Pascal Quignard - El Libro de Heidelbeermann

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Pascal Quignard - El libro de Heidelbeermann

1. Historia de los caballos

Antiguamente los caballos eran libres. Galopaban por la tierra sin que los
hombres los desearan, los encerraran, los reunieran en los desfiladeros, los
enlazaran, los apresaran, los uncieran a carros de guerra, los enjaezaran,
los ensillaran, los herraran, los montaran, los sacrificaran, los comieran. A
veces los hombres y los animales cantaban juntos. Los largos gemidos de
unos provocaban los singulares relinchos de los otros. Los pájaros bajaban
del cielo y acudían a picotear los restos entre las piernas de los caballos
que sacudían sus magníficas crines, entre los muslos de los hombres que
echaban hacia atrás sus cabezas, sentados en el suelo, alrededor del
fuego, que comían ávidamente, ruidosamente, excesivamente, que
golpeaban súbitamente sus manos en cadencia. Cuando el fuego se había
apagado, cuando habían terminado de cantar, los hombres se levantaban.
Porque los hombres no dormían de pie como lo hacían los caballos.
Entonces limpiaban en el suelo las huellas de sus escrotos y de sus sexos
que se habían depositado allí. Volvían a subir a sus caballos y cabalgaban
sobre toda la superficie de la tierra, en las orillas húmedas de los mares, en
los bosques bajos y primarios, en los páramos ventosos, en las estepas. Un
día, un hombre joven compuso este canto: “Salí de una mujer y me encontré
frente a la muerte. ¿Dónde se pierde mi alma por la noche? ¿En qué mundo
reside? Resulta pues que hay un rostro que nunca vi, que me persigue.
¿Por qué vuelvo a ver ese rostro que no conozco?”

Solo, partió a caballo.

De repente, cuando estaba galopando a pleno día, se hizo de noche.


Se inclinó. Con espanto acarició la crin que cubría el cuello de su caballo y
su piel tibia y temblorosa.

Pero el cielo se volvió absolutamente negro.

El jinete tiró de la cadenita de bronce de las riendas. Bajó del caballo.


Desenrolló en el suelo una manta constituida por tres pieles de reno
sólidamente anudadas entre sí. Ató los cuatro extremos de la manta para
proteger, lo más completamente posible, tanto a él mismo como la cara de
su caballo. Volvieron a partir.

El aire estaba inmóvil.

Súbitamente la lluvia se abatió sobre ellos.

Avanzaban lentamente buscando con la vista, los dos, su camino entre el


estrépito y el agua atronadora.

Llegaron a una colina. Ya no llovía más. Tres hombres estaban atados a


unas ramas en la oscuridad.

En el medio, un hombre completamente desnudo, con una corona de


espinas en la frente, aullaba.

De manera misteriosa, otro hombre, con la punta de una caña, le alcanzaba


una esponja a los labios. A su lado, al mismo tiempo, un soldado hundía su
lanza en su corazón.

2. Historia que le sucedió a Hagus

Un día, mucho después, siglos después, cuando caía la tarde, mientras


estaba solo, a pie, llevaba detrás de sí a su caballo de la brida en la ribera
del Somme, en la penumbra que empezaba a llegar sobre el río, y se
detuvo.

El hombre había divisado a un arrendajo muerto sobre un montón de


pizarras.
Estaba casi a diez metros del río que corría en silencio.

Había un aliso.

Sobre el montón de lozas de pizarra despegadas, grisáceas, que estaban


expuestas al sol poniente, un arrendajo estaba tendido de espaldas, con las
alas bien abiertas, el pico abierto.

El caballo resopló. Pero el hombre acarició la larga y pesada cabellera que


cubría su espinazo.

Hagus, que era el barquero del río, ató su barca al tronco del gran aliso. Fue
a ubicarse junto al jinete intrigado y el caballo inmóvil. Con su pértiga
apoyada en el hombro, cruzó su mirada con las miradas de ellos.

Porque había algo extraño en ese arrendajo muerto.

Entonces Hagus sacó fuerzas de flaqueza y se acercó al pájaro de alas


azules.

Pero se paralizó casi de inmediato porque el arrendajo levantaba


regularmente sus plumas negras y azul intenso. Se daba vuelta un poco al
respirar. Actuaba del siguiente modo: un golpe hacia la costa y la barca y el
follaje del aliso y el río; un golpe hacia los cardos y el jinete paralizado por
su visión y el caballo inmóvil y ansioso.

En verdad, el arrendajo ofrecía sus plumas coloridas al calor del último sol.

Las secaba.

Luego, en menos de un segundo, hizo una pirueta, se volvió a parar sobre


sus patas y de un salto salió volando y se encontró encaramado en la punta
de la pértiga del barquero de río.

Entonces Hagus oyó, sobre su hombro, que tenía que dejar este mundo.

Giró la cabeza hacia el pájaro que lo miraba y que lanzaba su grito horrible,
después se dio vuelta hacia el jinete pero ya no había nada a su lado. El
jinete y el caballo se habían ido sin que los hubiese visto desaparecer.

Súbitamente el pájaro desplegó de nuevo sus alas negras y azules, dejó su


palo –que era la pértiga de Hagus apoyada en su hombro– y se voló.
El pájaro se internó en el cielo.

De manera progresiva, el carácter de Hagus se ensombreció. Empezó


descuidando su servicio en la costa del río. Abandonó su barca entre los
juncos. Dejó que la lluvia la invadiera con el agua de las tormentas. Al cabo
de dos estaciones su mujer y su hijo se cansaron de su tristeza, hablaron
juntos febrilmente, agarraron sus cosas, partieron. Entonces Hagus, que
renunciaba a la compañía de los suyos, se apartó de sus prójimos. O más
bien no se dirigió más a los seres humanos. Evitaba la luz demasiado
intensa. Todo lo que era visible le daba miedo. Incluso los rostros de los
animales, que le parecían reprobatorios, y los rehuía. Tomaba desvíos para
no cruzar la mirada con un cernícalo de pico completamente amarillo o con
los ojos de una rana que trataba de atraerlo por medio de su canto en la
noche cálida sobre la pradera.

3. La caja de concierto

Antiguamente había un hombre un poco rengo que llevaba una caja de


madera con compartimentos sobre su espalda. Iba de aldea en aldea.
Apoyaba la caja sobre una piedra o sobre el tronco de un árbol, o sobre un
baúl, o sobre un banco, y entonces desplegaba cuidadosamente la tapa. Se
contaban doce agujeros. Cada uno contenía una rana. A la noche,
levantaba la cabeza y nombraba a Van Sissou. Era como una plegaria que
el hombre del pie estropeado lanzaba hacia el cielo. “¡Habla, Van Sissou!”,
exclamaba y le pedía a un niño que se encontraba allí que tomase una jarra
y derramara el agua sobre cada cabeza. Ellas cantaban.

–Si hacen silencio –les decía a los niños y a las diversas poblaciones que
se aglomeraban entonces provenientes de los campos y las sendas del
bosque, que lo rodeaban y se apretaban unos y otros contra él para
examinar el interior de su caja–, escucharán un carillón oscuro.

Entonces, incluso los niños se callaban, escuchaban el canto que poco a


poco se elevaba y sus ojos se humedecían porque todos habían conocido a
alguien en el otro mundo. Algunos murmuraban “¡Mamá!” y se desplomaban
dentro de sus rodillas. Y decían en voz baja: “¡Mamá! ¡Mamá!”

4. Nacimiento de Nithard

Antiguamente, el día en que Nithard nació, el conde Angilbert –que era el


padre del niño, que también era el padre abad de la abadía consagrada a
San Riquier de la bahía de Somme– agarró al niño cuando salía chorreando
del vientre de Berthe y dijo: “Párpados que levantas por primera vez,
plegando tu piel tan frágil mientras desnudas tus dos grandes ojos mojados
a la luz, te bendigo en nombre del padre, del hijo, del espíritu”. Fue
entonces cuando surgió un nuevo grito. Había un gemelo en el vientre de
Berthe: se podía ver la frente amarilla que empujaba contra la pared del
vientre y que ya aparecía entre los grandes labios violáceos de Berthe, justo
por debajo de la mata de pelos rubios que cubría su piel tensada al máximo
hasta el ombligo. El conde abad Angilbert trató de agarrarlo. Pero el recién
nacido estaba particularmente empapado. El cuerpito viscoso se debatía en
todos los sentidos y resbalaba como una anguila entre sus manos. El abad
gritó: “Oye tú que empiezas a buscar asideros por todas partes en la
naturaleza, dedos minúsculos que despliegas y que aprietas con tanta
tenacidad y fervor la gran mano de quien te concibió hace ya varias
estaciones, te bendigo también. Es un signo que nos envía Dios al repetir el
nacimiento de Nithard en este rostro que se le parece mucho más de lo que
podría hacerlo una sombra: ¡lo reitera casi como un reflejo! ¡Dios quiso un
compañero para sus días tal como él mismo tenía a Juan que dormía sobre
su hombro!”

Tras haber pronunciado estas palabras, procedió al segundo bautismo y lo


llamó Hartnid.

5. La concepción de Nithard
Antaño, nueve meses antes de que Nithard naciera, una tarde en que
estaban ocultos de las miradas atrás de las madreselvas amarillas y blancas
y las grandes glicinas azules, la hija del emperador que se llamaba Berehta
o Berthe tomó la mano del conde Angilbert y le dijo:

–Entra en mí.

Y repitió:

–Entra en mí. Te amo tanto.

Levantó su túnica. Entonces él entró en ella.

Ella gozó.

Él también obtuvo tanto placer que la penetró por segunda vez.

Ella gozó.

Esto pasó antes del nacimiento de Nithard y de Hartnid. Sar, la chamán de


la bahía de Somme, improvisó en aquellos tiempos este poema:

–Porque si a los pájaros les gusta cantar, también les gusta oír los cantos.

Les gusta oír el mar del Norte que rompe bajo el acantilado de caliza y se
callan poco a poco ante las olas que se elevan y que se desploman sobre la
arena que hacen rodar y que producen al corroer la pared vertical y blanca.

Incluso los atrae tan sólo el estremecimiento de las cañas en el agua


estancada de las lagunas que bordean la bahía.

Los pájaros se acercan a los prados salados y a los cañaverales. Penetran


en ellos. Se complacen en acompañar los cantos que allí produce el viento
profiriendo sus trinos.

Ahora bien –dijo Sar–, la lluvia,

cuando cae sobre las hojas del bosque,

en cambio intimida sus picos.


Disminuye sus variaciones y baja la altura de los sonidos que vociferan.

A veces los chubascos y los chaparrones los suspenden.

Los gorjeos ceden por completo su lugar a los estrépitos y a los estruendos.

Todos los pájaros responden –e incluso su sorprendente silencio responde


cuando llegan a callarse.

Todos los pájaros modulan según el acompañamiento que ofrece el lugar a


los movimientos y a la resonancia particular que organizan sus extraños
mandatos.

Casi no tintinean arpegios cuando el sitio está en la niebla.

Ningún desgranamiento de llamados se lanza dos veces bajo las nubes.

Los graves se difunden más lejos que los agudos en el mundo de los
pájaros –como el dolor en el nuestro.

Los lentos se distinguen más fácilmente que los rápidos.

Yo, Sar, lo digo:

Los signos de los pájaros son más dulces que la pena que ustedes sienten.

Son más comprensibles para mi oído que las lenguas que articulan los
hombres a los cuales les doy mi asistencia cuando están poseídos y giran
sobre sí mismos sin saber qué hacer con su sufrimiento en el sufrimiento.

6. Hartnid enamorado

Un día, Mateo el Evangelista escribió en Evangelio XIII, 1: “In illo die, Iesu,
exiens de domo, sedebat secus mare”. (Un día, Jesús, tras haber salido de
su casa, se sentó a la orilla del mar.) Un día, Hartnid, tras haber salido de su
casa, se sentó a la orilla del mar. De pronto se alzó el viento y levantó la
arena. Tenía trece años. Una barca se encontraba allí. Subió a la barca. Izó
la vela en el mástil. Navegó en dirección al oeste, después giró hacia el
norte y soltó el timón. Se durmió. Entonces derivó largo tiempo. Cruzó el
mar. Desembarcó en Arklow. En la bahía de Arklow, Hartnid encontró a un
santo que vivía bajo una piedra.

Hartnid dibujó en la arena un rostro y le preguntó al santo:

–¿Conoce este rostro?

Pero el ermitaño le respondió:

–No conozco ese rostro. ¿Por qué me lo pregunta? Tampoco lo conocía a


usted ni a su cuerpo ni a su rostro cuando lo vi hace un rato, desde la puerta
de mi cabaña de piedras, anclando su barco, bajando su bote por medio de
una soga, remando, remolcando su pequeño bote sobre el barro salobre y
los fragmentos de caparazones rotos de la costa.

–Porque busco a la mujer que tiene este rostro sobre sus hombros. Esa es
la razón de mi viaje. Mi propio rostro no importa. Porque mi rostro ya existía
en este mundo cuando aparecí en este mundo.

La princesa Berehta (Berthe, que era la madre de Hartnid) decía en el


nuevo palacio de su padre, en Aix-la-Chapelle, en el año 813:

–Creo que su cabeza se quedó vacía. El amor lo trastornó apenas le


crecieron los pelos a lo largo de las piernas y cubrieron sus mejillas. Otro
cuerpo distinto del suyo se le subió al cerebro aunque yo no sepa dónde
obtuvo esa visión. Por lo menos, cuando tenía doce o trece años, una
imagen se montó en su cabeza y se aferró a ella. No se extinguió cuando
llegó el amanecer y él se levantó de su lecho. A partir de ese instante ya no
quiso ver más a su hermano. Esa imagen se convirtió en un furor tal que ya
no oye más nada de lo que le dicen. Quiere recobrar ese rostro. Nadie
puede permanecer frente a mi hijo sin quedar estupefacto por lo que le ha
pasado. Ama a alguien.

Así es como la princesa Berthe justificaba la partida de su hijo ante el más


joven de sus gemelos, que se llamaba Nithard. Porque entre los gemelos, el
concebido antes es el último que sale. Y fue así que Hartnid, que era otra
manera de escribir Nithard, a quien había concebido y nombrado Angilbert,
a quien había cargado y alimentado Berthe, dejó la Francia marítima.

7. Frater Lucius

Uno de los monjes del monasterio de Saint-Riquier, el que les enseñó sus
letras, tanto griegas como latinas, a Nithard al igual que a Hartnid, que era
un excelente copista, que era incluso la mejor mano del monasterio para
ornar las letras bizantinas, para simplificar de la manera más pura las letras
carolingias, tenía el nombre de Frater Lucius. Se había enamorado de un
gato totalmente negro. El gato era tan bello y pequeño como una linda
corneja chica de los bosques. Tenía ojos adorables. A decir verdad, se
parecía más bien a un grajo de los sembrados porque su hocico estaba
manchado de blanco. El Hermano Lucius se apuraba en haber terminado su
jornada, en haber acabado su copia, en dejar el scriptorium cuyas sedes sin
embargo estaban calefaccionadas con pequeños hornillos de brasas donde
los monjes apoyaban sus pies y donde el calor se acumulaba bajo sus
ropas. Pero poco importa el calor: Frater Lucius estaba apurado por volver a
su celda y abrir el batiente de madera de su ventana para que apareciera y
saltara y hundiera su hocico helado en el hueco de su cuello. No tenía en la
cabeza nada más que a su gato. Sólo soñaba con sus caricias, caricias a su
vez tan ávidas de caricias, y con sus murmullos tibios, ronquidos, gritos
atenuados, ronroneos, siseos, pequeñas lamida rasposas, ojos que se
guiñan en el consentimiento y que se cierran a medias en el reposo y en la
ternura.

Frater Lucius no tenía en la mente más que su miradita seductora y su


naricita conmovedora.

Apenas cerraba detrás de sí la puerta de su celda, se sacaba su capucha.


Una vez quitada la capucha, tiraba el postigo de madera y ya el gato estaba
saltando sobre su hombro y tocaba con su pata su mejilla como si lo
acariciara.
Ni siquiera era necesario que susurrara su nombre en la noche sobre todos
los techos del monasterio. El gato saltaba sobre su hombro y ya
ronroneaba.

Se acostaban los dos sobre su jergón de paja cubierto de pieles y dormían


juntos.

El hermano hundía la cara en su pelaje. Respiraba con dificultad pero le


parecía que revivía. Hablaban juntos. Eran felices. Se amaban.

8. La abadía que restauró Angilbert

Cuando el emperador le ofreció la fuente de San Marcoul, el capitel de


piedras secas y reunidas sin junturas que la remataba, la vieja ermita de
San Riquier, el rey chamán, que había sido erigida a su lado, y por último
las construcciones más recientes de la abadía que los rodeaban, al conde y
abad (abbas et comes) Angilbert, le otorgó unas dependencias hasta la
orilla del mar antes de Quentovic. Era en los años 790. Harun al-Rachid ya
era el califa de la gran ciudad de Bagdad. Carlomagno todavía no era
emperador. Nadie en el mundo lo llamaba aún Carolus Magnus, ni Carlos el
Magno, ni Karel der Grosse. El joven rey de los francos no quiso como
yerno al conde que tenía en sus manos el ducado de la Francia marítima.
Deseó enseguida reintegrar a Berthe a su corte. Amaba a Berthe más que a
ninguna de las otras princesas y aun más que a sus esposas. Lo que al
conde Angilbert se le ocurrió decirle a la princesa Berthe cuando, al
transmitir el pedido que le había hecho su padre, lo rechazó para siempre,
fue lo siguiente:

–Es posible que las mujeres y los hombres no conozcan dos veces el
deseo. No estoy convencido de ello, ni para las mujeres, ni para los
hombres, pero es algo posible. Los peces a los que llamamos salmones
mueren justo en el instante en que experimentan el goce cuando es la
primera vez de sus vidas en que lo encuentran. En el instante en que sus
cuerpos y sus aletas se mezclan con la fuente de los montes donde fueron
concebidos, sus viejos cuerpos impregnados de semen, todavía temblando
en la voluptuosidad, mueren. Usted señaló que me pasó algo comparable
entre las madreselvas, cuando nos encontramos a la sombra de los densos
racimos de glicinas azules que nos ocultaban de la vista de los otros
miembros de la corte. Nuestros cuerpos temblaban en la felicidad
exactamente como lo hacen los animales cuando tienen miedo. A veces se
grita en el último instante, cuando el alma se escapa, como se grita cuando
se nace, mientras el cuerpo descubre la luz del sol. Y sucede que gritemos
en el placer, cuando el agua que contenemos de pronto se derrama. Es
posible, en efecto, que no aprendamos demasiadas cosas al vivir. Por el
momento, su padre solicitó que no nos tocásemos más. En lo que me
concierne, ese príncipe es un amigo y yo soy un compañero leal. En cuanto
a usted, es su padre y usted es una hija dichosa y amorosa. Él tiene
bastante con sus hijos y los hijos de sus hijos y teme por la sucesión del
inmenso reino que tiene impacientemente la voluntad de aumentar. Usted
va a unirse a la corte palatina de sus mujeres en Aix. Nuestros cuerpos ya
no temblarán ni de felicidad ni de temor. Cuidaré de nuestros hijos y los
trescientos monjes que he reunido en mi abadía los instruirán con tanta
solicitud e incluso con más diligencia que todos los otros duques de la tierra.
Las mujeres que trabajan en los hornos, que lavan, que secan la ropa
blanca, que cultivan, que plantan, que cosechan en el terreno rectangular,
los querrán.

La princesa Berehta le respondió al conde Angilbert convertido en padre


abad de la abadía de Saint-Riquier:

–Nosotras, mujeres, nuestra vida no es feliz. El tiempo en que somos


mujeres es demasiado breve. Somos demasiado tiempo niñas, seguimos
siendo mujeres tan pocas temporadas, somos demasiado rápido madres,
perdemos una extensión interminable de tiempo en hacernos viejas y en
quedar, con un pie en el aire, todas empolvadas, dudando en naufragar en
el océano de la muerte. Además, el ciclo de nuestra fecundidad está
desagradablemente medido si lo comparamos con la duración de nuestra
existencia. Los cuidados que requieren los pequeños que salen de nuestro
sexo son repetitivos y groseros. Por eso pienso esto: El tiempo de las
madres y de las abuelas es demasiado extenso a tal punto que se torna
molesto y casi repulsivo. En este sentido, no estoy descontenta de volver a
la compañía de mi padre, a la edad en la que estoy. Amigo mío,
consérveme su servicio puesto que ya no quiere acostarse cerca de mi
carne, puesto que ya no quiere llevar su boca a mi pecho y chuparlo un
poco, vaciado, al caer la noche, puesto que ya no quiere entonar su gemido
en el hueco de mi hombro. Pero ahora voy a decir lo que creo que es lo
peor. Lo más terrible que hay en la existencia que tienen las mujeres es que
amamos a los hombres mientras nos desean. Cada una de nosotras se
entrega por completo a uno de ellos mientras que ellos olvidan que están en
nuestros brazos inmediatamente después de que nos penetraron y corren a
comunicar por todas partes lo que no saben nunca.

9. La escena del baño en el gran salón

Hartnid tomaba su baño en su bañera de madera en el gran salón colmado


de penumbra. Oyó una voz de mujer a sus espaldas.

–¡Cierra los ojos cuando te toque!

Hartnid cerró los ojos y respondió a la voz:

–Hice lo que me pediste. Tengo mis dos párpados bajos. Haz lo que te
dispones a hacer.

Entonces la mujer que se llamaba Wicklow lo agarró de los hombros y entró


en la bañera.

Él abrió los ojos. La miró. Ella era muy hermosa. Le dijo:

–Ya no tendré que cerrar los ojos cuando te acerques a mí.

–Por desgracia.

–Serás mi única mujer. Eres tan hermosa. Eres la primera mujer que
descubro desnuda. Aun de aquella cuyo rostro busco, no imagino su
desnudez. Serás la única de la que tendré la plena e indecente apariencia y
la colocaré cerca del retrato que se fijó no sé por qué, antes, en mi corazón.

La mujer pareció triste.

Ella dijo:
–Ya no habrá más que los sueños que puedan darle su auxilio a la vida.

Después la mujer mostró con el dedo el borde de la bañera.

–¿Qué es este pájaro sobre el círculo de cobre?

–Es mi arrendajo.

10. La derrota de Abd ar Rahman el Ghafiki

¿A qué llamamos horror? Una sensación de espanto que causa el miedo


súbitamente en todo el cuerpo, de los pies a la cabeza, que eriza la piel o
para los pelos, que incluso quita el sueño. O bien que llega a interrumpirlo y
es como un arrebato que captura, que aprieta la garganta como un lazo,
cubre de sudor el vientre, empapa el surco que separa las nalgas. Ninguna
lágrima se vierte en el horror. Provoca el deseo irresistible de escapar lo
más rápido posible en la mayoría de los animales salvajes que están todos
dotados de una extraordinaria presciencia. En el mismo momento dos
ataques se asociaron y estrangularon a Europa como colmillos. Una
invasión progresiva, sabia, sutil, piadosa al sur, una invasión brutal, bárbara,
codiciosa, violenta al norte. Una, que se volvió punzante y que cantaba
admirablemente acompañándose de violas, la otra, que era esporádica y
que incendiaba todo, apresaron al continente en su morsa, sin que ni una ni
la otra se hubiesen concertado. En 698, únicamente Cartago, que resultaba
ser el más bello puerto que reinaba entonces en el mar Mediterráneo, no
había caído en manos de los árabes. En 711, el mar fue completamente
conquistado. En todo el contorno del mar interior se edificaron torres
sarracenas a lo largo de las costas y se “erizaron” como otras tantas lanzas.
El Imperio oriental bizantino, replegado en el mar de Mármara, ya no tuvo
relación directa con la parte occidental del antiguo imperio. Los puertos de
Provenza se vaciaron. Las barcas de pesca, los botes, las redes
sustituyeron a los navíos que achicaron, a las galeras que acortaron, a las
largas barcazas de comerciantes que miniaturizaron hasta el punto de
convertirlas en ferrys o incluso en góndolas. Las sedas y las especias
provenientes del Extremo Oriente transitaron a lomo de burro por las rutas
de Italia. Daban vueltas en los desfiladeros de los Alpes. Les resultaba difícil
llegar de la India, de las mesetas de Mongolia, de los picos del Himalaya, de
los inmensos ríos de China.

Después de que el mar cayera íntegramente en su poder, los árabes


penetraron en el interior de los territorios.

Tras haberse convertido en los amos del valle del Ródano, sometieron la
Borgoña. Sitiaron la ciudad de Autun en 725. En 731 asediaron la antigua
ciudad de Sens, donde finalmente fueron rechazados por el arzobispo que
se había refugiado en su isla y que los atacó a través del gueto de los judíos
que daba al puerto, en el brazo oriental del río navegable. En 732, Carlos
Martel logró reunirse con el duque Eudes y juntaron sus tropas.

Fue entonces cuando Abd ar Rahman el Ghafiki perdió la gran batalla que
tuvo lugar en las puertas de Poitiers.

En 733 las tropas de los árabes de España perdieron Lyon.

Sólo la aristocracia marsellesa, que se había aliado a los sarracenos contra


los francos, permaneció decididamente mahometana.

11. El concilio de Verneuil-sur-Avre

De pronto, un día, en 755, en Verneuil-sur-Avre, el rey de los francos Pipino


decidió posponer la guerra de marzo a mayo.

Se reunió un concilio, que transformó la guerra por mil años en el territorio


de Europa.

Entre los antiguos romanos, las dos puertas de la guerra se abrían en


marzo y se volvían a cerrar con los aguaceros y los barriales y las hojas
secas y rojas del otoño. Los dos batientes de la puerta se decían, en la
lengua que hablaban los antiguos guerreros de Etruria, “janua”.

Januarius deus patuleius et clusius. (Enero dios de la puerta que se abre y


que se cierra.)
Las Puertas de Enero mostraban el enigmático y doble rostro de un viejo
(senex) mirando hacia el oeste y de un niño (puer) mirando hacia el este,
que remataba la piedra del año Bifrons, cuando se ejecutaba al rey del año
anterior, de largos cabellos blancos, colgado de la rama de un roble, y se lo
despojaba de su piel.

Súbitamente nacía, maravillosamente, el año nuevo con las primeras flores.

“Ia” en la palabra romana “iannus” expresaba lo que se va, el ejército que se


levanta, la partida de los caballos, los tintineos de las armas en la primera
luz del año.

Así, en 755, los obispos se reunieron en la corte de Pipino, en la antigua


ciudad construida en la orilla del Iton y rodeada por el Avre. Promulgaron
que, en ese caso, dado que se adherían de buen grado a la opinión del
soberano de los jefes (duques) de las tribus francas, en adelante habría dos
asambleas (concilia) todos los “años” en la inmensa extensión donde los
francos cabalgaban. Una en mayo, en presencia del rey y de las tropas de
sus guerreros para la revista antes de la guerra y la reunión de todos ante
todos. Otra en octubre, que estaría consagrada a la administración del
reino, en presencia de la casa del rey, de los jefes que comandaban las
tribus francas, de los padres que regían las abadías, de los obispos que
gobernaban las diócesis.

Resulta pues que en primavera la solidaridad de los vassi se concentraría


en torno al rey. Resulta pues que en otoño serían dispersados los missi. De
tal modo, las grandes circunscripciones eclesiásticas serían inspeccionadas
unas tras otras y el impuesto sería recaudado anualmente. Fue así que el
vasallaje dentro de cada provincia y las misiones en todo el territorio del
imperio se equilibraron. Pero los pasos, las riberas, las playas, las
provincias del imperio eran cada vez más perturbados, saqueados,
incendiados, extorsionados. Las incursiones terribles e imprevisibles de los
normandos venían a reemplazar los pillajes de los árabes y amplificaban la
devastación de todas las costas, en todos los ríos, en todos los mares, en
todos los confines, incluso en las montañas.
12. Lo que llamaban el Día del Oso

Un día, antiguamente, un pequeño pueblo encaramado en el Alto Vallespir


organizó un “Dia de l’Ós”. Era un rito que tenía lugar al terminar el invierno,
entre los desfiladeros y los picos de las montañas escarpadas de los
Pirineos. En la época se llamaba “Día del Oso” a una “fiesta al revés” que se
remontaba a los primeros hombres que habían vivido allí mucho tiempo
antes de que los vascos –que venían de Siberia– los persiguieran y trataran
de aniquilarlos. A esos hombres antiguos les gustaba embriagarse con
caldo de hongos. Penetraban con antorchas en las cuevas. Pintaban las
paredes de las cavernas con las cenizas que quedaban de sus fogatas. Los
hombres jóvenes del pueblo, luego de haberse desnudado por completo, se
ennegrecían la piel, los cabellos y los vellos púbicos con ese hollín que
previamente habían mezclado con grasa. Se revestían con despojos
despedazados de corderos luego de haberlos dado vuelta y cubrirlos de
sangre. Armados de largos palos, los “osos” procuraban bajar de las alturas
de la montaña hacia las pasturas, los apriscos, los manantiales, los
establos, los caseríos, mientras que unos “cazadores” trataban de
rechazarlos. Los “osos” capturaban a las muchachas a las que
embadurnaban con su sangre y con su hollín negro y pugnaban por llevarlas
contra su voluntad a sus cavernas donde las violaban y las fecundaban.
Una vez saciados y dormidos los “osos”, los “barberos” disfrazados,
vestidos de blanco, entraban en las cuevas donde los animales habían
realizado su “carnicería” y lograban capturarlos. Les ponían cadenas y los
llevaban abajo, con los tobillos y las muñecas atados, hasta el pueblo. A
partir de entonces, con una doble hacha de sílex, los afeitaban íntegramente
(cabellos, pelos de los brazos, vello del torso, matas bajo las axilas, matojo
de pelos que rodea el escroto y el pene). Después las mujeres arrojaban
sobre ellos grandes baldes de agua y las fieras volvían a ser hombres.
Aquel día Lucía fue concebida de Ansiera violada por el conde de Vannes y
el prefecto de Bretaña, que se llamaba Hruodlandus (Roland), en el año
777, en el mes de mayo, mientras cruzaban los pasos de montaña. Más
adelante, Lucía tuvo una hija y la niña tenía los ojos tan azules que la
llamaron Lucilla.
13. El origen del Somme

El primer color que se forma en la retina de todos los hombres, en el ojo del
recién nacido, es el azul.

Ese color es azul como el mar que antecede a la tierra.

Azul como el mismo cielo, que los antecede a ambos.

Durante un largo tiempo el Somme no era más que un arroyito tan pequeño
como el arroyo que brotaba de las fuentes revitalizantes de San Marcoul.

Sar era la chamán que tenía en su poder la bahía que abría el Somme en el
mar del Norte. Y sus ojos de vidente eran tan azules como lo son los ojos de
los niños recién nacidos. Una noche, en el fondo de sí misma, oyó a lo lejos
a los islandeses que llegaban en su barco. Entre los francos, sólo las
mujeres tenían el don de la doble visión, porque sólo las mujeres, según
decían, son en el origen tanto hombres como mujeres, es decir, tanto niños
como viejos, es decir, tanto fantasías como fantasmas.

Sar veía todo lo que iba a pasar como si ya hubiera ocurrido. Era su don.
Los francos decían:

–Ella lo ve todo. Ella puede distinguir un cabello blanco que cayó sobre el
manto de nieve. Y si lo toma entre sus dedos, puede distinguir uno de esos
copos de nieve una vez que ha sido depositado con el pelito dentro de un
tazón de leche.

Sus ojos eran azules exactamente como lo son las piedras de los
corindones y los zafiros.

Todo el mundo los señalaba, los admiraba, y cada cual decía:

–¡Qué azules son sus ojos!

Hartnid decía:
–Son los más bellos ojos del mundo. Son tan azules como el cielo después
de la tormenta, cuando es puro, y se refleja en el mar, cuando está en
calma.

Los ojos de la chamán lo embelesaban.

Aunque bruscamente, en determinados momentos, sus ojos se volvían


inmóviles y fríos y grises como el granito y ella veía a las tropas enemigas a
varios años de distancia.

Ella decía:

–Dentro de tres años, el enemigo que viene del norte desembarcará.


Lloverá. El río estará crecido y ustedes se quedarán inmóviles, sentados en
el dique contemplando el agua que sube hasta sus rodillas y entonces, o
bien caerán en la muerte bajo sus golpes, o bien se convertirán en sus
esclavos.

Sar la Chamán provocaba la risa de los pescadores y los cazadores y los


caldereros y los guerreros del Somme al advertir con demasiado tiempo de
anticipación lo que iba a ocurrir. Nunca se sabía cuándo surgiría el futuro
que ella adivinaba. Era una profetisa que veía demasiado lejos. Entonces,
cuando los acontecimientos sobrevenían, los francos habían olvidado la
profecía que antaño ella había pronunciado.

Además, suscitaba la protesta de los más ancianos porque los impulsaba a


tomar precauciones que siempre se mostraban completamente inútiles.

Un día de lluvia, un día en que el pequeño río ante sus ojos, mientras
estaban todos sentados sobre el dique, se desbordaba, los nórdicos, que
venían de la isla de Islandia, los atacaron. Mataron a la mayoría de los
hombres que trataron de defenderse. Redujeron a la esclavitud a los niños,
las mujeres, los hombres mayores y gastados y amarillentos y seniles. Los
vikings les preguntaron a los francos:

–¿No tienen entonces una chamán que les pronostique sus desgracias?

Fue entonces cuando los vencidos les relataron la profecía de Sar. Ahora
recordaban que todo lo que había descripto tres años antes, con el más
minucioso detalle, era lo que había pasado: la lluvia, el río que desbordaba,
las rodillas que se empapaban, la sorpresa, etc. Entonces los nordmann
preguntaron dónde vivía Sar. Uno de los francos que habían sido hechos
prisioneros les indicó, bajo la tortura, a los jóvenes marinos islandeses
dónde había escogido la chamán su cueva en el acantilado. Los normandos
treparon la ladera; espantaron a las gaviotas; entraron en la caverna;
espantaron a los murciélagos; la agarraron de los brazos; le reventaron los
ojos; sus pupilas muy azules fluyeron sin parar. Fue así como se creó el
Somme que desde entonces avanza su oleaje sin fin hacia el mar del Norte
y se remonta hasta el puerto de Londres.

14. El rostro

Una tarde, un bote bajó por el río. El remero hizo atracar el casco negro en
las pequeñas hojas romboides y amarillas de los grandes sauces de Hagus
el barquero. Un joven muy esbelto, muy bello, que tenía los gestos de un
ángel, saltó sobre la orilla, le hizo una seña a alguien que no se vio.

El bote volvió a partir en silencio.

Los dos hombres siguieron la costa.

Pronto el primero fue conocido por todo el mundo. Sabían que se llamaba
Hartnid y que estaba buscando algo. Buscaba un rostro. Tenía una cajita
esmaltada dentro de su camisa. La abría. Mostraba un rostro que había sido
pintado en una isla de Escocia y preguntaba: “¿Han visto este rostro?” Se
trataba de la cara de una mujer que no era especialmente bella pero que
tenía un aspecto extremadamente dulce. El hombre se llamaba Hartnid y a
veces un arrendajo de grandes plumas azules acudía a posarse sobre su
hombro.

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