Gonzalez Gallego Agustin Antropologia Filosofica Del Subjectum Al Sujeto Ed Montesinos 1988 PDF
Gonzalez Gallego Agustin Antropologia Filosofica Del Subjectum Al Sujeto Ed Montesinos 1988 PDF
Gonzalez Gallego Agustin Antropologia Filosofica Del Subjectum Al Sujeto Ed Montesinos 1988 PDF
M O N T E S IN O S
Biblioteca de Divulgación Temática / 50
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no-anglosajón, influenciado por diferentes iglesias no
supeditadas a Roma, y b) el católico-latino, dependiente de
Roma. La meta era común, una nueva concepción de la
felicidad y, con ella, del mundo. Los medios también, li
beralismo y mercantilismo. En el medievo la felicidad se
posponía a la eternidad, haciéndola incompatible con la del
presente («servicio a Dios»). En los «nuevos tiempos» se
propone el poder alcanzarla aquí («servicio al hombre»).
Sensualismo y racionalismo son las armas, el individualismo
el marco de referencia. La Ilustración culmina el proceso.
Como decía el Cándido volteriano, «Pero lo único que de
bemos hacer es cultivar nuestra huerta».
El teatro de «divertimento», la vuelta a los clásicos ro
manos, la preocupación por los bustos y retratos (Hals, Van
Dyck, Rembrandt, Holbein), las comodidades de las casas
de campo, que sustituyen a ios adustos castillos medievales,
el arte mobiliario (Jacobean style), todo nos indica esa
preocupación del hombre por el hombre. Esta felicidad,
«Nada tiene en común con la felicidad de los místicos, que
tendían nada menos que a fundirse en Dios; con la felicidad
de un Fénelon, que sentía su alma más segura y más sencilla
que la de un niño pequeño, cuando en pensamiento se unía
con el Padre; con la felicidad de un Bossuet, dulzura de
sentirse dirigido por el dogma y conducido por la Iglesia,
certeza de encontrarse un día entre los elegidos que figuran
a la diestra del Santo de los Santos; con la felicidad de los
justos que aceptaban la obediencia y la ley y esperaban
la recompensa que ya no acabaría; con la felicidad de los
simples abismados en su oración» (1). Hobbes, Locke, Hu
me, convertirán el «deseo de ser feliz» en principio universal
que dinamiza al ser humano. El burgués, el gentihombre
y el gentleman sustituirán al noble, al guerrero y al hombre
de Iglesia. Ellos configurarán la nueva clase, al servicio de
la cual estarán todas las estrategias culturales. Su «felici
dad» será «la felicidad».
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El siglo x vii representa el fracaso del primer intento, los
sueños sobre el hombre del Humanismo y la Reforma, a la
vez que la puesta en marcha de los principios que llevaron
a cabo el cambio definitivo. Textos como el de M. Ficino,
«El cielo no le parece demasiado alto, ni el centro de la tierra
demasiado profundo. El tiempo y el espacio no le impiden
correr por todas partes a cada instante (...). Por todas
partes se esfuerza en mandar, en ser alabado, en ser eterno
como Dios», o el de Calvino, «Cuando la Escritura nos
vuelve a mostrar lo que somos, es para anegarnos del todo.
Es verdad que los hombres se embriagarán tanto y más,
haciéndose creer que hay alguna gran dignidad en ellos.
Pero ya se pueden alabar, que Dios no reconoce en ellos
más que toda inmundicia y hediondez», o el maravilloso
cuadro de Breughel «Caída de Icaro», nos sitúan perfecta
mente ante la consideración del hombre en esa primera
etapa. Humanismo y Reforma no llegaron a generar el ver
dadero antidoto contra el sistema metafísico-teológico
que sustentaba el orden social eclesiástico-feudal. Aunque
sus aspiraciones fueran superadoras, no llegaron a ser más
que simples reformistas. La base de sustentación del sistema
no varió. Fue la nueva ciencia, su triunfo, la que posibilitó
el cambio de orientación en todos los campos. Su carácter
unitario y su acción sobre los acontecimientos de los siglos
XVII y XVIII la convierten en una de las manifestaciones
más asombrosas del espíritu humano» (2). La ciencia mos
tró la posibilidad de encontrar ios principios generales, tan
celosamente guardados por la Naturaleza, y, con ellos, la
esperanza de poder encontrar los que debían regir en todos
los ámbitos de la actividad humana. La ley natural, moral
natural, derecho natural, teología natural, son metas que
se ven al alcance de la razón. La supuesta uniformidad de
la naturaleza humana garantizaba el éxito de la empresa.
Principios, por otra parte, que pasaban a convertirse «en
el tribunal ante el que tienen que responder todas las ins-
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tituciones de la sociedad y todos los dogmas de las iglesias».
El sistema teológico-metafísico, pese a su asombrosa resis
tencia, comenzaba a ser demolido. Inquisición, persecucio
nes, sangrientas guerras de religión, fueron, entre otras, sus
últimas trincheras. «Un hombre independiente con amor a
la verdad tenía que estar dispuesto todos los días a huir o
morir».
Descubrimiento de las Américas, nuevas rutas a las In
dias, creciente actividad comercial, la incipiente industria,
la circulación de productos manufacturados, estaban con
virtiendo el mundo occidental en un inmenso mercado.
Comprar, vender, producir, ganar, eran los hilos con los
que se estaba construyendo la malla capitalista sustentado
ra, no sólo del sistema económico, sino también del
sistema cultural y científico. El simplificar y unificar por
medio de leyes universales, al igual que estaba haciendo la
ciencia, ese gran mercado pasó de ser una aspiración a con
vertirse en una necesidad. La economía, «mano invisible»
de la nueva orientación político-antropológica, exige una
libertad de acción poco acorde con las trabas que el marco
aristotélico escolástico-feudal ponía a la actividad mercan-
tilista y a la circulación del dinero. El movimiento de las
materias primas hasta los lugares de transformación o de
comercialización, la introducción en el intercambio mer
cantil de nuevos productos junto con una avidez generaliza
da por su adquisición, exigen importantes movimientos de
dinero y su regulación más allá del simple «pagaré». La
creación de los primeros bancos, la exigencia de fijar módu
los fijos como referentes del valor del dinero por encima del
intercambio de metales preciosos, aparición del papel mo
neda, son consecuencias de esas necesidades.
Esta estructura económica va dando lugar a nuevas re
laciones laborales. El trabajo comienza a circular como una
mercancía más, o asi lo quiere hacer ver la clase dominante,
y asi lo plasma el naciente liberalismo. Oferta y demanda
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fijan el precio de la mercancía, pero hace falta una cierta
posibilidad de previsión para que funcione todo el sistema,
cuyo único apoyo sólo podía venir de la regularidad. La
ciencia mostraba que en la naturaleza se daba esa regularidad
y que era posible conocer sus leyes para dominarla. Econo
mía y política utilizarán el mismo método para elevarse a la
categoría de ciencias, e intentarán mostrar que sus princi
pios están enraizados en el orden natural. Podemos afirmar
que, «orden económico», «orden social» y «orden moral»,
eran pensados como apartados especiales del «orden natu
ral». La razón, una vez más, será la encargada de encontrar
esos principios y esas leyes. Pertenece a la ciencia ficción
el pensar cómo hubiera sido el desarrollo de la ciencia o cuál
hubiera sido la historia de la burguesía, si estos dos eventos
no hubiesen sido sincrónicos. Si no esa descripción, si que
me interesa poner de relieve algo que me parece sumamente
importante: la seguridad de que está regulado y que esos
principios existen en el ámbito de lo humano. «Según este
sistema, habitan la naturaleza humana conceptos firmes,
relaciones legales, una uniformidad que debe tener como
consecuencia la identidad de las líneas generales en la vida
económica, en el orden jurídico, en la ley moral, en las
reglas de lo bello, en la fe y en el culto a Dios» como señala
Dilthey (3). «Era lo que la época necesitaba: fundación de
nuevos órdenes con independencia de las autoridades re
conocidas; autonomía del espíritu en la regulación de sus
ocupaciones prácticas en la vida civil; fundamentos in
conmovibles para la regulación de la sociedad según sus
nuevas necesidades».
Hemos señalado la distancia que media entre la exal
tación del hombre en el Renacimiento y su supeditación al
sistema natural. Ahora es necesario partir de lo concreto
para remontarse a los principios. Los desplazamientos de
las bolas, la caída de las manzanas, los papeles arrojados
desde la torre, son «movimientos concretos» a través de
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los cuales se ha de encontrar la naturaleza y leyes del Mo
vimiento. Los «hombres» han de darnos la oportunidad,
son el único medio, de alcanzar la Naturaleza del hombre,
base para construir la «moral natural», la «organización
natural de la sociedad», la «religión natural». «El hombre
empezó a vivir una visión nueva, la de la creación inmensa
en la que él mismo parecia insignificante.» Esta situación
de aislamiento, al quedar reducida su importancia, debió
producir un efecto depresivo del que salió al comprobar
que él podia dominar el método y con él la realidad. «Así
empezaron a comprender los hombres que mediante la apli
cación de su inteligencia podían frabricarse oráculos más
sabios y menos caprichosos que el de Delfos, y adquirir
mayor poder sobre sus propios destinos» (4).
El deductivismo axiomático de la geometría, ejempli-
ficación máxima del nuevo oráculo, se convirtió en la clave
de bóveda de la nueva estrategia socio-cultural y, por ende,
del poder de la clase dominante. Como señala Butter-
field (5) ése fue el «nuevo gorro de pensar» que determinó
todo el desarrollo de la época. La autonomía del intelecto
humano en las construcciones científicas llegó, con el «hi
pótesis non fingo» de Newton, a liberarse del «modus
operandi» medieval. No ocurrió lo mismo en las ciencias
humanas y sociales. De alguna manera, nunca llegaron a
desprenderse de adherencias que, a la larga, fueron con
frecuencia elementos constitutivos de los diferentes marcos
de reconocimiento del hombre.
Durante siglos el hombre europeo se había reconocido
en el marco de la religión judeo-cristiana. Ciencia, arte,
filosofía, política, cultura, estuvieron constreñidas por la
religión tanto en su fundamentación como en su finalidad
y servicio. La vida del hombre encontraba su sentido en
la palabra divina que le llegaba a través de su Iglesia.
Los hombres sabían qué eran, de dónde venian y a dónde
iban. Se conocían y se reconocían.
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Eran transparentes a sí mismos, perfectamente situados.
P. Hazard nos dice: «El cristianismo se ofrecía a los hom
bres desde su nacimiento, los moldeaba, los instruía, san
cionaba cada uno de los grandes actos de su vida, puntuaba
las estaciones, los dias y las horas, y transformaba en
liberación el momento de su muerte. Siempre que levan
taban los ojos veian, sobre las iglesias y los templos, la
misma cruz que se había levantado en el Gólgota. La religión
formaba parte de su alma en tales profundidades, que se
confundía con su ser. Los reclamaba enteros y no toleraba
división: el que no está conmigo está contra mi» (6). El
Renacimiento representó la primera fisura en tan beatífica
concepción antropológica. El hombre comenzó a pensar
en ser feliz aqui y ahora.
Querer ser feliz y querer comprender fueron la misma
cosa. El Dios de la Iglesia tenia serias dificultades para
sostenerse cuando no se partía de ¿1 para llegar a ¿I.
El rumor de esta inconsistencia se extendió por toda la
cultura. En un primer momento se comenzaron a hacer
ciencias sin Dios: Leonardo de Vinci, Galileo, Kepler, Des
cartes, Hobbes, entre otros lo intentaron y lo consiguieron.
El rumor no se detuvo y, a finales del XVII y principios
del XVIII, «el Dios de los cristianos fue procesado», y
con ¿I todo un «.modus operandi». «De este proceso se
hablaba, en efecto, en las cartas que se cruzaban a través
de Europa; se hablaba en los periódicos; se hablaba en las
epístolas, odas, ditirambos y hasta en los versitos ligeros
que se mezclaban con la prosa. Se hablaba de ¿1 junto a los
reyes y las reinas, en el Hermitage que Carolina de Anipach
había adornado, en Richmond, con los bustos de Wollas-
ton, Clarke, Locke y Newton, y donde el obispo Butler
¡ba a exponer todas las tardes, de siete a nueve, las verdades
de la religión; en Rheinsberg y en Postdam; en la carta
del rey Estanislao—Augusto; en San Peterburgo, ante
Catalina de Rusia. Se daban noticias de él en los salones.
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entre conversaciones que dirigían Mme. de Tincin, Mme. du
Deffand, Mlle. de Lapinasse. Se aludia a él en las sesiones
académicas. Se le volvía a emplear en las oficinas de la
Enciclopedia, en París. En Berlín, en medio del humo de
las pipas y del ruido de los vasos, compañeros a los que
unía el mismo afán de conocer al fin el veredicto, habla
ban del proceso en los bancos de las cervecerías. Los hom
bres de ciencia, en sus laboratorios, se inclinaban sobre
sus microscopios con la esperanza de descubrir en la na
turaleza algún documento que incorporar a los autos; los
viajeros que iban al extranjero intentaban saber si se tenia
allí algún modo de plantearlo y resolverlo» (7). Los libros
a favor y en contra de la religión fueron llenando biblio
tecas. De una manera o de otra todos los filósofos de la
época tomaron partido: Descartes, Malebranche, Hobbes,
Spinoza, Locke, Leibniz, Newton, Hume. A pesar de todo,
como afirma B. Russell, no era tiempo de verdadero ateís
mo; podemos afirmar que la fe no abandonó a ninguno de
ellos. Otra cosa es el uso que hicieron de la misma.
Como consecuencia de este proceso se impuso la ne
cesidad de construir un nuevo paradigma antropológico
capaz de proporcionar la universalidad necesaria para la nue
va moral y la nueva politica. La pérdida de la religión ofi
cial como marco referente posibilitó el desplazamiento de
la fundamentación hacia la naturaleza, hacia el estado na
tural. Si la «natura ipsa errare non potest» es en ella donde
debemos buscar los principios. «Asi nació la gran creación
de la antropología de esta época: el establecimiento de leyes
que dominan la conexión causal de la vida anímica de tal
modo que cada uno de los estados anímicos puede derivarse
del principio supremo de la propia conservación de un
ser psicofísico condicionado por el mundo exterior y que
reacciona sobre él. Hobbes y Spinoza son, a base de
Descartes, los representantes clásicos de esta teoría.» (8).
El afán no es exclusivo de la filosofía. En el derecho, en la
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religión y, sobre todo, en la. literatura, encontramos mul
titud de obras que nos muestran hasta qué punto el empeño
era una constante social y cultural.
La medicina jugó un papel importante. Los descubri
mientos e intuiciones anatómico-fisiológicas abrieron nue
vas perspectivas para la explicación del hombre. Descar
tes, Hobbes, Harvey, entre otros, nos ofrecen explicaciones
mecánico-forenses que van arrinconando, o haciendo muy
difícil, los conceptos de alma o espíritu como centros ope
rativos del hombre. La teoría de las pasiones como pulsio
nes vitales de raíz fisiológica, tema clásico de la filosofía
en la época, difícilmente hubiera podido desarrollarse sin
la nueva información como fondo. La Mettrie, «L’home
machine», puede ser considerado como la culminación de
todos estos esfuerzos o como el más representativo de la
nueva orientación, base de una «ingenua antropología ma
terialista», que se extenderá hasta muy entrado el si
glo xviii. Con Descartes, en el «Tratado del hombre»,
podemos explicar el funcionamiento de un mecanismo
que funciona como el cuerpo humano, o podemos ser más
radicales y con Hobbes llevar a cabo la explicación del
hombre prescindiendo del concepto alma.
Superado el feudalismo, las naciones aspiran a fron
teras fijas y a definiciones territoriales por encima de las
coronas reinantes. La relación feudal queda obsoleta y
será reemplazada por el contrato social. Esta relación
contractual introduce una dinámica propia, tanto social
como económica. Libertad original del individuo y ley de
oferta y demanda son los nuevos principios. La creación
de una «carta magna» en la que queden plasmadas las
aspiraciones y objetivos de la mayoría, su finalidad.
El nuevo ciudadano se configurará como «objeto políti
co», superador del vasallo medieval. El trabajo conside
rado como mercancía, convierte al portador del mismo,
el trabajador, en mercancía sometida a la misma ley que
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las demás. No obstante, esta mercancía es especial, pues
también funciona como factor demandador, como elemen
to dinámico del mercado y como sujeto de derechos.
Por otra parte, el contrato generará la necesidad del
«sujeto jurídico», sujeto determinado, aprehendido, no
modificable por disquisiciones filosóficas. Frente a ambos
sujetos, la libertad individual se objetiva en el «sujeto
moral» y el «sujeto estético». Se está construyendo la
sociedad en la que se conquistan cotas de libertad a cam
bio de mayor responsabilidad. Sociedad con capacidad de
disponer de si misma al no estar supeditada a princi
pios extrasociales. La separación entre Iglesia y Estado
fue decisiva para el nacimiento del nuevo sujeto politico-
juridico, que ha pasado de ser «culpable» a ser «res
ponsable». La tolerancia, como no podía ser menos, se
convierte en preocupación fundamental. La «Utopia»
de T. Moro nos dibuja un maravilloso cuadro de convi
vencia pacifica entre gentes que profesan diferentes reli
giones. J. Bodin, desde otra perspectiva bien diferente,
en «Heptaplomeres», la posibilidad de una forma de culto
divino en el que cabrían todas las regiones. Si éstos son ejem
plos de lo que se esperaba de la tolerancia, las justifica
ciones y defensa que de la misma se hace desde la filo
sofía no fueron menos numerosas: Locke, Spinoza, Vol-
taire. Responsabilidad y tolerancia crearán la igualdad
jurídica, base de la nueva estructura política que está
naciendo: la democracia liberal. Es el final de un largo
proceso que había comenzado con la recuperación de la
doctrina del derecho romano y del Estado: Bodino con
la «República» (1577), Altusio con la «Política» (1603),
Grocio con el «Derecho de gentes» (1677), representan
otros tantos momentos importantes del proceso. El Estado
debe ser una creación de la razón humana, algo artifi
cial en cuanto no aparece guiado por ningún principio
teológico. Primero aparecieron las creaciones utópicas:
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Campanella, «El estado del sol», T. Moro «Utopia»,
Bacon «Nueva Atlántida». Hobbes, Spinoza, Locke y
Hume serán más pragmáticos y lo pondrán al servicio
de los hombres concretos, de sus necesidades, y, como no
creen en una conjunción universal de «buenas volunta
des», sino que dan por supuesto que es el egoísmo el
principio elemental, establecerán la teoría del contrato y
la ley de la mayoría para su construcción. Para hacernos
una idea de la magnitud del cambio, pensemos en el si
guiente dato: «The obedience of Christian man», W. Tyn-
dalle, fue considerado el libro más importante de media
dos del siglo xvi; «The weaith of Nations» y «Common
sense», A. Smith y T. Paine, los más importantes del
siglo xviii . Se pasó a considerar la religión y la obe
diencia como aglutinadores de la sociedad, a organizaría
en función de la economía, el contrato y la ley de la ma
yoría.
19
II. Del «subjectum» al sujeto
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olvidar que ese requisito sólo lo cumple la sustancia di
vina, Dios. Sentado este principio, Descartes intenta averi
guar cuáles son el fundamento y el orden de la realidad
creados por Dios. Su búsqueda, guiada por la duda me
tódica, dará como resultado la aprehensión del «yo
pensante», res cogitans, como punto irreductible y, por
consiguiente, como fundamento y principio, como sustan
cia pensante. La claridad y distinción, propias de esta
primera evidencia, se convertirán en exigencias a la hora
de buscar en qué pueden consistir los correlatos de
mis ideas con los cuerpos materiales. No debemos olvidar
que Descartes nunca puso en duda la existencia del mun
do, buscaba su consistencia. La «res extensae» será el
otro punto cero, el fundamento de la realidad material.
El mundo está compuesto de sustancias pensantes y sus
tancias extensas. La exigencia que tenia de dar cuenta
del «orden de la realidad», se la proporcionará el «len
guaje matemático». La diversidad de la realidad sensible
alcanza su unidad por medio de las matemáticas. Sin
embargo, el lenguaje matemático no acababa de dar razón
de la unidad en el mundo de las sustancias pensantes.
Nos encontramos ante dos mundos diferentes y sin posi
bilidad de influencia o relación mutua. No hay unidad
posible porque representan dos órdenes diferentes. La
«res cogitans» se cierra sobre si misma, consiste en su
propia actividad, es pura subjetividad, conciencia, desde
la que, por medio de la razón, capta el orden verdadero
sin pasar por la experiencia; es el sujeto-conciencia. Al
orden de las ideas, «orde idearum», que el modelo ma
temático nos muestra, ha de corresponder un orden de las
cosas, «ordo rerum».
La «res cogitans» y la «res extensae» se traducirán
en sujeto y objeto. Ambos reinos quedarán incomuni
cados, y esta incomunicación marcará la historia de
nuestra cultura occidental. El sujeto se funda a si mismo
21
y será el encargado, a su vez, de fundamentar la consis
tencia de la «res extensae». El fundamento de la realidad
objetiva es su orden, y este orden es descubierto-puesto
por el sujeto pensante. La naturaleza como libro abierto,
sólo es posible leerla con las reglas sintácticas (leyes) que
nosotros hemos construido. El sujeto la violenta una y
otra vez hasta que consigue reducirla, dominarla. El orden
que Descartes y la Nueva Ciencia creían que traducía
una realidad ontológica («Meditaciones Metafísicas»),
la filosofía contemporánea muestra que es «un orden del
sujeto», un «orden humano». La transformación del
«sub-jectum» aristotélico (sujeto-sustancia), en sujeto pen
sante (sujeto= conciencia) determinó toda una orienta
ción de la antropología y, por consiguiente, de la filosofía.
No en balde Husserll, Heidegger, Sartre y otros, lo seña
lan como el momento crucial.
Locke y Hume, más influenciados por la ciencia que
por la metafísica, centrarán sus inmvestigaciones en el
entendimiento y la naturaleza humanos. Intentan averi
guar cómo se construye el conocimiento humano, comen
zando por los posibles correlatos ontológicos de los con
ceptos metafisicos, entre los que ocupa un lugar pre
ferente el sujeto e identidad personal. Para Descartes,
la identidad personal venia dada por la identidad de la
sustancia pensante, que se mostraba como inmaterial y
pura actividad. No podia dejar de pensar. Para Locke,
a través de la sensación y de la reflexión, únicas vías del
conocimiento, es imposible alcanzar la identidad de una
sustancia inmaterial existiendo en un tiempo y lugar de
terminados. Conocer que somos sustancias pensantes es
afirmar que tenemos el poder de pensar. Forma parte
de la idea que tenemos de nosotros mismos, como el ha
blar o el reir. La afirmación de la posible identidad per
sonal hemos de hacerla desde otros presupuestos.
La devaluación que de la experiencia'se había pro-
22
ducido con Descartes, en Locke adquiere primacía. Des
cartados los caminos metafisico, gnoseológico y la activi
dad subjetiva como vías para la afirmación de la iden
tidad personal y, con ella, del sujeto, Locke seguirá el
camino descriptivo para mostrar, no tanto en qué consiste,
cuanto qué queremos decir cuando afirmamos la iden
tidad personal. El sujeto quedará fijado por otras ins
tancias. La identidad de vida nos iguala con los demás
organismos, y sobre ellos tenemos la identidad que consis
te en tener conciencia de nosotros mismos. Después de
responder a todas las objeciones posibles, a veces sin con
seguir la claridad deseada, sigue afirmando que es nues
tro tener consciencia lo que realmente nos hace predicar
nuestra identidad personal. El sujeto ya no es sub-jectum,
ni simple conciencia, ni fundador de orden. El abandono
de estas posiciones llevó a Locke a considerar los niveles
funcionales, de actividad del sujeto. Tener conciencia de
uno mismo es captarse en la acción y responsabilizarse,
en función de la libertad que nos es propia, de todos
nuestros actos como propios. Identidad que se conver
tirá, también, en principio de individuación; somos lo que
somos por nosotros mismos, sujetos de responsabilidad,
de méritos y de culpas. La ley nos igualará a todos en
esa responsabilidad. El «sujeto jurídico», diferente del
ciudadano grecolatino, se convertirá en actor/receptor
de los diferentes códigos, en fundamento de todo tipo
de contratos y transacciones. Sujeto desustancializado que
encontrará su razón de ser en la acción.
La radicalidad de Hume supondrá la pérdida de todo
resto de sustancialismo. En función de las leyes de cohe
rencia, semejanza y causalidad, iremos asumiendo tanto
nuestra existencia como la de los cuerpos externos. Ni
tan siquiera podemos afirmar, o mejor demostrar, nues
tra existencia continuada. El juego de la memoria y la
imaginación nos proporcionará toda una serie de actos e
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impresiones, pero detrás de ellos no habrá nada que los
soporte, ningún lazo real que los una. Sólo podemos afir
mar que los sentidos los sienten unidos (feeling). La con
tinuidad de la identidad personal no pasa de ser una creen
cia. En el plano gnoseológico no encontramos ninguna
razón para afirmar la sustancialidad del sujeto, ni tam
poco se da ningún tipo de superioridad de nuestra iden
tidad sobre la del resto de las identidades. Sin embargo,
al tratar sobre las pasiones y la moral, como si nada hubiese
pasado en el recorrido anterior, nos encontramos a Hume
hablando de un yo del que tenemos la más fírme con
vicción, de un yo durable, responsable. Su critica al yo
como sustancia le deja las manos libres para hablar del
sujeto pasional, del sujeto moral, que es «sujeto vivien
te». El escepticismo radical queda superado por las razo
nes de la naturaleza humana, por una realidad que siente
sus pasiones más allá de la fría racionalidad, que siente
su responsabilidad, la necesidad de valorar sus actos por
encima del escepticismo. El «sujeto moral» es el que tiene
que enfrentarse a los «quehaceres de la vida», el que tie
ne que resolver los problemas socio-politicos. Sujeto moral
que se resuelve en sí mismo, sin ningún tipo de trascen
dencia. Su moral sensible nos sitúa ante una ¿tica huma
nista que no volverá a ser pensada hasta el siglo XX.
24
III. Hobbes
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mente nos induce a pensar que la ciencia centró su interés
desde el primer momento.
Soñó que el método y seguridad de la nueva ciencia
podrían aplicarse allí donde, hasta ese momento, la con
fusión, el descontrol, y la diversidad de opiniones reina
ban por sus fueros. Soñó que los principios de Euclides,
Galileo, Harwey y tantos otros que se estaban descubrien
do podrían aplicarse a la explicación de la naturaleza hu
mana. Sueños que convirtió en realidad partiendo de
los cuerpos, el movimiento y las tendencias naturales,
controlables con el método experimental o científico. Se
trataba, en definitiva, de explicar el hombre con las mis
mas reglas y dentro del orden de la naturaleza: mecánica
y materialmente. Sin duda proyecto ambicioso donde los
haya. El índice de lo que iba a ser el desarrollo de los
«Elementa philosophiae» («De Corpore», «De Homine»,
«De Cive») es claro exponente de la línea de progresión
y de la relación fundantes entre sus partes. El esquema lo
podemos simplicar de la siguiente manera: estudio de los
cuerpos en general — estudio del cuerpo humano — es
tudio del cuerpo político.
Afirmar, como lo hace Hobbes, que el hombre es un
animal racional, no es, por supuesto, ninguna originali
dad. Sí lo es el intentar explicar ambos aspectos con los
mismos principios mostrando su dependencia e interrela
ción, es decir, intentar explicar al hombre mecánicamente.
Mostrar su reducción a principios controlables por la
ciencia y la experiencia. Y que esto se intente en pleno
siglo xvu, si que parece original, además de resultar fun
damental para la orientación que, desde entonces, tomó
la concepción del sujeto.
Al igual que sucederá con Hume, Hobbes partirá de
presupuestos que eran normales en las ciencias naturales:
principio de uniformidad, validez universal de las leyes y
método para poder determinar la naturaleza humana. En
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«De Corpore» utilizará los dos primeros; en «De Homine»
el tercero y el primero, y en «De Cive» combinará los
tres. La materia se estaba mostrando pródiga en mostrar
sus secretos. Pero no era la materia «sensu stricto» la
que Hobbes intentaba conocer, sino la que se objetivaba
en la especie humana.
La unidad que debía atravesar toda su obra para re
lacionar las diferentes ciencias, se quiebra en la construc
ción de su antropología. La simplicidad del método en
«De Corpore» no funciona ni en «De Homine», ni en
«De Cive». Para estos últimos propone la introspección,
«nosce teipsum, léete conócete a ti mismo; no se entendía
en el sentido, hoy usual, de limitar el barbárico estado
de los hombres situados en el poder frente a sus inferiores,
ni para estimular en hombres de baja estofa una conducta
insolente hacia sus mejores, sino para enseñarnos que,
debido a la semejanza de los pensamientos y pasiones de
un hombre con los pensamientos y pasiones de otro, quien
mire dentro de si considerando qué hace cuando piensa,
opina, razona, espera, teme, etc., y por qué, podrá leer
y saber los pensamientos y pasiones de todos los demás
hombres en ocasiones similares (...). Quien ha de gober
nar a toda una nación debe leer en si mismo a la Huma
nidad, no a éste o aquel hombre particular, cosa difícil
y más ardua que aprender cualquier lengua o ciencia» (1).
Pero, y esto es lo curioso, tanto en «Leviatán» como en
«Elements of Law» y en «De Homine», el «metodus ex-
ponendi» sigue siendo el mecanicista. Comprender la pa
radoja que supone el combinar la introspección como
método y el principio de uniformidad nos obliga a tener
presentes varias cosas: a) el papel fundamental de su me
canicismo materialista, b) la necesidad que tenia de poner
en el hombre una diferencia con respecto al resto de la
naturaleza, c) la posibilidad que de ese conocer daba a
cualquier individuo. En última instancia, si la experien-
27
cía nos debe proporcionar las leyes que uniformicen el
comportamiento de la naturaleza humana, no debemos
olvidar que para Hobbes «la experiencia sólo representa
el conocimiento que él llama prudencia», muy cercano a
las tesis baconianas (2). A modo de resumen podemos
decir que el método introspectivo no se ajusta al anhelado
método científico-experimental y tampoco nos parece el
más idóneo para construir su ciencia política, pero que,
sin embargo, no fracasa a la hora de proporcionarnos la
uniformidad de funcionamiento de los hombres y, con
ella, el conocimiento de la Humanidad.
La explicación del hombre sin recurrir al concepto de
alma significaba, de hecho, un destierro del espíritu de su
posición central en la consideración del universo. Des
cartes sólo lo separó de la materia, separación que levan
tó toda clase de suspicacias, y con el «Tratado del Hom
bre» y «las pasiones del alma» ofreció una explicación
que dejaba satisfecha a la razón (3). Pero, por las razo
nes que fuere, mantuvo una explicación dualista. El pro
blema del mecanicismo del siglo xvn residía, precisamen
te, en esto; cómo hacer compatible su explicación deter
minista con la actividad de Dios y la existencia del es
píritu como centro de la libertad humana. Descartes ofre
cía esta posibilidad que, aunque dejaba intranquilos a los
espíritus críticos del cículo del padre Mersenne, satisfacía
la naciente concepción burguesa de la realidad.
Hobbes no tuvo ese acierto, su mecanicismo fue radical
desde el primer momento. Su universo no necesitaba del
espíritu y la relación con Dios era lo suficientemente
débil como para no ser relevante (4). Ateo, corruptor
moral, anticristo, fueron parte de los floridos epítetos
que se mereció su postura. Cuando en 16S8 publicó «De
Homine», sin duda las críticas ya habían hecho mella
en él. Su postura se había suavizado hasta el punto que
la explicación del origen del hombre se adecúa a la des
28
cripción del Génesis que, por otra parte, en aquellos mo
mentos considera la más idónea. «Pero hay diferencias.
En efecto, si los elementos están disociados y cada uno
ha encontrado su lugar y su naturalidad, es gracias a que
el espíritu de Dios sopló sobre esta uniformidad sin fin.
Es cierto que la tierra es la que ha hecho nacer todas las
especies; pero esto ha sido en virtud del Verbo Divino, y
con la excepción del hombre quien, después de todas
las especies vivientes, ha sido creado a imagen de Dios (...)
También creemos nosotros que el primer origen de la es
pecie humana es tal como lo hemos leído en los libros
sagrados de Moisés» (5). Mayor ortodoxia no se puede
pedir; supera, incluso, las tesis cartesianas. A sus setenta
años parece apuntar a nuevas explicaciones, aunque sin
abanonar el mecanicismo original. Paul-Marie Maurin (6)
cree que el último párrafo del «De la nutrición y De la
muerte» aclara esta situación: «Podría extenderme toda
vía más si me hubiera decidido a estudiar las facultades
del alma preferentemente a las del cuerpo. Asi, pues, paso
a los sentidos: me es suficiente haber tratado al sujeto
de esta manera. Dejo a la diligencia de otros el extenderse
más, y si algunos, después de haber visto los mecanismos
tanto de la generación como de la nutrición, no ven, sin
embargo, que hace falta un espíritu que los ordene y los
organice con miras a sus funciones, a aquéllos, sin duda,
se debe pensar que les falta el espíritu» (7). El sujeto
tratado de esta manera es el sujeto que se determina, que
se manifiesta por la sensación, la imaginación, las pasio
nes, que está sujeto a las leyes de la naturaleza, aspectos,
todos ellos, que pueden ser explicaciones por las leyes del
movimiento, y que podemos alcanzar por medio de la in
trospección y la experiencia histórica.
29
2. Mecanicismo materialista
La interpretación que Hobbes hace «del cuerpo huma
no» dentro de los «cuerpos en general» le obliga a em
plear el mismo método y los mismos principios en uno
y en otro caso: la explicación mecánica por medio de las
leyes del movimiento. Sensación, imaginación y pasiones
darán razón del cuerpo viviente llamado hombre; su fun
cionamiento es posible a partir del principio de acción y
reacción por el que se rigen todos los cuerpos en movi
miento. El animal llamado hombre aún np es propiamen
te sujeto. Sobre él gravitarán las leyes de la naturaleza
humana que le obligarán a determinar su conducta con
arreglo a normas, para poder alcanzar, curiosamente, su
fin natural: vivir feliz. Reconstruyamos el animal ra
cional.
A) SENSACIÓN
30
más correctamente cuando decimos que una criatura ve,
que cuando decimos que el ojo ve» (9).
La sensación nada nos trasmite de las cosas. La ima
gen que produce es debida al movimiento de su presión
sobre el órgano correspondiente. Poca o ninguna dife
rencia existe entre esta explicación y la que Galileo nos
da de las cualidades secundarías. De esta definición se
derivan una serie de circunstancias. Primera, que la sensa
ción es propia de todos los cuerpos vivientes. Segunda, la
imposibilidad que tenemos de conocer qué sean los cuer
pos externos en si mismos». Pero las escuelas filosófi
cas de todas las universidades de la Cristiandad enseñan
otra doctrina, apoyada sobre ciertos textos de Aristó
teles; y dicen, para la visión, que la cosa vista proyec
ta en todas direcciones una especie visible, un fenóme
no, aparición o aspecto visible, cuya recepción con el
ojo constituye el ver» (10). Tercero, la independencia,
a partir de ese momento, de los «fantasmas» en el per-
cipiente. Notemos que aqui Hobbes provoca un salto cua
litativo en su proyecto originario, del que no nos da nin
guna explicación. En su enfrentamiento con Descartes
propugna la extensión del mecanicismo y la renuncia a
toda explicación dualista, intentando hacer posible el paso
desde los cuerpos a la explicación del hombre, mediante
las ciencias que se ocupan de los minerales, las plantas y
los animales. De acuerdo, pero la sensación, afirma, es
algo propio de los cuerpos percipientes y no se nos da
ninguna explicación que justifique su estar ahi. Quiero
decir, el movimiento que se produce cuando chocan dos
bolas puede ser calculado y manejado con los principios
galileanos, pero no podemos hacer lo mismo cuando se
da entre un cuerpo externo y un percipiente. El«uso»
que, del movimiento, hacen los cuerpos inanimados, es
tricta determinación, no es el mismo que el que hacen
los cuerpos percipientes ni, dentro de ellos, el que hace
31
un ser dotado de lenguaje, el hombre. El fisicalismo de
«Elements of Law» y «De Corpore» se resquebraja en
«Leviatán» y «De Homine», donde «un espíritu que los
ordene y organice con miras a sus funciones» parece dar
la última respuesta al problema. No seria correcto derivar
de esta posición un atisbo de finalismo aristotélico, no
obstante la influencia que Aristóteles tuvo sobre Hobbes,
contra el que luchaba todo el mecanicismo de la época.
El sentido que nos describe Hobbes representa una in
tuición de la moderna explicación que del mismo nos da la
biofísica. Fijémonos si no, en el siguiente texto de Paulov:
«Así, pues, en el sistema nervioso central existen dos meca
nismos distintos: el de la conducción directa de la corriente
nerviosa y el de su cierre y apertura. En nuestro planeta el
sistema nervioso es el instrumento más completo para rela
cionar y conexionar las partes del organismo entre sí, al mis
mo tiempo que relaciona todo el organismo, como sistema
complejo, con las innumerables influencias externas (...)
Apoyándonos en lo que acabamos de anunciar, es licito lla
mar reflejo condicional a la conexión permanente entre el
agente externo con la actividad del organismo determinada
por este reflejo condicional a la conexión temporal» (11).
No será ésta la única coincidencia entre los dos autores.
La sensación así concebida se convirtió en el punto
de partida de todo el empirismo posterior, y para Hobbes
en el nexo que le permitirá unir al hombre con el resto
de la naturaleza. Por otra parte, el «fantasma» a que da
lugar, al ser el principio que determina la respuesta, es
la clave de la conducta, con lo cual quedarán unidos lo
físico y los psicológico. Cuando afirma que «si las aparien
cias (fantasmas) son los principios por los cuales nosotros
conocemos todas las cosas, necesitamos el conocimiento
sensible por ser el principio por el cual conocemos aque
llos principios y todo el conocimiento que nosotros tene
mos se deriva de esto» (12), convierte la sensación en
32
principio de todo conocimiento, en clara oposición a las
tesis cartesianas. En palabras de F. Tónnies, «los prin
cipios y fines de Hobbes no son otros que los de las cien
cias positivas: hechos y relaciones causales» (13).
La sensación no es simple movimiento. Difícilmente
podríamos hacer los juicios que hacemos sobre los obje
tos, si después de la acción no pudiéramos conservar sus
efectos, ya que «si por la reacción de un cuerpo cualquiera
naciera una representación, ésta debería cesar una vez
desaparecido el objeto», tal como sucede en las bolas de
billar o en los animales. «La sensación de la que aqui
hablamos y que se sobreentiende en el lenguaje corriente,
necesita memoria, de la clase que sea, con la que poder
distinguir el «antes» del «depués» y lo uno de lo otro»
(14). La capacidad de distinguir entre el «antes» y el
«después», es la diferencia que antes solicitábamos entre
los cuerpos inertes y percipientes. Diferencia cuya causa
Hobbes no nos explícita porque, en cualquier caso, es
el movimiento quien puede y debe dar razón del proceso.
«Que si la mayoría necesita una especie de demostración
para comprender que toda alteración o cambio consiste
en movimiento, esto no es debido a la oscuridad del con
cepto —ya que es imposible que una cosa se desvíe de su
estado o de su movimiento si no es por medio del mo
vimiento—, sino porque su razón natural está ofuscada
con los prejuicios de sus maestros o porque no aplica en
la investigación de la verdad el pensar idóneo» (1S).
El acto psíquico nace del movimiento, aunque Hobbes
no sea muy consciente del materialismo que esto impli
ca. Pero, como muy bien señala F. Tónnies, el hecho de
que no avanzara más no puede justificar la posibilidad de
que estuviera pensando, como se ha afirmado, en algo
parecido al concepto de espíritu, al que criticaba como
algo «inútil y despistador». Mucho menos «sacar de
ahí la consecuencia cartesiana de las dos sustancias contra
33
la que se sublevan tanto él como Spinoza. Uno y otro «no
pretenden otra cosa que la descripción y la explicación, en
la forma más completa posible, de los hechos de la ex
periencia».
La confesada imposibilidad que tenemos de conocer
las cosas externas, nos planteará la siguiente pregunta:
si los «fantasmas» que la sensación produce en nosotros
no representan ninguna cualidad de los cuerpos, ¿cómo es
posible que podamos distinguir entre las cualidades pri
marias (objetivas) y las secundarias (subjetivas) como hace
Hobbes? Pregunta que planteada años más tarde por Ber-
keley le llevará a determinar todas las cualidades como
subjetivas. Para poder contestarla hay que distinguir entre
una teoría de las causas de la sensación y una teoría de la
representación, cosa que nuestro filósofo no pudo hacer.
Nunca se cuestionó que los cuerpos en movimiento existen
realmente fuera de nosotros y que las matemáticas nos
pueden dar razón de las cualidades primarias... «Lo real
era lo que era susceptible de ser tratado por las matemá
ticas; necesidad de elevar la ciencia física a un dogma
metafísico (...). Él fue el principal metafísico del movi
miento» (16), nos dirá R. Peters. Intentó unir el objeto
y el método de la física con la certeza matemática, lle
vando el resultado a todos los campos. Por aquel entonces
Descartes ya manejaba su geometría analítica, pero sin
intentar sobrepasar sus limites. Hobbes, Locke, Berkeley,
Hume intentarán extender esta certeza y método a todos
los campos. Preocuparse por el conocimiento humano les
llevó a preocuparse por los elementos con que se constru
ye, las ideas. Hobbes no se preocupa de analizar sus
«fantasmas», ni de juzgar qué tipo de relación pueden
tener con el mundo externo, sus sucesores hicieron del
tema el centro de sus investigaciones. Nunca dudó de la
existencia y composición atómica del mundo externo, pero
siempre afírmó que nuestro conocimiento era de cualida-
34
des secundarias. «Hobbes consideraba que la principal
tarea del filósofo consistía, no en el descubrimiento de
principios (que para Hobbes eran suficientemente conoci
dos), sino en la construcción de modelos que mostrasen
la variedad de formas naturales» (17).
El hacer de la sensibilidad la única fuente de conoci
miento, englobada en el esquema general «interrelación
mecánica de causa y efecto», debería dar como resultado
una serie de generalizaciones de tipo inductivo sin nece
sidad absoluta. Hobbes intenta superar esta situación por
medio del método galileano, aunque sin sobrepasar en
ningún momento la sensibilidad. Abandona las tesis
realistas del correlato ontológico, por lo que los resultados
a que llega la razón aplicada a la información sensible,
son siempre hipotéticos, de «prudencia». La única posibi
lidad de ciencia absolutamente cierta será aquélla que
construimos a partir de principios creados por nosotros
mismos. Mezclando los resultados hipotéticos de las cien
cias naturales con el convencionalismo del lenguaje y de
elementos propios «de todo saber científico», tendremos
su metodología (18).
B) IMAGINACIÓN
35
plicación mecanicista; la «imaginación no es más que el
sentido decayendo» (19) «esto quiere decir que, aunque
la sensación pase (cese), la imagen o sensación permanece;
pero más oscura mientras permanecemos despiertos, por
que uno y otro objeto atrae y solicita continuamente nues
tros ojos y oidos, ocupando la mente con un movimiento
más fuerte, por lo cual el más flojo no aparece fácilmente.
Y esta oscura concepción (idea) es la que llamamos fan
tasía o imaginación: la imaginación es, para definirla,
la concepción (idea) que permanece y que poco a poco
va decayendo después del acto sensible» («Elements of
Law»). «Pues, tras haberse desplazado el objeto o cerrado
el ojo, retenemos todavía una imagen de la cosa percibida,
aunque no tan clara como al verla. Y a esto llamaban los
latinos «imaginación», debido a la imagen construida por
el ver, y esto mismo se aplica, aunque impropiamente,
a todos los demás sentidos. Pero los griegos lo llamaban
«fantasía», lo cual significa «apariencia», término tan
apropiado a unos sentidos como a otros. La IMAGINA
CIÓN no es más que el sentimiento «decayendo», y se
encuentra en los hombres y en otras muchas criaturas
vivientes tanto en la vigilia como en el sueño» (Leviatán).
«Y el fantasma que permanece después que el objeto se
ha movido, se llama «fantasía», y en latin «imaginación»;
esta palabra, al no ser imágenes todos los fantasmas, no
responde completamente a la significación de la palabra
«fantasma». No obstante, yo puedo usarla con bastante
seguridad, pero entendiendo lo que en griego significa
(pavraoCa. IMAGINACIÓN, por consiguiente, no es
más que la sensación decayendo, o «debilitada», por la
ausencia del objeto» (De Corpore).
A lo largo de toda su obra mantiene el mismo prin
cipio: aún desapareciendo el agente, permanece su acción,
el movimiento, debido a la ley de la inercia. También
Descartes habia apostado por la explicación mecanicista
36
en el «Tratado del Hombre», es cierto, pero no debemos
olvidar que el hombre/máquina que contempla, integra en
su explicación la teoría de los espíritus, lo cual rompe
la unidad de la explicación mecanicista, y reserva al alma
una capacidad de acción que hace que el sistema desem
boque en un dualismo, frente al monismo hobbesiano.
La imaginación puede producir cosas imaginarias al perci
bir las cosas, no en su totalidad, sino por partes. Más
aún, «hay también otras imaginaciones que brotan de los
hombres (incluso despiertos) por la gran impresión que
causa sobre el sentido» (20). Asi de simple. En un solo
párrafo despacha la autonomía de la imaginación. Todo
aquello que Descartes ponía en el alma para concederle
una independencia del cuerpo, y que había sido fuente
de toda clase de especulaciones, queda reducido, en fun
ción del paradigma mecaniscista, a una facultad propia
de un cuerpo dotado de sensibilidad. La simplicidad de la
explicación es asombrosa, la capacidad de convencimiento
ya es más dudosa, máxime teniendo en cuenta que no
acabamos de ver cómo se producen esas fantasías. Locke
y Hume intentarán mostrar las leyes por las que se rigen.
La apuntada diferencia con Descartes la podemos ver
en los siguientes textos: «Por su parte, la imaginación se
refiere exclusivamente a las cosas que han sido antes per
cibidas por el sentido, bien en su totalidad o bien por
partes en distintos momentos. La primera (que implica el
acto de imaginar la totalidad del objeto tal como muestra
el sentido) es «simple imaginación», como cuando ima
ginamos un hombre o un caballo antes visto. La otra
es compuesta, como cuando por la visión de un hombre
en un momento y de un caballo en otro, formamos en
nuestra mente un centauro» (21). «De la misma manera
nos sucede cuando se nos aparecen castillos en el aire,
quimeras y otros monstruos que no son “ in rerum natu
ra” , pero que han sido percibidos por el sentido en sus
37
diferentes partes en diferentes momentos. Y esta composi
ción es la que comúnmente llamamos ficción de la men
te» (22). La mente no crea nada, todo procede de la sen
sación. Frente a esta tesis empirista, Descartes mantendrá
la capacidad de crear como propia del alma. «Cuando
nuestra alma se dedica a imaginar algo que no existe,
como representarse un palacio encantado o una quimera,
y también cuando se pone a considerar algo que sólo es
inteligible y no imaginable, por ejemplo su propia natu
raleza, las percepciones que tiene de las cosas dependen
principalmente de la voluntad que hace que las perciba;
por eso se acostumbra a considerarlas como acciones
más bien que como pasiones» (23).
La memoria, que en «Elements of Law» era definida
como «un sexto sentido» capaz de situar algo como per
cibido en el pasado, once años después, en «Leviatán»
y «De Corpore», pasa a ser el simple decaimiento del
sentido, y queda igualada a la imaginación. Su intran
quilidad a la hora de hacerlo es patente, y así lo podemos
comprobar en los ejemplos que va poniendo. Sin lugar
a dudas estamos ante uno de los momentos más débiles
de su antropología. No obstante ello, creo que la mayoría
de las puertas que Hobbes abrió en estos temas, siguen
abiertas y por ellas pasan gran parte de las explicaciones
psicológicas de nuestro tiempo.
Él mismo no era ajeno a estas dificultades. En «De Cor
pore» se pregunta: «Pero ¿cuál puede ser la causa de este
decaer o debilitamiento? ¿Es más débil el movimiento, por
que el objeto no está presente? Si esto fuera así, entonces
los fantasmas (imágenes) serian siempre y necesariamente
menos claros en la imaginación, que lo son en los sentidos;
lo cual no es verdad» (24). En efecto, distinguir entre
una imagen percibida, imaginada o recordada, no puede re
solverse a partir del movimiento producido por el contacto
entre los objetos y la sensibilidad. Hace falta algo más.
38
Este algo más seria el tiempo, es decir, la capacidad
de percibir esa imagen como pasada, pero ¿cómo es posi
ble esa percepción? «Por esta razón esto puede ser con
siderado como un sexto sentido, pero “ interno” (no “ ex
terno” como el resto) y es comúnmente llamado me
moria» (2S). La distinción me parece más lógica que psi
cológica. La propia experiencia personal nos pondría en
serios apuros a la hora de distinguir los tres tipos de imá
genes. R. Peters nos advierte que lo que nos hace distin
guirlas es la evidencia lógica por medio de pruebas a nues
tro alcance, o la propia convicción (26).
La incorporación de los sueños al proceso de la ima
ginación, fue otra de sus intuiciones. Los consideró como
«imaginaciones de los durmientes», pero nada nos dice
respecto a sus posibles leyes. «Del mismo modo, tal como
naturalmente algo amable nos causa despiertos deseo,
y el deseo produce calor en ciertas partes del cuerpo, asi
también el calor excesivo en tales partes mientras dormi
mos despierta en el cerebro la imagen de alguna cosa
amable. En resumen, nuestros sueños son el reverso de
nuestras imaginaciones en estado de vigilia; cuando esta
mos despiertos el movimiento comienza en uno de los
extremos; cuando soñamos, en otro» (27). No siempre
tuvo claro que el proceso fuera asi, pero si que exigía lu
char contra la ignorancia que, no sólo los confundía, sino
que fácilmente hacia pasar los sueños por cosas reales.
«De esta ignorancia para distinguir los sueños y otras
fantasías poderosas de la razón y el sentido, surgieron
la mayor parte de las religiones de los gentiles en el pa
sado, donde se veneran los sátiros, faunos, ninfas y cria
turas semejantes. Y también la opinión actual que el pue
blo inculto tiene sobre hadas, fantasmas y duendes, y
sobre el poder de las brujas» (28).
Al igual que hiciera Jenófanes de Colofón, aboga por
un correcto uso de la educación como único medio para
39
erradicar la ignorancia del pueblo y evitar la manipula
ción que sobre él ejercen, entonces como ahora, los tra
ficantes del miedo. «Si se suprimiera este miedo supers
ticioso a los espíritus y, junto con él, los pronósticos a
partir de los sueños, las falsas profecías y muchas otras
cosas dependientes de ello, mediante las cuales personas
astutamente ambiciosas abusan de la simpleza popular, los
hombres estarían mucho mejor preparados de lo que están
para la obediencia» (29). Su confíenza en la razón se
adelanta en casi un siglo a la de la Ilustración. En «De
Corpore» nos ofrece cinco razones para poder distinguir
los sueños de la realidad. Leidas con atención son un
claro antecedente de la interpretación freudiana. Lo fun
damental de la explicación consiste en que son producto
de nuestro pasado y están relacionados con nuestro futu
ro. Es muy posible que su preocupación por «el sistema»
le impidiera detenerse en estos momentos que señalamos
como importantes intuiciones de teorías posteriores. «Mu
chas personas critican a Aristóteles y a Tomás de Aquino
por no haber leído a Darwin, y a Hobbes y Hume por
ignorar a Freud» nos dice R. Peters.
Por último, corresponde a la imaginación el estable
cer la secuencia o sucesión de conceptos que son la base
del discurso mental. Según esto, la formulación de la «ley
de asociación de ideas», atribuida a Locke y a Hume,
deberíamos adjudicarla, en su primera formulación, a
Hobbes. «Hobbes no consiguió la merecida apreciación
hasta que James Mili demostró que Hobbes, y no Locke,
fue el primero en exponer las teorías psicológicas que
caracterizan al asociacionismo. Con anterioridad, Priest-
ley había reconocido' el lugar y el valor de Hobbes.
Y Brandt señala que se empieza a reconocer que la mo
derna psicología de la experiencia tiene sus comienzos en
«Elements of Law» (30).
La primera causa de coherencia de la secuencia,
40
la temporalidad entendida como la recepción de las imáge
nes según un antes y un después, produce poca seguridad
debido a que su orden se altera con facilidad. El resultado
es un simple encadenamiento, lo que Hobbes denomina
«una secuencia sin guía, sin designio, e inconstante». Las
secuencias más regulares las produce el «designio o de
seo» (clara deuda con Aristóteles) que introduce una re
lación de medios a fin, lo que le convierte en elemento
ordenador de la serie. Deseo o designio que actúa al mar
gen de la relación mecánica, pues va de dentro a fuera.
La «sagacista», la «remembranza», la «experiencia pasa
da» irán configurando las diferentes relaciones que esta
blecemos a partir del choque con los cuerpos externos.
Sensación, memoria, entendimiento, sueños, pruden
cia y experiencia han quedado explicados mecánicamente.
La mayoría de las funciones que tradicionalmente eran
adjudicadas al alma o espíritu, han quedado reducidas a
simples capacidades de los cuerpos en movimiento. Mu
chas dudas han quedado sin aclarar, pero el valor de la
simplicidad y unidad del método es indudable.
C) PASIONES Y FUNDAMENTACIÓN
DE LA MORAL
41
interrupción metodológica entre ambos niveles: cuerpo
y espíritu. Hobbes resolverá el problema por medio de la
teoría de los «movimientos voluntarios e involuntarios».
Las aportaciones que la Escuela Padovana estaba haciendo
sobre anatomía y fisiología, asi como los estudios de su ami
go Harwey sobre el corazón, le sirvieron de base para afir
mar que los pequeños movimientos, «esfuerzo», que provo
can lo que vulgarmente se denominan pasiones, provienen
del corazón (31). Esta teoría del «esfuerzo» nos conducirá
a la explicación mecanicista de las pasiones y virtu
des (32).
La solicitación que algo externo produce sobre los
sentidos provoca una reacción que nos lleva a dirigirnos
hacia lo que nos provoca placer y a separarnos de lo que
nos produce dolor. Esta solicitación es el «esfuerzo» (en-
deavour) y el comienzo del «movimiento voluntario o
animal». «Por consiguiente, lo mismo que para la sensa
ción, las causas de la inclinación y de la aversión, del
placer, y del displacer, son los mismos objetos que los de
los sentidos» (33). La doble dirección de este movimien
to se denomina «apetito», cuando el objeto atrae, «aver
sión», cuando repele. Al filo de estas definiciones, y como
consecuencia, el «nombre de todos los objetos de inclina
ción en tanto que tales es el de BIEN; y el de todos los
objetos de aversión el de MAL». Hedonismo individua
lista que llega a rozar el gusto estético.
La concepción de las pasiones, al igual que hemos visto
sucedía con la sensación, es la misma a lo largo de toda su
obra (34). Aunque el análisis y fundamentación de la emo
tividad humana la lleva a cabo en 1.640, «The Elements»,
las primeras intuiciones las podemos encontrar en 1628 en
su trabajo sobre Tucidides. Estamos asistiendo al giro
copernicano de la moral (giro que Locke y Hume llevarán
a término), a la nueva fundamentación de la antropología,
y, con ellas, sentando los principios de construcción racio-
42
nal que la nueva sociedad exigía. Bajo la influencia de
Bacon, pronto comenzó Hobbes a rendir culto a la «obje
tividad» y a sentir aversión por los «sofistas». En Tucidi-
des saluda la frialdad y precisión historiográficas, frente a
los adornos retóricos de los historiadores de su ¿poca.
La preocupación por los fines, en detrimento de los me
dios, y el mal uso de la retórica han viciado el que debe
ría haber sido normal desarrollo de la moral.
Bacon advertía que, al no preocuparse del análisis y
fundamentación de los principios, se habían cometido dos
graves errores: un cambio metodológico de orientación,
y un cambio en el contenido. Por el primero, al primar la
consideración del fin, se perdió la posibilidad de examinar
los medios. Cual es su relación, cómo influyen y cómo de
terminan ese fin. Es decir, se perdió la oportunidad de
desteleogizar la emotividad humana. Por el segundo se
produjo la sobrevaloración del bien privado sobre el bien
público. La «Retórica» de Aristóteles marcó el comienzo
de la desviación. El dualismo actividad emocional-activi-
dad racional, sobre el se construirá toda una jerarqui-
zación antropológica, sustancia la obra y determina el
comienzo de la moral clásica. Con anterioridad, la «racio
nalidad del hombre» que puso en circulación Sócrates, ya
había viciado toda consideración posterior sobre las ten
dencias humanas. La mistificación del proceso propició el
desarrollo de una moral en la que «la retórica ha ejercido
una función instrumental de la técnica de la razón».
La inversión que Hobbes lleva a cabo en 1.640 está
basada en una «visión orgánica y sistemática de la natura
leza humana». Considera el dualismo, pero haciendo
depender la retórica de la actividad emocional. Utiliza el
saber retórico para el análisis de las pulsiones y tendencias
naturales. Su interés por la «Retórica» aristotélica, pues,
hay que encuadrarlo en el marco de su meta-antropología.
Al considerar al hombre como formando parte del mundo
43
natural, tenía que establecer el nexo explicativo entre acti
vidad emocional y actividad racional. La «Retórica» le
proporcionó el modelo de trabajo y su verdadera fun
ción, en contra del uso que de la misma hacían los «sofis
tas» o demagogos.
Hobbes simplificó el proceso aristotélico al introducir
una doble reducción: en cuanto al inicio, todo son o «mo
vimientos vitales», de los que el individuo nunca es causa,
o «movimientos voluntarios», de los que si es causa; en
cuanto a la tendencia, todo es movimiento hacia el placer
(apetito) o separación del dolor (aversión). Esta doble re
ducción posibilitará la unidad y coherencia del análisis,
y dará como primer resultado una nueva consideración del
bien. En Aristóteles se establecía en consideración del bien
último, por lo que el placer, aunque es «movimiento con
forme a naturaleza», no es el que determina el bien. Hob-
les lo reduce al definirlo en relación al placer. «El nom
bre común de todos los objetos de inclinación en tanto
que tales es el BIEN; y el de todos los objetos de aversión
el de MAL». Aristóteles supedita el bien al fin; Hobbes
reduce el fin al bien entendido como objeto de inclinación.
Por último, al reducir la distinción entre apetitos raciona
les e irracionales a tendencias al placer, inicia una revolu
ción de «dimensione temporale nella vita dell’uomo» (35).
Resumiendo, Aristóteles mantiene la jerarquización en
tre el bien, lo útil y el placer, y acepta el principio so
crático de que el mayor bien lo produce la tendencia al sa
ber. Las emociones aparecen como signos del desarrollo
de la naturaleza humana hacia su perfección según el
ejercicio de la razón. Hobbes, por el contrario, entendió y
utilizó la retórica como instrumento de la actividad emo
cional del hombre, privándola de la teoría del «fin últi
mo». El hombre se nos muestra como la criatura inse
gura que es, moviéndose en un entorno de peligros deri
vados de la igualdad en que se halla inmerso con sus seme-
44
jantes. El desarrollo natural pone al individuo en situación
de guerra de todos contra todos. La razón, capacidad
de cálculo, construirá la sociedad como única solución po
sible para escapar del estado natural. Para Aristóteles las
virtudes eran naturales; para Hobbes, al reducirlas a ten
siones dirigidas por la razón, pierden toda connotación
positiva o negativa por sí mismas. Las categorías morales
sólo serán posibles dentro de la organización social.
La valoración que hace Strauss del aristotelismo de
Hobbes (36), es correcta respecto a la familiaridad que
tenia con el «corpus aristotélico» (recuérdese que entre sus
papeles se encontró un trabajo sobre la «Ética a Nicóma-
co» y otro sobre la «Retórica», ambos de 1637), pero no
estoy de acuerdo con la afirmación de que ambos filó
sofos coinciden en la valoración de la virtud, ni que el fin
último de Hobbes fuese la fundamentación de la virtud.
Creo, como acabo de mostrar, que estamos ante una nue
va orientación antropológica, y que la «Retórica» es utili
zada como modelo de una moral que hay que superar.
Item más (37), pienso que el interés último de Hobbes era
el científico, y no el político, cuando menos la moral sen-
su stricto. «La valía, o el VALOR, de un hombre es, como
todas las demás cosas, su precio; es decir, lo que se ofre
cería por el uso de su poder» (38), claro cuadro de la so
ciedad mercantilista a la que pertenecía.
3. Sujeto político
Nada más injusto que considerar a Hobbes como el teó
rico del absolutismo, al menos en la forma en que se llevó a
cabo en los siglos XVII y XVIII. Una serie de eventos
(triunfo de la revolución de Cromwell, su amistad con
Carlos 11, los absolutismos continentales) ayudaron a dar
cuerpo, desde el primer momento, a esa idea. Lo que sí
45
podemos afirmar es que la moderna concepción del Esta
do salió de sus manos (39). Maquiavelo había ofrecido un
«nuevo modelo para organizar y administrar la sociedad»
(es posible que no fuera tan nuevo). El «interés» como
principio de la organización social puso de relieve una
dimensión que ya no desaparecerá del horizonte de la filo
sofía política. La actividad política es, en definitiva, un
problema de satisfacción de intereses. El recetario que
Maquiavelo nos ofrece para mantener el poder, es una
obra maestra de pragmatismo, pero adolece de una «base
científica» de demostraciones más allá de las intuiciones
históricas. Hobbes intenta crear la «ciencia política». La
naciente sociedad mercantilista necesitaba una nueva orga
nización. Los principios que habían servido para la socie
dad medieval —sentimientos orgánicos de comunidad,
familia, vecindad o servicio, jerarquización religioso/ci-
vil—, ya no son válidos para el siglo xvn. Las necesidades
socioeconómicas han variado sensiblemente y son necesa
rias nuevas estructuras organizativas, más ágiles, más
firmes. El pacto inicial, el estado laico, los derechos y de
beres tanto del súbdito como del soberano, la necesidad de
abandonar el estado natural, serán: el punto de partida,
las consecuencias y la finalidad de la nueva organización.
A partir del momento en que afirmamos que el hombre
es un elemento más de la naturaleza, estamos afirmando
que también se encuentra sometido a sus leyes. Su «condi
ción natural» debe proporcionarnos los movimientos ele
mentales que configurarán todo el desarrollo posterior.
Asi lo considera Oaskehot en su Introducción al «Levia-
tan». Afirma que la «condición natural» adquiere en esta
obra su verdadera dimensión en la economía de la doctri
na política de Hobbes, al operar como primer concepto
de la mecánica social, y transformarse en una rigurosa hi
pótesis de trabajo. La «condición natural» no es el resul
tado de una experiencia histórica, es y funciona como un
46
presupuesto lógico. Las hipótesis galileanas también par
tían de presupuestos no experimentabas, pero servían para
dar razón de las leyes con las que se podía dominar el mo
vimiento. Hobbes así lo reconoce. «Acaso pueda pensarse
que nunca existió un tiempo o condición en que se diera
una guerra semejante, y, en efecto, yo creo que nunca
ocurrió realmente asi en el mundo entero; pero existen va
rios lugares donde viven de ese modo». El punto cero, la
condición natural, se dibuja a partir de una previa concep
ción del hombre. El mecanicismo de las pasiones conduce
al hombre a la situación en que es un lobo para el hom
bre, «homo homini lupus». A poco que nos fijemos, nos
daremos cuenta de que la deducción no llega a ser una
consecuencia lógica derivada del mecanicismo de las pasio
nes. En efecto, el hombre podría quedar satisfecho, buscar
su supervivencia, alcanzar la felicidad, igual que sucede
con el resto de ios animales, sin llegar a la situación de
guerra total.
Es decir, no podemos apoyarnos en ninguna deducción
lógica para afirmar la necesidad del «homo homini lu
pus». «Puede resultar extraño para un hombre que no ha
ya sopesado bien estas cosas que la naturaleza disocie de
tal manera a los hombres y les haga capaces de invadirse y
destruirse mutuamente. Y es posible, en consecuencia, que
desee, no confiando en esta inducción derivada de las pa
siones, confirmar la misma experiencia. Medite entonces
él, que se arma y trata de ir bien acompañado cuando via
ja, que atranca sus puertas cuando se va a dormir, que
echa el cerrojo a sus arcones incluso en su casa, y esto sa
biendo que hay leyes y empleados públicos para vengar to
do daño que se le haya hecho, qué opinión tiene de su
prójimo cuando cabalga armado, de sus conciudadanos
cuando atranca las puertas, y de sus hijos y sus servidores
cuando echa el cerrojo a sus arcones» (40).
Este empirismo histórico a que apela Hobbes es, preci-
47
sámente, el que nos da pie a afirmar que no está pensando
en el hombre como algo genérico, sino en el hombre de su
tiempo, el hombre que pertenece a una sociedad determi
nada. Las características a que recurre encajan perfecta
mente en su época. El estado de naturaleza que dibuja es
aquél en que se encontraría el hombre si desaparecieran las
leyes y poderes coercitivos que lo sujetan. Dos objecio
nes: primera, nada nos impele a pensar que seguiría actuan
do igual cuando desaparecieran, y, segundo, es muy pro
bable que si partiera de una sociedad donde no se dieran
esas sujeciones, serla distinto. En suma, el hombre natural
que nos propone Hobbes es «el hombre burgués desnudo
de sus leyes».
El «estado natural», por deducción, aparece como
consecuencia de la libertad original y del derecho de todos
a todo. La igualdad natural, «la naturaleza ha hecho a los
hombres iguales en las facultades del cuerpo y del espíri
tu», contradice el fin primordial de la misma naturaleza:
la propia conservación. Tal estado, además de punto de
partida, se convierte en posible punto de llegada no desea
do. Encierra en si mismo la urgente necesidad de ser
superado a la vez que temido. «Condición natural» como
origen justificador de la organización social, y como
horizonte amenazador al que, en cualquier momento, se
puede llegar si se desmorona el orden (la condición na
tural como caos). «En tal condición no hay lugar para
la industria; porque el fruto de la misma es inseguro.
Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra: ni na
vegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados
por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos
para mover y remover los objetos que necesitan mucha
fuerza; conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo
del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que
es peor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte
violenta; y, para el hombre, una vida solitaria, pobre,
48
desagradable, brutal, corta» (41). La profecía no puede
ser más contundente: orden social, donde todo es posible
y agradable, o caos envilecedor. Caos como espada de
Damocles, como infierno a nuestro alcance. «El estado
de naturaleza de Hobbes se encuentra de este modo
al final de la historia» afirma Lipovetsky («La era del
vacio»). Es más importante como posible punto de llegada
de lo que lo fue como punto de partida. El miedo que inspira
se convierte en una de las razones más fuertes para sujetar
al individuo a la sociedad.
El paso del estado natural al estado social lo posibi
litan las leyes naturales que el hombre encuentra mediante
la razón y aplicando su capacidad de cálculo. Primera y
fundamental sujeción del individuo. Razón y libertad, prin
cipios de los que parte para crear el sujeto político. Tan
importante transformación se lleva a cabo por medio del
pacto político que convierte una multitud en sociedad.
La condición del pacto original es clara: que cada uno de
sus miembros se comprometa en la misma medida. «Esto
es más que consentimiento o concordia; es una verdadera
unidad de todos ellos en una idéntica persona hecha por
pacto de cada hombre con cada hombre, como si todo
hombre debiera decir a todo hombre: autorizo y abandono
el derecho de gobernarme a mi mismo, a este hombre,
o a esta asamblea de hombres, con la condición de que
tú abandones tu derecho a ello y autorices todas tus accio
nes de manera semejante» (42).
Cada hombre en particular decide libremente prescin
dir de sus derechos en estado natural para convertirse
en «sujeto político» y obtener los beneficios derivados de
la renuncia a su libertad. A partir de este momento, todos
los que asumen el pacto se convierten en ciudadanos,
autores de los actos de la persona artificial que está for
mada por todos ellos. Los «sujetos políticos» son todos
iguales y quedan sometidos por igual al poder del Levia-
49
tán. Están obligados a obedecerle, pero ¿1 no contrae nin
guna obligación, más allá de los fines para los que ha
sido creado. Determinar que es bueno o malo queda en
sus manos. No obstante, no debemos olvidar que el súb
dito nunca puede enajenar los derechos esenciales por los
que hace el pacto, ni está obligado a obedecer más de lo
convenido. Sujeto de derechos y de deberes.
Las leyes civiles son la expresión del nuevo poder, y
las que fijan, por consiguiente, la conducta del súbdito.
«Por leyes civiles entiendo las leyes que los hombres se
ven forzados a observar, no por ser miembros de ésta o
aquella república, sino de una república» nos dice Hob-
bes. Nada tienen que ver con presupuestos ajenos al hom
bre concreto; son pura y simplemente obra humana. Ema
nan del soberano y en él encuentran su justificación. Es
más, la única razón del pacto es crear una fuerza capaz
de dictar y hacer cumplir esas leyes civiles, que son las
únicas capaces de asegurar el orden y la seguridad. AI
menos Hobbes así lo creía.
Pero no debemos olvidar que estas leyes «no regulan
los derechos de los ciudadanos», sino que son ellas las que
crean el derecho. En estado natural no es posible la de
terminación de justo e injusto, no se da, por consiguien
te ni la sujeción moral, ni la sujeción jurídica. Montes-
quieu, Bentham y los juristas de la Ilustración conver
tirán esta tesis en principio clásico del derecho «Nullum
crimen e nulla poena sine lege». Es a partir de la orga
nización social donde se da esta situación, por lo que la
primera sujeción, el sujeto político, es el fundamento de
todas las demás.
50
IV. Locke
1. Consideraciones de principio
51
mente filosófica marcó un hito en la historia de la cultura
occidental.
La frescura de un lenguaje aparentemente poco preo
cupado por las finuras lógicas, puede llevarnos a engaño
respecto a la coherencia e importancia de su obra. «Esta
forma discontinua de escribir ha producido, seguramente,
dos efectos contrarios: que es poco y es mucho lo que en
él se dice» nos avisa Locke. Si después de leer el «Essay»
disputamos sobre cuestiones de principio, llegando a posi
ciones antagónicas, es posible que estemos desvirtuando
el texto y las intenciones de Locke. «Y prefiero, con mu
cho, que los especulativos y perspicaces se quejen del tedio
de algunas partes de mi obra, que cualquiera, poco acos
tumbrado a las especulaciones abstractas, o movido por
ideas distintas, confunda o no comprenda mi intención.»
Aviso para navegantes, que nos obliga a mantener el rum
bo hacia el contenido y la intención, aunque dejemos la
forma por babor.
Un principio a tener en cuenta será el distinguir los
dos niveles en que se mueve el discurso lockeano: pro
piedades que dependen del sujeto que observa, y propie
dades que dependen del objeto, nivel ontológico. El sujeto
agrupa la información, que le proporcionan los objetos,
por medio de relaciones que establece la mente, bien com
parando ideas, bien comparando cosas; ideas de relación,
que no proceden de la experiencia pero que son el funda
mento del conocimiento: nivel epistemológico. Las rela
ciones no pertenecen a la existencia real de las cosas; no
nos proporcionan información ontológica. Sin embargo,
son reales en la medida en que las aplicamos a los objetos
cuando cumplen ciertas condiciones. La larga explicación
que Locke dedica a este problema está justificada si pen
samos que es fundamental para superar «la algarabía
que se hace con motivo de las esencias». Mantener pre
sente este doble nivel del discurso nos ayudará a «imponer
52
orden en nuestro lenguaje y habremos solucionado los más
problemas del conocimiento, con lo que parte de las dis
cusiones dejarán de tener sentido».
Entender que conocemos algo cuando somos capaces
de definir su esencia, «por donde queda constituida en esa
clase particular y distinguida de las demás», constituirá
un segundo principio. Las ideas con que representamos
las esencias son ideas abstractas, que no tienen más rea
lidad que su existencia en la mente del hombre. Son ar
quetipos y deben guardar alguna relación con la realidad,
pues si no serian quiméricas. Su razón de ser reside en el
lenguaje, y es a través del mismo que se incardinan en
la realidad, por lo cual deben tener una doble conformi
dad: con los nombres y con las cosas que designan. La
experiencia nos proporciona las ideas simples, pero entre
ellas no se encuentran las de relación. La mente humana
las relaciona en una esencia que denomina con un concep
to, cuya idea engloba la serie de ideas simples percibidas.
La esencia nominal así construida no es la esencia
real, que permanece desconocida, aunque esta última es «la
fuente de todas esas operaciones que se hallan en cual
quier individuo de esa clase». Este nominalismo, en la
linea del de Boyle y Syndenham y desmarcado del escépti
co de Gassendi, Mersenne, Nifo y Zabarella, será el tercer
principio a tener en cuenta. Postura nominalista que le
proporciona el humus en que se va a mover toda su obra.
Su intento de clarificación va destinado a conseguir fijar
leyes, bien porque se den en la naturaleza, bien porque
las establezcamos por convención, capaces de delimitar
comportamientos o de prevenir actuaciones. Espacios y
comportamientos, en definitiva, que puedan ser sometidos
al tribunal de la razón. La eterna acusación de su «poca
seriedad metafísica» quedaría solventada si pensamos que
su interés se centraba sobre lo decible, sobre lo controla
ble, y de ahi su afán por fijar leyes al lenguaje. Afirmar
53
que la esencia real es un «no sé qué» es un punto de
partida, no de llegada.
54
varias y diferentes en los distintos hombres como la ex
periencia dice que son» (1).
La idea abstracta de hombre ilustra esta afirmación,
«seria imposible que la idea abstracta a la cual se da el
nombre de hombre fuera diferente en los distintos hom
bres si fuera una obra de la naturaleza» (2). La configu
ración externa, como las cosas se presentan a nuestra
sensibilidad, es, las más de las veces, la única referencia
para nuestras predicaciones especificas. Si las cosas no
fuesen asi no nos encontraríamos en las situaciones para
dójicas que señala Locke. «Esto no podría suceder si las
esencias nominales, por las que limitamos y distinguimos
las especies de las sustancias, no estuvieran hechas por los
hombres con cierta libertad, sino que hubieran sido exac
tamente copiadas de los limites precisos establecidos por
la naturaleza, por medio de los cuales habría distinguido
todas las sutancias en especies determinadas.» (3).
La constitución real de la sustancia nos mostraría la
raiz de todas las cualidades y, con ella, la conexión ne
cesaria de las mismas, fundamento de cualquier proposi
ción general que pudiéramos hacer. «...Una cosa resulta
evidente, y es que si las ideas complejas abstractas de las
sustancias que sus nombres generales significan no com
prenden sus constituciones reales, pueden proporcionarnos
una certidumbre universal muy reducida. (...) Nosotros
deberemos en estos casos, y en otros semejantes, ceñirnos
a la experimentación en los sujetos particulares, lo cual
solamente abarca un espacio muy reducido» (4). Como
podemos comprobar, la constancia en la afirmación de la
esencia real como principio constitutivo, corre pareja con
la de su incognoscibilidad. Voltaire también insistirá:
«Tocamos, vemos las propiedades de esta sustancia; pero
esa misma palabra “ sustancia” —lo que está debajo—
nos advierte suficientemente que lo que está debajo nos
será siempre desconocido: fuere lo que fuere lo que des-
55
cubramos de sus apariencias, siempre quedará por descu
brir debajo» (5).
De un modo casi imperceptible, el problema de las
esencias se desliza al de las sustancias. Es dependiente
de aquél, no hay duda, pero su dependencia no arrastra
su claridad. Bennett, Aaron, Mackie, Yolton, Mauldel-
baum, piensan que el elucidar la cuestión del «substra-
tum»/«sustancia individual» es central y previo tanto para
la calificación del valor de su empirismo, como para una
correcta interpretación del tema de la «identidad per
sonal».
J. Bennett (6), apoyándose en los textos L. II, 23.2 y
23.3 del «Essay», encuentra razones para afirmar que una
correcta interpretación de «substance-in-general» nos obli
ga a considerarla como componente esencial de cualquier
sustancia particular. Este «substratum-substance», pues,
acompaña nuestras percepciones de «individual- subs-
tance». «Por tanto, la idea que tenemos y a la que damos
el nombre de sustancia, como no es nada sino el supuesto
soporte, pero desconocido, de aquellas cualidades que en
contramos que existen, y de las que imaginamos que no
pueden existir “ sine re substante” , sin nada que las so
porte, denominamos a este soporte sustancia; la cual,
según el verdadero sentido de la palabra, significa, en
nuestro idioma, lo que está debajo o lo que soporta.»
Aaron también apoya la tesis de Bennett, y aclara que
encontramos una clara distinción entre «substratum» y
«sustancia individual» (7). Esta última permanece pegada
a nuestra sensibilidad. Se detiene en existencias concretas.
La «sustancia general» apunta, según ambos, a un subs
tratum, sujeto de inherencia de las propiedades, tanto
primarías como secundarias, que acompaña a toda sus
tancia individual. Sujeto de inherencia, por otra parte,
que nos es desconocido. La respuesta a esta ambigüedad
—real, existente, desconocida— no se hizo esperar, pero
56
la dura y amistosa discusión que Locke mantuvo con su
amigo Stillinfleet, no le hizo cambiar de opinión (8).
Pienso que las críticas de Aaron y Bennett son las
mismas que Stillinfleet y Berkeley le sugirieron en su tiem
po. Berkeley solía decir que Locke «tomó el pelo a la idea
de sustancia» («bandered the idea of substance»). Pero
no hay que olvidar que la cuarta edición del «Essay»
fue preparada después de su polémica con Stillinfleet, y
no varió su opinión.
J. L. Mackie (9) entiende que el problema hay que
remitirlo a la distinción entre esencia nominal y esencia
real. M. Mandelbaum (10), al analizar los mismos textos
que Bennett, duda que pueda afirmarse que la principal
preocupación de Locke fuese la de probar que toda sus
tancia individual implica un substratum. Según él, Locke
habría puesto de relieve el limite de esta idea general; la
definió como «oscura y relativa», no como «clara y dis
tinta»; como «suposizione», no cualquier cosa de la que
tenemos una idea sensible (II). En el primer caso seria
una critica al sustancialismo cartesiano; en el segundo,
la imposibilidad de abandonar un realismo de corte aris
totélico. J. W. Yolton, por último (12), también se in
clina a pensar que Locke afirma la esencia real de la
sustancia individual.
Parece claro que en el nivel epistemológico la consi
deración de la sustancia como un «substratum» no pre
senta graves problemas; quizá por eso Locke no llegó a
modificar el texto. No sucede lo mismo a nivel ontológico.
La idea «oscura y relativa» de sustancia, ¿apunta hacia
algo distinto y fundante de las cualidades de la cosa?
¿Es una estructura esencial de las sustancias individuales?
Quizá si consideramos con Locke que existe un gran abuso
de las palabras al tomarlas por cosas, incidiremos en el
problema desde otra perspectiva. «Caen con más frecuen
cia en este abuso aquellos hombres que reducen sus pen-
57
samientos a un sistema único cualquiera, y se entregan a
la fírme creencia de la perfección de cualquier hipótesis
recibida, por lo que se llegan a convencer de que los
términos de esa secta son tan adecuados a la naturaleza
de las cosas, que corresponden perfectamente a su exis
tencia» (13). Parece claro que, para Locke, no podemos
tomar las palabras por cosas, por lo que «cuando discu
timos sobre la idea que expresamos con esos sonidos, sin
tener en cuenta si esta idea precisa se conforma con algo
realmente existente en la naturaleza o no» es fácil caer en
discusiones sin término.
El que podamos comprobar que no se da un isomor-
físmo entre ideas y cosas, nos obliga a pensar en la exis
tencia de ideas inadecuadas, o mejor aún, ideas cuyo
correlato ontológico nos es desconocido. «Pues cuando
discutimos sobre materia o sobre cualquier otro término
semejante, realmente sólo discutimos sobre la idea que
expresamos por esos sonidos, sin tener en cuenta si esa
idea precisa se conforma con algo realmente existente
en la naturaleza o no (...). Resulta un asunto muy arduo
el persuadir a alguien de que las palabras de su padre, de
su maestro, del reverendo de su parroquia o de cualquier
insigne doctor no significan nada que tenga existencia real
en la naturaleza» (14). No es fácil encontrar esta rotun
didad en Locke.
3. Identidad personal
38
restantes ediciones. Encontramos en este capítulo: el pri
mer intento sistemático para aclarar qué entendemos por
sujeto; segundo, la constatación de que la identidad se
predica de diferentes maneras; tercero, su tesis sobre la
identidad personal (15).
Los siglos xvi y xvii supusieron un verdadero revival
de especulaciones sobre el alma, al considerarla como la
esencia del hombre. La influencia de Platón, via el neo
platonismo, y Aristóteles se mantenía constante. Escuelas
de Padua y Bolonia, Marsilio Ficino, Pietro Pompanozzi,
entre otros, ejercieron una gran influencia sobre estas
corrientes. En el concilio Lateranense se declararon dogmas
la existencia del purgatorio y la inmortalidad del alma.
En Inglaterra la escuela de Cambridge fue el principal cen
tro difusor, y hasta el mismo Hobbes llegó a dar por bue
na la tesis del alma. Locke respiró este ambiente, es cierto,
pero, sin lugar a dudas, el verdadero diálogo lo establece
con Descartes. Y no precisamente sobre el alma, sino
sobre la «res cogitans», su versión laica. La critica al inna-
tismo que llevó a cabo en el L. I («Essay») no agotó todas
las consecuencias derivadas del valor de esta «res co
gitans».
Para Locke, el acto de pensar, cogito, no es suficiente
garantía para fundamentar una identidad personal que se
extiende en el espacio y en el tiempo, que tiene respon
sabilidades, que es sujeto de deberes y derechos, que debe
fundamentar la organización social. Es necesario aban
donar las tranquilas aguas del «subjectum» para comenzar
la incierta singladura del «sujeto». Para ello debemos
comenzar aclarando qué predicamos con el término iden
tidad. La palabra identidad debe ser considerada en cada
caso según su predicación, «principio de relatividad de la
identidad», como lo denomina J. L. Mackie (16). «Por
tanto, no es la unidad de la sustancia la que comprende
toda clase de identidad, ni lo que determina en cada
59
caso; sino que, para concebirla y juzgarla correctamente,
es preciso considerar qué idea está significada por la pala
bra a la que se aplica» (17).
b) Identidad de composición.
60
si la reflexión de Locke se hace sobre el lenguaje vulgar,
no cabe duda que la predicación de identidad de cantidad
no siempre respeta ese principio. ¿Qué pensar del montón
de trigo al que le añadimos un grano? ¿De la clase a la
que le falta un alumno? ¿Del ramo de rosas que ha per
dido un pétalo? AI criterio lógico hemos de añadir otro
principio, el de composición, justificado por la relación
del todo con las partes. Es el principio que aplicamos para
seguir afirmando que tenemos el mismo montón de trigo,
la misma clase, el mismo ramo de rosas.
c) Identidad de organización.
61
mos afirmar que un reloj parado es el mismo que cuando
estaba en marcha.
62
que no se muda todo de una vez deberá, como también
el mismo espíritu inmaterial, contribuir a formar el mismo
hombre» (24). La identidad vendría determinada por ese
cuerpo vivo organizado, con una forma concreta, que
corresponde a la idea que tenemos de hombre. Aunque
no nos dé más pruebas de poseer otras facultades, le se
guiremos llamando hombre, de la misma manera que,
aunque encontremos esas facultades en otros animales,
nunca llegaremos a llamarles hombres. «Porque yo creo
que no es tan sólo la idea de un ser pensante o racional
lo que para la mayoría de las personas constituye la idea
de hombre, sino también la idea de un cuerpo unido a
él, y dotado de cierta forma» (25). Estas identidades re
presentan las premisas para considerar la identidad per
sonal.
e) Identidad personal.
63
samiento ya pasados, y alcanzar la identidad de esa perso
na; hasta el punto de que esa persona será tanto la misma
ahora como entonces, y la misma acción pasada realizada
por el mismo que reflexiona ahora sobre ella que sobre el
que la realizó» (27).
Las dificultades que plantea la estricta aplicación de
este principio, no arredraron a Locke, ya que él pretendía
definir el «sujeto jurídico», agente inteligente, capaz de
acción, de derechos y de deberes, capaz de sujetarse a una
ley. Siempre que seamos conscientes de nuestras acciones,
que tengamos conciencia de las mismas, seremos la misma
persona, aunque estén intercalados lapsus temporales en
nuestra vida. «Porque, como el tener una misma concien
cia es lo que hace que un hombre sea el mismo para él
mismo, de eso solamente depende la identidad personal,
con independencia de que se circunscriba a sólo una sus
tancia individual o que pueda continuarse en una sucesión
de distintas sustancias» (28).
Cabe preguntarnos qué sucede cuando se produce un
cambio en la sustancia pensante. Locke rizará un poco
más el rizo y se planteará «si puede ser la misma si cam
bia la sustancia que piensa, o si, permaneciendo ésta sin
cambio, pueden ser personas diferentes». La primera parte
de la cuestión la responde afirmando que es posible que
dos sustancias pensantes puedan ser una misma persona.
Lo propio de la sustancia pensante es tener conciencia;
ahora bien, esto no implica que ese tener conciencia arras
tre consigo la necesidad de una realidad individualizada.
La segunda parte le aboca al espinoso problema del alma,
de su posible transmigración y de su resurrección. Esquiva
estos problemas volviendo a insistir en su principio del
tener conciencia, asegurando que su afirmación no va más
allá. La doble personalidad que hoy maneja nuestra psi
quiatría es contemplada por Locke en estos textos. Mo-
lineux y Stillingfleet centraron en este punto la mayor parte
64
de sus críticas. El problema de la resurrección se resol
verá por la misma via: «De esta manera podemos ser
capaces de imaginar, sin dificultad alguna, que una per
sona en el momento de la resurrección, aunque sea en un
cuerpo que no está formado por las mismas partes iguales
que tenía antes, existe en un cuerpo igual al que tenia
antes, siempre y cuando el alma que lo habita tenga la
misma conciencia» (29). No debemos confundir lo que
llamamos hombre con la persona. Esta última reúne la
sustancia corporal y la sustancia inmaterial en la unidad
del tener conciencia. Frente a Descartes, Locke afirma
que la identidad personal debe quedar desglosada del con
cepto de sustancia.
Las evidencias racionales de la metafísica tradicional
escondían entre sus pliegues trascendentes al sujeto, e im
pedían que pudiera ser fijado desde perspectivas concretas.
Si el alma es de Dios, la vida del rey y el honor pertenece
al individuo, hay que reconocer que es sumamente difícil
la determinación de responsabilidades morales o penales.
La persona se presenta ante Locke como sujeto de recom
pensas y castigos. Sólo la responsabilidad que implica el
tener conciencia, puede hacer de ¿I un sujeto jurídico. Ni
más ni menos que la responsabilidad jurídica de nuestros
días (30). «Porque sea lo que fuere lo que cualquier sustan
cia haya hecho o pensado, que no pueda yo recordar y que
no pueda, por una toma de conciencia, hacer que sea mi
pensamiento o mi acto, no me pertenecerá más, aun cuan
do haya sido una parte mía que lo pensó o lo hizo, que
si la hubiera pensado o hecho otro ser material existente
en cualquier otra parte» (31). Más aún: «Cualquier sustan
cia virtualmente unida al ser pensante es una parte de ese
mismo sí mismo que ahora es; y cualquier cosa unida a
él por un tener conciencia de sus acciones anteriores,
también forma parte del mismo si mismo, que es el mismo
entonces y ahora» (32). La identidad así entendida es la
65
única que puede hacernos comprensible el juicio final,
«sea cual fuere el cuerpo en que aparezcan y sea cual fuere
la sustancia a que se adhiera esa conciencia».
Vamos a hacer un pequeño recorrido por las princi
pales criticas que se han hecho a esta teoría. T. Reid (33)
advirtió acerca de los absurdos a que se podía llegar,
y los ejemplificó en la historia del general que de niño
había sido azotado por haber sido sorprendido roban
do en un huerto; siendo oficial capturó una bandera al
enemigo y fue condecorado. Como oficial recordaba el
castigo, por lo que era consciente de que el acto le per
tenecía. Como general no recordaba el castigo que sufrió
de niño y si la acción gloriosa que le valió la condeco
ración. ¿Estamos ante dos personas que coinciden en una
tercera? Locke contestará; primero, a la misma persona
corresponde siempre un mismo hombre; memoria y cons
ciencia deben apoyarse siempre a la hora de la identifi
cación personal, es decir, hay que agotar todos los recur
sos que nos ayuden a ser conscientes. Es claro que no
estamos manejando conceptos metafísicos. Y, segundo,
llegado el caso de un olvido irrecuperable hemos de tener
en cuenta que cuando decimos que todo pertenece a la
misma persona, en realidad estamos diciendo que todo
pertenece al mismo hombre, que es lo que no ha variado,
«Pero si es posible que un mismo hombre tenga distintas
conciencias incomunicables, en momentos diferentes, no
existe duda de que un mismo hombre seria diferentes
personas en distintos momentos» (34). Incluso en la otra
vida «la sentencia será justificada por la conciencia que
todas las personas tendrán de ellas mismas, sea cual fuere
el cuerpo en el que aparezcan». En afirmaciones de
H. E. Allison, «la mayoría de las dificultades y los ab
surdos de que es presa la teoría de Locke son resultado
directo de su ambigua relación con la filosofía de Des
cartes, relación que no sólo caracteriza el capitulo de la
66
identidad personal, sino al Ensayo en general» (35).
El obispo Butler, desde posiciones sustancialistas, cri
tica el que la memoria sea principio de afirmación de la
identidad personal, cuando lo que sucede es todo lo con
trario: tenemos memoria porque somos personas. D. Wig-
gins (36) desmonta con facilidad la critica del obispo.
La fuerza del argumento descansa en la suposición de que
a todo acto de memoria le es inherente la afirmación de
una identidad personal. El equivoco reside en mezclar
el recordar experiencias personales, que es un acto de
memoria pura, con recordar eventos de los que tenemos
conciencia nos pertenecen. El sujeto que simplemente
recuerda no tiene por qué considerarse como el sujeto
agente de esos recuerdos. La identidad personal sólo se
predica en la segunda consideración. El que piensa es,
indudablemente, un hombre, una sustancia, si se quiere,
pero de la que nada sabemos; pero el si mismo personal
sólo lo podemos afirmar del ser consciente.
Por último, la objeción que A. G. N. Flew y B. Russell
han hecho famosa. ¿Qué sucede cuando se tiene concien
cia de haber hecho algo que en realidad no se ha hecho?
El rey Jorge IV, ya anciano, recordaba haber conducido
las tropas a la victoria en la batalla de Waterloo, en la
que, obviamente, no había participado. La respuesta de
Locke nos remitiría a las premisas de la identidad corporal
que había que tener en cuenta. La memoria no es el único
y exclusivo apoyo para afirmar la identidad personal.
El cuerpo del rey estaba en palacio y no en la batalla,
por lo que no hay dudas. Locke pretendía ser un teórico
del sentido común, no era un lógico, por lo que, sin lugar
a dudas, resolvió más problemas de los que él pensaba.
Su pragmatismo queda reflejado en el siguiente texto que,
por otra parte, bien puede servirnos de colofón: «El si
mismo es esa cosa consciente, pensante, independiente de
que la sustancia de que esté hecha sea espiritual o mate-
67
rial, simple o compuesta, que es sensible o consciente del
placer o del dolor, capaz de felicidad o de desgracia, y
que, por lo tanto, se refiere a si misma, hasta donde se
extienden los limites de su conciencia» (37).
68
agente está bajo necesidad» (38). La cadena que nos pro
pone Locke para que sea posible el acto libre rompe, radical
mente, con todas las consideraciones religioso-metafísicas:
necesidad de un entendimiento que proponga los objetos,
razón; necesidad de una capacidad de autodeterminación
hacia ellos, voluntad; capacidad física para hacer o dejar
de hacer la acción, libertad. Es decir, el acto libre nece
sita un entendimiento y una volición, pero no se confunde
con ninguno de ellos. Puede darse la volición sin que se
dé la libertad, y puede hacerse algo que se quiere sin
tener libertad para hacerlo. El ejemplo del hombre en
cerrado en una habitación con el ser querido es revelador
de esta situación. «De manera que la libertad no es una
idea que pertenezca a la volición o a la preferencia, sino
que es propia de la persona que tiene poder de actuar o
dejar de actuar, según los designios o dictados de su
mente» (39).
Razón, voluntad y libertad son potencias o capacidades
de un agente libre, por lo que ni pueden confundirse, ni
pertenecen la una a la otra. La confusión que tradicio
nalmente se mantenía con estos conceptos arranca, preci
samente, de su consideración como agentes en vez de po
tencias, que es lo que en realidad son. Ni el entendimiento
entiende, ni la voluntad tiene voliciones, ni la libertad
es libre. Es el agente quien tiene esas facultades. Es el
hombre quien entiende, quiere y es libre. Estoy de acuerdo
con Locke, pero cuidado, que la operación no resulta
tan aséptica como pretende presentarla. (Recomiendo,
siempre que se traten estos temas dentro de lo que genéri
camente podemos denominar «liberalismo», una exquisita
desconfianza.) Es cierto que la libertad permanece ligada
a la acción ante la que se define, pero no es menos cierto,
según el mismo Locke, que la libertad del hombre vendrá
dada en la medida en que pueda «por dirección o elección
de su mente» preferir un acto u otro, o lo que es lo mis-
69
mo, soy libre en la medida en que pueda actuar o no
actuar en función de mi elección y no en función de que
pueda hacer una cosa o su contraria. Acabamos de poner
las esposas al sujeto de responsabilidades; o bien le hacemos
responsable por su libertad física, o bien por su elección.
El muestrario de elementos constitutivos de la activi
dad humana que Locke nos presenta, funciona lubri
cado por un elemento común a todos los hombres, el
deseo, y con una meta también común, la felicidad. «Si
además se pregunta ¿qué es lo que mueve el deseo?, con
testaré que solamente es la felicidad». La búsqueda de la
verdadera felicidad se convierte en meta única de nuestros
deseos, pero la felicidad entendida como búsqueda del
placer y evitación del dolor tal como son sentidos por la
mente humana. Felicidad sensual y temporal, distinta de
la «felicidad eterna». Es el motor del deseo y lo «que
busca todo el mundo de una manera constante, y todos
los hombres persiguen lo que puede producirla».
A partir del grado mínimo de felicidad, representado
por la evitación del dolor presente, podemos contemplar
tantos grados de felicidad como posibilidades de sentir
placer podamos concebir. La razón será la encargada de
dilucidar esta jerarquización que, por consiguiente, no se
presenta de forma natural y univoca. Y una última pun-
tualización antes de llegar a una curiosa conclusión: «Éste
es el eje sobre el que gira la libertad de los seres intelec
tuales en su constante búsqueda de la felicidad verdadera;
es decir, el hecho de que puedan suspender esa búsqueda
en los casos particulares, hasta no haber mirado más
adelante y haberse informado a si mismos sobre si esa
cosa particular que Ies es impuesta en un momento de
terminado es deseada por ellos o está en el camino de su
meta principal, y si verdaderamente es una parte del bien
mayor que intenta obtener» (40). Precisamente esta ca
pacidad de poder usar la razón más o menos correcta-
70
mente en busca de ia felicidad servirá para imponer una
descalificación a los hombres que no lo hagan. Servirá
para jerarquizarlos, desde no sabemos qué instancias, y
determinar quién tiene derecho a la autodeterminación
y quién no. Voto censitario, colonialismo y esclavitud
quedarán justificados desde esta perspectiva.
5. El sujeto jurídico
71
a la caracterización que del mismo hiciera Hobbes como
estado de guerra. El equilibrio es posible gracias a que
una serie de leyes no son transgredidas. La primera será
la que nos impide autodestruirnos o el destruir a los de
más, pues al haber sido creados con idénticas facultades,
hace suponer que no es posible la subordinación natural,
siendo, como son, los hombres iguales por naturaleza.
Pero para que esa paz y conservación sean posibles des
cubrimos una segunda e importante ley: la necesidad
que todos los hombres tienen, como medida para preser
var la especie humana, de perseguir y castigar a los trans-
gresores del primer principio. Implícito reconocimiento de
la posibilidad de la agresividad humana en el mismo esta
do natural, pero para marcar diferencias con Hobbes,
nos advierte que el estado de guerra no es consustancial
con el estado natural. La ausencia de autoridad no nece
sariamente tiene que producir un enfrentamiento genera
lizado.
Dios entregó la tierra a los humanos para que la dis
frutaran y la explotaran, colocó en ella la cantidad de
cosas necesarias para nuestro desarrollo y supervivencia,
y nos dotó de razón para su apropiación y disfrute. De
todas ellas, unas pueden usarse en común y otras nos
pertenecen. Lo que hace que las cosas pasen a ser pa
trimonio de una sola persona es el trabajo; por medio del
cual el individuo transforma el objeto común en privado.
La diferencia entre la manzana en el árbol y la manzana
cogida estriba en que ésta tiene una cantidad de trabajo
incorporado y aquélla no. Aquí reside el origen de la pro
piedad privada en forma de ley natural. «El trabajo puso
un sello que lo diferenció del común. El trabajo agregó
a esos productos algo más de lo que había puesto la Na
turaleza, madre común de todos, y, de ese modo, pasaron
a pertenecerle particularmente» (41). El trabajo como
marca de la propiedad y, a la vez, como origen de su
72
futuro valor. Pero la misma ley que da origen al derecho
a la propiedad, también fija sus limites, cosa que pronto
olvidó Locke en favor de una posible acumulación des
medida, según lo cual «el hombre puede apropiarse
las cosas por su trabajo en la medida exacta en que le es
posible utilizarlas con provecho antes de que se echen a
perder», a la vez que debe dejar lo suficiente para que su
vecino pueda ejercer el mismo derecho.
La justificación de la aparición del dinero dentro del
proceso natural va a hacer que los limites a que hemos
hecho referencia no tengan ningún valor. «Así fue como
se introdujo el empleo del dinero, es decir, de alguna cosa
duradera que los hombres podían conservar sin que se
echase a perder, y que los hombres, por mutuo acuerdo,
aceptarían a cambio de artículos verdaderamente útiles
para la vida y de condición perecedera» (42). De la si
tuación en que debía sobrar de todo, tiempo de abundan
cia —estado primitivo—, se pasó, sin más justificación,
al tiempo de penuria —sociedad mercantilista—, momento
en el que, paradójicamente, el hombre comienza a guiarse
por el deseo de acaparar. Y lo más curioso es que todo
el proceso se presenta como natural. Parecería, por todo
ello, que la propiedad es una consecuencia de la libertad
natural. Pero siguiendo a Polin podemos afirmar que
«la libertad es defendida para garantizar la propiedad y
no la propiedad para garantizar la libertad» (43), y recal
car con Macpherson: «En suma, Locke hizo lo que tenia
que hacer. Partiendo del supuesto tradicional de que la
tierra y sus frutos habian sido originalmente entregados
a la humanidad para su uso común, dio la vuelta a cuan
tos derivaban de este supuesto teorías restrictivas de la
apropiación capitalista. Minó la descalificación moral
con que hasta entonces se había visto lastrada la apropia
ción capitalista ilimitada. Aunque sólo hubiera hecho esto,
su hazaña tendría que calificarse de considerable, pero
73
todavía hizo más. Justificó también, como naturales, una
diferencia de clases en derechos y racionalidad, y al hacerlo
proprocionó una base moral política a la sociedad capita
lista» (44).
Entre los privilegios y derechos de que goza el hombre
en estado natural se encuentra la libre disposición que de
los mismos puede hacer. La persona que vimos determi
naba la «identidad personal» reaparece aquí, casi de im
proviso, para formar parte de los bienes de «libre dispo
sición». Dada esta disponibilidad y libertad, el hombre
puede renunciar a ejercer su derecho o cederlo a la comu
nidad. Cuando la cesión la llevan a cabo todos y cada uno
de sus miembros, entonces, y sólo entonces, dejan el esta
do natural y se constituyen en sociedad política civil.
Origen natural de los poderes legislativo y ejecutivo. La
creación de la sociedad no es gratuita, tiene como finali
dad el asegurar los derechos naturales que sin ella pueden
estar en peligro, y entre éstos destaca la propiedad priva
da, hasta el punto de declarar Locke que es finalidad
principal. Por fin hemos perdido la voluntad divina como
horizonte guia de la organización social, pero en su lugar
nos encontramos con la propiedad privada.
«Si el hombre es tan libre como hemos explicado en el
estado de Naturaleza, si es señor absoluto de su propia
persona y de sus bienes, igual al hombre más alto y libre
de toda sujeción, ¿por qué razón va a renunciar a esa li
bertad, a ese poder supremo para someterse al gobierno y
a la autoridad de otro poder?» (45). Locke formula en voz
alta la pregunta que, desde el primer momento, nos hemos
estado haciendo. El presupuesto será el mismo que nos
daba Hobbes: la situación de igualdad en que se encuen
tran los hombres y el no respetar los mandatos naturales
de equidad, configuran una situación de inseguridad y de
miedo a ser atropellados. Pero para Hobbes era el miedo
a perder la propia vida lo que nos abocaba a la necesidad
74
de la sociedad, para Locke es «el propósito de unirse para
salvaguardia de sus vidas, libertades y tierras, todo lo
cual incluyo dentro del nombre genérico de bienes o pro
piedades» (46). Sin duda la diferencia cualitativa es impor
tante. Hay un desplazamiento de lo puramente antropoló
gico a la consideración del hombre como propietario. «Te
nemos, pues, que la finalidad máxima y principal que bus
can los hombres al reunirse en Estados o comunidades,
sometiéndose a un gobierno, es la salvaguardia de sus bie
nes; esa salvaguardia es muy incompleta en el estado de
Naturaleza». Las leyes naturales con naturalidad, valga la
redundancia, nos han llevado a la fijación del hombre co
mo «propietario».
Todo el sistema de sujeción del sujeto pivota, pues,
sobre la ley natural. Viejo problema que centraba las ener
gías de políticos y filósofos de distinto signo, y que había
preocupado a Locke desde su juventud. En una cosa esta
ban de acuerdo unos y otros, en su importancia para la
conducta humana. Según se considere que su origen pro
viene de que fueron impresas por Dios en el corazón
humano, innatismo, o se considere que son mandatos
de la naturaleza que la razón debe y puede encontrar,
tendremos una concepción del hombre como «subjectum»
o como «sujeto» En el primer caso será su naturaleza-
conciencia la que determine, en el segundo las leyes natu
rales y positivas fijarán su marco objetivo de recono
cimiento.
75
V. Hume
76
que su filosofía no va más allá de un Psicologismo (Flew,
Ayer). En un segundo momento encontramos al Hume
ilustrado, «adorador de la naturaleza» al que los instintos
le arrastran a admitir la realidad de las cosas (4); el Hume
que otorga a la lógica tanto la función de explicar los
principios y operaciones de nuestra facultad de razonar y
la naturaleza de nuestras ideas, como la de fundamentar la
construcción de la moral y la política como ciencias basadas
en la naturaleza humana (S), momento constructivo.
77
sólida que podemos dar a esa misma ciencia, deberá estar
en la experiencia y en la observación» (7). La influencia de
Newton sobre este joven escocés de veintitrés años, retira
do en La Fléche, es evidente (8).
Afirmar la posibilidad de una ciencia del hombre, que
puede construirse por medio de la experiencia y la obser
vación, supone partir, de al menos, dos principios: la exis
tencia de una naturaleza humana capaz de ser observada,
como afirma O. Brunet («Philosophie et Esthetique chez
Hobbes»), y la de unos principios universales capaces de
ser conocidos por el método experimental, como afirma
Ch. J. Berry («Hume, Hegel and Human Nature»). Natu
raleza y principios que muestran al entendimiento humano
su constancia y regularidad a través de sus manifestacio
nes (fenomenismo), sin que ello dé pie a pensar en un sus-
tancialismo (9). Detenerse en la regularidad de las mani
festaciones, y hacer de ella el punto de partida del cono
cimiento, no era novedoso en aquel tiempo; Hobbes,
Holbach, Montesquieu, Helvetius, Voltaire, también lo
hacían.
Hume lleva a cabo el proyecto en tres fases a lo largo
del «Treatise». L.I, anatpmfa de la lógica en su doble sen
tido destructivo/constructivo; L.I1, anatomía de las pasio
nes que, a mi entender, mantiene prioridad sobre la ante
rior; L.11I. («De la moral»), donde encontramos la clave de
bóveda de toda la obra. Los libros I. y II. («Del enten
dimiento» y «De las pasiones») configuran lo que él llama
«anatomía de la naturaleza humana».
Para Hume la naturaleza humana está compuesta por
dos sistemas, el entendimiento y las pasiones, y para poder
llegar a conocer su funcionamiento, el medio más seguro
nos lo proporcionará la técnica anatómica. Los «mínima»
del sistema son las percepciones, que en «Treatise» se
convertirán en «impresiones» e «ideas». El resultado de
esta primera fase le proporcionará la base para fundamen-
78
tar la moral y la política, donde encontrarán su verdadero
sentido y configuración tanto las investigaciones anteriores
como los objetos de investigación. ¿La razón? pues por
que, como muy bien ha visto G. Oeleuze, es en el tejido so
cial donde se realiza y donde únicamente podemos encon
trar la naturaleza humana. Sólo en la sociedad se encuen
tra el verdadero sentido de las pasiones, más aún, incluso
el del mismo entendimiento. Si podemos afirmar, como lo
hacemos, que en Hume pasiones y sociedad se implican
mutuamente, con las mismas pautas de lectura, no menos
social que las pasiones me parece el entendimiento. Uno y
otros, elementos configurantes de la ciencia del hombre,
serán, por lo mismo, elementos originarios de la sociedad.
Mediante el entendimiento socializamos las pasiones y
nuestras creencias son integradas en el tejido social.
Contra Aristóteles, y siguiendo a Hobbes, Hume cree
que el hombre no es social por naturaleza. Cierto que la
sociedad es el medio más seguro para alcanzar el fin al que
tienden nuestros instintos, pero esa sociedad es obra de
un entendimiento calculador. Razón tiene Hume para
pensar que, dada esta situación, la naturaleza ha sido poco
generosa con la raza humana. «De todos los animales que
pueblan el globo, no existe otro con quien la naturaleza
haya parecido más cruel, a primera vista, que con el hom
bre, dadas las innumerables carencias y necesidades de que
la naturaleza le ha provisto y los limitados medios que le
proporciona para la satisfacción de esas necesidades». En
el resto de los animales la relación necesidad-medio de
satisfacción es mucho más simple y rápida que en el hom
bre. La ventaja del hombre es que puede construir socie
dades para remediar esas carencias.
Pero, un somero examen de dicha organización social
nos muestra que son necesarios una serie de principios y
leyes para su funcionamiento. Y si nos tomamos la moles
tia de considerarlos detenidamente, veremos que «dado
79
que el número de nuestros deberes es de algún modo infi
nito, resulta imposible que nuestros instintos originales se
extiendan a cada uno de ellos, y que desde nuestra primera
infancia hayan imprimido en la mente humana toda esa mul
titud de preceptos contenidos en el más completo sistema
¿tico» (10). Ni tan siquiera podemos encontrar el más
elemental, el amor a los demás. «En general, puede afir
marse que en la mente de los hombres no existe pasión tal
como el amor a la humanidad, considerada simplemente
como tal y con independencia de las cualidades de las per
sonas, de los favores que nos hagan o de la relación que
tengan con nosotros» (11).
El salto es posible porque el hombre es una «especie
inventiva» y en esto reside su superioridad. Su capacidad
de crear artificialidad le posibilita el construir esquemas
(la moral, la justicia, la sociedad) en función de los cuales
sus posibilidades de satisfacción y seguridad se multipli
can. Sólo es capaz de reconducir las pasiones haciendo que
queden sometidas al entendimiento. «Ya no se trata de
superación, sino de integración (...), la pasión y el enten
dimiento se presentan, en cierto sentido que queda por
precisar, como partes distintas; pero en si, el entendi
miento no es más que el movimiento de la pasión que
deviene social» (12). Y en esto consistirá la «ciencia del
hombre», en ver con qué elementos actúa y cómo lleva a
término esa interacción entre entendimiento y pasiones en
la sociedad.
A) El método experimental
80
constancia en ei mundo humano, b) unos principios natu
rales con los que opera la inteligencia para ajustarse al
medio, y c) la posibilidad de descubrir conexiones que den
razón de los acontecimientos. «Es, cuando menos, un in
tento que merece la pena, ver si la ciencia del hombre
admite la misma precisión de la que varías partes de la fi
losofía natural son susceptibles. Parece que hay razones
de sobra para imaginar que esta ciencia puede ser condu
cida al máximo grado de exactitud. Si, examinando diver
sos fenómenos encontramos que éstos se resuelven en un
principio común, y podemos engarzar este principio en
otro, llegaremos por fin a esos pocos principios simples de
los que todos los demás dependen» (13). Y la base sobre la
que intentará edificarla será el instinto (14).
Aún reconociendo que la consideración psicológica que
del instinto hicieron Shaftesbury y Hútcheson representó
la base de sus teorías, hemos de apuntar que, respecto al
método, Hútcheson fue el nexo entre Newton y Hume.
(13). Para ser fíeles a su pensamiento deberíamos llamarlo
anatómico-experimental. Lo distingue del de la «mala filo
sofía», del del artista y del de la filosofía fácil, como se
ñala en el «Enquiry», «la fama de Cicerón florece en la
actualidad, pero la de Aristóteles está totalmente en deca
dencia. La Bruyére cruza los mares y aún conserva su
reputación, pero la gloria de Malebranche se limita a su
propia nación y a su época. Y Adison será leído con placer
cuando Locke esté totalmente olvidado». No obstante esta
afirmación, la primera parte del método, la anatomía,
tiene en Malebranche y Locke, junto con Hobbes, sus cla
ros antecesores. Y no menos importante me parece la in
fluencia del método resolución/composición de la escuela
de Padua.
Por la descripción anatómica, el entendimiento y la in
trospección de las pasiones son consideradas como un to
do evaluable, capaz de ser desmenuzado y reducido a sus
81
«mínima», las percepciones. En este primer momento el
método es analítico y ahistórico, pero no agota la realidad
de la naturaleza humana. Para encontrar los principios
generales por los que se conduce esta naturaleza hemos de
recurrir al método experimental, segundo nivel, al igual
que sucede en la ciencia de la naturaleza. «No es una re
flexión lo que causa asombro al considerar que la aplica
ción de la filosofía experimental a los asuntos morales
deba venir después de su aplicación a los problemas de la
naturaleza» nos dice Hume. En efecto, pero en este caso
la experimentación debe llevarse a cabo en la historia con
siderada tanto diacrónica como sincrónicamente. «Me pa
rece evidente que, al ser la esencia de la mente tan desco
nocida para nosotros como la de los cuerpos externos,
igualmente debe ser imposible que nos formemos noción
alguna de sus capacidades y cualidades sino mediante ex
perimentos cuidadosos y exactos, asi como por la obser
vación de los efectos particulares que. resulten de sus cir
cunstancias y situaciones» (16); y pocas líneas después:
«En esta ciencia, por consiguiente, debemos espigar nues
tros experimentos a partir de una observación cuidadosa
de la vida humana tomándola tal como aparece en el
curso normal de la vida diaria y según el trato mutuo de
los hombres en sociedad, en sus ocupaciones y placeres»
(17). Estos dos niveles del método coinciden con la divi
sión de contenidos que Hume hace en la «ciencia del
hombre», a) el lógico-psicológico y b) el moral y po
lítico.
Cabe preguntarse ahora si Hume logró sus propósitos;
si nivel anatómico y nivel experimental pueden ser relacio
nados. Al margen de la valoración negativa que hiciera de
su obra de juventud, ya en el «Treatise» podemos encon
trar muestras de sus dudas respecto a la bondad del méto
do. Al final de su aplicación a la lógica nos advierte: «da
da la miscelánea en que ha consistido nuestro método de
82
razonamiento, nos hemos visto llevados a varios puntos
que ilustrarán o confirmarán alguna parte anterior de este
discurso, o prepararán el camino de nuestras afirmaciones
futuras. Ahora es el momento de volver a examinar con
mayor atención nuestro asunto y de proceder a la exacta
anatomia de la naturaleza humana, una vez que hemos
explicado con todo detalle la naturaleza de nuestro juicio
y entendimiento» (18). Vacilación en la primera parte y
esperanza de que en las pasiones si hemos de encontrar la
exacta naturaleza humana.
La anatomía del entendimiento y las pasiones mostra
rán que a ambos les son comunes una serie de principios
que explican su finalidad, y que, por otra parte, sólo
operan en la sociedad y en la historia. Aquí, aunque sigue
manteniendo la tensión metodológica newtoniana (19), la
naturaleza de la experimentación desvirtuará, en parte, los
resultados finales. Tampoco la anatomía puede añadir
más. La seguridad científica de la filosofía se reduce a una
decisión de pragmatismo estético-existencial muy propia
de la Ilustración. «Hablando en general, los errores en
materia de religión son peligrosos; los de la filosofía, so
lamente ridículos (...) Desde luego, yo no pretendo con
vertir en filósofos a tales personas, ni espero que me ayu
den en estas investigaciones o que escuchen estos descu
brimientos. Estas personas harán muy bien continuando
en su situación actual» (20).
2. Sujeto activo
«En términos generales, cabe decir que el problema del
yo es el problema central en todo pensamiento maduro, al
menos desde Descartes a Husserl (...) Concretamente,
para entender el planteamiento humeano del yo, se hace
preciso tener presente de modo primario a Descartes y a
83
Locke. A Descartes, porque contra su sustancialismo del
yo y contra la intuición inmediata de su realidad esencial
va a polemizar Hume. A Locke, porque, siendo básica
mente el autor del «Ensayo» un continuador de Descartes
en este punto, va a sembrar el camino de minas que Hume
va a hacer estallar» (21). Y es así, porque, en el fondo,
la apuesta radica en una nueva concepción del sujeto. De
reconocerse como centro operativo, «subjectum», en co
munidad intima consigo mismo, a reconocerse en la acti
vidad, sujetado. Del sujeto justificado por una trascen
dencia, al sujeto justificado por los órdenes pasional,
moral, político, y, desde ahí, replantearse, por ello, el valor
y la finalidad de las pasiones, la moral, la sociedad y el
estado.
Hume, en efecto, hará estallar las minas que Hobbes
y, sobre todo, Locke habían colocado en el camino, al
llevar a buen término ,el intento más radical de desligar
el tema del sujeto de la metafísica sustancialista, marco
que, durante siglos, se había considerado su lugar natural.
El sujeto activo sólo puede reconocerse, tener conciencia
de si, en su actividad; como sujeto pasional, jurídico,
consciente, enfermo, moral, etc. Las redes de aprehensión,
normas morales, jurídicas, categorías de ciudadano, de
clase, de «normal», servirán tanto para su reconocimiento,
como para reconocer a los otros sujetos. Todo un movi
miento organizado, como lo ve G. Deleuze: «El ser sujeto
se define por un movimiento y como un movimiento, mo
vimiento de desarrollarse a si mismo. Lo que se desarrolla
es sujeto» (22). Sujeto-activo que es creador e inventor;
que se aprehende en su actividad y no intuitivamente en
su soledad. «El espíritu se capta al mismo tiempo como un
Yo porque es calificado» (23). Paso de un sujeto-subjec-
tum a un sujeto-activo, que se reconoce en su actividad, y
que es una necesidad del nuevo orden socio-cultural.
Si el dar razón de la realidad de una época es la fun-
84
ción más importante y propia de !a filosofía, como señala
Sartre en «Cuestiones de método», el tema de la identidad
personal se erige, por méritos propios, como nuclearizador
de la problemática antropológica del momento. Hume re
coge el guante, pero su preocupación por la identidad per
sonal no sólo va a ser punto de partida para la considera
ción del sujeto, sino que también figurará como pieza
fundamental de su fenomenismo *y como ariete contra la
metafísica. S.Rábade considera que para el nuevo escep
ticismo, «el fenomenismo del yo personal no es una simple
aplicación más del fenomenismo de Hume; al contrario,
pensamos que es su piedra de toque» (23). Y M. Malherbe:
«Hume definió un escepticismo nuevo, en una crítica totali
zante de la filosofía, centrado en el problema de la identi
dad» (24). No es correcto, pues, como frecuentemente
se suele hacer, despachar el tema de la identidad personal
como una parte más de su crítica a la «mala filosofía».
«Desde esta perspectiva debemos acercarnos al estudio de
la solución fenomenista al problema del yo personal: es
tamos ante la instancia definitiva del sistema epistemológi
co. No se trata simplemente de un ejemplo más de una
teoría fenomenista, sino de llegar al último fundamento
de ese fenomenismo» (Rábade).
En esta nueva singladura, a la que antes hicimos referen
cia, lo importante es saber dónde estamos, algo que sólo
es posible si adecuamos nuestra situación a los referentes
que nos rodean, y a dónde vamos, cosa que sólo una
mirada atenta y crítica sobre la realidad puede descubrir.
Que navegamos es una verdad de hecho incuestionable.
En palabras de Deleuze, «esencialmente, el empirismo no
plantea el problema del origen del espíritu; plantea el pro
blema de la constitución del sujeto» (25). Nuestro filósofo
no es ajeno ni al cambio, ni a la importancia del mismo.
«Es cierto que no hay problema en filosofía más abstruso
que el concerniente a la identidad personal y a la natura-
85
leza del principio de unión constitutivo de una persona.
Asi, lejos de ser capaces de determinar simplemente en jun
ción de nuestros sentidos esta cuestión, tendremos que re
currir a la más profunda metafísica para darle respuesta
satisfactoria, pues es evidente que, en la vida corriente es
tas ideas del yo y de persona no están en ningún caso
muy definidas ni determinadas. Es absurdo, entonces,
imaginar que los sentidos puedan distinguir en ningún
momento entre nosotros mismos y los objetos externos»
(26). Creo que sus aciertos superaron, con mucho, la visión
pesimista que nos presenta el Appendix: «Sin embargo,
al revisar con mayor rigor la sección dedicada a la identi
dad personal, me he visto envuelto en tal laberinto, que de
bo confesar que no sé cómo corregir mis anteriores opinio
nes, ni cómo hacerlas consistentes» (27). Posiblemente la
humedad filosófica no había alcanzado el grado necesario
para hacer germinar tan importante semilla.
86
equivocaciones, y con L. Asheley y M. Stack, una cons
trucción lógica basada en una creencia o en un sentimien
to instantáneo (identidad perfecta-imperfecta) (29). Estas
lecturas no son unas lecturas posibles, son una parte de la
«lectura total» del texto humeano. La mirada analitica
pierde el sujeto y, con él, la dinamiddad a que hacia re
ferencia Deleuze, o la importancia de la memoria como
señala J.L.Biro (30), o el tener en cuenta la intención de
Hume que no se agota en ser un «escéptico-radical-que-se-
autodestruye-y-contradice-a-si-mismo» como señala F.
Duque (31), o el considerar la distinción entre la «identi
dad formal» —crítica a uno de los fundamentos de la filo
sofía racionalista ya que «no es posible explicar casual
mente el sentimiento de la identidad personal»— y la
«identidad material» —que abre el camino de un nuevo
escepticismo con claras repercusiones en nuestros dias—,
como señala M. Malherbe. (32). Y con palabras del mismo
Hume: «El que se tome la molestia de refutar las sutilezas
de este escepticismo total en realidad ha disputado en el
vacío, sin antagonista, y se ha esforzado por establecer
con argumentos una facultad que ya de antemano ha im
plantado la naturaleza en la mente y convertido en algo
insuperable». Lo dicho, que navegamos es algo indu
bitable.
Es normal ver utilizar los textos que a continuación
transcribimos como signo de las vacilaciones de Hume al
tratar el tema del yo. «Algunos filósofos se figuran que lo
que llamamos nuestro yo es algo de lo que en todo mo
mento somos íntimamente conscientes; (...) Pero, dejando
a un lado a algunos metafisicos de esta clase, puedo aven
turarme a afirmar que todos los demás seres humanos
no son sino un haz o colección de percepciones diferentes
que se suceden entre si con rapidez inconcebible y están
en un perpetuo flujo y movimiento» (L.I.lV.vi.) y «Es
absolutamente imposible que estas posiciones vayan más
87
allá del yo o persona individual de cuyas acciones y sen
timientos es íntimamente consciente cada uno de noso
tros» (L.II.I.V). En principio, hemos de mostrarnos rea
cios a aceptar cualquier interpretación que descalifique a
uno de ellos, si pensamos, como pensamos, que no es un-
problema de incoherencia de Hume, sino un acto de noble
za escéptica. Afirmar que es típico del pragmatismo inglés el
dejar los problemas cuando no se encuentra solución, es
otra posibilidad. Pero también podemos pensar que bajo ese
pragmatismo subyace una postura ética, la de no apostar
más allá de las propias posibilidades.
Las primeras lineas del «Treatise» fijan el principio de
análisis reduccionista que aplicará en la anatomía del enten
dimiento. «Todas las percepciones de la mente humana
se reducen a dos clases distintas, que denominaremos
IMPRESIONES e IDEAS» y «todas nuestras ideas sim
ples, en su primera posición se derivan de impresiones sim
ples a las que corresponden y representan exactamente».
Con estas herramientas llevará a cabo su prolijo análisis
de las ideas; su génesis, el uso que de ellas hace el enten
dimiento, lo que le lleva a elaborar el conocimiento, su
relación con la verdad y el carácter de la probabilidad.
Pero cuando el proceso parecía acabado, en la Parte IV,
«Del escepticismo y otros sistemas de la filosofía», dedica
toda una sección, la VI, a la idea de la identidad perso
nal. ¿Qué pudo mover a Hume a no exponer tan impor
tante cuadro en la misma galería que el resto?.
88
concepto dei sujeto (35). Razones filosóficas. Ataque fron
tal al intuicionismo cartesiano y a las posturas, posible
mente no tan ambiguas, de Locke. Resta señalar, antes
de comenzar con el texto, algo que me parece importante:
todo L.I. se mueve en el plano epistemológico, no en el
ontológico.
Aplicando los principios reduccionistas a que antes ha
cíamos referencia, la conclusión sobre la naturaleza del yo
es clara y contundente: «un haz o colección de percep
ciones que se suceden entre sí con rapidez inconcebible
y están en un perpetuo flujo y movimiento». Para caminar
con precaución es necesario tener en cuenta que la nega
ción del carácter sustancialista del «yo personal» no va
más allá de la constatación de la imposibilidad de afirmar
su existencia por medio de la razón, «a la manera como
algunos filósofos se figuran que lo que llamamos nuestro
Yo es algo de lo que somos intimamente conscientes; que
sentimos su existencia, y su continuidad en la existencia,
y que, más allá de la evidencia de una demostración,
sabemos con certeza de su perfecta identidad y simplici
dad» (36). Unir este texto con las afirmaciones vacilantes
del «Appendix» y sacar la conclusión de que en Hume se
da incoherencia o que abandonó su primera postura,
como hacen K. Smith, J. Passmore y Capaldi (37), me
parece un tanto arriesgado.
El L.I. es, en sí mismo, un todo coherente, a la vez
que funciona como pieza fundamental del sistema. Fija los
limites de control de la razón, que, por otra parte, no
agota nuestro conocimiento, ni nuestras ideas, ni nuestra
capacidad de juicio. «Hay que agradecer a la naturaleza,
pues, que rompa a tiempo la fuerza de todos los argu
mentos escépticos, evitando asi que tengan un influjo
considerable sobre el entendimiento (...). La naturaleza
no ha dejado a este respecto opción alguna, pensando
sin duda que se trataba de un asunto demasiado impor
89
tante para confiarlo a nuestros inseguros razonamientos
y especulaciones» (38). Queda claro que se está negando
la perspectiva racionalista como medio de aprehensión
del yo, a la vez que se afirma la existencia de otras, de
las que aún nada se dice.
Sentadas estas afirmaciones, nos invita, a continua
ción, a hacer un recorrido por las diferentes predicaciones
que del concepto sustancia hacemos, al igual que, en su
momento, había hecho Locke. La primera conclusión a
que podemos llegar es que, lo que llamamos «idea de
identidad o mismidad» es una fijación de la imaginación
basada en la relación de semejanza. «Así, para suprimir
la discontinuidad fingimos la existencia continua de las
percepciones de nuestros sentidos; y llegamos a la noción
de alma, yo o sustancia para enmascarar la variación» (39).
Pero, «no se limita nuestro error a la expresión, sino que
viene comúnmente acompañado por una ficción, bien de
algo invariable y continuo, bien de algo misterioso e inex
plicable; o, al menos, la acompaña una inclinación a tales
ficciones». Ficción de unidad que se mantiene en la diver
sidad, pero que no proviene de la experiencia, pues no hay
ninguna percepción que la acompañe.
Cabe aquí hacer una puntualización aclaratoria que
deberá acompañarnos el resto del recorrido. Distinguir
entre: «identidad material», que se produce por la simple
fusión de impresiones sucesivas; memoria e imaginación
nos llevan a ella de forma suave; «Es en base a esta per
cepción continuada por lo que la mente asigna al objeto
una continua existencia e identidad» (40), e «identidad
formal», por la que confirmamos la existencia de esa
unidad (objeto) o la génesis de la identidad personal (su
jeto). A esta segunda es a la que se refiere Hume cuando
afirma que «no es simplemente una disputa de palabras».
Esta distinción, que está latente a lo largo de todo el tex
to, producida por la imaginación, es, precisamente, la que
90
no podrá superar el fenomenismo humeano. La solución
quedará reservada a la fundón de la imaginadón tras
cendental kantiana.
Hume va desgranando las razones por las que se pro
duce esta ficción de la mente; continuidad, organización
para un fin, simpatía, identidad numérica, identidad es
pecífica. En ninguno de estos casos se da una superación
de la diversidad. La identidad tampoco aparece como una
propiedad de las cosas. «El espíritu separa la aparición
de una percepción de su existencia, atribuye a la primera
la diferencia, a la segunda la identidad» (41). Tampoco
la produce la razón. Procede de la imaginación a partir de
los principios de asociación. La «identidad material»,
pues, no pertenece a lo inmediatamente dado, seria la
conclusión del escepticismo radical, gnoseológico (42).
«Asi pues, en suma, nuestra razón no nos da, ni le sería
posible darnos bajo ningún supuesto, seguridad alguna de
la existencia distinta y continua de los cuerpos» (43). Aho
ra bien, esa supuesta «identidad material» la utilizamos
como válida y juega un rol fundamental en el proceso
social, en la comunicación. Esta segunda lectura es la que
nos muestra la génesis de las ideas de identidad que ma
nejamos en el discurso diario, escepticismo moderado.
Recordando las palabras de F. Duque y M. Malherbe,
estamos ante el momento originario de la filosofía con
temporánea: la separación entre lo inmediatamente dado y
el discurso de la representación. Inmediatamente después
de la afirmación de la imposibilidad de la razón de apor
tarnos pruebas sobre la identidad, nos dice: «Estoy seguro
de que, sea cual sea la opinión del lector en este preciso
instante, dentro de una hora estará convencido de que
hay un mundo externo y un mundo interno». También
Deleuze resaltará esta doble función de la razón en Hume.
«El hecho es que la razón no determina la práctica: es
prácticamente, técnicamente, insuficiente. Sin duda, ella
91
tiene influencia en la práctica informándola de la existen
cia de una cosa, objeto propio de una pasión, descu
briéndonos una conexión de causas y efectos, medio de
una satisfacción».
a) Identidad personal
92
mejanza, entre las percepciones presentes que se producen
separadas. Esta relación de semejanza facilita la idea de
constancia del elemento receptor de las impresiones, cons
tancia que nunca sobrepasa la imagen del receptor como
perceptor del acto (46). Ante la movilidad de las per
cepciones se mantiene una aparente constante receptiva
aplicable tanto al' sujeto receptor como al resto de los
sujetos. A pesar de lo dicho, la semejanza no es suficiente
para proporcionarnos la idea de identidad personal. Es
más, puede confundirnos como señala Hume con la me
táfora del teatro. No hay una realidad pasiva que en un
momento determinado se ponga en marcha. «El lugar no
es diferente de lo que pasa en él: la representación no
está en un sujeto. Precisamente, la cuestión todavía se
puede formular asi: ¿Cómo el espíritu deviene suje
to?» (47).
La relación causal completará la insuficiencia de la
de semejanza. Debido a ella, la mente humana de ser «un
haz o colección de percepciones diferentes», pasará a ser
considerada «como un sistema de percepciones diferentes,
o existencias diferentes unidas entre sí por la relación
de causa y efecto, y que mutuamente se producen, des
truyen, influyen y modifican unas a otras» (48). Utilizar
este texto como uno de los momentos en que Hume pa
rece insinuar la existencia de «un no sé qué» de la na
turaleza del de Locke, es seguir haciendo una lectura muy
lineal. Si lo comparamos con el siguiente, es fácil seguir
manteniendo la doble lectura que estamos intentando:
«A este respecto, no puedo comparar el alma con nada
mejor que con una república o estado en que los distintos
miembros están unidos por lazos reciprocos de gobierno
o subordinación, y que dan origen a otras personas, que
propagan la misma república en los incesantes cambios
de sus partes» (49). La analogía que nos propone, apunta
el dinamismo como el momento creador del estado.
93
N. Brett señala que aquí tenemos la afirmación más pre
cisa de la identidad mental como dinámica (SO). La trans
formación del espíritu (pasivo) en sujeto (activo) la pro
duce esa dinamicidad de la naturaleza humana y se
lleva a cabo en la conducta moral y social. «Vista de este
modo, nuestra identidad con respecto a las pasiones sirve
para confirmar la identidad con respecto a la imaginación,
al hacer que nuestras percepciones distantes se influyan
unas a otras, y ai conferirnos un interés presente por nues
tros placeres y dolores, sean pasados o futuros» (SI). La
identidad personal se convierte, asi, en el sujeto desus-
tancializado, «el sujeto como instancia que, bajo el efecto
de un principio de utilidad, persigue un fin, una inten
ción, organiza medios con miras a un fin y, bajo el efecto
de principios de asociación, establece relaciones entre las
ideas» (52). Un sujeto que se constituye en lo dado.
Aquella envidiable firmeza de Hume ante la crítica
a los conceptos de causa y sustancia, desaparece al refe
rirse a la identidad personal. La razón, aparentemente,
nos conduce al mismo puerto, pero donde antes encon
trábamos tranquilas aguas que nos proporcionaban bases
seguras contra las pretensiones metafísicas, ahora encon
tramos encrespadas olas. La naturaleza se impone por
medio de la creencia, y «aunque la razón sea incapaz de
disipar estas nubes, la naturaleza misma se basta para
este propósito, y me cura de esa melancolía y de este
delirio filosófico». Ni la razón ni la naturaleza ceden en
sus posiciones, y esta perplejidad constituye la realidad
humana, mejor aún, la naturaleza humana. Excelente
vacuna contra el dogmatismo. Ahora podemos ver que el
que no variara su posición en el Appendix, posiblemente
fuera, no tanto la constatación de un problema irresoluble,
cuanto la constatación de la realidad.
Encontramos en el Appendix dos matizaciones que,
creo, apoyan mi interpretación. En primer lugar su alu-
94
sión a la aniquilación del cuerpo, la muerte, como des
trucción del yo, como aniquilación que no es otra cosa
que la extinción de la capacidad de percibir, de pérdida
de la dinamicidad del ser existente. Desaparición, en de
finitiva, del sujeto activo en el que se resuelve lo que
entendemos por identidad personal. En segundo lugar,
la crítica que hace a la muy extendida creencia de que
la identidad proviene de la conciencia entendida como
una especie de sujeto pasivo de principio, que antecede
a toda actividad. No hay tal cosa. Cuando la razón mira
serenamente, una y otra vez no encuentra más que sus
operaciones y percepciones. «¿Concebiréis alguna otra
cosa allí que la mera percepción? ¿Tendréis alguna noción
de yo o sustancial» nos dice. La conciencia «no es sino
un pensamiento o percepción refleja». No hay un sujeto
de la actividad, sino que «el sujeto se define por un mo
vimiento y como movimiento, movimiento de desarrollarse
a si mismo. Lo que se desarrolla es sujeto» (53).
Percepciones, pensamientos, pasiones, actividad en
suma, no son más que producto y lo único que podemos
conocer. La función del escepticismo debe consistir, fun
damentalmente, en mostrar la imposibilidad de transgre
dir las ficciones de la mente, quitándoles todo su encanto
al transformarlas en sustancias como pretendía la metafí
sica. «A una filosofía del fundamento, es preciso, pues,
sustituirla por una ciencia empirica respetuosa de su ob
jeto: la imaginación en particular, la naturaleza humana
en general» (54). Pero esa ciencia será una ciencia basada
en las relaciones y no en las sustancias, por lo que la
naturaleza humana ha de resolverse en el sujeto moral
y político, en el sujeto de relaciones, relacionado.
95
4. E l Yo de ¡as pasiones
%
nes». Es la fama, y la simpatía es su raíz. Mediante ella
los hombres entran en comunicación, tienen conocimiento
de las pasiones de los otros al hacerse los «suyos» y los
«nuestros» más evidente. Pero la simpatía es principio
fundamental de la naturaleza humana por otra razón,
nos mueve a la sociabilidad; nos lleva a los otros y nos
descubre las uniformidades de nuestra manera de sentir,
valorar y comportarnos. Tan es asi, que podemos afir
mar, según el texto, que si fuese el único principio de
conducta produciría una sociedad idílica (57). Como prin
cipio nos dinamiza y nos mueve a actuar, descubriéndonos
que la naturaleza humana es algo más que entendimiento.
Deieuze nos había anunciado: «la pasión y el entendi
miento se presentan, en cierto sentido que queda por pre
cisar, como dos partes distintas; pero, en si, el entendi
miento no es más que el movimiento de la pasión que
deviene social» (58), y a ese movimiento nos lleva la sim
patía con los demás. La simpatía, pues, como fundamento
de la sociabilidad, es también, y por ello, uno de los nexos
de unión entre los libros II y III, como muy bien ha visto
A. Baier (59).
Esta relación que se establece por la simpatía, pro
duce uno de los momentos de la evidencia del yo; eviden
cia que nace de la relación y que descubre la pasión.
Y no un yo estático, sustancializado, sino un yo activo,
presente en nosotros mismos en tanto en cuanto es objeto
pasional dinamizador. Un sujeto que se «constituye en lo
dado», que es «espíritu activado». «Es evidente que la
idea, o, más bien, la impresión que tenemos de nosotros
mismos, nos está siempre presente, y que nuestra concien
cia nos proporciona una concepción tan viva de nuestra
propia persona, que es imposible imaginar que haya nada
más evidente» (60).
Aún encontramos otra vía de confirmación del yo,
como principio determinante del orgullo y la humildad,
97
como origen. En primer lugar, es evidente que estas pa
siones están determinadas a tener por objeto al yo, y esto
por una propiedad que no es solamente natural, sino tam
bién original (...). Es siempre nuestro propio yo el que
es objeto de orgullo y humildad; siempre que las pasiones
se extienden más allá, sigue guardando con todo una re
lación con nosotros mismos, de modo que ni persona
ni objeto alguno pueden influir sobre nosotros de otra
manera» (61). Tiene razón en tanto en cuanto la evidencia
se está refiriendo a la instancia dinámica en que se re
suelve el yo personal. La subjetividad ni está aislada, ni
ensimismada, ni recogida en su «cogito», tímida en su
acción. El sujeto lo aprehendemos apasionado, moraliza
do, socializado, politizado. Y como actividad no es ni
pasivo ni empirico, es proceso.
a) A modo de resumen
98
de ese sujeto epistemológico. Allí la dificultad estriba,
no en la definición de ese haz de percepciones, sino en la
explicación de cómo se unifican. Niega la sustancialidad
del si mismo, pero afirma la existencia de un principio
unificador. Se ha producido un cambio de la identidad
personal entendida como sustancia, en una identidad per
sonal entendida en función de las sustancias, en función
de la relación.
En el L.II. el yo individual pasa a ser objeto de las
pasiones (orgullo y humildad). No hay duda sobre su
existencia y repetidamente se señala su evidencia. Hume
ni abandonó las posiciones de L.I., ni las olvidó, simple
mente está aplicando el método anatómico a la otra parte
de la naturaleza humana. Aquí la identidad personal se
transforma en sujeto «que bajo el efecto de un principio
de utilidad, persigue un fin y, bajo el efecto de principios
de asociación, establece una relación de ideas». Una iden
tidad excitada que produce movimiento y que nos integra
con los otros, que se constituye en lo dado.
No hay contradicción entre una y otra explicación.
La primera nos sitúa ante el escepticismo que es necesa
rio para construir la ciencia y, en este caso, con el que
se pretende edificar la más importante, la ciencia del hom
bre. La segunda nos descubre los elementos y fines con
que funciona la naturaleza humana. La identidad personal
que se contempla en el L.I. (mirando al entendimiento)
y la que se contempla en el L.II. (mirando a las pasiones),
no son contradictorias, sino complementarias. Entendi
miento y pasiones aparecen como los dos sistemas de la
naturaleza humana. A partir de ellos se puede construir
una ciencia moral con el método experimental.
99
5. Sujeto moral
100
que lo miréis, lo único que encontraréis serán ciertas pa
siones, motivos, vacilaciones y pensamientos. No existe
ninguna otra cuestión de hecho incluida en esta acción.
Mientras os dediqués a considerar el objeto, el vicio se os
escapará completamente. Nunca podréis descubrirlo hasta
el momento en que dirijáis la reflexión a vuestro propio
pecho y encontréis alli un sentimiento de desaprobación
que en vosotros se levanta contra esa acción. He aqui una
cuestión de hecho: pero es objeto del sentimiento, no de
la razón. Está en vosotros mismos, no en el objeto» (62).
Nada que objetar.
Hume propone una moral de la virtud frente a la clá
sica moral del deber. El juicio moral, al no ser una con
clusión de un razonamiento formal, no puede derivar el
«debe» del «ser», pues nada hay que sea estimable o
despreciable en si. Podríamos formularlo asi: no son las
cosas buenas las que nos obligan, sino que las cosas son
buenas porque nos obligamos con ellas. Vicio y virtud
son objeto del sentimiento, no de la razón, y el sentimien
to va del sujeto al objeto. Creo con Lindsay que «el es
cepticismo de Hume es una crítica a la razón, no a la vida»
y, puedo añadir, que la regla del sentimiento es superior
a la de la razón. «Literalmente, ya no se trata de rodear
de vínculos el espíritu, de atarlo, sino de clavarlo» (63).
La identidad personal es aquí una pieza clave, a la
vez que arroja luz sobre la paradoja de sus dos anteriores
definiciones, pues no es posible el sentimiento moral sino
se adscribe a un núcleo de responsabilidades. Si el L.I. está
escrito mirando a los racionalistas; el L.II. mirando a
Hutcheson y Shaftesbury, el L.III. mirando a Newton y a
su método experimental, ya tenemos a la naturaleza hu
mana descompuesta en piezas puestas sobre la mesa sus di
versas partes. Es hora de buscar el fundamento de su ac
tuar, las posibles leyes de su regularidad, dando por no
oidas las hipótesis que adscribían su funcionamiento a
101
principios externos a ella o a fines que escapan a todo
control empírico. La naturaleza humana ha de bastarse a
si misma, igual que Newton ponía de relieve sucedía con
el resto de la naturaleza. El problema moral es, pues, «una
cuestión de hecho».
El espíritu fijado por las reglas del entendimiento que
da atrapado, incapacitado para la acción moral. Pero la
especie humana es una especie inventiva, y si entonces
superaba lo dado por medio de la inferencia, ahora es
creador por medio del artificio. «E inventar es distinguir
poderes, es constituir totalidades funcionales, totalidades
que tampoco está dadas en la naturaleza» (64). Dos prin
cipios rigen esta capacidad inventiva: hedonismo y uti
litarismo. Persiguiendo el primero y orientándose con el
segundo, la especie humana supera al resto y transforma
nuestra primera desdotación en ventaja. El artificio, pues,
ha de ser considerado como natural desde el momento
en que es producido regularmente por la naturaleza huma
na. Este simple argumento representará para Hume una
sólida defensa, contra la que se estrellarán todos los ata
ques de quienes habian jerarquizado los principios según
provinieran de la «fisi» o del «nomos». El sujeto moral se
erige en sujeto creador de sus propias sujeciones.
«Por tanto, dado que la moral influye en las acciones
y afecciones, se sigue que no podría derivarse de la razón,
porque la sola razón no puede tener nunca una tal in
fluencia, como ya hemos probado. La moral suscita pa
siones y produce o impide las acciones. Pero la razón es
de suyo absolutamente impotente en este caso particular.
Luego las reglas de moralidad no son conclusiones de
nuestra razón» (65). Hume muestra un repetido interés
por demostrar que la sujeción moral no pertenece a la ra
zón. El juicio moral no se deriva de los hechos reales.
La razón no encuentra en los objetos nada que la mueva
a inducirlos, como bien mostró el ejemplo del «asesina
102
to intencionado». Tampoco se derivan de determinadas
relaciones constantes, pues éstas se dan tanto en los hom
bres como en los animales. «Pues si haces que la esencia
misma de la moral se encuentre en las relaciones, como
no existe ninguna de estas relaciones que no se aplique, no
sólo a un objeto irracional, sino también a un objeto
inanimado, se sigue que aún objetos de tal clase tienen
que ser susceptibles de mérito o demérito. Semejanza,
contrariedad, grados de cualidad y proporciones en can
tidad y número: todas estas relaciones pertenecen con
tanta propiedad a la materia como a nuestras acciones,
pasiones y voliciones. Por tanto, es incuestionable que
la moralidad no se encuentra en ninguna de estas relacio
nes, ni tampoco el sentimiento moral en el descubrimiento
de ellas» (66).
Por último, la razón es totalmente pasiva, «por lo
que nunca puede ser origen de un principio tan activo
como lo es la conciencia o sentimiento moral». El espíritu
activado por los principios del entendimiento es un mero
detectador de relaciones, predicador de verdades o false
dades en la medida en que coincidan o no con los hechos
reales. El sujeto gnoseológico no produce nada, descubre.
Fue el encargado de descubrirnos la falsedad de la «mala
filosofía», el encargado de convertir el yo-subjectum en
«un haz de percepciones». Pero la moral se erige en prin
cipio de acción. El sujeto moral es sujeto-activo y prin
cipio de su actividad al inventar las reglas de su compor
tamiento. Y «un principio activo no puede estar basado
en otro inactivo, y si la razón es en si misma inactiva,
deberá permanecer asi en todas sus formas y apariencias,
ya se ejerza en asuntos naturales o morales, ya exami
ne el poder de los cuerpos externos o las acciones de los
seres racionales» (67). La moralidad es sentida, no juz
gada.
Las «pasiones, voliciones y acciones» son originales,
103
hechos acabados en sí mismos. No admiten comparacio
nes ni, por supuesto, se dan entre ellas relaciones que
nos permitan alcanzar una universalidad objetiva. Son
hechos que nos invitan a buscar su origen, las impresiones
de las que proceden. Y en este análisis es donde encon
tramos la «razón usada» por las pasiones, puesta a su
servicio para restituir el desequilibrio primero de la espe
cie humana. Razón que en Hobbes servia como principio
calculador para sacar al individuo del estado natural,
y fijarlo como sujeto político; que en Locke descubría
la raíz natural de las leyes que nos determinan como su
jetos jurídicos; en Hume servirá para mostrar dónde
reside el principio ordenador de sus acciones, el sujeto
moral. La razón como experiencia que guía nuestra forma
de alcanzar esos deseos presidida por el principio de uti
lidad. «Al designar la vinculación del medio al fin, la
utilidad designa, asimismo, la vinculación de la individua
lidad a la situación histórica. El utilitarismo es una eva
luación del acto histórico tanto' como una teoría de la ac
ción técnica» (68).
La evaluación que debe hacer la razón de todas las
circunstancias del hecho histórico, pone de manifiesto
el valor de la simpatía como condición necesaria del ar
tificio. Rescata al individuo de su egoísmo, lo pone en
contacto con el resto, y lo transforma en sujeto social. La
conciencia moral es, pues, también conciencia social, con
ciencia política. El «interés general» es la forma objetiva de
la «simpatía». «Es la relación del espíritu a la totalidad de
las circunstancias y las relaciones; da a la acción una regla
en nombre de la cual se la pueda juzgar buena o mala en ge
neral; podemos condenar a Nerón» (69). Por la simpatía
queda superado el egoísmo y por el interés general el indivi
dualismo. El resultado se traduce en reglas de utilidad pú
blica, o, lo que es lo mismo, en normas de comportamien
to social, es decir, en actividad política.
104
Las totalidades funcionales a que da lugar la simpa
tía, no están dadas en la naturaleza. Mucho menos las
reglas que pueden determinar su utilidad. Unas y otras
son productos artificiales del sujeto humano, y en ese sen
tido, como ya vimos, son también naturales. El mante
nimiento de su equilibrio, la justicia, pues, ni depende
de «ciertas conexiones y relaciones de ideas eternas, in
mutables y universalmente obligatorias» que la razón des
cubre, ni lo conseguimos por seguir las leyes naturales»;
como afirmaba Locke, es un hecho histórico que debe ser
determinado, en cada caso, por el grupo social en cues
tión. Si bien no debemos olvidar que «aunque la justicia
sea artificial, el sentimiento de su carácter moral es natu
ral» (70). El sujeto humano se resuelve en lo que hace.
«En una palabra, al creer e inventar hacemos de lo dado
mismo una Naturaleza. Ahí encuentra la filosofía de
Hume su punto último; esa Naturaleza es conforme al
Ser, y la naturaleza humana es conforme a la Natura
leza» (71).
105
Notas
III. Hobbes
(1) Hobbes, «Leviatán», Ed. Nacional, Madrid, 1979. Edición a
cargo de C. Moya y A Escohotado. Introducción, pp. 118-119.
(2) Arrio Pachi, «Convenziones e hipótesi», Ed. La Nuova Italia,
Firenze, 1965.
(3) Véase el prólogo de (i. Quintás, «Tratado del hombre», Ed. Na
cional, Madrid, 1980. También Chomsky, «Lingüistica cartesiana»,
Ed. Gredos, Madrid, 1969.
.(4) La fuerte reacción que este mecanismo produjo en aquel tiem
po, la ha reflejado perfectamente S. I. Minz, «The Hunting of Le-
viathan», Cambrige University Press, 1970 (1962).
106
(5) Hobbes, «De Homine, Traté del'Homme», Ed. Albert Blanchart,
Parfs, 1974, con notas y comentarios a cargo de Paul-Marie Mayrin.
(6) Ibid., pp. 38-39.
(7) Ibid., pp. 41-42.
Mecanicismo materialista
(8) Hobbes, «The Elements of Law. Natural and Politic», Ed.
Frank Cass and CO. LTD., London, 1984 (1889). Edición a cargo de
Ferdinan Tónnies, Cap., 2, p. 3. «Leviatán», cap. I., p. 123, y «English
Works», vol. 4. Sciencia Verlag, Darmstad, 1966, cap. XXV, 2, p. 391.
(9) «De Corpore», p. 391.
(10) «Leviatán», cap. I., pp. 124-125.
(11) Ivan Páulov, «Fisiologia y Psicología», Ed. Alianza, Madrid,
1968, p. 25.
(12) «English Works», IV, 25.1, p. 389.
(13) F. Tónnies, «Vida y obra de Tilomas Hobbes», Ed. Revista
de Occidente, Madrid, p. 156.
(14) «English Works», 1. IV, 255.5, p. 393.
(15) Ibid., ibid., 6.5., p. 70.
(16) Richard Peters, «Hobbes», Ed. Green Wood Press. Connec-
ticut, 1956 (1919), pp. 108 y ss. Véase también F. Tónnies, opus. cit.
p. 148.
(17) J. W. N. Watkins, «Hobbes’system of ideas», Ed. Hutchison
University Library, London, 1965, p. 76. (Edición castellana en Doncel,
1972.)
(18) A. Pachi, «Convenzione e ipotesi nella formaziones della
filosofía naturale di Thomas Hobbes», Fundamental para una clara
concepción de los fundamentos e influencias en la metodología hobbe-
siana. Para la tesis aqui mantenida, véase los c. VI, Vil, VIII, págs. 143-
216. También G. Garmendia, «Thomas Hobbes y los orígenes del estado
burgués», Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 1973, pp.82-9.
(19) Esta es una de las ocasiones en las que se puede mostrar que
las tesis de L. Strauss sobre d humanismo/moralismo, como principio
orientador de la antropología y filosofía dvil, no se ajustan al desarrollo
histórico de la filosofía de Hobbes. Leo Strauss, «The Political Philo-
sophy of Hobbes. Its Basis and Its Génesis», Ed. Clarendon Press,
Oxford, 1936. Véase también la critica de Watkins, opus, cit.
(20) «Leviatán», II, p. 128.
(21) Ibid., ibid., pp. 127-128.
(22) «E.L.», III, 4, p. 11 en «E.W.», 4.
(23) Descartes, «Las pasiones del alma», art. 20.
(24) «De Corpore», IV, 25.7. «E.W.», 1, p. 396.
(25) «E.L.», III en «E.W.», 4, p. 12.
(26) R. Peters, opus cit. p. 113.
107
(27) «Leviatán», p. 129.
(28 Ibid., II, p. 130.
(29) Ibid., ibid., p. 129.
(30) F. Tónnies, opus. cit., p. 129 y nota 114.
(31) A. O. Gargani, «Hobbes e la scienza», Ed. Einaudi Editore,
Torino, 1971. También A. Pacchi, opus cit.
(32) Watkins, opus cit., p. 161.
(33) «De Homine», XI, 2. «E.L.», I, 7.2., «Leviatán», VI y «De
Corpore», IV, 25.12.
(34) «E.L.», I, 7, 8. y 9 (1640). «Leviatán», 6 y 8 (1651) «De Homi
ne», 11, 12 y 13(1658).
(35) Fundamental la consulta de C.A. Viano, «Analisi della vita
emotiva e técnica della filosofía di Hobbes», Ed. Rivista critica di Storia
della Filosofía, Anno, XVIII-IV, 1962. También R. Polín, «Politique
et Philosophie chez T. Hobbes», Ed. Vrin, París, 1977 y L. Strauss,
opus cit.
(36) L. Strauss, opus cit. III, pp. 30-43. Es interesante ver la tesis
de R. D. Cumming, «Human Nature and History», Ed. The Univer-
sity of Chicago Press, 1969, pp. 70-82. Según Cumming, las ralees del
análisis hobbesiano habría que buscarlas, no tamo en Aristóteles, como
en la interpretación que de la «Retórica» hizo Tomás de Aquino. No
olvidar la utilización que hace Hobbes del concepto de «connatus»
derivado de la psicología estoica, más que de la física de Galileo.
(37) A. González, «Hobbes o la racionalidad del poder», Ed. Uni
versidad de Barcelona, 1981.
(38) «Leviatán», pp. 190-191.
Sujeto político
(39) A. González, opus cit.
(40) «Leviatán», II, XII, p. 225.
(41) Ibid., ibid., ibid., p. 225.
(42) Ibid., II, XVII,. p. 267.
IV. Locke
Esencia real/esencia nominal. Sustancia/sustancia individual
(1) J. Locke, «Ensayo sobre el entendimiento humano», Ed. Na
cional, Madrid, 1980. Edición a cargo de S. Rábade y María Esmeral
da. 3.6. 26, p. 679.
(2) Ibid.. ibid., ibid.
(3) Ibid., 3. 6. 27. p. 682.
108
(4) Ibid.. 4. 6. 15, p. 878.
(5) Voltaire, «Opúsculos satíricos y filosóficos», Ed. Alfaguara,
Madrid, 1978. «El filósofo ignorante», VIII, p. 112.
(6) Jonalhan Bennett, «Locke, Berkeley, Hume. Central Themes»,
Ed. Clarendon Press, Oxford, 1979 (1971), III, pp. 59-89.
(7) R. I. Aaron, «John Locke», Ed. Clarendon Press, Oxford,
1973 (1937), V., pp. 154-192.
(8) Ibid., ibid., pp. 178-179.
(9) J. L. Mackie, «Problems from Locke», Ed. Clarendon Press,
Oxfor, 1976, cap. 3, pp. 72-107.
(10) Mauiriee Mandelbaum, «II realismo di Locke», en «Locke»
editado por Pintacuda, ISEDI, Milano, 1978, pp. 138-177.
(11) Ibid., p. 146.
(12) J. W. Yolton, «Locke and the Compass of Human Unders-
tanding», Ed. Cambrige Press, Cambrige, 1970, cap. 2.
(13) «Ensayo». III. X, 14. pp. 742-743.
(14) Ibid., ibid., ibid., 15 y 16, p. 745.
Identidad personal
(15) Véase J.J. Jenkins, «Locke», Ed. Univcrsity Press. Edinburgh,
1983, p. 103.
(16) J. L. Mackie, «Problems from Locke», opus cit. pp. 160-161.
(17) «Ensayos,», II, XXVII, 8, pp. 488 y ss.
(18) J. J. Jenkins, «Locke», pp. 103-131.
(19) «Ensayo». II, XXVII, 1, pp. 482-483.
(20) Ibid., ibid., 4, p. 486.
(21) Ibid., ibid., 5. p. 486.
(22) Ibid., ibid., 7, pp. 487-488.
(23) Ibid., ibid., 9. p. 489.
(24) Ibid., ibid., 10, p. 492.
(25) Ibid., ibid., ibid., p. 492.
(26) Ibid, ibid., 11. p. 492.
(27) Ibid., ibid., 11, p. 493.
(28) Ibid., ibid., 12, p. 494.
(29) Ibid., ibid., 17, p. 500.
(30) A. González, «Locke», Ed. Montesinos, Barcelona, 1984.
(31) «Ensayo», II, XXVII y XXVI, p. 508.
(32) Ibid., ibid., p. 509.
(33) T. Reid, «Essays on the Intellectual Powers of Man», Ed. by
A. O. Woozley, London, 1941. III, 6.
(34) «Ensayo», II. XXVII, 22, p. 504.
(35) H. Allison, «La identidad personal de Locke», en «Locke y
el entendimiento humano», Ed. por I. C. Lipton, Fondo de Cultura
Económica, México. 1981. p. 221.
109
(36) D. Wiggins, «Locke, Butler and Stieam of Consciusness:
and Man as a Natural Kind», «Philosophy», $1, 1976.
(37) «Ensayo», II, XXVII, 19, p. 501.
Sujeto jurídico
(41) «Ensayo sobre el gobierno civil», V, 27.
(42) Ibid., ibid., 47.
(43) R. Polín, «La politique morale chez Locke», Ed. P.U.F.,
París, 1960.
(44) C. B. Macpherson, «La teoría política del individualismo
posesivo», Ed. Fontanella, Barcelona, 1970, p. 181.
(45) «Ensayo sobre el gobierno civil», IX, 123.
(46) Ibid., ibid., ibid.
V. Hume
110
Madrid, 1977, L.l. Introducción, pp. 79-80. Edición a cargo de Félix
Duque.
(7) Ibid., ibid., p. 81.
(8) El texto de Noxon representa uno de los trabajos más sólidos
sobre esta influencia. También D. Brunet, «Philosophie et Esthétique
chez D. Hume», Ed. Libraire A. G. Nizat, París, 1965, muestra la
influencia en la concepción del «yo», pp. 136 y ss. Importantes, tam
bién, las aportaciones de J. Passmore y K. Smith. Curiosa, no por ello
menos seria, la influencia que séllala J. P. Writh de Tomás de Aquino,
«De memoria et Reminiscencia», sobre el concepto de memoria en
Hume, «The sceptical tealism of David Hume», Ed. Manchester Uni-
versity Press, Liverpool. 1983.
(9) S. K. Wertz, «Hume, History and Human Nature», Journal of
the History of Ideas, 1975, pp. 481-496.
(10) «Tratado», III, i¡, p. 695.
(11) Ibid., ibid., ibid., p. 704.
712) G. Deleuze, opus, cit., p. 134.
(13) D. Hume, «Abstrae», Ed. Humanitas, Barcelona, pp. 99-100.
(14) O. Brunet, opus, cit., p. 134.
(15) Fundamental para este punto el texto de K. Smith.
(16) «Tratado», Introducción, p. 83.
(17) Ibid., ibid., p. 83.
(18) Ibid., p. 414,1, vi.
(19) Véase Capaldi, «David Hume: The Newtonian Philosopher»,
Boston, 1975.
(20) «Tratado», I, vii, p. 425.
Sujeto activo
(21) S. Rábade, «Fenomenismo y yo personal en Hume», Anales
del Seminario de Metafísica, Madrid, 1973, VIII.
(22) G. Deleuze, opus, cit., p. 91.
(23) S. Rábade, «Hume y el fenomenismo moderno», p. 11.
(24) M. Malherbe, «Le probléme de I'identité dans la Philosophie
Sceptique de David Hume».
(25) G. Deleuze, opus. cit., p. 23.
(26) «Tratado», I, iv, 2, p. 120.
(27) Ibid., Appendix, p. 633.
111
pelle, University of Notre Dame Press, London, 1968. Ver T. Penelhum,
«Hume on Personal Identity». También L. Ashley and M. Stack, «Hu-
me’s Theory of che Self and Its Identity», Dialogue, 1974,13, pp. 239-254.
(30) J. I. Biro, «Hume on Self-Identity and Memory., Rewiew of
Metaphysics», 30, 1976-77, pp. 19-39 y J. Bricke, «Hume on Self-
Identity, Memory and Causality» en «David Hume: Bicentenary Papers».
(31) Curiosa y sintética serie de F. Duque en su Introducción a
la traducción del «Tratado», p. 29.
(32) M. Malherbe, articulo citado. Consultar también, aunque más
en la linea de la tesis que hemos anunciado respecto a la importancia
del L.III, a Annette Baier, «Hume on Heaps and Bundles», American
Philosophycal Quartely», 16 (1979), pp. 285-296, y N. Brett, «Substan-
ce an Mental Identity in Hume’s Treatise», American Philosophy Quar-
terly, 22(1972), pp. 117-119.
(33) J. Laird, «Hume’s Philosophy of Human Nature», Ed. Archon
Books, London. 1967. pp. 166 y ss.
(34) S. Rábade, opus, cit., y M. Malherbe, art. cit.
(35) G. Deleuze, opus. cit.
(36) «Tratado», 1, iv, 6, P. 251.
(37) K. Smith, opus cit. J. Passmore opus cit. y N. Capaldi «Self
and Substance un Hume’s Ontology», Ed. Queens College, New York,
1979.
(38) «Tratado», I, iv, I y 2, p. 187. F. Duque, en nota a pie de
página (121), scflala que ahi se encuentra el principio de la filosofía con
temporánea. «Estos dos planos (lo dado y la reflexión sobre ello) no
se abandonarán ya; corresponden, mutas mutandis, a la distancia cono
cimiento trascendental/mundo fenoménico (Kani); metalenguaje/lengua-
je objeto, en lógica; lectura/escritura (Althuser)».
(39) Ibid., ibid., p. 254.
(40) Ibid., ibid., p. 256.
(41) M. Malherbe, opus cit., p. 34.
(42) S. Rádabe, «Hume y el fenomenismo moderno», pp. 270-310.
(43) «Tratado», I, iv, 2, p. 193.
(44) Ibid., ibid., p. 259.
(45) S. Rábade, «Fenomenismo y yo personal».
(46) Sobre la función de la memoria en la teoría de la identidad
personal, J. I. Biro, «Hume on Self-Identity», opus cit., donde man
tiene un enfrentamiento con las tesis de L. Ashley y M. Stack, «Hume’s
Theory of the Self and Its Identity». También J. Bricke, «Hume on
Self-Identity, Memory and Causality». pp. 167-174, y, por último
B. Stroud, «Hume», Ed. Routledge and Kegan Paul, London, 1977,
pp. 122-124.
(47) G. Deleuze, «Empirismo y subjetividad», p. 13.
(48) «Tratado», ibid., ibid.. p. 261.
(49) Ibid., ibid., p. 261.
(50) N. Brett, «Substance and Metal Identity in Hume’s Treatise»,
The Philosophical Quarterly, 22 (1971), pp. 120-121.
112
(51) «Tratado», 1, iv, 261.
(52) G. Deleuze, opus cit., p. 107.
(53) Ibid., p. 91.
(54) M. Malherbe, opus cit., p. 45.
(55) «Tratado», II, i, 1, p. 275.
El Yo de las pasiones
(56) «Tratado», II, i. 1, p. 277.
(57) J. B. Stewart, «The Moral and Political Philosophy of Da
vid Hume», Ed. Green Wood Press, Connecticut, 1977, pp. 57-79.
(58) G. Deleuze, opus cit., p. 12.
(59) A. Baier, «Hume on Heaps and Bundles», pp. 285-295.
(60) «Tratado», II, i, 11, p. 317.
(61) Ibid., ibid., 3, p. 280.
Sujeto moral
(62) «Tratado», II, i, 1, p. 469.
(63) G. Deleuze, opus, cit., p. 138.
(64) G. Deleuze, opus cit., p. 92.
(65) «Tratado», III, i, 1, p. 457.
(66) Ibid., ibid., p. 464.
(67) Ibid., ibid., p. 457.
(68) G. Deleuze, p. 140.
(69) Ibid., p. 145.
(70) «Tratado.» Conclusión, p. 619.
(71) G. Deleuze, opus cit., p. 148.
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