Luces y Sombras Orlando Van Bredam PDF
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Haba tenido casos difciles, es cierto, como el de hablando entre s, de todo, menos de enfermedades,
Antonia Sanabria que lleg cuando ya tena un pie en el mucho menos de los otros dos mdicos de Races que
cajn, o el de Isidro Mendieta que haba pasado por las iban absorbiendo los pacientes que la decadencia de
manos de tres mdicos antes de que l le cerrara los Arismendi dispersaba. Pero de lo que ms hablaron las
ojos, o el de Gustavo Salazar con una avanzada perito- enfermeras porque naturalmente se les impona, era de
nitis, pero otros, la mayora haban entrado cantando y Ludovico y su bicicleta.
haban salido para el cementerio. Sin ir ms lejos, el Cada vez que miraban hacia la plaza, cada vez que
propio Abel Figueroa, que vino por una pequea ciru- queran sorprender un estallido de flores entre los can-
ga y se qued en la anestesia. teros, los ltimos juegos del sol en el crepsculo, las pri-
De aquel prestigio levantado en pocos aos junto meras parejas del anochecer, se interpona el Negro
con la clnica modelo para Races slo quedaban rui- Ludovico con su boina negra, su remera de rayas azu-
nas. Ruinas y un mdico y dos enfermeras cada vez ms les, su bicicleta roja, su infernal recorrido. Siempre
solos, cada vez ms pendientes de lo que ocurra en la haba alguien para darle aliento, para alcanzarle un
calle, porque el sanatorio siempre vaco les helaba el mate, una gaseosa, unas galletitas. Siempre haba
alma. Primero miraban desde los ventanales entreabier- alguien para que la msica de un gigantesco grabador
tos, despus desde la puerta del consultorio y por lti- no lo abandonara nunca. Y Ludovico segua girando,
mo terminaron sentndose en la vereda e hicieron girar infatigable y sonriente.
el mate durante horas con la misma monotona con la Y fue precisamente la sonrisa de Ludovico la que
que Ludovico recorra su crculo en torno del mstil. comenz a inquietar a Arismendi, ms que la proeza de
Arismendi no haba perdido solamente la alegra que permanecer horas, das y semanas sobre el asiento de
el xito le haba prestado, sino tambin el habla. Las una bicicleta. La sonrisa del Negro Ludovico sac al
enfermeras terminaron por no dirigirle ms la palabra mdico de su distraccin o, al menos, le cambi el
porque l quedaba como sorprendido en una larga motivo. Las enfermeras no tardaron en darse cuenta y
ausencia, ausencia que las horas y los das fueron pro- dirigirse puntapi cmplices, pero cualquiera que
nunciando y no contestaba o contestaba con un vago hubiese pasado entre las ocho y las diez de la maana
movimiento de cabeza. Las enfermeras terminaron o entre las cuatro y las siete de la tarde, horas en que el
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mdico sacaba su silln a la vereda, hubiera advertido clnica. Las presiones de su mujer, los gastos perma-
la tenacidad con que Arismendi miraba sin ver o vea de nentes de sus hijos, las cuotas del automvil, el mante-
otra manera la infatigable presencia de Ludovico. Las nimiento de su sanatorio, la inminencia de las vacacio-
enfermeras no saban a que atribuir este embelesamien- nes, amenazaban tragarse sus ahorros. Deba vencer los
to hasta que Arismendi lo dijo, ms como un descuido escollos y el orgullo y la antipata que le provocaba el
del pensamiento que como una confesin: Director para hacer las dos cuadras que lo separaban
Esa sonrisa del Hospital Regional. Entre tanto, segua sacando la
Esa sonrisa no tena nada de particular, era simple- silla a la vereda y segua preguntndose por qu sonrea
mente la que se sobrepona a la fatiga, la que devolva Ludovico. De qu poda alegrase alguien que slo
Ludovico a todo aquel que pasaba por la plaza y le tena una bicicleta, alguien a quien no se le conoca un
haca un gesto de aliento o lanzaba una exclamacin, trabajo estable o un oficio definido, alguien que apenas
esa sonrisa era una espontnea respuesta a quienes se haba cursado la escuela primaria, que viva en una
preocupaban por su salud, a los dos o tres o quince o modesta casita de palmas en los suburbios de Races?
veinte, segn las horas del da y segn el da que se Lo cierto es que a medida que la oscuridad se
convocaban en la improvisada pista que las ruedas de cerraba sobre Arismendi y su sanatorio, la luz naca
la bicicleta haban ido trazando. Sin embargo, para sobre Ludovico. Races se despertaba y se dorma con
Arismendi, esa sonrisa no se agotaba en la superficie, un mdico oscuro y un ciclista luminoso, con dos
era la forma tallada desde adentro de una razn que puntos opuestos pero contiguos. Arismendi comenz
an no lograba precisar. a entender la sonrisa del Negro Ludovico, la tarde
Al cabo de dos semanas en que nadie pis su con- nmero veinte en que no menos de doscientas perso-
sultorio, Arismendi concedi un mes de licencia a una nas rodearon el mstil para aplaudir la hazaa de cua-
de las enfermeras y prometi hacer lo mismo con la otra trocientas horas en bicicleta, verdadero rcord en todo
si al trmino de ese tiempo la situacin continuaba. el mundo como vociferaba la radio local. Al grito de
Severamente preocupado y contra sus principios haba Ludovico Campen, hombres, nios, mujeres y
decidido volver al Hospital al que haba renunciado ancianos celebraban la proeza. Fotografas, filmacio-
haca muchos aos, seducido por la prosperidad de su nes, corresponsales de diarios de la zona intentaban
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perpetuar el acontecimiento. sonrisa escuch las palabras entrecortadas de quienes
Arismendi, sentado en el silln de siempre, tuvo en sostenan con dificultad el cuerpo de Ludivico.
plenitud la razn de aquella sonrisa. Todo por esto?, se Est muy mal, doctor el Negro se descompuso.
deca, todo ese esfuerzo por unos aplausos, por unas No reacciona.
fotos en los diarios, y despus qu?, se interrogaba y no Tres lo colocaron sobre la camilla mientras decenas
dejaba de mirar aquellas demostraciones de afecto, se acumulaban en los pasillos, el jardn, la vereda.
aquellos coros que incesantemente vivaban al Negro Nunca hubo tanta gente en la Clnica Modelo de
Ludovico. Arismendi estaba ms solo que nunca, hasta Races. Arismendi saba lo que eso significaba, tanto lo
la nica enfermera lo haba abandonado para cruzarse saba que sonrea feliz pero tambin lleno de miedo.
con su permiso hasta la plaza y acompaar el orgullo En sus manos quedaba el dolo, con la sonrisa apa-
de todos los raiceanos por la hazaa del atleta que gada; de sus manos vendra la salvacin o la condena,
haba superado los lmites del pueblo y cuyo nombre ya la recuperacin o el hundimiento definitivo. Aunque
sonaba en la Capital y sus alrededores. La euforia lo era sencillo reanimar aquel cuerpo agotado, Arismendi
haba alzado en andas y Arismendi pudo ver en todo su se persign antes de colocarle la mscara de oxgeno.
esplendor la cansada sonrisa del triunfo, la cansada Mientras las enfermeras inyectaban una intravenosa,
sonrisa del Negro Ludovico al que todos queran pal- Arismendi se quit el sudor de la frente y comenz a
mear, abrazar, pesar. sonrer con una sonrisa nueva, desconocida.
Tocados por confusos sentimientos, Arismendi reco- No dej de sonrer cuando el Negro Ludovico cami-
gi el silln y se hundi en el sanatorio. Comenz a n con los brazos en alto hacia la muchedumbre que en
caminar por el largo pasillo vaco. Haca sonar los tacos el jardn de la clnica lo recibi con aplausos; tampoco
con furia y descontrol. En esas idas y venidas escuch cuando una avalancha de manos apretaron las suyas
el casi olvidado sonido del timbre de calle, aquel tim- para agradecerle. Mucho menos, cuando, al otro da, la
bre que durante veinte das o ms nadie haba tocado. enfermera recibi azorada los primeros pacientes y l,
Esper en suspenso y no dud. Lo buscaban. A l esa misma tarde, se dio el lujo de decirle que no, defi-
mismo le pareci absurdo, pero lo buscaban. Con una nitivamente que no, al Director del Hospital Regional.
sonrisa abri la puerta del consultorio y con la misma No dej de sonrer y de tornarse locuaz -como siempre
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Orlando Van Bredam