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Marco Teorico

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TEORIAS

1. TEORIA DE DEMANDA DE DINERO


1.1. TEORIA KEYNESIANA

En el planteamiento Keynesiano los agentes económicos tienen tres motivos para


demandar (conservar) dinero. Dos de ellos, la necesidad de realizar transacciones
y de cubrirse contra imprevistos de la vida cotidiana, no guardan una diferencia
sustancial frente a lo planteado por el cuantitativismo clásico y al igual que para
este cuerpo de pensamiento la demanda de dinero por tales motivos depende en
general del nivel de ingreso.

Keynes clasificaba en tres los motivos por los que los sujetos económicos desean
mantener saldos líquidos:

1. Motivo transacción: abarca la liquidez necesaria para poder hacer frente a


las transacciones cotidianas. Las personas necesitan conservar una cierta
cantidad de dinero para realizar las transacciones ordinarias. Como norma
general, el saldo monetario medio que una persona debe mantener para
fines de transacción, disminuye al aumentar la frecuencia de sus ingresos.
También se puede afirmar que el saldo monetario que los ciudadanos, en
conjunto, desean mantener con fines transacción depende directamente del
nivel de renta. No parece ser muy sensible a los tipos de interés.

2. Motivo precaución: para hacer a contingencias imprevistas. Keynes


pensaba que no dependía del tipo de interés, aunque posteriormente
algunos discípulos suyos como Harrod han puesto en cuestión esta
afirmación.

3. Motivo especulación: el inversor que espera que el tipo de interés suba a


corto plazo y por tanto, disminuya la cotización de los bonos, preferirá
mantener sus ahorros en forma de dinero a la espera que se produzca
efectivamente ese aumento del tipo de interés. Siempre que el interés
esperado sea mayor que el vigente, los inversores mantendrán sus ahorros
en forma de dinero, por lo que la demanda de dinero por motivo
especulación estará inversamente relacionado con el tipo de interés.
Cuanto mayor sea este, menos probable será que el inversor espere que el
tipo de interés vaya a subir en el futuro. Este motivo de demanda de dinero
fue una completa innovación de Keynes que no era contemplado por los
clásicos, que negaban por tanto cualquier relación de la demanda de dinero
con los tipos de interés.

Sin embargo, Keynes no era partidario de considerar la demanda de dinero para


transacciones y por precaución como una proporción constante del ingreso, pues
advirtió que ésta también era afectada por la tasa de interés debido a que las
personas eran conocedoras del costo de oportunidad que les implicaba la
posesión de dinero. Pero lo cierto es que no insistió mucho en este aspecto del
análisis, concentrando su atención en el papel de la tasa de interés sobre la
determinación de lo que él llamó “la demanda especulativa de dinero”.

También existe un interés crítico por debajo del cual ningún inversor espera que el
tipo de interés vaya a bajar, sino que por el contrario espera que en todo caso va a
subir, por lo que todos los inversores deciden mantener sus ahorros en forma de
dinero a la espera que el tipo de interés vuelva a subir. En esa situación, por más
dinero que se emita, no hará descender el tipo de interés, puesto que los
inversores mantendrán el nuevo dinero en forma líquida, a la espera que vuelva a
subir el tipo de interés: se entra en una situación que se ha denominado "trampa
de la liquidez" en la que por más dinero que se inyecte a la economía, el tipo de
interés no puede bajar.
2. Teorías de la competitividad
En sus inicios, y desde que el autor Adam Smith publicó en 1776, el libro titulado
La riqueza de las naciones, el tema de la competitividad ha sido el centro de
análisis de los negocios (López y Marín, 2011). Sin embargo, su verdadero
término se comenzó a emplear a partir del siglo XVIII por David Ricardo en 1817 y
Adam Smith en 1966, como un concepto relacionado a la ventaja comparativa de
la producción y precios para una economía del mercado de un país en contraste
con otro (Gómez, 2011).

A partir de entonces, el término ha evolucionado constantemente. Otro de los


autores precursores fue J. M. McGeehan, quien durante la década de los sesenta
realizó una ardua revisión de la competitividad internacional, destacando el papel
que juegan las crisis en la balanza de pagos de las economías referidas a las
importaciones y exportaciones de un país (Gómez, 2011). Consecuentemente,
otros autores como Shumpeter, Engels y Marx, y algunos más recientes, se han
involucrado en abordar el constructo desde una óptica más amplia y compleja, con
un soporte técnico, sociopolítico y cultural (Marín y López, 2011).

Como resultado de lo anterior, surgen distintos conceptos acerca de la


competitividad que representan un marco referencial bastante amplio. Entre las
principales definiciones se encuentra la de la Real Academia Española (1992), la
cual define a la competitividad como aquel que es capaz de competir o que tiene
la capacidad de competir (Labarca, 2007). Por su parte, la Comisión sobre la
Competitividad Industrial de los Estados Unidos (1992), en Morales y Pech (2000),
señala que la competitividad es la capacidad de producir bienes y servicios que
cumplan con las pruebas y reglamentos de los mercados internacionales, con el
fin de que los ciudadanos logren un mejor nivel de vida a largo plazo.

Para Ivancevich y Lorenzi (1997), la competitividad se refiere al grado en que una


nación es capaz de producir bienes y servicios que, bajo condiciones de mercado
libre, puedan pasar de manera satisfactoria la prueba que emana de los mercados
internacionales. En cambio, Peñaloza (2005) indica que la competitividad
constituye el nuevo paradigma que ha trascendido en el mundo económico y el
mercado global, y que como tal puede aplicarse tanto a empresas como personas,
el cual para ser medido debe ser ajustado a uno o varios indicadores, según
Sobrino (2002) en Marín y López (2011).

En el año 2000, el autor Jon Azua propone un concepto de competitividad, basado


en el definido por Porter, indicando que la competitividad es hacer las cosas mejor
que la competencia, en función de nuevas redes o alianzas cooperativas, a través
de interacciones entre las empresas, industrias y regiones buenas, dejando de
lado las malas, fracasadas y obsoletas, debido a que pertenecer al primer grupo
es garantía de éxito, bienestar y progreso, a diferencia de las del segundo grupo
(Azua, 2000; Chávez, 2004; Scandizzo, 2007).

Paralelamente, Villareal (2006) en Quero (2008), argumenta que la competitividad


representa un proceso dirigido a la generación y el fortalecimiento de las
capacidades productivas y organizacionales, con el fin de afrontar los cambios del
entorno, reemplazando las ventajas comparativas en competitivas a largo plazo,
como condicionante indispensable para alcanzar niveles de desarrollo elevados y
exitosos. Asimismo, Morales (2011, p. 149) define el concepto de competitividad
como “la capacidad que tiene una industria de alcanzar sus objetivos, de forma
superior al promedio del sector en referencia y de forma sostenible”.

A pesar de lo anterior, cabe resaltar que las teorías económicas clásicas son las
que en realidad dieron su verdadera forma al concepto de la competitividad, pero
que con el paso del tiempo la tendencia ha ido modificando las condiciones a las
que los participantes deben de adaptarse, desde el nivel internacional hasta el
doméstico, incorporando nuevos elementos en su terminología, tales como los
cambios tecnológicos, productivos y organizacionales. Es por ello que la literatura
se expande ampliamente (Rojas y Sepúlveda, 1999), analizándose a través de los
enfoques macroeconómico y microeconómico (Morales y Pech, 2000).

Así pues, se destaca que el enfoque macroeconómico es aquel en el que


interviene el gobierno mediante un apoyo hacia las empresas para el incremento
de las exportaciones y la participación en el mercado internacional, y, el
microeconómico, aquel en el que empresarios, administradores o asesores de
empresas perfilan sus objetivos en base a intereses de la empresa privada, y no
en función del país (Morales y Pech, 2000).

En este contexto, el Global Competitiveness Report en López et al. (2012) indica


que durante más de tres décadas, los Informes de Competitividad anuales
Globales del Foro Mundial Económico han estudiado distintos factores que
sostienen la competitividad de las naciones, teniendo por objetivo discutir sobre
las mejores estrategias y políticas que ayuden a los países a vencer los
obstáculos del entorno económico, con fundaciones macro y micro económicas.

En cambio, el Índice de Competitividad Urbana (2012), que forma parte de una


serie de reportes de competitividad del Instituto Mexicano para la Competitividad
A.C., y que además se encarga de evaluar la competitividad de 77 ciudades de
México, indica que tanto en las ciudades como en los países y en las regiones, el
nivel de productividad de las empresas y las personas, así como el atractivo para
la inversión y para el talento, son fuertes ventajas potenciales que un territorio
puede maximizar en beneficio de la productividad y el bienestar de sus habitantes,
y por tanto, el incremento de su nivel de competencia.

Paralelamente, existen otros estudios que demuestran que los planteamientos


relacionados al concepto de competitividad pueden ser abordados desde cuatro
enfoques o niveles de actividad socioeconómica distintos, tales como: país, región,
industria y empresa, o bien, macro, meta, meso y micro. Estos últimos
desarrollados por investigadores del Instituto Alemán de Desarrollo (López y
Guerrero, 2008; Marín y López, 2011; Morales y Pech, 2000; Rojas y Sepúlveda,
1999).

El primero de ellos, la competitividad de acuerdo con el enfoque macro,


correspondiente al nivel país, es analizada por medio de las teorías del comercio
internacional, teniendo a Adam Smith como su principal precursor, quien señala
que un país que goza de empresas que producen un bien a menores costos,
tendrá ventaja absoluta en el comercio mundial (López y Marín, 2011); lo que se
traduce en la oportunidad de una mejor calidad de vida y bienestar de la población
(Labarca, 2007; Porter, 1990), redundando en una economía nacional competitiva
(Coriat, 1997).

Para un país, la competitividad está inclinada hacia la especialización, producción


de bienes y exportación, al igual que al aprovechamiento de los recursos naturales
y mejoras continuas de la productividad en los negocios existentes o
incursionando exitosamente en otros para elevar su penetración en los mercados
mundiales (Labarca, 2007; López y Marín, 2011). En este nivel se incluyen
también aspectos relativos a la capacidad de exportación y venta de productos en
los mercados externos de un país, al igual que la capacidad de defensa respecto a
la excesiva penetración de importaciones (Rojas y Sepúlveda, 1999);
considerando entre otras cosas, las políticas monetarias, presupuestal, fiscal y
comercial (Marín y López, 2011).

En el nivel meta o región, es donde se ubican las estructuras básicas de


organización de tipo jurídico, político y económico, y se analizan los factores
socioculturales, la escala de valor, y la capacidad estratégica (Marín y López,
2011). A nivel meso, industria o sector, según Enright, Francés, y Scott (1994) la
competitividad se plantea por la capacidad de las empresas de un sector en
alcanzar un éxito sostenido en comparación con sus competidores foráneos, y
puede medirse en materia de la rentabilidad de las empresas, las inversiones
extranjeras entrantes y salientes, políticas horizontales, mediciones costo-calidad,
entre otros (Labarca, 2007; López y Guerrero, 2008).

En cuarto término se ubica el nivel micro, el cual se adapta a la concepción de la


empresa que para ser competitiva requiere un mayor desarrollo de productos y
servicios de alta calidad, con costos inferiores a la competencia, contribuyendo a
una remuneración adecuada de los empleados y a un mayor rendimiento para los
propietarios, esto según la Comisión Especial de la Cámara de los Lores sobre
Comercio Internacional (1985) en López y Marín (2011).

La CEPAL en 2000, sustentó que la competitividad a nivel micro está condicionada


a los aspectos de productividad, tecnología, relaciones interempresa, y que se
puede ver manipulada por el tipo de relaciones que existan con sus proveedores y
clientes. También, hay otros elementos como el tiempo de entrega, la
disponibilidad de infraestructura para el servicio o servicio post venta, las
estrategias empresariales, entre otros, los cuales marcan la diferencia entre una
empresa competitiva y otra menos competitiva (López y Guerrero, 2008).

Hasta este punto, es válido destacar que la competitividad entre empresas o


microeconómica es la más importante, ya que de forma general, estas son las que
deben enfrentar la competencia global en los mercados (López y Marín, 2011),
tratando de sustituir las ventajas comparativas por competitivas, generalmente
creadas a partir de la diferenciación de los productos de la reducción de costos
(Rojas y Sepúlveda, 1999).

En suma, todos los enfoques o niveles de la competitividad, de acuerdo con la


jerarquización de los niveles concéntricos elaborado por Abel y Romo (2004) en
López y Guerrero (2008), infieren de manera directa uno con otro, es decir, tanto
la competitividad de la empresa como de la industria o país, se ve afectada por las
condiciones prevalecientes en cada uno de ellos.

Así, todas las anteriores concepciones de competitividad son tan distintas como
los diferentes enfoques teóricos que se han ocupado de su estudio. A pesar de
ello y debido a la intención de establecer un marco conceptual adecuado para el
manejo del concepto en el ámbito empresarial, el enfoque administrativo es uno de
los que mejor se ajusta a los intereses de la investigación científica (Marín y
López, 2011).

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