La Noche de Los Dones
La Noche de Los Dones
La Noche de Los Dones
Venan a maln. Se golpeaban la boca con la mano y daban alaridos. En Santa Irene haba unas
armas largas, que no sirvieron ms que para aturdir y para que juntaran ms rabia.
Hablaba la Cautiva como quien dice una oracin, de memoria, pero yo o en la calle los indios
del desierto y los gritos. Un empelln y estaban en la sala y fue como si entraran a caballo, en
las piezas de un sueo. Eran orilleros borrachos. Ahora, en la memoria, los veo muy altos. El que
vena en punta le asest un codazo a Rufino, que estaba cerca de la puerta. ste se demud y se
hizo a un lado. La seora, que no se haba movido de su lugar, se levant y nos dijo:
Es Juan Moreira.
Pasado el tiempo, ya no s si me acuerdo del hombre de esa noche o del que vera tantas veces
despus en el picadero. Pienso en la melena y en la barba negra de Podest, pero tambin en
una cara rubiona, picada de viruela. El cuzquito sali corriendo a hacerle fiestas. De un
talerazo, Moreira lo dej tendido en el suelo. Cay de lomo y se muri moviendo las patas. Aqu
empieza de veras la historia.
Gan sin ruido una de las puertas, que daba a un pasillo angosto y a una escalera. Arriba, me
escond en una pieza oscura. Fuera de la cama, que era muy baja, no s qu muebles habra
ah. Yo estaba temblando. Abajo no cejaban los gritos y algo de vidrio se rompi. O unos pasos
de mujer que suban y vi una momentnea hendija de luz. Despus la voz de la Cautiva me
llam como en un susurro.
Yo estoy aqu para servir, pero a gente de paz. Acercate que no te voy a hacer ningn mal.
Ya se haba quitado el batn. Me tend a su lado y le busqu la cara con las manos. No s
cunto tiempo pas. No hubo una palabra ni un beso. Le deshice la trenza y jugu con el pelo,
que era muy lacio, y despus con ella. No volveramos a vernos y no supe nunca su nombre.
Un balazo nos aturdi. La Cautiva me dijo:
Pods salir por la otra escalera.
As lo hice y me encontr en la calle de tierra. La noche era de luna. Un sargento de polica,
con rifle y bayoneta calada, estaba vigilando la tapia. Se ri y me dijo:
A lo que veo, sos de los que madrugan temprano.
Algo deb de contestar, pero no me hizo caso. Por la tapia un hombre se descolgaba. De un
brinco, el sargento le clav el acero en la carne. El hombre se fue al suelo, donde qued