Cuentos Ecuatorianos

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Antologa

Latitud Cero
PORTADA
Doce narradores ecuatorianos

Combinacin de azar e intencin que mostr el


(otro) rumbo y convirti esta Muestra cronolgica
en una exposicin sobre los temas universales
de la soledad y la marginacin.
LATITUD CERO
Doce narradores ecuatorianos

Antologa
Edicin: Nancy Maestigue Prieto
Diseo del perfil de la coleccin: Rafael Lago Sarichev
Composicin y diseo de cubierta: Enrique Verdecia Carballo

Sobre la presente edicin:


Editorial Cubaliteraria, 2014

ISBN 978-959-263-050-5

Coleccin Fabulaciones
Editorial CUBALITERARIA
Instituto Cubano del Libro
Obispo 302 esq. Aguiar, Habana Vieja
CP 10 100, La Habana, Cuba
e-mail: [email protected]
Visite: www.cubaliteraria.cu
NDICE

Sobre la obra / 6
El placer de leerlos (Prlogo) / 7
Gilda Holst / 13
La cara pblica de Santiago / 15
Mara Leonor Barquerizo Daz Granados / 21
Un postulado / 23
Sara Vangas Covea / 27
La estatua / 29
Amnesia / 30
Barro / 31
Ivn Egez / 32
Jinetera / 34
Modesto Ponce Maldonado / 50
Re-impresin / 52
Vicente Cabrera Funes / 72
Simplemente, cornelia / 74
La navaja / 78
Jorge Dvila Vzquez / 84
De una rosa / 86
Aminta Buenao Rugel / 93
La gata / 95
El vampiro / 101
Oswaldo Encalada Vsquez / 104
El gallo / 106
Crislida / 108
Ruth Patricia Rodrguez Serrano / 110
Lgica de baltasar / 112
Yanna Hadatty Mora / 121
Daniel / 123
Juan Pablo Castro / 129
La leccin / 131
Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

SOBRE LA OBRA

La posibilidad que brinda entrar en contacto con una an-


tologa de cuentos ecuatorianos contemporneos estriba
en que se rompen algunos cnones que han mantenido
oculta, para muchos, la narrativa que se hace en este pas.
Doce autores con diferentes voces muestran una gama
de temas, personajes, ambientes, color, que garantizan la
buena salud de que goza la literatura ecuatoriana. Resul-
ta interesante ver cmo estos autores definen muy bien
lo que esperan de sus lectores: incorporarlos a un nuevo
universo, involucrndolos en un proceso de descubrimien-
to que significa, al mismo tiempo, renovacin interior,
dice la escritora cubana, Lourdes de Armas en el prlogo
de Latitud cero, al referirse a los textos que conforman la
antologa, que de seguro, complacer el gusto del ms exi-
gente lector.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

EL PLACER DE LEERLOS

Penetrar en las lneas de un relato es para m un ejerci-


cio de discernimiento; participo siempre armada de ins-
trumentos avivadores de los sentidos para permitirme
el placer del hallazgo, es un proceso de encantamiento y
de goce, que comienza con un inquisitivo cosquilleo de
mi vientre, motivado por el misterio que me produce lo
desconocido, y la sorpresa; efecto al que mi naturaleza
impulsiva se anticipa. Hay otras sensaciones, deliciosas
todas, pero no voy a revelarlas aqu por no ser este un
espacio mo sino de escritoras y escritores de Ecuador.
Un relato es una aguja que nos adentra en el ima-
ginario de un ser humano y su pueblo. Razones (y pre-
textos) para alimentar mi afn de bsqueda-sorpresa.
Con estos nimos transito complacida por la cuentstica
de doce autores ecuatorianos, cuya impronta quedar

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

en estas pginas cubanas interesadas en mostrar a


modo de galera, una breve porcin de su (nuestra) lite-
ratura contempornea.
No se trata de un estudio investigativo sino de la
pretensin de contribuir, de algn modo, a la promocin
de la literatura latinoamericana, y la prxima Feria del
Libro, dedicada a Ecuador, es un escenario muy propicio.
Gracias a la colaboracin de Sara Vanegas, quien nos sir-
vi de puente pudimos contactar a un grupo de narra-
dores dispuestos a participar en este proyecto.
De acuerdo a la idea original, se comenzaron a orga-
nizar como una muestra cronolgica, pero en la medida
que nos adentramos en la lectura, una leve contraccin
interior fue la antesala del inesperado hallazgo: Los tex-
tos traan en si mismos su propio orden. Combinacin
de azar e intencin que mostr el (otro) rumbo y convir-
ti esta Muestra cronolgica en una exposicin sobre
los temas universales de la soledad y la marginacin.
Resulta interesante ver cmo estos autores definen
muy bien lo que esperan de sus lectores: incorporarlos
a un nuevo universo, involucrndolos en un proceso de
descubrimiento que significa, al mismo tiempo, renova-
cin interior:
...me siento sumergido en ambientes, en seres que
actan, piensan, y sienten. Ms an, por primera vez,

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

espero que la novela me tome y me agregue a ese nuevo


universo que voy descubriendo y al verme as, incorpo-
rado parecera que yo mismo me renuevo o me redes-
cubro.
En este fragmento del cuento Re-impresin, de Mo-
desto Ponce, el narrador no solo confiesa las diversas sen-
saciones experimentadas como lector, tambin las que
pretende disfrutar, como un descubrimiento en s mis-
mo. Esta premisa se halla desde otra perspectiva, en
La gata, de Aminta Buenao, El amor a su gata ser la
proyeccin de la soledad, el temor al futuro de una perso-
nalidad compulsiva, y paranoica. Cuento sobre la existen-
cia, nos invita a reflexionar sobre la vejez, el amor y la
muerte como una incognoscible caracterstica de la raza
humana, amenazante y perturbadora cuando se vuelve
ingobernable.
Esta propuesta de lectura tambin la encontramos
en Simplemente, Cornelia, de Vicente Cabrera. Cor-
nelia es la exposicin de la demencia. La certeza de la
locura de Filomena para los personajes que la rodean,
se mostrar a travs de la relacin entre la mujer y sus
sorprendentes mascotas. Relacin que devela, soledad
y marginacin.
Esas aproximaciones las percibimos desde un (otro)
enfoque muy interesante con Postulado, de Mara
Leonor Barquerizo, o en Jinetera de Ivn Ege.
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

El primero, Un juego de palabras; atractiva manera


de narrar una historia existencial. El segundo, un relato
para recordarnos la magia de la atraccin personal. Esa
inexplicable y fuerte simpata capaz de conducirnos a
cambiar el rumbo de nuestras vidas, conducindonos
todos, al mismo sitio: la soledad y su conducta ante ella.
Las temticas existenciales abarcan la diferencia fsica
y sus nefastas consecuencias. El arte de lo raro, mirar el
mundo desde una perspectiva diferente, prodigar devo-
cin a un objeto inusitado o entregar afecto a un ser
estrafalario pueden convertirnos, ante la vista del prjimo,
en seres delirantes, plantean los autores de Lgica de Bal-
tasar, de Ruth Patricia Rodrguez y La leccin, de Juan
Pablo Castro. Relatos que mantienen la lnea temtica al
conducirnos, una vez ms, hacia ese universo solitario;
aislamiento derivado del comportamiento social ante las
deformaciones fsicas y mentales. Las mascotas de Aminta
y Vicente; la jinetera y su silencioso cliente, el libro que le
permite a Modesto confrontar la soledad de su personaje.
Nos posibilita encontrar preocupaciones comunes entre
estos autores.
Otra de las caractersticas narrativas de estos textos, es
su descontextualizacin. No existe una localidad especfica
como teln de fondo, se desvanecen los contornos sociales
mostrndonos el enfoque de los autores: la existencia. El
individuo ante s mismo. Condicin que aporta univer-
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

salidad a sus obras. Dejan constancia de ello, los relatos


De una Rosa (Jorge Dvila); Daniel (Yanna Hadatty);
La cara pblica de Santiago (Gilda Holst). Amn de sus
historias, son excelentes pretextos para puntualizar el
lenguaje de sus personajes, expresndose todos de ma-
nera culta.
Queda explicito que tampoco signan sus relatos con
expresiones locales, aun, cuando se mencione breve-
mente alguna locacin o se trate del imaginario y la lri-
ca contenida como sucede en el El gallo, de Oswaldo
Encalada.
El elemento sorpresa, ese juego con los lectores, ser
el resultado de La estatua, Amnesia y Barro, de Sara
B. Vanegas, autora que engarza imgenes que devienen
en asombro (La estatua), acercndonos de este modo
a una realidad superior, contenida en una lrica asociada a
veces al subconsciente (Amnesia), donde lo raro puede
ser una lgica visin de la conducta. O la normalidad de un
comportamiento infantil (Barro) puede alcanzar un in-
usitado desenlace.
Viajar a travs de estos relatos ser una experiencia
enriquecedora para quienes gusten del conocimiento
modulado por una voz interior que invita a reflexionar,
mostrando siempre menudas pinceladas del entorno

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

geogrfico, con palabras como: ceibos, iguanas, galpa-


gos; expresiones que no permiten olvidar que estamos
ante autores de Latinoamrica. Coincidencia?
Es imprescindible, entonces, avivar los sentidos para
discernir las preguntas contenidas en estos cuentos,
acerca de la existencia y la soledad. Con la seguridad
que al penetrarlos disfrutaremos del placer, o el posible
cosquilleo en ciertos lugares del cuerpo, producido por
el clmax del hallazgo.
Lourdes de Armas

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Gilda Holst
(Guayaquil, 1952)
Narradora y crtica guayaquilea. En relatos cortos ha pu-
blicado: Mas sin nombre que nunca (Guayaquil, 1989), Tur-
ba de signos (Quito, 1995), Bumern (Guayaquil, 2006)
y la novela Dar con ella (Gayaquil, 2000). Sus cuentos
han sido traducidos al ingls y francs y han aparecido en
numerosas revistas y antologas nacionales e internacio-
nales. El muro y la intemperie y Las horas y las hordas (Julio
Ortega, Hannover, 1989; Mxico, 1997), Rev. Imagen Lati-
noamericana (Jos Balza, Caracas, 1994), Adn visto por
Eva (Poli Delano, Buenos Aires, 1995), Narradoras ecua-
torianas (Miguel Donoso P., Quito, 1997), Cruel Fictions,
Cruel Realities (Kathy Leonard, Pittsburgh, 1997), 2 veces
buenos #2. Cuentos brevsimos latinoamericanos (Ral
Brasca, Buenos Aires, 1997), Poesa y cuento ecuatoriano
(Sara Vanegas, Cuenca, 1998), Rev. Guaraguao (Mario
Campaa, Barcelona, 2001) Journal of Latin American
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Cultural Studies (Londres, 2001), The Short Story: Art and


Analysis (Edward Friedman, Vanderbilt Univ, 2002), Anto-
loga Esencial Ecuador Siglo XX (Alicia Ortega, Quito, 2004),
Microrelatos en el Mundo Hispanoparlante (Alba Omil,
Tucumn Argentina, 2006), Rev. Archipilago#58 (Yanna
Haddaty, Mxico, 2007), Cuentos de uno y otro lado (de la
frontera)(Daniel Loarte, Per-Gayaquil, 2008), Translation
Review, (A.Gladhart, 2010) y Cuento ecuatoriano (Cecilia
Ansaldo, Quito, 2011).

[email protected]

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

LA CARA PBLICA DE SANTIAGO

No s cmo he venido a parar en este grupo. Esta ma-


ana encontr en mi cartera un papel cuadriculado de
color amarillo con una direccin, que es donde ahora
me encuentro. Trat de recordar quin me la haba dado
pero no he podido. Anoche estuve con Santiago hasta las
once y media pero no se qued conmigo porque le dola
la cabeza. Lo llam todo el da sin poder localizarlo. Segu-
ramente fue l, dej all el papel para embromarme. Los
rostros son de distintas edades, los he escudriado uno
por uno a ver si reconozco a alguien, pero nada. Nadie
me ha reconocido tampoco, parece que no les importa
tener a una desconocida en su grupo. Tampoco s con
certeza si entre ellos se conocen.
Cuando llegu a la puerta me dijeron adelante,
pasa, bienvenida y pienso que es lo ms coherente que
escuchado en toda la noche. Entr tranquila, pensando
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

tropezar enseguida con Santiago. Tal vez llegue en cual-


quier momento, me di nimos. Con el aturdimiento del
principio pens que podra tratarse de cierta secta reli-
giosa, pero no, para nada. Luego percib que hablaban
entre ellos en grupos de dos a cinco, con entusiasmo,
muy expresivos en sus gestos y escuchando la palabra
del otro. Me concentr en saber en qu clase de reu-
nin me hallaba pero poco a poco me fui dando cuenta
de que cada uno hablaba algo distinto, pero respetando
las reglas de la conversacin. Una mujer a mi lado deca:
La vida de adulto me limita, y de nia no goc de
mi libertad porque no estaba consciente de ella. No s
qu opinin te merezca lo que siento?
El hombre al que diriga la pregunta contest:
Vers, la dureza de los glteos debe plantearse
como un cascanueces.
Ms all, en otro grupo, rezagos de lo que escucha-
ba desde mi puesto:
Despus de las disculpas, de la noche al alba, nos
hemos convertido literalmente en un pas de chauvinistas.
Pens que iba a sobrar comida, te juro, y de re-
pente pas el batalln de adolescentes y ni migajas
quedaron.
Todo el tiempo pensando que la vida (si oyes el
tono, verdad?), est en otra parte. Craso error, querida.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Y en otro:
Hay hombres que eyaculan pero jams se orgas-
man, o es al revs?
Maana mismo me voy de aqu.
Quiero decir que no solo s la ubicacin de los r-
boles, acacias, jacarands y otros sino que espero con
ansias cundo les toca el turno de florecer. Casi todos
lo hacen desde noviembre a enero, pero no deja de ser
emocionante.
Mi pierna izquierda result corresta, te juro, loco;
se qued dormida, tan pero tan dormida que yo pien-
so que estaba soando, entallando una quimera como
dira un escritor famoso. De nada vali que yo me le-
vantara y moviera la pierna: insensible, de piedra; ja-
ms despert la boba y ca aparatosamente con huesos
rotos y todo.
En otro:
El negocio est en poner un puesto de comida,
ya, de encebollado para ms seguridad, y tener palan-
ca, claro.
Con esa ingenuidad masculina apabullante de creer
que mirando ardorosamente nos voltean. El sndrome de
mantener la viga de guerrero es difcil de sobrellevar. Bell-
simo en verdad, pero que perezca conocerlo.
El hombre qued tirado en la calle gritando: Ha-
bla serio, hermano!; y todo ensangrentado repeta: No
pues, bro, no pues!

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

El grupo, aunque cada quien en su nota, no dejaba


de observarme. Entend que era porque no hablaba. En
algn lugar le que un retraimiento o hacer algo distinto
crea cierta hostilidad y la estaba sintiendo. Era como si
dijeran: Te hemos aceptado, por tanto, aporta algo; la
cuestin era que no se me ocurra nada. Qu poda de-
cir? La gente segua hablando pero me miraba de reojo.
Decid hablarle a la mujer que estaba sentada en el sue-
lo, le toqu el hombro y pregunt:
Has visto a Santiago?
Si t crees que pintar un cuadro es fcil, ests muy
equivocada.
A Santiago repet, lo has visto? No es muy
alto, ojos cafs, entre audaces y tmidos, entre agresi-
vos y dulces. Abierto, se hara amigo de ti enseguida;
espera una sorpresa cada da. Baila increble, cervece-
ro, cuando camina parece que fluye y le encanta cantar
triste.
Necesitas veinte metros de lnea y cinco interrup-
tores, en su defecto, cinco encendedores y una buena
provisin de seales de humo, un iluminado apagn.
Muerdes?
Tiene caras increbles prosegu, por supuesto
que la que ms me gusta es la que pone para m. Irre-
petibles caras.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Con mi participacin, el grupo se calm, pero fui


yo la que comenc a sentir un gran desasosiego. Todo
esto es una broma, pens. Ca en cuenta que ayer, al
llegar un poco ms temprano que yo, fui para Santiago
su sorpresa del da. Conversaba con una compaera de
trabajo, seguramente planificando todo esto. Me llam
la atencin descubrir en l una cara repetida, una cara
que antes solo la haba visto frente a m.
Una mujer segua:
No s cmo funciona la mquina pero s puedo
determinar el lugar preciso de sus fallas, y como no s
su funcionamiento, tampoco s cmo corregirlas.
Santiago le pondra a usted su cara de horror.
Casi salt al otro extremo de la casa.
S conocen a Santiago, verdad? Re con frecuen-
cia, deben haberlo visto. Nalgn, pelo obscuro, trigueo,
lengua lampia. Algunas veces el lacio se le riza, jactan-
cioso, bocn.
Tienes razn, tanta cruzadera de lneas, ruidos de
cables pelados, falta de ellos, la telefnica nacional real-
mente se merece que se le crucen veinte mil compaas
privadas.
Es ra cuando el mar entra y ro cuando llega al
mar; simple. Aqu el ro es todo, aqu a un metro sobre
el nivel del mar, en la orilla bullanguera de esa ra an-
cha, generosa, hmeda, tranquila, en veloz silencio.
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

De grupo en grupo preguntando por Santiago. Mor-


daz, hasta grosero. Inventivo, trabajador, abrupto, gil.
Cada vez iba adquiriendo la certeza de que lo estaban
ocultando y ms, que l se esconda detrs de todos
ellos. Grit:
Santiago, me escuchas? s que ests aqu!
Comprend que estaba viendo su cara pblica. Por
fin se trasluca algo. Corr hacia afuera y detuve un taxi,
pero al pedirme la direccin no la record. Abr mi car-
tera y encontr el papel cuadriculado. Le: Santiago de
Guayaquil. S ahora que estoy medio mal ubicada, en-
tre el ro Guayas y la brisa suave, pero es la nica direc-
cin que tengo, aunque las caras que ms me gustan se
repitan, y aunque nunca sepa, cmo he venido a sentar-
me en este grupo.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Mara Leonor Barquerizo Daz Granados


(Guayaquil, 1960)
Actualmente da clases de Literatura y Lenguaje, como
profesora invitada, en la Universidad Catlica de Guaya-
quil, Facultad de Filosofa, en el Departamento de Espa-
ol para Extranjeros y es profesora de Expresin Escrita
y Redaccin Creativa.
Particip en los talleres sobre escritura, dirigidos por
Fernando Itrburu en la Universidad Catlica de Gua-
yaquil. Form parte de los talleres del escritor Miguel
Donoso Pareja. Curs estudios de Literatura en la Uni-
versidad Catlica de Guayaquil. Publica su primer libro
de cuentos, Solo quera entender de Editorial Imaginaria,
en 1999. Su segundo volumen de cuentos se publica en
el 2005, con el ttulo de Las grandes cosas se pierden en la

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

niebla, de Editorial Edino. Textos suyos aparecen publi-


cados en antologas, peridicos y revistas.
Entre ellos, en la Antologa de cuentos de uno y otro
lado (de la frontera), 2008.

[email protected]
[email protected]

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

UN POSTULADO

Lleg a su casa. La palabra segua dando vueltas en su


cabeza, tal vez buscaba un significado que consintiera
sus ideas. Avanz al estudio. Prendi la luz y sac torpe-
mente, el diccionario, lo abri directo en la e: excelente,
excntrico, excepcin, excepto; pas a la otra columna
fastidiada por su idiotez, era claro el significado de ex-
cesivo.
Lo encontr: excesivo: que excede. Ella saba de
esa palabra, exceder: aventajar, ser ms grande. // Pa-
sar los lmites justos, propasarse. Sonreda dej el libro
sobre el escritorio y subi las escaleras. Era tarde, y la
verdad no le importaba el significado.
Vali la pena celebrar. El examen final haba sido
perfecto. Record las caras de Julia y Andrs al recibir
los temas. Los tres se hablaban con la mirada, luego fue
el pretexto para esa excesiva celebracin. Pero ella sa-
ba que no era exacto, tena fallas. No tena la exactitud
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

de los nmeros. Dudaba; y no saba de qu. Pero era


una realidad que estaba dudando.
Pens en los nmeros, tampoco eran reales. Conta-
ba los escalones mientras suba: seis, siete, ocho, mir
los que dejaba atrs; al bajar, solo uno sera siempre el
mismo. El resto se convertiran en sus opuestos. Enton-
ces pensaba, aunque no muy claro, que el comienzo de
algo tambin podra ser el final. Nuevamente dudaba,
de lo que pensaba e inclusive de lo que poda ver.
En esos das le haban insistido que todo eran n-
meros, no los tiene que buscar, aparecen solos, nos
repeta como fantico.
Lleg al ltimo escaln, fue a su dormitorio y em-
pez a buscar. Iba a comprobar que no existan; a pesar
de que haba pagado mucho por aprender ms de esos
nmeros. Mir hacia su velador, un diccionario, no tan
grande como el que dej abierto. Conect la lmpara,
no prendi. Haba dos lmparas, pero una no serva, eso
le dejaba solo una. A lo mejor el profesor tena razn y
todo era matemtico.
Se dirigi al bao para no molestar al hombre que
dorma en la mitad de la cama. Encendi la luz. Busc
la palabra nmero, por curiosidad; ley: resultado de
comparar una cantidad tomada como unidad, con otra
cualquiera. // Signo con que se representa. Eso quera
decir que en algo haba acertado, cerr el diccionario
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

complacida. Las lmparas eran reales, con o sin nme-


ro, estos aparecieron gracias a ellas; el dos fue, y luego
qued en uno. En eso l tena razn, era una operacin
matemtica. En ese cuarto haba muchos unos. Que
significaban solamente eso. An con el signo era muy
poco. Todo multiplicado por eso mismo, daba lo mismo.
Mir al hombre. Era real, y era un uno. Record
los nmeros reales. Probara con l. Sonri pensando
en una figura geomtrica. Tendra que ser exacto si era
parte de este mundo matemtico. Pero saba que lue-
go cambiara de forma. Entonces podra ser un signo o
podra contener todos, o tal vez habra que sacarle su
factor comn. Crey que esto era excesivo, pero se alz
de hombros.
Se acerc a l, le quit la sbana con la que se tapa-
ba, le incomod la falda; se la sac. Lo segua mirando,
le gustaba observar, eso no quera decir que todo lo que
vea le agradaba. La pierna de l estaba doblada de tal
forma que pareca un tringulo, cualquiera, el nombre
le daba igual. Empez a gustarle el jueguito, pens en
mltiples reacciones. Era un signo, porque era ms de
una. Se multiplicaban. Al parecer l dorma profunda-
mente. Ella se sac la blusa y sum un pensamiento,
pero le rest otro. Le gustaba ms la idea. Era como una
multiplicacin de expresiones mixtas, pero sin seguir las
reglas.
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Cogi la pierna muy suave y empez a estirarla. El trin-


gulo perdi su forma. Se volvi imperfecto. Tom su mano,
bes muy despacio dedo por dedo, mientras los contaba,
eran dedos y de pronto apareci el nmero cinco. Luego
la otra, y no supo cmo decir: cinco ms cinco, o cinco por
dos, si era el mismo resultado; cada vez le importaba me-
nos. Sigui. Se peg a l, haba sumado y restado ya varias
ideas o deseos, no saba con claridad.
Su mano comenz a dibujar lneas rectas en su es-
palda. Lo observaba. l se movi, la mir y sonri com-
placido. Con una seguridad excesiva, precisa. Pero l no
saba que esa precisin no exista, que alguien la haba
inventado. Entonces ella quiso ordenar sus pensamien-
tos y comprenderlo, o mejor no comprender bien, y
sentir desordenadamente. Se senta con ventaja, lo que
ella quera, solo para ella podra ser demostrable. Cerr
los ojos y se dej llevar por la suma de todos los nme-
ros, sin buscar la exactitud de nada.

Del libro Solo quera entender, 1999 - Guayaquil - Edito-


rial Imaginaria.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Sara Vangas Covea


(Cuenca, Ecuador)
Escritora y crtica literaria. Embajadora Universal de la Paz
(Ginebra); Filloga (Mnich); Magster en docencia univer-
sitaria (Cuenca); Profesora de lengua y literatura espao-
la (Madrid); Consultora Internacional de Espaol como
segunda lengua. Docente en universidades de Alema-
nia y Ecuador. Premio Nacional de Poesa Jorge Carre-
ra A. (2000 y 2004), Diploma de excelencia, Asociacin
Prometeo de Poesa (Madrid, 2010), Mencin Especial
Pegaso (Rosario, 2000). Directora de la revista interna-
cional Francachela, en Ecuador. Presidi el I Encuentro
Internacional de Literatura (Cuenca, 2007). La Casa de
la Cultura Ecuatoriana edit su antologa potica en la
coleccin Poesa Junta, dedicada a los autores vivos ms

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

destacados del pas (2007). Sus poemas han sido tradu-


cidos a varios idiomas. Tiene publicados doce poemarios
y una novelita para nios; adems de un libro de relatos,
indito.

[email protected]

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

LA ESTATUA

El paisaje es oscuro y peligroso.


De regreso a casa, encuentro a mi amigo, el griego,
quien lleva una navaja en su mano derecha. Me dice que
est trabajando en la estatua.
Cundo la terminars?
Pronto.
Me gustara verla ahora. Puedo?
No!, ahora no. Por favor
Y se va.
Desconcertada ante la reaccin de mi amigo, me
aventuro a espiar la obra en su taller:
La estatua sangra todava

(Tercer premio en el concurso de micro relatos de Letras


Kiltras, Chile, 2009)

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

AMNESIA

Era un ser extrao, impreciso. Lleg a la habitacin


como flotando, a travs de una ventana cerrada, cosa
que lo desconcert tremendamente. Temeroso, quiso
observar al recin llegado y entonces supo que era ob-
servado. El extrao lo llam por su nombre, con una
voz que pareca ser la suya propia, como si saliera de su
garganta adolescente. Cada vez ms confundido, y sin
proponrselo, mir los ojos del intruso y los encontr
inmensos y de un negro tan intenso que, en un instante,
y quiz por defenderse del asombro del chico, oscureci
totalmente el cuarto. No se poda ver ya nada, y entr
en pnico. Quiso correr y gritar, pero no logr mover ni
un msculo de su cuerpo
Cuando volvi en s ya era noche, y al mirarse al es-
pejo descubri en su rostro dos inequvocos ojos ne-
gros, muy grandes. No recordaba nada.
- 30 -
Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

BARRO

Manuel juega cerca de su madre. Juega con barro.


Mara lava la ropa de la familia sobre una gran pie-
dra, mientras espera. Al ver al pequeo con las manos
sucias y la camiseta hecha un asco lo recrimina, dicin-
dole:
Cmo! Otra vez con ese lodo?
Y nota que el muchacho ha modelado diminutas es-
culturas de pjaros.
Mam, es que me siento solo. Pero no es solo barro.
Mira!
Y en ese instante los pajarillos echan a volar.
Mara sonre ante la travesura de su hijo y tierna-
mente se lo lleva de la mano.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Ivn Egez
(Quito, Ecuador. 1944)

Actualmente es Director General de la Campaa Nacio-


nal Eugenio Espejo, por el Libro y la Lectura y, dirige las
revistas Captulo aparte y Rocinante. Periodista egresa-
do de la Universidad Central de Ecuador de la cual ha
sido Director del Departamento de Cultura. Ha recibo
diversos premios entre ellos: Premio Nacional de Litera-
tura Aurelio Espinosa, Fue jurado en dos ocasiones del
Premio Casa de las Amricas; y del concurso Latinoame-
ricano Andrs Bello. Experto en pedagoga de la lectura

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

y en talleres de lecto-escritura. Tiene una vasta obra li-


teraria que abarca los gneros de poesa: Calibre Cata-
pulta (1970); Loquera es lo que era (1972); Buscavida
rifamuerte, (1975); Poemar (1987); El Olvidador (1992);
Libreamor (1999); las novelas: La Linares (1975); Pjara
la memoria (1985); El poder del gran seor (1985); So-
nata para sordos (2000). Letra para salsa con final cor-
tante (2005); Imago (2008) y en cuento: El triple salto
(1981); nima pvora (cuentos, 1990); Historias leves
(cuentos, 1994); Cuentos fantsticos (cuentos, 1996);
Cuentos inocentes (cuentos, 1996); Cuentos gitanos
(cuentos, 1997); Tragedias porttiles (2005); y ensayos
con los ttulos: Diez vagaciones acerca de la lectura y
la enseanza de la literatura (2001); y La lectura, esa
ntima batalla (2007). Su obra ha sido traducida a varios
idiomas. Aparece en diversas antologas, tanto de Ecua-
dor como del extranjero.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

JINETERA

Cenicientas y moudas, las golondrinas de mar evolu-


cionan por el cielo escribiendo palabras transparentes.
Desde los cantiles o las ardientes playas las mulatas
persiguen sus giros impredecibles, dando sentido cada
quien a esa caligrafa imaginaria.
En una glorieta descascarada por los vientos salinos
est una de ellas, a su aire, esperando como todos los
martes algn turista de los que llegan en el Pndulo, ese
barquito semanal que trajina entre el archipilago y el
continente.
Los pasajeros que recalan en el muelle fiscal, han
venido a mirar la fulgurante aguada de la travesa, no
tienen, al bajar, ojos para discernir los matices del ocre
que domina el lugar: el pen del fondo, las casas de
madera sin pintar arrimadas al talud de tierra como si
estuvieran sostenindolo; la empalizada de la iglesia y,
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

casi incrustada en el altozano, la glorieta donde aguarda


ella, con su piel tostada y su cabellera pelirroja a punto
de encenderse. Sobre la tierra dura, las casas del pue-
blo. Lo dems es silencio, verde solitario.
Si alguien quisiera poner un ttulo a esa suerte de pin-
tura, al incausto podra tentar algo as: Diana en su glorieta
o, quiz, Su Altanera en la gloria. Nadie, al llegar, puede
advertirla, pues no desembarcan con la mirada altiva sino
pendientes de no extraviar el equipaje, de no mojarse los
pies al saltar del bote que los ha acercado al atracadero.
Ella, en cambio, los escudria a su antojo sin que ellos la
vean y, al cabo, escoge uno: rara vez se equivoca.
Todos los turistas se alojan en el Guilteness y hacen
sus viandas y bebidas tropicales en la acera del mismo
hotel, en el Heathen, ambos bautizados con nombres
de canciones del joven Bob Marley, para entonces ya
prncipe de la vecina Jamaica.
La cazadora, en verdad, tiene veinticinco aos, pero
la tibieza del clima, el placer que le producen las alga-
zaras de los turistas en los bares y los mimos de sus no-
vios ocasionales, han mantenido en su piel, en su risa
silvestre, en sus aspavientos y zancadas, la imprudente
lozana de las quinceaeras.
No hay cosa que provoque ms piedad y lujuria que
la inocencia tarda.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

En Marigot le da por llamarse Niza. Otras veces So-


phie. En Philipsburg es Liz o Elizabeth. Hubo una tem-
porada en que se llam Lola Montes, como la amante
de Lizt, popular en las islas por la leyenda secular de su
exilio antillano. O simplemente mulata de tal, a garota
de, mia sardinela, como a bien tengan los seores.
Ella no necesita estar pasada de copas para con-
tar los jirones de su vida; le basta hartarse de helados
para luego desatar su lengua, pues, mientras los lame
y paladea, no conoce a nadie; inocentona. Sin embar-
go, nunca fueron calcadas sus versiones: como todo ser
memorioso, cada vez improvisa su vida entre recuerdos
y sueos, entre lo que fue y lo que hubiera querido ser.
Los hombres que ella ha tenido podran reconstruir
su historia: a uno le confes que desde nia, como su
madre negra, prefera las corrientes de aire a las venta-
nas cerradas; a otro, que era hurfana de un borracho
que entonaba adagios en ladino, lengua de su abuelo
sefardita. A un muchacho de alzada triste lo invit a pa-
sear en mula bajo la luna llena; mientras l, desde el
anca acariciaba sus caderas y pechos de jineta, ella le
iba contando que era ingeniera, que a ms del ladino-
espaol en que hablaban, saba idish y, desde luego, lo
que era de rigor en aquella isla bilinge: ingls y fran-
cs. Dado el monocorde trajn del animal, el muchacho
se haba redo, no por nada sino por lo bamboleantes
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

que se le ponan los pechos a ella; a pesar de lo peque-


os y duros o quiz por eso mismo, le suban y ba-
jaban como a l la nuez en la garganta cuando tragaba
saliva y, esto, le provocaba risa; pero ella, al pensar que
se burlaba de su verborrea, se haba puesto a hacer re-
milgos, casi pucheros, de pura mimada.
No me burlo, mi bella y para no decirle mi bella
jineta ingeniera, le dijo mi bella jinetera.
(Quizs as empez a desparramarse toda una mito-
loga acerca de las jineteras: que no son zuripantas sino
ingenieras, que son traductoras, paramdicas, unas
geishas del Caribe o, simplemente, unas ondinas que
jinetean fabulosos hipocampos, unicornios azules, cor-
celitos de mar. Cuando los turistas han encontrado el
amor al paso, comentan eufemsticamente que vienen
de masajismos con ninfas, nereidas u ocenidas; o ha-
cen fisga por haberse topado en sus paseos con alguno
que otro sirnido. Los sabihondos en artes ecuestres,
dicen que vienen de cabalgar con los estribos altos, lo
que en los manuales de equitacin se llama montar a
la jineta).
Qu? haba exclamado ella sin entender lo de
bella jinetera.
Nada, nada, solo quiero decir que tienes los pechos
como dientes de leche le haba dicho el muchacho.
Jineta era?, piensa desde entonces cada vez que
se asoma a un espejo.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Los pescadores del lugar saban que lleg con su


madre en una lancha de la Armada inglesa, que el te-
niente que las dej ah por una semana jams regres
y que su madre, a la larga, muri por unos deslaves pul-
monares provocados por la pena de no comer (ms que
desnutricin o inanicin, el no comer causa una honda
pena, deja los ojos glaucos, puro codo). Desde entonces
ella viva de los turistas, de los helados o cervezas que la
invitaban, de sus arrebatos y gentilezas, de la fragilidad
que tenan tras las poses de machos, pero sobre todo,
de esa pisada lenta de los viajeros solos.
Ese martes, como tantos otros, ira al Heathen a es-
perar que el escogido bajara a tomar una cerveza para
acercrsele y tentarlo con lo que a todos prometa y a
nadie entregaba: un coral guardado en una canastilla de
rampira. Era solo el pretexto usado para iniciar la con-
versacin. Terminaba con ellos en la cama, pero tambin
de amiga, caminando por la playa, probando los bocadi-
llos que vendan los pescadores bajo toldos alumbrados
con focos amarillos de espantar moscos, llevando a sus
parejas al organillero para que la lorita les entregara car-
tas de amor, o acercndoles a una pequea dispora de
anorxicos hippies que se haban negado ir a Vietnam
y, afincados ah, ofrecan collares, anillos y pulseras de
alambre (Pero esto no es un necklace sino una serpiente
emplumada, si deja de morderse la cola me morder el
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

cuello. Es un simple alambre, te lo regalo no para que


lo luzcas sino para que camines sobre l como la virgen
sobre el demonio. Yo he odo al revs: que el demo-
nio camina sobre una, por todo el cuerpo). Qu haca
que ella no fuese como las dems; que terminara de
gua turstica, de hija protegida o de madre protectora,
a veces hasta de enfermera de sus conquistas?
Ese martes, desde la glorieta, haba escogido a un
hombre de tez triguea, macizo aunque lento en su
accionar. Vesta pantalones de mezclilla, un chaleco de
fotgrafo, zapatos tenis, gafas de profesor y sombrero
de tela. Hasta ah, casi la personificacin de cualquier
turista. Pero con sus ojos de lince, acostumbrados a dis-
cernir la presa desde lejos, ella haba reparado en un
detalle que la llev, inopinadamente, a decidirse por
l: traa, bajo el chaleco, un bulto que ella lo prefigur
como un arma cruzada en bandolera.
A diferencia de esa extinguida especie de cuenteros
de aparente desvaro, ella no sabe cmo va a terminar
la historia; esta, la de su prximo affaire, por lo cual, ha
comenzado a desvivirse para que el desenlace sea parte
del camino a seguir.

***
Cuando cree que l ya se ha registrado en el hotel, ya
ha tomado una ducha y se ha acicalado para bajar a be-
ber una cerveza en las mesas de la acera, ella enrumba

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

hacia all y se dirige al hombre que, en efecto, yace re-


pantigado en una de las sillas al aire libre. El hombre ha
retomado la lectura de unas marinas ecuatoriales, una
suerte de acuarelas poticas: El mar est ah y en apa-
riencia el horizonte tambin. Pero no hay punto que no
sea el de la tormenta o el de la gaviota donde el mar y
el cielo se junten. En rigor no les une el contacto sino la
lejana. Horizonte inalcanzable. Inercia de los ojos so-
lamente. Quimera sin fin. Sinuoso como todo, ms all
nos tienta con su guante tendido. O pelado como un
espinazo de caballo nos espeluzna, desafa o abruma.
El horizonte es el mar que no vuelve. En verdad, en un
pestaeo, l la ha divisado desde lejos, desde cuando
ella ha cruzado la plaza, meditabunda, pensando quizs
en el albur del da.
Hola, guapa la ha saludado quitndose las gafas.
Ella, curiosamente, se ha cohibido y a punto ha es-
tado de pasar de largo, sin saber por qu. Quiz porque
era l quien la escoga, quien le hablaba. Sin embargo,
ese sbito respingo de pjaro aturdido, propio de la ado-
lescencia que aparenta, acicatea al hombre para seguir
abordndola.
Qu llevas ah? le pregunta sin despegar los
ojos del canastillo de rampira.
Un coral blanco responde recitando las palabras.
Coral blanco?
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

De los pocos que existen en el mundo.


Ensamelo dice el turista y le ofrece una silla
para que se siente.
Ver y no tocar le advierte ella, mientras se sien-
ta como yoga sobre la silla, turbndolo, pero ms que
nada, encandilndolo.

***
A la noche, en la habitacin del Guilteness, casi arri-
mada a la puerta, ella empieza a deshojarse de a poco,
mientras l, tendido bocabajo hacia el pie de la cama,
con la mano en la barbilla, asomado a s mismo como a
un minarete, la contempla. Ella se descalza, se quita las
ajorcas y candongas que la adornan, se demora en za-
farse algunas greas de su cabellera, como si estuviese
tocando castauelas. El hombre piensa en las delgadas
paredes del hotel que dejan pasar el ruido del bar al
aposento, distrayndolo. Ella piensa en la pistola que l
traa al desembarcar y que hoy la tendr, seguramente,
guardada en la maleta o en uno de los cajones de las ve-
ladoras; quin sabe si bajo la almohada. Pero deja caer
las ltimas prendas. De pronto l es presa de un con-
traste inesperado: por vez primera ve una mulata dora-
da a la plancha, comestible, en plato de sbanas, pero
con un vello pbico completamente cano, albino, como las
hojas del estoraque y su fruto carnoso. Esa visin mgica,
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

lunar, lechosa, lo incorpora a la vida. Pero ella le dice


una frase parecida a cuando le ofreci el coral blanco.
Puedes acariciarme, pero nada ms.
Si prefieres, puedes venir y dormirte le espeta
orgulloso, martirizado, con falso desdn.

***
Al siguiente da, cuando l despierta, ella ya no est. La
playa ha crecido a causa de la marea baja y ella, solitaria,
ha ido a chapotear desnuda sobre las blancas y rizadas
barbas del mar, ese viejo verde de todos los tiempos.
De la veladora toma las marinas que ha estado le-
yendo: Playa, tu ardor es mo y tambin tu orilla hume-
decida por la resaca que drena corazones flechados y
nombres imposibles. Tuya es la blandura de mis desmo-
ronamientos. Mo tu corazn de vidrio. Tuyos mis cas-
tillos de arena y mis ventiscas. Ma tu desnudez donde
la sombra que protege es apenas tajo de gaviota que
pasa. Tuyas mis marejadas de optimismo y mis derribos
salmueras. Mas tus ondas en mi frente y ma tu sed.
Tuyo y mo ese reloj de arena que se escurre de las ma-
nos. Un da nos volveremos a unir: yo viajando en calcio
subterrneo hasta tu enca de tagua, hasta tu seno ca-
riado por las jaibas, t, sin tumba donde caer o ganada
por el agua que cubrir todo.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

A medioda aparece cambiada de vestido y con el


cabello recogido en una tea olmpica.
Vamos a caminar por el pueblo sugiere ella.
Hace demasiado sol dice l, mientras llama al
mozo para que les traiga cerveza y algo de picar.
Para qu viniste a la isla si ni siquiera te vas asolear?
Para escribir. Las palabras, como todos los seres,
vienen del mar y a l regresan.
Eres escritor?
No s, no creo, hago guiones para avisos publici-
tarios, a veces tambin de los otros.
Puedes decirme unas palabras bonitas, como sa-
lidas de las aguas o lavadas en ellas?
Macadamia. Liquidmbar. Rosicler, sicomoro, alhe-
a. Lapizlzuli, selene, azmbar, alcorc.
Puedes leerme algo del libro que llevas?
Los primeros seres que emergieron hacia los con-
tinentes llevaban algo mucho de agua en el seno
de sus cuerpos. As todos los humanos tenemos algo
de mar en la mirada, en los movimientos, en los actos
elementales, en la memoria sobre todo. Pero tambin
llevamos un poco de arena en el corazn, como si fura-
mos el cadver del primer ahogado.
Tienes familia pregunta ella.
Tena.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

No quieres hablar, perezoso?


No es eso, estaba recordando la maravillosa no-
che. Quisiera no hablar de nada para que no se rom-
pa el hechizo. Me encantas, tienes la piel ms tersa del
mundo. Eres una juda en color de mulata, una perdiz
olvidada en infusiones de achicoria.
Como quien dice una mandinga acota y re in-
fantilmente.
La piel es lo ms profundo que llevamos, viene de
lejos. A veces del alma.
En una revista le que el bronceado de la piel pro-
mueve el ochenta por ciento del turismo, qu tiene
que ver eso con el alma?
A distancia, cual en las playas, el abrazo amoroso es
solo con los ojos; una forma de poseer a quien ha con-
sentido en mostrarse; para ambos una compensacin a la
promiscuidad reprimida. Es que toda piel es inconmensu-
rable, es parte de una piel universal que nos espera. En tu
piel mulata se vuelve tangible el espritu del universo.
En las caricias palpamos el alma?
S, por eso no se acaricia a los muertos.
Qu fuimos anoche?
Dos galaxias que se traspasan, que se encuen-
tran en pos de sobrevivirse, dos aguas de un mismo ro

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

en busca del delta trinitario, por eso Freud estaba por


creer que, misteriosamente, en el acto amatorio parti-
cipan ms de dos personas. A pesar de todo, y a pesar
de tus prohibiciones, fui muy feliz a tu lado.
Cuando sal del cuarto dormas como un nio. Yo
tena dolor de cabeza y busqu entre tus cosas una pas-
tilla, pero encontr una pistola, por qu la traes?
Es lo mejor para la cabeza dice l, sacndose
una vez ms las gafas y mostrndole sus ojos adeptos.
Ella sonre con esa sonrisa inolvidable de quienes
todo lo hacen como si siempre fuera la primera vez.
Vamos a pasear dice l, mientras se pone las ga-
fas y deja la paga bajo el cenicero para que no se vuele
a causa del siroco.
Ay, su sonrisa vertical, piensa con palabras apro-
piadas.
Avanzan por los soportales de madera hasta llegar
a la iglesia:
Aqu tambin funciona el cine del pueblo, el local
para las reuniones, el saln de baile cuando hay boda y
la sala funeraria cuando alguien pasa a mejor vida.
l la toma de la mano mientras caminan. Luego si-
guen enlazados por la cintura. Ella para l es pequea,
sin embargo hubiera querido poner la cabeza en su
hombro y olvidarse de todo. Sabe que un da camina-
r dormida por ese pueblo donde sus gentes, aparen-
temente, no se sorprenden de verla en sus conquistas,

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

pero en el fondo viven en un sufrido disimulo, sin mirar-


la de frente. En la esquina l siente deseos de besarla,
pero ella esquiva la boca. Siguen en silencio y al cabo de
un momento, l, ensombrecido, le dice que quiere vol-
ver al hotel. Entonces ella se suelta y empieza a paya-
sear como una cachiporra delante de su comparsa. Por
fin l sonre y quiere tomarla nuevamente, pero ella ya
est prendida en el coqueteo y lo revolotea como una
mariposa inasible.
Frente al Heathen se haba instalado uno de esos
conjuntos que llevan la msica en cabizbajos baldes de
tol, donde, a esa hora de la tarde, se refleja el sangra-
do del horizonte. Delante de la orquesta baila, casi des-
nuda, una pareja de nios de aproximadamente once
aos. Los turistas, unos lascivos y otros apropiados de
una piedad kitsch, empiezan a rodearlos, van tomando
sitio en las mesas vacas, preparan sus cmaras, piden
ron y tamborilean el reggae en las mesas con sus dedos.
A poco se encienden las luces de los bares en la playa.
l tiene un momento de extravo: El mar suena en
la noche, se dice y contradice con su lengua blanca que
asoma y desaparece bajo la luna. Un grillo, uno, se ha
posado junto a la glorieta para recordarnos que su pre-
sencia es tan efmera como la nuestra. Solo el mar va
y viene para estar siempre y no morir jams. Estemos

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

aqu o estemos ausentes, l seguir alzando los hom-


bros. Pero nosotros, para bien o para mal, no seremos
los mismos.
Ahora es ella quien se acerca y lo besa, toma sus
manos velludas y se acaricia con ellas la mejilla.
No te he dejado escribir se lamenta.
Era solo una carta, un balance.
De cuentas con algn socio o alguna novia?
No seas curiosa.

***
As han pasado la semana, entre la cama, los bares y los
parasoles. Cada vez que se despiertan saben ms de sus
vidas, como si se hubieran contando cosas en el sueo.
Cada minuto que se separan es para necesitarse ms.
Llega la noche de la despedida y ella va a ofrendarle el
coral blanco. l no sabe que ese es un ritual con todo
turista con quien haya amistado la semana.
Cuando ella ha llegado de vestido alto y con un cano-
tier, que es un suave barco de frutas a manera de esas
cornucopias que dibuja un siempre sonrosado pintor
habanero, l ya no est en el Guilteness. En la carpe-
ta de informacin le dicen que l estaba esperando a
alguien, que seguramente lleg esa persona y salieron.
Ella lo aguarda en una mesa de afuera. El Pndulo est en
la baha con las luces encendidas y su sirena estentrea
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

suena en la rada anunciando su partida para el amane-


cer. No tiene las palabras pero sabe que un pndulo an-
corado es una plomada, una flecha enterrada. Ella tiene
una angustia en el pecho, sin embargo, ahora siente ese
ulular de la sirena como un fantasma que valsea, tentn-
dola, llamndola, canoro, ya no enronquecido. Cuando
est ms ensimismada, alcanza a advertir a alguien im-
previsto parado frente a ella. Vuelve en s y oye que l la
saluda. Es el timonel del Pndulo, el de siempre.
Ests sola le pregunta.
No, estoy esperando a mi fianc dice ella, presu-
mida, con un engreimiento antiguo, bblico.
En efecto, llega l con un enorme ramo de flores en
las manos.
Son para ti le ofrece con un piquito en la boca.
De dnde t has sacado eso? Aqu en el pueblo
no hay flores de venta dice ella con el mismo tono que
si hubiera dicho, dnde te has metido, malvado, que no
te he encontrado.
l le informa que ha ido con un seor que cultiva flo-
res en su propiedad. No quiere decirle que ha ido con el
panteonero a cortar rosas y nomeolvides al camposanto.

***
Ha sido una noche de amor unnime, sin promesas, sin
adioses, a sabiendas de que para cada uno ser distinta
la lucha entre la memoria y el olvido.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

l no ha tenido tiempo ni nimo para escribir su car-


ta. Sube al Pndulo y siente su balanceo, ese vaivn que
se anula a s mismo. Al zarpar borrar su venida? Ella se
queda en el trocadero. Sola. El marinero que le habl la
vspera le hace una sea con su gorra de plato. Ella no lo
ve. Tiene ojos solo para l. Para l que, al zarpar el bote,
levanta la pistola, la pone en lnea hacia donde est la fi-
gura de ella como ofrecindole un brindis, luego se rasca
la frente con el can, la agita cual si fuera un pauelo al
viento y, convaleciente de amores, la arroja al mar.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Modesto Ponce Maldonado


(Quito, 1938)
Egresado de Derecho en la Universidad Catlica del Ecua-
dor. Licenciado en Ciencias Polticas y Sociales. Narrador,
Critico e investigador. Algunos de sus primeros textos
aparecieron en la revista Letras del Ecuador de la C.C.E.
Empez a escribir mucho ms tarde, despus de un silen-
cio de treinta y cinco aos.
Entre sus obras: Tambin tus Arcillas, cuentos, 1997
y 1999. Los diarios Hoy y El Telgrafo lo consideraron entre
los diez mejores libros ecuatorianos del ao y tuvo gran
acogida. El Palacio del Diablo, novela, ganadora del Premio
Joaqun Gallegos Lara, del municipio de Quito, y declara-
da por la Fundacin QUITSA-TO, apoyada por grupos de
crticos independientes, como la mejor novela del ao.
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

La Casa del Desvn, novela escogida entre las diez fina-


listas del Premio Planeta-Casa de Amrica de ese ao.
La revista Gestin, en la edicin del 15 aniversario de su
fundacin (junio, 2009), la consider entre las quince
mejores novelas ecuatorianas de los ltimos tres lus-
tros. Los hombres sin rostro, Campaa Nacional de Lec-
tura 2012.
Actualmente tiene una novela indita titulada Los
Lenguajes de la Piel. Escribe un segundo libro de cuen-
tos y est en fase de investigacin una cuarta novela,
esta vez de carcter histrico. Es considerado un espe-
cialista en la obra de Jos Saramago.
Textos suyos sobre crtica literaria han sido publica-
dos en varias revistas y otros medios de comunicacin.

[email protected]

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

RE-IMPRESIN

Para dgar Freire Rubio

Lo encontr en una de las butacas de la sala de embar-


que. La portada entrecruza tonos de azules. En letras
gticas, amarillas, el nombre del autor y, en caracteres
ms grandes, como ttulo, otro nombre: el tuyo. Deba-
jo, en negro, la palabra novela.

(No soy buen lector, pero me informo. No tengo biblio-


teca, salvo la relativa a mi profesin, ms las ediciones
de lujo que se guardan como objetos. Olvido los libros o
los regalo. Cada novela es para m como un fin de sema-
na lejos de todo, un corto escape en soledad; un islote
selvtico en el mar, el oasis entre las dunas, un ro que
descansa en un claro despus de despearse desde la
montaa. Lo dems es la vida por lo menos la ma:
una travesa atropellada de la cual no hay liberacin).
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Anunciaron que el vuelo se retrasara. Me he queda-


do con el libro y veo que tiene 157 pginas. S que el
autor es espaol, aunque no lo he ledo. La fotografa
lo muestra de bigotes, con lentes redondos, pelo muy
corto y entradas pronunciadas en la frente. Busco un
asiento aislado.

Abro la primera pgina y miro los mismos datos que en


la portada. Es una reimpresin de 1992. Luego, el ndi-
ce: tres captulos. Volteo la hoja. Una leve resistencia
me indica que la esquina superior estuvo pegada. Con
una inexplicable inquietud miro 1 y leo:

Son las 22 horas de la noche de San Juan. Empiezan


a prenderse los fuegos e instalarse las fiestas cuando
tomo las maletas, dejo mi departamento y camino dos
cuadras hacia la avenida principal. No regreso a mirar ni
siquiera al tomar el taxi que me llevara a la estacin de
buses. A las nueve de la noche, en forma automtica, se
haba apagado el letrero:

Muebles & Antigedades. Es mi casa: dos pisos para el


negocio y en el tercero vivimos. Empec hace 35 aos,
pero ahora estoy cansado. Cansado de muchas cosas

Encargu a mi sobrina la atencin del almacn mien-


tras dure mi ausencia. En quince minutos llego a la es-

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

tacin. Me voy por un tiempo. Natalia queda a cargo


escrib en una nota que dej en el velador a mi mujer.

Me llama la atencin que t, que tienes sesenta aos, se-


gn me acabo de enterar, salgas a la noche en medio de las
fiestas, sin dejar seales de tu destino ni fecha de retorno,
llegues a la estacin y te sientes veinte minutos ante las
ventanillas, examinando una gua que habas sacado de tu
bolsillo, mientras sealas rutas y algunos lugares disper-
sos, salvo el ltimo, que est resaltado con un intenso co-
lor mostaza.

T mismo te has descrito como un hombre de 1,75 me-


tros, delgado, chiva en punta, ojos claros. Vistes ahora
un saco de pana gris, pantaln negro y camisa azul, zapa-
tos gruesos de suela de caucho. Llevas un impermeable
forrado por dentro y usas una gorra de lana con visera.
Dices en la novela que tienes muchas. Cuentas tambin
que usas corbata muy rara vez, que prefieres la ropa os-
cura y que las camisas, que te desagrada dejar abiertas,
las abotonas hasta el cuello.

El suave desgarrn de la pgina me alert y fue mi es-


tremecimiento el que te inquiet, comprendes? No me
importa que sea una reimpresin de hace veinte aos:
esta obra ha sido reeditada y traducida al cataln, al
francs, al ingls. Ustedes los humanos terminan con la
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

muerte y el olvido; los libros y nosotros no: existimos


porque somos hechos de palabras y podemos volver
cuando alguien las lea. Somos ajenos a tu mundo. No
espero a los lectores, ni te he esperado a ti. Mientras
escuchas el rumor de la sala, los avisos dados a travs
de los parlantes y las turbinas de los aviones que entran
y salen, comienzo a interesarme por ti. Nunca me ha
ocurrido. Es el desgarrn, sabes?, y porque a ti tambin
te impresion. Es el pedazo de hoja que apenas estuvo
adherida la que parece haber dicho, como cuando se
presenta a una persona: Se conocen?

Despus de la descripcin del ambiente propio de una


terminal de buses, donde he encontrado un contrapun-
to en el afn de la gente que llega o parte y tu ensimis-
mamiento y misterio, leo:

Guardo la gua, tomo mis maletas y voy hacia una de


las ventanillas. Compro un boleto en servicio de lujo.
El viaje durara hasta la madrugada y necesitar descan-
sar cmodamente. Despus de comprar el tique llam
por una reservacin y sub al bus. El hotel, de estilo suizo
o austraco, es de madera y est en la montaa. Es me-
diados de otoo y las hojas comienzan a caer. Mi butaca
es confortable: inclino el respaldo y estiro las piernas. A

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

la velocidad se suma la sensacin de desprendimiento.


Apago el reflector sobre mi cabeza. Veo a pasajeros que
leen o miran hacia afuera; a otros que conversan suave-
mente. Despus vendran las sombras y el silencio, con
las persianas cerradas y el rumor del motor y las ruedas
en movimiento. Todos los viajeros van a alguna parte o
regresan de un lugar, pero me parece que yo, a pesar de
que voy a un destino, solamente me alejo. No pienso en
el retorno. No tengo prisa: prefiero vivir la desmembra-
cin por etapas, la paulatina evacuacin final de todo lo
vivido.

Releo tus ltimas frases y detengo la lectura. Deduzco


que no huyes y que no eres un trashumante. Qu pre-
tendes? Poda haber sospechado que sera por pocos
das, hasta que busques un alivio no puedo saberlo,
como cuando leo un libro en mis ocasionales espacios de
soledad. Tampoco son tus vacaciones. Las mas son con
mi mujer, con mis tres hijos y, por cierto, no se me ocurre
llevar una novela. Tampoco me explico por qu marcaste
la gua, ni cmo no reservaste el hotel con anticipacin.

Te confieso que me ha conmovido que la narracin des-


pierte tu inters. Al comenzar a leer, t no te preguntabas
nicamente adnde voy y qu pretendo. Tu preocupa-
cin comenz a centrarse en quin y cmo soy. El des-
garrn fue un pretexto para ambos? Un clic sobre una

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

tecla que pareca no estar en el tablero? O, tal vez, me


impresion descubrir que este ejemplar estuvo olvidado
demasiado tiempo en una librera, o en la estantera de
una biblioteca, o quizs pas de una mano a otra y lo
volvieron a abandonar hasta dejarlo tirado en una sala
de embarque.

...Me despierto al amanecer mientras el bus recorre una


gran extensin de bosques. Me produce paz mirar sola-
mente rboles y nubes esparcidas. Siento la pureza del
aire, el olor a pino. Al fin nos detenemos junto al pueblo.
Descendemos muy pocos. Debemos esperar por una bu-
seta que nos llevara al hotel. No demora, pero prefiero
quedarme sentado en una banca de madera mirando
cmo llegan y parten los buses, observando a la gente, es-
perando a nadie ni a nada, sin un objetivo, pues a eso ha-
ba venido, para dejarme llevar hacia el final, para que cada
paso que doy no tenga un sentido o explicacin, salvo la
espera de algo que ya est dentro de m, definido. Algo
que no necesito resolver porque est predeterminado. No
haba desayunado. Tomo al fin la prxima buseta que me
lleva hacia el hostal por una zigzagueante carretera lastra-
da. Deba registrarme, darme un buen duchazo y afeitar-
me, cambiar mis ropas y bajar a la cafetera. Luego me
siento en una mesa situada en una esquina, frente a un
ventanal, de espaldas a la gente. El hotel est levantado
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

sobre una colina. Miro el suave descenso, los rboles, la


autopista a lo lejos. Siento la limpieza del ambiente, una
sensacin de amplitud. Me he enterado que hay un sen-
dero para caminantes que conduce al pueblo. Estoy me-
tido en una burbuja ambulante que me lleva. No pienso
qu har, ni cmo pasar el da.

Me gustara saber cmo te sientes. No podra buscar


en la Internet dnde te encuentras. Pero, qu estoy
diciendo? No tengo ninguna referencia. Adems, los es-
critores se inventan las cosas, los lugares, las ciudades...
Han llamado a abordar el avin. Me levanto y meto el
libro en el bolsillo de la chaqueta. Me espera una hora
y media de vuelo. Mi sitio est junto a la ventana. Tomo
el libro que me permitir estar solamente contigo, qu
digo?, con la novela, con el libro que lleva tu nombre.
Mientras t veas bosques, yo mirar nubes o la tierra
desde veinte mil pies.

Ahora, mientras dura el vuelo, seguirs con la lectura.


Debemos asumir que tal vez lo que est sucediendo no
sea una casualidad? Debe haber un motivo que an des-
conocemos, un algo que acaso tambin te haga falta,
igual que a m, pero t eres de carne y hueso y yo soy
de papel. Eso nos distancia mucho, pero no tanto como
pudieras suponer, creme. Es difcil explicarte lo que yo
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

mismo no entiendo bien. Tal vez los escritores lo sepan.


T no debes ser un lector asiduo, pues no traas un libro.
Qu ibas a hacer en el vuelo? Trabajar no, porque no
llevas tu laptop ni tu cartera de documentos. El libro te
haca falta y no lo sabas. Despus vino el desgarrn y
creo comenzar a comprender: fue una puerta para ti, no
para m que, como luego te enterars, trato de cerrar la
ltima.

No s qu pienses t, pero cuando leo lo hago lenta-


mente. Las palabras y las frases me sostienen, se aferran
a m como si expresasen ms de lo que dicen, como que
existe un sustrato de varios niveles que deben ser des-
cifrados. Me siento sumergido en ambientes, en seres
que actan, piensan y sienten. Ms an, por primera
vez, espero que la novela me tome y me agregue a ese
nuevo universo que voy descubriendo. Y, al verme as
incorporado, parecera que yo mismo me renuevo o me
redescubro.

Vuelvo a la lectura.

Al da siguiente, el descenso por el sendero me llev


ms de una hora. Los pinos se combinaban con otras va-
riedades, las copas de los rboles se cerraban sobre mi
cabeza y, al mecerse con el viento, producan mgicos e
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

inesperados cambios de tonalidades. En las hondona-


das, el camino era estrecho y la vegetacin me rozaba o
tena que inclinarme para pasar. Iba con una de mis gorras
y una bufanda ligera. Haca fresco. Me cruc y salud con
parejas o familias. Existan pequeas quebradas sobre las
cuales haban levantado puentes de madera. Descend a
una de ellas, sostenindome en las ramas, y el tiempo se
me fue, sentado en un viejo tronco...

He llegado al pueblo. Es pacfico y agradable, las ca-


lles son regulares y las casas bajas, levantadas con es-
tructuras de madera, y pintadas de diversos colores. Tal
vez por una tradicin o por la nostalgia de que alguna vez
fueron parte de los bosques, nadie pinta sobre la made-
ra, que se mantiene gracias a aceites. Tomo un caf so-
bre un tablero rstico que da a la acera y luego camino
por la calle principal. Respiro profundamente y suelto
el aire por la boca hasta vaciar los pulmones. La visin
de la calle, muy larga, me da la impresin de un andar
prolongado y montono. Llego a la plaza principal. Me
siento bajo uno de los centenarios rboles y nuevamen-
te me llega, con el alivio, la sensacin del espacio vaco,
del tiempo dormido, inexistente.

Tiempo suspendido. Eso es lo que buscas? Hace algu-


nos aos le a Huxley: El tiempo debe detenerse. Sera
absurdo que te preguntase si lo has ledo: solo tienes

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

una dimensin, la de tu mundo. O la tenas y comen-


zaste a romperla; cuando encargaste el manejo del al-
macn, pusiste una nota diciendo me voy y tomaste
ese taxi a la terminal? Explorar o descubrir nuevos es-
pacios es alterar el tiempo interno. Algo ms: te escri-
bieron as o t mismo forzaste al autor a que lo haga?
O tal vez ese autor se trasmiti en ti y busc lo que
l mismo no haba podido encontrar? Entiendo que esa
misma traslacin sucede con los lectores. Ni siquiera s
si sabes que te leo.

No. T no lo sabes, aunque yo estoy al tanto de tu lec-


tura, sigues pendiente de lo que hago y adonde voy, de
qu ser de m. Voy conocindote, metindome en tus
sorpresas e interrogantes. Despus de lo que acabas de
decir, creo que adems ests descubriendo los meandros
y las rutas por donde transita la literatura. Descubrirs
que el escritor no siempre sabe adnde van sus perso-
najes, que es manejado por un sistema complicado de
cuerdas internas y por los entreveros del texto; que el
lector es un escritor que jams escribi una palabra,
que lleg cuando todo estaba dicho, pero que, en cierto
modo, tambin nada se haba dicho antes de que l em-
pezase la lectura.

- 61 -
Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Vuelvo a la novela. Me detengo constantemente y, en-


tre cavilaciones y silencios, no podr terminar el libro
cuando el avin aterrice. Se desprende desde las prime-
ras pginas que nadie te espera. No tienes inters por
conocer a alguien. Al autor de la novela le interesaste
t, igual que a m, con la diferencia de que l, al con-
cluir la novela, lo supo todo, mientras yo debo seguir
para enterarme. Caminas mucho por el pueblo y, al fin,
regresas a la plaza, escoges un restaurante y te sientas
bajo un toldo para almorzar. Son las dos de la tarde. Has
comido un pollo con ensalada y luego una compota de
frutas. Bebiste una cerveza y terminas con un expreso.
Pagas, sales directamente a la parada de las busetas y
tomas una que te dejara en breve en el hotel. Ya en tu
habitacin, comienza a llover y t has abierto las corti-
nas. Te duelen las plantas de los pies, dejas los zapatos
en el piso y te echas vestido en la cama. Te has quedado
dormido. Volteo la pgina.

Comienzo entonces con 2. Me llega una sensacin de


lucha entre t y el autor. Tus memorias te asaltan, pero
son intermitentes, como si ya hubiesen sido superadas.
Aparecen como sensaciones en fragmentos, que fue-
ron un todo ya almacenado, un conjunto desposedo,
pero que subsisten por la nica razn de que la vida es

- 62 -
Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

una y el tiempo fue y ser una sola lnea que dur y


seguir extendindose. Quizs para el autor esos ago-
bios de tus recuerdos sean ms difciles de superar. l
supo o fue tentado de conocer, en forma retrospectiva,
de un pasado que no pudo trasladar a las pginas que
escribi hace muchos aos y que ahora son exclusiva-
mente para m. Tanto el autor como yo tendremos que
resignar tu pasado. Es, adems, ilustrativo para el lec-
tor algo inexperto que no ha descubierto que se escribe
tambin sin escribir, que los silencios hablan, que las
novelas se hacen con lo que se calla. Poco dijo y mu-
cho dijo este autor, por ejemplo, al comenzar al segundo
captulo. De modo que me enter de que despus de
haber dormido, descansaste y bajaste a comer: pediste
un plato sencillo con una botella de agua y luego bebis-
te un coac. Habas llevado al comedor tu computador
porttil y abriste los mapas de la zona. Tus ojos se dirigan
hacia el sur pero tus miradas recorran, acercndose, luga-
res apenas visibles, nombres pequeos que deban ser
agrandados con un clic, detalles geogrficos relaciona-
dos con las cadenas montaosas ya supe que te agra-
dan los riachuelos y ahora intuyo que eres amigo de los
manantiales. No investigas. Tampoco buscas. Ni dudas.
Juegas con lo sabido, con lo que te espera. Ya no sueas,
porque es posible que seas dueo de tus sueos, como
si no necesitases esperar porque ya lo tienes todo. Y as,
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

en dos pginas, sin nada que contar y contndolo todo


por la forma que tienes de acompaar a la lluvia que
ha vuelto, de detenerte ante los rboles bien podados
que rodean al hostal, de recorrer los senderos de pie-
dra menuda que han sido trazados entre los jardines,
o de sentarse junto a la fuente de piedra que lanza un
manojo de chorros, o de mantenerse en la cama medio
sentado, con los ojos cerrados y los brazos detrs de
la cabeza, sin revelar uno solo de tus pensamientos o
emociones, el autor ha dejado que se pasen tres das.
Tus primeros tres das.

A la maana siguiente, muy temprano, tom un bus de


dos pisos y me sent arriba en uno de los primeros asien-
tos. Me senta llamado, casi absorbido, no por las intermi-
nables pistas de cemento y el rutinario pasar de postes
y cercas que parece que nos disparan hacia adelante,
sino por ese algo que busqu, antes sin saberlo, y que
hoy est cada vez ms cerca. Los bosques quedaron
atrs y el transporte recorre, entre formaciones de ro-
cas rojas, una zona desrtica con espordicos grupos de
matorrales secos. Veo a lo lejos, en una depresin, un
poblado gris con algo de verdor que aprovecha la poca
humedad que se filtra bajo la superficie arenisca. El tra-
yecto por el desierto es largo y cansado y, si no fuese

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

por las estructuras rocosas que obligaron a rodearlas, la


autopista se vera como un conjunto de franjas infinitas
que se unen donde la vista se pierde.

Voy sin afanes. Quiero seguir despojndome. solo


dejarme. Nada ms que dejarme. He comprado una
cerveza y, mientras la tomo a sorbos, cierro los ojos.
Debemos haber descendido seiscientos metros desde
las serranas hacia el paisaje rido, seco y caluroso. A lo
lejos, el resplandor produce espejismos, y los vientos,
remolinos de polvo....

Anuncian que nos aproximamos a aterrizar. Dejo de leer


y yo tambin cierro los ojos. Voy a una reunin de tra-
bajo: soy constructor y debemos discutir un proyecto.
Estar de vuelta maana a medioda. Tratar de esca-
parme a la noche para terminar el libro. No s adnde
te diriges ni en qu lugar te bajars. Te dormiste en el
bus y suspendiste la narracin, bueno, el autor lo hizo.

Mientras permaneces a mi lado, pasando una tras otra


las pginas, o cuando eres interrumpido y debes vencer
tu impaciencia por saber qu suceder, he comenza-
do a pensar ms en ti. Qu sucede en el alma de este
personaje?, ha sido tu pregunta; y esa pregunta te ha
obligado a una lectura morosa, indagatoria. Esa misma
- 65 -
Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

pregunta te la estoy revirtiendo. S que nunca podr ha-


certe llegar mis pensamientos, como a m me llegan los
tuyos, acaso porque soy fruto de la imaginacin, una
persona humana irreal. T eres real. No eres una repre-
sentacin. Vienes de un espermatozoide y de un vulo.
Yo no s de dnde vengo. El autor debe saberlo, pero no
se molest en mencionar a mis padres. Qu tontera!
No los tuve. Es un motivo ms que imposibilita nues-
tra comunicacin. Nos iguala la calidad de humanos,
nuestra esencia, pero tenemos formas y revestimientos
distintos. Fjate t, un comerciante de muebles y an-
tigedades puesto a filosofar ante un ingeniero! Como
si no fuese suficiente el asunto de la pgina pegada en
una esquina, el desgarrn y toda esta extraeza que nos
sucede.

Llegu tarde y con hambre. Yo tambin estoy en un hotel.


En un hotel de muchos pisos, en una ciudad grande. Estoy
fatigado y me ducho con agua muy caliente. Voy luego a
la cafetera, he subido al altillo y me he sentado en una
esquina a leer, de espaldas a la gente, como t en el hostal.

El cruce del desierto ha durado dos horas dices t


en la novela y en un cruce el bus hace un viraje a la
izquierda. A ltima hora decid alterar el itinerario y cam-
bi de transporte: ir un da a la playa y mirar el mar, no
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

s por qu. Es plano para m. Terso en exceso para la vida


que encierra, para lo que esconde en sus abismos como
seguro origen de todo lo que vive. Diferente a la tierra
que solamente guarda materia inerte en sus profundida-
des

...Paseo por la arena, con lentes oscuros y un sombre-


ro playero que compr a un vendedor, la cabeza baja,
pateando piedrecillas y pedazos de conchas, sin mirar
a nadie. Pienso que sobre la superficie del mar no hay
nada. Sobre la de la tierra est todo.

Sabes algo, querido lector? Mi ltimo desgarrn fue
cuando escrib me voy. Presiento que tu primer des-
garrn soy yo. El de la esquina de la pgina fue una
simple contingencia o un smbolo. Estamos cansados de
nuestro propio olvido, con la primera hoja pegada, se-
cuestrados en una estantera, en un sitio, o cansados de
haber pasado de una mano a otra, de haber conocido
demasiada gente, sin que nadie nos indague que es
una de las maneras ms frecuentes de no saber de uno
mismo. No nos dejaron en una butaca de una sala de
espera: nos dejaron en todas partes y no estuvimos en
ninguna. No siempre suceden grandes cosas para abrir
esa puerta clausurada; a veces basta un pretexto, su

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

soplo, la seal inadvertida que provoca que la ltima


resistencia se quiebre.

Despus de la playa fuiste a una cabaa con una gran


chimenea, junto a un lago. Despus a una ciudad gran-
de situada a cuatrocientos kilmetros de tu casa, donde
buscaste una casona de hace cien aos, de tres pisos, to-
talmente rehabilitada, con corredores que dan a patios
interiores. No hiciste relacin alguna ni hablaste con nadie
en ninguno de los sitios. Estas dilaciones contagiadas
por el autor al personaje y a este lector circunstancial no
eran solamente etapas obligadas de un viaje largo: se ase-
mejan a las contracciones que, luego de las arremetidas
que inducen al clmax aunque no se asemejen, tie-
nen el mismo sentido que las breves retiradas, cuando
se busca la prolongacin del placer, la locura del xtasis
cercano, la demora imposible ante la certeza del desma-
yo que viene y el sueo anticipado del siguiente embate
o, quizs, por qu no?, debe ocurrir as, aunque no hay
quien haya vuelto para contarlo, en el ltimo espasmo
ante la definitiva enajenacin en el postrer abrazo con
la muerte.

Compruebo que 3 es muy corto. Comienza as:

Antes de salir de la ciudad, retir de la agencia el 4x4


que haba adquirido, busqu la mejor ruta de salida en

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

la computadora del vehculo, hice treinta kilmetros de


autopista y luego vir a la derecha. La vspera haba an-
ticipado al encargado que llegara al da siguiente. Se
llama Manuel y ha vivido desde hace aos con su fami-
lia en la finca, que no es muy extensa, cultivando la tierra.
Por un camino empedrado, en veinte minutos estara
en El Retiro, que as siempre se llam la estancia. La co-
noc y negoci por Internet, y a sus anteriores dueos
los vi una sola vez. La negociacin inclua todos los mue-
bles. Nunca estuve con Manuel. Pienso compartir con
l, como si fuese socio, las ganancias que deje la propie-
dad. La casa, hecha de troncos de rboles y de tejas de
arcilla ya renegrida, est al pie de un pen y rodeada
de rboles. Sobresale una chimenea de piedras. Frente
a la entrada, par el coche.

Se manifest, por primera vez, todo tu silencio y en


oleadas me llega todo lo que sientes adentro. Deseara
estar a tu lado.

Gracias por entender. Quisiera tenerte aqu, que me


acompaes. Por qu, me pregunto, esa necesidad re-
pentina de compartir?

Manuel se ha acercado al verme llegar y me ha salu-


dado. Est acompaado de su familia. Lo he tomado de
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

la mano y de los hombres. He saludado a su mujer y sus


hijos. Me alegro de estar aqu. No se preocupen que
todo ir bien. Vi una sonrisa en sus labios y el temor
inicial desapareci. Quiere conocer la casa? Todo est
en orden, seor, dice Manuel.

Midiendo la casa paso, mirando cada cosa, pasando tus


dedos por sillones, mesas, aparadores, vajillas y camas,
recorres lentamente la casa. Tomas posesin de ella, la
metes dentro de ti para hacerla tuya. Despus, sern
tus olores, tu forma de caminar, el eco de tus palabras
los que se impregnen poco a poco en el ambiente. Ma-
nuel y su mujer te siguen de cerca en silencio.

Parece que no falta nada, como si viniera con frecuen-


cia y me quedara por semanas, mientras esta vivienda
ha permanecido a la expectativa de mi llegada.

No dice la novela cules sern tus planes futuros. Me
imagino que saldrs continuamente en largos viajes por
tierra, que irs a los llanos, a las selva He llegado a
conocerte y puedo adivinarte.

Algo as Tengo muchas cosas que hacer, pero como


este libro que tienes en tus manos no lo contar, no po-
drs enterarte.
- 70 -
Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Mientras regresaba en el avin, constantemente toma-


ba el libro del bolsillo de la chaqueta y recorra sus pgi-
nas. Qu ser de ti?

Ya en casa, he ido a mi estudio y he colocado tu no-


vela en una de las estanteras. S que vendrn muchas
otras, que las guardar todas y que sus lecturas no se
acabarn nunca. As encontrar otro mundo para m y
la existencia dejar de ser una travesa atropellada. Sa-
ba, aunque no me delat ante mi mujer, que esa noche
haramos el amor intensamente. No te olvidar.

No dejo de pensar en ltimo prrafo de la novela:

Sentado, escucho los grillos y los sonidos de la noche.


No hay jardines afuera y faltan flores en casa, no hay
pasos con un ritmo conocido que se muevan sobre los
tablones del piso o suban las escaleras. He demorado ir
a la cama. No haba pensado que poda necesitar una
mujer en mi nueva vida.

Qu piensas t?

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Vicente Cabrera Funes


(Ecuador, 1944)
Actualmente ensea Cine y Novela Hispnicos en la Uni-
versidad de Minnesota. Estudi en la Universidad Cat-
lica de Quito, Ecuador, y ms tarde, en la Universidad
de Massachusetts. Amherst le otorga el ttulo de Doctor
en Poesa (la poesa espaola del 27, Lorca, Aleixandre,
Salinas y Guilln, Morris).
Su obra periodstica ha aparecido en revistas y pe-
ridicos diversos: Riobamba, Prensa de Minnesota y
Mundo Dinners entre otros, con ttulos como: La voz
de Michoacn, El telgrafo de Guayaquil, El especta-
dor de Riobamba, La razn de Guayaquil, Los Andes,
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Lazos Hispanos, El Hoy, Ojo en la Hoja. De su que-


hacer literario figuran las novelas: La noche del t y el
gabn (1984); La sombra del espa (2001). El hortelano
de Ulba (2002), con una segunda edicin en 2003; Los
malditos amantes de Carolina (2006); Dnde ms si no
en el Paraso (2008). El suicidio de los inocentes (2013);
Nosotras; esta ltima de prxima aparicin en 2014.

[email protected]

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

SIMPLEMENTE, CORNELIA

Llegaba antes de la medianoche, deambulaba en la co-


cina haciendo de las suyas. Mientras la duea de casa
dorma o conversaba consigo en triple y cuatro voces.
Cornelia se le llama por orden de la duea quien
dispuso: Te llamas Cornelia, simplemente Cornelia, de
donde vengas, a lo que vengas y te acomodes en mi
vida; para todos hay el pan de la vida, comparto contigo
y ya. La escuch una de las noches que pasaba al higi-
nico. Ntida voz. Como si hablara con alguien.
Su hermano, de Filomena, vino del norte a pasar
unos meses de vacaciones, ni a l ni a la amiga que lo
acompa les convena la presencia de semejante in-
truso.
No saben, de hecho, definir si es una Cornelia o un
Cornelio, tiene el pecho albino, las manos negras como

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

el lomo y el hocico; llega y saborea de todo, con tanto


desparpajo que Carlos Alberto y Domitila se afanaron
por dejar la carne untada en diez ochenta.
No pueden aceptar su presencia. No, claro que no.
Como tampoco ella, Filomena, podra imaginar que a su
compaa algo malo le pudiera pasar. Est en su casa.
Y quines son estos sujetos para cortar la vida de
Cornelia, que viene a visitar a la hermana y a comer lo
que tiene a bien con ella compartir? La deja en un plati-
co azul floreado, dedicado en especfico para la sombra
nocturna, que horadando la noche entra en escena por
los tubos de los desages.
Y ahora qu han hecho? Pues ese Carlos Alberto y
esa Domitila han bloqueado las entradas, y, para colmo,
barrido, con la ayuda de peones, la cocina; de modo
que no quede una sola mcula que pueda comprome-
ter la higiene de la casa, de la cocina. Y que se vaya a
la mierda la tal pendeja Cornelia, cuya mera presencia
asusta y abochorna. La correteada y los ruidos de los
platos, donde la Cornelia desesperada no encuentra su
diaria racin, les espeluznan. Les irisan los nervios y es-
calofran la sangre.
Y quines son estos intrusos que llegaron a suspen-
der la unin con la duea del aposento; para ella, para
la Cornelia, la Filomena era duea nica de la mansin
donde su vida era un paraso; y ahora venir estos pen-
dejos a joder nuestra concordia. No, no, piensa, o se su-
pone que pensara, la Cornelia, que se busca la vida, y
- 75 -
Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

su compaa; porque eso s que la seorita Filomena


sabe que la alimenta, por eso de que deja la comidita
(trocitos de carne adobada, queso mozzarella, pasteli-
tos y hasta una que otra bolita de cebo almibarado) y
se va para el siguiente da; y sonre viendo que ha ido
el alimento al estmago de alguna vida; como, supo-
ne, sentira San Martn de Porras o Porres, ese peruano
condenado a adorar a Dios y alimentar ratoncillos ino-
centes y sencillos: para todos viene el sol, para todos el
rbol que da sombra.
La Cornelia desapareci esa noche y el resto de las
noches, y la Filomena ha pedido que por favor desocu-
pen la casa, que su compaa no era la que ella quera,
sino la otra, a la que iba a abrir todas las avenidas para
su regreso.
Pero no vino ni ella ni sus parientes.
Mientras tanto, los del complejo solicitaron a las au-
toridades que se d fin a la respectiva comitiva de ra-
tas que llegaban a diario a los mltiples apartamentos;
y hasta hubo una que subi por el hueco del water, a
ver si encontraba seres que supieran dar la bienvenida
como la del D1.
Pero all qued paralizada de un garrotazo con la
sangre en el agua del higinico, que qued como cam-
po de batalla. Y nunca ms quiso la duea, Sofa Am-
puedo del Salto, hacer de nuevo all la necesidad a la
que estaba adherida por su mal crnico. Y enloqueci

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

de terror y se hizo enemiga de la del D1, doa Filomena


Hinojosa, que ha reincidido en alimentar a las Cornelias
que hubiera.
Hasta que vinieron y la sedaron con un par de inyec-
ciones; y la internaron en el Instituto del Seor del Gran
Poder, una clnica para el tratamiento de la mente, una
de las tantas que han florecido en la capital ecuatoriana.
Por su parte, don Carlos Alberto y la amante, Domi-
tila, han ido dejando el cuarto vaco, la cama tendida de
la hermana, pulcra la cocina y sin un solo aire de vida.
Porque la joven Filomena no ha vuelto. Se ha roto las
muecas por el dolor del encierro.
Y cmo extraaba la vida libre de su casita!, expli-
c la monja, Celestina, del Instituto.
Gracias hermano y gracias puta, dej la nota Filo-
mena en el estante de su celda, cuarto de auxilio, D8.

- 77 -
Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

LA NAVAJA

Cogi el peridico de la mesa, alis el cabello, revis


la navaja en su estuche de interior color perla, atercio-
pelado, y recuerdo de la madre, que en paz descanse;
sali por el zagun; la corbata la tena bien ubicada en
el cuello de la camisa azul, y el traje color oscuro, de
casimir, recuerdo de su padre; lo trajo de los Estados
Unidos, la vez que fue a visitar al otro hijo.
Era cuestin de obra pa, era asunto de acabar con
la basura de la calle; haba visto esa figura informe en
el carromato frente a la antigua universidad, juntito al
atrio de la catedral. No tena ms que trapos encima, y
los lentes oscuros impedan fijarse en el color y forma
de los ojos, pero deba tratarse de una persona invidente,
el trmino viene de la pancarta que alguien ubic en el
cerco de la cama que haban instalado en el carromato.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

No justificaba su presencia en esa zona donde tanto


turista se acerca con las cmaras para tomar recuerdos,
imgenes del palacio presidencial, del arzobispado y de
la misma iglesia, de la que se jactaban quienes la re-
gentaban de pertenecer a los siglos dieciocho y die-
cinueve; tanto duraron en hacer estas moles, como si
la gente viviera siglos para ver la construccin y el final.
Pas por la joyera de su amigo Hinojosa, donde le
arregl el prendedor de la corbata que perteneca a su
padre, y que por ms cierto le sirvi al viejo para dar-
le como prenda de su palabra y fe de amor hacia esa
mujer que ms tarde sera la madre de este seor que
avanza por la calle del correo a su objetivo.
Una tarde de agosto, vio cmo la joven se asust al
regresar a ver al monstruo y culebra que moraba ese
carromato, y del cual sala un olor a podrido y pus viva;
pero solo vio las gafas negras.
De qu se asusta seorita?
That thing exclam la jovencita con ganas de
llorar y volar de ese lugar.
Bien, seorita, es asunto de arreglar lo que no
luce bien, de limpiar la mugre y despachar el desperdi-
cio. Usted no vio que algo semejante haba de encon-
trar hace un par de aos en la entrada de la iglesia de
San Francisco.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

La joven se march con el pap o como padre que la


acompaaba; este la increp:
No te asustes, aprende a ver la soledad y la muer-
te y lo que no es made in usa.
El otro, el caballero de la corbata azul y el prendedor
insisti:
Y saber que se est quedando sin un iluminado
ser que busque alegrar al visitante y limpiar la mugre y
la lacra, de tanto hijueputa. Lo dijo comindose la
palabra, a la vez que vea un cerdo asado con el hocico
abierto y una piedra en medio.
Una piedra que sera lo ltimo que tuviera en su
hocico, antes o despus de que le cayera el cuchillo en
pleno corazn, pens el ilustre siervo y devoto del Co-
razn de Jess y de la Sagrada Eucarista, la misma que
est expuesta al pblico devoto en la catedral.
Pas por El madrileo, donde acostumbra a beber
su caf de la tarde, los lunes y los viernes, no ms das
para ese lugar, hay otros que frecuenta para dar varie-
dad a su vida de jubilado del ejrcito.
Si voy con una pistola silenciada, pens, y se dio
respuesta, te pueden ver y localizar por el humo y la
candela, y eso no has de querer, adems te has de dar
cuenta que lo que buscas es no acabar del todo sino
hacer que sufra y se retire, si se les consume del todo,
como al de la iglesia de San Pacho no vale, se va l y
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

vuelve otro, que quede l mismo pero herido y que los


otros que quieran seguirle las pisadas que se atengan a
las consecuencias. Y no me vengan que es locura acabar
con la miseria de este modo. A ver si me vienen con otra
medida ms justa y efectiva, a ver.
Cruza el parque de los ancianos y los delirios de la
edad, piensa, y algunos conocidos a la distancia le ha-
cen reverencia. Saben que se encamina a la salutacin
de la hostia.
Y si grita adolorido y la polica me coge y me indaga,
dir que se equivocan. Porque mis guantes cuidarn de
que no queden huellas, ni un solo rastro, caracho. No, cla-
ro que no, y no va a dar paso atrs, eso sera ir contra su
corriente de aos como militar y del cuerpo de infantera,
en el Oro, para que lo sepan, y si no, que vean mis meda-
llas, aposentadas en hilera sobre el velador y en la mesa de
la despensa.
La hostia suntuosa relumbra en su color albo, en me-
dio del oro de la custodia, labrado oro de aos de man-
tenerse a la sombra de los armarios eclesisticos, del pa-
dre Isidro Carranza, del padre y reverendo Rogelio Icaza,
y por cierto, de Venustiano de la Salutacin Falcon. Su
casi hermano de la misma provincia del Carchi.
En el relojero mantiene su reloj. Consulta la hora, las
tres y media, ya no ms salen del trabajo, hay que pausar-
se, dice. Se santigua como quien se va con la bendicin a
la faena para la que haba salido esta tarde de Carnaval.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

A l no le concierne el agua de los salvajes. Que echen a


los suyos como ellos. l no teme, y menos que lo cojan
in fraganti.
Al salir de la iglesia se dirige al cometido. El carro-
mato no est, es que le han hecho una jugada; cmo
puede haber desparecido, haber ido a otro sitio de la
ciudad precisamente ahora que iba a poner punto final
a esa sarta de mentiras y de mendicidad. Desde que la
seorita se asust de uno de nuestros hermanos, mejor
que se vaya, aunque no es del todo, ese dilapidado ser,
mi hermano? Por dnde?, por el Seor, carajo, se re-
piti.
Baj la calle hasta el parque; haba una nia llevan-
do el carromato del invlido o de lo que fuese ese in-
dividuo que no poda sino yacer, y ni mover un ojo, no
lo vea por el maldito aparato de las gafas ahumadas.
Y los trapos que lo hundan en su miseria y podredum-
bre, quin le puede limpiar al desgraciado, y pens: a
m quin me limpiar cuando me muera, peor, o como
este invlido, no por nada sino por los aos, sabes que
te vers invlido y arrojado por el mundo cuando ya no
puedas servirte de nada y nada te sirva ya, porque los
aos te han arrojado el ltimo hueso de la soledad y
el abandono y el olvido; a este si quiera hay una nia
hermosa que lo ha llevado a que refresque los labios y
el gusto con un helado, de cono, del que con una cucha-
rita le lleva el contenido, muy poco a poco a los labios,

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

o como labios del individuo o rata viva y escondida, que


asust a esa rubia.
Es mi padre dijo la nia, que no llegaba a los
ocho aos, y que como no tena clases ese da por el
Carnaval vino a llevar a su padre, que antes de salir de
la zona quera una gotita de helado de paila, de mora.
S seor, de mora, dile dijo el hombre hundido
detrs de las gafas que parecan la noche.
Sac un par de monedas, y se march abriendo el
peridico luego de palpar el bolsillo interior de la leva.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Jorge Dvila Vzquez


(Cuenca, 1947)

Doctor en Filologa por la Universidad de Cuenca. Narra-


dor, poeta, dramaturgo, catedrtico universitario, crtico
literario y de arte. Entre sus principales obras: Mara Joa-
quina en la vida y en la muerte (novela) y Este mundo es
el camino (cuentos, Premio Aurelio Espinosa Plit 1976
y 1980); Los tiempos del olvido (cuentos, premio CCE,
1977); Con gusto a muerte y Espejo Roto (teatro, premio
CCE, 1990); De rumores y sombras (novelas cortas, 1991);

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Cuentos breves y fantsticos y Acerca de los ngeles (1995);


Csar Dvila Andrade, combate potico y suicidio (ensayo,
1998); La vida secreta (novela breve) y Memoria de la poe-
sa (lrica, 1999); Piripipao (novela breve, 2000, reeditada en
2013); Historias para volar, (segunda edicin, 2012); En-
traables, Libro de los sueos (Premio Joaqun Gallegos
Lara) y Arte de la brevedad, (cuentos, 2001); Ro de la
memoria (poesa, 2004 y 2005); Minimalia, cien histo-
rias cortas (2005) y. rbol areo (lrica, segunda edicin,
2013); Temblor de la palabra (antologa de lrica, 2009);
Diccionario Inocente (poesa infantil, 2009); Sinfona de
la ciudad amada (libro-poema, 1.Ed. 2010; 2 2012); La
oveja distinta y otros cuentos (Premio Csar Dvila Andra-
de, Minist. Cultura, 2010); Danza de fantasmas (narracio-
nes, 2011); El sueo y la lluvia (novela, 2011); La diminuta
voz (poesa para nios, 2012); Jardn Nocturno (poesa,
2012); Ourense, Espaa. Textos suyos han sido traducidos
a varios idiomas, Actualmente colabora en El Mercurio de
Cuenca y Diario Hoy de Quito.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

DE UNA ROSA

Recuerdo que aquel ao pasbamos vacaciones en la


Costa. El mar bata la playa, all, cerca de las cabaas
que la seora Meyer haba construido para arrendarlas
a las plidas familias de la Sierra que venan en pos de
un poco de sol, y que se encontraban con el fro glacial
de agosto y septiembre, con uno que otro da soleado
y semanas de un tiempo de perros, como deca pap,
lleno de niebla, viento y hasta de una llovizna finita que
nos pona a todos de mal humor.
Por la noche, nos reunamos, a veces, en la gran sala
de la seora Meyer. Alguien tocaba el piano. Unos gru-
pos de huspedes jugaban cartas. Las seoras mayores
tejan y conversaban sobre las vacaciones de otra po-
ca, y se rean al evocar a sus madres, tas y abuelas, cu-
biertas por amplios sombreros, que venan de Europa o
de Estados Unidos, y protegidas, por densos velos, del
sol, del viento, de las miradas impertinentes; de todo.
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Cuando alguna se meta al mar comentaba una


voz, era todo un espectculo, con su largo camisn
que se pegaba al cuerpo y volva an ms insinuante su
figura; que recordaba ciertas estatuas de la antigedad
a las que se conoca como de las tnicas mojadas.
Pero ahora la cosa es de un descaro total se
quejaba otra voz, para qu ponerse esas prendas
mnimas, que muestran ms que ocultan?
La juventud es as afirmaba una tercera, no
tiene mucha cabeza. Pero no hay que olvidarse de que
todas fuimos jvenes.
S, pero no andbamos por ah, semidesnudas, en
medio del fro.
Nuestras madres no lo hubieran permitido re-
mataba una cuarta.
No, por supuesto que no decan todas a coro.
Una noche vinieron a visitar a la seora Meyer, un
pianista y una cantante, que luego de un concierto en el
casino de la autoridad portuaria, decidieron quedarse
unos das en un pequeo hotel de la playa.
l era un hombre menudito, dueo de unas largas
manos que volaban sobre las teclas del piano y que ex-
traan del viejo instrumento de la duea de casa, insos-
pechadas melodas.
Ella, gorda, expresiva, hermosa en su juventud, po-
sea una voz que emocionaba a los mayores y causaba
risa a casi todos los ms jvenes.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Y digo casi, porque nuestra prima Mireya, que acaba-


ba de divorciarse, a sus diecinueve aos, y que vino a pa-
sar cerca de nosotros una temporada de frialdad playera,
en busca de cura para su desgarrado corazn como
dijera alguna de las ancianas del grupo vacacionante,
nos convenci a dos o tres de los menos bullangueros,
que escuchsemos a la seora Boursellier, porque no
tendramos muchas oportunidades parecidas. Nos ha-
bl de su celebridad, de sus conciertos y sus discos, con
admirable conocimiento, y seducidos por la conviccin
con que deca las cosas, nos quedamos a orla, mientras
los rebeldes salan a pasear en la orilla, a la luz de la luna;
y los fatigados por el juego diurno y las caminatas iban
en pos de sus literas en las diversas cabaas.
Madame Boursellier cant una serie de piezas que
nos llamaron la atencin por los sonidos tan extraos
que salan de su garganta, ms que por otras cualida-
des, pues de msicos no tenamos nada.
Luego de seis o siete canciones, ella dijo en un espa-
ol psimo, que no quera terminar sin ofrecernos algu-
nas piezas de las Noches de esto de Berlioz, ciclo que,
como todos saban nosotros no, cuchiche el primo
Anselmo, se basaba en poemas de Gautier. Y ese,
quin es, volvi a comentar el muchacho, y fue si-
lenciosamente reprendido por el gesto y la mirada de
Mireya.
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Pese a que no nos convenca mucho la cantante, las


tres obras que interpret nos gustaron, sobre todo la
ltima.
Es El Espectro de la rosa dijo la seora Meyer,
con aire de gran conocedora. Una hermosa cancin!
y, en medio de aplausos, entreg a la artista un ramo
de menudas rosas, que tom de un jarrn que estaba
sobre el piano.
Y qu bella letra! observ Mireya.
La ha entendido usted? pregunt la cantante.
Algo, pero mi profesor de francs nos haca reci-
tar esta historia de una muchacha que vuelve del baile
y a la que se le aparece el espectro de la rosa.
Je suis le spectre dune rose, que tu portais hier au
bal recit la seora Meyer. Se hizo un breve silencio.
Todas las rosas tienen un espectro afirm Mireya.
Usted cree? interrog la cantante.
Por supuesto asegur nuestra prima, con esa
pasin suya por las cosas de arte.
Hubo reacciones de todo tipo, desde las risitas juve-
niles, hasta los susurros escpticos de las seoras ma-
yores.
Todo eso es poesa concluy la seora Meyer,
nada ms que poesa.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Luego, la conversacin deriv hacia la imposibilidad


de traducir literalmente y con ritmo la frase que tu por-
tais hier au bal.
Que t llevabas ayer en el baile, suena feo, sin
meloda y se dieron, entre todos, a proponer varias
opciones, pero ninguna pareci convencerles.
Finalmente, la seora Meyer record que se haba
creado un ballet para el gran Nijinsky (Y quin diablos
es el gran Nijinsky?, pregunt Anselmo entre dientes.
En su tiempo el ms grande bailarn del mundo, repu-
so, en voz baja, pero solemne, la joven divorciada, como
algunas seoras mayores llamaban a nuestra prima).
Se mantiene el tema, pero con otra msica ob-
serv el pianista, que no haba abierto la boca en toda
la noche.
Una lstima se quej la seora Meyer.
Perdneme querida, yo s que usted conoce
mucho de msica afirm el pianista, en un espaol
perfecto, pese a ciertos guturalismos, y los mayores se
miraron entre ellos, como diciendo: Ves, yo te haba
dicho que esta mujer no era, simplemente, la duea de
un alojamiento playero; pero crame, nuestro gran
Berlioz no est hecho para las piruetas de la danza, se
necesitaba algo ms dinmico, ms gil, ms bailable.
Digamos, von Weber (hasta que nos sali otro de nom-
brecito raro, coment Anselmo, pero ya Mireya estaba
cansada de las correcciones).

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

De acuerdo acept la seora Meyer, pero


cada vez que he visto El espectro, pienso en Berlioz.
Lo ha visto aqu, en este pas? pregunt con
cierta incredulidad la cantante.
No, no, por supuesto que no. Pero parece que Ana
Pavlova (Y esta Anita, interrog Anselmo. Era una bai-
larina extraordinaria, susurr, secamente, la prima), de
gira, ciertamente, de paso, lo interpret unos aos antes
de llegar nosotros.
La Pavlova?
S, ella estuvo ac.
Mon Dieu! exclam la cantante.
S, querida, usted no es la primera gran artista que
pisa este pas haba algo en la voz de la seora Meyer
que haca pensar en una cierta sorna.
Bueno, ustedes me perdonarn, pero debo reti-
rarme se excus Mireya, y comenz a despedirse.
Debe ir muy lejos? se inquiet la cantante.
Oh, no sonri Mireya, estoy en la tercera ca-
baa, de aqu unos cuarenta metros y reinici las des-
pedidas.
Para usted dijo afectuosamente la soprano, y le
entreg una pequea rosa. Espero que tenga un es-
pectro que la acompae.
Seguro que s, madame agradeci la joven di-
vorciada, con una ligera venia. Sali y la vimos alejarse.
- 91 -
Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Una muchacha encantadora observ el pianis-


ta. Pero ya no est sola.
No dijimos todos a coro.
De pronto, como salida de la nada, una figura casi in-
material caminaba dialogando amistosamente con ella.
Se dira que es le spectre d une rose susurr
la cantante.
Y nadie aadi una palabra ms.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Aminta Buenao Rugel


(Santa Luca, Guayas, 1958)
Actualmente es Embajadora del Ecuador en Espaa.
Maestra universitaria, comunicadora social y asam-
blesta nacional. Particip en la redaccin de la Consti-
tucin del Ecuador del ao 2008. Su vida se desarrolla
entre el activismo social y la literatura. Ha publicado
los libros de cuentos: La mansin de los sueos, La otra
piel, Mujeres divinas y Virgen de medianoche. En pe-
riodismo literario ha publicado: El discreto encanto de
lo cotidiano y Declaracin de amor a Guayaquil. Sus
relatos han sido traducidos al italiano, ingls y francs.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Figura en antologas ecuatorianas y extranjeras. Gan


el I Premio Internacional de Cuentos Jauja de Valladolid
con Mamaisaura en 1979 y en el mismo ao obtuvo el
segundo lugar en el Concurso Ciudad de San Sebastin,
Espaa. En Ecuador ha merecido el Premio Nacional de
Cuento Diario El Tiempo (1978) y el segundo lugar del
Premio Nacional Diario El Universo (1992). Su novela Si
t mueres primero qued finalista en el Concurso Inter-
nacional de Novela Ciudad de Badajoz, Espaa (2009).

[email protected]

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

LA GATA

A Ulbita Reyes F.

Ella haba cumplido sus aos, nunca jams los deca y se


haba propuesto no envejecer. Pero en realidad lo que
ms tena miedo era a morir, pero tampoco lo deca.
Andaba por su enorme casa con la farmacia entera
acuestas. Muy de maana tomaba la vitamina C contra
la gripe, la E contra la vejez, la omega tres contra la arte-
riosclerosis, la licetina de soya para el cerebro, las flores
de Bach para los nervios, el calcio para los huesos, el
fiotn para la memoria, el ginsen para la fuerza, la salvia
para la feminidad, los antioxidantes para combatir los
radicales libres, y, por si acaso, por si algo se olvidaba,
terminaba apurando un multivitamnico que le haba
trado una amiga que compraba mercaderas en Miami.
Para la consolacin del alma tena una estampita en la
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

cartera con la oracin de la Madre Dolorosa, un talis-


mn en la chequera para la prosperidad y para el mal
de ojos luca una pulsera rojo escarlata en la mano iz-
quierda.
Haba pintado las habitaciones de colores pasteles,
pona macetas de flores en todos los rincones, quema-
ba aromticos inciensos de sndalo y canela para la se-
renidad, prenda velas contra los malos espritus, y de
las paredes de su casa colgaban cuadros con mximas
famosas, frases luminosas y sabias que la animaban a
mirar siempre adelante, a no dejarse derrotar, a pensar
siempre positivo y seguir el sendero de la iluminacin;
en una palabra buscaba, ansiaba, desesperaba por te-
ner una esperanza, por conseguir el elixir de la juventud
eterna, la puerta sagrada a la inmortalidad con la pro-
teccin de un ejrcito de esbeltos arcngeles rubios a
quienes veneraba y de quienes merced a una torre de
libros de espiritualidad y autosuperacin que compraba
y coleccionaba quincenalmente, conoca exactamen-
te sus nombres, oficios y encargos, para reclamarles o
exigirles con fundamento.
Tena un terrible miedo a la indecencia de la decre-
pitud. El da en que est muy vieja me mato, le haba
asegurado a una amiga mayor que ella y esta se le ha-
ba quedado mirando con un poco de lstima y tristeza,

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

mientras apuraba el caf y escarbaba con desgano el


cheescake de frutilla que ella haba despreciado.
Cuando llegaba del trabajo, despus de merendar
la ensalada de lechuga y otros vegetales para no engor-
dar, el yogur natural para mejorar la digestin y los ocho
vasos de agua para conservar la piel lisa y radiante sola
mirar la televisin junto a su gorda gata siamesa de co-
lor caramelo que dormitaba a su lado; a la que amaba
tanto como a ella misma. Era su hija, su pasin, el punto
y coma de su amor.
A ella, solo a su gata, le toleraba que le despeinase
el hongo precioso de su melena tinturada de un color
rubio cenizo mediano por el estilista afeminado que le
confiaba entre hipos y ayes sus penas mientras pasaba
el secador por sus cabellos hmedos y le incendiaba las
orejas.
A ella, a su gata, le contaba sus miedos y tristezas,
los das en que le haban ocurrido cosas por no haber
salido de la cama con el pie derecho, las infamias de su
jefe en el trabajo, las mentiras y pequeas perfidias de
sus amigas, sus nostalgias de antiguos amores y espe-
cialmente, su miedo, su terrible miedo, su monstruoso
miedo por el futuro.
A ella, solo a ella, confiaba la vergenza de sus libras
de ms, los rollitos que haba observado crecer alrede-
dor de la cintura y la celulitis que avanzaba como plaga
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

de langostas sobre sus bien cuidadas y largas piernas. A


ella le confesaba el horror de la soledad y la depresin
que se ergua como una nube oscura amenazando la
longitud de sus fines de semana. Solo a ella. Por eso no
soport, no pudo soportar el da en que mataron a su
gata.
Ese da ella le puso la leche, como de costumbre,
muy temprano por la maana, mientras acariciaba su
brillante pelaje. Luego toler que, mientras se colocaba
el uniforme oscuro y apuraba la tacita de caf azucara-
do con edulcorante, la gata se refocilara entre sus pier-
nas enfundadas en medias nylon color carne.
Observ algo extrao en la actitud de la gata, nor-
malmente cuando le serva se acercaba, sensual y pro-
suda, olisqueaba un poco, como desconfiada, antes de
acometer sobre el plato. Pero ahora pareca que de-
seaba estar un poco ms cerca de ella, como que sus
grandes ojos azules queran expresarle algo, contarle
algo inesperado que no alcanzaba a comprender. Como
estaba atrasada la hizo a un lado, cerr atentamente la
puerta del departamento, asegur con doble llave la
chapa y se fue al trabajo.
A las tres de la tarde sinti una opresin en el pe-
cho y crey que le iba a dar un ataque al corazn. Pero
el dolor del corazn se siente en el brazo izquierdo, la
tranquiliz su amiga Mara en la oficina.
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Ms tarde, cuando fue a beber un poco de agua,


tuvo ganas de vomitar. A las cuatro y media, la mdica
del trabajo le recet unas pastillas para el estrs y la
envi a la casa.
A medida que se iba acercando una nube negra, un
dolor en la boca del estmago, un fro inusitado en las
palmas de la mano la atormentaron. El pecho, las sienes,
le martillaban mientras se acercaba, como si resucitaran
las antiguas jaquecas. Se extra de no escuchar el leve
maullido con que la gata la reciba cuando escuchaba
el giro de la llave sobre la puerta. La empez a llamar
con los gemidos y carios con que solan comunicarse;
a buscar debajo de la cama, atrs del refrigerador, en
medio de los libros, por ltimo se le ocurri mirar hacia
el balcn. Al lado de un cactus vela, exactamente en el
ngulo en que el sol caa, su gata yaca larga y estirada
como un objeto inerte, con la rigidez seca de una flor
disecada, mirndola con sus grandes ojos vidriosos y
azules, mientras en su hocico an quedaban restos de
un vmito verde y oscuro. No supo qu hacer, crey en-
loquecer, los ojos de su gata parecan implorarle que la
salvaran de la muerte, parecan no comprender el abis-
mo que se abra entre el hoy y el maana.
No fue a trabajar el da siguiente, ni despus, ni el otro.
Cuando su amiga Mara la visit porque haba fal-
tado al trabajo ms de una semana y no responda al
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

telfono, no la encontr a ella, sino a otra, a una vieja de


cabellos secos y quebradizos, ojeras profundas, piel arru-
gada y marchita que le inform con voz inaudible que ha-
ca una semana haban envenenado a su gata y que la estaba
velando.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

EL VAMPIRO

A Valentina, por Rafael Andrs

Haba brotado de su blusa un seno como globo inflado,


en la punta coronaba una deliciosa cereza oscura que
una boca chupaba entusiasmada. La mujer lo mir y sus
ojos fueron como rayos de sol clidos sobre esa calva
redonda que se apretaba suavemente sobre su pecho
pero con la suficiente fuerza para eclipsarla, para ani-
quilarla si era preciso. Tanta era su urgencia, su apetito,
su deseo.
La imagen que ella ofreca era de un cierto desvali-
miento, sentada all, en el sof, las piernas levemente
abiertas sobre una falda medio recogida por el calor, los
brazos acariciando ese cuerpo que se hincaba sobre su
pecho con la ferocidad de un troglodita, como un con-
quistador empua la espada para defender lo que es
suyo, lo que le pertenece.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Ella volvi a mirarlo amorosa y entreabri los labios,


humedeci lenta un dedo en su boca entreabierta y con
l le fue alisando las cejas, la frente, el perfil de la nariz.
Respir entrecortadamente, senta placer y senta do-
lor, pero a l no le importaba, iba a lo suyo, era as siempre,
directo, irracional, animal. Lo quera todo para s.
Una vez su cuerpo se hinch, su pecho incluso san-
gr pero a l no le import. l tomaba de ella lo que le
apeteca como si ella fuese un objeto y luego se queda-
ba dormido y al da siguiente igual y al otro, igual.
Lo que era peor era el grado de posesin que l ejer-
ca sobre ella, tirano implacable, la tena sometida, sujeta
por un invisible cordn de autoridad. Ella no poda salir, ir
a pasear, ser libre porque era su esclava, siempre presta a
complacer sus ms caprichosos deseos. Sin embargo, a ella
le era imposible guardarle rencor, lo amaba tanto que
hasta poda darle su vida, incluso reparaba que hasta su
libertad se la entregaba con cierta alegra, que era un poco
cmplice de su enorme egosmo.
Esa relacin la haba vuelto lo que nunca haba sido:
masoquista.
La boca segua mordiendo sus senos con fruicin,
bebindola a ella entera, chupando todos los lirios de
su cuerpo y a ella la recorra ahora una punzada de do-
lor como si sus fuentes hubieran quedado definitiva-
mente exhaustas.
- 102 -
Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Volvi a recordar el primer encuentro, cuando lo vio


por primera vez, ese amor a primera vista, ese temblor
de su cuerpo, ese dolor al sentirse definitivamente mu-
jer, esa emocin que an los mantena atados, y empe-
z a conmoverse.
Baj los ojos buscando su rostro para besarlo agra-
decida; pero, otra vez, se haba quedado profundamen-
te dormido.
La mujer se puso de pie y delicadamente fue a acos-
tar a su beb en la cuna.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Oswaldo Encalada Vsquez


(Caar, 1955)
Doctor en Filologa por la Universidad de Cuenca, pro-
fesor de la Universidad del Azuay. Escritor, crtico y
ensayista. Miembro de la Academia Ecuatoriana de la
Lengua. Premio Fray Vicente Solano, otorgado por la
municipalidad de Cuenca. Menciones en concursos li-
terarios. Trabajos suyos han sido recogidos en algunas
antologas. Entre sus ms de veintiocho libros se en-
cuentran: Diccionario de toponimia ecuatoriana (cinco
tomos, Cuenca, CIDAP/Universidad del Azuay, 2002);
Bestiario razonado & Historia natural (Cuenca, Casa de la Cul-
tura Ecuatoriana, 2002, 2a. ed., Quito, Radmand, 2005); Dic-

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

cionario de la artesana ecuatoriana (Cuenca, CIDAP,


2003); Palabra derramada, breve antologa personal
(Cuenca, Universidad de Cuenca, 2004); El jurupi en-
cantado (Quito, Radmand, 2004); La fiesta popular en
el Ecuador (Cuenca, CIDAP, 2005); Diccionario de la vis-
ta gorda (Quito, El ngel Editor, 2007); Naturaleza, len-
gua y cultura en el Ecuador (Quito, Corporacin Editora
Nacional, 2007); La casita de nuez (Quito, El Conejo,
2007); Lengua y folclor (Cuenca, CIDAP, 2008); Artrologa
(Quito, CONESUP/Universidad del Azuay, 2009); Mito-
loga ecuatoriana (Quito, Corporacin Editora Nacio-
nal, 2010); El milizho (Santillana, Quito,2010. Premio
Daro Guevara Mayorga, 2010); Gabichuela y el pas de
los estornudos (Santillana, Quito, 2010); Los pergami-
nos de Jarislandia (Editorial Norma, Quito, 2011); Re-
gionalismo, lengua y contrastes (Corporacin Editora
Nacional, Quito, 2011).

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

EL GALLO

Verdad que no durmi? Me dijo Victor, muy son-


riente.
La pregunta era inusual. Cuando hay invitados en
casa, el anfitrin suele averiguar si uno ha dormido
bien, si ha descansado.
O muy poco o nada No es verdad?
Tuve que admitir que era as, que haba dormido
muy poco, y todo haba sido por culpa del maldito gallo
en el cual yo no crea.
Ahora va a verlo me dijo.
Y me pidi que lo acompaara a la parte posterior
de la casa. Rodeamos la vieja construccin y llegamos
a un pequeo cobertizo. La puerta estaba entornada,
con la suficiente abertura para que el resto de las aves
pudiera entrar o salir libremente.
Est as para evitar que entre mucha claridad ex-
plic Victor. Le hara dao.
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Las otras aves: gallos, gallinas y pollos vagaban por


el patio, escarbando y buscando comida.
Franqueamos la puerta desvencijada y entramos en
la penumbra del gallinero. Sobre un palo, a una distancia
de un metro aproximadamente se encontraba el gallo
que haba cantado toda la noche. Me acerqu. Estaba
dormido y pareci no despertarlo nuestra presencia.
Por supuesto dijo Victor. Es que es un gallo,
uno como cualquiera, con la nica diferencia que es al-
bino. No tolera la luz y se levanta al oscurecer. Canta la
llegada de las estrellas y la luna. Cuando muera lo co-
meremos en una noche, para respetar la simpata que
su carne guarda con las sobras.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

CRISLIDA

De alguna forma, a travs de los caminos ms tortuosos


y entre las sombras que se engendran en la noche, el
hombre pudo llegar a una suerte de conciencia. Se des-
pert con la levsima molestia en la boca. Comprendi
que haba algo pegado en la lengua, y que sobresala
por entre los labios. Pens en un largo cabello de mujer;
pero record que su lecho era el de un solitario. Luego
resolvi que podra ser un hilo de las sbanas. Levant
la mano derecha y la guio hasta la comisura. Palp por
instantes hasta encontrar la hebra. La tom y comenz
a tirar de ella para extraerla. Sinti el deslizamiento en
medio de la lengua. Pens que eso sera todo; pero su
brazo y su mano continuaron halando. Comprendi que
el hilo vena desde la garganta, luego, que vena desde
mayor profundidad.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Seguramente ya haba ms de un metro de hilo fue-


ra del cuerpo, y el hombre continu tirando de l. Se
volva interminable. Despus de algunos minutos com-
prob que al costado de la cama se haba acumulado un
apreciable montn de hilo. Continu un tiempo ms,
hasta que sinti que ya su cuerpo, desde la cintura para
abajo, se haba deshecho como una prenda que se des-
teje.
Ya sin sorpresa continu halndolo. Senta que el
hilo le haca un agradable cosquilleo en la comisura de-
recha. La sensacin de vaco llegaba ya al estmago.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Ruth Patricia Rodrguez Serrano


(Ecuador, 1966)
Escritora y catedrtica universitaria (Universidad San Fran-
cisco de Quito). Ganadora de dos concursos nacionales de
cuento infantil (Crculo de Lectores) y de cuento juvenil
(Pablo Palacio). Representante del Ecuador ante la Asam-
blea Mundial de Jvenes Artistas por la Paz, en la Rep-
blica de Bulgaria. Miembro del Taller de Literatura Pablo
Palacio y de la Sociedad Ecuatoriana de Escritores. Algunos
de sus cuentos han sido traducidos al blgaro y publicados
en varias revistas literarias del pas. Su obra ha sido consi-
derada en varias antologas de cuento y poesa nacionales
e internacionales. En 2005 obtuvo la Condecoracin Pablo

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Palacio al Mrito Literario, otorgada por el Consejo Pro-


vincial de Loja. Entre sus obras se cuentan: Algo ms
que un sueo (1978, cuento); Desde el barro azul (1988,
prosa potica y cuento); El balcn de los colores (1990,
cuento); Lengua de siervo (Poesa); Al filo de Clepsidra
(1995, novela); Desebulos (1998, libro colectivo de la
Red Cultural Imaginar); Impdica (2007, poesa); Escri-
bir es Formidable (2008, texto de estudio para el rea
de composicin escrita); Putas de Cristal (2010); La cer-
teza de los presagios (2011, libro colectivo de cuentos
de algunas escritoras ecuatorianas); El mar en m (poe-
sa, 2012).

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

LGICA DE BALTASAR

Habla solo en medio de la calle, tiene las piernas mutila-


das y re cuando los conductores le echan monedas. Los
voceadores de peridicos lo conocen bien, dicen que
se llama Baltasar y que vive muy lejos de su esquina de
trabajo. El mendigo negro no se da cuenta que mendi-
ga; piensa que es normal recibir dinero de los conducto-
res. Tampoco se inmuta frente a las miradas desviadas
de quienes se avergenzan al verlo, porque la risa de
Baltasar humilla, es casi una afrenta al sentido comn
pues lo que menos se espera es que un pobre pueda
rer. Melchor, quien est cansado de vender loteras y
revistas, piensa que su amigo est loco, de lo contrario
no se burlara de tantos seres irreales que parecen me-
rodear su diestra y siniestra e insistirle sobre algo que l
acaba por refutar a carcajadas.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Hace pocos das, una institucin de beneficencia


pretendi recoger y salvar de una vez y para siempre a
Baltasar, le pidieron papeles y l les entreg a cambio
un libro de lgica que curiosamente le estaba moles-
tando debajo de la axila. No, no queremos libros, que-
remos papeles, cdula de identidad, partida de bautizo,
libreta militar, me entiende, seor? Ah, pues, claro
que tengo, en el bolsillo trasero, solo que estoy sudado,
sabe, as que tendr que disculpar los trazados hme-
dos de mi fotografa. Baltasar Homero Tomal Alegre,
treinta y tres aos, nacido un veinticuatro de diciembre
bajo las luces perezosas de Chone, Manab, pueblo de
perros vagabundos que ladran asustados por el polvo
que levantan los fantasmas.
S, je, je, como ve, nac en Navidad, je, je, soy un
hombre de suerte. Ahora djeme en paz, que mal no
estoy, je, je. Mire, si quiere pregunte a mis vecinos, ellos
saben mi historia.
Gaspar, el mudo que vive de la venta de fundas de
basura, alza la mano para dar de ello testimonio. En su
mirada clama la verdad. Yo lo conozco parece decir;
pero no les puedo contar ni media palabra. A lo mejor
podra escribirlo, si me lo permiten. Saben, yo estudi
hasta la mitad del primer ao de universidad, les dice
en seas, pero nadie lo entiende.
A la tarde, cuando el peligro ha pasado y Baltasar
sigue en medio de la calle, libre, Gaspar comienza a

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

escribir la historia sobre los mrgenes de un diario no


vendido que Melchor ha dejado olvidado en el parterre:
Si le cuento que all, en ese pueblo, siendo poca
de Navidad, la cantidad de fantasmas aumenta Estos
van en busca de la tibieza que da ilusin de hogar y que
permite, aunque sea de forma pasajera, ser dueos de
alguna realidad. A los fantasmas les interesa vivir, es sin
duda su nico y ms tormentoso objetivo, y qu mejor si
lo pueden hacer a travs de la imaginacin que derrochan
los hombres. Pero aquella vez, cuando Baltasar naci, la
imaginacin no era posible porque estaba instalada en
las guirnaldas de luces que serpenteaban el contorno
de las ventanas y en un pino seco, carente de estrella;
la imaginacin se haba convertido en realidad, y aquel
nio vena sin piernas, a aumentar el nmero de hijos
hambrientos de una familia a punto de romperse.
Ha nacido un nio partido por la mitad comen-
taron los fantasmas a la salida de la misa de domingo.
S, y es demasiado feo. Dicen que tiene un risco
de nariz y una pronunciada quijada; que es parecido a
Belceb. Yo lo he visto: es peludo, de cola corta, lo nico
que le falta es que sea tonto. Como si fuera poco, la cer-
teza de que los presagios de las nimas son temibles se
cumpli, pues Baltasar hered de su tatarabuelo todo:
la fealdad, la locura, dos muones y aquella garrafal
miopa que desde pequeo le hizo ver los objetos a su
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

modo, con increble accesibilidad, hasta tal punto que


no le era difcil subirse a los rboles o correr cien leguas
hasta lograr descubrir la naturaleza de sus pies escon-
didos. Era tan reacio a utilizar lentes, que muy pronto
logr encontrar en las sombras a verdaderos seres con
quienes hablar de asuntos incomprensibles para la vi-
sin humana.
No se peinaba, su cabello era una fiesta de enredos en-
cendidos por las chispas de su propia oscuridad, y su camisa,
siempre de revs, se converta en el sonrojo de las tas que
evitaban su saludo en media calle. Tampoco le gustaba estar
quieto, aunque s, atender. Fue por esto que ninguna escuela
soport sus intempestivas salidas de la clase y Baltasar tuvo
que conformarse con decenas de fugitivos profesores, que
tarde o temprano le asestaban un golpe, desistiendo de su
indomable curiosidad.
Cuando Baltasar cumpli los diez pens: ya s lo
suficiente para poder marcharme, y se march, robn-
dose un libro de lgica que hasta ahora trata de enten-
der; tena para entonces su cabeza repleta de ideas y el
presentimiento de que aquel libro contena los secretos
de la felicidad. Ya sea en medio de un parque o debajo de
los puentes, el pequeo mendigo aprenda a descifrar
preceptos lgicos para obtener respuestas falsas o ver-
daderas a los problemas que le confera el mundo: si la
lluvia que se confunde en el agua deja de ser fra, y yo
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

soy agua y llueve, entonces tengo la capacidad de so-


portarlo todo, incluso el fro y la lluvia, se deca.
Cuando Baltasar conoci el mar quiso dibujarlo y no
encontr otro sitio para hacerlo que la arena. Vio el ms
all del mar y supo que el horizonte no era la muerte
sino la creacin. Con la brisa sobre el rostro, distingui
el soplo de sus fantasmas vivos: Khro, Shmra, Visvar y
Gaud. Con ellos va conversando y se detiene para indi-
carles con el ndice sus implicaciones deductivas segn
sea el fenmeno. Baltasar tiene la conviccin de que no
hay nada ms valioso que los relmpagos, los truenos y
la vida, por eso no desperdicia el tiempo pensando en
normas de conducta, simplemente hace lo que le gus-
ta hacer; sus daos nunca han sido atroces, pero sus
excentricidades le hicieron ganar un alias de loco y a
la vez, le hicieron perder amigos que no eran amigos
de verdad. Si la premisa antecedente, dice que un ami-
go es quien est contigo en todos los momentos, y la
premisa consecuente supone que hay momentos de si-
lencio, entonces un amigo puede soportar que no se
hable; pero todos quieren hablar, decir tonteras, des-
perdiciar el silencio, y se van. La implicacin lgica es
simple: quien se va hablando no es un amigo.
Por eso Khro, Shmra, Visvar y Gaud, aunque fan-
tasmas, son amigos. Estn para rerse cuando un pjaro

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

se defeca en la cabeza de un prncipe de piedra. Lue-


go callan, hasta que de nuevo una hoja seca rompe la
quietud del paisaje que se tiene al frente. La viste? No,
la agarr justo antes de que tope el suelo. Quin dijo
eso? Fuiste t Khro? Djala ver. Es una hoja, una hoja,
una hoja!
En otra ocasin, Baltasar dijo: Shmra ha venido a
abrazarme y soy tan feliz. Los dems se rieron:
Abrazar a alguien como t, que eres tan feo?
Y..., quin es Shmra...? Existe acaso?
Claro, cmo no va existir si me ha abrazado. Tam-
bin ustedes existen, me hablan.
No, solo somos producto de tu ansiedad de silen-
cio. No te das cuenta que eres t el que habla dems?,
solo te callas cuando hablamos.
Baltasar se rio, se repiti: ergo, me callo porque
existen.
Baltasar escucha msica, baila; pero no tiene sonidos
ni walkman de verdad. Es feliz cuando la gente le lanza
monedas, piensa que es afortunado en entender la lgica
de la simple felicidad y que esta cae del cielo. No se baa,
no est enamorado. No sufre. Y las personas se sienten
avergonzadas ante l por tener que aceptar sus formas
imperfectas. Baltasar tiene el poder de bajar la mirada de
los transentes. Baltasar es un dios que re y todos lo escu-
chan sin verlo.
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Baltasar tiene ases en los bolsillos, son objetitos inti-


les y desgastados que ha encontrado al azar: tornillos, ce-
rillas, hojas verdes, hojas secas, lpices enanos, mariposas
muertas, reflejos, monedas, restos de huesos y hasta cau-
chos. Todos son como l: estn echados a la suerte.
Baltasar pinta con su ndice. Es un pjaro en el cielo
del asfalto, y no es feo. Cmo puede ser feo un pjaro?
No lo admite, no se enoja, se re, a carcajadas.
A media noche, llegan los dems. Khro es un fan-
tasma hablantn, de recocidos parches alrededor de su
boca; Gaud, un filibustero que se ingenia para ponerle
la cara de mendigo y darle de comer; Visvar, el lgi-
co serio y callado, que siempre sabe qu hacer y no se
preocupa. Baltasar es feliz con esta clase de amigos. No
importa que nadie los vea. Ver es una manifestacin del
sentido de la vista, si uno ve, ve lo que se manifiesta,
por lo tanto lo que se manifiesta tiene sentido, l no
est loco si los ve, razona Baltasar.
Los conductores lo ven asentir, piensan que l asien-
te ante los centavos. La verdad es que asiente ante lo
bien que ha entendido de la vieja asignatura de lgica.
Yo s, seora, que usted no me cree. Yo s que a
usted le parecer que estoy inventando porque no ten-
go nada ms qu hacer, que vender fundas de basura

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

me dice Gaspar. Pero sepa usted que yo soy un mu-


lato que lee. Ya ve cmo he podido contarle lo que s
de Baltasar. Puede fallarme mi hortografia, y sin em-
bargo, le puedo asegurar que no me fallan las fuerzas
para impedir que a mi amigo se lo lleven los psiquiatras.
Si usted supiera que a Baltasar solo le gusta vivir a su
manera, y si yo lo supiera siempre como ahora que le
escribo. Mire, un loco es libre, siempre es libre.
Bueno, no es nada cuerdo aceptar que un vende-
dor de fundas de basura pueda escribir este cuento, pero
se da. Nada puedo hacer para que sea diferente le dijo
desde afuera, queriendo entender su letra apretujada en
los bordes del diario.
Ah, s que lo puede hacer! Noms mrele a Mel-
chor ondeando la revista SoHo hasta tal punto que a la
mujer de la portada casi que se le vuelan los senos. Solo
diga, ms all de m, que soy uno de sus personajes,
que Melchor logr vender esa revista.
Melchor logr vender con xito esa y todas las re-
vistas.
Gracias, aunque usted sabe que eso no se da. Us-
ted me est ayudando a fantasear dentro de este cuen-
to. Nos estamos dando un buen da. Hasta podramos
decir, que luego de esta magnnima venta, nos dare-
mos un festn.
Pues somos libres, podemos decir lo que sea.
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Todos los escritores son libres.


Todos los locos son libres.
Ergo: todos los escritores estn locos aduce Bal-
tasar y se re.
Oiga, su novio me compr una revista SoHo hoy
se burla de m Melchor. S, ese novio que no se
apareca desde hace tiempo. Ese mismo.
Oiga Melchor, de cundo a ac yo tengo que acep-
tar sus chismes le reprocho.
Baltasar vuelve a rerse. Hoy ha ganado el doble que
ayer y ha visto caer una pluma sobre un parabrisas. La
vida es leve. Baltasar baila sobre el pavimento; pita, lo
escuchamos, bajamos los ojos mientras adentro cena-
mos y comentamos las noticias.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Yanna Hadatty Mora


(Guayaquil, 1969)
Narradora y crtica literaria ecuatoriana, reside en Mxi-
co desde 1992, donde es investigadora en la Universidad
Nacional Autnoma de Mxico. Tiene un libro de cuen-
tos, Quehaceres postergados (Quito, El Conejo, 1998,
reedicin en 2005). Narraciones suyas aparecieron en
la revista Hispamrica (Maryland, 2000); y en varias
antologas entre las que destacanCuentan las mujeres.
Antologa de narradoras ecuatorianas (Quito, Editorial
Seix Barral/Planeta, Biblioteca Breve, 2001);La escritura
invisible(Mxico, Verdehalago/ Instituto Michoacano de

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Cultura, 2006);Antologa del siglo xx: cuento(Mercedes


Mafla y Javier Vsconez, Madrid,Alfaguara, 2009, Serie
Letras del Ecuador),Cuentos de migrantes(Quito, Esta-
cin Sur, 2009). Ha sido traducida al portugus y antolo-
gada enMarisa Lajolo editora,Ns e os outros, histrias
de diferentes culturas. So Paulo, Editorial Atica, 2000.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

DANIEL

Como esos artefactos trazados por Da Vinci, tan perfec-


tos en sanguina sobre papel que prefiere uno mirarlos
una vez y otra, e imaginarlos, antes que verlos cons-
truidos y comprobar que algo fall en el mecanismo, el
mundo veinticinco aos atrs era la misma caldera del
infierno que siempre, con unos cientos de vlvulas de
ms, que hacan que fuera preferible dejar que estallara
antes que ponerse a revisar cul trebejo controlaba la
salida del vapor, cul la temperatura. Por eso a nadie
interes de manera especial averiguar que lo que an
lo sostena hasta entonces, en precario equilibrio, era la
ltima pureza.
Daniel tena catorce aos y un cuerpo que haca
estremecer al mismo viento. Haba que pararse a con-
templarlo durante las horas de deporte. No era preciso
conocer de anatoma para anticiparse y quiz apostar
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

sobre seguro: en enero a ms tardar cambiar la voz; en


junio mojar las sbanas. El torso se le marcaba da con
da. Una sombra tenue empezaba a teirle la barba. Y
hasta el pelo y las cejas se le tupan y le brillaban, aza-
baches. Los labios sonrosados parecan llenarse cuan-
do se los morda, nervioso, tratando de tapar un gol, o
resolver una ecuacin en la pizarra. Un chico tan deli-
cado servira bien de ayudante de Amor, cargador de
sus saetas, quiz, posando para un lienzo prerrafaelita.
Y en poco tiempo ms, como Adonis. Por eso no poda
seguir caminando impunemente mucho tiempo por los
patios de la secundaria.
La directora del colegio se guareca bajo un rbol de
mango, impidiendo, al parecer, que los querubines del
jardn de infantes lo despojaran de sus frutos y cayeran
de ese modo en nuevo pecado original. En realidad se
apostaba ah por conocer que esa era la ruta del pber.
De lunes a viernes lo esperaba pensando, a la sombra,
en todas las tentaciones que se le alcanzaban a presen-
tar en tres minutos, desde que vea asomarse a Daniel
al doblar la esquina del patio hasta que desapareca en
el otro extremo. De acercrsele algn maestro, ella tor-
cera el ceo y los labios se le frunciran en mueca adus-
ta: estaba vigilando, dira, los movimientos del recreo.
Y suspirara disgustada porque ms que dentro de los
pantalones de mezclilla oscura, necesitara ver a Daniel
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

y los dems mancebos de su generacin con mallones


bien enfundados, para discernir entre la rigidez pudo-
rosa de una tela nueva y las curvadas formas de la na-
turaleza. Se cansaba de inventar pretextos para dejar
sus clases o la direccin, y adentrarse a los vestidores
de varones, donde los efebos se preparaban por igual
para la gimnasia o la natacin. Soaba una cmara ocul-
ta, instalada, por decir algo, en las llaves de las duchas,
pero, enrojeca sola, entonces no podra controlarse ms
y atacara los pantalones de Daniel y Abel, de Romeo y
Mercucio, con garras de halcn de cetrera, para tasar a
gusto las piezas ofrecidas.
El calor de noviembre fue en todo caso el mayor res-
ponsable. Los muchachos se escaldaban con la mezclilla;
las chicas, al rozar sus piernas bajo las faldas. La envidia
inconfesada de unos y otras por la prenda ajena, los lle-
vara a mirarse, con especial inters, de la cintura para
abajo, y a regresar luego la mirada, por comprender de
cunto calor sufriran esos cuellos, pechos o vientres,
bajo las blancas camisas y blusas.
Los troncos de los rboles recin talados y dispues-
tos en la hierba como juegos infantiles eran escenarios
tan tentadores para retozar como los mismos pastos. Las
oquedades del tronco bajo y de las races de los ceibos cla-
maban ser vientre generoso de posibles cpulas. Las igua-
nas corran bajo las acacias, persiguindose unas a otras a
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

la hora de la monta, para esfumarse de repente y reapa-


recer por segundos en la fronda o la copa de cualquier
rbol, bicfalas, bicorpreas, azoradas.
Era imposible ir y volver inclume, da con da, por
una bebida y un bocado, en medio de una vegetacin
agreste contra la que peleaban lunes a lunes, buscan-
do los caminos, tres jardineros vigorosos, machete en
mano. Los senderos devorados, el pavimento reventan-
do por la emergencia imparable de ramas y races, los
salones de clase desapareciendo en medio de la selva,
eran el peor agero. Y los caramelos de frutilla tean
los de por s carnosos labios de Daniel de un rojo irresis-
tible, que invitaba a compaeros y compaeras a trope-
zarse con un cuerpo an no muy ducho en el manejo de
sus nuevas dimensiones.
La situacin se volvi totalmente insostenible un
martes en que las bugambilias le armaron una malla,
y no lo dejaron regresar al saln de qumica. Ocupado
como estaba en desenredarse y volver, no se fij en que
un grupo de nios del preescolar se detena camino a
clase de deporte, solo con los trajecitos de bao pues-
tos, y lo cercaban. Las manitas regordetas y pegajosas
que lo tocaron a la altura que llegaban, le llamaron la
atencin demasiado tarde: no alcanz a defenderse. Se
haban ido, y alguna mancha de helado sobre sus pan-
talones era la nica prueba de que algo haba ocurrido.
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Fue entonces cuando las maestras de manualidades,


expertas en tejidos, le armaron una ronda que lo hizo
retroceder hasta quedar tan cubierto y enlazado de ra-
mas como en un inicio. Da-niel!, ululaba el ceibo, y
sus copos impalpables caan como nube de deseo, a un
lado y otro. Se pregunt de dnde sala la voz, pero con la
tenacidad de quien arma un macram de competencia,
las mismas maestras trenzaron nueve ramas en torno
de su tronco, en menos de un minuto. Su bochorno era
tan enorme que ya ni siquiera poda reclamar.
Entonces fue cuando comenz realmente la prdi-
da del candor: se acercaron sus compaeras a la salida
de la clase de mecanografa. Las risas de las muchachas
lo rodearon, y sin parar de rer le levantaron los bra-
zos y le desabotonaron la ropa. Cerr los ojos con des-
esperacin, sin saber que manos sabias le recorran la
nuca y las orejas. Se estremeci. Trat de concentrarse
en la qumica inorgnica o la trigonometra, para olvi-
dar cualquier sensacin. Al parecer, funcion: cuando
entreabri los ojos, las chicas se haban ido. Pero tuvo
que cerrarlos nuevamente del todo, al ver que bajo un
mango vecino la directora se acariciaba espindolo, im-
pdica, junto a la sonrojada compaa de una tortuga
galpagos.
Qu hacer. Oy acercarse el redoble de un tamborn, y
supo que sus compaeros junto con el maestro de deporte se
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

aprestaban a darle un repaso general a la marcha de la


bandera. Pero eso fue hace dos meses, alcanz a recor-
dar, antes de aterrarse nuevamente, porque como si las
ramas y hojas fueran una trampa de arena movediza,
al tratar de escapar se haba internado ms en el rbol,
y el follaje se cerraba y lo ocultaba en la oscuridad de
su tronco. Ya no se oa el redoble, aunque s, ms cerca
que nunca, los resoplidos que acompaaban los movi-
mientos de paso de ganso de sus amigos: De frente!,
un-dos-tres-cuatro, mar-!, dos-tres-cuatro.
La prdida del candor vino minutos despus, con to-
dos los padres de familia y autoridades del plantel pre-
sentes: desde la enramada alcanzaba a or sus voces. Un
cuerpo annimo se acerc a su ruedo y lo atenaz. El jo-
ven se sonroj de pensar en la mirada lbrica de los ms
cercanos, y se ocult ms con su pareja sin rostro en el
lecho del ceibo. Fue su ltimo sonrojo, la ltima mirada
candorosa de su vida.
Fue por eso, a fines del ochenta y seis, cuando se ini-
ci el descalabro. El ltimo grado de pureza de la Tierra
se haba perdido ese terrible martes.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Juan Pablo Castro


(Cuenca, 1971)
Licenciado en Comunicacin Social, Mster en Literatura,
y candidato a Doctor en Literatura Latinoamericana. Reali-
z estudios de guin cinematogrfico en Valencia, Espaa.
Sus artculos sobre cine y literatura han aparecido en las
revistas Diners, El Bho, La Casa, Caracola, Kipus, SoHo,
Casa de las Amricas, y en algunos peridicos. Algunos
de sus cuentos han sido publicados en las revistas Casa de
las Amricas, Barcelona Review y Omnibs. Es autor del
poemario El camino del gris; las novelas: Ortiz, La esttica

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

de la gordura, La noche japonesa, Las nias del alba,


Carnvoro, Los aos perdidos; el libro de cuentos, Miss
Frankenstein, el libro de teatro, Los invitados y del en-
sayo, Las mujeres malas. Desde los doce aos reside en
Quito.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

LA LECCIN

Desde que naci Luis Lucho, como le deca su mam una


vez llegado a este mundo, mostr un temperamento
impetuoso, incontrolable. Era como si su espritu no fuese
humano sino animal. Su padre, al mirar su rostro, crey
que era obra del demonio. Es tu culpa, le dijo a su espo-
sa. Los ojos del beb eran delgados y amarillos como los
de un gato, la nariz puntiaguda, de ratn, la boca: apenas
una lnea roja de carne, y los caninos (cosa completamen-
te inusual en los recin nacidos que, igual que los viejos,
tienen por boca una cavidad parecida a un molusco, sin
rastro seo), los caninos eran como dos reproducciones
en miniatura de aquellos famosos dientes que consa-
graran la imagen del Conde Drcula. Su cuerpo, todava
envuelto en la ternura aromtica de recin nacido, no
obstante, ya mostraba las seales de lo que sera meses

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

despus: piernas y brazos largos de fmur, trax prolonga-


do como una quilla. Y, aquello que ms llam la aten-
cin del aterrorizado padre, la cabellera lacia, plateada,
aliengena. Prfida, grit a su mujer, y en la noche, con
las ondas violceas de la borrachera marcndole el ros-
tro, se contuvo para no partirle la cara. Debera ir al hos-
pital, pensaba, y meterle una paliza, tal vez marcarle la
frente con una cruz al rojo vivo. Llor. Era una noche
de luna llena y, por unos segundos, con la piel crispada
y un desconsuelo que le prensaba el alma, crey que
deba aullar. Pero no lo hizo. Tom la vieja maleta de
madera de sus tiempos de conscripcin militar, la lle-
n con unas cuantas prendas, y, mientras en su cabeza
se repeta la imagen de su hijo junto al seno generoso,
mestizo de su mujer, pens que quiz deba regresar al
hospital. Bebi un sorbo ms del aguardiente que lleva-
ba en el bolsillo de su pantaln, y, de entre el cajn de la
ropa interior de su mujer, extrajo la alcanca con forma
de chanchito. Era el tesoro mayor de Rosa. Cada da, a
pesar de los pocos ingresos que obtena lavando ropa,
se daba modos para depositar una moneda, o un bille-
te, en el mejor de los casos. Ahorrar era su obsesin.
Depositar metdicamente dinero le imprima una dosis
de esperanza. Era una forma de reafirmar la idea que el
futuro, en efecto, poda ser mejor.
El da que comprob su embarazo, luego de salir del
hospital del Seguro Social, se dirigi hasta el mercado
mayorista y escogi un chanchito de reluciente barro

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

barnizado. Al llegar a casa lo coloc junto a la imagen


de la virgen Mara sobre un estante al lado del televisor
y de varios afiches de divas de la tecnocumbia. Cuando
su marido lleg le cont la noticia. Los dos celebraron
el acontecimiento con un suculento pollo a la brasa que
comieron en una fonda cercana a La Marn. Al llegar a casa
la nica construccin apenas visible entre el follaje
que creca salvajemente sobre el apestoso ro Machn-
gara miraron la telenovela de la noche y se durmieron
enredados como dos serpientes.
Los meses de embarazo transcurrieron con rela-
tiva normalidad: Rosa lavando ropa de las familias de
los militares del frente Eplicachima, y Washo dedicado
de lleno a la construccin de uno de los tantos edificios
que se alzaban en la zona de la Corua. Aunque todava
no era maestro mayor, sus dotes como albail le avizo-
raban un futuro prometedor. El nico acontecimiento
que rompa esa montona pero feliz espera del primer
vstago era el deseo frecuente, irreprimible de Rosa por
comer carne cruda, sobre todo alas de pollo. Cada da,
luego de la jornada laboral, Washo pasaba por el mer-
cado y compraba una docena de alas. Rosa las devoraba
sin remordimiento, masticando frenticamente la fra
piel, los msculos y cartlagos. Al final, apenas satisfe-
cha, se limpiaba la boca con el dorso de la mano y se
adormeca sobre la mesa del comedor.
Desde el ro ascenda una onda caliginosa de nau-
seabundos olores: una pcima cida de la que surgan
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

glbulos dulzones y oleadas de toda la mierda que pro-


ducan los habitantes de Quito. Sin embargo, Rosa y
Washo haban logrado bloquear el sistema olfativo lo
suficiente como para disimular la contaminacin, de tal
suerte que la vida fuese llevadera. Adems, la casa
una suma de tablas y pedazos de zinc, plsticos y unos
cuantos ladrillos, a los que Washo, gracias a su habi-
lidad, haba podido dotar de cierta armona y seguri-
dad estaba levantada en un terreno que nadie quera
y al que haba accedido con la facilidad que permiten las
invasiones. La casa estaba en un hueco del espacio. Na-
die pareca conocerlo. Nadie quera mirar hacia el techo
que reluca entre las matas de polvorosa vegetacin.
Al principio, los olores del ro, ascendiendo en espira-
les de calor, eran insoportables. Marido y mujer sufran de
mareos y nuseas. Sin embargo, poco a poco, empezaron
a soportarlos. Rosa prenda incienso y sahumerio y al me-
nos dentro de la casucha la fetidez pareca disiparse.
Washo sola reunirse los domingos con algunos co-
legas para beber cerveza y jugar vley. Esas tardes, con
el sol crepitando en el cielo, Rosa se sentaba en una silla
mecedora que su marido haba rescatado de la basura,
para mirar el cielo con los ojos adormilados. Se acari-
ciaba la barriga, y pensaba en su hijo. Respiraba acom-
pasadamente, mientras escuchaba el rumor del ro: un

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

soporfero y constante murmullo quebradizo. Solamen-


te cuando la tarde se crispaba en letanas brumosas,
anuncios seguros de aguacero, regresaba a la cama, y
prenda la televisin. De un da para otro, cerca del oc-
tavo mes de gestacin, Rosa se dio cuenta que le era
imposible continuar lavando pues la barriga, inmensa
como un valo puntiagudo, le produca un intenso do-
lor en la cintura. Decidi que se quedara en casa, espe-
rando la llegada del primognito: Luis deba llamarse,
como el abuelo carioso al que recordaba con enorme
amor.
Todo pareca resultar como lo haban planeado: te-
nan un techo seguro, ingresos frecuentes y, sobre todo,
despus de tanto tiempo de espera, la llegada del hijo. De
hecho, el embarazo de Rosa, termin por sofocar las bro-
mas de los amigos de Washo que, cada vez y con mayor
frecuencia, ponan en duda el vigor de su masculinidad.
A la pareja, adems, la presencia del feto creciendo en el
tero de la mujer, le otorg una cuota adicional de alegra.
Y hasta pensaban en la mujercita, dos aos ms tarde. No
obstante, el da del alumbramiento, luego de que Was-
ho descubriera el pequeo monstruo que emergi del
vientre de su mujer, las cosas cambiaron radicalmente: el
padre, con los pocos ahorros de la alcanca y la seguri-
dad de que su mujer era un ser infiel, demonaco, desa-
pareci para siempre, y la madre, a pesar de hallarse en
la plenitud de su juventud, empez a envejecer a ritmo

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

acelerado. Era como si el hijo, en cada chupn de sus


senos, la secara por dentro. Debi doblar el consumo
de alimentos ricos en protenas para satisfacer las exi-
gencias cada vez mayores de su hijo.
Al descubrir que su marido haba huido, Rosa se
sumergi en un pozo oscuro y silencioso. Llam por
telfono a su hermano que viva en Italia, y, despus
de contarle los acontecimientos omitiendo las carac-
tersticas fsicas del Lucho, y acentuando la partida de
Washo, le rog que le diera una mano. El hermano,
conmovido con la historia de su hermana menor, le en-
vi unos cuantos euros, pocos, pero lo suficiente como
para que ella pudiera sostenerse en los primeros me-
ses. Luego, con el nio envuelto en una manta y colga-
do sobre su espalda, retom las jornadas agotadoras de
lavado de ropa. Una de las esposas de los militares le
dijo que necesitaba una empleada domstica y ella, sin
pensarlo dos veces, acept la oferta. Con ese sueldo,
y las docenas de camisas y pantalones que lavaba en
uno de los lavadores municipales, poco a poco, empe-
z a creer que el futuro poda ser mejor. Compr otra
alcanca y, luego de agradecer a la virgen por todas sus
bendiciones, puso unas cuantas monedas. Qu dichosa
se sinti al escuchar el golpe menudo de las monedas
cayendo al fondo del chanchito.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

A pesar de la figura animal de su hijo, Rosa descubra


cada da los dotes excepcionales de su Lucho. Aprendi
a caminar antes de los seis meses, y a pesar de que sus
piernas todava estaban frgiles, el pequeo se daba
modos para desplazarse de un lado para otro. Enrosca-
ba sus uas a las patas de las sillas y, soportado en sus
gigantes pies, daba un pasito y luego otro.
En un ser como Lucho la vida pareca sucumbir a la
paradoja del espacio-tiempo. Aunque la vida continua-
ba con su trnsito montono entre la sombra y la luz,
el mundo del nio, encarnado en su propio cuerpo, se
mova a otro ritmo. Un da todava en los primeros
meses de vida poda parecer un beb tierno, descu-
briendo el mundo con sus ojitos abiertos, fulgurantes;
y otro da como si dentro de ese mismo cuerpo otro
ser luchara por salir Luis pareca ms grande, dos,
tres aos mayor. As, cada da supona para la madre
un nuevo acontecimiento incomprensible. Mientras su
hijo dorma pareca que las clulas se reproducan a la
velocidad de la luz. Y otro da, esas mismas clulas se
contraan, retrotrayendo el cuerpo del hijo. El cuerpo
de Luis: masa de plastilina, se alargaba y acortaba: fue-
lle de acorden. Era imposible precisar la edad del nio.
Desde los seis meses, cuando empez a caminar, la per-
manente mutacin no se detuvo. Rosa opt, por ello

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

mismo, en prescindir del vestido para su hijo pantalo-


nes, camisetas o medias, valan un da s, otro no y cu-
bri a su hijo con un poncho que, unos das, le cubran
apenas el pecho y otros, le llegaba hasta los tobillos.
Sin embargo, quizs hacia el sexto ao, el ritmo fre-
ntico par.
Luis dej de extenderse y enrollarse: la materia go-
mosa que pareca formar su cuerpo dej su consistencia
plstica para convertirse en carne humana: las clulas,
por fin, parecieron encontrar respiro. Y el nio, igual que
una mariposa que emigra de su capullo, sali a la luz.
Tena una habilidad sobrenatural con las manos:
sentado afuera de la casa, luego de que la lluvia hubie-
se terminado de caer, dejando la tierra hmeda, lodosa,
tomaba un poco de tierra y empezaba a formar figu-
ras. No eran las torpes masas amorfas de los nios de
su edad, sino delicadas representaciones de humanos,
rboles y animales. En especial, le encantaba disear
gatos, gallinas y monos. Miraba en la televisin algn
programa donde aparecan estos animales y luego los
reproduca con el barro. En su memoria prodigiosa, se
impregnaban los registros concretos de las formas y co-
lores. Hablaba con soltura adulta. Cualidad que empez
a mostrar desde los primeros meses cuando las pala-
bras igual que el cuerpo gelatinoso se desplazaban

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

en un ir y venir como un filamento de queso mozarella.


De beb tal vez antes del primer ao de vida emi-
ta oraciones completas, lgicas y sugestivas, a veces
monlogos delirantes, y al da siguiente, al ritmo de su
cuerpo que se contrara, apenas poda pronunciar mo-
noslabos o gemidos torpes. Pero a los seis aos o ms,
cuando ces el crepitar acelerado de su cuerpo, tam-
bin las palabras encontraron su medida.
La madre, a pesar de su poca educacin, estaba se-
gura de que su hijo era especial, pero no se atrevi a
comentar con nadie sobre sus capacidades singulares.
Nadie la creera. Por el contrario, luego de que el pe-
queo empezara a caminar, a crecer y reducirse al mis-
mo tiempo, decidi que el nico sitio seguro para l era
la casucha donde vivan. Dej de llevarlo a la casa de los
seores Lpez, donde estaba empleada, y lo encerr.
Todas las maanas, luego de que su hijo comiera abun-
dantes porciones de alas de pollo herencia directa de
su madre y bebiera dos buenas tazas de humeante
caf; cerraba la casa y pona candado a la puerta. El sol
brillaba sobre la superficie del candado. El ruido de los
autos una ola trmula de motores y clxones, de si-
renas de ambulancia y escapes daados inundaba el
ambiente desde la avenida que se hallaba a trescientos
metros de la casa rodeada por un espeso follaje.
Rosa, al regresar a la casa, encontraba a su hijo in-
quieto, con los ojillos desorbitados y un hambre feroz.

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

Le calentaba los restos de comida que haba tomado de


la casa de los Lpez y le preguntaba qu haba hecho.
Lucho devoraba arroz, carne, pltanos fritos, apenas res-
pirando despus de cada bocado, y, al mismo tiempo, le
contaba a su madre que haba moldeado su figura: una
rplica asombrosa de su madre, en miniatura, que a Rosa,
contrariamente a lo esperado, le produjo desconcierto y
miedo.
Da tras da, el encierro le resultaba asfixiante. Una tar-
de, cerca de las seis, cuando en el cielo se teja una cons-
telacin de apremiantes nubes cenizas, Rosa descubri
que su hijo haba escapado de la casa. En una de las
paredes se divisaba un hueco lo suficientemente gran-
de como para que el cuerpo de Lucho brazos y pier-
nas largas, cabeza redonda y pecho desprendido en una
amelcochada giba pudiera salir. No tard mucho en
descubrir dnde se hallaba la criatura pues una serie de
estruendos, como los de un pjaro silbador, le dieron la
seal. Lucho estaba encaramado en uno de los rboles
que crecan a mitad de camino entre la casa y el ro. El
nio, al mirar el desconcierto de su madre, rio y empez
a descender colgndose de las ramas, como un mono.
Rosa lo reprendi, le dijo que no poda romper las
paredes de la casa, y escapar como un loco, deba hacer
caso a lo que ella dispusiera. Lucho le dijo que no poda
aguantar ah adentro, tantas horas, pero que le prome-
ta que si ella lo dejaba quedarse fuera de casa, l, como

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

un nio bueno, obedecera todas las disposiciones que


ella, como su santa madre, le recomendara. Rosa cedi.
Era imposible otra respuesta. Lucho se acerc donde su
madre y parndose sobre sus piernas la abraz cndida-
mente. La noche cay. En el cielo era posible contemplar
un cmulo insondable de estrellas y constelaciones. Cmo
habra querido Rosa conocer historias sobre navegantes
galcticos para contrselas a su hijo, pero apenas poda
reconocer la Cruz del Sur. Le cont que, haca tiempo,
en su juventud, un enamorado le haba mostrado en el
cielo estrellado aquella forma singular que recordaba la
cruz donde muri nuestro querido seor Jesucristo.
No obstante, las promesas de Lucho resultaron so-
lamente eso.
Cada tarde, al regresar de su trabajo, Rosa encontra-
ba nuevos destrozos. El nio abra huecos en las paredes,
arrancaba las lminas del zinc, quemaba las ollas. Lo peor
de todo que es mucho decir, pues la casa pareca haber
soportado los embates feroces de un tornado era que
el Lucho se haba aficionado por coleccionar todo tipo de
cadveres de animales: ratas, pjaros y perros. Para ello
fabricaba trampas con sogas, cajas de madera y palos de
escoba, a los que afilaba en un punta con un platinado cu-
chillo de cocina. Incluso haba tomado algunos de los ca-
bles de luz que su madre usaba para colgar la ropa con
el fin de fabricar sus trampas. Afuera de la casa, junto a
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

la puerta de entrada, el nio, luego de rondar por las


trampas dispuestas en los permetros colindantes co-
leccionando los animales cazados, se sentaba en cucli-
llas y con el cuchillo terminaba de matar a las vctimas,
luego las trasquilaba hasta dejarlos como bebs recin
nacidos, y los colgaba en filudos palos clavados en la
tierra. Para Rosa era un espectculo terrorfico, pero, a
pesar de los intentos de negociar con su hijo, nada po-
da hacer. Tambin continuaba esculpiendo hermosas
figuras de barro: ngeles y vrgenes, cisnes y tucanes,
sirenas y unicornios. La madre no terminaba de asom-
brase cada vez que su hijo la tomaba de la mano y la lle-
vaba detrs de la casa donde, como si fuese el jardn de
las delicias, estaban sus esculturas. Dnde viste esto,
hijito?, preguntaba la madre, al descubrir frente a sus
ojos a un gigante unicornio. No s, mam, le responda
Lucho, me aparecen en la mente.
No obstante la admiracin que le produca, ella ya no
poda controlar a su hijo. En varias ocasiones, al encon-
trarlo sentado en el suelo, con la luz de la tarde cayendo
sobre su cabeza como un chorro de aceite, rodeado de los
cadveres de los animales cazados, perdi los estribos y
luego de gritarle que dejara de hacer eso, se sorprenda
a s misma pegando a su hijo, primero nalgadas, y luego
cachetadas o golpes de puo. Rosa que provena de
una familia en la que la madre haba hecho de la violen-
cia contra su hija un acto normal, obligatorio se haba

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

prometido a s misma, a los quince aos, mientras su


madre le pegaba en la cabeza con la escoba, que cuando
fuese madre jams hara lo mismo con sus hijos, ahora, al
tiempo que descargaba su furia contra su hijo, crea que
dios la castigara por su comportamiento. Incluso lleg a
creer que su hijo, as, monstruoso, desafiante y salvaje, era
un castigo divino por una vida llena de licencias y peca-
dos. Pero cules, mi Dios padre le preguntaba, si
ella haba sido tan devota y cristiana, durante toda la
vida? En su mente, cruzada por la neblina y el descon-
cierto, apenas podan vislumbrarse imgenes impreci-
sas del pasado. Quizs aquella vez que perdi la virgini-
dad detrs de unos matorrales en su pueblo. O, pocos
aos antes, cuando la sangre de la primera menstrua-
cin le pareci un acto impuro que enterr junto con el
estropeado calzn junto a un rbol. Tal vez el hecho de
gozar su cuerpo al sentir las caricias de aquel enamo-
rado con el que, luego de hacer el amor sobre el pasto
verde de la quebrada de Lloa, crea que el mundo era
hermoso, acostada sobre su pecho, mientras l le ha-
blaba de la Cruz del Sur. Tal vez el odio a ese mismo dios
que no evit que la pualada de un asaltante nocturno
se llevara a su hombre. Rosa se preguntaba si ah estara
la raz de la ira divina, si esa sera la causa, pensaba, de
todos sus castigos y acto seguido, mientras observaba a
su hijo, sumiso, agarrado a los pies, a los cuales besaba
con devocin silenciosa, lo tomaba en brazos y lo be-
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

saba en las mejillas, una y otra vez, como si as pudiera


desprenderse del horror que le causaban sus propios
actos.
Luego de estos encuentros, el nio pareca sumir-
se en un estado meditativo, lejano, apenas susurrando
para s, al tiempo que se acostaba sobre el piso para
mirar las formas apelmazadas de las nubes. As pasaba
el da entero hasta que las primeras gotas empezaban a
caer. Entonces, rpidamente, se meta en casa. Odiaba
el agua. La madre y su hijo, juntaban planchas de zinc o
pedazos de plstico para cubrir los agujeros que el pro-
pio Lucho haba hecho.
La calma pareca regresar.
Sin embargo, de un da para otro, la ley de la fero-
cidad operaba nuevamente en el cuerpo de Luis. Se le-
vantaba de la cama y luego de que su madre partiera
para sus jornadas habituales, empezaba con sus andan-
zas. Para Rosa era ya un caso perdido. Empez a contar-
le a su patrona sobre el comportamiento extrao de su
hijo, as como sobre sus habilidades para la escultura y
la caza de animales silvestres. La seora de Lpez, lue-
go de salir del estupor una mezcla de incredulidad y
asombro aconsej a su empleada domstica que in-
gresara a su hijo a un instituto mental, quizs ah, le dijo,
podran encontrar la cura para los males. Rosa le dijo

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

que su hijo no estaba loco. Entonces, respondi la seo-


ra de Lpez, deberas darle una leccin. Dile a un hom-
bre que conozcas que le d una buena paliza al guam-
bra malcriado para que tome juicio. Rosa, mientras la
seora le recomendaba, pens en su compadre Edison.
Aunque no lo haba visto en mucho tiempo, a raz de la
desaparicin de su marido; seguramente podra contar
con su apoyo. Durante el trayecto de regreso, sentada
en una de las ltimas bancas del bus, mientras la ciudad
pareca una mancha de formas, apenas visible detrs de
la ventana, Rosa crey que, quizs, no fuese necesario
adoptar medidas tan extremas. Su hijo no era tonto, y
tarde o temprano deba entrar en razn. Era cuestin
de mantener la calma, armarse de paciencia y esperar a
que en el Lucho se abriera el entendimiento. Sin embar-
go, al llegar a la casa se dio cuenta que, en efecto, era
imposible dominar la naturaleza animal de su hijo. So-
bre la puerta de la casa, el nio haba clavado, al menos,
dos docenas de diminutos crneos pulidos y lisos so-
bre los cuales el sol de la tarde refulga con sus ltimos
rayos de luz de bebs ratas. Rosa no reaccion como
hubiese sido de esperar. Apenas le dijo que tena unas
cuantas alas de pollo que haba tomado del refrigerador
de su patrona y que pronto podra comer.
A la maana siguiente fue a visitar a su compadre
Edison en el edificio que levantaba, junto con treinta
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

albailes ms, frente al parque La Carolina, y le cont


todo, sin guardarse ningn detalle. Los dos, apostados
debajo de uno de los rboles del parque, se protegan del
caliginoso resplandor del medioda, mientras coman
platos de guatita y beban sorbos de Coca Cola. El com-
padre le dijo que contara con su ayuda. El fin de semana
ira a la casa y le dara una buena zurrada al impetuoso
nio de los demonios. Y as lo hizo.
El sbado lleg cerca del medioda. Traa atravesada
una borrachera a cal y canto. Apenas poda ponerse en
pie y, mientras lanzaba improperios contra el mundo, tra-
taba de encender un cigarrillo. Rosa sali de la casa donde
a esa hora preparaba una espesa sopa de fideos con pollo.
Lucho estaba detrs de la casa diseando un conjunto de
figuras en serie: se trataba de una decena de maltrechos
soldaditos norteamericanos de la guerra de Vietnam que
el nio haba visto en una pelcula el da anterior. Al mi-
rar el estado calamitoso del compadre, Rosa se arrepin-
ti de haberle pedido lo pedido. A la vista era una mala
idea y, al tiempo que arrastraba al compadre adentro
de la casa, trat de disuadirlo, pero era una misin im-
posible: Edison, afiebrado por el alcohol que bulla en la
sangre, insista en que si su comadre necesitaba de un
hombre que pusiera las reglas de la casa, l estaba ah
para eso y para lo que necesitara. Al subrayar las lti-
mas palabras, Rosa sinti una punzada en el estmago.
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

De verdad, era real lo que escuchaba? Podra su com-


padre, el delgado y sibilino Edison, anidar en su corazn
otros sentimientos hacia ella? Y de ser as, eso podra
suponer que Dios le diera una nueva oportunidad para
ser feliz? Durante los siguientes minutos, mientras Edi-
son caa desplomado sobre la cama, con la piel cetrina
y los ojos hundidos en profundas ojeras, Rosa pens
que, quizs, todo poda arreglarse, aunque, inmediata-
mente, otra punzada le apual el corazn: tal vez, el
borracho Edison, quisiera que ella estuviese, por obra
y magia del destino, otra vez soltera y hurfana de hi-
jos. Tal vez, segua pensando, como si su cerebro fuese
una mquina fabril, el compadre supona que ella que-
ra deshacerse de su hijo para allanar su camino. Eso
jams pasara, dijo al borracho que empezaba a roncar
emitiendo sostenidos hipos apestosos, y fue a encontrar a
su hijo. Era un acto instintivo, deba abrazarlo y reafirmar
que, pasara lo que pasara, nunca se separaran. Detrs
de la casa, amparado por las sombras que formaban
las prendas colgadas en los cables de luz, Lucho conti-
nuaba con su metdica labor. Alz la mirada y vio a su
madre: le pareca hermosa, casi la rplica perfecta de
la virgen Mara que los protega desde la imagen cla-
vada cerca del televisor: pens que debera moldear la
figura de su madre y l en su piernas, apenas despierto.
Durante otros segundos la contempl iluminada por los
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

rayos del sol que a esa hora caan desde el cielo, per-
pendiculares, en un chorro prolongado de luz blanca.
La madre se acerc y, sin rozar siquiera las piezas que su
hijo haba formado con tanta meticulosidad, lo abraz,
lo bes en la frente, los ojos y las manos. Mi amado
hijo, le dijo, y regres a la casa. El compadre la esperaba
bajo el umbral de la puerta, con los ojos vidriosos y tras-
tornados. En la mano derecha blanda el filoso cuchillo
que Rosa usaba en la cocina. Rosa se abalanz hacia l.
Est loco!, compadre, le dijo, deje eso. No!, grit el
hombre, ahora vamos a hacer justicia divina: hay que
matar al engendro de Satans. Deje, deje, implor Rosa,
tratando de evitar que Edison pudiera dirigirse a la par-
te trasera de la casa. Pero los intentos fueron vanos: ella
no poda competir con la fuerza del compadre quien,
con un manotazo preciso en el rostro, la dej tendida
sobre la tierra. Una nube pasajera desdibuj la masa ca-
liente del sol. Se hizo la sombra. Edison camin todava
zigzagueante hacia el pequeo Lucho. Este, al mirarlo,
se levant preparado para lo que vena. En su fuero in-
terior saba que deba defenderse del gigante que, con
los ojos ensangrentados de furia, se acercaba. La pelea
fue breve, apenas lo suficiente como para que el nio,
con un salto impredecible, estuviera sobre el cuerpo del
borracho. En la cada, Edison se desprendi del cuchillo

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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

y, durante unos eternos segundos, mir la figura demo-


naca de Lucho, con los dientes de Drcula y la risa col-
mndole el rostro. Y luego, al tiempo que senta cmo
el filudo metal ingresaba en su corazn, pudo sentir los
estertores de su vida, una vida que se le escapaba en-
tre regurgitaciones de burbujeantes sendas de sangre, y el
olor cido, ligeramente dulzn de la misma sangre. Luego,
el silencio. Lo ltimo que mir fueron unas sombras que
descendan del cielo como caballos salvajes, y el olor espe-
so del contaminado ro Machngara.
Cuando Rosa despert corri hacia la parte trasera
de la casa. El corazn le lata con fuerza. Una lnea de
sangre le surcaba la frente, le dola la cabeza. Enton-
ces descubri la escena: el cuerpo sin vida del compa-
dre, con el cuchillo todava clavado en el corazn, so-
bre un rojsimo charco de sangre, junto a las ropas en
el piso, las mismas que ella haba lavado por la maana
y que luego colgara sobre los alambres de luz. Extrajo
el cuchillo del cuerpo inerte con un gesto de horror, y
empez a buscar a su hijo por todas partes, gritando
su nombre una y otra vez. Todo estaba en silencio. Era
como si el tiempo se hubiera detenido, en una perpetua
cmara lenta, tan poderosa que desvaneca los ruidos,
los olores, el espacio. Camin hacia la quebrada que lle-
vaba al ro. Ah, envueltos al rbol descubri los cables
de luz. Grit, aull, y se abalanz hacia su hijo al mirar
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa

cmo esos cables, sujetos a la raz del rbol, envolvan


su cuello. Con el cuchillo friccion sobre la capa de PVC
hasta que, por fin, los cables se rompieron. Inmediata-
mente escuch cmo el cuerpo de su hijo se deslizaba
por la quebrada. Se imagin lo peor: el cuerpo de Lucho
cayendo sin resistencia hasta el mismo ro. Pero, por
suerte, mientras el nio se deslizaba entre los matorra-
les, haba podido sostenerse con sus manos. Benditas
garras de mono, pens la madre, y empez a subir a
Lucho. En el cuello le surcaban dos lneas violceas; de
la piel lacerada brotaba un fina capa de sangre; los ojos,
todava desorbitados y la lengua colgando de los labios.
Pero estaba vivo. Era un milagro. Durante el resto de la
tarde cur las heridas de Lucho y, sentada sobre la silla
mecedora, contempl cmo la tarde se perda detrs
de un azulino manto amarillento, renacentista.
Lucho, todava con los colmillos de la muerte mor-
dindole las heridas, pens que la siguiente escultura
que elaborara sera la de su piadosa madre, vestida
como la virgen Mara, con su hijo sobre sus piernas,
desfalleciente y feliz; s eso hara, pens.

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