El Rio y El Mar PDF
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Correspondencia
JOSÉ MARÍA EMILIO ADOLFO
ARGUEDAS WESTPHALEN
(1939-1969)
Primera edición, 2011
Ina Salazar*
ga del premio Inca Garcilaso de la Vega, Lima, Octubre de 1968, aparecido como pró-
logo de El zorro de arriba y el zorro de abajo, José María Arguedas, Obras completas,
Tomo V, Ed. Horizonte, Lima, 1983, p. 13.
7
Emilio Adolfo Westphalen parecería situarse en la vera
opuesta. Es un poeta cuya obra está estrechamente vincula-
da con los movimientos de vanguardia y, más precisamente,
con el surrealismo. Es autor de dos libros deslumbrantes y
de difícil acceso, Las ínsulas extrañas (1933) y Abolición de la
muerte (1935), que afirman el vigor y la singularidad de una
palabra poética, de un arte definitivamente innovadores den-
tro del contexto occidental moderno. Tiene una trayectoria
como autor y como actor cultural —fue también ensayista y
sobre todo dirigió dos de las revistas culturales más rigurosas
de América Latina en el siglo xx: Las Moradas (1947-1949) y
Amaru (1962 a 1971), caracterizadas por una apertura cosmo-
polita y una modernidad excepcional.
A partir de este sintético esbozo de sus rasgos más recono-
cibles nada parece acercarlos. Pero las apariencias engañan,
pues lo que fueron no habría podido existir sin la amistad,
la complicidad, el diálogo constante que hubo entre ellos. En
esta edición se presenta la correspondencia que mantuvieron
a lo largo de tres décadas como elocuente testimonio de ese
fructífero intercambio en el marco de la compleja realidad
sociocultural del país. La amistad nació del encuentro de
los dos jóvenes estudiantes en los patios de la Universidad
Nacional Mayor de San Marcos, en 1932: Emilio Adolfo ter-
minaba sus estudios de Letras, José María los iniciaba, pues
había ingresado a San Marcos el año anterior. Procedían de
dos medios alejados e incluso opuestos, el joven Westphalen,
de familia alemana por parte de su padre e italiana del lado
de su madre, había crecido en Lima en un hogar de clase
media y estudiado en el colegio alemán, donde coincidió con
Estuardo Núñez y con Rafael de la Fuente Benavides, quien
se convertiría en el gran Martín Adán. Más que en la casa, fue
8
en el colegio (con profesores como el gramático Emilio Hui-
dobro o, en literatura, Alberto Ureta y Luis Alberto Sánchez),
donde nació y se cultivó su amor por los libros, la literatura
y sobre todo por la poesía. El camino que llevó a José María
Arguedas a las Letras y a San Marcos fue radicalmente dife-
rente: una infancia en la sierra, durante la cual vive en carne
propia la dualidad de la sociedad peruana, como “misti” (hijo
de un juez y abogado blanco de ojos azules) pero relegado
por su madrastra, rica dueña de haciendas, a vivir y dormir
con la servidumbre india que lo acoge y le brinda amor y pro-
tección. Luego, de muchacho, los viajes de pueblo en pueblo
con su padre por el trabajo que este ejerce y una escolaridad
a merced de una vida errante no exenta, sin embargo, de ex-
periencias enriquecedoras: en ella crece y se afianza el íntimo
lazo con el paisaje andino y se ahonda su conocimiento de
los hombres, como testigo de la explotación y la enajenación
de los indios colonos de las haciendas en contraste con la
vida simple y plena de los comuneros. De estos aprende el
inestimable valor de la tierra y de la música. Son los cantos
quechuas y las narraciones orales escuchados, gozados du-
rante la infancia lo que conduce a José María Arguedas a las
letras y a la literatura (“contagiado para siempre de los cantos
y mitos, llevado por la fortuna hasta la Universidad de San
Marcos, hablando por vida el quechua...”).2
La literatura y la poesía, a las que llegan por caminos tan
distintos, hacen posible el encuentro de los dos hombres en
ese 1932. Desde entonces hasta el 2 de diciembre de 1969,
fecha de la muerte de Arguedas, los lazos de amistad, de
complicidad intelectual, de entendimiento artístico fueron
2 Ibid.
9
poderosos. Nunca dejaron de serlo, como lo atestigua la co-
rrespondencia y algunos signos públicamente plasmados por
uno y otro en sus obras: Westphalen escribe para José María
el breve libro de poemas El niño y el río, en 1983,3 con la
significativa dedicatoria: “A José María Arguedas, homenaje
pobre al poeta y amigo”. Arguedas le dedica a Emilio Adolfo
su última novela, inconclusa, El zorro de Arriba y el zorro de
abajo, con estas palabras: “A Emilio Adolfo Westphalen y al
violinista Máximo Damián Huamani de San Diego de Ishua,
les dedico, temeroso, este lisiado y desigual relato”. Curiosa-
mente, como se ve en estas dedicatorias, los dos hombres se
encuentran en un mismo sentimiento de insuficiencia, “ho-
menaje pobre”, “relato lisiado” que trasluce, en primer lugar,
el valor otorgado a la amistad; pero estas palabras reflejan
también y sobre todo el altísimo lugar en que ambos colo-
caban la literatura y el arte en general. Nunca olvidaron que
“el lugar que corresponde al arte dentro de la sociedad no
es distracción de la vida, sino vida más plena, no embeleco
para ocultar al hombre, sino nuevo instrumento para que el
hombre llegue a serlo”,4 como lo dijo y repitió Westphalen
y lo practicaron ambos, si pensamos en la manera —dolo-
rosa, trágica— con que Arguedas vivió “la literatura como
contribución y responsabilidad”.5 Compartieron plenamente
esa convicción y ese sentimiento de insuficiencia, lejos de la
autosatisfacción y de la vanidad, lo que en cada uno se expre-
3 Que forma parte del conjunto titulado Nueva serie, publicado por primera vez
10
só de diversa manera: podemos citar el pudor, la discreción
extrema de Westphalen con respecto a su propia obra (nunca
publicó ni fueron mencionadas cosas suyas en las revistas que
dirigió), o interpretar en ese sentido la suspensión de su labor
creativa durante más de treinta años. José María Arguedas lo
mostró en la permanente, hasta enfermiza autocrítica con
respecto a su quehacer de escritor, condicionada en mucho
por la amenaza de fracaso y la incapacidad para cumplir con
la misión que él mismo se asignaba, es decir, mantener vivo
el lazo entre arte y vida, transmitir “el jugo de la tierra”6 en
un momento en que, por un lado, la literatura hispanoame-
ricana exhibía con orgullo y sin complejos sus poderes y su
autonomía7 y, por el otro, las ciencias sociales se mostraban
ineludibles y todopoderosas en el conocimiento de las reali-
dades humanas.8
El sentimiento de insuficiencia que caracteriza a los dos
hombres con respecto a la altísima función del arte en la socie-
dad, cobra particular importancia y sentido en el Perú que les
toca vivir, un país en que la cultura es considerada superflua,
decorativa, de divertimento y, sobre todo, en el cual el arte y la
el IEP en torno a Todas las sangres que dio lugar luego al texto de Arguedas, “¿He
vivido en vano?”, en Mesa redonda sobre Todas las Sangres, IEP, Lima, 1985.
11
literatura son un “quehacer de minorías y para minorías que se
cumple sobre fondo de una gran comunidad iletrada.”9 Desde
esa conciencia trabajan. Pero ese sentimiento de insuficiencia
es inversamente proporcional a lo que efectivamente aporta-
ron Arguedas y Westphalen, tanto a través de su creación como
del quehacer cultural desplegado. No hay nada menos pobre,
menos lisiado que la literatura que nos dejaron: con Las ínsu-
las extrañas y Abolición de la muerte Westphalen emprendió
una exploración que le permitió a la poesía peruana, y a la poe-
sía de habla hispana en general, conquistar nuevos territorios,
una apropiación singular de las armas surrealistas a través de
una palabra arraigada en una imaginación todopoderosa. La
novela Los ríos profundos, o el cuento La agonía de Rasu-Ñiti,
de Arguedas, para no citar sino dos ejemplos, son expresiones
de una lengua narrativa profundamente renovada, que mar-
ca la salida definitiva del indigenismo tradicional, con nuevas
modalidades que amplían el espectro de lo que se llamó (para
mal y para bien) el realismo mágico como expresión de esa
“misión histórica” de la literatura latinoamericana de dilucidar
al “otro”, es decir al no-europeo.10
9 Augusto Salazar Bondy en La encrucijada del Perú, varios autores, Col. Hora
de Latinoamérica, Arca, Montevideo, 1963, p. 26. Algo semejante dice Mario Vargas
Llosa en los sesenta: “( ... ) escribir significa poco menos que la muerte civil poco
más que llevar la imprecisa, deprimente vida del paria. ¿Cómo podría ser de otro
modo? En una sociedad en la que la literatura no cumple función alguna porque la
mayoría de sus miembros no saben o no están en condiciones de leer y la minoría
que sabe y puede leer no lo hace nunca, el escritor resulta un ser anómalo, sin ubi-
cación precisa, un individuo pintoresco y excéntrico, una especie de loco benigno al
que se deja en libertad porque después de todo su demencia no es contagiosa.” En
el prólogo de las Obras de Sebastián Salazar Bondy, Tomo 1, Comedias y juguetes,
Moncloa Editores, S. A., Lima, 1967.
10 Siguiendo a Tatiana Bubnova, retomada por Gonzalo Portocarrero, en Rostros
criollos del mal, Red para el desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, Lima,
2004, p.239.
12
Los frutos que dejaron estas dos personalidades excepcio-
nales no son sólo literarios, aunque eso ya es mucho porque
los libros nos forman como miembros de una colectividad.
Westphalen y Arguedas son portadores de un legado cultural
más amplio, tienen en común el no haberse contentado con
ser sólo escritores. Ambos fueron, ya se ha dicho, activísimos
agentes culturales, haciendo aún más estrecho el lazo entre
arte y vida, más abarcador y al mismo tiempo más proble-
mático. Es patente, a la luz de la correspondencia, lo difícil y
desgarrador que fue para Arguedas llevar a bien la creación y
la investigación, la entrega a ambas y al mismo tiempo la con-
ciencia de su necesidad.11 Esta paradójica realidad de comple-
mentariedad e incompatibilidad, en el caso de Westphalen,
se tradujo quizá en el hecho de que las décadas de silencio
creativo fueran sus más productivas como actor cultural (en
tanto que director de revistas y ensayista).
Los alcances del legado de Arguedas y Westphalen no
sólo se miden individualmente, son parte del intercambio
constante que tuvieron. De éste nacieron tomas de posición,
experiencias y acciones culturales que marcaron de manera
estadía en Europa gracias a una beca de la Unesco para efectuar una investigación
etnológica: “he trabajado intensamente y he hecho, al parecer, descubrimientos for-
midables que si son suficientemente confirmados me permitirán escribir un trabajo
que bien puede constituir una revelación y me servirán para la tesis de doctorado.
[...]Lo único que siento es que me veo cada vez más lejos de mi verdadero camino.
Había alentado la ilusión de escribir una novela sobre Lima. La empecé cuando me
quedé solo y completamente enflaquecido. Ahora no puedo saber cuánto tiempo de-
beré esperar para continuarla[...]” O en esta otra carta del 19 de marzo de 1959: “si
no no podré librarme del trabajo sobre las Comunidades de Castilla y el Perú, que he
empezado, que será lo último que haga en etnología, a Dios gracias. Estos proyectos
me cautivan pero me martiriza escribirlos, por mi falta de orden y buena formación
profesional. Mientras que los relatos cuando están ya concebidos salen tranquila-
mente. ¿Para qué sufrir con los otros ya más?”
13
profunda al medio artístico e intelectual y enriquecieron el
imaginario nacional (como lo identificó Alberto Escobar),12
desde la provocación o la conciencia crítica, desde una aper-
tura al mundo y a la modernidad estética, desde el recono-
cimiento de los propios tesoros ignorados y soterrados y la
aceptación de una cultura hecha de “todas las sangres”.
Westphalen lo hace aquejado, como él mismo dice, “de
esa no sé si virtud o enfermedad que en su jerga literaria de-
nominó José Carlos Mariátegui, cosmopolitismo” que para
él significó “el reconocimiento de aperturas y posibilidades
—de la libertad de discrepancia— del recelo ante supersti-
ciones y fanatismos (estas antesalas de la barbarie conforme
señaló Diderot)”,13 es decir, la gestación de una cultura en
una compenetración auténtica, intensa, con las expresiones
artísticas e intelectuales más modernas de Occidente. Es
desde la vera de una vanguardia subversiva y cuestionado-
ra que intenta sacar al Perú de su letargo, de su localismo
conservador y su servilismo imitativo, combatiendo, como
él dice, la “obra de la acción gástrica corrosiva de la ciudad
natal”.14 Lo llevó a cabo, por supuesto, con su poesía, pero
también, de manera activa y casi militante, a través la di-
rección de la sulfurosa “hoja de poesía y polémica” que fue
el número único de El uso de la palabra, aparecido en 1939
y, sobre todo, de Las Moradas y Amaru. Con ellas, los jóve-
nes creadores e intelectuales peruanos no sólo gozaron de
otra visión del paisaje cultural del país y del mundo, de una
14
visión iconoclasta que cuestionaba los dictados de la Lima
criolla de raigambre colonial, sino que dispusieron de un
espacio esencial de vida intelectual y artística, constituido
por unas pocas buenas revistas en esos tiempos de preca-
riedad cultural.15 Esas revistas —en particular Las Moradas
y Amaru— no sólo tuvieron el mérito de existir, sino que
inyectaron una energía nueva, estimularon el medio, am-
pliaron los campos de interés e instauraron una actitud al
mismo tiempo exigente, rigurosa y de apertura. Demostra-
ron que eran posibles las publicaciones interesadas por la
cultura y la producción propias, capaces al mismo tiempo
de franquear las fronteras localistas y conservadoras; pu-
blicaciones que nada tenían que envidiar a los productos
culturales de los países desarrollados y que dieron las pau-
tas de una actitud responsable, imaginativa, consciente del
papel que debían tener artistas, escritores e intelectuales en
el seno de la sociedad. Para decirlo con Luis Loayza: “lejos
de proponer a sus lectores el ejercicio intelectual entendido
como juego o evasión Las Moradas y Amaru los enfrentó a
su responsabilidad, los enriqueció y sigue enriqueciendo”.16
p. 215.
15
Arguedas ataca desde la otra vera las bases de la sociedad
criolla, identificando responsabilidades con respecto a la reali-
dad interior negada [ese] “gran pueblo oprimido por el despre-
cio social, la dominación política y la explotación económica,”17
pero también y sobre todo con una labor paciente, profunda,
de difusión y valoración de las culturas andinas, un esfuerzo
sostenido por abrir el cerco entre el mundo criollo costeño y
el serrano, relativizar la validez de los cánones occidentales y
criollos omnipotentes y absolutos. Se ignora en general que
Arguedas le dedicó más páginas a la cultura peruana que a su
creación novelística y su acción como agente cultural fue obra
de toda una vida: como maestro en Sicuani, como funcionario
en el Ministerio de Educación encargado del folklore nacional
(cuando Valcárcel fue ministro de Educación), como Director
de investigaciones etnológicas en el Museo de la Cultura Pe-
ruana, como director de la Casa de la cultura, como profesor
en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en la Escuela
Normal, en la Universidad Nacional Agraria. Arguedas fue de-
finitivamente uno de los actores mayores de esa creciente toma
de conciencia en el Perú, a través de su presencia e influencia
en los sectores cultivados de los años 40, del problema nacio-
nal de la coexistencia de mundos en compartimentos estancos,
de los “muros aislantes y opresores” que separaban al mundo
criollo costeño de todo el resto del país, mundo ignorado, am-
pliamente mayoritario en los departamentos de la sierra pero
también de la selva, prácticamente monolingües y analfabetos
y de cultura puramente oral.
La manera en que esos itinerarios individuales dejaron
huella profunda no puede comprenderse cabalmente fuera
17 En
“No soy un aculturado... “ op. cit. p. 13.
16
del marco del diálogo entre Westphalen y Arguedas. En las
diferentes empresas culturales importantes de las décadas
de 1930, 1940, 1950 y 1960 se entrelazan constantemente
los dos nombres: Arguedas colaboró intensamente en Las
Moradas y Amaru, Westphalen dirigió la Revista Peruana
de Cultura (de los números 2 al 8) a pedido de Arguedas
cuando este era director de la Casa de Cultura, entre 1964 y
1966. El papel de Arguedas y Westphalen en la formación de
un sector pensante y artístico que desea superar la desarti-
culación de la sociedad peruana y asumir una modernidad
liberadora es sustancial. Su correspondencia da cuenta del
poderoso lazo que ambos tejen con la generación de artis-
tas, escritores e intelectuales inmediatamente posterior (Ja-
vier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson, Sebastián y Augusto
Salazar Bondy, Fernando de Szyszlo, José Matos Mar, Blanca
Varela...). Para estos, Westphalen y Arguedas constituyen
en el diálogo entablado, en la complementariedad que for-
man a través del intercambio, una referencia modélica, e
incluso tutelar, determinante en la creación de condiciones
propicias para la efervescencia intelectual y creativa.18 “La
existencia de Las moradas,” según testimonio de Fernando
de Szyszlo, y “todo lo que se escribió en esa época transfor-
mó mucho el ambiente y despertó una inquietud real en
muchos grupos más jóvenes que nosotros”.19 Esa “inquietud
real,” que cuajó como una efervescencia colectiva, también
lo fue gracias a la existencia de lugares de encuentro como la
temporáneo, Fondo Editorial, Lima, 2000, analiza esta relación y transmisión, si-
guiendo y profundizando los postulados previos de Alberto Escobar en El imaginario
nacional.
19 En Indagación y collage, Mosca Azul editores, Lima, 1975, p. 83.
17
peña Pancho Fierro,20 centro de reunión de artistas creado
y promovido por la pintora Alicia Bustamante (discípula de
José Sabogal y cercana a la corriente indigenista) y su her-
mana, la maestra Celia Bustamante, casada con Arguedas.
Los tres son figuras esenciales de ese lugar de encuentro
en el que desde 1936 hasta finales de los sesenta (la Peña
se acaba a la muerte de Alicia, el 27 de diciembre de 1969)
casi a diario se reunían poetas, escritores, artistas plásticos,
críticos y pensadores de diferentes generaciones y tenden-
cias. Entre los primeros están Westphalen, por supuesto, y
también César Moro, Xavier Abril, Martín Adán, Enrique
Peña Barrenechea, Estuardo Núñez, Alberto Tauro. Asimis-
mo, por ella pasan personalidades extranjeras artísticas e
intelectuales que se encuentran de visita en Lima, hacien-
do de la Peña un espacio de contacto y de encuentro con
el mundo exterior: estuvieron allí Jean-Louis Barrault, Jean
Villar, Pablo Neruda y, tras la conmoción de la guerra civil
española, Pedro Salinas, Dámaso Alonso, Margarita Xirgu y
su compañía teatral,21 así como el escritor y periodista Cor-
pus Vargas, quien terminó instalándose en Lima. Algunos
de los visitantes dejaron un vivo testimonio de este lugar de
encuentro, como, por ejemplo, el escritor anglo-americano
Christopher Isherwood,22 o la autora puertorriqueña Con-
de la Inquisición, la peña Pancho Fierro se muda en 1938 a una casita que la Bene-
ficencia Pública alquila a las hermanas en la plazuela de San Agustín. Finalmente,
funciona en un local en la calle Washington, cerca de la avenida Alfonso Ugarte, al
lado de la casa donde viven las Bustamante.
21 Dos de sus miembros, Santiago Ontañón y Edmundo Agüero se quedaron en
de finales de los 40: en su libro titulado The Condor and the Cows (1949), consultado
en su versión francesa, Le condor, Ed. Rivages, Paris 1990, p. 220-222.
18
cha Meléndez, quien escribió una suerte de diario de viaje
sobre su estancia en el Perú, titulado Entrada en el Perú, con
un capítulo dedicado a la Peña y que retrata bastante bien
el ambiente en el contexto de los 30:
19
lo hacen mordaz, desdeñoso y desarraigado en Lima. Preparaba
entonces un viaje a México. Pequeño, delgado, es un haz de
nervios rebeldes. Tenía consigo aquella noche, repasándola, la
Nadja de André Breton. Al salir de Pancho Fierro preferí caminar
hasta el hotel. Pasamos frente a la Catedral desdibujada en la
sombra. La escultura ecuestre de Pizarro, situada en el atrio du-
rante las fiestas del cuarto centenario de la fundación de Lima,
parecía pronta a correr a través de la Plaza Mayor buscando su
casa solariega hoy desparecida. Tuve una sensación de peligro,
de que íbamos a ser arrollados por las patas del caballo en fuga.
Westphalen y Moro rieron cuando les comuniqué mi aprensión.
Les gusta la ironía. Son autores de una invectiva satírica, tre-
menda, titulada Vicente Huidobro o el obispo embotellado.23
23 Concha Meléndez, Obras Completas. Tomo 1, San Juan de Puerto Rico, Insti-
20
guedas, esa cultura andina ignorada, negada, menospreciada
hasta entonces por la capital. En los locales de la Peña, Alicia
expone su colección de arte popular que ha ido conformando
en sus viajes por el interior del país y organiza muestras pun-
tuales de artesanos mientras que José María transmite a los
limeños cultivados su amor por la música andina, invitando
a la peña a músicos serranos o interpretando él mismo con
la guitarra canciones y melodías o, como lo refiere Blanca
Varela, llevándose a los asiduos de la plaza San Agustín en
sus frecuentes excursiones a los coliseos donde se presenta-
ban los grupos musicales y de danza venidos de diferentes
regiones de la sierra y que en los años 40 constituían lugares
privilegiados de los migrantes serranos.25
La Peña es el espacio en que jóvenes de los 40 y 50 como
Eielson, Salazar Bondy, Varela, Sologuren, Szsyszlo se forman
al contacto con los mayores, aprovechando en particular la
contemporaneidad y amistad entre Emilio Adolfo Westpha-
len y José María Arguedas. El diálogo de estos dos hombres,
según Luis Rebaza Soraluz,26 es el punto de partida para ima-
ginar la figura del artista peruano contemporáneo:
fácil mi no tan profundo ingreso a ella y, con mi padre y los libros, el mejor entendi-
miento del castellano, la mitad del mundo. Y también con Celia y Alicia empezamos
a quebrantar la muralla que cerraba Lima y la costa – la mente de los criollos todopo-
derosos, colonos de una mezcla bastante indefinible de España, Francia y los Estados
Unidos y de los colonos de estos colonos – quebrantar la muralla que cerraba Lima
y la costa a la música en milenios creada y perfeccionada por quechuas, aymaras y
mestizos.” (Op. cit. p. 203)
25 Eve-Marie Fell, “Propositions et résistances culturelles au Pérou (1945-1970)”,
Cahiers du criccal N° 5.
26 Op. cit. p. 14-15.
21
del mundo campesino [andino] al mundo occidental» (Flores
Galindo 1992: 13). Y ve otro modelo de articulación cultural en el
Westphalen que domina el español y otras lenguas europeas:
el de un artista que del mundo occidental va hacia el andino
merced al estudio artístico y académico. De esta manera, ambos
escritores configurarían movimientos cuyos orígenes y destinos
son inversos: [andino occidental] y [occidental andino].
La reunión de ambos movimientos constituirá un tercer mode-
lo a construir con características dinámicas circulares. Primero
para «apropiarse culturalmente del mundo andino y luego para
dejar de lado la distinción «ontológica» de dos culturas anta-
gónica.
22
Uso de la Palabra, titulado “De la poesía y los críticos”, en el
que el autor de Abolición de la muerte, además de invalidar
el juicio de Estuardo Núñez, ataca a uno de los mayores re-
presentantes de la crítica literaria, Luis Alberto Sánchez, a
raíz de la publicación de su Índice de la poesía peruana con-
temporánea, arremetiendo asimismo contra una actividad
crítica definida como “práctica de mal agüero”, “uso carente
de resonancias fecundas de cualquier especie”, “estafa desver-
gonzada” e identificándola sobre todo como instrumento de
regulación social y de preservación de los valores imperantes.
La complicidad de Westphalen y Arguedas en esta empresa
de demolición a través de un “uso de la palabra” corrosivo
y combativo que se instala en el campo polémico, se verifi-
ca en las palabras con que Arguedas comenta el artículo de
Westphalen al recibir en Sicuani el citado número de El Uso
de la Palabra:
23
Westphalen se encontraron, se reconocieron en una vivencia
y posición ante la sociedad peruana que ya Escobar había
identificado como marginación. El autor de Las ínsulas ex-
trañas lo enuncia claramente en su ensayo “Poetas en la Lima
de los años treinta” al referirse a su relación con su ciudad
natal:
24
la clase media, es decir, sin peso económico ni poder de in-
fluencia, le permite, como él dice, entender “la problemática
del Perú entero” o sea la problemática de la no integración,
de la hostilidad, de la negación de lo otro, del otro, de lo que
no es limeño/criollo). Arguedas, además de revelar en tanto
que novelista (y estudioso), y por consiguiente, en tanto que
testigo y observador, la hostilidad y rechazo de los limeños-
costeños hacia los serranos y la relegación de estos, se ve per-
sonalmente afectado por su propia condición de intelectual
y escritor provinciano, rural, serrano y hasta su muerte se
sentirá al margen del mundo urbano capitalino y sus códigos,
como se hace manifiesto, por ejemplo, a lo largo de los diarios
de El zorro de arriba y el zorro de abajo.
En ambos, en la dinámica del intercambio que se estable-
ce, el sentimiento de desclasamiento que, en un principio, es
instrumento de menoscabo de una realización social plena,
es convertido en herramienta de cuestionamiento y permi-
te la propuesta y defensa de valores alternativos. La margi-
nación cambia de signo, es transformada, recuperada como
valor, el “no compartir las tradiciones” es sinónimo de “no
compartir los prejuicios e intereses de las clases dominantes”.
Arguedas y Westphalen van a llenar de sentido esa posición
marginal, como un bastión, un espacio preservado, garante
de ciertos valores éticos que van a encarnar en figuras como
la de José María Eguren. El autor de Simbólicas constituye
una presencia referencial tanto para Westphalen (lo que es
más lógico y conocido) como para Arguedas (lo que podría
sorprender, pues a primera vista es difícil ver puntos de con-
vergencia entre la palabra simbolista, hermética, oscura de
Eguren y las exigencias “veristas” del Arguedas escritor). Ade-
más de aparecer como “ángel tutelar” según Westphalen, por
25
ser “el primero que escribió poesía en el Perú y del cual deri-
vamos todos desde Vallejo hasta los siguientes”29, defenderán
a Eguren porque escapa a los dictados del establishment y es
relegado a los márgenes , son elocuentes al respecto el no
reconocimiento por parte de Luis Alberto Sánchez de la
importancia poética de Eguren y la poca pertinencia in-
terpretativa de Estuardo Núñez ante la obra del autor Su
valor de contrafigura se entiende asimismo y se completa con
respecto a la de José Santos Chocano, representante paradig-
mático de las letras peruanas, vate coronado en noviembre
de 1922 como poeta de América, modernista estridente, de
gran popularidad, aficionado a los grandes temas históricos
y geográficos del continente y del país, cuya vida vio confun-
dirse y cruzarse trabajo poético y carrera política, diplomacia
y aventura. Con respecto a Chocano, Eguren es un contramo-
delo, como lo dicen estas palabras de César Moro:
la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, año xxx, Lima diciembre de 1957, p. 110.
26
Al igual que Moro, Westphalen y Arguedas se reconocen
en esta figura de marginalidad positiva. Hallan en él al celoso
defensor del territorio de lo poético así como el de su ejercicio
exclusivo. Fue pues modelo por “su extraordinaria incorrupti-
bilidad poética y vital,” afirmándose como esa otra figura del
poeta portador de un doble valor, al separar quehacer poético
y función social.
Su ética común cuestiona, rechaza los valores de la Lima
criolla tradicional y conservadora, resiste a los dictados, a
las polaridades y encasillamientos. Westphalen y Arguedas
muestran, en su complementariedad, en la combatividad e
inconformismo que los caracteriza, el camino para forjar una
posible identidad cultural integradora. Sin embargo, lo que
fueron, lo que hicieron también mostró la enorme dificultad
que implicaba lograrlo. De las profundas asimetrías y des-
equilibrios nacionales no pudieron librarse enteramente. Ese
“sentirse al margen” en el que se encuentran los dos hombres
y que es una fuerza de resistencia, se traduce en Arguedas
desde su condición de intelectual y escritor rural, serrano, en
un sentimiento de no pertenencia al mundo capitalino-occi-
dentalizado y sus códigos que lo acompaña toda la vida y que
afecta aun sus relaciones con el círculo de sus más cercanos
cómplices y amigos,31 como Szyszlo o el propio Westphalen.32
31 Lo que quizá explica la acidez y sorna con que trata a algunos de los actores del
medio intelectual y artístico progresista y moderno del que forma parte. Véanse en la
correspondencia, en particular, sus comentarios sobre Sebastián Salazar Bondy.
32 Es lo que se siente en estas palabras que evocan el trato particularmente afec-
27
Ello evidencia una inscripción problemática que trasluce la
imposibilidad de interiorizar otra cosa que una diferencia
regida por la asimetría, recordando que inevitablemente “el
intercambio cultural tiene lugar dentro de un régimen de
dominación.”33 El intelectual o artista limeño es percibido en
una posición de superioridad por su procedencia capitalina,
por su dominio y posesión de la alta cultura, por su inscrip-
ción “natural” en ella.34 Es poseedor de lo que Arguedas sien-
te (y le hacen sentir) dolorosamente como una carencia, una
insuficiencia que jamás podrá ser colmada o con respecto a
la cual tiene que justificarse, como lo atestiguan las palabras
dirigidas a Westphalen, al amigo y también (detrás, inevita-
blemente) al artista e intelectual capitalino: “tú sabes mejor
que nadie que soy un narrador sin ilustración. Me defienden
la vida y el indestructible amor que siento por el ser humano
y por todos los seres vivos”.35
Pero la estrechísima amistad entre los dos hombres no se ve
regida ni determinada por esta diferencia sociocultural. En la
gran admiración que Arguedas siente por Westphalen, la pose-
como el sol, en algunas fiestas de los pueblos andinos del Perú. Y no es que lo diga
como que fuera un sectario indigenista. Lo vieron y sintieron igual que yo, gente que
vi llegar de París, de los ee.uu., de Italia y gente criada en Lima, de algunos de esos
que han crecido en “sociedades” bien cuajadas” o descuajándose. No es cierto Gody,
E. A. Westphalen, Jacqueline Weller?” Ibid, p. 22
35 Carta del 12 de julio de 1961. Algo similar dice en el Tercer Diario de El Zo-
rro de arriba y el zorro de abajo: “ ...Quizá me falta más mundo de ciudad que, en
cierta forma, significa decir erudición”, palabras que se desprenden de la conocida
polémica con Julio Cortázar que se da en 1968 que, además de ser un intercambio
sumamente instructivo sobre posiciones y visiones en torno a la literatura y más
precisamente en torno a la literatura y la vida, exacerba este sentimiento.
28
sión del saber, el dominio de la alta cultura, de la cultura occi-
dental deja de ser exclusivo signo distintivo de una pertenencia
capitalina-costeña, deja de ser expresión de dominación en la
medida que es un saber, una cultura respaldada por una éti-
ca. Las palabras con las que Arguedas se refiere a Westphalen
antes de quitarse la vida son elocuentes: “Emilio Adolfo es mi
amigo desde 1933; no ha hecho concesiones interesadas nun-
ca y creo que es el poeta y ensayista que más profundamente
conocía y conoce la literatura occidental y quien muy severa y
jubilosamente apreció y difundió la literatura peruana oral y
escrita desde las revistas que ha dirigido y dirige”. La poderosa
amistad reivindicada por el autor de El Zorro de arriba y el
zorro de abajo nace curiosamente poco tiempo después de la
muerte de su padre, presencia referencial mayor que deja un
gran vacío. Los términos en que se expresa Arguedas del amigo
en ciertos momentos lo coloca en una postura casi paterna
como se puede ver en esta carta de 1956:
36 Carta del 21 de febrero de 1956 escrita en Lima. Y esta otra carta, escrita años
más tarde, ratifica dicha impresión: “vente querido Emilio; económicamente no vi-
virás tan seguro, pero puedes encontrar cómo hacerlo con un nivel decente, y en
cambio auxiliarnos a nosotros. Hacer algo juntos, con amor, con ilusión. Y eso acaso
te falta. El Perú es cada vez más fascinante y hermoso. Anoche oía música del Cusco
y de Coracora, la más hermosa y profunda. Y eso es vivir, Emilio. Estamos aquí mu-
chos que te queremos tanto y te necesitamos. Eso es también la vida.” (Carta del 11
de enero de 1963).
29
La correspondencia entre los dos hombres permite re-
construir el camino recorrido y comprobar que ese fuerte
lazo, y más precisamente, la experiencia, el saber, los gustos
y principios estéticos de Westphalen imprimen una huella
certera en la formación de José María Arguedas, en sus pre-
ferencias poéticas y artísticas, llevándolo paradójicamente a
sentirse más cerca de los llamados “puristas” que de los “so-
ciales,”37 fragilizando así, deslegitimando los encasillamien-
tos. Westphalen es para Arguedas una suerte de garante, un
sostén antes que nada ético con respecto a un arte que no
admite concesiones ni compromisos, un arte que es necesa-
riamente “sustancia de la vida” pero que antes que nada se
presenta como valor universal y absoluto, por encima, más
allá de distinciones, consideraciones de orden social o cultu-
ral o político, en una concepción, por consiguiente, en la que
pueden (o quisieran) disolverse las oposiciones entre cultura
nativa y cultura foránea, reducirse las distancias entre cultura
dominante y dominada.38 El arte exaltado, el arte como valor
Comentando la actualidad cultural limeña: “pero el ‘hombre del día’ es Juan Ríos.
Te envié algunos recortes que te darán algún pasatiempo. El ‘poeta’ del canto a Sta-
lingrado y al Ejército Rojo se ha convertido en el hombre de moda. Acaba de estre-
nar la más abominable muestra de falsa poesía, de indignante calumnia al hombre
americano y europeo que sea posible concebir. ¡La tragedia!!! ‘medea’ que me dicen
que fue muy aplaudida en la primera función, al extremo que don Juan Ríos salió
al escenario a recibir el homenaje en público...” (Carta de jma del 23 de noviembre
de 1951.) Y años más tarde, comentando la conferencia que diera André Coyné en la
anea en 1956: “André dio una conferencia excelente sobre Vallejo. Fustigó como un
ángel indignado a los ‘turiferarios’ de Vallejo; a esos ‘poetas’ que han tomado algunas
fórmulas vallejianas para conformar poemas confianzudos y oportunistas. Porque ja-
más se ha escrito más versos ni se ha recitado más en ninguna parte del mundo; han
superado el record de los ‘poetas del pueblo’...” (Carta de fines de 1956, sin fecha.)
38 Esa convicción, esa concepción (que podríamos considerar que peca de idea-
30
se encarna especialmente para ambos en la poesía y ello no
es fortuito.
Arguedas y Westphalen se encuentran en la poesía no sólo
en esos años 30 sulfurosos y esperanzados sino a lo largo de
las décadas (de lucha, de resistencia constante ante el me-
dio criollo, las mentalidades, las instancias políticas, ante los
“monstruos” que según Arguedas “se van endureciendo”). Se
encuentran en ese territorio que por su marginalidad con-
sustancial (en el siglo xx) es a su vez un espacio preservado
y quintaesenciado (si pensamos en la trayectoria que va del
romanticismo alemán, Baudelaire y los poetas malditos a las
vanguardias, y que hace de la poesía, palabra de cuestiona-
miento y de descentramiento frente a la tradición, a lo insti-
tuido, a la oficialidad). Ellos entienden, como lo dice bella y
apropiadamente Alberto Escobar, que “en la patria universal
de la poesía caben todas las lenguas”;39 ellos entienden que
ese territorio marginal ante los ojos de la sociedad pero on-
llano en Sicuani: “Y ahora viene lo serio: tu duda de que no comprendan tus versos.
Claro que esos animales de críticos comenzando por el asno de Núñez y terminando
en el lego de Jime... y toda esa carroña escogida de pequeños literatos, tienen inca-
pacidad mental para entender nada de lo que verdaderamente es arte. Mientras yo,
aquí leo Eguren, leo Abolición, leo García Lorca, con mis alumnos. Y ellos entienden
y repiten los poemas cuatro y cinco veces. Si vieras cuántos ratos de hermosura he
pasado con ellos leyendo tus versos y los de Eguren. Y no sólo en clase: hay como
siete u ocho que vienen a mi casa y se van a la chacra con tus libros, con el de Enma-
nuel o Eguren. Después regresan como a la hora o más y conversamos en mi cuarto
hasta bien entrada la noche. Pero ninguno todavía ha aprendido a pronunciar bien
tu apellido. (Carta del 16 de julio de 1939, escrita en Sicuani.) Si bien podemos son-
reír o experimentar escepticismo ante la supuesta facilidad de trasmisión a jóvenes
quechuahablantes de obras poéticas como las de Eguren o Westphalen que aun para
un lector hispanohablante son de difícil acceso, aquí es admirable sobre todo la fe
que anima al joven profesor, la convicción incuestionable de que el arte (el verda-
dero) reúne, permite una comunión más allá de las barreras lingüísticas y culturales
(que por lo demás el detalle del apellido recuerdan).
39 Op. cit. p.19
31
tológicamente fundamental para el hombre es el que man-
tiene viva la médula de las culturas, es decir, la lengua. Ellos
tuvieron conciencia también de que es desde la lengua, en la
lengua donde se puede, se debe mover las fronteras, disolver
los encasillamientos, cuestionar, corroer la autoridad de una
cultura sobre otra.
Es significativo al respecto que en los años 30 y 40 un
tema central en el diálogo que los dos creadores mantienen
sea el de las capacidades poéticas de las diferentes lenguas, y
sobre todo del castellano, considerado por Westphalen como
deficiente o limitado en comparación con otras lenguas in-
doeuropeas como el francés o el inglés.40 Lo es también para
Arguedas, quien lo equipara al quechua, definido este último
como más poderoso en la expresión de algunos sentimientos,
los más característicos, según él, “del corazón indígena: la
ternura, el cariño, el amor a la naturaleza”, más poderoso “en
la expresión de muchos trances del espíritu y sobre todo del
ánimo”. Podrá sorprender y ser percibida como ingenua (y
poco científica o rigurosa) esta manera de evaluar las lenguas
en términos de superioridad o inferioridad; refleja simple-
mente una voluntad de cuestionamiento de la autoridad del
castellano, en la conciencia de que en la lengua está, se juega
el ser de la cultura.
En ese sentido, en ellos el trabajo en profundidad con la
lengua fue una convicción y una obsesión: basta ver la inten-
32
sidad y angustia con que Arguedas se cuestionó a raíz de su
experiencia docente sobre el porvenir del quechua y la nece-
sidad de castellanización y luego la tenacidad con que hizo de
la literatura el espacio (privilegiado) de una “problematiza-
ción de la lengua natural,”41 no sólo en la lucha constante que
sentía llevar con el castellano,42 sino también y sobre todo en
la búsqueda en sus novelas de una lengua literaria capaz de
recrear los poderes del quechua como idioma y cosmovisión
(Yahuar Fiesta, Los ríos profundos) o en el intento de plasmar
los hervores de la migración en la lengua hablada de El zorro
de arriba y el zorro de abajo, sin olvidar la extrema impor-
tancia que le otorgó a la traducción de poesía, canciones,
mitos quechuas al castellano. En Westphalen, quizá de modo
menos obvio, esa labor de apertura, de desterritorialización
se hizo en su poesía, comenzando por el extrañamiento inau-
gural que implicó el poema “Magic World”, de 1930, escrito en
inglés, y de manera más sistemática y profunda en el trabajo
efectuado tanto en Las ínsulas extrañas como en Abolición de
la muerte, en las entrañas mismas del castellano, violentan-
do nuestras representaciones, abriendo nuestro imaginario.
Pero no solo ahí, ya que Las moradas y Amaru fueron una
permanente invitación a abandonar el estrecho, reducido te-
rritorio de lo criollo-hispánico, a vencer los ancestrales com-
portamientos de exclusión. El homenaje rendido al amigo
muerto en el número 11 de Amaru es prueba palpable de ello:
33
Envidiable destino: poseer un doble instrumento de captación
de la vida y el universo, expresarse libre y gozosamente en dos
idiomas de tan diversas estructuras y posibilidades de uso, apro-
vechar de todo el rico acervo de dos tradiciones culturales anti-
quísimas y en muchos aspectos disímiles y contradictorias, pero
ambas válidas como sistemas para la comprensión del hombre y
la exploración del cosmos. jma tuvo la fortuna de no tener que
repudiar parte alguna del doble legado.43
43
Amaru, N° 11, dic. 1969, p. 3.
44 Ibid.
34
está decir que esta empresa, como todas aquellas que apun-
taron a subvertir las demarcaciones y jerarquías impuestas,
no habría podido existir, por supuesto, sin la fuerza creadora
de José María Arguedas.
35