Salvador Novo Gran Maestro
Salvador Novo Gran Maestro
Salvador Novo Gran Maestro
escritura / E. Poniatowska
Salvador Novo, poeta, ensayista y cronista de la Ciudad de México, falleció hace 44 años, el 13 de
enero de 1974. Poeta, prosista de lujo, como lo llamó Carmen Galindo, sus crónicas iban más allá
de describir los acontecimientos de la ciudad y rendir pleitesía al presidente en turno; todos lo
leíamos para aprender a escribir. Hasta ahora nadie ha superado la admirable fluidez de su prosa
que hizo escuela. Son muchos los críticos que consideran que el mejor libro de Carlos Monsiváis es
el que dedicó a su admirado Novo: Lo marginal en el centro, porque en realidad escribió su
autobiografía.
Salvador Novo fue el primer escritor que conocí al llegar a México porque todos los domingos
comía en la huerta de San Jerónimo de Raúl y Carito Amor de Fournier y al entrar a saludar a mis
mayores, lo llamaba yo tío. A partir de mis 10 años nunca dejó de llamarme sobrina, hasta el año
de la publicación de La noche de Tlatelolco, ya que se convirtió en defensor de Gustavo Díaz Ordaz
y del PRI. Tanto él como Martín Luis Guzmán se alinearon del lado del gobierno que los mantenía y
acusaron a los estudiantes encarcelados en Lecumberri, lo cual hizo que Carlos Fuentes los
llamara La Traviata y El Rigoletto del año 68.
Recuerdo que en esas apacibles comidas en la huerta de San Jerónimo, en los dedos de las manos
de Salvador Novo se turnaban varios anillos: uno precioso del sagrado escarabajo de Egipto, el
otro, un sello oscuro que no alcancé a descifrar a pesar de que era del tamaño de un foco. No
sabía yo nada de pelucas y no creo que en esa época llevara una roja o castaña o china o lacia.
Tampoco supe si tenía las cejas depiladas. A los niños todo les parece bien. Sí recuerdo que Novo
llevaba la batuta de la conversación y a ese gran jardín llegaron a lo largo de los años muchos de
los constructores de México: Rufino y Olga Tamayo, Pablo y Natasha González Casanova, Ignacio y
Celia Chávez, Gustavo Baz, quien había cabalgado al lado de Emiliano Zapata, y bellezas como Alfa
Henestrosa, que vestía rebozo y enaguas antes de que lo hiciera Frida Kahlo. De todos, el mejor
informado y el que se mantuvo en primer lugar del Tout Mexique fue el cronista de la ciudad
Novo, quien era requerido en todos los acontecimientos de la vida nacional por los presidentes de
la República en turno. Ya dirigía museos y organizaba conferencias y presumía que la RCA Víctor
iba hacerle “un álbum de tres discos de long play, es decir, de dos caras, sobre la ciudad de
México”. Nadie más solicitado que él. Hasta en espectáculos de Teotihuacán de luz y sonido, con
música de Blas Galindo, y de Uxmal, con música del yucateco Daniel Pérez Ayala, se oía su voz.
Novo aparecía en todas las revistas, lo fotografiaban en todas las crónicas de sociales, y como
fundó La Capilla, salía en todas las carteleras. Asimismo, criaturita, tengo que atender las consultas
del Jefe del Departamento y de otros secretarios de Estado que me dicen que mi presencia es
indispensable. No pasa una semana sin que recurran a mi persona o rueguen que les dé mi
opinión. Cronista todopoderoso de la ciudad, José Emilio Pacheco, Antonio Saborit y Sergio
González Rodríguez se comprometieron a revisar sus gruesos tomos sexenales de La vida en
México, sobre los regímenes de Cárdenas, Miguel Alemán, Ávila Camacho, Ruiz Cortines.
Admiradores de su prosa y de su ingenio, los jóvenes no lo fueron de su servilismo, que el propio
Novo justificaba con una frase al periodista Antonio Bertrán: Hoy no tengo que escribir más
mercancía que dos cuartillas, que a razón de 15 minutos cada una me dejan libre prácticamente
todo el día.
–Me gustaría que me hablaras de tu poesía, porque Nuevo amor es lo más bonito que has hecho.
–Porque no es lo mismo hacer poesía que versos, versos hago muchos. Versos es hacer rimas,
epigramas, cosas que respondan al concepto que se tuvo de la poesía hasta el siglo XX, que es
meter los pensamientos y las emociones en los moldes de la métrica y manejar metáforas que
terminan siendo familiares a toda la gente... En tanto que poesía ha sido, siempre para mí, un
estado de trance, de inspiración de inevitabilidad. Inevitabilidad, fíjate bien.
–¿En ese momento nadie y nada en el mundo podrían impedir que escribieras?
–No. Nada más matizó de mucha tristeza el soneto que envié a mis amigos en 1970.
–En mi caso no, criatura. Yo escribí cosas muy tristes cuando era niño. Casi todos mis poemas de
adolescencia son tristes. Eso es lo que se consideraba poesía antes, la tristeza. ¡Mira, estos versos
muy influidos de González Martínez que hice cuando tenía 14 años! Mira, qué tristes, pero tristes,
tristes, te los voy a leer: Vieja alameda triste en que el árbol medita,/ en que la nube azul contagia
su quebranto/ y en que el rosal se inclina al viento que dormita:/ te traigo mi dolor y te ofrezco mi
llanto./ He vuelto. Soy el mismo. La misma sed me aqueja/ y embelesa mi oído idéntica canción,/ y
soy aquel que ama el minuto que deja/ un poco más de llanto dentro del corazón./ He vuelto a tu
silencio otoñal: he buscado/ vanamente mis huellas entre todas las huellas,/ y mi ilusión es una
hoja muerta de aquellas/ que estremecía el viento y que el sol ha dorado./ ...Y mientras quiero
acaso recomenzar la senda/ un mal irremediable consume los destellos/ del sol, vieja alameda, y
te guardo mi ofrenda,/ tú contemplas mis ojos y miras mis cabellos.
–Sí, ¿por qué te llama la atención? Era un niño demasiado protegido, aislado de los demás, solo en
un jardín. Mi padre murió. ¿No has leído Epifanía? Salvador Elizondo dijo que era mi mejor
poema: Un domingo/ Epifanía no volvió más a la casa./ Yo sorprendí conversaciones/ en que
contaban que un hombre se la había robado/ y luego interrogando a las criadas,/ averigüe que se
la había llevado a un cuarto./No supe nunca dónde estaba ese cuarto/ pero lo imaginé, frío, sin
muebles,/ con el piso de tierra húmeda/ y una sola puerta a la calle./ Cuando yo pensaba en ese
cuarto/ no veía a nadie en él./ Epifanía volvió una tarde/ y yo la perseguí por el jardín/ rogándole
que me dijera qué le había hecho el hombre/ porque mi cuarto estaba vacío/ como una caja sin
sorpresas./ Epifanía reía y corría/ y al fin abrió la puerta/ y dejó que la calle entrara en el jardín.
–Oye, Salvador, ¿y ahora tu cuarto sigue vacío como una caja sin sorpresas?
–No, ahora está lleno de sorpresas. No tengo hora para escribir. No se tienen horas para el parto.
Me sobreviene el parto a medianoche, a medianoche escribo. Los versos sí se pueden escribir a
cualquier hora, la poesía no. No desprecio los versos, pero digo que sólo se necesita oficio para
ponerse a hacerlos. Hago muchos. Ahorita mismo puedo leerte unos; son divertidos, yo me
divierto haciéndolos, pero no son poesía.
–Alguna vez me dijeron Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco que tus sonetos eran de una
lucidez aterradora.
–Sí, sí, son como de Quevedo. Los hice a los 20 años. Siempre a los 20 años hace uno esas cosas.
Me divierto mucho. ¡Es una forma de reírse, a costa de los demás y a costa de sí mismo, porque
recuerda que hice muchos en contra de mí mismo! Ahora ya no los hago.
–Sí, soy muy malo. Bueno, soy menos irritable. Aguanto un poco mejor la estupidez humana, pero
no mucho. Al mismo tiempo que mandaba el soneto de Año Nuevo, mandaba otro privado, muy
grosero, groserísimo. Un año le mandé uno a Alfonso Reyes, y él me envió otro, que es
probablemente una de las últimas cosas que escribió, el 11 de diciembre de 1959. Durante tres
años mandé sonetos groseros, ya después no. Mira, ahorita acabo de mandar traer una corbata
negra porque tengo que ir a Félix Cuevas. Murió la mamá de Miguel León Portilla. Quiero ir a verlo.
Todas las mañanas o casi todas camino en los Viveros, pero me interrumpen…
–Cuando me preguntan: ¿Es usted Salvador Novo? respondo: ¡Pues qué remedio tengo! Ay, ¿no
me puede dar su autógrafo? Mientras no sea en un cheque. Después me envían a sus niños para
que los salude. Los niños vienen hacia la banca, se me quedan viendo. Firmo otros autógrafos, y
cuando se ha cumplido la media hora de ejercicio diario, salgo de los Viveros.
–Y mis emociones. Porque son más los sobresaltos y los sustos que el ejercicio. Y el teléfono. Entre
las cosas que tengo programadas para hoy está la cena de la Cruz Roja, a las ocho, cena sentados
con tarjeta, y todas las ceremonias que suscita mi sola presencia… Si me invitan por teléfono tengo
posibilidad de negarme. No puedo, no es posible. Yo no preví que fuera a perjudicarlos en tal
forma. Lo siento muchísimo. Bueno, quizá pueda ir. Tengo mi chofer esperándome y quizá pueda
salir de la cena de la Cruz Roja a las nueve y media para ir a Bellas Artes. No preví que iba a tener
tanta importancia mi presencia. ¡Ah, si va Pellicer, pues con él tienen la estrellota, porque yo no
puedo violentarme en esa forma! Perdónenme y denle toda clase de excusas a los organizadores
del homenaje a Amado Nervo (cuelga el teléfono). ¡Fíjate, una ceremonia a Amado Nervo en la
Manuel M. Ponce! Pero yo no puedo fallarles a los de la Cruz Roja.
–Pues una miedo y otra odio. Oscilo como Aristóteles entre el terror y la compasión. Espérame voy
a tomar agua…
Por ese remolino de compromisos políticos Novo canjeó su admirable los que tenemos unas
manos que no nos pertenecen/ grotescas para la caricia, inútiles para el taller o la azada/ por una
mortífera venta al lodoso poder, pero la pureza de su prosa –salvada entre otros por Monsiváis–
hace de él, como dijo Sergio González Rodríguez, un “provocador lúcido, un satírico radical, un
perseguidor de la inteligencia maligna (…)”.