La Familia Pichilìn

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LA FAMILIA PICHILÌN

Frecuentaba el molino de Otero un extraño personaje –Rafael Mata (Pichilín)-


mezcla de cazador de pájaros al servicio de mamita, y torero de la cuadrilla del
negro Valdez (El Maestro).
Habitaba Pichilín un altillo de maderas podridas, ubicado entre el molino y la
puerta de la Luna que, por el lado de los ochavos de sombra, daba entrada a la
Plaza de Acho. Debido a esa circunstancia, cuando mis padres llegaron a Otero,
Pichilín fue uno de los primeros vecinos que acudieron para ofrecerles sus
respetos. Más tarde, la afición de mamita por los pájaros cantores, contribuyó a
que las relaciones entre Pichilín y los nuevos ocupantes del molino fuesen cada
día más estrechas, y antes de un año, Pichilín era ya el abastecedor oficial de
los pajareras de mamita, la señora Pichilina lavaba nuestra ropa blanca, y los
pichilincitos hacían mandados que mamita pagaba espléndidamente con un
bizcocho, una prenda de vestir de medio uso, o una que otra pesetilla.
La familia Pichilín era un modelo de trabajo y de buenas costumbres. ¡Nada
de jaranas ni de San Lunes!... Desde la azotea del molino dominábamos el altillo
que ante nuestros ojos, aparecía como una inmensa colmena donde todo el
mundo trabajaba. Pichilín pasaba horas y horas confeccionando banderillas, o
remendando sus capotes de brega, o sus redes de cazar pájaros. La señora
Pichilina, cuando no estaba delante de la batea, estaba planchando, o
preparando tamales. Los pichilincitos , o cargaban agua, o encendían candela,
o colgaban de barandas y cordeles la ropa recién lavada.
¡Todo el mundo trabajaba, y todo el mundo parecía contento! Allí no se
peleaba ni se oían palabrotas, como en la casa del carretero Papito. El señor
Pichilín silbaba alegremente mientras cosía; la señora Pichilina cantaba la Oda
de Grau, mientras sacaba la mugre; y los pichilincitos –a pesar de que andaban
con las patitas en el suelo- reían, bromeaban, y se daban de topetones entrando
y saliendo en el altillo que temblaba como una hamaca.
Cuando mamita subía a la azotea para ayudarnos a volar cometas, sonreía
dulcemente ante ese cuadro de humilde felicidad hogareña, y nos invitaba a que
siguiéramos el ejemplo de los pichilincitos: - ¡No pelean ni se arrancan los pelos!
¡Comen lo que su mamá quiere darles!...
¡Mamita tenía razón! Los pichilincitos eran tiernos y cariñosos entre ellos. Los
más grandecitos cuidaban a los pequeños. Les lavaban la carita; les cambiaba
los calzones; les daban la mamadera… y a la hora de comer, daba gusto
contemplar cómo se abalanzaban sobre el plato de carne, yucas y coles,
reservándose para el final un plátano de la isla bien mosqueadito, o un camote
que chorreaba miel.
El sábado era el gran día para la familia Pichilín. Desde muy temprano, los
muchachos salían on inmensos atados que olían a jabón a coco, y donde iba la
ropa limpia para los parroquianos del molino de Otero, el capellán de
Copacabana, el dueño de la Botica del Peinado, el paradero de la esquina de los
Borricos…
Cuando los pichilincitos regresaban, la señora Pichilina ya les tenía lista la
canasta donde tapaditos con un costal de yute, estaban los tamales que
debían vender cada muchacho, y ella arrancaba con la suya. Había que oír la
gracia que ponía en el pregón: -¡Tamalera! ¡Ya se va la tamalera suááá!
Raro era el sábado en que la familia Pichilín, no recibiera doce o quince soles
de plata por concepto de venta de tamales y de lavado de ropa. Por otra parte,
el sábado también era propicio para la venta de pájaros que Pichilín efectuaba
colocando sus jaulas en la esquina de Zavala y Paz Soldán, o rematándolos al
viejo Soria, un comerciante de la calle de la Concepción, que vendía aceitunas,
quesos y pájaros de todas clases.
Por esa época, era grande la afición que había en Lima por los pájaros
cantores. Uno de los buenos aficionados –el entonces Coronel don Enrique
Varela- pagaba tres soles por cada chambergo y dos soles por cada huanchaco.
En total: un buen sábado no lo hubiera dejado la familia Pichilín por menos
de veinticinco soles. ¡Y los limeños de hoy no pueden tener idea de lo que ahora
medio siglo, podía hacerse con veinticinco soles!...
Pero durante la temporada de toros, la dicha del sábado era opacado por la
corrida del domingo. En este día, desde que Pichilín empezaba a revisar sobre
su camastro el gastadísimo traje de luces Corinto y oro, hasta que regresaba de
la Plaza de Acho, una nube de tristeza velaba el pobre altillo, y la familia entera
andaba como en sueños. ¡Nadie hablaba! ¡Nadie reía! Y a la hora del almuerzo,
¡nadie quería probar bocado!
A las dos de la tarde, Pichilín empezaba a vestirse ayudado por el mayor de
los pichilinitos. Desde la azotea adonde habíamos subido acompañado por
mamita, no perdíamos detalles… La operación de ceñirse la inmensa faja, era
delicadísima. Mientras el muchacho, desde un extremo de la habitación, sostenía
una punta, Pichilín –girando sobre los talones y con los brazos abiertos –iba
acercándose desde el otro extremo, hasta tener toda la faja enrollada en la
cintura.
El trenzado de la negra y rizona coleta, y la montera, también requerían
mucho cuidado. La montera debía encajar ni muy adelante, ni muy atrás. Y la
moña de la coleta, debía defender la parte posterior del cerebro.
Mientras tanto, la señora Pichilina, hecha un mar de llanto, y los muchachos,
permanecían arrodillados frente a una imagen del Señor de los Milagros, a cuyos
pies, se había colocado el hábito morado que Pichilín en la procesión del 18 de
octubre. Porque Picchilín -al igual que Simón Delgado (Bobito), Manuel Tovar
(Volante), Toribio Seminario (Mentirilla) y demás banderilleros de la cuadrilla de
Ángel (El Maestro)- pertenecía a la “Hermandad de Cargadores del Señor de
los Milagros”, y cargaba las pesadísimas andas que a tanto negro ha vuelto
tísico, desde la iglesia de las Nazarenas hasta la de la Concepción.
La zambita Nieves aseguraba que Pichilín cumplía su cometido con mucha
devoción. Sudaba como un filtro y las piernas le temblaban, para él –siguiendo
la costumbre tradicional de los cargadores- no hacía sino besar el cordón y,
¡santo remedio! ¡La fatiga desaparecía!
A las tres en punto, Pichilín tomaba el capote de paseo y comenzaba a bajar
la escalera del altillo. ¡Cuántas veces pensaría que ni iba a regresar más! Este
era un momento muy emocionante, y que ponía nerviosa a mamita. Los
pichilincitos se prendían a las rodillas del padre, y le cubrían las manos de besos
y de lágrimas, mientras la señora Pichilina –sin fuerzas para moverse de su sitio-
clavaba los ojos en el Señor de los Milagros, y balbuceaba: -¡Señor! ¡Señor!
Defiende el pan de estas pobres criaturas!
Ni bien había salido el padre, el pichilincito mayor encendía velas a cada una
de las mil estampas de santos que había en el altillo, y la familia, traspasada de
angustia, se dedicaba a rezar rosario tras rosario todo el tiempo que duraba la
corrida.
Invariablemente, al dejar la azotea, mamita se arrojaba pálida y temblorosa
en brazos de papá, y le suplicaba: -¡Dale trabajo en el molino, para que deje de
ser torero!... E invariablemente también, papá ofrecía dar trabajo en el molino a
Pichilín, y al día siguiente: ¡Se olvidaba del ofrecimiento!
Mamita no insistía porque no le gustaba ser machacona pero sentía que se
le estrujaba el corazón.
Terminada la corrida, Pichilín sacaba el cuerpo de Bobito, Volante y demás
banderilleros, y en lugar de acompañarlos a enmonarse con el guarapo y la
chicha que el negro Caravelí preparaba en su chichería de la calle del Chivato,
se dirigía a la puerta de la Cecina, para reclamar las menudencias de los toros
muertos en la lidia de esa tarde, y que los empresarios acostumbraban regalar a
la cuadrilla de Ángel Valdez. Y así, con el capote de paseo en un brazo y la lata
lleno de bofes en una mano, trepaba en dos trancos a su altillo.
A partir de ese momento, el cuadro del altillo variaba completamente. Los
pichilincitos se precipitaban sobre el padre, y entre gritos y exclamaciones de
júbilo, uno le quitaba la montera, otro lo despojaba del capote, otro lo recibía la
lata de menudencias mientras la señora Pichilina –ebria de gozo- le presentaba
al pichilincito de pecho que el torero le arrebataba de los brazos, para comérselo
a besos.
Antes de cambiarse el traje de luces, Pichilín –cubierto de sudor y oliendo a
sangre de fiera, y con las pupilas agrandadas por la fe- caía de rodillas ante la
sagrada imagen, y rezaba fervorosamente… Después, los pichilincitos
colocaban al Señor las flores que mamita jamás dejaba de mandarle los
domingos de corrida, y besaban el cuadro temblando de emoción…
El lunes siguiente –acabada la gran sopa de mondongo y la chanfainita en
que convertían las menudencias de la víspera- Pichilín tomaba sus útiles de
cazar pájaros, y olvidado completamente de los toro se encaminaba a las
haciendas del valle de Lurigancho en busca de jilgueros, huanchacos, tordos y
demás músicos de pluma que tanto abundaban por esos andurriales.
Los aficionados que frecuentaban el molino decían que ante los toros, Pichilín
era poco que un maleta. Carecía de la agilidad de Bobito, del arrojo de Fosforito,
y de la elegancia de Volante. No sabía banderillar sino al cuarteo; y con el capote
en la mano no hacía sino destroncar a los toros lastimosamente. Por último,
aseguraban que no el estímulo de la gloria, sino del dinero, el que impulsaba a
Pihilín en la Plaza de Acho.
Algo de cierto debe haber existido en esa confirmación, pues según el mismo
Pichilín, su verdadera vocación no era la tauromaquia, sino la caza de pájaros
cantores. Y su más legítimo orgullo no consistía en ser banderrillero de la
cuadrilla del negro Ángel Valdez sino en ser el primer pajarero de Lima; el más
hábil conocedor de la vida y costumbres de los seres emplumados; el que sabía
emplear los más eficaces métodos para hacerlos caer en trampas y en ligas,
para criarlos, y para sacarles provecho.
¡Indudablemente, Pichilín decía la verdad! ¡Era el primer pajarero de Lima! Y
cuidado que por esos tiempos, en el barrio de Cantagallo y en la Portada de
Barbones, vivían profesionales como Esteban Merlino (Frejolín) y Manuel
Palomino (Huanchacuta); fuera de don Eugenio Rosell (Barba de oro) y el
rumboso don Juan Manuel de la Puente –hacendado de “San Juan”- que eran
pajarero por pura afición.
¡Pero Pichilín se llevaba de calle a todos ellos! ¡Nadie conocía más que él en
materia de pájaros, redes y trampas; y nadie preparaba ligas y añagazas como
las que salían de sus manos!
Para las ligas –asunto delicado y dificilísimo- Pichilín escogía la mejor semilla
que llegaba de Huamantanga, y que se vendía en el Tambo de Rivas. Sobre el
mismo batán que empleaba para moler maíz de los tamales, Pichilín molía y
molía la semilla, lavándola a cada rato, hasta obtener lo que los pajareros llaman
hebra. Luego iba templándola con aceite hasta conseguir una materia viscosa
que se pegaba fuertemente a los dedos, y que debía guardarse en un mate con
agua.
Conservar fresca la liga; manejar sin desperdiciarla, y templarla de acuerdo
con la temperatura del día y la fuerza de los pájaros, eran cuestiones en que
nadie echaba pan a Pichilín.
Respecto de la añagazas que servían de reclamos en las jaulas, Pichilín las
confeccionaba en un periquete vaciando las entrañas del pájaro, y rellenándolo
on polvo de alumbre, o de tabaco. Ya se sabía que pieza disecada por Pichilín,
ni tenía mal olor, ni la atacada la polilla…
Ahora bien, todo pajarero tiene su especialidad. La de Pichilín era la caza y
la crianza de esos lindos jilgueros que bajaban de la sierra por la quebrada de
Matucana, y que llegando a Vitarte se desparraman por todos los valles vecinos
de Lima. Muchas páginas podrían escribirse con los datos que sobre esta clase
de animalitos, había acumulado Pichilín en sus largos años de pajarero. Mamita
experimentaba placer escuchándolo, y quedaba asombrada ante la finura y
penetración de sus observaciones.
Decía Pichilín que los jilgueros emigraban de la sierra alrededor de la fiesta
de Santa Rosa (30 de agosto), y permanecían en la costa hasta San José (19 de
marzo), poco más o menos. Llegaban con plumaje de pichones todavía: recién
negreando la cabecita de los machos, y muy vivo el amarillo de las hembras.
Venían ávidos de semillas de capulí cimarrón, altamisa y flamadera, armando
grescas infernales. Pichilín reconocía varias clases de jilgueros que se
diferenciaba por el canto y el lugar que escogían para residir. Los que al llegar a
Vitarte se quedaban por las haciendas de Ate –“Inquisidor”, “La
Molina”,”Monterrico” y “Vásquez” –se llamaban tarinos a causa de su tarí tarí…
Las carretillas de rápido –tri, tra, ta, ta, ta- se esparcían por “Pedreros”,
“Campoy”, “Ascarrunz”, “Chacarilla” y demás haciendas de Lurigancho. Los
piteadores cantando pí-pí-pí, seguían el río de Surco y bajaban hasta Chorrillos,
donde peleaban con los pájaros-moscas que revoleteaban entre las rojas
bromelias del Morro Solar.
Los tirulíes –que silbaban -tirulí, tirulí, tirulí- iban hasta “Conde Villa Señor”,
“San Agustín”, “La Taboada” y otros fundos del valle de Bocanegra…
Los mencionados hasta aquí, eran los jilgueros corrientes que emigraban
todos los años. Pero había otros que sólo llegaban raras veces. Se les llamaban
griegos, y eran muy grandes, hermosos y cantores. Se alimentaban con semillas
de culén que únicamente existían en el fundo “San Tadeo”, cerca de Chorrillos.
A los pocos jilgueros que por San Román no regresaban a los valles serranos
–y que escogían para anidar los ficus de la Plaza Grau, del Callao- se les conocía
con el nombre de inviernizos.
En cuanto a útiles para cazar, Pichilín empleaba los de uso tradicional entre
los pajareros limeños. El cebadero, o sea la jaula de caña con sus respectivas
añagazas de putillas, o de cardenales, y que por medio de un ingenioso
mecanismo se convertía en trampa. El amansadero, también de caña, donde los
pájaros recién capturados iban acostumbrándose a la cautividad, y que siempre
estaba ensangrentada por los cabezazos de los rabiosos huanchacos. Las
redes, que debían de ser de seda italiana, y que cuando salían demasiado
blancas, había que sumergirlas en agua con pepa de palta… El mate con la liga,
la botella con el aceite para templarla, y el cuchillo de monte, completaban el
avío.
La clase de pájaros que Pichilín obtenía, variaba según la estación. En la
época en que no había jilgueros en Lima, cazaban gorriones que buscaban
gusanitos entre los viejos sauces de la Piedra Liza, o las chaucas que picaban
los plátanos pintones de la hacienda “Chacarilla”, o las cuculíes que cantaban en
los ficus de “Ascarrunz”.
Tampoco faltaban por esa época huanchacos y periquitos en los maizales de
“Flores”, ni tordos entre los cañaverales de “Monte Quemado”.
Existían tres formas clásicas de cazar. En comedero (lugar donde había
granos o frutas) se cazaba después de medio día, cuando los pájaros tenían
ya el buche lleno, y no hacía falta que comieran o no en sus primeras horas de
cautiverio. En pasaje, o sea en el camino que poco antes de caer el sol, seguían
para ir a sus nidos. Y en dormidero, o sea en el árbol o mata en que se
acomodaban para pasar la noche…
Así transcurría la vida de Pichilín –cazando por vocación y toreando por
necesidad- cuando llegó la corrida de la “Bomba Lima” en que debía lidiarse
Verduguillo, un bravísimo toro que durante mucho tiempo había vivido cimarrón
en el monte de la Rinconada de Mala” haciendo fechorías sin cuenta. ¡Y el
famoso Verduguillo, después de mandar a la enfermería al espada Mariano
Soria (Chancayano), ensartó a Pichilín por la ingle y le ocasionó una herida de
media cuarta!
En cuanto mamita supo la desgracia, mandó a llamar al doctor Lino Alarco,
médico de la familia y se dirigió con él al altillo de Pichilín. ¡Imposible sería
describir fielmente la escena que mamita presenció al llegar al altillo!... En su
pobre camastro tinto en sangre, rodeado de su mujer y de sus hijos que gemían
desgarradoramente y lo bañaban en lágrimas. Pichilín permanecía inerte,
envuelto aún en su capote de paseo.
En un rincón del cuarto, los banderilleros de Ángel Valdez tenían la barbilla
hundida en el pecho, y hacían esfuerzos por no llorar. El oro y la seda de sus
trajes de luces, contrastaba con la miseria de la habitación…
Al ingresar mamita, siete pares de ojos en los que se pintaba la más profunda
desesperación, se clavaron en ella…Y mamita decía que todos esos ojos la
habían mirado con tal expresión de reproche, que la había hecho perder la
cabeza…
¡Reproche, sí! ¡Reproche por no haber hecho todo lo posible para alejar de
los toros a ese padre de familia! ¡Reproche por no haber insistido ante papá!
¡Reproche por no haber rogado! ¡Por no haber suplicado! ¡En último caso, por
no haberse impuesto! ¡Sí! ¡Por no haberse impuesto!
Terminábamos de rezar, y ya nos dirigíamos a la cama, cuando mamita
penetró como una tromba en el comedor donde papá, pensativo y con el rabo
entre las pierna, fumaba cigarro tras cigarro.
¡Aquélla que penetraba como una tromba, no era mamita! ¡No tenía ni su
figura ni su espíritu! ¡Era un ser al que jamás habíamos visto: impetuoso,
vibrante, frenético, y que con el cabello en desorden y la sien radiante, se
plantaba delante de papá en actitud de reina que reclama un derecho!...
Papá se restregó los ojos, pues creía estar soñando:
-¡Ahora mando yo! ¡Sí! ¡Ahora mando yo! ¡No suplico! ¡Mando! –dijo mamita
dando sobre la mesa un golpe que le hizo lanzar un grito de dolor.
No oímos ni vimos más… Nieves nos hizo abandonar el comedor
precipitadamente, y ya en el dormitorio nos hizo saber que la herida de Pichilín
no era mortal; pero que necesitaría mucho tiempo para su curación: -¡Pobre,
Pichilín! ¡Tan buen padre como es!...
Al día siguiente, mientras Nieves frotaba con tintura con árnica la mano aún
adolorida de mamita, papá entró papá al dormitorio y entregó a mamita una
esquela, una bolsita de papel. En la esquela, venía el nombramiento de don
Rafael Mata como guardián del molino de Otero. En la bolsita de papel, venía la
negra y rizona coleta que esa misma mañana, papá había cortado a Pichilín en
presencia de la familia, y de Ángel Valdez y su cuadrilla.

Con el rostro dilatado de satisfacción, papá abrió los brazos. ¡Mamita se


precipitó en ellos, convertida en la tierna y mansa paloma de toda la vida!...
¡Después, pensando en la felicidad que iba a dar, lloró! ¡Lloró dulce y
calladamente, reclinada sobre ese corazón tan noble, y que tanto la amaba!

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