Misticos - Dr. Carlos Domínguez Morano, S.J.

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El vnculo de la amistad

Dr. Carlos Domnguez Morano, S.J.*

l trmino amigo -lo sabemos todos- puede ser empleado con significados
muy diferentes. Algunos llaman amigos a cualquier conocido a travs de
relaciones realmente superficiales y otros reservan el trmino para referirse
exclusivamente a aquellas personas con las que mantienen un grado
realmente elevado de confianza e intimidad. Amigos, compaeros,
camaradas, colegas constituyen, pues, parte de una constelacin de
trminos que poseen determinados rasgos en comn, pero donde las
diferencias pueden llegar a ser muy significativas.

El concepto de amistad padece hoy una notable devaluacin que,


probablemente, no es sino una manifestacin ms de la devaluacin
generalizada que se da en los modos de contacto personal. La mentalidad
de consumo, el esquema que tan fcilmente introyectamos de "usar y tirar" ,
impregna tambin el mundo de las relaciones interpersonales y, entre ellas,
el de las relaciones de amistad.

Qu condiciones tendramos que exigir como mnimos para que realmente


se pudiera hablar de amistad? Qu elementos tendramos que considerar
como indispensables para que una relacin de amistad pudiera darse y
mantenerse como tal?: El afecto mutuo? La confidencialidad? El amor
desinteresado? Qu es, realmente, lo que caracteriza ms especficamente
y lo que define mejor la esencia de este tipo privilegiado de relacin?

Quizs haya que pensar en ms de una cualidad para definir la relacin de


amistad, pero para todas ellas existe una condicin primera sin la cual la
relacin de amistad se revela como imposible. Esa condicin, por lo dems,
parece ser la que mejor puede diferenciar la amistad respecto a otros tipos
de relacin humana y la que le presta su carcter ms peculiar y distintivo:
no existe amistad si la libertad no se manifiesta como condicin esencial
para que el vnculo se establezca y si esa misma libertad (entendida como
ausencia de presin externa y no tanto de condicionamientos internos) no se
mantiene como condicin permanente de la relacin establecida.

El afecto, el amor benevolente, la confidencialidad, la participacin en


ideales comunes... todo ello podr dar cuerpo a una relacin de amistad,
pero nada de ello cualifica y diferencia a este tipo de relacin como lo hace
la libertad y la gratuidad con la que sta se manifiesta y tiene que
establecerse. Existe afecto muy intenso en unas relaciones paterno filiales o
de pareja. Y sin embargo, no tiene por qu existir necesariamente entre esas
personas as vinculadas una relacin de amistad. Existe tambin amor
benevolente en muchas relaciones altruistas. Pero ese amor desinteresado
E no constituye una base para que surja y se d la amistad entre
quienes as se relacionan. Hay un grado muy elevado de
confidencialidad en las relaciones que se establecen.

Si el vnculo no surge desde la libertad recproca de quienes se relacionan,


la amistad no puede ver su nacimiento... La amistad es innecesaria, gratuita,
como el arte. No tiene valor de supervivencia; ms bien es una de esas
cosas que dan valor a la supervivencia.

* El texto completo del profesor invitado, enviado por la Mtra. Christa


Godnez se encuentra en el Departamento de Ciencias Religiosas

http://www.uia.mx/ibero/noticias/nuestracom/01/nc102/6.html

Ambivalencia de la religin

Carlos DOMNGUEZ MORANO

El concepto de ambivalencia constituye una piedra angular en la interpretacin psicoanaltica de la


religin. El trmino, en efecto, consagrado por Freud en su teora psicoanaltica (Metapsicologa) a
partir de las investigaciones de la neurosis obsesiva, pas muy pronto a ser una pieza clave en la
interpretacin del hecho religioso.
La ambivalencia, fue definida en el psicoanlisis como presencia simultnea, en relacin a
personas, objetos o situaciones, de tendencias, actitudes y sentimientos opuestos, especialmente
amor y odio[1]. Esa coexistencia de sentimientos opuestos puede fcilmente generar un conflicto
interno inconsciente que se intenta resolver mediante el recurso a los mecanismos de defensa. Por
lo general, es el odio, la agresividad y violencia la que queda reprimida o bloqueada en favor del
amor. En otras situaciones, sin embargo, sucede al contrario: el amor juzgado como peligroso, por
la razn que sea, es reprimido para hacer prevalecer el odio, la animadversin o la violencia[2]. El
carcter inconsciente de la ambivalencia y los conflictos que genera (sobre todo de culpabilidad)
es, sin duda, la gran aportacin psicoanaltica al conocimiento de esta realidad de nuestro mundo
afectivo. Tras Freud este concepto fue ganando relevancia en las teorizaciones psicoanalticas,
particularmente a partir de la obra de Melanie Klein, hacindonos comprender que la ambivalencia
afectiva constituye un elemento esencial en los primeros estadios de la vida psquica, dependiendo
de su modo de resolucin buena parte de la sanidad o patologa posterior de los sujetos[3].
Pues bien, esa ambivalencia, descrita como un cruce de odio y de amor y constitutiva del ser
humano desde sus mismos orgenes, es la que Freud encontr tambin como elemento
fundamental para entender los mismos orgenes de la experiencia religiosa[4]. Es la coexistencia
nunca resuelta de odio y amor lo que, en el parecer de Freud, mantiene vivo el sentimiento
religioso. Esa pareja de afectos contrarios es la progenitora de la culpa y esa culpa es la que la
religin intenta apaciguar (intilmente, en el parecer de Freud) con sus sacrificios, renuncias y
reparaciones. El amor ser explcito y predicado, el odio, sin embargo, se intentar mantener
camuflado y canalizado a travs de ritos sacrificiales, fundamentalismo dogmtico, ascetismo
masoquista o autoritarismo sdico. En ocasiones, sin embargo, ese odio explosionar sin
contemplaciones en guerras de religin, en hogueras y ejecuciones o en fanatismo destructor.
De este modo, tenemos que la ambivalencia (al margen de la crtica que se pueda y se debe hacer
de la interpretacin freudiana de la religin) parece situarse tanto en los orgenes mismos de la
experiencia psquica de fe como tambin en sus resultados y en sus derivaciones para la vida de
los individuos y los grupos humanos. Si el amor y el odio, los sentimientos opuestos, el s y el no,
estn implicados en las primeras motivaciones psquicas de la experiencia religiosa; tambin, la
confesin de esa fe la veremos fcilmente unida a la blasfemia, la creencia a la duda, el amor a la
intolerancia, de la misericordia a la hoguera, la cruz a la espada, la media luna a la bomba, la
felicidad del mstico al sufrimiento del asceta, la potenciacin y expansin personal a la mutilacin y
empequeecimiento de las personas y las colectividades.
As, pues, el amor y el odio, las pulsiones de vida y de muerte que configuran la vida afectiva de los
seres humanos desde sus mismos orgenes se encuentran tambin, y de un modo muy
fundamental, en el ncleo de la experiencia religiosa. De la manera como se articulen en su
corazn, depender que las derivaciones de la religin comporten un signo u otro. Pero ah estn
siempre esos afectos de doble signo. Y conviene no olvidarlo. Ni negarlo tampoco mediante
mecanismos de defensa encubridores que nos hagan vivir la ilusin de la religin como un puro
amor y sana intencionalidad, alejada, por tanto, de todo sentimiento negativo, de hostilidad o
animadversin[5].
Del modo, pues, en el que esta ambivalencia quede resuelta, depender el modo en el que el
hecho religioso contribuya al desarrollo y potenciacin de las personas y los grupos o, por
contrario, a su bloqueo, mutilacin o, incluso, destructividad de los mismos. No olvidemos, por lo
dems, que por la fuerza de sus motivaciones psquicas, como por el carcter total y absoluto de
sus pretensiones, la religin constituye un potencial de primer grado en la vida de los individuos y
de las colectividades. Para su bien o para su mal.

El poder psquico de la religin


Las representaciones religiosas, en tanto que objetos internos, poseen un valor psquico de
primera magnitud. De ah que puedan despertar afectos, emociones y sentimientos tan intensos y
comportamientos tan radicalizados. Todo depender del material psquico (esencialmente ese
amor y odio al que antes nos referamos) con los que esas representaciones psquicas se han ido
configurando en los individuos y en los pueblos. Nada, quizs, despierta tanto amor y tanto odio
como la religin. Amor y odio en su mismo corazn y amor y odio tambin en las emociones que
ella misma despierta.
Esta radicalidad que posee la formacin cultural religiosa se comprende tanto ms cuanto ms en
profundidad se analizan los factores que intervienen en su constitucin y desarrollo. Las ciencias
humanas y, particularmente, la psicologa profunda ha desvelado los procesos primitivos y arcaicos
que siempre juegan un papel en la configuracin de las representaciones de lo sagrado. Esas
representaciones, en efecto, se constituyen al hilo de los procesos fundamentales que intervienen
en la constitucin del ser humano en cuanto tal y se enrazan, adems, en las estructuras
afectivas ms primarias y profundas del mismo. En estadios posteriores, jugarn tambin un papel
importante los procesos cognitivos y las elaboraciones racionales. Su estructura de fondo, sin
embargo, permanecer vinculada por siempre, de un modo u otro, a los estratos emocionales y
afectivos ms primitivos del ser humano. En ello radica la fuerza y el potencial que el hecho
religioso desempe siempre en la vida de los individuos y de los pueblos.
A este respecto, no deja de ser significativo, cmo el optimismo expresado por Freud en su obra El
porvenir de una ilusin, en la que auguraba un casi inmediato final de la religin que, finalmente,
sera desbancada por la razn cientfico-tcnica (el dios Logos), pocos aos despus confesara
que la religin gozara todava de muy larga vida, dado el enorme poder con que contaba en ese
nivel de la afectividad ms honda y primitiva. Poco podran contra ella los avances de la ciencia y
de la razn[6].
El psicoanlisis posterior, liberado en buena parte de los prejuicios anti-religiosos de Freud, nos fue
desvelando de qu manera, en efecto, las representaciones religiosas nacen en el ser humano
cosidas a los primeros objetos de amor y de odio en cuya interrelacin se configura lo ms
importante de la personalidad. Posteriormente podrn reelaborarse esas representaciones en un
nivel cognitivo. Podrn incluso ser negadas en posiciones de agnosticismo o de atesmo.
Permanecern siempre, sin embargo, en los estratos afectivos ms hondos, movilizando y
determinando las posiciones que se adopten frente al hecho religioso[7]. No son nunca ajenas a
estos objetos internos las posiciones que se adoptan a favor o en contra de la religin.
El ser humano, siendo el animal que, biolgicamente, nace en una estado de mayor inmadurez,
necesita de la tutela parental durante un largo perodo para poder sobrevivir. Ese mismo grado de
inmadurez biolgica, por otra parte, se convierte en la gran oportunidad para que el entorno socio-
cultural se incorpore hasta lo ms hondo de su estructura personal en una difcil diferenciacin de
lo heredado y lo recibido desde su entorno particular. Se podra decir, en este sentido, que nuestro
terminado ltimo es bio-cultural[8]. La relacin primera con la madre y, muy pronto, con la pareja
parental van a jugar de un modo fundamental en la estructuracin de la propia dinmica personal y
van a servir de soporte bsico para la configuracin de las representaciones religiosas del futuro.
Mucho antes, en efecto, de que se pueda apreciar cualquier tipo de comportamiento religioso, esas
primera relaciones parentales servirn de base para que, cuando la palabra de la catequesis
llegue (cualquiera que ella sea), encuentren un terreno en el que pueda germinar. La diversa
cualidad de esa tierra primera y el tipo de mensaje que la catequesis aporte se convertirn, en su
particular interaccin, en los factores decisivos de la futura religiosidad y de su eventual potencia
para el desarrollo y plenitud del sujeto o para su bloqueo, mutilacin o destructividad.

DE LA CONFIANZA BSICA AL DELIRIO PSICTICO


La confianza
El cuidado y el amor parental constituye un factor imprescindible para el logro de una suficiente
integracin personal. Sin l, el ser humano no puede sobrevivir, ni psquica ni, como tantos
estudios revelan, fsicamente siquiera. Tan importante como el pecho o el bibern es la caricia, la
palabra, el arrullo y la contencin[9]. Sin ellos, no sera posible disponer de una confianza bsica
en uno mismo y en la vida que se habr de enfrentar. Pero, al mismo tiempo, esa confianza bsica
en s mismo, en la vida y en los otros, se alza tambin como un presupuesto fundamental para la fe
religiosa. Es la tierra frtil donde la catequesis puede sembrar con fruto su palabra.
Quien no pudo, en efecto, experimentar esa confianza bsica, sostenido en unos brazos maternos,
no podr nunca fiarse de los otros y, por tanto, tampoco de ese otro psquico, que es Dios para
nosotros. Efectivamente, tal como Dostoievski afirmara, quien no tiene suelo bajo sus pies,
tampoco tiene Dios. Quin podra experimentar, por ejemplo, un sentimiento profundo de
proteccin, confianza y consuelo en Dios cuando cante el Seor es mi auxilio, mi fuerza y
salvacin, si, previamente, no tuvo la experiencia de auxilio, fuerza y salvacin en las primeras
relaciones parentales que le constituyeron como persona?
Pero la experiencia religiosa, a su vez, sustentada en estas primeras experiencias vitales, permite
a su vez afianzar de modo estable, elaborado y adulto la confianza en la existencia, en su sentido
ltimo, en la bondad de lo creado y en la posibilidad abierta que encontramos en los dems; una
conviccin de que, pase lo que pase, el balance final de la vida personal y colectiva ser siempre
positivo La experiencia de fe se convierte as en una fuente permanente de confianza, de apertura
y aceptacin del otro, de disposicin amorosa y acogida de la diferencia, de actitud de comprensin
y perdn, de esfuerzo por crear lazos de unin, de tarea reconciliadora y pacificadora en los
inevitables conflictos.
Pero todo ello tan slo es posible cuando las representaciones sagradas se han ido elaborando,
madurando y dinamizando a partir de las pulsiones de vida, en una supeditacin (no represin) de
las hostiles. Francisco de Ass, por ejemplo, vendra a representar una ilustracin paradigmtica
del sujeto dinamizado por un tipo de representacin de Dios como amor, fuente de amor y
generadora, por tanto, de una disposicin amorosa frente a toda la realidad. Hay un dinamismo
unitivo, pacificador, acogedor frente a todos y frente a todo. Es una representacin de Dios que
queda esencialmente vinculada con las experiencias amorosas primeras, maduradas, sin embargo,
convenientemente para evitar sus tentaciones regresivas e infantilizantes.
De estas experiencias primeras, convenientemente maduradas, deriva esa vertiente esencial de la
experiencia de fe que es la experiencia mstica. Ella pone de manifiesto, paradigmticamente, la
confianza y plenitud que la experiencia religiosa puede aportar al ser humano. La vertiente mstica
de la experiencia religiosa testimonia que vivimos en una realidad que nos excede y nos recuerda
que vivimos envueltos en la densidad del misterio. Un misterio, no obstante, de amor, que no
genera inquietud, sino paz y confianza. Pero misterio que nos hace humildes en la renuncia a
nuestros sentimientos de omnipotencia y a su permanente pretensin de dominar y controlar el ser
y su ltimo sentido, mediante el conocimiento lgico, tcnico o cientfico. Nos habla del Otro, del
radicalmente Otro, pero de un Otro que se manifiesta amorosamente y que, como amor perfecto,
arroja de s todo temor (I Jn 4, 18).
El Dios de la autntica experiencia religiosa cristiana no es, por otra parte, el Dios que se muestra
celoso y rival de lo humano. Ni es el Dios enemigo del juego y de la fiesta que, segn Juan de la
Cruz, el Espritu Santo hace en el alma [10]. Es un Dios, por tanto, que infunde felicidad y plenitud
y que, por ello mismo, desencadena en el sujeto un deseo de bien y contento para todos los que le
rodean. En el interior del sujeto, su imagen est elaborada desde las pulsiones de vida, es un
objeto bueno, amoroso, fuente, por tanto, de gratitud y no de envidia, resentimiento o rencor.
El amor, sin embargo, es una realidad ambigua como pocas. Y poco trminos tan equvocos como
el de amor. En su nombre se cometieron atropellos de todo tipo. Tambin en nombre del amor
cristiano. Porque el amor puede ser iluso, posesivo, infantilizante, dominador. Es importante, pues,
discernir el tipo de vnculo amoroso que circula por los campos de la religin. Porque tambin en
ellos puede anidar, camuflado, el germen de la violencia y la destruccin.

La ilusin, la quimera y el delirio


En ms de un momento, en efecto, hemos hablado de la confianza bsica convenientemente
madurada. Porque, en efecto, esas mismas experiencias primeras, a falta de una ulterior
maduracin, pueden convertirse en una trampa mortal para la vida de fe. Las representaciones
sagradas pueden venir, entonces, a cumplir una funcin regresiva, de resistencia y defensa frente a
una realidad que muestra su faz limitadora, frustrante, conflictiva, generadora en tantas ocasiones
de angustia y malestar. La religin entonces se convierte en un esquema defensivo poderossimo
frente a esa realidad en la que nos vemos abocados a desarrollar nuestra existencia y en la que
nuestra fe debe madurar.
Las representaciones religiosas cumplen entonces la funcin negativa de defender del conflicto y la
angustia que conlleva necesariamente abrirse a la realidad limitadora, contingente, frustrante en la
que vivimos. Si el ser humano es -tal como Zubiri lo defini- un animal de realidades, avocado a
entrar en una relacin dialctica con el mundo; tambin es verdad que ese animal de realidades
enferma frecuentemente de ilusiones, de falsificaciones muy interesadas en su interpretacin de
la realidad. Ninguna formacin cultural como la religiosa puede desempear un papel tan
importante en este sentido.
Todo es posible desde la fe religiosa. Incluso la fabulacin de un mundo al revs, donde toda
dificultad, frustracin, lmite y conflicto de la existencia es ilusionado conforme a unas creencias
mgicas que salvaguardan y salvan de la dureza del vivir. El sujeto religioso puede llegar as a
vivir en un mundo que no es ste. Un mundo construido a la medida de sus deseos que, en
ocasiones, no estara excesivamente alejado de un autntico delirio.
Toda la problemtica denunciada por Freud en El porvenir de una ilusin cobrara aqu su validez,
por ms que muchas tesis defendidas en esa polmica obra, sean cuestionables desde tantos
puntos de vista. Lo ilusorio, sin embargo, sigue siendo un hecho, del cual la religin
frecuentemente encuentra seria dificultad para desprenderse. Ilusiones de proteccin mgica
frente a la realidad amenazante, tantas veces presente en las plegarias de peticin[11], en los
rituales religiosos oficiales o populares, en las prcticas impregnadas de supersticin, que tantas
veces impregnan la actividad del sujeto religioso. En definitiva, la fe religiosa se presta como
ninguna otra dimensin cultural a ser utilizada como un escudo protector frente a la ansiedad y la
angustia que nos supone estar abiertos a una realidad contingente y que, esencialmente, escapa a
nuestro manejo y control.
Ilusin tambin la de contar con unos esquemas interpretativos sobre la realidad que protegen de
la herida narcisista que nos supone siempre el no saber, la ignorancia permanente sobre tantos
asuntos que nos conciernen de modo tan directo, sobre los que la ciencia trabaja tan concienzuda
y pacientemente y sobre los cuales el sujeto religioso pretende tener el saber y la comprensin
acabada: cules pudieron ser los orgenes del mundo, las causas del mal y del sufrimiento de los
inocentes, el sentido o el absurdo de la creacin, de la direccin o el azar que la puedan presidir, y
de un modo muy fundamental, sobre la existencia o no de un ms all tras la muerte.
Este tema ltimo, constituye, sin duda, un captulo central en las funciones que la religin
desempea en la vida de los seres humanos y que, dependiendo de la configuracin madurativa o
regresiva que posea la experiencia religiosa, podr tener una significacin muy diversa. Creer no
es saber. La creencia, por ms que se instale originando una conviccin y seguridad personal
bsica, se sabe a s misma no confirmada y, por tanto, siempre es consciente del factor subjetivo
que la sustenta. Yo puedo afirmar que creo en la vida eterna, pero nunca me ser lcito confesar
que s de la existencia de la vida eterna. Creo adems -como tan bien formulara Pedro Lain
Entralgo- en la resurreccin de los muertos y no tanto en la inmortalidad del alma. Nueva vida,
por tanto, la que la fe confiesa, que no niega la terrible herida narcisista que al ser humano le
supone morir. Pero la experiencia religiosa muchas veces se desliza desde la esperanza que brota
de la fe (una esperanza que es lcida y valiente para enfrentar y encajar las limitaciones de la
existencia), a la ilusin que brota del deseo que no ha madurado. Desde esa posicin ilusoria,
cualquier tipo de realidad que frustre o angustie, la muerte ms que ninguna, queda envuelta en un
velo espeso que la defiende de la herida que se infringe a los sentimientos infantiles de
omnipotencia.
Desde la confianza bsica que proporciona una apertura esperanzada a la vida, la experiencia
religiosa puede tambin nutrir, y ms que ninguna otra formacin cultural, la quimera y el delirio (no
es casualidad que la mayor parte de los delirios psicticos tomen contenidos de carcter religioso).
De algn modo, todo es posible en el mbito de la religin, donde, por esencia, nos abrimos a un
mundo en el que ya no juegan las coordenadas habituales de nuestra realidad material.
Frente al mstico que, sin defenderse de la realidad personal e histrica en la que vive, manifiesta
la apertura gozosa a la realidad de Dios Padre-Madre, encontramos siempre, ayer y hoy, al
iluminado. Al que pretende ser depositario de una luz sobrenatural que le ahorra enfrentar la
dimensin dura y conflictiva de la existencia, al que con una especie de hilo directo cree conocer
de modo inmediato el deseo y la voluntad de Dios sobre su vida y sobre su entorno. Todo ello,
adems, sin duda ni vacilacin. Ni tampoco sin la ascesis y el duro trabajo de discernimiento
personal que marca siempre la experiencia de los autnticos msticos.
La experiencia religiosa, pues, en su ambigedad y ambivalencia, puede convertirse en la fuente
de la confianza bsica en el vivir. Confianza que se expande en una buena mirada frente a toda la
realidad, una realidad lcidamente percibida en su inherente dificultad y conflictividad, y amada, sin
embargo, porque se tiene la experiencia de estar enraizado en una paternidad amorosa que la
sustenta y acompaa. Pero la experiencia religiosa tambin puede venir a ser una pura quimera
que defiende de una realidad temida y que, de ese modo, muestra no ser sino una regresin
infantilizante y peligrosa.
Desde otra vertiente, a la que ahora vendremos, la experiencia religiosa puede mostrarse como un
potencial positivo para de construccin de un mundo mejor y puede tambin venir a dar pie a una
experiencia peligrosa que desencadena la destruccin del propio ser o de los que le rodean.

DEL PROYECTO PROFTICO AL FANATISMO DESTRUCTOR


Proyecto utpico
La experiencia religiosa, segn venimos viendo, se articula con los momentos fundamentales de la
constitucin del sujeto. En esos procesos constitutivos la tutela, el cuidado y el amor parental son
la base para la integracin primera de la persona y para la adquisicin de la confianza bsica en s
mismo, en la vida y en los dems. Pero una vez conquistada esa integracin y confianza, el sujeto
ha de iniciar un proceso ininterrumpido de apertura a la realidad exterior, en todas sus
dimensiones: fsica, material, social, cultural e histrica. Somos seres separados, necesitados de
asumir la distancia que nos constituye desde el da mismo de nuestro nacimiento, con el corte del
cordn umbilical. Toda una serie de largos y complejos procesos psquicos tendrn que entrar en
juego para que, finalmente, podamos asumir esa separacin constitutiva y, con ella, adquirir una
autonoma y una proyeccin hacia el mundo que nos hace seres humanos.
En el transcurso del desarrollo se tendr que ir enfrentando una serie de separaciones (del seno
materno, de su pecho, del apego fusional primitivo...) y se tendr que ir asumiendo una serie de
realidades nuevas que, efectivamente, nos haga, siguiendo los trminos de Zubiri, animal de
realidades. Animal enfrentado a una serie de limitaciones respecto a las necesidades instintuales
ms primitivas, como condicin de posibilidad para acceder al mundo del lenguaje y del smbolo,
de la sociedad y de la cultura. Habr que asumir normas y modos de comportamientos, desde las
primeras normas higinicas que nos convierten en animales limpios, hasta unos modos
particulares, socio-culturales, de satisfacer necesidades y deseos. Todo un mundo, prescripciones,
ideales, proyectos, leyes y normativas irn siendo incorporados a lo ms ntimo del propio yo, en
una progresiva apertura e insercin en el grupo humano, en sucesivos ritos de iniciacin y en
complejos mecanismos de identificacin y contra-identificacin con los modelos del entorno.
La experiencia religiosa no ser ajena a estos procesos de insercin en los registros del lenguaje y
del smbolo. Si la vivencia mstica, enraizada en la confianza bsica, constituye un componente
ineludible de la experiencia religiosa; el ideal tico, la moral, el compromiso histrico, vendrn, por
su parte, a constituir la otra gran vertiente de toda experiencia de fe[12].
Toda representacin de Dios se elabora acogiendo, no slo elementos provenientes de las
primeras relaciones amorosas con lo materno, en tanto proteccin, cuidado, cercana, etc., sino
tambin y de un modo fundamental, configurndose a partir de elementos simblicos paternos, en
tanto ley, modelo, ideal y promesa. Toda experiencia religiosa articula, de un modo u otro segn
las diversas formaciones culturales y las diferentes insistencias espirituales, el deseo de unin con
Dios con la exigencia tica. Amor y proyecto, mstica y profeca, comunin y exigencia moral.
El santo, el profeta, el sacerdote, el reformador, el maestro son figuras de la fenomenologa
religiosa que guardan una ntima conexin con esos procesos primeros de apertura a la cultura, a
la sociedad y a la historia en la incorporacin de normas, prescripciones y modelos. Pero tambin
el fantico, el falso profeta, el fundamentalista, el cruzado, el inquisidor y el colonizador religioso
estn vinculados tambin a esas articulaciones con la ley y el ideal tico que siempre forma parte
esencial de la religin.
De modo particularmente representativo, el profeta es el portavoz de un mensaje divino que se
hace necesario transmitir mediante una accin transformadora y salvfica. Lo decisivo en este tipo
de relacin no es, por tanto, que Dios se comunica hacindose sentir, como en la experiencia
mstica, sino que Dios habla para que se hable. Y si en la experiencia y la identidad del mstico no
es difcil rastrear los componentes de las primeras relaciones materno-filiales, tampoco lo es en la
experiencia e identidad proftica rastrear los componentes de las relaciones paterno-filiales.
Explcitamente Dios aparece en el discurso de los profetas como imagen y figura del esposo y del
padre. Esposo del pueblo que hay que reconducir y padre tambin de ese mismo pueblo y del
profeta que habla en su nombre.
El espacio simblico de la identidad proftica no ser, por tanto, el del espacio ntimo y recogido de
la celda, como en el caso de la experiencia mstica. No es un espacio impregnado de resonancias
materno-filiales. Su espacio paradigmtico ser el de la plaza: All donde transcurre la vida social,
en ese entramado de relaciones interpersonales tejido por la vida poltica, econmica y cultural. Es
el espacio de la historia y de su devenir donde la palabra paterna de Dios le encamina y le misiona.
Como atinadamente lo expres el fenomenlogo G. Van der Leeuw, la madre crea la vida, el padre
la historia [13].
Pero de la misma manera que las experiencias primeras de cuidado, amor y proteccin van a influir
de modo decisivo en las futuras vivencias de Dios y en su carcter ms sano o perturbador;
tambin los modos en los que se lleve a cabo esa integracin de las dimensiones ticas e ideales,
van a determinar el carcter salutfero o destructor que la experiencia religiosa llegue a tener en el
futuro. Si frente al mstico encontramos al iluminado, frente al profeta encontramos al fantico y al
fariseo. La experiencia religiosa vuelve, entonces, a recobrar los tintes ms sombros y
perturbadores.

Violencia y autodestruccin
No es momento de entrar aqu en las motivaciones psquicas profundas que alimentan estos dos
tipos de patologas religiosas[14]. Lo que interesa resaltar aqu es que en ambas, a pesar de sus
diferencias, encontramos un denominador comn: la incorporacin del ideal y la ley que
necesariamente han de articular la experiencia de fe, se ha llevado a cabo de un modo pervertido y
destructor.
En el fanatismo, la carencia de una suficiente integracin interna conduce a una absolutizacin de
la propia creencia. Es la nica forma de garantizar una seguridad de la que carece. Los elementos
de paternos de la ley, la exigencia, el ideal son acogidos, entonces, como un fetiche con el que se
pretende adquirir la consistencia interna de la que se carece.
La patologa fantica cabe en estructuraciones cognitivas diferentes. Por ello este tipo de
personalidad puede manifestarse en planteamientos religiosos conservadores como progresistas.
El denominador comn ser siempre el mismo: esa urgencia en ser reconocido como portador de
una palabra absoluta, de certeza incuestionable, de admiracin obligada y la paralela indicacin del
mal, siempre situado fuera, ya sea en el hereje o en la institucin, en el ateo o en el sistema, en el
rebelde o en la autoridad. La actitud sectarista y mesinica presidir siempre su relacin con los
otros.
Desde esta situacin psicodinmica de base, en la que los elementos paranoides se dejan ver con
claridad, todas las estructuras mentales y afectivas experimentan una urgencia de integracin que
poseer necesariamente un carcter compulsivo y, en menor o mayor grado, violento. La alteridad,
la diferencia es vivenciada como un peligro que hay que eliminar. Haciendo bandera de su idea,
camuflada de creencia y dogma, se ve obligado a imponerla violentamente o a destruir, incluso
mediante la muerte, a quien se resista a asumirla como propia. Dios queda reducido a ser un aliado
y soporte para la propia identidad amenazada. Como acertadamente se ha expresado: el fantico
devora a la divinidad[15].
Evidentemente, los niveles que van desde el integrismo, al fundamentalismo y al fanatismo pueden
ser muy diversos. Existe toda una graduacin con variaciones de importancia. Todas ellas, sin
embargo, poseeran un denominador comn: la de una patologa de las funciones cognitivas que,
en religin, puede encontrar un soporte y alimento nada desdeable. Porque, como afirm K.
Capel, cunto ms grande es la cosa en la que se cree, ms se encarniza uno en despreciar a los
que no creen en ella.
No deberamos olvidar hechos tan significativos como el que sean las personas religiosas las que
suelen alimentar en su interior ms prejuicios frente a las minoras de raza, pueblo o ideologa;
mostrando as una dificultad, que parece especfica, para asumir la alteridad y la diferencia[16]. El
resurgimiento actual de actitudes fundamentalistas y, a veces, dramticamente fanticas, en el
seno de las grandes religiones de Occidente, catolicismo incluido, deberan situarnos en una
posicin de alerta sobre estos riesgos que la experiencia religiosa parece generar con tanta
facilidad y que la han situado histricamente entre los agentes de violencia ms virulentos que ha
conocido la humanidad. Hemos podido constatarlo una vez ms en la reciente violencia
desencadenada a partir del 11 de septiembre, con sus explicitaciones religiosas por parte del
fanatismo islmico y con las no menos evidentes por parte de Estados Unidos en su cruzada de
justicia infinita contra el eje del mal, identificado, por lo dems, con cualquier tipo de disidencia
respecto a sus intereses y planes estratgicos.
Esa violencia que tantas veces se desata en las formaciones religiosas guarda tambin una curiosa
relacin con sus aspiraciones de amor. La ilusin amorosa que la religin propulsa deriva
fcilmente, en muchas ocasiones, en un deslizamiento de agresividad hacia los que no forman
parte del propio colectivo. Para asegurarse de que en su propio seno tan slo se van a expresar los
lazos amorosos, los conflictos, frustraciones y agresividades son desplazados y proyectados al
exterior. As el grupo evita la amenaza de su propia disolucin, propulsada por los inevitables
conflictos y agresividades que nacen en su seno. Toda religin, afirmaba Freud es una religin de
amor para sus fieles y, en cambio, cruel e intolerante para aquellos que no la reconocen[17]. Son
muchos hombres y mujeres en nuestros das los que temen a la religin en razn del potencial de
intolerancia, intransigencia y violencia que ella puede llegar a desencadenar.
La violencia y destructividad que la experiencia religiosa puede poner en marcha no se canaliza
exclusivamente contra unos enemigos o amenazas externas. Tambin el propio sujeto religioso
puede ser objeto de ella en unas dinmicas de signos claramente autodestructivo. Todos
conocemos casos en los que la experiencia religiosa, en efecto, se ha aliado con los componentes
menos sanos de la personalidad para emprender una mutilacin de la vida personal y, en algunos
casos, de los grupos tambin. Los suicidios colectivos que en pocas recientes han tenido lugar,
expresan de modo escandaloso y paradigmtico a la vez, esa dinmica de autodestruccin que
puede anidar en el corazn de la religin.
Dios puede ser entrevisto y vivenciado como un absoluto que impide vivir. Confesarle parece llevar
de inmediato la obligacin de anularse a s mismo. Es identificado con una Ley absoluta que, como
si fuese un rival, prohbe cualquier modo de satisfaccin, autoafirmacin y motivo de felicidad. El
psicoanlisis reconoce en ello la dinmica infantil edpica del Padre Imaginario: aquel que detenta
el poder, el placer y la libertad absoluta.
En el corazn de este dinamismo de fe se esconde una profunda ambivalencia afectiva frente a
Dios. Unas corrientes ocultas de hostilidad han de ser celosamente reprimidas. Pero, no por ello,
dejan de mantener su vigencia y de generar unos sentimientos de culpa, generalmente tambin
inconscientes, que han de ser aliviados mediante los rituales y los sacrificios. Toda una dinmica
de negacin de s mismo, de exaltacin y sacralizacin del sufrimiento, de negacin del goce
(particularmente sexual) se van imponiendo, generando una vivencia religiosa en creciente
armona con lo obsesivo y en una permanente actitud de autocontrol y negacin de s.
La norma, la ley, los valores dejan de cumplir una funcin mediadora en el desarrollo personal y de
fe para convertirse en unos absolutos idolatrizados que aprisionan y que guardan la funcin
inconsciente de mantener el sometimiento y la negacin de s. El leguleyo, el fariseo (en trminos
clnicos, el obsesivo), tampoco puede prescindir de una mayor o menos absolutizacin de la
institucin religiosa. Ella es una garanta mgica que asegura su propia dinmica de ambivalencia y
un espacio donde permanece en el intento de resolver la conflictividad que experimenta en torno a
la autoridad y el poder.
Los rituales, por su parte, cobran un relieve que, en algunos casos, llega a la exacerbacin que
caracteriza a los ceremoniales del neurtico obsesivo. Esa loca idolatra -como tan bellamente lo
expres Shakespeare- de dar al culto ms grandeza que al Dios. Rituales los de los sacrificadores
en los que se deja ver tanto la aspiracin omnipotente del pensamiento mgico, como la dinmica
autodestructiva que se reanima desde los sentimientos inconscientes de culpabilidad[18]. Parece
que este tipo de religiosidad, con independencia de las diversas confesiones en las que se pueda
vehicular, contar siempre con adeptos sin nmero: cuenta con un importante dinamismo en el
desarrollo psquico del sujeto. El precio es el de una mutilacin esencial de lo humano en el
bloqueo del crecimiento y desarrollo personal.

Conclusin
Parece evidente que la creencia y la vivencia religiosa puede constituirse en un factor de equilibrio,
centramiento y maduracin personal; puede venir a ofrecer un horizonte de plenitud y desarrollo de
las capacidades del sujeto; puede, en determinados casos tambin, curar heridas y generar una
saludable compensacin que sanee conflictos previos. Pero puede tambin aliarse con las fuerzas
ms destructivas de la persona, potenciar desequilibrios existentes, acabar derrumbando
posiciones mnimamente estables, bloquear procesos de crecimiento y, en definitiva, convertirse en
un factor patgeno en el conjunto de la personalidad.
Desde la vertiente afectiva, puede ofrecer una confianza bsica en la existencia y una fuente de
satisfaccin y gozo de las que el mstico nos da cuenta de modo ejemplar. Puede tambin, sin
embargo, ofrecerse para regresar a posiciones infantiles, en bsqueda de unas satisfacciones
maternas imaginarias que la sana adaptacin a la realidad impediran. Las espiritualidades de tipo
iluministas, de ayer y de hoy, parecen dar prueba de ello.
Desde la vertiente cognitiva la religin puede ofrecer unos marcos de referencias que organicen el
sentido y la orientacin de la propia vida. La teologa ms crtica testimonia esta saludable funcin.
Puede tambin, sin embargo, hacer de la idea, de la creencia y del dogma un modo de parapetarse
frente la complejidad de lo real y, en casos extremos, hacer de ese dogma un fetiche de seguridad
peligroso para el propio sujeto y para los otros. Fundamentalistas y fanticos manifiestan ese lado
oscuro de lo que la religin puede hacer de la idea.
Desde la vertiente tica, por ltimo, puede ofrecer un fundamento valioso para el enraizamiento de
actitudes y valores morales, pero puede tambin originar una falta de autonoma personal y un
sometimiento infantil a una ley idolatrizada desde motivaciones muy regresivas. El profeta, por una
parte, y el neurtico obsesivo, por otra, estaran ilustrando una cara y otra en esas ambiguas
relaciones de la religin con la moral.
Desde la perspectiva psicolgica habra que concluir que, probablemente, ninguna otra dimensin
cultural posea tal poder en la estructuracin, desarrollo y potenciacin de la propia identidad y que
ninguna otra tampoco haya mostrado, tan fehacientemente, su poder aniquilador y destructivo para
esa misma identidad personal o colectiva. Ni siquiera los que en el campo de la psicologa de la
religin se presentaron como valedores principales de los beneficios psquicos y humanos de la
experiencia religiosa (como fueron, citando tan slo a los ms significativos, W. James, W. G.
Allport, O. Pfister o C. G. Jung) pudieron obviar las vertientes peligrosas que en esa misma
experiencia se pueden presentar. Por el otro lado, los que se situaron ms crticos y hostiles frente
al hecho religioso (paradigmticamente representados por S. Freud) tampoco pudieron negar la
hondura que posee la experiencia de fe y los indudables beneficios que la religin aport al
desarrollo de los individuos y de las culturas.
La religin, pues, est ah para lo mejor y para lo peor. La historia de los pueblos y las vidas de los
individuos lo verifican de un modo elocuente para cualquier observador mnimamente dispuesto a
reconocer los hechos. El psiclogo, el socilogo y el antroplogo, desde sus perspectivas
particulares, tambin pueden, si consiguen liberarse de fciles prejuicios en un sentido u otro,
confirmar esta ambigedad esencial e inherente de la vivencia religiosa. Por su parte, el telogo, el
catequista, el pastor, desde su legitima intencionalidad comn, tendran que ser igualmente
conscientes de la ambigedad que comporta este tipo de experiencia y de la ambivalencia de los
afectos que la componen y, en la fidelidad al mensaje que recibieron, propulsar una representacin
de Dios, la que nos vino por Jess de Nazaret, que es la del Padre bueno, misterio amoroso, que
infunde una confianza bsica en uno mismo, en la vida y en los otros y que, desde ah, nos llama a
participar con El en la construccin, lcida y valiente, de un proyecto histrico que denominamos
Reino de Dios.

[1] Cf. J. Laplanche - J.B. Pontalis, Diccionario de psicoanlisis, Labor, Barcelona 1971; B.E. Moore
- B.D. Fine, Trminos y conceptos psicoanalticos, Biblioteca Nueva, Madrid 1997. De modo
parecido lo define el Diccionario de la RAE: Estado de nimo transitorio o permanente, en el que
coexisten dos emociones o sentimientos opuestos; como el amor y el odio, o el de Mara Moliner:
Estado de nimo en que coexisten dos emociones o sentimientos opuestos; como la alegra y la
tristeza.
[2] En este sentido resulta enormemente significativo el anlisis efectuado por Freud sobre la
ambivalencia frente a los enemigos de guerra, en los que se hace perceptible la parte amorosa
reprimida que juega frecuentemente en esos tipos de relacin. Cf. Totem y tab, 1913, O.C., II,
1758-1794.
[3] M. Klein es una figura emblemtica del psicoanlisis posterior a Freud que realiz su labor en
Inglaterra y que profundiz particularmente en el psicoanlisis de nios y en el estudio de la
psicosis. Su obra ha tenido una influencia trascendental en todo el psicoanlisis posterior. Amor,
odio y reparacin o Envidia y gratitud, son dos obras importantes de esta autora, especialmente
relacionadas con nuestro tema (Obras Completas, Paids, Buenos Aires 1974).
[4] El tema, amplio y complejo, en el que no es posible adentrarnos ahora, lo analic con detalle en
la obra El psicoanlisis freudiano de la religin, San Pablo, Madrid 1990.
[5] Una mirada panormica a los Evangelios nos hacen comprender de inmediato que Jess tuvo
menos problemas con la expresin de la agresividad de la que han mostrado sus seguidores. Cf.
Beirnaert y otros, A la recherche d'une thologie de la violence, Cerf, Paris 1968.
[6] Cf. S. Freud, El porvenir de una ilusin, 1927, O.C. III, 2961-2992; El problema de la concepcin
del universo (Weltanschauung), 1932, O.C., III, 3191-3206.
[7] Cf. en este sentido la importante obra de la psicoanalista argentina Ana Mara Rizzuto, The Birth
of the Living God: A psychoanalytic study, Chicago University Press, Chicago 1979,
incomprensiblemente no traducida an en espaol.
[8] La obra del espaol Juan Rof Carballo, ilumin esta primitiva constitucin del ser humano en
obras de indudable inters como, Urdimbre afectiva y enfermedad, Labor, Barcelona 1979 o
Biologa y psicoanlisis, Descle de Brouwer, Bilbao 1984.
[9] La obra del psiquiatra y psicoanalista ingls Ren Spitz fue pionera en la demostracin de los
efectos catastrficos de una crianza en la que falte de modo importante el afecto y la comunicacin
emocional con el beb. Cf. El primer ao de vida del nio, Fondo de Cultura Econmica, Mxico
1973; No y s. Sobre la gnesis de la comunicacin humana, Horm, Buenos Aires 1960.
Posteriormente, las investigaciones de D. W. Winnicott supusieron un avace fundamental en el
conocimiento de estas primeras relaciones infantiles. Cf. Sostn e interpretacin, Paids,
Barcelona 1991; La naturaleza humana, Paids, Barcelona 1993.
[10] Llama de amor viva, Canc. 3, 10.
[11] Como sabemos, la oracin de peticin ha sido objeto de un amplio debate en el campo de la
teologa espaola. En particular, los trabajos de A. Torres Queiruga sobre el tema dieron pi a una
rica y encendida polmica en torno a la cuestin. Estos trabajos, con independencia del acuerdo
que se les otorgue, se les ha de conceder, cuando menos, el haber dado pie a una obligada
reflexin en profundidad sobre cuestiones muy de fondo implicadas en la oracin de peticin y, ms
en particular sobre la imagen de Dios que se puede poner en juego. Cf. A. Torres Queiruga, Ms
all de la oracin de peticin: Iglesia Viva 152 (1991) 157-193; J. A. Estrada, La oracin de peticin
bajo sospecha, Sal Terrae/Fe y secularidad, Santander-Madrid, 1997; AA.VV., Es cristiano pedir a
Dios la lluvia?: Sinite XXXVI (1995) 485-487, C. Domnguez Morano, Orar despus de Freud, Sal
Terrae/Fe y secularidad, Santander-Madrid 1994.
[12] Mstica y profeca aparecen de hecho como dos manifestaciones esenciales de la
fenomenologa religiosa. Cf. P. Rodrguez Panizo, Tipologa de la experiencia religiosa en la
historia de las religiones, en: M. Garca Bar - C. Domnguez Morano - P. Rodrguez Panizo:
Experiencia religiosa y ciencias humanas, PPC, Madrid 2001, 107-150 y C. Domnguez, Msticos y
profetas: dos identidades religiosas: Proyeccin XLVIII (2001) 339-366. De este ltimo trabajo
recojo aqu parte de las ideas desarrolladas.
[13] G. Van Der Leeuw, Fenomenologa de la religin, Fondo de Cultura Econmica, Mxico 1964,
93.
[14] Me detengo ms en esta problemtica en C. Domnguez, J. M Uriarte, M. Navarro, La fe
fuente de salud o de enfermedad?, Idatz, San Sebastin 2001,15-57. Sobre las diversas formas
de patologa religiosas, Cf. J. Font, Religin, Psicopatologa y salud mental, Paids, Barcelona,
1999.
[15] Cf. D. Sibony, Les noeuds et les haineux de lorigine, en: T. de Saussure - L. Cassiers - Ch.
Duquoc - D. Sybony, Les miroirs du fanatisme, Labor et Fides, Genve 1996, 27-48.
[16] Estas diferencia se hacen menores en las personas que adems de confesarse como
creyentes son tambin practicantes. Cf. los reconocidos estudios de W. G. Allport sobre el prejuicio:
The religious context of prejudice: JSSR 5(1966)447-457. En la misma lnea se sitan los estudios
realizados por T. W. Adorno y otros, La personalidad autoritaria, Paids, Buenos Aires 1965 y M.
Rokeach, The Open and Closed Mind, Basic Books, New York 1960. Un estudio que recogen datos
de este orden entre la poblacin de jvenes espaoles es J. L. Trechera- C. Domnguez,
Mentalidad abierta y cerrada en los jvenes y su relacin con las creencias religiosas, en: L. S.
Filippi - A. M. Lanza, Certezze ed esperienza del limite, Franco Angeli, Milano 2001, 463-481.
[17] Psicologa de las masas y anlisis del yo, 1921, O.C., III, 2581.
[18] Siempre resultar iluminador releer a este propsito el texto de S. Freud, Los actos obsesivos
y las prcticas religiosas, O.C., II, 1337-1342.

Frontera, nmero 23: Julio-Septiembre 2002

http://www.svdmisioneros.cl/dominguez.htm

31. CARLOS DOMNGUEZ MORANO; La aventura del celibato


evanglico.
Segunda edicin

El celibato se ve hoy cuestionado, entre otras cosas, porque para


muchos el ejercicio de la sexualidad es algo imprescindible para la salud
mental. En el presente trabajo, Carlos Domnguez Morano, sj, reconocido
psiclogo de la Universidad de Granada, trata de mostrar, desde el
psicoanlisis, cmo el Reino de Dios aparece como la clave que dara
sentido al celibato cristiano haciendo posible la sublimacin. Esta opcin
de vida, sin embargo, no es nada fcil, por lo que conviene estar en
guardia frente a los complejos engaos del deseo, de la represin, etc.
32. JAVIER GARRIDO; Afectividad y
seguimiento de Jess.
Segunda edicin

La vocacin al celibato tiene muchas variables,


pero en ltima instancia, dice J. Garrido, ofm, es
cuestin de afectividad. El error ms comn
consiste en tratar de entender y vivir el celibato
como algo funcional. Urge recuperar la
espiritualidad afectiva. Cules han de ser los
planteamientos y las mediaciones para vivir hoy
el celibato? Cmo integrar soledad, afectividad
teologal, comunidad y entrega al Reino, de
modo que el celibato sea una vocacin
plenificante? Estas son las cuestiones a las que
Javier Garrido trata de responder en este
cuaderno.

33. LOLA ARRIETA; Sus heridas nos han


curado.
Segunda edicin

La aventura del amor clibe es un aprendizaje


que dura toda la vida. Esa larga marcha no
transcurre sin heridas ni accidentes. Cules
suelen ser los conflictos ms frecuentes que el
clibe debe afrontar en las diversas etapas de
su vida? Cmo abordarlos e integrarlos
positivamente desde el amor clibe? Lola
Arrieta, ccv, desde su experiencia de muchos
aos de acompaante vocacional y psicloga,
nos los describe.
34.JOS LUIS PREZ; Amor clibe en
fraternidad misionera.

El clibe est llamado a vivir intensamente su


afectividad. Pero de la misma manera que hay
una afectividad propia de madre y otra de hijo,
una de novio y otra de esposa, etc., as mismo
hay una afectividad propia del clibe. En qu
consiste? Cmo se vive y se desarrolla esta
afectividad de clibe en la vida de comunidad y
en las relaciones mixtas y muy vinculantes de la
misin? Cmo se encarna en la historia
humana la afectividad del clibe? A ello intenta
responder Jos Luis Prez, adsis.

35. JUAN MARI ILARDUIA; Orar en


comunidad.

En este cuaderno, el autor ha recogido y, a


veces, adaptado una serie de textos oracionales
para crear el marco creyente y orante de
nuestros encuentros y celebraciones
comunitarias. Estos textos nos ayudarn a
superar la rutina derivada de repetir siempre las
mismas oraciones y a orar desde las ms
variadas situaciones existenciales.

36. SABINO AYESTARN; La facilitacin de


las reuniones en las comunidades
religiosas.

El autor ofrece los procedimientos necesarios


para que los encuentros comunitarios lleguen a
buen puerto y resulten fecundos. De esa forma
se superan o el autoritarismo del superior o la
confrontacin en la que cada cual trata de
mostrar que es el ms inteligente, el ms
bondadoso o el ms fiel al propio carisma.
37. JOS M RAMBLA; Discernir en
comunidad

Entre otras utopas que han surgido en el


horizonte postconciliar, el discernimiento
comunitario se ha ganado un lugar preferente.
En este nmero se ofrece una iniciacin prctica
al discernimiento comunitario fundada en la
presentacin de su naturaleza y de sus
fundamentos bblicos y teolgicos.

38. JUAN MARI ILARDUIA; Hacia un


proyecto provincial.

Mucho se ha escrito sobre proyectos personales


y comunitarios pero muy poco sobre proyectos
provinciales. Sin embargo estamos abocados a
clarificar el futuro de nuestras provincias sobre
el ejercicio de un discernimiento de la entera
fraternidad provincial. El autor, al tiempo que
ofrece la experiencia vivida en su Provincia,
sugiere un mtodo de trabajo para llevar a cabo
este discernimiento provincial.

39. JULIO LOIS; La experiencia del


resucitado, en los primeros testigos y en
nosotros hoy.

La resurreccin de Jess constituye la


experiencia fundante de toda vocacin
cristiana, sea laico, sacerdote o religioso. No es
tarea fcil dar con una exposicin que rena la
sencillez, la claridad y el rigor teolgico
actualizado que exige este tema central. Julio
Lois ha logrado en este cuaderno aunar estas
virtudes, superando la mera exposicin
ideolgica para alcanzar los niveles
existenciales creyentes que nos ayuden a
comprender y a vivir hoy la Resurreccin de
Jess.

40. AUGUSTO GUERRA; La experiencia del espritu, y signos de


su presencia.
Hacer la experiencia del espritu es Fundamental y fundante par la Vida
Consagrada. La experiencia del Espritu es cosa fina, pero, como
advierte el autor, es mercanca expuesta a muchas burdas imitaciones.
El autor nos invita a descubrir los criterios para discernir entre las
experiencias del Espritu y sus malas imitaciones.
41. XAVIER QUINZ. Signos de Dios
en lo cotidiano

El hombre/mujer moderno tiene


dificultades para encontrarse con Dios
en la vida. Y, sin embargo, Dios no deja
de manifestarse en la urdimbre de lo
cotidiano. Deberamos preguntarnos por
qu razn acertamos a hacer de estas
apariciones verdaderas teofanas de
Dios que nos permitan un encuentro
vivo con l. Evangelizar lo cotidiano, nos
dice X. Quinz, es el mejor camino para
potenciar el encuentro ntimo y personal
con Dios. Cules seran los signos de lo
cotidiano y cmo convertirlos en lugar
de experiencia de Dios, es lo que
propone iluminar este cuaderno.

42. F. JAVIER VITORIA. La experiencia


cristiana de Dios en la experiencia del
mundo

Nuestro hablar de Dios hoy reclama, entre otras


cosas, pasar del lenguaje de la cabeza al
lenguaje del corazn, de la ideologa a la
experiencia. Como dice el autor, el siglo XXI
est reclamando una Iglesia ms diestra en el
oficio de la mistagoga que en el administrar la
Verdad, ms experta en el lenguaje de la
imaginacin religiosa que invita a cruzar
fronteras e ir ms all de los deseos que en el
viejo oficio de resolver problemas morales, ms
ducha en suscitar maestros y maestras
espirituales que en administradores y gestores
del tinglado pastoral.
43. JAVIER GARRIDO. Identidad carismatica
de la vida religiosa

Desde hace aos definir la identidad de la Vida


Religiosa se ha convertido en un tema de
debate nada claro. Los viejos conceptos
utilizados para ello, como estado de perfeccin,
consagracin, radicalismo evanglico, vida en
comunidad, opcin por los pobres, liminalidad,
existencia proftica y otros..., han pasado a ser
patrimonio comn de toda existencia cristiana.
En qu entonces lo especfico de la vida
religiosa? Javier Garrido ofrece una comprensin
original y luminosa, arrancando para ello de una
tesis clara: La identidad del religioso no hay
que buscarla en lo especfico, sino en la comn
experiencia de vivir vocacionalmente la
obediencia al Padre, como Jess. Slo a partir
de esta nueva comprensin cabe entender la
diferencia de la identidad como formas
carismticas de seguimiento.

44. FELICSIMO MARTINEZ. Situacin


actual y desafos de la vida religiosa

Desde hace aos la vida religiosa se afana por


resituar su identidad hoy en crisis. Como en
toda enfermedad, lo primero que se impone es
hacer un buen diagnstico. El autor lleva a cabo
ese diagnstico describiendo las trampas
conscientes e inconscientes en que ha venido
cayendo la Vida Religiosa en los ltimos aos y
que se agudizan con la actual crisis de
reduccin.
Como pistas para recuperar la identidad
subraya aquellos signos irrenunciables que
constituyen el ncleo del ser y del quehacer la
vida consagrada y que pueden iluminar el
camino de la refundacin.
45. CAMILO MACCISE. Un nuevo rostro de
la vida consagrada

Camilo Maccise acaba de cesar como Prepsito


General de los Carmelitas Descalzos y como
vicepresidente de la Unin de los Superiores
Generales en Roma. Su pasado inmediato le
permite tener una visin amplia de la Vida
Consagrada en el momento actual. Preocupado
por el futuro de la VC ha dedicado particular
atencin a la nueva sensibilidad emergente en
las nuevas generaciones de los religiosos
jvenes. Este trabajo recoge las pistas hacia
donde apuntan los jvenes religiosos reunidos
en el 1997 en un Congreso Internacional de
Roma. Estos jvenes nos ponen as no slo en
las pistas del futuro sino de ese presente al que
ellos pertenecen.

41. XAVIER QUINZ. Signos de Dios


en lo cotidiano

El hombre/mujer moderno tiene


dificultades para encontrarse con Dios en
la vida. Y, sin embargo, Dios no deja de
manifestarse en la urdimbre de lo
cotidiano. Deberamos preguntarnos por
qu razn acertamos a hacer de estas
apariciones verdaderas teofanas de
Dios que nos permitan un encuentro vivo
con l. Evangelizar lo cotidiano, nos dice
X. Quinz, es el mejor camino para
potenciar el encuentro ntimo y personal
con Dios. Cules seran los signos de lo
cotidiano y cmo convertirlos en lugar de
experiencia de Dios, es lo que propone
iluminar este cuaderno.
42. F. JAVIER VITORIA. La experiencia
cristiana de Dios en la experiencia del
mundo

Nuestro hablar de Dios hoy reclama, entre otras


cosas, pasar del lenguaje de la cabeza al
lenguaje del corazn, de la ideologa a la
experiencia. Como dice el autor, el siglo XXI
est reclamando una Iglesia ms diestra en el
oficio de la mistagoga que en el administrar la
Verdad, ms experta en el lenguaje de la
imaginacin religiosa que invita a cruzar
fronteras e ir ms all de los deseos que en el
viejo oficio de resolver problemas morales, ms
ducha en suscitar maestros y maestras
espirituales que en administradores y gestores
del tinglado pastoral.

43. JAVIER GARRIDO. Identidad carismatica


de la vida religiosa

Desde hace aos definir la identidad de la Vida


Religiosa se ha convertido en un tema de
debate nada claro. Los viejos conceptos
utilizados para ello, como estado de perfeccin,
consagracin, radicalismo evanglico, vida en
comunidad, opcin por los pobres, liminalidad,
existencia proftica y otros..., han pasado a ser
patrimonio comn de toda existencia cristiana.
En qu entonces lo especfico de la vida
religiosa? Javier Garrido ofrece una comprensin
original y luminosa, arrancando para ello de una
tesis clara: La identidad del religioso no hay
que buscarla en lo especfico, sino en la comn
experiencia de vivir vocacionalmente la
obediencia al Padre, como Jess. Slo a partir
de esta nueva comprensin cabe entender la
diferencia de la identidad como formas
carismticas de seguimiento.
44. FELICSIMO MARTINEZ. Situacin
actual y desafos de la vida religiosa

Desde hace aos la vida religiosa se afana por


resituar su identidad hoy en crisis. Como en
toda enfermedad, lo primero que se impone es
hacer un buen diagnstico. El autor lleva a cabo
ese diagnstico describiendo las trampas
conscientes e inconscientes en que ha venido
cayendo la Vida Religiosa en los ltimos aos y
que se agudizan con la actual crisis de
reduccin.
Como pistas para recuperar la identidad
subraya aquellos signos irrenunciables que
constituyen el ncleo del ser y del quehacer la
vida consagrada y que pueden iluminar el
camino de la refundacin.

45. CAMILO MACCISE. Un nuevo rostro de


la vida consagrada

Camilo Maccise acaba de cesar como Prepsito


General de los Carmelitas Descalzos y como
vicepresidente de la Unin de los Superiores
Generales en Roma. Su pasado inmediato le
permite tener una visin amplia de la Vida
Consagrada en el momento actual. Preocupado
por el futuro de la VC ha dedicado particular
atencin a la nueva sensibilidad emergente en
las nuevas generaciones de los religiosos
jvenes. Este trabajo recoge las pistas hacia
donde apuntan los jvenes religiosos reunidos
en el 1997 en un Congreso Internacional de
Roma. Estos jvenes nos ponen as no slo en
las pistas del futuro sino de ese presente al que
ellos pertenecen.

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FUNCIONES DE LA RELIGIN
(En Carlos Domnguez Morano: "La ambivalencia de la religin".
Rev. Frontera, n 23, julio-septiembre 2002, pp. 11-31)

El concepto de ambivalencia constituye una piedra angular en la interpretacin


psicoanaltica de la religin. El trmino, en efecto, consagrado por Freud en su teora
psicoanaltica (Metapsicologa) a partir de las investigaciones de la neurosis obsesiva, pas
muy pronto a ser una pieza clave en la interpretacin del hecho religioso.

La ambivalencia fue definida en el psicoanlisis como presencia simultnea, en relacin a


personas, objetos o situaciones, de tendencias, actitudes y sentimientos opuestos,
especialmente amor y odio. Esa coexistencia de sentimientos opuestos puede fcilmente
generar un conflicto interno inconsciente que se intenta resolver mediante el recurso a los
mecanismos de defensa. Por lo general, es el odio, la agresividad y violencia quienes
quedan reprimidos o bloqueados en favor del amor. En otras situaciones, sin embargo,
sucede al contrario: el amor juzgado como peligroso, por la razn que sea, es reprimido
para hacer prevalecer el odio, la animadversin o la violencia. El carcter inconsciente de la
arnbivalencia y los conflictos que genera (sobre todo de culpabilidad) es, sin duda, la gran
aportacin psicoanaltica al conocimiento de esta realidad de nuestro mundo afectivo. Tras
Freud este concepto fue ganando relevancia en las teorizaciones psicoanalticas,
particularmente a partir de la obra de Melanie Klein, hacindonos comprender que la
ambivalencia afectiva constituye un elemento esencial en los primeros estadios de la vida
psquica, dependiendo de su modo de resolucin buena parte de la sanidad o patologa
posterior de los sujetos.

Pues bien, esa ambivalencia, descrita como un cruce de odio y de amor y constitutiva del
ser humano desde sus mismos orgenes, es la que Freud encontr tambin como elemento
fundamental para entender los mismos orgenes de la experiencia religiosa. Es la
coexistencia nunca resuelta de odio y amor lo que, en el parecer de Freud, mantiene vivo el
sentimiento religioso. Esa pareja de afectos contrarios es la progenitora de la culpa y esa
culpa es la que la religin intenta apaciguar (intilmente, en el parecer de Freud) con sus
sacrificios, renuncias y reparaciones. El amor ser explcito y predicado; el odio, sin
embargo, se intentar mantener camuflado y canalizado a travs de ritos sacrificiales,
fundamentalismo dogmtico, ascetismo masoquista o autoritarismo sdico. En ocasiones,
sin embargo, ese odio explosionar sin contemplaciones en guerras de religin, en hogueras
y ejecuciones o en fanatismo destructor.

De este modo, tenemos que la ambivalencia (al margen de la crtica que se pueda y se debe
hacer de la interpretacin freudiana de la religin) parece situarse tanto en los orgenes
mismos de la experiencia psquica de fe como tambin en sus resultados y en sus
derivaciones para la vida de los individuos y los grupos humanos. Si el amor y el odio, los
sentimientos opuestos, el s y el no, estn implicados en las primeras motivaciones
psquicas de la experiencia religiosa; tambin, la confesin de esa fe la veremos fcilmente
unida a la blasfemia, la creencia a la duda, el amor a la intolerancia, la misericordia a la
hoguera, la cruz a la espada, la media luna a la bomba, la felicidad del mstico al
sufrimiento del asceta, la potenciacin y expansin personal a la mutilacin y
empequeecimiento de las personas y las colectividades.

As, pues, el amor y el odio, las pulsiones de vida y de muerte que configuran la vida
afectiva de los seres humanos desde sus mismos orgenes se encuentran tambin, y de un
modo muy fundamental, en el ncleo de la experiencia religiosa. De la manera cmo se
articulen en su corazn, depender que las derivaciones de la religin comporten un signo u
otro. Pero ah estn siempre esos afectos de doble signo. Y conviene no olvidarlo. Ni
negarlo tampoco mediante mecanismos de defensa encubridores que nos hagan vivir la
ilusin de la religin como un "puro" amor y sana intencionalidad, alejada, por tanto, de
todo sentimiento "negativo", de hostilidad o animadversin.

Del modo, pues, en el que esta ambivalencia quede resuelta, depender el modo en el que el
hecho religioso contribuya al desarrollo y potenciacin de las personas y los grupos o, por
contrario, a su bloqueo, mutilacin o, incluso, destructividad de los mismos. No olvidemos,
por lo dems, que por la fuerza de sus motivaciones psquicas, como por el carcter total y
absoluto de sus pretensiones, la religin constituye un potencial de primer grado en la vida
de los individuos y de las colectividades. Para su bien o para su mal.

El poder psquico de la religin

Las representaciones religiosas, en tanto que "objetos internos", poseen un valor psquico
de primera magnitud. De ah que puedan despertar afectos, emociones y sentimientos tan
intensos y comportamientos tan radicalizados. Todo depender del "material psquico"
(esencialmente ese amor y odio al que antes nos referamos) con los que esas
representaciones psquicas se han ido configurando en los individuos y en los pueblos.
Nada, quizs, despierta tanto amor y tanto odio con-io la religin. Amor y odio en su
mismo corazn y amor y odio tambin en las emociones que ella misma despierta.

Esta radicalidad que posee la formacin cultural religiosa se comprende tanto ms cuanto
ms en profundidad se analizan los factores que intervienen en su constitucin y desarrollo.
Las ciencias humanas y, particularmente, la psicologa profunda ha desvelado los procesos
primitivos y arcaicos que siempre juegan un papel en la configuracin de las
representaciones de lo sagrado. Esas representaciones, en efecto, se constituyen al hilo de
los procesos fundamentales que intervienen en la constitucin del ser humano en cuanto tal
y se enrazan, adems, en las estructuras efectivas ms primarias y profundas del mismo.
En estadios posteriores, jugarn tambin un papel importante los procesos cognitivos y las
elaboraciones racionales. Su estructura de fondo, sin embargo, permanecer vinculada por
siempre, de un modo u otro, a los estratos emocionales y efectivos ms primitivos del ser
humano. En ello radica la fuerza y el potencial que el hecho religioso desempe siempre
en la vida de los individuos y de los pueblos.
A este respecto, no deja de ser significativo que el optimismo expresado por Freud en su
obra El porvenir de una ilusin, en la que auguraba un casi inmediato final de la religin
que, finalmente, sera desbancada por la razn cientfico-tcnica (el dios Logos), sera
rectificado por l mismo pocos aos despus confesando que la religin gozara todava de
muy larga vida, dado el enorme poder con que contaba en ese nivel de la afectividad ms
honda y primitiva. Poco podran contra ella los avances de la ciencia y de la razn.

El psicoanlisis posterior, liberado en buena parte de los prejuicios anti-religiosos de Freud,


nos fue desvelando de qu manera, en efecto, las representaciones religiosas nacen en el ser
humano cosidas a los primeros objetos de amor y de odio en cuya interrelacin se configura
lo ms importante de la personalidad. Posteriormente podrn reelaborarse esas
representaciones en un nivel cognitivo. Podrn incluso ser negadas en posiciones de
agnosticismo o de atesmo. Permanecern siempre, sin embargo, en los estratos efectivos
ms hondos, movilizando y determinando las posiciones que se adopten frente al hecho
religioso. No son nunca ajenas a estos "objetos intemos" las posiciones que se adoptan a
favor o en contra de la religin.

El ser humano, siendo el animal que, biolgicamente, nace en un estado de mayor


inmadurez, necesita de la tutela parental durante un largo perodo para poder sobrevivir.
Ese mismo grado de inmadurez biolgica, por otra parte, se convierte en la gran
oportunidad para que el entorno socio-cultural se incorpore hasta lo ms hondo de su
estructura personal en una difcil diferenciacin de lo heredado y lo recibido desde su
entorno particular. Se podra decir, en este sentido, que nuestro "terminado" ltimo es bio-
cultural. La relacin primera con la madre y, muy pronto, con la pareja parental van a jugar
de un modo fundamental en la estructuracin de la propia dinmica personal y van a servir
de soporte bsico para la configuracin de las representaciones religiosas del futuro.

Mucho antes, en efecto, de que se pueda apreciar cualquier tipo de comportamiento


religioso, esas primeras relaciones parentales servirn de base para que, cuando la palabra
de la "catequesis" llegue (cualquiera que ella sea), encuentren un terreno en el que pueda
germinar. La diversa "cualidad" de esa tierra primera y el tipo de mensaje que la catequesis
aporte se convertirn, en su particular interaccin, en los factores decisivos de la futura
religiosidad y de su eventual potencia para el desarrollo y plenitud del sujeto o para su
bloqueo, mutilacin o destructividad.

DE LA CONFIANZA BSICA

AL DELIRIO PSICTICO

La confianza
El cuidado y el amor parental constituyen un factor imprescindible para el logro de una
suficiente integracin personal. Sin ellos, el ser humano no puede sobrevivir ni psiquica ni
fsicamente siquiera, como tantos estudios revelan. Tan importante como el pecho o el
bibern es la caricia, la palabra, el arrullo y la contencin. Sin ellos, no sera posible
disponer de una confianza bsica en uno mismo y en la vida que se habr de enfrentar.
Pero, al mismo tiempo, esa confianza bsica en s mismo, en la vida y en los otros, se alza
tambin como un presupuesto fundamental para la fe religiosa. Es la tierra frtil donde la
catequesis puede sembrar con fruto su palabra.

Quien no pudo, en efecto, experimentar esa confianza bsica, sostenido en unos brazos
maternos, no podr nunca fiarse de los otros y, por tanto, tampoco de ese otro psquico, que
es Dios para nosotros. Efectivamente, tal como Dostoievski afirmara, quien no tiene suelo
bajo sus pies, tampoco tiene Dios. Quin podra experimentar, por ejemplo, un
sentimiento profundo de proteccin, confianza y consuelo en Dios cuando cante el Seor es
mi auxilio, mifuerza y salvacin. si, previamente, no tuvo la experiencia de auxilio, fuerza y
salvacin en las primeras relaciones parentales que le constituyeron como persona?

Pero la experiencia religiosa, a su vez, sustentada en estas primeras experiencias vitales,


permite a su vez afianzar de modo estable, elaborado y adulto la confianza en la existencia,
en su sentido ltimo, en la bondad de lo creado y en la posibilidad abierta que encontramos
en los dems; una conviccin de que, pase lo que pase, el balance final de la vida personal y
colectiva ser siempre positivo. La experiencia de fe se convierte as en una fuente
permanente de confianza, de apertura y aceptacin del otro, de disposicin amorosa y
acogida de la diferencia, de actitud de comprensin y perdn, de esfuerzo por crear lazos de
unin, de tarea reconciliadora y pacificadora en los inevitables conflictos.

Pero todo ello tan slo es posible cuando las representaciones sagradas se han ido
elaborando, madurando y dinamizando a partir de las pulsiones de vida, en una
supeditacin (no represin) de las hostiles. Francisco de Ass, por ejemplo, vendra a
representar una ilustracin paradigmtica del sujeto dinamizado por un tipo de
representacin de Dios como amor, fuente de amor y generadora, por tanto, de una
disposicin amorosa frente a toda la realidad. Hay un dinamismo unitivo, pacificador,
acogedor frente a todos y frente a todo. Es una representacin de Dios que queda
esencialmente vinculada con las experiencias amorosas primeras, maduradas, sin embargo,
convenientemente para evitar sus tentaciones regresivas e infantilizantes.

De estas experiencias primeras, convenientemente maduradas, deriva esa vertiente esencial


de la experiencia de fe que es la experiencia mstica. Ella pone de manifiesto,
paradigmticamente, la confianza y plenitud que la experiencia religiosa puede aportar al
ser humano. La vertiente mstica de la experiencia religiosa testimonia que vivimos en una
realidad que nos excede y nos recuerda que vivimos envueltos en la densidad del misterio.
Un misterio, no obstante, de amor, que no genera inquietud, sino paz y confianza. Pero
misterio que nos hace humildes en la renuncia a nuestros sentimientos de omnipotencia y a
su permanente pretensin de dominar y controlar el ser y su ltimo sentido, mediante el
conocimiento lgico, tcnico o cientfico. Nos habla del Otro, del radicalmente Otro, pero
de un Otro que se manifiesta amorosamente y que, como amor perfecto, arroja de s todo
temor (1 Jn 4, 18).
El Dios de la autntica experiencia religiosa cristiana no es, por otra parte, el Dios que se
muestra celoso y rival de lo humano. Ni es el Dios enemigo del juego y de la fiesta que,
segn Juan de la Cruz, el Espritu Santo hace en el alma". Es un Dios, por tanto, que
infunde felicidad y plenitud y que, por ello mismo, desencadena en el sujeto un deseo de
bien y contento para todos los que le rodean. En el interior del sujeto, su imagen est
elaborada desde las pulsiones de vida, es un "objeto bueno", amoroso, fuente, por tanto, de
gratitud y no de envidia, resentimiento o rencor.

El amor, sin embargo, es una realidad ambigua como pocas. Y pocos trminos tan
equvocos como el de amor. En su nombre se cometieron atropellos de todo tipo. Tambin
en nombre del amor cristiano. Porque el amor puede ser iluso, posesivo, infantilizante,
dominador. Es importante, pues, discernir el tipo de vnculo amoroso que circula por los
campos de la religin. Porque tambin en ellos puede anidar, camuflado, el germen de la
violencia y la destruccin.

La ilusin, la quimera y el delirio

En ms de un momento, en efecto, hemos hablado de la confianza bsica


"convenientemente madurada". Porque, en efecto, esas mismas experiencias primeras, a
falta de una ulterior maduracin, pueden convertirse en una trampa mortal para la vida de
fe. Las representaciones sagradas pueden venir, entonces, a cumplir una funcin regresiva,
de resistencia y defensa frente a una realidad que muestra su faz limitadora, frustrante,
conflictiva, generadora en tantas ocasiones de angustia y malestar. La religin entonces se
convierte en un esquema defensivo poderossimo frente a esa realidad en la que nos vemos
abocados a desarrollar nuestra existencia y en la que nuestra fe debe madurar. Las
representaciones religiosas cumplen entonces la funcin negativa de defender del conflicto
y la angustia que conlleva necesariamente abrirse a la realidad limitadora, contingente,
frustrante en la que vivimos. Si el ser humano es -tal como Zaborro lo defini- un "animal
de realidades", abocado a entrar en una relacin dialctica con el mundo, tambin es verdad
que ese "animal de realidades" enferma frecuentemente de "ilusiones", de falsificaciones
muy interesadas en su interpretacin de la realidad. Ninguna formacin cultural como la
religiosa puede desempear un papel tan importante en este sentido.

Todo es posible desde la fe religiosa. Incluso la fabulacin de un "mundo al revs", donde


toda dificultad, frustracin, lmite y conflicto de la existencia es "ilusionado" conforme a
unas creencias "mgicas" que salvaguardan y "salvan" de la dureza del vivir. El sujeto
religioso puede llegar as a vivir en un mundo que no es ste. Un mundo construido a la
medida de sus deseos que, en ocasiones, no estara excesivamente alejado de un autntico
delirio.

Toda la problemtica denunciada por Freud en El porvenir de una ilusin cobrara aqu su
validez, por ms que muchas tesis defendidas en esa polmica obra sean cuestionables
desde tantos puntos de vista. Lo ilusorio, sin embargo, sigue siendo un hecho, del cual la
religin frecuentemente encuentra seria dificultad para desprenderse. Ilusiones de
"proteccin mgica" frente a la realidad amenazante, tantas veces presente en las plegarias
de peticin", en los rituales religiosos oficiales o populares, en las prcticas impregnadas de
supersticin, que tantas veces impregnan la actividad del sujeto religioso. En definitiva, la
fe religiosa se presta como ninguna otra dimensin cultural a ser utilizada como un escudo
proyector frente a la ansiedad y la angustia que nos supone estar abiertos a una realidad
contingente y que, esencialmente, escapa a nuestro manejo y control.

Ilusin tambin la de contar con unos esquemas interpretativos sobre la realidad que
protegen de la herida narcisista que nos supone siempre el "no saber", la ignorancia
permanente sobre tantos asuntos que nos conciernen de modo tan directo, sobre los que la
ciencia trabaja tan concienzuda y pacientemente y sobre los cuales el sujeto religioso
pretende tener el saber y la comprensin acabada: cules pudieron ser los orgenes del
mundo, las causas del mal y del sufrimiento de los inocentes, el sentido o el absurdo de la
creacin, de la direccin o el azar que la puedan presidir, y de un modo muy fundamental,
sobre la existencia o no de un ms all tras la muerte.

Este tema ltimo, constituye, sin duda, un captulo central en las funciones que la religin
desempea en la vida de los seres humanos y que, dependiendo de la configuracin
madurativa o regresiva que posea la experiencia religiosa, podr tener una significacin
muy diversa. Creer no es saber. La creencia, por ms que se instale originando una
conviccin y seguridad personal bsica, se sabe a s misma no confirmada y, por tanto,
siempre es consciente del factor subjetivo que la sustenta. Yo puedo afirmar que "creo" en
la vida eterna, pero nunca me ser lcito confesar que "s" de la existencia de la vida eterna.
Creo adems -como tan bien formulara Pedro Latn Entalego- en "la resurreccin de los
muertos" y no tanto en la "inmortalidad del alma". Nueva vida, por tanto, la que la fe
confiesa, que no niega la terrible herida narcisista que al ser humano le supone morir. Pero
la experiencia religiosa muchas veces se desliza desde la esperanza que brota de la fe (una
esperanza que es lcida y valiente para enfrentar y encajar las limitaciones de la existencia),
a la ilusin que brota del deseo que no ha madurado. Desde esa posicin ilusoria, cualquier
tipo de realidad que frustre o angustie -la muerte ms que ninguna-, queda envuelta en un
velo espeso que la defiende de la herida que se infringe a los sentimientos infantiles de
omnipotencia.

Desde la confianza bsica que proporciona una apertura esperanzada a la vida, la


experiencia religiosa puede tambin nutrir, y ms que ninguna otra formacin cultural, la
quimera y el delirio (no es casualidad que la mayor parte de los delirios psicticos tomen
contenidos de carcter religioso). De algn modo, todo es posible en el mbito de la
religin, donde, por esencia, nos abrimos a un mundo en el que ya no juegan las
coordenadas habituales de nuestra realidad material.

Frente al mstico que, sin defenderse de la realidad personal e histrica en la que vive,
manifiesta la apertura gozosa a la realidad de Dios Padre-Madre, encontramos siempre,
ayer y hoy, al iluminado. Al que pretende ser depositario de una luz sobrenatural que le
ahorra enfrentar la dimensin dura y conflictiva de la existencia, al que con una especie de
"hilo directo" cree conocer de modo inmediato el deseo y la voluntad de Dios sobre su vida
y sobre su entorno. Todo ello, adems, sin duda ni vacilacin. Ni tampoco sin la escasas y
el duro trabajo de discernimiento personal que marca siempre la experiencia de los
autnticos msticos.

La experiencia religiosa, pues, en su ambigedad y ambivalencia, puede convertirse en la


fuente de la confianza bsica en el vivir. Confianza que se expande en una buena mirada
frente a toda la realidad, una realidad lcidamente percibida en su inherente dificultad y
conflictividad, y amada, sin embargo, porque se tiene la experiencia de estar enraizado en
una paternidad amorosa que la sustenta y acompaa. Pero la experiencia religiosa tambin
puede venir a ser una pura quimera que defiende de una realidad temida y que, de ese
modo, muestra no ser sino una regresin infantilizaste y peligrosa.

Desde otra vertiente, a la que ahora vendremos, la experiencia religiosa puede mostrarse
como un potencial positivo para la construccin de un mundo mejor y puede tambin venir
a dar pie a una experiencia peligrosa que desencadena la destruccin del propio ser o de los
que le rodean.

DEL PROYECTO PROFTICO

AL FANATISMO DESTRUCTOR

Proyecto utpico

La experiencia religiosa, segn venimos viendo, se articula con los momentos


fundamentales de la constitucin del sujeto. En esos procesos constitutivos la tutela, el
cuidado y el amor parental son la base para la integracin primera de la persona y para la
adquisicin de la confianza bsica en s mismo, en la vida y en los dems. Pero una vez
conquistada esa integracin y confianza, el sujeto ha de iniciar un proceso ininterrumpido
de apertura a la realidad exterior, en todas sus dimensiones: fsica, material, social, cultural
e histrica. Somos "seres separados" necesitados de asumir la distancia que nos constituye
desde el da mismo de nuestro nacimiento, con el corte del cordn umbilical. Toda una serie
de largos y complejos procesos psquicos tendrn que entrar en juego para que, finalmente,
podamos asumir esa separacin constitutiva y, con ella, adquirir una autonoma y una
proyeccin hacia el mundo que nos hace seres humanos.

En el transcurso del desarrollo se tendr que ir enfrentando una serie de separaciones (del
seno materno, de su pecho, del apego fisionar primitivo ... ) y se tendr que ir asumiendo
una serie de realidades nuevas que, efectivamente, nos haga, siguiendo los trminos de
Zaborro, "animal de realidades". Animal enfrentado a una serie de limitaciones respecto a
las necesidades instintuales ms primitivas, como condicin de posibilidad para acceder al
mundo del lenguaje y del smbolo, de la sociedad y de la cultura. Habr que asumir normas
y modos de comportamientos, desde las primeras normas higinicas que nos convierten en
"animales limpios", hasta unos modos particulares, socio-culturales, de satisfacer
necesidades y deseos. Todo un mundo de prescripciones, ideales, proyectos, leyes y
normativas irn siendo incorporados a lo ms ntimo del propio yo, en una progresiva
apertura e insercin en el grupo humano, en sucesivos ritos de iniciacin y en complejos
mecanismos de identificacin y contra-identificacin con los modelos del entorno.

La experiencia religiosa no ser ajena a estos procesos de insercin en los registros del
lenguaje y del smbolo. Si la vivencia mstica, enraizada en la confianza bsica, constituye
un componente ineludible de la experiencia religiosa; el ideal tico, la moral, el
compromiso histrico, vendrn, por su parte, a constituir la otra gran vertiente de toda
experiencia de fe.

Toda representacin de Dios se elabora acogiendo no slo elementos provenientes de las


primeras relaciones amorosas con lo materno, en tanto proteccin, cuidado, cercana, etc.,
sino tambin y de un modo fundamental, configurndose a partir de elementos simblicos
paternos, en tanto ley, modelo, ideal y promesa. Toda experiencia religiosa articula, de un
modo u otro segn las diversas formaciones culturales y las diferentes insistencias
espirituales, el deseo de unin con Dios con la exigencia tica. Amor y proyecto, mstica y
profeca, comunin y exigencia moral.

El santo, el profeta, el sacerdote, el reformador, el maestro son figuras de la fenomenologa


religiosa que guardan una ntima conexin con esos procesos primeros de apertura a la
cultura, a la sociedad y a la historia en la incorporacin de normas, prescripciones y
modelos. Pero tambin el fantico, el falso profeta, el fundamentalista, el cruzado, el
inquisidor y el colonizador religioso estn vinculados tambin a esas articulaciones con la
ley y el ideal tico que siempre forma parte esencial de la religin.

De modo particularmente representativo, el profeta es el portavoz de un mensaje divino que


se hace necesario transmitir mediante una accin transformadora y salvfica. Lo decisivo en
este tipo de relacin no es, por tanto, que Dios se comunica hacindose sentir, como en la
experiencia mstica, sino que Dios habla para que se hable. Y si en la experiencia y la
identidad del mstico no es difcil rastrear los componentes de las primeras relaciones
materno-filiales, tampoco lo es en la experiencia e identidad proftica rastrear los
componentes de las relaciones paterno-filiales. Explcitamente Dios aparece en el discurso
de los profetas como imagen y figura del esposo y del padre. Esposo del pueblo que hay
que reconducir y padre tambin de ese mismo pueblo y del profeta que habla en su nombre.

El espacio simblico de la identidad proftica no ser, por tanto, el del espacio ntimo y
recogido de la celda, como en el caso de la experiencia mstica. No es un espacio
impregnado de resonancias materno-filiales. Su espacio paradigmtico ser el de la plaza:
es decir, all donde transcurre la vida social, en ese entramado de relaciones interpersonales
tejido por la vida poltica, econmica y cultural. Es el espacio de la historia y de su devenir
donde la palabra paterna de Dios le encamina y le misiona. Como atinadamente lo expres
el fenomenlogo G. Van der Leeuw, la madre crea la vida, el padre la historia.
Pero de la misma manera que las experiencias primeras de cuidado, amor y proteccin van
a influir de modo decisivo en las futuras vivencias de Dios y en su carcter ms sano o
perturbador, tambin los modos en los que se lleve a cabo esa integracin de las
dimensiones ticas e ideales, van a determinar el carcter salutfero o destructor que la
experiencia religiosa llegue a tener en el futuro. Si frente al mstico encontramos al
iluminado, frente al profeta encontramos al fantico y al fariseo. La experiencia religiosa
vuelve, entonces, a recobrar los tintes ms sombros y perturbadores.

Violencia y autodestruccin

No es momento de entrar aqu en las motivaciones psquicas profundas que alimentan estos
dos tipos de patologas religiosas". Lo que interesa resaltar aqu es que en ambas, a pesar de
sus diferencias, encontramos un denominador comn: la incorporacin del ideal y la ley
que necesariamente han de articular la experiencia de fe, se ha llevado a cabo de un modo
pervertido y destructor.

En el fanatismo, la carencia de una suficiente integracin interna conduce a una


absolutizacin de la propia creencia. Es la nica forma de garantizar una seguridad de la
que carece. Los elementos paternos de la ley, la exigencia, el ideal son acogidos, entonces,
como un fetiche con el que se pretende adquirir la consistencia interna de la que se carece.

La patologa fantica cabe en estructuraciones cognitivas diferentes. Por ello este tipo de
personalidad puede manifestarse tanto en planteamientos religiosos conservadores como
progresistas. El denominador comn ser siempre el mismo: esa urgencia en ser reconocido
como portador de una palabra absoluta, de certeza incuestionable, de admiracin obligada y
la paralela indicacin del mal, siempre situado fuera, ya sea en el hereje o en la institucin,
en el ateo o en el "sistema", en el rebelde o en la autoridad. La actitud sectarista y
mesinica presidir siempre su relacin con los otros.

Desde esta situacin psicodinmica de base, en la que los elementos paranoides se dejan
ver con claridad, todas las estructuras mentales y efectivas experimentan una urgencia de
integracin que poseer necesariamente un carcter compulsivo y, en menor o mayor grado,
violento. La alteridad, la diferencia es vivenciada como un peligro que hay que eliminar.
Haciendo bandera de su idea, camuflada de creencia y dogma, se ve obligado a imponerla
violentamente o a destruir, incluso mediante la muerte, a quien se resista a asumirla como
propia. Dios queda reducido a ser un aliado y soporte para la propia identidad amenazada.
Como acertadamente se ha expresado: elfantico devora a la divinidad.

Evidentemente, los niveles que van desde el integrismo al fundamentalismo y al fanatismo


pueden ser muy diversos. Existe toda una graduacin con variaciones de importancia.
Todas ellas, sin embargo, poseeran un denominador comn: el de una patologa de las
funciones cognitivas que, en religin, puede encontrar un soporte y alimento nada
desdeable. Porque, como afirm K. Capel, cuanto ms grande es la cosa en la que se cree,
ms se encarniza uno en despreciar a los que no creen en ella.

No deberamos olvidar hechos tan significativos como el que sean las personas religiosas
las que suelen alimentar en su interior ms prejuicios frente a las minoras de raza, pueblo o
ideologa; mostrando as una dificultad, que parece especfica, para asumir la alteridad y la
diferencia. El resurgimiento actual de actitudes fundamentalistas y, a veces, dramticamente
fanticas, en el seno de las grandes religiones de Occidente, catolicismo incluido, debera
situarnos en una posicin de alerta sobre estos riesgos que la experiencia religiosa parece
generar con tanta facilidad y que la ha situado histricamente entre los agentes de violencia
ms virulentos que ha conocido la humanidad. Hemos podido constatarlo una vez ms en la
reciente violencia desencadenada a partir del 11 de septiembre, con sus explicitaciones
religiosas por parte del fanatismo islmico y con las no menos evidentes por parte de
Estados Unidos en su "cruzada de justicia infinita" contra el "eje del mal", identificado, por
lo dems, con cualquier tipo de disidencia respecto a sus intereses y planes estratgicos.

Esa violencia que tantas veces se desata en las formaciones religiosas guarda tambin una
curiosa relacin con sus aspiraciones de "amor". La ilusin amorosa que la religin
propulsa deriva fcilmente, en muchas ocasiones, en un deslizamiento de agresividad hacia
los que no forman parte del propio colectivo. Para asegurarse de que en su propio seno tan
slo se van a expresar los lazos amorosos, los conflictos, frustraciones y agresividades son
desplazados y proyectados al exterior. As, el grupo evita la amenaza de su propia
disolucin, propulsada por los inevitables conflictos y agresividades que nacen en su seno.
Toda religin -afirmaba Freud-, es una religin de amor para sus fieles y, en cambio, cruel
e intolerante para aquellos que no la reconocen. Son muchos hombres y mujeres en
nuestros das los que temen a la religin en razn del potencial de intolerancia,
intransigencia y violencia que ella puede llegar a desencadenar.

La violencia y destructividad que la experiencia religiosa puede poner en marcha no se


canaliza exclusivamente contra unos enemigos o amenazas externas. Tambin el propio
sujeto religioso puede ser objeto de ella en unas dinmicas de signo claramente
autodestructivo. Todos conocemos casos en los que la experiencia religiosa, en efecto, se ha
aliado con los componentes menos sanos de la personalidad para emprender una mutilacin
de la vida personal y, en algunos casos, de los grupos tambin. Los suicidios colectivos que
en pocas recientes han tenido lugar, expresan de modo escandaloso y paradigmtico a la
vez, esa dinmica de autodestruccin que puede anidar en el corazn de la religin.

Dios puede ser entrevisto y vivenciado como un absoluto que impide vivir. Confesarle
parece llevar de inmediato la obligacin de anularse a s mismo. Es identificado con una
Ley absoluta que, como si fuese un rival, prohibe cualquier modo de satisfaccin,
autoafirmacin y motivo de felicidad. El psicoanlisis reconoce en ello la dinmica infantil
edpica del Padre Imaginario: aqul que detenta el poder. el placer y la libertad absoluta.

En el corazn de este dinamismo de fe se esconde una profunda ambivalencia afectiva


frente a Dios. Unas corrientes ocultas de hostilidad han de ser celosamente reprimidas.
Pero, no por ello, dejan de mantener su vigencia y de generar unos sentimientos de culpa,
generalmente tambin inconscientes, que han de ser aliviados mediante los rituales y los
sacrificios. Toda una dinmica de negacin de s mismo, de exaltacin y sacralizacin del
sufrimiento, de negacin del goce (particularmente sexual) se va imponiendo, generando
una vivencia religiosa en creciente armona con lo obsesivo y en una permanente actitud de
autocontrol y negacin de s.

La norma, la ley, los valores dejan de cumplir una funcin mediadora en el desarrollo
personal y de fe para convertirse en unos absolutos idolatrizados que aprisionan y que
guardan la funcin inconsciente de mantener el sometimiento y la negacin de s. El
leguleyo, el fariseo (en trminos clnicos, el obsesivo), tampoco puede prescindir de una
mayor o menos absolutizacin de la institucin religiosa. Ella es una garanta mgica que
asegura su propia dinmica de ambivalencia y un espacio donde permanece en el intento de
resolver la conflictividad que experimenta en tomo a la autoridad y el poder.

Los rituales, por su parte, cobran un relieve que, en algunos casos, llega a la exacerbacin
que caracteriza a los ceremoniales del neurtico obsesivo. Esa loca idolatra -como tan
bellamente lo expres Shakespeare- de dar al culto ms grandeza que al Dios. Rituales los
de los sacrificadores en los que se deja ver tanto la aspiracin omnipotente del pensamiento
mgico, como la dinmica autodestructiva que se reanima desde los sentimientos
inconscientes de culpabilidad. Parece que este tipo de religiosidad, con independencia de
las diversas confesiones en las que se pueda vehicular, contar siempre con adeptos sin
nmero: cuenta con un importante dinamismo en el desarrollo psquico del sujeto. El precio
es el de una mutilacin esencial de lo humano en el bloqueo del crecimiento y desarrollo
personal.

CONCLUSIN

Parece evidente que la creencia y la vivencia religiosa puede constituirse en un factor de


equilibrio, centramiento y maduracin personal; puede venir a ofrecer un horizonte de
plenitud y desarrollo de las capacidades del sujeto; puede, en determinados casos tambin,
curar heridas y generar una saludable compensacin que sanee conflictos previos. Pero
puede tambin aliarse con las fuerzas ms destructivas de la persona, potenciar
desequilibrios existentes, acabar derrumbando posiciones mnimamente estables, bloquear
procesos de crecimiento y, en definitiva, convertirse en un factor patgeno en el conjunto
de la personalidad.

Desde la vertiente afectiva, puede ofrecer una confianza bsica en la existencia y una fuente
de satisfaccin y gozo de las que el mstico nos da cuenta de modo ejemplar. Puede
tambin, sin embargo, ofrecerse para regresar a posiciones infantiles, en bsqueda de unas
satisfacciones maternas imaginarias que la sana adaptacin a la realidad impediran. Las
espiritualidades de tipo iluministas, de ayer y de hoy, parecen dar prueba de ello.
Desde la vertiente cognitiva la religin puede ofrecer unos marcos de referencias que
organicen el sentido y la orientacin de la propia vida. La teologa ms crtica testimonia
esta saludable funcin. Puede tambin, sin embargo, hacer de la idea, de la creencia y del
dogma un modo de parapetarse frente la complejidad de lo real y, en casos extremos, hacer
de ese dogma un fetiche de seguridad peligroso para el propio sujeto y para los otros.
Fundamentalistas y fanticos manifiestan ese lado oscuro de lo que la religin puede hacer
de la idea.

Desde la vertiente tica, por ltimo, puede ofrecer un fundamento valioso para el
enraizamiento de actitudes y valores morales, pero puede tambin originar una falta de
autonoma personal y un sometimiento infantil a una ley idolatrizada desde motivaciones
muy regresivas. El profeta, por una parte, y el neurtico obsesivo, por otra, estaran
ilustrando una cara y otra en esas ambiguas relaciones de la religin con la moral.

Desde la perspectiva psicolgica habra que concluir que, probablemente, ninguna otra
dimensin cultural posea tal poder en la estructuracin, desarrollo y potenciacin de la
propia identidad y que ninguna otra tampoco haya mostrado, tan fehacientemente, su poder
aniquilador y destructivo para esa misma identidad personal o colectiva. Ni siquiera los que
en el campo de la psicologa de la religin se presentaron como valedores principales de los
beneficios psquicos y humanos de la experiencia religiosa (como fueron, citando tan slo a
los ms significativos, W. James, W. G. Allport, O. Pfister o C. G. Jung) pudieron obviar las
vertientes peligrosas que en esa misma experiencia se pueden presentar. Por el otro lado, los
que se situaron ms crticos y hostiles frente al hecho religioso (paradigmticamente
representados por S. Freud) tampoco pudieron negar la hondura que posee la experiencia de
fe y los indudables beneficios que la religin aport al desarrollo de los individuos y de las
culturas.

La religin, pues, est ah para lo mejor y para lo peor. La historia de los pueblos y las vidas
de los individuos lo verifican de un modo elocuente para cualquier observador
mnimamente dispuesto a reconocer los hechos. El psiclogo, el socilogo y el antroplogo,
desde sus perspectivas particulares, tambin pueden, si consiguen liberarse de fciles
prejuicios en un sentido u otro, confirmar esta ambigedad esencial e inherente de la
vivencia religiosa. Por su parte, el telogo, el catequista, el pastor, desde su legitima
intencionalidad comn, tendran que ser igualmente conscientes de la ambigedad que
comporta este tipo de experiencia y de la ambivalencia de los afectos que la componen y,
en la fidelidad al mensaje que recibieron, propulsar una representacin de Dios, la que nos
vino por Jess de Nazaret, que es la del Padre bueno, misterio amoroso, que infunde una
confianza bsica en uno mismo, en la vida y en los otros y que, desde ah, nos llama a
participar con El en la construccin, lcida y valiente, de un proyecto histrico que
denominamos Reino de Dios.

Experiencia mstica y Psicoanlisis


salterrae

SALTERRAE 1999
Las sorprendentes y chocantes analogas existentes entre lo que
los grandes msticos cristianos describieron de sus vivencias y lo
que los psicopatlogos encontraron como sntomas de graves
afecciones psicticas o neurticas invitaron una y otra vez a
reducir la experiencia de los primeros a manifestaciones ms o
menos enfermizas de diverso carcter y consideracin. Se trata,
pues, de revisar desde la ptica psicoanaltica la significacin de
tales tipos de experiencias, evitando tanto la tentacin
reductiva, predominante durante largo tiempo, como la de
carcter ms defensivo, que no quisiera ver en ellas sino la
manifestacin de una accin sobrenatural, ajena a la historia y
la psicodinmica particular del sujeto que las tiene.

Experiencia mstica y Psicoanlisis

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