I. Teoría y Práctica Del Anarquismo

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El Militante

I. Teoría y práctica del anarquismo (1)


autor El Militante
miércoles, 22 de enero de 2003

Durante los últimos años la idea central que la burguesía ha transmitido a través de los medios de comunicación de
masas, de sus ideólogos, sociólogos, subrayaba que el sistema social capitalista es el fin de la historia. Para ellos, todos
los intentos de transformar la situación y de cuestionar su poder son considerados, como mínimo, una lamentable pérdida
de tiempo. Otros, de una forma más condescendiente, en la medida en que perciben que esos intentos aún están
muy frescos en la memoria colectiva, optan por presentarlos como actos cargados de utopía; simpáticos pero sin
ninguna posibilidad de triunfo. En ese sentido, el tratamiento que la burguesía dio y sigue dando al Mayo del 68 francés
es un extraordinario modelo de manipulación histórica. Algo parecido ocurre con el proceso revolucionario de Chile que
acabó con el golpe de Estado de Pinochet en 1973. Pero esos acontecimientos y muchos otros —como la
Revolución de los Claveles en Portugal de 1974, la Revolución Rusa de 1917 o la revolución española en los años
treinta—, por encima de la visión caricaturizada y simplificada que nos presenta la burguesía, fueron verdaderos
procesos revolucionarios. Eran el reflejo del cambio brusco que se produjo en la conciencia de millones de trabajadores,
jóvenes, campesinos... y que les impulsaron, parafraseando a Trotsky, “a tomar el destino de la historia en sus
propias manos”.

La idea del fin de la historia no es nueva. Siempre la clase dominante cree que el sistema que le permite obtener sus
privilegios, sus beneficios, su prestigio es el único posible, el más justo, y que por lo tanto es el encumbramiento del
progreso humano, la realización de la sociedad ideal tras siglos de perfeccionamiento y evolución gradual. Se olvidan u
ocultan deliberadamente que el propio sistema capitalista fue también producto de un proceso revolucionario.

Un sistema condenado

Si el capitalismo fuera lo único posible la humanidad estaría condenada a una pesadilla eterna. El sistema social
capitalista significa desigualdad creciente, explotación, desempleo, opresión, militarismo, hipocresía, manipulación, violencia,
ignorancia.

Ni siquiera en el periodo posterior a la II Guerra Mundial, la etapa más próspera de toda la historia del capitalismo, hubo
un sólo día de paz en el mundo. La muerte por hambre es una realidad en buena parte del planeta. La persecución, el
asesinato y la tortura contra los que defienden los derechos de los más pobres o determinadas ideas políticas, jamás
han dejado de practicarse de una forma generalizada en la mayoría de los países, incluso en los que aparentan ser
“democracias respetables”.

En realidad, tan sólo en Japón, EEUU y algunos países de Europa, se alcanzaron niveles de vida más o menos decentes,
debido a la universalización de la sanidad, de la educación, del seguro de desempleo, y todo ello, producto de la lucha del
movimiento obrero. Pero si algo caracteriza la etapa en la que vivimos es que todo lo que ha hecho posible una vida
más o menos civilizada está bajo ataque de la burguesía en todos los países del mundo.

El paro ha llegado a cifras similares a los años 30. Tan sólo en Europa Occidental, según cifras oficiales, hay cerca de
18 millones de parados, el 10,6% de la población activa. La cifra para el Estado español es de un 16%. Pero incluso en
Alemania, el país “fuerte” de Europa, el desempleo ha superado los cuatro millones por primera vez desde
la época de Hitler.

El nivel de pobreza en los países capitalistas avanzados ha llegado a niveles nunca vistos. Por primera vez en
generaciones, tal como plantea el conocido Informe Petras sobre la situación de la juventud en el Estado español, los
hijos no superarán el nivel de vida de sus padres. La independencia familiar, el empleo estable es una perspectiva casi
imposible para la juventud.

La otra cara de la moneda son los beneficios millonarios que las multinacionales y los grandes bancos están
obteniendo. Beneficios que salen no tanto de la creación de riqueza como de la reducción generalizada de los salarios y
de los gastos sociales, de la intensificación de la explotación de la fuerza de trabajo, de la oleada de privatizaciones de
empresas públicas rentables y, por supuesto, del saqueo de los países subdesarrollados.

La concentración de la riqueza ha llegado a niveles desconocidos. En EEUU, 500 grandes monopolios controlan el 92%
de los ingresos nacionales. A escala mundial, las mil mayores compañías tenían ingresos por valor de ocho billones de
dólares, lo que equivale a una tercera parte de los ingresos mundiales. En EEUU, el 0,5% de los hogares más ricos
posee la mitad de los activos financieros en manos de individuos.

Pero paradójicamente donde más han calado todas esas patrañas de la burguesía acerca de las lindezas del mercado
es en los dirigentes de las organizaciones sindicales y políticas de la clase obrera. Es lógico que la burguesía trate de
convencernos de la “inevitabilidad” de su sistema y de la superioridad de la economía de mercado. Lo que
no es tan lógico es que esto lo crean los dirigentes de las organizaciones obreras.
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Pero esto tampoco es un fenómeno nuevo. Los periodos de crecimiento capitalista más o menos prolongados, aun
aquellos que sólo han beneficiado a una pequeña parte de los trabajadores de todo el mundo, han tenido un efecto en
los dirigentes de los partidos y sindicatos obreros en el sentido de aumentar su confianza en el capitalismo,
abandonando cualquier pretensión de transformar la sociedad.

Ilusiones en el capitalismo

Este fenómeno también se produjo tras el boom económico de finales del siglo XIX y la primera década del sigo XX. Los
dirigentes de los sindicatos y los partidos obreros de masas de entonces creyeron que el capitalismo había superado sus
crisis, confundiendo una recuperación temporal con la superación definitiva de la enfermedad. Abandonaron las ideas
revolucionarias que originalmente habían defendido y pasaron a ideas más “realistas”, entiéndase
reformistas..

La aceptación de la lógica del sistema capitalista les llevó muy lejos. Aquel boom económico, desembocó en una crisis aguda
y en la I Guerra Mundial, una guerra imperialista en la que las distintas potencias se disputaron el mercado mundial
utilizando a millones de jóvenes como carne de cañón. La mayoría de los líderes de los partidos obreros integrantes de la II
Internacional, que ya habían echado el marxismo y sus ideas revolucionarias por la borda desde hacía tiempo,
abandonaron cualquier posición internacionalista y apoyaron a sus respectivas burguesías nacionales y los presupuestos
de guerra; no sólo los reformistas, también el ruso Kropotkin, uno de los principales ideólogos del anarquismo de todos los
tiempos, se dejó arrastrar por la oleada chovinista desatada por la burguesía y se posicionó a favor de Gran Bretaña,
Francia y Rusia durante la guerra.

En la actualidad vivimos una situación que tiene un cierto parecido con aquella; la práctica totalidad de los dirigentes de
las organizaciones obreras creen que la “salud” del capitalismo es excelente, que el libre mercado ha sido
capaz de amortiguar definitivamente las tensiones sociales precisamente cuando lo más probable es que el capitalismo
entre en una profunda recesión económica. Y al igual que sus homólogos a principios del siglo XX, apoyan
incondicionalmente las intervenciones militares del imperialismo, en nombre de la “democracia” y la
“libertad”.

En general suele ocurrir que los “dirigentes” obreros, más que estar al frente de las movilizaciones, más
que anticiparse a los ataques de la burguesía y preparar a los trabajadores para responderlos, más que fomentar la
desconfianza en la búsqueda de soluciones a los problemas bajo el capitalismo, más que actuar al fin y al cabo como
dirigentes de la clase, se ponen al culo de la lucha, se oponen a ella, dificultan el proceso de toma de conciencia, y se
convierten en instrumentos de la burguesía, en sus lugartenientes en las filas del movimiento obrero.

El papel de los dirigentes reformistas

Ese es el factor más importante de la situación política actual, no sólo en el Estado español sino en todo el mundo: el
alejamiento de los dirigentes de las aspiraciones y de los sentimientos de los trabajadores y de la juventud. Los años de
gobierno del PSOE, con una política que giró progresivamente a la derecha, su “oposición de terciopelo” a la
política del PP una vez en la oposición, la política sindical de los dirigentes de UGT y CCOO, con la firma de acuerdos que
han permitido al gobierno de la derecha presentar ataques (reforma laboral, pensiones...) como ¡conquistas para los
trabajadores!, son hechos que influyen en la situación política.

¿Por qué existe esta tendencia, que es un fenómeno que se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia del
movimiento obrero? En realidad las presiones de la burguesía, del sistema, se ejercen fundamentalmente sobre los
dirigentes de los partidos y de los sindicatos obreros. En la medida que no tienen una perspectiva revolucionaria
consciente, producto de la compresión real de cómo funciona el capitalismo, los dirigentes suelen ser mucho más
vulnerables a las presiones de la clase dominante, que les enseña su cara amable, les hace copartícipes de algunos de
sus privilegios y les integra otorgándoles la credencial de “agentes sociales”. Al abandonar la perspectiva
de la transformación de la sociedad, la perspectiva del socialismo, pasan a aceptar la idea de que cualquier política de
mejoras de las condiciones de vida tiene como límite las posibilidades del sistema. Por eso, en líneas generales, cuando
el margen de maniobra económico que da el sistema es escaso no sólo se moderan la demandas económicas sino los
derechos sindicales, las libertades políticas..., en coherencia con su idea de fondo según la cual el capitalismo es el
único sistema posible.

El Gobierno PSOE llegó a aprobar la ley Corcuera. Ahora el PP, la derecha pura y dura, utiliza esta ley contra el
movimiento estudiantil y las huelgas obreras, y llega mucho más lejos al suscribir con el apoyo de los dirigentes del
PSOE la Ley de Partidos Políticos, que constituye el mayor ataque a la libertad de organización, expresión y reunión desde
la caída de la dictadura de Franco. Si nos remontásemos en la historia, durante la II República el gobierno socialista-
republicano aprobó la ley en defensa de la república, que castigaba con la cárcel cualquier insulto u ofensa a la
autoridad y que fue utilizada a fondo por la derecha durante el Bienio Negro, para reprimir la lucha de los trabajadores y
los jornaleros.

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Sin embargo nada ni nadie puede detener el proceso que conduce a situaciones revolucionarias, a un enfrentamiento
abierto entre las clases. La burguesía y los reformistas pueden retardar el proceso, pero no evitarlo. La revolución es un
proceso objetivo y hunde sus raíces en la incapacidad del sistema capitalista de hacer progresar la sociedad.

De igual manera que el reformismo es una tendencia política inevitable, también existen y surgen, en el seno del
movimiento obrero y basándose en la experiencia de los acontecimientos, tendencias revolucionarias. Cuando la
situación de la lucha de clases entra en una fase más aguda, no es menos cierto que un giro a la izquierda de los
dirigentes puede animar todavía más la radicalización de los trabajadores, sobrepasando con creces en la práctica, el
radicalismo que tienen los dirigentes de palabra. Eso ocurrió, por ejemplo, con Largo Caballero, dirigente del PSOE, que
llegó a participar en los Consejos de Trabajo de la dictadura de Primo de Rivera y tras la experiencia de la primera etapa
del gobierno republicano y el ascenso del fascismo en Europa, defendió la “dictadura del proletariado” y la
revolución generando verdadero entusiasmo entre los trabajadores y campesinos de todo el Estado español.

De la misma manera que las presiones del capitalismo empujan a la dirección de los partidos obreros hacia la derecha, la
clase obrera ejerce una presión en sentido contrario. La convocatoria de la huelga general del 20 de junio de 2002 es un
ejemplo claro. Fue la presión del movimiento desde abajo, que se expresaba en huelgas sectoriales muy radicalizadas,
en la oposición del movimiento estudiantil a las contrarreformas educativas del PP, en las masivas manifestaciones
antiglobalización, lo que empujó a las direcciones de CCOO y UGT a responder con la huelga al decretazo que recortaba
los derechos sociales de los parados.

Por una alternativa revolucionaria de masas

En todo caso, el reconocimiento del papel negativo, de freno, que juega el reformismo es al mismo tiempo un
reconocimiento implícito de su influencia efectiva en el movimiento obrero. Esa influencia negativa, y sin embargo real,
no es algo caprichoso. Obedece fundamentalmente a la ausencia de una alternativa revolucionaria de masas frente a
los planteamientos reformistas y pro-capitalistas de las direcciones de la organizaciones obreras.

Las tres o cuatro décadas posteriores a la II Guerra Mundial fueron la época del reformismo por excelencia. La idea de
alcanzar mejoras sin necesidad de una revolución tenía una correspondencia con la experiencia de millones de obreros en
los países capitalistas avanzados. Esta situación, que fue una realidad restringida a una parte mínima de la población del
planeta, ha ido cambiando a pasos agigantados en los últimos tiempos. Sin embargo las ideas reformistas dirigentes
siguen siendo predominantes. No existe una relación mecánica entre los procesos económicos y políticos; aunque los
primeros son determinantes, sólo lo son en último término.

Ninguno de los problemas básicos de la población tiene justificación en las limitaciones de la técnica o de la producción.
Éstas han alcanzado un desarrollo sin precedentes de tal forma que sería posible acabar rápidamente con el hambre, la
miseria, el desempleo, la explotación infantil, el analfabetismo. Si los medios de producción estuviesen al servicio del
conjunto de la sociedad, si la producción se organizase con el fin de satisfacer las necesidades sociales y no la obtención
privada de beneficios, todas las lacras sociales desaparecerían. Una sociedad socialista, basada en una economía
planificada democráticamente, con el control directo y democrático por parte de los trabajadores y de la mayoría de la
sociedad, haría posible la reducción efectiva de la jornada de trabajo, liberando a la mayoría de la población de la lucha
cotidiana por la supervivencia e implicaría una explosión de cultura y de inteligencia imposibles de alcanzar bajo el
capitalismo.

Sin embargo el socialismo no sólo es una buena idea, es una necesidad y esa necesidad se manifestará tarde o
temprano en luchas más virulentas y explosivas.

En todo caso contrarrestar la influencia del reformismo a favor de las ideas de la revolución es para nosotros el quid de la
cuestión y por tanto el punto más importante para un movimiento revolucionario consecuente.

Si pudiéramos trazar la historia a nuestro antojo podríamos elegir el estallido de la revolución coincidiendo con el
momento en que al frente del movimiento obrero estuviesen las organizaciones revolucionarias. Pero eso no está
garantizado de antemano, es una tarea, la tarea más importante.

La desgracia de la mayoría de los procesos revolucionarios como los que hemos mencionado más arriba, es que en los
momentos decisivos no existía una dirección auténticamente revolucionaria, completamente dispuesta a llegar hasta el
final, sin los vicios y las vacilaciones propias de un largo periodo de práctica reformista.

La crítica fundamental del marxismo revolucionario al anarquismo es precisamente que las concepciones y los métodos
propugnados por este último no sirven para resolver la contradicción señalada más arriba, es decir, arrebatar al
reformismo la hegemonía que tiene sobre el movimiento obrero y fortalecer las ideas de la transformación socialista de la
sociedad, las ideas revolucionarias.

Hoy las ideas anarquistas no tienen, ni de lejos, la influencia de los años 30 y eso obedece a razones sociales y
políticas de fondo, que luego explicaremos. Sin embargo, en la actual situación política, ideas antipartido, antiorganización,
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antipolítica pueden tener cierto eco entre un sector de la juventud como respuesta a la nefasta política del reformismo.
Algunos grupos anarquistas incluso rechazan la lucha por reivindicaciones inmediatas, como si éstas, al igual que la
política o la existencia de dirigentes fueran, al margen de cualquier otra consideración, una manera de integración en el
sistema.

Este tipo de planteamientos aparentemente radicales cuanto más apoyo alcanzan más contribuyen a los intereses
objetivos de la burguesía y del reformismo, aumentan la desorganización del movimiento y contribuyen al desprestigio de
las ideas verdaderamente revolucionarias.

Sin embargo, antes de entrar en las diferencias de fondo entre el anarquismo y el marxismo, queremos hacer una
aclaración importante.

En la historia del movimiento obrero internacional y concretamente en el Estado español, bajo la bandera del
anarquismo lucharon millones de trabajadores, campesinos y jóvenes revolucionarios. La CNT en los años 30 era la
organización que agrupaba mayoritariamente los sectores más combativos y sacrificados del movimiento obrero, que
entregaron su vida en los frentes combatiendo el fascismo. El espíritu de los trabajadores anarquistas en los años 30 sí
debe ser para todos los revolucionarios una fuente de inspiración —desde luego para los marxistas es así—
y una prueba de la capacidad revolucionaria de la clase trabajadora. Nosotros distinguimos como un hecho muy positivo
el “espíritu anarquista” de luchar contra la opresión del Estado, contra la hipocresía y las maniobras de la
burguesía, contra la participación de los dirigentes obreros en estas maniobras, contra la mentalidad práctica y posibilista
que caracteriza a la burocracia que se forma en los partidos y los sindicatos obreros. No sólo compartimos este
“espíritu anarquista” sino que lo consideramos también parte del verdadero “espíritu
marxista”; es en realidad un “espíritu revolucionario” que se genera espontáneamente en las
masas y que está presente hoy en muchos trabajadores y sobre todo, jóvenes.

Lo que no compartimos es la ideología anarquista que, como el marxismo, es un sistema completo de ideas y no
simplemente un espíritu, o la simple suma de nociones sueltas.

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