Antología Literaria 1
Antología Literaria 1
Antología Literaria 1
literaria
1
MINISTERIO DE EDUCACIÓN
Dirección de Educación Secundaria
Antología
literaria
1
1
MINISTERIO DE EDUCACIÓN
Ministerio de Educación
Calle Del Comercio N.º 193, San Borja
Lima 41, Perú
Teléfono: 615-5800
www.minedu.gob.pe
Coordinadora
Karen Coral Rodríguez
Antologadores
Marco Bassino Pinasco
Marcel Velázquez Castro
Editor
Alfredo Acevedo Nestárez
Recopiladores de textos
Elizabeth Lino Cornejo
Agustín Prado Alvarado
Ilustrador
Oscar Casquino Neyra
Diseño y diagramación
Hungria Alipio Saccatoma
© Ministerio de Educación
Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o
parcialmente, sin permiso expreso de los editores.
En esta antología, se ha optado por emplear términos en masculino para referirse a los géneros de las
personas. Esta medida no implica faltar el respeto que todos los seres humanos merecemos.
Asimismo, en los relatos, cuentos y poemas se ha respetado el uso de las variedades regionales del
castellano cuando, por voluntad del narrador o autor, el texto original lo propone.
Por último, se está aplicando la normativa ortográfica vigente del español, publicada el año 2010.
ÍNDICE
PRESENTACIÓN ............................................................................................................. 5
INTRODUCCIÓN ............................................................................................................. 7
A LA DERIVA .......................................................................................................... 10
Horacio Quiroga
UNA MADRE ........................................................................................................... 13
Fernando Romero
FRRITT FLACC ....................................................................................................... 16
Julio Verne
EL DUENDE DE LA TORMENTA ......................................................................... 23
Carlota Carvallo de Núñez
EL GRAN PACTO .................................................................................................... 25
Tradición oral de Pomalca
LEYENDA DE POMACOCHAS.............................................................................. 27
Tradición oral de Cajamarca
ACTIVIDADES ............................................................................................................... 30
Entre tus manos sostienes lo que parece ser un libro, pero, en realidad,
se trata de un mecanismo especial que te puede transportar a muchos
mundos.
Un mundo de personajes. Desde animales que hablan hasta seres
humanos mudos. Puedes vivir con ellos sus alegrías, sus dolores, sus
deseos, sus miedos, sus satisfacciones, sus fracasos.
Un mundo de emociones y sentimientos. Alguien declarando su
amor, otro encolerizado por la injusticia. Uno lamentando una pérdida,
otro festejando un éxito. Alguno pensando en lo que nos une y lo que
nos separa. Alguien ilusionado por el futuro, otro desesperado ante una
desgracia.
Un mundo de situaciones. Aventuras, humor, muerte, misterio,
luchas... Situaciones que suceden en mundos lejanos o quizá a pocas
casas de donde vives. Serás testigo de lo que es luchar contra el veneno
que invade tu cuerpo. Te asomarás a la mente de un loco. Ingresarás a
una casa abandonada donde hay unos delincuentes. Observarás cómo se
sienten los que se enamoran y no son correspondidos. Encontrarás en qué
se parecen un grano de café y un ser humano. Descubrirás el poder de la
compasión. Y mucho más.
Tal vez te hagas preguntas sobre el viaje a estos mundos que estás
por realizar. Imaginamos que puedes tener algunas y aquí vamos con ellas
y sus respuestas.
5
¿Tengo que leer todos los textos?
Lee los textos que quieras. Lee los textos que te atraigan. No todas
las lecturas son para todos.
Una vez que he comenzado una lectura, ¿debo terminarla?
Las lecturas de esta colección son invitaciones a viajes. Ante la
primera dificultad, antes de retirarte, dales a la historia y a sus personajes
una oportunidad de convencerte, de interesarte. Prueba con unas primeras
páginas. Si te gusta, ¡adelante!
¿Hay un orden para leer los textos?
Empieza a leer por donde gustes. Cada texto es un mundo distinto.
Hay lecturas que tienen su momento, su lugar. Un día quieres una
aventura, otro reírte un poco, otro algo que te dé miedo, otro despertar tu
curiosidad y vivir el suspenso. Así como eliges qué comer, qué ropa usar,
a dónde ir… puedes elegir qué texto leer.
¿Tengo que leer estos textos solamente en clase?
Puedes leerlos donde quieras: en el bus, en un parque, en tu casa,
junto a un río, frente al mar o en el campo. Puedes leerlos donde te
provoque.
¿Tengo que hacer las actividades?
Te aconsejamos que las revises, te pueden ayudar a orientarte en tu
lectura, para que la compartas con otras personas, o a que mires un texto
desde otro punto de vista, o tal vez a imaginar nuevas historias. Todo gran
viaje empieza con un paso.
¡Vamos!
¡Pasa las páginas y explora!
6
INTRODUCCIÓN
7
8
9
A LA DERIVA
1917
HORACIO QUIROGA
(uruguayo)
E
l hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura
en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una
yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas
de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la
cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mis-
mo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y
durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos
violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el to-
billo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento,
y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como
relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la panto-
rrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta,
seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un tra-
piche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hin-
chazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de
tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de
garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña! Su mu-
jer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no
había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—. ¡Dame caña1!
10
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer, espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó
uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido
y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne
desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llega-
ban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta, que el aliento parecía cal-
dear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante
vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a
su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Para-
ná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis
millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el
medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la ca-
noa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez— dirigió una mirada al
sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durí-
simo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón
con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas
lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás lle-
gar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves,
aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el
hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba,
pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, al-
zando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor.
El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogién-
dola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes,
altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bor-
deadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también.
Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo
el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa.
El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin
embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
11
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de
la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó
pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed
disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y
aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío
para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacu-
rú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos.
No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre
Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su expatrón, míster Dou-
gald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de
oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya en-
tenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en
penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos
cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando
a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba
en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo
que había pasado sin ver a su expatrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no,
no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí,
seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración...
Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había
conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.
12
UNA MADRE
1958
FERNANDO ROMERO
(peruano)
L
as crías la esperan. Tiene que volver al nido. Los hombres
la odian, como si ella tuviera la culpa de que sus glándulas
elaboraran veneno. Porque lo sabe comprende que arriesgará
la vida si se atreve a reptar bajo los tambos ahora llenos de
gente.
—Yo soy el colonel…
—¡No, Martín: a mí me toca!
—Tatachín… Chin… Chin…
—De frente… ¡Marchen!
La jergón continúa indecisa. Enroscada en una rama e inmóvil, mira
el puesto sin encontrar camino apropiado para pasar, porque los hacenda-
dos han rozado la porción de monte que quedaba entre el último tambo y la
cocha. Por allí vino en la mañana, pero la situación ha cambiado: lo que al
amanecer eran matas de arbustos ahora es campo despejado donde juegan
los muchachos y dormitan los perros de olfato fino y de ojo avizor.
Piensa en volver a la cocha y en cruzarla nadando. Mas no, ahora en-
cuentra una solución mejor: dar la vuelta por el barranco que está desierto.
Como la noche ha cerrado ya oscura, no la van a distinguir.
Hermosa y fuerte, repta derechamente luciendo las manchas doradas
que tachonan sus escamas negras y relucientes. Su arrastre rápido y suave
va dejando tras sí una como estela de polvo ligero. Erguida la cabecita, es-
cudriña con cuidado las sombras.
Le falta poco para alcanzar el monte cuando el ruido de un sirenazo
que viene del río la detiene. La señal provoca movimientos y voces en los
tambos que todavía le interceptan el camino.
—Crisóstomo… Crisóstomo: es la «Melita»
—¡Apúrate! Dile que sí tenemos leeeña.
13
Dos individuos avanzan de la choza más próxima llevando faroles
en las manos. La luz le permite ver que a las puertas de las casas se ha
asomado mucha gente. Midiendo con la mirada la distancia que la separa
de los árboles más cercanos, se dice que no tiene tiempo de pasar antes
que los hombres. Tampoco se atreve a volver atrás porque oye que vienen
los niños curiosos y los perros ladradores. La luz del farol se acerca. En el
único sitio que puede encontrar refugio es entre las rajas de leña que que-
dan a su izquierda. Rápida y silenciosa se desliza entre ellas y permanece
muy quieta.
Más faroles y más hombres, esta vez en torno de la leña entre la cual
se oculta.
—Hay tres mil rajas bien contadiiitas…
—Te doy veinte centavos menos por el ciento. No me parece que toda
fuera capirona.
—¡A pucha! Capirona todititita es… A uno diez te la darééé, pues.
—Bueno, hom… Yastá… Da Silva, Legufa, Morey, Lima, Pichuno: co-
miencen a cargar.
De la lancha vienen varios muchachotes semidesnudos y fuertes, y
empiezan a llevarse al hombro la leña arreglada en el barranco, mientras
unos parlotean y otros cantan.
—«Chupito»: ¿qué me dices de los caimitos de la questá con traje celeste?
—¡No vaaale!... Me gustan más la vieja questá recostada en lahamaca.
Los montones de leña bajan de tamaño primero; luego desaparecen.
La jergón comprende el peligro pero no puede hacer nada. Piensa en sus
crías, en los hombres, en los faroles que la rodean.
Allá, en las playas del Ucayali,
Hay un cadáver, ¿de quién será?...
—¡Déjate de tristes, hom…! Cántate un tanguiño. Ese de «sandaliñas
doro pra dar al que nun ten»…
Ahora empiezan a deshacer el montón donde está escondida. Ella co-
mienza a huir de la muerte deslizándose entre los intersticios que dejan las
rajas, cada vez más abajo, más abajo.
Ya no puede avanzar más. Los leños están tan pegados uno al otro en
la hilera a que ha llegado, que su cuerpo no cabe por la luz que queda entre
ellos. Presiente que el fin se acerca y espera. Una mano robusta y bermeja
la coge junto con la raja de leña. Ella se vuelve y le clava la lanceta.
—¡Ayayau! Víbora… Víbora… ¡Lo que me mordió!
La jergón ha comenzado a huir velozmente. Dos hombres la alcanzan,
palo en mano.
—Toma, ¡jijuna!
14
Salta, se contrae y se queda quieta y extendida con su metro y medio,
orinegra y aún temible. No está muerta, pero todo zumba extrañamente en
torno: la tierra, el viento, las voces de los enemigos.
—¡Lígale el brazo!... Ahura chúpale fuerte el mordisco.
—Toma la cachaza. Anda, tómala seguido nomás…
—¿Quién ha ido por la curarina?
Debe escapar. Aún tiene fuerzas.
Comienza a reptar lentamente.
—¡Mira, la maldita! Todavía se mueve…
Le destrozan la cabeza a leñazos y la arrojan al río.
En el nido, las viboritas esperan a su madre.
15
FRRITT FLACC
1884
JULIO VERNE
(francés)
¡F
I
16
Un campanario domina la villa: el campanario cuadrado de Santa
Philfilene, con campanas suspendidas del grosor de los muros, que el hura-
cán hace resonar algunas veces. Mala señal. Cuando esto sucede, los habi-
tantes tiemblan.
Esto es Luktrop. Unas cuantas moradas, miserables chozas esparci-
das en la campiña, en medio de retamas y brezos, passim, como en Bretaña.
Pero no estamos en Bretaña. ¿Estamos en Francia? No lo sé. ¿En Europa?
Lo ignoro. De todos modos, no busquen Luktrop en el mapa, ni siquiera en
el atlas de Stieler1.
II
III
1 El atlas del cartógrafo alemán Adolf Stieler fue uno de los más importantes durante las tres últimas
décadas del siglo diecinueve y la primera mitad del siglo veinte.
17
para los pobres no se abre nada más que para los ricos. Además, hay una
tarifa: tanto por una tifoidea, tanto por una congestión, tanto por una pe-
ricarditis, tanto por cualquiera de las otras enfermedades que los médicos
inventan por docenas. ¿Por qué tiene que molestarse en una noche como
aquella al doctor Trifulgas?
—¡Solo el haberme hecho levantar vale ya diez fretzers! —murmuró al
acostarse de nuevo.
Apenas han transcurrido veinte minutos cuando el llamador de hierro
vuelve a golpear la puerta del Seis-Cuatro. El doctor abandona gruñendo su
caliente lecho y se asoma a la ventana.
—¿Quién va? —grita.
—Soy yo: la mujer de Vort Kartif.
—¿El hornero de Val Karniu?
—¡Sí! ¡Y si usted se niega a venir, morirá!
—¡Pues bien, te quedarás viuda!
—Aquí traigo veinte fretzers...
—¡Veinte fretzers por ir hasta Val Karniu, a cuatro kertses de aquí!
—¡Por caridad!
—¡Vete al diablo!
Y la ventana vuelve a cerrarse.
«Veinte fretzers! ¡Bonito hallazgo! ¡Arriesgarse a un catarro o a unas
agujetas por veinte fretzers, sobre todo cuando mañana me esperan en Kil-
treno, en casa del rico Edzingov, el gotoso, cuya gota me representa cin-
cuenta fretzers por cada visita!». Pensando en esta agradable perspectiva, el
doctor Trifulgas vuelve a dormirse más profundamente que antes.
IV
18
—Nos han enviado algún dinero —señala la vieja—. Un adelanto sobre
la venta de la casa a Dontrup, el de la calle Messagliere. ¡Si usted no acude,
mi nieta no tendrá padre, mi hija no tendrá esposo y yo no tendré hijo...!
Es a la vez conmovedora y terrible oír la voz de aquella anciana, pen-
sar que el viento hiela la sangre en sus venas y que la lluvia cala sus huesos.
—¡Un ataque cuesta doscientos fretzers! —responde el desalmado Tri-
fulgas.
—¡Solo tenemos ciento veinte!
—¡Buenas noches!
Y la ventana vuelve a cerrarse.
Pero, mirándolo bien, ciento veinte fretzers por hora y media de cami-
no, más media hora de visita, hacen sesenta fretzers la hora, un fretzer por
minuto. Poco beneficio, pero tampoco para desdeñar.
En vez de volverse a acostar, el doctor se envuelve en su vestido de
lana, se introduce en sus grandes botas impermeables, se cubre con su
holopanda de bayeta, y con su gorro de piel en la cabeza y sus manoplas
en las manos, deja encendida la lámpara cerca de su Códex, abierto en
la página 197, y empujando la puerta del Seis-Cuatro se detiene en el
umbral.
La vieja aún sigue allí, apoyada en su bastón, descarnada por sus
ochenta años de miseria.
—¿Los ciento veinte fretzers...?
—¡Aquí están, y que Dios se los devuelva centuplicados!
—¡Dios! ¡El dinero de Dios! ¿Hay alguien acaso que haya visto de qué
color es?
El doctor silba a Hurzof y, colocándole una linterna en la boca, em-
prende el camino. La vieja lo sigue.
19
siluetas. No se sabe qué hay en el fondo de esos insondables cráteres. Tal
vez las almas del mundo subterráneo que se volatilizan al salir.
El doctor y la vieja siguen el contorno de las pequeñas bahías del li-
toral. El mar está teñido de un blanco lívido, blanco de duelo, y chispea al
atacar la línea fosforescente de la resaca, que parece verter gusanos de luz
al extenderse sobre la playa.
Ambos suben así hasta el recodo del camino, entre las dunas, cuyas ato-
chas y juncos entrechocan con ruido de bayonetas. El perro se aproxima a su
amo y parece querer decirle: «¡Vamos! ¡Ciento veinte fretzers para encerrarlos
en el arca! ¡Así se hace fortuna! ¡Una fanega más que agregar al cercado de la
vida! ¡Un plato más en la cena de la noche! ¡Una empanada más para el fiel
Hurzof! ¡Cuidemos a los enfermos ricos, y cuidémoslos... por su bolsa!».
En aquel momento la vieja se detiene. Muestra con su tembloroso dedo
una luz rojiza en la oscuridad. Es la casa de Vort Kartif, el hornero.
—¿Allí? —dice el doctor.
—Sí —responde la vieja.
—¡Harrahuau! —ladra el perro Hurzof.
De repente truena el Vanglor, conmovido hasta los contrafuertes de su
base. Un haz de fuliginosas llamas asciende al cielo, agujereando las nubes.
El doctor Trifulgas rueda por el suelo. Jura como un cristiano, se le-
vanta y mira. La vieja ya no está detrás de él. ¿Ha desaparecido en alguna
grieta del terreno, o ha volado a través del frotamiento de las brumas? En
cuanto al perro, allí está, de pie sobre sus patas traseras, con la boca abier-
ta y la linterna apagada.
—¡Adelante! —murmura el doctor Trifulgas.
Ha recibido sus ciento veinte fretzers y, como hombre honrado que es,
tiene que ganarlos.
VI
20
puertecita centrada. El doctor Trifulgas se apresura tanto como se lo per-
mite la ráfaga. La puerta está entreabierta; no hay más que empujarla. La
empuja, entra, y el viento la cierra brutalmente tras él. El perro Hurzof,
fuera, aúlla, callándose por intervalos, como los chantres entre los versícu-
los de un salmo de las Cuarenta Horas.
¡Es extraño! Diríase que el doctor ha vuelto a su propia casa. Sin em-
bargo, no se ha extraviado. No ha dado un rodeo que le haya conducido al
punto de partida. Se halla sin lugar a dudas en Val Karniú, no en Luktrop.
No obstante, el mismo corredor bajo y abovedado, la misma escalera de ca-
racol de madera, gastada por el roce de las manos. Sube, llega a la puerta
de la habitación de arriba. Por debajo se filtra una débil claridad, como en
el Seis-Cuatro.
¿Es una alucinación? A la vaga luz reconoce su habitación, el canapé
amarillo, a la derecha el cofre de viejo peral, a la izquierda el arca ferrada
donde pensaba depositar sus ciento veinte fretzers. Aquí su sillón con oreje-
ras de cuero, allí su mesa de retorcidas patas, y encima, junto a la lámpara
que se extingue, su Códex, abierto en la página 197.
—¿Qué me pasa? —murmura.
¿Qué tiene? ¡Miedo! Sus pupilas están dilatadas, su cuerpo contraído.
Un sudor helado enfría su piel, sobre la cual siente correr rápidas horri-
pilaciones. ¡Pero apresúrate! ¡Falta aceite, la lámpara va a extinguirse, el
moribundo también!
¡Sí! Allí está el lecho, su lecho de columnas, con su pabellón tan largo
como ancho, cerrado por cortinas con dibujos de grandes ramajes. ¿Es posi-
ble que aquella sea la cama de un miserable hornero?
Con mano temblorosa, el doctor Trifulgas agarra las cortinas. Las
abre. Mira. El moribundo, con la cabeza fuera de las ropas, permanece in-
móvil, como a punto de dar su último suspiro. El doctor se inclina sobre él...
¡Ah! ¡Qué grito escapa de su garganta, al cual responde, desde fuera, el
siniestro aullido de su perro! ¡El moribundo no es el hornero Vort Kartif...! ¡Es el
doctor Trifulgas...! Es él mismo, atacado de congestión: ¡él mismo! Una apoplejía
cerebral, con brusca acumulación de serosidades en las cavidades del cerebro,
con parálisis del cuerpo en el lado opuesto a aquel en que se encuentra la lesión.
¡Sí! ¡Es él quien ha venido a buscarlo, por quien han pagado ciento veinte fret-
zers! ¡Él, que por dureza de corazón se negaba a asistir al hornero pobre!
¡Él, el que va a morir! El doctor Trifulgas está como loco. Se siente
perdido. Las consecuencias crecen de minuto en minuto. No solo todas las
funciones de relación se están suprimiendo en él, sino que de un momento a
otro van a cesar los movimientos del corazón y de la respiración. Y, a pesar
de todo, ¡aún no ha perdido por completo el conocimiento de sí mismo!
21
¿Qué hacer? ¿Disminuir la masa de la sangre mediante una emisión
sanguínea? El doctor Trifulgas es hombre muerto si vacila... Por aquel tiem-
po aún se sangraba y, como al presente, los médicos curaban de la apoplejía
a todos aquellos que no debían morir.
El doctor Trifulgas agarra su bolsa, saca la lanceta y pincha la vena
del brazo de su doble; la sangre no acude a su brazo. Le da enérgicas friccio-
nes en el pecho: el juego del suyo se detiene. Le abrasa los pies con piedras
candentes: los suyos se hielan.
Entonces su doble se incorpora, se agita, lanza un estertor supremo...
Y el doctor Trifulgas, pese a todo cuanto pudo inspirarle la ciencia, se mue-
re entre sus manos.
¡Frritt! ¡Flacc...!
VII
22
EL DUENDE DE LA TORMENTA
1956
CARLOTA CARVALLO DE NÚÑEZ
(peruana)
C
ierta vez unos viajeros encontraron cerca de una mina aban-
donada un muchachito indio dormido. Les llamó la atención
que un ser humano estuviera en un paraje tan frío y solitario
y trataron de averiguar cómo había llegado hasta allí, pero él
permaneció completamente mudo. Le preguntaron el nombre de
sus padres, sin obtener respuesta alguna. Los miraba extrañado como si no
comprendiera una palabra.
Vacilaron entre dejarlo allí abandonado a su suerte o llevarlo consigo.
Decidieron esto último y montándolo a la grupa de una de sus cabalgadu-
ras, fueron con él hasta el caserío más cercano. Allí lo dejaron en manos de
una buena mujer, que vivía con cierta comodidad y tenía dos hijos.
Ella lo tuvo en su casita, lo vistió y le dio de comer. Luego le preparó
un blando lecho y lo trató con cariño. Pero el chico parecía un animalito del
monte, pues no hablaba y miraba con recelo a su protectora.
Después de unos días, pensó dedicarlo a las faenas del campo y le dio
un costal para que fuera a cosechar papas, pero el muchacho se puso a dor-
mir y regresó sin las papas y sin el costal.
Al otro día la buena mujer se dijo: «No sirve para la cosecha, pero en
algo tiene que ayudar. Hoy lo mandaré a cuidar el rebaño». Y así se lo orde-
nó. Pero esa tarde el muchacho se presentó con dos ovejas de menos.
Su mayor placer consistía en seguir a los peones que trabajaban en las
minas. Se introducía allí sin que nadie se ocupara de él. Amaba la oscuri-
dad y en los días de sol se metía en el rincón más oscuro de la casa.
Una noche se desató una furiosa tempestad. Los truenos retumba-
ban en las montañas vecinas y el viento rugía en los tejados de las chozas.
La mujer y sus hijos se abrazaron llenos de temor. Entonces sucedió una
cosa extraordinaria. El muchachito se animó, sus ojos brillaron de alegría
23
y empezó a cantar con una vocecita destemplada y chillona, en un idioma
desconocido. Luego se puso a bailar agitando los brazos. Sus movimientos
se hacían cada vez más rápidos, hasta que de improviso abrió la puerta y se
lanzó afuera, perdiéndose entre la oscuridad.
La pobre mujer salió a llamarlo, porque le había tomado cariño, pero
el arisco muchacho no regresó nunca más.
Pasó mucho tiempo. Los hijos de la viuda crecieron y fueron mine-
ros, como había sido su padre. Un día hubo un desplome en la mina y uno
de ellos quedó sepultado junto con otros operarios. La pobre mujer acudió
desconsolada y no quiso moverse en todo el día, esperando que extrajeran
a su hijo.
Pero llegó la noche y los mineros abandonaron la tarea. La mina que-
dó desierta y la pobre mujer permaneció llorando sentada en una piedra.
De pronto empezó a retumbar el trueno y a iluminar el rayo, el cielo enne-
grecido por la tormenta. Una figura humana se agitó entre la oscuridad. Al
pasar cerca de la mujer, esta lo reconoció. Era el muchachito a quien ella
había recogido en su casa, hacía tanto tiempo.
Él se detuvo a mirarla y un relámpago iluminó en ese momento el
semblante lloroso de la pobre mujer. Entonces le hizo una seña para que lo
siguiera y se perdió en la oscuridad de la mina.
La mujer anduvo a tientas, durante un largo rato. El muchacho le
indicaba el camino con agudos gritos. Al fin se detuvo y con sus manos afi-
ladas empezó a arañar la dura roca.
Pronto quedó abierto un agujero por donde pudo penetrar. Un rato
después volvía con el cuerpo del minero a cuestas. Estaba con los ojos ce-
rrados y parecía muerto. Le sopló en la cara y así lo reanimó. Después se
incorporó y pudo andar. El muchacho los guió hasta la entrada de la mina.
Los truenos seguían retumbando, pero ya la pobre mujer no tenía miedo,
había recobrado a su hijo y se sentía demasiado feliz.
Cuando quiso agradecer al extraño hombrecillo su buena acción, ya
este había desaparecido.
A la luz de un relámpago, lo vio alejarse bailando, siempre bailando
entre la tempestad.
24
EL GRAN PACTO
Tradición oral de Pomalca
E
n tiempos de la hacienda los trabajadores de Pomalca se sen-
tían bien porque tenían su ficha de carne y pescado todos los
días, así como el bono de alimentos y su pago todas las sema-
nas. Pero lo malo era que pasaban muchos accidentes en la
fábrica y en el ferrocarril en donde los obreros perdían brazos,
piernas y causaba horribles muertes. Algunos se molían junto a las cañas
y se mezclaban con el azúcar.
Todos estos accidentes no eran por casualidad o descuido de los obre-
ros sino por el pacto que los hacendados habían hecho con el diablo para
entregar el alma de un trabajador cada vez que el diablo lo pedía a cambio
que a ellos les fuera todo muy bien en su empresa. Los días martes y vier-
nes el patrón se dirigía al cerro Boró y lo veían regresar al día siguiente
amarrado su cabeza con una pañoleta, con los ojos rojos y un aspecto muy
agotado que se le notaba al caminar. Su chofer, que siempre lo había lleva-
do y observado detenidamente, cierto día se llenó de valor, tomó su trago
de yonque y decidió seguirlo escondiéndose tras una planta de vichayo, lo
siguió a una prudente distancia y de repente aparecieron unos feroces pe-
rros negros que le impidieron continuar. El chofer empezó a rezar de mie-
do y los perros desaparecieron, entonces continuó tras su patrón encon-
trándolo en medio de un remolino en el suelo junto a una bestia negra en
forma de pavo que lo sacudía. Lleno de un susto por un momento se quedó
inmóvil, pero otro trago de yonque lo armó de valor y se abalanzó contra la
bestia en defensa de su patrón. Pero la bestia, mostrando su terrible ros-
tro al chofer, hizo que huyera del lugar hasta donde había dejado el auto.
Muy asustado regresó a la hacienda y temeroso al día siguiente regresó a
recoger a su patrón, porque así acostumbraba hacerlo, encontrándolo como
de costumbre con un pesado saco que le ayudó a subir al carro, pero esta
25
vez puso mucha atención al contenido de la carga. Discretamente abrió un
costado del saco y pudo ver cómo brillaba en el interior el oro que su patrón
traía después del encuentro con el diablo. Así Pomalca progresó y fue una
de las más grandes haciendas azucareras del Perú.
26
LEYENDA DE POMACOCHAS
Tradición oral de Cajamarca
narrada por Félix Valle1
E
n el distrito de Pomacochas, su capital Florida, en la provincia
de Bongará, departamento de Amazonas, hay una enorme lagu-
na. Dicen que será aproximada a unos 12 kilómetros; su forma
es redonda, con totorales a su alrededor. Navegan muchas ca-
noas y balsas; el pueblo de ahora está casi a la orilla.
En siglos pasados dicen que era una tribu muy rica, que sus edificios y
fortalezas eran todo adornado con oro y plata, también diamantes y piedras
preciosas. Sus habitantes eran naturales y todos una sola familia, solamente
Valles eran sus apellidos. Tenían un gobernante que ordenaba en ese pueblo.
Pero en ese tiempo dicen que no había camino como ahora, que tenían
solo entrada y salida por dentro de los cerros, que iban al Cusco y a Kuélap,
que visitaban al Inca.
Dicen que a ese pueblo no iba ninguna persona particular, al menos
pobres no penetraban sin permiso del capazote. Y dicen que tenía el pueblo
su luz propia de piedras muy brillantes que alumbraban a todo el pueblito;
sus piletas y grifos de agua eran todo de oro: querían imitarlo a sus casas
del Cuismanco antes de los incas.
Su costumbre era sin compasión y sin caridad, porque era una sola fa-
milia, un solo gremio. Se alimentaban casi solo de la caza y algunos frutos
del campo.
En aquel tiempo, antes que se hiciera la hermosa laguna —dicen que
conversaba una viejita llamada Tomasa Valle, que también era de ese pue-
blito, de la misma familia—, un día, como a las tres o cuatro de la tarde,
1 Félix Valle, de trescientos años o algo más, era hijo de la vieja Tomasa. Se lo había contado a un
señor shilico, Marcelino Chávez, de 90 años. El relato fue recogido por Raymundo Silva Chávez de
Cortegana. (Nota del texto original).
27
pasó un viejito con su perrito por una calle, se dirigió al centro del pueblo,
pidiendo, al que hallaba en sus casas, comida para su perrito. Y le negaban.
Le decían:
—¡No hay para ti y qué será para tu perro más feo que vos!
Entonces ya se acercaba al centro, donde era más bonito el pueblo y le
prohibieron los que vigilaban, porque para ahí no ingresaba ninguna per-
sona particular, y qué sería un viejo inútil con perro. Entonces se regresó
por la misma calle, y la señora que cuenta ya lo había visto pasar, pero no
había hablado con ella. Entonces ya era más tarde, medio se hizo oscuro. Y
llega a la señora y dice:
—¿Algo tiene de comidita que me venda para mí y mi perrito?
La señora no tenía nada, solo una gallina. Y le dice:
—Ahora no tengo nada, pero tengo esta gallinita. Lo pelaré al momen-
to, espere un ratito…
El viejito le dijo:
—Ya va a llover en este momento.
La vieja tenía bien arriba su choza, sus animales medio lejos. El vie-
jito le dijo:
—Agarra la gallina y ándate a matarlo arriba en tu choza, porque
ahorita llueve y se tapa este pueblo maldito. Te vas sin mirar atrás, llegas
a tu choza, pelas la gallina y las plumas no lo botes; la carne la metes en
tu olla y me verás en la mañana por allí. No lo prepares para ahora. Pero
rápido ándate arriba, ya se va a derramar la lluvia. En la mañana, antes
de mirar la gallina que has pelado, ni mirar la casa de tu pueblo, mudas
tus animales y haces tu caldo de otra cosa, no de la gallina. Tomando tu
caldo sales de tu choza, miras tu pueblo cómo ha amanecido y te vuelves
adentro a tu choza, miras las plumas y tu olla con la gallina. Verás la
recompensa de los que no saben hacer caridad. Yo en ese momento llegaré
para darte tu recompensa.
Así se acostó la señora pensando en lo que le había dicho el viejito. Y
siempre oraba al Intiraymi y a Mamaquilla, que era el sol y la luna.
Antes que amaneciera ya estaba dispierta. Rezó y se levantó. No mira-
ba a su casa del pueblo. Se fue a sus animales, igual como le había dicho el
viejito. Avanzó en todo para poder mirar su pueblo. Tomó su caldito y salió
de su choza para mirar su casa. Y lo vio: era una sola laguna que hasta
ahora permanece.
Lloró la vieja de pena y se fue a mirar la olla donde estaba la gallina
pelada. Halló una bola de oro con todo olla. Miró a las plumas y era un mon-
tón todito de plata. La vieja no sabía qué hacerse, porque ella vivía sola, no
tenía ni hijos ni criados.
28
En eso que se estaba acabando la vida apareció el viejito, pero ya sin
su perro. Le dijo que no tuviera pena por su pueblo, que eso pasó porque la
gente no tenía caridad. Le dijo:
—Ahora vos vivirás acá. Desde tu choza toda esta parte alta es para
ti. Yo te lo doy porque yo soy el dueño, y vos por demostrar tu caridad te has
salvado.
Le entregó todo el fundo de Corobamba. ¡Que no lo podía andar para
conocerlo su terreno!
Entonces el viejito se fue. Ya no quería comer nada.
La vieja se quedó en su hacienda. Dicen que vivió muchos años y tuvo
dos hijos. A uno le dio la parte alta y al otro la parte baja. Pero la laguna
siguió permaneciendo.
En esa laguna dicen que hay una sirena que cuando ya quiere tentar,
canta en el canto de la laguna, pero muy bonito. Pero no lo entienden lo que
dice en las canciones. Dicen que una vez se hundió una canoa con cazadores
de peces; eran de familia rica. De eso no hace más de veinte años. Y solicita-
ron buenos nadadores para buscarlos. Vinieron de Holanda y de Alemania,
pero no hallaron los cadáveres, solo hallaban rocas de oro. Que la laguna es
muy profunda, que tiene brazos por dentro de la tierra.
29
ACTIVIDADES
A LA DERIVA
En el cuento «A la deriva», de Horacio Quiroga, el protagonista es mordido por una
yaracacusú (un tipo de serpiente venenosa). Por eso, inicia inmediatamente un viaje
procurando su salvación.
Ir a la deriva significa navegar o flotar a donde el viento o la corriente nos quiera llevar.
Es decir, no tener el poder de fijar el rumbo. Explica con tus palabras por qué el cuento
se titula «A la deriva».
¿Por qué crees que el protagonista no pide a su mujer que lo acompañe en la canoa?
30
ACTIVIDADES
UNA MADRE
Según lo que has leído, ¿quién es la madre a la que hace referencia el título del cuento
de Fernando Romero?
Los cargadores de leña ven en ella a un animal peligroso. ¿Estás de acuerdo con que la
maten? ¿Qué hubieras hecho tú?
FRRITT FLACC
En el cuento «Frritt Flacc», de Julio Verne, el protagonista es un médico. ¿Qué sentimien-
tos te provoca la actitud del médico frente a las personas enfermas?
Explica por qué crees que el título del cuento es «Frritt Flacc».
31
ACTIVIDADES
Observa que los tres se inician con una acción o situación que tiene que ver con el con-
flicto central del cuento: la mordedura de una serpiente, las crías que esperan que su
madre vuelva, la descripción de una tormenta muy intensa. Los tres inicios intentan que
el lector se interese por lo que va a pasar.
Lo interesante de esta historia es el encuentro del dueño de la hacienda con el diablo para
intercambiar el alma de un obrero por oro.
32
ACTIVIDADES
Imagina otro inicio a “El gran pacto” de manera que pueda despertar la curiosidad del
lector desde el comienzo. Anota a continuación tu propuesta de inicio.
EL GRAN PACTO
Según el relato «El gran pacto», ¿cómo obtenían su riqueza los dueños de la hacienda
Pomalca?
El diablo se describe en este relato como «una bestia negra en forma de pavo». Imagina
una bestia de color negro con alguna similitud a un pavo. Ahora agrégale detalles. Re-
cuerda que es el diablo. Imagina cómo son sus ojos, su cabeza, su nariz (si tiene una),
su boca, sus extremidades, su cuerpo.
Redacta una descripción de ese diablo.
33
34
35
EL CORAZÓN DELATOR
1843
EDGAR ALLAN POE
(estadounidense)
¡E
s cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terrible-
mente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy
loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez
de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de
todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo.
Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escu-
chen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento
mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por pri-
mera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía
ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás
me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesa-
ba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un
buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en
mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui
decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no
saben nada. En cambio... ¡si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido
ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con
qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la
semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el
picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando
la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una
linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera
ninguna luz y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al
ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy
lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora
36
entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta,
hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan pru-
dente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro
del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí,
cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba
abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de
buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce...
pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir
mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por
la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le
hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con voz cordial y pregun-
tándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber
sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a
las doce, iba yo a mirarle mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costum-
bre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez
de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido
el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi
impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puer-
ta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos!
Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque le sentí moverse
repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que
me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya
que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones;
yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí
empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando
mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho,
gritando:
—¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no
moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en
la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche
tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anun-
cia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del
terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota
del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese soni-
do. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía,
surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me
37
enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo
el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Com-
prendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se mo-
vió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero
sin conseguirlo. Pensaba: «No es más que el viento en la chimenea... o un
grillo que chirrió una sola vez». Sí, había tratado de darse ánimo con esas
suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se
había aproximado a él, deslizándose furtiva y envolvía a su víctima. Y la
fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que le movía a
sentir —aunque no podía verla ni oírla—, a sentir la presencia de mi cabeza
dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír
que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranu-
ra en la linterna. Así lo hice —no pueden imaginarse ustedes con qué cui-
dado, con qué inmenso cuidado—, hasta que un fino rayo de luz, semejante
al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme
mientras le miraba. Le vi con toda claridad, de un azul apagado y con aque-
lla horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada
de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había
orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es solo
una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos
un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto
en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón
del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor
estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respira-
ba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener
con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal
latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez
más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible.
¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les
he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible
silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquel me
llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos
minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte,
más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansie-
dad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora
del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me
38
precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez.
Me bastó un segundo para arrojarle al suelo y echarle encima el pesado col-
chón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero,
durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado.
Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las
paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón
y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la
mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor
latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando
les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La
noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio.
Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los
restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que nin-
gún ojo humano —ni siquiera el suyo— hubiera podido advertir la menor
diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro
de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido
todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada,
pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las
campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con
toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como ofi-
ciales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido,
por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este
informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para
que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales
y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les
hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitan-
tes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Fi-
nalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus
caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo
de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros
que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi
perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba
el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convenci-
do. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron
39
de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo
de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan.
Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías
continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía
resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme
de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más
clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía
dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con cre-
ciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y
qué podía yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que
podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar
el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor
rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en
pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticu-
laciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve
de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos
hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios!
¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Ba-
lanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas
del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más
alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando
plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No,
no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando
de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era
preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel
escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que
tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte...
más fuerte... más fuerte... más fuerte!
—¡Basta ya de fingir, malvados! —aullé—. ¡Confieso que lo maté! ¡Le-
vanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!
40
EL PODER DE LA INFANCIA
1912
LEÓN TOLSTÓI
¡Q
(ruso)
41
Ya estaban cerca, cuando de pronto, en un momento de calma, se oyó
una vocecita infantil, entre las últimas filas de la multitud.
—¡Papá! ¡Papá! —gritaba un chiquillo de seis años, llorando a lágrima
viva, mientras se abría paso, para llegar hasta el cautivo—. Papá, ¿qué te
hacen? ¡Espera, espera! Llévame contigo, llévame...
Los clamores de la multitud se apaciguaron por el lado en que venía el
chiquillo. Todos se apartaron de él, como ante una fuerza, dejándolo acer-
carse a su padre.
—¡Qué simpático es! —comentó una mujer.
—¿A quién buscas? —preguntó otra, inclinándose hacia el chiquillo.
—¡Papá! ¡Déjenme que vaya con papá! —lloriqueó el pequeño.
—¿Cuántos años tienes, niño?
—¿Qué van a hacer con papá?
—Vuelve a tu casa, niño, vuelve con tu madre —dijo un hombre.
El reo oía ya la voz del niño, así como las respuestas de la gente. Su
cara se tornó aún más taciturna.
—¡No tiene madre! —exclamó, al oír las palabras del hombre.
El niño se fue abriendo paso hasta que logró llegar junto a su padre;
y se abrazó a él.
La gente seguía gritando lo mismo que antes: «¡Que lo maten! ¡Que lo
ahorquen! ¡Que fusilen a ese canalla!»
—¿Por qué has salido de casa? —preguntó el padre.
—¿Dónde te llevan?
—¿Sabes lo que vas a hacer?
—¿Qué?
—¿Sabes quién es Catalina?
—¿La vecina? ¡Claro!
—Bueno, pues..., ve a su casa y quédate ahí... hasta que yo... hasta que
yo vuelva.
—¡No; no iré sin ti! —exclamó el niño, echándose a llorar.
—¿Por qué?
—Te van a matar.
—No. ¡Nada de eso! No me van a hacer nada malo.
Despidiéndose del niño, el reo se acercó al hombre que dirigía a la
multitud.
—Escuche; máteme como quiera y donde le plazca; pero no lo haga
delante de él —exclamó, indicando al niño—. Desáteme por un momento
y cójame del brazo para que pueda decirle que estamos paseando, que es
usted mi amigo. Así se marchará. Después..., después podrá matarme como
se le antoje.
42
El cabecilla accedió. Entonces, el reo cogió al niño en brazos y le dijo:
—Sé bueno y ve a casa de Catalina.
—¿Y qué vas a hacer tú?
—Ya ves, estoy paseando con este amigo; vamos a dar una vuelta; lue-
go iré a casa. Anda, vete, sé bueno.
El chiquillo se quedó mirando fijamente a su padre, inclinó la cabeza
a un lado, luego al otro, y reflexionó.
—Vete; ahora mismo iré yo también.
—¿De veras?
El pequeño obedeció. Una mujer lo sacó fuera de la multitud.
—Ahora estoy dispuesto; puede matarme —exclamó el reo, en cuanto
el niño hubo desaparecido.
Pero, en aquel momento, sucedió algo incomprensible e inesperado. Un
mismo sentimiento invadió a todos los que momentos antes se mostraron
crueles, despiadados y llenos de odio.
—¿Saben lo que les digo? Deberían soltarlo —propuso una mujer.
—Es verdad. Es verdad —asintió alguien.
—¡Suéltenlo! ¡Suéltenlo! —rugió la multitud.
Entonces, el hombre orgulloso y despiadado que aborreciera a la mu-
chedumbre hacía un instante se echó a llorar; y, cubriéndose el rostro con
las manos, pasó entre la gente, sin que nadie lo detuviera.
43
SALOMÓN Y AZRAEL
aproximadamente 1273
YALAL AL-DIN RUMI
(persa)
U
n hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del
profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos.
Salomón le preguntó:
—¿Por qué estás en ese estado?
Y el hombre le respondió:
—Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada impresio-
nante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me lleve
a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!
Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y,
al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:
—¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese hombre, que
es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria.
Azrael respondió:
—Ha interpretado mal mi mirada. No lo miré con cólera, sino con
asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en
la India, y me dije: ¿Cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a
la India?
44
EL VERDUGO
aproximadamente 1950
ARTHUR KOESTLER
(húngaro)
C
uenta la historia que había una vez un verdugo llamado Wang
Lun, que vivía en el reino del segundo emperador de la dinastía
Ming. Era famoso por su habilidad y rapidez al decapitar a sus
víctimas, pero toda su vida había tenido una secreta aspiración
jamás realizada todavía: cortar tan rápidamente el cuello de
una persona que la cabeza quedara sobre el cuello, posada sobre él. Practicó
y practicó y finalmente, en su año sesenta y seis, realizó su ambición.
Era un atareado día de ejecuciones y él despachaba cada hombre con
graciosa velocidad; las cabezas rodaban en el polvo. Llegó el duodécimo
hombre, empezó a subir el patíbulo y Wang Lun, con un golpe de su espada,
lo decapitó con tal celeridad que la víctima continuó subiendo. Cuando llegó
arriba, se dirigió airadamente al verdugo:
—¿Por qué prolongas mi agonía? —le preguntó—. ¡Habías sido tan
misericordiosamente rápido con los otros!
Fue el gran momento de Wang Lun; había coronado el trabajo de toda
su vida. En su rostro apareció una serena sonrisa; se volvió hacia su vícti-
ma y le dijo:
—Tenga la bondad de inclinar la cabeza, por favor.
45
ROMANCE DEL ENAMORADO Y LA MUERTE
siglo XVI
Poema anónimo
versión de Ramón Menéndez Pidal
(español)
46
Muy deprisa se calzaba,
más de prisa se vestía;
ya se va para la calle,
en donde su amor vivía.
—¡Ábreme la puerta, blanca,
ábreme la puerta, niña!
—¿Cómo te podré yo abrir
si la ocasión no es venida?
Mi padre no fue al palacio,
mi madre no está dormida.
—Si no me abres esta noche,
ya no me abrirás, querida;
la Muerte me está buscando,
junto a ti vida sería.
—Vete bajo la ventana
donde labraba y cosía,
te echaré cordón de seda
para que subas arriba,
y si el cordón no alcanzare
mis trenzas añadiría.
47
ACTIVIDADES
EL CORAZÓN DELATOR
«El corazón delator» es un cuento narrado por el mismo protagonista. Él simula conver-
sar con alguien y contarle cómo asesinó a un anciano. ¿Cuál es la razón que da para
asesinarlo? ¿Qué opinas sobre este motivo?
El protagonista ha pensado muy bien su plan. ¿Qué hace que se ponga nervioso y con-
fiese su crimen?
EL PODER DE LA INFANCIA
En el cuento «El poder de la infancia», un guardia que ha disparado contra los pobladores
durante la guerra civil va a ser ejecutado. Cuando lo atrapan, ¿se arrepiente de lo que ha
hecho?, ¿qué es lo que piensa?
48
ACTIVIDADES
SALOMÓN Y AZRAEL
En el minicuento «Salomón y Azrael», un hombre se asusta de Azrael. ¿Por qué?
Salomón, con buena intención, desea ayudar al hombre que va a su palacio, ¿su auxilio
tuvo resultados positivos?
EL VERDUGO
En el minicuento «El verdugo», el protagonista trata de perfeccionarse en su oficio. Dado
que es un verdugo, ¿qué sensación te provoca la meta personal que se trazó?
Cuando el verdugo dice: “Tenga la bondad de inclinar la cabeza, por favor”, ¿qué crees
que suceda con el hombre del patíbulo?
49
ACTIVIDADES
De los últimos cinco textos que has leído, solo en uno sale la muerte derrotada. Observa
que en ese cuento se ha incluido mucho diálogo. Ahora prueba tú redactar tu propio
cuento. Haz que el amor de una persona salve de la muerte a otra. Trata de utilizar bas-
tante diálogo.
50
ACTIVIDADES
51
52
53
LA CREACIÓN DEL MUNDO
1975
ANTONIO GÁLVEZ RONCEROS
(peruano)
D
icen quial pirncipio e toa las cosas la Tiera etaba vacía y se
conjundía con el fimamento en una ocuridá muy prieta. Pero
elepíritu de Dio, que año tras año veía dede ariba lo mimo, no
aguantó má y se vino volando a hacé las cosas. Entonce dijo:
«Que brote la lu». Y la lu brotó. Y como vio que la lu era güena,
la desayuntó de la ocuridá y a eta la mandó a que juera a viví a ota padte.
Y a la lu la llamó día y a la ocuridá noche. Eto pasó en un solo día, en el
pirmé día de la vida del mundo.
Como antes too dede ariba hata abajo era purita agua, el segundo día
Dio ordenó: «Quiedo que apareca el fimamento en medio de esagua pa que
un poco se vaya pariba y oto poco pabajo, que no puee sé quiande pegá too
el tiempo». Y así jue: apadeció el fimamento metiéndose con juerza entre
elagua y aventó una padte pariba y ota padte pabajo. Y al fimamento Dio
le llamó cielo.
El tercé día Dio miró pa un lao y vio que lasaguas diabajo andaban
haciendo su guto, yéndose pallá y pacá, ponde les daba la gana. Entonce
dijo: «Quiacen deparramá esasaguas diabajo. Que siamontonen en un mimo
sitio». Y lasaguas diabajo dieron un respingo de suto y corieron a amontona-
se dejando mucho lugare seco. Y sin pensalo má, Dio le llamó tiera a lo seco
y mare al montón diagua.
Entonce, viendo que la tiera seguía pelá como una pampa, dijo: «Que
horita mimo eta tiera se preñe de yerbas y plantas con semías y jrutos». Y
comenzaron a brotá rapidito toa clase e yerbas y plantas, que abrieron su
semías y su jrutos. Y así aparecieron sobe la tiera el frijó, el pallá, la yuca, el
camote, la guayaba y lo demá jrutos que dan la plantas pa quel hombe coma.
El cuato día Dio miró pariba y meneó la cabeza. «Eto sigue regüerto»,
dijo. Entonce ordenó: «Que aparecan candelas en el cielo pa que alumben la
54
Tiera y se distinga el día de la noche». Y e1 día tuvo así una candela gande
y la noche unas candelitas chiquitas. Y a la candelaza le llamó sol y a las
candelitas, etrellas. Pero la noche se quejó: «Señó, esas mandelitas náaa me
alumban y a mí me da ñiedo la ocuridá». Entonce, pa que la noche no juera
muy prieta, Dio le prendió una candela má chica quel sol, que llamó luna. Y
así el día y la noche, que aparecían cuando querían, se enderezaron y sivie-
ron pa que nacieran las etacione y los años.
El quinto día, viendo que toavía naa se movía ni en elagua ni en el
aire, mandó Dio: «Que se llenen dianimale lasaguas y el fimamento y que
se ayunten entrellos pa que aumenten como cuyes». Y no bien aparecieron
los pescao y lasaves, comenzaron a ayuntase rapidito pa cumplí con lo que
Dio había ordená. Y así aletiaron en la mar toa clase e pescao, ya sea pe-
jerreye, chauchía, lorna, bonito, pejiauja, toyo, mojarría y otos má. Y en
el aire comenzaron a volá pájaros comuel chaucato, el pichío, el cuccho, el
cernícalo y la lechuza y tamién insectos comuel tábano, de coló azulprieto,
que empezó a zumbá po lo corrale de buros, y el zancudo, que se puso a tocá
su pitito.
Y llegando el seto día dijo Dio: «Y ahoda qué fartra». Y se puso a mirá
po aquí y po allá, bucando lo que fartraba. Y viendo que lo seco taba muy
quieto, que naa en él se movía, paró de mirá y dijo: «Ah, ya sé». Entonce
mandó: «Que la tiera se llene dianimale, sean de do, cuatro y má patas;
unos con diente, otos sin diente; animale con güeso, animale sin güeso;
unos de pelo, otos de pellejo; animale con cacho, animale sin cacho; unos con
uña, otos con casco..., toa clase dianimale e tiera». Dicho y hecho: la tiera
empezó a llenase de ruidos, de güellas y de guitos, po la tendalaa diani-
male y alimaña que aparecieron. Ahi taban el chivo locón y la vaca tetona;
el buro con su mujé la bura, dumiendo paraos; la mula, medio agaritaa,
mirando el aire sin entendé po qué taba ahí; el sapo bocón, con susojos de
bulto; el caballo y la yegua, temblando po cuadquié cosa; la araña, con su
poto redondo y birllante: el gusano, doblándose y arastrándose pa avanzá
su camino; la víbora, de lengua partía y ojos malinos; la lagartija, mirando
asutá, epantándose de su mimo ruido; el buey, con su pecuezo e tronco; el
alacrán, de codos palante y lanceta patrás...
«Güeno», dijo Dio, «ahoda hay que hacé al hombe». Y lo hizo. Y dicen
que lo hizo a su mima apadiencia, como Dio mimo era. Y entonce le dijo que
luabía hecho pa que dominara a los pescao, a lasaves y a cuantos animale
se movían sobe la tiera, y que debía aporvechase dellos, que no juera zonzo,
que podía comé los que se podían comé y ayudase con los que podían ayudá,
y que ahí tamién tenía las semías y los jrutos de las plantas pa que le hicie-
ran porvecho. Entonce el hombe comenzó a sevirse dianimale y plantas. De
55
la mar sacó y comió pescao, y siempre había má, sin que siacabaran; agadó
y comió los jrutos de las plantas y pa que no siacabaran aprendió a sembrá
las semías en la tiera. El buro jue güeno pa la carga, la mula y el buey pa
jalá troncos y pedrones y pa ará la tiera, el caballo y la yegua pa montalos.
Y pa tené caine a la mano, el hombe crió gaínas, patos, palomas, cuyes y
chivos. Y crió perros, que ladraran en la noche…
Pero Dio no solo liabló al hombe. Ese día liabló tamién a lo animale
que se movían en la tiera y en el aire. De modo que cuando les dijo: «Tamién
a utede, animale e tiera y animale diaire y too los que etán sobe la tiera, les
doy pa su comía la yerba que brota e la tiera», comenzaron a jorese entrellos
y de yapa a joré tamién al hombe, como si hubieran etao eperando noma que
Dio les hablara pa desatase en jorienda. El cernícalo siaventó dede ariba
sobe lo poítos y toa clase e pájaro pa carnialos; el alacrán levantó su lance-
ta; el zancudo se metió po la orejas del hombe y los cuadrúpedo a chupales la
sangue; la araña reculó, tejió su trampa de hilo y se quedó quieta, eperando
que senredara algún animalito voladó o que asomara el hombe pa vaciale
su veneno; el sapo y la lechuza salieron en la noche a comé animalitos ente-
ros; lo tábanos se prendieron de las heridas de mulas y buros y se pusieron
a ecarbalas hata fomá matadura; se enrolló la víbora bucando que tragase
algún animá pequeño y el hombe tuvo que apartase de su mordico lleno e
veneno; la mula se puso terca; el buro quiso pisá bura preñá; el chivo pisoteó
los sembrao; al gusano se le dio po comese lo brotes; el buey y la vaca que-
rían corniá; el caballo y la yegua dale con queré tumbá al hombe… Entonce
el hombe deconfió de lo animale y tuvo que aprendé a cuidase dellos.
Dio etaba muy cansao de too lo que había hecho en lo sei días. Y como
ya no quedaba naa po hacé, el día siete decansó. Depué se jue, desapareció,
no se sabe aónde.
Dicen, pue, quel mundo y el hombe aparecieron po la voluntá de Dio.
Humm… Si será verdá.
56
EL REGALO
1959
RAY BRADBURY
(estadounidense)
M
añana sería Navidad, y aun mientras viajaban los tres ha-
cia el campo de cohetes, el padre y la madre estaban pre-
ocupados. Era el primer vuelo por el espacio del niño, su
primer viaje en cohete, y deseaban que todo estuviese bien.
Cuando en el despacho de la aduana los obligaron a dejar
el regalo, que excedía el peso límite en no más de unos pocos kilos, y el ar-
bolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban la fiesta
y el cariño.
El niño los esperaba en el cuarto terminal. Los padres fueron allá,
murmurando luego de la discusión inútil con los oficiales interplanetarios.
—¿Qué haremos?
—Nada, nada. ¿Qué podemos hacer?
—¡Qué reglamentos absurdos!
—¡Y tanto que deseaba el árbol!
La sirena aulló y la gente se precipitó al cohete de Marte. La madre y
el padre fueron los últimos en entrar, y el niño entre ellos, pálido y silencioso.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo el padre.
—¿Qué?... —preguntó el niño.
Y el cohete despegó y se lanzaron hacia arriba en el espacio oscuro.
El cohete se movió y dejó atrás una estela de fuego, y dejó atrás la
Tierra, un 24 de diciembre de 2052, subiendo a un lugar donde no había
tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Durmieron durante el res-
to del primer «día». Cerca de medianoche, hora terráquea, según sus relojes
neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
—Quiero mirar por el ojo de buey.
Había un único ojo de buey, una «ventana» bastante amplia, de vidrio
tremendamente grueso, en la cubierta superior.
57
—Todavía no —dijo el padre—. Te llevaré más tarde.
—Quiero ver dónde estamos y adónde vamos.
—Quiero que esperes por un motivo —dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pen-
sando en el regalo abandonado, el problema de la fiesta, el árbol perdido y
las velas blancas. Al fin, sentándose, hacía apenas cinco minutos, creyó ha-
ber encontrado un plan. Si lograba llevarlo a cabo este viaje sería en verdad
feliz y maravilloso.
—Hijo —dijo—, dentro de media hora, exactamente, será Navidad.
—Oh —dijo la madre consternada. Había esperado que, de algún
modo, el niño olvidaría.
El rostro del niño se encendió. Le temblaron los labios.
—Ya lo sé, lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prome-
tieron...
—Sí, sí, todo eso y mucho más —dijo el padre.
—Pero… —empezó a decir la madre.
—Sí —dijo el padre—. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Per-
dón, un momento. Vuelvo en seguida.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
—Ya es casi la hora.
—¿Puedo tener tu reloj? —preguntó el niño.
Le dieron el reloj y el niño sostuvo el metal entre los dedos: un resto
del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el movimiento insensible.
—¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
—A eso vamos —dijo el padre y tomó al niño por el hombro.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo, y subieron por una rampa.
La madre los seguía.
—No entiendo.
—Ya entenderás. Hemos llegado —dijo el padre.
Se detuvieron frente a la puerta cerrada de una cabina.
El padre llamó tres veces y luego dos, en código.
La puerta se abrió y la luz llegó desde la cabina y se oyó un murmullo
de voces.
—Entra, hijo —dijo el padre.
—Está oscuro.
—Te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró, y el cuarto estaba, en ver-
dad, muy oscuro. Y ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de
buey, una ventana de un metro y medio de alto y dos metros de ancho, por
la que podían ver el espacio.
58
El niño se quedó sin aliento.
Detrás, el padre y la madre se quedaron también sin aliento, y enton-
ces en la oscuridad del cuarto varias personas se pusieron a cantar.
—Feliz Navidad, hijo —dijo el padre.
Y las voces en el cuarto cantaban los viejos, familiares villancicos; y
el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el vidrio frío del ojo de
buey. Y allí se quedó largo rato, mirando, mirando simplemente el espacio,
la noche profunda, y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de
maravillosas velas blancas…
59
A MARGARITA DEBAYLE
1908
RUBÉN DARÍO
(nicaragüense)
60
La quería para hacerla
decorar un prendedor,
con un verso y una perla,
una pluma y una flor.
La princesa no mentía,
y así, dijo la verdad:
«Fui a cortar la estrella mía
a la azul inmensidad».
61
Y dice ella: «No hubo intento:
yo me fui no sé por qué;
por las olas y en el viento
fui a la estrella y la corté».
La princesa se entristece
por su dulce flor de luz,
cuando entonces aparece
sonriendo el Buen Jesús.
62
LA CREACIÓN DEL MUNDO
Tradición oral bora
E
sto sucedió así: en un tiempo existió un ser del que nadie
hasta el día de hoy conoce el origen. Un ser formado de la
nada. No se sabe si nació de alguien o se formó por su cuen-
ta. Se llama Mépiivyej Niimúhe, Dios creador del mundo.
63
Al mismo tiempo, Mépiivyej Niimúhe, Dios creador del mundo, juntó
la tierra con el agua y modeló los peces. Cuando formó la tierra, creó toda
clase de plantas, árboles, animales, aves e insectos. Él veía que todas las
cosas que había constituido estaban bien hechas.
Mépiivyej Niimúhe se dio cuenta que no había luz y no existía el día.
Él dijo que en nombre de la chicharra se hiciera la luz y el sol. Al instante
la luz comenzó a iluminar la tierra de tal manera que ya se podía observar
nítidamente los animales, peces y toda clase de plantas comestibles. Viendo
todo esto, Mépiivyej Niimúhe dijo:
—Como ya he creado estos elementos: tierra, árboles, animales, agua,
quizá sería bueno formar también a un ser como yo, a mi imagen y semejan-
za. Este ser se beneficiará de todas las cosas que he creado.
Entonces Mépiivyej Niimúhe, Dios creador del mundo, formó al hom-
bre y, después de crearlo, sopló sobre las hojas de la planta de tabaco que
representaba a la gente. Él hizo al hombre frotando los palos de tabaco y lo
llamó Meóóvete Niimúhe, padre de todos los alimentos.
Así sucedió.
64
EL GIGANTE IWA Y MACHÍN,
EL MONO BLANCO
Tradición oral aguaruna
A
ntiguamente el gigante Iwa comía gente. Exterminaba a los
aguarunas y huambisas del Alto Marañón. Nadie podía con
él. Y entonces Machín, el travieso mono blanco, quiso salvar
a los aguarunas y huambisas. Al Machín siempre le gusta
hacer bromas.
Un día Machín se fue al interior del bosque y junto a un barranco
profundo sembró un árbol de yaásu1 cerca del camino por donde todos los
días pasaba el gigante lwa. Pronto creció el árbol y maduraron sus frutos.
Otros aguarunas cuentan que Machín sopló o escupió a un árbol del monte
cualquiera y ese árbol se convirtió en caimito cargado de frutos.
Cuando Iwa se acercaba por la trocha, Machín se subió al árbol y lo
llamó diciendo:
—Oye, compadre Iwa, detente un rato y ven a gustar estos frutos de
caimito, que son muy sabrosos. Son más sabrosos aun que la carne de los
aguarunas y huambisas que tú acostumbras comer.
Como Iwa no podía pasar, pues le separaba un barranco, dijo:
—¿Por dónde paso, Machín?
—Espérame ahí, no te muevas, que te voy a llevar unas frutas de cai-
mito para que pruebes.
Y diciendo esto, Machín, el mono blanco, se descolgó por un bejuco que
colgaba del árbol y de unos cuantos saltos llegó a donde estaba lwa.
—Toma, come caimito —dijo Machín.
A Iwa le agradó la fruta. Dijo:
1 Yaásu: es el árbol llamado caimito que produce una fruta del mismo nombre muy sabrosa y carnosa,
pero que deja los labios pegajosos. (Nota del texto original).
65
—Está buena. Dame más caimito para mí y mi familia.
—Sube tú mismo a cogerla.
Decía Machín con malicia. Pero lwa respondía:
—Yo no puedo subir arriba.
Machín le dice:
—Mira, llévate estos pocos frutos de caimito para que des a probar a
tu mujer y a tus hijos, y mañana te vienes con tu familia a llevarte todos los
que quieras. Tráete bastantes canastas para que te las lleves llenas. Mien-
tras tanto, yo mismo voy a prepararte un buen puente para que puedan tú
y tu familia pasar este barranco y subir al árbol sin dificultad.
Apenas se hubo ido el gigante lwa a avisar a su familia, Machín pre-
paró un puente de bejucos y lianas que atravesaba el barranco. Abajo corría
entre peñascos una quebrada de aguas transparentes de color sangre lla-
mada Numpatken.
Al día siguiente, desde muy temprano, Machín, el travieso mono blan-
co, tenía todo preparado y estaba bien alegre saltando y esperando que lle-
gase el gigante Iwa. Por fin apareció al otro lado del barranco con toda su
familia. Cada uno traía colgando a su espalda una canasta de tamshi . 2
2 Tamshi: liana muy resistente y fuerte que se utiliza para amarrar los palos y vigas en la construc-
ción de las viviendas, para sujetar las canoas en las orillas, fabricar canastas, etc.
66
Para asegurarse de la muerte de todos, el mono blanco Machín se bajó
del árbol del caimito con cuidado y con un palo fracturaba las cabezas de los
lwas muertos. Después buscando encontró al gigante lwa y le sacó los sesos,
y Machín se los puso en su cabeza. Desde entonces el mono blanco tiene la
cabeza grande y piensa como gente.
Machín se marchó llorando a grandes gritos. Por gusto lloraba y fin-
gía como que estaba triste y asustado. Porque temía que alguno de la fami-
lia Iwa hubiese sobrevivido y le culpase de la muerte del gigante Iwa y de
su numerosa familia.
Pero todos estaban bien muertos y él, Machín, el mono blanco del Alto
Marañón, era el único realmente vivo.
67
LA JOVEN, EL JOVEN,
LA SUEGRA Y LAS ALPACAS
Tradición oral de Caylloma
narrada por Alejo Maque Capira
H
ace mucho tiempo vivía en una estancia una joven que tenía
una cantidad enorme de alpacas. Vivía sola con su mamá,
no tenía esposo. Tenía un vecino que a su vez era un joven
soltero.
La madre de esta joven era una mujer muy mala y de ninguna manera
quería que la joven se casara.
Un día, el joven vecino —que era un pobre campesino que pasteaba
animales ajenos— se conoció con la joven mientras pasteaban los animales.
Allí deseó que la joven fuera su mujer. Así, empezaron a amarse a escondi-
das y la joven quedó embarazada.
Bueno, ¿pero por qué esta joven poseía esa cantidad tan grande de
alpacas? Por lo siguiente: del lugar denominado «Mama-Qucha»1 salieron,
destinadas para esa joven, unas alpacas sagradas, llamadas «Khuya». Y
también le fue enviado a la joven un hermoso tamborcito o caja.
Mientras las pasteaba, al tocar la joven ese instrumento, las alpacas
«Khuyas» se reproducían enormemente. La Mama-Qucha también habría
ordenado, siendo que la joven ya tenía hombre, que el hijo que tuviera fuese
una rana.
Así, la joven dio a luz una rana. El niño-rana no debía ser visto ni por
el joven ni por la madre de ella.
Una vez que dio a luz ya no salía a pastear, sino permanecía todo el
día en la casa cuidando a su hijo-rana. Por otro lado, el joven comenzó a
hacer continuos viajes. Y las alpacas, por sí mismas, salían de los corrales
68
donde dormían, y sin que nadie les ordene iban a comer a los bofedales.
Cuando atardecía, la joven tocaba su instrumento que sonaba «tin, tin, tin».
Al escucharlo, las alpacas por ellas mismas se reunían y regresaban en tro-
pel a los sitios donde dormían.
La mamá de la joven, que vivía en otra casa, ya sabía que su hija se
había juntado con ese muchacho y también que había quedado embarazada,
aunque no la vio dar a luz. Como ya no veía a su hija pensó:
«¿Por qué será que mi hija ya no sale a pastear? ¡Tanto se habrá enca-
riñado con su hijo que está todo el día cuidándolo en la casa!».
Pensando esto, un día la engañó:
—¡Oye, hija! ¡Los ladrones están arreando a las alpacas! —le dijo.
Al escuchar esto, la joven se apuró para ir ver a las alpacas; a su hijo
lo envolvió con cariño en una manta y lo dejó en la casa.
Mientras, la madre de la joven entró a la casa a ver al niño. Al desen-
volver la manta encontró una rana, entonces la mató aplastándola con una
piedra.
Cuando las alpacas supieron la muerte de la rana, todas se fueron a la
Mama-Qucha. Así, de la misma forma como salieron, desaparecieron allí.
La joven, tras eso, desapareció igualmente en la Laguna-Madre siguiendo a
las alpacas. También los manantiales de los bofedales se secaron. Y se dice
que, por eso, ahora llueve poco.
Hay unas pocas creencias que guardan muchos secretos acerca de la
vida de las alpacas. Si desaparecieran, también desaparecerían las mismas
alpacas.
Así como este, hay bastantes cuentos tanto sobre alpacas, como perso-
nas, como ranas.
69
ACTIVIDADES
«El tercé día Dio miró pa un lao y vio que lasaguas dia-
bajo andaban haciendo su guto, yéndose pallá y pacá,
ponde les daba la gana. Entonce dijo: “Quiacen deparra-
má esasaguas diabajo. Que siamontonen en un mimo
sitio”. Y lasaguas diabajo dieron un respingo de suto y
corieron a amontonase dejando mucho lugare seco. Y sin
pensalo má, Dio le llamó tiera a lo seco y mare al montón
diagua.»
Si no entiendes bien el texto, trata de leerlo en voz alta. Luego, reescríbelo tratando de
adaptarlo a tu modo de hablar. ¿Qué te parece el resultado?
El final del relato tiene un poco de humor. Leemos cómo todos los animales se devoran
y acosan unos a otros, incluido al ser humano. ¿Crees que así sucede en el mundo real?
Puedes emplear ejemplos de situaciones que hayas visto o escuchado.
70
ACTIVIDADES
EL REGALO
«El regalo» es un relato ambientado en el futuro. Sin embargo, la tradición de festejar la
Navidad sigue vigente. ¿Por qué quitan a los protagonistas su árbol de Navidad?
Explica en tus propias palabras cómo se siente el padre ante esta situación.
Al final del cuento, ¿qué reemplaza al árbol de Navidad que el papá había prometido a su hijo?
¿La idea del padre de reemplazar el árbol te parece adecuada?, ¿cómo es que reacciona
el niño de la historia?
71
ACTIVIDADES
¿Cómo imaginas que será el gigante Iwa? Dibújalo en alguna situación que te presente el relato.
Como muchas leyendas, esta también trata de explicar una realidad. En este caso, porqué
hay tan pocas alpacas y no hay muchos manantiales ni bofedales. Según el relato, ¿a qué
se debe esta situación?
72
ACTIVIDADES
Te proponemos que escribas una leyenda en la que relates el origen de la escuela. Los
personajes principales deben ser:
73
74
75
WARMA KUYAY
1933
JOSÉ MARÍA ARGUEDAS
(peruano)
N
oche de luna en la quebrada de Viseca.
Pobre palomita por dónde has venido,
buscando la arena por Dios, por los suelos.
—¡Justina! ¡Ay, Justinita!
En un terso lago canta la gaviota,
memorias me deja de gratos recuerdos.
—¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok’!
—¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
—¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!
—¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y
hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.
La cholita se rio, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros.
—¡Ay, Justinacha!
—¡Sonso, niño, sonso! —habló Gregoria, la cocinera.
Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha... soltaron la risa; gritaron
a carcajadas.
—¡Sonso, niño!
Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la
musiquita de Julio, el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme,
y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre.
Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse,
como las nubes que correteaban en las laderas del Chawala. Los eucaliptos
de la huerta sonaban con ruido largo e intenso; sus sombras se tendían has-
ta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared más alta y
miré desde allí la cabeza del Chawala: el cerro, medio negro, recto, amena-
zaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches;
76
los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras conversaban
siempre dando las espaldas al cerro.
—¡Si te cayeras de pecho, tayta Chawala, nos moriríamos todos! En
medio del witron1, Justina empezó otro canto:
Flor de mayo, flor de mayo,
flor de mayo primavera,
por qué no te libertaste
de esa tu falsa prisionera.
Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En
el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como
estacas de tender cueros.
—Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi
corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu.
¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?
Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba vueltas
alrededor del círculo, dando ánimos, gritando como potro enamorado. Una
paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la
voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del
patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el
pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban
a perseguirle, pero don Froylán apareció en la puerta del witron.
—¡Largo! ¡A dormir!
Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se
quedó solo en el patio.
—¡A ese le quiere!
Los indios de don Froylán se perdieron en la puerta del caserío de la
hacienda, y don Froylán entró al patio tras ellos.
—¡Niño Ernesto! —llamó el Kutu.
Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.
—Vamos, niño.
Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándo-
se en un ángulo del witron; sobre el lavadero había un tubo inmenso de
fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas del padre de
don Froylán.
Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.
La hacienda era de don Froylán y de mi tío; tenía dos casas. Kutu y yo
estábamos solos en el caserío de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron
al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.
77
Subimos las gradas sin mirarnos siquiera; entramos al corredor, y ten-
dimos allí nuestras camas para dormir alumbrados por la luna. El Kutu se
echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al lado del cholo.
—¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?
—¡Don Froylán la ha abusado, niño Ernesto!
—¡Mentira, Kutu, mentira!
—¡Ayer no más la ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañar-
se con los niños!
—¡Mentira, Kutullay, mentira!
Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse,
me golpeaba. Empecé a llorar, como si hubiera estado solo, abandonado en
esa gran quebrada oscura.
—¡Déjate, niño! Yo, pues, soy «endio», no puedo con el patrón. Otra vez,
cuando seas «abugau», vas a fregar a don Froylán.
Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.
—¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te
quiera. Te vas a dormir otro día con ella ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina
tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo porque
eres niño.
Me arrodillé sobre la cama, miré al Chawala que parecía terrible y
fúnebre en el silencio de la noche.
—¡Kutu: cuando sea grande voy a matar a don Froylán!
—¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak’tasu2!
La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido del león
que entraba hasta el caserío en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba
alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.
—Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El pa-
trón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la luna para ir.
Su alegría me dio rabia.
—¿Y por qué no matas a don Froylán? Mátale con tu honda, Kutu,
desde el frente del río, como si fuera puma ladrón.
—¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuando seas «abugau» ya esta-
rán grandes.
—¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!
—No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerri-
tos, pero a los hombres no los quieres.
—¡Don Froylán! ¡Es malo! Los que tienen hacienda son malos; hacen
llorar a los indios como tú; se llevan las vaquitas de los otros, o las matan
2 Mak’tasu: de mak’ta, joven; en ciertos casos un adjetivo muy encomioso, equivalente a fuerte, valiente.
78
de hambre en su corral. ¡Kutu, don Froylán es peor que toro bravo! Mátale
no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.
—¡«Endio» no puede, niño! ¡«Endio» no puede!
¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los
potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a las
vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los potreros de mi tío, pero
era cobarde. ¡Indio perdido!
Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios
delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A este le quiere! Y ella era bonita: su
cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos negros quemaban; no era como
las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no
me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechitos parecían
limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo;
de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho
a la muerte. ¿Y ahora? Don Froylán la había forzado.
—¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma!
Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos. Otra vez el corazón me sacu-
día, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.
—¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella ¿quieres?
El indio se asustó. Me agarró la frente: estaba húmeda de sudor.
—¡Verdad! Así quieren los mistis3.
—¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella.
¡Déjala!
—Cómo no, niño, para ti voy a dejar, para ti solito. Mira, en Wayrala
se está apagando la luna.
Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de to-
das partes del cielo; el viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los
duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en el fondo de la quebrada,
el río grande cantaba con su voz áspera.
***
Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me ha-
cían temblar de rabia.
—¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la tercia-
na, te enterrarán como a perro! —le decía.
Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al witron, a los
alfalfares, a la huerta de los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los ani-
males de don Froylán. Al principio yo le acompañaba. En las noches entrá-
bamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos, los más
79
delicados; Kutu se escupía en las manos, empuñaba duro el zurriago, y les
rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres... cien zurriagazos; las crías se
retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas, lloraban; y el indio seguía,
encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba.
—¡De don Froylán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!
Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía
mis labios e inundaba mi corazón.
Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba
de mi alma y lloraba dos, tres horas. Hasta que una noche mi corazón se
hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me vencían la desesperación y
el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta; despa-
cito abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca
bañaba la quebrada; los árboles, rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al
cielo. De dos saltos bajé al corredor y atravesé corriendo el callejón empe-
drado, salté la pared del corral y llegué junto a los becerritos. Ahí estaba
Zarinacha, la víctima de esa noche; echadita sobre la bosta seca, con el ho-
cico en el suelo; parecía desmayada. Me abracé a su cuello; la besé mil veces
en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros y grandes.
—¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!
Junté mis manos y, de rodillas, me humillé ante ella.
—Ese perdido ha sido, hermanita, yo no. ¡Ese Kutu canalla, indio perro!
La sal de las lágrimas siguió amargándome durante largo rato.
Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.
—¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero!
Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada ma-
dre, alumbró mi vida.
***
A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El
cielo estaba limpio y alegre, los campos verdes, llenos de frescura. El Kutu
ya se iba, tempranito, a buscar «daños»4 en los potreros de mi tío, para en-
sañarse contra ellos.
—Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca ya no sirves. ¡Los comune-
ros se ríen de ti, porque eres maula!
Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo.
—¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito es como criatura. ¡Ya en
Viseca no sirves, indio!
—¿Yo no más acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala: diez
días más atrás me voy a ir.
80
Resentido, penoso como nunca, se largó a galope en el bayo de mi tío.
Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él,
como si hubiera perdido a su hijo.
Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a don Froylán, casi a todos
los hombres les temía. Le quitaron su mujer y se fue a ocultar después
en los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades de Sondondo,
Chacralla... ¡Era cobarde!
Yo, solo, me quedé junto a don Froylán, pero cerca de Justina, de mi
Justinacha ingrata. Y no fui desgraciado. A la orilla de ese río espumoso,
oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas, yo vivía sin esperanzas; pero
ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada que fue mi
nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa, mirándola desde lejitos,
era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un «warma kuyay» y no creía
tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un
hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y peleara
a látigos en los carnavales. Y como amaba a los animales, las fiestas indias,
las cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada
verde y llena del calor amoroso del sol. Hasta que un día me arrancaron de
mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que
no comprendo.
***
El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está
en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor
novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros.
Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos
fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños.
81
EL AMIGO FIEL
1888
OSCAR WILDE
(inglés)
A
primeras horas del día la vieja Rata de agua sacó la cabeza por
el agujero del escondrijo. Sus ojos eran redondos y vivarachos,
los bigotes grises y tupidos; la cola parecía un largo elástico
negro.
Unos patitos amarillos nadaban en el estanque dando la im-
presión de una bandada de canarios. Su madre, toda blanca y con patas
rojas, esforzábase en enseñarles a hundir la cabeza en el agua.
—Si no aprendéis a sumergir la cabeza —les decía—, jamás os será
brindada la ocasión de codearos con la buena sociedad.
Y de nuevo les enseñaba cómo tenían que hacerlo. Pero los patitos no
prestaban la menor atención a las lecciones. Eran tan jóvenes, que ignora-
ban las ventajas que la vida de sociedad reporta.
—¡Qué desobedientes son! —exclamó la Rata de agua—. ¡Estas cria-
turas merecerían ahogarse!
—¡Dios no lo quiera! —replicó la señora Pata—. El aprendizaje es necesario
en todas las cosas, y por otra parte, la paciencia de los padres nunca se acaba.
—¡Ah! No tengo idea de lo que son sentimientos paternos —dijo la
Rata de agua—. No soy padre de familia. No me he casado ni he pensado
nunca en hacerlo. Indiscutiblemente, el amor es una cosa buena, a su mane-
ra; pero la amistad vale más. Puedo asegurarle que no conozco en el mundo
nada más noble o más raro que una amistad auténtica y fiel.
—Y dígame, se lo suplico: ¿qué idea tiene usted de los deberes de un
amigo fiel? —preguntó un Pardillo verde que había escuchado la conversa-
ción posado sobre el tronco retorcido de un sauce.
—¡Eso es precisamente lo que yo quisiera saber! —exclamó la Pata; y
nadando hacia el extremo del estanque, hundió la cabeza en el agua para
dar buen ejemplo a sus hijos.
82
—¡Qué pregunta más necia! —gritó la Rata de agua— ¡Como es lógi-
co, entiendo por amigo fiel al que me demuestra fidelidad!
—Y usted, ¿qué hará para corresponder? —dijo la avecilla, columpián-
dose sobre una ramita y agitando sus diminutas alas.
—No alcanzo a comprenderlo —respondió la Rata de agua.
—Entonces permítame usted que le cuente una historia sobre este
asunto —dijo el Pardillo.
—Esa historia, ¿tiene algo que ver conmigo? —preguntó la Rata de
agua—. De ser así, la escucharé complacida, porque a mí me encantan los
cuentos.
—Bien puede aplicarse a usted —respondió el Pardillo.
Y en un instante se posó a la orilla del estanque, y empezó a contar la
historia del Amigo fiel.
—Había una vez —comenzó a decir el Pardillo— un honrado mozo
llamado Hans.
—¿Era un hombre realmente distinguido? —preguntó la Rata de agua.
—No —respondió el Pardillo—. Opino que no era nada distinguido,
excepto por su buen corazón y por su redonda cara morena y afable.
83
Sin embargo, el vecindario encontraba raro que el rico moline-
ro no diese nunca nada al pequeño Hans, aunque tuviera alma-
cenados cien sacos de harina, sin contar las seis vacas lecheras ni
las muchísimas cabezas de ganado lanar, de lo cual era propieta-
rio. Pero Hans jamás se preocupó por semejante cosa.
Nada le encantaba tanto como escuchar los bellos conceptos
que el molinero acostumbraba decir sobre la solidaridad de los
verdaderos amigos.
Así, pues, el pequeño Hans cultivaba su jardín. En primavera
en verano y en otoño, sentíase muy feliz; pero cuando llegaba el
invierno y no tenía frutos ni flores que llevar al mercado, padecía
un gran frío y mucho le apretaba el hambre, y se acostaba con
frecuencia sin haber comido más que unas peras secas y algunas
nueces rancias.
Además, en invierno encontrábase muy solo, porque el moline-
ro no iba nunca a verle durante aquella estación.
—Mientras las nieves duren no está bien que vaya a ver al
pequeño Hans —decía muchas veces el molinero a su mujer—.
Cuando las personas pasan apuros hay que dejarlas solas y no
atormentarlas con visitas. Esa es, por lo menos, mi opinión sobre
la amistad, y estoy seguro de que es acertada. Por eso esperaré
la primavera y entonces iré a verle; podrá darme un gran cesto
de velloritas, y eso le alegrará mucho.
—Eres realmente diligente y cuidadoso con los demás
—le contestaba su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un
buen fuego de leña—. Es un verdadero placer oírte hablar de la
amistad. Estoy segura de que el señor cura no diría sobre ella
tan bellas cosas como tú, aunque viva en una casa de tres pisos y
lleve un anillo de oro en el dedo meñique.
—¿Y por qué no invitamos al pequeño Hans a venir aquí?
—preguntaba el hijo del molinero—. Si el pobre Hans pasa apu-
ros, le daré la mitad de mi sopa y le enseñaré mis conejos blancos.
—¡Qué tonto eres! —exclamó el molinero—. No comprendo
para qué sirve mandarte a la escuela. No aprendes nada. Si el
pequeño Hans viniese aquí, y viera nuestro buen fuego, nuestra
excelente cena y nuestra gran barrica de vino tinto, podría sentir
envidia, y la envidia es una cosa terrible que echa a perder los
mejores caracteres. Yo no podría sufrir que el carácter de Hans
se echara a perder. Soy su mejor amigo, velaré siempre por él, y
tendré buen cuidado de no exponerle a ninguna tentación. Por
84
otra parte, si Hans viniese aquí, podría pedirme que le diese un
poco de harina fiada, lo cual me es imposible. La harina es una
cosa y la amistad otra, y no deben confundirse. Esas dos palabras
se escriben de modo diferente y significan cosas completamente
distintas, como todo el mundo muy bien sabe.
—¡Con qué acierto hablas! —dijo la mujer del molinero sir-
viéndole un gran vaso de cerveza caliente—. En verdad que me
siento como adormecida lo mismo que en la iglesia.
—Muchos obran bien —replicó el molinero—: pero pocos sa-
ben hablar bien, lo cual prueba que hablar es, con mucho, la cosa
más difícil, así como la más hermosa de las dos.
Y severamente dirigió su mirada, por encima de la mesa, hacia su
hijo. Este sintió tal vergüenza de sí mismo, que bajó la cabeza, se puso
extremadamente ruborizado y empezó a llorar.
Bien se le podía disculpar, ¡era tan joven!».
85
—¿Cómo has pasado el invierno? —le preguntó el molinero.
—¡Bien, bien! —repuso Hans—. Muchísimas gracias por tu
interés. He pasado mis malos ratos; pero ahora ha vuelto la pri-
mavera y me siento casi feliz... Además, mis flores van creciendo
magníficas.
—Durante el invierno hemos hablado con mucha frecuencia de ti
—prosiguió el molinero—, y nos preguntábamos qué sería de nuestro
buen amigo Hans.
—¡Qué amable eres! —le dijo Hans—. A veces temía que me
hubieras olvidado.
—Querido Hans, me sorprende oírte hablar así —dijo el moli-
nero—. La amistad no se olvida jamás. Eso tiene de admirable,
aunque presiento que no comprendas la poesía de la amistad. Y...
ahora que las veo, ¡qué hermosas están tus velloritas!
—Sí, están muy hermosas —dijo Hans—, y es para mí una
gran suerte tener tantas. Voy a llevarlas al mercado, donde las
venderé a la hija del burgomaestre y con ese dinero compraré
otra vez mi carretilla.
—¿Dices que comprarás otra vez tu carretilla? ¿Acaso la ven-
diste? ¡Es, desde luego, un acto bien necio!
—Sin lugar a dudas; pero el hecho es —replicó Hans— que me
vi obligado a ello. Como sabes, el invierno es una época muy mala
para mí, y carecía de dinero para comprar pan. Primero vendí los
botones de plata del traje que acostumbro a ponerme los domin-
gos, luego mi cadena de plata, después mi flauta, y por último la
carretilla. Pero ahora pienso rescatarlo todo.
—Hans —dijo el molinero—, te daré mi carretilla. No está en
muy buen estado; uno de los lados se ha roto y los radios de la
rueda se ven algo torcidos, pero, a pesar de esto, te la daré. Sé
que es una gran generosidad en mí y a mucha gente les parecerá
una locura que me desprenda de ella; pero yo no soy como el resto
del mundo. Estoy convencido de que la generosidad es la esencia
de la amistad, y, además, me he comprado una carretilla nueva.
Sí, puedes estar tranquilo. Te daré mi carretilla.
—Muchas gracias. Eres, realmente, muy generoso —dijo el
pequeño Hans. Y su afable rostro resplandeció de gozo—. Puedo
arreglarla con facilidad, ya que tengo una tabla en mi casa.
—¡Una tabla! —exclamó el molinero—. ¡Qué bien! Eso es pre-
cisamente lo que necesito para la techumbre de mi granero. Se ha
formado una gran brecha y se mojará todo el trigo si no la tapo.
86
¡No podías estar más oportuno! Es verdad que una buena acción
engendra siempre otra. Te he dado mi carretilla, y ahora tú me
darás la tabla. Claro está que la carretilla vale mucho más que
la tabla; pero la amistad sincera no repara nunca en esas cosas.
Dame ahora mismo la tabla y así hoy mismo arreglaré mi granero.
—¡Ya lo creo! —replicó el pequeño Hans.
Y se fue corriendo a su casa y cogió la tabla.
—No es una tabla muy grande —comentó el molinero— y me
figuro que una vez hecho el arreglo de la techumbre del granero,
no quedará madera suficiente para componer la carretilla. Claro
que yo no tengo la culpa de eso. Y ahora, en vista de que te he
dado mi carretilla, estoy seguro de que accederás a regalarme
unas flores... Aquí tienes el cesto; procura llenarlo.
—¿Llenarlo? —replicó al instante el pequeño Hans, quedán-
dose bastante afligido al comprobar las grandes dimensiones del
cesto y comprender que si lo llenaba no le quedarían ya flores
que llevar al mercado, y estaba deseoso también de rescatar sus
botones de plata.
—A fe mía —respondió el molinero—, una vez que te doy mi ca-
rretilla, no creí que fuese mucho pedirte unas cuantas flores. Podré
estar equivocado; pero yo me figuré que la amistad, la verdadera
amistad, estaba exenta de toda clase de egoísmo.
—Mi querido amigo —protestó el pequeño Hans—, tú eres mi
mejor amigo y todas las flores de mi jardín están a tu disposición,
porque me importa mucho más tu estimación que mis relucientes
botones de plata.
Y corriendo se fue a coger las hermosas velloritas para llenar
el cesto del molinero.
—¡Adiós, pequeño Hans! —exclamó el molinero subiendo de
nuevo la colina con su tabla al hombro y su gran cesta al brazo.
—Adiós —contestó él.
Y se puso a cavar con renovadas energías. Estaba contentísi-
mo de tener carretilla.
A la mañana siguiente, cuando estaba sujetando unas madre-
selvas sobre su puerta, oyó la voz del molinero que le llamaba
desde el camino. Bajó de su escalera y corrió hasta el otro ex-
tremo del jardín, se encaramó por el muro hasta lograr ver por
encima y divisó al molinero que venía con un gran saco de harina
cargado a la espalda.
—Pequeño Hans —dijo el molinero acercándose—, ¿querrías
87
llevarme este saco de harina al mercado?
¡Oh, cuánto lo siento! —dijo Hans—. La verdad es que estoy
ocupadísimo. Tengo que sujetar todas mis enredaderas, regar to-
das mis flores y segar todo el césped.
—¡Caramba! —replicó el molinero—. Supuse que, en considera-
ción a que te he dado mi carretilla, no te negarías a complacerme.
—¡Pero si no me niego! —protestó el pequeño Hans—. Tratándo-
se de ti, por nada del mundo dejaría yo de obrar como amigo.
Y se fue en busca de su gorra y partió con el gran saco al hombro.
Era un día muy caluroso y la carretera estaba terriblemente pol-
vorienta. Así, antes de que Hans llegara al mojón que marcaba la
sexta milla, hallábase tan fatigado, que tuvo que sentarse a descan-
sar. Sin embargo, no tardó mucho en continuar animosamente su
camino, llegando por fin al mercado.
Logró vender el saco de harina a buen precio, pero no sin antes
de tener que aguardar un buen rato. Rápidamente y de un tirón
regresó a su casa, porque temía encontrarse a algún salteador en
el camino si se retrasaba demasiado.
“¡Qué día más caluroso y agotador! —se dijo Hans al tenderse
en la cama—. Pero me siento feliz por no haberme negado. El
molinero es mi mejor amigo, y, además, va a darme su carretilla”.
A la mañana siguiente muy temprano, el molinero llegó en
busca del dinero de su saco de harina; pero el pequeño Hans es-
taba tan rendido, que no se había levantado aún de la cama.
—¡Vaya! —exclamó el molinero—. Eres muy perezoso, ¡pala-
bra! Y cuando pienso que acabo de darte mi carretilla creo que
podrías trabajar con más ímpetu. La pereza es un gran vicio, y
no quisiera yo que ninguno de mis amigos fuera perezoso, poco
sensible y dejado. Como ves, te hablo sin miramientos. Claro es
que no te hablaría así si no fuese amigo tuyo. Pero, ¿de qué ser-
viría la amistad si uno no pudiera decir claramente lo que pien-
sa? Todo el mundo puede decir cosas amables y esforzarse en
ser agradable y halagador, pero un amigo sincero dice las cosas
molestas y no teme causar pesadumbre. Por el contrario, si es un
amigo verdadero, lo prefiere ya que sabe que obra bien.
—Lo siento mucho respondió el pequeño Hans, restregándose los ojos
y quitándose el gorro de dormir—; pero estaba tan rendido, que creía
haberme acostado hace poco y escuchaba cantar a los pájaros. ¿No sa-
bes que luego trabajo más a gusto cuando he oído cantar a los pájaros?
—¡Tanto mejor! —replicó el molinero, dándole una palmada
88
en el hombro—. Porque necesito que arregles la techumbre de mi
granero.
Hacía dos días que el pequeño Hans no regaba el jardín, por
lo cual tenía gran necesidad de hacerlo. Sin embargo, no quiso
decírselo al molinero, ya que tan buen amigo era para él.
No obstante se atrevió a preguntar con humilde y tímida voz:
—¿Crees que no sería amistoso decirte que tengo que regar
mis flores?
—¡No! Realmente, no —contestó el molinero—. Pero si te nie-
gas, lo haré yo mismo.
—¡De ningún modo! —exclamó el pequeño Hans, saltando de
su cama.
Vistiose rápidamente y se fue al granero.
Trabajó allí durante todo el día hasta el anochecer. Al ponerse
el sol, vino el molinero a ver hasta dónde había llegado.
—¡Pequeño Hans! —gritó el molinero con tono alegre—. ¿Has
tapado el boquete del techo?
—Está casi terminado —contestó el pequeño Hans, bajando
de la escalera.
—¡Bien! —dijo el molinero—. No existe trabajo más agradable
como el que se hace por otro.
—¡Es un placer oírte hablar! —respondió el pequeño Hans,
que descansaba, secándose la frente—. Es un placer; pero temo
no tener nunca ideas tan hermosas como tú.
—¡Oh, ya las tendrás! —dijo el molinero—. Pero debes aplicar-
te más. Por ahora no posees más que la práctica de la amistad.
Algún día poseerás también la teoría.
—¿De veras lo crees así? —preguntó el pequeño Hans.
—No cabe la menor duda —contestó el molinero—. Pero ahora
que has arreglado el techo, mejor será que vuelvas a tu casa y
descanses, pues mañana necesito que lleves mis carneros a pacer
a la montaña.
El pobre Hans no se atrevió a protestar, y al día siguiente, al
amanecer, el molinero condujo sus carneros hasta cerca de su casa,
y Hans continuó llevando el rebaño hasta la montaña. Entre ir y
volver se le fue el día. Cuando regresó, estaba tan agotado que se
durmió en su silla y no despertó hasta ya entrada la mañana.
“Hoy podré trabajar en mi jardín con un tiempo delicioso”, se
dijo, e iba a comenzar su labor; pero, por un motivo u otro, no
tuvo tiempo de echar un vistazo a sus flores: llegaba su amigo el
89
molinero, y le mandaba muy lejos a recados, o le pedía que fue-
se a ayudarle en el molino. Algunas veces, el pequeño Hans se
apuraba pensando que sus flores creerían que las había olvidado;
pero se consolaba al pensar que el molinero era su mejor amigo.
“Además —solía decirse—, va a darme su carretilla, lo cual es
un acto del más puro desprendimiento”.
Y el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y este decía
muchas cosas bellas sobre la amistad, cosas que Hans escribía
luego en su libro verde y que releía por la noche, pues era culto.
Ahora bien: sucedió que una noche, estando el pequeño Hans
sentado al fuego, dieron un aldabonazo en la puerta.
La noche era negrísima y el viento rugía en torno a la casa
de un modo tan terrible, que Hans creyó al principio si sería el
huracán el que sacudía la puerta. Pero sonó un segundo golpe y
después un tercero, más fuerte que los otros.
“Quizá sea algún pobre viajero”, se dijo el pequeño Hans, y
corrió a la puerta.
El molinero estaba en el umbral; con una mano sujetaba la
linterna y en la otra tenía un grueso garrote.
—Me aflije un gran pesar —dijo atropelladamente el moli-
nero—, mi chico se ha caído de una escalera, hiriéndose. Voy
a buscar al médico. Pero vive lejos de aquí y la noche está tan
mala, que he pensado que vayas tú, querido Hans, en mi lugar.
Ya sabes que te doy mi carretilla. Por eso estaría muy bien que,
a cambio, hicieses algo por mí.
—¡Claro que sí! —exclamó el pequeño Hans—, y me alegra
mucho que se te haya ocurrido venir. Iré en seguida. Pero ten-
drías que dejarme tu linterna; la noche es tan oscura, que resul-
taría fácil caer en alguna zanja.
—Lo siento mucho —respondió el molinero—; pero es mi linter-
na nueva, y si le ocurriese algo sería una gran pérdida para mí.
—Muy bien; ¡no se hable más del asunto! Me pasaré sin ella
—contestó el pequeño Hans.
Se puso su gran capa de pieles, su gorro encarnado de mucho
abrigo, se colocó su tapabocas alrededor del cuello y partió.
¡Qué horrible tormenta se desencadenaba en aquellos momentos!
La noche era tan oscura, que el pequeño Hans apenas lo-
graba ver; y el viento soplaba tan fuerte que le costaba gran
trabajo andar.
Sin embargo, él era muy animoso, y después de caminar cerca
90
de tres horas, llegó a casa del médico y llamó en su puerta.
—¿Quién llama? —preguntó el doctor asomando la cabeza a la
ventana de su aposento.
—¡El pequeño Hans, doctor!
—¿Y qué deseas a estas horas, mi pequeño Hans?
—El hijo del molinero se ha caído de una escalera y está heri-
do. Es necesario que vaya usted en seguida.
—¡Muy bien! —replicó el doctor.
En el acto se calzó sus grandes botas, enjaezó su caballo y co-
giendo su linterna se dispuso para la marcha.
Se dirigió a casa del molinero, llevando al pequeño Hans, a pie,
detrás de él.
La tormenta arreciaba cada vez más. El agua caía a torrentes
y el pequeño Hans no alcanzaba a ver dónde ponía sus pies ni
lograba seguir al caballo. Al fin se perdió; estuvo vagando por el
páramo, que era un paraje peligroso lleno de hoyos profundos, y
el pequeño Hans cayó en uno de ellos y se ahogó.
A la mañana siguiente, unos pastores encontraron su cuerpo
flotando en el pequeño pantano y lo llevaron a su casita.
Como Hans era muy querido por todos, nadie faltó al entierro.
Y el molinero figuró a la cabeza del duelo.
—Yo siempre fui su mejor amigo —decía el molinero—. Justo
es que ocupe el sitio de honor.
Así es que asistió a la cabeza del cortejo con una larga capa
negra; y de cuando en cuando se enjugaba los ojos con un gran
pañuelo.
—El pequeño Hans representa para todos nosotros una sensi-
ble pérdida —dijo el hojalatero, una vez terminados los funerales
y cuando el acompañamiento estuvo instalado cómodamente en
la posada, bebiendo vino dulce y comiendo ricos pasteles.
—Particularmente para mí es una gran pérdida —contestó el
molinero—. Fui lo bastante bueno para comprometerme a darle
mi carretilla, y ahora, a fe mía, que no sé qué hacer con ella. Me
estorba en casa, y está tan rota, que si la vendiera no me darían
nada por ella. Os aseguro que de aquí en adelante no daré nada
a nadie. Si se es generoso, luego se pagan las consecuencias».
91
—¡Oh! No lo sé a punto fijo —contestó el Pardillo—, y por otra parte,
igual me da.
—Resulta evidente que su carácter no es nada simpático —dijo la Rata
de agua.
—Creo que usted no ha comprendido la moraleja de esta historia —re-
plicó el Pardillo.
—¿La qué? —gritó la Rata de agua.
—La moraleja.
—¿Quiere con eso decir que la historia tiene una moraleja?
—Sí, ¡claro que sí! —afirmó el Pardillo.
—¡Vaya! —exclamó con ira la Rata de agua—. Podía usted habérmelo
dicho antes de empezar. De ser así, con toda seguridad que no le hubiera es-
cuchado. Con decirle «¡Psch!», como el crítico, era suficiente. Pero aún estoy
a tiempo de hacerlo.
«¡Psch!» —gritó a toda voz, y dando un fuerte coletazo, se volvió a es-
conder en su agujero.
—¿Qué opina usted de la Rata de agua? —preguntó la señora Pata,
que llegó, chapoteando, pocos minutos después—. Muchas son las buenas
cualidades que ella posee; pero yo, por mi parte, tengo sentimientos de ma-
dre, y no puedo ver a un solterón empedernido sin que las lágrimas fluyan
de mis ojos.
—Sospecho que se ha molestado —respondió el Pardillo—. El hecho es
que le he contado una historia que tiene su moraleja.
—¡Ahora comprendo! ¡Eso es siempre peligrosísimo! —exclamó la Pata.
92
LA CONFESIÓN
aproximadamente 1940
MANUEL PEYROU
(argentino)
E
n la primavera de 1232, cerca de Aviñón, el caballero Gon-
tran D’Orville mató por la espalda al odiado conde Geoffroy,
señor del lugar. Inmediatamente, confesó que había ven-
gado una ofensa; pues su mujer lo engañaba con el Conde.
Lo sentenciaron a morir decapitado, y diez minutos antes de la
ejecución le permitieron recibir a su mujer, en la celda.
—¿Por qué mentiste? —preguntó Giselle D’Orville—. ¿Por qué me lle-
nas de vergüenza?
—Porque soy débil —repuso—. De este modo me cortarán la cabeza,
simplemente. Si hubiera confesado que lo maté porque era un tirano, prime-
ro me torturarían.
93
EXACTA DIMENSIÓN
1960
JUAN GONZALO ROSE
(peruano)
y más precisamente:
me gustas porque tienes el color de los patios
de las casas tranquilas
cuando llega el verano…
y más precisamente:
me gustas porque tienes el color de los patios
de las casas tranquilas en las tardes de enero
cuando llega el verano…
y más precisamente:
me gustas porque te amo.
94
POEMA DEL MAR Y DE ELLA
1927
CARLOS OQUENDO DE AMAT
(peruano)
95
ACTIVIDADES
WARMA KUYAY
En el cuento «Warma kuyay» el protagonista es el niño Ernesto y él mismo nos cuenta de
su amor por Justina. Pero Justina está enamorada de Kutu. ¿Por qué crees que Gregoria
y otros peones de la hacienda se ríen del amor del niño Ernesto?
¿Cómo se siente el niño Ernesto cuando ve bailar a Kutu y Justina? ¿Adónde se va para
sentir su tristeza?
De acuerdo al relato, Justina fue forzada por don Froylán. Debido a que Kutu no reacciona
frente a este atropello, Ernesto lo desprecia diciendo que actúa como mujer. ¿Qué imagen
de la mujer expone este relato?, ¿estás de acuerdo con esto? Explica tu respuesta.
El narrador en este cuento es el personaje protagonista, Ernesto. Según lo que nos cuen-
ta, ¿cómo describirías a este personaje?
LA CONFESIÓN
El caballero Gontran D´Orville, protagonista de “La confesión”, dice que es cobarde.
¿Consideras que es efectivamente un cobarde? Explica tu respuesta.
96
ACTIVIDADES
EL AMIGO FIEL
En el relato «El amigo fiel» se habla acerca de la amistad. ¿Cómo justifica Hugo que, cada
vez que pasa por la casa de Hans, se lleve frutos y flores del jardín de su amigo?
Hugo dice: «Los amigos verdaderos deberían compartir todas las cosas». Sin embargo,
cuando llega el invierno, el molinero no auxilia a Hans, pese a que este la está pasando
mal. Explica en tus palabras cómo Hugo justifica no ayudarlo.
Hugo le ofrece a Hans una carretilla en mal estado que nunca le llega a entregar, pero a
cambio de ella le pide varios favores. Haz una lista de esos favores.
Al final del cuento, la Rata de agua está más preocupada por el molinero que por Hans.
Por eso, el Pardillo le dice que eso es muestra de que no ha comprendido la moraleja.
No todos los cuentos tienen necesariamente una moraleja, pero, en este caso, el cuento
sobre Hans y Hugo parece tenerla. ¿Cuál crees que es? Redáctala.
97
ACTIVIDADES
Si tuvieras que pronunciar un discurso en el velorio del pequeño Hans para resaltar sus
cualidades, ¿qué dirías? Escribe tu discurso a continuación.
EXACTA DIMENSIÓN
En el poema «Exacta dimensión», la voz poética trata de explicar por qué le gusta su
amada. Observa que cada vez trata de ser más preciso y va ampliando sus razones. Co-
mienza diciendo que su amada tiene «el color de los patios / de las casas tranquilas...».
Explica qué puede ser lo que le gusta de su amada.
Copia lo que agrega en la segunda estrofa para precisar lo que le gusta de su amada.
Ahora copia lo que agrega en la tercera estrofa para precisar lo que le gusta de su amada.
98
ACTIVIDADES
Observa que cada una de estas tres primeras estrofas termina con puntos suspensivos,
indicando que hay algo más que debe decir. Después, relee la última estrofa. La expli-
cación se ha reducido a un motivo: el amor. Trata de explicar por qué el poema se titula
«Exacta dimensión».
99
100
101
EL MONO QUE QUISO SER
ESCRITOR SATÍRICO
1969
AUGUSTO MONTERROSO
(guatemalteco)
E
n la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.
Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser es-
critor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar
a todos y a ir a los cocteles y a observarlos por el rabo del ojo
mientras estaban distraídos con la copa en la mano.
Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los
otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte
de ser mejor recibido aún.
No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba
era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Mo-
nas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios
que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba
invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a
fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.
Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto co-
nocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada.
Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se
fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía
y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían
acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de
sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una,
y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y
desistió de hacerlo.
Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Ser-
piente, quien por diferentes medios —auxiliares en realidad de su arte adu-
latorio— lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos;
102
pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían
aludidas, y desistió de hacerlo.
Después deseó, satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la
Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero
por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofen-
dieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta
no hacía más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.
Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló
su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas
en busca de Gallitos; pero tantas de estas lo habían recibido que temió las-
timarlas, y desistió de hacerlo.
Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos
humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos esta-
ban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.
En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por
la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la
gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien
ni con tanto gusto.
103
EL CUENTISTA
1904
SAKI1
(escocés)
E
ra una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba calien-
te; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de
distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra
niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía,
que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el
otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre
soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y
el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía
como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordan-
do las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de
los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños
por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.
—No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los
cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe—. Ven a
mirar por la ventanilla —añadió.
El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.
—¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? —preguntó.
—Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba —res-
pondió la tía débilmente.
—Pero en ese campo hay montones de hierba —protestó el niño—; no
hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.
—Quizá la hierba del otro campo es mejor —sugirió la tía neciamente.
—¿Por qué es mejor? —fue la inevitable y rápida pregunta.
—¡Oh, mira esas vacas! —exclamó la tía.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían va-
cas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante
una novedad.
1 Seudónimo de Hector Hugh Munro
104
—¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? —persistió Cyril.
El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo.
La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era
incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba
del otro campo.
La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a re-
citar «De camino hacia Mandalay». Solo sabía la primera línea, pero utilizó
al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con
una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si
alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la
línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que
fuera que hubiera hecho la apuesta probablemente la perdería.
—Acérquense aquí y escuchen mi historia —dijo la tía cuando el solte-
ro la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del comparti-
miento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora
de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por
preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una histo-
ria poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña
que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al
final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que
admiraban su carácter moral.
—¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? —preguntó la ma-
yor de las niñas.
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.
—Bueno, sí —admitió la tía sin convicción—. Pero no creo que la hu-
bieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.
—Es la historia más tonta que he oído nunca —dijo la mayor de las
niñas con una inmensa convicción.
—Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta
—dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que
había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.
—No parece que tenga éxito como contadora de historias —dijo de
repente el soltero desde su esquina.
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.
—Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y
apreciar —dijo fríamente.
—No estoy de acuerdo con usted —dijo el soltero.
105
—Quizá le gustaría a usted explicarles una historia —contestó la tía.
—Cuéntenos un cuento —pidió la mayor de las niñas.
—Érase una vez —comenzó el soltero— una niña pequeña llamada
Berta que era extremadamente buena.
El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vaci-
lar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba
quién las explicara.
—Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía
la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada,
aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.
—¿Era bonita? —preguntó la mayor de las niñas.
—No tanto como cualquiera de ustedes —respondió el soltero—, pero
era terriblemente buena.
Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terri-
ble unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un
círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narra-
ba la tía.
—Era tan buena —continuó el soltero— que ganó varias medallas
por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una meda-
lla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comporta-
miento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras
cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas
tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordina-
riamente buena.
—Terriblemente buena —citó Cyril.
—Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de
aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear,
una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad.
Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños,
por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar.
—¿Había alguna oveja en el parque? —preguntó Cyril.
—No —dijo el soltero—, no había ovejas.
—¿Por qué no había ovejas? —llegó la inevitable pregunta que surgió
de la respuesta anterior.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita
como una mueca.
—En el parque no había ovejas —dijo el soltero— porque, una vez, la
madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por
una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el
príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
106
La tía contuvo un grito de admiración.
—¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? —preguntó
Cyril.
—Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará
realidad —dijo el soltero despreocupadamente—. De todos modos, aun-
que no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por
todas partes.
—¿De qué color eran?
—Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente
negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su
imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:
—Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había pro-
metido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de
las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que,
naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.
—¿Por qué no había flores?
—Porque los cerdos se las habían comido todas —contestó el soltero
rápidamente—. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía te-
ner cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del prínci-
pe; mucha gente habría decidido lo contrario.
—En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques
con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían
cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melo-
días populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensa-
mente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían
permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en
él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar
y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel
momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar
algún cerdito gordo para su cena.
—¿De qué color era? —preguntaron los niños, con un inmediato au-
mento de interés.
—Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos
ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero
que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente
blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al
lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran
permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió
107
dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de
mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó
olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos
gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó:
«Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en
la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo
olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que
podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así
que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tan-
to al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla
de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo
acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo
para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lan-
zó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó
a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella
fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.
—¿Mató a alguno de los cerditos?
—No, todos escaparon.
—La historia empezó mal —dijo la más pequeña de las niñas—, pero
ha tenido un final bonito.
—Es la historia más bonita que he escuchado nunca —dijo la mayor
de las niñas, muy decidida.
—Es la única historia bonita que he oído nunca —dijo Cyril.
La tía expresó su desacuerdo.
—¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños!
Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza.
—De todos modos —dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dis-
puesto a abandonar el tren—, los he mantenido tranquilos durante diez
minutos, mucho más de lo que usted pudo.
«¡Infeliz! —se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Tem-
plecombe—. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en
público pidiéndole una historia impropia!»
108
A ENREDAR CUENTOS
1962
GIANNI RODARI
(italiano)
109
la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños
y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cóm-
prate un chicle».
—Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos.
Pero no importa, ¿me compras un chicle?
—Bueno, toma la moneda.
Y el abuelo siguió leyendo el periódico.
110
POESÍA EN FORMA DE PÁJARO
1973
JORGE EDUARDO EIELSON
(peruano)
azul
brillante
el Ojo el
pico anaranjado
el cuello
el cuello
el cuello
el cuello
el cuello
el cuello
el cuello herido
pájaro de papel y tinta que no vuela
que no se mueve que no canta que no respira
animal hecho de versos amarillos
de silencioso plumaje impreso
tal vez un soplo desbarata
la misteriosa palabra que sujeta
sus dos patas
patas
patas
patas
patas
patas
patas
patas
patas a mi mesa
111
ACTIVIDADES
Urraca:
Serpiente:
Abeja:
Gallinas:
EL CUENTISTA
En el relato «El cuentista», los niños se aburren de las historias que hablan de una niña
buena salvada debido a su bondad. Los niños inmediatamente preguntan si no la hubie-
sen salvado de todas formas, fuera buena o mala. ¿Por qué habría que rescatar a una
persona ya sea ella buena o mala?
Cuando la niña está oculta y aparentemente a salvo, ¿qué la pone en evidencia? ¿Y qué
sensación te provocó que la niña sea descubierta?
El soltero cuenta a los niños una historia en la que ser una niña muy buena resulta perju-
dicial. ¿Por qué la tía considera esa historia inapropiada para los niños?
¿Crees que los relatos deben tener siempre una enseñanza?, ¿por qué?
112
ACTIVIDADES
A ENREDAR CUENTOS
En el relato «A enredar cuentos», el abuelo cuenta a su nieta «La caperucita roja», pero
haciendo muchos cambios en la historia. ¿Crees que lo hace a propósito? Si crees que
sí, ¿qué razón puede tener?
Ahora, imagina que te cuentan de manera enredada el relato que mejor conoces. ¿Quién
te lo contaría? Imagina todo los cambios que podrían hacerle y que tú corregirías. ¿Y
cómo sería el final de esta situación? Escribe a continuación tu cuento enredado, como
si fuese un diálogo. Toma como modelo “A enredar cuentos”.
113
114
115
LOCA DE BASURAL
1991
ROSELLA DI PAOLO
(peruana)
116
EL CAFÉ
1960
NICOMEDES SANTA CRUZ
(peruano)
117
Tú de porcelana fina,
cigarro puro y cognac.
Yo de smoking, yo de frac,
yo recibiendo propina.
Tú a la Bolsa, yo a la ruina;
tú subiste, yo bajé…
En los muelles te encontré,
vi que te echaban al mar
y ni lo pude evitar
ni a las aguas me arrojé.
Y conocimos al Peón
con su «café carretero»,
y hablando con el Obrero
recorrimos la nación.
Se habló de revolución
entre sorbos de café:
cogí el machete… dudé,
¡tú me infundiste valor
y a sangre y fuego y sudor
mi libertad conquisté!...
118
Tengo tu mismo color
y tu misma procedencia,
somos aroma y esencia
y amargo es nuestro sabor…
¡Vamos, hermanos, valor,
el café nos pide fe;
y Changó y Ochún y Agué
piden un grito que vibre
por nuestra América libre,
libre como su café!
119
APU CÓNDOR
Tradición oral del Valle del Colca
E
n la parte baja del valle, por el lado de Choqo, hay unos cerros que
dicen, son el padre y la madre de los cóndores. Y estos cóndores,
al salir de esa dirección, se posan en la cruz de cóndor, que es
el lugar donde descansan. Igualmente el Inca, al estar yendo a
Cabana, también descansó ahí. Asimismo, hoy al salir de abajo,
descansan ahí.
En el lenguaje de los cóndores hay esta costumbre. Hay un cóndor
que es el que coge una oveja. Pero este cóndor no lo come al instante, le
comunica a otro cóndor para que venga. Este cóndor que baja es grande, da
vueltas; el cóndor que ha cogido a la oveja, cuida; y el que viene a ver se re-
gresa. Entonces este último trae al Apu Cóndor, su otro nombre es Mallku,
también se le dice Apuchin. Él tiene, en el cuello, una chalina blanca. A este
es al que le trae, y este cóndor es el que inicia a comer los ojos —de los dos
lados—, más el corazón. Nada más eso come.
Hecho esto, se va. Y recién el resto de los cóndores comen amontonán-
dose. Pero tampoco entran a comer de frente. Ni ese Apu Cóndor come de
frente. Antes, abre sus alas y mira al sol. Igual que el cura en la misa, mira
al alto, así. Ahí el cóndor reza un rato. Una vez que ha terminado de rezar,
recién come el corazón y los ojos.
Asimismo, algunos cóndores al lado del ganado muerto, dan vueltas,
como soldados en fila, uno tras otro. Cuando concluyen de dar vueltas,
recién llega el Apu Cóndor Apuchin, de cuello blanco. Si es una oveja,
igual que una oveja bala ese cóndor: «baa» dice. Si es una llama, también
igual que una llama gime. ¿Pero para qué llora? Llora así, para que al año
siguiente nazca igual. Antes de comer apela al Hanaq Pacha Inti Taita.
120
Parece que da su agradecimiento para que ese ganado se reponga igual.
Si come un burro, igual que un burro rebuzna; si come un toro, igual que
el toro brama.
Así es, la vida de los cerros.
121
LA SUEGRA QUE, DE PESAR,
SE TRANSFORMÓ EN CARACHUPA
Tradición oral cashinahua
T
ener una suegra es una cosa. Ahora, tener una suegra desden-
tada es otra... puede provocar situaciones bien mortificantes
como lo va a demostrar este cuento.
Un hombre, pues, tenía una suegra bien viejecita, a la que
no le quedaba un solo diente. Esto era bien cargante porque toda
vez que su yerno sembraba una chacra de maíz, la viejecilla vivía pendiente
del momento en que las mazorcas se llenasen con granos de leche, deliciosa-
mente tiernos y casi líquidos, ideales para su boca donde no quedaba ya un
solo diente. Entonces, voraz en su apetito nunca satisfecho, arrasaba con el
sembrío. De esta suerte, el yerno se encontraba siempre sin maíz maduro y
—lo que era peor todavía— en el penoso trance de mendigar continuamente
nuevos granos donde sus familiares para poder resembrar maíz.
Sin embargo, un día la paciencia se le agotó. Poniéndose de acuerdo con
su mujer, decidieron sembrar esta vez, un campo de maíz solo para ellos dos.
Por fin podrían comer maíz en su punto debido y guardar semillas. Pero ¡qué
poco conocían la sagacidad de la suegra! No en vano había vivido tanto tiem-
po; no se la podía burlar tan fácilmente. En efecto, inmediatamente supo que
había pedido semillas a un pariente y eso significaba, ¡una nueva chacra de
maíz! Él no pudo negar el hecho. Desesperado, resolvió entonces engañarla,
falseándole cuando le preguntara por el estado de crecimiento de la planta.
El maíz ya estaba de buena altura y comenzaba a florecer. Su suegra,
con su hambre impaciente, le preguntó:
—Yerno, ¿ya brotó el maíz?
—No. Apenas acaba de germinar —le hizo decir a su esposa.
Cuando las mazorcas tiernas se hubieron cargado de granos lechosos,
que apasionaban a la vieja, él le hizo creer:
—Está por brotar.
122
Por último, las mazorcas maduraron y las plantas empezaron a secar-
se, ¡al fin iban a cosechar su propio verdadero maíz!
Esa noche, la suegra, extrañada por la excesiva demora, preguntó vi-
vamente a su yerno cómo andaba la cosa y cuándo podría ir a la chacra para
darse un atracón a su regalado gusto, según su costumbre.
—Todavía algunos días de paciencia, suegra.
La horrible viejecilla rio a toda encía pensando en el suculento festín
que no tardaría en proporcionarse. Soñó con esto toda la noche. ¡Su estóma-
go irradiaba bienestar adelantadamente!
Al día siguiente, se sintió tan robustecida que empuñó su bastón y
se encaminó, a paso tan vivo como se lo permitían sus años, hacia la cha-
cra. Quería constatar con sus propios ojos la aparición de las mazorcas.
Y, ¿quién sabe?, de repente podría descubrir alguna que le sirviera de entre-
més mientras esperaba las otras, ya con conocimiento de causa.
Su hija y su yerno estaban en la chacra, ocupados en cosechar maíz
de granos duros. De una sola ojeada, la vieja desdentada vio cómo y cuán-
to había sido engañada. Concibió una cólera sin límites contra su yerno y
su hija, cómplice de sus mentiras. Rechazó todo consuelo y toda compen-
sación; se negó a regresar a casa con ellos y se quedó en el campo llorando
amargamente.
Deshecha en llanto, rasguñaba el suelo con la punta de su bastón. A
fin de marcar mejor su cólera y su aflicción, se había recubierto la cabeza y
la espalda con la pampanilla que había traído para encerrar una eventual
primera cosecha de choclo tierno.
Cuando cayó la noche se puso en marcha, siempre raspando la tierra
delante de ella. La pampanilla, que llevaba sobre el dorso, gradualmente se
transformó en caparazón y ella se convirtió en carachupa. ¿Saben?, esos ex-
traños animales de aspecto envejecido que constantemente escarban el suelo
para descubrir gusanos tiernos y deglutirlos en su rara boca desdentada…
Al día siguiente, su yerno y su hija, inquietos por no haberla visto
regresar, fueron en su búsqueda. Siguieron las huellas y comprendieron
que la suegra, enconada contra ellos, se había transformado en carachupa.
Incluso descubrieron la madriguera que se había hecho en el bosque, no
lejos de allí.
123
ACTIVIDADES
LOCA DE BASURAL
En el poema «Loca de basural», la voz poética expresa su locura. Describe en tus propias
palabras cómo te imaginas a esta loca. ¿Cómo estará vestida? ¿Cómo estará peinada?
¿Qué artículos llevará como adornos?
Se dice que los locos tienen flojo un tornillo. ¿Cómo siente que se mueve el tornillo la
loca de basural?
EL CAFÉ
En el poema «El café», la voz poética, un afrodescendiente, se identifica con un grano de
café. Ambos salen de África. El café termina en Nueva York; la voz poética, en las islas
del Caribe. Explica si ambos tienen la misma suerte en la vida.
Relee estos versos: «Tengo tu mismo color / y tu misma procedencia, / somos aroma
y esencia / y amargo es nuestro sabor...». ¿Por qué crees que el poeta dice que ambos
tienen sabor amargo?
124
ACTIVIDADES
¿Crees que la voz poética siente que los afrodescendientes son personas libres? Copia
los versos en los que te das cuenta de la respuesta.
APU CÓNDOR
En el relato «Apu Cóndor» dan cuenta de algunas costumbres de los cóndores. Uno de
ellos recibe más respeto: el Apu Cóndor. ¿Qué otro nombre tiene?
¿Por qué el Apu Cóndor debe imitar el sonido del animal del que se está alimentando?
125
ACTIVIDADES
La hija y el yerno quieren comer maíz maduro; la suegra, maíz muy tierno. ¿Crees que
tienen razón la hija y el yerno en engañar a la suegra?, ¿por qué?
126
ACTIVIDADES
127
128
129
CONSUMIR PREFERIBLEMENTE ANTES DE…
aproximadamente 2000
LAURIE CHANNER
(canadiense)
M
ackenzie hizo a un lado las sobras y el apio mustio para ver
qué había en la parte trasera del frigorífico. Ahí seguía el
vaso de plástico de yogur. Su padre aún no lo había visto,
o de lo contrario ya lo habría tirado. Era de color azul y
blanco, y tenía un aspecto de lo más normal. Pero Mac-
kenzie tenía miedo de abrirlo. Llevaba mucho tiempo ahí. Sería realmente
asqueroso. De color verde y con moho, o tal vez incluso sería azul y con
moho. Mackenzie había visto incluso moho de un vivo color púrpura en una
ocasión. Y cuanto más tiempo pasara, peor se pondría.
Se agachó, haciéndose camino hasta el estante inferior. El cubo de la
basura estaba al lado. Podía coger el envase y lanzarlo rápidamente al cubo
sin siquiera abrirlo.
Mackenzie lo alcanzó.
Y algo en el interior se movió.
Dio un grito y apartó el brazo. La tapa se estaba hinchando. Y seguía
hinchándose. Pero seguía cerrada. Tan herméticamente cerrada que pare-
cía que fuera a estallar con solo tocarla.
Mackenzie imaginó el horrible y putrefacto aroma que se estaría in-
tensificando en el interior del vaso de yogur. Glup. No podría deshacerse de
él sin que aquella peste inundara toda la casa. Evidentemente, su padre se
volvería loco. Más aún si el olor tardaba varios días en irse, como si fuera
el de una mofeta1.
Devolvió el resto de cosas al interior, cerciorándose de que el vaso quedaba
oculto y de que nada entraba en contacto con él. Cerró la puerta del frigorífico a
1 Mofeta: mamífero carnicero y parecido exteriormente a la comadreja, de la cual se diferencia por su tamaño
y pelaje. Es propio de América y lanza un líquido fétido que segregan dos glándulas situadas cerca del ano.
130
toda prisa y se quedó de piedra al pensar que tal vez el portazo habría sido tan
fuerte que el vaso se habría sacudido y habría estallado. Durante un instante
permaneció ahí, a la espera de oír «pop». Pero no sucedió. Aún no.
Mackenzie se marchó de la cocina.
—¿Lo abriste? —preguntó Jason.
Estaba montado en la bici, en la entrada de la casa de ella.
Mackenzie se había sentado para ponerse los patines.
—Ni pensarlo —sacudió la cabeza—. No pienso abrirlo. —Fue a raíz
de una apuesta con Jason, su mejor amigo, que había ocultado el vaso de
yogur en la parte trasera de la nevera. Todo aquello había sucedido antes de
las vacaciones de verano. Ambos habían decidido que iban a dejar que algo
se pudriera en la nevera. Ganaría quien consiguiera que Roddy Blandings
vomitara—. La tapa ahora tiene esta forma —dijo, y trazó la forma abom-
bada en el aire.
—¡Fantástico! —dijo Jason—. ¡Qué suerte tienes de no tener madre!
El queso empezaba a tener moho cuando lo descubrió y lo tiró.
—Mi padre nunca limpia la nevera —dijo Mackenzie.
Pero estaba preocupada. La madre de Jason había tirado el queso al
poco de empezar. Mackenzie se había olvidado del yogur hasta ayer, cuando
Roddy había vomitado después de montar en los columpios del parque. Y
ahora quien tal vez vomitaría sería ella.
—¡Ecs! —dijo Jason—. ¿Y si la cosa estalla como una bomba fétida?
¡Pum! Se llenará la cocina de una cosa asquerosa. Y tendrán que venir
los Expertos.
Mackenzie no quería que sucediera tal cosa. Habían oído hablar de
los Expertos en Eliminación de Consumibles, a los que se recurría cuando
sucedía algo terrible en una casa, pero nadie en el vecindario los había vis-
to. Los Expertos eran unos tipos grandes y tremendos, vestidos con abrigos
de goma y que se desplazaban a bordo de un misterioso camión en el que
guardaban las cosas que se pudrían. Roddy Blandings había dicho que tam-
bién iba a parar al camión el responsable de la travesura, en un tanque de
basura con toda la porquería que habían recogido.
—No van a venir solo por un vaso de yogur —dijo Mackenzie. Espera-
ba estar en lo cierto.
—Más vale que lo tires de una vez —dijo Jason.
—¡Ni hablar! —exclamó Mackenzie—. ¿Y si estalla cuando lo toque?
—Pues díselo a tu padre —dijo Jason.
—Está trabajando —dijo Mackenzie—. No puedo llamarle a menos
que sea una emergencia. —Su padre trabajaba de jardinero y cada día es-
taba en un sitio diferente.
131
—Será una emergencia en el momento en que la cosa estalle —rio Ja-
son—. ¡Me largo! —saltó sobre los pedales y empezó a pedalear en dirección
al parque.
Mackenzie miró de nuevo a la casa, nerviosa, antes de salir tras él,
patinando y gritando:
—¡Espera!
Era la hora de la comida cuando regresaron a la calle. De inmediato
supieron que algo no marchaba bien. Se detuvieron en una máquina y se
quedaron mirando.
—¡Eh! ¡Es tu casa! —dijo Jason, pues Mackenzie no podía verlo.
Un gran camión negro estaba aparcado frente a la casa de Mackenzie.
Era mucho mayor que la furgoneta del padre de Mackenzie, que solía estar
aparcada ahí. Del camión salía una ancha banda amarilla que llegaba has-
ta la entrada principal de la casa, y que entraba por la puerta, que estaba
abierta. Detrás del camión había una cosa enorme, de cemento, con forma
de lata y sobre ruedas. Aquella cosa tenía una tapa como la de una alcanta-
rilla, con una bisagra gigante.
—¡Son ellos, son ellos! —dijo Jason—. ¡Y ahí está la cisterna de la basura!
Mackenzie sintió que algo se le removía en el estómago. Los Expertos
en Eliminación de Consumibles estaban en su casa. Finalmente, la cosa
aquella de la nevera debía de haber estallado. Y su padre ni siquiera había
llegado del trabajo.
—Volvamos al parque —dijo.
Pero no se podía mover.
Los vecinos habían salido a los jardines de sus casas y observaban. Los
mayores llevaban del cuello a los niños, y no les dejaban acercarse al camión.
Corría el rumor de que el olor procedente de la cisterna de basura podía matar
a una persona si se acercaba lo suficiente. Mackenzie se preguntaba si el olor
del vaso de yogur tendría el mismo efecto. Olisqueó el aire, pero no olía a nada.
Dos tipos grandes, vestidos con unos grandes abrigos negros y abro-
chados, con enormes botas y unos cascos relucientes salieron por la puerta
principal de la casa. Miraron a su alrededor, pero unas imponentes másca-
ras antigás les cubrían el rostro. Llevaban bombonas de aire a la espalda, y
guantes, unos guantes gruesos y de goma que llegaban más arriba del codo,
escondiendo las mangas de los abrigos.
Jason se acercó al adulto que le quedaba más próximo. Era una mujer
que estaba en la calle fingiendo que lavaba el coche aunque en realidad ob-
servaba lo que sucedía, como el resto.
—Disculpe, señora —dijo—. ¿Qué sucede? Es su casa —y señaló a
Mackenzie, que quería esconderse.
132
La mujer frunció el entrecejo al ver a Mackenzie.
—Debe de haber algo que pone en peligro al vecindario. Cuando los
Expertos tienen que venir, es que sucede algo grave. Van a realizar una
extracción.
—¡Pero si no los hemos llamado! —dijo Mackenzie—. ¡Ni siquiera es-
tamos en casa! —se preguntaba cómo sabían lo que había hecho.
—¡Oh! Pero pueden entrar si es preciso —dijo la mujer—. En este sen-
tido, son como la policía. —Dedicó a Mackenzie una mirada reprobatoria—.
Y si nadie los ha llamado, la cosa debe de ser muy grave. Ve y diles que tú
vives ahí. Querrán verte.
Mackenzie no sabía que aquel vaso pudiera ser un peligro para toda
la calle. Tampoco sabía el sentido de la palabra «extracción». Le sonaba a
lo que hacían con un niño de diez años que hubiera causado problemas. Ex-
traerlo y llevarlo a la cisterna de la basura.
Mackenzie se dio la vuelta y patinó tan rápido como pudo.
Regresó al parque. No había un alma. Todos los chicos habían ido a su
calle, a ver a los Expertos.
Mackenzie se columpió, pero no se divertía. Se quedó mirando al suelo
y se preguntaba si jamás podría volver a casa.
—¡Mackenzie!
Alzó los ojos y vio cómo se acercaba un hombre. Un hombre grande,
vestido con un gran abrigo negro y con botas y casco. Iba directamente a
por ella, y se dirigía a ella por el nombre.
¡Lo sabían! Mackenzie saltó del columpio dispuesta a huir. Pero se
olvidó que aún llevaba puestos los patines y cayó al césped. El hombre se
había puesto a correr para atraparla, ataviado con aquel traje de goma ne-
gro, aterrador, que se sacudía al ritmo de sus movimientos, como si fuera
un murciélago o un pájaro comeniños gigante. Mackenzie intentó huir pati-
nando, pero la hierba estaba húmeda y volvió a caerse, y se torció un tobillo.
No podía ponerse en pie. A su espalda, las botas del Experto sonaban cada
vez más cerca. Lanzó un grito y cerró los ojos al tiempo que el hombre se
agachaba y la cogía.
—¡No huyas, Mackenzie!
Mackenzie gritó y dio patadas. El hombre la levantó.
—Tienes que venir conmigo —dijo con una voz firme y profunda.
Iba a acabar en la cisterna de la basura, lo sabía.
—¡No! ¡No! —exclamó. Intentaba zafarse—. ¡No me lleves!
De súbito, Mackenzie notó que la devolvían al césped. El Experto se
puso de cuclillas y la miró de frente.
—Mackenzie, ¿qué crees que estamos haciendo ahí dentro?
133
Ya no llevaba la máscara de ojos saltones pero, por debajo del casco, se
le veía con el ceño fruncido. Mackenzie seguía asustada.
—Habéis sacado algo de la nevera y ahora me vais a llevar a la cister-
na de la basura —dijo, rompiendo a llorar.
—Tenemos que realizar nuestro trabajo para proteger a la gente
—dijo el Experto—. Hay muchas cosas peligrosas en el mundo, mucho más
peligrosas que antes. Cosas que provocan enfermedades. No podemos dejar
que se escape un germen y que, por su culpa, todo un vecindario enferme.
Necesitamos que nos digas dónde encontrar a tu padre.
—¡Mi padre no les dejará que me lleven a la cisterna de la basura!
El Experto se sentó y se quitó aquel casco parecido al de los bomberos.
—¿Quién te ha dicho eso? ¡No vas a ir al tanque!
—¡Oh! —Por vez primera, Mackenzie advirtió que el hombre tenía el
pelo castaño y ondulado, como su padre—. ¿No?
El Experto le alargó su enorme mano. Mackenzie la esquivó, pero el
hombre la despeinó.
—No lo haremos si nos ayudas a hacer nuestro trabajo —dijo, y sus
ojos se almendraron cuando sonrió.
Mackenzie estaba en el porche de su casa, mientras los Expertos se
llevaban sus cosas y recogían la cinta amarilla. Ya habían acabado en su
casa y se habían despojado del equipo. Bajo los abrigos, vestían camisas y
pantalones azules como los que solía usar su padre para ir al trabajo. No se
quitaron las botas. El segundo Experto era rubio.
Los chicos del vecindario, incluido Jason, miraron a los Expertos y
luego a Mackenzie, como si ella también fuera importante.
El Experto de ojos almendrados fue hasta el camión y volvió con algo.
Era un vaso de yogur con el nombre «Metro» en rojo.
—Toma —dijo—. Lo hemos limpiado. Puedes quedártelo. A los niños
siempre os gusta guardar envases.
De repente, Mackenzie tuvo un mal presagio. Aquel no era su vaso.
Ese era uno que su padre había comprado hacía solo una semana. Estaba
en la primera fila de la nevera. Su vaso era azul y blanco. Un vaso abomba-
do de color azul y blanco. Tal vez no lo habían visto, allá, al fondo del último
estante. Y el suyo no solo contenía yogur. Había puesto mil cosas en el in-
terior que podían estropearse. Había metido incluso fertilizante que había
sacado de la camioneta de su padre. Nunca se lo había contado a Jason, por
si pensaba que era hacer trampas.
Mackenzie quería contárselo a los hombres, pero no era capaz. Tal vez
dejarían de ser amables si descubrían que estaba criando algo malo a pro-
pósito. Pero también se sentía mal al no hablarles de ello.
134
Oyó que el rubio estaba hablando con su padre por teléfono.
—El escáner del cajero de Food Mart nos ha revelado el nombre de
todas las personas que compraron un cierto tipo de yogur —dijo—. Marca
Metro, 250 mililitros, natural, en packs. Es una remesa muy mala. Se con-
taminó en la lechería. Tienen suerte de no haber probado ni uno aún. Me
temo que no tenemos tiempo de limpiarle la nevera, pero aún nos quedan
muchas visitas. Aun así, vaya pensando en tirar el apio.
Mackenzie fue hasta la cocina sin que lo viera y se quedó frente al
frigorífico. No parecía haber cambiado. Pero seguía habiendo algo malo en
el interior.
Por la puerta principal, aún abierta, pudo oír cómo se cerraban las
puertas del camión. Unos segundos más y sería demasiado tarde para de-
círselo a los Expertos. Mackenzie todavía no estaba segura. Tal vez si vol-
vía a echar un vistazo…
Al alcanzar el pomo de la puerta de la nevera, oyó un «pop» alto y sú-
bito. Mackenzie se detuvo con la mano en alto.
El frigorífico empezó a moverse.
Mackenzie gritó al tiempo que la puerta se abría. Un huevo podrido,
leche agria y un asqueroso olor salieron proyectados. Volvió a gritar con-
forme una cosa grande y viscosa, y de un color verde turquesa, se inflaba
en el último estante. Empujaba todo lo que tenía ante sí. Al suelo cayeron
tarros de mostaza y de salsas. Se hacía cada vez más grande, y cambiaba
de forma, golpeando las baldas que quedaban encima. Las botellas de leche
y de refrescos estallaron al chocar con el suelo. Por todas partes se habían
esparcido restos y aquella cosa de la nevera seguía creciendo.
Mackenzie no podía soportar seguir ahí, inmóvil. A causa de aquel
olor horrible, se desvaneció.
No les oyó llegar, pero de repente los Expertos estaban en la puerta de
la cocina. Pero entonces, la cosa del frigorífico se abalanzó sobre ella.
Se pegó a su espalda y su asquerosa textura verde recubrió a la chica.
Era casi tan grande como Mackenzie, con unos pulmones que parecían de
enredadera y que trataban de rodearla a pesar de su oposición. Aquel olor
espantoso y terrible la estaba ahogando. Podía oír cómo los hombres se gri-
taban entre sí.
—¡Yo la sacaré, tú coge las tenazas!
Uno de los Expertos había saltado contra la criatura y la separó de
la niña, y la cosa empezó a retorcerse por el suelo. Ahora había cubierto al
Experto, al del pelo castaño. No podía verle la cara, cubierta por aquella
cosa apestosa y que se retorcía, sino simplemente el pelo. Mackenzie cogió
una botella de spray desinfectante del armario que estaba bajo el fregade-
135
ro y lanzó un chorro. La criatura se resistió al spray y continuó pegada al
hombre. Los gritos apagados de este iban perdiendo fuerza.
El Experto de pelo rubio regresó corriendo a la cocina con las pesadas
tenazas negras y las hundió con fuerza en la cosa verde. Una mezcla poco
espesa de sangre y yogur blanco salió despedida en todas las direcciones.
Volvió al ataque. Mackenzie escondió el rostro.
Aquella cosa de textura de yogur emitió un silbido que se tornó en un
gorgoteo. De repente, todo había vuelto a la calma.
Mackenzie abrió los ojos. Las paredes de la cocina estaban cubiertas
de yogur, y aquella horrible cosa verde seguía sobre el cuerpo del Experto
en el suelo.
—¡No se mueve! —dijo.
El Experto rubio quitó los restos de la criatura de encima de su com-
pañero. El hombre del pelo castaño y ondulado seguía sin moverse.
—¡Le has dado con las tenazas! —gritó Mackenzie.
—No —dijo el compañero—. Se ha ahogado debajo de esa cosa —se
arrodilló—. Nunca había visto nada así —sacudió la cabeza, incrédulo—.
Tratamos con comida y con gérmenes, no con monstruos.
Mackenzie entonces rompió a llorar, allí mismo, en el suelo. Todo era
por su culpa.
—Lo siento.
El Experto sacudió la cabeza y adoptó un aire también triste.
—No, es culpa nuestra. Deberíamos haber comprobado todo el frigorífi-
co cuando aún llevábamos las máscaras puestas. Entonces se habría salvado.
Se sentó en el suelo y con un brazo rodeó a Mackenzie y observó a su
compañero.
—Al menos, estará contento por haberte salvado —dijo.
Pero Mackenzie no podía dejar de llorar.
Pasó mucho tiempo antes de que las cosas regresaran a su cauce. El
padre de Mackenzie regresó a casa al mismo tiempo que lo hacían los agen-
tes para ayudar al Experto a echar aquella criatura que había salido del
yogur en la cisterna de basura. El vecindario miraba, y Roddy Blandings
vomitó al ver y al oler aquella cosa. Y luego se llevaron al Experto muerto.
Diversos miembros de un cuerpo especial limpiaron la nevera y el yo-
gur de la cocina. Cuando acabaron, le ofrecieron un vaso de yogur azul y
blanco, limpio. Mackenzie no lo quiso.
136
LAS AVENTURAS DE TOM SAWYER
1876
MARK TWAIN1
(estadounidense)
Esta novela transcurre en una pequeña ciudad ficticia del sur estadounidense,
a orillas del río Mississipi, antes de la Guerra de Secesión Norteamericana. Los
personajes viven en un mundo tradicional y religioso que es puesto en jaque por
sucesos misteriosos y un cruel asesinato. El protagonista, Tom Sawyer, es un joven
alegre y juguetón que se ve envuelto en fascinantes aventuras. En este capítulo,
los dos amigos –Tom y Huck– pretenden encontrar y desenterrar un tesoro en una
casa “encantada”, vieja y abandonada. Durante la noche, se aproximan a la casa
dos delincuentes, uno de ellos es el indio Joe, que ha asesinado a una persona.
Este crimen fue presenciado por Tom, quien así se convirtió en un enemigo de este
H
delincuente. Joe caminaba en días anteriores por el pueblo disfrazado de español
sordomudo. A continuación, aquí tienes el capítulo 26 de esta novela.
137
—¡No! Mala señal. Eso significa problemas. ¿Se peleaban?
—No.
—Eso es bueno, Huck. Cuando no se pelean, solo quiere decir que hay
problemas cerca, ¿sabes? Lo que tenemos que hacer es estar bien alerta y
mantenernos al margen de las complicaciones. Dejaremos el tesoro para
mañana y hoy jugaremos. ¿Sabes quién fue Robin Hood, Huck?
—No, ¿quién fue?
—Fue uno de los hombres más grandes que jamás hubo en Inglate-
rra… y el mejor. Fue un bandolero.
—¡Bravo! A mí me gustaría mucho ser bandolero. ¿A quién robaba?
—Solo a los alguaciles y a los obispos, a la gente rica, a los reyes y gen-
te así. Pero nunca molestaba a los pobres. Los quería. Siempre compartía
con ellos su botín, y con toda justicia.
—¡Pues debió de ser un tipo estupendo!
—¡Por supuesto que lo fue, Huck! Fue el hombre más noble que ha exis-
tido jamás. Ya no hay hombres como él, puedes creerme. Podía zurrar a cual-
quier hombre de Inglaterra con una mano atada a la espalda; y cogía su arco
de tejo y atravesaba una moneda de diez centavos a milla y media de distancia.
—¿Qué es un arco de tejo?
—No lo sé. Es un tipo de arco, naturalmente. Y si solo rozaba el canto
de la moneda, se sentaba en el suelo y lloraba… y renegaba. Ahora jugue-
mos a Robin Hood… Es una diversión estupenda. Yo te enseñaré.
—De acuerdo…
Así que jugaron a Robin Hood toda la tarde. De vez en cuando lanzaban
una mirada ansiosa a la casa encantada y hacían algunos comentarios sobre
los proyectos y las posibilidades que tenían sus planes para el día siguiente.
Cuando el sol comenzó a ponerse por el oeste, se dirigieron hacia el
pueblo pasando por las largas sombras de los árboles y pronto fueron engu-
llidos por el bosque de la colina de Cardiff.
Algo después del mediodía del sábado, los chicos ya volvían a estar
junto al árbol muerto. Fumaron y charlaron durante un rato a la sombra,
y después cavaron un poco en el último hoyo; lo hicieron sin muchas espe-
ranzas, sencillamente porque Tom dijo que se habían dado muchos casos en
que la gente había abandonado un tesoro después de haber cavado a unas
pocas pulgadas de donde estaba, y luego, algún otro se lo había llevado con
solo cuatro golpes de pala. Esta vez la cosa tampoco funcionó, de forma que
los chicos se echaron las herramientas a la espalda y se alejaron pensando
que no habían intentado engañar a la suerte, sino que habían cumplido con
todos los requisitos necesarios en el oficio de buscar tesoros.
Cuando llegaron a la casa encantada sintieron que había algo de sobrena-
138
tural y pavoroso en el silencio mortal que se cernía sobre aquel lugar, bajo un sol
que quemaba, y era un lugar tan depresivo y solitario, tan desolado, que por un
momento tuvieron miedo de aventurarse en él. Se deslizaron hasta la puerta y
echaron un tembloroso vistazo al interior. Vieron una habitación sin suelo donde
crecía todo tipo de maleza, con las paredes sin enyesar, una chimenea antigua,
ventanas vacías, una escalera en ruinas; y aquí y allá, por todas partes, inmen-
sas telarañas rotas. Entraron poco a poco, con el pulso latiendo aceleradamente,
hablando en voz muy baja, aguzando los oídos para oír el más imperceptible soni-
do, con los músculos tensos y a punto para una retirada a tiempo.
Un rato después, la familiaridad modificó sus temores y dio paso a una in-
vestigación crítica e interesada. Admiraban su propia osadía y a la vez se sorpren-
dían de ella. Entonces quisieron investigar en el piso de arriba, cosa que suponía
cortar una posible retirada; pero comenzaron a provocarse mutuamente y el resul-
tado no se hizo esperar: echaron las herramientas a un lado y empezaron a subir.
Arriba había los mismos signos de decadencia. En un rincón encontraron
una recámara que prometía misterio, pero la promesa resultó ser una estafa: no
había nada de nada. Ahora ya habían recobrado todo su coraje y se sentían muy
valientes. Estaban dispuestos a volver a bajar y comenzar el trabajo cuando…
—¡Chis! —dijo Tom.
—¿Qué pasa? —murmuró Huck, blanco como el papel.
—¡Chis! Allí… ¿no lo oyes?
—¡Sí! ¡Oh, Dios mío, huyamos!
—¡Estate quieto! ¡No te muevas! Van directamente hacia la puerta.
Los chicos se tendieron en el suelo con los ojos pegados a las ranuras
del entarimado y esperaron con el corazón preso de terror.
—Se han detenido… No… ya vienen. Ya están aquí. No digas ni una
palabra, Huck. ¡Oh, Dios mío! ¡Ojalá no hubiésemos venido!
Entraron dos hombres. Cada chico dijo para sí mismo: «Es el viejo his-
pano sordomudo que últimamente ha estado una o dos veces por el pueblo…
Al otro no lo he visto nunca».
El otro era un hombre harapiento, sucio, con una cara muy desagra-
dable. El hispano iba envuelto en un sarape2; tenía unas patillas blancas
y muy enredadas, cabellos largos y también blancos le asomaban por de-
bajo del sombrero, y llevaba unas anteojeras verdes. Cuando entraron,
el «otro» hablaba en voz baja. Se sentaron en el suelo con las espaldas
apoyadas en la pared y el que hablaba continuó con sus observaciones.
Su comportamiento se hizo menos cauteloso y sus palabras más audibles
según iba hablando.
2 Sarape: especie de frazada de lana o colcha de algodón generalmente de colores vivos, con abertura o
sin ella en el centro para la cabeza, que se lleva para abrigarse.
139
—No —dijo—, lo he pensado bien y no me gusta nada. Es peligroso.
—¡Peligroso! —murmuró el sordomudo, con grata sorpresa por parte
de los chicos—. ¡Menudo títere estás hecho!
Al oír aquella voz a los dos chicos se les hizo un nudo en la garganta
y se pusieron a temblar. ¡Era el indio Joe! Hubo unos minutos de silencio.
Después, Joe dijo:
—¿Qué hay más peligroso que la fiesta de allá arriba…? Y ya lo has
visto. No ha pasado nada.
—Eso es distinto. Tan arriba del río y sin ninguna casa en los alrede-
dores… Además, no se sabrá que lo hemos intentado mientras no lo hayamos logrado.
—Ya, ¿y crees que es más peligroso que venir aquí de día? Cualquiera
que nos viera sospecharía de nosotros…
—Ya lo sé. Pero no había otro lugar más a mano después de aquella
tontería. Ya me gustaría a mí no estar en esta casona. Lo habría preferido
ayer, pero no tenía sentido venir por aquí con aquellos condenados chicos
jugando en la colina, justo a la vista de la casa.
Los «condenados chicos» se estremecieron al oír semejante observación
y pensaron en la suerte que habían tenido al recordar el día de la semana
en el que estaban y dejarlo para el siguiente. Aunque en el fondo de sus co-
razones habrían preferido esperar un año.
Los dos hombres sacaron algunas viandas y comieron. Después de un
largo silencio, el indio Joe dijo:
—Escucha: vuelve río arriba al lugar de donde eres. Espera allí hasta
que yo te avise. Yo voy a arriesgarme; entraré otra vez en el pueblo para
echar un vistazo. Y haremos eso tan «peligroso» cuando yo haya vigilado un
poco y las cosas estén a punto. Y después, ¡hacia Texas! ¡Nos iremos juntos!
Ambos estuvieron de acuerdo. Entonces se pusieron a bostezar y el indio Joe dijo:
—Estoy muerto de sueño. Te toca a ti montar guardia.
Se acurrucó entre las hierbas y pronto estuvo roncando. Un poco des-
pués, el vigilante comenzó a dar cabezadas; cada vez bajaba la cabeza más
y más. Pronto ya roncaban los dos.
Los chicos respiraron aliviados. Tom cuchicheó:
—¡Ahora es nuestra oportunidad! ¡Vamos!
—No puedo… —dijo Huck—. Me moriría si se despertaran.
Tom insistió, pero Huck se echó para atrás. Finalmente, Tom se levan-
tó poco a poco, con mucho cuidado, y decidió bajar solo. Pero el primer paso
que dio provocó un crujido tan espantoso en el podrido entarimado que se
dejó caer al suelo muerto de miedo. No lo intentó más. Los chicos permane-
cieron allí, tumbados, contando los minutos que se alargaban hasta que les
140
pareció que el tiempo se había extinguido y la eternidad envejecía; al final,
agradecieron que el sol comenzara a ponerse.
Uno de los dos hombres dejó de roncar. El indio Joe se incorporó y miró
a su alrededor. Sonrió malévolamente al ver a su compañero con la cabeza
caída sobre sus rodillas. Lo sacudió con el pie y dijo:
—¡Eh, tú! ¡Creía que estabas montando guardia! Menos mal que he-
mos tenido suerte… No ha pasado nada.
—¡Diablos! ¿Es que me he dormido?
—Eso parece. Bueno, ya es hora de emprender la marcha, compadre.
¿Qué hacemos con las cosas que hemos cogido?
—No sé… Las podemos dejar aquí, como siempre. No tiene sentido
llevarnos nada hasta que no nos vayamos hacia el sur, ¿no? Seiscientas mo-
nedas de plata pesan demasiado para acarrearlas arriba y abajo.
—De acuerdo. No me importa volver aquí otra vez.
—Sí… pero yo preferiría volver de noche, como en las anteriores oca-
siones. Es mejor.
—Sí, pero escucha: tal vez tardemos bastante hasta que yo encuentre la
oportunidad para hacer ese otro trabajo; y puede pasar cualquier cosa. El dinero
no está en buen sitio… Yo diría que conviene enterrarlo, y cuanto más hondo mejor.
—Buena idea.
El compañero de Joe atravesó la estancia, se arrodilló y levantó una
gran piedra del fondo de la habitación; cogió una bolsa que agitó alegremen-
te. Sacó veinte o treinta dólares para él y la misma cantidad para el indio
Joe y después le dio la bolsa. El mestizo estaba de rodillas en un rincón
cavando un hoyo con su machete.
Los chicos olvidaron todos sus temores y todas sus desgracias. Con
ojos codiciosos contemplaban cada movimiento de los hombres. ¡Menuda
suerte! Aquel brillo superaba toda imaginación. Seiscientos dólares era
más que suficiente para enriquecer a media docena de chicos. ¡Aquello
sí que era buscar tesoros bajo los auspicios más favorables! Ahora no ten-
drían las inseguridades tan preocupantes de no saber dónde cavar. Se da-
ban codazos a cada instante, codazos elocuentes y fáciles de comprender,
pues sencillamente querían decir: «¿A que ahora sí que estás contento de
estar aquí?».
El cuchillo de Joe topó con algo duro.
—¡Anda! —exclamó.
—¿Qué ocurre? —dijo su compañero.
—Un tablón medio carcomido… No, parece una caja. ¡Venga, ayúdame
y veremos qué hay aquí! No, espera, no hace falta… He hecho un agujero.
141
Metió la mano y la sacó.
—¡Dios! ¡Es dinero!
Los dos hombres examinaron el montón de monedas. Eran de oro. Los chi-
cos de arriba estaban tan excitados y tan contentos como los hombres de abajo.
El compadre de Joe dijo:
—Hay que sacarlo enseguida. Hay un viejo pico entre las hierbas de
aquel rincón, al otro lado de la chimenea… Lo he visto hace un minuto.
Corrió a buscar el pico y la pala de los chicos. El indio Joe cogió el pico, lo
miró con mala cara, torció la cabeza, murmuró alguna cosa y comenzó a picar.
Muy pronto la caja estuvo desenterrada. No era muy grande, pero te-
nía refuerzos de hierro y debía de haber sido una caja muy fuerte antes de
que el lento paso del tiempo la hubiera estropeado. Los dos hombres contem-
plaron la caja durante un rato con un beatífico silencio.
—Compadre, aquí hay miles de dólares —dijo el indio Joe.
—Siempre oí decir que la banda de Murrell rondó por aquí durante el
verano —comentó el otro.
—Lo sé, y diría que esto debía de ser suyo.
—Ahora ya no será preciso hacer aquel trabajito, ¿no?
El mestizo frunció el ceño y dijo:
—Tú no me conoces lo suficiente o no tienes ni idea de qué va el asun-
to. No es solo un robo… ¡es una venganza! —Un rayo maligno pasó por sus
ojos—. Será preciso que me ayudes, y cuando esté hecho, entonces, a Texas.
Ahora vete a casa con Nance y tus hijos y espera hasta que te avise.
—Bueno, si tú lo dices… ¿Y qué hacemos con esto? ¿Lo volvemos a enterrar?
—Sí. (Exultante entusiasmo arriba.) ¡No, por Satanás que no! (Profun-
da preocupación arriba.) ¡Lo había olvidado! Este pico tenía tierra fresca pe-
gada. (Los chicos enfermaron de terror por unos instantes.) ¿Qué hacen un
pico y una pala aquí? ¿Y por qué tienen rastros de tierra fresca? ¿Quién los
ha dejado aquí? ¿Y dónde está ahora? ¿Has oído algo? ¿Has visto a alguien?
¡Quita! Enterrar esto otra vez y dejarlo para que cualquiera vea la tierra
removida… ¡Ni hablar! ¡De ninguna manera! Lo llevamos a mi madriguera.
—¡Claro! Ya podíamos haberlo pensado antes, ¿no? ¿Te refieres a la número uno?
—No… La número dos… Bajo la cruz. El otro sitio es malo…; pasa
mucha gente por allí.
—De acuerdo. Ahora ya está lo bastante oscuro para salir.
El indio Joe se levantó y atisbó por todas las ventanas con mucha cau-
tela. Después dijo:
—¿Quién habrá dejado estas herramientas aquí? ¿Y si estuviera escondido arriba?
A los chicos se les heló el corazón. El indio Joe cogió su machete, se detuvo
142
un momento vacilando y se dio la vuelta hacia la escalera. Los chicos pensaron
en la recámara, pero ya no había posibilidad de huir. Los pasos se acercaban
escalera arriba crujiendo, y la intolerable angustia de la situación despertó la
decisión de los chicos. Cuando estaban a punto de saltar hacia la recámara, se
oyó un crujido de tablas rotas y el indio Joe rodó por el suelo entre los restos de
la maltrecha escalera. Se levantó blasfemando, y su compadre dijo:
—¿Y qué más da? Si hay alguien arriba, que se quede… ¿Qué importa?
Y si quiere saltar ahora mismo y meterse en problemas, ¿quién se lo impide?
De aquí a poco habrá oscurecido… Y, si quiere, puede seguirnos. Ya me gus-
taría, ya. Pero diría que, sea quien sea el que ha dejado estas herramientas
aquí, nos debe de haber visto y debe de haber creído que éramos fantasmas,
demonios o algo así. Apuesto a que aún está corriendo.
Joe gruñó un poco. Después estuvo de acuerdo con su compadre en que
convenía aprovechar lo que quedaba de claridad para arreglar las cosas y
partir. Poco después se deslizaban fuera de la casa, en medio de las sombras
del crepúsculo, y se dirigían hacia el río con la caja del tesoro.
Tom y Huck se levantaron, débiles pero más tranquilos, y los vieron ale-
jarse por las rendijas de los tablones de la casa. ¿Debían seguirlos? De ningu-
na manera. Estaban más que contentos de poder poner los pies en el suelo sin
el cuello roto, y emprendieron el camino del pueblo que pasaba por la colina.
No hablaron mucho, bastante tenían con maldecirse a ellos mismos; se malde-
cían por haber llevado el pico y la pala a aquella casa. Si no hubiera sido por eso, el
indio Joe no habría sospechado jamás, habría escondido la plata junto con el oro y ha-
bría esperado satisfecho su «venganza». Después se habría encontrado con la desgra-
cia de que su dinero había volado. ¡Qué mala suerte haber dejado las herramientas!
Decidieron que vigilarían al hispano cuando fuese al pueblo para es-
tudiar la posibilidad de llevar a cabo su venganza y seguirían al «número
dos» dondequiera que estuviera.
Entonces, Tom tuvo una idea espantosa.
—¡Venganza! ¿Y qué pasa si se trata de nosotros, Huck?
—¡Oh, no! —dijo Huck a punto de desmayarse.
Hablaron durante todo el camino del asunto, y al llegar al pueblo de-
cidieron que a lo mejor se trataba de otro. O, en cualquier caso, solo podía
referirse a Tom, ya que solo él había testificado.
¡Menudo consuelo estar solo ante el peligro! La compañía le hubiera
aliviado algo, pensó Tom.
143
MI PLANTA DE NARANJA LIMA
1968
JOSÉ MAURO DE VASCONCELOS
(brasileño)
V
En seguida encontrarás el capítulo 1 de la novela, llamado «El descubridor de las cosas».
144
Marinero, marinero,
marinero de amargura,
por tu causa, marinero,
bajaré a la sepultura...
El amor de marinero
es amor de media hora,
el navío leva anclas
y él se va en esa hora...
Hasta ahora esa música me daba una tristeza que yo no sabía com-
prender.
Totoca me dio un empujón. Desperté.
—¿Qué tienes, Zezé?
—Nada. Estaba cantando.
—¿Cantando?
—Sí.
—Entonces yo debo estar quedándome sordo.
¿Acaso él no sabría que se podía cantar para dentro? Me quedé calla-
do. Si no sabía, yo no iba a enseñarle.
Habíamos llegado al borde de la carretera Río-San Pablo.
Allí pasaba de todo. Camiones, automóviles, carros y bicicletas.
—Mira, Zezé, esto es importante. Primero uno mira bien. Mira para
uno y otro lado. ¡Ahora!
Cruzamos corriendo la carretera.
—¿Tuviste miedo?
Bastante que había tenido, pero dije que no, con la cabeza.
—Vamos a cruzar de nuevo, juntos. Después quiero ver si aprendiste.
Volvimos.
—Ahora ya sabes cruzar solo. Nada de miedo, que ya estás siendo un
hombrecito.
Mi corazón se aceleró.
—Ahora. Vamos.
145
Puse el pie, casi no respiraba. Esperé un poco y él dio la señal de que
volviera.
—Para ser la primera vez, estuviste muy bien. Pero te olvidaste de
algo. Tienes que mirar para los dos lados para ver si viene un coche. No
siempre yo voy a estar aquí para darte la señal. A la vuelta vamos a practi-
car más. Ahora sigamos, que voy a mostrarte una cosa.
Me tomó de la mano y seguimos de nuevo, lentamente. Yo estaba im-
presionado con la conversación.
—Totoca.
—¿Qué pasa?
—¿La edad de la razón pesa?
—¿Qué tontería es esa?
—Tío Edmundo lo dijo. Dijo que yo era «precoz» y que en seguida iba a
entrar en la edad de la razón. Y yo no siento ninguna diferencia.
—Tío Edmundo es un tonto. Vive metiéndote cosas en la cabeza.
—Él no es tonto. Es sabio. Y cuando yo crezca quiero ser sabio y poeta
y usar corbata de moño. Un día voy a fotografiarme con corbata de moño.
—¿Por qué con corbata de moño?
—Porque nadie es poeta sin corbata de moño. Cuando tío Edmundo
me muestra el retrato de un poeta en una revista, todos tienen corbata de
moño.
—Zezé, deja de creerle todo lo que te dice. Tío Edmundo es medio «to-
cado». Medio mentiroso.
—¿Entonces él es un hijo de puta?
—¡Mirá que ya te ganaste bastantes palizas por decir malas palabras!
Tío Edmundo no es eso. Yo dije «tocado», medio loco.
—Pero tú dijiste que él era mentiroso.
—Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
—Sí que tiene. El otro día papá conversaba con don Severino, ese que
juega a las cartas con él y dijo eso de don Labonne: «El hijo de puta del viejo
miente como el diablo»... Y nadie le pegó.
—La gente grande sí puede decirlo, no es malo.
Hicimos una pausa.
—Tío Edmundo no es... ¿Qué quiere decir «tocado», Totoca?
Él hizo girar el dedo en la cabeza.
—No, él no es eso. Es bueno, me enseña de todo, y hasta hoy solamente
me dio una palmada y no fue con fuerza.
Totoca dio un salto.
—¿Él te dio una palmada? ¿Cuándo?
—Un día que yo estaba muy travieso y Gloria me mandó a casa de
146
Dindinha. Él quería leer el diario y no encontraba los anteojos. Los buscó,
furioso. Le preguntó a Dindinha, y nada. Los dos dieron vuelta al revés a
la casa. Entonces yo dije que sabía dónde estaba, y que si él me daba una
moneda para comprar bolitas se lo decía. Él buscó en su chaleco y tomó
una moneda:
—Anda a buscarlos y te la doy.
—Yo fui hasta el cesto de la ropa sucia y los encontré. Entonces me
insultó diciéndome: «¡Fuiste tú, sinvergüenza!». Me dio una palmada en la
cola y me quitó la moneda.
Totoca se rio.
—Tú te vas para allá, a fin de que no te peguen en casa, y te castigan
ahí. Vamos más rápido, si no nunca vamos a llegar.
Yo continuaba pensando en tío Edmundo.
—Totoca, ¿los chicos son jubilados?
—¿Qué cosa?
—Tío Edmundo no hace nada y gana dinero. No trabaja y la Munici-
palidad le paga todos los meses.
—¿Y qué?
—Que los chicos tampoco hacen nada, y comen, duermen y ganan di-
nero de los padres.
—Un jubilado es diferente, Zezé. Jubilado es que trabajó mucho, se
le puso el pelo blanco y camina despacio, como tío Edmundo. Pero dejemos
de pensar en cosas difíciles. Que te guste aprender con él, vaya y pase.
Pero conmigo, no. Quédate igual que los otros chicos. Hasta di malas pa-
labras, pero deja de llenarte la cabeza con cosas difíciles. Si no, no salgo
más contigo.
Me quedé medio enojado y no quise conversar más. Tampoco tenía
ganas de cantar. Ese pajarito que cantaba desde adentro había volado
bien lejos.
Nos detuvimos y Totoca señaló la casa.
—Es esa, ahí. ¿Te gusta?
Era una casa común. Blanca, de ventanas azules, toda cerrada y en
silencio.
—Me gusta. Pero ¿por qué tenemos que mudarnos acá?
—Siempre es bueno mudarse.
Por la cerca nos quedamos observando una planta de «manga» de un
lado, y una de tamarindo, de otro.
—Tú, que quieres saberlo todo, ¿no te diste cuenta del drama que hay
en casa? Papá está sin empleo, ¿no es cierto? Hace más de seis meses que
peleó con mister Scottfield y lo dejaron en la calle. ¿No viste que Lalá co-
147
menzó a trabajar en la Fábrica? ¿No sabes que mamá va a trabajar en el
centro, en el Molino Inglés? Pues bien, bobo, todo eso es para juntar algún
dinero y pagar el alquiler de la nueva casa. La otra hace ya como ocho meses
que papá no la paga. Tú eres muy chico para saber cosas tristes, como esta.
Pero yo voy a tener que acabar ayudando en la misa para ayudar en casa.
Se quedó un rato en silencio.
—Totoca, ¿van a traer la pantera negra y las dos leonas?
—Claro que sí. Y el esclavo es el que va a tener que desmontar el
gallinero.
Me miró con cierto cariño y pena.
—Yo soy el que va a desmontar el jardín zoológico y armarlo de
nuevo aquí.
Quedé aliviado. Porque, si no, yo tendría que inventar algo nuevo para
jugar con mi hermanito más chico, Luis.
—Bien, ¿ves cómo soy tu amigo, Zezé? Ahora no te costaba nada con-
tarme cómo fue que conseguiste «aquello»...
—Te juro, Totoca, que no sé. De veras que no sé.
—Estás mintiendo. Estudiaste con alguien.
—No estudié nada. Nadie me enseñó. Solo que sea el diablo, que según
Jandira es mi padrino, el que me haya enseñado mientras yo dormía.
Totoca estaba sorprendido. Al comienzo hasta me había dado coscorro-
nes para que le contara. Pero yo no podía contarle nada.
—Nadie aprende solo esas cosas.
Pero se quedaba «empacado» porque realmente nadie había sido visto
enseñándome nada. Era un misterio.
Fui recordando algo que había pasado la semana anterior. La familia
quedó atarantada. Todo había comenzado cuando yo me senté cerca de tío
Edmundo, en casa de Dindinha, mientras él leía el diario.
—Tiito.
—¿Qué, mi hijo?
Él empujó los anteojos hacia la punta de la nariz, como hace toda la
gente vieja.
—¿Cuándo aprendiste a leer?
—Más o menos a los seis o siete años de edad.
—¿Y alguien puede leer a los cinco años?
—Poder, puede. Pero a nadie le gusta hacer eso porque el niño todavía
es muy pequeño.
—¿Cómo aprendiste a leer?
—Como todo el mundo, en la cartilla. Diciendo, «B» más «A»: «BA».
—¿Todo el mundo tiene que hacer así?
148
—Que yo sepa, sí.
—¿Pero todo, todo el mundo, sí?
Me miró intrigado.
—Mira, Zezé, todo el mundo necesita hacer eso. Y ahora déjame termi-
nar la lectura. Anda a ver si hay guayabas en el fondo de la quinta.
Colocó los anteojos en su lugar e intentó concentrarse en la lectura.
Pero yo no salí de mi rincón.
—¡Qué pena!...
La exclamación salió tan sentida que de nuevo él se llevó los anteojos
hacia la punta de la nariz.
—No puede ser, cuando te empeñas en una cosa...
—Es que yo vine de casa y caminé como loco solamente para con-
tarte algo.
—Entonces vamos, cuenta.
—No. Así no. Primero quiero saber cuándo vas a cobrar la jubilación.
—Pasado mañana.
Sonrió suavemente, estudiándome.
—¿Y cuándo es pasado mañana?
—El viernes.
—Y el viernes ¿no vas a querer traerme un «Rayo de Luna», del centro?
—Vamos despacio, Zezé. ¿Qué es un «Rayo de Luna»?
—Es el caballito blanco que yo vi en el cine. El dueño es Fred Thomp-
son. Es un caballo amaestrado.
—Quieres que te traiga un caballito de ruedas.
—No. Quiero ese que tiene una cabeza de palo con riendas. Que la
gente le pone un cabo y sale corriendo. Preciso entrenarme porque voy a
trabajar después en el cine.
Él continuó riéndose.
—Comprendo. Y si te lo traigo ¿qué gano yo?
—Te doy una cosa.
—¿Un beso?
—No me gustan mucho los besos.
—¿Un abrazo?
Lo miré con mucha pena. Mi pajarito de adentro me dijo una cosa. Y
yo fui recordando otras que había escuchado muchas veces... Tío Edmundo
estaba separado de la mujer y tenía cinco hijos… Vivía tan solo y caminaba
tan despacio, tan despacito… ¿Quién sabe si no caminaba despacio porque
tenía nostalgia de los hijos? Ellos nunca venían a visitarlo.
Di vuelta alrededor de la mesa y apreté con fuerza su cuello. Sentí su
pelo blanco rozar mi frente con mucha suavidad.
149
—Esto no es por el caballito. Lo que voy a hacer es otra cosa. Voy
a leer.
—Pero ¿tú sabes leer, Zezé? ¿Qué cuento es ese? ¿Quién te enseñó?
—Nadie.
—Tú estás con patrañas.
Me alejé y le comenté desde la puerta:
—¡Tráeme mi caballito el viernes y vas a ver si leo o no!...
Después, cuando fue de noche y Jandira encendió la luz del farol por-
que la Light1 había cortado la luz por falta de pago, me paré en puntas de
pies para ver la «estrella». Tenía el dibujo de una estrella en un papel y
debajo una oración para proteger la casa.
—Jandira, álzame que voy a leer eso.
—Déjate de inventos, Zezé. Estoy muy ocupada.
—Álzame y vas a ver si sé leer.
—Mira, Zezé, si me estás preparando alguna de las tuyas, vas a ver.
Me alzó llevándome bien detrás de la puerta.
—Bueno, a ver, lee. Quiero ver.
Entonces me puse a leer. Leí la oración que pedía a los cielos la bendi-
ción y protección para la casa, y que ahuyentara a los malos espíritus.
Jandira me puso en el suelo. Estaba boquiabierta.
—Zezé, tú te aprendiste eso de memoria. Me estás engañando.
—Te juro que no, Jandira. Yo sé leer todo.
—Nadie puede leer sin haber aprendido. ¿Fue tío Edmundo que te
enseñó? ¿O Dindinha?
—Nadie.
Ella tomó un pedazo de diario y yo leí. Correctamente. Ella dio un
grito y llamó a Gloria. Esta se puso nerviosísima y fue a llamar a Alaíde.
En diez minutos un montón de gente de la vecindad había venido a ver el
fenómeno.
Eso era lo que Totoca estaba queriendo saber.
—Él te enseñó, prometiéndote el caballito si aprendías.
—No, no.
—Le voy a preguntar a él.
—Anda y pregúntale. Yo no sé decir cómo fue, Totoca. Si lo supiera te
lo contaría.
—Entonces vámonos. Pero ya vas a ver cuando necesites algo...
Me tomó de la mano, enojado, y me llevó de vuelta a casa. Y allí pensó
en algo para vengarse.
150
—¡Bien hecho! Aprendiste demasiado pronto, tonto. Ahora vas a tener
que entrar en la escuela en febrero.
Aquello había sido idea de Jandira. Así, la casa quedaría toda la ma-
ñana en paz y yo aprendería a ser más educado.
—Vamos a entrenarnos en la Río-San Pablo. Porque no pienses que en
la época de la escuela yo voy a hacer de empleado tuyo, cruzándote todo el
tiempo. Tú eres muy sabio, aprende entonces también esto.
***
—Aquí está el caballito. Ahora quiero ver.
Abrió el diario y me mostró una frase de propaganda de un remedio.
—«Este producto se encuentra en todas las farmacias y casas del ramo».
Tío Edmundo fue a llamar al fondo a Dindinha.
—¡Mamá, lee bien hasta farmacia!
Los dos juntos comenzaron a darme cosas para leer, que yo leía per-
fectamente.
Mi abuela rezongó que el mundo estaba perdido.
Me gané el caballito y de nuevo abracé a tío Edmundo. Entonces él me
tomó de la barbilla, diciéndome muy emocionado.
—Vas a ir lejos, tunante. No por nada te llamás José. Vas a ser el Sol,
y las estrellas brillarán a tu alrededor.
Me quedé mirando sin entender y pensando que él estaba realmente
«tocado».
—No entiendes esto. Es la historia de José de Egipto. Cuando seas
más grande te contaré esa historia.
Me enloquecían las historias. Cuanto más difíciles, más me gustaban.
Acaricié a mi caballito bastante tiempo, y después levanté la vista
hacia tío Edmundo y le pregunté:
—¿Te parece que la semana que viene ya seré más grande?...
151
EL DEDO
aproximadamente 1620
FENG MENG-LUNG
(china)
U
n hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo ami-
go. Este tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer
milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificulta-
des de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de
inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero este
se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se
convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo
insistió en que ambos regalos eran poca cosa.
—¿Qué más deseas, pues? —le preguntó sorprendido el hacedor de
prodigios.
—¡Quisiera tu dedo! —contestó el otro.
152
UN CREYENTE
1923
GEORGE LORING FROST
(inglés)
A
l caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros
corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalo-
frío, uno de ellos dijo:
—Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
—Yo no —respondió el otro—. ¿Y usted?
—Yo sí —dijo el primero, y desapareció.
153
LA BOTELLA DE CHICHA
1958
JULIO RAMÓN RIBEYRO
(peruano)
E
n una ocasión tuve necesidad de una pequeña suma de dinero y
como era imposible procurármela por las vías ordinarias, decidí
hacer una pesquisa por la despensa de mi casa, con la espe-
ranza de encontrar algún objeto vendible o pignorable1. Luego
de remover una serie de trastos viejos, divisé, acostada en un
almohadón, como una criatura en su cuna, una vieja botella de chicha. Se
trataba de una chicha que hacía más de quince años recibiéramos de una
hacienda del norte y que mis padres guardaban celosamente para utilizarla
en un importante suceso familiar. Mi padre me había dicho que la abriría
cuando yo me recibiera de bachiller. Mi madre, por otra parte, había hecho
la misma promesa a mi hermana, para el día que se casara. Pero ni mi her-
mana se había casado ni yo había elegido aún qué profesión iba a estudiar,
por lo cual la chicha continuaba durmiendo el sueño de los justos y cobran-
do aquel inapreciable valor que dan a este género de bebidas los descansos
prolongados.
Sin vacilar, cogí la botella del pico y la conduje a mi habitación. Lue-
go de un paciente trabajo logré cortar el alambre y extraer el corcho, que
salió despedido como por el ánima de una escopeta. Bebí un dedito para
probar su sabor y me hubiera acabado toda la botella si es que no la ne-
cesitara para un negocio mejor. Luego de verter su contenido en una pe-
queña pipa de barro, me dirigí a la calle con la pipa bajo el brazo. Pero a
mitad del camino un escrúpulo me asaltó. Había dejado la botella vacía
abandonada sobre la mesa y lo menos que podía hacer era restituirla a su
antiguo lugar para disimular en parte las trazas de mi delito. Regresé a
casa para tranquilizar aún más mi conciencia, llené la botella vacía con
1 Pignorable: empeñable.
154
una buena medida de vinagre, la alambré, la encorché y la acosté en su
almohadón.
Con la pipa de barro, me dirigí a la chichería de don Eduardo.
—Fíjate lo que tengo —dije mostrándole el recipiente—. Una chicha de
jora de veinte años. Solo quiero por ella treinta soles. Está regalada.
Don Eduardo se echó a reír.
—¡A mí!, ¡a mí! —exclamó señalándose el pecho—. ¡A mí con ese cuen-
to! Todos los días vienen a ofrecerme y no solo de veinte años atrás. ¡No me
fío de esas historias! ¡Como si las fuera a creer!
—Pero yo no te voy a engañar. Pruébala y verás.
—¿Probarla? ¿Para qué? Si probara todo lo que me traen a vender ter-
minaría el día borracho, y lo que es peor, mal emborrachado. ¡Anda, vete de
aquí! Puede ser que en otro lado tengas más suerte.
Durante media hora recorrí todas las chicherías y bares de la cuadra.
En muchos de ellos ni siquiera me dejaron hablar. Mi última decisión fue
ofrecer mi producto en las casas particulares pero mis ofertas, por lo gene-
ral, no pasaron de la servidumbre. El único señor que se avino a recibirme
me preguntó si yo era el mismo que el mes pasado le vendiera un viejo Bur-
deos y como yo, cándidamente, le replicara que sí, fui cubierto de insultos y
de amenazas e invitado a desaparecer en la forma menos cordial.
Cuando llegué a la casa había oscurecido y me sorprendió ver algunos
carros en la puerta y muchas luces en las ventanas. No bien había ingre-
sado a la cocina cuando sentí una voz que me interpelaba en la penumbra.
Apenas tuve tiempo de ocultar la pipa de barro tras una pila de periódicos.
—¿Eres tú el que anda por allí? —preguntó mi madre, encendien-
do la luz—. ¡Esperándote como locos! ¡Ha llegado Raúl! ¿Te das cuenta?
¡Anda a saludarlo! ¡Tantos años que no ves a tu hermano! ¡Corre!, que ha
preguntado por ti.
Cuando ingresé a la sala quedé horrorizado. Sobre la mesa central
estaba la botella de chicha aun sin descorchar. Apenas pude abrazar a mi
hermano y observar que le había brotado un ridículo mostacho, era otra de
las circunstancias esperadas. Y mi hermano estaba allí y estaban también
otras personas y las botella y minúsculas copas, pues una bebida tan valio-
sa necesitaba administrarse como una medicina.
—Ahora que todos estamos reunidos —habló mi padre—, vamos al fin
a poder brindar con la vieja chicha —y agració a los invitados con una larga
historia acerca de la botella, exagerando, como era de esperar, su antigüe-
dad. A mitad de su discurso, los circunstantes se relamían los labios.
La botella se descorchó, las copas se llenaron, se lanzó una que otra
improvisación y llegado el momento del brindis observé que las copas se
155
dirigían a los labios rectamente, inocentemente, y regresaban vacías a la
mesa, entre grandes exclamaciones de placer.
—¡Excelente bebida!
—¡Nunca he tomado algo semejante!
—¿Cómo me dijo? ¿Treinta años?
—¡Es digna de un cardenal!
—¡Yo que soy experto en bebidas, le aseguro, don Bonifacio, que como
esta ninguna!
Y mi hermano, conmovido por tan grande homenaje, añadió:
—Yo les agradezco, mis queridos padres, por haberme reservado esta
sorpresa con ocasión de mi llegada.
El único que, naturalmente, no bebió una gota, fui yo. Luego de acer-
cármela a las narices y aspirar su nauseabundo olor a vinagre, la arrojé con
disimulo en un florero.
Pero los concurrentes estaban excitados. Muchos de ellos dijeron que
se habían quedado con la miel en los labios y no faltó uno más osado que
insinuara a mi padre si no tenía por allí otra botellita escondida.
—¡Oh no! —replicó—. ¡De estas cosas solo una! Es mucho pedir.
Noté, entonces, una consternación tan sincera en los invitados que me
creí en la obligación de intervenir.
—Yo tengo por allí una pipa con chicha.
—¿Tú? —preguntó mi padre, sorprendido.
—Sí, una pipa pequeña. Un hombre vino a venderla… Dijo que era
muy antigua.
—¡Bah! ¡Cuentos!
—Y yo se la compré por cinco soles.
—¿Por cinco soles? ¡No has debido pagar ni una peseta!
—A ver, la probaremos —dijo mi hermano—. Así veremos la diferencia.
—Sí, ¡que la traiga! —pidieron los invitados.
Mi padre, al ver tal expectativa, no tuvo más remedio que aceptar y
yo me precipité hacia la cocina. Luego de extraer la pipa bajo el montón de
periódicos, regresé a la sala con mi trofeo entre las manos.
—¡Aquí está! —exclamé, entregándosela a mi padre.
—¡Hummm...! —dijo él, observando la pipa con desconfianza—. Estas
pipas son de última fabricación. Si no me equivoco, yo compré una parecida
hace poco —y acercó la nariz al recipiente—. ¡Qué olor! ¡No! ¡Esto es una
broma! ¿Dónde has comprado esto, muchacho? ¡Te han engañado! ¡Qué ton-
tería! Debías haber consultado —y para justificar su actitud hizo circular
la botija entre los concurrentes, quienes ordenadamente la olían y, después
de hacer una mueca de repugnancia, la pasaban a su vecino.
156
—¡Vinagre!
—¡Me descompone el estómago!
—Pero ¿es que esto se puede tomar?
—¡Es para morirse!
Y como las expresiones aumentaban de tono, mi padre sintió renacer
en sí su función moralizadora de jefe de familia y, tomando la pipa con una
mano y a mí de una oreja con la otra, se dirigió a la puerta de la calle.
—Ya te lo decía. ¡Te has dejado engañar como un bellaco! ¡Verás lo que
se hace con esto!
Abrió la puerta y, con gran impulso, arrojó la pipa a la calle, por en-
cima del muro. Un ruido de botija rota estalló un segundo. Recibiendo un
coscorrón en la cabeza, fui enviado a dar una vuelta por el jardín y mientras
mi padre se frotaba las manos, satisfecho de su proceder, observé que en la
acera pública, nuestra chicha, nuestra magnífica chicha norteña, guardada
con tanto esmero durante quince años, respetada en tantos pequeños y ten-
tadores compromisos, yacía extendida en una roja y dolorosa mancha. Un
automóvil la pisó alargándola en dos huellas; una hoja de otoño naufragó en
su superficie; un perro se acercó, la olió y la meó.
157
EL ILUSTRE AMOR
1951
MANUEL MUJICA LAINEZ
(argentino)
E
n el aire fino, mañanero, de abril, avanza oscilando por la Plaza
Mayor la pompa fúnebre del quinto virrey del Río de la Plata.
Magdalena la espía hace rato por el entreabierto postigo, afe-
rrándose a la reja de su ventana. Traen al muerto desde la que
fue su residencia del Fuerte, para exponerle durante los oficios
de la Catedral y del convento de las monjas capuchinas. Dicen que viene
muy bien embalsamado, con el hábito de Santiago por mortaja, al cinto el
espadín. También dicen que se le ha puesto la cara negra.
A Magdalena le late el corazón locamente. De vez en vez se lleva el
pañuelo a los labios. Otras, no pudiendo dominarse, abandona su acecho y
camina sin razón por el aposento enorme, oscuro. El vestido enlutado y la
mantilla de duelo disimulan su figura otoñal de mujer que nunca ha sido
hermosa. Pero pronto regresa a la ventana y empuja suavemente el tablero.
Poco falta ya. Dentro de unos minutos el séquito pasará frente a su casa.
Magdalena se retuerce las manos. ¿Se animará, se animará a salir?
Ya se oyen los latines con claridad. Encabeza la marcha el deán, entre
los curas catedralicios y los diáconos cuyo andar se acompasa con el lujo de las
dalmáticas. Sigue el Cabildo eclesiástico, en alto las cruces y los pendones de
las cofradías. Algunos esclavos se han puesto de hinojos junto a la ventana de
Magdalena. Por encima de sus cráneos motudos, desfilan las mazas del Cabildo.
Tendrá que ser ahora. Magdalena ahoga un grito, abre la puerta y sale.
Afuera, la Plaza inmensa, trémula bajo el tibio sol, está inundada de
gente. Nadie quiso perder las ceremonias. El ataúd se balancea como una
barca sobre el séquito despacioso. Pasan ahora los miembros del Consulado y
los de la Real Audiencia, con el regente de golilla. Pasan el marqués de Casa
Hermosa y el secretario de Su Excelencia y el comandante de Forasteros. Los
oficiales se turnan para tomar, como si fueran reliquias, las telas de bayeta
158
que penden de la caja. Los soldados arrastran cuatro cañones viejos. El virrey
va hacia su morada última en la iglesia de San Juan.
Magdalena se suma al cortejo llorando desesperadamente. El sobrino
de Su Excelencia se hace a un lado, a pesar del rigor de la etiqueta, y le roza
un hombro con la mano perdida entre encajes, para sosegar tanto dolor.
Pero Magdalena no calla. Su llanto se mezcla a los latines litúrgicos, cuya
música decora el nombre ilustre: «Excmo. Domino Pedro Melo de Portugal
et Villena, militaris ordinis Sancti Jacobi...».
El marqués de Casa Hermosa vuelve un poco la cabeza altiva en pos
de quién gime así. Y el secretario virreinal también, sorprendido. Y los
cónsules del Real Consulado. Quienes más se asombran son las cuatro
hermanas de Magdalena, las cuatro hermanas jóvenes cuyos maridos
desempeñan cargos en el gobierno de la ciudad.
—¿Qué tendrá Magdalena?
—¿Qué tendrá Magdalena?
—¿Cómo habrá venido aquí, ella que nunca deja la casa?
Las otras vecinas lo comentan con bisbiseos hipócritas, en el rumor de
los largos rosarios.
—¿Por qué llorará así Magdalena?
A las cuatro hermanas ese llanto y ese duelo las perturban. ¿Qué
puede importarle a la mayor, a la enclaustrada, la muerte de don Pedro?
¿Qué pudo acercarla a señorón tan distante, al señor cuyas órdenes recibían
sus maridos temblando, como si emanaran del propio rey? El marqués de
Casa Hermosa suspira y menea la cabeza. Se alisa la blanca peluca y tercia
la capa porque la brisa se empieza a enfriar.
Ya suenan sus pasos en la catedral, atisbados por los santos y las
vírgenes. Disparan los cañones reumáticos, mientras depositan a don Pedro
en el túmulo que diez soldados custodian entre hachones encendidos. Ocupa
cada uno su lugar receloso de precedencias. En el altar frontero, levántase
la gloria de los salmos. El deán comienza a rezar el oficio.
Magdalena se desliza quedamente entre los oidores y los cónsules.
Se aproxima al asiento de dosel donde el decano de la Audiencia finge
meditaciones profundas. Nadie se atreve a protestar por el atentado contra
las jerarquías. ¡Es tan terrible el dolor de esta mujer!
El deán, al tornarse con los brazos abiertos como alas, para la primera
bendición, la ve y alza una ceja. Tose el marqués de Casa Hermosa,
incómodo. Pero el sobrino del virrey permanece al lado de la dama cuitada,
palmeándola, calmándola.
Solo unos metros escasos la separan del túmulo. Allá arriba, cruzadas las
manos sobre el pecho, descansa don Pedro, con sus trofeos, con sus insignias.
159
—¿Qué le acontece a Magdalena?
Las cuatro hermanas arden como cuatro hachones.
Chisporrotean, celosas.
—¿Qué diantre le pasa? ¿Ha extraviado el juicio? ¿O habrá habido algo,
algo muy íntimo, entre ella y el virrey? Pero no, no, es imposible... ¿cuándo?
Don Pedro Melo de Portugal y Villena, de la casa de los duques de
Braganza, caballero de la Orden de Santiago, gentilhombre de cámara
en ejercicio, primer caballerizo de la reina, virrey, gobernador y capitán
general de las Provincias del Río de la Plata, presidente de la Real Audiencia
Pretorial de Buenos Aires, duerme su sueño infinito, bajo el escudo que
cubre el manto ducal, el blasón con las torres y las quinas de la familia real
portuguesa. Indiferente, su negra cara brilla como el ébano, en el oscilar de
las antorchas.
Magdalena, de rodillas, convulsa, responde a los Dominus vobis cum.
Las vecinas se codean:
¡Qué escándalo! Ya ni pudor queda en esta tierra... ¡Y qué calladito lo tuvo!
Pero, simultáneamente, infíltrase en el ánimo de todos esos hombres
y de todas esas mujeres, como algo más recio, más sutil que su irritado
desdén, un indefinible respeto hacia quien tan cerca estuvo del amo.
La procesión ondula hacia el convento de las capuchinas de Santa
Clara, del cual fue protector Su Excelencia. Magdalena no logra casi
tenerse en pie. La sostiene el sobrino de don Pedro, y el marqués de Casa
Hermosa, malhumorado, le murmura desflecadas frases de consuelo. Las
cuatro hermanas jóvenes no osan mirarse.
¡Mosca muerta! ¡Mosca muerta! ¡Cómo se habrá reído de ellas,
para sus adentros, cuando le hicieron sentir, con mil alusiones agrias, su
superioridad de mujeres casadas, fecundas, ante la hembra seca, reseca,
vieja a los cuarenta años, sin vida, sin nada, que jamás salía del caserón
paterno de la Plaza Mayor! ¿Iría el virrey allí? ¿Iría ella al Fuerte?
¿Dónde se encontrarían?
—¿Qué hacemos? —susurra la segunda.
Han descendido el cadáver a su sepulcro, abierto junto a la reja del coro
de las monjas. Se fue don Pedro, como un muñeco suntuoso. Era demasiado
soberbio para escuchar el zumbido de avispas que revolotea en torno de su
magnificencia displicente.
Despídese el concurso. El regente de la Audiencia, al pasar ante
Magdalena, a quien no conoce, le hace una reverencia grave, sin saber
por qué. Las cuatro hermanas la rodean, sofocadas, quebrado el orgullo.
También los maridos, que se doblan en la rigidez de las casacas y ojean
furtivamente alrededor.
160
Regresan a la gran casa vacía. Nadie dice palabra. Entre la belleza
insulsa de las otras, destácase la madurez de Magdalena con quemante
fulgor. Les parece que no la han observado bien hasta hoy, que solo hoy
la conocen. Y en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas
y cuñados la temen y la admiran. Es como si un pincel de artista hubiera
barnizado esa tela deslucida, agrietada, remozándola para siempre.
Claro que de estas cosas no se hablará. No hay que hablar de estas
cosas. Magdalena atraviesa el zaguán de su casa, erguida, triunfante. Ya no
la dejará. Hasta el fin de sus días vivirá encerrada, como un ídolo fascinador,
como un objeto raro, precioso, casi legendario, en las salas sombrías, esas
salas que abandonó por última vez para seguir el cortejo mortuorio de un
virrey a quien no había visto nunca.
161
ACTIVIDADES
¿Dirías que el cuento está ambientado en el presente o en el futuro? Explica tus razones.
Como sabes, las personas que ingresan a la casa mientras ellos están arriba son delin-
cuentes. ¿Por qué no pueden escapar mientras duermen los criminales?
Cuando los ladrones estaban enterrando su dinero para recogerlo después, encontraron
un tesoro en el lugar donde cavaban. ¿Por qué decidieron no dejar allí todo su botín?
¿Qué hace que cambien de idea?
162
ACTIVIDADES
A pesar de que Zezé quiere obtener de su tío un caballito, se ve que le tiene verdadero
cariño. Copia una parte en que se muestre ese cariño.
Cuando Zezé lee frente a tío Edmundo, este se emociona y le dice: «Vas a ir lejos…».
¿Qué entiendes por esta expresión?
EL DEDO
En el minicuento «El dedo» se relata que un hombre transforma lo que toca en oro. Si tú
pudieras tener un dedo mágico, ¿qué pedirías que pudiera hacer?
163
ACTIVIDADES
UN CREYENTE
¿Quién es el personaje que responde «Yo sí» al final del minicuento «Un creyente»?
¿Qué reacción te produjo este minicuento?, ¿se lo contarías a alguien?, ¿por qué?
LA BOTELLA DE CHICHA
¿Cómo logra el narrador darle importancia a la chicha que guardaba la familia?
¿Por qué el protagonista llena de vinagre la botella de chicha que guardaban sus padres?
El protagonista ofrece la chicha excelente que ha puesto en otra botella a varias personas.
¿Por qué nadie se la quiere comprar?
¿Por qué todos los invitados quedan encantados con lo que les sirve el padre del prota-
gonista a pesar de que es vinagre?
Al estar ante la verdadera chicha, todos los invitados reaccionan como si fuese vinagre.
¿Qué crees que ha influido en ellos? Explica.
164
ACTIVIDADES
Explica por qué un buen dicho para este cuento es «El hábito no hace al monje». Si no
sabes el significado del refrán, pregúntaselo a tu profesor o búscalo en Internet.
EL ILUSTRE AMOR
En este cuento, el virrey ha muerto y pasa la pompa fúnebre por la Plaza Mayor. Explica
en tus propias palabras cómo se siente Magdalena cuando espía la escena.
¿Qué piensan todas las personas presentes acerca del comportamiento de Magdalena?
¿Cómo crees que se sentía Magdalena frente a sus hermanas que eran jóvenes y casadas?
165
ACTIVIDADES
Al final de la historia, nos damos cuenta de que Magdalena no conocía al virrey, y sin em-
bargo, lo lloró como si lo conociera muy bien. ¿Por qué crees que Magdalena se portó así?
Cuenta una aventura que hayas tenido o que te gustaría tener o alguna travesura que ha-
yas hecho. Recuerda describir a los personajes y utilizar diálogos. Puedes utilizar como
referencia alguno de los cuentos que has leído.
166
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
I. Tradiciones, romances y relatos
«Apu Cóndor». [1997]. Tradición oral del Valle del Colca. En La doncella sacrifica-
da. Mitos del Valle del Colca. Carmen Escalante y Ricardo Valderrama (com-
piladores). Arequipa: UNSA, 1997.
«El gigante Iwa y Machín, el mono blanco». [1974]. Tradición oral aguaruna. En
Mitos e historias aguarunas y huambisas de la selva del Alto Marañón. José
Luis Jordana Laguna (compilador). Lima: Retablo de papel, 1974.
«El gran pacto». [2009]. Tradición oral de Pomalca. En Revista Pomalca. Elmer
Fernández Gastelo (compilador), N.º 1, 32, 2009.
«La joven, el joven, la suegra y las alpacas». [1975]. Tradición oral de Caylloma. En
La verdadera biblia de los cashinahua. André Marcel D´Ans (compilador).
Lima: Mosca Azul, 1975.
«La suegra que, de pesar, se transformó en carachupa». [1975]. Tradición oral cashi-
nahua. En La verdadera biblia de los cashinahua. André Marcel D´Ans (compi-
lador). Lima: Mosca Azul, 1975.
«Leyenda de Pomacochas». [1992]. Tradición oral de Cajamarca. En Dios Cajacho,
tradición oral cajamarquina. Alfredo Mires Ortiz y José Dammert Bellido
(compiladores). Cajamarca: Aspaderuc, 1992.
«Romance del enamorado y la muerte». [siglo XVI]. Poema anónimo. En Flor nueva
de romances viejos. Ramón Menéndez Pidal (editor). Madrid: Espasa, 2000.
167
KOESTLER, Arthur. [aprox. 1950]. «El verdugo». Tomado de <ciudadseva.com>.
LORING F ROST, George. [1923]. «Un creyente». En Antología de la literatura fantás-
tica. Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares (compilado-
res). Barcelona: Edhasa, 1977.
MONTERROSO, Augusto. [1969]. «El mono que quiso ser un escritor satírico». En La
oveja negra y demás fábulas. Barcelona: Seix Barral, 1981.
MUJICA L AINEZ, Manuel. [1951]. «El ilustre amor». En Mi mejor cuento. Buenos Ai-
res: Orión, 1973.
OQUENDO DE A MAT, Carlos. [1927]. «Poema del mar y de ella». En 5 metros de poe-
mas. Lima: Universidad Ricardo Palma, 2007.
PAOLO, Rosella di. [1991]. «Loca de basural». En Piel alzada. Lima: Colmillo Blanco, 1991.
PEYROU, Manuel. [aprox. 1940]. «La confesión». En Cuentos breves y extraordina-
rios. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (compiladores). Buenos Aires:
Losada, 1957.
POE, Edgar Allan. [1843]. «El corazón delator». En Cuentos completos. Madrid:
Páginas de Espuma, 2011.
QUIROGA, Horacio. [1917]. «A la deriva». En Todos los cuentos. Madrid: Archivos, 1996.
RIBEYRO, Julio Ramón. [1958]. «La botella de chicha». En La palabra del mudo.
Lima: Campodónico, 1994.
RODARI, Gianni. [1962]. «A enredar cuentos». En Cuentos por teléfono. Barcelona:
Juventud, 2012.
ROMERO, Fernando. [1958]. «Una madre». En Doce relatos de la selva. Lima: Juan
Mejía Baca, 1958.
ROSE, Juan Gonzalo. [1960]. «Exacta dimensión». En Poesía. Lima: Colmillo Blanco, 1990.
RUMI, Yalal Al-din. [aprox. 1273]. «Salomón y Azrael». En 150 cuentos sufíes.
(Extraídos de Al-Matnawi). Barcelona: Paidós.
SAKI (Hector Hugh Munro). [1904]. «El cuentista». En El tigre de la señora Packle-
tide y otros cuentos. Buenos Aires: Centro editor de América Latina, 1989.
SANTA CRUZ, Nicomedes. [1960]. «El café». En Cumanana, décimas de pie forzado
y poemas. Lima: Juan Mejía Baca, 1964.
TOLSTÓI, León. [1912]. «El poder de la infancia». En Obras, tomo III. Madrid: Aguilar, 1981.
T WAIN, Mark. [1876]. Las aventuras de Tom Sawyer. Barcelona: La Galera, 2010.
VASCONCELOS, José Mauro de. [1968]. Mi planta de naranja lima. Buenos Aires:
El Ateneo, 1978.
VERNE, Julio. «Frritt Flacc». [1884]. Tomado de <http://www.jverne.net/bvirtual/intro.htm>.
WILDE, Oscar. [1888]. «El amigo fiel». En Cuentos. Madrid: Círculo de amigos de
historia, 1975.
168
EL ACUERDO NACIONAL
El 22 de julio de 2002, los representan- GDG QRV VLQWDPRV SDUWH GH HOOD &RQ
tes de las organizaciones políticas, re- HVWH¿QHO$FXHUGRSURPRYHUiHODFFH-
ligiosas, del Gobierno y de la sociedad VRDODVRSRUWXQLGDGHVHFRQyPLFDVVR-
FLYLO¿UPDURQHOFRPSURPLVRGHWUDEDMDU ciales, culturales y políticas. Todos los
todos, para conseguir el bienestar y de- SHUXDQRVWHQHPRVGHUHFKRDXQHPSOHR
VDUUROORGHOSDtV(VWHFRPSURPLVRHVHO GLJQRDXQDHGXFDFLyQGHFDOLGDGDXQD
Acuerdo Nacional. salud integral, a un lugar para vivir. Así,
DOFDQ]DUHPRVHOGHVDUUROORSOHQR
El acuerdo persigue cuatro objetivos fun-
GDPHQWDOHV3DUDDOFDQ]DUORVWRGRVORV
3. Competitividad del País
SHUXDQRV GH EXHQD YROXQWDG WHQHPRV
3DUD D¿DQ]DU OD HFRQRPtD HO $FXHUGR
GHVGH HO OXJDU TXH RFXSHPRV R HO URO
VH FRPSURPHWH D IRPHQWDU HO HVStULWX
TXH GHVHPSHxHPRV HO GHEHU \ OD UHV-
ponsabilidad de decidir, ejecutar, vigilar GH FRPSHWLWLYLGDG HQ ODV HPSUHVDV HV
RGHIHQGHUORVFRPSURPLVRVDVXPLGRV GHFLUPHMRUDUODFDOLGDGGHORVSURGXF-
(VWRV VRQ WDQ LPSRUWDQWHV TXH VHUiQ tos y servicios, asegurar el acceso a la
UHVSHWDGRVFRPRSROtWLFDVSHUPDQHQWHV IRUPDOL]DFLyQ GH ODV SHTXHxDV HPSUH-
para el futuro. VDV\VXPDUHVIXHU]RVSDUDIRPHQWDUOD
FRORFDFLyQGHQXHVWURVSURGXFWRVHQORV
3RUHVWDUD]yQFRPRQLxRVQLxDVDGR- PHUFDGRVLQWHUQDFLRQDOHV
OHVFHQWHVRDGXOWRV\DVHDFRPRHVWX-
GLDQWHVRWUDEDMDGRUHVGHEHPRVSURPR- (VWDGR (¿FLHQWH 7UDQVSDUHQWH \
ver y fortalecer acciones que garanticen 'HVFHQWUDOL]DGR
HOFXPSOLPLHQWRGHHVRVFXDWURREMHWLYRV (V GH YLWDO LPSRUWDQFLD TXH HO (VWDGR
que son los siguientes: FXPSODFRQVXVREOLJDFLRQHVGHPDQH-
UD H¿FLHQWH \ WUDQVSDUHQWH SDUD SRQHU-
1. Democracia y Estado de Derecho se al servicio de todos los peruanos. El
La justicia, la paz y el desarrollo que ne- $FXHUGR VH FRPSURPHWH D PRGHUQL]DU
FHVLWDPRVORVSHUXDQRVVyORVHSXHGHQ OD DGPLQLVWUDFLyQ S~EOLFD GHVDUUROODU
GDU VL FRQVHJXLPRV XQD YHUGDGHUD GH-
LQVWUXPHQWRVTXHHOLPLQHQODFRUUXSFLyQ
PRFUDFLD (O FRPSURPLVR GHO $FXHUGR
R HO XVR LQGHELGR GHO SRGHU$VLPLVPR
Nacional es garantizar una sociedad en
GHVFHQWUDOL]DU HO SRGHU \ OD HFRQRPtD
la que los derechos son respetados y
para asegurar que el Estado sirva a to-
los ciudadanos viven seguros y expre-
san con libertad sus opiniones a partir GRVORVSHUXDQRVVLQH[FHSFLyQ
GHOGLiORJRDELHUWR\HQULTXHFHGRUGHFL-
GLHQGRORPHMRUSDUDHOSDtV 0HGLDQWHHO$FXHUGR1DFLRQDOQRVFRP-
SURPHWHPRV D GHVDUUROODU PDQHUDV GH
2. Equidad y Justicia Social FRQWURODU HO FXPSOLPLHQWR GH HVWDV SR-
3DUD SRGHU FRQVWUXLU QXHVWUD GHPRFUD- líticas de Estado, a brindar apoyo y di-
cia, es necesario que cada una de las IXQGLUFRQVWDQWHPHQWHVXVDFFLRQHVDOD
SHUVRQDVTXHFRQIRUPDPRVHVWDVRFLH- sociedad en general.