El documento describe la vida de la familia Pichilín, que vivía en un altillo en Lima, Perú. El padre, Rafael Mata (Pichilín), trabajaba como cazador de pájaros y torero aficionado. La familia trabajaba duro pero era feliz, y los días de toros eran estresantes para todos mientras esperaban que Pichilín regresara a salvo.
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El documento describe la vida de la familia Pichilín, que vivía en un altillo en Lima, Perú. El padre, Rafael Mata (Pichilín), trabajaba como cazador de pájaros y torero aficionado. La familia trabajaba duro pero era feliz, y los días de toros eran estresantes para todos mientras esperaban que Pichilín regresara a salvo.
El documento describe la vida de la familia Pichilín, que vivía en un altillo en Lima, Perú. El padre, Rafael Mata (Pichilín), trabajaba como cazador de pájaros y torero aficionado. La familia trabajaba duro pero era feliz, y los días de toros eran estresantes para todos mientras esperaban que Pichilín regresara a salvo.
El documento describe la vida de la familia Pichilín, que vivía en un altillo en Lima, Perú. El padre, Rafael Mata (Pichilín), trabajaba como cazador de pájaros y torero aficionado. La familia trabajaba duro pero era feliz, y los días de toros eran estresantes para todos mientras esperaban que Pichilín regresara a salvo.
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LA FAMILIA PICHILÌN
Frecuentaba el molino de Otero un extraño personaje –Rafael Mata (Pichilín)-
mezcla de cazador de pájaros al servicio de mamita, y torero de la cuadrilla del negro Valdez (El Maestro). Habitaba Pichilín un altillo de maderas podridas, ubicado entre el molino y la puerta de la Luna que, por el lado de los ochavos de sombra, daba entrada a la Plaza de Acho. Debido a esa circunstancia, cuando mis padres llegaron a Otero, Pichilín fue uno de los primeros vecinos que acudieron para ofrecerles sus respetos. Más tarde, la afición de mamita por los pájaros cantores, contribuyó a que las relaciones entre Pichilín y los nuevos ocupantes del molino fuesen cada día más estrechas, y antes de un año, Pichilín era ya el abastecedor oficial de los pajareras de mamita, la señora Pichilina lavaba nuestra ropa blanca, y los pichilincitos hacían mandados que mamita pagaba espléndidamente con un bizcocho, una prenda de vestir de medio uso, o una que otra pesetilla. La familia Pichilín era un modelo de trabajo y de buenas costumbres. ¡Nada de jaranas ni de San Lunes!... Desde la azotea del molino dominábamos el altillo que ante nuestros ojos, aparecía como una inmensa colmena donde todo el mundo trabajaba. Pichilín pasaba horas y horas confeccionando banderillas, o remendando sus capotes de brega, o sus redes de cazar pájaros. La señora Pichilina, cuando no estaba delante de la batea, estaba planchando, o preparando tamales. Los pichilincitos , o cargaban agua, o encendían candela, o colgaban de barandas y cordeles la ropa recién lavada. ¡Todo el mundo trabajaba, y todo el mundo parecía contento! Allí no se peleaba ni se oían palabrotas, como en la casa del carretero Papito. El señor Pichilín silbaba alegremente mientras cosía; la señora Pichilina cantaba la Oda de Grau, mientras sacaba la mugre; y los pichilincitos –a pesar de que andaban con las patitas en el suelo- reían, bromeaban, y se daban de topetones entrando y saliendo en el altillo que temblaba como una hamaca. Cuando mamita subía a la azotea para ayudarnos a volar cometas, sonreía dulcemente ante ese cuadro de humilde felicidad hogareña, y nos invitaba a que siguiéramos el ejemplo de los pichilincitos: - ¡No pelean ni se arrancan los pelos! ¡Comen lo que su mamá quiere darles!... ¡Mamita tenía razón! Los pichilincitos eran tiernos y cariñosos entre ellos. Los más grandecitos cuidaban a los pequeños. Les lavaban la carita; les cambiaba los calzones; les daban la mamadera… y a la hora de comer, daba gusto contemplar cómo se abalanzaban sobre el plato de carne, yucas y coles, reservándose para el final un plátano de la isla bien mosqueadito, o un camote que chorreaba miel. El sábado era el gran día para la familia Pichilín. Desde muy temprano, los muchachos salían on inmensos atados que olían a jabón a coco, y donde iba la ropa limpia para los parroquianos del molino de Otero, el capellán de Copacabana, el dueño de la Botica del Peinado, el paradero de la esquina de los Borricos… Cuando los pichilincitos regresaban, la señora Pichilina ya les tenía lista la canasta donde tapaditos con un costal de yute, estaban los tamales que debían vender cada muchacho, y ella arrancaba con la suya. Había que oír la gracia que ponía en el pregón: -¡Tamalera! ¡Ya se va la tamalera suááá! Raro era el sábado en que la familia Pichilín, no recibiera doce o quince soles de plata por concepto de venta de tamales y de lavado de ropa. Por otra parte, el sábado también era propicio para la venta de pájaros que Pichilín efectuaba colocando sus jaulas en la esquina de Zavala y Paz Soldán, o rematándolos al viejo Soria, un comerciante de la calle de la Concepción, que vendía aceitunas, quesos y pájaros de todas clases. Por esa época, era grande la afición que había en Lima por los pájaros cantores. Uno de los buenos aficionados –el entonces Coronel don Enrique Varela- pagaba tres soles por cada chambergo y dos soles por cada huanchaco. En total: un buen sábado no lo hubiera dejado la familia Pichilín por menos de veinticinco soles. ¡Y los limeños de hoy no pueden tener idea de lo que ahora medio siglo, podía hacerse con veinticinco soles!... Pero durante la temporada de toros, la dicha del sábado era opacado por la corrida del domingo. En este día, desde que Pichilín empezaba a revisar sobre su camastro el gastadísimo traje de luces Corinto y oro, hasta que regresaba de la Plaza de Acho, una nube de tristeza velaba el pobre altillo, y la familia entera andaba como en sueños. ¡Nadie hablaba! ¡Nadie reía! Y a la hora del almuerzo, ¡nadie quería probar bocado! A las dos de la tarde, Pichilín empezaba a vestirse ayudado por el mayor de los pichilinitos. Desde la azotea adonde habíamos subido acompañado por mamita, no perdíamos detalles… La operación de ceñirse la inmensa faja, era delicadísima. Mientras el muchacho, desde un extremo de la habitación, sostenía una punta, Pichilín –girando sobre los talones y con los brazos abiertos –iba acercándose desde el otro extremo, hasta tener toda la faja enrollada en la cintura. El trenzado de la negra y rizona coleta, y la montera, también requerían mucho cuidado. La montera debía encajar ni muy adelante, ni muy atrás. Y la moña de la coleta, debía defender la parte posterior del cerebro. Mientras tanto, la señora Pichilina, hecha un mar de llanto, y los muchachos, permanecían arrodillados frente a una imagen del Señor de los Milagros, a cuyos pies, se había colocado el hábito morado que Pichilín en la procesión del 18 de octubre. Porque Picchilín -al igual que Simón Delgado (Bobito), Manuel Tovar (Volante), Toribio Seminario (Mentirilla) y demás banderilleros de la cuadrilla de Ángel (El Maestro)- pertenecía a la “Hermandad de Cargadores del Señor de los Milagros”, y cargaba las pesadísimas andas que a tanto negro ha vuelto tísico, desde la iglesia de las Nazarenas hasta la de la Concepción. La zambita Nieves aseguraba que Pichilín cumplía su cometido con mucha devoción. Sudaba como un filtro y las piernas le temblaban, para él –siguiendo la costumbre tradicional de los cargadores- no hacía sino besar el cordón y, ¡santo remedio! ¡La fatiga desaparecía! A las tres en punto, Pichilín tomaba el capote de paseo y comenzaba a bajar la escalera del altillo. ¡Cuántas veces pensaría que ni iba a regresar más! Este era un momento muy emocionante, y que ponía nerviosa a mamita. Los pichilincitos se prendían a las rodillas del padre, y le cubrían las manos de besos y de lágrimas, mientras la señora Pichilina –sin fuerzas para moverse de su sitio- clavaba los ojos en el Señor de los Milagros, y balbuceaba: -¡Señor! ¡Señor! Defiende el pan de estas pobres criaturas! Ni bien había salido el padre, el pichilincito mayor encendía velas a cada una de las mil estampas de santos que había en el altillo, y la familia, traspasada de angustia, se dedicaba a rezar rosario tras rosario todo el tiempo que duraba la corrida. Invariablemente, al dejar la azotea, mamita se arrojaba pálida y temblorosa en brazos de papá, y le suplicaba: -¡Dale trabajo en el molino, para que deje de ser torero!... E invariablemente también, papá ofrecía dar trabajo en el molino a Pichilín, y al día siguiente: ¡Se olvidaba del ofrecimiento! Mamita no insistía porque no le gustaba ser machacona pero sentía que se le estrujaba el corazón. Terminada la corrida, Pichilín sacaba el cuerpo de Bobito, Volante y demás banderilleros, y en lugar de acompañarlos a enmonarse con el guarapo y la chicha que el negro Caravelí preparaba en su chichería de la calle del Chivato, se dirigía a la puerta de la Cecina, para reclamar las menudencias de los toros muertos en la lidia de esa tarde, y que los empresarios acostumbraban regalar a la cuadrilla de Ángel Valdez. Y así, con el capote de paseo en un brazo y la lata lleno de bofes en una mano, trepaba en dos trancos a su altillo. A partir de ese momento, el cuadro del altillo variaba completamente. Los pichilincitos se precipitaban sobre el padre, y entre gritos y exclamaciones de júbilo, uno le quitaba la montera, otro lo despojaba del capote, otro lo recibía la lata de menudencias mientras la señora Pichilina –ebria de gozo- le presentaba al pichilincito de pecho que el torero le arrebataba de los brazos, para comérselo a besos. Antes de cambiarse el traje de luces, Pichilín –cubierto de sudor y oliendo a sangre de fiera, y con las pupilas agrandadas por la fe- caía de rodillas ante la sagrada imagen, y rezaba fervorosamente… Después, los pichilincitos colocaban al Señor las flores que mamita jamás dejaba de mandarle los domingos de corrida, y besaban el cuadro temblando de emoción… El lunes siguiente –acabada la gran sopa de mondongo y la chanfainita en que convertían las menudencias de la víspera- Pichilín tomaba sus útiles de cazar pájaros, y olvidado completamente de los toro se encaminaba a las haciendas del valle de Lurigancho en busca de jilgueros, huanchacos, tordos y demás músicos de pluma que tanto abundaban por esos andurriales. Los aficionados que frecuentaban el molino decían que ante los toros, Pichilín era poco que un maleta. Carecía de la agilidad de Bobito, del arrojo de Fosforito, y de la elegancia de Volante. No sabía banderillar sino al cuarteo; y con el capote en la mano no hacía sino destroncar a los toros lastimosamente. Por último, aseguraban que no el estímulo de la gloria, sino del dinero, el que impulsaba a Pihilín en la Plaza de Acho. Algo de cierto debe haber existido en esa confirmación, pues según el mismo Pichilín, su verdadera vocación no era la tauromaquia, sino la caza de pájaros cantores. Y su más legítimo orgullo no consistía en ser banderrillero de la cuadrilla del negro Ángel Valdez sino en ser el primer pajarero de Lima; el más hábil conocedor de la vida y costumbres de los seres emplumados; el que sabía emplear los más eficaces métodos para hacerlos caer en trampas y en ligas, para criarlos, y para sacarles provecho. ¡Indudablemente, Pichilín decía la verdad! ¡Era el primer pajarero de Lima! Y cuidado que por esos tiempos, en el barrio de Cantagallo y en la Portada de Barbones, vivían profesionales como Esteban Merlino (Frejolín) y Manuel Palomino (Huanchacuta); fuera de don Eugenio Rosell (Barba de oro) y el rumboso don Juan Manuel de la Puente –hacendado de “San Juan”- que eran pajarero por pura afición. ¡Pero Pichilín se llevaba de calle a todos ellos! ¡Nadie conocía más que él en materia de pájaros, redes y trampas; y nadie preparaba ligas y añagazas como las que salían de sus manos! Para las ligas –asunto delicado y dificilísimo- Pichilín escogía la mejor semilla que llegaba de Huamantanga, y que se vendía en el Tambo de Rivas. Sobre el mismo batán que empleaba para moler maíz de los tamales, Pichilín molía y molía la semilla, lavándola a cada rato, hasta obtener lo que los pajareros llaman hebra. Luego iba templándola con aceite hasta conseguir una materia viscosa que se pegaba fuertemente a los dedos, y que debía guardarse en un mate con agua. Conservar fresca la liga; manejar sin desperdiciarla, y templarla de acuerdo con la temperatura del día y la fuerza de los pájaros, eran cuestiones en que nadie echaba pan a Pichilín. Respecto de la añagazas que servían de reclamos en las jaulas, Pichilín las confeccionaba en un periquete vaciando las entrañas del pájaro, y rellenándolo on polvo de alumbre, o de tabaco. Ya se sabía que pieza disecada por Pichilín, ni tenía mal olor, ni la atacada la polilla… Ahora bien, todo pajarero tiene su especialidad. La de Pichilín era la caza y la crianza de esos lindos jilgueros que bajaban de la sierra por la quebrada de Matucana, y que llegando a Vitarte se desparraman por todos los valles vecinos de Lima. Muchas páginas podrían escribirse con los datos que sobre esta clase de animalitos, había acumulado Pichilín en sus largos años de pajarero. Mamita experimentaba placer escuchándolo, y quedaba asombrada ante la finura y penetración de sus observaciones. Decía Pichilín que los jilgueros emigraban de la sierra alrededor de la fiesta de Santa Rosa (30 de agosto), y permanecían en la costa hasta San José (19 de marzo), poco más o menos. Llegaban con plumaje de pichones todavía: recién negreando la cabecita de los machos, y muy vivo el amarillo de las hembras. Venían ávidos de semillas de capulí cimarrón, altamisa y flamadera, armando grescas infernales. Pichilín reconocía varias clases de jilgueros que se diferenciaba por el canto y el lugar que escogían para residir. Los que al llegar a Vitarte se quedaban por las haciendas de Ate –“Inquisidor”, “La Molina”,”Monterrico” y “Vásquez” –se llamaban tarinos a causa de su tarí tarí… Las carretillas de rápido –tri, tra, ta, ta, ta- se esparcían por “Pedreros”, “Campoy”, “Ascarrunz”, “Chacarilla” y demás haciendas de Lurigancho. Los piteadores cantando pí-pí-pí, seguían el río de Surco y bajaban hasta Chorrillos, donde peleaban con los pájaros-moscas que revoleteaban entre las rojas bromelias del Morro Solar. Los tirulíes –que silbaban -tirulí, tirulí, tirulí- iban hasta “Conde Villa Señor”, “San Agustín”, “La Taboada” y otros fundos del valle de Bocanegra… Los mencionados hasta aquí, eran los jilgueros corrientes que emigraban todos los años. Pero había otros que sólo llegaban raras veces. Se les llamaban griegos, y eran muy grandes, hermosos y cantores. Se alimentaban con semillas de culén que únicamente existían en el fundo “San Tadeo”, cerca de Chorrillos. A los pocos jilgueros que por San Román no regresaban a los valles serranos –y que escogían para anidar los ficus de la Plaza Grau, del Callao- se les conocía con el nombre de inviernizos. En cuanto a útiles para cazar, Pichilín empleaba los de uso tradicional entre los pajareros limeños. El cebadero, o sea la jaula de caña con sus respectivas añagazas de putillas, o de cardenales, y que por medio de un ingenioso mecanismo se convertía en trampa. El amansadero, también de caña, donde los pájaros recién capturados iban acostumbrándose a la cautividad, y que siempre estaba ensangrentada por los cabezazos de los rabiosos huanchacos. Las redes, que debían de ser de seda italiana, y que cuando salían demasiado blancas, había que sumergirlas en agua con pepa de palta… El mate con la liga, la botella con el aceite para templarla, y el cuchillo de monte, completaban el avío. La clase de pájaros que Pichilín obtenía, variaba según la estación. En la época en que no había jilgueros en Lima, cazaban gorriones que buscaban gusanitos entre los viejos sauces de la Piedra Liza, o las chaucas que picaban los plátanos pintones de la hacienda “Chacarilla”, o las cuculíes que cantaban en los ficus de “Ascarrunz”. Tampoco faltaban por esa época huanchacos y periquitos en los maizales de “Flores”, ni tordos entre los cañaverales de “Monte Quemado”. Existían tres formas clásicas de cazar. En comedero (lugar donde había granos o frutas) se cazaba después de medio día, cuando los pájaros tenían ya el buche lleno, y no hacía falta que comieran o no en sus primeras horas de cautiverio. En pasaje, o sea en el camino que poco antes de caer el sol, seguían para ir a sus nidos. Y en dormidero, o sea en el árbol o mata en que se acomodaban para pasar la noche… Así transcurría la vida de Pichilín –cazando por vocación y toreando por necesidad- cuando llegó la corrida de la “Bomba Lima” en que debía lidiarse Verduguillo, un bravísimo toro que durante mucho tiempo había vivido cimarrón en el monte de la Rinconada de Mala” haciendo fechorías sin cuenta. ¡Y el famoso Verduguillo, después de mandar a la enfermería al espada Mariano Soria (Chancayano), ensartó a Pichilín por la ingle y le ocasionó una herida de media cuarta! En cuanto mamita supo la desgracia, mandó a llamar al doctor Lino Alarco, médico de la familia y se dirigió con él al altillo de Pichilín. ¡Imposible sería describir fielmente la escena que mamita presenció al llegar al altillo!... En su pobre camastro tinto en sangre, rodeado de su mujer y de sus hijos que gemían desgarradoramente y lo bañaban en lágrimas. Pichilín permanecía inerte, envuelto aún en su capote de paseo. En un rincón del cuarto, los banderilleros de Ángel Valdez tenían la barbilla hundida en el pecho, y hacían esfuerzos por no llorar. El oro y la seda de sus trajes de luces, contrastaba con la miseria de la habitación… Al ingresar mamita, siete pares de ojos en los que se pintaba la más profunda desesperación, se clavaron en ella…Y mamita decía que todos esos ojos la habían mirado con tal expresión de reproche, que la había hecho perder la cabeza… ¡Reproche, sí! ¡Reproche por no haber hecho todo lo posible para alejar de los toros a ese padre de familia! ¡Reproche por no haber insistido ante papá! ¡Reproche por no haber rogado! ¡Por no haber suplicado! ¡En último caso, por no haberse impuesto! ¡Sí! ¡Por no haberse impuesto! Terminábamos de rezar, y ya nos dirigíamos a la cama, cuando mamita penetró como una tromba en el comedor donde papá, pensativo y con el rabo entre las pierna, fumaba cigarro tras cigarro. ¡Aquélla que penetraba como una tromba, no era mamita! ¡No tenía ni su figura ni su espíritu! ¡Era un ser al que jamás habíamos visto: impetuoso, vibrante, frenético, y que con el cabello en desorden y la sien radiante, se plantaba delante de papá en actitud de reina que reclama un derecho!... Papá se restregó los ojos, pues creía estar soñando: -¡Ahora mando yo! ¡Sí! ¡Ahora mando yo! ¡No suplico! ¡Mando! –dijo mamita dando sobre la mesa un golpe que le hizo lanzar un grito de dolor. No oímos ni vimos más… Nieves nos hizo abandonar el comedor precipitadamente, y ya en el dormitorio nos hizo saber que la herida de Pichilín no era mortal; pero que necesitaría mucho tiempo para su curación: -¡Pobre, Pichilín! ¡Tan buen padre como es!... Al día siguiente, mientras Nieves frotaba con tintura con árnica la mano aún adolorida de mamita, papá entró papá al dormitorio y entregó a mamita una esquela, una bolsita de papel. En la esquela, venía el nombramiento de don Rafael Mata como guardián del molino de Otero. En la bolsita de papel, venía la negra y rizona coleta que esa misma mañana, papá había cortado a Pichilín en presencia de la familia, y de Ángel Valdez y su cuadrilla.
Con el rostro dilatado de satisfacción, papá abrió los brazos. ¡Mamita se
precipitó en ellos, convertida en la tierna y mansa paloma de toda la vida!... ¡Después, pensando en la felicidad que iba a dar, lloró! ¡Lloró dulce y calladamente, reclinada sobre ese corazón tan noble, y que tanto la amaba!