Charles Dickens Historia de Dos Ciudades
Charles Dickens Historia de Dos Ciudades
Charles Dickens Historia de Dos Ciudades
Libro primero
Resucitado
Captulo I
La poca
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabidura, y
tambin de la locura; la poca de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de
las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperacin. Todo lo
poseamos, pero no tenamos nada; caminbamos en derechura al cielo y nos
extravibamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella poca era tan parecida a
la actual, que nuestras ms notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se
refiere al bien como al mal, slo es aceptable la comparacin en grado superlativo.
En el trono de Inglaterra haba un rey de mandbula muy desarrollada y una reina
de cara corriente; en el trono de Francia haba un rey tambin de gran quijada y una
reina de hermoso rostro. En ambos pases era ms claro que el cristal para los seores
del Estado, que las cosas, en general, estaban aseguradas para siempre. Era el ao de
Nuestro Seor, mil setecientos setenta y cinco. En perodo tan favorecido como aqul,
haban sido concedidas a Inglaterra las revelaciones espirituales. Recientemente la
seora Southcott haba cumplido el vigsimo quinto aniversario de su aparicin sublime
en el mundo, que fue anunciada con la antelacin debida por un guardia de corps,
pronosticando que se hacan preparativos para tragarse a Londres y a Westminster.
Incluso el fantasma de la Callejuela del Gallo haba sido definitivamente
desterrado, despus de rondar por el mundo por espacio de doce aos y de revelar sus
mensajes a los mortales de la misma forma que los espritus del ao anterior, que
acusaron una pobreza extraordinaria de originalidad al revelar los suyos. Los nicos
mensajes de orden terrenal que recibieron la corona y el pueblo ingleses, procedan de
un congreso de sbditos britnicos residentes en Amrica, mensajes que, por raro que
parezca, han resultado de mayor importancia para la raza humana que cuantos se
recibieran por la mediacin de cualquiera de los duendes de la Callejuela del Gallo.
Francia, menos favorecida en asuntos de orden espiritual que su hermana, la del
escudo y del tridente, rodaba con extraordinaria suavidad pendiente abajo, fabricando
papel moneda y gastndoselo. Bajo la direccin de sus pastores cristianos, se entretena,
adems, con distracciones tan humanitarias como sentenciar a un joven a que se le
cortaran las manos, se le arrancara la lengua con tenazas y lo quemaran vivo, por el
horrendo delito de no haberse arrodillado en el fango un da lluvioso, para rendir el
debido acatamiento a una procesin de frailes que pas ante su vista, aunque a la
distancia de cincuenta o sesenta metros. Es muy probable que cuando aquel infeliz fue
llevado al suplicio, el leador Destino hubiera marcado ya, en los bosques de Francia y
de Noruega, los aosos rboles que la sierra haba de convertir en tablas para construir
aquella plataforma movible, provista de su cesta y de su cuchilla, que tan terrible fama
haba de alcanzar en la Historia. Es tambin, muy posible que en los rsticos cobertizos
de algunos labradores de las tierras inmediatas a Pars, estuvieran aquel da,
resguardadas del mal tiempo, groseras carretas llenas de fango, husmeadas por los
cerdos y sirviendo de percha a las aves de corral, que el labriego Muerte haba elegido
ya para que fueran las carretas de la Revolucin. Bien es verdad que si el Leador y el
Labriego trabajaban incesantemente, su labor era silenciosa y ningn odo humano
perciba sus quedos pasos, tanto ms cuanto que abrigar el temor de que aquellos
estuvieran despiertos, habra equivalido a confesarse ateo y traidor.
Apenas si haba en Inglaterra un tomo de orden y de proteccin que justificara la
jactancia nacional. La misma capital era, por las noches, teatro de robos a mano armada
y de osados crmenes. Pblicamente se avisaba a las familias que no salieran de la
ciudad sin llevar antes sus mobiliarios a los guardamuebles, nicos sitios donde estaban
seguros.
El que por la noche ejerca de bandolero, actuaba de da de honrado mercader en la
City, y si alguna vez era reconocido por uno de los comerciantes a quienes asaltaba en
su carcter de capitn, le disparaba atrevidamente un tiro en la cabeza para huir luego; la
diligencia correo fue atacada por siete bandoleros, de los cuales mat tres el guarda, que
luego, a su vez, muri a manos de los otros cuatro, a consecuencia de haber fallado sus
municiones, y as la diligencia pudo ser robada tranquilamente; el magnfico alcalde
mayor de Londres fue atracado en Turnham Green por un bandido que despoj al ilustre
prcer a las barbas de su numerosa escolta. En las crceles de Londres se libraban fieras
batallas entre los presos y sus carceleros y la majestad de la Ley los arcabuceaba
convenientemente. Los ladrones arrebataban las cruces de diamantes de los cuellos de
los nobles seores en los mismos salones de la Corte; los mosqueteros penetraron en
San Gil en busca de gneros de contrabando, pero la multitud hizo fuego contra los
soldados, los cuales replicaron del mismo modo contra el populacho, sin que a nadie se
le ocurriese pensar que semejante suceso no era uno de los ms corrientes y triviales. A
todo esto el verdugo estaba siempre ocupadsimo, aunque sin ninguna utilidad. Tan
pronto dejaba colgados grandes racimos de criminales, como ahorcaba el sbado a un
ladrn que el jueves anterior fue sorprendido al entrar en casa de un vecino, o bien
quemaba en Newgate docenas de personas o, a la maana siguiente, centenares de
folletos en la puerta de Westminter-Hall; y que mataba hoy a un asesino atroz y maana
a un desgraciado ratero que quit seis peniques al hijo de un agricultor.
Todas estas cosas y otras mil por el estilo ocurran en el bendito ao de mil
setecientos setenta y cinco. Rodeados por ellas, mientras el Leador y el Labriego
proseguan su lenta labor, los dos personajes de grandes quijadas y las dos mujeres, una
hermosa y la otra insignificante, vivan complacidos y llevaban a punta de lanza sus
divinos derechos. As el ao mil setecientos setenta y cinco conduca a sus grandezas y
a las miradas de insignificantes seres, entre los cuales se hallan los que han de figurar
en esta crnica, a lo largo de los caminos que se abran ante sus pasos.
Captulo II.- La diligencia
El camino que recorra el primero de los personajes de esta historia, la noche de un
viernes de noviembre, era el de Dover. El viajero segua a la diligencia mientras sta
avanzaba lentamente por la pendiente de la colina Shooter.
El viajero suba caminando entre el barro, tocando a la caja desvencijada del
carruaje, igual como hacan sus compaeros de viaje, no por deseo de hacer ejercicio,
sino porque la pendiente, los arneses y el fango, as como la diligencia, eran tan
pesados, que los pobres caballos se haban parado ya tres veces, y una de ellas
atravesaron el coche en el camino con el sedicioso propsito de volverse a Blackheath.
Las riendas y el ltigo, el cochero y el guarda, combinndose, dieron lectura al artculo
de las ordenanzas que asegura que nunca, en ningn caso, tendrn razn los animales, y
gracias a eso el tiro volvi al cumplimiento de su deber.
Con las cabezas bajas y las colas trmulas procuraban abrirse paso por el espeso
barro del camino, tropezando y dando tumbos de vez en cuando. Y cuando el mayoral
les daba algn descanso, el caballo delantero sacuda violentamente la cabeza como si
quisiera negar la posibilidad de que el vehculo pudiese nunca alcanzar lo alto de la
colina.
Cubran las hondonadas y se deslizaban pegadas a la tierra nubes de vapores
acuosos, semejantes a espritus malignos que buscan descanso y no lo encuentran. La
niebla era pegajosa y muy fra y avanzaba por el aire formando rizos y ondulaciones,
que se perseguan y alcanzaban, como las olas de un mar agitado. Era lo bastante densa
para encerrar en estrecho crculo la luz que derramaban los faroles del carruaje, hasta
impedir que se viesen los chorros de vapor que despedan los caballos por las narices.
Dos pasajeros, adems del que se ha mencionado, suban trabajosamente la
pendiente, al lado de la diligencia. Los tres llevaban subidos los cuellos de sus abrigos y
usaban botas altas. Ninguno de ellos hubiera podido decir cmo eran sus compaeros de
viaje, tan cuidadosamente recataban todas sus facciones y su carcter a los ojos del
cuerpo y a los del alma de sus compaeros. Por aquellos tiempos los viajeros se
mostraban difcilmente comunicativos con sus compaeros, pues cualquiera de stos
pudiera resultar un bandolero o un cmplice de los bandidos. En cuanto a stos,
abundaban extraordinariamente en tabernas o posadas, donde se podan hallar
numerosos soldados a sueldo del capitn, y entre ellos figuraban desde el mismo
posadero hasta el ltimo mozo de cuadra. En esto precisamente iba pensando el guarda
de la diligencia la noche de aquel viernes del mes de noviembre de mil setecientos
setenta y cinco, mientras penosamente suba el vehculo la pendiente de Shooter, y l
iba sentado en la banqueta posterior que le estaba reservada y en tanto que daba
vigorosas patadas sobre las tablas, para impedir que sus pies se transformaran en
bloques de hielo. Llevaba la mano puesta en un cofre en que haba un arcabuz cargado,
y un montn de seis o siete pistolas de arzn sobre una capa inferior de sables.
En este viaje de la diligencia de Dover ocurra como en todos los que haca, es
decir, que el guarda sospechaba de los viajeros, stos recelaban uno de otro y del
guarda, y unos a otros se miraban con desconfianza. En cuanto al cochero, solamente
estaba seguro de sus caballos; pero aun con respecto a stos habra jurado, por los dos
Testamentos, que las caballeras no eran aptas para aquel viaje.
-Arre! -gritaba el cochero.- Arriba! Un esfuerzo ms y llegaris arriba! Oye,
Jos!
-Qu quieres? -contest el guarda.
-Qu hora es?
-Por lo menos, las once y diez.
-Demonio! -exclam el cochero.- Y todava no hemos llegado a lo alto de esa
maldita colina. Arre! Arre! Perezosos!
El caballo delantero, que recibi un latigazo del cochero, dio un salto y emprendi
la marcha arrastrando a sus tres compaeros. La diligencia continu avanzando seguida
por los viajeros, que procuraban no separarse de ella y que se detenan cuando el
vehculo lo haca, pues si alguno de ellos hubiese propuesto a un compaero avanzar un
poco entre la niebla y la obscuridad, se habra expuesto a recibir un tiro como salteador
de caminos.
El ltimo esfuerzo llev el coche a lo alto de la colina, y all se detuvieron los tres
caballos para recobrar el aliento, en tanto que el guarda baj con objeto de calzar la
rueda para el descenso y abrir la puerta del coche para que los viajeros montasen.
-Jos! -dijo el cochero desde su asiento.
-Qu quieres, Toms?
Los dos se quedaron escuchando.
-Me parece que se acerca un caballo al trote.
-Pues yo creo que viene al galope -replic el guarda encaramndose a su sitio.-
Caballeros, favor al rey!
Y despus de hacer este llamamiento, cogi su arcabuz y se puso a la defensiva. El
pasajero a quien se refiere esta historia estaba con el pie en el estribo, a punto de subir, y
los dos viajeros restantes se hallaban tras l y en disposicin de seguirle. Pero se qued
con el pie en el estribo y, por consiguiente, sus compaeros tuvieron que continuar
como estaban. Todos miraron al cochero y al guarda y prestaron odo. En cuanto al
cochero y al guarda miraron hacia atrs y hasta el mismo caballo delantero enderez las
orejas y mir en la misma direccin.
El silencio resultante de la parada de la diligencia, aadido al de la noche, se hizo
impresionante. La respiracin jadeante de los caballos haca retemblar el coche, y los
corazones de los viajeros latan con tal fuerza, que tal vez se les habra podido or.
Por fin reson en lo alto de la colina el furioso galopar de un caballo.
-Alto! -grit el guarda.- Alto, o disparo!
Inmediatamente el jinete refren el paso de su cabalgadura y a poco se oy la voz
de un hombre que preguntaba:
-Es sta la diligencia de Dover?
-Nada os importa! -contest el guarda.- Quin sois vos?
-Es sta la diligencia de Dover?
-Para qu queris saberlo?
-Si lo es, debo hablar con uno de los pasajeros.
-Cul?
-El seor Jarvis Lorry.
El pasajero que ya hemos descrito manifest que ste era su nombre, y el guarda, el
cochero y los otros dos pasajeros le miraron con la mayor desconfianza.
-Quedaos donde estis! -exclam el guarda entre la niebla- porque si me equivoco
nadie sera capaz de reparar el error en toda vuestra vida. Caballero que os llamis
Lorry, contestad la verdad.
-Qu ocurre?- pregunt el pasajero con insegura voz. -Quin me llama? Sois
Jeremas?
-No me gusta la voz de Jeremas, si ste es Jeremas gru el guarda para s.
-S, seor Lorry.
-Qu ocurre?
-Un despacho que os mandan desde all T. y Compaa.
-Conozco a este mensajero, guarda -dijo el seor Lorry bajando al camino, a lo que
los otros viajeros no pusieron el ms pequeo inconveniente, pues se apresuraron a
entrar en el coche y cerrar la puerta.- Puede acercarse, no hay peligro alguno.
-As lo creo, pero no estoy seguro murmuro el guarda.- Eh, el jinete!
-Qu pasa? -exclam el interpelado con voz ms bronca que antes.
-Podis acercaros al paso. Y procurad no llevar la mano a las pistoleras porque me
equivoco con la mayor rapidez y mis errores toman la forma de plomo. Avanzad
despacio para que os veamos.
Lentamente aparecieron las figuras del jinete y del caballo y fueron a situarse junto
a la diligencia, donde estaba el viajero. Se detuvo el jinete y con los ojos fijos en el
guarda entreg al pasajero un papel plegado. Fatigados estaban el jinete y su caballo y
ambos cubiertos de barro, desde los cascos del ltimo al sombrero del primero.
-Guarda -exclam el viajero.
-Qu deseis? -pregunt el guarda dispuesto a disparar a la menor seal de
peligro.
-No hay nada que temer. Pertenezco al Banco Tellson. Seguramente conocis el
Banco Tellson, de Londres. Voy a Pars en viaje de negocios. Tomad esta corona para
beber. Puedo leer esto?
-Hacedlo rpidamente.
Abri el pliego y lo ley a la luz del farol de la diligencia, primero para s y luego
en voz alta: Esperad en Dover a la seorita. -Ya veis que no es largo, guarda -dijo-
Jeremas, decid que mi respuesta es: Resucitado.
-Vaya una extraa respuesta! -exclam Jeremas sobresaltado.
-Llevad esta respuesta y por ella sabrn que he recibido el mensaje. Buen viaje,
adis!
Diciendo estas palabras, el viajero abri la portezuela y entr en el vehculo, sin ser
ayudado por los dos que ya estaban en l, quienes se haban ocupado en esconder sus
relojes y su dinero en las botas y fingan, en aquel momento, estar dormidos.
El coche prosigui la marcha, envuelto en ms espesa bruma al iniciar el descenso.
El guarda volvi a guardar en la caja el arcabuz, no sin mirar a las pistolas que
colgaban de su cinturn y luego examin una caja que estaba debajo de su asiento, en la
que haba algunas herramientas, un par de antorchas y una caja con pedernal y yesca,
para encender los faroles del carruaje, cosa que tena que hacer varias veces de noche,
cuando los apagaba el viento, y que lograba, si estaba de suerte, en cosa de cinco
minutos.
-Toms! -exclam el guarda llamando al cochero.
-Qu quieres, Jos?
-Oste el mensaje?
-S.
-Qu te parece?
-Nada, Jos.
-Pues es una coincidencia -murmur el guarda- porque a m me ocurre lo mismo.
Jeremas, ya solo en la niebla y en la obscuridad, ech pie a tierra, no solamente
para descansar su caballo, sino que, tambin, para limpiarse el barro del rostro y secarse
un poco el sombrero. Y cuando ya dej de or el ruido de las ruedas de la diligencia,
emprendi el descenso de la colina.
-Despus de galopar desde Temple Bar, amiga -dijo a la yegua, no me fiar de tus
patas hasta que estemos en terreno llano. Resucitado. Resulta un mensaje muy raro. Y
eso no lo entiende Jeremas. Y, amigo Jeremas, si se pusiera de moda resucitar, tal vez
te vieras en un serio compromiso.
Captulo III.- Las sombras de la noche
Es un hecho maravilloso y digno de reflexionar sobre l, que cada uno de los seres
humanos es un profundo secreto para los dems. A veces, cuando entro de noche en una
ciudad, no puedo menos de pensar que cada una de aquellas casas envueltas en la
sombra guarda su propio secreto; que cada una de las habitaciones de cada una de ellas
encierra, tambin, su secreto; que cada corazn que late en los centenares de millares de
pechos que all hay, es, en ciertas cosas, un secreto para el corazn que ms cerca de l
late.
Y as, por lo que a este particular se refiere, tanto el mensajero que regresaba a
caballo, como los tres viajeros encerrados en el estrecho recinto de una diligencia, eran
cada uno de ellos un profundo misterio para los dems, tan completo como si
separadamente hubiesen viajado en su propio coche y una comarca entera estuviese
entre uno y otro.
El mensajero tom el camino de regreso al trote, detenindose con la mayor
frecuencia en las tabernas que hallaba en su camino, para echar un trago, pero sin hablar
con nadie y conservando el sombrero calado hasta los ojos, que eran negros, muy juntos
y de siniestra expresin. Aparecan debajo de un sombrero que, ms que tal, semejaba
una escupidera triangular y sobre un tabardo que empezaba en la barbilla y terminaba en
las rodillas del individuo.
-No, Jeremas, no! -murmuraba el mensajero fija la mente en el mismo tema -Eso
no puede convenirte. T, Jeremas, eres un honrado menestral, y de ninguna manera
convendra eso a tu negocio. Resucitado. Que me maten si no estaba borracho al
decirme eso!
Tan preocupado le traa el mensaje, que varias veces se quit el sombrero para
rascarse la cabeza, la cual, a excepcin de la coronilla, que tena calva, estaba cubierta
de pelos gruesos y speros que le caan casi hasta la altura de la nariz.
Mientras regresaba al trote para transmitir el mensaje al vigilante nocturno de la
Banca Tellson, en Temple Bar, quien haba de pasarlo a sus superiores, las sombras de
la noche tomaban tales formas que le recordaban constantemente el mensaje, al paso
que para la yegua constituan motivos de inquietud, y sin duda alguna deba de tenerlos
a cada paso, porque se manifestaba bastante intranquila. Mientras tanto, para los
viajeros que iban en la diligencia que corra dando tumbos, aquellas sombras tomaban
las formas que sus semicerrados ojos y confusos pensamientos les prestaban.
Pareca que el Banco Tellson se hubiera trasladado a la diligencia. El pasajero que
al establecimiento perteneca, con el brazo pasado por una de las correas, gracias a lo
cual evitaba salir disparado contra su vecino cuando el coche daba uno de sus saltos,
cabeceaba en su sitio con los ojos medio cerrados. Crea ver que las ventanillas del
coche, el farol que los alumbraba dbilmente y el bulto que haca el otro pasajero, eran
el mismo Banco y que en aquellos momentos l mismo realizaba numerosos negocios.
El ruido de los arneses era el tintineo de las monedas, y pagaba ms letras en cinco
minutos, de lo que el Banco Tellson, a pesar de sus relaciones nacionales y extranjeras,
haba pagado nunca en tres veces en el mismo tiempo. Luego, ante el adormilado
pasajero se abrieron los stanos del Banco, sus valiosos almacenes, sus secretos, de los
que conoca una buena parte, y l circulaba por all con sus llaves y alumbrndose con
una vela, viendo que todo estaba tranquilo, seguro y slido como lo dejara.
Pero aunque el Banco estaba siempre con l y aunque tambin le acompaaba el
coche, de un modo confuso, como bajo los efectos de un medicamento opiado, haba en
su mente otras ideas que no cesaron durante toda la noche. Su viaje tena por objeto
sacar a alguien de la tumba.
Pero lo que no indicaban las sombras de la noche era cul de los rostros que se le
presentaban perteneca a la persona enterrada. Todas, sin embargo, eran las faces de un
hombre de unos cuarenta y cinco aos, y diferan principalmente por las pasiones que
expresaban y por su estado de demarcacin y de lividez. El orgullo, el desdn, el reto, la
obstinacin, la sumisin y el dolor se sucedan unos a otros y tambin, sucesivamente,
se presentaban rostros demacrados, de pmulos hundidos, y de color cadavrico. Pero
todos los rostros eran de un tipo semejante y todas las cabezas estaban prematuramente
canas. Un centenar de veces el pasajero medio adormecido preguntaba a aquel espectro:
-Cunto tiempo hace que te enterraron?
-Casi dieciocho aos -contestaba invariablemente el espectro.
-Habas perdido la esperanza de ser desenterrado?
-Ya hace mucho tiempo.
-Sabes que vas a volver a la vida?
-As me dicen.
-Te interesa vivir?
-No puedo decirlo.
-Querrs que te la presente? Quieres venir conmigo a verla?
Las respuestas a esta pregunta eran varias y contradictorias. A veces la
contestacin era: Espera! Me morira si la viera tan pronto. Otras sala la respuesta de
entre un torrente de lgrimas, para decir: Llvame junto a ella! Otras se quedaba el
espectro admirado y maravillado y luego exclamaba: No la conozco. No te entiendo.
Y despus de estos discursos imaginarios, el viajero, en su fantasa, cavaba la tierra
sin descanso, ya con la azada, con una llave o con sus manos, a fin de desenterrar a
aquel desgraciado. Por fin lo lograba, y con el pelo y el rostro sucios de tierra se caa de
pronto. Entonces, al tocar el suelo se sobresaltaba y, despertando, bajaba la ventanilla
para sentir en su mejilla la realidad de la bruma y de la lluvia.
Pero aun entonces, con los ojos abiertos y fijos en el movedizo rastro de luz que en
el camino iba dejando el farol del vehculo, vea cmo las sombras del exterior tenan el
mismo aspecto que las del interior del coche. Vea nuevamente la casa de banca en
Temple Bar, los negocios realizados en el da anterior, las cmaras en que se guardaban
los valores, el mensajero que le mandaron. Y entre todas aquellas sombras surga la cara
espectral y se acercaba a l de nuevo.
-Cunto tiempo hace que te enterraron?
-Casi dieciocho aos.
-Supongo que querrs vivir.
-No lo s.
Y cavaba, cavaba, cavaba, hasta que el impaciente movimiento de uno de los
pasajeros le indic que cerrara la ventanilla. Entonces, con el brazo pasado por la correa
se fij en las formas de aquellos dos dormidos, hasta que su mente perdi la facultad de
fijarse en ellos y de nuevo fantase acerca del Banco y de la tumba.
-Cunto tiempo hace que te enterraron?
-Casi dieciocho aos.
-Habas perdido la esperanza de ser desenterrado?
-Hace mucho tiempo.
Las palabras estaban an en su odo, tan claras como las ms claras que oyera en su
vida, cuando el cansado viajero se despert a la realidad del da, y vio que se haban
alejado ya las sombras de la noche.
Baj la ventanilla y mir al exterior, al sol naciente. Haba un surco y un arado
abandonado la noche anterior al desuncir los caballos; ms all vio un bosquecillo, en el
cual haba an muchas hojas amarillentas y rojizas. Y aunque la tierra estaba hmeda y
fra, el cielo era claro, el sol naca brillante, plcido y hermoso.
-Dieciocho aos! -exclam el pasajero mirando al sol. - Dios mo! Estar
enterrado en vida durante dieciocho aos!.
Captulo IV.- La preparacin
Cuando la diligencia hubo llegado felizmente a Dover, a media maana, el
mayordomo del Hotel del Rey Jorge abri la portezuela del coche, como tena por
costumbre. Lo hizo con la mayor ceremonia, porque un viaje en diligencia desde
Londres, en invierno, era una hazaa digna de loa para el que la emprendiera.
Pero en aquellos momentos no haba ms que un solo viajero a quien felicitar,
porque los dos restantes se haban apeado en sus respectivos destinos. El interior de la
diligencia, con su paja hmeda y sucia, su olor desagradable y su obscuridad, pareca
ms bien una perrera de gran tamao. Y el seor Lorry, el pasajero, sacudindose la paja
que llenaba su traje, su sombrero y sus botas llenas de barro, pareca ms bien un perro
de gran tamao.
-Habr maana barco para Calais, mayordomo?
-S, seor, si contina el buen tiempo y no arrecia el viento. La marca sube a las
dos de la tarde. Quiere cama el seor?
-No pienso acostarme hasta la noche, pero deseo una habitacin y un barbero.
-Y el almuerzo a continuacin, seor? Perfectamente. Por aqu, seor. La
Concordia para este caballero! El equipaje de este caballero y agua caliente a la
Concordia! Que vayan a quitar las botas del caballero a la Concordia! All encontrar el
seor un buen fuego. Que vaya en seguida un barbero a la Concordia!
El dormitorio llamado La Concordia se destinaba habitualmente al viajero de la
diligencia y ofreca la particularidad de que, al entrar, siempre pareca el mismo
personaje, pues todos iban envueltos de pies a cabeza de igual manera; en cambio, a la
salida era incontable la variedad de los personajes que se vean. Por consiguiente otro
criado, dos mozos, varias muchachas y la duea se haban estacionado al paso, del
viajero, entre la Concordia y el caf, cuando apareci un caballero de unos sesenta aos,
vestido con un traje pardo en excelente uso y luciendo unos puos cuadrados, muy
grandes y enormes carteras sobre los bolsillos, y que se diriga a almorzar.
Aquella maana el caf no tena otro ocupante que el caballero vestido de color
pardo. Se le puso la mesa junto al fuego; al sentarse qued iluminado por el resplandor
de las llamas y se qued tan inmvil como si quisiera que le hiciesen un retrato.
Se qued mirando tranquilamente a su alrededor, en tanto que resonaba en su
bolsillo un enorme reloj. Tena las piernas bien formadas y pareca envanecerse de ello,
porque las medias se ajustaban perfectamente a ellas y eran de excelente punto. En
cuanto a los zapatos y a las hebillas, aunque de forma corriente, eran de buena calidad.
Ajustada a la cabeza llevaba una peluca rizada, que, ms que de pelo, pareca de seda o
de cristal hilado. Su camisa, aunque no tan buena como las medias, era tan blanca como
la cresta de las olas que rompan en la cercana playa. El rostro, habitualmente tranquilo,
y apacible, se animaba con un par de brillantes ojos, que sin duda dieron mucho que
hacer a su propietario en aos juveniles para contenerlos y darles la expresin serena y
tranquila propia de los que pertenecan a la Banca Tellson. Tena sano color en las
mejillas, y su rostro, aunque reservado, expresaba cierta ansiedad.
Y como los que se sientan ante el pintor para que les haga el retrato, el seor Lorry
acab por dormirse. Le despert la llegada del almuerzo y dijo al criado que le serva:
-Deseo que preparen habitacin para una seorita que llegar hoy. Preguntar por
el seor Jarvis Lorry, o, tal vez, solamente por un caballero del Banco Tellson. Cuando
llegue, haced el favor de avisarme.
-Perfectamente, seor. Del Banco Tellson, de Londres, seor?
-S.
-Muy bien, seor. Tenemos el honor de alojar a los caballeros del Banco Tellson
en sus viajes de ida y vuelta de Londres a Pars. Se viaja mucho, en el Banco Tellson,
seor.
-S. Somos una casa francesa y tambin inglesa.
-Es verdad. Pero vos, seor, no viajis mucho.
-En estos ltimos aos, no. Han pasado ya quince aos desde que estuve en Francia
por ltima vez.
-De veras? Entonces no estaba yo aqu todava. El Hotel estaba en otras manos
entonces.
- As lo creo.
-En cambio, me atrevera a apostar que una casa como el Banco Tellson ha venido
prosperando, no ya desde hace quince aos sino, tal vez, desde hace cincuenta.
-Podrais decir ciento cincuenta sin alejaros de la verdad.
-De veras?
Y abriendo a la vez la boca y los ojos, al retirarse de la mesa, el criado se qued
contemplando al husped mientras coma y beba.
Cuando el seor Lorry hubo terminado su almuerzo, se dirigi a la playa para dar
un paseo. La pequea e irregular ciudad de Dover quedaba oculta de la playa y pareca
esconder su cabeza en los acantilados calizos, como avestruz marina. La playa pareca
un desierto lleno de piedras y escollos en que la mar haca lo que le vena en gana, y lo
que le vena en gana era destruir, pues ruga y bramaba por doquier. Algunas personas,
muy pocas, estaban entregadas a la pesca en la playa, pero en cambio, por las noches,
eran numerosos los que frecuentaban aquel lugar, mirando con ansiedad al mar,
especialmente cuando suba la marca. Y algunos comerciantes, que apenas realizaban
operaciones, ganaban, de pronto, enormes fortunas, y lo ms notable era que nadie, en la
vecindad, poda soportar siquiera a un farolero.
A medida que avanzaba la tarde y empezaban las sombras, se cubra el cielo de
nubes y las ideas del seor Lorry parecan obscurecerse tambin. Cuando ya fue de
noche y se sent nuevamente ante el fuego, en espera de la cena, su imaginacin cavaba,
cavaba sin cesar, mientras, distradamente, miraba los carbones encendidos.
Una botella de clarete a la hora de la cena no perjudica ningn cavador, y cuando
ya el seor Lorry se dispona beber el ltimo vaso, reson en el exterior un ruido de
ruedas que avanzaba por la calle para entrar, por fin, en el patio de la casa.
-Debe de ser la seorita -se dijo dejando sobre la mesa el vaso que iba a llevar a sus
labios.
Pocos minutos despus, lleg el camarero a anunciarle que la seorita Manette
acababa de llegar de Londres y que, con el mayor gusto, vera al caballero de la casa
Tellson.
El caballero se bebi el vaso de vino, y despus de ajustarse la peluca sigui al
camarero, a la habitacin de la seorita Manette. Esta era sombra y ttrica, pues sus
paredes estaban tapizadas de color muy obscuro, tono que tambin tenan los muebles.
Las tinieblas de la estancia eran tan densas que, al principio, el seor Lorry no
crey que all estuviera la seorita a quien deba ver, hasta que la divis ante l, junto al
fuego y dbilmente alumbrada por dos velas. La joven pareca no tener ms de
diecisiete aos, tena el rostro muy lindo, los cabellos dorados, unos hermosos ojos
azules y la frente despejada e inteligente. Y cuando el caballero fij sus ojos en ella,
pareci recordar a la niita a quien llevara en sus brazos muchos aos antes, en un viaje
a travs de aquel mismo Canal. Pero la imagen mental que acudiera a su memoria se
desvaneci en seguida y el caballero se inclin ante la seorita.
-Tened la bondad de sentaros, caballero -exclam ella con voz armoniosa y de
ligero acento extranjero.
-Os beso la mano, seorita -exclam el seor Lorry haciendo nueva reverencia y
sentndose en el lugar que le indicaran.
-Ayer, caballero, recib una carta del Banco, informndome de que se haba
sabido o descubierto...
-La palabra es lo de menos, seorita.
-Algo acerca de los escasos bienes que dej mi padre... al que nunca conoc...
Hace tantos aos que muri!...
El seor Lorry se revolvi inquieto en la silla.
-Y que hace necesario mi viaje a Pars, donde haba de ponerme en relacin con un
caballero del Banco, enviado all con este objeto.
-Soy yo mismo.
La joven le hizo una reverencia y el caballero se inclin a su vez.
-Contest al Banco, caballero, que si se consideraba necesario mi viaje a Francia,
toda vez que soy hurfana y no tengo quien me acompae, por lo menos, deseaba estar
bajo la proteccin de este caballero. Segn supe, l haba salido ya de Londres, pero
creo que le mandaron un mensajero para rogarle que me esperase.
-Me considero feliz de haber sido honrado con el encargo y ms me complacer
llevarlo a cabo.
-Os doy las gracias, caballero -contest la joven.- Os estoy muy agradecida. Me
anunciaron en el Banco que el caballero me explicara todos los detalles del asunto y
que debo prepararme para or noticias sorprendentes. Desde luego he hecho todo lo
posible para prepararme y os aseguro que siento deseos de saber de qu se trata.
-Naturalmente -contest el seor Lorry.- Yo...
Despus de ligera pausa aadi, ajustndose mejor la peluca:
-Es muy difcil empezar.
Y se qued silencioso en tanto que la joven arrugaba la frente.
-No nos habremos visto antes, caballero? -pregunt la joven.
-Lo creis as? -exclam sonriendo el seor Lorry.
Ella permaneci silenciosa, sin contestar y el caballero aadi:
-En vuestra patria de adopcin, seorita, supongo que desearis que os trate como
si fueseis inglesa.
-Como gustis, caballero.
-Seorita Manette, yo soy hombre de negocios y con respecto a vos he de llevar a
cabo un negocio. Cuando oigis de mis labios lo que voy a decir, tened la bondad de no
ver en mi otra cosa que una mquina que habla, porque, en realidad, no ser otra cosa.
Con vuestro permiso, pues, voy a referiros ahora, seorita, la historia de uno de nuestros
clientes.
-Una historia?
-S, seorita, de uno de nuestros clientes. En nuestros negocios bancarios llamamos
clientes a todas nuestras relaciones. Se trataba de un caballero francs; un hombre de
ciencia, de grandes dotes intelectuales. Un doctor.
-De Beauvais?
-S, seorita, precisamente de Beauvais. Como el doctor Manette, vuestro padre,
este caballero era de Beauvais. Y, tambin como el seor Manette, vuestro padre, el
caballero en cuestin era muy conocido en Pars. Tuve el honor de conocerlo all.
Nuestras relaciones eran puramente comerciales, aunque de carcter confidencial.
En aquel tiempo estaba yo en nuestra casa francesa, y de ello hace... oh, por lo menos,
veinte aos!
-En aquel tiempo? Puedo preguntar qu tiempo era?
-Hablo, seorita, de veinte aos atrs. Se cas con una dama inglesa... y yo era uno
de sus fideicomisarios. Sus asuntos, como los de muchos otros caballeros franceses,
estaban por completo en manos del Banco Tellson. De la misma manera soy y he sido
fideicomisario de veintenas de nuestros clientes. Estas son relaciones de negocios,
seorita; no hay en ellas amistad alguna, inters particular, ni nada que se parezca a
sentimiento. En el curso de mi vida comercial, he pasado de uno a otro, de la misma
manera como durante el da paso de un cliente a otro; en una palabra, no tengo
sentimientos. Soy una mquina y nada ms. Y continuando mi relacin...
-Pero, caballero, me estis refiriendo la historia de mi padre, y ahora se me ocurre
que cuando muri mi madre, que solamente sobrevivi a mi padre dos aos, vos fuisteis
quien me llev a Inglaterra. Estoy casi segura de ello.
El seor Lorry tom la manecita que avanzaba hacia l y respetuosamente la llev
a los labios. Luego, tras de arrellanarse en su silla, aadi:
-S, seorita, fui yo. Y eso os convencer de que realmente no tengo sentimientos y
que todas mis relaciones con los clientes son puramente de negocios. Desde entonces
habis sido la pupila del Banco Tellson y yo no he procurado siquiera veros de nuevo,
ocupado como estaba en otros asuntos. Sentimentalismos! No, no tengo tiempo para
ello, pues me paso la vida ocupado en mover inmensas sumas de dinero.
El seor Lorry volvi a alisarse la peluca, por ms que no era necesario, y
continu:
-As, pues, seorita, lo que acabo de referir es la historia de vuestro padre. Pero
ahora vienen las diferencias. Si vuestro padre no hubiese muerto cuando muri... No os
asustis!
En efecto, la joven se haba sobresaltado.
-Os ruego -prosigui el seor Lorry -que moderis vuestra agitacin. Aqu no se
trata ms que de negocios. Como iba diciendo...
Pero la mirada de la joven lo descompuso de tal manera, que, tartamudeando,
prosigui:
-Como iba diciendo... Si el seor Manette no hubiese muerto, y si en vez de morir,
hubiese desaparecido silenciosa y misteriosamente; si no hubiera sido muy difcil
adivinar a qu temible lugar haba ido a parar; s no hubiese existido algn compatriota
suyo tan temible que resultara peligroso hablar an en voz baja de vuestro padre, es
decir, sin correr el peligro de verse encerrado para siempre ms en alguna olvidada
prisin; si su esposa hubiera implorado del mismo rey, de la reina, de la corte y hasta de
las mismas autoridades eclesisticas, que le dieran noticias del desaparecido, aunque
siempre en vano... entonces la historia de vuestro padre habra sido la misma de ese
infortunado caballero, el doctor de Beauvais.
-Continuad, caballero, os lo ruego!
-Voy a proseguir, pero no os faltar valor?
-Cualquier cosa es preferible a la incertidumbre en que me habis dejado.
-Hablis con calma y seguramente, estis ya tranquila. As me gusta -aadi,
aunque su actitud pareca menos complacida que sus palabras.- Se trata solamente de un
negocio... de un negocio que hay que llevar a cabo. Ahora bien; si la esposa del doctor,
aunque era una dama de gran valor y muy animosa, sufri tanto por esta causa antes de
que naciera su hijo...
-No fue un hijo, caballero, sino una nia.
-Bien, una nia. Esto no altera el negocio. As, pues, seorita, la pobre dama sufri
tanto antes de nacer su hija, que se resolvi ahorrarle la herencia del dolor que ella haba
sufrido, y le hizo creer que su padre haba muerto. No, no os arrodillis! Por qu os
arrodillis?
-Para suplicaros que me digis la verdad. Oh, caballero, compadeceos de m y
decidme la verdad!
-Ya lo har... pero esto no es ms que un negocio. Me aturrullis y no podr seguir.
Si, por ejemplo, me decs cunto suman nueve veces nueve peniques o los chelines que
hay en veinte guineas, me dejaris ms tranquilo.
Sin contestar a esta pregunta, la joven hizo un esfuerzo por dominarse, y
advirtindolo su interlocutor, exclam:
-Bien, perfectamente. Cobrad nimo. Se trata solamente de un negocio y de un
buen negocio. Seorita Manette, vuestra madre tom la resolucin que he indicado, y
cuando muri, con el corazn destrozado por el dolor, y sin haber dejado ni un
momento de hacer indagaciones con respecto a vuestro padre, os dej a los dos aos de
edad en camino de crecer hermosa, feliz y sin penas, y libre de la obscura nube que
habra representado para vos la incertidumbre de no saber si vuestro padre continuaba
encerrado en un calabozo y segua sufriendo las torturas de estar enterrado en vida.
Mir compasivo a los dorados cabellos de la joven, como si hubiese temido verlos
con algunas hebras de plata.
-Ya sabis que vuestros padres no tenan gran fortuna -aadi- y que cuanto
posean fue debidamente asegurado en favor de vuestra madre y de vos misma. No s
han hecho nuevos descubrimientos de dinero, pero...
Se detuvo sin valor para continuar y despus de ligera pausa, aadi:
-Pero l, en cambio, ha sido encontrado. Vive. Muy cambiado, probablemente, y
convertido en una ruina, pero debemos tener esperanzas de algo mejor. Lo esencial es
que vive. Vuestro padre ha sido llevado a la casa de un antiguo criado en Pars, y all
vamos a dirigirnos. Yo para identificarle, si me es posible; y vos para devolverlo a la
vida, al amor, al deber, al descanso y al bienestar.
La joven se estremeci, y luego en voz baja exclam:
-Voy a ver a su espectro! Ser su espectro, pero no l!
El seor Lorry acarici las manos de la joven y dijo:
-Tranquilizaos, seorita. Ahora ya conocis todo lo bueno y todo lo malo. Vamos
al encuentro del desdichado caballero, y despus de un feliz viaje por mar y por tierra,
os encontraris a su lado.
La joven, en el mismo tono de voz, exclam:
-Yo he sido feliz y he gozado de libertad y nunca me ha perseguido su fantasma.
-He de deciros algo ms -prosigui el seor Lorry, tratando de fijar la atencin de
la joven.- Cuando le encontraron llevaba otro nombre, pues el suyo o se olvid o
alguien tuvo inters en que permaneciera ignorado. No hay por qu tratar ahora de
averiguarlo, ni tampoco hay razn para indagar el por qu durante tantos aos estuvo
preso, ya porque se olvidaran de l o porque quisieran tenerlo encerrado hasta su
muerte. Estas indagaciones seran peligrosas. Es mejor no hablar de nada de eso, por lo
menos mientras estemos en Francia. Yo mismo, aunque soy sbdito ingls y empleado
en el Banco Tellson, con toda la importancia que en Francia tiene la casa, evito hablar
del asunto y no llevo conmigo ni un papel que a ello se refiera. Todos los poderes que
me acreditan para resolver este asunto, se comprenden tan slo en una palabra:
Resucitado, lo cual no significa nada. Pero, qu es eso? La pobrecilla, no me oye
siquiera. Seorita Manette!
La joven estaba inmvil y silenciosa, privada de sentido, con los ojos abiertos y
fijos en l, como si fuese una estatua. El caballero no se atrevi a tocarla, temiendo
hacerle dao, pero se apresur a gritar pidiendo socorro.
Apareci una mujer de aspecto bravo y el seor Lorry observ que era roja de
cabeza a pies, pues rojo era su gorro, rojos sus cabellos y su rostro y rojo su vestido.
Entr corriendo en la estancia, precediendo a los criados de la posada y sin
pensarlo gran cosa dio un empujn al caballero, mandndolo a la pared ms cercana.
-Eso no es una mujer! -pens el seor Lorry. - Ms bien parece un hombre.
-Qu hacis ah mirando? -exclam aquella mujer dirigindose a las criadas. -
Por qu no vais en busca de lo necesario en vez de quedaros mirndome as? Traedme
en seguida sales, agua ira y vinagre! Y en cuanto a vos -aadi dirigindose al seor
Lorry:- No podais decirle todo eso sin asustarla? Mirad cmo la habis dejado!
Plida como una muerta y sin sentido! A eso llamis ser banquero?
El seor Lorry no supo qu contestar y se qued humildemente junto a la pared, sin
atreverse casi a mirar, y la mujer tom los remedios que haban trado los criados,
ordenndoles luego que se marcharan si no queran que les dijese algo desagradable.
-Espero que pronto recobrar el sentido -observ el seor Lorry.
-No por lo que hayis hecho -contest la mujer.- Pobrecilla ma!
-Espero -aadi el seor Lorry despus de nueva pausa y con la misma humildad-
que acompaaris a la seorita Manette en su viaje a Francia.
-Sois un tonto! -exclam la mujer.- Creis que si la Providencia hubiese
dispuesto que haba de viajar por mar, me habra hecho nacer en una isla?
Y como esto era de difcil contestacin, el seor Jarvis Lorry se retir para meditar.
Captulo V.- La taberna
Una gran barrica de vino se cay en la calle y se rompi. Ocurri el accidente al
descargarla de un carro; rod el barril y al tropezar con el suelo se le soltaron los cercos
y se desparram el vino, en tanto que las duelas quedaban frente a una taberna, como
enorme nuez rota.
Cuanta gente haba por all suspendi su trabajo o su pereza para ir a beberse el
vino derramado. Las piedras irregulares y salientes de la calle, destinadas, al parecer, a
lisiar a cuantos se acercaran a ellas, fueron la causa de que se formasen varios pequeos
estanques, cada uno de los cuales se vio rodeado por algunos individuos que,
arrodillados y con el hueco de sus manos, recogan y se beban el lquido. Otros lo
recogan con vasijas de barro y hasta empapando los pauelos que las mujeres llevaban
en la cabeza, para retorcerlos luego incluso sobre la abierta boca de los nios, y los que
no pudieron coger el precioso lquido, se entretenan en lamer las duelas cubiertas
interiormente de heces. Y tanto fue el afn de todos para que, no se escapara una sola
gota del lquido y tanto barro tragaron al mismo tiempo que ingeran el vino, que la
calle qued limpsima, como si por all hubieran pasado los barrenderos, si por milagro
hubieran aparecido estos personajes desconocidos en aquella poca.
Mientras dur el vino hubo la mayor alegra en la calle, pero en cuanto no qued
una gota cesaron, como por ensalmo, las manifestaciones de jbilo. Todos volvieron a
sus ocupaciones y los cadavricos rostros que salieran de las obscuras cuevas
desaparecieron nuevamente en ellas.
Como el vino derramado era rojo, ti el suelo de la estrecha calleja del barrio de
San Antonio, de Pars. Haba manchado tambin muchas manos y muchos rostros, y los
que se entretuvieron en lamer las duelas, quedaron con manchas rojas en torno de la
boca, como tigres ahtos de carne, y hasta hubo un bromista que con los dedos baados
en barro rojizo, escribi en la pared la palabra: Sangre.
Da llegara en que este vino fuera tambin derramado por las calles y cuyo color
rojo manchara asimismo a muchos de los que all estaban.
Nuevamente la calle volvi a su estado habitual, de que saliera un momento, y
qued triste, fra, sucia, llena de enfermedades y de miseria, de ignorancia y de hambre.
En todas partes se vean pobres individuos envejecidos, debilitados y hambrientos. Los
nios tenan caras de viejo y hablaban con gravedad. El Hambre reinaba en el barrio
como duea y seora y sus manifestaciones se advertan por doquier. Las calles eran
tortuosas y estrechas, amn de sucias como muladares y las casas de que se componan
estaban habitadas por gente sumida en la ms negra miseria. Mas aun a pesar de todo,
no faltaban ojos brillantes, labios contrados y frentes arrugadas. En las mismas tiendas
se adverta tambin la necesidad general, pues en las carniceras se vean tan slo
piltrafas de carne y en las panaderas panes pequeos y groseros. Los concurrentes a las
tabernas beban sus minsculos vasos de vino o de cerveza y se hablaban
confidencialmente. Nada estaba all representado en estado floreciente, a excepcin de
las armeras y las tiendas en que se vendan herramientas. Los instrumentos o armas de
acero eran brillantes, estaban afilados y en abundancia. La calle de piso desigual careca
de aceras y estaba llena de baches. Los faroles, a grandes intervalos, colgaban de
cuerdas que atravesaban de un lado a otro de la calle y por las noches apenas bastaban
para disipar las sombras.
La taberna ante la cual se rompi el barril estaba en un rincn de la calle y tena
mejor aspecto que los dems establecimientos. El tabernero contempl la lucha por
beberse el vino derramado, sin importrsele gran cosa, porque como el estropicio fue
causado por los que descargaban el vino, de su cuenta corra proporcionarle otro barril.
De pronto sus ojos sorprendieron al bromista que escriba en la pared con los dedos
y se acerc airado a l, borrando con las manos la terrible palabra que el otro trazara.
El tabernero era un hombre de aspecto marcial, de cuello de toro y de unos treinta
aos. Deba de ser de ardiente temperamento, porque a pesar de que el da era muy fro
llevaba la chaqueta colgada del hombro y las mangas de la camisa arremangadas hasta
el codo. La cabeza estaba cubierta solamente por su cabello negro y rizado. Por lo
dems era moreno, tena buenos ojos y la mirada decidida. Pareca de buen humor, pero
de carcter implacable, resuelto y de firme voluntad.
La seora Defarge, su esposa, estaba sentada en la tienda, detrs del mostrador,
cuando aqul entr. Era una mujer corpulenta, de la misma edad que su marido, con
ojos observadores que no parecan fijarse en nada, de manos grandes, adornadas por
sortijas, rostro de facciones enrgicas y expresin de perfecta compostura. Pareca muy
friolera y estaba envuelta en pieles, incluso la cabeza, aunque dejando al descubierto los
pendientes. Tena delante su labor de calceta, pero la haba dejado a un lado para
limpiarse los dientes con una astillita. As ocupada, la seora Defarge no dijo nada al
entrar su marido, sino que se limit a toser ligeramente, y esto unido a un leve
movimiento de sus cejas, indic a su esposo la conveniencia de vigilar a sus clientes,
pues entre ellos encontrara a alguno que haba entrado mientras l estaba en la calle.
En efecto, el tabernero descubri muy pronto a un caballero de alguna edad,
acompaado de una seorita, que estaban sentados en un rincn. Otros clientes estaban
all jugando, y mientras el tabernero pasaba por detrs del mostrador observ que el
caballero deca refirindose a l:
-Este es nuestro hombre.
Dicindose que no los conoca, el tabernero se detuvo para hablar con los tres
parroquianos que beban junto al mostrador.
-Cmo va, Jaime? -pregunt uno al tabernero.- Ya se han bebido todo el vino
derramado?
-Hasta la ltima gota, Jaime -contest el seor Defarge.
En cuanto hubieron hecho el intercambio de su nombre, la seora Defarge tosi de
nuevo y arque nuevamente las cejas.
-Pocas veces -observ el segundo de los tres, dirigindose al seor Defarge- tienen
ocasin esas bestias de probar el gusto del vino ni otra cosa que no sea el pan negro y la
muerte. No es as, Jaime?
-Tienes razn, Jaime -replic el seor Defarge.
Despus de este segundo intercambio del nombre de pila, la seora Defarge tosi
otra vez y nuevamente arque las cejas. El ltimo de los tres dej el vaso vaco y se
limpi los labios, diciendo:
-Esos pobres animales tienen siempre en la boca otro sabor muy amargo y una vida
muy dura, Jaime. No digo bien?
-Tienes razn, Jaime -contest el seor Defarge.
En aquel momento, despus de este tercer intercambio del nombre de pila, la
seora Defarge dej el mondadientes, arque las cejas y se revolvi en su asiento.
-Es verdad -murmur su marido.- Seores... mi mujer.
Los tres parroquianos se descubrieron ante la seora Defarge y le hicieron una
reverencia, a la que ella contest inclinando la cabeza y examinndolos rpidamente.
Luego mir indiferentemente hacia la taberna y reanud su labor de calceta.
-Seores -dijo su marido que la haba observado con la mayor atencin: -La
habitacin amueblada que deseabais ver est en el quinto piso. La escalera parte del
patio, a la izquierda... Pero ahora recuerdo que uno de vosotros ya la conoce y puede
guiar a los dems. Adis, seores.
Ellos pagaron el vino que haban bebido y salieron, y mientras el tabernero
observaba a su mujer, el caballero de alguna edad avanzaba desde su rincn y
manifestaba deseos de hablar a solas con el tabernero.
-Con el mayor gusto, seor -contest Defarge llevndolo hacia la puerta.
La conferencia fue muy corta, pero de efectos decisivos. Casi a la primera palabra
el tabernero se sobresalt y manifest la mayor atencin. No haba transcurrido un
minuto cuando hizo una seal afirmativa y sali a la calle. Entonces el caballero llam a
la joven con la mano y los dos salieron tambin. La seora Defarge segua haciendo
calceta y no vio nada.
El seor Jarvis Lorry y la seorita Manette salieron as de la taberna y alcanzaron
al tabernero ante la escalera a la que mand a los tres parroquianos. En la obscura
entrada de la negra escalera el tabernero hinc una rodilla y llev a sus labios la mano
de la hija de su antiguo amo. Era una delicadeza, pero realizada de manera que nada
tena de delicada. En pocos segundos sufri una gran transformacin, pues en su rostro
ya no haba expresin alguna de buen humor ni de franqueza, sino de reserva, de clera
y de hombre peligroso.
-Est bastante alto -dijo secamente al seor Lorry.
-Est solo? -murmur ste.
-Quin queris que est con l? -exclam el tabernero.
-Est siempre solo?
-S.
-Por su deseo?
-Por su necesidad. Tal como estaba cuando le vi y me preguntaron si quera tenerlo
en mi casa. As est ahora.
-Est muy cambiado?
-Cambiado!
El tabernero dio un puetazo en la pared y profiri una blasfemia, lo cual fue ms
elocuente para el seor Lorry que una respuesta clara.
Penoso sera subir la escalera de una casa vieja de Pars en nuestros tiempos, pero
entonces lo era todava ms. En cada uno de los rellanos haba un montn de basura
depositado por los vecinos, y aquella masa en descomposicin viciaba de tal manera el
ambiente que apenas se poda respirar. El seor Lorry tuvo que detenerse dos veces
junto a unas ventanas provistas de rejas que daban salida al meftico ambiente; mas, por
fin, llegaron a lo alto y el tabernero que los preceda sac una llave del bolsillo.
-Est encerrado con llave? -Pregunto el seor Lorry.
-S -contest Defarge secamente.
-Creis necesario tener tan recluido a ese pobre caballero?
-Considero necesario abrir con llave.
-Por qu?
-Porque ha vivido tanto tiempo encerrado, que asustara de muerte si esta puerta
quedara abierta.
-Es posible?
-As es.
Tal dilogo, tuvo lugar en voz tan baja, que ni una de las palabras lleg a odos de
la joven que estaba temblorosa de emocin y su rostro expresaba tal terror que el seor
Lorry crey necesario dirigirle algunas palabras para darle nimo.
-Valor, querida seorita, valor! Lo peor habr pasado dentro de un momento. Una
vez hayamos pasado esta puerta. Luego empezar todo el bien que le llevis y toda la
dicha que ofreceris al desgraciado. Nuestro buen amigo Defarge nos ayudar. Vamos.
Al doblar una de las vueltas de la escalera hallaron a tres hombres que estaban ante
una puerta y mirando por el ojo de la llave. Al or los pasos de los que suban volvieron
la cabeza y mostraron ser los tres parroquianos del mismo nombre que haban estado
bebiendo en la taberna.
-Me olvid de ellos con la sorpresa de vuestra visita -explic el seor Defarge. -
Dejadnos, amigos. Tenemos que hacer.
Los tres emprendieron el descenso y desaparecieron.
No haba ya otra puerta y el tabernero se dispona a abrirla, cuando el seor Lorry
le pregunt:
-Habis hecho al seor Manette objeto de exhibicin?
-Lo dejo ver, segn habris observado, pero tan slo a unos cuantos escogidos.
-Creis que est bien?
-S, lo creo.
-Quines son esos pocos? Cmo los elegs?
-Escojo a los que son hombres verdaderos y se llaman como yo, Jaime. Por otra
parte vos sois ingls y no me entenderais.
Mir luego por un agujero de la pared y levantando la cabeza, llam dos o tres
veces en la puerta, sin otro objeto aparente que el de hacer ruido. Con la misma
intencin meti la llave ruidosamente en la cerradura y, por fin, abri. Antes de entrar
dijo algo y le contest una voz dbil desde el interior. Entonces el tabernero hizo sea a
sus compaeros para que entraran y el seor Lorry cogi el brazo de la joven, pues
observ que le faltaban las fuerzas.
-Entrad conmigo -dijo.- Todo eso no es ms que... cuestin de negocio.
-Estoy asustada -contest ella temblando.
-De qu?
-Quiero decir de l. De mi padre.
Apurado por el estado de la joven y por las seas que le haca el tabernero, el seor
Lorry levant a su compaera y en brazos la hizo entrar en la habitacin. Defarge quit
la llave, cerr por dentro, todo eso con tanto ruido como le fue posible, y, finalmente,
ech a andar despacio hasta llegar a la ventana junto a la cual se detuvo.
El lugar, evidentemente destinado a leera, era muy obscuro, pues solamente haba
una ventanilla en el techo y estaba medio cerrada. Era, pues, difcil avanzar a la escasa
luz reinante, pero all, sin embargo y de espalda a la puerta, estaba un hombre de
blancos cabellos, sentado en una banqueta muy baja, muy atareado en hacer zapatos.
Captulo VI.- El zapatero
-Buenos das -exclam el seor Defarge mirando al hombre de cabellos blancos
que tena la cabeza inclinada sobre su trabajo.
El interpelado levant la cabeza y en voz baja, como distante, contest a la
salutacin:
-Buenos das.
-Siempre trabajando, eh?
Despus de largo silencio, la blanca cabeza se levant de nuevo y dijo:
-S, estoy trabajando.
Y aquella vez, antes de inclinar de nuevo la cabeza, el anciano mir al tabernero
con sus trastornados ojos.
La debilidad de la voz causaba compasin y temor a un tiempo. No era la debilidad
resultante de la prdida de fuerzas, sino que, indudablemente, se deba en gran parte al
encierro y a la falta de uso. Era como dbil eco de un sonido muy antiguo.
Hubo una pausa y luego el tabernero dijo:
-Deseo abrir un poco la ventana para que entre ms luz. Podris resistirla?
El zapatero interrumpi su labor y pregunt:
-Qu decs?
-Que si podris resistir un poco ms de luz.
-Tendr que resistirla si la dejis entrar.
El tabernero abri la ventana y el rayo de luz que entr dej ver al viejo zapatero
que tena sobre las rodillas un zapato a medio terminar. Sobre la banqueta y en el suelo
estaban sus herramientas. Tena la barba blanca, mal cortada, la cara chupada y los ojos
muy brillantes. Llevaba la camisa abierta por el pecho, dejando al descubierto su piel
blanca y flcida. Y tanto l como los andrajos que vesta, a causa del largo encierro
haban adquirido el color amarillento del pergamino.
Puso una mano ante los ojos para resguardarlos de la luz y entonces se vio que los
huesos de aqulla se transparentaban. No miraba al tabernero, sino que apenas diriga
los ojos a uno y otro lado, como si hubiese perdido el hbito, de asociar el espacio con
el sonido.
-Vais a terminar hoy este par de zapatos? -pregunt Defarge al tiempo que haca
seas al seor Lorry para que se acercara.
-Qu decs?
-Si vais a terminar hoy este par de zapatos.
Esta pregunta le record su labor y se inclin nuevamente sobre ella. Mientras
tanto avanz el seor Lorry llevando de la mano a la joven, y cuando ya hacia cosa de
un minuto que estaban al lado de Defarge, el zapatero levant la vista. No dio muestras
de sorpresa al ver a otra persona, sino que se llev la mano a los labios y luego reanud
el trabajo.
-Tenis una visita -le dijo Defarge.
-Qu decs?
-Que hay una visita. Mirad, este caballero es muy inteligente en calzado. Mostradle
el zapato que estis haciendo. Tomad -dijo a Lorry dndole el zapato.- Ahora -aadi
dirigindose al zapatero -decid a este seor qu clase de calzado es ste y el nombre del
que lo hace.
Hubo una larga pausa y luego el pobre hombre dijo:
-He olvidado ya lo que me decais. Repetdmelo.
-Podis describir este calzado?
-Es un zapato de seora. A la moda, aunque nunca he visto la moda.
-Y el nombre del zapatero?
-Preguntis mi nombre? -exclam despus de largo silencio.
-Precisamente.
-Ciento cinco, Torre del Norte.
-Nada ms?
-Ciento cinco, Torre del Norte.
Y dando un suspiro se absorbi nuevamente en su trabajo.
-Sois zapatero de oficio? -le pregunt el seor Lorry.
El interpelado mir a Defarge, como invitndole a contestar, mas en vista de que
no lo haca, lo hizo l diciendo:
-No, no es mi oficio. He aprendido aqu. Lo aprend yo solo. Ped permiso...
Hizo una pausa como si no estuviera resuelto a continuar y luego aadi:
-Ped permiso para aprender yo solo. Lo consegu al cabo, despus de muchas
dificultades y desde entonces hago zapatos.
Y mientras tenda la mano en espera de que le devolvieran su labor, el seor Lorry
le pregunt, mirndolo con fijeza:
-No os acordis de m, seor Manette?
El zapato cay al suelo, en tanto que el pobre zapatero miraba al que le preguntaba.
-No recordis tampoco a este hombre, seor Manette? -pregunt el seor Lorry,
apoyando la mano en el brazo de Defarge. -Miradlo bien. Miradme tambin. No
vuelven a vuestra memoria las imgenes de los que fueron vuestro antiguo banquero y
vuestro criado, ni recordis vuestros antiguos negocios, seor Manette?
El cautivo de tantos aos mir fijamente al seor Lorry a Defarge y sus ojos
dejaron asomar algunos destellos de la antigua inteligencia, pero quedaron pronto
nublados.
Y eso ocurri nuevamente cuando los ojos del desgraciado se fijaron en el hermoso
rostro de la joven que, deslizndose junto a la pared avanzaba tendindole las manos, en
su deseo de estrechar contra su pecho aquella cabeza de espectro.
Pero nuevamente qued apagado el destello de inteligencia. Dando un suspiro, el
zapatero reanud su labor.
-Lo habis reconocido, caballero? -pregunt Defarge en voz baja.
-S, por un momento. Al principio no lo cre posible, mas luego, por un instante, he
reconocido perfectamente el rostro que tan familiar me fue. Pero retirmonos un poco.
La joven, mientras tanto, se haba acercado ms a su padre y se situ a su lado, en
tanto que l estaba absorto en su labor. Por fin, tuvo necesidad de cambiar de
herramienta y al hacerlo sus ojos se fijaron en el extremo de la falda de su hija.
Entonces levant los ojos y vio su rostro. Los dos hombres se sobresaltaron,
temiendo que el desgraciado pudiera herirla con su cuchilla, pero la joven les hizo sea
de que permanecieran quietos y ellos la obedecieron.
Se qued mirndola, asustado, y pareci como si sus labios quisieran articular
algunas palabras, aunque permanecieron mudos. Luego, tras unos momentos en que su
respiracin fue jadeante por la emocin que senta, exclam:
-Qu es esto?
La joven llev sus propias manos a los labios, y seguidamente cruz los brazos
sobre el pecho, como si en l se apoyara la querida cabeza del anciano.
-No eres la hija del carcelero? -pregunt l.
-No -contest la joven dando un suspiro.
-Quin sois, pues?
Sin atreverse a contestar, la joven se sent en la banqueta, al lado de su padre, el
cual retrocedi, pero ella le puso la mano sobre el brazo. Extraa conmocin se apoder
de l, y dejando a un lado la cuchilla se qued mirando a la aparicin. El dorado cabello
de la joven, peinado en largos tirabuzones, caa sobre su esbelto cuello y el anciano,
adelantando despacio la mano, toc suavemente las doradas hebras, pero se apag la luz
que por un momento acababa de brillar en su inteligencia, y dando un suspiro, volvi a
engolfarse en su labor.
Mas no por mucho tiempo. La joven le puso la mano sobre el hombro y l, despus
de dudar de que, en efecto, la aparicin fuese real, dej a un lado la labor, se llev la
mano al cuello y sac un cordn ennegrecido, del que penda una vieja bolsita de pao.
La abri con el mayor cuidado, sobre la rodilla, y entonces se vio que contena
algunos cabellos; solamente dos o tres hebras doradas, que en ms de una ocasin
rodeara a sus dedos.
Tom nuevamente los cabellos de la joven y murmur:
-Cmo es posible? Son los mismos. Cundo ocurri? Cmo?
En su frente se adverta la concentracin de sus ideas.
De pronto, tom la cabeza de la nia, la volvi a la luz y la mir con la mayor
atencin.
-Aquella noche en que me llamaron, ella apoy la cabeza en mi hombro... Tena
miedo de que saliera, aunque yo no tema nada... y cuando me encerraron en la Torre
del Norte, me encontraron esto escondido en la manga. Me dejis que lo conserve? No
puede ayudarme a facilitar la fuga de mi cuerpo, pero permitir que mi espritu pueda
marcharse. Les dije estas mismas palabras, me acuerdo. perfectamente.
Estas palabras las form varias veces en sus labios antes de poder pronunciarlas,
mas cuando las emiti lo hizo de un modo coherente, aunque despacio.
-Cmo puede ser eso? Eras vos?
Nuevamente se alarmaron los espectadores de aquella escena, pues l se haba
vuelto hacia la joven con extraordinaria rapidez. Pero la nia estaba tranquilamente
sentada y en voz baja les dijo:
-Os ruego, seores, que no os acerquis y que no os movis siquiera.
-Qu voz es sta? -exclam el anciano.
Al pronunciar estas palabras la solt y se mes los blancos cabellos, pero
tranquilizndose luego, guard su bolsita, aunque sin dejar de mirar a la joven.
-No, no, -dijo, -sois demasiado joven y bonita. No puede ser. Mirad cmo est el
prisionero. Estas no son las manos que ella conoca, ni la voz que estaba acostumbrada a
or. No, no. Ella era, y l tambin... antes de los largusimos aos pasados en la Torre
del Norte... hace ya de eso mucho, muchsimo tiempo. Cmo te llamas, ngel mo?
La joven se dej caer de rodillas ante su padre, con las manos plegadas sobre el
pecho.
-Oh, seor, ya conoceris cul es mi nombre, y sabris quines fueron mi madre y
mi padre, as como su triste, tristsima historia. Pero ahora no puedo decroslo. Lo que
os ruego ahora, es que me toquis con vuestras manos y me bendigis. Besadme,
besadme.
La blanca cabeza del anciano se puso en contacto con los dorados cabellos de la
joven, que parecan prestarle nueva vida, como si sobre l brillase la luz de la libertad.
-Si os en mi voz, y no s si ser as, aunque lo espero, si os en mi voz algn
parecido con la que en un tiempo fue dulce armona en vuestros odos, llorad, llorad por
ella. Si al tocar mis cabellos algo os recuerda una adorada cabeza que un da repos en
vuestro pecho cuando erais joven y libre, llorad, llorad por ella. Si cuando, os nombre el
hogar que nos espera, y en el cual me esforzar en haceros feliz, con mi amor y mis
cuidados, os recuerdo un hogar que qued desolado mientras vuestro pobre corazn lo
echaba de menos, llorad, llorad tambin por l.
Y rodeando el cuello del anciano con los brazos, lo meci sobre su pecho, como si
fuese un nio.
-Si os digo, querido mo, que ya ha terminado vuestra agona y que he venido para
llevaros conmigo a Inglaterra, para gozar de la paz y de la tranquilidad, y eso os hace
recordar que vuestra vida se malogr cuando tan til pudiera haber sido, y que vuestra
patria, Francia, fue tan cruel para vos, llorad tambin, llorad. Y si cuando os diga mi
nombre y el de mi padre, que aun vive, y el de mi madre, que muri ya, sabis que
habr de caer de rodillas ante mi querido padre para pedirle perdn, por haber dejado de
procurar su libertad y por no haber llorado por l noche y da, porque el amor de mi
pobre madre alejo de m esta tortura, llorad tambin por ello, llorad por m y por ella.
Buenos seores, demos gracias a Dios, pues siento que sus lgrimas corren por mi
rostro y sus sollozos tiemblan sobre mi corazn. Mirad! Gracias, Dios mo!
El pobre anciano se haba refugiado en los brazos de la joven y apoyaba la cabeza
en su pecho. Y aquella escena era tan conmovedora que los dos testigos se cubrieron los
rostros con las manos.
Cuando rein nuevamente la tranquilidad en aquel lbrego lugar, los dos hombres
se acercaron para levantar al padre y a la hija, pues, insensiblemente, se haban
deslizado al suelo..
-Si fuera posible -dijo la joven- que, sin molestarlo, se pudiera disponer todo para
salir cuanto antes de Pars...
-Creis que estar en condiciones de soportar el viaje? -pregunt el seor Lorry.
-Ms que de continuar en esta ciudad tan funesta para l.
-Es verdad -dijo Defarge que se haba arrodillado para or y ver mejor.- Ms que
para quedarse. El seor Manette estar siempre mejor lejos de Francia. Queris que
vaya a alquilar un carruaje y caballos de posta?
-Esto es ya un negocio -contest el seor Lorry recobrando en el acto sus maneras
metdicas,- y si ha de terminarse un negocio es mejor que yo me ocupe en ello.
-Entonces haced el favor de dejarnos solos -rog la seorita Manette.- Ya veis qu
tranquilo se ha quedado; no temis dejarme a solas con l. Cerrad la puerta al salir, para
que no nos interrumpan, y, sin duda alguna, lo hallaris tranquilo al volver.
Poco acertada pareca a los dos hombres esta proposicin, y por lo menos quera
quedarse uno de ellos, pero como, adems, haba que arreglar los papeles necesarios y el
tiempo urga, se repartieron las gestiones necesarias y salieron apresuradamente.
Mientras las sombras se acentuaban, la joven permaneci al lado de su padre, sin
dejar de mirarlo. Ambos permanecan quietos y, por fin, se filtr un rayo de luz por un
agujero de la pared.
El seor Lorry y Defarge lo haban preparado todo para el viaje y consigo llevaban,
adems de algunas prendas de abrigo, pan, carne, vino y caf caliente. Defarge dej las
provisiones sobre la banqueta de zapatero, as como la lmpara que llevaba y ayudado
por el seor Lorry levant al cautivo.
Nadie habra sido capaz de darse cuenta, por la expresin de su rostro, de las
misteriosas ideas de su mente. Era imposible comprender si se haba dado cuenta de lo
sucedido o del hecho de que ya estaba libre. Probaron de hablarle, mas el desgraciado
pareca estar tan confuso y responda con tanta lentitud, que creyeron mejor no
molestarle con nuevas observaciones. A veces se coga la cabeza entre las manos, pero
siempre pareca experimentar placer al or la voz de su hija, hacia la cual se volva
invariablemente cuantas veces hablaba.
Con la obediencia peculiar de los que estn acostumbrados a someterse a la fuerza,
comi, bebi y se abrig con las prendas que le dieron. Con agrado se dej llevar por su
hija, que lo cogi del brazo y hasta tom entr las suyas las manos de la joven. Entonces
empezaron a bajar la escalera; Defarge iba delante con la lmpara y el seor Lorry iba
detrs. Pocos escalones haban bajado cuando la joven se detuvo y le pregunt:
-Os acordis, padre mo, de haber venido aqu?.
-No, no me acuerdo -contest.- Hace de eso demasiado tiempo.
No tena memoria de haber sido sacado de su prisin para llevarlo a aquella casa.
Los que lo acompaaban le oyeron murmurar: Ciento cinco, Torre del Norte, y
observaron que miraba a su alrededor, como si buscara los muros de piedra de la
fortaleza. Al llegar al patio, instintivamente aminor el paso, como si esperase cruzar el
puente levadizo, pero como no lo viera y en su lugar encontrase un carruaje que lo
esperaba en la calle, cogi la mano de su hija e inclin la cabeza.
Reinaba el mayor silencio en la calle y en ella no vieron a nadie ms que a la
seora Defarge que, reclinada en la jamba de la puerta, segua haciendo calceta y no vio
nada.
El prisionero entr en el coche con su hija, pero, inmediatamente, rog que le
entregasen sus herramientas de zapatero y el calzado a medio terminar. La seora
Defarge, que oy su ruego, se apresur a complacerlo; poco despus regres trayendo lo
pedido y volvi a enfrascarse en su labor de calceta, pero, aparentemente, sin haber
visto nada.
-A la Barrera! -exclam Defarge entrando en el coche. El postilln hizo restallar el
ltigo y el vehculo se puso en marcha.
Por fin los detuvieron unos soldados, provistos de linternas, y uno de ellos
exclam:
-Vuestros papeles, caballeros.
-Aqu estn, seor oficial -contest Defarge bajando y llevndose aparte al militar.-
Estos son los papeles de este caballero que va en el coche, el del cabello blanco. Me han
sido consignados, con su persona, por...- Baj la voz antes de terminar la frase y el
oficial, despus de dirigir una mirada al pasajero en cuestin, contest:
-Perfectamente. Adelante.
-Adis -exclam Defarge.
El coche reanud la marcha y se aventur en las negras sombras de la noche. Y
durante el fro y obscuro intervalo hasta la madrugada, resonaban en los odos del seor
Jarvis Lorry, que se sentaba enfrente del desenterrado, las mismas palabras:
-Espero que os gustar volver a la vida.
Y la contestacin era la misma de siempre.
-No puedo decirlo.
La noche era tan calurosa que, a pesar de tener abiertas todas las ventanas, los
reunidos estaban baados en sudor.
Mientras tanto, como era evidente que se acercaba la tormenta, aprovechando
aquellos momentos de relativa calma, pues apenas llova, se oy el rumor de numerosos
pasos de las personas que echaban a correr en busca de cobijo.
-Parece como si contra nosotros viniese una multitud -observ Luca a sus
compaeros.- Como si amenazasen a mi padre y a m.
-Que vengan contra m - dijo Carton.- En este momento est dispuesta a venir
contra nosotros una muchedumbre... la veo a la luz del rayo -aadi en el momento en
que un rayo tea el firmamento de viva luz.- Y ahora me parece que la oigo -aadi en
cuanto reson el trueno. Aqu viene toda esa gente, a toda prisa, furiosa...
En aquel momento empez a diluviar de tal manera que el ruido casi apag la voz
de Carton. A la lluvia se mezclaron los relmpagos y los truenos, de manera que el
estruendo era ensordecedor, y as continu largo rato hasta que sali nuevamente la
luna.
Reson en San Pablo la una de la madrugada, cuando el seor Lorry sala escoltado
por Jeremas que llevaba un farol encendido.
-Vaya una noche! -exclam el anciano dirigindose al seor Roedor.- Como para
que salieran los muertos de sus tumbas!
-No he visto nunca una noche as, seor -replic Jeremas,- ni que sea capaz de
hacer eso que decs.
-Buenas noches, seor Carton -dijo el anciano banquero.- Buenas noches, seor
Darnay. Volveremos a ver juntos una noche como sta?
Tal vez. Quizs, tambin, veran cmo la multitud feroz y rugidora se arrojara
sobre ellos.
Captulo VII.- Monseor en la ciudad
Monseor, uno de los grandes seores que gozaban del favor de la Corte, daba su
reunin quincenal en su hermoso hotel de Pars. Monseor estaba en su habitacin
particular, el sagrario para la multitud de adoradores que esperaba en las habitaciones
exteriores. Monseor se dispona a tomar el chocolate. Con la mayor facilidad,
Monseor poda tragar infinidad de cosas, y hasta algunos maliciosos lo suponan capaz
de tragarse a Francia entera y con la mayor rapidez; pero el chocolate que tomaba por
las maanas no poda pasar por el gaznate de Monseor sin el auxilio de cuatro hombres
vigorosos, adems del cocinero.
S, en eso empleaba cuatro hombres, todos ellos adornados con muchas
condecoraciones, y el jefe de ellos no habra podido vivir sin llevar dos relojes de oro en
su bolsillo, impulsado por la emulacin, y los cuatro eran necesarios para que el feliz
chocolate llegase a los labios de Monseor. Un lacayo llevaba la chocolatera hasta la
sagrada presencia; otro picaba el chocolate con un instrumento expresamente reservado
para este menester; el tercero presentaba la favorecida servilleta y el cuarto (el de los
dos relojes) verta el chocolate en la taza. Le habra sido imposible a Monseor
prescindir de uno slo de aquellos hombres para tomarse el chocolate y as ocupaba su
alto sitio bajo la admiracin de los cielos. Sin duda alguna habra cado una gran
mancha en el blasn del seor si tomara el chocolate servido solamente por tres
hombres, pero de haber sido servido solamente por dos, no hay duda de que ello hubiese
sido causa de su muerte.
Monseor asisti la noche anterior a una cena de confianza, en la que estaban
representadas, de un modo encantador, la Comedia y la Opera. Muchas noches cenaba
Monseor en agradable compaa, y Monseor era tan exquisitamente amable y tan
fino, que la Comedia y la Opera tenan en l ms influencia en los engorrosos asuntos y
secretos de Estado que las necesidades de Francia.
Monseor tena una noble idea de los negocios pblicos, que consista en dejar que
cada cosa siguiera su natural curso. En cuanto a los, negocios particulares, Monseor
tena tambin la noble idea de que todo deba seguir su camino corriente, es decir, que
haban de redundar en beneficio de la autoridad y del bolsillo de Monseor. Con
respecto a sus placeres, generales y particulares, Monseor tena otra noble idea y era la
de que el mundo se haba hecho para ellos. Su divisa, era la siguiente: La tierra y todo
lo que contiene es ma.
Sin embargo, Monseor se haba percatado de que en sus negocios, tanto pblicos
como particulares, surgan las dificultades cada vez mayores; por eso, aunque a
regaadientes, no tuvo otro remedio que aliarse con un Arrendatario General que deba
cuidar de la hacienda pblica, porque Monseor no entenda nada de ello, y para que
cuidase de su hacienda particular, porque los Arrendatarios Generales eran ricos, y
Monseor, despus de varias generaciones de antepasados que vivieron con el mayor
lujo, se estaba empobreciendo. Por eso Monseor saco a una hermana suya del
convento, antes de que profesara y la dio como premio a un riqusimo Arrendatario
General de humilde familia. El cual, empuando un bastn adornado por una manzana
de oro, se hallaba con los dems en las habitaciones exteriores, mirado con el mayor
desprecio por todos, incluyendo a su propia esposa.
El Arrendatario General era un hombre muy suntuoso. Tena treinta caballos en las
cuadras, veinte criados estaban desparramados por sus antesalas y seis doncellas
atendan a su esposa. Y en su calidad de hombre que pretenda no dedicarse ms que a
pillar y saquear donde poda, el Arrendatario General, a pesar de que sus relaciones
matrimoniales deban de haberlo conducido a la moralidad social, era, por lo menos, el
ms real y sincero entre los personajes que aquel da haban acudido al hotel de
Monseor.
Aquellos salones, a pesar de que ofrecan un aspecto magnfico y digno de ser
contemplado, pues estaban esplndidamente decorados y alhajados con todo el gusto y
el arte de la poca, en aquellos salones los asuntos no andaban bien, como habran
opinado los desarrapados que no estaban muy lejos. En efecto, haba all militares que
no tenan el ms pequeo conocimiento militar; marinos que ignoraban por completo lo
que era un barco; empleados civiles que carecan de la menor nocin de los negocios;
eclesisticos desvergonzados, de ojos sensuales, sueltas lenguas y costumbres muy
liberales; todos ellos intiles para los cargos que desempeaban. Abundaban tambin
las personas que desconocan los caminos honrosos en la vida, los doctores que hacan
fortunas curando imaginarios males a sus pacientes, arbitristas que tenan remedios para
todos los pequeos males que sufra la nacin, filsofos ateos que trataban de arreglar el
mundo con palabras y que conversaban con qumicos tambin ateos, que perseguan la
transmutacin de los metales. Exquisitos caballeros de la mejor cuna se daban a conocer
por la indiferencia que demostraban por todo asunto de inters humano. Y en los
hogares que dejaran las notabilidades que llenaban los salones, los espas de Monseor,
que por lo menos eran la mitad de los concurrentes, no habran podido hallar una mujer
digna de ser madre. En realidad, a excepcin de poner una criatura en el mundo, cosa
que no da casi derecho al ttulo de madre, poco ms conocan aquellas mujeres de tan
sagrado ministerio. Las campesinas conservaban a su lado a sus hijitos desprovistos de
elegancia y los criaban y educaban, pero en la Corte las encantadoras abuelas de sesenta
aos se vestan y bailaban como si tuviesen veinte aos.
La lepra de la ficcin desfiguraba a todos los que acudan a hacer la corte a
Monseor. En una de las estancias ms retiradas haba, tal vez, media docena de
individuos excepcionales, que, durante unos aos sintieron el temor de que las cosas no
marchaban bien. Y con el deseo de ver si las mejoraban, la mitad de ellos haban
ingresado en la secta fantstica de los convulsionistas, y deliberaban entre s acerca de
la conveniencia de echar espumarajos por la boca, rabiar, rugir y ponerse catalpticos,
para ofrecer as a Monseor un indicio que pudiera guiarle en lo futuro. Adems de
estos derviches haba otros tres que ingresaron en otra secta, que arreglaba todos los
asuntos hablando confusamente de un Centro de la Verdad y sosteniendo que el
Hombre haba salido de este Centro de la Verdad, pero que no haba salido de la
circunferencia, y que deba tenderse a que no saliera de ella y regresara al Centro, por
medio del ayuno y de las visitas de los espritus.
Pero haba el consuelo de que todas las personas que concurran a los salones de
Monseor vestan admirablemente. Si el Da del Juicio debiera ser una exposicin de
trajes, todos los concurrentes al hotel de Monseor habran alcanzado premio. Aquellos
cabellos rizados, empolvados y engomados, aquellos cutis tan retocados y compuestos,
aquellas magnficas espadas y el honor que se haca al sentido del olfato, eran ms que
suficientes para que las cosas marchasen siempre por los mismos derroteros. Los
exquisitos caballeros de las mejores casas llevaban dijes de toda clase que resonaban
agradablemente a cada uno de sus lnguidos pasos, como si fueran ureas campanillas,
y aquel delicado sonido, el roce de la seda, del brocado y del finsimo lino, eran
bastantes para que los miserables hambrientos del barrio de San Antonio se alejaran
precipitadamente.
El traje era el infalible talismn y el encanto que se utilizaba para que todas las
cosas siguieran en sus sitios. Todos parecan vestir para concurrir a un baile de mscaras
interminable. Y aquel baile de trajes empezaba en las Tulleras y en Monseor, pasando
por la Corte entera, por las das Cmaras, los Tribunales de justicia y, toda la sociedad, a
excepcin de los de sarrapados, hasta llegar al verdugo, a quien se exiga que oficiara
con el cabello rizado, empolvado, con una casaca llena de galones dorados y con las
piernas cubiertas por medias de seda blanca. Y el seor Pars, como le llamaban sus
hermanos de profesin, el seor Orlens y los dems de provincias, presida
esplndidamente vestido. Nadie, pues, en aquella recepcin de Monseor, del ao de
Nuestro Seor mil setecientos ochenta, podra haber dudado de un sistema que contaba
con un verdugo rizado, empolvado y magnficamente vestido.
Una vez Monseor hubo liberado de sus cargas a los cuatro hombres que le servan
el chocolate, mand abrir las puertas del santuario y sali. Entonces tuvo lugar una
verdadera lucha de sumisin, de adulacin y de servilismo y hasta de humillacin
abyecta. En sus manifestaciones de respeto y de afecto hicieron tanto que ya no qued,
nada para los mismos cielos, pero de ello no se preocupaban los adoradores de
Monseor.
Pronunciando a veces una palabra de promesa, dirigiendo una sonrisa hacia un
feliz esclavo y haciendo una sea con la mano a otro, el seor pas afable a travs de
aquellos salones. Luego Monseor dio media vuelta y regres por el mismo camino y
as se encerr nuevamente en su santuario y ya no se le vio ms.
Una vez terminada la recepcin todos los cortesanos se marcharon y por las
escaleras resonaban los dijes y cadenas. Solamente qued una persona de entre todos, la
cual, con el sombrero bajo el brazo y la caja de rap en la mano, pasaba lentamente
mirndose a los espejos.
-As te vayas al diablo!- exclam aquella persona detenindose ante la ltima
puerta y mirando en direccin al santuario.
Dicho esto se sacudi el rap de los dedos y baj apresuradamente la escalera.
Era un hombre de unos sesenta aos, magnficamente vestido, de modales
altaneros y con rostro que ms pareca una finsima careta, pues era de palidez
transparente y de facciones claramente definidas y expresivas. La nariz, muy bien
formada, mostraba una ligera depresin en cada una de sus ventanas y en las que
radicaba, precisamente, la nica alteracin visible en su rostro. A veces cambiaban de
color al contraerse o dilatarse y, en general, el rostro expresaba la crueldad y la perfidia.
Pero no poda negarse que era hermoso. Su propietario baj las escaleras, desemboc en
el patio, subi a su carroza y sali. Pocas personas hablaron con l durante la recepcin;
permaneci algo alejado de los dems y Monseor poda haberle demostrado un poco
ms de afecto al pasar. Y en aquellos momentos, ya dentro de su carroza, le pareca
agradable que la gente se dispersara apresuradamente ante sus caballos, escapando por
milagro de ser atropellada.
El cochero guiaba como si quisiera cargar contra un enemigo, pero ello no pareci
importar gran cosa al seor. A veces se oan en el interior de la carroza los gritos de los
que, aun en aquella poca sorda y muda protestaban de aquel modo de recorrer las calles
que pona en peligro la vida de los que iban a pie, pero nadie se impresionaba por eso y
los pobres desgraciados haban de evitar el peligro del mejor modo posible.
Con al mayor estruendo y una falta de consideracin que apenas se puede
comprender, recorra la carroza las calles, rodeada casi siempre por un coro de gritos de
mujeres y de exclamaciones de los hombres que se guarecan y apartaban a los nios del
camino del vehculo. Por ltimo, al volver una esquina, junto a una fuente, una de las
ruedas dio un salto sobre algo que se interpuso en su camino y en el acto reson un grito
de muchas voces y los caballos retrocedieron asustados.
A no ser por eso, la carroza habra continuado el camino, como hacan siempre
aunque quedaran atrs los pobres atropellados, pero el lacayo ech pie a tierra y en el
acto veinte manos se apoderaron de las riendas.
-Qu ocurre? -pregunt el seor mirando tranquilamente a la calle.
Un hombre alto, con un gorro de dormir que le cubra la cabeza, recogi algo de
entre las patas de los caballos, lo deposit en la pila de la fuente e inclinado sobre el
barro aullaba como un animal.
-Perdn, seor marqus -contest humildemente un desgraciado vestido de
harapos.- Es, un nio.
-Por qu grita de tal modo ese hombre? Es su hijo?
-Perdonad, seor marqus... es una desgracia... s.
La fuente estaba algo apartada de la carroza, por que all la calle formaba una
especie de plazuela. De pronto el hombre que gritaba junto a la fuente, se levant y,
corriendo, se acerc a la carroza. El marqus llev la mano a la empuadura de su
espada.
-Muerto!- grit el pobre hombre, presa de la desesperacin, con los brazos
extendidos sobre su cabeza y mirando al seor.- Muerto!
La gente se congreg en torno del vehculo y miraba al marqus y en los ojos de
todos no se adverta ms que ansiedad y temor, pero no clera ni amenaza. Ninguna de
aquellas personas dijo nada y despus de aquel primer grito rein el silencio. La voz de
aquel hombre humilde que habl con el marqus era sumisa y queda. El seor marqus
pase sus miradas por todos ellos, como si fueran ratas que salieran de sus escondrijos.
Sac la bolsa y exclam:
-Es extraordinario que no sepis cuidar de vuestros hijos y de vosotros mismos.
Siempre hay alguno en el camino de mi carroza. Cmo puedo estar seguro de que
no habis hecho dao a mis caballos? Dadle eso!
Sac una moneda de oro que entreg al criado, y todas las miradas estuvieron
atentas cuando caa. El hombre alto grit nuevamente con voz que nada tena de
humana: Muerto!
Lo detuvo un hombre que llegaba entonces, y a quien los dems dejaron libre paso.
Al verlo, el desgraciado se ech en sus brazos, llorando y sealando a la fuente en
donde algunas compasivas mujeres se inclinaban sobre el cadver del desgraciado nio;
aqullas, como los hombres, guardaban silencio.
-Ya lo s! Ya lo s! -exclam el recin llegado.- S hombre, Gaspar! Mejor es
para tu pobre hijo haber muerto que llevar la vida que le esperaba. Ha muerto en un
instante, sin sufrir.
-Eres un filsofo -dijo el marqus sonriendo.- Cmo te llamas?
-Defarge.
-Qu haces? -Soy vendedor de vino, seor marqus.
-Toma, filsofo y vendedor de vino dijo entregndole una moneda de oro,- y
gstatela en lo que quieras. No les ha ocurrido nada a los caballos?
Y sin dignarse mirar por segunda vez a la gente que se haba reunido, el seor
marqus se reclin de nuevo en su asiento y se alej, como si hubiera causado un ligero
estropicio y lo pagara generosamente. De pronto se sobresalt al ver que algo entraba
por la ventanilla de su carruaje e iba a caer al suelo.
-Para! -grit el marqus.- Para! Quin ha tirado eso?
Miraba al lugar en que momentos antes viera a Defarge, el vendedor de vino; pero
all estaba el desgraciado padre inclinado, al suelo y a su lado haba una mujer haciendo
calceta.
-Perros!- exclam el marqus sin que su rostro se alterase en lo ms mnimo, a
excepcin de que las ventanas de su nariz estaban contradas.- Con gusto os atropellara
a todos y os exterminara! Si conociera al canalla que arroj la moneda contra m, capaz
sera de hacer pasar la carroza sobre su cuerpo.
Pero tan atemorizados estaban ya y tan convencidos de que aquel hombre podra
llevar a cabo sus amenazas, que no se levant una voz ni una mirada, por lo menos entre
los hombres. Pero una mujer, que estaba haciendo calceta, mir al marqus en el rostro.
La dignidad del potentado no le permiti fijarse en ello y su olmpica y desdeosa
mirada pas sobre ella y sobre las dems ratas, y, reclinndose de nuevo en su asiento,
orden:
-Adelante!
Pas la carroza y rpidamente pasaron otras, por el mismo sitio, en desenfrenada
carrera; pasaron el ministro, el arbitrista del Estado, el Arrendatario General, el doctor,
el abogado, el eclesistico, los artistas de la Opera, de la Comedia y, en una palabra,
todos los que tomaban parte en el baile de mscaras. Las ratas salan a veces de sus
agujeros para mirar y durante horas enteras se quedaban mirando, aunque a veces los
soldados y la polica se interponan entre ellos y el espectculo que contemplaban. El
desgraciado padre se haba llevado el triste bulto, y se escondi con l, y solamente
qued la mujer que haca calceta con la rapidez de la Parca. All estaba observando
cmo corra el agua de la fuente y cmo el da corra hacia la tarde, as como la vida de
la ciudad corra a la muerte que a nadie espera, y mientras tanto las ratas estaban
durmiendo en sus agujeros y el baile de mscaras continuaba entre luces y las cosas
seguan su curso.
Captulo VIII.- Monseor en el campo
Un paisaje encantador, en el que brillaba el trigo aunque no abundante. En algunos
campos se cultivaba el centeno, aunque habran podido dedicarlos a trigo, y en otros se
vean guisantes y habas, pobres sustitutivos del trigo. El seor marqus iba en su
carroza de viaje (que podra haber sido ms ligera) tirada por cuatro caballos de posta;
la guiaban dos postillones y suba entonces una cuesta. El color que se vea entonces en
las mejillas del marqus nada deca contra su buena cuna, pues se deba a una
circunstancia externa, a la que no alcanzaba su autoridad, pues era el sol que se pona.
Tan rojos eran los resplandores que el astro derramaba sobre la carroza, cuando
llegaba a lo alto de la colina, que su ocupante estaba rodeado de rojiza luz.
-Pronto se pondr -dijo el seor marqus mirndose las manos.
En efecto, el sol estaba tan bajo que se ocult enseguida. Cuando se hubieron
apretado los frenos sobre las ruedas y la carroza emprendi el descenso, desapareci en
el acto el rojizo resplandor. Se ofreci a los ojos del marqus un terreno quebrado, una
aldea al pie de la colina, una llanura que terminaba en un altozano, la torre de una
iglesia, un molino de viento, un bosque para la caza y una fortaleza que se usaba como
prisin, situada junto a un despeadero. Miraba el marqus todas esas cosas a la luz del
crepsculo con la expresin de quien llega a su pas.
El pueblo tena solamente una pobre calle, en la que haba una pobre taberna, una
tenera muy pobre, una cervecera pobre, una cuadra pobre para los relevos de caballos,
una fuente pobre y la gente pobre. Muchos de los habitantes del pueblo estaban sentados
a la puerta de sus casas, aderezando cebollas de desecho y otras cosas por el estilo para
la cena, en tanto que otros, junto a la fuente, lavaban hojas y hierba y los mseros
productos comestibles que produca la tierra. No faltaban seales de lo que hacia pobres
a aquella gente desgraciada: los impuestos del Estado, los diezmos para la iglesia, los
impuestos para el seor, los impuestos locales y generales, haban de ser pagados sin
remedio, de acuerdo con un cartel fijado en el pueblo de modo visible, y lo que ms raro
pareca es con todos esos impuestos estuviera el pueblecillo todava en pie.
Pocos nios se vean y ningn perro. En cuanto a los hombres y a las mujeres, sus
esperanzas en esta tierra se comprendan o en vivir de la manera ms msera en el
pueblo, a la sombra del molino, o gemir en la prisin de la fortaleza que dominaba el
despeadero.
Anunciado por un correo que lo preceda y por el restallar de los ltigos de los
postillones que ondulaban como sierpes por encima de sus cabezas, como si llegase
servido por las furias, el seor marqus lleg en su carroza a la puerta del relevo. Estaba
cerca de la fuente y los campesinos interrumpieron sus ocupaciones para mirarlo. El
tambin los mir y vio en ellos, aunque sin darse cuenta, la miseria que se pintaba en
sus rostros y que hizo proverbial la delgadez de los franceses e ingleses por espacio de
ms de un siglo, cuando ya las cosas haban cambiado.
El seor marqus pos la mirada sobre los humildes rostros que se inclinaban ante
l, as como l se inclin ante Monseor en la Corte -aunque la diferencia estaba en que
los que tena delante se inclinaban para sufrir y no para hacerse gratos- cuando un pen
caminero vino a reunirse con el grupo.
-Treme a ese hombre -orden el marqus al correo.
Se acerc el pen caminero gorro en mano y los dems campesinos se aproximaron
deseosos de ver y de or, de la misma manera que lo hicieran los parisienses.
-Te pas en el camino?
-Es verdad, Monseor. Tuve el honor de que pasarais a mi lado.
-Tanto al subir como al bajar la colina?
-En efecto, Monseor.
-Qu mirabas con tanta atencin?
-Monseor, miraba al hombre.
Hizo una pausa y con la punta de su gorro azul sealaba la parte inferior de la caja
de la carroza y todas sus paisanos se inclinaron para mirar.
-Qu hombre, animal? Y por qu miras ah?
-Perdonad, Monseor, iba colgado de la cadena del freno.
-Quin? -pregunt el viajero.
-El hombre, Monseor.
-As se os lleve el diablo, idiotas! Cmo se llama ese hombre? T conoces a toda
la gente de por aqu. Quin era?
-Piedad, Monseor. No era de este pas y no lo haba visto en los das de mi vida.
-Colgado de la cadena? Ahorcado?
-Con vuestro permiso, Monseor, eso era lo ms maravilloso. Llevaba la cabeza
colgando... as.
Se volvi hacia el carruaje, se tendi de espalda con la cara vuelta al cielo y la
cabeza colgando. Luego se puso en pie de nuevo e hizo una reverencia.
-Cmo era?
-Monseor, ms blanco que el molinero. Iba todo cubierto de polvo, blanco como
un espectro y alto como un aparecido.
Tal retrato produjo inmensa sensacin en los oyentes, pero todos los ojos miraban
al marqus, tal vez para observar si tena algn espectro en la conciencia.
-La verdad es que obraste perfectamente- exclam el marqus. Ves a un ladrn que
acompaa mi carroza y no eres capaz de abrir la boca para gritar. Bah! Soltadlo, seor
Gabelle.
El seor Gabelle era el maestro de postas y desempeaba otros cargos oficiales,
como el de recaudador de impuestos, y se haba presentado obsequiosamente para
ayudar en el interrogatorio y se apresur a agarrar por el brazo al pen caminero.
-Prended a ese desconocido si se acerca esta noche al pueblo y cercioraos de que es
un hombre honrado.
-Monseor, me cabr el honor de obedecer vuestras rdenes.
-Huy aquel?... Pero dnde est ese maldito?
El maldito estaba nuevamente bajo el carruaje con meda docena de amigos
particulares, sealando la cadena con su puntiagudo gorro azul. Pero otra media docena
de amigos se apresuraron a sacarlo y lo presentaron jadeantes, al seor marqus.
-Viste si aquel hombre huy cuando nos detuvimos para apretar los frenos?
-Monseor, vi que se arrojaba por la pendiente de la colina, de la misma manera
como cuando alguien se arroja al ro.
-Est bien. Gabelle, averiguadme eso. En marcha!
La media docena de campesinos estaba an entre las ruedas, mirando la cadena, y
la carroza ech a correr tan impensadamente que por milagro salvaron la piel y los
huesos.
La velocidad de la carroza, bastante grande al salir del pueblo, fue aminorando a
medida que ascenda por la pendiente que tena delante, hasta que lleg al paso. La
noche de verano era hermosa y los postillones, asaltados por los mosquitos, procuraban
ahuyentarlos con las cuerdas de los ltigos; el lacayo iba andando al lado de los caballos
y a corta distancia se oa el trote del caballo que llevaba al correo.
En el punto ms alto de la colina haba un pequeo cementerio, con una cruz y la
imagen del Crucificado. Era obra de algn artista rstico; pero la figura, tallada en
madera, era copiada de la realidad. Por eso el Cristo estaba tan flaco.
Junto al Crucifijo estaba arrodillada una mujer y cuando la carroza lleg junto a
ella volvi la cabeza y se acerc a la portezuela.
-Monseor! -exclam.- Monseor, he de haceros una splica!
-Qu hay! -exclam el marqus con impaciencia.- Una peticin?
-Por el amor de Dios, Monseor! Mi marido, el guardabosque...!
-Qu le pasa a tu marido? Siempre lo mismo con esta gente! Que no puede
pagar?
-Ya no ha de pagar nada, Monseor. Ha muerto.
-Perfectamente. Ya tiene paz. Puedo devolvrtelo?
-Por desgracia no, Monseor! Pero est enterrado ah, bajo la hierba!
-Y qu?
Mir a la mujer que pareca vieja, pero era joven. La pobre retorca sus manos
nudosas y luego puso una sobre la portezuela que acariciaba como si fuera un pecho
humano y quisiera ablandarlo.
-Monseor, odme! Mi marido muri de hambre; muchos morimos de lo mismo.
-Qu quieres? Puedo alimentarlos a todos?
-Dios lo sabe, Monseor, pero no pido nada de eso. Lo que os pido, Monseor, es
un trozo de piedra o de madera que lleve el nombre de mi marido, pues de otra manera
se olvidar pronto en qu lugar reposa. Os lo ruego, Monseor!
El lacayo separ a la mujer y el carruaje avanz al trote de los caballos, de manera
que la pobre se qued muy pronto atrs. Monseor, mientras tanto, escoltado
nuevamente por las furias, recorra rpidamente la legua que lo separaba de su castillo.
A su alrededor estaban los dulces aromas de la noche estival y lo perfumaban todo
de la misma manera como la lluvia cae imparcialmente sobre los que estn sucios de
polvo, sobre los miserables cubiertos de harapos y sobre el grupo agobiado por el
trabajo que estaba en la fuente no lejana; y a quienes el pen caminero, con ayuda de su
gorro azul, sin el cual no era nada, les hablaba an de aquel hombre parecido a un
espectro que iba debajo de la carroza de monseor el marqus. Gradualmente desert el
auditorio y parpadearon algunas luces en las casuchas, luces que, en vez de apagarse, no
pareca sino que haban huido al cielo para convertirse en estrellas.
Mientras tanto a los ojos del seor marqus se present la sombra masa de una
enorme casa, de alto tejado y rodeada de rboles; de pronto la sombra desapareci ante
la claridad despedida por una antorcha. Luego se detuvo la carroza y se abri ante l la
gran puerta del castillo.
-Ha llegado ya de Inglaterra el seor Carlos, a quien espero?
-Todava no, Monseor.
Captulo IX.- La cabeza de la gorgona
El castillo del seor marqus era un gran edificio; tena un vasto patio enlosado,
del que partan dos escaleras para reunirse en una terraza ante la puerta principal. Todo
era de piedra, las balaustradas, las urnas, las flores y unos rostros humanos, y unas
cabezas de leones esculpidos en la fachada, por todas partes. Exactamente igual como si
la cabeza de la Gorgona hubiese mirado el castillo despus de terminadas las obras dos
siglos antes.
El seor marqus subi la escalera alumbrado por una antorcha. La noche era tan
tranquila que la llama de la antorcha que llevaba el criado y de la que estaba fija en la
puerta, ardan como si estuvieran en una estancia cerrada y no al aire libre. Se oan los
chillidos de un bho a quien molest la luz y el ruido del agua de una fuente que caa en
su recipiente de piedra. Por lo dems reinaba el silencio.
Se cerr la puerta tras el seor marqus y este cruz una antesala obscura, en cuyas
paredes haba diversas armas de caza y algunos ltigos que ms de un campesino haba
probado cuando su seor estaba irritado.
Evitando las grandes salas que estaban obscuras, el seor marqus, alumbrado por
el criado, subi una escalera y se detuvo en una puerta que se abra a un corredor. Cruz
el umbral y se hall en sus habitaciones particulares, compuestas de tres estancias, o sea
el dormitorio y dos ms. Aquellas habitaciones eran altas de techo y tenan los suelos
desnudos. En los hogares haba grandes morrillos para sostener la lea en invierno y, en
una palabra, todos los refinamientos del lujo que correspondan a un hombre de la
fortuna y de la posicin del marqus. El estilo de los muebles era de Luis XV, pero se
vean tambin numerosos objetos de otras pocas y que eran como las ilustraciones de
viejas pginas de la historia de Francia.
Estaba servida una mesa con dos cubiertos en la tercera habitacin, que era
redonda, correspondiendo a una de las cuatro torres que tena el castillo en las esquinas.
Era una habitacin de techo alto, que tena abierta la ventana de par en par, aunque
estaban cerradas las celosas.
- Segn me han dicho no ha llegado mi sobrino -exclam el marqus fijndose en
el servicio de la mesa.
No haba llegado, en efecto pero los servidores esperaban que llegase juntamente
con el marqus.
-No es probable que llegue esta noche -dijo,- pero, sin embargo, dejad la mesa tal
como est. Cenar dentro de un cuarto de hora.
Pasado este tiempo el seor marqus ya estaba listo y se sent solo para tomar la
suntuosa y escogida cena. Su asiento estaba de espaldas a la ventana y haba tomado ya
la sopa y se dispona a beber un vaso de Burdeos, cuando dej el vaso sobre la mesa.
-Qu es eso? -pregunt tranquilamente mirando con atencin a las lneas
horizontales y negras de la celosa.
-Qu, Monseor?
-Fuera. Abre las celosas.
El servidor obedeci.
-Qu hay?
-Nada, seor. No se ve ms que las copas de los rboles y las sombras de la noche.
El criado se qued esperando nuevas rdenes.
-Perfectamente. Cierra -orden imperturbable su amo.
El marqus continu la cena. Mediada estara, cuando volvi a interrumpir la
bebida de un vaso de vino, por haber odo ruido de ruedas.
-Pregunta quin ha llegado- orden
Era el sobrino del seor. Se haba retrasado ligeramente en su viaje y aunque
procur alcanzar a su to no le fue posible lograrlo, pero le informaron de l en la casa
de posta.
El seor marqus dio rdenes para que le dijesen que la cena lo estaba aguardando
y que acudiera cuanto antes. Dentro de poco entr el viajero. En Inglaterra se haba
dado a conocer por el nombre de Carlos Darnay.
Monseor lo recibi con bastante amabilidad, pero no se estrecharon la mano.
-Salsteis ayer de Pars, seor?- pregunt en el momento de sentarse a la mesa.
-Ayer. Y vos?
-Vengo directamente.
-De Londres?
-S.
-Bastante os ha costado llegar -observ el marqus sonriendo.
-Por el contrario, he venido directamente.
-Perdn, no quiero decir que hayis empleado mucho tiempo en el viaje, sino que
os ha costado decidiros.
-Me han detenido -y el sobrino hizo una pausa, para aadir- varios asuntos.
-No hay duda -observ cortsmente el marqus.
Mientras el criado estuvo presente no se cruzaron otras palabras entre ellos, pero en
cuanto les hubieron servido el caf y se vieron solos, el sobrino, mirando al to, empez
la conversacin.
-He regresado, to, persiguiendo el mismo fin que me oblig a marchar. Me he
visto en grandes peligros; pero se trata de un propsito sagrado, y creo que de haberme
acarreado la muerte ello me diera suficiente valor.
-La muerte, no -dijo el to.- No es necesario nombrarla siquiera.
-Estoy persuadido -continu el sobrino -de que si me hallara en trance de muerte
vos no harais nada para salvarme.
El to hizo un gracioso movimiento de protesta, que no logr, sin embargo,
tranquilizar a su interlocutor.
-En realidad, seor, y a juzgar por los datos que tengo, tal vez os habrais
apresurado a hacer ms sospechosas las apariencias que me rodeaban.
-No, no, no! -replic el to amablemente.
-Sea lo que fuere -dijo el sobrino mirando a su to con la mayor desconfianza,- se
que con vuestra diplomacia os esforzaris en detenerme en mi camino y me consta
tambin, que no sois muy escrupuloso en los medios.
-Amigo mo, ya os lo dije -dijo el to.- Me haris el favor de recordar lo que os
advert hace ya mucho tiempo?
-Lo recuerdo.
-Gracias -contest el marqus suavemente.
-En efecto, seor -prosigui el sobrino,- creo que vuestra mala fortuna y mi buena
estrella me han evitado verme encerrado en una prisin de Francia.
-No os entiendo -replic el to sorbiendo su caf.- Me queris hacer el favor de
explicaros?
-Creo que si no estuvierais en desgracia en la corte, y no os vierais rodeado de una
nube hace ya algunas aos, una carta de cachet me habra mandado a una fortaleza por
tiempo indefinido.
-Es posible -contest el to con la mayor tranquilidad. -Por el honor de la familia es
posible que me hubiera decidido a molestaros hasta ese punto. Os ruego que me
perdonis.
-Advierto que, felizmente para m, la recepcin del otro da fue, como de
costumbre, muy fra para vos.
-No creo que debis decir que esa circunstancia es feliz para vos, sobrino -dijo el
to con la mayor cortesa.- En vuestro lugar no estara seguro de ello. Una excelente
oportunidad para reflexionar, rodeado por las ventajas que da la soledad, podra tener en
vuestro destino una influencia mayor de la que vos mismo os procuris. Como decais,
he cado en desgracia. Esos pequeos instrumentos de correccin, estos pequeos
auxilios para el poder y el honor de las familias, estos ligeros favores que podran
haberos causado alguna incomodidad, slo se obtienen ahora con la mayor dificultad.
Son tantos los que los pretenden y se conceden, comparativamente, a tan pocos! Antes
no era as, pero Francia, en algunas cosas, ha empeorado mucho. Nuestros antepasados,
no muy remotos, ejercan el derecho de vida y muerte sobre el vulgo. Desde esta
habitacin han salido muchos villanos para ser ahorcados; en la estancia vecina, mi
dormitorio, fue apualado un rstico por haber expresado algunas delicadezas insolentes
con respecto a su hija. Hemos perdido muchos privilegios; se ha puesto de moda una
nueva filosofa y la afirmacin de nuestros derechos, en los tiempos que corremos, es
posible que ofreciera algunos inconvenientes. Todo est muy malo!.
El marqus tom un polvo de su tabaquera y mene la cabeza.
-Hemos reivindicado nuestros derechos tanto en los tiempos antiguos como en los
modernos de tal manera -observ el sobrino con acento sombro- que no dudo de que
nuestro nombre es uno de los ms detestados en Francia.
-Espermoslo as -dijo el to.- Si nos detestan, ello es un homenaje involuntario que
nos tributan los pequeos.
-No hay un solo rostro -aadi el sobrino- en toda esta comarca, que me mire con
deferencia, si no es la deferencia del miedo y de la esclavitud.
-Es un cumplido hacia la grandeza de la familia -dijo el marqus;- grandeza
merecida por la nobleza con que la ha sostenido.
El marqus tom otro polvo y cruz las piernas. Pero cuando su sobrino apoy la
cabeza en las manos Y los codos sobre la mesa, el rostro de su to expres tal rencor que
se compadeca muy mal con su indiferencia anterior.
-La represin es la nica filosofa de efectos duraderos. La gran deferencia del
miedo y de la esclavitud, amigo -dijo el marqus,- conservar a los perros obedientes al
ltigo mientras este techo -aadi mirando al techo- nos proteja del cielo.
Tal vez ello no sera tan largo como supona el marqus. De haberse podido ver un
cuadro de lo que sera del castillo pocos aos despus, y como l de otros cincuenta
castillos que estaban en las mismas condiciones, apenas habra reconocido su propiedad
entre el montn de ruinas medio abrasadas. En cuanto al techo, tal vez habra visto que
protega de un modo insospechado a los que cayeron bajo el plomo de numerosos
mosquetes.
-Mientras tanto -dijo el marqus- no tomar ninguna medida para proteger el honor
y la tranquilidad de la familia, ya que no queris. Pero sin duda estis fatigado. Damos
por terminada nuestra conferencia de la noche?
-Un momento ms.
-Una hora si queris.
-Seor -dijo el sobrino,- hemos obrado mal y ahora recogemos los frutos.
-Hemos obrado mal? -repiti el marqus sonriendo y sealando a su sobrino y a
s mismo.
-Nuestra familia; nuestra noble familia, cuyo honor tanto nos importa a vos y a m,
aunque de un modo distinto. Aun en los tiempos de mi padre, cometamos grandes
desafueros injuriando a cualquier ser humano que se interpusiera entre nosotros y
nuestros placeres. Por qu he de hablar del tiempo de mi padre que tambin era vuestro
tiempo? Puedo separar a mi padre de su hermano gemelo de su coheredero y de su
sucesor?
-La muerte fue la causante.
-Y me ha dejado -contest el sobrino- sujeto a un sistema que me parece espantoso,
y me hace responsable de l, aunque no me deja corregirlo, tratando de cumplir la
ltima recomendacin de mi madre que me rog ser misericordioso y reparar los males
cometidos, pero en vano busco apoyo para llevarlo a cabo.
-Si buscis mi apoyo, sobrino -le dijo el marqus,- siempre buscaris en vano,
podis, estar seguro.
Su cara expresaba decisin y crueldad. Toc a su sobrino en el pecho con la punta
del dedo, y como si ste fuese una espada hizo que el joven se estremeciera. -Morir,
amigo mo, perpetuando el sistema bajo el cual he vivido- dijo.
Tom otro polvo de rap y guard la caja en el bolsillo.
-Es mejor escuchar la voz de la razn. Pero vos, seor Carlos, estis perdido, lo
veo.
-Estas propiedades y Francia estn perdidas para m -dijo tristemente el sobrino.-
Renuncio a ellas.
-Creis poder renunciar a las dos? Podis renunciar a Francia, pero no todava a
las propiedades.
-No tuve intencin de reclamar la posesin de estas propiedades. Pero si pasaran
maana a mi poder...
-Lo que tengo, la vanidad de creer improbable.
-O dentro de veinte aos...
-Me honris mucho -dijo el marqus,- pero prefiero esta suposicin.
-Las abandonara para ir a vivir a otra parte y por mis propios medios. No sera
renunciar a mucho, porque todo eso, creedme, no es ms que un desierto de miseria y de
ruina.
-S?- exclam el marqus paseando la mirada por la lujosa habitacin.
-Aqu no se puede negar que todo resulta agradable para la vista; pero viendo las
cosas a la luz del sol, no se ve ms que un montn desordenado, un despilfarro
horroroso, violencias por todas partes, deudas, opresiones, hambre, desnudez y
sufrimiento.
-Lo creis as? -exclam el marqus.
-Si alguna vez esta propiedad llega a ser ma, la dejar en manos ms competentes
para que poco, a poco (y suponiendo que llegue a tiempo) vayan liberando a los pobres
vasallos de las cargas que los oprimen y que los han llevado al hambre y a la ruina, a fin
de que la siguiente generacin tenga que sufrir menos. Pero ya s que no podr hacerlo,
porque pesa una maldicin sobre esta tierra y sobre este sistema.
-Y de qu viviris? -pregunt el to.- Perdonad mi curiosidad, pero me gustara
saber si viviris a la sombra de vuestra nueva filosofa.
-Vivir como vivirn otros compatriotas, aun los nobles, en los tiempos venideros,
es decir, de mi trabajo.
-En Inglaterra?
-S. El honor de la familia, seor, est a salvo en ese pas y en cuanto al nombre de
la familia, no ha de sufrir por m, porque no lo llevo en Inglaterra.
El marqus llam para ordenar que alumbraran el dormitorio inmediato. Prest
odo para advertir la retirada del criado, y en cuanto hubo salido aadi:
-Parece que Inglaterra es un pas muy atractivo para vos y veo que all habis
prosperado.
-Ya os dije antes, seor, que de mi prosperidad all debo estaros agradecido. Por lo
dems, es mi refugio.
-Los fanfarrones ingleses aseguran que su pas es el refugio de muchos. Conocis
a un compatriota que ha buscado refugio all? Es un doctor.
- S.
-Que tiene una hija?
-Ya veo que estis fatigado dijo el marqus.- Buenas noches.
E inclinando cortsmente la cabeza, sonri con expresin enigmtica que no dej
de llamar la atencin de su sobrino.
-S -repiti el marqus.- Un doctor con una hija. S. As comienza la nueva
filosofa. Pero estis fatigado. Buenas noches.
Habra sido igual interrogar a los rostros de piedra que adornaban a la fachada que
al marqus cuando pronunci estas ltimas palabras y el sobrino le dirigi en vano una
mirada interrogadora.
-Buenas noches -dijo el to.- Espero tener el placer de veros nuevamente maana
por la maana. Descansad bien! Que alumbren a mi seor sobrino y lo conduzcan a su
habitacin! Y, si queris, incendiad la cama con mi sobrino en ella -aadi en voz baja.
El marqus empez a pasear, en su traje de dormir, dispuesto a acostarse en aquella
calurosa noche de esto, y mientras andaba con los pies descalzos no produca ms ruido
que si hubiese sido un tigre; y casi se le habra podido creer un marqus encantado
impenitente y maligno, que, peridicamente, se transformaba en tigre, cambio que iba a
tener o que ya haba tenido lugar en aquellos momentos.
Mientras paseaba recordaba los incidentes de la jornada; a su mente se presentaba
nuevamente la puesta del sol, el descenso de la colina, el molino, la crcel en el
despeadero, el pueblecito en la hondonada, los campesinos en la fuente, el pen
caminero que con su gorro azul sealaba la parte inferior del carruaje y tambin el pobre
hombre que con los brazos en alto gritaba: Muerto!
-Tengo fro -murmur el seor marqus,- y lo mejor ser que me acueste.
Dej una luz encendida sobre la chimenea, hizo caer entorno de la cama las
cortinas de gasa y, al disponerse a dormir, dio un suspiro que alter el absoluto silencio
de la noche.
Durante tres largas horas los rostros de piedra de la fachada estuvieron mirando la
noche; durante aquellas mismas horas los caballos en las cuadras manoteaban ante sus
pesebres, ladraron los perros y el bho profiri un sonido muy distinto del que le
prestan los poetas.
Por espacio de tres horas los rostros de piedra de hombres y leones, miraron ciegos
a la noche. La obscuridad ms completa envolva el paisaje y no se habra podido
distinguir una de otra las tumbas del cementerio, cubiertas por la hierba. En la aldea los
contribuyentes y los cobradores de contribuciones dorman profundamente. Tal vez
soaban en banquetes, como les suele ocurrir a los que sufren hambre, o bien, que
vivan cmoda y tranquilamente, como suean los esclavos y los bueyes uncidos al
yugo.
Corra el agua de la fuente del pueblo, as como la fuente del castillo, sin que nadie
la viera o la oyera, perdindose a lo lejos como se pierden los minutos que manan de la
fuente del Tiempo. Luego las aguas de ambas fuentes empezaron a ser dbilmente
visibles y se abrieron los ojos de las caras de piedra de la fachada del castillo.
La luz aumentaba por momentos, hasta que apareci el sol, alumbrando las copas
de los rboles y la cima de la colina, y a su luz el agua de las fuentes pareca sangre y se
tieron de rojo las mejillas de los rostros de piedra. Empez el canto de los pjaros y
uno de ellos fue a entonar su cancin en el alfizar de la ventana del marqus. Al orlo
el rostro de piedra ms cercano, pareci quedarse asombrado y con la boca abierta por el
pasmo, mir.
El sol ya estaba en el cielo, y empez el movimiento en la aldea. Se abrieron las
ventanas, se quitaron las trancas de las puertas y salieron los moradores,
estremecindose al recibir el fresco aire de la maana. Y empez el trabajo diario;
algunos se encaminaron a la fuente, otros a los campos a cavar; otros se ocuparon en el
msero ganado y llevaron a las flacas vacas a apacentarse en el msero alimento que
podan hallar a lo largo del camino. En la iglesia estaban dos o tres personas arrodilladas
ante la Cruz, en tanto que fuera esperaba una vaca a que su amo terminara las oraciones,
tratando de hallar el desayuno entre las hierbas que tena a sus pies.
El castillo despert ms tarde, cual corresponda a su jerarqua, pero lo hizo de un
modo gradual y seguro. Primero el sol ti de rojo las armas de caza que colgaban de
las paredes y luego brillaron los filos de acero a la luz del sol matinal; se abrieron
puertas y ventanas, los caballos en sus cuadras empezaron a mirar por encima del
hombro al advertir la luz del nuevo da; brillaron y se agitaron las hojas de los rboles
ante las ventanas enrejadas y tiraron los perros de sus cadenas impacientes por recobrar
la libertad.
Todos esos incidentes triviales pertenecan a la rutina de la vida y a la vuelta de
cada maana. Pero en cambio, ya no era acostumbrado el repicar de la campana del
castillo, ni las carreras que dieron los criados por las escaleras y por las terrazas, as
como tampoco la prisa con que se ensillaron algunos caballos. No se sabe cmo pudo el
pen caminero enterarse de todo eso, cuando se dispona a empezar su trabajo en lo alto
de la colina inmediata a la aldea, en tanto que haba dejado sobre un montn de piedras
el paquete que contena su comida y que no vala la pena de que una garza se molestara
en arrebatrselo. Acaso se lo haban dicho los pjaros? Pero fuese quien fuese, lo cierto
es que el pen caminero corra con toda su alma y no se detuvo hasta llegar a la fuente.
Todos los aldeanos estaban all, hablando en voz baja y sin mostrar otro
sentimiento que curiosidad y sorpresa. Las flacas vacas trabadas a cuanto pudiera
retenerlas, miraban con estupidez o masticaban cosas que no vala la pena de mascar y
que hallaran en su interrumpido pasto. Algunos hombres del castillo y de la casa de
postas, as como los perceptores de impuestos, estaban ms o menos armados, y se
agrupaban en el extremo de la calle, aunque sin objeto alguno. En cuanto al pen
caminero, se haba metido ya en el grupo de aldeanos y se golpeaba el pecho con su
gorro azul. Qu significaba todo aquello? Por qu el seor Gabelle iba montado a la
grupa de un caballo que guiaba un servidor del castillo?
Significaba que en el castillo haba aumentado en uno el nmero de los rostros de
piedra. Nuevamente la Gorgona haba mirado durante la noche y aadi la cara de
piedra que faltaba, la que las dems estuvieron aguardando por espacio de doscientos
aos.
La cara de piedra reposaba sobre la almohada del seor marqus. Pareca una fina
careta, repentinamente sobresaltada, encolerizada y petrificada. Y en el corazn de
aquella figura de piedra estaba clavado un cuchillo. Alrededor del mango se vea un
trozo de papel, en el que estaba escrito: Llvalo aprisa a su tumba. De parte de Jaime.
Captulo X.- Dos promesas
Haban llegado y pasado algunos meses, en nmero de doce, y el seor Carlos
Darnay estaba establecido en Inglaterra como maestro de francs y de literatura
francesa. En la actualidad se le habra llamado profesor, pero entonces no era ms que
tutor. Daba lecciones a jvenes que sentan inters en aprender una lengua viva hablada
en todo el mundo. Tales maestros no se hallaban fcilmente en aquella poca. Los
prncipes que fueron y los reyes que haban de ser, no tenan aptitudes para ensear a
nadie y la nobleza arruinada no se dedicaba an a los libros de comercio ni a ejercer de
cocineros o de carpinteros. Y como maestro, cuyo sistema haca agradable el estudio a
sus discpulos y como traductor elegante que poda hacer algo ms de lo que resulta de
la ayuda del diccionario, pronto lleg Darnay a ser conocido y apreciado. Estaba al
corriente de los sucesos de su pas, sucesos cada da ms interesantes. Y as con la
mayor perseverancia y actividad iba prosperando.
No haba esperado poder alcanzar la riqueza en Londres, pues, de haberse hecho
tales ilusiones no habra llegado a prosperar. Esperaba tener que trabajar, encontr
trabajo y lo llevaba a cabo. En eso consista su prosperidad. Desde los tiempos en que
era siempre verano en el Edn, hasta los actuales en que casi puede decirse que el
invierno es perpetuo, la vida del hombre siempre ha tomado el mismo camino, que
tambin tom Carlos Darnay, es decir, el que conduce al amor de una mujer.
Desde que la vio por primera vez en aquella hora peligrosa para su vida, se dijo
que la amaba y le pareci que nunca haba odo msica ms deliciosa que su voz llena
de compasin y nunca vio rostro tan tiernamente hermoso como el de la joven cuando la
vio ante la tumba que ya haban excavado para l. Pero no haba hablado con ella del
asunto; el asesinato cometido en el desierto castillo, ms all de las aguas, del mar y los
largos caminos llenos de polvo, tuvo lugar haca ms de un ao, y el joven no haba
pronunciado una sola palabra que diera a entender el estado de su corazn.
Tena para ello muy buenas razones, Nuevamente era un da de verano cuando
lleg a Londres y se dirigi al tranquilo rincn de Soho, en busca de una oportunidad
para abrir su corazn al doctor Manette. Era por la tarde y saba ya que Luca haba
salido con la seorita Pross.
Hall al doctor leyendo en su silln junto a la ventana. Haba recobrado ya la
energa que le permiti resistir sus antiguos dolores. Era ahora un hombre muy
enrgico, de gran firmeza de carcter, de fuerte resolucin y de accin vigorosa.
Estudiaba mucho, dorma poco, soportaba fcilmente la fatiga y era de carcter alegre.
Se present a l Carlos Darnay y, al verlo, el doctor dej el libro a un lado y le tendi la
mano.
-Me alegro de veros, seor Darnay -exclam.- Desde hace algunos das esperaba
vuestro regreso. Ayer estuvieron aqu el seor Stryver y el seor Carton y ambos dijeron
que estabais ausente ms de lo debido.
-Les agradezco mucho su inters -contest con cierta frialdad para con los dos
personajes nombrados, aunque con amabilidad para el doctor.- Cmo est la seorita
Manette?
-Bien -contest el doctor,- y estoy seguro de que se alegrar de vuestro regreso. Ha
ido de compras, pero pronto estar de vuelta.
-Ya saba que no est en casa, doctor, y he aprovechado la oportunidad para hablar
reservadamente con vos.
-Tomad una silla y sentaos dijo el doctor con cierta ansiedad.
Carlos se sent, pero no encontr tan fcil empezar a decir lo que se propona.
-He tenido la suerte, doctor, de llegar a ser amigo de la casa, desde ya hace un ao
y medio, y espero que el asunto de que voy a tratar, no... Se detuvo al ver que el doctor
adelantaba la mano para interrumpirle. Luego el doctor dijo:
-Se trata de Luca?
-En efecto.
-Me afecta hablar de ella en cualquier ocasin, pero ms cuando oigo hablar de mi
hija en el tono que lo hacis.
-Es el de mi ferviente admiracin, de mi homenaje sincero y de profundo amor,
doctor Manette -contest el joven.
Hubo un silencio, tras el cual el padre dijo:
-Lo creo. Os hago justicia y lo creo.
Era tan evidente su contrariedad, que Carlos Darnay vacil en proseguir:
-Puedo continuar, seor?
-S, proseguid.
-Seguramente habis adivinado lo que quiero decir, aunque no podis imaginaros
cun profundo es mi sentimiento. Querido doctor Manette, amo profundamente a
vuestra hija, la amo con toda mi alma, desinteresadamente. La amo como muy pocos
han amado en el mundo. Y como vos tambin habis amado, dejad que por m hable el
amor que sentisteis.
El doctor escuchaba con el rostro vuelto y los ojos fijos en el suelo. Y al or las
ltimas palabras, extendi apresuradamente la mano y exclam:
-No! No me hablis de eso! No me lo recordis!
Su exclamacin expresaba tanto dolor, que Darnay se call.
-Os ruego que me perdonis -aadi el doctor.- No dudo de que amis a Luca.
Volvi el silln hacia el joven y sin mirarlo le pregunt:
-Habis hablado a mi hija de vuestro amor?
-No, seor.
-No le habis escrito?
-Jams. -Sera injusto no reconocer que vuestra delicadeza es motivada por la
consideracin que, me habis tenido. Y por ello os doy las gracias.
Le ofreci la mano, aunque sus ojos no la acompaaron.
-S -dijo Darnay respetuosamente -y no puedo ignorarlo, pues os he visto un da
tras otro, que entre vos, doctor Manette, y vuestra hija hay un afecto tan poco corriente,
tan tierno y tan en armona con las circunstancias en que se ha desarrollado, que
difcilmente se hallara otro caso igual. S, doctor, qu, confundido con el afecto y el
deber de una hija que ha llegado a la edad de la mujer, existe en su corazn todo el amor
y la confianza haca vos, propios tan slo de la infancia. S que en su niez no tuvo
padres, y por eso est unida a vos con toda la constancia y fervor de sus aos presentes
y la confianza y amor de los das en que estuvisteis perdido para ella. S que si
hubieseis sido devuelto a ella despus de vuestra muerte, difcilmente tendrais a sus
ojos un carcter ms sagrado que el que ahora tenis para ella. S que cuando os abraza
os rodean los brazos de la nia, de la joven y de la mujer a un tiempo. S que al amaros,
ve y ama a su madre cuando tena su propia edad, y os ve y os ama a mi edad; que ama
a su madre cuyo corazn fue destrozado por el dolor, y que os ama en vuestro espantoso
destino y en vuestra bendita liberacin. Todo esto lo s, pues lo he estado viendo noche
y da en vuestro hogar.
El padre estaba silencioso, con la frente inclinada. Su respiracin era agitada, pero
contuvo toda otra seal de la emocin que lo embargaba.
-Y como s todo esto, querido doctor Manette -aadi el joven, por eso me he
contenido cuanto me ha sido posible. Comprendo que tratar de introducir mi amor entr
el del padre y de la hija es, tal vez, querer participar de algo superior a m. Pero amo a
vuestra hija, y el cielo me es testigo de que la adoro.
-Lo creo -contest el padre tristemente.- Ya me lo figuraba. Lo creo.
-Pero no creis -se apresur a decir Darnay- que si la suerte me fuese tan favorable
como para poder hacer de vuestra hija mi esposa, tratara, ni por un momento, de
establecer la ms pequea separacin entre ella y vos, pues eso, adems de ser una
accin baja, no podra, tal vez, lograrlo. Si tuviera, hubiera tenido o pudiera tener tal
intento oculto en mi nimo, no sera digno de tocar esta mano.
Y diciendo estas palabras puso su mano sobre la del doctor.
- No, querido doctor Manette. Como vos soy un desterrado voluntario de Francia;
como vos, he salido de mi patria a causa de sus desaciertos, de sus opresiones y de sus
miserias; como vos vivo de mi trabajo, esperando tiempos mejores. Solamente aspiro a
la felicidad de compartir vuestra suerte, vuestra vida y vuestro hogar, y a seros fiel hasta
la muerte. No para participar del privilegio de Luca de ser vuestra hija, vuestra
compaera y vuestra amiga; sino para ayudarla y para unirla ms a vos si ello fuese
posible.
El padre mir al joven por vez primera desde que ste hablaba. Evidentemente en
su nimo haba una lucha de ideas y de sentimientos.
-Hablis, mi querido Darnay con tanta ternura y con tanta entereza, que os doy las
gracias con todo mi corazn y en recompensa voy a abriros el mo. Tenis alguna
razn para creer que Luca os ama?
-Ninguna todava.
-El objeto de la confidencia que me habis hecho es cercioraros de ello con mi
consentimiento?
-No. Creo que el averiguarlo me costar algunas semanas.
-Deseis que os aconseje y gue?
-Nada pido, seor. Pero creo que podis hacerlo y no dudo de que lo haris.
-Deseis que yo os haga alguna promesa?
-S, seor.
-Cul?
-Estoy persuadido de que sin vuestro auxilio no puedo esperar nada, pues aun
cuando tuviese la inmensa dicha de que la seorita Manette guardase mi imagen en su
puro corazn, no podra continuar en l contra el amor de su padre.
-Siendo as, ya advertiris lo que puede ocurrir en caso contrario.
-Me doy cuenta de que una palabra de su padre, en favor de un pretendiente, puede
hacer que se incline la balanza hacia l. Por eso precisamente, doctor Manette -dijo
Darnay con la mayor firmeza,- no os pido que digis esta palabra ni lo pedira aunque
de ello dependiese mi vida.
-Estoy seguro de ello. Ya sabis, Darnay, que de los amores profundos, as como
de las disensiones intensas surgen los misterios. Por eso mi hija Luca es para m un
misterio en ciertas cosas y no s cul pueda ser el estado de su corazn.
-Podis decirme, seor, si?
-Si la pretende alguien ms? -dijo el padre terminando la frase.
-Eso es lo que quera decir.
El padre hizo una pausa antes de contestar:
-Vos mismo habis visto aqu al seor Carton. A veces tambin viene el seor
Stryver. En todo caso los posibles pretendientes a la mano de mi hija son ellos dos.
-O los dos -contest Darnay.
-No haba pensado en ambos, y no me parece probable. Pero deseabais una
promesa de m. Decidme cul.
-La de que si la seorita Manette, en alguna ocasin os hiciera, por su parte, alguna
confidencia semejante a la ma, le deis testimonio de lo que os he dicho, expresando que
creis en la sinceridad de mis palabras. Espero merecer de vos tan buen concepto como
para no hacer uso de vuestra influencia contra m.
-Os lo prometo -contest el doctor.- Creo que vuestro objeto es el que leal y
honradamente habis expuesto. Creo que vuestra intencin es perpetuar y no debilitar
los lazos que me unen con mi hija, que me es ms querida que mi propia vida. Si me
dijera algn da que sois necesario a su felicidad, os la dara en seguida. Y s hubiera...
Darnay, si hubiera...
El joven le estrechaba la mano agradecido, y el doctor continu:
-Si hubiera caprichos, razones, temores u otra cosa cualquiera, antigua o reciente,
contra el hombre que mi hija amase, siempre que no fuese l personalmente
responsable, todo lo dara al olvido por amor a mi hija. Ella lo es todo para m; ms que
el sufrimiento, ms que el tormento, ms que... Pero dejemos eso.
El doctor hizo una pausa y luego aadi:
-Me he desviado de la cuestin sin darme cuenta. Me pareci que querais decirme
algo ms.
-Quera deciros que vuestra confianza en m debe ser correspondida con la ma. Mi
nombre actual, aunque ligeramente distinto que el que me corresponde por mi madre, no
es, como recordaris, el mo verdadero. Voy a deciros cul es y por qu estoy en
Inglaterra.
-Callad -dijo el doctor.
-Deseo decroslo, para merecer mejor vuestra confianza, pues me disgusta tener
secretos para vos.
-Callad -repiti el doctor -Me lo diris cuando os lo pregunte, pero no antes. Si
Luca acepta vuestro amor, si corresponde a l, me lo diris en la maana de vuestra
boda. Ahora idos y que Dios os bendiga.
Era ya de noche cuando Darnay sali de la casa y transcurri an una hora antes
del regreso de Luca. Esta fue directamente a ver a su padre, pues la seorita Pross se
encamin al piso superior, pero experiment la mayor sorpresa al ver desocupado el
silln de su padre.
-Padre! -llam.- Padre mo!
No recibi respuesta, pero llegaron a sus odos algunos martillazos procedentes del
dormitorio. La joven atraves la habitacin central y llegando ante la puerta del
dormitorio mir y retrocedi asustada.
-Qu har, Dios mo? Qu har?
Dur poco su incertidumbre, porque se acerc a la puerta, golpe en la madera y
llam suavemente a su padre. Ces el ruido en cuanto reson su voz y sali su padre,
que empez a pasear por la estancia. Luca paseaba con l. Aquella noche Luca salt de
la cama para ir a visitar a su padre. Vio que dorma profundamente y que la banqueta de
zapatero y las herramientas, as como el trabajo a medio terminar estaban como
siempre.
Capitulo XI.- Una conversacin de amigos
-Sydney -dijo Stryver aquella misma noche, o, mejor dicho, a la madrugada a su
chacal-prepara otro ponche. Tengo que decirte algo.
Sydney haba estado trabajando con ardor durante aquella noche y las anteriores
para dejar limpia de papeles, antes de las vacaciones, la mesa de Stryver. Dej resueltos,
por fin, todos los asuntos y ya estaba todo listo hasta que llegara noviembre con sus
nieblas atmosfricas y sus nieblas legales, y la ocasin de poner nuevamente el molino
en marcha.
Sydney no haba dado muestras de sobriedad durante aquellas noches, y en la que
nos ocupa tuvo necesidad de utilizar mayor nmero de toallas mojadas para seguir
trabajando, porque las precedi una cantidad extraordinaria de vino, y se hallaba en
condicin bastante deplorable cuando se quit definitivamente su turbante y lo ech a la
jofaina en que lo humedeciera de vez en cuando durante las seis ltimas horas.
-Ests preparando el ponche? -pregunt el majestuoso Stryver con las manos
apoyadas en la cintura y mirando desde el sof en donde estaba echado.
-S.
-Pues fjate, Voy a decirte una cosa que te sorprender y que tal vez te incline a
conceptuarme menos listo de lo que parezco. Me quiero casar.
-T?
Y lo ms; grande es que no por dinero. Qu me dices ahora?
-No tengo ganas de decir nada. Quin es ella?
-Adivnalo.
-La conozco?
-Adivnalo.
- No estoy de humor para adivinar nada a las cinco de la madrugada, cuando tengo
la cabeza que parece una olla de grillos. Si quieres que me esfuerce en adivinar,
convdame antes a cenar.
-Ya que no quieres esforzarte, te lo dir -contest Stryver acomodndose -Aunque
no tengo esperanzas de que me comprendas, Sydney, porque eres un perro insensible.
-T, en cambio -exclam Sydney ocupado en hacer el ponche, eres un espritu
sensible y potico.
-Hombre! -exclam Stryver rindose.- No pretendo ser la esencia de la
sensibilidad, pero soy bastante ms delicado que t.
-Eres ms afortunado solamente.
-No es eso. Quiero decir, ms... ms...
-Digamos galante -sugiri Carton.
-Bien. Digamos galante. Lo que quiero decir es que soy un hombre -contest
Stryver contonendose mientras su amigo haca el ponche -que procura ser agradable,
que se toma algunas molestias para ser agradable, que sabe ser ms agradable que t en
compaa de una mujer.
- Sigue! -le dijo Carton.
-Antes de pasar adelante -dijo Stryver,- he de decirte una cosa. Has estado en casa
del doctor Manette tantas veces como yo, o ms tal vez. Y siempre me ha avergonzado
tu aspereza de carcter. Tus maneras han sido siempre las de un perro hurao y de mal
genio, y, francamente, me he avergonzado de ti, Sydney.
-Pues para un hombre como t, ha de resultar altamente beneficioso avergonzarse
de vez en cuando, y por lo tanto deberas estarme agradecido.
-No lo tomes a broma -replic Stryver.- No, Sydney. Es mi deber decirte, y te lo
digo, a la cara por tu bien, que eres un hombre que no tiene condiciones para estar en
sociedad. Eres un hombre desagradable.
Sydney se tom un vaso del ponche que acababa de hacer y se ech a rer.
-Mrame! -exclam Stryver pavonendose. -Tengo menos necesidad de hacerme
agradable que t, pues me hallo en una posicin mucho ms independiente. Por qu,
pues, me hago agradable?
-Nunca he visto que lo fueras -murmur Sydney.
-Lo hago por deber y porque lo siento.
-Mejor sera que prosiguieras con tu cuento acerca del matrimonio. Ya sabes que
soy incorregible.
-No tienes bastantes asuntos para poder ser incorregible -repuso malhumorado
Stryver.
-Es verdad, no tengo asuntos que yo sepa -contest Sydney.- Y quin es la dama?
-No quisiera que la mencin de su nombre te produjera disgusto, Sydney -dijo
Stryver preparndose con exagerada cordialidad para pronunciar el nombre de la dama,-
porque me consta que no sientes la mitad de lo que dices; pero si lo sintieras, todo sera
igual porque no tiene importancia. Hago este ligero exordio porque una vez me hablaste
de esta dama en trminos bastante ligeros.
-Yo?
-S, y precisamente en esta habitacin.
Sydney Carton mir el ponche y a su amigo; luego bebi y volvi a mirarlo.
-Al hablar de esta dama dijiste que era una mueca de dorado cabello. Esta joven
dama es la seorita Manette. Si fueras hombre dotado de alguna sensibilidad y
delicadeza, ciertamente me habra ofendido la expresin que usaste, pero ya s que
careces de todo eso. Por lo tanto, no me molesta, como no me molestara la opinin de
un hombre que juzgara un cuadro mo, si careca de gusto artstico o que censurase una
composicin musical ma si no tuviese odo.
Sydney Carton segua bebiendo el ponche en grandes cantidades, pero sin dejar de
mirar a su amigo.
-Ahora ya lo sabes todo, Sydney -dijo Stryver.- Nada me importa el dinero; se trata
de una muchacha encantadora y me he propuesto darme a m mismo esta satisfaccin.
Creo tener bastante dinero para proporcionarme un placer. Ella tendr en m un
hombre agradable, que prospera rpidamente y un hombre de alguna distincin; para
ella soy un buen partido, aunque es merecedora de una fortuna. Ests asombrado?
Carton que continuaba bebiendo ponche, contest:
-Por qu?
-Apruebas mi idea?
-Por qu no he de aprobarla?
-Perfectamente -le dijo a su amigo -veo que tomas el asunto mejor de lo que me
figuraba y que con respecto a m eres menos mercenario de lo que crea. Aunque ya
sabes, porque te consta, que tu antiguo compaero es hombre de gran fuerza de
voluntad. S, Sydney, estoy ya cansado de esta vida y creo que debe de ser agradable
para un hombre tener un hogar, cuando se inclina a poseerlo; estoy persuadido de que la
seorita Manette ocupar dignamente la posicin que voy a ofrecerle y que siempre ser
una buena compaera para m. As, pues, estoy decidido. Y ahora, Sydney, amigo mo,
he de decirte algo acerca de tu situacin y tu porvenir. Llevas muy mal camino, ya lo
sabes. Ignoras el valor del dinero, llevas una vida desagradable y un da vas a tener un
tropiezo serio y te hundirs en la enfermedad y en la miseria. Creo que haras bien
buscndote una enfermera.
El nfasis con que haba pronunciado estas palabras lo hicieron parecer de doble
estatura y cuatro veces ms ofensivo.
-Ahora djame que te recomiende -prosigui Stryver -examinar seriamente el
asunto. Csate. Bscate alguien que pueda cuidarte. No te importe si no te gustan las
mujeres, si no las entiendes o no tienes tacto para tratar con ellas. Busca una mujer
respetable, que tenga algunas propiedades, algo as como una propietaria de casas o
patrona de casa de huspedes y csate con ella para evitarte futuras calamidades. Este es
mi consejo. Y ahora reflexiona sobre l, Sydney.
-Ya pensar en eso -dijo Sydney.
Captulo XII.- El caballero delicado
Resuelto ya Stryver a ofrecer aquella fortuna a la hija del doctor, decidi labrar su
felicidad antes de salir de la ciudad para disfrutar de las vacaciones. Despus de discutir
el asunto mentalmente, lleg a la conclusin de que seria preferible llevar a cabo los
preliminares cuanto antes y que luego habra tiempo ms que sobrado para disponer la
boda en Navidad.
No tena ninguna duda de que tena ganado el pleito. Era un asunto claro, sin el
menor punto dbil. Lo expuso ante el jurado, y como la parte contraria no tena nada
que alegar, ni siquiera se retir el jurado a deliberar, de manera que se dict sentencia de
acuerdo con lo solicitado por el seor Stryver, C. J.
El seor Stryver inaugur sus vacaciones invitando a la seorita Manette a llevarla
a los jardines de Vauxhall; habiendo sido rechazada la invitacin, le ofreci ir a
Ranelagh y como quiera que tampoco fue aceptada esta proposicin, se resolvi a
presentarse en Soho y all declarar sus nobles aspiraciones.
As, pues, sali un da del Temple en direccin a Soho, animado por la alegra
infantil que le producan las vacaciones. Como quiera que en su camino se encontr
ante el Banco Tellson, y recordando que el seor Lorry era ntimo amigo de los
Manette, resolvi entrar en el Banco y revelar al seor Lorry la felicidad que iba a
descender sobre Soho. Abri, pues, la puerta del establecimiento, descendi los dos
escalones, pas por delante de los dos viejos cajeros y se dirigi al despacho del seor
Lorry que se sentaba ante una mesa cargada de libros rayados, alumbrado por la luz que
pasaba por la ventana enrejada.
-Hola! -exclam el seor Stryver.- Cmo estis?
Una de las peculiaridades de Stryver era la de parecer demasiado corpulento en
todas partes, de manera que los dos viejos empleados lo miraron con celo, como si
estuviera empujando las paredes.
Contest el seor Lorry apaciblemente y le estrech la mano.
-Puedo serviros en algo? -aadi en tono oficial.
-Oh, no, gracias! Mi visita es puramente particular. Deseara hablaros de un
asunto personal.
-De veras? -exclam el seor Lorry.
-Estoy decidido -dijo el seor Stryver apoyando los brazos sobre la mesa,- estoy
decidido a hacer una proposicin de matrimonio a su encantadora amiguita, la seorita
Manette.
-Caramba! -exclam el seor Lorry frotndose al mismo tiempo la barbilla y
mirando con desconfianza a su interlocutor.
-Qu queris decir con eso? -exclam Stryver.
-Qu quiero decir? -contest el seor Lorry.- Nada que tenga importancia. Mi
exclamacin ha sido amistosa y puede significar lo que deseis. Pero, en realidad, ya
sabis, seor Stryver...- y movi la cabeza de extrao modo, sin atreverse a terminar la
frase.
-Si os entiendo que me ahorquen! -exclam Stryver dando un golpe en la mesa
con su mano.
El seor Lorry se ajust bien la peluca y se entretuvo en morder el extremo de una
pluma.
-Creis, acaso, que... no soy elegible?- pregunt Stryver mirndolo con fijeza.
-Oh, s! Ya lo creo!
-No soy buen partido?
-No hay duda.
-Entonces, qu demonio queris decir?
-Pues... yo... Adnde ibais ahora? -pregunt el seor Lorry.
-Directamente all -contest Stryver dando un puetazo en la mesa.
-Si yo estuviese en vuestro lugar no lo hara.
-Por qu? -pregunt Stryver.- Y os advierto que voy a acorralaros. Sois hombre de
negocios y como tal estis obligado a no hablar con ligereza. Decidme, pues, qu razn
os mueve a decirme eso.
-Porque yo no dara semejante paso sin saber positivamente que iba a lograr el
xito.
-Vaya una razn! exclam el abogado, en tanto que el seor Lorry lo miraba
atentamente.- Que un hombre de negocios como vos, un hombre de edad y de
experiencia que ocupa un alto cargo en un Banco, se atreva a decir que no tengo
probabilidades de xito, cuando l mismo ha reconocido la existencia de tres razones,
cada una de las cuales basta para asegurarlo! Y es capaz de decirlo con la cabeza sobre
sus hombros! -exclam Stryver como si hubiera sido ms natural que lo dijera
desprovisto de la cabeza.
-Cuando hablo del xito, me refera al que podis lograr con la seorita Manette; y
al tratar de las causas y razones que hacen probable este xito, me refiero a las que
pueden influir sobre la seorita Manette. Hay que tener en cuenta a la seorita. A la
seorita ante todo.
-Con lo cual me dais a entender que, en vuestra opinin, la seorita no es ms que
una tonta.
-No es as. Lo que quiero deciros -aadi el anciano ruborizndose -que no
consentir a nadie que pronuncie una palabra irrespetuosa contra esa seorita, y que si
existiera un hombre tan grosero, tan mal educado y de tan mal genio que no pudiera
contenerse y hablara con poco respeto de esta seorita en mi presencia, ni siquiera
Tellson seria capaz de impedir que yo le diera una leccin.
La necesidad de hablar en voz baja, a pesar de su clera, haba puesto las venas del
seor Stryver en estado peligroso, y no era mejor el de las venas del seor Lorry al
pronunciar las ltimas palabras.
-Esto es lo que debo deciros, seor -exclam el seor Lorry,- y os ruego que lo
tengis en cuenta.
Stryver estaba chupando el extremo de una regla y luego se golpe los dientes con
ella. Por fin interrumpi el silencio, diciendo:
-Esto que me decs es nuevo para m, seor Lorry. De manera que me aconsejis
deliberadamente que no vaya a Soho y ofrezca en persona mi mano?
-Me peds consejo, seor Stryver?
-S, seor.
-Perfectamente. Pues ya os lo he dado y vos mismo lo acabis de repetir
correctamente.
-Y yo os contesto -exclam Stryver rindose forzadamente -que eso es una
ridiculez que sobrepasa a todas las que o en mi vida.
-Ahora escuchadme -aadi el seor Lorry. -Como hombre de negocios nada
puedo decir acerca del asunto, porque en tal carcter, nada s. Pero como antiguo amigo
que ha llevado en sus brazos a la seorita Manette, que goza de la confianza de ella y de
su padre y que tiene un grande afecto por ambos, puedo hablar. Creis que estoy
equivocado?
-No s -contest Stryver; -supona que haba sentido comn en cierta casa; pero,
segn parece, all estn algo chiflados. Podra ser, pues, que tuvierais razn, aunque, a
decir verdad, no lo sospechaba.
-Lo que antes os dije no pasa de ser mi opinin personal -dijo el seor Lorry
enrojeciendo de nuevo -pero no permitir que nadie emita palabras ofensivas para mis
amigos, ni an en estas oficinas.
-Perdonadme -dijo Stryver.
-Queda todo olvidado. Gracias. Iba a deciros, seor Stryver, que sera muy
desagradable para vos ver que os habais equivocado, y para el mismo doctor sera
penoso verse obligado a ser explcito con vos, sin contar el rato desagradable que darais
a la seorita Manette si tuviera que contestaros negativamente. Ya conocis los trminos
en que tengo el honor y la dicha de ser contado entre los amigos de la familia. Si os
place, pues, sin el carcter de representante vuestro y sin mezclaros en nada, puedo
hacer algunas observaciones que confirmen o rectifiquen mi juicio. Si el resultado no es
agradable para vos, siempre os queda el recurso de juzgar por vos mismo, y si, por el
contrario, mis observaciones estn de acuerdo con vuestros deseos, habremos logrado
evitar posibles situaciones desagradables para ambas partes. Qu os parece?
-Cunto tardaris en averiguarlo?
-Es cuestin de pocas horas. Esta noche ir a Soho y luego os har una visita en
vuestra casa.
-Pues estamos de acuerdo -contest Stryver.- Esperar hasta la noche.
El seor Stryver sali del Banco tan aprisa que cre una corriente de aire difcil de
resistir para los dos dbiles empleados, entre los cuales tuvo que pasar. El abogado era
lo bastante listo para darse cuenta de que el banquero no se habra atrevido a expresar
hasta tal punto su opinin adversa, si no hubiese tenido ms que presunciones, y aunque
estaba mal preparado para tragarse aquella pldora, comprendi que no tena otro
remedio que resignarse y se la trag, aunque resuelto a conducir el asunto de tal manera
que el ridculo fuese a caer sobre la parte contraria.
De acuerdo con ello, cuando aquella noche, a las diez, el seor Lorry lleg a su
casa, encontr al abogado rodeado de papeles y de libros y al parecer sin recordar casi el
asunto que por la maana le llevara a su despacho. Y hasta lleg al extremo de
demostrar sorpresa al ver al seor Lorry, como si sus preocupaciones hubiesen borrado
el asunto de su mente.
-Pues bien -dijo el bondadoso emisario despus de largos esfuerzos por traer a
Stryver a hablar del asunto. -He estado en Soho.
-En Soho? -repiti framente el abogado.- Querris creer que ya no me acordaba
de eso?
-Y no tengo duda alguna -aadi el seor Lorry- de que estuve acertado esta
maana al hablaros como lo hice. Se ha confirmado mi opinin y os reitero mi consejo.
-Os aseguro -replic Stryver con amistoso acento- que lo siento mucho por vos y
tambin por el pobre padre. Comprendo que eso ha de haberle causado disgusto, y por
consiguiente, ser mucho mejor que no hablemos de ello.
-No os entiendo -exclam el seor Lorry.
-No me atrevo a decir lo contrario, pero no importa, no importa.
-Al contrario -replic el seor Lorry.
-No, os aseguro que no. Suponiendo que haba sentido comn donde no existe y
una ambicin laudable donde no la hay, he salido de mi error y no se ha perjudicado
nadie. No es la primera vez que las mujeres jvenes cometen esas tonteras y luego se
arrepienten amargamente de ellas al verse hundidas en la pobreza. Mirando el asunto sin
el menor egosmo, siento que la cosa no haya pasado adelante, aunque desde el punto de
vista mundano habra sido para m un negocio desastroso; ahora, consultando mi
egosmo, me alegro de que haya fracasado, porque para m habra sido un negocio
francamente malo, y es evidente que yo no habra ganado nada con ello. Pero, en fin, no
hay perjuicio para nadie. No he ofrecido mi mano a esa seorita, y, entre nosotros, tengo
casi la seguridad de que no habra llegado mi sacrificio hasta ese punto. No es posible,
seor Lorry, corregir las frivolidades y locuras de esas cabezas huecas, y si os lo
proponis quedaris arrepentido. Pero ahora no hablemos ms de ello. Ya os he dicho
que lo siento por los dems, pero me alegro por lo que a m se refiere. Os estoy
altamente reconocido por el consejo que me disteis; conocis mejor que yo a esa
seorita; tenais razn y no deba de haber cometido esa tontera.
El seor Lorry estaba estupefacto y miraba asombrado a Stryver, que lo conduca
hacia la puerta como si estuviera animado por la mayor generosidad, nobleza y buenos
sentimientos.
-Creedme, seor Lorry. No os preocupis ms por este asunto. Os doy las gracias
por todo. Buenas noches.
Y el seor Lorry se vio en la calle antes de que se diera cuenta de ello, en tanto que
Stryver se dejaba caer en su sof mirando al techo.
Captulo XIII.- Un sujeto nada delicado
Si Sydney Carton brill en alguna ocasin o en alguna parte, seguramente no fue
en casa del doctor Manette. Durante un ao entero visit la casa con frecuencia, pero
siempre pareca pensativo y triste. Cuando se lo propona hablaba bien, pero su
indiferencia por todo lo rodeaba de una nube que raras veces atravesaba la luz de su
inteligencia.
Sin embargo, senta atractivo especial por las calles que rodeaban la casa y hasta
por las piedras de la calle, y muchas noches, cuando el vino no haba conseguido
alegrarle, se iba a rondar por ella y a veces lo sorprenda la aurora y hasta los primeros
rayos del sol dando vueltas por aquel lugar. Ultimamente su abandonado lecho lo
echaba de menos con mayor frecuencia, y en algunas ocasiones, despus de tenderse en
l, se levantaba a los pocos minutos y se iba a rondar por las cercanas de Soho.
Un da, en agosto, despus que Stryver notific a su chacal que lo haba pensado
mejor y que ya no se casaba, Sydney andaba rondando el lugar, cuando, de pronto, se
sinti animado por una resolucin y se encamin en lnea recta a la casa del doctor.
Subi la escalera y encontr a Luca ocupada en sus quehaceres. La joven nunca se
haba sentido a gusto en compaa de Carton y por consiguiente lo recibi con cierto
embarazo, pero l se sent a la mesa, cerca de ella. La joven mir el rostro de Carton
despus de cambiar algunas palabras sin importancia y observ que en l haba un gran
cambio.
-Me temo que no andis bien de salud, seor Carton -dijo.
-No. La vida que llevo, seorita Manette, no es la ms apropiada para gozar de
buena salud. Pero, qu se puede esperar de los libertinos?
-Y no es una lstima, os ruego que me perdonis, no llevar una vida mejor?
-Dios sabe que es una vergenza!
-Por qu, pues, no cambiis de modo de vivir?
La joven lo mir afectuosamente y se sorprendi y entristeci al ver que los ojos de
Carton estaban mojados de lgrimas. Y con insegura voz contest:
-Ya es demasiado tarde. No puedo ser mejor de lo que soy. Por el contrario, me
hundir ms y ser an peor.
Carton apoy un codo en la mesa y la cabeza en la mano y luego dijo:
-Os ruego que me perdonis, seorita Manette. Me conmov antes de deciros lo que
deseo. Queris escucharme?
-Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa beneficiosa para vos y si consiguiera
haceros ms feliz sentira una grande alegra.
-Dios os bendiga por vuestra dulce compasin!
Descubri el rostro y empez a hablar con mayor firmeza:
-No temis escucharme ni os molesten mis palabras, cualesquiera que sean. Soy
como un hombre que hubiese muerto muy joven. Toda mi vida ha sido un fracaso.
-No, seor Carton. Estoy segura de que aun podra desarrollarse lo mejor de ella.
Estoy segura de que podrais ser mucho ms digno de vos mismo.
-Decid digno de vos, seorita Manette, y aunque estoy seguro de lo contrario,
nunca olvidar vuestras bondadosas palabras.
La joven estaba plida y temblorosa y l prosigui diciendo:
-Si hubiera sido posible, seorita Manette, que correspondierais al amor del
hombre que tenis delante -de este hombre degradado, fracasado, borracho y
completamente intil,- l se diera cuenta de que, a pesar de su felicidad, no os habra
acarreado ms que la miseria, la tristeza y el arrepentimiento, pues os habra hecho
desgraciada y os arrastrara en su cada. S perfectamente que vuestro corazn no puede
sentir ternura alguna hacia m y no solamente no la pido, sino que doy gracias al cielo
de que eso no sea.
-No podra salvaros a pesar de eso, seor Carton? No podra hacer que os
inclinarais a seguir un camino mejor? No puedo recompensar as vuestra confianza? -
dijo ella despus de alguna vacilacin y muy conmovida.
l mene negativamente la cabeza.
-No es posible. Si os dignis escucharme todava, veris que eso sera imposible.
Solamente deseo deciros que habis sido el ltimo sueo de mi alma. Aun en mi
degradacin, vuestra imagen y la de vuestro padre, as como este hogar, han despertado
en m sentimientos que crea desaparecidos. Desde que os conoc, me turba el
remordimiento que no cre ya vivo y he odo voces, que crea silenciosas, que me
incitan a recobrar el nimo. He tenido ideas vagas de volver a esforzarme, de empezar
de nuevo la vida, de arrojar de m la pereza y la sensualidad y volver a la abandonada
lucha. Pero todo eso no es ms que un sueo, que no conduce a nada y que deja al
dormido donde estaba, aunque deseo deciros que estos sueos los inspirasteis vos.
-Y no queda nada de ellos? Oh, seor Carton, pensad nuevamente en todo eso!
Probadlo otra vez!
-No, seorita Manette, me conozco bien y s que no merezco nada. Pero todava
siento la debilidad de desear que sepis con qu fuerza encendisteis en m algunas
chispas a pesar de no ser yo ms que ceniza, chispas que se convirtieron en fuego,
aunque a nada conduce, pues arde intilmente.
-Ya que tengo la desdicha de haberos hecho ms desgraciado de lo que erais antes
de conocerme...
-No digis eso, seorita Manette, porque de ser posible, nicamente vos podrais
haber hecho el milagro. No sois la causa de que mi desgracia sea mayor.
-Ya que he sido la causa del estado actual de vuestra mente, no podra usar de mi
influencia en vuestro favor? No tendr para con vos la facultad de haceros algn bien,
seor Carton?
-Lo mejor que puedo hacer ahora, seorita Manette, he venido a hacerlo aqu.
Dejad que en mi desordenada y extraviada vida me lleve el recuerdo de que vos hayis
sido la ltima persona del mundo a quien he abierto mi corazn y de que en l haya
todava algo que podis deplorar y compadecer.
-Aunque sigo creyendo, con toda mi alma, que sois capaz de mejores cosas.
-Es intil, seorita Manette. Me he probado a m mismo y me conozco mejor. S
que os apeno y por eso voy a terminar. Queris prometerme que cuando recuerde este
da pueda estar seguro de que la ltima confidencia de mi vida reposa en vuestro puro e
inocente pecho, y que est ah solo y no ser compartido por nadie?
-Si esto ha de serviros de consuelo, os lo prometo.
-No lo daris a conocer ni a la persona ms querida para vos y a quien habis de
conocer todava?
-Seor Carton -contest la joven emocionada,- este secreto es vuestro y no mo y
os prometo respetarlo.
-Gracias, Dios os bendiga.
Llev a sus labios las manos de la joven y se dirigi hacia la puerta.
-No tengis ningn temor, seorita Manette, de que jams haga alusin a esta
conversacin, ni siquiera con una palabra. Nunca ms me referir a ella y si estuviera ya
muerto no podrais estar ms segura de ello. Y en la hora de mi muerte conservar como
recuerdo sagrado, recuerdo que bendecir con toda mi alma, el de que mi ltima
confesin fue hecha a vos y que mi nombre, mis faltas y mis miserias quedan guardados
en vuestro corazn. Y Dios quiera que seis feliz de otra manera!
Era entonces Carton tan distinto de lo que haba parecido siempre, y tan triste
pensar lo mucho que poda haber sido y cuantas excelentes cualidades haba malgastado
y malgastaba an, que Luca Manette se puso a llorar por l mientras Carton la miraba.
-Consolaos -dijo l; -no merezco vuestra compasin. Dentro de una o dos horas los
malos compaeros y los perniciosos hbitos que desprecio harn nuevamente presa en
m y me harn todava menos digno de esas puras lgrimas. Pero en mi interior ser
siempre para vos lo que soy ahora. Prometedme que creeris eso de m.
-Os lo prometo.
-He de pediros el ltimo favor. Por vos y por los que os sean caros, sera capaz de
hacer cualquier cosa. Si mi vida fuese mejor y en ella hubiese alguna capacidad de
sacrificio, me sacrificara con gusto por vos o por los que os fueran queridos. Tiempo
vendr, y no ha de tardar mucho, en que os sujetarn a este hogar, que tanto queris,
otros lazos ms fuertes y ms tiernos, y entonces, seorita Manette, cuando veis las
felices miradas de un padre fijas en vuestros ojos o que vuestra belleza renace ms
brillante a vuestros pies, pensad en que hay un hombre que dara su vida para conservar
la de un ser que os fuese querido.
Dijo adis y Dios os bendiga y sali de la estancia.
Captulo XIV.-El honrado menestral
Todos los das se ofrecan a las miradas del seor Jeremas Roedor y su feo hijo
numerosos y variados objetos en la calle Fleet, mientras el padre estaba sentado en su
taburete. Con una paja en la boca el seor Jeremas observaba la corriente humana que
iba en dos direcciones, con la esperanza de que se presentara la ocasin de realizar
algn negocio, pues una parte de los ingresos del seor Jeremas la ganaba sirviendo de
piloto a algunas tmidas mujeres, muchas de ellas en la segunda mitad de su vida, para
atravesar la calle de una parte a otra. Mas a pesar de que aquellas relaciones haban de
ser forzosamente de breve duracin, nunca el seor Roedor dejaba de expresar su
ardiente deseo de tener el honor de beber a la salud de la mujer que acompaaba. Y los
regalos que reciba con motivo de este benvolo propsito, constituan una parte de sus
ingresos, como ya se ha dicho.
Estaba un da el seor Roedor en uno de los momentos ms desagradables, pues
apenas pasaban mujeres y sus negocios tomaban tan mal cariz, que lleg a sospechar
que su esposa estuviera rezando contra l, segn tena por costumbre, cuando le llam la
atencin numeroso gento que segua por la calle Fleet hacia el oeste. Mirando en
aquella direccin el seor Roedor se dio cuenta de que era la comitiva de un entierro y
que, al parecer, los nimos estaban excitados contra l, pues se oan numerosas
protestas.
-Un entierro, pequeo -dijo a su retoo.
-Viva! -exclam el joven Roedor.
El muchacho dio a este viva un significado misterioso, pero ello sent tan mal al
autor de sus das, que dio a su hijo un papirotazo en la oreja.
-Qu es eso? -exclam el padre.- Por qu das un viva? Que no vuelva a orte,
porque, de lo contrario, nos veremos las caras!
-No hice nada malo -protest el joven Roedor frotndose la mejilla.
-Mejor es que te calles. Sbete al taburete y mira.
Obedeci el hijo mientras se acercaba la multitud silbando y gritando en torno de
un mal atad en un coche fnebre bastante destartalado, y al que segua un solo plaidor
vestido con el traje del oficio, nada nuevo, que se consideraba indispensable para la
dignidad de su posicin. De todos modos esta posicin no pareca agradarle, en vista de
que la multitud lo rodeaba gritando, burlndose de l, hacindole muecas y exclamando
a cada momento: Espas! Mueran los espas! y otros cumplidos por el estilo, aunque
imposibles de repetir.
Los entierros haban tenido siempre especial atractivo para el seor Roedor, quien
pareca excitarse cuando una de las fnebres comitivas pasaba ante el Banco Tellson. Y
como es natural un entierro con tan extrao acompaamiento como aqul, despert an
ms su inters y pregunt al primer hombre que pas por su lado:
-Qu ocurre?
-No lo s -le contest el interpelado.- Espas! Mueran los espas!
En vista de que no le haban contestado lo que deseaba, el seor Roedor pregunt a
otro hombre quin era el muerto.
-Lo ignoro -contest ste. Y en seguida se llev las manos a la boca a guisa de
bocina y gritando con el mayor entusiasmo: -Espas! Mueran los espas!
Por fin pas una persona mejor informada acerca del caso y por ella el seor
Roedor averigu que el entierro era el de un tal Roger Cly.
-Era un espa? -pregunt el seor Roedor.
-S, de Old Bailey -le contest su informador.- Espas! Mueran los espas de Old
Bailey!
-S, es verdad -exclam el seor Roedor recordando el juicio a que asistiera.- Lo vi
una vez. Ha muerto?
-No puede estar ms muerto. Sacadlo de ah! Fuera los espas! Que lo saquen del
coche!
La idea fue tan del gusto de la multitud, que se encari inmediatamente con ella y
ante todo se dedic a interrumpir la marcha del vehculo. Se apoderaron del plaidor,
pero ste anduvo tan listo, que se desliz de entre las manos que lo sujetaban y huy por
una calleja cercana, aunque no sin abandonar en el camino el sombrero, con su gasa
fnebre, el manto, el pauelo blanco y otras lgrimas simblicas.
Estos trofeos fueron inmediatamente destrozados por la muchedumbre, en tanto
que los tenderos cerraban a toda prisa las puertas de sus establecimientos, porque en
aquellos tiempos la multitud no se paraba en barras y era de temer. Se dispona ya a
sacar el fretro del coche, cuando otro genio expuso la idea de dejarlo all como estaba y
conducirlo a su destino entre el regocijo general. Los consejos oportunos eran muy
necesarios y ste fue admirablemente acogido. Enseguida montaron ocho individuos en
el coche y entre ellos se hallaba el seor Roedor que con la mayor modestia esconda su
cabeza para no ser observado desde el Banco.
Los empleados de la funeraria protestaron contra aquella modificacin en las
ceremonias, pero como el ro se hallaba a muy poca distancia y algunas voces estaban
ya haciendo observaciones acerca de la eficacia de un bao fro para ahogar ciertas
protestas, aqullos no persistieron en ellas. Reanud la marcha el modificado cortejo,
conducido por un deshollinador, asesorado por un cochero de profesin y ayudado por
un pastelero. Pero se juzg tambin muy apropiado que figurase en la comitiva un
hngaro con su oso, tipo muy popular en aquellos tiempos, y el pobre oso que era negro
y flaco, armonizaba perfectamente con la procesin en que tomaba parte.
As, bebiendo cerveza, fumando, gritando y burlndose de todas maneras,
prosigui la marcha aquella procesin desordenada, reclutando ms gente a medida que
avanzaba y haciendo cerrar todas las tiendas que hallaba al paso. Su destino era la
iglesia de San Pancracio, situada en pleno campo y all lleg la comitiva a su debido
tiempo. Se hizo el enterramiento en el cementerio, aunque rodeando la ceremonia de
prcticas completamente caprichosas, con la mayor satisfaccin del numeroso cortejo.
Una vez enterrado el cadver de Roger Cly, la muchedumbre se vio en la necesidad
de buscar alguna otra distraccin. Uno propuso la idea de acusar a los transentes de
espas de Old Bailey y vengarse en ellos. Se dio, pues, caza a una veintena de personas
inofensivas que nunca se haban acercado siquiera a Old Bailey, y se las hizo objeto de
insultos y malos tratos. Luego, la transicin de empezar a romper vidrios de las
ventanas y saquear las tiendas fue naturalsima. Por fin, tras algunas horas, cuando ya se
haban saqueado algunas casas de campo y destruido numerosas verjas de hierro que
proporcionaron armas a los nimos ms exaltados, empez a circular el rumor de que
venan los guardias; entonces la multitud empez a disolverse aunque tal vez los
guardias no pensaran siquiera en acercarse a aquel lugar.
El seor Roedor no tom parte en las diversiones finales, sino que se qued en el
cementerio hablando con los empleados de la funeraria. Aquel lugar tena cierto encanto
melanclico para l. Se procur una pipa de una taberna vecina, y mientras fumaba se
qued mirando la verja y haciendo algunas consideraciones.
-Jeremas -se dijo,- aquel da viste con tus ojos a ese pobre Roger Cly. Era un
hombre joven, robusto, y ahora...
Despus de fumar la pipa y de reflexionar un poco ms, se volvi para estar de
regreso al Banco antes de la hora de cerrar. Y ya fuese porque lo hubiesen conmovido
mucho sus meditaciones acerca de la muerte, porque su salud no anduviese bien o
porque deseara dispensar un honor a su consejero mdico, lo cierto es que fue a visitar a
un distinguido cirujano en su camino de regreso.
El joven Jeremas substituy a su padre durante su ausencia, y al verlo se dio
cuenta de que no haba tenido nada que hacer. Cerr el Banco sus puertas, salieron los
viejos dependientes, se estableci la acostumbrada guardia y el seor Roedor y su hijo
se dirigieron a su casa a tomar el t.
-Ahora te prevengo -dijo a su mujer al entrar- de que si yo, como honrado
menestral, estoy de malas esta noche, ser porque habrs estado rezando contra m y a
mi regreso te arreglar las cuentas, lo mismo que si te hubiera estado viendo.
La pobre seora Roedor mene la cabeza.
-Te atreves a hacerlo en mi cara? -exclam el seor Roedor con indicios
manifiestos de clera.
-No digo nada.
-Pues no pienses tampoco. El mismo mal puedes hacerme hablando como
pensando. Creme, vale ms que dejes de hacer una cosa y otra.
-Est bien, Jeremas.
Esta expresin de conformidad a sus rdenes no calm al seor Roedor, el cual,
refunfuando, tom un poco de pan y manteca.
-Sales esta noche? -pregunt la pobre mujer.
-S.
-Puedo ir contigo, padre? -pregunt el chico.
-No, no puede ser. Voy, como sabe tu madre... a... a pescar. Eso es. Voy a pescar.
-Y la caa debe estar oxidada, verdad, padre?
-No te importa.
-Traers pescado, padre?
-Si no traigo, maana tendrs poco que comer -contest el padre meneando la
cabeza- Y no preguntes ms. No saldr hasta que te hayas acostado.
Durante el resto de la velada el seor Roedor se ocup en vigilar a su mujer y en
hablar con ella para evitar que pudiera meditar siquiera algunas oraciones en su
perjuicio. Pero no cesaba, en sus quejas contra su mujer, hacindola responsable de
cuanto malo le ocurra y acusndola de que, por su causa, estaba tan delgado el joven
Jeremas.
Por fin el padre mand a ste que se acostara y despus de hacerse repetir la orden,
obedeci. El seor Jeremas pas las primeras horas de la noche fumando algunas pipas
y no sali hasta la una de la madrugada. A tal hora se levant, sac una llave del bolsillo
y abri un armario del que extrajo un saco, una barra de hierro de tamao conveniente,
una cuerda y una cadena, as como otros avos de pesca parecidos. Dispuso hbilmente
estos objetos, dirigi una mirada desconfiada hacia su mujer y sali.
El joven Jeremas, que haba estado fingiendo que dorma, no tard en salir tras de
su padre, al que sigui al amparo de la obscuridad. Impelido por la noble ambicin de
estudiar el arte de la pesca, ech a andar siguiendo a su padre, el cual se alej
rpidamente hacia el norte. Al poco rato se le reuni otro discpulo de Isaac Walton, y
los dos prosiguieron su camino.
Al cabo de media hora de marcha haban dejado atrs las luces de la ciudad y se
hallaban en un camino solitario. All encontraron a otro pescador y se les reuni tan
silenciosamente que si Jeremas el chico hubiera sido supersticioso, ms le habra
parecido que el segundo personaje se haba dividido en dos.
Continuaron la marcha los tres hombres, seguidos por el joven Jeremas, hasta
llegar a un talud que se elevaba a un lado del camino. Sobre lo alto del talud haba una
pared de ladrillo, coronada por una verja de hierro. Los tres hombres se deslizaron
cautelosamente y subieron lo necesario para situarse al pie de la pared de ladrillo, y
entonces el muchacho pudo ver que su padre se encaramaba para saltar la verja,
ejercicio en el cual lo siguieron sus dos compaeros. Luego se quedaron acurrucados en
el suelo, como escuchando y a los pocos instantes prosiguieron su camino andando
sobre las manos y las rodillas.
Lleg el turno al muchacho para escalar la verja. Lo hizo con el corazn palpitante,
y una vez dentro del recinto vio que los tres hombres avanzaban arrastrndose por entre
la hierba y las losas sepulcrales. Las cruces blancas semejaban fantasmas y la torre de la
iglesia pareca el fantasma de un gigante monstruoso. No anduvieron mucho los tres
hombres, pues a poco se detuvieron y empez la pesca. Al principio empezaron a pescar
con una azada. Luego el seor Roedor se dedic a preparar un instrumento semejante a
un enorme sacacorchos y los tres hombres trabajaban afanosamente con aquellas
extraas herramientas. De pronto resonaron las lentas campanadas del reloj de la iglesia
y aquel ruido aterroriz tanto a Jeremas el chico, que huy con el cabello erizado como
el de su padre.
Pero la curiosidad que senta no solamente le hizo cesar en su fuga, sino que lo
indujo a volver. Los tres hombres seguan pescando con la mayor perseverancia. Por fin
pareci haber picado algn pez. Se oy el ruido quejumbroso de algo y los tres se
inclinaron y hacan esfuerzos como agobiados por gran peso que, finalmente, dejaron
sobre el suelo. El joven Jeremas saba bien lo que era aquello, mas al ver que su
venerado padre se inclinaba para abrirlo, se horroriz tanto, que ech a correr sin
detenerse, esta vez hasta que se hall a una o dos millas de distancia.
No se habra detenido si no fuera por la necesidad que tena de recobrar el aliento,
pues deseaba terminar cuanto antes con la pesadilla que lo agobiaba. Le pareca que lo
persegua el atad que viera y al correr le pareca que a cada momento estaba a punto de
apoderarse de l. Y lo acosaba de tal manera, se le echaba delante para hacerlo caer o lo
coga por el brazo con tal fuerza, que cuando el muchacho lleg a su casa estaba medio
muerto de miedo. Y ni aun entonces lo dej el maldito atad, sino que subi la escalera,
se meti en la cama con l y se ech sobre su pecho cuando el pobre muchacho se
qued dormido.
De su agitado sueo, el joven Jeremas fue despertado al salir el sol por su padre
que estaba en la casa. Evidentemente algo malo le haba ocurrido, pues el muchacho vio
que su padre agarraba a su madre por las orejas y la sacuda contra la cabecera de la
cama.
-Te dije que te acordaras! -exclamaba el padre.- Y ahora vas a verlo!
-Jeremas! Jeremas! -imploraba la pobre mujer.
-Te empeas en estropearme los negocios -dijo- y yo y mis socios lo pagamos. Tu
obligacin era obedecerme. Por qu no lo has hecho?
-Hago todo lo que puedo por ser una buena mujer! -gema la infeliz entre
lgrimas.
-Acaso es ser buena mujer oponerse a los negocios del marido? Es honrar al
marido oponerse constantemente a sus negocios?
-No deberas dedicarte a negocios tan horribles, Jeremas!
-No es de tu incumbencia decirme lo que debo hacer o lo que dejo de hacer. La
mujer honrada deja que su marido se desenvuelva como quiera. Y tienes el valor de
llamarte una mujer piadosa? Mejor preferira una que no creyera en nada!
Prosigui el altercado en voz baja y termin cuando el honrado menestral se quit
sus botas llenas de barro y se tendi en el suelo, con las manos cruzadas debajo de la
cabeza a guisa de almohada.
No hubo pescado para el almuerzo, que fue muy escaso. El seor Roedor estaba de
un humor de perros y se puso al alcance de la mano una tapadera de hierro para tirrsela
por la cabeza a su mujer a la menor sospecha de que se dispusiera a rezar una oracin.
Por fin se cepill el traje y se lav y acompaado de su hijo se march a cumplir
sus deberes.
El muchacho, que andaba al lado de su padre, con el taburete bajo el brazo, era
muy distinto de cuando, la noche anterior, iba tras los tres pescadores. Ya no tena tanto
miedo y sus terrores se haban disipado con la noche.
-Padre -le dijo alejndose un poco e interponiendo el taburete para mayor
precaucin,- qu es un desenterrador?
-Cmo quieres que lo sepa? -contest el seor Roedor.
-Cre que lo sabas todo, padre.
-Pues bien, es -contest despus de quitarse el sombrero para dejar libres por un
momento las pas de sus cabellos- es un menestral.
-Y en qu comercia, padre?
-Los artculos que vende -dijo el padre despus de ligera reflexin- son de
naturaleza cientfica.
-Cadveres humanos, verdad?
-Creo que es algo de eso.
-Oh, padre! Cunto me gustara ser desenterrador cuando tenga ms aos!
El seor Roedor se sinti complacido, pero mene la cabeza y dijo:
-Eso depende de cmo desarrolles tu talento. Procura desarrollar tu talento y no ser
hablador. Ahora no puede decirse todava para qu cosa llegars a servir.
Y mientras el joven Jeremas dejaba el taburete ante la puerta del Banco y a la
sombra del Tribunal, el seor Roedor se deca:
-Jeremas, honrado menestral, puedes abrigar la esperanza de que ese muchacho
ser una bendicin para ti y una compensacin por la mujer que tienes.
Captulo XV.- Haciendo calceta
Aquella maana, temprano, hubo ms parroquianos que de costumbre en la taberna
del seor Defarge. A las seis de la maana los rostros plidos de los que miraban a
travs de las rejas de las ventanas, pudieron ver dentro otros rostros inclinados sobre los
vasos de vino. Usualmente el seor Defarge venda el vino aguado, pero aquella
maana, adems de tener mayor cantidad de agua que de costumbre, el vino era agrio, o
pareca tener la propiedad de agriar el humor de los madrugadores. Ninguna llama
alegre y bquica pareca surgir de las prensadas uvas del seor Defarge, sino que entre
las heces pareca estar escondido un fuego de brasas que arda en la obscuridad.
Era aquella la tercera maana en que hubo libaciones muy tempranas en la taberna
del seor Defarge. Empezaron en lunes y haba llegado el mircoles. Verdad es que se
hablaba ms que se beba, porque muchos de los concurrentes no habran podido dejar
una moneda sobre el mostrador, aunque dependiera de ello la salvacin de su alma. Pero
parecan tan satisfechos como si hubiesen pedido barricas enteras de vino y se
deslizaban de un asiento a otro y de uno a otro rincn, tragando con voraces miradas
conversacin en lugar de bebida.
A pesar de la numerosa concurrencia el amo de la taberna no se dejaba ver, pero
nadie lo echaba de menos y nadie se fijaba tampoco en su mujer que, sentada detrs del
mostrador, presida la distribucin del vino. A su lado estaba un cuenco lleno de
monedas de cobre de las que haban desaparecido las efigies y que estaban tan
desgastadas como pobres los bolsillos de que salieran.
Tal vez los espas que vigilaban la taberna, como vigilaban todo lugar alto o bajo,
desde la prisin hasta el mismo palacio real, observaron que la concurrencia pareca
aburrirse mucho. Languidecan los juegos de naipes y los jugadores de domin se
entretenan en hacer castillos con las fichas, en tanto que otros trazaban extraas figuras
sobre las mesas con las gotas de vino que cayeran en ellas y mientras la seora Defarge
segua con su mondadientes la muestra del tejido en la manga de su traje, aunque
indudablemente vea y oa cosas invisibles y lejanas.
As siguieron las cosas en la taberna durante todo el da. Al atardecer dos hombres
cubiertos de polvo entraron en la calle que apenas alumbraban sus vacilantes faroles.
Uno de ellos era el seor Defarge y el otro el pen caminero del gorro azul. Sucios
de polvo y muertos de sed entraron en la taberna y su llegada pareci despertar el inters
y entusiasmo en todos los rostros que se asomaron a puertas y ventanas al verlos pasar.
Nadie los sigui, sin embargo, y nadie habl en la taberna cuando entraron, a pesar
de que todas las miradas estaban fijas en ellos.
-Buenos das -exclam el seor Defarge.
Aquello pareci una seal para que se soltaran todas las lenguas, pues se oy un
coro de voces que contestaba -Buenos das.
-Mal tiempo hace, seores -observ Defarge meneando la cabeza.
Entonces cada uno de los concurrentes mir a su vecino y luego se quedaron con
los ojos fijos en el suelo, exceptuando un hombre que se levant y sali.
-Esposa ma -dijo Defarge en voz alta, -he caminado algunas leguas con este buen
pen caminero que se llama Jaime. Lo encontr por casualidad a una jornada y media de
Pars. Es un buen muchacho. Dale de beber, mujer.
Otro hombre se levant y sali a su vez. La seora Defarge sirvi un vaso de vino
al pen caminero, llamado Jaime, el cual salud a la concurrencia con su gorro azul y
bebi. Llevaba en el pecho un mendrugo de pan moreno y empez a comerlo entre trago
y trago, al lado del mostrador de la seora Defarge. Entonces se levant otro hombre y
sali.
Defarge se bebi un vaso de vino, menor que el servido al pen caminero, y se
qued, esperando a que ste terminara su refrigerio, pero sin mirar a nadie, ni siquiera a
su mujer, que haba reanudado su labor.
-Has terminado de comer, amigo? -pregunt.
-S, gracias.
-Entonces ven. Vers la habitacin que, segn te dije, puedes ocupar.
Salieron de la taberna, y entrando en un patio subieron por una escalera hasta lo
alto de la misma, y por all llegaron a una buhardilla ocupada en otro tiempo por un
hombre de cabellos blancos que pasaba el tiempo haciendo zapatos.
Entonces ya no haba ningn hombre de blancos cabellos, sino, en su lugar, los tres
hombres que un da miraron por el agujero de la llave y por unos agujeros en la pared.
Defarge cerr cuidadosamente la puerta y habl en voz baja:
-Jaime Uno, Jaime Dos, Jaime Tres. Este es el testigo que he encontrado yo, Jaime
Cuatro. Habla, Jaime Cinco.
El pen caminero, con el gorro azul en una mano, se limpi la morena frente y
dijo:
-Por dnde he de empezar?
-Por el principio -contest Defarge.
-Lo vi entonces, seores -empez diciendo el pen caminero- hace un ao, debajo
del carruaje del marqus, colgado de la cadena. Yo dej mi trabajo en el camino a la
puesta del sol mientras el carruaje del marqus suba despacio la colina. l iba colgado
de la cadena... as.
Nuevamente el pen caminero imit la postura extraa de aquel hombre. Entonces
Jaime Uno le pregunt si haba visto antes a aquel hombre.
-Nunca -contest el pen caminero recobrando la posicin natural. Jaime Tres le
pregunt cmo lo haba reconocido -Por su elevada estatura -contest el pen caminero.
-Cuando, el seor marqus me pregunt cmo era, le contest: Alto como un
espectro.
-Habras debido decir que pareca un enano -observ Jaime Dos.
-Qu saba yo? Ni la cosa se haba hecho ni l se confi a m. Pero a pesar de todo
nada declar, puedo asegurarlo.
-Tiene razn -murmur Defarge- Adelante.
-Bueno -prosigui el pen caminero con misterio.- Se ha perdido la pista del
hombre alto y lo buscan por espacio de muchos meses. Cuntos?
-Nada importa eso -dijo Defarge- Estuvo bien oculto, mas, por desgracia, lo
encontraron. Adelante.
-Estaba trabajando de nuevo en la ladera de la colina y se pona el sol. Recoga mis
herramientas para volver a mi casa, cuando levant la mirada y vi que seis soldados
suban la colina. Entre ellos iba el hombre alto con los brazos atados... as.
Desde esta prisin horrible, en la que, a cada hora que pasa, me acerco ms a mi
muerte, os envo, seor marqus, la seguridad de mi dolorosa y desdichada lealtad.
Vuestro afligido
GABELLE.
Pregunt por la duracin del ataque, y el que parece mayor de los dos hermanos
me contest que desde la noche anterior a la misma hora.
Indagu, entonces, si la desgraciada mujer tena padre, hermano y marido. Me
contestaron que tena hermano y que el hecho de que la desgraciada contara hasta doce,
sin parar, poda relacionarse con la hora de las doce de la noche.
Como nada me haban advertido acerca de la naturaleza de la dolencia, yo estaba
desprovisto de los medios de aliviar a la enferma, y al hacerlo constar me ofrecieron una
caja en que haba algunas medicinas; escog las que me parecieron apropiadas y
consegu que la paciente tragara cierta cantidad de ellas. Como era preciso observar el
efecto que producan en la enferma, me sent a su lado, en tanto que ella segua gritando
las mismas palabras.
Mientras estaba as, al lado de la desgraciada mujer, uno de los dos hermanos me
dijo que haba otro enfermo, y dndome cuenta de que, probablemente, se tratara de un
caso tambin urgente, segu a los dos jvenes, que me llevaron a una especie de
buhardilla, donde, tendido en el suelo y con una almohada bajo la cabeza, estaba un
muchacho campesino, que no contara arriba de diecisiete aos. Estaba echado de
espaldas, con una mano, en el pecho y los ojos mirando al techo. Me di cuenta de que
estaba herido y de muerte, y arrodillndome a su lado, le dije que era mdico y que
acuda a cuidarlo.
Al principio se neg a dejarse examinar, pero luego consinti y vi que tena una
herida en el pecho, producida por una espada, tal vez el da anterior, pero no era posible
salvarlo. Se mora y al volver los ojos hacia los dos hermanos, observ que
contemplaban al pobre muchacho con la misma indiferencia que si fuese un conejo o un
pjaro moribundo.
Pregunt cmo fue herido el muchacho, y uno de los hermanos me contest que
aquel siervo le haba obligado a desenvainar la espada, pero que cay muerto en duelo,
cual si fuese un caballero. En sus palabras no pude advertir la menor emocin ni
sentimiento humanitario.
Entonces el herido se volvi hacia m y me dijo:
-Estos nobles son muy orgullosos, doctor, pero tambin nosotros, los perros, lo
somos a veces. Nos roban, nos ultrajan, nos pegan y nos matan, pero a veces tenemos
un poco de orgullo. La habis visto, doctor?
Desde all se oan los gritos de la desgraciada. Yo le contest afirmativamente y l
me dijo entonces que era su hermana y que estaba prometida a un vasallo de los mismos
nobles, con el que se cas, aunque estaba enfermo y delicado, pero cuando haca pocas
semanas de su boda, uno de los dos nobles, que vio a su hermana, quiso hacerla suya y
para lograr que su propio marido la convenciera de que consintiese en tal infamia,
cogieron al desgraciado y lo uncieron a un carro y le obligaron a tirar de l. Luego, por
la noche, lo pusieron de centinela para que acallara el canto de las ranas, a fin de que no
turbasen el sueo de los seores. Y as, tirando de un carro de da y de noche cuidando
de que las ranas no cantaran, el pobre hombre, un da en que le soltaron para que se
fuera a comer, si encontraba qu, exhal doce sollozos, uno por cada campanada del
reloj y muri en los brazos de su esposa.
El moribundo se sostena tan slo por su deseo de referir aquel tremendo drama y
continu:
-Una vez muerto mi cuado se apoderaron de mi pobre hermana. Yo lo supe y
llev la noticia a nuestro padre, cuyo corazn se quebrant al orla. Luego acompa a
mi hermana menor hasta un sitio donde no la encontrarn y en donde ya no ser nunca
ms la vasalla de ese hombre. Hecho eso fui al encuentro de ese noble, y aunque soy un
perro despreciable, empuaba una espada... Pero, dnde est la ventana? No haba
una ventana? -pregunt- Me oy mi hermana y acudi corriendo, pero le dije que no se
acercara hasta que uno de los dos estuviera muerto. El raptor empez tirndome algunas
monedas y luego me peg con su ltigo, pero yo, a pesar de ser un perro y nada ms le
abofete hasta obligarle a sacar la espada. Puede romper ahora la que manch con la
sangre de un villano, pero lo cierto es que tuvo que desenvainarla para defender su vida.
El moribundo hizo una pausa y luego rog:
-Incorporadme, doctor. Dnde est ese hombre que no le veo? Volvedme el rostro
hacia l, que quiero verle.
Hice lo que me peda y l, entonces, encarndose con el hermano menor, grit:
-Da llegar, marqus, en que ser preciso dar cuenta de todas estas cosas y para
entonces te emplazo a ti y a todos los de tu raza maldita para que respondis de vuestros
crmenes y como testimonio de ello te marco con esta cruz.
Llev los dedos a su pecho y retirndolos mojados en sangre, traz una cruz en el
aire. Luego se qued rgido y cay muerto.
Cuando volv junto a la enferma, la encontr de la misma manera. Comprend que
poda continuar de igual modo por espacio de muchas horas, aunque no dudaba de que
morira. Repet el medicamento y me sent a su lado hasta que la noche estuvo muy
avanzada. La desgraciada segua gritando las mismas palabras que antes.
Pasaron treinta y seis horas ms, sin que variase su estado, hasta que el ataque
empez a ceder y se call, quedndose como muerta.
Entonces fue cuando pude darme cuenta de que la pobre estaba encinta y eso me
hizo perder las pocas esperanzas que tena de salvarla.
En aquel momento entr en la estancia el marqus y me pregunt si haba muerto.
Contest negativamente, aadiendo que sin duda morira muy pronto. El marqus
se acerc a m y en voz baja me indic la conveniencia de que en cuanto hubiese
terminado todo, yo olvidara aquellos hechos.
No le contest fingiendo que estaba examinando a la enferma y al levantar los
ojos me vi frente a frente de los dos hermanos. A partir de entonces y durante la semana
que tard en morir la desgraciada mujer, cuando iba a visitarla, siempre me encontraba
con uno de los dos hermanos. Evidentemente estaban disgustados porque el menor
hubiese tenido necesidad de desenvainar la espada contra un villano y hasta pude
advertir que me miraban con poca simpata, aunque, ostensiblemente, me trataban con
la mayor cortesa.
Una noche muri la enferma, sin que me hubiera sido posible obtener noticias de
ella acerca de su nombre o de las circunstancias en que se desarrollaron los hechos. Los
dos hermanos me esperaban en la planta baja cuando me dispona a marcharme y me
preguntaron si haba muerto. Contest que s y ellos respiraron aliviados de un gran
peso. Luego me pusieron en las manos un cartucho de monedas de oro, pero lo dej
sobre la mesa y me negu a aceptarlo; en vista de eso, me hicieron un grave saludo y se
marcharon.
A la maana siguiente llevaron a mi casa el mismo cartucho de monedas de oro.
Mientras tanto, yo haba decidido ya lo que deba hacer. Escribira aquel mismo da al
ministro, refirindole los dos casos en que haba intervenido, pues aunque no ignoraba
la influencia de que gozaban los nobles, quera dejar mi conciencia tranquila.
Haba terminado casi la carta en cuestin, cuando recib la visita de una seora
joven, simptica y hermosa, que pareca estar muy agitada. Se present como esposa del
marqus de Saint Evremonde; parece que tena sospechas del suceso a que vengo
refirindome, de la parte que en l tuvo su esposo y de mi intervencin. Ignoraba que la
pobre joven hubiese muerto y su propsito era acudir en su auxilio para alejar de su
esposo la clera de Dios. Tena razones para creer que exista otra hermana ms joven y
manifest deseos de protegerla, pero yo, adems de asegurarle que, en efecto, exista,
nada ms pude decirle acerca de su paradero, porque lo ignoraba.
La pobre seora tena muy buenos sentimientos y no era feliz en su matrimonio.
Cuando la acompa hasta su carruaje, vi a su hijito, nio de dos a tres aos que la
esperaba en el coche.
-Por amor de mi hijo -dijo entre lgrimas- he de reparar, en cuanto me sea posible,
todo el mal que se ha hecho. Temo que mi hijo pague las culpas de su padre si yo no
procuro hacer algn bien, y mi primer cuidado ser hacer que mi hijo llegue a ser un
hombre bueno y compasivo y que procure hacer todo el bien que pueda a esa hermana si
es posible hallarla.
Se march y ya no la volv a ver. Luego sell mi carta y no atrevindome a
confiarla a manos extraas la llev en persona a su destino.
Aquella noche, la ltima del ao, hacia las nueve, lleg a mi casa un hombre
vestido de negro, solicitando verme. Mi criado, Ernesto Defarge, lo introdujo a mi
presencia.
-Un caso urgente en la calle de San Honorato -me dijo.
Tena ya un carruaje dispuesto ante la puerta y en l me trajeron aqu, a mi tumba.
A poca distancia de mi casa me amordazaron y me ataron los codos. De un rincn
obscuro de la calle salieron el marqus y su hermano para identificarme. El marqus me
mostr la carta que escribiera al ministro y la quem con ayuda de una linterna que le
ofrecieron. No me dijeron una palabra. Fui transportado aqu, y enterrado en vida.
Si Dios hubiese permitido que cualquiera de los dos hermanos me trajera noticias
de mi esposa adorada, aunque no fuese ms que para decirme si vive o ya ha muerto,
creera que no los ha abandonado por completo. Pero ahora creo que la cruz de sangre
que traz aquel pobre muchacho ha sido fatal para ellos. Y a ellos y a sus descendientes,
hasta el ltimo de su raza, yo, Alejandro Manette, desgraciado preso, en esta noche,
ltima del ao , los denuncio al cielo y a la tierra.
Terribles clamores se levantaron en la sala del tribunal en cuanto se hubo acabado
la lectura. Aquel drama excitaba las pasiones vengadoras de la poca y no haba cabeza
alguna en la nacin que no hubiese cado ante tan tremenda acusacin.
Era intil, ante aquel tribunal y ante aquel auditorio, tratar de averiguar por qu los
Defarge se haban quedado con aquel documento, en vez de entregarlo con los dems
que encontraran en la Bastilla, ni tampoco demostrar que el nombre de aquella odiada
familia figuraba ya anteriormente en los registros de San Antonio, porque no haba
hombre capaz de defender a Darnay despus de haber sido objeto de semejante
acusacin.
Y lo peor para el pobre acusado era que lo haba denunciado nada menos que un
excelente ciudadano muy conocido, su mejor amigo, el padre de su mujer. Una de las
ms caras aspiraciones del populacho era imitar las discutibles virtudes pblicas de la
antigedad en sus sacrificios e inmolaciones ante el altar del pueblo. Por consiguiente
cuando el presidente dijo que el buen mdico de la Repblica, merecera bien de ella por
haber contribuido a destruir una odiosa familia de aristcratas y que sentira una alegra
sagrada al dejar viuda a su hija y hurfana a su nieta, su voz qued cubierta por las
aclamaciones y los rugidos de entusiasmo.
-Tiene mucha influencia a su alrededor, ese doctor? -pregunt la seora Defarge,
sonriendo, a La Venganza. - Slvalo ahora, doctor, slvalo! A medida que los jurados
votaban, resonaban los rugidos de la multitud. Votaron por unanimidad contra aquel
aristcrata de nacimiento y de sentimientos, enemigo de la Repblica y notorio opresor
del pueblo. Deba volver a la Conserjera para morir dentro de las veinticuatro horas
siguientes.
Captulo XI.- Crepsculo
La desgraciada esposa de aquel hombre inocente condenado a muerte se sinti
agobiada bajo la sentencia como si hubiera sido herida de muerte. Pero no profiri un
lamento, pues comprendi que ella era la nica persona en el mundo que tena que
sostener a su esposo en su desgracia y no aumentarla todava, de modo que haciendo un
esfuerzo sobrehumano se levant para resistir aquel terrible choque.
Como los jueces tenan que tomar parte en la manifestacin pblica, levantaron la
sesin y aun no haba cesado el ruido que hacan los que se marchaban cuando Luca,
tendiendo los brazos hacia su marido, le mostraba en su rostro su amor y su deseo de
consolarle.
-Si pudiera llegar hasta l! Si pudiera darle un solo abrazo! Oh, buenos
ciudadanos, si quisierais tener compasin de nosotros!
En la sala solamente quedaba un carcelero, con los cuatro hombres que prendieran
la noche anterior a Carlos, y Barsad. La gente estaba ya en la calle y Barsad propuso a
sus compaeros que les dejaran darse un abrazo, pues era cosa de un momento. Los
dems asintieron e hicieron pasar a la pobre mujer por encima de los asientos hasta un
lugar elevado, en donde l, inclinndose sobre la barandilla, pudo estrecharla entre sus
brazos.
-Adis, querida alma ma! Con mi despedida y con mi amor recibe mi bendicin.
Ya volveremos a encontrarnos, en donde podremos descansar de nuestras fatigas.
-Tengo fuerzas para resistir mi desgracia y la tuya, querido Carlos. Dios me presta
nimo. No sufras por m. Bendice a nuestra hija antes de separarnos.
-Contigo le envo mi bendicin, y mis besos. Dile adis por m.
-Un momento, Carlos mo -exclam al ver que trataba de alejarse.- No estaremos
separados mucho tiempo, pues conozco que esto va a destrozarme el corazn. Mientras
viva har cuanto pueda, pero quiera Dios dar a nuestra hija amigos fieles, corno me los
ha dado a m cuando me vea obligada a dejarla.
El doctor la haba seguido y estaba a punto de caer de rodillas ante ellos, pero
Darnay lo impidi, exclamando:
- De ninguna manera! Ninguna falta habis cometido para que os arrodillis ante
nosotros. Sabernos ahora cunto sufristeis al conocer mi origen y que tuvisteis que
vencer vuestra antipata por mi nombre, en obsequio de vuestra hija. Os damos las
gracias de todo corazn y con todo el amor que os profesamos.
El anciano no pudo contestar y Carlos aadi:
-No poda ocurrir otra cosa. De tantos crmenes no poda resultar nada bueno.
Consolaos y perdonadme. Dios os bendiga!.
Cuando ya se alej, su esposa se qued mirndole con ojos radiantes y
acariciadores, en tanto que le sonrea amorosamente. Luego, cuando desapareci el
preso se volvi hacia su padre y cay desmayada a sus pies.
Apareci entonces Carton, que haba permanecido oculto y la levant tembloroso
de emocin y orgulloso de la carga que llevaba. La traslad al carruaje que la esperaba y
la dej cuidadosamente sobre el asiento. A su lado se sentaron su padre y el seor
Lorry, y Carton tom asiento al lado del cochero.
Al llegar a la casa volvi a tomar a Luca en brazos y la subi a su habitacin,
dejndola en un sof, en tanto que su hija y la seorita Pross se quedaban llorando al
lado de la pobre Luca.
-No hagis nada para que recobre el sentido -recomend- porque est mejor as.
-Oh, querido Carton! -exclam la nia abrazndole apasionadamente.- Ahora que
has venido s que hars algo para ayudar a mam y salvar a pap!
l se inclin hacia la nia, la bes y luego mir a la madre.
-Antes de que me vaya -pregunt,- puedo besarla?
Se record luego que despus de rozar con sus labios la mejilla de Luca murmur
algunas palabras. La nia que estaba cerca de l, les refiri luego y repiti a sus nietos
cuando era ya una vieja, que le oy decir: Una vida que amas.
Luego Carton se dirigi a la habitacin cercana, se volvi al seor Lorry y al
doctor Manette y dijo a ste:
-Ayer tenais grande influencia, doctor. Es preciso emplearla nuevamente.
-Ayer pude salvarle -contest el doctor.
-Probadlo otra vez. Pocas horas quedan hasta maana, pero habis de probar. S
que habis hecho grandes cosas, aunque ninguna tan grande como la que os propongo,
pero es preciso probar. Bien merece este esfuerzo una vida.
-Ir a ver -dijo Manette- al fiscal y al presidente y a otros, que mejor es no nombrar
siquiera. Les escribir tambin... pero no. Nada puede hacerse. Hoy es da de festejos y
no podr ver a nadie hasta que anochezca.
-Es verdad. Se trata nicamente de una remota esperanza y poco se pierde con
aguardar hasta la noche. Desde luego poco espero. Cundo podris ver a esos hombres
poderosos, doctor Manette?
-En cuanto anochezca. Dentro de una hora o dos.
-Perfectamente. Ir a visitar al seor Lorry a las nueve y as sabr el resultado de
vuestras gestiones. Os deseo completo xito!
El seor Lorry sigui a Sydney Carton a la habitacin exterior y le dijo:
-No tengo ya ninguna esperanza.
-Ni yo. Pero no os dejis abatir. Di nimos al doctor Manette solamente por saber
que un da ser un consuelo para Luca saber que su padre lo intent todo.
-Tenis razn -contest el seor Lorry enjugndose las lgrimas. Pero morir,
porque no hay esperanza alguna.
-S. Morir. No hay esperanza -repiti Carton antes de marcharse.
Captulo XII.- Tinieblas
Sydney Carton se detuvo en la calle, indeciso acerca de lo que deba hacer.
-A las nueve en el Banco Tellson -se dijo,- pero hasta entonces conviene dejarme
ver, para que esa gente sepa que existe un hombre como yo. Es una buena precaucin y
una excelente preparacin. Pero hay que andar con pies de plomo y pensarlo muy bien.
Reflexion unos instantes y se decidi por seguir su primera idea. Y de acuerdo
con ella tom la direccin de San Antonio.
No le fue difcil encontrar la taberna de Defarge. Despus de haberla visto, se fue a
cenar y se qued dormido. Por primera vez en muchos aos, no bebi en abundancia. A
cosa de las siete de la tarde se despert con la cabeza clara y se dirigi de nuevo hacia
San Antonio, no sin haberse arreglado ligeramente el cabello, la corbata y el cuello de
su traje. Hecho, esto se encamin directamente hacia la taberna de Defarge y entr.
Estaba casi desocupada. En un extremo Jaime Tres estaba bebiendo y hablando, al
mismo tiempo, con el matrimonio, y La Venganza tambin tomaba parte en la
conversacin.
Cuando Carton, en mal francs, pidi que le sirvieran vino, la seora Defarge lo
mir distradamente al principio, pero luego con la mayor atencin, hasta que acudi a
su lado y le pregunt qu deseaba. l repiti su peticin y tan pronunciado era su
acento, que la tabernera le pregunt:
-Sois ingls?
-S, seora, ingls -contest en francs malsimo y despus de escuchar con la
mayor atencin a su interlocutora como si le costase entender lo que deca.
La seora Defarge se alej para servirle, en tanto que l se aplicaba a leer un
peridico jacobino, como si tratara de descifrar lo que all estaba impreso. Entonces oy
que ella deca:
-Se parece extraordinariamente a Evremonde.
Defarge le sirvi el vino y dio las buenas noches al parroquiano, el cual fingi que
apenas entenda lo que le decan, aunque luego correspondi al saludo.
-S, se le parece algo -dijo Defarge junto al mostrador.
-Te digo que mucho.
-Bah, es que lo recuerdas tanto!...- observ La Venganza.- Y esperas el da de
maana para verlo de nuevo.
Carton finga leer con la mayor aplicacin y dificultad, en tanto que el matrimonio,
Jaime Tres y La Venganza lo miraban desde el mostrador con la mayor atencin. Luego
reanudaron la conversacin en voz baja.
-Tiene razn tu mujer -deca Jaime Tres.- Por qu detenernos?
-Est bien -replic Defarge,- pero hemos de detenernos en alguna parte.
-Cuando hayamos logrado el exterminio.
-Nada tengo que decir en contra -observ el tabernero,- pero ese pobre doctor ha
sufrido ya mucho.
-Estoy segura de que si de ti dependiera, serias capaz de salvar a ese hombre -dijo
la tabernera a su marido.
-Nada de eso -le contest Defarge,- pero me dara por satisfecho y considerara
acabada mi obra.
-Ya lo os! -exclam airada la tabernera.- Esa raza maldita ya hace tiempo que
figura en mis registros por crmenes que nada tienen que ver con la tirana y la opresin.
-Es verdad -dijo Defarge.
-Cuando, despus de la toma de la Bastilla, encontramos el documento del doctor,
lo lemos aqu una noche y, terminada que fue la lectura, revel un secreto a mi marido.
Le dije que me haba criado entre pescadores y que la familia tan ultrajada por los
Evremonde era mi propia familia. Que la pobre muchacha y el desgraciado joven que
cuid el doctor Manette eran mis hermanos y el padre muerto de dolor era mi padre. Ya
veis, pues, que tengo motivos ms qu sobrados para vengarme y para procurar el
exterminio de todos ellos.
La entrada de algunos bebedores interrumpi aquella conversacin. Sydney Carton
pag el vino y sali de la taberna.
A la hora convenida se present en casa del seor Lorry, que lo esperaba lleno de
ansiedad. Le dijo que acababa de dejar a Luca y que no haba vuelto a ver al doctor,
pero segua desconfiando de que sus gestiones condujeran a un feliz resultado. Haca ya
ms de cinco horas que estaba ausente. Dnde se hallara?
El seor Lorry se volvi al lado de Luca, en tanto que Carton se quedaba
esperando, al doctor junto al fuego. Dieron las doce, pero no compareci y cuando
volvi el seor Lorry, los dos amigos estaban ya muy preocupados acerca de aquella
ausencia inexplicable.
De pronto oyeron pasos en la escalera y poco despus entr el doctor; no tuvo
necesidad de decir una sola palabra, pues por su aspecto se comprenda que todo estaba
perdido.
No se supo si haba visitado a alguien o si anduvo errante por las calles. Se qued
mirando fijamente a sus amigos y con apurada expresin les dijo:
-No puedo encontrarla. Dnde est? Dnde est mi banqueta de zapatero? Qu
ha sido de m trabajo? Me queda poco tiempo y he de terminar los zapatos.
En vista de que no reciba respuesta de los dos amigos, que se miraban
apesadumbrados, volvi a insistir, suplicante, en que se le diera su banqueta, sus
herramientas y su labor.
Era evidente que todo estaba perdido. El anciano y Carton se acercaron a l y
hablndole suavemente le obligaron a que se sentara ante el fuego.
-Ha desaparecido nuestra ltima esperanza dijo Sydney Carton. Lo mejor ser
llevar a ese pobre hombre con su hija, pero antes os ruego que me prestis un momento
de atencin. No me preguntis las razones que me mueven a poneros ciertas
condiciones, ni el por qu de la promesa que he de pediros. Os ruego que cumplis
exactsimamente mis instrucciones, pues para ello tengo algunas razones y de mucho
peso.
-No lo dudo. Hablad -dijo el banquero.
Carton hizo una pausa para recoger el abrigo del doctor que estaba a sus pies y, al
hacerlo, cay al suelo una cartera en que ste sola poner la lista de sus quehaceres
diarios. Carton la abri y vio que dentro haba un papel doblado.
-Creo que podemos ver qu es eso -dijo. Y despus de pasar la vista por el papel
exclam:
-Gracias, Dios mo!
-Qu es? -pregunt el seor Lorry.
-Un momento.. Ya os lo dir. Ante todo -dijo echando mano a su bolsillo y
sacando, un papel- aqu tengo un certificado que me permite salir de la ciudad. Miradlo.
Est extendido a nombre de Sydney Carton, ingls.
El seor Lorry lo mir y Carton aadi:
-Hacedme el favor de guardarlo hasta maana. Ya sabis que ir a ver a Carlos y
prefiero no llevar conmigo este documento. Ahora tomad tambin este papel del doctor
Manette; es un certificado parecido, que le permite salir de la ciudad y de Francia en
unin de su hija y de su nieta. Lo veis?
-S.
-Probablemente se lo haba proporcionado por precaucin. Guardad esos dos
papeles. Ahora es preciso tener en cuenta que pueden anular de un momento a otro este
permiso para el doctor Manette y su familia. Tengo razones para creerlo.
-Corren peligro, acaso?
-S, y muy grande. La tabernera Defarge se propone denunciarlos. Lo he odo de
sus propios labios. Cuenta con el testimonio de un aserrador que vio a Luca haciendo
seales a los presos. Eso puede ser la perdicin de Luca, de su hija y de su padre. Pero
no me miris con esa cara, porque vos podis salvarlos.
-Dios lo quiera, Carton! Pero, cmo?
-Voy a decroslo. Depende exclusivamente de vos, y de nadie me fiara con mayor
tranquilidad. Esta nueva denuncia la harn probablemente pasado maana o ms tarde,
tal vez. Ya sabis que es delito grave llorar a los condenados a muerte. Luca y su padre
sern culpables de ello y esa mujer esperar a que ocurra eso para que la acusacin sea
ms grave. Segus mi razonamiento?
-Con tanta atencin y confianza -dijo el seor Lorry- que casi haba llegado a
olvidar a este desgraciado.
-Tenis dinero y podis comprar los medios de viajar con rapidez. Hace ya algunos
das que tenais hechos los preparativos para la marcha. Tened los caballos preparados
para maana por la maana, temprano, a fin de que puedan salir a las dos de la tarde.
-As lo har.
-Sois un noble corazn. No habra sido posible poner el asunto en mejores manos.
Esta noche decid a Luca cuanto temis y el peligro que corren ella, la nia y su
padre.
Insistid en eso, pues ella con gusto dejara caer su hermosa cabeza junto a la de su
marido. Por la seguridad de su hija y de su padre hacedle comprender la necesidad de
salir de Pars con vos, a la hora indicada. Aadid que estas fueron las ltimas
instrucciones de su marido y que del exacto cumplimiento de estas instrucciones
depende mucho ms de lo que se atreva a creer o a esperar. Creo que su padre, aun en el
estado en que se halla, har lo que su hija le indique.
-Estoy seguro.
-Tened, pues, hechos todos estos preparativos, en este patio, de manera que incluso
todos ocupen ya su correspondiente asiento. En el momento en que yo llegue, me dejis
subir y emprendemos la marcha.
-Debo entender que he de esperaros suceda lo que suceda?
-Tenis en vuestro poder mi certificado y me reservaris mi sitio. No esperis ms
sino a que yo llegue. Y luego a Inglaterra.
-Entonces -observ el seor Lorry estrechando la mano de Sydney- ya no
depender todo de un hombre viejo como yo, pues a mi lado ir un hombre joven y
decidido.
-Con la ayuda de Dios lo tendris. Prometedme, tan slo, que nada os har cambiar
en lo ms mnimo lo que acabamos de convenir.
-Os lo prometo, Carton.
-Recordad estas palabras maana. El ms ligero cambio o retraso, cualquiera que
sea la razn, puede comprometer la salvacin de nuestras vidas y ocasionar el sacrificio
inevitable de otras.
-Me acordar de todo. Espero cumplir fielmente mi misin.
-Y yo la ma. Ahora, adis!
Llev a sus labios la mano del anciano, pero no se march an. Ayud a levantar al
doctor, le puso una capa sobre los hombros, dicindole que iban en busca de la banqueta
y de las herramientas. Acompa luego a los dos ancianos hasta el patio de la casa en
que estaba el corazn lacerado de ella, corazn tan feliz cuando l le abriera el suyo
propio, y se qued mirando la casa y la ventana de su cuarto, por la que se escapaba un
hilo de luz. Y antes de alejarse le dirigi su bendicin y su despedida.
Captulo XIII.- Cincuenta y dos
Esperaban su terrible suerte en la obscura prisin de la Conserjera los condenados
de aquel da. Eran cincuenta y dos. Antes de que sus calabozos quedasen libres, ya se
haban nombrado a los que deban ocuparlos al da siguiente. Los haba de toda
condicin, desde el rico propietario de setenta aos, a quien no podan salvar sus
riquezas, hasta la costurera de veinte, cuya pobreza y obscuridad no podan evitarle la
terrible muerte.
Carlos Darnay, encerrado en su calabozo, no se haca ilusiones acerca de su suerte,
pues saba que estaba condenado y que nada podra salvarlo. Sin embargo, con el
reciente recuerdo del rostro de su esposa, no le resultaba fcil prepararse para morir. Su
vitalidad era fuerte y los lazos que le unan a la vida duros de romper. Adems, tanto en
su cerebro como en su corazn, sus tumultuosas ideas parecan unirse para impedirle la
resignacin. Y si, en algunos momentos, lograba resignarse, su mujer y su hija, que
haban de vivir ms que l, parecan protestar y hacer egosta su renunciamiento.
Pero luego se dijo que en la muerte que le aguardaba no haba nada de deshonroso
y que, cada da, personas tan dignas como l la sufran de la misma manera y as,
gradualmente, se calmaba y poda elevar sus pensamientos en busca de consuelo.
Corno se le haba permitido comprar recado de escribir, tom la pluma y no la dej
hasta la hora en que se vio obligado a apagar la luz.
Escribi una larga carta a Luca, dicindole que nada haba sabido de la prisin de
su padre hasta que lo oy de sus propios labios y que de la misma manera estuvo
ignorante de los crmenes de su padre y de su to, hasta que se ley el documento del
doctor Manette. Le explicaba, tambin, que la ocultacin de su verdadero nombre fue
condicin impuesta por el doctor, condicin que ahora comprenda perfectamente. Le
rogaba luego que no intentase averiguar nunca si su padre recordaba o no la existencia
de aquel documento en el escondrijo de la Bastilla y le recomendaba que consolase al
pobre viejo, dndole a entender que nada tena que reprocharse. Le haca, adems,
protestas de amor y le rogaba que venciera su dolor dedicndose a su hija.
Escribi luego al doctor acerca de lo mismo y le recomendaba que cuidase de su
mujer y de su hija, pues esto, indudablemente, contribuira a levantar su nimo y alejara
de su mente otros pensamientos retrospectivos que sin duda trataran de recobrar su
imperio en l.
Al seor Lorry le recomendaba a su familia y le explicaba el estado de sus asuntos,
y despus de algunas palabras de sincera amistad y de cario, termin. No se acord de
Carton, pues su mente estaba ocupada por el recuerdo de su familia.
Se tendi en la cama y pas la noche muy, agitado, entre pesadillas. Al despertar
no recordaba el lugar en que se hallaba, pero muy pronto se present a su mente la idea
de que aqul era el da de su muerte.
As haba llegado al da en que haban de caer cincuenta y dos cabezas. Y esperaba
y deseaba poder ir al encuentro de su fin con tranquilo herosmo. Entonces empez a
preguntarse cmo sera la Guillotina, que nunca haba visto; cmo se acercara a ella y
cmo pondra la cabeza; si las manos que lo tocaran, estaran teidas en sangre...
Pasaban las horas que ya no volvera a or. Saba que su ltima hora seran las tres
de la tarde, y, por consiguiente, se figur que lo llamaran a las dos, pues las carretas de
la muerte recorran lentamente el camino hasta la Guillotina. As, mientras estaba
esperando su hora postrera, oy la una, y dio gracias a Dios por el tranquilo valor que lo
sostena.
De pronto oy pasos en el exterior y se detuvo. Una llave entr en la cerradura y
dio la vuelta. Mientras se abra la puerta un hombre dijo en ingls y en voz baja:
-l no me ha visto nunca. Entrad, Yo esperar junto a la puerta. No perdis tiempo.
Se abri la puerta, se cerr rpidamente y apareci ante su asombrada mirada el
rostro sonriente de Svdney Carton que se llevaba el dedo a los labios.
-Seguramente soy la ltima persona a quien esperbais ver -le dijo.
-Apenas creo que seis vos -contest Carlos,- Estis... preso? -aadi con cierta
aprensin.
-No. Accidentalmente tengo cierto poder sobre uno de los carceleros y por eso he
llegado hasta vos. Vengo de parte de ella... de vuestra mujer, Darnay.
El preso hizo un gesto de dolor.
-Y os traigo una peticin de su parte. Atendedla, pues me fue hecha con el ms
pattico tono de la voz que tanto amis.
El preso inclin la cabeza.
-No tenis tiempo de preguntarme nada ni yo lo tengo de explicaros nada tampoco.
Limitaos a obedecerme. Quitaos vuestras botas y poneos las mas.
Carton hizo sentar al preso en una silla y se descalz.
-No es posible una evasin, Carton -dijo Carlos- .Solamente conseguiris morir
conmigo. Es una locura lo que intentis.
-Sera un loco si os recomendara escapar, pero no os he dicho tal cosa. Cambiemos
de corbata y de levita. Mientras tanto os quito esa cinta que llevis en el cabello y os lo
desordenar tambin.
Con maravillosa rapidez hizo lo que deca, en tanto que el preso, sin saber la razn
de todo aquello, le dejaba hacer.
-Es una locura, querido Carton! -repeta.- Os ruego que no aumentis con vuestra
muerte la amargura de la ma.
-Os he pedido, acaso, que salgis por la puerta? Cuando os lo diga, negaos, si
queris, Aqu veo papel y pluma. Escribid.
El preso se dispuso a obedecer sin conciencia de lo que haca.
-Escribid exactamente lo que voy a dictaros. Aprisa!
-A quin he de dirigir lo que escriba?
-A nadie.
-No he de poner fecha?
-No. Ahora escribid: Si recordis la conversacin que tuvimos, hace ya mucho
tiempo, comprenderis fcilmente lo ocurrido. S que entonces recordaris lo que os
dije, pues vos no sois de las personas que olvidan pronto.
Al mismo tiempo, Carton retir la mano de su pecho y, advirtindolo, Carlos
pregunt:
-Tenis alguna arma?
-No.
-Qu tenis en la mano?
-Ya lo veris enseguida. Seguid escribiendo, pues ya falta poco: Doy gracias a
Dios de que se haya presentado la ocasin de probar la sinceridad de mis palabras. Lo
que hago no ha de ser causa de dolor ni de pesadumbre.
Y cuando pronunciaba estas palabras, que el preso escriba, se acercaba cada vez
ms su mano al rostro de Carlos, de cuya mano se cay la pluma.
-Qu vapor es ste? -pregunt.
-No s a qu queris referiros. Aqu no hay tal vapor. Tomad la pluma y acabad.
Aprisa!
El preso se inclin nuevamente sobre el papel.
-De haber sido de otra suerte... -dict Carton.
Pero ya la pluma se haba cado de manos de Carlos, ante cuya nariz estaba la
mano de Carton. El preso le dirigi una mirada cargada de reproches y por espacio de
algunos segundos luch con Carton, hasta que se qued sin sentido.
Sydney Carton se visti apresuradamente la ropa que el preso dejara a un lado, se
pein el cabello y lo sujet con una cinta. Luego se acerc a la puerta y, en voz baja,
dijo:
-Entrad.
Inmediatamente se present el espa y, al verlo, Carton le dijo: -Ya veis cmo el
peligro que habis de correr es muy pequeo.
-Mi peligro, seor Carton -contest el otro,- est en que a ltima hora no os
arrepintis de lo hecho.
-Nada temis. Cumplir lo prometido.
-Es preciso que as sea para que no se descomplete el nmero de cincuenta y dos.
Y vestido como estis no tengo miedo alguno.
-Nada temis. Pronto no estar ya en situacin de perjudicaros. Ahora llevadme al
coche.
-A vos? -pregunt asustado el espa.
-A l, hombre. Sacadlo por la misma puerta por la que entr.
-Naturalmente.
-Al entrar yo estaba dbil y angustiado. Es natural que la entrevista con mi amigo,
que va a morir, me haya afectado extraordinariamente. Eso ha ocurrido ya muchas
veces, demasiadas. Ahora pedid que os ayuden a sacarme.
-No me haris traicin?
-No os he jurado ya que no? -exclam impaciente Carton.- Idos y no me hagis
perder estos momentos preciosos. Llevoslo al patio, metedlo en el coche y entregdselo
al seor Lorry, dicindole que no le d nada para hacerle recobrar el sentido, pues
bastar el aire puro. Decidle que recuerde mis palabras de ayer noche y que no deje de
hacer lo que le encargu.
Se retir el espa y Carton se sent a la mesa con la cabeza entre las manos. A poco
regres el espa con dos hombres.
-Caramba! -exclam uno de ellos.- Tanto le ha impresionado que su amigo haya
sacado el premio gordo en la lotera de la santa Guillotina?
Levantaron el inanimado cuerpo, lo pusieron en una litera y salieron
-Poco falta ya, Evremonde -dijo el espa a Carton. -Ya lo s. Tened cuidado con mi
amigo y dejadme.
Se cerr la puerta y Carton se qued solo, prestando atento odo a los ruidos que
llegaban hasta l. As permaneci sentado a la mesa hasta que fueron las dos.
Entonces oy rumores que no le asustaron, porque ya conoca su significado. Oy
que se abran sucesivamente varias puertas y finalmente la suya. Un carcelero, con una
lista en la mano, la mir y dijo:
-Sgueme, Evremonde.
l obedeci y pas juntamente con otros, a una sala grande y obscura. Sus
compaeros condenados estaban con las manos atadas a la espalda, algunos en pie, con
las cabezas bajas, y otros paseando nerviosos. Pocos se quejaban, pues la mayora
guardaban silencio.
Pas un hombre junto a l y lo abraz. Carton temi un momento que pudiera
reconocerlo, pero el otro se alej. Poco despus una muchacha, casi una nia, de dulce
rostro plido y grandes ojos pacientes, se acerc a l y le dijo:
-Ciudadano Evremonde. Soy la costurera que estaba contigo en la prisin de La
Force.
-Es verdad -contest l- aunque no recuerdo, de qu te acusaban.
-De conspiracin. Dios sabe cun falso es eso!... Qu conspirador ira a contar
sus secretos a una pobre nia como yo?
La triste sonrisa de la pobrecilla afect tanto a Carton, que por sus mejillas
resbalaron algunas lgrimas.
-No tengo miedo a la muerte, pero no he hecho nada, ciudadano. No me sabe mal
morir si ello ha de ser beneficioso a la Repblica, aunque no comprendo cmo mi
muerte puede ser til para nadie. Soy una pobrecilla dbil e impotente.
En las ltimas horas de su vida, el corazn de Carton se enterneca.
-Me dijeron que te haban puesto en libertad, ciudadano Evremonde.
-As fue, pero luego me prendieron otra vez y me condenaron.
-Querrs permitirme, ciudadano, que tenga tu mano entre la ma cuando
salgamos? No me falta valor, pero eso me dara mucho nimo.
Y mientras los ojos pacientes de la nia se fijaban en l, observ que en ellos se
pintaba primero la duda y luego el asombro. Carton oprimi los flacos dedos,
estropeados por el trabajo y por la miseria, y los llev a sus labios.
-Vas a morir por l? -murmur ella.
-Y por su mujer y su hija.
-Me dejars tener entre las mas tu mano, valeroso desconocido?
-Calla! S, pobre hermana ma. Hasta el ltimo momento.
Las mismas sombras que empezaban a rodear la prisin caan a la misma hora de la
tarde en la Barrera y sobre la multitud que all haba, cuando un carruaje procedente de
Pars se detuvo para ser registrado.
-Quin va ah dentro? Los papeles!
-Alejandro Manette -dijo leyndolos el funcionario,- mdico. Francs. Quin es?
Aparentemente la fiebre de la Revolucin ha sido excesiva para l -coment el
oficial vindolo postrado en su asiento. Luca, su hija. Francesa. Quin es?. Esta sin
duda. Es Luca de Evremonde, no? Su hija, inglesa. Es esa? Bien, dame un beso, hija
de Evremonde. Ahora has besado a un buen republicano, cosa nueva en tu familia.
Sydney Carton. Abogado. Ingls. Es ese?
Estaba inanimado, en el fondo del carruaje.
-Parece que el abogado est desmayado.
-Creemos que se pondr bueno con el aire libre. No tiene muy buena salud y acaba
de separarse de un amigo que ha incurrido en el desagrado de la Repblica.
-Bah! Por poco se impresiona. Jarvis Lorry, banquero. Ingls, Quin es?
-Soy yo. Necesariamente puesto que no hay nadie ms.
Jarvis Lorry haba contestado a las preguntas que iba dirigiendo el funcionario.
Este examin exteriormente el coche y dio una ojeada al reducido equipaje que iba
encima.
Luego tendi los papeles al seor Lorry, debidamente contraseados, y les dese
buen viaje.
-Podemos marchar, ciudadano?
-S. Adelante, postillones!
El primer peligro estaba ya evitado. En el interior del carruaje reinaba el miedo.
Luca sollozaba y el desvanecido suspiraba profundamente.
-No podramos ir ms aprisa? -pregunt Luca al anciano banquero.
-No, despertaramos sospechas.
-Mirad si nos persiguen -rog la atemorizada Luca.
-Nadie viene tras de nosotros, querida.
Prosiguieron el viaje sin accidente alguno. Al llegar a un pueblo los detuvieron
algunos campesinos preguntando:
-Cuntos han sido hoy?
-No os entiendo -contest el seor Lorry.
-Cuntos han guillotinado hoy?
-Cincuenta y dos.
-Buen nmero! Podis seguir. Buen viaje.
Lleg la noche, y el hombre que estaba desvanecido en el fondo del carruaje
empezaba a revivir y a hablar de un modo inteligible. Se figuraba estar an en compaa
de Carton y le preguntaba qu tena en la mano.
Luca se volva, de vez en cuando, al seor Lorry y con angustiada voz le rogaba
que viera si eran perseguidos. Pero tras ellos no iban ms que las nubes de polvo que
levantaba el carruaje.
-Antes de ir all -dijo la seora Defarge sealando hacia el lugar en que se hallaba
la Guillotina,- he querido saludarla. Deseo verla.
-S que tus intenciones son malas -replic, en ingls la seorita Pross- y puedes
estar segura de que me opondr a cuanto intentes.
Cada una hablaba en su propia lengua, sin entender a la otra, pero se observaban
con la mayor atencin para adivinarse mutuamente las intenciones
-No has odo que quiero verla? Haces mal en ocultarla! Imbcil! -aadi la
tabernera.- No me contestas? Te digo que quiero verla!
-No s lo que me dices -contest la otra,- pero dara cuanto tengo por saber si
sospechas la verdad. Y como s que cuanto ms tiempo te retenga aqu, mejor podrn
salvarse los que amo, te aseguro que te voy a arrancar los pelos si te atreves a tocarme
siquiera.
La seora Defarge, en vista de que la inglesa no la comprenda, llam a gritos al
doctor y a Luca. Tal vez el silencio que sigui o la expresin del rostro de la inglesa le
dio a entender que aqullos se haban marchado, porque apresuradamente abri las tres
puertas que la inglesa no guardaba.
-No hay nadie -dijo- y todo est en desorden. Tampoco hay nadie en esa
habitacin? -aadi sealando la que se hallaba a espaldas de la seorita Pross.
-Djame ver.
-Nunca!
-Si se han marchado ser fcil hacerles volver -dijo la seora Defarge para s.
-Como ignoras si estn en este cuarto, no sabes qu hacer y no te permitir que lo
veas. Adems, no te marchars mientras pueda impedirlo.
-No estoy acostumbrada a detenerme por obstculos tan dbiles como t, y voy a
destrozarte si no te apartas de esta puerta.
-Estamos en lo alto de una casa solitaria y nadie puede ornos. Vas a quedarte aqu,
porque cada minuto que pase tiene incalculable valor para m, palomita.
La seora Defarge se dirigi hacia la puerta, pero la seorita Pross la cogi
estrechamente por la cintura y en vano la tabernera luch para soltarse. En vista de que
no lo consegua, empez a araar el rostro de su antagonista, pero la inglesa baj la
cabeza y sigui agarrada a ella con ms tenacidad que una persona que se ahoga.
La tabernera quiso llevar la mano al cinto para coger el pual, pero no le fue
posible llegar all, pues lo impeda uno de los brazos de la inglesa, y en vista de ello
busc en su pecho. Inmediatamente se dio cuenta la seorita Pross, y viendo lo que la
tabernera sacaba, le dio un golpe, surgi un fogonazo, se oy una detonacin tremenda
y, de pronto, se vio sola y rodeada de humo.
Todo eso ocurri en un segundo. Se disip el humo, llevado por una corriente de
aire, como el alma de aquella terrible mujer, cuyo cuerpo yaca en el suelo sin vida.
De momento la seorita Pross, asustada, se dispona a salir a la escalera para pedir
socorro, pero, pensndolo mejor, retrocedi e hizo un esfuerzo por tranquilizarse. Tom
su gorro y otras cosas que deba llevarse y luego cerr la puerta de la casa y se llev la
llave, Hecho esto se sent en la escalera para recobrar el aliento y para llorar, y ya ms
calmada se apresur a alejarse.
Por suerte llevaba un velo que le cubra el rostro y tambin por suerte para ella, era
tan fea que no la desfiguraban los araazos recibidos. Al pasar por el puente tir la llave
al ro y pudo llegar a la catedral unos momentos antes de la hora sealada. Mientras
esperaba empez a temblar, temiendo que hubiesen pescado la llave con una red, que
con ella hubiesen abierto la puerta del piso, descubriendo el cadver que all quedara.
Entonces la prenderan en la Barrera y la mandaran a la crcel, acusada de
asesinato. Cuando estaba ms atemorizada por estas negras ideas, apareci el seor
Roedor y la acompa hasta el coche.
-Cmo es que no hay ruido alguno en la calle? -le pregunt.
-Hay el mismo ruido de siempre -replic el seor Roedor mirndola sorprendido.
-No os oigo. Qu decs? -exclam la seorita Pross.
En vano Jeremas le repiti sus palabras, pues la seorita Pross no lo oy y en vista
de ello se resolvi a hablarle por seas.
-No hay ruido en las calles? -pregunt nuevamente la seorita Pross.
Jeremas movi afirmativamente la cabeza.
-Pues no lo oigo
-Se ha quedado sorda en una hora? -se pregunt el seor Roedor extraado.- Qu
le habr sucedido?
-Sent -dijo ella- un estampido tremendo. Esto fue lo ltimo que o.
-Pues si no oye el ruido de esas horribles carretas -se dijo el seor Roedor- opino
que no volver a or nada ms en este mundo.
Y en efecto, la seorita Pross se qued sorda para siempre.
Captulo XV.- Los pasos se apagan para siempre
A lo largo de las calles de Pars daban tumbos las carretas de la muerte. Seis de
ellas llevaban la provisin de vino del da a la Guillotina. Las seis carretas parecan
gigantescos arados que abrieran enormes surcos entre la gente que se apartaba a ambos
lados para dejarles paso. Y tan acostumbrados estaban todos a semejante espectculo,
que era frecuente ver personas que no suspendan sus ocupaciones al paso de aquella
triste comitiva.
Entre los que montan las carretas, en aquel ltimo viaje, algunos observan las cosas
que los rodean con mirada impasible, otros con el mayor inters. Algunos, sentados y
con la cabeza entre las manos, parecen desesperados, y otros dirigen a la multitud
miradas semejantes a las que han visto en teatros y en cuadros. Varios tienen los ojos
cerrados y reflexionan o tratan de coordinar sus ideas. Solamente uno, de msero
aspecto, est tan trastornado por el terror, que va cantando y hasta trata de bailar. Pero
nadie, con sus miradas o con sus gestos, apela a la compasin del pueblo.
Preceden a las carretas algunos guardias a caballo, y la gente les dirige preguntas
que ellos contestan de la misma manera: sealando a la tercera carreta y a un hombre
que, con la espalda apoyada en la parte posterior de la carreta y la cabeza inclinada,
habla con una muchacha sentada en un lado que le coge la mano. Parece no importarle
nada de lo que le rodea, pues sigue hablando con la jovencita. A veces se oyen algunos
gritos contra l, pero en tales casos se limita a levantar la cabeza y a sonrer.
Ante una iglesia, esperando la llegada de las carretas, est el espa. Mira al primer
vehculo y ve que no est. Mira al segundo y tampoco. Entonces se pregunta: Me
habr engaado?, cuando al mirar a la tercera se tranquiliza.
-Quin es Evremonde? -le pregunta un hombre que est a su lado.
-Ese que va en la parte posterior de la tercera carreta.
-Ese a quien la muchacha le coge la mano?
-S.
-Muera Evremonde! -grita el hombre.- A la Guillotina los aristcratas!
-Calla! -le dice tmidamente el espa.- Va a pagar sus culpas de una vez. Djale
morir en paz.
El hombre no le hace ningn caso y sigue gritando. Evremonde lo oye y al
volverse vio al espa, lo mira atentamente y pasa de largo. A las tres en punto llegaban
las carretas al lugar de la ejecucin. La gente rodeaba el siniestro aparato, en torno del
cual, y sentadas en primera fila, como si estuvieran en el teatro, haba numerosas
mujeres ocupadas en hacer calceta. Una de ellas era La Venganza, que miraba a todos
lados en busca de su amiga.
-Teresa! -grit con su voz ms aguda.- Quin ha visto a Teresa?
-Nunca haba dejado de venir -dijo otra.
-Teresa! -repiti La Venganza.
-Grita ms -le recomend otra.
-Grita, Venganza, grita, porque por ms que grites y aunque profieras alguna
interjeccin malsonante Teresa no te oir!
-Qu mala suerte! -exclama La Venganza pateando.- Ya estn aqu las carretas!
Evremonde ser despachado sin que ella est aqu!
Mientras tanto las carretas empezaban a dejar su carga.
Los ministros de la Santa Guillotina estaban vestidos y dispuestos. Se oy un
chasquido y en el acto una mano empu una cabeza que mostr al pblico; las
calceteras apenas levantaron los ojos y se limitaron a exclamar a coro: Una!
Se vaci la segunda carreta y se acerc la tercera. Nuevamente se repiti el
chasquido y las mujeres contaron: Dos!. Descendi el supuesto Evremonde e
inmediatamente la costurera, que segua estrechando entre las suyas la mano de su
compaero, el cual coloc a la joven de espalda al mortfero aparato que funcionaba sin
descanso. Ella le dirigi una mirada de agradecimiento.
-A no ser por ti, mi querido desconocido, no estara yo tan tranquila, porque soy
naturalmente medrosa, ni habra sido capaz de elevar mis pensamientos hacia Aqul que
muri para darnos esperanza y consuelo. Creo que el Cielo te ha enviado a mi lado.
-O t al mo -contest Sydney Carton.- No apartes tu mirada de m, querida hija
ma, y no te ocupes de nada ms.
-As lo har mientras estreche tu mano, y tratar de no pensar en nada ms cuando
la deje, si el golpe es rpido.
-Ser rpido. No tengas miedo.
Los dos estaban confundidos con los dems condenados, pero hablaban como si
estuvieran solos. Con las manos cogidas y los ojos fijos uno en otro, aquellos dos hijos
de la Madre Universal, tan distintos, iban a emprender juntos el viaje eterno.
-Quisiera preguntarte una cosa -dijo ella.
-Pregunta lo que quieras, dulce hermana ma.
Crees que tendr que aguardar mucho la llegada de las personas que me son
queridas, en el mundo mejor en que muy pronto nos hallaremos t y yo?
-No, querida ma. All no existe el tiempo, ni se conocen los dolores o las
pesadumbres.
-Cunto me consuelan tus palabras! He de besarte ahora? Ha llegado el
momento?
-S.
Ella lo besa en los labios y l la besa tambin. Solemnemente se bendicen una a
otro y la mano de ella no tiembla cuando ha de soltar la de su amigo. La nia es la
primera en acercarse a la Guillotina... y ya ha emprendido el viaje eterno. Las calceteras
cuentan: Veintids!
Yo soy la Resurreccin y la Vida; aquel que cree en M, aunque haya muerto
vivir; y el que vive y cree en M no morir jams.
Cae nuevamente la cuchilla y las calceteras cuentan: Veintitrs! Aquella noche,
en la ciudad, dijeron que el rostro de aquel hombre fue el ms tranquilo de cuantos
haban visto en el mismo lugar. Muchos aadieron que su aspecto era sublime y
proftico.
Una de las ms notables vctimas de la Guillotina, una mujer, solicit, al pie del
catafalco, que le permitieran consignar por escrito las ideas que le inspiraba. Si Carton
hubiese podido consignar las suyas y stas hubieran sido profticas, habra escrito:
Veo a Barsad, a Cly, a Defarge, a La Venganza, a los jurados, al juez, a la larga
fila de opresores de la humanidad, que se han alzado para destruir a los antiguos, caer
bajo esta misma cuchilla, antes de que deje de emplearse en su actual funcin.
Veo las vidas de aquellos por quienes doy la ma, llenas de paz, tiles a sus
semejantes, prsperas y felices, en aquella Inglaterra que no ver ya ms. La veo a ella
con un nio en su regazo, que lleva mi nombre. Veo a su padre, anciano y encorvado,
pero con la mente despierta y til a todos los hombres. Veo al bondadoso anciano, su
amigo desde hace tantos aos, enriquecindoles, dentro de diez ms, con cuanto posee e
ir tranquilo a recibir su recompensa.
Veo que en los corazones de todos ellos tengo un santuario, y tambin en los de
sus descendientes, durante varias generaciones. La veo a ella, ya anciana, llorando por
m en el aniversario de este da. Veo a ella y a su marido, terminado ya su paso por el
mundo, descansando uno al lado de otro en un lecho de tierra, y s que cada uno de ellos
no fue tan reverenciado como yo en el corazn del otro.
Veo que el nio que ella tena en su regazo y que llevaba mi nombre es ya un
hombre que con su talento se abre paso en la carrera que fue ma. Le veo alcanzar tantos
xitos, que mi nombre, ya limpio de las manchas que sobre l arroj, se hace ilustre
gracias a l. Le veo convertido en el ms justo de los jueces, honrado por los hombres y
educando a un nio de cabellos rubios, que tambin llevar mi nombre, al que referir
mi historia con alterada voz.
Esto que hago ahora, es mejor, mucho mejor que cuanto hice en la vida; y el
descanso que voy a lograr es mucho ms agradable que cuanto conoc anteriormente.
FIN
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