metido en una gran
bolsa de basura, alguien había hurgado
en el montón de bolsas. La bolsa donde
se encontraba Nikki estaba abierta y ella
yacía tendida sobre los húmedos y
sucios adoquines de un angosto callejón
sin salida.
—Creí que estaba muerta por tu
culpa —lloriqueó Yasmin—. Porque no
te has esforzado demasiado para tratar
de encontrarla.
Cogí la mano de Yasmin y estuvimos
un rato de pie. Contemplamos el cadáver
de Nikki sin pronunciar palabra durante
un rato. Yo sabía que aquélla era la
forma en que tenía que ver a Nikki. Creo
que lo supe desde el principio, cuando
Tamiko fue asesinada y Nikki me hizo
esa corta y desesperada llamada
telefónica.
Solté la mano de Yasmin y me
arrodillé junto al cadáver. Estaba lleno
de sangre, metido en la bolsa de basura
negra, sobre los adoquines cubiertos de
musgo del pavimento.
—Yasmin, cariño —dije mirando su
desolado semblante —, no mires más.
¿Por qué no llamas a Okking y luego te
vas a casa? Yo iré en seguida.
Yasmin hizo un gesto vago y sin
significado.
—Telefonearé a Okking —susurró
con voz inexpresiva—; pero he de
volver al trabajo.
—Esta noche, Frenchy puede
joderse —dije—. Quiero que vayas a
casa. Escucha, cielo, te necesito.
—Está bien.
Y sonrió un poco a través de las
lágrimas.
Después de todo, nuestra relación no
estaba rota. Con un poco de cuidado
podía volverse tan buena como al
principio, incluso mejor aún. Era un
alivio sentirse esperanzado de nuevo.
—¿Cómo supiste que estaba aquí?
—pregunté.
—Blanca la encontró —dijo Yasmin
—. La puerta trasera de su casa está
cerca, y ella pasa por aquí para ir al
trabajo.
Señaló a lo lejos del callejón, donde
había una puerta desvencijada y pintada
de gris en la desnuda pared de ladrillo.
Asentí y miré a Yasmin caminar
despacio en dirección a la «Calle». Me
volví hacia el cuerpo destrozado. Había
sido el degollador, podía ver los
morados en las muñecas y el cuello de
Nikki, las señales de las quemaduras y
un montón de pequeños cortes y heridas.
El asesino había invertido más tiempo y
pericia en terminar con Nikki del que
había dedicado a Tami o a Abdulay.
Estaba seguro de que el forense
encontraría también rastros de
violación.
Habían metido la ropa y el bolso de
Nikki en la bolsa con ella. Miré sus
ropas, mas no encontré nada. Busqué el
bolso, pero tuve que levantar la cabeza
de Nikki. Había sido golpeada con
salvaje crueldad hasta que su cráneo,
cabello, sangre y sesos formaron una
masa repulsiva. Le habían cortado el
cuello de un modo tan brutal que casi
estaba decapitada. En mi vida había
visto tan blasfema, profanadora y
perversa crueldad. Limpié los
desperdicios esparcidos de una zona y
dejé con cuidado el cadáver de Nikki
sobre los adoquines rotos. Me alejé
unos pasos, me arrodillé y vomité.
Vomité y tuve náuseas hasta que los
músculos del estómago me dolieron.
Cuando el mareo pasó, me obligué a
volver y buscar en su bolso. Hallé dos
objetos curiosos y notables: una
reproducción en bronce de un antiguo
escarabajo egipcio que había visto en
casa de Seipolt y un rudimentario moddy
que parecía hecho en casa. Me guardé
ambos objetos. Después elegí la bolsa
de basura menos hedionda y me puse
todo lo cómodo que pude. Dirigí una
oración a Alá por el alma de Nikki.
Luego, esperé.
—Bueno —dije tranquilamente
mirando el sórdido y sucio lugar donde
habían dejado a Nikki —. Me gustaría
levantarme por la mañana y tener el
cerebro modificado.
Maktoob, está bien, estaba escrito.
12
Los musulmanes suelen ser muy
supersticiosos por naturaleza. Nuestros
compañeros de viaje a través de la
desconcertante creación de Alá incluyen
todo tipo de djinn, demonios, monstruos,
y ángeles buenos y malos. Existen
legiones de hechiceros dotados de
peligrosos poderes, siendo el mal de ojo
el más frecuente. Esto no hace a la
cultura musulmana más irracional que
otras, todo grupo étnico tiene su propio
conjunto de cosas hostiles y ocultas que
acechan para abalanzarse sobre el
desprevenido ser humano. En el mundo
del espíritu es normal que haya más
enemigos que protectores, aunque se
supone que existen incontables ejércitos
de ángeles y demás. Quizá todos estén
de campo y playa desde la expulsión de
Satán del Paraíso, no lo sé.
De cualquier modo, una de las
prácticas supersticiosas asociadas a
algunos musulmanes, en particular a las
tribus nómadas y a los bárbaros fellahin
del Magreb —la familia de mi madre,
por ejemplo— es llamar a un recién
nacido por el nombre de una calamidad
o una cualidad horrible para evitar que
cualquier espíritu o brujo envidioso
pueda fijarse demasiado en él. Me
dijeron que eso lo hace en todo el
mundo gente que nunca ha oído hablar
del Profeta, la paz sea con su nombre.
Me llamaron Marîd, que significa
«enfermedad», y me dieron ese nombre
con la esperanza de que no sufriera
muchas enfermedades en el transcurso
de mi vida. El hechizo parece haber
surtido cierto efecto positivo. Me
extirparon un apéndice inflamado hace
algunos años, pero ésa es una operación
corriente y rutinaria, y ha sido el único
problema médico serio que he tenido.
Creo que quizá sea debido al avance de
los tratamientos en esta era de
prodigios, pero ¿quién sabe? Alabado
sea Alá y todas esas cosas.
De modo que no tengo mucha
experiencia en hospitales. Unas voces
me despertaron y tardé algún rato en
saber dónde me encontraba y otro rato
en recordar por qué demonios estaba
allí. Abrí los ojos. No podía ver nada,
excepto una borrosa oscuridad.
Parpadeé una y otra vez. mas era como
si alguien hubiera intentado pegarme los
ojos con arena y miel. Traté de levantar
la mano para restregarme los ojos, pero
mi brazo estaba demasiado débil, no
podía cruzar la insignificante distancia
que separa el pecho del rostro. Parpadeé
un poco más y entorné los ojos.
Por fin, pude distinguir a dos
enfermeros, de pie, a los pies de mi
cama. Uno era joven, con barba negra y
voz diáfana. Sostenía un cuadro clínico
y daba instrucciones al otro.
—El señor Audran no te dará
demasiados problemas —dijo.
El otro enfermero era bastante más
viejo, con cabello gris y voz ronca.
Asintió.
—¿Medicamentos? —preguntó. El
joven enarcó las cejas.
—Es extraordinario. Puede tomar lo
que quiera, con la aprobación de los
médicos. Y creo que la obtendrá con
sólo pedirla. Cualquier cosa y con la
frecuencia que quiera.
El hombre del cabello gris soltó un
bufido de indignación.
—¿Qué es lo que hizo, ganar un
concurso? ¿Unas vacaciones con todas
las drogas pagadas en el hospital de su
elección?
—Baja la voz, Alí. No se mueve,
pero quizá pueda oírte. No sé quién es;
el hospital lo ha tratado como a un
dignatario extranjero o algo parecido. El
dinero que se ha gastado en suprimirle
el menor signo de incomodidad podría
aliviar el dolor de una docena de pobres
que sufren en los pabellones de la
caridad.
Como es natural, eso me hizo sentir
como un cerdo asqueroso. Me refiero a
que también tengo sentimientos. Yo no
había pedido ese tratamiento —al menos
no recuerdo haberlo hecho —, y decidí
ponerle fin tan pronto como pudiera.
Bien, si no fin, quizá reducirlo un poco.
No quería que me tratasen como a un
caíd feudal.
El joven siguió consultando el
cuadro clínico.
—El señor Audran ingresó para que
le practicaran una selecta operación
intracraneal. Un complicado injerto de
circuitos, muy experimental, creo. Por
eso ha estado en cama tanto tiempo.
Podrían darse efectos secundarios
imprevistos.
Eso me puso un poco nervioso. ¿Qué
efectos secundarios? Nadie me lo había
dicho antes.
—Echaré un vistazo a su cuadro esta
noche —dijo el hombre de cabello gris.
—Duerme la mayor parte del
tiempo, no te molestará demasiado. Alá
misericordioso, entre la burbuja de
etorpina y las inyecciones debería
dormir durante los próximos diez o
quince años.
Por supuesto, estaba subestimando
mi maravilloso y eficiente hígado y mi
sistema enzimático. Todo el mundo cree
que exagero.
Abandonaban la habitación. El más
viejo abrió la puerta y se fue. Intenté
hablar, no me salió nada. Sólo un
susurro quebrado. Tragué un poco de
saliva y murmuré:
—Enfermero.
El hombre de la barba negra dejó mi
cuadro sobre la consola, al lado de mi
cama, y se dirigió hacia mí con su rostro
inexpresivo.
—En seguida estoy con usted, señor
Audran —dijo con frialdad.
Luego salió y cerró la puerta.
La habitación era limpia y sencilla,
casi sin decoración, pero cómoda.
Mucho más cómoda que la sala de la
caridad donde me trataron después de la
apendicitis. Una época desagradable. Lo
único atractivo fue que me salvaron la
vida, gracias a Alá, y mi iniciación a la
soneína, una vez más sea Alá alabado.
Las salas de la caridad no son
filantrópicas por completo; me refiero a
que el fellahin que no puede pagarse
doctores privados recibe atención
médica gratis, pero el principal interés
del hospital es proporcionar a los
estudiantes internos, residentes y
enfermeros amplia gama de casos poco
comunes con los que practicar. Todo el
que te examina, te hace cualquier prueba
o cualquier operación menor, a la
cabecera de tu cama, sólo está
familiarizado de lejos con su trabajo.
Eran formales y sinceros, pero sin
experiencia; podían convertir una simple
extracción de sangre en una
desagradable experiencia y un
procedimiento más doloroso en una
tortura infernal. Eso no ocurría en
aquella habitación privada. Estaba
cómodo, tranquilo y libre de dolor,
rodeado de paz, descanso y cuidados
competentes. Friedlander Bey me lo
proporcionaba, pero yo debería
corresponderle. Él se encargaría de que
lo hiciera.
Supongo que debí dormirme un rato,
porque cuando la puerta se abrió, me
desperté sobresaltado. Esperaba ver al
enfermero, mas era un joven con una
bata de quirófano verde. Tenía la tez
oscura y quemada por el sol, vivos ojos
marrones y un bigote negro de los más
espesos y grandes que he visto en mi
vida. Le imaginé tratando de metérselo
bajo la mascarilla quirúrgica y eso me
hizo sonreír. Mi médico era turco. A mí
me costaba entender su árabe y a él
comprenderme.
—¿Cómo se encuentra hoy? —dijo
sin mirarme.
Me echó un vistazo a través de las
notas del enfermero y luego se dirigió al
terminal de información que había junto
a mi cama. Tocó unas cuantas teclas y
las funciones en la pantalla del terminal
cambiaron. No hacía ningún ruido,
tampoco los médicos suelen chasquear o
alentar el zumbido. Contempló el
incesante desfile de números y retorció
los extremos de su bigote. Por fin me
miró.
—¿Cómo se encuentra?—Bien —
dije de modo evasivo.
Cuando trato con médicos, imagino
siempre que buscan una información
determinada, pero no van al grano y te
preguntan lo que necesitan saber porque
temen que distorsiones la verdad y les
digas lo que tú crees que desean oír; así
que se andan con rodeos como si de esa
forma no intentases averiguar qué
quieren saber y distorsionases la verdad
de todos modos.
—¿Algún dolor?
—Un poco —dije.
Era mentira. Estaba rizando el rizo.
Nunca digas a un médico que no sufres,
porque le inducirá a bajarte la dosis de
calmante.
—¿Duerme?
—Sí.
—¿Ha comido algo?
Lo pensé un instante. Tenía un
hambre desatorada, pese a que el gotero
vertía una solución de glucosa
directamente por una vena del dorso de
mi mano.
—No —respondí.
—Empezaremos con algunos
líquidos por la mañana. ¿Se ha
levantado de la cama?
—No.
—Bien. Se quedará aquí otro par de
días. ¿Mareos? ¿Manos o pies
entumecidos? ¿Náuseas? ¿Sensaciones
extrañas, luces, oye voces, se le duerme
algún miembro, o algo parecido?
—¿Miembros dormidos?
—No.
Aunque hubiera sido así, no se lo
habría dicho.
—Va reaccionando bien, señor
Audran. Todo según lo previsto.
—Gracias a Alá. ¿Cuánto hace que
estoy aquí? El doctor me miró y luego
miró mi cuadro. —Poco más de dos
semanas —dijo.
¿Cuándo me operaron?
—Hace quince días. Antes estuvo
dos días de preparación en el hospital.
—Oh, oh.
Quedaba menos de una semana de
Ramadán. Me preguntaba qué habría
sucedido en la ciudad durante mi
ausencia. Esperaba que algunos de mis
amigos y asociados siguieran vivos. Si
alguien había resultado herido —es
decir, muerto—, «Papa» tendría que
cargar con la responsabilidad. Eso era
casi como echarle la culpa a Dios, e
igual de práctico. No conseguirías
abogado para demandar a ninguno de los
dos.
—Dígame, señor Audran, ¿qué es lo
último que recuerda?
Resultaba difícil de contestar. Lo
pensé un rato, era como zambullirse en
un oscuro y tormentoso frente de nubes;
no había nada, excepto un turbio y
pasado presentimiento. Tenía vagas
sensaciones de voces serias, el recuerdo
de manos que me movían en la cama y
sobresaltos de dolor. Recuerdo que
alguien dijo: «No tiren de ahí», pero yo
no sabía quién había hablado ni qué
significaba. Seguí investigando en mi
mente y me percaté de que no recordaba
haber entrado a la operación, ni salido
de mi apartamento para ir al hospital. Lo
último que recordaba con claridad era...
Nikki.
—Mi amiga —dije, con la boca
repentinamente seca y un nudo en la
garganta.
—¿La que fue asesinada? —
preguntó el médico.
—Si.
—Eso fue hace casi tres semanas.
¿No recuerda nada posterior a eso?
—No. Nada.
—Entonces, ¿no recuerda haberme
visto antes? ¿Nuestras conversaciones?
El oscuro frente de nubes surgía para
empañarlo todo, pensé que era un buen
momento para hacerlo. Odiaba esos
vacíos en mi consciencia. Eran un
fastidio, incluso esos pequeños vacíos
de doce horas. Un pedazo de tres
semanas perdido de mi pastel mental era
más molesto de lo que deseaba afrontar.
Ni siquiera tenía la energía para mostrar
un pánico decente.
—Lo siento —dije—. No me
acuerdo.
El doctor asintió.
—Soy el doctor Yeniknani, ayudante
de su cirujano, el doctor Lisán. Durante
los últimos días ha ido recobrando la
memoria de forma paulatina. Pero si ha
olvidado el contenido de nuestras
charlas, es muy importante que
discutamos esa información de nuevo.
Sólo deseaba volver a dormirme.
Me restregué los ojos con mano
fatigada.
—Si me lo explica todo otra vez, es
probable que lo olvide y tenga que
repetírmelo todo mañana o pasado.
El doctor Yeniknani se encogió de
hombros.
—Es posible, pero usted no tiene
otra cosa que hacer y a mí me pagan tan
bien que estoy más que deseoso de
cumplir con mi deber.
Me ofreció una amplia sonrisa para
hacerme saber que bromeaba. Esos tipos
duros tienen que hacerlo así o, de otro
modo, nunca lo adivinarías. El médico
parecía empuñar un rifle en alguna
emboscada en la montaña, en lugar de
manejar cuadros clínicos y depresores
de lengua, pero eso era sólo mi mente
trivial dedicada a construir estereotipos.
Me divertía. El médico volvió a
mostrarme sus grandes y torcidos
dientes amarillos.
—Además, siento un enorme amor
por la humanidad — dijo—. Es la
voluntad de Alá que empiece a poner fin
al sufrimiento humano manteniendo con
usted esta insípida charla cada día, hasta
que por fin la recuerde. Estamos aquí
para hacer estas cosas, comprenderlas
es cosa de Alá.
Volvió a encogerse de hombros. Era
muy expresivo, para ser turco.
Alabé el nombre de Dios y esperé a
que el doctor Yeniknani reiniciase su
atento y gentil trato.
—¿Se ha visto? —me preguntó.
—No, todavía no.
Nunca tengo prisa por ver mi cuerpo
después de haber sido agraviado de
modo serio. Las heridas no me producen
una especial fascinación, sobre todo si
son mías. Cuando me extirparon el
apéndice, fui incapaz de mirarme más
abajo del ombligo durante un mes.
Ahora, con el cerebro recién modificado
y la cabeza rasurada, no quería ponerme
delante de un espejo, eso me haría
pensar en lo que me habían hecho, por
qué, y adonde me conduciría. Si era
prudente y listo, podría pasarme en esa
cama de hospital, plácidamente sedado,
meses, años incluso. No parecía un
destino tan terrible. Era preferible ser un
vegetal atontado que un cadáver listo.
Me preguntaba cuánto tiempo podría
fingirme enfermo antes de volver a ser
arrojado a la dura «Calle». No tenía
prisa, eso seguro.
El doctor Yeniknani asintió, ausente.
—Su... patrón... —dijo, eligiendo
juiciosamente la palabra—, su patrón
especificó que le hicieran la reticulación
intracraneal más completa posible. Por
eso, el propio doctor Lisán en persona
realizó la operación. El doctor Lisán es
el mejor neurocirujano de la ciudad, y
uno de los más respetados del mundo.
Mucho de lo que le ha sido hecho a
usted, lo ha inventado él, o mejorado, y,
en su caso, el doctor Lisán ha ensayado
uno o dos procedimientos nuevos que
podríamos llamar... experimentales.
Eso no me halagó en absoluto. No
me importaba lo buen cirujano que el
doctor Lisán fuera. Soy partidario del
«Más vale prevenir que curar». Podría
ser igual de feliz con un cerebro que
careciera de uno o dos ingenios
«experimentales», pero que no corriera
el riesgo de volverse tarumba si se
concentraba demasiado. Pero ¡qué
demonios! Le dediqué una torva y
temeraria sonrisa, y me di cuenta de que
colocar peligrosos cables en ignotos
recodos de mi cerebro para ver qué
sucedía no era mucho peor que recorrer
la ciudad en el asiento trasero del taxi
de Bill. Quizá tuviera algún tipo de
pulsión de muerte o alguna clase de
estupidez simple.
El médico levantó la tapadera de la
mesa-bandeja, que había junto a mi
cama, y descubrió un espejo debajo.
Entonces, movió la mesa para que
pudiera verme en él. Estaba horrible.
Parecía un muerto que se hubiera
perdido camino del infierno y se
encontrara en ninguna parte; no vivo,
desde luego, pero tampoco decentemente
muerto. Mi barba aparecía arreglada con
toda pulcritud, me había afeitado cada
día o alguien lo había hecho por mí; sin
embargo, tenía la tez pálida, de un color
poco saludable, como papel de
periódico viejo, y profundas ojeras. Me
miré al espejo un buen rato antes de
darme cuenta de que estaba casi calvo,
sólo una fina pelusilla cubría mi cuero
cabelludo, como musgo pegado a una
roca insensible. La conexión injertada
no era visible, oculta tras capas
protectoras de vendajes. Intenté tocarme
la coronilla con la mano, pero no pude
hacerlo. Sentía un extraño y
desagradable hormigueo en las tripas, y
desistí. Mi mano se desplomó y miré al
médico.
—Cuando le quitemos el vendaje —
dijo—, notará que tiene dos conexiones,
una anterior y otra posterior.
—¿Dos? —nunca había oído que
nadie tuviera dos conexiones.
—Sí. El doctor Lisán le ha
aumentado al doble el injerto corímbico
convencional.
Esa enorme capacidad en mi cerebro
era como ponerle un cohete a una carreta
de bueyes; nunca volaría. Cerré los ojos,
me sentía algo más que asustado.
Empecé a murmurar Al-Fatiha, la
primera azora del noble Corán, una
consoladora oración que siempre me
sale en ocasiones como ésa. Es el
equivalente islámico del Padrenuestro
cristiano. Luego abrí los ojos y
contemplé mi imagen. Todavía estaba
asustado, pero al menos había dado a
conocer mi incertidumbre al cielo y, en
adelante, aceptaría todo como la
voluntad de Alá.
—¿Eso significa que puedo
conectarme dos moddies distintos a la
vez y ser dos personas al mismo tiempo?
El doctor Yeniknani frunció el ceño.
—No. señor Audran. La segunda
conexión sólo aceptará potenciadores de
software, no un módulo de personalidad
completo. No intente probar dos
módulos a la vez. Acabaría con los dos
hemisferios cerebrales carbonizados y
la parte posterior de su cerebro serviría
sólo de pisapapeles. Le hemos
proporcionado un aumento, como... —
Casi comete una indiscreción y
menciona un nombre— su patrón
ordenó. Un terapeuta le enseñará el uso
correcto de sus injertos corímbicos. El
modo como usted los emplee cuando
salga del hospital es asunto suyo.
Recuerde que ahora trata directamente
con su sistema nervioso central. No se
trata de tomarse unas cuantas pastillas y
amodorrarse un rato hasta recobrar la
sobriedad. Si comete alguna
imprudencia con sus injertos, podría
tener efectos irreversibles. Aterradores
efectos irreversibles.
Está bien, me lo había vendido.
Haría lo que «Papa» y todos los demás
quisieran, mi cerebro estaba
modificado. El bueno del doctor
Yeniknani me había asustado y me dije a
mí mismo allí, en la cama del hospital,
que yo nunca había prometido usar tal
cosa. Saldría del hospital en cuanto
pudiera, iría a casa, olvidaría los
injertos y resolvería mis asuntos como
de costumbre. Me conectaría el moddy
el día que hiciese frío en Jiddah. Tendría
las conexiones de adorno. En la
amplificación subcraneal de Marîd
Audran, amigo, las pilas no iban
incluidas e intentaría que así fuera.
Excitar de vez en cuando mis pequeñas
células grises con química no las
incapacitaba para siempre, pero no iba a
chamuscarlas en una freidora eléctrica.
Sólo pude llegar hasta allí, luego, mi
perversidad innata se impuso.
—Así que —dijo el doctor
Yeniknani con más ánimo—, al margen
de esa advertencia obligatoria, supongo
que deseará oír lo que las mejoras de su
mente y su cuerpo son capaces de hacer
por usted.
—Puede apostar lo que quiera —
dije sin entusiasmo.
—¿Qué sabe sobre las actividades
del cerebro y el sistema nervioso?
Me eché a re ir.
—Tanto como cualquier buscavidas
del Budayén que apenas puede leer y
escribir su nombre. Sé que el cerebro
está en la cabeza y he oído que no es una
buena idea dejar que un criminal te lo
esparza sobre la acera. Aparte de eso,
desconozco todo lo demás.
En realidad, no sabía tan poco como
le había dicho, mas siempre guardo algo
de reserva. Ser un poco más rápido, más
fuerte y más listo de lo que la gente cree
es una buena política.
—Bien, el injerto corímbico
posterior es del todo convencional. Eso
le permite conectarse un módulo de
personalidad. Usted sabe que la
profesión médica no tiene una opinión
unánime sobre estos módulos. Algunos
de nuestros colegas piensan que los
posibles abusos superan los beneficios.
Estos beneficios, en realidad, son
mínimos al principio. Los módulos se
fabrican, sobre bases limitadas, como
ayudas terapéuticas a pacientes con
graves perturbaciones neurológicas. Sin
embargo, los módulos han sido
adquiridos por los medios populares, y
se emplean para propósitos muy
diferentes a los que, en un principio, sus
inventores pretendían. Ahora, es
demasiado tarde ya para hacer algo al
respecto y aquellos que lo consideran
una afrenta y prohibirían el uso de los
módulos, apenas encuentran audiencia
para sus ideas. De modo que tendrá
acceso a una amplia gama de módulos
de personalidad de venta al público,
módulos extremadamente serviciales
que pueden ahorrar gran cantidad de
trabajos duros que la mayoría de la
gente considera ofensivos.
De inmediato pensé en el módulo de
Dulce Pilar.
—Puede ir a una tienda y convertirse
en Saladino. un verdadero héroe, el gran
sultán que expulsó a los cruzados, o
convertirse en el mítico sultán Shahryar
y divertirse con la hermosa narradora y
las Mil y una noches. Su injerto
posterior está capacitado para aceptar
hasta seis potenciadores de software.
—Ése es el tipo de injerto que tienen
mis amigos —dije —. ¿Cuáles son las
ventajas experimentales que ha
mencionado? ¿Qué peligro existe en
conectarlas?
El doctor sonrió brevemente.
—Es difícil decirlo, señor Audran.
después de todo, son experimentales. Se
han probado en muchos animales y en
unos pocos voluntarios humanos. Los
resultados han sido satisfactorios, pero
no unánimes. Dependerá mucho de
usted, si a Alá le place. Permítame
empezar por explicarle a qué controles
me refiero. Los módulos de
personalidad alteran su consciencia y le
hacen creer temporalmente que usted es
otro. Los potenciadores alimentan su
memoria a corto plazo y le proporcionan
un conocimiento instantáneo sobre
cualquier tema, que se desvanece en
cuanto el chip es retirado. Los
potenciadores que puede emplear con el
injerto anterior afectan a algunas otras
estructuras diencefálicas más complejas.
—Sacó un rotulador negro y esbozó un
tosco mapa del cerebro—. Primero,
hemos insertado un cable de plata muy
delgado con revestimiento de plástico en
su tálamo. El cable tiene menos de una
centésima de milímetro de diámetro y es
de manipulación muy delicada. Ese
cable conectará su sistema reticular a un
único potenciador que nosotros le
entregaremos, eso le permitirá
amortiguar la red neuronal que cataloga
los detalles sensoriales. Por ejemplo, si
es vital que se concentre, puede elegir
bloquear o alterar las señales visuales,
audibles, táctiles o de otro tipo.
Enarqué las cejas.
—Ya veo que puede ser útil —dije.
El doctor Yeniknani sonrió.
—Es sólo la décima parte de lo que
le hemos hecho, hay otros cables en
otras áreas. Cerca del tálamo, en el
centro de su cerebro, está el hipotálamo.
Es un órgano pequeño, pero con
variadas y vitales funciones. Será capaz
de controlar, aumentar o anular muchas
de ellas. Por ejemplo, si lo desea, puede
ignorar el hambre; con sólo emplear el
potenciador adecuado no sentirá nada de
hambre por mucho tiempo que ayune.
Ejercerá el mismo control sobre la sed y
la sensación de dolor. Podrá regular a
conciencia su temperatura corporal, su
presión sanguínea y su estado de
excitación sexual. Y lo que es más útil
quizá, será capaz de suprimir la fatiga.
Me senté y lo miré con los ojos muy
abiertos, como si hubiera abierto un
tesoro fabuloso o una verdadera lámpara
de Aladino para mí. Pero el doctor
Yeniknani no era un djinn esclavizado.
Lo que me ofrecía no era magia, aunque
para mí como si lo fuese. No sabía si
creerle del todo, pero tendía a creer en
los fieros turcos en posiciones de
autoridad. Como mínimo, les hago caso,
así que le dejé seguir.
—Le será más fácil aprender nuevas
habilidades e información. Contará con
potenciadores electrónicos para
introducirlas en su memoria a corto
plazo, pero si quiere transferirlas
permanentemente a su memoria a largo
plazo, su hipocampo y otras áreas
asociadas están preparadas para ello. Si
lo necesita, puede alterar sus relojes
circadianos y lunares. Será capaz de
dormir cuando lo desee y despertarse
automáticamente según los chips que
emplee. El circuito de su pituitaria le
dará control directo sobre sus otros
endocrinos, tales como la tiroides y las
glándulas de adrenalina. Su terapeuta
entrará en más detalles sobre cómo
podrá sacarle partido a estas funciones.
Como ve, podrá dedicar toda su
atención a su trabajo, sin necesidad de
interrumpirlo tan a menudo para las
necesidades corporales habituales.
Ahora bien, no se puede estar
indefinidamente sin dormir o beber agua
o vaciar la vejiga, pero si lo desea
puede evitar los molestos signos de
aviso insistentes y crecientes.
—Mi patrón no quiere que me
distraiga —dije secamente.
El doctor Yeniknani suspiró.
—No, no quiere.
—¿Hay algo más?
Se mordisqueó el labio un instante.
—Sí, pero su terapeuta se lo
explicará y le dará las instrucciones y
los folletos. Puedo asegurarle que usted
será capaz de controlar el sistema
límbico que influye en sus emociones.
Eso es uno de los nuevos logros del
doctor Lisán.
¿Podré elegir mis sentimientos como
escojo la ropa que me voy a poner?
Hasta cierto punto, sí. También al
operar en estas áreas del cerebro, somos
capaces de afectar a más de una función
en un emplazamiento. Por ejemplo,
como avance positivo, su sistema será
capaz de quemar el alcohol de modo
más eficiente y más rápido que lo
normal, treinta gramos por hora. Si lo
desea.
Me dirigió una breve mirada de
complicidad, porque un buen musulmán
no bebe alcohol. Debió darse cuenta de
que yo no era el más devoto de la
ciudad. Sin embargo, era una cuestión
delicada entre dos relativos extraños.
— A mi patrón le gustará eso, estoy
seguro. Bien. No puedo esperar. Seré
una fuerza del bien entre los malvados y
los corruptos.
— Inshallah —dijo el doctor—.
Como Alá desee.
— Alabado sea Alá —añadí, con
humildad ante su sincera fe. —Todavía
hay algo más. Deseo darle un consejo
personal, algo de mi propia filosofía. Lo
primero, como debe saber, es que el
cerebro —el hipotálamo, para ser
exactos— tiene un centro de placer que
puede ser estimulado por medios
electrónicos. Lancé un hondo suspiro.
— Sí, he oído hablar de ello. Se
supone que el efecto es absolutamente
aplastante.
— Los animales y las personas que
tienen conductores en esa área y
permiten estimular el centro del placer,
suelen olvidar todo lo demás: la comida,
el agua, cualquier otra necesidad o
impulso. Podrían seguir excitando su
centro del placer hasta el extremo de
morir. —Sus ojos se abrieron —. El
centro del placer de usted no ha sido
modificado. Su patrón cree que habría
sido una gran tentación para usted y que
tiene algo más que hacer que pasar el
resto de su vida en un sueño celestial.
— No sabía si alegrarme con esas
noticias o no. No quería malograrme por
el resultado de un orgasmo mental
interminable, pero si la opción era ésa o
ir tras dos asesinos locos y salvajes,
creo que, en un momento de debilidad,
preferiría el exquisito placer que no se
extinguiera o palideciera. Podría
acostumbrarme un poco, pero estoy
seguro que me colgaría.
— Cerca del centro de placer —dijo
el doctor Yeniknani— existe un área que
produce un comportamiento agresivo,
rabioso y feroz. También es un centro de
castigo. Cuando se estimula, el
individuo experimenta un tormento
comparable al éxtasis del centro de
placer. Esta área ha sido modificada. Su
patrocinador cree que eso puede ser útil
para él en su empresa y le proporcionará
un medio de influir en usted.
— Lo dijo en un tono de clara
desaprobación. A mí, tampoco me
enloquecieron las noticias.
— Si usted prefiere usarlo para su
propio provecho, puede convertirse en
una rabiosa e imparable criatura de
destrucción.
— Se detuvo; era evidente que no
aprobaba el modo en que Friedlander
Bey había explotado el arte de la
neurocirugía.
— Mi... patrón ha pensado en todo
—dije, con ironía.
— Sí. supongo que sí. Y usted
también debe procurar imitarle en eso.
— Entonces, el médico hizo algo
desacostumbrado. Se acercó y puso la
mano sobre mi hombro. Era un cambio
repentino en la atmósfera formal de
nuestra conversación.
— Señor Audran —dijo con
solemnidad, al tiempo que me miraba a
los ojos con fijeza —, tengo mejor
concepto de la razón por la que ha
sufrido todas estas operaciones.
— Oh, oh —exclamé, curioso, en
espera de oír lo que tenía que decirme.
—En el nombre del Profeta, que la
paz y las bendiciones estén con su
nombre, no debe temer a la muerte.
Eso me sorprendió.
—Bien —dije —, yo no pienso
demasiado en ella. De todos modos, los
injertos no son tan peligrosos, ¿no es
cierto? Admito que temía que frieran mi
ingenio si algo salía mal, pero no
pensaba que pudieran matarme.
—No, no me ha entendido. Cuando
salga de este hospital, cuando se
encuentre en la circunstancia por la que
ha sufrido esta ampliación, no tenga
miedo. El gran shair inglés, Wilyam al-
Shaykh Sebir, en la segunda parte de su
espléndida obra Enrique V dice:
«Debemos una muerte a Dios... , y
dejemos que ocurra como deba ocurrir,
quien muera este año no lo hará el
próximo». Ya ve que la muerte nos llega
a todos. Es inevitable. La muerte es
deseable como paso al paraíso, alabado
sea Alá. Así que cumpla con su deber,
señor Audran, y que un impropio temor
a la muerte no le obstaculice en su
búsqueda de la justicia.
Maravilloso mi médico; era una
especie de místico sufí o algo por el
estilo. Le miré, incapaz de encontrar una
maldita cosa que responder. Me apretó
el brazo y se puso en pie.
Con su permiso —se excusó. Hice
un gesto vago.
Que sus días sean prósperos —dije.
—La paz sea con usted.
—Y con usted —respondí.
Luego, el doctor Yeniknani salió de
la habitación. Jo-Mama habría
disfrutado con esta historia. Yo tenía
ganas de oír cómo la contaría. Poco
después de que el médico hubiera
salido, el enfermero joven volvió para
ponerme una inyección.
—Oh —dije, en un intento de
explicarle que antes no le pedía un
pinchazo, sino que deseaba hacerle unas
cuantas preguntas.
—Dese la vuelta —ordenó el tipo
con brusquedad—. ¿Qué lado? Me moví
un poco en la cama, tenía resentidos los
dos glúteos, ambos me dolían por igual.
—¿Puede pincharme en otro sitio?
¿En el brazo?
—No puedo pincharle en el brazo.
Pero puedo hacerlo en el muslo.
Tiró de la sábana, frotó la parte
anterior de mi muslo, más o menos en el
centro y me clavó la aguja. Volvió a
pasarme rápido la gasa, tapó la
jeringuilla y se fue sin decir una palabra.
Yo no era uno de sus pacientes favoritos,
saltaba a la vista.
Quise decirle algo, hacerle saber
que yo no era el desenfrenado,
depravado y asqueroso que él creía.
Pero antes de poder pronunciar una
palabra, antes de que él llegase a la
puerta de la habitación, mi cabeza
empezó a dar vueltas y me sumergí en el
cálido y familiar abrazo del
aturdimiento. Mi último pensamiento,
antes de perder la consciencia, fue que
nunca en mi vida me lo había pasado tan
bien.
13
No esperaba recibir muchas visitas
mientras estuviera en el hospital. Les
dije a todos que apreciaba su interés,
pero que no era nada y que me dejaran
en paz hasta que me sintiera mejor. La
verdadera razón, más o menos velada,
era que, de cualquier forma, nadie
planeaba visitarme. Me dije: «Bueno».
En realidad, no deseaba que la gente
acudiera a verme porque podía imaginar
los efectos posteriores a una importante
operación en el cerebro. Las visitas,
sentadas a los pies de la cama, diciendo
que tienes un aspecto estupendo y que
pronto te encontrarás mucho mejor, que
todos te echan de menos y, si no puedes
dormirte antes, te explican con todo
detalle sus viejas operaciones... No
necesitaba nada de eso. Quería que me
dejaran en paz para disfrutar de las
últimas, rezagadas, fugaces moléculas
de etorpina introducidas en una burbuja
en mi cerebro. Estaba dispuesto a
representar al estoico y valiente sufridor
unos minutos al día, pero no tuve que
hacerlo. Mis amigos eran tan buenos
como su promesa, no tuve ni una sola
maldita visita hasta el último día, justo
antes de que me dieran de alta. En todo
ese tiempo, nadie vino a verme, ni
siquiera me telefonearon, mandaron una
postal o una miserable planta. Creedme,
lo tengo todo apuntado en el libro de mis
memorias.
Veía cada día al doctor Yeniknani,
quien, al menos una vez durante su
visita, afirmaba que había cosas más
temibles que la muerte. Seguía
insistiendo. Era el médico más morboso
que he conocido. Sus tentativas por
calmar mi temeroso espíritu surtían el
efecto contrario. Debió probar con sus
recursos profesionales: las píldoras.
Éstas, me refiero a las que me daban en
el hospital, elaboradas por verdaderas
empresas farmacéuticas, son muy fiables
y hacen que me olvide de la muerte y del
sufrimiento, no hay nada mejor que
ellas.
— Así que, al cabo de pocos días,
tuve una clara idea de lo vital que era mi
bienestar para la tranquilidad del
Budayén. Podía estar muerto y enterrado
en alguna mezquita nueva de La Meca o
en alguna pirámide de Egipto junto con
mi honor y nadie se hubiera enterado.
¡Algunos amigos... ! Me planteaba la
siguiente cuestión: ¿Por qué acariciaba
la idea de jugarme el cuello por su
bienestar? Me lo preguntaba una y otra
vez y siempre la respuesta era: Porque
¿a quién más tenía? Triste, non. Cuanto
más observo cómo actúa la gente, más
feliz me siento de no haberles hecho
caso nunca.
— Llegó el fin del Ramadán y, con
él, la fiesta que señala la clausura del
mes sagrado. Sentí encontrarme todavía
en el hospital, porque la fiesta, Id el-
Fitr, es una de mis épocas favoritas del
año. Siempre celebro el fin del ayuno
con montañas de ataíf, pastelitos
bañados en jarabe, rociados con agua de
azahar, cubiertos con espesa crema y
espolvoreados con almendra molida. En
cambio, ese año de despedida tomé
varios pinchazos de soneína, mientras
alguna autoridad religiosa de la ciudad
declaraba haber visto la luna nueva, el
nuevo mes había comenzado y la vida
volvía a la normalidad.
— Me fui a dormir. A la mañana
siguiente me desperté temprano, cuando
la enfermera de la sangre venía a por su
libación diaria. La vida de los demás
podía haber vuelto a la normalidad pero
la mía seguía inclinada hacia una
dirección que yo ni siquiera podía
imaginar. Me hallaba dispuesto para la
acción y ahora me necesitaban en el
campo de batalla. Desplegad las
banderas, hijos míos, regresaré como un
lobo al redil. No he venido a traer la
paz, sino la espada.
— Me sirvieron el desayuno y se lo
llevaron. Me di un pequeño baño. Pedí
una inyección de soneína. Me gusta,
después de acabar las duras tareas de la
mañana, mientras quedan un par de
horas para comer. Una pequeña siesta,
luego, una bandeja de comida: buenas
uvas pasas, hamild, brochetas de kofta
con arroz perfumado con cebolla,
coriandro y pimienta. Orar es mejor que
dormir, y la comida es mejor que las
drogas... , a veces. Después de comer,
otro pinchazo y una segunda siesta. Alí,
el enfermero más viejo y censurador, me
despertó, tocándome el hombro.
—Señor Audran —murmuró.
— Oh, no, creía que querían más
sangre. Intenté volver a dormir.
— Tiene una visita, señor Audran.
— ¿Una visita?
— Seguro que había sido algún
error. Después de todo, yo estaba
muerto, yacía para descansar en la
cumbre de alguna montaña. Todo lo que
tenía que hacer era esperar a los
saqueadores de tumbas. ¿Era posible
que ya estuvieran aquí? Todavía no
estoy tieso. Los muy bastardos no me
dejaban ni enfriarme en la tumba.
Apostaría a que con Ramsés II fueron
más respetuosos, con Haroun al-
Raschid, con el príncipe Saalih ibn
Abdul-Wahid ibn Saud. Con todos
menos conmigo. Me incorporé hasta
sentarme.
— —Oh, inteligentísimo, tienes buen
aspecto.
— En la rolliza cara de Hassan
descansaba su despreciable sonrisa de
negocios, la hipócrita mirada que hasta
al turista más estúpido le parecería
demasiado falsa.
— Si Alá quiere —dije atontado.
— Sí, alabado sea Alá. Muy pronto
estarás recuperado por completo.
Inshallah.
No me molesté en responder. Me
alegraba que no se hubiera sentado a los
pies de mi cama.
—Debes saber, hijo mío, que todo el
Budayén está desolado sin tu presencia,
que ilumina nuestras fatigadas vidas.
Ya lo sé —repuse—. Me he dado
cuenta por la avalancha de postales y
cartas. Por la multitud de amigos que
invaden los pasillos del hospital día y
noche, ansiosos por verme u oír una
palabra de mi boca. Por todas vuestras
pequeñas atenciones que han hecho mi
estancia aquí más soportable. Nunca
podré agradecéroslo bastante.
—No se debe dar las gracias...
—... por un deber. Losé, Hassan.
¿Algo más?
Parecía un poco incómodo. La
posibilidad de que estuviera burlándome
de él debió cruzar por su mente, aunque,
en general, él no preveía ese tipo de
cosas. Sonrió de nuevo.
—Estoy contento de que te
encuentres con nosotros esta noche.
Estaba perplejo.
—¿Esta noche?
Volvió la gorda palma de su mano.
—¿No es así? Serás dado de alta
esta tarde. Friedlander Bey me envía
con un mensaje: debes visitarle tan
pronto como te encuentres bien. ¿Te
parece bien mañana? No quiere que
precipites tu recuperación.
—Ni siquiera sabía que me iban a
dar de alta y se supone que debo ver a
Friedlander Bey mañana; pero él no
quiere que me precipite. Supongo que tu
coche me espera para llevarme a casa.
Ahora Hassan parecía triste. No le
gustó nada mi sugerencia.
—Oh. querido, desearía que así
fuera, pero es imposible. Deberás
disponerlo de otro modo. Tengo otros
asuntos...
—Ve tranquilo —dije con calma.
Recosté la cabeza en la almohada y
traté de conciliar el sueño, mas no pude.
—Allah yisallimak —murmuró
Hassan, y se fue.
Toda la paz de los últimos días
desapareció con una rapidez
preocupante. Un intenso sentimiento de
desprecio por mí mismo me invadió.
Recordé una vez, algunos años antes,
cuando me ligué a una chica que a veces
trabajaba en el Red Light y a veces en el
Big Als Old Chicago. Había llamado su
atención por ser alegre, disoluto y,
supongo, despreciable. Al final conseguí
que saliera conmigo, la llevé a cenar, no
me acuerdo del lugar, y luego a mi
apartamento. Cinco minutos después de
que cerrase la puerta de la entrada,
estábamos en la cama, follamos diez o
tal vez quince minutos, y eso fue todo.
Estaba acostado y la miraba. Tenía mal
los dientes y huesos puntiagudos, y olía
como si llevase aceite de sésamo en un
aerosol. «Dios mío —pensé —. ¿Quién
es esta chica? Y ¿cómo voy a librarme
de ella ahora?» Después del sexo, todos
los animales sienten tristeza; en
realidad, después de cualquier tipo de
placer. No estamos hechos para éste,
sino para la agonía y para ver las cosas
con demasiada claridad, lo que a veces
suele producir una terrible agonía. Me
desprecié a mí mismo entonces y me
despreciaba ahora.
El doctor Yeniknani golpeó mi
puerta con suavidad y entró. Miró un
instante las anotaciones diarias del
enfermero.
—¿Me voy a casa? —pregunté.
Dirigió sus vivos ojos negros hacia mí.
—Hmmm. Oh, sí. Su orden de alta
ya está firmada. Ha de avisar a alguien
que venga a buscarle. Política del
hospital. Puede irse cuando quiera.
—Gracias a Dios.
Y lo sentía así. Eso me sorprendió.
—Alabado sea Alá —dijo el
médico. Miró la caja de plástico de los
daddies, junto a mi cama —. ¿Los ha
probado todos?
—Si.
No era cierto. Había probado unos
cuantos, bajo la supervisión del
terapeuta. Los potenciadores de
información me resultaron
decepcionantes. No sé qué esperaba.
Cuando me conecté uno de esos daddies,
su información se instaló en mi mente
como si la supiera de toda la vida. Era
igual que quedarse levantado toda la
noche empollando para un examen, sin
perder el sueño y sin la posibilidad de
olvidar nada. Cuando me quité el chip,
todo se esfumó de mi memoria. No era
gran cosa. Quería probar algunos de los
daddies que Laila tenía en su tienda. Los
daddies me serían muy útiles de vez en
cuando.
Los moddies eran los que me
asustaban. Los módulos de personalidad
completa. Los que metían tu cerebro en
alguna cajita de hojalata y alguien a
quien tú no conocías se apropiaba de tu
mente y tu cuerpo. Todavía me
producían un miedo espantoso.
—Bien —dijo el doctor Yeniknani.
No me deseó suerte, porque todo
estaba en manos de Alá. Quién sabía
cuál iba a ser el desenlace, así que la
suerte difícilmente encajaba allí. Poco a
poco, yo había aprendido que mi médico
era un aprendiz de santo, un derviche
turco.
—Dios llevará su empresa a buen
término —profetizó.
«Muy bien dicho», pensé. Me había
llegado a gustar mucho.
—Inshallah —dije.
Nos dimos la mano y se marchó. Fui
hacia el armario, saqué mi ropa de calle
y la arrojé sobre la cama: una camisa,
las botas, los calcetines, la ropa interior
y unos téjanos nuevos que no recordaba
haber comprado. Me vestí con prontitud
y di el código de Yasmin al teléfono.
Sonó y sonó. Le di el mío, por si ella se
encontraba en mi apartamento. Tampoco
obtuve respuesta. Quizá estaba
trabajando, aunque todavía no eran las
dos. Llamé al Frenchy pero nadie la
había visto aún. No me molesté en
dejarle un mensaje. En vez de eso, llamé
a un taxi.
Política del hospital o no, nadie me
puso pegas por irme sin acompañante.
Me bajaron en una silla de ruedas hasta
la entrada y me metí en el taxi, con una
bolsa de artículos de aseo en una mano y
mi ristra de daddies en la otra. Fui a mi
apartamento sintiendo un desconcertante
vacío, sin emociones.
Abrí la puerta y entré. Creí que
estaría hecho una porquería. Yasmin
probablemente había estado algunas
veces mientras me encontraba en el
hospital, y nunca fue muy buena
recogiendo sus cosas. Esperaba ver
pequeños montículos de sus ropas por
todo el suelo, monumentos de platos
sucios en el fregadero, alimentos a
medio comer, latas abiertas y jarras
vacías por toda la cocina y la mesa,
pero la habitación estaba tan limpia
como la última vez que la vi, más
incluso. Nunca hago trabajos tan
pesados como barrer, limpiar el polvo y
los cristales. Eso me hizo sospechar que
algún hábil ratero propenso a la
pulcritud había entrado en mi casa. Vi
tres abultados sobres en el suelo, junto a
la cama. Me agaché a recogerlos. Iban a
mi nombre, escrito a máquina; dentro de
cada uno había setecientos kiam. en
billetes de diez, setenta billetes nuevos
sujetos con una banda elástica. Tres
sobres, dos mil cien kiam, mi salario
por las tres semanas pasadas en el
hospital. No creía que fueran a
pagármelas. Lo habría hecho gratis, la
soneína en lo mejor de la etorpina había
sido muy placentera.
Me eché en la cama y puse el dinero
en el lado que Yasmin dormía a veces.
Sentía un curioso vacío, como si
esperase a que algo se produjera y me
llenase y me dijera qué hacer luego.
Esperé, pero nadie me dio la orden.
Miré el reloj, casi las cuatro. Decidí no
sacar el material pesado. Podía
olvidarlo.
Volví a levantarme, me metí un fajo
de cien kiam en el bolsillo, cogí las
llaves y bajé la escalera. Empezaba a
sentir una especie de reacción
emocional. Presté atención, estaba
nervioso, incómodo, luchaba contra mi
tendencia a subir los trece peldaños de
la escalera y probar a meter la cabeza en
un nudo todavía desconocido. Caminé
«Calle» abajo hasta la puerta Este del
Budayén y busqué a Bill. No le vi. Tomé
otro taxi.
—Lléveme a casa de Friedlander
Bey —dije.
El conductor se dio la vuelta y me
miró.
—No —repuso tajante.
Salí y busqué a otro taxista que no le
importara ir allí. Primero me aseguré de
ponernos de acuerdo en la tarifa.
Una vez estuvimos allí, le pagué y
bajé del taxi. No quería que nadie
supiera de mi llegada. «Papa» no me
esperaba hasta el día siguiente. Sin
embargo, su criado me abrió la brillante
puerta de caoba antes de que ascendiera
toda la blanca escalera de mármol.
— Señor Audran —murmuró.
—Me sorprende que se acuerde.
Se encogió de hombros; no podría
asegurar si sonrió o no, y dijo:
—La paz sea con usted.
Se volvió.
—Y con usted —dije a sus espaldas,
y le seguí.
Me condujo a la oficina de «Papa»,
a la misma sala de espera que ya había
visto. Entré, me senté, me volví a
levantar, intranquilo, y empecé a
serenarme. No sabía a qué había ido.
Después de «Hola, ¿cómo está?», me
deprimiría ver que no tenía nada más
que decirle a «Papa». Pero Friedlander
Bey era un buen anfitrión cuando
convenía a sus propósitos, y no
permitiría que un huésped se sintiera
incómodo.
Al instante, la puerta intermedia se
abrió y uno de los gigantes de granito me
hizo un gesto. Pasé tras él y volví a estar
ante la presencia de «Papa». Parecía
muy cansado, como si hubiera
despachado urgentes asuntos
financieros, políticos, religiosos,
judiciales y militares sin descanso
durante varias horas. Su camisa blanca
estaba húmeda de sudor, su fino cabello,
ajado, y sus ojos, cansados y
enrojecidos. La mano le temblaba
mientras hacía un gesto a la «roca
parlante».
—Café —dijo en una peculiar voz
ronca y débil. Se volvió hacia mí—.
Ven, hijo mío, siéntate. Debes decirme si
estás bien. A Alá le ha complacido que
la cirugía del doctor Lisán fuera un
éxito. Tengo varios informes suyos. Se
mostraba muy satisfecho de los
resultados. En ese aspecto, también yo
estoy satisfecho, pero, por supuesto, que
la prueba definitiva del valor de esos
injertos será cómo los utilices.
Asentí, eso fue todo.
Llegó la «roca» con el café, lo que
me concedió unos minutos para aplacar
mis nervios mientras lo tomábamos y
charlábamos. Me di cuenta de que
«Papa» me observaba muy de cerca, con
sus pardos ojos juntos y un semblante de
leve enfado. Cerré los ojos, exasperado;
llevaba mis ropas de calle habituales.
Los téjanos y las botas estaban bien para
el club de Chiri o para salir con
Mahmud, Jacques y Saied. pero «Papa»
prefería verme con galabiyya y keffiya.
Demasiado tarde, me dije, había caído
en el pozo y tendría que salir y ganar
terreno para volver a congraciarme con
él.
Moví mi taza poco después de que
me la llenaran por segunda vez, para
indicar que ya tenía bastante. Las
cortesías del café se acabaron y «Papa»
murmuró algo a la «roca». El hombre
abandonó la habitación. Creo que era la
primera vez que me quedaba solo con
«Papa». Esperé.
El anciano apretaba los labios
mientras pensaba.
—Estoy contento de que te
sometieras a la operación, según mis
deseos.
—Oh, caíd —dije —, es...
Mi hizo callar con un gesto
decidido.
—Sin embargo, la operación no
resuelve nuestros problemas. Es triste.
Estoy informado de que te muestras
reacio a explorar todos los beneficios
de mis regalos. Quizá pienses que
puedes cumplir nuestro acuerdo
llevando los injertos, pero sin usarlos.
Si lo crees así, te engañas a ti mismo.
Nuestro problema común no puede ser
resuelto hasta que estés de acuerdo en
utilizar el arma que te he dado, y en
emplearla al límite. No me he sometido
a ese aumento yo mismo porque mi
religión me lo prohibe, por eso podrías
alegar que no soy la persona más
apropiada para aconsejarte en esta
cuestión. Sin embargo, creo conocer un
amigo con la elección adecuada; El tío
estaba leyendo mi mente, pero ése era su
trabajo. Lo más raro era que cuanto más
bajo caía, más fácil me parecía hablar
con Friedlander Bey. Ni siquiera estaba
aterrorizado cuando me oí a mí mismo
declinar su oferta.
—Oh, caíd —dije—, si no estamos
de acuerdo ni en la identidad de nuestro
enemigo, ¿de qué manera elegiremos una
personalidad adecuada como
instrumento de nuestra venganza?
Hubo un breve silencio durante el
cual oía un latido de mi corazón y luego
otro. Las cejas de «Papa» se elevaron y
volvieron a su lugar.
—Una vez más, hijo mío, me
demuestras que no me he equivocado al
elegirte. Eres el indicado. ¿Cómo te
propones empezar?
—Oh, caíd, empezaría por estrechar
más nuestra alianza con el teniente
Okking y obtener toda la información de
que disponen en los archivos de la
policía. Sé ciertas cosas sobre algunas
de las víctimas que estoy seguro que él
desconoce. No veo motivos para darle
esa información ahora, pero más tarde la
necesitará. Interrogaremos a nuestros
amigos comunes. Creo que encontraré
más pistas. Un cuidadoso examen
científico de todos los datos asequibles
sería el primer paso.
Friedlander Bey asintió, pensativo.
—Okking dispone de información
que tú no tienes. Tú posees información
que él no tiene. Alguien debe reunir toda
esa información, y yo preferiría que esa
persona fueras tú y no el bueno del
teniente. Sí, me parece una buena
sugerencia.
—Quienes te ven, viven, oh, caíd.
—Que Alá te permita ir y regresar
sano y salvo.
No vi motivos para decirle que, en
verdad, planeaba inspeccionar a Lutz
Seipolt con toda minuciosidad. Lo que
yo sabía sobre Nikki y su muerte hacía
este asunto más siniestro de lo que
«Papa» o el teniente Okking estaban
dispuestos a admitir. Todavía tenía el
moddy encontrado por mí en el bolso de
Nikki. Nunca se lo había mencionado a
nadie. Necesitaba averiguar lo que tenía
grabado. Tampoco había mencionado el
anillo ni el escarabajo.
Tardé unos minutos en
tranquilizarme fuera de la villa de
Friedlander Bey, y luego no encontré
taxi. Terminé por ir a pie. mas no me
importó porque todo el tiempo estuve
discutiendo conmigo mismo:
«Conciencia 1 (temerosa de
«Papa»): Bueno, ¿por qué no hacer lo
que quiere? Limítate a recoger la
información y déjale que sugiera el
próximo paso. De otro modo, estás
pidiendo que te partan la cara, o que te
maten. » «Conciencia 2 (temerosa de la
muerte y el desastre): Porque cada paso
conduce directamente hacia dos (no uno,
sino dos) asesinos psicopáticos a
quienes les importa un pito si vivo o
muero. De hecho, uno u otro hará
bastante más que meterme una bala entre
los ojos o cortarme el cuello. Ése es el
porqué. ”
Un argumento por encima de la red y
la otra se lo refutaba. Era un partido
demasiado igualado, la competición
podría durar eternamente. Después de un
rato, me aburrí y dejé de observar. Tenía
todo el equipo para convertirme en el
Cid o en Jomeini o en cualquier otro,
¿por qué dudaba todavía? Nadie a mi
alrededor tenía mis escrúpulos.
Tampoco pensaba en mí como en un
cobarde. ¿Qué sacaría con conectarme
el primer moddy?
Tendría la repuesta esa misma
noche. Oí la llamada a la oración del
crepúsculo mientras atravesaba la puerta
y me dirigía hacia la «Calle». Fuera del
Budayén, el muecín parecía más etéreo;
al otro lado de la puerta, la voz del
mismo hombre adquiría, de algún modo,
un tono de reproche. ¿O era mi
imaginación? Paseé hasta el club de
Chiriga y me senté ante la barra. Ella no
estaba. Pero sí se encontraba allí Jámila,
que había trajabado para Chiri hacía
unas semanas y se largó cuando
dispararon al ruso. La gente va y viene
del Budayén, trabajan en un club y les
echan o se van por cualquier estupidez,
trabajan en otro lugar, con el tiempo,
recorren el circuito y terminan donde
han empezado. Jámila era una de esas
personas que podían hacer el circuito
más rápido que la mayoría. Tenía suerte
de encontrar un trabajo de siete días
consecutivos.
—¿Dónde está Chiri? —pregunté. —
Vendrá a las nueve. ¿Quieres beber
algo?—Bingara y ginebra, hielo y un
poco de lima. Jámila asintió y se dio la
vuelta para mezclarlo.
—Ah —dijo—, tienes una llamada.
Dejaron un mensaje. Espera que lo
busque.
Fue una sorpresa. No podía imaginar
quién habría dejado un mensaje para mí,
ni cómo sabían que iba a estar allí esa
noche.
Jámila volvió con mi copa y una
servilleta de cóctel con dos palabras
garabateadas. Le pagué y se fue sin decir
palabra. El mensaje decía: «Llama a
Okking». Un principio muy propio de mi
nueva vida de superhombre: urgente
asunto policial. No hay descanso para
los miserables, empezaba a convertirse
en mi lema. Descolgué el teléfono,
murmuré el código de Okking y esperé a
que contestara.
—¿Sí? —dijo por fin. —Marîd
Audran.
—Maravilloso. Te llamé al hospital,
pero me dijeron que te habían dado de
alta. Llamé a tu casa y no obtuve
respuesta. Llamé al jefe de tu chica, mas
no estaba allí. Llamé a tu escondite
habitual, el Café Solace, y no te habían
visto. Así que probé en otros lugares y
dejé mensajes. Quiero que estés aquí
dentro de media hora.
—De acuerdo. ¿Dónde te
encuentras?
Me dio un número de habitación y la
dirección de un hotel en el
conglomerado Flemish, en la zona más
rica de la ciudad. Nunca había estado en
el hotel ni a menos de diez manzanas de
él. No era mi parte de la ciudad.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Un homicidio. Ha salido tu
nombre.
—¡Ah! ¿Alguien que conozco?
—Sí. Es curioso, tan pronto como
ingresaste en el hospital, esos raros
crímenes cesaron. Nada anormal en casi
tres semanas. Y el mismo día que sales,
vuelve el reino del terror.
—Está bien, teniente, me has cogido
y confesaré. Si yo hubiera sido listo,
habría dispuesto un asesinato o dos
mientras me encontraba en el hospital
para no levantar sospechas.
—Eres un chico listo, Audran. Eso
empeora tu situación en todos los
sentidos.
—Lo siento. No me lo vas a decir
nunca: ¿quién es la víctima?
—Ven rápido —dijo, y colgó.
Bebí mi copa de un trago, dejé a
Jámila medio kiam de propina y salí al
cálido aire de la noche. Bill todavía no
estaba en su lugar habitual, el amplio
Boulevard el-Jameel fuera del Budayén.
Otro taxista estuvo de acuerdo con la
tarifa que le ofrecí y atravesamos la
ciudad hacia el hotel. Fui directo a la
habitación. Un oficial de policía me
detuvo detrás de la barrera formada por
la cinta amarilla en la que se leía:
«Escena del crimen». Le dije que el
teniente Okking me esperaba. Me
preguntó mi nombre y me dejó pasar.
La habitación parecía el interior de
un matadero. Había sangre por todas
partes, charcos, trazos en las paredes,
salpicaduras en la cama, sobre las sillas
y el escritorio, por toda la alfombra. Un
asesino no gastaría tanto tiempo y
energía asegurándose de que su víctima
estaba lo bastante muerta, rociando toda
esa sangre, empapando a conciencia la
habitación. Había matado a la víctima
puñalada tras puñalada, como en un
sacrificio humano ritual. Resultaba
inhumano, grotesco y demente. Ése no
era el estilo de James Bond, ni el del
torturador sin nombre. Se trataba de un
tercer maníaco o de uno de los dos
primeros con un moddy nuevo. En
cualquier caso, nuestras escasas pruebas
quedaban desfasadas con eso. ¡Lo que
nos faltaba!
La policía acababa de meter el
cadáver en una bolsa sobre una camilla
y lo sacaba por la puerta. Me encontré al
teniente.
—¿A quién demonios le ha tocado
esta noche? —pregunté.
Me miró con atención, como si
pudiera apreciar mi culpabilidad o mi
inocencia por mi reacción.
—Selima —dijo.
Mis hombros se desplomaron. De
repente, sentí un inmenso cansancio.
—Que Alá tenga misericordia —
murmuré —. ¿Para qué me has llamado?
¿Qué tiene esto que ver conmigo?
—Tú investigas todo esto para
Friedlander Bey. Además, quiero que
mires en el baño.
—¿Porqué?
—Ya lo verás. Prepárate, es un poco
asqueroso.
Eso me predisponía aún menos a
entrar en el baño. Pero entré. Debía
hacerlo, no había elección. Lo primero
que vi fue un corazón humano, arrancado
del pecho de Selima, sobre el lavabo
del cuarto de baño. Eso me dio náuseas.
El lavabo estaba lleno de su sangre
oscura. Luego vi sangre por todo el
espejo de encima del lavabo. En él
habían pintado trazos desiguales,
dibujos geométricos y símbolos
ininteligibles. La parte más preocupante
eran las palabras escritas con sangre en
escritura que goteaba: «Audran, tú eres
el próximo».
Sentí una sensación opresiva, irreal.
¿Qué sabía ese carnicero loco de mí?
¿Qué relación tenía yo con el
monstruoso crimen de Selima y las otras
«Viudas Negras»? Lo único que pensé
fue que hasta ese momento mi móvil
había sido una especie de deseo galante
de proteger a mis amigos, que podían
ser futuras víctimas de esos locos
asesinos desconocidos. No tenía un
interés personal, excepto un posible
deseo de venganza por el asesinato de
Nikki y las demás. Ahora, en cambio, mi
nombre escrito con sangre coagulada
sobre ese espejo lo convertía en algo
personal. Mi propia vida se hallaba en
juego.
Si algo en el mundo podía inducirme
a dar el paso definitivo y conectarme mi
primer moddy, era aquello. Sabía
perfectamente que a partir de entonces,
necesitaría toda la ayuda que pudiera
obtener. Revelador interés por uno
mismo, diría yo. Y maldije a los viles
asesinos que lo habían hecho necesario.
14
Lo primero que hice a la mañana
siguiente, fue llamar a Laila a la tienda
de moddies de la calle Cuatro. La vieja
estaba tan horrible como siempre, pero
su aspecto había sufrido un ligero
cambio. Llevaba su sucio cabello gris
recogido bajo una peluca rubia llena de
rizos; más que una peluca parecía algo
que tu tía abuela ha metido en la
tostadora para ocultarlo de la vista.
Laila no había podido mejorar sus ojos
amarillentos ni su arrugada piel negra,
pero seguro que lo había intentado.
Llevaba tantos polvos claros en su
rostro, que parecía recién salida de un
ascensor de harina. Encima de eso, se
había pintado rayas de color cereza
intenso sobre todas las superficies
disponibles. Creo que su sombra de
ojos, el maquillaje de sus mejillas y el
lápiz de labios procedían del mismo
contenedor. Llevaba unas brillantes
gafas de sol de plástico colgadas del
cuello con un horrible cordón, unas
gafas de gato que había elegido con
cuidado. No se había molestado en
ponerse dientes postizos, pero había
trocado su asqueroso vestido negro por
una túnica rasgada, indecentemente
ceñida y escotada, de un color amarillo
chillón. Parecía como si intentase
alentar a su cabeza y a sus hombros a
librarse del buche del periquito más
grande del mundo. Llevaba zapatillas
baratas de borra azul.
—Laila — dije. —Marîd.
Sus ojos aparecían desenfocados.
Eso significaba que presentaba su
propia e inimitable personalidad. Si
hubiera tenido un moddy conectado, su
mirada estaría enfocada y el software
hubiera agudizado sus reflejos. Me
hubiese resultado más fácil tratar con
ella si llevara otra personalidad, pero
dejémoslo correr.
—Tengo el cerebro preparado.
—Eso he oído.
Soltó una sonrisa tonta que me
disgustó un poco.
—Necesito que me ayudes a escoger
un moddy.
—¿Para qué lo quieres?
Me mordí el labio inferior. ¿Hasta
dónde iba a contarle? Por un lado, ella
podía repetir todo lo que yo le dijera a
cualquiera que entrase en su tienda: ella
me contaba todo lo que otros le decían.
Por el otro, nadie le prestaría atención.
—Necesito hacer un pequeño
trabajo. Me han modificado el cerebro
porque mi trabajo puede ser peligroso.
Necesito algo que aumente mi talento de
detective, y también evite que salga
herido. ¿Qué te parece?
Murmuró un rato para ella misma,
mientras daba vueltas pasillo arriba,
pasillo abajo, y revolvía sus cajones. Yo
no entendía lo que decía, así que esperé.
Por fin, se volvió hacia mí y se
sorprendió de que todavía estuviese allí.
Quizá había olvidado mi petición.
—¿Te parece bien un personaje de
ficción? —dijo. —Si el personaje es lo
bastante inteligente —respondí.
Se encogió de hombros y habló más
entre dientes, con sus dedos engarfiados
abrió un moddy envuelto en plástico y
me lo ofreció.
—Toma —dijo.
Dudé. Volví a pensar que me
recordaba a la bruja de Blancanieves.
Miré el moddy como si fuera la manzana
envenenada.
—¿Quiénes?
—Nero Wolfe —dijo—. Un brillante
detective. Un genio para resolver
asesinatos. No quería salir de su casa.
Alguien le hacía el trabajo de calle y era
el que recibía los golpes.
—Perfecto.
Creo que recordaba al personaje,
aunque nunca había leído ninguno de sus
libros.
—Tendrás que encontrar a alguien
que haga las preguntas —dijo,
ofreciéndome un segundo moddy.
—Saied las hará. Sólo con decirle
que podrá partir todas las caras que
quiera, aprovechará la oportunidad.
¿Cuánto por los dos?
Movió los labios un buen rato
mientras sumaba las dos cantidades.
—Setenta y tres —gimoteó—. Sin
impuestos.
Conté ochenta kiam y recogí el
cambio y los dos moddies. Me miró.
—¿Quieres comprar mis judías de la
suerte? No quería ni oír hablar de ellas.
Todavía había algo que me
preocupaba y que quizá pudiera ser la
clave para identificar a quien había
asesinado, torturado y degollado a
Nikki; algo que debía mantenerse en
secreto. Era el moddy clandestino de
Nikki. Tal vez lo llevaba cuando fue
asesinada, o su asesino. Por lo que yo
sabía, nadie lo llevaba puesto. Pero,
entonces, ¿por qué me provocaba aquel
sentimiento enfermo y desesperado cada
vez que lo veía? ¿Era sólo el recuerdo
del cuerpo de Nikki esa noche, metido
en bolsas de basura, arrojado al
callejón? Respiré hondo. «Vamos —me
dije—, eres un maldito y buen aprendiz
de héroe. Tienes a todo el software listo
para cuchichear y recrearse en tu
cerebro. » Tensé los músculos.
Mi mente racional intentó decirme
treinta o cuarenta veces que el moddy no
significaba algo más que el lápiz de
labios o el pañuelo arrugado que había
encontrado en el bolso de Nikki. A
Okking no le habría gustado saber que
ocultaba eso y los otros objetos a la
policía, pero estaba llegando a un punto
en que Okking no me preocupaba.
Empezaba a cansarme de todo el asunto,
pero la corriente me arrastraba. Incluso
había perdido la voluntad para salir
pitando y salvarme.
Laila estaba manoseando un moddy.
Lo sacó y se lo conectó. Le gustaba
recibir a las visitas con sus fantasmas y
espectros.
—¡Marîd! —gimió esta vez con la
voz chillona de Vivien Leigh en Lo que
el viento se llevó.
—Laila, tengo un moddy ilegal y
quisiera saber qué hay en él. —Sí,
Marîd, no te preocupes. Dame ese
pequeño...
—¡Laila! —grité—. ¡No tengo
tiempo para esa maldita bella del sur!
Ni para quitarte tu propio moddy y
obligarte a prestarme atención.
La idea de quitarse su moddy era
demasiado horrible como para
considerarla. Me miró, tratando de
distinguirme entre la multitud. Yo era
alguien entre Ashley, Rhett y la puerta.
—¿Por qué, Marîd? ¿Qué te ocurre?
¡Pareces tener fiebre!
Volví la cabeza y juré. Por amor de
Alá, de verdad deseaba abofetearla.
—Tengo este moddy —dije, sin
mover los dientes ni una fracción de
milímetro—. Tengo que saber qué hay en
él.
—¡Tonterías, Marîd! ¿Qué es tan
importante? —me cogió el moddyy lo
examinó—. Está dividido en tres
bandas, cariño.
—¿Cómo puedes decirme lo que
tiene grabado?
Sonrió.
—Es la cosa más fácil del mundo.
Con una mano se desconectó el
moddy de Scarlett O'Hara y lo dejó con
descuido a su lado, chocó con una tira
de daddies y fue a parar a un rincón.
Laila nunca volvería a encontrar su
moddy de Scarlett. Con la otra mano
centró mi moddy sospechoso y se lo
conectó. Su relajado rostro se tensó un
poco. Luego, cayó al suelo.
—¿Laila?
Se desfiguraba en grotescas
posturas, sacaba la lengua, con los ojos
abiertos, la mirada fija en el vacío. Hizo
un ruido grave y sollozó, como si
hubiera sido golpeada y maltratada
durante horas y no le quedasen fuerzas
para gritar. Su respiración era pesada y
profunda, oía como raspaba su garganta.
Sus manos eran un manojo de varas
secas que arañaban inútilmente su
cabeza, en un desesperado intento por
desconectarse el moddy, pero no podía
controlar sus músculos. Lloraba en lo
profundo de su garganta, y se
tambaleaba en el suelo hacia atrás y
hacia adelante. Quería ayudarla, pero no
sabía qué hacer. Si me acercaba más,
podía despedazarme.
Había dejado de ser humana y
comprobarlo era terriblemente fácil. Al
que hubiera diseñado ese moddy le
gustaban los animales, le agradaba hacer
cosas a los animales. Laila se
comportaba como una criatura grande,
no un gato casero o un pequeño perro,
sino un animal de la jungla enjaulado,
atormentado y furioso. Pude oír su
chirrido; vi cómo mordía las patas de
los muebles y dirigía sus inexistentes
colmillos hacia mí. Cuando me detuve
cerca de ella, se me abalanzó con más
rapidez de lo que yo creí posible. Traté
de cogerle el moddy y salí con tres
grandes y sangrientos cortes en el brazo.
Sus ojos me miraron. Se agazapó, con
las rodillas hacia adelante.
Laila saltó, abalanzó su delgado
cuerpo negro sobre mí. Aulló y me echó
las manos al cuello. Me asustaba su
aspecto, el cambio que se había operado
en la anciana. No era Laila la que me
atacaba, era el viejo cuerpo de bruja
poseído por la corruptora influencia del
moddy. En cualquier momento, hubiera
podido deshacerme de Laila con una
mano, pero entonces me encontraba en
peligro de muerte. La fiera que había en
Laila no se contentaría con arrinconarme
o herirme. Quería matarme.
Mientras volaba hacia mí, la esquivé
con tanta habilidad como pude,
moviendo los brazos de la misma forma
que el torero engaña al ojo del toro. Se
estrelló contra una caja de daddies
usados, quedó de espaldas y agitó las
piernas hacia arriba como para
destriparme. Le golpeé en la sien con el
puño. Hubo un ruido sordo, de huesos
rotos, y se desplomó sobre la caja. Me
agaché, le desconecté el moddy ilegal y
lo metí con el resto de mi software.
Laila no estaba inconsciente del todo,
aunque sí aturdida. Tenía los ojos
desenfocados y deliraba. Cuando
estuviera mejor, se sentiría muy
desgraciada. Busqué rápido algo en su
tienda para llenar su injerto vacío. Abrí
un paquete nuevo de moddies, creo que
era una unidad didáctica, porque llevaba
tres daddies. Algo sobre el modo de
ofrecer cenas a los burócratas de
Anatolia. Estaba seguro de que Laila lo
encontraría fascinante.
Descolgué el teléfono y llamé al
hospital donde me habían hecho la
ampliación. Pedí por el doctor
Yeniknani; cuando respondió, le
expliqué lo sucedido. Me dijo que en
cinco minutos saldría una ambulancia
hacia la tienda de Laila. Quería que le
diera el moddy a uno de los auxiliares.
Le dije que todo lo que averiguase del
moddy era confidencial, que no
informara de ello a la policía ni a
Friedlander Bey. Hubo un largo silencio,
pero, al fin, el doctor Yeniknani accedió.
Me conocía y confiaba más en mí que en
Okking y «Papa» juntos.
La ambulancia llegó en veinte
minutos. Vi como los dos auxiliares
colocaban a Laila con cuidado sobre una
camilla y la metían en la ambulancia.
Confié el moddy a uno de ellos y le
recordé que no se lo entregara a nadie
que no fuese el doctor Yeniknani.
Asintió apresuradamente y se sentó al
volante. Vi la ambulancia alejarse, salir
del Budayén hacia lo que la ciencia
médica pudiera o no hacer por Laila. Me
guardé mis dos adquisiciones y cerré la
puerta de la tienda de la vieja. Luego
salí de aquel infierno. Una vez en la
acera, comencé a temblar.
Me jodía saber lo que había
averiguado. Primero: suponiendo que el
moddy ilegal perteneciese al degollador,
¿lo llevaba él o se lo ponía a sus
víctimas? ¿Sabría un lobo gris o un tigre
siberiano quemar a una persona
indefensa con un cigarrillo? No, tenía
más sentido imaginar el moddy
conectado a una víctima enfurecida,
puesta a buen recaudo. Eso en cuanto a
las quemaduras de las muñecas, pero
Tami, Abdulay y Nikki tenían el cráneo
destrozado. ¿Qué hizo el asesino si la
víctima no era un moddy? Tal vez
comerse un caramelo y enfadarse toda la
tarde.
Lo que tenía muy claro era que
andaba en busca de un pervertido que
necesitaba un animal salvaje y carnívoro
enjaulado para que sus jugos brotasen.
La idea de abandonarlo todo cruzó por
mi mente; la repetida idea de dejarlo, a
pesar de las blandas amenazas de
Friedlander Bey. Esta vez llegué a
imaginarme junto a la agrietada
carretera, en espera del viejo autobús
eléctrico con la muchedumbre de
pasajeros encima. Se me revolvía el
estómago y sólo tenía mucho espacio
para moverme.
Era demasiado pronto para encontrar
a «Medio-Hajj» y hablarle de
convertirse en mi cómplice. Quizá a las
tres o las cuatro estuviera en el Café
Solace, junto con Mahmud y Jacques;
hacía semanas que no les veía. Ni a
Saied, desde la noche que mandó a
Courvoisier Sonny a la Gran Ruta
Circular del paraíso, o a algún otro
lugar. Regresé a casa. Pensé sacar el
moddy de Nero Wolfe, mirarlo y darle
vueltas en mis manos un par de docenas
de veces y quizá quitarle el envoltorio y
averiguar si tendría que tragarme unas
cuantas pastillas o una botella de tende
para tener el valor de conectarme el
maldito chip.
Cuando entré en mi apartamento,
Yasmin se encontraba allí. Me
sorprendió. Aunque ella estaba
preocupada y dolida.
—Saliste ayer del hospital y ni
siquiera me llamaste —gritó.
Se dejó caer en un rincón de la cama
y me miró con enfado.
—Yasmin...
—Muy bien, dijiste que no querías
que te visitara en el hospital y así lo
hice. Pero pensé que nos veríamos en
cuanto volvieses a casa.
—Quise hacerlo, pero...
—Entonces, ¿por qué no me
llamaste? Apostaría a que estuviste aquí
con otra.
—Anoche fui a ver a «Papa».
Hassan me dijo que debía presentarme
ante él.
Me dirigió una mirada de duda.
—¿Y estuviste allí toda la noche?
—No —admití.
—¿Pues a quién más viste? Respiré
profundamente.
—Vi a Selima.
El mal humor de Yasmin se
transformó en una repentina mueca de
desprecio.
—Ah, ¿es eso lo que te mola ahora?
¿Cómo está? ¿Tan bien como su
propaganda?
—Selima está en la lista, Yasmin.
Con las «hermanas».
Me miró perpleja.
—Dime por qué no me sorprende.
Le advertimos que tuviera cuidado.
—No basta con tener cuidado. No, a
no ser que vivas en una cueva a cien
leguas de tu vecino más cercano. Y ése
no era el estilo de Selima.
—No.
Se hizo un breve silencio. Creo que
Yasmin pensaba que ése tampoco era su
estilo, que le estaba sugiriendo que eso
mismo podía pasarle a ella. Bien,
espero que lo pensase así porque era
cierto. Siempre era cierto.
No le hablé del sangriento mensaje
que el asesino de Selima me dejó en el
baño de la suite del hotel. Alguien
pensaba en Marîd Audran como en un
tipo fácil, así que era el momento de que
Marîd Audran se tomase las cosas a
pecho. Además, decírselo no mejoraría
el humor de Yasmin, ni el mío.
—Hay un moddy que quiero probar
—dije. Levantó una ceja.
—¿Alguien que yo conozca?
—No, no lo creo. Es un detective
sacado de unos viejos libros. Creo que
puede ayudarme a poner fin a estos
crímenes.
—Oh, oh. ¿Lo ha sugerido «Papa»?
—No. «Papa» no sabe lo que voy a
hacer en realidad. Le dije que iría a la
zaga de la policía y observaría las pistas
a través de un cristal de aumento. Me
creyó.
—A mí me parece una pérdida de
tiempo.
—Y es una pérdida de tiempo, pero
a «Papa» le gustan las cosas ordenadas.
Él trabaja de modo firme, eficiente, más
pesado y lento.
—A pesar de eso, lo hace.
—Sí. admito que lo consigue. Pero
no quiero que me mire por encima del
hombro, y coarte cada paso que yo dé.
Voy a hacer este trabajo por él, sin
embargo, lo haré a mi manera.
—No sólo haces el trabajo por él,
Marîd. También por nosotros. Por todos
nosotros. Y además, ¿recuerdas el 7
Ching? Decía que nadie te creería. Es
ahora cuando debes obrar según lo que
pienses que es correcto, y al final
vencerás.
—Sí —repliqué con una sonrisa
sombría—. Sólo espero que mi fama no
sea póstuma.
—«No codicies aquello con lo que
Alá ha distinguido a algunos de
vosotros. De los hombres, la fortuna que
han ganado; de las mujeres, la fortuna
que han ganado. No os tengáis envidia,
sino pedid la bondad de Alá. ¡Fijaos!
¡Alá es el conocedor de todas las
cosas!»
—Muy bien, Yasmin, cítamelo. De
repente, eres religiosa.
—Tú eres el que se preocupa por
encontrar la devoción. Yo siempre he
creído, aunque no lo practique.
—El ayuno sin la oración es como
un pastor sin rebaño, Yasmin. Y tú ni
siquiera ayunas.
—Sí, pero...
—Pero nada.
—Vuelves a cambiar de tema.
Estaba en lo cierto, así que cambié de
evasivas. —Ser o no ser, cariño, ésa es
la cuestión. —Lancé el moddy al aire y
lo recogí—. Qué es más noble...
—¿Vas a conectarte esa maldita
cosa?
Respiré afondo.
— En el nombre de Dios —
murmuré, y me lo conecté.

La primera sensación escalofriante


fue la de ser engullido de repente por
una fantástica masa de carne. Nero
Wolfe pesaba un séptimo de tonelada,
ciento cuarenta y cinco kilos, o más.
Todos los sentidos de Audran creyeron
que había ganado sesenta kilos en un
instante. Cayó al suelo, aturdido,
necesitado de aire. A Audran le habían
advertido que pasaría un período de
tiempo de adaptación a cada moddy que
emplease; grabado de un cerebro vivo o
programado para parecerse a un
personaje de ficción, estaría pensado
para el cuerpo ideal, no parecido al de
Audran en muchos aspectos. Los
músculos y nervios de Audran
necesitaban un poco de tiempo para
aprender a compensar. Nero Wolfe era
mucho más gordo que Audran y también
más alto. Cuando este último conectara
el moddy, caminaría como Neto Wolfe;
entendería las cosas con la facultad y la
capacidad mental de Wolfe; acomodaría
su imaginaría corpulencia a las sillas,
con el cuidado y la delicadeza de Wolfe.
A Audran le impresionó más de lo que
esperaba.
Después de un momento, Wolfe oyó
la voz de una mujer joven. Parecía
preocupada. Audran seguía tendido en el
suelo e intentaba respirar, además de,
simplemente, tenerse en pie.
—¿Te encuentras bien? —preguntó
la joven.
Los ojos de Wolfe se convirtieron en
unas pequeñas hendiduras en las rollizas
bolsas que los rodeaban. La miró.
—Perfectamente, señorita Nablusi
—respondió.
Se sentó despacio y ella se le acercó
para ayudarle a incorporarse. Con la
mano, él le indicó que no, aunque se
apoyó un poco en ella para ponerse en
pie.
Los recuerdos de Wolfe,
ingeniosamente contenidos en el moddy,
se mezclaron con los pensamientos,
sensaciones, sentimientos y recuerdos
ocultos de Audran. Wolfe dominaba
varios idiomas: inglés, francés, español,
italiano, latín, serbocroata y otros. No
había espacio para recoger tantos
daddies de lenguaje en un único moddy.
Audran se preguntó cómo se dice en
francés al-kalb y lo sabía: le chien.
Claro que Audran ya hablaba un
perfecto francés. Se preguntó al-kalb en
inglés y en croata, pero se le escapaban:
los tenía en la punta de la lengua, un
hormigueo mental, uno de esos
frustrantes lapsus de memoria. Audran y
Wolfe no podían recordar quiénes
hablaban croata o dónde vivían. Audran
no conocía ese lenguaje hasta entonces.
Todo eso le hizo sospechar la
profundidad de su ilusión. Esperaba que
no ocurriera en algún momento crucial
cuando Audran dependiera de Wolfe
para sacarle de una situación de vida o
muerte.
—Fin —silbó Wolfe.
Ah, pero Nero Wolfe pocas veces se
encontraba metido en situaciones
comprometidas. Dejaba que Archie
Goodwin corriera con la mayor parte de
los riesgos. Wolfe descubriría a los
asesinos del Budayén sentado tras su
viejo despacho familiar —
imaginariamente, por supuesto—, y
razonaría la identidad de los asesinos.
Entonces, la paz y la prosperidad
descenderían una vez más sobre la
ciudad y en todo el Islam resonaría el
nombre de Marîd Audran.
Wolfe miró a la señorita Nablusi.
Solía mostrar cierto rechazo por las
mujeres, rechazo que, a veces, lindaba
con la hostilidad más descarada. ¿Qué
sentiría ante un transexual? Después de
un momento de reflexión, el detective
pareció sentir la misma desconfianza
que demostraba por el crecimiento
orgánico, nada artificialmente añadido,
femenino en general. Casi siempre, se
mostraba flexible y objetivo al evaluar a
las personas; de otro modo, no habría
podido ser un detective tan brillante.
Wolfe no hubiese tenido dificultad en
interrogar a la gente del Budayén, o
comprender sus extravagantes actitudes
y motivaciones.
Mientras su cuerpo se sentía cada
vez más cómodo en el moddy, la
personalidad de Marîd Audran se
retiraba a la pasividad, limitándose a
hacer sugerencias, mientras Wolfe
adquiría más control. Estaba claro que
llevar un moddy podía conducir a gastar
un montón de dinero. Igual que el
asesino que llevaba el moddy de James
Bond había reformado su apariencia
física y su vestuario para adaptarse a su
asumida personalidad, también Audran y
Wolfe, de repente, querían invertir en
camisas y pijamas amarillos, contratar a
uno de los mejores chefs del mundo y
coleccionar cientos de raras y exóticas
orquídeas. Todo eso tendría que esperar.
—Fin —refunfuñó Wolfe de nuevo.
Alargaron el brazo y se
desconectaron el moddy.

De nuevo me sentí aturdido y


desorientado y me encontré en mi propia
habitación mirando mi mano, y el moddy
que sostenía, con expresión estúpida.
Volvía a encontrarme en mi propio
cuerpo y en mi propia mente.
—¿Cómo ha estado? —preguntó
Yasmin. La miré.
—Satisfactorio —respondí, y
empleé la expresión más vehemente de
Wolfe—. Lo hice —admití—. Tengo la
sensación de que Wolfe será capaz de
dilucidar los hechos y encontrarles
sentido. Si es que lo tienen.
—Me alegra, Marîd. Y recuerda, si
éste no es lo bastante bueno, hay mil
moddies distintos que puedes probar.
Dejé el moddy en el suelo, junto a la
cama, y me eché. Quizá debí aumentar
mi cerebro hace mucho tiempo. Empecé
a sospechar que yo había perdido una
apuesta, que estaba equivocado y que
los demás tenían razón. Bien, ya era
mayorcito y podía admitir mis errores.
No en voz alta, por supuesto, y nunca a
nadie como Yasmin, que jamás me
permitiría olvidarlo. Pero en lo más
profundo de mi ser, yo lo sabía y mi
temor me había impedido modificar
antes mi cerebro; sentía que podía
superar cualquier moddy con mi buen
sentido innato y un hemisferio cerebral
atados a la espalda. Descolgué el
teléfono y llamé a «Medio Hajj» a su
casa. Todavía no había ido a comer y me
prometió pasarse por mi apartamento en
unos minutos. Le dije que tenía un
pequeño regalo para él.
Yasmin yacía junto a mí mientras
esperábamos que Saied llegase. Puso su
brazo alrededor de mi pecho y descansó
su cabeza en mi hombro.
—Marîd —murmuró con ternura—,
me siento muy orgullosa de ti.
—Yasmin —dije despacio—, ¿sabes
que, en realidad, estoy asustado de mis
habilidades?
—Lo sé, cielo; también yo. Pero ¿y
si no te hubieras metido en todo esto?
¿Qué pasa con Nikki y los demás? ¿Y si
matan a más personas, personas a las
que tú hubieras podido salvar? ¿Cómo te
sentirías?
—Haremos un trato, Yasmin: seguiré
adelante, haré lo que pueda y correré
todos los riesgos que no pueda evitar.
Pero deja de repetirme todo el tiempo
que hago lo correcto y que estás tan
orgullosa de que quizá me maten dentro
de media hora. Dar ánimo en los
asientos de los reservados es bueno para
tu moral, pero a mí no me sirve lo más
mínimo; al cabo de un rato resulta
pesado, y eso no hará que las balas y los
cuchillos reboten en mi piel. ¿De
acuerdo?
Estaba herida, pero quise decir,
exactamente, las palabras pronunciadas.
Debía cortar con todo eso de: «¡Ve a por
ellos y atrápalos, chico!». Sentía
haberme mostrado tan duro con Yasmin.
Para disimular, me levanté y fui al
lavabo. Cerré la puerta y me llené un
vaso con agua. En mi apartamento, el
agua está caliente siempre, ya sea
verano o invierno, y raras veces tengo
hielo en el congelador. Pasado un rato
puedes beber el agua tibia con partículas
flotantes suspendidas en ella. Yo no.
Todavía estoy en ello. Me gustan los
vasos de agua que no tengan un aspecto
amedrentador.
Cogí la caja de píldoras de mis
téjanos y saqué un puñado de soneínas.
Eran las primeras que me tomaba desde
mi salida del hospital. Como algunas
clases de adictos, yo celebraba mi
abstinencia rompiéndola. Me puse las
soneínas en la boca y tomé un trago de
agua templada. Pensé que eso me daría
marcha. Un par de soneínas y unos
cuantos trifets son mejor que un estadio
lleno de gente con buenos deseos y sus
sábanas de banderas. Cerré la caja de
píldoras despacio. ¿Quizá intentaba que
Yasmin no lo oyera? ¿Por qué? Después,
tiré de la cadena. Entonces regresé a la
habitación.
Me hallaba a medio camino cuando
Saied llamó a la puerta.
—Bismillah —dije, y la abrí.
—Sí, tienes razón —repuso «Medio
Hajj».
Entró en la habitación y se dejó caer
en un extremo del colchón.
—¿Qué es lo que tienes para mí?
—Ahora está ampliado, Saied —le
informó Yasmin.
«Medio Hajj» se volvió hacia ella,
despacio, y le ofreció una desenfrenada
mirada de las suyas. Otra vez se hallaba
en el lado duro de su mente. El lugar de
una mujer está en ciertas zonas de la
casa, que se la vea pero que no se la
oiga, quizá ni que se la vea si sabía qué
convenía.
«Medio Hajj» me miró y asintió.
—A mí me modificaron cuando tenía
trece años —dijo.
Yo no iba a empuñar las armas
contra él por nada. Me recordé a mí
mismo que le estaba pidiendo que me
ayudara y que para él sería muy
peligroso. Le ofrecí el moddy de Archie
Goodwin, que cogió fácilmente con una
mano.
—¿Quién es? —me preguntó.
—Un detective de unos libros
antiguos. Trabaja para el mejor
detective del mundo. El jefe es grande y
gordo, y nunca sale de su casa, así que
Goodwin le hace el trabajo de calle.
Goodwin es joven, guapo e inteligente.
—Oh, oh. Y supongo que este moddy
es un regalo de fin del Ramadán. Un
poco tarde, ¿no?
—No.
—Aceptas el dinero de «Papa» y la
operación en el cerebro y vas detrás de
quien se dedica a despachar a nuestros
amigos y vecinos. Ahora quieres que me
conecte a este fuerte y seguro Goodwin,
y cabalgue contigo en pos de la
aventura.
—Necesito a alguien, Saied. Tú eres
la primera persona en la que he pensado.
Eso pareció halagarle, aunque
todavía distaba bastante del entusiasmo.
—No es mi línea.
—Conéctatelo, y la será.
Lo miró por los dos lados y se dio
cuenta de que estaba bien. Se quitó la
keffiya, que se la colocaba como una
especie de turbante, se desconectó el
moddy que llevaba, y se enchufó el de
Archie Goodwin.
Le acompañé al lavabo. Vi como su
mirada se desenfocaba y luego sufría
una sutil transformación. Parecía más
relajado, más inteligente. Me dedicó una
irónica y divertida sonrisa, me estaba
tanteando y también a los nuevos
contenidos de su mente. Paseó su mirada
por toda la habitación, como si más
tarde tuviera que hacer una detallada
descripción de todo. Esperó, me
observó medio insolente medio devoto.
Sabía que no me veía a mí, estaba
viendo a Nero Wolfe.
Las actitudes y la personalidad de
Goodwin atrajeron a Saied. Le encantó
la oportunidad de dirigirme los
sardónicos comentarios de Goodwin. Le
gustó la idea de ser devastadoramente
seductor con ese moddy. Incluso sería
capaz de superar su propia aversión a
las mujeres.
—Tenemos que discutir el salario —
dijo.
—Por supuesto. Ya sabes que
Friedlander Bey sufraga mis gastos.
Sonrió. Pudo ver habitaciones
costosas, cenas íntimas y baile en el
Flamingo sobrevolando su rectificada
mente.
De repente, la sonrisa cedió. Estaba
repasando los recuerdos artificiales de
Goodwin.
—He tenido que repartir puñetazos
más de una vez, trabajando para ti —
dijo pensativo.
Moví rápido el dedo hacia él, al
modo de Wolfe.
—Eso forma parte de tu trabajo.
Archie, y eres consciente de ello.
Suponía que ésa era la parte que más te
gustaba.
La sonrisa volvió a su rostro.
—Y tú disfrutas suponiendo sobre
mí y mis ideas. Bien, adelante, ése es el
único ejercicio que haces. Debes tener
razón. De cualquier modo, hace mucho
que no tenemos un caso en el que
trabajar.
Quizá debí conectarme mi moddy
del detective; contemplar la imitación de
«Medio Hajj» sin él resultaba casi
molesto. Le devolví un gruñido de
Wolfe, porque eso era lo que él
esperaba, y me detuve.
—Entonces, ¿me ayudarás? —le
pregunté. —Un minuto.
Saied se desconectó el moddy y se
puso el suyo. A él le costaba menos
pasar de un moddy, a su cerebro
desnudo y a un segundo moddy. Claro
que, como él decía, llevaba así desde
los trece años. Yo sólo lo había hecho
una vez, hacía unos minutos. Me dio un
amargo repaso, de arriba abajo y de
abajo arriba. Cuando empezó a hablar,
supe en seguida que no llevaba el moddy
adecuado. Sin el moddy de Goodwin
que le hiciera parecer todo divertido,
romántico y excitantemente arriesgado,
«Medio Hajj» no iba a hacerlo. Se
acercó a mí y me habló con las
mandíbulas apretadas y tensas.
—Mira, siento de verdad que Nikki
fuera asesinada. Me molesta que alguien
haya exterminado a las «Viudas
Negras», aunque nunca fuéramos
amigos. No es bueno para nadie. En
cuanto a Abdulay, encontró lo que
andaba buscando y, si me preguntas, lo
tenía más que merecido. Así, por Nikki,
llegamos a una contienda de odio entre
tú y algún cerebro rabioso. Me parece
maravilloso que tengas de tu lado a todo
el Budayén y a «Papa». Sin embargo, no
sé cómo tienes el maldito valor de
pedirme que te proteja de todo lo malo
que pueda ocurrirte. —Y al hablar, me
golpeó en el pecho con un dedo que era
como una vara de hierro—. Tú recibirás
la recompensa, de acuerdo, aunque crees
que puedes endosarme los agujeros de
bala y las heridas de navaja. Bien, Saied
ve lo que te propones. Saied no es tan
loco como tú crees. —Resopló, casi
asombrado de mi audacia—. Aunque
salgas de todo esto con vida, magrebí,
aunque todo el mundo te considere una
especie de héroe, tendremos que
resolver este asunto entre nosotros.
Me miró con expresión feroz y
rostro encendido, mientras los músculos
de su mandíbula intentaban serenarse lo
bastante como para que su rabia se
canalizase de modo coherente. Al final,
desistió. Durante unos segundos pensé
que iba a pegarme. No me moví lo más
mínimo. Esperé. Levantó su puño,
titubeó, agarró el moddy de Archie
Goodwin con su otra mano, lo tiró al
suelo, lo siguió unos centímetros
mientras se deslizaba por la habitación,
levantó un pie y lo dejó caer, aplastando
el moddy bajo el pesado tacón de
madera de su bota de cuero. El armazón
del moddy saltó en pedazos y trozos de
vivos colores del circuito interno
volaron en todas direcciones. «Medio
Hajj» contempló un momento el moddy
destrozado, sus ojos parpadeaban
estúpidamente. Luego, levantó la mirada
despacio hacia mí.
—¿Sabes lo que bebe ese tipo? —
gritó—. Bebe leche, ¡maldita sea!
Muy ofendido, Saied se dirigió hacia
la puerta.
—¿Adonde vas? —preguntó Yasmin
con voz tímida. Él la miró.
—A buscar el mayor bistec de la
ciudad y devolverlo a donde pertenece.
A pasar un buen rato en honor de lo
cerca que he estado de que tu novio me
condujese a la muerte.
Abrió la puerta de la calle y salió
pisando fuerte, dando un portazo.
Me reí. Había sido una gran
actuación, justo el alivio que yo
necesitaba. No contaba con que Saied
estuviera asustado, pero los dos
asesinos no hacían de éste un asunto
trivial; estaba seguro de que a «Medio
Hajj» se le pasaría el enfado muy
pronto. Si, pese a lo que parecía, yo
terminaba siendo un héroe, él se
encontraría entre la minoría poco
popular, pasando por un malévolo
envidioso. Estaba convencido de que
Saied nunca estaría en un grupo
impopular si podía hacer algo por
evitarlo. Sólo tenía que seguir viviendo
lo bastante para que «Medio Hajj»
volviese a ser mi amigo.
Creo que mi buen humor coincidió
con la subida de las soneínas. Me dije a
mí mismo: «¿Ves cómo te han ayudado a
mantener el control? ¿Qué bien nos
habría hecho liarme a puñetazos con
Saied?».
—¿Ahora, qué? —preguntó Yasmin.
Me hubiera gustado que no me lo
preguntara.
—Buscaré otro moddy, como me has
sugerido. Mientras tanto, reuniré toda la
información como «Papa» quiere, trataré
de ordenarla y ver si se puede seguir un
modelo o una línea de investigación
definidos.
—Te estabas portando como un
cobarde, ¿no, Marîd?, cuando evitabas
los injertos cerebrales.
—Sí. Estaba asustado. Tú lo sabes.
Pero no se trataba de cobardía. Era
como si estuviera retrasando lo
inevitable. En estos últimos tiempos, me
he sentido como Hamlet. Aunque
admites que el hecho de tener miedo es
algo inevitable, no estás seguro de que
vayas a hacer lo correcto. Quizá Hamlet
pudo haber resuelto las cosas de otra
manera, con un poco menos de sangre,
sin forzar la mano de su tío. Quizá
aumentar mi cerebro sólo parezca lo
correcto. Quizá estoy olvidando algo
obvio.
—Si te engañas a ti mismo de ese
modo, más gente morirá. Puede que
incluso tú. No olvides que si medio
Budayén sabe que vas tras el rastro de
los asesinos, ellos también.
Eso no se me había ocurrido. Ni
siquiera las soneínas pudieron animarme
ante ese notición.
Una hora más tarde, estaba en la
oficina del teniente Okking. Como era
habitual, no demostró mucho entusiasmo
al verme.
—Audran —dijo—, ¿has encontrado
otro cadáver para mí? Si el mundo está
en orden, te arrastrarás hasta aquí,
mortalmente herido, desesperado por
conseguir mi perdón antes de palmarla.
—Lo siento, teniente —dije. —
Bueno, puedo soñarlo, ¿no?
Ya salam, siempre tan
condenadamente gracioso.
—Se supone que debo trabajar más
de acuerdo contigo, y se supone que tú
has de cooperar voluntariamente
conmigo. «Papa» cree que es mejor si
aunamos nuestra información.
Parecía como si acabara de oler
algo en descomposición. Murmuró unas
palabras ininteligibles entre dientes.
—No me gusta que meta su manaza,
Audran, y se lo puedes decir de mi
parte. Va a hacerme más difícil cerrar
este caso. Friedlander Bey corre peligro
al inmiscuirte en los asuntos de la
policía.
—Él no lo ve así.
Okking asintió con displicencia.
—Está bien, ¿qué quieres que te
cuente? Me senté y traté de parecer
indiferente.
—Todo lo que sepas sobre Lutz
Seipolt y el ruso que mataron en el club
de Chiri.
Okking estaba sorprendido. Le costó
un momento recuperar la compostura.
—Audran, ¿qué posible relación
puede existir entre ambos?
Ya habíamos pasado por eso. Sabía
que sólo rehuía la respuesta.
—Debe haber varios motivos o
algún conflicto mayor que no alcanzo a
comprender y que se desarrolla en el
Budayén.
—No necesariamente. El ruso no
formaba parte del Budayén. Era un
político sin importancia que puso una
vez el pie en tu territorio porque le
pediste que se reuniera contigo allí.
—Cambias de conversación muy
bien, Okking. Responde a mi pregunta:
¿de dónde es Seipolt y qué es lo que
hace?
—Llegó a la ciudad hace tres o
cuatro años, procedente de algún lugar
del Cuarto Reich, de Frankfurt, creo. Se
estableció como agente de importación-
exportación, ya sabes lo vaga que es
esta descripción. Su negocio principal
es la alimentación y las especias, café,
algo de algodón y tejidos, alfombras
orientales, piezas viejas de cobre y
bronce, joyería barata, cristal Muski de
El Cairo y otras cosillas. Es importante
en la comunidad europea, parece sacarle
provecho y nunca ha presentado ningún
signo de estar implicado en ninguna
operación ilícita de comercio
internacional a gran escala. Eso es todo
lo que sé.
—¿Imaginas por qué me apuntó con
una pistola cuando le hice algunas
preguntas sobre Nikki?
Okking se encogió de hombros.
—Tal vez le guste la intimidad.
Mira, por tu aspecto, no pareces el tipo
más inocente del mundo, Audran. Quizá
pensó que ibas a sacarle un arma y
escaparte con su colección de esculturas
antiguas, escarabajos y ratones
momificados.
—Entonces, ¿has estado en su casa?
Okking sacudió la cabeza.
—Tengo informes —dijo—. Soy un
influyente oficial de policía, ¿recuerdas?
—Está bien, lo olvidaré. El ángulo
Nikki-Seipolt es un callejón sin salida.
¿Y sobre el ruso, Bogatyrev?
—Era un ratón que trabajaba para
los bielorrusos. Primero se pierde su
hijo y luego tiene la mala suerte de parar
esa bala de James Bond. Todavía guarda
menos relación que Seipolt con los otros
crímenes.
Sonreí.
—Gracias, teniente. Friedlander Bey
quiere que me asegure de que no ocultas
ninguna prueba. De verdad que no deseo
interrumpir tu investigación. Dime qué
debo hacer ahora.
Hizo una mueca.
—Te sugeriría que salieras en una
misión en busca de hechos a Tierra del
Fuego o a Nueva Zelanda o a cualquier
lugar fuera de mi vista, pero te reirías y
no me tomarías en serio. Así que
interroga a cualquiera que pueda tener
un motivo contra Abdulay o entérate de
si alguien en particular quería matar a
las «Viudas Negras». Investiga si alguna
de las «hermanas» fue vista con un
desconocido o un sospechoso poco antes
de que las mataran.
—Está bien —dije, poniéndome en
pie.
Acababa de recibir la primera
lección sobre medios evasivos, pero
quería que Okking creyera que me había
derrotado. Era posible que tuviera
algunas pistas que no quisiera compartir
conmigo, pese a lo que «Papa» había
dicho. Eso explicaría su deliberada
mentira. Fuera cual fuese la razón, yo
planeaba volver pronto, cuando Okking
no estuviera, y utilizar los registros del
ordenador para profundizar un poco más
en los datos de Seipolt y Bogatyrev.
Al llegar a casa, Yasmin señaló la
mesa.
—Alguien ha dejado una nota para
ti.
—¿Ah, sí?
—La deslizaron por debajo de la
puerta y llamaron. Fui a abrir y no vi a
nadie. Bajé la escalera, pero tampoco
había nadie en la acera.
Sentí un escalofrío. Abrí el sobre.
Contenía un corto mensaje impreso en
papel de ordenador. Decía:
AUDRAN:
¡TÚ ERES EL SIGUIENTE!
JAMES BOND SE HA IDO.
AHORA SOY OTRA
PERSONA, ¿ADIVINAS
QUIÉN?
PIENSA EN SELIMA Y LO
SABRÁS.
NO QUIERO HACERTE
NINGÚN FAVOR, PORQUE
¡PRONTO ESTARÁS
MUERTO!

—¿Qué dice? —preguntó Yasmin.


—Oh, nada —respondí.
Sentí un pequeño temblor en mi
mano. Me alejé de Yasmin, arrugué el
papel y me lo metí en el bolsillo.
15
Desde la noche en que Bogatyrev fue
asesinado en el local de Chinga, yo
había sentido todas las emociones
fuertes que una persona puede sentir.
Asco, terror y júbilo. Había conocido el
amor y el odio, la esperanza y la
desesperación. En ocasiones había sido
tímido y audaz en otras. Sin embargo,
nada me llenó tanto como la furia que
surgía ahora en mí. El forcejeo
preliminar había acabado, las ideas
como honor, justicia y deber se
supeditaban a la todopoderosa
necesidad de seguir vivo, de evitar ser
asesinado. El tiempo de la duda había
pasado. Me amenazaban, a mí,
personalmente. Ese mensaje anónimo
captó mi atención. Mi rabia estaba
dirigida directamente contra Okking. Me
había ocultado información, quizá
encubría algo y, con ello, ponía mi vida
en peligro. Si quiso poner en peligro a
Abdulay o a Tami, bien, creo que era
asunto de la policía. Pero si me ponía en
peligro a mí, era asunto mío. Cuando
fuera a su oficina, Okking se enteraría,
de malas maneras.
Caminé a grandes y furiosas
zancadas «Calle» arriba y, mientras,
pensaba y ensayaba lo que iba a decirle
al teniente. No me costaría mucho.
Okking se sorprendería al verme de
nuevo, a la hora de salir de su oficina.
Planeaba irrumpir en ella, dar un
portazo tan fuerte que los cristales
temblasen, meterle la amenaza de muerte
en las narices y pedirle una relación
completa de pruebas. Si no, le
arrastraría a una de las salas de
interrogatorios y le haría rebotar contra
sus propias paredes. Apostaba a que el
sargento Hajjar me prestaría toda la
ayuda que yo necesitara.
Mientras me encaminaba hacia la
puerta del extremo Este del Budayén,
vacilé entre paso y paso. Una idea
afloró en mi mente. Esa mañana había
sentido el mismo hormigueo, como de
asunto sin zanjar, cuando hablé con
Okking. Lo sentí después de ver el
cadáver de Selima. Siempre dejo que mi
subconsciente trabaje en esos
hormigueos y, más tarde o más
temprano, los desvela. Tenía la
respuesta, como un timbre eléctrico
sonando en mi cabeza.
Pregunta: ¿Qué falta en este cuadro?
Respuesta: Observémoslo de cerca.
Primero, en las últimas semanas tenemos
varios crímenes sin resolver en el
vecindario. ¿Cuántos? Bogatyrev, Tami,
De vi, Abdulay, Nikki, Selima. Ahora,
¿qué hace la policía cuando se enfrenta a
un hueso duro de roer en una
investigación homicida? El trabajo de la
policía es reiterativo, aburrido y
metódico: acuden a todos los testigos
una y otra vez, y les hacen repetir sus
declaraciones por si han descuidado
alguna pista vital. Los policías repiten
las mismas preguntas, cinco, diez, veinte
y cien veces. Te arrastran a la comisaría
o te despiertan a mitad de la noche. Más
preguntas, las mismas tediosas
respuestas.
Con una pizarra que muestra seis
asesinatos sin resolver relacionados en
apariencia, ¿por qué la policía no ha
importunado más, haciendo pesquisas y
averiguaciones? No tenía que volver a
repasar mi versión y dudo que Yasmin o
alguien necesitara hacerlo.
Deberían despedir a Okking y al
resto del departamento. Por mi honor y
por mis ojos, ¿por qué no lo hacen? Seis
muertos por el momento, y yo estaba
seguro de que la cuenta aumentaría. Me
habían prometido personalmente al
menos un cadáver más, el mío.
Al llegar a la comisaría de policía,
entré en el despacho del sargento sin
decir una palabra. No pensaba en los
modales ni en el protocolo, sino en la
sangre. Quizá era la expresión de mi
rostro o el aura negra como la
medianoche que me rodeaba, lo cierto es
que nadie me detuvo. Subí la escalera y
atravesé el laberinto de pasillos hasta
llegar ante Hajjar, sentado fuera del
pequeño cuartel general de Okking.
También Hajjar debió percatarse de mi
expresión, porque sacudió el pulgar por
encima de su hombro. No iba a cruzarse
en mi camino, ni tampoco a correr
riesgos con su jefe. Hajjar no era
inteligente, aunque sí astuto. Dejaría que
Okking y yo nos sacudiéramos pero no
estaría cerca. No recuerdo si le dije
algo a Hajjar o no. Lo siguiente que
recuerdo es que me apoyaba en el
escritorio de Okking y le tenía agarrado
de la camisa en mi puño tenso. Los dos
gritamos.
—¿Qué demonios significa esto? —
dije a voces, moviendo el papel de
ordenador frente a sus ojos.
Eso es todo lo que puedo recordar
antes de ser volteado, derribado e
inmovilizado contra el suelo por dos
policías, mientras otros tres me
apuntaban con sus pistolas de agujas. Mi
corazón estaba acelerado todavía, no
podía ir más rápido sin explotar. Quería
darle una patada en el rostro, pero mi
movilidad estaba controlada.
—Soltadle —ordenó Okking.
También él respiraba agitado.
—Teniente —objetó uno de los
hombres—, si...
—Soltadle.
Le obedecieron. Me puse en pie y
miré a los hombres uniformados guardar
sus armas y abandonar el despacho.
Hubo un revuelo general. Okking esperó
a que el último de ellos cruzase el
umbral y cerró despacio la puerta, se
pasó la mano por el cabello y volvió a
su escritorio. Empleó mucho tiempo y
esfuerzo en intentar calmarse. Supongo
que no quería hablar hasta haberse
controlado. Por último, se sentó en su
silla giratoria y me miró.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Sin burla, sin sarcasmo, sin
amenazas veladas ni artimañas de
policía. El tiempo del temor y la
incertidumbre había acabado para mí,
también el del desdén y la
condescendencia para Okking.
Dejé la nota sobre su cuaderno y
esperé a que la leyera. Me senté en una
silla de plástico, dura y angulosa, frente
al escritorio de Okking y esperé. Le vi
acabar de leer. Cerró los ojos y se los
frotó, fatigado.
—Jesús —murmuró.
—Quienquiera que fuese ese James
Bond, ha cambiado de moddy. Dice que
yo sabría cuál si lo pensaba. No se me
ocurre nada.
Okking miró la pared que había a mi
espalda, mientras recordaba la escena
del asesinato de Selima. Primero, sus
ojos se abrieron un poco; luego, su boca.
Entonces gruñó.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
—¿Qué?
—¿Qué te parece Xarghis
Moghadhíl Khan?
Yo había oído ese nombre antes,
pero no estaba muy seguro de qué Khan
se trataba. Sabía que no iba a gustarme.
—Háblame de él.
—Fue hace unos quince años. Ese
psicópata se proclamó a sí mismo el
nuevo profeta de Dios en Assam o
Sikkim o uno de esos lugares del este.
Dijo que un fulgurante ángel azul le
hacía revelaciones y proclamas divinas.
Lo más terrible fue que Khan salía y se
follaba a cualquier mujer blanca que
encontraba y asesinaba a cualquiera que
se cruzara en su camino. Alardeaba de
haber matado a doscientos o trescientos
hombres, mujeres y niños antes de ser
detenido. También antes de ser
ejecutado asesinó a cuatro más en la
cárcel. Le gustaba sacarle los órganos a
sus víctimas y sacrificarlas a su ángel
azul metálico. Diferentes órganos, según
el día de la semana o las fases de la luna
o alguna maldita razón.
Hubo un silencio nervioso durante
unos segundos.
—Será mucho peor como Khan que
como Bond —dije. Okking asintió,
tétrico.
—Al lado de Xarghis Moghadhil
Khan toda la pandilla de asesinos del
Budayén parecerían dibujos animados
del gato y el ratón.
Cerré los ojos, me sentía indefenso.
—Tenemos que averiguar si sólo se
trata de un asesino lunático o trabaja
para alguien.
El teniente volvió a mirar por
encima de mí, a la pared mientras se le
ocurría otra idea. Su mano derecha
jugaba nerviosa con la figura de una
barata sirena de bronce que tenía sobre
su escritorio. Por fin me miró.
—Puedo ayudarte en eso —dijo con
calma.
—Estaba seguro de que sabías más
de lo que me contabas. Sabes para quién
trabaja este James Bond-Khan. Sabías
que yo tenía razón en que los crímenes
eran ejecuciones, ¿no es así?
—No tenemos tiempo para pataletas
ni medallas. Eso vendrá más tarde.
—Será mejor que me cuentes toda la
historia. Si Friedlander Bey se entera de
que has ocultado esta información,
perderás tu empleo antes de que te dé
tiempo a pedirle perdón.
—Yo no estaría tan seguro, Audran
—dijo Okking—, pero no deseo
comprobarlo.
—Pues dímelo, ¿para quién
trabajaba James Bond? El policía
parecía reacio. Cuando me miró, había
angustia en su semblante.
—Trabajaba para mí, Audran.
La pura verdad es que no esperaba
oír eso. No supe cómo reaccionar.
—Walláhnl-aztm —murmuré. Dejé
que Okking lo explicara.
—Has tropezado con algo más
importante que una serie de asesinatos
—dijo—, pero no tienes ni idea de
cuánto más importante. Creo que lo
intuías. Está bien. Yo recibía dinero de
un gobierno europeo para localizar a
alguien que se ocultaba en la ciudad.
Esa persona era el candidato para
gobernar un país. Una facción política
de su lugar de origen deseaba
asesinarle. El gobierno para el que
trabajo quería que le encontrara y le
devolviera sano y salvo. No necesitas
saber todos los detalles de la intriga,
pero ésa es la idea básica. Contraté a
James Bond para que encontrara al tío y
también para impedir que el otro partido
intentara asesinarle.
Me costó unos segundos asimilar
todo eso. Era demasiado grande para
digerirlo de golpe.
—Bond mató a Bogatyrev y a Devi,
y, después de convertirse en Xarghis
Khan, a Selima —resumí—. De modo
que yo estaba sobre la pista correcta
desde el principio: Bogatyrev fue
asesinado a propósito. No se trató de un
desgraciado accidente como tú, «Papa»
y todo el mundo insistíais. Y por eso no
has excavado más hondo en estos
crímenes. Sabes exactamente quién les
mató a todos.
—Creía que lo sabía, Audran. —
Okking parecía cansado y un poco
enfermo—. No tengo la menor idea de
quién trabaja por el otro lado. Tengo
bastantes pistas, las señales y marcas de
las manos en los cuerpos torturados, una
descripción bastante buena de la talla y
el peso del asesino, un montón de
pequeños detalles forenses como éstos.
Pero no sé quién es, y eso me asusta.
—¿Te asusta? Vaya mierda de
ánimos tienes. Todo el Budayén está
metido en sus escondrijos desde hace
semanas porque se preguntan quién será
la próxima víctima de esos dos
psicópatas, y tú estás asustado. ¿De qué
demonios estás asustado, Okking?
—El otro bando ha vencido, el
príncipe ha sido asesinado, pero los
crímenes no cesan. No sé por qué. El
asesinato debería haber zanjado la
cuestión. Los asesinos están eliminando
a cualquiera que pueda identificarles.
Me mordí el labio y pensé.
— Necesito retroceder un poco —
dije —. Bogatyrev trabajaba para la
legación de uno de los reinos rusos.
¿Cómo liga eso con Devi y Selima?
— Te he dicho que no quiero darte
todos los detalles. Es algo sucio,
Audran. ¿No estás satisfecho con lo que
te he contado?
— Volví a enfurecerme.
— Okking, tu jodido hombre viene a
por mí. Tengo el maldito derecho a
saber toda la historia. ¿Por qué no
puedes decir a tu asesino que deje de
trabajar?
— Porque ha desaparecido. Después
de que el príncipe fuera asesinado por el
otro partido, James Bond desapareció
del mapa. No sé dónde está ni cómo
ponerme en contacto con él. Ahora
trabaja por su cuenta.
— O alguien le ha dado nuevas
instrucciones.
— No pude evitar un escalofrío
cuando el primer nombre que cruzó por
mi mente no fue el de Seipolt —la
elección lógica—, sino el de
Friedlander Bey. Me había engañado a
mí mismo sobre los motivos de «Papa»:
el temor por su vida y un loable interés
por proteger a los demás ciudadanos.
No, «Papa» nunca había sido tan
honrado. Pero ¿de qué manera podía
estar detrás de esos terribles
acontecimientos? Era una posibilidad
que ya no podía desdeñar.
— Okking estaba perdido en sus
propios pensamientos, con un destello
de temor en sus ojos, mientras
jugueteaba con su pequeña sirena.
—Bogatyrev no era un pequeño
empleado de la legación rusa. Era el
gran duque Vasili Petrovich Bogatyrev,
el hermano menor del rey Vyacheslav de
Bielorrusia y Ucrania. Su sobrino, el
príncipe de la corona, se convirtió en un
gran estorbo en la corte y hubo de ser
enviado fuera. Los partidos neofascistas
de Alemania querían encontrar al
príncipe y devolverle a Bielorrusia, con
la idea de utilizarle para destronar a su
padre y sustituir la monarquía por un
protectorado controlado por los
alemanes. Partidarios del comunismo
soviético les apoyaban, querían destruir
la monarquía, pero planeaban
reemplazarla por su propio gobierno.
— Una alianza temporal de la
extrema derecha con la extrema
izquierda — dije.
— Okking sonrió lánguidamente.
— Ya ocurrió antes.
— Y tú trabajas para los alemanes.
—Exacto.
— ¿Por mediación de Seipolt?
Okking asintió. No me gustaba nada.
— Bogatyrev quería que encontrases
al príncipe —prosiguió —. Cuando lo
hicieras, el hombre del duque, sea quien
fuere, le mataría.
— Yo estaba asombrado.
— ¿Bogatyrev preparó el asesinato
de su propio sobrino? ¿Del hijo de su
hermano?
Sí, para preservar la monarquía en
casa. Decidieron que era una pena, pero
necesaria. Te dije que se trataba de algo
sucio. Cuando indagas en los asuntos
internacionales al más alto nivel, casi
siempre hay algo sucio.
—¿Por qué me necesitaba Bogatyrev
para encontrar a su sobrino? Okking se
encogió de hombros.
—En los últimos tres años de exilio
del príncipe, éste se las arregló para
disfrazarse y esconderse muy bien.
Antes o después, se dio cuenta de que su
vida corría peligro.
—El hijo de Bogatyrev no murió en
un accidente de tráfico. Me mentiste,
todavía vivía y me dijiste que habíais
cerrado el caso. Pero has dicho que, a
pesar de todo, los bielorrusos le
mataron.
—Era ese transexual amigo tuyo.
Nikki. Nikki era, en realidad, el príncipe
de la corona Nikolai Konstantin.
—¿Nikki? —exclamé con voz
apagada.
Estaba desconcertado por las
verdades que había solicitado escuchar
y por el peso del remordimiento.
Recordaba la voz aterrorizada de Nikki
durante esa breve, interrumpida llamada
telefónica. ¿Podría haberle salvado?
¿Por qué no había confiado más en mí?
¿Por qué no me dijo la verdad, lo que
sospechaba?
—Luego Devi y las otras dos
«hermanas» fueron asesinadas...
—Sólo porque estaban muy cerca de
ella. Daba igual si en realidad sabían o
no algo peligroso. El asesino alemán,
ahora Khan, y el ruso no corren ningún
riesgo. Por eso estás en la lista. Por
eso... esto.
El teniente abrió un cajón, sacó algo
y me lo lanzó por encima de su
escritorio.
Era otra nota en papel de ordenador,
igual que la mía, sólo que dirigida a
Okking.
—No voy a salir de la comisaría
hasta que todo haya acabado —aseguró
—. Voy a quedarme aquí con ciento
cincuenta policías amigos guardándome
las espaldas.
—Espero que ninguno de ellos sea
el hombre del cuchillo de Bogatyrev —
dije.
Okking se sobresaltó. La idea ya se
le había ocurrido.
Me hubiera gustado saber lo larga
que era la lista, cuántos nombres seguían
al mío y al de Okking. Pensar que el de
Yasmin podía ser uno de ellos resultó un
duro golpe. Sabía tanto como Selima,
más, porque yo le había contado lo que
sabía y lo que imaginaba. Y Chiriga,
¿estaba su nombre en ella? ¿Y Jacques. y
Saied y Mahmud? ¿Cuántos más
conocidos? Me sentí abatido al pensar
en Nikki, que había pasado de príncipe a
princesa muerta; al pensar en lo que me
esperaba. Miré a Okking y comprobé su
abatimiento. Mucho mayor que el mío.
Su carrera en la ciudad había acabado,
ahora que admitía ser un agente
extranjero.
—No tengo nada más que contarte
—dijo.
—Si sabes algo, o si necesito
ponerme en contacto contigo...
—Estaré aquí —repuso con voz
apagada—. Inshallah.
Me levanté y salí de la oficina. Fue
como escapar de la cárcel.
Fuera de la comisaría, descolgué mi
teléfono y hablé mientras caminaba.
Llamé al hospital y pregunté por el
doctor Yeniknani. —Hola, señor Audran
—dijo su voz grave.
—Quería interesarme por la anciana,
Laila.
—Para serle franco, todavía es
pronto para hablar. Puede recuperarse
con el paso del tiempo, pero no parece
probable. Es anciana y está débil. Le he
dado un sedante y la tengo bajo
constante observación. Temo que entre
en coma irreversible. Aunque eso no
suceda, hay una probabilidad muy
elevada de que jamás recobre sus
facultades inteligentes. Nunca será capaz
de valerse por sí misma o de realizar las
tareas más simples.
Solté un bufido. Me sentía culpable.
—Son los designios de Alá —dije
con torpeza.
—Alabado sea Alá.
—Pediré a Friedlander Bey que
corra con los gastos médicos. Lo
ocurrido es el resultado de mis
investigaciones.
—Lo comprendo —dijo el doctor
Yeniknani—. No hay necesidad de
hablar con su patrocinador. La mujer
está siendo atendida como un caso de
caridad.
—En nombre de Friedlander Bey y
en el mío propio, no hay palabras para
agradecérselo.
—Es un deber sagrado —dijo con
sencillez—. Nuestros técnicos han
determinado lo que el módulo tiene
registrado. ¿Quiere saberlo?
—Sí, por supuesto —dije.
—Hay tres bandas. La primera
contiene, como sabe, las reacciones de
un enorme, poderoso, pero hambriento,
maltratado y cruelmente azuzado felino,
parece ser un tigre de Bengala. La
segunda banda tiene la huella cerebral
de un niño pequeño. La última es la más
repulsiva de todas. Contiene la
consciencia apresada y fugaz de una
mujer asesinada recientemente.
Sabía que buscaba a un monstruo,
pero en mi vida había oído nada más
depravado.
Estaba completamente asqueado.
Ese lunático no tenía ninguna restricción
moral.
—Un consejo, señor Audran. Nunca
emplee un módulo barato
manufacturado. Están rudamente
registrados, con mucho «ruido»
perjudicial. Carecen de las garantías de
los módulos industriales. El uso
frecuente de módulos ilegales ocasiona
daños en el sistema nervioso central y, a
través de él, a todo el cuerpo.
—Me pregunto dónde acabará.
—Muy sencillo de predecir, el
asesino tendrá hecho un duplicado del
módulo.
—A no ser que Okking o yo o algún
otro le encuentre primero. —Tenga
cuidado, señor Audran. Como usted ha
dicho, es un monstruo.
Di las gracias al doctor Yeniknani y
volví a poner el teléfono en mi cinturón.
No podía dejar de pensar en la
desgraciada y miserable vida que le
esperaba a Laila. También pensé en mi
enemigo sin nombre, que utilizaba a una
comisión de monárquicos bielorrusos
como licencia para hacer realidad su
deseo reprimido de cometer
atrocidades. Las noticias del hospital
cambiaron mis planes por completo.
Ahora sabía lo que debía hacer y tenía
algunas ideas para llevarlo a cabo.
Por la calle me encontré a Fuad, el
tonto de remate.
—Marhaba —dijo.
Mientras me miraba, se hacía
sombra con una mano sobre sus débiles
ojos.
—¿Cómo te va, Fuad? —pregunté.
No me sentía de humor para pasar el
rato hablando con él. Necesitaba hacer
algunos preparativos.
—Hassan quiere verte. Es algo
relacionado con Friedlander Bey. Me
dijo que tú lo entenderías.
—Gracias, Fuad.
—¿Lo entiendes? ¿Sabes lo que
quiere decir?
Me miró, hambriento de chismes.
Suspiré.
—Sí, muy bien. Vete a paseo.
Traté de deshacerme de él.
—Hassan dijo que era muy
importante. ¿De qué va todo esto?
Puedes contármelo, Marîd, sé guardar un
secreto.
No respondí. Dudaba de que Fuad
pudiera guardar algo, y menos un
secreto. Le di una palmada en el hombro
como a un amigo y él me la devolvió en
la espalda. Me detuve en la tienda de
Hassan antes de ir a casa. El muchacho
americano estaba sentado en su taburete
en la calle vacía. Me ofreció una
deprimente y sugestiva sonrisa. Ahora
estaba seguro, a ese chico le gustaba. No
dije ni una palabra, sino que me metí en
la trastienda y busqué a Hassan. Hacía
lo de siempre: comprobaba facturas y
listaba sus cajas y embalajes. Me vio y
sonrió. En apariencia, él y yo
manteníamos buenas relaciones. Era tan
difícil seguirle la pista a los humores de
Hassan que había desistido de
intentarlo. Dejó su cuaderno, me puso
una mano en el hombro y me besó en la
mejilla al estilo árabe.
—Bienvenido, querido hijo.
—Fuad me ha dicho que tenías algo
que decirme de parte de «Papa».
Hassan se puso serio.
—Sólo se trata de lo que le dije a
Fuad. Le dije eso de mi parte. Estoy
preocupado, oh, magrebí. Más que
preocupado, estoy aterrorizado. Hace
cuatro noches que no duermo bien y
cuando logro conciliar el sueño, tengo
las más horribles pesadillas. Creo que
nada podía ser peor que encontrar a
Abdulay... Cuando le encontré... —su
voz temblaba—. Abdulay no era bueno,
ambos lo sabemos, pero llevábamos
muchos años de socios. Sabes que le
empleé como Friedlander Bey me
emplea a mí. Ahora Friedlander Bey me
ha advertido que...
La voz de Hassan se quebró y fue
incapaz de decir nada durante un
momento. Temí ver a ese cerdo gordo
romperse en pedazos delante de mí. La
idea de cogerle la mano y decirle:
«Tranquilo, tranquilo», me resultaba
repugnante por completo. Sin embargo,
se repuso y continuó:
—Friedlander me ha advertido de
que otros amigos míos podrían estar en
peligro, eso te incluye a ti, oh,
inteligentísimo, y también a mí. Estoy
seguro que hace semanas que
comprendiste los riesgos, pero yo no soy
un hombre valiente. Friedlander Bey no
me eligió para realizar tu tarea porque
sabe que no tengo valor, ni recursos
internos, ni honor. Debo ser duro
conmigo porque ahora comprendo la
verdad. No tengo honor. Sólo pienso en
mí mismo, en el peligro que me acecha,
en la posibilidad de sufrir el mismo fin
que...
En ese punto, Hassan se derrumbó.
Se echó a llorar. Esperé con paciencia a
que el chaparrón pasara; poco a poco,
las nubes se apartaron, pero ni siquiera
entonces el sol brilló.
—Estoy tomando precauciones,
Hassan. Todos debemos tomarlas. Los
que han sido asesinados han muerto por
necios o demasiado confiados, que es lo
mismo.
—Yo no confío en nadie —dijo
Hassan.
Lo sé. Eso quizá te salve la vida, si
es que algo puede hacerlo.
Cómo estar seguro —dijo
dubitativo.
No sabía qué quería, ¿una promesa
escrita de que yo le garantizaría su
escabrosa y miserable vida?
—Estarás bien, Hassan. Pero si
estás tan asustado, ¿por qué no pides
asilo a «Papa» hasta que agarren a los
asesinos?
—Entonces, ¿crees que hay más de
uno? —Losé.
—Eso hace todo dos veces peor.
Se golpeó el pecho con el puño
varias veces, apelando a la justicia de
Alá: ¿qué había hecho Hassan para
merecer eso?
—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó
el rollizo mercader. —Todavía no lo sé.
Hassan estaba distraído, pensativo.
Entonces, que Alá te proteja.
La paz sea contigo. Hassan.
—Y contigo. Toma este regalo de
parte de Friedlander Bey.
El «regalo» era otro grueso sobre
con dinero fresco dentro.
Atravesé la cortina colgada y la
tienda vacía sin mirar a Abdul-Hassan.
Decidí ir a ver a Chiri, para advertirle y
darle algunos consejos. También quería
esconderme allí media hora y olvidar
que me jugaba la vida.
Chiriga me saludó con su entusiasmo
característico.
—Habari gañil —gritó.
Era el equivalente en suahili de
«¿Qué hay de nuevo?». Abrió mucho los
ojos al ver mis injertos.
—Lo había oído, pero esperaba
verte para creerlo. ¿Dos?
—Dos —admití.
Se encogió de hombros.
—Posibilidades —murmuró.
Me pregunté qué estaría pensando.
Chiri iba siempre un par de pasos por
delante de mí cuando se trataba de
imaginar modos de pervertir y
corromper las buenas intenciones de las
instituciones legales.
—¿Qué tal lo has pasado? —
pregunté.
—Bien, creo. Poco dinero, no ha
ocurrido nada, el mismo viejo, maldito y
aburrido trabajo.
Me mostró sus afilados dientes para
demostrarme que aunque el club no
hiciera dinero, y las chicas y los
transexuales tampoco, Chiri sí lo hacía.
Y no estaba preocupada.
—Bien —dije—, vamos a tener que
trabajar para mantenerlo todo en orden.
Frunció el ceño.
—Debido al, uh... —movió la mano
en un pequeño círculo.
Yo también hice un pequeño círculo
con la mano.
—Sí, debido al «uh». Nadie quiere
creer que estos asesinatos no han
terminado y que casi todos los que
conozco son posibles víctimas.
—Sí, tienes razón, Marîd —dijo
Chiri en voz baja—. ¿Qué demonios
crees que debo hacer?
Allí me tenía. Tan pronto como
llegamos a un acuerdo, quiso que le
explicase la lógica empleada por los
asesinos. Diablos, había pasado un
montón de tiempo corriendo de aquí
para allá buscándola. Cualquiera podía
resultar muerto, en cualquier momento,
por cualquier motivo. Ahora, cuando
Chiriga me pedía un consejo práctico,
todo lo que podía decirle era: «Ten
cuidado». Parecía como si tuvieras dos
opciones: hacer lo habitual, pero con los
ojos más abiertos, o irte a vivir a otro
continente para estar a salvo. Lo último
en el supuesto de que no escogieras el
continente equivocado y te metieras en
la boca del lobo o que te siguiera
adonde fueses.
De modo que me encogí de hombros
y le pregunté qué le parecía una ginebra
con bingara al caer la tarde. Se sirvió
una bebida larga y a mí un doble a cargo
de la casa, nos sentamos y nos miramos
el uno en los infelices ojos del otro
durante un rato. Sin bromear, sin flirtear,
sin mencionar el moddy de Dulce Pilar.
Ni siquiera eché un vistazo a sus nuevas
chicas. Chiri y yo estábamos demasiado
cerca como para que alguien pudiera
irrumpir y decir hola. Cuando acabé con
mi bebida, di un trago de su tende;
empezaba a saber mejor. La primera vez
que lo probé fue como morder el
costado de un animal muerto bajo un
tronco una semana atrás. Me levanté
para marcharme, pero entonces una
ternura repentina, que no fui lo bastante
rápido de reprimir, me impulsó a
acariciar la mejilla escarificada de
Chiri y darle un golpecito en la mano.
Me dirigió una mirada que casi devolvía
la fuerza. Salí de allí antes de que
decidiéramos huir juntos al Kurdistán
libre o a cualquier otro sitio.
En mi apartamento, Yasmin se estaba
esforzando por llegar tarde al trabajo.
Esa mañana se había levantado pronto
para verter su sufrimiento sobre mí, de
modo que para llegar tarde al club de
Frenchy tenía que volver a dormirse y
empezar de nuevo. Me ofreció una
soñolienta sonrisa desde la cama.
—Hola —dijo con una débil
vocecilla.
Creo que ella y «Medio Hajj» eran
las únicas personas de la ciudad que no
estaban absolutamente aterrorizadas.
Saied tenía su moddy para estimular el
coraje, pero Yasmin sólo me tenía a mí.
Estaba absolutamente convencida de que
yo iba a protegerla. Eso la hacía incluso
más torpe que Saied.
—Yasmin, mira, tengo un millón de
cosas que hacer y vas a tener que estar
en tu casa unos días, ¿de acuerdo?
Parecía herida otra vez.
—¿No me quieres a tu lado? —dijo,
queriendo significar: «¿Hay otra
ahora?».
—No te quiero a mi lado porque soy
un gran blanco luminoso. Este
apartamento va a volverse peligroso
para cualquiera que se encuentre en él.
No quiero que te halles en la línea de
fuego, ¿lo comprendes?
Eso le gustó más, significaba que
todavía me preocupaba por ella, la muy
puta. Tienes que estar diciéndoselo cada
diez minutos o creen que vas a
escabullir el bulto.
—Está bien, Marîd. ¿Quieres que te
devuelva tus llaves?
Lo pensé un segundo.
—Sí. Así sabré dónde están.
Conozco a alguien que te las robaría
para entrar en mi casa.
Las sacó del bolso, me las lanzó y
las recogí en el aire. Hizo el ademán de
ir-a-trabajar y le dije veinte o treinta
veces que la quería, que sería
extremadamente cuidadoso y astuto, y
que la llamaría un par de veces al día
como comprobación. Me besó, miró
furtivamente la hora, lanzó un sonoro
suspiro y se apresuró hacia la puerta.
Hoy tendría que pagar cincuenta de los
grandes a Frenchy.
En cuanto Yasmin se fue, empecé a
reunir todo lo que tenía y pronto me di
cuenta de lo poco que era. No quería
que ninguno de los asesinos me cazara
en mi propia casa, de modo que
necesitaba un lugar para estar hasta que
volviera a sentirme a salvo. Por la
misma razón, en la calle quería parecer
diferente. Todavía tenía un montón de
dinero de «Papa» en mi cuenta corriente
y el dinero en efectivo que Hassan me
había dado me permitiría moverme con
un poco de libertad y seguridad. Nunca
tardo mucho en hacer las maletas. Metí
algunas cosas en una bolsa de nylon con
cremallera, envolví la caja de daddies
especiales en una camiseta y la puse
encima de todo, cerré la bolsa y salí del
apartamento. Cuando pisé la acera, me
pregunté si a Alá le placería dejarme
regresar a ese lugar. Sabía que me
preocupaba sin motivo, como cuando
sigues tocándote un diente dolorido.
Jesús, qué fastidio era estar desesperado
por seguir vivo.
Dejé el Budayén y atravesé la gran
avenida hasta un conjunto de tiendas
bastante caras; parecían más boutiques
que el zoco que yo esperaba. Los
turistas encontraban los recuerdos que
buscaban, a pesar de que la mayor parte
de abalorios estaban hechos en otros
países, a muchos kilómetros de
distancia. Probablemente no exista
artesanía local en toda la ciudad, así que
los turistas curioseaban felices entre
loros de paja de alegres colores de
México y abanicos de plástico de
Kowloon. A los turistas no les
importaba; así, nadie quedaba
decepcionado. Todos éramos muy
civilizados aquí, al borde del desierto.
Fui a un almacén de ropa de
caballero donde vendían trajes
europeos. Normalmente, no tengo dinero
ni para comprarme un par de calcetines,
pero «Papa» me estaba costeando una
nueva imagen. Era tan diferente que ni
siquiera sabía lo que necesitaba
comprar. Me puse en manos del
empleado, que parecía interesado de
verdad en ayudar a los clientes. Le hice
saber que era serio; a veces, \osfellahin
entran en estas tiendas sólo para dejar su
sudor sobre los trajes Oxford. Le dije
que quería vestirme de los pies a la
cabeza, lo que quería gastarme y que
reuniese el vestuario. Yo no sabía
combinar camisas y corbatas: ni siquiera
sabía cómo hacer el nudo de la corbata,
así que me llevé un folleto impreso con
los diferentes nudos; en verdad,
necesitaba la ayuda del empleado.
Imaginé que se llevaba una comisión, así
que le dejé que se excediese en un par
de cientos de kiam. Hacía más que
simular amabilidad, como la mayoría de
dependientes. Ni siquiera evitaba
tocarme y yo entonces estaba de lo más
zarrapastroso que se puede estar. En el
Budayén, eso incluye una amplia gama
de estados andrajosos.
Pagué la ropa, le di las gracias al
empleado y me llevé los paquetes dos
manzanas más allá, al hotel Palazzo di
Marco Aurelio. Formaba parte de una
gran cadena internacional de capital
suizo: todos eran iguales y ninguno tenía
la elegancia que hacía al original tan
encantador. No me importó. No buscaba
elegancia ni encanto, buscaba un lugar
para dormir en donde nadie me dejase
frito por la noche. Tampoco sentí
curiosidad para preguntar por qué un
hotel, en esta plaza fuerte del Islam,
llevaba el nombre de algún hijo de puta
romano.
El tipo del despacho no mostró la
actitud del vendedor de la tienda de
ropa. En seguida supe que el encargado
de las habitaciones era un esnob, que le
pagaban por serlo, que el hotel le había
llevado a elevar su esnobismo natural a
cumbres etéreas. Nada de lo que yo
pudiera decir rompería su enojo, era
más tieso que un palo. Sin embargo,
podía hacer algo y lo hice. Saqué todo el
dinero que llevaba encima y lo
desparramé sobre el mostrador de
mármol rosado. Le dije que necesitaba
una buena habitación individual para una
semana o dos y le pagué en efectivo por
adelantado.
Su expresión no cambió —seguía
odiando mis tripas—, pero llamó a un
ayudante y le dio instrucciones para que
me encontrara una habitación. No le
costó mucho. Subí los paquetes en el
ascensor y los puse sobre la cama de la
habitación. Creo que era una habitación
agradable, con una buena vista de la
parte trasera de unos edificios en el
distrito comercial. Tenía mi propio
aparato holo y bañera en lugar de una
simple ducha. Vacié la bolsa sobre la
cama y me puse>el traje árabe. Era el
momento de hacerle otra visita a Herr
Lutz Seipolt. Ésta vez, llevé unos
cuantos daddies conmigo. Seipolt era un
hombre astuto y su chico, Reinhardt, me
causaría problemas. Me conecté un
daddy de alemán y me llevé algunos de
los controles mente-corporales. De
ahora en adelante, sólo iba a ser algo
borroso para la gente normal. No
planeaba merodear por ningún sitio lo
suficiente como para que alguien hiciera
puntería conmigo. Marîd Audran, el
supermán de las arenas.
Bill estaba sentado en su viejo y
cascado taxi, y me senté a su lado en el
asiento delantero. No se dio cuenta.
Esperaba órdenes desde dentro como
era lo normal. Le llamé por su nombre y
le sacudí el hombro durante casi un
minuto antes de que se volviera y me
mirara.
—¿Sí? —dijo.
—Bill, ¿me llevas a casa de Lutz
Seipolt?
— ¿Te conozco?
—Aja. Fuimos allí hace unas
semanas.
—Para ti es fácil decirlo. Seipolt,
¿eh? ¿El alemán que le van las rubias
con piernas? Puedo decirte ahora mismo
que tú no eres, en absoluto, su tipo.
Seipolt me había dicho que ya no le
iba nadie. Dios mío, Seipolt me había
mentido. Yo estaba impresionado. Me
senté y miré pasar la ciudad desde el
coche mientras Bill la atravesaba.
Siempre hace el viaje un poco más
difícil de lo que es. Claro que esquivaba
cosas en la carretera que la mayoría de
la gente ni siquiera puede ver y lo hacía
muy bien. No creo que chafase ni un
solo demonio en todo el trayecto hasta la
casa de Seipolt.
Salí del taxi y caminé despacio hasta
la puerta de madera maciza de la casa
de Seipolt. Llamé a la puerta y al timbre,
y esperé... , nadie acudió. Rodeé la casa
esperando encontrar al viejo encargado
fellah que había visto la primera vez que
estuve allí. La hierba crecía frondosa y
las flores palpitaban en el curso de su
temporada botánica. Oí el canto de los
pájaros en lo alto de un árbol, sonido
bastante raro en la ciudad, pero nada
que indicara la presencia de personas en
la finca. Quizá Seipolt había ido a la
playa. Tal vez estaba comprando
cigüeñas de bronce a la medínah. Quizá
Seipolt y Reinhardt, ojos azules, se
habían tomado la tarde libre para
deambular por los cálidos lugares de la
ciudad, e ir a cenar y a bailar bajo la luz
de la luna y de las estrellas.
Alrededor de la gran casa, hacia la
derecha, entre dos altos palmitos, se
hallaba una puerta lateral en la pared
encalada. Pensé que Seipolt no la había
utilizado nunca; debía servir para entrar
los víveres y sacar la basura. En esa
parte de la casa crecían los áloes y la
yuca y florecían los cactus, distintos de
los de la parte frontal de la villa, con
sus brotes de selva tropical. Empuñé el
pomo y cedió. Alguien había ido a la
ciudad a por el periódico. Entré y miré:
hacia abajo, un tramo de la escalera
sumido en la árida oscuridad; hacia
arriba, un tramo más corto se adentraba
en la despensa. Subí, atravesé la
despensa, una fulgurante y bien equipada
cocina, y un cuidado comedor. No vi ni
oí a nadie. Hice un poco de ruido para
hacer saber a Seipolt y a Reinhardt que
estaba allí. No quería que me
disparasen, pensando que era un espía o
algo por el estilo.
Del comedor crucé por un recibidor
y bajé por el pasillo donde estaba la
colección de artefactos antiguos de
Seipolt. Ahora me encontraba en terreno
conocido. El despacho de Seipolt se
hallaba precisamente... encima... de mí.
La puerta permanecía cerrada, así que
me situé frente a ella y llamé fuerte.
Esperé y volví a llamar. Nada. Abrí la
puerta y entré en la oficina de Seipolt.
Estaba a oscuras con las cortinas
corridas sobre las ventanas. La
atmósfera olía a cargada y rancia, como
si el aire acondicionado no funcionara y
la habitación llevase cerrada bastante
tiempo. Me pregunté si me atrevería a
registrar el material del escritorio de
Seipolt. Me acerqué y hojeé
rápidamente algunos de los informes que
se hallaban encima de una pila de
papeles.
Seipolt yacía en una especie de
glorieta, entre el ventanal de detrás de
su escritorio y dos cómodas situadas
contra la pared derecha. Llevaba un
traje oscuro, oscurecido aún más por la
sangre. Cuando miré sobre el escritorio
por primera vez. pensé que era un tapete
gris extendido sobre la alfombra marrón
clara, pero entonces vi que se trataba de
un trozo de su camisa azul pálido y una
mano. Me acerqué unos pasos, sin
mucho interés por comprobar lo cortado
a pedacitos que estaba. Tenía el pecho
abierto desde la garganta hasta la ingle y
un par de masas sanguinolentas estaban
desparramadas sobre la alfombra. Uno
de sus órganos internos estaba metido en
su otra mano tiesa.
Era obra de Xarghis Moghadhil
Khan. Es decir, el James Bond que había
trabajado para Seipolt. hasta hacía muy
poco. Otro testigo y otra pista
eliminados.
Encontré a Reinhardt en el piso de
arriba, en su habitación, en el mismo
estado. El pobre viejo árabe había sido
asesinado en el césped, detrás de la
casa, mientras trabajaba entre las
hermosas flores que alimentaba
desafiando a la naturaleza y al clima.
Asesinados y luego desmembrados.
Khan había pasado de una víctima a
otra, asesinándolas de prisa y sin hacer
ruido. Se movió más en silencio que un
fantasma. Antes de volver a la casa, me
enchufé unos cuantos daddies que
suprimían el miedo, el dolor, la angustia,
el hambre y la sed. El daddy de alemán
todavía estaba en su sitio, pero me
pareció que no iba a serme de mucha
utilidad esa noche.
Me dirigí al despacho de Seipolt.
Quería volver y buscar en su escritorio.
Pero, antes de llegar a la habitación,
alguien me dijo:
—¿Lutz?
Me giré para verle. Era una rubia
con piernas.
¿Lutz? —preguntó —. Bist du noch
bereifi Ich heisse Marîd Audran,
Fraulein. Wissen Sie wo Lutz ist?
En ese momento, mi cerebro se
había tragado todo el potenciador de
alemán. No era como si simplemente
tradujese al alemán el árabe, sino como
si estuviera hablando un idioma que
conocía desde mi más tierna infancia.
—¿No está aquí abajo? —preguntó
ella.
—No, y tampoco puedo encontrar a
Reinhardt.
—Deben haber ido a la ciudad.
Dijeron algo así después de comer.
—Apuesto a que han ido a mi hotel.
Teníamos un compromiso para cenar y
entendí que debía encontrarme con él
aquí. Alquilé un coche para venir. ¡Qué
maldita estupidez! Creo que llamaré al
hotel, dejaré un mensaje para Lutz y
llamaré a otro taxi. ¿Quiere venir?
Se mordisqueó la uña del pulgar.
—No sé si debo —dijo.
—¿Ha visto ya la ciudad?
Frunció el ceño.
—No he visto otra cosa que esta
casa desde que he llegado —respondió
malhumorada.
Asentí con la cabeza.
—Así es él, demasiado duro.
Siempre dice que se lo va a tomar con
calma y a disfrutar, pero se muestra
severo consigo y con todos los que le
rodean. No quiero decir nada contra él
—después de todo, es uno de mis más
viejos asociados y de mis más queridos
amigos—, pero creo que es malo para él
comportarse de esa forma. ¿Tengo
razón?
—Eso es lo que yo le digo —
respondió ella.
—Entonces, ¿por qué no volvemos
al hotel? Puede que nos encontremos
allí, los cuatro, nosotros le relajaremos
un poco esta noche. Cena y espectáculo
como mis invitados, insisto.
Sonrió.
—Déjeme...
—Debemos apresurarnos —dije—.
Si no regresamos rápido, Lutz volverá
aquí. Es un hombre impaciente. Entonces
tendremos que hacer otro viaje... por un
camino horroroso, ya sabe. Vamos, no
tenemos tiempo que perder.
—Pero si vamos a ir a cenar...
Debí haberlo pensado.
—Creo que ese vestido le sienta de
maravilla, querida, pero si lo prefiere,
le suplico que me permita complacerla
con cualquier otra prenda que usted
desee y cualquier accesorio que
considere necesario. Lutz me ha
ofrecido muchos regalos a lo largo de
los años. Sería un gran placer responder
a su generosidad de este modo. Podemos
ir de compras antes de cenar. Conozco
algunas tiendas inglesas, francesas e
italianas muy exclusivas. Estoy seguro
de que le encantarán. Podrá elegir su
traje para la noche mientras Lutz y yo
nos ocupamos de nuestros asuntos. Todo
será maravilloso.
La cogí por el brazo y la saqué por
la puerta principal. Caminamos por el
camino de grava hasta el taxi de Bill.
Abrí una de las portezuelas traseras y la
ayudé a entrar, di la vuelta por detrás
del taxi y penetré por el otro lado.
—Bill —dije en árabe —,
regresamos a la ciudad. Al hotel Palazzo
di Marco Aurelio.
Bill me miró con tristeza.
—Marco Aurelio también está
muerto, ya sabes —dijo mientras ponía
el taxi en marcha.
Sentí un escalofrío al preguntarme
qué quería decir con ese «también».
Me dirigí a la hermosa mujer que
estaba a mi lado.
—No se preocupe por el taxista —
dije en alemán—. Como todos los
americanos, está loco. Es la voluntad de
Alá.
—No ha telefoneado al hotel —dijo,
sonriéndome con dulzura.
Le gustaba la idea de un vestido
nuevo y joyas sólo porque salíamos a
cenar. Yo era un árabe loco con
demasiado dinero. A ella le gustaban los
árabes locos, lo sabía.
—No, no lo he hecho. Llamaré tan
pronto lleguemos.
Ella arrugó la nariz, pensativa.
— Pero si llegamos...
—No lo entiende —dije—. El
recepcionista es capaz de hacer estos
recados a los huéspedes corrientes, pero
cuando los huéspedes son, como le
diría... especiales, como Herr Seipolt o
yo mismo, se debe hablar directamente
con el encargado.
Sus ojos se abrieron.
—Ah —dijo.
Miré hacia atrás, hacia el refrescante
jardín regado que el dinero de Seipolt
había impuesto en el mismo extremo de
las amenazadoras dunas. En un par de
semanas, ese lugar parecería tan seco y
muerto como el centro del Empty
Quarter. Me volví hacia mi compañera y
sonreí con serenidad. Charlamos todo el
viaje de regreso a la ciudad.
16
Al llegar al hotel dejé a la rubia en
una cómoda silla del vestíbulo. Se
llamaba Trudi a secas, me dijo con
despreocupación, simplemente. Trudi.
Era una amiga íntima de Lutz Seipolt.
Llevaba más de una semana en su casa.
Les había presentado un amigo común.
Esa Trudi era una chica bonita y
espectacular, y no podía pedir un
hombre más dulce que Seipolt; a pesar
de todos esos crímenes e intrigas, él
enloquecía a la gente.
Fui a hacer la llamada telefónica,
pero no quería hablar con nadie del
hotel, sino con Okking. Me dijo que
cuidara de Trudi hasta que él pudiera
mover su culo gordo. Me desconecté los
daddies que llevaba, y volví a ponerme
el de alemán; sin él, no hubiera podido
decirle a Trudi ni una sola palabra.
Entonces aprendí el «Hecho de
Importancia Vital 154» sobre los
potenciadores especiales que «Papa»
me había dado.
En este mundo todo tiene un precio.
¿Veis?, lo sabía. Lo aprendí hace
mucho tiempo, en las rodillas de mi
madre. Es algo que olvidas y necesitas
aprender de nuevo a cada poco rato.
Nadie hace nada por nada.
Todo el tiempo que estuve en casa
de Seipolt. los daddies controlaban mis
hormonas. Cuando volví a la casa para
investigar en el escritorio de Seipolt,
hubiera debido sentirme indefenso y
mareado, al saber que los cuerpos
mutilados no llevaban mucho tiempo
muertos, al saber que el bastardo de
Khan podía estar todavía merodeando
por allí. Cuando Trudi gritó: «¿Lutz?»,
debía haberme provocado un ataque de
nervios.
Al desconectarme los daddies supe
que no había evitado esas terribles
sensaciones, sino que las había
relegado. De repente, mi cerebro y mis
nervios se liaron en una angustiosa
maraña, como una madeja de hilo. No
podía desenredar las distintas corrientes
emocionales: por un lado, puro y
sorprendente horror contenido por los
daddies durante unas horas; por otro,
furia repentina, dirigida contra Khan por
la satánica manera que había elegido de
salir del anonimato y hacerme testigo de
los resultados de sus infames actos; por
otro, dolor físico y cansancio máximo,
mientras la fatiga envenenaba mis
músculos y me dejaba casi desvalido (el
daddy había dicho a mi cerebro y a mi
parte carnal que ignorase el agravio y la
fatiga y ahora los estaba sufriendo a
ambos). Me di cuenta de la terrible sed
que tenía y de que empezaba a sentir un
poco de hambre. Mi vejiga, a la que el
daddy había ordenado no comunicarse
con ninguna otra parte de mi cuerpo, se
encontraba a punto de estallar. Se estaba
vertiendo ACTH en mi cuerpo, y eso
hacía que me preocupara aún más. Mis
suprarrenales bombeaban epinefrina, y
hacían que mi corazón latiera con más
rapidez todavía, preparándome para
luchar o volar, sin importar que la
amenaza hubiera desaparecido hacía
rato. Experimentaba la reacción que
normalmente hubiera atravesado hace
unas tres o cuatro horas, condensada en
un sólido y desgarrador flujo de
emociones y privaciones.
Volví a conectarme los daddies tan
rápido como pude, y el mundo dejó de
tambalearse. En un minuto volví a
sentirme en calma. Mi respiración se
tornó normal, mi corazón se tranquilizó,
la sed, el hambre, el odio, el cansancio y
la sensación de tener la vejiga llena se
esfumaron. Me sentí agradecido, pero
supe que sólo lo estaba retrasando;
cuando se produjera, sería el fin de todo
y, a su lado, la peor resaca de droga que
he conocido, parecería un beso fugaz en
la oscuridad. Las resacas, ils
sontunmotherfucker, n'est-cepas,
monsieur?
Me veía obligado a estar de
acuerdo.
Mientras regresaba al vestíbulo con
Trudi, alguien me llamó. Estaba contento
de haberme conectado otra vez los
daddies. No me gusta que griten mi
nombre en lugares públicos, en especial
cuando voy disfrazado.
— ¿Monsieur Audran?
Me di la vuelta y dirigí una gélida
mirada a uno de los empleados del
hotel.
—Si —dije.
—Han dejado un mensaje para usted
en su casillero.
Notaba que tenía problemas con mi
galabiyya y mi keffiya. Tenía la
impresión de que sólo había europeos en
aquel bonito y limpio hotel.
Era moderadamente imposible que
alguien hubiera dejado un mensaje para
mí por dos razones: la primera, que
nadie sabía que me encontraba allí; y la
segunda, que me había registrado bajo
nombre falso. Quería ver qué necio
error había cometido y luego arrojárselo
al rostro de los camisas tiesas del hotel.
Cogí el mensaje.
Papel de computadora, ¿no?
AUDRAN:

TE HE VISTO EN CASA DE
SEIPOLT, PERO NO ERA EL
MOMENTO
ADECUADO.
LO SIENTO.
TE QUIERO TODO PARA MÍ,
SOLO Y TRANQUILO.
NO DESEO QUE NADIE
PIENSE QUE SÓLO ERES
PARTE DE UN
FORTUITO GRUPO DE
VÍCTIMAS.
CUANDO ENCUENTREN
TU CUERPO,
QUIERO ASEGURARME DE
QUE SE ENTEREN
QUE RECIBISTE UNA
ATENCIÓN INDIVIDUAL

KHAN

Con injertos o no, las rodillas me


fallaban. Doblé la nota y la metí en mi
bolsa.
—¿Se encuentra bien, monsieur! —
preguntó el empleado.
—La altura — dije—. Siempre me
cuesta un poco acostumbrarme.
—Pero si aquí no hay ninguna —dijo
perplejo.
—Eso es lo que quiero decir.
Regresé j unto a Trudi.
Me sonrió como si la vida hubiera
perdido su valor mientras yo estaba
fuera. Me pregunté qué pensaba. Todo
«solo y tranquilo». Me sobresalté.
—Siento haber permanecido tanto
tiempo fuera —murmuré.
Le hice una pequeña reverencia y me
senté a su lado.
—He estado bien —dijo. Se pasó un
buen rato cruzando y descruzando sus
piernas. De allí a Osaka, todo el mundo
debió mirar cómo lo hacía—. ¿Ha
hablado con Lutz?
—Sí. Estuvo aquí, pero tenía un
asunto urgente que resolver. Algo oficial
con el teniente Okking.
—¿Teniente?
—Es el encargado de controlar que
no suceda nada malo en el Budayén. ¿Ha
oído hablar de esa parte de la ciudad?
Asintió.
—Pero ¿por qué querría el teniente
Okking hablar con Lutz? Él no tiene nada
que ver con el Budayén, ¿verdad?
Sonreí.
—Perdóneme, querida, pero parece
un poco ingenua. Nuestro amigo es un
hombre muy ocupado, siempre con
mucho trabajo. Dudo que suceda algo en
la ciudad que Lutz Seipolt no sepa.
—Me lo imagino.
Todo mentira. Seipolt era un
ejecutivo medio, en el mejor de los
casos. Estaba claro que no se trataba de
Friedlander Bey.
—Ha enviado un coche para
nosotros, para que nos encontremos tal y
como habíamos planeado. Luego
decidiremos qué hacer el resto de la
noche.
Su rostro volvió a iluminarse. No se
perdería su nuevo vestido y su noche
gratis en la ciudad.
—¿Quiere beber algo mientras
esperamos? —pregunté.
Así es como pasamos el tiempo
hasta que un par de policías de paisano
de placa dorada se arrastraron con
cansancio por la gruesa alfombra azul
hacia nosotros. Me levanté, hice las
presentaciones y dejamos a los buenos
amigos del vestíbulo del hotel.
Continuamos nuestra agradable
conversación en el trayecto hacia las
inmediaciones de. la comisaría.
Subimos la escalera pero el sargento
Hajjar me detuvo. Los dos hombres de
paisano escoltaron a Trudi a ver a
Okking.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó
Hajjar de malos modos.
Estaba comportándose como todo un
policía. Sólo para demostrarme que
podía hacerlo.
—¿Qué crees que ha sucedido?
Xarghis Khan, que buscaba a Seipolt y a
tu jefe, ha dado un paso más. Muy
concienzudo es ese chico. Si yo fuera
Okking, estaría más nervioso que una
mierda. Quiero decir que el teniente es
todavía un paso sin dar.
—Él lo sabe. Nunca le había visto
tan impresionado. Le hice un regalo de
treinta o cuarenta paxium. Se tomó un
buen puñado para comer —dijo Hajjar
sonriendo.
Uno de los policías uniformados
salió de la oficina de Okking.
—Audran —dijo, e inclinó la cabeza
ante mí.
Era parte del equipo, todos me
respetaban.
—Un minuto —me volví hacia
Hajjar—. Escucha, quiero echarle un
vistazo a lo que saquéis del escritorio y
los archivos de Seipolt.
—Me lo imagino —dijo Hajjar—.
El teniente se halla demasiado atareado
para ocuparse de eso. Me ha ordenado
que me encargue de todo. Me aseguraré
de que lo veas antes.
—Muy bien. Es importante. Al
menos, eso espero.
Entré en el recinto acristalado de
Okking justo cuando los dos policías de
paisano acompañaban a Trudi fuera. Me
sonrió y me dijo:
—Marhaba.
Entonces me di cuenta de que ella
hablaba árabe también.
—Siéntate, Audran —dijo Okking,
con voz ronca.
Me senté.
—¿Adonde la llevas?
—Vamos a interrogarla en
profundidad. Vamos a escudriñar su
cerebro a conciencia. Luego, dejaremos
que se vaya a su casa, dondequiera que
esté.
Eso me pareció buen trabajo de
policía. Me pregunté si Trudi estaría en
condiciones de irse cuando la hubieran
escudriñado. Emplean hipnosis, drogas
y estimulación eléctrica del cerebro, lo
cual es un poco tortuoso. Eso es lo que
tengo entendido.
—Khan se está acercando —dijo
Okking—, pero el otro no ha asomado
desde lo de Nikki.
—No sé lo que eso significa. Dime,
teniente, ¿Trudi no es Khan? Quiero
decir, ¿podía haber sido James Bond
alguna vez?
Me miró como si yo estuviera loco.
—¿Cómo puedo saberlo? Nunca he
visto a Bond en persona, hacíamos los
tratos por teléfono, por correo. Tú eres
la única persona vivaque lo ha visto
cara a cara; por eso no puedo
deshacerme de esa molesta sospecha,
Audran. Hay algo raro en ti.
¿En mí? Me pareció una desfachatez,
sobre todo proviniendo de un agente
extranjero que se embolsaba cheques de
los nacionalsocialistas. Me molestaba
oír que Okking no sería capaz de
reconocer a Khan en una rueda de
presos, si tuviéramos suerte. No sabía si
me mentía, aunque era probable que
dijera la verdad. Sabía que se hallaba al
principio de la lista, si no el primero,
para ser ejecutado. Hablaba en serio
cuando me dijo lo de no abandonar la
habitación: había instalado un catre en
su oficina y sobre la mesa de su
despacho se veía una bandeja con
alimentos sin acabar.
—Lo único que sabemos seguro es
que ambos usan sus moddies no sólo
para matar, sino para sembrar el terror.
Tu tipo lo está haciendo muy bien —
dije. Okking me dirigió una mirada
terrible, pero ¡qué demonios!, era la
verdad—. Tu tipo ha cambiado de Bond
a Khan. El otro sigue siendo el mismo,
por lo que yo sé. Espero que el matador
de rusos se haya ido a casa. Me gustaría
estar seguro, a ciencia cierta, de que ya
no tenemos que preocuparnos más por
él.
—Sí —dijo Okking.
—¿Le sacaste algo útil a Trudi antes
de mandarla abajo? Okking se encogió
de hombros y cogió un bocadillo de la
bandeja. —Sólo la información habitual.
Su nombre y todo eso. —Me gustaría
saber cómo se ha enrollado con Seipolt.
Okking levantó las cejas.
—Fácil, Audran. Seipolt era el
mejor postor de esta semana. Solté un
exasperado suspiro.
—Me lo imaginaba, teniente. Me
dijo que alguien le había presentado a
Seipolt. —Mahmud.
—¿Mahmud? ¿Mi amigo Mahmud?
¿El que solía ser una tía en el club de
Jo-Mama antes de cambiarse de sexo?
—Ése.
—¿Qué saca Mahmud de esto?
—Mientras estuviste en el hospital,
Mahmud se convirtió en promotor. Tomó
el puesto que la muerte de Abdulay dejó
vacante.
Mahmud. En un par de zancadas,
había pasado de ser una dulce cosita que
trabajaba en los clubs griegos, a una
pequeña artista de la cama, a un
importante promotor de la trata de
blancas. Pensé: «¿En dónde, si no es en
el Budayén, podía suceder algo así?».
Igualdad de oportunidades para todos.
—Tengo que hablar con Mahmud —
murmuré.
—Le he avisado. Estará aquí en
seguida, en cuanto mis muchachos le
encuentren.
—Hazme saber lo que te dice.
Okking esbozó una mueca de sonrisa.
—Por supuesto, amigo. ¿No te lo he
prometido? ¿No se lo he prometido a
«Papa»? ¿Qué más puedo hacer por ti?
Me levanté y me incliné sobre su
escritorio.
—Mira, Okking, tú estás
acostumbrado a ver trozos de cuerpos
esparcidos por las bonitas salas de estar
de la gente, pero no te puedes ir sin
recogerlos. —Le enseñé mi último
mensaje de Khan—. Quiero saber si me
puedes dar un arma o algo.
—¿A mí qué cojones me importa? —
respondió tranquilamente, casi
hipnotizado por la nota de Khan.
Esperé. Me miró y atrajo mi
atención. Abrió un cajón de su escritorio
y sacó varias armas.
—¿Cuál quieres?
Había un par de pistolas de agujas,
otro par de pistolas estáticas, una gran
pistola automática de proyectiles.
Escogí una pequeña pistola de agujas
Smith & Wesson y el cañón de la
General Electric. Okking puso para mí
una caja de cargadores de agujas sobre
su cuaderno de notas, doce agujas en
cada cargador, cien cargadores en la
caja. Los cogí y me los guardé en el
bolsillo.
—Gracias —dije.
—¿Te sientes protegido ahora? ¿Te
proporcionan un sentimiento de
invulnerabilidad?
—¿Te sientes tú invulnerable,
Okking?
Su sorna se tambaleó y se quebró.
Al infierno —repuso.
Con la mano me indicó que me fuera.
Salí de allí más agradecido que nunca.
Cuando abandonaba el edificio, el
cielo se oscurecía por el este. Por toda
la ciudad se oía la grabación de los
gritos de los muecines desde los
minaretes. Había tenido un día muy
ocupado. Necesitaba una copa, pero
todavía tenía cosas que hacer antes de
descansar un poco. Caminé hasta el
hotel, subí a mi habitación, me quité la
ropa y tomé una ducha. Dejé que el agua
caliente golpeara mi cuerpo durante un
cuarto de hora. Di vueltas como un
cordero en el asador. Me lavé el cabello
y me enjaboné la cara durante dos o tres
minutos. La barba tenía que desaparecer,
era pesado, pero necesario. Yo obraba
con astucia, mas el recordatorio de Khan
en mi buzón dejaba claro que no con la
suficiente. Primero, corté mi largo
cabello marrón rojizo.
No me había visto el labio superior
desde que era un adolescente, así que
las cortas y ásperas pasadas de la
navaja de afeitar suscitaron un ápice de
arrepentimiento en mí. Pasaron rápido;
al cabo de un rato, sentía verdadera
curiosidad por ver cómo quedaba. En
otros quince minutos, había eliminado
mi barba por completo, repasando mi
cuello y mi rostro hasta que la piel me
escoció y la sangre brotó de los cortes
rojos.
Cuando me di cuenta de lo que yo
mismo me recordaba, no pude
contemplar mi imagen por más tiempo.
Me lavé con agua fría y me sequé. Me
imaginé haciendo morisquetas burlonas
a Friedlander Bey y al resto de los
sofisticados indeseables de la ciudad.
Luego, tomando el camino de regreso a
Argelia y pasando el resto de mi vida
allí, viendo morir a las cabras.
Me cepillé el cabello y abrí los
paquetes de la tienda de caballeros en el
dormitorio. Me vestí despacio, mientras
varios pensamientos rondaban por mi
mente. Una idea eclipsaba a todas las
demás: ocurriera lo que ocurriese, no
iba a conectarme un módulo de
personalidad otra vez.
Utilizaría cualquier daddy que me
resultara útil, pero que sólo potenciaría
mi propia personalidad. Ninguna
máquina humana pensante, real o de
ficción era buena para mí, ninguna se
había enfrentado jamás a esta situación,
ninguna había estado jamás en el
Budayén. Necesitaba mis propios
ingenios, no ésos construidos de
cualquier manera.
Me sentí bien al hacer esa
declaración. Era el compromiso que
había buscado desde que «Papa» me
dijo por primera vez si permitiría que
me modificasen el cerebro. Sonreí. Me
quité un peso —insignificante, quizá un
cuarto de libra— de encima.
No sabría decir cuánto tiempo me
llevó ponerme la corbata. Existían
corbatas con prendedor, pero la tienda
donde lo había comprado todo
desaprobaba su existencia.
Me metí la camisa por dentro del
pantalón, me abroché todo, me puse los
zapatos y saqué la americana del traje.
Me acerqué a mirarme en el espejo.
Limpié alguna sangre seca de mi cuello
y mi barbilla. Tenía buen aspecto, más
veloz que la luz, con dinero en el
bolsillo. Ya sabéis lo que quiero decir.
El mismo de siempre, pero con ropas
excelentes. Eso estaba bien porque
mucha gente se fija sólo en la ropa. Lo
más importante era que, por primera
vez, creía que la pesadilla acabaría
pronto. Había recorrido la mayor parte
del trayecto de un oscuro túnel y sólo
una o dos sombras ocultaban el
nacimiento de la luz al final de éste.
Puse el teléfono en mi cinturón y
quedaba oculto bajo la chaqueta. Como
ocurrencia tardía, deslicé la pequeña
pistola de agujas en mi bolsillo, apenas
abultaba y pensé: «Más vale prevenir
que curar». Mi maliciosa mente me
decía: «Más vale prevenir que curar»,
aunque por la noche era demasiado tarde
para escuchar a mi mente, lo había
estado haciendo todo el día. Me
disponía a bajar al bar del hotel un rato,
eso era todo.
Aunque Xarghis Khan conocía mi
aspecto, yo no sabía nada de él, excepto
que seguramente no se parecería nada a
James Bond. Recordé lo que Hassan me
había dicho pocas horas antes: «No
confíes en nadie».
Ese era el plan, pero ¿resultaba
práctico? ¿Se podía pasar todo el día
sospechando de todo? ¿En cuánta gente
confiaba sin ni siquiera pensar en ello,
gente que, de haber querido, podrían
haberme asesinado rápida y
sencillamente? Yasmin, por ejemplo. A
«Medio Hajj» incluso le había invitado
a mi apartamento. Todo lo que
necesitaba para ser el asesino era el
moddy equivocado. Incluso Bill, mi
taxista favorito, o Chiri, que poseía la
más amplia colección de moddies del
Budayén. Me volvería loco si pensaba
todo eso.
¿Y si el propio Okking era el asesino
cuya pista simulaba seguir? ¿O Hajjar?
¿O Friedlander Bey?
Estaba pensando como el comedor
de judías magrebí que todos creían que
era. Pasé de todo, salí de la habitación
del hotel y bajé en ascensor hasta el bar
poco iluminado del entresuelo. No había
mucha gente. Para empezar, la ciudad
tenía demasiados turistas y ése era un
hotel caro y tranquilo. Miré en el bar y
vi tres hombres sentados en taburetes,
juntos, charlando tranquilamente. A mi
derecha había cuatro grupos más, la
mayoría de hombres, sentados a las
mesas. La grabación de música europea
o americana sonaba con poco volumen.
El tema del bar parecía expresado en las
macetas de helechos y las paredes de
estuco pintadas de color pastel y
anaranjado. Cuando el camarero dirigió
su vista hacia mí, le pedí una ginebra y
bingara. Lo preparó como a mí me
gustaba, la lima debajo. Un punto para
los cosmopolitas.
Me trajeron mi bebida y la pagué.
Bebí mientras me preguntaba por qué
pensaba que el sentarme allí me
ayudaría a resolver mis problemas.
Entonces, ella se me acercó, con una
lenta cadencia inhumana al moverse,
como si estuviera medio dormida o
drogada. Algo que su sonrisa o su
lenguaje no demostraba.
¿Te importa si me siento contigo?
Por supuesto que no.
Le sonreí, amable, mas mi
pensamiento se hallaba ocupado en otras
cuestiones.
Le dijo al camarero que quería un
schnapps de menta. Tendría que pagar
quince kiam por él. Esperé hasta que lo
terminara, pagué y ella me lo agradeció
con otra lánguida sonrisa.
—¿Cómo te sientes? —pregunté.
Ella arrugó la nariz.
—¿A qué te refieres?
—Después de todo el día
contestando preguntas de los hombres
del teniente.
—Ah, fueron tan amables como
pudieron. No dije nada en unos
segundos.
—¿Cómo me has encontrado?
—Bueno... —Hizo un gesto
impreciso—. Sabía que estabas aquí.
Esta tarde me trajiste aquí. Y tu
nombre... —Nunca te dije mi nombre.
—... lo oí a los policías.
—¿Y me has reconocido pese a que
no tengo el mismo aspecto que cuando
me encontraste? ¿A pesar de que nunca
he usado estas ropas antes y me he
afeitado la barba?
Me ofreció una de esas sonrisas que
dicen que los hombres son unos locos.
—¿No te alegras de verme? —me
preguntó, con aquel destello de
sentimientos heridos que a Trudi le
salían tan bien.
Volví con mi ginebra.
—Una de las razones por la que he
bajado al bar era la posibilidad de
encontrarte.
—Aquí me tienes.
—Eso siempre lo tengo presente —
dije—. ¿Me disculpas un momento? Te
llevo un par de bebidas de ventaja.
—Sí, no te preocupes. —Gracias.
Fui al lavabo de caballeros, me metí
en uno y descolgué mi teléfono. Di el
número de Okking. Una voz que no
reconocí me dijo que estaba en su
oficina, durmiendo, y que tenía órdenes
de no despertarle si no se trataba de una
emergencia. ¿Era una emergencia? Le
dije que no lo creía, pero que le
volvería a llamar si lo fuera. Pregunté
por Hajjar. pero se encontraba fuera, en
una investigación. Me dieron el número
de Hajjar y le llamé.
Dejó sonar su teléfono un rato. Me
pregunté si de verdad estaba
investigando o tomando el aire.
—¿Qué pasa? —gruñó.
—¿Hajjar? Pareces sin aliento.
¿Rebajando peso o algo parecido?
—¿Quién es? ¿Cómo me has...?
—Audran. Okking está durmiendo.
Oye, ¿qué habéis averiguado de la rubia
de Seipolt?
El teléfono permaneció silencioso
durante unos segundos; luego, la voz de
Hajjar regresó, un poco más amistosa:
—¿Trudi? La golpeamos, la
escudriñamos tan a fondo como pudimos
y revolvimos en su memoria. No sabía
nada. Eso nos preocupó, así que la
interrogamos por segunda vez. Nadie
sabría tan poco como ella y continuaría
con vida. Pero está limpia. Audran. He
conocido palos que aguantan su vela
mejor que ella, pero todo lo que sabe de
Seipolt es su nombre de pila.
—Entonces, ¿por qué está viva, y
Seipolt y los otros no?
El asesino no sabía que estaba allí.
Xarghis Khan la habría jodido viva y
luego la habría matado quizá. Según
parece, nuestra Trudi se hallaba
durmiendo la siesta en su. habitación
después de comer. No recuerda si cerró
con llave. Está viva porque sólo había
estado allí tres días y no forma parte del
personal de la casa.
¿Cómo reaccionó ante las noticias?
Le contamos los hechos y sacó fuera
todo el espanto. Fue como silo leyese en
los periódicos.
Alabado sea Alá. los policías sois
encantadores. ¿Has puesto a alguien tras
ella?
¿Ves a alguien? Eso me sorprendió.
¿Por qué estás tan seguro de que
estoy con ella?
—¿Por qué si no me preguntarías
por ella a estas horas de la noche? Está
limpia, mamón, por lo que a nosotros
respecta. En cuanto a todo lo demás,
bueno, no le hemos hecho un análisis de
sangre, así que a tu aire.
La comunicación se cortó.
Hice una mueca, colgué el teléfono
en mi cinturón y regresé al bar. Pasé el
resto de la ginebra con tónica buscando
la sombra de Trudi, pero no vi ninguna
posible candidata. Salimos a comer algo
para darme la oportunidad de calmar mi
mente. Al final de la cena, me aseguré
de que nadie nos seguía ni a Trudi ni a
mí. Volvimos al bar, tomamos algunas
copas y empezamos a conocernos mejor.
Ella decidió que nos conocíamos lo
bastante bien justo antes de la
medianoche.
—Hay un poco de ruido aquí, ¿no
crees? —dijo.
Asentí, solemnemente. Sólo
quedaban otras tres personas en la barra,
incluyendo el tocho de madera que nos
preparaba las bebidas. Había llegado el
momento de que Trudi o yo
empezáramos a decir estupideces y ella
se me adelantó. Estuvo bien olvidar mi
precaución y, de paso, darle una lección
a Yasmin. Estaba un poco bebido,
deprimido y solo... , Trudi era una
muchacha dulce de verdad y muy
atractiva, ¿qué más podía pedir?
Cuando subimos la escalera, Trudi
me sonrió y me besó, despacio y
profundamente, como si la mañana no
fuera a llegar hasta después de comer.
Luego me dijo que era su turno para usar
el cuarto de baño. Esperé cerca de la
puerta y llamé a recepción para
asegurarme de que me despertasen a las
siete de la mañana. Saqué la pequeña
pistola de agujas, quité la colcha y
escondí el arma con rapidez. Trudi salió
del cuarto de baño con el vestido
desabrochado. Me sonrió, con una
sonrisa indolente y sagaz. Mientras se
acercaba, mi único pensamiento se
centraba en que ésa era la primera ve/
que dormía con una pistola bajo la
almohada.
—¿Qué piensas? —preguntó.
—Oh, que no estás mal para ser una
mujer de verdad.
—¿No te gustan las mujeres de
verdad? —me susurró al oído. —Hace
tiempo que no estoy con una.
—¿Te gustan más los juguetes? —
murmuró, pero no había espacio para
discusiones.
17
Cuando el teléfono sonó, yo soñaba
que mi madre me gritaba. Daba tales
chillidos que no podía reconocerla,
aunque sabía que era ella. Empezamos a
discutir sobre Yasmin; luego pasamos a
hacerlo sobre vivir en la ciudad y sobre
que nunca entendería nada porque en lo
único que pensaba era en mí mismo. Mi
papel se limitaba a decir: «¡No es
cierto!», mientras el corazón se me caía
en mi sueño.
Me desperté con brusquedad,
legañoso y todavía cansado. Eché una
ojeada al teléfono y luego lo cogí. Una
voz dijo:
—Buenos días, las siete en punto.
Luego hubo un clic. Guardé el
teléfono y me senté en la cama. Respiré
hondo. Deseaba volver a dormirme,
aunque eso supusiera tener pesadillas.
No quería levantarme y pasar otro día
como el anterior.
Trudi no estaba en la cama. Puse los
pies en el suelo y caminé desnudo por la
pequeña habitación del hotel. Tampoco
se encontraba en el baño, pero me había
escrito una nota y la había dejado en el
escritorio.
Querido Marîd:

Gracias por todo. Eres un


hombre dulce y encantador. Espero
que volvamos a encontrarnos.
Ahora tengo que irme, así que
supongo que no te importará si me
cobro la tarifa habitual de tu
cartera. Te quiero.

Trudi (Mi verdadero nombre es


Gunter Erich von S. ) (¿Has hecho
como que no lo sabías, o sólo has
tratado de ser amable?)
En cuestión de sexo, me he
equivocado muy pocas veces en mi vida.
En mis fantasías secretas, nunca importa
el qué, sino el con quién. He visto y he
oído de todo, al menos eso creo. Lo
único fingido que nunca había oído —
hasta aquella noche, claro— era a ese
involuntario animal atrapado en la
respiración de una mujer, la primera
vez, antes incluso de que el hacer el
amor tuviera tiempo para hacerse
rítmico. Miré otra vez la nota de Trudi,
mientras recordaba todas las veces que
Jacques, Mahmud, Saied y yo nos
sentábamos ante una mesa del Café
Solace y veíamos pasar a la gente. «Ah,
¿ella? Es un cambio de sexo de mujer a
hombre, travestido. » Podía descubrir a
cualquiera. Era famoso por eso.
Juré que nunca le contaría nada a
nadie. Me pregunté si el mundo se
cansaría de sus bromas alguna vez; no,
no lo creo. Las bromas se sucederán una
tras otra, cada vez peor. En ese
momento, estaba seguro de que si la
edad y la experiencia no acababan con
las bromas, no había nada, excepto la
muerte, que pudiera hacerlo.
Doblé mis nuevas ropas con cuidado
y las metí en la bolsa. Me puse la túnica
blanca y la keffiya. Ofrecía un aspecto
nuevo, traje árabe pero sin barba. El
hombre de las mil caras. Hoy quería que
Hajjar cumpliese su promesa de dejarme
utilizar los archivos del ordenador de la
policía. Deseaba completar cierta
información, por cuenta de la policía.
Tenía que averiguar cuanto me fuera
posible sobre la relación
Okking/Bond/Khan.
En lugar de ir a pie, tomé un taxi
hasta la comisaría. No es que me
hubiera viciado del lujo que «Papa» me
costeaba, simplemente, sentía la urgente
presión de los acontecimientos.
Devoraba el tiempo tan de prisa como él
me devoraba a mí. Los daddies
zumbaban en mi cabeza y no sentía ni
cansancio muscular, ni hambre, ni sed.
No estaba enfadado ni asustado. Alguien
debió advertirme que no estar asustado
era peligroso. Quizá hubiera debido
estarlo, un poco.
Vi a Okking comer un desayuno
tardío en su frágil fortaleza mientras
esperaba que Hajjar volviera a su
despacho. Al entrar, el sargento me
dirigió una mirada distraída.
—No eres el único cerebro cocido
por el que debo preocuparme, Audran
—dijo con rudeza—. Tenemos otros
treinta pelmazos dándonos información y
detalles que extraen de sueños o de los
posos del té.
—Entonces te alegrará saber que no
tenga ni un maldito retazo de
información para ti. He venido a que tú
me la proporciones. Dijiste que podía
ojear vuestros archivos.
—Oh, sí, claro, pero aquí no. Si
Okking te viera, me machacaría el
cráneo. Llamaré abajo. Puedes utilizar
uno de los terminales de la segunda
planta.
—No me importa dónde.
Hajjar llamó por teléfono, me
escribió un pase a máquina y lo firmó.
Le di las gracias y me dirigí al banco de
datos. Una mujer joven con rasgos del
sudeste de Asia me condujo hasta una
pantalla libre, me enseñó cómo pasar de
un menú a otro y me dijo que si tenía
alguna duda, la propia máquina me la
resolvería. No era ninguna experta en
informática ni una bibliotecaria, tan sólo
ordenaba la afluencia de tráfico en la
gran sala.
Primero comprobé los archivos
generales, que parecían los de un nuevo
depósito de cadáveres. Al escribir un
nombre, el ordenador me daba todos los
hechos disponibles sobre esa persona.
El primer nombre que entré fue el de
Okking. El cursor se detuvo un segundo
o dos, luego empezó a escribir en árabe,
de derecha a izquierda. Averigüé el
nombre de pila de Okking, el primer
apellido, la edad, dónde había nacido,
qué hacía antes de vivir en la ciudad...
Todo eso aparecía en un formulario
encima de una gruesa línea doble.
Debajo de esa línea estaba la
información realmente interesante.
Según en qué asiento se encontrase
podía ser el historial médico del sujeto,
el registro de arrestos, su historial, las
implicaciones políticas. la(s)
preferencia(s) sexual(es), o cualquier
cosa que algún día pudiera ser
pertinente.
En cuanto a Okking, debajo de esa
doble línea no había nada. Nada en
absoluto. Al—Sifr, cero.
Al principio, pensé que se trataba de
algún problema del ordenador. Empecé
de nuevo, regresé al menú principal,
elegí el tipo de información que
deseaba, tecleé el nombre de Okking y
esperé.
Máshi. Nada.
Estaba seguro de que era obra de
Okking. Había borrado sus huellas como
Khan, su muchacho, hacía ahora. Si
quería viajar a Europa, al país natal de
Okking, me enteraría de algo más sobre
él, pero sólo hasta el momento en que
salió de allí para venir a la ciudad. A
partir de entonces, no existía,
oficialmente hablando.
Tecleé Universal Export, el nombre
clave del grupo de espionaje de James
Bond. Lo había visto en un sobre encima
del escritorio de Okking. No había
entradas.
Lo intenté con James Bond sin
esperanza y no conseguí nada, igual que
con Xarghis Khan. El verdadero Khan y
el «verdadero» Bond nunca habían
visitado la ciudad, así que ninguno de
los dos tenían su archivo.
Pensé en otras personas a las que
pudiera espiar —Yasmin, Friedlander
Bey o incluso yo mismo—; pero decidí
no satisfacer mi curiosidad hasta una
ocasión menos urgente. Entré el nombre
de Hajjar y me quedé atónito con lo que
leí. Era dos años más joven que yo,
jordano, con un arresto moderadamente
largo antes de llegar a la ciudad. El
perfil psicológico coincidía punto por
punto con mi estimación de él. «No te
atreviste a confiar en él porque podría
correr con un camello a la espalda. »
Era sospechoso de pasar drogas y
dinero a los prisioneros. En cierta
ocasión, fue investigado por la
desaparición de una gran cantidad de
propiedades confiscadas, pero no se
sacó nada en claro. El archivo policial
señalaba la posibilidad de que Hajjar se
estuviera aprovechando de su posición
en la policía y vendiera su influencia a
ciudadanos particulares u
organizaciones criminales. El informe
sugería que no estaba libre de abusos de
autoridad como extorsión, fraude
organizado y conspiración entre otras
transgresiones de la ley.
¿Hajjar? Vamos, ¿a quién se le
habría ocurrido semejante idea? Que
Alá nos guarde.
Sacudí la cabeza con tristeza.
Cualquier Departamento de Policía del
mundo es idéntico a otro en dos
aspectos: tendencia a abrirte la cabeza a
la menor provocación e incapacidad
para ver la simple verdad aunque esté
ante ellos tendida con las piernas
abiertas. La policía no refuerza las
leyes, y no pone manos a la obra hasta
que se transgreden. Resuelven crímenes
con un penoso porcentaje de éxito. En el
caso de ser honestos, los policías son
una especie de equipo de secretarias que
registran los nombres de las víctimas y
las declaraciones de los testigos. Al
cabo de bastante tiempo, pueden borrar
impunemente su información de la copia
del sistema de archivos para dejar sitio
a otros.
Ah. sí, la policía ayuda a las viejas
damas a cruzar la calle. Eso me han
dicho.
Uno a uno, entré los nombres de
todos los que estaban relacionados con
Nikki, empezando por su tío, Bogatyrev.
Las entradas del viejo ruso y de Nikki
decían exactamente lo que Okking me
había contado de ellos. Pensé que si
Okking podía haberse autoeliminado del
sistema, también podía alterar sus
registros. No encontraría nada útil si no
era de modo accidental o bajo la
supervisión de Okking. Proseguí con
escasas esperanzas de éxito.
No tenía ninguna. Por último cambié
de opinión y leí las entradas de Yasmin,
«Papa», Chiri, las «Viudas Negras»,
Seipolt y Abdulay. Los archivos me
dijeron que Hassan era probablemente
un hipócrita, porque no empleaba
injertos cerebrales para su negocio por
motivos religiosos pero era un conocido
pederasta. Eso no me sonaba a nuevo.
Lo único que debí sugerirle a Hassan
algún día es que el muchacho americano,
que ya tenía el cráneo preparado, sería
más útil como herramienta de
contabilidad que sentado en un taburete
en la tienda vacía de Hassan.
La única persona en la que no hurgué
fue en mí. No deseaba saber lo que
pensaban de mí.
Después de investigar los archivos
del historial de mis amigos, miré los
registros de la compañía telefónica de
las llamadas de la comisaría de policía.
Tampoco allí encontré nada revelador.
Okking no debió usar el teléfono de su
oficina para llamar a Bond. Era como si
me encontrase en el centro de un montón
de carreteras radiales, todas ellas sin
indicadores.
Salí de allí con material para pensar,
pero sin nuevas pistas. Me gustó saber
lo que decían los archivos de Hajjar y
los otros, y la reticencia que mostraba
hacia Okking —y, misteriosamente, no
hacia Friedlander Bey— pues, aunque
no fuera informativa, resultaba
provocadora. Pensé en todo ello
mientras deambulaba por el Budayén. En
unos minutos me encontraba otra vez en
mi apartamento.
¿Para qué había ido allí? Bien, no
quería pasar otra noche en la habitación
del hotel. Como mínimo, un asesino
sabía que estaba allí. Necesitaba otro
centro de operaciones en el que pudiera
sentirme a salvo, un día o dos al menos.
Mientras me acostumbraba cada vez más
a dejar que los daddies me ayudaran en
mis planes, mis decisiones eran más
rápidas y estaban menos influidas por
las emociones. Ahora tenía los
sentimientos bajo control, fríos y
seguros. Quería enviarle un mensaje a
«Papa» y después encontrar otro lugar
para dormir de manera temporal.
Mi apartamento estaba tal y como yo
lo había dejado. Desde luego, no había
estado mucho tiempo fuera, aunque
parecía que hiciera semanas; tenía el
sentido del tiempo distorsionado. Arrojé
la bolsa encima de la cama, me senté y
murmuré el código de Hassan al
teléfono. Sonó tres veces antes de que
respondiera.
—Marhaba —dijo. Parecía cansado.
—Hola, Hassan, soy Audran.
Necesito ver a Friedlander Bey,
esperaba que me concertases una
entrevista.
—Se alegrará de que demuestres
interés por hacer las cosas de la manera
adecuada, hijo mío. De hecho, querrá
verte y enterarse de tus progresos.
¿Quieres una cita para esta tarde?
—Lo más pronto que puedas,
Hassan.
—Me encargaré de ello, oh,
inteligentísimo, y te llamaré después
para explicarte cómo hemos quedado.
—Gracias. Antes de que cuelgues,
quiero hacerte una pregunta. ¿Sabes si
existe alguna relación entre «Papa» y
Lutz Seipolt?
Hubo un largo silencio mientras
Hassan configuraba su respuesta.
—No por mucho tiempo, hijo mío.
Seipolt ha muerto, ¿no?
—Lo sé —dije con impaciencia.
—Seipolt estaba metido en el
comercio de importación-exportación.
Vendía baratijas, nada que pudiera
interesar a «Papa».
—Entonces, por lo que tú sabes,
¿«Papa» jamás intentó sacar tajada del
negocio de Seipolt?
—Hijo mío, los negocios de Seipolt
apenas merecían ser mencionados. Era
sólo un pequeño comerciante, como yo.
—Pero, al contrario que tú. creyó
que necesitaba ingresos secundarios
para vivir. Tú trabajas para Friedlander
Bey y Seipolt para los alemanes.
—¡Por la vida de mis ojos! ¿Es eso
cierto? ¿Seipolt un espía?—Habría
apostado que ya lo sabías. No importa.
¿Alguna vez has tenido tratos con él?
—¿A qué te refieres?
La voz de Hassan se hizo más
áspera.
—Negocios. Importación-
exportación. Tenéis eso en común.
—Oh, bueno, le compraba artículos
de vez en cuando, si me ofrecía
productos europeos particularmente
interesantes, pero no creo que él me
haya comprado nada.
Eso no me llevaba a ninguna parte. A
petición de Hassan, le di un rápido
repaso a los acontecimientos desde mi
descubrimiento del cuerpo de Seipolt.
Cuando terminé, él volvía a estar muy
preocupado. Le hablé sobre Okking y
los registros de la policía, falsificados.
—Por eso deseo ver a Friedlander
Bey.
—¿Tienes alguna sospecha? —me
preguntó Hassan.
—No, se trata de la información que
ha desaparecido de los archivos, y del
hecho de que Okking sea un agente
extranjero. No puedo creer que tenga
todos los recursos del departamento
trabajando en estos asesinatos y todavía
no me haya proporcionado ni una sola
partícula de información que me resulte
útil. Estoy seguro de que sabe mucho
más de lo que me cuenta. «Papa» me
prometió que presionaría a Okking para
averiguar lo que sabe. Necesito oírlo
todo.
—Por supuesto, hijo mío, no te
preocupes por eso. Está hecho.
Inshallah. Entonces, ¿no tienes idea de
cuánto sabe «n realidad el teniente?
—Ése es el estilo del/7/c. O
esconde algo o sabe menos que yo. Es
un maestro dando rodeos.
—A Friedlander Bey no le puede ir
con rodeos.
—Lo intentará.
—No le saldrá bien. ¿Necesitas más
dinero, oh, inteligentísimo?
Mierda, todavía podía gastar más
dinero.
—No, Hassan, tengo bastante por
ahora. «Papa» se ha mostrado más que
generoso.
—Si necesitas más dinero en
efectivo para proseguir tu investigación,
sólo tienes que ponerte en contacto
conmigo. Estás haciendo un trabajo
excelente, hijo mío.
—Al menos, no estoy muerto
todavía.
—Tienes el ingenio de un poeta,
querido. Ahora debo irme. Los negocios
son los negocios, ya sabes.
—De acuerdo, Hassan. Vuelve a
llamarme cuando hayas hablado con
«Papa».
—Alabado sea Alá por tu bienestar.
—Allahyisallimak —dije.
Me levanté y colgué el auricular.
Luego, busqué el otro objeto que había
hallado en el bolso de Nikki: el
escarabajo cogido de la colección de
Seipolt. La reproducción de bronce
relacionaba directamente a Nikki con
Seipolt, como el anillo que había visto
en la casa del alemán. Claro que ahora,
con Seipolt entre los seres queridos que
nos habían abandonado, esos objetos
tenían dudoso valor. El doctor Yeniknani
todavía tenía el moddy casero, eso
podía ser una prueba importante. Pensé
que había llegado el momento de
preparar un informe de todo lo que
sabía, para, en caso de necesitarlo,
acudir con él a las autoridades. No a
Okking, por supuesto, ni a Hajjar. No
estaba seguro de a qué autoridades, pero
sabía que debía haber algunas en alguna
parte. Los tres objetos no bastaban para
convencer a nadie en un tribunal de
justicia europeo, pero eran suficientes
para la justicia islámica.
Encontré el escarabajo bajo el borde
de mi colchón. Abrí la cremallera de mi
bolsa y metí el recuerdo de turista de
Seipolt bajo mis ropas. Lo empaqueté
con cuidado, asegurándome de que todo
lo que poseo se hallaba fuera del
apartamento. Luego apilé un montón de
desperdicios y basura, por aquí y por
allí. No estaba como para perder el
tiempo limpiando. Cuando terminé, no
quedó nada en la habitación que
indicase que yo había pasado por allí
alguna vez. Sentí una aguda tristeza,
había vivido en mi apartamento más que
en ningún otro lugar en mi vida. Si algo
podía ser llamado mi hogar, con razón,
era ese pequeño apartamento. Ahora se
trataba de una gran habitación vacía, con
ventanas sucias y un colchón roto sobre
el suelo. Salí, cerrando la puerta tras de
mí.
Devolví las llaves a Qasim, el
casero. Le sorprendió y le preocupó el
que me fuera.
—Me ha gustado vivir en tu edificio
— dije —, pero a Alá le place que me
mude.
Me abrazó y pidió a Alá que nos
guiase en la rectitud hasta el paraíso.
Fui al banco y empleé la tarjeta para
retirar todo el dinero de mi cuenta y la
cancelé. Metí los billetes en el sobre
que Friedlander Bey me había mandado.
Cuando encontrase un lugar, lo sacaría y
lo contaría. Me sentía un poco molesto
por no saberlo ahora.
Mi tercera parada fue el hotel
Palazzo di Marco Aurelio. Estaba
vestido con galabiyya y keffiya, pero
con el cabello corto y sin barba. No
creo que el recepcionista me
reconociera.
—Pagué una semana por adelantado
— dije—, pero asuntos de negocios me
obligan a irme antes de lo planeado.
—Nos apena oír esto, señor —
murmuró el tipo de la oficina—. Ha sido
un placer tenerle con nosotros.
Asentí y dejé la tarjeta de mi
habitación sobre el mostrador.
—Déjeme ver...
Introdujo el número de habitación en
su terminal, comprobó que el hotel me
debía un dinero e imprimió el
comprobante.
—Han sido muy amables —dije.
Sonrió.
—El placer es nuestro —respondió.
Me entregó el comprobante y me
señaló al cajero. Le di las gracias de
nuevo. Minutos después, metí el dinero
que me habían devuelto en la bolsa con
el resto.
Con mi dinero, mis moddies y
daddies, y mi ropa dentro de la bolsa,
caminé hacia el suroeste, más allá del
Budayén y más allá del distrito de las
tiendas lujosas, junto al Boulevard el-
Jameel. Fui a un barrio de fellahin, de
calles y callejones tortuosos, de casas
pequeñas de techo plano, necesitadas de
un buen encalado, con ventanas
cubiertas por persianas o finas celosías
de madera. Algunas estaban en mejor
estado, con tentativas de jardín en la
tierra yerma, a los pies de las paredes.
Otras parecían abandonadas, con
dentados postigos colgando al sol, como
lenguas de perros. Me dirigí a una que
parecía bien conservada y llamé a la
puerta. Esperé unos minutos hasta que se
abrió. Un hombre alto y corpulento, con
una poblada barba negra, me miró. Sus
ojos se achicaron, con sospecha,
mientras en la comisura de su boca
mascaba una astilla de madera. Esperó a
que fuese yo quien hablara.
Sin ninguna confianza, empecé mi
historia.
—Mis amigos me han abandonado
en esta ciudad. Me han robado toda la
mercancía y mi dinero. En el nombre de
Alá y del apóstol de Dios, que las
bendiciones y la paz sean con él, suplico
vuestra hospitalidad por hoy y esta
noche.
—Ya veo —dijo el hombre con voz
hosca—. La casa está cerrada.
—No le daré motivo de ofensa.
Podré...
—¿Por qué no trata de pedirlo donde
la hospitalidad es más generosa? La
gente me ha dicho que hay familias por
los alrededores que tienen bastante para
comer ellos y también para los perros y
los extranjeros. Yo tengo suerte de poder
ganar un poco de dinero para judías y
pan para mi esposa y mis hijos.
Lo comprendí.
—Sé que no está usted para
problemas. Cuando me robaron, mis
compañeros no sabían que siempre
guardo un poco de dinero extra en mi
bolsa. Me arrebataron con avaricia todo
lo que había a la vista, y me dejaron con
bastante para vivir uno o dos días, hasta
que pueda regresar y pedirles cuentas
legalmente.
El hombre me contemplaba sólo en
espera de que apareciera algo mágico.
Me descolgué la bolsa y la abrí.
Permití que me viera hurgar bajo la ropa
—mis camisas, mis pantalones,
calcetines— hasta que di con los
billetes y los saqué.
—Veinte kiam —dije con tristeza—,
es todo lo que me han dejado.
La expresión de mi nuevo amigo
sufrió una rápida selección de
emociones. En ese vecindario, los
billetes de veinte kiam hacen notar su
presencia con ruido y estrépito. Quizá
no estaba muy seguro de mí, pero yo
sabía lo que pensaba.
—Si me diese el beneficio de su
hospitalidad y protección para los
próximos dos días — dije—. Le pagaré
con todo este dinero que aquí ve.
Extendí los veinte billetes ante sus
ojos asombrados.
El hombre hizo un ademán. Si
hubiera tenido los bemoles grandes y
bien plantados, me lo habría robado. No
le gustaban los extraños; ¡mierda, a
nadie le gustaban los extraños! No le
gustaba la idea de invitar a uno a su casa
durante un par de días. Pero veinte kiam
equivalían a la paga de varios días.
Cuando le miré con fijeza, sabía que ya
no me estaba evaluando más; había
gastado los veinte kiam de cien maneras
diferentes. Todo lo que yo debía hacer
era esperar.
—No somos ricos, señor.
—Entonces los veinte kiam les
vendrán bien.
—Sí, claro, señor y deseo tenerlos,
sin embargo me avergüenza que alguien
tan excelente como usted sea testigo de
la miseria de mi casa.
—He visto una miseria mayor de la
que puedas imaginar, amigo mío, y he
salido de ella como tú puedes hacerlo.
No siempre he sido como aparento ante
ti. Fue voluntad de Alá que me viera
arrojado a los más profundos pozos de
miseria, para que pudiera recuperar lo
que me ha sido arrebatado. ¿Me
ayudarás? Alá dará buena fortuna a
todos los que sean generosos conmigo
en mi camino.
Durante un buen rato, el fellah me
miró, confuso. Yo sabía que al principio
pensó que estaba un poco loco y lo
mejor que podía hacer era alejarse de
mí lo antes posible. Mi cháchara parecía
el discurso de un príncipe secuestrado
de los cuentos antiguos, de las historias
que se cuentan en el corazón de la
noche, entre susurros alrededor del
fuego, después de una cena sencilla y
antes de sumirse en los sueños. Pero a la
luz del día, nada resultaba plausible.
Nada excepto el dinero, ondeando en mi
mano como las hojas de una palmera.
Los ojos de mi amigo estaban fijos en
los veinte kiam y dudo que pudiera
describir mi rostro a alguien.
Por fin, fui admitido en la casa de mi
anfitrión, Ishak Jarir. Mantuvo una
disciplina estricta y no vi a ninguna
mujer. En el segundo piso dormían los
miembros de la familia y tenían unas
alacenas para almacenar. Jarir abrió la
sencilla puerta de madera de uno de
ellos y me metió bruscamente allí.
—Aquí estarás a salvo —dijo
susurrando—. Si tus pérfidos amigos
vienen y preguntan por ti, nadie en esta
casa te ha visto. Pero debes quedarte
sólo hasta después de las oraciones de
mañana.
—Doy gracias a Alá porque, en su
sabiduría, me ha guiado hacia un hombre
tan generoso como tú. Todavía tengo
algo que hacer y si todo sucede como
preveo, volveré con un billete doble del
que tienes en la mano. El doble será
tuyo.
Jarir no quiso oír más detalles.
—Que tu empresa sea próspera.
Pero te lo advierto, si vuelves después
de las últimas plegarias, no serás
admitido.
—Será como dices, honorable.
Miré por encima del hombro al
montón de harapos que serían mi hogar
esa noche, sonreí con inocencia a Ishak
Jarir y salí de la casa reprimiendo un
escalofrío.
Regresé por la angosta y empedrada
calle que pensaba me conduciría al
Boulevard el-Jameel. Cuando la calle
empezó a curvarse hacia la izquierda,
supe que había cometido un error,
aunque iba en la dirección correcta, así
que la seguí. Pero al pasar la curva, no
había nada, excepto las desnudas
paredes de ladrillo de los edificios que
se cerraban en un fétido callejón sin
salida. Murmuré una maldición y volví
sobre mis pasos.
Un hombre me cortaba el camino.
Era delgado, con barba mal recortada y
descuidada y una sonrisa bovina en el
rostro. Llevaba una camisa amarilla de
punto con el cuello abierto, un traje de
calle marrón arrugado y desaliñado,
keffiya blanca con un cordón rojo y
zapatos deportivos marrones. Su necia
expresión me recordaba a Fuad, el
idiota del Budayén. Era evidente que me
había seguido hasta la calle sin salida.
No había oído que anduviese detrás de
mí.
No me gusta que la gente me siga
con sigilo. Abrí mi bolsa mientras le
miraba. Él se detuvo, mientras cambiaba
su peso de un pie a otro y sonreía. Saqué
un par de daddies y cerré la cremallera
de la bolsa. Empecé a caminar hacia él,
pero me detuvo poniéndome una mano
en el pecho. Bajé la vista a su mano y
luego la alcé hacia su rostro.
—No me gusta que me toquen —
dije.
Se retiró como si hubiera profanado
lo más sagrado de lo sagrado.
—Mil perdones —murmuró.
—¿Me sigues por algún motivo?
—Creí que podía interesarte lo que
tengo aquí.
Me señaló un maletín de imitación
de piel que llevaba en una mano.
—¿Eres un vendedor?
—Vendo moddies, señor, y una
amplia selección de útiles e interesantes
potenciadores para los negocios. Me
gustaría mostrártelos.
—No, gracias.
Levantó el entrecejo, ahora no tan
bovino, como si le hubiera pedido que
continuase.
—No tardaré ni un momento y
seguramente encontrarás lo que andas
buscando.
—No busco nada en particular.
—Seguro que sí, o no te habrías
modificado el cerebro, ¿quieres?
Acepté. Se arrodilló y abrió su
maletín de muestras. Estaba decidido a
que no me vendiera nada. No hago
negocios con ratas.
Estaba sacando moddies y daddies
del maletín y los alineaba en fila india
ante él. Cuando terminó, me miró.
Estaba orgulloso de su mercancía.
—¿Bien? —dijo.
Hubo un silencio premonitorio.
—¿Bien qué?
—¿Qué opina de ellos?
—¿Los moddies? No se parecen a
ninguno de los que he visto. ¿Qué son?
Cogió el primero de la fila. Me lo
lanzó y lo recogí. De un rápido vistazo
comprobé que no tenía etiqueta, estaba
hecho de un plástico más rudimentario
que los moddies que había visto en la
tienda de Laila y en los zocos. Ilegal.
—Éste ya lo conocías —dijo el
hombre, dirigiéndome una mirada
lastimera.
Eso hizo que le mirase con dureza.
Se quitó la keffiya. Un cabello
castaño y ralo le colgaba y cubría sus
orejas. Parecía como si no se lo hubiera
lavado en un mes. Con una mano se
quitó el moddy que llevaba. El tímido
vendedor desapareció. Las mandíbulas
del tipo se relajaron y sus ojos
perdieron visión, pero con la rapidez de
la práctica, se conectó otro de sus
moddies de fabricación casera. De
repente, sus ojos se achicaron y su boca
mostró una dura y sádica mueca. Se
transformó en otro hombre. No
necesitaba disfraces materiales; el
conjunto de todas sus posturas, maneras,
expresiones y modo de hablar era más
efectivo que cualquier combinación de
pelucas y maquillaje.
Me encontraba en un apuro. Tenía a
James Bond en mi mano y contemplaba
los fríos ojos de Xarghis Moghadhíl
Khan. Estaba contemplando la locura.
Alargué el brazo y me conecté los dos
daddies. Uno proporcionaba a mis
músculos una fuerza no natural y
desesperada, sin fatiga ni dolor hasta
que mis tejidos se rompiesen. El otro
cortaba todo sonido. Necesitaba
concentrarme. Khan me miró con burla.
Tenía una gran daga en la mano, con la
empuñadura de plata e incrustaciones de
piedras de colores y el cuerpo de oro.
—Siéntate —leí en sus labios—. En
el suelo.
Yo no iba a sentarme, por supuesto.
Mi mano se movió unos centímetros, en
busca de la pistola de agujas bajo mi
ropa. Se movió y se detuvo porque
recordé que la pistola de agujas se
hallaba bajo la almohada de mi
habitación del hotel. En aquel momento,
la camarera ya la habría encontrado. Y
la pistola estaba tranquilamente en el
fondo de mi bolsa de cremallera. Me
alejé de Khan.
—Hace mucho tiempo que le
persigo, señor Audran. Le vi en la
comisaría de policía, en casa de
Friedlander Bey, en la de Seipolt, en el
hotel. Podía haberle matado esa noche
cuando simulé que era un maldito
ladrón, pero no deseaba ser
interrumpido. Esperé el momento
adecuado. Ahora, señor Audran, ahora
morirá.
Resultaba maravillosamente sencillo
leer en sus labios. El mundo entero se
había relajado y se movía a la mitad de
la velocidad normal. Él y yo teníamos
todo el tiempo que necesitábamos...
La boca de Khan se torció. Me
gustaba esa parte. Me acorraló hacia
atrás, dentro del callejón. Mis ojos
permanecían fijos en su brillante
cuchillo, con el que Khan no sólo
intentaba matarme sino también mutilar
mi cuerpo. Dijo que tapizaría las sucias
piedras y los desperdicios con mis
tripas como guirnaldas de fiesta.
Algunas personas sienten terror ante la
muerte, otros sienten más terror de la
agonía que la precede. Para ser honesto,
yo soy de estos últimos. Sabía que algún
día tenía que morir, pero esperaba que
fuera de una forma rápida y sin dolor, en
la cama si tenía suerte. Ser torturado
antes por Khan no era mi modo favorito
de largarme de este mundo.
Los daddies me evitaban el pánico.
Si me dejaba llevar por él, me
convertirían en souvlaki en cinco
minutos. Retrocedí más de prisa
buscando algo en el callejón que me
diera una oportunidad contra el maníaco
y su daga. Corría contra reloj.
Los labios de Khan se separaban de
sus dientes y me dirigía reveladores
gritos sin palabras. Sostenía el cuchillo
a la altura del hombro, acercándose
hacia mí como lady Macbeth. Le dejé
dar tres pasos y luego me moví hacia la
izquierda y le embestí. Esperaba verme
huir hacia atrás y cuando me abalancé
sobre él, retrocedió. Mi mano izquierda
buscó su muñeca derecha y mi brazo
izquierdo contuvo su antebrazo,
agarrando su mano con fuerza. Le retorcí
la mano del cuchillo hacia atrás con mi
mano derecha, contra el punto de apoyo
de mi mano derecha. Normalmente eso
basta para desarmar a un atacante, pero
Khan era fuerte, más fuerte de lo que
debería ser aquel demacrado cuerpo; la
locura le concedía un poder adicional y
también su moddy y sus daddies.
La mano libre de Khan me cogió por
la garganta y me forzó la cabeza hacia
tras. Tenía mi pierna derecha entre las
suyas, y con ella separé sus pies. Ambos
nos desplomamos y, mientras caíamos,
cubrí su rostro con mi mano derecha. Le
golpeé la parte de atrás de su cabeza
contra el suelo con tanta fuerza como fui
capaz. Mi rodilla cayó encima de su
puño y su mano se abrió. Arrojé su
cuchillo a lo lejos y empleé las dos
manos para golpear la cabeza de Khan
contra el asqueroso suelo. Khan estaba
aturdido, pero no por mucho tiempo. Se
deshizo de mi dominio y se lanzó contra
mí, desgarrando mi carne a mordiscos.
Forcejeamos tratando de sacar alguna
ventaja, pero luchábamos tan apretados
que no podía emplear los puños. Ni
siquiera era capaz de librar mis manos.
Mientras tanto, él me hería, me clavaba
sus negras uñas, me hacía sangre con sus
dientes, me golpeaba con sus rodillas.
Khan se reía y me empujó a un lado.
Entonces, dio un salto y, antes de que yo
pudiera escapar, se puso sobre mí. Me
inmovilizó los brazos con una rodilla y
una mano. Levantó el puño para
golpearme en la garganta. Grité y traté
de deshacerme de él, mas no podía
moverme. Luché, y vi una fanática luz de
victoria en sus ojos. Canturreó una
plegaria inarticulada. Con un salvaje
bramido, me golpeó en la sien con el
puño. Casi perdí el conocimiento.
Khan corrió a buscar su cuchillo. Me
obligué a sentarme y buscar,
desesperado, en mi bolsa. Khan había
encontrado el cuchillo y avanzaba hacia
mí. Abrí la bolsa y lo arrojé todo al
suelo. Justo cuando Khan estaba a tres
pasos de mí, le herí con una gran
explosión de mi arma. Dio un gorjeante
grito y se desplomó junto a mí. Estaría
fuera de combate durante varias horas.
Los daddies bloqueaban bastante mi
dolor, pero no todo; el resto lo
mantenían a distancia. Sin embargo,
todavía no podía moverme y pasaron
unos minutos antes de que fuera capaz de
hacer algo útil. Vi como la piel de Khan
se volvía azul cianótico mientras
luchaba por coger aire en sus pulmones.
Tuvo convulsiones y, de repente, se
relajó por completo, a pocos
centímetros de mí. Me senté y respiré
hasta que conseguí sacudirme los efectos
de la lucha. Luego, lo primero que hice
fue quitarle el moddy de Khan de la
cabeza. Llamé al teniente Okking para
darle la buena nueva.
18
Encontré mi caja de píldoras en la
bolsa y me tomé siete u ocho soneínas.
Quería probar algo nuevo. Tenía el
cuerpo destrozado después de la pelea
con Khan, pero no se trataba del dolor
sólo. Quería ver cómo el opiáceo
afectaba a mis sensaciones aumentadas
por puro interés científico. Mientras
esperaba a Okking, conocí la verdad de
modo empírico. El daddy que limpiaba
el alcohol de mi sistema con tanta
rapidez, hacía lo mismo con las
soneínas. ¿Quién lo necesitaba? Me
desconecté el moddy y me tomé otro
puñado de soneínas.
Okking llegó boyante. Ésa es la
única palabra que le describía. Nunca
había visto a nadie tan satisfecho.
Estaba atento y simpático conmigo, se
interesó por mis heridas y mi dolor. Se
mostró tan gentil que creí que la gente de
las noticias holo estaría por allí, pero
me equivoqué.
—Creo que ahora te debo una,
Audran —dijo. Pensé que me debía
bastante más que eso. —He hecho tu
maldito trabajo por ti, Okking. Ni
siquiera eso desinfló su júbilo.
—Es posible, es posible. Al menos,
ahora dormiré un poco. No podía ni
comer sin pensar en Selima, Seipolt y
los demás.
Khan se despertó; sin un moddy en
su enchufe, empezó a sollozar. Recordé
lo mal que me había encontrado cuando
me quité los daddies después de unos
días. Quién sabe cuánto tiempo llevaba
Khan —cualquiera que fuese su
verdadero nombre— escondiéndose tras
un moddy y luego otro. Quizá sin una
falsa personalidad conectada no fuera
capaz de afrontar los actos inhumanos
que había cometido. Yacía en el
pavimento, con las manos esposadas a la
espalda y los tobillos encadenados,
mascullando y amenazándonos con
maldiciones. Okking le miró unos
segundos.
—Lleváoslo de aquí —dijo a un par
de oficiales uniformados.
No fueron demasiado gentiles con él,
pero Khan no me caía simpático.
—¿Y ahora, qué? —pregunté a
Okking. La alegría se le pasó un poco.
—Creo que ha llegado la hora de
presentar mi dimisión.
—Cuando circule la noticia de que
has aceptado dinero de un gobierno
extranjero, no vas a ser muy popular.
Has deteriorado tu credibilidad.
Asintió.
—El rumor se ha difundido ya, al
menos en los círculos que cuentan. Me
han dado la posibilidad de encontrar
empleo fuera de la ciudad o pasar el
resto de mi vida detrás de los barrotes
de uno de vuestros típicos y
cochambrosos agujeros de mierda. No
sé cómo pueden encerrar a la gente en
esas prisiones, son como las de los
Tiempos Oscuros.
—Tú has metido allí a buena parte
de la población. Tendrás un gran comité
de bienvenida esperándote.
Se estremeció.
—Creo que en cuanto reúna mis
objetos personales, haré las maletas y
me desvaneceré en la noche. Espero que
me den una recomendación. Me refiero a
que, agente extranjero o no, he hecho un
buen trabajo por la ciudad. Nunca he
comprometido mi integridad, excepto
unas pocas veces.
—¿Cuánta gente puede, con
honestidad, decir lo mismo? Tú eres de
su misma especie, Okking.
Era la clase de tipo que saldría de
eso y además lo convertiría en una
recomendación a su favor. Encontraría
trabajo en cualquier lugar.
—¿Te gusta verme en problemas,
Audran?
De hecho, sí. Pero en lugar de
responder, me volví hacia mi bolsa y
volví a meter todo en ella. Había
aprendido la lección, así que me guardé
la pistola entre los pliegues de mi
túnica. De la conversación de Okking
deduje que el interrogatorio formal
había acabado y podía irme.
—¿Vas a quedarte en la ciudad hasta
que agarren al asesino de Nikki? —
pregunté—. ¿Vas a hacer eso, como
mínimo?
Volví el rostro hacia él. Estaba
sorprendido.
—¿Nikki? ¿De qué me hablas?
Tenemos al asesino, ahora mismo va
camino al talego. Estás obsesionado,
Audran. No tienes ninguna prueba de un
segundo asesino. Deja de joder o pronto
aprenderás lo rápido que los héroes
pasan a ser ex héroes. Te pones
demasiado pesado con eso.
¡Vaya forma de pensar de un poli!
Atrapé a Khan y se lo entregué a Okking;
y éste iba a decir a todo el mundo que
Khan era el asesino de todos, desde
Bogatyrev a Seipolt. Por supuesto, Khan
había matado a Bogatyrev y a Seipolt,
pero yo estaba seguro de que era
inocente con respecto a los asesinatos
de Nikki, Abdulay y Tami. ¿Tenía alguna
prueba? No, nada tangible; sin embargo,
si fuese de otro modo, todo carecía de
sentido. Era un nido de ratas
internacional. Un bando intentaba
secuestrar a Nikki y llevarla con vida al
país de su padre, y el otro quería
matarle para prevenir el escándalo. Si
Khan había asesinado a gente de los dos
bandos, su acción tenía sentido sólo si
no era más que un psicópata que se
cargaba a la gente de forma insensata y
sin plan preconcebido alguno. Eso no
era cierto. Se trataba de un asesino
cuyas víctimas habían sido liquidadas
según el esquema de sus patrones, y para
proteger su propio anonimato. El
hombre que mutiló a Seipolt no era un
loco, no era el verdadero Khan, sólo
llevaba un moddy de Khan.
Y ese hombre no tenía nada que ver
con la muerte de Nikki.
Otro asesino andaba suelto por la
ciudad, aunque a Okking le pareciera
conveniente olvidarle.
Unos diez minutos después de que
Okking con sus hombres y yo
siguiéramos caminos distintos, el
teléfono sonó. Era Hassan que me volvía
a llamar para contarme lo que «Papa»
había dicho.
—Yo también tengo algunas noticias,
Hassan.
—Friedlander Bey te verá en
seguida. Enviará un coche a buscarte
dentro de quince minutos. Confío en que
estás en casa.
—No, esperaré fuera del edificio.
Tenía una compañía muy interesante,
pero ahora todos se han marchado.
—Muy bien, hijo mío. Te merecías
un agradable descanso con tus amigos.
Miré el cielo cubierto de nubes;
pensé en mi enfrentamiento con Khan y
me pregunté si me reiría de las palabras
de Hassan.
—No he tenido mucha tranquilidad.
Le dije lo que había ocurrido desde
la última vez que habíamos hablado
hasta que se llevaron al asesino
contratado por Okking.
Hassan tartamudeó, asombrado.
—Audran —dijo cuando recobró el
control—, a Alá le place que estés a
salvo, que el maníaco haya sido
capturado y que la sabiduría de
Friedlander Bey triunfe.
—Tienes razón —dije —. Dale
todos los méritos a «Papa». Él me
concedió el beneficio de su sabiduría.
Ahora que lo pienso, no obtuve más
ayuda de él que de Okking. Sí, me
arrinconó e hizo que me abrieran la
cabeza; después de eso, se limitó a
sentarse y arrojó dinero a mi paso.
«Papa» sabe todo lo que ocurre en el
Budayén, Hassan. ¿Quieres decir que él
y Okking han estado ociosos,
absolutamente desconcertados? No me
lo creo. Descubriré cuál era el papel de
Okking en todo esto. Aunque preferiría
saber qué hacía «Papa» entre bastidores.
— ¡Silencio, hijo de perro enfermo!
—Hassan perdió sus modales
congraciadores y dejó asomar su
verdadero ser, algo que no hacía muy a
menudo—. Tienes mucho que aprender
todavía sobre mostrarte respetuoso con
los mayores y mejores que tú.
Entonces, de repente, el viejo
Hassan, el mendaz y casi bufonesco
Hassan prosiguió:
—Aún te hallas bajo la tensión del
conflicto. Perdóname por perder la
paciencia contigo, soy yo quien debe ser
más comprensivo. Todo sucede como
Alá desea, ni más ni menos. Así que,
hijo mío, el coche irá a buscarte pronto.
Friedlander Bey estará satisfecho.
—¿No es momento para hacerle un
pequeño regalo, Hassan?
Hassan se rió.
—Tus noticias serán suficiente
regalo. Ve en paz, Audran.
No dije nada y corté la
comunicación. Volví a echarme la bolsa
al hombro y caminé hacia el edificio de
mi antiguo apartamento. Me encontraría
con «Papa» y luego me escondería en el
armario de Ishak Jarir. El lado bueno
después de lo ocurrido era que Khan
estaba ahora fuera de escena. Y Khan
fue el único de los dos asesinos que
demostró deseos de eliminarme. Eso
significaba que probablemente el otro
me dejaría vivir. Al menos, en eso
confiaba.
Mientras esperaba el automóvil de
«Papa», pensé en mi lucha con Khan.
Odiaba a aquel tipo de una manera
terrible; todo lo que hice fue recordar el
horror del cuerpo mutilado de Selima, y
la repulsión que sentí cuando tropecé,
por casualidad, con los cadáveres en la
mansión de Seipolt. Primero, él había
matado a Bogatyrev, el tío de Nikki,
quien, a su vez, deseaba la muerte de
ésta. Nikki era la clave; el resto de los
homicidios formaban parte de una
frenética cobertura que se suponía
mantendría el escándalo ruso en secreto.
Creo que había funcionado; bueno, en la
ciudad lo sabía bastante gente, pero sin
un príncipe de la corona vivo que
obstaculizara a la monarquía, el
escándalo no estallaría en la Rusia
blanca. El rey Vyacheslav estaba a salvo
en su trono, los realistas habían ganado.
De hecho, con un poco de astucia y
cuidado, podrían utilizar el asesinato de
Nikki para fortalecer su dominio sobre
el inestable país.
Nada de eso me preocupaba.
Después de la pelea con Khan, le dejé
vivir... un rato: tenía una cita con el
verdugo en el tribunal de justicia de la
mezquita Shimaal. Mientras tanto,
aliviémosle de sus brutalidades en el
temor de Alá.
La limusina llegó y me condujo hasta
la finca de Friedlander Bey. El
mayordomo me escoltó hasta la misma
salita de espera que había visto dos
veces antes. Esperé a que «Papa»
terminara sus plegarias. Friedlander Bey
no hacía de su devoción un espectáculo,
lo que, en cierto sentido era de alabar. A
veces, su fe me avergonzaba; en esas
ocasiones, acudían a mi memoria las
crueldades y crímenes de los que él era
responsable. Me engañaba a mí mismo;
Alá sabe que nadie es perfecto. Estoy
seguro de que Friedlander Bey no se
hacía ilusiones sobre sí mismo. Al
menos, rogaba a Dios que le perdonase.
En una ocasión, «Papa» me lo había
explicado: tenía que velar por un gran
número de parientes y asociados y, a
veces, el único modo de protegerles
consistía en mostrarse inflexible y duro
con los extraños. Bajo ese prisma, era
un gran gobernante y un padre severo,
pero amante de su gente. Por otro lado,
yo era un don nadie que llevaba a cabo
bastantes acciones ilegales sin provecho
y ni siquiera tenía el atenuante de
suplicar el perdón de Alá.
Al fin uno de los dos enormes
nombres que custodiaban a «Papa» me
hizo una señal. Entré en el despacho.
Friedlander Bey me esperaba sentado en
el antiguo diván lacado.
—Una vez más, es un gran honor —
dijo, al tiempo que me indicaba que me
sentara al otro lado de la mesa, en el
otro diván.
—El honor de desearte buenas
tardes es mío.
—¿Tomarás un bocado de pan
conmigo?
—Eres muy generoso, oh, caíd.
No me mostraba cauteloso como en
nuestros anteriores encuentros. Después
de todo, había hecho lo imposible por
él. Debía recordarme que el gran
hombre estaba ahora en deuda conmigo.
Los criados sirvieron el primer
plato, y Friedlander Bey encauzaba la
conversación de un asunto trivial a otro.
Probamos una pequeña muestra de
varios platos diferentes, todos
suculentos y olorosos. Decidí
desconectarme el daddy para evitar el
hambre y, cuando lo hice, me di cuenta
de lo hambriento que estaba. Me hallaba
dispuesto para hacer los honores al
banquete de «Papa». Pero no para
quitarme los otros daddies, todavía no.
Los criados sirvieron bandejas con
cordero, pollo, ternera y pescado,
acompañado todo ello con verduras
delicadamente sazonadas y sabroso
arroz. Terminamos con una selección de
fruta fresca y quesos. Cuando todos los
platos hubieron sido retirados, «Papa» y
yo nos relajamos con café fuerte
aromatizado con especias.
—Que tu mesa sea eterna, oh, caíd
—dije—. Ha sido la mejor comida que
he probado en mi vida.
Estuvo satisfecho.
—Doy gracias a Dios de que así
haya sido. ¿Quieres más café?
—Sí, gracias, oh, caíd.
Los criados se retiraron y también
las dos «rocas parlantes». El propio
Friedlander Bey me sirvió café, un gesto
de sincero respeto.
—Debes reconocer que mis planes
para ti eran correctos —dijo con
dulzura.
—Sí, oh, caíd. Y te estoy
agradecido.
Hizo un displicente ademán.
—Somos nosotros, la ciudad y yo,
quienes te estamos agradecidos, hijo
mío. Ahora, hablemos del futuro.
—Perdóname, oh, caíd, pero no
podemos pensar en el futuro con
tranquilidad hasta que no estemos
seguros del presente. Uno de los dos
asesinos que nos amenazaban ha sido
capturado, pero el otro anda suelto
todavía. Ese malvado puede haber
regresado a su hogar, es cierto; ha
pasado algún tiempo desde que dio
muerte a sus víctimas. Sin embargo,
sería prudente considerar la posibilidad
de que todavía se halle en la ciudad.
Debemos ser precavidos para descubrir
su identidad y sus escondites.
El anciano frunció el ceño.
—Oh, hijo mío, sólo tú crees en la
existencia de ese otro asesino. No veo la
razón de que el hombre que era James
Bond y Xarghis Khan, no pudo torturar
también a Abdulay de modo tan
indescriptible. Has mencionado todos
los módulos de personalidad que tenía
en su poder. ¿No pudo alguno de ellos
convertirle en el demonio que también
asesinó al príncipe de la corona, Nikolai
Konstantin?
¿Qué debía yo hacer para
convencerles?
—Oh, caíd —dije —, tu teoría
supone que un hombre realiza sendos
trabajos para la alianza fascista-
comunista y para los bielorrusos leales.
En ese caso, se hubiera neutralizado a sí
mismo por turnos. Eso habría retrasado
el desenlace, lo cual tal vez le
beneficiara, aunque no comprendo
cómo, y sería capaz de informar de
resultados positivos a ambos bandos al
mismo tiempo. Sin embargo, si todo eso
es cierto, ¿cómo habrá podido resolver
la situación? Al final sería
recompensado por un bando y castigado
por el otro. Es un despropósito el que un
hombre pueda proteger a Nikki y, a la
vez, trate de asesinarla. Además, el
forense de la policía determinó que el
hombre que asesinó a Tami, Abdulay y
Nikki era más bajo y corpulento que
Khan, con dedos anchos y gruesos.
El rostro de Friedlander Bey tembló
con una débil sonrisa.
—Tu visión, respetado, es aguda
aunque de perspectivas limitadas. Yo
mismo, a veces, me encuentro alentando
a los dos antagonistas de una riña. ¿Qué
otra cosa puedo hacer cuando mis
amigos se pelean?
—Con perdón, oh, caíd, hablamos
de varios homicidios a sangre fría, no de
riñas o disputas. Y ni los alemanes ni
los rusos son tus queridos amigos. Sus
contiendas internas no nos importan en
la ciudad.
«Papa» sacudió la cabeza.
—Perspectiva limitada —repitió
bajito—. Cuando las tierras infieles del
mundo se separan, nosotros revelamos
nuestra fortaleza. Cuando los grandes
demonios, Estados Unidos y Unión
Soviética, se desmembraron en
diferentes Estados, fue un signo de Alá.
—¿Un signo? —pregunté,
planteándome qué tenía todo eso que ver
con Nikki, los cables de mi cráneo y la
pobre y olvidada gente del Budayén.
Las cejas de Friedlander Bey se
juntaron y, de repente, me pareció un
nómada del desierto; se asemejaba a los
orgullosos caudillos que le habían
precedido empuñando la irresistible
Espada del Profeta.
—Jihad —murmuró.
Jihad. Guerra santa.
Sentí un aguijón en mi piel y la
sangre fluyendo hacia mis orejas. Ahora
que las grandes naciones de antaño
estaban indefensas en su pobreza y
discordias, era el momento de que el
Islam completara la conquista que había
iniciado muchos siglos atrás. La
expresión de «Papa» se parecía mucho a
la mirada que yo había visto en los ojos
de Xarguis Khan.
—Es lo que a Alá le place —dije.
Friedlander Bey resolló y me dirigió
una benevolente mirada de aprobación.
Estaba siguiéndole la corriente. Era más
peligroso de lo que yo había sospechado
jamás. Ejercía un poder casi dictatorial
sobre la ciudad, eso, junto con su
avanzada edad y su ilusión, me hizo
mostrarme cauteloso en su presencia.
—Me harás un gran favor si aceptas
esto —dijo, al tiempo que dejaba un
sobre en la mesa.
Supongo que alguien de su posición
piensa que el dinero es el regalo
perfecto de una persona que lo tiene
todo. Nadie lo habría considerado
ofensivo. Agarré el sobre.
—Me abrumas —murmuré —. No
tengo palabras para expresarte mi
agradecimiento.
—Yo soy el que está en deuda
contigo, hijo mío. Has obrado bien, y
siempre recompenso a quienes cumplen
mis deseos.
No miré el sobre, aunque sabía que
hubiera sido una falta de buenos
modales.
—Eres el padre de la generosidad
—dije.
Lo estábamos haciendo bien. Yo le
gustaba mucho más ahora que en nuestro
primer encuentro, mucho tiempo antes.
—Estoy cansado, hijo mío, debes
perdonarme. Mi chófer te llevará a tu
casa. Ven a visitarme pronto y
hablaremos de tu futuro.
—Con ojos y cabeza, oh, señor de
hombres. Estoy a tu disposición, —
repliqué.
—No hay majestad ni poder sino en
Alá el glorioso y el grande.
Parece una simple fórmula, pero se
reserva para momentos de peligro o
antes de alguna acción crucial. Busqué
alguna pista en el hombre de cabello
gris, mas él me ignoró. Me despedí y
salí de su despacho. Todo el trayecto
hacia el Budayén lo hice reflexionando.
Era lunes por la noche y el club de
Frenchy estaría ya lleno. Había una
mezcla de tipos de la marina naval y
mercante, que venían a veinte kilómetros
del puerto; había cinco o seis turistas
que buscaban una clase de acción y
estaban a punto de encontrar otra, y unas
cuantas parejas de turistas en busca de
historias vivas y pintorescas para
llevarse a casa. También había un
pequeño número de hombres de
negocios de la ciudad que
probablemente conocían el riesgo, pero,
a pesar de eso, venían para tomar una
copa y mirar cuerpos desnudos.
Yasmin estaba sentada entre dos
marineros, que se reían y se hacían
señas por encima de su cabeza; debían
creer que habían encontrado lo que
buscaban. Yasmin bebía su cóctel de
champán y tenía siete vasos vacíos
delante. Desde luego, ella sí había
encontrado lo que buscaba. Frenchy
cobraba ocho kiam por cóctel, que
compartía con la chica que los pedía.
Yasmin ya había limpiado treinta y dos
kiam a esos alegres vagabundos del mar
y, por el aspecto que tenía, aún iba a
arrancarles más, la noche era joven
todavía. Y eso sin incluir las propinas.
Era una joya digna de ser contemplada,
podía separar a un tipo de su dinero más
rápido que nadie, excepto quizá Chiriga.
Había varios asientos libres en la
barra, uno cerca de la puerta y otros al
fondo. No me gusta sentarme cerca de la
puerta, pareces una especie de turista o
algo así. Me dirigí al oscuro interior del
club. Antes de que llegase al taburete,
Indihar se me acercó.
—Estará más cómodo en un sillón,
señor —dijo ella.
Sonreí. No me reconoció con mis
ropas y sin mi barba. Sugirió el sillón
porque si me sentaba en el taburete, no
podría sentarse cerca de mí y trabajarme
la cartera. Indihar era una persona
bastante agradable, nunca había tenido
ningún incidente con ella.
—Me sentaré en la barra — dije—.
Quiero hablar con Frenchy.
Me hizo un gesto indiferente, se dio
media vuelta y sorteó a la gente. Como
un halcón de caza, había avistado tres
mercaderes de rica apariencia sentados
con una chica y un transexual. Siempre
había espacio para una más. Indihar
hincó sus garras.
Dalia, la chica de la barra de
Frenchy, se acercó a mí, pasando la
bayeta por el mostrador. Dio un par de
pasadas a la mancha que había ante mí y
dejó caer un posavasos de corcho.
—¿Cerveza? —preguntó.
—Ginebra y bingara con un chorrito
de lima —pedí. Me miró parpadeando.
—¿Marîd?
—Mi nuevo aspecto —dije.
Soltó la bayeta en la barra y me
miró. No dijo ni una palabra hasta que
recuperó el aliento.
—¿Dalia? —dije.
Abrió la boca, la cerró y la volvió a
abrir.
—Frenchy —gritó—, ¡está aquí!
Yo no sabía lo que significaba
aquello. La gente de mi alrededor se
volvió para mirarme. Frenchy se levantó
de su asiento cerca de la caja
registradora y avanzó con estruendo
hacia mí.
—Marîd — dijo—, he oído que has
agarrado a ese tipo que se cargó a las
«hermanas».
Me daba la impresión de que ahora
era alguien importante.
—Oh, en realidad, él me agarró a
mí. Lo estaba haciendo muy bien, hasta
que decidí ponerme serio.
Frenchy sonrió.
—Eres el único que ha tenido
huevos de ir tras él. Los mejores de la
ciudad iban diez pasos por detrás de ti.
Has salvado un montón de vidas, Marîd.
A partir de ahora, beberás gratis aquí y
en cualquier lugar de la «Calle». Sin
propinas, tampoco, daré la orden a las
chicas.
Era el único gesto significativo que
Frenchy podía hacer, y yo lo aprecié.
—Gracias, Frenchy —dije.
Aprendí muy rápido lo embarazoso
que puede resultar ser un gran tipo.
Hablamos un rato. Intenté
convencerle de que aún quedaba un
segundo asesino en la ciudad, pero no
quiso creerlo. Prefirió pensar que el
peligro había pasado. Después de todo,
yo no tenía pruebas de que el asesino
continuara en la ciudad. Desde la muerte
de Nikki no había empleado un
cigarrillo para quemar a nadie.
—¿Qué estás buscando? —me
preguntó Frenchy.
Miré el escenario donde Blanca
bailaba. Ella era quien había
descubierto el cadáver de Nikki en el
callejón.
—Tengo una pista y una idea de lo
que le gusta hacer a sus víctimas.
Le hablé a Frenchy del moddy que
Nikki llevaba en el bolso, y de los
morados y las quemaduras de cigarrillo
en los cuerpos.
Frenchy parecía pensativo.
—Sabes —dijo —. Recuerdo que
alguna chica me habló de un tipo que se
había ligado.
—¿Qué te contó? ¿Intentó quemarla
o algo así? Frenchy sacudió la cabeza.
—No, eso no. Por lo que me dijo,
cuando le quitó las ropas al tipo, estaba
lleno de quemaduras y señales.
—¿Quién era, Frenchy? Necesito
hablar con ella.
Retrocedió a mediados de la semana
anterior, tratando de recordar.
—Ah — dijo al fin —, fue Maribel.
—¿Maribel? —pregunté con
incredulidad.
Maribel era la vieja que ocupaba un
taburete en el ángulo de la barra.
Andaba entre los sesenta y los ochenta,
había sido una bailarina medio siglo
antes, cuando aún tenía un rostro y un
cuerpo. Luego dejó de bailar y se
concentró en los aspectos de la industria
que proporcionaba beneficios líquidos
más inmediatos. A medida que se hacía
mayor, tuvo que bajar su margen de
ganancias para poder competir con los
nuevos modelos. Ahora llevaba una
peluca de nylon rojo que tenía todo el
aspecto y la prestancia del césped del
distrito europeo. Nunca había tenido
dinero para hacerse modificaciones
físicas o mentales. Rodeada de los
cuerpos más hermosos que se puedan
comprar con dinero, su rostro la hacía
parecer más vieja de lo que era. Maribel
se encontraba en clara desventaja. Sin
embargo, la superó por medio de astutas
técnicas de marketing que hacían
hincapié en la atención personalizada y
en la satisfacción del cliente: por el
precio de un cóctel de champán,
proporcionaría al hombre que estuviera
a su lado el beneficio de su destreza
manual y sus años de experiencia. En la
misma barra, sentados y charlando como
si estuvieran solos en la habitación de
cualquier motel. Maribel suscribía el
clásico proverbio árabe: «Las mejores
atenciones se hacen de prisa». Claro que
ella realizaba la mayor parte del trato,
pero si no te fijabas de cerca —o el tipo
no podía disimular la expresión de su
rostro— no te enterabas de que
semejante encuentro íntimo estaba
teniendo lugar.
La mayoría de las chicas se hacían
invitar a siete u ocho cócteles antes de
empezar a negociar. El reloj de Maribel
estaba estropeado, no tenía tiempo para
eso. Si Yasmin parecía un Neiman-
Marcus, y lo era, en mi opinión, Maribel
era las rebajas del centro comercial del
loco Abdul de las busconas.
Por eso me costaba creer la historia
de Frenchy. Maribel no tenía la
oportunidad de ver las cicatrices de su
pavo. No, si estaba sentada en la
esquina de la barra.
—Se llevó a ese tipo a su casa —
dijo Frenchy, sonriente.
—¿Quién se iría a casa con
Maribel? Era difícil de creer.
—Alguien que necesitara dinero.
—Hija de puta. ¿Paga a los hombres
por joder con ella?
—El dinero circula como nada en
este mundo.
Le di las gracias a Frenchy por la
información y le dije que necesitaba
hablar con Maribel. Se rió y volvió a su
silla. Me trasladé al taburete que había
junto a ella.
—Hola, Maribel —saludé.
Tuvo que mirarme un rato antes de
reconocerme.
—Marîd —dijo feliz.
Entre la primera sílaba y la segunda,
su mano se posó en mi regazo.
—¿Me invitas a un cóctel?
—De acuerdo.
Indiqué a Dalia que le sirviera un
cóctel de champán a la vieja. Dalia me
dirigió una turbia sonrisa y yo me limité
a encogerme de hombros, indefenso. Las
chicas y las transexuales del club de
Frenchy siempre tienen una copa alta de
acero para el agua con hielo junto a sus
bebidas. Dicen que es porque no les
gusta el sabor del licor y que para bajar
todo ese alcohol necesitaba beber agua
helada con él. Beben un poco de
champán o de un licor fuerte y luego
pasan al agua con hielo. Los pavos
piensan en lo duro que debe resultar
para esas pobres chicas tener que tragar
cada noche veinte o treinta copas si no
les gusta el alcohol. La verdad es que
nunca se tragan la bebida, la escupen en
la copa de metal. A cada rato, Dalia
retira la copa y la vacía con el pretexto
de refrescar e) agua helada. Maribel no
necesitaba la copa para escupir. Le
gustaba la bebida.
Debía admitirlo, la mano de Maribel
era tan diestra como una silversmith.
Creo que la práctica la había hecho
perfecta. Estaba a punto de decirle que
se detuviera, cuando me dije a mí
mismo, ¡qué demonios! Era una
instructiva experiencia.
—Maribel, Frenchy me ha contado
que viste a alguien con marcas de
quemaduras y morados por todo el
cuerpo. ¿Recuerdas a quién?
—¿Le vi?
Alguien que fue a casa contigo.
¿Cuándo?
—No lo sé. Si pudiera encontrar a
esa persona, me diría algo que salvaría
algunas vidas.
—¿De verdad? ¿Obtendría yo algún
tipo de recompensa?—Cien kiam, si lo
recuerdas.
Eso la detuvo. No había visto cien
kiam juntos desde sus días de gloria y
eso pertenecía a otro siglo. Se sumió en
sus desordenados recuerdos, e intentó
dibujar un desesperado cuadro mental.
—Te lo diré, vi a alguien así, me
acuerdo muy bien, pero por mi vida, no
puedo recordar a quién. Aunque lo
conseguiré. Lo de la recompensa...
—Sigue en pie. Cuando lo
recuerdes, llámame o díselo a Frenchy.
—No tendré que repartir el dinero
con él, ¿verdad?
—No —la tranquilicé.
Yasmin estaba en el escenario. Me
vio sentado con Maribel, y el brazo de
ésta moviéndose arriba y abajo. Yasmin
me lanzó una mirada de enfado y dio
media vuelta. Me reí.
—Gracias, pero ya está bien,
Maribel.
— ¿Te vas, Marîd? —preguntó
Dalia—. No ha tardado mucho.
—A dar una vuelta, Dalia —dije.
Salí del club de Frenchy preocupado
porque mis amigos, Okking, Hassan y
Friedlander Bey, se creían a salvo. Casi
deseaba que hubiera ocurrido algo
terrible, sólo para que se convencieran
de que yo tenía razón, pero no quería
sentirme culpable por ello.
En medio de su alivio y celebración,
estaba más solo que antes.
19
— Eso no es lo que tú deseas.
Audran le miró. Wolfe estaba
sentado como una estatua satisfecha de
sí misma, con los ojos medio cerrados,
los labios un poco hacia afuera,
metiéndolos y sacándolos. Movió la
cabeza una fracción de milímetro y me
miró.
—Eso no es lo que tú deseas —
repitió.
—Sí, lo deseo —gritó Audran—.
Quiero que todo esto acabe.
—Sin embargo... —levantó un dedo
y lo movió—, tienes la esperanza de que
exista una solución fácil, alguna que no
amenace peligro o, lo que es aún peor, tu
modo de pensar, horrible. Si Nikki ha
sido asesinada limpia y llanamente,
debías haber capturado sin piedad a sus
asesinos. De esa manera, la situación se
ha hecho más repulsiva todavía y sólo
deseas esconderte de ella. Mira dónde
estás, acurrucado en la despensa de un
pobre y humilde fellah.
Le miró con desaprobación.
Audran sintió su censura.
—¿Quieres decir que no lo he hecho
bien? Tú eres el detective, no yo. Sólo
soy Audran, el negro que se sienta en el
bordillo con las tazas de plástico y el
resto de la basura. Tú siempre dices que
ningún radio conducirá a la hormiga al
centro de la circunferencia.
Sus hombros se levantaron medio
centímetro, y luego se dejaron caer.
Estaba siendo compasivo.
—Sí, lo digo. Pero si la hormiga
recorre los tres cuartos de la
circunferencia antes de elegir un radio,
puede perder algo más que tiempo.
Audran separó sus manos, indefenso.
—Me encuentro cerca del centro a
mi torpe modo. Así que, ¿por qué no
empleas tu excéntrico genio y me dices
dónde puedo encontrar a ese otro
asesino?
Wolfe apoyó las manos en los brazos
de su sillón y se levantó. Tenía una
expresión severa y apenas se percataba
de mi presencia mientras caminaba. Era
el momento de dedicarse a sus
orquídeas, que, junto con la comida,
eran lo más importante del mundo para
él.
Cuando me quité el moddy y volví a
ponerme los daddies especiales, me
hallaba sentado en el suelo de la
despensa de Jarir, con la cabeza entre
las rodillas. De nuevo con los daddies,
me sentía invencible, sin hambre,
cansancio, sed, miedo ni furia. Apreté la
mandíbula y me pasé la mano por el
desgreñado cabello; había hecho cosas
magníficas. Échate a un lado, amigo,
esto es un trabajo para...
Para mí, creo.
Miré el reloj y vi que la noche
empezaba. Muy bien; todos los
pequeños degolladores y sus víctimas
habrían salido ya.
Deseaba demostrarle a ese gordo de
Nero Wolfe que la gente real tiene
también astucia. Quería vivir el resto de
mis días sin sentirme siempre como si
me hubiera rendido en los últimos
segundos. Eso significaba atrapar al
asesino de Nikki. Saqué el sobre del
dinero y conté los billetes. Había más de
cincuenta y siete mil kiam. Esperaba que
fueran poco menos que cinco.
Contemplé el dinero durante largo rato.
Luego, lo dejé a un lado, saqué mi caja
de píldoras y me tragué doce paxium sin
agua. Salí de la pequeña habitación y de
casa de Jarir sin decirle una palabra.
Las calles de esa zona de la ciudad
estaban ya desiertas, aunque cuanto más
me aproximaba al Budayén, más gente
veía. Atravesé la puerta Este y fui
«Calle» arriba. Tenía la boca seca a
pesar de que se suponía que los daddies
bloqueaban la conexión con mis
glándulas endocrinas. Era bueno no estar
asustado, porque me sentía muerto de
miedo. Me crucé con «Medio Hajj», que
me dijo unas palabras; me limité a
asentir y me largué, como si se tratara de
un perfecto extraño. Debía haber una
convención o una excursión por la
ciudad porque recuerdo pequeños
grupos de extranjeros pasear por la
«Calle», mirando los clubs y los cafés.
No me importaba andar entre ellos. Me
abrí paso a empujones.
Cuando llegué a la tienda de Hassan,
encontré cerrada la puerta principal. Me
detuve y la contemplé como un estúpido.
No recordaba haberla visto así jamás.
De haberme encontrado solo, hubiera
informado a Okking; pero no estaba
solo. Tenía a mis daddies, así que di una
patada a la cerradura de la puerta, una,
dos, tres y, por fin, se abrió.
Por supuesto, Abdul-Hassan, el
chico americano de la «Calle», no se
hallaba en su taburete, en la habitación
vacía. Atravesé la tienda en dos o tres
zancadas y descorrí la cortina. Tampoco
encontré a nadie en la trastienda del
almacén. Me interné en una zona oscura,
entre los embalajes de madera apilados
y salí por la puerta de hierro hasta el
callejón. Había otra puerta de hierro en
el edificio de enfrente; detrás de ella
estaba la habitación en la que yo había
pactado la corta libertad de Nikki. Me
dirigí hacia allí y llamé con fuertes
golpes. No obtuve respuesta. Volví a
llamar. Por fin, una voz me dijo algo en
inglés.
—Hassan —grité.
La débil voz repuso algo, se
extinguió unos segundos y después gritó
otra cosa. Me prometí a mí mismo que si
salía de ésa le compraría un daddy de
árabe a ese chico. Saqué el sobre del
dinero y lo agité, mientras chillaba:
—¡Hassan! ¡ Hassan!
Después de unos segundos, la puerta
se abrió de golpe. Saqué un billete de
mil kiam y lo puse en la mano del chico,
mientras le enseñaba el resto del dinero
y le decía:
—¡Hassan! ¡Hassan!
Él cerró de un portazo, y mis mil
kiam desaparecieron.
Un instante después volvió a abrir,
para lo cual yo estaba totalmente
preparado. La agarré del filo y tiré con
fuerza, arrebatando la puerta del
dominio del chico. Gritó y se balanceó
con ella, mas la soltó. Abrí y me doblé
cuando el chico me propinó una patada
tan fuerte como pudo. Lo tenía muy
cerca para alcanzarle, aunque todavía
podía dejarme malherido. Le agarré del
puño de la camisa y le sacudí unas
cuantas veces; luego, golpeé la parte
posterior de su cabeza contra la pared y
le dejé caer en el callejón lleno de
desperdicios. Recuperé el aliento, los
daddies hacían un buen trabajo, mi
corazón latía como si estuviera
mariposeando con Fazluria y no
jugándome la vida. Sólo me detuve para
agacharme y arrebatar al muchacho
americano el billete de mil kiam que
todavía conservaba. «Ten cuidado con
los fíq», me decía siempre mi madre.
En la planta baja no encontré a
nadie. Pensé en cerrar y bloquear la
puerta de hierro a mis espaldas, para
que el muchacho americano u otro
fantasma no se colara sin que me
enterase, pero creí que podría necesitar
una salida en caso de apuro. Sin hacer
ruido, caminé despacio y con cuidado
hacia la escalera que había a mi
derecha, contra la pared. Sin los
daddies, yo habría sido otra persona,
susurrando al oído de un extraño en
algún idioma romántico. Saqué mi tira
de daddies y los repasé. Mis dos
injertos corímbicos no estaban al
completo, todavía podía conectarme
otros tres, pero ya llevaba casi todos los
que pensaba necesitaría en un momento
crítico. A decir verdad, todos menos
uno, el daddy negro especial que
afectaba directamente a mis células de
castigo. Nunca pensé que utilizaría uno
de ésos por mi propia voluntad, pero si
debía enfrentarme a alguien como
Xarghis Moghadhil Khan otra vez, con
nada más que un cuchillo para la
mantequilla, sería mejor combatirle
como una fiera salvaje y furiosa que
como un lloriqueante y racional ser
humano. Cogí el daddy negro en mi
mano derecha y subí la escalera.
En la habitación superior había dos
personas.
Hassan sonreía vagamente, con una
mirada algo distraída; se hallaba de pie
en un rincón y se frotaba los ojos.
Parecía adormilado.
—Audran, hijo mío —dijo.
—Hassan —le respondí.
—¿Te dejó pasar el chico?
—Le di mil kiam y no lo pensó dos
veces. Luego, le quité los mil de las
manos.
Hassan me dirigió una sonrisa.
—Le tengo cariño al chico, como ya
sabes, pero es americano.
No estoy seguro de si eso
significaba: «Es americano, por lo tanto
un poco estúpido» o «Es americano, hay
muchos más».
—No nos molestará —aseguré.
—Muy bien, excelente —dijo
Hassan.
Sus ojos se volvieron rápidos hacia
el teniente Okking, que yacía en el suelo
con los brazos y las piernas extendidos,
y las muñecas y los tobillos atados con
cuerdas de nylon a anillas empotradas
en la pared. Era obvio que Hassan ya
había utilizado esa instalación antes. La
espalda, las piernas, los brazos y la
cabeza de Okking estaban llenos de
quemaduras de cigarrillo y largos hilos
de sangre manaban de sus cortes. Si él
gritaba, no me enteré, porque los
daddies hacían que todos mis sentidos
se concentrasen en Hassan. Okking
estaba vivo aún. De eso sí me di cuenta.
—Por fin cazaste al policía —
exclamé—. ¿No te apena que su cerebro
no esté modificado? Te gusta emplear tu
moddy ilegal, ¿no?
Hassan enarcó una ceja.
—Es una pena —dijo—. Pero, por
supuesto, creo que tu injerto bastará.
Esperaba esto con gran placer. Te doy
las gracias, hijo mío, por sugerir lo del
policía. Creía que mi invitado era un
estúpido por su modo tan necio de
actuar. Tú insististe en que ocultaba
información. Yo no podía correr el
riesgo de que estuvieras en lo cierto.
Fruncí el ceño y miré el retorcido
cuerpo de Okking. Me prometí que más
tarde, cuando estuviera en mi propia
mente, me pondría enfermo.
—Desde el primer momento, pensé
que había dos asesinos con moddies —
comenté, como si sólo estuviéramos
discutiendo el precio de los
butacuálidos—. He sido tan estúpido... ,
resultó ser un moddy y un chiflado
pasado de moda. Intentaba vencer a un
malhechor internacional de alta
tecnología y resulta ser el viejo verde
del vecindario. ¡Qué pérdida de tiempo,
Hassan! Me avergüenza recibir dinero
de «Papa» por esto.
Mientras le hablaba, me acercaba
despacio a él, y miraba a Okking,
sacudía mi cabeza y actuaba como un
amable sargento de policía en una
película, tratando de persuadir a un
desesperado palurdo de no arrojarse
desde un saliente. Os doy mi palabra, es
mucho más difícil de lo que parece.
—Friedlander Bey te ha pagado los
últimos kiam que has visto en tu vida.
Hassan parecía triste de verdad.
—Puede que sí, puede que no —
repuse, mientras me desplazaba
despacio. Mis ojos permanecían fijos en
los gruesos y rollizos dedos de Hassan,
que envolvían un barato cuchillo árabe
curvo—. He estado tan ciego... Trabajas
para los rusos.
—Por supuesto —dijo Hassan,
exaltado.
—Y tú secuestraste a Nikki.
Me miró con expresión de sorpresa.
—No, hijo mío, Abdulay la
secuestró, no yo.
—Pero él cumplía tus órdenes.
—Las de Bogatyrev.
—Abdulay la raptó de la villa de
Seipolt.
Hassan se limitó a asentir.
—Así que todavía seguía con vida la
primera vez que interrogué a Seipolt.
Estaba en algún lugar de la casa. El la
quería viva. Y cuando regresé a pedirle
explicaciones, ya había muerto.
Hassan me miró, mientras acariciaba
el filo del cuchillo.
—Tras la muerte de Bogatyrev, la
mataste y te deshiciste de su cuerpo.
Luego asesinaste a Abdulay y a Tami
para protegerte a ti mismo. ¿Quién le
obligó a escribir las notas?
—Seipolt, oh, inteligentísimo.
—Entonces, Okking es el último. El
único que podía relacionarte con los
asesinatos.
—Y, por supuesto, tú.
—Por supuesto —dije—. Eres un
actor muy bueno, Hassan. Me has
engañado. Si no hubiera encontrado tu
moddy ilegal y algunas cosas que
relacionaban a Nikki con Seipolt, no
hubiera tenido ninguna pista. —Sus
dientes relucían en un exaltado gruñido
—. Tú y los asesinos alemanes hicisteis
un excelente trabajo. Nunca sospeché de
ti hasta que me di cuenta de que
cualquier información importante pasaba
por tus manos. De «Papa» a mí; de mí a
«Papa». Estuvo ante mis narices todo el
tiempo, lo único que tenía que hacer era
verlo. Por fin, se me ocurrió; eras tú, tú
y tus malditos gordos, cortos y anchos
dedos.
Estaba tan sólo a unos treinta
centímetros de Hassan, dispuesto a dar
otro paso con precaución, cuando me
disparó.
Tenía una pequeña pistola blanca y
lanzó una hilera de agujas en el aire en
un gran arco circular. Las dos últimas
agujas del cargador me dieron en el
costado, justo bajo mi brazo izquierdo.
Apenas las sentí, casi como si se le
hubieran clavado a otra persona. Sabía
que dentro de unos momentos
comenzarían a dolerme mucho, y una
parte de mi mente, tras los daddies, se
preguntaba si estarían impregnadas o
sólo eran afilados pedazos de metal para
herir mi cuerpo. Si estaban drogadas o
envenenadas, en seguida lo sabría. Era
un momento desesperado. Había
olvidado por completo que llevaba un
arma conmigo. No pensaba ni por lo más
remoto en mantener un duelo con
Hassan. Cogí el daddy negro y lo puse
en su sitio, aunque estaba
derrumbándome por las heridas.
Fue como... , fue como estar atado a
una mesa y tener a un dentista
perforando el paladar de mi boca. Fue
como estar al borde de un ataque
epiléptico y no sufrirlo, deseando que se
esfumase o tenerlo y acabar de una vez.
Fue como si las luces más brillantes del
mundo destellaran ante mis ojos, los
sonidos más fuertes estallaran en mis
oídos, demonios que lijaban mi carne,
indescriptibles, abominables olores
embotaban mi nariz, el más inmundo
estiércol en mi garganta. Con gusto
habría muerto sólo para que todo
aquello cesara.
Yo quería matar.
Agarré a Hassan por las muñecas e
hinqué los dientes en su garganta. Sentí
su sangre caliente salpicándome el
rostro. Recuerdo haber pensado en su
maravilloso sabor. Hassan gritó de
dolor. Me golpeó la cabeza, mas no
podía liberarse del enloquecido animal
que tenía sobre sí. Se tambaleó y cayó al
suelo. Se vio perdido, puso otro
cargador en su pistola y volvió a
dispararme, y otra vez me abalancé
sobre su garganta. Le arranqué la
tráquea con los dientes y hundí mis
tensos dedos en sus ojos. Sentí su sangre
correr por mis brazos. Los gritos de
Hassan eran horribles, dementes, pero
casi fueron ahogados por los míos. El
daddy negro me torturaba todavía, ardía
en mi cabeza como ácido. Ni la locura,
ni la enfurecida y salvaje ferocidad de
mi ataque aliviaban mi tormento. Corté,
desgarré y destripé el ensangrentado
cuerpo de Hassan.
Mucho más tarde, me desperté,
tranquilo, en el hospital. Habían
transcurrido once días. Supe que había
mutilado a Hassan hasta que ya no le
quedaba vida y que, a pesar de eso, no
me había detenido. Había vengado a
Nikki y a todos los demás, pero logrado
también que cada crimen de Hassan
pareciera un inocente juego de niños.
Había golpeado y destrozado el cuerpo
de Hassan hasta que apenas era posible
identificarle.
Después, había hecho lo mismo con
Okking.
20
El doctor Yeniknani, el amable sufí
turco, fue quien, por fin, me dio el alta.
Había recibido mi ración de heridas de
Hassan, aunque no las recuerdo, por lo
que doy gracias a Alá. Las heridas de
las agujas, lesiones y laceraciones
constituyeron la parte fácil. El equipo
médico se limitó a recomponerme y
llenarme de vendajes. Esa vez, el
ordenador se ocupaba de la medicación
y no los desdeñosos enfermeros. El
doctor programó una lista de drogas en
la máquina, y la cantidad y la frecuencia
con la que se me permitía recibirlas. Si
había esperado el tiempo conveniente, el
ordenador vertía soneína intravenosa
por mi tubo alimenticio. Permanecí casi
tres meses en el hospital y cuando salí,
mi culo se sentía tan alegre y suave
como el día en que nací. Tenía que
comprarme uno de esos administradores
de droga. Podría revolucionar la
industria de narcóticos de la «Calle».
Echan a unas cuantas personas del
trabajo, pero ése ha sido siempre el
precio de la libre empresa y el progreso.
Los golpes físicos que recibí,
mientras intentaba reducir al viejo
Hassan el chiíta a huesos para caldo, no
fueron tan graves como para mantenerme
en la cama tanto tiempo. En realidad,
habrían podido curarme esas heridas en
la sala de urgencias y habría salido a
cenar y a bailar pocas horas después. El
verdadero problema estaba dentro de mi
cabeza. Había visto y hecho demasiadas
cosas terribles, y el doctor Yeniknani y
sus colegas consideraron la posibilidad
de que si se limitaban a desconectar el
daddy de castigo y el resto de los
daddies, cuando todos los hechos y
recuerdos golpearan mi pobre y
desprotegido cerebro, terminaría tan
loco como una araña con patines.
El chico americano me encontró —
nos encontró, me refiero a mí, a Hassan
y a Okking—, y llamó a la policía. Me
llevaron al hospital y todos esos
especialistas, en apariencia bien
pagados y hábiles, no quisieron saber
nada de mí. Nadie arriesgaba su
reputación haciéndose cargo. «¿Le
dejamos los potenciadores? ¿Se los
quitamos? Si se los quitamos, puede
quedar permanentemente loco. Si se los
dejamos, pueden quemarle hasta el
vientre. » Todo ese tiempo, el daddy
negro estaba exprimiendo el centro de
castigo de mi cerebro. Perdí el
conocimiento una y otra vez, pero no
soñé con la Dulce Pilar, podéis apostar
por eso.
Primero, desconectaron mi chip de
castigo, pero dejaron los otros para que
me quedase en una especie de limbo
insensible. Me devolvieron la plena
consciencia muy despacio,
analizándome a cada paso. Estoy
orgulloso de poder decir que hoy me
encuentro tan sano como siempre;
guardo todos los daddies en su bolsa de
plástico por si me pongo nostálgico.
Esa vez no tuve ninguna visita en el
hospital. Quería que mis amigos tuvieran
un buen recuerdo. Me dio la oportunidad
de que la barba y el cabello volvieran a
crecerme. Era un martes por la mañana
cuando el doctor Yeniknani firmó mi
alta.
—Le pido a Alá que no volvamos a
verle por aquí —dijo.
Me encogí de hombros.
—A partir de ahora, voy a buscarme
un pequeño negocio, tranquilo,
vendiendo monedas falsas a los turistas.
No quiero más problemas.
El doctor Yeniknani sonrió.
—Nadie quiere problemas, pero hay
bastantes problemas en el mundo. No
podemos escondernos de ellos.
¿Recuerda la azora más corta del noble
Corán? Es una de las primeras reveladas
por el Profeta, que las bendiciones y la
paz sean con él. Dice: «Busco refugio en
el Señor de la Humanidad, el Rey de la
Humanidad, el Dios de la Humanidad,
del taimado mal que susurra en los
corazones de la Humanidad, de los djinn
y de la Humanidad».
—Los djinn, la Humanidad, las
armas y los cuchillos —dije.
El doctor Yeniknani sacudió la
cabeza tranquilamente.
—Si buscas armas encontrarás
armas. Si buscas a Alá encontrarás a
Alá.
—Bueno —repuse con voz débil —,
entonces tendré que empezar mi vida de
nuevo cuando salga de aquí. Cambiaré
de estilo y de forma de pensar, y
olvidaré mis años de experiencia.
—Se burla de mí —dijo con tristeza
—, pero quizá algún día escuche sus
propias palabras. Rezo a Alá para que
cuando ese día llegue todavía esté a
tiempo de hacer lo que dice.
Entonces, firmó mis papeles y volví
a ser libre, volví a ser yo, sin ningún
lugar adonde ir.
Ya no tenía mi apartamento. Todo lo
que poseía era una bolsa con un montón
de dinero dentro. Llamé un taxi desde el
hospital y nos dirigimos a casa de
«Papa». Ésa era la segunda vez que
aparecía sin estar citado, pero tenía la
excusa de que no podía telefonear a
Hassan para concertar una. El
mayordomo me reconoció, incluso me
obsequió con un instantáneo cambio de
expresión. Era evidente que me había
convertido en una celebridad. Los
políticos y las estrellas del sexo pueden
abrazarte y eso no significa nada, pero
cuando los mayordomos del mundo se
fijan en ti, te das cuenta de que algo de
lo que crees de ti mismo es cierto.
Incluso pasaron de la sala de espera.
Una de las «rocas parlantes» apareció
ante mí, se dio media vuelta y empezó a
andar. Le seguí. Entramos en el
despacho de Friedlander Bey y avancé
unos pasos hacia el escritorio de
«Papa». Él se levantó, su anciano rostro
se arrugó tanto al sonreír que temí se le
quebrase en mil pedazos. Se apresuró
hacia mí, agarró mi rostro entre sus
manos y me besó.
—¡Oh, hijo mío! —gritó.
Luego, volvió a besarme. No hallaba
palabras para expresar su alegría.
Por mi parte, me sentía algo
incómodo. No sabía si representaba al
héroe cabeza de ladrillo o al chico que
justo se hallaba en el lugar adecuado en
el momento preciso. La verdad era que
deseaba salir de allí lo antes posible
con otro grueso sobre de dinero de
recompensa y no volver a relacionarme
nunca más con aquel viejo hijo de puta.
Me lo ponía difícil. Seguía besándome.
Al final, resultó un poco ridículo,
incluso para un potenciado árabe de la
vieja ola como Friedlander Bey. Me
soltó y se retiró tras el formidable
bastión de su escritorio. Parecía que no
íbamos a compartir una exquisita
comida, ni té, ni a intercambiar historias
sobre cuerpos mutilados mientras me
contaba lo maravilloso que yo había
estado. Sólo me miró durante un buen
rato. Una de las «rocas parlantes» se
acercó despacio por detrás de mí, hasta
mi hombro derecho. Sentí un miedo
reminiscente de mi primera entrevista
con Friedlander Bey en el motel. Ahora,
en ese escenario más suntuoso, era
alguien que pasaba de ser el héroe
conquistador a un vil pícaro a quien
pillan con la mano en el bolsillo de otro
y luego sobre la alfombra. No sabía
cómo lo hacía «Papa», pero eso era
parte de su magia. Todavía no sabía
cuáles habían sido sus móviles.
—Lo has hecho bien, oh, excelente
—dijo Friedlander Bey.
Su tono era atento y no del todo
aprobador.
—Alá en su grandeza me dio buena
fortuna y tú, tu prudencia —repliqué.
«Papa» asintió. Estaba
acostumbrado a ser relacionado con Alá
de ese modo.
—Toma, pues, el signo de mi
gratitud.
Una de las «rocas» puso un sobre
contra mis costillas; lo cogí.
—Gracias, oh, caíd.
—No me des las gracias a mí, sino a
Alá en su magnificencia.
—Sí, tienes razón.
Me metí el sobre en el bolsillo. Me
preguntaba si podría irme ya.
—Muchos de mis amigos han muerto
—musitó «Papa»—, y muchos de mis
valiosos asociados también. Sería bueno
proceder de modo que esto no suceda
jamás.
—Sí, oh, caíd.
—Necesito amigos fieles en cargos
de autoridad, en quienes pueda delegar.
Siento vergüenza al recordar la
confianza depositada en Hassan.
—Era un chiíta, oh, caíd.
Friedlander Bey movió una mano.
—Sin embargo, es el momento de
reparar las injurias a que hemos sido
sometidos. Tu labor no ha terminado
todavía, hijo mío. Debes ayudar a
construir una nueva estructura de
seguridad.
—Haré lo que pueda, oh, caíd.
No me gustaba el cariz que estaban
adquiriendo las cosas, pero, una vez
más, me hallaba indefenso.
—El teniente Okking está muerto y
habrá ido a su paraíso. Inshallah. Su
puesto será ocupado por el sargento
Hajjar, un hombre a quien conozco bien
y cuya palabra y obra no debo temer.
Estoy planeando un nuevo y enérgico
departamento: una relación entre mis
amigos del Budayén y las autoridades.
Nunca en mi vida me había sentido
tan pequeño y solo.
Friedlander Bey prosiguió:
—Te he escogido a ti para que
administres una nueva fuerza de
supervisión.
—¿Yo, oh, caíd? —dije con voz
trémula—. No te referirás a mí.
Asintió.
—Que así sea.
Sentí una rabia repentina y avancé
hacia su escritorio.
—¡Al infierno tú y tus planes! —
grité—. Te sientas aquí y lo manipulas
todo, ves morir a mis amigos, pagas a un
tipo y a otro, y te importa una mierda lo
que les ocurra con tal de que tu dinero
se multiplique. No tengo ninguna duda
de que tú estabas detrás de Okking y los
alemanes, y Hassan y los rusos.
De repente me callé. No lo había
pensado de prisa, sólo estaba sacando
afuera mi ira; pero por la súbita tensión
que observé alrededor de la boca de
Friedlander Bey podía decir que había
tocado una fibra extremadamente
sensible.
—Fuiste tú, ¿no es cierto? —dije
con suavidad—. No te importa una
jodida mierda lo que le ocurra a nadie.
Jugabas a los dos bandos. No para el
centro, no había ningún centro. Sólo tú,
tú, cadáver andante. No tienes ni un
átomo de humano. No amas, no odias,
nada te importa. Con todas tus
reverencias y tus oraciones no hay nada
en ti. He visto puñados de arena con más
conciencia que tú.
Lo realmente extraño fue que
ninguna de las dos «rocas parlantes» se
acercara, me echara fuera o me rompiera
la cara. «Papa» debió hacerles una seña
para que dijera mi pequeña oración. Di
otro paso hacia él y alzó las comisuras
de sus labios en un penoso intento de
sonrisa de viejo. Me detuve en seguida,
como si hubiera topado con una
invisible pared de cristal.
Baraka. El encanto carismático que
rodea a los santos, a las tumbas, a las
mezquitas y a los hombres sagrados. No
podía hacer daño a Friedlander Bey, y
yo lo sabía. Abrió un cajón del
escritorio y sacó un dispositivo de
plástico gris que se adaptaba
perfectamente a la palma de su mano.
—¿Sabes qué es esto, hijo mío? —
me preguntó.
—No.
—Es una parte de ti.
Apretó un botón y la horrible
pesadilla que me había convertido en un
animal, que me había llevado a
desgarrar y destrozar a Okking y a
Hassan, inundó mi cráneo con toda su
furia irrefrenable.
Me puse en posición fetal sobre la
alfombra de «Papa».
—Esto han sido sólo quince
segundos —me dijo con calma.
Le miré, sombrío.
—¿Es así como vas a obligarme a
hacer lo que tú quieras? Me ofreció otra
sonrisa.
—No, hijo mío.
Me lanzó el dispositivo de control
en un perfecto arco y lo cogí. Le miré.
—Cógelo —dijo—. Lo que deseo es
tu amante cooperación, no tu miedo.
Baraka.
Me guardé la unidad de control
remoto en el bolsillo y esperé. «Papa»
asintió.
—Que así sea —dijo otra vez.
Y de ese modo me convertí en
policía. Las «rocas parlantes» se
acercaron a mí. Para poder respirar,
tuve que adelantarme a un metro de
ellos. Me escoltaron fuera de la
habitación hasta el salón y también fuera
de la casa de Friedlander Bey. No tuve
la oportunidad de decir nada más. Me
encontré en la calle, bastante más rico.
Era una especie de remedo de agente de
refuerzo de la ley, con Hajjar como jefe
inmediato. Ni en mis peores pesadillas
medio locas e inducidas por las drogas
había tramado algo tan horrible.
Como suele ocurrir con las noticias,
ésta se divulgó con rapidez. Era
probable que ya lo supieran antes que
yo, mientras me recuperaba y hacía
solitarios con la soneína. Cuando entré
en el Silver Palm, Heidi no me sirvió.
En el Solace, Jacques, Mahmud y Saied
miraron el aire húmedo a medio metro
de mi hombro y dijeron que había mucho
ajo; ni siquiera hicieron caso de mi
presencia. Me di cuenta de que Saied
«Medio Hajj» había heredado la
custodia del muchacho americano de
Hassan. Deseé que fueran muy felices
juntos. Por último, fui al club de Frenchy
y Dalia colocó un posavasos ante mí.
Parecía muy incómoda.
—¿Cómo estás, Marîd? —me
preguntó.
—Bien. ¿Todavía me hablas?
—Claro, Marîd, hace tiempo que
somos amigos.
Pero echó una larga y preocupada
mirada al final de la barra.
Yo también miré. Frenchy se levantó
de su taburete y se acercó pausadamente
hacia mí.
—No quiero saber nada de ti,
Audran —dijo con rudeza.
—Frenchy, cuando cacé a Khan me
dijiste que aquí podría beber gratis el
resto de mi vida.
—Eso fue antes de lo que le hiciste a
Hassan y a Okking. Nunca les tuve
mucho aprecio pero aquello...
Volvió la cabeza y escupió.
—Pero fue Hassan quien...
Me interrumpió. Se volvió a la chica
de la barra.
—Dalia, si alguna vez sirves a este
bastardo, estás despedida, ¿entiendes?
—Sí —dijo, mirándonos nerviosa a
Frenchy y a mí.
El gran hombre se volvió hacia mí.
—Ahora lárgate —ordenó.
—¿Puedo hablar con Yasmin? —
pregunté.
—Habla con ella y lárgate.
Frenchy me dio la espalda y se
alejó, del modo en que te alejas de algo
que no quieres ver, oler o tocar.
Yasmin estaba sentada en una butaca
con un pavo. Me acerqué a ella,
ignorando al tipo.
—Yasmin, y o no...
—Es mejor que te vayas, Marîd —
dijo con voz gélida—. He oído lo que
hiciste. He oído hablar de tu nuevo y
asqueroso trabajo. Te has vendido a
«Papa». Lo habría esperado de
cualquiera, pero de ti, Marîd... ; al
principio no podía creerlo. Sin embargo,
lo hiciste, ¿no? ¿Todo lo que dicen?
—Fue el daddy, Yasmin, no sabes
cómo me puso. Tú querías que me...
—Supongo que fue el daddy lo que
hizo un policía de ti, ¿verdad?
—Yasmin...
Allí estaba yo, el hombre cuyo
orgullo le bastaba, que no necesitaba
nada, que no esperaba nada, que vagaba
por los solitarios caminos del mundo
imperturbable porque no había más
sorpresas. ¿Cuánto tiempo lo había
creído, pensando que, en realidad, me
regía por eso, viéndome a mí mismo de
ese modo? Y ahora suplicaba...
—Vete, Marîd, o llamaré a Frenchy.
Estoy trabajando.
—¿Puedo llamarte más tarde?
—No, Marîd, no.
Así que me fui. Había estado solo
antes, pero ésta era una experiencia
nueva. Supongo que debía
imaginármelo, pero eso me dolió más
que todo el terror y el horror que había
sufrido. A mis propios amigos, mis
antiguos amigos, les resultaba más fácil
tachar mi nombre y borrarme de sus
vidas que enfrentarse a la verdad. No
querían admitir el peligro que habían
corrido; el peligro que algún día podrían
volver a correr. Querían simular que el
mundo era hermoso y sano, y que
trabajaban de acuerdo a unas reglas que
alguien había escrito en alguna parte. No
necesitaban saber qué reglas eran ésas,
sólo necesitaban saber que existían, por
si acaso. Yo era el recuerdo constante de
que no había reglas, que la locura
reinaba en el mundo y que su seguridad
y sus vidas estaban siempre amenazadas.
No querían pensar en ello, así que
llegaron a una simple determinación: yo
era el villano, yo era el chivo
expiatorio, me llevé todo el honor y todo
el castigo. Dejemos que Audran lo haga,
que Audran pague por ello, jodido
Audran.
De acuerdo, si así iba a ser. Entré
con estruendo en el club de Chiri y eché
a un joven negro de mi taburete habitual.
Maribel se encontraba sentada en un
taburete al final de la barra y se me
acercó, borracha.
—Te he estado buscando, Marîd —
dijo con voz gruesa.
—Ahora no, Maribel, no me
encuentro de humor.
Chiriga paseó la mirada desde mí
hasta el joven negro, que estaba a punto
de pelearse conmigo.
—¿Ginebra y bingara? —me
preguntó, con un alzamiento de cejas.
Ésa fue toda la expresividad que mostró
conmigo—, ¿o tende?
Maribel se sentó a mi lado.
—Tienes que escucharme, Marîd.
Miré a Chiri, era una decisión
difícil. Me pasé a los gimlets de vodka.
—Recuerdo quién fue —dijo
Maribel—. El tipo que me llevé a casa.
El de las cicatrices, el que andabas
buscando. Era Abdul-Hassan, el
muchacho americano. Hassan debió
hacerle esas señales. ¿Ves? Te aseguré
que lo recordaría. Ahora estás en deuda
conmigo.
Se sentía orgullosa de sí misma.
Intentó sentarse erguida en el taburete.
Miré a Chiri, que me ofreció sólo el
leve indicio de una sonrisa.
—¡Qué demonios! —exclamé.
—¡Qué demonios! —repitió ella.
El joven negro todavía estaba de pie
allí. Nos dirigió una mirada de asombro
y salió del club. Seguramente yo le
había ahorrado una pequeña fortuna.

FIN
NOTA ACERCA DEL
AUTOR
George Alee Effinger nació en
Cleveland (Ohio) en 1947 y estudió en
las universidades de Yale y Nueva York.
Participó en el taller literario de Clarion
en 1970, publicó sus primeros relatos el
año siguiente y desde entonces se ha
dedicado profesionalmente a la
escritura. Su trabajo de mayor
resonancia hasta la fecha ha sido la
trilogía de temática ciberpunk que
venimos presentando al lector
castellano.
Una bibliografía sucinta del autor
comprende los libros siguientes:

TRILOGÍA CIBERPUNK:
1987 — When Gravity Fails
(Cuando falla la gravedad, Ed. Martínez
Roca, col. Gran Super Ficción,
Barcelona, 1989).
1989 — A Pire in the Sun (Un fuego
en el Sol, Ed. Martínez Roca, col. Gran
Super Ficción, Barcelona, 1991).
1991 — The Exile Kiss (Ed.
Martínez Roca, en preparación).
NOVELAS:
1972 — What Entropy Means to Me.
1973 — Relatives (Hermanos, Ed.
Andrómeda, col. Más Allá, Buenos
Aires, 1976).
1975 — Nightmare Blue, con
Gardner Dozois.
1976 — Those Gentle Volees.
— Felicia (narrativa general).
1978 — Death in Florence (también
publicada como Utopia 3).
1979 — Heroics.
1981 — The Wolves of Memory.
1985 — The Nick of Time.
1986 — The Bird of Time.
1988 — Shadow Money (narrativa
general).

RECOPILACIONES DE RELATOS:
1974 — Mixed Feelings.
1976 — Irrational Numbers.
1978 — Dirty Tricks.
1983 — Idle Pleasures.
NOVELIZACIONES:

1974 — Man the Fugitive (serie El


planeta de los simios).
1975 — Escape to Tomorrow (id.).
— Journey into Terror (id.).
1976 — Lord of theApes(id.).
1990 — The Zork Chronides (sobre
el juego de ordenador).

PREMIOS:
— Nébula por «The Schródinger
Kitten».
— Hugo y Theodore Sturgeon
Memorial por «The Schródinger
Kitten».

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