Horacio Quiroga - Anaconda

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Con la publicacin de este libro (1921), Horacio Quiroga alcanz gran repercusin entre la

crtica y el pblico continental. Los cuentos aqu reunidos aparecidos originalmente en


publicaciones porteas en los aos anteriores dan cuenta de un amplio periodo de su
experiencia narrativa y vital: los primeros aos en Buenos Aires, el deslumbramiento por la
cinematografa, sus proyectos agrcolas en el Chaco, la profunda incursin en Misiones, el
regreso a la capital
El relato epnimo es, quizs, uno de los ms conocidos de la literatura latinoamericana. A
travs de sus pginas, quedan patente la admiracin y la maravilla que senta Quiroga por la
selva y sus criaturas, al narrar magistralmente el encuentro de Anaconda con la bestia ms
temible de todas: el hombre.

Horacio Quiroga

Anaconda
y otros cuentos
ePUB v1.0
jugaor 25.07.12

Ttulo original: Anaconda


Horacio Quiroga, 1921.
Diseo de portada: Shammael
Fotografa: Corallus caninus
Editor original: jugaor
ePub base v2.0

Anaconda
I
Eran las diez de la noche y haca un calor sofocante. El tiempo cargado pesaba sobre la selva, sin un
soplo de viento. El cielo de carbn se entreabra de vez en cuando en sordos relmpagos de un extremo a
otro del horizonte; pero el chubasco silbante del sur estaba an lejos.
Por un sendero de vacas en pleno espartillo blanco, avanzaba Lanceolada, con la lentitud genrica de
las vboras. Era una hermossima yarar, de un metro cincuenta, con los negros ngulos de su flanco bien
cortados en sierra, escama por escama. Avanzaba tanteando la seguridad del terreno con la lengua, que en
los ofidios reemplaza perfectamente a los dedos.
Iba de caza. Al llegar a un cruce de senderos se detuvo, se arroll prolijamente sobre s misma,
removiose an un momento acomodndose y despus de bajar la cabeza al nivel de sus anillos, asent la
mandbula inferior y esper inmvil.
Minuto tras minuto esper cinco horas. Al cabo de este tiempo continuaba en igual inmovilidad.
Mala noche! Comenzaba a romper el da e iba a retirarse, cuando cambi de idea. Sobre el cielo lvido
del este se recortaba una inmensa sombra.
Quisiera pasar cerca de la Casa se dijo la yarar. Hace das que siento ruido, y es menester
estar alerta
Y march prudentemente hacia la sombra.
La casa a que haca referencia Lanceolada era un viejo edificio de tablas rodeado de corredores y
todo blanqueado. En torno se levantaban dos o tres galpones. Desde tiempo inmemorial el edificio haba
estado deshabitado. Ahora se sentan ruidos inslitos, golpes de fierros, relinchos de caballo, conjunto de
cosas en que trascenda a la legua la presencia del Hombre. Mal asunto
Pero era preciso asegurarse, y Lanceolada lo hizo mucho ms pronto de lo que hubiera querido.
Un inequvoco ruido de puerta abierta lleg a sus odos. La vbora irgui la cabeza, y mientras notaba
que una rubia claridad en el horizonte anunciaba la aurora, vio una angosta sombra, alta y robusta, que
avanzaba hacia ella. Oy tambin el ruido de las pisadas el golpe seguro, pleno, enormemente
distanciado que denunciaba tambin a la legua al enemigo.
El Hombre! murmur Lanceolada. Y rpida como el rayo se arroll en guardia.
La sombra estuvo sobre ella. Un enorme pie cay a su lado, y la yarar, con toda la violencia de un
ataque al que jugaba la vida, lanz la cabeza contra aquello y la recogi a la posicin anterior.
El hombre se detuvo: haba credo sentir un golpe en las botas. Mir el yuyo a su rededor sin mover
los pies de su lugar; pero nada vio en la oscuridad apenas rota por el vago da naciente, y sigui adelante.
Pero Lanceolada vio que la Casa comenzaba a vivir, esta vez real y efectivamente con la vida del
Hombre. La yarar emprendi la retirada a su cubil llevando consigo la seguridad de que aquel acto
nocturno no era sino el prlogo del gran drama a desarrollarse en breve.

II

Al da siguiente, la primera preocupacin de Lanceolada fue el peligro que con la llegada del Hombre se
cerna sobre la Familia entera. Hombre y Devastacin son sinnimos desde tiempo inmemorial en el
Pueblo entero de los Animales. Para las Vboras en particular, el desastre se personificaba en dos
horrores: el machete escudriando, revolviendo el vientre mismo de la selva, y el fuego aniquilando el
bosque enseguida, y con l los recnditos cubiles.
Tornbase, pues, urgente prevenir aquello. Lanceolada esper la nueva noche para ponerse en
campaa. Sin gran trabajo hall a dos compaeras, que lanzaron la voz de alarma. Ella, por su parte,
recorri hasta las doce los lugares ms indicados para un feliz encuentro, con suerte tal que a las dos de
la maana el Congreso se hallaba, si no en pleno, por lo menos con mayora de especies para decidir qu
se hara.
En la base de un muralln de piedra viva, de cinco metros de altura, y en pleno bosque, desde luego,
exista una caverna disimulada por los helechos que obstruan casi la entrada. Serva de guarida desde
mucho tiempo atrs a Terrfica, una serpiente de cascabel, vieja entre las viejas, cuya cola contaba treinta
y dos cascabeles. Su largo no pasaba de un metro cuarenta, pero en cambio su grueso alcanzaba al de una
botella. Magnfico ejemplar, cruzada de rombos amarillos; vigorosa, tenaz, capaz de quedar siete horas
en el mismo lugar frente al enemigo, pronta a enderezar los colmillos con canal interno que son, como se
sabe, si no los ms grandes, los ms admirablemente constituidos de todas las serpientes venenosas.
Fue all en consecuencia donde, ante la inminencia del peligro y presidido por la vbora de cascabel,
se reuni el Congreso de las Vboras. Estaban all, fuera de Lanceolada y Terrfica, las dems yarars
del pas: la pequea Coatiarita, benjamn de la Familia, con la lnea rojiza de sus costados bien visible y
su cabeza particularmente afilada. Estaba all, negligentemente tendida como si se tratara de todo menos
de hacer admirar las curvas blancas y caf de su lomo sobre largas bandas salmn, la esbelta Neuwied,
dechado de belleza, y que haba guardado para s el nombre del naturalista que determin su especie.
Estaba Cruzada que en el sur llaman vbora de la cruz, potente y audaz rival de Neuwied en punto a
belleza de dibujo. Estaba Atroz, de nombre suficientemente fatdico; y por ltimo, Urut Dorado, la
yararacus, disimulando discretamente en el fondo de la caverna sus ciento setenta centmetros de
terciopelo negro cruzado oblicuamente por bandas de oro.
Es de notar que las especies del formidable gnero Lachesis, o yarars, a que pertenecan todas las
congresales menos Terrfica, sostienen una vieja rivalidad por la belleza del dibujo y el color. Pocos
seres, en efecto, tan bien dotados como ellas.
Segn las leyes de las vboras, ninguna especie poco abundante y sin dominio real en el pas puede
presidir las asambleas del Imperio. Por esto Urut Dorado, magnfico animal de muerte, pero cuya
especie es ms bien rara, no pretenda este honor, cedindolo de buen grado a la vbora de cascabel, ms
dbil, pero que abunda milagrosamente.
El Congreso estaba, pues, en mayora, y Terrfica abri la sesin.
Compaeras! dijo. Hemos sido todas enteradas por Lanceolada de la presencia nefasta del
Hombre. Creo interpretar el anhelo de todas nosotras, al tratar de salvar nuestro Imperio de la invasin
enemiga. Slo un medio cabe, pues la experiencia nos dice que el abandono del terreno no remedia nada.
Este medio, ustedes lo saben bien, es la guerra al Hombre, sin tregua ni cuartel, desde esta noche misma,
a la cual cada especie aportar sus virtudes. Me halaga en esta circunstancia olvidar mi especificacin
humana: no soy ahora una serpiente de cascabel; soy una yarar, como ustedes. Las yarars, que tienen a

la Muerte por negro pabelln. Nosotras somos la Muerte, compaeras! Y entretanto, que alguna de las
presentes proponga un plan de campaa.
Nadie ignora, por lo menos en el Imperio de las Vboras, que todo lo que Terrfica tiene de largo en
sus colmillos, lo tiene de corto en su inteligencia. Ella lo sabe tambin, y aunque incapaz por lo tanto de
idear plan alguno, posee, a fuerza de vieja reina, el suficiente tacto para callarse.
Entonces Cruzada, desperezndose, dijo:
Soy de la opinin de Terrfica, y considero que mientras no tengamos un plan, nada podemos ni
debemos hacer. Lo que lamento es la falta en este Congreso de nuestras primas sin veneno: las Culebras.
Se hizo un largo silencio. Evidentemente, la proposicin no halagaba a las vboras. Cruzada se sonri
de un modo vago y continu:
Lamento lo que pasa Pero quisiera solamente recordar esto: si entre todas nosotras
pretendiramos vencer a una culebra, no lo conseguiramos. Nada ms quiero decir.
Si es por su resistencia al veneno objet perezosamente Urut Dorado, desde el fondo del antro
, creo que yo sola me encargara de desengaarlas
No se trata de veneno replic desdeosamente Cruzada. Yo tambin me bastara agreg
con una mirada de reojo a la yararacus. Se trata de su fuerza, de su destreza, de su nerviosidad, como
quiera llamrsele. Cualidades de lucha que nadie pretender negar a nuestras primas. Insisto en que en
una campaa como la que queremos emprender, las serpientes nos sern de gran utilidad; ms: de
imprescindible necesidad!
Pero la proposicin desagradaba siempre.
Por qu las culebras? exclam Atroz. Son despreciables.
Tienen ojos de pescado agreg la presuntuosa Coatiarita.
Me dan asco! protest desdeosamente Lanceolada.
Tal vez sea otra cosa la que te dan murmur Cruzada mirndola de reojo.
A m? silb Lanceolada, irguindose. Te advierto que haces mala figura aqu, defendiendo a
esos gusanos corredores!
Si te oyen las Cazadoras murmur irnicamente Cruzada.
Pero al or este nombre, Cazadoras, la asamblea entera se agit.
No hay para qu decir eso! gritaron. Ellas son culebras, y nada ms!
Ellas se llaman a s mismas las Cazadoras! replic secamente Cruzada. Y estamos en
Congreso.
Tambin desde tiempo inmemorial es fama entre las vboras la rivalidad particular de las dos
yarars: Lanceolada, hija del extremo norte, y Cruzada, cuyo hbitat se extiende ms al sur. Cuestin de
coquetera en punto a belleza, segn las culebras.
Vamos, vamos! intervino Terrfica. Que Cruzada explique para qu quiere la ayuda de las
culebras, siendo as que no representan la Muerte como nosotras.
Para esto! replic Cruzada ya en calma. Es indispensable saber qu hace el Hombre en la
casa; y para ello se precisa ir hasta all, a la casa misma. Ahora bien, la empresa no es fcil, porque si el
pabelln de nuestra especie es la Muerte, el pabelln del Hombre es tambin la Muerte, y bastante ms
rpida que la nuestra! Las serpientes nos aventajan inmensamente en agilidad. Cualquiera de nosotras ira
y vera. Pero volvera? Nadie mejor para esto que la acanin. Estas exploraciones forman parte de sus
hbitos diarios, y podra, trepada al techo, ver, or, y regresar a informarnos antes de que sea de da.

La proposicin era tan razonable que esta vez la asamblea entera asinti, aunque con un resto de
desagrado.
Quin va a buscarla? preguntaron varias voces.
Cruzada desprendi la cola de un tronco y se desliz afuera.
Voy yo! dijo. Enseguida vuelvo.
Eso es! le lanz Lanceolada de atrs. T que eres su protectora la hallars enseguida!
Cruzada tuvo an tiempo de volver la cabeza hacia ella, y le sac la lengua, reto a largo plazo.

III
Cruzada hall a la acanin cuando sta trepaba a un rbol.
Eh, acanin! llam con un leve silbido.
La acanin oy su nombre; pero se abstuvo prudentemente de contestar hasta nueva llamada.
acanin! repiti Cruzada, levantando medio tono su silbido.
Quin me llama? respondi la culebra.
Soy yo, Cruzada!
Ah, la prima! qu quieres, prima adorada?
No se trata de bromas, acanin Sabes lo que pasa en la Casa?
S, que ha llegado el Hombre qu ms?
Y sabes que estamos en Congreso?
Ah, no; esto no lo saba! repuso la acanin, deslizndose cabeza abajo contra el rbol, con
tanta seguridad como si marchara sobre un plano horizontal. Algo grave debe pasar para eso Qu
ocurre?
Por el momento, nada; pero nos hemos reunido en Congreso precisamente para evitar que nos
ocurra algo. En dos palabras: se sabe que hay varios hombres en la Casa, y que se van a quedar
definitivamente. Es la Muerte para nosotras.
Yo crea que ustedes eran la Muerte por s mismas No se cansan de repetirlo! murmur
irnicamente la culebra.
Dejemos esto! Necesitamos de tu ayuda, acanin.
Para qu? Yo no tengo nada que ver aqu!
Quin sabe? Para desgracia tuya, te pareces bastante a nosotras, las Venenosas. Defendiendo
nuestros intereses, defiendes los tuyos.
Comprendo! repuso la acanin despus de un momento en el que valor la suma de
contingencias desfavorables para ella por aquella semejanza.
Bueno; contamos contigo?
Qu debo hacer?
Muy poco. Ir enseguida a la Casa, y arreglarte all de modo que veas y oigas lo que pasa.
No es mucho, no! repuso negligentemente acanin, restregando la cabeza contra el tronco.
Pero es el caso agreg que all arriba tengo la cena segura Una pava del monte a la que desde
anteayer se le ha puesto en el copete anidar all

Tal vez all encuentres algo que comer la consol suavemente Cruzada.
Su prima la mir de reojo.
Bueno, en marcha reanud la yarar. Pasemos primero por el Congreso.
Ah, no! protest la acanin. Eso no! Les hago a ustedes el favor, y en paz! Ir al Congreso
cuando vuelva si vuelvo. Pero ver antes de tiempo la cscara rugosa de Terrfica, los ojos de matn de
Lanceolada y la cara estpida de Coralina. Eso, no!
No est Coralina.
No importa! Con el resto tengo bastante.
Bueno, bueno! repuso Cruzada, que no quera hacer hincapi. Pero si no disminuyes un poco
la marcha, no te sigo.
En efecto, aun a todo correr, la yarar no poda acompaar el deslizar casi lento para ella de la
acanin.
Qudate, ya ests cerca de las otras contest la culebra. Y se lanz a toda velocidad, dejando en
un segundo atrs a su prima Venenosa.

IV
Un cuarto de hora despus la Cazadora llegaba a su destino. Velaban todava en la Casa. Por las puertas,
abiertas de par en par, salan chorros de luz, y ya desde lejos la acanin pudo ver cuatro hombres
sentados alrededor de la mesa.
Para llegar con impunidad slo faltaba evitar el problemtico tropiezo con un perro. Los habra?
Mucho lo tema acanin. Por esto deslizose adelante con gran cautela, sobre todo cuando lleg ante el
corredor.
Ya en l, observ con atencin. Ni enfrente, ni a la derecha, ni a la izquierda haba perro alguno. Slo
all, en el corredor opuesto y que la culebra poda ver por entre las piernas de los hombres, un perro
negro dorma echado de costado.
La plaza, pues, estaba libre. Como desde el lugar en que se encontraba poda or, pero no ver el
panorama entero de los hombres hablando, la culebra, tras una ojeada arriba, tuvo lo que deseaba en un
momento. Trep por una escalera recostada a la pared bajo el corredor y se instal en el espacio libre
entre pared y techo, tendida sobre el tirante. Pero por ms precauciones que tomara al deslizarse, un
viejo clavo cay al suelo y un hombre levant los ojos.
Se acab! se dijo acanin, conteniendo la respiracin.
Otro hombre mir tambin arriba.
Qu hay? pregunt.
Nada repuso el primero. Me pareci ver algo negro por all.
Una rata.
Se equivoc el Hombre murmur para s la culebra.
O alguna acanin.
Acert el otro Hombre murmur de nuevo la aludida, aprestndose a la lucha.
Pero los hombres bajaron de nuevo la vista, y la acanin vio y oy durante media hora.

V
La Casa, motivo de preocupacin de la selva, habase convertido en establecimiento cientfico de la ms
grande importancia. Conocida ya desde tiempo atrs la particular riqueza en vboras de aquel rincn del
territorio, el Gobierno de la Nacin haba decidido la creacin de un Instituto de Seroterapia Ofdica,
donde se prepararan sueros contra el veneno de las vboras. La abundancia de stas es un punto capital,
pues nadie ignora que la carencia de vboras de que extraer el veneno es el principal inconveniente para
una vasta y segura preparacin del suero.
El nuevo establecimiento poda comenzar casi enseguida, porque contaba con dos animales un
caballo y una mula ya en vas de completa inmunizacin. Habase logrado organizar el laboratorio y el
serpentario. Este ltimo prometa enriquecerse de un modo asombroso, por ms que el Instituto hubiera
llevado consigo no pocas serpientes venenosas, las mismas que servan para inmunizar a los animales
citados. Pero si se tiene en cuenta que un caballo, en su ltimo grado de inmunizacin, necesita seis
gramos de veneno en cada inyeccin (cantidad suficiente para matar doscientos cincuenta caballos), se
comprender que deba ser muy grande el nmero de vboras en disponibilidad que requiere un Instituto
del gnero.
Los das, duros al principio, de una instalacin en la selva, mantenan al personal superior del
Instituto en vela hasta medianoche, entre planes de laboratorio y dems.
Y los caballos, cmo estn hoy? pregunt uno, de lentes ahumados, y que pareca ser el jefe del
Instituto.
Muy cados repuso otro. Si no podemos hacer una buena recoleccin en estos das
La acanin, inmvil sobre el tirante, ojos y odos alerta, comenzaba a tranquilizarse.
Me parece se dijo que las primas venenosas se han llevado un susto magnfico. De estos
hombres no hay gran cosa que temer
Y avanzando ms la cabeza, a tal punto que su nariz pasaba ya de la lnea del tirante, observ con
ms atencin.
Pero un contratiempo evoca otro.
Hemos tenido hoy un da malo agreg alguno. Cinco tubos de ensayo se han roto
La acanin sentase cada vez ms inclinada a la compasin.
Pobre gente! murmur. Se les han roto cinco tubos
Y se dispona a abandonar su escondite para explorar aquella inocente casa, cuando oy:
En cambio, las vboras estn magnficas Parece sentarles el pas.
Eh? dio una sacudida la culebra, jugando velozmente con la lengua. Qu dice ese pelado de
traje blanco?
Pero el hombre prosegua:
Para ellas, s, el lugar me parece ideal Y las necesitamos urgentemente, los caballos y nosotros.
Por suerte, vamos a hacer una famosa cacera de vboras en este pas. No hay duda de que es el
pas de las vboras.
Hum, hum, hum murmur acanin, arrollndose en el tirante cuanto le fue posible.
Las cosas comienzan a ser un poco distintas Hay que quedar un poco ms con esta buena gente Se
aprenden cosas curiosas.

Tantas cosas curiosas oy, que cuando, al cabo de media hora, quiso retirarse, el exceso de sabidura
adquirida le hizo hacer un falso movimiento, y la tercera parte de su cuerpo cay, golpeando la pared de
tablas. Como haba cado de cabeza, en un instante la tuvo enderezada hacia la mesa, la lengua vibrante.
La acanin, cuyo largo puede alcanzar a tres metros, es valiente, con seguridad la ms valiente de
nuestras serpientes. Resiste un ataque serio del hombre, que es inmensamente mayor que ella, y hace
frente siempre. Como su propio coraje le hace creer que es muy temida, la nuestra se sorprendi un poco
al ver que los hombres, enterados de lo que se trataba, se echaban a rer tranquilos.
Es una acanin Mejor; as nos limpiar la casa de ratas.
Ratas? silb la otra. Y como continuaba provocativa, un hombre se levant al fin.
Por til que sea, no deja de ser un mal bicho Una de estas noches la voy a encontrar buscando
ratones dentro de mi cama
Y cogiendo un palo prximo, lo lanz contra la acanin a todo vuelo. El palo pas silbando junto a
la cabeza de la intrusa y golpe con terrible estruendo la pared.
Hay ataque y ataque. Fuera de la selva, y entre cuatro hombres, la acanin no se hallaba a gusto. Se
retir a escape, concentrando toda su energa en la cualidad que, conjuntamente con el valor, forman sus
dos facultades primas: la velocidad para correr.
Perseguida por los ladridos del perro, y aun rastreada buen trecho por ste lo que abri nueva luz
respecto a las gentes aquellas, la culebra lleg a la caverna. Pas por encima de Lanceolada y Atroz, y
se arroll a descansar, muerta de fatiga.

VI
Por fin! exclamaron todas, rodeando a la exploradora. Creamos que te ibas a quedar con tus
amigos los hombres
Hum! murmur acanin.
Qu nuevas nos traes? pregunt Terrfica.
Debemos esperar un ataque, o no tomar en cuenta a los Hombres?
Tal vez fuera mejor esto Y pasar al otro lado del ro repuso acanin.
Qu? Cmo? saltaron todas. Ests loca?
Oigan, primero.
Cuenta, entonces!
Y acanin cont todo lo que haba visto y odo: la instalacin del Instituto Seroterpico, sus planes,
sus fines y la decisin de los hombres de cazar cuanta vbora hubiera en el pas.
Cazarnos! saltaron Urut Dorado, Cruzada y Lanceolada, heridas en lo ms vivo de su orgullo
. Matarnos, querrs decir!
No! Cazarlas, nada ms! Encerrarlas, darles bien de comer y extraerles cada veinte das el
veneno. Quieren vida ms dulce?
La asamblea qued estupefacta. acanin haba explicado muy bien el fin de esta recoleccin de
veneno; pero lo que no haba explicado eran los medios para llegar a obtener el suero.
Un suero antivenenoso! Es decir, la curacin asegurada, la inmunizacin de hombres y animales

contra la mordedura; la Familia entera condenada a perecer de hambre en plena selva natal.
Exactamente! apoy acanin. No se trata sino de esto.
Para la acanin, el peligro previsto era mucho menor. Qu le importaba a ella y sus hermanas las
cazadoras a ellas, que cazaban a diente limpio, a fuerza de msculos que los animales estuvieran o
no inmunizados? Un solo punto oscuro vea ella, y es el excesivo parecido de una culebra con una vbora,
que favoreca confusiones mortales. De aqu el inters de la culebra en suprimir el Instituto.
Yo me ofrezco a empezar la campaa dijo Cruzada.
Tienes un plan? pregunt ansiosa Terrfica, siempre falta de ideas.
Ninguno. Ir sencillamente maana en la tarde a tropezar con alguien.
Ten cuidado! le dijo acanin, con voz persuasiva. Hay varias jaulas vacas Ah, me
olvidaba! agreg, dirigindose a Cruzada. Hace un rato, cuando sal de all Hay un perro negro
muy peludo Creo que sigue el rastro de una vbora Ten cuidado!
All veremos! Pero pido que se llame a Congreso pleno para maana en la noche. Si yo no puedo
asistir, tanto peor
Mas la asamblea haba cado en nueva sorpresa.
Perro que sigue nuestro rastro? Ests segura?
Casi. Ojo con ese perro, porque puede hacernos ms dao que todos los hombres juntos!
Yo me encargo de l exclam Terrfica, contenta de (sin mayor esfuerzo mental) poder poner en
juego sus glndulas de veneno, que a la menor contraccin nerviosa se escurra por el canal de los
colmillos.
Pero ya cada vbora se dispona a hacer correr la palabra en su distrito, y a acanin, gran trepadora,
se le encomend especialmente llevar la voz de alerta a los rboles, reino preferido de las culebras.
A las tres de la maana la asamblea se disolvi. Las vboras, vueltas a la vida normal, se alejaron en
distintas direcciones, desconocidas ya las unas para las otras, silenciosas, sombras, mientras en el fondo
de la caverna la serpiente de cascabel quedaba arrollada e inmvil, fijando sus duros ojos de vidrio en
un ensueo de mil perros paralizados.

VII
Era la una de la tarde. Por el campo de fuego, al resguardo de las matas de espartillo, se arrastraba
Cruzada hacia la Casa. No llevaba otra idea, ni crea necesario tener otra, que matar al primer hombre
que se pusiera a su encuentro. Lleg al corredor y se arroll all, esperando. Pas as media hora. El
calor sofocante que reinaba desde tres das atrs comenzaba a pesar sobre los ojos de la yarar, cuando
un temblor sordo avanz desde la pieza. La puerta estaba abierta, y ante la vbora, a treinta centmetros
de su cabeza, apareci el perro, el perro negro y peludo, con los ojos entornados de sueo.
Maldita bestia! se dijo Cruzada. Hubiera preferido un hombre
En ese instante el perro se detuvo husmeando, y volvi la cabeza Tarde ya! Ahog un aullido de
sorpresa y movi desesperadamente el hocico mordido.
Ya ste est despachado murmur Cruzada, replegndose de nuevo. Pero cuando el perro iba
a lanzarse sobre la vbora, sinti los pasos de su amo y se arque ladrando a la yarar. El hombre de los

lentes ahumados apareci junto a Cruzada.


Qu pasa? preguntaron desde el otro corredor.
Una alternatus Buen ejemplar respondi el hombre. Y antes que la vbora hubiera podido
defenderse, sintiose estrangulada en una especie de prensa afirmada al extremo de un palo.
La yarar cruji de orgullo al verse as; lanz su cuerpo a todos lados, trat en vano de recoger el
cuerpo y arrollarlo en el palo. Imposible; le faltaba el punto de apoyo en la cola, el famoso punto de
apoyo sin el cual una poderosa boa se encuentra reducida a la ms vergonzosa impotencia. El hombre la
llev as colgando, y fue arrojada en el Serpentario.
Constitualo un simple espacio de tierra cercado con chapas de cinc liso, provisto de algunas jaulas,
y que albergaba a treinta o cuarenta vboras. Cruzada cay en tierra y se mantuvo un momento arrollada y
congestionada bajo el sol de fuego.
La instalacin era evidentemente provisoria; grandes y chatos cajones alquitranados servan de
baadera a las vboras, y varias casillas y piedras amontonadas ofrecan reparo a los huspedes de ese
paraso improvisado.
Un instante despus la yarar se vea rodeada y pasada por encima por cinco o seis compaeras que
iban a reconocer su especie.
Cruzada las conoca a todas; pero no as a una gran vbora que se baaba en una jaula cerrada con
tejido de alambre. Quin era? Era absolutamente desconocida para la yarar. Curiosa a su vez se acerc
lentamente.
Se acerc tanto, que la otra se irgui. Cruzada ahog un silbido de estupor, mientras caa en guardia,
arrollada. La gran vbora acababa de hinchar el cuello, pero monstruosamente, como jams haba visto
hacerlo a nadie. Quedaba realmente extraordinaria as.
Quin eres? murmur Cruzada. Eres de las nuestras?
Es decir, venenosa. La otra, convencida de que no haba habido intencin de ataque en la
aproximacin de la yarar, aplast sus dos grandes orejas.
S repuso. Pero no de aqu; muy lejos de la India.
Cmo te llamas?
Hamadras o cobra capelo real.
Yo soy Cruzada.
S, no necesitas decirlo. He visto muchas hermanas tuyas ya Cundo te cazaron?
Hace un rato No pude matar.
Mejor hubiera sido para ti que te hubieran muerto
Pero mat al perro.
Qu perro? El de aqu?
S.
La cobra real se ech a rer, a tiempo que Cruzada tena una nueva sacudida: el perro lanudo que
crea haber matado estaba ladrando
Te sorprende, eh? agreg Hamadras. A muchas les ha pasado lo mismo.
Pero es que mord en la cabeza contest Cruzada, cada vez ms aturdida. No me queda una
gota de veneno concluy. Es patrimonio de las yarars vaciar casi en una mordida sus glndulas.
Para l es lo mismo que te hayas vaciado o no
No puede morir?

S, pero no por cuenta nuestra Est inmunizado. Pero t no sabes lo que es esto
S! repuso vivamente Cruzada. acanin nos cont.
La cobra real la consider entonces atentamente.
T me pareces inteligente
Tanto como t, por lo menos! replic Cruzada.
El cuello de la asitica se expandi bruscamente de nuevo, y de nuevo la yarar cay en guardia.
Ambas vboras se miraron largo rato, y el capuchn de la cobra baj lentamente.
Inteligente y valiente murmur Hamadras. A ti se te puede hablar Conoces el nombre de
mi especie?
Hamadras, supongo.
O Naja bngaro o Cobra capelo real. Nosotras somos respecto de la vulgar cobra capelo de la
India, lo que t respecto de una de esas coatiaritas Y sabes de qu nos alimentamos?
No.
De vboras americanas, entre otras cosas concluy balanceando la cabeza ante Cruzada.
sta apreci rpidamente el tamao de la extranjera ofifaga.
Dos metros cincuenta? pregunt.
Sesenta dos sesenta, pequea Cruzada repuso la otra, que haba seguido su mirada.
Es un buen tamao Ms o menos, el largo de Anaconda, una prima ma. Sabes de qu se
alimenta?
Supongo
S, de vboras asiticas y mir a su vez a Hamadras.
Bien contestado! repuso sta, balancendose de nuevo. Y despus de refrescarse la cabeza en el
agua, agreg perezosamente: Prima tuya, dijiste?
S.
Sin veneno, entonces?
As es Y por esto justamente tiene gran debilidad por las extranjeras venenosas.
Pero la asitica no la escuchaba ya, absorta en sus pensamientos.
yeme! dijo de pronto. Estoy harta de hombres, perros, caballos y de todo este infierno de
estupidez y crueldad! T me puedes entender, porque lo que es sas Llevo ao y medio encerrada en
una jaula como si fuera una rata, maltratada, torturada peridicamente. Y, lo que es peor, despreciada,
manejada como un trapo por viles hombres Y yo, que tengo valor, fuerza y veneno suficientes para
concluir con todos ellos, estoy condenada a entregar mi veneno para la preparacin de sueros
antivenenosos. No te puedes dar cuenta de lo que esto supone para mi orgullo! Me entiendes?
concluy mirando en los ojos a la yarar.
S repuso la otra. Qu debo hacer?
Una sola cosa; un solo medio tenemos de vengarnos hasta las heces Acrcate, que no nos
oigan T sabes la necesidad absoluta de un punto de apoyo para poder desplegar nuestra fuerza. Toda
nuestra salvacin depende de esto. Solamente
Qu?
La cobra real mir otra vez fijamente a Cruzada.
Solamente que puedes morir

Sola?
Oh, no! Ellos, algunos de los hombres tambin morirn
Es lo nico que deseo! Contina.
Pero acrcate an Ms cerca!
El dilogo continu un rato en voz tan baja, que el cuerpo de la yarar frotaba, descamndose, contra
las mallas de alambre. De pronto, la cobra se abalanz y mordi por tres veces a Cruzada. Las vboras,
que haban seguido de lejos el incidente, gritaron:
Ya est! Ya la mat! Es una traicionera!
Cruzada, mordida por tres veces en el cuello, se arrastr pesadamente por el pasto. Muy pronto
qued inmvil, y fue a ella a quien encontr el empleado del Instituto cuando, tres horas despus, entr en
el Serpentario. El hombre vio a la yarar, y empujndola con el pie, le hizo dar vuelta como a una soga y
mir su vientre blanco.
Est muerta, bien muerta murmur. Pero de qu? Y se agach a observar a la vbora. No
fue largo su examen: en el cuello y en la misma base de la cabeza not huellas inequvocas de colmillos
venenosos.
Hum! se dijo el hombre. sta no puede ser ms que la hamadras All est, arrollada y
mirndome como si yo fuera otra alternatus Veinte veces le he dicho al director que las mallas del
tejido son demasiado grandes. Ah est la prueba En fin concluy, cogiendo a Cruzada por la cola y
lanzndola por encima de la barrera de cinc, un bicho menos que vigilar!
Fue a ver al director:
La hamadras ha mordido a la yarar que introdujimos hace un rato. Vamos a extraerle muy poco
veneno.
Es un fastidio grande repuso aqul. Pero necesitamos para hoy el veneno No nos queda ms
que un solo tubo de suero Muri la alternatus?
S, la tir afuera Traigo a la hamadras?
No hay ms remedio Pero para la segunda recoleccin, de aqu a dos o tres horas.

VIII

Se hallaba quebrantada, exhausta de fuerzas. Senta la boca llena de tierra y sangre. Dnde estaba?
El velo denso de sus ojos comenzaba a desvanecerse, y Cruzada alcanz a distinguir el contorno. Vio
reconoci el muro de cinc, y sbitamente record todo: el perro negro, el lazo, la inmensa serpiente
asitica y el plan de batalla de sta en que ella misma, Cruzada, iba jugando su vida. Recordaba todo,
ahora que la parlisis provocada por el veneno comenzaba a abandonarla. Con el recuerdo, tuvo
conciencia plena de lo que deba hacer. Sera tiempo todava?
Intent arrastrarse, mas en vano; su cuerpo ondulaba, pero en el mismo sitio, sin avanzar. Pas un rato
an y su inquietud creca.
Y no estoy sino a treinta metros! murmuraba. Dos minutos, un solo minuto de vida, y llego a
tiempo!

Y tras nuevo esfuerzo consigui deslizarse, arrastrarse desesperada hacia el laboratorio.


Atraves el patio, lleg a la puerta en el momento en que el empleado, con las dos manos, sostena,
colgando en el aire, la Hamadras, mientras el hombre de los lentes ahumados le introduca el vidrio de
reloj en la boca. La mano se diriga a oprimir las glndulas, y Cruzada estaba an en el umbral.
No tendr tiempo! se dijo desesperada. Y arrastrndose en un supremo esfuerzo, tendi adelante
los blanqusimos colmillos. El pen, al sentir su pie descalzo abrasado por los dientes de la yarar, lanz
un grito y bail. No mucho; pero lo suficiente para que el cuerpo colgante de la cobra real oscilara y
alcanzase a la pata de la mesa, donde se arroll velozmente. Y con ese punto de apoyo, arranc su cabeza
de entre las manos del pen y fue a clavar hasta la raz los colmillos en la mueca izquierda del hombre
de lentes negros, justamente en una vena.
Ya estaba! Con los primeros gritos, ambas, la cobra asitica y la yarar, huan sin ser perseguidas.
Un punto de apoyo! murmuraba la cobra volando a escape por el campo. Nada ms que eso
me faltaba. Y lo consegu, por fin!
S corra la yarar a su lado, muy dolorida an. Pero no volvera a repetir el juego
All, de la mueca del hombre pendan dos negros hilos de sangre pegajosa. La inyeccin de una
hamadras en una vena es cosa demasiado seria para que un mortal pueda resistirla largo rato con los
ojos abiertos y los del herido se cerraban para siempre a los cuatro minutos.

IX
El Congreso estaba en pleno. Fuera de Terrfica y acanin, y las yarars Urut Dorado, Coatiarita,
Neuwied, Atroz y Lanceolada, haba acudido Coralina de cabeza estpida, segn acanin, lo que
no obsta para que su mordedura sea de las ms dolorosas. Adems es hermosa, incontestablemente
hermosa con sus anillos rojos y negros.
Siendo, como es sabido, muy fuerte la vanidad de las vboras en punto de belleza, Coralina se
alegraba bastante de la ausencia de su hermana Frontal, cuyos triples anillos negros y blancos sobre
fondo de prpura colocan a esta vbora de coral en el ms alto escaln de la belleza ofdica.
Las Cazadoras estaban representadas esa noche por Drimobia, cuyo destino es ser llamada
yararacus del monte, aunque su aspecto sea bien distinto. Asistan Cip, de un hermoso verde y gran
cazadora de pjaros; Radnea, pequea y oscura, que no abandona jams los charcos; Boipeva, cuya
caracterstica es achatarse completamente contra el suelo apenas se siente amenazada; Trigmina, culebra
de coral, muy fina de cuerpo, como sus compaeras arborcolas; y por ltimo Esculapia, cuya entrada,
por razones que se ver enseguida, fue acogida con generales miradas de desconfianza.
Faltaban asimismo varias especies de las venenosas y las cazadoras, ausencia esta que requiere una
aclaracin.
Al decir Congreso pleno, hemos hecho referencia a la gran mayora de las especies, y sobre todo de
las que se podran llamar reales por su importancia. Desde el primer Congreso de las Vboras se acord
que las especies numerosas, estando en mayora, podan dar carcter de absoluta fuerza a sus decisiones.
De aqu la plenitud del Congreso actual, bien que fuera lamentable la ausencia de la yarar Surucuc, a
quien no haba sido posible hallar por ninguna parte; hecho tanto ms de sentir cuanto que esta vbora,

que puede alcanzar a tres metros, es, a la vez que reina en Amrica, viceemperatriz del Imperio Mundial
de las Vboras, pues slo una la aventaja en tamao y potencia de veneno: la hamadras asitica.
Alguna faltaba fuera de Cruzada; pero las vboras todas afectaban no darse cuenta de su
ausencia.
A pesar de todo, se vieron forzadas a volverse al ver asomar por entre los helechos una cabeza de
grandes ojos vivos.
Se puede? deca la visitante alegremente.
Como si una chispa elctrica hubiera recorrido todos los cuerpos, las vboras irguieron la cabeza al
or aquella voz.
Qu quieres aqu? grit Lanceolada con profunda irritacin.
ste no es tu lugar! exclam Urut Dorado, dando por primera vez seales de vivacidad.
Fuera! Fuera! gritaron varias con intenso desasosiego.
Pero Terrfica, con silbido claro, aunque trmulo, logr hacerse or.
Compaeras! No olviden que estamos en Congreso, y todas conocemos sus leyes: nadie, mientras
dure, puede ejercer acto alguno de violencia. Entra, Anaconda!
Bien dicho! exclam acanin con sorda irona. Las nobles palabras de nuestra reina nos
aseguran. Entra, Anaconda!
Y la cabeza viva y simptica de Anaconda avanz, arrastrando tras de s dos metros cincuenta de
cuerpo oscuro y elstico. Pas ante todas, cruzando una mirada de inteligencia con la acanin, y fue a
arrollarse, con leves silbidos de satisfaccin, junto a Terrfica, quien no pudo menos de estremecerse.
Te incomodo? le pregunt cortsmente Anaconda.
No, de ninguna manera! contest Terrfica. Son las glndulas de veneno que me incomodan,
de hinchadas
Anaconda y acanin tornaron a cruzar una mirada irnica, y prestaron atencin.
La hostilidad bien evidente de la asamblea hacia la recin llegada tena un cierto fundamento, que no
se dejar de apreciar. La Anaconda es la reina de todas las serpientes habidas y por haber, sin exceptuar
al pitn malayo. Su fuerza es extraordinaria, y no hay animal de carne y hueso capaz de resistir un abrazo
suyo. Cuando comienza a dejar caer del follaje sus diez metros de cuerpo liso con grandes manchas de
terciopelo negro, la selva entera se crispa y encoge. Pero la Anaconda es demasiado fuerte para odiar a
sea quien fuere con una sola excepcin, y esta conciencia de su valor le hace conservar siempre
buena amistad con el Hombre. Si a alguien detesta, es, naturalmente, a las serpientes venenosas; y de aqu
la conmocin de las vboras ante la corts Anaconda.
Anaconda no es, sin embargo, hija de la regin. Vagabundeando en las aguas espumosas del Paran
haba llegado hasta all con una gran creciente, y continuaba en la regin, muy contenta del pas, en buena
relacin con todos, y en particular con la acanin, con quien haba trabado viva amistad. Era, por lo
dems, aquel ejemplar una joven Anaconda que distaba an mucho de alcanzar a los diez metros de sus
felices abuelos. Pero los dos metros cincuenta que meda ya valan por el doble, si se considera la fuerza
de esta magnfica boa, que por divertirse al crepsculo atraviesa el Amazonas entero con la mitad del
cuerpo erguido fuera del agua.
Pero Atroz acababa de tomar la palabra ante la asamblea, ya distrada.
Creo que podramos comenzar ya dijo. Ante todo, es menester saber algo de Cruzada.
Prometi estar aqu enseguida.

Lo que prometi intervino la acanin es estar aqu cuando pudiera. Debemos esperarla.
Para qu? replic Lanceolada, sin dignarse volver la cabeza a la culebra.
Cmo para qu? exclam sta, irguindose. Se necesita toda la estupidez de una Lanceolada
para decir esto Estoy cansada ya de or en este Congreso disparate tras disparate! No parece sino que
las Venenosas representaran a la Familia entera! Nadie, menos sa seal con la cola a Lanceolada,
ignora que precisamente de las noticias que traiga Cruzada depende nuestro plan Que para qu
esperarla? Estamos frescas si las inteligencias capaces de preguntar esto dominan en este Congreso!
No insultes le reproch gravemente Coatiarita.
La acanin se volvi a ella:
Y a ti quin te mete en esto?
No insultes repiti la pequea, dignamente.
acanin consider al pundonoroso benjamn y cambi de voz.
Tiene razn la minscula prima concluy tranquila; Lanceolada, te pido disculpa.
No es nada! replic con rabia la yarar.
No importa!; pero vuelvo a pedirte disculpa.
Felizmente, Coralina, que acechaba a la entrada de la caverna, entr silbando:
Ah viene Cruzada!
Por fin! exclamaron las congresales, alegres. Pero su alegra transformose en estupefaccin
cuando, detrs de la yarar, vieron entrar a una inmensa vbora, totalmente desconocida de ellas.
Mientras Cruzada iba a tenderse al lado de Atroz, la intrusa se arroll lenta y paulatinamente en el
centro de la caverna y se mantuvo inmvil.
Terrfica! dijo Cruzada. Dale la bienvenida. Es de las nuestras.
Somos hermanas! se apresur la de cascabel, observndola, inquieta.
Todas las vboras, muertas de curiosidad, se arrastraron hacia la recin llegada.
Parece una prima sin veneno deca una, con un tanto de desdn.
S agreg otra. Tiene ojos redondos.
Y cola larga.
Y adems
Pero de pronto quedaron mudas, porque la desconocida acababa de hinchar monstruosamente el
cuello. No dur aquello ms que un segundo; el capuchn se repleg, mientras la recin llegada se volva
a su amiga, con la voz alterada.
Cruzada: diles que no se acerquen tanto No puedo dominarme.
S, djenla tranquila! exclam Cruzada. Tanto ms agreg cuanto que acaba de salvarme
la vida, y tal vez la de todas nosotras.
No era menester ms. El Congreso qued un instante pendiente de la narracin de Cruzada, que tuvo
que contarlo todo: el encuentro con el perro, el lazo del hombre de lentes ahumados, el magnfico plan de
Hamadras, con la catstrofe final, y el profundo sueo que acometi luego a la yarar hasta una hora
antes de llegar.
Resultado concluy: dos hombres fuera de combate, y de los ms peligrosos. Ahora no nos
resta ms que eliminar a los que quedan.
O a los caballos! dijo Hamadras.

O al perro! agreg la acanin.


Yo creo que a los caballos insisti la cobra real. Y me fundo en esto: mientras queden vivos
los caballos, un solo hombre puede preparar miles de tubos de suero, con los cuales se inmunizarn
contra nosotras. Raras veces, ustedes lo saben bien, se presenta la ocasin de morder una vena como
ayer. Insisto, pues, en que debemos dirigir todo nuestro ataque contra los caballos. Despus veremos! En
cuanto al perro concluy con una mirada de reojo a la acanin, me parece despreciable.
Era evidente que desde el primer momento la serpiente asitica y la acanin indgena habanse
disgustado mutuamente. Si la una, en su carcter de animal venenoso, representaba un tipo inferior para la
Cazadora, esta ltima, a fuer de fuerte y gil, provocaba el odio y los celos de Hamadras. De modo que
la vieja y tenaz rivalidad entre serpientes venenosas y no venenosas llevaba miras de exasperarse an
ms en aquel ltimo Congreso.
Por mi parte contest acanin, creo que caballos y hombres son secundarios en esta lucha.
Por gran facilidad que podamos tener para eliminar a unos y otros, no es nada esta facilidad comparada
con la que puede tener el perro el primer da que se les ocurra dar una batida en forma, y la darn, estn
bien seguras, antes de veinticuatro horas. Un perro inmunizado contra cualquier mordedura, aun la de esta
seora con sombrero en el cuello agreg sealando de costado a la cobra real, es el enemigo ms
temible que podamos tener, y sobre todo si se recuerda que ese enemigo ha sido adiestrado a seguir
nuestro rastro. Qu opinas, Cruzada?
No se ignoraba tampoco en el Congreso la amistad singular que una a la vbora y la culebra;
posiblemente ms que amistad, era aquello una estimacin recproca de su mutua inteligencia.
Yo opino como acanin repuso. Si el perro se pone a trabajar, estamos perdidas.
Pero adelantmonos! replic Hamadras.
No podramos adelantarnos tanto! Me inclino decididamente por la prima.
Estaba segura dijo sta tranquilamente.
Era esto ms de lo que poda or la cobra real sin que la ira subiera a inundarle los colmillos de
veneno.
No s hasta qu punto puede tener valor la opinin de esta seorita conversadora dijo,
devolviendo a la acanin su mirada de reojo. El peligro real en esta circunstancia es para nosotras,
las Venenosas, que tenemos por negro pabelln a la Muerte. Las culebras saben bien que el hombre no
las teme, porque son completamente incapaces de hacerse temer.
He aqu una cosa bien dicha! dijo una voz que no haba sonado an.
Hamadras se volvi vivamente, porque en el tono tranquilo de la voz haba credo notar una
vagusima irona, y vio dos grandes ojos brillantes que la miraban apaciblemente.
A m me hablas? pregunt con desdn.
S, a ti repuso mansamente la interruptora. Lo que has dicho est empapado en profunda
verdad.
La cobra real volvi a sentir la irona anterior, y como por un presentimiento, midi a la ligera con la
vista el cuerpo de su interlocutora, arrollada en la sombra.
T eres Anaconda!
T lo has dicho! repuso aqulla inclinndose.
Pero la acanin quera de una vez por todas aclarar las cosas.

Un instante! exclam.
No! interrumpi Anaconda. Permteme, acanin. Cuando un ser es bien formado, gil, fuerte
y veloz, se apodera de su enemigo con la energa de nervios y msculos que constituye su honor, como el
de todos los luchadores de la creacin. As cazan el gaviln, el gato onza, el tigre, nosotras, todos los
seres de noble estructura. Pero cuando se es torpe, pesado, poco inteligente e incapaz, por lo tanto, de
luchar francamente por la vida, entonces se tiene un par de colmillos para asesinar a traicin, como esa
dama importada que nos quiere deslumbrar con su gran sombrero.
En efecto, la cobra real, fuera de s, haba dilatado el monstruoso cuello para lanzarse sobre la
insolente. Pero tambin el Congreso entero se haba erguido amenazador al ver esto.
Cuidado! gritaron varias a un tiempo. El Congreso es inviolable!
Abajo el capuchn! alzose Atroz, con los ojos hechos ascua.
Hamadras se volvi a ella con un silbido de rabia.
Abajo el capuchn! se adelantaron Urut Dorado y Lanceolada.
Hamadras tuvo un instante de loca rebelin, pensando en la facilidad con que hubiera destrozado una
tras otra a cada una de sus contrincantes. Pero ante la actitud de combate del Congreso entero, baj el
capuchn lentamente.
Est bien! silb. Respeto el Congreso. Pero pido que cuando se concluya no me
provoquen!
Nadie te provocar dijo Anaconda.
La cobra se volvi a ella con reconcentrado odio:
Y t menos que nadie, porque me tienes miedo!
Miedo yo! contest Anaconda, avanzando.
Paz, paz! clamaron todas de nuevo. Estamos dando un psimo ejemplo! Decidamos de una
vez lo que debemos hacer!
S, ya es tiempo de esto dijo Terrfica. Tenemos dos planes a seguir: el propuesto por
acanin, y el de nuestra aliada. Comenzamos el ataque por el perro, o bien lanzamos todas nuestras
fuerzas contra los caballos?
Ahora bien, aunque la mayora se inclinaba acaso a adoptar el plan de la culebra, el aspecto, tamao
e inteligencia demostrados por la serpiente asitica haban impresionado favorablemente al Congreso en
su favor. Estaba an viva su magnfica combinacin contra el personal del Instituto; y fuera lo que
pudiere ser su nuevo plan, es lo cierto que se le deba ya la eliminacin de dos hombres. Agrguese que,
salvo la acanin y Cruzada, que haban estado ya en campaa, ninguna se haba dado cuenta del terrible
enemigo que haba en un perro inmunizado y rastreador de vboras. Se comprender as que el plan de la
cobra real triunfara al fin.
Aunque era ya muy tarde, era tambin cuestin de vida o muerte llevar el ataque enseguida, y se
decidi partir sobre la marcha.
Adelante, pues! concluy la de cascabel. Nadie tiene nada ms que decir?
Nada! grit acanin, sino que nos arrepentiremos!
Y las vboras y culebras, inmensamente aumentadas por los individuos de las especies cuyos
representantes salan de la caverna, lanzronse hacia el Instituto.
Una palabra! advirti an Terrfica. Mientras dure la campaa estamos en Congreso y somos

inviolables las unas para las otras! Entendido?


S, s, basta de palabras! silbaron todas.
La cobra real, a cuyo lado pasaba Anaconda, le dijo mirndola sombramente:
Despus
Ya lo creo! la cort alegremente Anaconda, lanzndose como una flecha a la vanguardia.

X
El personal del Instituto velaba al pie de la cama del pen mordido por la yarar. Pronto deba amanecer.
Un empleado se asom a la ventana por donde entraba la noche caliente y crey or ruido en uno de los
galpones. Prest odo un rato y dijo:
Me parece que es en la caballeriza Vaya a ver, Fragoso.
El aludido encendi el farol de viento y sali, en tanto que los dems quedaban atentos, con el odo
alerta.
No haba transcurrido medio minuto cuando sentan pasos precipitados en el patio y Fragoso
apareca, plido de sorpresa.
La caballeriza est llena de vboras! dijo.
Llena? pregunt el nuevo jefe. Qu es eso? Qu pasa?
No s
Vayamos.
Y se lanzaron afuera.
Daboy! Daboy! llam el jefe al perro que gema soando bajo la cama del enfermo. Y
corriendo todos entraron en la caballeriza.
All, a la luz del farol de viento, pudieron ver al caballo y a la mula debatindose a patadas contra
sesenta u ochenta vboras que inundaban la caballeriza. Los animales relinchaban y hacan volar a coces
los pesebres; pero las vboras, como si las dirigiera una inteligencia superior, esquivaban los golpes y
mordan con furia.
Los hombres, con el impulso de la llegada, haban cado entre ellas. Ante el brusco golpe de luz, las
invasoras se detuvieron un instante, para lanzarse enseguida silbando a un nuevo asalto, que, dada la
confusin de caballos y hombres, no se saba contra quin iba dirigido.
El personal del Instituto se vio as rodeado por todas partes de vboras. Fragoso sinti un golpe de
colmillos en el borde de las botas, a medio centmetro de su rodilla, y descarg su vara vara dura y
flexible que nunca falta en una casa de bosque sobre la atacante. El nuevo director parti en dos a otra,
y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran vbora
que acababa de arrollarse con pasmosa velocidad al pescuezo del animal.
Esto pas en menos de diez segundos. Las varas caan con furioso vigor sobre las vboras que
avanzaban siempre, mordan las botas, pretendan trepar por las piernas. Y en medio del relinchar de los
caballos, los gritos de los hombres, los ladridos del perro y el silbido de las vboras, el asalto ejerca
cada vez ms presin sobre los defensores, cuando Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa vbora
que creyera reconocer, pis sobre un cuerpo a toda velocidad y cay, mientras el farol, roto en mil

pedazos, se apagaba.
Atrs! grit el nuevo director. Daboy, aqu!
Y saltaron atrs, al patio, seguidos por el perro, que felizmente haba podido desenredarse de entre la
madeja de vboras.
Plidos y jadeantes, se miraron.
Parece cosa del diablo murmur el jefe. Jams he visto cosa igual Qu tienen las
vboras de este pas? Ayer, aquella doble mordedura, como matemticamente combinada Hoy Por
suerte ignoran que nos han salvado a los caballos con sus mordeduras Pronto amanecer, y entonces
ser otra cosa.
Me pareci que all andaba la cobra real dej caer Fragoso, mientras se ligaba los msculos
doloridos de la mueca.
S agreg el otro empleado. Yo la vi bien Y Daboy, no tiene nada?
No; muy mordido Felizmente puede resistir cuanto quieran.
Volvieron los hombres otra vez al enfermo, cuya respiracin era mejor. Estaba ahora inundado en
copiosa transpiracin.
Comienza a aclarar dijo el nuevo director, asomndose a la ventana. Usted, Antonio, podr
quedarse aqu. Fragoso y yo vamos a salir.
Llevamos los lazos? pregunt Fragoso.
Oh, no! repuso el jefe, sacudiendo la cabeza. Con otras vboras, las hubiramos cazado a
todas en un segundo. stas son demasiado singulares Las varas y, a todo evento, el machete.

XI
No singulares, sino vboras, que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida de las especies,
era el enemigo que haba asaltado el Instituto Seroterpico.
La sbita oscuridad que siguiera al farol roto haba advertido a las combatientes el peligro de mayor
luz y mayor resistencia. Adems, comenzaban a sentir ya en la humedad de la atmsfera la inminencia del
da.
Si nos quedamos un momento ms exclam Cruzada, nos cortan la retirada. Atrs!
Atrs, atrs! gritaron todas. Y atropellndose, pasndose las unas sobre las otras, se lanzaron al
campo. Marchaban en tropel, espantadas, derrotadas, viendo con consternacin que el da comenzaba a
romper a lo lejos.
Llevaban ya veinte minutos de fuga, cuando un ladrido claro y agudo, pero distante an, detuvo a la
columna jadeante.
Un instante! grit Urut Dorado. Veamos cuntas somos, y qu podemos hacer.
A la luz an incierta de la madrugada examinaron sus fuerzas. Entre las patas de los caballos haban
quedado dieciocho serpientes muertas, entre ellas las dos culebras de coral. Atroz haba sido partida en
dos por Fragoso, y Drimobia yaca all con el crneo roto, mientras estrangulaba al perro. Faltaban
adems Coatiarita, Radnea y Boipeva. En total, veintitrs combatientes aniquilados. Pero las restantes,
sin excepcin de una sola, estaban todas magulladas, pisadas, pateadas, llenas de polvo y sangre entre las

escamas rotas.
He aqu el xito de nuestra campaa dijo amargamente acanin, detenindose un instante a
restregar contra una piedra su cabeza. Te felicito, Hamadras!
Pero para s sola se guardaba lo que haba odo tras la puerta cerrada de la caballeriza, pues haba
salido la ltima. En vez de matar, haban salvado la vida a los caballos, que se extenuaban precisamente
por falta de veneno!
Sabido es que para un caballo que se est inmunizando, el veneno le es tan indispensable para su vida
diaria como el agua misma, y muere si le llega a faltar.
Un segundo ladrido de perro sobre el rastro son tras ellas.
Estamos en inminente peligro! grit Terrfica. Qu hacemos?
A la gruta! clamaron todas, deslizndose a toda velocidad.
Pero estn locas! grit la acanin, mientras corra. Las van a aplastar a todas! Van a la
muerte! iganme: desbandmonos!
Las fugitivas se detuvieron, irresolutas. A pesar de su pnico, algo les deca que el desbande era la
nica medida salvadora, y miraron alocadas a todas partes. Una sola voz de apoyo, una sola, y se
decidan.
Pero la cobra real, humillada, vencida en su segundo esfuerzo de dominacin, repleta de odio para un
pas que en adelante deba serle eminentemente hostil, prefiri hundirse del todo, arrastrando con ella a
las dems especies.
Est loca acanin! exclam. Separndonos nos matarn una a una sin que podamos
defendernos All es distinto. A la caverna!
S, a la caverna! respondi la columna despavorida, huyendo. A la caverna!
La acanin vio aquello y comprendi que iban a la muerte. Pero viles, derrotadas, locas de pnico,
las vboras iban a sacrificarse, a pesar de todo. Y con una altiva sacudida de lengua, ella, que poda
ponerse impunemente a salvo por su velocidad, se dirigi como las otras directamente a la muerte.
Sinti as un cuerpo a su lado, y se alegr al reconocer a Anaconda.
Ya ves le dijo con una sonrisa a lo que nos ha trado la asitica.
S, es un mal bicho murmur Anaconda, mientras corran una junto a otra.
Y ahora las lleva a hacerse masacrar todas juntas!
Ella, por lo menos advirti Anaconda con voz sombra, no va a tener ese gusto
Y ambas, con un esfuerzo de velocidad, alcanzaron a la columna.
Ya haban llegado.
Un momento! se adelant Anaconda, cuyos ojos brillaban. Ustedes lo ignoran, pero yo lo s
con certeza, que dentro de diez minutos no va a quedar viva una de nosotras. El Congreso y sus leyes
estn, pues, ya concluidos. No es eso, Terrfica?
Se hizo un largo silencio.
S murmur abrumada Terrfica. Est concluido
Entonces prosigui Anaconda volviendo la cabeza a todos lados, antes de morir quisiera
Ah, mejor as! concluy satisfecha al ver a la cobra real que avanzaba lentamente hacia ella.
No era aqul probablemente el momento ideal para un combate. Pero desde que el mundo es mundo,
nada, ni la presencia del Hombre sobre ellas, podr evitar que una Venenosa y una Cazadora solucionen
sus asuntos particulares.

El primer choque fue favorable a la cobra real: sus colmillos se hundieron hasta la enca en el cuello
de Anaconda. sta, con la maravillosa maniobra de las boas de devolver en ataque una cogida casi
mortal, lanz su cuerpo adelante como un ltigo y envolvi en l a la Hamadras, que en un instante se
sinti ahogada. La boa, concentrando toda su vida en aquel abrazo, cerraba progresivamente sus anillos
de acero; pero la cobra real no soltaba presa. Hubo an un instante en que Anaconda sinti crujir su
cabeza entre los dientes de la Hamadras. Pero logr hacer un supremo esfuerzo, y este postrer relmpago
de voluntad decidi la balanza a su favor. La boca de la cobra semiasfixiada se desprendi babeando,
mientras la cabeza libre de Anaconda haca presa en el cuerpo de la Hamadras.
Poco a poco, segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival, su boca fue subiendo a lo
largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas, en tanto que la cobra sacuda desesperada la cabeza.
Los noventa y seis agudos dientes de Anaconda suban siempre, llegaron al capuchn, treparon,
alcanzaron la garganta, subieron an, hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su enemiga, con un
sordo y largusimo crujido de huesos masticados.
Ya estaba concluido. La boa abri sus anillos, y el macizo cuerpo de la cobra real se escurri
pesadamente a tierra, muerta.
Por lo menos estoy contenta murmur Anaconda, cayendo a su vez exnime sobre el cuerpo de
la asitica.
Fue en ese instante cuando las vboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo del perro.
Y ellas, que diez minutos antes atropellaban aterradas la entrada de la caverna, sintieron subir a sus
ojos la llamarada salvaje de la lucha a muerte por la selva entera.
Entremos! agregaron, sin embargo, algunas.
No, aqu! Muramos aqu! ahogaron todas con sus silbidos. Y contra el muralln de piedra que
les cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascua,
esperaron.
No fue larga su espera. En el da an lvido y contra el fondo negro del monte, vieron surgir ante ellas
las dos altas siluetas del nuevo director y de Fragoso, reteniendo en tralla al perro, que, loco de rabia,
se abalanzaba adelante.
Se acab! Y esta vez definitivamente! murmur acanin, despidindose con esas seis
palabras de una vida bastante feliz, cuyo sacrificio acababa de decidir. Y con un violento empuje se
lanz al encuentro del perro, que, suelto y con la boca blanca de espuma, llegaba sobre ellas. El animal
esquiv el golpe y cay furioso sobre Terrfica, que hundi los colmillos en el hocico del perro. Daboy
agit furiosamente la cabeza, sacudiendo en el aire a la de cascabel; pero sta no soltaba.
Neuwied aprovech el instante para hundir los colmillos en el vientre del animal; mas tambin en ese
momento llegaban los hombres. En un segundo Terrfica y Neuwied cayeron muertas, con los riones
quebrados.
Urut Dorado fue partida en dos, y lo mismo Cip. Lanceolada logr hacer presa en la lengua del
perro; pero dos segundos despus caa tronchada en tres pedazos por el doble golpe de vara, al lado de
Esculapia.
El combate, o ms bien exterminio, continuaba furioso, entre silbidos y roncos ladridos de Daboy,
que estaba en todas partes. Cayeron una tras otra, sin perdn que tampoco pedan, con el crneo
triturado entre las mandbulas del perro o aplastadas por los hombres. Fueron quedando masacradas

frente a la caverna de su ltimo Congreso. Y de las ltimas, cayeron Cruzada y acanin.


No quedaba una ya. Los hombres se sentaron, mirando aquella total masacre de las especies,
triunfantes un da. Daboy, jadeando a sus pies, acusaba algunos sntomas de envenenamiento, a pesar de
estar poderosamente inmunizado. Haba sido mordido sesenta y cuatro veces.
Cuando los hombres se levantaban para irse, se fijaron por primera vez en Anaconda, que comenzaba
a revivir.
Qu hace esta boa por aqu? dijo el nuevo director. No es ste su pas. A lo que parece, ha
trabado relacin con la cobra real y nos ha vengado a su manera. Si logramos salvarla haremos una
gran cosa, porque parece terriblemente envenenada. Llevmosla. Acaso un da nos salve a nosotros de
toda esta chusma venenosa.
Y se fueron, llevando de un palo que cargaban en los hombros, a Anaconda, que, herida y exhausta de
fuerzas, iba pensando en acanin, cuyo destino, con un poco menos de altivez, poda haber sido
semejante al suyo.
Anaconda no muri. Vivi un ao con los hombres, curioseando y observndolo todo, hasta que una
noche se fue. Pero la historia de este viaje remontando por largos meses el Paran hasta ms all del
Guayra, ms all todava del golfo letal donde el Paran toma el nombre de ro Muerto; la vida extraa
que llev Anaconda y el segundo viaje que emprendi por fin con sus hermanos sobre las aguas sucias de
una gran inundacin toda esta historia de rebelin y asalto de camalotes, pertenece a otro relato.

El simn
En vez de lo que deseaba, me dieron un empleo en el Ministerio de Agricultura. Fui nombrado inspector
de las estaciones meteorolgicas en los pases limtrofes.
Estas estaciones, a cargo del gobierno argentino, aunque ubicadas en territorio extranjero,
desempean un papel muy importante en el estudio del rgimen climatolgico. Su inconveniente estriba
en que de las tres observaciones normales a hacer en el da, el encargado suele efectuar nicamente dos,
y muchas veces, ninguna. Llena luego las observaciones en blanco con temperaturas y presiones de
plpito. Y esto explica por qu en dos estaciones en territorio nacional, a tres leguas distantes, mientras
una marc durante un mes las oscilaciones naturales de una primavera tornadiza, la otra oficina acus
obstinadamente, y para todo el mes, una misma presin atmosfrica y una constante direccin del viento.
El caso no es comn, claro est, pero por poco que el observador se distraiga cazando mariposas, las
observaciones de plpito son una constante amenaza para las estadsticas de meteorologa.
Yo haba a mi vez cazado muchas mariposas mientras tuve a mi cargo una estacin y por esto acaso el
Ministerio hall en m mritos para vigilar oficinas cuyo mecanismo tan bien conoca. Fui especialmente
encomendado de informar sobre una estacin instalada en territorio brasileo, al norte del Iguaz. La
estacin haba sido creada un ao antes, a pedido de una empresa de maderas. El obraje marchaba bien,
segn informes suministrados al gobierno; pero era un misterio lo que pasaba en la estacin. Para
aclararlo fui enviado yo, cazador de mariposas meteorolgicas, y quiero creer que por el mismo criterio
con que los gobiernos sofocan una vasta huelga, nombrando ministro precisamente a un huelguista.
Remont, pues, el Paran hasta Corrientes, trayecto que conoca bien. Desde all a Posadas el pas
era nuevo para m, y admir como es debido el cauce del gran ro anchsimo, lento y plateado, con islas
empenachadas en todo el circuito de tacuaras dobladas sobre el agua como inmensas canastillas de
bamb. Tbanos, los que se deseen.
Pero desde Posadas hasta el trmino del viaje, el ro cambi singularmente. Al cauce pleno y manso
suceda una especie de lgubre Aqueronte encajonado entre sombras murallas de cien metros, en el
fondo del cual corre el Paran revuelto en torbellinos, de un gris tan opaco que ms que agua apenas
parece otra cosa que lvida sombra de los murallones. Ni aun sensacin de ro, pues las sinuosidades
incesantes del curso cortan la perspectiva a cada trecho. Se trata, en realidad, de una serie de lagos de
montaa hundidos entre ttricos cantiles de bosque, basalto y arenisca barnizada en negro.
Ahora bien: el paisaje tiene una belleza sombra que no se halla fcilmente en los lagos de Palermo.
Al caer la noche, sobre todo, el aire adquiere en la honda depresin, una frescura y transparencia
glaciales. El monte vuelca sobre el ro su perfume crepuscular, y en esa vasta quietud de la hora el
pasajero avanza sentado en proa, tiritando de fro y excesiva soledad. Esto es bello, y yo sent
hondamente su encanto. Pero yo comenc a empaparme en su severa hermosura un lunes de tarde; y el
martes de maana vi lo mismo, e igual cosa el mircoles, y lo mismo vi el jueves y el viernes. Durante
cinco das, a dondequiera que volviera la vista no vea sino dos colores: el negro de los murallones y el
gris lvido del ro.
Llegu, por fin. Trep como pude la barranca de ciento veinte metros y me present al gerente del
obraje, que era a la vez el encargado de la estacin meteorolgica. Me hall con un hombre joven an, de
color cetrino y muchas patas de gallo en los ojos.

Bueno me dije; las clsicas arrugas tropicales. Este hombre ha pasado su vida en un pas de
sol.
Era francs y se llamaba Briand, como el actual ministro de su patria. Por lo dems, un sujeto corts y
de pocas palabras. Era visible que el hombre haba vivido mucho y que al cansancio de sus ojos,
contrarrestando la luz, corresponda a todas veras igual fatiga del espritu: una buena necesidad de hablar
poco, por haber pensado mucho.
Hall que el obraje estaba en ese momento poco menos que paralizado por la crisis de madera, pues
en Buenos Aires y Rosario no saban qu hacer con el stock formidable de lapacho, incienso, petereb y
cedro, de toda viga, que flotara o no. Felizmente, la parlisis no haba alcanzado a la estacin
meteorolgica. Todo suba y bajaba, giraba y registraba en ella, que era un encanto. Lo cual tiene su real
mrito, pues cuando las pilas Edison se ponen en relaciones tirantes con el registrador del anemmetro,
puede decirse que el caso es serio. No slo esto: mi hombre haba inventado un aparatito para registrar el
roco un hechizo regional con el que nada tenan que ver los instrumentos oficiales; pero aquello
andaba a maravillas.
Observ todo, toqu, compuls libretas y estadsticas, con la certeza creciente de que aquel hombre
no saba cazar mariposas. Si lo saba, no lo haca por lo menos. Y esto era un ejemplo tan saludable
como moralizador para m.
No pude menos de informarme, sin embargo, respecto del gran retraso de las observaciones remitidas
a Buenos Aires. El hombre me dijo que es bastante comn, aun en obrajes con puerto y chalana en forma,
que la correspondencia se reciba y haga llegar a los vapores metindola dentro de una botella que se
lanza al ro. A veces es recogida; a veces, no.
Qu objetar a esto? Qued, pues, encantado. Nada tena que hacer ya. Mi hombre se prest
amablemente a organizarme una cacera de antas que no cac y se neg a acompaarme a pasear en
guabiroba por el ro. El Paran corre all nueve millas, con remolinos capaces de poner proa al aire a
remolcadores de jangadas. Pase, sin embargo, y cruc el ro; pero jams volver a hacerlo.
Entretanto la estada me era muy agradable, hasta que uno de esos das comenzaron las lluvias. Nadie
tiene idea en Buenos Aires de lo que es aquello cuando un temporal de agua se asienta sobre el bosque.
Llueve todo el da sin cesar, y al otro, y al siguiente, como si recin comenzara, en la ms espantosa
humedad de ambiente que sea posible imaginar. No hay frotador de caja de fsforos que conserve un
grano de arena, y si un cigarro ya tiraba mal en pleno sol, no queda otro recurso que secarlo en el horno
de la cocina econmica, donde se quema, claro est.
Yo estaba ya bastante harto del paisaje aquel: la inmensa depresin negra y el ro gris en el fondo;
nada ms. Pero cuando me toc sentarme en el corredor por toda una semana, teniendo por delante la
gotera, detrs la lluvia y all abajo el Paran blanco; cuando, despus de volver la cabeza a todos lados y
ver siempre el bosque inmvil bajo el agua, tornaba fatalmente la vista al horizonte de basalto y bruma,
confieso que entonces senta crecer en m, como un hongo, una inmensa admiracin por aquel hombre que
asista sin inmutarse al liquidamiento de su energa y de sus cajas de fsforos.
Tuve, por fin, una idea salvadora:
Si tomramos algo? propuse. De continuar esto dos das ms, me voy en canoa.
Eran las tres de la tarde. En la comunidad de los casos, no es sta hora formal para tomar caa. Pero
cualquier cosa me pareca profundamente razonable aun iniciar a las tres el aperitivo, ante aquel

paisaje de Divina Comedia empapado en siete das de lluvia.


Comenzamos, pues. No dir si tomamos poco o mucho, porque la cantidad es en s un detalle
superficial. Lo fundamental es el giro particular de las ideas, as la indignacin que se iba apoderando de
m por la manera con que mi compaero soportaba aquella desolacin de paisaje. Miraba l hacia el ro
con la calma de un individuo que espera el final de un diluvio universal que ha comenzado ya, pero que
demorar an catorce o quince aos: no haba por qu inquietarse. Yo se lo dije; no s de qu modo, pero
se lo dije. Mi compaero se ech a rer pero no me respondi. Mi indignacin creca.
Sangre de pato murmuraba yo mirndolo. No tiene ya dos dedos de energa
Algo oy, supongo, porque, dejando su silln de tela vino a sentarse a la mesa, enfrente de m. Le vi
hacer aquello un si es no es estupefacto, como quien mira a un sapo acodarse ante nuestra mesa. Mi
hombre se acod, en efecto, y not entonces que lo vea con enrgico relieve.
Habamos comenzado a las tres, recuerdo que dije. No s qu hora sera entonces.
Tropical farsante murmur an. Borracho perdido
l se sonri de nuevo, y me dijo con voz muy clara:
igame, mi joven amigo: usted, a pesar de su ttulo y su empleo y su mariposeo mental, es una
criatura. No ha hallado otro recurso, para sobrellevar unos cuantos das que se le antojan aburridos, que
recurrir al alcohol. Usted no tiene idea de lo que es aburrimiento, y se escandaliza de que yo no me
enloquezca con usted. Qu sabe usted de lo que es un pas realmente de infierno? Usted es una criatura, y
nada ms. Quiere or una historia de aburrimiento? Oiga, entonces:

Yo no me aburro aqu porque he pasado por cosas que usted no resistira quince das. Yo estuve siete
meses Era all, en el Sahara, en un fortn avanzado. Que soy oficial del ejrcito francs, ya lo sabe
Ah, no? Bueno, capitn Lo que no sabe es que pas siete meses all, en un pas totalmente desierto,
donde no hay ms que sol de cuarenta y ocho grados a la sombra, arena que deja ciego y escorpiones.
Nada ms. Y esto cuando no hay siroco ramos dos oficiales y ochenta soldados. No haba nadie ni
nada ms en doscientas leguas a la redonda. No haba sino una horrible luz y un horrible calor, da y
noche Y constantes palpitaciones de corazn, porque uno se ahoga Y un silencio tan grande como
puede desearlo un sujeto con jaqueca.
Las tropas van a esos fortines porque es su deber. Tambin van los oficiales; pero todos vuelven
locos o poco menos. Sabe a qu tiempo de marcha estn esos fortines? A veinte y treinta das de
caravana Nada ms que arena: arena en los dientes, en la sopa, en cuanto se come; arena en la mquina
de los relojes que hay que llevar encerrados en bolsitas de gamuza. Y en los ojos, hasta enceguecer al
ochenta por ciento de los indgenas, cuanta quiera. Divertido, eh? Y el cafard Ah! Una diversin
Cuando sopla el siroco, si no quiere usted estar todo el da escupiendo sangre, debe acostarse entre
sbanas mojadas, renovndolas sin cesar, porque se secan antes de que usted se acuerde. As, dos, tres
das. A veces siete Oye bien?, siete das. Y usted no tiene otro entretenimiento, fuera de empapar sus
sbanas, que triturar arena, azularse de disnea por la falta de aire y cuidarse bien de cerrar los ojos
porque estn llenos de arena y adentro, afuera, donde vaya, tiene cincuenta y dos grados a la sombra. Y
si usted adquiere bruscamente ideas suicidas incuban all con una rapidez desconcertante, no tiene
ms que pasear cien metros al sol, protegido por todos los sombreros que usted quiera: una buena y
sbita congestin a la mdula lo tiende en medio minuto entre los escorpiones.

Cree usted, con esto, que haya muchos oficiales que aspiren seriamente a ir all? Hay el cafard,
adems Sabe usted lo que pasa y se repite por intervalos? El gobierno recibe un da, cien, quinientas
renuncias de empleados de toda categora. Todas lo mismo Vida perra Hostilidad de los jefes
Insultos de los compaeros Imposibilidad de vivir un solo segundo ms con ellos
Bueno dice la Administracin; parece que por all sopla el siroco.
Y deja pasar quince das. Al cabo de este tiempo pasa el siroco, y los nervios recobran su elasticidad
normal. Nadie recuerda ya nada, y los renunciantes se quedan atnitos por lo que han hecho.
Esto es el guebli As decimos all al siroco, o simn de las geografas Observe que en ninguna
parte del Sahara del Norte he odo llamar simn al guebli. Bien. Y usted no puede soportar esta lluvia!
El guebli! Cuando sopla, usted no puede escribir. Moja la pluma en el tintero y ya est seca al llegar
al papel. Si usted quiere doblar el papel, se rompe como vidrio. Yo he visto un repollo, fresqusimo al
comenzar el viento, doblarse; amarillear y secarse en un minuto. Usted sabe bien lo que es un minuto?
Saque el reloj y cuente.
Y los nervios y los golpes de sangre Multiplique usted por diez la tensin de nuestros meridionales
cuando llega all un colazo de guebli y apreciar lo que es irritabilidad explosiva.
Y sabe usted por qu no quieren ir los oficiales, fuera del tormento corporal? Porque no hay
relacin, ni amistad, ni amor que resistan a la vida en comn en esos parajes Ah! Usted cree que no?
Usted es una criatura, ya le he dicho Yo lo fui tambin, y ped mis seis meses en un fortn en el Sahara,
con un teniente a mis rdenes. ramos ntimos amigos, infinitamente ms de lo que pudiramos llegar a
serlo usted y yo en veinte generaciones.
Bueno; fuimos all y durante dos meses nos remos de arena, sol y cafard. Hay all cosas bellas, no
se puede negar. Al salir el sol, todos los montculos de arena brillan; es un verdadero mar de olas de oro.
De tarde, los crepsculos son violeta, puramente violeta. Y comienza el guebli a soplar sobre los
mdanos, va rasando las cspides y arrancando la arena en nubecillas, como humo de diminutos
volcanes. Se los ve disminuir, desaparecer, para formarse de nuevo ms lejos. S, as pasa cuando sopla
el siroco Y esto lo veamos con gran placer en los primeros tiempos.
Poco a poco el cafard comenz a araar con sus patas nuestras cabezas debilitadas por la soledad y
la luz; un aislamiento tan fuera de la Humanidad, que se comienza a dar paseos cortos de vaivn. La arena
constante entre los dientes La piel hiperestesiada hasta convertir en tormento el menor pliegue de la
camisa ste es el grado inicial diremos delicioso an de aquello.
Por poca honradez que se tenga, nuestra propia alma es el receptculo donde guardamos todas esas
miserias, pues, comprendindonos nicos culpables, cargamos virilmente con la responsabilidad. Quin
podra tener la culpa?
Hay, pues, una lucha heroica en eso. Hasta que un da; despus de cuatro de siroco, el cafard clava
ms hondamente sus patas en la cabeza y sta no es ms duea de s. Los nervios se ponen tan tirantes,
que ya no hay sensaciones, sino heridas y punzadas. El ms simple roce es un empujn; una voz amiga es
un grito irritante; una mirada de cansancio es una provocacin; un detalle diario y anodino cobra una
novedad hostil y ultrajante.
Ah! Usted no sabe nada igame: ambos, mi amigo y yo, comprendimos que las cosas iban mal, y
dejamos casi de hablar. Uno y otro sentamos que la culpa estaba en nuestra irritabilidad, exasperada por
el aislamiento, el calor, el cafard, en fin. Conservbamos, pues, nuestra razn. Lo poco que hablbamos

era en la mesa.
Mi amigo tena un tic. Figrese usted si estara yo acostumbrado a l despus de veinte aos de
estrecha amistad! Consista simplemente en un movimiento seco de la cabeza, echndola a un lado, como
si le apretara o molestara un cuello de camisa.
Ahora bien; un da, bajo amenaza de siroco, cuya depresin angustiosa es tan terrible como el viento
mismo, ese da, al levantar los ojos del plato, not que mi amigo efectuaba su movimiento de cabeza.
Volv a bajar los ojos, y cuando los levant de nuevo, vi que otra vez repeta su tic. Torn a bajar los
ojos, pero ya en una tensin nerviosa insufrible. Por qu haca as? Para provocarme? Qu me
importaba que hiciera tiempo que haca eso? Por qu lo haca cada vez que lo miraba? Y lo terrible era
que estaba seguro seguro! de que cuando levantara los ojos lo iba a ver sacudiendo la cabeza de
lado. Resist cuanto pude, pero el ansia hostil y enfermiza me hizo mirarlo bruscamente. En ese momento
echaba la cabeza a un lado, como si le irritara el cuello de la camisa.
Pero hasta cundo vas a estar con esas estupideces! le grit con toda la rabia provocativa que
pude.
Mi amigo me mir, estupefacto al principio, y enseguida con rabia tambin. No haba comprendido
por qu lo provocaba, pero haba all un brusco escape a su propia tensin nerviosa.
Mejor es que dejemos! repuso con voz sorda y trmula. Voy a comer solo en adelante.
Y tir la servilleta la estrell contra la silla.
Qued en la mesa, inmvil, pero en una inmovilidad de resorte tendido. Slo la pierna derecha, slo
ella, bailaba sobre la punta del pie. Poco a poco recobr la calma. Pero era idiota lo que haba hecho!
l, mi amigo ms que ntimo, con los lazos de fraternidad que nos unan! Fui a verle y lo tom del brazo.
Estamos locos le dije. Perdname.
Esa noche cenamos juntos otra vez. Pero el guebli rapaba ya los montculos, nos ahogbamos a
cincuenta y dos grados y los nervios punzaban enloquecidos a flor de epidermis. Yo no me atreva a
levantar los ojos porque saba que l estaba en ese momento sacudiendo la cabeza de lado, y me hubiera
sido completamente imposible ver con calma eso. Y la tensin creca, porque haba una tortura mayor
que aqulla; era saber que, sin que yo lo viera, l estaba en ese instante con su tic.
Comprende usted esto? l, mi amigo, pasaba por lo mismo que yo, pero exactamente con
razonamientos al revs Y tenamos una precaucin inmensa en los movimientos, al alzar un porrn de
barro, al apartar un plato, al frotar con pausa un fsforo; porque comprendamos que al menor
movimiento brusco hubiramos saltado como dos fieras.
No comimos ms juntos. Vencidos ambos en la primera batalla del mutuo respeto y la tolerancia, el
cafard se apoder del todo de nosotros.
Le he contado con detalles este caso porque fue el primero. Hubo cien ms. Llegamos a no hablarnos
sino lo estrictamente necesario al servicio, dejamos el t y nos tratamos de usted. Adems, capitn y
teniente, mutuamente Si por una circunstancia excepcional, cambibamos ms de dos palabras, no nos
mirbamos, de miedo de ver, flagrante, la provocacin en los ojos del otro Y al no mirarnos sentamos
igualmente la patente hostilidad de esa actitud, atentos ambos al menor gesto, a una mano puesta sobre la
mesa, al molinete de una silla que se cambia de lugar, para explotar con loco frenes.
No podamos ms, y pedimos el relevo.
Abrevio. No s bien, porque aquellos dos meses ltimos fueron una pesadilla, qu pas en ese
tiempo. Recuerdo, s, que yo, por un esfuerzo final de salud o un comienzo real de locura, me di con alma

y vida a cuidar de cinco o seis legumbres que defenda a fuerza de diluvios de agua y sbanas mojadas.
l, por su parte, y en el otro extremo del fortn, para evitar todo contacto, puso su amor en un chanchito,
no s an de dnde pudo salir! Lo que recuerdo muy bien es que una tarde hall rastros del animal en mi
huerta, y cuando lleg esa noche la caravana oficial que nos relevaba, yo estaba agachado, acechando con
un fusil al chanchito para matarlo de un tiro.
Qu ms le puedo decir? Ah! Me olvidaba Una vez por mes, ms o menos, acampaba all una
tribu indgena, cuyas bellezas, harto fciles, quitaban a nuestra tropa, entre siroco y siroco, el ltimo resto
de solidez que quedaba a sus nervios. Una de ellas, de alta jerarqua, era realmente muy bella Figrese
ahora en este detalle cun bien aceitados estaran en estas ocasiones el revlver de mi teniente y el
mo
Bueno, se acab todo. Ahora estoy aqu, muy tranquilo, tomando caa brasilea con usted, mientras
llueve. Desde cundo? Martes, mircoles siete das. Y con una buena casa, un excelente amigo,
aunque muy joven Y quiere usted que me pegue un tiro por esto? Tomemos ms caa, si le place, y
despus cenaremos, cosa siempre agradable con un compaero como usted Maana pasado maana,
dicen debe bajar el Meteoro. Se embarca en l y cuando vuelva a hallar pesados estos siete das de
lluvia, acurdese del tic, del cafard y del chanchito
Ah! Y de mascar constantemente arena, sobre todo cuando se est rabioso Le aseguro que es una
sensacin que vale la pena.

Gloria tropical
Un amigo mo se fue a Fernando Poo y volvi a los cinco meses, casi muerto.
Cuando an titubeaba en emprender la aventura, un viajero comercial, encanecido de fiebres y
contrabandos coloniales, le dijo:
Piensa usted entonces en ir a Fernando Poo? Si va, no vuelve, se lo aseguro.
Por qu? objet mi amigo. Por el paludismo? Usted ha vuelto, sin embargo. Y yo soy
americano.
A lo que el otro respondi:
Primero, si yo no he muerto all, slo Dios sabe por qu, pues no falt mucho. Segundo, el que
usted sea americano no supone gran cosa como preventivo. He visto en la cuenca del Nger varios
brasileos de Manaos, y en Fernando Poo infinidad de antillanos, todos murindose. No se juega con el
Nger. Usted, que es joven, juicioso y de temperamento tranquilo, lleva bastantes probabilidades de no
naufragar enseguida. Un consejo: no cometa desarreglos ni excesos de ninguna especie; usted me
entiende! Y ahora, felicidad.
Hubo tambin un arboricultor que mir a mi amigo con ojillos hmedos de enternecimiento.
Cmo lo envidio, amigo! Qu dicha la suya en aquel esplendor de naturaleza! Sabe usted que
all los duraznos prenden de gajo? Y los damascos? Y los guayabos? Y aqu, enloquecindonos de
cuidados Sabe que las hojas cadas de los naranjos brotan, echan races? Ah, mi amigo! Si usted
tuviera gusto para plantar all
Parece que el paludismo no me dejar mucho tiempo objet tranquilamente mi amigo, que en
realidad amaba mucho sembrar.
Qu paludismo! Eso no es nada! Una buena plantacin de quina y todo est concluido Usted
sabe cunto necesita all para brotar un poroto?
Mlter as se llamaba mi amigo se march al fin. Iba con el ms singular empleo que quepa en el
pas del tse-ts y los gorilas: el de dactilgrafo. No es posiblemente comn en las factoras coloniales un
empleado cuya misin consiste en anotar, con el extremo de los dedos, cuntas toneladas de man y de
aceite de palma se remiten a Liverpool. Pero la casa, muy fuerte, pagbase el lujo. Y luego, Mlter era un
prodigio de golpe de vista y rapidez. Y si digo era se debe a que las fiebres han hecho de l una
quisicosa trmula que no sirve para nada.
Cuando regres de Fernando Poo a Montevideo, sus amigos paseaban por los muelles haciendo
conjeturas sobre cmo volvera Mlter. Sabamos que haba habido fiebres y que el hombre no poda,
por lo tanto, regresar en el esplendor de su bella salud normal. Plido, desde luego. Pero qu ms? El
ser que vieron avanzar a su encuentro era un cadver amarillo, con un pescuezo de desmesurada flacura,
que danzaba dentro del cuello postizo, dando todo l, en la expresin de los ojos y la dificultad del paso,
la impresin de un pobre viejo que ya nunca ms volvera a ser joven. Sus amigos lo miraban mudos.
Crea que bastaba cambiar de aire para curar la fiebre murmur alguno. Mlter tuvo una
sonrisa triste.
Casi siempre. Yo no repuso castaeteando los dientes.
Muchsimo ms haba castaeteado en Fernando Poo. Llegado que hubo a Santa Isabel, capital de la
isla, se instal en el pontn que serva de sede comercial a la casa que lo enviaba. Sus compaeros

sujetos aniquilados por la anemia mostrronse enseguida muy curiosos.


Usted ha tenido fiebre ya, no es verdad? le preguntaron.
No, nunca repuso Mlter. Por qu?
Los otros lo miraron con ms curiosidad an.
Porque aqu la va a tener. Aqu todos la tienen. Usted sabe cul es el pas en que abundan ms las
fiebres?
Las bocas del Nger, he odo
Es decir, estas inmediaciones. Solamente una persona que ya ha perdido el hgado o estima su vida
en menos que un coco es capaz de venir aqu. No se animara usted a regresar a su pas? Es un sano
consejo.
Mlter respondi que no, por varios motivos que expuso. Adems confiaba en su buena suerte. Sus
compaeros se miraron con unnime sonrisa y lo dejaron en paz.
Mlter escribi, anot y copi cartas y facturas con asiduo celo. No bajaba casi nunca a tierra. Al
cabo de dos meses, como comenzara a fatigarse de la monotona de su quehacer, record, con sus propias
aficiones hortcolas, el entusiasmo del arboricultor amigo.
Nunca se me ha ocurrido cosa mejor! se dijo Mlter contento.
El primer domingo baj a tierra y comenz su huerta. Terreno no faltaba, desde luego, aunque, por
razones de facilidad, eligi un rea sobre toda la costa misma. Con verdadera pena debi machetear a ras
del suelo un esplndido bamb que se alzaba en medio del terreno. Era un crimen; pero las raicillas de
sus futuros porotos lo exigan. Luego cerc su huerta con varas recin cortadas, de las que us tambin
para la divisin de los canteros, y luego como tutores. Sembradas al fin sus semillas, esper.
Esto, claro es, fue trabajo de ms de un da. Mlter bajaba todas las tardes a vigilar su huerta o,
mejor dicho, pensaba hacerlo as, porque al tercer da, mientras regaba, sinti un ligero hormigueo en
los dedos del pie. Un momento despus sinti el hormigueo en toda la espalda. Mlter constat que tena
la piel extremadamente sensible al contacto de la ropa. Continu asimismo regando, y media hora
despus sus compaeros lo vean llegar al pontn, tiritando.
Ah viene el americano refractario al chucho dijeron con pesada risa los otros. Qu hay,
Mlter? Fro? Hace treinta y nueve grados.
Pero a Mlter los dientes le castaeteaban de tal modo, que apenas poda hablar, y pas de largo a
acostarse.
Durante quince das de asfixiante calor estuvo estirado a razn de tres accesos. Los escalofros eran
tan violentos, que sus compaeros sentan, por encima de sus cabezas, el bailoteo del catre.
Ya empieza Mlter exclamaban levantando los ojos al techo.
En la primera tregua Mlter record su huerta y baj a tierra. Hall todas sus semillas brotadas y
ascendiendo con sorprendente vigor. Pero al mismo tiempo todos los tutores de sus porotos haban
prendido tambin, as como las estacas de los canteros y del cerco. El bamb, con cinco esplndidos
retoos, suba a un metro.
Mlter, bien que encantado de aquel ardor tropical, tuvo que arrancar una por una sus inesperadas
plantas, rehzo todo y emple, al fin, una larga hora en extirpar la mata de bamb a fondo de azada.
En tres das de sol abierto, sus porotos ascendieron en un verdadero vrtigo vegetativo, todo hasta
que un ligero cosquilleo en la espalda advirti a Mlter que deba volver enseguida al pontn.
Sus compaeros, que no lo haban visto subir, sintieron de pronto que el catre se sacuda.

Calle! exclamaron alzando la cabeza. El americano est otra vez con fro.
Con esto, los delirios abrumadores que las altas fiebres de la Guinea no escatiman. Mlter quedaba
postrado de sudor y cansancio, hasta que el siguiente acceso le traa nuevos tmpanos de fro con
cuarenta y tres a la sombra.
Dos semanas ms y Mlter abri la puerta de la cabina con una mano que ya estaba flaca y tena las
uas blancas. Baj a su huerta y hall que sus porotos trepaban con enrgico bro por los tutores. Pero
stos haban prendido todos, como las estacas que dividan los canteros, y como las que cercaban la
huerta. Exactamente como la vez anterior. El bamb destrozado, extirpado, ascenda en veinte magnficos
retoos a dos metros de altura.
Mlter sinti que la fatalidad lo llevaba rpidamente de la mano. Pero es que en aquel pas prenda
todo de gajo? No era posible contener aquello? Mlter, porfiado ya, se propuso obtener nicamente
porotos, con prescindencia absoluta de todo rbol o bamb. Arranc de nuevo todo, reemplazndolo, tras
prolijo examen, con varas de cierto vecino rbol deshojado y leproso. Para mayor eficacia, las clav al
revs. Luego, con pala de media punta y hacha de tumba, ocasion tal desperfecto al raign del bamb,
que esper en definitiva paz agrcola un nuevo acceso.
Y ste lleg, con nuevos das de postracin. Lleg luego la tregua, y Mlter baj a su huerta. Los
porotos suban siempre. Pero los gajos leprosos y clavados a contrasavia haban prendido todos. Entre
las legumbres, y agujereando la tierra con sus agudos brotes, el bamb aniquilado echaba al aire
triunfantes retoos, como monstruosos y verdes habanos.
Durante tres meses la fiebre se obstin en destruir toda esperanza de salud que el enfermo pudiera
conservar para el porvenir, y Mlter se empe a su vez en evitar que las estacas ms resecas,
reviviendo en lustrosa brotacin, ahogaran a sus porotos.
Sobrevinieron entonces las grandes lluvias de junio. No se respiraba sino agua. La ropa se enmoheca
sobre el cuerpo mismo. La carne se pudra en tres horas y el chocolate se licuaba con fro olor de moho.
Cuando, por fin, su hgado no fue ms que una cosa informe y envenenada y su cuerpo no pareci sino
un esqueleto febril, Mlter regres a Montevideo. De su organismo refractario al chucho dejaba all su
juventud entera, y la salud para siempre jams. De sus afanes hortcolas en tierra fecunda, quedaba un
vivero de lujuriosos rboles, entre el yuyo invasor que creca ahora trece milmetros por da.
Poco despus, el arboricultor dio con Mlter, y su pasmo ante aquella ruina fue grande.
Pero all interrumpi, sin embargo aquello es maravilloso, eh? Qu vegetacin! Hizo algn
ensayo, no es cierto?
Mlter, con una sonrisa de las ms tristes, asinti con la cabeza. Y se fue a su casa a morir.

El yaciyater
Cuando uno ha visto a un chiquiln rerse a las dos de la maana como un loco, con una fiebre de cuarenta
y dos grados, mientras afuera ronda un yaciyater, se adquiere de golpe sobre las supersticiones ideas
que van hasta el fondo de los nervios.
Se trata aqu de una simple supersticin. La gente del sur dice que el yaciyater es un pajarraco
desgarbado que canta de noche. Yo no lo he visto, pero lo he odo mil veces. El cantito es muy fino y
melanclico. Repetido y obsediante, como el que ms. Pero en el norte, el yaciyater es otra cosa.
Una tarde, en Misiones, fuimos un amigo y yo a probar una vela nueva en el Paran, pues la latina no
nos haba dado resultado con un ro de corriente feroz y en una canoa que rasaba el agua. La canoa era
tambin obra nuestra, construida en la bizarra proporcin de 1:8. Poco estable, como se ve, pero capaz
de filar como una torpedera.
Salimos a las cinco de la tarde, en verano. Desde la maana no haba viento. Se aprontaba una
magnfica tormenta, y el calor pasaba de lo soportable. El ro corra untuoso bajo el cielo blanco. No
podamos quitarnos un instante los anteojos amarillos, pues la doble reverberacin de cielo y agua
encegueca. Adems, principio de jaqueca en mi compaero. Y ni el ms leve soplo de aire.
Pero una tarde as en Misiones, con una atmsfera de sas tras cinco das de viento norte, no indica
nada bueno para el sujeto que est derivando por el Paran en canoa de carrera. Nada ms difcil, por
otro lado, que remar en ese ambiente.
Seguimos a la deriva, atentos al horizonte del sur, hasta llegar al Teyucuar. La tormenta vena.
Estos cerros de Teyucuar, tronchados a pico sobre el ro en enormes cantiles de aspern rosado, por
los que se descuelgan las lianas del bosque, entran profundamente en el Paran formando hacia San
Ignacio una honda ensenada, a perfecto resguardo del viento sur. Grandes bloques de piedra
desprendidos del acantilado erizan el litoral, contra el cual el Paran entero tropieza, remolinea y se
escapa por fin aguas abajo, en rpidos agujereados de remolinos. Pero desde el cabo final, y contra la
costa misma, el agua remansa lamiendo lentamente el Teyucuar hasta el fondo del golfo.
En dicho cabo, y a resguardo de un inmenso bloque para evitar las sorpresas del viento, encallamos
la canoa y nos sentamos a esperar. Pero las piedras barnizadas quemaban literalmente, aunque no haba
sol, y bajamos a aguardar en cuclillas a orillas del agua.
El sur, sin embargo, haba cambiado de aspecto. Sobre el monte lejano, un blanco rollo de viento
ascenda en curva, arrastrando tras l un toldo azul de lluvia. El ro, sbitamente opaco, se haba rizado.
Todo esto es rpido. Alzamos la vela, empujamos la canoa, y bruscamente, tras el negro bloque, el
viento pas rapando el agua. Fue una sola sacudida de cinco segundos; y ya haba olas. Remamos hacia la
punta de la restinga, pues tras el parapeto del acantilado no se mova an una hoja. De pronto cruzamos la
lnea imaginaria, si se quiere, pero perfectamente definida, y el viento nos cogi.
Vase ahora: nuestra vela tena tres metros cuadrados, lo que es bien poco, y entramos con 35 grados
en el viento. Pues bien; la vela vol, arrancada como un simple pauelo y sin que la canoa hubiera tenido
tiempo de sentir la sacudida. Instantneamente el viento nos arrastr. No morda sino en nuestros
cuerpos: poca vela, como se ve, pero era bastante para contrarrestar remos, timn, todo lo que
hiciramos. Y ni siquiera de popa; nos llevaba de costado, borda tumbada como una cosa nufraga.
Viento y agua, ahora. Todo el ro, sobre la cresta de las olas, estaba blanco por el chal de lluvia que

el viento llevaba de una ola a otra, rompa y anudaba en bruscas sacudidas convulsivas. Luego, la
fulminante rapidez con que se forman las olas a contracorriente en un ro que no da fondo all a sesenta
brazas. En un solo minuto el Paran se haba transformado en un mar huracanado, y nosotros, en dos
nufragos. bamos siempre empujados de costado, tumbados, cargando veinte litros de agua a cada golpe
de ola, ciegos de agua, con la cara dolorida por los latigazos de la lluvia y temblando de fro.
En Misiones, con una tempestad de verano, se pasa muy fcilmente de cuarenta grados a quince, y en
un solo cuarto de hora. No se enferma nadie, porque el pas es as, pero se muere uno de fro.
Pleno mar, en fin. Nuestra nica esperanza era la playa de Blosset playa de arcilla, felizmente,
contra la cual nos precipitbamos. No s si la canoa hubiera resistido a flote un golpe de agua ms; pero
cuando una ola nos lanz a cinco metros dentro de tierra, nos consideramos bien felices. Aun as tuvimos
que salvar la canoa, que bajaba y suba al pajonal como un corcho, mientras nos hundamos en la arcilla
podrida y la lluvia nos golpeaba como piedras.
Salimos de all; pero a las cinco cuadras estbamos muertos de fatiga, bien calientes esta vez.
Continuar por la playa? Imposible. Y cortar el monte en una noche de tinta, aunque se tenga un Collins
en la mano, es cosa de locos.
Esto hicimos, no obstante. Alguien ladr de pronto o, mejor, aull; porque los perros de monte slo
allan, y tropezamos con un rancho. En el rancho haba, no muy visibles a la llama del fogn, un pen,
su mujer y tres chiquilines. Adems, una arpillera tendida como hamaca, dentro de la cual una criatura se
mora con un ataque cerebral.
Qu tiene? preguntamos.
Es un dao respondieron los padres, despus de volver un instante la cabeza a la arpillera.
Estaban sentados, indiferentes. Los chicos, en cambio, eran todo ojos hacia afuera. En ese momento,
lejos, cant el yaciyater. Instantneamente los muchachos se taparon cara y cabeza con los brazos.
Ah! El yaciyater pensamos. Viene a buscar al chiquiln. Por lo menos lo dejar loco.
El viento y el agua haban pasado, pero la atmsfera estaba muy fra. Un rato despus, pero mucho
ms cerca, el yaciyater cant de nuevo. El chico enfermo se agit en la hamaca. Los padres miraban
siempre el fogn, indiferentes. Les hablamos de paos de agua fra en la cabeza. No nos entendan, ni
vala la pena, por lo dems. Qu iba a hacer eso contra el yaciyater?
Creo que mi compaero haba notado, como yo, la agitacin del chico al acercarse el pjaro.
Proseguimos tomando mate, desnudos de cintura arriba, mientras nuestras camisas humeaban secndose
contra el fuego. No hablbamos; pero en el rincn lbrego se vean muy bien los ojos espantados de los
muchachos.
Afuera, el monte goteaba an. De pronto, a media cuadra escasa, el yaciyater cant. La criatura
enferma respondi con una carcajada. Bueno. El chico volaba de fiebre porque tena una meningitis y
responda con una carcajada al llamado del yaciyater.
Nosotros tombamos mate. Nuestras camisas se secaban. La criatura estaba ahora inmvil. Slo de
vez en cuando roncaba, con un sacudn de cabeza hacia atrs. Afuera, en el bananal esta vez, el
yaciyater cant. La criatura respondi enseguida con otra carcajada. Los muchachos dieron un grito y la
llama del fogn se apag.
A nosotros, un escalofro nos corri de arriba abajo. Alguien, que cantaba afuera, se iba acercando, y
de esto no haba duda. Un pjaro; muy bien, y nosotros lo sabamos. Y a ese pjaro que vena a robar o
enloquecer a la criatura, la criatura misma responda con una carcajada a cuarenta y dos grados.

La lea hmeda llameaba de nuevo, y los inmensos ojos de los chicos lucan otra vez. Salimos un
instante afuera. La noche haba aclarado, y podramos encontrar la picada. Algo de humo haba todava
en nuestras camisas; pero cualquier cosa antes que aquella risa de meningitis
Llegamos a las tres de la maana a casa. Das despus pas el padre por all, y me dijo que el chico
segua bien, y que se levantaba ya. Sano, en suma.
Cuatro aos despus de esto, estando yo all, deb contribuir a levantar el censo de 1914,
correspondindome el sector Yabebir-Teyucuar. Fui por agua, en la misma canoa, pero esta vez a
simple remo. Era tambin de tarde.
Pas por el rancho en cuestin y no hall a nadie. De vuelta, y ya al crepsculo, tampoco vi a nadie.
Pero veinte metros ms adelante, parado en el ribazo del arroyo y contra el bananal oscuro, estaba un
muchacho desnudo, de siete a ocho aos. Tena las piernas sumamente flacas los muslos ms an que
las pantorrillas y el vientre enorme. Llevaba una vara de pescar en la mano derecha, y en la izquierda
sujetaba una banana a medio comer. Me miraba inmvil, sin decidirse a comer ni a bajar del todo el
brazo.
Le habl, intilmente. Insist an, preguntndole por los habitantes del rancho. Ech, por fin, a rer,
mientras le caa un espeso hilo de baba hasta el vientre. Era el muchacho de la meningitis.
Sal de la ensenada: el chico me haba seguido furtivamente hasta la playa, admirando con abiertos
ojos mi canoa. Tir los remos y me dej llevar por el remanso, a la vista siempre del idiota crepuscular,
que no se decida a concluir su banana por admirar la canoa blanca.

Los fabricantes de carbn


Los dos hombres dejaron en tierra el artefacto de cinc y se sentaron sobre l. Desde el lugar donde
estaban, a la trinchera, haba an treinta metros y el cajn pesaba. Era sa la cuarta detencin y la
ltima, pues muy prxima la trinchera alzaba su escarpa de tierra roja.
Pero el sol de medioda pesaba tambin sobre la cabeza desnuda de los dos hombres. La cruda luz
lavaba el paisaje en un amarillo lvido de eclipse, sin sombras ni relieves. Luz de sol meridiano, como el
de Misiones, en que las camisas de los dos hombres deslumbraban.
De vez en cuando volvan la cabeza al camino recorrido, y la bajaban enseguida, ciegos de luz. Uno
de ellos, por lo dems, ostentaba en las precoces arrugas y en las infinitas patas de gallo el estigma del
sol tropical. Al rato ambos se incorporaron, empuaron de nuevo la angarilla, y paso tras paso, llegaron
por fin. Se tiraron entonces de espaldas a pleno sol, y con el brazo se taparon la cara.
El artefacto, en efecto, pesaba, cuanto pesan cuatro chapas galvanizadas de catorce pies, con el
refuerzo de cincuenta y seis pies de hierro L y hierro T de pulgada y media. Tcnica dura, sta, pero que
nuestros hombres tenan grabada hasta el fondo de la cabeza, porque el artefacto en cuestin era una
caldera para fabricar carbn que ellos mismos haban construido y la trinchera no era otra cosa que el
horno de calefaccin circular, obra tambin de su solo trabajo. Y, en fin, aunque los dos hombres estaban
vestidos como peones y hablaban como ingenieros, no eran ni ingenieros ni peones.
Uno se llamaba Duncan Drver, y Marcos Rienzi, el otro. Padres ingleses e italianos,
respectivamente, sin que ninguno de los dos tuviera el menor prejuicio sentimental hacia su raza de
origen. Personificaban as un tipo de americano que ha espantado a Huret, como tantos otros: el hijo de
europeo que se re de su patria heredada con tanta frescura como de la suya propia.
Pero Rienzi y Drver, tirados de espaldas, el brazo sobre los ojos, no se rean en esa ocasin, porque
estaban hartos de trabajar desde las cinco de la maana y desde un mes atrs, bajo un fro de cero grado
las ms de las veces.
Esto era en Misiones. A las ocho, y hasta las cuatro de la tarde, el sol tropical haca de las suyas,
pero apenas bajaba el sol, el termmetro comenzaba a caer con l, tan velozmente que se poda seguir
con los ojos el descenso del mercurio. A esa hora el pas comenzaba a helarse literalmente; de modo que
los treinta grados del medioda se reducan a cuatro a las ocho de la noche, para comenzar a las cuatro de
la maana el galope descendente: 1, 2, 3. La noche anterior haba bajado a 4, con la consiguiente
sacudida de los conocimientos geogrficos de Rienzi, que no conclua de orientarse en aquella
climatologa de carnaval, con la que poco tenan que ver los informes meteorolgicos.
ste es un pas subtropical de calor asfixiante deca Rienzi tirando el cortafierro quemante de
fro y yndose a caminar. Porque antes de salir el sol, en la penumbra glacial del campo escarchado, un
trabajo a fierro vivo despelleja las manos con harta facilidad.
Drver y Rienzi, sin embargo, no abandonaron una sola vez su caldera en todo ese mes, salvo los das
de lluvia, en que estudiaban modificaciones sobre el plano, muertos de fro. Cuando se decidieron por la
destilacin en vaso cerrado, saban ya prcticamente a qu atenerse respecto de los diversos sistemas a
fuego directo, incluso el de Schwartz. Puestos de firme en su caldera, lo nico que no haba variado
nunca era su capacidad: 1400 cm3. Pero forma, ajuste, tapas, dimetro del tubo de escape, condensador,
todo haba sido estudiado y reestudiado cien veces. De noche, al acostarse, se repeta siempre la misma

escena. Hablaban un rato en la cama de a o b, cualquier cosa que nada tena que ver con su tarea del
momento. Cesaba la conversacin, porque tenan sueo. As al menos lo crean ellos. A la hora de
profundo silencio, uno levantaba la voz:
Yo creo que diecisiete debe ser bastante.
Creo lo mismo responda enseguida el otro.
Diecisiete qu? Centmetros, remaches, das, intervalos, cualquier cosa. Pero ellos saban
perfectamente que se trataba de su caldera y a qu se referan.

Un da, tres meses atrs, Rienzi haba escrito a Drver desde Buenos Aires, dicindole que quera ir a
Misiones. Qu se poda hacer? l crea que a despecho de las aleluyas nacionales sobre la
industrializacin del pas, una pequea industria, bien entendida, podra dar resultado por lo menos
durante la guerra. Qu le pareca esto?
Drver contest: Vngase, y estudiaremos el asunto carbn y alquitrn.
A lo que Rienzi repuso embarcndose para all.
Ahora bien; la destilacin a fuego de la madera es un problema interesante de resolver, pero para el
cual se requiere un capital bastante mayor del que poda disponer Drver. En verdad, el capital de ste
consista en la lea de su monte, y el recurso de sus herramientas. Con esto, cuatro chapas que le haban
sobrado al armar el galpn, y la ayuda de Rienzi, se poda ensayar.
Ensayaron, pues. Como en la destilacin de la madera los gases no trabajaban a presin, el material
aquel les bastaba. Con hierros T para la armadura y L para las bocas, montaron la caldera rectangular de
4,20 x 0,70 metros. Fue un trabajo prolijo y tenaz, pues a ms de las dificultades tcnicas debieron contar
con las derivadas de la escasez de material y de una que otra herramienta. El ajuste inicial, por ejemplo,
fue un desastre: imposible pestaar aquellos bordes quebradizos, y poco menos que en el aire. Tuvieron,
pues, que ajustarla a fuerza de remaches, a uno por centmetro, lo que da 1680 para la sola unin
longitudinal de las chapas. Y como no tenan remaches, cortaron 1680 clavos, y algunos centenares ms
para la armadura.
Rienzi remachaba de afuera. Drver, apretado dentro de la caldera, con las rodillas en el pecho,
soportaba el golpe. Y los clavos, sabido es, slo pueden ser remachados a costa de una gran paciencia
que a Drver, all adentro, se le escapaba con rapidez vertiginosa. A la hora turnaban, y mientras Drver
sala acalambrado, doblado, incorporndose a sacudidas, Rienzi entraba a poner su paciencia a prueba
con las corridas del martillo por el contragolpe.
Tal fue su trabajo. Pero el empeo en hacer lo que queran fue asimismo tan serio, que los dos
hombres no dejaron pasar un da sin machucarse las uas. Con las modificaciones sabidas los das de
lluvia, y los inevitables comentarios a medianoche.
No tuvieron en ese mes otra diversin esto desde el punto de vista urbano que entrar los
domingos de maana en el monte a punta de machete. Drver, hecho a aquella vida, tena la mueca
bastante slida para no cortar sino lo que quera; pero cuando Rienzi era quien abra monte, su
compaero tena buen cuidado de mantenerse atrs a cuatro o cinco metros. Y no es que el puo de Rienzi
fuera malo; pero el machete es cosa de un largo aprendizaje.
Luego, como distraccin diaria, tenan la que les proporcionaba su ayudante, la hija de Drver. Era
sta una rubia de cinco aos, sin madre, porque Drver haba enviudado a los tres aos de estar all. l

la haba criado solo, con una paciencia infinitamente mayor que la que le pedan los remaches de la
caldera. Drver no tena el carcter manso, y era difcil de manejar. De dnde aquel hombrn haba
sacado la ternura y la paciencia necesarias para criar solo y hacerse adorar de su hija, no lo s; pero lo
cierto es que cuando caminaban juntos al crepsculo, se oan dilogos como ste:
Piapi!
Mi vida!
Va a estar pronto tu caldera?
S, mi vida.
Y vas a destilar toda la lea del monte?
No; vamos a ensayar solamente.
Y vas a ganar platita?
No creo, chiquita.
Pobre piapiacito querido! No pods nunca ganar mucha plata.
As es
Pero vas a hacer un ensayo lindo, piapi. Lindo como vos, piapiacito querido!
S, mi amor.
Yo te quiero mucho, mucho, piapi!
S, mi vida
Y el brazo de Drver bajaba por sobre el hombro de su hija y la criatura besaba la mano dura y
quebrada de su padre, tan grande que le ocupaba todo el pecho.
Rienzi tampoco era prdigo de palabras, y fcilmente poda considerrseles tipos inabordables. Mas
la chica de Drver conoca un poco a aquella clase de gente, y se rea a carcajadas del terrible ceo de
Rienzi, cada vez que ste trataba de imponer con su entrecejo tregua a las diarias exigencias de su
ayudante: vueltas de carnero en la gramilla, carreras a babucha, hamaca, trampoln, sube y baja, alambre
carril, sin contar uno que otro jarro de agua a la cara de su amigo, cuando ste, a medioda, se tiraba al
sol sobre el pasto.
Drver oa un juramento e inquira la causa.
Es la maldita viejita! gritaba Rienzi. No se le ocurre sino
Pero ante la bien que remota probabilidad de una injusticia propia del padre, Rienzi se
apresuraba a hacer las paces con la chica, la cual festejaba en cuclillas la cara lavada como una botella
de Rienzi.
Su padre jugaba menos con ella; pero segua con los ojos el pesado galope de su amigo alrededor de
la meseta, cargado con la chica en los hombros.

Era un terceto bien curioso el de los dos hombres de grandes zancadas y su rubia ayudante de cinco aos,
que iban, venan y volvan a ir de la meseta al horno. Porque la chica, criada y educada constantemente al
lado de su padre, conoca una por una las herramientas, y saba qu presin, ms o menos, se necesita
para partir diez cocos juntos, y a qu olor se le puede llamar con propiedad de piroleoso. Saba leer, y
escriba todo con maysculas.
Aquellos doscientos metros del bungalow, al monte fueron recorridos a cada momento mientras se
construy el horno. Con paso fuerte de madrugada, o tardo a medioda, iban y venan como hormigas por

el mismo sendero, con las mismas sinuosidades y la misma curva para evitar el florecimiento de arenisca
negra a flor de pasto.
Si la eleccin del sistema de calefaccin les haba costado, su ejecucin sobrepas con mucho lo
concebido.
Una cosa es en el papel, y otra en el terreno, deca Rienzi con las manos en los bolsillos, cada vez
que un laborioso clculo sobre volumen de gases, toma de aire, superficie de la parrilla, cmara de tiro,
se les iba al diablo por la pobreza del material.
Desde luego, se les haba ocurrido la cosa ms arriesgada que quepa en asuntos de ese orden:
calefaccin en espiral para una caldera horizontal. Por qu? Tenan ellos sus razones y dejmoselas.
Mas lo cierto es que cuando encendieron por primera vez el horno, y acto continuo el humo escap de la
chimenea, despus de haberse visto forzado a descender cuatro veces bajo la caldera al ver esto, los
dos hombres se sentaron a fumar sin decir nada, mirando aquello con aire ms bien distrado, el aire de
hombres de carcter que ven el xito de un duro trabajo en el que han puesto todas sus fuerzas.
Ya estaba, por fin! Las instalaciones accesorias condensador de alquitrn y quemador de gases
eran un juego de nios. La condensacin se dispuso en ocho bordelesas, pues no tenan agua; y los gases
fueron enviados directamente al hogar. Con lo que la chica de Drver tuvo ocasin de maravillarse de
aquel grueso chorro de fuego que sala de la caldera donde no haba fuego.
Qu lindo, piapi! exclamaba, inmvil de sorpresa. Y con los besos de siempre a la mano de su
padre: Cuntas cosas sabs hacer, piapiacito querido!
Tras lo cual entraban en el monte a comer naranjas.
Entre las pocas cosas que Drver tena en este mundo fuera de su hija, claro est la de mayor
valor era su naranjal, que no le daba renta alguna, pero que era un encanto de ver. Plantacin original de
los jesuitas, hace doscientos aos, el naranjal haba sido invadido y sobrepasado por el bosque, en cuyo
sous-bois, digamos, los naranjos continuaban enervando el monte de perfume de azahar, que al
crepsculo llegaba hasta los senderos del campo. Los naranjos de Misiones no han conocido jams
enfermedad alguna. Costara trabajo encontrar una naranja con una sola peca. Y como riqueza de sabor y
hermosura aquella fruta no tiene rival.
De los tres visitantes, Rienzi era el ms goloso. Coma fcilmente diez o doce naranjas, y cuando
volva a casa llevaba siempre una bolsa cargada al hombro. Es fama all que una helada favorece a la
fruta. En aquellos momentos, a fines de junio, eran ya un almbar; lo cual reconciliaba un tanto a Rienzi
con el fro.
Este fro de Misiones que Rienzi no esperaba y del cual no haba odo hablar nunca en Buenos Aires,
molest las primeras hornadas de carbn ocasionndoles un gasto extraordinario de combustible.
En efecto, por razones de organizacin encendan el horno a las cuatro o cinco de la tarde. Y como el
tiempo para una completa carbonizacin de la madera no baja normalmente de ocho horas, deban
alimentar el fuego hasta las doce o la una de la maana hundidos en el foso ante la roja boca del hogar,
mientras a sus espaldas caa una mansa helada. Si la calefaccin suba, la condensacin se efectuaba a
las mil maravillas en el aire de hielo, que les permita obtener en el primer ensayo un 2 por ciento de
alquitrn, lo que era muy halageo, vistas las circunstancias.
Uno u otro deba vigilar constantemente la marcha, pues el pen accidental que les cortaba lea
persista en no entender aquel modo de hacer carbn. Observaba atentamente las diversas partes de la

fbrica, pero sacuda la cabeza a la menor insinuacin de encargarle el fuego.


Era un mestizo de indio, un muchachn flaco, de ralo bigote, que tena siete hijos y que jams
contestaba de inmediato la ms fcil pregunta sin consultar un rato el cielo, silbando vagamente. Despus
responda: Puede ser. En balde le haban dicho que diera fuego sin inquietarse hasta que la tapa
opuesta de la caldera chispeara al ser tocada con el dedo mojado. Se rea con ganas, pero no aceptaba.
Por lo cual el vaivn de la meseta al monte prosegua de noche, mientras la chica de Drver, sola en el
bungalow, se entretena tras los vidrios en reconocer, al relmpago del hogar, si era su padre o Rienzi
quien atizaba el fuego.
Alguna vez, algn turista que pas de noche hacia el puerto a tomar el vapor que lo llevara al Iguaz,
debi de extraarse no poco de aquel resplandor que sala de bajo tierra, entre el humo y el vapor de los
escapes: mucho de solfatara y un poco de infierno, que iba a herir directamente la imaginacin del pen
indio.
La atencin de ste era vivamente solicitada por la eleccin del combustible. Cuando descubra en su
sector un buen palo noble para el fuego, lo llevaba en su carretilla hasta el horno, impasible, como si
ignorara el tesoro que conduca. Y ante el halago de los foguistas, volva indiferente la cabeza a otro
lado, para sonrerse a gusto, segn decir de Rienzi.
Los dos hombres se encontraron as un da con tal stock de esencias muy combustibles, que debieron
disminuir en el hogar la toma de aire, el que entraba ahora silbando y vibraba bajo la parrilla.
Entretanto, el rendimiento de alquitrn aumentaba. Anotaban los porcentajes en carbn, alquitrn y
piroleoso de las esencias ms aptas, aunque todo grosso modo. Pero lo que, en cambio, anotaron muy
bien fueron los inconvenientes uno por uno de la calefaccin circular para una caldera horizontal: en
esto podan reconocerse maestros. El gasto de combustible poco les interesaba. Fuera de que con una
temperatura de 0 grados, las ms de las veces, no era posible clculo alguno.

Ese invierno fue en extremo riguroso, y no slo en Misiones. Pero desde fines de junio las cosas tomaron
un cariz extraordinario, que el pas sufri hasta las races de su vida subtropical.
En efecto, tras cuatro das de pesadez y amenaza de gruesa tormenta, resuelta en llovizna de hielo y
cielo claro al sur, el tiempo se seren. Comenz el fro, calmo y agudo, apenas sensible a medioda, pero
que a las cuatro morda ya las orejas. El pas pasaba sin transicin de las madrugadas blancas al
esplendor casi mareante de un medioda invernal en Misiones, para helarse en la oscuridad a las
primeras horas de la noche.
La primera maana de sas, Rienzi, helado de fro, sali a caminar de madrugada y volvi al rato tan
helado como antes. Mir el termmetro y habl a Drver que se levantaba.
Sabe qu temperatura tenemos? Seis grados bajo cero.
Es la primera vez que pasa esto repuso Drver.
As es asinti Rienzi. Todas las cosas que noto aqu pasan por primera vez.
Se refera al encuentro en pleno invierno con una yarar, y donde menos lo esperaba.
La maana siguiente hubo siete grados bajo cero. Drver lleg a dudar de su termmetro, y mont a
caballo, a verificar la temperatura en casa de dos amigos, uno de los cuales atenda una pequea estacin
meteorolgica oficial. No haba duda: eran efectivamente nueve grados bajo cero; y la diferencia con la
temperatura registrada en su casa provena de que estando la meseta de Drver muy alta sobre el ro y

abierta al viento, tena siempre dos grados menos en invierno, y dos ms en verano, claro est.
No se ha visto jams cosa igual dijo Drver, de vuelta, desensillando el caballo.
As es confirm Rienzi.
Mientras aclaraba al da siguiente, lleg al bungalow un muchacho con una carta del amigo que
atenda la estacin meteorolgica. Deca as: Hgame el favor de registrar hoy la temperatura de su
termmetro al salir el sol. Anteayer comuniqu la observada aqu, y anoche he recibido un pedido de
Buenos Aires de que rectifique en forma la temperatura comunicada. All se ren de los nueve grados
bajo cero. Cunto tiene usted ahora?
Drver esper la salida del sol y anot en la respuesta: 27 de junio: 9 grados bajo 0.
El amigo telegrafi entonces a la oficina central de Buenos Aires el registro de su estacin: 27 de
junio: 11 grados bajo 0.
Rienzi vio algo del efecto que puede tener tal temperatura sobre una vegetacin casi de trpico; pero
le estaba reservado para ms adelante constatarlo de pleno. Entretanto, su atencin y la de Drver se
vieron duramente solicitadas por la enfermedad de la hija de ste.

Desde una semana atrs la chica no estaba bien. (Esto, claro est, lo not Drver despus, y constituy
uno de los entretenimientos de sus largos silencios). Un poco de desgano, mucha sed, y los ojos irritados
cuando corra.
Una tarde, despus de almorzar, al salir Drver afuera encontr a su hija acostada en el suelo,
fatigada. Tena 39 de fiebre. Rienzi lleg un momento despus, y la hall ya en cama, las mejillas
abrasadas y la boca abierta.
Qu tiene? pregunt extraado a Drver.
No s 39 y pico.
Rienzi se dobl sobre la cama.
Hola, viejita! Parece que no tenemos alambre carril, hoy.
La pequea no respondi. Era caracterstica de la criatura, cuando tena fiebre, cerrarse a toda
pregunta sin objeto y responder apenas con monoslabos secos, en que se transparentaba a la legua el
carcter del padre. Esa tarde, Rienzi se ocup de la caldera, pero volva de rato en rato a ver a su
ayudante, que en aquel momento ocupaba un rinconcito rubio en la cama de su padre.
A las tres, la chica tena 39,5 y 40 a las seis. Drver haba hecho lo que se debe hacer en esos casos,
incluso el bao.
Ahora bien: baar, cuidar y atender a una criatura de cinco aos en una casa de tablas peor ajustada
que una caldera, con un fro de hielo y por dos hombres de manos encallecidas, no es tarea fcil. Hay
cuestiones de camisitas, ropas minsculas, bebidas a horas fijas, detalles que estn por encima de las
fuerzas de un hombre. Los dos hombres, sin embargo, con los duros brazos arremangados, baaron a la
criatura y la secaron. Hubo, desde luego, que calentar el ambiente con alcohol; y en lo sucesivo, que
cambiar los paos de agua fra en la cabeza.
La pequea haba condescendido a sonrerse mientras Rienzi le secaba los pies, lo que pareci a ste
de buen augurio. Pero Drver tema un golpe de fiebre perniciosa, que en temperamentos vivos no se
sabe nunca adnde puede llegar.
A las siete la temperatura subi a 40,8, para descender a 39 en el resto de la noche y montar de nuevo

a 40,3 a la maana siguiente.


Bah! deca Rienzi con aire despreocupado. La viejita es fuerte, y no es esta fiebre la que la
va a tumbar.
Y se iba a la caldera silbando, porque no era cosa de ponerse a pensar estupideces.
Drver no deca nada. Caminaba de un lado para otro en el comedor, y slo se interrumpa para
entrar a ver a su hija. La chica, devorada de fiebre, persista en responder con monoslabos secos a su
padre.
Cmo te sientes, chiquita?
Bien.
No tienes calor? Quieres que te retire un poco la colcha?
No.
Quieres agua?
No.
Y todo sin dignarse volver los ojos a l.
Durante seis das Drver durmi un par de horas de maana, mientras Rienzi lo haca de noche. Pero
cuando la fiebre se mantena amenazante, Rienzi vea la silueta del padre detenido, inmvil al lado de la
cama, y se encontraba a la vez sin sueo. Se levantaba y preparaba caf, que los hombres tomaban en el
comedor. Instbanse mutuamente a descansar un rato, con un rondo encogimiento de hombros por comn
respuesta. Tras lo cual uno se pona a recorrer por centsima vez el ttulo de los libros, mientras el otro
haca obstinadamente cigarros en un rincn de la mesa.
Y los baos siempre, la calefaccin, los paos fros, la quinina. La chica se dorma a veces con una
mano de su padre entre las suyas, y apenas ste intentaba retirarla, la criatura lo senta y apretaba los
dedos. Con lo cual Drver se quedaba sentado, inmvil, en la cama un buen rato; y como no tena nada
que hacer, miraba sin tregua la pobre carita extenuada de su hija.
Luego, delirio de vez en cuando, con sbitos incorporamientos sobre los brazos. Drver la
tranquilizaba, pero la chica rechazaba su contacto, volvindose al otro lado. El padre recomenzaba
entonces su paseo, e iba a tomar el eterno caf de Rienzi.
Qu tal? preguntaba ste.
Ah va responda Drver.
A veces, cuando estaba despierta, Rienzi se acercaba esforzndose en levantar la moral de todos, con
bromas a la viejita que se haca la enferma y no tena nada. Pero la chica, aun reconocindolo, lo miraba
seria, con una hosca fijeza de gran fiebre.
La quinta tarde, Rienzi la pas en el horno trabajando, lo que constitua un buen derivativo. Drver lo
llam por un rato y fue a su vez a alimentar el fuego, echando automticamente lea tras lea en el hogar.
Esa madrugada la fiebre baj ms que de costumbre, baj ms a medioda, y a las dos de la tarde la
criatura estaba con los ojos cerrados, inmvil, con excepcin de un rictus intermitente del labio y de
pequeas conmociones que le salpicaban de tics el rostro. Estaba helada; tena slo 35 grados.
Una anemia cerebral fulminante, casi seguro respondi Drver a una mirada interrogante de su
amigo. Tengo suerte
Durante tres horas la chica continu de espaldas con sus muecas cerebrales, rodeada y quemada por
ocho botellas de agua hirviendo. Durante esas tres horas Rienzi camin muy despacio por la pieza,

mirando con el ceo fruncido la figura del padre sentado a los pies de la cama. Y en esas tres horas
Drver se dio cuenta precisa del inmenso lugar que ocupaba en su corazn aquella pobre cosita que le
haba quedado de su matrimonio, y que iba a llevar al da siguiente al lado de su madre.
A las cinco, Rienzi, en el comedor, oy que Drver se incorporaba; y con el ceo ms contrado an
entr en el cuarto. Pero desde la puerta distingui el brillo de la frente de la chica empapada en sudor,
salvada!
Por fin dijo Rienzi con la garganta estpidamente apretada.
S, por fin! murmur Drver.
La chica continuaba literalmente baada en sudor. Cuando abri al rato los ojos, busc a su padre y al
verlo tendi los dedos hacia la boca de l. Rienzi se acerc entonces:
Y? Cmo vamos, madamita?
La chica volvi los ojos a su amigo.
Me conoces bien ahora? A que no?
S
Quin soy?
La criatura sonri.
Rienzi.
Muy bien! As me gusta No, no. Ahora, a dormir
Salieron a la meseta, por fin.
Qu viejita! deca Rienzi, haciendo con una vara largas rayas en la arena.
Drver seis das de tensin nerviosa con las tres horas finales son demasiado para un padre solo
se sent en el sube y baja y ech la cabeza sobre los brazos. Y Rienzi se fue al otro lado del bungalow,
porque los hombros de su amigo se sacudan.

La convalecencia comenzaba a escape desde ese momento. Entre taza y taza de caf de aquellas largas
noches, Rienzi haba meditado que mientras no cambiaran los dos primeros vasos de condensacin
obtendran siempre ms brea de la necesaria. Resolvi, pues, utilizar dos grandes bordelesas en que
Drver haba preparado su vino de naranja, y con la ayuda del pen, dej todo listo al anochecer.
Encendi el fuego, y despus de confiarlo al cuidado de aqul, volvi a la meseta, donde tras los vidrios
del bungalow los dos hombres miraron con singular placer el humo rojizo que tornaba a montar en paz.
Conversaban a las doce, cuando el indio vino a anunciarles que el fuego sala por otra parte; que se
haba hundido el horno. A ambos vino instantneamente la misma idea.
Abriste la toma de aire? le pregunt Drver.
Abr repuso el otro.
Qu lea pusiste?
La carga que estaba allait.
Lapacho?
S.
Rienzi y Drver se miraron entonces y salieron con el pen.
La cosa era bien clara: la parte superior del horno estaba cerrada con dos chapas de cinc sobre
traviesas de hierro L, y como capa aisladora haban colocado encima cinco centmetros de arena. En la

primera seccin de tiro, que las llamas laman, haban resguardado el metal con una capa de arcilla sobre
tejido de alambre; arcilla armada, digamos.
Todo haba ido bien mientras Rienzi o Drver vigilaron el hogar. Pero el pen, para apresurar la
calefaccin en beneficio de sus patrones, haba abierto toda la puerta del cenicero, precisamente cuando
sostena el fuego con lapacho. Y como el lapacho es a la llama lo que la nafta a un fsforo, la altsima
temperatura desarrollada haba barrido con arcilla, tejido de alambre y la chapa misma, por cuyo boquete
la llamarada ascenda apretada y rugiente.
Es lo que vieron los dos hombres al llegar all. Retiraron la lea del hogar, y la llama ces; pero el
boquete quedaba vibrando al rojo blanco, y la arena cada sobre la caldera encegueca al ser revuelta.
Nada ms haba que hacer. Volvieron sin hablar a la meseta, y en el camino Drver dijo:
Pensar que con cincuenta pesos ms hubiramos hecho un horno en forma
Bah! repuso Rienzi al rato. Hemos hecho lo que debamos hacer. Con una cosa concluida no
nos hubiramos dado cuenta de una porcin de cosas.
Y tras una pausa:
Y tal vez hubiramos hecho algo un poco pour la galerie
Puede ser asinti Drver.
La noche era muy suave, y quedaron un largo rato sentados fumando en el dintel del comedor.

Demasiado suave la temperatura. El tiempo descarg, y durante tres das y tres noches llovi con
temporal del sur, lo que mantuvo a los dos hombres bloqueados en el bungalow oscilante. Drver
aprovech el tiempo concluyendo un ensayo sobre creolina cuyo poder hormiguicida y parasiticida era
por lo menos tan fuerte como el de la creolina a base de alquitrn de hulla. Rienzi, desganado, pasaba el
da yendo de una puerta a otra a mirar el cielo.
Hasta que la tercera noche, mientras Drver jugaba con su hija en las rodillas, Rienzi se levant con
las manos en los bolsillos y dijo:
Yo me voy a ir. Ya hemos hecho aqu lo que podamos. Si llega a encontrar unos pesos para
trabajar en eso, avseme y le puedo conseguir en Buenos Aires lo que necesite. All abajo, en el ojo del
agua, se pueden montar tres calderas Sin agua es imposible hacer nada. Escrbame, cuando consiga
eso, y vengo a ayudarlo. Por lo menos concluy despus de un momento podemos tener el gusto de
creer que no hay en el pas muchos tipos que sepan lo que nosotros sobre carbn.
Creo lo mismo apoy Drver, sin dejar de jugar con su hija.

Cinco das despus, con un medioda radiante, y el sulky pronto en el portn, los dos hombres y su
ayudante fueron a echar una ltima mirada a su obra, a la cual no se haban aproximado ms. El pen
retir la tapa del horno, y como una crislida quemada, abollada, torcida, apareci la caldera en su
envoltura de alambre tejido y arcilla gris. Las chapas retiradas tenan alrededor del boquete abierto por
la llama un espesor considerable por la oxidacin del fuego, y se descascaraban en escamas azules al
menor contacto, con las cuales la chica de Drver se llen el bolsillo del delantal. Desde all mismo, por
toda la vera del monte inmediato y el circundante hasta la lejana, Rienzi pudo apreciar el efecto de un
fro de 9 grados sobre la vegetacin tropical de hojas lustrosas y tibias. Vio los bananos podridos en

pulpa chocolate, hundidos dentro de s mismos como en una funda. Vio plantas de hierba de doce aos
un grueso rbol en fin, quemadas para siempre hasta la raz por el fuego blanco. Y en el naranjal,
donde entraron para una ltima colecta, Rienzi busc en vano en lo alto el reflejo de oro habitual, porque
el suelo estaba totalmente amarillo de naranjas, que el da de la gran helada haban cado todas al salir el
sol, con un sordo tronar que llenaba el monte.
Asimismo Rienzi pudo completar su bolsa, y como la hora apremiaba se dirigieron al puerto. La
chica hizo el trayecto en las rodillas de Rienzi, con quien alimentaba un largusimo dilogo.
El vaporcito sala ya. Los dos amigos, uno enfrente de otro, se miraron sonriendo.
bientt dijo uno.
Ciao respondi el otro.
Pero la despedida de Rienzi y la chica fue bastante ms expresiva. Cuando ya el vaporcito viraba
aguas abajo, ella le grit an:
Rienzi! Rienzi!
Qu, viejita! se alcanz a or.
Volv pronto!
Drver y la chica quedaron en la playa hasta que el vaporcito se ocult tras los macizos del
Teyucuar. Y, cuando suban lentos la barranca, Drver callado, su hija le tendi los brazos para que la
alzara.
Se te quem la caldera, pobre piapi! Pero no ests triste Vas a inventar muchas cosas ms,
ingenierito de mi vida!

El monte negro
Cuando los asuntos se pusieron decididamente mal, Bordern y Ca., capitalistas de la empresa de
Quebracho y Tanino del Chaco, quitaron a Braccamonte la gerencia. A los dos meses la empresa, falta de
la vivacidad del italiano, que era en todo caso el nico capaz de haberla salvado, iba a la liquidacin.
Bordern acus furiosamente a Braccamonte por no haber visto que el quebracho era pobre; que la
distancia a puerto era mucha; que el tanino iba a bajar; que no se hacen contratos de soga al cuello en el
Chaco lase chasco; que, segn informes, los bueyes eran viejos y las alzaprimas ms, etctera,
etctera. En una palabra, que no entenda de negocios. Braccamonte, por su parte, gritaba que los famosos
100.000 pesos invertidos en la empresa, lo fueron con una parsimonia tal, que cuando l peda 4000
pesos, envibanle 3500; cuando 2000, 1800. Y as todo. Nunca consigui la cantidad exacta. Aun a la
semana de un telegrama recibi 800 pesos en vez de 1000 que haba pedido.
Total: lluvias inacabables, acreedores urgentes, la liquidacin, y Braccamonte en la calle, con 10.000
pesos de deuda.
Este solo detalle debera haber bastado para justificar la buena fe de Braccamonte, dejando a su
completo cargo la deficiencia de direccin. Pero la condena pblica fue absoluta: mal gerente, psimo
administrador, y aun cosas ms graves.
En cuanto a su deuda, los mayoristas de la localidad perdieron desde el primer momento toda
esperanza de satisfaccin. Hzose broma de esto en Resistencia.
Y usted no tiene cuentas con Braccamonte?, era lo primero que se decan dos personas al
encontrarse. Y las carcajadas crecan si, en efecto, acertaban. Concedan a Braccamonte ojo perspicaz
para adivinar un negocio, pero slo eso. Hubieran deseado menos clculos brillantes y ms actividad
reposada. Negbanle, sobre todo, experiencia del terreno. No era posible llegar as a un pas y triunfar de
golpe en lo ms difcil que hay en l. No era capaz de una tarea ruda y juiciosa, y mucho menos visto el
cuidado que el advenedizo tena de su figura: no era hombre de trabajo.
Ahora bien, aunque a Braccamonte le dola la falta de fe en su honradez, sta le exasperaba menos, a
fuer de italiano ardiente, que la creencia de que l no fuera capaz de ganar dinero. Con su hambre de
triunfo, rabiaba tras ese primer fracaso.
Pas un mes nervioso, hostigando su imaginacin. Hizo dos o tres viajes a Rosario, donde tena
amigos, y por fin dio con su negocio: comprar por menos de nada una legua de campo en el suroeste de
Resistencia y abrirle salida al Paran, aprovechando el alza del quebracho.
En esa regin de esteros y zanjones la empresa era fuerte, sobre todo debiendo efectuarla a todo
vapor; pero Braccamonte arda como un tizn. Asociose con Banker, sujeto ingls, viejo contrabandista
de obraje, y a los tres meses de su bancarrota emprenda marcha al Salado, con bueyes, carretas, mulas y
tiles. Como obra preparatoria tuvieron que construir sobre el Salado una balsa de cuarenta bordelesas.
Braccamonte, con su ojo preciso de ingeniero nato, diriga los trabajos.
Pasaron. Marcharon luego dos das, arrastrando penosamente las carretas y alzaprimas hundidas en el
estero, y llegaron al fin al Monte Negro. Sobre la nica loma del pas hallaron agua a tres metros, y el
pozo se afianz con cuatro bordelesas desfondadas. Al lado levantaron el rancho campal, y enseguida
comenz la tarea de los puentes. Las cinco leguas desde el campo al Paran estaban cortadas por
zanjones y riachos, en que los puentes eran indispensables. Se cortaban palmas en la barranca y se las

echaba en sentido longitudinal a la corriente, hasta llenar la zanja. Se cubra todo con tierra, y una vez
pasados bagajes y carretas avanzaban todos hacia el Paran.
Poco a poco se alejaban del rancho, y a partir del quinto puente tuvieron que acampar sobre el
terreno de operaciones. El undcimo fue la obra ms seria de la campaa. El riacho tena 60 metros de
ancho, y all no era utilizable el desbarrancamiento en montn de palmas. Fue preciso construir en forma
pilares de palmeras, que se comenzaron arrojando las palmas, hasta lograr con ellas un piso firme. Sobre
este piso colocaban una lnea de palmeras nivelada, encima otra transversal, luego una longitudinal, y as
hasta conseguir el nivel de la barranca. Sobre el plano superior tendan una lnea definitiva de palmas,
afirmadas con clavos de urunday a estaciones verticales, que afianzaban el primer pilar del puente.
Desde esta base repetan el procedimiento, avanzando otros cuatro metros hacia la barranca opuesta. En
cuanto al agua, filtraba sin ruido por entre los troncos.
Pero esa tarea fue lenta, pesadsima, en un terrible verano, y dur dos meses. Como agua, artculo
principal, tenan la lmpida, si bien oscura, del riacho. Un da, sin embargo, despus de una noche de
tormenta, aqul amaneci plateado de peces muertos. Cubran el riacho y derivaban sin cesar. Recin al
anochecer, disminuyeron. Das despus pasaba an uno que otro. A todo evento, los hombres se
abstuvieron por una semana de tomar esa agua, teniendo que enviar un pen a buscar la del pozo, que
llegaba tibia.
No era slo esto. Los bueyes y mulas se perdan de noche en el campo abierto, y los peones, que
salan al aclarar, volvan con ellos ya alto el sol, cuando el calor agotaba a los bueyes en tres horas.
Luego pasaban toda la maana en el riacho luchando, sin un momento de descanso, contra la falta de
iniciativa de los peones, teniendo que estar en todo, escogiendo las palmas, dirigiendo el derrumbe,
afirmando, con los brazos arremangados, los catres de los pilares, bajo el sol de fuego y el vaho
asfixiante del pajonal, hinchados por tbanos y barigs. La greda amarilla y reverberante del palmar les
irritaba los ojos y quemaba los pies. De vez en cuando sentanse detenidos por la vibracin crepitante de
una serpiente de cascabel, que slo se haca or cuando estaban a punto de pisarla.
Concluida la maana, almorzaban. Coman, maana y noche, un plato de locro, que mantenan alejado
sobre las rodillas, para que el sudor no cayera dentro. Esto, bajo su nico albergue, un cobertizo hecho
con cuatro chapas de cinc, que enceguecan entre moars de aire caldeado. Era tal all el calor, que no se
senta entrar el aire en los pulmones. Las barretas de fierro quemaban en la sombra.
Dorman la siesta, defendidos de los polvorines por mosquiteros de gasa que, permitiendo apenas
pasar el aire, levantaban an la temperatura. Con todo, ese martirio era preferible al de los polvorines.
A las dos volvan a los puentes, pues deban a cada momento reemplazar a un pen que no
comprenda bien, hundidos hasta las rodillas en el fondo podrido y fofo del riacho, que burbujeaba a la
menor remocin, exhalando un olor nauseabundo. Como en estos casos no podan separar las manos del
tronco, que sostenan en alto a fuerza de riones, los tbanos los aguijoneaban a mansalva.
Pero, no obstante esto, el momento verdaderamente duro era el de la cena. A esa hora el estero
comenzaba a zumbar, y enviaba sobre ellos nubes de mosquitos, tan densas, que tenan que comer el plato
de locro caminando de un lado para otro. Aun as no lograban paz; o devoraban mosquitos o eran
devorados por ellos. Dos minutos de esta tensin acababa con los nervios ms templados.
En estas circunstancias, cuando acarreaban tierra al puente grande, llovi cinco das seguidos, y el
charque se concluy. Los zanjones, desbordados, imposibilitaron nueva provista, y tuvieron que pasar
quince das a locro guacho, maz cocido en agua nicamente. Como el tiempo continu pesado, los

mosquitos recrudecieron en forma tal que ya ni caminando era posible librar el locro de ellos. En una de
esas tarde, Banker, que se paseaba entre un oscuro nimbo de mosquitos, sin hablar una palabra, tir de
pronto el plato contra el suelo, y dijo que no era posible vivir ms as; que eso no era vida; que l se iba.
Fue menester todo el calor elocuente de Braccamonte, y en especial la evocacin del muy serio contrato
entre ellos para que Banker se calmara. Pero Braccamonte, en su interior, haba pasado tres das
maldicindose a s mismo por esa estpida empresa.
El tiempo se afirm por fin, y aunque el calor creci y el viento norte sopl su fuego sobre las caras,
sentase aire en el pecho por lo menos. La vida suavizose algo ms carne y menos mosquitos de
comida, y concluyeron por fin el puente grande, tras dos meses de penurias. Haba devorado 2700
palmas. La maana en que echaron la ltima palada de tierra, mientras las carretas lo cruzaban entre la
gritera de triunfo de los peones, Braccamonte y Banker, parados uno al lado de otro, miraron largo rato
su obra comn, cambiando cortas observaciones a su respecto, que ambos comprendan sin orlas casi.
Los dems puentes, pequeos todos, fueron un juego, adems de que al verano haba sucedido un seco
y fro otoo. Hasta que por fin llegaron al ro.
As, en seis meses de trabajo rudo y tenaz, quebrantos y cosas amargas, mucho ms para contadas que
pasadas, los dos socios construyeron catorce puentes, con la sola ingeniera de su experiencia y de su
decisin incontrastable. Haban abierto puerto a la madera sobre el Paran, y la especulacin estaba
hecha. Pero salieron de ella con las mejillas excavadas, las duras manos jaspeadas por blancas cicatrices
de granos, con rabiosas ganas de sentarse en paz a una mesa con mantel.
Un mes despus el quebracho siempre en suba, Braccamonte haba vendido su campo, comprado
en 8000 pesos, en 22.000. Los comerciantes de Resistencia no cupieron de satisfaccin al verse pagados,
cuando ya no lo esperaban, aunque creyeron siempre que en la cabeza del italiano haba ms fantasa que
otra cosa.

En la noche
Las aguas cargadas y espumosas del Alto Paran me llevaron un da de creciente desde San Ignacio al
ingenio San Juan, sobre una corriente que iba midiendo seis millas en la canal, y nueve al caer del lomo
de las restingas.
Desde abril yo estaba a la espera de esa crecida. Mis vagabundajes en canoa por el Paran, exhausto
de agua, haban concluido por fastidiar al griego. Es ste un viejo marinero de la Marina de guerra
inglesa, que probablemente haba sido antes pirata en el Egeo, su patria, y que con ms certidumbre haba
sido antes contrabandista de caa en San Ignacio, desde quince aos atrs. Era, pues, mi maestro de ro.
Est bien me dijo al ver el ro grueso. Usted puede pasar ahora por un medio, medio regular
marinero. Pero le falta una cosa, y es saber lo que es el Paran cuando est bien crecido. Ve esa
piedraza me seal sobre la corredera del Greco? Pues bien; cuando el agua llegue hasta all y no se
vea una piedra de la restinga, vyase entonces a abrir la boca ante el Teyucuar por los cuatro lados, y
cuando vuelva podr decir que sus puos sirven para algo. Lleve otro remo tambin, porque con
seguridad va a romper uno o dos. Y traiga de su casa una de sus mil latas de kerosene, bien tapada con
cera. Y as y todo es posible que se ahogue.
Con un remo de ms, en consecuencia, me dej tranquilamente llevar hasta el Teyucuar.
La mitad, por lo menos, de los troncos, pajas podridas, espumas y animales muertos, que bajan con
una gran crecida, quedan en esa profunda ensenada. Espesan el agua, cobran aspecto de tierra firme,
remontan lentamente la costa, deslizndose contra ella como si fueran una porcin desintegrada de la
playa, porque ese inmenso remanso es un verdadero mar de sargazos. Poco a poco, aumentando la elipse
de traslacin, los troncos son cogidos por la corriente y bajan por fin velozmente girando sobre s
mismos, para cruzar dando tumbos frente a la restinga final del Teyucuar, erguida hasta ochenta metros
de altura.
Estos acantilados de piedra cortan perpendicularmente el ro, avanzan en l hasta reducir su cauce a
la tercera parte. El Paran entero tropieza con ellos, busca salida, formando una serie de rpidos casi
insalvables aun con aguas bajas, por poco que el remero no est alerta. Y tampoco hay manera de
evitarlos, porque la corriente central del ro se precipita por la angostura formada, abrindose desde la
restinga en una curva tumultuosa que rasa el remanso inferior y se delimita de l por una larga fila de
espumas fijas.
A mi vez me dej coger por la corriente. Pas como una exhalacin sobre los mismos rpidos y ca en
las aguas agitadas de la canal, que me arrastraron de popa y de proa, debiendo tener mucho juicio con los
remos que apoyaba alternativamente en el agua para restablecer el equilibrio, en razn de que mi canoa
meda sesenta centmetros de ancho, pesaba treinta kilos y tena tan slo dos milmetros de espesor en
toda su obra; de modo que un firme golpe de dedo poda perjudicarla seriamente. Pero de sus
inconvenientes derivaba una velocidad fantstica, que me permita forzar el ro de sur a norte y de oeste a
este, siempre, claro est, que no olvidara un instante la inestabilidad del aparato.
En fin, siempre a la deriva, mezclado con palos y semillas, que parecan tan inmviles como yo,
aunque bajbamos velozmente sobre el agua lisa, pas frente a la isla del Toro, dej atrs la boca del
Yabebir, el puerto de Santa Ana, y llegu al ingenio, de donde regres enseguida, pues deseaba volver a
San Ignacio en la misma tarde.

Pero en Santa Ana me detuve, titubeando. El griego tena razn: una cosa es el Paran bajo o normal,
y otra muy distinta con las aguas hinchadas. Aun con mi canoa, los rpidos salvados al remontar el ro me
haban preocupado, no por el esfuerzo para vencerlos, sino por la posibilidad de volcar. Toda restinga,
sabido es, ocasiona un rpido y un remanso adyacente; y el peligro est en esto precisamente: en salir de
un agua muerta, para chocar, a veces en ngulo recto, contra una correntada que pasa como un infierno. Si
la embarcacin es estable, nada hay que temer; pero con la ma nada ms fcil que ir a sondar el rpido
cabeza abajo, por poco que la luz me faltara. Y como la noche caa ya, me dispona a sacar la canoa a
tierra y esperar el da siguiente, cuando vi a un hombre y una mujer que bajaban la barranca y se
aproximaban.
Parecan marido y mujer; extranjeros, a ojos vistas, aunque familiarizados con la ropa del pas. l
traa la camisa arremangada hasta el codo, pero no se notaba en los pliegues del remango la menor
mancha de trabajo. Ella llevaba un delantal enterizo y un cinturn de hule que la cea muy bien. Pulcros
burgueses, en suma, pues de tales era el aire de satisfaccin y bienestar, asegurados a expensas del
trabajo de cualquier otro.
Ambos, tras un familiar saludo, examinaron con gran curiosidad la canoa de juguete, y despus
examinaron el ro.
El seor hace muy bien en quedarse dijo l. Con el ro as, no se anda de noche.
Ella ajust su cintura.
A veces sonri coqueteando.
Es claro! replic l. Esto no reza con nosotros Lo digo por el seor.
Y a m:
Si el seor se piensa quedar, le podemos ofrecer buena comodidad. Hace dos aos que tenemos un
negocio; poca cosa, pero uno hace lo que puede Verdad, seor?
Asent de buen grado, yendo con ellos hasta el boliche aludido, pues no de otra cosa se trataba. Cen,
sin embargo, mucho mejor que en mi propia casa, atendido con una porcin de detalles de confort, que
parecan un sueo en aquel lugar. Eran unos excelentes tipos mis burgueses, alegres y limpios, porque
nada hacan.
Despus de un excelente caf, me acompaaron a la playa, donde intern an ms mi canoa, dado que
el Paran, cuando las aguas llegan rojas y cribadas de remolinos, sube dos metros en una noche. Ambos
consideraron de nuevo la invisible masa del ro.
Hace muy bien en quedarse, seor repiti el hombre. El Teyucuar no se puede pasar as
como as de noche, como est ahora. No hay nadie que sea capaz de pasarlo con excepcin de mi
mujer.
Yo me volv bruscamente a ella, que coquete de nuevo con el cinturn.
Usted ha pasado el Teyucuar de noche? le pregunt.
Oh, s, seor! Pero una sola vez y sin ningn deseo de hacerlo. Entonces ramos un par de
locos.
Pero el ro? insist.
El ro? cort l. Estaba hecho un loco, tambin. El seor conoce los arrecifes de la isla del
Toro, no? Ahora estn descubiertos por la mitad. Entonces no se vea nada Todo era agua, y el agua
pasaba por encima bramando, y la oamos de aqu. Aqul era otro tiempo, seor! Y aqu tiene un

recuerdo de aquel tiempo El seor quiere encender un fsforo?


El hombre se levant el pantaln hasta la corva, y en la parte interna de la pantorrilla vi una profunda
cicatriz, cruzada como un mapa de costurones duros y plateados.
Vio, seor? Es un recuerdo de aquella noche. Una raya y no muy grande, tampoco
Entonces record una historia, vagamente entreoda, de una mujer que haba remado un da y una
noche enteros, llevando a su marido moribundo. Y era sa la mujer, aquella burguesita arrobada de xito
y de pulcritud?
S, seor, era yo se ech a rer, ante mi asombro, que no necesitaba palabras. Pero ahora me
morira cien veces antes que intentarlo siquiera. Eran otros tiempos; eso ya pas!
Para siempre! apoy l. Cuando me acuerdo Estbamos locos, seor! Los desengaos, la
miseria si no nos movamos Eran otros tiempos, s!
Ya lo creo! Eran otros los tiempos, si haban hecho eso. Pero no quera dormirme sin conocer algn
pormenor; y all, en la oscuridad y ante el mismo ro del cual no veamos a nuestros pies sino la orilla
tibia, pero que sentamos subir y subir hasta la otra costa, me di cuenta de lo que haba sido aquella
epopeya nocturna.

Engaados respecto de los recursos del pas, habiendo agotado en yerros de colono recin llegado el
escaso capital que trajeran, el matrimonio se encontr un da al extremo de sus recursos. Pero como eran
animosos, emplearon los ltimos pesos en una chalana inservible, cuyas cuadernas recompusieron con
infinita fatiga, y con ella emprendieron un trfico ribereo, comprando a los pobladores diseminados en
la costa, miel, naranjas, tacuaras, pajas todo en pequea escala, que iban a vender a la playa de
Posadas, malbaratando casi siempre su mercanca, pues ignorantes al principio del pulso del mercado,
llevaban litros de miel de caa cuando haban llegado barriles de ella el da anterior, y naranjas, cuando
la costa amarilleaba.
Vida muy dura y fracasos diarios, que alejaban de su espritu toda otra preocupacin que no fuera
llegar de madrugada a Posadas y remontar enseguida el Paran a fuerza de puo. La mujer acompaaba
siempre al marido, y remaba con l.
En uno de los tantos das de trfico, lleg un 23 de diciembre, y la mujer dijo:
Podramos llevar a Posadas el tabaco que tenemos, y las bananas de Francs-cu. De vuelta
traeremos tortas de Navidad y velitas de color. Pasado maana es Navidad, y las venderemos muy bien
en los boliches.
A lo que el hombre contest:
En Santa Ana no venderemos muchas; pero en San Ignacio podremos vender el resto.
Con lo cual descendieron la misma tarde hasta Posadas; para remontar a la madrugada siguiente, de
noche an.
Ahora bien; el Paran estaba hinchado con sucias aguas de crecientes que se alzaban por minutos. Y
cuando las lluvias tropicales se han descargado simultneamente en toda la cuenca superior, se borran los
largos remansos, que son los ms fieles amigos del remero. En todas partes el agua se desliza hacia
abajo, todo el inmenso volumen del ro es una huyente masa lquida que corre en una sola pieza. Y si a la
distancia el ro aparece en la canal terso y estirado en rayas luminosas, de cerca, sobre l mismo, se ve el
agua revuelta en pesado moar de remolinos.

El matrimonio, sin embargo, no titube un instante en remontar tal ro en un trayecto de sesenta


kilmetros, sin otro aliciente que el de ganar unos cuantos pesos. El amor nativo al centavo que ya
llevaban en sus entraas se haba exasperado ante la miseria entrevista, y aunque estuvieran ya prximos
a su sueo dorado que haban de realizar despus, en aquellos momentos hubieran afrontado el
Amazonas entero, ante la perspectiva de aumentar en cinco pesos sus ahorros.
Emprendieron, pues, el viaje de regreso, la mujer en los remos y el hombre a la pala en popa. Suban
apenas, aunque ponan en ello su esfuerzo sostenido, que deban duplicar cada veinte minutos en las
restingas, donde los remos de la mujer adquiran una velocidad desesperada, y el hombre se doblaba en
dos con lento y profundo esfuerzo sobre su pala hundida un metro en el agua.
Pasaron as diez, quince horas, todas iguales. Lamiendo el bosque o las pajas del litoral, la canoa
remontaba imperceptiblemente la inmensa y luciente avenida de agua, en la cual la diminuta embarcacin,
rasando la costa, pareca bien pobre cosa.
El matrimonio estaba en perfecto tren, y no eran remeros a quienes catorce o diecisis horas de remo
podan abatir. Pero cuando ya a la vista de Santa Ana se disponan a atracar para pasar la noche, al pisar
el barro el hombre lanz un juramento y salt a la canoa: ms arriba del taln, sobre el tendn de
Aquiles, un agujero negruzco, de bordes lvidos y ya abultados, denunciaba el aguijn de la raya.
La mujer sofoc un grito.
Qu? Una raya?
El hombre se haba cogido el pie entre las manos y lo apretaba con fuerza convulsiva.
S
Te duele mucho? agreg ella, al ver su gesto. Y l, con los dientes apretados:
De un modo brbaro
En esa spera lucha que haba endurecido sus manos y sus semblantes, haban eliminado de su
conversacin cuanto no propendiera a sostener su energa. Ambos buscaron vertiginosamente un remedio.
Qu? No recordaba nada. La mujer de pronto record: aplicaciones de aj macho, quemado.
Pronto, Andrs! exclam recogiendo los remos. Acustate en popa: voy a remar hasta Santa
Ana.
Y mientras el hombre, con la mano siempre aferrada al tobillo, se tenda en popa, la mujer comenz a
remar.
Durante tres horas rem en silencio, concentrando su sombra angustia en un mutismo desesperado,
aboliendo de su mente cuanto pudiera restarle fuerzas. En popa, el hombre devoraba a su vez su tortura,
pues nada hay comparable al atroz dolor que ocasiona la picadura de una raya, sin excluir el raspaje de
un hueso tuberculoso. Slo de vez en cuando dejaba escapar un suspiro que a despecho suyo se arrastraba
al final en bramido. Pero ella no lo oa o no quera orlo, sin otra seal de vida que las miradas atrs para
apreciar la distancia que faltaba an.
Llegaron por fin a Santa Ana; ninguno de los pobladores de la costa tena aj macho. Qu hacer? Ni
soar siquiera en ir hasta el pueblo. En su ansiedad la mujer record de pronto que en el fondo del
Teyucuar, al pie del bananal de Blosset y sobre el agua misma, viva desde meses atrs un naturalista
alemn de origen, pero al servicio del Museo de Pars. Recordaba tambin que haba curado a dos
vecinos de mordeduras de vbora, y era, por tanto, ms que probable que pudiera curar a su marido.
Reanud, pues, la marcha, y tuvo lugar entonces la lucha ms vigorosa que pueda entablar un pobre

ser humano una mujer! contra la voluntad implacable de la Naturaleza.


Todo: el ro creciendo y el espejismo nocturno que volcaba el bosque litoral sobre la canoa, cuando
en realidad sta trabajaba en plena corriente a diez brazas; la extenuacin de la mujer y sus manos, que
mojaban el puo del remo de sangre y agua serosa; todo: ro, noche y miseria la empujaban hacia atrs.
Hasta la boca del Yabebir pudo an ahorrar alguna fuerza; pero en la interminable cancha desde el
Yabebir hasta los primeros cantiles del Teyucuar, no tuvo un instante de tregua, porque el agua corra
por entre las pajas como en la canal, y cada tres golpes de remo levantaban camalotes en vez de agua; los
cuales cruzaban sobre la proa sus tallos nudosos y seguan a la rastra, por lo cual la mujer deba ir a
arrancarlos bajo el agua. Y cuando tornaba a caer en el banco, su cuerpo, desde los pies a las manos,
pasando por la cintura y los brazos era un nico y prolongado sufrimiento.
Por fin, al norte, el cielo nocturno se entenebreca ya hasta el cenit por los cerros del Teyucuar,
cuando el hombre, que desde haca un rato haba abandonado su tobillo para asirse con las dos manos a
la borda, dej escapar un grito.
La mujer se detuvo.
Te duele mucho?
S respondi l, sorprendido a su vez y jadeando. Pero no quise gritar. Se me escap.
Y agreg ms bajo, como si temiera sollozar si alzaba la voz:
No lo voy a hacer ms
Saba muy bien lo que era en aquellas circunstancias y ante su pobre mujer realizando lo imposible,
perder el nimo. El grito se le haba escapado, sin duda, por ms que all abajo, en el pie y el tobillo, el
atroz dolor se exasperaba en punzadas fulgurantes que lo enloquecan.
Pero ya haban cado bajo la sombra del primer acantilado, rasando y golpeando con el remo de
babor la dura mole que ascenda a pico hasta cien metros. Desde all hasta la restinga sur del Teyucuar
el agua est muerta y hay remanso a trechos. Inmenso desahogo del que la mujer no pudo disfrutar, porque
de popa se haba alzado otro grito. La mujer no volvi la vista. Pero el herido, empapado en sudor fro y
temblando hasta los mismos dedos adheridos al listn de la borda, no tena ya fuerza para contenerse, y
lanzaba un nuevo grito.
Durante largo rato el marido conserv un resto de energa, de valor, de conmiseracin por aquella
otra miseria humana, a la que robaba de ese modo sus ltimas fuerzas, y sus lamentos rompan de largo en
largo. Pero al fin toda su resistencia qued deshecha en una papilla de nervios destrozados, y desvariado
de tortura, sin darse l mismo cuenta, con la boca entreabierta para no perder tiempo, sus gritos se
repitieron a intervalos regulares y acompasados en un ay! de supremo sufrimiento.
La mujer, entretanto, el cuello doblado, no apartaba los ojos de la costa para conservar la distancia.
No pensaba, no oa, no senta: remaba. Slo cuando un grito ms alto, un verdadero clamor de tortura
rompa la noche, las manos de la mujer se desprendan a medias del remo.
Hasta que por fin solt los remos y ech los brazos sobre la borda.
No grites murmur.
No puedo! clam l. Es demasiado sufrimiento!
Ella sollozaba:
Ya s! Comprendo! Pero no grites No puedo remar!
Comprendo tambin Pero no puedo! Ay!
Y enloquecido de dolor y cada vez ms alto:

No puedo! No puedo! No puedo!


La mujer qued largo rato aplastada sobre los brazos, inmvil, muerta. Al fin se incorpor y reanud
muda la marcha.
Lo que la mujer realiz entonces, esa misma mujercita que llevaba ya dieciocho horas de remo en las
manos, y que en el fondo de la canoa llevaba a su marido moribundo, es una de esas cosas que no se
tornan a hacer en la vida. Tuvo que afrontar en las tinieblas el rpido sur del Teyucuar, que la lanz diez
veces a los remolinos de la canal. Intent otras diez veces sujetarse al pen para doblarlo con la canoa a
la rastra, y fracas. Torn al rpido, que logr por fin incidir con el ngulo debido, y ya en l se mantuvo
sobre su lomo treinta y cinco minutos remando vertiginosamente para no derivar. Rem todo ese tiempo
con los ojos escocidos por el sudor que la cegaba, y sin poder soltar un solo instante los remos. Durante
esos treinta y cinco minutos tuvo a la vista, a tres metros, el pen que no poda doblar, ganando apenas
centmetros cada cinco minutos, y con la desesperante sensacin de batir el aire con los remos, pues el
agua hua velozmente.
Con qu fuerzas, que estaban agotadas; con qu increble tensin de sus ltimos nervios vitales pudo
sostener aquella lucha de pesadilla, ella menos que nadie podra decirlo. Y sobre todo si se piensa que
por nico estimulante, la lamentable mujercita no tuvo ms que el acompasado alarido de su marido en
popa.
El resto del viaje dos rpidos ms en el fondo del golfo y uno final al costear el ltimo cerro, pero
sumamente largo no requiri un esfuerzo superior a aqul. Pero cuando la canoa embic por fin sobre
la arcilla del puerto de Blosset, y la mujer pretendi bajar para asegurar la embarcacin, se encontr de
repente sin brazos, sin piernas y sin cabeza nada senta de s misma, sino el cerro que se volcaba sobre
ella; y cay desmayada.

As fue, seor! Estuve dos meses en cama, y ya vio cmo me qued la pierna. Pero el dolor, seor! Si
no es por sta, no hubiera podido contarle el cuento, seor concluy ponindole la mano en el hombro
a su mujer.
La mujercita dej hacer, riendo. Ambos sonrean, por lo dems, tranquilos, limpios y establecidos
por fin con un boliche lucrativo, que haba sido su ideal.
Y mientras quedbamos de nuevo mirando el ro oscuro y tibio que pasaba creciendo, me pregunt
qu cantidad de ideal hay en la entraa misma de la accin, cuando prescinde en un todo del mvil que la
ha encendido, pues all, tal cual, desconocido de ellos mismos, estaba el herosmo a la espalda de los
mseros comerciantes.

Polea loca
En una poca en que yo tuve veleidades de ser empleado nacional, o hablar de un hombre que durante
los dos aos que desempe un puesto pblico no contest una sola nota.
He aqu un hombre superior me dije. Merece que vaya a verlo.
Porque debo confesar que el proceder habitual y forzoso de contestar cuanta nota se recibe es uno de
los inconvenientes ms grandes que hallaba yo a mi aspiracin. El delicado mecanismo de la
administracin nacional nadie lo ignora requiere que toda nota que se nos hace el honor de dirigir,
sea fatal y pacientemente contestada. Una sola comunicacin puesta de lado, la ms insignificante de
todas, trastorna hasta lo ms hondo de sus dientes el engranaje de la mquina nacional. Desde las notas
del presidente de la Repblica a las de un oscuro cabo de polica, todas exigen respuesta en igual grado,
todas encarnan igual nobleza administrativa, todas tienen igual austera trascendencia.
Es, pues, por esto que, convencido y orgulloso, como buen ciudadano, de la importancia de esas
funciones, no me atreva francamente a jurar que todas las notas que yo recibiera seran contestadas. Y he
aqu que me aseguraban que un hombre, vivo an, haba permanecido dos aos en la Administracin
Nacional, sin contestar ni enviar, desde luego ninguna nota
Fui, por consiguiente, a verlo, en el fondo de la repblica. Era un hombre de edad avanzada, espaol,
de mucha cultura, pues esta intelectualidad inesperada al pie de un quebracho, en una fogata de siringal o
en un aduar del Sahara, es una de las tantas sorpresas del trpico.
Mi hombre se ech a rer de mi juvenil admiracin cuando le cont lo que me llevaba a verlo. Me
dijo que no era cierto, por lo menos el lapso transcurrido sin contestar una sola nota. Que haba sido
encargado escolar en una colonia nacional, y que, en efecto, haba dejado pasar algo ms de un ao sin
acusar recibo de nota alguna. Pero que eso tena en el fondo poca importancia, habiendo notado por lo
dems
Aqu mi hombre se detuvo un instante, y se ech a rer de nuevo.
Quiere usted que le cuente algo ms sabroso que todo esto? me dijo. Ver usted un modelo
de funcionario pblico Sabe usted qu tiempo dej pasar ese tal sin dignarse echar una ojeada a lo
que reciba? Dos aos y algo ms. Y sabe usted qu puesto desempeaba? Gobernador Abra usted
ahora la boca.
En efecto, lo mereca. Para un tmido novio digmoslo as de la Administracin Nacional, nada
poda abrirme ms los ojos sobre la virtud de mi futura que las hazaas de aquel Don Juan
administrativo Le ped que me contara todo, si lo saba, y a escape.
Si lo s? me respondi. Si conozco bien a mi funcionario? Como que yo fui el gobernador
que le sucedi Pero, igame ms bien desde el principio. Era en En fin, suponga usted que el
ochenta y tantos. Yo acababa de regresar a Espaa, mal curado an de unas fiebres cogidas en el golfo de
Guinea. Haba hecho un crucero de cinco aos, abasteciendo a las factoras espaolas de la costa. El
ltimo ao lo pas en Elobey Chico Usted sabe su geografa, s?
S, toda; contine.
Bien. Sabr usted entonces que no hay pas ms malsano en el mundo entero, as como suena, que
la regin del delta del Nger. Hasta ahora, no hay mortal nacido en este planeta que pueda decir, despus
de haber cruzado frente a las bocas del Nger: No tuve fiebre

Comenzaba, pues, a restablecerme en Espaa, cuando un amigo, muy allegado al Ministerio de Ultramar,
me propuso la gobernacin de una de las cuatrocientas y tantas islas que pueblan las Filipinas. Yo era,
segn l, el hombre indicado, por mi larga actuacin entre negros y negritos.
Pero no entre malayos respond a mi protector. Entiendo que es bastante distinto
No crea usted: es la misma cosa me asegur. Cuando el hombre baja ms de dos o tres grados
en su color, todos son lo mismo En definitiva: le conviene a usted? Tengo facultades para hacerle dar
el destino enseguida.
Consult un largo rato con mi conciencia, y ms profundamente con mi hgado. Ambos se atrevan, y
acept.
Muy bien me dijo entonces mi padrino. Ahora que es usted de los nuestros, tengo que ponerlo
en conocimiento de algunos detalles. Conoce usted, siquiera de nombre, al actual gobernador de su isla,
Flix Prez Ziga?
No; fuera del escritor le dije.
se no es Flix me objet. Pero casi, casi valen tanto el uno como el otro Y no lo digo por
mal. Pues bien: desde hace dos aos no se sabe lo que pasa all. Se han enviado millones de notas, y crea
usted que las ltimas son capaces de ponerle los pelos de punta al funcionario peor nacido Y nada,
como si tal cosa. Usted llevar, juntamente con su nombramiento, la destitucin del personaje. Le
conviene siempre?
Ciertamente, me convena a menos que el fantstico gobernador fuera de genio tan vivo cuan
grande era su llaneza en eso de las notas.
No tal me respondi. Segn informes, es todo lo contrario Creo que se entender usted con
l a maravillas.
No haba, pues, nada que decir. Di an un poco de solaz a mi hgado, y un buen da march a
Filipinas. Eso s, llegu en un mal da, con un colazo de tifn en el estmago y el malhumor del
gobernador general sobre mi cabeza. A lo que parece, se haba prescindido bastante de l en ese asunto.
Logr, sin embargo, conciliarme su buena voluntad y me dirig a mi isla, tan a trasmano de toda ruta
martima que si no era ella el fin del mundo era evidentemente la tumba de toda comunicacin civilizada.
Y abrevio, pues noto que usted se fatiga No? Pues adelante En qu estbamos? Ah! En cuanto
desembarqu di con mi hombre. Nunca sufr desengao igual. En vez del tipo macizo, atrabiliario y
grun que me haba figurado a pesar de los informes, tropec con un muchacho joven de ojos azules,
grandes ojos de pjaro alegre y confiado. Era alto y delgado, muy calvo para su edad, y el pelo que le
restaba abundante a los costados y tras la cabeza era oscuro y muy ondeado. Tena la frente y la
calva muy lustrosas. La voz muy clara, y hablaba sin apresurarse, con largas entonaciones de hombre que
no tiene prisa y goza exponiendo y recibiendo ideas.
Total: un buen muchacho, inteligente sin duda, muy expansivo y cordial y con aire de atreverse a ser
feliz dondequiera que se hallase.
Pase usted, sintese me dijo. Est todo lo a gusto que quiera. No desea tomar nada? No,
nada? Ni aun chocolate? El que tengo es detestable, pero vale la pena probarlo Oiga su historia: el
otro da un buque costero lleg hasta aqu, y me trajo diez libras de cacao lo mejor de lo mejor entre
los cacaos. Encargu de la faena a un indgena inteligentsimo en la manufactura del chocolate. Ya lo

conocer usted. Se tost el cacao, se moli, se le incorpor el azcar tambin de primera, todo a mi
vista y con extremas precauciones. Sabe usted lo que result? Una cosa imposible. Quiere usted
probarlo? Vale la pena Despus me escribir usted desde Espaa cmo se hace eso Ah, no vuelve
usted! Se queda, s? Y ser usted el nuevo gobernador, sin duda? Mis felicitaciones
Cmo aquel feliz pjaro poda ser el malhechor administrativo a quien iba a reemplazar?
S continu l. Hace ya veintids meses que no deba ser yo gobernador. Y no era difcil
adivinarle a usted. Fue cuando adquir el conocimiento pleno de que jams podra yo llegar a contestar
una nota en adelante. Por qu? Es sumamente complicado esto Ms tarde le dir algo, si quiere Y
entretanto, le har entrega de todo, cuando usted lo desee Ya? Pues comencemos.
Y comenzamos, en efecto. Primero que todo, quise enterarme de la correspondencia oficial recibida,
puesto que yo deba estar bien informado de la remitida.
Las notas dice usted? Con mucho gusto. Aqu estn.
Y fue a poner la mano sobre un gran barril abierto, en un rincn del despacho.
Francamente, aunque esperaba mucho de aquel funcionario, no cre nunca hallar pliegos con
membrete real amontonados en el fondo de un barril
Aqu est repiti siempre con la mano en el borde, y mirndome con la misma plcida sonrisa.
Me acerqu, pues, y mir. Todo el barril, y era inmenso, estaba efectivamente lleno de notas; pero
todas sin abrir. Creer usted? Todas tenan su respectivo sobre intacto, hacinadas como diarios viejos
con faja an. Y el hombre tan tranquilo. No slo no haba contestado una sola comunicacin, lo que ya
saba yo; pero ni aun haba tenido a bien leerlas
No pude menos de mirarlo un momento. l hizo lo mismo, con una sonrisa de criatura cogida en un
desliz, pero del que tal vez se enorgullece. Al fin se ech a rer y me cogi de un brazo.
Esccheme me dijo. Sentmonos, y hablaremos. Es tan agradable hallar una sorpresa como la
suya, despus de dos aos de aislamiento! Esas notas! Quiere usted, francamente, conservar por el
resto de su vida la conciencia tranquila y menos congestionado su hgado?, se le ve en la cara
enseguida S? Pues no conteste usted jams una nota. Ni una sola siquiera. No cree, es claro Es tan
fuerte el prejuicio, seor mo! Y sabe usted de qu proviene? Proviene sencillamente de creer, como en
la Biblia, que la administracin de una nacin es una mquina con engranajes, poleas y correas, todo tan
ntimamente ligado, que la detencin o el simple tropiezo de una minscula rueda dentada es capaz de
detener todo el maravilloso mecanismo. Error, profundo error! Entre la augusta mano que firma Yo y la
de un carabinero que debe poner todos sus nfimos ttulos para que se sepa que existe, hay una porcin de
manos que podran abandonar sus barras sin que por ello el buque pierda el rumbo. La maquinaria es
maravillosa, y cada hombre es una rueda dentada, en efecto. Pero las tres cuartas partes de ellas son
poleas locas, ni ms ni menos. Giran tambin, y parecen solidarias del gran juego administrativo; pero en
verdad dan vueltas en el aire, y podran detenerse algunas centenas de ellas sin trastorno alguno. No,
crame usted a m, que he estudiado el asunto todo el tiempo libre que me dejaba la digestin de mi
chocolate No hay tal engranaje continuo y solidario desde el carabinero a su majestad el rey. Es ello
una de las tantas cosas que en el fondo solemos y simulamos ignorar No? Pues aqu tiene usted un
caso flagrante Usted ha visto la isla, la cara de sus habitantes, bastantes ms gordos que yo; ha visto al
seor gobernador general; ha atravesado el mundo, y viene de Espaa. Ahora bien: Ha visto usted
seales de trastorno en parte alguna? Ha notado usted algn balanceo peligroso en la nave del Estado?
Cree usted sinceramente que la marcha de la Administracin Nacional se ha entorpecido, en la cantidad

de un pelo entre dos dientes de engranaje, porque yo haya tenido a bien, sistemticamente, no abrir nota
alguna? Me destituyen, y usted me reemplaza, y aprender a hacer buen chocolate Esto es el
trastorno No cree usted?
Y el hombre, siempre con la rodilla entre las manos, me miraba con sus azules ojos de pjaro
complaciente, muy satisfecho, al parecer, de que a l lo destituyeran y de que yo lo reemplazara.
Precisa que yo le diga a usted, ahora que conoce mi propia historia de cuando fui encargado
escolar, que aquel diablo de muchacho tena una seduccin de todos los demonios. No s si era lo que se
llama un hombre equilibrado; pero su filosofa pagana, sin pizca de acritud, tentaba fabulosamente, y no
pas rato sin que simpatizramos del todo.
Proceda, sin embargo, no dejarme embriagar.
Es menester le dije formalizndome un tanto que yo abra esa correspondencia.
Pero mi muchacho me detuvo del brazo, mirndome atnito:
Pero est usted loco? exclam. Sabe usted lo que va a encontrar all? No sea criatura, por
Dios! Queme todo eso, con barril y todo, y lncelo a la playa
Sacud la cabeza y met la mano en el bal. Mi hombre se encogi entonces de hombros y se ech de
nuevo en su silln, con la rodilla muy alta entre las manos. Me miraba hacer de reojo, moviendo la
cabeza y sonriendo al final de cada comunicacin.
Usted supone, no, lo que diran las ltimas notas, dirigidas a un empleado que desde haca dos aos
se libraba muy bien de contestar a una sola? Eran simplemente cosas para hacer ruborizar, aun en un
cuarto oscuro, al funcionario de menos vergenza Y yo deba cargar con todo eso, y contestar una por
una a todas.
Ya se lo haba yo prevenido! me deca mi muchacho con voz compasiva. Va usted a sudar
mucho ms cuando deba contestar Siga mi consejo, que an es tiempo: haga un judas con barril y notas,
y se sentir feliz.
Estaba bien divertido! Y mientras yo continuaba leyendo, mi hombre, con su calva luciente, su
aureola de pelo rizado y su guardapolvo de brin de hilo, prosegua balancendose, muy satisfecho de la
norma a que haba logrado ajustar su vida.
Yo transpiraba copiosamente, pues cada nueva nota era una nueva bofetada, y conclu por sentir
debilidad.
Ah, ah! se levant. Se halla cansado ya? Desea tomar algo? Quiere probar mi chocolate?
Vale la pena, ya le dije
Y a pesar de mi gesto desabrido, pidi el chocolate y lo prob. En efecto, era detestable; pero el
hombre qued muy contento.
Vio usted? No se puede tomar. A qu atribuir esto? No descansar hasta saberlo Me alegro de
que no haya podido tomarlo, pues as cenaremos temprano. Yo lo hago siempre con luz de da an Muy
bien; comeremos de aqu a una hora, y maana proseguiremos con las notas y dems
Yo estaba cansado, bien cansado. Me di un hermossimo bao, pues mi joven amigo tena una
instalacin portentosa de confort en esto. Cenamos, y un rato despus mi husped me acompa hasta mi
cuarto.
Veo que es usted hombre precavido me dijo al verme retirar un mosquitero de la maleta. Sin
este chisme, no podra usted dormir. Solamente yo no lo uso aqu.

No le pican los mosquitos? le pregunt, extraado a medias solamente.


Usted cree? me respondi riendo y llevndose la mano a su calva frente. Muchsimo Pero
no puedo soportar eso No ha odo hablar usted de personas que se ahogan dentro de mosquiteros? Es
una tontera, si usted quiere, una neurosis inocente, pero se sufre en realidad. Venga usted a ver mi
mosquitero.
Fuimos hasta su cuarto o, mejor dicho, hasta la puerta de su cuarto. Mi amigo levant la lmpara hasta
los ojos, y mir. Pues bien: toda la altura y la anchura de la puerta estaba cerrada por una verdadera red
de telaraas, una selva inextricable de telaraas donde no caba la cabeza de un fsforo sin hacer temblar
todo el teln. Y tan lleno de polvo, que pareca un muro. Por lo que pude comprender, ms que ver, la red
se internaba en el cuarto, sabe Dios hasta dnde.
Y usted duerme aqu? le pregunt mirndolo un largo momento.
S me respondi con infantil orgullo. Jams entra un mosquito. Ni ha entrado ni creo que entre
jams.
Pero usted por dnde entra? le pregunt muy preocupado.
Yo, por dnde entro? respondi. Y agachndose, me seal con la punta del dedo: Por aqu.
Hacindolo con cuidado, y en cuatro patas, la cosa no tiene mayor dificultad Ni mosquitos ni
murcilagos Polvo? No creo que pase; aqu tiene la prueba Adentro est muy despejado y
limpio, crea usted. Ahogarme? No, lo que ahoga es lo artificial, el mosquitero a cincuenta centmetros
de la boca Se ahoga usted dentro de una habitacin cerrada por el fro? Y hay concluy con la
mirada soadora una especie de descanso primitivo en este sueo defendido por millones de araas
que velan celosamente la quietud de uno No lo cree usted as? No me mire con esos ojos Buenas
noches, seor gobernador! concluy riendo y sacudindose ambas manos.
A la maana siguiente, muy temprano, pues ramos uno y otro muy madrugadores, proseguimos
nuestra tarea. En verdad, no faltaba sino recibirme de los libros de cuentas, fuera de insignificancias de
menor cuanta.
Es cierto! me respondi. Existen tambin los libros de cuentas Hay, creo yo, mucho que
pensar sobre eso Pero lo har despus, con tiempo. En un instante lo arreglaremos. Urquijo! Hgame
el favor de traer los libros de cuentas. Ver usted que en un momento No hay nada anotado, como usted
comprender; pero en un instante Bien, Urquijo; sintese usted ah; vamos a poner los libros en forma.
Comience usted.
El secretario, a quien haba entrevisto apenas la tarde anterior, era un sujeto de edad, muy bajo y muy
flaco, hurao, silencioso y de mirar desconfiado. Tena la cara rojiza y lustrosa, dando la sensacin de
que no se lavaba nunca. Simple apariencia, desde luego, pues su vieja ropa negra no tena una sola
mancha. Su cuello de celuloide era tan grande, que dentro de l caban dos pescuezos como el suyo. Tipo
reconcentrado y de mirar desconfiado como nadie.
Y comenz el arreglo de cuentas ms original que haya visto en mi vida. Mi amigo se sent enfrente
del secretario y no apart un instante la vista de los libros mientras dur la operacin. El secretario
recorra recibos, facturas y operaba en voz alta:
Veinticinco meses de sueldos al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto
Y multiplicaba al margen de un papel.
Su jefe segua los nmeros en lnea quebrada, sin pestaear. Hasta que, por fin, extendi el brazo:

No, no, Urquijo Eso no me gusta. Ponga: un mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es
tanto y tanto. Segundo mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto; tercer mes de
sueldo Siga as, y sume. As entiendo claro.
Y volvindose a m:
Hay yo no s qu cosa de brujera y sofisma en las matemticas, que me da escalofros Creer
usted que jams he llegado a comprender la multiplicacin? Me pierdo enseguida Me resultan
diablicos esos nmeros sin ton ni son que se van disparando todos hacia la izquierda Sume, Urquijo.
El secretario, serio y sin levantar los ojos, como si fuera aquello muy natural, sumaba en voz alta, y
mi amigo golpeaba entonces ambas manos sobre la mesa:
Ahora s deca; esto es bien claro.
Pero a una nueva partida de gastos, el secretario se olvidaba, y recomenzaba:
Veinticinco meses de provisin de lea, a tanto por mes, es tanto y tanto
No, no! Por favor, Urquijo! Ponga: un mes de provisin de lea, a tanto por mes, es tanto y
tanto; segundo mes de provisin de lea, etctera. Sume despus.
Y as continu el arreglo de libros, ambos con demoniaca paciencia, el secretario, olvidndose
siempre y empeado en multiplicar al margen del papel y su jefe detenindolo con la mano para ir a una
cuenta clara y sobre todo honesta.
Aqu tiene usted sus libros en forma me dijo mi hombre al final de cuatro largas horas, pero
sonriendo siempre con sus grandes ojos de pjaro inocente.
Nada ms me queda por decirle. Permanec nueve meses escasos all, pues mi hgado me llev otra
vez a Espaa. Ms tarde, mucho despus, vine aqu, como contador de una empresa El resto ya lo sabe.
En cuanto a aquel singular muchacho, nunca he vuelto a saber nada de l Supongo que habr
solucionado al fin el misterio de por qu su chocolate, hecho con elementos de primera, haba salido tan
malo
Y en cuanto a la influencia del personaje ya sabe mi actuacin de encargado escolar Jams, entre
parntesis, marcharon mejor los asuntos de la escuela Crame: las tres cuartas partes de las ideas del
peregrino mozo son ciertas Incluso las matemticas

Yo agrego ahora: las matemticas, no s; pero en el resto Dios me perdone le sobraba razn. As, al
parecer, lo comprendi tambin la Administracin, rehusando admitirme en el manejo de su delicado
mecanismo.

Dieta de amor
Ayer de maana tropec en la calle con una muchacha delgada, de vestido un poco ms largo que lo
regular, y bastante mona, a lo que me pareci. Me volv a mirarla y la segu con los ojos hasta que dobl
la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantn como pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto
es frecuente.
Tena, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan
franco desinters respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta est esperando que
ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encant, bien que yo fuera el badulaque
que la segua en aquel momento.
Aunque yo tena qu hacer, la segu y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella
cruz y entr en un zagun de casa de altos.
La muchacha tena un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una
cosa en que se pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginacin el cuerpo de una chica muy bien
calzada que va trepando una escalera. No s si ella contaba los escalones; pero jurara que no me
equivoqu en un solo nmero y que llegamos juntos a un tiempo al vestbulo.
Dej de verla, pues. Pero yo quera deducir la condicin de la chica del aspecto de la casa, y segu
adelante, por la vereda opuesta.
Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de bronce, le:
DOCTOR SWINDENBORG
FSICO DIETTICO

Fsico diettico! Est bien. Era lo menos que me poda pasar esa maana. Seguir a una mona chica
de traje azul marino, efectuar a su lado una ideal ascensin de escalera, para concluir
Fsico diettico! Ah, no! No era se mi lugar, por cierto! Diettico! Qu diablos tena yo que
hacer con una muchacha anmica, hija o pensionista de un fsico diettico? A quin se le puede ocurrir
hilvanar, como una sbana, estos dos trminos disparatados: amor y dieta? No era todo eso una promesa
de dicha, por cierto. Diettico! No, por Dios! Si algo debe comer, y comer bien, es el amor. Amor y
dieta No, con mil diablos!

Esto era ayer de maana. Hoy las cosas han cambiado. La he vuelto a encontrar, en la misma calle, y sea
por la belleza del da o por haber adivinado en mis ojos quin sabe qu religiosa vocacin diettica, lo
cierto es que me ha mirado.
Hoy la he visto la he visto y me ha mirado
Ah, no! Confieso que no pensaba precisamente en el final de la estrofa. Lo que yo pensaba era esto:
cul debe ser la tortura de un grande y noble amor, constantemente sometido a los xtasis de una inefable
dieta
Pero que me ha mirado, esto no tiene duda. La segu, como el da anterior; y como el da anterior,

mientras con una idiota sonrisa iba soando tras los zapatos de charol, tropec con la placa de bronce:
DOCTOR SWINDENBORG
FSICO DIETTICO

Ah! Es decir, que nada de lo que yo iba soando podra ser verdad? Era posible que tras los
aterciopelados ojos de mi muchacha no hubiera sino una celestial promesa de amor diettico?
Debo creerlo as, sin duda, porque hoy, hace apenas una hora, ella acaba de mirarme en la misma
calle y en la misma cuadra; y he ledo claro en sus ojos el alborozo de haber visto subir lmpido a mis
ojos un fraternal amor diettico
Al diablo el amor!

Han pasado cuarenta das. No s ya qu decir, a no ser que estoy muriendo de amor a los pies de mi chica
de traje oscuro Y si no a sus pies, por lo menos a su lado, porque soy su novio y voy a su casa todos
los das.
Muriendo de amor Y s, muriendo de amor, porque no tiene otro nombre esta exhausta adoracin
sin sangre. La memoria me falta a veces; pero me acuerdo muy bien de la noche que llegu a pedirla.
Haba tres personas en el comedor porque me recibieron en el comedor: el padre, una ta y ella.
El comedor era muy grande, muy mal alumbrado y muy fro. El doctor Swindenborg me oy de pie,
mirndome sin decir una palabra. La ta me miraba tambin, pero desconfiada. Ella, mi Nora, estaba
sentada a la mesa y no se levant.
Yo dije todo lo que tena que decir, y me qued mirando tambin. En aquella casa poda haber de
todo; pero lo que es apuro, no. Pas un momento an, y el padre me miraba siempre. Tena un inmenso
sobretodo peludo, y las manos en los bolsillos. Llevaba un grueso pauelo al cuello y una barba muy
grande.
Usted est bien seguro de amar a la muchacha? me dijo, al fin.
Oh, lo que es eso! le respond.
No contest nada, pero me sigui mirando.
Usted come mucho? me pregunt.
Regular le respond, tratando de sonrerme.
La ta abri entonces la boca y me seal con el dedo como quien seala un cuadro:
El seor debe comer mucho dijo.
El padre volvi la cabeza a ella:
No importa objet. No podramos poner trabas en su va
Y volvindose esta vez a su hija, sin quitar las manos de los bolsillos:
Este seor te quiere hacer el amor le dijo. T quieres?
Ella levant los ojos tranquila y sonri:
Yo, s repuso.
Y bien me dijo entonces el doctor, empujndome del hombro. Usted es ya de la casa; sintese

y coma con nosotros.


Me sent enfrente de ella y cenamos. Lo que com esa noche, no s, porque estaba loco de contento
con el amor de mi Nora. Pero s muy bien lo que hemos comido despus, maana y noche, porque
almuerzo y ceno con ellos todos los das.
Cualquiera sabe el gusto agradable que tiene el t, y esto no es un misterio para nadie. Las sopas
claras son tambin tnicas y predisponen a la afabilidad.
Y bien: maana a maana, noche a noche, hemos tomado sopas ligeras y una liviana taza de t. El
caldo es la comida, y el t es el postre; nada ms.
Durante una semana entera no puedo decir que haya sido feliz. Hay en el fondo de todos nosotros un
instinto de rebelin bestial que muy difcilmente es vencido. A las tres de la tarde comenzaba la lucha; y
ese rencor del estmago dirigindose a s mismo de hambre; esa constante protesta de la sangre
convertida a su vez en una sopa fra y clara, son cosas stas que no se las deseo a ninguna persona,
aunque est enamorada.
Una semana entera la bestia originaria pugn por clavar los dientes. Hoy estoy tranquilo. Mi corazn
tiene cuarenta pulsaciones en vez de sesenta. No s ya lo que es tumulto ni violencia, y me cuesta trabajo
pensar que los bellos ojos de una muchacha evoquen otra cosa que una inefable y helada dicha sobre el
humo de dos tazas de t.
De maana no tomo nada, por paternal consejo del doctor. A medioda tomamos caldo y t, y de
noche caldo y t. Mi amor, purificado de este modo, adquiere da a da una transparencia que slo las
personas que vuelven en s despus de una honda hemorragia pueden comprender.

Nuevos das han pasado. Las filosofas tienen cosas regulares y a veces algunas cosas malas. Pero la del
doctor Swindenborg con su sobretodo peludo y el pauelo al cuello est impregnada de la ms alta
idealidad. De todo cuanto he sido en la calle, no queda rastro alguno. Lo nico que vive en m, fuera de
mi inmensa debilidad, es mi amor. Y no puedo menos de admirar la elevacin de alma del doctor, cuando
sigue con ojos de orgullo mi vacilante paso para acercarme a su hija.
Alguna vez, al principio, trat de tomar la mano de mi Nora, y ella lo consinti por no disgustarme. El
doctor lo vio y me mir con paternal ternura. Pero esa noche, en vez de hacerlo a las ocho, cenamos a las
once. Tomamos solamente una taza de t.
No s, sin embargo, qu primavera mortuoria haba aspirado yo esa tarde en la calle. Despus de
cenar quise repetir la aventura, y slo tuve fuerzas para levantar la mano y dejarla caer inerte sobre la
mesa, sonriendo de debilidad como una criatura.
El doctor haba dominado la ltima sacudida de la fiera.
Nada ms desde entonces. En todo el da, en toda la casa, no somos sino dos sonmbulos de amor. No
tengo fuerzas ms que para sentarme a su lado, y as pasamos las horas, helados de extraterrestre
felicidad, con la sonrisa fija en las paredes.

Uno de estos das me van a encontrar muerto, estoy seguro. No hago la menor recriminacin al doctor
Swindenborg, pues si mi cuerpo no ha podido resistir a esa fcil prueba, mi amor, en cambio, ha
apreciado cunto de desdeable ilusin va ascendiendo con el cuerpo de una chica de oscuro que trepa

una escalera. No se culpe, pues, a nadie de mi muerte. Pero a aquellos que por casualidad me oyeran,
quiero darles este consejo de un hombre que fue un da como ellos:
Nunca, jams, en el ms remoto de los jamases, pongan los ojos en una muchacha que tiene mucho o
poco que ver con un fsico diettico.
Y he aqu por qu:
La religin del doctor Swindenborg la de ms alta idealidad que yo haya conocido, y de ello me
vanaglorio al morir por ella no tiene sino una falla, y es sta: haber unido en un abrazo de solidaridad
al Amor y la Dieta. Conozco muchas religiones que rechazan el mundo, la carne y el amor. Y algunas de
ellas son notables. Pero admitir el amor, y darle por nico alimento la dieta, es cosa que no se le ha
ocurrido a nadie. Esto es lo que yo considero una falla del sistema; y acaso por el comedor del doctor
vaguen de noche cuatro o cinco desfallecidos fantasmas de amor, anteriores a m.
Que los que lleguen a leerme huyan, pues, de toda muchacha mona cuya intencin manifiesta sea
entrar en una casa que ostenta una gran chapa de bronce. Puede hallarse all un gran amor, pero puede
haber tambin muchas tazas de t.
Y yo s lo que es esto.

Miss Dorothy Phillips, mi esposa


Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematgrafo enamorados de
una estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un aos, soy alto, delgado y trigueo, como
cuadra, a efectos de la exportacin, a un americano del sur. Estoy apenas en regular posicin, y gozo de
buena salud.
Voy pasando la vida sin quejarme demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando
he podido mirar de frente un par de hermosos ojos todo el tiempo que he deseado.
Hay hombres, mucho ms respetables que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no
haberles dado tiempo para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad
moral ante ellos mismos, en quienes no cabe, ni en posesin ni en comprensin, la frivolidad de mis
treinta y un aos de existencia. Yo no he dejado, sin embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por
mi cabeza ha pasado una que otra vez algn pensamiento. Pero en ningn instante la angustia y el ansia
han turbado mis horas como al sentir detenidos en m dos ojos de gran belleza.
Es una verdad clsica que no hay hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del
semblante. Por mi parte, si yo fuera dictador decretara la muerte de toda mujer que presumiera de
hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar una sociedad de abajo arriba, y el mismo
derecho pero al revs para aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchsimas cosas. Pero
para lo que no hay derecho, ni lo habr nunca es para usurpar el ttulo de belleza cuando la dama tiene los
ojos de ratn. No importa que la boca, la nariz, el corte de cara sean admirables. Faltan los ojos, que son
todo.
El alma se ve en los ojos dijo alguien. Y el cuerpo tambin, agrego yo. Por lo cual, erigido en
comisario de un comit ideal de Belleza Pblica, enviara sin otro motivo al patbulo a toda dama que
presumiera de bella teniendo los ojos antedichos. Y tal vez a dos o tres amigas.

Con esta indignacin y los deleites correlativos he pasado los treinta y un aos de mi vida
esperando, esperando.
Esperando qu? Dios lo sabe. Acaso el bendito pas en que las mujeres consideran cosa muy ligera
mirar largamente en los ojos a un hombre a quien ven por primera vez. Porque no hay suspensin de
aliento, absorcin ms paralizante que la que ejercen dos ojos extraordinariamente bellos. Es tal, que ni
aun se requiere que los ojos nos miren con amor. Ellos son en s mismos el abismo, el vrtigo en que el
varn pierde la cabeza, sobre todo cuando no puede caer en l. Esto, cuando nos miran por casualidad;
porque si el amor es la clave de esa casualidad, no hay entonces locura que no sea digna de ser cometida
por ellos.
Quien esto anota es un hombre de bien, con ideas juiciosas y ponderadas. Podr parecer frvolo pero
lo que dice no lo es. Si una pulgada de ms o de menos en la nariz de Cleopatra segn el filsofo
hubiera cambiado el mundo, no quiero pensar en lo que poda haber pasado si aquella seora llega a
tener los ojos ms hermosos de lo que los tuvo: el Occidente desplazado hacia el Oriente trescientos aos
antes, y el resto.

Siendo como soy, se comprende muy bien que el advenimiento del cinematgrafo haya sido para m el
comienzo de una nueva era, por la cual cuento las noches sucesivas en que he salido mareado y plido
del cine, porque he dejado mi corazn, con todas sus pulsaciones, en la pantalla que impregn por tres
cuartos de hora el encanto de Brownie Vernon.
Los pintores odian al cinematgrafo porque dicen que en ste la luz vibra infinitamente ms que en
sus cuadros. Lo ideal, para los pobres artistas, sera pintar cuadros cinematogrficos. Lo comprendo
bien. Pero no s si ellos comprendern la vibracin que sacude a un pobre mortal, de la cabeza a los
pies, cuando una hermossima muchacha nos tiende por una hora su propia vibracin personal al alcance
de la boca. Porque no debe olvidarse que contadsimas veces en la vida nos es dado ver tan de cerca a
una mujer como en la pantalla. El paso de una hermosa chica a nuestro lado constituye ya una de las
pocas cosas por las cuales valga la pena retardar el paso, detenerlo, volver la cabeza, y perderla. No
abundan estas pequeas felicidades.
Ahora bien: qu es este fugaz deslumbramiento ante el vrtigo sostenido, torturador, implacable, de
tener toda una noche a diez centmetros los ojos de Mildred Harris? A diez, cinco centmetros! Pinsese
en esto. Como aun en el cinematgrafo hay mujeres feas, las pestaas de una msera, vistas a tal distancia,
parecen varas de mimbre. Pero cuando una hermosa estrella detiene y abre el paraso de sus ojos, de toda
la vasta sala, y la guerra europea, y el ter sideral, no queda nada ms que el profundo edn de
melancola que desfallece en los ojos de Miriam Cooper.
Todo esto es cierto. Entre otras cosas, el cinematgrafo es, hoy por hoy, un torneo de bellezas
sumamente expresivas. Hay hombres que se han enamorado de un retrato y otros que han perdido para
siempre la razn por tal o cual mujer a la que nunca conocieron. Por mi parte, cuanto pudiera yo perder
incluso la vergenza me parecera un bastante buen negocio si al final de la aventura Marion Davies
pongo por caso me fuera otorgada por esposa.
As, provisto de esta sensibilidad un poco anormal, no es de extraar mi asiduidad al cine, y que las
ms de las veces salga de l mareado. En ciertos malos momentos he llegado a vivir dos vidas distintas:
una durante el da, en mi oficina y el ambiente normal de Buenos Aires, y la otra de noche, que se
prolonga hasta el amanecer. Porque sueo, sueo siempre. Y se querr creer que ellos, mis sueos, no
tienen nada que envidiar a los de soltero ni casado alguno.
A tanto he llegado, que no s en esas ocasiones con quin sueo: Edith Roberts Wanda Hawley
Dorothy Phillips Miriam Cooper
Y este cudruple paraso ideal, soado, mentido, todo lo que se quiera, es demasiado mgico,
demasiado vivo, demasiado rojo para las noches blancas de un jefe de seccin de ministerio.
Qu hacer? Tengo ya treinta y un aos y no soy, como se ve, una criatura. Dos nicas soluciones me
quedan. Una de ellas es dejar de ir al cinematgrafo. La otra

Aqu un parntesis. Yo he estado dos veces a punto de casarme. He sufrido en esas dos veces lo
indecible pensando, calculando a cuatro decimales las probabilidades de felicidad que podan
concederme mis dos prometidas. Y he roto las dos veces.
La culpa no estaba en ellas podr decirse, sino en m, que encenda el fuego y destilaba una

esencia que no se haba formado an. Es muy posible. Pero para algo me sirvi mi ensayo de qumica, y
cuanto medit y torn a meditar hasta algunos hilos de plata en las sienes, puede resumirse en este
apotegma:
No hay mujer en el mundo de la cual un hombre as la conozca desde que usaba paales pueda
decir: una vez casada ser as y as; tendr este real carcter y estas tales reacciones.
S de muchos hombres que no se han equivocado, y s de otro en particular cuya eleccin ha sido un
verdadero hallazgo, que me hizo esta profunda observacin:
Yo soy el hombre ms feliz de la tierra con mi mujer; pero no te cases nunca.
Dejemos; el punto se presta a demasiadas interpretaciones para insistir, y cerrmosle con una leyenda
que, a lo que entiendo, estaba grabada en las puertas de una feliz poblacin de Grecia: Cada cual sabe
lo que pasa en su casa.
Ahora bien; de esta conviccin expuesta he deducido esta otra: la nica esperanza posible para el que
ha resistido hasta los treinta aos al matrimonio es casarse inmediatamente con la primera chica que le
guste o le haya gustado mucho al pasar; sin saber quin es, ni cmo se llama, ni qu probabilidades tiene
de hacernos feliz; ignorndolo todo, en suma, menos que es joven y que tiene bellos ojos.
En diez minutos, en dos horas a lo ms el tiempo necesario para las formalidades con ella o los
padres y el Registro Civil, la desconocida de media hora antes se convierte en nuestra ntima esposa.
Ya est. Y ahora, acodados al escritorio, nos ponemos a meditar sobre lo que hemos hecho.

No nos asustemos demasiado, sin embargo. Creo sinceramente que una esposa tomada en estas
condiciones no est mucho ms distante de hacernos feliz que cualquier otra. La circunstancia de que
hayamos tratado uno o dos aos a nuestra novia (en la sala, novias y novios son sumamente agradables),
no es infalible garanta de felicidad. Aparentemente el previo y largo conocimiento supone otorgar esa
garanta. En la prctica, los resultados son bastante distintos. Por lo cual vuelvo a creer que estamos tanto
o ms expuestos a hallar bondades en una esposa improvisada que decepciones en la que nuestra madura
eleccin juzg ideal.
Dejemos tambin esto. Sirva, por lo menos, para autorizar la resolucin muy honda del que escribe
estas lneas, que tras el curso de sus inquietudes ha decidido casarse con una estrella del cine.

De ellas, en resumen, qu s? Nada, o poco menos que nada. Por lo cual mi matrimonio vendra a ser lo
que fue originariamente: una verdadera conquista, en que toda la esposa deseada cuerpo, vestidos y
perfumes es un verdadero hallazgo. Queremos creer que el novio menos devoto de su prometida
conoce, poco o mucho, el gusto de sus labios. Es un placer al que nada se puede objetar, si no es que
roba a las bodas lo que debera ser su primer dulce tropiezo. Pero para el hombre que a dichas bodas
llegue con los ojos vendados, el solo roce del vestido, cuyo tacto nunca ha conocido, ser para l una
brusca novedad cargada de amor.
No ignoro que esta mi empresa sobrepasa casi las fuerzas de un hombre que est apenas en regular
posicin; las estrellas son difciles de obtener. All veremos. Entretanto, mientras pongo en orden mis
asuntos y obtengo la licencia necesaria, establezco el siguiente cuadro, que podramos llamar de

diagnstico diferencial:
Miriam Cooper Dorothy Phillips Brownie Vernon Grace Cunard.
El caso Cooper es demasiado evidente para no llevar consigo su sentencia: demasiado delgada. Y es
lstima, porque los ojos de esta chica merecen bastante ms que el nombre de un pobre diablo como yo.
Las mujeres flacas son encantadoras en la calle, bajo las manos de un modisto, y siempre y toda vez que
el objeto a admirar sea, no la lnea del cuerpo, sino la del vestido. Fuera de estos casos, poco agradables
son.
El caso Phillips es ms serio, porque esta mujer tiene una inteligencia tan grande como su corazn, y
ste, casi tanto como sus ojos.
Brownie Vernon: fuera de la Cooper, nadie ha abierto los ojos al sol con ms hermosura en ellos. Su
sola sonrisa es una aurora de felicidad.
Grace Cunard, ella, guarda en sus ojos ms picarda que Alice Lake, lo que es ya bastante decir. Muy
inteligente tambin; demasiado, si se quiere.
Se notar que lo que busca el autor es un matrimonio por los ojos. Y de aqu su desasosiego, porque,
si bien se mira, una mano ms o menos descarnada o un ngulo donde la piel debe ser tensa, pesan menos
que la melancola insondable, que est muriendo de amor, en los ojos de Mara. Elijo, pues, por esposa,
a miss Dorothy Phillips. Es casada, pero no importa.
El momento tiene para m seria importancia. He vivido treinta y un aos pasando por encima de dos
noviazgos que a nada me condujeron. Y ahora tengo vivsimo inters en destilar la felicidad a doble
condensador esta vez y con el fuego debido.
Como plan de campaa he pensado en varios, y todos dependientes de la necesidad de figurar en
ellos como hombre de fortuna. Cmo, si no, miss Phillips se sentira inclinada a aceptar mi mano, sin
contar el previo divorcio con su mal esposo?
Tal simulacin es fcil, pero no basta. Precisa adems revestir mi nombre de una cierta
responsabilidad en el orden artstico, que un jefe de seccin de ministerio no es comn posea. Con esto y
la proteccin del dios que est ms all de las probabilidades lgicas, cambio de estado.

Con cuanto he podido hallar de chic en recortes y una profusin verdaderamente conmovedora de retratos
y cuadros de estrellas, he ido a ver a un impresor.
Hgame le dije un nmero nico de esta ilustracin. Deseo una cosa extraordinaria como
papel, impresin y lujo.
Y estas observaciones? me consult. Tricromas?
Desde luego.
Y aqu?
Lo que ve.
El hombre hoje lentamente una por una las pginas y me mir.
De esta ilustracin no se va a vender un solo ejemplar me dijo.
Ya lo s. Por esto no haga sino uno solo.

Es que ni ste se va a vender.


Me quedar con l. Lo que deseo ahora es saber qu podr costar.
Estas cosas no se pueden contestar as Ponga ocho mil pesos, que pueden resultar diez mil.
Perfectamente; pongamos diez mil como mximo por diez ejemplares. Le conviene?
A m, s; pero a usted creo que no.
A m, tambin. Aprntemelos, pues, con la rapidez que den sus mquinas.
Las mquinas de la casa impresora en cuestin son una maravilla; pero lo que le he pedido es algo
para poner a prueba sus mximas virtudes. Vase, si no: una ilustracin tipo LIllustration en su nmero
de Navidad, pero cuatro veces ms voluminosa. Jams, como publicacin quincenal, se ha visto nada
semejante.
De diez mil pesos, y aun cincuenta mil, yo puedo disponer para la campaa. No ms, y de aqu mi
aristocrtico empeo en un tiraje reducidsimo. Y el impresor tiene a su vez, razn de rerse de mi
pretensin de poner en venta tal nmero.
En lo que se equivoca, sin embargo, porque mi plan es mucho ms sencillo. Con ese nmero en la
mano, del cual soy director, me presentar ante empresarios, accionistas, directores de escena y artistas
del cine, como quien dice: en Buenos Aires, capital de Sudamrica, de las estancias y del entusiasmo por
las estrellas, se fabrican estas pequeeces. Y los yanquis, a mirarse a la cara.
A los compatriotas de aqu que hallen que esta combinacin rasa como una tangente a la estafa, les
dir que tienen mil veces razn. Y ms an: como el constituirse en editor de tal publicacin supone
conjuntamente con una devocin muy viva por las bellas actrices, una fortuna tambin ardiente, la
segunda parte de mi plan consiste en pasar por hombre que se re de unas decenas de miles de pesos para
hacer su gusto. Segunda estafa, como se ve, ms rasante que la interior.
Pero los mismos puritanos apreciarn que yo juego mucho para ganar muy poco: dos ojos, por
hermosos que sean, no han constituido nunca un valor de bolsa.
Y si al final de mi empresa obtengo esos ojos, y ellos me devuelven en una larga mirada el honor que
perd por conquistarlos, creo que estar en paz con el mundo, conmigo mismo, y con el impresor de mi
revista.

Estoy a bordo. No dejo en tierra sino algunos amigos y unas cuantas ilusiones, la mitad de las cuales se
comieron como bombones mis dos novias. Llevo conmigo la licencia por seis meses, y en la valija los
diez ejemplares. Adems, un buen nmero de cartas, porque cae de su peso que a mi edad no considero
bastante, para acercarme a miss Phillips, toda la psicologa de que he hecho gala en las anteriores lneas.
Qu ms? Cierro los ojos y veo, all lejos, flamear en la noche una bandera estrellada. All voy,
divina incgnita, estrella divina y vendada como el Amor.

Por fin en Nueva York, desde hace cinco das. He tenido poca suerte, pues una semana antes se ha
iniciado la temporada en Los ngeles. El tiempo es magnfico.
No se queje de la suerte me ha dicho mientras almorzbamos mi informante, un alto personaje
del cinematgrafo. Tal como comienza el verano, tendrn all luz como para impresionar a oscuras.

Podr ver a todas las estrellas que parecen preocuparle, y esto en los talleres, lo que ser muy halagador
para ellas; y a pleno sol, lo que no lo ser tanto para usted.
Por qu?
Porque las estrellas de da lucen poco. Tienen manchas y arrugas.
Creo que su esposa, sin embargo me he atrevido, es
Una estrella. Tambin ella tiene esas cosas. Por esto puedo informarle. Y si quiere un consejo
sano, se lo voy a dar. Usted, por lo que puedo deducir, tiene fortuna; no es cierto?
Algo.
Muy bien. Y lo que es ms fcil de ver, tiene un confortante entusiasmo por las actrices. Por lo
tanto, o usted se ir a pasear por Europa con una de ellas y ser muerto por la vanidad y la insolencia de
su estrella, o se casar usted y se irn a su estancia de Buenos Aires, donde entonces ser usted quien la
mate a ella, a lazo limpio. Es un modo de decir pero expresa la cosa. Yo estoy casado.
Yo no; pero he hecho algunas reflexiones sobre el matrimonio
Bien. Y las va a poner en prctica casndose con una estrella? Usted es un hombre joven. En
South America todos son jvenes en este orden. De negocios no entienden la primera parte de un film,
pero en cuestiones de faldas van aprisa. He visto a algunos correr muy ligero. Su fortuna, la gan o la ha
heredado?
La hered.
Se conoce. Gstela a gusto.
Y con un cordial y grueso apretn de manos me dej hasta el da siguiente.
Esto pasaba anteayer. Volv dos veces ms, en las cuales ampli mis conocimientos. No he credo
deber enterarlo a fondo de mis planes, aunque el hombre podra serme muy til por el vasto dominio que
tiene de la cosa, lo que no le ha impedido, a pesar de todo, casarse con una estrella.

En el cielo del cine me ha dicho de despedida, hay estrellas, asteroides y cometas de larga cola y
ninguna sustancia dentro. Ojo, amigo panamericano! Tambin entre ustedes est de moda este film?
Cuando vuelva lo llevar a comer con mi mujer; quedar encantada de tener un nuevo admirador ms.
Qu cartas lleva para all? No, no; rompa eso. Espere un segundo Esto s. No tiene ms que
presentarse y casarse. Ciao!
Al partir el tren me he quedado pensando en dos cosas: que aqu tambin el ciao! aligera
notablemente las despedidas, y que por poco que tropiece con dos o tres tipos como este demonio
escptico y cordial, sentir el fro del matrimonio.
Esta sensacin particularsima la sufren los solteros comprometidos, cuando en la plena, somnolienta
y feliz distraccin que les proporciona su libertad, recuerdan bruscamente que al mes siguiente se casan.
nimo, corazn!

El escalofro no me abandona, aunque estoy ya en Los ngeles y esta tarde ver a la Phillips.
Mi informante de Nueva York tena cien veces razn; sin las cartas que l me dio no hubiera podido

acercarme ni aun a las espaldas de un director de escena. Entre otros motivos, parece que los astrnomos
de mi jaez abundan en Los ngeles, efecto del destello estelar. He visto as allanadas todas las
dificultades, y dentro de dos o tres horas asistir a la filmacin de La gran pasin, de la Blue Bird, con
la Phillips, Stowell, Chaney y dems, por fin!
He vuelto a tener ricos informes de otro personaje, Tom H. Burns, accionista de todas las empresas,
primer recomendado de mi amigo neoyorquino. Ambos pertenecen al mismo tipo rpido y cortante. Estas
gentes nada parecen ignorar tanto como la perfrasis.
Que usted ha tenido suerte me dijo el nuevo personaje, se ve con slo mirarlo. La Universal
haba proyectado un raid por el Arizona, con el grupo Blue Bird. Buen pas aqul. Una vbora de
cascabel ha estado a punto de concluir con Chaney el ao pasado. Hay ms de las que se merece el
Arizona. No se fe, si va all. Y su ilustracin? Ah!, muy bien. Esto lo hicieron ustedes en la
Argentina? Magnfico. Cuando yo tenga la fortuna suya voy a hacer tambin una zoncera como sta.
Zoncera, en boca de un buen yanqui, ya sabe lo que quiere decir. Ah, ah! Todas las estrellas. Y
algunas repetidas. Demasiado repetidas, es la palabra, para un simple editor. Usted es el editor?
S.
No tena la menor duda. Y la Phillips? Hay lo menos ocho retratos suyos.
Tenemos en la Argentina una estimacin muy grande por esta artista.
Ya lo creo! Esto se ve con slo mirarle a usted la cara. Le gusta?
Bastante.
Mucho?
Locamente.
Es un buen modo de decir. Hasta luego. Lo espero a las tres en la Universal.
Y se fue. Todo lo que pido es que este sentimiento hacia la Phillips, que, segn parece, se me ve
enseguida en la cara, no sea visto por ella. Y si lo ve, que lo guarde su corazn y me lo devuelvan sus
ojos.

Mientras escribo esto no me conformo del todo con la idea de que ayer vi a Dorothy Phillips, a ella
misma, con su cuerpo, su traje y sus ojos. Algo imprevisto me haba ocupado la tarde, de modo que
apenas pude llegar al taller cuando el grupo Blue Bird se retiraba al centro.
Ha hecho mal me dijo mi amigo. Trae su ilustracin? Mejor; as podr hojersela a su
favorita. Venga con nosotros al bar. Conoce a aquel tipo?
S; Lon Chaney.
El mismo. Tena los pliegues de la boca ms marcados cuando se acost con el crtalo. Ah tiene a
su estrella. Acrquese.
Pero alguno lo llam, y Burns se olvid de m hasta la mitad de la tarde, ocupado en chismes del
oficio.
En la mesa del bar ramos ms de quince yo ocup un rincn de la cabecera, lejos de la Phillips,
a cuyo lado mi amigo tom asiento. Y si la miraba yo a ella no hay para qu insistir. Yo no hablaba,
desde luego, pues no conoca a nadie; ellos, por su parte, no se preocupaban en lo ms mnimo de m,
ocupados en cruzar la mesa de dilogos en voz muy alta.

Al cabo de una hora Burns me vio.


Hola! me grit. Acrquese aqu. Duncan, deje su asiento, y cmbielo por el del seor. Es un
amigo reciente, pero de unos puos magnficos para hacerse ilusiones. Cierto? Bien, sintese. Aqu tiene
a su estrella. Puede acercarse ms. Dolly, le presento a mi amigo Grant, Guillermo Grant. Habla ingls,
pero es sudamericano, como a mil leguas de Mxico. Ojal se hubieran quedado con el Arizona! No la
presento a usted, porque mi amigo la conoce. La ilustracin, Grant? Usted ver, Dolly, si digo bien.
No tuve ms remedio que tender el nmero, que mi amigo comenz a hojear del lado derecho de la
Phillips.
Vaya viendo, Dolly. Aqu, como es usted. Aqu, como era en Lola Morgan
Le pas el nmero, que ella prosigui hojeando con una sonrisa. Mi amigo haba dicho ocho, pero
eran doce los retratos de ella. Sonrea siempre, pasando rpidamente la vista sobre sus fotografas, hasta
que se dign volverse a m:
Suya, verdad, la edicin? Es decir, usted la dirige?
S, seora.
Aqu una buena pausa, hasta que concluy el nmero. Entonces mirndome por primera vez en los
ojos, me dijo:
Estoy encantada
No deseaba otra cosa.
Muy amable. Podra quedarme con este nmero?
Como yo demorara un instante en responder, ella aadi:
Si le causa la menor molestia
A l? volvi la cabeza a nosotros mi amigo. No.
No es usted, Tom objet ella, quien debe responder.
A lo que repuse mirndola a mi vez en los ojos con tanta cordialidad como ella a m un momento
antes:
Es que el solo hecho, miss Phillips, de haber dado en la revista doce fotografas suyas me excusa
de contestar a su pedido.
Miss observ mi amigo, volvindose de nuevo. Muy bien. Un kanaca de tres aos no se
equivocara. Pero para un americano de all abajo no hay diferencia. Mistress Phillips, aqu presente,
tiene un esposo. Aunque bien mirado Dolly, ya arregl eso?
Casi. A fin de semana, me parece
Entonces, miss de nuevo. Grant: si usted se casa, divrciese; no hay nada ms seductor, a
excepcin de la propia mujer, despus. Miss. Usted tena razn hace un momento. Dios le conserve
siempre ese olfato.
Y se despidi de nosotros.
Es nuestro mejor amigo me dijo la Phillips. Sin l, que sirve de lazo de unin, no s qu sera
de las empresas unas en contra de las otras.
No respond nada, claro est y ella aprovech la feliz circunstancia para volverse al nuevo ocupante
de su derecha y no preocuparse en absoluto de m.
Qued virtualmente solo, y bastante triste. Pero como tengo muy buen estmago, com y beb con
digna tranquilidad que dej, supongo, bien sentado mi nombre a este respecto.

As, al retirarnos en comparsa, y mientras cruzbamos el jardn para alcanzar los automviles, no me
extra que la Phillips se hubiera olvidado hasta de sus doce retratos en mi revista y qu diremos de
m!. Pero cuando puso un pie en el automvil se volvi a dar la mano a alguno, y entonces alcanz a
verme.
Seor Grant! me grit. No se olvide de que nos prometi ir al taller esta noche.
Y levantando el brazo, con ese adorable saludo de la mano suelta que las artistas dominan a la
perfeccin:
Ciao! se despidi.

Tal como est planteado este asunto, hoy por hoy, pueden deducirse dos cosas:
Primera. Que soy un desgraciado tipo si pretendo otra cosa que ser un south americano salvaje y
millonario.
Segunda. Que la seorita Phillips se preocupa muy poco de ambos aspectos, a no ser para recordarme
por casualidad una invitacin que no se me haba hecho.
No se olvide que lo esperamos
Muy bien. Tras mi color trigueo hay dos o tres estancias que se pueden obtener fcilmente, sin
necesidad en lo sucesivo de hacer muecas en la pantalla. Un sudamericano es y ser toda la vida un
rastacuero, magnfico marido que no pedir sino cajones de champaa a las tres de la maana, en
compaa de su esposa y de cuatro o cinco amigos solteros. Tal piensa miss Phillips.
Con lo que se equivoca profundamente.
Adorada ma: un sudamericano puede no entender de negocios ni la primera parte de un film; pero si
se trata de una falda, no es el cnclave entero de cinematografistas quien va a caldear el mercado a su
capricho. Mucho antes, all, en Buenos Aires, cambi lo que me quedaba de vergenza por la esperanza
de poseer dos bellos ojos.
De modo que yo soy quien dirige la operacin, y yo quien me pongo en venta, con mi acento latino y
mis millones. Ciao!

A las diez en punto estaba en los talleres de la Universal. La proteccin de mi prepotente amigo me
coloc junto al director de escena, inmediatamente debajo de las mquinas, de modo que pude seguir hito
a hito la impresin de varios cuadros.
No creo que haya muchas cosas ms artificiales e incongruentes que las escenas de interior del film.
Y lo ms sorprendente, desde luego, es que los actores lleguen a expresar con naturalidad una emocin
cualquiera ante la comparsa de tipos plantados a un metro de sus ojos, observando su juego.
En el teatro, a quince o treinta metros del pblico, concibo muy bien que un actor, cuya novia del caso
est junto a l en la escena, pueda expresar ms o menos bien un amor fingido. Pero en el taller el
escenario desaparece totalmente, cuando los cuadros son de detalle. Aqu el actor permanece quieto y
solo mientras la mquina se va aproximando a su cara, hasta tocarla casi. Y el director le grita:
Mire ahora aqu Ella se ha ido, entiende? Usted cree que la va a perder Mrela con
melancola! Ms! Eso no es melancola! Bueno, ahora, s La luz!

Y mientras los focos inundan hasta enceguecerlo la cara del infeliz, l permanece mirando con aire de
enamorado a una escoba o a un tramoyista, ante el rostro aburrido del director.
Sin duda alguna se necesita una muy fuerte dosis de desparpajo para expresar no importa qu en tales
circunstancias. Y ello proviene de que Dios hizo el pudor del alma para los hombres y algunas mujeres,
pero no para los actores.
Admirables, de todos modos, estos seres que nos muestran luego en la totalidad del film una
caracterizacin sumamente fuerte a veces. En Casa de muecas, por ejemplo, obra laboriosamente
interpretada en las tablas, est an por nacer la actriz que pueda medirse con la Nora de Dorothy Phillips,
aunque no se oiga su voz ni sea sta de oro, como la de Sarah. Y de paso sea dicho: todo el concepto
latino del cine vale menos que un humilde film yanqui, a diez centavos. Aqul pivota entero sobre la
afectacin, y en ste suele hallarse muy a menudo la divina condicin que es primera en las obras de arte,
como en las cartas de amor: la sinceridad, que es la verdad de expresin interna y externa.
Vale ms una declaracin de amor torpemente hecha en prosa, que una afiligranada en verso.
Este humilde aforismo de los jvenes da la razn de cundo el arte es obra de modistas, y cundo de
varones.
S, pero las gentes no lo ven me deca Stowell cuando salamos del taller. Usted conoce las
concesiones ineludibles al pblico en cada film.
Desde luego; pero el mismo pblico es quien ha hecho la fama del arte de ustedes. Algo pesca
siempre; algo hay de lcido en la honradez aun la artstica que abre los ojos del mismo ciego.
En el pas de usted es posible; pero en Europa levantamos siempre resistencia. Cuantas veces
pueden no dejar de imputarnos lo que ellos llaman falta de expresin, y que no es ms que falta de
gesticulacin. sta les encanta. Los hombres, sobre todo, les resultamos sobrios en exceso. Ah tiene, por
ejemplo, Sendero de espinas. Es el trabajo que he hecho ms a gusto Se va? Venga con nosotros al
bar. Oh, la mesa es grande! Dolly!
La interpelada, que cruzaba ya el veredn, se volvi.
Sto Ah, seor Grant! No lo haba visto.
Dolly, lleve al seor Grant al bar. Thedy se llev mi auto.
Y s! Siento no poder llevarlo, Stowell Est lleno.
Si me permite podramos ir en mi mquina me ofrec.
Ya lo creo! Entre, Stowell. Cuidado! Usted cada vez se pone ms grande.
Y he aqu cmo hice el primer viaje en automvil con Dorothy Phillips, y cmo he sentido tambin
por primera vez el roce de su falda, y nada ms!

Stowell, por su parte, me miraba con atencin, debida, creo, a la rareza de hallar conceptos razonables
sobre arte en un hijo prdigo de la Argentina. Por lo cual hicimos mesa aparte en el bar. Y para satisfacer
del todo su curiosidad, me dej ir a diversas impresiones, incluso las anotadas ms arriba, sobre el
taller.
Stowell es inteligente. Es adems, el hombre que en este mundo ha visto ms cerca el corazn de la
Phillips desmayndosele en los ojos. Este privilegio suyo crea as entre nosotros un tierno parentesco que
yo soy el nico en advertir.

A excepcin de Burns.
Buenas noches a uno y otro nos ha puesto las manos en los hombros. Bien, Stowell? No pude
ir. Cuntos cuadros? No adelantan gran cosa, que digamos. Y usted, Grant? Adelanta algo? No
responda, es intil
Se me ve tambin en la cara? no he podido menos de rerme.
Todava no; lo que se ve desde ya es que a Stowell alcanza tambin su efusin. Dolly quiere
almorzar maana con usted y Stowell. No est segura de que sean doce las fotografas de su nmero.
Seremos los cuatro. No le ha dicho nada Dolly? Dolly! Deje a su Lon un momento. Aqu estn los dos
Stowell. Y la ventana es fresca.
Cmo lo olvid! nos dijo la Phillips viniendo a sentarse con nosotros. Estaba segura de
habrselo dicho Tendr mucho gusto, seor Grant. Tom: usted dice que est ms fresco aqu?
Bajemos, por lo menos, al jardn.
Bajamos al jardn. Stowell tuvo el buen gusto de buscarme la boca, y no hall el menor inconveniente
en recordar toda la serie de meditaciones que haba hecho en Buenos Aires sobre este extraordinario arte
nuevo, en un pasado remoto, cuando Dorothy Phillips, con la sombra del sombrero hasta los labios, no
me estaba mirando, hace miles de aos!
Lo cierto es que aunque no habl mucho, pues soy ms bien parco de palabras, me observaban con
atencin.
Hum! me dije. Torna a reproducirse el asombro ante el hijo prdigo del Sur.
Usted es argentino? rompi Stowell al cabo de un momento.
S.
Su nombre es ingls.
Mi abuelo lo era. No creo tener ya nada de ingls.
Ni el acento!
Desde luego. He aprendido el idioma solo, y lo practico poco.
La Phillips me miraba.
Es que le queda muy bien ese acento. Conozco muchos mexicanos que hablan nuestra lengua, y no
parece No es lo mismo.
Usted es escritor? torn Stowell.
No repuse.
Es lstima, porque sus observaciones tendran mucho valor para nosotros, viniendo de tan lejos y
de otra raza.
Es lo que pensaba apoy la Phillips. La literatura de ustedes se vera muy reanimada con un
poco de parsimonia en la expresin.
Y en las ideas dijo Burns. Esto no hay all. Dolly es muy fuerte en este sector.
Y usted escribe? me volv a ella.
No; leo cuantas veces tengo tiempo Conozco bastante, para ser mujer, lo que se escribe en
Sudamrica. Mi abuela era de Texas. Leo el espaol, pero no puedo hablarlo.
Y le gusta?
Qu?
La literatura latina de Amrica.

Se sonri.
Sinceramente? No.
Y la de Argentina?
En particular? No s Es tan parecido todo tan mexicano!
Bien, Dolly! reforz Burns. En el Arizona, que es Mxico, desde los mestizos hasta su mismo
infierno, hay crtalos. Pero en el resto hay sinsontes, y plidas desposadas, y declamacin en todo. Y el
resto, falso! Nunca vi cosa que sea distinta en la Amrica de ustedes. Salud, Grant!
No hay de qu. Nosotros decimos, en cambio, que aqu no hay sino mquinas.
Y estrellas de cinematgrafo! se levant Burns, ponindome la mano en el hombro, mientras
Stowell recordaba una cita y retiraba a su vez la silla.
Vamos, Tom; se nos va a ir el tren. Hasta maana, Dolly. Buenas noches, Grant.
Y quedamos solos. Recuerdo muy bien haber dicho que de ella deseaba reservarlo todo para el
matrimonio, desde su perfume habitual hasta el escote de sus zapatos. Pero ahora, enfrente de m,
inconmensurablemente divina por la evocacin que haba volcado la urna repleta de mis recuerdos, yo
estaba inmvil, devorndola con los ojos.
Pas un instante de completo silencio.
Hermosa noche dijo ella.
Yo no contest. Entonces se volvi a m.
Qu mira? me pregunt.
La pregunta era lgica; pero su mirada no tena la naturalidad exigible.
La miro a usted respond.
Dese el gusto.
Me lo doy.
Nueva pausa, que tampoco resisti ella esta vez.
Son tan divertidos como usted en la Argentina?
Algunos. Y agregu: Es que lo que le he dicho est a una legua de lo que cree.
Qu creo?
Que he comenzado con esa frase una conquista de sudamericano.
Ella me mir un instante sin pestaear.
No me respondi sencillamente. Tal vez lo cre un momento, pero reflexion.
Y no le parezco un piratilla de rica familia, no es cierto?
Dejemos, Grant, le parece? se levant.
Con mucho gusto, seora. Pero me dolera muchsimo ms de lo que usted cree que me
desconociera hasta este punto.
No lo conozco an; usted mejor que yo debe de comprenderlo. Pero no es nada. Maana
hablaremos con ms calma. A la una, no se olvide.

He pasado mala noche. Mi estado de nimo ser muy comprensible para los muchachos de veinte aos a
la maana siguiente de un baile, cuando sienten los nervios lnguidos y la impresin deliciosa de algo
muy lejano, y que ha pasado hace apenas siete horas.

Duerme, corazn.

Diez nuevos das transcurridos sin adelantar gran cosa. Ayer he ido, como siempre, a reunirme con ellos
a la salida del taller.
Vamos, Grant me dijo Stowell. Lon quiere contarle eso de la vbora de cascabel.
Hace mucho calor en el bar observ.
No es cierto? se volvi la Phillips. Yo voy a tomar un poco de aire. Me acompaa, Grant?
Con mucho gusto. Stowell: a Chaney, que esta noche lo ver. All, en mi tierra, hay, pero son de
otra especie. A sus rdenes, miss Phillips.
Ella se ri.
Todava no!
Perdn.
Y salimos a buena velocidad, mientras el crepsculo comenzaba a caer. Durante un buen rato ella
mir adelante, hasta que se volvi francamente a m.
Y bien: dgame ahora, pero la verdad, por qu me miraba con tanta atencin aquella noche y
otras veces.
Yo estaba tambin dispuesto a ser franco. Mi propia voz me result a m grave.
Yo la miro con atencin le dije porque durante dos aos he pensado en usted cuanto puede un
hombre pensar en una mujer; no hay otro motivo.
Otra vez?
No; ya sabe que no!
Y qu piensa?
Que usted es la mujer con ms corazn y ms inteligencia que haya interpretado personaje alguno.
Siempre le pareci eso?
Siempre. Desde Lola Morgan.
No es se mi primer film.
Lo s; pero antes no era usted duea de s.
Me call un instante.
Usted tiene prosegu, por encima de todo, un profundo sentimiento de compasin. No hay para
qu recordar; pero en los momentos de sus films, en que la persona a quien usted ama cree serle
indiferente por no merecerla, y usted lo mira sin que l lo advierta, la mirada suya en esos momentos, y
ese lento cabeceo suyo y el mohn de sus labios hinchados de ternura, todo esto no es posible que surja
sino de una estimacin muy honda por el hombre viril, y de un corazn que sabe hondamente lo que es
amar. Nada ms.
Gracias, pero se equivoca.
No.
Est muy seguro!
S. Nadie, crame, la conoce a usted como yo. Tal vez conocer no es la palabra; valorar, esto
quiero decir.
Me valora muy alto?

S.
Como artista?
Y como mujer. En usted son una misma cosa.
No todos piensan como usted.
Es posible.
Y me call. El auto se detuvo.
Bajamos un instante? dijo. Es tan distinto este aire al del centro
Caminamos un momento, hasta que se dej caer en un banco de la alameda.
Estoy cansada; usted no?
Yo no estaba cansado, pero tena los nervios tirantes. Exactamente como en un film estaba el
automvil detenido en la calzada. Era ese mismo banco de piedra que yo conoca bien, donde ella,
Dorothy Phillips, estaba esperando. Y Stowell Pero no; era yo mismo quien me acercaba, no Stowell;
yo, con el alma temblndome en los labios por caer a sus pies.
Qued inmvil frente a ella, que soaba:
Por qu me dice esas cosas?
Se las hubiera dicho mucho antes. No la conoca.
Queda muy raro lo que dice, con su acento
Puedo callarme cort.
Ella alz entonces los ojos desde el banco, y sonri vagamente, pero un largo instante.
Qu edad tiene? murmur al fin.
Treinta y un aos.
Y despus de todo lo que me ha dicho, y que yo he escuchado, me ofrece callarse porque le digo
que le queda muy bien su acento?
Dolly!
Pero ella se levantaba con brusco despertar.
Volvamos! La culpa la tengo yo, prestndome a esto Usted es un muchacho loco, y nada ms.
En un momento estuve delante de ella, cerrndole el paso.
Dolly! Mreme! Usted tiene ahora la obligacin de mirarme. Oiga esto, solamente: desde lo ms
hondo de mi alma le juro que una sola palabra de cario suya redimira todas las canalladas que haya yo
podido cometer con las mujeres. Y que si hay para m una cosa respetable, oye bien?, es usted misma!
Aqu tiene conclu marchando adelante. Piense ahora lo que quiera de m.
Pero a los veinte pasos ella me detena a su vez.
igame usted ahora a m. Usted me conoce hace apenas quince das. Y bruscamente
Hace dos aos; no son un da.
Pero qu valor quiere usted que d a un a una predileccin como la suya por mis condiciones
de interpretacin? Usted mismo lo ha dicho. Y a mil leguas!
O a dos mil; es lo mismo! Pero el solo hecho de haber conocido a mil leguas todo lo que usted
vale Y ahora no estoy en Buenos Aires conclu.
A qu vino?
A verla.
Exclusivamente?

Exclusivamente.
Est contento?
S.
Pero mi voz era bastante sorda.
Aun despus de lo que le he dicho?
No contest.
No me responde? insisti. Usted, que es tan amigo de jurar, puede jurarme que est
contento?
Entonces, de una ojeada, abarqu el paisaje crepuscular, cuyo costado ocupaba el automvil
esperndonos.
Estamos haciendo un film le dije. Continumoslo.
Y ponindole la mano derecha en el hombro:
Mreme bien en los ojos Dgame ahora: Cree usted que tengo cara de odiarla cuando la miro?
Ella me mir, me mir
Vamos se arranc pestaeando.
Pero yo haba sentido, a mi vez, al tener sus ojos en los mos, lo que nadie es capaz de sentir sin
romperse los dedos de impotente felicidad.
Cuando usted vuelva dijo por fin en el auto va a tener otra idea de m.
Nunca.
Ya ver. Usted no deba haber venido
Por usted o por m?
Por los dos A casa, Harry!
Y a m:
Quiere que lo deje en alguna parte?
No; la acompao hasta su casa.
Pero antes de bajar me dijo con voz clara y grave:
Grant respndame con toda franqueza Usted tiene fortuna?
En el espacio de un dcimo de segundo reviv desde el principio toda esta historia, y vi la sima,
abierta por m mismo, en la que me precipitaba.
S respond.
Muy grande? Comprende por qu se lo pregunto?
S reafirm.
Sus inmensos ojos se iluminaron, y me tendi la mano.
Hasta pronto, entonces! Ciao!
Camin los primeros pasos con los ojos cerrados. Otra voz y otro ciao!, que era ahora una bofetada,
me llegaban desde el fondo de quince das lejansimos, cuando al verla y soar en su conquista me olvid
un instante de que yo no era sino un vulgar pillete.
Nada ms que esto; he aqu a lo que he llegado, y lo que busqu con todas mis psicologas. No
descubr all abajo que las estrellas son difciles de obtener porque s, y que se requiere una gran fortuna
para adquirirlas? All estaba, pues, la confirmacin. No levant un edificio cnico para comprar una
sola mirada de amor de Dorothy Phillips? No poda quejarme.

De qu, pues, me quejo?


Surgen ntidas las palabras de mi amigo: De negocios los sudamericanos no entienden ni el abec.
Ni de faldas, seor Burns! Porque si me falt dignidad para vestirme ante ella de pavo real, siento
que me sobra vergenza para continuar recibiendo por ms tiempo una sonrisa que est aspirando sobre
mi cara triguea la inmensa pampa alfalfada. Cont con muchas cosas; pero con lo que no cont nunca es
con este rubor tardo que me impide robar aun tratndose de faldas un beso, un roce de vestido, una
simple mirada que no conquist pobre.
He aqu a lo que he llegado.
Duerme, corazn, para siempre!

Imposible. Cada da la quiero ms, y ella Precisamente por esto debo concluir. Si fuera ella a esta
regia aventura matrimonial con indiferencia hacia m, acaso hallara fuerzas para llegar al fin. Negocio
contra negocio. Pero cuando muy cerca a su lado encuentro su mirada, y el tiempo se detiene sobre
nosotros, soando l a su vez, entonces mi amor a ella me oprime la mano como a un viejo criminal y
vuelvo en m.
Amor mo! Una vez cant ciao! porque tena todos los triunfos en mi juego. Los rindo ahora, mano
sobre mano, ante una ltima trampa ms fuerte que yo: sacrificarte.

Llevo la vida de siempre, en constante sociedad con Dorothy Phillips, Burns, Stowell, Chaney del cual
he obtenido todos los informes apetecidos sobre las vboras de cascabel y su manera de morder.
Aunque el calor aumenta, no hay modo de evitar el bar a la salida del taller. Cierto es que el hielo lo
congela aqu todo, desde el chicle a los anans.
Rara vez como solo. De noche, con la Phillips. Y de maana, con Burns y Stowell, por lo menos. S
por mi amigo que el divorcio de la Phillips es cosa definitiva miss, por lo tanto.
Como usted lo medit antes de adivinarlo me ha dicho Burns. Matrimonio, Grant? No es
malo. Dolly vale lo que usted, y otro tanto.
Pero ella me quiere realmente? he dejado caer.
Grant: usted hara un buen film; pero no ponindome a m de director de escena. Csese con su
estrella y gaste dos millones en una empresa. Yo se la administro. Hasta aqu Burns. Qu le parece La
gran pasin?
Muy buena. El autor no es tonto. Salvo un poco de amaneramiento de Stowell, ese tipo de carcter
le sale. Dolly tiene pasajes como hace tiempo no hallaba.
Perfecto. No llegue tarde a la comida.
Hoy? Crea que era el lunes.
No. El lunes es el banquete oficial, con damas de mundo, y adems. La consagracin. A propsito:
usted tiene la cabeza fuerte?
Ya se lo prob la primera noche.
No basta. Hoy habr concierto de rom al final.
Pierda cuidado.

Magnfico. Para mi situacin actual, una orquesta es lo que me conviene.

Concluido todo. Slo me resta hacer los preparativos y abandonar Los ngeles. Qu dejo, en suma? Un
mal negocillo imaginativo, frustrado. Y ms abajo, hecho trizas, mi corazn.
El incidente de anoche pudo haberme costado, segn Burns, a quien acabo de dejar en la estacin,
rojo de calor.
Qu mosquitos tienen ustedes all? me ha dicho. No haga tonteras, Grant. Cuando uno no es
dueo de s, se queda en Buenos Aires. Lo ha visto ya? Bueno, hasta luego.
Se refiere a lo siguiente:
Anoche, despus del banquete, cuando quedamos solos los hombres, hubo concierto general, en
mangas de camisa. Yo no s hasta dnde puede llegar la bonachona tolerancia de esta gente para el
alcohol. Cierto es que son de origen ingls.
Pero yo soy sudamericano. El alcohol es conmigo menos benevolente, y no tengo adems motivo
alguno de felicidad. El rom interminable me pona constantemente por delante a Stowell, con su pelo
movedizo y su alta nariz de cerco. Es en el fondo un buen muchacho con suerte, nada ms. Y por qu me
mira? Cree que le voy a envidiar algo, sus bufonadas amorosas con cualquier cmica, para
compadecerme as? Infeliz!
A su salud, Stowell! brind. Al gran Stowell!
A la salud de Grant!
Y a la de todos ustedes Pobres diablos!
El ruido ces bruscamente; todas las miradas estaban sobre m.
Qu pasa, Grant? articul Burns.
Nada, queridos amigos sino que brindo por ustedes.
Y me puse de pie.
Brindo a la salud de ustedes, porque son los grandes ases del cinematgrafo: empresa Universal,
grupo Blue Bird, Lon Chaney, William S. Stowell y todos! Intrpretes del impulso, eh, Chaney? Y
del amor todos! Y del amor, nosotros, William S. Stowell! Intrpretes y negociantes del arte, no es
esto? Brindo por la gran fortuna del arte, amigos nicos! Y por la de alguno de nosotros! Y por el amor
artstico a esa fortuna, William S. Stowell, compaero!
Vi las caras contradas de disgusto. Un resto de lucidez me permiti apreciar hasta el fondo las heces
de mi actitud, y el mismo resto de dominio de m me contuvo. Me retir, saludando ampliamente.
Buenas noches, seores! Y si alguno de los presentes, o Stowell o quienquiera que sea, quiere
seguir hablando maana conmigo, estoy a sus rdenes. Ciao!

Se comprende bien que lo primero que he hecho esta maana al levantarme ha sido ir a buscar a Stowell.
Perdneme le he dicho. Ustedes son aqu de otra pasta. All, el alcohol nos pone agresivos e
idiotas.
Hay algo de esto me ha apretado la mano sonriendo. Vamos al bar; all encontraremos la soda

y el hielo necesarios.
Pero en el camino me ha observado:
Lo que me extraa un poco en usted es que no creo tenga motivos para estar disgustado de nadie.
No es cierto? Me ha mirado con intencin.
Ms o menos he cortado.
Bien.
La soda y el hielo son pobres recursos cuando lo que se busca es slo un poco de satisfaccin de s
mismo.

Concluy todo, anot este medioda. S, concluy.


A las siete, cuando comenzaba a poner orden en la valija, el telfono me llam.
Grant?
S.
Dolly. No va a venir, Grant? Estoy un poco triste.
Yo ms. Voy enseguida.
Y fui, con el estado de nimo de Rgulo cuando volva a Cartago a sacrificar su vida por
insignificancias de honor.
Dolly! Dorothy Phillips! Ni la ilusin de haberte gustado un da me queda!

Estaba en traje de calle.


S; hace un momento pensaba salir. Pero le telefone. No tena nada que hacer?
Nada.
Ni aun deseos de verme?
Pero al mirarme de cerca me puso lentamente los dedos en el brazo.
Grant! Qu tiene usted hoy?
Vi sus ojos angustiados por mi dolor hurao.
Qu es eso, Grant?
Y su mano izquierda me tom del otro brazo. Entonces fij mis ojos en los de ella y la mir larga y
claramente.
Dolly! le dije. Qu idea tiene usted de m?
Qu?
Qu idea tiene usted de m? No, no responda ya s; que soy esto y aquello Dolly! Se lo
quera decir, y desde hace mucho tiempo Desde hace mucho tiempo no soy ms que un simple
miserable. Y si siquiera fuese esto! Usted no sabe nada. Sabe lo que soy? Un pillete, nada ms. Un
ladronzuelo vulgar, menos que esto Esto es lo que soy. Dolly! Usted cree que tengo fortuna, no es
cierto?
Sus manos cayeron; como estaba cayendo su ltima ilusin de amor por un hombre; como haba cado
yo
Respndame! Usted lo crea?

Usted mismo me lo dijo murmur.


Exactamente! Yo mismo se lo dije, y lo dej decir a todo el mundo. Que tena una gran fortuna,
millones Esto le dije. Se da bien cuenta ahora de lo que soy? No tengo nada, ni un milln, ni nada!
Menos que un miserable, ya se lo dije; un pillete vulgar! Esto soy, Dolly.
Y me call. Pudo haberse odo durante un rato el vuelo de una mosca. Y mucho ms la lenta voz, si no
lejana, terriblemente distante de m:
Por qu me enga, Grant?
Engaar? salt entonces volvindome bruscamente a ella. Ah, no! No la he engaado! Esto
no Por lo menos No, no la enga, porque acabo de hacer lo que no s si todos haran! Es lo nico
que me levanta an ante m mismo. No, no! Engao, antes, puede ser; pero en lo dems Usted se
acuerda de lo que le dije la primera tarde? Quince das deca usted. Eran dos aos! Y aun sin
conocerla! Nadie en el mundo la ha valorado ni ha visto lo que era usted como mujer, como yo. Ni nadie
la querr jams todo cuanto la quiero! Me oye? Nadie, nadie!
Camin tres pasos; pero me sent en un taburete y apoy los codos en las rodillas, postura cmoda
cuando el firmamento se desploma sobre nosotros.
Ahora ya est murmur. Me voy maana Por eso se lo he dicho
Y ms lento:
Yo le habl una vez de sus ojos cuando la persona a quien usted amaba no se daba cuenta
Y call otra vez, porque en la situacin ma aquella evocacin radiante era demasiado cruel. Y en
aquel nuevo silencio de amargura desesperada y final o, pero como en sueos, su voz.
Zonzote!
Pero era posible? Levant la cabeza y la vi a mi lado, a ella! Y vi sus ojos inmensos, hmedos de
entregado amor! Y el mohn de sus labios, hinchados de ternura consoladora, como la soaba en ese
instante! Como siempre la vi conmigo!
Dolly! salt.
Y ella, entre mis brazos:
Zonzo! Crees que no lo saba!
Qu? Sabas que era pobre?
Y s!
Mi vida! Mi estrella! Mi Dolly!
Mi sudamericano
Ah, mujer siempre! Por qu me torturaste as?
Quera saber bien Ahora soy toda tuya.
Toda, toda! No sabes lo que he sufrido Soy un canalla, Dolly!
Canalla mo
Y t?
Tuya.
Farsante, eso eres! Cmo pudiste tenerme en ese taburete media hora, si sabas ya? Y con ese
aire: Por qu me enga, Grant?
No te encantaba yo como intrprete?
Mi amor adorado! Todo me encanta! Hasta el film que hemos hecho. Contigo, por fin, Dorothy

Phillips!
Verdad que es un film?
Ya lo creo. Y t qu eres?
Tu estrella.
Y yo?
Mi sol.
Pst! Soy hombre. Qu soy?
Y con su arrullo:
Mi sudamericano

He volado en el auto a buscar a Burns.


Me caso con ella le he dicho. Burns: usted es el ms grande hombre de este pas, incluso el
Arizona. Otra buena noticia: no tengo un centavo.
Ni uno. Esto lo sabe todo Los ngeles.
He quedado aturdido.
No se aflija me ha respondido. Usted cree que no ha habido antes que usted mozalbetes con
mejor fortuna que la suya alrededor de Dolly? Cuando pretenda otra vez ser millonario para
divorciarse de Dolly, por ejemplo, suprima las informaciones telegrficas. Mal negociante, Grant.
Pero una sola cosa me ha inquietado.
Por qu dice que me voy a divorciar de Dolly?
Usted? Jams. Ella vale dos o tres Grant, y usted tiene ms suerte ante los ojos de ella de la que
se merece. Aproveche.
Deme un abrazo, Burns!
Gracias. Y usted qu hace ahora, sin un centavo? Dolly no le va a copiar sus informes del
ministerio.
Me he quedado mirndolo.
Si usted fuera otro, le aconsejara que se contratara con Stowell y Chaney. Con menos carcter y
menos ojos que los suyos, otros han ido lejos. Pero usted no sirve.
Entonces?
Ponga en orden el film que ha hecho con Dolly; tal cual, reforzando la escena del bar. El final ya lo
tienen pronto. Le dar la sugestin de otras escenas, y propngaselo a la Blue Bird. El pago? No s;
pero le alcanzar para un paseo por Buenos Aires con Dolly, siempre que jure devolvrnosla para la
prxima temporada. OHara lo matara.
Quin?
El director. Ahora djeme baar. Cundo se casa?
Enseguida.
Bien hecho. Hasta luego.
Y mientras yo sala apurado:
Vuelve otra vez con ella? Dgale que me guarde el nmero de su ilustracin. Es un buen
documento.

Pero esto es un sueo. Punto por punto, como acabo de contarlo, lo he soado. No me queda sino para el
resto de mis das su profunda emocin, y el pobre paliativo de remitir a Dolly el relato como lo har
enseguida, con esta dedicatoria:
A la seora Dorothy Phillips, rogndole perdone las impertinencias de este sueo, muy dulce
para el autor.

Cuentos suprimidos
La primera edicin de este libro (Agencia General de Librera y Publicaciones, Bs. Aires,
1921) reuna 19 cuentos, escritos y publicados en revistas porteas entre 1906 y 1919. Cuando
Editorial Babel reedita el volumen, unos aos despus, el propio Quiroga retirar casi la mitad de
los cuentos de la primera edicin: nueve, para ser exactos, todos anteriores a 1916. Como nica
explicacin, en la pgina 205 se incluy esta nota: De esta edicin de Anaconda el autor ha
suprimido algunos cuentos para darle mayor unidad al volumen.
Reincorporamos aqu los nueve relatos eliminados, por razones filolgicas y, sobre todo, para
satisfacer a los numerosos interesados en la cuentstica completa del gran autor latinoamericano.
El Editor digital [epubgratis]

El mrmol intil
Usted, comerciante? exclam con viva sorpresa dirigindome a Gmez Alcain. Sera digno de
verse! Y cmo hara usted?
Estbamos detenidos con el escultor ante una figura de mrmol, una tarde de exposicin de sus obras.
Todas las miradas del grupo expresaron la misma risuea certidumbre de que en efecto deba ser muy
curioso el ejercicio comercial de un artista tan reconocidamente intil para ello como Gmez Alcain.
Lo cierto es repuso ste, con un cierto orgullo que ya lo he sido dos veces; y mi mujer tambin
aadi sealndola.
Nuestra sorpresa subi de punto:
Cmo, seora, usted tambin? Querra decirnos cmo hizo? Porque
La joven se rea tambin de todo corazn.
S, yo tambin venda Pero Hctor les puede contar mejor que yo l se acuerda de todo.
Desde luego! Si creen ustedes que puede tener inters
Inters, el comercio ejercido por usted? exclamamos todos. Cuente enseguida!
Gmez Alcain nos cont entonces sus dos episodios comerciales, bastante ejemplares, como se ver.

Mis dos empresas comenz acaecieron en el Chaco. Durante la primera yo era soltero an, y fui all
a raz de mi exposicin de 1903. Haba en ella mucho mrmol y mucho barro, todo el trabajo de tres aos
de enfermiza actividad. Mis bustos agradaron, mis composiciones, no. De todos modos, aquellos tres
aos de arte frentico tuvieron por resultado cansarme hasta lo indecible de cuanto trascendiera a
celebridades teatrales, crnicas de garden party, crticas de exposiciones y dems.
Entonces lleg hasta m desde el Chaco un viejo conocido que trabajaba all haca cuatro aos. El
hombre aquel un hombre entusiasta, si lo hay me habl de su vida libre, de sus plantaciones de
algodn. Aunque prest mucha atencin a lo primero, la agricultura aquella no me interes mayormente.
Pero cuando por mera curiosidad ped datos sobre ella, perd el resto de sentido comercial que poda
quedarme.
Vean ustedes cmo me plante la especulacin:
Una hectrea admite quince mil algodoneros, que producen en un buen ao tres mil kilos de algodn.
El kilo de capullos se vende a dieciocho centavos, lo que da quinientos cuarenta pesos por hectrea.
Como por razn de gastos treinta hectreas pedan el primer ao seis mil doscientos pesos, me hallara
yo, al final de la primera cosecha, con diez mil pesos de ganancia. El segundo ao plantara cien
hectreas, y el tercero, doscientas. No pasara de este nmero. Pero ellas me daran cien mil pesos
anuales, lo suficiente para quedar libre de exposiciones, crnicas, cronistas y dueos de salones.
As decidido, vend en siete mil pesos todo lo que me quedaba de la exposicin, casi todo, por lo
pronto. Como ven ustedes, emprenda un negocio nuevo, lejano y difcil, con la cantidad justa, pues los
ochocientos pesos sobrantes desaparecieron antes de ponerme en viaje: por aqu comenzaba mi sabidura
comercial.
Lo que vino luego es ms curioso. Me constru un edificio muy raro, con algo de rancho y mucho de
semforo; hice un carrito de asombrosa inutilidad, y plant cien palmeras alrededor de mi casa. Pero en

cuanto a lo fundamental de mi ida all, apenas me qued capital para plantar diez hectreas de algodn,
que por razones de sequa y mala semilla, resultaron en realidad cuatro o cinco.
Todo esto poda, sin embargo, pasar por un relativo xito; hasta que lleg el momento de la
recoleccin. Ustedes deben de saber que ste es el real escollo del algodn: la caresta y precio excesivo
del brazo. Yo lo supe entonces, y a duras penas consegu que cinco indios viejos recogieran mis capullos,
a razn de cinco centavos por kilo. En Estados Unidos, segn parece, es comn la recoleccin de quince
a veinte kilos diarios por persona. Mis indios recogan apenas seis o siete. Me pidieron luego un aumento
de dos centavos, y acced, pues las lluvias comenzaban y el capullo sufre mucho con ellas.
No mejoraban las cosas. Los indios llegaban a las nueve de la maana, por temor del roco en los
pies, y se iban a las doce. No volvan de tarde. Cambi de sistema, y los tom por da, pensando as
asegurar aunque cara la recoleccin. Trabajaban todo el da, pero me presentaban dos kilos de
maana y tres de tarde.
Como ven, los cinco indios viejos me robaban descaradamente. Llegaron a recogerme cuatro kilos
diarios por cabeza, y entonces, exasperado con toda esa bellaquera de haraganes, resolv desquitarme.
Yo haba notado que los indios salvo excepciones no tienen la ms vaga idea de los nmeros. Al
principio sufr fuertes chascos.
Qu vale esto? haba preguntado a uno de ellos que vena a ofrecerme un cuero de ciervo.
Veinte pesos me respondi.
Claro es, rehus. Lleg otro indio, das despus, con un arco y flechas: aquello vala veinte pesos,
siendo as que dos es un precio casi excesivo. No era posible entenderse con aquellos audaces
especuladores. Hasta que un capataz de obraje me dio la clave del mercado. Fui en consecuencia a ver al
indio de los arcos y le ped nuevo precio.
Veinte pesos me repiti.
Aqu estn le dije, ponindole dos pesos en la mano. Qued perfectamente seguro de que reciba
sus veinte pesos.
An ms: a cierto diablo que me peda cinco pesos por un cachorro de aguar, le puse en la mano con
lento nfasis tres monedas de diez centavos:
Uno tres cinco Cinco pesos; aqu estn los cinco pesos.
El vendedor qued luminosamente convencido. Un momento despus, so pretexto de equivocacin, le
complet su precio. Y aun crey acaso por nativa desconfianza del hombre blanco, que la primera
cuenta hubiera sido ms provechosa para l.
Esta ignorancia se extiende desde luego a la romana, balanza usual en las pesadas de algodn. Para
mi desquite de que he hablado, era necesario tomar de nuevo los peones a tanto el kilo. As lo hice, y la
primera tarde comenc. La bolsa del primero acusaba seis kilos.
Cuatro kilos: veintiocho centavos le dije.
El segundo haba recogido cuatro kilos; le acus dos. El tercero, seis; le acus tres. Al cuarto, en vez
de siete, cinco. Y al quinto, que me haba recogido cinco, le cont slo dos. De este modo, en un solo da,
haba recuperado setenta centavos. Pensaba firmemente resarcirme con este sistema de las pilleras y los
adelantos.
Al da siguiente hice lo mismo. Si hay una cosa lcita, me deca yo, es lo que hago. Ellos me roban
con toda conciencia, rindose evidentemente de m, y nada ms justo que compensar con la merma de su
jornal el dinero que me llevan.

Pero cierto malhumor que ya haba comenzado en la segunda operacin, subi del todo en la tercera.
Senta honda rabia contra los indios, y en vez de aplacarse sta con mi sistema de desquite, se
exasperaba ms. Tanto creci este hondo disgusto, que al cuarto da acus al primer indio el peso cabal,
e hice lo mismo con el segundo. Pero la rabia creca. Al tercer indio le aument dos kilos; al cuarto, tres,
y al quinto, ocho kilos.
Es que a pesar de las razones en que me apoyaba, yo estaba sencillamente robando. No obstante los
justificativos que me dieran las doscientas legislaciones del mundo, yo no dejaba de robar. En el fondo,
mi famosa compensacin no encerraba ni una pizca ms del valor moral que el franco robo de los indios.
De aqu mi rabia contra m mismo.
A la siguiente tarde aument de igual modo las pesadas de algodn, con lo que al final pagu ms de
lo convenido, perd los adelantos y la confianza de los indios que llegaron a darse cuenta, por las
inesperadas oscilaciones del peso, de que yo y mi romana ramos dos raros sujetos.
ste es mi primer episodio comercial. El segundo fue ms productivo. Mi mujer tuvo siempre la
conviccin de que yo soy de una nulidad nica en asunto de negocios.
Todo cuanto emprendas te saldr mal me deca. T no tienes absoluta idea de lo que es el
dinero. Acurdate de la harina.
Esto de la harina pas as: Como mis peones se abastecan en el almacn de los obrajes vecinos,
supuse que proveyndome yo de lo elemental yerba, grasa, harina podra obtener un veinte por
ciento de utilidad sobre el sueldo de los peones. Esto es cuerdo. Pero cuando tuve los artculos en casa y
comenc a vender la harina a un precio que yo recordaba de otras casas, fui muy contento a ver a mi
mujer.
Fjate! le dije. Vamos a ahorrar una porcin de pesos con este sistema. Ya hemos ganado
cuarenta centavos con estos kilos de harina.
Ah, ah! me respondi ella sin mayor entusiasmo. Y cunto te cuesta la harina?
Me qued mirndola. Lo cierto es que yo no saba lo que me costaba, pues ni aun siquiera haba
echado el ojo sobre la factura.
sta es la historia de la harina. Mi mujer me la recordaba siempre, y aunque me era forzoso darle la
razn, el demonio del comercio que he heredado de mi padre me tentaba como un fruto prohibido.
Hasta que un da a ambos pues yo cont en esta aventura con la complicidad de mi mujer se nos
ocurri una empresa: abrir un restaurante para peones. En vez de las sardinas, chips o malos asados que
los que no tienen familia o viven lejos comen en el almacn de los obrajes, nosotros les daramos un buen
puchero que los nutrira, y a bajo precio. No pretendamos ganar nada; y en negocios as segn mi
mujer haba cierta probabilidad de que me fuera bien.
Dijimos a los peones que podran comer en casa, y pronto acudieron otros de los obrajes prximos.
Los tres primeros das todo fue perfectamente. Al cuarto vino a verme un pen de miserable flacura.
Mir, patrn me dijo. Yo voy a comer en tu casa si quers, pero no te podr pagar. Me voy el
otro mes a Corrientes porque el chucho He estado veinte das tirado Ahora no puedo mover mi
hacha. Si vuelvo, te pagar.
Consult a mi mujer.
Qu te parece? le dije. El diablo ste no nos pagar nunca.
Parece tener mucha hambre murmur ella.

El sujeto comi un mes entero y se fue para siempre.


En ese tiempo lleg cierta maana un pen indio con una criatura de cinco aos, que mir comer a su
padre con inmensos ojos de gula.
Pero esa criatura! me dijo mi mujer. Es un crimen hacerla sufrir as!
Se sirvi al chico. Era muy mono, y mi mujer lo acarici al irse.
Tienes hambre an?
S, hame! respondi con toda la boca el hombrecito.
Pero ha comido un plato lleno! se sorprendi mi mujer.
S, pato! En casa hame!
Ah, en tu casa! Son muchos?
El padre entonces intervino. Eran ocho criaturas, y a veces l estaba enfermo y no poda trabajar.
Entonces mucha hambre!
Me lo figuro! murmur mi mujer mirndome. Dio al chico tasajo, galletitas, y a ms dos latas de
jamn del diablo que yo guardaba.
Eh, mi jamn! le dije rpidamente cuando hua con su robo.
No es nada, verdad? se ri. Supn la felicidad de esa pobre gente con esto!
Al otro da volvi el indio con dos nuevos hijos, y como mi mujer no es capaz de resistir a una cara
de hambre, todos comieron. Tan bien, que una semana despus nuestra casa estaba convertida en un
jardn de infantes. Los buenos peones traan cuanto hijo propio o ajeno les era dado tener. Y si a esto se
agregan los muchos sujetos que comprendieron que nada dispona mejor nuestro corazn que la confesin
llana y lisa de tener hambre y carecer al mismo tiempo de dinero, todo esto hizo que al fin de mes nuestro
comercio cesara. Tenamos, claro es, un dficit bastante fuerte.

ste fue mi segundo episodio comercial. No cuento el serio, el del algodn, porque ste estaba perdido
desde el principio. Perd all cuanto tena, y abandonando todo lo que habamos construido en tierra
arrendada, volvimos a Buenos Aires. Ahora concluy sealando con la cabeza sus mrmoles hago
de nuevo esto.
Y aqu no cabe comercio! exclam con fugitiva sonrisa un oyente.
Gmez Alcain lo mir como hombre que al hablar con tranquila seriedad se siente por encima de
todas las ironas:
S, cabe repuso. Pero no yo.

Las rayas
En resumen, yo creo que las palabras valen tanto, materialmente, como la propia cosa significada, y
son capaces de crearla por simple razn de eufona. Se precisar un estado especial; es posible. Pero
algo que yo he visto me ha hecho pensar en el peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo
nombre.
Como se ve, pocas veces es dado or teoras tan maravillosas como la anterior. Lo curioso es que
quien la expona no era un viejo y sutil filsofo versado en la escolstica, sino un hombre espinado desde
muchacho en los negocios, que trabajaba en Laboulaye acopiando granos. Con su promesa de contarnos
la cosa, sorbimos rpidamente el caf, nos sentamos de costado en la silla para or largo rato, y fijamos
los ojos en el de Crdoba.
Les contar la historia comenz el hombre porque es el mejor modo de darse cuenta. Como
ustedes saben, hace mucho que estoy en Laboulaye. Mi socio corretea todo el ao por las colonias y yo,
bastante intil para eso, atiendo ms bien la barraca. Supondrn que durante ocho meses, por lo menos,
mi quehacer no es mayor en el escritorio, y dos empleados uno conmigo en los libros y otro en la venta
nos bastan y sobran. Dado nuestro radio de accin, ni el Mayor ni el Diario son engorrosos. Nos ha
quedado, sin embargo, una vigilancia enfermiza de los libros, como si aquella cosa lgubre pudiera
repetirse. Los libros! En fin, hace cuatro aos de la aventura y nuestros dos empleados fueron los
protagonistas.
El vendedor era un muchacho correntino, bajo y de pelo cortado al rape, que usaba siempre botines
amarillos. El otro, encargado de los libros, era un hombre hecho ya, muy flaco y de cara color paja. Creo
que nunca lo vi rerse, mudo y contrado en su Mayor con estricta prolijidad de rayas y tinta colorada. Se
llamaba Figueroa; era de Catamarca.
Ambos, comenzando por salir juntos, trabaron estrecha amistad, y como ninguno tena familia en
Laboulaye, haban alquilado un casern con sombros corredores de bveda, obra de un escribano que
muri loco all.
Los dos primeros aos no tuvimos la menor queja de nuestros hombres. Poco despus comenzaron,
cada uno a su modo, a cambiar de modo de ser.
El vendedor se llamaba Toms Aquino lleg cierta maana a la barraca con una verbosidad
exuberante. Hablaba y rea sin cesar, buscando constantemente no s qu en los bolsillos. As estuvo dos
das. Al tercero cay con un fuerte ataque de gripe; pero volvi despus de almorzar, inesperadamente
curado. Esa misma tarde, Figueroa tuvo que retirarse con desesperantes estornudos preliminares que lo
haban invadido de golpe. Pero todo pas en horas, a pesar de los sntomas dramticos. Poco despus se
repiti lo mismo, y as, por un mes: la charla delirante de Aquino, los estornudos de Figueroa, y cada dos
das un fulminante y frustrado ataque de gripe.
Esto era lo curioso. Les aconsej que se hicieran examinar atentamente, pues no se poda seguir as.
Por suerte todo pas, regresando ambos a la antigua y tranquila normalidad, el vendedor entre las tablas,
y Figueroa con su pluma gtica.
Esto era en diciembre. El 14 de enero, al hojear de noche los libros, y con toda la sorpresa que
imaginarn, vi que la ltima pgina del Mayor estaba cruzada en todos sentidos de rayas. Apenas lleg
Figueroa a la maana siguiente, le pregunt qu demonio eran esas rayas. Me mir sorprendido, mir su

obra, y se disculp murmurando.


No fue slo esto. Al otro da Aquino entreg el Diario, y en vez de las anotaciones de orden no haba
ms que rayas: toda la pgina llena de rayas en todas direcciones. La cosa ya era fuerte; les habl
malhumorado, rogndoles muy seriamente que no se repitieran esas gracias. Me miraron atentos
pestaeando rpidamente, pero se retiraron sin decir una palabra. Desde entonces comenzaron a
enflaquecer visiblemente. Cambiaron el modo de peinarse, echndose el pelo atrs. Su amistad haba
recrudecido; trataban de estar todo el da juntos, pero no hablaban nunca entre ellos. As varios das,
hasta que una tarde hall a Figueroa doblado sobre la mesa, rayando el libro de Caja. Ya haba rayado
todo el Mayor, hoja por hoja; todas las pginas llenas de rayas, rayas en el cartn, en el cuero, en el
metal, todo con rayas.
Lo despedimos enseguida; que continuara sus estupideces en otra parte. Llam a Aquino y tambin lo
desped. Al recorrer la barraca no vi ms que rayas en todas partes: tablas rayadas, planchuelas rayadas,
barricas rayadas. Hasta una mancha de alquitrn en el suelo, rayada
No haba duda; estaban completamente locos, una terrible obsesin de rayas que con esa
precipitacin productiva quin sabe a dnde los iba a llevar.
Efectivamente, dos das despus vino a verme el dueo de la Fonda Italiana donde aqullos coman.
Muy preocupado, me pregunt si no saba qu se haban hecho Figueroa y Aquino; ya no iban a su casa.
Estarn en casa de ellos le dije.
La puerta est cerrada y no responden contest mirndome.
Se habrn ido! arg sin embargo.
No replic en voz baja. Anoche, durante la tormenta, se han odo gritos que salan de adentro.
Esta vez me cosquille la espalda y nos miramos un momento.
Salimos apresuradamente y llevamos la denuncia. En el trayecto al casern la fila se engros, y al
llegar a aqul, chapaleando en el agua, ramos ms de quince. Ya empezaba a oscurecer. Como nadie
responda, echamos la puerta abajo y entramos. Recorrimos la casa en vano; no haba nadie. Pero el piso,
las puertas, las paredes, los muebles, el techo mismo, todo estaba rayado, una irradiacin delirante de
rayas en todo sentido.
Ya no era posible ms; haban llegado a un terrible frenes de rayar, rayar a toda costa, como si las
ms ntimas clulas de sus vidas estuvieran sacudidas por esa obsesin de rayar. Aun en el patio mojado
las rayas se cruzaban vertiginosamente, apretndose de tal modo al fin, que pareca ya haber hecho
explosin la locura.
Terminaban en el albaal. Y doblndonos, vimos en el agua fangosa dos rayas negras que se
revolvan pesadamente.

La lengua
Hospicio de las Mercedes
No s cundo acabar este infierno. Esto s, es muy posible que consigan lo que desean. Loco
perseguido! Tendra que ver! Yo propongo esto: A todo el que es lengualarga, que se pasa la vida
mintiendo y calumniando, arrnquesele la lengua, y se ver lo que pasa!
Maldito sea el da que yo tambin ca! El individuo no tuvo la ms elemental misericordia. Saba
como el que ms que un dentista sujeto a impulsividades de sangre podr tener todo, menos clientela. Y
me atribuy estos y aquellos arrebatos; que en el hospital haba estado a punto de degollar a un
dependiente de fiambrera; que una sola gota de sangre me enloqueca
Arrancarle la lengua! Quiero que alguien me diga qu haba hecho yo a Felippone para que se
ensaara de ese modo conmigo. Por hacer un chiste? Con esas cosas no se juega, bien lo saba l. Y
ramos amigos.
Su lengua! Cualquier persona tiene derecho a vengarse cuando lo han herido. Supngase ahora lo
que me pasara a m, con mi carrera rota a su principio, condenado a pasarme todo el da por el estudio
sin clientes, y con la pobreza que yo solo s
Todo el mundo lo crey. Por qu no lo iban a creer? De modo que cuando me convenc claramente
de que su lengua haba quebrado para siempre mi porvenir, resolv una cosa muy sencilla: arrancrsela.
Nadie con ms facilidades que yo para atraerlo a casa. Lo encontr una tarde y lo cog riendo de la
cintura, mientras lo felicitaba por su broma que me atribua no s qu impulsos
El hombre, un poco desconfiado al principio, se tranquiliz al ver mi falta de rencor de pobre diablo.
Seguimos charlando una infinidad de cuadras, y de vez en cuando festejbamos alegremente la
ocurrencia.
Pero de veras me detena a ratos. Sabas que era yo el que haba inventado la cosa?
Claro que lo saba! le responda rindome.
Volvimos a vernos con frecuencia. Consegu que fuera al consultorio, donde confiaba en conquistarlo
del todo. En efecto, se sorprendi mucho de un trabajo de puente que me vio ejecutar.
No me imaginaba murmur mirndome que trabajaras tan bien
Qued un rato pensativo y de pronto, como quien se acuerda de algo que aunque ya muy pasado causa
siempre gracia, se ech a rer.
Y desde entonces viene poca gente, no?
Casi nadie le contest sonriendo como un simple.
Y sonriendo as tuve la santa paciencia de esperar, esperar! Hasta que un da vino a verme apurado,
porque le dola vivamente una muela.
Ah, ah! Le dola a l! Y a m, nada, nada!
Examin largamente el raign doloroso, manejndole las mejillas con una suavidad de amigo que le
encant. Lo emborrach luego de ciencia odontolgica, hacindole ver en su raign un peligro siempre de
temer
Felippone se entreg en mis brazos, aplazando la extraccin de la muela para el da siguiente.
Su lengua! Veinticuatro horas pueden pasar como un siglo de esperanzas para el hombre que

aguarda al final un segundo de dicha.


A las dos en punto lleg Felippone. Pero tena miedo. Se sent en el silln sin apartar sus ojos de los
mos.
Pero hombre! le dije paternalmente, mientras disimulaba en la mano el bistur. Se trata de un
simple raign! Qu sera si? Es curioso que les impresione ms el silln del dentista que la mesa de
operaciones! conclu, bajndole el labio con el dedo.
Y es verdad! asinti con la voz gutural.
Claro que lo es! sonre an, introduciendo en su boca el bistur para descarnar la enca.
Felippone apret los ojos, pues era un individuo flojo.
Abre ms la boca le dije.
Felippone la abri. Met la mano izquierda, le sujet rpidamente la lengua y se la cort de raz.
Plum! Chismes y chismes y chismes, su lengua! Felippone mugi echando por la boca una ola de
sangre y se desmay.
Bueno. En la mano yo tena su lengua. Y el diablo, la horrible locura de hacer lo que no tiene utilidad
alguna, estaban en mis dos ojos. Con aquella podredumbre de chismes en la mano izquierda, qu
necesidad tena yo de mirar all?
Y mir, sin embargo. Le abr la boca a Felippone, acerqu bien la cara, y mir en el fondo. Y vi que
asomaba por entre la sangre una lengita roja! Una lengita que creca rpidamente, que creca y se
hinchaba, como si yo no tuviera la otra en la mano!
Cog una pinza, la hund en el fondo de la garganta y arranqu el maldito retoo. Mir de nuevo, y vi
otra vez maldicin! que suban dos nuevas lengitas movindose
Met la pinza y arranqu eso, con ellas una amgdala
La sangre me impeda ver el resultado. Corr a la camilla, ajust un tubo, y ech en el fondo de la
garganta un chorro violento. Volv a mirar: cuatro lengitas crecan ya
Desesperacin! Inund otra vez la garganta, hund los ojos en la boca abierta, y vi una infinidad de
lengitas que retoaban vertiginosamente Desde ese momento fue una locura de velocidad, una carrera
furibunda, arrancando, echando el chorro, arrancando de nuevo, tornando a echar agua, sin poder dominar
aquella monstruosa reproduccin. Al fin lanc un grito y dispar. De la boca le sala un pulpo de lenguas
que tanteaban a todos.
Las lenguas! Ya comenzaban a pronunciar mi nombre

El vampiro
S dijo el abogado Rhode. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aqu, de vampirismo.
Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasas, fue sorprendido una noche
en el cementerio arrastrando el cadver recin enterrado de una mujer. El individuo tena las manos
destrozadas porque haba removido un metro cbico de tierra con las uas. En el borde de la fosa yacan
los restos del atad, recin quemado. Y como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yaca
por all con los riones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro.
En la primera entrevista con el hombre vi que tena que habrmelas con un fnebre loco. Al
principio se obstin en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis
razonamientos. Por fin pareci hallar en m al hombre digno de orle. La boca le temblaba por la
ansiedad de comunicarse.

Ah! Usted me entiende! exclam, fijando en m sus ojos de fiebre. Y continu con un vrtigo de que
apenas puede dar idea lo que recuerdo: A usted le dir todo! S! Que cmo fue eso del ga de la
gata? Yo! Solamente yo! igame: cuando yo llegu all, mi mujer
Dnde, all? le interrump.
All La gata o no? Entonces? Cuando yo llegu mi mujer corri como una loca a abrazarme.
Y enseguida se desmay. Todos se precipitaron entonces sobre m, mirndome con ojos de locos.
Mi casa! Se haba quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tena dentro! sa, sa era mi
casa! Pero ella no, mi mujer ma!
Entonces un miserable devorado por la locura me sacudi el hombro, gritndome:
Qu hace? Conteste!
Y yo le contest:
Es mi mujer! Mi mujer ma que se ha salvado!
Entonces se levant un clamor:
No es ella! sa no es!
Sent que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tena entre mis brazos, queran saltarse de las
rbitas. No era sa Mara, la Mara de m, y desmayada? Un golpe de sangre me encendi los ojos y de
mis brazos cay una mujer que no era Mara. Entonces salt sobre una barrica y domin a todos los
trabajadores. Y grit con la voz ronca:
Por qu! Por qu!
Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de costado. Y los ojos de
fuera mirndome.
Entonces comenc a or de todas partes:
Muri.
Muri aplastada.
Muri.
Grit.

Grit una sola vez.


Yo sent que gritaba.
Yo tambin.
Muri.
La mujer de l muri aplastada.
Por todos los santos! grit yo entonces retorcindome las manos. Salvmosla, compaeros!
Es un deber nuestro salvarla!
Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los ladrillos volaban, los
marcos caan desescuadrados y la remocin avanzaba a saltos.
A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una ua sana, ni en mis dedos haba otra cosa que
escarbar. Pero en mi pecho! Angustia y furor de tremebunda desgracia que temblaste en mi pecho al
buscar a mi Mara!
No quedaba sino el piano por remover. Haba all un silencio de epidemia, una enagua cada y ratas
muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de sangre y carbn, estaba aplastada la sirvienta.
Yo la saqu al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas, viscosas de alquitrn y
agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro. Entonces cog a la sirvienta y comenc a arrastrarla
alrededor del patio. Eran mos esos pasos. Y qu pasos! Un paso, otro paso, otro paso!
En el hueco de una puerta carbn y agujero, nada ms estaba acurrucada la gata de casa, que
haba escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la sirvienta y yo pasamos frente a ella,
la gata lanz un aullido de clera.
Ah! No era yo, entonces?, grit desesperado. No fui yo el que busc entre los escombros, la ruina
y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi Mara?
La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se eriz. La sptima vez se levant, llevando
a la rastra las patas de atrs. Y nos sigui entonces as, esforzndose por mojar la lengua en el pelo
engrasado de la sirvienta de ella, de Mara, no, maldito rebuscador de cadveres!
Rebuscador de cadveres! repet yo mirndolo. Pero entonces eso fue en el cementerio!
El vampiro se aplast entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos de loco.
Conque sabas entonces! articul. Conque todos lo saben y me dejan hablar una hora! Ah!
rugi en un sollozo echando la cabeza atrs y deslizndose por la pared hasta caer sentado: Pero
quin me dice al miserable yo, aqu, por qu en mi casa me arranqu las uas para no salvar del alquitrn
ni el pelo colgante de mi Mara!

No necesitaba ms, como ustedes comprenden concluy el abogado, para orientarme totalmente
respecto del individuo. Fue internado enseguida. Hace ya dos aos de esto, y anoche ha salido,
perfectamente curado
Anoche? exclam un hombre joven de riguroso luto. Y de noche se da de alta a los locos?
Por qu no? El individuo est curado, tan sano como usted y como yo. Por lo dems, si reincide,
lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de estar ya en funciones. Pero stos no son
asuntos mos. Buenas noches, seores.

La mancha hiptlmica
Qu tiene esa pared?
Levant tambin la vista y mir. No haba nada. La pared estaba lisa, fra y totalmente blanca. Slo
arriba, cerca del techo, estaba oscurecida por falta de luz.
Otro a su vez alz los ojos y los mantuvo un momento inmviles y bien abiertos, como cuando se
desea decir algo que no se acierta a expresar.
P pared? formul al rato.
Esto s; torpeza y sonambulismo de las ideas, cunto es posible.
No es nada contest. Es la mancha hiptlmica.
Mancha?
hiptlmica. La mancha hiptlmica. ste es mi dormitorio. Mi mujer dorma de aquel lado
Qu dolor de cabeza! Bueno. Estbamos casados desde haca siete meses y anteayer muri. No es
esto? Es la mancha hiptlmica. Una noche mi mujer se despert sobresaltada.
Qu tienes? le pregunt inquieto.
Qu sueo ms raro! me respondi, angustiada an.
Qu era?
No s, tampoco S que era un drama; un asunto de drama Una cosa oscura y honda Qu
lstima!
Trata de acordarte, por Dios! la inst, vivamente interesado. Ustedes me conocen como hombre
de teatro
Mi mujer hizo un esfuerzo.
No puedo No me acuerdo ms que del ttulo: La mancha tele hita hiptlmica! Y la cara
atada con un pauelo blanco.
Qu?
Un pauelo blanco en la cara La mancha hiptlmica.
Raro! murmur, sin detenerme un segundo ms a pensar en aquello.
Pero das despus mi mujer sali una maana del dormitorio con la cara atada. Apenas la vi, record
bruscamente y vi en sus ojos que ella tambin se haba acordado. Ambos soltamos la carcajada.
S, s! se rea. En cuanto me puse el pauelo, me acord
Un diente?
No s; creo que s
Durante el da bromeamos an con aquello, y de noche, mientras mi mujer se desnudaba, le grit de
pronto desde el comedor:
A que no
S! La mancha hiptlmica! me contest riendo. Me ech a rer a mi vez, y durante quince das
vivimos en plena locura de amor.
Despus de este lapso de aturdimiento sobrevino un periodo de amorosa inquietud, el sordo y mutuo
acecho de un disgusto que no llegaba y que se ahog por fin en explosiones de radiante y furioso amor.
Una tarde, tres o cuatro horas despus de almorzar, mi mujer, no encontrndome, entr en su cuarto y
qued sorprendida al ver los postigos cerrados. Me vio en la cama, extendido como un muerto.

Federico! grit corriendo a m.


No contest una palabra, ni me mov. Y era ella, mi mujer! Entienden ustedes?
Djame! me desas con rabia, volvindome a la pared.
Durante un rato no o nada. Despus, s: los sollozos de mi mujer, el pauelo hundido hasta la mitad
en la boca.
Esa noche cenamos en silencio. No nos dijimos una palabra, hasta que a las diez mi mujer me
sorprendi en cuclillas delante del ropero, doblando con extremo cuidado, y pliegue por pliegue, un
pauelo blanco.
Pero desgraciado! exclam desesperada, alzndome la cabeza. Qu haces!
Era ella, mi mujer! Le devolv el abrazo, en plena e ntima boca.
Qu haca? le respond. Buscaba una explicacin justa a lo que nos est pasando.
Federico amor mo murmur.
Y la ola de locura nos envolvi de nuevo.
Desde el comedor o que ella aqu mismo se desvesta. Y aull con amor:
A que no?
Hiptlmica, hiptlmica! respondi riendo y desnudndose a toda prisa.
Cuando entr, me sorprendi el silencio considerable de este dormitorio. Me acerqu sin hacer ruido
y mir. Mi mujer estaba acostada, el rostro completamente hinchado y blanco. Tena atada la cara con un
pauelo.
Corr suavemente la colcha sobre la sbana, me acost en el borde de la cama, y cruc las manos bajo
la nuca.
No haba aqu ni un crujido de ropa ni una trepidacin lejana. Nada. La llama de la vela ascenda
como aspirada por el inmenso silencio. Pasaron horas y horas. Las paredes, blancas y fras, se oscurecan
progresivamente hacia el techo Qu es eso? No s
Y alc de nuevo los ojos. Los otros hicieron lo mismo y los mantuvieron en la pared por dos o tres
siglos. Al fin los sent pesadamente fijos en m.
Usted nunca ha estado en el manicomio? me dijo uno.
No que yo sepa respond
Y en presidio?
Tampoco, hasta ahora
Pues tenga cuidado, porque va a concluir en uno u otro.
Es posible perfectamente posible repuse procurando dominar mi confusin de ideas.
Salieron.
Estoy seguro de que han ido a denunciarme, y acabo de tenderme en el divn: como el dolor de
cabeza contina, me he atado la cara con un pauelo blanco.

La crema de chocolate
Ser mdico y cocinero a un tiempo es, a ms de difcil, peligroso. El peligro vulvese realmente grave si
el cliente lo es del mdico y de su cocina. Esta verdad pudo ser comprobada por m, cierta vez que en el
Chaco fui agricultor, mdico y cocinero.
Las cosas comenzaron por la medicina, a los cuatro das de llegar all. Mi campo quedaba en pleno
desierto, a ocho leguas de toda poblacin, si se exceptan un obraje y una estanzuela, vecinos a media
legua. Mientras bamos todas las maanas mi compaero y yo a construir nuestro rancho, vivamos en el
obraje. Una noche de gran fro fuimos despertados mientras dormamos, por un indio del obraje, a quien
acababan de apalear un brazo. El muchacho gimoteaba muy dolorido. Vi enseguida que no era nada, y s
grande su deseo de farmacia. Como no me diverta levantarme, le frot el brazo con bicarbonato de soda
que tena al lado de la cama.
Qu le ests haciendo? me pregunt mi compaero, sin sacar la nariz de sus plaids.
Bicarbonato le respond. Ahora me dirig al indio no te va a doler ms. Pero para que
haga buen efecto este remedio, es bueno que te pongas trapos mojados encima.
Claro est, al da siguiente no tena nada; pero sin la maniobra del polvo blanco encerrado en el
frasco azul, jams el indiecito se hubiera decidido a curarse con slo trapos fros.
El segundo eslabn lo estableci el capataz de la estanzuela con quien yo estaba en relacin. Vino un
da a verme por cierta infeccin que tena en una mano, y que persista desde un mes atrs. Yo tena un
bistur, y el hombre resista heroicamente el dolor. Esta doble circunstancia autoriz el destrozo que hice
en su carne, sin contar el bicloruro hirviendo, y ocho das despus mi hombre estaba curado. Las
infecciones, por all, suelen ser de muy fastidiosa duracin; mas mi valor y el del otro bien que de
distinto carcter vencironlo todo.
Esto pasaba ya en nuestro algodonal, y tres meses despus de haber sido plantado. Mi amistad con el
dueo de la estanzuela, que viva en su almacn en Resistencia, y la bondad del capataz y su mujer,
llevbanme a menudo a la estancia. La vieja mujer, sobre todo, tena cierta respetuosa ternura por mi
ciencia y mi democracia. De aqu que quisiera casarme. A legua y media de casa, en pleno estero Araz,
tena cien vacas y un rebao de ovejas el padre de mi futura.
Pobrecita! me deca Rosa, la mujer del capataz. Est enferma hace tiempo. Flaca, pobrecita!
And a curarla, don Fernndez, y te cass con ella.
Como los esteros rebosaban agua, no me decida a ir hasta ella.
Y es linda? se me ocurri un da.
Pero no ha de don Fernndez! Le voy a mandar a decir al padre, y la vas a curar y te vas a casar
con ella.
Desgraciadamente la misma democracia que encantaba a la mujer del capataz estuvo a punto de echar
abajo mi reputacin cientfica.
Una tarde haba ido yo a buscar mi caballo sin riendas como lo haca siempre, y volva con l a
escape, cuando hall en casa a un hombre que me esperaba. Mi ropa, adems, dejaba siempre mucho que
desear en punto a correccin. La camisa de lienzo sin un botn, los brazos arremangados, y sin sombrero
ni peinado de ninguna especie.
En el patio, un paisano de pelo blanco, muy gordo y fresco, vestido evidentemente con lo mejor que

tena, me miraba con fuerte sorpresa.


Perdone, don se dirigi a m. Es sta la casa de don Fernndez?
S, seor le respond.
Agreg entonces con visible dubitacin de persona que no quiere comprometerse.
Y no est l?
Soy yo.
El hombre no conclua de disculparse, hasta que se fue con mi receta y la promesa de que ira a ver a
su hija.
Fui y la vi. Tosa un poco, estaba flaqusima, aunque tena la cara llena, lo que no haca sino acentuar
la delgadez de las piernas. Tena sobre todo el estmago perdido. Tena tambin hermosos ojos, pero al
mismo tiempo unas abominables zapatillas nuevas de elstico. Se haba vestido de fiesta, y como lujo de
calzado no habitual, las zapatillas aquellas.
La chica se llamaba Eduarda digera muy mal, y por todo alimento coma tasajo desde que
haban empezado las lluvias. Con el ms elemental rgimen, la muchacha comenz a recobrar vida.
Es tu amor, don Fernndez. Te quiere mucho a usted me explicaba Rosa.
Fui en esa primavera dos o tres veces ms al Araz, y lo cierto es que yo poda acaso no ser mal
partido para la agradecida familia.
En estas circunstancias, el capataz cumpli aos y su mujer me mand llamar el da anterior, a fin de
que yo hiciera un postre para el baile. A fuerza de paciencia y de horribles quematinas de leche, yo haba
conseguido llegar a fabricarme budines, cremas y hasta huevos quimbos. Como el capataz tena debilidad
visible por la crema de chocolate que haba probado en casa, detveme en ella, ordenando a Rosa que
dispusiera para el da siguiente diez litros de leche, sesenta huevos y tres kilos de chocolate. Hubo que
enviar por el chocolate a Resistencia, pero volvi a tiempo, mientras mi compaero y yo nos rompamos
la mueca batiendo huevos.
Ahora bien, no s an qu pas, pero lo cierto es que en plena funcin de crema, la crema se cort. Y
se cort de modo tal, que aquello convirtiose en esponja de caucho, una madeja de oscuras hilachas
elsticas, algo como estopa empapada en aceite de linaza.
Nos miramos mi compaero y yo: la crema esa parecase endiabladamente a una muerte sbita.
Tirarla y privar a la fiesta de su principal atractivo? No era posible. Luego, a ms de que ella era
nuestra obra personal, siempre muy querida, apag nuestros escrpulos el conocimiento que del paladar y
estmago de los comensales tenamos. De modo que resolvimos prolongar la coccin del maleficio, con
objeto de darle buena consistencia. Hecho lo cual apelmazamos la crema en una olla, y descansamos.
No volvimos a casa; comimos all. Vinieron la noche y los mosquitos, y asistimos al baile en el
patio. Mi enferma, otra vez con sus zapatillas, haba llegado con su familia en una carreta. Haca un calor
sofocante, lo que no obstaba para que los peones bailaran con el poncho al hombro, el 13 de enero.
Nuestro postre deba ser comido a las once. Un rato antes mi compaero y yo nos habamos insinuado
hipcritamente en el comedor, buscando moscas por las paredes.
Van a morir todos me deca l en voz baja. Yo, sin creerlo, estaba bastante preocupado por la
aceptacin que pudiera tener mi postre.
El primero a quien le cupo familiarizarse con l fue el capataz de los carreros del obraje, un hombrn
silencioso, muy cargado de hombros y con enormes pies descalzos. Acercose sonriendo a la mesita,
mucho ms cortado que mi crema. Se sirvi a fuerza de cuchillo, claro es una delicadsima porcin.

Pero mi compaero intervino presuroso.


No, no, Juan! Srvase ms. Y le llen el plato.
El hombre prob con gran comedimiento, mientras nosotros no apartbamos los ojos de su boca.
Eh, qu tal? le preguntamos. Rico, eh?
Macanudo, che patrn!
S! Por malo que fuera aquello, tena gusto a chocolate. Cuando el hombrn hubo concluido lleg
otro, y luego otro ms. Tocole por fin el turno a mi futuro suegro. Entr alegre, balancendose.
Hum! Parece que tenemos un postre, don Fernndez! De todo sabe! Hum! Crema de
chocolate Yo he comido una vez.
Mi compaero y yo tornamos a mirarnos.
Estamos frescos! murmur.
Completamente lcidos! Qu poda parecerle la madeja negra a un hombre que haba probado ya
crema de chocolate? Sin embargo, con las manos muy puestas en los bolsillos, esperamos. Mi suegro
prob lentamente.
Qu tal la crema?
Se sonri y alz la cabeza, dejando cuchillo y tenedor.
Rico, le digo! Qu don Fernndez! continu comiendo. Sabe de todo!
Se supondr el peso de que nos libr su respuesta. Pero cuando hubieron comido el padre, la madre,
la hermana, y le lleg el turno a mi futura, no supe qu hacer.
Eduarda puede comer, eh, don Fernndez? me haba preguntado mi suegro.
Yo crea sinceramente que no. Para un estmago sano, aquello estaba bien, aun a razn de un plato
sopero por boca. Pero para una dispptica con digestiones laboriossimas, mi esponja era un sencillo
veneno.
Y me enternec con la esponja, sin embargo. La muchacha ojeaba la olla con mucho ms amor que a
m, y yo pensaba que acaso jams en la vida serale dado volver a probar cosa tan asombrosa, hecha por
un chacarero mdico y pretendiente suyo.
S, puede comer. Le va a gustar mucho respond serenamente.
Tal fue mi presentacin pblica de cocinero. Ninguno muri pero dos semanas despus supe por Rosa
que mi prometida haba estado enferma los das subsiguientes al baile.
S le dije, verdaderamente arrepentido. Yo tengo la culpa. No debi haber comido la crema
aquella.
Qu crema! Si le gust, te digo! Es que usted no bailaste con ella; por eso se enferm.
No bail con ninguna.
Pero si es lo que te digo! Y no has ido ms a verla, tampoco!
Fui all por fin. Pero entonces la muchacha tena realmente novio, un espaolito con gran cinto y
pauelo criollos, con quien me haba encontrado ya alguna vez en casa de ella.

Los cascarudos
Hasta el da fatal en que intervino el naturalista, la quinta de monsieur Robin era un prodigio de
correccin. Haba all plantaciones de yerba mate que, si bien de edad temprana an, admiraban al
discreto visitante con la promesa de magnficas rentas. Luego, viveros de cafetos costoso ensayo en la
regin, de chirimoyas y heveas.
Pero lo admirable de la quinta era su bananal. Monsieur Robin, con arreglo al sistema de cultivo
practicado en Cuba, no permita ms de tres vstagos a cada banano pues sabido es que esta planta,
abandonada a s misma se torna en un macizo de diez, quince y ms pies. De ah empobrecimiento de la
tierra, exceso de sombra, y lgica degeneracin del fruto. Mas los nativos del pas jams han aclarado
sus macizos de bananos, considerando que si la planta tiende a rodearse de hijos, hay para ello causas
muy superiores a las de su agronoma. Monsieur Robin entenda lo mismo y an ms sumisamente, puesto
que apenas la planta original echaba de su pie dos vstagos, aprontaba pozos para los nuevos bananitos a
venir que, tronchados del pie madre, crearan a su vez nueva familia.
De este modo, mientras el bananal de los indgenas, a semejanza de las madres muy fecundas cuya
descendencia es al final raqutica, produca mezquinas vainas sin jugo, las cortas y bien nutridas familias
de monsieur Robin se doblaban al peso de magnficos cachos.
Pero tal glorioso estado de cosas no se obtiene sino a expensas de mucho sudor y de muchas limas
gastadas en afilar palas y azadas.
Monsieur Robin, habiendo llegado a inculcar a cinco peones del pas la necesidad de todo esto, crey
haber hecho obra de bien, aparte de los tres o cuatro mil cachos que desde noviembre a mayo bajaban a
Posadas.
As, el destino de monsieur Robin, de sus bananos y sus cinco peones pareca asegurado, cuando
lleg a Misiones el sabio naturalista Fritz Franke, entomlogo distinguidsimo, y adjunto al Museo de
Historia Natural de Pars. Era un muchacho rubio, muy alto, muy flaco, con lentes de miope all arriba, y
enormes botines en los pies. Llevaba pantaln corto, lo acompaaban su esposa y una setter con collar de
plata.
Vena el joven sabio efusivamente recomendado a monsieur Robin, y ste puso a su completa
disposicin la quinta del Yabebir, con lo cual Fritz Franke pudo fcilmente completar en cuatro o cinco
meses sus colecciones sudamericanas. Por lo dems, el capataz recibi de monsieur Robin especial
recomendacin de ayudar al distinguido husped en cuanto fuere posible. Fue as como lo tuvimos entre
nosotros. En un principio, los peones haban hallado ridculo sobre toda ponderacin a aquel beb de
interminables pantorrillas que se pasaba las horas en cuclillas revolviendo yuyos. Alguna vez se
detuvieron con la azada en la mano a contemplar aquella zoncsima manera de perder el tiempo. Vean al
naturalista coger un bicharraco, darle vueltas en todo sentido, para hundirlo, despus de maduro examen,
en el estuche de metal. Cuando el sabio se iba, los peones se acercaban, cogan un insecto semejante, y
despus de observarlo detenidamente a su vez, se miraban estupefactos.
As, a los pocos das, uno de ellos se atrevi a ofrecer al naturalista un cascarudito que haba
hallado. El pen llevaba muchsima ms sorna que cascarudito; pero el coleptero result ser de una
especie nueva, y herr Franke, contento, gratific al pen con cinco cartuchos 16. El pen se retir, para
volver al rato con sus compaeros.

Entonces, che patrn, te gustan los bichitos? interrog.


Oh, s! Triganme todos Despus, regalo.
No, patrn; te lo vamos a hacer de balde. Don Robin nos dijo que te ayudramos.
ste fue el principio de la catstrofe. Durante dos meses enteros, sin perder diez segundos en quitar el
barro a una azada, los cinco peones se dedicaron a cazar bichitos. Mariposas, hormigas, larvas,
escarabajos estercoleros, cantridas de frutales, guitarreros de palos podridos, cuanto insecto vieron sus
ojos, fue llevado al naturalista. Fue aquello un ir y venir constante de la quinta al rancho. Franke, loco de
gozo ante el ardor de aquellos entusiastas nefitos, prometa escopetas de uno, dos y tres tiros.
Pero los peones no necesitaban estmulo. No quedaba en la quinta tronco sin remover ni piedra que
no dejara al descubierto el hmedo hueco de su encaje. Aquello era, evidentemente, ms divertido que
carpir. Las cajas del naturalista prosperaron as de un modo asombroso, tanto que a fines de enero dio el
sabio por concluida su coleccin y regres a Posadas.
Y los peones? le pregunt monsieur Robin. No tuvo quejas de ellos?
Oh, no! Muy buenos todos Usted tiene muy buenos peones.
Monsieur Robin crey entonces deber ir hasta el Yabebir a constatar aquella bondad. Hall a los
peones como enloquecidos, en pleno furor de cazar bichitos. Pero lo que era antes glorioso vivero de
cafetos y chirimoyas, desapareca ahora entre el monstruoso yuyo de un verano entero. Las plantitas,
ahogadas por el vaho quemante de una sombra demasiado baja, haban perdido o la vida o todo un ao de
avance. El bananal estaba convertido en un planto salvaje, sucio de pajas, lianas y rebrotes de monte,
dentro del cual los bananos asfixiados se agotaban en hijuelos raquticos. Los cachos, sin fuerza para una
plena fructificacin, pendan con miserables bananitas, negruzcas. Esto era lo que quedaba a monsieur
Robin de su quinta, casi experimental tres meses antes. Fastidiado hasta el infinito de la ciencia de su
ilustre husped que haba enloquecido al personal, despidi a todos los peones. Pero la mala semilla
estaba ya sembrada. A uno de nosotros tocole en suerte, tiempo despus, tomar dos peones que haban
sido de la quinta de monsieur Robin. Encargseles el arreglo urgente de un alambrado, partiendo los
mozos con taladros, mechas, llave inglesa y dems. Pero a la media hora estaba uno de vuelta, poseedor
de un cascarudito que haba hallado. Se le agradeci el obsequio, y retorn a su alambre. Al cuarto de
hora volva el otro pen con otro cascarudito.
A pesar de la orden terminante de no prestar ms atencin a los insectos, por maravillosos que
fueran, regresaron los dos media hora antes de lo debido, a mostrar a su patrn un bichito que jams
haban visto en Santa Ana.
Por espacio de muchos meses la aventura se repiti en diversas granjas. Los peones aquellos,
posedos de verdadero frenes entomolgico, contagiaron a algn otro; y, an hoy un patrn que se estime
debe acordarse siempre al tomar un nuevo pen:
Sobre todo, les prohbo terminantemente que miren ningn bichito.
Pero lo ms horrible de todo es que los peones haban visto ellos mismos ms de una vez comer
alacranes al naturalista. Los sacaba de un tarro y los coma por las patitas

El divino
Jams en el confn aquel se haba tenido idea de un teodolito. Por esto cuando se vio a Howard asentar el
sospechoso aparato en el suelo, mirar por los tubitos y correr tornillos, la gente tuvo por l, sus cintas
mtricas, niveles y banderitas, un respeto casi diablico.
Howard haba ido al fondo de Misiones, sobre la frontera del Brasil, a medir cierta propiedad que su
dueo quera vender con urgencia. El terreno no era grande, pero el trabajo era rudo por tratarse de
bosque inextricable y quebradas a prueba de nivel. Howard desempeose del mejor de los modos
posibles, y se hallaba en plena tarea cuando le acaeci su singular aventura.
El agrimensor habase instalado en un claro del bosque, y sus trabajos marcharon a maravilla durante
el resto del invierno que pudo aprovechar, pero lleg el verano, y con tan hmedo y sofocante principio
que el bosque entero zumb de mosquitos y barigs, a tal punto que a Howard le falt valor para
afrontarlos. No siendo, por lo dems, urgente su trabajo, dispsose a descansar quince das.
El rancho de Howard ocupaba la cspide de una loma que descenda al oeste hasta la vera del
bosque. Cuando el sol caa, la loma se doraba y el ambiente cobraba tal transparente frescura que un
atardecer, en los treinta y ocho aos de Howard revivieron agudas sus grandes glorias de la infancia.
Una pandorga! Una cometa! Qu cosa ms bella que remontar a esa hora el cabeceador barrilete, la
bomba ondulante o el inmvil lucero? A esa hora, cuando el sol desaparece y el viento cae con l, la
pandorga se aquieta. La cola pende entonces inmvil y el hilo forma una honda curva. Y all arriba, muy
alto, fija en vagusima tremulacin, la pandorga en equilibrio constela triunfalmente el cielo de nuestra
industriosa infancia.
Ahora recordaba con sorprendente viveza toda la tcnica infantil que jams desde entonces tornara a
subir a su memoria. Y cuando en compaa de su ayudante cort las tacuaras, tuvo buen cuidado de
afinarlas suficientemente en los extremos, y muy poco en el medio: Una pandorga que se quiebra por el
centro, deshonra para siempre a su ingeniero, meditaba el recelo infantil de Howard.
Y fue hecha. Dispusieron primero los dos cuadros que yuxtapuestos en cruz forman la estrella. Un
pliego de seda roja que Howard tena en su archivo revisti el armazn, y como cola, a falta del clsico
orillo de casimir, el agrimensor transform la pierna de un pantaln suyo en cientfica cola de pandorga.
Y por ltimo los roncadores.
Al da siguiente la ensayaron. Era un sencillo prodigio de estabilidad, tiro y ascensin. El sol
traspasaba la seda punz en escarlata vivo, y al remontarla Howard, la vibrante estrella ascenda tirante
aureolada de trmulo ronquido.
Fue al otro da, y en pleno remonte de la cometa, cuando oyeron el redoble del tambor. En verdad,
ms que redoble, aquello era un acompaamiento de comparsa: tan-tan-tan ratatn tan-tan
Qu es eso?
No s repuso el ayudante mirando a todos lados. Me parece que se acerca
S, all veo una comparsa afirm Howard.
En efecto, por el sendero que ascenda a la loma, una comitiva con estandarte al frente avanzaba.
Viene aqu Qu puede ser eso? se pregunt Howard, que viva aislado del mundo.
Un momento despus lo supo. Aquello lleg hasta su rancho, y el agrimensor pudo examinarlo
detenidamente.

Primero que todo, el hombre del tambor, un indio descalzo y con un pauelo en bandolera; luego una
negra gordsima con un mulatillo erizado en brazos, que vena levantando un estandarte. Era un verdadero
estandarte de satin punz y empenachado de cintas flotantes. En la cspide, un rosetn de papel calado.
Luego seguan en fila: una vieja con un terrible cigarro; un hombre con el saco al hombro; una
muchachita; otro hombre en calzoncillos y tirador de arpillera; otra mujer con un chico de pecho; otro
hombre; otra mujer con cigarro, y un negro canoso.
sta era la comitiva. Pero su significado result ms grave, segn fue enterado Howard. Aquello era
El Divino, como poda verse por la palomita de cera forrada de trapo, atada en el extremo del estandarte.
El Divino recorra la comarca en ciertas pocas curando los males. Si se daba dinero en recompensa,
tanto mayor eficacia.
Y el tambor? pregunt Howard.
Es su msica le respondieron.
Aunque Howard y su ayudante gozaban de excelente salud, aceptaron de buen grado la intervencin
paliativa del Espritu Santo. De este modo, fue menester que Howard sostuviera de pie al Divino,
mientras el tambor comenzaba su piruetesco acompaamiento, y la comitiva cantaba:
Aqu est el Divino
que te viene a visitar.
Dios te d la salud
que te van a cantar.
El Divino que est ah
te va a curar
y el seor reciba
mucha felicidad.
Santo alabado sea
el seor y la seora.
Que el Divino les d felicidad.

Y as por el estilo. Claro es que, aunque Howard estaba exento de toda seora, la cancin no variaba.
Pero a pesar de la uncin medicinal de que estaban posedos los aclitos, Howard vio muy
claramente que stos no pensaban sino en la pandorga que sostena el ayudante. La devoraban con los
ojos, de modo que sus loas al igual de sus bocas abiertas estaban rectamente dirigidas a la estrella.
Jams haban visto eso; cosa no extraa en aquellas tenebrosidades, pues mucho ms al sur se
desconoce tambin esa industria. Al final fue menester que Howard recogiera la estrella y que la
remontara de nuevo. La comparsa no caba en s de gozo y lrico asombro. Se fueron por fin con un par de
pesos que la portaestandarte at al cuello del pjaro.
Con lo cual las cosas hubieran proseguido su marcha de costumbre, si al caer del segundo da, y
mientras Howard remontaba su estrella, no hubiera llegado de nuevo la procesin.
Howard se asust, pues casualmente ese da estaba un poco indispuesto. Pensaba ya en echarlos,
cuando los sujetos expusieron su pedido: queran la cometa para hacer un Divino; le ataran la paloma en
la punta. Y el ruido de los roncadores.

La comparsa sonrea estpidamente de anticipado deleite. Moriran sin duda si no obtenan aquello.
Su pandorga, convertida en Espritu Santo! Howard hall la circunstancia profundamente casustica.
Tendra l, aunque agrimensor y fabricante de su cometa, derecho de impedir aquella como
transubstanciacin? Como no crey tenerlo, entreg el ser sagrado, y en un momento la comitiva at la
paloma a la estrella, enarbol sta en una tacuara, y presto la comparsa se fue, a gran acompaamiento de
tambor, llevando triunfalmente en lo alto de una tacuara la cometa de Howard y sus roncadores vibrantes,
transformada en Dios.
Aquello fue evidentemente el ms grande xito registrado en cien leguas a la redonda: aquel brillante
Divino con ruido y cola, y que volaba, o ms bien que haba volado, pues nadie se atrevi a restituirle su
antiguo proceder.
Howard vio pasar as muchas veces, siempre triunfante y otorgadora de bienes, a su pandorga
celestial que echaba melanclicamente de menos. No se atreva a hacer otra por algo de mstica
precaucin.
Mas pese a esto, un da un viejo del lugar, algo leguleyo por haber vivido un tiempo en pases ms
civilizados, se quej vagamente a Howard de que ste se hubiera burlado de aquella pobre gente
dndoles la cometa.
De ningn modo se disculp Howard.
S, de ningn modo s, s repiti pensativo el viejo, tratando de recordar qu querra decir de
ningn modo. Pero no pudo conseguirlo, y Howard pudo concluir su mensura sin que el viejo ni nadie se
atreviera a afrontar su sabidura.

El canto del cisne


Confieso tener antipata a los cisnes blancos. Me han parecido siempre gansos griegos, pesados,
patizambos y bastante malos. He visto as morir el otro da uno en Palermo sin el menor trastorno
potico. Estaba echado de costado en el ribazo, sin moverse. Cuando me acerqu, trat de levantarse y
picarme. Sacudi precipitadamente las patas, golpendose dos o tres veces la cabeza contra el suelo y
qued rendido, abriendo desmesuradamente el pico. Al fin estir rgidas las uas, baj lentamente los
prpados duros y muri.
No le o canto alguno, aunque s una especie de ronquido sibilante. Pero yo soy hombre, verdad es, y
ella tampoco estaba. Qu hubiera dado por escuchar ese dilogo! Ella est absolutamente segura de que
oy eso y de que jams volver a hallar en hombre alguno la expresin con que l la mir.
Mercedes, mi hermana, que vivi dos aos en Martnez, lo vea a menudo. Me ha dicho que ms de
una vez le llam la atencin su rareza, solo siempre e indiferente a todo, arqueado en una fina silueta
desdeosa.
La historia es sta: en el lago de una quinta de Martnez haba varios cisnes blancos, uno de los
cuales individualizbase en la insulsez genrica por su modo de ser. Casi siempre estaba en tierra, con
las alas pegadas y el cuello inmvil en honda curva. Nadaba poco, jams peleaba con sus compaeros.
Viva completamente apartado de la pesada familia, como un fino retoo que hubiera roto ya para
siempre con la estupidez natal. Cuando alguien pasaba a su lado, se apartaba unos pasos, volviendo a su
vaga distraccin. Si alguno de sus compaeros pretenda picarlo, se alejaba despacio y aburrido. Al caer
la tarde, sobre todo, su silueta inmvil y distinta destacbase de lejos sobre el csped sombro, dando a
la calma morosa del crepsculo una hmeda quietud de vieja quinta.
Como la casa en que viva mi hermana quedaba cerca de aqulla, Mercedes lo vio muchas tardes en
que sali a caminar con sus hijos. A fines de octubre una amabilidad de vecinos la puso en relacin con
Celia, y de aqu los pormenores de su idilio.
Aun Mercedes se haba fijado en que el cisne pareca tener particular aversin a Celia. sta bajaba
todas las tardes al lago, cuyos cisnes la conocan bien en razn de las galletitas que les tiraba.
nicamente aqul evitaba su aproximacin. Celia lo not un da, y fue decidida a su encuentro; pero
el cisne se alej ms an. Ella qued un rato mirndolo sorprendida, y repiti su deseo de familiaridad,
con igual resultado. Desde entonces, aunque us de toda malicia, no pudo nunca acercarse a l.
Permaneca inmvil e indiferente cuando Celia bajaba al lago; pero si sta trataba de aproximarse
oblicuamente, fingiendo ir a otra parte, el cisne se alejaba enseguida.
Una tarde, cansada ya, lo corri hasta perder el aliento y dos pinchos. Fue en vano. Slo cuando
Celia no se preocupaba de l, l la segua con los ojos.
Y sin embargo, estaba tan segura de que me odiaba! le dijo la hermosa chica a mi hermana,
despus que todo concluy.
Y esto fue en un crepsculo apacible. Celia, que bajaba las escaleras, lo vio de lejos echado sobre el
csped a la orilla del lago. Sorprendida de esa poco habitual confianza en ella, avanz incrdula en su
direccin; pero el animal continu tendido. Celia lleg hasta l, y recin entonces pens que podra estar
enfermo. Se agach apresuradamente y le levant la cabeza. Sus miradas se encontraron, y Celia abri la
boca de sorpresa, lo mir fijamente y se vio obligada a apartar los ojos. Posiblemente la expresin de

esa mirada anticip, amengundola, la impresin de las palabras. El cisne cerr los ojos.
Me muero dijo.
Celia dio un grito y tir violentamente lo que tena en las manos.
Yo no la odiaba murmur l lentamente, el cuello tendido en tierra.
Cosa rara, Celia le ha dicho a mi hermana que al verlo as, por morir, no se le ocurri un momento
preguntarle cmo hablaba. Los pocos momentos que dur la agona se dirigi a l y lo escuch como a un
simple cisne, aunque hablndole sin darse cuenta de usted, por su voz de hombre.
Arrodillose y afirm sobre su falda el largo cuello, acaricindolo.
Sufre mucho? le pregunt.
S, un poco
Por qu no estaba con los dems?
Para qu? No poda
Como se ve, Celia se acordaba de todo.
Por qu no me quera?
El cisne cerr los ojos:
No, no es eso Mejor era que me apartara Sufrir ms
Tuvo una convulsin y una de sus grandes alas desplegadas rode las rodillas de Celia.
Y sin embargo, la causa de todo y sobre todo de esto concluy el cisne, mirndola por ltima
vez y muriendo en el crepsculo, a que el lago, la humedad y la ligera belleza de la joven daban viejo
encanto de mitologa Ha sido mi amor a ti

HORACIO QUIROGA naci en 1878, en Salto, Uruguay, y muri, por su propia mano, en Buenos Aires,
Argentina, en 1937. Aunque dandy y modernista en su juventud, poco a poco, y gracias a su contacto con
la selva del noreste argentino, su obra se fue alejando del ornato vaco para ganar en expresividad. Su
primer libro, el poemario Los arrecifes de coral (1901) da cuenta, precisamente, de sus inicios. Pero su
verdadero camino estaba en el cuento, gnero del que sin duda fue fundador en el continente americano.
Entre sus obras destacan Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918), El
salvaje (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), Los desterrados (1926) y Ms all (1935),
conjuntos de cuentos que sealan la paulatina creacin de un bestiario propio, poblado de animales
mticos y seres mgicos de las riberas del Paran; y la novela Pasado amor (1929), de corte modernista.

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