Este documento analiza la figura histórica y mítica de Bernabé Somoza, un líder revolucionario nicaragüense del siglo XIX. Describe cómo el bandido "Siete Pañuelos" se convirtió en un símbolo mítico que se asoció erróneamente con Somoza, a pesar de que sus personalidades y acciones eran muy diferentes. Explica que mientras "Siete Pañuelos" era un criminal despiadado, Somoza era más bien una figura heroica y caballeresca dentro de la historia nicarag
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Este documento analiza la figura histórica y mítica de Bernabé Somoza, un líder revolucionario nicaragüense del siglo XIX. Describe cómo el bandido "Siete Pañuelos" se convirtió en un símbolo mítico que se asoció erróneamente con Somoza, a pesar de que sus personalidades y acciones eran muy diferentes. Explica que mientras "Siete Pañuelos" era un criminal despiadado, Somoza era más bien una figura heroica y caballeresca dentro de la historia nicarag
Este documento analiza la figura histórica y mítica de Bernabé Somoza, un líder revolucionario nicaragüense del siglo XIX. Describe cómo el bandido "Siete Pañuelos" se convirtió en un símbolo mítico que se asoció erróneamente con Somoza, a pesar de que sus personalidades y acciones eran muy diferentes. Explica que mientras "Siete Pañuelos" era un criminal despiadado, Somoza era más bien una figura heroica y caballeresca dentro de la historia nicarag
Este documento analiza la figura histórica y mítica de Bernabé Somoza, un líder revolucionario nicaragüense del siglo XIX. Describe cómo el bandido "Siete Pañuelos" se convirtió en un símbolo mítico que se asoció erróneamente con Somoza, a pesar de que sus personalidades y acciones eran muy diferentes. Explica que mientras "Siete Pañuelos" era un criminal despiadado, Somoza era más bien una figura heroica y caballeresca dentro de la historia nicarag
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SIETE PAUELOS Y BERNAB SOMOZA
EDUARDO ZEPEDA-HENRQUEZ
El solo nombre de Siete Pauelos est cargado de resonancias
mticas, porque el nmero siete, como se sabe, es el modelo espaciotemporal, vale decir, las tres dimensiones y sus contrarios, ms el centro; los cuales corresponden a su vez, a los das de la semana. Siete eran, asimismo, los antiguos planetas mitolgicos, que regan el curso de las vidas humanas. El septenario simboliza, pues, la conjuncin de cielo y tierra; pero, adems, la transformacin, por la cuenta peridica de las fases lunares, y conforme la misma idea astrobiolgica. En efecto, el apodo del bandolero nicaragense Siete Pauelos tena que calar hondo en la fe mgica de nuestro pueblo, que an lo escucha como si oyese mencionar al demonio, o al mismsimo dragn de las siete cabezas; de igual manera que suena en los odos chinos el zorro de siete colas. La verdad es que todas las fechoras de nuestro legendario forajido, acaso ya desde fines de 1845, se volvieron pauelos o sea, verdaderos paos de lgrimas para los habitantes del norte de Nicaragua. El malhechor, en cambio, agitaba sus pauelos como banderas de victoria, hasta que el 10 de marzo del ao siguiente las tropas del directorio derrotaron, al parecer definitivamente, al propio Siete Pauelos y a sus secuaces. El caso es que bastaron unos meses de vandalismo para que tal individuo quedase en la conciencia popular como la sola encarnacin de los siete pecados capitales. Y no puede asegurarse que el bandido muriese en aquella ocasin. Es claro que oficialmente se le dio por muerto; pero su mito malfico seguira viviendo en el medio social nicaragense, donde los mitos tienen siete vidas, como los gatos. De ah que todos los bandidos de la poca, cuyos nombres han sido casi olvidados, como los de Juan Gngora y el Chato Lara, se resumieran en Siete Pauelos, a quien se le achacaban los crmenes ajenos, como si los suyos propios no eran ya
suficientes. Por eso aquel forajido es el smbolo triste de los quince
aos de anarqua que vivi nuestro pueblo entre 1838 y 1851. Siete Pauelos efectuaba sus tropelas, sobre todo, en la regin montaosa de Las Segovias. Estaba, pues, enmontaado, literalmente, y haba decidido hacer la guerra por su cuenta la guerra sucia del bandolerismo, puesto que en un principio formaba parte de movimientos revolucionarios de signo liberal y agrarista, cuyos caudillos fueron el coronel Jos Mara Valle, alias El Cheln, y Bernab Somoza Martnez, liberal de grande importancia para el partido, segn Ortega Arancibia, historiador coetneo de los hechos. Fuera de toda ley humana o divina, el bandolero resultaba escurridizo en aquella zona de Nicaragua, como que sus pauelos parecan de ilusionista; pero, cuando bajaba de la montaa para saquear las poblaciones, eran los siete contra Tebas, cometiendo verdaderos atropellos como escribe Chamorro Zelaya;fros asesinatos, an de tiernos nios, robos de toda clase de intereses, sin exceptuar los bienes del culto, violacin de doncellas. No se trataba por consiguiente, de un bandolero romntico, sino de un desalmado, o de una mala hierba que se oculta, como trgico sino, en el alma de nuestra historia. De ese modo se explican los brotes de anarquas posteriores, tan frecuentes en la vida de Nicaragua; as como se explica la leyenda del mismo malhechor. Porque Siete Pauelos se escapa de la historia, hasta casi volverse invisible, o sea, un puro sobrenombre mtico. Y es as cmo el verdadero nombre de aquel bandido se escurre de los puntos de la pluma de los historiadores nicaragenses; ya que Orlando Cuadra Downing, siguiendo a Toms Ayn, le llama Trinidad Gallardo, mientras que Pedro Joaqun Chamorro Zelaya nos habl de Natividad, como alguna vez le nombra el Registro Oficial, citado por el propio Pedro Joaqun. La realidad histrica, ciertamente, se rompe en Nicaragua por este mito de Siete Pauelos, y no exactamente a causa de que las roturas mismas sean un siete, sino porque la imagen del bandolero
imagen proverbial entre nosotros se ha refugiado en la magia de
lo desconocido, en esa guaca funeraria de la que salen los fantasmas, por aquello de los siete pies de tierra (o siete cuartas); ya que por algo la guaca, de origen quechua, es voz corriente en Nicaragua, con el significado de lugar oculto, es decir, de escondrijo bajo tierra o vaso de ultratumba. Ah est nuestra danza del esqueltico Toro-guaco, al que el pueblo nicaragense, llamndolo Toro- guaco, ha dado un aire ocultista y, por ello, relacionado con los mitos de la muerte. Por lo dems, resulta significativo que en las pirmides de Mocha, precisamente en la guaca (o huaca) del sol indgena peruano, se cuentan siete gradas, siete peldaos rituales. Pero el mote cabalstico de aquel forajido no slo encubri los crmenes de otros malvados que, aprovechando el mito de Siete Pauelos, lograron la impunidad a la sombra de ste; sino que el mismo servira tambin de mquina de guerra o de arma arrojadiza en la lucha poltica de Timbucos y Calandracas, como se conoca entonces a nuestros partidos de filiacin conservadora y de tinte liberal, respectivamente. El caso es que las historias partidistas le echaron el muerto de las correras de Siete Pauelos al jefe revolucionario Bernab Somoza, liberal centroamericanista o moraznico, y verdadero enemigo del gobierno existente, dicho con palabras de Jos Dolores Gmez. De ah que tales atribuciones tendenciosas que deben calificarse, al menos, de falsificacin histrica arraigaran en la conciencia mtica de nuestro pueblo en forma de confusin entre aquellos dos personajes, hasta el punto de fundirlos en uno solo. As Bernab Somoza particip de un mito que era el ms alejado, en realidad, de su estampa caballeresca. El mito, pues, de un facineroso nos hizo perder de vista quiz la nica imagen nicaragense que la verdad histrica presenta como tocada por la fantasa de la pica medieval. Pero aqu no se trata de refutar los mitos empeo parecido al de la caza de brujas, sino de perfilarlos, en lo posible, deslindando su verdad potica de la veracidad prosaica de nuestra historia. Y slo por eso hay que hacer notar que trece das despus exactamente 13! de que el Director
Supremo, don Jos Len Sandoval, comunicara al pas la aniquilacin
de Siete Pauelos y su banda, Bernab Somoza tomaba sin resistencia la ciudad de El Viejo, iniciando as, el 23 de marzo de 1846, su principal ofensiva revolucionaria. Dos son los trabajos monogrficos dedicados a fijar histricamente la figura de Bernab Somoza, aunque el primero de los mismos, de Hildebrando A. Castelln, slo pueda considerarse como intento, en lo que no tiene de panegrico. El ms reciente, en cambio, de Orlando Cuadra Downing, es notable por su ecuanimidad y por su cauteloso manejo de las fuentes. El autor lo subtitula Vida y Muerte de un Hombre de Accin, con lo cual nos indica que va derechamente al curso de los hechos, y a atar los cabos mismos del desborde vital de un hombre histrico, de ese nicaragense de accin y de pasin que era Bernab Somoza. Cuadra Downing recorta al personaje sobre un fondo de historia; nosotros, al revs, lo destacamos en un contorno mtico. El Bernab de aqul, por consiguiente, es una autntica resurreccin; el nuestro, por su parte, una recreacin en el origen: aqulla en que consiste todo mito. Porque Somoza tuvo su mito propio, genuino y original; no el que se le endos de Siete Pauelos, el cual le sienta como un disfraz y no como la sola encarnacin de un smbolo. Pero, adems, tena que venirle pequeo, porque a Somoza, en vida, le llamaban El Somozn, debido a su corpulencia y tambin, seguramente, a su estatura mtica; ya que toda realidad mitificada comienza por parecer de tamao heroico. El Bernab Somoza histrico fue, por lnea paterna, nieto de espaoles, hijo de la ciudad de Jinotepe y hermano de padre del poeta granadino Juan Iribarren. El Somoza mtico, a su vez, era hijo de su coraje, su fuerza fsica y su destreza en el manejo de las armas del caballero: la lanza y la espada. Era un hombre de duelos y torneos, cantor y galanteador, jinete consumado que, cabalgando en un Relmpago as era el nombre de una de sus cabalgaduras, cazaba tigres y se ganaba la admiracin de todos. Arancibia nos dice que, en Jinotepe, los Somoza, como los Mora, eran esgrimistas notables, y que Bernab, concretamente, tena una fuerza
muscular prodigiosa, adquirida en ejercicios gimnsticos y al que
pona encima su pujante brazo, quedaba fuera de combate (Nicaragua. Cuarenta Aos). El mismo historiador, testigo de la poca, describe a Somoza, ya de oficial en el ejrcito morazanista, en 1844, como si se tratara del hroe de un libro de caballeras. Por eso el propio Cuadra Downing, que no pretende hacer mitologa, no duda en confesar que as se fue forjando la leyenda del hroe y del hombre de accin, aureola de leyenda que exaltaba su valor temerario, puesto mil veces a prueba. He all, pues, la sola figura gtica de toda nuestra vida independiente, porque el mito de Somoza, antes que olor a plvora, tiene brillo de acero. Y esa figura evoca como apunta Squier al caballero de la Conquista, que era, sin duda, medieval a ultranza. Pero, en el orden mtico, es fcil remontarse de lo caballeresco a lo tpicamente heroico, en sentido greco-latino. Lo cierto es que en Bernab no se daban ni por asomo, aquellos siete pauelos de nuestro Romanticismo, y s los doce trabajos del herosmo clsico. Estamos, en efecto, ante una imagen mtica de la caballera, pero tambin con rasgos mitolgicos del mundo antiguo. Y a los seis aos de vida pblica de nuestro personaje que terminaron con su ejecucin cuando l apenas tena treinta y cuatro de edad, por s solos dibujan la estampa ideal de quienes mueren jvenes: esa envidiable estampa que celebr Menandro. Y no digamos nada del hecho mgico no obstante su absoluto rigor histrico que refiere Cuadra Downing, hablndonos de aquel fusilamiento y como una prueba ms de lo que l mismo llama tintes de mrtir de Bernab: Su cadver con un dogal al cuello fue colgado en la plaza de Rivas, en la esquina del predio de la casa , que es hoy de la viuda de Don Joaqun Reina, esquina en la que nadie, an en nuestros das , construy habitacin alguna por considerar que el sitio haba sido execrado por un acto de lesa humanidad. Pero a Bernab Somoza, ms que la injusticia, le haba condenado a muerte su carisma, el mesianismo suyo que pona en pie de guerra a los barrios indgenas, despertando incontables adhesiones a la causa liberal, unionista y agraria. Y el carcter popular de su rebelin se pone
de manifiesto en un testimonio del general Isidro Urtecho, que
reproduce integro Chamorro Zelaya, con distinto propsito, en su obra citada: Aquella rfaga de tempestad no puede llamarse propiamente revolucin Aquello fue un alzamiento repentino de masas, un desbordamiento de barrios contra centros de poblaciones localizados solamente en Granada y Rivas Pues bien, qu entendera por revolucin el general Urtecho? Lo cierto es que Bernab, en las jornadas de 1849, haba establecido su cuartel general en San Jorge, con lo cual poda tener en jaque al propio corazn de la oligarqua granadina. Todo ello afectaba la hegemona y los intereses conservadores; y de ah que surgiera la leyenda negra de Bernab Somoza y, con sta, la substitucin de su mito autntico por el ms estrecho de Siete Pauelos. En efecto, los primeros nubarrones de esa leyenda salieron de las proclamas y los comunicados oficiales. El Boletn Oficial informaba dice el mismo Chamorro que Somoza haba matado a todos los heridos, saqueando hasta los templos que priv de sus vasos sagrados; que estaba a punto de acabar por el incendio con el resto de la ciudad; que haba exhumado el cadver del Capitn Martnez, y lo haba arrastrado desnudo por las calles, luego lo colg de un poste y finalmente lo quem en la plaza. Acaso no resultan intercambiables esta descripcin de horrores y aquella otra del autor relativo a Siete Pauelos, en la que hablaba de robos de toda clase de intereses, sin exceptuar los bienes del culto? Pero aqu no deslindamos dos historias, sino dos mitos, y, por lo tanto, no se trata de argumentar en favor de los pecados mortales de Bernab Somoza que los tuvo, naturalmente ni, mucho menos, de abultar la culpa de los timbucos que desde luego, la hubo en la invencin de la referida leyenda negra. Si pretendiramos otra cosa, tendramos que hacer notar, por ejemplo, que, en lo que atae a los asesinatos alevosos de don Bernardo Venerio y don Sebastin Salorio en El Viejo y en Chinandega, respectivamente, quienes se los atribuyen a Bernab suelen aducir una proclama del Director Supremo seor Sandoval, o sea, un
documento poltico que comnmente supone intencionalidad del
mismo gnero y hasta connotacin persuasiva; mientras que los que acusan al Chato Lara, aquel malhechor ya mencionado, han recurrido a lo que testifica Ortega Arancibia, en la pgina 121 de sus Cuarenta Aos , es decir, a la autoridad de un historiador que vivi los acontecimientos. Y cabra, por supuesto, aadir que no vale como prueba contra Somoza lo que dice Squier, porque ste lleg a Nicaragua tres aos despus de ocurridos, aquellos crmenes. Adems, la historia nos revela que Bernab Somoza fue hombre de singular sensibilidad no slo para la msica, sino tambin para las letras. Uno de sus autores predilectos era Rousseau, y en l fortaleca su credo liberal. Se sabe igualmente que Bernab, cuando resida en Len en 1844 y principios del ao siguiente, era contertulio con Jos Mara Valle y otros centroamericanistas de doa Bernarda Sarmiento Daro, la ta abuela de Rubn, en su casa de Las Cuatro Esquinas, en la Calle Real. Muchos aos despus, el propio poeta describira esas tradicionales reuniones presididas por doa Bernarda, y en las que Somoza haba lucido su buen trato y su amena conversacin: Por las noches escribe Daro haba tertulia en la puerta de la calle, una calle mal empedrada de redondos y puntiagudos cantos. Llegaban hombres de poltica y se hablaba de revoluciones. La seora me acariciaba en su regazo. La conversacin y la noche cerraban mis prpados. Pasaba el vendedor de arena Me iba deslizando. Quedaba dormido, sobre el ruedo de la maternal falda, como un bosquejo. Ortega Arancibia, por su parte, luego de mencionar a Bernab y dems concurrentes, destaca la categora de aquellas veladas: La casa en que haba esta tertulia, no slo serva de recreo, sino tambin de centro poltico. La duea era seora de talento y estaba en contacto con el pueblo y con las personas del mundo poltico. La leyenda negra, sin embargo, nos habla del brbaro Bernab Somoza, como se le llamaba en la Gaceta del Gobierno, en un documento fechado el 19 de junio de 1849, y que transcribe Squier (Nicaragua, sus Gentes y Paisajes). Esa misma leyenda nos dice que
el rebelde se haba puesto al servicio del imperialismo britnico. Ahora
bien, Pedro Joaqun Chamorro hace, al respecto, una pura insinuacin que no llega a ser argumento: Por lo menos estaba patente la sospechosa coincidencia de que su terrible faccin debilitaba a Nicaragua en el preciso momento en que los ingleses le usurpaban parte de su territorio. Pero Squier, el diplomtico, nos cuenta algo que l tena por qu saber, y que contradice tal conjetura. Y estas son sus palabras que se ajustan al hecho, sin que puedan distraernos los comentarios que dedica el mismo: desde el comienzo de sus operaciones envi Somoza un mensajero a nuestro cnsul con una carta plena de manifestaciones de buena voluntad, y expresando adems en ella que, despus de regular el gobierno marchara sobre San Juan del Norte a expulsar de all a los ladrones ingleses. A decir verdad, lo objetivo en Squier no tiene precio; ya que muestra una excelente memoria fotogrfica. Sin embargo, entre sus juicios especialmente en el asunto de Somoza hay para todos los gustos. Ello quiz pueda explicarse por su condicin de diplomtico norteamericano, o bien porque contaba apenas veintiocho aos cuando lleg a Nicaragua, aunque su libro saliera a la luz algo ms tarde. El caso es que l confiesa, con entusiasmo juvenil: Al igual que las riendas de mi fantasa iban sueltas las de mi caballo que, siendo el de ms rpido paso, me haba aleja- do un poco de mis compaeros. De pronto, al quebrar un recodo, top con un grupo de hombres armados El que pareca jefe sali al frente cerrndonos el paso al tiempo que gritaba: Quin vive? Tratbase de un oficial de las fuerzas del gobierno Yo, ilusionado, me haba olido ya una aventura, y hasta abrigu la esperanza de que su jefe no fuese otro que el propio Somoza. Aquello fue, pues, un desencanto. En otra parte, Squier se refiere a su primera noche granadina, revelando hasta qu punto le haba impresionado la imagen de Bernab, a travs de la imaginacin de nuestro pueblo. Cuarenta noches en camarotes cerrados y estrechos, en hamacas, y sobre cajones y bales, nos
autorizaban a gozar al fin de las deliciosamente frescas y,
ntidamente limpias camas que esa noche nos invitaron a conciliar el sueo. Me apropi de una sin ninguna ceremonia, y en menos de lo que canta un gallo me ech a dormir soando con Somoza. Las citas anteriores son sabrosas y, sobre todo, necesarias para dejar muy clara la buena fe de su autor y, adems, entender cmo, en su obra, es posible encontrar una buena dosis de la mitologa nicaragense o, ms concretamente, el modo en que ese libro ha servido para ilustrar, a un tiempo, la leyenda dorada y la leyenda negra de Bernab Somoza. Incluso podra decirse que la leyenda negra, en Squier, es consciente de s misma. As, hablando del asalto de Somoza a la ciudad de Rivas, aquel viajero escribe: Segn los relatos que de su accin omos, la ciudad entera fue incendiada y sus habitantes asesinados inmisericordemente, sin respeto a edad ni sexo. Tales noticias sin embargo, as como las referentes al nmero de sus secuaces, resultaron ser burdas exageraciones. La leyenda dorada, por el contrario, parece contar con el auxilio del arrebato y la fantasa del escritor, inspirado por el demonio de la aventura, en beneficio de su estilo literario. Por- que el mito genuino de Bernab Somoza tampoco sirve de alegato histrico en pro de aquel rebelde; pero s como contraste del espritu creador de nuestro pueblo y, desde luego, del valor de aquello que no ha enriquecido dicho mito, y que se us para despoetizarlo, atribuyndole los caracteres de un mito en absoluto negativo. Esto equivale a traicionar la obra de la conciencia mgica popular, es decir, a burlar por sistema esa misma conciencia, con el mero artificio (deus ex machina) de aquella propaganda que maneja las imgenes pblicas o los cdigos propios del inconsciente colectivo. Pero el estudio de tal fenmeno nos situara en la frontera donde se tocan los mitos y lo que ahora se conoce como producto publicitario. De ah que nos limitemos, en la leyenda de Bernab, a subrayar el hecho de que una tradicin manipulada se vuelve una traicin: una traicin a la criatura mtica, que, paradjicamente, requiere ser
traicionada en su destino mismo, lo cual tiene Guiraud por uno de
los temas mayores de toda la literatura pica. Ser, pues, la vieja campaa desmitificadora contra Somoza nada ms que una habilsima falsificacin de su mito, o asimismo el acompaamiento de una traicin histrica que hizo posible ese mito, y que slo se mueve por inercia, como un remordimiento? Squier sigue, en cambio, otro camino: el de arrimar el de Somoza aunque tiznado, a veces, de leyenda negra a las mticas y romnticas estampas caballerescas del espaol universal, segn las cuales lo mismo el bandolero que el mendigo tienen porte de seor. Pero dejemos que el viajero nos presente a Somoza con esa imagen de guardarropa: Por lo que llegara a nuestros odos, pues, me lo figuraba algo as como uno de esos galantes salteadores de los Apeninos o de Sierra Morena, o un gentil bandolero espaol, y casi me consideraba un hombre afortunado ante la posibilidad de verme envuelto en un lance personal con l apenas llegado al interior del pas. Ms adelante narra extensamente el encuentro que tuvo con un compatriota suyo, quien estaba posedo por el mito: No esper a que le preguntsemos nada; all no ms solt la lengua: Vi a Somoza, lo vi, lo vi!. Le haba vuelto la voz y supimos toda la historia, relatada con tal candor y buena fe que, slo ello, aparte de las peripecias pasadas, era para morirse de risa. El norteamericano del cuento viajaba en un bongo, que Bernab y sus hombres haban abordado desde una lancha. Y Squier contina: De pie, junto al mstil del bongo, un hombre alto y garboso con una pluma en el sombrero. De uno de sus hombros colgaba una roja capa espaola, un par de pistolas sin funda en la cintura, y en su mano tena la espada desnuda clavada la punta en el banco de un remero. El hombre interrogaba al trmulo patrn, y lo haca frunciendo el ceo y clavndole los ojos aquilinos Somoza dio ciertas rdenes a sus hombres y se dirigi a la chopa. Nuestro pobre paisano crey de veras que le haba sonado su ltima hora se incorpor, ante lo cual Somoza dej caer la espada, y echndosele encima le dio un caluroso abrazo a la espaola, pero tan fuerte que al slo recordarlo le volva a doler la espalda. Y eso se repiti una y otra
vez, hasta que el dolor, superando en mucho el susto, le hizo
implorar entre agonas: No ms, seor, no ms!. Pero ese tormento acab solo para dar comienzo a otro nuevo, pues ahora, agarrndolo por las manos con la fuerza de un titn, se las gui tan reciamente que estuvo a punto de desgajarle el hombro. Somoza, entre tanto, entonaba un fogoso discurso, ininteligible por dems para su oyente, quien slo se atreva a decir, silabeando: S, seor, s, s, seor!. Terminada su alocucin, quitse Somoza del dedo un rico anillo, insistiendo en dejrselo a nuestro amigo (que, por supuesto, no lo acept). Vio a Somoza por ltima vez en la popa de su barco, destacndose entre sus semidesnudos hombres por su capa y su pluma al viento llevadas a la manera de aquellos legendarios conquistadores de yelmo y cota de malla. Lo cierto es que Bernab Somoza era corts en la vida real, y hasta en el campo de batalla mismo. As lo afirma Ortega Arancibia, sin temor de que sus frases adquieran brillos Mticos: Su fuerte era la lanza; y montado, fascinaba a la tropa por su apuesto continente y lo bien manejado de su arma favorita. Era bondadoso y sagaz con el soldado; se capt las simpatas de todos y lo seguan con entusiasmo cuando iba a batirse saliendo siempre ileso de los combates, por lo cual lo crea el vulgo un hombre sobrehumano. Iban con l al peligro porque peleando a su lado se crean los hombres inmortales. Segn ese texto, el mito de buena ley de nuestro personaje haca reconocible, en alguna medida, su propia figura histrica. Pero si ahora se preguntase al tpico nicaragense qu opina acerca de Bernab Somoza, empezara respondiendo con esta inevitable exclamacin: Ah, Siete Pauelos!