Libertad (Ricoeur)
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uno u otro de los dos polos del obrar, de considerar cada uno de ellos como un en s, abstraccin
hecha de su referencia al otro polo, y de pretender entonces someter o reducir ste al primero. Se
podr estar tentado de aislar en el hombre el aspecto involuntario. Se definir esencialmente al ser
humano por los determinismos que le habitan y que parecen cortocircuitar su libertad. Esta ser
entonces considerada como un fenmeno superficial, un simple epifenmeno, sin ms consistencia
que la de un reflejo ilusorio.
La otra tentacin, diametralmente opuesta y mucho menos frecuente que la primera, consiste
en aislar en s mismo el polo de la voluntad libre como si fuera autosuficiente, y en considerar la
opacidad del involuntario como una oscuridad provisional llamada a disiparse en la luz de la
conciencia. Esta tendencia, que constituye el fondo de todas las antropologas idealistas desde Platn
y Descartes, olvida que la voluntad humana tiene su raz en los determinismos involuntarios como en
un suelo nutricio. Perderlo de vista es, una vez ms, desconocer el lazo indisoluble del voluntario y
del involuntario y caer en la trampa de este angelismo de la conciencia transparente, para el que el
hombre se reduce a una pura voluntad lcida.
Si queremos evitar sucumbir a estas dos tentaciones, tendremos que tomar como hilo conductor
de nuestro estudio el tema de la reciprocidad del voluntario y del involuntario: el involuntario no
tiene sentido si no es en referencia al querer, al que proporciona motivos, poderes, fundamentos; y,
recprocamente, la voluntad no se afirma si no hace suya una fuerza que ella no ha engendrado y que,
en consecuencia, slo puede integrar y orientar.
Paul Ricoeur inicia su estudio del querer por la eleccin Esto indica que, segn l, la voluntad
como tal se identifica prcticamente con el libre arbitrio. En moral, esta identificacin es aceptable
puesto que aqu el inters se centra exclusivamente en los actos voluntarios libres. Sin embargo,
como vamos a movernos en el plano antropolgico hemos de subrayar que voluntario y libre
no son trminos sinnimos. La voluntad, en efecto, puede definirse como un apetito racional, es
decir, como una inclinacin inteligible que, a diferencia del apetito simplemente natural (aquel por el
cual una piedra tiende a bajar y una planta aspira el agua del suelo) o del apetito sensible (aquel por
el cual el animal desea su alimento), se proyecta hacia el bien universal, hacia el bien en general, en
tanto que ste es aprehendido por la inteligencia en su nocin misma de bien.
En la voluntad as entendida, hay un fondo esencial y primordial de necesidad espontnea por
la que se adhiere a su fin ltimo, a saber, la felicidad y lo que est intrnsecamente ligado a ella. En
este plano, la voluntad acta sin libertad de eleccin. Por el contrario, la voluntad est dotada de
libertad, es decir, de dominio reflejo de sus actos, respecto de todos los bienes particulares.
Precisamente porque la voluntad se ve arrastrada por un impulso necesario hacia el bien en general,
est dotada de una capacidad de renuncia la renuncia del libre arbitrio en relacin a los bienes
limitados. En resumen, la libertad no es toda la voluntad, pero es su aspecto ms importante y
decisivo en el mbito de la moral, ya que, a travs del esfuerzo moral, el hombre est llamado a
ratificar y asumir libremente el impulso voluntario que lleva a su naturaleza espiritual hacia el bien
absolutamente hablando1.
1- CAPACIDAD DE ELECCIN VOLUNTARIA Y MOTIVACIN INVOLUNTARIA
Lo querido consiste para nosotros, en primer lugar, en lo que decidimos, en lo que elegimos
hacer. A este primer nivel, por consiguiente, el voluntario corresponde a un cierto proyecto que
formamos y del cual nos sentimos responsables.
La eleccin es frecuentemente la etapa ms fcil y la ms embriagadora del querer humano
porque en ella, en apariencia, la libertad se ocupa slo de s misma. Ms tarde vendrn la austeridad
del esfuerzo y la paciencia onerosa del consentimiento. Y, no obstante, incluso en el plano de la
eleccin, la voluntad est ya transida de involuntario. En efecto, si nos fijamos bien en ella, toda
eleccin humana se presenta, en el fondo, como una eleccin motivada. Pues de hecho, detrs de la
1
Sobre estas cuestiones, cf. TOMS DE AQUINO, ST, 1,59,1; 83,1; 87,4; 1-11,5,8; 13,6. Se encontrar en Santo Toms un
extraordinario lujo de precisiones en el anlisis del acto voluntario libre en el que no vamos a entrar aqu.
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voluntad aparentemente ms caprichosa, acta siempre un motivo oculto, aunque no sea ms que el
deseo de demostrar ostensiblemente la soberana de su yo. La ms autntica voluntad humana no es,
pues, aquella que, por un imposible, fuera puramente arbitraria, sino ms bien aquella que invoca
motivos o razones, aun cuando estos motivos no sean necesariamente racionales.
De ello resulta que, incluso a nivel de eleccin, la libertad humana no es nunca un puro
estallido. Es siempre una iniciativa legitimada por un motivo, una opcin que puede invocar sus
razones. Nuestro propsito ser, en consecuencia, mostrar que, por la brecha de la motivacin, la
accin voluntaria se halla abierta al involuntario, de tal manera que la reciprocidad de lo querido y de
lo no querido se verifica ya a este nivel, a pesar de ser el ms transparente del obrar.
El motivo acta sobre m solicitando mi eleccin en virtud de su significado, y esta
significacin no es un en s puramente objetivo, sino un sentido relativo a mi conciencia y a mis
disposiciones. As, yo decido caminar por el monte porque necesito ejercicio fsico. A menos que se
trate de un caso patolgico, este porque no introduce una causa que me constria al modo de una
compulsin irresistible, sino un motivo para obrar que me invita a una conducta sensata, la cual se
me presenta como tal en relacin a mi situacin personal y a mi cultura.
No hay que confundir motivo y valor. Un motivo puede ser un valor moral: yo decido pasear
por el monte porque tengo el deber de velar por mi salud. Pero, por suerte, no estamos llamados a
realizar constantemente actos explcitamente morales. El motivo es, pues, ms amplio que el valor y,
en especial, ms amplio que el valor propiamente moral: quiero subir al monte porque el aire puro
me regenera y porque necesito rehacer mis fuerzas, sin ms.
Una vez establecidas estas precisiones indispensables, veamos cmo, por el sesgo de la
motivacin que legitima la decisin, la libertad humana se abre a algo distinto a ella misma. Yo elijo,
ciertamente, pero elijo porque..., es decir, invocando un motivo. En ciertas circunstancias, la
motivacin podr depender explcitamente de la voluntad. Este caso se dar principalmente en el
plano de las decisiones propiamente morales: elijo hacer esto porque est bien que lo haga, porque
tengo obligacin de hacerlo en conciencia. Pero, en la mayor parte de los casos, la motivacin es,
para nuestra libertad, una puerta abierta al involuntario, de modo que tenemos en ella la primera
estructura del enlace entre el voluntario y el involuntario. En efecto, por el cauce de la eleccin
motivada, la voluntad se abre a lo que la desborda y acepta, sobre todo, las razones para obrar que le
vienen de un involuntario profundo vinculado a nuestro cuerpo. Dicho de otra manera: el hombre es
tambin, primariamente, un animal que lucha por la supervivencia y busca su bienestar. Entre estas
motivaciones primarias vinculadas al involuntario corporal mencionemos en particular el apetito de
la comida, la bsqueda del placer y la huida del dolor. Si queremos mantener una mirada lcida sobre
nuestra condicin humana y no caer en el abuso de considerarnos ngeles, es bueno que tengamos
conciencia de que, a corto o largo plazo, abiertamente o de manera oculta, la mayor parte de nuestras
elecciones se fundan, entre otras, sobre ese tipo de motivacin en que surgen del involuntario
corporal y que estn originalmente desconectadas de nuestra libertad.
He dicho entre otras porque, a buen seguro, estas motivaciones elementales no constituyen
nuestras nicas razones de obrar. Elegimos tambin, afortunadamente, impulsados por motivos
distintos a los anteriores, sobre todo en funcin de los valores morales y, en nombre de estos valores
ms elevados, estamos dispuestos a sacrificar los primeros a los segundos, a renunciar al placer, a
aceptar el sufrimiento, etc. No es menos claro que el involuntario corporal constituye el estrato ms
profundo de nuestras motivaciones. Por esta razn, la superacin de ese estrato en nombre de ms
altos valores es de tanto precio para el hombre. Si el hombre no fuera primero un animal que busca
su comodidad, la renuncia a las sugerencias primitivas del cuerpo no tendra la elevada significacin
moral que puede adquirir a nuestros ojos.
Por este cauce, nuestras opciones, incluso las ms libres y claras, se encuentran siempre
conectadas con la opacidad de un dato corporal no querido. Teniendo siempre presentes los dos polos
del obrar humano, ser instructivo ver cmo, incluso a este nivel tan primitivo de la motivacin, se
verifica la reciprocidad del voluntario y del involuntario de la que acabamos de hablar en el segundo
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de los preliminares de este captulo. En otros trminos, se tratar de demostrar que existe un vnculo
que une el proyecto con el motivo y el motivo con el proyecto, en el sentido de que, por una parte,
nuestras elecciones son proyectos que se apoyan sobre motivos involuntarios surgidos, en buena
medida, de las necesidades de nuestro cuerpo, mientras que, por otra, el involuntario corporal que
motiva la mayor parte de nuestras elecciones voluntarias es para la voluntad y recibe de ella su
sentido y orientacin.
Nuestras elecciones son siempre proyectos que se apoyan en motivos, y sobre todo en motivos
involuntarios surgidos de las profundidades de nuestro cuerpo; y, cuando se es consciente de ello,
conviene aceptarlo y hacerlo objeto de nuestra reflexin. Cierto que no se juega a este nivel todo el
sentido de nuestra vida, pero se juega tambin aqu. Hacernos ilusiones sobre la pureza absoluta de
las propias elecciones significa desconocer nuestra condicin de hombres. Con todo, si bien es cierto
que, a un plazo ms o menos largo, muchos de nuestros comportamientos estn motivados por la
voluntad de sobrevivir, por el miedo al sufrimiento y por las pulsiones de la sexualidad, no es menos
cierto que estos diferentes involuntarios penden en alguna medida de la voluntad y esperan de ella la
determinacin ltima de su significacin. Lejos de formar un mundo cerrado, terminado en s, como
querra el genetismo positivista, estos involuntarios son, como ya dijimos, para la voluntad.
Constituyen propiamente el terreno de una eleccin ponderada, y no salvo caso patolgico una
causa que constrie al acto en razn de su fuerza.
Nadie, evidentemente, decide tener hambre: se trata, por consiguiente, de un involuntario que
surge en nosotros sin nosotros. Pero la repercusin que tendr en nosotros este involuntario, y, en
consecuencia, su significacin concreta para nosotros, depende en gran parte de nuestra iniciativa.
As, el hombre, a diferencia de los animales, es capaz de no comer, incluso cuando tiene necesidad y
cuando la comida est a su alcance. Mientras que en las bestias el hambre acta, por as decirlo, a
manera de una causa que constrie, en el hombre se presenta simplemente como un motivo para
obrar, como una invitacin a la eleccin. El hombre puede hacer huelga de hambre. Es capaz de
aplazar la satisfaccin de esta necesidad, y puede tambin introducir entre l y la comida una serie de
intermediarios que atestiguan la subordinacin del involuntario al voluntario. Por la introduccin de
una especie de ritual no estrictamente exigido por la necesidad, el comer se convierte en un acto
cultural y social, incluso litrgico. Una tal distancia respecto a los motivos surgidos del cuerpo
traduce el hecho de que el involuntario humano, incluso el ms primitivo, depende, en cuanto a su
sentido plenario, y a pesar de su importancia, de la iniciativa de la voluntad. Lo mismo sucede con el
deseo sexual. No depende de nosotros experimentar o no este deseo, cuya atraccin inspira tantas
conductas humanas. Se trata ciertamente de un involuntario inscripto en las profundidades de nuestro
psiquismo y vinculado a nuestro cuerpo. Pero lo que en nosotros puede acontecer en virtud de este
motivo involuntario es sustancialmente tributario de nuestras decisiones. Salvo en caso de
situaciones enfermizas, la necesidad sexual no opera en nosotros compulsivamente, al modo de una
causa ineluctable. Como un motivo digno de este nombre, nos interpela por su sentido y no
solamente por su energa, y as queda sometido, en cuanto a su orientacin, al dominio de la
voluntad.
En la eleccin que se abre a sugestiones que no provienen de la libertad misma, en la eleccin
motivada, coexisten y se entrecruzan, en consecuencia, lo absoluto y lo relativo: lo absoluto de una
iniciativa, puesto que, verdaderamente, soy yo el que decido; y la relatividad de la motivacin, ya
que elijo aceptando una razn cuyo origen no soy yo mismo. Es importante destacar esta paradoja,
porque la volveremos a encontrar repetidas veces en el plano de la vida moral propiamente dicha.
2- ESFUERZO VOLUNTARIO Y PODERES INVOLUNTARIOS
El segundo nivel ya ms oneroso y menos transparente es la realizacin del proyecto, la
cual implica una mocin de todo mi ser, un esfuerzo. Si la libertad se quedara en la primera etapa, la
de la eleccin, no sera ms que una ilusin fantstica, y la voluntad quedara en simple veleidad.
Hay que pasar al acto, poner manos a la obra. De hecho, las dos etapas van con frecuencia a la par,
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sobre todo en los hombres de accin, para los que el esfuerzo de realizacin es, por as decirlo,
simultneo a la decisin. Sin embargo, aunque no siempre hay distancia cronolgica entre la eleccin
y la mocin, se impone una distincin lgica entre las dos: una cosa es decidir y otra realizar. En este
binomio esfuerzo-poderes, el primero corresponde al voluntario y el segundo al involuntario. Y entre
los dos trminos se verificar el lazo de reciprocidad cuya aclaracin constituye el hilo conductor de
nuestro anlisis sobre la libertad.
Para realizar un proyecto en virtud de un esfuerzo voluntario no basta la voluntad. La mocin
no se efecta ms que apoyndose sobre ciertos poderes espontneos que nos ofrece nuestro cuerpo.
Sin esta espontaneidad corporal, que nosotros no hemos construido y que, sin embargo, se pone a
nuestra disposicin, nuestros esfuerzos seran vanos y nuestra voluntad quedara como paralizada. En
su origen, es cierto, esta espontaneidad involuntaria del cuerpo es relativamente desordenada. La
psicologa contempornea, en particular, nos ha hecho ms atentos al hecho inquietante de que el
hombre es el menos gil de todos los animales. Impotente durante los primeros aos de su vida, el
hombre dispone de su cuerpo a travs de un lento progreso, cuando la mayor parte de los animales,
nada ms nacer, se hallan ya equipados de numerosas cualidades. Esta prolongada torpeza fsica del
ser humano no es el signo de que su verdadera grandeza reside ms all de las proezas del cuerpo?
Su menesterosidad inicial no es el anuncio de su elevado destino espiritual? Y con todo, por muy
desordenada y flaca que sea en su origen, siempre se nos ofrece una espontaneidad corporal
involuntaria que hace posible la mocin voluntaria y que deber ser, a su vez, integrada y hecha ms
compleja a travs de nuestros esfuerzos para que nuestra voluntad tome contacto con el mundo.
Veamos ahora con algn detalle cmo se articula esta espontaneidad catica que se presenta a la
voluntad y la sostiene, pero que ella ha de domesticar para poder obrar. Con Ricoeur, podemos
discernir en ella tres niveles principales: a) las habilidades preformadas; b) las emociones; c) los
hbitos.
a) Las habilidades preformadas
Desde que entramos en el mundo, antes de cualquier atisbo de educacin, sabemos ya hacer
algo con nuestro cuerpo. No somos totalmente impotentes. Incluso en el seno materno, el nio es ya
capaz de protegerse de una luz demasiado viva con un gesto espontneo de la mano puesta ante los
ojos o de huir del aspirador de fetos refugindose en el lado de la matriz ms alejado del causante del
aborto. Antes de todo aprendizaje, un nio de pecho es capaz de atenuar una cada echando los
brazos hacia adelante o de parar la amenaza de un proyectil oponindole la palma de la mano. Por
rudimentario que sea, este uso primitivo del cuerpo ilustra a su manera un aspecto importante de la
condicin humana. El existencialismo nos ha habituado en demasa al eslogan segn el cual el
hombre sera una pura libertad que le permite inventarse l mismo a partir de s mismo. Ahora bien,
es del todo cierto que pertenece a nuestra dignidad humana planificar una parte de nuestra vida
concibiendo proyectos y tomando iniciativas. Pero esta inventiva reposa sobre un don previo. En la
base de toda creatividad, hay la aceptacin previa de una herencia de la que nos beneficiamos sin
ningn mrito por nuestra parte. He aqu el dato que relativiza en conjunto una cierta retrica de la
libertad. Yo acto, pero mi cuerpo me es dado y, con l, me son ofrecidos, antes de toda iniciativa por
mi parte, ciertos poderes o capacidades de accin indispensables.
Cierto es que las habilidades de que aqu hablamos son todava muy primitivas y notablemente
caticas, pero constituyen el embrin de conductas ms complejas en la medida en que son
susceptibles de organizacin. Puestas a nuestra disposicin sin esfuerzo por nuestra parte, se prestan
a una recuperacin y a una elaboracin en virtud de nuestros esfuerzos. En esto difieren de los
simples reflejos. El reflejo es un comportamiento siempre estereotipado y localizado, que escapa casi
totalmente al control de la voluntad y que no est llamado a hacerse complejo con la experiencia.
Bajar los prpados para humedecer los ojos, parpadear ante la proximidad de una luz intensa,
reaccionar a la irritacin de la garganta tosiendo, etc., son reflejos establecidos de una vez por todas
y que no estn ms elaborados en el adulto que en el nio. Por el contrario, las habilidades
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Con Ricoeur, distinguiremos tres formas de involuntario absoluto que exigen nuestro
consentimiento: a) el carcter; b) la vida; c) el inconsciente. A medida que avanzamos ms se afirma
la opacidad del involuntario; tambin aqu, y a fortiori, la necesidad oscura del involuntario se ir
endureciendo, pasando del carcter a la vida, y de la vida al inconsciente.
a) El carcter
El carcter es esa paradjica determinacin en virtud de la cual mi libertad ms ntima queda
marcada por un coeficiente individual mi temperamento que yo no he elegido y que mis
esfuerzos no pueden modificar. Es mi ecuacin personal. Lo que resulta propiamente
desconcertante en el carcter es que me afecta de manera eminentemente personal, siendo as que,
por otra parte, yo lo sufro como un dato de naturaleza: Estoy hecho as.... Dicho de otro modo, mi
manera particular de existir y de obrar est afectada por un indicador que no depende de m.
A primera vista, la ciencia del carcter o caracterologa parece que ha de conducir al
determinismo: quiera o no quiera, no est regido todo mi comportamiento por este temperamento
que me afecta sin que pueda yo cambiar nada en l? En todo caso, la labor de los caracterlogos ha
sido interpretada con frecuencia en este sentido negador de la libertad. Pero, conduce la ciencia del
carcter a conclusiones deterministas?
Una 1 respuesta a la objecin del determinismo, sera aceptar su hiptesis y llevarla hasta sus
ltimas consecuencias, es decir, hasta el punto en que, por pura lgica, la idea de libertad salga
inevitablemente a la superficie. En efecto, admitamos que estamos totalmente determinados por
nuestro carcter. En todo caso, por el mero hecho de hacer esta suposicin, tomamos conciencia ya
de este determinismo eventual. Pero, por ello mismo, nos situamos tambin ms all de un puro
determinismo. Esta respuesta, por la va de la conciencia de nuestra condicin determinada, a pesar
de ser valiosa, es insuficiente, porque sigue siendo formal. Ciertamente, el prisionero que ignora que
est encarcelado no tiene posibilidad alguna de liberarse y ni siquiera experimenta la necesidad de tal
liberacin, mientras que el que se reconoce prisionero es ya virtualmente libre. Pero no basta con
saber que se est en prisin para saborear ya la verdadera libertad. Hay que ir, pues, ms all de esta
respuesta iluminadora, pero insuficiente.
A partir de aqu se puede iniciar una segunda etapa con el rechazo del necesitarismo
psicolgico. Dado que el carcter no puede ser la negacin pura y simple de la libertad, no se ha de
decir, positiva y concretamente, que no es ms que su anverso? Segn esta manera de ver las
cosas, mi carcter, en lo que tiene de inmutable, no sera la negacin de mi libertad, sino
simplemente su manera de ser; una manera de ser que yo no he elegido, pero que afecta a todas mis
decisiones y a todos mis esfuerzos. En todo aquello que yo decida y realice se pondr de manifiesto
un cierto estilo determinado por mi temperamento. Este correspondera, pues, al ngulo de apertura
de mi libertad; sera la ventana, ms o menos estrecha, a travs de la cual me relaciono con el mundo.
O podr decirse, tambin desde este punto de vista, que el carcter es lo que da a todas nuestras
acciones y al conjunto de nuestro comportamiento una coloracin especfica, una tonalidad
particular. Mis emociones y mis hbitos quedarn marcados por mi temperamento. Mis valores
mismos, por libre que haya sido al escogerlos, sern tributarios de mi ecuacin personal.
Simplemente, yo tengo una manera ma de elegir libremente que no he podido elegir en libertad.
Pero y ste es el punto decisivo todo me sigue siendo posible, a despecho de mi carcter,
si bien segn una apertura restringida. Dicho de otra manera, el determinismo de mi temperamento
afecta ms a la forma de mi comportamiento que a su contenido. Conocer un dato psicolgico
constitutivo de tu personalidad no me permite deducir lo que hars en tu vida, sino solamente prever
la manera como lo hars, el ritmo o estilo que ser el tuyo, hagas lo que hagas.
Esta observacin tiene implicaciones importantes en el plano moral. Nadie se ha de considerar
excluido de la vida moral en razn de su temperamento, con el pretexto de que es as como es, y no
puede obrar de otra manera. Pretender que, en razn de mi carcter, ciertos valores morales me son
inaccesibles, no es ya consentimiento, sino pura abdicacin; no es tanto hacerse cargo de la
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necesidad, sino descargar sobre ella la propia responsabilidad. En realidad, todas las actitudes ticas,
incluso las ms contradictorias, permanecen abiertas para m, aunque dentro de un ngulo
restringido, determinado por mi particular frmula caracterolgica. Podr ser valiente o cobarde,
veraz o mentiroso, casto o desenfrenado, pero ser lo uno o lo otro con la coloracin propia de mi
temperamento. Todo me sigue siendo accesible.
La misin de la caracterologa consiste en describir este determinismo formal, que no afecta en
principio al contenido de nuestra accin, sino que influye ms bien en el estilo. No nos ha de
conducir, pues, a una especie de desercin, sino a un conocimiento ms justo de nosotros mismos, de
tal manera que nos ayude a sacar el mejor partido posible de nuestra complexin psicolgica. Ya que
no podemos cambiar de temperamento, pues con razn se define como la frmula estable de nuestra
personalidad, podemos, conocindonos bien, echar mano de algunos trucos para domearlo.
Esto que decimos del carcter puede aplicarse al conjunto de los lmites ineluctables que
encontramos en nuestra vida. Porque el carcter es realmente un lmite: yo soy as, y no de otra
manera. Ahora bien, chocamos con otros muchos lmites en nuestra vida. Entre ellos, algunos son
superables, otros, no. Si me siento limitado por mi ignorancia, puedo tratar de instruirme. Si estoy
paralizado por la opresin de otro, puedo intentar sustraerme a ella. Pero ciertos lmites son
inexorables: he nacido en tal fecha, en tal pas, tengo tal temperamento, tal origen social, etc. Frente
a esta situacin son posibles varias actitudes. La primera es la rebelin: no se ve en el lmite ms que
la negacin que lo constituye. Porque, como dice Spinoza: Toda determinacin es una negacin.
Efectivamente, estar limitado es estar determinado; es enfrentarse a una negacin: esto y no aquello;
hasta aqu y no ms all. Pero el lmite no es slo negativo. No es nicamente un freno, es tambin
aquello que nos permite ser lo que somos. Nuestros lmites nos confieren igualmente nuestra
fisonoma particular, nuestro encanto personal. Forman parte de nuestra vocacin personal; hacen
que yo sea yo y no otro. Hace que cada hombre sea si mismo.
b) La vida
La vida de que aqu hablamos es la vida en el sentido biolgico del trmino, esa que sentimos
surgir oscuramente y vibrar en nuestro cuerpo y sin la cual, en nuestra condicin presente, ningn
acto voluntario sera posible. Y la vida constituye un involuntario ms absoluto que el carcter, pues
la organizacin biolgica de nuestro cuerpo se nos escapa casi totalmente. Y, no obstante, aqu
tambin como en cualquier otra parte se verifica la reciprocidad del voluntario y del
involuntario. La primera relacin, aquella por la que mi querer se apoya sobre el involuntario de la
vida, es evidente. La organizacin biolgica de mi cuerpo es la condicin sine qua non de mi obrar
voluntario aqu abajo (no tenemos por qu hablar de lo que pueda ser la vida volitiva del alma
separada, despus de la muerte). Un simple virus, y heme aqu incapacitado para el trabajo
intelectual y disminuido en mis energas. Un vaso se rompe en el cerebro, y mi pensamiento es
incapaz de funcionar normalmente. En cuanto que su organizacin y su desorganizacin se me
escapa, la vida que me condiciona es ciertamente una necesidad, cuya opacidad exige de mi parte un
consentimiento.
Pero la relacin inversa, aquella por la que el involuntario humano sigue unido y pendiente de
la voluntad, es tambin verdadera, si bien es menos evidente. En efecto, esta vida que se me escapa
es, no obstante, mi vida. Toda esta organizacin biolgica incontrolable es, en ltimo trmino, para
m, y, lo que es an ms asombroso, yo me sirvo de ella a despecho de la necesidad que encubre y a
la que no puedo dejar de consentir. Yo no me he dado mi cuerpo, y con todo, este cuerpo no est
fuera de m, a la manera de un instrumento: soy en cierto sentido mi cuerpo, y este cuerpo es mo.
Pero veamos con un poco ms de detalle cmo se presenta la necesidad, unida al orden biolgico,
que afecta a nuestro querer.
En cuanto vivientes, nuestra existencia est desde el principio marcada por la contingencia de
nuestro nacimiento. Nos hallamos ante un acontecimiento propiamente metafsico cuando, por
primera vez, un nio comprende que ha nacido y se da cuenta de que hubo un tiempo en que el
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mundo daba ya vueltas sin que l existiera. Nuestra vida comenz de alguna manera sin nosotros, y
es en este fondo de necesidad donde todos nuestros proyectos se han desplegado y se despliegan.
Somos una libertad que tuvo un comienzo. Nuestras decisiones y nuestras acciones y logros se
jalonan a lo largo de una duracin que tiene un punto de partida y un lugar corpreo de
enraizamiento. Se trata de nuestra condicin vital concreta, histrica, existencialmente situada y
nica. Esto es lo que diferencia para siempre nuestro querer de la voluntad de un ser que fuera
puramente espiritual y, afortiori, eterno. Sin contar que, con la concepcin y el nacimiento, se nos ha
confiado un bagaje biolgico que condiciona positiva o negativamente la totalidad de nuestra
existencia y que afectar, sobre todo, a nuestro carcter. Es la contingencia de la herencia, dato
necesario que exige por nuestra parte consentimiento y aceptacin, desde el momento en que todos
nuestros proyectos debern verterse en este cauce predeterminado. En la herencia propia de la vida
debemos incluir las caractersticas y tendencias propias de la raza, de la historia comunitaria de mi
pueblo, de mi familia, en definitiva todo aquello que designamos cuando decimos la cuna... lo que
hemos mamado desde que nacimos.
En el otro extremo de nuestra existencia terrena est la contingencia de la muerte. Esta vida,
que es la condicin sine qua non del ejercicio presente de nuestra libertad, esta vida nos traicionar
un da y se acabar. Lo sabemos, sin duda, pero casi siempre con un saber impersonal tal como
Heidegger lo denuncia con toda razn en Ser y tiempo3. Sabemos que el hombre es mortal, que
se muere, segn una determinada estadstica, de tal o cual enfermedad o de accidente. Pero quin
se da cuenta de verdad de que es un ser para la muerte? No es el indicador de una existencia
inautntica ese vivir sin pensar nunca existencialmente en la muerte? Ahora bien, si nos detenemos a
pensarlo bien, comprendemos que todos los proyectos de nuestra vida no tienen el sentido que en
realidad tienen ms que porque nos encaminamos a la muerte. Conscientemente o no las ms de
las veces inconscientemente, la muerte condiciona todas nuestras decisiones y les confiere una
parte de su sentido, y, sin embargo, es un horizonte cuya necesidad se nos escapa.
Por ltimo, entre la contingencia inicial del nacimiento y la contingencia final de la muerte se
instala la necesidad, tambin implacable, de mi crecimiento y de mi edad. Tampoco estn en nuestra
mano las leyes de nuestro crecimiento y de nuestra decrepitud, lo mismo que no decidimos las de
nuestro nacimiento y nuestra muerte. De igual manera, soportamos necesariamente nuestra edad
como un dato sobre el que no tenemos poder alguno. Ahora bien, la contingencia de la edad
determina considerablemente la amplitud de nuestras decisiones y el alcance de nuestros esfuerzos.
No se deciden las mismas cosas y no se es capaz de los mismos logros a los quince aos, a los veinte,
a los cuarenta o a los sesenta.
En resumen, todo lo que decido se sita despus del comienzo y antes del fin de un poder que
me desborda y que obedece a sus propias leyes, a saber, esta vida, que se desarrolla sin m, que
terminar por faltarme y que, no obstante, es mi vida. Paradoja desconcertante! La vida viene de
ms lejos que yo; por el cauce de la evolucin biolgica se remonta incluso ms all de mis
antepasados, a la noche de la vida animal. Y no obstante, milagrosamente, puede llegar a ser la
expresin de m mismo. Hasta tal punto es esto as que mi cuerpo se convierte, dentro de ciertos
lmites, en el reflejo de las preocupaciones del alma. En alguna medida, mis ojos, mi cara, terminan
por traducir la intensidad o la mediocridad de mi vida. De alguna manera me hago presente en el
devenir de mi cuerpo. No es asombroso que esta organizacin biolgica que viene de ms lejos que
el individuo, e incluso de ms lejos que la humanidad, responda tan bien a las iniciativas y a los
impulsos de nuestra voluntad, tal como lo revela, por encima de todo, la maravilla del lenguaje?
Hablar es producir el sentido gracias a los sonidos. Por qu admirable complicidad entre la vida y el
espritu le es dado a ste encontrar en los sonidos emitidos por la laringe el humilde soporte fsico de
este acontecimiento metafsico que es la palabra con sentido? El orden biolgico no me pertenece, y,
sin embargo, es mo.
3
Cf. especialmente el 27
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c) El inconsciente
El inconsciente es el involuntario ms oscuro que se impone a nosotros. Constituye, si cabe
hablar as, un involuntario absolutamente absoluto, ms radical que la vida y el carcter. En efecto,
podemos con bastante facilidad tomar conciencia de nuestro carcter y jugar lcidamente con l. En
cuanto a nuestra vida biolgica, aun cuando en gran parte se nos escapa, aflora sordamente a nuestra
conciencia y tenemos, a pesar de todo, ciertos poderes sobre ella. Pero el inconsciente, en el sentido
propio del trmino, se encuentra de manera mucho ms radical fuera de nuestras decisiones,
precisamente porque no es consciente, y porque es rebelde por definicin a la luz directa de la
conciencia. Esta es incapaz de penetrar totalmente el inconsciente freudiano: puedo estrujarme la
cabeza, cerrar los ojos y entregarme a la introspeccin; jams tendr acceso a l de esta manera. A
causa de esa resistencia radical a toda aclaracin inmediata, el inconsciente representa la forma de
necesidad ms onerosa para nuestro comportamiento voluntario 4. En razn de las dificultades que
esto supone para la concepcin de la libertad y habida cuenta tambin de la repercusin del tema del
inconsciente en la cultura contempornea, nos detendremos con bastante amplitud en este ltimo
aspecto del involuntario.
Que una parte de nuestro psiquismo est sumergido en la oscuridad, es una verdad que la
humanidad ha conocido siempre o ha presentido, al menos. Pero, en el sentido preciso de una zona
oscura totalmente desconectada del flujo luminoso de la conciencia, el inconsciente fue puesto por
primera vez de manifiesto a fines del siglo XIX por S. Freud (1856-1939). Segn l, el
descubrimiento del inconsciente constituye una verdadera humillacin para el hombre que no slo no
est en el centro del mundo ni es el seor de las criaturas, sino que ni siquiera es dueo de s mismo
en el interior de su psiquismo, ya que, en su intimidad misma, y en un escenario distinto al de la
conciencia, alguien que no es l, si podemos hablar as, acta oscuramente 5. Esta humillacin queda
reforzada an ms con la interpretacin estructuralista que Jacques Lacan ha dado recientemente de
la doctrina freudiana. Para entender el sentido de la misma hay que situar primero el estructuralismo
en relacin a una de las grandes corrientes de la filosofa contempornea: la hermenutica.
Aplicado al inconsciente, el mtodo estructural, Lacan va a reforzar la necesidad implacable.
Es lo que ha hecho dice al formular la tesis de que el inconsciente est estructurado como un
lenguaje6. De la misma manera que el lenguaje que hablamos revela un cdigo estructurado que nos
escapa totalmente, a saber, la lengua, as nuestro inconsciente no sera un montn catico de
pulsiones, como quiere Freud, sino un conjunto estructurado en el que se organizan,
independientemente del sujeto, cadenas de significantes.
La idea general de Lacan es, pues, que, por una especie de retrica inconsciente, los deseos
inconfesados y rechazados se filtran en el lenguaje y en l instauran secuencias simblicas que
escapan a la intencin del sujeto. El inconsciente se convierte as en el otro escenario, el de los
deseos prohibidos que, a pesar de todo, se dicen en los intervalos del discurso lcido y cuyas reglas
de sustitucin simblica obedecen a leyes comparables a las de la lingstica estructural. De este
modo viene a redoblarse la opacidad del inconsciente, ya que no solamente hay un anverso de la
conciencia, sino que por aadidura todo sucede como si otro hubiera ya organizado sin nosotros, en
este inconsciente, cadenas simblicas predeterminadas. En suma, Lacan retoma la ptica general de
Freud, pero la radicaliza, entendiendo el inconsciente a partir del lenguaje y aplicndole ciertos
aspectos de la lingstica estructural.
La otra gran corriente de la filosofa contempornea es la hermenutica (del verbo griego
hermneuein = interpretar). Uno de sus principales representantes es Paul Ricoeur, cuyo
pensamiento venimos profundizando. Su posicin es una sntesis brillante de las corrientes
4
Por eso, modificando en este punto el orden seguido por P. Ricoeur, hablamos de ello despus del carcter y de la vida.
De hecho, el descubrimiento del inconsciente no tiene nada de humillante para el hombre si se comprende que pertenece a su
estatuto de criatura, salido de la nada, ser dependiente y relativo. El lenguaje de humillacin tiene como presupuesto una concepcin
de la libertad humana como autonoma absoluta
6
Cf. J. LACAN, crits, Pars, Seuil, 1966
5
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P. RICOEUR, Le conflit des interprtations. Essais d'hermneutique, Pars, Seuil, 1969, p.319
Ibid, p.318
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DALBIEZ
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RICOEUR
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si fuera, por as decirlo, una conciencia inconsciente de s misma veamos los pasos seguidos por el
mtodo psicoanaltico en la interpretacin de los sueos propuesta por Freud. Esta tcnica tiende a
proyectar literalmente en el inconsciente el tenor de un lenguaje que no vale, en rigor, ms que en el
plano de la conciencia clara. Es, en efecto, el analista y tras l, el paciente quien, desde el nivel
del pensamiento lcido, declara por ejemplo: Este sueo es la expresin simblica de un deseo
inconsciente de muerte. Pero qu ha pasado justamente en el inconsciente del soador? Esto es lo
que no resulta fcil determinar e implica una serie de rodeos que no se deben perder de vista. En
efecto, el sueo, tal como efectivamente fue soado, es siempre inaccesible, como una Atlntida
sumergida. No podemos acceder a l ms que de manera indirecta, por el rodeo del recuerdo que el
soador conserva una vez despierto, es decir, cuando ya no suea. Primera etapa: no accedemos al
inconsciente nocturno ms que a partir de la conciencia diurna. Segunda etapa: el soador, que ya no
suea, ha de hacer el relato del sueo tal como se acuerda de l. Nueva y decisiva mediacin: no
solamente el recuerdo es selectivo y se enfoca en funcin de la conciencia despierta, sino que adems
se transforma en un relato. Lo que en su origen era un flujo de imgenes, pasa a travs del prisma del
lenguaje, y esto implica ya toda una interpretacin por parte del sujeto. Finalmente, tercera etapa:
una persona distinta a la que suea, es decir, el analista, recoge este relato del sueo, lo interpreta y
propone su interpretacin al sujeto, cosa que se hace de nuevo con las formas del lenguaje, en
palabras que tienen sentido para una conciencia lcida. Y al trmino de esta cascada de mediaciones,
el sueo soado, en s mismo inaccesible, recibe como exgesis: La dama del sombrero negro
deseara inconscientemente la muerte de su marido. Pero salta a la vista que as se olvidan todas
aquellas mediaciones y que carece de sentido crtico, por lo tanto, trasladar literalmente,
realistamente, al inconsciente el contenido de una proposicin que no tiene sentido riguroso ms
que a nivel de la conciencia clara de un analista que interpreta el relato que le hace una persona ya
despierta del recuerdo de un sueo que nadie sabe exactamente cmo fue en el momento en que fue
soado. Si se tiene crticamente en cuenta esta serie de intermediarios entre el sueo soado y la
interpretacin que se hace de l, habr que conceder que decir sin ms: El inconsciente desea esto,
ansia lo otro, etc., representa tan slo una manera cmoda de hablar. Para evitar este realismo en
el que se proyectan de manera crtica en el inconsciente todas las propiedades de la conciencia (salvo
la conciencia de s), Ricoeur propone atinadamente emplear el lenguaje del como si. En lugar de
decir realistamente: Esta dama desea inconscientemente la muerte de su marido, digamos, con
una mayor modestia y un mayor sentido crtico: Todo sucede en el inconsciente de esta dama como
si deseara la muerte de su marido. Este como si expresa simultneamente la legitimidad de la
interpretacin propuesta y los lmites de esa interpretacin. Los lmites, porque, si lo que esta
persona vive oscuramente en su inconsciente fuera vivido por una conciencia lcida, se expresara
por un deseo de duelo; pero no es precisamente ste el caso, y, por lo tanto, no hay que atribuir
inmediatamente al inconsciente, como a algo en s, una significacin que no pertenece propiamente
ms que a la conciencia clara. Pero tambin su legitimidad, porque, sin duda, algo sucede
efectivamente en el inconsciente que exige la interpretacin que de ello se hace. En suma, conviene
mantener a la vez que todo sucede solamente como si el inconsciente quisiera, temiera, etc., y que
todo sucede en realidad como si el inconsciente pensara, imaginara, etc.
El examen del alcance epistemolgico del complejo de Edipo nos llevar a las mismas
conclusiones. El complejo de Edipo del que hablaremos ms detenidamente enseguida consiste
en que, durante un cierto perodo de su infancia, el nio (el caso de la nia es ms complejo) desea
mantenerse fsicamente prximo a su madre y, por esta razn, considera a su padre como un rival que
le roba una parte de esa intimidad. Se expresa a menudo este complejo diciendo que el nio,
inconscientemente, quiere unirse a su madre y desea, tambin inconscientemente, la muerte de su
padre.
Tambin aqu se traduce de manera ms crtica el complejo de Edipo hablando al modo del
como si: todo sucede en el inconsciente del nio como si viera en su padre a un competidor, hasta
el punto de desear su muerte. Y este como si se ha de tomar segn su doble alcance, positivo y
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la libido sexual. Lo que se presenta a primera vista como fruto de la benevolencia moral, del
altruismo, del sentido mstico de Dios, etc., se referira, a fin de cuentas, a un sucedneo sublimado
del deseo libidinal de poder, de posesin, de proteccin, etc. Y as, con razn o sin ella, el freudismo
pasa por ser a los ojos de muchos el tipo mismo de la explicacin desde abajo, en la que los valores
ms elevados quedan reducidos a no ser ms que el disfraz de pulsiones inconscientes. Volviendo al
tpico freudiano expuesto ms arriba, habra que decir que los valores pretendidamente superiores
del Yo no son otra cosa que la sublimacin de las pulsiones primitivas del Ello, en la medida en que
estas pulsiones, al ser rechazadas por las prohibiciones del Super-yo, deben encontrar una salida
aceptable.
En el plano moral surge entonces inevitablemente esta pregunta: el yo consciente no es
siempre vctima de la ilusin cuando invoca sus valores ms elevados? Aquello que se presenta como
lo ms sublime, no es precisamente la sublimacin de las pulsiones vinculadas al fondo
inferior, inconsciente, del psiquismo? No est la conciencia constantemente engaada cuando mira
hacia los altos valores morales, religiosos o estticos, porque lo que alcanza y significa en realidad se
refiere a un disfraz de la libido?
Como ya hicimos a propsito del determinismo, responderemos primero a esta cuestin desde
un plano formal, y despus desde el plano del contenido. En el plano formal, se podr observar que,
cuando una conciencia sospecha un posible engao, da por ello mismo la prueba de que no es
totalmente vctima de una ilusin, porque de lo contrario ni siquiera sospechara la posibilidad de un
engao. En otras palabras, la conciencia slo puede reconocerse engaada ante una conciencia no
engaada o, al menos, ante una zona no engaada de la misma conciencia. A menos que nos
remontemos indefinidamente de ilusin en ilusin, lo cual es imposible, ya que me doy
efectivamente cuenta del problema, es necesario que en alguna parte haya una relativa coincidencia
entre lo intentado y lo real, entre aquello que la conciencia persigue como fin y lo que consigue
efectivamente.
En un plano menos formal, ms atento al contenido de la doctrina de la sublimacin, se podr
responder que la teora del origen sexual e infantil de nuestros valores superiores es perfectamente
aceptable con tal de que se entienda bien su sentido exacto. Debemos hacer aqu una distincin
capital entre el origen y el sentido, entre el origen de nuestra aspiracin a los valores superiores y el
sentido propio, el alcance formal de esos valores. Vamos a tratar de demostrar que se puede muy bien
conceder a la doctrina de la sublimacin el origen libidinal de nuestros valores ms elevados,
sin que por ello tengamos que reducir su sentido a este nivel libidinoso. Es que en el problema de
la significacin hay una trascendencia del sentido en relacin a sus condicionamientos empricos,
particularmente psicolgicos. Vemos as aparecer la distincin, anunciada ms arriba, entre el sentido
y el origen. Ilustrmosla con algunos ejemplos.
El ejemplo de un texto, ya utilizado varias veces con anterioridad, podr darnos luz
nuevamente. El origen del texto que escribo en este momento puede obedecer a diversas
motivaciones. Puedo escribir con la preocupacin de compartir mi entusiasmo por la verdad, o para
responder a la demanda de mis estudiantes, o incluso con la esperanza de ganar dinero, o tambin
movido por la vanidad de publicar un libro ms. Pero, cualquiera que sea el origen psicolgico de
esta redaccin, cualesquiera que sean las motivaciones nobles o mezquinas que explican la gnesis
de este texto, es indudable que las pginas que he escrito tienen en s mismas un sentido valioso o
no valioso, y que este sentido, a saber, el ser una reflexin de antropologa y de moral, es
independiente del origen emprico de mi proyecto.
Podemos tomar tambin el ejemplo de los valores morales mismos. Cul es su origen? Nadie
de entre nosotros ha engendrado esos valores morales por medio de una pura especulacin filosfica.
Han sido vehiculados hasta nosotros y nos han sido transmitidos por la educacin, y en particular por
la familia, la escuela, la parroquia, los medios de informacin. Esta educacin moral, si ha sido
acertada, ser porque ha sido orientada a nuestra libertad y ha buscado hacernos captar el verdadero
fundamento de las reglas de conducta. Puede suceder muy bien que a travs de una educacin
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desastrosa se me hayan inculcado autnticos valores morales o religiosos, lo mismo que, gracias a
tcnicas pedaggicas de excepcional calidad, pueden transmitirse a un nio verdaderos antivalores.
En suma, la educacin explica la transmisin de los valores, no crea su verdad. Hay que distinguir
bien, por consiguiente, entre el origen de las reglas ticas y su sentido, es decir, su valor de verdad.
La misma distincin se impone cuando se trata de la sublimacin. Con Freud, podemos
reconocer muy bien que el origen de nuestros valores superiores es igualmente de orden libidinal,
porque el hombre descubre estos valores y los proyecta ante s con todo lo que es, incluso con las
energas libidinales de su inconsciente. Pero reconocer el origen genetico-pulsional de nuestros
valores ms elevados no implica que el sentido de estos valores quede reducido al orden pulsional.
El mismo Freud, a pesar de la gran importancia que conceda a la sublimacin en cuanto represin
no neurtica de la libido, estaba lejos de pretender que fuera capaz de explicar exhaustivamente el
sentido del arte, de la moral o de la religin. En otros trminos, las pulsiones vitales mantienen en
tensin a buen seguro la creacin artstica, el esfuerzo moral y la bsqueda de Dios, pero esto no
significa que el sentido esttico, tico o religioso se reduzca formalmente a lo vital en cuanto a su
significacin propia. Simplemente, percibimos el bien, la belleza y lo sagrado, y lo hacemos
conscientemente, apoyndonos en el impulso vital transmitido por nuestras pulsiones inconscientes.
Lo uno no impide lo otro. Ilustremos esto con algunos ejemplos.
La designacin religiosa de Dios como Padre tiene evidentemente por origen la
experiencia humana de la filiacin y de la paternidad. Si furamos, como los ngeles, cada uno de
nosotros nico en su especie, probablemente no llamaramos a Dios con ese nombre. Sin embargo,
a pesar de que la gnesis de esta apelacin haya que buscarla en la experiencia psicolgica de la
figura paterna, no por ello hay que concluir que esta designacin se limita sin ms a significar la
proyeccin objetivante de esta experiencia y su extrapolacin al infinito. Porque es muy posible que
Dios exista cuestin sta de carcter metafsico y teolgico, y no psicolgico, y que lo que El es
realmente para nosotros, a saber, nuestro Creador, y lo que hace por nosotros, a saber, regalarnos
generosamente la existencia y la gracia, merezca objetivamente que le designemos como nuestro
Padre10. La distincin entre el origen y el sentido, entre el soporte energtico de la tensin hacia los
valores y el sentido propio de stos, es perfectamente esclarecedora. Una cosa es reconocer el origen
de la materia afectiva que nos ocupa, y otra reconocer la significacin especfica de la forma que
10
Desde este punto de vista, ninguna obra de Freud es tan decepcionante como El futuro de una ilusin, publicada en
1927 Infiel a la reserva metodolgica a la que se haba atenido siempre, Freud pretende demostrar en ella que la religin no es
ms que una ilusin, pero una ilusin til a un gran nmero de personas y, por ende, una ilusin que tiene futuro. En una
palabra, la religin sera el resultado de una proyeccin colectiva debida a un complejo de Edipo no resuelto. En el plano
individual, el complejo de Edipo se resuelve cuando el nio, en lugar de considerar a su madre como la nica realidad
femenina deseable, descubre que puede amar a otras mujeres, y, dejando de ver en su padre a un rival, reconoce su
autoridad paterna, aceptacin que le prepara a asumir un da el mismo papel. Si el complejo de Edipo no queda resuelto en el
plano individual, el nio corre el riesgo de prolongar neurticamente en la edad adulta esta situacin infantil, lo cual se traduce
en una vinculacin excesiva a la madre, en un miedo anormal al mundo femenino, etc. Ahora bien, en el plano colectivo, la
humanidad se hallar siempre, en ciertos aspectos, en una situacin infantil. A pesar de sus progresos, ha de seguir
afrontando los cataclismos naturales, el sufrimiento y la muerte. Frente a la fatalidad de estas fuerzas, que no llegar nunca a
dominar plenamente, se sentir siempre como un nio desvalido. Por eso, la humanidad proyecta ante s la imagen
fantstica de un Dios a la vez paternal y maternal, cuya autoridad soberana prolonga de alguna manera la severidad del
padre, mientras que su Providencia amorosa prolonga la ternura de la madre. La figura de Dios resulta, pues, de la
extrapolacin de un complejo colectivo de Edipo no resuelto . Y como este complejo no ser nunca totalmente superado, la
religin tiene un futuro asegurado en las clases medias de la sociedad, incapaces de aceptar estoicamente la dureza de su
destino. Tanto ms cuanto que les resulta de indiscutible utilidad, ya que, como dice Freud, es sta una neurosis colectiva
que ahorra a muchos la experiencia de una neurosis individual. Al reducir la esencia de la religin a una neurosis colectiva, a
una proyeccin ilusoria alimentada por el ansia de seguridad, Freud practica una reduccin que desconoce la distincin
entre sentido y origen. Porque la humanidad hace bien en dirigirse hacia Dios impulsada por el deseo de un refugio, lo cual
explica, por una parte, el origen del proceso religioso; pero de ello no se sigue que el sentido propio de la religin se
reduzca a la prolongacin de una figura paterna a la vez exigente y consoladora. En efecto, muy bien puede ser que Dios exista
realmente, y que exista no slo para el individuo, sino tambin para toda la humanidad. Alguien que merezca objetivamente
ser reconocido como Creador, como Providencia y como Padre. Se trata entonces de otra cuestin, propiamente metafsica y
teolgica, que no puede reducirse al problema, en s mismo legtimo, del origen psi colgico del proceso religioso. En este punto
nos resulta muy valiosa la obra de Antoine Vergote, Psicologa Religiosa, Taurus, Madrid, 1969.
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brota a nivel de la conciencia clara. Es, pues, posible de hecho tomar en serio la realidad de la
sublimacin sin ceder al sentido reductor que se le asocia a menudo de manera abusiva. Ceder a esta
reduccin equivaldra a pensar que, en las intenciones de un sujeto, el sentido latente obtenido desde
el punto de vista gentico del origen es siempre y a priori ms verdadero que el sentido manifiesto
perseguido por la conciencia.
Es cierto que existen efectivamente casos en que el sentido oculto que el analista saca a la luz
desde un punto de vista genetista es ms pertinente que el sentido obvio manifestado por la
conciencia. Pero justamente consideramos estas situaciones como casos anormales o patolgicos,
trtese de la psicopatologa de la vida cotidiana o de neurosis ms serias.
A este propsito, Ricoeur resume toda esta problemtica en la recomendacin siguiente: La
conciencia no debe considerar como buena exgesis de sus propias significaciones la explicacin
del deseo de los valores superiores por la necesidad sublimada de valores inferiores, siempre que
esta explicacin no tenga valor curativo11. Ciertamente, la frontera entre lo normal y lo patolgico
no es siempre fcil de trazar. Y adems, incluso para una conciencia relativamente sana, resulta
esclarecedor saber que la tendencia a los ms altos valores se apoya en una energa que es igualmente
de origen libidinal12. Por eso, el principio que acabamos de enunciar puede extenderse hasta el punto
de poder afirmar que el recurso a la sublimacin se justifica cada vez que esta explicacin gentica
tiene un valor no solamente teraputico, sino tambin purificador o catrtico. Tomar conciencia del
mecanismo de la sublimacin permite, en efecto, una orientacin ms realista y, en este sentido, ms
adecuada y ms pura hacia los valores. El rol purificador del psicoanlisis es vlido para todas las
conciencias, comprendidas tambin las conciencias sanas, puesto que la sublimacin no es un
fenmeno patolgico, sino un proceso normal del psiquismo. Por el contrario, sera una perspectiva
reductora aquella que tratara sistemticamente de conducir el sentido de los valores superiores a su
origen libidinal. Equivaldra a endurecer el realismo del inconsciente y a sobrevalorar la explicacin
gentica, situando al hombre, por principio, del lado de ac de la conciencia y la libertad, la cual es,
en realidad, la llave de su destino.
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