Siete Pañuelos y Bernabé Somoza

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SIETE PAUELOS Y BERNAB SOMOZA

EDUARDO ZEPEDA-HENRQUEZ

El solo nombre de Siete Pauelos est cargado de resonancias


mticas, porque el nmero siete, como se sabe, es el modelo espaciotemporal, vale decir, las tres dimensiones y sus contrarios, ms el
centro; los cuales corresponden a su vez, a los das de la semana.
Siete eran, asimismo, los antiguos planetas mitolgicos, que regan el
curso de las vidas humanas.
El septenario simboliza, pues, la conjuncin de cielo y tierra; pero,
adems, la transformacin, por la cuenta peridica de las fases
lunares, y conforme la misma idea astrobiolgica. En efecto, el apodo
del bandolero nicaragense Siete Pauelos tena que calar hondo
en la fe mgica de nuestro pueblo, que an lo escucha como si oyese
mencionar al demonio, o al mismsimo dragn de las siete cabezas; de
igual manera que suena en los odos chinos el zorro de siete colas. La
verdad es que todas las fechoras de nuestro legendario forajido,
acaso ya desde fines de 1845, se volvieron pauelos o sea,
verdaderos paos de lgrimas para los habitantes del norte de
Nicaragua.
El malhechor, en cambio, agitaba sus pauelos como banderas de
victoria, hasta que el 10 de marzo del ao siguiente las tropas del
directorio derrotaron, al parecer definitivamente, al propio Siete
Pauelos y a sus secuaces. El caso es que bastaron unos meses de
vandalismo para que tal individuo quedase en la conciencia popular
como la sola encarnacin de los siete pecados capitales. Y no puede
asegurarse que el bandido muriese en aquella ocasin. Es claro que
oficialmente se le dio por muerto; pero su mito malfico seguira
viviendo en el medio social nicaragense, donde los mitos tienen siete
vidas, como los gatos. De ah que todos los bandidos de la poca,
cuyos nombres han sido casi olvidados, como los de Juan Gngora y
el Chato Lara, se resumieran en Siete Pauelos, a quien se le
achacaban los crmenes ajenos, como si los suyos propios no eran ya

suficientes. Por eso aquel forajido es el smbolo triste de los quince


aos de anarqua que vivi nuestro pueblo entre 1838 y 1851. Siete
Pauelos efectuaba sus tropelas, sobre todo, en la regin
montaosa de Las Segovias.
Estaba, pues, enmontaado, literalmente, y haba decidido hacer la
guerra por su cuenta la guerra sucia del bandolerismo, puesto que
en un principio formaba parte de movimientos revolucionarios de signo
liberal y agrarista, cuyos caudillos fueron el coronel Jos Mara Valle,
alias El Cheln, y Bernab Somoza Martnez, liberal de grande
importancia para el partido, segn Ortega Arancibia, historiador
coetneo de los hechos. Fuera de toda ley humana o divina, el
bandolero resultaba escurridizo en aquella zona de Nicaragua, como
que sus pauelos parecan de ilusionista; pero, cuando bajaba de la
montaa para saquear las poblaciones, eran los siete contra
Tebas, cometiendo verdaderos atropellos como escribe Chamorro
Zelaya;fros asesinatos, an de tiernos nios, robos de toda
clase de intereses, sin exceptuar los bienes del culto, violacin
de doncellas.
No se trataba por consiguiente, de un bandolero romntico, sino de un
desalmado, o de una mala hierba que se oculta, como trgico sino, en
el alma de nuestra historia. De ese modo se explican los brotes de
anarquas posteriores, tan frecuentes en la vida de Nicaragua; as
como se explica la leyenda del mismo malhechor. Porque Siete
Pauelos se escapa de la historia, hasta casi volverse invisible, o
sea, un puro sobrenombre mtico. Y es as cmo el verdadero nombre
de aquel bandido se escurre de los puntos de la pluma de los
historiadores nicaragenses; ya que Orlando Cuadra Downing,
siguiendo a Toms Ayn, le llama Trinidad Gallardo, mientras que
Pedro Joaqun Chamorro Zelaya nos habl de Natividad, como alguna
vez le nombra el Registro Oficial, citado por el propio Pedro Joaqun.
La realidad histrica, ciertamente, se rompe en Nicaragua por este
mito de Siete Pauelos, y no exactamente a causa de que las
roturas mismas sean un siete, sino porque la imagen del bandolero

imagen proverbial entre nosotros se ha refugiado en la magia de


lo desconocido, en esa guaca funeraria de la que salen los
fantasmas, por aquello de los siete pies de tierra (o siete
cuartas); ya que por algo la guaca, de origen quechua, es voz
corriente en Nicaragua, con el significado de lugar oculto, es decir, de
escondrijo bajo tierra o vaso de ultratumba. Ah est nuestra danza del
esqueltico Toro-guaco, al que el pueblo nicaragense, llamndolo
Toro- guaco, ha dado un aire ocultista y, por ello, relacionado con
los mitos de la muerte. Por lo dems, resulta significativo que en las
pirmides de Mocha, precisamente en la guaca (o huaca) del sol
indgena peruano, se cuentan siete gradas, siete peldaos rituales.
Pero el mote cabalstico de aquel forajido no slo encubri los
crmenes de otros malvados que, aprovechando el mito de Siete
Pauelos, lograron la impunidad a la sombra de ste; sino que el
mismo servira tambin de mquina de guerra o de arma arrojadiza en
la lucha poltica de Timbucos y Calandracas, como se conoca
entonces a nuestros partidos de filiacin conservadora y de tinte
liberal, respectivamente. El caso es que las historias partidistas le
echaron el muerto de las correras de Siete Pauelos al jefe
revolucionario Bernab Somoza, liberal centroamericanista o
moraznico, y verdadero enemigo del gobierno existente, dicho con
palabras de Jos Dolores Gmez. De ah que tales atribuciones
tendenciosas que deben calificarse, al menos, de falsificacin
histrica arraigaran en la conciencia mtica de nuestro pueblo en
forma de confusin entre aquellos dos personajes, hasta el punto de
fundirlos en uno solo. As Bernab Somoza particip de un mito que
era el ms alejado, en realidad, de su estampa caballeresca.
El mito, pues, de un facineroso nos hizo perder de vista quiz la nica
imagen nicaragense que la verdad histrica presenta como tocada
por la fantasa de la pica medieval. Pero aqu no se trata de refutar
los mitos empeo parecido al de la caza de brujas, sino de
perfilarlos, en lo posible, deslindando su verdad potica de la
veracidad prosaica de nuestra historia. Y slo por eso hay que hacer
notar que trece das despus exactamente 13! de que el Director

Supremo, don Jos Len Sandoval, comunicara al pas la aniquilacin


de Siete Pauelos y su banda, Bernab Somoza tomaba sin
resistencia la ciudad de El Viejo, iniciando as, el 23 de marzo de 1846,
su principal ofensiva revolucionaria.
Dos son los trabajos
monogrficos dedicados a fijar histricamente la figura de Bernab Somoza, aunque el primero de los mismos, de Hildebrando A. Castelln,
slo pueda considerarse como intento, en lo que no tiene de
panegrico. El ms reciente, en cambio, de Orlando Cuadra Downing,
es notable por su ecuanimidad y por su cauteloso manejo de las
fuentes. El autor lo subtitula Vida y Muerte de un Hombre de
Accin, con lo cual nos indica que va derechamente al curso de los
hechos, y a atar los cabos mismos del desborde vital de un hombre
histrico, de ese nicaragense de accin y de pasin que era
Bernab Somoza. Cuadra Downing recorta al personaje sobre un
fondo de historia; nosotros, al revs, lo destacamos en un contorno
mtico. El Bernab de aqul, por consiguiente, es una autntica
resurreccin; el nuestro, por su parte, una recreacin en el origen:
aqulla en que consiste todo mito. Porque Somoza tuvo su mito
propio, genuino y original; no el que se le endos de Siete
Pauelos, el cual le sienta como un disfraz y no como la sola
encarnacin de un smbolo. Pero, adems, tena que venirle pequeo,
porque a Somoza, en vida, le llamaban El Somozn, debido a su
corpulencia y tambin, seguramente, a su estatura mtica; ya que toda
realidad mitificada comienza por parecer de tamao heroico.
El Bernab Somoza histrico fue, por lnea paterna, nieto de
espaoles, hijo de la ciudad de Jinotepe y hermano de padre del poeta
granadino Juan Iribarren. El Somoza mtico, a su vez, era hijo de su
coraje, su fuerza fsica y su destreza en el manejo de las armas del
caballero: la lanza y la espada. Era un hombre de duelos y torneos,
cantor y galanteador, jinete consumado que, cabalgando en un
Relmpago as era el nombre de una de sus cabalgaduras,
cazaba tigres y se ganaba la admiracin de todos. Arancibia nos dice
que, en Jinotepe, los Somoza, como los Mora, eran esgrimistas
notables, y que Bernab, concretamente, tena una fuerza

muscular prodigiosa, adquirida en ejercicios gimnsticos y al que


pona encima su pujante brazo, quedaba fuera de combate
(Nicaragua. Cuarenta Aos). El mismo historiador, testigo de la poca,
describe a Somoza, ya de oficial en el ejrcito morazanista, en 1844,
como si se tratara del hroe de un libro de caballeras. Por eso el
propio Cuadra Downing, que no pretende hacer mitologa, no duda en
confesar que as se fue forjando la leyenda del hroe y del
hombre de accin, aureola de leyenda que exaltaba su valor
temerario, puesto mil veces a prueba. He all, pues, la sola
figura gtica de toda nuestra vida independiente, porque el mito de
Somoza, antes que olor a plvora, tiene brillo de acero. Y esa figura
evoca como apunta Squier al caballero de la Conquista, que era,
sin duda, medieval a ultranza. Pero, en el orden mtico, es fcil
remontarse de lo caballeresco a lo tpicamente heroico, en sentido
greco-latino. Lo cierto es que en Bernab no se daban ni por asomo,
aquellos siete pauelos de nuestro Romanticismo, y s los doce
trabajos del herosmo clsico. Estamos, en efecto, ante una imagen
mtica de la caballera, pero tambin con rasgos mitolgicos del mundo
antiguo. Y a los seis aos de vida pblica de nuestro personaje que
terminaron con su ejecucin cuando l apenas tena treinta y cuatro de
edad, por s solos dibujan la estampa ideal de quienes mueren
jvenes: esa envidiable estampa que celebr Menandro. Y no digamos
nada del hecho mgico no obstante su absoluto rigor histrico que
refiere Cuadra Downing, hablndonos de aquel fusilamiento y como
una prueba ms de lo que l mismo llama tintes de mrtir de
Bernab: Su cadver con un dogal al cuello fue colgado en la
plaza de Rivas, en la esquina del predio de la casa , que es hoy de
la viuda de Don Joaqun Reina, esquina en la que nadie, an en
nuestros das , construy habitacin alguna por considerar que el
sitio haba sido execrado por un acto de lesa humanidad.
Pero a Bernab Somoza, ms que la injusticia, le haba condenado a
muerte su carisma, el mesianismo suyo que pona en pie de guerra a
los barrios indgenas, despertando incontables adhesiones a la causa
liberal, unionista y agraria. Y el carcter popular de su rebelin se pone

de manifiesto en un testimonio del general Isidro Urtecho, que


reproduce integro Chamorro Zelaya, con distinto propsito, en su obra
citada: Aquella rfaga de tempestad no puede llamarse
propiamente revolucin Aquello fue un alzamiento repentino de
masas, un desbordamiento de barrios contra centros de
poblaciones localizados solamente en Granada y Rivas Pues
bien, qu entendera por revolucin el general Urtecho? Lo cierto es
que Bernab, en las jornadas de 1849, haba establecido su cuartel
general en San Jorge, con lo cual poda tener en jaque al propio
corazn de la oligarqua granadina. Todo ello afectaba la hegemona y
los intereses conservadores; y de ah que surgiera la leyenda negra de
Bernab Somoza y, con sta, la substitucin de su mito autntico por
el ms estrecho de Siete Pauelos. En efecto, los primeros
nubarrones de esa leyenda salieron de las proclamas y los
comunicados oficiales. El Boletn Oficial informaba dice el
mismo Chamorro que Somoza haba matado a todos los
heridos, saqueando hasta los templos que priv de sus vasos
sagrados; que estaba a punto de acabar por el incendio con el
resto de la ciudad; que haba exhumado el cadver del Capitn
Martnez, y lo haba arrastrado desnudo por las calles, luego lo
colg de un poste y finalmente lo quem en la plaza. Acaso no
resultan intercambiables esta descripcin de horrores y aquella otra
del autor relativo a Siete Pauelos, en la que hablaba de robos
de toda clase de intereses, sin exceptuar los bienes del culto?
Pero aqu no deslindamos dos historias, sino dos mitos, y, por lo tanto,
no se trata de argumentar en favor de los pecados mortales de
Bernab Somoza que los tuvo, naturalmente ni, mucho menos, de
abultar la culpa de los timbucos que desde luego, la hubo en la
invencin de la referida leyenda negra.
Si pretendiramos otra cosa, tendramos que hacer notar, por ejemplo,
que, en lo que atae a los asesinatos alevosos de don Bernardo
Venerio y don Sebastin Salorio en El Viejo y en Chinandega,
respectivamente, quienes se los atribuyen a Bernab suelen aducir
una proclama del Director Supremo seor Sandoval, o sea, un

documento poltico que comnmente supone intencionalidad del


mismo gnero y hasta connotacin persuasiva; mientras que los que
acusan al Chato Lara, aquel malhechor ya mencionado, han recurrido
a lo que testifica Ortega Arancibia, en la pgina 121 de sus Cuarenta
Aos , es decir, a la autoridad de un historiador que vivi los
acontecimientos. Y cabra, por supuesto, aadir que no vale como
prueba contra Somoza lo que dice Squier, porque ste lleg a
Nicaragua tres aos despus de ocurridos, aquellos crmenes.
Adems, la historia nos revela que Bernab Somoza fue hombre de
singular sensibilidad no slo para la msica, sino tambin para las
letras. Uno de sus autores predilectos era Rousseau, y en l fortaleca
su credo liberal. Se sabe igualmente que Bernab, cuando resida en
Len en 1844 y principios del ao siguiente, era contertulio con Jos
Mara Valle y otros centroamericanistas de doa Bernarda
Sarmiento Daro, la ta abuela de Rubn, en su casa de Las Cuatro
Esquinas, en la Calle Real. Muchos aos despus, el propio poeta
describira esas tradicionales reuniones presididas por doa Bernarda,
y en las que Somoza haba lucido su buen trato y su amena
conversacin: Por las noches escribe Daro haba tertulia en
la puerta de la calle, una calle mal empedrada de redondos y
puntiagudos cantos. Llegaban hombres de poltica y se hablaba
de revoluciones. La seora me acariciaba en su regazo. La
conversacin y la noche cerraban mis prpados. Pasaba el
vendedor de arena Me iba deslizando. Quedaba dormido, sobre
el ruedo de la maternal falda, como un bosquejo.
Ortega Arancibia, por su parte, luego de mencionar a Bernab y
dems concurrentes, destaca la categora de aquellas veladas: La
casa en que haba esta tertulia, no slo serva de recreo, sino
tambin de centro poltico. La duea era seora de talento y
estaba en contacto con el pueblo y con las personas del mundo
poltico. La leyenda negra, sin embargo, nos habla del brbaro
Bernab Somoza, como se le llamaba en la Gaceta del Gobierno, en
un documento fechado el 19 de junio de 1849, y que transcribe Squier
(Nicaragua, sus Gentes y Paisajes). Esa misma leyenda nos dice que

el rebelde se haba puesto al servicio del imperialismo britnico. Ahora


bien, Pedro Joaqun Chamorro hace, al respecto, una pura insinuacin
que no llega a ser argumento: Por lo menos estaba patente la
sospechosa coincidencia de que su terrible faccin debilitaba a
Nicaragua en el preciso momento en que los ingleses le
usurpaban parte de su territorio.
Pero Squier, el diplomtico, nos cuenta algo que l tena por qu
saber, y que contradice tal conjetura. Y estas son sus palabras que se
ajustan al hecho, sin que puedan distraernos los comentarios que
dedica el mismo: desde el comienzo de sus operaciones envi
Somoza un mensajero a nuestro cnsul con una carta plena de
manifestaciones de buena voluntad, y expresando adems en ella
que, despus de regular el gobierno marchara sobre San Juan
del Norte a expulsar de all a los ladrones ingleses. A decir
verdad, lo objetivo en Squier no tiene precio; ya que muestra una
excelente memoria fotogrfica. Sin embargo, entre sus juicios
especialmente en el asunto de Somoza hay para todos los gustos.
Ello quiz pueda explicarse por su condicin de diplomtico
norteamericano, o bien porque contaba apenas veintiocho aos
cuando lleg a Nicaragua, aunque su libro saliera a la luz algo ms
tarde. El caso es que l confiesa, con entusiasmo juvenil: Al igual
que las riendas de mi fantasa iban sueltas las de mi caballo que,
siendo el de ms rpido paso, me haba aleja- do un poco de mis
compaeros. De pronto, al quebrar un recodo, top con un grupo
de hombres armados El que pareca jefe sali al frente
cerrndonos el paso al tiempo que gritaba: Quin vive?
Tratbase de un oficial de las fuerzas del gobierno Yo,
ilusionado, me haba olido ya una aventura, y hasta abrigu la
esperanza de que su jefe no fuese otro que el propio Somoza.
Aquello fue, pues, un desencanto. En otra parte, Squier se
refiere a su primera noche granadina, revelando hasta qu punto le
haba impresionado la imagen de Bernab, a travs de la imaginacin
de nuestro pueblo. Cuarenta noches en camarotes cerrados y
estrechos, en hamacas, y sobre cajones y bales, nos

autorizaban a gozar al fin de las deliciosamente frescas y,


ntidamente limpias camas que esa noche nos invitaron a
conciliar el sueo. Me apropi de una sin ninguna ceremonia, y
en menos de lo que canta un gallo me ech a dormir soando con
Somoza.
Las citas anteriores son sabrosas y, sobre todo,
necesarias para dejar muy clara la buena fe de su autor y, adems,
entender cmo, en su obra, es posible encontrar una buena dosis de
la mitologa nicaragense o, ms concretamente, el modo en que ese
libro ha servido para ilustrar, a un tiempo, la leyenda dorada y la
leyenda negra de Bernab Somoza. Incluso podra decirse que la
leyenda negra, en Squier, es consciente de s misma. As, hablando
del asalto de Somoza a la ciudad de Rivas, aquel viajero escribe:
Segn los relatos que de su accin omos, la ciudad entera fue
incendiada y sus habitantes asesinados inmisericordemente, sin
respeto a edad ni sexo. Tales noticias sin embargo, as como las
referentes al nmero de sus secuaces, resultaron ser burdas
exageraciones.
La leyenda dorada, por el contrario, parece contar con el auxilio del
arrebato y la fantasa del escritor, inspirado por el demonio de la
aventura, en beneficio de su estilo literario. Por- que el mito genuino
de Bernab Somoza tampoco sirve de alegato histrico en pro de
aquel rebelde; pero s como contraste del espritu creador de nuestro
pueblo y, desde luego, del valor de aquello que no ha enriquecido
dicho mito, y que se us para despoetizarlo, atribuyndole los
caracteres de un mito en absoluto negativo. Esto equivale a traicionar
la obra de la conciencia mgica popular, es decir, a burlar por sistema
esa misma conciencia, con el mero artificio (deus ex machina) de
aquella propaganda que maneja las imgenes pblicas o los cdigos
propios del inconsciente colectivo. Pero el estudio de tal fenmeno nos
situara en la frontera donde se tocan los mitos y lo que ahora se
conoce como producto publicitario.
De ah que nos limitemos, en la leyenda de Bernab, a subrayar el
hecho de que una tradicin manipulada se vuelve una traicin: una
traicin a la criatura mtica, que, paradjicamente, requiere ser

traicionada en su destino mismo, lo cual tiene Guiraud por uno de


los temas mayores de toda la literatura pica. Ser, pues, la vieja
campaa desmitificadora contra Somoza nada ms que una habilsima
falsificacin de su mito, o asimismo el acompaamiento de una traicin
histrica que hizo posible ese mito, y que slo se mueve por inercia,
como un remordimiento? Squier sigue, en cambio, otro camino: el de
arrimar el de Somoza aunque tiznado, a veces, de leyenda negra
a las mticas y romnticas estampas caballerescas del espaol
universal, segn las cuales lo mismo el bandolero que el mendigo
tienen porte de seor. Pero dejemos que el viajero nos presente a
Somoza con esa imagen de guardarropa: Por lo que llegara a
nuestros odos, pues, me lo figuraba algo as como uno de esos
galantes salteadores de los Apeninos o de Sierra Morena, o un
gentil bandolero espaol, y casi me consideraba un hombre
afortunado ante la posibilidad de verme envuelto en un lance
personal con l apenas llegado al interior del pas. Ms adelante
narra extensamente el encuentro que tuvo con un compatriota suyo,
quien estaba posedo por el mito: No esper a que le preguntsemos
nada; all no ms solt la lengua: Vi a Somoza, lo vi, lo vi!. Le
haba vuelto la voz y supimos toda la historia, relatada con tal
candor y buena fe que, slo ello, aparte de las peripecias
pasadas, era para morirse de risa. El norteamericano del cuento
viajaba en un bongo, que Bernab y sus hombres haban abordado
desde una lancha. Y Squier contina: De pie, junto al mstil del
bongo, un hombre alto y garboso con una pluma en el sombrero.
De uno de sus hombros colgaba una roja capa espaola, un par
de pistolas sin funda en la cintura, y en su mano tena la espada
desnuda clavada la punta en el banco de un remero. El hombre
interrogaba al trmulo patrn, y lo haca frunciendo el ceo y
clavndole los ojos aquilinos Somoza dio ciertas rdenes a sus
hombres y se dirigi a la chopa. Nuestro pobre paisano crey de
veras que le haba sonado su ltima hora se incorpor, ante lo
cual Somoza dej caer la espada, y echndosele encima le dio un
caluroso abrazo a la espaola, pero tan fuerte que al slo
recordarlo le volva a doler la espalda. Y eso se repiti una y otra

vez, hasta que el dolor, superando en mucho el susto, le hizo


implorar entre agonas: No ms, seor, no ms!. Pero ese
tormento acab solo para dar comienzo a otro nuevo, pues ahora,
agarrndolo por las manos con la fuerza de un titn, se las gui
tan reciamente que estuvo a punto de desgajarle el hombro.
Somoza, entre tanto, entonaba un fogoso discurso, ininteligible
por dems para su oyente, quien slo se atreva a decir,
silabeando: S, seor, s, s, seor!. Terminada su alocucin,
quitse Somoza del dedo un rico anillo, insistiendo en dejrselo a
nuestro amigo (que, por supuesto, no lo acept). Vio a Somoza
por ltima vez en la popa de su barco, destacndose entre sus
semidesnudos hombres por su capa y su pluma al viento llevadas
a la manera de aquellos legendarios conquistadores de yelmo y
cota de malla. Lo cierto es que Bernab Somoza era corts en la
vida real, y hasta en el campo de batalla mismo. As lo afirma Ortega
Arancibia, sin temor de que sus frases adquieran brillos Mticos: Su
fuerte era la lanza; y montado, fascinaba a la tropa por su apuesto
continente y lo bien manejado de su arma favorita. Era
bondadoso y sagaz con el soldado; se capt las simpatas de
todos y lo seguan con entusiasmo cuando iba a batirse saliendo
siempre ileso de los combates, por lo cual lo crea el vulgo un
hombre sobrehumano. Iban con l al peligro porque peleando a
su lado se crean los hombres inmortales. Segn ese texto, el mito
de buena ley de nuestro personaje haca reconocible, en alguna
medida, su propia figura histrica. Pero si ahora se preguntase al
tpico nicaragense qu opina acerca de Bernab Somoza, empezara
respondiendo con esta inevitable exclamacin: Ah, Siete
Pauelos!

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