Pascal Quignard - El Libro de Heidelbeermann
Pascal Quignard - El Libro de Heidelbeermann
Pascal Quignard - El Libro de Heidelbeermann
Antiguamente los caballos eran libres. Galopaban por la tierra sin que los
hombres los desearan, los encerraran, los reunieran en los desfiladeros, los
enlazaran, los apresaran, los uncieran a carros de guerra, los enjaezaran,
los ensillaran, los herraran, los montaran, los sacrificaran, los comieran. A
veces los hombres y los animales cantaban juntos. Los largos gemidos de
unos provocaban los singulares relinchos de los otros. Los pájaros bajaban
del cielo y acudían a picotear los restos entre las piernas de los caballos
que sacudían sus magníficas crines, entre los muslos de los hombres que
echaban hacia atrás sus cabezas, sentados en el suelo, alrededor del
fuego, que comían ávidamente, ruidosamente, excesivamente, que
golpeaban súbitamente sus manos en cadencia. Cuando el fuego se había
apagado, cuando habían terminado de cantar, los hombres se levantaban.
Porque los hombres no dormían de pie como lo hacían los caballos.
Entonces limpiaban en el suelo las huellas de sus escrotos y de sus sexos
que se habían depositado allí. Volvían a subir a sus caballos y cabalgaban
sobre toda la superficie de la tierra, en las orillas húmedas de los mares, en
los bosques bajos y primarios, en los páramos ventosos, en las estepas. Un
día, un hombre joven compuso este canto: “Salí de una mujer y me encontré
frente a la muerte. ¿Dónde se pierde mi alma por la noche? ¿En qué mundo
reside? Resulta pues que hay un rostro que nunca vi, que me persigue.
¿Por qué vuelvo a ver ese rostro que no conozco?”
Había un aliso.
Hagus, que era el barquero del río, ató su barca al tronco del gran aliso. Fue
a ubicarse junto al jinete intrigado y el caballo inmóvil. Con su pértiga
apoyada en el hombro, cruzó su mirada con las miradas de ellos.
En verdad, el arrendajo ofrecía sus plumas coloridas al calor del último sol.
Las secaba.
Entonces Hagus oyó, sobre su hombro, que tenía que dejar este mundo.
Giró la cabeza hacia el pájaro que lo miraba y que lanzaba su grito horrible,
después se dio vuelta hacia el jinete pero ya no había nada a su lado. El
jinete y el caballo se habían ido sin que los hubiese visto desaparecer.
3. La caja de concierto
–Si hacen silencio –les decía a los niños y a las diversas poblaciones que
se aglomeraban entonces provenientes de los campos y las sendas del
bosque, que lo rodeaban y se apretaban unos y otros contra él para
examinar el interior de su caja–, escucharán un carillón oscuro.
4. Nacimiento de Nithard
5. La concepción de Nithard
Antaño, nueve meses antes de que Nithard naciera, una tarde en que
estaban ocultos de las miradas atrás de las madreselvas amarillas y blancas
y las grandes glicinas azules, la hija del emperador que se llamaba Berehta
o Berthe tomó la mano del conde Angilbert y le dijo:
–Entra en mí.
Y repitió:
Ella gozó.
Ella gozó.
–Porque si a los pájaros les gusta cantar, también les gusta oír los cantos.
Les gusta oír el mar del Norte que rompe bajo el acantilado de caliza y se
callan poco a poco ante las olas que se elevan y que se desploman sobre la
arena que hacen rodar y que producen al corroer la pared vertical y blanca.
Los gorjeos ceden por completo su lugar a los estrépitos y a los estruendos.
Los graves se difunden más lejos que los agudos en el mundo de los
pájaros –como el dolor en el nuestro.
Los signos de los pájaros son más dulces que la pena que ustedes sienten.
Son más comprensibles para mi oído que las lenguas que articulan los
hombres a los cuales les doy mi asistencia cuando están poseídos y giran
sobre sí mismos sin saber qué hacer con su sufrimiento en el sufrimiento.
6. Hartnid enamorado
Un día, Mateo el Evangelista escribió en Evangelio XIII, 1: “In illo die, Iesu,
exiens de domo, sedebat secus mare”. (Un día, Jesús, tras haber salido de
su casa, se sentó a la orilla del mar.) Un día, Hartnid, tras haber salido de su
casa, se sentó a la orilla del mar. De pronto se alzó el viento y levantó la
arena. Tenía trece años. Una barca se encontraba allí. Subió a la barca. Izó
la vela en el mástil. Navegó en dirección al oeste, después giró hacia el
norte y soltó el timón. Se durmió. Entonces derivó largo tiempo. Cruzó el
mar. Desembarcó en Arklow. En la bahía de Arklow, Hartnid encontró a un
santo que vivía bajo una piedra.
–Porque busco a la mujer que tiene este rostro sobre sus hombros. Esa es
la razón de mi viaje. Mi propio rostro no importa. Porque mi rostro ya existía
en este mundo cuando aparecí en este mundo.
7. Frater Lucius
Uno de los monjes del monasterio de Saint-Riquier, el que les enseñó sus
letras, tanto griegas como latinas, a Nithard al igual que a Hartnid, que era
un excelente copista, que era incluso la mejor mano del monasterio para
ornar las letras bizantinas, para simplificar de la manera más pura las letras
carolingias, tenía el nombre de Frater Lucius. Se había enamorado de un
gato totalmente negro. El gato era tan bello y pequeño como una linda
corneja chica de los bosques. Tenía ojos adorables. A decir verdad, se
parecía más bien a un grajo de los sembrados porque su hocico estaba
manchado de blanco. El Hermano Lucius se apuraba en haber terminado su
jornada, en haber acabado su copia, en dejar el scriptorium cuyas sedes sin
embargo estaban calefaccionadas con pequeños hornillos de brasas donde
los monjes apoyaban sus pies y donde el calor se acumulaba bajo sus
ropas. Pero poco importa el calor: Frater Lucius estaba apurado por volver a
su celda y abrir el batiente de madera de su ventana para que apareciera y
saltara y hundiera su hocico helado en el hueco de su cuello. No tenía en la
cabeza nada más que a su gato. Sólo soñaba con sus caricias, caricias a su
vez tan ávidas de caricias, y con sus murmullos tibios, ronquidos, gritos
atenuados, ronroneos, siseos, pequeñas lamida rasposas, ojos que se
guiñan en el consentimiento y que se cierran a medias en el reposo y en la
ternura.
–Es posible que las mujeres y los hombres no conozcan dos veces el
deseo. No estoy convencido de ello, ni para las mujeres, ni para los
hombres, pero es algo posible. Los peces a los que llamamos salmones
mueren justo en el instante en que experimentan el goce cuando es la
primera vez de sus vidas en que lo encuentran. En el instante en que sus
cuerpos y sus aletas se mezclan con la fuente de los montes donde fueron
concebidos, sus viejos cuerpos impregnados de semen, todavía temblando
en la voluptuosidad, mueren. Usted señaló que me pasó algo comparable
entre las madreselvas, cuando nos encontramos a la sombra de los densos
racimos de glicinas azules que nos ocultaban de la vista de los otros
miembros de la corte. Nuestros cuerpos temblaban en la felicidad
exactamente como lo hacen los animales cuando tienen miedo. A veces se
grita en el último instante, cuando el alma se escapa, como se grita cuando
se nace, mientras el cuerpo descubre la luz del sol. Y sucede que gritemos
en el placer, cuando el agua que contenemos de pronto se derrama. Es
posible, en efecto, que no aprendamos demasiadas cosas al vivir. Por el
momento, su padre solicitó que no nos tocásemos más. En lo que me
concierne, ese príncipe es un amigo y yo soy un compañero leal. En cuanto
a usted, es su padre y usted es una hija dichosa y amorosa. Él tiene
bastante con sus hijos y los hijos de sus hijos y teme por la sucesión del
inmenso reino que tiene impacientemente la voluntad de aumentar. Usted
va a unirse a la corte palatina de sus mujeres en Aix. Nuestros cuerpos ya
no temblarán ni de felicidad ni de temor. Cuidaré de nuestros hijos y los
trescientos monjes que he reunido en mi abadía los instruirán con tanta
solicitud e incluso con más diligencia que todos los otros duques de la tierra.
Las mujeres que trabajan en los hornos, que lavan, que secan la ropa
blanca, que cultivan, que plantan, que cosechan en el terreno rectangular,
los querrán.
–Hice lo que me pediste. Tengo mis dos párpados bajos. Haz lo que te
dispones a hacer.
–Por desgracia.
–Serás mi única mujer. Eres tan hermosa. Eres la primera mujer que
descubro desnuda. Aun de aquella cuyo rostro busco, no imagino su
desnudez. Serás la única de la que tendré la plena e indecente apariencia y
la colocaré cerca del retrato que se fijó no sé por qué, antes, en mi corazón.
Ella dijo:
–Ya no habrá más que los sueños que puedan darle su auxilio a la vida.
–Es mi arrendajo.
Tras haberse convertido en los amos del valle del Ródano, sometieron la
Borgoña. Sitiaron la ciudad de Autun en 725. En 731 asediaron la antigua
ciudad de Sens, donde finalmente fueron rechazados por el arzobispo que
se había refugiado en su isla y que los atacó a través del gueto de los judíos
que daba al puerto, en el brazo oriental del río navegable. En 732, Carlos
Martel logró reunirse con el duque Eudes y juntaron sus tropas.
Fue entonces cuando Abd ar Rahman el Ghafiki perdió la gran batalla que
tuvo lugar en las puertas de Poitiers.
El primer color que se forma en la retina de todos los hombres, en el ojo del
recién nacido, es el azul.
Durante un largo tiempo el Somme no era más que un arroyito tan pequeño
como el arroyo que brotaba de las fuentes revitalizantes de San Marcoul.
Sar era la chamán que tenía en su poder la bahía que abría el Somme en el
mar del Norte. Y sus ojos de vidente eran tan azules como lo son los ojos de
los niños recién nacidos. Una noche, en el fondo de sí misma, oyó a lo lejos
a los islandeses que llegaban en su barco. Entre los francos, sólo las
mujeres tenían el don de la doble visión, porque sólo las mujeres, según
decían, son en el origen tanto hombres como mujeres, es decir, tanto niños
como viejos, es decir, tanto fantasías como fantasmas.
Sar veía todo lo que iba a pasar como si ya hubiera ocurrido. Era su don.
Los francos decían:
–Ella lo ve todo. Ella puede distinguir un cabello blanco que cayó sobre el
manto de nieve. Y si lo toma entre sus dedos, puede distinguir uno de esos
copos de nieve una vez que ha sido depositado con el pelito dentro de un
tazón de leche.
Sus ojos eran azules exactamente como lo son las piedras de los
corindones y los zafiros.
Hartnid decía:
–Son los más bellos ojos del mundo. Son tan azules como el cielo después
de la tormenta, cuando es puro, y se refleja en el mar, cuando está en
calma.
Ella decía:
Un día de lluvia, un día en que el pequeño río ante sus ojos, mientras
estaban todos sentados sobre el dique, se desbordaba, los nórdicos, que
venían de la isla de Islandia, los atacaron. Mataron a la mayoría de los
hombres que trataron de defenderse. Redujeron a la esclavitud a los niños,
las mujeres, los hombres mayores y gastados y amarillentos y seniles. Los
vikings les preguntaron a los francos:
–¿No tienen entonces una chamán que les pronostique sus desgracias?
Fue entonces cuando los vencidos les relataron la profecía de Sar. Ahora
recordaban que todo lo que había descripto tres años antes, con el más
minucioso detalle, era lo que había pasado: la lluvia, el río que desbordaba,
las rodillas que se empapaban, la sorpresa, etc. Entonces los nordmann
preguntaron dónde vivía Sar. Uno de los francos que habían sido hechos
prisioneros les indicó, bajo la tortura, a los jóvenes marinos islandeses
dónde había escogido la chamán su cueva en el acantilado. Los normandos
treparon la ladera; espantaron a las gaviotas; entraron en la caverna;
espantaron a los murciélagos; la agarraron de los brazos; le reventaron los
ojos; sus pupilas muy azules fluyeron sin parar. Fue así como se creó el
Somme que desde entonces avanza su oleaje sin fin hacia el mar del Norte
y se remonta hasta el puerto de Londres.
14. El rostro
Una tarde, un bote bajó por el río. El remero hizo atracar el casco negro en
las pequeñas hojas romboides y amarillas de los grandes sauces de Hagus
el barquero. Un joven muy esbelto, muy bello, que tenía los gestos de un
ángel, saltó sobre la orilla, le hizo una seña a alguien que no se vio.
Pronto el primero fue conocido por todo el mundo. Sabían que se llamaba
Hartnid y que estaba buscando algo. Buscaba un rostro. Tenía una cajita
esmaltada dentro de su camisa. La abría. Mostraba un rostro que había sido
pintado en una isla de Escocia y preguntaba: “¿Han visto este rostro?” Se
trataba de la cara de una mujer que no era especialmente bella pero que
tenía un aspecto extremadamente dulce. El hombre se llamaba Hartnid y a
veces un arrendajo de grandes plumas azules acudía a posarse sobre su
hombro.