32 Patria, La Mestiza
32 Patria, La Mestiza
32 Patria, La Mestiza
PATRIA, LA MESTIZA
Es tiempo de que vuelvas, es tiempo de que tornes...! (Lazo-Mart. Silva
Criolla)
I.
EL AO 15 don Aniceto Zaldvar se estableci en Barrera a un cuarto de jornada de
Las Manzanas de Carabobo, despus de realizar los potreros de Chirgua y
vender, a como le pagaron, unas dos leguas de sabana, desde la orilla del Pao
hacia los llanos. Una tierra de pastos siempre verdes, con muy buena agua.
Trescientas reses que all le quedaban, cuando el tiroteo de Taguanes, haban sido
arreadas por las caballeras de Morales que se replegaron sobre Guardatinajas,
despus de la rota de A ragua, a levantar nuevos escuadrones. El hermano de don
Aniceto, Jos Miguel, fue asesinado al regreso de un viaje a las posesiones
comuneras, y aqul, realizando lo poco que tena en animales y vveres, recogi a
la hija de su hermano, Ana Mara, compr predio y abri su bodega La
Primavera sobre las peladas barrancas de Batira, en todo el camino real de
Valencia... A espaldas de la casa, un potrerito, algunas reses, la yegua de silla v el
arreo de burros a la carga que saliera para la Lajimia y los valles de Aragua.
Jos Miguelito, el hijo, estaba encargado de la pulpera: Anama d la casa y de la
posada; el viejo desde el alba, con el mandador de gruesos nudos bajo el brazo,
la mascada en perpetuo rictus bajo el carrillo, la blanca testa al aire, las cejas
peludas y negras, vigilbamos todo, incansable, un poco hastiado de la vida
sedentaria, con la nostalgia del antiguo bro en los recios trabajos de la cosecha
de ganados.
El hijo nico, que cost la vida a su madre, era un mozo levantisco, trabajador,
medio tarambana, pero buen muchacho. De su rudo pastoreo, de las cabalgatas
interminables por los llanos del Gurico para venir a parar al fondo de aquella
bodega, vendiendo reales de manteca y seas de papeln... qu mal se
senta! Pero acept la ruina con el mismo estoicismo paterno, y miraba, pen-
sativo, echado de codos en la ventana-mostrador que se abra al camino, junto al
palo de un gran frasco de guarapo, bajo el oro oxidado de los racimos de
cambures, cmo, de tarde en tarde, desfilaban tropas, caballeras, lentos
batallones que luego borrbamos a lo alto de la cuesta entre una polvoreda, bajo
el sol... Los dieciocho aos hervanle con una angustia sorda, con una
desesperanza de s mismo, cuando su padre pareca querer convencerle de lo
vano e intil de todo eso; y exclamaba, spero, definitivo:
Pobre gente! Mire qu vida lleva-"'... "No hay como el trabajo, el trabajo que
dignifica a los hombres!
Pero un nombre que vena del sur, un nombre breve y heroico que saltaba
siempre de los labios de los desertores, de los heridos, de los mismos oficiales
realistas que desmontaban en el corredor de La Primavera a echar un trago,
haca brillar chispas de entusiasmo en los ojos del joven Zaldvar y dejbale
siempre pensativo, la cabeza llena de ensueos, la botella que serva, casi ex-
hausta, en la mano...
Muchacho! Que si vas a servir as los cuartos de ron, es cerrar el negocio!
Y al recuerdo del hermano asesinado, de la ruina, de todas las miserias de guerra,
conclua con su eterno estribillo: Malhaya el fulano Pez y el Bolvar y todos
esos diablos que Dios confunda y que nos han dejado as...! El trabajo, no hay
como el trabajo que dignifica al hombre.
Cuando los presentes eran patriotas, entonces a los nombres de Bolvar y Pez
los reemplazaban Monteverde y Boves. Pero la energa para condenar la guerra, la
guerra ruinosa e insensata, era la misma...
Por las rendijas de aquel estrecho concepto base filtrando, como un soplo, el
breve nombre heroico del que asaltaba con la lanza en la boca, a nad, una
escuadrilla, o caa como un rayo sobre la mata alanceando, o incendiaba las
pampas y en la noche oscura largaba potros volantones con un cuero seco a la
cola sabana abajo, hacia los asombrados campamentos... Y en labios rudos de sol-
dados, en labios tristes de heridos, en labios trmulos de ira de adversarios,
floreca aquel breve y heroico nombre como un botn de granada. La Patria era
l... Un hombre hercleo que dominaba una mua por las orejas, pasaba un cao
crecido a nado y traspasaba tres espaoles de un lanzazo
II.
Una tarde, al oscurecer, lleg a La Primavera un caminante, cojo, lleno de polvo,
de cansancio, de sudor. Vena de lejos. Lentamente, con voz fatigada, tendido en
la manta que extendiera a un lado del corredor, relat cosas sorprendentes de el
viejo... El haba sido dado de baja, despus de aquel tiro en la pierna. En el
campamento estaban unos hombres rubios que hablaban una lengua
desconocida, tiesos, muy altos. Venan de lejanas tierras a formar en el ejrcito, a
luchar por la libertad. Les llamaban los gringos; hubo serios motines; pero res-
petaban mucho al viejo; l no recordaba de dnde eran, pero algunos oficiales s
lo saban. Cada da se alistaban nuevos soldados; gente que vena de los lados de
Nueva Granada, con equipajes, con espalderos o voluntarios sin otra cosa que lo
puesto... Ahora estaban aguardando al que mientan ms jefe que los otros
concluy el cojo al general celestsimo Bolvar que dicen que es un
hombrecito chiquito, que quiere mucho al viejo y se lo va a llevar para Caracas
a guerrear juntos. Pero es mucha la gente que llega de ay, de esa parte abajo de
Casanare.
Claro!, interrumpi don Aniceto desde su taburete siempre sobran
voluntarios para salteadores! Y otra vez exclam: El trabajo, mi amigo, el
trabajo es lo nico que dignifica a los hombres!
La imaginacin de Jos Miguel estaba lejos de all, en alas de aquellas torpes
palabras del cojo... Vea una sabana, un escuadrn, la luz amarilla del amanecer,
pabellones que flamean al toque de diana... Una resonante clarinada hace
relinchar los caballos con las narices al viento y las crines tendidas... Cruza un
jinete la sabana, seguido de un tropel de ayudantes rubios vestidos de rojo... l,
el del nombre breve y heroico, l, que sali de un hato, de pen, que estuvo como
estaba ahora Jos Migue! partiendo cazabe cuando muchacho en la bodega de
Bernardo Fernndez, y ya perfilbase en el sur, muy alto, sobre un manojo de
lanzas apureas... Ah, si l se atreviera...!
Clavaba sus ojos en el camino ya oscurecido, mientras el narrador callaba,
durmindose... En el cielo crepuscular, sobre el gajo de una palma, el primer
lucero brillaba alto, claro, con siete rayos, como aquella estrella de los Capitanes
en el dormn azul... Ah, si l se atreviera...!
Nunca como entonces sintiera la pesadumbre de aquel vivir, del oficio aquel, de
todas las pequeas tristezas y los mseros menesteres que segn su padre eran
el trabajo, lo nico que dignificaba los hombres... Pero por qu? Y la soledad
se entraba en l con la noche. Fulgecan, intermitentes, los cocuyos en los
escbales, frente a la casa, a todo lo largo de la cinta gris del camino... Un ruido
de carretas lejanas, algn piar de pjaros en los guamos del patio, el mugido
profundo de los bueyes, y el golpe sordo, espaciado, del piln. Vea hacia el
interior, sobre la luz cruda del candil que estaba en la cocina, la silueta de Ana
Mara, con las mangas arrolladas hasta el hombro, los cabellos alborotados
pegados a las sienes por el sudor; plantada firme, alzaba y bajaba los desnudos
brazos, morenos, musculados; y el movimiento imprima a sus fuertes pechos de
virgen, agudos, axilares, bajo la delgada tela de la camisa, un poderoso afn...
Para ella s: la casa, el maz de las gallinas, la hornada de pan... para ella el
budare, el cuidar de los pollos, el medir la manteca y el pesar la sal... Pero l,
l...! l no era mujer, caray! l se iba... Se iba con los hombres, a guerrear, a
correr mundo, a jinetear un potro, a pararse el regaa de una lanza en el estribo
derecho... El se iba con los hombres, para donde estaba la Patria, para donde
estaba aquel que sujetaba una mula cerril por las orejas...
III.
Toda la noche, con imaginacin calenturienta, no pens sino en aquello... En la
madrugada, ya no pudo dormir. Se fue al jagey, antes del ltimo canto de los ga-
llos. Echado de bruces, hundi el rostro febril, resopl en la frescura del manantial
y se estuvo, como un animal joven, en el claro deleite de aquella agua que corra
humilde de la greda, por entre las caas...
Qu madrugador! exclam a sus espaldas una voz fresca, tan fresca como
aquella agua sobre el rostro.
Era Ana Mara; bajaba con la tinaja sobre la cadera y el pecho libre bajo la
camisa... Y l haba revuelto el agua! Si sera ocioso!
Djala que corra; corriendo se pone clara.
Y echse a su lado, en la hierba. Ola a campo, a frescura, a ingenua juventud.
Una luz plida llegaba hasta ellos desde atrs de la sombra profunda el tono
verde-claro de los platanitos, el ms oscuro de los guamos; hilos de luz plida,
tambin, reflejos purpreos de una flor de apamate, hojitas secas, hierbajos que
se doblan al paso de la corriente.
Ya va a amanecer! dijo al fin ella, suspirando.
Entonces algo rudo; algo ms poderoso en l que su silencio, rebelin de su
sangre, de la servidumbre, de la montona cadena de sus deberes, le estall a
flor de labios:
S, ya va a amanecer! y yo a comenzar lo mismo: Jos Miguelito, que me vendas
un cuarto de manteca, dos de cazabe, uno de dulce y la apa de conserva e to-
ronja. Y otra vez yo a agachar el lomo, a medir manteca, a partir tortas de
cazabe... Pues no, no quiero ser ms burro de carga, no, no y no...
Fue el tono tan rpido, tan resuelta su burda energa que revelaba la facilidad de
expresin de las ideas que se han cavilado mucho, que ella alz los ojos
sorprendida:
Mara Pursima! Te enjuagaste la boca con vinagre?
Con demonio fue que me la enjuagu... !
Y alzndose quiso echar a andar hacia la casa, exclamando, lleno de rabia:
T tambin, a pazgata!
La muchacha salt hacia l. Acaso viera en su rostro el dolor de su vida, acaso su
corazn le avisara de aquel dolor que hasta entonces no conociera:
Oye, negrito, oye, no te pongas tan bravo! que pareces un bquiro, hombre,
que das miedo...
El se debata, cogido por los hombros, eludiendo el rostro franco, de hermana a
hermano, el pecho joven, robusto, suelto, libre, tembloroso bajo la camiseta,
respirando esa maternidad instintiva de las hembras fuertes.
Como no respondiera, fosco an, pero forzndose a no sonrerle, ella le agarr la
barba, y de' pronto grit angustiada:
Pero qu te pasa! Qu te pasa, hombre! Que ests llorando que ests
llorando, Jos Miguelito, por Dios!
En efecto, en los ojos fieros y negros se le quebraban lentas lgrimas, rabiosas,
gruesas, como gotas de lluvia veraniega.
Djame, sultame! y avergonzado de que le viese llorar, volvi a dejarse caer
sobre el ribazo.
La muchacha entonces se sinti turbada, llena de angustia; y sin pudor, como de
hermana a hermano que as vivieran hasta all echse sobre l, le oprimi
entre sus brazos, contra el hermoso pecho, pegndole el rostro como a un nio, e
interrogndole, pasito, con una gran ternura que iba creciendo en la caricia de los
brazos y de la voz:
Dime, dime, qu te ha hecho mi padrino? Qu ha hecho? Es por cosas de l
que t ests llorando!
No, no; sultame, djame! por l no es...
No te dejo, no te dejo! t ests llorando, y para que tu llores algo muy grande te
est pasando.
Los ojos cariosos, llenos de luz, se abrieron cerca de los suyos. Haba tal angustia
en el semblante de la nia, que Jos Miguel tom las sienes entre sus manos, le
acarici las mejillas...
T, qu sabes... t...
Yo qu? Yo qu?
Ms framente aadi:
T eres mujer!
Al principio, no entendi bien... S, ella era mujer, pero qu quera decir eso? No
poda tener un sentimiento de l si estaba triste, si lloraba? Aunque ella fuese
mujer...!
Entonces, si no la hizo entender aquella nostalgia de destinos ms altos, ms
arriba de la pulpera, de la vida modesta, del humilde existir, logr que sintiera
toda la tristeza de su tristeza, el desencanto juvenil, la amargura, la exacerbacin
de esas primeras ambiciones que se frustran y cuyo mpetu inicial ya no volver
nunca... En un arranque, desbord en sus palabras, a retazos, con sbitas
conmociones de voz, en un entusiasmo que iba creciendo hasta el fin, su grande
ilusin, el ensueo que la atormentaba, la idea que le obseda, la ambicin
suprema de ir, bajo los cielos librrimos en un gran potro, con el regatn de la
lanza clavado al estribo, entre el tropel de las caballeras, al lado de l, el del
nombre breve y heroico, tras aquel otro hombre chiquitn, patilludo, nervioso, de
voz atiplada, que era ms jefe que los otros jefes...
Y ella, asombrada un momento, ahora llorosa, sobre su hombro, gema:
Que te quieres ir, Jos Miguelito, con ellos, con esos hombres malos que como
dice padrino hacen la guerra por gusto... que nos quieres dejar... solos, dejarme a
m slita y a padrino...
Pero mira, no; si no es que me vaya para siempre; mi pap es como si fuera el
tuyo... Con l te quedas, esperndome ustedes dos... cuando yo regrese ser
algo, valdr algo: vendr de Comandante! t vers, t veras...
Y pona los ojos en el ensueo mientras las lgrimas de la muchacha le caan,
tibias, sobre los rudos puos contrados...
Sacudi la cabeza, alborotada:
Si eso te gusta, si ests alegre, si te pones contento qu vamos a hacer! te
irs... Pero yo quiero que t seas muy bueno, que nos quieras mucho y que
cuando seas todo eso que ests diciendo, no te vayas a olvidar de tu pap ni de
tu hermana... de la pobre Anama que se queda aqu slita, esperndote...
La cogi por los hombros, resuelto:
Jrame una cosa, Anama!
S; lo que quieras; por lo que quieras...
Jrame que no se lo dirs al viejo hasta que yo no me vaya.
Dud un instante; luego, resuelta tambin:
Te lo juro. Por sta y bes los dedos en cruz.
Con una sbita alegra se puso de pies:
Anama, t eres lo nico que yo quiero aqu. ..
Y a padrino, y a padrino?
Baj el rostro, confuso:
S, a l tambin; pero es otra cosa.
Regresaban pensativos, despus que ella llen la tinaja, in-pando la cuesta de la
casa. Detvose ella de pronto:
Jrame t ahora otra cosa, Jos Miguelito!
T dirs
Confusa, aadi de sbito:
Que no te casars por all!
Echse a rer pero ella se figuraba que l iba a la guerra a buscar mujer? Estaba
loca? Cuando guerreara bastante regresara a vivir all con ellos, a trabajar unidos,
a envejecer juntos...
Tena, oyndole, el pecho anhelante; los ojos con una mirada dulce, resignada,
llena de futuro:
Por qu me lo juras t?
La estrech entre sus brazos sin la menor resistencia, la bes en los ojos, uno,
dos, tres ruidosos besos:
Por estos te lo juro, Anama, por estos!
Bruscamente separse de ella, plido. Lgrimas lentas corran ahora a la
muchacha por las mejillas.
Qu tienes, qu te pasa?
Se llev la mano a la frente, a los alborotados cabellos, roja como las flores del
apamate:
No, nada, nada!
Y ech a correr hacia la casa en cuyos aleros las palomas blancas y los palomos
tornasolados aleteaban, arrullndose, al sol del amanecer. De los rboles del
cao, de las cinagas, del copo de los ceibos, una algaraba de pjaros saludaba
el da...
Esa noche, ensillando la yegua de la casa, Jos Miguel parti para los llanos de
Apure a buscar la guerra.
Media noche deba ser. Las Cabrillas estaban todava muy altas... Volvi el rostro
por ltima vez, desde lo sumo de la cuesta, y vio el humilde techo, una mancha
ms negra sobre el cielo negro.
IV.
El teniente Jos Miguel Zaldvar hizo toda la campaa del Bajo Apure... Muchos
das le vieron amanecer, como antes no soara, en cuclillas, sobre el pretil de
las sabanas inundadas, con la cobija chorreando agua, bajo la lluvia de esos
chaparrones del sur que duran tres y cuatro das; con el corazn entumecido por
la pena, por la aoranza, casi desesperanzado... O en el largo desaliento de las
jornadas interminables que anonadan la voluntad, al travs de sbanas que no se
acaban nunca, bajo un sol implacable... Era el merodeo, el asalto a robar ganados,
las peligrosas descubiertas, los audaces reconocimientos de la mosca en
vanguardia, reptando como una macaurel, barranco abajo, con las riendas del
corcel sujetas al tobillo, o huyendo a una de caballo entre un silbido de
proyectiles... A campo abierto, los tiros estallan secos, como foetazos...
Hubiera desertado ante tanta amargura y tanto ensueo de gloria roto por aquel
guerrilleo miserable, sin honor, ni bandera, asaltando, pillando en los pueblos,
rollando por las sabanas, si una llamarada de odio, salvaje, profundo, no entrara
en su alma a arderla toda la tarde aquella que en un ribazo del Arauca supo la
tragedia de su casa, el saqueo de la bodega, su padre muriendo, Anama...
Anama qu? pregunt en una ltima angustia aI que le dio la noticia el
mismo cojo, antiguo soldado licenciado que l conociera una tarde en el corredor
de La Primavera, el mismo Manuel Casimiro que iba hora en eterna correra
desde Aragua hasta Achaguas, vendiendo reliquias de la Santsima Trinidad para
las halas, novenas del Carmen y manojos de yerbas que junto a la novena
curaban las calenturas.
La nia Anama dijo pesaroso que la atropellaron los canarios y est entre la
vida y la muerte... Lo misino que al taita suyo!
Despert del estupor, del golpetazo brutal, con una brbara energa: ya su vida
tena un objeto, un camino directo Menos abstracto que eso de la Patria y de la
libertad, en las cuales ya iba creyendo poco, ms hondo y perenne que el
prestigio de aquel breve nombre heroico. Surgi en su alma un sentido de
herosmo en el cual se amalgamaban la sangre y la patria, la ruina y la vergenza;
as senta la libertad como el recuerdo permanente de un largo ultraje.
Y desde aquel da, el teniente Zaldvar, antes remoln y dejado, caa a la cabeza
de los otros, a lanza limpia, contra toda hacienda, sobre todo rancho, atropellando
sabana adentro con esa impulsiva fatalidad de los hombres que ya lo perdieron
todo.
La guerra! cunto dur aquel gnero de guerra que l soara tan distinto, de
uniforme, en fila regular, con la marcial disciplina de los regimientos reales que l
viera desfilar desde la triste ventana de su pulpera Era aquella la guerra?
Aquel ir y venir; aquellas marchas y contramarchas, sin racin, sin maz para la
bestia, roto, descosido, con un fuste cualquiera por montura y un bozal de soga
por rienda. El uniforme azul de brandeburgos de oro y pantaln de grana, era
aquel garras mugriento, destrozado en los fondillos? De jinete y caballo, slo
como un alto brillo, como la nica llama de una marcialidad heroica, la lanza en
alto, ancha de a cuarta, pulida como un espejo, era flama en el medioda de los
caminos asoleados, y clara estrella en la noche, cuando la sombra de los bajos
es pavorosa y el grito ahogado que parece salir de los palmares lejanos evoca
cosas de otro mundo, alaridos de la Sayona que mat a sus hijos y anda en pena
por las sabanas, llorando...
V.
Una tarde al campamento de la guerrilla, lleg un ayudante que llam aparte al
jefe y habl largamente con l ... Admirados los guerreros en harapos contempla-
ron aquel oficial catire bien montado, vestido de rojo, como un diablo, que
luego, brevemente, salud con el sable, se meti el cachimbo en la boca y jinete
su alazn por donde haba venido... Aquel deba ser uno de los gringos del
viejo... Los cuarenta centauros rodearon al comandante. Qu era aquello?, por
qu esos otros estaban acomodados y a ellos los tenan como pordioseros?
Ya se vea: para las caballeras apureas nunca haba nada, ellos seran siempre
los menos en el ejrcito! Las quejas subieron de punto, casi a clamor... Hasta
que el comandante, seco, enjuto, avellanado, cort plido de ira, con un grito:
Y qu carrizo tienen ustedes que preguntarme a m, hijos de su madre!
Los ojillos llenos de furor, le relampagueaban; la ancha cicatriz que le cruzaba el
rostro se list profunda, plomiza:
Nosotros no venimos desde la Portuguesa para echrnosla de mariquitas,
sino para lancear godos... Al que vuelva a mentar eso del uniforme le bajo el
pelo... y llevaba la mano, curva como una garra, a la trama del machete.
Mohnos, cabizbajos bajo la clera del jefe, dispersronse de nuevo por la sabana,
unos a asar el pedazo de mine, racin de dos das, otros a componer los aperos
destrozados, remendar la cobija o curarse un rasguo de bala con hilas
mugrientas y aceite e palo.
Los mir alejarse el viejo centauro y su clera desapareca como por encanto.
Psose triste: el aspecto le deca ms elocuentemente, qu heroica resignacin,
cul ir valerosa significaba bajo la luz plida del atardecer aquel grupo de jinetes
hambrientos, desnudos, heridos, rodeados de potros solteados que pastaban, la
cerviz humillada, con la recia huella del fuste sobre los lomos sangrientos
Y en la noche, junto a la fogata que slo podan encender cuando la marcha del
grueso del ejrcito les dejaba a retaguardia, los convoc a todos. La voz grave,
conmova y temblaba:
Mis, hijitos, maana o pasado jugamos la gran pa viejo nos manda a
incorporar en Tinaquillo a la otra caballera que dej el compaero Aramendi ms
ac del Naipe... Los espaoles salieron de Valencia ayer o antier...
La luz de la llama le daba en el rostro recortando el duro perfil como a un solo
golpe de troquel sobre metal fundido.
Mis hijitos tienen razn: no tenemos ni ropa ni comida, las bestias casi todas
estn espiadas... Solt un terno, rotundo, hermoso, lleno de ira:
A caballo todo el mundo, esta noche, a coger un pasitrote sobre Taguanes, con
la fresca de las doce, que si los de mi compadre Jos Antonio estn bien comi-
dos y bien aperados, nosotros tenemos este uniforme...!
Y junto a la hoguera, en lo alto del asta, plant la lanza como una estrella...
VI.
Con la bestia al diestro, enredndose en los bejucos de la pica las grandes
rodajas de las espuelas, el primer escuadrn cay a la sabana...
Virgen de Coromoto! Los gringos, all estn los gringos! grit alegremente
el tropel de centauros.
Un trueno sordo, una humarada densa entre la cual los fusilazos son como puntos
encarnados... Y apoyado en el reborde de la sabana que a su extremo alzbase a
manera de una grada de anfiteatro, bajo hilera de chaparrales de un gris verdoso,
una lnea de diablos rojos, rodilla en tierra, vomitaba, regular, iscrona, como me-
dida a golpe de batuta, en la armona de un solo estampido, trescientos tiros,
certeros, fijos, implacables...
Haba como un estupor en el cielo... Batallones enteros replegbanse en
desorden; de lo alto de las sillas caan jinetes, fulminados. Y caballos
enloquecidos, batiendo los estribos sobre los trmulos ijares, huan campo
traviesa, aplastando heridos, pisoteando muertos, encabritndose, soberbios, en
una rabia de mordiscos...
Los gringos! Los gringos! Vivan los gringos, carajo! As se pelea...! Era un
vasto grito, un grito rudo y glorioso surgido de entre el tropel de las caballeras
llaneras que se organizaban para entrar en batalla.
De tiempo en tiempo, caan de bruces los diablos rojos, y otros, de retaguardia,
impasibles, ocupaban el sitio sin alterar el estampido unnime de la descarga...
Vamos, mis hijitos! Con ellos! grit al lado de (os Miguel su rudo
Comandante empinado en los estribos, transfigurado... All est el viejo, el
viejo nos est mirando... Con ellos! muchachos, a la salud del viejo!
Y en la carga tremenda, cruzaron frente a su general, con la lanza en ristre,
tendidos sobre el cuello de los caballos.
Con ellos! Con ellos! gritaban entre la humareda, de la primera descarga,
todava a treinta varas de la fila espaola.
Por fin Jos Miguel entraba en batalla, en una batalla formal. El estampido
profundo, el trueno lejano y sostenido le revelaban que no era aquel un troteo
sin importancia, que aquello se estaba poniendo ms feo que n Mata de la Miel...
El humo le sofocaba; no vea, casi no respiraba; apenas oa, entre voces airadas,
relinchos, detonaciones, un grito conocido que pareca alejarse: con ellos! Con
ellos!.
A su oreja silb una bala; un caballo del escuadrn se fue de manos y sac el
jinete por la cabeza, muerto Era joven Jos Miguel, era robusto: le bull la
sangre, el instinto, la ceguera roja de la embestida...
Y cogi el potro con las espuelas, lanzndose por fin le estaban al alcance!
contra una guerrilla que esperaba la acometida, a pie firme, erizada de
bayonetas... El choque fue terrible: en el confuso montn de hombres y caballos
se localiz como un silencio... Apenas un fragor suave, un chasquido de carnes
que se desgarran, chapotear de un agua roja, densa, espesa, que saltaba de los
cubos de las lanzas hasta los rostros, hasta los labios, y tena un sabor dulce,
tibio, de leche recin ordeada... A ratos un golpe seco, metlico, contra la guarda
de un sable o los hierros de un freno... Y Jos Miguel, al tirarle encima el caballo a
uno de los que le acosaban para librarse del pistoletazo, sinti en el costado
derecho como un gran fro... Los ojos se le nublaron. Se hizo un silencio profundo:
vea un cielo, claro, un agua que se deslizaba; reflejbanse en las sombras el tono
verde-claro de los platanitos, la esmeralda de los guamos; hilos de luz plida,
tambin, reflejos purpreos de una flor de apamate, hojitas secas, hierbas que se
doblan al paso de la corriente, en cuyo fondo Anama sonrea: Jos Miguelito, que
ya va a amanecer!.
Despus, la noche en l. Y luego la otra, la verdadera, sobre el Campo. Cunto
tiempo estuvo as, no podra decirlo... haba sombra, gritos; un vaivn le agitaba,
y entonces dolale horriblemente la cintura, la frente, por donde a ratos pasaba
una mano lenta con un pauelo, con una caricia...
VII.
Vea, al despertarse, el techo muy arriba, las paredes muy blancas y muy altas, y
l, en la cama, como aislado, perdido en el centro de una habitacin que en su
debilidad crea grandsima. Por la ventana el verde de los camburales, el sol, la
luz, un pedazo de cielo como un vidrio todo azul
Y a su lado, sonriente, una mujer que le coga las manos y se inclinaba:
Jos Miguelito!, cmo te sientes?
Era una voz dulce, suave, que de repente le hizo reconocer el sitio, la alcoba, la
ventana, los ojos mestizos de Anama, abiertos sobre l clara y dulcemente...
Bien; me siento ahora muy bien!
Entonces ella se encamin hacia la puerta y trajo de la mano a un nio, rubio, de
ojos asombrados, muy azules, todo azorado, que marchaba cogido al brazo
moreno de la madre...
Bsale la mano a su to... Vamos vaya...!
Y l, sin expresin, poniendo la ancha mano sobre los cabellos rubios del nio:
Cmo se llama?
Baj la cabeza; una ola de prpura le ba el semblante y dijo volviendo la cara
hacia la ventana, mientras en las dos grandes lgrimas de sus ojos se quebraban
las luces verdes del patio:
Jos Miguel, como mi pap... como t.
El se inclin un poco y bes aquella cabecita dorada: que Dios me lo bendiga!
Llevselo la madre, sorprendido an... Y a poco regres so lo, con un pliego que le
puso al herido en el pecho Tena arriba un sello, borroso, algunas lneas y
servicios, la ms alta recompensa, en nombre de Io Patria agradecida... Un
ascenso a Capitn, vivo y efectivo. Al pie de aquellas lneas que apenas ley
bien en el primer momento y que significaban el triunfo, la gloria, el porvenir
todo el ensueo lejano! Haba el solo heroico y breve nombre, y otra rbrica que
era un hilo largo del cual penda un ovillo, un jeroglfico, el trazo firme de quien
era ms jefe que los otros. Apenas lo conoci de lejos, la maana de la batalla,
chiquitn y nervioso entre un grupo de ayudantes...
Mamacita dijo el nio que esto lo dejaron aqu cuando estaba enfermo.
En la dulzura de la casa, sin querer saber nada, sin preguntar nada, convaleci de
aquel terrible bayonetazo.... Despus supo que ella fuera con unos peones hasta
Las Manzanas a buscarlo entre los heridos; que su padre, al morir, le haba
bendecido... Que la bodega, la posada y el conuco s iban regular, pero como a
ella le faltaba un hombre de confianza, no poda decir lo mismo con respecto al
ganado... De la tragedia, apenas cruz palabras con Anama. Siempre le refera:
ellos vinieron, ellos hicieron, ellos esto o lo otro. Pero l, el padre de aquel
nio, el espaol brutal que asalt el hogar, que caus la muerte del padre, la
deshonra de ella todo lo que supo, temblando de ira y de fiebre en un ribazo del
Arauca!, se borraba en ese ellos piadoso, altanero, mientras, instintivamente,
las miradas de ambos iban a encontrarse sobre la cabeza del nio.
Y Jos Miguel, desde el corredor, como antes, vea ahora desfilar las tropas
heroicas, sudorosas por la polvareda del camino; soldados animosos, contentos,
flor de la vieja picaresca venezolana que se rea de las mujeres, de los curas y de
las balas con el desenfado jocundo de diecisis aos de guerra...
Mi Capitn, pngase bueno que todava los godos no se han acabado y es
mucha la lanza que hay que jugarles!
Adis, cmara Zaldvar, que la Virgen me lo cure para que volvamos a comer
carne cruda juntos!
Jos Miguelito, memorias te mand la muchacha de Guardatinajas!
Eran voces recias, cromas speras, cordiales; recuerdos cariosos de las correras,
de las hambres y de los amores...
Algunos oficiales superiores que llegaban a echar un trago, referan, entre
grandes frases que haban aprendido a la entrada solemne del ejrcito en las
ciudades, o en los discursos de los maestros de escuela de los pueblos, o en las
proclamas con el estilo pomposo de la poca, que el Libertador ira hasta el Per,
a acabar con el ltimo godo en el ltimo rincn del Cuzco; que los contingentes
venezolanos se estaban organizando; que la expedicin se embarcara en Puerto
Cabello cuando el general Santander mandara una plata de Bogot que le haba
pedido Su Excelencia; que l, Jos Miguelito, iba en muy buen camino para
echarse las otras vueltas en la manea; que por all haba virreyes, oro, mujeres
buenas, batallas que ganar, laureles, gobiernos pinges, la misma gloria de Dios
Padre!
Y en la imaginacin calenturienta del oficial, el Cuzco, Lima, las presillas doradas,
los altos destinos, fulguraban como relmpagos, mientras que a su lado, callada,
pensativa, los grandes ojos de Anama, indios y mansos, i lavados en el suelo, se
ponan ms tristes...
Al sanar haba resuelto partir de nuevo. Por fin iba i < i lo que soara casi
imposible: a guerrear lejos, como jefe, en fabulosos pases, contra virreyes que
tenan de un puro el pico de la silla vaquera...!
VIII.
Ya estaba bien del todo, casi. Y una maana baj al jagey, a lavarse, como
antes... Echado en la hierba, pens cmo haba sido su ensueo all, su anhelo, su
desesperacin, el despertar de sus ambiciones haca seis aos. Y ahora... Ahora
que ya tena en las manos lo que soara, ahora que todo era una realidad, algo
como una tristeza remota, como una recndita desolacin, le pona melanclico,
le haca sentirse aislado, extrao, solo con una soledad de alma que se pareca al
desencanto.
Jos Miguel, por la Virgen Santsima, cmo se te ocurre sentarte aqu, con este
relente...!
El la tranquiliz. Ya no haba peligro: su herida estaba cerrada.
Qu igualdad en la vida!, pens: la misma maana Anama misma, que bajaba al
manantial a buscar agua. .
Te acuerdas? le dijo l, de pronto.
Y ella .cerrando los ojos con fuerza un instante:
S, siempre me he acordado.
La voz era triste, resignada. Y como queriendo echar de s aquellos recuerdos que
traanle otros, ms penosos, ms crueles, preguntle de nuevo:
De modo que ya se te cerr la herida?
Inclinse a llenar la tinaja, recogiendo entre las piernas la falda, sujetndose el
corpio sobre el hermoso pecho con una mano mientras con la otra sostena la
vasija. No era la muchacha frescota e ingenua de antao, era una Anama grave,
hermosa siempre, con la hermosura un poco adusta de las mujeres que
florecieron solas...
Ahora la herida soy yo! suspir.
Por qu? Qu tienes?
Porque t te vas... te vuelves a ir... Y yo quedo slita. Pero ahora... ahora...
Ahora qu? interrog vindola a los ojos.
Ahora yo no tengo derecho a exigirte nada!
E irguindose de pronto, dej caer la tinaja y se ech a llorar...
Y como entonces ella sintiera el dolor de l sin comprenderlo, l vio claro, hasta
el fondo de aquella vida destrozada, su herida profunda, hondsima en lo ms
hondo del corazn.
Anama! Anama! grit, ahogado de emocin, con una voz que se oy l
mismo rara, como un eco lejano del pasado, como una gran revelacin interior
Anama, te quiero siempre, como siempre!
No, no! No, despus de esto...!
Y era ella esta vez la que eluda sus brazos y su rostro:
No, no; no puede suceder eso! No debes quedarte por m... Yo, qu soy ya?
Haba tal amargura en su acento que l sinti saltrsele las lgrimas:
T eres mi Anama, mi vida, mi gloria, lo que t quieras ser de m!
Hubo un silencio. Chillaron luego, al callarse las voces, algunos orihuelos en el
copo de los ceibos, y de pronto, sin una palabra, sin un pensamiento, con las
miradas absortas, clavadas una en otra, se unieron en uno de esos abrazos locos,
inmensos, profundos, que parecen rodeados de oscuridad...
Cogidos de la mano, cuesta arriba, con el corazn que no les caba en el pecho,
regresaron a la casa en cuyos aleros palomas blancas y palomos tornasolados
aleteaban, arrullndose, mientras de los ceibos, de las cinagas, del copo de los
rboles todos, una algaraba de pjaros saludaban el sol.
IX.
Desde el corredor de La Primavera vea desfilar el ltimo batalln, la
impedimenta, las lentas recuas del "parque"... Anama, apoyada en su hombro
segua con la mirada tambin el desfile, marcial, bullanguero, alegre de destino,
de vida. Y cogido a su mano, el nio rubio preguntaba curioso, el nombre de los
oficiales, de los cuerpos, de los caones, de las cargas...
Pap y ese?
Papacito y ese otro, cmo se llama?
Cuando la ltima guerrilla de retaguardia se perdi en lo alto de la cuesta, entre
una polvareda, l, con una frase donde se iba toda su ambicin, el ideal primitivo
de su existencia toda, suspir:
Al Per, a lo grande, a hacer patria!
Y el nio, el hijo del espaol, abrazndose a las rodillas del oficial, en un mpetu
de sangre briosa que le empurpur la carita resuelta bajo los bucles rubios, grit:
Cuando yo sea grande, papacito, me ir tambin con ellos, a hacer eso que t
dices!
Lo tom en brazos; lo bes, estremecido en el profundo orgullo de una sola
sangre, de una misma raza, con la caricia furiosa del tigre al cachorro:
S, t irs tambin!
Mientras ella, plida, pero con los ojos indios y mansos ms fulgurantes que
nunca:
Cuando l sea grande, tambin se ir... como todos! Pero ahora, Jos Miguel,
tu deber est aqu, conmigo...
Y l, conmovido entonces, lanzando una ltima mirada a la nubecilla de polvo de
la postrer guerrilla que se disipaba en el viento y era el pasado, la gloria, toda la
ambicin de la estirpe, la atrajo a s, y besndola recio, mucho, entre el tropel de
sus cabellos indios, sobre los dos pechos fuertes y morenos, pictricos de la
nueva sangre, de la nueva savia, henchidos de futuro, exclam con la energa de
una nueva alma, ya reintegrado en la fecundidad de la tierra y en la fecundidad
de la mujer:
S!, tienes razn, para qu ir tan lejos...? Vivamos levantemos nuestros hijos,
nuestra hacienda; hagamos la vida nuestra con nosotros mismos, con lo que
tengamos con lo que nos haya dejado la maldad de los hombres... S, Anama,
tienes razn: la Patria eres t!