Historia de Una Vida - Aharon Appelfeld

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«Nuestra memoria es escurridiza y

selectiva, conserva lo que tiene a


bien conservar. Al igual que el
sueño, toma de la densa corriente
de acontecimientos ciertos detalles
y, a veces, pequeñas cosas sin
importancia; los atesora para, en un
momento dado, hacerlos resurgir».
A pesar de que para Aharon
Appelfeld, tal y como le confiesa a
Philip Roth, ninguna de sus obras
son «la historia de mi vida», sino
«capítulos de mi más personal
experiencia», este libro, es
justamente una confrontación con el
recuerdo y la memoria para contar,
más o menos imprecisamente, la
propia vida.
Este doloroso ejercicio de
rememoración conduce al autor a
una infancia marcada por el horror
de la deportación a un campo de
concentración nazi y por la pérdida
absoluta de cualquier vínculo
afectivo tras la desaparición de su
familia, dos hechos que pusieron
punto y final a la inocencia y a la
niñez. A lo largo del propio relato,
sin embargo, Appelfeld va
desafiando el dolor que le supone el
encuentro con sus recuerdos y
desentierra aquellos que, para
poder continuar viviendo, tuvo que
ocultar en los pliegues más
profundos de la memoria.
Aharon Appelfeld

Historia de una
vida
ePub r1.0
ifilzm 19.11.14
Título original: Sipur Haim
Aharon Appelfeld, 1999
Traducción: Rosa Méndez
Retoque de cubierta: ifilzm

Editor digital: ifilzm


ePub base r1.2
INTRODUCCIÓN
Estas páginas son capítulos de memoria
y reflexión. Nuestra memoria es
escurridiza y selectiva, conserva lo que
tiene a bien conservar. No digo con esto
que guarde únicamente lo bueno o lo
agradable. La memoria, al igual que el
sueño, toma de la densa corriente de
acontecimientos ciertos detalles y, a
veces, pequeñas cosas sin importancia;
los atesora para, en un momento dado,
hacerlos resurgir. Al igual que el sueño,
también la memoria trata de dotar de
cierto significado a esos
acontecimientos.
Desde mi más tierna infancia, sentí
que la memoria era un embalse vivo y
latente que animaba mi ser. De niño,
solía sentarme a rememorar las
vacaciones de verano en el pueblo de
mis abuelos. Permanecía durante horas
sentado junto a la ventana imaginando el
viaje hasta allí. Todo lo que recordaba
de los anteriores veraneos volvía a
revelarse de una forma más vivaz.
La memoria y la imaginación
conviven a veces al unísono. En esos
primeros años parecían competir entre
sí. La memoria era real, sólida, por así
decir. La imaginación tenía alas. La
memoria tiraba hacia lo conocido; la
imaginación, hacia lo desconocido. La
memoria siempre me inspiraba calma y
un sentimiento agradable. En cambio, la
imaginación me turbaba hasta
deprimirme.
Con el tiempo aprendí que hay
personas que viven solamente de la
fuerza de la imaginación. Ese era el caso
de mi tío Herbert. Había heredado una
gran fortuna, pero como vivía en el
mundo de la imaginación, la derrochó
por completo hasta quedar en la ruina.
Cuando lo conocí a fondo ya era un
hombre pobre que vivía de la caridad de
sus familiares, pero tampoco en su
pobreza dejó de imaginar. La mirada en
sus ojos estaba clavada en la distancia y
siempre hablaba del futuro, como si no
existiera ni presente ni pasado.
Es sorprendente cuán claros son los
lejanos y ocultos recuerdos de la niñez,
especialmente aquellos relacionados
con los montes Cárpatos y las amplias
llanuras que se extienden a sus pies. En
las últimas vacaciones de verano
devoramos las montañas y las planicies
con una especie de ansia aterradora.
Como si mis padres supieran que
aquellas habrían de ser las últimas
vacaciones y que, en adelante, la vida
sería un infierno.
Cuando estalló la Segunda Guerra
Mundial, yo tenía siete años. El orden
del tiempo se confundió; ya no había
más verano ni invierno, ni estancias
prolongadas con mis abuelos en el
pueblo. Nuestra vida se circunscribió a
estar en una estrecha habitación.
Permanecimos en el gueto algún tiempo
y a fines de otoño fuimos deportados de
allí. Estuvimos semanas por los caminos
y, al final, en el campo de concentración.
Sobre la huida hablaré llegado el
momento.
Durante la guerra no era yo. Parecía
un animal diminuto que tenía una
madriguera; mejor dicho, unas cuantas
madrigueras. Mis pensamientos y
sentimientos se redujeron
considerablemente. Bien es verdad que,
en ocasiones, surgía de mi interior una
especie de dolorosa estupefacción —
cómo y por qué razón me había quedado
solo—, aunque este estupor se
desvanecía con los vapores del bosque
mientras el animal que había en mí
volvía a cubrirme con su pelaje.
De los años de la guerra apenas
recuerdo nada, como si no hubieran sido
seis largos años. Cierto es que a veces
surge de la espesa niebla un cuerpo
tenebroso, una mano ennegrecida, un
zapato del que no ha quedado nada
excepto remiendos. Estas imágenes, a
veces poderosas como una ola de fuego,
se desvanecen rápidamente, como si se
negaran a revelarse; y de nuevo la
misma tenebrosa caverna llamada
«guerra». Esto es lo que retiene la
conciencia racional, pero las palmas de
las manos, las plantas de los pies, la
espalda y las rodillas recuerdan más que
la memoria. Si hubiera sabido cómo
extraer algo de todas ellas, las imágenes
me habrían desbordado. Logré escuchar
mi cuerpo unas cuantas veces y escribí
algunos capítulos, pero fueron tan sólo
fragmentos de una masa oscura oculta
para siempre en mí.
Después de la guerra, pasé unos
cuantos meses en las costas de Italia y
luego en las de Yugoslavia. Fueron
meses de un olvido maravilloso. El
agua, el sol y la arena nos heñían hasta
el anochecer, y entonces nos sentábamos
junto a la hoguera para asar pescado y
beber café. Por las playas vagabundeaba
por aquella época gente moldeada por la
guerra: músicos de todo tipo,
prestidigitadores, cantantes de ópera,
actores, profetas que anunciaban
catástrofes, contrabandistas, ladrones y,
entre otros, niños artistas de seis o siete
años a los que empresarios corrompidos
adoptaban para llevarlos de un lado a
otro. Todas las noches había una
actuación y, de vez en cuando, incluso
dos. Fue entonces cuando el olvido
construyó sus profundos sótanos. Con
los años, los trasladaríamos a Israel.
Una vez allí, el olvido ya se había
asentado en nuestras almas. En este
sentido, Israel supuso una continuación
de Italia. El olvido encontró aquí tierra
fértil. Por supuesto, la ideología de
aquellos años contribuyó a esa
desmemoria, pero la orden de olvidar y
encerrarse en uno mismo no provino del
exterior. En ocasiones, se filtraban por
esos sótanos fortificados imágenes de la
guerra que reclamaban su derecho a
existir. No eran capaces de derrumbar
los pilares del olvido ni la voluntad de
vivir. La vida nos decía entonces:
olvida, asimílate. Los kibbutzim y las
granjas de todo tipo fueron magníficos
invernaderos para el cultivo del olvido.
Durante muchos años estuve sumido
en el letargo del olvido. Mi vida fluía
por la superficie. Me acostumbré a los
angostos y húmedos sótanos. Es verdad,
siempre temí una erupción. Me parecía,
no sin razón, que las pululantes fuerzas
de las tinieblas se iban fortaleciendo y
que uno de aquellos días, cuando el
lugar fuera demasiado estrecho para
ellas, saldrían de nuevo a la superficie.
Y, de hecho, estallidos como aquel se
producían a veces, pero entonces otras
fuerzas los frenaban y los sótanos se
cerraban a cal y canto.
La división entre aquí y allá, entre
arriba y abajo, duró varios años. La
historia de esta lucha está en estas
páginas y abarca numerosos aspectos: la
memoria y el olvido, la sensación de
caos e impotencia y, por otro lado, las
ansias de vivir una vida con sentido.
Este no es un libro que plantea preguntas
y las responde. Estas páginas son la
descripción de una lucha, por utilizar el
lenguaje de Kafka, una lucha en la que
participa cada rincón del alma: el
recuerdo de la casa, los padres, el
paisaje pastoril de los montes Cárpatos,
los abuelos y la multitud de luces que
discurrían en aquel tiempo hacia mi
alma. Más tarde la guerra, todo lo que
arrasó y las cicatrices que dejó. Y,
finalmente, los largos años en Israel: el
trabajo en el campo, el idioma, las
preocupaciones propias de la
adolescencia, la universidad y la
escritura.
Este libro no es un resumen, sino un
intento, desesperado si se quiere, de ir
uniendo las diferentes partes de mi vida
hasta las raíces de su germinación. El
lector no debe buscar en estas páginas
una autobiografía ordenada y detallada.
Son episodios de una vida reunidos en
la memoria, que viven y palpitan. Mucho
se ha perdido y más ha devorado el
olvido. Lo que queda parece que no
fuera nada; y, a pesar de todo, cuando
reuní los fragmentos sentí que no sólo
los años los unían, sino también un
cierto significado.
1
¿Cuándo empieza mi memoria a
recordar? A veces me parece que sólo a
la edad de cuatro años, cuando mamá,
papá y yo nos fuimos por primera vez de
vacaciones a los húmedos y sombríos
bosques de los Cárpatos. Sin embargo,
otras veces tengo la sensación de que la
memoria germinó en mí aun antes, en mi
habitación, junto a la ventana doble
decorada con flores de papel. Nieva,
suaves copos, lanosos, caen del cielo.
El murmullo es tan débil que no se oye.
Durante horas me quedo sentado
observando esa maravilla hasta que me
hundo con la blanca corriente y me
quedo dormido.
Hay un recuerdo más claro
vinculado a una sola palabra, bastante
larga y nada fácil de pronunciar:
erdbeeren, cuyo significado es en
alemán «fresas». Primavera. Mi mamá
está de pie junto a la ventana abierta, y a
su lado estoy yo, encima de una silla; y,
de repente, asoma por un sendero una
muchacha rutena con una cesta redonda y
ancha llena de fresas sobre su cabeza.
Erdbeeren!, exclama mi madre. Este
grito no va dirigido a la muchacha, sino
a mi padre, que baja al patio y se acerca
a la muchacha. La detiene mientras ella
baja la cesta; hablan unos instantes. Mi
papá se ríe, saca del bolsillo de su
abrigo un billete y se lo extiende; la
muchacha le da a cambio la cesta con
todas las fresas que contiene. Mi padre
sube las escaleras y entra en casa. Ahora
se puede ver de cerca: una cesta no
demasiado profunda pero muy ancha; las
fresas son pequeñas y rojizas y
desprenden un olor a bosque. A mí me
encantaría introducir la mano para sacar
un puñado, pero sé que no se me permite
hacerlo y me contengo. Es evidente que
mamá me comprende; coge un puñado de
fresas, las lava y me las da en un platito.
Yo, de tanta alegría, me atraganto.
Sólo entonces comienza la
ceremonia: mi madre esparce azúcar en
polvo sobre las pequeñas frutas, añade
nata y ofrece el manjar a cada uno de
nosotros. No es necesario preguntar si
se puede repetir; mamá sigue agregando
más y más fresas mientras las
devoramos, como si se fueran a acabar.
Pero no hay de qué preocuparse, la cesta
está todavía llena, tanto que, aunque
comiéramos toda la noche, no
disminuiría. «Qué pena no tener
invitados», dice mi madre. Mi papá
esboza una sonrisa picara como si fuera
cómplice de alguna conspiración. Al día
siguiente también comemos platos
repletos, aunque ya no con avidez, sino
más bien distraídamente. Lo que sobra
mi madre lo deja en la despensa. Y yo vi
con mis propios ojos cómo las
espléndidas fresas se agrisaban y
marchitaban; esta visión me dejó
apesadumbrado para el resto del día.
Pero la cesta de mimbre hecha de
sencillas ramas se quedó en nuestra casa
muchos días, y cada vez que mis ojos se
encuentran con ella, recuerdo que estaba
sobre la cabeza de la chica rutena como
una corona roja.
Recuerdos más claros aún son los
paseos a lo largo del río, por senderos
del campo y por prados de hierba.
Algunas veces subíamos a la colina, nos
sentábamos en la cima y observábamos
el paisaje. Mis padres hablan poco y
escuchan con atención. En mi madre esto
es más evidente. Cuando ella escucha,
sus grandes ojos se abren, como si
buscara abarcar todo lo que la rodea.
También en casa predomina el silencio
sobre las palabras. De aquellos
recónditos y lejanos días no me han
quedado palabras en la memoria,
únicamente las miradas de mi madre.
Había en ellas tanta ternura y atención
hacia mi persona que hasta el día de hoy
las siento.
Nuestra casa es amplia y está llena
de habitaciones. Un balcón da a la calle,
y el otro, al jardín público. Las cortinas
son largas, tocan el parqué, y cuando la
sirvienta las cambia, un aroma a
almidón se esparce por toda la casa.
Pero más que las cortinas, me gusta el
suelo, o mejor dicho, la alfombra que lo
cubre. Sobre sus flores bordadas
construyo con grandes cubos de madera
calles y casas que pueblo con osos de
peluche y perros de plomo. La alfombra
es suave y tupida, y yo me sumerjo en
ella durante horas mientras imagino que
viajo en tren y cruzo continentes para,
finalmente, echar el ancla en el pueblo
de mi abuela.
Pensar que vamos a viajar en verano
al pueblo me hace recordar, como si
estuviera inmersa en el crepúsculo, la
visita anterior, aunque las imágenes que
aún subsisten de aquel entonces se han
difuminado tanto, que cada vez se
parecen más a un sueño. A pesar de
todo, ha quedado una palabra: mistame.
El vocablo es un tanto extraño e
incomprensible y mi abuela lo repite
unas cuantas veces al día. En más de una
ocasión estuve a punto de preguntarle
por su significado, pero al final no lo
hice. Mi madre y yo hablamos alemán.
En algunos momentos tengo la sensación
de que mi mamá no se siente cómoda
con el habla de mis abuelos y que le
gustaría que yo no escuchara su idioma.
Aun así, he reunido el valor suficiente
para preguntarle:
—¿Cómo se llama el idioma que
hablan los abuelos?
—Yídish —me susurró mamá al
oído.
El día en el pueblo es muy largo, se
prolonga hasta bien entrada la blanca
noche. En el pueblo no hay alfombras,
sólo esterillas. Incluso en la sala de
invitados hay una. El roce de los pies en
ellas produce un murmullo seco. Mi
madre se sienta a mi lado para corlar
una sandía. En el pueblo no hay
restaurantes ni cines, y nos solemos
sentar hasta tarde en el patio
acompañando el ocaso, que se prolonga
hasta la medianoche. Yo hago esfuerzos
para no quedarme dormido, pero al final
el sueño me vence.
El día está aquí lleno de pequeños
detalles mágicos. Un grupo de tres
gitanos entra de pronto en el patio y
prorrumpe en una triste melodía de
violín. Mi abuela no pierde los nervios;
los conoce bien y les deja tocar. La
melodía continúa y me va entristeciendo,
quiero llorar. Mi mamá viene en mi
auxilio y pide a los gitanos que paren la
música, pero ellos no desisten.
«¡Déjenos rezar!», grita uno de ellos
mientras sigue tocando.
—El niño tiene miedo —le ruega mi
madre.
—No hay por qué tener miedo, no
somos demonios.
Finalmente mi madre les da unas
monedas y ellos se callan. Uno de los
gitanos intenta acercarse a mí para
calmarme, pero mi madre me aparta.
Apenas salen los gitanos del patio,
aparece un deshollinador. Un hombre
alto, cubierto de cuerdas negras, que se
pone de inmediato a su tarea. Su rostro
está tiznado y, junto a la boca de la
chimenea, parece uno de los demonios
de los cuentos de los hermanos Grimm
que mi madre me lee antes de acostarme.
Quisiera compartir con ella este secreto,
pero renuncio a mi propósito.
Al caer la tarde, vuelven las vacas
de los pastos. Los mugidos y el polvo
inundan el espacio con añoranzas y
melancolía. Pero no hay de qué
preocuparse, dentro de poco dará
comienzo la ceremonia nocturna: la
elaboración de mermeladas. Mermelada
de ciruelas, de peras con ciruelas, de
cerezas maduras, cada una a su hora
durante la noche. La abuela saca de la
cocina una gran cacerola de cobre y la
pone en la hoguera, que ha estado
ardiendo desde el ocaso. Ahora, esa
misma hoguera está dorando la cacerola.
La elaboración dura casi toda la noche.
La abuela va probando y añadiendo
especias hasta que por fin me da un
plato pequeño de mermelada caliente.
Ese dulzor, que tanto había estado
esperando, esta vez no me alegra. El
miedo a que la noche se acabe y a que
por la mañana tengamos que subirnos al
carruaje para volver a la ciudad, ese
miedo envuelto en misterio, hiere mi
pequeña felicidad. Tomo la mano de mi
madre, la beso y la vuelvo a besar hasta
que, embriagado de aromas, me quedo
dormido en la esterilla.
En el pueblo estoy con mi madre.
Papá se queda en la ciudad para
encargarse de los negocios y cuando
llega sorpresivamente me parece un
extraño. Con mi mamá voy a las
praderas, al río, o mejor dicho, a un
afluente del río Prut. Las aguas fluyen
pausadamente, su transparencia
deslumbra y las plantas de los pies se
hunden con suavidad en el fondo.
En verano, aquí el día transcurre
lentamente y parece no acabarse nunca.
Sé contar hasta cuarenta, pintar flores y,
en uno o dos días, sabré escribir mi
nombre en mayúsculas. Mi madre no me
deja ni un momento. Su cercanía me
resulta tan agradable que incluso un
segundo sin ella me entristece.
A veces, sin motivo alguno, le
pregunto sobre Dios o sobre mi
nacimiento. Mi mamá se muestra
desconcertada y parece sonrojarse. En
una ocasión me dijo: «Dios está en el
cielo y lo sabe todo». La respuesta me
alegró como si me hubiera dado un
regalo mágico. Sin embargo, la mayoría
de sus respuestas son cortas, como si
estuviera cumpliendo con una
obligación. Algunas veces vuelvo a
preguntarle, pero esto no la induce a
hablar más.
Mi abuela, al contrario que mi
madre, es una mujer grande y fuerte;
cuando pone las manos encima de la
amplia mesa de madera, la cubre con
ellas. Cuenta algo y es evidente que ama
los detalles que describe. Las verduras
del huerto, por ejemplo, o el jardín de
árboles frutales que está detrás del
establo. Es difícil entender cómo es
posible que mi abuela sea la madre de
mi madre; mamá parece su débil
sombra. Más de una vez regaña a mi
madre por dejarse sopa o un trozo de
pastel en el plato. La abuela tiene
opiniones claras para todo: cómo
cultivar verduras en el huerto, cuándo
recolectar las ciruelas, quién es un
hombre honesto y quién un hombre malo.
En lo que respecta a los niños, sus
opiniones son aún más tajantes. Hay que
acostar a los niños antes de que sea
noche cerrada y no a las nueve. Mi
mamá, en cambio, opina que no pasa
nada si el niño se queda dormido en la
esterilla.
La abuela no siempre está en este
estado de ánimo tan firme. Hay
momentos en los que entorna los ojos
mientras se sumerge en su gran cuerpo
para hablarle a mi madre del pasado. Yo
no entiendo ni una sola palabra de lo
que dice y, aun así, me agrada
escucharlo; cuando me levanta del suelo
o me hace volar por los aires, me siento
tan vulnerable como si todavía fuera un
bebé.
Mi abuelo es alto y delgado y casi
no habla. De madrugada se va a rezar y,
cuando vuelve, la mesa está llena de
verduras, quesos y huevos fritos. El
abuelo hace que todos permanezcamos
en silencio. No nos mira y tampoco
nosotros lo miramos a él; pero en la
víspera del Shabbat su rostro se va
suavizando. Mi abuela le plancha una
camisa blanca y nos vamos a la
sinagoga.
El recorrido hasta allí es largo y está
lleno de maravillas. Un caballo nos
observa con sorpresa y, junto a él, una
niña pequeña, de mi estatura, nos mira
igualmente perpleja. No lejos de aquel
lugar, un potro se revuelca en la hierba.
La criatura fuerte y cilíndrica se coloca
panza arriba y levanta las patas como si
lo hubieran derribado al tiempo que se
balancea de la misma forma en que a
veces yo doy volteretas. Y para
demostrar a todos que no lo han
derribado, se yergue para levantarse
sobre sus patas. Lo que está haciendo
despierta el asombro de decenas de
potros, ovejas y machos cabríos que lo
siguen con la mirada alegrándose de que
se haya sacudido y se haya puesto en
pie.
Mi abuelo camina y calla, pero su
silencio no da miedo. Vamos andando y
cada cierto tiempo nos paramos. Y, por
un instante, parece que quiere mostrarme
algo y darme a conocer su nombre, como
hace mi padre. Es un error. El abuelo
continúa con su silencio, y los sonidos
que salen de su boca resultan
incomprensibles, aunque esta vez ha
dejado caer algunas palabras que he
logrado entender. «Dios —ha dicho—
está en el cielo y no hay nada que
temer». Los movimientos de sus manos
que han acompañado esta frase son más
claros que las palabras mismas.
La sinagoga del abuelo es pequeña y
está hecha de madera. A la luz del día se
parece a una de las capillas que están
junto a los caminos, aunque es más
alargada y no tiene imágenes ni ofrendas
en los estantes. La puerta de entrada es
baja. Mi abuelo se agacha por completo
y entra, y yo tras él. Aquí nos espera una
sorpresa: multitud de velas, doradas,
están clavadas en dos cajones de arena e
irradian una luz que se mezcla con el
olor a cera.
La oración es silenciosa, casi
imperceptible. El abuelo está rezando
con los ojos cerrados y la luz de las
velas tiembla sobre su frente. Todos los
fieles están inmersos en la oración. Yo
no. Yo, por algún motivo, estoy
recordando la ciudad, las calles
húmedas después de la lluvia. En verano
llueve repentinamente, y mi padre me
lleva corriendo por los estrechos
callejones de una plaza a otra. Papá no
va a la sinagoga. Le apasionan los
paisajes que ofrece la naturaleza, los
edificios singulares, las iglesias, las
capillas, los cafés donde te sirven en
finas tazas.
Mi abuelo interrumpe mis fantasías
al inclinarse para enseñarme el libro de
oraciones. Páginas amarillentas de
donde brotan grandes letras, negras.
Aquí todos los movimientos son
cautelosos y secretos. No entiendo nada.
Por un instante tengo la impresión de
que los leones que están encima del
Arca Sagrada están a punto de
abandonar su inmovilidad para saltar. La
oración discurre entre murmullos.
Algunas veces se alza una voz más alta
que arrastra consigo esos murmullos. Es
la casa de Dios, y la gente viene a este
lugar para sentirlo. Yo soy el único que
no sabe cómo se le habla. Si supiera
leer las oraciones, yo también vería los
prodigios y los secretos, pero hasta
entonces no puedo más que esconderme
para que Dios no vea mi simpleza.
El oficiante continúa leyendo sin
pausa, inclinándose a derecha e
izquierda. Él es el que está más cerca
del Arca Sagrada, intenta influir en
Dios. El resto de los presentes levantan
de igual forma la cabeza y someten su
voluntad a la de Dios.
Mientras tanto, se van consumiendo
las velas en los cajones, y la gente se
está quitando el talit cuando una especie
de asombro silencioso se enciende en
sus ojos, como si hubieran comprendido
algo que antes no comprendían.
La salida de la sinagoga se prolonga.
Primero se marchan los ancianos y
después el resto. Yo ya quiero estar
fuera, donde el aire es puro y las
personas hablan entre ellas y no con
Dios.
Nos ponemos de nuevo en camino.
El abuelo tararea una oración, pero una
oración distinta, espontánea. El cielo
está repleto de estrellas cuya luz se
expande sobre nuestras cabezas. Mi
abuelo dice que a la sinagoga se va
deprisa y que de ella se aleja uno
despacio. No entiendo el sentido, pero
no pregunto. Ya me he dado cuenta: al
abuelo no le gustan ni las preguntas ni
las explicaciones. Cada vez que le
pregunto algo, se impone el silencio, la
respuesta se hace esperar y, cuando
llega, es breve. Ahora ya no me molesta.
Yo también he aprendido a callar para
escuchar los tenues sonidos que me
rodean, esos sonidos que están aquí y no
en la ciudad, que son muchos pero
apagados; no obstante, a veces irrumpe
de la oscuridad el piar agudo de algún
pájaro que estremece el silencio.
El recorrido dura alrededor de una
hora y cuando nos acercamos a casa nos
recibe la abuela, vestida también de
blanco. Mi madre y yo llevamos ropa de
diario. La bendición y la cena son
oración y silencio. Sólo estamos
nosotros cuatro, de pie, para recibir a
Dios.
Mi mamá, por alguna razón, siempre
se entristece cuando está a la mesa del
Shabbat. A veces tengo la impresión de
que en el pasado sabía hablar con Dios
en su lengua, como los abuelos, pero que
algún tipo de malentendido la llevó a
olvidarla. Esa pena la angustia en las
tardes de Shabbat.
Después de la cena vamos al arroyo.
Mis abuelos caminan delante, y nosotros
tras ellos. Por la noche el arroyo parece
más ancho. Ha oscurecido y un cielo
blanco se abre sobre nosotros.
El caudal discurre con lentitud.
Introduzco las manos para sentir este
cauce blanco, que fluye directo hacia
ellas.
—Mamá —digo.
—¿Qué, cariño?
Las palabras con las que quería
describir la sensación se me han ido de
la cabeza. Como no puedo hablar, me
siento y cierro los ojos mientras la
noche clara fluye dentro de mí.
La oración de la víspera del
Shabbat es sólo la preparación de las
plegarias del día siguiente, que se
prolonga durante muchas horas. Mi
abuelo está pegado al libro de
oraciones. Yo estoy sentado a su lado y
veo a Dios venir y sentarse entre los
leones que adornan el Arca Sagrada. Me
asombro de que el abuelo no se
estremezca con este impresionante
prodigio.
—Abuelo —digo sin poder
aguantarme más.
Él se lleva el dedo a los labios y no
me deja preguntar. Al cabo de un
tiempo, dos hombres se aproximan al
Arca; y Dios, que unos momentos antes
estaba sentado entre los dos leones,
desaparece con tanta rapidez como si
nunca hubiera estado allí. Dos hombres
de baja estatura no se contentan con ello
y abren el Arca; ahora el Arca está
abierta de par en par y las oraciones
fluyen a su interior. Me da pena no saber
rezar en un momento tan solemne. Dos
niños de mi edad ya se levantan como
los adultos para orar. Ya saben hablar a
Dios, yo soy el único sin palabras. La
mudez crece en mí y recuerdo el parque
de la ciudad adonde suelo ir con mi
padre. Allí no hay milagros. La gente
sentada en los bancos calla porque no
sabe rezar, se me ocurre, y me despierto.
Ya han sacado la Torá del Arca y la
están levantando en el aire. Todos los
ojos están puestos en ella, y un
escalofrío me recorre la espalda.
La lectura de la Torá en la pequeña
tarima me parece un secreto dentro de
otro secreto. En este instante tengo la
impresión de que, cuando acaben los
murmullos, la gente se escapará y yo me
quedaré solo, cara a cara con el Dios
que habita en el Arca Sagrada. Cuatro
hombres rodean la Torá, le hablan como
si los rollos fueran la encarnación de
Dios mismo. Por un segundo me
sorprendo de que el gran Dios se haya
encogido en aquella pequeña tarima.
Después enrollan la Torá cantando
con gran devoción. Los cuatro hombres
alrededor de la tarima aclaman en voz
alta, como si quisieran anularse a sí
mismos. Cuando acaba el canto,
levantan la Torá para, a continuación,
devolverla al Arca Sagrada. Esta se
cierra y se cubre con una preciosa
parojet. Por un instante me parece que
es un sueño y que, cuando despierte, mi
padre me sacará de este hechizo para
regresar a la ciudad, a sus amplias y
relucientes calles, a nuestra casa, que
tanto quiero.
—¿Por qué no sales afuera? —me
susurra mi abuelo liberándome.
Estoy junto a dos árboles altos y
siento que he estado lejos de mí mismo,
de mi imaginación, siento que me habían
arrojado a otra imaginación para mí
desconocida; menos mal que he salido y
estoy de nuevo conmigo mismo, junto a
los árboles que dejan caer su espesa
sombra sobre la tierra.
Vuelvo y observo la estructura de la
sinagoga. Es tan endeble que si no fuera
por las enredaderas que la envuelven y
la protegen, dudo que se sostuviera en
pie. De repente, y por sorpresa, me
invade un miedo atroz, incomprensible,
el temor a que la gente salga del edificio
para agarrarme y arrastrarme dentro. Es
un miedo muy palpable, siento los dedos
extraños que se me clavan y los
arañazos profundos.
«¡Papá!». Se me escapó un grito y
empecé a correr. Después de un buen
trecho, dejé de sentir miedo y regresé
junto a los dos árboles de la entrada de
la sinagoga. En ese momento las
oraciones eran silenciosas. Entré. Mi
abuelo estaba sumido en el rezo y no
notó mi llegada. Me puse a su lado
observando el Arca Sagrada cubierta
por la parojet. Traté de captar alguna
palabra de las muchas que la gente usa
para hablar con Dios, pero no lo
conseguí. Estaba claro: era mudo. Todo
el mundo murmuraba y se esforzaba, yo
era el único que no tenía palabras.
Observo y me duele. Nunca podré
pedirle nada a Dios, porque no sé hablar
en su idioma. Tampoco mi padre ni mi
madre saben. Mi padre ya me lo había
dicho una vez: «Para nosotros no hay
nada más que lo que ven nuestros ojos».
En aquel momento no comprendí la
frase, pero ahora me parece que puedo
adivinar su intención.
El rezo está a punto de acabar y yo
no lo sé. Dicen la última oración con
gran devoción, como si fuera a comenzar
otra vez. Este ha sido el final, se han
puesto de pie.
Uno de los ancianos se me acercó
para preguntarme cómo me llamaba. Me
sobresalté y me agarré al abrigo de mi
abuelo. El hombre mayor me miró y no
siguió preguntándome. Enseguida
ofrecieron pasteles de miel y bebidas a
los presentes. Las bendiciones flotaban
en el aire con olor a alcohol.
Más tarde nos pusimos en marcha
tomando el verde camino que llevaba a
casa. Hacía sol y en los campos
pastaban los rebaños. Este paisaje me
trajo a la memoria otra calma en otro
lugar, pero no supe dónde. Cruzamos los
prados para entrar en un bosque claro.
Había unas cuantas edificaciones
abandonadas, en cuyas puertas abiertas
de par en par se extendía la oscuridad.
En el camino nos topamos con un
campesino ruteno conocido de mi
abuelo. Estuvieron charlando y yo no
entendí ni una sola palabra. Más tarde
subimos a la cima de una colina y en los
campos de maíz había una gran
conmoción.
Nos estábamos acercando a casa
cuando vi a mamá en la puerta, vestida
de blanco. Tuve la sensación de que
estaba a punto de echar a volar para
venir hacia mí. Esta vez no me
equivocaba. Con un solo movimiento,
como si no fuera mi madre sino una
joven chica rutena, corrió a nuestro
encuentro. No habían pasado ni unos
segundos cuando yo estaba ya en sus
brazos. En un momento estábamos juntos
en medio de la alta hierba.
Por la tarde nos sentamos en el patio
y la abuela nos trajo panecillos
alargados y fresas con nata. Mi mamá
estaba guapa con su pelo suelto sobre
los hombros y las luces danzando en su
largo vestido de popelina, y yo me dije:
«Así será a partir de ahora».
Y cuando estaba aún absorto en esa
alegría oculta, una cierta tristeza
contrajo mi corazón. Era tan
imperceptible que no la noté, pero poco
a poco se fue asentando en mi pecho.
Rompí a llorar y mi madre, que estaba
de buen humor, me envolvió con sus
brazos, pero yo, presa de la pena y el
miedo, no me dejé consolar. El llanto me
estaba perforando, y yo sabía que este
era el último verano en el pueblo; de
aquí en adelante, la luz se irá apagando
y la oscuridad obstruirá las ventanas.
Así fue. El sábado, a última hora de
la tarde, llegó mi padre trayendo
consigo todos los espantos de la gran
ciudad. Mi madre hizo las maletas
precipitadamente mientras la abuela
sacaba una caja llena de frascos de
mermelada tapados con paños blancos,
una caja de manzanas rojas y dos
botellas de wishniak[1] casero. El
carruaje era elegante, pero no había sitio
para los alimentos. No sin dificultad, el
cochero tuvo que apretujar los preciados
regalos en el hueco que había debajo de
los asientos. Mi abuelo estaba junto a la
puerta como si le hubieran arrancado del
mundo en el que estaba inmerso. De sus
ojos emanaba una melancólica
estupefacción. Abrazó a mi madre con
mucha ternura.
El carruaje salió a todo galope para
tomar a tiempo el último tren. En el
vagón prorrumpí de nuevo en lágrimas.
Mi mamá intentó con todas sus fuerzas
tranquilizarme. El llanto me manaba de
dentro y me empapaba la camisa. Se
terminó la paciencia de mi padre, que
reclamó saber la razón de mi llanto. Yo
sentía una tristeza penetrante y un gran
dolor, pero no tenía palabras para
explicarlo. Mi padre se iba enfadando
cada vez más, hasta que al final no pudo
contenerse y me dijo: «Si no paras, te
daré una bofetada. Tienes cinco años, y
un niño de cinco años no llora sin
motivo». Mi papá, que normalmente no
se enfadaba y me traía regalos al
regresar de sus viajes, esta vez me dio
tanto miedo que se me congeló el llanto.
Mamá, que sabía cuánto estaba
sufriendo, me abrazó para
reconfortarme. Me dejé caer lentamente
en su regazo y me quedé dormido.
2
El tío de mi madre, el tío Félix, era un
hombre alto, silencioso y fuerte. Era un
terrateniente, y sus propiedades se
extendían a lo largo de inmensos
campos, prados para el pastoreo y
bosques; incluso tenía un lago. Su casa
estaba en el corazón de sus tierras,
rodeada de pequeñas construcciones
donde estaban las habitaciones de
invitados, las oficinas para la
administración de la hacienda y las
viviendas de los empleados.
Mi madre y yo solíamos ir a su casa
en primavera y en verano para
quedarnos una semana o dos. Su aspecto
era completamente laico, pero su
biblioteca estaba llena de libros
sagrados, y no pocos de ellos de
primera edición. Antes de tocar un libro
hebreo, se ponía la kippá en la cabeza.
Hubo dos preceptos que durante toda su
vida guardó con perseverancia: la
oración y el estudio de la Guemará.
Cuando se cubría con el talit y se
colocaba las filacterias, su aspecto de
laico desaparecía. Se sumía en la
oración como un judío creyente, y así
era también su estudio: estudiaba
salmodiando. Este era su secreto, que
pocos conocían, dado que por fuera no
dejaba entrever ningún detalle de judío
religioso. Se vestía como la mayoría de
los terratenientes: traje, camisa blanca y
corbata a juego con el traje. Sin
embargo, tenía un gusto exquisito del
que carecían los demás terratenientes: el
traje era elegante, discreto, y enseguida
cautivaba las miradas.
Hablaba muchos idiomas con una
pronunciación muy cuidada. Su alemán
era impecable, tanto, que sus artículos
sobre agricultura se publicaron no sólo
en Chernovitz capital, sino también en
Lemberg y en Cracovia. Recibió muchos
elogios por su precisión en el lenguaje y
su capacidad de redacción. De profesión
era agrónomo, pero su cultura era
vastísima. Tenía una estantería de libros
de filosofía, otra de libros de lingüística
y varias de literatura, por no hablar de
los libros de agricultura, que tanto me
gustaba hojear. Siempre encontraba
ilustraciones de campos, frutales,
animales y bosques. El tío Félix me
dejaba curiosear entre los libros porque
sabía que no los iba a estropear y que
los trataba con cuidado.
A veces me parecía que los caballos
eran su gran pasión. En la hacienda
había establos con caballos altos y
esbeltos cuidados por dos mozos de
cuadra. El tío Félix, aunque ya no era
joven, se montaba él solo, sin ayuda. A
mí me subió unas cuantas veces y
cabalgué con él. Me asustaba, pero el
miedo que sentía se mezclaba con un
placer tan intenso que rápidamente se
esfumaba. Cruzábamos campos y
praderas hasta llegar al corazón del
bosque, donde había un lago. Aunque
era muy grande, al caer la tarde parecía
como si se replegara para hacerse
diminuto; el ocaso centelleaba en su
oscura superficie y parecía el gran ojo
de un animal aterrador. A nuestra vuelta,
mi madre nos estaba esperando para
recibirnos con exclamaciones de
alegría. Yo tenía cuatro o cuatro años y
medio.
A la mujer de mi tío, la tía Regina,
no la veía mucho. Era una mujer
enfermiza y se pasaba casi todo el día
tumbada en su amplia habitación. La
mujer que la cuidaba se le parecía como
una hermana. La diferencia era que la tía
Regina estaba en cama y ella la atendía
con entrega día y noche. El cuarto
espacioso de la tía infundía grandeza y
miedo, tal vez porque allí reinaba la
penumbra incluso en los días calurosos
de verano. Yo casi no hablaba con ella.
Me miraba pero nunca me preguntaba
nada. Posiblemente los dolores le
habían debilitado la mente, o tal vez
estaba delirando y no me veía. La tía
Regina era experta en literatura
francesa, y en su juventud había escrito
un pequeño libro sobre Stendhal. A mi
madre no le gustaba la tía, aunque la
admiraba por su cultura.
De lo que más orgulloso se sentía el
tío Félix era de los cuadros que había
adquirido en Viena y en París, entre los
que había un Modigliani, lienzos de
Matisse y unas cuantas acuarelas
excelentes. Los cuadros armonizaban
con los finos muebles de la casa. Los
judíos ricos de la generación del tío
Félix solían recargar las habitaciones
hasta asfixiarlas con muebles pesados y
caros y con óleos de motivos
sentimentales, llenaban el salón con
jarrones y animales disecados y
extendían alfombras gruesas y pesadas.
El tío conocía bien a los judíos ricos, su
codicia y su avidez, y cuando estaba
inspirado le daba por imitarlos.
Especialmente le gustaba imitar su
alemán lleno de errores, su ignorancia
sobre temas judíos, su vestimenta de mal
gusto, su comportamiento maleducado y
la manera de dirigirse a sus mujeres.
Los detestaba, así que procuraba
mantenerse lejos de ellos.
El tío Félix no tenía hijos. Cuando
eran jóvenes adoptaron a un niño ruteno
y lo cuidaron con mucha dedicación. A
los siete años el niño huyó al pueblo,
junto a su madre, que estaba loca, y se
negó a volver con ellos, sus padres
adoptivos. De vez en cuando yo le
preguntaba a mi madre sobre aquel niño
ruteno, y ella me contaba poca cosa, sin
entrar en detalles. Por alguna razón, me
llegué a identificar con aquel niño y me
imaginaba su huida de la casa hasta la
choza de su madre.
En ocasiones íbamos en invierno,
cuando las nubes cubrían la hacienda y
la nieve caía incesantemente. Me
gustaba sentarme junto a las ardientes
estufas para escuchar el crepitar de la
madera. En verano el día es más largo y
se prolonga hasta bien entrada la noche.
No ocurre lo mismo en invierno: el día
es corto como una brisa pasajera, la luz
es gris y se apaga a la mitad del día.
La noche en la hacienda estaba
acompañada de pequeñas comidas. A
las cuatro, té con pastel de peras
adornado con cerezas; a las siete una
cena solemne. Prolongábamos las
comidas mientras nos envolvía el
silencio. En la casa del tío Félix se
hablaba poco, apenas se discutía y no se
hablaba por hablar. Leíamos o
escuchábamos música casi toda la
noche. He estado en muchas casas
silenciosas, pero el silencio en la casa
de mi tío Félix tenía un tono especial.
Brotaba de por sí, te envolvía, en una
plácida concentración.
A veces la tía Regina se levantaba
de la cama y se presentaba en el salón.
Mi tío iba hacia ella. Probablemente sus
dolores eran difíciles de soportar.
Entonces no había más remedio que
llamar al médico, aunque en la mayoría
de los casos era la enfermera quien la
convencía de que volviera a la cama, y
le masajeaba la espalda y las piernas
mientras le prometía aliviarla. La tía
Regina no estaba acostumbrada a los
extraños. En una ocasión apareció en el
salón y me vio sentado en el suelo
hojeando un libro. «¿Quién es este
niño?», le preguntó a la enfermera como
si yo no fuera su sobrino, como si yo
fuera un niño desconocido. Pero salvo
esos momentos desagradables, los días
en la hacienda transcurrían en calma y
sin sobresaltos.
El tío Félix la dirigía con
amabilidad y generosidad. Ningún
trabajador llegó a quejarse nunca por su
salario. Era liberal; decía: «Da más a
los trabajadores, y más recibirás». Era
muy rico, pero no tacaño como los
nuevos ricos, a quienes la avaricia les
hacía perder la cabeza.
Había también días claros en
invierno, días bañados en sol, y
entonces salíamos en trineo hacia las
montañas para esquiar. De vez en
cuando mi padre también participaba en
esta aventura. A mí me sentaban en un
lugar elevado desde donde podía seguir
a los esquiadores. Mi tío Félix se
distinguía en este deporte. A pesar de su
edad, tomaba las curvas como un
muchacho. Mi padre y mi madre
tropezaban; mi tío no.
Las cortas visitas a la finca del tío
Félix fueron una de las impresiones más
fuertes de mi niñez. Allí todo era
diferente, incluso los árboles. Eran más
altos que los que yo conocía, la
vegetación era más abundante y los
sirvientes erguidos tocaban el techo. La
vida del tío Félix y su hacienda estaban
envueltas en una leyenda, una leyenda en
la que los episodios me fascinaban casi
siempre, aunque en ocasiones también
daban miedo. Por ejemplo: un borracho
enloquecido, hacha en mano, maldice a
los judíos y su riqueza, y espanta a las
sirvientas con sus amenazas; en otra
ocasión, un caballo que había derribado
a su jinete huye de las caballerizas y
salta desbocado por la explanada. En
una de nuestras visitas de verano, por la
noche dejaron a un recién nacido en el
umbral de la casa, y por la mañana las
sirvientas descubrieron el paquete y
llamaron alarmadas al tío.
En la hacienda reinaba un silencio
denso, pero no absoluto. Por la noche
aves rapaces desgarraban el aire
mientras los lobos aullaban. El tío Félix
se relacionaba con la naturaleza con
sencillez. Desde que era un niño le
gustaban las plantas y los animales. Su
padre, el viejo rabino, no veía con
buenos ojos ni su modo de vida ni su
ocupación, pero no se lo reprochaba
porque él mismo sentía cierta atracción
por los animales: criaba abejas en el
patio de su casa.
En el verano de 1937 la vida allí
cambió radicalmente. El gobierno se
volvió antisemita, los gendarmes
colaboraban con el gentío y los bajos
fondos, derribaron las cercas y robaban
todas las noches. El tío Félix, que había
vivido en aquel lugar desde que era
joven, había construido la casa, había
cuidado los campos y los bosques y
también formaba parte de la sociedad no
judía. Intentó no sólo resistir, sino
también reaccionar enfrentándose a
ellos. Por la noche se ponía su gorro de
lana y salía a ahuyentar a los ladrones.
Una de esas noches atrapó a un
muchacho de unos quince años. Este
juraba por Jesucristo que nunca volvería
a robar. El tío Félix no se conformó con
el juramento y le exigió una promesa
explícita. El miedo hizo que el chico se
arrodillara suplicándole bañado en
lágrimas. El tío Félix lo dejó libre, y el
chico corrió hacia el portón de salida
como un animal al que hubieran liberado
de sus cadenas.
Ese verano la tía Regina murió y,
como ella había pedido, el entierro fue
laico. Quiso ser enterrada en la
hacienda, en una de las colinas desde
donde se divisa el valle y sus afluentes.
El tío Félix, que amaba a su esposa y sus
manías, se encargó de cumplir su
testamento al pie de la letra. En su tumba
se leyeron versos de Rilke y se
depositaron multitud de flores mientras
un cuarteto tocaba sonatas de Mozart. El
cuarteto, que habían traído de
Chernovitz, tocó durante los siete días
del duelo, mañana y tarde. La tía Regina
había dejado una lista de piezas y, según
su orden, así se fueron tocando.
La tía Regina detestaba las
ceremonias y a los judíos religiosos. El
tío Félix había intentado durante años
hacerle cambiar de opinión. Una vez
llegó a la hacienda un judío vestido con
el atuendo tradicional. Cuando ella lo
vio se puso a gritar histéricamente como
si unos fantasmas hubieran invadido la
casa.
Tras la muerte de la tía Regina, el tío
Félix cambió, se encerró en sí mismo y
hablaba poco. De vez en cuando venía a
la ciudad. Se sentaba en el salón y bebía
té con limón. Mi padre y mi madre lo
querían. Era un hombre con un gran
conocimiento en muchos campos, pese a
lo cual no transmitía esa sabiduría en un
tono pretencioso ni dándose
importancia. A mí me solía traer
juguetes curiosos, charlaba conmigo
como si yo fuera una persona mayor. Y
no sin razón. Tenía una teoría: que los
niños estaban dotados de sentidos
agudos e inteligencia natural, y que era
conveniente escucharlos. Reforzaba sus
opiniones con refranes en latín y dichos
del Talmud. En una ocasión oí que le
decía a mi madre: «Es una pena que los
judíos no sepan que tienen una cultura
tan grande. Si lo supieran, llorarían
como niños».
Cuando venía a la ciudad, se alojaba
en nuestra casa. El hotel en el que le
gustaba hospedarse había quebrado y no
soportaba otros hoteles. Cada vez que
aparecía por la ciudad, nos traía algunos
objetos preciosos de su colección. Mi
madre lo regañaba, pero el tío Félix
opinaba que nadie sabía cuándo iba a
llegar su momento; por eso era
preferible repartir la colección entre los
seres queridos ahora que todavía estaba
vivo. A mí me tocó un violín italiano
antiguo y elegante. El tío había
examinado mi oído musical y afirmó:
«Posees un oído excelente y te mereces
un violín». Yo, por mi parte, prometí
practicar al menos tres horas al día.
No sabía hasta qué punto había
acertado. La situación iba empeorando
mes a mes. Al principio luchaba contra
los ladrones y los delincuentes, y cuando
supo que los delincuentes colaboraban
con los gendarmes, luchó contra los
gendarmes. Pero desde el momento en
que también las autoridades de la zona
se sumaron a los malhechores, no tuvo
otra alternativa que cargar sus
pertenencias en un camión y venir a la
ciudad. Lo guardó todo en nuestro
depósito y arrendó la hacienda por una
miseria.
Se alojó al lado nuestro, en un
apartamento alquilado. Solía venir a
casa una o dos veces por semana. Ya no
se ponía la camisa elegante que solía
llevar en la hacienda. La cambió por
ropa deportiva, que daba un cierto
encanto a su vejez. No le oía quejarse ni
acusar a nadie. Cuando alguien
recordaba a la tía Regina, se le nublaba
la frente. Habían sido muy diferentes y,
aun así, habían estado muy unidos. Mi
madre mencionaba este hecho sin dejar
de asombrarse.
Nos transfirió la mayor parte de su
colección de arte. Los cuadros
cambiaron el aspecto de la casa, que se
parecía un tanto a un museo. Mi madre
estaba muy orgullosa de la colección, y
los pocos amigos que teníamos venían a
verla.
El tío Félix procuraba mantener la
calma incluso en los días más amargos.
Un terrateniente ucraniano conocido
suyo le propuso esconderlo en su
hacienda, pero el tío se negó. En los
días del gueto vivió con nosotros en una
sola habitación. Teníamos la valiosa
colección, pero no sabíamos cómo
salvarla. Al final, el tío la puso en
manos del director de un banco que
prometió cuidarla hasta que amainara la
tempestad. Venía por las noches a
llevarse paquetes. Era un hombre alto
con unas manos grandes. Yo lo sabía:
nunca más volveríamos a ver aquel
tesoro.
Llegó el invierno y nos restringió
aún más. No había leña para la
calefacción ni agua. El tío Félix, que
había sido oficial en el Ejército
austríaco, mantenía su posición erguida
incluso en aquellos días sombríos.
Después, en el trayecto de la
deportación, a lo largo de los extensos
caminos, en el corazón de la estepa
ucraniana, ayudaba a enterrar a los
muertos para que no fueran pasto de las
aves. Él mismo murió de tifus en un
granero, y mi padre, que quería
enterrarlo, no encontró una azada. Lo
dejamos sobre un montículo de heno.
3
En el verano de 1937 viajé con mi
madre a casa en el tren de la noche. No
sé por qué motivo dejamos
precipitadamente la casa de veraneo del
pueblo. Íbamos en un vagón de primera
clase, elegante y medio vacío. Mi madre
leía un libro mientras yo hojeaba un
álbum de dibujos. Allí dentro el olor a
pan se mezclaba en el aire con el olor a
tabaco. Yo disfrutaba hojeando y
observando. Mi madre me preguntó si
estaba cansado y yo le contesté que no.
Más tarde bajaron las luces. Mi
madre cerró el libro y se quedó
dormida. Durante mucho tiempo estuve
siguiendo los pequeños movimientos
que se producían en el vagón. De
repente, por la parte más apartada del
vagón apareció una camarera alta y
robusta que se arrodilló, se me quedó
mirando y me preguntó cómo me
llamaba.
Se lo dije.
—¿Y cuántos años tienes?
La pregunta, por algún motivo, me
hizo reír, pero se lo dije.
—¿Y adónde vas?
—A casa.
—Un niño bonito viaja a una ciudad
bonita —dijo.
Sus palabras no me hicieron gracia,
pero, aun así, me reí. Al mismo tiempo
extendió sus grandes manos y me dijo:
—¿Por qué no me das tus manos?
¿Es que no quieres ser mi amigo?
Tomó mis manos en las suyas. Las
besó y dijo:
—Unas manos bonitas.
Un sentimiento agradable y extraño
me recorrió todo el cuerpo.
—Ven conmigo y te daré algo rico
—me dijo mientras me agarraba para
levantarme. Sus pechos eran grandes y
cálidos, pero la altura me mareaba.
Al parecer, al final del vagón tenía
un compartimento, y dentro, una cama
plegable, una cómoda y un armario para
la ropa.
—Ven, que te doy algo bueno. ¿Qué
quieres? —preguntó mientras me
colocaba en la cama plegable.
—Jalva[2] —contesté por alguna
razón.
—Jalva —se sorprendió—. Sólo los
campesinos comen Jalva. Los de la
nobleza prefieren algo más delicado.
—¿Qué?
—Enseguida te lo voy a mostrar —
contestó, y me agarró de los dos pies
para quitarme con soltura un zapato y un
calcetín. Se llevó los dedos del pie a la
boca y dijo—: Está bueno, muy bueno.
—El gesto me resultó agradable, aunque
me estremecí—. Ahora le daremos a
este niño guapo algo muy rico —dijo
mientras sacaba de un estuche una
tableta de chocolate.
Era un chocolate conocido por el
nombre de Sano y Rico, un chocolate
popular envuelto en un papel simplón;
en mi casa ese nombre era sinónimo de
barato y sabor vulgar.
—¿No quieres probar?
—No —dije, y me eché a reír.
—Está muy rico —insistió, y quitó
el envoltorio para enseñarme la tableta
marrón—. Pruébalo. A mí me gusta este
chocolate.
—Gracias —lo rechacé.
—¿Qué chocolate te gusta, mi niño
mimado?
—Suchard —le dije la verdad.
—Suchard. Es un chocolate de ricos,
un chocolate sin sabor. Un chocolate
tiene que ser grueso y relleno de nueces.
—Enseguida volvió a levantarme en el
aire para zarandearme. Me apretó contra
su cuerpo grande—. Suchard es un
chocolate de ricos. Un chocolate que se
acaba muy rápido. A nosotros nos gusta
un chocolate grande. ¿Entiendes?
No entendí, pero asentí con la
cabeza.
—¿Cuándo para el tren? —pregunté
por algún motivo.
—Es expreso. El expreso sólo para
en la última estación, que es Chernovitz.
—Hablaba dejando al descubierto sus
dientes cuadrados. Volvió a masajearme
la planta del pie.
—¿Te gusta? —preguntó.
—Mucho —no pude por menos que
confesárselo.
—Te entretendré hasta que se haga
de día —dijo, y se rio.
Mientras estaba masajeándome entre
besos y pellizcos, se abrió la puerta del
compartimento y apareció mi madre.
—¿Qué pasa aquí? —Abrió de par
en par los ojos.
—Nada, jugábamos, Erwin se
aburría y quería jugar.
—Normalmente Erwin no se aburre
—le corrigió mi madre.
—Usted estaba durmiendo y Erwin
se aburría. No se debe dejar que un niño
tan guapo como este se aburra, ¿verdad?
—Inclinó la cara hacia mí. Mi madre,
por alguna razón, no me quitaba el ojo
de encima. No estaba furiosa, pero su
reprimida sonrisa expresaba
desconfianza.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —
preguntó mi madre. Ahora sabía que
algo no andaba bien—. Vámonos —dijo
alargando su mano hacia mí.
—Erwin es un niño muy listo. —La
camarera intentaba ganarse a mi madre.
—Pero no es lo suficientemente
precavido —mi madre no se contuvo.
—Listo y precavido, se lo juro. —
La camarera hablaba como una
campesina.
Mi madre no contestó. Tiró de mí
con un movimiento brusco hacia el
pasillo.
—¿Qué estabais haciendo? —me
preguntó mi madre al acercarnos a
nuestros asientos.
—Hablábamos.
—Tienes que ser más precavido.
—¿Por qué?
—Porque esas no tienen límites.
El tren avanzaba mientras las
primeras luces del alba daban un color
rosáceo a las últimas nubes de la noche.
Mi madre no me hablaba. Su expresión
se fue endureciendo. Lo sabía, estaba
enfadada conmigo.
—Mamá.
—¿Qué?
—¿Cuándo llegamos a casa?
—Dentro de poco.
—¿Y nos está esperando papá en la
estación?
—Supongo que sí.
Quería calmarla y le dije:
—Siete por siete, cuarenta y nueve.
Al oírlo, mi madre me abrazó.
—En una semana me sabré toda la
tabla de multiplicar, lo prometo. Nadie
me había presionado para que me la
aprendiera de memoria, pero yo tenía la
sensación de que aquella promesa iba a
satisfacer a mi madre.
—Pero tienes que tener más
cuidado. —No había olvidado mi delito.
Mi padre nos esperaba en la
estación. Corrí a su encuentro, me
levantó en el aire y me besó en las
mejillas.
—¿Cómo ha ido el viaje? —
preguntó mi padre con ternura.
—No ha ido mal —contestó mi
madre en un tono seco.
—¿Ha habido retrasos?
—No.
—No se puede pedir más.
Mi padre hablaba en el tono que
había adoptado últimamente.
4
Mil novecientos treinta y ocho fue un
año malo. Circulaban rumores en todas
partes: no cabía duda, estábamos
atrapados. Mi padre intentó en vano
conseguir un permiso para entrar en
Estados Unidos, y enviaba telegramas a
familiares y amigos de Uruguay y Chile.
Ya nada salía bien. Personas que hasta
ayer entraban en casa, socios de mi
padre en los que se podía confiar,
amigos de la juventud cambiaron su
actitud, se alejaron o se convirtieron en
enemigos. La desesperación era enorme
y anidaba en cada rincón. Es extraño: ya
entonces había entre nosotros optimistas
ilusos que interpretaban cada
acontecimiento para bien, y afirmaban
con señales irrefutables que la grandeza
de Hitler era una grandeza imaginaria,
que Alemania estaba destinada a volver
a lo que era antes. Era sólo cuestión de
tiempo. Mi padre sentía que la tierra
ardía bajo nuestros pies e intentaba
todas las salidas.
En primavera supimos que mi
abuelo, el padre de mi madre, había
caído gravemente enfermo y que sus días
estaban contados. Mi abuelo recibió la
amarga noticia en silencio. Su mirada
circular se redondeó aún más. Por la
noche le dijo a mi madre: «Esta
separación que hay entre los vivos y los
muertos es una separación imaginaria.
El tránsito es más fácil de lo que
nosotros suponemos. Se trata tan sólo de
cambiar de lugar y pasar a un nivel más
alto». Al oír sus palabras mi madre se
echó a llorar como una criatura.
Sus hábitos cotidianos no se vieron
afectados en modo alguno. Por la
mañana iba a rezar y a la vuelta comía
algo y se sentaba en la terraza, lo que
constituía para él una especie de
preparación para su lectura diaria. A
veces estudiaba el mismo libro durante
muchos días y en otras ocasiones
cambiaba, pero en su mesa no había
nunca más de un libro.
Mi padre se pasaba el día corriendo
de un lado a otro y, al regresar por la
tarde, el rostro se le había
ensombrecido. Mi madre intentaba en
vano agradarle con platos que a él le
gustaban. Después de comer, se sentaba
en el sillón con los ojos cerrados,
ensimismado. La muerte estaba presente
en todo lugar, pero no en la habitación
del abuelo. En su cuarto las ventanas
estaban abiertas y las cortinas se
agitaban con el viento. Cada cierto
tiempo mi madre le llevaba una taza de
té con limón. El abuelo le daba las
gracias y le preguntaba algo, y mi madre
se sentaba a su lado. Era evidente que
quería a su hija y que le alegraba tenerla
cerca.
Todos trataban de ocultar al abuelo
su estado y la situación general. Mi
abuelo lo sabía todo, aunque no permitía
que ni la incertidumbre ni la confusión
se impusieran sobre él. Hablaba de la
muerte como solía hacerlo antes de cada
viaje largo. Antes, la difunta abuela era
la que lo convencía para que llevara
otro abrigo y otro jersey, pero al abuelo
le gustaban las maletas ligeras; después
de todo, ese era su argumento ahora: el
camino no es largo y no hay de qué
preocuparse.
Una vez al día yo entraba a verlo.
Solía acariciarme la cabeza mientras me
mostraba las letras de un libro que
estaba leyendo y me contaba una
pequeña historia o una parábola. Una
vez me contó algo que no llegué a
comprender. Él probablemente se dio
cuenta de que no lo había captado y me
dijo: «No importa, lo importante es
amar esta mañana». Tampoco entendí
esta expresión y, a pesar de lodo, ha
permanecido grabada en mi memoria
hasta el día de hoy como un enigma
agradable. Era tan diferente de nosotros
que a veces me parecía que no nos
pertenecía, sino que había venido a
visitarnos desde otros mundos.
En primavera seguía todavía en el
pueblo donde habían nacido él, sus
padres y los padres de sus padres. Al
principio se negaba a abandonar su
propiedad, pero cuando su enfermedad
empeoró y requirió tratamientos en el
hospital, aceptó venir a la ciudad. Mi
madre le preparó una habitación y fue a
buscarlo en el carruaje.
Y así se vino a vivir con nosotros.
Desde su llegada, mi madre cambió por
completo. Su rostro se alargó, corría
constantemente de la cocina a la
habitación. El abuelo no pedía nada,
pero mi madre sabía con exactitud lo
que necesitaba. Cuando ella le daba
compota de ciruelas, su cara se llenaba
de luz por un instante. Aquel postre
siempre le había encantado.
Por la mañana se sacudía para
levantarse y salir a rezar. Su fe era más
fuerte que su cuerpo, que se iba
debilitando. Mi madre intentaba
retenerlo, pero él no lo consentía. La
oración de la mañana en la comunidad
infundía a su cuerpo fuerzas renovadas.
Solía regresar lleno de asombro.
A veces lo inundaba la nostalgia por
su pueblo. Era una melancolía muy real,
como si estuviera cerca de los árboles y
los arroyos que rodeaban su casa del
pueblo. Ahora estaba cerrada con llave,
y dos campesinos cuidaban de los
árboles frutales y del jardín. Había
vendido los animales y las aves hacía
tiempo, excepto una vaca que la abuela
había pedido que conservasen.
Una vez oí que le decía a mi madre:
«Llevadme de regreso al pueblo, por
favor, me cuesta estar fuera de mi casa».
Mi madre dudó unos instantes y le
respondió: «Veremos qué dicen los
médicos».
Por la tarde vino el doctor Feldman
y convenció al abuelo de que, en su
estado, era mejor estar cerca de un
hospital y no en el pueblo, a cincuenta
kilómetros de la ciudad. El abuelo lo
oyó y dijo: «Probablemente así es como
tiene que ser».
En nuestra casa no se seguía la Torá
ni se cumplían los preceptos religiosos.
Sin embargo, desde que llegó el abuelo
el aspecto de la casa cambió totalmente.
Mi madre purificó la cocina y nosotros
empezamos a comer sólo comida
vegetariana; no encendíamos fuego en
sábado[3] y cuando mi padre quería
fumar, salía a la parte trasera de la casa
o a la calle vecina.
Victoria, nuestra anciana sirvienta,
trata al abuelo con mucho respeto. Una
vez al día friega el suelo de su cuarto.
Le oí una vez decirle a mi madre: «No
todo el mundo tiene el privilegio de un
padre como el suyo. Es un hombre
realmente extraordinario». Victoria
cuenta cosas que me asustan. Una vez
dijo:
—Los judíos han olvidado que hay
un Dios en el cielo.
—No todos —dijo mi madre para
calmarla.
—En la sinagoga apenas hay diez
personas por la mañana —insistió
Victoria.
Yo no tengo duda alguna de que hay
un Dios en el cielo que gobierna no sólo
las estrellas, sino también a sus
criaturas. Esta fe me vino de otra
sirvienta que llegó para reemplazar a
Victoria por un breve período de
tiempo. Era más joven que Victoria y
muy guapa. Se llamaba Ana María y
repetía una y otra vez, para enseñarme
en secreto, que había un Dios en el cielo
que gobernaba no sólo las estrellas, sino
también a sus criaturas.
A mediodía mi abuelo se levanta de
la cama y sale al balcón. No suele
hablar de su fe, pero esta se entrevé en
todos sus movimientos. A veces tengo la
impresión de que está solo porque es un
incomprendido, aunque otras tengo la
sensación de que su habitación está llena
de vida, de huéspedes invisibles que
vienen a visitarlo, a quienes les habla en
el lenguaje del silencio.
Mi padre y mi madre discuten de vez
en cuando en la cocina, exponen sus
argumentos con puños apretados,
intentan convencerse con un torrente de
palabras, y cuando estas ya no son
útiles, emiten gritos quebrados, se alejan
uno del otro y callan. El silencio del
abuelo es un silencio tranquilo y carente
de ira, como una almohada mullida
donde uno reposa la cabeza.
Desde que el abuelo vino a casa, mi
padre no critica a los judíos ni su
religión. Está absorto, apenas habla y, a
la vuelta de sus idas y venidas
apresuradas, entra en la cocina y mi
madre le prepara una laza de café y dos
rebanadas de pan untadas con
mermelada. Come con prisa, acaba con
las dos rebanadas en un minuto.
Así estaban los ánimos en casa aquel
año: el silencio del abuelo y la tormenta
de mi padre. En ocasiones mi padre me
sacaba por la noche para vagar durante
horas. Le gustan las calles pavimentadas
y silenciosas de la noche. Recorre una
tras otra mientras yo me arrastro con
dificultad siguiéndolo. Cada cierto
tiempo se para y pronuncia una frase o
unas cuantas palabras. Yo no sé a quién
iban dirigidas sus palabras. A veces
irrumpe de su interior una extraña
alegría repentina y empieza a cantar en
voz alta. Y de esta manera llegamos al
río. A mi padre le gusta el río, más de
una vez le vi inclinarse hacia él. Una vez
me dijo: «El agua es más cercana a
nosotros que la tierra». E
inmediatamente sonrió como si hubiera
dicho una tontería. Aquellas excursiones
repentinas no siempre resultaban
agradables, pero me han quedado
grabadas en la memoria más que las
casas que visité.
No sabía que aquellos eran los
últimos días en casa y, a pesar de todo,
me repetía a mí mismo: «Tengo que
sentarme con el abuelo y observarle. No
puedo perder su imagen sentado en el
balcón, ni su mirada cuando estudia un
libro. Y tampoco debo olvidar a mamá,
sentada a su lado». Presentía que los
días por venir no iban a ser buenos,
aunque nadie se imaginaba que el
diluvio estaba ya avanzando hacia
nosotros. Durante horas me quedaba
tumbado en la cama leyendo a Julio
Verne, jugando al ajedrez conmigo
mismo y lamentando que mi padre
estuviera tan inquieto, no se afeitara por
las mañanas y saliera precipitadamente
de casa.
A veces tengo la sensación de que
mi padre está excavando un túnel a
través del cual quiere salvarnos. Sin
embargo, la excavación es tan lenta que
difícilmente está en su mano terminarlo
a tiempo. Por este motivo trata de
encontrar un sitio en un barco que nos
lleve a Gibraltar. Cada día es un intento
desesperado de romper el círculo que se
va estrechando a nuestro alrededor. Mi
madre, por el contrario, está tan
atareada con la enfermedad del abuelo
que las palabras de mi padre, o mejor
dicho sus planes, no le entran en la
cabeza. Ante su falta de atención y su
dispersión mi padre reacciona con
nerviosos movimientos de hombros,
pronunciando palabras duras y citando
nombres de personas y de lugares que no
he oído nunca.
La muerte nos rodea por todas
partes, pero, por algún motivo, a mi
padre le parece que, si nos esforzamos,
llegará el alivio y tal vez la salvación.
«Hay que esforzarse», dice, y es difícil
saber a qué se refiere. Dirige todas sus
protestas hacia sí mismo, y sólo a veces
hacia nosotros. Una vez oí que le decía
al abuelo: «Necesitamos mucha
compasión». Me sorprendió esa frase, y
creo que también al abuelo. Se
murmuran muchas frases
incomprensibles en casa. Vivimos en
medio de un enigma ardiente.
Mi madre de vez en cuando levanta
las manos, como si tratara de expulsar a
los malos espíritus. Mi padre, por
alguna razón, se enfada por esos
movimientos y dice que en este tiempo
lo que se necesita es sensatez y no
desesperarse. La desesperación
únicamente nos confunde. Mi madre se
sacude y yo tengo la impresión de que
está otra vez a punto de romper a llorar.
Al final del verano, en un día claro
sin una sola nube en el cielo, mi abuelo
se quedó dormido y no despertó de su
sueño. Victoria notó que no respiraba y
llamó a mi madre. Mamá cayó de
rodillas sin emitir sonido alguno.
Cuando me vio en la puerta, me agarró y
me dijo: «¿Qué haces aquí?», e
inmediatamente me llevó con la anciana
vecina, la señora Horovitz. Me negué
pataleando enfurecido. Probablemente
mis gritos reafirmaron la decisión de mi
madre y me dio una bofetada. La señora
Horovitz me ofreció un caramelo
envuelto en papel amarillo y me dijo:
«No llores, niño». Yo seguí pataleando;
el enfado y la humillación eran más
fuertes que yo. Más tarde, por la noche,
cansado y confundido, me llevaron de
vuelta.
La casa estaba irreconocible. Había
gente por todas partes. Victoria ofrecía
café en pequeñas tazas, y el salón estaba
lleno de humo. Mi padre sobresalía
entre todos. Llevaba kippá en la cabeza
y mecía el cuerpo como un borracho. Mi
madre estaba sentada en el suelo
envuelta en una manta y rodeada de
desconocidos. Nadie hablaba de la
muerte del abuelo, sino de asuntos
prácticos, quizá para distraer la atención
de mi madre, aunque sin éxito. Sus ojos
eran grandes y los tenía muy abiertos.
De repente tuve la impresión de que
todo el mundo estaba encantado de que
la muerte hubiera desaparecido de allí, y
de que ahora ya pudieran sentarse y
beber el café que estaba sirviendo
Victoria. Esta satisfacción me dolió y
me escapé a mi habitación. Para mi
sorpresa, también estaba llena de gente.
Papá no se contuvo esta vez. Se
levantó para censurar en voz alta las
costumbres funerarias tribales, que no
tenían respeto ni honra, y especialmente
criticó a los de la funeraria, que apenas
pronuncian la oración, se dan prisa por
ofrecer azadas a los presentes y, además
del sueldo, piden donaciones. Sabía que
no se sentía cómodo con las tradiciones
funerarias judías, pero en esta ocasión
su enfado había encontrado palabras, y
no se las guardó para sí. Al final acabó
diciendo: «De ninguna manera dejaré mi
cuerpo en vuestras manos. Es mejor que
te entierren en un cementerio de
leprosos que en un cementerio judío».
Se hizo el silencio, nadie reaccionó a
sus palabras.
A continuación la gente se dispersó y
la voz de mi padre retumbó en la casa
vacía. Yo no sabía si mi madre estaba de
acuerdo con lo que había dicho. Estaba
sentada en el suelo sin pronunciar
palabra. Su manera de sentarse tenía
algo del abuelo. Tal vez la forma en que
colocaba las manos sobre sus rodillas.
5
En el gueto los niños y los locos eran
amigos. Todo orden se había
desmoronado: no más colegio, no más
deberes para casa, no más madrugar por
la mañana ni más apagar la luz por la
noche. Solíamos jugar en los patios, en
las aceras, en los matorrales y en todo
tipo de rincones tenebrosos. Los locos
participaban de vez en cuando en
nuestros juegos. Ellos también salieron
ganando de este desorden. El asilo y el
manicomio fueron cerrados, y los
enfermos liberados vagaban sonriendo
por las calles. No se trataba de una
sonrisa corriente, había en ella algo de
placer malicioso, como si estuvieran
diciendo: «Todos estos años se han
reído de nosotros porque confundíamos
las cosas, el tiempo, porque no éramos
precisos, porque llamábamos los lugares
y los objetos con nombres extraños.
Ahora, mira por dónde, está claro que
estábamos en lo cierto. No nos creyeron,
estaban tan seguros de tener razón y nos
despreciaban tanto que nos enviaron al
asilo y nos encerraron a cal y canto».
Había algo en su sonrisa que daba
miedo, el alborozo de los locos.
Celebraban su libertad de muy
distintas formas: se tumbaban en el
parque, cantaban, y los más jóvenes
piropeaban a las chicas y a las mujeres
jóvenes; pero la mayor parte del tiempo
se quedaban sentados en los bancos de
los parques sonriendo.
Se dirigían a los niños de igual a
igual. Se sentaban con las piernas
cruzadas para jugar con piedras, al
dominó, al ajedrez, a la pelota e incluso
al fútbol. Había padres asustados que
perdían los nervios y los atacaban. Los
locos aprendieron a identificar a
aquellos padres y escapaban de ellos a
tiempo para salvar el pellejo.
Había también locos peligrosos
llenos de malicia que nos asaltaban en
sus accesos de cólera. También nosotros
aprendimos a identificarlos para huir de
ellos. Con todo, la mayoría eran
tranquilos y educados y hablaban con
sentido, e incluso había algunos a
quienes no se les notaba que eran locos.
Se les podía hacer preguntas de cálculo,
geografía o sobre Julio Verne. Entre
ellos había médicos, abogados y
hombres ricos a quienes sus propios
hijos habían desposeído de sus bienes.
De vez en cuando un loco paraba el
juego para hablarnos de su esposa y de
sus hijos. Había también entre ellos
algunos judíos practicantes que rezaban,
pronunciaban bendiciones e intentaban
enseñarnos las oraciones Modé Aní y
Shmá. Me gustaba observarles. Sus
rostros eran muy expresivos. Les
encantaba jugar, aunque no sabían ganar.
Éramos más buenos que ellos. Cuando
veían que iban perdiendo, se echaban a
reír como si dijeran: «Incluso los
pequeños son más buenos que nosotros».
Bien es verdad que los había que tenían
muy mal perder y se encolerizaban y
lanzaban las piezas del juego, pero eran
los menos. La mayoría aceptaban su
derrota con una sonrisa y espíritu de
sumisión.
A veces ocurría que un loco sufría
un arrebato de ira en la calle, dando
golpes o mordiendo. Inmediatamente
llamaban a la policía del gueto, que no
tenía piedad, y llevaba a todos los locos
de vuelta al asilo. Después de un día de
encierro, se les liberaba. Rápidamente
les invitábamos a jugar al ajedrez o al
dominó. Es extraño, no guardaban
rencor a los policías ni a quienes les
habían denunciado. Me gustaba observar
la postura que adoptaban, la forma de
sujetar el plato o cortar el pan. De vez
en cuando se quedaban dormidos en el
parque, encogidos, como si no fueran
adultos, sino niños cansados de jugar.
En los días de las deportaciones,
intentaron escapar, esconderse, pero la
policía era más ágil que ellos, por
supuesto. Por pura inocencia, se
escondieron debajo de los bancos del
parque o treparon por los árboles. No
era difícil atraparlos. Iban corriendo de
forma pesada y torpe. Los policías los
agarraban con brusquedad y los subían
al camión. Nadie pedía piedad para
ellos, como si todos estuvieran de
acuerdo en que si se decretaba la
deportación, ellos, los locos, habrían de
ser los primeros. Ni siquiera sus
familias intentaban liberarlos.
En una de las redadas vi un camión
cargado de locos. La gente les lanzaba
pedacitos de pan, trozos de pastel y
patatas asadas. Ellos trataban de coger
al vuelo los trozos. Por supuesto, sin
éxito. Estaban de pie, sonriendo junto a
las rejas del camión, como si estuvieran
diciendo: «Nunca conseguimos hacer lo
correcto, por eso no nos quisieron. Pero
en estos momentos, cuando nos
despedimos de ustedes, ¿por qué nos
apedrean? No necesitamos comida
ahora. Un poco de atención nos hubiera
aliviado. En lugar de eso, nos cubren
con comida insípida». Con esta
expresión en la cara, desaparecieron de
nuestra vista para siempre.
6
Cada ciudad tuvo probablemente su
Janusz Korczak[4]. En la nuestra fue el
director del internado, el profesor
Gustav Gotesman, quien llevó a los
niños ciegos a la estación de tren. Era
bajo, de la estatura de un niño, y muy
ágil. Se le conocía por su método de
enseñanza: todo con melodías. Siempre
se elevaban cantos desde el internado de
niños ciegos. Él creía que la canción no
sólo era un buen instrumento para
memorizar, sino también para
desarrollar una relación sensible con las
personas. Todos los niños del internado
hablaban en un tono melódico, también
cuando se dirigían a sus compañeros. La
fragilidad de sus cuerpos se fundía con
la amenidad de su forma de hablar. Al
mediodía solían sentarse en las
escaleras y cantar canciones clásicas y
en yídish. En sus voces había armonía y
dulzura, y los transeúntes se quedaban
durante horas junto a las verjas
escuchándoles.
Gustav Gotesman era un comunista
conocido y más de una vez había sido
arrestado. Durante el tiempo que
permanecía encarcelado lo sustituía el
subdirector, un hombre también de baja
estatura y comunista. Si no hubiera sido
por su dedicación, el comité directivo
de la institución lo hubiera despedido.
En aquel comité había comerciantes
respetables que opinaban que Gustav
estaba enseñando comunismo a los
niños, que su influencia era muy grande
y que, cuando crecieran, propagarían
aquel veneno. Los comerciantes
perspicaces del comité no compartían
este temor, opinaban que lo que él
enseñara no era importante, lo
importante era su dedicación. Un
comunista ciego de nacimiento no tiene
nada de peligroso; todo lo contrario, en
su boca la ideología sonaría ridícula.
Las discusiones en el comité no
cesaban. Uno de los comerciantes, cuya
contribución suponía la mitad del
presupuesto de la institución, era un
hombre religioso. Puso dos condiciones:
estudiar religión y guardar el Shabbat en
la institución. La disputa continuó
durante muchos días. Finalmente se
llegó a un acuerdo: se estudiaría religión
dos veces por semana y se recitaría la
oración del comienzo del Shabbat.
El profesor de religión que iba a la
institución era hijo del rabino de Yadov.
Solía ir dos veces por semana a enseñar
a los niños hebreo y Pentateuco, y el
viernes dirigía la oración. A los niños
les gustaba lo que enseñaba y las
plegarias. Al cabo de poco tiempo, la
oración del viernes era ya conocida en
toda la ciudad. La gente se reunía junto a
las verjas para escuchar asombrada.
Gustav Gotesman no se rendía.
Opinaba que las plegarias eran canto y
no religión. Era el canto el que dirigía
sus vidas, no la fe. La fe religiosa había
dejado de existir en todo ser vivo y,
desde entonces, sólo existe la fe en el
hombre, que es capaz de cambiar, capaz
de construir una sociedad justa y de
sacrificarse por su prójimo. Inculcaba
esta doctrina a los niños a todas horas; y
en lugar de la plegaria Oye, Israel[5] por
la noche, compuso un canto al que llamó
«Oye, hombre» en el que se exigía al
hombre que compartiera sus bienes con
los necesitados dondequiera que
estuviera. Como todo creyente, Gustav
era también un fanático. Llevó la guerra
contra el hijo del rabino de Yadov con
todos los medios a su alcance. Sólo una
cosa, pese a todo, se le tenía prohibido:
predicar que la religión era el opio de
los pueblos; de hecho, evitaba
proclamarlo en público, pero a
escondidas murmuraba lo que
murmuraba.
La batalla acabó en 1941. La
institución para ciegos, que estaba en la
zona pobre de la ciudad, se convirtió de
la noche a la mañana en el centro del
gueto. Desde sus ventanas se
propagaban canciones todo el tiempo
invadiendo el atestado gueto y
revoloteando hasta el anochecer sobre
aquella vida perseguida.
Nadie sabía lo que ocurriría al día
siguiente, pero los niños ciegos
probablemente sabían más que nosotros.
Adivinaron que el futuro no iba a ser
halagüeño. Una de sus canciones se oía
todas las tardes, se llamaba «Muerte a la
muerte». Con el tiempo se convirtió en
el himno de la institución. Era una
canción acompasada que sonaba como
un lamento enérgico.
Gotesman trabajaba con los niños
día y noche. La mayoría de sus clases
eran de música. En los recreos les
enseñaba uno de sus principios: que las
duras condiciones en las que nos
encontramos no destruirán en nosotros la
fe en el ser humano. Ayudaremos a los
débiles, y si es necesario, incluso
compartiremos con ellos nuestro trozo
de pan. El comunismo auténtico no
consiste sólo en repartir con justicia,
sino también en entregarse de todo
corazón.
El 13 de octubre de 1942 ordenaron
al director de la institución para ciegos
trasladar a los niños a la estación de
tren. Los niños se vistieron con ropa de
fiesta y metieron en sus mochilas un
libro en braille, un plato, una taza, una
cuchara, un tenedor y ropa para
cambiarse. Gotesman les explicó que el
camino a la estación no era largo y que
harían cinco paradas en el trayecto. En
los descansos cantarían piezas clásicas
y canciones en yídish. Cuando llegaran a
la estación, cantarían el himno. Los
niños estaban entusiasmados, pero no
asustados. Sus párpados pestañeaban
por la emoción. Comprendieron que,
desde aquel momento, les pedirían hacer
cosas que nunca antes les habían pedido.
La primera parada fue la Fuente
Imperial, que era conocida en la ciudad
por la calidad de sus aguas. Los judíos
practicantes no la utilizaban porque era
de uso público y el dueño de la taberna
y el carnicero no judío sacaban agua de
allí. En la primera parada los niños
cantaron obras de Schubert. El viento
soplaba al lado de la fuente y los niños
se esforzaban por levantar la voz. Nadie
había allí aparte de ellos, y su canto
sonaba como una oración. Gotesman
tenía cuidado de no hacer comentarios a
los niños fuera de los muros de la
institución. Esta vez se saltó las normas
y dijo: «El canto es sagrado y aun en
condiciones difíciles hay que ser
preciso».
En la segunda parada, la plaza de los
Obreros, nadie los esperaba. Los niños
entonaron una pieza de Bach; Gotesman
estaba satisfecho de su forma de cantar.
En la plaza de los Obreros se reunían
los judíos comunistas el Primero de
Mayo. La reunión generalmente duraba
unos minutos, porque los policías se
abalanzaban sobre los manifestantes
golpeándoles para dispersarlos. Esta
vez la plaza estaba vacía. Unos cuantos
muchachos ucranianos que estaban de
pie junto a los árboles gritaban:
«¡Judíos, a los vagones!», mientras les
tiraban piedras.
En la tercera parada, las mujeres
llevaron a los niños agua y trozos de pan
untados con aceite. Los niños se
alegraron de aquel recibimiento tan
cálido y cantaron canciones en yídish.
Al finalizar, las mujeres no les dejaban
marcharse. Gritaban: «¡No les
entreguéis a nuestros niños!». Gotesman
intervino diciendo: «Iremos con todos.
No somos diferentes. Lo que les ocurra
a todos nos ocurrirá también a
nosotros». Una mujer no pudo
contenerse y le gritó a la cara:
«¡Comunista!».
En la cuarta parada, junto a las
alambradas del gueto, los esperaba
mucha gente conmovida para colmarlos
de regalos. Un hombre que estaba en un
balcón alzó la voz: «¡Os queremos,
niños, y pronto volveremos a vernos!
¡No olvidaremos nunca vuestras
canciones! ¡Fuisteis las flores más
sagradas de nuestro gueto!».
Los niños cantaron alternando piezas
clásicas y canciones en yídish. Incluso
cantaron un fragmento de una ópera de
Verdi. También allí las mujeres los
rodearon para impedir que se fueran.
Pero ahora ya no estaba en sus manos.
Los soldados situados junto a las
alambradas les golpearon y la melodía
se interrumpió de inmediato.
Sin embargo, en el estrecho camino
hasta la estación de tren los niños se
pararon y empezaron a cantar. Al
parecer, los policías se sorprendieron y
les permitieron cantar, aunque no por
mucho tiempo. Rápidamente levantaron
sus látigos sobre ellos y los niños, que
iban cogidos de la mano, se pusieron a
temblar como si fueran un solo cuerpo.
«No tengáis miedo, niños», les susurró
Gotesman, y ellos reprimieron su dolor.
En la estación les dio tiempo de cantar
el himno completo e inmediatamente
fueron empujados hacia los vagones.
7
En aquellos largos años de la guerra
encontré a gente maravillosa. Por
desgracia, todo el mundo tenía mucha
prisa y yo era un niño. Durante la guerra,
los niños no contaban. Eran paja
pisoteada por todos y, aun así, hubo unas
cuantas personas maravillosas que, entre
tanta confusión, adoptaron por un
instante a un niño abandonado, le dieron
un trozo de pan y lo arroparon con un
abrigo.
En el camino a Ucrania vi, en una
estación de tren repleta de deportados, a
una mujer que había acogido en su
regazo a un niño abandonado de unos
cuatro años. Era un niño de largos
cabellos, y la mujer estaba sentada
sobre su hatillo mientras lo peinaba con
movimientos lentos, como si aquello no
fuera una estación de deportación, sino
un parque. El semblante pálido del niño
estaba lleno de estupefacción, como si
hubiera comprendido que aquella era
una gracia que se obtenía sólo una vez
en la vida.
Por la tarde irrumpió en la estación
un gran tren de carga y las puertas se
abrieron de par en par. Gendarmes
ucranianos azotaban a la gente con sus
látigos; cundía el pánico. La mujer, que
seguramente sabía lo que nos esperaba,
le suplicó al niño que huyera mientras le
mostraba un lugar situado debajo de las
escaleras por el que podía escaparse;
pero el niño se aferraba a sus piernas
mientras suplicaba: «No quiero».
Cuando lo apartaba, él murmuraba:
«Tengo miedo».
—No puedes tener miedo —dijo la
mujer en voz alta.
—Tengo miedo —volvió a repetir el
niño como si quisiera introducir esas
palabras en el corazón de ella.
—Está prohibido tener miedo —dijo
ella en un tono tajante.
Al oír su voz, el cuerpo del niño se
encogió.
—Estoy enfadada contigo —dijo la
mujer tratando de liberarse de las
pequeñas manos del niño.
Pero él estaba agarrado a sus
tobillos y no se movía.
—Si no huyes, te pego —le
amenazó.
La advertencia sólo consiguió que el
niño se aferrara con mayor firmeza a sus
tobillos.
—Vete de aquí, vete. —Cambió el
tono de voz hablándole como si no fuera
un niño, sino un cachorro.
El niño se aferró a ella con más
fuerza aún.
—Te pego —dijo, y tiró de una
pierna.
Pero al parecer él se agarraba con
fuerza. La gente empujaba a la mujer por
doquier, y levantó la voz gritando de
desesperación: «Lleváoslo lejos de mí.
No puedo más».
Nadie le prestaba atención, ni a ella
ni a sus gritos. Todo el mundo se
amontonaba en las puertas del tren, que
parecían demasiado estrechas para
permitir la entrada a tanta gente.
Finalmente, uno de ellos pisoteó el
cuerpo del niño y este se soltó de sus
piernas. La mujer se sintió aliviada y
levantó su hatillo mientras era arrastrada
por la gente hacia una de las puertas. El
niño desapareció engullido por el mar
de piernas.
—Tina —se oyó de pronto la voz de
un niño, por encima del resto de las
voces.
—¿Qué quieres de mí? —la mujer
levantó la voz para que se oyera.
—Tina —volvió a llamarla el niño
en un evidente tono de súplica.
La mujer tiró el hatillo y, dándose la
vuelta con decisión, se liberó de la
presión de los que empujaban y regresó
al lugar desde donde la gente la había
arrastrado.
—¿Dónde estás? —lo llamó
mientras lo buscaba por el suelo.
Por fin lo descubrió. Estaba tirado
en el suelo, sangrando. Se inclinó para
arrastrarlo hacia un rincón donde no
estuvieran a merced de los azotes. Se
inclinó hacia él, le limpió la cara de
sangre con el vestido y le susurró:
—¿Qué has hecho?
El niño abrió los ojos.
—Debo irme. ¿Qué puedo hacer?
Tienes que entenderlo.
La tensión y el ruido fueron en
aumento y la mujer gritó sus últimas
instrucciones:
—Vete directo al pasadizo que está
debajo de las escaleras. Te sacará fuera
de los andenes, directamente a los
campos. No le digas a nadie que eres
judío. ¿Me oyes? Levántate, ¿me oyes?
Era evidente que el niño lo había
entendido, pero tal vez no tenía fuerzas
para moverse del sitio.
—Huye —le urgió al niño.
Al ver que él no reaccionaba, lo
sujetó con un movimiento brusco, lo
levantó y, con una voz que no era la
suya, gritó: «Abran paso, llevo a un niño
herido».
La tensión era enorme, nadie se
percató de su presencia, pero, con unas
fuerzas más poderosas que ella misma,
se fue abriendo paso a empujones en
dirección a la puerta del vagón e
inmediatamente desapareció en su
interior.
8
Ya han pasado más de cincuenta años
desde el final de la Segunda Guerra
Mundial. El corazón ha dejado caer en
el olvido muchas cosas, especialmente
lugares, fechas y nombres de personas,
y, a pesar de todo, siento aquellos días
con todo mi cuerpo. Cada vez que
llueve, hace frío o sopla un fuerte
viento, regreso al gueto, al campo de
concentración, a los bosques donde pasé
muchos días. Al parecer, la memoria
tiene raíces profundas en el cuerpo. A
veces basta con el olor a paja
descompuesta o el sonido de un pájaro
para transportarme lejos y hacia mi
interior.
Digo «hacia mi interior», pero
todavía no he encontrado palabras para
las poderosas manchas de memoria. Con
los años, intenté más de una vez regresar
y tocar los camastros del campo de
concentración y probar la sopa aguada
que solían repartir allí. Todo lo que
resultaba de ese esfuerzo no era más que
un revoltijo de palabras, o para ser más
exactos, palabras imprecisas, un ritmo
desordenado, analogías débiles o
exageradas. He aprendido que una
experiencia profunda se puede falsificar
fácilmente. Tampoco esta vez tocaré ese
fuego. No hablaré del campo de
concentración, sino de mi huida, que
emprendí en el otoño de 1942, cuando
tenía diez años.
No recuerdo la entrada en el bosque,
pero lo que mi memoria conserva es el
momento en que me paré frente a un
árbol lleno de manzanas rojas. Me
quedé tan atónito que incluso di unos
pasos hacia atrás. Aquellos pasos los
recuerda mi cuerpo mejor que yo. Cada
vez que hago un movimiento incorrecto
con la espalda o tropiezo al retroceder,
veo el árbol con las manzanas rojas.
Hace días que no me llevo nada a la
boca y, de repente, un árbol lleno de
manzanas. Puedo extender la mano y
cogerlas, pero me quedo de pie perplejo
y, cuanto más tiempo pasa, más
paralizado me quedo.
Al final me senté y me comí una
pequeña manzana medio podrida que
yacía en la tierra. Después de
comérmela, me quedé dormido. Cuando
me desperté, el cielo ya empezaba a
oscurecerse; no sabía qué hacer y me
quedé de rodillas. Esta postura también
la siento hasta el día de hoy y, cada vez
que me arrodillo, recuerdo aquella
puesta de sol que se filtraba entre los
árboles, y quiero alegrarme.
Sólo al día siguiente arranqué una
manzana del árbol. Era dura, agria, y al
morderla me dolieron los dientes, pero
volví a darle un mordisco y la masa bajó
por mi encogido esófago. Después de
días de pasar hambre, el hombre deja de
estar hambriento. No me moví del sitio.
Me parecía que no podía dejar el
manzano ni la zanja que estaba junto a
él. Sin embargo, la sed me arrancó del
lugar y salí a buscar agua. Estuve
buscando durante un día entero y sólo al
atardecer encontré un arroyo. Me
arrodillé y bebí. El agua me abrió los
ojos y vi a mi madre, que hacía días que
había desaparecido de mi mente. Al
principio la vi junto a la ventana, de pie,
observando, como tenía por costumbre
hacer, pero de pronto volvió su cara
hacia mí. Se asombró de que estuviera
solo en el bosque. Fui a su encuentro,
aunque enseguida comprendí que si me
alejaba no volvería a encontrar el
arroyo, y me quedé de pie. Volví para
mirar el círculo pequeño por el que mi
madre se me había aparecido y el
círculo se cerró.
Mi madre fue asesinada al comienzo
de la guerra. No presencié su muerte,
pero oí su único grito. Su muerte quedó
profundamente grabada en mí, pero, más
que su muerte, su renacimiento. Cada
vez que estoy contento o triste, se me
revela su rostro, apoyada en el alféizar
de la ventana o en el umbral de la casa,
como si fuera a venir hacia mí. Ahora
soy treinta años mayor que ella. A ella
el paso del tiempo no le ha añadido más
años. Es joven y su juventud es siempre
nueva.
El miedo a perder el arroyo no tenía
razón de ser. Fui por la orilla y,
afortunadamente para mí, el cauce se
dirigía hacia las afueras del bosque.
Aquel era un arroyo como los que
recordaba de los días de vacaciones con
mis padres, cubierto de sauces y
fluyendo lentamente. Cada cierto tiempo
me arrodillaba para beber de sus aguas.
No había aprendido a rezar, pero esa
postura, de rodillas, me hizo recordar a
los campesinos que trabajaban en los
campos, quienes se arrodillaban para
santiguarse y luego permanecían en
silencio.
En el bosque el hombre no muere de
hambre. De repente te encontrabas unas
zarzamoras o, debajo de un tronco, un
arbusto de fresas silvestres. Incluso
encontré un peral. Si no hubiera sido por
el frío de la noche, habría dormido más.
Por aquel entonces yo no tenía una
imagen clara de la muerte. Ya había
visto a muchos muertos en el gueto y en
el campo de concentración, y sabía que
no se volverían a poner de pie y que su
final consistiría en ser arrojados a una
fosa, pero, aun así, no concebía la
muerte como un final. Mantenía siempre
la esperanza de que mis padres vendrían
a buscarme para recogerme. Esa
expectativa me acompañó todos los años
de la guerra, y volvía a crecer en mí
cada vez que la desesperación me
asaltaba.
¿Cuántos días pasé en el bosque?
Quizá hasta que llegaron las lluvias.
Cada día hacía más frío allí donde me
encontraba, entre los árboles. No había
escondite posible y la humedad se
filtraba por mi fina ropa. Por suerte,
tenía unos zapatos altos que mi madre
me había comprado días antes de la
invasión de los alemanes, aunque
también fueron absorbiendo agua y
pesaban cada vez más.
No tenía más opción que pedir
refugio en una de las casas de
campesinos que estaban dispersas por la
colina situada junto al bosque. La
distancia que me separaba de ellas no
era poca. Tras una caminata fatigosa, me
paré delante de una cabaña cuyo tejado
estaba cubierto por una gruesa capa de
paja. Al acercarme a la entrada, se
precipitaron sobre mí unos cuantos
perros, y apenas logré librarme de ellos.
En los días de lluvia los campesinos no
salían de sus cabañas, y yo me quedé de
pie bajo la lluvia consciente de que no
estaba lejos la hora en que caería a una
de las fosas para desaparecer. Pensar
que no vería más a mis padres hizo que
se me doblaran las rodillas y me caí.
Cuando todavía me invadía la
desesperación, vi en la colina cercana
una casa baja, e inmediatamente me di
cuenta de que no había perros alrededor.
Llamé a la puerta y esperé con miedo.
Tras unos segundos, se abrió y una mujer
apareció en la entrada.
—¿Qué quieres, niño?
—Quiero trabajar —dije.
Se me quedó mirando y me dijo:
«Entra». Se parecía a una campesina,
aunque era diferente. Llevaba puesta una
camisa verde con botones de nácar.
Hablé en ucraniano, porque nuestra
sirvienta, Victoria, hablaba conmigo en
su lengua natal, y yo la amaba a ella y su
idioma. No era casual que en esa mujer
viera a Victoria, aunque no se parecían.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
El instinto me susurraba que no le
revelara la verdad, y le conté que había
nacido en Lutshinetz, que mis padres
habían muerto en un bombardeo y que,
desde entonces, andaba errando. Me
miró y, por un momento, tuve la
impresión de que estaba a punto de
agarrarme del abrigo para darme una
bofetada. Pero esta vez era un miedo
infundado.
—¿No eres un ladrón? —preguntó
con una mirada inquisitiva.
—No —contesté.
Y, de este modo, me quedé en su
casa. No sabía quién era ella ni cuál
sería mi trabajo. Fuera caía una lluvia
intensa y yo me alegré de estar rodeado
de paredes, junto a una estufa que
irradiaba calor. Las ventanas eran
pequeñas y estaban cubiertas con
cortinas de colores, y en las paredes
había muchas fotos recortadas de
revistas.
Ya al día siguiente barrí la casa,
fregué los platos y pelé patatas y
remolacha. Madrugaba para trabajar
hasta altas horas de la noche. Una vez a
la semana iba a la tienda para comprarle
azúcar, sal, salchichas y vodka. La
caminata desde la cabaña hasta la tienda
duraba una hora y media. Era un camino
verde sembrado de altos árboles y de
animales de granja.
Hasta seis meses atrás había tenido
padres. Ahora mi existencia no era más
que lo que pasaba ante mis ojos. Solía
robar unos momentos para mí y me
sentaba a la orilla del arroyo. Desde allí
mi vida anterior me parecía muy lejana,
como si no hubiera existido. Únicamente
por la noche, durante el sueño, estaba
junto a mamá y papá en el patio o en la
calle. Por la mañana, el despertar me
dolía como una bofetada en la mejilla.
La dueña de la casa se llama María
y no está casada. Casi todas las noches
entra un hombre en la cabaña y los dos
se encierran juntos tras una cortina. Al
principio hablan mientras beben vodka,
después se ríen en voz alta y, al final, se
callan. Este orden se da una y otra vez
noche tras noche. Yo me repito: «No
tengas miedo», y, aun así, estoy
asustado. A menudo, el miedo viene
acompañado de una especie de extraño
placer.
La noche no siempre acaba en
silencio. A veces estalla una pelea, y
María no se calla las cosas. Cuando
algo no le gusta o cree que se están
burlando de ella, alza la voz, una voz
terrible que hace temblar las paredes de
la cabaña, y si no fuera suficiente con
esto, lanza un plato, un zapato o
cualquier cosa que esté al alcance de su
mano. Pero también hay noches en que la
cita acaba en calma, con besos. El
hombre le promete mucho amor y
muchos regalos, y María, por su parte,
se ríe mientras le provoca.
Yo estoy echado sobre la estufa
escuchando a escondidas. Hay veces en
que no me contengo y miro a través de
las grietas de las tablas situadas encima
de la estufa. El miedo hace que no vea
nada, pero una vez vi a María
completamente desnuda. Me inundó un
cálido placer.
La cabaña de María es una
habitación alargada cuyo extremo está
separado por una cortina. De vez en
cuando me manda salir al patio para
coger flores silvestres. Lo hago, lleno
los jarros de agua y enseguida
introduzco los tallos. Una vez, en un
momento de ira, agarró un jarro y lo
envió directo a la cabeza del campesino
alto que gruñía frente a ella como un
oso.
María no conoce el miedo. Cuando
algo no le gusta o un hombre no se
comporta como es debido, ella le lanza
una ristra de insultos. Si el hombre no se
disculpa o las disculpas no le parecen
suficientes, ella le lanza un objeto o lo
empuja fuera de la cabaña. «Hija de
Satanás», oí que la llamaban más de una
vez.
Hay tres barreños de madera en la
cabaña. En el pequeño se lava las
piernas. En el mediano se lava el cuerpo
después de que el cliente abandone la
cabaña; y el tercero, el grande, es la
bañera donde se procura bienestar, y en
ella se sumerge durante horas. En el
barreño grande canta, parlotea, habla de
sus recuerdos e incluso se confiesa. Más
de una vez la vi echada dentro de la
bañera, rodeada de agua, como un
animal holgazán que ni siquiera un gran
barreño lograría albergar.
Sin darnos cuenta ha llegado el
invierno. Los hombres no vienen con la
misma frecuencia que antes. María se
sienta junto a la ventana mientras baraja
las cartas. El juego la distrae. De vez en
cuando se echa a reír, pero su cara se
nubla repentinamente y lanza un grito. En
una ocasión, en un momento de
melancolía, cuando el bocadillo que le
había servido no le gustó, me agarró
gritándome: «¡Bastardo, te voy a
matar!».
Pero no siempre está enfadada. Sus
estados de ánimo van cambiando como
el cielo. En el momento en que se le
despeja la mente de nubarrones, toda
ella es alegría. Me ha levantado en
brazos más de una vez. No es grande,
pero sí fuerte: es capaz de hacer que la
vaca del establo se mueva empujándola
con los hombros. La mayor parte del
tiempo está ensimismada, no me habla, y
entonces me parece que está soñando
con otro lugar.
Una noche me contó que tenía
familia en la lejana ciudad de Kishinov;
uno de esos días iría a visitarla. Quise
preguntarle cuándo, pero no lo hice. Ya
había aprendido que es mejor no
preguntar. Las preguntas encienden su
ira y ya me había llevado algún que otro
bofetón por hacerlo. Apenas me hago
notar y pregunto poco.
En invierno duerme hasta tarde o se
queda en la cama con los ojos abiertos.
Yo le llevo una taza de café y un trozo
de pan untado con mantequilla, y ella se
tumba de lado sobre la almohada
mientras come. En invierno parece más
joven. Canta mucho, hace flores de
papel, prepara un pastel o se sienta
durante largo tiempo frente al espejo y
se cepilla el pelo.
—¿Y tenías hermanos? —me
sorprendió.
—No.
—Es mejor así. Yo tengo dos
hermanas, pero no las quiero. Están
casadas y tienen hijos ya mayores.
Tampoco mis padres me quieren —dijo
sonriendo.
Sin embargo, la mayor parte del
tiempo me ignora, está ensimismada,
balbucea, rememora nombres de
personas y lugares entre insultos; sus
insultos resultan amargos y dan más
miedo que sus gritos.
El invierno prosigue su curso. Mis
manos se han fortalecido mucho en las
últimas semanas. No es que abunde la
comida, pero por las noches bajo a
robar un trozo de salchicha o un pedazo
de Jalva, restos de los banquetes que
María prepara a sus invitados. Ahora
subo con facilidad cubos del pozo y los
llevo directamente a la casa.
Mi vida anterior me parece lejana y
borrosa. A veces, una palabra, una frase
o una sombra de casa resurgen y me
agitan. En una de mis caminatas al
pueblo para comprar, un niño ucraniano
me gritó: «Perro judío». Me quedé
petrificado. El miedo a que alguien me
identificara anidaba en mí desde que
dejé el campo de concentración. La voz
del niño lo confirmaba.
El instinto me indicaba que debía
reponerme y salí corriendo tras él. El
niño, sorprendido de mi audacia,
empezó a gritar: «¡Socorro, socorro!», y
desapareció por uno de los patios. Yo
estaba contento de mi coraje; sin
embargo, en mi interior tomé nota de la
advertencia: aún tienes marcas que te
delatan.
Desde aquel momento, me preocupé
de borrar las señales que podrían
descubrirme. En el trastero encontré un
chaleco viejo y desgastado, y le pedí
permiso a María para ponérmelo.
También encontré un par de zapatos de
campesino y enseguida me los até con
una cuerda, como hacían los
campesinos. Era extraño, aquella
vestimenta vieja y gastada me infundía
nuevas fuerzas.
Hacia el final del invierno me sentí
más alto. El cambio había sido
minúsculo, pero podía sentirlo. Las
palmas de las manos se habían
ensanchado y endurecido. Me hice
amigo de la vaca y aprendí a ordeñarla,
y más importante aún: ya no tenía miedo
a los perros. Adopté dos cachorros y,
cada vez que regresaba del pueblo,
salían a mi encuentro con ladridos
cariñosos. Son mis mejores amigos, con
ellos hablo a veces en el idioma de mi
madre y les hablo sobre mis padres o
sobre mi casa. Las palabras que salen de
mi boca son tan extrañas que me parece
que les estoy mintiendo. Una de aquellas
noches, María me sorprendió al
preguntarme de dónde venía mi familia.
Contesté sin dudarlo: «Ucranianos, hijos
de ucranianos». Me alegré de haber sido
capaz de decir esa frase. Una vez en la
cama me puse a reflexionar y me
asaltaron las sospechas: ¿por qué me lo
había preguntado?
Me acostumbré a esa vida y se
podría decir que me llegó a gustar.
Quería a la vaca, a los cachorros, el pan
que María horneaba, la leche cuajada en
los cuencos de barro, e incluso me
gustaban los duros trabajos de la casa.
Una vez María se encerró en su
habitación y se puso a llorar
amargamente. No sabía por qué y
tampoco me atreví a preguntarle. Su
vida, al parecer, estaba vinculada a la
vida de otras muchas personas. De vez
en cuando, le enviaban saludos de sus
ancianos padres y de sus hermanas.
También su exmarido continuaba
molestándola en la distancia. La
perseguían más que a mí, pero no se
rendía. Luchaba contra todos sus
enemigos aun al precio de poner en
peligro su vida, pero luchaba aún más
consigo misma y con los demonios que
la rodeaban. Afirmaba constantemente
que eran muchos los demonios que
pululaban por todas partes y que había
que tener cuidado con ellos, había que
tener los ojos bien abiertos. Para aliviar
sus penas, solía beber mucho vodka. Los
hombres deseaban su carne, y las huellas
de sus dientes en el cuello y los hombros
de María eran visibles. Más de una vez
insultó a quienes la habían mordido
llamándoles «cerdos», aunque no sin
estar orgullosa de haberles hecho perder
el juicio.
El vodka, los hombres y las charlas
la cansaban, y la mayoría de las veces le
hacían quedarse en la cama hasta tarde,
en ocasiones incluso hasta más allá del
mediodía. Dormir le sentaba bien. Salía
de la cama más ligera y risueña y
empezaba a canturrear. Yo le llevaba
una taza de café y ella me llamaba
«oveja descarriada», porque mi pelo en
aquella época era rizado. A veces me
pellizcaba por detrás con cariño. Me
gustaba cuando estaba de buen humor y
temía sus depresiones. Cuando estaba
alegre, cantaba, bailaba y nombraba a
Jesucristo diciendo: «Mi amado Mesías
no me traicionará nunca». Sus momentos
de alegría llenaban la cabaña de una luz
maravillosa, pero sus recaídas eran más
fuertes, más profundas y más agudas, y
oscurecían la cabaña de repente. En uno
de esos momentos tenebrosos, me gritó a
la cara: «¡Bastardo, más que bastardo,
mentiroso, más que mentiroso, te voy a
degollar con un cuchillo de cocina!».
Esa amenaza penetró en mi alma más
que cualquier otra. Estaba claro: ella
sabía mi secreto y, en el momento
adecuado, llevaría a término sus
intenciones. Si no hubiera sido por la
nieve, habría huido; aunque lo hacía con
menor intensidad, caía día y noche
enturbiando el día.
Finalmente, dejó de nevar y llegaron
las lluvias. Mi vida se vació de todo
recuerdo y se volvió plana como los
pastizales que me rodeaban. Ni en los
sueños veía ya a mis padres. Había
momentos en que tenía la impresión de
que había nacido aquí, en esta
oscuridad, y que el pasado era tan sólo
una ilusión. Una vez vi a mi madre en un
sueño, pero me ignoró dándome la
espalda. Me dolió tanto que al día
siguiente descargué toda mi ira sobre la
pobre bestia que estaba en el establo.
Llegó el final del invierno y no
calentó mi cuerpo. El camino de la casa
al pueblo se convirtió en una masa
fangosa. Regresaba todo cubierto de
barro. Por algún motivo, los hombres
jóvenes que le gustaban a María no
venían, y en su lugar llegaban
campesinos viejos, pesados y
silenciosos a los que María llamaba
«caballos». Se acostaba con ellos sin
ganas y al final tenía que regatear. Una
vez se peleó con uno y le abofeteó con
fuerza.
Los días fueron despejándose, pero
a mí no me trajeron tranquilidad. Tenía
miedo de María. Se bebía una botella
tras otra insultando y lanzando cosas. A
mí tampoco me pasaba por alto. Cada
vez que las salchichas o el vodka no le
resultaban agradables a su paladar, me
daba una bofetada, me llamaba
«bastardo, hijo de bastardo» y me
mandaba al diablo.
Un día sucedió lo que me había
temido, aunque no como yo me lo había
imaginado. Las lluvias que habían
golpeado la cabaña durante más de un
mes hundieron el tejado, y la cabaña de
madera, seguramente vieja y ya podrida,
se desplomó. De pronto, en mitad del
día, María y yo nos vimos de pie en la
cabaña, a la intemperie: los objetos de
la casa estaban aplastados, y la cama
donde los campesinos acariciaban la
carne de María se irguió sobre el
cabecero con un movimiento brusco, no
como si la hubieran tirado, sino como si
hubiera sido lanzada hacia arriba. Sobre
la colcha con la que María solía
acurrucarse descansaba una gruesa viga.
En vista de aquella destrucción, a
María le dio un ataque de risa salvaje.
«Mirad —decía—, mirad lo que me han
hecho los demonios». Por un instante me
pareció que se alegraba sinceramente de
la devastación, que por fin había llegado
para rescatarla de la depresión. Pero no
habían pasado demasiados minutos
cuando la risa se le congeló en los
labios, los ojos se le pusieron vidriosos
y una furia tenebrosa le agarrotó la
mandíbula. Conocía aquella ira y tuve
miedo de su rostro.
Esperaba que María me dijera lo
que tenía que hacer. Me daba pena que
la cabaña, de la que conocía todos sus
rincones, se hubiera derrumbado. Por
alguna razón, comencé a recoger los
platos y las cacerolas que se habían
caído de las estanterías, y las iba
colocando en la superficie de madera
que había servido para preparar la
comida. Al principio me pareció que
María estaba contenta de que yo
recogiera los utensilios, pero no pasó
mucho tiempo antes de que me levantara
la voz: «¿Qué haces, bastardo? ¿Quién
te ha pedido que lo hagas? Desaparece
de aquí. Que no te vea la cara», me dijo
mientras me daba una bofetada, pero
esta vez no se detuvo ahí y, con un palo
en la mano, corrió detrás de mí
golpeándome. Vi el palo e intenté
levantarme, pero no pude. Finalmente,
como un caballo de carga que a fuerza
de azotes sale de la ciénaga, me puse en
pie y empecé a correr.
Ya han pasado más de cincuenta
años y aquel mismo miedo todavía hace
temblar mis piernas. En ocasiones tengo
la sensación de que el mismo palo que
blandió contra mí se alza todavía. No
volví a su casa. Sin embargo, más que
aquella humillante despedida, lo que
más recuerdo es su cara cambiando
repentinamente cubierta de alegría, una
alegría que, como su tristeza, no conocía
medida. Cuando estaba feliz, se parecía
al cuadro de una mujer que estaba
colgado en la cabecera de su cama: una
joven, coronada por unos cabellos
rizados, que lleva un vestido de verano
sostenido por dos breteles, alta, fina y
con una sonrisa que ilumina su rostro.
Tal vez así quiso verse a sí misma, o tal
vez así quiso ser recordada.
9
Hay visiones que un hombre no puede
olvidar con facilidad. Tenía diez años y
estaba en el bosque. El verano en el
bosque está lleno de sorpresas. De
pronto, un cerezo, y en el suelo, una
fresa. Ya hacía dos semanas que no
llovía. Las botas y la ropa se habían
secado y despedían un agradable olor a
moho. Tenía la sensación de que si
encontraba el sendero correcto, este me
llevaría directamente a mis padres. El
pensar que ellos me esperaban me
protegió durante toda la guerra. Los
senderos me llevaban a las afueras del
bosque, pero no a mis padres. Todos los
días intentaba tomar un camino y todos
los días me embargaba el desengaño.
Los paisajes junto al bosque eran
abiertos y magníficos: campos de maíz
sobre campos de maíz hasta el horizonte
lejano. A veces me quedaba parado
durante horas esperando a mis padres.
Con el paso del tiempo me inventé
señales que indicaran su retorno: si el
viento era fuerte, si veía un caballo
blanco, si la puesta de sol era sin fuego.
También estas señales me
desilusionaron, pero yo, por algún
motivo, no me desesperaba. Me
inventaba señales nuevas, encontraba
otros caminos. Me pasaba horas sentado
a la orilla del arroyo imaginando su
regreso.
A veces me asaltaba el pensamiento
de que moriría sin ver a mis padres en
este mundo. Mi muerte me la imaginé de
múltiples formas: una vez planeando
alto; otra lanzándome a volar sobre los
campos de maíz. Tenía claro que
después de mi muerte no me extraviaría,
no me confundirían de nuevo las
señales, habría sólo un sendero y sería
el que me llevaría directo a ellos.
Por los caminos hacia el campo de
concentración y durante mis días en él,
vi muchos cadáveres tendidos en el
suelo. Por alguna razón me negué a ver
mi muerte como la suya. La fantasía
normalmente tiende al sentimentalismo y
al embellecimiento. El happy end no es
un mero invento artístico, sino que, al
parecer, está arraigado en el espíritu
humano.
En uno de aquellos días tan
tranquilos (por cierto, la mayoría de los
días lo eran y, excepto el graznido de las
aves rapaces, no se oía ningún sonido
estridente en el bosque), cuando estaba
parado en el margen del campo de maíz,
encantado por su movimiento ondulante
y por el verde, que iba cambiando
alternativamente a un verde más oscuro,
vi de repente un cuerpecito oscuro
moviéndose sobre las olas de maíz. Me
parecía que nadaba con facilidad.
Estaba lejos de mí y, aun así, podía
observar claramente cómo nadaba.
Cuando todavía estaba siguiendo el
movimiento del cuerpecito moreno, oí
en la lejanía unas voces apagadas, una
mezcla de voces de vientos y numerosas
voces humanas. Me giré a un lado y otro
y no vi nada. El cuerpecito moreno
avanzaba, y me parecía que se estaba
abriendo paso para llegar al bosque.
Aún estaba tratando de ver de qué
dirección provenían las voces cuando
vi, en la colina que estaba a mi lado,
donde también había un campo de maíz,
una masa de cuerpos humanos
abriéndose paso velozmente como si
viajaran en una balsa. Al principio no
asocié el cuerpecito pequeño que
nadaba sobre el maíz con los otros
cuerpos, pero no pasó mucho tiempo
cuando vi que se movían con gritos de
guerra y, desplegándose hacia los lados,
lo rodearon. El cuerpecito pequeño, que
al principio me parecía que nadaba con
facilidad, al parecer se cansó. La
distancia entre él y el bosque, hacia el
que se abría paso, no disminuía.
Todo esto acontecía a unos
centenares de metros de mí y, aunque
veía a la gente, no atribuí ese fuerte
movimiento a seres humanos, sino a la
naturaleza. Tenía la impresión de que los
vientos estaban acumulando fuerzas para
el impulso y que, en breve, se
desplegarían sobre los campos de maíz
y los cortarían.
La verdad no tardó en descubrirse.
El diminuto cuerpecito no era más que
un niño, y los que lo perseguían,
campesinos. Muchísimos campesinos
con hachas y hoces en las manos,
moviéndose de forma decidida para
atraparlo. Ahora veía la imagen del niño
con claridad, respiraba con dificultad
girando la cabeza hacia atrás a cada
rato. Estaba claro: no escaparía, no
podría escapar. Eran muchos y más
veloces que él, y dentro de poco le
cerrarían el paso.
Me quedé observando los morenos y
vigorosos rostros de los campesinos
mientras avanzaban velozmente. El niño
se esforzaba mucho, pero inútilmente.
Lo atraparon, posiblemente no lejos del
bosque. Todavía alcancé a oír sus
súplicas.
Más tarde vi a la muchedumbre
regresar al pueblo. Volvían con regocijo,
como tras una cacería exitosa. Dos
campesinos jóvenes arrastraban al niño
de las manos. Lo sabía: dentro de poco,
si vivía, lo entregarían a la policía, y en
mi corazón supe que mi destino, llegado
el día, no sería diferente; a pesar de
todo, cuando aquella noche apoyé la
cabeza en la tierra, me alegré de seguir
con vida y poder ver las estrellas entre
los árboles. Este sentimiento egoísta,
que yo sabía que no era puro, me
envolvió y me sumergió en un profundo
sueño.
10
No fueron pocas las personas valientes y
nobles que vi durante la época de la
guerra. A quienes más recuerdo es a los
hermanos Raujverger. Eran altos y
robustos, se parecían a los obreros
rutenos que trabajaban en los almacenes.
En ellos había una cierta inocencia no
judía que resultaba evidente en sus
movimientos. Confiaban en las personas
y no regateaban. Todos les engañaban,
pero ellos no guardaban rencor, no
gritaban ni levantaban la mano.
El mayor, Otto, trabajó muchos años
en un almacén de madera. El dueño, un
judío flaco, lo explotaba a él y su fuerza,
y le hacía trabajar hasta altas horas de la
noche. Otto no refunfuñaba ni pedía
dinero extra. De vez en cuando entraba
en la taberna, tomaba unos cuantos
tragos e invitaba a los pobres que
estaban allí sentados a unírsele. Ellos lo
querían y se encariñaron con él como si
fuera su hermano mayor. En la taberna
era feliz y derrochaba su dinero. La
gente honesta no lo quería. Su inocencia
y su decencia se tomaban por estupidez.
Decían: «Un hombre que no hace valer
su propia opinión y no exige lo que le
corresponde es tonto». Cuando estalló la
guerra, se cerraron todos los almacenes
y Otto se quedó sin trabajo, como
muchos otros. Pasó unos cuantos días en
la taberna, se gastó todo lo que tenía y
cuando ya no le quedó ni un céntimo, fue
al orfanato para trabajar como
voluntario.
Por la mañana talaba árboles,
llenaba los recipientes de agua, llevaba
provisiones y pelaba patatas. Por la
tarde lavaba a los huérfanos mientras les
cantaba, les hacía imitaciones de
animales y, finalmente, los dormía con
canciones de cuna. La gente que lo
conocía personalmente comentaba: «Su
alegría en los días del gueto fue
impresionante».
Cuando comenzaron las redadas,
escondía a los huérfanos en los sótanos
y de ahí los trasladaba por los canales
del alcantarillado hasta los campesinos
y hasta los monasterios. Después de
cada traslado, su rostro resplandecía
como el de un niño.
No se libró de la deportación, por
supuesto. Durante las marchas de castigo
a lo largo de la estepa ucraniana,
ayudaba a los débiles y enterraba a los
muertos. Su semblante había cambiado
en los años de la guerra, le había
crecido la barba, parecía un rabino
encarnado en un cuerpo no judío.
En el campo de trabajo no estuve
con él, pero tras la liberación me lo
volví a encontrar. Había adelgazado. De
su rostro irradiaba una especie de
espiritualidad. La mayoría de los
refugiados parecían miserables,
abatidos, pero él no había cambiado
nada: la misma postura en actitud de
alerta, la misma voluntad natural de
echar una mano y ayudar, la misma
renuncia de sí mismo.
Tras la liberación, la gente sólo
pensaba en acumular alimentos y ropa,
pero Otto no cambió su comportamiento.
Lo que hacía en el gueto lo hacía
también allí. En la cocina del Joint
pelaba patatas y fregaba los platos. En
tiempos de guerra las personas
cambiaron hasta ser irreconocibles.
Gente honrada que había dirigido
grandes empresas robaba pan por la
noche, y comerciantes decentes se
convertían de la noche a la mañana en
enemigos de los niños; pero también
hubo personas, la mayoría gente
corriente, que se transformaron y se
convirtieron en defensores. Así era el
hermano mediano, Max.
Después de que su familia fuera
apresada y enviada a un campo de
concentración, él se quedó solo y
comenzó a trabajar como voluntario en
el hospital. Tenía fama de persona
honesta y dedicada, y cuando aparecía
en la calle para pedir donativos para los
enfermos, la gente llenaba su saco con
pan, sal, azúcar y caramelos para los
niños. Todos le hablaban confiando en
él, salían a su encuentro para ofrecerle
parte de lo que habían ahorrado para sí
mismos y para sus hijos. Más de una vez
le ofrecieron media naranja o medio
limón, pues a los enfermos les era más
necesario.
Max, hasta hacía sólo unos meses,
vendía carbón en un cobertizo que había
construido en un terreno vacío, y
esperaba durante horas a los
compradores para al final venderlo por
la mitad del precio; de este Max no
quedaba ni rastro. Su transformación
había sido tan aguda que la gente no
creía lo que sus ojos veían. Max se
elevaba sobre todos. No quedaba ya
nada de sus negocios anteriores. Se
parecía a uno de los porteadores
curtidos dispuestos a arrimar el hombro
para cargar cualquier cosa. Había gente
que decía: «Ha perdido el juicio», pero
la mayoría sabía que Max estaba
dedicado por completo a los enfermos;
estaba centrado en su trabajo, pero no
estaba loco.
Solía trabajar desde primera hora de
la mañana hasta altas horas de la noche,
y dormía en un cuartucho que estaba
junto al almacén de madera, por si se
requería su presencia. Cuando
deportaron a los enfermos, él se fue con
ellos.
Karl, el más pequeño de los
hermanos, era sordomudo de nacimiento.
Al ser alto y robusto como sus
hermanos, se ganaba la vida
transportando cargas. Trabajaba con un
camionero, un hombre rudo que lo
torturaba pateándolo y abofeteándolo.
Karl, que era inocente como un niño, no
protestaba ni se rebelaba, trabajaba de
sol a sol y apenas ganaba dinero.
En los días del gueto, volvió a su
lugar de procedencia: la institución para
sordomudos. El personal se acordaba de
él y lo recibió con los brazos abiertos.
La época del gueto fue la época de su
florecimiento. Trasladaba muebles,
sacos de patatas, barriles y lo que fuera.
Era muy querido entre los miembros de
su familia, los sordomudos. Si alguien
intentaba hacer daño a uno de los
sordos, él salía en su defensa aunque
pusiera en riesgo su propia vida.
Todos se asombraban de cómo
habían crecido aquellos hermanos, que
no habían estudiado en el liceo y no
leían periódicos. ¿Qué les habían dado
sus padres, que eran gente humilde, que
los convirtió en valientes protectores?
Nadie encontró ninguna explicación
convincente.
El destino del joven Karl fue
diferente del de sus dos hermanos
mayores. Sin razón aparente, un oficial
rumano se abalanzó sobre uno de los
sordos. Karl fue hacia él para pedirle
que lo soltara. El oficial le golpeó
también a él. Karl tropezó y se cayó,
aunque se recuperó rápidamente, agarró
al oficial por la garganta y lo estranguló
hasta matarlo.
Por este hecho lo capturaron de
inmediato, y esa misma noche fue
fusilado en el patio de la comisaría.
11
De la perrera llamada Kefer oí hablar
sólo en Italia, después de la guerra. Los
refugiados se sentaban en grupos y
hablaban de los horrores. A veces,
parecía que competían entre ellos para
ver quién había visto más y quién había
sufrido más. Nosotros no sabíamos
contar historias. Nos sentábamos para
escuchar. De vez en cuando nos
incordiaban con preguntas. En los años
de la guerra aprendimos a no contestar.
La gente narraba y describía
escenas, pero, según parece, no lo
contaban todo. Había horrores que las
palabras no pueden expresar y se
convierten en secretos oscuros. Por
ejemplo, la perrera llamada Kefer. Cada
vez que ese nombre salía a colación,
hacían callar al que estaba hablando.
Una de aquellas noches oí a uno de los
refugiados decir:
—Hay horrores que no se deben
contar.
—¿Por qué? —se sorprendió otro
refugiado.
—No puedo explicártelo.
—Se debe contar todo para que
todos sepan lo que nos ha ocurrido.
—No voy a discutir contigo.
—Si nosotros no vamos a ser
testigos, ¿quién lo será?
—De todas maneras no nos creerán.
Esta discusión, como la mayoría de
las discusiones, no aclaró nada. Hay
horrores que se han contado con todo
lujo de detalles, y horrores de los que
nadie se atreve a hablar. De la perrera
llamada Kefer oí hablar, como he dicho,
una vez en Italia, aunque ya antes había
oído algunas vagas alusiones.
Una noche oí en boca de uno de los
supervivientes del campo de Kaltschund
cosas concretas sobre aquel recinto. Era
un hombre de baja estatura, fuerte y de
hombros anchos, al que la guerra no
había privado de su fortaleza. Su cara
era áspera como la de un boxeador. Su
postura decía: estoy listo para una
guerra más.
Probablemente no conocía la
prohibición que habían impuesto los
refugiados de hablar acerca de ese
horror. Al principio trataron de impedir
que lo hiciera, pero él no se daba cuenta
o tal vez los ignoraba, y no cejó en su
empeño: «La perrera Kefer era parte
inseparable del campo de concentración
de Kaltschund, y desde determinados
ángulos se podía divisar casi por
completo. Era una perrera de pastores
alemanes que eran utilizados para tareas
de vigilancia, caza y, principalmente,
para llevar a cabo persecuciones. Los
perros se traían ya entrenados de
Alemania, y los cuidaban los guardias y
los oficiales. Hacia la tarde los sacaban
para las persecuciones, y era entonces
cuando se veía cuán altos y arrogantes
eran; se parecían más a lobos que a
perros.
»Kaltschund era un campo de trabajo
donde se fundían metales y se fabricaban
municiones. Sólo a los hombres más
fuertes los llevaban a aquel lugar, y
estos resistían un año e incluso más, a
pesar de las duras condiciones. Si por
casualidad llegaba un cargamento de
mujeres, las golpeaban y las lanzaban al
recinto. En una ocasión llegaron mujeres
ancianas e inmediatamente las
asesinaron. Un día también llegaron en
el transporte unos cuantos niños
pequeños. El comandante del campo
ordenó desnudarlos y empujarlos a las
jaulas. Los niños probablemente fueron
devorados en el acto, pues no se oyeron
gritos.
»Y esto se convirtió en una
costumbre. Cada vez que llegaban al
campo niños pequeños (y cada mes
llegaba un cierto número), los
desnudaban y los empujaban a las
jaulas.
»Uno de esos días ocurrió algo
sorprendente: los perros habían
devorado lo que habían devorado, pero
a dos de los niños no les hicieron daño;
más aún: los niños se pusieron en pie y
los acariciaron. Los perros parecían
contentos, y también los guardias. Desde
ese momento, estos les tiraban trozos de
carne a los perros y trozos de pan y
queso a los niños. El comandante del
campo solía llevar a sus invitados a
mostrarles la perrera.
»Este lugar, después de todo, no era
un lugar seguro. Los pastores alemanes
son pastores alemanes. Si se les hace
pasar hambre, no conocen la
misericordia. Incluso los niños que
llevaban semanas allí fueron devorados.
»Si no hubiera sido por la perrera,
se habría considerado el campo de
Kaltschund un campo soportable, pero la
existencia de ese recinto hacía del
campo de trabajo un campo de muerte.
En Kaltschund no se asesinaba a gente,
pero la visión de los niños mientras eran
conducidos a la muerte era también
nuestra derrota. No extraña la cantidad
de suicidios que había en Kaltschund».
El refugiado continuó diciendo:
«Ura vez vimos a un niño fuera del
Cercado. Se iba arrastrando a cuatro
patas junto a la reja haciendo señales a
los perros. Con toda probabilidad el
exterior lo asustaba más que los perros
del interior y regresó al recinto.
»Una noche se escapó un niño del
recinto y llegó hasta el barracón donde
vivíamos. La imagen era aterradora.
Tenía la cara y el cuello desgarrados,
pero no se quejaba ni lloraba. La gente
intentaba en vano sacarle alguna
palabra. Más tarde dejó escapar unas
cuantas sílabas que parecían ladridos
entrecortados.
»El peligro era enorme, pero
nosotros estábamos dispuestos a
arriesgarnos, y lo escondimos en una
caja. Por la noche, retirábamos la tapa
para darle de beber y de comer. Pensar
que teníamos a un niño en el barracón
cambió nuestra vida aquel otoño.
Competíamos entre nosotros para ver
quién le daba su ración. Cada uno
luchaba por dársela.
»A veces, parecía que se estaba
recuperando y que se le iban curando las
heridas. Con el tiempo, mejoramos la
caja y preparamos un lugar para una lata
de agua. Una noche, cuando retiramos la
tapa, vimos que el niño no respiraba.
Tuvimos miedo de salir afuera y lo
enterramos en el suelo del barracón.
Desde entonces, estaba con nosotros
todavía más. Estábamos seguros, por
algún motivo, de que una de aquellas
noches se levantaría para hablarnos.
»Así fue hasta que llegaron los
rusos. Cuando irrumpió el Ejército Rojo
en el campo, había dos niños en el
Cercado. Los sacaron de allí para
trasladarlos a la sala de interrogatorios.
Los niños estaban atónitos, emitían
sílabas quebradas, sacudían los hombros
y uno pataleaba, pero no salía ni una
sola frase de su boca. Los
investigadores intentaron hablarles en
yídish y en polaco. Al final, llevaron al
barracón a un hombre anciano que
intentó hablar con ellos en húngaro.
Todo era inútil. Los niños habían
sobrevivido, pero habían perdido el
habla.
»Uno de los supervivientes irrumpió
en la habitación y, balbuceando con
emoción, habló a los investigadores de
la perrera y les explicó qué les había
sucedido a los niños. El investigador no
le creía y pidió que trajeran a otro
testigo más. Este, un hombre alto y
fuerte, confirmó que había visto con sus
propios ojos cómo los perros devoraban
a los niños, pues trabajaba al lado de
los hornos y, desde allí, únicamente
desde allí, se veían las jaulas».
El refugiado concluyó el relato en un
tono diferente: «En Kaltschund los
supervivientes no se dispersaron
inmediatamente después de la
liberación. A los dos niños los lavó un
enfermero militar y los vendó. Una
especie de mirada llena de terror se
apoderó de sus ojos. La mayor parte del
día estaban sentados en la cama,
petrificados y en silencio. Finalmente
les ocurrió lo que les ocurría a los
supervivientes adultos: empezaron a
pelearse y hubo que separarlos».
12
Personas malvadas, violentas y
corruptas nos importunaron a lo largo de
todo el camino, desde Ucrania hasta
Italia. Los más repugnantes eran los
pervertidos. Solían seducir a los niños y
se servían de ellos para satisfacer sus
innobles apetencias. Los niños no se
quejaban ni lloraban. El silencio
contraía sus rostros, como si un secreto
se hubiera grabado en ellos. Llevaron
consigo ese secreto muchos años, en la
Inmigración Juvenil y, posteriormente,
en el Ejército.
En el primer año de universidad vi a
un chico de mi generación con el
semblante contraído como el de aquellos
niños que habían sido objeto de abusos.
No me dirigí a él. Para mi sorpresa,
vino a mí para pedirme mis apuntes,
porque había faltado a tres clases. No
me equivocaba: había estado en un gueto
y en un campo de concentración y, como
yo, había sobrevivido milagrosamente.
Tras la liberación, había hecho el largo
y doloroso camino desde Ucrania hasta
Italia. Llegó a Israel unos meses antes
que yo.
Al cabo de dos días me devolvió el
cuaderno y me dio las gracias, pero no
concertamos otro encuentro. Después de
esto me di cuenta de que me evitaba.
Como si sintiera que yo sabía algo de su
secreto. También yo lo evitaba para que
no se sintiera amenazado.
Después de la guerra estábamos
rodeados de gente malvada. Sin
embargo, hubo personas a quienes la
guerra había enaltecido. Su andar se
hizo más lento, su mirada se abrió y una
luz espiritual iluminaba su rostro. Por lo
general se trataba de gente culta, aunque
también había gente corriente que
alcanzaba ese nivel. A diferencia del
resto de los refugiados, este tipo de
personas no almacenaba alimentos ni
comerciaba con ellos. Se pasaban la
mayor parte del día sumidos en sí
mismos. Había personas silenciosas
como estas en cada caravana y en cada
campo de refugiados. Con el paso del
tiempo, cuando los campos se
ampliaron, se convirtieron en los
instructores, los maestros, y protegieron
con todas sus fuerzas a los niños.
Lucharon no sólo contra los
contrabandistas, los intermediarios, los
ladrones y los pervertidos, sino también
contra el personal del Joint, que no
destinaba dinero a la construcción de
aulas y escatimaba en cuadernos y
libros.
Y cuando todo era abandono,
codicia, soborno y fraude, ellos
enseñaron a los niños a leer y a escribir,
a sumar y a restar, y versículos de la
Biblia. Entre ellos había profesores de
liceo y docentes de la universidad. La
guerra les había arrebatado su título
académico, su estatus social y su
carrera. Ahora solamente pedían una
cosa: estar con los que más sufrían.
Enseñaban yídish, hebreo, aritmética,
Biblia y francés. Había entre ellos
músicos que enseñaban su profesión, y
de este modo conseguimos, aunque por
poco tiempo, estar en compañía de
personas maravillosas. No siempre
podían defendernos. Los campos de
refugiados estaban abiertos. En cada
esquina acechaban contrabandistas y
pervertidos de todo tipo. Cabe añadir
que no todos los niños querían estudiar.
Había niños que, después de dos días de
estudio, desaparecían para irse con los
contrabandistas. Los maestros corrían
tras ellos con la esperanza de salvarlos,
pero los contrabandistas eran más
ágiles. Entre los niños supervivientes
había seres extraordinarios, con una
memoria fuera de lo normal o dotados
de un raro talento musical, y niños de
diez u once años que hablaban varias
lenguas con fluidez. Los bosques y los
escondites al parecer no sólo habían
deformado a las personas, sino que
también habían originado talentos
extraordinarios. A estos niños no los
acosaban los contrabandistas, sino los
empresarios. Los secuestraban, les
vendaban los ojos y los llevaban en
camionetas a lugares apartados. Decenas
de campos de refugiados se extendían a
lo largo de la costa italiana, y todos iban
en busca de diversión.
A nosotros nos enseñó el poeta Y. S.,
un hombre bajo, delgado y calvo, sin
aires de grandeza. A primera vista
parecía un comerciante, pero en el
momento en que abría la boca, su voz te
cautivaba. Nos enseñaba poesía y canto,
todo en yídish. Estaba en desacuerdo
con los instructores que enviaban de
Palestina. Estos defendían el hebreo, y
él, el yídish. Los instructores eran más
altos y más guapos que él, y, más
importante aún, hablaban con miras al
futuro en nombre de un cambio a mejor,
pensando en la vida que nos esperaba en
Palestina. El poeta, por supuesto,
hablaba de lo que había sucedido en el
pasado y sobre la continuidad, que no
sería posible si no se hablaba en la
lengua de los mártires. Quien habla en
esa lengua no sólo conquista la memoria
de los mártires en este mundo, decía,
sino que levanta un muro contra el mal y
lleva la antorcha de su fe de generación
en generación. Los campos de
refugiados eran en aquel momento un
campo de batalla. A veces parecía que
todas las disputas giraban en torno a los
niños. ¿Quién los acogería bajo su
protección?: acaso los contrabandistas
los dispersarían por el continente, o los
soldados de la Brigada Judía se harían
cargo de ellos para llevarlos a Israel.
Tal vez familiares lejanos los seducirían
para que emigraran a América. El poeta
Y. S. era el más audaz de los
protectores. Cada vez que veía a un
contrabandista o a un empresario
dándole órdenes a un niño, le decía: «El
Dios de la justicia no les perdonará».
Por supuesto, ellos se burlaban de él con
desprecio o le insultaban, y más de una
vez le pegaron. Los golpes no mermaron
sus fuerzas. Se sacudía, se levantaba y
no perdía una sola clase.
El poeta Y. S. nos dio clase tres
meses. Al principio éramos diecisiete
niños, pero con el paso del tiempo los
contrabandistas y los empresarios
persuadieron a seis, por lo que
quedamos once. Por las noches
dormíamos con las ventanas cerradas.
Y. S. atrancaba la puerta con su cama.
No sólo nos enseñaba poesía. Nos
hablaba durante horas del Baal Shem
Tov, de su bisnieto el rabino Najman de
Braslau y de las pequeñas ciudades que
los maestros jasídicos recorrían
enseñando el amor al hombre y el amor
a Dios. No llevaba kippá y no rezaba,
pero estaba muy interesado en los
maestros jasídicos, a quienes llamaba
«Santos del Altísimo».
Al final del verano los empresarios
intentaron raptar al niño Miliu, que era
muy bueno cantando. Irrumpieron dos
veces en la barraca tratando de
llevárselo. Y. S. luchó contra ellos con
todas sus fuerzas y lo salvó. Sin
embargo, los empresarios no se
rindieron. Una noche aparecieron tres y
lo raptaron. Y. S. intentó defenderlo y lo
hirieron de gravedad. Al día siguiente se
lo llevó a un hospital de Nápoles.
Después cayeron lluvias
torrenciales. La gendarmería italiana
cerró el campo y llevó a cabo
investigaciones. Los comerciantes y los
contrabandistas trataron en vano de
defender su mercancía. Se llevaron sus
maletas y las cargaron en dos camiones.
Cuando estos salieron del campo y se
levantó el toque de queda, los
comerciantes y los contrabandistas se
abalanzaron sobre un hombre llamado
Shmil y le acusaron de haberlos
delatado. Él lo negó argumentando que
era un judío creyente, y un judío no
delata a otro judío. Ellos no le creyeron,
dictaminaron que era un soplón y le
azotaron. Él gritaba e imploraba. Cuanto
más imploraba, más golpes recibía.
Finalmente se calló y murió, encogido.
Después del asesinato abandonamos
el campo para trasladarnos con el
maestro Y. S. a vivir a una barraca
abandonada junto a la playa.
13
El hombre que me enseñó a rezar no era
de trato agradable. En aquel entonces
estaba en uno de los campos de
transición camino a Israel, en las
mismas barracas largas y feas donde se
amontonaban cientos de refugiados. La
gente jugaba a las cartas, bebía vodka y,
a la luz del día, tenía relaciones con
mujeres. En oscuros rincones de
aquellas barracas, hombres rezaban por
la mañana y por la tarde. No muchos.
Siempre era difícil reunir a diez
personas. La gente se negaba a
participar, e incluso a estar presente.
Tenían que convencerles; más aún:
suplicarles. Después de la guerra el
ansia de vivir era fuerte y se
despreciaban las plegarias.
Si hubiera sido posible rezar en
soledad, habría sido más fácil; pero qué
se le iba a hacer, los judíos tienen que
ser diez para rezar. A la entrada de cada
barracón aparecía por la mañana y por
la tarde un hombre bajo, gris y amorfo
tratando de convencer a la gente de que
tomara parte en la oración, pero sus
argumentos no ayudaban, y solía
amenazar con castigos, despertaba
viejos sentimientos de culpa o
simplemente acusaba. No era de
extrañar que estos hombres fueran
despreciados. Los maltrataban, les
lanzaban insultos vergonzosos y si
continuaban amenazando con castigos
celestiales, les golpeaban sin piedad.
Y, a pesar de todo, se reunía un
minián por la mañana y por la tarde. Los
hombres llegaban, unos voluntariamente
y otros persuadidos. Esta perseverancia
sacaba a la gente de quicio. No había un
día sin discusiones, sin acusaciones
recíprocas, sin insultos. Y de nuevo,
como después de toda guerra, de las
profundidades surgían palabras que no
se habían oído en años.
Yo tenía por aquel entonces trece
años y me sentía atraído por la oración.
Los que rezaban no me acogieron bien e
incluso me despreciaban, pero yo, por
algún motivo, no me perdía ni una sola
plegaria. La melodía, triste y monótona,
me tenía hechizado.
—Le agradecería que me enseñara a
rezar —me dirigí a uno de los que
estaban rezando.
—¿Qué dices? —dijo sin mirarme.
Otro que lo había oído repuso:
—Es complicado. ¿Para qué lo
necesitas?
En aquella época los niños estaban
en peligro. Empresarios, cambistas,
contrabandistas y simples ladrones los
enviaban a misiones arriesgadas. Más
de una vez encerraron a un niño en
comisaría y más de una vez le golpearon
porque temía delatar a quien le había
enviado. Había también niños audaces
que trabajaban en bandas transportando
productos de un lugar a otro y pasaban
la noche en burdeles de Nápoles. Nadie
se atrevía a enfrentarse a ellos. Quien lo
hacía estaba en peligro, porque no
conocían el miedo. En los alrededores
de Nápoles actuaban entonces tres
bandas de niños. De vez en cuando
estallaba una guerra entre ellos, una dura
guerra con heridos y muertos, pero la
mayoría de los niños eran débiles y
pasivos, hacían lo que los mayores les
ordenaban.
De nuevo reuní valor para pedirle a
uno de los que rezaban que me enseñara
a hacerlo. Él me dirigió una mirada
cortante y me preguntó:
—¿Cómo es que no aprendiste en
casa?
—Mis padres no eran religiosos. —
Le dije la verdad.
—Si no eran religiosos, ¿por qué
quieres serlo tú?
No sabía la respuesta y dije:
—Quiero rezar.
—Tú no sabes lo que quieres —dijo
dándome la espalda.
Hacia el otoño las barracas se
fueron vaciando. Parte de los refugiados
se embarcaron hacia Palestina, y la
mayoría hacia Australia y América.
Hacía frío fuera y las partidas de póquer
se iban calentando, no sin peleas. Uno
de los contrabandistas me convenció de
unirme a su camarilla y ganar cincuenta
dólares en un viaje. Había oído hablar
mucho de aquellos viajes, de los
encuentros con la policía de fronteras y
de traidores que delataban a los
contrabandistas. Solían salir en grupos
de siete y siempre capturaban a uno o
mataban a alguien.
El deseo de rezar iba creciendo en
mi interior día a día. Era una sed
molesta que no sabía de dónde provenía,
que se renovaba constantemente y volvía
a afligirme. Uno de los fieles, que había
notado mi pena, me habló en voz baja y
sin rencor: «Mira, dentro de poco te
embarcarás con rumbo a Palestina. Allí
se trabaja en kibbutzim y no se reza». Al
final uno de ellos accedió a enseñarme.
Era un hombre corpulento, de aspecto
nada agradable, que mascullaba y
barboteaba. Él leía conmigo unas
cuantas veces las grandes letras al
comienzo del amarillento libro de
oraciones, y acababa las palabras con
indiferencia: «Ahora vete y memoriza».
Durante dos días estuve
memorizando, pero sin éxito. Cada vez
que cometía una equivocación, me daba
una bofetada. Podría haber abandonado
el lugar para irme a otro campo, pero,
por alguna razón, estaba seguro de que
el aprendizaje de la oración conllevaba
sufrimientos y acepté aquel dolor. Uno
de los fieles, al ver las bofetadas que me
llevaba, se dirigió al que me estaba
enseñando y le preguntó:
—¿Por qué pegas al huérfano?
—Para que las letras le entren en la
cabeza.
—A un huérfano no se le pega.
Aprender las letras hebreas era
difícil, y más de una vez estuve a punto
de abandonar el lugar y al hombre, pero,
por algún motivo, no lo hice. Uno de los
refugiados, al ver mi aflicción, no pudo
contenerse y me dijo: «Un chico de tu
edad ya tendría que hacer cosas más
importantes. ¿Es que no aprendiste la
lección?». No supe a qué lección se
refería. De todas formas amaba la
oración. El pensar que llegaría un día en
que yo también podría ponerme de pie
con el libro de oraciones en mis manos y
rezar, ese pensamiento era más poderoso
que las humillaciones que estaba
sufriendo.
Tampoco me fue fácil la lectura del
libro de oraciones. Por cada error,
recibía un golpe o una bofetada. Aquel
hombre robusto no tenía piedad de mí.
En ocasiones me parecía que me
golpeaba para arrancarme de raíz todo
deseo de rezar.
Durante dos meses aprendí la
oración con Pini. Consiguió un visado y
embarcó rumbo a Australia. Se despidió
del grupo con una botella de alcohol.
Sus compañeros, los contrabandistas, no
dijeron nada ni se pusieron contentos. A
mí me ignoró.
Me alegré de que embarcara. Su
insensibilidad, su indiferencia y su frío
carácter siguieron asustándome incluso
cuando ya estaba lejos de mí, pero, a
pesar de todo, la oración que me había
transmitido me daba alegría.
Un mes después de su partida
recitaba la oración con fluidez. La
sensación de poder seguir a la persona
que dirigía el rezo y volver a su
versículo con todo el mundo me infundía
valor. Incluso los comerciantes grises,
indiferentes y egoístas me parecían
ahora simpáticos.
Me equivocaba, por supuesto. Uno
de los que rezaban me propuso trabajar
en el contrabando de cigarrillos para
Sicilia. Cuando me negué, me amenazó:
«Pobre de ti si te veo por este lugar». La
amenaza me pareció real y dejé de ir a
la oración.
Por suerte para mí, esa misma
semana nos trasladamos a otro campo y
mis ganas de rezar fueron a menos.
14
La guerra había hecho crecer a muchos
niños extraños, pero Shiko era único.
Decían que su memoria no conocía
límites. Repetía treinta números como si
no fueran treinta sino tres, y nunca se
equivocaba. La primera vez que lo vi
fue en un campo de refugiados en Italia,
de camino a Palestina. Por aquel
entonces deambulaba con un grupo de
niños artistas de unos siete u ocho años.
Entre ellos había malabaristas,
comedores de fuego y un niño que
caminaba sobre una cuerda atada a dos
árboles; también había una niña
cantante, Amalia, que cantaba como un
pájaro. No lo hacía en ningún idioma
concreto, sino en un idioma propio, una
mezcla de palabras que recordaba de su
casa, sonidos de pastoreo, voces del
bosque y oraciones del monasterio. La
gente lloraba al escucharla. Era difícil
saber sobre qué estaba cantando.
Siempre parecía que narraba una larga
historia plagada de detalles secretos. Su
compañero, de siete años, bailaba a su
lado y a veces solo. A Amalia le gustaba
observarlo bailar, como si fuera su
hermana mayor. Tenía su edad, tal vez
incluso era más pequeña que él, pero su
mirada era madura y llena de
preocupación, como si quisiera
protegerlo con sus alas. Y había uno que
tocaba con la armónica canciones rusas
melancólicas. Tenía seis años, pero
parecía más pequeño. Habían preparado
especialmente para él un cajón al que se
subía para tocar.
Estas pequeñas bandas artísticas
nacían por los caminos; vagaban de
campo en campo distrayendo por las
noches a la gente que estaba cansada de
la guerra y de sí misma. Nadie sabía en
aquel momento qué hacer con la vida
que había salvado. No había palabras y
las que quedaban de casa sonaban
insípidas. A veces aparecía un emisario
de la Agencia Judía, y de sus labios
fluía un torrente de palabras, pero eran
vocablos de antes de la guerra que
sonaban como un potaje sin gusto,
Únicamente en los niños pequeños
quedaba una cierta frescura en el habla.
Digo «niños pequeños» porque los de
doce o trece años ya estaban corruptos;
traficaban, cambiaban dinero, robaban y
saqueaban, como los mayores. Pero eran
más ágiles que ellos. En los bosques les
enseñaron a saltar, trepar y correr
agachados. Habían observado mucho a
los animales y habían aprendido de
ellos.
Entonces aún no sabíamos que el
lenguaje de los niños era un lenguaje
nuevo que se había encarnado en todo su
ser, en la manera de estar de pie o
sentarse, de cantar o bailar. Su idioma
era directo, sin ninguna pretensión.
Shiko tenía en aquel momento siete
años y su memoria, como ya se ha dicho,
maravillaba a la audiencia. Al principio
repetía muchos números sin errores. Con
el tiempo el empresario le enseñó a
contar historias y él lo hacía sin
equivocarse, pero el empresario, un
hombre astuto, comprendió rápidamente
que Shiko era una mina de oro, y como
tal funcionaba. Le enseñó unos cuantos
versículos de los Salmos, El malé
rachamim y el Kadish del Huérfano. El
empresario, que era hijo de un cantor de
la sinagoga, le enseñó a rezar en el viejo
estilo. Al cabo de poco tiempo Shiko
sabía los capítulos de memoria. En el
grupo, junto con él, había un niño
acróbata, otro que tocaba la armónica,
Amalia y su mejor amigo, pero Shiko los
eclipsaba a todos, porque siempre
aparecía al final y se ganaba al público.
Su oración, había que admitirlo, era
diferente de todo lo que los oídos
podían haber escuchado hasta entonces.
No era una oración de llanto ni de
súplica, sino que era una oración
sencilla, sin florituras ni modulaciones,
una oración directa que, posiblemente,
sólo los antepasados conocían.
Shiko cautivaba todas las miradas.
Daba a la gente lo que necesitaba en
aquel momento: un poco de la fe
olvidada y una conexión con los seres
queridos que habían perdido. Era difícil
saber si entendía lo que decían sus
labios. En cualquier caso, su oración era
tan clara y perfecta que la gente lloraba
como niños.
El éxito era tan grande que los otros
miembros de la compañía dejaron de
actuar y Shiko llenaba toda la noche.
«Es un yanukah —decían—, es un niño
prodigio, es una reencarnación. No
habéis visto en vuestra vida a un niño de
siete años que sepa el libro de oraciones
de memoria».
El empresario hizo una fortuna
trajinando a su pequeña compañía de un
lugar a otro. Shiko aparecía todas las
noches y de vez en cuando también por
la mañana. El empresario se preocupaba
de alimentarlo, de darle de beber, y si
Shiko se negaba a comer, le regañaba y
le obligaba a hacerlo. Shiko comía y
engordaba. Era un milagro: a pesar de
aumentar de peso y de las numerosas
funciones, Shiko no perdió la claridad
de su voz, una voz que se iba
purificando de semana en semana. Quien
lo escuchaba una vez lo seguía. De esta
forma continuó durante todo el verano.
En invierno el empresario arregló una
barraca abandonada, la llenó de bancos
y puso un guarda en la entrada. Estaba
seguro de que sus ingresos aumentarían
aún más.
Pero la barraca, que prometía
mucho, no trajo buena suerte. A la hora
de la inauguración, Shiko se resfrió;
estaba tumbado en la cama ardiendo a
causa de la fiebre. Durante dos semanas
estuvo así y, cuando se recuperó por fin
de su enfermedad, se le habían olvidado
las oraciones. El empresario se afanó
inútilmente en enseñarle de nuevo. Un
estupor azulado se instaló en los ojos de
Shiko, como si no comprendiera lo que
le estaban diciendo. «Shiko, Shiko», lo
zarandeaba el empresario. Shiko no
volvió a ser lo que era.
De pura desesperación, el
empresario subió a Amalia al escenario,
a su pareja y al niño que tocaba la
armónica. Eran magníficos y dieron lo
mejor de sí, pero no podían competir
con Shiko. «¿Dónde está Shiko?», rugía
el público con ira contenida. El
empresario no tuvo más remedio que
subirle al escenario para que todos
vieran que estaba vivo, y Shiko, que
hasta hacía sólo un mes subía a la tarima
con agilidad para inmediatamente
comenzar con una oración, permaneció
petrificado encima del escenario. De sus
ojos azules emanaba una perplejidad
aterradora.
Y de esta manera se extinguió su
estrella. Amalia, su compañero y el
resto del grupo hicieron esfuerzos
sobrehumanos, pero la gente no estaba
dispuesta a pagar tanto dinero por las
entradas de su espectáculo. Por las
noches el empresario le reprochaba a
Shiko su resfriado y que no quisiera
esforzarse. Al final le amenazó con
enviarlo a Palestina, donde el calor era
enorme y la gente trabajaba de sol a sol.
Era difícil saber lo que estaba pensando
Shiko. Las palabras del empresario
probablemente le dolieron, porque su
boca se contrajo y el hombro derecho se
elevó con movimiento involuntario. El
empresario hacía sufrir al grupo, pero
ellos no escapaban. «Huid», les animaba
la gente, pero, según parece, se
acostumbraron a él y a sus locuras.
A finales del invierno unos hombres
se abalanzaron sobre el empresario y le
pegaron. Él no se rindió con facilidad.
Gritaba entre gemidos: «¡Los niños son
míos, sólo míos, yo los he criado desde
el final de la guerra, y yo soy su padre
espiritual!». Las súplicas no le sirvieron
de nada. Cuando todavía yacía en el
suelo sangrando, subieron a los niños a
una camioneta y los llevaron
directamente a la costa, donde les
esperaba un barco.
Durante todo el camino desde
Nápoles hasta Jaifa, el grupo actuó en la
cubierta por la noche y a veces incluso
durante el día. Aunque Shiko no
recuperó la memoria, rezaba con mucho
sentimiento el Malé Rajamim. Su rostro
había ido madurando y ahora aparentaba
nueve años. Una mujer corpulenta, una
mujer de Transilvania, lo cubrió con su
chal y no se movió de su lado en todo el
viaje.
15
Seis años seguidos duró la Segunda
Guerra Mundial. A veces me parece que
fue sólo una larga noche, de la que me
desperté siendo otro. A veces me parece
que no fui yo quien estuvo en la guerra,
sino otro, una persona muy cercana que
va a contarme exactamente qué sucedió,
porque yo no recuerdo qué sucedió ni
cómo.
Digo «no recuerdo» y es la pura
verdad. Lo que se me quedó grabado de
aquellos años son, principalmente,
fuertes sensaciones corporales. Hambre
de pan. Hasta el día de hoy, me levanto
por la noche con mucha hambre. Los
sueños de hambre y de sed se repiten
todas las semanas. Como de la forma en
que sólo comen quienes alguna vez han
pasado hambre, con una especie de
extraño apetito.
A lo largo de la guerra estuve en
cientos de lugares, en estaciones de tren,
pueblos remotos, a la vera de ríos.
Todos tenían nombre, pero no recuerdo
ni uno solo. A veces los años de la
guerra me parecen un extenso pastizal
que se funde con el cielo; otras veces,
como un bosque tenebroso que continúa
sin fin dentro de sus tinieblas, y otras,
como una larga caravana de personas
cargando mochilas, algunas de las
cuales, de vez en cuando, se caen al
suelo para ser pisadas por todos.
Todo lo que ocurrió se grabó en las
células de mi cuerpo y no en mi
memoria. Las células recuerdan más que
la memoria, cuyo cometido es recordar.
Durante muchos años, después de la
guerra no caminé por en medio de la
acera ni por en medio del camino:
siempre iba pegado a las paredes,
siempre por la sombra y siempre a paso
ligero, como si me estuviera
escabullendo. No lloro fácilmente, pero
una simple despedida me hace llorar con
desesperación.
He dicho «no recuerdo» y, aun así,
recuerdo miles de detalles. Hay veces
en que basta el olor de una comida, o
humedad en los zapatos, o un ruido
repentino, para devolverme a los años
de la guerra, y entonces tengo la
impresión de que la guerra no ha
acabado, continúa sin yo saberlo; y
ahora que he despertado sé que desde
que comenzó no ha cesado.
Como gran parte de la guerra la pasé
en pueblos, campos, junto a ríos y en
bosques, ese verdor quedó grabado en
mí, y cada vez que me quito los zapatos
y piso la hierba, inmediatamente
recuerdo los pastos y los animales
moteados dispersos por la distancia
infinita, y el miedo a los espacios
abiertos retorna. Mis piernas se ponen
tensas, y por un instante me parece que
me he equivocado. Tengo que retroceder
agachado hacia los márgenes del
bosque, porque estos son más seguros.
Aquí puedes ver y no te ven. A veces me
encuentro en un callejón oscuro —suele
suceder en Jerusalén—, y tengo la
certeza de que, en breve, se cerrarán las
verjas y no podré salir. Acelero el paso
para intentar salvarme.
Hay veces en que una postura al
sentarme o estando de pie traen a mi
memoria una estación de tren repleta de
gente y hatillos, peleas, golpes a los
niños y manos que suplican una y otra
vez: «Agua, agua». Y, de repente, por
sorpresa, cientos de piernas se levantan
para asaltar un tonel de agua que rueda
por el andén, y una gran planta de pie se
clava en mi estrecha cintura ahogando
mi respiración. Es increíble: el mismo
pie todavía se me clava, el dolor está
fresco en mi memoria y, por un
momento, tengo la sensación de que no
podré moverme del sitio.
Puede pasar un mes sin que ninguna
imagen de aquellos días me asalte. Es,
por supuesto, sólo una tregua. A veces
basta con un objeto viejo abandonado a
un lado del camino para que asciendan
del abismo cientos de pies arrastrándose
en una larga caravana, y quien caiga,
nadie lo levantará.
En 1944 volvieron los rusos y
ocuparon Ucrania. Tenía doce años. Una
superviviente que me había visto y
advirtió mi desamparo se arrodilló para
preguntarme: «¿Qué te ha pasado,
niño?». «Nada», le contesté. Mi
respuesta, al parecer, la dejó perpleja,
porque no insistió. Esta pregunta volvió
a formularse una y otra vez en la larga
marcha hasta Yugoslavia, y ni siquiera
cesó en Israel.
Quien era adulto durante la guerra
captó y recordó lugares y personas, y, a
su término, se sentó a enumerarlos y a
contar sobre ellos. De este modo, por
supuesto, lo seguirá haciendo hasta el fin
de sus días. En los niños no fueron los
nombres los que se quedaron grabados
en la memoria, sino algo completamente
diferente. En los niños la memoria es un
embalse insaciable que se renueva y se
aclara con los años. No es una memoria
cronológica, sino una memoria prolífica
y cambiante.
He escrito más de veinte libros
sobre aquellos años. A veces me parece
que aún no he comenzado. En otras
ocasiones tengo la sensación de que la
memoria completa, detallada, todavía se
esconde en mí, y que cuando emerja,
brotará fuerte y vigorosa durante muchos
días. Por ejemplo, un fragmento de una
caminata de castigo que ya hace años
intento describir, sin éxito. Hace días
que vamos arrastrándonos por los
caminos sumidos en el fango. Una larga
caravana rodeada de soldados rumanos
y ucranianos que nos azotan con látigos
y disparan sus fusiles. Mi padre aferra
mi mano con gran fuerza. Mis cortas
piernas no tocan el suelo, pero el frío
del agua me hiela las piernas y la
cintura. Oscuridad alrededor y, excepto
la mano de mi padre, no siento nada; en
realidad tampoco su mano, porque la
mía ya está paralizada. Lo sé: sólo un
pequeño movimiento y me ahogaré, y ni
siquiera mi padre podrá rescatarme. De
esta forma se han ahogado ya muchos
niños. Por la noche, cuando la caravana
se para, mi padre me saca del barro y
seca mis piernas con su abrigo. He
perdido los zapatos hace tiempo, y
caliento por un instante los pies en el
forro. Este débil calor duele tanto que
saco deprisa los pies. El rápido
movimiento, por alguna razón, irrita a mi
padre. Una irritación amarga. Me da
miedo, pero sigo negándome a poner los
pies en el forro. Mi papá nunca se
enfada conmigo. Mi mamá me pegaba a
veces, pero mi padre nunca. «Si papá se
enfada es señal de que moriré pronto»,
me digo a mí mismo aferrando su mano.
Se calma y dice: «No hay que ser
mimado». Esta frase la utilizaba mucho
mi madre, pero ahora suena extraña;
como si papá estuviera equivocado, o
tal vez yo. No suelto su mano y me
quedo dormido, pero no por mucho
tiempo.
Cuando la oscuridad reina todavía
en el cielo, los soldados ponen en
marcha la caravana con latigazos y
disparos. Mi padre me agarra la mano
mientras tira de mí. El barro es profundo
y no siento el suelo. Aún estoy
adormecido y el miedo es borroso. «Me
duele», exclamo. Mi padre ha oído mi
grito y reacciona enseguida: «No lo
hagas más pesado para mí». Estas
palabras ya las he oído más de una vez.
Tras ellas vienen las terribles caídas y
el intento inútil de salvar al niño que se
ahoga. No sólo los niños se hunden en el
barro, también hombres altos caen y
desaparecen. La primavera ha derretido
las nieves, y el barro será más profundo
a medida que pasen los días. Mi padre
abre la mochila para tirar unas cuantas
prendas al barro. Ahora su mano me
aferra con mucha fuerza. Por la noche
me masajea las manos y los pies y los
seca con el forro de su abrigo, y por un
instante me parece que no sólo papá está
conmigo, sino también mamá, a la que
tanto amaba.
16
Encontré a muchas personas generosas
en el largo camino desde las llanuras de
Ucrania hasta las costas de Jaifa. En el
barco, o mejor dicho, en la cubierta,
donde se amontonaba la gente y los
hatillos, vi a un hombre no demasiado
joven que abrazaba en su regazo a una
niña de unos cinco años, una niña
risueña, de mirada reluciente que
alegraba a todo aquel que la observaba.
Llevaba puesto un bonito vestido de lana
y no parecía una superviviente. Hablaba
en el alemán de los judíos y cantaba con
voz agradable. Todos sufrían a causa del
mar y la comida de lata, y tenían los
músculos rígidos por el cansancio, pero
ella se dirigía a la gente con
movimientos llenos de gracia. Al
parecer, el hombre que la abrazaba no
era su padre, pero la cuidaba con más
entrega que si lo fuera. La observaba
con admiración, absorbiendo cada
palabra que salía de su boca.
El barco avanzaba en un mar
tempestuoso con cientos de personas en
la cubierta, entre ellas hombres
desvergonzados y mujeres grandes y
encolerizadas. La mayoría estaban
enfermos, vomitaban y gritaban; sólo la
pequeña Helgah no se quejaba. Más aún:
a medida que el tumulto crecía en la
cubierta, su rostro se iluminaba más y
más, pero nadie le prestaba atención.
Todos estaban sumidos en el propio
dolor, protestando encolerizados. Esta
visión me trajo a la memoria las
estaciones de tren, donde poco tiempo
atrás se cargaba a la gente en los
vagones.
Inmediatamente después de la
tormenta, el sol se elevó en el
firmamento, el mar se calmó y la gente
salió de entre la pila de hatillos para
acercarse a la barandilla. Entonces
vimos por primera vez que a Helgah le
habían amputado la pierna derecha por
encima de la rodilla. La amputación
parecía reciente. El muñón estaba
todavía vendado.
El hombre que la había adoptado
retiró la venda, le puso otra nueva y le
preguntó:
—¿Duele?
—No —sonrió Helgah como si
estuvieran hablando de una herida sin
importancia.
A continuación se sentó en su regazo.
La gente los rodeó para observarles. El
hombre contó con voz monótona que
hacía un año, aproximadamente, la había
encontrado echada en un montón de
heno. Ella sonreía y extendía su mano
hacia él.
—¿Qué podía hacer? —dijo
esbozando una sonrisa—. Un ángel,
realmente un ángel. A los ángeles no se
les niega nada, ¿no es así?
—¿Y por qué le amputaron la
pierna?
—Gangrena. Los médicos militares
dijeron que la gangrena hacía peligrar
no sólo el resto de la pierna, sino
también su vida.
—¿Y qué hay que hacer ahora? —
volvieron a preguntarle.
—Nada en especial. El muñón se va
curando. Ahora tiene mucho mejor
aspecto.
—¿Y la niña podrá caminar?
—No me cabe la menor duda —dijo
el hombre—. En Palestina le haremos
una prótesis. Helgah tiene muchas ganas
de andar.
—¿Quiénes eran sus padres?
—Ese es un enigma que tendré que
resolver en los próximos años —repuso
en un tono seco, pero idóneo dada la
situación.
—¿Y no tienes ninguna pista?
—Sí, pero muy inconsistente.
—Helgah, cariño, ¿no recuerdas
nada? —Se arrodilló una mujer alta
sorprendiendo a todo el mundo.
Helgah sonrió y dijo:
—Recuerdo la lluvia.
—¿De qué lluvia estás hablando? —
La mujer hablaba en un tono suave.
—De la lluvia que caía sin cesar.
—Y entonces, ¿qué pasó? —
continuó preguntando la mujer robusta.
—Me mojé —dijo como si no
estuviera explicando un hecho, sino
asombrándose.
—¿Y no tenías frío? —prosiguió
indagando la mujer con su suave voz.
—No —dijo Helgah.
—¿Y quién estaba contigo?
—La lluvia, sólo la lluvia.
—¿Y no había nadie a tu lado?
—A lo mejor había alguien, pero yo
no lo vi.
—Qué extraño —dijo la mujer
robusta.
Helgah se mojó los labios y no
contestó.
—¿Y cuánto tiempo duró la lluvia?
—Todo el tiempo —contestó Helgah
levantando la cabeza.
—Qué extraño —volvió a decir la
mujer robusta.
La gente estaba de pie callada, como
si fueran testigos de una conversación
extraordinaria.
—¿Y qué ocurrió después de la
lluvia?
—No me acuerdo —dijo Helgah con
una voz clara.
—¿Y siguió lloviendo todo el
tiempo? —se asombró la mujer.
—Los pozos se llenaron de agua.
—Y tú, ¿qué hiciste?
—Nada —dijo Helgah como si
hubiera conseguido por fin encontrar las
palabras correctas.
—La niña es muy lista —intervino el
hombre que la había adoptado.
La mujer robusta se levantó y no
volvió a preguntar.
Ahora, por algún motivo, la gente
estaba esperando que la niña hablara.
Helgah agachó la cabeza y no pronunció
ni una sola palabra. La luz en su rostro
fue atenuándose.
—¿Y no echas de menos la lluvia?
—volvió a preguntarle la mujer.
—No —contestó Helgah en un tono
claro.
—No se le debe preguntar —
intervino un hombre anciano.
—¿Por qué? —se sorprendió la
mujer.
—Porque no se puede confundirla.
—Yo sólo estoy preguntando —se
avergonzó la mujer.
—Tus preguntas confunden mucho.
Déjala.
—La queremos —repuso la mujer.
—¿Por qué estás hablando en
plural? —preguntó el anciano con
rotundidad.
—Así lo siento.
—Que cada uno hable en nombre
propio.
La última frase causó embarazo y
silencio. La gente se dispersó, como si
les hubieran regañado.
Helgah estaba sentada en el regazo
del hombre que la había adoptado. La
luz había vuelto a su rostro. Ella movía
los labios y emitía un balbuceo
silencioso. El hombre tomó su pequeña
mano, se la acercó a los labios, la besó
y dijo:
—Dentro de poco llegaremos a
Palestina. Allí tendremos una casa y un
jardín.
17
Ya en mi primera infancia solía observar
a personas y objetos con cautela y
sospecha. Mi madre lo atribuía a las
graves enfermedades que había
padecido cuando era muy pequeño. La
abuela opinaba que todo hijo único era
desconfiado por naturaleza. Y, de hecho,
yo era hijo único y estaba muy unido a
mis padres. El espacio situado fuera de
la casa me parecía frío y amenazador,
especialmente cuando me quedaba allí
solo. La mayoría de mis sueños de
infancia (es extraño hasta qué punto los
recuerdo) están vinculados a un
sentimiento de abandono. Extiendo la
mano y se queda suspendida en el aire.
Inmediatamente llega el miedo y me
atrapa. Me despertaba en mitad de la
noche temblando, y mi madre se
apresuraba a prometerme que era «un
sueño equivocado»: ella nunca me
abandonaría y siempre estaríamos
juntos. Por alguna razón, estas promesas
sólo aumentaban mis sospechas, y me
sumía en el llanto hasta quedar sin
fuerzas.
El sentimiento de desconfianza
creció en mí cuando empecé a ir al
colegio. Éramos dos niños judíos en una
clase de cuarenta. Yo era delgado, vestía
ropa fina y mi madre me solía
acompañar hasta la puerta del colegio,
lo que solamente conseguía acrecentar el
desprecio hacia mí. En los recreos todos
jugaban en el patio con una pelota roja
de goma, levantando polvo y chillando.
Yo me quedaba junto a la ventana y
miraba. Ya entonces lo supe: nunca
jugaría como ellos. Eso dolía, pero
también era divertido, una mezcla de
sentimientos de inferioridad y de
superioridad. En estos sentimientos
podía recrearme siempre y cuando
estuviera fuera de su alcance. A su lado
era un blanco fácil para las patadas, las
bofetadas o los pellizcos.
Los niños no judíos eran más altos
que yo, más fuertes, y sabía que ni
siquiera redoblando mis esfuerzos
conseguiría reducir distancias. Ellos
serían siempre los que mandaran en los
largos pasillos y en el patio. Si querían
te pegaban, y si querían te dejaban en
paz. Había que adaptarse, indicaba el
sentido común, pero de vez en cuando
surgía un sentimiento de humillación. En
ocasiones me ponía de pie en las
escaleras y me desgañitaba a voz en
grito, más que nada para superar el
miedo que me invadía.
Mi madre trató de hablar con el
director, pero era inútil. Cuarenta
cuerpos robustos estaban en mi contra,
un poderoso oleaje de piernas que iban
arrollando todo lo que encontraban a su
paso, entre otras cosas a mí. Unas
cuantas veces intenté defenderme. A
aquella pandilla eso no le causaba
ninguna impresión. Al contrario, tenían
una razón más para seguir pegándome y
para argumentar que yo había empezado.
El otro niño judío me dejaba solo en
aquel combate perdido. En un corto
espacio de tiempo él cambió por
completo y, aunque era más delgado que
yo, se integró muy bien en los juegos del
patio. Lo que no había conseguido la
fuerza lo estaba consiguiendo la
agilidad. Con el paso del tiempo me
rechazó como si no fuera ya de mi clan.
Todos los días, desde primera hora
de la mañana —y en invierno todavía no
había amanecido— y hasta las tres de la
tarde, estaba entre aquel rebaño salvaje.
No es raro que no recuerde ni un solo
nombre, ni siquiera la cara de la maestra
judía que luchó contra esta
muchedumbre, que ya a los siete años
estaba llena de instinto de destrucción.
Como yo, ella no tenía fuerzas, gritaba
inútilmente provocando oleadas de
risas. No recuerdo caras, pero sí
recuerdo bien las amplias escaleras de
piedra, los tenebrosos y húmedos
pasillos, la corriente de piernas que se
deslizaban saliendo al trote. Del colegio
recuerdo a los dos bedeles, árbitros
supremos silenciosos y astutos que
infundían miedo por todo. Si algún chico
armaba jaleo, lo ataban para darle diez
latigazos, y el maltratado, después de
recibir su castigo, tenía que besar la
mano de la persona que le había
golpeado diciendo: «Como tú mandes,
padre», y desaparecer del lugar. Ese era
el ritual y se repetía unas cuantas veces
por semana.
Más de una vez mi madre estuvo a
punto de sacarme de allí, pero mi padre
no se lo permitía. Él opinaba que yo
debía desenvolverme en la vida y
hacerme fuerte. Mi madre creía que mi
sufrimiento estaba siendo demasiado
duro, pero mi padre no daba su brazo a
torcer, como si adivinara que me
esperaban experiencias más difíciles.
Al finalizar el primer año de
escuela, se acabaron los estudios
formales. Estalló la Segunda Guerra
Mundial y nuestra vida cambió
radicalmente. En contadas semanas, el
niño de siete años que había estado
rodeado de calor y mucho amor se
convirtió en huérfano de madre, en un
niño de gueto abandonado que, con el
tiempo, se arrastraría tras su padre en
caminatas punitivas a lo largo de la
estepa ucraniana. Los que agonizaban y
morían eran abandonados junto al
camino, y él se tambaleaba lentamente
con las últimas fuerzas que le quedaban
junto a los pocos que aún andaban.
Estas imágenes, que habitan en mí,
son muy claras, y a veces me parece que
la marcha, que duró dos meses, dura ya
cincuenta años, y que aún sigo
arrastrándome.
Después de dos meses de marcha
llegamos, muy pocos, a aquel maldito
campo de concentración. Habían
transcurrido pocos días cuando me
separaron de mi padre. Ya he hablado de
mi huida y de la mujer ucraniana con la
que estuve. A partir de aquel momento
se sucedieron la orfandad, la soledad y
el aislamiento. Rápidamente aprendí que
era mejor hablar poco, y si me
interrogaban, era preferible contestar
brevemente.
Durante la guerra hice de la
sospecha un arte. Antes de acercarme a
una casa, a un establo o a un pajar, me
quedaba agachado y escuchaba, a veces
durante horas. Según los sonidos, sabía
si había gente y cuánta. La gente era
siempre señal de peligro. Gran parte de
los días de guerra la pasé echado en
tierra escuchando. Entre otras cosas
aprendí a escuchar a los pájaros. Son
previsores maravillosos, no sólo de las
lluvias que se avecinan, sino también de
las personas malas y de los animales
feroces.
Durante los días que vagué por
campos y bosques aprendí a preferir el
bosque a los campos abiertos, los
establos a las casas, los inválidos a los
sanos, los marginados del pueblo a los
propietarios aparentemente honestos. De
vez en cuando la realidad me desmentía,
pero la mayoría de las veces se
confirmaban mis sospechas. Con el paso
de los días aprendí que los objetos
inanimados y los animales eran mis
verdaderos amigos. En el bosque estaba
rodeado de árboles, plantas, pájaros y
pequeños animales. No les tenía miedo.
Estaba seguro de que no me tocarían.
Con el tiempo me familiaricé con las
vacas y los caballos, y ellos me
ofrecieron un calor que guardo en mí
hasta el día de hoy. A veces me parece
que no fueron personas las que me
salvaron, sino animales que encontré en
mi camino. Las horas que estuve en
compañía de cachorros de perros, gatos
y ovejas fueron las mejores horas en los
días de la guerra. Estaba con ellos hasta
el anochecer, me quedaba dormido a su
lado, y entonces mi sueño era tranquilo y
profundo como en el lecho de mis
padres.
He notado que la gente de mi
generación, sobre todo quienes eran
niños en la época de la guerra, han
desarrollado un sentimiento de
desconfianza hacia los seres humanos.
También yo, durante la guerra, prefería
la compañía de objetos inanimados y de
animales, los seres humanos son
impredecibles. Un hombre que a primera
vista parece razonable y tranquilo puede
revelarse como un salvaje, y a veces
como un asesino.
Tras abandonar a la mujer que me
había acogido, trabajé con un campesino
viejo y ciego. Al principio me alegré de
que fuera ciego, pero rápidamente
descubrí que no era menos cruel que los
campesinos que veían. Cada vez que
sospechaba que yo no había hecho mis
tareas como era debido, o que picaba
algo durante las horas de trabajo, me
llamaba para darme una bofetada. En
realidad, cada vez que estaba cerca de
él, extendía la mano y me pegaba. En
una ocasión, cuando le pareció que
había bebido del cubo de la leche dentro
del cual estaba ordeñando, me tiró al
suelo y me pisó. Me había percatado de
que se acercaba en silencio y con
delicadeza a los animales del establo, y
les acariciaba la cabeza mientras les
susurraba palabra cariñosas; sin
embargo, su ira la descargaba en mí, una
ira venenosa, como si yo tuviera la
culpa de todos los males que la vida le
había deparado.
Dos años estuve en campos y
bosques. Hay escenas que se grabaron
en mi memoria y he olvidado mucho,
pero la sospecha quedó grabada en mi
cuerpo, e incluso hoy en día, tras haber
dado algunos pasos, me detengo para
escuchar. Hablar me cuesta, y no es
extraño: en la guerra no se hablaba. Es
como si toda desgracia planteara de
nuevo la pregunta: ¿qué hay que decir?
En realidad no hay nada que decir.
Quien estuvo en un gueto, en un campo
de concentración y en los bosques
conoce el silencio de su cuerpo. En la
guerra no se discute, no se agudizan las
diferencias de opinión. La guerra es un
invernadero para la atención y el
silencio. El hambre de pan, la sed de
agua, el miedo a la muerte convierten las
palabras en algo superfluo. En realidad,
no hay necesidad de ellas. En el gueto y
en el campo de concentración sólo las
personas que habían perdido el juicio
hablaban, daban explicaciones e
intentaban convencer. La gente cuerda no
hablaba.
Fue entonces cuando desarrollé mi
desconfianza hacia las palabras. Una
corriente fluida de vocablos despierta
en mí desconfianza. Prefiero el
tartamudeo: en él noto la fricción y la
intranquilidad, el esfuerzo por depurar
las palabras de residuos, el deseo de
ofrecerte algo interior. Las frases lisas y
fluidas me producen un sentimiento de
falta de limpieza, de un orden que oculta
el vacío.
Ese viejo principio que dice que al
hombre se le juzga por sus obras cobra
un doble significado en época de guerra.
En los días del gueto y en los campos de
concentración vi a gente culta, entre
ellos médicos y abogados de renombre,
que por un trozo de pan eran capaces de
matar; pero, al mismo tiempo, también
vi a gente que sabía renunciar, dar,
anularse y morir sin haber hecho mal a
nadie. La guerra reveló no sólo el
carácter, sino también un elemento
primordial en el ser humano, y ese
elemento, por consiguiente, no era
solamente oscuridad. Los egoístas y los
malvados dejaron en mí miedo y
repugnancia; los generosos, en cambio,
el calor de su generosidad, y cuando los
recuerdo me envuelve la vergüenza de
no poseer siquiera un poquito de su
virtud.
Durante la guerra vimos cuánto
valían las ideologías. Comunistas que
predicaban en las plazas igualdad y
amor al prójimo se convirtieron, en
momentos difíciles, en bestias humanas,
pero hubo también comunistas cuya fe en
el hombre se purificó de tal modo que al
verlos parecían creyentes. Todas sus
acciones eran abnegadas. Esto se
manifestó también en las personas
religiosas. Hubo judíos observantes a
los que la guerra convirtió en
materialistas y egoístas, y hubo quienes
elevaron los preceptos a una esfera
luminosa.
En la época de la guerra no hablaban
las palabras, sino los rostros y las
manos. Por el semblante aprendías hasta
qué punto el hombre que tenías a tu lado
quería ayudarte o te causaría daño. Las
palabras no ayudaban a comprender. Los
sentidos eran los que te transmitían la
información correcta. El hambre nos
hace retornar a los instintos, al lenguaje
que antecede a las palabras. La mano
que te ofreció un trozo de pan o un trago
de agua cuando caíste de rodillas a
causa de la debilidad, aquella mano no
la olvidarás nunca.
La maldad, así como la generosidad,
no necesitan palabras. La maldad porque
ama lo oculto y la oscuridad, y la
generosidad porque no quiere
embellecer sus propias acciones. La
guerra está llena de sufrimiento,
aflicción y desesperación, experiencias
duras que exigen, aparentemente, una
expresión explícita; pero qué se le va a
hacer: cuanto más grande es el
sufrimiento y fuerte la desesperación,
más innecesarias son las palabras.
Solamente después de la guerra
resurgieron las palabras. La gente
volvió a hacer preguntas a los demás y a
sí mismos, y quienes no estuvieron allí
exigían explicaciones, que al final
resultaban desafortunadas y ridículas.
Pero la necesidad de esclarecer y de
interpretar estaba tan arraigada en
nosotros que, incluso si eras consciente
de su escaso valor, no te negabas a
darlas. Está claro: en aquellos intentos
había un esfuerzo por regresar a la vida
cotidiana normal, pero qué se le iba a
hacer: ese esfuerzo era absurdo. Las
palabras no tienen la fuerza suficiente
para enfrentarse a las grandes
catástrofes, son pobres, inadecuadas y
mistifican. Ni siquiera las antiguas
plegarias tienen el poder necesario para
afrontar la catástrofe.
Al comienzo de los años cincuenta,
cuando empecé a escribir, ya corrían
ríos de tinta sobre la guerra. Muchos
contaban, testimoniaban, se confesaban y
evaluaban. Quienes se habían prometido
a sí mismos y a sus seres queridos que
después de la guerra lo contarían todo
realmente cumplieron su palabra. De
este modo aparecieron diarios, folletos
y numerosos libros de memorias. Hay
mucho dolor en esas páginas, pero
también muchos tópicos y expresiones
superficiales. Era como si un mar de
palabras hubiera engullido el silencio
que había reinado durante la guerra y
poco tiempo después.
Acostumbramos, a veces, a envolver
de palabras las grandes catástrofes para
defendernos de ellas. Las primeras
palabras que logré escribir fueron todo
tipo de llamadas desesperadas, tratando
de recobrar el silencio que me rodeaba
durante la guerra y restituirlo a mi ser.
Con mis ciegos sentidos comprendí que
en ese silencio estaba mi alma, y si
lograba revivirlo el habla correcta tal
vez retornaría a mí.
Empecé a escribir de forma
sumamente vacilante. Las experiencias
de la guerra anidaban en mí, pesadas y
oprimentes, y yo deseaba reprimirlas
aún más. Quería construir una vida
nueva sobre la vida anterior. Me llevó
años regresar a mí mismo, pero incluso
cuando lo hice, el camino que me
quedaba por recorrer todavía era largo.
¿Cómo se da forma a ese contenido
ardiente? ¿Por dónde se empieza?
¿Cómo se unen las vértebras? ¿Qué
palabras se utilizan?
Sobre la Segunda Guerra Mundial se
escribieron principalmente testimonios,
que se consideraban una forma de
expresión auténtica. En cambio, la
literatura se percibía como una
invención. Yo ni siquiera tenía
testimonios. No recordaba nombres de
personas ni de lugares, únicamente
oscuridad, murmullos y movimientos.
Sólo más tarde comprendí que aquella
materia prima era la sustancia vital de la
literatura y que de ella se podía crear
una historia interior. Digo «interior»
porque en aquel momento se
consideraba que la crónica era
depositaría de la verdad. La expresión
interior todavía no había nacido.
Mi poética se formó al comienzo de
mi vida, y cuando digo «al comienzo de
mi vida» me refiero a todo lo que vi y
absorbí en casa de mis padres y durante
la larga guerra. En aquel entonces tomó
forma mi relación con las personas, con
el arte, con los sentimientos y con las
palabras. Esa relación no ha cambiado
en el transcurso de los años. Cierto es
que mi vida se enriqueció, acumulé
palabras, conceptos y conocimientos,
pero la relación básica ha permanecido
tal como era. Durante la guerra vi la
vida en su desnudez, sin adornos. Lo
bueno y lo malo, lo hermoso y lo feo se
me reveló entremezclado. Esto no me
convirtió, gracias a Dios, en un
moralista. Al contrario, aprendí a
respetar la debilidad y a quererla; la
debilidad es parte de nuestro ser, de
nuestra humanidad. El hombre que
conoce su debilidad sabe a veces
superarla. El moralista ignora su
debilidad, y en lugar de dirigir las
exigencias hacia sí mismo, las dirige
hacia su prójimo.
He hablado del silencio y de la
desconfianza, de la preferencia de los
hechos antes que la explicación. No me
gusta hablar de los sentimientos. El
hablar más sobre ellos nos lleva
siempre a un laberinto sentimental, a la
repetición y la superficialidad. Un
sentimiento que surge de un hecho es un
sentimiento definido.
18
Estoy hojeando mi viejo diario. Las
páginas han adquirido un color amarillo
verdoso, algunas están pegadas, y mi
escritura desigual ya está emborronada.
Ha estado muchos años en una maleta
sin que lo abriera. Tenía miedo de que
aquellos cuadernos revelaran temores
profundos y defectos que llevo años
intentando ocultarme a mí mismo.
Es 1946, el año en que emigré a
Israel, y el diario es un mosaico de
palabras en alemán, yídish, hebreo e
incluso ruteno. Digo «palabras» y no
«frases» porque aquel mismo año
todavía no era capaz de encadenar
palabras para construir frases, y
aquellas palabras eran los gritos
reprimidos de un muchacho de catorce
años que había perdido todas las
lenguas que hablaba y se había quedado
sin ninguna. El diario le sirvió como un
rincón oculto donde apilaba los restos
de su lengua materna y las palabras que
había aprendido hasta aquel momento.
Esto no era una expresión sino un retrato
del alma.
Sin idioma todo es caos, confusión y
miedo a cosas que no hay que temer. En
aquel momento la mayoría de los niños a
mi alrededor tartamudeaba, hablaba en
voz alta o se comía las palabras. Sin
idioma se revela el auténtico carácter de
la persona. Las voces de los
extrovertidos que había entre nosotros
eran más altas, y las voces de los
introvertidos se ahogaban en la mudez.
Sin lengua materna el ser humano es un
inválido.
Mi lengua materna era el alemán. Mi
madre amaba este idioma y lo cultivaba.
Las palabras sonaban límpidas en su
boca, como pronunciadas dentro de una
exótica campana de cristal. Mi abuela
hablaba yídish, y su lengua tenía un
sonido diferente, o mejor dicho, un
sabor diferente, porque siempre me traía
a la memoria la compota de ciruelas
secas. La sirvienta hablaba ruteno,
mezclado con palabras nuestras y de la
abuela. Con ella pasaba muchas horas al
día. No me exigía que obedeciera o que
estudiara, sólo buscaba alegrarme. La
quería, a ella y su idioma, y hasta el día
de hoy el recuerdo de su rostro está
grabado en mi interior, aunque a la hora
de la verdad, cuando se necesitaba su
ayuda como el aire que respiramos, huyó
de casa con los bolsillos llenos de joyas
y dinero que nos había robado. Otra
lengua que no utilizábamos en casa, pero
se oía mucho en la calle, era el rumano.
Después de la Primera Guerra Mundial,
mi tierra natal, Bucovina, fue
anexionada a Rumania, y el idioma
oficial pasó a ser el rumano. Nosotros lo
hablábamos con errores y nunca lo
llegamos a interiorizar.
Estábamos rodeados de cuatro
idiomas que vivían en nuestro interior en
extraña armonía, completándose unos a
otros. Si hablabas alemán y te faltaba
una palabra, una expresión o un dicho,
recurrías al yídish o al ruteno. Mis
padres intentaron en vano cuidar la
pureza del alemán. Palabras de esas
lenguas que nos rodeaban entraban a
formar parte de nuestro lenguaje sin
darnos cuenta. Los cuatro idiomas
habían creado una especie de lengua
única, rica en matices, contradicciones,
humor y sátira. En esa lengua había
mucho espacio para las sensaciones,
para las sutilezas de los sentimientos,
para la imaginación y para la memoria.
Hoy en día esas lenguas ya no viven en
mí, pero siento sus raíces en mi interior.
A veces hasta una palabra para hacer
resurgir escenas completas como por
encanto.
Vuelvo a 1946, el año de mi
emigración a Israel. En el barco y más
tarde en el Campo de detención de Atlit,
donde fuimos confinados por los
ingleses, aprendimos unas cuantas
palabras en hebreo. Sonaban exóticas,
pero eran difíciles de pronunciar. En
ellas no había ningún calor, su sonido no
despertaba ninguna asociación, como si
hubieran nacido de la arena que nos
rodeaba por todas parles. Más grave
aún, sonaban como órdenes: trabajar,
comer, ordenar, dormir, como si no fuera
una lengua en la que se hablara en voz
baja, sino una lengua de soldados. En
los kibbutzim y en las granjas juveniles
se te imponía el idioma por la fuerza. Al
que hablaba en su lengua materna se le
reprimía, se le aislaba y a veces se le
avergonzaba.
Nunca he sido demasiado hablador,
pero incluso lo poco que salía de mi
boca se me atragantaba. Dejamos de
hablar entre nosotros y, de nuevo, como
en cualquier situación crítica, el
verdadero carácter de la gente se
manifestó sin ambages. Los
extrovertidos y los autoritarios sabían
sacar mucho provecho de esto: en sus
bocas las palabras se transformaron en
órdenes, tomaron el control rápidamente
y sus voces resonaban por doquier.
Fui encerrándome en mí mismo cada
vez más. Mi primer año en Israel no
significó para mí la salida al mundo,
sino un duro y progresivo retraimiento.
Durante el primer año trabajamos en el
campo y estudiamos hebreo, la Biblia y
poemas de Bialik. Los recuerdos de mi
casa y los sonidos de su lengua fueron
disipándose, pero el nuevo idioma no
echaba raíces con facilidad. Como ya se
ha dicho, había chicos que adoptaron las
expresiones hebreas fácilmente y
asimilaron el acento de los nativos,
pero, por alguna razón, yo tenía que
hacer muchos esfuerzos para pronunciar
una palabra, y no digamos una frase. A
veces iba a Jaffa, o mejor dicho, a
Jabbaliah, donde residían unos pocos
familiares míos y gente que había
conocido antes de la guerra. Con ellos
mi lengua materna salía, por unos
instantes, de su celda.
Para superar la mudez y el
tartamudeo, leía mucho en los dos
idiomas en los que sabía leer, alemán o
yídish. Repetía frases enteras para
recuperar la fluidez del habla. Mi habla,
como ya he dicho, en aquella época
estaba compuesta sólo de palabras.
Tenía que esforzarme mucho para
construir una frase completa.
Tartamudeaba como muchos de mis
amigos, y leer en mis dos lenguas
maternas era un intento desesperado por
superar ese defecto lingüístico.
El esfuerzo por preservar mi lengua
materna en un entorno en el que me
habían impuesto una lengua distinta era
inútil. De semana en semana se reducía
y, al final del primer año, sólo quedaron
fragmentos.
Aquel dolor tenía que ver con otra
circunstancia. Mi madre fue asesinada a
comienzos de la guerra, y en el
transcurso de la misma llevé en mi
interior su rostro, confiando en que, al
finalizar la contienda, me encontraría
con ella y nuestra vida volvería a ser
como antes. El idioma de mi madre y mi
madre se convirtieron en una sola cosa.
En aquel momento, cuando el idioma se
extinguía en mi interior, sentí que mi
mamá había muerto otra vez. Aquel
dolor iba penetrando en mí como una
droga, no sólo estando despierto, sino
también cuando dormía. En sueños
vagabundeaba con caravanas de
refugiados; todos tartamudeaban, salvo
los animales: los caballos, las vacas y
los perros situados junto a los caminos
hablaban en un lenguaje fluido, como si
se hubieran invertido los papeles.
Los esfuerzos por adoptar el hebreo
y convertirlo en mi lengua materna
continuaron durante años. Aquel diario
amarillento colocado sobre mi mesa es
un testimonio vivo. No es necesario ser
grafólogo para ver en él el desconcierto,
la confusión y la desorientación. Las
faltas de ortografía saltan a la vista no
sólo en hebreo, sino también en mi
lengua materna. Cada letra pone en
evidencia la ruptura, la pena, pero no la
falta de conciencia. ¿Qué haría sin un
idioma?, me preguntaba a mí mismo en
aquellos diarios desgastados. Sin
idioma me parezco a una piedra. No sé
de dónde saqué esta metáfora, pero creo
que es la que mejor refleja el
sentimiento de que, sin idioma, me
marchitaría de forma lenta y fea, como
el jardín de detrás de casa en invierno.
Los años en la Inmigración Juvenil y
los sucesivos en el Ejército no fueron
años placenteros. Hubo muchachos que
encontraron su camino trabajando en el
campo, y no pocos encontraron su lugar
en el Ejército, pero la mayoría salieron
al mercado libre para dispersarse en
todas direcciones. Los encuentros entre
nosotros fueron reduciéndose. Un
hombre que no tiene lengua, no habla.
Mi lengua materna, que tanto amaba,
murió en mí al cabo de dos años en el
país. Traté de revivirla de varios
modos, leyendo y repitiendo palabras y
frases, pero esos esfuerzos sólo
aceleraron su muerte.
Desde que llegué a esta tierra odié a
los que me habían forzado a hablar
hebreo, y con la muerte de mi lengua
materna creció mi hostilidad hacia ellos.
Es evidente que el odio no cambiaba la
situación, sólo la acentuaba, y esa
situación estaba clara, como corte de
cuchillo: no estaba ni aquí ni allá. Lo
que tenía, mis padres, mi hogar y mi
lengua materna, lo había perdido para
siempre, y esa lengua que prometía ser
mi lengua materna no era más que una
madrastra.
Debo decir que aprendimos el
idioma formal con rapidez y con
destreza; incluso leíamos el periódico al
final del primer año. Sin embargo, no
había ninguna alegría en este hecho.
Tenía la sensación de estar en un largo
servicio militar, que continuaría durante
muchos años, y, por el momento, tenía la
obligación de aprender este idioma de
soldados; no obstante, al finalizar el
servicio, que sería como el final de la
guerra, retornaría a la lengua de mi
madre. Por supuesto, había otro dilema:
mi lengua materna era el alemán, la
lengua de los asesinos de mi madre.
¿Cómo volver a hablar en esa lengua
impregnada en sangre judía? Este
dilema, con toda su gravedad, no cambió
la sensación de que mi alemán no era la
lengua de los alemanes, sino la lengua
de mi madre; si me la hubiera
encontrado, no cabe duda de que habría
hablado con ella en el idioma que hablé
desde mi infancia.
Los años del Ejército fueron años de
soledad y de alienación. No tenía casa
en Israel, y las barracas desiertas en
Tzrifín, en Beit Lid y en Jatzerim, así
como las guardias diurnas y nocturnas,
sólo acrecentaron estos sentimientos. No
tenía un lugar adonde escapar y mi
diario fue mi vía de escape. Mi diario
en aquellos días está lleno de añoranza
por mis padres y el hogar perdido. Es
extraño: precisamente en el Ejército mi
balbucencia tomó forma de poesías
cortas. Digo «poesías», pero en realidad
fueron lamentos de un animal
abandonado, que vuelve una y otra vez a
gemir con una monotonía agobiante.
Pensamientos, sentimientos y fantasías
bullían todo el tiempo en mi interior,
pero, sin palabras, todo se reducía a un
mero lamento.
En el servicio militar comencé a, o
mejor dicho intenté, leer literatura
hebrea. Resultó ser una empinada
montaña mucho más allá de mis fuerzas.
Al comienzo de los años cincuenta
estaban de moda Yizhar y Shamir. Cada
página era un obstáculo para mí y, aun
así, leía con avidez, como si buscara
familiarizarme con la tierra extraña a la
que había ido a parar. En aquellos
momentos me buscaba a mí mismo, mi
identidad, en los jóvenes como yo, pero
lo que surgía de las páginas que leía era
un mundo extraño, poblado de personas
jóvenes y decididas, soldados, oficiales
o campesinos de los campos abiertos.
Yo venía de una vida en la que no había
orden ni esplendor, pero tampoco
inocencia infantil ni idealización. Leía
una y otra vez, aunque cuanto más
avanzaba, más obvio era que aquella
vida bella y honesta de trabajo, combate
y amor no sería la mía ni siquiera
haciendo lo imposible.
Otro asunto, aunque en realidad es el
mismo: en aquellos días la gente de mi
entorno hablaba con palabras elevadas y
eslóganes. Desde que era un niño odiaba
aquellas palabras elevadas y ampulosas;
en cambio, amaba las palabras sencillas
y tranquilas que hacían resurgir aromas
y sonidos. Otro conflicto insoluble.
Lo que yo necesitaba, como pude
comprobar con el tiempo, era otro tipo
de relación con la lengua hebrea, no una
relación mecánica, sino interior.
También en este, como en otros asuntos,
vinieron en mi ayuda personas sin las
cuales dudo mucho que hubiera salido
de la prisión en la que me encontraba.
En primer lugar Dov Sadan, y más tarde
Leib Rochman. Bajo la tutela de Dov
Sadan estudié yídish. No era mi lengua
materna, era la lengua de mis abuelos.
En la época de la guerra y después, en
mi vagabundeo, aprendí nuevas
palabras, pero nunca llegué a dominarla
por completo. En Dov Sadan convivían
el yídish y el hebreo como hermanas
gemelas. En sus clases hablábamos
hebreo, pero los textos los leíamos en
yídish. Con él llegué a comprender algo
de lo que no se hablaba mucho en
aquellos días: la mayoría de los
escritores hebreos eran bilingües,
escribieron en las dos lenguas al mismo
tiempo. Este descubrimiento fue
emocionante para mí. Significaba que el
aquí y el allá no estaban desconectados,
como proclamaban los eslóganes.
Leíamos a Méndele en sus dos idiomas,
y también a Bialik, a Steinberg y a
Agnon. Su hebreo estaba ligado a
lugares que yo conocía, a paisajes que
yo recordaba y a una melodía olvidada
que llegaba hacia mí de la oración de
mis abuelos. El hebreo de la
Inmigración Juvenil y del Ejército eran
una lengua en sí misma, que no tenía
ninguna conexión con mi idioma anterior
ni con mis experiencias vitales
precedentes.
Dov Sadan extendió ante nosotros un
mapa judío diferente, un mapa en el que
había hebreo y yídish, donde el arte del
pueblo convivía con el arte individual.
Desde su punto de vista, no había un
estado monolítico judío, ni lingüístico ni
artístico. Veía la vida judía presente
como el resultado de la gran escisión, si
utilizamos un concepto cabalístico.
Como entonces, también ahora hay
muchos fragmentos, y nuestra misión es
unirlos y elevar las centellas que viven
en su interior. En otras palabras: el
camino principal de la vida judía se
había confundido, y ahora sólo nos resta
juntar los trozos e intentar hacerlos uno.
Los grandes movimientos judíos de los
últimos doscientos años, el jasidismo, el
antijasidismo, la ilustración y el
renacimiento hebreo, ya no pueden vivir
separadamente, hay que construir con
ellos una nueva vida judía. En aquellos
días un pluralismo semejante resultaba
extraño; las ideologías no toleraban el
pluralismo. El mundo estaba dividido en
blanco y negro: diáspora frente a patria,
comercio frente a trabajo productivo,
vida colectiva frente a vida privada, por
encima de todo retumbaba la consigna:
«Olvida la diáspora y echa raíces en la
tierra». Pero qué se le iba hacer: en mi
interior anidaba una negativa profunda a
renunciar a mi pasado y construir sobre
sus ruinas una vida nueva. Pensar que un
hombre debe aniquilar su propio pasado
y levantar sobre él una vida nueva me
parecía ya entonces equivocado, pero no
me atrevía a expresar este pensamiento,
ni siquiera a mí mismo. Al contrario, me
culpé por mi apego a la diáspora, por mi
pensamiento burgués y, por supuesto,
por mi egoísmo sin remedio. En este
sentido, y no sólo en este, Dov Sadan
fue un verdadero guía espiritual. Él
sabía exactamente de dónde vine y qué
ciego legado llevaba en mi interior, y
también entreveía que, en el futuro, ese
legado habría de conformar los
cimientos y las cornisas de mi vida.
Leib Rochman escribía en yídish, y
era un hombre muy cercano a mí. En su
casa oí un yídish diferente. Solíamos
visitarlo allí un grupo pequeño, y él nos
leía poesía y prosa en yídish. En su casa
escuché por primera vez poesías de
M. L. Halperin, Yehoash, Glatshtein y
Rajel Zichlinsky. Leía en voz baja y con
entonación suave, como vertiendo
palabras en nuestro interior.
Rochman había crecido en un hogar
jasídico y había sido educado en casa
del rabino de Prusov. Seguía siendo fiel
a su herencia jasídica, al contrario que
sus coetáneos. Su estilo de vida no era
jasídico, aunque su vocabulario y sus
expresiones lo eran por completo. Una
vez a la semana me solía sentar con él
para leer los clásicos del jasidismo,
Toldot, Maguid Dvarav LeYa'akov,
Likutei Moharan y Noam Elimelej. Los
libros estaban escritos en hebreo, pero
no en el hebreo de la Inmigración
Juvenil. «Trabajo» era «trabajo» del
Señor; la «Providencia» no era una
simple providencia, sino Providencia
divina; «seguridad» no era la seguridad
de las poblaciones, sino la «seguridad»
en Dios. No sólo las palabras tenían un
significado diferente, sino también las
frases. En ellas resonaba una melodía
diferente, una especie de mezcla del
yídish y el hebreo, y aquí y allá una
palabra eslava.
La literatura en yídish y la literatura
jasídica eran todo lo contrario de lo que
ocurría aquí, y a mí me agradaban estas
dos formas de vida, como si fueran el
hogar que había perdido; es más, capté
algo que sólo con el tiempo llegué a
comprender en su totalidad: la literatura,
si es una literatura de verdad, es la
melodía religiosa que perdimos. La
literatura lleva en su interior todos los
elementos de la fe: la seriedad, la
interiorización, la melodía y el contacto
con los contenidos ocultos del alma.
Lejos estaba este punto de vista del
realismo socialista que florecía en aquel
entonces en el diario Al HaMishmar y
en el periódico HaOrloguín, del poeta
Shlonsky. En realidad, ni yo mismo
sabía por aquellos días qué era
realmente lo que estaba aprendiendo de
mis dos maestros y adonde me llevarían
aquellos estudios.
Cuando leo mi diario de finales de
los años cuarenta y principios de los
cincuenta, hay una separación clara.
Cuando escribo sobre la casa de mis
padres, la mayoría de las palabras son
en alemán o en yídish, y cuando escribo
sobre mi vida aquí, las palabras son
hebreas; sólo a mediados de los años
cincuenta las frases comienzan a fluir
uniformemente en hebreo. Para mis
compañeros la adopción de la lengua fue
probablemente más sencilla. Se
desprendieron de la memoria y
construyeron un idioma que estaba
totalmente aquí, únicamente aquí, y
desde este punto de vista, y no sólo
desde este punto de vista, ellos fueron
los fíeles hijos de aquellos años.
Vinimos a esta tierra a construir y a
reconstruirnos. «Construir y
reconstruirnos» era interpretado por la
mayoría de nosotros como el
aniquilamiento de la memoria, como un
cambio total y como la creación de un
vínculo con este pedazo de tierra; en
otras palabras: «una vida normal», como
se la acostumbraba a llamar.
El diario es balbuceante y pobre, y
al mismo tiempo está lleno hasta
reventar. ¡Cuántas cosas contiene!:
añoranza, por supuesto, sentimientos de
culpa, observaciones rápidas y
tormentos del sexo y, por encima de
todo, un cierto intento desesperado por
unir escenas preciadas de mi infancia
con la nueva vida. Esta lucha era diaria
y transcurría por un frente amplio: mi
educación, que finalizó en el primer
grado de primaria; el cuerpo, que no era
fuerte; la baja autoestima; la memoria, a
la que ordenaron desaparecer y que se
negó; la certeza ideológica que quería
hacer de mí un hombre corto de miras.
En otras palabras, debía cuidar de mi
yo, al que se le pedía ser lo que no
quería y lo que no podía ser. Pero, sobre
todo, luché por aprender el idioma y
adoptarlo como lengua materna. A una
edad muy temprana, y antes de saber que
el destino me conduciría a la literatura,
el instinto me susurró que, sin
conocimiento íntimo de la lengua, mi
vida sería superficial y pobre.
La visión que se tenía de la lengua
en aquellos años era principalmente
mecánica: aprende palabras y adquirirás
la lengua. Esta actitud tan mecánica, que
buscaba arrancarte de tu mundo para
trasplantarte a otro en el que tu asidero
sería débil, esta actitud, hay que
admitirlo, venció, pero ¡a qué precio!: la
aniquilación de la memoria y la
superficialidad del alma.
19
Entre los años 1946 y 1948 estuve en la
Inmigración Juvenil, y entre los años
1948 y 1950 fui aprendiz en la escuela
agraria que había fundado Rajel Yanait
en Ein Karem, y también en la escuela
agraria de Janah Maizel en Nahalal.
Durante cuatro años seguidos estuve en
contacto con la tierra, y estaba seguro de
que el destino me llevaría a ser un
trabajador del campo. Me gustaba la
tierra y, especialmente, los árboles que
cuidaba. En esos años tenía un horario
claro. Madrugar antes del amanecer,
trabajar con ahínco desde las seis hasta
las ocho de la mañana, un buen desayuno
y, después, continuar trabajando. Me
gustaba la siesta, al mediodía, en los
días calurosos de verano. En aquellos
días parte de mi personalidad estaba
adormecida. Los años de la guerra se
habían sumergido en mí como una
piedra; fui ligándome a la tierra, a la
lengua hebrea y a los libros, que leía
con avidez. Para ser lo más fiel posible
a esos lejanos años, copio, con
correcciones idiomáticas, de mi diario.
30-12-46. Hoy he aprendido el arte
de la poda. A veces tengo la impresión
de que no he venido aquí, sino que nací
aquí. Me gustan tanto la tierra y los
árboles que me es difícil imaginar que
es un amor nuevo. Si pudiera borrar los
años de guerra de mi alma, me uniría
fácilmente a la tierra y ninguna barrera
nos separaría.
14-1-47. Hoy ha habido
reclutamiento y yo he trabajado en la
huerta. Es un trabajo vulgar. Las
cosechas anuales me desesperan.
Plantas, y enseguida hay que arrancarlo.
A los árboles frutales uno los adopta
durante años y siente la alegría de su
crecimiento, su vida en cada estación.
«Porque el hombre es un árbol del
campo», leí en la Biblia. Sólo la
persona que cultiva árboles lo puede
entender.
Y en otro lugar, sin fecha: Hoy he
recolectado ciruelas Santa Rosa; por
suerte estaba solo. El trabajo en grupo
me altera; peor aún: dejo de sentir y de
pensar. Únicamente cuando estoy solo
con mi alma, crezco y me conecto a la
tierra.
Y en la misma página: El
instructor M. me ha preguntado por
casualidad, en el descanso de las diez,
dónde estuve durante la guerra. La
pregunta me ha sorprendido tanto que me
he quedado boquiabierto. «En muchos
sitios», he dicho para escabullirme del
resto de la conversación. M., por algún
motivo, ha seguido insistiendo, y yo me
sentía como encarcelado en mi mudez.
Me invadió el miedo, y mi memoria se
apagó. No sabía qué contestar y repetí:
«En muchos sitios».
13-8-47. Todas las noches me repito
a mí mismo: olvidar más y más. Cuanto
más olvide, más fácil me será
fusionarme con la tierra y con el idioma.
Son muchos los obstáculos. Ayer tuve
una larga conversación con la
instructora Sh. Hablamos en alemán.
Hacía años que no lo hablaba y, a pesar
de todo, la lengua fluía de mi boca.
Evidentemente, una lengua materna no se
puede extirpar de raíz.
He tenido un sueño: mi madre, mi
padre y yo nos bañábamos en el Prut.
Dos barcas alargadas pasan frente a
nosotros. Mi madre y mi padre son tan
jóvenes que parecen más estudiantes de
liceo que mis padres. Por un instante me
asombro de su cambio. Mi mamá me
abraza y me dice: «Es una mascarada,
dentro de poco todo será como era
antes». Me levantó el sonido del
despertador haciendo añicos el sueño.
20-8-47. Ayer hubo una conferencia
en el comedor. Un hombre ya no joven
vestido con una camisa azul hablaba
sobre la debilidad judía elogiando a los
partisanos y a los inmigrantes ilegales
que llegaban a esta tierra en la época del
mandato británico, y censuraba a los
especuladores que actuaban en Jaffa y en
Tel Aviv. «Tenemos que cambiar —
decía en voz alta—, tenemos que
trabajar la tierra y ser combatientes».
Me identificaba con sus palabras y, al
mismo tiempo, me repugnaba. Me
parece un hombre al que no dudaría en
pegar. Es de suponer que estoy
equivocado.
En los sueños todavía estoy por los
caminos, perseguido y cayendo dentro
de profundos pozos. Ayer uno de los
perseguidores consiguió agarrarme por
el tobillo y me tiró a una profunda fosa.
Me caí y me hundía; menos mal que
desperté sin golpearme.
En mi inocencia, creía que mi vida
anterior había muerto, y lo que bullía en
mí eran los últimos espasmos. La mayor
parte del día lo pasaba al aire libre,
labrando, gradando, podando o
injertando plantas en el vivero. Aquella
vida me parecía tan real y apropiada que
lo demás me resultaba ajeno y como si
ya no me perteneciera. En aquellos días
también anidó en mi interior otra
sensación que había comenzado a
germinar en casa de mis abuelos en el
pueblo, y luego en el bosque, cuando
estaba solo: un sentimiento de
religiosidad.
Intentaré explicarlo. Yo provengo de
una familia asimilada[6] carente de todo
sentido religioso. Había mucho silencio,
mucha atención y relaciones llenas de
delicadeza; sin embargo, todo estaba
basado en la racionalidad. A la religión
institucionalizada se la consideraba
carente de sentimientos auténticos,
vulgar y falsa. Probablemente esto se
debía al espíritu de la época y no a la
experiencia personal, porque la madre
de mamá ocultaba su religiosidad, no la
exteriorizaba de ninguna forma. Mi
abuelo quería mucho a mi madre y jamás
le oí criticarla o reprenderla, a pesar de
que sabía que nuestro estilo de vida en
la ciudad no seguía las normas
religiosas en toda su pureza. Yo sabía,
mejor dicho, intuía que mi madre sentía
un afecto secreto por la fe de sus padres,
pero esto no se manifestaba en ninguna
expresión concreta. Aún más, en casa se
tenía cuidado de no pronunciar palabra
alguna que pudiera relacionarse con la
fe. A toda expresión de fe se la
calificaba de «magia».
A mí me gustaba el pueblo de mis
abuelos, la amplia casa de madera, las
acacias que crecían junto a ella, los
árboles frutales, los surcos de la huerta
e incluso el baño, que estaba fuera de la
casa, un pequeño pabellón de madera
cubierto de enredaderas. En todo había
misterio. No en vano se quedó grabada
en mi consciencia la sensación de que
Dios habitaba únicamente en el pueblo.
Era allí donde solía ir con mi abuelo a
la sinagoga, donde escuchaba las
plegarias y observaba los leones de
madera que estaban encima del Arca
Sagrada. En el pueblo Dios moraba en
todo rincón sombrío y bajo los gruesos
troncos de las acacias. A veces me
asombraba que ni mi padre ni mi madre
vieran lo que era tan evidente para mí y
el abuelo.
Con el paso del tiempo, cuando huí
del campo de concentración y estando ya
en el bosque, retornaron a mí aquellas
sensaciones misteriosas. Estaba seguro
de que Dios me salvaría para llevarme
de vuelta con mis padres. En realidad,
durante todos los días de la guerra, mis
padres se fusionaban con Dios en una
especie de coro celestial acompañado
de ángeles destinado a rescatarme de
esa vida infeliz.
Estas visiones se desvanecieron al
final de la guerra, cuando me encontré
aprisionado en medio de una multitud de
refugiados. La mayor parte de la guerra
estuve sólo conmigo mismo, sin hablar.
Me nutría de las visiones y las fantasías
que llenaban mi desgraciada existencia.
De vez en cuando me sumergía en ellas
olvidándome de que estaba en peligro.
La época de la Inmigración Juvenil
fue muy dura para mí, entre otras cosas
porque, repentinamente, estaba rodeado
de niños de mi edad y me veía obligado
a hablar. La presencia de aquellos niños
y el tener que hablar me resultaba tan
duro que en más de una ocasión estuve a
punto de escapar. Mi diario de los años
1946-1950 está lleno de añoranza por
los días que había pasado solo y sin
hablar, rodeado de árboles y paisajes.
Los días en el bosque y con los
campesinos me habían forzado a callar y
escuchar. Si hubiera crecido en mi casa,
no habría desarrollado dificultades para
hablar. Mis padres eran sensibles a las
palabras, y más de una vez conversaban
sobre el significado de un vocablo o de
una locución. Durante la guerra me vi
obligado a ocultar mi identidad, y la
primera norma era estar callado. En
lugar del habla, desarrollé la capacidad
de escuchar y observar. Después de la
guerra, cuando la gente veía que yo no
pronunciaba ni una palabra, tenía la
certeza de que era mudo, y, de hecho, lo
era a medias.
Los años transcurridos entre 1946 y
1950 fueron años de muchas palabras.
La ideología crea vocablos y lugares
comunes. Todos hablaban. En ocasiones
tenía la sensación de que todo el mundo
había ido a una escuela de oratoria,
menos yo. No sólo se hablaba en casa,
en la calle y en las reuniones; también la
literatura estaba llena de palabras. La
literatura de aquellos años estaba
cargada de vocablos. En ocasiones me
parecía que no se podía leer un libro sin
la ayuda de un diccionario. Así ocurría
con Yizhar, con Shamir y con otros. Mi
diario está lleno de admiración por la
abundancia de palabras y descripciones.
Estaba seguro de que nunca podría
escribir correctamente.
Solamente quien tiene dificultades
en el habla necesita un diario. Cuando
hojeo el mío, descubro que está lleno de
frases incompletas, de una obsesión por
la precisión. El espacio entre las
palabras dice más que lo expresado por
las palabras mismas. Mi diario no es en
modo alguno un texto fluido, sino una
expresión llena de impedimentos. Lo
digo no por indulgencia, sino con la
intención de entender mi madurez.
Mis primeros escritos frenaban más
de lo que dejaban fluir y eran como la
continuación de mi diario. Algo de mi
forma de hablar se podía percibir en mi
modo de escribir. El constante temor a
que algo defectuoso surgiera de mi
interior y me delatara, que tanto
caracterizó mi habla incluso años
después de la guerra, ese temor encontró
expresión también en mis primeros
escritos. Traté inútilmente de escribir
con mayor fluidez. Mi escritura era
como un ir de puntillas, desconfiado y
reticente.
En los años cincuenta apenas
escribí, y lo que escribía lo borraba con
crueldad. Mi tendencia a ahorrar
palabras se convirtió en una exigencia.
En la literatura de aquellos años
abundaban las descripciones de paisajes
y de personas. «Describe con detalle»,
solían decir. Las descripciones prolijas
se consideraban épicas. En las primeras
cartas de rechazo que recibí de editores
me decían simplemente: «Tiene que
extenderse más, hay que rellenar,
todavía no hay un cuadro completo». No
cabe duda de que mi escritura, por
aquellos años, estaba llena de defectos,
pero no de los que mencionaban los
editores.
A finales de los años cincuenta
renuncié a mi aspiración de ser un
escritor israelí y me esforcé por ser lo
que realmente era: un inmigrante, un
refugiado, un hombre que lleva en su
interior al niño de la guerra, a quien le
cuesta hablar y se esfuerza por narrar
con el menor número posible de
palabras.
El resultado de ese esfuerzo es mi
primer libro, Ashan («Humo»). Muchos
editores hojearon el manuscrito. Cada
uno encontraba un defecto diferente. Uno
opinaba que no se debía escribir sobre
el Holocausto de forma imaginaria; otro
opinaba que no se debía escribir sobre
los puntos débiles de las víctimas, sino
que había que resaltar el heroísmo, la
rebelión de los guetos y los partisanos; y
había otros que opinaban que el estilo
era defectuoso, pobre y alejado de los
cánones. Por alguna razón, cada uno
quería corregir, añadir o acortar. Las
virtudes reales que había en él no las
veían. Ni siquiera yo mismo las veía; es
más: estaba convencido de que todo lo
que me decían era cierto. Es curioso con
qué facilidad se admite una crítica. La
que proviene de uno mismo también
puede ser destructiva, pero no hay nada
como una crítica externa para sentirte
herido. Me llevó años liberarme de esa
tutela y comprender que sólo yo podría
orientarme a mí mismo hacia lo bueno y
mejor.
Mi primer libro fue bien recibido.
Los críticos dijeron: «Appelfeld no
escribe sobre el Holocausto, sino sobre
sus márgenes. No es sentimental, es
controlado». Esto se consideraba un
halago y yo me alegré, y, a pesar de
todo, ya entonces me clasificaron como
«escritor del Holocausto». No hay un
apelativo más irritante que este. Un
escritor, si lo es realmente, extrae de su
interior lo que escribe, y la mayoría de
las veces escribe sobre sí mismo; y si
sus palabras tienen un significado, es
porque es fiel a sí mismo, a su voz y a su
ritmo. La generalización y el tema son
una consecuencia secundaria de su obra,
no lo principal. Yo era un niño durante
la guerra. Aquel niño creció, y todo lo
que le sucedió a él y en él, continuó
durante sus años de adulto: la pérdida
de su casa, la pérdida del idioma, la
desconfianza, el miedo, los
impedimentos al hablar, la extrañeza. A
partir de esos sentimientos elaboro mis
historias. Sólo palabras adecuadas
construyen un texto literario, no el tema.
No pretendo ser un emisario, un
cronista de guerra ni saberlo todo. Me
conecto a los lugares donde estuve y
escribo sobre ellos. No tengo la
sensación de estar escribiendo sobre el
pasado. El pasado en sí es una pésima
materia prima para la literatura. La
literatura es un presente en llamas, no en
un sentido periodístico, sino porque
aspira a otorgar al tiempo una presencia
constante.
20
A los dieciocho años aún no sabía
escribir correctamente. En la oficina de
reclutamiento de Afula, medio
desvestido, junto a la puerta de la
comisión de inspección médica, llené un
formulario, y el funcionario me corrigió
las dos faltas de ortografía que encontró.
No era la primera vez que me corregían.
Cada vez que lo hacían, sentía una
punzada. Me parecía que nunca sabría
escribir y que siempre habría alguien
que encontrara en mis escritos faltas de
ortografía.
Después de esto me pidieron que me
quitara también la camiseta. Estaba de
pie frente a tres médicos que me
observaban. Eran distintos de los
médicos que yo recordaba de mi casa.
Uno de ellos se aproximó a mí, me tomó
el pulso y la presión arterial y me pidió
que me subiera a la báscula y le diera
las gafas. Los otros dos médicos
también las inspeccionaron: cristal
grueso.
Me quedé de pie mientras hablaban
entre ellos en voz baja. Me parecía que
estaban comentando mi delgadez, mi
miopía y mi espalda torcida, y aunque lo
hacían en voz baja, tenía la sensación de
que querían que yo lo oyese.
—¿Ha padecido alguna enfermedad?
—se me preguntó.
—Tifus abdominal —contesté
inmediatamente.
Todo el que estuvo en un campo de
concentración enfermó de tifus
abdominal. Esa era una de las señales
que indicaban que el final se
aproximaba. Los niños resistían sólo
unos cuantos días, se encogían para
luego perecer.
—¿Dónde y cuándo nació? —volvió
la eterna pregunta.
—Chernovitz, 1932.
—¿Los nombres de sus padres?
—El de mi madre, Bunia, y el de mi
padre, Mijael.
—¿Escuela primaria pública?
—Primer grado.
—¿Escuela secundaria?
—No.
Aquellas preguntas, que me habían
hecho más de una vez, adquirían ahora,
por alguna razón, una mayor resonancia,
como si se revelaran por primera vez.
Los médicos volvieron a
examinarme y uno de ellos preguntó:
—¿Cuándo inmigró?
—En 1946.
—¿Y qué hizo en Israel?
—Estuve dos años en la Inmigración
Juvenil y otros dos en una escuela
agrícola.
—¿Quiere alistarse en el Ejército?
—Sí.
Los tres médicos sonrieron por
algún motivo.
—Vístase —me ordenaron.
El hecho de estar desnudo y las
preguntas me inquietaron. Me parecía
que, en ese mismo momento, graves
defectos físicos y espirituales habían
sido descubiertos, y dentro de poco
anunciarían que no podía servir en el
Ejército. Ese anuncio iría acompañado
de una dura reprobación.
Volví a observarlos. Hablaban entre
ellos. No comprendía nada de lo que
decían, pero pensar que estaban
hablando de mí en un lenguaje secreto
hizo que mis temores aumentaran.
—¿Y no tuvo hermanos ni hermanas?
—dijo uno de ellos tras levantar la
cabeza.
—No.
Por un instante tuve la impresión de
que estaban tratando de resolver un
enigma. Yo era el enigma y a ellos
únicamente les faltaban unos cuantos
detalles, y en breve se oiría la
desaprobación completa.
«Estoy sano», estuve a punto de
decir. El ser corto de vista no me impide
leer. Para mí es importante servir en una
unidad de combate. El servicio en esta
unidad arrancará de raíz de mi interior,
de una vez para siempre, las debilidades
y las humillaciones que he sufrido.
Podré cumplir todas las tareas que se me
impongan. Denme una oportunidad para
demostrarlo. Mientras estaba todavía
entregado a estas reflexiones, el médico
que me había examinado levantó la
cabeza de los papeles para decir: «Apto
para el servicio», como si hubiera
logrado resolver el enigma.
Sabía que esto llegaría, y así fue.
En los últimos meses había hecho un
gran esfuerzo por robustecerme, o mejor
dicho, para aparentar ser robusto.
Corría, hacía gimnasia, escalaba colinas
y levantaba pesas. Tal vez por eso
adelgacé. No era raro que me
preguntaran si comía bien. Hacía
gimnasia porque quería que me
aceptaran en una unidad de combate. El
pensar que un día sería un combatiente
como todos, y quizá oficial, me llenó de
satisfacción durante mucho tiempo.
Creía que la jerarquía militar, los
entrenamientos y el combate cambiarían
no sólo mi cuerpo, sino también mi
carácter. Las debilidades que padecía
desaparecerían y yo sería alto y duro,
como tiene que ser un combatiente.
Entonces este sueño se desvaneció.
El Ejército me aceptó, pero con
condiciones que me limitaban mucho.
«Apto para el servicio», o A. S., era ser
soldado a medias, una cuarta, quien
servía a los combatientes, les llevaba
ropa adecuada y alimentos, pero nunca
sería uno de ellos.
Estábamos de pie al aire libre, bajo
el sol, esperando el camión que vendría
a llevarnos al campo de entrenamiento.
Los A. S. estaban en una esquina, y los
combatientes, junto a un eucalipto. La
diferencia, hay que admitirlo, era
evidente a simple vista. Los
combatientes eran más altos, se movían
con más seguridad en sí mismos,
hablando con voz áspera, y eran más
corpulentos y velludos. A los A. S. les
delataba incluso su postura: torpe y
descuidada. Aunque, más que la postura,
eran los ojos los que los delataban: en
ellos no había ni brillo ni una voluntad
decidida, sino un opaco estupor. Era
evidente: los A. S. no habían nacido
para actos de coraje, se establecerían en
las bases de retaguardia sirviendo a los
combatientes, que desde el principio de
los tiempos habían sido destinados a ser
los primeros en las acciones temerarias.
Sentía pena por mí mismo, porque el
destino no me había deparado una vida
más bella. En adelante la distinción
estaba clara: los unos a acciones
gloriosas y los otros a tareas serviles.
Enseguida lo vi: los reclutas se conocían
entre ellos, la mayoría eran del lugar, de
Afula, habían estudiado juntos en la
escuela primaria y en la secundaria, y
sólo yo, a decir verdad, era un extraño;
llevaba en mi interior paisajes de otra
tierra, un idioma diferente y
experiencias de las que no podía hablar.
—¿Cómo te llamas? —se dirigió a
mí un soldado.
Se lo dije.
—¿En qué colegio estudiaste?
—No he estudiado.
—¿Lo dices en broma?
—Es la verdad. Nací en el
extranjero.
El joven se me quedó mirando con
una mezcla de compasión y desprecio.
Lo sabía, era una encrucijada, pero
no estaba en mis manos cambiar nada.
Un cuerpo débil y la falta de estudios
eran un obstáculo en cualquier lugar, y
en el Ejército eran determinantes. Más
tarde intenté inútilmente ser admitido en
los cursos. Todas las puertas estaban
cerradas para mí.
En la oficina de reclutamiento me
encontré con el recluta Sh., que había
pasado la guerra con sus padres —no
como yo— en un escondite en una aldea
de Bélgica. Durante los años de la larga
guerra, sus padres (su padre era un
lingüista conocido, y su madre,
científica) le enseñaron todo lo que se
estudiaba en la secundaria y muchas
otras materias. Aquellos años de guerra
fueron para Sh. años de estudio
intensivo. Además de francés, hablaba
con fluidez alemán e inglés, y según
parece también otras lenguas. Su aspecto
atestiguaba que tenía talento y que
estudiaba mucho. Era muy alto y frágil.
Sus largos dedos denotaban gusto y
sensibilidad. Me hablaba en mi lengua
materna, el alemán, y se expresaba con
elegancia, escogiendo palabras que yo
no siempre comprendía. Así se hablaba
en mi familia, pero yo, a causa de la
guerra, lo había perdido todo. Incluso se
me olvidaron palabras que conocía.
Estuve con él todo el período de
entrenamiento militar. De él oí por
primera vez los nombres de Kafka,
Sartre y Camus, y las palabras
«intensivo», «dramático» e «integral».
No dejaba de pronunciar nombres de
personas famosas, de lugares históricos
y, por supuesto, de libros.
—¿Y estudiaste durante toda la
guerra? —pregunté sin poder
contenerme.
—Estudié e hice exámenes.
—¿Quién te examinaba?
—Mi padre.
Era de maneras agradables y, al
mismo tiempo, había algo en él que daba
miedo, como si perteneciera a otra
especie. El entrenamiento tampoco le
resultó fácil, pero siempre tenía una
palabra irónica o una comparación
sarcástica para burlarse del sargento
mayor. Sus padres no le dotaron de
mucha fuerza corporal, pero sí que le
proporcionaron un rico vocabulario, y
las palabras lo protegían y le aliviaban
el peso del mortero y de las municiones.
Lo envidiaba. De todos los idiomas
que hablaba en casa, no me había
quedado siquiera uno que pudiera
dominar. Los libros que recordaba eran
de Julio Verne, pero incluso esos había
olvidado.
No tenía amigos durante el
entrenamiento, y él era la única persona
con quien hablaba. Era evidente que
había pasado los años de la guerra
ampliando conocimientos. Estudió y
asimiló lo que había estudiado, siempre
introducía en su charla una palabra en
francés o en inglés. Si no hubiera sido
por la guerra, también yo hubiera sido
como él, pero yo pasé la guerra en un
gueto, en un campo de concentración y
en las estepas de Ucrania.
Incluso esforzándome toda mi vida,
no llegaría a su altura.
—¿Y estuviste en el escondite todos
esos años? —Hablaba la envidia.
—Así es.
—¿Y nunca salíais del escondite?
—Por la noche subíamos al salón.
—¿Y teníais comida?
—Sí, en abundancia.
Su débil cuerpo estaba lleno de
seguridad, de confianza en sí mismo y de
desprecio hacia el ambiente que nos
rodeaba, que lo encerraba en una
estructura rígida.
Después del entrenamiento lo
sacaron de nuestro grupo y lo destinaron
a una de las unidades secretas. Desde
entonces no lo vi más. Decían que, tras
el servicio militar, se embarcó junto con
sus padres rumbo a América. Otro rumor
afirmaba que había regresado a su tierra
natal, Bélgica, y allí enseñaba en la
universidad.
Sh. fue una de las personas que
turbaron mi espíritu, provocando en mí
un sentimiento de inferioridad. Siempre
sabía más que yo. La ironía y la mofa,
que la mayor parte de las veces no
estaban dirigidas hacia mí, a pesar de
todo me hacían daño. Su cuerpo, alto y
débil, estaba equipado con todas las
armas de defensa posibles. Sin duda
alguna, en toda guerra él vencerá.
21
Mi diario entre los años 1950 y 1952,
mis años de servicio militar, está casi
vacío. En aquellos años no tenía un
rincón que fuera mío, y el diario lo
refleja. En el Ejército, especialmente
durante las largas esperas, leía todo lo
que caía en mis manos. Digo «leía»,
pero mejor sería decir que devoraba, sin
discernir, por supuesto, como si buscara
llenar todo lo que me faltaba. Mi pobre
educación me causaba dolor.
Sin embargo —vuelvo a decirlo—,
los conocimientos y el sentido no los
tomé de los libros, sino de la vida
misma. Esta vez fui arrojado al
inflexible régimen militar: formaciones
por la mañana, formaciones por la
noche, meticulosidad en la vestimenta,
hacer las camas y limpieza de las armas.
Había conocido el sufrimiento en el
gueto y en el campo de concentración,
pero ahora no era un sufrimiento de
hambre ni de sed, sino de presión
psicológica. Allí era igual que un animal
que intenta encogerse, camuflándose con
todos los colores, escabullándose y
anulándose; y en esta huida al borde del
abismo había una especie de alegría
oculta propia del débil y, a veces, una
alegría por la desgracia ajena. Ahora
tenía dieciocho años y me sentía pesado.
El uniforme, que debería infundirme
orgullo, no me hizo levantar la cabeza.
Al contrario, me sentía forzado y
encarcelado. Los primeros años de la
década de los cincuenta fueron muy
rígidos en el Ejército. Tras años en la
clandestinidad, el Ejército quería ser
como todos los demás. Y como toda
revolución, también esta fue radical. La
obediencia venía acompañada de
humillación y arbitrariedad. Sufría por
la reclusión, por la coacción, y para
superar la penuria, también aquí me
inventé una estrategia que ya conocía de
la infancia: observar de cerca.
Hay varias formas de observar;
cuando lo haces, estás fuera, un tanto
elevado y alejado. Esta elevación te
enseña que quien te grita tal vez está
gritando a su padre o a su madre. Tú
sólo te has cruzado en su camino por
casualidad, y el que no grita es en
ocasiones peor que el que grita. Para
complacer a sus superiores nos saca a
realizar marchas nocturnas, nos ordena
cavar fosas cuadradas, todo para
mostrar a sus comandantes que su
compañía no flojea. Quien es
obsequioso siempre lo será, y, para mi
sorpresa, tienen señales externas: son
pesados y, a pesar de su corta edad, ya
están forrados con una gruesa capa de
grasa. La observación te libera en parte
de la pena y la autocompasión, y cuanto
más observas, más disminuye el dolor.
Ya durante mi infancia me gustaba
observar. Me pasaba horas sentado junto
a la ventana mirando caer la nieve. En
verano me sentaba en el jardín y
contemplaba las flores y los animales
domésticos tumbados en el patio. La
observación siempre me ha
proporcionado placer, el placer de
fusionarme con todo lo que salía a mi
encuentro. Sólo más tarde, con seis o
siete años, empecé a prestar atención a
los detalles y a las formas. Por ejemplo,
el gato de nuestra vecina con una cinta
rosa atada al cuello, y la propia vecina,
una mujer no muy alta, regordeta, que
llevaba un vestido largo con escote
pronunciado y con una cinta en la cabeza
parecida a la cinta del cuello del gato.
No estaba casada, pero tenía un amante,
un oficial del Ejército rumano que iba a
su casa cada tarde. En sus botas llevaba
espuelas, señal de que pertenecía a la
caballería.
Nuestra casa está adosada a la suya,
el dormitorio está pegado al suyo, y
nuestra bañera, a su bañera. La mayor
parte del día lo pasa en la bañera; se
cuida para cuando venga el oficial por
la noche. Cuando sale a la puerta,
vestida con una bata rosa y una cinta en
la cabeza, desprende un fuerte olor a
perfume. Mi madre la evita, pero a mí,
en cambio, me gusta observarla. Casi
cada hora, como una actriz, se cambia
de vestido, pero los más espléndidos los
guarda para la noche. Se parece a un
animal, aunque no sé a cuál. Su amante
camina como un caballo, y cuando sube
por las escaleras me parece que pronto
emitirá un relincho.
Nuestra vecina y su amante se
encuentran entre las imágenes más
precisas que se grabaron en mi memoria.
Su morbidez, los sillones y los sofás
cubiertos de decenas de cojines, las
tupidas alfombras, las velas fijadas en
platitos de arcilla, cuadros al óleo con
multitud de ángeles colgados a lo largo
de las paredes. Nuestra casa, al
contrario que la suya, estaba sumida en
la penumbra y tenía un aspecto monacal,
sin adornos, y si no hubiera sido por
unos cuantos bocetos que mi madre
había comprado con mucha
meticulosidad, las paredes de la casa
habrían estado casi desnudas.
De esta forma vivíamos, los unos
junto a la otra. Conocíamos sus horarios,
y ella, los nuestros. De vez en cuando
me preguntaba si me estaba aburriendo.
«Yo nunca me aburro»; le dije la verdad,
y probablemente la sorprendí. Cuando
nos echaron de la casa para ir al gueto,
ella estaba en la puerta de la suya con el
gato en el regazo, mirándonos pasmada,
como si no nos estuvieran enviando
hacia la muerte, sino como si fuéramos
nosotros, por así decir, los que nos
habíamos vuelto locos.
Más tarde llegaron los días de
hambre en el gueto, ya sin mi madre y
sólo con mi padre, que pasaba la mayor
parte del día haciendo trabajos forzados.
Nuestros vecinos, el boticario Stein y el
contable Fingold, por alguna razón, no
fueron reclutados para trabajar y
merodeaban por todo lugar donde se
repartieran alimentos. Aquellas
personas honradas cambiaron hasta
hacerse irreconocibles. Mi padre se
enfadaba con ellos por ese cambio, pero
yo me quedaba de pie observándoles.
Los días en el gueto los habían
cambiado. Sus rostros alargados fueron
ensanchándose, y una rojez extraña
apareció en sus mejillas. Se convirtieron
en animales del gueto y nada les daba
asco. Mi padre siempre tenía tendencia
a lo sentimental, por utilizar el término
de Schiller. Si algo no le parecía bien,
lo censuraba o lo ignoraba. Odiaba lo
feo, lo deforme y lo amoral. Por algún
motivo, consideraba que la observación
era estar de acuerdo con todo eso. Más
aún, lo consideraba disfrutar de la
fealdad sin adoptar una postura
concreta. Al hombre se le juzga según
sus obras y no según sus pensamientos,
ese era principio según el cual vivía. Se
negaba a aceptar la realidad con
indiferencia. Siempre quiso corregir, o
por lo menos mejorar.
La tendencia a observar
posiblemente la heredé de mi madre. Le
encantaba observar. En más de una
ocasión la encontré de pie junto a la
ventana sumida en la contemplación. Era
difícil saber si estaba observando el
paisaje que se divisaba desde nuestra
ventana o estaba escuchando lo que
surgía de su alma. Nunca la encontré
observando a la gente. Hacía sus
análisis, a veces análisis sutiles sobre la
forma del cuerpo de fulano o la postura
de mengano, pero jamás observaba
directamente a las personas. Pensaba
que la observación directa era una
intrusión, una invasión de la intimidad
ajena.
En los hambrientos días del gueto,
siendo ya un niño desamparado, me
solía sentar durante horas en las
escaleras de un edificio abandonado, o
en la plaza con los ancianos o junto a
una charca, y observaba. La
contemplación me proporcionó siempre
el deleite que hay en el olvido: un
balcón con forma triangular, un viejo
que, de pronto, levantaba el bastón para
golpear a un perro, o una mujer sentada
jugando un solitario a las cartas. En
general, una hora observando no te trae
nuevos pensamientos, pero te llena de
colores, de voces y de ritmo. A veces
una hora de observación te proporciona
una gama de sensaciones que te
acompañan durante muchos días. La
verdadera contemplación, como la
música, carece de contenido concreto.
En la época del gueto tenía ocho
años y no pensaba, y si lo hacía era por
tratar de sobrevivir. Me sentaba a
observar durante un rato largo. Las
escenas fluían hacia mí llenándome de
alegría. Durante el sueño, las visiones
diurnas se convertían en visiones
magnificadas o aterradoras. Uno de los
últimos días del gueto estaba sentado en
la plaza observando a un grupo de
ancianos que se calentaban al sol. De
repente, y por sorpresa, se levantó uno
de ellos, se acercó a mí y me dio una
bofetada en la mejilla. Me quedé tan
perplejo que no me moví del sitio.
Aquel, viendo que no me movía, volvió
a abofetearme gritando: «Ahora no
mirarás más. Ahora ya sabes que no se
observa a la gente».
Aquellas bofetadas inesperadas
germinaron los primeros indicios de mi
conciencia. Ahora lo sabía: la
observación no es sólo un asunto
personal conmigo mismo, sino que
afecta a otras personas y tal vez las
ofende. «Ahora no mirarás más»; me
resonaban las palabras, como si me
hubieran sorprendido robando o
engañando. Hasta ese momento no era
consciente de esa pasión oculta.
Un deseo tan fuerte como el ansia de
observar no se erradica con un par de
bofetadas. Aun así, desde entonces perdí
la observación espontánea, cercana y
absorbente, que a veces llegaba a durar
horas. Desde aquel momento sería una
observación a escondidas y robada.
Para superar el miedo adopté otra
táctica: empecé a aguzar el oído. En ese
momento te imaginas la cara de quien
habla, si es alto o bajo, de maneras
agradables o mala persona. Si
anteriormente la observación había sido
una de las fuentes de mi alegría, ahora
esta se mezclaba con una sensación de
pecado.
Regreso a la época que pasé en el
Ejército, que fueron para mí duros días
de prueba. Llevaba ya cuatro años en
Israel y todo era todavía confusión. Los
idiomas que había traído conmigo se
estaban desvaneciendo, y mi hebreo, que
aprendí con tanta fatiga, no era fluido.
Pero lo más duro de todo era la
pertenencia a un lugar. ¿Quién era y qué
hacía yo en esta tierra donde siempre es
verano, junto a las largas barracas en el
campamento de reclutas en Tzrifin? El
año en que me alisté la mayor parte de
los reclutas eran inmigrantes recién
llegados, pero me parecían más
integrados en lo que ocurría en el
Ejército y, sobre todo, más fuertes. Los
largos años de la guerra todavía
anidaban en mi interior, y la vida en el
Ejército me parecía la continuación de
aquellos años, pero ahora cambiaron su
apariencia: en lugar del miedo a los
árboles del bosque o a un campesino
ruteno que de pronto identifica en ti al
niño judío, sentía un miedo diferente:
miedo al sargento que te domina día y
noche.
Sobreviví a la guerra no porque
fuera fuerte o porque luchara por mi
vida. Era más parecido a un animal
diminuto que había encontrado refugio
temporal en una madriguera precaria y
que se alimentaba de lo que le ofrecía el
momento. El peligro me convirtió en un
niño atento al entorno y a sí mismo, pero
no un niño robusto. Pasaba largo rato
sentado en el bosque observando la
vegetación o junto a un arroyo,
siguiendo el fluir de la corriente. La
contemplación me hacía olvidar el
hambre y el miedo, y visiones de mi
hogar retornaban a mí. Aquellas horas
fueron quizá las horas más placenteras,
si se puede utilizar este adjetivo al
hablar de los días de la guerra. El niño
que corría el peligro de ser olvidado en
aquel entorno salvaje y tal vez encontrar
la muerte en él era de nuevo el hijo de
papá y mamá, que en verano paseaba
con ellos por las calles con una tarrina
de helado en la mano o nadaba con ellos
en el río Prut. Esas horas de gracia me
protegieron del aniquilamiento
espiritual, y también más tarde, por los
caminos que recorrí después de la
guerra y durante la Inmigración Juvenil,
me sentaba y observaba rodeándome de
escenas y sonidos, conectándome así a
mi vida anterior, y me alegraba de no ser
uno entre miles, sin rostro.
En el Ejército se me privó de esa
experiencia oculta. No tenía ni una hora
para mí mismo. Para vencer esta
angustia aprendí a observar también
cuando estaba entre una multitud
ruidosa. No era una observación que me
inspiraba vitalidad, ni alegría, ni
ampliación del conocimiento, sino una
observación práctica: quién era bueno y
quién malo, quién era egoísta y quién
generoso.
En el Ejército aprendí hasta qué
punto mi experiencia de infancia en el
gueto y en el campo de concentración
estaba impresa en mí. En la Inmigración
Juvenil la consigna, escrita y no escrita,
era: «Olvida, intégrate, habla hebreo,
mejora tu aspecto, despliega tu
virilidad». Estas máximas hacían su
trabajo, visible y oculto. Quien las
interiorizaba las hacía suyas y vivía de
acuerdo con ellas, y la vida le era más
fácil en el Ejército. Pero en mi caso,
precisamente en el Ejército, resurgieron
escenas del gueto y del campo de
concentración, tal vez porque de nuevo
me encontré encerrado y amenazado.
Envidiaba a mis compañeros, quienes,
como yo, venían de los campos de
concentración, pero, en su caso, la
memoria parecía haberse anulado. Ellos,
al menos en apariencia, se habían
liberado del pasado y habían echado
raíces en esta nueva existencia,
disfrutando de la comida, del sol, de los
entrenamientos diurnos y nocturnos. En
mí, por el contrario, los días del gueto y
el campo de concentración se hicieron
palpables y cercanos. Durante los días
de la Imigración Juvenil había momentos
en que me parecía que el pasado
inmerso en mi interior estaba
desapareciendo, pero los años del
Ejército sacaron de las profundidades
imágenes que no había visto en años.
Las visiones, para mi sorpresa, eran
nítidas, como si no hubieran sucedido
hace años, sino ayer.
El Ejército no me endureció. Al
contrario, en el Ejército creció mi viejo
deseo de observar. Cuando contemplas,
te encierras en ti mismo y te envuelve
una melodía que surge de tu interior. Te
construyes un refugio o a veces te elevas
para observar de lejos. Entonces aún no
sabía que la observación me preparaba
secretamente para la misión que el
destino me había asignado.
En aquella época aprendí también
que el hombre sólo ve lo que ya le han
mostrado. En el gueto y en los campos
de concentración vi egoísmo y bajeza,
pero también la generosidad de las
personas. Es cierto, la bajeza era mucha,
y la generosidad, poca, pero lo que
quedó grabado en mi memoria fueron los
momentos claros y humanos, en los que
la víctima superaba su mezquino
egoísmo y se sacrificaba por el prójimo.
Esos escasos momentos no sólo
iluminaron la oscuridad, sino que
arraigaron en mí la fe en que el hombre
no es un insecto.
En el Ejército conocí a muchos
soldados generosos que me ayudaron.
Había perdido una cantimplora y tenía
que enfrentarme a un juicio por perder
parte del equipamiento, y llegó un
soldado desconocido y me ofreció una.
Me había quedado sin un céntimo y no
podía comprar un paquete de cigarrillos,
y llegó un soldado y me ofreció un
billete. En aquellos años no tenía a
nadie en Israel, y aquellos justos ocultos
aparecieron en momentos en que la
desesperación estaba a punto de
ahogarme.
He efectuado un análisis y un
recuento. Todo aquel que sobrevivió en
la guerra lo hizo gracias a una persona
que le ayudó en un momento de gran
peligro. No vimos a Dios en los campos
de concentración, pero sí a personas
justas. La antigua leyenda judía según la
cual el mundo existe por el mérito de los
pocos justos era cierta entonces, como
lo es ahora.
Los años en el Ejército fueron
importantes para mí no por haberme
fortalecido ni inculcado valores nuevos,
sino porque me llevaron a los orígenes
de mi vida, una vida que había perdido
durante la guerra y cuyo recuerdo iba
desvaneciéndose, y era como sí esa vida
resucitara precisamente en el Ejército.
Allí me di cuenta claramente de que el
mundo que había dejado atrás, mis
padres, mi hogar, la calle y la ciudad,
vivía y estaba arraigado en mí, y todo lo
que me sucedía o me iba a suceder
estaba ligado al mundo en el que había
crecido. En el momento en que lo
comprendí, dejé de ser un huérfano que
vive atenazado por la soledad propia de
los huérfanos, y empecé a ser una
persona que tiene asidero en el mundo.
22
Demonios hay en todas partes, pero hay
lugares en que son visibles. Uno de los
días libres del servicio militar me siguió
un hombre insistiendo en que después de
la guerra le había tratado
indecentemente.
—¿Cómo? —intenté defenderme—.
Cuando estalló la guerra tenía siete
años, y cuando acabó, apenas trece.
—La edad no importa.
—¿Y de qué me culpas?
—Yo no tengo por qué contártelo, tú
lo sabes perfectamente.
—¿Por qué no me lo dices?
—Esta vez hablará el criminal y no
la víctima —dijo, evidentemente
satisfecho con la frase que había dicho.
—No es honesto.
—Y precisamente tú hablas de
honestidad —dijo, y se fue.
Esa extraña ofensa, en el centro de
Netania, me hizo hervir la sangre, pero
no hice nada. Me encontraba muy solo
aquel año, la soledad me devoraba. Los
sábados y las festividades los soldados
volvían a casa, mientras que yo me
quedaba en el cuartel. El calor y los
entrenamientos me dejaban en un estado
de aturdimiento. En las noches libres me
solía sentar en un café para observar a
las mujeres que pasaban frente a mí. No
conocía a ningún hombre ni a ninguna
mujer en la ciudad. Cada vez que me
dirigía a alguien, me encontraba con
rechazo. Una de las mujeres no se
contuvo y me dijo: «Vete a un prostíbulo
en vez de molestar a los transeúntes».
El calor y los duros entrenamientos
no dejaban lugar a los pensamientos,
sólo a un miedo indefinido. Me sentaba
en la cafetería, bebía dos vasos de
limonada y una taza de café, daba una
vuelta por la playa y regresaba al
cuartel. Puede que mi soledad fuera
perceptible en mi forma de caminar. La
gente se alejaba de mí, excepto aquel
hombre que me seguía continuamente.
Sentía una gran ira hacia él y temía que
por ello le llegara a pegar.
En una ocasión le dije:
—Vete. Si no te vas, te pego.
—No tengo miedo —dijo, y era
evidente que no lo tenía.
Cuando volví a preguntarle de qué
acto deshonesto hablaba, no contestó. Lo
vi: era de mi región y hablaba el mismo
alemán que en casa.
—¿Cuándo fue y cómo? —quise
saber.
—No somos nosotros los que
tenemos que testificar. —Hablaba en
plural.
Le ignoré y seguí mi camino. Los
entrenamientos llegaron a su punto
culminante, e incluso las noches en que
nos permitían salir del cuartel yo me
quedaba, de tan cansado como estaba.
Una noche, paseando por la playa, el
hombre volvió a acusarme. Le pedí que
me dejara en paz, pero él, por tozudez o
por estupidez, no se movía del sitio. Me
acerqué para asustarlo. Él dio unos
pasos hacia atrás y se paró. Podía
percibir su delgadez y su baja estatura.
Me contuve para no hacerle daño, pero a
medida que seguía molestándome con su
parloteo, se acabó mi paciencia y lo
agarré. Era tan ligero como un saco de
paja. Podía levantarlo o tirarlo, pero,
por algún motivo, le dejé recostado
sobre la arena. Agitaba los pies y las
manos, pero no estaba dispuesto a
callarse. Podía aplastarle con las botas
militares.
—¡Cállate! —me enfurecí.
—Mi vida no vale un céntimo,
puedes matarme.
—Si no valiera nada, te callarías —
dije; yo también quería irritarle.
—Puede ser, pero eso no disminuye
la injusticia que cometiste.
No recuerdo qué le contesté ni lo
que él me dijo. El pensar que también en
su miserable situación hablaba
racionalmente, sin perder la cabeza, me
irritó tanto que le di una patada. Con
toda probabilidad, la patada había sido
contundente y le dolió, pero él no
levantó la voz ni gritó. Cerró los ojos y
apretó los labios.
Ahora sabía que no lo doblegaría
con la fuerza. Me dirigí a él con estas
palabras:
—Si no me provocas más, te suelto.
No tengo ningún interés en torturarte ni
en pegarte.
Él no respondió. Estaba ocupado
aliviando sus dolores. Lo solté y regresé
al cuartel. Durante un mes entero nos
entrenamos lejos, en las montañas, sin
días libres. No cumplimos todas las
misiones y más de una vez fuimos
castigados. El calor crecía día a día y
los pensamientos iban reduciéndose. Si
no hubiera sido por el cocinero, un civil
que trabajaba en el Ejército israelí,
quien nos mimaba con sus sabrosas
comidas, la vida en las montañas habría
sido todavía más dolorosa.
Una de aquellas noches recordé que
en Italia, en uno de los barracones de
camino a Israel, vi un reloj de pulsera en
el suelo y, sin pensarlo, me lo metí en el
bolsillo. El dueño del reloj, al saber que
lo había perdido, lloró como un niño
suplicando que se lo devolvieran, ya que
aquel era el único objeto que había
conseguido salvar de su casa. La gente
que estaba cerca de él intentaba
apaciguarle y consolarle. Cuando las
palabras no sirvieron de nada, le
dijeron: «No está bien llorar por un
reloj después del Holocausto».
Él no paraba de llorar. Por la noche
no aguantaron más y le dijeron: «Eres
egoísta y malvado». Al oír el reproche,
se cubrió la cara con ambas manos y,
como un niño cansado y confundido,
comenzó a patear. Al ver sus
contorsiones, lo ignoraron como si
hubiera perdido el juicio.
Yo, del miedo, enterré el reloj en la
arena.
23
Entre los años 1952 y 1956 estudié en la
Universidad Hebrea. Fueron unos años
de ansias por llenar las lagunas de mi
educación, por encontrarme a mí mismo
en el torbellino social y cultural que me
rodeaba y, principalmente, encontrar mi
propia voz. Mi nivel formal de estudios
era de solo 1.er grado. Para conseguir el
título de bachillerato tenía que superar
el examen denominado «previo», que
incluía el temario que se estudiaba en la
escuela pública. Únicamente aprobando
este examen se te permitía presentarte al
examen principal, esto es, el de
bachillerato. El examen externo no era
menos difícil: álgebra, trigonometría,
literatura, inglés, la Biblia, etc. Una
materia que se estudia y se aprende en
años yo la estudié en uno y medio. No es
extraño que me suspendieran dos veces
en matemáticas e inglés.
Este esfuerzo inmenso me debilitó y
me quitó las ganas de estudiar. Quise
volver a la plantación donde había
trabajado unos dos años en la
Inmigración Juvenil y después en la
escuela agrícola de Miqveh Israel. La
tranquila plantación, que cambiaba su
paisaje con cada estación, de pronto me
parecía un oasis bendito. Amaba las
horas que pasaba solo, la labranza, el
gradeo, la fumigación, controlar la
maduración de los frutos, contemplar los
árboles deshojándose en otoño y podar
en invierno.
A pesar de todo, no volví para
trabajar la tierra. No se trató de una
decisión racional. Mi difunta madre,
como muchas madres judías, ansiaba
verme sobresalir en mis estudios. No me
ocultaba este deseo y, siempre que tenía
la oportunidad, me recordaba que debía
estudiar. Unos días antes de su asesinato
aún tuvo tiempo de decirme: «Tú serás
un estudioso». No sé a qué se refería
con el término «estudioso», si a un
intelectual o tal vez simplemente a un
hombre culto. De todas formas, su deseo
apareció ante mis ojos cuando me decidí
por los estudios.
¿Qué estudiaría? Tenía la intención
de estudiar agricultura, para combinar
estudios teóricos y actividad práctica,
pero mi escasa cultura fue de nuevo un
obstáculo. Aunque aprobé los exámenes
de introducción a la química, la botánica
y la zoología, estas asignaturas no eran
suficientes para empezar los estudios
académicos. Nunca en mi vida había ido
a un laboratorio y nunca había mirado
por un microscopio. El hombre que me
había entrevistado me aconsejo, con
cierto desdén, estudiar humanidades.
Me matriculé en el departamento de
yídish. ¿Por qué precisamente yídish?
Mi lengua natal era el alemán, pero en la
época de la guerra y después todo el
mundo hablaba yídish. En este idioma
todavía latían los recuerdos de la casa
de mi abuelo, las imágenes de mi hogar
y de la guerra, algo mío. Era, si se
quiere, la reacción del débil que no
tiene fuerzas para enfrentarse con el
exterior y que se encierra en su
caparazón. El año 1952 no trajo ningún
cambio con respecto a esta lengua que
simbolizaba la diáspora, la debilidad y
la indolencia. Todos hablaban en contra
del yídish, que sólo era objeto de
desprecio y burlas, pero precisamente
era esa mofa la que me hacía decantarme
por el yídish. Mi orfandad se refugiaba
en la suya.
Mi instinto, al parecer, no me
engañaba. En el departamento no
encontré a muchos alumnos. A decir
verdad, tres, reunidos en torno a un
hombre de baja estatura y ojos
despiertos: Dov Sadan. Era el profesor
que necesitaba en aquel momento: de
trato agradable, perspicaz y conocedor
del alma de sus oyentes.
A comienzos de los años cincuenta
enseñaban en la Universidad Hebrea
Martin Buber, Gershom Scholem,
Hernest Simón y Yejezkel Kaufman, por
nombrar sólo algunos. Todos con una
cultura judía y general tan amplia que
todas las estancias del saber y la fe se
abrían ante ellos, y dominaban lenguas
antiguas y modernas. No es de extrañar
que nos sintiéramos insignificantes.
Como todos los miembros de mi
generación que habían llegado a esta
tierra siendo adolescentes, no sabía
vincular mis experiencias en Europa con
mi vida aquí. Para ser más exacto: no
sabía renegar de mi pasado, un pasado
que vivía en mi interior con una
intensidad estremecedora, exigiéndome
atención. En este sentido, la universidad
fue no sólo la casa donde adquirí
conocimientos específicos, sino donde
germinó el primer núcleo de mi
conciencia; en otras palabras: el
principio del itinerario del dónde y
hacia dónde.
La universidad, que normalmente es
una institución fría, para mí no lo fue. Ya
he recordado a Dov Sadan y su cálida
relación conmigo. Todos mis profesores
provenían de la diáspora y, como yo,
llevaban dentro el dolor de las dos
patrias. Leah Goldberg y Ludvig Straus,
por nombrar a dos, hablaban mucho
acerca de la dicotomía de las dos
lenguas y las dos patrias. Eran poetas y
hablaban como tales. Con ellos aprendí
a escuchar una palabra y un verso único,
y a tratar de comprender que también el
sonido tiene significado.
La Universidad Hebrea, en los años
cincuenta, era una mezcla extraña de
profesores que habían inmigrado de
Alemania o que habían pasado por allí
en su camino a esta tierra, estudiantes
que habían terminado el servicio militar
y supervivientes del Holocausto jóvenes
y no tan jóvenes.
Estudié literatura yídish y literatura
hebrea, pero mi corazón se inclinaba
cada vez más hacia la cábala y el
jasidismo. Gershom Scholem impartía
sus clases como un mago, hipnotizando a
todos. Buber era mitad profesor de
escuela alemana y mitad rabino jasídico.
Ambos cultivaban un círculo de
admiradores. El lenguaje cabalístico y
el lenguaje jasídico eran más cercanos a
mi corazón que la literatura de la
ilustración hebrea y gran parte de la
literatura del renacimiento hebreo. La
visión sociológica me era extraña. Ya al
comienzo de mis pasos sentí que la
literatura no era una base adecuada para
el análisis sociológico. La literatura
auténtica se ocupa del contacto con los
enigmas del destino y los secretos del
alma; en otras palabras: la esfera
metafísica.
Luchaba todo el tiempo conmigo
mismo por dar forma a mi expresión. El
idioma ya fluía en mi boca, pero no la
melodía correcta. La melodía es el alma
de la poesía y de la prosa. Lo sabía y
eso me hería. Durante todos los años de
universidad escribí poesías. Eran
gemidos de un animal abandonado que
durante años busca su camino de regreso
a casa. Mamá, mamá, papá, papá,
¿dónde estáis? ¿Dónde os ocultáis? ¿Por
qué no venís a sacarme de esta penuria?
O: ¿dónde está mi casa y dónde la calle
y la tierra que me han expulsado? Estos
eran los temas de los gemidos. Sobre las
palabras «soledad», «añoranza»,
«aflicción» y «oscuridad» cargué todos
mis dolores y mis opresiones. Estaba
seguro de que eran mis leales emisarios
para el oído del que las escuchaba.
La prosa me rescató de ese
sentimentalismo. La prosa reclama por
naturaleza medios concretos. El
sentimentalismo y las ideas no son cosas
que le gustan a la prosa. Sólo una idea o
un sentimiento que surge de lo concreto
tienen razón de existir. Esas cosas
básicas y sencillas el hombre las
aprende poco a poco, y yo, que tenía una
cultura mínima, era aún más lento. En
lugar de aprender a observar el cuerpo y
sus movimientos, fui arrastrado hacia la
niebla y el sueño.
Al igual que todos los de mi
generación, en la universidad leí con
avidez a Kafka y Camus. Ellos fueron
mis primeros profetas, de quienes
buscaba aprender. Como todo
aprendizaje juvenil, también el mío fue
externo. Me dejé influir por el sueño y
la niebla sin ver que esa niebla de Kafka
estaba formada por descripciones
detalladas, tangibles y precisas, que
liberaban a la niebla de su nebulosidad
y hacían del misterio un misterio normal,
por citar un conocido dicho de Max
Kidushin.
Del escollo de la neblina y de los
símbolos me salvó la literatura rusa. De
los escritores rusos aprendí que ni la
niebla ni los símbolos son necesarios: la
realidad, si está bien descrita, produce
por sí misma símbolos; en verdad, cada
objeto en una determinada situación es
un símbolo.
Me estoy anticipando a lo que
vendrá más tarde. Durante mucho tiempo
estuve cautivado por la magia de Kafka.
Kafka tenía para mí mucho más que ver
con la cábala y el jasidismo que la
literatura de la ilustración hebrea y gran
parte de la literatura del renacimiento
hebreo. Únicamente en Agnon encontré,
con el tiempo, el auténtico anhelo por el
misterio.
La relación con el yídish era
diferente: a través de él quería renovar
el vínculo con mis abuelos y su casa en
los Cárpatos. En el fondo de mi corazón
sabía que si retornaba a ellos, a la
melodía de su lengua, entraría en
contacto con los orígenes judíos que
estudiaba asiduamente en las clases de
Gershom Scholem y de Martin Buber.
Los años de universidad fueron años
de búsqueda de un judaísmo auténtico.
No me contenté sólo con el estudio
académico. Pasaba muchas horas en las
pequeñas sinagogas de Meá Shearim y
Shaarei Jesed. Amaba oír el yídish en
boca de los niños pequeños, la cantinela
de memorización en los Jadarim y las
oraciones tanto de los días festivos
como de los no festivos. Ese misterio
palpable atraía mi corazón, aunque
nunca hasta el punto de convertirme en
una persona religiosa. Mi relación
básica con el judaísmo se parecía a la
de mis profesores Dov Sadan, Martin
Buber, Gershom Scholem y Hugo
Bergman. Su relación con la herencia
judía era, por generalizar, una relación
postasimilatoria: no más conflicto entre
padres e hijos, sino una relación que va
más allá. Ni Buber ni Scholem eran
místicos en el sentido tradicional, pero
se sentían atraídos por el tono místico.
Hugo Bergman, que era propiamente un
filósofo, recibió el misticismo judío de
Buber y lo tradujo a su lenguaje. Dov
Sadan era un judío ortodoxo que no
guardaba los 613 preceptos.
En esos mismos años me acerqué a
Agnon, me encontraba con él
frecuentemente. La primera vez fue en
1946, el año en que emigré a Israel.
Estaba en la escuela agrícola de Rajel
Yanit, y Agnon, que vivía en Talpiot, no
lejos de allí, se pasaba a veces por la
granja. Éramos cincuenta jóvenes
supervivientes de Polonia y Rumanía.
Agnon se aproximaba a uno de nosotros
y le preguntaba por su ciudad natal y lo
que le había pasado durante la guerra.
Cuando le conté que era de Chernovitz,
se alegró. Conocía bien mi ciudad y de
inmediato se puso a decir nombres de
personas y de instituciones. No sabía de
qué me estaba hablando. Su semblante y
su tono de voz no me resultaban
extraños. Se parecía a mi tío Mark, al
que recordaba vagamente. Me sorprendí
cuando me contó que era escritor. No
había en su vestimenta señales que
indicaran que era un artista, no llevaba
una larga melena ni una corbata
elegante; parecía un hombre con todo el
tiempo a su disposición.
Conocí sus obras años después y
enseguida me sentí cercano a ellas. Me
emocionaron los nombres de personas,
ciudades y pueblos que yo recordaba
vagamente de mi casa, porque mi tierra
natal, Bucovina, y Galitzia formaron
parte de un solo país hasta la Primera
Guerra Mundial, aunque al finalizar la
guerra fueron divididas. Mi padre solía
hablar con nostalgia de Lemberg, Brod y
Butzatz, que visitaba cuando era joven.
Al cabo del un tiempo, cuando leí
En la flor de sus días, Tehilá y En el
medio del mar, supe que Agnon me
contaba la historia de la vida de mis
padres y de los padres de mis padres.
Recordaba vagamente la calma y la
tranquilidad del Imperio Austro-húngaro
que todavía se percibían en los pueblos
y en las pequeñas ciudades que
visitábamos en verano, y comprendí de
qué hablaba.
En mis primeros intentos de escribir
prosa no seguí el camino de Agnon. Al
contrario, me esforzaba por
desvincularme del pasado y arraigarme
en la nueva realidad. En mis primeros
balbuceos era un campesino, un
trabajador en los montes de Judá, un
miembro de un kibbutz, un combatiente
del Palmaj y un guardián de viñas.
Todo, excepto yo mismo. Durante
aquellos años tenía la sensación de que
no tenía una biografía propia, que debía
construírmela, o mejor dicho,
inventármela. En esa extraña invención,
criticaba a todos aquellos que se
aferraban a sus recuerdos, inmersos en
un pasado enfermo. Era un niño
campesino, no un niño refugiado que
durante años estuvo vagando de país en
país para, al final, ser arrojado a la
playa de Atlit. Yizhar, Shamir y Guri me
servían de ejemplo. Su literatura era una
literatura joven y optimista que se
ajustaba a mis ansias ocultas de
cambiar, olvidar y ser un niño nativo
más.
Pasaron años hasta que llegué a mí
mismo y a la obra de Agnon. Cuando
inicié la lectura de sus novelas, ya
estaba preparado para aceptar mi
biografía. Esta aceptación, como toda
aceptación, fue dolorosa.
La mayor parte de mi generación lo
resolvió de otro modo. Reprimieron su
pasado con todas sus fuerzas y lo
aniquilaron. No pretendo aquí
reprocharles en modo alguno, que quede
claro. Les comprendo hasta lo más
profundo de mi ser. Yo, por algún
motivo, no sabía adaptarme a la realidad
israelí. Iba, o mejor dicho, retrocedía
hacia mí mismo.
En ese sentido, y en otros, Agnon me
sirvió de ejemplo. De él aprendí que el
hombre puede llevar su ciudad natal a
todas partes y vivir en ella una vida
plena. La ciudad natal no es una cuestión
de geografía estática. Es más: puedes
ampliar sus fronteras o elevarla hasta el
cielo. Agnon poblaba su ciudad con todo
lo que había creado el pueblo judío en
los últimos dos mil años. Como todo
gran narrador, no escribía memorias
sobre su ciudad. En otras palabras: no
escribía sobre lo que era la ciudad, sino
sobre lo que debía ser. Y, además, me
enseñó que el pasado, incluso el más
duro, no constituye una malformación ni
una vergüenza, sino una fuente de vida.
Agnon, a diferencia de muchos de su
generación, no estaba en conflicto con
sus padres. La rebelión de su juventud
no duró mucho tiempo. No acepto el
argumento, repetido con frecuencia,
según el cual Agnon mantenía una
relación ambivalente con la tradición de
sus antepasados. Es cierto, no le gustaba
el carácter institucional de la religión,
su fosilización, su rutina, ni la
arrogancia que acompaña a veces la
práctica religiosa; sin embargo, amaba
con toda su alma la fe de sus padres, la
que se encarnaba en los libros judíos.
Estudió durante toda su vida, con la
constancia de un verdadero estudioso.
Es verdad que en Agnon había un cierto
grado de ironía y sarcasmo hacia la
gente pomposa, hacia los modos de vida
vanos y falsos, pero sus mejores y más
importantes obras son aquellas en que
abandonaba la sátira y la ironía para
fundirse con sus antepasados, como en
Tehilá, En la flor de sus días y muchas
otras.
Dov Sadan, Scholem y Buber eran
muy amigos de Agnon, y de vez en
cuando me encontraba con ellos en un
café, en la calle o en la universidad.
Agnon era el más divertido. Contaba
chistes, recuerdos y anécdotas de gente
de épocas pasadas y de dirigentes
políticos del presente. Especialmente le
gustaba bromear sobre estos últimos y
sobre los profesores que se
consideraban a sí mismos
«intelectuales».
Lo común en este grupo, si se me
permite generalizar, era la relación
postasimilatoria con el judaísmo. El
conflicto con los antepasados y con la fe
había sido dejado atrás. La cuestión
judía estaba en sus almas. Agnon
coleccionaba de una forma obsesiva
libros judíos antiguos, opúsculos y
cuadernos de notas. A veces iba con él
de una librería a otra en busca de un
pequeño opúsculo jasídico que, según
había oído, habían vuelto a publicar.
Agnon trataba de hacer lo imposible:
vincular el judaísmo con el mundo
moderno.
El sionismo era, para este grupo, una
especie de retorno al judaísmo, no un
retorno ortodoxo, ni tampoco formal.
Gershom Scholem se definía a sí mismo
como un «anarquista religioso». Esta
definición se ajustaba también a su
maestro, Martin Buber. Cada uno a su
modo, mantenían una relación cálida y
de identificación con la tradición judía.
Buber y Scholem querían elevar de la
profundidad secreta textos cabalísticos y
jasídicos, y mostrar su vitalidad y su
actualidad a nuestra generación.
Yejezkel Kaufman quiso liberar la
Biblia de la investigación cristiana, y
Yitzjak Ber buscaba demostrar la
continuidad judía desde la época del
Segundo Templo. Dov Sadan exponía la
literatura hebrea en términos dialécticos,
como una literatura compuesta de cuatro
corrientes: el antijasidismo, el
jasidismo, la ilustración hebrea y el
modernismo.
Al contrario que el mundo del que
yo procedía, el de Agnon parece
tranquilo y ordenado. Yo provengo de un
universo apocalíptico que me exigía otra
lengua y un ritmo diferente. En el mundo
de Agnon, pese a la destrucción y la
pérdida de vidas humanas de la Primera
Guerra Mundial, aún pervivían restos de
la estructura social, y más importante
aún: un mundo judío que se renovaba en
Israel.
Y, a pesar de todo, Agnon fue para
mí un maestro. Sentí que él se ocupaba
de la totalidad judía, la eternidad de su
repetición y su continuo errar, su Ley
(fe) visible y su Ley (fe) oculta. Si se
dice que el escritor es la memoria
colectiva de la tribu, esto se materializa
en Agnon.
Los años en mi hogar y los años de
la guerra dieron forma a mis reflejos y
mis sensaciones. Los años de
universidad modelaron mis instrumentos
de crítica y de expresión. Tuve la
fortuna de encontrar a profesores que se
convirtieron en mis maestros, y también
continué relacionándome con ellos al
acabar mis estudios. Conocían mis
tormentos a la hora de escribir, pero
nunca me ocultaban la verdad. Sus
críticas no fueron fáciles para mí. Con el
tiempo, cuando fue publicada mi novela
corta Como la niña del ojo, Gershom
Scholem me estrechó la mano y dijo:
«Appelfeld, eres un escritor».
24
Los sabelotodo aparecen por todas
partes, como los demonios. Cuando
comencé a escribir me acechaban en
cada esquina. Los manuscritos que
enviaba a los periódicos me los
devolvían acompañados de un
comentario cargado de veneno. Había
algunos directores de periódicos que me
invitaban a una conversación para
demostrarme, en un tono paternalista,
que no tenía ningún talento, e intentaban
persuadirme de que dejara de escribir.
Era importante para ellos que yo
admitiera mis limitaciones para que, en
adelante, no me hiciera ilusiones.
Era fácil hacer tambalear mi poca
seguridad en mí mismo. Los hubo que
fueron más lejos al opinar que yo
escribía acerca de un tema del que
estaba prohibido hablar. Del Holocausto
hay que dar testimonio y no escribir
reflexiones íntimas. Traían a colación a
autoridades en la materia. Con el paso
del tiempo, cuando mi escritura mejoró
un poco, decían: «Estás influido por
Kafka y por Agnon, y no tienes estilo
propio».
El más duro de todos era mi amigo
D., hijo del profesor D., un hombre
joven de gran cultura, un gran experto en
literatura que dominaba varias lenguas.
Era una cabeza más alto que yo, y no era
raro que me mirara de arriba abajo. Yo
interpretaba su mirada como arrogancia,
y probablemente no me equivocaba. Y,
aun así, le mostré mis primeros escritos.
Por alguna razón, creía que un hombre
de cultura tan amplia sería honesto
conmigo, tal vez me señalaría defectos
que se podrían corregir, quizá me
mostraría una senda por la que yo podría
evolucionar. Era cuatro años mayor que
yo, y en la universidad se le consideraba
un genio. Sus conocimientos y la fluidez
de su lenguaje fascinaban a muchos, y
posiblemente también a mí. En temas
culturales tenía opiniones irrevocables.
Sus comentarios sobre mis cuentos
cortos eran contenidos, pero muy
dolorosos; por ejemplo, que me había
entretenido en algo en lo que uno no se
debe entretener. No decía las cosas de
forma explícita, sino con vagas
insinuaciones que se repetían,
confirmando lo que yo sentía todo el
tiempo: me estaba abriendo paso hacia
lo imposible. Si hubiera realizado sus
comentarios en unas cuantas frases,
aunque hubieran sido negativas, me
habría sido más fácil, pero él, por algún
motivo, usaba generalizaciones o a
veces frases entrecortadas que, por así
decir, pretendían hacerme el menor daño
posible; no obstante, sus palabras
subrayaban con más fuerza lo que yo ya
sentía todo el tiempo: una cierta
incongruencia entre lo que quería decir y
lo que realmente decía. D., que era
conocido por la fluidez tic su lenguaje,
me hablaba, la mayoría de las veces, en
un lenguaje fragmentado y con palabras
vacías que no encajaban con su carácter
decidido. Noté que siempre acompañaba
sus comentarios con una sonrisa, una
sonrisa que resultaba más dura que sus
palabras; y revelaba su corazón: estás
perdiendo el tiempo.
Tenía otros amigos que durante todos
esos años procuraban escuchar y
ayudarme. Eran tan modestos que
difícilmente los sentía. Siempre me
susurraban la palabra correcta, la
fecunda, la palabra que echa raíces y
florece. Cuando estaba al borde del
abismo, su mano salía a mi encuentro
con una palabra de ayuda. Nunca me
miraban de arriba abajo, no intentaban
enseñarme ni tampoco contradecían mis
palabras. Conocían mi debilidad —sólo
un ciego no la vería—, pero también
veían los grandes esfuerzos que estaba
invirtiendo en mi escritura. Creían y
confiaban en mí. Estos amigos ocultos
fueron los maestros de mi expresión. No
siempre supe aprender de ellos, no
siempre supe que ellos eran mis
maestros. Más de una vez los ignoré
porque me pareció que no me
comprendían. Yo fui el que encumbré a
los que pretendían saberlo todo, a los
malabaristas de la lengua. Por alguna
razón, me parecían más importantes que
mis modestos amigos, quienes no habían
estudiado en la universidad. Tenía la
sensación de que si me relacionaba con
los «eruditos», estos me conducirían al
santuario de la literatura. Estaba seguro
de que si conseguía su aprobación, mi
camino sería un camino de rosas. Con el
tiempo lo aprendí: eran incapaces de
una verdadera amistad. Están demasiado
ocupados en sí mismos, en la apariencia
propia, en el lenguaje elaborado para
poder dar algo a su prójimo. Siempre se
basaban en autoridades notables e
importantes y, desde esta altura
imaginaria, te miraban y mortificaban.
Ahora, cuando trato de evocar lo que
me dijo D., no recuerdo nada,
únicamente una corriente de murmullos y
palabras, todo abstracciones y sin una
sola imagen. Como les suele ocurrir a
las abstracciones, se aferraron un
instante para luego disolverse. Sólo las
palabras que son imágenes quedan
grabadas en nosotros. El resto es
vanidad. Aun así, me llevó años
entender esto y liberarme de los
«eruditos», de su patrocinio, de su
sonrisa arrogante, y volver a acoger a
mis buenos y fieles amigos, que sabían
que el hombre no es más que una maraña
de debilidades y temores, y no hace falta
añadirles más. Si tienen una palabra
correcta, te la ofrecen como un trozo de
pan en tiempo de guerra, y si no, se
sientan a tu lado y callan.
25
Cuando salió a la luz mi primer libro,
Ashan, el poeta Uri Tzvi Grinberg me
invitó a su casa. Probablemente él
esperaba a alguien de aspecto diferente
del mío, porque me preguntó
sorprendido:
—¿Tú eres Appelfeld?
—Qué se le va a hacer.
—No importa.
No me preguntó de dónde provenía,
quiénes eran mis padres, qué hice
durante la guerra ni qué hacía en ese
momento. Tuvo unas cuantas palabras de
elogio para mi libro. Enseguida me di
cuenta: eran halagos con reservas.
Llamó «expresión aprisionada» a mi
escritura y se burló del calificativo
«escritura contenida» con el que los
críticos la habían bautizado. «¿Qué
significa “contenida”?» —se mofaba—.
«Si tienes algo que decir, dilo, y hazlo
sin guardarte nada; si no tienes nada que
decir, cállate».
En cuanto a la expresión
aprisionada, me explicó que las
naciones del mundo se dedican al arte
por el arte y, de hecho, han conseguido
logros en este campo. Nosotros no
hemos sido agraciados con ese don.
Nosotros, como máximo, los imitamos.
A nosotros se nos concedió el don de la
revelación y la profecía, y si nos
vinculamos a ellas, crearemos algo
auténtico. Un pueblo como el nuestro no
puede entretenerse en descripciones y en
sutilezas de sentimientos. Nosotros
llevamos generaciones ligados al Dios
de Israel y a su Ley Divina, y de ellos
debemos nutrirnos. Únicamente los hijos
que han olvidado quiénes son y quiénes
fueron sus padres vagan errantes por
campos extranjeros. Tras el más terrible
Holocausto está prohibido errar. Es un
pecado. ¿Es que no vimos lo que era la
cultura europea, qué fantasmas habitan
en sus sótanos? Y ahora los imitamos
escribiendo en yambos y observando los
detalles del movimiento de fulano o de
mengano. El gran Tolstoi comprendió al
final de su vida que el arte europeo
había fracasado, pero él no tenía adonde
dirigirse. Tenía un flaco evangelio, y
este escaso alimento lo nutrió el resto de
sus días; sin embargo, nosotros tenemos
los tesoros de la Torá: las dos versiones
del Talmud, los Midrashim, los libros
de Maimónides y el libro del Zohar.
¿Qué otra nación del mundo posee un
tesoro como este? Pero nosotros
siempre hemos huido de nosotros
mismos y de nuestra misión en el mundo,
nos ocultamos en los parques de Nueva
York y de París, como si estos pudieran
colmar nuestra alma vaciada. Un arte
que no lleva consigo la fe de los
antepasados no nos salvará. La Tierra de
Israel, sin una gran fe, no nos salvará.
Debemos quemar todos los becerros, los
becerros de oro, los becerros
espirituales, para adoptar de nuevo a
nuestros antepasados; sin ellos no
tenemos existencia posible en el mundo.
Sin ellos somos unos pequeños
imitadores, topos, nada en absoluto.
Sabía que sus críticas no sólo iban
dirigidas a mi flaco libro, sino también a
la vida espiritual en Israel. Conocía
estas acusaciones por su poesía y por
sus manifiestos y, a pesar de todo, me
parecía que esta vez los reproches iban
dirigidos exclusivamente contra mí.
Como si yo personificara la obstinación
y la insensibilidad, como si yo, en lugar
de vincularme a los antepasados y a su
fe, me dedicara a juegos descriptivos y a
sutilezas sentimentales, al estilo de
Chéjov o Maupassant. Mi camino era el
equivocado, pero, como todavía estaba
al comienzo, sería mejor mostrarme
enseguida mi error. Hablaba
alternativamente con voz apagada y en
voz alta, como si quisiera verter en mi
insensato corazón todos sus
pensamientos.
Jamás me han gustado ni la
dramatización ni las grandes palabras.
Amé y amo observar. La observación se
distingue por la ausencia de palabras. El
silencio de los objetos y del paisaje
fluye hacia ti sin obligarte a nada. Yo,
por naturaleza, no suelo exigir nada a
nadie. Acepto a las personas como son.
A veces la debilidad me conmueve no
menos que un acto de generosidad. Más
aún: la revelación y la profecía de las
que hablaba Uri Tzvi Grinberg me
parecían un antiguo manto de gloria con
el que hoy en día no se puede uno
abrigar. Pero, milagrosamente, el
hombre que me hablaba aquella tarde
tocó en mí una nota oculta. Por un
instante tenía la sensación de que había
descubierto mi vergüenza. Ni el hogar
de mis padres, ni la guerra, ni la
Inmigración Juvenil, ni el Ejército, ni
tampoco la universidad me habían
vinculado con mis antepasados y los
orígenes de su fe. No cabía duda: había
una gran fe judía, pero yo no conocía sus
senderos.
No es difícil descubrir las
debilidades de una persona, arraigar en
ella la autocrítica y la inseguridad, y eso
es lo que hizo esa tarde Uri Tzvi
Grinberg. Me había dolido y estaba
irritado, aunque, más allá de eso, sentí
la inmensa energía que latía en él. No
era una energía que venía a fortalecer su
ego, sino una energía de otro tipo, una
energía colectiva que se acumulaba en
un solo hombre que me hablaba
diciéndome: «El individuo, con toda su
importancia, no lo es todo. La
comunidad lo precede, ya que la
comunidad ha creado la lengua, la
cultura y la fe. Si el individuo
contribuye con su parte a la comunidad,
la eleva y se eleva con ella. Un artista
que no es capaz de hacer esto no será
incluido en la memoria de su pueblo».
Si hubiera hablado en voz baja, tal vez
lo hubiera captado, pero como su voz
iba subiendo cada vez más, se me
taponaron los oídos y no percibí más
que sonidos estridentes.
Qué distinto era Agnon de él.
También se aferraba a la fe de nuestros
antepasados, pero hablaba con calma,
con astucia. Lo que Uri Tzvi Grinberg
quiso hacer por medio de una tormenta
Agnon lo hacía con silencio. Yo conocía
bien a Agnon. Nunca me criticó por mi
forma de escribir. Siempre hacía
comentarios con doble sentido, en parte
irónicos y, más de una vez, irritantes.
Uri Tzvi Grinberg me habló aquella
tarde con furor, como un padre a un hijo;
no era un discurso sosegado ni racional,
pero sí auténtico.
Ese fue mi único encuentro con él,
no volví a hablar con él cara a cara. En
ocasiones lo veía en la calle, pasando
como un viento tempestuoso o parado
hablando apasionadamente con alguien.
Me alejé de él, no busqué su compañía.
Sus exigencias no eran las mías, pero
probablemente yo no desaparecí de su
mente. Más de una vez, por medio de
amigos, preguntó por mí. Y en más de
una ocasión me envió una
recomendación clara: «No te dediques a
los detalles, haz oír tu voz alta y fuerte.
No se debe hablar de las injusticias
entre murmullos». Sabía que se
preocupaba sinceramente por mí y, aun
así, no me dirigí a él ni volví a verlo.
Me enteré de su muerte estando en el
extranjero.
26
Unos cuantos meses antes de la muerte
de Agnon pasé por su casa en Talpiot.
Una de las ventanas estaba abierta, y del
interior salía música. Sentí que algo no
iba bien. Di vueltas junto a la ventana y
no me atreví a llamar a la puerta.
Finalmente reuní el valor suficiente para
tocar el timbre. Agnon abrió y se alegró
de verme. Al parecer, estaba escuchando
las noticias cuando se quedó dormido en
el sillón mientras la radio continuaba
sonando. «No está bien dejar la radio
encendida. Menos mal que me has
despertado», se disculpó. Enseguida fue
a prepararme una taza de café.
Amé la obra de Agnon desde el
momento en que la conocí. Él era mi
guía espiritual en la gran confusión en la
cual me encontré en el principio de mi
camino. El encuentro con el escritor fue
más complejo: un hombre
profundamente irónico, una ironía tan
sutil que a veces no la percibías. Agnon
estaba rodeado de profesores que lo
admiraban y de no pocos admiradores
necios. No era de extrañar que se
defendiera con el arma de la ironía.
Lástima que esta expresión se fuera
perfeccionando con el paso de los años
hasta hacerse natural. Ya no podía vivir
sin ella.
En los años cincuenta, cuando yo
comencé a escribir, se le consideraba el
escritor más importante de Israel. Todos
lo colmaban de elogios. Los múltiples
estudios literarios se ocupaban de lo
importante y lo que no lo era. Y, como
ocurre casi siempre, prácticamente
dejaron de leer sus obras. Acaso lo
sabía. Acaso era consciente de ello. Es
difícil saberlo. Estaba ocupado en sí
mismo, la mayoría de las veces hablaba
de sí, y siempre se quejaba de quienes
pusieron obstáculos en su camino, de
quienes no lo valoraron como se
merecía, de quienes le molestaron con
cartas, agitaron la calle o escribieron
malas críticas sobre él. Sin duda alguna,
tenía virtudes innatas para el análisis
acertado de las personas y las cosas,
pero esas virtudes no se transformaron
en una expresión abierta. El egoísmo
saltaba a la vista.
Aquella tarde era un Agnon
diferente, como si hubiera salido de su
escondite. No hablaba, como era
habitual en él, sino que preguntaba,
prestando atención, como si se hubiera
encontrado conmigo por primera vez y
como si tratara de descifrar un enigma.
Le conté lo que me había sucedido
durante la guerra, aunque sin entrar en
detalles, pues sabía que le costaba
prestar atención. Con todo, aquella tarde
probablemente estaba sediento de
escucha; preguntaba una y otra vez.
Finalmente comentó: «Viste tanto en tu
infancia que podrías llenar tres libros».
Y entonces me dijo algo que no
esperaba: «Después de todo, yo no he
crecido del fango de la vida, ni del
polvo de los caminos. Todos estos años
he batallado con libros o he estado
escribiendo. Si hubiera sido un herrero
en un taller o un campesino que trabaja
su tierra o un artesano en contacto con
los objetos y con los utensilios, habría
sido un escritor diferente». Sentía que
estaba hablando con el corazón. Ya hace
años que se habla del simbolismo en las
obras de Agnon, y resulta que el mismo
Agnon, como cualquier escritor
auténtico, prefería lo concreto a lo
simbólico.
Muchas veces volvió a preguntarme
a lo largo de aquella tarde qué hice solo
en los bosques, qué comía y con qué me
abrigaba por las noches. Cuando le
hablé acerca de los ucranianos con los
que trabajé, me pidió que repitiera lo
que ellos decían en su propia lengua.
Por su parte, él me contó muchas cosas
sobre mi ciudad natal, sus intelectuales,
sus rabinos y de Yaacov Frank, el
converso que había envenenado muchas
almas.
Aquel era un Agnon despojado de sí
mismo. Esa misma tarde quiso contarme
lo que no me habían contado mis padres,
lo que la guerra me impidió oír, como si
me dijera: «Todo escritor tiene que tener
una ciudad suya, un río suyo y calles
suyas. Tú estás exiliado de tu ciudad y
de los pueblos de tus antepasados, y en
lugar de aprender de ellos, has
aprendido de los bosques». Me
descubrió muchos detalles ocultos de mi
ciudad, como si quisiera abastecerme
para muchos días. La ironía se había
disipado en su voz dejando paso a la
nostalgia. Amé aquella voz, me
recordaba a la voz de En la flor de sus
días.
Aquella tarde tenía delante a un
hombre anciano, harto de su vejez, que
sabía que todos los agasajos y las
alabanzas que solían verter sobre él no
eran más que vanidad, y lo que quedará
a través de los años será esa voz sin
doble significado, ni elaboraciones, ni
ironía, sino la voz que heredó de sus
padres, la voz de En la flor de sus días,
de Tehilá y de Un huésped se quedó a
dormir. Esta voz era la auténtica. A fin
de cuentas, las máscaras y las evasivas
no eran más que una pose, tal vez
necesaria para cautivar el oído, pero no
lo esencial. Aquella tarde me habló con
la entonación de sus padres, y algo de
ella habían captado mis oídos en casa de
mis abuelos en los Cárpatos. Me habló
con sencillez y contó que, en su
juventud, todas las mañanas se afanaba
por estudiar uno de los libros sagrados
para extraer de él una melodía. No
siempre lo lograba. En ocasiones los
libros lo confundían. A mí me aconsejó
estudiar los libros de Rabi Najman, y no
sólo los cuentos, que estaban de moda,
sino también Likutei Moharan, un libro
lleno de secretos celestes y humanos.
Mientras hablaba conmigo su frente
resplandecía; vi que aquel no era el
Agnon del ayer, sino el Agnon ligado a
los Cárpatos, donde habían vivido el
Baal Shem Tov y sus discípulos; era su
tierra y la mía, y esa tarde era
importante para él que yo supiera de
dónde venía y hacia dónde tenía que
dirigirme.
Más tarde habló conmigo sobre su
libro Los días terribles, en el que había
trabajado muchos años con la intención
de que fuera un libro para los diez días
de penitencia, entre Año Nuevo y el día
del Perdón; lamentablemente, no fue
bien recibido ni por los críticos ni por
el público en general, y el libro quedó
abandonado.
Ya era tarde y me quería marchar.
Agnon me retenía diciéndome:
«Siéntate. ¿Por qué tienes prisa?». Tuve
la impresión de que la soledad le
oprimía y le costaba estar consigo
mismo. Esa misma tarde me confesó
que, en los últimos meses, pensaba en su
padre y en su madre. Si tuviera el
tiempo necesario, volvería a contar
sobre ellos de forma completamente
distinta. Había muchos defectos que
quería corregir, pero para eso
necesitaba muchas fuerzas, de las que ya
carecía. Antes permanecía de pie junto
al atril y escribía durante horas, pero
ahora le costaba. Y de este modo me
despedí de él. El corazón me decía que
no volvería a verlo, y la intuición del
corazón no se equivocaba.
27
Durante la Guerra del Yom Kippur fui
profesor en la sección militar de
educación; acampamos junto al canal de
Suez. Esta guerra imprevista me trajo de
nuevo, y no sólo a mí, los miedos de la
Segunda Guerra Mundial. Este tema
surgía en todo encuentro. Los jóvenes
soldados se interesaban por los más
mínimos detalles, como si trataran de
acercarse a aquellos años desconocidos.
Las preguntas no eran ideológicas, como
antes, ni arrogantes, sino específicas y
con no poca empatía.
Los hijos de supervivientes del
Holocausto estaban especialmente
interesados. Sus padres no les habían
contado nada o apenas nada. Sí, lo
habían estudiado en la escuela, pero
siempre de una forma general o de una
manera espantosa: películas
documentales sobre Auschwitz.
Las largas horas en el desierto
estaban a nuestra disposición, nos
podíamos sentar a esclarecer aquellos
temas difíciles, entre otros la compleja
relación entre la víctima y el asesino, y
la creencia que sostenía el intelectual
judío en los años previos al Holocausto.
¿Y qué decía esa creencia? El mundo
avanza, avanza para bien. Si el judío
sale de su reducido mundo para aportar
algo a la sociedad y participar en ella,
será recibido con los brazos abiertos. El
progreso dispersará los vapores
venenosos.
No muchos años atrás se molestaba
a los supervivientes del Holocausto (por
no decir que se les atormentaba) con
todo tipo de preguntas inútiles: ¿por qué
no se rebelaron?, ¿por qué se dejaron
llevar como un rebaño al matadero?
Solían llevar a las escuelas y a las sedes
de los movimientos juveniles a testigos
supervivientes para someterlos a
aquellas preguntas. Los supervivientes
se sentían acusados e intentaban
defenderse, pero no les servía de nada.
Los muchachos los atacaban con citas
que habían recogido de periódicos y
semanarios, y más de una vez los
supervivientes salían como culpables.
Ahora era diferente. Los años habían
hecho lo que hacen los años. Las
posturas ideológicas se habían
debilitado o habían desaparecido, y
otras verdades iban penetrando en la
conciencia colectiva; y los soldados no
eran ya muchachos a los que se les
atiborraba de certezas y de
presunciones, sino hombres jóvenes
conscientes de que a veces la vida
acarrea duras sorpresas, como esta
guerra, y que no debe juzgarse a las
personas a la ligera, por no decir
superficialmente.
Si hubiera tenido textos, habríamos
aprendido sistemáticamente. Un tema tan
complicado como este es difícil de
abarcar sin la ayuda de textos. Decidí
hablarles de mi experiencia. No es fácil
abrirse ante tanto público. Es cierto que
un escritor siempre habla de sí mismo,
pero la palabra escrita proporciona
vestimenta, en ella no estás desnudo.
Esta vez no tenía otra opción. Sabía que
no podría dar una conferencia sobre los
tópicos y las generalidades del
antisemitismo y de la debilidad de los
judíos.
En un principio les hablé de mis
padres y de mi ciudad. Ellos, judíos
cultos, asimilados a la sociedad, se
veían a sí mismos como parte
inseparable del mundo intelectual
europeo. Se interesaban por la literatura,
la filosofía y la psicología, pero no por
el judaísmo. Mi padre era un próspero
industrial integrado en la sociedad
burguesa; hablábamos alemán y
cultivábamos el idioma; e incluso a
finales de los años treinta mis padres se
engañaban a sí mismos pensando que
Hitler era un fenómeno pasajero. Había
muchos malos presagios. Todos los
periódicos y todos los semanarios
revelaban la verdad, pero nadie se
imaginaba que realmente ocurriría así.
Ilusión. Antes se culpaba a los
supervivientes del Holocausto por su
ceguera, por engañarse a sí mismos,
pero en aquel momento, a orillas del
canal de Suez, el término «ilusión»
cobraba otro semblante. Incluso un
servicio secreto tan bueno como el
nuestro no lo previó, nos ilusionó.
Una ilusión diferente.
Quizá.
Para mí aquel era un encuentro
doble. El desierto desnudo y vacío y los
soldados sentados a mi alrededor hacían
resurgir, involuntariamente, mi
vagabundeo por Europa tras la guerra,
así como mis primeros años en Israel.
Durante mucho tiempo quise acercarme
a aquel paisaje desértico que amaba en
mi alma, pero no me aventuraba a hablar
de él; mejor dicho, no podía. Mi
infancia, mis padres y mis abuelos
pertenecían a otro paisaje. No podía
arrancarlos de raíz de la tierra ni de la
vegetación a las que estaban vinculados.
Bien es verdad que, durante cuatro años,
en Israel estuve en contacto con la tierra,
cultivé árboles y los amé, y, a pesar de
todo, subsistió una barrera entre mí y el
paisaje adoptivo. Pero ahora, en estas
dunas, alejados cientos de kilómetros de
nuestras casas, nos sentíamos todos
extraños, intentando comprender no sólo
lo que había sucedido en el Holocausto,
sino también lo que había ocurrido aquí.
Habíamos intentado cambiar. Logramos
hacerlo, o tal vez seguíamos siendo la
misma tribu extraña, incomprensible
para sí misma e incomprensible para los
demás. No era yo el único que hablaba;
también los soldados expresaban sus
opiniones. Especialmente aquellos
cuyos padres habían estado en el
Holocausto. Les dolía el hecho de que
durante años estos les hubieran ocultado
su vida anterior y los hubieran
desvinculado de sus abuelos, de su
lengua, creando a su alrededor un mundo
artificial, como si no hubiera sucedido
nada. Intenté defenderme a mí mismo y a
sus padres. Los supervivientes del
Holocausto se enfrentaron a dilemas
difíciles: continuar viviendo con el
Holocausto o extender la mano a una
vida nueva, y habían escogido una vida
nueva. No fue una decisión tomada a la
ligera. Querían evitar a sus hijos el
recuerdo del sufrimiento y la vergüenza,
querían criarlos en el mundo como
personas libres, sin legados turbulentos.
No se debe olvidar que no sólo los
supervivientes pretendían reprimir sus
experiencias. También la sociedad que
los rodeaba les exigía negarse a sí
mismos y negar los recuerdos que
habían traído de allí. En los años
cuarenta y cincuenta los valores
religiosos y las buenas maneras
europeos se consideraban contrarios al
estilo de vida que se llevaba en Israel.
El judío religioso y el asimilado eran
considerados figuras negativas.
En el corazón mismo del desierto
hablamos de la relación entre el
sentimiento tribal judío y el
universalismo judío, eso si era posible
unir los dos. Los soldados, la mayoría
de veintitantos años, ya se habían
especializado en profesiones prácticas y
su visión del mundo era laica, pero no
ignoraban que las raíces de nuestra
cultura están en el mundo de la fe. Sin
darnos cuenta, habíamos pasado de lo
general a lo particular mientras
hablábamos en grupos de dos o de tres.
Entre los soldados encontré a uno cuyo
padre estuvo conmigo en el mismo
campo de concentración. Los tres días
que había pasado en la unidad me habían
ligado no sólo con los jóvenes soldados,
sino también con mi vida, y, como en
toda guerra, también en esta había en el
aire una sensación de fatalidad. Quién
sabía qué más nos esperaba. Las voces
de los soldados sonaban amenas y de
buen humor. La tregua estaba llegando a
su fin. Me costó despedirme de aquella
juventud única que llevaba a sus
espaldas el destino de un pueblo no
querido en Europa ni tampoco en esta
tierra. La lucha aquí es diferente y, aun
así, nos persigue la misma vieja
maldición.
28
A Mordejay lo conocí muchos años
atrás, cuando yo enseñaba en un instituto
nocturno. Tenía una pequeña tienda de
ultramarinos frente a la escuela. Al
mediodía solía cerrarla, se preparaba un
bocadillo y un café y nos sentábamos
junto a la ventana para jugar al ajedrez.
Era su gran pasión, donde se descubría
todo lo que llevaba escondido en su
interior: una forma de pensar correcta,
pero sin intrigas. Cuando perdía, una
suave luz de vergüenza cubría su rostro.
Tenía mi edad, pero su calvicie, su
trabajo en la tienda y el haberse casado
muy joven hacían que pareciera un
hombre de cuarenta años. Pero en el
momento en que echaba el cerrojo y
ponía el tablero de ajedrez sobre la
banqueta, su mirada cambiaba y algo de
niño envolvía sus ojos.
La partida solía durar una hora y
media, a veces dos. Aquel tiempo,
sumidos en la penumbra, junto a la
puerta, nos embriagaba hasta el olvido y,
aun así, podía distinguir algunos gestos
que no se notaban cuando trabajaba al
otro lado del mostrador.
Particularmente, su modo de inclinar la
cabeza. Como si en el pasado hubiera
sabido rezar. A veces entornaba los ojos
como instando a su pensamiento a
reducirse para concentrarse. Sus dedos
finos y alargados no se adecuaban con
su trabajo, por lo que la mayor parte del
tiempo los llevaba con heridas o
vendados. En la culminación de la
partida sus ojos poseían una agudeza
maravillosa. Como muchos de los
auténticos jugadores de ajedrez, era un
hombre cerrado, parco en palabras,
aunque de semblante despierto.
Sólo al cabo de un año de conocerlo
me confesó que en su infancia, desde los
cinco a los nueve años, estuvo en un
monasterio, un monasterio estricto
donde se obligaba a orar incluso por las
noches. Sus padres lo habían enviado a
aquel lugar prometiéndole volver a
recogerlo en unos cuantos días. Él los
esperó y, al ver que no regresaban,
prorrumpió en llanto. Los monjes le
ordenaron que dejara de llorar y al ver
que sus órdenes no daban resultado, lo
encerraron en un cuarto. Lloró hasta
quedar sin fuerzas, y cuando dejó de
llorar, los monjes abrieron el cuarto y le
dieron una taza de leche caliente. Desde
entonces no volvió a llorar más.
Mordejay es un hombre de pocas
palabras, le cuesta mucho hablar. Si
tuviera más consideración con él, me
sentaría a jugar sin preguntarle nada. Era
evidente que aquellos años estaban
grabados en su cuerpo.
¿Quiénes fueron sus padres? Hasta
hace unos años todavía los esperaba.
Creía que vivían en Uzbekistán. Esta
ilusión se la metió en la cabeza un
superviviente que le juró que los había
visto allí, en uno de los koljoses. Esta
esperanza también se desvaneció y, a
pesar de todo, no era un hombre
amargado. Una cierta calma
acompañaba sus movimientos. Hablaba
poco, sólo lo esencial y sin
precipitación.
En una ocasión me contó que el
monje George le había dicho, en un
momento en que sentía un miedo enorme,
que no hay por qué temer. El miedo es
imaginación, y es esta la que crea los
monstruos. Sólo hay que temer al Padre
que está en los cielos. Cuanto más se
aferra uno a él, más pequeño es el
miedo.
¿Sirvió de algo?, estuve a punto de
preguntar. La mayoría de las veces evito
preguntar. Tengo la impresión de que las
preguntas le harán daño.
Una vez me dijo distraídamente:
—Es sólo una fábula.
—¿Fábula de qué?
—De esta vida imaginaria.
—¿Y dónde no es imaginaria?
—En Dios —dijo sonriendo.
Por supuesto, no sigue el rito
cristiano ni guarda nuestros preceptos, y,
a pesar de todo, en todo su ser se
esconde una cierta religiosidad que
adquirió en el monasterio. En ocasiones
me parece que está esperando el instante
en que le permitan rezar. Una vez a la
semana, y a veces dos, nos encerramos
para jugar. Los monjes fueron los que le
enseñaron. Cuando juega, su
concentración aumenta cada vez más a
medida que la partida se va
complicando. Su concentración es
silenciosa, sin ningún sobresalto, y es
evidente que los años en el monasterio
sembraron en su interior virtudes de las
que yo carezco.
A las tres y media el reloj nos
sacude de nuestro encierro. Mordejay
abre los cerrojos de la puerta principal
e inmediatamente aparecen los primeros
clientes. Por algún motivo, yo todavía
permanezco sentado en mi sitio,
observando sus movimientos. Al hablar
junto a la caja registradora sólo dice lo
indispensable: números y más números.
Una vez me contó que, tras la
oración de la mañana, solía trabajar con
los monjes en el jardín. Le gustaba esta
tarea.
—¿Y no se hablaba durante las horas
de trabajo? —le pregunté sin poder
reprimir la curiosidad.
—En los monasterios no se habla.
—¿Y si se quiere hablar?
—Cierras los ojos y dices: «Jesús,
Nuestro Señor, sálvame de los malos
placeres y acógeme bajo tus alas».
A veces tenía la impresión de que su
vida verdadera había quedado en el
monasterio y que lo que vino después no
fue más que un atrincheramiento que no
había enterrado su vida anterior, sino
que la había preservado; y cuando
hablaba de su infancia, no lo hacía en
pasado. En este sentido, y no sólo en
este, éramos iguales. También en mi
interior surgía la sensación de que uno
de esos días podría rezar. La
religiosidad de Mordejay tenía una base
sólida. Cuando él decía «oración» o
«ayuno», hablaba de su propia
experiencia.
También me contó que junto al
monasterio corría un arroyo. En verano
solía bajar a bañarse. Todo lo que me
cuenta o me sugiere tiene una base firme
y real, incluso cuando habla de
cuestiones trascendentales.
En 1972 dejó Jerusalén para
establecerse en una granja. No sé por
qué dejó la ciudad. De vez en cuando
tengo la sensación de que he adquirido
algunos movimientos suyos. En
ocasiones utilizo palabras que él solía
utilizar. Mordejay no terminó la
enseñanza secundaria ni estudió en la
universidad, pero los estudios en el
monasterio habían penetrado en su alma.
Su vida allí le enseñó a contentarse con
lo mínimo y estrictamente necesario, y
también ahora su regla era hablar lo
menos posible. Como si en las palabras
se ocultara el pecado original.
29
Ayer me encontré con el hijo de mi
amigo T., el amigo con el que vagué
hacia el final de la guerra y más tarde
emigré a Israel. Juntos estuvimos cierto
tiempo en la Inmigración Juvenil. Su
hijo se le parece tanto que por un
momento me confundí y creí que era T.
Lo invité a un café. Tiene veintisiete
años, es ingeniero electrónico y pasó
dos años especializándose en Estados
Unidos. Es un joven alto, refinado, de
buenos modales. Destacó en sus estudios
desde muy joven y ahora se dedica a la
investigación. Hacía años que no lo
veía, desde que era alumno de
secundaria, y me alegré de encontrarlo.
A su padre me unen los lazos del
destino y del afecto. Nuestra infancia
transcurrió en un silencio prácticamente
absoluto. Teníamos miedo de hablar en
nuestra lengua materna, y en otra nos era
extraño hacerlo. La mayor parte del
tiempo nos callábamos o hablábamos
con gestos. De todos modos, éramos
amigos íntimos y, aunque no hablábamos
mucho, sabía mucho de él y de su
familia, pues entre un silencio y otro
solíamos conversar un poco.
Los años de la guerra y los de
vagabundeo por Europa fueron años
ciegos para los niños. La vida nos
golpeaba por todas partes. Aprendimos
a agacharnos. Si encontrábamos una
guarida, nos arrastrábamos hacia el
interior. Éramos como los animales,
pero sin instintos de furia y sin
temeridad. Después de cada golpe
escapábamos. Ni siquiera sabíamos
gritar.
Cuando llegamos a las playas de
Italia, tras dos años de vagabundear, los
primeros amigos que nos acogieron con
alegría fueron el sol y el agua. En
aquella playa abierta y vacía comenzó el
invierno a derretirse en nosotros. Mi
amigo T. estaba tan emocionado que se
negaba a salir del agua incluso de noche.
En el agua tibia sentimos la primera
libertad y brotaron las primeras
palabras. En esa misma playa recóndita
y abierta vi la mano flaca y pálida de un
comerciante judío que, con un gesto,
expresó la esencia de la verdad de la
guerra: ¿qué se puede decir?
Tres meses estuvimos en aquella
playa. Mucho vimos y mucho oímos. Sin
embargo, el alma estaba cerrada, y sólo
con el tiempo retornaron en los sueños
profundos las imágenes con más
claridad. Mi amigo T. y yo nos
dedicábamos a pescar. Hicimos redes
con trapos. Y, asombrosamente, éramos
capaces de pescar unos cuantos peces
cada día. Por la noche encendíamos una
hoguera y los asábamos. La noche, el
agua y el fuego fluían hacia nuestro
interior densos y oscuros, y nos
envolvíamos en ellos. En aquel entonces
no sabíamos que aquel era el
renacimiento.
Subimos al mismo barco y, más
tarde, durante algún tiempo, estuvimos
en la Inmigración Juvenil. Aquí se fue
alejando mi amigo de mí para ir
encerrándose en sí mismo. Intenté
acercarme a él, pero me rechazaba. En
aquellos momentos estaba luchando
consigo mismo y con los demonios que
lo rodeaban. Su rostro parecía suplicar:
«Déjame, ahora tengo que estar conmigo
mismo».
Finalmente dejó la Inmigración
Juvenil para irse a trabajar a Tel Aviv en
una zapatería. Lo vi unas cuantas veces,
pero no hablamos mucho. Era difícil
saber si estaba contento en su nuevo
lugar, pero pude distinguir unos fuertes
rasgos en su semblante: era un rechinar
de dientes o furia.
Después de la Inmigración Juvenil y
tras prestar servicio en el Ejército,
nuestra relación se interrumpió. Cada
uno de nosotros batallaba con sus
penurias, y los encuentros fueron cada
vez más escasos. T. provenía de una
familia de conversos: su abuelo se había
desvinculado de la cadena judía para
abrazar otra cultura; estudió medicina y
renegó de su padre, que le había dado la
vida. De todas formas, en la guerra no
hicieron distinción entre judíos y
conversos. También los conversos
fueron encerrados en el gueto y también
ellos fueron llevados a los campos de
concentración. Cuando conocí a T.
durante la guerra era como yo, tenía
once años, sin padres. En verano vagaba
por los bosques y en invierno buscaba
refugio en casa de algún campesino que
necesitara ayuda. Cuando me dijo su
nombre, me quedé asombrado: su
nombre era una leyenda en nuestra
ciudad.
Mi amigo tuvo mucho éxito en los
negocios. No me sorprendió. Todos
nosotros, o mejor dicho, la mayoría de
nosotros, que habíamos llegado siendo
niños tras la guerra, habíamos
prosperado en la vida material.
Comprendo cada vez más hasta qué
punto triunfamos. Entre nosotros hay
industriales, juristas, militares,
científicos y muchos que han alcanzado
la cumbre. No todo el mundo sabe que al
frente de una gran fábrica hay un hombre
que fue niño durante el Holocausto, pues
la mayoría no hablaban de ello e incluso
ahora tienden a ocultar este hecho. Mi
amigo T. es dueño de una fábrica de
zapatos. Dicen que ha alcanzado
elevados niveles de exportación en los
últimos años. Tiene una casa en
Hertzelia Pituaj y un apartamento en
Jerusalén. Yo fui testigo lejano de su
ascenso meteórico. Los primeros años
de su éxito apenas lo veía. T. estaba
inmerso en su fábrica y ningún otro
pensamiento le interesaba. Durante los
últimos tiempos hablamos más acerca de
aquellos años, no de una forma
ordenada, sino indirectamente, a través
de cuestiones cotidianas. En uno de esos
encuentros mi amigo T. me reveló que
estaba pensando estudiar en la
universidad e incluso se había
matriculado en una de las escuelas
nocturnas que preparaban para el
examen de ingreso, pero entonces sus
negocios comenzaron a crecer y tuvo
que renunciar a su proyecto. Pero en su
casa hay una gran biblioteca. Le
interesan la filosofía, la literatura, las
artes plásticas y la medicina. Más de
una vez me sorprendió con sus
conocimientos. Competía conmigo,
supongo, y tal vez no sólo conmigo, sino
también con su padre y con su abuelo.
Como si nos estuviera demostrando, a
ellos y a mí, que se podía ser rico y
también culto.
El hijo de mi amigo es un muchacho
agradable, refinado, más parecido a un
joven judío europeo que a un israelí.
Tiene una mente clara y se expresa con
precisión.
Le hablé, no sé por qué motivo, de
los bosques donde estuve con su padre.
Por alguna razón, supuse que él le había
contado algo sobre nuestra estancia allí.
Me equivoqué. Su padre no le había
contado nada en absoluto. No conocía la
región donde habíamos nacido, ni la
zona a la que fuimos deportados, ni lo
que ocurrió allí.
—¿No le preguntaste? —Me
asombré de la estupidez de mi pregunta.
—Lo hice, pero mi padre me
contestaba con evasivas.
—¿Y de tu abuelo has oído hablar?
—Un poco —dijo mientras el rubor
surgía en sus mejillas.
Y así llegué a saber que su padre le
había contado muy poco, y ahora aquel
hombre alto y bien parecido vivía sin
saber de esa patria montañosa donde
habían crecido su padre, el padre de su
padre y generaciones antes que ellos.
Era de suponer que algo de sus
desconocidos antepasados pervivía en
el alma del hijo, pero él no lo sabía. No
hay posibilidad alguna de que su padre
se siente ahora a contárselo. Incluso si
lo hiciera, resultaría forzado y fuera de
lugar. Lo que no se cuenta a su tiempo
suena después como una invención.
Los miembros de mi generación
contaron muy poco a sus hijos sobre sus
hogares y sobre lo que les sucedió en la
época de la guerra. La historia de sus
vidas estaba sepultada en ellos sin
cicatrizar. No sabían abrir una puerta
hacia la zona oscura de sus vidas, y de
esta manera se fue erigiendo una barrera
entre ellos y sus descendientes. Es
cierto, en los últimos años tratan de
echar abajo el muro que erigieron con
sus propias manos, pero la tentativa es
débil, el muro es grueso y está bien
fortificado, y dudo que se pueda
tambalear.
—¿Y nunca has hablado con tu padre
de este asunto? —se oye a veces.
—Sí, hemos hablado de ello, pero
siempre de una forma superficial —se
oye también.
La sensación de superficialidad la
conozco bien. Cuando ya estás dispuesto
a hablar de aquellos días, la memoria
siempre flaquea y las palabras se pegan
al paladar. A fin de cuentas, no dices
nada que tenga valor. Ocurre a veces
que las palabras comienzan a fluir en tu
boca mientras vas contando y hablando
sin parar, como si se hubiera abierto un
canal obstruido. Y pronto te percatas de
que es una corriente superficial,
cronológica y ajena, sin llama interior.
El habla fluye y fluye, pero no revela
nada. Finalmente, sales inclinando la
cabeza. Le hablé del último otoño que
pasamos en el bosque, del esfuerzo por
mantener el calor de nuestros cuerpos y
la hoguera que nos arriesgábamos a
encender cuando el frío amenazaba con
congelarnos.
Y, por un instante, me parece que si
consigo contar como es debido la
historia del bosque, él también
entenderá el resto, todo lo que derivaba
de allí. Y, para mi frustración, me quedo
sin palabras, como si se hubieran
evaporado de mi mente, y vuelvo a lo
que ya he dicho: «Hacía frío y, a pesar
del peligro, encendimos una hoguera».
—Dos niños en el bosque, es
increíble —dijo, como si se lo planteara
por primera vez.
Y realmente es increíble. Cada vez
que hablas de aquellos días, te embarga
una sensación de incredulidad. Estás
contando y no te crees que eso te
sucediera a ti. Es una de las sensaciones
más humillantes que conozco. El hijo de
mi amigo T. es un muchacho sensible y
atento, y ansiaba contarle más. No sé
por dónde empezar. La historia de mi
vida y la historia de mi amigo T. ahora
me parecen, por alguna razón, una sola
historia, lejana, compleja, amurallada, y
es casi imposible abrir brecha en ella.
Saco a colación algunas cosas, pero me
suenan banales; peor aún: fuera de lugar.
—¿Y tu padre no te contó nada? —
vuelvo a preguntar como un tonto.
—Apenas nada.
Conozco la situación. Mis amigos no
contaron nada, y lo que contaron era
sólo para cumplir con su deber. Lo sé y,
aun así, este silencio me dejaba
perplejo.
El abuelo de mi amigo era un
médico de renombre, una persona noble
entregada en cuerpo y alma a los pobres.
El hijo de T. conoce este detalle, pero
no sabe nada del duro y sinuoso
conflicto, que duró años, entre el médico
de renombre y su padre, el famoso
rabino. Al médico iba la gente para
someterse a una revisión o pedir
medicinas gratuitas, mientras que al
rabino iban los infelices para pedir cura
para sus penurias. Uno creía en las
medicinas y en las operaciones, y el
otro, en la oración y la caridad. Entre
una fuga y otra, T. me contó no pocos
detalles acerca de aquel duro conflicto.
Ya entonces sentí que algo de ese
conflicto habitaba en él. De todos
modos, a su hijo no le había dicho nada.
Ese asunto quedó en T. como un secreto
sellado.
Estoy sentado frente al hijo de mi
amigo T. y me inundan los pensamientos.
El viejo miedo a que la historia de
nuestras vidas, de la mía y la de mi
amigo T., y la historia de nuestros
padres y de los padres de nuestros
padres caiga en el olvido y no quede de
ellos ningún recuerdo, ese miedo me
aterra a veces por las noches, y para
liberarme de esa angustia le hablo de los
Cárpatos, donde habitaron nuestros
padres y los padres de nuestros padres
durante muchas generaciones, la tierra
de Baal Shem Tov. Acerca de este
último estudió en la escuela secundaria.
Vuelvo a observar su rostro y, aunque es
un ingeniero inmerso en el mundo
material, su semblante demuestra que se
puede hablar con él de cuestiones
espirituales. Es sensible y está
dispuesto. Las palabras «Dios», «fe» y
«oración» no suscitan su rechazo. Al
contrario, se ve que quiere saber más,
pero a mí me cuesta explicar los hechos,
sacar del todo un detalle luminoso.
Siento que me tiemblan las rodillas,
como si no hubiera aprobado un examen
sencillo.
—Tu bisabuelo era un rabino muy
famoso —dije, pero sentí de inmediato
que había descargado un peso injusto
sobre aquel muchacho, y me arrepentí.
Aquel ingeniero joven, que se dedicaba
a la investigación en uno de los
institutos secretos, ya estaba viviendo su
propia vida. Su padre no había sabido
cómo transmitirle su vida ni la de sus
padres, y yo, por estupidez, trataba de
despertar en él una curiosidad fuera de
lugar.
Por educación, y quizá para
satisfacerme, me pregunta sobre aquel
rabino, y yo tartamudeo y me siento
como un estúpido y como un malvado.
30
En el club La Nueva Vida, fundado en el
año 1950 por supervivientes del
Holocausto de Galitzia y de Bucovina,
se llevó a cabo un cambio de guardia.
Los supervivientes que la habían
dirigido con gran eficiencia a lo largo
de muchos años estaban envejeciendo y
querían transmitir este «legado» a los
que eran niños durante la guerra. El acto
fue solemne y tenso, se leyeron
discursos de ambos lados y, como
sucede en ocasiones de este tipo, se
agitaron los ánimos y hubo también
estallidos de cólera y gritos. Los
supervivientes del Holocausto hicieron
jurar a los «niños» (así los llamaban,
aunque ya tenían treinta años o más) que
recordarían y que se ocuparían del lugar.
Los «niños» eran más moderados.
Hablaron de la necesidad de continuar,
pero no se comprometieron. Hubo unos
cuantos discursos breves y directos que
pusieron los pelos de punta por los
hechos que narraban.
Recuerdo el club casi desde sus
inicios. Tenía veinte años tras el
servicio militar. No tenía a nadie en
Israel y solía entrar allí a tomar un café,
a jugar al ajedrez o a escuchar una
conferencia. En el club se hablaba
yídish, polaco, ruso, alemán y rumano.
Entendía estos idiomas, el lugar era para
mí como una casa adoptiva, y todos los
años regresaba, aunque no desempeñara
función alguna allí. Siempre estaba al
tanto de lo que sucedía en aquel lugar,
quién había enfermado y quién había
fallecido. También los miembros del
club se interesaban por mis progresos,
leían mis cuentos en la prensa y las
críticas que se escribían sobre ellos.
En los años cincuenta las
discusiones eran muy intensas no sólo en
los kibbutzim. En los clubes sociales,
que surgían por doquier, se discutía,
abundaban los tópicos y las palabras
altisonantes, y se rescataban consignas
del olvido. El que había sido comunista
en su ciudad natal reforzaba su creencia
en el comunismo, y el que fue
revisionista, no perdonaba ni a los
comunistas ni a los Obreros de Tzion de
Izquierda. Las discusiones se
desarrollaban no sólo en torno a las
mesas de té y las de ajedrez. También
fuera, en la entrada, se continuaba
discutiendo, y a veces hasta altas horas
de la noche.
Y como en toda organización,
también en el club La Nueva Vida había
un director, un subdirector, un secretario
y un tesorero, y, por supuesto, todo tipo
de comités. La gente buscaba un poco de
autoridad, un poco de respeto y, como en
toda organización, en ocasiones se
olvidaba el propósito por el que se
había fundado. Se dedicaban a convites,
a discusiones inútiles, se acusaban unos
a otros, y había despidos y dimisiones,
como si fuera una organización social
normal y no una asociación de
supervivientes.
Sin embargo, eso era sólo una cara
de la moneda. El club organizaba
conmemoraciones de ciudades pequeñas
y pueblos remotos; publicaba libros que
los rememoraban, organizaba simposios,
traía a ricos supervivientes del
Holocausto de Estados Unidos y Canadá
para hacerlos participar en los
proyectos y había tardes de poesía en
yídish, e incluso crearon un premio
literario para estimular a los que
escribían.
En aquellos años conocí en el club a
unas cuantas personas maravillosas,
gente corriente que no tomaba parte en
las discusiones, ni buscaba honores ni
exigía nada para sí misma. Se sentaban a
las mesas y de sus ojos irradiaba un
amor sencillo hacia el ser humano.
Pasaban muchas horas en los hospitales
y en todo tipo de hospicios, pero
también tenían tiempo para venir al club,
traían velas conmemorativas para los
difuntos o refrescos y comida para las
festividades. Una gran catástrofe
generalmente destruye toda inocencia y
honestidad, pero a ellos no les había
afectado; más aún: acrecentaba la luz
que ya poseían.
Y así mes tras mes. Llegó el día de
las reparaciones de Alemania, y de
nuevo el club estalló en llamas. Unos
culpaban a Ben Gurión por haber
vendido su alma al diablo; otros, por el
contrario, opinaban que no se debía
permitir que los asesinos también
heredaran. En un momento dado, el club
estuvo a punto de dividirse, cosa que no
llegó a ocurrir gracias a S., uno de sus
miembros, que había sido director del
Judenrat en la pequeña ciudad de P. y
que había salido sin mancha de esa
prueba. De hecho, la mayoría de los
habitantes judíos fueron asesinados,
pero él consiguió salvar a una cuarta
parte. En reconocimiento por este acto, y
no sólo por ello, la gente lo respetaba y
apreciaba sus palabras. La división no
se produjo, pero las disputas no cesaron.
Se fueron creando grupos y subgrupos, y
algunos ignoraban a ciertas personas
llamándolas «pérfidas» y dedicándoles
otros calificativos malvados.
En aquellos años solía ir casi todas
las noches al club. La mayoría de los
miembros eran mayores que yo, veinte o
treinta años más, pero, aun así, allí me
sentía como en casa. Me gustaban las
noches de canto, las conversaciones y
las conferencias, pero lo que más que
gustaba eran los rostros. Me recordaban
no sólo la vida que habían perdido en
las estepas de Ucrania, sino también los
años anteriores a la guerra. Aquí tenía
padres, abuelos, tíos y primos. Como si
todos se hubieran reunido para estar
conmigo.
En los años cincuenta escribía algo
parecido a poesías, y de vez en cuando
el comité del club me pedía que leyera
en las ceremonias en recuerdo de los
difuntos. La mayoría de los miembros
del club se alegraban por mí y me
animaban. Incluso gané una pequeña
beca, parte de la matrícula del primer
año en la universidad, pero ya entonces
había algunos que se oponían a mis
escritos. Opinaban que sobre el
Holocausto no se componen poemas, no
se inventan historias, se explican
hechos. Aquellas opiniones, no exentas
de razón ni tampoco de cierta malicia,
me hacían daño, aunque entonces ya
sabía que me esperaba un largo camino
y que este era sólo el comienzo.
Si los «defensores de los hechos»
hubieran estado dispuestos a prestar
atención por un momento, les habría
explicado nuevamente que al estallar la
Segunda Guerra Mundial yo sólo tenía
siete años. La guerra está sepultada en
mi cuerpo, pero no en mi memoria. No
invento, sino que elevo de las
profundidades de mi cuerpo sensaciones
y pensamientos que fui absorbiendo
durante mi ceguera. Ahora sé que aunque
hubiera sabido expresar mis
pensamientos en aquel entonces, habría
sido inútil. La gente quería hechos,
hechos detallados, como si estos
pudieran resolver todos los enigmas.
Ya entonces aprendí que las
personas no cambian. Ni siquiera las
guerras más terribles los cambian. El
hombre se parapeta en sus creencias y
en sus viejos hábitos y no sale de allí
con facilidad; es más: todas las
debilidades, ambiciones, fraudes de
todo tipo, intrigas y artimañas no
desaparecen tras las catástrofes, sino
que a veces, es una vergüenza decirlo,
se intensifican. La lucha por el puesto de
subdirector del club en 1953 lo
demostró. Para ese puesto competían
dos ricos comerciantes. Usaban todos
los métodos posibles para conseguirlo,
incluso llegaron a sobornar. La gente
gritaba inútilmente: «No está bien,
recuerden de dónde venimos y cómo
debemos portarnos». Los instintos
siempre son más fuertes que los
principios y las creencias. No es fácil
admitir esta sencilla verdad.
Los años transcurrieron de por sí,
varios compañeros cayeron enfermos y
fueron hospitalizados, y el comité hizo
una lista de turnos para visitarlos.
Algunos fallecieron y el comité se
preocupó de fijar una placa en su
memoria; uno de los miembros, de gran
fortuna, legó su herencia al club.
Inmediatamente se colocó una gran placa
de bronce en la entrada y el club fue
bautizado con su nombre. Esto fue causa
de amargas discusiones. Había quienes
sostenían que era indigno ponerle a una
institución que preservaba la memoria
de las víctimas el nombre de un
potentado que había hecho su fortuna por
medios deshonestos. Pero la postura del
comité era irrevocable: si indagáramos,
llegaríamos a la conclusión de que cada
uno de nosotros es un delincuente.
En los comienzos del club la gente
solía llevar a sus hijos, especialmente
los sábados y los días festivos. Muchos
creían que había que habilitar una sala
para ellos, para que aprendieran algo
sobre Bucovina y Galitzia, y sobre todo
lo que habían aportado al judaísmo y al
mundo. El proyecto, por alguna razón,
no se llevó a cabo. Los niños crecieron
y se negaron a ir, y poco a poco fue
ganando terreno la idea de que no tenía
sentido obligarlos. De todos modos, no
lo entenderían. Quizá era mejor que no
supieran qué había sido de sus abuelos y
sus tíos. Y, aun así, un niño de siete
años, Samuel, se sentaba entre las mesas
y escuchaba con curiosidad las
conversaciones. Era evidente que
vendría aquí también cuando creciera.
Se parecía a su padre, pero a diferencia
de él, un hombre despierto y dinámico,
el hijo era callado y miraba
boquiabierto. Era difícil saber si se
trataba de un gesto de curiosidad o
simple estupidez. En cualquier caso,
Samuel no parecía un muchacho israelí.
Parecía que lo hubieran traído aquí de
una pequeña ciudad de Galitzia.
En 1962 salió a la luz mi primer
libro, Humo, y obtuvo buenas críticas.
En el club se alegraron por mí y me
felicitaron. Los miembros del club leían
periódicos con avidez, pero no libros —
especialmente no leían aquellos que
tocaran el tema del Holocausto—, y a
quienes lo hacían no les contentó mi
libro. Mis personajes les parecían
grises, estancados en el pasado y con
una vida banal. ¿Dónde estaban los
héroes?, ¿dónde estaban los
combatientes del gueto? Y hubo unos
cuantos groseros que recordaron a todo
el mundo que yo había recibido dos
becas de estudio, y que si aquellas eran
las consecuencias, sería mejor que no
me mantuvieran. Sin embargo, la
mayoría me apoyaba y me daba ánimos e
incluso prometían comprar un ejemplar.
Sólo con el tiempo llegué a comprender
que cuesta regresar a aquellos lugares
para vivirlos de nuevo. En el momento
en que lo comprendí, dejé de enfadarme.
La víspera de la Guerra de los Seis
Días había gran agitación en el club. Los
miembros que no habían hablado o
apenas habían dicho algo durante años
vaticinaban que se produciría un
desastre, pero la mayoría se oponía a
ese estado de ánimo. «No se pueden
comparar las épocas —opinaban—,
ahora tenemos ejército y acabará con el
enemigo».
Fui alistado y la gente del club
siguió mi reclutamiento con inquietud.
Me introducían billetes en los bolsillos
y uno de los menos queridos allí, entre
otras cosas por su tacañería, se quito el
reloj de oro de la muñeca y dijo: «En mi
nombre y en el de mi familia». Con el
tiempo supe que el reloj había
pertenecido a su hermano, que había
muerto en Auschwitz.
Ahora lo sabía: el club era mi casa.
Todas las quejas y los enfados que
guardaba con resentimiento en mi
corazón se disiparon. Sentía el calor y la
lealtad, y fui a la guerra lleno de fe en la
vida.
La tensa espera antes de la guerra
fue larga y difícil. Cuando volví a
visitar el club en uno de los permisos,
me percaté de que los fantasmas habían
salido de nuevo de sus guaridas, otra
vez surgieron nombres de lugares que no
se habían mencionado en años, y de
nuevo hablaban de deportaciones,
redadas, trenes y bosques. Los
optimistas intentaban en vano disipar el
miedo. El miedo era poderoso y se
expresaba mediante las imágenes del
pasado. Incluso los más fuertes admitían
que las noches no eran ya como antes.
También había quien acusaba y
argumentaba que todo había sido culpa
nuestra, culpa de nuestro carácter: si el
mundo entero está en nuestra contra, eso
es señal de que algo malo anida en
nosotros. Era un hecho: ni siquiera un
país y un ejército podían corregirnos.
Al final de la Guerra de los Seis
Días subieron los ánimos, se habló de
milagros y renovación espiritual. Uno de
los supervivientes que se había
enriquecido en América vino y donó una
gran suma para levantar un ala nueva; y
el club, que había comenzado sus
actividades en una casa vieja con dos
habitaciones y una cocina, creció a lo
alto y a lo ancho con una biblioteca, una
sala de prensa, un aula para
conferencias, un rincón de lectura y una
cafetería donde servían bocadillos, sopa
y un café excelente.
Los años sesenta fueron buenos años
para el club. Se organizaron cursos
sobre la Biblia y el Pirkei Avot, y se
pronunciaban numerosas conferencias en
yídish. Mientras tanto, llegaron muchos
libros de Estados Unidos y de Canadá, y
la biblioteca se amplió enormemente.
Enseguida trajeron a un bibliotecario
experto de la Biblioteca Nacional para
que enseñara al nuestro nuevos métodos
de clasificación. El bibliotecario D.,
que había sido profesor de secundaria
en Lvov antes de la guerra, se alegraba
como un niño con cada libro nuevo. Y en
la biblioteca había unos cuantos
ejemplares de primeras ediciones
encuadernados en cuero: el orgullo del
bibliotecario y el del club.
Después de la Guerra de los Seis
Días se tenía la sensación, tal vez
debido al crecimiento del club, de que
la cultura judía de Europa Oriental había
encontrado un lugar adecuado aquí, y
que los designios del malvado habían
fracasado. El célebre poeta S. había
escrito un apasionado poema llamado
«Continuación». Una de esas tardes nos
lo leyó en la cafetería y todos se
identificaron con él.
Pero también ocurrían cosas
desagradables: demonios en forma de
delatores. Uno de ellos entregó a la
oficina de impuestos una lista de
personas que traficaban con divisas, y
hubo una redada y se llevó a cabo una
investigación que llegó hasta el club. La
denuncia despertó sospechas y provocó
discusiones. Al final señalaron a un
hombre que se llamaba K., una persona
humilde y de buenos modales que tenía
una pequeña mercería. Él afirmó que no
tenía ninguna relación con la oficina de
impuestos, que el rumor era perverso y
difamatorio, y que el infame divulgador
tendría que rendir cuentas por su
perversidad. No le sirvió de nada
defenderse, pues lo único que consiguió
fue aumentar la oleada de rencor hacia
él. Al final se reunió la asamblea
general y decidió por mayoría de votos
expulsarlo del club. Al finalizar la
votación, el hombre levantó la voz para
gritar: «Tendréis que rendir cuentas en
el mundo de la verdad. Allí ninguno de
vosotros será absuelto». Y cuando aún
continuaba hablando, el guardia de
seguridad lo agarró y lo sacó afuera.
Los setenta fueron años tristes para
el club, y no sólo debido a la Guerra del
Yom Kippur. Miembros conocidos
fallecieron y otros fueron recluidos en
geriátricos, y el club, que en el pasado
estaba lleno de gente, decreció. Aunque
las actividades continuaban
regularmente e incluso se había
organizado un curso de yídish para
jóvenes, el entusiasmo había decaído.
No se hablaba de la publicación de
nuevos libros, ni de un periódico o una
revista mensual. Se hablaba mucho de la
segunda generación, que no sabía nada
sobre el Holocausto y que no quería
saber. Y hubo quienes se culparon por
no haber contado a sus hijos lo que
habrían tenido que contarles. Y había,
por supuesto, un grupo considerable de
miembros entusiastas que luchaba con
todas sus fuerzas contra los pesimistas,
reprobándolos y acusándolos de
sembrar malos pensamientos y torpedear
las actividades.
En los años setenta, inmediatamente
después de la Guerra del Yom Kippur,
existía un gran temor: si no se traducía
la literatura en yídish al hebreo,
acabaría por perderse. Y por este
motivo, dos personas viajaron a Estados
Unidos, a Canadá y a Argentina para
recaudar fondos con el objetivo de
organizar un grupo de traductores que
tradujeran la «lengua madre» a la
«lengua eterna». La operación de
recaudación sólo tuvo éxito a medias.
En el año 1975 llegaron de Estados
Unidos el actor R. con su hermana y sus
sobrinos actores. Inmediatamente se
instalaron en el club. El actor R. era
excepcional, amaba a los judíos y su
lengua. En su juventud hubiera podido
actuar en el teatro polaco y, más tarde,
en el teatro estadounidense. Los teatros
de todo el mundo lo cortejaban, pero él
se había aferrado a su lengua materna, a
su hermana y a sus dos sobrinos, y juntos
viajaban de un lado a otro montando el
escenario y actuando. Desde el final de
la guerra se aferraba a todo ello con
fanatismo, sólo yídish y sólo obras en
yídish.
Apenas llegaron, representaron las
obras teatrales El Dibbuk y Calla
Buntze. R., además de ser un actor
extraordinario, era también un orador
apasionante. Opinaba que Estados
Unidos era una tierra de engaños, y que
únicamente en Israel volvería a renacer
la cultura judía. Para alegría de todos, a
las funciones venían no sólo
supervivientes del Holocausto, sino
también gente joven. El club lo
celebraba hasta altas horas de la noche,
y el bar estaba lleno a rebosar.
En los años setenta mantuve arduas
batallas con los ocultos recuerdos de mi
niñez y con la estructura de la novela.
En esos mismos años escribí, entre otras
cosas, Era de milagros y Quemadura de
luz. Le leí algunos capítulos de los
libros al bibliotecario P. Era un hombre
que estaba en contacto con la literatura
moderna, era sensible a las palabras y a
los matices. De él aprendí muchas cosas
sobre lo esencial y lo secundario. La
universidad es una institución académica
importante, pero no una escuela de
escritores. El aprendizaje literario se da
en la interacción con uno mismo o con
las personas hermanas de espíritu. P. me
conocía más que yo mismo. Sabía lo que
me molestaba en un texto antes de que yo
lo supiera señalar. Siempre encontraba
el defecto oculto. Es curioso, nunca
hablamos de contenido. Él creía, como
yo, que la elección de palabras, la frase
y la fluidez eran, después de todo, la
sangre y el alma, y que el resto vendría
por sí solo.
A comienzos de los años ochenta se
produjo otro debilitamiento en el club.
Las luchas de poder no habían cesado,
aunque estaba claro que los veteranos no
iban a durar mucho y había llegado el
momento de que quienes fueron niños
durante el Holocausto ocuparan su lugar.
Aun así, el antiguo comité tuvo tiempo
de publicar dos gruesos libros de
conmemoración, y el teatro del actor R.
representó dos obras nuevas. Pero el
dueño de la cafetería hizo oír su voz: se
quejaba de que la ganancia diaria era
una minucia, y si no recibía una
subvención, abandonaría. Los veteranos
le recordaron que hubo años en los que
hizo una fortuna y se construyó una
espléndida casa. Pero el dueño de la
cafetería sostenía que la casa la había
construido con sus propias manos,
ladrillo a ladrillo. Si hubiera tenido que
depender del dinero que ganaba en la
cafetería, habría vivido en un establo.
A finales de los años ochenta
quedaban muy pocos veteranos, y había
una gran preocupación por la biblioteca
y por sus libros. Algunos miembros
propusieron convertir el lugar en una
sinagoga donde se dieran clases diarias,
pero los izquierdistas del Bund y los que
aún quedaban de Obreros de Tzion de
Izquierda se opusieron con firmeza a esa
propuesta y amenazaron con reclutar
miembros en el exterior. La disputa fue
tempestuosa. Al final el asunto se
convirtió en un tema irrelevante.
En aquella misma época el comité
decidió dimitir y fue elegida una nueva
dirección. En el nuevo comité había
supervivientes que habían sido niños
durante el Holocausto y no recordaban
mucho. Ni siquiera recordaban a sus
padres. Cuando llegaron a Israel
ignoraron el club e incluso lo
despreciaron, pero a medida que fueron
creciendo comprendieron también que,
aun habiendo sido niños durante la
guerra y a pesar de no recordar apenas
nada, pertenecían al club.
La ceremonia de traspaso fue
emocionante. Dos miembros del comité
saliente hablaron con voz contenida del
lugar que había ocupado aquella casa en
sus vidas y en las vidas de sus
miembros, y sobre todo lo que se había
hecho allí en los últimos cuarenta años,
y lo que había quedado por hacer y no se
hizo. Los dirigentes del nuevo comité
eran más moderados y se limitaron a
decir pocas palabras, pero uno de ellos,
Yosef Jaim, confesó que cuando estalló
la guerra tenía tres años. Sus padres lo
enviaron a un monasterio, donde creció.
No había niños allí, y durante todos esos
años tuvo miedo de quedarse enano. Las
monjas le prometieron que crecería y
sería como todas las personas que
venían al monasterio, pero las promesas
no calmaron sus miedos. Y prosiguió:
«A mis padres no los recuerdo, ni
tampoco mi hogar, y si no hubiera sido
por la madre abadesa, que anotó los
nombres de mis padres, no hubiera
sabido cómo se llamaban». Al final
añadió un comentario extraño: «Los
judíos religiosos me descubrieron tras la
guerra, me sacaron del monasterio y me
trajeron a Israel. No quiero hablar mal
de nadie, pero digo lo siguiente: con
ellos no tuve una vida feliz». Se hizo el
silencio en la sala, donde se tenía la
sensación de que, desde que lo sacaron
del monasterio, su vida se había
quebrado y nunca se pudo reponer.
Al nuevo comité no le hicieron la
vida fácil. Los veteranos los acechaban
en cada esquina, y en cada reunión
hacían mociones en su contra, les
resaltaban sus fallos y sostenían que
ellos, los miembros del comité, no
habían estado en el Holocausto, habían
sido niños, y los niños no recuerdan, y
quien no recuerda es como si no hubiera
estado allí. El nuevo comité estaba
dispuesto a renunciar, pero no había a
quién traspasar la responsabilidad.
Las actividades en el club fueron
disminuyendo. El actor R. y su compañía
discutieron con el Departamento de
Cultura y regresaron a Estados Unidos,
no sin antes montar un escándalo.
Llamaban a Israel «comedora de sus
habitantes», inculta y zafia.
El nuevo comité intentaba, y eso hay
que reconocerlo, infundir nueva vida al
club. Traían clases de colegios para que
los veteranos les contaran lo que les
había sucedido en la guerra. Incluso
llevaron al club algunos grupos de
visitantes extranjeros. El dueño de la
cafetería amenazó con cerrarla si no
recibía una subvención. El comité lo
apaciguó pagándole una buena cantidad
de dinero.
Pero, a pesar de todos los esfuerzos
y las donaciones que llegaban, no
disminuían las deudas: los gastos
corrientes eran más altos que los
ingresos. A finales de los años ochenta
la asamblea general decidió, por amplia
mayoría, vender el lugar a la yeshivá
Shaarei Jesed, y con la cantidad
obtenida de la yeshivá, pagar las deudas
acumuladas; con lo que sobrara, si
quedaba algo, publicarían unos cuantos
libros conmemorativos.
Y de esta forma acabó la vida del
club. Hubo personas que aprobaron la
decisión y hubo otras que no se
contuvieron e injuriaron al nuevo
comité. se preocupó (y así se hizo
constar en el contrato) de que la
biblioteca y la sala de exposiciones
permanecieran cerradas hasta que se
decidiera cuál iba a ser su destino. Las
placas de bronce en recuerdo de los
donantes no se retiraron, y una llama
eterna ardía permanentemente en la sala
de entrada. La transacción no se llevó a
cabo de forma inmediata. Hubo
objeciones y más objeciones, pero
finalmente se firmó el contrato. Desde
que se cerró el club, evito pasar por la
calle donde estaba ubicado. Tengo la
sensación de que parte de mi existencia
todavía pervive allí. Uno de los
veteranos del club, con el que me
gustaba jugar al ajedrez y escuchar la
historia de su vida durante la guerra, me
dijo: «Es mejor una yeshivá que una
sala de billar. En la yeshivá se reza y se
interesan por los libros antiguos». No
sabía si aquello era una queja o una
conclusión.
Desde que se cerró el club perdí una
casa. Todavía me encuentro con algunos
miembros. Me escriben a veces largas
cartas, algunas monólogos, otras críticas
sobre mis nuevos libros y, por supuesto,
multitud de consejos; sin embargo, no
hay nada como un encuentro nocturno
frente a un tablero de ajedrez o una
partida de póquer. En el trascurso del
juego se aclaran muchos temas: quién
era leal y quién un traidor, quién se
comportaba como un noble y quién se
rebajaba como una hiena.
Con Hersh Lang, el más maravilloso
de los miembros del club, pasé muchas
horas frente al tablero de ajedrez. Este
gran jugador hacía de la partida un gran
espectáculo. Un hombre con la inocencia
de un niño, pero que frente al tablero era
un mago. Sus partidas brillaban por sus
estratagemas, sus invenciones y sus
sorpresas. Jugaba a veces contra siete u
ocho personas y, por supuesto, ganaba, y
entonces una sonrisa avergonzada se
expandía por sus labios, una sonrisa de
niño. Su personalidad y su expresión se
manifestaban en el juego. No sabía
hablar y, cada vez que se dirigían a él,
se ruborizaba, tartamudeaba y a duras
penas reunía unas cuantas palabras.
Tras el cierre del club lo encontraba
por la calle y lo invitaba a un café. En su
bolsillo siempre llevaba un pequeño
ajedrez y enseguida me proponía jugar
con él. Jamás se vanagloriaba ni
aparentaba ser un campeón. A la hora
del juego se cubría la cabeza con las dos
manos, sumido en sus pensamientos
como si yo fuera su competidor más
serio. En el fondo, sabías que lo estaba
haciendo por ti. Para conceder un poco
de honor a tus esfuerzos. Él, por su
parte, no necesitaba esforzarse. Sin
embargo, con él la gente se comportaba
irrespetuosamente. Era empleado de una
empresa contable y preparaba balances
para Hacienda. Realizaba su trabajo con
profesionalidad, honradez y discreción.
Pero todas esas virtudes no le
reportaban mucho dinero. La gente le
estafaba, no le pagaba a tiempo, y él,
por su buen corazón, no los molestaba.
Vivía en una pequeña habitación junto a
la antigua estación central de autobuses.
En los últimos años había mejorado
su situación económica, pero su soledad
se había acentuado. Se vestía más
desaliñado y sus andares fueron
encorvándose. En una ocasión le
pregunté si había vuelto a visitar el club.
—No —dijo tímidamente.
—¿Por qué?
—¿Qué haría allí?
Provenía de una familia muy
asimilada, y cada vez que le preguntaban
acerca de un tema judío, se sonrojaba,
retrocedía y tartamudeaba, pues ese
territorio le era extraño. A veces se
atrevía a preguntar sobre una costumbre
o un precepto como si estuviera
preguntando una cosa que se le tenía
prohibida.
A veces me parece que lo que
escribo no proviene ni de mi hogar ni de
la guerra, sino de los años de café y de
cigarrillos en el club. La alegría por su
florecer y la tristeza por su ocaso viven
en mi interior y hacen latir mi corazón.
Cada uno llevaba allí dentro una doble
vida, y algunas veces triple. Adopté un
poco de cada una de sus vidas. Había en
la asociación gordos, delgados, altos y
bajos. El maestro Lang se erguía sobre
todos los que frecuentaban el club,
aunque su altura no le confería ninguna
superioridad. Siempre caminaba
encorvado, como si buscara reducirse a
la altura de los miembros del club. Por
el contrario, el subdirector del club, el
compañero D., también alto, siempre
aprovechaba su altura para tomar el
control y vencer en cualquier asunto.
Había mucha gente en el club. Los
que eran más cercanos a mí, leían mis
manuscritos y hacían comentarios
inteligentes, los compañeros que
jugaban al póquer con gran habilidad,
los comerciantes que dirigían negocios
de grandes dimensiones en una
clandestinidad de espías, los
intermediarios-artistas que habían
amasado una inmensa fortuna y, entre
otros, arrogantes, pretenciosos a los que
ni la guerra ni las penas habían
cambiado ni un ápice y que siempre
proclamaban como si lo hicieran a
propósito: «Nosotros nunca
cambiaremos. Así fuimos y así nos
vamos a quedar para siempre». Y,
además, los mudos, los taciturnos a los
que difícilmente les arrancabas alguna
palabra. El vapor del café y el humo de
los cigarrillos nos envolvieron durante
años y nos trajeron finalmente aquí.
GLOSARIO
ARCA SAGRADA: Lugar donde se guarda
el rollo de la Torá en la sinagoga.
BUND: Brit Kelalit Shel Poalim
Yehudim beRusia, bePolín ubeLita
(Alianza General de Trabajadores
Judíos de Rusia, Polonia y Lita).
Organización socialista judía europea
fundada en 1897 para la defensa de los
derechos de los trabajadores judíos,
principalmente de Rusia, de Polonia y
de la antigua Lita. Sostenían que había
que mejorar las condiciones de vida de
los judíos allí donde se encontraran, en
sus sociedades, y que no era necesario
crear un Estado propio en Israel. Se
oponían, pues, a la ideología sionista.
FILACTERIAS: Tefilm. Dos cajitas
pequeñas de cuero que guardan en
pergamino varios versículos de la Torá,
incluido el Shmá, y que se coloca el
religioso judío a la hora de rezar. Cada
una de las cajas lleva dos cuerdas
también de cuero. Con las cuerdas se
atan las cajitas: una, alrededor del brazo
izquierdo, a la altura del corazón; y la
otra, en la frente, para cumplir con el
precepto de Ex. 13:9.
GUEMARÁ: Parte del Talmud que se
ocupa del estudio e interpretación de la
Mishná.
INMIGRACIÓN JUVENIL: Organización
perteneciente a la Agencia Judía, que,
después de la Segunda Guerra Mundial,
se ocupaba de la inmigración juvenil a
Palestina y luego en el Estado de Israel.
Tenían escuelas agrícolas por todo el
territorio. Su actividad continúa hoy en
día.
JASIDÍSMO: Movimiento dentro del
judaísmo, originado por el rabino Israel
Baal Shem Tov, que surgió a mediados
del siglo XVIII en Polonia. Se basaba en
la alegría y el amor que proclama la
mística judía y que reivindicaban con
gran fervor religioso. A sus seguidores
se los denominaba jasidim (singular:
jasid).
JEDER: (plural: Jadarim): «Habitación».
Escuela religiosa ortodoxa judía para
niños a partir de cuatro años, previa a la
yeshivá.
JOINT: American Jewish Joint
Distribution Committee, Inc. (JDC).
Organización estadounidense judía
fundada en 1914 cuyo cometido ha sido
y es «atender las necesidades de los
judíos por todo el mundo, especialmente
allí donde sus vidas estén en peligro».
KADISH: Oración por el difunto, de
duelo. El Kadish del Huérfano es
recitado por este a la muerte de su padre
y después una vez al día durante los
doce meses siguientes a su
fallecimiento.
KIBBUTZ: (plural: kibbutzim): Colonias
colectivas judías en Israel fruto del
pensamiento ideológico marxista-
sionista de los albores del siglo XX.
Sirvieron, además, como lugar de
absorción de inmigrantes judíos. Existen
hasta el día de hoy, tratando de
adaptarse a los cambios sociales y
económicos.
KIPPÁ: Prenda circular de tela parecida
al solideo que se colocan los hombres
judíos en la cabeza. Especialmente al
rezar, los judíos observantes la usan
permanentemente.
KOLJÓS: (plural: koljoses): Término
ruso koljoz, «economía colectiva», con
el que se designaban las cooperativas
agrícolas de producción.
MEÁ SHEARIM y SHAAREI JESED:
Barrios de mayoría ortodoxa judía de
Jerusalén.
MIDRASH: (plural: Midrashim):
Exégesis o interpretaciones de las
diferentes secciones de los libros
sagrados.
MINIÁN: Para comenzar la oración en la
sinagoga en público la ley judía exige
que haya un mínimo de diez varones
mayores de trece años.
MISHNÁ: Corpus legal religioso judío
que fue formándose a modo de tradición
oral hasta su puesta por escrito hacia el
siglo II d. C.
MISTAME: Término de origen arameo
(mistamáh), que pasó al yídish desde el
hebreo como mistame. Significa
«probablemente», «según parece».
«MODÉ ANÍ»: «Te agradezco», oración
que recita cada día el religioso judío al
despertarse por la mañana: «Te
agradezco, oh Rey vivo y eterno, por
haberme devuelto el alma con
misericordia. Tu fe es inmensa».
MOSHAV: Conjunto de granjas que
elaboran independientemente su tierra y
cuyos habitantes pertenecen a una
cooperativa agraria.
OBREROS DE TZION DE IZQUIERDA:
Organización socialista sionista,
fundada en 1905, que defendía la Tierra
de Israel como el único lugar para
resolver la cuestión judía. Se oponía a
la ideología del Bund.
PAROJET: Nombre que se le da
exclusivamente a la cortina,
generalmente de seda bordada, que
cubre el Arca Sagrada, donde se
guardan los rollos de la Torá en la
sinagoga.
PIRKEI AVOT: (Tratado de principios)
perteneciente a la Mishná. Refranes de
sabiduría, comportamiento y buenas
cualidades. Estudios morales y
prácticos, exhortaciones de 60 sabios
que abarcaron alrededor de cinco siglos.
PURIFICAR, HACER KASHER LA COCINA:
Limpiar la cocina haciéndola «apta»
(kosher) según la ley judía, según los
preceptos religiosos alimenticios que
obligan, por ejemplo, a separar,
mantener y manipular por separado los
productos lácteos de los cárnicos, entre
otras cosas (Ex. 23:19, Num. 34:26,
Deut. 14:20).
SHABBAT: Celebración sagrada y festiva
semanal, de descanso. Comienza el
viernes al atardecer, cuando aparecen
las tres primeras estrellas en el
firmamento, con una celebración en la
sinagoga, seguida de otra en casa con
una cena. Prosigue al día siguiente por
la mañana con la oración en la sinagoga.
Finaliza el sábado por la tarde con la
salida de las tres primeras estrellas.
SHMÁ: «Oye Israel». Oración que
encierra la profesión de fe del judaísmo
(Deut. 6:4-9) y que debe recitar el judío
al levantarse e inmediatamente antes de
dormir: «Oye, Israel, el Señor, nuestro
Dios, el Señor es Uno».
SHTETL: Diminutivo de shtot, «ciudad».
Ciudad pequeña o aldea típica de
Europa del Este habitada en su mayoría
por judíos. Microcosmos social judío en
el que se manifestaban, al lado de la
religión, la mayor parte de las corrientes
ideológicas y culturales, así como
también las diferentes profesiones.
TALIT: Chal rectangular que lleva una
borla en cada esquina con el que se
cubre el judío religioso para rezar.
Mandamiento reflejado en Num.
15:37-45 y Deut. 22:12.
TALMUD: Conjunto de la Mishná y la
Guemará (leyes judías y su
interpretación). El Talmud babilónico
fue recopilado hacia el año 500 de
nuestra era, y el jerosolimitano, un siglo
antes.
TANAJ: Biblia. Viejo Testamento.

TORÁ: Ley divina. Pentateuco. Se


encuentra en forma de pergamino en la
sinagoga.
YESHIVÁ: Escuelas rabínicas donde se
estudian los libros sagrados del
judaísmo.
AHARON APPELFELD, Nació en 1932
en la región de Bukovina, hoy parte de
Ucrania, en una familia judía asimilada
de lengua alemana. Cuando el ejército
nazi ocupa su ciudad es recluido con sus
padres en el gueto. Su madre es
asesinada y él es deportado con su
padre. En otoño de 1942 se evade del
campo de Transnitria y sobrevive solo
en el bosque acogido por ladrones y
prostitutas. En 1946, huérfano, emigra a
Israel donde reside desde entonces y
aprende la lengua hebrea en la que ha
escrito toda su obra. Autor de más de
cuarenta obras de ficción y no ficción,
sus libros han merecido los más
prestigiosos premios literarios de Israel,
Francia, Alemania, Italia o los Estados
Unidos.
Notas
[1]Bebida dulce con alcohol a base de
cerezas típica de los países de Europa
del Este. <<
[2]Especie de turrón a base de pasta de
sésamo. <<
[3]No encender fuego de ningún tipo en
Shabbat es un precepto religioso judío
(Ex. 35:3; Ex. 20:10). <<
[4] Dr. Janusz Korczak, héroe y mártir
del gueto de Varsovia que, en los años
cuarenta, dirigió y cuidó hasta las
últimas consecuencias a los niños del
orfanato. Los acompañó en su
deportación al campo de concentración.
<<
[5]Shmá, Israel, la oración diaria que
encierra la profesión de fe del judaísmo.
Véase el Glosario. <<
[6] En la Europa anterior a la Segunda
Guerra Mundial, familias judías no
religiosas completamente integradas y
asimiladas en la sociedad occidental del
lugar. <<

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