El País de Las Lágrimas - Mario Escobar PDF

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 646

El Pas de las Lgrimas

Mario Escobar Golderos

Copyright 2013, Mario Escobar


Golderos

Vous regardez une toile pour


deux motifs, parce quelle est
lumineuse et parce

quelle est impntrable. Vous


avez auprs de vous un plus doux
rayonnement et un
plus grand mystre, la femme1.

Victor Hugo, Les misrables.

From womens eyes this doctrine I


derive: They are the ground, the
books, the

academes, From whence doth


spring the true Promethean fire 2.

Shakespeare, Loves Labour Lost.

Ein Einziges auf Erde ist nur


schner und besser als das
Weibdas ist:

die Mutter 3.

E. Schefer, Liebesbrevier.

NDICE

Copyright

Nota del autor

Prembulo

Proemio
Prefacio

Introduccin a la primera edicin

Introduccin a la segunda edicin

Captulo 1. Camino

Captulo 2. Abrazos y besos

Captulo 3. La sangre

Captulo 4. El baile

Captulo 5. Cartas desde el frente


Captulo 6. Soledad

Captulo 7. El pas de las lgrimas

Captulo 8. El maquis

Captulo 9. Sueos desde la crcel

Captulo 10. La ciudad

Captulo 11. El seor gobernador

Captulo 12. La carta cerrada

Captulo 13. Madrid


Eplogo

Peroracin

NOTA DEL AUTOR

Los hechos que se narran en este


libro son ciertos. Algunos nombres
de personas y

lugares han sido cambiados para


preservar la intimidad de sus
protagonistas.

PREMBULO
La ciudad de los muertos
continuaba tal y como la dej hace
ms de veinticinco aos.

El bosque de cruces segua perenne,


sin flores, de un color gris lunar
roto, pero ahora

yo poda mirar sobre ellas y


pasearme sin miedo contemplando
los escuetos epitafios;

los nombres desgastados y huecos


que volvan a resucitar frente a mis
ojos. El viento
agitaba las ramas desnudas y los
cipreses, amarilleados por el calor
del pasado verano,

se sacudan el sopor de la cancula.


Aceler el paso y aferr con ms
mpetu el paquete

contra mi pecho. Descend por unas


escaleras resquebrajadas y camin
los ltimos

pasos entre las paredes con nichos


medio hundidos y flores de
plsticos quemadas por
el sol de octubre. El musgo
coloreaba el cemento crudo hasta
alfombrarlo. Enfrente,

justo a la altura de mis ojos, la


lpida recin cortada, con las letras
esculpidas y

pintadas en negro, me transport a


todas las madrugadas y a su empeo
de regalarme

su memoria. Aquella visita era


diferente. Siempre haba ido de la
mano, acompaada
de mi madre y un ramillete de
claveles rojos, en su lugar, ahora
estrujaba un paquete

roto. Suspir y apret los dedos


hasta que el dolor acrecent la
angustia. Hoy no

llevaba flores a su tumba

PROEMIO

Madrid, 19 noviembre de 2009.

Seor Artola:
Le escribo esta carta sin mucha
esperanza y con poco
convencimiento. Pero antes de

nada permtame que me presente.


Me llamo Ignacio Romero
Candado, soy un hombre

de edad y viudo. Leo con asiduidad


su columna con sumo agrado, hasta
el punto, que

metido sin comerlo ni beberlo en


este embrollo, tan slo se me pas
por la cabeza su
nombre. Al ser viudo, perdone mi
forma entrecortada de escribir;
como le deca, al ser

viudo, todas las semanas, despus


de tomar el desayuno en el bar de
Cosme, doy un

largo paseo hasta el Cementerio de


la Almudena. Usted se preguntar,
qu tienen que

ver las tristes excursiones de un


pobre jubilado con mi columna
dominical? Nada,
seor Artola. Pero como usted es
escritor, por qu usted es escritor?
A mi siempre

me pic el gusanillo, pero tengo las


letras justas; en la posguerra no
haba mucho

tiempo para colegios y yo, ejerzo,


bueno ejerc como charcutero en un
mercado

cerrado por esa peste de centros


comerciales. Pero esa es otra
historia. Ser mejor que
le cuente las cosas tal y como
sucedieron.

El mircoles pasado, un da de mil


diablos (recordar el fro y la
lluvia del

mircoles pasado) me diriga al


cementerio. Compr unas flores en
la floristera del

barrio, que es mucho ms


econmica. Entr por la puerta
principal y camin por los
paseos desiertos del camposanto.
El viento sacuda los cipreses,
remova el polvo y en

algunos rincones remolineaba


levantando hasta los tallos secos de
los claveles. Me

cerr el abrigo y a punto estuve de


darme la vuelta, tomar el autobs y
correr hasta mi

vivienda, un piso pequeo, pero en


el que tengo todo el confort. Pero
algo me deca
en mi cabeza: no Ignacio, tu esposa
necesita verte, no te amilanes.
Cuando llegu a los

nichos y baj los escalones


agrietados no me fij en la sombra
que se mova a mi

espalda. Me fui directamente hacia


la escalera oxidada que utilizo para
alcanzar la

lpida de mi esposa. Tard un rato


en abrir el candado. Siempre me
digo que tengo
que llevar aceite, pero quin lleva
aceite hasta un cementerio para
engrasar un

candado viejo. Bueno, como le


deca, estaba yo hurgando en el
candado, cuando una

sombra pas por detrs de m.


Descend por la escalera y sent un
pinchazo en el

hombro derecho. Ser charcutero


durante sesenta aos le destroza el
brazo a
cualquiera. Con la escalera en una
mano y las flores en la otra baj el
ltimo escaln y

enfil hasta el nicho. Los hierbajos


cubran las piedras de granito y
alguna flor

despistada segua luciendo sus


colores en aquel callejn de la
muerte. Iba resoplando,

dolorido, casi maldiciendo entre


dientes cuando un barullo, una
tormenta de papeles
comenz a agitarse alrededor mo,
como una bandada de palomas
espantadas. Solt

las flores y la escalera. Varios


folios quedaron aplastados por sta,
pero varias

docenas revoloteaban y algunos


comenzaron a ascender. Aquello no
era de Dios, me

dije. Tirar papelotes en medio de


un lugar sagrado. Comenc a
pescarlos con los
dedos. Los agarraba y los apretaba
contra el pecho. Reun un buen taco,
pero algunos

se escurran y volvan a unirse a sus


compaeros. Cog una piedra y,
despus de

poner las hojas prisioneras en el


montn de las que todava no se
haban decidido a

escapar, la solt en medio del fajo.


Corr a por el resto. Algunas
comenzaban a subir
por la escalera. Saba que si
lograban escapar del resguardo de
las paredes de los

nichos, el viento las llevara por


todo el cementerio esparcindose
para siempre entre

las hojas otoales que parecan


animarlas a volar. Me faltaban
manos, pero tras mucho

sudar, aplastadas entre mis brazos,


llev las hojas hasta el montn y las
reun por fin.
Estaba agotado. Exhausto, abr la
escalera y me sent en el primer
escaln, sudando y

temiendo que aquello me costara


una pulmona. Las hojas seguan
movindose

desafiantes bajo la piedra. Me


inclin, las aferr con fuerza y
apart el pedrusco.

Intent igualarlas, convertir el


revoltijo en un taco ordenado. Las
hojas estaban
escritas a mquina. Algunas se
haban arrugado en la pugna con el
viento o aplastadas

contra mi pecho. Quera echarles un


vistazo antes de arrojarlas al
contenedor. Para mi

sorpresa, querido Artola, aquellas


hojas eran un libro. Bueno,
realmente se trataba de

un manuscrito. Dej las flores en


mitad del suelo, me desentend de
la escalera y
cuando las primeras gotas me
cayeron en la frente, desaboton mi
abrigo, refugi las

hojas y sub a trompicones las


escaleras.

Media hora despus, empapado y


congestionado llegue a casa. Las
hojas estaban

calientes y secas bajo mi abrigo.


Las dej en la mesa. Me puse algo
cmodo, me
prepar un t caliente y una aspirina
y me sent en el sof.

Aquello, querido Artola, era un


libro. Toda una vida, una biografa,
unas

memorias, que s yo. Empec y no


pude dejar de leer. Se pas la hora
de la cena, me

qued toda la noche despierto.


Deseando llegar al final de la
historia, intentando
encontrar el nombre o la referencia
del escritor, que sin duda, por
descuido, haba

dejado el libro en el cementerio.


No encontr nada, apenas unos
nombres de pila y la

sombra de unas ciudades.

Acudo a usted, seor Artola, con el


deseo de que haga algo por
devolver la

memoria a esa sombra que debe


andar por las calles de Madrid
amnsica perdida,

invisible.

Esas hojas arrugadas son la piel de


una vida, por favor no permita que
la

descarnada historia de sus pginas


se pierda.

Un afectuoso saludo,

Ignacio Romero Candado


PREFACIO

De: Juan Artola

Enviado el: martes, 23 de marzo de


2010 12:35

Para: Pedro Camus

CC: [email protected]

Asunto: Manuscrito libro

Hola Pedro:
Te envo un archivo adjunto. Este
es el libro que te coment. He
estado todo el fin de

semana transcribindolo en el
ordenador. No es muy largo, algo
menos de ciento

cincuenta pginas. Toda una vida en


tan pocas palabras. No s cmo
marchar todo el

tema legal. El escritor no ha


aparecido a pesar del anuncio en mi
columna y en varios
programas de radio.

Bueno, espero que puedas publicar


el libro. Me he permitido corregir
en parte el

texto; ordenar algunas frases


confusas y ponerle un ttulo. El
ttulo que he elegido,

aunque podis ponerle otro, es: El


pas de las lgrimas.

Bueno, gracias por todo. Ya me


tendrs informado.
Un abrazo,

Juan Artola

De: Pedro Camus

Enviado el: domingo, 28 de marzo


de 2010 11:43

Para: Juan Artola

CC: [email protected]

Asunto: El libro del cementerio


Hola Juan:

He ledo el manuscrito. La historia


parece interesante. Aunque me
pregunto si no est

muy manido todo esto de las


memorias de la Posguerra. Estamos
en el ao de

conmemoracin de la Guerra Civil


y hay decenas de libros sobre la
desgraciada vida

de los que sufrieron la guerra, pero


lo que me ha hecho decidirme es
que la historia de

esta mujer es mucho ms que un


libro de recuerdos. Forma parte del
alma de este pas

olvidadizo. Creo que publicaremos


el libro. Como no tiene autor
conocido, te pondr

a ti como coautor.

Tenemos que darnos prisa si


queremos aprovechar el
aniversario. En dos semanas

tendrs las galeradas. Quieres que


ilustremos el libro?

Hasta pronto.

Pedro Camus

De: Juan Artola

Enviado el: mircoles, 28 de abril


de 2010 12:35

Para: Pedro Camus


CC: [email protected]

Asunto: Manuscrito libro

Hola Pedro:

Es muy apropiado que el libro salga


precisamente en el aniversario de la
Guerra Civil.

Nunca haba visto tanto odio


desatado, la mayor parte de los
libros que han salido

para conmemorar el evento son


revanchistas y partidistas. Algunos
dirn lo mismo de

El pas de las lgrimas, pero creo


que su autor pretenda exactamente
lo contrario. A

pesar de todo tengo dudas, en un


pas tan beligerante y sectario, lo
que no se perdona

es la neutralidad y objetividad.

Un saludo,
Juan

Ah tenas puesto autor/a, creo que


sera mejor dejar el masculino
genrico o si lo

prefieres desarrollar esa frmula


(autor o autora).

De: Pedro Camus

Enviado el: mircoles, 28 de abril


de 2010 13:13

Para: Juan Artola


CC: [email protected]

Asunto: una novela sin autor

Hola Juan:

No he podido evitar enviar el libro


a un par de crticos. Entenders que
como editor

tena mis dudas con respecto al


libro. Tal vez no ha sido una buena
idea. Los crticos

han sido muy mordaces con el


manuscrito. No s qu hacer. Estoy
platendome parar

el proyecto durante un tiempo y


pensar todo con ms calma.

Espero que entiendas mi postura.

Un saludo.

Pedro

De: Juan Artola

Enviado el: jueves, 29 de abril de


2010 12:45

Para: Pedro Camus

CC: [email protected]

Asunto: Manuscrito libro

Hola Pedro:

No esperaba que al final todo el


proyecto se viniese abajo, pero no
puedo meterme en

los planteamientos de la editorial.


La verdad es que lamento que no
editis la novela.

Muchas gracias por todo

Juan

SMS

Llevo horas intentando contactar.

Publicamos libro. Vamos a x todas.

un abrazo
Remitente:

PedroMovil

+34636773433

SMS

Gracias por todo. Tengo estropeado


ordenador.

un abrazo.

Remitente:
JuanArtola

+34689898945

De: Juan Artola

Enviado el: viernes, 30 de abril de


2010 12:35

Para: Pedro Camus

CC: [email protected]

Asunto: Manuscrito libro


Hola querido Pedro:

Bueno, creo que ya est todo listo.


Pens que nunca llegaramos a este
punto, pero al

final El pas de las lgrimas tendr


su oportunidad. Te envo algunas
sugerencias en

el archivo adjunto. Las pruebas de


las portadas son muy buenas. En
mayo veremos si

esta historia real conmueve o no, a


unos lectores saturados de libros de
historia

partidistas y mal intencionados.

Un abrazo,

Juan

PD: Por favor, incluye en el libro la


carta del jubilado, creo que es
interesante que la

gente sepa de que forma lleg el


manuscrito a ver la luz.
INTRODUCCIN

A LA PRIMERA EDICIN

El pas de las lgrimas, un libro


sin autor o mejor dicho un libro a la
bsqueda de su

autor, nos pertenece, en cierto


sentido, a todos nosotros. Compone
una de las piezas

de ese inconsciente colectivo que


nos une como individuos y nos
amalgama como
sociedad. En el principio fue as.
En idiomas vetustos como el
snscrito, la lengua

indoeuropea ms antigua que se


conoce, en la que se escribieron los
primeros libros

de los Veda, se desconoca la


vanidad del creador. Los escritos
formaban parte del

Todo y, ese Todo no tena dueo. El


Samhita, los Sutra o el Brahmana
no tienen autores conocidos. Son
textos sagrados. El primer prosista
conocido fue Kalidasa,

desde entonces, los dioses dejaron


de hablar y comenzaron a hablar los
hombres.

Las historias son arrastradas


siempre por el viento impetuoso de
la nada. Tal vez,

detrs de esa inexsistenta, las


historias, escondidas y agazapadas,
esperan para
lanzarse sobre la espalda del aire y
cabalgar hasta la vida con la
esperanza de

convertirse mgicamente en
vivencias. El pas de las lgrimas
forma parte de esas

historias que se convierten en


vivencias, pero al mismo tiempo no
dejan de ser una

recreacin literaria. Estas pginas


son, en cierto sentido, un pequeo
diario de
recuerdos; un suspiro en la
profunda respiracin de la vida.

He subido la frase el dios del


teatro a la lnea anterior para as
evitar que la

palabra Dioniso se repita en dos


lneas y quede una encima de la
otra.

El pas de las lgrimas enraza con


ese tipo de textos que pertenecen a
los que los
leen ms que a los que los escriben.
Engarza con la tragedia griega, en
la que Dioniso,

el dios del teatro, es el verdadero


depositario de las palabras de los
poetas. Dioniso

observa desde su lejano Olimpo al


nico actor de la tragedia primitiva,
el hroe. En la

tragedia griega, el hroe, que


calzaba unos zancos para asemejar
la fabulosa estatura
de los gigantes, tiene el rostro
cubierto con una mscara feroz. En
cambio el coro,

enmascarado con la misma


expresin, canta impasible las
sucesivas desgracias que

suceden al protagonista. El hroe de


la tragedia, abocado a su destino, se
mueve como

una marioneta sobre el escenario.


Sin poder nunca cambiar su
o4. El pas de
las lgrimas cumple con ese
modelo clsico. La herona se
revela contra un destino

terrible y funesto, lanzndose por


los caminos de una Espaa pobre,
que representa la

encrucijada entre el pasado y el


futuro. Dante nos describe este
momento de

incertidumbre vital en las primeras


pginas de su Divina Commedia: A
te convien
tenere altro viaggio, rispuose poi
che lagrimar mi vide, se vuo
campar desto loco

selvaggio . El florentino nos


muestra, dando al texto una lectura
anaggica, ms all

del simbolismo alegrico y moral,


que el hombre en un momento de su
vida tiene que

elegir entre su pasado aciago o su


futuro incierto.
La primitiva esencia de El pas de
las lgrimas se caracteriza adems
por su

carcter oral y su estilo lrico, a


ratos pico, muy alejado de los
actuales cnones

literarios. Una extraa voz annima


que devuelve a la literatura su
carcter sagrado.

Juan Artola.

Nota del los editores: Si usted


reconoce la paternidad de esta
obra, le pido que se

ponga en contacto con la editorial.

INTRODUCCIN

A LA TRIGSIMO SEGUNDA
EDICIN

Esta trigsimo segunda edicin es


la clara evidencia de que El pas de
las lgrimas es

ms que una simple novela.


Ustedes, los lectores, han
respondido al baladro de

nuestra protagonista, que por


encima de posiciones maniqueas (lo
humano traspasa

las ideologas y forma el tejido de


nuestro corazn social y de nuestra
memoria

colectiva) busca escapar de su


destino. Nadie esperaba que este
libro se convirtiera en
la referencia literaria del momento.
La unanimidad de la crtica al
conceder a la obra

su mximo galardn y los diferentes


premios que ostenta el libro lo han
convertido en

un referente para escritores y


lectores. Lo ms sorprendente de
todo es que, despus

de varios meses ningn autor


reclamara su paternidad. El
presente libro, que la
annima mano del viento otoal nos
ha brindado, se ha convertido en el
tesoro de

toda una nacin; como las ltimas


gotas de un extrao perfume
destinado a

desaparecer para siempre.

Comencemos de nuevo el camino,


atentos a las pisadas de Fortaleza y
su madre.

Nunca ms estarn solas,


acompaadas por la gran
muchedumbre de ojos que las

contemplan desde la ventana abierta


de estas pginas.

Juan Artola.

CAPTULO 1

EL CAMINO

No saba que la pena se viviese


como miedo. En aquellas noches en
blanco,
escuchando los quejidos de los
enfermos, el sonido burbujeante del
oxgeno y la

vocinglera barahnda de las


enfermeras, mi madre me relat los
aos de su infancia;

cuando se acostaba acunada por el


hambre y el deseo, imaginando que
su padre

regresaba de una guerra que nunca


ha terminado del todo. Entre besos
y abrazos,
lgrimas estranguladas por las
palabras, pasamos las horas
recuperando las voces

perdidas. Hasta que mi abuela, a la


que nunca conoc, me hablo a travs
de sus labios.

***

Arrastro la muerte como un fardo


durante todo este camino. La muerte
perennemente

intil, como los abrigos en las


tardes lluviosas de la primavera,
cuando el campo

repleto de flores nos hace imaginar


indestructibles. No estoy vaca, su
muerte no me

lo permite, pero hay algo que me


quema por dentro, desde la garganta
y me pelliza el

estomago, como si su recuerdo me


estrujara las entraas. Cmo puede
estar tan
muerto y tan vivo a la vez? Los
difuntos no se van con el atad, no
descansan en los

camposantos, siguen a nuestro lado,


aunque no como espectros;
cincelados en

nuestros ojos, grabados sobre la


piel.

Que seco est el labranto, no deb


traer a Fortaleza, a pesar de que me
hace falta,
ms falta que nunca. Ella ignora el
verdadero pozo del sufrimiento. Su
rostro es

todava inocente, la muerte no ha


podido emponzoarlo todava. Pero
la nia se

cansa, tengo que detenerme a cada


rato para atarle las alpargatas, para
darle agua de la

bota o dejar que coma un poco de


queso y pan. No poda dejarla, ya
era mucha carga
para mi prima cuidar de los dos
pequeos y de Esteban. Qu grande
est el nio, si le

viera su padre.

Al alejarme del pueblo me he


sentido aliviada, como si escapara
de una prisin sin

portones. Cuntas veces planeamos


irnos a la capital. Coger lo poco
que hemos

reunido en estos doce aos de


casamiento y sin mirar atrs,
emprender una nueva

vida. Que ilusos ramos, qu


jvenes. Los nios nos encadenan
aqu, a esta tierra

dura y fra en invierno y polvorienta


y calurosa en verano. Pero que
importa eso ya.

Me has dejado sola.

La nia me pregunta cunto queda.


Apenas hemos recorrido nada. Esas
son las

huertas del seor Ramn, ni


siquiera hemos dejado atrs las
lindes del pueblo. Maldita

bastarda de cobardes. Si los vieras


ahora, como se relamen los
seoritos enfundados

en sus camisas azules. La nia me


pregunta una y otra vez cunto
queda, a cada paso

se para y tengo que tirar de ella


para que siga caminando. Quiere
saber para qu

vamos a la ciudad. Eso me pregunto


yo amor mo. Qu espero de nadie
si t ya no

estas?

Me gustara volver a cantar como


antes. Cuando Marciana y yo nos
escapbamos

de la casa de don Jaime, el


farmacutico, y recorramos los
campos. Cuando una

canta, se siente libre. Libertad.


Desprecio esa palabra. Fue la
ltima que me dijiste

antes de liar el hato, en tus labios


sonaba dulce, pero esa proterva
palabra me ha

robado lo que ms quera. Para


qu quiere ser libre una viuda sin
alma? Eso es lo

que ha conseguido tu palabra. Me


ha vaciado hasta dejarme hueca. Si
no estuvieran

los nios me reunira contigo, una


existencia sin amor es acaso vida?
Para mi no, ya

no. Sigue latindome el corazn,


como si soplara dentro el eco de un
aliento que se

march contigo.

Todos libres, todos muertos. Ya


estis al amparo de Dios, con las
almas de los

hombres, donde los ricos tienen la


misma racin que los pobres. Pero,
por qu nos

has dejado aqu? Por qu no


viniste a recogerme? Tus palabras
permanecen frescas

en mi pensamiento. Tu sonrisa con


la gorra militar ladeada. Quiero
recordarte con el

bigote recin recortado, oliendo a


jabn y a ropa limpia. Que bien
vestas el uniforme,

parecas un general. Quiero


recordarte as, como un soldado.
Siempre fuiste un

soldado. Tenas una causa y un


enemigo. A los hombres os
gobiernan las ideas, estis

demasiado despegados del suelo.


No tenis la vida en las entraas.
Por eso os elevis,
nada puede deteneros. Tus hijos sin
padre y t buscando la libertad en
la punta de una

bayoneta. A caso no ramos libres


juntos? Cuando mi padre te peg
aquel puntapi

al verte conmigo paseando. Cuando


nos veamos furtivamente despus
de misa. No

ramos verdaderamente libres?

La gente habla de muchos muertos,


de miles de muertos. Pero t ni
siquiera ests

muerto del todo. En los papeles


sigues vivo, en este pecho sigues
vivo, para la

Guardia Civil, te ocultas en los


montes para sisarles el sueo. Y
yo qu soy? Ni

enlutada ni enlazada. Tan slo la


hembra de un rojo, con sus
cachorros hambrientos
mendingando el pan de los
vencedores. Las mujeres no somos
libres; los nios

cuelgan de nuestras piernas con sus


ojos inflados por las lgrimas,
lgrimas de

hambre. La libertad queda muy


lejos de la costura, el lavadero, el
mercado y la cocina.

Por las noches, cuando tus hijos


dormitan, me agito en la cama, noto
el vaco que
se acuesta a mi lado, el aliento de
la nada que ocupa tu lugar y el
asombro de verte en

mis delirios. Te advierto en la


oscuridad; entrando y besndome
como cuando ramos

novios; acariciando mi cara,


bebiendo mis lloros. Pero las
sombras son sombras,

espectros de libertad. Por que slo


t eres mi patria, mi bandera, tu voz
es mi himno y
tus ojos azules mi firmamento.
Nunca sabrn tus hijos como era su
padre, como un

fantasma que nunca existi, tan slo


tu foto de soldado ser su recuerdo.
Maldita

guerra, maldigo a cada hombre que


necesita morir y matar por ideas.
Tengo celos de

esa hembra hermosa por la que lo


dejaste todo. Libertad. Las ideas no
dan pan,
nicamente traen muerte. Algunos
hombres han vuelto. A todos les
pregunto por ti.

Dnde est mi hombre? Nadie te


ha visto. Los que han vuelto tienen
la mirada

difunta, como si les hubieran


despellejado el alma. No sonren,
apenas hablan, miran

siempre al suelo, pareciera que su


cabeza no pudiera erguirse, ya no
son hombres. No
s lo que son. Mis letras no dan
para adivinar lo que les ronda la
cabeza. La guerra les

ha dejado lisiados del alma. Todos


parecen iguales, visten sin gana, sus
barbas crecen

blancas y arrastran los pies como si


les pesara el cuerpo. Estas t
como ellos?

Caminas sin rumbo por los campos


de Espaa?
Todo iba a ser nuevo, recuerdas?
Eso me decas mientras escuchabas
el parte en la

radio de la vecina. La Repblica.


Todos iguales. Arco Iris de un solo
color, el rojo de

la sangre. Mucha sangre ha regado


estas tierras. Lodo mezclado con
lgrimas.

Lgrimas de rabia, de miedo, de


dolor apenas soportado por los
corazones de las
mujeres. El da que las mujeres
vivan por sus ideas se acabar el
mundo.

Tengo a la nia entre los brazos. Su


calor me quema. Preferira no sentir
nada, pero

siento tantas cosas: amor, odio,


miedo, dolor. El sentir me hace
vivir, por eso quisiera

no sentir nada. Que se marchitara el


fuego que un da ardi. Extinguido
por las
fuentes de mis ojos, apagado por el
mar que no he visto y que nunca
ver. Fortaleza

est viva y necesita comer. No lo


entiendes? No necesita libertad,
marido mo.

Necesita un padre que la proteja,


que la cuide. Quin la besar por
ti? En que

hombro apoyar su cabeza rubia?


Quin dar puntapis a los mozos
que la ronden?
Una nia sin padre.

No me pesa su cuerpo, el
agotamiento tiene de bueno que
duerme el cuerpo. Es

como soar despierta. Ests y no


ests, como mi madre. Te mira con
sus ojos de

cristal, pero detrs de ellos no hay


nada. Ya estaba mal cuando te
fuiste, pero ahora ya

no es. As querra apagarme yo,


como cuando al candil se le acaba
el aceite. Primero

parpadea, como un ltimo suspiro y


luego slo hay humo.

Libres, los pobres nunca seremos


libres. Los bolsillos rotos no
acumulan lo que

hace falta para ser libres. El que


camina por el campo es libre, pero
cuando vuelve a la

casa, ah uno es lo que le toca.


Pobre, rico, cura o mujer. Tal vez
la muerte sea la

verdadera libertad. All todos


somos iguales. Aunque los muertos
no parecen muy

contentos. Adems, quin quiere


morir? Nadie, ni los locos quieren
morir. Pero t

sabrs como se est all. A lo mejor


el cielo es como Francia: grandes
avenidas con
rboles y nios regordetes y
rosados paseando en carricoches.

Cuando muri mi padre, te


acuerdas? Pas una semana
llorando. Pareca tan

desvalido en la cama. Su carcter,


su fuerza, todo lo que l haba sido,
ya no estaba. El

cuerpo, un traje que le quedaba


grande, como si el alma le hubiese
encogido. Por lo
menos se ahorr toda esta guerra y
este hambre. En su lecho, cuando el
cura vino a

darle la extremauncin, mir al


cielo como si viera un pabelln de
ngeles que fuera a

llevrselo. Empez a hablar a todos


sus muertos. Al abuelo, su padre, al
Juanito que

muri antes de los diez aos, a don


Pedro, su amigo el barbero. Todos
all para
acompaarle hasta el Paraso. A ti
te fueron a recibir nuestros
muertos? Puede que la

guerra espante hasta a los muertos.

Juanito era un nio bello. Un ngel


cado del cielo, por eso vol tan
pronto. Este

mundo no estaba hecho para l.


Muri inocente, en gracia de Dios.
El atad era tan

pequeo. Mi padre lo llevaba con


los brazos extendidos como si lo
ofreciera a la

muerte que lo reclamaba para


saciar su hambre. En el cementerio
el cura solt una

rpida letana, los entierros de los


pobres son tristes y las veinte
personas que

estbamos alrededor del pequeo


agujero nos miramos confundidas,
hastiadas de una
vida que pide tanto y da tan poco.
Pero no quiero entristecerte, marido
mo, hablar de

muertos a un muerto es algo intil.


Tal vez este viaje sea tambin
estril, pero qu

ms puede hacer una viuda por sus


hijos?

Mi padre muri; t ests muerto, un


da me reunir con vosotros y
mirar a los vivos
como a extraos.

Cuntas lgrimas pueden llenar tu


tumba? Si por lo menos me
hubieran dado tu

cuerpo, si tuviera en una caja la


figura de tu alma, tendra el
consuelo de velar el

recipiente de tu existencia, la
lmpara sin luz de tu ser. No me
queda ni eso de ti; slo

tu imagen en mis ojos y esa foto que


amarillea junto a la ventana. No s
si los muertos

sin tumba son realmente muertos.


Tu cuerpo no est en camposanto,
tus huesos

descansan en una fosa comn junto


a otros locos de la libertad,
abrazados como

hermanos, familiares de la guerra.


No hay mortaja para los
perdedores, los derrotados
no merecen el cielo de los
vencedores, en esta nueva nacin
slo la mitad de los

hombres puede llevar flores a sus


difuntos.

Este ao no han crecido las flores.


La tierra borracha de sangre no
quiere colorear

los campos; la beldad contenida en


las flores se pudre con la sangre
inocente. La raza
de Abel reclama venganza. Dos
hermanos han tronchado la vida,
enfrentndose

brutalmente.

Marido mo, te deca que los


hombres necesitis ideas para
caminar por ste

mundo, que os cuesta pisar el suelo


duro de la existencia, me gustara
volar contigo,

imaginar que todo esto ha tenido un


sentido, que los muertos no son
intiles, que sigo

casada con el mismo hombre que


conoc en un baile, que su sonrisa
siempre reposar

en mi mirada. Pero tus hijos tienen


hambre de pan y padre, y yo no
tengo nada para

darles, tan slo recuerdos y dolor.


Herederos de mis lgrimas,
hurfanos de la
desgracia y el deshonor, hijos de la
muerte. Qu fra esta la casa, qu
lejos quedan los

das de felicidad, ya no hay


sonrisas, ni los nios juegan, el
silencio es el nico que

camina por nuestras vidas.

Morir. Es fcil desaparecer y dejar


todo sin terminar, correr tras las
estrellas, vivir

en las cumbres de los cerros y aqu


quedamos los verdaderos muertos.
Los que no

tenemos nombre, de los que nunca


hablarn los libros; los olvidados.
Yo tambin

morir sin tumba, como t, esposo


mo, en la fosa comn de los
desheredados,

fusilada por el hambre, el miedo y


la desesperanza.

Tu hija y yo caminamos juntas. Ella


est viva, tiene todo por delante,
pero no la

envidio, no tendra fuerzas para


andar otra vez este camino. Lo
bueno de la vida no

compensa tanto sufrimiento. Agua


pasada no mueve molino. Los
recuerdos son una

carga intil y el pasado est hecho


de recuerdos. La noche se acerca
pero no tengo
miedo. Qu ms pueden robarme?
Mi hombre est muerto y yo camino
desesperada.

No necesito luces, para m es


siempre de noche. Mis ropas son
negras, nunca ms

saldr la luz del alba. Pero la nia


est cansada y nadie quiere dar
asilo a dos

vagabundas harapientas.
Buscaremos refugio debajo de los
rboles que no entienden
de riqueza ni de pobreza, porque
todos son iguales. S que no
dormir, soar es vivir

y yo, esposo mo, estoy muerta.

***

Por la maana, la impertinente luz


del amanecer nos devuelve a la
vitalidad anrquica

de la ciudad. Desde la ventana, los


coches parecen minsculas
lucirnagas metlicas
que caminan en bandadas entre
bosques de ladrillo. Contemplamos
el alba a ocho

plantas de la realidad. Mi madre


deja la habitacin hastiada del
calor sofocante del

hospital y de las cadenas invisibles


de la enfermedad. Se ducha
mientras yo saco de la

mquina de caf algo caliente con


lo que despertar mi lucidez, antes
de regresar a casa.
CAPTULO 2

ABRAZOS Y BESOS

Despus de unos das sin dormir


con mi madre en el hospital, aquella
primera noche

me parece lejana, visionaria. Nada


mejor para volver a la realidad que
los ojos

acuosos de mi hermana y la sonrisa


de mi cuado que junto a mi madre,
esperan en el
hall de la planta 8. Mientras me
acerco y la veo sonrer, con su cara
palidecida por los

fluorescentes y la reclusin de las


ltimas semanas, mi corazn se
acelera y sonro

deseando llorar. Siento el ahogo del


calor del hospital, la asfixia de los
sentimientos

reprimidos, la ansiedad y la
impotencia de todo aquello que se
nos escapa de las
manos. Mis gestos son rpidos,
para imprimir en mi alma la
seguridad que me falta, la

fortaleza que no poseo. Despus,


cuando nos quedamos solos, damos
vueltas por los

pasillos, hablamos de la familia, de


la montona disciplina del hospital,
de las visitas

del da y nos agotamos dando


vueltas sin llegar a ninguna parte.
Regresamos a la
habitacin, donde le espera la cena
liviana y desabrida en bandejas de
plstico y

despus la noche. Una noche ms


mi Sherezade me describe parte de
su vida,

salvndose de la inquina, del


aburrimiento, del aliento ftido de
la desesperanza.

Mientras habla transforma las


palabras en risas y lgrimas. Sus
recuerdos fraguan
estatuas desfiguradas por la
memoria. Las dos caminamos juntas
hasta la mente

inviolable de mi abuela y nos


dejamos envolver por los pliegues
de su traje negro,

perdindonos entre los mechones de


su pelo blanco y los surcos de su
piel morena.

***

Ser pobres tiene sus ventajas.


Caminamos por la vida con la
ligereza de la falta. Creo,

querido esposo, que la verdadera


felicidad est en la pobreza. Al fin
y al cabo, Dios

era pobre, naci en un pesebre. Al


mismo tiempo me siento, me senta
mejor dicho,

tan dichosa. T estabas aqu cada


da. Poda escuchar tu tos matutina
que me
despertaba cada maana, me
levantaba para hacerte el caf y
juntos compartamos los

minutos sisados a la noche. Cuando


salas por la puerta y te vea
desaparecer por la

calle oscura cubierta de barro,


saba con certeza que volveras. El
da pasaba rpido,

cuidar a cuatro nios no es fcil,


aunque Fortaleza me ayuda un poco.
Cmo es
posible que siendo tan pequea est
tan espabilada? Esta maldita guerra
nos ha robado

la inocencia a todos. Cuando


regresabas, ya anochecido y
escuchaba tus pasos

detenerse frente a la puerta mi


vientre daba un brinco. Siempre
entrabas sonriendo,

torciendo tu bigote afilado y corto,


con los brazos extendidos y los
nios corran hacia
ti en bandada y te coman a besos.
Yo era la ltima, me levantaba
despacio de la silla,

dejando la labor y te besaba en las


mejillas, t me abrazabas con esos
msculos duros

y me levantabas del suelo y crea


que poda volar.

El primer beso es la conquista del


ser. Rompemos el cascarn y
salimos de
nosotros mismos y nos extendemos
al otro. Me acuerdo de nuestro
primer beso. Tan

deseado y tan temido. Fue rpido y


furtivo, como un robo; entre las
sombras de la

calle Mayor, bajo las estrellas del


pueblo, a la hora en que duermen
las cotillas

agotadas de destruir la vida de la


gente feliz. Te puedo asegurar que
not como las
piernas me flaqueaban, si no me
hubieras tenido sujeta me hubiera
cado al suelo. Con

el corazn acelerado fuimos hacia


mi casa, aquella noche no dorm.
Mi mente repeta

el beso, lo alargaba hasta el infinito


y senta que mi cuerpo se rompa
por dentro,

como si me hubieran arrancado con


unas tenazas de hierro las entraas.
El deseo, marido mo, es el amor
con dedos y labios. Palabras
encarnadas en

caricias y susurros, las lgrimas de


felicidad vertidas sobre el altar del
amor. El placer

que convulsiona el cuerpo y rompe


con todo lo que nos ata a esta tierra
y nos hace

mortales. Ningn hombre podr


darme eso. Desde que te fuiste, los
cobardes y los
traidores me han estado acechando
como buitres ante la carne fresca.
Una viuda, una

mujer sola es una presa fcil. Pero


yo no estoy sola, siento tu
presencia, a veces me

doy la vuelta porque me invade un


escalofro, como si me miraras por
detrs. Cuando

me vuelvo y no ests algo se me


parte por dentro. El otro da cuando
fui con la cartilla
de racionamiento, se me acerc el
Marcial, ya sabes como es el
Marcial. Esa bola de

tocino de piel roja. Que poda


darme otra racin ms si me pasaba
por las noches por

su tienda. Le escup en la cara.


Quin se ha credo que soy yo?
Pobre, viuda de

rojo, lo que quieras, pero furcia


nunca. Y eso que me duele ver a los
nios pasar
hambre. Nadie nos ayuda. Todos
nuestros amigos o estn muertos, se
han marchado o

miran a otro lado cuando pasamos


por la calle. Mis hermanas, ni
contar con ellas.

Parece que se alegraran de mi


desdicha. Todos me han dejado.
Estoy sola, hasta t

ests desaparecido.

Cuando naci Victoria pareca que


el mundo iba a cambiar. Le pusiste
ese nombre

porque naci en abril del 31. Ahora


el cura quiere que la bautice y le
cambie el

nombre. Que la nueva Espaa es


catlica, apostlica y romana. Me
pregunto qu tiene

eso de nuevo. Siempre ha sido as.


Ellos, los ricos y los curas,
mandando y el resto
obedeciendo. Sabes lo que te digo,
que no voy a cambiar a mi hija el
nombre que le

puso su padre. Pero como te


contaba, cuando naci Victoria
fuimos felices. T decas

que la Repblica iba a repartir la


tierra y el dinero, que por fin
tendramos una casa

como Dios manda y que todos los


nios podran estudiar. Sueos,
slo eran eso.
Sobrevivir es la nica victoria a la
que podemos aspirar.

Aquel da hicimos una bonita fiesta.


Cada uno llevo una cosa: queso,
pan, vino,

unos dulces y chorizo. Los vecinos


pasaban por el umbral y me
felicitaban. Me

acuerdo del traje que llevaba, de


color blanco, con pequeas flores
verdes que
resaltaban mis ojos. Me lo haba
cosido mi madre, ella siempre ha
tenido buena mano

para las telas. Fue la ltima vez que


habl con mis hermanas. Se les
notaba que se

moran de envidia. Ya ves, ellas


que lo tenan todo, que se haban
casado con dos

mozos con tierras, que hacan la


matanza todos los aos y sentan
envidia de nuestro
queso rancio y del vino picado. A
la gente no le duele lo que tienes, lo
que realmente

le molesta es que seas feliz. Ahora


estarn contentas, ya no soy feliz.
Junto a ti siempre

lo fui, pero sin ti, sin ti no soy nada.

Toms y Herminia se prometieron


aquella misma tarde. Tu mejor
amigo y mi amiga

del alma. Sabes?, Toms s ha


vuelto de la guerra. Aunque ha
vuelto a trocitos. Le

falta un ojo y un brazo. Una granada


le dej as. Ya no es hombre ni es
nada, no habla

y se pasa el da sentado a la puerta


de su casa con la mirada de su ojo
sano perdida.

No le encerraron ni en el calabozo.
Herminia hace lo posible por
sobrevivir. l no lo
sabe, pero ella se acuesta con el
sastre donde trabaja de criada.
Pobre Herminia, dej

marchar a su hombre y le han


devuelto un cascarn sin alma. Yo
te soy fiel, lo ser

hasta la muerte, sta piel no est


hecha para otras muelas. Cuando no
tenga que comer

y el hambre venza la batalla,


acostar a los nios y dormiremos
hasta que los ngeles
nos lleven a todos contigo.

Nadie se besa desde que acab la


guerra, todos estn retenidos,
estancados como

una cinaga. Corrompidos por sus


complicidades y sus indiferencias.
En cambio yo

me siento redimida por los


recuerdos, te prefiero muerto que
vaco y seco como una

mujer estril. Las evocaciones me


traen lo mejor de ti y me olvido de
las tristezas y de

las torpezas de la convivencia.

En el camino se ve gente de toda


ralea. Expatriados del hambre, del
miedo;

aturdidos de todas clases que


buscan sus pueblos, mendigos de
besos y abrazos. No

me dan miedo, aunque la nia se


agarra a mi pierna, porque los
intuye muertos en

vida. Aunque yo s que son


inofensivos, leoncillos sin dientes.
El mal que pudieran

hacer se les agot en la guerra y en


las alforjas tan slo llevan el miedo
a no ser nunca

ms ellos mismos.

Hoy no llegaremos a nuestro


destino, la nia camina poco y yo
no quiero forzarla,
apenas come la chiquilla. Un poco
de pan y algo de queso es todo lo
que llevamos. No

tengo prisa. Lo nico que me sobra


es tiempo. Ese es mi nico capital y
mi tesoro. Ya

ves, a mi me sobra lo que a ti te


falta. Aunque bien visto, los
muertos tenis toda la

eternidad y ya no sufrs ms.

Mi madre nunca fue cariosa, tal


vez por eso yo necesito volcarme
con mis hijos.

Como si de ese mal hubiera nacido


este bien, como sin ese rechazo yo
no hubiera

podido amar tanto. Me gustara


recordarla abrazndome,
besndome o dicindome

algo agradable o carioso, pero


nunca fue as conmigo. No puedo
reprocharle nada, y
ahora menos, cuando ya casi ni
siente ni padece, invadida por esa
especie de

melancola que tienen los ancianos.


La quiero, pero no puedo falsear la
realidad,

convertir mi infancia en una mentira


endulzada por los recuerdos. Aun
as, en muchas

ocasiones siento rabia. No contra


ella, ms bien contra la vida que
nicamente te da
una oportunidad para hacer las
cosas. Una sola oportunidad para
ser feliz y, lo que es

ms importante, para hacer felices a


los dems.

Mi padre tampoco era carioso.


Llegaba a casa cansado, al besarme
senta su

aliento a vino y sus ojos brillantes.


Se sentaba a la mesa mirando hacia
el infinito
mientras mi madre le pona la cena.
Coma en silencio. Nunca le vi
sonrer. Pareca

invadido de una extraa tristeza.

Mis hermanas, t las conoces, como


buitres deseando que mi madre
muera para

quedarse con la casa y el huerto del


palomar. Pero tal vez no est bien
que hable as de

ellas, por sus venas corre la misma


sangre. Se criaron en el mismo
vientre y bebieron

los mismos pechos. Sus maldades


seguramente slo sean la invencin
de mi mente

torturada. Estoy tan cansada,


necesito verte de nuevo, aunque sea
por ltima vez.

El Sebastin, ya sabes el marido de


Palas, mi hermana, a veces trae a
escondidas
panales de miel a los nios. Cuando
le ven entrar con las manos
escurriendo el nctar

de las flores, las criaturas le


apretujan desesperadas. Pero te
puedes creer, que cuando

les llamo al orden, los nios se


paran y se sientan en el pollote y
las dos sillas de

esparto que todava no he vendido.


Sebastin mira asombrado la
disciplina de los
cros, deja sobre la mesa los
panales y se despide con una
sonrisa, con el dedo sobre

los labios para que su mujer no se


entere de nada. Muchas veces he
pensado rechazar

las ayudas de Sebastin, pero si l


es buen hombre, si tiene ms
entraas que Palas,

por qu voy a dejar que mis hijos


pasen ms hambre?
Nos hemos sentado a comer con
unas mujeres que viajan en
direccin contraria

que nosotros. Eran tan amables,


parecan dos ngeles en este
infierno. Nos han

ofrecido unas uvas, pan blanco y un


trozo de salchichn que era gloria
bendita.

Enseguida se han interesado por la


nia y yo ya las vea venir. Me
preguntaron si tena
ms nios, me contaron tristes
historias de sus hijos destripados
por la metralla de una

bomba y despus sacaron un fajo de


billetes, de esos nuevos que han
fabricado ahora.

La verdad es que me rompa el


corazn verlas tan desesperadas.
Mi hija no est en

venta, les dije, y cuando lo


escuch de mis labios, me son
cruel. Nios hurfanos
seguro que no faltan, aad, vayan
a Madrid o a Toledo, seguro que
encuentran

uno. Cog a Fortaleza del brazo y


nos fuimos sin despedirnos. Los
nios no pueden

comprarse, como no se compran los


besos y los abrazos.

***

Nos hemos quedado dormidas. Ella,


en la cama, con el cuerpo tapado
pero los pies

fuera de las sbanas. Yo, en el


silln de skay, cubierta con una
toalla blanca del

hospital, con los calcetines


sobresaliendo al otro lado. La mano
de mi madre sale de la

cama hacia m, como si intentara


protegerme, alejar los monstruos de
la infancia. Me

calzo en silencio. Al lado, otras


cuatro personas viven sus
angustiosas realidades

ajenas a mis miedos. Camino


titubeante por el pasillo
interminable y en el bao del

hall intento recuperar un aspecto


decente. Las ojeras negras sobre mi
plido rostro

achican an ms mis ojos, el pelo


se mantiene en su sitio, la boca
reseca por la
calefaccin que me agrieta los
labios. Apenas me reconozco frente
al espejo. Respiro

hondo, me seco las gotas de la cara


con la mano y salgo del bao.

Antes de que se despierte mi madre


ya he dejado el hospital. Mientras
arranco el

coche pienso en el da que me


espera. Siento la cabeza pesada, el
cuerpo acolchado e
incmodo en la ropa del da
anterior y una opresin en el pecho,
como si el aire

caliente del hospital estuviera


cansado de circular por mis
alvolos limpios y vrgenes.

Quisiera estar muy lejos de all.


Bandome en una playa de
Torremolinos mientras

mis padres, sobre dos tumbonas


azules, me miran en la orilla. El
mar a media tarde
toma un tono verdoso, un color que
me recuerda a unos ojos que llevo
viendo toda la

vida. Los ojos de una enferma de


hospital que no quiere que muera su
memoria.

CAPTULO 3

LA SANGRE

La Navidad se acerca. La ciudad se


viste de largo, cubrindose de
recargadas luces
que pretenden alargar los
esculidos das de invierno. En el
hospital todo sigue igual,

las celebraciones se reducen al


beln de la planta 1 y a dos o tres
guirnaldas colgadas

en la sala de enfermeras. Todos


esperamos el alta de mi madre con
angustia y

desesperacin. Su estado de salud


contina igual y los mdicos no
logran darnos un
diagnstico claro. Tan slo han
decidido vaciar el lquido que se
acumulaba en su

vientre y a la vuelta de las


vacaciones tomar una decisin
definitiva. Despus de

extraer diez litros de un lquido


incalificable, mi madre parece ms
animada y, con el

permiso de su doctora la llevamos a


casa de mi hermana mayor. Por la
noche, cuando
la casa est en silencio,
comenzamos a hablar sobre la
abuela y su largo viaje.

***

La sangre ha salido del exilio de la


carne y se extiende por los campos.
Todo viene

con sangre. Me acuerdo de


Fortaleza entre mis piernas cubierta
por un velo rojo, con

su piel rosada y escalofriada. Mi


madre a un lado, agarrada a mi
mano, hincando sus

nudillos, como si tuviera miedo de


que huyera, que dejara a mi dolor
hurfano. La

tierra se resiste a ser frtil, pero es


como si todos quisieran que la
normalidad volviera

cuanto antes. Enterrar a los muertos,


tapar con unas paladas de tierra su
dignidad,
todo por lo que mereca la pena
vivir y existir a secas, con los ojos
cortados, cegados

por la desesperanza. Pero la sangre


vuelve a brotar de cada calle, de
cada tapia, de

cada cuneta y persigue a los


asesinos, los asalta en sueos y
rompe con ellos la

madrugada. Los muertos regresan


sobre las olas rojas con los
nombres de sus
verdugos escritos en la frente. De
eso soy culpable, marido mo, de
recordarles a

todos con mi valor su cobarda.

Estoy sola, arao con mis dedos


desgastados los recuerdos que
evocan el tiempo en

el que fuimos felices, pero a mi


mente vienen las penas, el miedo
que recorra mis

entraas y que ahora se ha


convertido en la realidad que me
niego a aceptar

emprendiendo este viaje


desesperado. Por qu no me
resigno como los dems? Por

qu no dejo que el odio que les


devora se sacie sobre esta carne
vieja y blanca? Ser

por ellos, por tus hijos. No quiero


que nazcan con la seal de la bestia
en su frente,
que sean adems hurfanos de su
pasado, analfabetos de la Verdad.

Tengo los pies ensangrentados. La


nia, gracias a Dios, tiene unos
zapatos mejores.

Algunos labriegos la dejan montar


en sus carros partes del camino y
eso alivia su

cansancio. Ahora me alegro de


haberla trado. S que un da
correr ella sola por este
mismo camino en busca de
respuestas, entonces, desde las
voces distantes de la

memoria, escuchar, sabr y tendr


confianza.

El precio de la sangre sobre la


balanza. Algunos dicen que los que
prueban su

sabor no pueden dejar de matar.


Hay mujeres que venan de la
ciudad y hablaban de
aviones que arrojaban bolas de
fuego que lo consuman todo en un
instante. En el

pueblo no hemos visto cosas de


esas. Los que daban el paseo nunca
regresaban a sus

casas, pero en las calles segua la


pulcra limpieza de la miseria.
Ayala, el profesor;

Joaqun, el barbero; el Cordobs;


Juan, el hijo de la seora Mara;
Marquitos, tu amigo
y compaero, a todos les dieron el
paseo. Por la noche, cuando se
comenten los

pecados ms vergonzosos, les


arrancaron de sus camas, medio
desnudos para su

ltima cita con la muerte. El


pelotn, segn dicen algunos,
estaba compuesto por los

dos cabos, el sargento de la


Guardia Civil, los dos o tres
falangistas demasiado
cobardes para ir al frente, el
relojero y el guards de los
Pantalen. Los cobardes y los

ruines, el ejrcito de retaguardia


que mata a los que no se agachan
ante los seoritos.

Mientras camino veo las cunetas


llenas de cosas viejas abandonadas.
Cuanto ms

cerca de la ciudad, ms trastos y


ms rostros descoloridos que se
afanan en encender
su mirada con los paisajes del
campo, pero es intil, las tierras
yermas, abandonadas a

su suerte, tan slo responden con


yerbajos retorcidos y enfermos. Los
rboles,

vencidos por la sequa, renuncian a


las ramas superfluas y se
concentran en unos

pocos tallos jvenes. Las ramas


secas araan el aire, quiebran las
torturadas mentes de
los refugiados. El goteo de gente se
convierte en raudales. Mezcla de
ropas viejas y

elegantes vestidos gastados por la


guerra. Fortaleza los observa en
silencio, a veces se

detiene ante algn nio brindndole


una de sus eternas sonrisas, pero la
respuesta

siempre es la misma, un vaco


inagotable. Las piernas flacas de
Fortaleza parecen dos
alambres tratando de sostenerla.
An queda ms de un da para
llegar a nuestro

destino, a veces dudo de que


podamos lograrlo. Me asaltan los
miedos de ver a la

Guardia Civil, de que me paren y


me pidan un salvoconducto que no
llevo, pero

confundida entre la multitud de


desplazados rezo para poder llegar
a la ciudad. Todo
ser ms fcil all. Llevo semanas
pensando lo que voy a hacer pero a
veces me falta

valor. Puede que ir a la ciudad tan


slo complique an ms las cosas.

Un grito me saca de mis negros


pensamientos. Fortaleza me mira
asustada mientras

con sus dedos minsculos se agarra


el pie, como si jugara a la pata
coja. Su gesto me
es conocido. Una mezcla de dolor y
miedo. Por un momento sus gritos
traspasan mi

mente y puedo escuchar su llanto.

Mam!

No pasa nada. Tan slo es una


herida. Sintate en esa piedra,
rpido.

Le quito la alpargata y veo una


astilla que atraviesa la piel
formando un bulto, la
extraigo despacio, Fortaleza mira la
herida y agita la pierna.

No mires. Es mejor que no


mires.

Ah!

La astilla ya esta fuera, pero tras


ella un hilo de sangre muy roja
gotea en la tierra.

Saco de mi bolsillo un pauelo


blanco y se lo ato alrededor del pie.
Esto servir por ahora.

La nia mira la tela blanca y vuelve


a sonrer. Dos o tres personas se
han detenido

para prestarnos ayuda. Un hombre


demasiado elegante con su
gabardina rada me

extiende una botellita.

Eche un poco de esto a la herida.


No deje que se infecte. El lquido
es marrn y
huele fuerte a alcohol. El hombre se
sienta en el suelo. La nia no puede
dejar de

sonrer al ver al elegante


desconocido sobre la tierra.

Perdone que no me haya


presentado. Emilio Candilejas
dice. Me coge la

mano y la intenta besar, pero yo la


aparto de un tirn. El hombre no se
ofende, me
sonre y acaricia el pelo de la nia.
Los mechones rubios se alborotan
entre sus dedos

huesudos, de piel fina y rosada. Me


contempla despacio e intenta hablar
pero, al final

vuelve a sonrer.

Gracias le contesto.

A dnde se dirigen en medio de


esta desolacin? Una madre y su
nia pequea
no deben faltar de su casa en das
como estos. Hay desertores,
bandidos de la peor

calaa y moros que daan a las


mujeres.

Todo eso ya lo s, pero la


desesperacin es ms fuerte, digo
para m. El

desconocido se pone tieso.


Recupera su gallarda figura y me
mira esperando una
respuesta. Sigo callada, con los
ojos gachos.

Ahora entiendo cul es la razn


del silencio de la nia.

Perdone, pero no estoy


acostumbrada a hablar con
desconocidos. En el pueblo,

para mal o para bien, todos


sabemos de que pie cojeamos.
Usted no es para m ms

que otra sombra que se cruza en el


camino.

El hombre mira a su alrededor.


Personas con los trajes rados
caminan cabizbajos.

Algunos carros llenos de paja o


lea levantan nubes de polvo,
cubren nuestras ropas

de rojo y nos irritan la mirada.


Asiente con la cabeza, como si se
reconociera en la

multitud confundida, espectral.


Tal vez necesitemos hablar para
dejar de ser fantasmas.

Eso cree? Yo en cambio pienso


que las palabras lo han destruido
todo. Ahora

slo habla la sangre.

Instintivamente miramos la herida


de la nia que cansada de nuestra
charla se ha

puesto a jugar con un palo,


dibujando cosas en el polvo. Ahora
el rojo intenso de la

venda se ha transformado en
marrn.

No diga eso se lamenta el


hombre. Se encorva, parece como
si mis palabras

le hubiesen envejecido
repentinamente . Todos han
muerto. Vengo en direccin

contraria a la suya. Salgo de la


ciudad. All he dejado lo poco que
no he malvendido.

No huyo. Para qu hacerlo?

El hombre calla y el silencio se


hace doloroso. Le miro y deja de
ser un

desconocido, un fantasma y se
transforma en otro hermano ms de
la tristeza.

Despus comienza a hablar de


nuevo:
Las bombas caan muchas
tardes. Se escuchaba el zumbido
que provena del

oeste. El cielo rojizo rompa la


tarde y cuando el sonido estaba
sobre nuestras cabezas,

comenzaban los silbidos. Tras


ellos, el estruendo. Explosiones tan
fuertes que nos

ensordecan. Luego el silencio. Los


primeros estallidos volvan todo
callado, como en
una pelcula muda. El fuego, los
destellos y escombros lanzados
como proyectiles que

nos picaban como insectos


rabiosos, cesaban en un instante,
pero la gente continuaba

corriendo de un lado para el otro,


como si eso les hiciese sentirse
vivos.

Yo tambin haba escuchado los


zumbidos en mitad de la noche, a
veces al
despuntar la maana. Pero siempre
pasaban de largo. Nuestro pueblo
msero no

mereca una bomba. La muerte del


cielo buscaba una masa de cuerpos
informes que

aguijonear.

La sangre se desparramaba
como el roco. Los cuerpos
reventaban y dejaban

una estela prpura. Una llovizna de


gotas rojas, que el calor de la
plvora pona a

hervir. Cuando todo pasaba caa la


noche y el fuego de las casas
incendiadas, el

chasquido de la madera, el olor a


carne chamuscada, apenas me
preocupaba.

Estbamos vivos. Mi mujer, los dos


nios, hasta el pequeo canario
haba sobrevivido
a tres aos de guerra.

El hombre se encogi hacia delante,


como si hubiera recibido un golpe
en la tripa,

levant la cabeza y me mir.

Por qu tuvo que ser una de las


ltimas bombas? No hubiera sido
mejor que

todos muriramos al principio?


Para qu les he sobrevivido?
No saba qu responderle, querido
marido. Por un momento escap de
mi dolor,

contempl como la pena sacuda a


los que me rodeaban. Las
desgracias se encarnaron

a mi alrededor y el palpitar de un
corazn inmenso, martille dentro
de mi cabeza.

Cuntas historias hay dentro de


todos esos espectros?, pens
observando a los
centenares de personas que hacan
el mismo camino que yo. La fila era
interminable,

se perda la vista y al otro lado de


las colinas, en las lejanas serranas,
en las ciudades

atestadas de muchedumbres, el
dolor se extenda como una inmensa
mancha de aceite,

impregnndolo todo.

Sujet a las nias entre mis


brazos. Sus cuerpos estaban todava
calientes y su

viscosa sangre los cubra por


completo, los tea y los
deshumanizaba. No poda

llorar. Los apretaba con mis dedos,


los araaba con furia esperando que
se

despertasen. Despus los abrac


hasta que comenzaron a helarse, a
ponerse rgidos y
agarrotados. Unos camilleros
intentaron arrancarlos de mis
manos, pero no pudieron.

Pas toda la noche con sus cuerpos


pegados al mo, intentando
transmitirles mi calor,

pero su glidos brazos enfriaban mi


pecho.

El rostro del hombre cubierto por


unas lgrimas sucias pareca ido, al
observarlo
intu mi propia expresin en su
mirada. Fortaleza jugaba con una
nia que se le haba

acercado y los vagabundos nos


esquivaban inexpresivos.

Donde usted se dirige slo hay


muerte. Una informe nube roja que
cubre cada

calle y cada plaza.

La muerte ya no se aposenta en
un solo lugar. No busca sus presas
entre los

lechos de los agonizantes. Su trono


est sobre esos montes, en las
cumbres ms altas y

junto a las orillas de todos los


mares. No escapo de ella. Salgo a
su encuentro, la

espero en cada recodo del camino,


pero me rehye. Lo nico que teme
es nuestra

valenta, no soporta que la


escupamos a la cara y nos riamos
del sonido sordo de sus

cadenas. Yo tambin me aferro a la


piel de mis hijos. Intento que no me
los robe la

misma dama que se llev a su


padre.

El vagabundo caballero afirm con


la cabeza e hizo un esfuerzo por
sonrer a

Fortaleza, pero en el ltimo


momento sus labios se negaron a
abrirse. Tom de la

mano a la nia y nos alejamos del


hombre. Su dolor me haba robado
el mo. La

manta invisible que cubra el


mundo, la barrera que separaba mi
pena de la pena ajena

se haba roto. Ahora, esposo mo,


ya no eras el nico soldado muerto
de esta guerra.
***

Ros rojos que hacen brotar sus


plidas ojeras. Ojos desenfundados
de ambicin,

rotos por la dura carga de la


enfermedad, por la carga de ser
carga, ella que siempre

ha sido el blsamo de todos. Los


brazos y los pies de la familia; el
motor que impulsa

un coche desbaratado,
quejumbroso, en el que se ha
convertido el cuerpo de belleza

que le regalaron las estrellas. El


tinto rojo derramado sobre un
mantel blanco de hilo,

diluido hasta convertirse en una


mancha rosada. Un ocano de vino
que reflejan los

cielos prpuras sin nubes. En sus


manos abiertas quedan los restos de
las agujas, la
va envuelta en esparadrapo se
escapa de las sbanas. Los dedos
blancos y largos

estn huesudos en su mxima


expresin. Una gota roja que
deserta de sus venas ante

el naufragio de su salud. Las venas


azules brillan bajo la luz de los
fluorescentes. Le

miro los brazos y casi veo a la


sangre circulando por los hilillos
de venas. Ella est
dormida. Mi Scherezade respira
profundamente, formando un coro
con las dems

enfermas, que entre quejidos y


suspiros cantan a la luna. Esa noche
me toca imaginar

sus dulces palabras volando como


un susurro entre la agnica cama
hasta mis odos

vidos. En el pasillo, las ltimas


instrucciones de las enfermeras se
anuncian a gritos y
el barco comienza a soltar amarras
hacia el mar de los sueos, en la
habitacin

prohibida de nuestro cerebro, en


donde se esconden los recuerdos
que el alma ya no

puede soportar.

CAPTULO 4

EL BAILE

La televisin est puesta a todo


volumen. La vecina de cama quera
ver el programa

homenaje a Lola Flores y como est


sorda como una tapia y medio
ciega, pone el

volumen al mximo. Mi madre ya


no ve bien. La cabeza le da vueltas
y apenas se tiene

en pie. Me recibe con su sonrisa e


intenta tranquilizarme con la
mirada, le beso,
mientras en la tele Lola Flores
canta a pleno pulmn. Con un poco
de perfume intenta

disimular su olor a medicamento y


hospital, pero el pestilente aroma
de la enfermedad

lo llena todo. Por unos segundos la


imagino vestida, perfumada y
pintada. Respiro

hondo y freno el ahogo que me sube


por la garganta. Sonro y ella
comenta algo de la
tele y el volumen, despus hace un
gesto jocoso que ilumina su mirada
apagada y

ciega. Me toma del brazo y salimos


costosamente hasta el pasillo. A eso
se ha reducido

su vida. Una habitacin blanca, fra,


de paredes desconchadas y un
pasillo largo que

conduce hacia la libertad. Esa


noche no espera a estar tumbada
para hablar de su
madre. Comienza a contar su
historia en medio del pasillo en
penumbra, con la voz de

l a Faraona remachando sus


palabras.

***

Hay algn acuerdo secreto entre la


msica y el movimiento. Escucho a
los carros

chasqueando entre las piedras, las


bisagras chirriantes, el golpeteo de
los pasos y

siento que todo unido forma una


meloda confusa. La msica de la
vida en su esencia

ms primaria, el movimiento. Nadie


canta, no hay melodas silbadas, no
he visto una

sola guitarra en todo el camino. Las


canciones que siempre me han
acompaado.

Canciones mientras sembrbamos


los campos, canciones al recoger la
cosecha,

canciones en las fiestas y en las


bodas, palabras cantadas en las
misas, la msica de la

banda en las fiestas; tarareos en el


ro mientras se lava la ropa,
silbidos secos de los

pastores, estridentes acordes de


violn en la casa de los ricos,
pianos desafinados de
pueblo. Ahora ya no hay canciones,
pero la machacona meloda de la
vida se resiste a

desaparecer.

Al caminar siento el ritmo de mis


pasos. Me viene a la cabeza el
baile en el que te

conoc. T eras de un pueblo


cercano, un mozo guapo, con tu
bigote fino, como un

hilo negro, el pelo ondulado, la


frente despejada, los ojos con
pestaas largas y

femeninas. Los labios carnosos


empapaban un pequeo palul que
mordisqueabas

apoyado en un rbol. Tus amigos


bailaban, mis amigas hacan lo
mismo, pero t y yo

nos penetrbamos con los ojos.


Intentbamos danzar solos, en mitad
de la plaza,
ajenos al bullicio, absortos en
nuestra propia meloda,
componiendo una msica que

nunca nadie antes haba escuchado.


Entonces te erguiste, comenzaste a
andar hacia m

y el corazn quera salrseme del


pecho. Baj la mirada, respiraba
con dificultad, not

como me enrojeca. Entonces vi tus


zapatos, meneabas un pie al son de
la orquesta.
Levant la mirada. Me cruce en la
selva de tus ojos y extendiste el
brazo sin mediar

palabra. Bailamos pero yo no oa la


msica. El mundo estaba
paralizado, nosotros

ramos los nicos que nos


movamos. El silencio nos guiaba,
la meloda surga de los

latidos frenticos de mi pecho y de


tu respiracin profunda. Apoy mi
cabeza en tu
pecho y supe que ya no quera estar
en otro lugar. En ese momento el
padre Damin

nos separ, nos marc la distancia,


pero tu piel y mi piel ya formaban
una sola.

Tres aos despus, tenamos algo


ahorrado. De picapedrero no
ganabas mucho y

mi dote era poco ms que dos


colchas, un juego de sabanas y el
viejo bal de mi
abuela, pero nos casamos con toda
la ilusin del mundo. Despus de la
breve

ceremonia que tuvimos que


compartir con otras dos parejas, en
la taberna una

destartalada banda toc unos


pasodobles, hasta mi ta Felisa se
anim a bailar. T

bebiste mucho, parecas confuso,


con los ojos turbios e inexpresivos.
No haba boda en la que no me
sacaras a bailar. La gente nos
miraba, ramos tan

bien plantados, delgados, guapos y


jvenes. El picapedrero ms
apuesto de La

Mancha y la costurera ms bonita


de Ciudad Real. Pero nunca
bailamos como aquella

primera vez, piel sobre piel,


corazn desbocado y respiracin
profunda.
Te gustaba orme cantar. Barra y
mi voz chocaba contra las paredes
torcidas de

nuestra casita encalada, me pona


en el hogar a calentar el cocido y de
dentro de mi

garganta flotaban las notas de las


mil canciones escuchadas a mi
madre, de las mismas

melodas que mi abuela cantara


frente al mismo fuego. T, sentado
en la silla, me
mirabas en silencio. Yo senta el
escalofrio y, en aquellos primeros
meses de estar

juntos, nada hubiera podido


hacerme ms feliz. Nunca te
escuch cantar. Cuando te

llevaba el almuerzo, tus


compaeros araaban las piedras
con su canto, pero t

paladeabas el palul, golpeabas


rtmicamente la roca, pero nunca
cantabas. Cuando la
casa se nos llen de nios, ya no
eras t el nico que me mirabas,
uno a uno nuestros

hijos fueron creciendo con mis


canciones. Nuestra casa era
modesta. Un cuarto

grande, con una chimenea y una


gran roca que serva de asiento y de
cama a los

nios. Nuestra habitacin, casi


vaca, tena los nicos muebles de
la casa. Una gran
cama de hierro, con su colchn de
paja y su cabecero oxidado, un bal
grande y una

silla de esparto desgastada y rota.


No nos haca falta ms. El suelo de
tierra batida, las

paredes encaladas, y dos ventanas


con postigos de madera y cortinas
viejas. Un

palacio. Para nosotros siempre fue


el mejor de los sitios donde vivir.
Hacamos
planes. El oficio de picapedrero no
llenaba las alforjas, pero cada mes
lograba araar

unos reales y planear un futuro para


nuestros hijos.

La radio de doa Mariana sonaba


por las maanas junto a mi ventana.
Repicaban

las coplas en las paredes y con los


nios sentados en el suelo, jugando
con una
mueca de trapo o un simple palo,
barra el suelo despacito, para no
levantar el polvo.

De vez en cuando abrazaba la


escoba y comenzaba a bailar; los
nios se levantaban, se

agarraban a mis faldas y


remolinebamos por el suelo y
reamos a carcajadas.

Camino con la mirada gacha y


Fortaleza prendida a mis faldas
charla para s. De
vez en cuando re suavecito y la
gente que nos espa, casi le regaa
con su enmaraada

mirada. La nia contina en sus


ensueos, pero al rato se cansa, se
aburre y me repite:

Queda mucho, madre? Le paso la


mano por el cabello rubio e intento
sonrer pero

algo me aprieta la tripas y asiento


con la cabeza, vencida por la
tristeza.
Una msica lejana se asoma al
recodo del camino y se me
escalofra la piel. Hace

meses que no escucho a nadie


cantar. Durante la guerra se cantaba
mucho, tal vez para

espantar a la muerte, pero ya todos


estamos difuntos y lo nico que
espanta es abrir

los ojos cada maana horrorizados


de continuar respirando. Las voces
son de
mujeres. El resto de los caminantes
intenta seguir al sonido, muchos
maldicen y

perjuran. Quin canta en medio de


un entierro? Las plaideras, enjutas,
grises, flacas,

se santiguan, cogen tierra roja del


camino y la lanzan sobre sus
pauelos negros. Los

hombres, vestidos de andrajos,


como en una fiesta de carnaval de
campesinos,
despiertan del miedo y gritan
insultos. Fortaleza me mira con sus
ojos grises y con un

gesto en el odo me seala que se


escucha msica. Que no ha
desaparecido, que se

esconde de las penas, de la muerte;


que un da de estos tena que dar la
cara.

No s que pensar, querido esposo.


El dolor se enfra y, como cuando
el pie
dormido recupera su fuerza, siento
mil pinchazos por todo el cuerpo.
Primero duele,

escuece, pero luego noto el calor


que me invade y el sonido de las
pisadas y el tintineo

de las campillas de las mulas,


acompaan a las voces distantes.

La msica se aproxima o somos


nosotras las que caminamos ms
deprisa. Fortaleza
tira de mi falda. Ya no se queja, no
hay que arrastrarla. La nia casi
corre hacia las

voces. Ascendemos una pequea


cuesta y noto el cansancio de los
ltimos das. En lo

alto vemos un corro que casi tapona


el camino. Fortaleza se suelta y
camina dos o tres

pasos por delante. Hace meses que


no se aparta tanto de mi lado, pero
ahora la msica
le llama. Se da la vuelta y me
sonre, sin darme cuenta yo tambin
sonro y, enseguida

miro a un lado y al otro por si


alguien me ha visto. Avergonzada
de ese instante de

felicidad.

De cerca, el corro cerrado tapa a


las mujeres pero sus voces se
escapan entre el

pblico improvisado que las rodea.


La gente mira disgustada. Cojo de
la mano a

Fortaleza y la separo un poco. Ella


insiste en clavarse entre la gente y
mirar entre sus

piernas. Tengo miedo de que los


caminantes enfurecidos las
apedreen all mismo. Tiro

de la nia pero ella se me escapa y


se sienta en el suelo, enfrente de las
mujeres.
Entonces la msica cesa y se
disuelve el corrillo. Fortaleza sigue
sentada. Ahora veo a

las tres mujeres. Una de ellas tiene


la piel amarillenta y arrugada, los
ojos como dos

gotas de aceite negro brillan


hundidos. A su lado dos muchachas,
casi unas nias, la

agarran una de cada brazo y


comienzan a caminar. La anciana se
detiene y mira
sonriente a Fortaleza.

Hola nia, cmo es que t


sonres?

La nia observa a la seora


extraada y se levanta.

Es hija suya? pregunta, pero


no la escucho. Me siento aturdida y
tomo de la

mano a la nia.

Que linda.
Las dos muchachas sonren y
rodean a Fortaleza. Tiemblo y
estiro de la nia hasta

pegarla a mis faldas. Las tres


mujeres no dicen nada. Las
muchachas agarran a la

anciana y comienzan a caminar.

Por qu cantan?

Escucho mi propia voz y me


ruborizo. Noto el calor que me
asciende por la cara.
Las tres se miran y la anciana se
adelanta un poco hasta casi tocarme
y despus se

sienta en una piedra. Cierra los ojos


y farfulla algo, parece ms un
sonido que una

palabra. Me aproximo, me agacho


un poco. Ella me hace un gesto para
que me siente.

Dudo un instante, pero estoy


cansada. Llev varias horas
caminando y cargando a
Fortaleza. Al sentarme en las races
de un rbol noto al cuerpo flojear.
Las chicas se

acomodan alrededor y fortaleza se


apoya en m.

Que por qu cantamos?


repite la anciana. Sus arrugas se
contraen y

expanden a medida que habla, como


las olas del mar. La gente nos mira
al pasar.
Algunos escupen al suelo y otros
nos hincan una mirada muerta .
Nosotras somos

gitanas. Cuando comenz esta


guerra todo sigui igual para
nosotras. Continuamos

recorriendo los caminos con


nuestro viejo carromato.
Cantbamos por los pueblos,

adiestrbamos a una cabra para


saltar por unos aros de colores. Un
da estbamos con
un bando y otro da cruzbamos las
lneas y los enemigos se rean con
la misma fuerza

y bailaba con el mismo arte


nuestras coplas. No haba mucho
que manducar. Sopa de

gallina, algn queso rancio, un poco


de pan, pero no nos quejbamos.
Yo soy viuda,

pero mis dos hijas y mi hijo me


acompaaban a todas partes y
logrbamos esquivar
las balas y rernos de la muerte.
Que los payos se maten o se dejen
de matar no era

algo que nos importara. Un gitano


es siempre un gitano, gobierne
quien gobierne. Una

tarde, maldita sea su estampa, un


sargento al mando de unos soldados
se acerc al

carromato y al ver a mi hijo le


pregunt la edad. Pues tiene edad
para hacerse un
hombre, coment. Yo le agarr del
brazo y jur y maldije, pero el payo
se haba

empeado en llevrselo para la


guerra. Dos aos hemos pasado con
miedo y tristeza.

Dnde estar mi ngel, mi luz?


Tirado en una cuneta? Prisionero?
Perdimos el

carro, en un bombardeo, nos


quitaron lo poco que tenamos.
Nada nos quedaba. Una
maana lleg a casa de mi hermana
una carta de mi ngel. l no sabe
escribir y yo no

s leer. Me la leyeron y deca que


mi ngel estaba vivo. Nos dirigimos
a su encuentro.

Por eso cantamos. La Santsima


Virgen nos ha devuelto a mi nio.

La mujer sonre. Sus ojos se


encienden debajo de los pliegues de
la carne surcada
de arrugas y por unos momentos
observo como se le ilumina la cara.
Me dan ganas de

abrazarla y de atravesarle el
corazn con un cuchillo. Por qu
su hijo ha sobrevivido?

Un muchacho sin obligaciones, sin


esposa ni hijos. Si hubiera muerto,
el corazn de la

anciana se habra partido en mil


pedazos, pero ella slo es una
anciana que no
sobrevivir al hambre y la fatiga. Si
el gitanillo hubiera desaparecido ni
su nombre

seco estara en una hoja, en un


registro; como si nunca hubiese
existido. Me ruborizo

y horrorizo al ver desfilar esas


ideas por mi mente. En ese
momento la rabia y el dolor

se transforman y me alegro por la


suerte de un gitano desconocido, un
pobre
vagabundo que ha sobrevivido para
continuar siendo un paria. Fortaleza
escucha a la

mujer y de vez en cuando levanta


los ojos y me lanza una mirada
triste. Intenta hablar

varias veces, pero no le sale la voz


de la boca. Al final arranca y me
pregunta.

Padre tambin regresar?

Maldigo a la gitana por dentro, que


con las tenazas de su fortuna me
arranca las

entraas. Fortaleza sigue


mirndome y yo aparto los ojos y
con la voz ahogada digo

que s. Un s mentiroso, roto y


reseco. Ella sonre y me abraza,
siento el chasquido del

corazn y el suspiro que me nace


del estmago y se confunde con la
nausea, aprieto
los labios y noto la arcada que me
quema la garganta. La gitana
anciana se levanta con

una agilidad inesperada y me


abraza. Su calor y su olor me
invaden. Nadie me haba

abrazado desde haca mucho


tiempo. Fortaleza se asusta y
tambin me abraza.

Permanecemos un rato quietas,


inmviles, petrificadas. Empiezo a
llorar. Las lgrimas
se espesan con el barro pegado a la
cara y cuando llegan a mis labios
percibo el sabor

a tierra y sal. Mi cuerpo se


estremece. El pozo de los
sentimientos se desatasca, explota

y se derrama por el camino. Gimo y


el ahogo de la garganta se afloja, se
disuelve y los

pulmones se inflaman para vaciar


un nuevo suspiro y un nuevo llanto.
La gitana me
acaricia el pelo y susurra palabras
que no entiendo, pero que significan
lo mismo en

todos los idiomas. Poco a poco me


calmo y me seco las lgrimas con
las manos.

Dios te guarde dice la


anciana. Su rostro se ha
empequeecido y sus ojos se

han vuelto a hundir tras los pliegues


de su piel arrugada. Mi tristeza le
ha devuelta la
suya perdida. Su alegra ha
transformado mi desesperacin en
la peor de las

esperanzas: La fe.

La gitana mira a sus hijas que han


permanecido sentadas y en silencio.
Junta las

palmas de sus manos y canta:

El grito deja en el viento

una sombra de ciprs.


(Dejadme en este campo

llorando).

Todo se ha roto en el mundo.

No queda ms que el silencio.

(Dejadme en este campo

llorando).

El horizonte sin luz

est mordido de hogueras.


(Ya os he dicho que me dejis

en este campo

llorando).

CAPTULO 5

CARTAS DESDE EL FRENTE

15 de septiembre, 1936.

Querida esposa,

Hace una semana que llegu al


frente. Los compaeros se
encuentran animados,

parece que estuviramos de


excursin. Los campesinos nos
traen comida, la Cruz

Roja llena las despensas con latas y


creo que he engordado un poco.

Te echo mucho de menos. Echo de


menos tus migas, el pan que amasas
por las

maanas, tus canciones y tu sonrisa.


Cmo estn los nios? Seguro que
por las

noches se acercan hasta el portn


para ver si regreso del trabajo.
Fortaleza llor

mucho cuando me puse en la fila de


los voluntarios. El camino fue
fatigoso. Casi todo

el trayecto lo hicimos a pie. No nos


dieron uniformes ni botas, ni un
rifle por si los
fascistas se nos cruzaban por el
camino. Pasamos las caminatas
cantando y saludando

a los campesinos que nos miraban


con recelo. Por las noches, el Julin
tocaba la

armnica junto a la hoguera y nos


asbamos alguna liebre matada a
pedradas y nos

reamos del hambre.

En el frente las cosas no estn


mucho ms encaminadas. La gente
viene y va como

si se tratara de una verbena. Que si


esto de la guerra no era lo que
esperaba, que yo

me tengo que volver. Los mandos


no ponen muchas pegas. Nos llaman
camaradas,

se remangan como nosotros para


excavar las trincheras y se
emborrachan con el vino
y el licor requisado en las iglesias.
Por las noches hace mucho calor.
Se escuchan los

grillos y a lo lejos, el estampido de


las bombas nos recuerda donde
estamos.

Juego a las cartas, pero no te


preocupes, lo ms que apostamos
son unos pitillos.

Me dieron un fusil al llegar, pero no


he podido disparar un solo tiro.
Dicen que
debemos guardar las balas para los
fascistas. Tres balas, cario, con
tres balas quieren

que matemos a todo el fascismo


internacional.

Los fines de semana vienen a


visitarnos las mujeres de algunos
compaeros.

Muchas traen la comida para sus


hombres y las ms lanzadas cargan
con dos o tres
churumbeles. Por eso he pensado,
no s si te parecer, que vengas a
visitarme. Peligro

no veo. Si lo hubiera no te lo
pedira.

Bueno, no me queda ms papel y me


duele la cabeza. Ya sabes que no
tengo

muchas letras. Marcial me pide que


le digas a Sebastiana que est bien.
Que la echa en
falta.

Un beso a los nios.

21 de marzo, 1937.

Querida esposa,

Los meses han pasado muy rpidos.


Los das se han convertido en unas
pequeas

hojas de papel y los he ido


arrancado con desidia, con la
monotona de un mal que se
acerca. Tu rostro est siempre
presente en mis pensamientos.
Recuerdo los juegos de

los nios y me pregunto cundo


podr volver a verlos.

Hemos entrado varias veces en


combate, pero no he visto a ningn
enemigo. La

sola palabra me resulta extraa:


enemigo. Tiros y caonazos,
aviones rasantes
peinando los campos verdes
todava. Bombas que estallan por
delante y por detrs.

Mucho barro y ratas, que no s de


qu se mantienen, ya que la comida
empieza a

escasear. Si no fuera por las


provisiones que traen las esposas
de los compaeros

muchos das nos iramos a dormir


con la tripa vaca. Los oficiales ya
no se muestran
tan amigables. Apenas se mezclan
con nosotros; andan serios e
intentan mantener la

disciplina entre los soldados.


Seguimos cortos de ropa, de balas y
de casi todo. Por las

noches, Emilio el cordobs nos


anima un poco cantando algunas
canciones, pero las

coplas me recuerdan tanto a ti.

El otro da salimos a inspeccionar


un monte cercano. Apenas a medio
kilmetro de

las trincheras. El corazn me


golpeaba en la boca, no paraba de
sudar de tan slo

pensar en no volver a veros a ti y a


los nios.

Al final vendrs a verme? Todava


la situacin es buena, no s como se
encontrar

en unas semanas.
Da un beso muy grande a los nios.

Con amor.

Julio, 1937.

Querida esposa,

Desde que te fuiste la cosa no ha


hecho si no empeorar. Los jefes han
ordenado

restringir las visitas de los civiles.


La fiesta termin, ahora se le ven
las orejas al lobo.
Las noticias que nos llegan son
pesimistas, aunque los comisarios
del partido intentan

animarnos y nos hablan de la dura


lucha que ganaron nuestros
hermanos rusos en la

Unin Sovitica. Maldita sea mi


estampa, que me importa a m lo
que hagan o dejen

de hacer esos rusos. Los pocos que


he conocido son secos y fros. Con
sus botas de
pato, sus uniformes grises y su
mirada amarga.

El otro da cogieron a un par de


desertores al otro lado del ro, ese
que t y yo

caminbamos cuando estuviste aqu.


Nos reunieron a todos en filas, creo
que es la

primera vez que hemos estado de


forma ordenada. Los muy animales
han colocado a
los dos hombres en el centro. En
voz alta han ledos sus nombres.
Los pobres

sollozaban y uno de ellos se puso a


arrastrarse hasta el capitn. Dos
sargentos los

cogieron y los pusieron de rodillas.


Apuntaron sus pistolas y los
mataron sin

miramientos. Acaso no eran esos


hombres libres de irse o quedarse?
No estamos
luchando para que nunca un hombre
le vuelva a decir a otro cmo tiene
que vivir y

por qu tiene que morir?

Tengo miedo de que lean estas


cartas, pero, qu pueden hacerme?
Llamarme

traidor por pensar, por mirar por


encima de esta pocilga de barro?
Los que estn al

otro lado de las trincheras, no son


campesinos y obreros como
nosotros?

Querida no quiero preocuparte. La


vida no est tan mala por aqu, lo
que sucede es

que esta guerra es demasiado larga.


Todos estamos cansados y las
tropas de Franco no

hacen ms que vencer y masacrar.

Da un fuerte beso a los nios y


diles que estoy luchando para que
ellos no vuelvan

a luchar nunca ms.

Este que te quiere.

2 de octubre, 1937.

Querida esposa,

Hace unos das hemos lanzado una


ofensiva para ganar posiciones.
Nos hemos

dirigido ms all de las trincheras.


Las bateras enemigas nos
martilleaban con sus

bombas, pero nadie dio un paso


atrs. Los oficiales nos apuntaban
con las pistolas;

queremos infundir valor a los


cobardes, nos decan. Ha sido una
carnicera, los

compaeros a mi lado saltaban por


los aires destripados, la sangre
salpicaba por todas
partes y nos tirbamos a los charcos
para engaar a las balas, pero los
miembros del

partido y los cabos nos sacaban a


culatazos. Muchos se meaban
encima y lloraban

como nios mientras los oficiales


les amenazaban con las pistolas en
el cuello.

Llevbamos as horas, casi medio


da corriendo y cubrindonos.
Nuestras bateras no
llegaban hasta las posiciones
enemigas y los obuses caan a
nuestros pies. Entonces

hemos llegado hasta una de sus


lneas. Yo me he lanzado gritando
con los ojos

cerrados, ms de miedo que de


rabia. Al abrirlos he visto unas
pupilas que se me

clavaban; su miedo me ha
horrorizado. Dos tiros y el chico,
no era ms que un nio,
ha abierto la boca para decir algo,
sorprendido por la muerte y en un
ltimo suspiro se

le ha escapado el aliento. El ruido


de las balas zumbaba por todos
lados, nos aturda,

en un momento el suelo estaba


cubierto de cadveres y los
pisbamos para seguir

avanzando y no hundirnos en el
barro y la sangre. No s por qu te
cuento esto. Por
qu aado horror a tu horror,
muerte y ms muerte. Cuando nos
han dejado descansar

un poco, me ha subido la arcada


que contena el miedo y he
vomitado hasta que no

me ha quedado nada en el
estmago.

Matar a un hombre, quitarle lo


nico que poseemos, este cuerpo
dbil, que no
soporta el fro ni el calor; con los
msculos cansados de cargar los
aos y la

cartuchera; con los huesos helados,


que empiezan a marcarse en
nuestras ropas sucias

y empapadas de sangre, barro y


tristeza.

Ya no veo las banderas rojas, los


himnos han cesado con las lgrimas
y se han
asfixiado con la bilis del dolor. Los
ojos de mis compaeros comparten
la misma

expresin; el sinsentido, la
bochornosa mensajera de los
ideales. Todos iguales, tan

iguales como un cadver sobre otro


en un campo lleno de crteres. No
quiero matar

ms. No hay ninguna idea que


merezca un nio con hambre, una
anciana arrastrada de
su habitacin en plena noche, un
infante estallado contra una tapia,
unos hombres

fusilados al amanecer junto a la


cuneta donde orinan los perros.

Querida esposa, yo ya he acabado


mi guerra. Esperar a que soldado
tras soldado

cado, como piezas de domin,


termine lo que nunca debimos
empezar.
Un fuerte abrazo.

6 de enero, 1938.

Querida esposa,

Hace meses no que te escribo.


Nuestro ejrcito se bate en retirada
desde hace semanas.

Apenas llegamos a un sitio y hay


que recoger todo con urgencia y
marchar a pasos

forzados hacia el norte. No s como


estars, cul es tu situacin, ni
siquiera si esta

carta llegar hasta tus manos o si


estar vivo cuando la recibas. No
me resigno a caer

atravesado por una bala. Los nios


y t me necesitis, a pesar de lo
cual no puedo

decir que tenga muchas esperanzas


de reunirme contigo cuando esto
termine. Los
vencedores no suelen ser
misericordiosos con los vencidos.
Nosotros hemos

asesinado tanto o ms que ellos.


Violadas en las cunetas estn sus
mujeres y sus hijos

muerden el polvo de la venganza.


Pero alguien tendr que volver a
levantar lo que

hemos destruido, necesitan manos


para segar los campos,
picapedreros que
reconstruyan los caminos.

Todos mis amigos han muerto, los


ms afortunados una mala bala les
inutiliz un

brazo o una pierna y estn en


hospitales de campaa o
prisioneros de los fascistas.

Por qu sigo yo en pie? Qu ngel


malicioso ha alejado la muerte de
mi vera? Se re

de m el destino, me deja para el


final; me reserva la ltima bala,
quiere mantenerme

erguido frente al horror, ronco ante


la masacre y, cuando me haya
arrancado el

corazn, cuando mis ojos se


cieguen con las ltimas astillas de
esta guerra, entonces,

calladamente, vendr a por m.

Amor, abraza a mis nios. Qutales


el aliento con tus brazos.
Perdname por no ver

antes este final, por no escuchar tu


voz, por no atesorar la riqueza
infinita de tu

prudencia. Qu otra cosa poda


hacer? El alma de esta Espaa rota
en dos pedazos,

dividida para siempre, slo me


daba a elegir un camino. Cuando
todo pase, cuando

me humillen delante de una bandera


que no es la ma; cuando reciba en
este cuerpo

cansado los golpes de mis


hermanos, de mis padres, de mis
hijos, con el ltimo

aliento, consumido por el fuego de


creer hacer lo que es justo, cuando
ese fuego

purificador de la muerte me
fulmine, en ese instante, si
permanezco, si logro cruzar
todos esos glgotas, s que tu
estars all, siempre a mi lado.

Hasta que vuelva a verte.

23 de marzo, 1939.

Estimada Seora:

Estas letras parecen lanzadas en


medio de la nada. A medida que
nuestra columna

retrocede, a nuestros pies


desaparece todo lo que hemos
construido con sudor y

sangre. Permtame que me presente,


slo dir de m que soy el Capitn
Zaragoza. Su

esposo viaja herido con nuestra


unidad. No le ocultar que su
estado es grave. Le

encontramos en una cuneta cosidos


a balazos. Alguno de mis
compaeros me dijeron

que le diera el tiro de gracia. S


que es duro hablarle en estos
trminos, pero en esta

guerra no hay tiempo para las


formalidades. Me negu a dejarle
morir como un perro.

Su marido luch para que todo


fuera diferente, y ahora que el
mundo vuelve a girar y

el sol alumbra otra vez para los


mismos, no deba abandonar a su
suerte a un hombre
que quiso cambiar la suerte de toda
Espaa.

Le tengo aqu a mi lado. No habla,


pero cuando la camioneta bota en
los baches, se

le escapa un sordo gemido que


indica que sigue con nosotros. Yo
le hablo de vez en

cuando. Desconozco si me escucha,


no hay nada ms que hacer en una
camioneta que
apenas avanza por medio de una
interminable columna de parias y
aptridas.

Seora, el pas se nos acaba a cada


paso, ciudad tras ciudad, pueblo
tras pueblo, se

borra lo que fuimos y lo que


seremos. Al final de este viaje no
s lo que nos espera,

tal vez una nada tan inmensa como


de la que escapamos. Mientras siga
vivo cuidar
de su marido, no me pregunte por
qu, a mi lado todo es muerte, tal
vez salvando a

uno, aunque sea slo a uno de los


fantasmas que se desangran en la
cunetas, Dios o

Lenin perdonen mis pecados y me


devuelvan mi conciencia.

No puedo escribir ms, disculpe la


mala letra, pero los balanceos de
este cascarn
no me permiten otra cosa que
arrancar una slaba a cada bache.

A sus pies seora,

Viva la Repblica!

Capitn Zaragoza

CAPTULO 6

SOLEDAD

El dolor siempre es solitario. Es


una realidad misteriosa que nos
acecha detrs de cada

esquina. Vivimos en la quimera de


que nosotros nunca sufriremos, que
escaparemos

ilesos. Que la temible niebla del


dolor, que opaca la luz hasta
devorarla

completamente, ser breve, como


cerrar los ojos unos instantes y ver
la claridad que

atraviesa los prpados cuando


miramos hacia el sol. El enigma del
dolor es siempre

inexplicable e inexplicado, sordo


ante la pregunta: qu sentido tiene?

Cuando las olas de dolor te


sacuden, chocando contra tu
inquebrantable resistencia,

estrellndose una y otra vez contra


tu frgil cuerpo, y te tambalean
hasta que te

retuerces en la cama y ya no hay


nada ms que dolor. Entonces,
maldigo la fuente que

arrastra las corrientes a travs de


tus nervios, los impulsos que
comunican el

desgraciado mensaje del


sufrimiento. Te observo impotente.
No hablas, no intentas ni

logras mirarme. Estas asustada?


Me cuesta imaginarlo. En medio de
la habitacin
repleta de gente s que ests sola.
Esta noche no habr historias.
Viajas hasta el

corazn, el alma misma de El pas


de las Lgrimas, recorriendo
nuevamente los

mismos caminos polvorientos de tu


infancia.

***

Al final nos vimos. Las horas de


camino, los traqueteos del camin.
El aroma a caf

mezclado con el pestilente olor a


patatas podridas. Nada me
importaba. Como una

loba que abandona a sus cachorros


atrada por la fragancia de una
presa que pasa

junto a su lobera, sal a buscarte.


Me puse el traje de flores. Brillaba
bajo aquel sol

incendiario, con el pelo ondulado,


como a ti te gustaba. Las dems
mujeres me

miraban con desdn. Se escondan


de mi frondosa mirada, hastiadas de
viajar junto a

alguien que exhalaba felicidad. Un


temor me estorbaba. Cmo ser tu
aspecto?

Estars delgado, con la piel


macilenta azotada por el sol? Te
ver como un extrao,
con el gesto distante? Me mirars
con tus dos ocanos y ladears el
bigote al verme?

Me levantars en volandas y yo
girar como una nia sin parar de
rer? Me besars,

tus labios sabrn todava a jazmines


y azahar?

El paisaje comienza a volverse


gris. El cielo azul est entreverado
por grandes
nubes de polvo; polvo de guerra.
Las bombas se escuchan cercanas.
Nuestros odos se

taponan. No saba que para


acrcame a ti debiera llegar hasta el
infierno, pero acaso

no lo vivo ya cada da lejos de ti.


Las otras mujeres se ponen
nerviosas, se aprietan los

pauelos de la cabeza, se ajustan


las medias, miran impacientes fuera
del camin. No
me creers, esposo mo, pero yo no
tengo miedo. Cada da me levanto
inmortal,

renazco bajo la brillante mirada de


la maana y cuando llega el
crepsculo inevitable

s que nacer de nuevo el prximo


amanecer. Nunca he tenido miedo.
De nia mi

madre, que siempre andaba


contndome los pasos me deca:
andas siempre subida a
los rboles, vadeando los arroyos;
azuzando a los perros, slo puedes
llevarte

mordidas. Yo ya saba que era


inmortal.

Un avin pasa muy cerca e


instintivamente todas las mujeres se
agachan debajo del

toldo del camin. El aire se llena


de sabor a combustible y una
ventisca sopla por
unos segundos. Luego, las mujeres
histricas gritan y se aprietan unas
contra otras.

Miro fuera y observo la estela de


humo blanco dibujada sobre
nuestras cabezas.

Cmo puede volar algo tan


pesado?

Cuando llegamos al frente, el cielo


parece manchado de barro. Nos
ponemos unas
botas absurdas que nos estn
grandes y caminamos entre crteres
hasta una gran fosa

larga. All, como hormigas, se


mueven una multitud de hombres.
Ninguno nos mira

descaradamente, apartan los ojos


cuando pasamos y nos sentimos
amedrentadas por

su respeto. No sabemos si nos


respetan porque saben que somos
viudas o por temor a
desvelar a la muerte algn ansia de
vivir. Un escalofro me recorre la
espalda. Me

siento desnuda en medio de la


indiferencia. El barro en la
trinchera es parduzco y hace

terrones grandes en la tierra. No s


cuanto caminamos, la angustia y el
barro hacen

lenta la marcha. La trinchera es


ancha, en momentos sube y despus
desciende. No
hay horizonte, la pared marrn
traspasa nuestras cabezas. Pienso
en ti y en los cuatro

ngulos de esta crcel lineal.

Pasamos ante una pequea


enfermera. El silencio se vicia con
los leves gemidos de

los heridos y el olor a muerte nos


ensucia los ojos. Aceleramos el
paso, el soldado que

nos conduce hasta tu seccin es un


hombre viejo, muy viejo. Apenas
parece una

sombra debajo de una chaqueta


elegante y un pantaln militar. En
los labios lleva un

cigarro humeante y en el hombro le


cuelga un fusil oxidado. Pasamos
junto al

pequeo burdel y las mujeres de


mala vida nos penetran con sus
ojos de gata. Las
observo por unos instantes y
contemplo detrs de su mirada algo
parecido al miedo,

pero no es miedo. Es dolor, tal vez


soledad.

Nunca he visto la guerra. Siempre


ha sido un rumor. A veces escucho
por la noche

los aviones que matan en otras


partes. La gente habla de los que
han cado, de las
batallas perdidas. Las viudas
caminan erguidas, los hurfanos no
parecen ms

hurfanos que cuando sus padres


eran tan slo soldados. No hay
mucho que comer,

pero antes tampoco lo hubo y, si lo


hubo, no tenamos cuartos para
pagarlo. Entiendo

que la guerra es esto: soledad y


dolor. No una soledad o un dolor;
una inmensa
soledad, un terrible dolor.

En la ltima encrucijada he
escuchado algo diferente. Voces
alegres que viajaban

por la trinchera. Las mujeres se han


puesto a sonrer y yo me he puesto
seria. Cmo

estars? Sers el mismo hombre?


Qu tontera, nunca somos los
mismos por

demasiado tiempo. Cada da nos


amolda hasta convertirnos en
extraos ante el espejo.

Veo los primeros rostros alegres,


pero se me mezclan los ojos y las
sonrisas y se me

nubla la vista, noto el corazn


acelerado; se me seca la boca,
retengo la respiracin. Te

busco entre las caras. Esa no, no,


no. Esa, tampoco. Un espacio vaco
completamente
oscuro, de repente un resplandor y
dos soles que lo iluminan todo.
Mueves los labios

llamndome. Las mujeres se


abalanzan sobre sus hombres, pero
t y yo nos quedamos

quietos, observndonos desde lejos,


reconocindonos. No s quin da el
primer paso;

slo recuerdo un abrazo y dos


cuerpos que se funden de nuevo en
uno.
Nos separamos del resto del grupo
en silencio. Yo quiero salir de la
trinchera, pero

est anocheciendo y me dices que


cuando oscurece nadie puede
abandonar la

seguridad del agujero. Caminamos


hacia una parte oculta. Entonces me
besas, siento

un escalofro y ya no pienso.

Unas horas, una corta noche y


volveremos a separarnos. No
dormimos. Primero

me tientas con tus manos, me


oprimes con tu cuerpo caliente y
all, en medio de la

muerte, de la guerra, del odio, en el


hospicio de la esperanza, hacemos
el amor como

dos chiquillos, a escondidas, con


urgencia.

No paras de hablar. Me inundas con


tus palabras, me preguntas por
todos y yo

escondo las noticia duras; el


hambre que estamos pasando, la
indiferencia de mis

hermanas, la mirada ausente de mi


madre y la soledad que invade mi
ajetreado da. Te

res, cmo te res, como si te fuera


la vida en ello. Veo tus dientes
brillantes a la luz de
las estrellas y por unas horas las
bombas dejan de caer y se hace el
silencio. Entonces

nos callamos, exprimimos la nada,


escuchamos los minsculos
murmullos de la noche

y contemplamos la inmensa bveda


celeste. Tu mano aprieta la ma,
pero la soledad

sigue atenazndome. En ese instante


lo s, nunca ms volver a verte. Se
me hace un
nudo en la garganta y cruzo la cara
para que las lgrimas no lleguen
hasta tu pecho

descubierto. T no eres inmortal.


No s cuantos das te levantars,
durante cuantas

maanas tus ojos grises colorearn


el cielo, pero un doloroso presagio
me corta la

respiracin. Entonces comprendo


que un da yo tambin tendr que
morir y que ser a
la misma hora, en el mismo instante
en el que t dejes de respirar.

CAPTULO 7

EL PAS DE LAS LGRIMAS

Qu hay entre una emisora y otra


emisora de radio? Un vaco que
espera, un camino

de ondas que nos conduce en un


salto mgico hasta otra isla de
voces? La infinitud
de una tierra, de un pas
inexplorado?

En el hospital no quieres escuchar


la radio. T que dormas con ella
debajo de la

almohada, siempre encendida en tus


pensamientos; en la mezcla
inevitable de sueos y

voces. Ahora, cuando ms sola te


siento, prefieres navegar en el
inexplorado pas del
silencio. No aoras la msica, te
son indiferentes los testimonios
lunticos de los

oyentes, la verborrea mstica de los


locutores eclcticos y ramplones.
Desconozco si

los sonidos te molestan. Apenas


hablas, intentas sealar las cosas,
sustituir las palabras

por los gestos. Tienes la lengua


atada, arrastras las palabras y a
veces te enfadas con
nosotros. Me gustara entenderte,
comprender el lenguaje secreto que
tu mente

desgrana, pero tu lengua se niega a


comunicar. Te esfuerzas, rompes la
voz, cambias

el tono, las slabas salen


atropelladas y lo que en tu cabeza
conforma una palabra, en

la punta de la lengua es apenas un


gemido.
Cada da te alejas un poco ms de
nosotros. Te das la vuelta cara a la
pared y en la

habitacin desnuda a la que te han


trasladado, sin vecinas
impertinentes o amables,

guardas silencio. El sol penetra con


soberbia por las persianas, te reta,
te humilla y me

dices que busque la penumbra. Tu


viaje ha comenzado, me siento
impotente al no
poder acompaarte, aunque sea al
umbral de ese pas desolado,
anegado de lgrimas

fras, de torrentes de lamentos. Slo


me queda seguir escuchando tu voz
en mi mente,

recomponer la vida de la abuela, de


los miles de recuerdos transmitidos
al fuego lento

de los sentimientos. No te
preocupes, ahora camino yo junto a
ella.
***

Ya no queda mucho. Dos noches y


dos largos das caminando con una
nia en medio

de un pramo de rostros rotos es


demasiado hasta para m. Esposo,
los muertos

caminis? Volis? Experimentis


la fatiga? Un pie y despus el otro.
No parece

difcil. Un pie, despus un segundo


de equilibrio y antes de que el
primero se retire, el

segundo soporta todo nuestro peso.


En el fondo slo caminamos con
una pierna. Te

has dado cuenta? Antes iba a todos


sitios corriendo. T te reas.
Ande vas con tanto

apresuramiento?, decan algunos


mozos rezongueros apoyados en la
baranda de la
plaza. Tena prisa. El tiempo se
estrujaba cada da y yo tena que
desenvolverlo,

desanudarlo y desmenuzar cada


hora hasta convertirla en fragmentos
diminutos.

Ahora arrastro los pies. Llevo una


plomada atada a cada uno, o tal vez
sean los

grilletes invisibles de una derrota,


de mucha derrotas. Ya no hay
guerra. Dicen, que
cuando se acaban las guerras la
gente se alegra. Es mentira. Los
falangistas reparten

banderas, reparten bocadillos,


barren dos o tres calles, arreglan
las farolas de la plaza,

dan el paseo a tres o cuatro vecinos


para relajarse antes del desfile;
ensayan los

himnos, afinan los instrumentos y


ordenan a la gente en filas.
Entonces aparece un
grupo de soldados. Algunos son
moros. Su piel cetrina brilla por el
sudor fro de sus

cogotes y la gente siente temor al


verlos, pero sonren, agitan las
banderas, gritan

consignas, levantan la mano.

Me acuerdo de la ltima
pantomima, del ltimo desfile de
requets, con sus boinas

rojas y su pelo rubio. Me pill


cerca de la plaza. Dos o tres
vecinas ya me haban

dicho que si no apareca en los


actos, los falangistas podan
quitarme el Auxilio

Social, que mis nios moriran de


hambre. Yo sonre y no dije nada.
Aquel da me

despist y me vi en medio de la
marcha. Me par e intente pasar
desapercibida, agach
la cabeza, respir hondo y esper.
Vi unas botas que se acercaban y se
paraban

enfrente de m. Escuch una voz


seca y fuerte. Roja, levanta el
brazo . Levant

la cabeza y le mir a los ojos. l


me sostuvo la mirada, qu poda
temer de una

mujer? Entonces, no s como le


dije: No me sale de las narices
levantar el brazo
. El hombre me mir con los ojos
abiertos, alarg el brazo y me cogi
por la mueca.

Estir de mi brazo y lo levant,


pero al soltarlo lo dej caer de
nuevo. Se puso

furioso, repiti la operacin una y


otra vez, hasta que, fuera de s, se
ech mano a la

cartuchera. Farfull algo y un


falangista le llam. El hombre
estir mi brazo una vez
ms. Su amigo insisti y l me mir
por ltima vez antes de soltarme y
marcharse a

toda prisa. La gente haba hecho un


corrillo alrededor. Me observaban
con la cara

desencajada. Pas entre ellos,


aceler el paso y me dirig a casa
temblando.

No te enfades, esposo mo. T me


enseaste a creer en la fuerza de un
corazn
valiente. Nunca ms de rodillas. Te
acuerdas. Nunca ms amos y
esclavos.

Cuando he visto pasar por el


camino al grupo de falangistas he
notado como la

nia se me ha pegado a la piel. La


gente ha hecho un pasillo y ellos,
con sus largas

botas negras, han aplastado la tierra


a su paso. Sus camisas azules, con
grandes cercos
de sudor, han brillado en medio de
los trapos harapientos de los
caminantes. Jvenes,

atractivos, seductores, parecan


ngeles de la muerte. Durante unos
minutos sus botas

han roto el silencio montono de las


pisadas ligeras del resto de
vagabundos. Cuando

los crea lejos he respirado hondo.


Fortaleza ha comenzado a sonrer
otra vez,
caminando unos pasos por delante.
Entonces lo he visto; un falangista
rezagado ha

mirado a la nia y se ha inclinado


para hablar con ella. Me he
acercado corriendo con

el corazn en un puo. El hombre


me ha sonredo y por unos
momentos he visto tu

sonrisa en sus labios.

No se asuste seora.
El falangista ha sacado una
chocolatina de uno de sus bolsillos
y se la ha dado a la

nia. Ella la ha cogido deprisa,


pero despus me ha mirado y con el
brazo estirado se

la ha devuelto al hombre.

Por favor, acepte este obsequio.


Gracias a Dios no paso hambre, su
hija es tan

guapa, yo tengo un pimpollo de su


edad. Cuento los das que me
quedan para ir a

verle.

No, gracias.

El hombre ha vuelto a sonrer, ha


torcido la boca como lo haces t.

A dnde van tan solas? Estos


caminos no son muy seguros. Hay
guerrilleros y

ladrones, estafadores y todo tipo de


calaa.

No se preocupe por nosotras.


Sus amigos le echarn de menos.

Si pudiera facilitarles algn


transporte. Se dirigen a la ciudad?

Le he mirado sin contestar y l me


ha seguido la mirada y ha
comenzado a hablar

de nuevo.

Seora, no tenga temor. La


guerra ha terminado. Espaa
volver a ser lo que un

da fue. Su hija tendr un buen


futuro y podr ser una muchacha
linda y buena.

Verdad, pequea? Ya hemos


sufrido todos bastante. De nuevo un
solo pueblo, libre

y feliz.

Feliz?
Las palabras se me han escapado de
los labios. El hombre me ha
observado unos

segundos y sin cambiar su amable


gesto me ha dicho.

Perdi a su marido en la guerra,


verdad?

Qu le puedo responder, esposo


mo? S, soy la mujer de un rojo,
la viuda de

un rojo. De nuevo, con mi


imprudencia arriesgo la seguridad
de los nios a perder

tambin a su madre.

Su marido era un soldado


rojo? Todos hemos perdido a
seres queridos.

Ahora debemos mirar hacia delante.


Usted es joven y, si me lo permite,
muy bella.

Podr dar un nuevo padre a sus


hijos. Dentro de unos aos todo
esto parecer una

terrible pesadilla. Yo tambin tengo


muchos fantasmas que me siguen
cada noche

hasta la cama. Algn da se


cansarn y se marcharn hacia el
cielo o hacia el infierno.

El falangista ha vuelto a acariciar el


pelo rubio de la nia y con un gesto
firme ha

parado un camin. Se ha acercado a


la ventanilla y le ha ordenado algo
al conductor.

Este buen hombre les llevar a


la ciudad. Deben de estar agotadas.
Espero que

consiga lo que espera encontrar


all.

El hombre me ha mirado de nuevo y


con un gesto militar se ha
despedido. Yo,

temblando, he subido a Fortaleza a


la cabina del camin y torpemente
he ascendido y

cerrado la puerta.

Menudo enchufe tiene usted,


seora. Ni ms ni menos que un
teniente. No ha

visto los galones?

El camin ha tosido varias veces y


a trompicones ha comenzado a
avanzar. El aire
en la cara es agradable; el polvo lo
enturbia un poco, pero la velocidad
me ha devuelto

el nimo. Fortaleza curiosea con


sus ojos los mandos de la cabina,
mientras el

conductor sonriente toca el claxon


pidiendo paso a los caminantes.

Las carreteras estn imposibles.


En unos pocos kilmetros se me han
pinchado
dos veces las ruedas. Por lo menos
ya no caen bombas. Se dirige a la
ciudad para

buscar trabajo? Le aviso que no hay


trabajo para nadie en la ciudad.
Otros se van a

Madrid. El gobierno seguro que


empieza por all la reconstruccin.

Usted cree que con cuatro nios


yo puedo sobrevivir en Madrid?

Naturalmente, mucho mejor que


en su pueblo. En los arrabales de la
ciudad se

han construido unas casitas para los


que llegan. Por unas perras puedes
vivir en una y

trabajar en alguna buena casa.

No lo veo, seor.

Qu va a hacer en su pueblo?
Servir? Antes cogern a alguna
moza joven, sin
hijos y sin obligaciones.

Cmo se llama ese sitio?

No tiene nombre. Es un campo


grande, vaco. Algunos le nombran
Pozo del To

Raimundo. Algn Raimundo debi


vivir por all.

Madrid Se me escap en un
suspiro.

Madrid. Suena bien verdad?


Por un momento olvido lo que me
haba hecho emprender el camino
desesperado

hacia la capital de la provincia.


Extraada imagino que, despus de
todo, habr un

futuro para nuestros hijos. Siempre


quisimos ir a Madrid, te acuerdas?
Noto mis

labios cediendo ante una leve


sonrisa, la brisa me lame los ojos y
el pelo recogido me
pide escapar de su prisin. El
hombre conecta un viejo aparato
que descansaba junto a

su asiento. Es una radio aparatosa


de caja. Sintoniza Radio Nacional y
por el sucio

altavoz se escucha la voz de la


Piconera. La nia comienza a
cantar. Me hubiera

gustado atrapar ese segundo de


felicidad. Entonces recuerdo las
palabras del oficial
falangista, pero enseguida me viene
a la mente la cara del otro
falangista, el de la

plaza. Suspiro. Dnde est el


enemigo? A quin odiar? Me doy
cuenta de que la

guerra contina dentro de m, que


las bombas, los tiros, las
humillaciones seguirn

toda la vida al filo del acantilado


de mi corazn, susurrando: salta,
salta. Entonces
escucho en mi mente el ltimo parte
de guerra: En el da de hoy,
cautivo y desarmado

el Ejrcito Rojo, han alcanzado las


tropas nacionales sus ltimos
objetivos militares.

La guerra ha terminado. En ese


momento me alegr. Es triste
alegrarse de tus propias

derrotas, pero imaginaba que


nuestra derrota nos volvera a
reunir. Qu equivocada
estaba! La radio me estaba
anunciando que nunca ms volvera
a verte. La guerra te

haba mantenido con vida; inmortal,


escondido en alguna trinchera,
huyendo hacia

alguna parte, en busca de algn


refugio. En la paz, ya no haba
excusas que explicaran

tu ausencia. La muerte era la nica


verdad que me traa la paz.
CAPTULO 8

EL MAQUIS

El silencio se apodera de nuestras


charlas interminables y, cuanto ms
silencio, el eco

de tus palabras no deja que me


sacuda el sopor de mis noches
insomnes. Te observo

por encima, compruebo si la


respiracin es rtmica y cuando te
creo dormida vago por
el hospital en busca de ms
nufragos sonmbulos. Cuando me
cruzo con dos ojos

enrojecidos en medio de los


pasillos en penumbra, aparto la
mirada y contino mi

camino interminable. Del pasillo


lateral al pasillo principal, despus
hasta el hall de la

planta; una vuelta alrededor de los


ascensores y vuelta a empezar.
Conozco al detalle
cada recodo, cada sala, me cruzo
con las enfermeras del turno de
noche que corren de

una habitacin a otra, atradas como


lucirnagas por las luces rojas del
pasillo. Los

quejidos de los enfermos traspasan


las habitaciones hasta convertirse
en un coro,

donde los lunticos hacen de


sopranos y sus compaeros de
celda, de improvisados
bajos. Algunos familiares
conversan a media voz;
compitiendo absurdamente en

sufrimientos y dolores. Yo
permanezco errtica, taciturna y
medio dormida visualizo

el rostro ennegrecido de mi abuelo


en las sierras, con sus ojos azules
relucientes en la

luna de los perdedores.

***
Un maqui, eso me dijeron. Es uno
de ellos. De esos fantasmas que
recorren las

serranas; la mala conciencia de los


ricos, la pesadilla del Cuerpo, el
socaire de los

pobres, de los parias. Eso me han


referido, que t caminas con los
bandoleros, que te

resistes a perder lo que nunca fue


nuestro. La voz se ha corrido y las
venas se me han
llenado de aire, porque floto,
imagino que vuelves escondido
entre las sombras y me

besas, y escapamos a Francia o


Argentina y somos libres y ya no
tengo miedo. Esas

cosas se me pasan por la cabeza.


Esas y otras muchas, peores y
mejores. Ya no creo

que ests en la sierra. A qu ibas a


estar all, robando una oveja,
pidiendo rescate a un
terrateniente o dando dos tiros a un
falangista confiado. No te veo
asaltando por las

noches a los campesinos al grito de


viva la Repblica! No porque no
tengas agallas,

pero el alma no te da para


arrinconar a los indefensos aunque
sean demonios.

Me lo refiri la Sarmiento. Tu
hombre est en la sierra, lo vi un
pariente tuyo.
Un hermano de tu madre. El pastor
viejo . Eso me explic. Me
temblaron las

piernas y me falt el tiempo para


correr a la iglesia y poner dos velas
para que los

santos te rondaran cerca. Los


rumores se extendieron como el
humo. La gente

comenz a mirarme con cierto


temor y respeto. Los que no me
saludaban, los que
apartaban la vista o escupan
cuando me cruzaba con ellos,
decan buenas tardes,

buenos das. Evitaban mirarme, les


daba miedo. Te lo puedes creer?
Miedo yo, que

soy incapaz hacer dao ni a una


mosca; que Dios no me dio la
fuerza para golpear,

sino para soportar los golpes de los


dems.
Tengo que saberlo, me dije. Una
tarde, cuando todava el sol
prometa algo de luz,

dej a los nios con la vecina y fui


a ver al hermano de mi madre. Esa
noche la Luna

estrujaba su claridad sobre las


retamas y las rocas se templaban
calentndome los

nimos. Me senta como Don


Quijote velando sus armas, con la
expectacin de
descubrir lo extraordinario en lo
ordinario. Cuando el suelo se enfri
apenas estaba a

media hora de la choza del pastor


viejo. La cuesta se hizo ms cuesta
y me tuve que

aferrar a las ramas para poder


ascender hasta la cumbre. Me
ara, dos o tres veces ca

de bruces, pero al final observ la


extraa silueta que enfilaba la
choza. No haba
estado all desde nia y ya era el
pastor, viejo. Tan viejo que muchas
veces le imagin

como la ltima sombra de un mundo


ancestral. El pastor conoca el
lenguaje secreto

de los seres que habitaban aquellas


sierras peladas. Saba escuchar los
rumores del

viento y conoca el mecanismo que


anima a la naturaleza que le rodea.
Apenas
murmuraba palabras secas, sueltas,
como frutos maduros, y converta
las

conversaciones en golpes escupidos


al aire. Yo le tena miedo. Sus ojos
hundidos

centelleaban a travs de los


cortinajes de sus prpados
arrugados. Su rala barba gris,

mal ocultaba su piel de viruela.


Ahora, sin yo quererlo, querido
esposo, el pastor viejo
era el ltimo clavo de tu atad.

El viejo pastor abri la puerta y una


luz oscura le dibuj el contorno. Me
esperaba,

pens. Me acerqu hasta l. Gru


alguna letana y pas al fondo de la
choza. Al

entrar, el olor al tufo de la madera y


los orines me revolvi, l se sonri

maliciosamente y se sent sobre una


piedra. Le imit y me mantuve en
silencio

mirando hacia el fuego.

Le he visto. Poreso vienes


mal dijo el pastor viejo. Asent,
l removi

las brasas con su palo y las astillas


se quejaron, las chipas comenzaron
a bailar; sus

ojos se perdieron y volvi a decir:

Los vi Parecan fantasmas.


Tres o cuatro. No quise mirar
mucho. l se me

acerc. No le reconoc. Hola,


pastor, me dijo. Me vi la cara y
se nombr.

Ests seguro de que era l?


Podra ser otro hombre parecido
con su mismo

nombre?

No fue el nombre, fue la boca


ladeada y los ojos. Los ojos.
Seguro?

Un escalofri me recorri los


cuatro costados. El pastor viejo
asinti y volvi a

revolver las llamas.

Saba que vendras repiti de


nuevo.

Me levant, apret los brazos


contra mi pecho y sal de la choza
sin mediar palabra.
Algunos vecinos, que huelen el
miedo y la preocupacin, debieron
verme aquella

noche. Los rumores de que mi


esposo estaba en el monte corrieron
por todo el

pueblo. Muchos pensaron que su


mujer suba al monte para ver a su
hombre. La

roja estaba buscando a su macho,


como una loba en celo, pensaron.
Algunas
comadres zaheran llamndome
mala madre a mis espaldas. La
muy zorra deja a sus

polluelos porque est caliente,


comentaban al que quera or. Hasta
los nios estaban

avisados de que su padre


merodeaba por las noches cerca del
pueblo.

Madre, es verdad que padre


anda por cerca del pueblo me
dijo un da
Fortaleza.

Cario le contest , tu
padre est vivo por alguna parte,
pero si estuviera

cerca vendra a vernos o mandara


a alguien para que lo supiramos.

Fortaleza es muy nia para conocer


que su padre est en alguna cuneta
con las

tripas reventadas y las cuencas de


los ojos vacas. En mis entraas s
que ests

muerto. Algo ha dejado de latir aqu


dentro. No eres hombre para
caminar por el

monte robando gallinas y pegando


dos tiros a los campesinos
fascistas. Tu guerra ha

terminado hace tiempo, tal vez


desde que comenz. Cuando en tus
cartas dejaste de

volar con esos ideales tuyos que tan


mala fortuna nos han trado.

La maldad no se hizo esperar. No


se conformaban con verme viuda,
con cuatro

bocas abiertas, enlutada en mi


juventud; queran quitarme la piel a
tiras; a muchos les

hubiera gustado que me raparan el


pelo al cero y que me apedrearan en
la plaza del

pueblo. Maldita ralea de cobardes,


les recuerdo lo miserables que son
con mi sola

presencia. No soportan mi mirada


cuando se me cruzan en el camino.
Desvan los ojos

turbios y miran a la nada, como si


pudieran ver algo ms all de sus
envilecidas

pupilas.

Primero vino el cura, como


mensajero de Satans, que me hizo
unos rezos, acarici

el pelo rubio de los nios y se sent


en una de nuestras dos nicas sillas.
Don Damin

est tan gordo, que por un momento


tem que reventara el mimbre del
asiento. Con la

sotana sucia de polvo me extendi


la mano, pero yo no hice ni ademn.
Ya me he

arrodillado bastante delante de los


curas. Torci el gesto y se quit el
sombrero.

Mujer, vengo a prevenirte de un


gran peligro. Nuestro glorioso
Movimiento

Nacional ha ganado la guerra, pero


los caminos siguen llenos de
demonios rojos.

Espaa sabe perdonar a sus hijos


descarriados. Tu marido era un
agitador. Ahora es
un fugitivo de la justicia. Me
entiendes?

Me mir con sus ojos grises y not


que poda leerme la mente con sus
malas artes.

No s dnde est mi marido, si


es que es eso lo que ha venido a
preguntarme. Si

lo supiera, tampoco se lo dira a


usted, pero si vaga por esos montes
robndole el
sueo a gente como usted, espero
que dure lo suficiente para dejar su
cabeza seca y

sembrada de pesadillas. Ahora


tendr dos razones para no poder
dormir por las

noches. Su complicidad con los


asesinos y el miedo a que mi
hombre aparezca en

mitad de la noche y le corte el


cuello.
Hija del Diablo! Cmo te
atreves a hablar as a un sacerdote?
He venido para

ayudarte, para que a esos piojos les


quede al menos una madre, para
sobrevivir.

El cura se levant de la silla y se


me acerc tanto que cre que me iba
a pegar. Me

temblaban las piernas. Pens que si


t estuvieras aqu, ese cura gordo y
sudoroso no
se habra atrevido ni a cruzar la
puerta. Concentr mi miedo en la
mirada intentando

convertirlo en furia. Don Damin


gritaba y los nios se acercaron
asustados a m y se

agarraron de mis faldas.

Ser mejor que vaya a gritar a


sus feligreses, esa banda de
asesinos y ladrones.

Tan hijos de Satans como usted.


El cura levant la mano y yo me
agach; le empuj un poco, puse a
los nios detrs

y lanc una patada justo debajo de


su gran panza. Al parecer, lo poco
que tena de

hombre le vali para que se


revolcara de dolor en el suelo por
mi puntapi. Despus

de unos segundos se levant y se


march maldiciendo. Me temblaba
todo el cuerpo,
comenc a sentir nauseas y corr
hasta el corral para vomitar. Qu
haba hecho?

Pegar a un cura era lo mismo que


firmar una sentencia de muerte.

Esper impaciente el paso de los


das. Saba, querido marido, que en
cualquier

momento aparecera la Guardia


Civil o una muchedumbre de beatos
que me llevaran
a rastras hasta la puerta de la
Iglesia. Nadie vino. Tampoco yo
sal de la casa. Me

apa con un poco de harina, los


huevos de las gallinas y las tres o
cuatro cosas que

nos servan para mal comer.


Pensaba que si los das corran,
engaara de nuevo al

destino y nadie vendra a


arrancarme de mis hijos.
Una maana muy temprano, escuch
la puerta. Despus una voz seca
grit la frase

que esperaba or desde que corri


por el pueblo lo de que andabas por
el monte.

Abran paso a la Guardia Civil.


Antes de que lograra entornar la
puerta, la

estamparon de un empujn contra la


pared. Los nios comenzaron a
llorar. La poca
luz que penetraba por la calle
converta en dos sombras siniestras
a la pareja. Sus

botas relucan y los botones de las


guerreras brillaban como los ojos
de los

murcilagos.

Roja, tienes que venir con


nosotros. Ponte algo decente. Pero
mira que sois

putas.
Me abrac al chal que haba puesto
sobre mi viejo camisn y arrastr a
los nios

hasta el fondo de la habitacin.


Intent vestirme en la zona ms
oscura, pero perciba

como los ojos de los dos hombres


se clavaban en mi cuerpo.

Con quin voy a dejar a mis


hijos?

A m qu me importa, mujer. No
tenemos todo el da.

Fortaleza, busca a la vecina y


dile que estar fuera, que os eche un
ojo. Hazles

algo para desayunar a tus hermanos.


Has entendido?

Agarr la cabeza de la nia y la


estrech contra mi pecho. Respir
hondo para

ahogar las lgrimas que


comenzaban a caer por mis
mejillas. Me arrepent de ser tan

brava. Una madre no puede ser


valiente.

Vamos! dijo el hombre


tirando de m.

Cada guardia me agarr de un brazo


y medio en volandas me sacaron de
la casa.

Mir por unos segundos a los nios.


Cuatro sombras que geman solos
en mitad de la
oscuridad. Te maldije, mil veces,
por hacerme mujer, madre y viuda.

***

Vuelvo a la habitacin en penumbra


y percibo tu cuerpo sobresaliendo
de las sbanas.

Una sombra desgastada y perezosa


se refleja en la pared blanca. A
travs de las

persianas contemplo la noche.


Dentro de media hora el hospital se
desperezar hasta

que los gemidos nocturnos se


transformen en el martilleo de los
zuecos de las

enfermeras, el chirriante y cansino


bamboleo de los carritos y la noche
se ocultar en

los rincones ms negros de la


memoria, esperando a que regresen
las sombras.

CAPTULO 9
SUEOS DESDE LA CRCEL

En el coche ha sonado el mvil. Me


sudaban las manos y casi se me ha
escurrido el

telfono. He balbuceado unas


palabras nerviosas. Mi hermana,
con la voz alegre, me

ha comunicado que hoy nuestra


madre se encuentra mucho mejor. El
ltimo

tratamiento ha comenzado a surtir


efecto y est despierta. Sigue sin
poder hablar, pero

por lo menos ha comido algo y ha


pedido que le lleven una silla de
ruedas por la tarde

para darse una vuelta. Cuando he


subido de dos en dos las escaleras
del hospital no he

podido evitar que la ansiedad se


mezclara con la fatiga. El olor a
muerte me ha
bautizado la nariz y, con paso
acelerado, he recorrido el hall, los
pasillos y me he

plantado en el umbral de la puerta.


Incorporada, mientras mi hermana
le daba un

yogur, mi madre me ha observado


por unos instantes. Sus pupilas
grises me han

reconocido y un escalofro me ha
recorrido la espalda. Con gestos me
ha sealado la
silla y con la boca medio torcida ha
sonredo. Las tres hemos sonredo.
Despus me

ha mirado a la barriga y ha movido


la cabeza. He sentido que me
regaaba por estar

all en ese estado, con las piernas


hinchadas, sin dormir. Le he
sonredo y le he

sealado la silla. Entre las dos la


hemos bajado de la cama. Su
cuerpo delgado y fro
ha cado como un peso muerto
sobre la silla de ruedas. La hemos
apoyado contra el

respaldo. Al agacharme me he
cruzado con sus ojos encendidos
como los de un nio

la Noche de Reyes.

Salimos para dar una vuelta?

La silla de ruedas ha comenzado a


girar lentamente. Al cruzar el
umbral ha
suspirado. Por primera vez en
meses atraviesa la puerta para algo
ms que para

hacerse pruebas. Sus ojos casi


ciegos no deben notar mucho la
diferencia, pero la

corriente del pasillo, las voces de


las sombras que la saludan al pasar
y el hall amplio

e iluminado le han devuelto por


unos instantes la libertad.
***

El camin nos ha dejado a las


afueras de la ciudad. El hombre se
ha disculpado muy

amable, pero tena que continuar


ruta y seguir camino antes de que se
hiciera de

noche. Los camiones no pueden


circular despus del toque de
queda. El gobierno

quiere evitar el transporte de


mercancas ilegales. Todo est
racionado, pero la

mayora de los camioneros burlan


las normas. Todos quieren hacer
algo de negocio,

sacar unas pesetas y poder llevarse


un pellizco extra a casa. Hay pocos
hombres

disponibles y las cosechas se


perdieron hace tiempo. Primero por
los campos
quemados y arrasados por unos y
otros, despus por la falta de
manos, ahora por un

cielo azul que se niega a bendecir a


una tierra sembrada con sangre. Si
lloviera, tal vez

los muertos empezaran a brotar


entre los terrones secos y tendran
que volver a

matarlos sus verdugos.

El bochorno comienza a subir del


suelo y Fortaleza y yo nos paramos
debajo de un

rbol para robarle un poco de


sombra. Las hojas se mueven de vez
en cuando y el sol

me azota la cara. Una agradable


sensacin de fuerza se apodera de
mi piel y su calor

me vivifica. Un mal semblante me


cruza la cabeza. Una luz al final del
pasillo en
penumbra. El camino de los
calabozos a la oficina del
cuartelillo. Cinco metros desde

el infierno hasta las puertas de la


casa del mismo Diablo. En la luz,
paradjicamente,

me espera la ensombrecida cara del


sargento. Es como un mono peludo.
Pelo en las

orejas, pelo en el mentn hasta casi


los ojos de una mal afeitada barba,
pelo por la
espalda escapndose de la guerrera
desabotonada, pelo blanco y gris en
el pecho, pelo

cortado a cepillo en la cabeza.

Aqu tenemos a la hembra del


maquis. Espero que el agujero te
haya ablandado

un poco, te me traan muy brava.

Sus ojos pequeos, dos botones


marrones de mueca de trapo, me
observan.
Empiezo a sudar. Te cuento esto
para que sufras, para que sepas que
tus palabras ya

no me protegen; para que cuando


este diablo vuelva a casa, nada ms
asome al mundo

de los muertos, le esperes para


apalearle el alma.

No responde. Claro, la
mamuasel no tiene tiempo para
hablar con la autoridad.
Est pensado en su macho. Si fuera
por m ya te habra dado el paseo,
pero tus cuatro

ratas pesan en la conciencia del


cura y del comandante. Cuatro ratas
ms o menos en

un pas muerto de hambre. Por qu


no matarlos ahora que son pequeas
alimaas?

Luego, cuando crezcan, vendrn a


matarnos a nosotros. Pero el cura,
don Damin, ya
ves, l que es de falange, que tuvo
que salir del pueblo para que no le
quemaran con

la sotana puesta. El muy santurrn


ha dicho que no podemos pegarte
tres balazos bien

dados.

Al parecer el cura vena en son de


paz y yo le desped con una patada
en sus partes.

No ves marido, que todos los curas


no son malos. Peste de sotanas,
me decas, pero

algo se les habr pegado de


Jesucristo; el primer comunista lo
llamabas t.

Bueno, nos vas a decir dnde se


esconde tu maridito. En qu puta
cueva se

oculta para robar por la noches a


las gentes de bien.

El sargento me arrea dos tortas y


comienzo a sangrar por la nariz. El
sabor es

dulzn y caliente. La cabeza me da


vueltas. Intento araarle pero el
otro guardia me

tiene cogida por los brazos, me


hinca los dedos y casi me corta la
circulacin.

Vas a hablar o tengo que coger


a tus cuatro ratas y abrirlas en
canal?
No s donde est mi marido.

Con el puo cerrado me golpea en


el vientre y siento un calor
insoportable que deja

paso a un fuerte dolor, que no me


permite enderezarme. Intent
escapar de all, pensar

en ti; en los nios, en los das de


tardes soleadas, cuando
pasebamos hasta el ro por

l a chopera. Intent recordar la


ltima vez que tus ojos atravesaron
el espejo de los

mos.

No hay nada que hacer con sta.


Que se vaya a casa, ya se cansar
de verme

todas las noches y cantar un da de


estos. Los rojos siempre terminan
por contarlo

todo.
Uno de los guardias civiles me
arrastra por el suelo empapado en
sangre. Mis pies

muertos chocan contra los


escalones y despus levantan el
polvo de la calle. La gente

me ve pasar y aparta la mirada,


algunos me insultan y escupen, otros
tan slo suspiran

temerosos de hasta cundo durar


su suerte. El guardia civil se
detiene en una de las
fuentes y me deja mal apoyada. Me
tambaleo sin fuerza. El agua me
refresca, las gotas

caen por mi piel pringosa, como


surcos de un arado purificador. El
guardia civil me

limpia la cara y los brazos, yo me


dejo hacer medio muerta.

Venga mujer. Esto terminar


antes o despus.

La voz del hombre parece distante,


me llega en medio del fuerte pitido
que inunda

mis odos reventados. Le miro entre


el velo de agua que me cubre los
ojos. Brilla en

medio del sol.

Ya sabe que yo cuido a sus


nios por las noches, mientras est
en el cuartelillo.

Le contemplo embobada, confusa,


asustada; perdida en un mar de
inquietud. Por

qu no morimos cuando dejamos de


tener esperanza? Para qu tanto
sufrir y penar;

luchar y luchar? El hombre me


levanta y en ese momento me asalta
el pudor. Me

preocupo de mi apariencia, ms por


los nios que por coquetera.

Tiene un espejo?
El hombre saca del bolsillo un
minsculo espejo. Me enfoca la
cara y me espanto al

ver los labios amoratados, los ojos


inflamados, los cardenales, las
heridas. Me quedo

fascinada sin llegar a reconocerme,


como si en el cuartelillo hubieran
conseguido

arrebatarme algo ms que mis


facciones; robndome mi propia
identidad. Los ojos
morados expresan un espanto que
crea oculto en mi mente. Lanzo
algunos mechones

sobre la cara, aunque es imposible


ocultar el destrozo.

Cuando llego a la casa los nios


estn despiertos barriendo el suelo
de tierra, dando

de comer a las gallinas, fregando


las cacerolas y colocando los
cuatro cacharros de la
casa. Fortaleza los dirige como un
profesor de escuela. Est alta, si la
vieras; tiene las

piernas flacas, los brazos paludos,


pero sigue con la cara redonda y
esos ojos grises.

Dicen que los nios de los rojos


tienen todos caras de hambre, pero
ella parece una

princesa campesina. Su traje est


viejo, pero muy limpio, con varios
parches de telas
de colores, los encajes medio
cados en las mangas y el borde de
la falda y dos lazos

grandes, uno a cada lado. Con el


pelo suelto y sin peinar parecen las
espigas que

crecen al lado de los caminos, se


levanta y agita con gracia,
siguiendo el comps de

una meloda lenta y suave. Ella se


da cuenta. Los dems andan con sus
chiquilladas,
pero ella me mira y sin decir nada
percibo la pena que arrastra.

El guardia civil se despide, pero


antes reparte un poco de chocolate.
Los nios

hacen barrunta hasta la salida. Las


horas del da marchan a toda
velocidad. Cuando

me quiero dar cuenta la luz se ha


escapado por las ventanas de la
casa y escucho el
golpeteo de las botas de la pareja
de la Guardia Civil. Un escalofro
me recorre todo el

cuerpo. Los nios duermen


plcidamente, ya se han
acostumbrado al horror

cotidiano. Cierro la puerta y los dos


hombres me escoltan a un paso de
distancia. Ya

no hay forcejeos ni empujones, mis


verdugos se han acostumbrado a m;
formamos
una especie de compaa siniestra
en medio de la noche, cumpliendo
un macabro

ritual que se inicia cada crepsculo


para terminar cada aurora. Tras
caminar un poco

nos acercamos al edificio de piedra


y leo montonamente la frase mal
escrita en el

quicio: todo por la patria.


Agacho la cara avergonzada, pero
no por entrar en el
cuartelillo como una bandida, en
mitad de la noche, como Cristo con
sus carceleros;

lo que me avergenza es sentirme


sin patria, como un paria ms que
camina sobre una

tierra que le rechaza; madrastra


insidiosa.

Al sentir el fresco de los lugares


ocultos donde se practica el mal,
me agarro el chal
y procuro retener el calor, pero se
me escapa con la calma. Me bajan
hasta los

calabozos. Primero he de pasar


horas all; sola, a oscuras,
esperando. En medio de la

vigilia disfruto de tu presencia,


entre rejas es cuando te siento
verdaderamente

presente, como si una cuerda


transportadora comunicara tu
sufrimiento con el mo,
unidos en la tortura de sentirse
libre, cubierto de cadenas. Respiro
y el olor de la tierra

hmeda me araa la garganta, los


huesos se me humedecen y noto
cmo los dedos se

quedan rgidos. Muevo las manos.


No las veo en mitad de la
oscuridad, pero intuyo su

forma alargada, las repaso con la


mente y las imagino tocando las
tuyas; fuertes y
suaves. Mis manos se extienden en
mitad de la oscuridad y la corriente
me acaricia,

imagino que es tu piel vaporea que


se ha convertido en aire para
atravesar los muros y

rozar por unos momentos mis


dedos. Escucho mi corazn que se
acelera y se me

escapa un suspiro que se agota al


poco de escapar de mi boca.
Entonces me envuelves
con tus brazos que se han
transformado en la oscuridad
inquietante hasta domarla y

convertirla en adorada penumbra.


Tu fantasma se condensa en uno de
los lados de la

celda, percibo tu respiracin.


Cierro los ojos y te recuerdo. Nadie
puede robarme ni

un segundo esos recuerdos.

En las celdas aprend a hablar


contigo. Escap del silencio de la
separacin y me

decid a lanzarme por el camino de


la locura. Hablar con un muerto,
con alguien que

ya no tiene odos ni ojos y que si


los tiene estn sepultados por la
tierra. En nuestros

interminables dilogos t
permanecas callado, mudo. No me
hacen falta tus palabras
para acompaarme, los grandes
espacios vacos que hay entre ellas;
los puntos y

seguidos son suficientes. No existe


el silencio ni para un muerto. En
mitad de la celda

solitaria, los ruidos se agolpan en


mis odos y me llaman
incesantemente. Una gota

que se escapa de las paredes


hmedas, la corriente que se
entretiene en jugar con las
llaves colgadas en el clavo, las
ratas que bautizan el suelo con su
rastro y que a ratos

chillan, pelendose por alguna miga


de pan. No hay silencio, por eso en
las bocas

cerradas de los muertos, a veces


boca sin boca, las palabras cruzan
sin dificultad la

tierra que les envuelve, el mar que


las corona, y si son ceniza se
renen a la altura de
las copas de los rboles y se juntan
a los vientos, vagando por todos los
rincones,

rebotando en todas las esquinas del


mundo.

Algunas veces, pasa algn guardia


civil y me encuentra murmurando.
Alguno se re

de la loca, otros me miran con


lstima, recordndole a su madre y
me dan un poco de
leche. Cuando llega el sargento, no
s a qu hora ser, me suben por las
escaleras y

me llevan hasta la luz. Una luz fra


que ilumina un infierno.

Ahora aqu, en medio del camino,


con el sol taladrndome los
prpados, mi crcel

parece distante, casi irreal.


Fortaleza a mi lado se ha quedado
dormida. Qu
recordar de todo este viaje dentro
de unos aos? Si es que los das
siguen devorando

los calendarios. Sabr por qu


llegamos tan lejos? Conocer el
camino de regreso

hasta su infancia? La vida es una


carretera sin marcha atrs. A
medida que avanzamos

la nada lo cubre todo.

Despierto a Fortaleza con cuidado,


poco a poco se despereza y se pone
en pie. Miro

a las primeras casas con desgana.


Lo que se me haca lo ms difcil
del camino, llegar

hasta all, ahora se me hace lo ms


fcil. Cmo conseguir que me
reciba el

gobernador? Una roja, una viuda,


una mujer, una sombra ms por esta
tierra
nuestra.

Comenzamos a caminar y el peso


del camino de mis treinta y ocho
aos se me hace

insoportable. Nos introducimos en


la ciudad plana, primero por las
casuchas

improvisadas por los desplazados.


Despus por las casas bajas, que
parecen un

pequeo pueblo que anilla a la


ciudad. Dentro, las calles son
rectas, no se ven casas

cadas, yo me imaginaba montones


de escombros de los bombardeos,
pero la ciudad

est intacta. En el centro la gente


parece ms animada y mejor
vestida. Incluso se

puede ver alguna mujer elegante,


con su traje reluciente y dos nios
de la mano de su
institutriz. Las calles parecen
laberintos y tengo la impresin de
que algn ngel

malicioso ha movido todo de lugar


y que la ciudad en la que estoy no
tiene nada que

ver con el sitio donde viv y serv


durante cuatro aos.

Miro a Fortaleza sucia y vencida


por el cansancio. Pienso que todo el
camino
recorrido ha sido en vano, que en
medio de la desesperacin he
andado hasta el

agotamiento y he arrastrado a la
nia conmigo. Dnde estas,
querido esposo?

***

Al regresar a la habitacin y dejarte


de nuevo en la cama he sentido
como si te

cortramos las alas. Te has


quedado quieta, tumbada en mitad
del colchn hasta que te

hemos colocado en tu sitio.


Tumbada y cmoda sigues
resoplando como si hubieras

hecho un gran esfuerzo, el brillo de


tus ojos vuelve a opacarse hasta
perder la

expresin. La celda de paredes


blancas contina en el mismo lugar.
La sombra
cuarteada por la persiana cae sobre
ti, parecen rejas que te oprimen
hasta aplastarte.

De repente te res, y ya no s si has


vuelto de pronto, dibujando en las
arrugas de tu

cara, tu verdadera expresin. La


habitacin se inunda con tus risas y
las tres nos

remos como tontas. Nos remos


con desesperacin, aferrndonos al
ltimo resquicio
de felicidad que se nos escapa por
la puerta e inunda por unos
segundos todo el

pasillo.

CAPTULO 10

LA CIUDAD

La fila ocupaba varios kilmetros.


Lo he visto por la tele. Todos
queran estar en

medio del dolor; pertenecer por


unos momentos al gran cuerpo de la
multitud, notar

que no estn solos, que las caras


que les observan a cada paso
forman las partculas

invisibles de un todo. Las


serpenteantes filas llenan las calles
hasta convertirse en un

inmenso monstruo de espanto que


palpita alrededor del gran cilindro
de ladrillos, que
con su gigantesco ojo vaco mira al
cielo. Por unos instantes la inmensa
estacin se ha

transformado en templo sagrado


donde millones de personas rinden
su ltimo

homenaje a las vctimas. Las aceras


desgastadas y grises soportan el
peso de la

desolacin y la masa avanza


despacio aletargada por el
murmullo de millones de
voces silenciosas. Me desperezo y
busco algo en la nevera. Noto que
dentro de mi

vientre se mueve el beb, me froto


la barriga y pesadamente me vuelvo
a sentar en el

silln. Miro el reloj y pienso qu


estar haciendo mi madre en ese
momento. Estars

terminando la cena inspida,


luchando por tragar la gelatina y
temiendo la llegada de la
noche? Tendrs las piernas
nerviosas? Desde aqu puedo
olfatear la crema con la que

las froto y sentir su tacto pegajoso y


palpar tus huesos desenfundados
que parecen

escapar de la piel. Tus piernas son


como dos columnas de alabastro
destruidas por el

cncer. El tratamiento ha
comenzado a perder su efecto y t
regresas a tu mutismo y
escapas, quiero imaginar, hacia el
Cielo del que tantas veces me has
hablado.

***

Me siento y la calle me da ms
miedo que los caminos solitarios y
el campo abierto.

Pregunto por el Palacio del


Gobernador y, de mala gana,
algunos se detienen y me

indican la direccin, pero no les


entiendo. Les vuelvo a ensear el
papel pequeo y

medio roto, pero no comprendo sus


explicaciones. Mi cabeza no hace
ms que dar

vueltas y me siento paralizada por


el miedo. Fortaleza a mi lado no se
da cuenta de

que la he arrastrado hasta lo ms


profundo de un pozo del que no s
salir. Que falta
me haces amor. Sin ti me siento
perdida en el mundo. Todas las
barreras que me

protegan se han hundido, ni


siquiera tu fantasma parece
acompaarme. Ahora, qu

puedo hacer? Si regreso al pueblo


la Guardia Civil me castigar por
no acudir al

cuartelillo durante dos noches


seguidas, pero no puedo quedarme
aqu, quin cuidar
de los otros tres nios? Adems,
seguramente la Guardia Civil se
tomar la molestia

de venir a buscarme. La cabeza me


va a estallar, todo me da vueltas.

Se encuentra bien, seora?

Un desconocido se acerca a m. No
me he dado cuenta que me caa
hasta que he

estado en el suelo. Nadie me ha


hecho mucho caso, pero Fortaleza
ha comenzado a

llorar y un joven me ha socorrido.


Al rato, dos o tres hombres se han
acercado y entre

todos me han sentado en las


escaleras de un portal.

Con este calor y lo poco que hay


de comer, pobre mujer. Los
hombres discuten

entre s qu hacer. Uno de ellos se


mantiene callado y noto su mirada a
pesar de seguir

aturdida.

Seora, yo la conozco.

Un escalofri me recorre por toda


la espalda. Estoy chorreando de
sudor. Me

habr reconocido aquel hombre? En


una ciudad tan grande he ido a dar
con alguien

que me va a denunciar ante las


autoridades. Por fin despierto de mi
estpido sueo y

me doy cuenta de que estoy perdida.


La poca suerte que me quedaba la
he arrojado al

barro. Me llevarn a la crcel y a


mis hijos los repartirn por algn
orfanato.

Soy Marcos. No se acuerda de


m?

Le mir atnita, apenas escucho sus


palabras. Uno de los hombres
empieza a

abanicarme con un peridico.

Hay que traer un poco de agua.

Uno de los hombres sube a una de


las viviendas y baja al poco tiempo
con un vaso

de agua. Empiezan a lanzarme


pequeas gotas sobre la cara. El
frescor no logra
reanimarme. La cabeza se me va y
comienzo a recordar el da en el
que sal a buscarte.

Todos decan que estabas vivo.


Muchos comentaban que te haban
visto. Necesitaba

despedirme de ti, que cruzramos


una mirada por ltima vez, para
extirparte de mis

pensamientos y cargar sola con


nuestros cuatro hijos el resto de mi
vida. No haba
dormido nada. Desde el cuartelillo
camin hasta las sierras y comenc
a vagar sin

rumbo. Apenas me cruc con nadie


en el campo. Haba una fuerza que
me mova. Mis

pies caminaban solos. No senta los


golpes de mis carceleros, mis tripas
secas no

cargaban ni con un mendrugo de


pan, pero anduve a buen paso
durante toda la
maana y toda la tarde. El sol me
azot durante todo el camino. Su luz
me cegaba,

como si intentara esconderte bajo


sus rayos. Cuando el cielo comenz
a arder y

transform el campo en una inmensa


hoguera roja, decid regresar. Los
nios llevaban

solos todo el da. Entonces, a lo


lejos, vi a dos o tres hombres que
caminaban deprisa.
Cargaban unos fusiles y vestan
como soldados. Uno de ellos se
detuvo y me mir. Su

cara tena los rasgos borrados por


la distancia. No sabra decir si era
moreno o rubio;

su estatura o corpulencia, pero


reconoc en l tus gestos. La forma
de levantar la

mano, de batirla, de darse la vuelta.


Eras t?, te preguntaste t lo
mismo mientras te
alejabas? Intent correr hacia
vosotros pero cuanto ms corra,
ms lejos estabais.

Grit, pero las palabras rebotaron


por la sierra sin respuesta.
Exhausta, me tend en el

suelo. No s cunto tiempo


permanec tendida, pero cuando
despert ya era noche

cerrada. Baj corriendo hasta el


pueblo y llegue justo cuando los
guardias civiles
venan a buscarme.

Se encuentra mejor? Me
reconoce ahora?

Los ojos comenzaron a reflejar de


nuevo la luz del portal y por fin
reconozco al

hombre que con la cara casi pegada


a la ma me habla.

Marcos, Marquitos, eres t?


Cunto has cambiado. Cuando te
dej apenas era
un mozo.

Qu le ha pasado? Cmo se
encuentran tiradas en la calle?

La vida.

Necesita algo? No es que


tengamos mucho, pero mi madre no
dudar en

echarle una mano.

Sent un nudo en la garganta y


apret los ojos para retener las
lgrimas que se

empezaban a escurrir por la cara.


Marcos me levant y tom a
Fortaleza en brazos. El

resto de personas se despidieron y


nos dirigimos calle abajo.

Para qu ha venido a la ciudad?

Tengo que arreglar un asunto,


necesito ver al Gobernador Civil.
Aunque no
creo que est dispuesto a recibir a
una mujer como yo.

Por qu no va a recibirla?

Sera largo de explicar. Esta


guerra ha cambiado muchas cosas.

Pero otras siguen igual. Las


personas no cambian con las
guerras. La que escupe

hiel es que ya la tena dentro antes


de su desgracia.
T crees?

An recuerdo cmo me cuidaba.


Sabe que para m es como una
madre.

Qu cosas tienes.

Dgame lo que precisa, que ya


andaremos para ver si podemos
hacer algo por

usted.

Ver al gobernador.
Pues si quiere ver al
gobernador, no hace falta que me
explique ms. Conozco a

alguien que puede conseguirnos una


audiencia. Pero antes dejemos a
Fortaleza en mi

casa. Seguro que no le importa


tomar un poco de leche y una
gachas, verdad?

A la nia se le ilumin la mirada.


Caminamos una media hora hasta
uno de los
barrios residenciales. Cuando
enfilamos por la calle donde estaba
la casa de Marcos,

los recuerdos se me amontonaron en


la memoria. Nunca me sent
sirvienta de su

familia. Me trataban como a uno


ms. Nos encaminamos por la
avenida y de lejos

contempl los dos viejos nogales y


la verja medio oxidada. Al llegar a
la puerta
pequea vi el sendero que se perda
entre las plantas que rodeaban la
casa. Las malas

hierbas crecan por todos sitios y


haba que apartar las ramas con las
manos para

llegar hasta la imponente fachada.


La casa pareca famlica,
desnutrida, pero de la

puerta acristalada se escapaban los


colores brillantes de la tarde. Antes
de que
llamsemos sali a recibirnos
Martn, el viejo criado que pareca
un fantasma con su

piel apergaminada y sus ojos rojos


de prpados cados. Al verme me
sonri, como si

acabara de recordar quin era.

Buenas tardes. La veo igual que


la maana que parti con su maleta
de cartn

atada con una cuerda.


No sea adulador. Soy mucho
ms vieja y la vida no me ha dado
descanso en

estos aos. Tengo cuatro hijos y


estoy sola para cuidarlos.

Cuando haba terminado de hablar


me arrepent de mis palabras,
querido esposo.

Qu pensara aquella gente de la


viuda de un rojo? Me echaran a
la calle a
patadas?

Ya veo una de tus flores. Por


qu no vienes nia a por un vaso de
leche?

pregunt.

Cogi a Fortaleza de la mano y la


nia le sigui sin rechistar,
hipnotizada por el

recuerdo del sabor de la leche.


Marcos me llev hasta el saln e
insisti en que me
sentara en una de los vetustos
sillones, pero yo me negu a
hacerlo. Al final me dej

por imposible y subi para avisar a


su madre. Mientras esperaba
contempl la sala en

penumbra, fresca, con olor a


cerrado. Los muebles principales
seguan en el mismo

lugar, pero echaba en falta las


alfombras persas, los jarrones de
porcelana, el reloj de
pie y algunos de los adornos ms
valiosos. La guerra haba extendido
su sombra por

la casa de mis antiguos seores.

Buenas tardes.

La voz me sobresalt, me di la
vuelta y all estaba doa Asuncin,
con su cara

regordeta desinflada por el hambre


y la edad. Su gran moo era ahora
completamente
gris y las arrugas haban achicado
sus ojos, pero la sonrisa segua
siendo la misma.

Echas de menos algo?

Entr en la sala y se acerc a uno


de los grandes aparadores. Pas la
mano sobre la

madera oscura como si acariciara


sus invisibles pertenencias y,
despus, se dio la

vuelta. Su traje negro flot por unos


momentos y descubri sus tobillos
hinchados,

con un ramillete de venas verdes.

Las cosas se pueden remplazar.

Mientras hablaba tena la mirada


perdida, su voz era neutra como si
me contara

algo que le haba sucedido a otra


persona.

Se llamaban comisarios del


pueblo. Eran unos obreros o
delincuentes, que s

yo. Cogieron todo lo que pudieron


transportar con las manos.
Preguntaron por los

hombres de la casa. Gracias a Dios,


Marcos estaba estudiando en
Sevilla, all, casi

desde el primer momento, el


General Queipo de Llano mantuvo
el control. Mi querido
esposo, Marcial s estaba en casa.
Al parecer era el peor pecado del
mundo trabajar de

notario. l, que nunca se haba


metido en poltica, que tena un
corazn de oro,

cuntas veces haba sacado a gente


de la ruina? Le cogieron entre dos y
se lo

llevaron. Cuando fuimos a la


comisara nadie saba nada de l.
Por all no haba
pasado. A los pocos das apareci
muerto con un tiro en la cabeza.

Lo siento.

No hace falta que me lo digas


con palabras. Tu mirada refleja el
mismo vaco

que la ma, s por qu ests aqu.


Dios te ha puesto de nuevo en mi
camino, si no para

salvar a tu marido, por lo menos


para salvarte a ti.
Cmo lo sabe?

Por qu iba a dejar una mujer a


sus hijos y atravesar media
provincia? Tienes

la mirada seca, cansada. Somos


hermanas, las dos hemos sufrido la
prdida de

nuestros maridos.

Me siento como si en mitad de


una gran soledad la vida me diera
un nuevo rayo
de esperanza.

Pues atrpalo. A mi me qued


Marcos. Tu tienes uno hijos que
criar.

Pero, cmo podr criarlos? Si


usted supiera.

Qu? Qu eres viuda de un


rojo? Qu tu marido era de los
que daba el

paseo a hombres como el mo?


Quieres que escupa mi odio sobre
ti? Que aada

ms mal al mal, ms odio al odio?


No ser yo quien reclame venganza.
Me robaron su

vida. La vida de un hombre bueno,


pero su memoria siempre estar
presente en cada

acto de mi vida. Dios tiene la


ltima palabra, suya es la justicia.
A tu hombre le toc

estar en el lado de los perdedores,


si no hubiese sido as, a lo mejor yo
estara

suplicndote a ti por la vida de mi


hijo.

Pero seora

Esta noche la pasaris con


nosotros. Marcos ha salido para
hablar con un

hombre que te llevar maana al


despacho del gobernador.
La mir espantada. Doa Asuncin
me haba dado mucho ms que un

salvoconducto, que la llave para


abrir las puertas a la esperanza, con
sus palabras me

haba extirpado la mala sangre.


Succionando el veneno que en los
ltimos aos haba

enturbiado mis das. La vida tena


que continuar, como esa mala
hierba que creca en
su jardn; desordenada, inmoderada
e hirviente. Romper con sus races
la tierra seca

hasta que su frondosidad la


protegiera de los aos sin lluvia, de
los ros secos y de los

hombres sin alma. Aquella noche,


sobre un jergn caliente, piel con
piel con mi hija,

comenc a reconstruir las tapias


derrumbadas de mi vida. Estaba
decidida a luchar con
ms fuerza que nunca.

***

Desde que las bombas


descarrilaron los trenes, nunca he
pasado por la estacin. La

mayor parte de los viajeros


caminan indiferente delante de los
centenares de velas,

notas y flores que rodean la gran


bveda. Miro de reojo el altar a las
vctimas e
instintivamente me toco la barriga
pesada. Normalmente voy en coche
al hospital,

pero en los ltimos meses la


barriga ha empezado a molestarme
al volante, por eso he

cogido dos trenes y he atravesado


la ciudad para ir a ver a mi madre.
Ya no puedo

quedarme toda la noche junto a ella,


pero me gusta permanecer varias
horas en el
silencio oscuro de la habitacin,
como si me aferrara a los restos de
mi pasado. Su

cuerpo, vuelto hacia la pared,


apenas es una sombra brillante. Ella
permanece

indiferente a las visitas, a los


enfermeros y los mdicos. Da la
sensacin de que su

cuerpo cansado ha dejado de


luchar.
CAPTULO 11

EL SEOR GOBERNADOR

Acabo de dormirme. El pitido


chirriante del mvil me quema el
tmpano y me

despierto con el corazn en la boca.


La barriga se mueve bruscamente y
siento a mi

beb despertarse sobresaltado y


comenzar a dar patadas y moverse
inquieto. Cuando
logro atinar con el botn y escucho
la voz al otro lado, se me corta la
respiracin; los

latidos de mi corazn retumban en


mi sien. Noto que me falta el aire y
me siento en la

cama. Despus, me visto deprisa


con una muda que lleva ms de una
semana

esperando la noticia. Todo empez


el lunes pasado. La enfermedad
pareca estable
dentro de la gravedad. Hacia das
que la alimentaban por sonda y
estaba

completamente sedada. Los


mdicos insistan en que
hablramos con ella, que la

saludramos al llegar y que la


hiciramos sentir que estbamos
cerca. Las horas

apenas se movan en el reloj. En los


ltimos das varios familiares
pasaban mucho
tiempo junto a nosotras, guardando
silencio ante la desesperacin y el
dolor. Una de

las maanas en las que yo estaba en


el hospital, la doctora de medicina
interna me

comunic que la situacin se haba


complicado y que era cuestin de
horas que mi

madre muriera; que era mejor que


avisara a mis hermanas y que
passemos juntas lo
que parecan los ltimos momentos
de una vida que se consuma. Por la
tarde mis

hermanas estaban ya en la ciudad.


Cuando lleg la noche, un doctor
nos explic que

la agona poda extenderse a las


prximas veinticuatro horas o,
incluso cuarenta y

ocho. Decimos dividirnos en dos


turnos. Una de mis hermanas se
quedara conmigo
aquella noche y las otras dos nos
remplazaran las otras doce horas.
A media noche

nos quedamos mi hermana y yo


solas. Al ruido sibilino de las
mquinas y el goteo de

los medicamentos se uni el que


pareca el ms horrible de los
suspiros. Mi madre,

medio ahogada, respiraba cada vez


ms fuerte. Sus pulmones no
estaban enterados de
lo intil de la lucha, pero
decidieron seguir moviendo su
viejo corazn hasta que todo

su cuerpo se colapsara. Su
respiracin rompa las paredes de
la habitacin y

atravesaba el pasillo hasta el silln


donde intentbamos pasar las horas
charlando de

mil cosas. De vez en cuando


entrbamos en la habitacin y
contemplbamos por unos
segundos su cara desencajada e
inexpresiva. El esfuerzo de la
respiracin le haca

erguir todo el cuerpo en una


convulsin y relajarse de repente,
hundida en las sbitas

olas de su sueo artificial. Por unos


segundos, a veces por un minuto, se
haca el

silencio y nosotras aguantbamos


tambin la respiracin, hasta que la
desesperada
inspiracin volva a revivir el
maltrecho cuerpo. Entonces
nuestros ojos se cruzaban

con horror. Intentbamos simular


una normalidad infantil. Que las
palabras taparan,

por lo menos en parte, los


sentimientos que luchaban por
aflorar, por explotar en

mitad de aquella noche


interminable.
***

La noche se convirti en un da. A


Marcos le cost mucho convencer a
su amigo para

que hablara con el secretario del


gobernador y nos concediera una
audiencia. En las

ltimas semanas el trabajo del


Gobernador Civil se vea
desbordado por soldados que

venan del frente, mujeres que


pedan la pensin de viudedad o
nios que tenan que

ser recogidos en orfanatos


pblicos. Segn me contaba
Marcos, los falangistas y la

iglesia se peleaban por hacerse


cargo de los servicios de Auxilio
Social. Nadie

obedeca a la Polica y muchos


agentes estaban siendo depurados y
expulsados del
cuerpo. Los robos se sucedan en
los almacenes donde se guardaba la
comida

requisada y cada da se encontraba


a gente que haba muerto
literalmente de hambre

por toda la ciudad. Una situacin


anrquica que traa al nuevo
gobierno de cabeza.

Tras mucho insistir, Marcos logr


que pudiera ver cinco minutos al
gobernador. Mi
antigua seora me regal un vestido
nuevo y unas alpargatas a Fortaleza.
Recorrimos

a pie la ciudad y llegamos ante el


edificio del Gobierno Civil. La
fachada imponente

contrastaba con la multitud de


desarrapados que esperaban en
largas filas para ser

atendidos por algn funcionario.


Las escaleras de la entrada estaban
cubiertas por
decenas de personas sentadas;
mujeres, nios y ancianos se
amontonaban como

fardos viejos. La Polica apenas


consegua que se respetara un
pequeo pasillo por

donde los funcionarios y los


seores suban y bajaban
fulminando con la mirada a la

gente desarrapada de la entrada. Me


sent confundida, yo perteneca al
grupo de los
miserables que tenan que esperar
das, si no semanas para que un
funcionario les

obligara a volver a empezar sus


gestiones por la falta de un sello o
un formulario que

la mayora de ellos no saba ni leer.


En cambio, en mitad de la multitud,
un polica nos

abra el paso como Moiss el Mar


Rojo. Franqueamos la entrada y
siguiendo al polica
subimos por unas escaleras
atestadas de cajas con papeles y
carpetas de colores

oscuros; los archivadores ocupaban


los pasillos y en corillos los
funcionarios

fumaban un cigarro, charlando


sobre cualquier cosa. En la primera
planta, las

alfombras caras estaban carcomidas


por las pisadas de todos aquellos
hombres
trajeados, algunos gordos; ya ves,
gordos en esta Espaa de hambre.
A ro revuelto,

ganancia de pescadores. Mientras


segua al polica, pensaba en ti. En
la revolucin

que me habas prometido. En el


pas que no iba a conocer ni la
madre que lo pari. En

lo que le iba a suceder a los hijos


de puta que siempre haban
mandado. Esa maana
yo tena que pedir a uno de ellos
que me dejaran de castigar por
haber perdido una

guerra que no empec, que ni si


quiera deseaba.

El polica se detuvo frente a una


puerta. Una secretaria, creo que la
nica mujer que

haba visto en el edificio, nos mir


de arriba a bajo y nos dijo que nos
sentramos a
esperar. Marcos, la nia y yo nos
sentamos en silencio. Los cuadros
del palacete

parecan renegridos por el polvo,


las cortinas de terciopelo, comido
el color, creaban

una atmsfera de pobreza vetusta.


La puerta doble del despacho, que
deba haber sido

blanca, rebordeada por un dorado


viejo, estaba griscea. Escuchamos
unas voces y
dos hombres trajeados salieron
vociferando. El mayor le dio unas
palmadas en la

espalda al delgado y este se march


sonriente, mientras nos miraba con
cierta

curiosidad.

Seor Gobernador, les digo que


pasen?

El anciano borr la sonrisa y con un


gesto nos llam. Marcos hizo un
ademn de

levantarse, pero con una voz seca el


Gobernador dijo:

Slo la mujer.

Me levant. Las piernas me


temblaban y me entraron unas ganas
tremendas de

orinar. Con pasos cortos y la


cabeza agachada entr tras el
gobernador y cerr la
puerta. El anciano se sent detrs
de un gran escritorio de madera
oscura. En uno de

los lados una gran cruz sujetaba


varios documentos. Sus ojos me
observaron y con su

voz ronca me invit a sentarme.

Pues usted dir. Tenemos la


ciudad patas arriba, pero varios
amigos me han

insistido para que la viera. Cree


que es la nica mujer en la
provincia que tiene

problemas? Ha observado toda la


gente que hay ah fuera esperando
para ser

atendida? Todos ellos necesitan


verme. Cada maana aparecen uno
o dos muertos,

confundidos entre la multitud;


mueren de hambre o sabe Dios de
qu enfermedades.
Pero, su caso debe ser ms
importante. No es as?

Me qued muda. Con los ojos


clavados en el suelo de madera y
sin saber qu

responder.

No tengo tiempo que perder. Va


a hablar o qu?

Seor Gobernador

No la oigo. Hable ms alto


mujer, que no me como a nadie.

Seor Gobernador. No s si mi
caso es ms importante que el de
toda esa gente.

Hace cuatro das sal de mi pueblo


con uno de mis cuatro hijos. Estaba
determinada a

llegar hasta aqu y suplicarle que


me recibiera. Mientras caminaba,
alejada de mi

pueblo, de mis problemas, de la


horrible injusticia que estaba
sufriendo, me encontr

con otros muchos que andaban sin


rumbo. Muertos vivientes que
esperaban descansar

por fin en una cuneta. Mujeres secas


que no encontraban a sus hijos
muertos en mil

batallas. Cada da perciba que mi


sufrimiento comparado con el de
todos ellos, era
apenas un leve dolor. Marchaba y
me llenaba de argumentos,
imaginaba como pasara

todo, que dira. Ahora que me


encuentro ante usted, no s cmo he
llegado hasta aqu.

Lo nico que entiendo es que las


buenas acciones que uno hace en su
vida, al final, a

la vuelta del tiempo, regresan para


librarnos de la desesperacin. Que
un nio criado
con amor, puede encontrarte hasta
en el infierno y escoltarte hasta el
cielo. Pero al

mismo tiempo pienso que todos los


que yacen en las escaleras de este
edificio tambin

debieron hacer cosas buenas, que su


justicia no ser menor que la ma,
que como yo

son pecadores. Entonces, por qu


soy yo la que est sentada y no uno
de ellos? Soy
viuda. Cuntas viudas esperan a
las puertas? Tengo cuatro hijos.
Cuntos hurfanos

de padre y madre ha dejado esta


guerra?

La entiendo. Es difcil saber


porqu las cosas son como son.

Eso crea yo. Eso pensaba


cuando emprend este camino. Me
senta sola,

abandonada, llena de odio. Crea


que nadie poda entender mi dolor,
que nadie sufra

como yo.

Cada uno ha de llevar su cruz.

Es triste ver a todo un pas


consumido por la tristeza.

S.

Hemos convertido todo en


ceniza.
La guerra lo destruye todo
dijo el Gobernador.

Este es El pas de las lgrimas.


Ya no hay sitio para otro caudal,
los ros con su

cauce seco se han escondido debajo


de la tierra. Lgrimas, le traigo; las
lgrimas de un

pueblo que muere desesperado. Ya


s porqu estoy aqu, seor
Gobernador. Yo les
represento a todos ellos. A los que
nunca llegarn hasta este despacho,
a los que

pierden todas las guerras, estn en


el bando en el que estn. Me he
convertido en su

portavoz, ellos me han elegido. Mi


marido era uno de ellos tambin. Se
meti en la

guerra como todos nosotros, quera


que las cosas mejoraran para sus
hijos. No tener
que pensar cada maana si
comeran o no por la noche. Ver el
producto de su duro

trabajo, que su mujer tuviese dinero


para comprarse un vestido o poner
unas flores en

un jarrn viejo y oxidado. Quera


poder votar y que nadie fuera ms
que nadie. Que

sus hijos pudieran ser ministros,


mineros, albailes; lo que ellos
mismos eligieran.
Ahora sus hijos no tienen nada que
comer, su esposa sufre el desprecio
de los que la

consideran poco menos que un


animal.

Entiendo.

Por unos momentos el rostro del


gobernador se nubl. Pareca
pensativo, con la

mirada perdida y el mentn


levantado. Pens que tal vez no me
escuchaba, que en

esos momentos estaba tratando con


sus propios sentimientos. La guerra
nos haba

anulado a todos. ramos menos


humanos. No importaba lo
inocentes que pudiramos

considerarnos, sentamos que


tenamos las manos manchadas de
sangre.

Seor Gobernador, tan slo


tengo una peticin que hacerle.

El hombre dirigi su mirada hacia


m, ech el cuerpo hacia delante y
apoy la cara

en las manos. Respir hondo antes


de continuar. No saba si el
gobernador haba

pedido algn informe sobre m, cul


sera su reaccin cuando empezara
a hablar mal

de hombres puestos a sus rdenes.


Al fin y al cabo, yo era una roja,
una de esas

ratas que el rgimen fascista quera


exterminar. Examin su rostro. Me
observaba con

curiosidad, como si se preguntara


de dnde haba salido.

Hace unos meses, uno de los


vecinos de mi pueblo propag la
noticia de que

haba visto a mi marido entre los


guerrilleros que siguen haciendo la
guerra por la

sierra.

Su marido est muerto o ha sido


dado por desaparecido?

Las ltimas noticias que tengo


de l es que estaba herido grave y
se diriga con

su compaa al norte, desde


entonces no he recibido ninguna
carta y no s si se
encuentra con vida.

Su marido ha sido dado por


desaparecido. Hay miles de rojos
que han sido

dados por desaparecidos. Se cree


que dos o tres millones pueden
estar en Francia,

algunos han huido hasta Amrica.


En ese caso no puedo ayudarle.

Lo entiendo, no le pido que


busque a mi esposo.
Entonces?

En los ltimos meses he sufrido


prisin.

Prisin?

Una pareja de guardias civiles


me lleva todas las tardes al
cuartelillo para

interrogarme. Tengo cuatro nios


pequeos que se quedan solos toda
la noche.
Pero, por qu motivo la
interrogan todas las noches?

La Guardia Civil dice que


conozco dnde se esconde mi
marido.

Y lo sabe?

No. S que mi marido est


muerto. Si estuviera con vida se
habra puesto en

contacto conmigo, aunque eso le


supusiera la crcel o la muerte.
Puede ser que simplemente haya
huido de Espaa.

No. l nunca abandonara a su


familia.

Est segura? Esta guerra ha


cambiado mucho a la gente. Veo
casos como el

suyo todos los das.

Mucha gente ha cambiado, pero


l no era de los que abandonan a su
familia.
Entonces el problema es que
esos guardias civiles no la dejan
vivir. Es as?

S, seor.

Puede salir un momento y decir


a don Marcos que entre?

S. Muchas gracias por


dedicarme su tiempo.

Sal del despach con el corazn


retumbndome en los odos. Senta
la espalda
tensa; Por qu quera ver a solas a
Marcos? Haba puesto en peligro a
su familia por

meterla en mis asuntos?

La espera se hizo muy larga. A cada


momento levantaba la vista y
observaba la

maciza puerta entreabierta.


Intentaba afinar el odo, pero era
incapaz de escuchar ms

all de un murmullo de palabras


revueltas. Fortaleza se haba
dormido en el silln.

Estaba agotada. Tan flaca, tan


pequea; me inquietaba su salud. La
comida escaseaba

y ella tena que crecer. Cmo iba a


sacar adelante a mi familia? Qu
poda hacer una

mujer sola? No s por qu me


asaltaban todas estas preguntas. Por
qu nos enredamos
en los problemas, desmadejando
todo hasta que los nudos se han
cerrado tanto, que

es imposible volver a hacer el


ovillo. Al final Marcos abri la
puerta. Su rostro

sonriente me tranquiliz. Le hice un


gesto interrogativo, pero el gir la
cara hacia la

salida y me tom del brazo.


Pasamos la primera puerta en
silencio. Recorrimos los
pasillos atestados de documentos,
bajamos por la escalinata y nos
escurrimos entre la

muchedumbre de la entrada. Cuando


estbamos a unas manzanas no pude
esperar

ms y le pregunt:

Qu ha pasado? Qu te ha
dicho el gobernador? Me mir y
sac del bolsillo el

sobre.
Lleva esto a tu pueblo y
entrgaselo a la Guardia Civil.

Qu es?

El gobernador me ha ordenado
expresamente que te d este sobre,
me ha

advertido de que no debes abrirlo.

Pero, qu contiene?

La nica explicacin que me ha


dado es que una vez abierto el
sobre tendrs que

acatar su veredicto.

Me asustas, Marcos.

No entenda nada. Por qu Marcos


se senta tan satisfecho? l me
asegur que

desconoca el contenido de la carta,


pero que confiaba en que la justicia
prevaleciese.

Despus me entreg un dinero del


Gobierno Civil, que me cubra el
viaje de regreso y

una noche en una pensin. Marcos


me dijo que poda ahorrarme el
dinero y quedarme

con ellos una noche ms. Cuando


me di los billetes me asust. Hacia
mucho tiempo

que no vea tanto dinero junto. Al


final nos dirigimos a su casa.
Aquella noche no dej
de moverme en la cama. Confiaba
en que las cosas podan cambiar,
pero saba que se

poda esperar muy poco del ser


humano.

***

De madrugada me march con el


convencimiento que antes de que
pasaran unas horas

tendra que volver corriendo al


hospital. A las dos de la madrugada
el telfono suena.

Primero escucho el timbre en mis


sueos. Despus me levanto
sobresaltada. Al abrir

los ojos en mitad de la oscuridad,


en un flash, decenas de imgenes
pasan por mi

mente: mi padre y mis hermanas en


mitad de una playa, un mar de aire
que levantaba

las olas hasta que caan rendidas a


mis pies, la agona de mi padre, sus
semanas en la

UCI, el entierro. Me levanto, cojo


mi ropa con una mano mientras que
con la otra

mano abro el mvil. La voz de mi


hermana apenas se distingue entre
las lgrimas;

lanza sus palabras de una en una,


como si intentara detener su terrible
mensaje, pero
antes de que termine, yo ya lo s
todo.

CAPTULO 12

LA CARTA CERRADA

El sol traspasaba las paredes


invisibles de la fachada. El
edificio, amplio, vaco,

repleto de plantas, con cierto aire


de aeropuerto moderno, tiene unos
paneles
electrnicos en los que en vez de
anunciar paradisacos destinos
tursticos se

informaba del nmero de sala y de


los datos de la persona finada.
Mientras atravieso

el amplio hall, las angustiosas


escenas de la noche anterior acuden
a mi cabeza. La

pequea habitacin convertida en


improvisado velatorio. La luz
fluorescente
resecando nuestras retinas; la falsa
pureza de las sbanas y las paredes
blancas y el

extrao silencio que rodea siempre


al horror. No aguantamos mucho en
la habitacin

ante el cuerpo de mi madre y nos


dirigimos a la sala de espera. Una
de las enfermeras

prepar una tila a mi hermana y sin


cruzar palabra, con la vista clavada
en el suelo,
esperamos a que lleguen algunos
familiares. De vez en cuando, el
dolor nos alcanzaba

a alguna de nosotras que irrumpa


en un llanto ahogado y las otras nos
acercbamos y

la abrazbamos en silencio. Una


hora ms tarde, salimos a la calle,
el fresco haba

ganado el pulso al asfixiante calor


veraniego y nos encogimos dentro
de la ropa
sudorosa y caliente. Caminamos
despacio hasta las oficinas del
seguro. Nos

tambalebamos, como borrachas,


con la mirada vaca en mitad de la
madrugada. Un

tren pas a toda velocidad, con


grosera urgencia, anunciando el
comienzo de un

nuevo da y que el mundo seguira


girando estuviera mi madre o no. La
oficina de
seguros estaba iluminada, pero con
el cierre a medio echar. Un hombre
de mediana

edad sali a recibirnos; su cuerpo


huesudo pareca flotar dentro de un
traje gris. Nos

dio el psame mientras arrugaba la


piel cetrina de su esqueltica cara.
La oficina, con

apariencia de sucursal de banco y


unas mesas chiquitinas y grises, con
los filos
metlicos, estaba en penumbra. El
hombre comienza a hablarnos de las
condiciones

del seguro y de las opciones que


tenamos. Le seguimos a medias,
extenuadas por el

peso de un dolor prolongado.


Despus nos despedimos unas de
las otras sin fuerzas,

con un leve saludo.

Los recuerdos de la noche anterior


parecen un extrao sueo. Me
acerco al

mostrador y pregunto por la sala de


mi madre. Una azafata me indica el
nmero pero

me pide que espere unos momentos


para que acompae al gerente para
escoger un

atad. Intento explicarles que mis


hermanas no estn y que es mejor
que ellas tomen
la decisin. El gerente, muy amable,
me indica que es conveniente que
aceleremos el

proceso. La gente no tardar en


llegar y es conveniente que la
difunta est arreglada y

colocada en la sala. Le sigo hasta el


ascensor. Al entrar me veo
reflejada en los

espejos, pero aparto la mirada y


paso el corto espacio de tiempo que
tardamos en
llegar al stano, con la cabeza
gacha y la mente en blanco. Nos
dirigimos por un

pasillo en penumbra hasta una


amplia sala llena de atades. El
gerente me explica por

encima cuales entran en el precio


de nuestro seguro y yo sealo uno al
azar. Mientras

ascendemos en silencio, me asalta


la imagen de mi madre. Sus ojos
devorados por el
cncer, la piel encalada y las
mejillas hundidas por la delgadez.
Me estremezco y me

agarro los brazos. La puerta se abre


y regresamos al amplio vestbulo.
En la puerta de

la sala estn algunos familiares. Al


verme, se acercan y me dan el
psame. Mis

hermanas entran en la sala y todo el


mundo se acomod en los amplios
sillones. Los
rayos de sol alumbran impertinentes
los ventanales. Paso al bao y sin
poder aguantar

ms la angustia comienzo a llorar.


Me miro en el espejo; el labio
inferior me tiembla y

los ojos rojos e hinchados parecen


opacos por las lgrimas. Respiro
hondo y cierro

los prpados. Intento imaginar a mi


madre unos meses antes, tumbada
en el silln del
comedor en casa de mi hermana.
Sus ojos grises calculando la
expresin de tristeza,

disimulando el dolor y la angustia,


su sonrisa rota y su tremenda fe en
Dios. Noto

cmo las lgrimas cruzan mi cara y


gotean por la barbilla. Le haba
prometido escribir

un libro sobre la historia de la


abuela y ella atravesando los
pramos resecos de
Castilla y no he cumplido mi
promesa. No la he cumplido.

***

La camioneta de lnea era poco ms


que una lata agujereada y humeante.
Nos

sentamos cerca de la puerta y


pedimos al chofer que nos avisara,
para no pasarnos el

cruce donde tena el apeadero la


camioneta. En unos minutos la
camioneta estaba

llena. La gente se apilaba como


anchoas en lata, el calor empez a
robarnos el aire.

Fortaleza se me apret, levantando


su cabecita para intentar respirar
como un pez

fuera del agua. El motor peg un


chasquido y el vehculo comenz a
moverse muy

lentamente. Cuando cogi un poco


de velocidad, los pasajeros
comenzaron a

bambolearse. Dejamos las calles


enseguida y comenzamos a
atravesar los campos

resecos. El polvo penetraba por las


ventanas abiertas haciendo el aire
irrespirable.

Tras unas cuatro horas, llegamos al


cruce de caminos. La camioneta ya
no estaba tan
llena, pero tuvieron que bajarse
varias personas para dejarnos
pasar. Comenzamos a

caminar despacio, con las piernas


entumecidas y el estomago revuelto.
Cuando

enfilamos las tierras del pueblo,


not un nudo en la garganta y
comenc a sudar. No

saba cual iba a ser el recibimiento


de la Guardia Civil. Podan
haberme dado por
prfuga o algo peor. Esperaba que
hubieran respetado a los nios y no
les hubieran

tocado ni un pelo. Apret la mano


de Fortaleza y aceler un poco el
paso.

El pueblo se me antoj pequeo. La


calle Mayor no era ms que una
callejuela de

casas de dos plantas. El suelo de


tierra y las estrechas aceras
empedradas no tienen
alcantarillado y cuando llueve, el
agua corre hasta la plaza en
torrentes.

Camin despacio por las calles


solitarias. El calor apretaba y los
vecinos dorman la

siesta o charlaban en las cocinas al


abrigo del sol del verano. Me
alegr de no

cruzarme con nadie, de no dar


explicaciones y recorrer las calles
como si fuera la
nica persona del mundo. Cuando
llegu a la casa de Felisa, apart la
cortina y sent el

abrazo de la sombra, mis ojos se


cegaron por unos instantes, pero
pis con seguridad

las baldosas. Los nios escucharon


mis pasos y aparecieron en la
cocina. Corrieron

hasta m y me abrazaron. Sus brazos


huesudos atravesaron la falda y se
aferraron a
mis piernas. Me agach y los bes.
El corazn comenz a golpearme
con fuerza en el

pecho. Los apret a los cuatro a la


vez y comenc a llorar. Los nios
empezaron a

llorar tambin y estuvimos un rato


de rodillas. Me hubiera gustado que
nos vieras,

abrazados, como una sola carne,


indestructibles. Entonces el miedo
se deshizo como
un terrn de azcar y me sent la
mujer ms fuerte del mundo.

Dej a Fortaleza con los dems y


march sola hasta el cuartelillo. El
edificio blanco

brillaba bajo el sol del medioda.


En la puerta, un guardia civil
somnoliento me mir

indiferente.

A dnde vas a estas horas? El


sargento te ha estado buscando. Te
has metido

en un buen lo.

Al sargento es a quin yo quiero


ver.

Creo que este calor te ha


calentado la sesera. Vete y no dir a
nadie que has

pasado por aqu. Coge a tus hijos y


no vuelvas ms al pueblo.

Por qu? Acaso he cometido


algn crimen? Amar es un delito?

No me vengas con milongas.


Piensa en tus hijos, deja tu orgullo y
escpate. El

sargento es capaz de fusilarte y dar


tus hijos a la beneficencia, la
verdad es que es un

milagro que no lo haya hecho ya.

Huir? A dnde? No hay


refugio para una roja.
Haz lo que quieras.

Cruc la sala y me dirig hasta el


despacho. La puerta estaba abierta.
El sargento me

mir de arriba abajo y not la


expresin de mi cara. No haba
miedo en mi gesto. Se

incorpor en la silla y me taladr


con los ojos, esperando algn tipo
de reaccin.

Nada. l saba que yo ya no tena


miedo. Not como se angustiaba.

Mujer, creo que has perdido el


juicio.

Puede que tenga razn.

Qu hago ahora contigo?


Matarte? Quitarte a esas ratas que
tienes por hijos o

enviarte a la crcel? Me he cansado


de tu arrogancia y tu desvergenza.

No se preocupe, tengo algo para


usted.

Avanc unos pasos y dej el sobre


cerrado con membrete del Gobierno
Civil sobre

la mesa. El sargento comenz a


sudar. Abri el sobre y extrajo la
carta con mucho

cuidado. La despleg y comenz a


leer en silencio. Se desaboton la
guerrera y trag

saliva. Inesperadamente el miedo


que me haba abandonado comenz
a invadirle a l.

Me mir y dej la carta abierta


sobre la mesa. Se hizo el silencio.
Escuch mi propia

respiracin y la calma espesa de la


tarde.

Y qu vas a hacer?

No entend la pregunta, pero


mantuve la compostura y dej que
volviera a hablar.
Sabes que soy padre de familia,
si me echan del cuerpo no s que
ser de m. T

eres madre y lo entenders. No te


preocupes, los guardias civiles que
te han hecho

dao sern suspendidos, no tocarn


a una mujer nunca ms. Te lo
prometo. Quieres

que te ayude? S que lo estis


pasando mal, pero todo eso va a
cambiar, a partir de
este momento estis bajo mi
proteccin.

Le mantuve la mirada. Intent


odiarle. Record a toda la gente que
haba fusilado, a

las mujeres maltratadas y


deshonradas. Su cara angustiada le
haca todava ms

detestable. Sus manos manchadas


de sangre se movan inquietas sobre
la mesa.
No quiero nada de usted, slo le
pido que deje en paz a mi familia.

El sargento abri los ojos


sorprendido. Recog la carta de la
mesa, la guard en el

sobre y observ por ltima vez su


cara roja, sus ojos confusos y su
expresin de

sorpresa y alivio.

Escap del cuartelillo y aceler el


paso. Not como la euforia me
inflaba los

msculos y sent la ligereza que


acompaa a la victoria. Sonrea
como una boba por

mitad de la calle; sonrea a las


paredes ardientes y al viento
caliente que se pegaba en

mi cara hasta empaparla en sudor;


sonrea a todos los das pasados y a
los que

tendran que venir.


Dej el corazn del pueblo y enfil
por la calle donde estaba mi casa.
Pis los

ltimos adoquines y moj mis


alpargatas en la tierra roja que me
haba visto nacer, la

misma tierra que haba alimentado a


toda mi familia durante
generaciones. Me detuve,

observ desde lejos mi casa


desvencijada, el techo medio
hundido y la piedra gris
donde reposaban sus muros
deformes. Cuntas veces habamos
soado con volar,

amado mo? Cuntas noches en


blanco imaginando el viaje a la
gran ciudad, vestidos

de domingo, con los zapatos


limpios y los ojos lanzados hacia el
futuro? Yo cumplira

tus sueos, aunque fuera a


mordiscos, nadie me detendra
ahora. Ya no, nunca ms.
***

Unas horas ms tarde la sala est


repleta de amigos, de familiares, de
amigos de

familiares, de vecinos, de
miembros de la iglesia a la que
asista mi madre y de un

sinfn de desconocidos. Al ver all


a todas esas personas, recuerdos
vivientes de todas

mis existencias, me siento


angustiada. El mundo que conforma
mi infancia,

adolescencia y juventud est


reunido en la enorme sala del
tanatorio, pero se da la

triste paradoja de que el centro


mismo de ese universo personal, mi
madre, es la nica

que falta. Bueno, su cuerpo se


encuentra embalsamado detrs de
un cristal, rodeado
de flores; ella, lo que se dice ella,
hace tiempo que nos ha dejado.

Las voces se disparan hasta


convertirse en un murmullo
ensordecedor. No me

molesta, en medio de aquella


algaraba, perdida entre los saludos
y las conversaciones

circunstanciales, pienso que a ella


le hubiese gustado estar en medio
de todos esos
amigos y conocidos. Hacer los
mismos comentarios ociosos sobre
lo avejentado que

estaba fulanito, lo gorda que se


estaba poniendo menganita o las
patochadas de

algunos familiares, siempre


mostrando su estrafalario gusto por
las ideas simples y las

frases hechas.

CAPTULO 13
MADRID

El coche fnebre se detiene. Las


paredes de ladrillos estn melladas
y el raqutico

granito de las esquinas se encuentra


ajado. Unos cuantos cipreses viejos
y medio

pelados, con el tronco rajado, dan


su sombra tacaa a la entrada de los
nichos. Todo

parece ms pobre y pequeo que en


mis recuerdos. La explanada central
asemeja el

patio de una crcel. El cemento est


levantado, cubierto de un musgo
amarillento y

ralo, que ha sobrevivido al verano.


Las paredes de los nichos, con sus
bocas de

mrmol barato, apagan los rayos


del sol, para mostrarse siniestras,
pero yo estoy tan
acostumbrada a aquel pequeo
rincn solitario, que las losas
grabadas, las vrgenes

descoloridas, las cruces


desdibujadas, me evocan tiempos
mejores y recuerdos

infantiles. La comitiva forma un


amplio crculo y observo por unos
instantes el retrato

de mi abuela sobre la lpida


arrojada en el suelo. La foto de
color marrn que mi
madre me levantaba para que
besara cuando llegbamos al
cementerio sigue

inmutable, an recuerdo el sabor


fro del cristal, que me devolva
con su caricia plana

el retrato de mi abuela.

***

La puerta est cerrada. Me resulta


extrao verla as. Tan slo cuando
vinimos recin
casados y esta pequea casita me
pareca el palacio de un rey, la v
cerrada. No

tenamos mucho que esconder, nada


que perder y poco que guardar. Los
ricos

guardan todo con mil candados.


Nosotros tenamos abierta la puerta
delantera y la

otra, la que da al pequeo huerto.


La nica llave que he tenido que
utilizar
ltimamente es la del arcn. Los
nios, aunque muy buenos, tenan la
tentacin de

coger un poco de comida cuando


me despistaba y al final tuve que
cerrarlo con llave.

La llave me pesa en la mano. Es lo


nico que nos queda. Un pedazo de
hierro

medio oxidado. La meto en el


bolsillo y noto como se pega a mi
piel. Me doy la vuelta
y estn los cuatro nios en fila,
como si formaran mi pequeo
ejrcito. Incluso se han

colocado en orden de tamao,


desde el ms pequeo hasta
Fortaleza, la mayor. He

preparado dos maletas pequeas,


atadas con cuerdas, un pequeo
zurrn con comida

y bebida para el viaje.

Caminamos la cuesta abajo.


Percibo tu ausencia. El vaco que
debe sentir un

mutilado, cuando se ve pisando con


la pierna que le falta o alargando un
brazo

inexistente. Hace calor. Dentro de


poco comenzar la vendimia y las
mujeres saldrn

al campo cantando y las uvas


comenzarn a andar de mano en
mano, hasta convertirse
en sangre y en agua. Algunos me
han dicho que a qu tanta prisa,
podras esperar a

que acabe la vendimia para irte y


ganarte unos reales. Pero despus
de la vendimia

llegar la aceituna y ms tarde las


ganas de que venga otra cosa y otra,
para no

escapar.

Cuando me instale en la ciudad


arreglar las cosas. Vender la casa
dentro de unos

meses, en la ciudad, Fortaleza y yo


nos pondremos a coser. La nia
tiene buena mano

con las agujas. Isidrito entrar de


botones y los dos pequeos
ayudarn en las cosas de

la casa hasta que sean mayores. De


servir ni hablar. Muchos me han
dicho que meta a
la mayor en una casa en cuanto me
instale, pero andan frescos. Mi hija
no le quita la

mierda a nadie, por lo menos


mientras tenga estas dos llenas de
cayos.

La cosa de la vivienda est muy mal


en la gran ciudad, pero una prima
nos dejar

una habitacin al principio,


despus, Dios dir. Ms fatigas que
aqu no pasaremos.
Los nios andan locos con lo del
tren. Viajaremos en tercera, pero a
ellos se les

hace la mayor aventura del mundo.


No te negar, amor, que a m
tambin me

revolotean mariposas en el
estmago de pensarlo. Nunca
montamos juntos en tren.

Hay tantas cosas que no hemos


hecho juntos.
Estamos llegando al cruce donde
para la camioneta. El pueblo parece
pequeo de

lejos. No te negar que le he cogido


ojeriza. Pasamos buenos momentos
all, pero el

odio, la malicia, el chismorreo son


cosas que nunca he soportado. Me
asfixiaban las

miradas de las seoras, las sonrisas


bobaliconas de los pastores, la
expresin maliciosa
de los hombres y la polvareda de
insultos, de escupitinajos a mi paso,
de ojos

guiados, de codazos, de groseras


lanzadas al viento. Mis hermanas se
sentirn

aliviadas cuando me pierdan de


vista. Les molesta que todava ande
erguida, con la

frente alta. Que la miseria no me


haya araado los ojos y vea todo
turbio, sucio y
triste. Todos comentan y hablan de
lo que pas con la Guardia Civil y
me llaman la

follonera. Me acusan de lavar los


trapos sucios del pueblo en la
capital. Una chivata,

qu te parece. Mientras los guardias


me pegaban, me llevaban esposada
al cuartelillo

cada noche, nadie deca nada; dos o


tres incluso se alegraban. Siempre
hay gente
envidiosa. Ahora, yo soy la mala
sangre, la que deshonra a su pueblo.
Que Dios no se

lo tome en cuenta. Tengo cuatro


hijos y ellos ocupan todo mi
corazn, el odio lo dejo

aqu, en este pueblo.

La camioneta viene medio vaca.


Nadie marcha para la capital un da
de diario.

Todos encontramos asiento y los


nios hincan su nariz en el cristal
mirando a travs

de la nube de polvo que levantan


las ruedas. Yo me he sentado al
lado de una mujer

muy mayor. Su cuerpo se inclina


hacia delante como rindindose,
pero cuando se

incorpora y te mira con sus ojos


verdes, percibes su espritu joven a
travs de la piel
arrugada y macilenta. Viste toda de
negro, lo que resalta su cara blanca
debajo del

pauelo anudado.

Menuda compaa lleva. Viajar


con cuatro nios usted sola. Es
viuda?

S.

Me cuesta decir en voz alta que soy


viuda. T sigues vivo en los
papeles, pero hace
tiempo que perd la esperanza de
volver a verte. A veces te imagino
caminando por

una de esas calles francesas de las


pelculas. Vestido con una
gabardina nueva y un

sombrero elegante, con un paraguas


en la mano, diciendo bonjour.

Muchas viudas y muchos hurfanos


ha dejado esta guerra. Yo no tena a
nadie que
perder, hace tiempo que la muerte
me dej sola, hasta creo que se ha
olvidado de m.

Puede considerarse afortunada.

Afortunada? Por qu?

Una mujer tan mayor y con esa


salud.

No, hija, afortunada t, rodeada


de esos cros. Mi marido y yo no
tuvimos hijos.
Dios no quiso drnoslos, que vamos
a hacer, pero disfrutamos de la
vida.

Eso es lo que le queda.

Mi marido era sastre. Su familia


tena mucho dinero, pero l se
encaprich de

m, una simple costurera. Sus


padres se pusieron como unos
basiliscos, pero tuvieron

que aceptarme.
Debi de ser usted muy guapa.

Guapa? Una monera. Aunque


me veas ahora toda de negro. En los
aos veinte

yo era una moderna, una loca. Con


lo que ganaba mi marido podamos
ir en verano a

Santander y conozco muchas de las


capitales de Europa. Qu ciudades,
eso si que son

ciudades, no como la mierda de


puebluchos de aqu. Nos pasbamos
la noche de

fiesta en fiesta. ramos los reyes de


los bailes de saln.

Unos aos alegres y felices.

La mujer se queda pensativa, con la


vista perdida y la sonrisa
congelada.

Felices, no s. Locos si eran


muy locos. Pero mi marido se
muri. Era todo lo
que tena. No se puede bailar sin
pareja de baile.

La entiendo.

Por la guerra dej mi casa en la


ciudad y me vine al pueblo de mis
padres. No

soportaba las sirenas, el ruido de


las bombas, toda esa destruccin.

Y ahora regresa a su casa?

Algo as. Creo que la muerte ha


perdido mi direccin y vuelvo a
casa para que

me encuentre.

Quiere morirse?

Morirme. Estoy muerta hace


mucho tiempo. Ya no escucho los
primeros

acordes de la msica, ni veo la sala


iluminada ni las parejas que corren
a ocupar su
lugar. Termin la fiesta. Alguien
apag las luces, los instrumentos
descansan en un

lugar del escenario y los restos de


confeti alfombran el suelo de
madera. La ltima

fiesta de fin de ao a la que asist


con mi esposo fue la del 35.
Estbamos en el Hotel

Emperador, la cena era esplndida.


La gente rea sin parar, pareca que
la fiesta nunca
tendra fin. Cuando faltaban diez
segundos para la entrada del nuevo
ao todos

contamos a la vez. Despus la gente


se abrazaba, se felicitaban. Un ao
nuevo de

prosperidad y paz, decan. Mi


marido falleci a la maana
siguiente. Muri en la

cama. Acabbamos de regresar a


casa. Se tumb vestido, con la
pajarita desanudada y
los pies colgando, mientras yo me
desmaquillaba y colocaba mi traje
de noche en el

armario. Tena una expresin triste,


los ojos fros miraban al techo, No
lo toqu. No

me haca falta para saber que estaba


muerto.

Lo siento por usted.

Ya ha pasado mucho tiempo.


Intent continuar con mi vida. Vend
el negocio y

me qued dinero para seguir


viajando y yendo de fiesta en fiesta,
pero ya no tena

pareja de baile. Entonces, cada


noche esper a la muerte. Al
principio como una

broma. Serva la cena para dos,


pero el invitado no era mi marido,
era la muerte.

Pona el mejor mantel, me vesta de


fiesta, preparaba cenas suculentas,
abra una

botella de champn y esperaba


pacientemente.

Por qu haca algo as?

Quera estar vestida de fiesta


como mi marido cuando muri.
Cuando nos

encontrramos; l con su esmoquin


y yo con mi traje de fiesta,
podramos continuar
nuestro baile por toda la eternidad.
Pero nunca vino a cenar conmigo.
Cada noche

guardaba mi traje, recoga la mesa y


me acostaba sola, con la esperanza
de que a la

noche siguiente viniera a por m.

Ahora regresa a su casa para


seguir con su cena con la muerte?

No.
La anciana se apaga de repente y
vuelve a inclinarse hacia el suelo.
Siento lstima

de su soledad. Yo sigo tenindote


en mis pensamientos. Ocupas mi
cabeza y recuerdo

cada frase que pronunciaste cuando


estbamos juntos. Entonces la mujer
se incorpora

de nuevo y me dice:

La vida no es una fiesta sin fin.


No s qu contestarle. Si algo he
aprendido en todos estos aos de
sufrimiento es

que la vida no es ninguna fiesta. Me


alegro de haberlo descubierto antes
de hacerme

una anciana, aunque la escuela del


dolor nos ensea que nadie puede
vivir la vida por

nadie.

Vuelvo a casa para descansar.


Estoy muy cansada.

Los nios comienzan a pelearse en


los asientos de atrs. Me vuelvo y
les mando

que se comporten. Poco tiempo


despus, llegamos a la ciudad y me
despido de la

anciana con cierta pena. La estacin


de tren es poco ms que un pequeo
apeadero.

En el andn se apretuja una multitud


que escapa hacia la gran ciudad.
Les he mandado

a los nios que se agarren de las


manos y que no se suelten en ningn
momento. Se

escuchan cosas terribles sobre


nios desaparecidos. Despus de
varias horas de pie,

los nios no aguantan ms. He


cogido al pequeo en brazos, pero
los otros tres se
apoyan en mis piernas y apenas
siento fuerzas para mantenerme en
pie. Entonces el

tren ha entrado en la estacin y todo


el mundo se ha incorporado. Hemos
hecho cola

durante diez minutos antes de


alcanzar una puerta. Gracias a Dios
todava quedaban

dos sitios libres y Fortaleza y yo


nos hemos sentado y colocado a los
nios encima. A
pesar del cansancio los cinco
estamos de buen humor, aunque no
he podido evitar

acordarme de ti. Cunto te hubiera


gustado hacer este viaje con
nosotros.

Cuando el tren se ha puesto en


marcha, los nios se han asomado a
la ventanilla.

Yo me siento algo mareada, no


pensaba que este trasto corriera
tanto. Al final todos
nos hemos dormido con el
traqueteo, rodeados de extraos,
que como nosotros se

han acostado como han podido,


algunos sentados en los pasillos o
de pie, apoyados

sobre su vecino de viaje. Los


paisajes se han mezclado como los
colores de la pintura.

Primero amarillo eterno, pero ms


tarde, en algunas zonas, las
montaas han
cambiado las tonalidades amarillas
con pequeas pinceladas verdes y
marrones. Al

acercarnos a la capital, los tejados


de tejas rojas y algunos huertos
abandonados se han

transformado en tonos fuertes por el


color gris plomizo del cielo. Lleva
varias horas

lloviendo. Las primeras gotas de un


otoo adelantado. El repiqueteo del
agua en el
techo de madera y la carrera de
gotas que se escurren por el sucio
cristal para morir al

sediento marco del ventanal, nos


aletargan. Todos miramos atontados
el agua que

recorre los campos, se escurre por


los tejados mellados por la guerra y
cae estrepitosa

por las calles.

Hemos llegado a la estacin, los


nios se aferran a mis faldas y
caminamos debajo

de un altsimo techo de metal y


cristal. La gente se detiene en la
entrada y observa la

intensa lluvia que vela el horizonte,


como si la estacin estuviera en
medio de un

ocano de gotas. Cuando la lluvia


amaina un poco, la marabunta de
desarrapados
corre entre los charcos. Los pocos
taxis que hay en la entrada esperan
intilmente.

Casi todos subimos la cuesta y


buscamos un tranva.

No s adnde me dirijo. He
preguntado varias veces hasta que
un buen hombre nos

ha llevado hasta la misma parada


de nuestro coche. Miro a la gente
que est a mi
alrededor y me confunde verlos tan
iguales a m, me los esperaba mejor
vestidos, con

trajes nuevos y zapatos brillantes,


pero apenas se ve ropa nueva.
Todas las ropas

parecen de antes de la guerra;


ajadas y desteidas de tantos
lavados. Nos apretamos en

el tranva y recorremos una ciudad


repleta de vecinos.
Entre las calles hay escombreras,
huertos improvisados al lado de un
edificio

majestuoso. El centro deja paso a


barrios ms mellados, casi
desdentados, en los que

muy pocas casas se sostienen,


abrazadas unas a otras, con el
miedo de desaparecer por

completo. Mientras recorro ciega la


ciudad que tantas veces hemos
soado ver, te
imagino a mi lado, con tu bigote,
los ojos achinados por la felicidad
y haciendo

muecas a los nios para que no


paren de rer y se olviden de los
apretones. Llegamos

a la ltima parada, los viajeros


descienden deprisa y nos dejamos
llevar por la

multitud. En medio de una plaza en


la que hay un cine y una iglesia,
miro el nombre
de las calles, pero ninguno se
parece al que llevo en el papel
escrito. Al final otro

vecino me aclara que debemos


subir una larga calle cuesta arriba.
Cargando con lo

poco que tenemos recorremos los


ltimos metros de lo nico que nos
separa de

nuestros sueos. Una nueva vida, te


imaginas. Nuestra familia en la gran
ciudad,
nuestros hijos viviendo en calles
adoquinadas, bajo la luz de las
farolas.

Llevamos ms de una hora andando,


las calles se han enflaquecido hasta

convertirse en tubos de ladrillo. Ya


no hay coches, tan solo personas
caminando,

nios pequeos medios desnudos


que abrazan las gotas que a ratos se
derraman de los
canalones rotos. Al final la ciudad
se termina. Detrs de las ltimas
fachadas se abre

un campo largo y calvo que me


recuerda a una tierra en barbecho.
Pregunto a un

hombre. Me indica que la direccin


que busco se encuentra al final de
ese largo

desierto de edificios invisibles.


Dejo las maletas por unos
momentos en el suelo y
observo a mis cuatro hijos. Sus ojos
rojos, cercados de ojeras, los
labios blancos,

reflejan la inexpresin tranquila de


los que se dejan guiar hasta la
muerte. Hasta all

los llevo, esposo mo? No, les


conduzco a una nueva tierra. A un
pas donde no hay

perdedores ni ganadores, habitado


por una extraa raza de seres
inacabados que cada
da suean con ser un poco mejores.
Les guo hasta la esperanza, para
que olviden,

para que recuerden, para que


encuentren.

Levanto las dos maletas y nos


ponemos en marcha. Una fina capa
de polvo marrn

oculta un inmenso lodazal. Nuestros


zapatos se hunden en medio del
barro y tenemos
que levantar muchos los pies para
movernos. Caminamos torpemente
mientras la

ciudad a nuestra espalda se


convierte en diminutos pedazos de
nada. Miro al suelo y a

los nios que se hunden en el


lodazal y apenas avanzan. Entonces
levanto la vista.

Justo en la lnea del horizonte, un


grupo de casas pequeas, poco ms
que chavolas,
se confunden con la tierra marrn
como pequeas figuras de arcilla.
El sol comienza a

rastrillar a las nubes hasta aparecer


imponente en el cielo. Noto su
caricia sobre mi

rostro y cierro los ojos


instintivamente. Entonces te veo en
medio de mis prpados

encapotados por las lgrimas y


pienso que ests con nosotros en
medio de ese
inmenso ocano de barro. Justo en
la encrucijada entre el pasado y el
futuro.

EPLOGO

No queda nadie. Los enterradores


han sellado tu nicho con papel
plateado y poco a

poco la comitiva se ha
desmenuzado hasta dejarme sola.
Les he dicho a mis hermanas

que necesitaba unos minutos para


estar un rato contigo. No puedo
verte, si cierro los

ojos tus rasgos se desfiguran, como


si todas las madres que he conocido
hasta la

anciana enferma, sombra de s


misma, se pelearan para quedarse
en mi recuerdo. En

mi barriga noto como la nieta que


ya nunca vers, se mueve y se pelea
con mi
agotamiento y la tensin de los
ltimos meses y reclama, ya antes
de nacer, que le

preste la atencin que durante


meses slo pude prestarte a ti. Te
promet hace mucho

tiempo que escribira un libro sobre


tu memoria y, justo antes de que se
apagara esa

voz melodiosa que me cantaba


nanas ahuyentando mis terrores
nocturnos, esa voz
penetrante que era capaz de calmar
mi angustia y sosegar mis dudas,
empec a escribir

en mi mente las palabras vivas de


la historia que escuch mil veces en
mi niez. Est

en mi cabeza en forma de captulos,


de prrafos, de frases rotas en
palabras. Ya no lo

leers. Tus ojos ya no ven, sus


pupilas grises como el humo, se han
apagado. Tengo
las manos vacas. Pero ante el altar
silencioso de tu tumba, frente a
estos testigos

mudos que te acompaan entre las


paredes de los nichos, depositar
mi ofrenda

escrita. Ahora te dejo, ya descansas


junto a la abuela, es justo, las dos
caminasteis el

mismo sendero.

PERORACIN
Poco antes de que se reimprimiera
esta ltima edicin me llegaron
noticias sobre la

autora * de este libro. A todos nos


extraaba que en un mundo tan
avaro de gloria, la

escritora de este libro se resistiera


a recibir los parabienes de los
lectores y de los

crticos. A continuacin reproduzco


la carta que recib el 19 de enero
del 2005**.
Estimado seor Artola:

Disculpe que no me haya puesto en


contacto con usted en todo este
tiempo. La verdad

es que hasta hace apenas unas


semanas desconoca la existencia
del libro. Permtame

que me presente. Mi nombre es


Mara. Vivo en Barcelona desde
hace unos aos,

aunque mi familia es originaria de


Madrid. El libro que usted public
es la historia de

mi abuela y de mi madre.

Mi madre falleci hace un ao y


medio tras una larga enfermedad.
Durante

semanas estuvimos en el hospital a


su lado, viendo como iba poco a
poco

apagndose. Ocho meses antes


haba fallecido nuestro padre,
despus de sufrir varias

intervenciones quirrgicas. Como


podr suponer, tras un periodo de
dolor intenso

todos esperbamos tiempos


mejores. Pasaron los meses y
celebramos una Navidad

triste, repleta de recuerdos, pero


con la esperanza de un futuro mejor.
Mi hermana

menor esperaba un hijo y todas


aguardbamos el alumbramiento
con expectacin.

En enero del ao pasado pareca


que el beb estaba a punto de
llegar. Mi hermana

tena todo preparado y yo organic


un viaje para pasar los ltimos das
con ella. Haca

unos meses que se haba separado y


yo no quera que en un momento
como ese
estuviera sola. Al final el parto se
adelant y tom el primer avin
para Madrid, pero

cuando me encontraba en el
aeropuerto recib una llamada del
hospital. No era ella, se

trataba de una doctora. Me dijo que


el beb haba nacido sin problema,
pero que mi

hermana estaba mal. Tom un taxi a


todo correr y durante el trayecto no
dej de darle
vueltas la cabeza. Qu poda haber
salido mal? Pareca que todo el
embarazo haba

sido normal. Senta el corazn en la


boca e intentaba aguantarme las
lgrimas. Pensaba

que ella necesitaba verme tranquila.

Al llegar al hospital corr hasta la


recepcin y all pregunt por mi
hermana. Me

mandaron a una sala de espera y


estuve sola diez minutos que se me
hicieron eternos.

Una doctora de unos cincuenta aos


abri la puerta y me mir desde el
quicio sin

entrar. Not algo en su mirada, una


especie de pnico disimulado por
una leve

sonrisa. Me nombr y cuando asent


con la cabeza, cerr la puerta y se
sent a mi lado
en uno de los duros asientos de
plstico. Primero me tranquiliz,
me explic que mi

sobrina estaba en perfecto estado,


su peso era normal y aunque estaba
en observacin,

se encontraba libre de todo peligro.


Despus hizo una larga pausa,
pareca como si

buscara las palabras justas, la


forma ms suave de contarme lo
que suceda. Entonces,
con una voz suave, casi inaudible
me dijo: su hermana ha sufrido un
accidente. El taxi

en el que vena al hospital volc a


un kilmetro de aqu. Ella lleg en
estado de coma,

pero la nia se encuentra bien.

Inclin la cabeza e intent pensar,


pero tena la mente confusa y
comenc a sentir

que me faltaba el aire. Respir por


la boca con todas mis fuerzas, pero
el oxgeno se

negaba a entrar en los pulmones. La


doctora me tap la cara y me dijo
que respirara

despacio, que guardara el aliento


unos segundos. Sus manos olan a
una extraa

mezcla de jabn y alcohol. Despus


comenc a llorar. Llor sobre el
hombro de
aquella desconocida durante mucho
tiempo. Ella me abraz con fuerza,
su pelo rubio

me acarici la nuca y poco a poco


me fui serenando. Cuando estuve
totalmente

tranquila, la doctora me acompa


a ver a la nia. A travs del cristal,
en medio de

una sala llena de pequeas bandejas


transparentes estaba mi sobrina.
Observ su piel
morada, los ojos apretados y
arrugados, el pelo negro y
abundante. Segua encogida,

como si no supiera todava que la


bolsa de felicidad donde haba
crecido durante

meses se haba roto para siempre.


Entr en la sala y me acerqu
despacio. La mir de

cerca antes de cogerla. Aquel


pedacito de vida pareca tan
indefenso. La tom con
cuidado, la levant y la apret
contra mi pecho cubierto por una
ligera bata verde

esterilizada. El beb se movi


buscando el pecho de su madre y un
escalofro me

recorri todo el cuerpo. Volv a


dejarlo en su pequea bandeja y
sal de la sala. La

doctora segua ah. Me miraba con


los ojos rojos, pero sin soltar una
sola lgrima. Me
acompa hasta un pequeo
despacho y me hizo rellenar la ficha
para la partida de

nacimiento. Slo entonces me di


cuenta. Era 19 de enero, el mismo
da en el que

haban nacido mi madre y mi


abuela. Levant la vista
sorprendida. Cmo poda ser?

Termin de rellenar el formulario y


unos das ms tarde me llev a la
nia a
Barcelona.

La escritora de su libro no es otra


que mi hermana Vernica. Ella
escribi el libro

poco antes de morir en ese


horroroso accidente, seor Artola.
Yo me enter de su

existencia hace apenas unas


semanas, mientras ojeaba
novedades en una librera. Hoy,

en el da del primer cumpleaos de


la hija de Vernica, quiero
agradecerle su empeo

de rescatar la memoria de mi
familia.

Eternamente agradecida.

Mara Lago Duque

De esta forma tan inesperada, el


misterio que ha tenido ocupados a
lectores y crticos

durante meses se ha resuelto


finalmente. La historia trgica de
nuestro pas se debate

entre la memoria dolorosa y la


extirpacin de la conciencia. Muy
lejos, en los lmites

de una tierra inexistente llamado El


pas de las lgrimas, habitan todos
los que han

sufrido por los dems alguna vez y


buscan construir el futuro a pesar
del pasado.
Juan Artola

1 Miris una estrella por dos


motivos: porque es luminosa y
porque es impenetrable.

Tenis junto a vosotros una luz ms


dulce y un misterio mayor: la mujer.

2 Esta doctrina deriva de los ojos


femeninos; ellos son el terreno, los
libros y las academias de donde
brota el verdadero fuego de
Prometeo.
3 Tan slo hay una cosa en este
mundo que sea ms hermoso y
mejor que la mujer: la

madre.

4 Destino en griego. Como


caracterstica propia de la tragedia,
ese destino fue llamado

hades o anank, en griego; en latn


fathum y en castellano, hado, sino o
destino. Era

una fuerza csmica que dominaba la


voluntad humana y regia su futuro.
La tragedia,

como gnero, no lo componen las


muertes o las desgracias que en ella
aparecen sino

la incapacidad que tiene el hombre


de derrotar a su destino.

* como ya se sabe que es una mujer


la que lo escribi dejar autora

** Si las cartas entre Artola y Juan


son de marzo y abril de 2010 y ah
no se sabe quin es el autor la
carta que se recibe ahora debe ser
tambin, como poco, de 2011,

no?
Document Outline

Copyright
ndice
Nota del autor
Prembulo
Proemio
Prefacio
Introduccin a la primera
edicin
Introduccin a la segunda
edicin
Captulo 1. Camino
Captulo 2. Abrazos y besos
Captulo 3. La sangre
Captulo 4. El baile
Captulo 5. Cartas desde el
frente
Captulo 6. Soledad
Captulo 7. El pas de las
lgrimas
Captulo 8. El maquis
Captulo 9. Sueos desde la
crcel
Captulo 10. La ciudad
Captulo 11. El seor
gobernador
Captulo 12. La carta cerrada
Captulo 13. Madrid
Eplogo
Peroracin
Table of Contents
1.
Copyright
Nota del autor
Prembulo
Proemio
Prefacio
Introduccin a la primera edicin
Introduccin a la segunda edicin
Captulo 1. Camino
Captulo 2. Abrazos y besos
Captulo 3. La sangre
Captulo 4. El baile
Captulo 5. Cartas desde el frente
Captulo 6. Soledad
Captulo 7. El pas de las lgrimas
Captulo 8. El maquis
Captulo 9. Sueos desde la crcel
Captulo 10. La ciudad
Captulo 11. El seor gobernador
Captulo 12. La carta cerrada
Captulo 13. Madrid
Eplogo
Peroracin
INTRODUCCIN
1

También podría gustarte