Cuentos Ecuatorianos
Cuentos Ecuatorianos
Cuentos Ecuatorianos
Latitud Cero
PORTADA
Doce narradores ecuatorianos
Antologa
Edicin: Nancy Maestigue Prieto
Diseo del perfil de la coleccin: Rafael Lago Sarichev
Composicin y diseo de cubierta: Enrique Verdecia Carballo
ISBN 978-959-263-050-5
Coleccin Fabulaciones
Editorial CUBALITERARIA
Instituto Cubano del Libro
Obispo 302 esq. Aguiar, Habana Vieja
CP 10 100, La Habana, Cuba
e-mail: [email protected]
Visite: www.cubaliteraria.cu
NDICE
Sobre la obra / 6
El placer de leerlos (Prlogo) / 7
Gilda Holst / 13
La cara pblica de Santiago / 15
Mara Leonor Barquerizo Daz Granados / 21
Un postulado / 23
Sara Vangas Covea / 27
La estatua / 29
Amnesia / 30
Barro / 31
Ivn Egez / 32
Jinetera / 34
Modesto Ponce Maldonado / 50
Re-impresin / 52
Vicente Cabrera Funes / 72
Simplemente, cornelia / 74
La navaja / 78
Jorge Dvila Vzquez / 84
De una rosa / 86
Aminta Buenao Rugel / 93
La gata / 95
El vampiro / 101
Oswaldo Encalada Vsquez / 104
El gallo / 106
Crislida / 108
Ruth Patricia Rodrguez Serrano / 110
Lgica de baltasar / 112
Yanna Hadatty Mora / 121
Daniel / 123
Juan Pablo Castro / 129
La leccin / 131
Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa
SOBRE LA OBRA
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa
EL PLACER DE LEERLOS
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Antologa
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa
Gilda Holst
(Guayaquil, 1952)
Narradora y crtica guayaquilea. En relatos cortos ha pu-
blicado: Mas sin nombre que nunca (Guayaquil, 1989), Tur-
ba de signos (Quito, 1995), Bumern (Guayaquil, 2006)
y la novela Dar con ella (Gayaquil, 2000). Sus cuentos
han sido traducidos al ingls y francs y han aparecido en
numerosas revistas y antologas nacionales e internacio-
nales. El muro y la intemperie y Las horas y las hordas (Julio
Ortega, Hannover, 1989; Mxico, 1997), Rev. Imagen Lati-
noamericana (Jos Balza, Caracas, 1994), Adn visto por
Eva (Poli Delano, Buenos Aires, 1995), Narradoras ecua-
torianas (Miguel Donoso P., Quito, 1997), Cruel Fictions,
Cruel Realities (Kathy Leonard, Pittsburgh, 1997), 2 veces
buenos #2. Cuentos brevsimos latinoamericanos (Ral
Brasca, Buenos Aires, 1997), Poesa y cuento ecuatoriano
(Sara Vanegas, Cuenca, 1998), Rev. Guaraguao (Mario
Campaa, Barcelona, 2001) Journal of Latin American
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Antologa
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Y en otro:
Hay hombres que eyaculan pero jams se orgas-
man, o es al revs?
Maana mismo me voy de aqu.
Quiero decir que no solo s la ubicacin de los r-
boles, acacias, jacarands y otros sino que espero con
ansias cundo les toca el turno de florecer. Casi todos
lo hacen desde noviembre a enero, pero no deja de ser
emocionante.
Mi pierna izquierda result corresta, te juro, loco;
se qued dormida, tan pero tan dormida que yo pien-
so que estaba soando, entallando una quimera como
dira un escritor famoso. De nada vali que yo me le-
vantara y moviera la pierna: insensible, de piedra; ja-
ms despert la boba y ca aparatosamente con huesos
rotos y todo.
En otro:
El negocio est en poner un puesto de comida,
ya, de encebollado para ms seguridad, y tener palan-
ca, claro.
Con esa ingenuidad masculina apabullante de creer
que mirando ardorosamente nos voltean. El sndrome de
mantener la viga de guerrero es difcil de sobrellevar. Bell-
simo en verdad, pero que perezca conocerlo.
El hombre qued tirado en la calle gritando: Ha-
bla serio, hermano!; y todo ensangrentado repeta: No
pues, bro, no pues!
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Antologa
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Antologa
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Antologa
[email protected]
[email protected]
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UN POSTULADO
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Antologa
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Latitud Cero. Doce narradores ecuatorianos
Antologa
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Antologa
LA ESTATUA
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Antologa
AMNESIA
BARRO
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Antologa
Ivn Egez
(Quito, Ecuador. 1944)
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Antologa
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JINETERA
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Antologa
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Cuando cree que l ya se ha registrado en el hotel, ya
ha tomado una ducha y se ha acicalado para bajar a be-
ber una cerveza en las mesas de la acera, ella enrumba
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Antologa
***
A la noche, en la habitacin del Guilteness, casi arri-
mada a la puerta, ella empieza a deshojarse de a poco,
mientras l, tendido bocabajo hacia el pie de la cama,
con la mano en la barbilla, asomado a s mismo como a
un minarete, la contempla. Ella se descalza, se quita las
ajorcas y candongas que la adornan, se demora en za-
farse algunas greas de su cabellera, como si estuviese
tocando castauelas. El hombre piensa en las delgadas
paredes del hotel que dejan pasar el ruido del bar al
aposento, distrayndolo. Ella piensa en la pistola que l
traa al desembarcar y que hoy la tendr, seguramente,
guardada en la maleta o en uno de los cajones de las ve-
ladoras; quin sabe si bajo la almohada. Pero deja caer
las ltimas prendas. De pronto l es presa de un con-
traste inesperado: por vez primera ve una mulata dora-
da a la plancha, comestible, en plato de sbanas, pero
con un vello pbico completamente cano, albino, como las
hojas del estoraque y su fruto carnoso. Esa visin mgica,
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Al siguiente da, cuando l despierta, ella ya no est. La
playa ha crecido a causa de la marea baja y ella, solitaria,
ha ido a chapotear desnuda sobre las blancas y rizadas
barbas del mar, ese viejo verde de todos los tiempos.
De la veladora toma las marinas que ha estado le-
yendo: Playa, tu ardor es mo y tambin tu orilla hume-
decida por la resaca que drena corazones flechados y
nombres imposibles. Tuya es la blandura de mis desmo-
ronamientos. Mo tu corazn de vidrio. Tuyos mis cas-
tillos de arena y mis ventiscas. Ma tu desnudez donde
la sombra que protege es apenas tajo de gaviota que
pasa. Tuyas mis marejadas de optimismo y mis derribos
salmueras. Mas tus ondas en mi frente y ma tu sed.
Tuyo y mo ese reloj de arena que se escurre de las ma-
nos. Un da nos volveremos a unir: yo viajando en calcio
subterrneo hasta tu enca de tagua, hasta tu seno ca-
riado por las jaibas, t, sin tumba donde caer o ganada
por el agua que cubrir todo.
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As han pasado la semana, entre la cama, los bares y los
parasoles. Cada vez que se despiertan saben ms de sus
vidas, como si se hubieran contando cosas en el sueo.
Cada minuto que se separan es para necesitarse ms.
Llega la noche de la despedida y ella va a ofrendarle el
coral blanco. l no sabe que ese es un ritual con todo
turista con quien haya amistado la semana.
Cuando ella ha llegado de vestido alto y con un cano-
tier, que es un suave barco de frutas a manera de esas
cornucopias que dibuja un siempre sonrosado pintor
habanero, l ya no est en el Guilteness. En la carpe-
ta de informacin le dicen que l estaba esperando a
alguien, que seguramente lleg esa persona y salieron.
Ella lo aguarda en una mesa de afuera. El Pndulo est en
la baha con las luces encendidas y su sirena estentrea
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RE-IMPRESIN
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Vuelvo a la lectura.
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Qu piensas t?
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SIMPLEMENTE, CORNELIA
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LA NAVAJA
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DE UNA ROSA
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LA GATA
A Ulbita Reyes F.
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EL VAMPIRO
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EL GALLO
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CRISLIDA
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LGICA DE BALTASAR
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DANIEL
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LA LECCIN
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Antologa
rayos del sol que a esa hora caan desde el cielo, per-
pendiculares, en un chorro prolongado de luz blanca.
La madre se acerc y, sin rozar siquiera las piezas que su
hijo haba formado con tanta meticulosidad, lo abraz,
lo bes en la frente, los ojos y las manos. Mi amado
hijo, le dijo, y regres a la casa. El compadre la esperaba
bajo el umbral de la puerta, con los ojos vidriosos y tras-
tornados. En la mano derecha blanda el filoso cuchillo
que Rosa usaba en la cocina. Rosa se abalanz hacia l.
Est loco!, compadre, le dijo, deje eso. No!, grit el
hombre, ahora vamos a hacer justicia divina: hay que
matar al engendro de Satans. Deje, deje, implor Rosa,
tratando de evitar que Edison pudiera dirigirse a la par-
te trasera de la casa. Pero los intentos fueron vanos: ella
no poda competir con la fuerza del compadre quien,
con un manotazo preciso en el rostro, la dej tendida
sobre la tierra. Una nube pasajera desdibuj la masa ca-
liente del sol. Se hizo la sombra. Edison camin todava
zigzagueante hacia el pequeo Lucho. Este, al mirarlo,
se levant preparado para lo que vena. En su fuero in-
terior saba que deba defenderse del gigante que, con
los ojos ensangrentados de furia, se acercaba. La pelea
fue breve, apenas lo suficiente como para que el nio,
con un salto impredecible, estuviera sobre el cuerpo del
borracho. En la cada, Edison se desprendi del cuchillo
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