Flisfish La Politica Como Compromiso Democrático PDF
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Flisfish La Politica Como Compromiso Democrático PDF
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LA POLITICA
COMO COMPROMISO
DEMOCRATICO
BIBLIOTEOA
FLl\CSO .
.
.
·•
SANTIAGO
ANGEL FLISFISCH
FLACSO
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales
© FLACSO
Inscripción Nº 68.0 1 1
I.S.B.N. 956-205-026- 1
Disefi.o de Portada: Ximena Subercaseaux
Composición: Témpora, Rafael Cafi.as 47 -2230689
Diagramación y Montaje: Patricio Moris
Corrector y Supervisor: Leonel Roach
Impresor: Salesianos, Bulnes 19, Santiago.
Impreso en Chile/Printed in Chile.
INDICE
Prólogo, ............................................................................ 9
- Democracia y Pensamiento Social Latinoamericano, ....... 15
l
l
1
Parte Tercera: Hacia una polftica contractualista. ............... 261
9
a través de otros circuitos institucionales - hace que sea ventajo
so para los públicos interesados tener a la mano libros como éste,
que ahorren tiempo y esfuerzo en búsquedas bibliográficas. Ello
explica que esta clase de recopilaciones se haya convertido en una
práctica usual entre quienes cultivan nuestras disciplinas.
Pese al tono abstracto, y en ocasiones revestido de pretensiones
universalistas, de los artículos que integran el libro, todos ellos
constituyen esfuerzos por responder a cuestiones suscitadas tanto
por las experiencias propias del Chile autoritario contemporáneo
como por las que caracterizaron a los autoritarismos vigentes en
otros países latinoamericanos del sur durante los primeros años
del período en que se han escrito, y por las que caracterizan hoy
a los procesos de democratización que esos mismos países experi
mentan actualmente.
Esas experiencias, ligadas a colapsos democráticos, años de
autoritarismos y a la aventura que implican los procesos de demo
cratización subsiguientes, han llevado a muchos científicos socia
les latinoamericanos a un compromiso afectivo con la idea demo
crática. A la vez, a partir de ese compromiso- impuesto por los
hechos históricos y por un mínimo sentido de responsabilidad con
el destino de la sociedad nacional a la que se pertenece-, les ha
planteado el problema de cómo convertir la idea democrática en
uno de los ejes centrales de sus actividades.
Obviamente, dado el contexto en que surge ese compromiso,
el problema indicado no es una mera cuestión académica más, que
pudiera dar origen a una subespecialización disciplinaria con
vencional en la Ciencia Política y en la Sociología, sino un desafio
vital, que encierra connotaciones prácticas.
El ensayo presentado en la Introducción de este libro, De
mocracia y pensamiento social latinoamericano, procura, precisa
mente, situar de modo histórico ese compromiso con la idea
democrática, mostrar las rupturas que significa respecto de las
tradiciones intelectuales heredadas, caracterizar el estilo cogni-
10
tivo que le es inherente y perfilar el rol del intelectual o científicq
social que conviene a ese compromiso y a ese estilo.
En el caso del autor, el esfuerzo por desentrañar el significado
y las implicaciones de la idea democrática en un contexto como el
de los países latinoamericanos del sur condujeron a través de estos
años a identificar tres proposiciones principales.
La primera afirma que el éxito de los procesos de democra
tización y consolidación democrática en países como los del sur
de América Latina exigen el empleo difundido de un tipo particu
lar de racionalidad política. Los dos artículos incluidos en la
primera parte del libro, intitulada Racionalidad y política, buscan
identificar ese tipo de racionalidad, a partir de una discusión más
general sobre la relación entre racionalidad y acción política.
La segunda proposición afirma que el desarrollo de la idea
democrática en la situación histórica contemporánea, que es
peculiar a esos países, supone para la política unos contenidos
normativos o de valor determinados, tanto como una condición
necesaria para el éxito de ese desarrollo como también en cuanto
productos históricos específicos de esa misma situación. A su vez,
la emergencia de esos contenidos pone en un primer plano la vieja
y problemática relación entre ética y política. En la segunda parte
del libro, que lleva por título Política y contenidos normativos,
se incluyen seis ensayos que procuran replantear la relación entre
ética y política e identificar, mediante ese replanteamiento, los
contenidos normativos que para la política exige el éxito de la idea
democrática.
Finalmente, la tercera proposición dice que los procesos de
democratización y consolidación democrática requieren de for
mas de hacer política dotadas de un estilo que, a falta de un mejor
nombre, puede denominarse de contractualista. Los cinco ar
tfculos que comprende la tercera parte del libro, intitulada Hacia
una política contractualista, definen ese estilo a través del análisis
de problemas y situaciones, tanto generales como más especificas.
11
El conjunto de las reflexiones presentadas en este libro impli
can una premisa, que podría formularse así: la política puede ser
acción colectiva racional con arreglo a fines, de acuerdo a la
terminología weberiana, siempre que la noción de racionalidad se
entienda en un sentido más amplio que el que habitualmente se
asume cuando se interpreta esa terminología. Ello no quiere decir
que la política sea por necesidad racional. Lo que se afirma es que
existe la posibilidad de que lo sea.
A esa premisa se une esta otra: que por lo menos en situaciones
como la del Chile contemporáneo, la obtención y consolidación de
un orden político democrático supone una explotación adecuada
de esa posibilidad, que lleve a un esfuerzo consciente por practicar
la política como acción colectiva racional, dotada de un estilo
contractualista, de unos determinados contenidos normativos y de
un tipo especifico de racionalidad política. Ese esfuerzo no lo
sustituirá ninguna mano invisible, capaz de obtener ese resultado
a partir del choque ciego de las fuerzas en pugna.
Las consideraciones anteriores sugieren de inmediato la
siguiente pregunta, abordada sólo de modo implícito en los aná
lisis presentados en este libro: ¿quién es el sujeto (o el actor) de la
política, cuyo punto de vista es el que asumen estos análisis?
Según lo revelará la lectura, una de las tesis centrales que recorre
el libro es que la política no puede ser comprometida a partir del
punto de vista de un único actor o sujeto. La política es presencia
simultánea de varios actores o sujetos.y de interacción entre ellos.
No obstante, aceptando esa necesaria pluralidad de sujetos o
actores, cabe inquirir por lo que podría denominarse de naturaleza
social de esos actores: ¿se trata de individuos, de organizaciones
como partidos políticos y sindicatos, de grupos sociales?
Tanto el contenido de los análisis y reflexiones como la propia
lógica que los gobierna tienden a privilegiar el punto de vista de
grupos premunidos de un nivel importante de organización, de
manera que quepa hablar con sentido de acción colectiva. Ello
12
,
13
y la izquierda: la racionalidad del cambio es un trabajo inédito,
preparado para el seminario sobre "Identidad latinoamericana:
modernidad y postmodernidad", convocado por CLACSO, en
Buenos A ires, entre el 14yel16 de octubre de 1987. Notas acerca
de la idea de reforzamiento de la sociedad civil se publicó en
Crítica & Utopía, 6, Buenos Aires, 1982. El surgimiento de una
nueva ideología democrática en América Latina apareció también
en Crítica & Utopía, en el número 9, 1983. Derechos humanos,
política y poder se publicó en La Etica de la Democracia, Waldo
Ansaldi compilador, Biblioteca de Ciencias Sociales, CLACSO,
Buenos A ires, 1986; y Un Orwell diferente: Totalitarismo y socia
lismo democrático en Alternativas (Actual Opciones), Nº 2, Ene
ro-Abril 1984, Santiago de Chile de los artículos incluidos en la
tercera parte, Modelos de recepción de identidades políticas y
Racionalidad y competencia entre partidos en la democratización
son inéditos. El primerofue escrito en 1982,y después de muchas
dudas acerca de su inclusión el autor siguió el consejo de Rodrigo
BañoyNorbertLechner. El segundofue escrito en 1985. Modelos
conceptuales de la política se publicó en Estudios Públicos, Nº 16,
primuvera 1984; Crisis, Estado y Sociedad Política: la primacía
de la Sociedad Política en Escenarios políticos y sociales del desa
rrollo latinoamericano, compilado por Germán W. Rama (Buenos
A ires, EUDEBA, 1986) y Reflexiones algo oblicuas sobre el te
ma de la concertación en Concertación social y democracia, va
rios autores, Centro de Estudios del Desarrollo, Santiago de Chile,
1985.
Este libro es producto de un clima intelectual y político colec
tivo. La lista de todos a quienes el autor debe estímulos, sugeren
cias, incitaciones e ideas es demasiado larga, y siempre se corre el
riesgo de olvidos involuntarios. En todo caso, el autor agradece a
los amigos y colegas que han sido parte de ese clima.
14
DEMOCRACIA Y PENSAMIENTO
SOCIAL LATINOAMERICANO.
15
gobiernos autoritarios, en los inicios y a mediados de esa década,
fue una experiencia traumática, que habría de tener profundas
consecuencias para la evolución de dichas comunidades.
Es conveniente resumir sucintamente cuáles han sido estas
consecuencias:
16
III
IV
17
Seria tal vez útil mostrar aquí, de una manera esquemática y
fragmentaria, la historia y los principales rasgos de este proceso
de reconceptualización.
VI
18
VII
19
función positiva, en términos de haber sido una condición favora
ble para el proceso de profesionalizaci6n e institucionalización de
las ciencias sociales.
En cierto sentido, esta ideología de la razón contemplativa fue
una estrategia eficiente para conquistar legitimidad y autonomía,
que eran una condición para la profesionalización y la insti
tucionalización. Y tampoco debería olvidarse que esos procesos
son necesarios para la maduración de las propias ciencias.
20
ha bautizado como inflación ideológica, un fenómeno que tuvo
buena parte de la responsabilidad de los golpes y atrevimientos de
gobiernos autoritarios durante la década del 70.
21
sociedad, el socialismo; por el otro, la verdad malvada, negativa
sobre la sociedad, que se consumará por sí misma si no se logra la
primera. En cierto sentido, se puede decir, retrospectivamente,
que no estuvo equivocado. Pero se debería también preguntar si
no fue el caso de una profecía autocumplida.
22
Segundo, pero sería ilusorio pensar que se puede simplemente
ignorar el hecho de que existe un aspecto positivo de la razón
critica y que la fuerza misma de los hechos hace imposiciones,
requiriendo no sólo respuestas criticas o negativas hacia el
movimiento de la sociedad, sino también alguna aproximación de
conocimiento positivo.
Hay evidencias que apuntan hacia una interpretación pre
valeciente que ve el desempefio de la actividad no como el proceso
de iluminación de una verdad absoluta o esencial acerca de la
sociedad, sino corno la identificación de los Estados plausibles o
posibles de los hechos, por medio de las competencias especiales
que poseen los científicos sociales. En otras palabras, dadas las
especificidades de la situación, el objeto propio ó el tema del
análisis y la investigación es el horizonte de lo social y
políticamente posible. Para decirlo de otra manera, la pregunta
significativa que debe responderse no es qué debe hacerse sino
más bien qué puede hacerse.
¿Cómo, entonces, caracterizar la posición de los científicos
sociales dado este énfasis en el criticismo y este vuelco hacia el
horizonte de lo positivo social y políticamente?
Careciendo de mejores expresiones, adelantaría la idea de una
combinación de la razón crítica más la invención entendiendo por
invención precisamente aquel proceso de identificar el Estado
plausible o posible de los hechos cuya plausibilidad o posibilidatl
está racionalmente fundada. Luego, el científico social no es ni el
académico ni el consejero de príncipes ni el profeta, sino el pro
ductor de invenciones. Una posición que siendo más modesta, al
mismo tiempo obliga a requerimientos más estrictos.
VIII
23
de cómo hacer que las invenciones se conviertan en innovaciones.
Es decir, ¿cómo es que lo posible se hace efectivo?
No hay respuestas definidas y unívocas a tal pregunta. Los
procesos por los cuales las invenciones se convierten en
innovaciones son: a) históricamente específicos, b) de naturaleza
política y e) pueden adoptar fonnas variadas. En cierto sentido,
debiera ser objeto de estudio previamente al esfuerzo de tratar de
adelantar respuestas, si uno aspira a tener respuestas razonable
mente bien fundadas. No obstante, diría que hay consenso amplia
mente compartido sobre dos supuestos generales:
24
Parte Primera
Racionalidad
y Política
EL FUNDAMENTO RACIONAL DE LA
ACCION Y LA LIBERTAD DEL OTRO.
27
El primer argumento que emplea Trotsky frente a esa alegación
mezcla en realidad dos cosas distintas: por una parte, apela a los
límites del conocimiento; por otra, apunta a la irreductibilidad de
la acción a la reflexión y el análisis.
28
Por otra parte, la racionalidad no agota las relaciones entre
interioridad y exterioridad. Se podría pensar con Clausewitz, un
autor al que recurriremos constantemente en estas notas, que la
sola verdad es un débil motivo para la acción entre los hombres
-lo que podría comportar siempre una gran diferencia entre cono
cimiento y acción, entre ciencia y arte-, y que los más fuertes
impulsos a la acción se reciben a través de los sentimientos y se
nutren principalmente de ciertas "facultades del corazón y la
mente" (resolución, firmeza, perseverancia, fuerza de carácter).2
Sin embargo, la racionalidad aparece como una relación privi
legiada. Aun si se acepta que la razón se subordina a las pasiones
-la razón como sirvienta de las pasiones, según la fórmula de
Hume-, la pasión que se despliega racionalmente en el mundo
parece preferible a la pasión ciega.
Lo que Trotsky argumenta es que esa racionalidad es siempre
incompleta, en virtud de una incapacidad de previsión: hay hechos
m ateriales y morales que aparentemente surgen por necesidad en
cualquier situación, cuya previsión es imposible. Puesto que esos
hechos influyen de manera decisiva en el resultado, el despliegue
concreto de la acción siempre excede a la concepción de los ac
tores.
Lo interesante no es tanto la constatación del hecho, sino el
problema que ella plantea: ¿de dónde proviene esa imposibili
dad?, ¿cuáles son las raíces de su necesidad?
El segundo argumento esgrimido por Trotsky se refiere a la
libertad restringida de que gozan los protagonistas para utilizar el
conocimiento disponible en la decisión acerca de si embarcarse o
no en un determinado curso de acción:
29
cálculo de uno de los adversarios que por las posiciones rela
tivas de los dos ejércitos.
"En verdad que en la guerra, gracias a la disciplina automática
de la tropa, es posible a veces evitar el combate y retirar el
ejército ... En el desarrollo de una evolución es inconcebible
que se efectúe una retirada regular; sl el día del ataque el partido
lleva a las masas tras de sf, eso no quiere decir que pueda luego
detenerlas o hacerlas retroceder, según su conveniencia."
30
11
31
elemento irracional, quizás inerradicable, pero que no afecta lo
esencial de los problemas.
La segunda visión podría etiquetarse de pragmática, o por lo
menos esa es la expresión que la cultura política brasileña ha
acuñado para ella.
El actual Ministro de Planificación del Brasil, Delfim Netto, ha
dado de ella una formulación sintética y plástica:3
3.- Citado por R.M. Schneidcr, de Political Systc:m of Brazil, Columbia University Press, p. 217
1971.
4.- Se ha utilizado la edición de Modem Library: Machiavelli, N. TM Prince and tM
discourses, The Modem Library, New York, 1950.
32
En lo esencial, el argumento de Maquiavelo es el siguiente. El
éxito o el fracaso dependen de la adecuación del modo de acción
o método escogido por el hombre de acción-prudencia, temeri
dad, cautela, impetuosidad, violencia, astucia, paciencia- a las
circunstancias y necesidades de los tiempos: si la naturaleza de los
tiempos exige cautela, la cautela triunfará y la impetuosidad fra
casará. Mientras esa adecuación se mantenga, la fortuna estará del
lado del hombre de acción. Pero la naturaleza de los tiempos puede
cambiar, y ese ajuste desaparecer. Ciertamente, ese cambio puede
ser conocido, y a partir de ese conocimiento se puede rectificar el
modo de acción: por ejemplo, transitar desde la cautela a la im
petuosidad. No obstante, hay ciertas rigideces en el comporta
miento: el modo de acción puede obedecer a rasgos profundos de
la personalidad, o bien ha sido aprendido en virtud de un refuerzo
positivo del medio, que ha recompensado reiteradamente un cier
to patrón de conducta; en el primer caso, se trata de características
difíciles de cambiar por el influjo de una mudanza en el medio; en
el segundo, hay una inercia propia del comportamiento ya
aprendido. De esta manera, los tránsitos de la buena fortuna a la
mala fortuna pierden la opacidad misteriosa que los rodea y se
disuelven en una explicación "natural".
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de los tiempos. La fortuna es como un río impetuoso que al crecer
inunda las llanuras, derriba los árboles y los edificios, remueve la
tierra de un sitio a otro. Todos huyen frente a él, todo cede a su furia
y nadie puede oponérsele. Pero en épocas de tranquilidad los
hombres pueden adoptar previsiones, construyendo diques y de
fensas, que canalicen la crecida o amengüen su salvajismo y
peligrosidad:
A partir de una lógica de este tipo, la puerta está abierta para una
consideración científico-natural del problema de la adecuación
entre la acción y sus resultados, entre la concepción y la ejecución.
Si hay incongruencias importantes entre acción y resultados,
ello se explica fundamentalmente por ignorancia. Pero esta igno
rancia en nada difiere de la que se puede tener en un momento dado
de ciertos aspectos del mundo natural. En otras palabras, tanto la
realidad exterior al hombre de acción - o simplemente al actor
como quizás el protagonista mismo, son objetos de cono
cimiento que en nada difieren del mundo natural en cuanto objeto
de conocimiento, y la estrategia científico-natural de producción
de conocimientos es plenamente válida para acceder a esa reali
dad, y quizás al actor mismo.
En armonía con estos supuestos, la acción pasa a ser concebida
básicamente como una intervención técnica sobre una realidad
exterior. El actor en nada difiere del ingeniero; en ambos casos,
el problema entre manos es el mismo: ¿cómo disef'iar, a partir de
34
ciertos fundamentos científicos, una técnica adecuada a los fines
perseguidos?
Aun más, y este es el punto que interesa especialmente subrayar
aquí, la ignorancia que explica la desarmonía entre acción y resul
tados es en principio superable.
En un momento determinado, el conocimiento de que gozan los
actores es limitado. Ello explica la emergencia ulterior de hechos
no previstos, pero esa imprevisibilidad es necesaria sólo relativa
mente al momento y la situación, puesto que la aplicación de una
estrategia científico-natural de investigación, a través de la pro
gresiva acumulación de conocimientos, conducirá a la remoción
de la ignorancia que afecta la relación entre concepción y resulta
do. Esta idea está en la base de toda utopía tecnocrática: la cien
cia no sólo garantiza mejores conocimientos, sino también mejo
res decisiones.
Sería ocioso ahondar en una caracterización respecto de la cual
se dispone de una abundantísima literatura.
Baste aquí destacar que parece razonable reconocer en la igno
rancia - entendida en el sentido que le atribuye el paradigma cien
tífico-natural- uno de los fundamentos de la incongruencia entre
acción y resultados, y por lo tanto reconocer en el conocimiento
positivo una de las posibles vías de remoción de esa incongruen
cia.
Se podrían sefialar numerosos ejemplos ilustrativos de esa últi
ma afirmación. Piénsese en la actividad bélica y su relación con los
fenómenos climáticos, posiblemente hasta la segunda guerra
mundial, y el impacto que sobre ella ha tenido la evolución de la
metereologfa.
Ciertamente, se podría argumentar que todos esos ejemplos
apuntan a aspectos propiamente naturales, involucrados en proce
sos de decisión, y respecto de los cuales no puede caber duda de
la legitimidad de una concepción de la ignorancia en cuanto algo
removible por la producción de conocimiento positivo de acuerdo
con el paradigma científico-natural.
35
No obstante, el impacto del conoc1m1ento pos1uvo en la
relación entre acción y resultados parece ser algo más complejo,
que no se agota en la generación de una simple capacidad predic
tiva análoga a la que resulta de aplicar conocimientos meteoro
lógicos o fenómenos climáticos.
Al tratar de la fricción en la guerra - ese elemento que diferen
cia las guerras reales de las guerras en el papel -, Clausewitz
recurre a la analogía del viajero que lleva a cabo su viaje en las
condiciones imperantes en el primer tercio del siglo XIX
(Clausewitz, De la guerra, Libro I, capítulo VII):
36
producción de conocimiento positivo orientada por el paradigma
cienúfico-natural. Probablemente, aunque quizás con menos niti
dez, una comparación entre las situaciones bélicas a la época de
Clausewitz y las contemporáneas arrojaría resultados similares.
No obstante, sería erróneo interpretar el cambio ocurrido sólo
en términos de un desarrollo material producido por la técnica y
la ciencia. En efecto, el nuevo orden no lo es sólo de las cosas, sino
de las cosas y los hombres: hay una articulación entre desarrollo
material, por un lado, y la gestación y consolidación de nuevos
órdenes de comportamiento por otro. Para destacar sólo el rasgo
más prominente de esa complejidad, piénsese en el hecho de que
la situación del viajero contemporáneo se explica también por la
existencia de una extendida disciplina laboral, sobre la cual des
cansan los medios materiales. 5
En todo caso, se puede estar de acuerdo en que la presencia de
ignorancia, removible por la producción de conocimiento positi
vo, es una de las fuentes en que se origina el desajuste entre acción
y resultados.
La pregunta que esa afirmación suscita es la de que si esa es la
única fuente, y en el caso de que la respuesta fuera negativa, ¿hasta
qué punto esas otras limitaciones a la acción son superables me
diante la producción de conocimientos que hagan posible una
intervención técnica?
III
37
a algunas conclusiones acerca de cuál sería la naturaleza de una
teorización sobre esa actividad. Más específicamente, Oausewitz
se pregunta si esa teorización difiere de aquella que caracteriza al
conocimiento científico-natural, y a ello responde positivamente
(De la guerra, Libro 11, Capítulo 1 11):
38
La peculiaridad del objeto sobre el cual versa la teorización
sobre la actividad bélica no puede menos que traer consecuencias
para la naturaleza del conocimiento a que aspira. En cuanto la
guerra es sólo una instancia más del conflicto humano en general,
esta conclusión es v álida para todo intento de teorizar sobre el
conflicto o algún tipo específico de conflicto (De la Guerra, Libro
11, Capítulo 1 1):
"La . . . peculiaridad en la guerra es la reacción de lo viviente, y
la acción recíproca que de allí resulta. No hablamos aquí de
la dificultad de estimar esa reacción . . . sino de esto: que la
acción recíproca, por su naturaleza, se opone a todo lo parecido
a un plan regular. . . Con materiales de esta clase, sólo podemos
decir que es una patente imposibilidad construir para el arte de
la guerra una teoría que, como un andamio, garantice al actor
principal un completo apoyo externo:'
El párrafo recién transcrito permite fijar con mayor precisión
el alcance que se da a la noción de reacción viviente o reacción de
lo v iviente, y por tanto el sentido en que ello exige un conoci
miento enteramente distinto.
Ciertamente lo viviente es una noción amplia. El cazador que
va tras la perdiz enfrenta una reacción viviente, pero dentro de
ciertos límites el comportamiento de la perdiz se ajusta a una clara
legalidad: el canto al levantar el vuelo, el aleteo, la altura y di
rección, etc. En otras palabras, las perdices reaccionan de una ma
nera típica, dentro de un rango acotable de posibilidades, y no se
sabe hasta ahora que hayan innovado sobre la materia, todo lo cual
por supuesto es producto del estado evolutivo que han alcanzado
- condiciones fisiológicas, neurológicas, anatómicas, etc.
Por ello, el éxito en la caza parece depender de ciertas habilida
des adiestradas, que no implican m ayor reflexión en la ejecución:
vista, rapidez de reflejos, precisión en el disparo .
Distinto es el caso del zorro acosado por cazadores y perros.
Aparentemente, el zorro es capaz de una inteligencia, reflej ada en
39
el despliegue de una astucia, proverbialmente loada o vilipendia
da. En otras palabras, el zorro es capaz, dentro de un cierto rango
de posibilidades, de elegir entre cursos alternativos de acción en
la búsqueda de su salvación, cambiar de dirección en la carrera,
buscar sucesivamente refugios, permanecer inmóvil, despistar
mediante estratagemas. Todo ello conduce a que, si bien la cacería
se puede ajustar a un plan general, la presa obliga a sus seguidores
a razonar y reflexionar sobre el comportamiento de ella y sobre el
propio de los perseguidores. Todo acontece como si los cazadores
fueran obligados por el zorro a ponerse en su lugar y compren
derlo, de modo de alcanzar éxito y derrotarlo. Empleando la
noción de Oausewitz, entre zorro, perros y cazadores se consti
tuye una acción recíproca; en el lenguaje teórico contemporáneo,
se produce un proceso de interacción, relativamente complejo.
Si bien en el caso del zorro la descripción puede ser considerada
de metafórica, en el caso de la interacción humana, en propiedad
es innegable. Para der cuenta de la calidad de esa interacción hay
que recurrir a nociones tales como las de imaginación, creatividad,
innovación y así por delante; y es esa calidad de la interacción a
!
la que alude Clausewitz mediante la noción de reacción viviente .·
40
En tuanto esa calidad de la interacción implica desajustes entre
acción y resultados - mirada unilateralmente desde el punto de
vista de uno de los protagonistas - y difiere esencialmente de la
ignorancia removible por la producción de conocimiento positivo,
vale la pena identificarla mediante una noción específica. A falta
de una mejor expresión se hablará de la libertad del otro, de la
ignorancia originada por la libertad del otro, o de los límites a la
acción impuestos por la libertad del otro.
Se podría pensar que la libertad del otro constituye una fuente
de fricción entre concepción y ejecución sólo en el dominio de la
interacción básicamente conflictiva.
41
En general, se podría decir que la libertad del otro afecta la
congruencia entre concepción y ejecución en todos los casos de
interacción en que el comportamiento de unos es un medio para la
consecución de ciertos fines por otros, y recíprocamente.
Así, el conjunto de situaciones relevantes es muy amplio:
comprende todos los casos en que por lo menos un actor consiste
en la acción organizada de varios, incluyendo el caso en que ese
actor es único. El conflicto es sólo una especie de este género,
resultante del hecho de que a la oposición de libertades en juego,
se aftade un enfrentamiento de proyectos - incompatibilidad
entre intereses, valores, etc.
En consecuencia, la libertad del otro es relevante no sólo para
el análisis de la guerra, la huelga o la competencia económica
internacional. También lo es en casos como los de la planificación
central en una economía socialista; la dirección de la política
económica en una economía mixta; la actividad de administrar
una organización cualquiera.
IV
42
perseguido la meta de una reducción de la indetenninación intro
ducida por el juego de las libertades en presencia, mediante la
construcción de modelos, orientada por el paradigma científico
natural. El ejemplo clásico para ilustrar el punto es el de la teoría
de los juegos, en sus diversos desarrollos y múltiples encama
ciones.
No obstante, se podría decir que no hay nada de extraf\o en todo
esto, ya que estos desarrollos intelectuales se limitan a reflejar lo
que son las tendencias básicas de la vida social, política y eco
nómica contemporánea.
En efecto, a partir del advenimiento de las tres instituciones que
la han plasmado - el Estado absolutista, el libre mercado y la
división social del trabajo, característica de la sociedad indus
trial - el tratamiento de la libertad del otro se ha orientado por dos
metas: la aniquilación de esa libertad o imponer a esa libertad una
estructura que remueva la indetenninación que introduce.
La aniquilación de la libertad del otro va desde fonnas relativa
mente incruentas de aprendizaje y habituación sociales - en este
sentido, es sintomático que Trotsky indique, en uno de los párrafos
arriba transcritos, la disciplina como un mecanismo adecuado de
remoción de incertidumbre - al extenninio físico del otro.
Las innumerables fonnas de aniquilación que se han concebido
y puesto en práctica poseen un rasgo en común: la capacidad de
aniquilar al otro parece ser directamente proporcional a la dispo
nibilidad de medios materiales con que se cuenta.
Ciertamente, lo más simple para reducir al zorro a mera
"naturaleza" reside en aumentar el número de cazadores y perros,
o criar mejores perros y caballos, o sustituir las escopetas por
annas más mortíferas y los caballos por jeeps y helicópteros. No
es dificil transitar del zorro y los cazadores al delincuente y la po
licía, y de aquí a la guerra limitada.
Probablemente requiere algo más de imaginación caer en la
cuenta de que el mismo principio está en juego en la eficacia que
43
adquiere el departamento de personal de una empresa o una
oficina nacional de plani ficación.
Es esta relación entre superioridad de medios y capacidad de
aniquilamiento de la libertad del otro la que explica la enorme
seducción ejercida por la técnica y su fundamento - el paradigma
científico-natural - como medios de remoción de la incongruen
cia entre acción y resultados. De lo contrario, habría que afirmar
que se vive un espejismo a escala planetaria, lo que contradice toda
experiencia.
No obstante, de estarse a lo que señala Clausewitz, esta con
cepción de los problemas de la acción sería esencialmente erró
nea, justamente al desdeñar la idea de la libertad del otro como
elemento central de esa problemática. ¿Cómo compatibilizar en
tonces la noción de un otro que ofrece una reacción viviente con
el éxito patente de una solución científico-natural y técnica a los
problemas de la acción?
La primera observación que se impone es que las modalidades
de aniquilación de la libertad del otro poseen alguna especificidad
en cuanto a su adecuación como medios respecto de tipos de fines
perseguidos. ·�
Donde ello se ve con mayor claridad es en la modalidad más
radical de aniquilación: el exterminio físico. En la guerra absoluta,
así como para los tenebrosos designios de la imaginación y
fantasía criminales, el exterminio es un medio idóneo; como ins
trumento para elevar la productividad campesina, se ha revelado
históricamente como un fracaso: si el fin perseguido exige que el
otro conserve la vida, su exterminio traiciona los fines que el
exterminador perseguía.
Mas, en general, podría decirse que siempre que la consecución
de los propios fines suponga la preservación de un detenninado
grado de libertad en el otro, la modalidad de aniquilación de la
libertad del otro escogida deberá detenerse en ese límite, so riesgo
de derrotarse a sí mismo.
44
La idea había sido expresada con toda claridad por Clausewitz,
al referirse a la superación de la fricción en la guerra, en un párrafo
transcrito anteriormente: una poderosa voluntad de hierro puede
superarla, aplastando los obstáculos que se le interponen, pero con
ello corre el riesgo de terminar destruyendo sus propios instru
mentos.
Pero preseivar en mayor o menor medida la libertad del otro
implica m antener, como elemento fundamental de la interacción,
la posibilidad de su reacción viviente - su capacidad creativa, su
imaginación, su capacidad de innovar, de sorprender -, y en con
secuencia la posibilidad de constitución de una acción recíproca,
para seguir con la terminología clausewitziana.
No obstante, en esa interacción está inscrito un riesgo similar al
riesgo de ascensión a los extremos que Clausewitz pensaba que es
inherente a la propia lógica de la guerra y que puede conducir en
definitiva a la guerra absoluta.
En e fecto, admitir que el otro preseive en libertad implica con
formarse con una medida m ás o menos importante de incongruen
cia entre la propia acción y sus resultados.
Pero esa conformidad es siempre precaria en razón de la se
ducción creciente que vienen ejerciendo el progreso técnico y la
acumulación de medios en cuanto vías idóneas para la superación
de la incongruencia entre acción y resultados.
En consecuencia, los equilibrios que pueden alcanzar las liber
tades en presencia son inestables, y existe siempre el riesgo de una
escalada donde se vayan jugando, cada vez de m anera m ás abso
luta, esas libertades.
Es en este punto donde el error consistente en teorizar los
problemas de la acción como si el otro fuera mera materia orgánica
sólo capaz de respuestas mecánicas y en principio reducibles a un
control absoluto se cobra con creces de quienes lo cometen.
Por otra parte, cometer ese error no es contradictorio con un
comportamiento práctico que reconozca la libertad del otro. Este
45
último viene impuesto, por así decirlo, por la fuerza de las cosas
- el carácter de los fines perseguidos impone preservar en alguna
medida esa libertad -, pero no supone ni una conciencia clara de
esa libertad ni menos un saber teórico sobre ella. Por la inversa,
la situación contemporánea invita a un comportamiento práctico
que no puede menos que admitir esa libertad , y a la vez una con
sideración de los problemas de la acción, orientada por el para
digma científico-natural y el logro técnico, que la niega o la esca
motea.
Pero esta tendencia no puede sino acentuar la inestabilidad de
los equilibrios alcanzados y, por lo tanto, el riesgo de la escalada
ya esbozada: si de lo que se dispone es de una concepción que
reduce al otro a simple "naturaleza", las respuestas a los hechos
que genera el ejercicio de su libertad se inspirarán en la idea
- conscientemente admitida o no - de aniquilar su libertad, y
recíprocamente.
No se trata de fantasías. Las expresiones ideológicas de este es
tado de cosas han tenido y tienen vigencia histórica, como asimis
mo sus efectos prácticos.
La sociedad contemporánea privilegia también un segundo
camino en el tratamiento de la libertad del otro : imponer a esa li
bertad una estructura que remueva la indeterminación que pro
duce.
Lo peculiar de estas situaciones - de las cuales la situación de
m ercado es quizás el ejemplo más típico - reside en poner ciertas
condiciones que inducen en el otro una racionalidad bien deter
minada, cognoscible, de modo tal que la conformidad del compor
tamiento del otro con esa racionalidad permite una previsión
rigurosa de sus acciones.
En el caso de una estructuración perfecta del comportamiento,
.
lo que se conserva es una apariencia de la libertad del otro: toda
"reacción viviente" ha sido eliminada y el comportamiento ha sido
reducido a mera "naturaleza", pero todo sucede como si las res-
46
puestas de los protagonistas expresaran el ejercicio de las respec
tivas libertades.
En las páginas finales de la Crítica de la Razón Dialéctica
Sartre ha hecho una caracterización de esta modalidad de inter
acción que ahorra ulteriores comentarios.6
6.- Sartre. J. P. Crüica de la Razón Dialéctica, Losada, libro 11, p.p. 488-489.
7 . - F.n caso contrario, la situación de estructuración degenera 121 un caso de aniquilamiento
de la libenad del otro.
47
tanto, de desestructurar la situación - sea bastante más impor
tante que en el caso de aniquilamiento exitoso de la libertad del
otro. Obviamente, en los casos de estructuración imperfecta, que
posiblemente son los más, esa probabilidad es aún mayor.
Por ello, a lo que se asiste en la realidad es a un juego perma
nente de procesos de estructuración y desestructuración, y la
afirmación de Oausewitz acerca del carácter ilusorio de toda teo
rización que niegue la libertad del otro cobra plena validez.
Ciertamente, quienes han codificado y elaborado teóricamente
este tipo de situaciones - la teoría de los juegos en sus diversos
desarrollos y encamaciones, o los desarrollos de la economía neo
clásica, son quizás los ejemplos clásicos - no son precisamente
unos ingenuos en esta materia.
Para estas elaboraciones teóricas es capital definir el objeto de
análisis en términos de una situación perfectamente estructurada
y de una racionalidad que excluya la posibilidad de una respuesta
innovadora, capaz de desestructurar la situación y superarla,
quizás hacia estructuraciones distintas y de una nueva calidad.
Desde el momento en que se admite esa posibilidad, se reintro-
duce toda indeterminación que se trataba precisamente de elimi- <, ,
nar.
Pero, a la vez, la libertad del otro impone en la vida práctica esa
indeterminación, y trae consigo una incongruencia entre acción y
resultado que, o bien impide a esas elaboraciones teóricas dar
adecuadamente cuenta de lo que efectivamente acontece, o las
convierte en guías insatisfactorias de la acción: al escamotear el
problema de la libertad del otro, se exponen a que la experiencia
las falsifique.
La respuesta que estas elaboraciones teóricas ofrecen para
protegerse a sí mismas de este estado de cosas es bien clara: alegar
precisamente su carácter parcial, su naturaleza insatisfactoria en
relación con un suceso de lo real que no puede sino superarlas.
Cuando los cultores honestos de estas disciplinas vinculadas a
48
los problemas de la acción alegan que las recriminaciones de in
competencia explicativa e inefectividad práctica son injustas,
porque nunca sostuvieron que se pudiera ir en su aplicación más
allá de los límites que ellos mismos se impusieron - aun cuando
esos límites recorten una realidad virtualmente inexistente -,
están en lo cierto.
No obstante, si bien esa actitud puede ser cabalmente com
prendida en mundos académicos, no alcanza resonancias impor
tantes en la vida práctica cotidiana.
En efecto, en el dominio del sentido común esas elaboraciones
teóricas tienden a ser entendidas en razón de la enorme legitimi
dad que les confiere su parentesco con el paradigma científico
natural, como aquello que es propiamente cienúfico en la inves
tigación y reflexión sobre los problemas de la acción; porlo tanto,
las proposiciones que ellas generan constituyen lo que es propia
mente racional en relación con esa problemática.
En el caso extremo, el desajuste entre acción y resultados, según
es codificado por esa razón analítica, no es la expresión del carác
ter limitado de un determinado tipo de razón, sino que es la reali
dad misma la que es irracional.
El ejemplo típico de los efectos que conlleva esta modalidad de
comprensión se encuentra en el status privilegiado que en diversas
situaciones sociales alcanzan las teorizaciones económicas neo
clásicas.
Por una parte, siempre resulta que toda realidad económica es
mucho más rica y compleja que los estrechos mundos imaginarios
que la teoría construye. Pero dado que la racionalidad consti
tuyente de esos mundos imaginarios se hace sinónima con la razón
en economía, hay que concluir que la realidad es irracional.
Por otra, si a lo que se aspira es justamente a una vida económica
racional, el imperativo es la transformación de esa realidad irra
cional, de modo de adecuarla al único modelo de racionalidad
concebible.
49
Sin embargo, la libertad del otro está siempre presente, y cons
tituye la fuente fundamental de fricción en ese proceso de trans
formación, fricción que no puede ser superada por los instrumen
tos que la teoría proporciona, precisamente en cuanto ella niega la
libertad del otro.
En la escalada de frustración y exasperación que esa situación
provoca, la seduGción de aniquilar la libertad del otro, como medio
para eliminar esa fricción, se va tomando más intensa.
50
Una primera respuesta a los interrogantes originados en estas
notas reside simplemente en afirmar la presencia de un elemento
irreductible de irracionalidad en la relación entre acción y mundo.
Obviamente, ello puede considerarse como una respuesta teó
ricamente aceptable, pero en cuanto orientación práctica es alta
mente insatisfactorio.
Esa insatisfacción explica que, por lo general, cuando se ha
llegado -de manera explícita o implícita- a esa conclusión,
exista de todos modos un afán de ofrecer alguna recomendación
de orden práctico, cuya garantía a lo más descansará en la autori
dad o confianza que se quiera depositar en el autor de que se trate.
El ejemplo típico en este respecto es la recomendación que
ofrece Maquiavelo, al finalizar su análisis de la fortuna:
51
Así, por ejemplo, en su ya referido análisis sobre los sucesos
rusos de 1905, Trotsky hace suya una afirmación de Marx, con
tenida en Revolución y contrarrevolución en Alemania, que es
expresiva de la misma actitud:
52
Una de las dudas que surgen ante la constatación de la incon
gruencia entre concepción y resultado. es la de si el problema no
deriva en definitiva de una parcialidad del punto de vista asumido.
Desde el punto de vista de cualquiera de los protagonistas su
acción se presenta caracterizada por una brecha aparentemente
insalvable en relación con el mundo sobre el que esa acción se
ejerce.
Pero para un observador capaz de asumir el juego recíproco de
las libertades en presencia, las distintas racionalidades limitadas
que se constituyen en el mundo podnan ser susceptibles de inte
grarse en una totalidad, provista de un sentido y una racionalidad
globales, que en definitiva implican superar las tirechas entre
acción y resultado propias de los proyectos que se enfrentan.
En otras palabras, para un pensamiento totalizador la irraciona
lidad del mundo, producto de las diversas perspectivas parciales
enfrentadas, se disuelve y da paso a una racionalidad global, emer
gente a partir del proceso mismo de totalización.
Lo propio de toda historiosoffa1º es precisamente eso: mostrar
cómo los diversos fines parciales se articulan, según procesos es
pecíficos, en la producción de un sentido global totalizador. Aun
más, la percepción de brechas entre acción y resultados y de la
irracionalidad que así se origina, producto de la parcialidad de las
diversas perspectivas, pueden considerarse elementos centrales
en la dinámica que conduce al sentido y racionalidad globales: son
argucias de la razón o expresión de ese hacer que no sabe que lo
hace.
Las historiosoffas pueden expresarse filosóficamente - basta
recordar a Hegel o a Sartre, que piensa que ofrece el método ade
cuado para así pensar-, o bien como elaboraciones historio
gráficas menos especulativas y más positivistas - tómese, por
ejemplo, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de
�
10.- La noci6n es de L. Kolakowsky, Toward a Marxist Humanism. Ensays on tM Left
Today, Grove Press Inc. 1969.
53
Felipe 11 de B raudel-, o como teorías positivas, relativamente
ahistóricas, definidas sobre un dominio acotado de fenómenos: la
"mano invisible" de Smith constituye un buen ejemplo de esto
último.
La dificultad inherente a esta modalidad de aproximarse a los
problemas de la acción reside en su carácter zaguero en relación
a los hechos que totaliza. Se trata de un pensamiento que trabaja
sobre la materia muerta de un pasado.
De allí sus dificultades para mejorar, cualitativamente, una con
ciencia del presente, habilitándola para superar su necesaria par
cialidad.
En el mejor de los casos, ella puede inclui r el presente y el
futuro, ofreciendo una hipotética determinación de ellos a partir
de la m ateria muerta del pasado. Por ello, es siempre metodo
lógicamente sospechoso y, adicionalmente, implica una
aniquilación de la libertad del otro en el nivel del pensamiento, lo
que la hace doblemente sospechosa.
En el peor de los casos, genera una profecía, optimista o conso
latoria, que sólo puede acentuar la irracionalidad del mundo.
Es Levinas quien ha señalado de la manera más sintética las
miserias de esta modalidad de aproximarse a los problemas de la
acción: 1 1
1 1.- Levinas, E. Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la aterioridad, Eds. Sígueme, lm, 2 p.p. 78-79.
54
Y más adelante agrega:
SS
inspira la utopía -, sino en la luz que puede arrojar sobre los pro
blemas de la acción que plantea lo que hoy existe.
La utopía genera una esperanza, y ello es una contribución
esencial a la acción, pero igualmente importante es la pregunta por
los fundamentos racionales de esa esperanza, y ella sólo puede
estar referida a una comprensión y a una intervención en la acción
tal como existe hoy. Este es el problema del tránsito hacia la
utopía, o de la aproximación de lo existente a la utopía.
En este punto, la práctica utópicamente orientada se ha revelado
históricamente como un realismo siniestramente ramplón: en la
guerra para acabar con todas las guerras, o el aniquilamiento de las
libertades de los otros como condición del reino de la libertad
concreta, y así por delante.
Se trata de hechos bien conocidos, sobre los que no vale la pena
insistir.
En definitiva, sólo restaría la esperanza de que el Gulag es el
vehículo hacia la tierra prometida; pero, ¿cuál podría ser, razona
blemente, el fundamento racional de una tal esperanza?
VI
56
tidad, esto es, el ser racional-, la libertad del otro es un dato
primario, y toda racionalidad pasa por su reconocimiento.
Segundo, se puede convenir que no hay racionalidad cuando se
busca la derrota de los propios fines, o cuando se ignora el pro
blema de la posibilidad siempre presente de que la propia acción
conduzca a la derrota de sí misma.
Ciertamente, el hecho de la libertad del otro abre la posibilidad
del fracaso, pero el criterio de racionalidad propuesto es m ás
exigente: obliga a considerar la posibilidad de derrotarse a sí
mismo.
Tercero, si a partir de la evidencia originada en la experiencia
es claro que la libertad del otro se relaciona necesariamente con la
consecución de los propios fines, la racionalidad exigiría el re
conocimiento de esta necesidad de la libertad del otro, puesto que
racionalidad significa consentir en lo evidente.
Finalmente, y tal como no es racional rebelarse ante la eviden
cia de la necesidad o de lo inevitable, tampoco lo es resignarse ante·
lo inevitable, o no intentar despej ar la ignorancia que se pueda
tener acerca de la inevitabilidad o evitabilidad de algo.
La incongruencia entre acción y resultados es un hecho de la
experiencia, pero no es racional afirmar sin más su inevitabilidad.
Ahora bien, el reconocimiento de la libertad del otro no conduce
necesariamente a respetarla, o a comportarse de modo que ella se
preserve.
De hecho, ese reconocimiento puede simplemente preludiar su
aplastamiento o aniquilamiento.
En el extremo, ese aplastamiento adopta la forma del exter
minio a escala planetaria. El resultado es claro: la soledad de unos
pocos o la soledad absoluta donde no hay ninguno.
Ciertamente, el "ocaso de los dioses" es una posibilidad; pero,
¿no habría aquí un caso de una acción que se derrota a sí misma?
Se puede aceptar que la vida es preferible a la muerte, y la
sociedad a la soledad, no tanto en razón de una decisión última
57
infundamentada, sino como una experiencia humana reiterada a
través de los tiempos y codificada bajo innumerables formas.
En este sentido, la aspiración a la racionalidad obligaría a con
sentir en esa evidencia originada en la experiencia.
Pero ello implica consentir en otro dato igualmente primario: la
necesidad de la presencia de algún otro y, por tanto, la necesidad
de la libertad de ese otro.
De esta manera, el exterminio total es irracional: es una acción
que derrota fines primarios del protagonista y que implica no con
sentir en una evidencia originada en la experiencia.
Sin embargo, el exterminio total no es la única forma que la
aniquilación de la libertad del otro puede adoptar. Por ejemplo, el
genocidio es una forma de aplastamiento que permite conservar a
quien lo practica la vida y las condiciones elementales de la socia
bilidad al interior del propio colectivo.
Si la población exterminada constituyera un "puro" obstáculo
para el exterminador, es decir, si la necesidad no ya de libertad de
otro sino de su simple existencia estuviera radicalmente ausente,
entonces habría que afirmar la racionalidad del genocidioP
Probablemente ese rasgo prevaleció en los casos de genocidio
hasta las primeras décadas de este siglo, pero la situación contem
poránea es distinta: aun cuando no exista un vínculo de solidaridad
objetiva entre dos poblaciones directamente - por ejemplo, por
la inserción de un sistema de división social del trabajo común-,
las interdependencias generadas en la vida contemporánea garan
tizan aun indirectamente, la necesidad de un mínimo de libertad
de otro, aunque más no sea la que se obtiene por el solo hecho de
estar vivo.
Por ello, el genocidio es irracional: implica derrotarse a sí
mismo al no consentir en la evidencia de que contemporánea
mente no goza de impunidad.
58
Según se mostró en otra parte de estas notas, las diversas formas
menos radicales de aniquilamiento de la libertad del otro encierran
la tendencia a escalarse hacia formas más radicales, por un lado,
y a mantener una medida importante de incongruencia entre ac
ción y resultados, resultante de la preservación práctica de la
libertad del otro, por otro lado.
Para poder calificar de racionales estas prácticas, habría que
demostrar su inevitabilidad. Hay casos en que ello se puede afir
mar: por ejemplo, la defensa propia frente a una agresión.
No obstante, el hecho de que exista una vía alternativa - la
imposición a la libertad del otro de una estructura que remueva la
indeterminación que produce -, y que en general parece traer
consigo una menor brecha entre acción y resultados - piénsese en
las diferencias de productividad entre trabajo esclavo y el trabajo
formalmente libre del sistema industrial -, muestra que el aniqui
lamiento es en principio evitable.
Lo último que habría que considerar es en qué medida es evi
table la reducción del otro o mera "naturaleza" por imposición de
una estructura que determina su libertad.
En este punto, estas notas se limitarán a una críptica caracte-
rización ofrecida por Levinas:14
59
HACIA UN
REALISMO POLITICO DISTINTO
l. Introducción.
61
la prudencia como una fonna generalmente válida, de m anera tal
que para ser realista bastaría con aplicarla en la situación de que
se trate, puede conducir a resultados indeseables, que son justa
mente la negación de aquello que se perseguía. Es decir, se bus
caba ser realista para tener éxito, y para ser realista se fue prudente,
pero al ser prudente se obtuvieron unos resultados que constituyen
un fracaso. Por ejemplo , un significado posible de la prudencia e s
aplicar siempre, e n cualquier situación, u n a estrategia conserva
dora, esto es, una estrategia que haga m ínimas las pérdidas po
sibles. S in embargo, se sabe que en las situaciones caracterizadas
por una estructura de dilema del prisionero el empleo de estrate
gias conservadoras produce resultados colectivos indeseables.1
Eri este tipo de situaciones, cuya frecuencia en la política parece
ser alta, para ser realista habría que no ser prudente, aceptando que
se es realista para tener éxito y que ni la producción de resultados
colectivos indeseables ni tampoco la perpetuación de ellos a través
del bloqueo de la situación producida por la obstinación en el em
pleo de estrategias conservadoras constituyen precisamente éxi
tos.
Estas reflexiones preliminares sugieren que puede no ser fácil
dar un significado satisfactorio para la noción de realismo. Pero,
a la vez, es difícil pensar que su uso recurrente en la clase de
situaciones indicadas al comienzo no esté capturando, en razón de
las connotaciones que de manera difusa y poco precisa ella evoca,
un rasgo central de ellas.
¿Qué camino seguir entonces para identificar ese rasgo? Una
vía consiste en explorar lo que podría llamarse la idea clásica de
realismo político, asociada a esa consagrada caracterización de la
política como arte de lo posible. La tesis que desarrollan estas
notas es que esa idea de realismo pennite iluminar ese rasgo
central presente en las situaciones de transición y consolidación
62
democráticas, pero a través de la paradoja consistente en poner de
m anifiesto cómo esa idea de realismo es incompatible con las
exigencias que imponen esas situaciones. Al mismo tiempo, el
argumento que muestra esa incompatibilidad permite destacar
con claridad qué idea de realismo es la adecuada en los casos que
interesan.
2.- A. Gramsci, Notas s obre Maquiave/o, sobre Política y sobre el Estado Moderno, Juan
Pablos Editor, México, 1975, p.p. 64-65
63
realista no significa que ella tenga que prescindir de una orienta
ción por un deber ser social- es decir, por ideales, causas nobles,
etc.-, ateniéndose exclusivamente a lo que es. Puede no ser rea
lista, si es que se orienta por un deber ser vacuo, esto es, ilusorio
o fantasmagórico. Es realista si su orientación por la puesta en obra
de un mundo diferente al existente se afinca en un juicio racional
de posibilidad. El realismo exige tanto una capacidad de control
de las propi as convicciones, deseos y proyectos, que evite que
éstos se sustituyan al enjuiciamiento racional de lo que es posible,
como el desarrollo de conocimientos y habilidades analíticas que
permitan alcanzar semejante racionalidad.
Ahora bien, según se destacó, esta idea de realismo que des
cansa en el concepto de posibilidad se apoya en una concepción
específica - también se pueden usar los términos de modelo o
paradigm a - acerca de qué es la política o acción política.
Siguiendo de cerca un trabajo de Elster,3 sobre el que se volverá
posteriormente, ese paradigma de la acción política es susceptible
de caraterizarse a partir de los siguientes elementos principales: 1)
es un paradigma que asume el punto de vista de la categoría de
actor. En otras palabras, y si bien el actor cuyo punto de vista se
asume puede ser cualquiera, la política es siempre vista desde un
determinado agente, cuyo interés es el de producir efectos sobre
un mundo sociopolítico exterior a él, para realizar un deber ser
social de cuya idea es portador. Sin duda, las más de las veces no
es el único actor, pero para los fines del paradigma los otros son
parte de ese mundo sociopolítico externo sobre el que se esfuerza
por actuar. Empicando una terminología debida a Norbert Elias,4
el paradigma parte de una im agen egocéntrica de la sociedad. 2)
En el paradigma, la modalidad de interacción política que se privi
legia, al extremo de excluir la consideración de otras, es el poder,
entendido como la imposición i nteligente e intencional de efectos
3.- J. Elster,Logic and Society, John Wiley & Sons, 1978, p.p. 48-62.
4.- N. Elias, Sociología fundamental, Gcdisa, Barcelona, 1982, p.p. 13-36.
64
sobre el mundo sociopolítico. Por consiguiente, no sólo hay un
énfasis en las categorias de conflicto, victoria y enemistad -por
oposición a las de cooperación, derrota y amistad - sino también
la apelación a una norma particular en la evaluación del éxito o
fracaso de la acción: política ideal es aquella que produce precisa
mente los efectos que el agente le ha preasignado. Una iniciativa
abierta en cuanto a sus consecuencias, a partir de la cual el agente
explora alternativas radicalmente inciertas o coopera con otros en
la búsqueda de soluciones no previstas, es algo que está en las
antípodas de ese ideal de acción política. 3) El paradigma atribuye
al actor la habilidad de formular juicios de posibilidad ex ante,
racionalmente fundados. En ausencia de esta premisa, la noción de
que el realismo político consiste en saber discriminar en el imagi
nario político aquello que es posible de aquello que no lo es,
simplemente careceria de sentido.
Este modelo de qué es hacer política, que podría denominarse
de paradigma del príncipe, encierra algunos supuestos onto
lógicos. Esto es, implica algunas ideas acerca de cómo es el mundo
sociopolítico. De entre ellas, hay dos que son particularmente
relevantes para el tipo de situaciones políticas que aquí interesan.
La primera es que el mundo sociopolítico tiene que ser tal, en tér
minos de cómo se estructura y configura, como para permitir que
una acción cuyos resultados han sido previstos de antemano ob
tenga justamente esos resultados y no otros. La segunda, que en
ese mundo existen condiciones para que se formulen juicios de po
sibilidad v álidos sobre sus estados futuros. Obviamente, si estas
premisas no se cumplen, tanto el paradigma como la idea de realis
mo político que se apoya en él tendrían un interés puram ente teó
rico y ninguna trascendencia práctica.
Estos supuestos ontólogicos, que son aceptados ordinaria
mente sin mayor discusión respecto del mundo natural, aparecen
como problemáticos en el caso de realidades sociopolíticas. No es
que no haya situaciones donde se cumplan. El problema reside en
65
que pueden existir situaciones donde no se cumplan. De ser así, la
idea de realismo político en discusión no poseería una validez ge
neral, y el imperativo de ser políticamente realista debería redefi
nirse, de modo de adecuarlo a cada clase de situaciones.
En el trabajo antes citado, Elster analiza las condiciones que
tendrían que caracterizar el mundo sociopolftico de que se trate
para que el paradigma del prí ncipe poseyera una trascendencia
práctica, concluyendo que hay situaciones donde esas condicio
nes están ausentes.
Respecto de las condiciones que permiten la formulación de
juicios de posibilidad ex ant e, Elster distingue dos dominios en la
vida política:5 la política politizada (politicized po/itics) por opo
sición a la política que politiza (politi cizing po/itics). La primera
comprende un aspecto de límites aceptados y comprendidos por
todos. Al interior de esos límites se definen los resultados posibles
por los cuales vale la pena trabarse en un enfrentamiento político;
fuera de ellos residen las imposibilidades políticas, que nadie ra
zonablemente quisiera convertir en cuestiones conflictivas. Aquí,
la lucha política tiene lugar, por común acuerdo, dentro de las
fronteras de lo posible. La segunda, inversamente, tiene que ver
justamente con la creación de rutinas, con la cuestión de cómo
deberían trazarse las fronteras de lo posible.
La distinción de Elster se apoya en una análoga que se hace en
lingüística, que diferencia entre la creatividad gobernada por
reglas y la creatividad que cambia reglas. Ambas tienen que ver
con posibilidades gramaticales, sólo que en el primer caso las
posibilidades pueden ser investigadas científicamente - es decir,
el dominio de esta creatividad permite juicios de posibilidad ex
ant e , y en cambio en el segundo se trata de posibilidades no juz
-
66
gramática política, y ello pone las condiciones para que los actores
puedan formular válidamente juicios de posibilidad ex ante. La
política que politiza se orienta a construir una gramática política
que no existe, y la ausencia de reglas veda esos juicios. Según
Elster, entre lo que es no ambiguamente posible y lo que es no am
biguamente imposible en este dominio, existe un limbo donde
únicamente la acción puede decidir; por su parte, el científico so
cial puede trazar la línea divisoria con precisión, a condición de
permanecer aparte de la realidad estudiada. Ello quiere decir que
esa realidad sólo admite juicios válidos de posibilidad ex post, lo
que equivale a afirmar que la noción de realismo político bajo exa
men sólo posee una relevancia teórica.
Es fácil caracterizar formalmente el tipo de situaciones en las
que están ausentes las condiciones para el ejercicio típi co de poder
que presupone el paradigma del prí ncipe.6 Supóngase que hay n
actores: a( l ), a(2), etc., y que cada actor procura realizar un estado
posible del mundo sociopolítico: e( l ), e(2), etc. Si para cualquier
actor a(i) es del caso que e(i) sólo se puede realizar bajo la condi
ción de que por lo menos otro actor a(k) - siendo k distinto de i -
67
m. Condiciones en los contextos de transición.
68
El caso español se cita como ilustración de transiciones de esta
índole.7
No obstante, aun aquí la creación de la institucionalidad
democrática no se gobierna por las reglas de la gramática política
autoritaria. En términos de esas reglas, el desan-ollo de la insti
tucionalidad cab almente no autoritaria es una imposibilidad, y no
una posibilidad. La creatividad política opera desde fuera de ellas,
sin ajustarse a las rutinas políticas previamente definidas, utili
zándolas para solucionar problemas de legitimidad y salvar los
costos de una. di scontinuidad expresa y patente.
Se puede argumentar que las cosas son distintas en las situa
ciones posautoritarias. En ellas, la existenci a formal de un régi
men democrático parecería garantizar una clara delimitación
entre posibilidad e imposibilidad y desde el momento en que la
política se sujeta a las normas jurídicas que definen ese régimen,
se trataría de política politizada. Probablemente, siguiendo con la
terminología de Elster, en estos casos el limbo entre lo que es no
ambiguamente posible y lo que es imposible sin ambigüedad se ha
estrechado importantemente. Sin embargo, las normas j urídicas
no agotan las rutinas requeridas por una democracia estable. El
universo de las rutinas políticas es mucho más rico y variado. El
problema del si stema de partidos pone de relieve este aspecto. Un
orden democrático estable requiere de un sistema de partidos, pero
salvo ciertos sesgos que el orden jurídico pueda i ntroducir -por
ejemplo a través de la legislación electoral, punto éste altamente
debatido -, 8 es algo que queda indeterminado a partir de ese orden
jurídico. Frente a la naturaleza abstracta y formalmente universal
de las normas jurídicas - no es por azar que las constituciones se
copien o imiten-, el sistema de partidos es una individualidad
69
histórica específica, compuesta de actores históricamente espe
cíficos, de identidades colectivas históricamente específicas y de
reglas particulares que gobiernan la interacción entre actores y
asocian actores con identidades. El complejo conjunto de rutinas
a que se reduce el sistema de partidos no está dado en las situa
ciones posautoritarias, según lo muestra palmariamente el caso
argentino. Requiere ser creado políticamente, y ésta es creatividad
de reglas, no creatividad sujeta a reglas. El problema de las Fuer
zas Armadas muestra igualmente cómo la frontera entre posibli
lidad política e imposibilidad política sigue siendo incierta en las
situaciones posautoritarias. Hoy en día es casi una noción de
sentido común la de que es una ingenuidad suponer que unas de
terminadas n01mas, constitucionales o legales, acotan sin ambi
güedad y establemente dónde acaba lo que es políticamente po
sible para los cuerpos armados profesionales. La efectividad de un
acotamiento semej ante descansa mucho m ás en rutinas no for
m ales y probablemente complejas, que tampoco están dadas en la
situación posautoritaria. Nuevamente es un dominio de la polí
tica que poli tiza, de una creación política de reglas que carece de
reglas para gobernarse.
Si se acepta el razonamiento anteriormente expuesto, hay que
concluir que tanto en las situaciones autoritarias, donde se lucha
por su democratización, corno en las situaciones democráticas
posautoritarias, no existen las condiciones para que se formulen
válidamente juicios de posibilidad ex ante. Ello significa que uno
de los elementos constitutivos del paradigma del prí ncipe es
contradictorio con las características de esta clase de situaciones,
lo que hace cuestionable su valor político práctico en ellas.
Esa conclusión se refuerza si se considera la índole de estas
situaciones a la luz del otro supuesto ontológico sobre el que des
cansa el paradigma, esto es, que la naturaleza del mundo socio
político es tal como para permitir eses ejercicio de poder típico del
paradigma.
70
En efecto, es una hipótesis plausible la de que en los contextos
sociopolíticos prevalecientes en los países latinoamericanos del
sur ningún actor posee la capacidad de imponer un proyecto so
ciopolftico a los restantes. Esta proposición puede frasearse de di
versas maneras. En ténninos de la versión más fonnalizada utili
zada anterionnente, se puede decir que el éxito del proyecto de
cualquier actor tiene como condición necesaria la pasividad de por
lo menos algún otro actor, pero que a la larga ningún actor puede
mantener en la inmovilidad a los restantes. O bien, que siempre
hay por lo menos algún otro actor que, dado el tiempo suficiente,
puede vetar el proyecto de un actor detenninado.
Independientemente de la formulación que se escoja, este ras
go parece predominar en los países referidos. La mejor evidencia
al respecto la proporciona el fracaso regular y sistemático de lo
que podría denominarse de solución dictatorial al problema del
orden pólítico. Una de las modalidades de construcción de orden
político, de transitar desde la política que politiza a la política poli
tizada, es imponiéndolo dictatorialmente. Esa imposición tiene
éxito si crea rutinas políticas eficientes y estables, estableciendo
definitivamente la frontera entre la posibilidad política y la im
posibilidad política. Tanto la acción revolucionaria como la con
servadora dictatorial se orientan hacia ese fin, y fracasan en caso
de no lograrlo. Frente a la endémica desestructuración política de
países como los latinoamericanos, surgieron en el pasado tesis
como las de Huntington,9 que vieron en los ejércitos profesionales
modernos agentes privilegiados para la imposición dictatorial de
orden político. Los hechos de la ú ltima década han probado que si
bien esos ejércitos poseen una capacidad de veto respecto de la
acción revolucionaria, o en general respecto de cualquier actor,
sólo son capaces de generar dictaduras más o menos prolongadas
según los casos, pero no de crear rutinas políticas duraderas. Con
9.- La formulación clásica se encuentra en S. P. Huntington,Poli1ical Order in Changing
Societies, Yale University Press. 1 968, passim.
71
tiempo suficiente, uno o más actores comienzan a cuestionar con
efectividad la gramática política autoritaria.
Si el rasgo en cuestión fuera exclusivo de las situaciones au
toritarias, podría verse en él algo benéfico. Su presencia explica
que haya transiciones exitosas hacia situaciones democráticas, y
permite abrigar esperanzas sobre el futuro de las situaciones au
toritarias actuales. No obstante, se produce en las situaciones
democráticas posautoritarias, y aquí es un elemento negativo en
cuanto hace m ás difícil aún la creación de las rutinas políticas
exigidas por la estabilidad. El caso clásico es Bolivia, donde la
consolidación de un sistema de vetos recíprocos impide que el
propio régimen democrático formal opere como conjunto efectivo
de rutinas políticas, al extremo de que el alcalde de un centro
urbano importante convoque a elecciones municipales por propia
decisión y fuera de todo plazo constitucional o legal. Aquí todo es
posible, y por consiguiente nada es posible. La suma de fracasos
que se comienza a advertir en Argentina, durante el primer afio de
la gestión alfonsinista, puede ser expresiva de un contexto similar,
que probablemente se puede generalizar a la mayoría de los países
latinoamericanos del sur.
Cuando el mundo político y social de que se trata no admite ni
la identificación sin ambigüedades relevantes de posibilidades ex
ante, ni ese ejercicio típico de poder que presupone el paradigma
del príncipe, no se es realista en política si se la hace a partir de
una concepción que la ve como empleo de poder para realizar un
deber ser social juzgado con antelación como posible. En esa::;
condiciones, otorgar al paradigma en cuestión un valor político
práctico constituye una equivocación.
72
IV. El realismo político clásico como error colectivo.
73
irregular y veloz, donde se alternan el optimismo y el pesimismo,
la euforia y la melancolía, el sentimiento de un orden cotidiano
implacable e inamovible con el de la inminencia apocalíptica.
Segundo, y como consecuencia de lo anterior, el comportamiento
de los actores es altamente errático. A la sucesión de climas sub
jetivos se asocia una de posturas, iniciativas y acciones, que a la
larga acaba por conformar un cuadro general de incoherencia y
confusión que obstaculiza la estabilización de expectativas re
cíprocas confiables y sólidas. Finalmente, la política term i na por
ser objetivamente una concatenación de "palos de ciegos", aplica
dos sin ton ni son: cuyos resultados son efectos perversos - en el
sentido sociológico del término-, eminentemente aleatorios, que
escapan tanto a la i ntencionalidad de cualquiera de los actores,
como a una supuesta intencionalidad colectiva o social que no po
dría sino imponerse a ellos. Esto da cuenta de esa peculiar opaci
dad que las situaciones autoritarias y de estabilización demo
crática oponen al análisis y que lleva a algunos a declarar que la
razón tiene que capitular frente a ellas y a otros a revalorizar
categorías políticas clásicas como la de fortuna. Por ejemplo, la
fortuna que acompañó a la opción democrática en Argentina, en
vuelta en el ropaje <le la guerra en las Malvinas. Si hacer política
es esforzarse por imprimir alguna gobemabilidad al curso de los
acontecimientos, hacerla de la m anera señalada en las condiciones
descritas es simplemente la negación de la política.
Por otra parte, en un contexto caracterizado por ese sistema de
vetos recíprocos en el que, con tiempo suficiente, cualquier actor
ve anulado su proyecto por la acción de otros, es altamente proba
ble que el empleo generalizado de una concepción política que la
define primordialmente como empleo del poder refuerce el modo
cómo se han configurado las relaciones de poder. Adoptando el
punto de vista de un actor cualquiera, es claro que la única raciona
lidad política admisible consiste en preservar celosamente la
propia cuota de poder y procurar adquirir más poder que los res-
74
tantes. Es racional proceder así porque la concepción de política
que se manej a señala que el empate se rompe acumulando m ás
poder que los otros, y también porque se sabe que los restantes
actores orientados por la misma concepción de política están
volcados hacia el mismo empeño. La previsión de que circunstan
cias fortuitas podrían llevar a una ruptura, otorgando a algunos
actores la ventaj a requerida, es un aliciente a persistir en esta
estrategia de preservación y acumulación de poder, y ello en un
doble sentido: en razón de la esperanza de que esa ruptura opere
favorablemente a los propios intereses y en razón del temor que
favorezca a los restantes. Hay entonces estímulos suficientes para
que el conj unto de los actores desarrolle tanto una gran sensibili
dad a l as v ariaciones aun marginales y menos importantes en las
relaciones de poder, como asimismo un sofisticado y fino cono
cimiento situacional acerca de cómo reestablecer equilibrios,
circunstancias ambas que no pueden sino reforzar el sistema de
vetos recíprocos.
Ciertamente, no es imposible que un balance de poder se
mejante llegue en definitiva a romperse, y en consecuencia podría
sostenerse que es políticamente realista una estrategia de pre
servación y acumulación de poder, fundada en la esperanza de esa
ruptura. Sin embargo, hay que recordar que no hay garantía al
guna de que ella acontezca en una dirección predeterminada. La
posibilidad ex ante de un determinado tipo de ruptura es tan infun
dada como la de otros tipos imaginables. Por ejemplo, hasta ahora
en los países latinoamericanos del sur la imposición dictatorial de
orden político a través de una acción revolucionaria ha fracasado.
En el futuro, en cualquiera de estos países, determinadas circuns
tancias podrían significar una ruptura que favoreciera definitiva
mente esa alternativa, pero no hay nada que impida que, de pro
ducirse una ruptura, ella opere en favor de un auténtico y perma
nente fascismo militar u otros cursos similares concebibles. Por
consiguiente, persistir en condiciones semejantes en una estrate-
75
gia que privilegia el empleo de poder en la esperanza de que, de
sobrevenir una ruptura, ella favorezca la propia posición y no la de
otros, equivale a jugar en una lotería, donde si bien hay conciencia
de que el monto de las apuestas es muy alto, existe a la vez una ig
noranci a irremovible sobre las chances asociadas a cada apuesta.
Una idea de realismo político que en definitiva implique la exigen
cia de jugar en esa lotería podría poseer algún valor estético, en
virtud del pathos romántico o trágico involucrado, pero induda
blemente se encuentra muy distante de la noción de la política
como arte de lo posible.
76
En consecuencia, para hacer justicia a esas exhortaciones y a
esa demanda por mayor realismo habría que poder ofrecer un
paradigma distinto de acción política, capaz de sustentar una idea
de realismo político que respetara las peculiaridades del tipo de
situaciones consideradas. En lo que sigue, se bosquejan los rasgos
de lo que podría ser un paradigma con esas capacidades.
Es difícil que un paradigma de acción política que aspira a tener
un valor político práctico no asuma el punto de vista de la categoría
de actor. Sin embargo, según se señaló, en el paradigma del
príncipe ese punto de vista se combina con una imagen egocén
trica de la sociedad. Un paradigma distinto, adecuado a las reali
dades de las situaciones que aquí preocupan, tendría que combinar
ese punto de vista con una imagen de la sociedad que, siguiendo
nuevamente a Elias,1º la conceptualizara como una configuración
de entidades interdependientes. Esto es, la imagen de un agente
político, que es portador de un deber social que define su interés
propio, y que enfrenta un mundo sociopolítico externo a él y a su
interés, mundo que incluye a los restantes actores, debería susti
tuirse por la de un mundo sociopolítico donde todo es interno y
nada es externo, que comprende como entidades necesariamente
interdependientes entre sf tanto al agente cuyo punto de vista se
asume como a los restantes actores.
Esta sustitución es capital si se quiere obtener un modelo que
responda satisfactoriamente a los problemas que plantea la polí
tica que politiza por oposición a la política politizada. En efecto,
la práctica de la política politizada consiste en la exploración de un
conjunto de rutinas políticas ya dadas y efectivamente operantes,
con miras a un cálculo de posibilidades que podría denominarse
de egoísta. Es decir, la finalidad es identificar posibilidades priva
tivas del agente, sin que pese sobre éste la exigencia de preocu
parse por las posibilidades de los otros, ni por cómo la realización
de su posibilidad afecta a los restantes. En cambio la política que
10.- N. Elias, op. cit., p.p. 14-15.
77
politiza se orienta a la invención de rutinas políticas, y éstas no
constituyen posibilidades privativas de un agente, sino posibili
dades para la totalidad, posibilidades para e l orden o sistema en
su globalidad. Que un orden democrático pueda ser impuesto a
través de acciones revolucionarias o autoritarias estrictamente
unilaterales es algo problemático. No obstante, aun si la creación
de rutina fuera obra unilateral de un actor capaz de imponerlas
dictatorialmente a los restantes, la posibilidad así realizada- que,
según se vio, no es calculable ex ante - sería de todas m aneras
una posibilidad para todos y no meramente una posibilidad para
el actor. Ello implica, como condición del establecimiento exitoso
de rutinas, asumir de alguna m anera los diversos puntos de vista
correspondientes a los distintos actores. En los contextos dictato
riales, donde el paradigma del príncipe es hegemónico en la orien
tación de la política, es probable que las rutinas que acaban por
consolidarse constituyan el resultado de un altruismo puramente
aleatorio - es decir, de procesos no premeditados ni gobernados,
que lograron sintetizar puntos de vista del conjunto de actores que
no fueron destruidos-, o de un altruismo que operó implíci
tamente, contra el egoísmo implicado por el paradigma hege
mónico. Es también probable que en los ámbitos donde ese para
digma opera plenamente nunca se termine por consolidar rutinas
políticas estables.
El problema de la construcción del sistema de partidos puede
ser un ejemplo que aclare el razonamiento anterior. En el interior
de un sistema de partidos, cada partido despliega una política
politizada: efectúa un cálculo de posibilidades privativas, a partir
de l as rutinas que fijan su posición en el sistema, sus relaciones
con los restantes partidos y las modalidades de asociación entre
partidos, identidades colectivas y electores. En esta política puede
prevalecer la oposición amigos versus enemigos y el éxito político
es equivalente con la propia victoria y la derrota de los otros.
Contrariamente, si bien la construcción del sistema será el resul-
78
tado de acciones unilaterales que poseen un fuerte sentido conflic
tivo, la creación de las rutinas pertinentes exige, implícitamente,
asumir el punto de vista de la totalidad del sistema. Esto es, en las
decisiones que crean las rutinas tendrá que existir, como con
dición para una construcción exitosa del sistema, esa orientación
objetivamente altruista arriba mencionada. Las dificultades del
proceso de construcción del sistema de partidos en Argentina
ilustran bien estas proposiciones. El empleo del paradigma del
príncipe aconsej aría al radicalismo orientar sus acciones hacia la
derrota y destrucción político-electoral de sus antagonistas. De
prevalecer esa lógica, perfectamente admisible en un sistema
consolidado, se fracasaría en la creación de rutinas. Lo inteligente
para el conjunto de los actores sería asumir el punto de vista de la
totalidad, introduciendo en sus comportamientos los componen
tes cooperativos exigidos por ese punto de vista.
Según se indicó, es problemático que un orden democrático
pueda ser impuesto de m anera estrictamene dictatorial. En el caso
de situaciones caracterizadas por configuraciones de poder donde
cada actor tiene sobre sí el veto potencial efectivo de por lo menos
algún otro actor, esa problematicidad teórica deviene en una
imposibilidad práctica. Por consiguiente, un paradigma adecuado
a estas situaciones tiene necesariamente que desenfatizar el ejer
cicio de poder, entendido como imposición de un deber ser social
desde un agente sobre un mundo drásticamente externo a él.
La política que politiza puede realizarse según dos modali
dades polares. Una es la imposición dictatorial estrictamente
unilateral de rutinas políticas. La otra es la creación de rutinas a
través de lo que, siguiendo una terminología clásica, podría de
nominarse de elaboración contractual de esas rutinas.11 Ambas
modalidades son teóricas. Como se señaló anteriormente, es pro
bable que la imposición dictatorial exitosa de rutinas encierre
79
siempre componentes cooperativos importantes. A la vez, una
práctica creativa de rutinas, contractualmente orientada, no podría
prescindir de algún ejercicio úpico de poder, bajo formas diversas:
amenazas, intimidaciones, actos represivos de fuerza, retaliacio
nes, esfuerzos por imponer la propia voluntad, etc. En todo caso,
tomando como referencia estos casos polares, un paradigma
adecuado a las situaciones de democratización o de consolidación
democrática tendría que privilegiar estrategias de orientación pri
mordialmente contractualista.
La noción de elaboración contractual de rutinas políticas es
abstracta. Mediante ella se designan modalidades muy diversas de
interacción política, cuyo elemento común reside en que en ellas
juegan un papel central orientaciones de cooperación política, a
las que se subordina el empleo de poder. Para repetir lo que se dijo
recién, esto no significa que los aspectos de poder estén ausentes.
Ellos existen, pero la lógica del empleo de poder sólo comple
menta una lógica principal, que es la que da el sentido primordial
a la interacción: la lógica de la elaboración contractual de rutinas.
En situaciones donde el puro empleo de poder sólo contribuye en
defimtiva a cimentar ese sistema de vetos recíprocos que torna
ineficaz el poder como instrumento político primordial, la coope
ración política sí posee la capacidad de generar dinámicas que
superen la situación.
En el paradigma del pr(ncipe, el fin último de la política, tal
como ella es practicada por un actor determinado, consiste en la
realización de un deber ser social posible, definidos ambos -de
ber ser y posibilidad - unilateralmente desde ese actor. En la
caracterización alternativa de la política que aquí se esboza, ese
fin último tiene que ser sustituido por una idea distinta. Por una
parte, ese fin es poco realista porque la política que politiza, que
es el tipo de política propio de los contextos autoritarios en vías de
probable democratización y de los de consolidación democrática,
no permite identificar posibilidades ex ante. Por otra parte, es in-
80
compatible con una concepción de política que la define como una
elaboración contractual que asume el punto de vista de la totalidad
política. Si tanto lo que debe ser como lo que es políticamente
posible están prejuzgados con antelación, no hay condiciones
para esa elaboración contractual, ni tampoco para que se asuma el
punto de vista de la totalidad.
En este paradigma alternativo, la política tiene que despoj arse
de la pretensión de fijar con antelación su deber ser y lo que es
políticamente posible. Ambas cuestiones tienen que encararse
como cuestiones abiertas. Por lo general, existirán prejuicios so
bre ellas, pero estos prejuicios habrá que considerarlos como
aproximaciones tentativas y precarias, y no como juicios racional
mente fundados, provistos de certeza. La política, entendida como
elaboración contractual de rutinas a partir del punto de vista de la
totalidad, tiene como fin precisamente el discernir colectiva
mente qué deber ser social es posible. Puesto de otra m anera, su
contenido material consiste en identificar un deber ser y un posible
que sean compartidos. Deber ser y posibilidad no constituyen aquí
el punto de partida para la acción política; todo lo contrario, son
su punto de llegada.
Si el significado básico de la política es procurar hacer
gobernable el flujo de los acontecimientos, y si una política es rea
lista cuando logra ese objetivo, entonces es claro que, por lo menos
en términos de la clase de situaciones consideradas y teóricamen
te, la política inspirada por el paradigma alternativo es m ás realista
que la que obedece a la idea clásica de realismo.
No obstante, la aceptabilidad en teoría de una concepción de
política no contiene garantía alguna de que ella sea efectivamente
practicada por aquellos que interesa que la practiquen. El prejuicio
racionalista en política consiste justamente en suponer que lo que
es teóricamente acertado, por esa sola razón tiene que adquirir sin
más concreción histórica. De aquf la pregunta: en el tipo de situa
ciones consideradas, ¿hay incentivos suficientes para que se
81
generalice el empleo del paradigma alternativo que se explora en
estas notas?
A primera vista, se trata de situaciones caracterizadas por la
pobreza de esos éstfrnulos. Según se sabe, cuando las interac
ciones políticas se han conformado según una orientación genera
lizada hacia el empleo de poder, la propia actuación y su desa
rrollo premian los comportamientos egoístas, no cooperativos, y
castigan los cooperativos y altruistas. Es decir, hacen racional el
empleo difundido del paradigma del príncipe. En otras palabras,
el paradigma alternativo propuesto podrá ser muy realista en el
papel, pero profundamente poco realista en la práctica.
Sin embargo, las cosas pueden no ser tan negras. En un trabajo
reciente, Axelrod12 avanza y fundamenta la idea de que la
generalización de comportamientos cooperativos, como los que
requiere el paradigma alternativo, en un mundo donde inicial
mente predominan comportamientos ajustados al paradigma del
príncipe , no requiere de una suerte de "reforma universal de los
corazones", esto es, de una súbita mudanza del total de la cultura
política. Contrariamente, basta con la existencia, dentro del con
junto de actores, de un grupo o haz (cluster) de ellos, que se orien
ten sistemáticamente por estrategias cooperativas en sus propias
relaciones. Si ese haz de actores existe, hay entonces condiciones
para la generalización de una concepción de política corno la
propuesta en estas notas.
Parece plausible sostener que en los contextos en vías de
probable democratización y en los de consolidación democrática
ese haz de actores existe o puede existir. Prueba de ello es la
abundancia de imágenes contractualistas presentes en la mayoría
de los razonamientos de sentido común sobre la política: pacto
social, pacto institucional, acuerdo nacional, etc. Ello implica que
hay una conciencia difundida sobre la naturaleza de los problemas
12.- R. Axelrod, "The Emergence of Cooperation among Egoist",American Po/itica/
Science Revrew, Vol. 15, Nll 2, 1981, p.p. 306-3 1 8
82
políticos que se producen. La deficiencia radica en que hasta ahora
tanto la crítica de las concepciones de política aceptadas como la
proposición de concepciones alternativas han sido escasas e in
suficientes. Este es el punto donde la teoría y el análisis pueden
hacer su contribución más significativa a una persecución realista
de los objetivos de d emocratización y consolidación democrática.
83
Parte Segunda
Política
y Contenidos
N o r m a t iv o s
NOTAS ACERCA DE LA
IDEA DEL REFORZAMIENTO
DE LA SOCIEDAD CIVIL.
87
1
sidad de conferir una mayor autonomía a instancias específica
mente sociales.
Así, por ejemplo, se requiriría recuperar la dimensión c01pora
tiva de la vida universitaria, frente a su penetración por partidos
políticos o, más en general, por la política. De esta manera, refor
zar la sociedad civil implicaría, en alguna medida, despolitizarla.
3) Un tercer sentido posible de la idea es el de un proceso ge
neral de democratización.
Así, podría sostenerse que los problemas que se enfrentan
tienen relación, en definitiva, con la necesidad o con el imperativo
de expandir las posibilidades de intervención y control de las ma
yorías en los más diversos ámbitos de la vida colectiva. Desde este
punto de vista, reforzar la sociedad civil significa crear y garan
tizar nuevas opciones de participación en los diversos planos de la
realidad: en la economía, en la vida política, en la operación esta
tal.
4) Un sentido algo diferente resulta de hacer sinónima la idea
con la noción de un desarrollo de una detenninada clase social, o
de dos o más clases sociales. Así, se podría recuperar la distinción
que hace Marx entre clase en sí y clase para sí, y admitir que el
reforzamiento de la sociedad civil no es otra cosa que el tránsito
de una a otra situación.
En este punto, habría que admitir matices o ciertas opciones
teóricas. Por una parte, podría restringirse el significado a la idea
de un desarrollo unilateral de una sola clase, desarrollo que cul
minaría en la capacidad de esa clase de reordenar el conjunto del
orden social. Aquí, la noción gransciana de hegemonía estaría
bastante cercana a la idea del reforzamiento de la sociedad civil.
O bien, podría pensarse en el desarrollo simultáneo de dos o
más clases a partir de la consolidación y profundización de cierto
tipo de orden económico; por ejemplo, el modo de producción
capitalista. En este último caso, podría sostenerse plausiblemente
que la existencia de una burguesía plenamente desarrollada vis a
88
vis un proletariado igualmente desarrollado es una condición de la
existencia de un compromiso de clases provisto de una estabilidad
importante. A su vez, ese compromiso sería un prerrequisito de la
estabilidad democrática.
Es probable que esta imagen de clases sociales desarrolladas
- por opción a situaciones de subdesarrollo o desarrollo incom
pleto - esté en la base de muchas comparaciones e inferencias
comparativas donde se contrastan países latinoamericanos con
situaciones de capitalismos maduros.
5) Una quinta acepción para la idea es la de la implantación en
una sociedad capitalista de formas de organización productiva
-o, m ás en general, económica -, provistas de un sentido antica
pitalista, o potencialmente anticapitalista: cogestión, participa
ción de la gestión de la empresa, cooperativas, etc.
Teóricamente, el desarrollo de estas fonnas organizativas po
dría, en el largo plazo, culminar en procesos globales de transfor
mación social.
6) En vinculación con lo anterior, la idea de un reforzamiento
de la sociedad civil puede utilizarse simplemente en el sentido de
un robustecimiento de aquellas organizaciones populares distin
tas de los partidos políticos, o por referencia a la creación de
nuevos tipos de organización popular distintos de los partidos po
líticos.
Posiblemente hay varias razones que pueden llevar a sostener
que ello es necesario o deseable. Así, se puede ver en ese proceso
de robustecimiento y de fomento organizacional una estrategia
complementaria y sustitutiva en los casos en que la acción
específicamente política se ve sometida a serias restricciones. O
bien, se puede postular que ese robustecimiento y fomento organi
zacionalcs son condición de una mayor democratización de la vida
social en general.
7) Otro significado que se tiende a atribuir a la idea es el de un
robustecimiento de los procesos de descentralización política y
89
administrativa y, correspondientemente, el de un reforzamiento
de las instancias regionales y locales de decisión, control y parti
cipación.
Aquí habría que incluir también el surgimiento de nuevas
formas de organización, de naturaleza regional o local, de com
posición pluriclasista, que reivindican una m ayor autonomía
frente a los centros nacionales, o que enfatizan problemas regiona
les o locales que desde la perspectiva del centro aparecen como
secundarios.
8) Finalmente, la idea de un reforzamiento de la sociedad civil
adquiere muchas veces el significado difuso de una referencia
genérica a una capacidad general de resistencia social frente a los
procesos o intentos de penetración e intervención estatal.
En este caso el reforzamiento de la sociedad civil significa
robustecimiento de la capacidad social genérica, o de ciertos
sectores sociales, para oponerse a la acción estatal. Se trata sim
plemente del poder de la sociedad frente al poder del Estado.
Indudablemente, no se trata de escoger, de entre todos estos
significados y otros que se puedan agregar, el sentido correcto o
verdadero. En el fondo, y pese a que algunos son contradictorios
respecto de otros, todos ellos son tenidos como legítimos, provis
tos de validez para determinados contextos de referencia.
Lo que explica la multivocidad de la idea es el hecho de que hay
una pluralidad de contextos de referenci a. A su vez, cada contexto
supone- o se construye en tomo de - distintos principios interpre
tativos, preguntas específicas diferentes e intereses igualmente
d istintos . No obstante, tras esa plu ral idad de significados hay una
problemática común, que d a unidad al tema del refor.tamiento de
la sociedad civil.
En otras palabras, esos diversos significados son otras tantas
respuestas a un problema que es el mismo.
De lo que se trata, entonces, es de identificar ese problema
común y de caracterizarlo. Supuesta esa caracterización, cabe
90
luego preguntar por el sentido que tiene hoy, en el seno de la actual
crisis, la idea del reforzamiento de la sociedad civil.
11
91
3) Una división social que no es ni del trabajo ni de la admi
nistración. Es fundamentalmente una división política, que se
basa en la distinción entre representantes y representados.
4) Contenidos subjetivos específicos, que se corresponden con
esas opciones organizacionales, con esas lealtades y con esa divi
sión social.
Finalmente, se tiene al Estado como plano de la ,realidad donde
lo constitutivo es la oposición entre autoridades y súbditos, entre
soberano y súbdito.
En el plano estatal hay una lealtad básica, expresada en la
obligación genérica de obediencia al soberano, enunciada con
toda claridad por Hobbes.
En se mismo plano estatal cabe distinguir también:
1 ) Un rango históricamente muy acotado de posibilidades de
organización y la posibilidad de acceso a un recurso de poder
esencial: la pretensión del monopolio del uso y de la amenaza del
uso legítimo de la fuerza, según la conocida caracterización
weberiana.
2) Un rango históricamente acotado de contenidos subjetivos,
relacionados con las otras dimensiones.
Cada uno de estos planos de la realidad encierra contradic
ciones. De por sf ello ha planteado problemas a la práctica y a la
reflexión. Pero más importante para la cuestión específica de que
tratan estas notas es que la articulación entre estos tres planos sea
contradictoria y que esa articulación contradictoria haya plan
teado y plantee problemas.
Así, la historia de esa articulación es la historia de los intentos
prácticos y reflexivos - o prácticos-reflexivos - de resolver ese
carácter contradictorio de la a�iculación.
Es en el seno de esa historia que adquiere sentido la idea del
reforzamiento de la sociedad civil. En definitiva, ella es una res
puesta más a ese problema de la articulación contradictoria, que
está en la base de otras diversas respuestas opcionales.
92
No obstante, la idea del reforzamiento de la sociedad civil
aparece hoy como una respuesta privilegiada, y ese privilegio pa
rece derivar del carácter insatisfactorio que se atribuye a las otras
respuestas que han tenido y tienen vigencia histórica.
Si bien la exploración de las razones de esa insatisfacción
desborda con creces el cometido de estas esquemáticas notas, es
necesario esbozar sucintamente cuáles han sido esas otras res
puestas. Por lo menos, hay que saber dónde se está hoy; y qué
diferencia a la aspiración contemporánea de los desarrollos del
pasado.
93
Estas ideas reguladoras se visten de ropajes diversos, apelan a
diferentes recursos de presentación. En la práctica del pensa
miento científico-social latinoamericano, el expediente de pre
sentación más usual es el auscultamiento de las posibilidades de
la historia y de la realidad efectiva. Ello no deja de causar proble
mas, puesto que la seducción de tomar lo regulador por lo efectivo
es grande.
Conviene entonces identificar esquemáticamente los princi
pios reguladores o momentos utópicos que tienen históricamente
vigencia.
Si bien la enumeración que se presenta obedece a cierta lógica
cronológica, todos estos intentos de llevar al límite la articulación
contradictoria entre sociedad civil, sociedad política y Estado,
tienen vigencia y se encuentran operando actualmente.
1) Hay un momento o principio regulador hobbesiano que,
como bien se sabe, es expresión-o saber en el límite-de los proce
sos de constitución del Estado absolutista.
Aquí, sociedad civil y sociedad política se subordinan radi
calmente al Estado. En definitiva, la obligación de obediencia al
soberano disuelve toda división social, toda lealtad distinta de esa
obligación.1
2) Está también la utopía jacobina, históricamente una reac
ción contra el fenómeno absolutista.
Aquí la sociedad civil se disuelve en la sociedad política. Toda
diferencia social se anula en la figura del ciudadano. Hay un
común denominador que equipara a campesinos, burgueses, pe
quefíos burgueses, etc.: antes que nada, y primordialmente, todos
son ciudadanos. A la vez, el Estado se subordina a la sociedad
1 .- La sola existencia de estados-naciones es garant(a suficiente de la vigencia de este
principio regulador. Pero piénsese, además, en las ideologías nacional-populistas, o
simplemente fascistas, que reemergen con fastidiosa tenacidad cual lagartijas a entibiarse
bajo el débil sol de los inviernos militares. En esas ideolog(as, la dimensión hobbesiana es
fundamental: pobres y ricos, hombres y mujeres, hambrientos y satisfechos, todos se
disuelven en la vertiginosa movilización de que es capaz el Leviathan populista.
94
política. El Estado no es más que la encarnación de la soberanía
popular, de la voluntad general del conjunto de los ciudadanos.
3) En tercer lugar, cabría destacar un momento utópico liberal.
Desde la perspectiva de este principio regulador, la sociedad
política se disuelve en la sociedad civil. En el límite, la primera no
es más que un reflejo de la segunda. Las relaciones constitutivas
de la sociedad civil - el contrato, las relaciones contractuales -
son la realidad última. Las relaciones constitutivas de la sociedad
política deberían guardar algo así como una correspondencia
biunívoca con las de la sociedad civil. En definitiva, la figura del
ciudadano se disuelve en la del propietario.
A la vez, el Estado se subordina estrictamente al cometido de
poner en obras ciertas condiciones de posibilidad, básicas, de la
sociedad civil. El Estado es sirviente de la propiedad. Piénsese en
cómo concebía Adam Smith el Estado y sus funciones.2
4) Para la utopía marxista clásica el Estado es un fenómeno
.
95
5) Hay un principio regulador del marxismo posclásico,
como también lo hay del capitalismo contemporáneo.
El primero es distinto del clásico, y se asocia a la elaboración
ideológica vinculada con el desarrollo de los así llamados "socia
lismos reales". El segundo no se confunde con el liberalismo clá
sico y se asocia quizás con la experiencia del Welfare State.
Curiosamente, ambos parecen compartir, en el fondo, una
ontología social o visión de la naturaleza humana similar, que pro
bablemente tiene sus rafees en el utilitarismo decimonónico.
Para el marxismo posclásico la figura social rectora es el
hombre necesitado. En el hombre necesitado se disuelven tanto
la sociedad política como toda diferencia social distinta de aquella
que la necesidad puede imponer. A la vez, a esa necesidad se su
bordina el Estado, como medio de superar el reino de la necesidad
y transitar hacia el reino de la abundancia.
Para el principio regulador propio del capitalismo de este siglo,
la figura social rectora es el maximizador de utilidad, el horno
oeconomicus de la economía neoclásica. En el fondo, el consumi-
dor. _,
96
Por vía de ejemplo, se pueden señalar algunos casos:
a) Frente al jacobinismo, Burke enfatiza la autonomía y opa
cidad históricas de toda sociedad civil.
En el fondo, una sociedad política detenninada y un Estado
determinado son productos históricos, generados por la evolución
de la sociedad civil, más precisamente, por la evolución de una so
ciedad civil nacional específica.
b) Piénsese en la reivindicación del papel de la nobleza que se
encuentra tanto en un Montesquieu como en un Tocqueville. Aquí
se reacciona frente al intento de disolver una diferenciación social
mediante su absorción en la sociedad política, o la expresión
política de esa diferenciación mediante su absorción por el abso
lutismo estatal.
c) Por último, tómese el caso de Hannah Arendt. En él hay una
reivindicación de la especificidad, autonomía y necesidad del
horno politicus - esto es, de la sociedad política - frente al im
perialismo del hornofaber - sociedad civil y frente a un Estado
-
97
IV
98
personal como el del abuso y contención del poder han pasado a
ser, durante la última década, una preocupación efectiva de la iz
quierda marxista o no marxista y de las tendencias progresistas en
general.4
Esa preocupación tiene que ver con los desarrollos y carac
terísticas adquiridas por los así llamados "socialismos reales". A
ese proceso de progresiva desilusión habría que agregar las ex
periencias autoritarias padecidas en el sur de América.
No obstante, hay quizás aquí en juego razones más profundas,
que tocan aspectos de la estructura social y de la expresión política
de las transformaciones estructurales.
Como bien señaló Cardozo en su intervención durante la III
Conferencia Regional,5 las burguesías contemporáneas no consti
tuyen ya agentes sociales portadores de un interés liberal (demo
crático). Podría pensarse, entonces, que la época presente confiere
la posibilidad de representar ese interés a las izquierdas y tenden
cias - o movimientos sociales - de cuño progresista.
3) El hombre como sujeto de derechos humanos.
Intentar una síntesis apretada de las raíces especulativas y
sociales efectivas de la noción de derechos humanos es imposible.
Como bien sugería Maritain,6 dar una oj eada a los intentos de
fundamentación de la idea de los derechos humanos implica
asomarse a una virtual caja de Pandara. Tal es la pléyade de funda
mentos antropológicos, metafísicos, ontológicos, etnológicos,
etc., contradictorios que se esgrimen.
No obstante, y siguiendo al propio Maritain, puede admitirse
que la idea de los derechos humanos constituye una ideología
práctica, susceptible de fundamentaciones diversas y aun con-
4.- Según lo destacó con toda claridad Julio Labastida durante el desarrollo de la III
Conferencia Regional, CLACSO.
5.- Cardo:w, F .H., A Democracia Nas Sociedades Contemporáneas, documento presentado
a la III Conferencia Regional, CLACSO.
6.- Maritain, J., en la Introducción a Los Derechos del Hombre, varios autores, Editorial
Lais, Barcelona, 1973, pp. 1 9 a 32.
99
tradictorias, y que como tal ideología práctica ha llegado a ser un
elemento operante y eficaz en la experiencia política de la última
década.
Esto es particulannente cierto de los sectores de inspiración
cristiana --específicamente, la Iglesia-, pero debe reconocerse
que tanto las izquierdas como, más en general, las tendencias pro
gresistas, han tenido que incorporar, de buena o mala gana, esta
tercera figura social rectora.
100
Por una parte, el Estado se disuelve en gran medida en la
sociedad política y en la sociedad civil. Este antiestatismo de las
nuevas ideologías no deja de acarrear dificultades. Como bien se
ha señalado en algunas intervenciones durante la conferencia, el
Estado no ha perdido su imprescindibilidad como instrumento de
transfonnación social.
Por el contrario, la presencia estatal tiende a acentuarse cada
vez más, al igual que su necesidad. De esta manera, podría enfren
tarse una situación de divorcio entre idelogía y práctica, o bien
habría que concluir que las nuevas ideologías son sólo expedientes
defensivos, adecuados a una coyuntura particulannente mala. Sin
duda, éste es un problema principal, que requiere ser elaborado.
Por otra parte, las orientaciones referidas implican una impor
tante interpenetración entre sociedad política y sociedad civil.
Así, está la idea de que la sociedad civil debería hacerse más
pública y, correspondientemente, más política. Pero, a la vez, este
proceso de politización de la sociedad civil debería acompañarse
de un proceso de democratización de la sociedad política. Esta
última tendría que desprofesionalizarse en una medida impor
tante. En definitiva, la sociedad política debería ser más social y
menos política.
VI
101
efectiv amente estén aquí en juego visiones, proyectos y puntos de
vista que no guarden entre sí un grado importante de annonfa.
Después de todo, frente a la diversidad de situaciones e intere
ses, la alegre y superficial imputación de un consenso constituye
un expediente demasiado fácil, que puede ser particularmente
estéril en sus consecuencias. No obstante, más relevante que esa
posibilidad de iluminar contradicciones es la de mostrar la exis
tencia de un trasfondo de ideas rectoras, que puedan llegar a cons
tituir un marco de referencia común para pensar en el problema del
reforzamiento de la sociedad civil.
El objetivo de estas notas no era otro que el de estimular la
reflexión acerca de esas posibles ideas rectoras.
102
E N T O R N O A L A R EL A C ION E N T R E
M O R AL Y P OLITICA EN M A X W EB E R .
l . L a s dos morales.
1 03
Hecha esta constatación, que explica en gran medida la persis
tencia de las vocaciones políticas, Weber plantea entonces la
cuestión con que se abren las páginas finales del ensayo, sin duda
de las más brillantes, provocadoras y enigmáticas de su copiosa
obra:3
"¿Cuál es, pues, la verdadera relación entre ética y política? ¿No tiene
nada que ver la una con la otra, como a veces se dice? ¿O es cierto, por
el contrario, que hay una 'sola' ética, válida para la actividad política
104
como para cualquier otra actividad? ... ¿Pero es cierto acaso que haya
alguna ética en el mundo que pueda imponer normas de contenido
idéntico a las relaciones eróticas, comerciales, familiares y profesion
ales, a la relación con la esposa, con la verdulera, el hijo, el compe
tidor, el amigo o el acusador? "
Una vez que se acepta que la política puede regirse por una
moral que le es propia, emergen de inmediato dos problemas. Por
una parte, es necesario describir o caracterizar esa ética que sería
inherente a la política, demostrando por qué la política exige ese
tipo de ética y no otro. Por otra parte, hay que examinar las rela
ciones entre esa moral de la política y otros ordenamientos éticos:
¿es que coexisten armoniosamente, yuxtapuestas unas al lado de
otras, o por el contrario, se trata de ralaciones tormentosas, con
flictivas?
Según bien se sabe, el rasgo específico de la política reside, para
Weber, en el medio que le es peculiarmente inherente: el uso de la
violencia física.5 La política es lucha, y por pacíficas que sean las
formas que esa lucha puede asumir, en última instancia ella está
orientada fundamentalmente por una pretensión a monopolizar
legítimamente la coacción física. Ese rasgo específico origina la
necesidad de una moral política, que Weber trata de identificar
mediante la célebre oposición entre una ética de la convicción
frente a una ética de la responsabilidad:6
"Tenemos que ver con claridad que toda acción éticamente orientada
puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí
e irremediablemente opuestas: puede orientarse conforme a la ética
de la convicción o conforme a la 'ética de la responsabilidad... ' No es
105
que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad
o la ética de la responsabilidad a la falta de convicción. No se trata en
absoluto de esto. Pero sí hay una diferencia abismal entre obrar según
la máxima de una ética de la convicción, tal como la que ordena (re
ligiosamente hablando) 'el cristiano obra bien y deja el resultado en
manos de Dios' o según una máxima de la ética de la responsabilidad,
como la que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de
la propia acción."
" ... una fides implícita no es realmente ya un tener por verdadero, per
sonalmente, los dogmas, sino una declaración de confianza y de
entrega a un profeta o a una autoridad . . . Con esto la fe religiosa pierde
su carácter intelectualista . . . Pues el mero 'tener por verdaderos' los
106
conocimientos le bastará a una 'ética de convicción' a lo sumo como
el grado más bajo de la fe ... También la fe debe convertirse en cosa del
sentir."
1 07
Así caracterizada la moral de la convicción, podría recunirse
simplemente al concepto de acción racional con arreglo a fines
para llegar a describir las notas constitutivas de una ética de l a
responsabilidad. L o propio de ésta - y, en consecuencia, d e l a
moral política - residiría e n exigir que se oriente la acción por e l
fin, medios y consecuencias implicados e n ella, y que para ello se
sopese racionalmente los medios con los fines, los fines con las
consecuencias implicadas y los d i ferentes fines posibles entre sí. 1 2
En este punto, y específicamente en relación con la política,
Gramsci ofrece una descripción que parece admirablemente
adecuada a la idea de la ética de la responsabilidad, inherente a este
tipo de actividad, utilizada por Weber: 1 3
108
mundo , que debe contar con todas las imperfecciones e impurezas
de la realidad y aceptarlas como elementos constitutivos suyos,
sin que le quepa el expediente de rechazarlas como meras escorias.
Puesto de otra m anera, la moral política tiene que hacerse res
ponsable de la maldad del mundo, y está forzada a desenvolverse
en el seno de esa maldad, utilizando en parte esa maldad para los
fines de la acción política. Weber lo repite una y otra vez: el mundo
está regido por los demonios y quien se mete en política ha sellado
un pacto con el diablo;14 quien hace política pacta con los poderes
diabólicos que acechan en tomo de todo poder; 1 5 y así por delante.
Esta circunstancia confiere a la moral política un carácter ex
traordinariamente precario e imperfecto . . . Si la finalidad primor
dial de una ética es preci samente la de entregar criterios claros que
permitan distinguir el mal del bien, lo que es debido de lo que es
prohibido, entonces la moral política es un rotundo fracaso :16
"Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para con
seguir fines 'buenos' hay que contar en muchos casos con medios
moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e
incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas.
Ninguna ética del m undo puede resolver tampoco cuándo y en qué
medida quedan 'santificados' por el fin moralmente bueno los medios
y las consecuencias laterales moralmente peligrosos."
1 09
Es verdad que, en un cierto momento, Weber llega a concluir
que las dos morales no son opuestas sino complementarias:17
"Es cierto que la política se hace con la cabeza, pero en modo alguno
solamente con la cabeza. En esto tienen toda la razón quienes defien
den la ética de la convicción. Nadie puede, sin embargo, prescribir si
hay que obrar conforme a la ética de la responsabilidad o conforme
a la ética de la convición, o cuándo conforme a una y cuándo conforme
a otra... Es .. .infinitamente conm ovedora la actitud de un hombre
maduro (de pocos o muchos años, que eso no importa), que siente
realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuen
cias y actúa conforme a una ética de la responsabilidad, y que al llegar
a un cierto momento dice: 'no puedo hacer otra cosa, aquí me detengo'.
Esto sí es algo auténticamente humano y esto sí cala hondo."
1 10
No obstante, la actividad política presenta también paradojas y
dilemas respecto de otros deberes morales, que gozan de un re
conocimiento cultural igualmente generalizado, distintos del
mandamiento que prescribe no matar. Un caso claro es lo que
podría denominarse de obligación de ser veraz. En la oposición de
las dos éticas, el reconocimiento de esa obligación trae consigo
problemas análogos a los que conlleva la presencia permanente,
· directa o indirectamente, de la fuerza:19
111
cosas. Mucho más transparente es la siguiente afirmación de
Gramsci:20
"No se puede juzgar al hombre político por el hecho de que sea más
o menos honesto, sino por el hecho de que mantenga o no sus com
promisos (y en este mantenimiento puede estar comprendido el 'ser
honesto' es decir, ser honesto puede ser un factor político necesario
y en general lo es, pero el juicio es político y no moral)."
20 A. Gramsci, ob.cit., p. 1 7 1 .
21 M . Weber, Economía y Sociedad, ob. cit., p. 463.
1 12
"La experiencia universal que nos ensefla que el poder engendra
siempre poder, que por doquier intereses sociales y económicos de
dominio se alían a los movimientos más idealistas de reforma y
revolución, que la violencia contra la injusticia no lleva en último
término a la victoria del derecho mejor, sino del poder e inteligencia
mayores, no pasa inadvertida ... y da siempre origen a la exigencia
radical de la ética fraternal común al budismo y a las predicaciones de
Jesús: no resistir al mal con la violencia."
113
encierra esta idea de resolver la contradicción entre ética y política
precisamente mediante su no resolución.
El objetivo de estas notas reside en mostrar que existen argu
mentos suficientes como para concluir que la proposición de
Weber es superior a otras que se puedan concebir.
1 14
Si la contradicción entre formas de moralidad socialmente
aceptadas y actividad política tuviera un carácter excepcional
-extraordinario-, entonces se la podría aceptar como manifes
tación del hecho de que esas formas de moralidad tienen por
necesidad un carácter abierto -en el sentido de Aristóteles-, sin
que ello tuviera repercusiones demasiado graves, o pusiera en tela
de juicio la moral socialmente aceptada o la política.
Este punto de vista podría aceptarse si concurriera a lo menos
uno de alguno de estos tipos de circunstancias: si la política fuera
una actividad intermitente, que hiciera su aparición muy infre
cuentemente, o bien, si se tratara de una actividad caracterizada
por un nivel de conflicto de baja intensidad, llevada a cabo por
medios esencialmente pacíficos, que no entran en una oposición
demasiado flagrante con la moralidad socialmente aceptada.
Respecto del primer tipo de circunstancias, vale la pena
recordar los datos de la situación de que parte Weber. Lo propio
de la situación contemporánea es una creciente profesionaliza
ción de la política, una creciente diferenciación e institucionali
zación de esa actividad. No se trata entonces de una actividad
intermitente, de ocurrencia infrecuente. Por el contrario, para el
político profesional es el "medio" en que normal y cotidianamen
te se desenvuelve. Ciertamente, la política sigue siendo profunda
mente oligárquica, aun en una época de política y partidos de
masas. Ello implica que para la inmensa mayoría sí se trata de una
actividad extraordinaria; o que le es casi enteramente ajena. Pero
ello no significa que la política sea irrelevante para esa gran
mayoría de vidas que transcurren al margen de ella. Inversamente,
las afecta profundamente, y la contradicción entre política y moral
penetra continuamente en ese tejido social sujeto a sus propias
regularidades y rutinas.
Una versión extrema de este punto de vista, que Bames atribuye a Aristóteles, se puede
en El Hombre sin Alternativa,
encontrar en L. Kolakovski, Elogio de la Inconsecuencia,
Alianza Editorial, pp. 268-280.
1 15
Por otra parte, es verdad que hay situaciones políticas estables,
donde la actividad política posee una tonalidad esencialmente
pacífica y donde los procedimientos están relativamente rutini
zados y legitimados (socialmente aceptados). En esas situaciones,
.
la contradicción entre moral y política se presenta bastante atenua
da. En la terminología de Gramsci, la política es aquí primor
dialmente pequef'l.a política, y su contradicción con la moral se
expresa en raros estallidos con ocasión de escándalos públicos,
por ejemplo, un ca8o Watergate. No obstante, basta con escarbar
un poco para percatarse de que la contradicción está siempre
activa, aunque carente de expresiones dramáticas.
La Alemania de 1 9 1 9 distaba mucho de parecerse a esas situa
ciones, tal como también se asemejan poco a ellas los tiempos que
hoy vivimos. La relación entre moral y política se presenta en
tonces como una cuestión mucho más acuciante y urgente, que
exige de alguna modalidad de resolución, sin que el punto de vista
de la moral como sistema abierto aparezca como satisfactorio.
Una primera modalidad de resolución de la contradicción
consiste precisamente en intentar ce"w las formas de moralidad
socialmente aceptadas, integrando la política a ellas. Ello implica
dos cosas. Por una parte, asentir en una medida importante a los
rasgos específicos que caracterizan a la actividad política,
aceptándolos como medios necesarios bajo determinadas circuns
tancias. Por otra, elaborar un conjunto de normas, inferidas a partir
de los principios éticos originales - los principios de la ética
absoluta primitiva, en la terminología de Weber -, que regulen la
aplicación de esos medios, indicando las circunstancias que hacen
moralmente válida su utilización. De esta manera, se "santifica"
a la política, y su ejercicio, mientras se regule por las normas
referidas, está en armonía con la moral.
Tómese, por ejemplo, la obligación de ser veraz. La política
puede obligar frecuentemente a infringir ese mandamiento: a
mantener en secreto ciertas cosas (secretos de Estado), a ser infiel
1 16
a las propias convicciones, a ocultar los auténticos propósitos (el
lobo con piel de cordero), a defonnar los hechos o a aseverar cosas
que no son ciertas. Sin embargo, es posible integrar la política a
una moral que contiene esa obligación, regulando las circunstan
cias bajo las cuales se puede no ser veraz, a partir de los principios
constitutivos de la ética. Usualmente, esta integración se llevará a
cabo mediante una jerarquización de fines o v alores, recono
ciendo la existencia de fines o estados de cosas cuya consecución
o cuya preservación exigen sacrificar la verdad. Así, se podrá
mentir en aras de preservar la integridad territorial de la nación, o
para hacer posible la sobrevivencia de un sistema institucional.
En Weber hay varios ejemplos de este procedimiento, referidos
especialmente al mandamiento cristiano de no violencia y al de
abandono en la providencia. En su versión evangélica primitiva,
estos m andamientos, tal como se expresan en Mateo 5, 38-42 y
6, 25-34, tienen un carácter absoluto, que no admite excepciones.
La tradición católica posterior elaboró la ética de los consilia
evangelica, una ética especial para quienes están dotados con el
carisma de la vida santa. Entre ellos están, además del monje, que
no debe derramar sangre ni buscar ganancia, el caballero cristiano
y el ciudadano piadoso que, respectivamente, pueden hacer una y
otra cosa. En este caso, es el principio de la corrupción del mundo
por el pecado original el que pennite, con relativa facilidad, intro
ducir en la ética la violencia como un medio para combatir el
pecado y las herejías.24
Desde el punto de vista del carácter absoluto atribuido a los
principios éticos primitivos, el esfuerzo por integrar la política
trae necesariamente una relativización de ellos. Por eso, parece
propio hablar de esta modalidad de resolver la contradicción entre
política y ética en ténninos de una rel ativización de la moral.
s
No obstante, hay que prestar atención al hecho de que, en el
espíritu con que se llevan a cabo estos intentos, esa relativización
24 M. Weber, La Política como Vocación, ob.cit., pp. 169- 170.
1 17 ;
,
no implica una desvalorización de los principios primitivos. Muy
por el contrario, de lo que se trata es precisamente de valorizar la
política, prestándole el ropaje de la moral de los primeros princi
pios. La vida del santo puede seguir siendo, en un cierto sentido,
superior a la del guerrero y a la del comerciante, pero las ac
tividades de estos últimos pasan a ser tan moralmente aceptables
como la del primero.
Quizás es en Rawls donde se puede encontrar la expresión
conceptual más acabada y secularizada de esta técnica de rela
tivización de la moral.
En su búsqueda de principios de justicia, Rawls señala que ha
limitado su examen a aquellos que imperarían en una sociedad
bien ordenada, es decir, en una sociedad en la que se presume que
todos y cada uno actúan j ustamente y hacen lo que les corresponde
en la mantención de instituciones justas. A las condiciones expre
sadas en ese supuesto, Rawls las llama de condiciones de acata
miento estricto (strict compliance). Su teoría de la justicia es una
teoría del acatamiento estricto en cuanto se construye partiendo
del supuesto referido. Por ello, es también una teoría ideal.
Sin embargo, Rawls no puede desconocer que esa manera de
proceder limita severamente las consecuencias prácticas de la
teoría. Así, por ejemplo, se ha argumentado con frecuencia que los
principios de justica que Rawls ofrece carecerían de bases moti
vacionales adecuadas en términos de lo que efectivamente son las
sociedades históricas o la naturaleza humana. Para salvar esa
dificultad, el autor opone a las condiciones de acatamiento estricto
un tipo distinto de supuestos: las condiciones de acatamiento par
cial (partial compliance ) . Uno y otro tipo de condiciones con
ducen, respectivamente, a tipos di stintos de teoría. Las relaciones
que Rawls establece entre ambos tipos de teorías expresan clara
mente la idea de relativización de la moral :25
1 18
" ...considero primariamente lo que llamo de teoría de acatamiento
estricto, en cuanto opuesta a una teoría de acatamiento parcial ... La
última estudia los principios que gobiernan el tratamiento de la injus
ticia. Comprende tópicos tales como la teoría del castigo, la doctrina
de la guerra justa, y la justificación de las diversas maneras de
oponerse a los regímenes injustos, las que van desde la desobedien
cia civil y la resistencia militante hasta la revolución y la rebelión. Ob
viamente, los problemas de la teoría de acatamiento parcial son los
más acuciantes y urgentes. Tratan de las cosas que enfrentamos en la
vida cotidiana. La razón para comenzar con la teoría ideal reside en
que creo que ella proporciona la única base para la captura sistemática
de los problemas más acuciantes . . . en todo caso, supondré que no hay
otro modo de ganar una comprensión más profunda, y que la natu
raleza y fines de una sociedad perfectamentejusta constituyen la parte
fundamental de la teoría de la justicia."
1 19
medios tradicionalmente utilizados por los políticos, pero se los
santifica por apelación a unos fines trascendentes, cuya fuerza de
convicción arranca de la religión o de la cosmovisión utópica
revolucionaria. Pese a la opacidad de la realidad política, la ape
lación a esos fines trascendentes la hace objeto de una misteriosa
y pía transformación.
No hay que ver en todo esto sólo materiales para reproches
personales, a título de hipocresía, perversidad, mala fe o buena fe
ingenua proveniente de un autoengaño. En realidad, el oculta
miento de los efectos de dominación pertinente se hace respecto
de otros, y no sólo en términos de hechos puntuales y aislados, sino
quizás principalmente como algo que encuentra una difusión
social importante.
Se trata, entonces, de un ocultamiento que constituye de por sí
un efecto de dominación, que refuerza aquellos otros que encubre.
Vale la pena examinarlo con más detalle.
1 20
Según Ronald Syme,27 un historiador contemporáneo del
período de transición de la Roma republicana a la Roma imperial,
la vida política republicana, con sus leyes, instituciones, ética
cívica y conflictos seculares, encubría el desarrollo de un drama
muy distinto, cuyos propios actores disimulaban frente al resto de
la sociedad:28
La res publica fue sólo un nombre, dice Syme, pero habrá que
conceder que fue un nombre provisto de una singular eficacia.
Entre otras cosas, connotaba una ética cívica que alimentó espi
ritualmente la vida política romana y en cuya virtud se dieron las
grandes luchas del período. Sin apelar a ella, la historia romana
sería incomprensible. A través de la obra de Cicerón, impactó
siglos después en el pensamiento político occidental, con
tribuyendo a configurar esa tradición de humanismo cívico que se
prolonga desde Maquiavelo hasta Adam Smith, pasando por un
Montesquieu.29
27 R. Syme, The Roma11 Revo/u1io11 , Oxford University Press, 1 966.
28 R. Syme, ob. cit., pp. 1 1 - 12.
29 J. G. A. Pocock, The Machiavel/ian Moment: Florentine Política/ Thought ami the
Atlantic Republican Tradition, Princeton, 1975.
121
No se trata de restar importancia a las proposiciones de Syme.
Pero si el cuadro que él pinta es válido, entonces hay que concluir
que la res publica romana se contaba entre uno de los arcana im
perii, * y posiblemente constituía un "secreto de Estado" privile
giado.
En efecto, la idea de una ética cívica, que alcanzó una eficacia
social considerable , confería a los procesos políticos un sentido
público, totalmente distinto del que se le podía otorgar desde el
punto de vista de un conflicto endémico por poder, riqueza y
prestigio, protagonizado por los miembros de la nobilitas.
Pero este último sentido sólo era accesible a los iniciados, es
decir, a esos mismos nobiles; y tanto la preservación como l a
reproducción histórica de ese sentido estaban condicionadas por
su ocultamiento respecto de los otros. Obviamente, para que ese
ocultamiento sea posible no basta con guardar silencio acerca del
sentido efectivo. Se requiere, a la vez, una conciencia social que
acepte como plausible un sentido distinto, y esa es la función de
la moral cívica asociada a la idea de la res publica populi Romani.
La situación resultante se caracteriza entonces por la coexisten
cia de una moral, socialmente aceptada en un grado importante y
que hace aparecer las cosas como en realidad no lo son, y una vida
política cuya verdad última es monopolio de unos cuantos ini
ciados. Sobre ella se guarda silencio, salvo las tímidas y veladas
alusiones provenientes de la indi screción originada en la curiosi
dad inherente a la vocación científica. La moral socialmente re
conocida pasa a ser de este modo un ejemplo más de la mentira
noble o mito espléndido de Platón.30
* La expresión viene de un pasaje de los Anales, de Tácito, bastante oscuro. Véase Tácito,
Anales, en Historiadores Latinos, E. D. A. F., 1 966, p. 1 062: " Movióse después otra
contienda entre Galo y César; porque Galo quería que de cinco años se hiciesen los comicios
o juntas para la creación de los magistrados; quería también que los legados de las le
giones . . . estuviesen desde luego destinados para serlo, y que el príncipe nombrase hasta
doce candidatos o pretendientes para presentar en el discurso de los cinco años. No hay duda
que este voto penetraba más altamente en los secretos del imperio ."
1 22
Ciertamente, la descripción que hace Syme de la vida política
romana es perfectamente aplicable a su equivalente medieval. En
ambos casos, la naturaleza feudal de la sociedad lleva a una con
tienda en pos de poder, riqueza y prestigio, circunscrita a un
círculo restringido de protagonistas. Pero aquí el mito espléndido
ya no es una moral cívica republicana, sino una ética religiosa
-cristiana, católica- íntimamente fusionada con la idea de la
Cristiandad.
Teóricamente, deberían haber, sin embargo, diferencias capita
les entre uno y otro caso.
La moral cfvi ca romana es, en un sentido político, más realista.
Está adaptada a las duras realidades de la política. Se trata de una
moral nacional, belicosa, en cuya base se encuentra la tristemente
célebre oposición entre amigo y enemigo. Por lo tanto, legitima el
empleo de la fuerza y el fraude. Lo que no legitima son la fuerza
y el fraude como arcana imperii , en cuanto medios de una con
tienda secreta desvinculada de los fines explícitos de la república.
Por el contrario, la moral cristiana es una ética universal que, a
partir de sus fundamentos evangélicos, debería encontrarse en una
situación por lo menos inconfortable en relación con la política.
No está en cuestión aquí el hecho de que, desde el maridaj e entre
Iglesia y poder a partir del así llamado Edicto de Milán, la presen
cia de prácticas y políticas de violencia y fraude han caracterizado
largos siglos de cristianismo. El problema es si la tensión origi
naria entre moral y política ha encontrado expresión en las diver
sas construcciones doctrinarias del catolicismo.
De creer a ciertas versiones, relativamente apologéticas que
intentan sintetizar lo que ha sido el desarrollo intelectual del cato
licismo, esa contradicción encontró expresión, y se resolvió en
favor de los fundamentos evangélicos originarios.31 No obstante,
el problema no parece ser tan simple. Por ejemplo, se han citado
123
ya los consilia evangelica, señalados por Weber, que autorizaban
al caballero cristiano a derramar sangre. La siguiente descripción,
que intenta resumir la concepción de la sociedad propia del
medievo, tampoco permite zanjar derechamente el problema:32
1 24
De hecho, hay una aceptación e institucionalización importantes
de los medios específicos de la política, especialmente de la vio
lencia, y una consagración igualmente significativa de la opo
sición entre amigo y enemigo .
Sin embargo, el postulado de la armonía social inherente a la
naturaleza totalitaria de estas sociedades no puede sino implicar el
rechazo - en términos de la conciencia teórica o especulativa
oficialmente sancionada - del sinnúmero de convenciones y
prácticas propias de los juegos del poder, y que constituyen en
gran medida lo que se entiende por política. A la vez, ese postulado
entronca directamente, quizás de maneras discutibles, con los
fundamentos evangélicos originarios.
En todo caso, eso es lo que se desprende del juicio de un estu
dioso del problema:34
"Se desprende de todo esto que si bien es cierto que siempre hubo
razón de Estado en los actos de los políticos . . . , no es menos cierto que
no tenía conciencia de ella . . . Lo que se hacía se cometía vergonzosa
mente o se justificaba casuísticamente . . . y lo que se sabía se tenía
como secreto, unas veces con el pudor de lo ocultable, otras con el
encanto de lo misterioso . . . ; en todo caso, como una serie de reglas
empíricas que sólo el gobernante podía conocer.
1 25
aparición, esa tradición estaba destinada a alcanzar un impacto
que trasciende con creces esas condiciones.
La tradición que podría llamarse maquiavélica no agrega nada
nuevo a las realidades de la vida política. Se limita a codificar,
analizar racionalmente y exponer públicamente - es decir, bajo la
forma de una obra literaria culta, supuestamente accesible a
cualquier lector- una experiencia histórica más que centenaria.
Su gran virtud es la de exponer ante los ojos del mundo los arcana
imperii, hasta ese momento celosamente guardados. Al hacerlo,
los secretos del poder y la política dejaban de ser monopolio de
unos cuantos iniciados, y pasaban a convertirse en potencial patri
monio del común de los hombres. Adicionalmente, los mitos
espléndidos que habían venido funcionando hasta ahora se debili
taban considerablemente y son susceptibles de una crítica ra
cional, empíricamente orientada. Es lo que dice Bodin al afirmar
que los nuevos escritores políticos han profanado los sagrados
misterios de la filosofía política,37 y es el juicio de Gramsci cuando
asigna a El Príncipe un destacado potencial revolucionario.38
Es a partir de allf que la contradicción entre moral y política pasa
a ser un problema social importante, en los ténninos que lo han
caracterizado durante las épocas moderna y contemporánea. Es
también a partir de allí que el expediente de relativizar la moral
adquiere vigencia histórica, corno un artificio destinado a resolver
esa contradicción.
En teoría, la relativización de la moral se presenta provista de
varias virtudes. En vez de reaccionar negativamente frente al
desocultamiento de la política, intentando ahogar la expresión
pública de sus arcanos, incorpora derechamente sus duras reali
dades. En este sentido, colabora en la labor de de-mitificación
iniciada por la tradición maquiavélica. Pero, al mismo tiempo,
hace objeto a la política de una mínima regulación ética, cum-
37 Bodin, Los seis libros de la República, citado por M. García-Pelayo, ob. cit. , p. 1 1.
38 A. Gramsci, ob.cit. . passim.
126
pliendo así una labor ci v i l izadora. Hay entonces un contraste claro
con el espíritu que orienta obras como El Príncipe. Maqui avelo se
l im i ta a exponer una técnica, sin atender a las consecuencias de su
ejercicio. Es el m i smo contraste que se podría establecer entre el
modo de analizar la guerra, propio de juristas i nsnaturali stas ra
cionalistas y el tratam iento que de ella ofrece un Clauscwi tz. No
es que los primeros desconozcan l a legali d ad objetiva y l as reali
d ades d e l a guerra, tal como l as expone e l segundo. L o di stintivo
de el los es el intento de adaptarla a una m oral i d ad reconoci da
como superior, l o que e s una tarea con sentido humanitario.
No obstante, y sin dej ar de reconocer la orientación civilizadora
inherente a los esfuerws de rel ativización de l a moral , lo cierto e s
q u e ellos term inan p o r cons t i t u i rse e n modal idades de ocul ta
m iento de efectos de dominación, es decir, en mitos espléndidos
adecuados a l as nuevas c i rcunstancias. Ello puede verse con c l a ri
d a d en el caso m á s destacado de rel ativización de l a época m o
derna: l a teorización de la razón de Estado por la Contrarreform a
católica.
La teorización de la razón de Estado parte de dos supuestos. Por
una parte, la política se presenta como un medio necesario para
alcanzar unos fines trascendentes. Por otra, la política posee una
legali d ad propia, que i mpone e xigenci as reñidas con l a moral
aceptada.
De esta m anera, hay un reconocimiento explícito de la con
tradicción entre moral y políti ca:39
127
Frente a esta contradicción, lo que se hace es integrar la política
a la religión y ética católicas, quedando así santificada la primera.
Los dilemas que va planteando este- esfuerzo de integración y las
modalidades de resolución que se van adoptando, adquieren en
este ejemplo un valor paradigmático. Primero, la aceptación de la
necesidad de la política, y la constatación de los riesgos que ello
involucra para la integridad de la moral:40
128
fessionis y, por tanto, la concepción de la una como sirviente de la
otra, pues en realidad ambas son partes de un único orden y se com
plementan entre sí."
"Se dice que Felipe II respondió en una ocasión: 'Prefiero perder todos
mis reinos a reinar sobre herejes' . . . , pero ello no impidió que, previa
1 29
consulta a teólogos , ordenara . . . la ejecución de Don Juan de Lanuza,
J uslicia Mayor de Aragón, no por el infeliz Don Juan, sino porque . . .
no se trataba tanlo de cortar la cabeza a Lanuza cuanlo de decapilar
en ella el cargo de Justicia de Aragón, refugio de poderes histó
ricamenle reaccionarios y enemigos del centralismo estatal requerido
para el mejor éxito de la empresa confesional."
i
1 30
su puro significado ético, son irrefutablemente malos. Tan cris
tianos son los actos de San Francisco de Asís como los de Felipe
II o los de Fernando 11, pese a que los primeros se ajustan a la moral
evangélica y los segundos la contradicen de modo flagrante.
Igualmente, es indudable que la fuerza de la ética cristiana des
cansa en vidas ejemplares como la del santo, y no en el testimonio
de los dos emperadores. Es fácil imaginar cómo la vida del santo
pueda conmover moralmente y llevar a conversiones en términos
del Sermón de la Montafía. Que el asesinato de Lanuza o el de
Wallenstein puedan producir efectos similares, eso sí sería ya una
proeza imaginativa por lo menos exótica.
Si, al decir de Bodino, los nuevos escritores políticos profanan
los más misteriosos secretos de la filosofía política, ello encuentra
una condición necesaria en la aceptación de una moral que rechaza
esos secretos. Si se hubiera tratado de prácticas moralmente indi
ferentes, esa profanación no habría tenido relevancia alguna, ni
habría causado ningún revuelo.
Pero es precisamente porque se trata de prácticas que no pueden
ser moralmente más relevantes, que el desocultamiento saca a la
luz una contradicción entre política y moral y promueve un
escándalo. Ha quedado en claro que a la gran mayoría de los no
iniciados en los arcanos del poder - los dominados de todas las
especies - se les han estado pasando gatos por liebres. No obs-·
tante, para adquirir conciencia de ello hay que disponer tanto de
información acerca de las características objetivas de la fauna
efectivamente presente como de criterios que permitan distinguir
qué es un gato y qué es una liebre. Estos últimos criterios son
morales, y vienen provistos de una carga afectiva secular de gran
intensidad.
Las doctrinas de la razón de Estado no niegan, en principio, las
características de la fauna efectivamente existente. Lo que sí
hacen es alterar, de manera más o menos sutil, los criterios de qué
131
es un gato y qué es una liebre. Mediante esa alquimia, los mismos
gatos de antes pasan ahora a ser liebres.
Pero para los mortales comunes la distinción entre gatos y
liebres no es asunto de mera convención lingüística. Los criterios
para identificar liebres y gatos tienen un enorme contenido afec
tivo, y esa afectividad está determinada por las características
objetivas de lo que tradicionalmente se ha venido llamando de
gato y de liebre. Por ello, al aceptar los gatos como liebres, se les
da más que un nombre distinto. Se los promueve a un status
obj etivo distinto. La razón de Estado no produce asesinatos, sino
actos conformes a ella.
La lógica general de este proceso de ocultamiento - histó
ricamente, de reocultamiento - aparece entonces con relativa
claridad.
El juicio moral, positivo o negativo, sobre un determinado acto,
no le quita ni le agrega, objetivamente, nada. Por ejemplo, una
guerra j usta no difiere de una guerra injusta. En ambos casos se
sujetará a una legalidad semejante a la descrita por Oausewitz en
De la guerra.
El problema se plantea cuando la calificación de justa deriva de
la extensión de unos principios éticos que arrancan su prestigio
social y su fuerza de convicción del rechazo de la guerra y su
proscripción en virtud de una apreciación objetiva de sus crudas
realidades.
En ese último caso, se corre el riesgo de que la guerra justa pase
a ser comprendida, tanto de modo personal como socialmente,
como algo muy distinto de las guerras comunes.
Por lo tanto, se puede llegar a atribuirle características que no
son las de la guerra, con lo que, en definitiva, la realidad de las
guerras concretas que tengan lugar se distorsione profundamente.
Emerge entonces un efecto de ocultamiento o encubrimiento.
En el caso del poder, esta sutil alquimia es aún más efectiva.
Cuando la moral presta a determinados medios una respetabilidad
1 32
cuya fuerza deriva de que esa misma moral rechaza esos medios,
lo más probable es que se produzca incluso un cambio de lenguaje.
El poder ya no engendra poder sino autoridad, la violencia cede el
paso al imperium, pese a que la violencia del pelotón de fusileros
en nada difiere de la ejercida por unos revolucionarios insurgentes
o una cuadrilla de hampones, y así por delante. La diferencia
estriba en que las realidades de la guerra son de más difícil ocul
tamiento que las del poder.
Las doctrinas de la razón de Estado de la Contrarrefonna
católica constituyen sólo un ejemplo de esta lógica de encubri
miento, que opera mediante la relativización de la moral.
Hay otros ejemplos, más contemporáneos y hoy más relevan
tes. Uno de ellos es la ideologfajuridicista liberal y democrático
liberal, que asimila la política al derecho, la vida política a la vida
jurídica.46 Su análisis conferiría a estas notas una extensión des
mesurada, y habrá que postergarlo para otra oportunidad.
No es, por otra parte, el único camino abierto para enfrentar la
contradicción entre moral y política. También es posible optar por
desvalorizar la moral, un tema del que se ocupan las páginas
siguientes.
133
al realismo político de izquierda o "progresista" que no se agota
necesariamente en la tradición leninista y sus hipotéticos he
rederos.
Pero lo cierto es que resulta muy difícil identificar a un autor o
a una tendencia en que ese rechazo de la moral adquiera carac
teristicas absolutas. Podría pensarse que El Príncipe de Maquia
velo reúne tales condiciones, pero cuando se lo interpreta en el
contexto general de la obra maquiavélica, ese juicio se atenúa
considerablemente. Quizás el caso de Hitler representa una as
censión a los extremos en esta dirección de desvalorización de la
moral, pero aun aquí hay suficientes complejidades que habría que
desentrañar previamente.
De hecho, cuando Weber individualiza las cualidades que
hacen de un político un buen político, destaca la necesidad de la
pasión, en el sentido de entrega apasionada a una causa. Es decir,
el político debe sentir convicciones, independientes de los puros
requerimientos del poder. Por ello, sen.ala Weber, la ausencia de
finalidades objetivas es uno de los dos pecados mortales en el
terreno de la política. En efecto, al faltar convicciones, hay ausen
cia de finalidades objetivas, lo que lleva a gozar del poder por el
poder, a buscar la apariencia brillante del poder en lugar del poder
real. El resultado es una acción vacía de sentido:47
1 34
interior y cuánta impotencia se esconden tras estos gestos, ostentosos
pero totalmente vacíos. Dicha actitud es producto de una mezquina y
superficial indiferencia frente al sentido de la acción . . . "
"Lo que importa es que siempre ha de existir alguna fe. Cuando ésta
falta, incluso los éxitos políticos aparentemente más sóli dos, y esto es
perfectamenk: j usto, llevan sobre sí la maldición de la inanidad."
1 35
Esta aceptación de la eficacia social de la moral trae consigo
consecuencias para la política. En efecto, ello significa que la
segunda no puede prescindir de la primera. La política no es
administración de medios inertes, sino manipulación de personas
- de mujeres y de hombres-, y en consecuencia las creencias y
actitudes morales de las personas constituyen un dato de l a
situación. La existencia d e una legalidad ética e n la sociedad, por
criticable que sea desde otros puntos de vista, impone restric
ciones a la acción del político.
Así, si bien no se puede juzgar al hombre político por el hecho
de que sea m ás o menos honesto, sino por el hecho de que man
tenga o no sus compromisos, en general ser honesto es un factor
político necesario. Esa necesidad arranca de la existencia de una
moral socialmente eficaz, que contiene la obligación de ser veraz
- en este caso, consigo mismo - entre sus preceptos.
Sin embargo, desde el momento en que esa necesidad dej a de
ser tal, o, lo que es más probable, desde el momento en que una
necesidad superior hace forzoso quebrar la obligación de hones
tidad, el político deberá obrar en consecuencia. Esa naturaleza de
simple medio es la que confiere a la ética un carácter subordinado,
lo que la constituye en sirvienta de la política.
Hasta aquí, se está en presencia de un estricto maquiavelismo.
El paralelismo con la concepción maquiavélica de la relación
entre religión y política es obvio. Pero el pensamiento de Gramsci
es bastante más complejo, y supera con creces esa actitud. Ello se
observa con claridad en la posición que adopta respecto de los
problemas que plantea la división entre gobernantes y gobernados
al interior de una misma clase social (léase: el proletariado) :49
136
difíciles de corregir. Se cree que, una vez planteado el principio de la
homogeneidad de un grupo, la obediencia no sólo debe ser
automática . . . sino que debe ser también indiscutible . . . Es así difícil
extirpar de los dirigentes . . . la convicción de que una cosa debe
hacerse porque el dirigente considera justo y racional que se haga . . .
De allí que sea difícil también extirpar el hábito criminal del descuido
en el esfuerzo por evitar sacrificios inútiles. Y, sin embargo, el sentido
común muestra que la mayor parte de los desastres colectivos
(políticos) ocurren porque no se ha tratado de evitar el sacrificio inútil,
o se ha demostrado no tener en cuenta el sacrificio ajeno y se jugó con
la piel de los demás."
1 37
El problema crucial de esta concepción reside entonces en cuán
practicable es esa economía de la acción política. La idea en sí no
tiene nada de objetable, pero si se mostraran razones de peso que
tomaran dudosa su aplicación a la vida política efectiva, la validez
de la subordinación de la moral a la política se tomaría también
dudosa.
Hay situaciones en que la necesidad y oportunidad de un sa
crificio son transparentes. Un ejemplo trivial es el del médico que
aplica un tratamiento doloroso a su paciente. Se pueden imaginar
otras situaciones más complejas y menos trivi ales. En relación con
la criminalidad de los sacrificios inútiles, Gramsci coloca otro
ejemplo:50
"Todos habrán oído narrar a los oficiales del frente cómo los soldados
arriesgaban realmente la vida cuando realmente era necesario, pero
cómo en cambio se rebelaban cuando se era desconsiderado para con
ellos. Una compañía era capaz de ayunar varios días si veía que los
víveres no alcanzaban por razones de fuerza mayor, pero se amoti
naba si por descuido o burocratismo se omitía una sola comida."
138
"Es una tremenda verdad y un hecho básico de la Historia (de cuya
fundamentación no tenemos que ocuparnos en detalle aquí) el de que
frecuentemente o, mejor, generalmente, el resultado final de la acción
política guarda una relación absolutamente inadecuada, y frecuente
mente incluso paradój ica, con su sentido originario."
1 39
exigidos de los dirigidos en ténninos de un rigor importante . Ello
no es cierto. A lo más que pueden llegar es a exponer la plausibili
dad de la apuesta que da sentido a esos sacrificios. Indudable
mente, hay una gran di stancia entre este tipo de comportamiento
y la actitud consistente en la exigencia de una obediencia ciega.
Aquí, los dirigidos pueden por lo menos optar, y si deciden ir al
sacrificio lo hacen con conocimiento de lo que están arriesgando,
hasta donde ese conocimiento sea objetivamente posible.
El mismo hecho de la incertidumbre hace que la relación entre
dirigentes y dirigidos sea, idealmente, distinta de cómo, también
idealmente, la concibe Gramsci.
En efecto, l a incertidumbre que pende sobre la acción hace de
ella una cuestión irremediablemente abierta, susceptible de ser
discutida indefinidamente. Frente a una apuesta plausible, siem
pre hay otras apuestas igualmente plausibles. En el mejor de los
casos, lo que se establece es una relación de confianza, en cuya
vi1tud los dirigidos aceptan la apuesta que ofrece el dirigente. Esa
confianza, que descansa más en una identidad de convicciones
que en consideraciones de racionalidad instrumental , no implica
que los dirigidos renuncien a hacer efectiva la responsabilidad del
dirigente por las consecuencias que efectivamente sobrevienen.
En definitiva, Gramsci acepta tácitamente estas razones al
sentar un principio de responsabilidad por las consecuencias pos
teriores:53
140
En efecto, lo propio de una ética de convicción es afinnar las
prescripciones de la moral socialmente reconocida - no matar,
ser veraz, cuidar de la vida de los otros, etc. -, sin subordinarlas
a ninguna articulación de fines trascendentes. Así, si de una acción
resultan muertes, la primera reacción de la mayoría orientada
básicamente por esa moral socialmente reconocida - los diri
gidos, los gobernados, la gran masa de dominados - consiste en
cuestionar la legitimidad de esas muertes en sí. Ellas son desde un
principio sospechosas, no en virtud de un sofisticado razona
miento sobre la adecuación de medios afines, sino en razón de esta
simple pregunta: ¿quién les dio el derecho a enviar a estos hom
bres a su muerte?
La moral de la convicción toma sospechoso todo sacrificio, y
esa sospecha hace eficaz el principio de responsabilidad por las
consecuencias efectivas. Si su vigencia y aplicación quedaran
libradas a la pura voluntad de los dirigentes, el principio no pasaría
de ser mera retórica. Pero, a la vez, si junto con la política no
coexistiera una moral contradictoria con ella, ampliamente difun
dida, no existirían en la sociedad ni interesados ni bases moti
vacionales suficientes que pusieran en marcha ese principio y que
le dieran sustancia a las sanciones que lo respaldan.
El mayor de los riesgos que encierran aquellas posiciones que
desvalorizan la moral, subordinándola a la política, reside en un
potencial embotamiento de la moral.
En el caso de Gram sci, se está frente a un pensamiento lo sufi
cientemente rico, complejo y contradictorio como para que ese
riesgo no sea real. Mucho más que certezas, induce preguntas y
dudas.
Pero Gramsci no es un paradigma históricamente efectivo en
esta materia. Las versiones en uso son esquemáticas y estric
tamente militantes. Se orientan a producir certezas y constituyen
el vehículo ideal para otorgar racionalidad y necesidad a los cursos
de acción más diversos, y para proporcionar justi ficaciones rigu-
141
rosas a descalabros evidentes y sacrificios cuya inutilidad es
patente.
En estos casos, el riesgo de embotamiento es suficientemente
real. Hoy, son muchos los que todavía permanecen estupefactos
frente a realidades como la soviética, sin atreverse a esbozar si
quiera una tibia crítica, pese a que las características reales de la
Nueva Jerusalén no alcanzan a justificar ni un grano de la enormi
dad de los sacrificios exigidos.
Lo paradójico del caso es que se anula así, en la práctica, la
operación del propio principio de responsabilidad, que después de
todo era la contribución primordial del realismo político al sentido
de la política.
V. Conclusi ó n : ética de l a c o n v i cc i ó n
y p o l ítica defen siva.
1 42
en virtud de la necesidad de acentuar aquello que propiamente se
debía exigir de un político.
Que en definitiva hay que rechazar toda postura que predique
la absorción de alguno de los polos de la contradicción por el otro,
esto es algo que Weber vio con claridad al exigir que elementos de
ambas éticas concurrieran en lo político. El oficio del político
requería de elementos de convicción, no sólo en cuanto debía
poseer fe en una causa, sino también, y quizás principalmente,
para saber cuándo y dónde detenerse: "No puedo hacer otra cosa,
aquí me detengo".
Sin ese freno, impuesto por las propias convicciones del
político, la ética política desbordaría a la moral de convicción y
tenninaría destruyéndola.
No obstante, el problema de cómo preservar la relación con
tradictoria entre ambas morales es mucho más un problema social
que un problema personal.
De hecho, Weber reconoce la dimensión social del problema,
e identifica una modalidad institucional de darle solución, con
características esencialmente corporativas:54
"La ordenación vital hindú hacía a cada profesión objeto de una ley
ética especial, de un dharma, y las separaba para siempre unas de otras
en castas distintas. Las colocaba en una jerarquía fija de la que los
nacidos no podían escapar. . . Le era posible, de este modo, construir
el dharma de cada casta, desde los ascetas y brahmanes hasta los
rateros y las prostitutas, de acuerdo con la legalidad inmanente propia
de cada profesión."
143
"En el Bhagavata . . . encontrarán ustedes la ubicación de la guerra
dentro del conjunto total de las ordenaciones vitales. 'Haz la obra ne
cesaria', esto es, la obra obligatoria según el dhanna de la casta de los
guerreros, lo objetivamente necesario de acuerdo con la finalidad de
la guerra . . . Esta especialización permitió a la ética hindú un trata
miento del arte real de la política en el que no hay quiebras porque se
limita a seguir las leyes propias de la misma e incluso las refuerza. El
'maquiavelismo' verdaderamente radical . . . está clásicamente repre
sentado en la literatura hindú . . . "
144
ticas y sociales. Su tratamiento, práctico y teórico, nunca ha sido
fácil. La irrupción de los militares en política prueba conti
nuamente cómo la moralidad de la convicción es absorbida de
inmediato por un despliegue cabal de la legalidad propia del puro
ejercicio del poder, y los esfuerzos por establecer límites precisos
que contengan esas irrupciones son siempre difíciles e insatisfac
torios.
No obstante, y dado que toda especialización profesional trae
consigo una aspiración corporativa, ¿no encierra acaso la valo
rización de una moral política específica el riesgo de reforzar esa
aspiración, generando a la larga una serie de efectos perniciosos?
Si la ética de la responsabilidad pudiera desplegarse a sus an
chas, sin toparse con obstáculos y frenos de ninguna especie, no
cabe duda que la profesionalización política alcanzaría el mismo
status corporativo que posee la profesión militar.
Desde el punto de vista de la inmensa mayoría de los miembros
de la sociedad, que no son políticos profesionales o semipro
fesionales, ni aspiran a serlo, ello constituye un riesgo claro. El
poder puede ser benévolo en muchas de sus manifestaciones, pero
en última instancia es siempre sospechoso, puesto que, desde el
punto de vista de la gran mayoría, se es objeto de ese poder y las
oportunidades para controlarlo son escasas.
La moral socialmente reconocida tiene entonces, para esa gran
masa que las más de las veces padece la polftic a, un valor defen
sivo muy claro. En ese sentido, el hecho de que esa moral posea
frecuentemente connotaciones antipolfticas constituye una virtud
y no un defecto. Para quien está al margen de la lucha por el poder
y los juegos del poder, el antipoliticismo de la moral cotidiana
mente aceptada tiene un valor de supervivencia cierto.
Si los interesados principales en frenar el despliegue de la ética
de la responsabilidad son precisamente quienes no son políticos,
¿de qué recurso pueden echar mano para hacer efectiva esa
pretensión? La verdad es que no se divisa para ellos otra alterna-
145
tiva que la de hacer política, de una manera defensiva y apo
yándose en la moral socialmente reconocida.
En aquellas situaciones caracterizadas por la presencia abierta
y legítima de políticos profesionales, que compiten entre sf, ese
hacer política defensiva puede adquirir sencillamente la forma de
irrupciones poco frecuentes, relativamente marginales, que, al
apoyar a determinados competidores en desmedro de otros, im
pongan frenos efectivos a los que son vistos como desbordes
inaceptables de la legalidad inherente a la política.
Bajo condiciones democráticas, eso es exactamente lo que
ocurre. La propia institucionalidad proporciona ocasiones de
intervención, sin que el aprovechamiento de esas oportunidades
exija una profesionalización o semiprofesionalización. A la vez,
esas oportunidades son mucho más ocasiones para poner en
práctica medidas defensivas, orientadas por motivaciones que
descansan en la moral, que circunstancias que posibiliten la
expresión de una auténtica voluntad y política de intervención.
Por ello mismo, es bajo esas condiciones democráticas que la
política, profesionalmente ejercida, puede adquirir un sesgo cor
porativo relativamente benévolo, que no implique riesgos mayo
res y que sea socialmente aceptado.
Bajo otras condiciones, el hacer política defensiva se torna
mucho más problemático. Salvo el evento extraordinario de una
semiprofesionalización política masiva, la política defensiva de
las masas tiene que descansar en la emergencia de políticos pro
fesionales o semiprofesionales que hagan esa política defensiva,
orientados básicamente por una moral de convicción.
Que esto último no es una inferenci(! meramente lógica lo
prueba la emergencia, en diversas latitudes y bajo condiciones
autoritarias, de movimientos profesional o semiprofesionalmente
dirigidos cuya orientación responde a esa característica.
Específicamente, en estas latitudes han florecido movimientos
de derechos humanos y de reivindicación democrática, con una
146
clara connotación antipolítica, en el sentido que Weber atribuye a
la expresión.
Ellos no constituyen una patología o aberración política. Vistas
las cosas con más detención, se trata simplemente de una respuesta
social, bajo otras condiciones, a la misma cuestión que se plan
teaba Weber al comenzar su análisis: ¿qué clase de hombre hay
que ser para tener derecho a poner la mano en la rueda de la
Historia?
147
1
L O S I D E A L E S Y L A IZQUIE RDA :
L A R A C IO N AL I D A D DEL C A M B I O .
149
o una falta de correspondencia entre lo que podría llamarse la
estructura de ideales - o estructura de preferencias o deseos -
que sustentan esas posiciones, y el statu quo vigente, es decir, los
rasgos efectivos que definen el estado de cosas prevaleciente.
Si bien al situarse en dominios más micropolíticos la sola
presencia de esa tendencia a modificar las cosas puede bastar para
discriminar qué es izquierda y qué no lo es, en ámbitos macropo
líticos no es suficiente una falta de correspondencia m arginal o
menor entre la estructura de deseos y el statu quo. Al tratarse de
fenómenos macropolíticos, se exige un desajuste de envergadura
significativa, y es la magnitud de ese desajuste la que otorga sen
tido a distinciones entre izquierdas más moderadas e izquierdas
más radicales, y otras similares.
Políticamente, la puesta en juego de esas posiciones de izquier
da equivale a adoptar decisiones o hacer opciones entre cursos
estratégicos de acción, bajo la previsión de obtención de resulta
dos que son congruentes con la estructura de ideales. Si la acción
que se despliega desde posiciones de izquierda aspira al menos a
un grado satisfactorio de racionalidad, hay una exigencia de iden
tificar medios - más concretamente, estrategias y cursos de ac
ción - que a partir de una cierta evidencia puedan estimarse como
idóneos para la realización, más o menos incompleta, más o
menos acabada, de los ideales o deseos que otorgan su individua
lidad sustantiva a esas posiciones.
Toda puesta en juego de posiciones políticas conlleva riesgos
de fracaso. Ello se explica por la incertidumbre inherente a la com
plejidad del mundo del que es parte la acción política. 2 En el caso
de una política de izquierda, esos riesgos se acentúan considera
blemente en virtud de esa brecha importante entre la estructura de
ideales y la realidad.
Desde el punto de vista de la mantención de un statu quo, o de
la introducción de reajustes marginales en él, discriminar entre lo
2 .- Véase un tratamiento sumario del tema en Jon Elster: The possibilityof rational poli tics,
European Journa/ of Socio/ogy, Tomo XXVIII, 1987, Número I.
150
posible y lo imposible, lo viable y lo inviable, lo eficaz y lo ine
ficaz, tiende a ser un asunto rutinario. Aquí, el material para ha
cerse de creencias sobre qué es viable y de evidencia que funda
mente esas creencias, es sólo un mundo posible que se confunde
con el mundo realmente existente. Para una política de izquierda,
dada la escala de las transformaciones deseadas y perseguidas, ese
material comprende a la vez otros mundos posibles, distintos del
realmente existente, y ello implica tanto arbitrariedad en las creen
cias sobre lo que es posible como una naturaleza particularmente
tenue de la evidencia que las fundamenta.
Es esa diversidad en las condiciones que coristrif\en el des
pliegue de políticas de derecha y de políticas de izquierda la que
da cuenta de que la historia de estas últimas ponga de relieve, en
un pie de igualdad, éxitos y fracasos, y que la historiografía co
rrespondiente tenga que descansar principalmente en el fracaso
total o parcial, pero siempre relevante - como principio de inter
pretación.
Lo que con frecuencia se pasa por alto es que esa contradicción
entre la acción política y los efectos que ella contribuye a desen
cadenar es muy probable que produzca modificaciones en la
propia estructura primitiva de ideales, en el sentido de un reajuste
que la acerca a aquello que parece como más patentemente posible
y viable.
Ciertamente, este tipo de impactos pueden ocurrir de varias
maneras, a través de procesos más o menos complejos. Por ejem
plo, el fracaso de un curso de acción puede llevar en una primera
fase a su sustitución por una estrategia que, atendiendo a sus ob
jetivos, se percibe como más viable, pero preservándose la primi
tiva estructura de ideales o deseos, produciéndose posteriormente
en una segunda fase una modificación de esa estructura qut; la
aproxima a la clase de resultados que efectivamente se pueden ob
tener y se están obteniendo mediante la nueva estrategia. Lo que
hay que destacar es que, independientemente de la complej idad de
151
los procesos involucrados, son las consideraciones estratégicas y
de eficacia instrumental las que acaban por determinar los ideales,
deseos o preferencias, y no éstos los que determinan las decisiones
estratégicas. Tradicionalmente, se supone que primero hay que
hacer claridad sobre lo que se quiere, para después individualizar
los medios idóneos para obtenerlo. Aquí, la experiencia de la falta
de idoneidad de los medios termina por establecer qué es lo que se
quiere.
Con tiempo y dedicación, se podrían identificar numerosos
ejemplos de este fenómeno de determinación de la estructura de
ideales de las izquierdas por las consideraciones y exigencias es
tratégicas. Aun más, cabe avanzar la proposición general de que
ese tipo de reajuste ideológico o de ideales ha sido el motor prin
cipal de los procesos de transformación experimentados por las
izquierdas contemporáneas en los países capitalistas. Los estudios
de Przeworski3 sobre la evolución de los partidos socialdemócra
tas europeos durante los últimos cien afi.os ponen en evidencia
materiales suficientes como para argumentar que en ese largo
camino que va desde el objetivo explícitamente declarado de la
revolución social - entendida como transformación de las rela
ciones sociales - a las metas de impulsar y administrar de modo
progresista los cambios de la economía contemporánea, hay una
primacía de las opciones estratégicas, orientadas por una raciona
lidad política instrumental, y una determinación en última instan
cia de la estructura de ideales por esas opciones. Igualmente, el
análisis de Paramio4 sobre la crisis y colapso del eurocomunismo
y el marxismo en los países europeos latinos, si bien enfatiza la
peculiar naturaleza de la estructura de ideales como elemento
explicativo - el hecho de que el marxismo adquiriera el carácter
de un fundamentalismo religioso -, ofrece indicaciones que per
mitirían construir una interpretación análoga.
3.- Adam Przeworski: Capitalism and Social Democracy, Cambridge University Press, 1985.
4.- Ludolfo Paramío: Tras e l diluvio: introducción al pos tmarxismo . Serie de Contribuciones, Número
45, Programa FLACSO-Santiago de Chile, diciembre, 1986.
1 52
Para la sensibilidad latinoamericana, el ejemplo más cercano
y nítido de este efecto producido por la falta de idoneidad de los
medios estratégicos - comprobada existencialmente a través de
la experiencia de fracasos políticos de gran envergadura - sobre
la primitiva estructura de ideales que otorgaba sentido a esos me
dios, es lo que ha ocurrido con gran parte de la izquierda, especial
mente y de modo patente en los pafses latinoamericanos del sur,
pero de ninguna manera sólo en ellos, con posterioridad al inicio
del ciclo de dictaduras militares que comenzó en Brasil en los pri
meros afíos de la séptima década, y que culminó, aparentemente,
con los autoritarismos de Argentina, Chile y Uruguay.
La historia es lo suficientemente conocida, y ello permite
ahorrarse una descripción detallada del proceso. B ajo el influjo
del éxito de la revolución cubana, las izquierdas experimentaron
una tendencia general hacia la leninización, que hizo de la aspi
ración a la implantación de un régimen socioeconómico y político
de tipo soviético, mediante una revolución desde el Estado - con
quistado por vías militares, o por vías legales y constitucionalis
tas, o por una combinación de ambas - el elemento central de sus
estructuras de ideales; sin duda, ésta es una aproximación gruesa
a un conjunto de fenómenos complejos. Hubo excepciones a esta
tendencia, tanto individuales como de grupos, y su propia opera
ción estuvo atravesada por una variedad de contradicciones, con
flictos y peculiaridades nacionales. Pero como tendencia general,
es incuestionable que se constituyó en la característica dominante
del pensamiento y la práctica políticas de izquierda. Es a lo que se
refiere, en un incisivo ensayo,s Robert Barros cuando habla de "el
pensamiento político de la izquierda antes del golpe".
Si bien sería osado en demasía escribir la situación contempo
ránea en términos de un "pensamiento político de la izquierda
después del golpe", por lo menos se concederá que las experien-
5.- Roben Barros: Izquierda y democracia: debates recientes en América Latina. Zona
Abierta, pp. 39-40, abril-septiembre, 1 986. · i
1 53
cias dictatoriales han tenido un impacto profundo en la primitiva
estructura de ideales.
En cambio, más dramático y visible es el de la preeminencia y
centralidad que ha adquirido la idea de la democracia, no sólo
como tema de la reflexión teórica y de la elaboración ideológica,
sino a la vez como ideal práctico, orientador de las luchas políti
cas, y como una cuestión principal que gravita con altísima inten
sidad en las consideraciones, definiciones y decisiones estra
tégicas. En el mejor de los casos, la cuestión de la democracia
ocupaba una posición muy subordinada y secundaria en el pen
samiento y práctica políticos preautoritarios. Hoy en día es cierto
que no existe nada parecido a una uniformidad sustancial sobre el
tema en el campo de las izquierdas latinoamericanas. Parte de
ellas, probablemente siguen aferradas a las concepciones preauto
ritarias, aunque es plausible afirmar que fuera del área centro
americana se trata de un segmento marginal. Como bien señala
Barros en el ensayo citado,6 en el sector mayoritario donde el
cambio ha ocurrido hay al menos dos posiciones: una que otorga
primacía al principio de resolución no violenta de los conflictos
políticos, y a objetivos de institucionalización política, y otra que
enfatiza el principio de autodeterminación popular y el objetivo de
recuperar la idea de socialismo, redefiniéndola como profundi
zación de la democracia. No obstante, y pese a que una distinción
como ésta es aún demasiado primaria como para hacer justicia a
la diversidad existente, el cambio se ha producido y es general.
A la vez, es un cambio que está íntimamente ligado a las expe
riencias autoritarias y a los fenómenos de guerra sucia y terro
rismo estatal concomitantes con ellas,7 y a un diagnóstico genera
lizado de que en el desencadenamiento de esos procesos hubo una
contribución esencial de las propias políticas de las izquierdas,
6.- Robert Barros, ob. cit.
7 . -Sobre el p1D1to, remito a A. Flisfisch: El surgimiento de unanueva ideologíademocritica
en América Latina, Crítica & Utopía, 9, 1983; y Derechos humanos, política y poder, en
La ética de la democracia, Waldo Ansaldi compilador, CLACSO, Buenos Aires, 1986.
1 54
con los consiguientes sentimientos de culpa y responsabilidad por
unas consecuencias en cuya producción se participó. Puesto de
otra manera, el cambio en los ideales de izquierda producido por
la preeminencia y la revalorización de la democracia es el efecto
de un fracaso catastrófico de comportamientos estratégicos cuyo
sentido venía dado por una inicial estructura de ideales. Aún más,
tal como la experiencia mostró la imposibilidad de esos ideales
iniciales, ahora ella muestra la posibilidad de los objetivos demo
cráticos, independientemente de las frustraciones, mayores o
menores, que pueden acarrear consigo las resignificaciones de la
democracia que se hagan desde unas y otras posiciones. Ha habido
así un reajuste hacia lo que la situación ofrece como posible.
Un cambio menos dramático y visible es el que ha acontecido
en términos de la relación que se sustenta con el capitalismo, como
modalidad de organización socioeconómica doméstica o nacional
y como naturaleza esencial del sistema de relaciones económieas
internacionales.
Para el "pensamiento de la izquierda antes del golpe", la nega
ción del capitalismo - anticapitalismo y antiimperialismo - te
nía como anverso una respuesta o programa positivo: el socialis
mo, según el modelo de los socialismos reales de cuñ.o soviético
y del tipo de reinserción económica internacional que la construc
ción de ese socialismo suponía.
Hoy en día no existe sobre el punto un "pensamiento de la
izquierda después del golpe". En el caso de la democracia, pese a
la variedad y los conflictos, se ha configurado algo provisto de una
relativa coherencia y que exhibe unas ciertas constancias signifi
cativas. Respecto del capitalismo, tomado tanto en su faz domés
tica como en su dimensión internacional, quizás la noción más
adecuada para describir el estado de cosas prevaleciente sea la que
emplea Paramioª para referirse a la situación en los países euro
peos latinos, posterior al colapso del marxismo y los eurocomu
nismos: una anomia de la izquierda.
8.- Ludolfo Paramio, ob. cil.
155
La confusión reinante en esta materia presenta además la pe
culiaridad de que la actitud de abierta negación al capitalismo,
característica de las izquierdas preautoritarias, ha cedido el paso
a posiciones de notable ambigüedad frente a él. No se trata de una
revalorización del capitalismo en su sentido más global, pero sí
hay manifestaciones dispersas y fragmentarias de recuperación de
aspectos que, si bien son parciales, tienden a configurar un cuadro
bien distinto del que imperó en el pasado. En el plano institucional,
hay reconocimientos explícitos de la existencia de límites severos
a las posibilidades de coordinación estatal imperativa de acti
vidades económicas y, como contrapartida, de las bondades y
ventajas de los mecanismos de mercado en la asignación de recur
sos. En el plano de la gestión de las economías nacionales tal como
hoy existen y de las correspondientes políticas macroeconómicas,
hay expresiones de aceptación de exigencias de preservación y
manejo cuidadoso de equilibrios macroeconómicos, y de los cos
tos inevitables que implican políticas de crecimiento, en términos
de empleo y equidad, en situaciones de apertura económica signi
ficativa, por lo demás considerada también como inevitable. El
recuento y análisis sistemático de todos los síntomas de esa actitud
de ambigüedad constituirían por sí mismo un extenso trabajo, bien
distinto del objetivo que persiguen estas reflexiones. Lo que inte
resa destacar es que se trata de ambigüedad porque todas estas
nuevas modalidades de relacionarse con el capitalismo no descan
san en visiones de futuro más profundas -inversamente a lo que
ha acontecido con la democracia-, y por consiguiente es impo
sible que logren la mínima coherencia requerida para alcanzar un
grado de racionalidad igualmente mínimo capaz de orientar más
firmemente la acción política.
La existencia de esa ambigüedad en el seno de una anomia di
fundida apunta a los orígenes del cambio en este aspecto. Parte de
la historia reside en el clima ideológico producido por la embes
tida neoliberal o neoconservadora autoritaria, tal como ha suce-
156
dido en los países europeos latinos.' Pero hay una razón prove
niente de la misma lógica interna del pensamiento de izquierda
preautoritario, que es más importante. En esa lógica había una co
nexión de necesidad entre la meta de la revolución desde el Estado
y la meta de la sustitución del capitalismo por el socialismo, com
prendido a partir del modelo soviético de socialismo. Vista desde
fuera, esa conexión no es ni gratuita ni contingente, en el sentido
de que haya sido creada culturalmente a partir de circunstancias
históricas específicas, y que hubiera podido ser concebida de otra
manera de mediar otras circunstancias, otros talentos y otras indi
vidualidades más visionarias. Por la fuerza misma de las cosas, la
transición a un socialismo real sólo se puede hacer mediante una
revolución desde el Estado, y por ello es que el pensamiento de iz
quierda preautoritario constituía un sistema de creencias tan fuer
temente trabado que el colapso de uno de sus elementos no podía
sino traer consigo el derrumbe de los restantes. Los desenlaces
autoritarios, al certificar de modo catastrófico el fracaso de las es
trategias revolucionarias, tuvieron entre otros efectos el de disol
ver o desarticular profundamente la estructura de ideales en la
parte concerniente a las relaciones definidas para con el capitalis
mo. Al mismo tiempo, tal como las experiencias dictatoriales
probaron la imposibilidad del asalto al poder y la revolución, y la
posibilidad de la democracia, de la misma manera probaron la
imposibilidad del socialismo real y la posibilidad del capitalismo.
Así, tal como la preeminencia y la centralidad otorgadas hoy a la
democracia constituyen un reajuste, en la dirección de lo posible,
también la ambigüedad frente al capitalismo es un reajuste de
similar naturaleza.
Históricamente, este tipo de reajustes de ideales o deseos, que
encuentran sus causas en el dominio de las opciones estratégicas
y de lo que pasa con ellas, tienden a ser evaluados y comprendidos
en el campo de las izquierdas desde posturas fundamentalmente
9.- Ludolfo Paramio, ob. cit.
157
ético-afectivas, y el debate y las reacciones que se suscitan en
tomo a ellos están atravesados e impregnados por fuertes conno
taciones de esa clase. Ello se manifiesta de diversas formas.
Por ejemplo, parece ser usual que la transformación de ideales
y objetivos se interprete a la luz de una sucesión causal que invierte
el orden histórico efectivo de ocurrencia de las cosas.
En el caso de los partidos socialdemócratas europeos, Prze
worski1º sen.ala que hay una peculiar tendencia entre los observa
dores contemporáneos a atribuir la estrategia de buscar una base
electoral socialmente heterogénea a un efecto reciente de desradi
calización de los movimientos socialistas: primero habría venido
el abandono de los ideales y luego la meta de conseguir apoyos
fuera de la clase obrera, alcanzada con relativo éxito. En realidad,
esas decisiones estratégicas son mucho más antiguas e integran un
complejo proceso de opciones que determinaron posteriormente
transformaciones ideológicas.
Otra expresión de esa tendencia al situar el problema pura y
simplemente en el ámbito del compromiso con principios e ideales
y de la fidelidad con ellos se encuentra en los términos usualmente
empleados, característicos de las polémicas y confrontaciones que
ese problema genera. Se trata de términos como traición, claudi
cación, abdicación, renuncia, oportunismo y otros análogos. El
punto de mayor interés aquí no reside tanto en el tipo de descali
ficaciones que se dirigen al adversario, sino en el hecho de que su
empleo trasunta un clima emocional cargado de tensiones, y que
emplearlas aparece como eficaz. Esto último revela que el con
texto que provocan las transformaciones de ideales y principios
contiene elementos que hacen verosímil la idea de que esas acu
saciones y recriminaciones tienen eficacia política.
Efectivamente, esas transformaciones generan climas genera
lizados de malestar ético-afectivo, padecido tanto por tradiciona
listas como por innovadores. Aun si estos últimos son mayorita-
1 0.- Adarn Przeworski, ob. cit., p. 25.
158
rios y el mismo curso de los acontecimientos parece darles la
razón, viven plagados por dudas, ansiedades y angustias recurren
tes, construyéndose una situación que hace posible ese estilo par
ticularmente áspero y fuertemente pasional de la confrontación.
La verdad es que hay algo de escandaloso en el hecho de que
el fracaso determine un reajuste de ideales en la dirección de lo po
sible. El sacrificio de los principios en aras de la racionalidad po
lítica instrumental ¿no significa acaso poner la carreta por delante
de los bueyes? ¿No es justamente la racionalidad instrumental la
sierva de los ideales y no inversamente? ¿No reside la explicación
última de estos cambios simplemente en una falta de entereza
moral frente a la adversidad, y no es precisamente en la derrota,
más que en la victoria, donde se prueba quiénes son los mejores?
Al fin de cuentas, la política es también temple y voluntad, además
de razón.
De allí la pregunta: ¿qué puede justificar este tipo de cambios?
¿Hay racionalidad en ellos? ¿Qué consideraciones éticas pueden
otorgarles legitimidad? Obviamente, se los puede explicar, pero
hacer claridad sobre su génesis no los justifica necesariamente, ni
hace por sí misma recomendable su adopción.
Una primera observación que cabe hacer aquí es que un rea
juste de ideales o de lo deseado en la dirección de lo posible es
irracional si constituye puramente aquello que, siguiendo a Els
ter,11 puede denominarse de efecto de uvas verdes, estableciéndo
un símil con la fábula del zorro y las uvas.
Puesto de manera no metafórica, ese tipo de reajuste es irra
cional si se explica exclusivamente o preponderantemente por la
ocurrencia de un proceso de formación adaptativa de ideales o
deseos, es decir, cuando el ajuste de los ideales a las posibilidades
no es el producto de un proceso deliberado y consciente de opción
por nuevos ideales, sino el efecto de un proceso causal ciego que
acontece de modo no consciente, donde el elemento dinámico
11.-Jon Elster: Sour Grapes, Cambridge University Press. 1983.
159
fundamental es un impulso (o compulsión psicológica) orientado
a reducir las tensiones o frustraciones que se experimentan al tener
ideales o deseos que carecen de la posibilidad de consumarse. Se
trata de un mecanismo de reducción de disonancia, que tiene lugar
"a espaldas de las personas" y que como sefiala Elster12 puede
operar igualmente sobre los elementos cognitivos, conformando
las percepciones más que los elementos evaluativos pertinentes a
la situación, o ambos a la vez. En el tipo de reajuste de ideales que
se ha estado examinando aquí, lo más probable es que, si se pueden
explicar como productos de una formación adaptativa de ideales
en el sentido de Elster, ella afecte tanto a los elementos cognitivos
- las creencias sobre las características de la situación - como a
la primitiva estructura de deseos.
El ajuste de ideales, que es un puro efecto de uvas verdes, es
irracional porque carece de autonomía. En el fondo, los actores del
proceso no reajustaron lo deseado a lo posible, sino que padecie
ron un reajuste ocasionado por la disonancia causada por la con
tradicción entre lo deseado y lo posible. Son víctimas de un pro
ceso que ignoran y en el que no intervienen conscientemente. Ello
no implica que todo ajuste de ideales sea irracional. Es racional en
la medida que hay un grado importante de autonomía, esto es,
cuando los actores no sólo son conscientes de lo que les pasa, sino
que a la vez intervienen premeditadamente y deliberadamente en
el proceso de ajuste, eligiendo cambios que aproximan lo deseado
a lo posible en virtud del convencimiento de que hay buenas razo
nes que justifican esa elección.13 Obviamente, un ajuste racional
de ideales no excluye la presencia de factores motivacionales,
consistentes en estados de disonancia, tensión y frustración. Con
trariamente, ese elemento existencial es probablemente necesario.
La diferencia estriba en que, si hay racionalidad, esa motivación
no es causa del ajuste, sino un estimulo -quizás muy potente -
1 60
para un proceso deliberado de exploración y enjuiciamiento de la
realidad, y de búsqueda de alternativas y soluciones.
Si retomamos el caso de las izquierdas latinoamericanas, es
claro que la preeminencia y centralidad alcanzadas por la demo
cracia están ligadas a unas experiencias de fracaso o derrota con
contornos catastróficos, y que la reivindicación de la democracia
ha constituido una respuesta, afincada, en lo posible, a los horrores
desencadenados por esa derrota. En este sentido, el desplaza
miento desde la revolución a la democracia tiene un componente
motivacional fuerte - existencial, si se prefiere - que configura
un estado de cosas bien cercano a un efecto de uvas verdes. Pero
no se puede decir que ese desplazamiento sea irracional, por cuan
to ese elemento existencial ha sido la base de una auténtica elec
ción del objetivo democrático, apoyada en razones que, si bien
pueden diferir según las posiciones, son a su vez el resultado de
exploraciones y cuestionamientos deliberados y sistemáticos.
No obstante, no se podría afirmar lo mismo respecto de la
sustitución de la primitiva negación del capitalismo por la ambi
güedad frente a él hoy existente. Las diversas manifestaciones de
esa ambigüedad parecen constituir un puro efecto de uvas verdes,
originado en procesos que efectivamente ocurren a "espaldas de
los actores", y a los cuales en el mejor de los casos se atisba de
reojo y por sobre el hombro, furtivamente, lo que es un claro indi
cador de los sentimientos de culpa con que se enfrenta el problema
y de los altos niveles de ansiedad que su presencia provoca. El
cambio en la primitiva estructura de ideales en lo que concierne a
la relación que hay que tener frente al capitalismo es hasta ahora
irracional. Para dejar de serlo, tanto el desajuste entre ideales y
posibilidades como las disonancias que produce, tendrían que ser
encaradas de manera directa, consciente y deliberadamente, y
estimular un proceso de enjuiciamiento y exploración de posibili
dades e imposibilidades que lograra fundamentar elecciones de lo
deseado, independientemente de que los cambios resultantes sean
grandes o pequeñ.os respecto de lo que se pensaba y deseaba.
161
Un cambio en los ideales que se origina en el dominio de lo que
ocurre con las opciones estratégicas no tiene por qué ser irracional,
162
ral. Aquí, el reconocimiento expreso de mártires y la veneración
que se tributa a la memoria de esos mártires, ¿no es un síntoma
claro del predominio de una lógica similar? Es probable que en la
transformación de las izquierdas esté también presente esa dimen
sión, y que ella contribuya a explicar - en ciertos casos, quizás
importantemente - el fenómeno que se trata de analizar. De ser
así, habría que reconocer la existencia de un componente no se
cular significativo en ellas. Desde un punto de vista más norma
tivo y crítico, la distinción weberiana entre ética de la convicción
y ética de la responsabilidad14 es decisiva para rechazar cues
tionamientos a ajustes e ideales, que invoquen ese fundamento, o
que en última instancia se expliquen por él. El argumento crucial
en esa distinción sostiene que el sentido propio de la acción
política consiste en no agotarse en lo que el actor - el sujeto de esa
acción - sostiene y piensa, y en lo que le pasa o pueda pasarle en
razón de lo que sostiene, piensa y hace. Aun más, lo que le pase al
actor es secundario. Lo principal reside en los efectos sociales o
colectivos de la acción, esto es, en lo que les pase a una multitud
de otros, que han sido radicalmente ajenos a los princ.jpios del
actor y a las definiciones y decisiones estratégicas que esos prin
cipios o ideales han orientado. La actividad política es primaria
mente responsable de esos efectos sociales, y no puede justificarse
a sí misma arguyendo que, con independencia de esos efectos, el
curso de acción elegido fue moralmente bueno en sí.
La indiferencia que cabe practicar a partir de esta lógica, clara
mente contradictoria con una lógica del martirio que centra la
atención en la salvación personal del mártir, es inmediata: el ajuste
de ideales en la dirección de lo posible hay que juzgarlo atendien
do a sus consecuencias sociales más globales. Como esos ajustes
precisamente ocurren en razón de hechos que medidos por sus
impactos sociales constituyen desaciertos o fracasos, y en los
14.- Max Weber: La política como vocación, Escritos Políticos, II, Folios Ediciones,
México, 1 982.
163
cuales la distancia entre los ideales primitivos y la realidad de
mostró ser esencial, se trata siempre de esfuerzos por adecuar la
política que se hace a una ética de la responsabilidad, procurando
remover efectos negativos ya producidos, o bien, ganar una mayor
eficacia social global. Que tengan éxito o no es otro asunto, pero
políticamente no son reprochables. El reproche habría que hacerlo
a los que los juzgan desde el punto de vista de una ética de con
vicción.15
Sin embargo, se puede también sostener que la afirmación
incondicional de los propios ideales primitivos, cueste lo que
cueste, además de ser una regla de oro del comportamiento moral
personal o de un grupo restringido, posee a la vez un sentido
mucho más amplio, que al trascender a la persona, al grupo o a la
organización, es claramente social. En la tradiciónjudeo-cristiana
el martirio como testimonio, o más en general, la lógica del testi
monio, tiene justamente ese sentido. El sentido del martirio no se
agota en la salvación del mártir. El mártir coopera a la vez a la
salvación de los otros, presentes y futuros, o es hasta la condición
necesaria de la salvación de todos los otros, como sucede con
Jesús.
Esa trascendencia social del martirio y de otras formas de
testimonio, que resulta tanto de posibles efectos de conversión y
de efectos pedagógicos sobre conversos descarriados como del
hecho que mantiene viva y actualiza una tradición de primitivos
ideales, es una idea que no es para nada ajena a las izquierdas, y
en el caso de los países latinoamericanos probablemente se ha
visto robustecido y ha alcanzado últimamente una mayor difusión
a través de la influencia de la teología de la liberación.
Aun más, existe una tradición de izquierdas, ya casi venerable,
que conceptualiza los fracasos - particularmente, los catastró
ficos-producidos por una falta de eficacia política derivada a su
15.- No obstante, hay circunstancias en que la apelación a la ética de la convicción es políticamente
valiosa. Véase A. Flisfisch, Max Weber, moral de convicción y política defensiva, Crítica & Utopía, 8,
1982
164
vez de un profundo desajuste entre lo deseado y lo posible, no
como algo puramente negativo -por consiguiente, como algo
carente de sentido, salvo en cuanto la interpretación de un fracaso
como error o lección de la experiencia le atribuye una connotación
positiva-, sino como fenómenos muy valiosos precisamente en
razón de que el curso de acción que lleva a ellos se ha orientado
por ideales imposibles.
La lógica en la que se sustenta esta postura es la que está detrás
de ese aforismo que afirma que las utopías de hoy son las reali
dades del mañ.ana. Un ejemplo nítido de esta lógica, presentada de
manera más elaborada, lo proporciona Kolakovski, en su primera
encamación como disidente polaco de izquierda, en un opúsculo
ya citado:16
1 65
tación discurre recurriendo a temporalidades que se despliegan en
horizontes de muy larga duración. Los ejemplos que utiliza
Kolakovski para ilustrar su tesis, probablemente influido por
Bloch, un autor cuyo pensamiento posee innegablemente fuertes
connotaciones religiosas, ponen de manifiesto este rasgo:17
166
de acontecimientos que era imposible planificarlos o preverlos
para sus actores.
Puestas ahora las cosas en presente, ¿cómo atribuir a un fracaso
contemporáneo y a la irrealidad de las aspiraciones que lo explican
un significado a partir de un futuro que se despliega en duraciones
de semejante envergadura? Se puede intentar hacerlo, y de hecho
en la lógica de las izquierdas no es infrecuente que se lo haga.
Por ejemplo, desde el punto de vista de ciertos ideales de iz
quierda, que buscan armonizar cambio social y democracia, las
experiencias de los socialismos reales se interpretan como fraca
sos en cuanto han traído consigo efectos de opresión política,
social y económica que contradicen los propios ideales socialis
tas: ¿qué significado atribuir a esos fracasos? La respuesta que se
dé a esa pregunta posee connotaciones político-prácticas más que
relevantes, puesto que lo que está en cuestión es la evaluación de
un cierto tipo de estrategias: la conquista del Estado y la revolu
ción desde el Estado. Perry Anderson18 propone justamente res
ponder sobre la base de consideraciones inscritas en largas dura
ciones:
167
Como ejercicio académico, el esfueno por imaginar cómo será
una sociedad contemporánea dos o tres siglos más tarde puede
tener alguna justificación racional, pero como elemento central en
las decisiones sobre redefiniciones estratégicas y sobre cómo
resolver el dilema entre la fidelidad a los ideales primitivos y la
necesidad de ajustar los ideales a lo posible, no puede aspirar a una
justificación de esa índole.
Objetivamente, la acción política racional, esto es, aquella que
procura fundamentarse en la mejor evidencia que se pueda ob
tener, está circunscrita a horizontes temporales muy restringidos.
Más allá de unos pocos afl.os reina una incertidumbre radical y la
categorla de posibilidad comienza a disolverse. Desde la perspec
tiva temporal de cincuenta, cien o más afl.os, todo es posible y por
consiguiente nada es posible.
La postura de que hay que guardar fidelidad a la primitiva
estructura de ideales, cueste lo que cueste y aunque el desajuste
entre lo deseado y lo posible haya implicado un fracaso catastró
fico, en virtud de la eficacia social de esa fidelidad en un futuro tan
carente de límites que pasa a ser algo plenamente indeterminado,
sólo puede tener una fundamentación no racional en la fe de que
la historia sigue un curso particular determinado, o bien, en un
sentimiento de esperanza, apoyado en la fe de que algún día y de
alguna manera los ideales acabarán por consumarse. En otras
palabras, esta postura descansa en el fondo en una fe escatológica
o en una esperanza escatológica, inmunes a un juicio político que
busca apoyarse en evidencias, que critica racionalmente esas
evidencias, y busca mejorarlas a partir de esa crítica. Por ello, es
legítimo caracterizar a esta lógica como religiosa. Si a la postura
que reconoce las fuertes restricciones temporales a las que está
sujeta la acción política se la define de secular, esta otra postura
recién discutida y a la lógica que ella implica se las puede denomi
nar de antiseculares.
168
Pese a sus fundamentos no racionales, esa actitud antisecular,
manifestada explícitamente en el discurso y la acción políticos,
puede ser un recurso eficaz en términos de racionalidad política
instrumental, bajo ciertas circunstancias.
En efecto, independientemente de cuál sea el tipo de convenci
miento íntimo que predomina en la elite política del caso - secu
lar o antisecular-, si la cultura política de masas es antisecular,
o presenta componentes antiseculares importantes, una práctica
política antisecular tiene altas probabilidades de éxito, en el sen
tido de la conquista de adeptos y apoyos políticos masivos. Más
específicamente, si la cultura política de masas posee esos rasgos,
en términos de la competición política cotidiana por apoyos
masivos es racional una estrategia de fidelidad a los ideales primi
tivos, pese a la experiencia de fracaso precedente.
Es ya casi un lugar común afirmar que en aquellos países que
han experimentado un desarrollo capitalista que ha traspuesto
ciertos umbrales críticos, el apego de las izquierdas a ideales
importantemente desajustados de lo que es posible las condena a
la extinción o en el mejor de los casos a posiciones de mayor o
menos marginalidad política. Ello es plausible, si es que se piensa
que ese desarrollo implica una cultura política de masas significa
tivamente secularizada. Esa proposición es defendible. Por ejem
plo, en su prefacio a La Democracia en América, de Tocqueville,
Furet19 sostiene que el rasgo fundamental de las sociedades mo
dernas, percibido certeramente por Tocqueville, reside en la ten
dencia de los deseos a adecuarse a los medios, y de las ambiciones
a las oportunidades. En ellas, los hombres no interiorizan a través
del deseo más que un destino probable, y no anticipan sino aquello
que les puede llegar, lo que evita a la vez las ambiciones inmensas
y las decepciones insobrepasables. Esta tendencia se explicaría
por el tipo de temporalidad cotidiana a que están sometidas las
19. - Frani;ois Furct: Prefacio a De la Démocratie en Amérique, A. de Tocqueville, 1,
Gamier-Flammarian, 1981, pp. 33-34.
169
masas en esas sociedades, y se proyectaría polftic amente como un
correctivo que regularía la inestabilidad natural que el principio
igualitario introduce en un estado de cosas democrático, en el
sentido tocquevilliano de esta expresión. En otras palabras, las
condiciones sociales de existencia producirían una actitud genera
lizada frente al tiempo, que reconoce los límites temporales estre
chos que circunscriben la eficacia de la acción humana, y que es
timula por consiguiente un ajuste de lo deseado a lo posible, acti
tud que se proyecta en el plano político.
No obstante, la variable crucial, para los fines de un análisis
más positivo o sociológico, sigue siendo el carácter secular o
antisecular de la cultura política. Si ella es antisecular, la situación
contiene incentivos fuertes para que las elites - políticos profe
sionales, intelectuales, tecnócratas - no ajusten la primitiva es
tructura de ideales en la dirección de lo posible. Esta clase de
situaciones plantean dilemas que pueden alcanzar ribetes franca
mente trágicos. Por una parte, la derrota previa ha impuesto rede
finiciones estratégicas más que sustanciales, que son contradicto
rias con los ideales primitivos. Este proceso ha mostrado la racio
nalidad de un ajuste de esos ideales en la dirección de lo posible.
Por otra parte, dadas las condiciones culturales más generales,
practicar ese ajuste puede significar hacer fracasar esos mismos
nuevos cursos estratégicos que la derrota impuso. La única salida
parece consistir en querer cosas distintas y hasta contradictorias
con los objetivos que se persiguen en la práctica. Retomando el
ejemplo de las izquierdas en los países latinoamericanos del sur
"después del golpe", la existencia de una cultura política anti secu
lar puede implicar una izquierda que es prácticamente democrá
tica, pero ideológicamente antidemocrática, y que se ve obligada
a luchar electoralmente enarbolando esa ideología antidemocrá
tica como condición del éxito de su estrategia electoral. Lo menos
que cabe preguntar es si semejante situación es estable, tanto
desde el punto de vista de la izquierda como desde el punto de vista
del orden político general.
170
Hay también la posibilidad de situaciones intennedias, carac
terizadas por una cultura política de masas que combina compo
nentes seculares y antiseculares. En estos casos, la situación
además de favorecer un ajuste de ideales en la dirección de lo
posible, hace de ese mismo ajuste un elemento importante en la
configuración de un estado de cosas definitivamente secular. En
el caso anterior, la exigencia de actuar según una ética de respon
sabilidad aparece casi como una expresión de humor negro. En
cambio, aquí esa exigencia tiene pleno sentido, puesto que no sólo
hay auténticamente una opción que hacer, sino que adicional
mente las consecuencias previsibles no plantean dilema alguno: o
se escoge por ajustar los ideales a lo posible y se refuerza la natu
raleza secular de la cultura, o se elige la fidelidad a los ideales
primitivos y se refuerza su naturaleza antisecular.
Pero independientemente de esas condiciones generales en
que se sitúa el problema, y retomando a una postura más nonna
tiva, aun cuando un ajuste de ideales en la dirección de lo posible
sea plenamente racional, ¿no significa ello una disolución de la
noción misma de izquierda? ¿No exigen acaso las posiciones de .
izquierda una distancia importante entre deseos y realidad como
elemento que define sus identidades propias? Puesto de otra
manera, la racionalidad de ese ajuste en situaciones cuyas condi
ciones generales a la vez lo exigen y lo favorecen, puede interpre
tarse simplemente como indicando la absolescencia o superflui
dad de los ideales socialistas o de izquierda en contextos moder
nos.
Obviamente, si la acción política de izquierda se define esen
cialmente por la imposibilidad de sus objetivos deseados, hay que
aceptar esa conclusión. Además, a partir de esa caracterización
habría también que aceptar que no hay izquierda posible si ella
carece de connotaciones religiosas, proporcionadas por una fe
escatológica o una esperanza escatológica.
No obstante, no es cierto que las izquierdas y los movimientos
socialistas adquieran la identidad que les es peculiar por plantear
171
deseos o ideales imposibles. Lo que los define es un metaprincipio
de emancipación humana, que plantea la atenuación y supresión
progresiva de las distintas modalidades de opresión y explotación,
incluyendo muy principalmente las económicas y materiales, pero
no sólo a ellas.
Ese principio no es una utopía o una construcción utópica, aun
que sí puede plasmarse en construcciones utópicas. De hecho, en
el pasado y también contemporáneamente se ha plasmado en
construcciones utópicas, que orientan la acción política por idea
les imposibles. Igualmente, puede plasmarse en estructuras de
ideales que posean un fuerte componente de fe escatológica o es
peranza escatológica, y ello también ha sucedido en el pasado y en
el presente.
Hay condiciones y procesos que explican que ese principio
plasme en construcciones utópicas o en estructuras de ideales con
connotaciones religiosas. Por consiguiente, que acabe por orientar
la acción política en términos de un desajuste de envergadura entre
lo deseado y lo posible. Pero no hay en ello ninguna necesidad
férrea e ineluctable. Se trata de resultados contingentes de situa
ciones históricas.
Inversamente, hay otras situaciones, más numerosas hoy que
en el pasado, donde las condiciones son favorables para que ese
principio plasme en estructuras de ideales que se ajusten en la
dirección de lo posible a través de juicios políticos que buscan
fundamentar racionalmente la elección de ideales y las decisiones
estratégicas, haciéndolos corresponder de manera significativa.
Además, en esas mismas situaciones las condiciones prevalecien
tes pueden exigir ese ajuste racionalmente fundamentado, pre
cisamente como requisito de que ese principio de emancipación
sea efectivamente el principio regulador de la acción política y se
obtengan resultados que impliquen avances en el sentido de la
emancipación. Puesto de otra manera, hay situaciones donde un
pensamiento de izquierda, una izquierda o un movimiento socia-
1 72
lista seculares, pueden ser posibles e históricamente necesarios.
Desde el punto de vista del propio principio de emancipación,
el tránsito de una izquierda antisecular a una secular hay que verlo
como un avance en términos de ese mismo principio. Las posibili
dades de control social sobre una política de izquierda secular son
inmensamente mayores que sobre una antisecular, y por ende las
potencialidades suyas en cuanto a generar efectos de opresión son
mucho menores. Si hay un real compromiso con el principio de
emancipación y la situación ofrece una auténtica posibilidad de
elegir, lo racional es optar por una izquierda secular.
173
UN ORWELL DIFERENTE:
TOTALITARISMO Y
SOCIALISMO DEMOCRATICO.
l. Introducción.
175
menos ambiguas. En esas condiciones, no es extraño que una
novela que en la apreciación pública destaca únicamente por su
carácter antisoviético se convierta rápidamente en patrimonio del
pensamiento conservador, y se acredite ante el pensamiento pro
gresista o de izquierda como una novela reaccionaria, a la cual se
presta cada vez menos atención.
Adicionalmente, para los conservadores, que han adminis
trado el sentido de la novela, el único socialismo concebible es el
de tipo soviético. Es decir, socialismo es sinónimo de totalita
rismo. Ello explica que 1984 haya finalizado por ser una novela
antisocialista. Hoy en día no es infrecuente toparse con interpreta
ciones periodísticas que ven en 1984 meramente una profccfa
acerca de qué sucedería en Inglaterra o en cualquier otro lugar del
mundo si la sociedad se deslizara hacia el socialismo.
A mi juicio, estas interpretaciones deforman esencialmente el
sentido originario de la novela. Creo que existe evidencia sufi
ciente para sostener que en 1984 Orwell logró dar forma literaria
a una idea compleja y original, válida para sockdades caracteriza
das aún por formas de organización económica contrapuestas.
Puesta esquemáticamente, esa idea afimrn que todo grupo domi
nante, independientemente de las modalidades particulares de or
ganización económica a las que se vincula su existencia, procura
conservar y dilatar su voluntad de dominio como objetivo princi
pal y determinante de todos sus comportamientos.
Hay visiones de la historia, de entre las cuales el marxismo es
Un ejemplo clásico, que parten de la premisa de que la voluntad de
dominio de un grupo dominante es siempre instrumental respecto
del desempeño de ciertas funciones sociales globales. Así, el
dominio que ejerce la burguesía en las sociedades capitalistas
contemporáneas deriva su sentido del hecho de que ella es un
agente de transformación capaz de imponer en la historia humana
una revolución sin precedentes, que sienta las condiciones para un
desarrollo material y espiritual nunca antes imaginado. El ocaso
176
de la burguesía sobrevendrá automáticamente el día en que su
dominación entre en contradicción con el desempeñ.o de las fun
ciones sociales que le son peculiares. Es decir, el día que deje de
ser un agente de transformación y progreso.
Orwell invierte el orden de este razonamiento. Para él, el móvil
primordial de un grupo dominante es simplemente dominar, en
señorear su voluntad de dominio por sobre el resto de la sociedad.
El desempeño de funciones sociales, generalmente evaluadas po
sitivamente, como aumentar la riqueza social o poner las condi
ciones para una mayor libertad, es instrumental respecto del ejer-
cicio de la voluntad de dominio. Mientras el cumplimiento de esas j
funciones asegura la continuidad de la dominación, el grupo
dominante será un agente de progreso. Pero si el cumplimiento de
esas funciones entra en contradicción con las exigencias de la
voluntad de dominio, o si la propia acción del grupo comienza a
crear condiciones que ponen en peligro al grupo dominante, éste
simplemente procurará afianzar su dominio, aun cuando ello
implique regresiones considerables en los niveles materiales y
espirituales ya alcanzados por la sociedad. No es el momento del
ocaso del grupo dominante, sino el del tránsito hacia formas más
inhumanas de dominación.
Si la voluntad de dominio es lo primordial y todo lo demás está
supeditado a ella, entonces la sociedad totalitaria es la referencia
paradigmática de toda dominación. Y ello en un doble sentido. Por
un lado, muestra a toda dominación reducida a lo que esen
cialmente es: pura voluntad de dominio, despojada de todo atribu
to históricamente contingente. Por otro, contiene una implicación
normativa, al mostrar a todo grupo dominante cuál es su interés en
última instancia y de qué modo debe conducirse para realizarlo.
El orden tortalitario que Orwell presenta en 1984 se caracte
(lnner
riza por la existencia de una oligarquía, el Partido Interior
Party), que ha adquirido plena lucidez acerca de la razón de ser y
las condiciones de su existencia. Un grupo dominante existe para
1 77
dominar, y debe buscar las condiciones para hacer máxima su
voluntad de dominio. El Partido Interior no apela a ninguna doc
trina o ideologfa que otorgue trascendencia a la dominación que
ejerce. De la misma manera, todas las instituciones y arreglos
sociales persiguen �n único propósito: dominar al resto.
Orwell piensa que en el mundo contemporáneo hay condi
ciones y desarrollos que hacen probable un tránsito hacia formas
de dominación totalitarias o próximas al totalitarismo. La so
ciedad soviética es un ejemplo de esas tendencias. No obstante, se
equivoca quien sostenga que la evolución totalitaria en el caso
soviético está determinada por la colectivización de la economía.
La explicación hay que buscarla en la lógica y el dinamismo
propios de la voluntad de dominio. La colectivización es un instru
mento al servicio de esa voluntad. De hecho. siendo un antitotali
tario, Orwell propone en El león y el unicornio, 1 publicado en
febrero de 1941, un programa de seis puntos destinados a convertir
a Inglaterra en una democracia socialista que contempla en primer
lugar la estatización de las tierras, las minas, los ferrocarriles, los
bancos y las industrias principales.
Por otra parte, esa lógica y dinámica propias de la voluntad de
dominio están presentes dondequiera que existan grupos domi
nantes. Es decir, en todas las sociedades capitalistas. El fascismo,
cuya expresión más acabada es el nazismo alemán, es la respuesta
l .· George Orwell, "The L ion and the Unicom: Socialism and the English Genius", enThe
Collected Essays, Journalism and Letters o/George Orwell. Volume 2. My Country Right
orLeft.1940-1943, editado por Sonia Orwell y JanAngus (London, Penguin Books, 1970),
pp. 74-134. El resto de los ensayos, anículos peridísticos y correspondencia de Orwell se
encuentra en: a) The Collected Essays, Journa/ism andLetters ofGeorge Orwe//. Vo/ume
1.AnAge Like This.1920-1940 , editado por Sonia Orwell y Jan Angus (London, Penguin
Books, 1970); b) The CollectedEssays,Journalism andletters ofGeorge Orwe//.Vo/ume
3.Asl Please.1943-1945, editadoporSoniaOrwell y JanAngus (London, Penguin Books,
1 970); c) The Collected Essays, Journalism andLetters o/George Orwell. Volume 4. In
Front of Your Nose, editado por Sonia Orwell y Jan Angus (London, Penguin Books,
1970). En adelante citaré individualizando el texto-ensayo, artículo o carta- indicando
luego The Co//ected Essays, el volumen y páginas.
178
totalitaria en las sociedades capitalistas. Hasta 1945, Orwell
combate ambos tipos de totalitarismos y destina parte importante
de sus esfuerzos a sensibilizar a la opinión pública sobre la posi
bilidad de fascismo en Inglaterra. Esta creencia de que las formas
políticas democráticas, características de las sociedades capitalis
tas, pueden ser sustituidas por formas totalitarias se mantiene en
Orwell después de 1945. Las condiciones contemporáneas que
favorecen evoluciones totalitarias son generales, y afectan a todas
las sociedades. Por ello, y pese a que la colectivización económica
es un rasgo destacado del orden totalitario orwelliano, 1 984 es una
profecía de catástrofe a la que deberían prestar atención tanto los
detractores del capitalismo como sus defensores, una conclusión
que por lo demás ha sido subrayada por los comentarios más
lúcidos de la novela.2 El mismo Orwell pensaba así, según lo
demuestra su apreciación favorable de una de las primeras utopías
negativas, o profecías del fascismo al decir de Orwell,3 de este
siglo: El talón de hierrro de Jack London.4 En esta novela, publi
,
17 9
ca de l as amenazas que conti ene el presente, de manera de suscitar
las reacciones adecuadas para evitar que esas amenazas se hagan
realidad. A la vez, el profeta tiene que ser capaz de identificar
aquellos medios o cursos de acción que habria que adoptar para
que la predicción no se cumpla. Toda profecía de catástrofe con
tiene, de modo implícito, una exhortación a enmendar rumbos, so
pena de las calamidades que la profecía vaticina.
Hay antecedentes suficientes como para sostener que la actitud
de Orwell frente al futuro era francamente pesimista,5 pero ese
pesimismo coexiste con una disposición a enfrentar la marea to
talitaria, apoyada en la esperanza de que hay países donde el libe
ralismo ha echado raíces suficientemente vigorosas.6 Cabe en
tonces preguntar cuál es el remedio que propone Orwell ante el
peligro de desarrollos totalitarios: ¿a qué clase de conversión
llama a los contemporáneos? Difícilmente se encontrará una res
puesta en 1984. El orden totalitario descrito en la novela está
construido de modo de no dejar resquicio alguno por el cual la
libertad y la dignidad humanas puedan encontrar una vía de es
cape. Se trata de un recurso literario destinado a hacer tomar
conciencia al lector de la gravedad y el horror del asunto, y en esto
Orwell es fiel a la utopía negativa en cuanto tradición literaria. Un
happy end sólo contribuiría a mellar considerablemente el filo de
la profecía. Pero ello no quiere decir que Orwell haya carecido de
respuestas. Y puesto que se está en presencia de un profeta radi
c almente secularizado, la respuesta sólo puede ser política.
En un breve ensayo publicado en 1946, que lleva el título de Por
qué escribo,1 Orwell señala como motivaciones que lo llevan a
escribir : la vanidad, el entusiasmo estético, un impulso histórico
y la intención política, definiendo a esta última como el propósito
5.- Véase, por ejemplo, Georg e Orwell, "Inside thc Whaw", The Co/lecled Essays, Volume
1, pp. 576-577.
6.- George Or well, "Liter ature and Totalilar ianism", The Co/lected Essays, Volume 2,
p.164.
7.- Georgc Or well, "Why I Wrilc", The Collec/ed Essays, Volume 1, pp. 23-30.
1 80
de empujar el mundo en una cierta dirección, de modificar las
ideas de los otros acerca del tipo de sociedad por la que deberían
luchar. A su juicio, los rasgos básicos de su personalidad deberían
haber hecho primar los tres primeros motivos, pero las circunstan
cias de su vida lo han convertido en un escritor político. A partir
de 1936, la intención política ha estado siempre presente : "Cada
línea de trabajo serio que he escrito . . . lo ha sido , directa o indirec
tamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo demo
crático, tal como yo lo entiendo".
Atendiendo a cómo el mismo Orwell caracteriza la intenciona
lidad de su actividad de escritor, habría que interpretar 1 984 como
una novela que se dirige al mismo tiempo contra el totalitarismo
y a favor del socialismo democrático. Hay una alternativa al orden
totalitario, y ella es el socialismo democrático . Esto no lo dice la
novela, y ni siquiera lo implica. Es Orwell quien lo afirma en
diversos momentos de la etapa final de su vida. En El Camino a
Wigan Pier,8 publicado en 1937 , concluye que la única respuesta
frente al fascismo reside en revitalizar los valores que subyacen al
ideal socialista: justicia y libertad. En el ensayo ya citado, El León
y el unicornio,9 insiste en la misma idea, avanzando medidas
concretas para la transformación de Inglaterra en una democracia
socialista. En un artículo que lleva por título Hacia la Unidad
Europea,10 publicado en el número julio-agosto de 1947 de la
Partisan Review, después de examinar las posibilidades· que
ofrece la situación internacional y concluir que una de las peores '
de ellas es precisamente un ordenamiento totalitario mundial
similar al descrito en 1 984 , afirma que el único objetivo político
valioso que resta reside en luchar por la constitución de unos
Estados Unidos Socialistas de Europa.
8.- George Orwell, The Road to Wigan Pier (London : Penguin Books, 1980), pp. 149-204.
9.- George Orwell, "The Lion and the Unicom", The Col/ected Essays, Volwne 2.
1 0.- George Orwell, "Toward European Unity", The Collected Essays , Volume 4, � pp.
423-429.
181
Ciertamente, el socialismo que propugna Orwell es algo bien
distinto de la modalidad soviética de organización económica y
social. De hecho, eludió sistemáticamente aplicar el rótulo de
socialista al sistema soviético. Prefirió hablar de colectivismo
oligárquico, lo que es coherente con las ideas centrales de 1 984.
Al mismo tiempo, no es meramente un capricho de Orwell pro
poner su concepción de socialismo democrático como el antídoto
adecuado para los males con que amenaza su profecía. La so
ciedad de 1984 no es arbitraria. Posee una lógica interna, que se
articula en tomo a un hecho primordial: la existencia tanto de una
oligarquía cuya motivación es la búsqueda del dominio por el
dominio como de unas condiciones que permiten que esa mo
tivación se realice, subordinando a sus exigencias al conjunto de
la vida social. La única respuesta adecuada a este orden totalitario
consiste en proponer un estado de cosas caracterizado por unas
condiciones que anulen la voluntad de dominio como fenómeno
social central, o al menos que la neutralicen en un grado impor
tante. La visión orwelliana de un socialismo democrático apunta
precisamente hacia ese estado de cosas.
De esta manera, la consideración del conjunto de la obra orwe
lliana abre horizontes distintos y mucho más dilatados para la
comprensión de 1 984 que los que emplea el pensamiento conser
vador. Lo que está en juego en esta opción por horizontes de
interpretación es algo más que una cuestión de fidelidad al espíritu
de un autor. Se trata a la vez de la contemporaneidad que se pueda
atribuir a esa obra. La diversión consistente en especular acerca de
cuán similares pueden ser algunas de las sociedades de hoy a la
visión presentada en 19 84 quizás sea útil para las necesidades
propagandísticas de ciertos grupos. Es indiscutible que en cuanto
escritor político Orwcll intentó persuadir, pero lo hizo a partir de
un esfuerzo por reflexionar seriamente, con toda la gravedad exi
gida por la naturaleza del problema, acerca de las oportunidades
para la libertad y la dignidad en el mundo que le tocó vivir.
1 82
Esa reflexión lo llevó a identificar, en la raíz de los fenómenos
de patente inhumanidad que observó y experimentó, la operación
de ciertos determinantes relativamente universales, que exigían
respuestas de validez similarmente general. Treinta y cinco años
después, las oportunidades para la libertad y la dignidad siguen
siendo algo tan precario y problemático como lo eran en 1949. La
vigencia de Orwell reside j ustamente en servir de guía en los in
tentos por iluminar las bases de la inhumanidad que padecen y de
que son testigos las mujeres y hombres de hoy, y por imaginar
respuestas adecuadas a esas experiencias de inhumanidad.
Las notas que siguen procuran desarrollar, de manera algo más
sistemática, los temas esbozados en esta introducción. Ellos
comprenden una parte muy menor de las perspectivas que abre la
obra orwelliana. Hacer el catálogo de los diversos materiales que
la lectura de 1984 proporciona a la reflexión y al análisis exigiría
ya de por sí bastantes páginas, lo cual prueba que la novela posee
una riqueza de significados mucho mayor de lo que comúnmente
se supone y se dice.
•
183
obseso con la guerra. Es un no cooperador, semejante a una pieza
1
aislada en eljuego de damas " .1
Esta noción del obseso con la guerra o amante de la guerra se
asocia con el concepto de la guerra y la política que Aristóteles
expone en la Etica. 12 Según Aristóteles, ni la guerra ni la política
son actividades prácticas que constituyan un fin en sí mismas.
Adquieren sentido por referencia a fines distintos de aquellos que
se consuman en el ejercio mismo de la actividad. En otras pala
bras, son actividades meramente instrumentales, al servicio de
objetivos que las trascienden: lograr vivir en paz, procurarse fe
licidad a sí mismo y a los ciudadanos, o en último caso asegurarse
acceso a posiciones de autoridad y conquistar honor, lo cual puede
ser egoísta, pero trasciende el ejercicio mismo de la actividad. Que
estas actividades pierdan su sentido instrumental es casi incon
cebible. Cuando ello acontece, se trata de una perseveración o
degeneración patológica que las coloca derechamente en el ám
bito de lo inhumano: " ... nadie escoge la guerra o provocarla por
sí misma. Un hombre que convirtiera en enemigas a las comu
nidades políticas amigas con el único fin de producir batallas y
carnicerías, sería considerado como un monstruo sediento de
sangre".
Es probable que esta idea de que el ejercicio de la voluntad de
dominio en la comunidad política es siempre meramente instru
mental respecto de unos fines que la trascienden, sea compartida
por las más diversas tradiciones culturales.
Ciertamente, ella tiene pleno significado para ese tipo de
comunidad política que examinó Aristóteles, cuyos miembros son
1 84
libres e iguales entre sí, y se alternan sucesivamente en el de
sempefío de las posiciones de mando y obediencia. En este tipo de
comunidad, el amante de la guerra es lo opuesto del animal
político.
En las experiencias políticas posteriores y anteriores a la
Grecia clásica predominaron, durante largos siglos, comunidades
políticas mucho más cercanas a otro de los tipos tratados por
Aristóteles: comunidades políticas articuladas en tomo a la ins
titución de la realeza. Entre el rol político de rey y los restantes
miembros de la comunidad media una distancia mayor o menor
según los casos: el único animal político en plenitud es quien
ocupa esa posición. Pero la voluntad de dominio del rey o de su
equivalente funcional encuentra limitaciones efectivas impuestas
por la tradición, o por la capacidad de rebelión de los súbditos. En
el plano intelectual, este hecho se conceptualiza en términos de la
noción de que el dominio real es instrumental a unos fines de bien
común que lo trascienden. Para dar sólo un ejemplo, tómese el
exordio a los reyes contenido en Sabiduría, 6 , 1 -4:13 "Escuchad, ,
reyes, y entended; /aprendedlo, gobernantes del orbe hasta sus
confines; /prestad atención los que dominaís los pueblos /y
alardeáis de multitud de súbditos; /el poder os viene del Seflor, y
el mando, del Altísimo: /él indagará vuestras obras y explorará
vuestras intenciones; /siendo ministros de su reino, no gobernas
teis rectamente, /ni guardasteis la Ley, ni procedisteis según la
voluntad de Dios".
En este tipo de comunidad política también hay cabida para la
perversión o degeneración patológica de la voluntad de dominio.
Pero la circunstancia de que en ellas el único animal político sea
el rey hace que esa patología se conceptualice, no ya como ruptura
irracional de la paz, sino en la forma de un dominio que, pese a
enseñorearse sobre sus súbditos, oprimiéndolos, no cumple
1 85
ninguna función positiva. Nuevamente hay un texto bíblico que es
un buen ejemplo de ello. Se trata del llamado apólogo de Jotam,
incluido en Jueces , 9, 8-15:14"Una vez fueron los árboles a elegirse
rey, y dijeron al olivo: Sé nuestro rey. Pero dijo el olivo: ¿Y voy
a dejar mi aceite, con el que engordan dioses y hombres, para ir a
mecerme sobre los árboles? Entonces dijeron a la higuera: Ven a
ser nuestro rey. Pero dijo la higuera: ¿Y voy a dejar mi dulce fruto
sabroso para ir a mecerme sobre los árboles? Entonces dijeron a
la vid: Ven a ser nuestro rey. Pero dijo la vid: ¿ Y voy a dejar mi
mosto, que alegra a dioses y hombres, para ir a mecerme sobre los
árboles? Entonces dijeron todos a la zarza: Ven a ser nuestro rey.
Y les dijo la zarza: Si de veras queréis ungirme rey vuestro, venid
a cobijaros bajo mi sombra, y si no, salga fuego de la zarza y
devore a los cedros del Líbano".
Para Aristóteles, una voluntad de dominio que se agota en sí
misma es un absurdo. El apólogo bíblico expresa el mismo absur
do. La zarza es un arbusto inútil, que no da frutos, y que en el mejor
de los casos sirve de combustible para iniciar un incendio que
destruya a los demás árboles. Entre el rey y los súbditos tiene que
mediar una distancia, y es por ello que el árbol ungido rey se mece
sobre los restantes. Por su naturaleza, la zarza no puede empinarse
por sobre los otros, pero los convoca pretensiosamente a cobijarse
bajo una sombra que no es capaz de dar. Finalmente, amenaza con
sus capacidades destructivas, que son las únicas que posee, si no
se la unge rey, poniendo en peligro aun a los más notables
especímenes del bosque. La zarza es a la institución de la realeza
l o que el amante de la guerra es a la concepción de la política de
Aristóteles. ¿Qué razones podrían justificar que la zarza fuera rey,
salvo la pura y simple afirmación de su voluntad de dominar?
En 1984, la figura de O 'Brien, el único miembro del Partido In
terior que tanto Winston Smith como el lector llegan a conocer,
14.- Nueva Biblia Española, Ibid, p. 353.
1 86
corresponde a la noción del amante de la guerra de Aristoteles. En
una sociedad norm al , de acuerdo a los cánones aristotélicos,
O ' Brien sería una excepción. Más específicamente, constituiría la
antítesis del animal político. En el orden totalitario orwelliano, las
cosas son a la inversa. O 'Brien representa al miem bro típico de esa
oligarquía que es el Partido Interior, y difícilmente podrían existir
excepciones a esa regla, dada la calidad de los medios de control
sobre el conjunto de la sociedad de que él dispone. En el mundo
de 1984, O ' B rien es el animal político y sus congéneres que in
tegran el Partido Interior son como él.
Este rasgo del Partido Interior es la clave para explicarse por
qué la sociedad orwelliana es como es y funciona como funciona.
Desde las primeras páginas de la novela, Winston Smith ha estado
obsesionado con la pregunta de por qué las cosas son como son.
Cómo son las cosas, es decir, cuál es el orden que estructura a la
sociedad y cuáles son los mecanismos de dominación-tecnologfa,
presiones psicosociales, procesos de socialización, etc. , que po
sibilitan ese orden, esto es algo sobre lo que Winston Smith tiene
ideas relativamente claras. Las dudas que puedan subsistir en él se
disipan con la lectura del texto supuestamente escrito por Emm a
nuel Goldstein. Pero esa lectura se interrumpe j usto antes de l a
respuesta a la interrogante que angusti a a Smith: ¿Por qué? A esas
alturas, tanto el protagonista como el lector saben que la sociedad
responde a un diseño premeditado del grupo dominante, y que la
respuesta sólo puede consistir en desnudar el móvil que da cuenta
de sus acciones.
En uno de los interrogatorios-diálogos del final de la novela,15
"
O ' B rien plantea derechamente la pregunta: ¿ . por qué el partido
. .
187
dominan por nuestro propio bien . . . Ustedes creen que los seres
humanos no son capaces de gobernarse a sí mismos . . . ". Esa
explicación es coherente con la premisa, probablemente compar
tida por todas las tradiciones culturales, de que el dominio o poder
es un instrumento al servicio de objetivos que lo trascienden. Pero
la verdad es otra. Dice O 'Brien: "El Partido busca el poder por el
poder. No nos interesa el bienestar de otros; nos interesa sólo el
poder. Ni riquezas ni lujos ni una larga vida ni felicidad; úni
camente poder, puro poder. . . El poder no es un medio; es un fin.
No se establece una dictadura con el objetivo de asegurar una
revolución; se hace una revolución con el objetivo de establecer
una dictadura. La finalidad de la persecución es la persecución. La
de la tortura es torturar. El fin del poder es el poder".
Salvo por el hecho de que el concepto posee unas conno
taciones positivas que no interesa degradar, podría decirse que en
el Partido Interior se asiste finalmente a la emancipación, en
términos absolutos, de la voluntad de dominio. De una vez por
todas, ella ha logrado desprenderse de aquellas ataduras que la
constreñían y tradicionalmente trababan su libre despliegue. Pri
m ordialmente, de ese obstáculo cultural que es la convicción de
que el poder no vale por sí mismo, sino por aquello que es capaz
de producir más allá de su mero ejercicio.
Este estado de cosas es ya de por sí suficientemente espantoso.
Pero en la visión de Orwell, la emancipación de la voluntad de
dominio trae consigo otras consecuencias, impuestas con férrea
necesidad por la propia lógica de esa emancipación. Sintética
mente, esas consecuencias se traducen en el aniquilamiento de
todo aquello que usualmente se ha considerado como valioso. La
voluntad de dominio emancipada, encamada en el Partido, es
como la zarza del apólogo bíblico: la realización de sus preten
siones es el combustible del incendio que destruirá todo el bosque.
El ejercicio del poder por el poder impide necesariamente el
desempeño de cualquier función positiva en la sociedad.
188
Orwell expone esta tesis en el interrogatorio-diálogo ya citado,
partiendo de la premisa de que el único poder auténtico es un poder
sobre los hombres y no sobre las cosas - hay aquí una alusión a
la imagen utópica del socialismo en Engels, caracterizada por l a
contraposición entre l a administración de los hombres y la
administración de las cosas -, y de que la única manera de afirmar
el poder sobre otro es haciéndolo sufrir: "La obediencia no basta.
S alvo que el otro sufra, ¿cómo se puede estar seguro de que obe
dece a mi voluntad y no a la suya? El poder consiste en infligir do
lor y humillación . . . ¿Comienzas a ver qué clase de mundo esta
mos creando? Es exactamente lo contrario de aquellas utopías
hedonistas estúpidas que imaginaban los viejos reformadores. Un
mundo de miedo , traición y tormento, un mundo donde se pisotea
y se es pisoteado . . . En nuestro mundo, el progreso será progreso
hacia m ás dolor". O 'Brien caracteriza enseguida más detallada
mente el orden totalitario en su estado químicamente puro: " . . . a
boliremos el orgasmo . . . No habrá lealtad . . . No habrá amor. . . No
habrá risa . . . No existirán ni el arte ni la literatura ni la ciencia . . .
No habrá distinción entre belleza y fealdad. No existirán ni curio
sidad ni empleo de proceso de la vida . . . , pero siempre . . . , en todo
momento, estará ahí la intoxicación del poder. . . , la excitación de
l a victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso. Si se
desea un cuadro del futuro, imagina una bota estampada en un
rostro humano, para siempre".
Este es el núcleo de la profecía orwelliana. Un mundo donde
el animal político de Aristóteles ha cedido el paso al monstruo que
personifica O' Brien, y una reducida oligarquía se ha convertido en
la zarza del apólogo de Jotam. Como Orwell es un profeta secular,
su fuente de inspiración radica en la realidad que experimenta y de
la que es testigo, en la observación y escudrifiamiento de esa
realidad. ¿Cuáles son entonces los fenómenos y tendencias que
cree ver en ella y que avalan su profecía? La época que Orwell vive
le entrega una riqueza suficiente de materiales en cuanto a horro-
1 89
res y opresión de unos hombres por otros; su experiencia como
miembro de la Policía Imperial India en Birmania, la gran depre
sión, la Unión Soviética de los años treinta, el fascismo alemán y
el italiano, la guerra civil española, pero horrores de este tipo se
han venido repitiendo intermitentemente a través de siglos y si
glos. En ese sentido, 1984 podría ubicarse en cualquier año de los
dos últimos milenios, para no mirar más atrás. ¿Qué hay de pecu
liar en los tiempos que se viven, como para pensar que la emanci
pación de la voluntad de dominio y sus consecuencias previsibles
son una amenaza real?
1 90
pacto social hobbesiano es un pacto de sumisión a un hombre que
tiene sentido porque pe1TI1ite transitar desde ese estado en que la
vida es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta, a ese otro en
que hay seguridad común, hay prosperidad, hay ciencia, artes y
letras.
El hecho probable de que los fenómenos de dominio se hayan
conceptualizado hasta épocas recientes subrayando la dimensión
de cooperación que se ha creído percibir en ellos, no implica
idealizar el pasado, ni tampoco sostener que en todo tiempo y cir
cunstancia el poder se haya ejercitado benéficamente y al servicio
de fines compartidos. Pero también es plausible pensar que en una
comunidad política relativamente estable, en cuya cultura predo
m inan ideas que acentúan el carácter cooperativo de las relaciones
políticas , existen obstáculos efectivos importantes que traban el
desarrollo de fenómenos de emancipación de la voluntad de do
minio.
Esta situación cultural, que se puede suponer muy generali
zada, comenzó a cambiar en los últimos doscientos años, con la
emergencia de desarrollos intelectuales que enfatizaron, particu
la1TI1ente en el ámbito económico, la relevancia y funcionalidad de
relaciones de conflicto o competencia. Esta historia intelectual ,
que presenta hitos tan destacados como la aparición de La Riqueza
de las Naciones, de Adam Smith, se da contra el trasfondo de ese
proceso que Polanyi17 caracterizó como la gran transformación, y
que m ás usualmente se conoce como desarrollo capitalista. Ello
explica la cristalización de un clima intelectual difuso e inclusivo,
articulado en tomo a la idea de lucha o competencia. Ese clima po
sibilitó, entre otras cosas, el trabajo de Darwin que culminó en
1 859 con la publicación de El Origen de las Especies. La obra de
Darwin es capital en el proceso de maduración de una confi
guración cultural que sigue vigente hasta hoy, en cuanto codifica
y da patente de cientificidad - por lo tanto, de legitimidad intelec-
17.- Karl Polanyi, The Great Transformation (Boston: Beacon Press, 1 957).
191
tual - a unos esquemas o patrones de conceptualización, basados
en la noción de lucha, que en gran medida eran ya parte de una
comprensión de sentido común de la vida económica.18 Hasta
ahora, la influencia posterior de Darwin ha sido principalmente
detectada en sus manifestaciones más groseras. Por ejemplo, en
fonnulaciones sociológicas rápidamente desacreditadas o en el
tipo de teoría racista que se asoció al fascismo. Pero la verdad es
que sin Darwin no habría sido posible Nietzsche, cuya con
tribución en el plano intelectual a la emancipación de la voluntad
de dominio es suficientemente conocida, y sin Nietzsche no habría
sido posible Max Weber, que es el primero en colocar la categoría
de poder en el lugar central de la teorización de la política.19
El tipo de esquema o patrón de conceptualización que podría
denominarse "darwinista" parte de la premisa de que el poder y la
contienda por poder son creativos, en cuanto producen efectos que
trascienden los fines, objetivos o móviles que se proponen los
contendores por el poder o quienes lo detentan. El enfrentamiento
o despliegue de voluntades de dominio, por ciegas que éstas sean,
es por lo menos un agente de transfonnación. Si además acontece
que esos efectos no buscados benefician al conjunto social, o
producen un estado de cosas superior al que existía previamente,
entonces el despliegue de la voluntad de dominio en la historia es
un agente de progreso.
Las concepciones orientadas por esta premisa, cuya variedad
va desde la mano invisible de Adam Smith hasta las afinnaciones
sobre el poder de un sociólogo contemporáneo como Michel
Foucault,20 desvalorizan la idea clásica de que la producción de
bienes colectivos resulta de un esfuerzo cooperativo que se asienta
18.- Véase la Introducción de J. W. Bu rrow a Charles Darwin, The Origin o/ Species .
(Londres: Pclican Classics, 1 979), pp. 1 1 -48.
1 9.- Véase, por ejemplo, David Bectham, Max Weber y La Teoría Política Moderna
(Ma<lrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1 979).
20.- Véase, por ejemplo, Michacl Foucault, La Verdad y las Formas Jurúlica.i(Barcelona:
Gedisa, 1 9 80).
1 92
_J
en un ejercicio premeditadamente instrumental del poder, lo que
a su vez exige que la voluntad de dominio esté sujeta a unas res
tricciones esenciales, orgánicamente vinculadas a la naturaleza de
los bienes colectivos que se trata de producir.
La magnitud de esa desvalorización depende de cada con
cepción especifica. En la visión liberal de la economía, la lucha
adquiere la forma de una competencia pacífica regulada, y ello
implica la mantención de algunas restricciones para el despliegue
de la voluntad de dominio. En cambio, hay otras concepciones
donde la cuestión de esas restricciones es irrelevante.
Este último es el caso de una cierta variante de la ortodoxia
marxista, contra la cual se dirigen los ataques de Orwell, que du
rante los años treinta había adquirido el status de doctrina co
munista oficial.
A diferencia de la visión liberal de la economía, para la cual la
preservación de condiciones efectivas de competencia es un su
puesto necesario de la producción de bienes colectivos mediante
la lucha económica, la ortodoxia comunista generaliza la idea de
lucha a todos los planos de la vida y la interpreta en términos de
posesión y pérdida de un monopolio de poder, detentado por un
grupo social específico. La historia no es otra cosa que una su
cesión de períodos relativamente largos caracterizados por el
dominio incontestado de una clase, interrumpidos por períodos
revolucionarios que conducen a una transferencia del monopolio
del poder a otra clase. Todo esto, que acontece en virtud de la lucha
de unos hombres contra otros, es un factor de progreso histórico
porque cada tipo de monopolio o dominación se asocia orgá
nicamente a una forma específica de organización socioeconó
mica, de manera tal que la derrota de unas formas de dominación
por otras es en realidad un proceso de superación de formas infe
riores de organización socioeconómica por otras que son superio
res. Como dice Stinchcombe,21 un postulado marxista central es el
2 1 . - Arthur L. Stinchcombe.Economic Sociolo¡¡y (New York: Academic Prcss, 1983). p. 31 .
1 93
principio de evolución social, que afinna que modos más eficien
tes de explotación tienden a suceder a modos menos eficientes.
Este esquema de conceptualización tiene ciertas implicancias
prácticas, en el nivel del quehacer político cotidiano, que pueden
pasar desapercibidas a primera vista. En efecto, tanto el ejercicio
del poder por un grupo dominante como la lucha por el dominio
entre clases o grupos pueden adquirir modalidades particu
lannente cruentas, opresivas o, en general, inhumanas. No obs
tante, la premisa de que hay una garantía de que la lucha es un
factor de progreso puede neutralizar, aun totalmente, la capacidad
de indignación frente a la inhumanidad de esa lucha. Al mismo
tiempo, el postulado de que toda reorganización socioeconómica
se presume superior a lo que existía anterionnente puede embotar
considerablemente la capacidad de crítica de lo que sucede en el
presente y la capacidad de reconocer que ciertos procesos consti
tuyen claramente un retroceso y no un progreso. La transición del
feudalismo al capitalismo significó sólo sufrimiento para las
grandes masas durante dos siglos. Hasta mediados del siglo pa
sado, el nuevo orden de cosas constituía auténticamente un pro
greso únicamente para la minoría que se beneficiaba de él. Sin
embargo, el predominio de patrones de conceptualización dar
winista imposibilitó un juicio critico más objetivo, que quizás
hubiera pennitido identificar cursos de acción más hwnanos.
Orwell piensa que la cultura contemporánea está profunda.:.
mente impregnada de las ideas recién esbozadas. En un artículo
publicado en la Commonwealth Review, en noviembre de 1 945, 22
se refiere a este rasgo suyo mediante la noción de gradualismo
catastrófico. Lo caracteriza como una teoría profusamente acep
tada que se trae a colación cada vez que hay que justificar una
acción que contradice el sentimiento de decencia del ser humano
promedio: "De acuerdo a esta teoría, no hay nada que se logre sin
22.- George Orwcll, " Catastrophic Gradua\ism", The Col/ected Essays, Volumc4, pp. 33-37.
1 94
derramamiento de sangre, mentiras, tiranía e injusticia. Pero por
otra parte, ningún cambio para mejor se puede esperar ni si
quiera del más grande cataclismo social. La historia se desarrolla
a través de calamidades, pero cada época será tan mala, o casi tan
mala, como la que la precedió . . . Si se objeta la dictadura se es un
reaccionario, pero si se espera que la dictadura produzca buenos
resultados se es un sentimental". Oiwell resume las consecuencias
para la cultura y el debate políticos de este modo de pensar con
gran maestría: "La fórmula usualmente empleada es: No se puede
hacer una tortilla sin romper los huevos. Y si uno replica: Sí, pero
¿dónde está la tortilla?, entonces la respuesta más probable es la
siguiente: Bueno, no se puede esperar que todo suceda súbita
mente, en un solo momento".
El hecho de que en la cultura contemporánea predomine el
gradualismo catastrofista - una expresión sintética para designar
la gran familia de esquemas de conceptualización daiwinistas -
deja a las sociedades contemporáneas particularmente indefensas
frente a los procesos de emancipación de la voluntad de dominio,
al conducir a un sentido común ampliamente compartido que
atribuye a la lucha por el poder el carácter de un factor necesario
del progreso y asocia el monopolio del poder por un grupo al
cumplimiento de funciones sociales positivas. Ese sentido común
es uno de los elementos primordiales que pavimentan el camino
hacia el orden totalitario de 1984.
Oiwell combate ese sentido común desplegando dos líneas de
razonamiento. La primera, expresada a lo largo de su trabajo li
terario, puede resumirse en la tesis de que cada caso debería juz
garse de acuerdo a sus propios méritos, abandonando todos los
prejuicios que implica el gradualismo catastrófico.
Así, por ejemplo, el desempefio de funciones sociales positivas
por un grupo dominante es una cuestión abierta que habría que
zanjar atendiendo a la evidencia existente sobre el caso. Esta línea
de razonamiento se muestra claramente en la actitud de Orwell
195
tanto ante el problema soviético, como en su enjuiciamiento del
capitalismo. En una carta a un contemporáneo suyo, académico en
Oxford, fechada el 1 1 de abril de 1940,23 afirma lo siguiente: "To
dos aquellos provistos de un sentimiento moral adecuado saben
desde 193 1 que el régimen ruso apesta. Parte del problema . . .
(reside) e n que l a intelligentsia inglesa. . . s e h a infectado con la
noción marxista, inherentemente mecanicista, de que si se hacen
los avances técnicos necesarios, el progreso moral sigue autmná
ticamente. Nunca he aceptado esto. No creo que el capitalismo, en
oposición al feudalismo, mejoró la calidad actual de la vida hu
mana, como tampoco creo que el socialismo por s{ mismo nece
sariamente implique un progreso real . . . (Estos) avances econó
micos meramente proveen una oportunidad para un paso hacia
adelante que todavía no ha acontecido".
La segunda línea de razonamiento que despliega Orwell se
resume en la tesis a la que 1 984 da forma literaria: la voluntad de
dominio es equivalente con la inhumanidad.
En la novela hay un esfuerzo literario por refutar radicalmente
los esquemas de conceptualización darwinistas. Para Orwell, ni el
dominio ni la contienda por obtenerlo son capaces.por sí mismos,
de crear efectos benéficos para las personas o la comunidad.
Librada a sf misma, la voluntad de dominio sólo produce aquello
que el orden totalitario de 1 984 hace patente: opresión, sufri
miento, esclavitud, degeneración intelectual y espiritual, odio.
Esto es, la vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta que
describía Hobbes.
La convicción de Orwell es que la humanidad reside en otra
parte. Específicamente, en todo aquello que la sociedad diseñada
por el Partido Interior se orienta a aniquilar: el goce erótico, el
amor, el sentimiento de libertad, la satisfacción placentera de
necesidades como el beber y el comer, el disfrute de la privacidad,
23.- George ürwell, carta a Hwnphry House,The Co/lectedEssays, Volume 1 , pp. 5 80-584.
Lo cursivo en el texto.
1 96
la lealtad, la creación artística, el goce estético, la verdad y el
anhelo de objetividad, el desarrollo de lenguajes cada vez más
complejos y ricos en significados. La fidelidad a la propia con
ciencia, un sentimiento de continuidad histórica y de pertenencia
a una tradición determinada, la seguridad, el anhelo de justicia.
En consecuencia, si hay progreso en la historia, hay que expli
carlo no en términos de la acción del poder, sino por referencia a
la existencia de condiciones que permitan domesticarlo o conver
tirlo en instrumento al servicio de los objetivos propiamente hu
manos recién señ.alados. Por sf mismo, el poder es inhumano o,
más radicalmente, antihumano. Las fuentes de su humanización
son necesariamente exteriores a él, y esto implica su estricta
subordinación a ellas.
En definitiva, ello quiere decir que la cultura contemporánea
debería ser objeto de una transformación profunda. Los esquemas
de conceptualización darwinista deberían sustituirse por modali
dades de pensamiento y categorías mentales que acentuaran la
naturaleza esencialmente instrumental de todo dominio y la idea
de una comunidad política articulada en tomo a relaciones de
cooperación. La visión orwelliana del socialismo democrático
como respuesta al estado de cosas que al autor le tocó vivir,
subraya la necesidad de esa transformación.
1 97
esta lucha, las eternas perdedoras son las grandes masas de gente
común, que a lo más que pueden aspirar es a ser utilizadas, en los
períodos revolucionarios, por quienes luchan contra el poder
establecido, derivando de ello algunos beneficios. Pero una vez
consolidado el dominio de los contendores, las cosas retoman a su
estado norm al, lo que para la gente común es simplemente si
nónimo de opresión:-4
Hasta ahora, ningún grupo dominante ha logrado un monopo
lio absoluto del poder. Prueba de ello es no sólo el hecho his
tóricamente observable de la sustitución en el tiempo de unos
grupos dominantes por otros, sino también la circunstancia de que
hasta hoy las diversas formas de dominio, pasadas y presentes, han
desempeñado y desempeñan funciones sociales positivas. Bajo la
hipótesis de un monopolio absoluto del poder, que es precisa
mente la hipótesis sobre la cual se construye el mundo de 1 984 ,
ninguna de esas cosas ocurriría. Que el orden totalitario mundial
descrito en la novela sea todavía asunto de la ficción literaria y no
realidad social observable, se debe a que hasta ahora todo dominio
ha encontrado factores efectivos de contestación, que han trabado
la aspiración al poder absoluto que es característica de todo grupo
dominante. Ello explica que las dictaduras del pasado hayan sido
simplemente despóticas y no totalitarias.
Según es bien sabido, Orwell piensa que en el mundo con
temporáneo esas condiciones han cambiado, que existen tenden
cias cuya operación puede conducir a una situación donde el
monopolio absoluto del poder sea posible. Es ese diagnóstico suyo
el que confiere urgencia y gravedad a su profecía. Esquemáti
camente, se puede decir que esas tendencias son de tres tipos.
La primera línea de argumentación de Orwell, quizás la que
más destacó en los años de guerra fría posteriores a la publicación
de la novela y sugerida en diversos pasajes del984, dice relación
198
con los cambios experimentados por la tecnología bélica a raíz de
la invención de las armas nucleares, y con el impacto de estos
cambios en las relaciones políticas al interior de los estados y en
las relaciones de éstos entre sí.25 La segunda línea de argu
mentación, que probablemente es la que m ás destaca en una lec
tura contemporánea de 1984 , se refiere a la aparición de una
tecnología para el control social que implica una transformación
cualitativa en relación con los medios disponibles para los grupos
dominantes en el pasado. Así, por ejemplo, la naturaleza pa
nóptica 26 del orden totalitario de 1 984 no sería posible sin los
medios de espionaje electrónico contemporáneo. Finalmente,
Orwell argumenta en el contexto de lo que usualmente se conoce
como la paradoj a de la pobreza en condiciones de abundanci a.
Esta línea argumentativa, que probablemente es la que menos
resalta hoy, merece una consideración más detallada.
Orwell parte de la premisa de que una sociedad jerárquica sólo
es posible bajo condiciones de pobreza e ignorancia. La prosperi
dad generalizada de bienes materiales y culturales trae consigo un
debilitamiento de las bases en que descansa una sociedad de esa
clase, y en el largo plazo significa su destrucción.27 Pero ello im
plica que una situación donde comienzan a darse condiciones para
esa prosperidad generalizada contiene un fuerte aliciente para que
los grupos dominantes procuren robustecer su monopolio del
poder, de modo de conservar la pobreza e ignorancia prevalecien
tes. Esa es la razón por la cual, en 1 984 , el Ministerio de la
Abundancia no produce prosperidad sino pobreza.
25.- El desarrollo de esta tesis se encuentra en George Orwell, "You and the Atom Bomb",
The Collected Essays, Volume 4, pp. 23-26. Véase, también George Orwell, "Toward
European Unity", The Collected Essays, Volume 4, pp. 423-429.
26.- La expresión es de Michel Foucault, y designa una sociedad totalmente vigilada, según
el modelo de Bentham expuesto en el Panoptican. Véase Michel Foucault, Vigilar y
Castigar (México: Siglo XXI Editores, 1976), pp. 1 99-230.
27. -George Orwell, 1 984, op. cit., pp. 156- 1 57.
199
Para Orwell, la situación prevaleciente durante la cuarta y
quinta década del siglo presenta como rasgo sobresaliente la para
doj a de la pobreza en condiciones de abundancia generalizada.28
En ello no hay demasiada originalidad. La idea de crisis de sobre
producción es vieja en el análisis marxista y la observación de la
paradoja constituyó un estímulo poderoso para que Keynes desa
rrollara su Teoria General. 29 Más original es la noción de que el
advenimiento de condiciones para una prosperidad generalizada
constituye un aliciente para que los grupos dominantes endu
rezcan su monopolio del poder, con el fin de perpetuar la escasez
como medio de control social. No obstante, no es una idea
excéntrica. En un artículo publicado en Londres en 1943, Kalecki
predice exactamente este tipo de comportamiento por parte de la
burguesía industrial en los países capitalistas, y lo vincula a la
aceptación por ella del fascismo.30
De esta manera, Orwell detecta en las sociedades de su tiempo
tanto estímulos efectivos a los grupos dominantes para vigorizar
su monopolio del poder- lo cual es válido sea para las oligarquías
colectivistas como la soviética, sea para las burguesías industria
les de los países capitalistas - como nuevos recursos de control
social disponibles para esos grupos, que confieren un considera
ble realismo a la imagen de un orden totalitario mundial. Su res
puesta consiste en afinnar la necesidad de alguna forma de socia
lismo democrático, como modalidad de organización política y
socioeconómica que sustituya tanto al capitalismo como al colec
tivismo oligárquico.
La proposición del socialismo democrático como solución no
es arbitraria. Tal como lo concibe Orwell, ataca en su raíz misma
las tendencias que favorecen desarrollos totalitarios , al generar a
través de una fragmentación y redistribución del poder de con-
28.- George Orwell, "The Road to Wigan Pier", op. cit., pp. 149-1 50.
29.- J. M. Keynes, The General Theory of Employment, lnterest and Money (London:
Macmillan, 1 936), pp. 30-3 1.
30.- M . Kalecki, "Political Aspects o f Full Employment", e n Selected Essays on the
200
testación suficientes para trabar y entorpecer significativamente
procesos orientados a la obtención de un monopolio absoluto del
poder.31 Por una parte, en la visión de Orwell el socialismo demo
crático implica una transfo rm ación sustancial del orden
económico capitalista, cuya finalidad es acabar con la paradoj a de
la pobreza en condiciones de abundancia. Esas transformaciones,
al operar en un contexto de libertad política, liquidarían las
restricciones a la difusión de una prosperidad general de bienes
materiales y culturales, impuestas por las exigencias de dominio
de los grupos dominantes. Según se vió, Orwell piensa que esa
prosperidad general abriría, por primera vez, la oportunidad para
la gran masa de gente común de debilitar permanentemente el
monopolio del poder por los grupos dominantes. Por otra parte, el
componente democrático del socialismo que propugna Orwell es
idéntico con el conjunto de instituciones políticas liberales que
caracterizan tanto a la democraci a inglesa como a las restantes
democracias occidentales que él conoce. Ello implica que la gran
masa de gente común tiene a su disposición un conjunto de recur
sos institucionales con los cuales contener el ejercicio del poder e
impedir su concentración y, dada la superior situación material y
cultural en que se encuentra, cabe suponer que podrá utilizarfos
con mucho mayor eficacia que con la que lo hizo en el pasado.
No obstante, el rasgo más destacado de la propuesta orwelliana
reside en que ella tiene una fundamentación primordialmente
moral o ética. De no ser así, Orwell estaría simplemente recayendo
en un modelo de cufiO darwinista, que atribuiría al simple hecho
de la lucha en un contexto de distribución y fragmentación del
poder la virtud de generar e fectos colectivos benéficos.
Dynamics ofthe Capitalist Economy, (Cambridge University Press: 1 97 1 ), pp. 1 38- 145.
3 1. - Respecto a la relación entre socialismo democrático y los efectos políticos del cambio
en la tecnologia bélica originado en la invención de annas nucleares, Orwell proporciona
un análisis especifico, situado en las circun stancias de los afios inmediatamente posteriores
a la guerra, en "Toward European Unity". The Col/ected Essays, Volume 4, pp. 423 -429.
La discusión de ese análisis y el enjuiciamiento de su vigencia en las condiciones actuales,
llevaran demasiadas páginas, al punto de e11 igir unas notas distintas de las que aquí se
presentan.
20 1
Para Orwell, los protagonistas del socialismo democrático no
son ni elites premunidas de una teoría científica o una ética supe
rior, ni vanguardias revolucionarias provistas de privilegios ex
traordinarios en su comportamiento, en contraste con el mortal
común. Son simplemente las masas de gente común, y coherente
mente con ello el fundamento moral de la idea de socialismo
democrático radica en ciertos principios morales que son los que
orientan el comportamiento cotidiano de la gente común.
En reiteradas ocasiones Orwell designa esa moralidad me
diante la expresión de decencia común.32 Su convicción es que las
masas de no privilegiados sustentan, de una manera tácita y poco
consciente, unos principios morales mínimos, que son justamente
los que el privilegio y la voluntad de dominio arrollan siste
máticamente al desplegarse en la historia. Sobre los contenidos de
esa decencia común no ofrece una definición explícita. No obs
tante, no es difícil reconstruirlos a partir de ciertas situaciones
recurrentes en la obra orwelliana.
Así, por ejemplo, en un comentario a un poema de W. H.
Auden, donde se glorifica la figura del combatiente-militante en
la guerra civil espaf'l.ola, entre otras cosas, en ténninos de su
aceptación consciente de la culpa por el asesinato necesario, dice
Orwel1:33 nótese la frase 'asesinato necesario' . Sólo podría ser
"•••
202
En 1 984, cuando Winston Smith cae en la trampa que le tiende
O ' Brien, y cree ser reclutado para la Hermandad que lidera Gols
tein, promete hacer cualquier cosa por ella. La lista de promesas
incluye el asesinato, actos de sabotaje que puedan causar la muerte
de cientos de inocentes, mentir, extorsionar, corromper la mente
de los nin.os, distribuir drogas, fomentar la prostitución, diseminar
enfermedades venéreas, aun arrojar ácido sulfúrico a la cara de un
nifi.o.34 Mediante esas promesas, Smith ha abjurado de la decencia
común. Posteriormente, cuando en los diálogos-interrogatorios
del final de la novela la reivindique frente a O'Brien, éste le hará
escuchar una grabación de ellas, liquidando su última línea de
defensa.
Para Orwell, la idea de socialismo no es sino la expresión ar
ticulada, en el plano político, de la noción de decencia común. Por
ello, se trata de una idea plenamente antagónica con los esquemas
darwinistas de conceptualización. El gran error del marxismo
reside en haber sustituido esa fundamentación moral por una
teorización pretendidamente científica, cuya filiación darwinista
es fácilmente detectable. Con ello, la idea de socialismo no ganó
nada y perdió mucho. Primero, se alienó a las grandes masas, al
convertirse en una suerte de gnosis, patrimonio de unos cuantos
intelectuales e iniciados. Segundo, posibilitó el surgimiento de
fenómenos totalitarios como el soviético, con lo cual se despres
tigió y desvalorizó. Finalmente, le sucedió lo que a Winston
Smith: se quedó sin defensas frente al embate totalitario, porque
había renunciado a ellas mucho antes.35
Orwell sostiene, en el contexto de la Inglaterra y la Europa de
su tiempo, que su propuesta de socialismo democrático, al funda
mentarse en la decencia común y despojarse por consiguiente de
los ropajes pretendidamente científicos con que el marxismo
vistió al socialismo, es capaz de recuperar a las grandes masas para
el socialismo.
34.- George Orwell, 1984, op. cit., p. 1 42.
35.- Véase, por ejemplo, George Orwell, "The Road to Wigan Pier'', op. cit., pp. 1 49-204.
203
No obstante, se equivocaría quien interpretara esa reflexión en
un sentido político-instrumental puramente coyuntural. En la
visión oiwelliana, ganar las masas para el socialismo significa
elevar la decencia común a la categoría de principio constitutivo
de la vida política, bajo el supuesto de que la reivindicación de esa
decencia común es capaz de atraer a la gran masa de gente común
a desempefiar roles políticos más protagónicos. A la vez, significa
una transfonnación profunda de la cultura política: la sustitución
de los esquemas daiwinistas de conceptualización y sus implica
ciones por orientaciones referidas a las ideas de justicia y libertad,
el predominio de la noción de que el poder está estrictamente
subordinado a la decencia común, y la valorización de la persona
como un animal político cooperador, enteramente opuesto al
amante de la guerra que personifica O 'Brien en 1984.
En suma, el socialismo democrático oiwelliano es una res
puesta antitotalitaria, perfectamente coherente con los anteceden
tes que Oiwell tuvo a la vista al construir su profecía. A la vez, del
conjunto de elementos y sugerencias contenidos en su obra, es
quizás el que pueda gozar de mayor contemporaneidad.
No se trata de que las imágenes dantescas que evoca la
emancipación de la voluntad de dominio sean ya de manera de
finitiva una cosa del pasado. En un comentario sobre una com
pilación de cuentos de Jack London,36 Oiwell se refiere a la notable
capacidad del novelista norteamericano para anticipar, con gran
precisión, rasgos de los desarrollos totalitarios que tendrían lugar
en el siglo XX. " . . . predijo, por ejemplo, ese peculiar horror de la
sociedad totalitaria, que es el modo en que aquellos, sospechosos
de ser enemigos del régimen, simplemente desaparecen'! En
1984, Orwell recoge la anticipación de London. La diferencia
radica en que la novela de este último había sido publicada en 1907.
36.- George Orwell, "lntroduction to 'love of life and other stories' by Jack London" The
Collectlli Essays, Volume 4, pp. 4 1 - 48. Lo cursivo es de Orwell.
204
En cambio, cuando Orwell hace de la desaparición de personas
una de las instituciones de la vida cotidiana del orden totalitario de
1984, la profecía de London ya se había cumplido. Tanto en la
sociedad soviética de los años treinta como en el fascismo alemán
de la misma época, la simple desaparición de personas ha pasado
a ser una institución.
Treinta y cinco años después de la publicación de 1984 , en los
países del sur de América Latina - Argentina, Chile, Uruguay -
mucho de aquello que en la novela es considerado como profético,
ya no lo es más. En el sur de América Latina, 1984 nos previene
acerca del riesgo totalitario. Acicatea la memoria y obliga a
recordar cúan cerca se ha estado o se está del totalitarismo.
Siendo ésa una función importante, más contemporánea aún
parece la visión orwelliana de que en una sociedad de masas al
totalitarismo sólo puede detenerlo la decencia común de la gran
masa de gente común. Del conjunto de proposiciones de la obra
orwelliana es la más importante.
205
EL SURGIMIENTO D E U N A
N U EV A IDEOL O G I A DEMOC RAT I C A
EN AMERI C A L A T I N A .
207
realidad a problemas más generales que afectan a la mayoría de las
sociedades latinoamericanas.
De ser así, el referido fenómeno tendría proyecciones mucho
más vastas, y consecuencias hasta ahora no imaginadas. No obs
tante, en las mismas sociedades donde hay evidencias en el sentido
de que efectivamente existe y de que no es una mera construcción
ilusoria, se trata de un desarrollo todavía embrionario, cuya efica
cia social e histórica es aún hipotética. Por consiguiente, parece
particularmente aconsejable ser prudente en cuanto a la generali
dad atribuible a estas reflexiones.
En otro lugar hemos procurado sef'i.alar los rasgos centrales de
esta ideología emergente,1 en terminas de la aspiración a una
práctica política guiada por las siguientes orientaciones funda
mentales : 1 ) la idea de una difusión y consolidación de prácticas
efectivas de autogobierno; 2) la idea de un proceso de expansión
de los ámbitos de vida sometidos a control personal ; 3) la idea de
la necesidad de un proceso de fragmentación o socialización del
poder; 4) la idea de una restitución (que es a la vez superación) a
la colectividad de capacidades y potencialidades personales, que
se encuentran perdidas en el juego de estructuras sociales, autono
mizadas en relación con las mujeres y hombres que las padecen.
A partir de esas orientaciones básicas, resultan dos consecuen
cias de importancia. La primera, respecto de lo que se considera
una visión adecuada del Estado y de la cuestión del estatismo. La
segunda, referida a las relaciones entre sociedad política y so
ciedad civil.
La nueva ideología democrática muestra una tendencia a ser
antiestatista. Su visión es la de un Estado que se disuelve, en una
medida importante , en la sociedad política y en la sociedad civil.
No sólo torna sospechosa la concentración de poder en el Estado
--la que para las ideologías progresistas del pasado era un desi-
1 .- Flisfisch, A., "Notas acerca de la idea del reforzamiento de la sociedad civil", este l ibro.
208
derátum obvio, casi natural -, sino que acusa también una mar
cada hostilidad hacia las expresiones contemporáneas de estatis
mo: control y dirección tecnoburocráticos, la legitimidad del ex
perto como fundamento de autoridad.
A la vez, está la idea de que la sociedad civil debería hacerse
más pública y, correspondientemente, más política. Pero, simultá
neamente, ese proceso de politización de la sociedad civil debería
acompafiarse de un proceso de democratización de la sociedad
política. Esta última tendría que desprofesionalizarse de manera
significativa, para dar paso a una socializaci6n de la política. Es
decir, a una sociedad política más social y menos política.
Ciertamente, estas ideas centrales están planteadas en un alto
nivel de abstracción. La construcción de una teoría democrática a
partir de ellas supone un proceso de elaboración que lleve a propo
siciones mucho más específicas. Siguiendo a C. B. Macpherson,
podría decirse que esas ideas deberían generar un modelo particu
lar de democracia,2 capaz de proporcionar respuestas satisfacto
rias a diversos problemas políticos prácticos y de justificar doctri
nariamente esas respuestas.
En todo caso, es claro que esas ideas conducen a un cuestiona
miento de varias concepciones que han gozado de alguna legitimi
dad en el pasado reciente, o que continúan gozándola en el seno de
ciertas elites políticas y organizaciones socialmente más inclusi
vas.
Por ejemplo, ellas implican un rechazo de la concepción leni
nista de partido político. Más en general, ellas exigen una conside
ración crítica de la relación entre partidos políticos y sociedad, o
de fenómenos como el de la profesionalización política.
Si los desarrollos ideológicos aquí esbozados alcanzan un
grado de maduración importante, cabría esperar que ellos se ex
presaran en un modelo de democracia fecundo en consecuencias
2.- Macpherson, C. B., The life and times of liberal democracy, Oxford University Press,
1977.
209
profundas. Ese modelo, al lograr eficacia social e histórica, debe
ría alterar significativamente el campo intelectual del hacer
política.
Estas notas intentan perfilar respuestas a los siguientes proble
mas:
210
No obstante, si se observan los desarrollos intelectuales sobre
el problema de la democracia, se verificará que ellos muestran un
atraso armónico con la pobreza de las experiencias democráticas.
En relación con la experiencia, la esperanza y la promesa demo
cráticas parecen desmesuradas. En términos de la reflexión siste
mática sobre el problema de la democracia, experiencia y razón
parecen ir de la mano.
El caso chileno ilustra bien este aserto. Es proverbial que se lo
cite, junto con Uruguay y Costa Rica - hoy convendría afiadir
Venezuela - como ejemplo de experiencia democrática exitosa,
hasta la ruptura institucional de 1973. Malgastaría su tiempo
quien intentara identificar esfuerzos de reflexión sobre el proble
ma de la democracia, que hayan incidido de una manera impor
tante y efectiva en la vida política nacional.
A partir del siglo XIX y de la recepción de doctrinas más
liberales, el tipo de discurso que se privilegia para discurrir sobre
la democracia es el discurso jurídico. Extremando las cosas, se po
dría decir que el problema de la democracia se constituye como un
problema jurídico. La reflexión sobre la democracia es la doctrina
constitucional, elaborada como exégesis de los textos consti
tucionales y sus leyes complementarias, y apoyada en elementos
degradados de teoría política. Por ejemplo, en versiones rudimen
tarias y distorsionadas de un Rousseau o de un Montesquieu. La
doctrina constitucional pasa así a determinar el campo intelectual
de la política.
Lo anterior no plantearía dificultades si el problema de la de
mocracia hubiera ocupado un lugar importante en la determina
ción de ese campo intelectual. El discurso jurídico puede ser un
vehículo tan adecuado como otros para la elaboración de una
teoría democrática. El caso es que esa teorización no se consti
tuyó, y la democracia desempeftó un papel secundario y adjetivo
en la construcción del campo intelectual de la política.
21 1
Ello se ve con claridad a partir de las primeras décadas del
presente siglo. Desde esa época, el instrumento por excelencia
para la creación y difusión ideológicas es el ensayo de crítica so
cial o el ensayo socio�conómico. En este género literario, cada vez
más influido por el desarrollo de nuevas disciplinas académicas
--economía, sociología, historiografía contemporánea-, el pro
blema de la democracia, en cuanto cuestión política, ocupa una
posición subalterna.
La razón de ello reside en la preeminencia que tienen, en el
rango de las cuestiones políticas, el Estado y las potencialidades
transformadoras que se atribuyen a la acción estatal. Las ideo
logías que confluyen a estructurar el campo intelectual de la
política son ideologías estatistas: Esta es una proposición proba
blemente provista de un alto grado de generalidad.
En el fondo, los distintos desarrollos intelectuales, de los más
diversos signos y pese a esos signos contradictorios, comparten la
visión napoleónica de Estado y Gobierno, tal como la describe
David Thomson.3 Es decir, como un sisteina susceptible de cons
truirse racionalmente y científicamente, y capaz de superar por
medios tecnoburocráticos el peso de la tradición. y las especifi
cidades históricas, estas últimas interpretadas como rémoras o
factores de atraso.
Desde este punto de vista, el problema político primordial es de
cómo acceder al Estado y, una vez instalado allí, utilizarlo racio
nalmente para llevar a cabo determinadas metas, propuestas por el
diagnóstico socioeconómico de la realidad nacional respectiva y
por la crítica social. El contenido ideológico sustancial - priori
tario, podría decirse - lo dan ese diagnóstico y esa crítica. Los
problemas políticos, en cuanto son simplemente problemas acerca
de medios y no de fines, son meramente adjetivos. Ese es el status
que adquiere la referencia a la democracia.
3.- Thomson, D., Europe since Napoleon, Pelican Books, 1 978 (reedición), p. 66.
2 12
En algunos desarrollos ideológicos, la democracia, vista prin
cipalmente desde el principio de mayoría, conserva una función
en cuanto fundamento de legitimidad. Pero, las más de las veces,
tiende a fusionársela con el problema del acceso al Estado y de los
contenidos de la acción estatal. En efecto, se supone que las metas
develadas por el diagnóstico socioeconómico - frecuentemente
presentado con aspiraciones de cientificidad - y la crítica social ,
son metas compartidas por la mayoría, o que la mayotia no podría
sino compartir. En consecuencia, la exigencia de perfeccionar la
democracia - por ejemplo, a través del saneamiento de prácticas
electorales, o de hacer más representativas las instituciones
políticas - se confunde con el impulso hacia el logro de las metas
consideradas sustanciales. En el fondo, la democracia es buena
porque las metas son buenas.
En el caso de los desarrollos ideológicos de izquierda, esta idea
de la democracia como simple medio aparece en una de sus formas
extremas. Así, se llega a sostener que las instituciones políticas no
constituyen ni siquiera un objetivo estratégico, sino un mero
expediente táctico.
En una situación donde el campo intelectual de la política se
caracteriza por el lugar decisivo que ocupa la concepción napo-
.
leónica del Estado y el Gobierno, en cuanto sustrato común a las
más diversas orientaciones, la nueva ideología democrática intro
duce un elemento de novedad. En términos de una historia com
parada de las ideas, quizás sus contenidos no exhiban una mayor
originalidad. Pero contra el trasfondo recién bosquejado, ella
implica una ruptura importante.
Uno de los rasgos primordiales, posiblemente hasta ahora más
latente que explícito, consiste en colocar el problema de la demo
cracia en el centro del campo intelectual de la política. Por sí solo, \
este rasgo confiere un significado muy diferente a los elementos
de continuidad que indudablemente existen. En efecto, las situa
ciones autoritarias heredan del pasado una tradición democrática.
213
En algunos casos, esa tradición es débil y secundaria. En otros, se
construye a partir del recuerdo de una experiencia democrática
que fue más vigorosa y duradera. Por ello, la tradición es más
intensa, y deviene en una referencia obligada de la demanda de
democracia. No obstante, en ambos casos la nueva ideología no es
una mera prolongación de esa tradición. Integra esa tradición
como uno de sus elementos, realizando una lectura, frecuente
mente crítica, de las experiencias pasadas. La interpretación del
pasado, recogido como tradición democrática, se subordina a la
evaluación del presente y al diseño del futuro.
Esto último se observa con claridad en la exigencia de desarro
llar una teoría democrática. La tradición recibida puede reflejar un
pasado rico en experiencia, como es el caso en Chile, pero siempre
es teóricamente pobre. El soporte teórico de la experiencia se ago
tó en un discurso jurídico, lo que expresa adecuadamente la
subordinación de los problemas polfticos al problema de la
dirección y control estatales: como las formas políticas democrá
ticas son elementos del Estado, su teorización es una parte del
derecho público. La centralidad de los problemas políticos obliga
a pensar en un discurso distinto, que supere radicalmente a la vieja
doctrina constitucional, subordinándola a sus propias y especí
ficas preocupaciones.
La prioridad otorgada a los problemas políticos no implica
echar por la borda la inquietud por los fines económicos y sociales
deseables. Es decir, por aquello que en pafses capitalistas depen
dientes se expresa en la fórmula de la necesidad de un proyecto
nacional de desarrollo económico y social.
Sin embargo, adoptar el punto de vista de la nueva ideología
democrática sf implica una reconsideración de los problemas del
desarrollo, a la luz de la preeminencia de los problemas propia
mente políticos. Esa preeminencia trae consigo dos consecuencias
que vale la pena subrayar.
214
Por una parte, ella torna más compleja la decisión colectiva
acerca de cuáles son los contenidos deseables para el desarrollo
económico y social. En la concepción napoleónica del Estado y
del Gobierno, esos contenidos se pueden identificar con gran
precisión. Se los puede conocer, operando con criterios de cienti
ficidad propios de un paradigma convencional de conocimiento.
A la vez, el sujeto capaz de producir ese conocimiento es una
tecnoburocracia iluminada, o una vanguardia lúcida que da con
los auténticos intereses de los grupos sociales mayoritarios.4 Esa
tecnoburocracia o esa vanguardia juegan un papel esencial en la
dirección de la actividad estatal.
Para la nueva ideología democrática, esos contenidos son pri
mordialmente el objeto de una decisión colectiva democrática.
Por lo tanto , aquello que aspire a pasar por conocimiento acerca
de ellos, sólo puede pretender un valor de verdad relativo . Ello no
implica un rechazo de la presencia del juicio iluminado en política.
Sf significa una subordinación de ese juicio a los resultados de
decisiones colectivas democráticas, y su sujeción a las reglas del
juego democrático. Lo que equivale a afirmar que está siempre
sujeto a un control social, democráticamente ejercido.
Por otra parte , la preeminencia de los problemas políticos
impone restricciones a los contenidos posibles del desarrollo
económico y social. En la visión común, asociada a la concepción
napoleónica del Estado y del Gobierno, las cosas suceden.jus
tamente a la inversa. Son las necesidades de determinado orden
económico y social las que se expresan en restricciones sobre las
modalidades que puede adoptar la política. Hay aquí un reduc
cionismo economicista compartido por izquierda y derecha. Así,
por ejemplo, para los ideólogos del régimen autoritario chileno, lo
principal es la construcción de una economía de mercado, y a esa
meta se subordinan las metas políticas. El tránsito hacia la de-
i
4.- Flisfisch, A., Concentración de poder y desarrollo social, Documento de Traba o
W 145, Programa FLACSO-Santiago de Chile, mayo, 1982.
215
mocracia es una consecuencia de la consolidación y plena opera
ción de esa economía.
Desde el punto de vista de la nueva ideología democrática, si
hay reduccionismo, se trata de un reduccionismo de signo contra
rio. Respecto del orden económico, la pregunta que hay que hacer
es la siguiente: ¿qué tipos de orden económico son compatibles
con la plena operación del modelo democrático deseado?
Aquí, son las características del orden político visualizado, de
finidas como soluciones a problemas políticos, las que implican
restricciones respecto del orden económico.
Indudablemente, esa sustitución de preguntas equivale a un
giro importante. Unido a los restantes desplazamientos de pregun
tas, problemas e inquietudes recién esbozadas, todos ellos apuntan
a un giro cuasicopemicano en la constitución del campo intelec
tual de la política. En ese sentido, no parece osado afinnar el carác ·
216
En todo caso, tanto las experiencias personales como las socia
les m ás inclusivas lo son de perdedores. Es decir, se trata de per
sonas y grupos sociales que fueron políticamente derrotados al
advenir el autoritarismo, y que han seguido en calidad de perde
dores posteriormente. El ulterior desarrollo ideológico llevado a
cabo es una reacción a esa derrota, y a la opresión subsecuente que
han padecido.
Esa circunstancia no es meramente anecdótica. Por el contrario,
es un elemento esencial en la génesis histórica del desarrollo
ideológico . Las lógicas que regulan su evolución y determinan sus
contenidos son de naturaleza reactiva. A la vez, la probabilidad de
que alcance un grado importante de eficacia social e histórica hay
que estimarla atendiendo a esa naturaleza reactiva.
La nueva ideología democrática reacciona frente a dos aspectos
del autoritarismo, que si bien están muy ligados, tanto analítica
como prácticamente aparecen como dimensiones distintas. La
primera dimensión es la de la represión autoritaria. La segunda,
la del orden autoritario .
En sus orígenes ; el autoritarismo aparece como un fenómeno
esencialmente represivo: como una liquidación de la democracia
y un avasallamiento de las libertades públicas y derechos indi
viduales mínimos. Al poco tiempo, su carácter represivo puro se
fusiona con la implantación de un nuevo orden. Del momento de
la fuerza pura, se transita a una institucionalización progresiva de
la fuerza: la represión se orienta por metas específicas, comienza
a generar unos contenidos sociales determinados y se desenvuelve
según unas pautas m ás o menos estables. El aspecto que más re
salta en este orden autoritario es el del nuevo orden económico: la
construcción de una economía de acuerdo con criterios de una
acentuada ortodoxia neoliberal o neoconservadora. Es el orden
económico de los discípulos de Friedman. Sin embargo, por lo
menos en experiencias extremas como la chilena, el orden autori
tario constituye - o se esfuerza por serlo - una verdadera revolu-
217
ción desde arriba, que afecta a todos los ámbitos de la vida social:
política, cultura, educación, salud, previsión social, etc.5
Tanto la represión como el orden autoritario conducen a tipos
de experiencias que son distintas. Históricamente, en un primer
momento se trata sólo de experiencias represivas. Posteriormente,
las experiencias de orden autoritario tienden a desplazarlas. Hoy,
son las últimas las que predominan. Ciertamente, hay casos en que
ambas dimensiones siguen confundiéndose. La detención de un
activista en un acto público contestatario por los organismos de
seguridad y el tratamiento que padece en poder de éstos es una
experiencia de orden y represión a la vez. Pero el autocontrol que
cada cual ejerce sobre sf mismo en los diversos planos de la vida
cotidiana, y las estrategias individuales o de grupo que se desa
rrollan en el interior de cada campo de control, son experiencias
de orden.
Hay una complejidad adicional. Estos tipos de experiencias y
las respuestas que ellos inducen poseen una especificidad según se
trate de grupos intelectuales - en sentido amplio -, o de grupos
sociales masivos cuyas experiencias y respuestas los primeros
interpretan. Esta es una distinción que conviene tener presente al
intentar desentraftar la génesis de la nueva ideología democrática.
En el momento inicial represivo, y desde el punto de vista de los
grupos sociales masivos, que se convierten en grupos dominados
sin apelación bajo el autoritarismo, la respuesta a la represión es
de los derechos humanos. Aquí hay un agente privilegiado, que
codifica la experiencia sufrida y la interpreta como descono
cimiento o avasallamiento de derechos humanos: la Iglesia. Prác
ticamente, la respuesta se expresa en el fomento de organizaciones
de solidaridad, formales o informales, que persisten hasta hoy.
La reivindicación de derechos humanos trae consigo dos con
secuencias, aparte de poner a la Iglesia en un primer plano político,
5.- Sobre orden autoritario cultural, véase Brunner, J. J., lA cullura alllorilaria en Chile,
Edición de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Santiago de Chile, 1981.
218
y hacer de ella un actor necesario de cualquier evolución futura
posible . Por una parte, frente al discurso democrático juridicista
del pasado, introduce un elemento ético, replanteando así con gran
vigor la cuestión de los fundamentos de la conviencia social y
política. Por otra parte, la idea de los derechos humanos alcanza
una efectividad social importante. De parte de los grupos domina
dos, hay una recepción de la visión de determinados derechos bá
sicos, válidos en cualquier circunstancia, que corresponden a
cualquier persona por el solo hecho de existir. La difusión de esta
visión ha sido, con una alta probabilidad, sumamente masiva,
hasta integrar el sentido común popular. Ello puede ser una con
dición favorable para una recepción futura de la nueva ideología
democrática por los grupos sociales mayoritarios. No obstante, la
visión de los derechos humanos no constituye por sí sola una
concepción de democracia.
Desde el punto de vista de los grupos intelectuales, la reacción
frente al momento represivo posee ciertas peculiaridades, que se
explican por las particularidades de su composición. Estos grupos
incluyen académicos y profesionales, altamente politizados e
influidos por una tradición marxista, y políticos, en el sentido de
líderes partidistas, militantes, activistas, simpatizantes, etc., pro
venientes de organizaciones de izquierda, o de fracciones de iz
quierda de partidos políticos de centro. Frente a la represión, se
encuentran particularmente desprovistos de recursos intelectuales
para dar con respuestas satisfactorias.
En un primer período, la respuesta consiste en una reivindi
cación de garantías individuales básicas, apoyada en el hecho de
la existencia de tradiciones democráticas nacionales. Hay aquí
una primera revalorización de la idea democrática, que adquiere
la forma de una revalorización del pasado democrático. En el
fondo, se apela a un fundamento histórico y a una argumentación
historicista, de corte casi burkeano, para justificar el reclamo de
garantías individuales. Si se reclama el derecho a ellas, es porque
219
históricamente - casi consuetudinariamente - se las ha tenido.
Son derechos incorporados a una tradición nacional. Es un desa
rrollo ideológico que tiene vigencia hoy: la reivindicación demo
crática de los partidos chilenos de centro, del Partido Comunista
chileno y de diversos grupos socialistas tiene este carácter.
Esta idea de una democracia histórica cumple algunas fun
ciones precisas, aparte del hecho de que está a la mano en una
situación sorpresiva y traumática, que exige respuestas rápidas.
En efecto, ella permite eludir las dificultades que plantea la noción
de la democracia como mero expediente táctico, o como forma de
organización política que puede y debe ser superada. Además de
ocupar un lugar sencundario en la reflexión de izquierda, la
democracia poseía ese status de simple instrumento. La negativa
a considerar y discutir fundamentos más universales para la demo
cracia permite armonizar la reivindicación de garantías indivuales
con una concepción de la política como lucha armada y del Estado
deseable como dictadura popular. A la vez, evita la evaluación de
las experiencias socialistas históricamente efectivas que necesa
riamente trae consigo un debate sobre posibles fundamentos más
universales. Finalmente, en una situación de profunda derrota y
repliegue, donde ningún proyecto político distinto del de una
restauración democrática tiene asidero, permite conservar alguna
mínima individualidad política. En una situación donde todos
reivindican lo mismo y es imposible reivindicar algo distinto, la
única manera de preservar una individualidad consiste en apoyar
la reivindicación en unas razones que dejen la puena abiena para
lo que constituyó en el pasado la reivindicación propia.
Sin embargo, la eficacia social que cobra la visión de derechos
humanos introdujo rápidamente una disonancia importante en el
campo intelectual de la política. El fundamento de esa visión es
ético. Por consiguiente, tiene resonancias y alcances universales.
El reproche a la represión se basa en que ella vulnera derechos que
son universales. No hay, por tanto, ninguna razón de Estado, como
220
la que esgrime la doctrina de la Seguridad Nacional, que pueda
justificar su avasallamiento. En la percepción de los actores, la
eficacia que cobra la conceptuación de los derechos humanos se
asocia necesariamente con la absoluta legitimidad que le otorga su
pretensión universalista. Esto debilita el argumento historicista en
favor de la democracia, y va paulatinamente obligando a una
reflexión más profunda sobre ella.
Si hay un punto de inflexión en todo este desarrollo intelectual,
él se produce cuando emerge la conciencia del problema de la
democracia como algo que exige una fundamentación ética. En
todo caso, como una concepción que necesariamente tiene que
contemplar un momento ético en su desarrollo. Escapa a la finali
dad de estas notas explorar las distintas vías por las que ha trans
currido esa búsqueda de fundamentos. Lo que interesa subrayar
aquí es que esa redefinición otorgó preeminencia a los problemas
propiamente políticos. De ahora en adelante, la visión del orden
deseado no puede prescindir de una evaluación del orden político.
El orden po lítico ya no es más un mero apéndice instrumental
respecto de un Estado y un Gobierno que persiguen metas de
desarrollo. De él se exige el cumplimiento de finalidades especí
ficas y la solución de derminados problemas, que atafien a la
seguridad y libertad de las personas. Ello pone en primer plano la
cuestión del control del poder político por la sociedad.
Se produce así una ruptura con la concepción napoleónica del
Estado y el Gobierno, ruptura que comienza a consolidarse con el
tránsito hacia el orden autoritario.
Desde el punto de vista de las experiencias especificas de los
grupos intelectuales, el desafío principal que trae consigo el orden
autoritario es el proyecto ideológico neoliberal o neoconservador,
si se prefiere, que subyace a él. El impacto del neoliberalismo (o
neoconservadorismo) sobre experiencias autoritarias como la
chilena o la argentina es suficientemente conocido.6 Menos cono-
6.- Sobre Chile, véase Flisfisch,A., El neoliberalismo chileno: las fiutciones del dogmatismo,
Documento de Trabajo NV 146, Programa fLACSO-Santiago de Chile, junio, 1982
22 1
cida es su influencia sobre las reacciones intelectuales al orden
autoritario. Esa influencia es casi necesaria. Desde el momento en
que el neoliberalismo es tanto el proyecto de construcción de ese
orden - su blueprint - como la doctrina que lo justifica, el campo
intelectual queda estructurado por su presencia. Si el neoliberalis
mo se presentara premunido de contenidos exclusivamente au
toritarios y antidemocráticos, la respuesta consistiría en una nega
ción enfática. Pero es, paradójicamente, una doctrina con con
tenidos libertarios al servicio de un orden autoritario. Ello obliga
a algo así como una negación superadora, que origina una dialéc
tica m ás complej a que la que podría originar una negación enfá
tica.
En países donde la recepción del pensamiento liberal clásico ha
sido extremadamente pobre e imperfecta, no tiene nada de extraño
que el neoliberalismo aparezca como un desafío intelectual de
envergadura. Por distorsionados que se encuentren en él los temas
democráticos clásicos, el hecho concreto es que los plantea. Y los
plantea en una situación donde, por primera vez, esos temas ad
quieren una centralidad y urgencia grandes.
En un nivel general, el tema primordial que el neoliberalismo
pone en juego es el de la libertad. Los rasgos eminentemente
restrictivos del concepto de libertad que manejan los neoliberales
imponen la necesidad de un concepto que niegue y supere esas
restricciones. Frente al concepto de libertad negativa, orientado a
construir defensas, tanto ideológicas como institucionales, para
las instituciones capitalistas básicas - propiedad privada, liber
tad de contratación -, aparece la idea de la socialización del po
der, como condición necesaria de una forma superior de libertad.7
Esa idea es claramente contradictoria con la concepción
napoleónica del Estado y Gobierno. Esta tradición es claramente
7.- Un ejemplo de esta dialéctica entre nueva ideología democrática y neoliberalismo, en
relación con el tema de la libertad, se encuentra en Razeto, Luis, Libertad individual y
Estado, Margen, Santiago de Chile, marw de 1 982.
222
centralista y centralizadora. En ella, la estrategia necesaria para el
progreso material e ideal reside en la concentración a gran escala
de poder en el Estado y el Gobierno. La idea de socialización del
poder implica, contrariamente, la búsqueda de formas descentrali
zadas de organización política, que maximicen las oportunidades
de autogobierno de la gran mayoría. En este sentido, el énfasis
neoliberal en la necesidad de un renacimiento del gobierno comu
nal tal como se encuentra, por ejemplo, en Von Hayek, aparece
,
223
Una conceptuación opcional, tan interesada como las otras, es
la de políticas defensivas.9 Usualmente, se entiende que hacer
política es intentar impulsar en un sentido y dirección determina
dos el movimiento de la sociedad. Por lo menos, es un significado
que ha llegado a ser moneda corriente en América Latina, donde
hacer política es casi inseparable de la idea de un proyecto de
transformación relativamente radical de la sociedad, realizado a
la manera napoleónica desde el Estado y el Gobierno.
No obstante, en el orden autoritario la acción política de los
dominados parece tener un sentido distinto. Se trata, primordial
mente, de un intento de defensa frente a un devenir que se presenta
como agresivo, predatorio e injusto. Son modalidades de hacer
política emparentadas con los fenómenos de protesta y rebelión
que tiende a generar el carácter agresivo del capitalismo. Las
políticas de sindicalización encierran frecuentemente un compo-
<1
nente de esta naturaleza. En la Argentina, el Brasil y Chile contem-
poráneos, se observan políticas de protesta, centradas esencial
mente en una rebelión ante el avasallamiento de derechos huma-
nos, que constituyen un claro ejemplo de política defensiva.
Lo característico de estas formas de hacer política es estructu
rarse en términos de la comprobación de una injusticia y de la
indignación que ella produce. Esa indignación se expresa públi
camente, y se demanda de la autoridad que la haga desaparecer.
No hay aquí un proyecto de transformación social, o un programa
de gobierno. Por sobre las connotaciones instrumentales de la
acción política, predomina una dimensión expresiva. Y esa expre
sividad lo es de unos contenidos que, en última instancia, son
reacciones - muchas veces relativamente primarias - frente al
po der, su ejercicio y los que son percibidos como sus abusos.
En términos de esta relación negativa con el poder, la política
defensiva posee connotaciones fuertemente antipolíticas. Hay en
9.- Hisfisch, A., Max Weber, moral de convicción y política defensiva, en Critica y Utopfa,
núm. 8, Buenos Aires, 1982. Véase también este libro.
224
..
225
IV. La nueva i deología democrática y el fu turo.
226
cionales. Se trata, sin duda, de una concepción que, al haber per
meado por largas décadas la vida política, ha cristalizado como un
sentido común difundido, difícil de desarraigar.
Pero esa concepción sobrevive no sólo en virtud de la mera
inercia histórica. Ella posee un valor claro - una clara funcionali
dad, podría decirse -, en cuanto constituye una respuesta adecua
da al problema de la relación entre Estado y economía.
En términos de las metas de transformación económica que
continúan ocupando un lugar prioritario en la agenda de las so
ciedades latinoamericanas de que se ocupan estas notas, el Estado
no ha perdido su imprescindibilidad en cuanto instrumento de esas
transformaciones.
En consecuencia, el antiestatismo de la nueva ideología
democrática no puede permanecer en ese nivel de negación rela
tivamente indiferenciada en que se encuentra. Se requieren ulte
riores elaboraciones, que superen esa negación proporcionando
respuestas adecuadas - es decir, concretas - a los problemas que
plantea la relación entre Estado y sociedad. La idea de que el
Estado se disuelva, en medida importante, en la sociedad civil y en
la sociedad política, no pasa de ser una orientación general. Posi
blemente ideas como las de pacto social o acuerdo social - es
decir, modalidades de concertación social bajo condiciones
democráticas - apunten a desarrollos que constituyan respuestas
adecuadas al problema.
En caso contrario, de no haber capacidad para generarlas, la
ideología democrática nueva puede ser sólo un expediente defen
sivo de los grupos oprimidos bajo el orden autoritario. Mientras se
mantenga la correlación negativa de fuerzas que sustenta ese
orden, ella poseerá vitalidad. Pero, al quebrarse esa correlación,
advendrá una revalorización de la concepción napoleónica, y la
nueva ideología democrática habrá sido sólo un fenómeno transi
torio, característico de un período particular.
227
Desde el punto de vista de las ideologías de derecha - espe
cialmente el neoliberalismo -, la situación presenta rasgos de
importante ambigüedad. Obviamente, no es el caso de las ideo
logías de corte claramente autoritario, que en cierto sentido son el
enemigo principal.
Pero, en el caso de las ideologías democráticas de derecha, hay
por lo menos en común la meta de superar el orden autoritario, en
términos de un proceso de transición a un orden democrático. La
presencia de esas ideologías en el campo intelectual de la política
puede generar condiciones favorables a la recepción de la nueva
ideología democrática.
No obstante, existen contradicciones claras entre ambas clases
de orientaciones ideológicas. En la visión de derecha, hay una
primacía del orden económico capitalista - con un fuerte énfasis
en la defensa de la propiedad privada y la libertad de contra
tación -, y la naturaleza del orden político se supedita a la
preservación y reproducción de un tipo particular de economía. En
la visión de la nueva ideología democrática, la primacía la tiene el
orden político y las metas políticas. Ello implica subordinar el
orden económico a esas metas, y esto supone que no se puede
aceptar cualquier tipo de economía. Por ejemplo, la idea de una
socialización del poder trae consigo, necesariamente, la imagen
de transformaciones importantes en la estructura económica. En
la medida en que los procesos políticos vayan desarrollando estas
contradicciones, la presencia de ideologías democráticas de dere
cha puede introducir, en el campo intelectual de la política, ele
mentos hostiles a la recepción de la nueva ideología democrática.
Desde la izquierda, la nueva ideología enfrenta una tradición,
no exclusivamente leninista, profundamente permeada por la
concepción napoleónica de Estado y Gobierno, y donde la visión
instrumentalista de la política se presenta altamente exacerbada.
La nueva ideología democrática y las ideologías tradicionales
de izquierda disputan, sin duda, un mismo público : la gran mayo-
228
ría de los oprimidos bajo el orden autoritario. El éxito de una u otra
depende de factores tales como el talento político de los respecti
vos liderazgos y de contingencias imprevisibles. Ambos escapan
al análisis. No obstante, hay condiciones más generales que fa
vorecen a una u otra constelación de ideas, y que tienen que ver con
la naturaleza del proceso de ruptura del orden autoritario y de tran
sición hacia un nuevo estado de cosas.
Una de las posibilidades, por lo menos en términos lógicos, es
el de una transición que adopta la forma de un conflicto civil
armado, que conduce a una ruptura revolucionaria. En los países
latinoamericanos de que se ocupan estas notas, ese tipo de transi
ción es poco probable, lo que tiene que ver con factores tan diver
sos como las particularidades de la estructura social, peculiari
dades de la cultura política y tradiciones políticas, grado de desa
rrollo económico alcanzado, fortaleza del Estado y de sus apara
tos, calidad y eficacia de las fuerzas armadas.
Sin embargo, si la forma adoptada por la transición es la de una
guerra civil, indudablemente serían las ideologías tradicionales
de izquierda y la concepción napoleónica del Estado y del Gobier
no quienes ganarían supremacía en la constitución del campo
intelectual de la política.
La existencia de posibles condiciones positivas para el éxito de
la nueva ideología democrática se descrubre en el hecho de que
resulta mucho más probable que la forma que adopte la transición
sea la de una democratización de la sociedad y de la política.
En efecto, en un proceso de transición de esa naturaleza, la
nueva ideología democrática posee la virtud de proporcionar
respuestas a los problemas primordiales que un proceso de esa
índole plantea. Esos problemas tienen que ver con dos órdenes de
cosas. Por una parte, con las peculiaridades que esos procesos
presentan en los países sobre los que recae nuestra atención. Por
otra, con el principal desafío que implican las etapas posteriores
a la consolidación de la transición.
229
Como bien ha sefíalado Osear Landi,10 en países como Argen
tina o Chile los procesos de democratización no plantean como
cuestión básica la de la incorporación masiva a la ciudadanía en
los términos en que esos procesos se dieron en los países occiden
tales. En cierto sentido, esa incorporación ya se ha producido.
El problema de la democratización es, por el contrario, el de un
proceso de formación de los actores políticos con capacidad de
generar y estabilizar un régimen virtual, producto de severos con
flictos políticos y cuyo carácter democrático le impone la forma
de pacto institucional.
Así planteado el problema, hay una necesaria desvalorización
de la concepción weberiana de la política, en la que ésta es en
tendida, unilateralmente, como ejercicio instrumental del poder.
Por el contrario, resulta de ese diagnóstico una imprescindible
revalorización de la dimensión deliberativa de la política. Es
decir, de una preeminencia de procesos comunicativos tendientes
a la generación de un marco institucional, de cultura política y de
identidades colectivas.
El desafío del pacto institucional o político, y el énfasis nece
sario que ello trae en la política como deliberación, otorgan a la
nueva ideología democrática ventajas comparativas durante los
períodos de transición. Ni la concepción napoleónica del Estado
y del derecho ni las ideologías tradionales de izquierda y las au
toritarias de derecha, contienen elementos que les permitan dar
respuestas adecuadas en estas situaciones.
En cambio, la nueva ideología democrática, al dar preeminen
cia a los problemas políticos - entendidos como problemas bá
sicos de convivencia y de fundamentación ética de la política -,
tiene un claro valor de sobrevivencia en estas situaciones.
No obstante, ese valor de sobrevivencia no se agota en los
procesos de transición. En efecto, a partir de esos procesos el gran
desafío planteado es el de la permanencia de la democracia.
10.- Landi, O., Crisis y lenguaje poUticos, Estudios CEDES, 4, vol. 4, Buenos Aires , 1982.
2 30
A p artir de las diversas rupturas institucionales observadas en
el pasado, no es difícil llegar al diagnóstico de que la condición
general que ha favorecido esas rupturas reside en la debilidad de
la sociedad civil y de la sociedad política frente al Estado y a sus
aparatos. Específicamente, frente al aparato del Estado capaz de
hacer efectivas amenazas antidemocráticas: las instituciones ar
madas.
Parece plausible entonces sostener que el robustecimiento de la
sociedad civil y de la sociedad política, tal como lo concibe la
nueva ideología democrática, es una condición necesaria para la
permanencia de la democracia. El valor de sobrevivencia de esa
ideología se confundiría en consecuencia con la sobrevivencia de
la propia democracia. Y ello constituye una razón más para apos
tar en su favor.
23 1
D E R E C HOS H U M A N OS,
POLIT I C A Y PODER.
(Aristóteles, Política.)
233
no es satisfactorio para nadie y, por consiguiente, no es ordina
rio--, como en razón del fin perseguido: fundar una república.
En atención a ese fin, Maquiavelo la justifica, aduciendo un
principio general: la violencia hay que reprochársela a quien la
utiliza para destruir, no a quien es violento con el fin de enmendar
o perfeccionar las cosas.1
Basta meditar un poco para caer en la cuenta de que el principio
invocado por Maquiavelo es substancialmente idéntico con el
dictum m arxista que afirma que la violencia es la partera de la
historia. Con esa afirmación, Marx y Engels no pretendían exone
rar de culpabilidad al delincuente ordinario. Sostenían que frente
a esa violencia había otra, exigida por el propio movimiento de las
sociedades. Como el movimiento de la sociedad sólo podía en
caminarse a enmendar o perfeccionar las cosas, esa otra clase de
violencia escapaba al reproche ético común.
Hoy en día esas posiciones nos parecen m ás que dudosas. Por
lo menos, es el caso del autor de estas notas. Ello es síntom a de un
tipo particular de sensibilidad muy distinto frente al problema. A
la vez, esta sensibilidad distinta trae consigo una inversión de los
términos del problema.
Para el realismo político clásico y los teóricos de la razón de
Estado la pregunta a la que había que responder era la siguiente:
¿qué circunstancias o qué fines justifican o hacen legítimo el
quebrantamiento de los límites oridinariamente impuestos a las
acciones humanas? En cambio, hoy preguntamos por algo muy
diferente: ¿qué condiciones hay que crear y preservar para que la
acción política se m antenga dentro de los límites ordinariamente
impuestos a las acciones humanas?
Empleando la conocida dicotomía debida a Berl ín,2 se puede
1 . - Maquiavelo,DiScursos, Libro I, Capítulo IX. (Cito a partir de The portable Machiavelli,
editado y traducido por P. Bondanella y M. Musa, The Viking Press & Penguin Books,
1979. p.p. 200-201 ).
2.- B e rlin , Y., "Two concepts of liberty", en Four Essays on liberty, Oxford University
P re ss , 1977.
234
decir que el planteamiento clásico adoptaba un punto de vista de
libertad positiva. Se trataba de saber cuándo se era libre para fran
quear ciertos límites. Nuestro problema es el de la libertad nega
tiva. Intentamos saber cómo librarnos del quebrantamiento de
ciertos límites. Librarnos de los allanamientos y detenciones sin
orden judicial, de la tortura, de la prisión sin juicio y por tiempo
indefinido, de la muerte a manos de los servicios de seguridad o
de brigadas paramilitares, de no conocer el destino de nuestros
padres, hermanos, hijos o amigos, de ser víctimas de intimida
ciones, de vivir en el miedo. Esa podría ser nuestra plegaria y la
orientación primordial de nuestra acción política.
No es infrecuente escuchar la opinión de que este desplaza
miento del punto de vista responde a una nueva actitud, que pro
cura privilegiar la dimensión ética de la acción política. Esta opi
nión es discutible. Ciertamente, con el realismo político clásico
hay un vigoroso impulso a un proceso de secularización de las
formas de concebir y hacer la política, que se proyecta hasta el
presente. Pero ese proceso transcurre contra el trasfondo de un
contexto de vida - de formas de vida - en que la ética de raíces
judeo-cristianas sigue siendo un elemento pleno de sentido. Aún
más, a partir de la ilustración la política adquiere una orientación
hacia la emancipación humana, rica en contenidos éticos, de la
cual son patentemente tributarias las posiciones políticas pro
gresistas contemporáneas.
Concretamente, en el caso de nuestros países el sentido ético
que expresa la idea de derechos humanos siempre estuvo latente
en el contexto cultural general. Por lo menos hasta fines de la dé
cada del sesenta y comienzos de la del setenta, ni las concepciones
de la política ni las formas de hacer política se constituyeron a
partir de antagonismos implícitos o explícitos con ese sentido.
Hay diversos hechos que se podrían aducir en favor de esa
afirmación. Por ejemplo, en los grupos y movimientos revolu
cionarios que comienzan a surgir con posterioridad a la revolución
235
cubana, se advierte la p re sencia de sace rdo te s y pe rsona s de
convicciones reli gio sa s. Sin duda, todo s e sto s movimiento s de
o rien tación gue rri lle ra con tribu ye ron de manera impo rtan te al
queb ran tamien to gene ral de lo s lími te s de la acción po lítica que se
produce a par tir de lo s último s año s de la sép tima década y lo s
prime ros año s de la octava , al imponer conjuntamen te con otro s
una lógica de la guerra a l p roce so político glob al. Pe ro e sa su
pe ración de lími te s se hace , no en con tr a de e se sen tido ético
laten te en la cu ltura, sino ju stamen te , por e l con trario, en nombre
de e se sen tido. La s personas de convicciones reli gio sa s que par
ticiparon y participan en e sto s movimien to s revo lucionario s mi li
tarizado s no nece sitan rene gar de su s conviccione s para hace rlo.
Inver samen te, ven a e sa p ar ticipación como en teramente ajustad a
a lo s ideale s que siempre in spir aron a la cu ltura.
Ha y una e xperiencia donde e sa vinculación ín tima en tre lo s
con tenido s ético s de ra íce s jude a-cri stianas y e l sen tido que se
a spi ra a imp rimir a la política se pone cabalmente de mani fie sto.
E s e l ca so de la iz quierda chi lena , que emp rende la aven tu ra ini
ciada en 1970 y fina lizada en 1973, in su flada por la idea de una
tran sición democr ática al sociali smo . La re sonancia mundial que
alcanzaron tan to el p royecto como la idea mue stran claramen te
cómo se fusionaban aqu í el idea l emancipatorio que viene orien
tando la política en occiden te de sde hace m ás de do scien to s año s
con una re spue sta política e specífica a la s circun stancia s propia s
de un país capi tali sta dependien te .
Cier tamente, e l quebran tam ien to e xp líci to de lo s derecho s
humano s que se hace paten te de sde fine s de lo s año s se sen ta y
comienzo s de lo s seten ta no pudo sino alterar e l con te xto cultural
gene ra l a que se ha hecho referencia. La ló gica de la guerra im
puesta a l proce so político generó pr áctica s distin ta s, cu ya propia
orien tación e xi gía sob repasar lo s lími te s tradiciona lmente re s
petado s en la política, y e sa su per ación ob ligó a dar re spue sta s
doctrinaria s o ideoló gica s de di fíci l a rmonización con e l sen tido
236
ético prevaleciente. No obstante, es notable que tanto las respues- �
tas de la derecha como las de la izquierda se esfuercen por conti-
nuar enmarcándose dentro de las fronteras prescriptas por el para-
digma ético comúnmente aceptado. En el caso de las reacciones
contrarrevolucionarias o antipopulares, esas respuestas cristali-
zan en distintas versiones nacionales de la doctrina de la seguridad
nacional, que no son más que otras tantas reediciones de la razón
de Estado. Es decir, se justifica el quebrantamiento de límites en
virtud de circunstancias extraordinarias, que ponen en riesgo
ciertos contenidos esenciales de v alor, cuya afirmación es im
prescindible para inferir el carácter legítimo de los propios límites
que se sobrepasan. En los grupos guerrilleros revolucionarios, la
militarización de la política, que trae fatalmente consigo una su
peración de límites, se justifica apelando a la idea de una jerar
quización de derechos, donde hay algunos, referidos a la satis
facción de necesidades cotidi anas elementales, a cuyo logro y
efectiva vigencia hay que supeditar aquellos de naturaleza más
política.
Tal como los teóricos clásicos de la razón de Estado que nunca
negaron validez a la moralidad que debía regir las acciones hu
manas ordinarias, tampoco lo han hecho ni los regimenes buro
crático-autoritarios ni la izquierda mi litarizada en los países del
sur de América Latina. Esa moralidad continúa siendo una refe
rencia paradigmática para todos, y es la única que otorga sentido
a la noción de que la violación de los límites es de naturaleza ex
traordinaria, aun cuando la frecuencia de esas violaciones con
vierta en abiertamente irrisoria semejante noción.
El movimiento por los derechos humanos, entendido en tér
minos muy amplios, que despierta durante la década del setenta,
es una reacción a ese estado de cosas, cuya característica es que la
violación de límites a la acción política - particularmente, a la
política estatal - ha pasado a ser una constante de la vida social
cotidiana. Pero ese movimiento no inventa la idea de derechos
237
humanos. Lo que hace es recuperar un sentido ético presente en la
cultura, revalorizándolo en términos radicales, casi absolutos,
frente a la relativización de que es objeto por una razón de Estado,
estatal o revolucionaria.
Ese proceso de revalorización de la idea de que la acción
política debe reconocer límites lleva indudablemente a acentuar
muy vigorosamente el sentido ético general que impregna a la
cultura. En atención a ello, se podría decir que hay novedad en
cuanto al papel que se confiere a la moral en la política. Pero ello
no implica que haya existido un cambio en las convicciones preva
lecientes, y que ese cambio haya originado a su vez una nueva
actitud respecto de los límites. Esa nueva actitud existe, y se
expresa por ejemplo en el seno de ese movimiento genérico por los
derechos humanos que se observa en nuestras sociedades, pero las
convicciones son las mismas.
La primera tesis que se sostiene en estas notas es que, si bien las
convicciones no han cambiado, sí ha cambiado la situación
política concreta de la mayoría de los grupos sociales. A la vez, y
con ocasión de ese cambio en la situación, han surgido nuevas
maneras de vivir esas convicciones. Esto es, se han generado
nuevas maneras de relacionarse, tanto social como políticamente,
con convicciones que ya existían. Probablemente sea este cambio
el que explique el desplazamiento de puntos de vista que afecta a
nuestra visión contemporánea del problema de los límites a la
acción política.
Obviamente, estos cambios no son, hoy en día, fenómenos
perfectamente consolidados. Se trata de tendencias. En cuanto
tales, podrán madurar plenamente, quedarse a medio camino o
simplemente abortar, dependiendo de circunstancias más o menos
favorables. En todo caso, parece plausible conjeturar que ellos
han otorgado a las convicciones que se expresan en la idea de
derechos humanos un grado de eficacia social en el dominio de la
política significativamente mayor del que esas convicciones
238
poseían anteriormente. El problema reside en si esta nueva efica
cia social va a ser un fenómeno transitorio - un episodio más en
unas historias políticas nacionales poco afortunadas - o si va a
ser capaz de plasmarse en formas duraderas que impriman un
sello distinto a la vida política.
Que ocurra lo uno o lo otro no es algo que esté librado al puro
azar. Va a depender primordialmente de las modalidades de
concebir y hacer la política el hecho de que se despliguen en el
seno de las respectivas sociedades. Algunas de ellas pueden ser
profundamente inadecuadas, de modo tal que su predominio ter
mine por destruir las condiciones sociales favorables que existen
hoy. En cambio, otras pueden tener el efecto contrario.
La identificación de los rasgos centrales que deberían poseer las
concepciones y prácticas políticas capaces de potenciar y dar
permanencia a la eficacia social que ha adquirido la idea de dere
chos humanos es entonces una cuestión de gran importancia
práctica. Se trata, en el fondo, de dilucidar cuáles tendrían que ser
las ideas rectoras de una política de derechos humanos, es decir,
de una estrategia que coloque y preserve las condiciones para la
existencia de un orden del cual se pueda decir que es efectivo que
todos gocen de ciertos derechos básicos.
Las consideraciones hechas delimitan los dos temas a los que
se refieren estas notas. Por una parte, se intenta caracterizar el
cambio que se supone que ha tenido lugar en términos de la efica
cia social adquirida por la idea de derechos humanos. Por otra
parte, se exponen algunas ideas que creemos útiles para la
discusión sobre las cuestiones involucradas en la noción de una
política de derechos humanos.
239
11. C on vi c c i ó n y n e c e s i d a d .
240
clamar por sus derechos puede constituir uno de los pocos medios
de defensa de que se dispone. En el extremo, puede ser su único
medio de defensa.
En cambio el reclamo, que tiene sólo un fundamento ético
puede efectuarse tanto en situaciones de esa clase - fusionado
con la necesidad o conveniencia - como en situaciones donde
hay posibilidades reales de salida, o donde se ha hecho efectiva esa
posibilidad.
Por ejemplo, en las situaciones burocrático-autoritarias padeci
das en el Cono Sur latinoamericano la alternativa de enfrentar a
la agresión política mediante la emigración o autoexilio ha sido
una posibilidad efectiva en el seno de ciertos grupos, principal
mente elites intelectuales y políticas. Una vez fuera, la desapa
rición del fundamento de necesidad o conveniencia no ha impe
dido el reclamo por derechos humanos, sobre la base de un funda
mento ético.3
La peculiaridad del proceso político en los países del sur de
América Latina reside en que se generalizó el tipo de situación sin
salida recién descripto. En otras palabras, la gran mayoría de los
grupos sociales terminaron atrapados en una situación donde el
quebrantamiento de los límites de la acción política se constituyó
en la regla.
Ciertamente, la opción de salida ha sido una estrategia eficaz en
el enfrentamiento de la situación para un número no despreciable
de personas. Pero al tratarse de poblaciones nacionales, la opción
de salida quedó excluida como solución colectiva. *
3.- La distinción entre estos dos tipos de situación se guía por la categoría de exit y voice,
debidas a Hirschman. Véase Hirschman, A. O., Exit, voice and loyalty, Harvard U niversity
Press, Cambridge, Mass., 1970.
* La situación es similar a la que plantean los procesos de movilidad social a los grupos
sociales subordinados. La movilidad social puede aparecer como solución individual, y de
hecho lo es para un número mayor o menor de familias. Pero desde el punto de vista
colectivo - el grupo en su totalidad - la movilidad no puede ser, objetivamente, una
solución.
24 1
La generalización de la situación se originó en la masificación
de la violación de los derechos humanos. Esa masificación posee
varios aspectos. Por una parte, tiene que ver con el número de
personas efectivamente afectadas por violaciones de los derechos
humanos. Se transitó desde una situación en que el quebranta
miento de límites, tanto por la acción político-estatal como por la
acción política en general, era infrecuente, a otra donde esa fre
cuencia aumentó considerablemente.
Por otra parte, el círculo de los potencialmente afectados se
amplió hasta recubrir gran parte de la sociedad. Si bien la acción
política, y particularmente la político-estatal, ha cobrado sus víc
timas de preferencia en determinados grupos sociales, su amenaza
se extendió al conjunto de ellos, sin duda con diferencias en cuanto
a la calidad, intensidad y formas de esa amenaza.
Como consecuencia, la percepción del carácter ordinario de la
violación de los derechos humanos se difundió socialmente como
también la expectativa de un comportamiento agresivo, proclive
a sobrepasar límites, por parte de los agentes políticos. Espe
cialmente por parte de los políticos que manejaban el aparato del
Estado. El temor por sí mismo y por otros relevantes la familia, -
los amigos, los vecinos, etc. - pasó a ser patrimonio de casi todos
los grupos integrantes de la sociedad.
La generalización de una situación sin salida, caracterizada por
la naturaleza ordinaria del quebrantamiento de los límites, consti
tuye en el fondo una especie de mal público o mal colectivo,4 en
el sentido de que es un estado de cosas padecido fatalmente por
todos o casi todos, y del cual es difícil excluirse mediante estrate
gias individuales. Para salir de la situación, habría que transfor
m arla cualitativamente, convirtiendo la seguridad y tranquilidad
personales en un bien público, esto es, en un estado de cosas de
cuyo disfrute sea dificil excluir a segmentos de la población.
4.- Es una inversión de la noción de bien público, tal como se encuentra en Olson, M., The
logic ofcollective action, Schocken Books, Nueva York, 1968, p 1 4. .
242
El terror se ha convertido así en un rasgo estructural del con
texto en que vivimos. Es un momento peculiar, porque en razón de
cómo se ha estructurado la situación, el reconocimiento y respeto
de límites en la acción política deviene en una necesidad o con
veniencia de los grupos sociales mayoritarios, convirtiéndose en
un interés social. Pero la peculiaridad no se agota aquí, puesto que
la estructura de la situación exige también, para que ese interés
pueda realizarse, de una solución colectiva orientada a implantar
un tipo específico de racionalidad igualmente colectiva.
Lo que hay de inédito en el momento que hoy viven los países
latinoamericanos del sur es el encuentro de un sentido ético, que
estaba latente en la cultura, con el interés social recién referido. La
idea de los derechos humanos se constituye en la expresión de ese
interés, como asimismo de la solución colectiva y del tipo de
racionalidad colectiva requeridos.
Esta fusión de ideal y necesidad confiere al primero una fuerza
especial, una eficacia social que refuerza considerablemente la
capacidad persuasiva de la exigencia moral desplegada úni
camente en el plano de la razón o el sentimiento abstracto. El ideal
ha abandonado el dominio del idealismo y se ha convertido en un
problema práctico que afecta a casi todos los miembros de la
sociedad. Por eso, el ideal se ha transformado en reivindicación
social o demanda social.
En este punto hay dos precisiones que hacer. La primera se
refiere a que la afirmación de que la idea de los derechos humanos
se ha convertido en demanda social, no supone necesariamente la
existencia de una conciencia, difundida masivamente, de que el
problema de los límites exige una solución colectiva consistente
en la conformación de un tipo específico de racionalidad que
también es colectiva. En esto, como en todo orden de cosas, la
elaboración articulada y coherente de la idea de derechos humanos
es llevada a cabo por elites intelectuales y políticas.5 Lo impor-
5.- Me remito a la conocida nota de Gramsci, A., "El número y la calidad en los regímenes
representativos", en Gramsci, A., Notas sobre Maquiavelo, sobre la po/(tica y sobre e/
Estado mnderno, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1973, p.p. 97-1 OO.
243
tante es que esa idea, al interpretar una reivindicación generaliza- "�
da originada en el temor masivo, no es un ideal abstracto o ilusorio
sino algo capaz de adquirir una eficacia social considerable.
La segunda precisión se refiere a la inclusión de las contri
buciones que en ténninos individuales, organizacionales o gru
pales haya que hacer para alcanzaruna solución colectiva satisfac
toria. El hecho de que la solución exigida sea de naturaleza colec
tiva no implica el requisito de una distribución igualitaria de las
cargas o esfuerzos para lograrla, ni tampoco el supuesto de una
cooperación casi universal. Uno de los rasgos más destacados de
los procesos de producción y goce de un bien público reside en la
posibilidad de que un número importante de los afectados - qui
zás la gran mayotia - llegue a gozar de él sin haber cooperado en
su producción.6 En consecuencia, la resistencia de muchos a ha
cer sacrificios no invalida el carácter colectivo exigido de la so
lución, ni tampoco imposibilita que ella efectivamente se logre.
La mayor cuota de sacrificios y esfuerzos recaerá en algunas
organizaciones, en segmentos de ciertas elites o en capas de diri
gentes y activistas. La gran mayotia se plegará una vez que el pro
ceso esté ya avanzado y aun así habrá muchos que asintiendo a las
metas perseguidas nunca cooperarán activamente para obtenerlas.
¿Qué validez empírica se puede atribuir a la noción de que la
idea de derechos humanos interpreta una demanda social? El
propio carácter de las situaciones autoritarias hace que sea difícil,
si no imposible, contar con infonnación relevante respecto de esa
pregunta. No obstante, hay hechos cada vez más frecuentes que
otorgan una gran plausibilidad a esa noción. Por ejemplo, no
parece muy osada la hipótesis de que en la reciente elección argen
tina el notable resultado observado se explica en parte por la
existencia de una demanda social vinculada a la idea de los dere
chos humanos. De la misma manera, en Chile se observa una
6. - Es el fenómeno de free rider o zángano, sobre el cual existe una vasta literatura. Véase
Olson, M., The logic of collective action, ob. cit.
244
generalización de la reivindicación de esos derechos, que hoy
incluye no sólo a la gran mayoría de las organizaciones eclesiás
ticas y organizaciones o grupos políticos, sino también, y crecien
temente, a asociaciones corporativas como sindicatos o gremios
profesionales.
Hechos como éstos muestran que la tesis de que el ideal de los
derechos humanos corresponde a una demanda social no es una
construcción arbitraria, producto de la imaginación de gabinete.
Contrariamente, tiene un firme asidero en la realidad.
111. D e re c h o s H u m a n o s y Po der.
245
social. Gramsci escribía que el realismo político no consistía en
despreciar la categoría del deber ser, sino que muy por el contrario
suponía un compromiso con un deber ser, pero un deber ser
históricamente posible. La demanda social por límites hace de ese
deber ser que son los derechos humanos algo históricamente
posible, situándolo así en el plano de lo que es políticamente rea
lista.7
Sin embargo, la eficacia social que confiere al i deal ético la
existencia de una demanda generalizada por límites no es sufi
ciente para que la acción política se mantenga prácticamente, de
m anera duradera, dentro de los límites reivindicados. Los afecta
dos por la transgresión de los límites tienen que poseer a la vez la
capacidad de imponer límites a los agentes de acción política. En
términos del enunciado que Thucidides pone en boca de los ate
nienses el famoso "Diálogo en Melos", si los afectados por la
transgresión son débiles terminarán por aceptar lo que tienen que
aceptar.8 En consecuencia, necesitan del poder suficiente para
mantener a raya a los transgresores.
Respecto de este punto, el tipo de situación donde el problema
de los límites se plantea con intensidad posee rasgos paradójicos.
Por lo general, quienes transgreden los límites son los fuertes, y
quienes tienen un interés real en reclamar por esas transgresiones
son los débiles. Se trataría de una clase de ideales que, por la
definición misma de la situación, encaman en profetas desarma
dos, y ya desde la conocida reflexión de Maquiavelo sobre la
suerte corrida por Savonarola sabemos el destino que les aguarda.9
Cuando la transgresión se origina en la acción político-estatal,
como acontece en los países latinoamericanos del sur, la paradoj a
7.- Grarnsci, A., Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre e lEstado moderno, ob. cit.,
p.p. 48·51.
8.- Cito a partir de Thucidides, The peloponesian war, Penguin Oassics, Rex Wamertrad.,
1 978, p.p. 400-407.
9.- Maquiavelo, El Príncipe, capítulo VI (Véase The portable Machiavelli, ob.cit., 94-95).
246
en cuestión se hace aún más aguda. En efecto, el monopolio prác
tico del uso de la fuerza que caracteriza al Estado contemporáneo
- en realidad, más que monopolio estatal es monopolio de una
corporación profesional peculiar: el ejército profesional- hace
casi imposible, en apariencia, el éxito de los esfuerzos de comen:
ción de los excesos de la acción político-estatal. Prácticamente, la
capacidad de los afectados por la opresión política para resistirla
es muy inferior frente a los recursos monopolizados por los pro
fesionales de la fuerza, según lo muestran claramente las expe
riencias de países como Argentina, Brasil, Chile y Uruguay.
La relación entre derechos humanos y poder es entonces nota
blemente problemática. Esta problematicidad no es nueva, ni es
específica de la relación en cuestión. Parafraseando a Carl
Schmitt, 10 se podría decir que uno de los problemas cardinales de
la política reside en la tensión entre el ser de la realidad y el deber
ser de la norma o del ideal. La cuestión reside en saber si la relación
contradictoria entre el ideal de los derechos humanos y la realidad
contemporánea del poder puede superarse y cómo.
Hay dos maneras de ver este problema, que no constituyen
respuestas adecuadas a él, pero que en cuanto gozan de una acep
tación importante pueden oscurecer su discusión. Me refiero al
constitucionalismo clásico o liberal, que reduce el problema a la
indagación por un orden jurídico adecuado, y a la concepción que
ve en los derechos humanos una realidad moral que trasciende a
la sociedad y a la política.
Ciertamente, la concepción liberal del orden jurídico-constitu
cional es una respuesta jurídica adecuada al problema de los
derechos humanos. Un orden político en el que todos gocen cabal
mente de esos derechos supone sin duda, como uno de sus elemen
tos principales, un orden normativo con las características que
prescribe la visión constitucionalista liberal. Pero ese orden nor-
10.- Schmitt, C., Estudios Políticos, Madrid 1 94 1 , citado por Bravo, P., en Bodino, J., Los
seis libros de la República, Instituto de Estudios Políticos , Caracas, Introducción, p. 50.
247
mativo no constituye una respuesta política adecuada, es decir,
no logra superar la relación contradictoria entre derechos huma
nos y poder. La dificultad reside en que la resolución del problema
jurídico supone, para ser eficaz, que se haya resuelto previamente
el problema político. No obstante, la visión liberal constituciona
lista al reducir la política a relaciones jurídicas pretende presen
tarse como solución a ambas cuestiones, introduciendo así distor
siones profundas. Entre ellas, cabe destacar dos: la primera reside
en el supuesto, casi siempre implícito y aceptado acríticamente, de
que un sistema constitucional de controles recfprocos11 - la idea
ya clásica de poderes y contrapoderes - implica automáticamente
una capacidad efectiva de defensa frente a la opresión política por
parte de los afectados. En una situación democrática normal,
donde las transgresiones a los límites estatuidos para la acción
político-estatal son infrecuentes, las cosas suceden de esa manera.
Pero la normalidad de la situación supone precisamente que se ha
resuelto el problema político, es decir, que existe una correlación
de fuerzas - entendiendo la noción en un sentido muy amplio -
que ha inclinado la relación entre poder y derechos humanos en
favor de éstos. Esa correlación no la crea el sistema constitucional,
sino que la expresa.
Adicionalmente, en la situación extrema en que los cuerpos
armados profesionales se apoderan del Estado, los sistemas cons
titucionales y los órdenes normativos son totalmente ineficaces.
Las experiencias del Cono Sur latinoamericano lo demuestran
palmariamente. El único dique de contención frente a la interven
ción militar consiste en la capacidad de los oprimidos política
mente de generar formas de poder y de hacer políticas que sean
eficaces para imponer límites a la acción político-estatal.
La segunda distorsión que introduce la visión constitucionalista
liberal se vincula con uno de sus postulados básicos: que el con-
1 1 . - Para una elaboración de la noción, véase, por ejemplo, Loewenstein, K., Teorfa de la
Constitución, Editorial Ariel, Barcelona, 1976.
248
junto del orden político opera confonne a un estricto principio de
legalidad, y sólo puede operar en confonnidad con ese principio.
En teoría, hay una única última instancia a la que se puede apelar
para enfrentar violaciones de derechos humanos: la fuerza estatal
mente monopolizada. Como bien sefiala Schmitt, este postulado
lisa y llanamente suprime toda consideración acerca de los
fenómenos de desobediencia, resistencia o rebelión a la acción
político-estatal, sean violentos o no violentos.12 Obviamente, bajo
condiciones autoritarias o dictatoriales la lucha por los derechos
humanos asume formas de rebelión, en virtud de la definición
misma de la situación, y sería absurdo reprocharle a la visión
constitucionalista liberal no considerar fenómenos propios de un
estado de cosas no sólo diferente sino antagónico con aquel que
constituye el objeto legítimo de esa visión. La dificultad reside en
que es posible que aun en un Estado de derecho, conformado
según premisas jurídico-políticas liberales, la institucionalidad
fonnal no sea suficiente para obtener un reconocimiento efectivo
de los límites a la acción política. En otras palabras, es probable
que en determinadas situaciones se requiera de medios que son
relativamente contradictorios con un principio de legalidad
estricto, justamente para hacer eficaz ese principio. Ello puede ser
particulannente cierto en el caso de los grupos peor situados en la
distribución social del poder.
La visión constitucionalista liberal pasa por alto la necesidad de
que en el seno mismo de la sociedad se generen formas efectivas
de poder y de hacer política: capaces de volcar el sentido del
proceso político en favor de los derechos humanos . Algo similar
acontece con la concepción que ve en ellos principios trascenden
tes, cuya validez está fuera de la historia y de la actividad social
concreta. Por ejemplo, porque emanan de la voluntad divina o
expresan el dictado de una razón universal y abstracta.
12.- Schmiu, C., Legalidad y legitimidad, Aguilar, Madrid, 1971, p.p. 44-45.
249
l
i
13.- Popper, K. R., Conocimiento objetivo, Editorial Tecnos, Madrid, 1974, pp. 76-77, 86.
250
taciones impersonales, pero no poseen ese rango superior de obje
tividad que atribuimos al conocimiento científico, y en conse
cuencia carecen de la capacidad de desplazar a la intimidación y
a la muerte. En el ejemplo de Thucidides, los atenienses acaban
por exterminar militarmente a los habitantes de Melos.
En la terminología de dos sociólogos contemporáneos, los
derechos humanos constituyen un arbitrario cultural.14 Esto es, no
poseen un significado universal, como los de la ciencia y la
tecnología, capaz de imponerse por la propi a fuerza de su conte
nido, con un auxilio mínimo del poder y la autoridad. Los signifi
cados de la ciencia y de la tecnología, al apoyarse en la necesidad
de la naturaleza biológica o de la razón lógica tienden a imponerse
por sí mismos relegando a los fenómenos de poder y autoridad a
un lugar subordinado.15 La relación entre el significado de la idea
de los derechos humanos y los constreñimientos de la naturaleza
biológica o de la razón lógica es débil. Por ello, en su imposición
en el seno de una cultura la dimensión del poder ocupa un lugar
principal.
(Sabiduría, 6,9).
14.- Bourdieu, P., y Passeron, J. C., Reproduction, Sage Publications, Londres, 1977.
15.- Bourdieu, P. y Passeron, J. C., ob. cit., p. 10.
25 1
1
tica tendría que ser uno de los objetivos centrales de una política
de derechos humanos.
No obstante, las ideas prevalecientes acerca de la naturaleza del
poder político dificultan considerablemente la identificación de
esas formas, y contribuyen a tornar aún más problemática la
relación entre derechos humanos y poder.
Esas ideas prevalecientes se pueden expresar sintéticamente
mediante la noción de un paradigma del Soberano o Príncipe.Este
modelo de la acción política le confiere a ella un carácter unilate
ral, asumiendo el punto de vista de un agente transformador, que
detenta una gran cuota de poder o que aspira a detentarla, y que se
orienta en la interacción con otros agentes a tomar y a llevar la ini
ciativa: es el soberano, el príncipe de Maquiavelo, o ese príncipe
moderno que es la concepción de partido político formulada por
Gramsci.16
Para este modelo, el poder es un recurso relativamente neutral.
Será bueno o malo dependiendo de quien lo detente, y del tipo de
transformación hacia la que se lo oriente. Vistas las cosas desde el
problema de los límites a la acción política, las víctimas actuales
o potenciales de la opresión política deberían comportarse frente
a sus opresores exactamente en los mismos términos en que estos
últimos lo hacen. Es decir, procurando adquirir por lo menos una
cuota de poder que equilibre la del opresor. Es la idea que subyace
al enunciado de Nietzsche de que la justicia, en su nivel más ele
mental, es la voluntad entre partes, de aproximadamente igual
poder, de entenderse recíprocamente acordando un arreglo, y de
imponer a los más débiles un arreglo semejante.17
Sin embargo, la adopción de este modelo introduce en el trata
miento del problema de los .límites dificultades que a fin de cuen
tas resultan ser irresolubles, tanto teórica como prácticamente.
16.- Gramsci, A., ob. ciL, passim.
17.- Nietzsche, F., On tire genealogy of morals, Vintage Books, Nueva York, 1969,
traducido por W. Kaufmann, p.p. 70-7 1.
252
En efecto, a partir de él, el conflicto político tiende a ser conce
bido y actuado como un enfrenamiento entre soberanos, esto es,
como un choque entre agentes agresivos, y esta modalidad de
interacción política configura un mundo regido por una ley de
autorreproducción expansiva del poder: la adquisición de poder
hace necesaria la adquisición de más poder.
Esta característica de un mundo político así configurado ha sido
puesta de relieve por autores tan diversos como Maquiavelo o
Hobbes. Ella resulta de la forma en que se estructura la situación
que fuerza a los agentes a orientarse a maximizar el propio poder
en cuanto ello constituye el único medio que poseen para garanti
zar su seguridad. Así, por ejemplo, cuando Hobbes enuncia como
inclinación general de toda la humanidad un deseo perpetuo e in
saciable de poder tras poder, agrega que la causa de ello no es
siempre esperar un goce más intenso que el ya obtenido, ni tampo
co ser incapaz de contentarse con un poder moderado. En realidad,
escribe Hobbes, el hombre no puede asegurarse el poder y los me
dios para vivir que actualmente tiene sin la adquisición de más . 18
En un mundo con esas características, ¿qué soluciones se pue
den identificar para el problema de los límites a la acción política?
Aparentemente, habría dos: el balance de poder entre los agentes,
y el autocontrol que ejercen sobre sí mismos aquellos agentes que
detentan la mayor cuota de poder. En el primer caso, los ofendidos
por el quebrantamiento de límites poseerían una capacidad de cas
tigo suficiente como para que exista un fuerte estímulo a respetar
los. En el segundo, el problema no se plantea, puesto que se parte
de la premisa de que el agente puede, debe y de hecho disciplina
su acción, manteniéndola dentro de los límites estatuidos para ella.
No obstante, es fácil ver que la lógica de autorreproducción
expansiva del poder es constitutiva de un tipo de racionalidad que
1 8.- Hobbes, T., Leviauín, parte primera, capítulo XI, edición preparada por C. Moya y A.
Escohotado, Editora Nacional, Madrid, 1 979, p.p. 199-200.
253
hace que el conflicto político no admita límites. Al igual que la
guerra en Oausewitz,19 el conflicto político orientado por esa ra
cionalidad lleva inscripto en sí mismo un principio de ascenso a
los extremos, por lo menos una poderosa tendencia a la superación
de los límites.
Ello implica que las situaciones de balance de poder que se
puedan producir son eminentemente inestables y precarias. Para
cualquiera de los contendores, mientras el equilibrio subsiste
siempre está presente la amenaza de que los otros lo rompan en
favor de ellos, y la mejor manera de neutralizar esa amenaza reside
en tomar la iniciativa y volcar la relación entre las fuerzas en favor
propio. Hay entonces un estímulo poderoso a quebrantar los lí
mites, en cuanto parezca que ello conviene para neutralizar a los
adversarios.
Ese mismo estímulo hace que la alternativa de un autocontrol
por quienes detentan la mayor cuota de poder sea ilusoria. En
realidad la parte más fuerte respetará los derechos humanos de los
otros en cuanto las acciones de éstos no afecten intereses suyos
que aquélla define como vitales, y dentro de esos intereses figura
en primer lugar la detentación misma del poder. Si ese interés u
otros vistos como primordiales - y en la práctica tienden a ir
juntos - comienzan a ser afectados, el reconocimiento efectivo de
límites en la acción implicaría conceder ventajas y asumir innece
sariamente el riesgo de una ruptura decisiva en la relación de
fuerzas. El autocontrol es eficaz para el reconocimiento efectivo
de los límites mientras los costos que encierra son secundarios o
poco importantes, y no lo es cuando ellos son significativos.2()
19.- Oausewitz, On War, A. Rapport editor, Pelican Classics, 1976, Págs. 1 0 1 - 1 05.
20.- Un argumento similar se encuentra en Dahl, R. A., Polyarchy, Y ale University Press,
New Haven y Londres, 1 972, p.p. 14-16.
Sin embargo, Dahl no infiere la conclusión de que la tolerancia del más débil por el más
fuerte - oposición y gobierno en el caso de Dahl - implica que el primero se sujeta al
encuadramiento básico impuesto por el segundo. En un mundo donde la política se inspira
por imperativos de transformación, esa conclusión es de máxima relevancia.
254
De esta manera, desde el paradigma del Soberano la relación
entre los derechos humanos y el poder plantea cuestiones irresolu
bles. El interés de esta conclusión no es meramente teórico. Atañe
directamente a uno de los problemas principales de la vida política
latinoamericana.
En efecto, en gran medida las violaciones de los derechos hu
manos que han asolado a nuestros países provienen de regímenes
autoritarios caracterizados por la fusión del Estado y sus aparatos
con el ejército profesional.
Mientras el pensamiento y la acción sigan encuadrándose en la
concepción política recién esbozada, la única respuesta conce
bible frente a ese Estado consiste en hacer lo mismo que ese Estado
hace. Ello explica la enorme seducción que ejerce la idea de una
política militarizada, capaz en definitiva de oponer al ejército
estatal un ejército profesional similar, como medio para acabar
con la opresión política.
Ciertamente, ese enfrentamiento se rige por la lógica de la
guerra, y si algo enseña la experiencia más allá de toda duda ra
zonable es la imposibilidad de que se respeten límites en conflic
tos semejantes. Pero hay muchos que aceptan el supuesto, como
si se tratara de algo evidente, de que el derrocamiento militar de
la dictadura opresora trae necesariamente consigo la implantación
de un orden caracterizado por la vigencia efectiva de esos límites
que son los derechos humanos. ¿Por qué los derrotados de hoy, al
transformarse en los vencedores de mañana, habrían de autocon
trolarse, imponiéndose a sí mismos límites en sus acciones? En
tanto la política siga prisionera del paradigma del Soberana, no
hay muchas razones para pensar que ello vaya a suceder, y lo
cierto es que una política militarizada y esa visión de la acción
política parecen implicarse recíprocamente.
255
V. Derechos humanos y política defensiva.
256
Por otro lado, está el interés de aquellos que se encuentran en la
posición de padecer un poder que se ejerce contra ellos y pese a
ellos, o que tienen que aceptar el ejercicio de ese poder sin la
posibilidad real de afectar significativamente su dirección y sus
contenidos.
El príncipe o soberano hace política ofensiva, intentando con
vertir en objetos de su acción a otros. El interés de estos últimos
reside en enmarcar las acciones del primero dentro de ciertos
límites, y las estrategias que despliegan para ello constituyen
políticas defensivas. Sintéticamente, la política ofensiva es la que
hace al soberano o los que aspiran a serlo. Los súbditos hacen po
lítica defensiva.
El sentido global del que ha estado dotada, desde sus orígenes,
la idea de los derechos humanos expresa la necesidad de poner
límites a la acción política. Ello se muestra claramente en las cir
cunstancias históricas que rodean a esos orígenes. Tanto en los
años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial
como en las experiencias latinoamericanas recientes, la idea de
derechos humanos se constituye como reacción a la opresión po
lítica, particularmente a'ia opresión político-estatal. Ello debería
haber conducido a analizar sus consecuencias políticas primor
dialmente desde un punto de vista polftico-defynsivo. No obs
tante, el predominio del paradigma del Soberano en la apreciación
de la naturaleza de la acción política y sus exigerlcias ha hecho que
ello no acontezca, y la relación entre derechos humanos y poder
ha terminado por ser problemática y por plantear cuestiones irre
solubles, tanto teórica como prácticamente.
La primera exigencia para concebir una política de derechos
humanos exitosa reside en substituir el punto de vista hasta ahora
prevaleciente por la idea de que las modalidades de poder que
tienen que desarrollar las víctimas efectivas o potenciales de la
opresión política, se traducen en formas defensivas de hacer
política.
257
Contemporáneamente, esa noción hay que examinarla en el
contexto de la oposición entre Estado y la gran masa de súbditos
ordinarios de ese Estado. Ciertamente, una masa socialmente di
ferenciada, pero ello no obsta a que los distintos grupos que la
componen padezcan o puedan padecer fenómenos de opresión
política relativamente similares.
El hecho de que en los países latinoamericanos del sur las
violaciones de derechos humanos se adjudiquen principalmente a
la acción político-estatal obedece sin duda a peculiaridades de las
respectivas sociedades nacionales. Pero detrás de ese hecho hay
un fenómeno más general, que tiene que ver con ciertos rasgos del
Estado contemporáneo. Sucintamente, diremos que ese fenó
meno es producto de la existencia de un grado importante de alie
nación recíproca entre el Estado y la masa ordinaria de sus
súbditos. El Estado aparece y se comporta con frecuencia frente a
sus súbditos como una potencia hostil, y éstos son percibidos y se
conducen efectivamente como un obstáculo cuya resistencia el
Estado tiene que vencer.
Si bien el examen de este fenómeno desborda el objetivo de
estas notas, hay algunas indicaciones que vale la pena hacer.
Obviamente, él se explica en parte porque en sociedades social
mente divididas la heterogeneidad hace que el conflicto político se
centre en problemas de transfonnación que implican enfrenta
mientos de intereses considerablemente divergentes. Es improba
ble que todos se reconozcan en los contenidos específicos de una
acción estatal, y con frecuencia mayorías o minorías significativas
no lo harán. Más interesante que esta constatación clásica, es el he
cho de la profesionalización del Estado y la actividad política. Esa
profesionalización alcanza no sólo a ese núcleo central que es la
fuerza que monopoliza el Estado - ejércitos profesionales, orga
nizaciones policiales y represivas igualmente profesionales -,
sino al conjunto del personal del Estado y crecientemente a esos
segmentos principales de la sociedad política que son sus elites y
258
elites intermedias. Ello trae como consecuencia una progresiva
autonomía del Estado y el gobierno en la definición de los intere
ses que orientan la vida política. Ciertamente, y más que nunca,
todo interés se proclama en nombre y representación de otros.
Pero se trata mayoritariamente de intereses imputados, cuya ela
boración es científico-tecnocrática o doctrinaria, para ser mera
mente refrendados, en el mejor de los casos, por la sociedad civil.
Es lo que Habermas ha denominado como degeneración plebisci
taria del espacio público.23
El Estado que monopoliza la fuerza conjuntamente con ese
grado importante de alienación recíproca entre él y la m asa ordi
naria de sus súbditos, convierten a la acción político-estatal en un
candidato privilegiado para la violación de los derechos humanos.
El estado general de cosas recién esbozado sólo podría supe
rarse a través de un porceso progresivo de creciente control del Es
tado y de la sociedad política por la sociedad civil. 24 En el dominio
específico de los derechos humanos, la posibilidad de ese control
implica la capacidad efectiva de desarrollar políticas negativas
que puedan neutralizar la fuerza desplegada por el Estado.
Pero, ¿qué pueden significar, m ás concretamente, esas políticas
en el presente contexto? En general, se trata de formas de rebeldía
o rebelión frente a la acción político-estatal, esto es, de comporta
mientos colectivos provistos a lo menos de un grado mínimo de
organización, reiterados pacientemente en el tiempo y con la efi
cacia suficiente para imprimir rupturas significativas en las ruti
nas cotidianas, en tomo de las cuales se estructura la vida social.
La cuestión del carácter violento o no violento de estas formas
de hacer política es, sin duda, crucial. El requisito de continuidad,
que supone un nivel satisfactorio de organización, excluye los
259
comportamientos violentos o destructivos similares a las formas
de protesta preindustrial, de raíz principalmente anómica. En rea
lidad, es difícil concebir cómo fenómenos del tipo del motín
urbano espontáneo puedan constituirse en instrumentos de una
polftica, con las connotaciones de racionalidad y persistencia en
el tiempo que esa noción implica.
Adicionalmente, la naturaleza profesional y la eficacia alcan
zada por la fuerza estatal contemporánea implican que una política
que opta por formas violentas de rebelión es necesariamente una
política militarizada. Desde el punto de vista de los derechos
humanos, ello nos encierra en un círculo vicioso, anteriormente
examinado: la lógica de la guerra conlleva fatalmente a un que
brantamiento generalizado de los límites, y la substitución de una
organización militar derrotada por una victoriosa nos devuelve al
punto de partida y al mismo interrogante: ¿cómo hacer efectivos
los límites a la acción político-estatal?
En consecuencia, las formas de rebelión requeridas se inscriben
en el marco de la acción no violenta. El catálogo de las distintas
modalidades que este tipo de acción puede asumir es largo,25 y
escapa al objetivo de estas notas examinarlas.
El gran desafío que la época plantea a la imaginación política
progresista reside justamente en buscar vías para la implantación
cultural de formas no violentas de rebelión frente a la arbitrariedad
político-estatal. Si ese objetivo parece utópico, habría que señalar
la experiencia de Chile a partir de mayo de 1983. En todo caso, si
la demanda social que se ha generado en nuestros países en tomo
de la idea de los derechos humanos va a ser capaz de plasmarse en
un orden permanente, ello acontecerá sólo si la sociedad se apro
pia de los instrumentos que en definitiva no serán muy distintos de
los recién esbozados.
25.- Véase Sharp, G., The polilics ofnonviolenl aclion, PonerSargent Publisher, Boston,
1973; Lagos, G., La no violencia: teoría y práctica, ILADES, Santiago de Chile, 1983.
260
Parte Tercera
Hacia una
Política
Contractualista
MODELOS DE RECEPCION
DE IDENTIDADES POLITICAS.
263
ligiosos, folklóricos, etc. Según una fónnula casi consagrada, se
asiste a una socialización de la política.
En la base de estas reflexiones juega un papel central la noción
de identidad colectiva. Se sostiene que la política es actividad
orientada hacia identidades colectivas - esto es, identidades que
trascienden lo individual - y que "hacer política" es en gran me
dida construcción de esas identidades.
Cuando hay una sociedad política estabilizada, esas identi
dades son para casi todos un dato y se dan por descontadas. En su
ausencia, se toman problemáticas. Pero quizás esa problemati
cidad tenga más que ver con la incapacidad de reconocer nuevas
identidades que se gestan, que con la efectiva ausencia de esas
identidades.
Ciertamente, el empleo de la expresión "política" implica refe
rentes grupales o colectivos. Se hace política en nombre de algo,
y ese algo es siempre más social que individual, más público que
privado. También es cierto que muchas cosas se hacen en nombre
de un algo que es más social y público que individual y privado,
y que de acuerdo a criterios más clásicos de lo que es político estas
actividades no merecerían esa calificación.
El problema reside en cómo se conceptualiza lo que es político,
y cómo llegan a ser socialmente efectivas esas conceptuali
zaciones. La cuestión de cómo se conceptualizan los referentes
grupales o colectivos - las identidades colectivas - es así un
aspecto - quizás el anverso - del primer problema.
Para el diagnóstico recién esbozado, tanto esas modalidades de
conceptualización como los procesos por los cuales llegan a ser
socialmente efectivas, son obra colectiva. Hay aquí subyacente
una visión sociologizante, en ténninos de la cual innumerables
agentes microsociales van construyendo identidades colectivas.
Por ello, estos referentes alcanzan finalmente una objetividad
social que se impone a la mirada intelectual, provenga ésta del
sociólogo o del político profesional. Para no equivocarse, estos
264
últimos deben ser capaces de identificar las especies presentes del
fuego de artificio y lo ilusorio. Si se busca anticipación, entonces
la sensibilidad exigida es aún mayor.
La proposición principal que se afirma en estas notas es que el
origen de las identidades colectivas (referentes grupales o co
lectivos conceptualizados) es elitario y no masivo. Es decir, estas
conceptualizaciones son productos intelectuales o de intelectua
les, en el sentido de personas especializadas en la producción de
materiales simbólicos susceptibles de comunicarse a otros.
Hay así siempre una previa estructuración conceptual de refe
rentes grupales, que constituye un dato para el sentido común
masivo. En este dominio, las masas se encuentran con opor
tunidades "intelectuales" o "conceptuales", tal como se encuen
tran con oportunidades de empleo, de educación, etc. No son las
masas las que construyen significados socialmente objetivos y
eficaces para la mirada intelectual. Es esa "mirada" la que cons
truye opciones de significado para las masas, opciones que éstas
emplean o desechan, tal como se emplea o desecha una opor
tunidad de movilidad social.
Bajo esta premisa, la problemática de agentes políticos e iden
tidades colectivas, tal como la ha venido desarrollando por ejem
plo Lechner, es una de esas oportunidades "conceptuales". Se
ofrece junto con otras. Por ejemplo, en competencia con la ideo
logía oficialista chilena de participación comunal, con el modelo
leninista de organización, con la visión tradicional del partido
político, etc.
Si se acepta la premisa del origen elitario, el problema pasa a ser
entonces el de la relación entre oportunidades conceptuales y
masas. Ahora bien, esa relación es problemática en varios senti
dos. Primero, resulta claro que siempre hay diversas oportu
nidades en competencia, que algunas son exitosas y otras no lo
son. De allí la inquietud por dar con una correcta formulación de
oportunidades. Luego, no hay garantías de que el aprovecha-
265
miento masivo de una determinada oportunidad no distorsione su
significado originario, es decir, el significado atribuido por sus
productores. Hay una cierta autonomía en ese aprovechamiento,
que puede conducir a la atribución de significados específicos,
susceptibles de generar efectos imprevistos, quizás perversos.
Finalmente, en ausencia de oportunidades, o en presencia de tra
bas importantes a la difusión de oportunidades y competencia
entre ellas, algo tendría que estar sucediendo de todas maneras.
¿Cómo identificar entonces, y recuperar después, esa emergencia
espontánea de contenidos?
Independientemente de las presuntas legalidades que pudieran
regular la relación entre oportunidades y su empleo masivo, su
carácter problemático fuerza a los productores de oportunidad a
adoptar algunos supuestos acerca de cómo se establece la relación.
En otras palabras, junto con la producción de oportunidades se
producen también modelos (conceptualizaciones) acerca de cómo
opera la recepción de oportunidades. Esos modelos zanjan, en un
sentido específico, la naturaleza problemática de la relación.
Puede que existan modelos más "verdaderos" que otros, pero lo
cierto es que, más allá de los criterios que gobiernen la opción por
modelos, las características del modelo por el cual se opta impli
can determinados efectos respecto de dos cuestiones políti
camente cruciales: las estrategias que finalmente se utilizan y el
tipo de resultados políticos globales que se pueden obtener.
Aun más, se puede hipotetizar que los criterios de verdad o
realismo que se aducen cuando se argumenta en favor de un deter
minado modelo de recepción, están supeditados a una visión a
priori de estrategias y resultados globales. Es decir, esa argumen-.
tación no sería desinteresada, sino que intentaría fundamental
mente dar cuenta de una opción previa, que ya está hecha.
Sea como sea, aparece de manifiesto que los modelos de recep
ción merecen un examen en sf mismos. Estas notas persiguen
identificar algunos aspectos que ese examen debería contemplar.
266
11
267
quienes gozan de prestigio o autoridad intelectual frente a ellas. Es
decir, porque hay oportunidades conceptuales erróneas, produ
cidas por grupos intelectuales premunidos de la legitimidad de la
autoridad o prestigio intelectuales, que compiten con los princi
pios correctos; 3) La existencia de opiniones erróneas se explica,
a su vez, no por la dificultad del tema, sino por la presencia de
"intereses creados", tanto de los poderosos como de quienes ocu
pan posiciones intelectuales.
Las consecuencias implícitas en este modo de concebir la
relación entre oportunidades conceptuales y su recepción masiva
son relativamente obvias. Específicamente, si se lo refiere a la
formación de identidades colectivas, resulta que ellas se generan
primordialmente mediante adoctrinamiento. Es cierto que se im
ponen restricciones a ese adoctrinamiento: no cualquier contenido
es válido. Se trata de adoctrinar masivamente en los contenidos
correctos .Pero esa corrección está previamente definida por un
agente exterior a los adoctrinados, según criterios de racionalidad
abstracta. Hay intelectuales, cuyo oficio es el de acceder, vía el
ejercicio de la razón, a las conceptualizaciones verdaderas o co
rrectas. La razón desprejuiciada encuentra aquí competidores, que
en defensa de sus intereses contaminan la recepción masiva, dis
torsionando o induciendo a error. La respuesta adecuada a estos
competidores es una política represiva (censura, silenciamiento
de opiniones contradictorias, proscripción de ideas y doctrinas,
etc), de modo de aislar y proteger a la masa del error. Es lo que
sintetiza la fórmula de un adoctrinamiento bajo la protección de la
ley.
Los planteamientos de Hobbes pueden parecer extremos, aun
groseramente cínicos. No obstante, no son sólo las concepciones
fascistas o autoritarias conservadoras las que se adecuan patente
mente a ellos. También el leninismo en uso, tal como ha orientado
la práctica política en los socialismos reales y la actividad de
tantos partidos y organizaciones, es susceptible de describirse
268
convenientemente en términos del paradigma hobbesiano. Ciertas
nociones, como la de una conciencia proletaria imputada, que es
la verdadera conciencia, tal como se encuentra en Luckas, nece
sariamente conduce a un desarrollo que se ajusta al paradigma.
Las implicaciones estratégicas y los potenciales resultados
políticos globales que esta visión acarrea, son igualmente fáciles
de discernir. La necesidad de represión para evitar la conta
minaéión o la distorsión - la degeneración, en la jerga soviética
stalinista - convierten la adquisición de poder en cuestión cen
tral y primordial. Respecto de las modalidades de actividad
política en el conjunto de la sociedad, el resultado no puede ser
sino acentuadamente autoritario o totalitario.
111
269
un laborioso y complejo trabajo interior de la conciencia común
sobre sí misma.
Primariamente, los obstáculos que encuentra ese trabajo los
proporciona la propia conciencia común, tal como ella existe en el
presente. Hay aquí una dicotomía entre la conciencia auténtica
posible, tal como ha sido identificada especulativamente, y la
conciencia efectiva hoy, juzgada de errónea o inauténtica. Sin
embargo, la diferencia capital con la anterior familia de modelos
reside en el supuesto de que es la segunda la que es producto de
condiciones represivas, tanto políticas como sociales generales.
La conciencia común es una modalidad distorsionada de cono
cimiento precisamente en razón de la represión. El tránsito hacia
una forma superior - auténtica - supone un progresivo aniqui
lamiento de las condiciones represivas, en términos de alguna
dialéctica, probablemente poco simple, entre exterior e interior.
Por consiguiente, en la recepción de una identidad la masa
misma juega un papel activo y bastante autónomo. El conjunto del
proceso tiene mucho de terapia, y el agente exterior mucho de
terapeuta, sacerdote o de figuras similares.
De todo esto se sigue que el poder no es una cuestión primordial.
La deformación de la conciencia efectiva puede obedecer a la
presencia de oportunidades competitivas, aun cuando el diag
nóstico por lo general será de mucho mayor complejidad. Por
ejemplo, el indoctrinamiento nazi fue efectivo en moldear la
conciencia común en la Alemania de preguerra, pero un modelo
de este tipo lo explicaría indicando que él satisfacía necesidades
relativamente profundas (seguridad, etc.). Así, la respuesta indi
cada frente a un competidor de esa naturaleza no consiste en elimi
narlo, sino en la construcción de capacidades personales autóno
mas que permitan ver a través de esas "ofertas" alternativas y
aquilatarlas en lo que realmente son.
En la práctica política estos modelos tienen mucho menot
difusión que los educativos. Probablemente, los últimos son pre-
270
dominantes. Posiblemente se los podría encontrar subyacentes en
experiencias como las comunidades cristianas de base, o explí
citamente en proyectos de pedagogía popular. La noción de una
socialización de la política, tan en boga hoy, adquiere a veces reso
nancias que la acercan a ellos, aun cuando también puede interpre
tarse a la luz de modelos de intereses.
En todo caso, las implicaciones estratégicas se orientan mucho
más hacia programas pedagógicos de largo plazo, que constituyen
verdaderas terapias político-culturales. A la vez, el énfasis se pone
en modalidades globales de relaciones políticas que acentúan los
procesos de comunicación y deliberación públicas, frecuente
mente con una fuerte connotación utópica.
IV
27 1
despliegue de actividades políticas referidas a las situaciones y
problemas de que se trata.
Pese a su simplicidad, por lo general es un modelo de esta clase
el que subyace a prácticas políticas del tipo grupo de presión,
lobby o, mejor dicho, más globalmente, prácticas de reivin
dicación corporativa. En este caso, esas son justamente las impli
caciones estratégicas de la familia de modelos: estrategias de
presión o reivindicación corporativas. En términos de resultados
políticos globales para la sociedad, conducen a un modelo plura
lista de la política, en el sentido que la noción tiene en la literatura
anglosajona, sentido sintetizado recientemente por Huntington.2
Este modelo simple se puede complicar, introduciendo dos
nociones: la del "otro enemigo" y la del "otro solidario". En este
caso, los supuestos se pueden esquematizar del siguiente modo: 1 )
Hay una definición de situaciones y una identificación de proble
mas a partir del reconocimiento de un "otro enemigo". Ello im
plica aceptar la existencia de un conflicto, como algo que está en
la raíz del proceso de gestación de la identidad grupal. Es decir, el
reconocimiento de un enemigo desempefía una función constitu
tiva en esa gestación; 2) Hay también un reconocimiento de la
existencia de "otros solidarios", esto es, de otros que, a partir de
tener el mismo "otro enemigo", definen situaciones y padecen
problemas que son análogos a los de Ego ; 3) El empleo de una
oportunidad conceptual es entonces, para significar una univer
salización relativa de una relación compleja, trabada entre uno
mismo, el "otro enemigo" -frecuentemente, un plural y no un
singular- y el "otro solidario", también las más de las veces con
sentido plural; 4) Sobre esta base, se desarrolla una organización
que es recurso de poder principal en el conflicto constitutivo.
Esta es la estructura de los modelos que subyacen a prácticas en
que la política es definida esencialmente como conflicto. Esta
2.- S. P. Huntintong, American Politics: The Promise o/Disharmony, The Belknap Press
of Haivard University Press, Cambridge, 1981.
272
conclusión es trivial. Para lograr conclusiones más específicas, se
requiere avanzar en el tratamiento de un aspecto de estos modelos.
Ese aspecto no es el de la relación con los "otros solidarios". Es
posible que la relación de solidaridad se pueda conceptualizar de
maneras diversas, pero ello no parece afectar las implicaciones de
este tipo de modelos. Es el modo como se conceptualiza el recono
cimiento del enemigo lo que es fértil en consecuencias.
En este punto, cabe distinguir dos dimensiones involucradas en
el reconocimiento del enemigo, que parecen ser claves para su
conceptualización. La primera tiene que ver con el hecho de que
se reconozca una necesidad recíproca entre uno y el "otro ene
migo", o simplemente se le considere como algo superfluo. Por
ejemplo, un establishment puede reconocer un enemigo en cier
tos grupos subordinados, pero es difícil que les otorgue el status
de superfluos, si bien en el reconocimiento que los últimos hacen
del primero puede acontecer que sí se afirma esa superfluidad.
La segunda dimensión se refiere a la naturaleza que se atribuye
al "otro enemigo" en el reconocimiento. Aquí, cabe distinguir tres
situaciones: 1) Atribución al enemigo de una naturaleza similar a
la del mundo natural, que lo hace capaz de reacciones puramente
mecánicas frente a la propia acción; 2) Atribución al enemigo de
una racionalidad libre, idéntica a la propia, que lo hace poten
cialmente capaz de respuestas libres (creativas, sorpresivas) y que
exige esfuerzos por comprenderlo; 3) Atribución al enemigo de
una humanidad idéntica a la propia, lo que exige ponerse en su
lugar, no sólo en términos de comprender sus cálculos y la raciona
lidad que los orienta, sino en un sentido total.
La siguiente tabla indica las orientaciones estratégicas y resul
tados políticos globales que se pueden asociar a cada tipo de reco
nocimiento resultante:
273
El otro es:
Necesario Superfluo
274
MODELOS CONCEPTUALES DE LA
POLITICA.
275
chamente. La necesidad de ese rodeo resulta de los prejuicios con
que se conciben la investigación y la reflexión sobre la política,
prejuicios que conducen a una visión equivocada sobre la natu
raleza de estas actividades y sus resultados. Si estos prejuicios no
se disipan, es difícil q�e se advierta el sentido que posee la crítica
de los modelos conceptuales que orientan la política.
Usualmente, la investigación y reflexión sobre la política pade
cen de dos prejuicios, que son particularmente negativos en el caso
del tema de estas notas.
El primero es un prejuicio reduccionista, donde el reduccionis
mo es tanto economicista como sociologizante. El segundo podría
calificarse de prejuicio positivista o "analiticista".
El reduccionismo en la investigación y reflexión sobre la
política no sólo tiene que ver con el imperialismo de la idea de que
la política es eminentemente superestructura! o epifenómeno.
Se trata de eso, pero también de una visión para la cual los
problemas que enfrenta la política son primordialmente
económicos y sociales. A la vez, los problemas políticos ad
quieren un carácter secundario, en un doble sentido.
Por una parte, los problemas políticos siempre son susceptibles
de postergarse, frente a la primacía y prioridad de los problemas
económicos y sociales.
Por otra pa1te, se atribuye a la política y sus problemas una
naturaleza fundamentalmente instrumental. Los problemas de la
política se identifican con el problema de la opción por los medios
adecuados para alcanzar unos fines sustantivos, cuyo carácter es
económico o social. Esta concepción instrumentalista de la
política viene avalada por el prestigio y respetabilidad de autores
de la talla de un Max Weber,1 y ello dificulta particularmente su
crítica.
1 - Sobre el instrumentalismo político de Weber, véase David Beetham, Max Weber y la
.
276
El prejuicio positivista o analiticista reside en que, en el fondo,
las investigaciones y reflexiones se orientan casi siempre a
desentrañar verdades, según un paradigma convencional de cono
cimiento. Es decir, según un paradigma construido sobre la
imagen de las ciencias naturales.
Un enfrentamiento exitoso con los problemas que plantea la
política en nuestros países supone romper con ambos prejuicios.
En el caso del reduccionismo, ello implica aceptar que los
problemas políticos pueden aún adquirir primacía por sobre los
problemas económicos y sociales, y que si bien la política presenta
una dimensión instrumental, no se agota en ella. Hay aspectos y
valores que son irreductiblemente políticos, y que h política
realizará o consumará mejor o peor, dependiendo de las formas
específicas que asuma.
Romper con el prejuicio positivista supone percatarse de que
aquello que se pretende hacer pasar por conocimiento en política
es frecuentemente mucho menos un conocimiento de realidades
--en sentido clásico--, y si mucho más un elemento que contribuye
a constituir realidades.1 Así, por ejemplo, no se trata tanto de que
determinadas predicciones se cumplan o no, sino de que ellas en
definitiv a contribuyen en grados variables a conformar
determinadas realidades.
Esta última afinnación es central para la comprensión de la •
277
En términos prácticos. la cuestión que plantea esa relación es,
entonces, la de si un cieno modelo conceptual es o no adecuado
respecto de la realización o consumación de ciertos fines o valores
con los que existe un compromiso que necesariamente es producto
de una decisión.
En otras palabras, el peligro siempre presente es que las modali
dades de conceptualizar la política se revelen inadecuadas desde
el punto de vista de ciertos fines o valores explícitamente
perseguidos. en cuanto contribuyen a conformar una realidad que
prácticamente refuta esos fines o valores.
El problema de la democracia en nuestros países parece padecer
en una medida importante de esa inadecuación. Se tiene la
impresión de que frente a las cuestiones que plantea hoy la
política, se dispone de modelos conceptuales inadecuados, de
modalidades de conceptualización que van conformando reali
dades que eternizan y agudizan los problemas identificados, sin
avanzar en su resolución.
Los rasgos generales de esta situación no son nuevos. En
efecto, de estarse a interpretaciones recientes sobre ciertos
períodos particularmente relevantes de la historia política occi
dental moderna, se podría concluir que se trata de un tipo de
situación relativamente universal.
En este punto, el trabajo seminal es el de J. G. A. Pocock, sobre
el c aso de los intelectuales de la ciudades-estados del
renacimiento italiano.3 Estos intelectuales, de entre los cuales se
destaca Maquiavelo como personalidad paradigmática, enfrenta
ban un problema bien preciso. Porun lado, existía un compromiso
con una forma de organización política que, vista desde u.na pers
pectiva secular, se les aparecía frágil y amenazada, precaria y de
difícil sobrevivencia. Por otro, para conceptualizar esa proble-
278
maticidad disponían de dos tradiciones, legadas por el pensa
miento político y la práctica política medievales. Ambas tradi
ciones se revelaban inadecuadas para el problema específico que
tenían entre manos.
En efecto, tanto la tradición agustiniana, usualmente conserva
dora, de las dos ciudades- la ciudad de Dios y la ciudad terrena
como la tradición apocalíptica o escatológica de la consumación
del reino de Dios en la Tierra-frecuentemente, pero no siempre,
una tradición revolucionaria- poseían en común una visión tras
cendente, no secular, de la política, trascendencia implicada por el
hecho de que ambas tradiciones contenían como elemento esen
cial una filosofía de la historia.
El punto de vista secular asumido por los intelectuales italianos,
íntimamente relacionado con el énfasis en la fragilidad y precarie
dad de las formas políticas, chocaba con el carácter trascendente
de las visiones heredadas. Las filosofías de la historia en que se
apoyaban una y otra tradición las tomaba inadecuadas para con
ceptualizar los problemas por ellos definidos.
Una situación con esos rasgos plantea dos cursos de desarrollo
probables. O bien la persistencia de los modelos conceptuales en
uso genera un empantanamiento o bloqueo, en cuanto van confor
mando la realidad sin resolver los problemas identificados. O bien
se producen rupturas importantes en el universo mental, cap{lces
de inducir reconceptualizaciones provistas de mayor grado de
adecuación.
En el caso particular del pensamiento italiano renacentista hubo
una respuesta innovadora, que consistió en echar mano del mode
lo republicano romano, aprovechando su transmisión a través de
una tradición literaria. Ese modelo tenía la virtud de adecuarse a
una perspectiva secular.
El grado de eficacia histórica de esta reconceptualización puede
ser discutible. En todo caso, ateniéndose al análisis de J. G.sA.
Pocock, habría que concluir que sus efectos fueron considerables,
279
proyectándose mucho más allá de los confines de las ciudades
estados donde se originó.4
La posibilidad de ver similitudes entre la situación italiana de
que parte Pocock y las que afectan a los países latinoamericanos
del sur es clara.
En efecto, esas situaciones aparecen revestidas de una fragili
dad y precariedad profundas.
A veces esa precariedad se manifiesta en la percepción de que
lo que está en juego son las posibilidades mismas de sobrevivencia
nacional. Así, no son infrecuentes los diagnósticos que afirman la
existencia de bloqueos políticos y sociales generalizados, que si
cuentan con tiempo suficiente sólo pueden tener por desenlace la
ruina nacional. En síntesis, el rasgo principal de la situación
residiría en la operación de procesos de decadencia, que
contaminarían al conjunto de la vida social.
En otros casos, se expresan vivencias menos trágicas, pero que
siguen poseyendo, no obstante, resonancias i ntensamente
dramáticas. Asf, muchos tienen la impresión de vivir en países
donde la destrucción de la sociedad política es cabal, y donde esta
ausencia trae consigo, por un lado, impactos negativos considera
bles en las posibilidades de desarrollo económico y social, y por
otro conlleva consecuencias específicamente políticas expre
sables sintéticamente mediante la idea de la generalización del
despotismo.
Más concretamente, se puede apelar al testimonio de diversas
situaciones nacionales, donde los problemas y las urgencias son
muy similares, pese a las especificidades. Empleando una
fórmula debida a Osear Landi,5 se podría decir que estos proble
mas y urgencias apuntan a una misma cuestión: ¿cómo llegar a un
pacto institucional, capaz de generar y estabilizar un régimen
4.- J. G. A. Pocock, op. cit., pp. 333·552.
5.- Osear Landi, Sobre lenguajes, identidades y ciudadan(as políticas, enEstado y Política
en América Latina, N. Lechner (editor), Siglo XXI Editores, México, 1981.
280
político que siente al mismo tiempo las bases para una sociedad
política duradera y satisfactoria? No pecaríamos de exageración
si dijéramos que ésta es la cuestión política fundamental en los
países del sur de América Latina.
La tesis que se sostiene en estas notas puede resumirse en dos
proposiciones. La primera afirma que en las sociedades men
cionadas se han heredado determinadas tradiciones de
conceptualización que son inadecuadas para orientar prácticas
políticas capaces de solucionar razonablemente la cuestión
política fundamental. La segunda, que la posibilidad de esa
solución exige modalidades nuevas de conceptualización de la
política, que enfaticen elementos distintos de aquellos que privile
gian los modelos conceptuales heredados.
¿Cuáles son, entonces, esos modelos conceptuales heredados,
vigentes aún hoy, y que se revelan inadecuados frente a las exigen
cias de la política contemporánea? Simplificando, podría hablarse
de dos modelos conceptuales: el modelo napoleónico de estado y
gobierno. y aquello que a falta de mejor noción se puede designar
de modelo del estado de compromiso.
La naturaleza de la inadecuación es distinta en uno y otro caso.
En el primer modelo, sus rasgos constitutivos llevan finalmente a
una concepción y a unas prácticas políticas no seculares. En el
segundo, está inscrita una tendencia hacia una hiperse
cularización, que en el extremo acaba por desvalorizar radi
calmente la política, tomándola en un puro conflicto entre intere
ses sectoriales estrechos y estableciendo así las condiciones de
posibilidad para la emergencia de actitudes cínicas o de distancia
miento respecto de ella.
La vida política termina por expresar un vaivén incesante entre
actitudes básicas que la fundamentan o en una interpelación
utópica susceptible de consumarse sólo en una afirmación de
281
voluntad radicalmente transfonnadora, o en un realismo miope y
casi ramplón, que es siempre zaguero en relación con los proble
mas que va planteando el movimiento de la sociedad. Al final de
cuentas, la política o es el medio para el advenimiento del reino o
es corrupción.
La dificultad reside en que ninguno de los modelos proporciona
horizontes compatibles con una solución razonable de la cuestión
política fundamental. La mejor manera de explorar la plausibili
dad de esta aseveración es a través del examen de cada modelo
conceptual.
Elemento central de la visión napoleónica reside en el supuesto
de que Estado y gobierno son órdenes de actividades susceptibles
de construirse racionalmente, siendo aquí razón equivalente a
razón científica de acuerdo a un paradigma convencional de cien
cia.
Este supuesto trae consigo un corolario, relativamente inme
diato y obvio: los problemas que plantea el movimiento de la so
ciedad requieren ser iluminados por la verdad del experto, y la
superación de estos problemas hay que hacerla por medios
tecnoburocráticos. Es decir, a través de la razón científica apli
cada a la administración de hombres y cosas.
Pero hay otro corolario, mucho menos obvio, igualmente exi
gido por el supuesto de racionalidad: en este modelo, el poder es
una cuestión central, y la política, al asimilarse al ejercicio de
poder, adquiere una naturaleza primordialmente instrumental.
Que la pretensión de poseer una "verdad científica" sobre la
sociedad y sus movimientos se asocie fatalmente a una aspiración
primordial por el poder - es decir, por el poder que implica el
control del Estado y el gobierno - parece a primera vista insólito
o paradójico. Después de todo, las ideologías en uso sobre la razón
científica y las ciencias tienden justamente a destacar la
separación entre poder y verdad, entre razón científica y razón de
Estado.
282
No obstante, no hay nada de paradójico en ello. Cualquier es
fuerzo por realizar un proyecto detenninado desde el Estado y con
los recursos coactivos que le son propios, va a encontrar, en mayor
o menor grado, resistencias de parte de los medios humanos que
con los medios materiales constituyen el conjunto de instrumen
tos de que necesariamente tienen que echar mano quienes impul
san ese proyecto. Pero desde el momento en que la visión que se
tiene de la sociedad descansa en la idea de que la primera es equi
valente a una verdad, científicamente garantizada, la oposición o
resistencia encontrada es simplemente error, equivocación. Es la
irracionalidad presente en la sociedad, que sólo puede ser vencida
mediante la educación o la fuerza. Y tanto una como la otra exigen
controlar los recursos de poder que representa el control de Estado
y gobierno. Es esta misma lógica la que lleva, en este modelo con
ceptual, a identificar la política con el control de Estado y gobier
no, y con el esfuerzo por adquirir ese control.
S in embargo, tanto el esfuerzo por adquirir ese control como el
ejercicio del poder que él posibilita plantean fundamentalmente
una cuestión de legitimidad. Hay que justificarlos.
Respecto de aquellas actividades gubernamentales y estatales
más o menos acotadas, que se expresan en políticas específicas, el
propio marco conceptual provee un fundamento de legitimidad de
manera casi natural. Es el saber del experto, esto es, un saber
especializado, con pretensiones de obj etividad y cientificidad.
Pero la invocación de ese fundamento no resuelve el problema
general de legitimidad. Los saberes especializados, precisamente
por ser especializados, no confieren ninguna garantía a las aseve
raciones sobre fines, trátese de los fines particulares a que se ar
ticula la opinión del experto, o de los fines m ás generales que están
en el trasfondo de la política específica en cuestión.
En el contexto del modelo napoleónico, el problema general de
legitimidad sólo puede ser resuelto invocando unafilosoffa de la
historia, a la que se atribuirá la virtud de garantizar una cientifi-
283
cidad general para el ejercicio general de los recursos de poder que
conlleva el control del Estado y el gobierno.
Los contenidos de esa filosofía de la historia variarán según los
casos. Las hay de izquierda, ejemplificadas por las versiones más
ortodoxas del marxismo, y las hay de derechas, como la visión
neoliberal predominante en Chile durante los últimos anos. Lo que
no varía son las tres funciones principales que, independiente
mente de sus contenidos, ella cumple en cuanto artificio de
legitimación.
Su función primera y primordial reside en identificar unos
fines, que son objetivamente asignables al curso de la historia. El
supuesto de que se trata de fines verdaderos, además de reforzar
los saberes parciales del experto, permite resolver el problema
general de legitimidad, procurando una justificación al empleo de
los recursos coactivos estatales.
Adicionalmente, la filosofía de la historia en cuestión identifica
también un agente o unos agentes, históricamente privilegiados,
llamados a cumplir las tareas de desarrollo implicadas por los
fines últimos identificables en la historia. Este privilegio histórico
no sólo permite justificar determinadas posiciones en la sociedad
- propietarios, el partido y sus funcionarios, etc. -, sino también
desvalorizar la resistencia de la sociedad a la acción estatal y
gubernamental. Además de tratarse de resistencias equivocadas
- por lo tanto, irracionales -, sus protagonistas están condenados
por la propia historia. Reprimirlos es entonces actuar en armonía
con esta última, despejando su camino al extirpar excrecencias
inútiles.
Finalmente, la filosofía de la historia de que se trate postula un
saber o conocimiento del futuro. Más allá de las pretensiones de
cientificidad con que se lo revista, o de garantías de otra clase que
se esgriman en su favor - por ejemplo, la fe religiosa expresada
en una esperanza escatológica -, este pretendido conocimiento
posee la virtud de remover la política del mundo contemporáneo
284
en que ella se está efectuando, desplazando su sentido a un espacio
y un tiempo que no son, en definitiva, del mundo. De m anera
sintética, podría decirse que este último rasgo de cualquier
filosofía de la historia que esté por detrás de una determinada
aplicación del modelo napoleónico des-seculariza la política,
trascendentalizándola.
Este último punto muestra con claridad cómo el modelo con
ceptual en discusión crea reales obstáculos al logro de una
solución razonable para la cuestión política fundamental.
El sentido de la política se ve desplazado a un espacio y a un
tiempo imaginarios, cuyas relaciones con el espacio y el tiempo
del mundo pueden definirse con toda discrecionalidad. Pero ello
significa desplazar y tomar difusos los horizontes de la política,
entendida ya como la política que se hace aquí y ahora. En el
extremo, ningún problema es urgente. Todo problema es suscep
tible de desvalorizarse, mediante una redefinición adecuada de
horizontes.
Mencionábamos anteriormente que el sentimiento de la urgen
cia de un pacto institucional, capaz de generar una sociedad
política satisfactoria y estable, expresaba entre otras la percepción
de un estado de cosas cuya profundización afectaba así la viabili
dad de la nación. Pues bien, una redefinición adecuada de horizon
tes permitiría también relativizar y desvalorizar radicalmente esas
percepciones y esas urgencias. Por ejemplo, en la visión de un
imperio universal homogéneo a la Hegel,6 poco o nada importa si
la historia no pasa por Buenos Aires, Lima o S antiago de Chile.
Pasará por Nueva York, Moscú o Pekín, o por algún otro lado.
La política adquiere así un caracter antisecular, cuya conse
cuencia inmediata es la de poner las bases para un clima de irres
ponsabilidad al enfrentarla. Por la misma razón de que no hay
6.- La idea de imperio universal homogéneo como meta del desarrollo histórico en el
pensamiento hegeliano ha sido enfatizada por Kojeve. Véase Alexandre Kojeve. Esquisse
d'une Phénoméno/igie duDroit, Gallirnard, 1981.
285
urgencias, tampoco hay batallas o confrontaciones decisivas. Una
adecuada redefinición de horizontes siempre permitirá
interpretaciones ad hoc, que posibiliten rehuir la responsabilidad
por los resultados y por patentemente negativos que ellos sean.
Aquí la manipulación de horizontes se ve notablemente re
forzada por la idea de que la historia tiene un sentido objetivo que
trasciende a sus protagonistas. Sean cuales sean los resultados de
hoy, la última batalla está siempre pendiente. Por lo demás, su
desenlace está a la larga garantizado.
La idea de pacto institucional es una respuesta a una cuestión
política cuyo significado primordial viene dado por su urgencia.
El diagnóstico que subyace a esa idea supone que lo que está en
juego hoy y aquí es de una extrema gravedad. Ello exige perento
riamente decisiones en el presente. Y estas decisiones no son unas
decisiones cualesquiera: son decisiones críticas, preñadas de con
secuencias. El sentido de la apuesta, en este presente que vivimos
hoy, es grave. Después, no habrá tiempo para arrepentimientos,
para volver a apostar al constatar que nos habíamos equivocados.
Semejante apuesta exige ser asumida con una seriedad y una
responsabilidad totales, y es contra ellas que atenta el carácter
antisecular de la visión napoleónica de Estado y gobierno.
Esa visión pone un obstáculo adicional a los posibles procesos
de construcción de un pacto institucional. En efecto, a partir de esa
peculiar combinación que se da en ella entre la posesión de una
verdad objetiva sobre la sociedad por un lado, y el énfasis en la
naturaleza instrumental de la política por el otro, resulta altamente
probable que se termine con una imagen de la política como juego
suma-cero.
Entre la verdad y el error no hay transacción posible. O se vive
en la verdad o se vive en la equivocación. En el último caso, se ha
perdido todo. Tal como se ha ganado todo en el primer caso.
Esa imagen explica que quienes asumen una visión
napoleónica del Estado y el gobierno se deslicen rápidamente
286
hacia una concepción que hace sinónimas la lógica de la guerra
con la lógica de la pólítica. En el fondo , el adepto al modelo
napoleónico es fatalmente un aprendiz de Clausewitz. La dificul
tad reside en que la política entendida como guerra toma improba
ble un pacto institucional, o sacaba y erosiona velozmente l a
sociedad política que pudiera resultar de un pacto institucional
generado de esas condiciones.
Ciertamente, el modelo conceptual del estado de compromiso
no introduce aquellas rigideces características de la visión
napoleónica, que afectan desfavorablemente la construcción de
un pacto institucional o la sociedad política a que éste dé lugar.
No obstante, una sociedad política construid a sobre la base de
una constitución de la política a partir de esa visión no sería ni
satisfactoria ni estable por lo menos en las condiciones sociales y
económicas que son propias de nuestros países.
El elemento central en este segundo modelo consiste en com
prender la lógica de la política desde el punto de vista de la lógica
del mercado. La democracia es un mercado político, tal como l a
ha descrito abstractamente u n Downs,7 e n una conceptualización
sin duda clásica.
Pero esa conceptualización descansa en una imagen de so
ciedad que en nada difiere de la que empleó Hobbes en su
demostración del fundamento de la obligación de obediencia
política. Es la sociedad que consiste , primordialmente de confron
taciones de intereses, no necesariamente individuales. Puede
tratarse de intereses de grupos, de intereses corporativos corres
pondientes a sectores diversos, o de intereses más globales im
putables a conglomerados más amplios. Por ejemplo, a clases. Sin
embargo, la naturaleza hobbesiana no v aría. El individualismo
posesivo tendrá que ceder el paso al corporativismo posesivo, y
así por delante, manteniéndose como rasgo central la confron
tación de intereses.
7.- A. Downs, An Economic Theory ofDemocracy, Harper & Row, New Yorle, 1 957,
287
Lo que hay que destacar aquí, en relación con el problema que
nos preocupa, es el fundamento de legitimidad postulado para la
política por este modelo conceptual.
Ese fundamento reside en la regulación del conflicto de intere
ses. Hay aquí nuevamente resonancias hobbesianas. El puro juego
de intereses, librado a sí mismo, es capaz de una autorregulación
limitada. La operación de la sola lógica del mercado o cuasimer
cado encuentra rápidamente obstáculos, y su dinámica se torna
disruptiva. La lógica de la política, que en su estrecha similitud
con la primera pasa a ser simplemente una continuación de la
lucha económica por otros medios, posibilita la búsqueda de
equilibrios de intereses provistos de alguna permanencia, a través
de la negociación de normas generales o particulares.
La lucha política opera entonces en subsidio de la lucha
económica, cuando ésta tiende a generar escalamientos de los
conflictos de intereses potencialmente disfuncionales a la pre
seivación de la paz civil, o a la preseivación del orden y los límites
dentro de los cuales tiene que mantenerse y autorregularse el
conflicto de intereses.
La política pasa a ser en consecuencia la imposición coactiva de
un orden, que si bien es exterior al juego de los intereses, es
también producto de una negociación entre intereses llevada a
cabo a través de la lucha política. Ese orden negociado es aceptado
por los intereses en pugna en cuanto su imposición es preferible a
la situación de ausencia de ese orden, situación que implicaría un
conflicto desatado donde todos son potencialmente perdedores.
En ese sentido, el compromiso en el estado de compromiso pre
senta similitudes esenciales con el pacto hobbesiano.
Tal como el modelo napoleónico peca por des-secularizar la
política, el de estado de compromiso la hiperseculariza. Esto se ve
con claridad en relación con el punto de la definición de los hori
zontes temporales de la política.
En efecto, al constituirla en una relación directa e inmediata con
288
los distintos intereses sociales en pugna, el modelo conceptual en
cuestión asume unos horizontes temporales sumamente estre
chos. En definitiva, la política no puede superar los horizontes que
los propios intereses sectoriales se proponen para sí, so pena de
violar las bases conceptuales esenciales que el mismo modelo
impone. De esta manera, la posible exigencia de unos horizontes
más dilatados queda librada, en su satisfacción, a la contingencia
de que exista en la sociedad un interés que se proponga para sí esos
horizontes y pueda imponerlos a los restantes. Pero, a la vez, es
probable que la existencia de un interés semejante haga reventar
los requerimientos conceptuales del modelo, o bien, que una vida
política constituida en lo fundamental por un modelo de esta
especie haga muy improbable la existencia de intereses semej an
tes.
La hipersecularización explica la dificultad de que en este
modelo se pueda elaborar adecuadamente la categoría de interés
público . . Uno de los rasgos básicos de un interés público reside
precisamente en la dilatación de sus horizontes temporales,
comparativamente con otras categorías de intereses. En estos
modelos, el único interés público admisible es el asociado con el
fundamento de legitimidad de la política: la necesidad de regu
lación del conflicto. Más allá de la dilatación de horizontes que
ese imperativo imponga, reina la estrechez que se asocia con los
intereses sociales particulares prevalecientes en la sociedad.
La imposibilidad de elaborar adecuadamente la categoría de
interés público trae consigo dos consecuencias de importancia.
Por una pane, el modelo de estado de compromiso posee inscrita
una tendencia a la corporativización. La experiencia de los capi
talismos m aduros, donde la política se ha constituido y orientado
por referencia al modelo examinado, muestra claramente que ello
es así, cuando se constata la notable corporativización que carac
teriza al Welfare State. Por otra parte, cuando se producen blo
queos importantes de estas situaciones corporativizadas, la im-
289
posibilidad de elaborar un interés público refuerza notablemente
ese bloqueo. En definitiva, esas situaciones sólo pueden desblo
quearse por la sola dinámica económica. La política del estado de
compromiso es incapaz de hacerlo, y ello explica que funcione
satisfactoriamente en períodos de crecimiento y expansión, pero
que se muestra particularmente insatisfactoria en período de
contracción.
Un buen ejemplo de las proposiciones anteriores es el análisis
que hace L. C. Thurow de la sociedad estadounidense
contenporánea.8 Según el diagnóstico de Thurow, esa sociedad
puede describirse como una sociedad suma-cero, donde el equili
brio de intereses corporativos impide la emergencia de dinámicas
socioeconómicas capaces de romper el estancamiento inducido
por ese equilibrio.
Esa ruptura exigiría la elaboración de un interés público pro
visto de horizontes lo suficientemente dilatados como para hacer
aceptable el sacrificio de intereses particulares en pos del interés
compartido en la superación del estancamiento. Sin embargo, el
modelo conceptual que orienta la política obstaculiza esa
elaboración reforzando así el bloqueo de la situación.
Estas consideraciones muestran la inadecuación del modelo de
estado de compromiso a la realidad política y socioeconómica de
nuestros países. En principio, es un modelo que no dificulta la
construcción de un pacto institucional. Pero el tipo de práctica
política que se sigue de él, al desarrollarse en sociedades en que el
rasgo de ser sociedades suma-cero es endémica, hace altamente
insatisfactoria la sociedad política que surge de ese pacto insti
tucional, existiendo así desde el comienzo bases para su inestabili
dad.
De este modo ni el modelo napoleónico ni el del estado de
compromiso son útiles para enfrentar las urgencias políticas y
8.- L. C. Thurow, The Zero-Sum Society. Distribution and the possibilities for economic
change, Penguin Books, New York, 198 1 .
290
sociales de la hora presente. Ello exige y hace perentoria l a bús
queda de m odelos conceptuales alternativos, adecuados a la tarea
de reconstruir la sociedad política.
No sólo escapa a la intención de estas notas ofrecer ese modelo
alternativo, sino que además sería extremadamente pretensi oso
intentarlo. Un modelo conceptual adecuado, capaz de reconstitu i r
l a política, n o e s l a obra d e u n a persona, ni tampoco e s simple
m ente producto de una reflexión de escritorio, encand il ada por la
i l usión constructivi sta de establecer el blueprint de la pol ítica fu
tura. Lo que la re nex i ón sí puede hacer es subrayar ciertos rasgos
que parecen básicos, y que pueden signi ficar otras tantas pistas
para l a indagación ulterior.
El elemento central que hay que destacar, y a parti r del cual se
ha hecho en gran medida la c rítica de los modelos aquí exam ina
dos, es el de que l a política hay que entenderla como una activ i dad
secular.
Ello impl i ca la exigencia de pensar y practicar l a política en e l
tiempo d e l mundo, y referida esencialmente a e s e tiempo. Otorgar
a la política un sentido eminentemente secular permite superar l as
dificultades que trae consigo l a v isión napoleónica, rechazando l a
apelación a fi losofías de l a historia como fundamento de legi timi
dad de l a políti ca.
No obstante, esa a fi rmación del carácter secular de la política
no evi ta, por sí m i sma, el riesgo de hipersecularización implícito
en el modelo de estado de compromiso. Este modelo la conceptua
liza como una actividad secular. Sólo que demasiado secular,
según se ha v isto.
A nuestro juicio, ese riesgo de hipersecularización proviene de
la naturaleza esenci almente instrumental que se atribuye a la
política, atribución que es común a los dos modelos conceptuales
criticados. Para evitar ese riesgo es necesario entonces relegar esa
naturaleza instrumental a u n lugar secundario, y poner de relieve
la presencia en la actividad política de c iertos v alores que sólo ella
puede consumar.
29 1
Esta última exigencia supone buscar para la política un funda
mento ético inmanente a ella. Es decir, alguna dimensión esencial
de su descripción que permita rechazar su legitimación desde la
apelación a un fundamento externo a ella, tal como acontece
cuando se invoca una filosofía de la historia.
Esa dimensión la vemos en la idea de que la sociedad política
democrática se constituye primordialmente por procesos de libre
deliberación pública racional. Es decir, por procesos de
deliberación ciudadana, en el sentido clásico de esta noción.
No se trata, sin duda, de una proposición exótica o particu
lamiente original. La dimensión comunicativa y deliberativa de la
política ha venido siendo reivindicada desde tradiciones de pen
samientos diversas. A título de ejemplo se puede indicar la cre
ciente revalorización de que es objeto la reflexión aristotélica,9 o
la favorable acogida otorgada a los desarrollos de Habermas y
similares sobre este tema específico.10
En esta visión, la deliberación ciudadana está al servicio de
objetivos que la trascienden, y en este sentido es instrumental.
Pero esa deliberación representa tambien, por sí misma, un v_alor
que ella, y sólo ella, es capaz de consumar. En la jerarquización de
valores políticos la deliberación ciudadana ocupa el primer lugar,
y a ella se subordinan las restantes dimensiones identificables
como valiosas.
A partir de ese supuesto, resulta que la continuidad y pre
servación de la deliberación ciudadana y de sus condiciones de
posibilidad son asuntos igualmente valiosos, entendiendo que
9.- Sobre el punto, véase por ejemplo O. N. Guariglia, Dominación y legitimación en la
teoría política de Aristóteles, en Revista Latinoamericana de Filosofía, Vol. Nº 1, marzo,
1979; y del mismo autor, La política de Aristóteles en una Nueva Perspectiva, ibid.
10.- Un excelente tratamiento se encuentra en M. R. dos Santos y D. R. García Delgado,
Democracia en cuestión y redefinici6n de la política, Crítica & Utopía, 8, noviembre,1982.
J. J. Brunner ha recogido en diversos escritos las ideas habermasianas sobre el punto. Véase,
por ejemplo, J. J. Brunner, Ideología, legitimación y disciplinamiento: Nueve Argumentos,
en Autoritarismo y alternativas populares en América Latina, F. Rojas (ed), Ediciones
Flacso, Colección 252 aniversario, Costa Rica, 1982.
292
esas condiciones incluyen tanto el conjunto de instituciones que
posibilitan la deliberación como las circunstancias socioeconó
micas generales y específicas que la favorecen.
Hay entonces un interés por la continuidad y preservación de la
deliberación ciudadana, y ese interés necesariamente tiene que
dilatar los horizontes temporales de la política. Es esa dilatación
de horizontes la que pone a su vez las condiciones de posibilidad
para la elaboración de la categoría de interés público.
Formulándolo de manera sintética y recurriendo a nociones
más clásicas, puede decirse que la república no es otra cosa que la
continuidad y preservación en el tiempo de la deliberación ciuda
dana. Puesto que esta última es valiosa, ella misma no puede ser
indiferente a la suerte que corra la república. Pero ese destino se
juega y se realiza en el tiempo del mundo, no en un tiempo imagi
nario cuya plasticidad lo hace ilusorio. Ello evita que la categoría
de interés público acabe por simbolizar unos ideales también
imaginarios imputables a unos sujetos igualmente imaginarios
que guardan una tenue relación, si hay alguna, con el curso efec
tivo de los asuntos sociales.
No obstante, la categoría de interés público a que apunta la
afirmación de la deliberación ciudadana como el valor político
primordial es mucho más fuerte, rica en determinaciones y poten
cialmente transformadora que aquella que se puede elaborar en el
marco del modelo de estado de compromiso.
En ese último caso, el único interés público admisible reside en
el imperativo de evitar que los intereses en pugna se destruyan
unos a otros. Se trata entonces de un interés público débil en
contenidos y eminentemente conservador.
Desde la perspectiva de la deliberación ciudadana la regulación
del conflicto puede sin duda constituir un ingrediente importante
de interés público, tal como se lo define en un momento deter
minado. Pero la amplitud de las condiciones de posibilidad para
una efectiva y progresiva consumación de ella en cuanto valor
293
político primordial claramente apuntan a una vida política escasa
mente conservadora, y sí renovadora y transformadora.
En consecuencia, se podría decir que frente a la crisis de
modelos conceptuales hoy disponibles para concebir y practicar la
política, no parece descabellada la idea de rescatar aquella
tradición, iniciada entre los intelectuales italianos de las ciudades
estados renacentistas y elaborada posteriormente por el liberalis
mo clásico, para la cual el modelo republicano de la política es el
elemento central.
Obviamente, esa idea requiere de exploraciones y elabora
ciones sistemáticas, y desde el comienzo suscita más problemas
que aquellos que aparentemente su formulación podría resolver.
¿Qué puede significar, en las realidades concretas de los países del
sur de América Latina, la noción de deliberación ciudadana?
Parecería ser ésa la pregunta clave y, para responderla, cier
tamente se requiere dar una respuesta a diversas preguntas pre
vias.
El propósito de estas notas era solamente el de estimular el
comienzo de esa reflexión.
294
CRISIS, ESTADO Y SOCIEDAD
POLITIC A : LA PRIMACIA DE LA
SOCIEDAD POLITICA
l. Introducción.
295
mismo de lo que se va a representar depende de muchas otras
cosas, distintas de ella.
La cuestión central es, por consiguiente, cómo se produce esa
intemalización, o cómo se puede producir, o cómo es deseable que
se produzca. No obstante, frente a estas preguntas cabe asumir
puntos de vista diversos, que enfatizan ciertos aspectos de la
intemalización, haciendo abstracción de otros. Uno de esos pun
tos de vista es el que se podría llamar de tecnocrático-normativo,
esto es, aquél que privilegia el desempeñ.o y desarrollo macro
económicos y macrosociales de una economía nacional, esfor
zándose por identificar las cualidades deseables para ese de
sempeñ.o y ese desarrollo, según determinados criterios (autono
mía, igualdad, crecimiento, viabilidad nacional, etc.). Sumaria
mente, el foco de atención recae en los rasgos deseables de lo que
se puede denominar de trayectoria de adaptación de las econo
mías nacionales a las nuevas circunstancias económicas.
Un buen ejemplo de esa modalidad de razonamiento lo consti
tuye un trabajo reciente de Femando Fajnzylber,1 donde se argu
menta persuasivamente que las opciones estratégicas frente a la
crisis en América Latina deben descansar en dos metas básicas:
modernización endógena y democratización. Según el autor, es
una falacia afirmar que esas opciones giran en tomo a estimular
exportaciones o sustituir importaciones. El dilema real es otro: o
se crea un núcleo endógeno, capaz de sostener el dinamismo
tecnológico para penetrar exitosamente el mercado internacional,
o se delega en agentes externos la responsabilidad por el presente
y futuro de la estructura productiva latinoamericana. Adicio
nalmente, ese salto cualtitativo en la creatividad y en la capacidad
de innovación que constituye la modernización endógena debería
vincularse a la sociedad en términos de la satisfacción progresiva
l.- F. Fajnzylber, DemDcratization , endogenous mDdernization, and integration: strategic
choices far Latín America and economic re/ations with the United States, The Wílson
Center, Workíng Paper Nº 145, 1984.
296
de necesidades sociales por servicios básicos acumulados a lo
largo de décadas (educación, salud, transporte, comunicaciones,
vivienda, alimentación), en el contexto de la existencia, por una
parte, de experiencias e infraestructura institucionales orientadas
a esa satisfacción y, por otra parte , de restricciones presupuesta
rias que exigen un aumento dramático de productividad en los
diferentes sectores económicos.
La bondad de la tesis de Fajnzylber no reside sólo en que
acentúa la necesidad de un fuerte componente de creatividad y
capacidad de innovación científico-tecnológicas en la trayectoria
de adaptación deseable, un punto sobre el cual parece estar
generándose un relativo consenso en círculos tecnocráticos. Al
m ismo tiempo, su razonamiento supera a aquéllos que se detienen
en la relación entre economía nacional y mercado internacional,
al procurar vincular, a la vez, ese desempeño de la economía
nacional con un rasgo básico de la sociedad. En efecto, no se trata
de cualquier dinamismo tecnológico capaz de penetrar el mercado
internacional con éxito (y producir, en consecuencia, creci
miento). Simultáneamente, ese dinamismo se orienta a la satis
facción de necesidades por servicios básicos, una de las demandas
sociales primordiales en las sociedades latinoamericanas. En este
sentido, la proposición comentada es más intemali zante que otras,
si se permi te la expresión: relaciona mercado internacional, eco
nomía nacional y sociedad nacional vista desde uno de sus proble
mas cruciales.
Sin embargo, esa concepción no es aún lo suficientemente
internalizante. Cuando el autor ci tado propone una trayectoria de
adaptación caracterizada por un fuerte componente de creatividad
y capacidad de innovación científico-tecnológicas, implícitamen
te está advirtiendo sobre el riesgo de que se acabe por adoptar
trayectorias de adaptación que, a falta de mejor rótulo, pueden
designarse de tradicionalistas. Esto es, orientadas por inercias
históricas y respuestas ya ensayadas en el pasado. Por ejemplo,
297
copiadas de los procesos de sustitución e industrialización ini
ciados a partir de la crisis de los treinta. Ahora bien, ambos tipos
de trayectoria son posibles. De allí entonces que un razonamiento
como el expuesto suscite como cuestión principal para el análisis
la siguiente: ¿cómo y bajo qué condiciones se produce una inter
nalización de la crisis que favorece una trayectoria de adaptación
no tradicionalista, caracterizada por un fuerte componente de
creatividad e innovación científico-tecnológicas? Según se in
dicó, Fajnzylber avanza en la respuesta a esta pregunta al vincular
economía nacional con el hecho de que hay una acumulación
histórica de necesidades por servicios básicos. Su proposición
descansa ef! una hipótesis sociopolítica implícita: que los grupos
sociales principalmente afectados por esa acumulación de caren
cias son un recurso sociopolítico de envergadura, movilizable en
tomo a un programa como el que el autor citado esboza. Pero la
identificación de ese potencial actor, que presumiblemente puede
desempeñar un papel relativamente central en una coalición o
alianza orientada por un programa semejante, no agota las cues
tiones pertinentes. En efecto, hay varias otras preguntas por hacer:
¿quién moviliza a estos grupos sociales? ¿Es que estos grupos
pueden llegar a desarrollar capacidades autónomas de movi
lización? ¿Qué forma adopta esa movilización: la forma de partido
o la forma de movimiento? ¿Qué sucede con los restantes grupos
sociales: grupos de burguesía (empresarios industriales, agrícolas
y de servicios, burguesía financiera), sectores medios profesiona
les y de servicios, sectores obreros cuyas necesidades por servi
cios básicos tienen ya una cobertura importante? ¿Qué sucede con
ciertas categorías sociales como mujeres y juventud, o aun jubila
dos o pensionados, presumiblemente de importancia creciente en
las estructuras sociales de varios de los pafses latinoamericanos'f
2.- CEPAL, Informe del seminario sobre cambios recientes en las estructuras y
estratificación sociales en Amirica Latina. Análisis comparativo de países y perspectivas
regionales en los 80, septiembre de 1984.
298
¿Qué acontece con las organizaciones y arreglos corporativos
tanto obreros y empresariales como profesionales? ¿Cómo se
articulan partidos y Estado en una propuesta como la señalada?
¿Bajo qué tipo de régimen político se produce la internaciona
lización de la crisis y cómo se resuelven los problemas inherentes
al tipo de régimen de que se trata? Estas preguntas, mencionadas
esquemáticamente, sin duda no agotan el conjunto de cuestiones
relevantes.
La interrogante por la modalidad y condiciones de una inter
nalización favorable a una trayectoria de adaptación no tradicio
nalista tampoco agota los problemas suscitados por la clase de
planteamientos que ejemplifica la tesis de Fajnzylber. Por lo ge
neral, en estos planteamientos hay un supuesto implícito: que l a
trayectoria d e adaptación es u n a auténtica estrategia, esto e s , que
es expresión de una racionalidad relativamente unitaria y aplicada
sostenidamente en el tiempo por un actor monolítico o un conjunto
de actores que se concertan o cooperan entre sí con facilidad. Este
tipo de trayectoria es posible, pero frente a ella hay otro caso polar:
el de una articulación mecánica de distintas intencionalidades par
ciales, tanto ofensivas como defensivas, desplegadas en el tiempo
por los diversos actores e intereses existentes. Este segundo caso
es también posible, y de hecho es plausi ble la hipótesis de que los
procesos de sustitución e industrialización originados a partir de
la c risis del treinta y l a segunda guerra se aproximan más a él que
al caso de una auténtica estrategia.
Una estrategia auténtica puede poseer o no poseer ese fuerte
componente de creatividad e innovación que Fajnzylber ve como
deseable. Lo m i smo cabe decir de una trayectoria ciega, salvo l a
diferencia capital d e que aquí s e trataría sólo d e u n a feliz o desgra
ciada coincidencia, esto es, poniéndolo en j erga sociológica, de la
producción mecánica de consecuencias no anticipadas o efectos
perversos, perversidad que se juzgaría benigna o perjudicial según
las circunstancias. A menos que se esté dispuesto a aceptar como
299
válida la hipótesis de una m ano invisible operando en el sistema
económico mundial, el caso de la trayectoria ciega tiene única
mente un interés teórico puro, o a lo más es relevante en términos
de un interés crítico encaminado a exponer la irracionalidad esen
cial del estado de cosas prevaleciente. Desde un punto de vista
político-práctico, que es también el de las visiones tecnocrático
normativas, interesa intervenir o influir en el flujo de los aconteci
mientos para ordenarlos en algún mínimo grado, y ello hace algo
crucial de la interrogación por las condiciones de posibilidad de
trayectorias de adaptación razonablemente próximas a una autén
tica estrategia.
¿Cómo y bajo qué condiciones se produce una internacio
nalización de la crisis que favorece esas trayectorias de adaptación
razonablemente próximas a una auténtica estrategia? Esta pre
gunta debería hacerse previamente a aquélla que indaga por las
condiciones de posibilidad de contenidos específicos de trayecto
rias de adaptación ya supuestas como estrategias razonablemente
auténticas. O, por lo menos, deberían hacerse simultáneamente.
Una y otra pregunta se ubican en dominios de análisis distintos.
La segunda tiene principalmente que ver con las posibles coali
ciones o alianzas sociopolfticas y con sus capacidades de imprimir
determinados contenidos a los resultados de la interacción polí
tica. En cambio, la primera se refiere a los rasgos generales del
orden político, entendido como un conjunto de rutinas políticas
que operan de modo eficiente y estable, como tipos de relaciones
políticas y sociopolfticas, determinándose ambos recfproca
mente. 3
En los países latinoamericanos, uno de los problemas primor
diales es precisamente el de la construcción de orden político. Por
consiguiente, en la región intemalización de la crisis y cons
trucción de orden político son procesos simultáneos. El modo en
que se resuelva o no se resuelva el problema de la construcción de
3.- A. Flisfisch, Hacia un realismo polílico dis1into.
300
orden político, puesto que no hay garantías de que se acabe por
tener éxito en la construcción de orden político, determinará el
modo de intemalización. Que se produzcan estrategias razonable
mente auténticas y no trayectorias de adaptación ciegas, remite al
problema de construcción de orden político.
Un punto que hay que destacar es que ese problema es general
para la mayoría de los países, salvo contadas excepciones. En los
casos de dictaduras militares, los ciclos ya endémicos de mili
tarización y desmilitarización han demostrado patentemente la
incapacidad de esas dictaduras para construir orden político, fal
sificando así hipótesis como las avanzadas por Huntington en los
años sesenta.4 En los países donde la transición hacia formas
políticas democráticas es reciente o incipiente (Argentina, Bo ¡
- "
_ ,
301
consu m i rá la l abor de muchos y bastante m ás que algunos meses,
semanas o días.
302
punto de v i sta se asume, o como una realidad objetiv a indepen
diente de ese actor.
La otra modalidad genérica, siguiendo una terminología
clásica, puede denominarse de elaboración contractual de orden
político. Esta noción designa variedades diversas de interacción
política cuyo elemento común reside en que en ellas juegan un
papel central orientaciones de cooperación política, a l as que se
subordina el empico de poder. Aquí, la política se concibe como
una elaboración cooperativ a de e fectos colectivamente aceptados,
bajo el supuesto de que los actores no operan sobre una reali dad
objetiva independiente de ellos, sino que contribuyen a configurar
una realidad de interacciones interdependientes, de la cual son
partes.
Esta elaboración contractual de orden no implica una ausencia
de aspectos de poder. Una práctica creativa de rutinas y relaciones,
contractualmente orientada, no podría prescindir de algún ejer
cicio típico de poder, bajo fonnas diversas: amenazas, inti m ida
ciones, actos de fucr1:a, rctali acioncs, cte. Esos aspectos siempre
existen, pero en este caso la lógica del empico de poder es com
plementaria de una lógica principal que es l a de l a cooperación.
Probablemente, en los procesos que du rante los siglos XIX y XX
han llevado a consol idar las democracias políticas contempo
ráneas han primado v ariedades de esta modalidad de elaboración
contractual de orden, y si bien es dudoso que se obtenga un resul
tado político democrático en procesos gobernados por una lógica
de i m posición unil ateral de orden, es también plausible sostener
que la imposición unilate ral exitosa de orden no puede prescind i r
d e componentes contractuales i m portantes, aun en l o s casos de
i m posición estrictamente dictatorial e independientemente de los
rasgos sustantivos del orden resultante.
303
Ambas modalidades privilegian lugares institucionales d i stin
tos, como focos centrales a partir de los cuales se lleva a cabo el
esfuerzo de construcción de orden político.
La imposición unilateral privilegia al Estado, entendido como
un complejo en el que se asocian por un lado gobierno - en los
países latinoamericanos, usualmente una autoridad presidencial o
ejecutiva, su gabinete, funcionarios políticos y asesores - , y por
otro los aparatos de Estado, burocráticos y tecnificados en mayor
o menor medida. Teóricamente al menos, se trata de una estructura
rígidamente jerarqui zada, cuyo centro o cúspide lo ocupa l a auto
ridad ejecutiva.
La asociación entre la modalidad de imposición unilateral de
orden y el privilegio otorgado al Estado como lugar i nstitucional
desde donde construir orden político aparece casi como natural.
En las condiciones contemporáneas, establecer una equivalencia
rigurosa entre política y poder - lo cual impl i ca concebir la
política primordialmente como técnica de control y domi nación
sobre otros y de coordinación imperativa de actividades de
otros - , lleva necesariamente a l a noción, casi de sentido común,
de que el Estado es el instrumento por excelencia de la política. ·¡
Weber, al caracterizar l a acción políticamente orientada por su
dirección hacia l a apropiación o expropiación de poderes guber
namentales, justi fi c a su decisión señalando que en el lenguaje de
uso corriente la política es aquello que tiene que ver con la
dominación y la form a como ésta se ejerce por los poderes de
5
gobiemo.
Lo que se ha llamado la elaboración contractual de orden privi
legia un lugar institucional distinto: de sociedad política. Con
trariamente a lo que sucede con la idea de Estado, esta noción es
m ucho m ás difíci l de fijar con precisión. Frente a la de Estado, que
posee un peculiar rasgo de neutralidad v alorativa, la de sociedad
política es a l a vez fáctica y normativa: persigue describir u n
5 . - M. Weber, Economía y Sociedad, fCE, México, 1 968, p.p. 44-45.
304
posible estado de cosas, que es al m ismo tiempo positivamente
valorado. Por otra parte, inversamente a la primera, que designa
una estructura política hoy universal, la segunda se refiere a situa
ciones cuyos grados de desarrollo y estructuración van desde lo
embrionario y rudimentario a una cierta presencia m ás o menos
plena.
De m anera general, la sociedad política connota espacios o
esferas de deliberación o comunicación públicas entre actores
efectivamente o potencialmente antagónicos, cuya interacción se
orienta hacia la adopción de decisiones colectivas.6 En las condi
ciones supuestas por la tradición ,republicana clásica, la sociedad
política no es otra cosa que el cuerpo de los ciudadanos - de
naturaleza oligárquica - y los procesos de deliberación que tienen
lugar en su seno, y como en esa tradición el derecho a deliberar y
decidir es exclusivo de los m iembros de ese cuerpo, aquí sociedad
política y gobierno se confunden. Si bien contemporáneamente
esa concepción de sociedad política sólo puede ser un ideal regu
lador, ella está en el fundamento del concepto e indica por con
siguiente su ínti ma vinculación con el ideal de democratización y
la demanda por democracia. Hoy en día, bajo un régimen de
dictadura exitosa de partido único, sociedad política designa esa
tenue franj a de membrecfa en el partido, no directamente involu
crada en l a estructura estatal, pero a la vez a duras penas d i feren
ciable de ella, conjuntamente con las actividades disidentes que
puedan existir. En las situaciones de dictadura m ilitar que han sido
y son típicas en los países latinoamericanos, incluye primordial
mente al conjunto de actores que constituyen la oposición a l a
dictadura, a los q u e se agrega la categoría residual de actores d e
apoyo a ella que n o tienen u n a i nserción e n la estructura estatal. En
una situación revolucionaria clásica, sociedad política puede sig
nificar tanto los actores contrarrevol ucionarios como la democra
cia de consejos que se asocia a esas situaciones, en cuanto algo
6.- J. Habermas, S1oria e Critica del/ 'opinione publica,Editori Laterza , 1 977.
305
d istinto del Estado revolucionario embrionario. B aj o condiciones
de democracia política, comprende al cuerpo de ciudadanos - a
hora de cobertura univ �rsal - , a los partidos y otros sectores pre
munidos de grados diversos de organización, y a esas estructuras
parlamentarias de representación política que constituyen la
esfera formal por excelencia donde se desarrollan la comuni
cación y deliberación .Públicas.
Ciertamente, el Estado m ismo puede ser escenario para el
desarrollo de formas de interacción sociopolíticas con u n compo
nente i m po rtante de cooperación, según lo prueban las estructuras
neocorporativas del Estado de bienestar del capitalismo m aduro.
Pero, y l a operación de esas m i smas estructuras ncocorporativas
lo demuestran, esas formas de cooperación entre actores anta
gónicos están subordinadas a una lógica principal estatal que en
c uanto lógica de poder es una lógica de cxclusión.7 Por defini
ción, la elaboración contractual de orden político implica una
lógica de muy amplia inclusión, y ella sólo es posible si el foco
institucional para la construcción de orden es la sociedad política,
precisamente en razón de que la sociedad política contemporánea
plenamente desarrollada es, por su propia naturaleza, formalmen
te universalista.
En cuanto foco institucional, la sociedad política es condición
necesaria para que la construcción de orden se haga por elabo
ración contractual y no por i m posición unilateral. No obstante, no
es condición suficiente. De hecho, si bien en las democracias de
los capitalismos maduros hay una suerte de fundamento de
cooperación generalizada que garantiza la reproducción del orden
político, la sociedad política tiende en ellas a operar, no según una
lógica inclusiva de deliberación cooperativa, sino según una
lógica de influencia - que es una vari ante de la lógica del poder,
7. - Ph. C. Schmitter, Reflectioll6 on where the theory of neocorporatism has gone and
where the praxis of neo corporatism may be g oing , en Patterns of corporatist policy-making,
G. Lehmbruch y Ph. Schmitter, Sage, 1 982.
306
y que confonna la sociedad política como m ero mercado po
l ítico--, que persigue tanto controlar o fiscalizar la estructura
estatal como asegurar que la sensibilidad selectiva de ésta a las
demandas sociales no descienda bajo ciertos niveles críticos. En
otras palabras, la sociedad política, aun si se la escoge como foco
para la construcción de orden, puede funcionar según diversas
variantes de la lógica del poder, contradictorias con esa lógica
inclusiva de deliberación cooperativa supuesta por la modalidad
de elaboración contractu al de rutinas y relaciones políticas. Según
se esbozó en un trabajo anterior; esa modalidad requiere además
de un haz de actores que, al cooperar entre ellos, difundan el
empleo de estrategias cooperativas al resto del conjunto de acto
res. Que ese haz o núcleo duro llegue a existir, depende de las
condiciones sociopolíticas generales, pero también de decisiones
concretas de avanzar en ese sentido. B ajo condiciones rotunda
mente negativas, esas decisiones son quiméricas, pero en ausencia
de voluntad política es perfectamente irrelevante que las condi
ciones sean favorables.
Un punto que conviene enfatizar en relación con esta materia
es que este último modelo de construcción de orden político - que
asocia l a elaboración contractual de rutinas y relaciones políticas
con el desarrollo simultáneo de la sociedad política - no es un
modelo privatista. Por lo menos, no lo es necesariamente. En
otras palabras, no implica prej uzgar sobre la extensión del ámbito
de actividades económico-productivas, de provisión de servicios
básicos, culturales, cte., que lleva a eabo el Estado o, m ás especí
ficamente, los aparatos de Estado. Por ejemplo, retomando al
programa propuesto por Fajnzylber, puede ser que ciertas situa
ciones nacionales, o la gran mayoría de ellas, en razón de la
debilidad de l a iniciativa empresarial de los grupos de burguesía,
exijan que tanto la modernización endógena como su orientación
hacia la producción y provisión de servicios básicos procedan
307
según arreglos estructurales donde la estructura estatal es central
y dominante. El modelo sí tiene implicaciones en cuanto a la
relación entre estructura estatal y sociedad política. En el modelo,
la lógica y dinámica primordiales son las de esta última, y la lógica
y dinámica de la estructura estatal se subordinan a las de ella.
En las culturas políticas de los países latinoamericanos, la
hegemonía hasta ahora existente de una concepción napoleónica
de Estado, a la que se subordina el entendimiento de lo que signi
fica política, parece hacer altamente probable que las respuestas
al problema de construcción de orden político evolucionen hacia
esfuerzos de imposición unilateral de orden, que escogen el Es
tado como foco institucional de esa construcción. Es innegable la
existencia de una tendencia en ese sentido, de la que dan cuenta,
por un lado, tradiciones político-culturales e inercias político
prácticas propias de la región y por otro esa suerte de imperialismo
del modelo estatal de la política que opera universalmente desde
que el Estado absolutista se afirmó históricamente como la forma
política por excelencia.
Sin embargo, esa tendencia se ve contrarrestada por la presen
cia de otras, que operan en sentido contrario.
En el ámbito mundial, la crisis contemporánea no lo es sólo de
la economía mundial. Al igual que la crisis de entreguerras hizo
problemático el Estado liberal,conduciendo en definitiva a una
forma política nueva - el Estado de bienestar -, hoy éste ad
quiere una similar problematicidad. Frente a ella, comienzan a
esbozarse modelos de formas alternativas. Uno es el Estado neo
liberal, ensayado en países latinoamericanos como Chile, que
constituye la respuesta reaccionaria a esa problematicidad puesta
en evidencia por la crisis. Otro, que es la respuesta progresista, es
aquélla que en un trabajo reciente Portantiero 8 ha englobado bajo
la noción de democratización del Estado. Inversamente al modelo
del Estado de bienestar, que acentuaba vigorosamente los rasgos
8 . - J. C. Portantiero, La democratización del estado, CET/IPAL, abril 1 984.
308
centrales del paradigma estatal de política y su lógica, estos en
sayos contemporáneos de respuesta los cuestionan con radicali
dad. Puede estar ocurriendo entonces algo así como una mutación
en el universo de las categorías políticas, que erosione la vigencia
de ese paradigma estatal de política, y ello podría tener efectos
importantes en las culturas polflicas latinoamericanas.
Adicionalmente, es una hipótesis plausible que en muchos
países latinoamericanos se han acabado por configurar mundos
sociopolíticos y mundos sociales cuyas características condenan
al fracaso los esfuerzos por construir orden político según una
modalidad de imposición unilateral que privilegia al Estado como
foco institucional.
En efecto, en diversos países los procesos de ruptura de las
formas tradicionales de dominación y de masificación de la
política asociados a ellos parecen haber desembocado en situa
ciones que conforman un equilibrio relativamente catastrófico
entre actores, constituido en términos de un sistema de vetos
recíprocos que, con tiempo suficiente, son efectivos. En otras
palabras, el éxito del proyecto de cualquier actor tendría como
condición necesaria la pasividad de por lo menos algún otro actor,
pero a la larga ningún actor podría mantener en la inmovilidad a
los restantes. El caso de los ejércitos profesionales ilustra bien esta
proposición. Estos ejércitos han probado poseer una capacidad de
veto, no sólo respecto de la acción revolucionaria, sino en general
por referencia a cualquier actor, pero a la vez sólo pueden generar
dictaduras más o menos prolongadas, sin crear rutinas y relaciones
políticas duraderas. Con tiempo suficiente, uno o más actores
cuestionan eficazmente el precario orden autoritario. En un tra
bajo anterior, se ha intentado demostrar que estas condiciones
son desfavorables a la construcción de orden por imposición
unilateral - lo cual implicaría privilegiar el Estado como foco
institucional-, y que la respuesta exitosa a ese problema exige la
309
elaboración contractual de rutinas y rel aciones políti cas, con el
énfasis correspondiente en la sociedad política.
Al mismo tiempo, en varios países los mundos sociales o
sociedades civiles parecen - haberse configurado en términos
igualmente desfavorables a ese privilegio conferido al Estado
como foco institucional de la política.9 Puesto de m anera sucinta,
esa configuración tendría que ver con una notable diversificación
de la sociedad civil, que desbordaría los marcos impuestos por los
esquemas teórico-prácticos clásicos de conceptualización de la
estructura social, y que exigiría identificar al menos cuatro con
juntos de oposiciones relevantes en este dominio. Siguiendo una
expresión acuñada certeramente por Touraine, la primera opon
dría bárbaros versus civilizados, y descansa en la existencia de
acentuadísimos diferenciales de oportunidad de acc;eso a servicios
básicos, que acaban por expresarse en modos de existencia social
radicalmente distintos y antagónicos. La categoría de civilizados
puede incluir contingentes populares importantes -por ejemplo,
sectores obreros organizados en un sindicalismo fue1te-, pero
hay situaciones donde se percibe un proceso acelerado de degra
dación, que lleva a hacer del mundo popular casi coextensivo con
l a categoría de bárbaro s. 10 La segunda oposición enfrentaría al
mundo de la división social del trabajo formal versus el mundo
de la división social del trabajo no formal, distinción que pese a
la heterogeneidad de ambos mundos tendría efectos importantes
y no sería reducible fácilmente a otras oposiciones. En tercer
lugar, está la oposición entre ciertas categorías sociales - muje
res, juventud, etnias, etc.-, versus el mundo de la división social
del trabajo configurado en torno a tipos de
inserción en el proceso
económico, donde el mundo de esas categorías tiende a secretar
demandas cuya originalidad las pone en contradicción con el tipo
de demandas normalmente asociadas al segundo. Finalmente, se
9.- Véase CEPAL, ob.cil., passim.
1 0. - CEPAL, ob.cil.
3 10
tendría una oposición entre demandas o inte resesp artic ularísticos
-los vested interests de l as culturas políticas anglosajonas -
frente a demandas o intereses universales, reivindicados para el
conjunto de la sociedad como realización de un bien radicalmente
público. Por ejemplo, en el caso argentino se han señalado las rei
vindicaciones referidas a derechos humanos (desaparecidos),
dcmocratizaci9n política e inflación como demandas de esa se
gunda clase.11
Los mundos de civilización de organización f�mnal del
proceso económ ico, de predominio del tipo de inserción en ese
proceso y de intereses particular{sticos tienden a una lógica y a una
dinámica de configuración de actores constituidos según el
modelo de organización formal contemporánea (jerárquica, oli
gárquica, burocrática y tecnificada) , orientadas a la apropi ación
vi rtualmente monopólica de oportunidades a través del estableci
m iento de cierres sociales o barreras formales de entrada que
implican efectos importantes de exclusión. En suma, tienden a la
corporativización y a un estilo corporativo de hacer política. Ello
es coherente con la lógica de funcionamiento del Estado: éste, en
cuanto escenario de interacción política, tiende precisamente a
conformar un mercado político integrado por actores de esa ín
dole. En otras palabras, el Estado opera según una sensibilidad
selectiva que favorece la demanda corporativa y excluye la que no
lo es. En cambio, los mundos de la barbarie, de la organización
informal del proceso económico, de las categorías sociales y de las
demandas universalistas tienden a una lógica y una dinámica
movimientista.12
El estilo de hacer política correspondiente a esa lógica es el de
la presión social, contradictorio con la concertación de cuño cor- �
porativista propia del mercado político estatal, y ese estilo tiene en
1 1 .- CEPAL, ob.cit.
12. - Corresponde a A. Touraine haber despertado la sensibilidad sociológica hacia la
áunensión movirnientista .
311
las instituciones clásicas de los partidos y los parlamentos el lugar
institucional adecuado a su expresión y al desarrollo de las inte
racciones políticas que él rige, como bien ha sido señalado por
Schmitter.13 Es decir, su lugar institucional reside en la sociedad
política. Si este segundo tipo de mundos predomina hoy en las
sociedades latinoamericanas, y quizás las cosas nunca fueron muy
distintas, los esfuerzos por construir orden por imposición unilate
ral a partir del Estado implicarían una exclusión social de enver
gadura y esencial, que generaría contradicciones insalvables para
ese propio esfuerzo de construcción de orden. Bajo condiciones
como las expuestas, sólo la elaboración contractual de orden, lle
vada a cabo desde la sociedad política y simultáneamente con el
desarrollo de ésta, podría tener éxito. Ello no significaría algo así
como la extinción del Estado, sino simplemente su subordinación
- incluyendo su carácter de mercado político y su corporativismo
o neocorporativismo -, integrándose a un complejo de formas
políticas cercano a esa noción de democratización del Estado
esbozada por Portantiero,14 anteriormente referida.
Existirían entonces en los países latinoamericanos tendencias
contradictorias en juego: unas favoreciendo procesos de impo
sición unilateral de orden desde el Estado, otras empujando en la
dirección de una elaboración contractual asociada a un desarrollo
de la sociedad política. La expectativa en términos del tipo de
resultado que finalmente se obtenga depende de la verosimilitud
que se esté dispuesto a otorgar a las hipótesis arriba enunciadas.
En todo caso, quizás podría haber acuerdo en tomo a una con
clusión más débil: que las si tuaciones están más abiertas , en cuan
to a uno u otro resultado posible, que lo que podría suponerse en
principio, y que en consecuencia hay suficientes grados de liber
tad para los actores como para que sus opciones contribuyan
decisivamente a la producción de uno u otro tipo de resultado.
13.- Ph. Schmitter, ob. cit.
1 4. - J. C. Portantiero, ob. cit.
312
Ahora bien, la tesis de estas notas es que el tipo de resultado que
se obtenga es decisivo para la clase de trayectoria de adaptación
a la crisis que en definitiva se desarrolle, y ello es lo que se intenta
argumentar en las páginas siguientes.
313
condiciones genera niveles altos - para muchos, demasiado al
tos - de incertidumbre generalizada. A su vez, baj o esas condi
ciones de incertidumbre la obtención de una racionalidad colec
tiva - form al y sustantiva - es algo puramente aleatorio. Si
guiendo en esto a Luhmann, Portantiero ha caracterizado la
operación de la maquinaria estatal contemporánea como un dis
positivo eficaz de reducción de incertidumbre.15 Puesto menos
abstractamente, el Estado opera en términos de una sensibilidad
selectiva que filtra demandas sociales, permitiendo el procesa
m iento exitoso y distorsionado de sólo una parte de ellas, repri
miendo y controlando sociopolíticamente las restantes. Al filtrar
las demandas, el Estado simplifica el juego de interacciones
sociopolíticas imponiéndoles una determinada estructura, redu
ciendo con ello el nivel de incertidumbre y posibilitando la
obtención intencional de una racionalidad colectiva. En la con
ceptualización de Luhmann, el Estado encamaría en el nivel
nacional el poder, que es uno de los mecanismos básicos de
reducción de incertidumbre.16 Inversamente, la sociedad política ·
3 14
mentación esbozada: el desarrollo más pleno de la sociedad polí
tica, que en virtud de su propia dinámica tiende a una mayor
sensibilidad hacia la riqueza del universo de demandas sociales,
mella la capacidad estatal de filtrar y distorsionar demandas,
produciendo una sobrecarga de ellas que reintroduce niveles altos
de incertidumbre. El remedio que se infiere a partir de estas con
sideraciones es también conocido: una reoligarquización de la
sociedad política y un mayor énfasis en la dimensión represiva del
Estado.
En países como los latinoamericanos, el tipo de argumentación
como la esbozada puede explicar y reforzar la seducción de la
hipótesis revolucionaria, aunque esto suene a paradoja. En efecto,
es usual que desde las posiciones revolucionarias ortodoxas se
rechacen las conclusiones sobre cambios en la estr.uctura social y
procesos de diversificación en la sociedad civil - por ejemplo,
conclusiones sobre reducción absoluta y relativa del tamafio de la
clase obrera y sobre la existencia de diversos ejes de conflicto
relevantes y distintos de los clásicos -, porque se ve en ellas algo
que mina la validez de esa hipótesis revolucionaria. No obstante,
si se acepta la premisa de que la obtención intencional de una ra
cionalidad colectiva sólo es posible a través de una reducción
importante de la incertidumbre, y que la operación del Estado es
necesaria para producir esa reducción, esas conclusiones sobre
cambio y diversificación sociales pueden esgrimirse para avalar la
hipótesis revolucionaria. Manteniendo entre paréntesis los
problemas que plantea la realización de determinados valores
- por ejemplo, la libertad política y personal -, es cierto que el Es
tado revolucionario posee una indiscutible capacidad para im
poner una drástica reducción de incertidumbre. En este sentido, y
si esos cambios y diversificación social elevan niveles de incerti
dumbre y ponen condiciones de ingobemabilidad, ellos estarían
mostrando la necesidad del Estado revolucionario.
3 15
Aun más, esa argumentación referida a las características de
los contextos latinoamericanos poseería una clara ventaja por
sobre la noción de la necesidad de una dictadura hipócrita, noción
implícita en las tesis acerca de la ingobemabilidad de las democra
cias de los capitalismos m aduros.
La función de reducción de incertidumbre atribuida al Estado
capitalista está íntimamente vinculada a la función de Legitima
ción que supuestamente también cumple. En la formulación de
O ' Connor, el Estado no sólo intenta mantener o crear las condi
ciones de posibilidad para una acumulación rentable del capital,
sino también procura mantener o crear condiciones de armonía
social - la función de legitimación- a través de un gasto social
orientado a ello.18 La reducción de incertidumbre practicada me
diante la sensibilidad selectiva a las demandas sociales supone el
desempeí'ío exitoso de la función de legitimación. Si ese desem
peño es negativo, ese mecanismo de sensibilidad selectiva cede el
paso a la represión coactiva de demandas. Para las tesis de la
ingobemabilidad, hay justamente una crisis de legitimidad pro
ducida por una sobrecarga de demandas - originada en la e xpan
sión y desarrollo de la sociedad política -, que pone en contra
dicción la capacidad de gasto social con la posibilidad de una
acumulación rentable del capital. De allí se sigue la idea de una
dictadura hipócrita (involución de la sociedad política, Estado
m ás represivo), como restauración de las condiciones de gobema
bilidad.
Se puede suponer que en los países latinoamericanos el Estado
ha logrado cumplir muy precariamente esa función de legi
timación a través de gasto social, no sólo por las dificultades
inherentes al desarrollo capitalista dependiente, sino también
porque el desempeño de ella está, de m anera general, asociado a
una sensibilidad selectivafusionada con las estructuras corpora
tivas o neocorporativas características de ese Estado. Ello implica
1 8.- J. O'Connor, The Fiscal Crisis o/ /he S/ate, St. James Press, 1973.
316
la exclusión del gasto social de los mundos de la barbarie, de la
organización no formal de los procesos económicos, de las ca
tegorías sociales y de los portadores de demandas universales.
Ciertamente, ese mundo de excluidos existe en el capitalismo
maduro, pero su peso político era hasta hace poco insuficiente para
erosionar legitimidad. En cambio, en el caso latinoamericano la
estrechez del mundo de los incluidos conduce a que la legitimidad
sea algo endémicamente precario y problemático. Aceptando que
la exigencia de esa función de legitimación es un rasgo universal
de la forma política estatal contemporánea, se puede sostener que
el Estado revolucionario - tal como se ha presentado en América
Latina - constituye una respuesta eficaz a ese problema, en
cuanto implica un giro radical en la naturaleza de su selectividad
de demandas sociales: desde el mundo de los incluidos al de los
excluidos. Este giro le garantizaría un desempeño adecuado de la
función de legitimación, sentándose así condiciones para una
reducción eficaz de incertidumbre y, por consiguiente, para la
obtención de una racionalidad colectiva como resultado del juego
de interacciones sociopolíticas a la que ese Estado impone una
determinada estructuración. Al mismo tiempo, la obtención de esa
racionalidad colectiva posibilitaría una inserción en la economía
mundial que constituiría una estrategia razonablemente auténtica
y no una trayectoria ciega de adaptación, estrategia que se
aplicaría sostenida y coherentemente desde el gobierno y los apa
ratos de Estado, mediante modalidades altamente tecnificadas de
decisión e intervención.
Para ser políticamente realista, una discusión sobre escenarios
sociopolíticos de la crisis debería adoptar la hipótesis del Estado
revolucionario como una hipótesis límite . No obstante, y pese a
que las condiciones sociales y políticas efectivas le confieren sólo
ese rango de hipótesis teórica, salvo quizás excepciones, ella
tiende a operar como idea reguladora respecto de otras hipótesis.
Ello se explica porque esa hipótesis revolucionaria es un tipo de
317
situación límite respecto de la modalidad genérica de cons
trucción de orden por imposición unilateral a partir del Estado, y
en cuanto tal exhibe sus rasgos esenciales con mayor pureza que
otra clase de situaciones.
Ese carácter de idea reguladora aparece nítidamente en la
práctica política característica de situaciones en que la cons
trucción de orden, previsible o efectivamente, tiene lugar bajo
condiciones políticas democráticas , que son las situaciones de
m ayor inte.rés para la región. Las premisas a partir de las cuales se
analiza el problema de la c risis en este tipo de casos parecen ser las
siguientes: a) La estrategia de enfrentamiento a la crisis constituye
esencialmente un programa definido científica y tecnológica
mente, que se implementa desde el Estado. b) Ese programa
implica una detenninada sensibilidad selectiva a las demandas
sociales, que opera tanto a través de estructuras corporativas o
neocorporativas - piénsese en el énfasis que se comienza a poner
hoy en día en la necesidad de concertación socioeconómica -,
como medi ante las orientaciones generales y específicas que el
gobierno imprime a la acción de los aparatos de Estado. c) L a
legitimidad básica d e ese program a se confunde con la legitimidad
democrático-plebiscitaria de la m áxima autoridad del gobierno,
electoralmente victoriosa, que se refuerza por una legitimación
derivada de él en el tiempo, cumplida m ediante las actividades de
gasto social de los aparatos de Estado dirigidos por el gobierno.
Esa legitimidad básica y esa legitimación derivada garantizarían
el éxito de la reducción de incertidumbre intentada desde el Es
tado.
En este esquema, que sería lo más próximo a un Estado revo
lucionario que se podría obtener bajo condiciones democráticas,
la sociedad política es algo secundario. Se limita a poner los re
quisitos exigidos para la legitimación democrático-plebiscitaria
del gobierno y cumple las funciones liberales clásicas de la so
ciedad política al contener en su seno una oposición efectiva,
318
dominio éste en que ciertamente es insustituible. En razón de sus
estructuras de representación política no puede sino asociarse a l a
operación d e la sensibilidad selectiva d e la estructura estatal, pero
esa asociación se da de m anera confusa y subordinada. En defini
tiva, este último papel suyo es probablemente visualizado como
uno de los factores de producción de incertidumbre que la estruc
tura estatal debe reducir.
Según se sabe, este esquema no describe adecuadamente
ninguna realidad. No obstante, posee vigencia en el sentido común
de la práctica política, y en estos ténninos adruiere e fectividad. En
relación con el problema de la crisis, esa efectividad suya se tra
duce en lo que podria llamarse de intemalización meramente cau
sal de la crisis, modalidad de intemalización que conduce a l a
cristalización d e trayectorias d e adaptación ciegas.
En efecto, en el esquema descrito tanto sociedad política como
sociedad civil son simplemente arenas a partir de las cuales se
implementan procesos de acumulación de poder cuyo objetivo
primordial es la concentración de poder en el Estado. Ello es
perfectamente armónico con el hecho de que las modalidades de
imposición unilateral de orden adquieren sentido en ténninos de
plantearse como problema central a resolver el del poder, subor
dinando a la resolución de esa cuestión toda otra dimensión invo
lucrada. Pero habria que recordar aquí la máxima foucaultiana de
que todo poder genera su contrapoder, y toda legalidad su con
tralegalidad. En otras palabras, ni sociedad civil ni sociedad
política son algo así como materia inorgánica que responde me
cánicamente a estímulos perfectamente predecibles, ni menos aún
una masa infinitamente plástica susceptible de moldearse a an
tojo. Tampoco son totalidades unitarias o monolíticas. Se compo
nen de actores, constituidos a partir de oposiciones y antagonis
mos específicos. Frente al programa de fundamentación cientí
fico-técnica, que goza de la legitimidad democrático-plebiscitaria
del gobierno, y que originalmente puede ser una estrategia raza-
3 19
nablemente auténtica, los actores responden desde la sociedad
política y sociedad civil mediante estrategias igualmente au
ténticas que expresan puntos de vista a intereses parciales o glo
bales. Se conforma entonces un juego en que interactúan inten
cionalidades diversas - siendo una de ellas la que se despliega
desde el Estado -, que tiende a focalizarse en el mercado político
nucleado en las dimensiones corporativas del Estado y en las
actividades de gasto social de los aparatos de Estado cuya
dirección intenta controlar el gobierno. Estas intencionalidades
son contradictorias entre sí, y en razón del estilo no cooperativo de
hacer política inherente a la imposición unil ateral de orden desde
el Estado, los conflictos resultantes ti enden también a resolverse
de maneras no cooperativas. Con una alta probabilidad, los resul
tados no son entonces intencionalidades o racionalidades de
orden superior, atribuibles al conjunto de los actores, sino meros
efectos macrosociales o macroeconómicos, ni previstos ni de
seados. La estrategia estatal , que era en principio una respuesta
inteligente (intencional, racional) a las nuevas circunstancias
económicas, sufre un proceso de degradación y se convierte en
una mera causa de efectos. A la larga, la crisis siempre se intemali
za, pero no en términos de la conformación de intencionalidades
de orden superior productos de auténticas síntesis sociopolfticas,
sino a través de mecanismos causales cuya operación escapa cre
c ientemente al control de todos los actores.
Nuevamente la hipótesis del Estado revolucionario es útil para
iluminar aspectos de estos procesos. Aparentemente, ese Estado
neutraliza con éxito las contraestrategias desde la sociedad polí
tica y la sociedad civil, o resuelve con éxito la cuestión del poder,
según diría la ortodoxia leninista. Diversos factores explican ese
éxito: el carácter radicalmente tenue de la sociedad política, el giro
que imprime a la actividad de gasto social de los aparatos de Es
tado y su m ayor capacidad represiva en ausencia de un desempeño
de las funciones liberales clásicas propias de una sociedad política
320
desarrollada. Pero hay un factor primordial, que usualmente se
soslaya: la imposición de una lógica global de guerra, sustentada
en la activación permanente e intensa de una oposición amigo
enemigo. Mientras esa oposición es central en la estructuración de
la interacción sociopolílica, se obtienen por l o menos niveles de
aquiescencia suficientes para la neutralización de contraestrate
gias. Una vez que e lla se atenúa, surgen procesos que, guardando
las diferencias del caso, son enteramente análogos al esbozado
más arriba: la sociedad civil y la tenue sociedad política comien
zan a mostrar esa i rreductible opacidad al designio estatal, que está
en la base de ese carácter rotundamente causal que adquieren los
procesos sociales. Ello se advierte con claridad en los así llam ados
socialismos reales, que es hacia donde transita a la larga el Estado
revolucionario. En el Estado democrático, esa oposición amigo
enemigo es difícil de obtener, y de obtenerse es de corta duración.
Por ejemplo, la oposición democracia versus dictadura puede
jugar ese papel en los i nicios de los procesos de democratización
o en coyunturas políticas extraordinarias - por ejemplo, el teje
raso español -, pero su intensidad y relevancia disminuyen muy
pronto. En consecuencia, el Estado democrático tiene que contar
desde el comienzo con sociedades políticas y civiles activas, que
son focos permanentes de creación e implementación de variadas
contraestrategias.
Hay numerosos indicios que apuntan al carácter muy real del
tipo de proceso esquematizado más arriba: la observación fre
cuentemente reiterada de que se v ive una radical incertidumbre
respecto de los fundamentos científicos-técnicos de l a política
económica, derivada de una crisis de los paradigmas científicos
hasta ahora v igentes;19 las dificultades y fracasos recurrentes en el
dominio de las políticas antiinflacionarias; las dificultades y pre
visibles fracasos en el ámbito de la deuda externa de los países.
321
En todos estos fenómenos hay esa raíz sociopolítica recién
destacada. Una estrategi a global o programa de desarrollo de g ran
envergadura, similar al propuesto por Fajnzylber y comentado al
comienzo de estas notas, presumiblemente seguiría una suerte
similar: constitui rse en causa de un conjunto de efectos que en
definitiva nadie controla.
La verdad es que desde que se adopta el punto de vista de la
i m posición unilateral de orden a partir del Estado todos los proble
m as relevantes se muestran insolubles. Una buena ilustración de
ello es la cuestión de la alternancia en el gobierno (frecuentemente
designada de alternancia en el poder, lo que es indicativo de l a
v i rtual hegemonía q u e poseen l a s ideas q u e s e h a n venido discu
tiendo). La al ternancia en el gobierno es una institución o rasgo
estructural esencial en la definición de esa forma política que es el
Estado democrático. En su ausencia, se obtiene algo d istinto, que
quizás pueda ser recomendable bajo m uchos aspectos, pero que
obvi amente plantea u n nuevo conjunto de dificultades. Sin em
bargo, es com ún que se opine que una alternancia efectiva en el
gobierno es contradictoria con l a aplicación coherente y sostenida
en el tiempo de una racional i dad o i ntencionalidad colectivas a
partir del Estado. En efecto, ¿cóm o conciliar los cambios de per
sonal y o rientaciones que esa alternancia i mprime periódi camente
al gobierno con la continuidad política que exige ese objetivo?
Lo cierto es que l a dificultad no reside en la institución m i s m a
de la alternancia, s i n o en el tipo d e posibles consecuencias q u e su
real ización acarrea para una estrategia razonablemente auténtica
de enfrentamiento de l a crisis, suponiendo que esta última exi sta.
Uno de esos tipos es el de consecuencias correctivas o de sup e
ración.. en el sentido de una reform ulación c rítico-constructiva que
incorpora la estrategia en uso a una nueva, transfom1 ándola. Si las
consecuencias que se producen son de esta clase, hay que ver en
l a alternancia algo beneficioso. La noción de una racionalidad de
enfrentami ento a la crisi s definida en u n momento y de una vez
322
para siempre es absurda, más aún dados los niveles de incerti
dumbre que generan las nuevas condiciones de la economía
mundial. Esa racionalidad habría que construirla y refonnularla
permanentemente, admitiendo que en este proceso hay un compo
nente primordial de ensayo y error. La alternancia provee precisa
mente de condiciones políticas para que ese procedimiento de
ensayo y error sea efectivo. Pero hay otro tipo de consecuencias
posibles: aquellas meramente antagónicas, que implican dis
continuidades esenciales respecto de la estrategia en uso. Cier
tamente, la recurrencia periódica de esas discontinuidades anula
la posibilidad de una estrategia razonablemente auténtica.
Ahora bien, que se obtengan consecuencias de uno u otro tipo
no depende de la alternancia, sino del estilo de hacer política
predominante. En el modelo de imposición unilateral de orden a
enfrentamientos
partir del Estado, ese estilo es el de un juego de
no cooperativos de intencionalidades antagónicas, donde los
protagonistas se orientan por la m aximización de la acumulación
y centralización actuales o potenciales de poder. Ese estilo
aumenta la probabilidad de consecuencias meramente antagó
nicas respecto de la estrategia en uso, y disminuye la de conse
cuencias correctivas o de superación. En el marco de la im
posición unilateral de orden a partir del Estado, la alternanci a no
puede sino provocar dificultades insolubles.
Lo que se ha llamado la construcción de orden por elaboración
contractual a partir de la sociedad política implica un estilo
distinto, tanto en el hacer política como más en general en el juego
de interacciones sociopolíticas. De manera abstracta, ese estilo se
define en términos de un juego de enfrentamientos cooperativos
de intencionalidades antagónicas, donde los protagonistas se o
rientan a hacer máxima la probabilidad de producir una racionali
dad colectiv a satisfactoria para el conjunto de ellos. Para evitar
equívocos conviene subrayar que un escenario de esta naturaleza
no supone la ausencia de antagonismos o conflictos - contraria-
323
mente, supone los mismos conflictos que encara el estado demo
crátic�. ni tampoco la ausencia de dimensiones de poder, según
se señ.aló más arriba. No se trata del mundo feliz de Rousseau ni
de la sociedad armoniosa y jerárquica de la escolástica medieval.
Simplemente, se trata de un predominio de actores y comporta
mientos orientados hacia soluciones cooperativas de los conflic
tos - obviamente, soluciones siempre parciales y provisorias - y
hacia el objetivo de obtener racionalidades colectivas satisfacto
rias (naturalmente, racionalidades siempre parciales y proviso
rias). Ambas clases de orientaciones son auténticas posibilidades
políticas, aun cuando su realización depende ciertamente de la
constelación de una gran variedad de circunstancias.
Por definición, este estilo inherente a la elaboración contrac
tual de orden a partir de la sociedad política implica una modalidad
de intemalización intencional de la crisis. Esta proposición reque
riría de una argumentación larga, que obligaría a una tediosa
repetición de ideas ya insinuadas a lo largo de estas notas. Sucin
tamente, se podría decir lo siguiente : si toda estrategia, racionali
dad o intencionalidad, provoca contraestrategias - contrarracio
nalidades, contraintencionalidades - en el resto de los actores, y
si en las condiciones prev alecientes en los países latinoameri
canos ningún actor es capaz de neutralizar eficazmente las res
puestas de los otros, entonces es posible pensar en un espacio
político cuyas características favorezcan una progresiva reso
lución cooperativa de conflictos que pueda generar racionalidades
colectivas satisfactorias y razonablemente duraderas. B ajo esta
hipótesis, una determinada estrategia - por ejemplo, la del go
bierno o la de un partido - no es una causa que produce efectos
fuera del control de todos, sino un insumo a un proceso que se
mantiene bajo el control de todos, o por lo menos de un conjunto
relevante e inclusivo de ellos. De manera más concreta, una
estrategia razonablemente auténtica se despliega aquí no por un
actor estatal monolítico, sino por una coalición de actores que
324
mantienen relaciones cooperativas entre sí.
Siempre es más difícil precisar los rasgos de una posibilidad
política no realizada o muy imperfectamente realizada, que los de
una que ha devenido ya rutinaria. Es lo que acontece con esa
posibilidad política recién sugerida. No obstante, se puede indicar
esquemáticamente lo siguiente.
En ella, la primacía corresponde a la sociedad política. Esto es,
no a los elementos típicos del esquema ya clásico de Estado
democrático (jefe de gobierno, estamento tecnocrático, aparatos
de Estado, legitimidad democrático-plebiscitaria), sino a los com
ponentes principales de la primera: partidos, estructuras territoria
les de representación, legitimación por vínculos de represen
tación. El estilo de hacer política que ella implica convierte en la
cuestión política principal la de las alianzas o coaliciones. En este
escenario, la política es vista básicamente en términos de una
disposición coalicional : las propias chances políticas (electorales
o de otra índole) , cuya m aximización es el objetivo primordial en
el comportamiento tradicional de los partidos, se subordinan al
objetivo de obtener alianzas sociopolíticas de gran inclusividad.
Lo que se trata de maximizar es la probabilidad de este segundo
objetivo.
Adicionalmente, se trata de una sociedad política plenamente
abierta a la sociedad civil, donde hay condiciones para una re
presentación cabal del mundo de los excluidos. Una sociedad
política oligarquizada, que no diera cabida a ese mundo sería
idéntica con el modelo de imposición unilateral de orden a partir
del Estado, y enfrentaría todos esos problemas insolubles ya anali
zados.
A la vez, una sociedad política plenamente abierta a la sociedad
civil implica que el espacio de alianzas o coaliciones se extiende
bastante m ás allá del universo de los partidos. La ya referida
disposición coalicional comprende también el universo de los
movimientos, sustituyéndose así la relación tradicional entre
325
partidos y movimientos - relaciones asimétricas, donde el par
tido procura imponerse al movimiento -, por una en la cual el
movimiento es protagonista por derecho propio.
Si hubiera que caracterizar este modelo de acuerdo a algunas
notas conceptuales, m ás sobrias que las proposiciones preceden
tes, estimuladas por algún grado de entusiasmo lírico, se podnan
señalar éstas: 1 ) una democratización social de la sociedad
política. 2) una revalorización deformas políticas parlamentarias,
a las que se subordinana la forma estatal. 3) la exigencia de un
grado importante de consociatividad en el estilo de operación de
la sociedad política, entendida no como un rasgo formal, sino
como una disposición coalicional efectiva.
Es a partir de bases semejantes que existirían condiciones
favorables para que la crisis se enfrente mediante una estrategia
razonablemente auténtica. Al mismo tiempo, es probable que esas
mismas condiciones favorezcan una estrategia creativa e innova
dora como aquélla propuesta por Faj nzylber, esbozada al
comienzo de estas notas.
326
R E F L EX I O N E S
A L G O O B L I C U A S S OB R E E L
T EM A D E L A C ON C ER T A C I O N .
327
l. El valor de la racion a l i d a d imperfecta.
328
En ténninos de un interés práctico de intervención en la reali
dad, la apelación a la irracionalidad es particularmente inútil. En
efecto: o esa irracionalidad está absolutamente fuera de mi control
y lo único sensato es cruzanne de brazos , o la puedo m anipular
unilateralmente, con el solo concurso de mi propia voluntad; o
podría manipularla con éxito, pero para ello requiero del concurso
de la voluntad del otro actor o de los demás actores que son,
precisamente, aquéllos cuya irracionalidad ha llevado al quebran
tamiento de la racionalidad. Mientras uno se m antiene dentro de
las premisas del tipo de razonamiento antes esbozado, la in
tervención práctica sólo tiene sentido en la segunda clase de situa
ciones. Pero, ¿qué sucede si las situaciones que se encuentran con
mayor frecuencia son de la tercera clase?
Lo característico del tipo de razonamiento aludido es a partir de
la premisa de una estricta dicotomía: racionalidad e irracionali
dad. Es la restricción a estos dos casos polares, con exclusión de
tipos intermedios, la que provoca todas las dificultades sucin
tamente examinadas.
Ahora bien, esas dificultades pueden salvarse si se admite u n
concepto distinto de racionalidad: e l d e racionalidad imperfecta. 1
Este concepto no tiene que ver con la completitud o incompletitud
de la información de que dispone el actor ni, tampoco, con un
desarrollo imperfecto de sus competencias racionales. Inversa
mente, se halla definido en términos de una relación peculiar entre
racionalidad y voluntad. La estricta dicotomía entre racionalidad
e irracionalidad contempla sólo dos tipos posibles de relaciones
entre ellas: o una relación directa y unívoca, que genera el compor
tamiento racional, o una perfecta disociación entre ambas, que
está en la base del comportamiento irracional. La noción de ra
cionalidad imperfecta apunta a una relación compleja y ambigua
entre racionalidad y voluntad, que puede sustentar comportamien-
l .· Elster, J. ( 1979 ), Ulyses and the Sirens, Studies in rationality and irrationality,
Cambridge University Press.
329
tos complejos, los cuales no poseen ni esa transparencia inmediata
del comportamiento racional ni esa irreductible opacidad del
comportamiento irracional, que lo hace particulannente resistente
a la intervención práctica.
La posibilidad de relaciones ambiguas y complej as entre ra
cionalidad y voluntad ha sido reconocida desde hace siglos en lo
que el sentido común denomina debilidad de la voluntad. Se trata
de un fenómeno cotidiano, frecuente. Personalmente estoy con
vencido de que mi hábito de fumar sólo me trae consecuencias
negativas, tanto presentes como futuras, que no guardan relación
con el pequef\o placer que obtengo del cigarrillo que decidí en
cender. Para comportarme racionalmente, debería dejar de fumar.
Sin embargo, mi voluntad que media entre el sustrato bioquímico
de mi toxicomanía y mi racionalidad, es débil. La gran ventaj a de
conceptualizar mi problema en ténninos de debilidad de voluntad
y no de mera irracionalidad, estriba en que esta última es curable
y, en cambio, la asociación de una voluntad débil y una racionali
dad puede conducir al diseno e implementación de estrategias más
o menos complejas, eficaces para superar la debilidad de la volun
tad. Ello explica tanto la existencia de tratamientos para dejar de
fumar, como el hecho de que en ellos se exij a la intervención de
la débil voluntad y racionalidad del paciente. En ténninos genera
les, y más allá de este ejemplo, se puede decir que, desde el punto
de vista de la intervención práctica en la realidad, el concepto de
racionalidad imperfecta abre horizontes de posibilidades y de
comprensión que la estricta dicotomía entre racionalidad e irra
cionalidad no permite ni siquiera vislumbrar.
El lector de estas notas tiene todo el derecho a preguntarse qué
relación guardan las consideraciones anteriores con el tema de la
concertación. A mi juicio, la conexión es estrecha, siendo las
consideraciones fonnuladas en los párrafos anteriores particu
larmente relevantes para el análisis del tema. Hasta ahora, el
debate respectivo se ha ajustado a ese estilo racionalista al que se
330
aludía al comienzo. El énfasis ha recaído en el para qué insti
tucionalizar mecanismos de concertación. Se ha procurado así,
básicamente, demostrar que la institucionalización de tales me
canismos es una condición necesaria para el éxito de los procesos
de consolidación democrática. Ello explica que, a su vez, la crítica
a esta tesis haya concentrado sus esfuerzos en argumentar que, en
razón de las peculiaridades de la estructura social, los mecanismos
propuestos probablemente se mostrarían insuficientes. Lo que se
ha soslayado de manera sistemática es la pregunta acerca de por
qué los actores involucrados en esos mecanismos de concertación
podrían estar interesados en llegar a hacerlos realidad; y se la ha
eludido, quizás porque se ha razonado que una vez demostrada la
racionalidad genérica de una institución, la voluntad de los actores
involucrados no puede sino actuar, de modo directo y unívoco,
coherentemente.
Por otra parte, en el primero de los procesos de consolidación
democrática que se inicia en el Cono Sur - el de Argentina, aun
cuando Bolivia es también un ejemplo del todo pertinente -; los
esfuerzos en pro de una concertación triangular (sindicatos, em
presarios, Estado) se han topado a corto andar con dificultades
serias, estancándose durante v arios meses. Nadie evalúa positiva
mente ese estancamiento. Por el contrario, hay casi unanimidad en
considerarlo como generador de consecuencias negativas para el
desempefio económico global, las cuales, de persistir, podrían
alcanzar efectos políticos desestabilizadores. Es decir, se recono
ce unánimemente esa racionalidad global atribuida desde el
comienzo a las prácticas de concertación; no obstante, las dificul
tades subsisten y son serias. El problema no radica entonces en que
se haya tornado problemático el para qué de la concertación. Lo
que es problemático es el por qué del comportamiento de los
actores.
En el análisis de esa última cuestión es por completo redundante
la exhortación de cufio racionalista, que insiste una vez más en los
331
efectos globales deseables de las prácticas de concertación. Si
todos los conductores de automóviles están convencidos de que
infringir el límite de velocidad permitida es altamente peligroso,
y no obstante los accidentes atribuibles a esta causa siguen aumen
tando, entonces las campatias educativas son una mera majadería.
Indudablemente, la raíz del problema está en otro lado; y para
identificarla, se necesitan nuevos conceptos. En mi opinión, es
aquí donde la noción de racionalidad imperfecta se muestra par
ticularmente valiosa.
332
Esta estratagema de Ulises define una familia de estrategias,
que son eficaces para superar la debilidad de la voluntad. Se las
puede denominar estrategias de autoatamiento. 3 Sucintamente,
su lógica genérica opera así: previendo la llegada de un momento
en que lo débil de su voluntad lo llevará a actuar en contradicción
con los dictados de su racionalidad, el actor decide actuar previa
mente de manera tal que esa previsible acción suya sea objetiva
mente imposible llegado aquel momento. Dentro de esta familia
de estrategias, cabe distinguir una subfamilia: las
estrategias de
abdicación de poder, particularmente relevantes para el análisis
de un tipo específico de situación caracterizada por racionalidad
imperfecta, como son aquellas que poseen una estructura de
dilema del prisionera
La argumentación que hace Hobbes en el Leviathan para justi
ficar la abdicación que cada ciudadano hace de su poder en el
soberano absoluto sigue precisamente esa línea de razonamiento.
El Estado de naturaleza hobbesiano posee una estructura de
dilema del prisionero. En este mundo, donde el hombre es lobo del
hombre, cada individuo juega solitario contra todos los restantes,
disponiendo de dos opciones estratégicas : una egoísta, en la que
se ejercita el propio poder contra los demás; y otra altruista,
consistente en refrenar el ejercicio del propio poder contra los
demás. En términos de estricta racionalidad, la estrategia egoísta
es dominante y el juego tiene como única solución un resultado
colectivo que es indeseable para todos, cosa de la que todos están
conscientes: para cada uno, una vida solitaria, pobre, desagra
dable, brutal y corta.4 No obstante, la propia lógica de la situación
lleva a que se produzca. El problema reside entonces en buscar una
estrategia de autoatamiento que haga objetivamente imposible
responder al canto de las sirenas, llegado el momento. Esa estrate-
333
gia es la de abdicación de poder en un soberano que lo monopolice,
y ella se revela como la única salida al dilema en que todos están
atrapados.
Sin duda, los procesos de formación y consolidación del Estado
moderno y contemporáneo son lo suficientemente complejos
como para que nadie en su sano juicio sostenga que la argu
mentación hobbesiana da cuenta de ellos en forma satisfactoria;
no obstante, se pueden detectar a lo largo de esa historia diversas
situaciones en las que el tipo de explicación hobbesiana aparece
como una hipótesis más que plausible. Por ejemplo, ciertas situa
ciones críticas de guerra civil inminente o declarada y de riesgo de
destrucción de la comunidad nacional, donde se observa con
claridad el despliegue premeditado de estrategias de abdicación
como respuestas racionales a una situación de racionalidad imper
fecta. Además de recurso heurístico, el modelo hobbesiano puede
ser también un esquema de explicación satisfactorio.
Algo similar ocurre en ese otro gran dominio - el mundo del
capital, sus agentes y sus movimientos - plagado de situaciones
cuya estructura es la de un dilema del prisionero. La clásica
observación de que la búsqueda por parte de cada capitalista de su
interés particular (pues si dejara de comportarse así fracasaría
como capitalista) toma objetivamente imposible la realización de
los intereses generales del conjunto de sus pares. Es decir, pone en
peligro la subsistencia de las condiciones generales para la
acumulación rentable de capital. En el fondo, sostiene que en el
mundo del capital impera una racionalidad imperfecta.
Probablemente, la ilustración más conocida de esa tesis es
aquella sobre el dilema que enfrenta cada capitalista individual
mente considerado respecto de la cuestión de la magnitud de los
salarios. En un mundo de competencia irrestricta, cada capitalista
juega un juego contra el conjunto de los restantes capitalistas,
encarando dos opciones: pagar los salarios más altos o los salarios
más bajos que pueda. Lo óptimo para cada capitalista es que se
334
produzca un resultado colectivo en que él quede como zánganoo
fre e rider que el resto pague los salarios más altos posibles, ga
rantizándose una demanda efectiva global que asegure continui
dad en el funcionamiento del sistema, y que él pague los salarios
más bajos posibles. La estrategia dominante es aquella que con
siste en pagar los salarios más bajos posibles, con la producción
de un resultado colectivo que pone en riesgo las condiciones mis
mas de la expansión capitalista. Con algo de imaginación, estas
ilustraciones se podrían multiplicar indefinidamente, lo que hace
más que verosímil la hipótesis de que el mundo del capital bajo
condiciones de competencia irrestricta - un supuesto equivalente
al del Estado de naturaleza hobbesiano - es en esencia uno de
racionalidad imperfecta.
Frente a los problemas que esa situación global de racionalidad
imperfecta plantea, una estrategia de autoatamiento posible es la
de una concertación voluntaria del conjunto de los capitalistas
para regular sus propios comportamientos, de modo de no poner
en peligro las condiciones generales para la continuidad del sis
tema. No obstante, en ausencia de un elemento de coacción ex
terna, semejante acuerdo parece repetir en otro nivel la misma
estructura previa del dilema del prisionero : para cada capitalista,
el resultado colectivo ideal es uno donde todos los restantes
cumplen el acuerdo y él lo rompe. Según se afinna, al pre
guntársele a un magnate norteamericano del acero de principios de
siglo si había oído hablar de los acuerdos de fijación de precios en
el sector, contestó que sí, pero que la mayoría de ellos sólo duraban
el tiempo suficiente para que los participantes pudieran telefonear
y ordenar su incumplimiento.5
La única solución a los problemas planteados por este mundo
de racionalidad imperfecta generalizada consiste en una re
gulación del comportamiento del conjunto, impuesta de manera
335
coactiva por un agente externo relativamente autónom o .6 Según e s
bien sabido, durante l o s últimos doscientos años ese agente h a
existido, y es su presencia - y no unas hipotéticas capacidades
autorregulativas del sistema - lo que explica la subsistencia de las
condiciones generales para la continuidad capitalista, pese a sus
ciclos y crisis. Al igual que en el caso de la argumentación hobbe
siana, sería más que aventurado concluir que el Estado capitalista
es el efecto de una estrategi a premeditada de abdicación por parte
de los capitalistas, de modo de hacerse objetivamente imposible
para ellos mismos atender al canto de las sirenas llegado el mo
mento. No obstante, y al igual que con la argumentación hobbe
siana, es una hipótesis más que plausible la de que en ciertas
situaciones particularmente críticas esa idea de una estrategia de
abdicación constituya no sólo un recurso heurístico, sino también
un esquema de explicación satisfactorio, que da cuenta de cómo
se configuran ciertas situaciones nuevas, relativamente estables
en el tiempo. Por ejemplo, Marx sostuvo, aunque con argumentos
tal vez insuficientes, que en el siglo XIX, tanto en Inglaterra como
en Francia operó efectivamente una estrategia premeditada de
abdicación por parte de las respectivas clases capitalistas: en
Inglaterra en favor de la aristocracia, y en Francia, mucho más
dramática y visiblemente, en favor de un régimen cesarista
burocrático. 7 Si se observan las transfonnaciones experimentadas
por el Estado capitalista m aduro a partir de la tercera década de
este siglo y las condiciones en que esas transformaciones se pro�
ducen, en muchas situaciones la hipótesis adquiere gran verosimi
litud: el fascismo itali ano y el nazismo alemán, el largo proceso de
desarrollo de las democracias sociales nórdicas, aun el New Deal
rooseveltiano.8 Entre nosotros, la explicación de O ' Donnell para
6.- A mi juicio, el mejor desarrollo sobre autonomía del Estado es el que presenta Theda
Sktopol en States andsocial revolutions, Cambridge University Press, 1979.
7. - Elster, J. ( 1 979).
8.- Przeworski, A. (1981), "C ompromiso de clases y Estado: Europa Occidental y América
Latina", en Estado y Política er.AméricaLatina, N. Lechner (ed.), Siglo Veintiuno, México.
336
el surgimiento del Estado burocrático-autoritario parece contener
elementos que la acercan a las ideas examinadas aquf.9
Un punto que convendría acentuar por último es que la hipótesis
en cuestión no presupone necesariamente ni un comportamiento
conspirativo ni una suerte de decisión colectiva adoptada de una
vez para siempre en una gigantesca asamblea, ni una organización
monolítica provista de una dirección central unificada. Si para
hablar con legitimidad de intencionalidades colectivas se exige la
comprobación previa de alguno de esos fenómenos, entonces la
explicación en ciencias sociales está condenada a ser sólo causal
o funcional, salvo que se restrinja a niveles m icrosociales.1º En
sociedades complejas la producción de intencionalidades sociales
es también asunto complejo: se trata de procesos que conectan las
percepciones sociales difusas de problemas, dilemas y peligros,
con resultados políticos específicos, a través de cadenas largas de
mediaciones organizacionales, de comunicación masiva, cultu
rales, de representación política y corporativa, y aun personales.
Cuando se toma conciencia de que en el mundo del capital
campea la racionalidad imperfecta, se tiende a pasar por alto que
algo similar sucede en ese mundo sumergido que es la otra cara del
primero: el mundo de los asalariados. La explicación de este
fenómeno tiene que ver quizás con el estilo predominantemente
romántico con que la investigación ha enfrentado los problemas
del mundo obrero, estilo que es probable que se explique a su tumo
en razón de que la abrumadora mayoría de las investigaciones se
han desarrollado desde una toma de partido previa favorable a ese
mundo y hostil al mundo del capital. Esa omisión ha traído con
secuencias. Por una parte, se tiende a aceptar en forma acrítica la
premisa de que el mundo de los asalariados nace y es espontá
neamente cooperativo y solidario. Por otra parte, cuando la in-
9.- Para un resumen de su tesis, véase G. O'Donnell (1982), El Estadc burocrático aulori
tario, Editorial de Belgrano, Buenos Aires.
10.- Esta parece ser, en algunos pasajes de su libro, la tesis de Elster (1979).
337
vestigación se topa con la dura evidencia de que las cosas son más
complejas, hay una tendencia a explicar las deficiencias obser
vables por apelación a hipótesis de insuficiente desarrollo
ideológico o de la conciencia obrera. La distinción clásica entre
clase en sí y clase para sí se ha interpretado entonces, con enonne
frecuencia, exclusivamente como la transición hacia fonnas su
periores de conciencia social, olvidando todas las connotaciones
m ateriales u objetivas que el concepto poseía en su fonnulación
original. Adicionalmente, esta modalidad de explicación ha signi
ficado que, en el terreno político-práctico, se haya otorgado un
privilegio desmesurado. a estrategias educativas o de refonna de
las conciencias, por lo menos en el nivel de la retórica.
Desde el punto de vista de cada asalariado individualmente
considerado, la situación global es también una que se caracteriza
por la racionalidad imperfecta. El sentido primario de la acción
colectiva de los asalariados es producir bienes públicos, en sentido
amplio (para el conjunto del grupo social) o en sentido restringido
(para un colectivo específico dentro de ese grupo). En cualquiera
de los dos casos, cada asalariado posee dos opciones estratégicas:
i) cooperaren la producción de ese bien público, con la expectativa
de pagar los costos que puede implicar la acCión colectiva - que,
como es bien sabido, pueden llegar a ser muy altos, involucrando
aun la libertad personal o la propia vida -, o ii) jugar una estrate
gia egoísta, con dos consecuencias posibles: evitar esos perjuicios
personales en caso de que la acción colectiva fracase, o disfrutar
conjuntamente con los demás del bien público producido, si es que
ella tiene éxito. El ideal para cada asalariado es jugar él una estrate
gia egoísta, y que el resto se oriente por una estrategia cooperativa
o solidaria. Es decir, un resultado donde él es zángano o free
rider.11
1 1 .- Elster, J. (1979).
338
Nuevamente, la situación tiene una estructura de dilema del
prisionero: la estrategia dominante es la egoísta, y hay un resul
tado colectivo que es indeseable para todos. Una vez más, la
superación de este estado de cosas implica una estrategia de au
toatamiento: cada asalariado debe colocarse previamente en una
condición tal, que le sea imposible - o por lo menos muy difícil -
atender al canto de las sirenas y desertar llegado el momento de la
acción colectiva. Ello acontece si hay un agente externo a él capaz
de atarlo, en última instancia apelando a alguna modalidad de
coacción. En otras palabras, las condiciones del mundo de los
asalariados exigen de éstos una estrategia de abdicación de poder.
En términos de esta argumentación hay dos tipos peculiares de
organización que son susceptibles de ser interpretados como
concreciones de estrategias de abdicación: los sindicatos y los
partidos políticos. En unos y otros hay innegablemente, desde el
inicio de su desarrollo, una tendencia a la monopolización de
poder, más o menos amplia, más o menos restringida, pero efec
tiva al final de cuentas. En algunos casos, esa tendencia ha logrado
imponerse con una plenitud extrema: por ejemplo, en los sistemas
de partido único de los socialismos reales, o en lor de un partido
predominante como el mexicano. En otros, la mencionada tenden
cia alcanza un desarrollo considerable, pero restringido a domi
nios específicos. Por ejemplo, los sindicatos y estructuras sindi
cales en los capitalismos maduros o en países capitalistas depen
dientes, como la Argentina.
Las diversas m anifestaciones de esa tendencia a la monopo
lización de poder han sido detectadas reiteradamente, y por lo
general evaluadas en forma negativa. Ello obedece a que existe un
sentido común político, hoy en día casi universal, que atribuye a
sindicatos y partidos una función enteramente contradictoria con
la que se les ha imputado al conceptualizarlos como respuestas a
los problemas que plantea la racionalidad imperfecta. Es decir, lo
común es suponer que sindicatos y partidos representan los inte-
339
reses y demandas de sus miembros, y no que imponen, aun coac
tivamente, restricciones al comportamiento de sus miembros. Por
cierto, tales vínculos de representación existen, pero la paradoja
estriba en que para poder representar eficazmente, tanto sindicatos
como partidos tienen que ser capaces de imponer esas restric
ciones. El auténtico problema no lo plantea la existencia de esas
capacidades, puesto que son necesarias para poder representar,
sino la identificación de ese umbral crítico traspuesto el cual la
imposición de restricciones pervierte el sentido propio de la idea
de representación. Por lo demás, algo análogo acontece con la
relación entre el mundo del capital y el Estado: dadas ciertas
condiciones, es una posibilidad efectiva que la acción estatal co
mience a afectar negativamente las condiciones para la acu
mulación rentable de capital.
El concepto de racionalidad imperfecta ha sido utilizado como
instrumento heurístico para construir un significado determinado
para cuatro órdenes de fenómenos: la form.a política genérica de
Estado, la forma política específica de Estado capitalista, los
sindicatos y los partidos políticos. A riesgo de pecar de majaderos,
conviene insistir que la idea de estrategia de autoatamiento - más
específicamente, de estrategias de abdicación - en cuanto res
puesta a problemas de racionalidad imperfecta, puede constituir
también un esquema de explicación satisfactorio respecto de
determinadas situaciones, cuyo número y frecuencia tal vez sean
importantes. Obviamente, ésta es una cuestión a la que sólo la
investigación empírica puede responder.
Sin embargo, las consideraciones formuladas hasta ahora su
gieren a la vez un tercer sentido, valioso para �l análisis del tipo
de fenómenos aquí examinados. Si una situación es de racionali
dad imperfecta y si los problemas que ella suscita encuentran mo
dalidades de resolución efectiva a través de la emergencia de de
terminados procesos, entonces esos procesos tienen que operar a
lo menos como si fueran estrategias de autoatamiento. Puesto de
340
otra manera, si problemas de racionalidad imperfecta son supera
dos mediante efectos claramente no intencionales, los procesos
que llevan a estos efectos tienen que imitar una estrategia de auto
atamiento. En tales casos, cabe hablar de una pseudoestrategia,
por oposición a aquellos en los cuales ha actuado una auténtica
estrategia, esto es, donde se ha desplegado una real intencionali
dad social, probablemente a través de procesos complejos según
se indicó.
Desde el punto de vista de la intervención práctica, lo anterior
implica que, una vez identificado un problema de racionalidad
imperfecta, tienen que existir por lo menos condiciones para que
se desencadenen procesos constitutivos de una pseudoestrategia.
34 1
cooperativa; otra, no cooperativa. También es efectivo que la
situación generalizada de dilema del prisionero, característica de
etapas anteriores, no parece presentarse hoy en día con una espe
cial intensidad, aunque la crisis actual puede significar cambios
importantes en lo concerniente a este rasgo. De allí la inferencia
de que en este mundo predominan estrategias cooperativas.
No obstante, esa inferencia es probablemente errónea. La esta
bilidad de la economía política del capitalismo contemporáneo
parece descansar en un núcleo duro de relaciones cooperativas,
especialmente en el nivel de la sociedad política: partidos, parla
mentos. Sin embargo, desde el punto efe vista de cada actor in
dividualmente considerado el comportamiento estratégico es
no
cooperativo. Acéptese sin mayor discusión que: i) contem
poráneamente toda relación conflictiva entre actores es por lo
menos triangular y que uno de los vértices lo ocupa necesaria
mente el Estado (gobierno más aparatos de Estado); ii) que el
objetivo de la estrategia de cada actor es impactar en el proceso de
formación de decisiones políticas y de políticas públicas. En
tonces, es plausible la hipótesis de que el patrón normal de com
portamiento estratégico es uno de presión social, es decir, un tipo
específico de estrategia que no es cooperativa. El predominio de
esta clase de estrategia permite hablar de un auténtico mecanismo
de formación de decisiones y políticas - formación de decisiones
y políticas por presión -, típico del capitalismo contemporáneo.U
La noción de concertación, en su significado más estrecho,
conlleva un mecanismo de formación de decisiones y políticas
enteramente distinto del anterior y contradictorio con él. Schmi
tter ha sintetizado sus rasgos esenciales, más allá de las varia
ciones empíricas de los distintos casos nacionales, de la siguiente
manera:13
12.- Schmitter, Ph. (1982), "Reflections on where the theory of neo-corporatism has gone
and where the praxis of neo-corporatism may be going", en Pa11erna of corporatist policy
making, G. Lehmbruch y Ph. C. Schmitter eds., Sage.
13.- Schmitter, Ph. C.
342
" . . . (aquí) los intereses afectados, comoquiera que se organicen, se
incorporan al proceso de formación de pÜ iíticas como negociadores
reconoc,idos e indispensables, y se les hace corresponsables -y oca
sionalmente completamente responsables- por la implementación
de las decisiones sobre políticas, las que toman entonces una calidad
semipública o paraestatal característica ."
343
IV. La especificidad de la concertación.
En los países del Cono Sur, los sistemas políticos que se con
figuraron durante las últimas décadas no han escapado a la regla
general. En ellos, e incluso quizás durante los interregnos autori
tarios, lo normal ha sido la formación de decisiones y políticas por
presión social. ¿Por qué entonces la relevancia que se otorga hoy
a la noción de concertación en el contexto de procesos de con
solidación democrática, hipotéticos o efectivamente en curso?
Probablemente las razones que dan cuenta de ese énfasis son
varias y su peso relativo ha ido variando con el tiempo.
Algunas de ellas son meramente ideológicas. Por una parte, la
noción misma de concertación tiene resonancias positivas en
determinadas tradiciones ideológico-culturales, en las cuales el
logro de un alto grado de armonía social en un contexto de eco
nomía capitalista juega un papel central. Para ellas, ejemplos
como el de Austria pueden resultar paradigmáticos o, en todo
caso, preferibles a los del capitalismo más típico. En otras tradi
ciones ideológico-culturales la idea de concertación se hace equi
valente con la de participación; y en esta modalidad de formación
de decisiones se ve incluso una auténtica reforma progresista del
capitalismo, que lo tomaría más democrático. Personalmente,
estimo poco válidas estas razones, por cuanto soslayan los altos
grados de oligarquización y verticalismo necesariamente inheren
tes a esas modalidades. Si de democracia se trata, las modalidades
de formación de decisiones por presión me parecen más de
mocráticas.14
Otras razones invocadas, sin duda de mayor interés, apuntan a
la necesidad histórica u objetiva de modalidades de concertación.
Con antelación al pleno despliegue de la crisis, este tipo de argu
mentaciones conectaban el agotamiento de los modelos populis-
344
tas de economía política en países dependientes, con el predomi
nio de formación de decisiones por presión social, anticipando la
producción de efectos políticos desestabilizadores a partir de la
asociación entre ambos. Si bien esas argumentaciones podían ser
cuestionables algunos af'ios atrás, hoy en día son plenamente
persuasivas.
Los rasgos generales de la crisis económica en los países del
Cono Sur, exceptuando B rasil, son suficientemente conocidos y
permiten ahorrarse comentarios. De modo sucinto se puede decir
que lo que se ha tomado problemático en ellos son las condiciones
para una acumulación y expansión rentables del capital. Uno de
los efectos más importantes, aunque sin duda no el único, es que
las pugnas distributivas constituyen juegos de suma nula. Pero la
problematicidad del proceso de acumulación afecta también ne
gativamente las condiciones de desempefio económico desde el
punto de vista de los grupos dominantes. Por ejemplo, las condi
ciones para inversión, �recimiento y probabilidad de sobreviven
cia de las unidades económicas individualmente consideradas.
En una situación de agudo estancamiento como ésta, la for
mación de decisiones y políticas sobre la base de presión social
puede reforzar considerablemente la problematicidad del proceso
de acumulación, y parece constituir casi una ley general que el
estancamiento agudo y prolongado, bajo condiciones de democra
cia política, produce derrumbes político-institucionales. El es
quema general de este proceso sería el siguiente: i) bajo condi
ciones democráticas, hay una tendencia del conjunto de los ac
tores al empleo generalizado de estrategias de presión social: ii)
bajo condiciones de estancamiento agudo, el uso generalizado de
estrategias de presión social refuerza y prolonga el estancamiento;
iii) cuando se prolonga lo suficiente, una situación de estanca
miento agudo genera efectos políticos desestabilizadores; iv) el
resultado más probable de esos efectos es la iniciación de un nuevo
ciclo de militarización, posiblemente con características aún más
represivas que los anteriores.
345
Si se acepta esta hipótesis, es bastante obvio que cada actor
individualmente considerado y el conjunto de ellos enfrentan una
situación cuya estructura es de dilema del prisionero. Cada actor
posee dos opciones estratégicas: utilizar presión social en el mo
m ento que estime propicio o abstenerse de echar m ano a este
recurso. Si el conj unto de los actores utiliza presión social, genera
las condiciones para un nuevo ciclo de militarización. Si el con
j unto de actores se abstiene de usar presión social , aumenta l a
probabilidad d e una recuperación económica e n el mediano plazo
y de una consolidación democrática. Si un actor se abstiene, pero
los otros no, resulta sacrificado y su sacrificio puede ser perfec
tamente inútil. S i todos se abstienen menos uno, el que no lo hace
se beneficia a costa de los demás, realizando su propio interés y
d i s frutando a l a vez de la continuidad democrática y la recu
peración económica.
Como se señaló al com i enzo de estas notas, esta situación ha
sido analizada generalmente baj o el supuesto de una racionalidad
perfecta del conjunto de los actores. Es decir, se ha supuesto que
al tener cada actor claras las consecuencias indeseables que se
segui rían del uso generali zado de estrategias de presión social,
todos ellos no podrían m enos que evitarl as. Entre racionalidad y
voluntad no habría brecha alguna. Pregunta obvia : ¿es realista este
supuesto?
En u n determinado momento, todos pueden tener una lúcida
conciencia acerca de cuáles son sus intereses de medi ano y largo
plazo y una conciencia igualmente lúcida acerca de cuál es l a
opción estratégica requerida. Aun m ás, tal vez a todos, también,
les anime la certeza de que el resto piensa exactamente lo mismo.
Por otra parte, es posible que esta conciencia generalizada se
m antenga en fonna indefinida en el tiempo. Pese a ello, l a cuestión
crucial es: llegado el momento en que se escuche el canto de las
sirenas, ¿lograrán l a voluntad de desecharlo? Al producirse un
alza de precios, ¿resistirán los sindicatos la tentación de presionar
346
por un alza de salarios? ¿No será para los empresarios i rresi stible
subir los precios? De haber alguna reactivación, ¿podrán los sec
tores medios no dej arse seducir por la alternativa de presionar por
más consumo, liquidando la viabilidad de un plan de habitación
popular o niveles m ás elevados de inversión?
Frente a la apuesta por la lucidez de las conciencias y la racio
nalidad perfecta de los actores, la actitud de Ulises es eminente
mente más realista: más vale precaverse del canto de las sirenas y
hacerse atar. La única solución a la situación esbozada reside en
el despliegue de una estrategia que haga objetivamente imposible
recurrir a la presión social, llegado el momento propicio para
ejercerla. Ello impli ca abdicar a la opción que se tenía entre ejercer
presión social y no ejercerla.
Un punto que vale la pena destacar es que esa conclusión de que
la única salida consiste en una estrategia de abdicación no niega
la lucidez de las conciencias. Contrariamente, la supone . Este
supuesto es clave, y puede ser tan poco realista como el de raciona
lidad perfecta de los actores. En efecto, una de las condiciones de
posibilidad para que emerja una estrategia de esq, índole es que se
comparta la percepción de que la situación tiene las características
indicadas, y no se ve razón alguna para que las cosas sean nece
sari amente así. Por ejemplo, ciertos actores (parte del movimiento
sindical, algunos partidos, algunos movimientos sociales) pueden
estar convencidos de que la reanudación de un ciclo de mili
tarización en realidad abre las puertas a l a revolución. En este
caso, es racional emplear presión social: m ientras dura la de
mocracia, se obtiene lo que se puede; si se derrumba, se com ienzan
a realizar intereses m ás valiosos de largo plazo . O bien, otros ac
tores (organizaciones corporativas empresariales, grandes empre
sas, corporaciones profesionales, algunos partidos) pueden partir
del supuesto de que el restablecimiento de un patrón de acu
mulación exitoso tiene como condición necesaria el reinicio del
ciclo de militarización. Nuevamente la estrategia de presión social
347
es racional en este caso. Si la mencionada percepción no es com
partida, salvo por un núcleo suficientemente importante de ac
tores, el problema de éstos se toma aún más complejo: tienen que
autoatarse ellos, neutralizando a la vez a los restantes.
Para seguir avanzando por la pendiente escarpada o inclinada,
según se prefiera, del realismo, es conveniente no dejarse seducir
por la simplicidad de la metáfora homérica. De partida, ella misma
muestra que el despliegue de una estrategia de autoatamiento
supone por lo menos dos actores: Ulises, que se deja atar, y los
tripulantes, que lo atan. Es decir, se requiere de alguien que decide
dejarse atar y de otro u otros que lo aten. Al interpretar el Estado,
el Estado capitalista, los sindicatos y los partidos como protago
nistas de estrategias de abdicación, esta suerte de bipersonalismo
se mantiene. No obstante, tanto en el caso de la concertación en
sentido estricto como en la situación que caracteriza a fos países
del Cono Sur, ese bipersonalismo cede el paso a un multipersona- .
lismo. Es común afirmar que la concertación es triangular, en
cuanto relaciona tres actores. Quizás esa descripción es adecuada
en cuanto a su operación, pero no lo es en lo tocante a sus orígenes.
Si tanto los empresarios como los sindicatos están organizados a
nivel nacional en términos de unas entidades únicas que los repre
sentan y controlan, cabe hablar de dos actores. Pero el Estado está
conformado por aparatos del Estado más gobierno, y gobierno
tiene que ver con partidos, que son dos o más. En nuestro caso, la
situación es claramente multipersonal.
La comprobación de este fenómeno lleva naturalmente a con l
1
ceptualizar la estrategia de abdicación como un meta-juego,
sobreimpuesto al juego original, donde para cada actor se
perfilarían dos estrategias: la de abdicar y la de no abdicar. En
�
cierto sentido, este meta-juego repite el rasgo básico del juego
original: una abdicación puramente unilateral convertiría en el
pato de la boda a quien la lleva a cabo, si los restantes actores optan
por no abdicar.
348
No obstante, bajo ciertas condiciones esa abdicación unilateral
por uno o algunos de los actores puede constituir una opción
estratégica racional, que genere una solución al problema que se
enfrenta. Se trata de aquellos casos en que la abdicación de uno o
más actores, situados en una posición peculiar vis a vis los restan
tes, permite que estos últimos adquieran o legitimen una cuota de
poder cuya envergadura es tal, como para que el peligro de per
derla, al reincidir en el empleo de presión social, objetivamente
neutralice la tentación de echar m ano de nuevo a este recurso.
Pese a mis exiguos conocimientos sobre el caso austríaco, me
atrevería a aventurar la hipótesis de que en los orígenes de ese
sistema hay una abdicación unilateral que, en la superficie, es de
un actor - el gobierno - , pero que en el fondo es de un conjunto
de actores: los partidos políticos.
En efecto, vistas las cosas desde la operación nonnal de la
economía política capitalista, con el predominio de la formación
de decisiones y políticas por presión, la concertación en el sentido
de Schmitter implica que, cualquiera que sea el partido o coalición
en el poder, ha renunciado a la prerrogativa de definir el contenido
de las decisiones y políticas económicas. Se trata de prerrogativas
que el gobierno - y por lo tanto los partidos que lo van ocu
pando - sí conservan en el caso típico o normal de formación de
decisiones y políticas por presión. Esa capacidad ha sido trans
ferida a los actores corporativos, quienes negocian entre sí esos
contenidos. Desde el punto de vista de tales actores, el arreglo ins
titucional alcanzado en Austria maximizó la cuota de poder que
éstos podían alcanzar. Bajo condiciones típicas, es cierto que esta
ban en disposición de echar mano a la presión social - recuérdese
que hay interés en evitar este peligro en las etapas iniciales - , pero
tendrían que ejercerla no sólo frente al antagonista corporativo,
sino también ante los partidos. La única alternativa superior es
aquella donde cualquiera de los actores corporativos impone
unilateralmente los contenidos de las decisiones y políticas, lo
349
cual en la experiencia concreta de Austria habría significado un
desenlace muy distinto al de la situación inicial, que por lo demás
en ese momento era prevista como catastrófica.
El desarrollo de la situación argentina durante 1 984 parece
mostrar de manera embrionaria rasgos similares. La pugna sobre
el tema de la concertación, que ha evolucionado al margen de los
partidos políticos, ha terminado por enfrentar la política econó
mica oficial con un programa alternativo de política económica,
propuesto por empresarios y sindicatos. Implícitamente, los últi
mos pretenden suplantar al equipo económico oficial e imponer
los contenidos de las decisiones y políticas económicas. Si el
aparente compromiso del Presidente Alfonsín de someterse en la
determirtación de esos contenidos a lo que resuelvan las diez
comisiones partidarias establecidas se cumple, podría estarse
asistiendo a los momentos iniciales de un sistema de concertación
en el sentido de Schmitter.
Las consideraciones anteriores podrían arrojar luz sobre las
condiciones sociales y políticas más específicas que hacen posible
este tipo de solución al problema de los efectos perversos de la
formación de políticas y decisiones por presión en la coyuntura
que viven actualmente los países del Cono Sur. Por una parte, en
ambos casos se trata de sociedades civiles caracterizadas por un
grado muy alto de corporativización. Por otra parte, y como
contrapartida, por lo menos en el caso argentino, el sistema de
partidos es muy débil. En la medida que estas condiciones no se
dan en otros países - como sucede típicamente en Chile-, no hay
por qué suponer que la concertación, en el sentido de Schmitter,
vaya a darse en ellos.
Una segunda reflexión que fluye de las consideraciones ante
riores es que la concertación constituye tan sólo una modalidad
particular de solución al meta-juego implícito en el despliegue de
una estrategia de abdicación. No obstante, posee la ventaja de
presentar ciertos rasgos que serían deseables de obtener en otras
350
modalidades de solución. Por un lado, los partidos son los actores
en los que el interés por la continuidad democrática se hace sentir
presumiblemente con m ayor intensidad, y esto debería ser par
ticularmente cierto en el caso del partido del gobierno. Por otro
lado, el poder que ceden sirve tanto de señuelo para que los actores
corporativos se integren al arreglo institucional como de efectiva
atadura para neutralizar la tentación de recurrir a la presión ·
social.
¿Cabe imaginar, m anteniéndose dentro del m arco de la noción
de abdicación unilateral, otras modalidades de solución diferen
tes de la concertación en el sentido de Schmitter? Tendría que tra
tarse de modalidades que implicaran abdicación unilateral por
parte de algún actor corporativo, de manera tal que su cesión de
poder configurara una situación nueva cuyas características neu
tralizaran la tentación de los restantes actores de recurrir a la
presión social. La dificultad reside no sólo en imaginar cómo
podría acontecer esto último, sino principalmente en que esa
cesión por un actor corporativo socaba con una alta probabilidad
sus bases mismas de existencia. Así, la concertación parece ser el
único caso relevante en esta posible familia de soluciones, salvo
algunas hipótesis extremas sin potencialidades para convertirse
en regla general.
La alternativa consiste en una situación en la que cada sector
escoge la estrategia de abdicar. El riesgo de convertirse en pato de
la boda impone de inmediato una restricción temporal: la opción
por la abdicación ha de ser simultánea. Lo cual no quiere decir que
la expresión del propósito de usar esa estrategia tenga que ser
enunciado al mismo tiempo por todos los actores. El orden en que
se expresen esas intenciones es irrelevante, salvo quizás en
términos de las negociaciones entre ellos. Quiere decir sí que las
voluntades de todos los actores deben concurrir simultáneamente
, a poner en vigencia ese "algo" que los ata en términos del empleo
futuro de presión social.
35 1
¿Cómo concebir materialmente ese algo" que sirva para atar
"
352
RACIONALIDAD Y COMPETENCIA
ENTRE PARTIDOS
EN LA DEMOCRATIZACION
353
por el otro, es probablemente compleja. No es del caso discutirla
aquí. Hay evidencia y antecedentes suficientes corno para adoptar
esa premisa corno punto de partida, sin m ás examen.
En consecuencia, una de las cuestiones centrales en los proce
sos de democratización y consolidación democrática es la de la
institucionalización de la competencia interpartidista (o la ins
titucionalización del mercado político, si es que la analogía no
i rrita demasiado al lector). En definitiva, la suerte de los órdenes
democráticos emergentes y precarios pende, en última instancia,
de la i nstitucionalización exitosa de esa competencia.
Esta cuestión posee al menos dos peculiaridades. Por una parte,
la institucionalización de la competencia partidista es un resultado
posible de esa misma competencia.
En otras palabras, no es algo que se imponga exógenarnente a
los partidos, sus interacciones estratégicas y los resultados de esas
interacciones. Contrariamente, de producirse una instituciona
lización, será producto de esas interacciones. Por otra parte, no
parece que se pueda identificar, en las características genéricas de
la competencia interpartidista, una garantía de que el resultado de
institucionalización es necesario. De otra m anera no se divisan
argumentos para presumir la existencia de una mano invisible en
la operación de cualquier m ercado político, de m odo tal que dadas
ciertas condiciones institucionales y jurídico-formales de posi
bilidad de la competencia interpartidista, esta competencia con
duzca sin mayores dificultades a su propia institucionalización.
Por consiguiente, si bien la competencia interpartidista y las
modalidades que concretamente adopta juegan un papel esencial
en los procesos de democratización, a la vez ese papel y sus
consecuencias pueden estimarse desde un comienzo corno
problemáticos. El objetivo de estas notas es procurar identificar
algunos de los problemas que plantea la competencia i nterpar
tidista en los procesos de democratización y consolidación
democrática.
354
1
11
3.- A. O. Hirschman, Exist .Voice and Lo-yalty, Haivard University Press, 1970.
355
de una adhesión afectivo-nonnativa o racional-nonnativa por los
actores, o un número crítico de ellos, a valores que la misma com
petencia realizaría. La lealtad tendría como condición necesaria la
difusión y aceptación de algún credo democrático.
Sin perjuicio de la po sible relevancia de las orientaciones afec
tivo-nonnativas o racional-normativas hacia la competencia entre
partidos, parece difícil que en el ámbito de lo político la lealtad
carezca de fundamentos racional-instrumentales. Por lo menos,
es difícil aceptarlo respecto del político profesional, cuyo rasgo
distintivo es el de ser un "animal estratégico". Al discutir la lealtad
como tipo de comportamiento estratégico, Hirschman sugiere que
aun el más leal de los comportamientos contiene una "enonne
dosis de cálculo razonado". Descontentos con la m anera en que
l
van las cosas, los miembros de una organización pueden pennane
cer leales sin ser influyentes ellos mismos, pero difícilmente sin la
expectativa de que alguien actuará, o algo acontecerá, de modo
que las cosas mejoren. Mas en general, lo característico de la
lealtad es la creencia de que se dispone de alguna influencia sobre
el curso de las cosas y la expectativa consiguiente de que, dado el
tiempo suficiente, los giros positivos más que eqµilibrarán los
negativos.
Se puede postular que el fundamento racional-instrumental de
la lealtad de los partidos para con la competencia entre ellos reside
en que esa competencia exhiba una estructura de oportunidades
que se percibe como razonablemente justa por los participantes,
o al menos por un número crítico de ellos, o bien, en el caso de
actores que identifican condiciones que afectan ilegítimamente la
competencia, como suficientemente justa : los afectados tienen
expectativas fundadas de que la remoción de esas condiciones se
puede lograr a través de la propia competencia democrática.
A partir de esta premisa, se pueden individualizar dos condi
ciones importantes de una competencia institucionalizada entre
partidos.
356
Primero, esa visión de una estructura de oportunidades razona
blemente justa exige un cálculo de oportunidades políticas que, a
su vez, sólo es posible si el propio proceso político es significa
tivamente calculable .Si las identidades colectivas constitutivas
del sistema de partidos y las respuestas masivas a las ofertas de los
partidos varían frecuente y caóticamente, la calculabilidad en el
proceso político es mínima y m al se puede consolidar una per
cepción de una estructura de oportunidades razonablemente justa.
Para que la competencia esté institucionalizada, tiene que existir
una estabilización importante en los contenidos sustantivos
específicos de identidades y ofertas y en los patrones de las res
puestas electorales masivas. Ello se logra si la competencia, ade
más de mercado político, es al mismo tiempo sistema de repre
sentación: hay una articulación sistemática de identidades, ofertas
y respuestas, significativamente congelada en el tiempo.
Segundo, la visión compartida de una estructura de oportu
nidades razonablemente justa supone que cada participante perci
ba su oportunidad como razonablemente justa, y que mantenga la
expectativa de que esa oportunidad se preservará.
Una expectativa semejante sólo tiene sentido si el conjunto de
actores sostiene expectativas recíprocas generalizadas de que la
regla en la competencia interpatidista es el juego limpio, es decir,
que en la interacción estratégica se tiende, sin desviaciones signi
ficativas, a preservar el carácter razonablemente justo de las opor
tunidades de los otros. La consolidación de expectativas recípro
cas generalizadas de esa índole implica que la experiencia de los
partidos con la competencia democrática las confirme reiterada
mente, y ello supone que de hecho cada participante juega limpio.
No parece ser en absoluto obvio que esa última exigenCia re
quiere de la generalización de un tipo peculiar de racionalidad
política sustantiva, que es distinto de, y aun contradictorio con, lo
que podría denominarse de racionalidad política sustantiva clá
sica. La mej or m anera de mostrar con claridad este punto es con-
357
ceptualizando la situación de cualquier participante como un
juego bipersonal que enfrenta a ese actor (Ego) con los restantes
(Otros), donde el actor tiene dos opciones estratégicas -jugar
limpio o jugar sucio - frente a dos posibilidades de comporta
mientos prevalecientes en el resto : el predominio del juego limpio
o del juego sucio.
El cuadro I exhibe, para cada uno de los cuatro casos posibles, j
·
CUADRO !
Otros
Juegan Limpio Juegan Sucio
Ego
Juega
Sucio C: Záng�o
D: Destrucción
de competencia f
358
El resultado colectivo que efectivamente se obtenga depende de
la clase de racionalidad sustantiva que prevalezca entre los partici
pantes, esto es, de cómo la generalidad de ellos, o un número
crítico de ellos, ordenen sus preferencias respecto de los posibles
resultados. Naturalmente, esa ordenación depende a su vez de las
razones que se tengan para ordenar los resultados de esa manera
específica y no de otra. Esas razones no tienen por qué ser las
mismas para todos los actores.
Para la racionalidad polftic a clásica, que adquiere su sentido
primordial del deseo o aspiración al mayor poder posible de lograr
y del temor al poder que puedan adquirir los otros, la ordenación
obvia es C A D B . Al prevalecer este tipo de racionalidad, la
situación se estructura como un dilema del prisionero y el resul
tado es la destrucción de la competencia democrática. La obten
ción del resultado consistente en una competencia estable razona-
•
359
En los procesos de democratización y consolidación demo
crática el grado de presencia de ambas condiciones de una com
petencia institucionalizada es variable. Hay casos, como el chile
no, donde pese a la ausencia de una transición efectiva el sistema
de partidos prefigura claramente un potencial sistema de represen
tación. En otros, y quizás Argentina lo ejemplifica bien, la
configuración de la competencia política como sistema de repre
sentación es mucho más problemática.
No obstante, aun cuando las circunstancias son favorables para
una consolidación temprana de la competencia como sistema de
representación, la cuestión de la racionalidad política sustantiva
que predomina es básica. Aun si las circuntancias son favorables
a una consolidación temprana de la competencia como sistema de
representación, esa consolidación no puede ser sino un efecto de
la propia competencia. Ello implica la continuidad de la compe
tencia por un tiempo critico, es decir, por un tiempo suficiente
como para que la congelación de identidades, ofertas y respuestas
electorales estabilice una estructura de oportunidades susceptible
de percibirse como razonablemente justa. El logro de esa continui
dad por un tiempo suficiente supone que las racionalidades polí
ticas predominantes detenninan las interacciones estratégicas en '
�
,,
360
111
361
•\ . . por desgracia . . . el partido militar todavía existe en el país . . . Esta
situación, sumada a un fracaso electoral absoluto de los partidos de
derecha, es una combinación bastante explosiva . . . (hay que) sepa
rar . . . a los m ilitares de los intereses económicos. Para separar (unos)
de (otros) hay que hacer una política que no aterrorice a los sectores
de derecha. Parece aconsejable derechizar un poco las políticas futu
ras . . . "
362
implicar, tarde o temprano, una ruptura significativa con el sis
tema financiero internacional, y una ruptura semejante cons
tituiría una decisión revolucionaria, que con muy alta probabili
dad el orden político no podría absorber ni el gobierno soportar.
A partir de esa ruptura, se iniciaría un ciclo de desestabilización
y de creación de condiciones para la emergencia de una coalición
cívico-militar de derecha.
Las estrategias económicas recesivas están entonces orientadas
por una racionalidad estructurada en tomo a la búsqueda de la
preservación de la competencia. En principio, pese a que no existe
una evidencia clara respecto de sus capacidades para superar
fenómenos de desinversión y comportamientos empresariales
similares, constituyen estrategias prudentes, políticamente útiles
para neutralizar oposiciones de derecha con propensiones antisis
tema.
Ciertamente, el efecto sobre el resto de la oposición de esta
manera de configurarse la lucha política - manera donde el con- ··'
363
ciones muy favorables para el predominio de racionalidades o
rientadas a la preservación de la competencia democrática -, el
empleo de estrategias prudentes también tiene que ver con expec
tativas acerca del tipo de restricciones que pesarán sobre quien
triunfe en las elecciones y gane el gobierno. Una vez producidas
las elecciones, los perdedores constituidos en oposición pueden
simplemente despreocuparse del problema, puesto que en la ló
gica clásica de la competencia entre partidos la oposición u oposi
ciones no son responsables por las dificultades que enfrenta el
gobierno.
En términos de la consolidación de un proceso de democra
tización, e igualmente en términos de la modalidad específica que
esa consolidación adopte, el desarrollo de este conflicto entre
gobierno y oposición es clave.
Por parte del gobierno, el empleo de una estrategia conserva
dora es expresiva de una racionalidad orientada a la preservación
del orden democrático. La interrogante y las cuestiones de mayor
importancia recaen en lo que hace, o no hace, la oposición. Si las
oposiciones basan su actuación en determinado tipo de racionali
dades, las decisiones estratégicas que de allf se siguen podrian aun
afectar la estabilidad del orden político. Por otro lado, aun bajo el
supuesto de consolidación democrática, es plausible pensar que la
modalidad que ella asuma depende del tipo de racionalidad que
predomine en la oposición.
Tomando como dato de la situación la definición estratégica
conservadora del partido o la coalición que controla el gobierno,
la oposición (u oposiciones, si se prefiere) puede optar por dos
cursos estratégicos alternativos: emplear estrategias de enfrenta
miento, haciendo oposición dura - procurar estimular expre
siones de descontento y fenómenos de presión social, polarizar
oponión masiva, etc. -, o hacer oposición blanda, empleando
estrategias que implícitamente o explícitamente implican cola
boración.
364
Hay razones generales, propias de la lógica de la competencia
interpartidista y de las nociones culturales prevalecientes acerca
de cuál es su naturaleza y qué significa, que hacen mucho más
probable decisiones por estrategias de oposición dura que por
estrategias de oposición blanda.
Sintéticamente puesto, el interés básico de una oposición no
reside en que el gobierno tenga éxito, sino en que fracase. Ello no
sólo significa que las oposiciones no son responsables por las
dificultades que un gobierno enfrenta, sino adicionalmente que es
legítimo para ellas crearle dificultades al gobierno.
En este interés básico de toda oposición descansa su opor
tunidad política frente al gobierno. Es en cuanto tiene libertad para
hacerle difícil la vida, mostrando sus equivocaciones, sesgos
sociales determinados y presionando sobre la decisión pública que
la oposición puede crear condiciones para disputarle exitosamen
te votos al gobierno.
Inversamente, la opción por hacer oposición blanda debería,
por lo general, afectar negativamente las chances políticas oposi
toras. Las estrategias de colaboración implícita con un gobierno
tienden a colocar al actor que las practica en una posición más de
aliado que de opositor. En el fondo, hay aquí en germen una
coalición, y las chances políticas de quien así se acerca a un
gobierno radican menos en vencerlo en la competencia electoral,
y más en compartir poder, responsabilidad y posiciones en ese
gobierno. Obviamente, podría pensarse en un acercamiento co
laborativo unilateral, que no estimula recompensas o gratifica
ciones gubernamentales. Siendo la contienda política lo que es,
esa hipótesis puede desecharse por irrelevante : sería algo efímero,
sin m ayor estabilidad y permanencia.
Nuevamente como regla general, esta propensión de los perde
dores en la competencia interpartidista a constituirse en oposi
ciones duras no parece ser criticable. Contrariamente, en ellas se
basan fenómenos como la alternancia en el gobierno y la serie de
365
, efectos benéficos usualmente atribuidos a la competencia entre
partidos.
El problema reside en determinar si el fracaso de un primer
gobierno democráctico es un fracaso "normal " , idéntico al fraca
so de cualquier gobierno en un contexto ordinario de competen
cia inteipartidista, o si se trata de fracasos que, dadas tanto las
condiciones extraordinarias de todo proceso de democratización
como las condiciones extraordinarias de la situación económica
general, encierra un conjunto de riesgos igualmente extraordina
rios. Concretamente, el riesgo de que el proceso de consolidación
democrática aborte.
Hay varias razones que usualmente se esgrimen en apoyo de la
tesis de que las estrategias de oposición dura conllevan ese riesgo
de desestabilización y ruptura institucionales. Primero, se puede
argumentar que una estrategia de movilización de descontento y
de presión social, apoyada en una desvalorización sistemática de
las políticas gubernamentales, genera tanto percepciones de
desorden y amenaza en grupos propietarios y medios como con
diciones negativas pata el desempeffo de la economía, percibidas
con notable intensidad por esos mismos grupos. En el extremo, y
dado el tiempo suficiente, la aplicación regular de estrategias de
.
oposición dura produciría ingobemabilidad y acentuaría el riesgo
de intervención militar. Segundo, en un contexto de crisis genera
lizada, el fracaso de un gobierno no es un fracaso "normal " Ese
fracaso puede agravar notablemente la crisis, perjudicando las
posibilidades de desarrollo nacional de manera severa. Final
mente, se puede señalar que el fracaso de un primer gobierno
democrático, independientemente del contexto de crisis, no es
tampoco un fracaso "normal ". La escasa institucionalización de
la competencia democrática exige tiempo para que la propia com
petencia produzca su institucionalización; pero, en cuanto la legi
timidad del orden democrático se asocia a su eficacia, ese fracaso
afecta negativamente la precaria legitimidad que se le confiere, y
366
..'!
367
IV
368
El Cuadro 11 muestra los posibles resultados de la interacción
estratégica entre gobierno y oposición, incluyendo como variable
el estado del electorado o estado de la sociedad.
Si el estado de la sociedad es de hostilidad a la estrategia eco
nómica gubernamental, el único caso estable parece ser B. En la
situación A, el desarrollo más probable es el de que el gobierno se
vea forzado a derivar a un curso estratégico defensivo a través de
sucesivas derrotas. El caso de C parece tan inestable como el de
D: una oposición en ambas situaciones tiene poderosos incentivos
para girar a una postura de oposición dura. A su vez, el resultado
B . presum iblemente el más estable, es el que se discutió anterior
mente, concluyéndose que al configurarse hay riesgos emergen
tes para la continuidad democrática. Así, en la hipótesis de un
estado de la sociedad hostil a la estrategia recesiva gubernamental,
la racionalidad que probablemente imperará en la oposición no
favorece la preservación de la competencia democrática.
En la hipótesis de una sociedad que se ha volcado a la opinión
de que lo que hace el gobierno es lo único que se puede hacer, el
resultado más probable, considerando las peculiaridades diná
micas de cada situación, es G. De consolidarse esa situación, las
probabilidades de institucionalización del orden democrático y la
competencia interpartidista son altas. No obstante, esa institu
cionalización se haría a costas de: a) Una notable atenuación en la
competitividad política, de modo tal que en el extremo la compe
tencia interpartidista asumiría la modalidad de un sistema de
partidos con partido predominante; b) Las posibilidades de trans
fonnación social de la actividad políti ca, dada la naturaleza con
servadora, por lo menos inicialmente, de ese partido predomi
nante.
3 69
V
370
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CUADRO II
Gobierno Gobierno
Dura A B Dura E F
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Oposición
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Blarida e D Blanda G
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