La Comunidad Inoperante - JEAN-LUC NANCY
La Comunidad Inoperante - JEAN-LUC NANCY
La Comunidad Inoperante - JEAN-LUC NANCY
JEAN-LUC NANCY
La Comunidad Inoperante
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Traducción de
SANTIAGO DE CHILE
2000
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ÍNDICE
P REFACIO DEL
TRADUCTOR................................................................................................3
P REFACIO A LA EDICIÓN EN
ESPAÑOL.....................................................................................................7
P RIMERA P ARTE
La comunidad
inoperante......................................................................................................9
Nota...............................................................................................................48
SEGUNDA PARTE
El mito
interrumpido...................................................................................................49
TERCERA P ARTE
«El comunismo
literario»..........................................................................................................78
CUARTA P ARTE
Del estar-en-
común...............................................................................................................89
Q UINTA P ARTE
La historia
finita...................................................................................................................10
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con el que contará desde ahora este célebre libro «europeo», sino con el que se
suma sin reservas como a su propia tradición, porque ya proviene de esta otra
historia suya, nuestra.
***
«El dato del estar, el dato que está dado con el hecho mismo de que
comprendemos algo —sea lo que sea y por muy confuso que sea— cuando
decimos “ser”, y el dato (el mismo) que está dado con el hecho, consustancial al
precedente, de que nos comprendemos unos a otros diciéndolo —por muy
confusamente que sea—, tal dato es el siguiente: el ser mismo nos está dado
como el sentido. El ser no tiene sentido, sino que el ser mismo, el fenómeno de
estar, es el sentido, que a su vez es su propia circulación —y somos nosotros
esa circulación. No hay sentido si el sentido no es compartido, y esto, no porque
habría una significación, última o primera, que todos los entes poseerían en
común, sino porque el sentido es él mismo estar»1 .
La traductividad es nuestra condición ontológica fundamental porque el
sentido del ser se precipita cuando estamos. La traducción estructura la
comparecencia del estar en la exacta medida en que sustrae el sentido común (la
significación última o primera). La traducción es la escansión de esa retirada.
No compartimos un sentido del ser, sino que el ser nos reparte como sentido. El
ser se da entre nosotros c omo el evento de estar. Estamos —«¿hay algo más
fácil de constatar, y algo, con todo, tan ignorado hasta aquí por la ontología?»2 .
Dicho de otro modo: la comprensión del ser no se da en la intelección de una
inmanencia significada. Tal i nmanencia transformaría al estar en una no sé qué
relación ideal, relación que de puro sensata suprimiría sus términos. El estar
impone su evidencia: a saber, que la relación sólo puede encarnar radical
separación. Estar es, inmediatamente, relación. El ser está, se reparte, en su
evento singular. El estar es la factualidad del ser, «en la intensidad local y en la
extensión temporal de su singularidad»3 . Estar es la posición de la existencia: la
transposición o traducción, la disposición, o desposesión, del ser. El ser «es»,
cada vez, en cada lugar, estar —pero se trata menos de un trascendental que de
una trascendencia. «Ser» es cada vez en la relación de su r eparto. «Ser» es cada
vez el parto de su singularidad —su don, su libertad. «Ser» es el don que com-
partimos al estar. Estar en común revela, pues, lo siguiente: que el ser «es» la
singularidad que el estar pluraliza (y/o viceversa: la pluralidad que el estar
singulariza). El ser mismo es estar singular plural (comunidad).
Que el sentido del ser = estar, significa que la estancia del estar (y de su
ontología) es la comunidad. Estar consigo mismo es ya estar con otro, no
porque yo sea otro que el que está, no. Que «estoy» es mi evidencia porque
1
Nancy, Jean-Luc. Être singulier pluriel. París: Galilée, 1996, pág. 20
2
Nancy, Jean.Luc. La communauté désœuvrée. París: Bourgois, 1990, pág. 201. (Cfr. infra.,
pág…)
3
Nancy, Jean-Luc. L’expérience de la Liberté. París: Galilée, 1988, pág. 14.
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estoy con otro, o porque comparto mi evidencia —bien que ese otro puede ser a
veces yo mismo. La comparecencia es condición de la aparición singular, y la
co-presencia lo es de la presencia. No porque la aparición o la presencia deban
ser presenciadas, o porque estar es estar siempre con «alguien», o con «algo».
Sino, más bien, si arriesgo el énfasis, porque el estar es estar-con, estar es
coestar. El con del estar es la no constancia del ser, su espaciamiento: el «“con”
es la pre-posición de la posición en general»4 . Por eso estar es singular plural.
«El sentido comienza allí donde l a presencia no es pura presencia, sino que se
desjunta para ser ella misma en cuanto tal. Este “en cuanto” supone separación,
espaciamiento y partición de la presencia. Ya el concepto de “presencia”
contiene la necesidad de esta partición. La pura presencia incompartida,
presencia a nada, de nada, para nada, no es ni presencia, ni ausencia: simple
implosión sin huella de un ser que jamás habrá estado»5 .
Entonces, más que «presencia», en realidad, estar es don de la presencia,
presentación. Presentación, sí, como cuando alguien se presenta, y dice su
nombre. (Sin ese don, nada sabría ser traído a la presencia. La representación
halla como fundamento de posibilidad y de imposibilidad la donación del estar.
Por ello el nombre del otro nunca lo nombra —lo re-presenta. El otro es la falta
de su nombre propio; o se da, y está, en esa falta; o su estar es prestarse a la
boca del otro que lo nombra. El ser es nada más que tu prestado nombre —otra
vez entonces traducción.) La presentación, es decir el estar, indecide el sentido
de «presencia» en cuanto reducido a su diferencia con «ausencia» . El don de la
presencia es la primera determinación (o disposición) del ser. «Estar» significa
que la dimensión ontológica original es el don de la presencia. Pues aun en la
ausencia se está. Incluso, a veces, «la presencia del ausente es la peor de todas»
(Adolfo Couve). De ahí que, por ejemplo, la pregunta «¿dónde están?» deba
expresar, en una suerte de hemiplejia existencial, el horror ante una
impugnación ontológica. Callar la presencia ha sido el malestar en nuestra
lengua.
Estar es don de la presencia (doble genitivo). El don es, infaliblemente, la
esencia del estar, en la medida en que el estar es cada vez su propia esencia.
Estar es don del ser. El don del ser consiste en retirarse para estar. Jamás
sabríamos corresponder la autenticidad de ese don con el anhelo de redimir esa
pérdida, de restituir una esencia, jamás… de otro modo que estando. Pecado
hay, es cierto, pero es otro, es culpa, a pesar de todo, por estar. Culpa
irredimible —oh pureza— la de estar, responsabilidad infinita. Culpa por estar
y por no poder ser. «“Estar” se vuelve: no “ser” ya (en sí, vuelto sobre sí), no
ser-ya-más y no-ser-aún, o bien, estar-en-falta, inclusive estar-en-deuda-de ser.
Estar se vuelve exiliarse.»6 La evidencia que nos impone la exposición de unos
a otros nos deja perplejos ante la falta de ser. El estar es culpable de no ser más
que el evento de ser. Culpable, por dejarse estar —y no hay otra culpa.
4
Nancy, Jean-Luc. Être singulier pluriel. Op. cit., pág. 61.
5
Ídem, pág. 20.
6
Ídem, pág. 102.
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Pero la culpa «no debe saldarse en el modo de una restitución del ser, sino
precisamente en el modo del estar y de la decisión por estar»7 . Decisión que
decide o define la tarea del traductor: destierro culpable que se escribe hasta en
el remordimiento mismo de escribir. Estar es estar exiliado de la inmanencia del
ser. Sólo culpables somos dignos del ser: digno es aquél que comprende su ser
como la fatalidad de faltar en su ser, digno es aquél que se presta a la
comparecencia. El i ndigno, ése que soporta el silencio, y que nos omite en él,
ése que se pierde nuestra pérdida, ése es puro, demasiado puro para estar entre
nosotros, demasiado puro para nombrar la comunidad. Demasiado puro para
permitir su cuna, y dejarla estar, y dejarla violar. Del bienestar en la omisión,
sin duda, nuestro malestar en la ontología. La analítica del estar es la
destrucción de ese bienestar.
***
7
Nancy, Jean-Luc. L’expérience de la liberté. Op. cit., pág. 176.
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Con todo, tampoco hay que dejar de subrayar la disimetría entre, por una parte, los fascismos,
que proceden de una afirmación sobre la esencia de la comunidad, y por otra los comunismos,
que pronuncian la comunidad como práxis y no como sustancia: esto marca una diferencia que
ninguna mala fe puede suprimir —lo cual no es una razón para olvidar el número de víctimas…
(ni las proposiciones sustancialistas, comunitarias y racistas, disimuladas por aquí y por allá en
el comunismo llamado «real»).
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La primera edición es de 1986, en París: Ch. Bourgois. La segunda, de 1990, en la misma
editorial. Actualmente, se prepara una tercera, para el año 2000. (N. del T.)
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De aquí en adelante, todas las citas cuyo original no esté en francés, y que el autor tome de
las versiones francesas o bien cuyas traducciones haya hecho él mismo, nosotros las traducimos
directamente desde el francés. (N. del T.)
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PRIMERA PARTE
LA COMUNIDAD INOPERANTE
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Para las citas de Bataille, la referencia es Œuvres Complètes, París: Gallimard, 1972-1988,
tomos I-XII. (N. del T.)
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Dicho más detalladamente, y teniendo en cuenta cada vez las coyunturas precisas, esto no es
rigurosamente exacto: por ejemplo, en los Concejos húngaros del 56, y más aun en la izquierda de
Solidaridad en Polonia. Tampoco es absolutamente exacto en relación a todos los discursos
sostenidos hoy día: podría, a este respecto solamente, yuxtaponerse aquí los situacionistas de
otrora, ciertos aspectos del pensamiento de Hannah Arendt, y también, por muy extraño o
provocador que parezca la mezcla, ciertas proposiciones de Lyotard, de Badiou, de Ellul, de
Deleuze, de Pasolini, de Rancière. Estos pensamientos se mantienen, sin importar qué implique
cada uno por su parte (y a veces, lo quieran o no), en la proveniencia de un acontecimiento
marxiano que intentaré caracterizar más adelante, y que para nosotros significa la puesta en
entredicho del humanismo comunista o comunitario (bastante diferente de la puesta en entredicho
emprendida otrora por Althusser en nombre de una ciencia marxista). Por ello también tales
proposiciones se comunican en lo que trataré de llamar, a pesar de todo, el «comunismo literario».
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¿Es verdaderamente menester decir aquí algo acerca del individuo? Algunos
ven en su invento y en su cultura, si no en su culto, el privilegio insuperable
gracias al cual Europa habría demostrado al mundo la única vía de emancipación
de las tiranías y la norma a cuya luz han de medirse todas las tentativas colectivas
y comunitarias. Pero el individuo no es más que el residuo que deja la experiencia
de la disolución de la comunidad. Por su naturaleza —como su nombre lo indica,
es el átomo, el indivisible—, el individuo revela ser el resultado abstracto de una
descomposición. Es una figura distinta y simétrica de la inmanencia: el para-sí
absolutamente desprendido, tomado como origen y como certeza.
Pero la experiencia que este individuo atraviesa, desde Hegel por lo menos, y
que atraviesa, hay que confesarlo, con una tozudez apabullante, es tan sólo la
experiencia de esto: a saber, que es el origen y la certeza sólo de su propia muerte.
Y su inmortalidad traspasada a sus obras, su inmortalidad operatoria es para él
incluso su propia alienación, y hace que su muerte le sea aun más extraña que la
extrañeza sin vuelta que «es» de todas formas.
Por lo demás, no se hace un mundo con simples átomos. Hace falta un
clinamen. Hace falta una inclinación del uno hacia el otro, del uno por el otro o
del uno al otro. La comunidad es al menos el clinamen del «individuo». Pero
ninguna teoría, ninguna ética, ninguna política, ninguna metafísica del individuo
es capaz de encarar este clinamen, esta declinación o este declinamiento del
individuo en la comunidad. El «personalismo», o bien Sartre, sólo lograron
revestir al individuo-sujeto más clásico con una pasta moral o sociológica: no lo
inclinaron fuera de sí mismo, sobre este borde que es el de su estar-en-común.
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«Si “imito” el saber absoluto, seré por necesidad Dios mismo (en el sistema, no puede,
aun en Dios, haber algún conocimiento que vaya más allá del saber absoluto). El
pensamiento de este mí -mismo —del ipse— sólo pudo hacerse absoluto si lo devino todo.
La Fenomenología del espíritu compone dos movimientos esenciales que completan un
círculo: es el acabamiento por grados de la conciencia de sí (del ipse humano), y el
devenirlo todo (volverse Dios) de este ipse que completa el saber (y así destruye la
particularidad en él, acaba entonces la negación de sí mismo, y deviene el saber absoluto).
Pero si de este modo, como por contagio y por imitación, realizo en mí el movimiento
circular de Hegel, defino, allende los límites alcanzados, ya no un desconocido, sino que
un incognoscible. Incognoscible menos por el hecho de la insuficiencia de la razón que
por su naturaleza (e incluso, para Hegel, uno no podría preocuparse por ese más allá sino
a falta de poseer el saber absoluto…). Suponiendo así que yo sea Dios, que esté en el
mundo con la seguridad de Hegel (suprimiendo la sombra y la duda), sabiéndolo todo e
inclusive por qué el conocimiento completado solicitaba que se produjeran el hombre, las
particularidades innumerables de los yoes y la historia; precisamente en ese momento se
formula la pregunta que hace entrar a la existencia humana, divina… lo más allá posible
en la oscuridad sin regreso; ¿por qué tendría que haber lo que sé? ¿Por qué es una
necesidad? En esta pregunta yace oculta —no aparece enseguida— una desgarradura
extrema, tan profunda que sólo el silencio del éxt asis le responde.» (V, 127-128.)
13
Fe de ello da la lectura de Marx que hace Michel Henry, orientada por la reciprocidad
conceptual del «individuo» y de la «vida inmanente». En tal caso, «por principio el individuo
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(Bosquejo una reserva, sobre la cual volveré más adelante: tras el tema del
individuo, pero más allá de él, habría tal vez que desvelar la cuestión de la
singularidad. ¿Qué es un cuerpo, un rostro, una voz, una muerte, una escritura —
no indivisibles, sino singulares? ¿Cuál es la necesidad singular, en el reparto que
divide y que hace comunicar los c uerpos, las voces, las escrituras en general y en
totalidad? En suma, esta cuestión formaría el reverso exacto de la cuestión de lo
absoluto. En este sentido, es constitutiva de la pregunta por la comunidad, donde
habrá pues que tomarla en cuenta más adelante. Pero la singularidad nunca posee
la naturaleza, ni la estructura, de la individualidad. La singularidad no tiene lugar
en el orden de los átomos, identidades identificables si no idénticas; tiene lugar
más bien en el plano del clinamen, inidentificable. Está en parte vinculada al
éxtasis: no podría decirse con propiedad que el ser singular es el sujeto del éxtasis,
ya que éste no posee «sujeto», sino que debe decirse que el éxtasis (la comunidad)
le ocurre al ser singular.)
*
* *
escapa al poder de la dialéctica» (Marx, t. II, París: Gallimard, 1976, pág. 46). Lo que permitiría
poner todo lo que digo bajo esta indicación general: hay dos maneras de escapar a la dialéctica
(vale decir a la mediación en la totalidad), ya sea rehusándosele en la inmanencia, ya sea abriendo
su negatividad hasta volverla «sin empleo» (como Bataille lo dice). En este último caso, no hay
inmanencia de la negatividad: «hay» el éxtasis, tanto del saber como de la historia y de la
comunidad.
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«Le communisme sans héritage», revista Comité, 1968, en Gramma n° ¾, 1976, pág. 32.
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Habrá que volver sobre lo que hizo surgir —aunque sea al precio de la
ingenuidad o del contrasentido— la exigencia de una experiencia literaria15 de la
comunidad o del comunismo. Incluso es, en cierto sentido, la única cuestión que
se plantea. Pero todos los términos de esta cuestión piden ser transformados,
volver a ser puestos en juego en un espacio distribuido de un modo enteramente
distinto que según los ordenamientos demasiado fácilmente sugeridos (por
ejemplo: soledad del escritor/Colectividad, o: cultura/sociedad, o: e lite/masas —
ya estas distribuciones estén dadas como oposiciones, ya como adecuaciones, en
el espíritu de las «revoluciones culturales»). Y para ello, es ante todo la cuestión
de la comunidad la que debe ser puesta en juego otra vez, pues de ella depende l a
necesaria redistribución del espacio. Antes de comenzar, hay que dejar
establecido, sin s acar nada de la generosidad resistente ni de la inquietud activa de
la palabra —«el comunismo»—, y sin renegar del exceso al cual se precipita, pero
sin olvidar las hipotecas que lo cargan, ni la usura sin azar que padeció, que el
comunismo no puede ser ya más nuestro horizonte insuperable. De hecho, ya no lo
es —pero no hemos superado ningún horizonte. Todo parece mostrar, más bien,
en la resignación, que la desaparición, la imposibilidad o la condena del
comunismo son los que forman el nuevo horizonte insuperable. Estos vuelcos son
corrientes; nunca han logrado mover algo. Hay que habérselas con los horizontes
como tales. El límite último de la comunidad, o el límite que forma, como tal, la
comunidad, afecta, se verá, un trazado completamente distinto. Por ello, dejando
en claro que el comunismo ya no es nuestro horizonte insuperable, hay que
establecer también, con la misma fuerza, que una exigencia comunista se
comunica con el gesto a través del cual debemos ir más lejos que todos los
horizontes.
*
* *
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21
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16
Cfr. J. -L. Nancy, «Des lieux divins», en Qu’est-ce que Dieu?, Bruselas: Facultades Saint-Louis,
1985. [Existe una segunda edición, en Des lieux divins, seguido de Calcul du poète, París: T.E.R.,
1997 (N. del T.)]
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nosotros, la comunidad no tuvo lugar con las proyecciones que hacemos de ella
sobre estas socialidades diferentes. No tuvo lugar donde los Indios Guayaqui, no
tuvo lugar en una edad de las cabañas, no tuvo lugar en el «espíritu de un pueblo»
hegeliano, ni en el agápê cristiana. La Gesellschaft no llegó —con el Estado, la
industria, el capital— para disolver una Gemeinschaft anterior. Sería sin duda más
justo decir, cortando todos los virajes de la interpretación etnológica y a todos los
espejismos de origen o de «otrora», que la Gesellschaft —la «sociedad», la
asociación disociante de las fuerzas, de las necesidades y de los signos— ocupó el
lugar de algo para lo cual no tenemos nombre ni concepto, de algo que procedía a
la vez de una comunicación mucho más amplia que el vínculo social (con los
dioses, el cosmos, los animales, los muertos, con los desconocidos), y de una
segmentación mucho más marcada, mucho más desmultiplicada de esta misma
relación, conllevando a menudo efectos más duros (de soledad, de rechazo, de
advertencia, de inasistencia) de lo que esperamos de un mínimo comunitario en el
vínculo social. La sociedad no se hizo sobre la ruina de una comunidad. Se hizo
en la desaparición o en la conservación de aquello que —tribus o imperios— no
poseía acaso más relaciones con lo que llamamos «comunidad» que con lo que
llamamos «sociedad». De modo que la comunidad, lejos de ser lo que la sociedad
habría roto o perdido, es lo que nos ocurre —pregunta, espera, acontecimiento,
imperativo — a partir de la sociedad.
Nada se ha perdido, pues; y por ello nada está perdido. Los que andan
perdidos sólo somos nosotros mismos, nosotros sobre quienes el «vínculo social»
(las relaciones, la comunicación), nuestro invento, recae pesadamente como la red
de una trampa económica, técnica, política, cultural. Enredados en sus mallas, nos
forjamos el fantasma de la comunidad perdida.
*
* *
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que se regula con ella. Así también la lógica de la Alemania nazi no fue solamente
la de la exterminación del otro, del sub-hombre exterior a la comunión de la
sangre y de la tierra, sino también, virtualmente, la lógica del sacrificio de todos
quienes, en la comunidad «aria», no satisfacían los criterios de la pura
inmanencia, de modo que —tales criterios eran desde luego imposibles de
detener— una extrapolación plausible del proceso habría podido ser representada
por el suicidio de la propia nación alemana: por lo demás, no sería falso decir que
aquello tuvo realmente lugar, a no ser por ciertos aspectos de la realidad espiritual
de esta nación.
El suicidio o la muerte común de los amantes es una de las figuras mítico-
literarias de esta lógica de la comunión en la inmanencia. No se sabe, ante esta
figura, si es la comunión o el amor quien sirve de modelo al otro en la muerte. En
realidad, la muerte realiza, con la inmanencia de los dos amantes, la reciprocidad
infinita de las dos instancias: el amor pasional concebido a partir de la comunión
cristiana, y la comunidad pensada sobre el principio del amor. El Estado
hegeliano da fe de ello a su vez, Estado que no se establece ciertamente bajo el
modo del amor —pues pertenece a la esfera que se dice «del espíritu objetivo»—,
pero que tampoco posee como principio otra cosa que la realidad del amor, vale
decir el hecho «de tener en alguien otro el momento de su subsistencia». En este
Estado, cada uno posee su verdad en el otro, que es el propio Estado, y cuya
realidad se presenta eminentemente cuando sus miembros dan sus vidas en una
guerra cuyo monarca —presencia-a-sí efectiva del Estado-Sujeto— decidió solo y
libremente 17 .
Sin duda la inmolación, llevada a cabo por la comunidad y para ella, pudo o
puede estar llena de sentido: bajo la condición de que este «sentido» sea el de una
comunidad, y también bajo aquella de que esta comunidad no sea una comunidad
de muerte (tal como se da a conocer por lo menos desde la Primera Guerra
mundial, justificando al mismo tiempo que se le opongan los rechazos a «morir
por la patria»). Ahora bien, tal comunidad de muerte —o de muertos— es la
comunidad de la i nmanencia humana, el hombre convertido en igual a sí mismo o
a Dios, a la naturaleza o a sus propias obras. El hombre realizado del humanismo,
individualista o comunista, es el hombre muerto. Vale decir la muerte, en la
comunidad, no es el exceso indomable de la finitud, sino la realización infinita de
una vida inmanente: es la muerte misma entregada a la inmanencia, es,
finalmente, esta reabsorción de la muerte que la civilización cristiana, como
devorando su propia trascendencia, llegó a proponerse a guisa de obra suprema.
Desde Leibniz no hay más muerte en nuestro universo: de un modo u otro, una
circulación absoluta de sentido (de los valores, de los fines, de la Historia…)
colma o reabsorbe toda negatividad finita, saca de cada destino singular finito una
plusvalía de humanidad o de sobrehumanidad infinita. Pero esto supone
justamente la muerte de cada uno y de todos en la vida del infinito.
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Cfr. J. –L. Nancy, «La juridiction du monarque hégélien», en Rejouer le politique. París:
Galilée, 1981.
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18
Cfr. Ph. Lacoue-Labarthe, «La trascendance finit dans la politique», en Rejouer le politique, op.
cit. y G. Granel, «Pourquoi avoir publié cela?» en De l’Université, Toulouse: T.E.R., 1982.
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u operatorio —ni un proyecto a secas (he ahí otra diferencia radical más con «el
espíritu de un pueblo», que de Hegel a Heidegger figuró la colectividad como
proyecto y el proyecto, recíprocamente, como colectivo —lo que no quiere decir
que no tengamos nada que pensar de la singularidad de un «pueblo»).
Una comunidad es la presentación a sus miembros de su verdad mortal (lo que
equivale a decir que no hay comunidad de seres inmortales; se puede imaginar
una sociedad, o una comunión, de seres inmortales, pero no una comunidad). Es la
presentación de la finitud y del exceso irremediable que engendran al ser finito: su
muerte, pero también su nacimiento, y con ella la imposibilidad para mí de volver
a franquear este último, y también de franquear mi muerte).
*
* *
Sin duda Bataille llegó lo más lejos posible en la experiencia crucial del
destino moderno de la comunidad. En el interés que se prestó a su pensamiento —
pese a todo aún demasiado mezquino, cuando no frívolo—, todavía no se ha
notado lo suficiente 19 hasta qué punto había resultado éste de una exigencia y de
una inquietud políticas —o bien, de una exigencia y de una inquietud en relación
al tema de lo político, y que el pensamiento de la comunidad encabezaba.
Lo primero que Bataille conoció fue la experiencia del comunismo
«traicionado». Descubrió más tarde que esta traición no debía ser corregida ni
salvada; sino que, al haberse dado como fin el hombre, la producción del hombre
y del hombre productor, el comunismo estaba vinculado en su principio a una
negación de la soberanía del hombre, vale decir a una negación de aquello que,
del hombre, es irreductible a la inmanencia humana, o a una negación del exceso
soberano de la finitud:
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vive aquí-abajo), o asimismo lo que sobrepasa a la humanidad común (la humanidad sin
privilegio), es inadmisible sin discusión. El valor soberano es el hombre: la producción no
es el único valor, no es sino el medio para responder a las necesidades del hombre, ella lo
sirve, y no el hombre a la producción.
(…)
»Queda sin embargo por saber si el hombre, al cual el comunismo remite la producción,
no tomó este valor soberano bajo una condición primera: haber renunciado, para sí
mismo, a todo lo que es verdaderamente soberano. (…) El comunismo sustituyó al
irreductible deseo que —pasionalmente, caprichosamente— el hombre es, aquéllas de
nuestras necesidades que son imposibles de conciliar con una vida ocupada entera en
producir.» (VIII, 352-353.)
Entre tanto, durante los años treinta, se habían juntado en Bataille una
agitación revolucionaria deseosa de devolverle a la rebelión la incandescencia que
el Estado bolchevique le había quitado, y una fascinación por el fascismo, por
cuanto éste parecía indicar el sentido, si no la realidad, de una comunidad intensa,
consagrada al exceso. (No debe prestársele mucha confianza a esta afirmación, no
más en el caso de Bataille que en el caso de varios otros. El fascismo innoble, y el
fascismo en cuanto recurso del capital, el fascismo miserable también intentaba
responder —miserablemente, innoblemente— al reino ya instalado, ya agobiante
de la sociedad. Fue el sobresalto grotesco o abyecto de una obsesión por la
comunión, cristalizó el motivo de su pretendida pérdida y la nostalgia de su
imagen fusional. El fascismo, a este respecto, fue la convulsión del cristianismo, y
a fin de cuentas fascinó a toda la cristiandad moderna. Ninguna crítica político-
moral de esta fascinación puede operar si quien critica no es al mismo tiempo
capaz de desconstruir el sistema de la comunión20 .)
Pero además del desprecio que le inspiró enseguida la bajeza de los caudillos y
de las costumbres fascistas, Bataille comprobó que la nostalgia de un ser
comulgante era al mismo tiempo el deseo de una obra de muerte. Se sabe que
Bataille se obsesionó con la idea de que un sacrificio humano debía sellar el
destino de la comunidad secreta de Acéfalo. Sin duda comprendió a la sazón —
como lo escribió más tarde 21 —, que la verdad del sacrificio a fin de cuentas exigía
la muerte del sacrificador. Al morir, éste podría reunirse con el ser de la víctima
sumergida en el secreto sangriento de la vida común. Así, comprendió que esta
verdad propiamente divina —la verdad operatoria y resurreccional de la muerte—
no era la verdad de la comunidad de los seres finitos, sino que al contrario
precipitaba al infinito de la inmanencia. No es el horror, incluso es más allá del
horror, es la total absurdidad —o, para decirlo de esta forma, es la puerilidad
desastrosa— de la obra mortal de la muerte, considerada como obra de la vida
común. Y esta absurdidad, que en el fondo es un exceso de sentido, es una
20
Pero desafortunadamente es en nombre de las actitudes políticas o morales más convencionales
que se permiten en general las críticas más atrevidas —y más vanas— del fascismo o de aquellos
que debieron afrontar su fascinación…
21
Por ejemplo, VII, 257.
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concentración absoluta de la voluntad del sentido, que debió dictar a Bataille que
se retirara de las empresas comunitarias.
Así comprendió la naturaleza irrisoria de todas las nostalgias de la comunión,
él, que por tanto tiempo se había representado —en una suerte de conciencia
exacerbada de la «pérdida» de la comunidad, que compartió con toda una época—
a las sociedades arcaicas, sus ordenamientos sagrados, la gloria de las sociedades
militares y reales, la nobleza de la feudalidad, como las formas desaparecidas de
una intimidad lograda del estar-en-común consigo mismo.
Tuvo que oponer una doble constatación a esta especie moderna y febril de
«rousseauismo» (del cual , empero, no es seguro que Bataille se haya desprendido
completamente: volveré sobre esto): por una parte, el sacrificio, la gloria, el gasto,
permanecían simulados mientras no llegaran hasta la obra mortal, y mientras la
no-simulación fuera por tanto lo imposible mismo; pero por otra parte, en la
simulación misma (vale decir, en la simulación del ser inmanente), la obra de
muerte no dejaba de realizarse, aunque relativamente, en la dominación, la
opresión, la exterminación y la explotación, donde, finalmente, desembocaban
todos los sistemas socio-políticos en que el exceso de una trascendencia era, como
tal, querido, en que era presentado (simulado) e instituido en la inmanencia. No es
solamente el Rey Sol quien mezcla el sometimiento del Estado con los
resplandores de una gloria sagrada; es toda realeza que siempre ha ya convertido
la soberanía que expone en un medio de dominación y de extorsión:
«La verdad es que podemos sufrir por lo que nos falta; mas sólo por aberración, aun si
paradójicamente sentimos nostalgia, podemos echar de menos lo que fue el edificio
religioso del pasado. El esfuerzo al que este edificio respondió no fue más que un
inmenso fracaso; y, de ser verdad que falta lo esencial en el mundo donde se derrumbó,
no podemos sino ir más lejos, sin imaginar, aunque fuera por un instante, la posibilidad de
un regreso hacia atrás.» (VIII, 275.)
29
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ser está «fuera de sí»; está en una exterioridad que es imposible recuperar, o tal
vez habría que decir que es de esta exterioridad, que es de un afuera que no puede
remitirse, pero con el cual mantiene una relación esencial e inconmensurable. Esta
relación dispone en su lugar al ser singular. Por ello «la experiencia interior» de la
que habla Bataille no tiene nada de «interior» ni de «subjetivo», sino que es
indisociable de la experiencia de esta relación con el afuera inconmensurable.
Sólo la comunidad suministra el espacio, o el ritmo, de esta relación.
En este sentido, Bataille es sin duda el primero en hacer, o quien hizo de la
manera más aguda, la experiencia moderna de la comunidad: ni obra que
producir, ni comunión perdida, sino el espacio mismo, y el espaciamiento de la
experiencia del afuera, del fuera-de-sí. El punto crucial de esta experiencia —al
reve rtir toda la nostalgia, vale decir toda la metafísica comulgante— fue la
exigencia de una «conciencia clara» de la separación, vale decir de una
«conciencia clara» (de hecho, la propia conciencia de sí hegeliana, pero
suspendida sobre el límite de su acceso a sí) de que la inmanencia, o la intimidad,
no puede ser reencontrada, y de que, en definitiva, no tiene que ser reencontrada.
Por esta misma razón, sin embargo, la exigencia de la «conciencia clara» es
entonces lo contrario de un abandono de la comunidad, y por ejemplo de un
repliegue sobre las posiciones del individuo. El individuo como tal no es más que
una cosa22 , y la cosa, para Bataille, podría ser definida como el ser sin
comunicación ni comunidad. La conciencia clara de la noche comulgante —esta
conciencia en el extremo de la conciencia, y que también es la suspensión del
deseo hegeliano (del deseo de r econocimiento de la conciencia), la interrupción
finita del deseo infinito, y el infinito síncope del deseo finito (la soberanía misma:
deseo fuera del deseo y dominio fuera de sí)—, esta conciencia «clara» sólo puede
tener lugar en la comunidad, o más bien sólo puede tener lugar como la
comunicación de la comunidad: a la vez como lo que se comunica en la
comunidad y como lo que la comunidad comunica23 .
22
Por ejemplo, VII, 312.
23
Uso el término «comunicación» tal como Bataille lo emplea, vale decir conforme al régimen de
una violencia permanente hecha a la significación de la palabra, tanto en la medida en que indica
la subjetividad o la intersubjetividad, como en que denota la transmisión de un mensaje o de un
sentido. En última instancia, esta palabra es insostenible. La conservo porque resuena con la
«comunidad»; eso sí, le superpongo (lo que a veces significa sustituirle) la palabra «reparto». La
violencia que Bataille infligía al concepto de «comunicación» era consciente de su insuficiencia:
«Estar aislado, comunicación, no tienen sino la misma realidad. En ninguna parte hay “seres
aislados” que no comuniquen, ni hay “comunicación” independiente de los puntos de aislamiento.
Téngase la precaución de separar dos conceptos mal hechos, residuos de creencias pueriles; a este
precio el problema peor atado será zanjado.» (VII, 553) Con ello se solicitaba, en suma, la
desconstrucción de este concepto, tal como Derrida la emprendió («Signature événement
contexte» en Marges, París: Minuit, 1972), y tal como de otra manera se prolonga en Deleuze y
Guattari («Postulats de la linguistique», en Mille Plateaux, París: Minuit, 1980). Estas operaciones
conducen necesariamente a una reevaluación general de la comunicación en la comunidad y de la
comunidad (del habla, de la literatura, del intercambio, de la imagen, etc.), con respecto a la cual el
uso del término «comunicación» sólo puede ser previo y provisorio.
30
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Bataille supo mejor que nadie —fue el único que abrió el camino para un
saber— qué forma algo más que una conexión del éxtasis y de la comunidad, qué
hace de cada uno el lugar del otro, o aun aquello en virtud de lo cual, conforme a
una topología atópica, la circunscripción de una comunidad, o mejor su
arrealidad (su naturaleza de aire, de espacio formado), no es un territorio, sino
que forma la arrealidad de un éxtasis24 , así como —recíprocamente— la forma de
un éxtasis es aquella de una comunidad.
Sin embargo el propio Bataille quedó suspendido entre los dos polos del
éxtasis y de la comunidad. La reciprocidad de estos dos polos consiste en que, al
mismo tiempo en que se dan lugar el uno al otro —arrealizándose—, se limitan el
uno por el otro —lo que produce otra «arrealización»: una suspensión de la
inmanencia a la cual, con todo, la conexión entre ambos implica. Esta doble
arrealización funda la resistencia a la fusión, a la obra mortal, y esta resistencia es
el hecho del estar-en-común como tal: sin esta resistencia, nunca estaríamos
mucho tiempo en común, y muy pronto s eríamos «realizados» en un ser único y
total. Pero para Bataille el polo del éxtasis permaneció vinculado al orgiasmo
fascista, o por lo menos a la fiesta, cuya nostalgia ambigua regresó, después de él,
en 1968 —por cuanto representó el éxtasis en términos de grupo y de política.
Para él, el polo de la comunidad era solidario con la idea comunista. Esta
última traía, a pesar de todo, los motivos de la justicia y de la igualdad, sin los
cuales —sea cual sea la forma en que convenga transcribirlos— una tentativa
comunitaria sólo puede ser una farsa. Por lo menos a este respecto, el comunismo
seguía siendo una exigencia insuperable; o bien, así como Bataille lo escribía:
«Hoy en día el efecto m oral del comunismo predomina» (VIII, 367). Asimismo,
24
Aunque todas las preguntas por el territorio, por las fronteras, por los repartos locales de toda
índole —por las distribuciones urbanas por ejemplo—, deberían ser reformuladas a partir de allí.
31
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25
Esto guarda alguna relación con la oposición hecha por H. Arendt entre las revoluciones de la
libertad y aquéllas de la igualdad. Y en Arendt también la fecundidad de la oposición queda
limitada a partir de cierto punto, y no es enteramente congruente con otros elementos de su
pensamiento.
32
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«Puedo imaginar una comunidad con una forma muy precaria, aun informe: la única
condición es que una experiencia de la libertad moral sea puesta en común, no reducida a
la significación chata —que se anula, que se niega a sí misma— de la libertad particular»
(VI, 252).
33
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26
En cambio, en el mundo burgués —cuya «confusión» (VII, 131, 135) y carácter «desamparado»
(ídem) Bataille había reconocido perfectamente— la inquietud por la comunidad ha insistido,
desde 1968, de mú ltiples formas, pero en su mayor frecuencia en la ingenuidad, inclusive en la
puerilidad, y en la misma «confusión», que reina sobre las ideologías comulgantes o conviviales.
34
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27
La fenomenología del espíritu.
28
«De l’économie restreinte à l’économie générale», en L’écriture et la différence, París: Seuil,
1967.
29
La expresión francesa «à la limite», que traducimos literalmente para reproducir el juego de
palabras, en el uso corriente significa más o menos «en última instancia». (N. del T.)
35
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Dialécticamente —en apariencia— podría decir aquí: Bataille sólo pensó eso
mismo que dejó de pensar. Lo que a fin de cuentas querría decir que lo pensó en
el límite —en su límite, en el límite del pensamiento, y nunca se piensa en otro
lugar. Y que es lo que debía pensar así en su límite lo que nos da que pensar a
nuestra vez.
En realidad, lo que he venido escribiendo no constituye ni una crítica, ni una
reserva a propósito de Bataille, sino un intento de comunicar con su experiencia,
más que de ir tan sólo a sacar cosas de su saber o de sus tesis. No se trataba sino
de recorrer un límite que es nuestro límite: el suyo, el mío, el de nuestro tiempo, el
de nuestra comunidad. En el lugar que Bataille asignaba al sujeto, en ese lugar del
sujeto —o en su reverso—, en el lugar de la comunicación y en «lugar de
comunicación», hay en efecto algo, y no nada: nuestro límite es no tener
verdaderamente un nombre para este «algo» o para este «alguien». ¿Se trata de
tener un nombre verdadero para este ser singular? Es una pregunta que no podrá
llegar sino hasta bastante más tarde. Por el momento, digamos que, a falta de
30
Cfr. las observaciones de Bernard Sichère en «L’érotisme souverain de Georges Bataille», Tel
Quel, n°93.
36
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31
En lo que respecta más precisamente al agotamiento de la religión, cfr. Marcel Gauchet, Le
désenchantement du monde, París: Gallimard, 1985.
37
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32
Y tal como en parte subsiste aún en el motivo deleuziano de la haecceidad, que sin embargo, en
parte también, da vueltas en torno a la «singularidad».
33
«Fondos» en el sentido de un «capital». (N. del T.)
38
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39
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común. El ser-finito existe ante todo según la división de los lugares, según una
extensión —partes extra partes— que hace que cada singularidad sea extensa (en
el sentido de Freud: «la siquis es extensa»). No está cerrada en una forma —
aunque toque su límite singular con todo su estar—, sino que es lo que es, ser
singular (singularidad del ser), por su extensión, sólo por su arrealidad que ante
todo la extrovierte en su ser mismo —sea cual fuere el grado o el deseo de su
«egoísmo»—, y que no la hace existir más que exponiéndola a un afuera. Y este
afuera mismo no es a su vez nada más que la exposición de otra arrealidad, de otra
singularidad —la misma, otra. Esta exposición, o este reparto que expone, da
lugar, de primera, a una interpelación mutua de las singularidades anterior a toda
emisión de lenguaje (mas dándole a este último su primera condición de
posibilidad) 34 .
La finitud comparece, vale decir está expuesta: tal es la esencia de la
comunidad.
La comunicación, en estas condiciones, no es un «vínculo». La metáfora del
«vínculo social» desgraciadamente superpone, a «sujetos» (vale decir a objetos),
una realidad hipotética (aquella del «vínculo»), a la cual esfuérzase en conferir
una dudosa naturaleza «intersubjetiva», que estaría dotada de la virtud de vincular
estos objetos los unos con los otros. Podrá ser tanto el vínculo económico como el
vínculo del reconocimiento. Pero el orden de la com-parecencia es más originario
que el del vínculo. No se instaura, no se establece o no emerge entre sujetos
(objetos) ya dados. Consiste en la aparición del entre como tal: tú y yo (el entre-
nosotros), fórmula en la cual el y no posee valor de yuxtaposición, sino que de
exposición. En la c omparecencia se encuentra expuesto lo siguiente, que hay que
saber leer en todas sus combinaciones: «tú (es(tá)) (y) (cualquiera otro que no
fuese) yo». O bien, más simplemente: tú reparte yo.
Los seres singulares no son dados más que en esta comunicación. Vale decir a
la vez sin vínculo y sin comunión, a la misma distancia de un motivo del
enlazamiento o de un ayuntamiento por el exterior que del motivo de una
interioridad común y f usional. La comunicación es el hecho constitutivo de una
exposición al afuera que define a la singularidad. En su ser, como su ser mismo, la
singularidad está expuesta al afuera. Por esta posición o por esta estructura
primordial, es a la vez desprendida, distinguida y comunitaria. La comunidad es la
presentación del desprendimiento (o de la supresión), de la distinción que no es la
individuación sino la finitud com-pareciente.
34
En este sentido, la com-parecencia de los seres singulares es incluso anterior a la condición
previa del lenguaje que Heidegger comprende como «explicitación» (Auslegung) anterior al orden
del lenguaje, y a la cual referí la singularidad de las voces en Le partage des voix (París: Galilée,
1982). A diferencia de lo que este ensayo podría hacer creer, el reparto de las voces no conduce a
la comunidad, sino que depende en cambio de este reparto originario que «es» la comunidad. O
bien, este reparto «originario» no es en nada distinto a un «reparto de las voces», pero la «voz»
debería ser comprendida de otro modo que como lingüística y aun como «pre-lingüística»: como
comunitaria.
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«Hablo, y al punto estoy —el ser en mí mismo está— fuera de mí como en mí mismo.»
(VIII, 297.)
Sin duda, el deseo hegeliano del reconocimiento está ya en obra. Con todo,
antes del reconocimiento, hay conocimiento: el conocimiento sin saber, y sin
«conciencia», de esto: a saber, que primero yo estoy expuesto al otro, y expuesto a
la exposición del otro. Ego sum expositus: viéndolo de más cerca, se percibiría
quizás la paradoja de que la evidencia cartesiana, esta evidencia tan cierta que el
sujeto no puede no tenerla y que no se prueba de manera alguna, debe tener detrás
de ella no algún deslumbramiento del ego, ni alguna inmanencia existencial de un
sentimiento-de-sí, sino únicamente la comunidad —la comunidad de la cual
Descartes parece saber tan poco, o nada. El sujeto cartesiano formaría en este caso
la figura invertida de la experiencia de la comunidad, de la singularidad. Él
también se sabe expuesto, y se sabe porque está e xpuesto (¿acaso Descartes no se
presenta como su propio cuadro?) 35 .
*
* *
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«El mundo no está, como Sade en última instancia lo representó, compuesto de sí mismo
y de cosas.» (VIII, 297.)
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idéntico y como una cosa —como la identidad de una cosa—, el ser singular no
conoce, sino que padece a su semejante: «El ser no es nunca yo solo, es siempre
yo y mis semejantes» (ídem). Es su pasión. La singularidad es la pasión del ser.
El semejante lleva la revelación del reparto: no se me asemeja como un retrato
se asemeja al original. Este tipo de semejanza era el dato inicial de la tortuosa
problemática (o impasse) clásica del «reconocimiento del otro» (presuntamente
opuesta al «conocimiento de la cosa») —y debe preguntarse si, más allá del alter
ego husserliano, no habría que encontrar otra vez huellas de esta problemática y
de este impasse, manteniendo el pensamiento en cierta forma sobre el umbral de
la comunidad, hasta en Freud, Heidegger y Bataille, en una cierta especularidad
del reconocimiento del otro a través de la muerte. Con todo, es en la muerte del
otro, lo dije, que la comunidad me ordena en función de su registro más propio:
pero no es por la mediación de un reconocimiento especular. Pues yo no me
reconozco en esta muerte del otro —cuyo límite me expone no obstante sin
regreso.
Heidegger llega aquí lo más lejos posible:
«No hacemos en sentido auténtico la experiencia de la muerte del otro, sino que estamos,
a lo sumo, “cerca”. (…) La muerte es, en la medida en que “es”, esencialmente cada vez
la mía.»
37
Ser y Tiempo. Traducción de J. E. Rivera, Santiago de Chile: Universitaria, 1997. §§ 47 y 48.
44
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(…)
*
* *
Pero así como no se debe pensar que la comunidad está «perdida» —así como
Bataille tuvo que arrancarse a sí mismo de este modo de pensar—, así también
sería una tontería comentar y lamentar la «pérdida» de lo sagrado para predicar su
regreso a título de remedio a los males de nuestra sociedad (algo que Bataille
nunca hizo, siguiendo así la exigencia más profunda de Nietzsche, y algo que no
hicieron, a despecho de ciertas apariencias contrarias en uno o en el otro, ni
Benjamin, ni Heidegger, ni Blanchot). Lo que desapareció de lo sagrado —vale
38
Sin duda es igualmente anterior al «deseo mimético» de Girard. En Hegel o en Girard se
presupone en el fondo un sujeto que sepa lo que pasa con el reconocimiento o con el goce. Tal
«saber» presupone a su vez la comunicación parcial de las singularidades, sentir al «semejante».
45
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39
Acerca de esta resistencia esencial, archi-esencial, de la comunidad —cuya afirmación no
proviene de ningún «optimismo», sino de la verdad, y cuya verdad proviene de la experiencia de
los límites— acaso no hay mejor testigo que el relato que Robert Antelme refiere de su cautiverio
en un campo de concentración nazi. Recuerdo estas líneas, entre otras: «Más el SS nos cree
reducidos a una indistinción y a una irresponsabilidad de las cuales presentamos una apariencia
incontestable, y más nuestra comunidad contiene de hecho distinciones, y más estas distinciones
son estrictas. El hombre de los campos no es la abolición de estas diferencias. Es, al contrario, su
realización efectiva.» (L’espèce humaine, 2ª edición, París: Gallimard, 1957, pág. 93). Y la
resistencia de la comunidad depende de que la muerte singular imponga su límite: no se puede
obrar plenamente como ella. Es la muerte la que hace la inoperancia: «El muerto es más fuerte que
el SS. El SS no puede seguir al compañero en la muerte. (…) Toca un límite. Hay momentos en
que uno podría matarse, nada más que para forzar al SS —ante el objeto cerrado en que nos
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Para Bataille, la comunidad fue ante todo y para terminar la de los amantes42 .
El gozo es el gozo de los amantes. Este desenlace, si en efecto se trata de uno, es
ambiguo. Ya lo he dicho: los amantes de Bataille, atendiendo a varios aspectos y
desde el momento en que se enfrentan a la sociedad, presentan la figura de una
comunión, o de un sujeto que, si no es sadiano, termina no obstante abismándose
solo en su éxtasis. La celebración de los amantes, o lo que podría llamarse la
pasión de Bataille por los amantes, revela en esta medida el carácter inaccesible,
ya de su propia comunidad, ya de otra comunidad; de aquella que compartiría no
sólo una pareja, sino todas las parejas y todo el amor de una sociedad. Bajo una u
otra de estas figuras los amantes representan, pues, en Bataille, amén de sí
mismos y de su alegría, la desesperación de «la» comunidad, y de lo político43 . En
última instancia, estos amantes dejaríanse entrampar en la oposición de lo
«privado» y de lo «público». Oposición que en principio es tan extraña a Bataille,
y acaso sin embargo es insidiosamente recurrente en él, por cuanto el amor parece
exponer, finalmente, toda la verdad de la comunidad, mas oponiéndola, desde
entonces, a toda otra relación plural, social o colectiva —a menos, pero es lo
mismo, que se oponga en el fondo a sí mismo, al serle inaccesible su propia
convertiríamos, el cuerpo muerto que le da la espalda, al que le da lo mismo su ley— a toparse con
el límite.» (Ídem, pág. 99.)
40
Sobre la noción de tarea, cfr. «Dies irae», en La faculté de juger, París: Minuit, 1985.
41
Cfr. Le Différend, París: Minuit, 1984.
42
Dejo aquí de lado la comunidad según el artista, o más bien según «el hombre soberano del
arte». Es la comunidad de los amantes la que Bataille confronta más expresamente y más
continuamente con la sociedad y el Estado. Pero la comunicación o el contagio que representa son
en el fondo aquellas de la comunidad en el «abandono soberano del arte» —apartado de todo
esteticismo y aun de toda estética—, sobre lo cual se tratará más adelante bajo las especies de «la
literatura».
43
Ante la imposibilidad de referir la socialidad a la pura relación erótica, o libidinal, inclusive
sublimada, Freud introducía esta otra relación «afectiva» que llamaba «la identificación». La
cuestión de la comunidad implica todos los problemas de la identificación. Cfr. Ph. Lacoue-
Labarthe y J. –L. Nancy, «La panique politique», en Confrontations n° 2, 1979, y «Le peuple juif
ne rêve pas» en La psychanalyse est-elle une histoire juive? París: Seuil, 1981.
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comunión (conforme a una dialéctica trágica del amor pensada sobre fondo de
inmanencia, cuya conspiración con el pensamiento de lo político se discierne así
sobre el mismo fondo). De este modo, el amor parecería exponer aquello a lo cual
el comunismo «real» renunció, y aquello por lo cual había que renunciar a este
comunismo: mas entonces ya sólo dejaría a la comunidad social la exterioridad de
las cosas, de la producción y de la explotación.
A despecho de Bataille, y sin embargo con él, habría que intentar poder decir:
el amor no expone toda la comunidad, no capta ni vuelve efectiva llana y
simplemente su esencia —aunque tal esencia fuera lo imposible mismo (modelo
que todavía sería cristiano y hegeliano, aunque privado de una asunción del amor
en objetividad del Estado). El beso, a pesar de todo, no es el habla. Sin duda, los
amantes hablan. Pero es un habla en última instancia i mpotente, excesiva porque
excesivamente pobre, y en la cual el amor ya se hunde: «los amantes hablan, y sus
palabras trastornadas rebajan e animan a la vez el sentimiento que las mueve.
Pues transfieren al tiempo eso cuya verdad dura lo que un relámpago.» (VIII,
500.) En la Ciudad, en cambio, los hombres no se abrazan. El simbolismo
religioso o político del beso de paz, del abrazo, indican ciertamente algo, pero
solamente un límite, y en general cómico. (Sin embargo, el habla social —
cultural, política, etc.— parece ser tan pobre como la de los amantes… Es aquí
donde habría que volver a abordar la cuestión de la «literatura».)
Los amantes no son una sociedad, ni su negativo, ni su asunción, y es justo en
esta distancia respecto de la sociedad que Bataille los piensa: «Puedo
representarme el hombre abierto a la posibilidad del amor individual desde los
tiempos más antiguos. Me basta con imaginar el relajo hipócrita del vínculo
social.» (VIII, 496.) Con todo, los representó también como sociedad, como otra
sociedad, y portadora de la verdad imposible y comulgante que desespera por
alcanzar la s ociedad a secas: «El amor sólo une a los amantes para prodigar, para
ir de placer en placer, de regocijo en regocijo: su sociedad es una de consumación,
al contrario de la del Estado que es una de adquisición.» (VIII, 140.) La palabra
«sociedad», aquí, no es —no es solamente, en todo caso— una metáfora. Lleva la
resonancia tardía (1951), y como sofocada o resignada, del motivo de una
sociedad de la fiesta, del gasto, del sacrificio y de la gloria. Como si los amantes
preservaran este motivo, sabiéndolo in extremis del inmenso fracaso de lo
político-religioso, y ofreciendo así el amor a guisa de refugio o de sustituto para la
comunidad perdida.
Ahora bien, así como la comunidad no está «perdida», así tampoco, sin duda,
hay «sociedad de consumación». No hay ni dos sociedades, ni un ideal más o
menos sagrado de la sociedad en la comunidad. Antes bien en la sociedad, en toda
sociedad y en todo momento, la «comunidad» no es, en efecto, otra cosa que una
consumación del vínculo o del tejido social —pero una consumación que se hace
en este vínculo mismo, y conforme al reparto de la finitud de los seres singulares.
Por eso los amantes no son ni una sociedad, ni la comunidad llevada a efecto en la
comunión fusional. Si los amantes portan una verdad de la relación, no es ni bajo,
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ni a distancia de la sociedad, sino por cuanto están, amantes que son, expuestos en
la comunidad. No son la comunión oculta o rechazada de la sociedad, sino más
bien exponen que la comunicación no es la comunión.
Con todo, la representación bataillana de los amantes, heredera en este punto
de una larga tradición —acaso toda la tradición occidental de la pasión amorosa,
pero, por lo menos desde el romanticismo, claramente enfrentada y opuesta a la
decadencia de lo político-social—, la comunión sigue siendo sordamente
obsesiva. Sin duda, la soberanía de los amantes no es otra cosa que el éxtasis del
instante, ella no opera una unión, ella es NADA —pero este nada mismo es
también, en su «consumación», una comunión.
Bataille, sin embargo, supo el límite del amor —y fue, al menos en ciertos
momentos, para oponerle, con una reversión paradójica, la capacidad soberana de
la Ciudad:
«El individuo mortal no es nada y la paradoja del amor quiere que se limite a la mentira
que es el individuo. Sólo el Estado (la Ciudad) asume con derecho, para nosotros, el
sentido de un más allá del individuo, sólo él es detentor de esta verdad soberana que ni la
muerte ni el error del interés privado alteran.» (VIII, 497.)
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de ella, y en suma en ella misma. Puesto que sus singularidades los reparten, o se
reparten en el instante de su acoplamiento. Los amantes exponen, en el límite, la
exposición de los seres singulares unos a otros y el pulso de esa exposición: la
comparecencia, el tránsito y el reparto. En ellos, o entre ellos —es, precisamente,
lo mismo—, el éxtasis, la alegría toca su límite. Los amantes se tocan, no los
conciudadanos (a no ser, otra vez allí, en el delirio de una masa fanatizada —o en
el amontonamiento de los cuerpos exterminados: allí donde quiera que se esté
obrando). Esta chata y plausiblemente ridícula verdad significa que el tocar, la
inmanencia no alcanzada pero próxima y como prometida (no más palabra, no
más mirada), es el límite.
Al tocar el límite —que es él mismo el tocar—, los amantes sin embargo lo
difieren: a menos que haya un suicidio común, viejo mito y viejo deseo que
deroga el límite y el tocar a la vez. La alegría tiene lugar difiriéndose. Los
amantes gozan zozobrando en el instante de la intimidad, mas porque tal
naufragio es también su reparto, porque no es ni la muerte ni la comunión —sino
que el gozo—, eso mismo es a su vez una singularidad que se expone afuera. Al
punto, los amantes son repartidos, sus seres singulares —que no producen
identidad, ni individuo, que no operan nada— se reparten, y la singularidad de su
amor se expone a la comunidad. Comparece a su vez: por ejemplo, en la
comunicación literaria.
Pero no se trata de un ejemplo: la «literatura» no designa aquí lo que de
ordinario. Se trata en efecto de esto: que hay una inscripción de la exposición
comunitaria, y que esta exposición, como tal, sólo puede inscribirse, o sólo puede
ofrecerse a través de una inscripción.
No es únicamente, ni siquiera ante todo, la literatura amorosa, ni la literatura
«literaria», las que están en juego, sino únicamente la inoperancia de la literatura:
toda la «comunicación» inoperante, tanto literaria como filosófica, científica,
ética, estética y política. Esta comunicación sería el inverso de la palabra de los
amantes tal como Bataille la presenta, y a este título al menos habría que llamarla,
si no «literatura», al menos «escritura». Mientras que la palabra de los amantes va
en busca de una duración para su gozo, a la cual el gozo se hurta, la «escritura» en
este sentido vendría a inscribir, más bien, la duración colectiva y social en el
instante de la comunicación, en el reparto. El «comunismo literario» sería el
reparto de la soberanía que los amantes, en su pasión, no operan sino que exponen
afuera: la exponen primero a ellos mismos, a sus seres singulares; pero, en cuanto
tales, esos seres comparecen ya, justo mientras los amantes se abrazan, en y ante
una comunidad entera. Para ellos y para la comunidad, en el amor y en la
escritura, eso no deja de conllevar angustia —ni gozo. Pero tal es el precio del
éxtasis: so pena de solamente ser una obra mortal —erótica o fascista—, pasa por
la inscripción de la finitud y de su comunicación. Vale decir que supone también,
necesariamente, obras (literarias, políticas, etc.); mas lo que se inscribe, e
inscribiéndose transita por el límite, se expone y se comunica (en lugar de querer,
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Pero Hegel lo sabía también: «Pero este estar unido sólo es un punto, el germen, los amantes no
pueden [al hijo] hacerlo partícipe de nada (…) todo aquello en virtud de lo cual puede ser algo
múltiple, tener una existencia, el recién engendrado ha de haberlo extraído de sí mismo.» En el
mismo sentido, escribe: «Porque el amor es un sentimiento del ser vivo, los amantes sólo pueden
distinguirse uno del otro más que en la medida en que son mortales.» Der Geist des Christentums,
Frankfurt a.M: Ullstein, 1978, pp. 365 y 363.
51
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«Las razones para escribir un libro pueden ser remitidas al deseo de modificar las
relaciones que existen entre un hombre y sus semejantes. Estas relaciones son juzgadas
como inaceptables y son percibidas como una miseria atroz.»
«Me sorprende escribirte así, y me maravilla pensar que mi carta es digna de ti.» (IV,
260.)
(…)
«Pero esta mano que escribe se está muriendo, y por esta muerte que se le promete,
escapa a los límites aceptados escribiendo.» (III, 12.)
Yo diría más bien: expone estos límites, no los cruza nunca, ni la comunidad.
Pero en todo momento seres singulares comparten sus límites, se reparten sobre
sus límites. Ya no poseen las relaciones de la sociedad (ni «madre» e «hijo», ni
«autor» y «lector», ni «hombre público» y «hombre privado», ni «productor» y
«consumidor»), sino que están en la comunidad, sin nada que hacer.
«Hablé de comunidad como existente: Nietzsche aportó sus afirmaciones pero estuvo
solo. (…) El deseo de comunicar nace en mí de un sentimiento de comunidad que me
vincula a Nietzsche, no de una originalidad aislada.» (V, 39.)
52
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NOTA
SEGUNDA PARTE
EL MITO INTERRUMPIDO
55
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Conocemos la escena: hay hombres reunidos, y alguien que les narra un relato.
No se sabe todavía si estos hombres reunidos forman una asamblea, si son una
horda o una tribu. Pero decimos que son «hermanos», porque están reunidos, y
porque escuchan el mismo relato.
No se sabe todavía si quien narra es uno de ellos o si es un extranjero. Decimos
que es uno de ellos, si bien diferente, porque posee el don, o tan sólo el derecho
—a menos que sea el deber— de relatar.
No estaban reunidos antes del relato; los reúne el recital. Antes, iban dispersos
(es al menos lo que cuenta, algunas veces, el relato), codeándose, cooperando o
enfrentándose sin reconocerse. Pero uno de ellos se inmovilizó, un día, o acaso
apareció de improviso, como volviendo de una prolongada ausencia, de un
misterioso exilio. Se inmovilizó en un lugar singular, a distancia, aunque a la vista
de los demás (un cerro, o un árbol destrozado por un rayo), y empezó el relato que
los reunió.
Narra la historia de los que lo escuchan, o la suya propia, una historia que
todos saben, pero que sólo él tiene el don, el derecho o el deber, de contarla. Es la
historia de su origen: de dónde provienen, o cómo provienen del Origen mismo —
ellos, o sus mujeres, o sus nombres, o su autoridad. Es entonces también, a la vez,
la historia del comienzo del mundo, del comienzo de su asamblea, o del comienzo
del propio relato (y se narra también, a la sazón, quién lo enseñó al narrador, y
cómo posee el don, el derecho o el deber de narrarlo).
Habla, recita, a veces canta, o actúa. Es su propio héroe, y ellos son a su vez
los héroes del relato y quienes tienen el derecho de escucharlo y el deber de
aprenderlo y enseñarlo. Por primera vez, en este hablar del relator, su lengua no
les sirve nada más que para el arreglo y para la presentación del relato. Dejó de
ser la lengua de sus intercambios; ahora es la lengua de su reunión —la lengua
sagrada de una fundación y de un juramento. El relator la reparte para que puedan
compartirla.
*
* *
56
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Sabemos también, desde ahora, que esta escena es, ella misma, mítica.
Al parecer, lo es de un modo más patente cuando es la escena del propio
nacimiento del mito, ya que entonces este nacimiento no se confunde con nada
menos que con el propio origen de la conciencia y del habla humanas —y el
propio Freud, que podemos designar como el último inventor, o más bien como el
último dramaturgo de esta escena, la declara mítica47 . Pero la escena es
45
Habría que nombrar a demasiados si se quisiera ser exhaustivo. Digamos que la versión
completa de esta escena ha sido elaborada de Herder a Otto pasando por Schlegel, Schelling,
Görres, Bachofen, Wagner, la etnología, Freud, Kerenyi, Jolles, Cassirer. No se olvidará, en los
orígenes, a Goethe, cuyo relato mitológico-simbólico titulado El cuento es, en suma, el arquetipo
del mito moderno del mito. Recientemente, un teórico alemán reunió y reactualizó todos los
grandes rasgos de esta escena, haciéndose cargo del llamado romántico a una «nueva mitología»
(no sin mezclar en ella, él también, como es de rigor, el motivo de un fin o más exactamente de
una autosuperación de la mitología): Manfred Frank, Der Kommende Gott, Frankfurt am Main.:
Suhrkamp, 1982. Pero es un poco por doquier que, durante estos últimos años, el motivo
mitológico se ha hecho escuchar otra vez.
46
Le regard éloigné, París: Plon, 1983, pág. 301.
47
Sicología de las masas y abálisis del yo, Apéndice B.
57
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48
Marcel Détienne, l’Invention de la mythologie, París: Gallimard, 1981. En un artículo más
reciente («Le mythe, en plus ou en moins», l’Infini nº 6, primavera de 1984), M. Détienne, que
esta vez habla de «la esencia inasible y fugitiva del mito», me parece que trae cada vez más
elementos, factuales y teóricos, para una reflexión como ésta que propongo aquí. En cuanto al
invento, a los avatares y a las aporías del discurso sobre el mito, cfr. varias contribuciones y
discusiones contenidas en Terror und Spiel — Probleme der Mythenrezeption, München, 1971.
49
Fragmento de 1872, citado en Terror und Spiel, pág. 25.
58
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europea por la resurrección de sus más antiguos mitos, y por la ardiente puesta en
escena de esos mitos: quiero decir, naturalmente, el mito nazi 50 .
Sabemos todo esto: es un saber que nos corta el aliento, y que nos deja,
estupefactos, como al extremo de la humanidad. No volveremos a la humanidad
mítica de la escena primitiva, así como no volveremos a encontrar lo que pudiera
significar la «humanidad» antes del ardor del mito ario. Y sabemos además que
estas dos extremidades son solidarias, que el invento del mito es solidario con el
uso de su poder. Esto no quiere decir que los pensadores del mito, desde el siglo
XIX, sean responsables del nazismo: esto quiere decir, más bien, que existe una
co-pertenencia del pensamiento del mito, de la escenografía mítica, y de la puesta
en obra y en escena de un «Volk» y de un «Reich», en los sentidos que el nazismo
dio a estos términos. El mito, en efecto, es siempre «popular» y «milenario» —al
menos según su propia versión, según la versión que nuestro pensamiento mítico
da de la cosa llamada «mito» (pues podría ser que para otros, para «primitivos»,
por ejemplo, esta misma cosa sea enteramente aristocrática y efímera…)
En este sentido, ya no tenemos nada que hacer con el mito. Estaría tentado de
decir: ya ni siquiera tenemos el derecho de hablar acerca de él, de interesarnos en
él. Acaso la idea misma de mito resume, ella sola, lo que podríamos llamar ora la
alucinación, ora toda la impostura de la conciencia-de-sí de un mundo moderno
que se extenuó en la representación fabulosa de su propio poder. Acaso la idea del
mito concentre, ella sola, toda la pretensión de Occidente de apropiarse de su
propio origen, o de retirarle su secreto, para poder al fin identificarse,
absolutamente, en torno a su propia proferencia y a su propio nacimiento. Acaso
la idea del mito sea, ella sola, la Idea misma de Occidente, en su representación y
en su pulsión permanentes de un regreso a sus propias fuentes para reengendrarse
en ellas como el destino mismo de la humanidad. En este sentido, lo repito, ya no
tenemos nada que hacer con el mito.
*
* *
A menos que sea, como suele ocurrir, el medio más seguro para dejar proliferar
y amenazar más en avanzada aquello de lo cual se quería permanecer impune. No
basta quizá con saber que el mito es mítico. Acaso este saber sea demasiado corto,
50
Cfr. León Poliakov, Le mythe aryen, París: 1972; Robert Cecil, The myth and the Master Race –
A. Rosenberg and Nazi Ideology, New York: 1972; Ph. Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, «Le
mythe nazi» en Les mécanismes du fascisme, Coloquio de Schiltigheim, Strasbourg, 1980. Pero
habría que estudiar más ampliamente la entrada del mito en el pensamiento político moderno, por
ejemplo en Sorel, y antes en Wagner —y, de modo más general, las relaciones del mito y de la
ideología en el sentido de Hannah Arendt, así como la ideología del mito… Me conformo aquí con
una precisión marginal y elíptica; Thomas Mann escribía a Kerenyi en 1941: «Hay que quitarle el
mito al fascismo intelectual, e invertir su función en un sentido humano.» Me parece que es
exactamente lo que no hay que hacer: la función del mito, como tal, no podría ser invertida. Hay
que interrumpirlo. (Esto no significa que Thomas Mann, autor por lo demás de la famosa fórmula
de «la vida en el mito», no haya pensado o presentido algo distinto de lo que estas fórmulas dicen
explícitamente.)
59
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Hay que tratar de avanzar hasta los confines de esta extremidad, hay que tratar
de percibir, en adelante, esta interrupción del mito. Una vez tocada la punta
enceguecedora —Blut und Boden, Nacht und Nebel— del mito puesto en obra, ya
no queda más que esto: conducirse hasta la interrupción del mito. No es algo
idéntico a lo que otrora se llamó «desmitologizar». Pues este gesto distingue entre
«el m ito» y «la fe», y depende por consiguiente de la posibilidad de proponer algo
así como «la fe», mientras que por otra parte deja intacta, en sí misma, la esencia
del mito 51 . No sucede lo mismo en el pensamiento de la interrupción.
Pero antes de acceder a este pensamiento, y para poder acceder a él, hay que
haber reconocido el terreno que se extiende hasta la extremidad donde la cosa se
interrumpe. Hay que recordar, entonces, no lo que es el mito mismo (¿quién lo
51
No por ello deja de ser menos elocuente, y memorable, que uno de los pensadores más agudos
de la «desmitologización», Dietrich Benhöffer, haya sido asesinado por los nazis. Por otra parte, lo
que permanece intacto del mito, en un pensamiento de la desmitologización, es perfectamente
sacado a la luz por la oposición que hace P. Ricœur entre «desmitologización» y «desmitización».
De modo general, sobre estos problemas, cfr. los análisis y las referencias de Pierre Barthel,
Interprétation du langage mythique et Théologie biblique, Leiden, Brill, 1963.
60
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sabe? los mitólogos lo discuten sin fin…) 52 , sino lo que sucede con lo que hemos
llamado «el mito»; y lo que sucede con lo que (con o sin el apoyo de las
mitologías positivas, históricas, filológicas o etnológicas) hemos cernido en lo que
habrá que llamar, también en este caso, y en el sentido o en el lugar en que se
tome esta palabra, un mito del mito. (Por lo demás, la formación «en abismo» del
mito —mito del mito, mito de su ausencia, etc.— es sin duda inevitable,
inherente al propio mito, que no dice tal vez nada (así como se terminó creyendo),
sino que dice que lo dice, que dice que dice y que lo dice, y que de este modo
organiza y distribuye el mundo del hombre con su habla.)
Se podría para terminar partir otra vez de lo que el mito llegó a ser. La
totalidad del sistema mítico de la humanidad, una vez despojada simultáneamente
de sus misterios y de su absurdidad, de su magia y de su salvajismo, y en una
formidable combinatoria estructural —de la cual no cabe decir que habría
«vaciado el mito de su sentido» sin agregar enseguida que el «vacío de sentido»,
en este sentido, pertenece sin duda al propio mito—, dicha totalidad, decía, en ese
despojo, recuperó al instante, por una suerte de restablecimiento paradójico,
combinatorio y articulatorio, una posición o una función que podría perfectamente
llamarse «de rango mítico». Sin duda se trata de una lengua de otro tipo que la de
este sistema de los mitos (y que la lengua de cada mito por cuanto es «la totalidad
de sus ve rsiones 53 »), pero aún es una lengua primordial: el elemento de una
comunicación inaugural, en la cual se fundan, o bien se inscriben, el intercambio
y el reparto en general 54 .
Es posible que no hayamos medido aún el extremo al que nos llevó este mito
estructural del mito: en esta designación muchas veces ambigua («mito estructural
del mito») se ubica, en efecto, al menos, la indicación de un estadio último, donde
el mito toca su límite, y podría deshacerse de sí. Mas no hemos tomado tal medida
porque el acontecimiento permaneció, en cierta forma, escondido en sí mismo,
disimulado por esa posición «de rango mítico» que el mito estructural persistía en
conferirle al mito (o bien, a la estructura…).
¿Qué es el «rango mítico»? Esto es, ¿cuáles son los privilegios prestados al
mito por la tradición del pensamiento del mito —y que el mito estructural acarreó
intactos, o casi intactos?
El mito es ante todo un habla plena, original, un habla fundadora y reveladora
del ser íntimo de una comunidad. El mythos griego —ése que es de Homero, es
decir el habla, la expresión hablada— se vuelve el «mito» cuando se carga de toda
52
Cfr., además de las obras ya citadas, el Coloquio de Chantilly de 1976, Problèmes du mythe et
de son interprétation, París, 1978. De un modo muy significativo, Jean-Pierre Vernant termina su
Mythe et société en Grèce ancienne, París: Maspero, 1982, solicitando «una lógica distinta a la del
lógos» para llegar a la comprensión del funcionamiento específico de los mitos.
53
Así como lo dice Lévy-Strauss. Y si hay que reconocer en este último, según la fórmula de
Blanchot, «el mito del hombre sin mito» (L’amitié, pág. 97), este mito está entonces hecho de la
totalidad de los mitos de la humanidad.
54
Otra vez Lévy-Strauss: «Esta gran voz anónima que profiere un discurso aparecido del fondo de
las épocas, salido del subsuelo del espíritu» (L’homme nu, París: Plon, 1971, pág. 572).
61
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una serie de valores que amplifican, llenan y ennoblecen este habla, confiriéndole
las dimensiones de un relato acerca de los orígenes y de una explicación de los
destinos (poco importa que, en esta determinación del «mito» post-homérica y
enseguida moderna, se crea en el mito o no, se lo mire con desconfianza o no).
Este habla no es un discurso que respondería a la curiosidad de una inteligencia:
es la respuesta, más que a una pregunta, a una espera, a una espera del mundo
mismo. En el mito, el mundo se da a conocer, y se da a conocer a través de una
declaración o de una revelación completa y decisiva.
La grandeza de los Griegos —dirá la época moderna de la mito-logía— estriba
en haber vivido en la intimidad de un habla tal, y de haber fundado en ella su
lógos mismo: para ellos, mythos y lógos «son lo mismo»55 . Esta mismidad es la
mismidad de la revelación, del asomarse o eclipsarse del mundo, de la cosa, del
ser, del hombre en el habla. Un habla tal supone panta pléré théôn, «todo lleno de
dioses», así como se quiere que Tales haya dicho. Supone un mundo
ininterrumpido de presencias, para un habla ininterrumpida de verdades; o bien,
puesto que ya es decir demasiado, ni «presencia», ni «verdad», e incluso, algunas
veces, ni «dioses», sino una manera de ligar el mundo y de aferrarse a él, una
religio cuya proferencia es un «gran hablar»56 .
La enunciación del «gran hablar» mítico —la gran «voz anónima»—
pertenece, a su vez, a un espacio en el cual «el intercambio, la función simbólica
(…) representan algo así como una segunda naturaleza57 ». Acaso no se podría
definir mejor el mito, en pocas palabras, que diciendo que constituye la segunda
naturaleza de un gran hablar. Como lo quería Schelling, el mito es «tautegórico»
(con una palabra de Coleridge), y no «alegórico»: vale decir, no dice otra cosa que
sí mismo, y es producido en la conciencia por el mismo proceso que, en la
naturaleza, produce las fuerzas que el mito pone en escena. No tiene, pues, que
interpretarse; él mismo se explica: «die sich selbst erklärende Mythologie»58 : la
mitología explicándose o interpretándose. El mito es la naturaleza comunicándose
al hombre, a la vez inmediatamente —porque ella se comunica—, y mediatamente
—porque ella comunica (habla). Es lo contrario, en suma, de una dialéctica; o
mejor, es su acabamiento, e se más allá del elemento dialéctico. La dialéctica, en
general, es un proceso que le sobreviene a algún dato. Podría decirse lo mismo de
su gemela, la dialogía. Y el dato, siempre, es de cierta forma lógos o un lógos
55
Los rasgos de esta caracterización son tomados de varios de entre los que cité al comienzo.
Agrego aquí un rasgo de Heidegger. Éste, en lo que dice acerca del mito, es en no pocos aspectos
tributario de la tradición romántica y de la «escena» del mito. Sin embargo, su discreción,
inclusive su reserva, para con el motivo del mito, es igualmente notable. Pudo escribir: «El mito es
lo que amerita ser lo más pensado» (Vorträge und Aufsätze); pero también: «La filosofía no se
desarrolló a partir del mito. No nace más que del pensar y en el pensar. Mas el pensar es el pensar
del ser. El pensar no nace. Etc.» (Holzwege). Más que un pensamiento del mito, se trata aquí de un
pensamiento en el extremo del mito; en ello —por lo demás— heredero de Hölderlin.
56
Cfr. Pierre Clastres, Le Grand Parler, París: Seuil, 1974.
57
M. Merleau-Ponty, Signes, París: Gallimard, 1960, pág. 156.
58
Philosophie de la mythologie, 7ª conferencia.
62
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(una lógica, una lengua, una estructura cualquiera). Pero, inmediato, el propio
mito es la donación del lógos que mediatiza, es el surgimiento de su
ordenamiento. Podría decirse, con todo rigor, y haciéndole así plena justicia al
mito estructural, que el mito, desde su nacimiento (y tómese este nacimiento en
Platón, en Vico, en Schlegel o en otro) es el nombre del lógos estructurándose, o
bien, lo que es lo mismo, el nombre del cosmos estructurándose en lógos.
Inclusive antes del recital, el mito está hecho de una emergencia, de una
situación inaugural. «Antes que ser un relato fijo», escribía Maurice Leenhardt,
«es el habla, la figura, el gesto que circunscribe el acontecimiento en el corazón
del hombre, emotivo como un niño 59 .» Así, en su gesto inicial (pero el mito es
siempre inicial o es de lo inicial), representa, o más bien presenta, lo vivo del
lógos. La mitología, entendida como el invento o el recital de los mitos (pero el
recital no se distingue del invento), es «vivida y viviente»: en ella «se hacen
escuchar las palabras brotadas de la boca de la humanidad presente al mundo 60 ».
Es un habla viva de origen. Viva porque de origen y de origen porque viva. En su
primera declamación se levantan simultáneamente las albas del mundo, de los
dioses y de los hombres. De este modo, el mito produce bastante más que una
primera cultura. Porque el mito es la «cultura general», es infinitamente más que
una cultura: es la trascendencia (de los dioses, del hombre, del habla, del cosmos
—poco importa) inmediatamente presentada, inmediatamente inmanente a eso
mismo que trasciende y que ilumina o que asigna a su destino. El mito es la
apertura de una boca inmediatamente adecuada a la clausura de un unive rso.
Por ello el mito no está heho de un habla cualquiera, y por ello no habla una
lengua cualquiera. Es la lengua y el habla de las cosas mismas que se manifiestan;
es la comunicación propia de las cosas: no dice la apariencia ni el aspecto de las
cosas, sino que en él habla el ritmo, resuena la música de las cosas. Pudo
escribirse: «El mito y el Sprachgesang (el canto de la lengua) son en el fondo una
y la misma cosa61 .» El mito es muy exactamente el encantamiento que hace
levantar un mundo y acontecer una lengua, que hace levantar un mundo en el
acontecimiento de una lengua. Por ello es indisociable de un rito, o de un culto.
En verdad, su enunciación, su recital mismo es, ya, el rito. El ritual mítico es la
articulación comunitaria del habla mítica.
*
* *
63
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62
Así lo enuncia la definición wagneriana: «El mito contiene la fuerza poética de un pueblo» (en
M. Frank, op. cit., pág. 229). Y Lévy-Strauss: «Las obras individuales son todas mitos en potencia,
pero es su adopción sobre el modo colectivo la que actualiza, llegado el caso, su “mitismo”.» Op.
cit. pág. 560.
63
Marx, Texte zur Methode und Praxis II, Pariser Manuskripte, Hamburg: Rowohlt, 1971, pág.
75.
64
Walter Benjamin, Las afinidades electivas de Goethe, en Gesammelte Schriften, I-1, Frankfurt a.
M.: Suhrkamp, 1991, pág. 157.
64
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65
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67
Se trata de una simplificación, por supuesto. Lo que había distinguido y constituido estos dos
sentidos era ya la operación del pensar mítico, vale decir del pensar filosófico, único capaz de
asignar los dos conceptos de «fundación» y de «ficción». (Cfr., acerca de la elaboración platónica
del sentido de mythos, Luc Brisson, Platon, les mots et les mythes, París, 1982). El verdadero
pensamiento del mito es la filosofía, que siempre —por fundación— quiso decir la verdad 1) del
mito, 2) con respecto al (o en contra del) mito. Las dos verdades juntas componen el mito
filosófico del relevo lógico/dialéctico del mito. En este relevo, la «ficción» se convirtió
integralmente en «fundación». Así F. Fédier, por ejemplo, puede escribir que para Hölderlin el
mito no tiene «el sentido corriente hoy; aquél, en suma, de la ficción». Es, en cambio, «habla pura,
habla que revela» (en Qu’est-ce que Dieu?, op. cit., pág. 133). Así, el relevo —profundamente
tributario de una metafísica del sujeto hablante, o de un habla como sujeto— consiste en fundar la
verdad en una veracidad, en la «revelación» de un decir, vale decir en la determinación más fina,
más desligada de una ficción: la de una dicción. Toda la problemática filosófica de la Dichtung
está metida allí.
66
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68
Philosophie der Offenbarung, Stuttgart, 1858, pág. 379.
69
Cfr., para limitarse a una aproximación llamativa, esta frase de Lévi-Strauss al final de L’homme
nu (pág. 605): «Los mitos (…) no hacían otra cosa que generalizar los procesos de
engendramiento del pensamiento, revelados a éste cuando se ejerce, y que son por doquier los
mismos, porque el pensamiento, y el modo que lo engloba y que él engloba, son dos
manifestaciones correlativas de una misma realidad.»
67
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70
Philosophie der Mythologie, Stuttgart, 1857, pág. 139. Para el análisis de esta realización
poético-mitológica de la filosofía —simétrica de su relevo del mito— cfr. Ph. Lacoue-Labarthe en
Le sujet de la philosophie, París: Flammarion, 1979 (especialmente, «Nietzsche apocryphe»).
71
Conforme a la lógica de lo «propio» tal como J. Derrida analizó sus constreñimientos
metafísicos en De la grammatologie o en «La mythologie blanche» (en Marges — de la
philosophie, París: Minuit, 1972).
72
Einleitung in die Philosophie der Mythologie, Stuttgart, 1856, pág. 193.
73
L’homme nu, pp. 607 y 603.
68
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«Mi análisis hace resaltar, pues, el carácter mítico de los objetos: el universo, la
naturaleza, el hombre, que a lo largo de miles, de millones, de millares de años no habrán,
a fin de cuentas, hecho nada más que desplegar, al modo de un vasto sistema mitológico,
los recursos de su combinatoria antes de involucionar y de aniquilarse en la evidencia de
su caducidad 74 .»
O bien, incluso:
La desunión de los sentidos del «mito» se produce, pues, otra vez, en el seno
mismo del pensamiento que creía apartar la denuncia del mito como ficción en el
seno del pensamiento de una comunión de la fundación y de la ficción (de la
fundación por la ficción). Es en efecto el mismo Lévi -Strauss quien afirmaba, en
un tono a fin de cuentas muy próximo al de Schelling, que los mitos, «lejos de ser
obra de una “función fabuladora” que le da la espalda a la realidad», preservaban
«modos de o bservación y de reflexión» cuyos resultados, «asegurados mil años»
antes de los de las ciencias modernas, «son siempre el substrato de nuestra
civilización»76 .
74
L’homme nu, pp. 620-621.
75
La pensée sauvage, París: Plon, 1962, pág. 338.
76
Ídem, pág. 25.
69
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77
Por lo demás, no es la sola idea de una «nueva mitología» la que está en juego, sino toda la idea
de una ficción directriz o reguladora. A la luz de esto, el modelo kantiano de la «idea reguladora»
no es, hasta cierto punto, más que una variante moderna del funcionamiento mítico: se conoce
como la ficción de un mito que no advendría pero que entregaría una regla para pensar y para
actuar. Hay, de este modo, toda una filosofía del «como si» (que no solamente pertenece a
Vaihinger, del cual conocemos Die Philosophie des Als Ob, sino también a Nietzsche, a Freud, y a
todo un modo moderno de pensar), que no se puede ciertamente confundir con una mitología, pero
que no deja de revestir un aspecto comparable. Es siempre de fundación en la ficción de lo que se
trata. Inclusive la utilización reciente que hace Lyotard de la Idea reguladora (en Le différend, op.
cit.), distinguida expresamente del mito y opuesta a él, no me parece determinada de manera
suficientemente precisa para escapar completamente a este funcionamiento. Ocurre que hay que
llegar a pensar una interrupción o una suspensión de la Idea como tal: lo que su ficción hace ver
debe ser suspendido; su figura, inacabada.
78
En la cual Heidegger resuelve la voluntad de poder de Nietzsche, y circunscribe la esencia
última de la subjetividad.
70
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«Su gran dios Namandu surge de las tinieblas e inventa el mundo. Hace que advenga
primero la Palabra, sustancia común a los divinos y a los humanos. (…) La sociedad es el
goce de ese bien común que es la Palabra. Instituida igual por decisión divina —¡por
naturaleza!—, la sociedad se reúne en un todo uno, vale decir indiviso (…) los hombres
de esta sociedad son todos uno 79 .»
79
Pierre Clastres, Recherches d’anthropologie politique, París: Seuil, 1980, pág. 125.
71
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«Si decimos simplemente, a cuenta de la lucidez, que el hombre actual se define por su
avidez de mito, y si agregamos que se define también por la conciencia de no poder
acceder a la posibilidad de crear un mito verdadero, hemos definido una suerte de mito
que es la ausencia de mito80 .»
80
«L’absence de mythe» en Le surréalisme en 1947, ed. Maeght, 1947 y la conferencia «La
religion surréaliste», en Œuvres, t. VII, París, 1970, pp. 381 y ss.
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«Si nos definimos como incapaces de llegar al mito y como sufriendo, definimos el fondo
de la humanidad actual como una ausencia de mito. Y esta ausencia de mito puede
encontrarse ante quien la vive —que la vive, entendámonos, con la pasión que animaba a
quienes otrora ya no querían vivir en la apagada realidad, sino en la realidad mítica
[Bataille también entonces define aquí el mito como un mito]—, esta ausencia de mito
puede encontrarse ante él como infinitamente más exaltante que lo que otrora fueron los
mitos que estaban ligados a la vida cotidiana.»
73
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transmisión de un temblor al borde del ser, la comunicación de una pasión que nos
hace ser semejantes, o de la pasión de ser semejantes, de ser en común.
La comunidad interrumpida no se huye: ella, más bien, no se pertenece, no se
reúne, se comunica, de lugar singular en lugar singular. «La base de la
comunicación, escribe Blanchot, no es necesariamente el habla, o el silencio, que
es su fondo y su puntuación; sino que es la exposición a la muerte, ya no de mí
mismo, sino del otro cuya presencia viviente y más próxima es ya su eterna y su
insoportable ausencia.»
Así, «el mito de la ausencia de mito» —que responde a la comunidad
interrumpida— no es otro mito, un mito negativo (ni el negativo de un mito);
antes bien: es este mito sólo en la medida en que consiste en la interrupción del
mito. No es un mito: no hay mito de la interrupción del mito. Sino que la
interrupción del mito define la posibilidad de una «pasión» igual a la pasión
mítica —y sin embargo desencadenada por la s uspensión de la pasión mítica: una
pasión «consciente», «lúcida», así como lo dice Bataille, una pasión abierta por la
comparecencia y para ella, la pasión ya no de fundirse, sino de estar expuesto, y
de saber que la comunidad misma no limita la comunidad, que está siempre más
allá, vale decir afuera, ofrecida afuera de cada singularidad, y por ello siempre
interrumpida en el borde de la más pequeña de estas singularidades.
La interrupción está al borde; o, mejor, forma el borde donde los seres se tocan,
se exponen, se separan, comunican así y propagan su comunidad. En este borde,
entregada a este borde y suscitada por él, nacida de la interrupción, hay una
pasión —que es, si se quiere, lo que queda del mito, o que es más bien ella misma
la interrupción del mito.
*
* *
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comunidad inacabada, expuesta, hablando como el mito, pero sin ser en nada el
habla mítica.
Esta voz parece sostener todavía las declaraciones del mito, pues en la
interrupción no hay nada nuevo que escuchar, no hay un nuevo mito que surja,
sino que es el viejo recital el que se cree oír. Cuando una voz, o cuando una
música, es de pronto interrumpida, se oye al mismo tiempo otra cosa, una mixtura
o un entre dos de silencio y de ruidos diversos que el sonido recubría. Pero en esta
otra cosa se oye otra vez la voz o la música, convertidas de alguna manera en la
voz o en la música de su propia interrupción: algo así como un eco, pero que no
repetiría eso de lo cual sería la reverberación.
En sí mismas, en su presencia y en su realización, la voz o la música se
deshacen, se disuelven. La prestación mitológica se termina, no corre ya, no anda
ya (si hubo de andar como pensamos que debía andar, en nuestra mitología
funcional, estructural y comulgante). Pero la voz y la música interrumpidas
imprimen, de alguna manera, al murmullo o al rumor que la interrumpción
levanta, el esquema de su retirada. Ya no es la prestación —o la performance,
como dicen los lingüistas o los artistas—, pero no por eso deja de tener voz, o de
tener música. Existe una voz de la interrupción, y su esquema se imprime en el
rumor de la comunidad expuesta a su propia dispersión. Cuando la emisión del
mito se detiene, la comunidad —que no se acaba, que no fusiona, sino que se
propaga y se expone— se deja oír de cierta forma. No habla, sin duda; tampoco
produce una música. Lo dije: ella misma es la interrupción, pues el mito se
interrumpe sobre esta exposición de los seres singulares. Pero la propia
interrupción posee una voz singular, una voz o una música, a la vez retirada,
retomada, retenida y expuesta en un eco que no repite… es la voz de la
comunidad, y que acaso, a su modo, confiesa lo inconfesable sin decirlo, enuncia
sin declararlo el secreto de la comunidad, o más precisamente aún, que presenta,
sin enunciarla, la verdad sin mito del estar-en-común sin fin, de este ser en común
que no es un «ser común», que la comunidad misma, pues, no limita, y que el
mito es incapaz de fundar o de contener. Existe una voz de la comunidad que se
articula en la interrupción y por la interrupción misma.
Se le ha dado un nombre a esta voz de la interrupción: la literatura (o la
escritura, si se quiere tomar aquí las dos palabras en las acepciones en que se
corresponden). Este nombre, sin duda, no conviene. Pero ningún nombre conviene
aquí. El lugar o el momento de la interrupción no tiene conveniencia. Blanchot
habla de «la única comunicación que desde ahora conviene y que pasa por la
inconveniencia literaria». La inconveniencia de la literatura es que no conviene al
mito de la comunidad, ni a la comunidad del mito. No conviene, ni a la comunión,
ni a la comunicación.
Con todo, si este nombre de «literatura» siempre es susceptible de no
convenirle a la propia «inconveniencia literaria», ¿no es, acaso, porque la
literatura posee las relaciones más estrechas con el mito? ¿Acaso el mito no es el
origen de la literatura, el origen de toda literatura, y, en un sentido, quizá, su único
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contenido, su único relato, a menos que sea su única situación (la del relator, que
es su propio héroe)? ¿Existe acaso alguna escena literaria que no sea retomada de
la escena mitológica (y esto vale también, en este sentido, para la escena o las
escenas filosóficas, que, de este modo u otro, pertenecen al «género» de la
literatura)?
No sólo la literatura es la heredera (o el eco) del mito, sino que sin duda la
literatura ha sido y debe ser pensada, en un sentido, ella misma como mito —y
como el mito de la sociedad sin mitos81 . En el propio Blanchot, en un texto
antiguo ya, puede leerse que en la literatura «todo debe desembocar en una
invención mítica; no hay obra más que allí donde se abre la fuente de las
imágenes reveladoras 82 ». No es seguro que Blanchot se conformaría hoy con esta
frase. Ciertamente, sólo hay obra si hay «revelación» (puede enseguida
interrumpírseme: ¿qué haremos con la palabra «revelación»? ¿acaso no va con
«mito», como por lo demás con «imagen»? —pero estamos en el espacio de la
inconveniencia absoluta: cada una de estas palabras dice también su propia
interrupción). Pero la revelación de la literatura no revela, como la revelación del
mito, una realidad realizada, ni la realidad de una realización. No revela, de modo
general, algo —revela más bien lo irrevelable: a saber, que ella misma, como obra
que revela, como obra que permite acceder a una visión y a la comunión de una
visión, está esencialmente interrumpida.
En la obra hay parte de mito y parte de literatura, o de escritura. La segunda
interrumpe al primero: «revela», precisamente, a través de la interrupción del
primero (a través del inacabamiento del relato o del discurso), revela, incluso ante
todo, su interrupción. Y es en esto que puede ser llamada, si puede serlo aún —y
ya no lo puede—, un «invento mítico».
Pero la parte del mito y la parte de la literatura no son dos partes separables y
oponibles en el seno de la obra. Serían partes, más bien, en el sentido en que la
comunidad comparte o se reparte las obras de diferentes maneras: ya al modo del
mito, ya al modo de la literatura. El segundo es la interrupción del primero. La
«literatura» (o la «escritura») es lo que en la literatura, vale decir en el reparto o
en la comunicación de las obras, interrumpe al mito —dándole voz al estar-en-
común, que no posee mito y que no puede poseer. O mejor —pues el estar en
81
Se encontraría, desde el romanticismo hasta nosotros, y aun fuera del contexto schlegeliano de
la «nueva mitología», una seguidilla ininterrumpida de testimonios sobre esta versión mitológica,
o mitopoiética, de la literatura. Un ejemplo muy reciente sería Marc Eigeldinger, Lumières du
mythe, París: P.U.F., 1983.
82
Faux-pas, París: Gallimard, 1943, pág. 222. Poco antes, Blanchot definía la dimensión mítica,
opuesta a la sicología, como «el signo de grandes realidades que se alcanzan por un trágico
esfuerzo contra sí mismo». Después de la redacción de mi texto, conocí el artículo de Blanchot
«Les intellectuels en question» (en Le débat, mayo de 1984), donde pude leer: «Los Judíos
encarnan (…) el rechazo de los mitos, la renuncia a los ídolos, el reconocimiento de un orden ético
que se manifiesta por el respeto a la ley. Lo que Hitler quiere aniquilar en el judío, en el “mito del
judío”, es precisamente el hombre liberado de los mitos.» Es también una manera de indicar dónde
y cuándo se interrumpió definitivamente. Agrego: «el hombre liberado de los mitos» pertenece
desde ahora a una comunidad que nos concierne dejar que llegue, y que se escriba.
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«la inoperancia que habita las obras, aun si ellas no pudieran alcanzarla» (La communauté
inavouable, pág. 38).
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Así como hay, por lo demás, un texto del mito, que lo interrumpe al propio tiempo en que lo
reparte y lo reinscribe en la «literatura»: ésta quizá nunca se alimenta más que de mitos, pero no se
escribe más que con su interrupción.
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se interrumpe otra vez—, sucede que este texto no se posee a sí mismo como
cuestión, como fin, ni como principio. En un sentido, la literatura no viene más
que de la literatura, y a ella vuelve. Mas en otro sentido —que sin cesar interfiere
en el primero, y de modo tal que en cada interferencia es el mito el que es
interrumpido—, el texto, o la escritura, no procede más que de la relación singular
entre los seres singulares (se los llama, o se los ha llamado hasta ahora: los
hombres, los dioses, y también los animales; pero todavía son nombres
mitológicos). De allí procede; o es esta relación, le confiere la nervadura
ontológica: el ser en cuanto ser en común es el ser (de) la literatura. No es un ser
de literatura: no es una ficción, ni narrativa, ni teórica. Al contrario, esto quiere
decir que la literatura, por lo menos desde el momento en que comprendemos por
esta palabra la interrupción del mito, tiene por ser (por esencia, si se quiere, o aun,
por constitución trascendental) la exposición común de los seres singulares, su
comparecencia. El escritor más solitario no escribe sino para el otro. (Aquél que
escribe para lo mismo, para sí mismo o para l o anónimo de la masa indistinta, no
es un escritor.)
No porque hay literatura hay comunidad. Sin duda puede decirse que porque
hay literatura, hay ese mito de la comunión, y por añadidura ese mito de la
comunión literaria. A este respecto, la literatura que correspondió a la gran
interrupción moderna de los mitos engendró inmediatamente su propio mito. Pero
es este mito, desde ahora, el que se interrumpe a su vez. Y la interrupción revela
que, porque hay comunidad, hay literatura: la literatura inscribe el estar-en-
común, el estar para el otro y por el otro 85 . Nos inscribe expuestos los unos a los
otros, y a nuestras muertes respectivas a través de las cuales nos alcanzamos —en
el límite— mutuamente. Alcanzarse —en el límite— no es comulgar, acceder a
otro cuerpo, total, donde todos se funden. Alcanzarse, tocarse, más bien, es tocar
el límite donde el ser mismo, el estar-en-común, nos oculta los unos a los otros, y
ocultándonos, retirándonos del otro ante el otro, nos expone a él.
Es un nacimiento: no terminamos de nacer en la comunidad. Es la muerte —
pero si está permitido decirlo, no es la muerte trágica; o bien, si es más justo
decirlo así, no es la muerte mítica, ni esa a la que sigue una resurrección, ni esa
que se prolonga en un mero abismo: es la muerte en tanto que reparto, y en tanto
que exposición. No es el dar muerte —no es la muerte como exterminación—, y
tampoco es la muerte como obra o como el adorno denegador de la muerte. La
muerte es esa inoperancia que nos une porque interrumpe nuestra comunicación y
nuestra comunión.
*
* *
85
En ello no es el amor, y aun lo excluye. La comunidad de los amantes excede, en un sentido, el
reparto, y no se deja inscribir. Pero el amor como asunción de la comunidad es precisamente un
mito, incluso es el mito. La literatura inscribe su interrupción. En esta interrupción, una voz que ya
no es la voz irrisoria de los amantes, sino que viene de su amor, se deja oír en la comunidad.
80
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Es porque hay eso —esa inoperancia que reparte nuestro estar en común— que
hay «la literatura». Vale decir el gesto indefinidamente retomado e
indefinidamente suspendido de tocar el límite, de indicarlo y de inscribirlo, pero
sin cruzarlo, sin abolirlo en un cuerpo común. Escribir para el otro es en realidad
escribir a causa del otro. El escritor no otorga nada y no destina nada a los otros,
no tiene en vista, como su proyecto, comunicarles cosa alguna, ni un mensaje, ni a
sí mismo. Sin duda, siempre hay mensajes, y siempre hay personas, e importa que
los unos y los otros —si puedo tratarlos un instante como idénticos— se
comuniquen. Pero la escritura es el gesto que obedece a la pura necesidad de
exponer el límite: no el límite de la comunicación, sino el límite sobre el cual la
comunicación tiene lugar.
La comunicación, en verdad, es sin límites, y el estar en común se comunica al
infinito de las singularidades. En lugar de inquietarse por el gigantesco (se dice)
crecimiento de nuestros medios de comunicación, y de temer en ello el
debilitamiento del mensaje, haríamos mejor en regocijarnos con serenidad: la
comunicación «misma» es infinita entre los seres finitos. Siempre y cuando estos
seres no quieran comunicarse mitos de su propia infinitud: pues si tal es el caso,
desconectan al punto la comunicación. Mas la comunicación tiene lugar en el
límite, en los límites comunes donde e stamos expuestos y donde ella nos expone.
Lo que tiene lugar en este límite exige la interrupción del mito.
Exige que ya no sea dicho que un habla, que un discurso o que
una fábula, nos reúne más allá (o más acá) del límite. Exige al
contrario que la interrupción misma se haga oír, con su voz
singular. Esta voz es algo así como la cisura o la impresión,
dejada por la interrupción, de la voz del mito.
Es cada vez la voz de uno solo, aparte, que habla, que relata, que a veces canta.
Dice un origen y un final —el final del origen, en verdad—, los pone en escena y
él mismo se pone en la escena. Pero llega al borde de la escena, al borde extremo,
y habla al límite de su voz. O bien, nosotros somos quienes nos mantenemos en la
extremidad más alejada y que lo escuchamos en el límite. Todo es cuestión de
disposición práctica, ética, política —¿por qué no agregar: espiritual?—,
alrededor de este surgimiento de una voz. Siempre podréis rehacer un mito. Pero
esta voz, u otra, siempre comenzará a interrumpir el mito —enviándonos al límite.
En este límite, quien se expone y a quien —si escuchamos, si leemos, si
nuestra condición ética y política es de escucha y de lectura— nos exponemos
nosotros mismos, no nos entrega un habla fundadora. Al contrario, la suspende, la
interrumpe y dice que la interrumpe.
Eso mismo, sin embargo, su habla, posee algo de inaugural. Cada escritor, cada
obra, inaugura una comunidad. De ese modo hay un irrecusable e irreprimible
comunismo literario, al cual pertenece cualquiera que escriba (o lea), o intente
escribir (o leer) exponiéndose —no imponiéndose (y quien se impone sin
exponerse en absoluto, ya no escribe, ya no lee, ya no piensa, ya no comunica).
Pero el comunismo, aquí, es inaugural, no final. No está acabado, está hecho, en
cambio, de la interrupción de la comunión mítica y del mito comulgante. Esto no
81
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quiere decir que sería, en una leve retirada del mito en el sentido fuerte,
simplemente «una idea». El comunismo del estar en común y de la escritura (de la
escritura del estar en común) no es ni una idea, ni una imagen —ni un mensaje, ni
una fábula— ni una fundación, ni una ficción. Consiste, entero —en ello total y
no totalitario—, en el gesto inaugural, que cada obra retoma, que cada texto
retraza: llegar al límite, dejarlo aparecer como tal, interrumpir el mito.
Lo inaugural, es avanzar así, es avanzar aquí, en la línea del reparto —de ti a
mí, del silencio al habla, de todos al singular, del mito a la escritura. Y no hay
continuación: este gesto inaugural no funda nada, no conlleva ningún
establecimiento, no administra ningún intercambio; ninguna historia de la
comunidad se engendra allí. En cierto sentido, la interrupción del mito tiene lugar
en el estupor, como, según Schelling, su nacimiento, pues representa también la
interrupción de un cierto discurso del proyecto, de la historia y del destino
comunitarios. Pero al mismo tiempo, la interrupción compromete: compromete a
no anular su gesto, a recomenzarlo más bien. Y en este sentido, hay historia, otra
vez, hay otra historia que nos ocurre, que nos está ocurriendo desde la
interrupción del mito.
Ya no se tratará, desde ahora, de una literatura que despose o
que desvele la forma de la Historia, ni del comunismo
acabando esta Historia. Se tratará, más bien, y a decir verdad
ya se está tratando, de una historia que nos ocurre en un
comunismo literario. Este comunismo no es casi nada —ni
siquiera es «un comunismo», en el sentido en que se quiera
tomar esta palabra (pero hay que decirlo: si esta palabra no
hubiese tenido, en otros lugares, sentido, si no hubiese tenido
esos sentidos múltiples, míticos o prácticos, la historia de la
que hablo no nos pasaría). Esto no nos ofrece, por el momento,
más que una pobre verdad: no escribiríamos si nuestro ser no
estuviera repartido. Y esta otra, por consiguiente: si escribimos
(lo que puede ser, igualmente, una manera de hablar…),
compartimos el estar en común, o bien, estamos repartidos, y
expuestos, en él.
Así, una vez el mito interrumpido, la escritura nos relata otra vez nuestra
historia. Pero ya no es un relato —ni grande, ni pequeño—, es más bien una
ofrenda: una historia nos es dada. Vale decir que el acontecimiento —y el
advenimiento— nos es propuesto, sin que un desarrollo nos sea impuesto. Se nos
ofrece 86 que la comunidad llegue, o mejor, que nos ocurra algo en común. Ni un
origen, ni un final: algo en común. Solamente un habla, una escritura —
compartidas, repartiéndonos.
En cierto sentido, nos comprendemos a nosotros mismos y al mundo
compartiendo esta escritura, así como el grupo se comprendía escuchando el mito.
Sin embargo, comprendemos solamente que no hay comprensión común de la
comunidad, que el reparto no produce una comprensión (ni un concepto, ni una
86
El motivo de la ofrenda fue expuesto en «L’offrande sublime», Poétique n°30, 1984.
82
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Sin duda, el escritor es siempre de algún modo el relator del mito, su narrador,
su fabulador, y también es siempre el héroe de su propio mito. O bien, la escritura
misma, o la literatura, es su propio recital, se pone en escena de tal suerte que es
otra vez la escena mítica la que se reconstituye. A pesar de ello, en el seno de esta
repetición inevitable, algo le ocurre al escritor desde la interrupción del mito. Pues
es también la interrupción del mito del escritor —un mito acaso tan viejo como
los mitos en general, y con todo tan reciente como la noción m oderna del escritor,
pero sobre todo un mito con cuya mediación (entre otros) se elaboró el mito
moderno del mito: el relator primitivo fue imaginado a partir del escritor, y le fue
remitido como su modelo original. (Esto representa, en una palabra, el sujeto de la
literatura, del habla o de la escritura, un sujeto que puede adoptar todas las
formas, desde el mero relator-enunciador hasta el auto-engendramiento del texto,
pasando por el genio inspirado.)
El mito del escritor está interrumpido: hay una escena, una actitud, una
creatividad del escritor que ya no son posibles. Lo que se habrá denominado la
«escritura», y el pensamiento de la «escritura», habrán tenido como objeto,
precisamente, volverlas imposibles. Y por consiguiente volver imposible un cierto
tipo de la fundación, de la proferencia y de la realización literaria y comunitaria:
en definitiva, una política.
El don o el derecho de decir (y de decir los dones o los derechos) ya no son el
mismo don ni el mismo derecho, y ya no son, acaso, ni un don, ni un derecho. Ya
no hay la legitimidad mítica, esa que el propio mito confería a su relator. La
escritura se conoce más bien como ilegítima, arriesgada, expuesta al límite, nunca
autorizada. Pero no es un anarquismo complaciente. Puesto que así es como la
escritura obedece a la ley —de la comunidad.
La interrupción del mito del escritor no es la desaparición del escritor.
Sobretodo no es «la muerte del último escritor», tal como Blanchot la representó.
Al contrario, el escritor está allí otra vez, está, si puede decirse, más propiamente
(de modo, pues, más inconveniente), allí, cuando su mito se interrumpe. Él es lo
que imprime, por medio de la interrupción, la suspensión de su mito: no es el
autor, tampoco es el héroe, y acaso tampoco es lo que se llamó poeta, ni lo que se
llamó pensador, sino que una voz singular (una escritura: esto puede ser,
igualmente, una manera de hablar…). Y es esta voz singular, resueltamente e
irreductiblemente singular (mortal), en común: igualmente no se puede ser nunca
«una voz» («una escritura») más que en común. En la singularidad tiene lugar la
experiencia literaria de la comunidad —vale decir la experiencia «comunista» de
la escritura, de la voz, del habla dada, representada, jurada, ofrecida, compartida,
abandonada. El habla es comunitaria a la medida de su singularidad, y singular a
83
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TERCERA PARTE
« EL COMUNISMO LITERARIO »
85
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De manera general: la interrupción, la suspensión y la «diferencia» del sentido en el origen
mismo del sentido, o aun el ser-trazo (siempre-ya trazado) del «presente vivo» en su estructura
más propia (es decir nunca estructura de propiedad), constituyen, si es menester recordarlo, los
rasgos fundamentales de lo que Jacques Derrida pensó con los nombres de «escritura» o de «archi-
escritura».
86
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Aquí, en esta suspensión, tiene lugar el comunismo sin comunión de los seres
singulares. Aquí tiene lugar el tener-lugar de la comunidad, él mismo sin lugar,
sin espacio reservado ni consagrado para su presencia: no en una obra que la
realizaría, y menos aún en sí misma en cuanto obra (Familia, Pueblo, Iglesia,
Nación, Partido, Literatura, Filosofía), sino en y como la inoperancia de todas sus
obras.
Hay la inoperancia de las obras de los individuos en la comunidad (de los
«escritores», sea cual sea el modo de su escritura), y hay la inoperancia de las
obras que la comunidad opera por sí misma y como tal: sus pueblos, sus ciudades,
sus tesoros, sus patrimonios, sus tradiciones, su capital y su propiedad colectiva
de saber y de producción. Se trata de la misma inoperancia: la obra en la
comunidad y la obra de la comunidad (cada una, por lo demás, perteneciendo a la
otra, cada una pudiendo, o bien ser reapropiada, o bien despojada de su obra, en la
otra) no poseen su verdad en el acabamiento de su operación, ni en la sustancia y
unidad de su opus. Mas lo que se expone en la obra, o a través de las obras,
comienza y termina infinitamente más acá y más allá de la obra —más acá y más
allá de la concentración operatoria de la obra: allí donde quienes hasta ahora han
sido llamados los hombres, los dioses y los animales, están ellos mismos
expuestos los unos a los otros por esta exposición que yace en el corazón de la
obra, que nos da la obra y que, al mismo tiempo, disuelve su concentración, y por
la cual la obra está ofrecida a la comunicación infinita de la comunidad.
87
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«En la industria patriarcal de los campos (…) donde el hilandero y el tejedor compartían
el mismo techo, donde las mujeres hilaban y los hombres tejían para las puras
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Sólo en la medida en que lleguemos a pensar esto podremos liberarnos del concepto sociológico
de la «cultura».
88
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necesidades de sus familias, hilo y tela eran productos sociales, hilar y tejer eran trabajos
sociales en los propios límites de la familia. Mas su carácter social no consistía en el
hecho de que el hilo se intercambiaba como equivalente general con la tela, otro
equivalente general, o que ambos se intercambiaran en cuanto expresiones equivalentes
del mismo tiempo de trabajo general. Es al contrario la organización de la familia, con su
división natural del trabajo, la que imprimía al producto del trabajo su carácter social
particular. (…) Los trabajos determinados del individuo producidos en naturaleza
constituyen aquí el lazo social; la particularidad y no la generalidad del trabajo (…) Es
sencillamente la comunidad, establecida antes de la producción, la que impide que el
trabajo de los individuos sea trabajo privado y su producto un producto privado; es ella la
que hace aparecer el trabajo in dividual como una función directa de un miembro del
organismo social.» 89
89
Œuvres, Pléiade, t. I, pp. 284-285. Traducimos del francés. (N. del T.)
90
De él dependen las reinterrogaciones del comunismo recordadas más arriba (cfr. Primera Parte,
nota 2).
91
Pero no se deje de recordar que la uniformidad y la generalidad que regulan el capitalismo
tienen por corolarios la atomización de las tareas en la división industrial del trabajo —distinguida
de su división social—, y la dispersión solitaria de los individuos que de ella emana y que no ha
terminado de emanar. De ahí una confusión posible de la singularidad y del individuo, de la
articulación diferencial y de la compartimentación «privada», confusión sobre cuyo fondo se
89
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Lo que Marx designa aquí, o aquello cuyo pensamiento por lo menos suscitó
—y de modo tal que «no podemos sino ir más lejos»—, al igual que lo que indica
cada vez que propone —como en el límite de su pensamiento, más allá de la
propiedad privada y de su socialista abolición— la idea de la «propiedad
individual» (por ejemplo: «propiedad realmente común de los propietarios
individuales, no de la unión de estos propietarios que tienen en la ciudad una
existencia diferente a la suya individual 92 »); lo que Marx designa aquí es la
comunidad en tanto que formada por una articulación de «particularidades», y no
en tanto que fundada en una esencia autónoma que subsistiría por sí misma y que
reabsorbería o asumiría en ella a los seres singulares. Si la comunidad «se
establece antes de la producción», no es como un ser común que preexistiría a las
obras, y que tendría que ser puesto en operación, sino que es en cuanto estar en
común del ser singular.
Esto significa que la articulación cuya comunidad se forma y se reparte no es
una articulación orgánica (aunque Marx no sepa designarla de otro modo). Sin
duda, esta articulación es esencial a los seres singulares: éstos son lo que son en la
medida en que están articulados unos sobre otros, en la medida en que están
distribuidos y r epartidos a lo largo de las líneas de fuerza, de escisión, de torsión,
de chance, etc., líneas cuya urdimbre conforma su estar-en-común. Y esta
condición significa además que estos seres singulares son, unos para otros, fines.
Esto, conforme a una implicancia necesaria, llega a significar incluso que se
remiten juntos, en algún aspecto y de algún modo, desde el seno de sus
singularidades y en el juego de su articulación, a una totalidad que representa su
fin común —o el fin común (la comunidad) de todas las finalidades que
representan unos para otros y unos contra otros. Esto se asemejaría entonces a un
organismo. Sin embargo, la totalidad o el todo de la comunidad no es un todo
orgánico.
La totalidad orgánica es la totalidad en la cual se piensa la articulación
recíproca de las partes bajo la ley general de una instrumentación cuya co-
operación produce y sostiene el todo en cuanto forma y razón final del conjunto
(es al menos lo que desde Kant se piensa como el «organismo»: no es seguro que
un cuerpo viviente se piense sólo bajo este modelo). La totalidad orgánica es la
totalidad de la operación como medio y de la obra como fin. Pero la totalidad de
la comunidad —con ello entiendo: de la comunidad que resiste a su propia puesta
en obra— es un todo de singularidades articuladas. La articulación no es la
organización. No remite ni al motivo del instrumento, ni al motivo de la operación
y de la obra. La articulación como tal no tiene que ver con un sistema operatorio
de finalidades —aunque siempre pueda, sin duda alguna, estar relacionada a un tal
sistema o integrársele. Por sí misma, la articulación apenas es la juntura, o, más
tomaron los sueños, los ideales o los mitos de la sociedad comunitaria, comunista o comulgante —
incluidos, naturalmente, los que Marx compartió o suscitó. Deshacer esta confusión, interrumpir el
mito, es volverse disponible para una relación de los semejantes.
92
Grundrisse, V, Berlin: Dietz, 1953, pág. 348.
90
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exactamente, el juego de la juntura: lo que tiene lugar allí donde piezas diferentes
se tocan sin confundirse, donde se deslizan, giran o vuelcan una sobre otra, una en
el límite de la otra —exactamente en su límite—, allí donde estas piezas
singulares y distintas pliegan o se enderezan, doblan o se estiran juntas y una a
través de la otra, una en la otra misma, sin que este juego mutuo —que sigue
siendo, al mismo tiempo, un juego entre ellas— forme la sustancia o el poder
superior de un Todo. Pero aquí, el juego de las articulaciones es la totalidad
misma. Por ello un todo de singularidades, que por cierto es un todo, no se vuelve
a cerrar sobre ellas para elevarlas a su poder: este todo es esencialmente la
apertura de las singularidades en sus articulaciones, el trazado y el pulso de sus
límites.
Esta totalidad es la totalidad de un diálogo. Hay un mito del diálogo: es el mito
de una fundación «intersubjetiva» e intrapolítica del lógos y de su verdad unitaria.
Hay la interrupción de este mito: el diálogo ya sólo se da a escuchar como la
comunicación de la incomunicable singularidad/comunidad. Ya no escucho (ya no
esencialmente) lo que el otro quiere decir(me), sino que en ello escucho que el
otro, o que algo otro habla, y que hay una archi-articulación esencial de la voz y
de las voces, que produce el ser en común mismo: la voz es siempre en sí misma
articulada (diferente de sí misma, difiriéndose ella misma), y por ello no hay la
voz, sino las voces plurales de los seres singulares. El diálogo, en este sentido, ya
no es «la animación de la Idea en los sujetos» (Hegel), sólo está hecho de las
articulaciones de las bocas: cada una sobre sí misma o en sí misma articulada, y
frente a la otra, en el límite de sí misma y de la otra, en este lugar que no es un
lugar sino por ser el espaciamiento de un ser singular —el espaciante de sí-mismo
y de los otros—, y que lo constituye de entrada en ser de comunidad.
Esta articulación del habla, el diálogo, o más bien el reparto de las voces —que
es también el estar-articulado del habla misma (o su estar-escrito)—, es, en el
sentido que intento comunicar, «la literatura» (después de todo, el propio arte
debe su nombre al mismo etymon de la juntura y de la dis-posición de la juntura).
Nada habría de exagerado en decir que la comunidad de Marx es una
comunidad, en este sentido, de la literatura —o al menos que abre sobre tal
comunidad. Una c omunidad de la articulación, y no de la organización, y por este
mismo hecho una c omunidad que s e sitúa «más allá de la esfera de la producción
material propiamente dicha», allí donde «comienza la expansión del poder
humano que es su propio fin, el verdadero reino de la libertad»93 .
En referencia a tal formación, lo único exagerado, mirándolo más de cerca,
sería la confianza aparentemente puesta en el epíteto «humano»: pues la
comunidad inoperante, la comunidad de la articulación no podría ser simplemente
humana. Y esto, por una razón de extrema simplicidad, pero decisiva: en el
movimiento ve rdadero de la comunidad, en la flexión (en la conjugación, en la
dicción…) que la articula, nunca se trata del hombre, siempre se trata del fin del
hombre. El fin del hombre, esto no significa ni el objetivo del hombre, ni su
93
Capítulo LII de El Capital (edición de Engels), Werke, XXV, Berlin: Dietz, 1964.
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Op. cit.
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La función constitutiva de la ejemplaridad en la literatura ha sido analizada y desconstruida —
en el sentido estricto de la palabra— por Philippe Lacoue-Labarthe, particularmente en
«Typographies» (Mimesis des articulations, París: Flammarion, 1975).
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CUARTA PARTE
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(del estar-en-común)
¿Hay algo más común que el ser, que estar? Estamos. Lo que compartimos es
el ser, o la existencia. No estamos para compartir la no-existencia, ella no está
para ser compartida. Pero el ser no es una cosa que poseamos en común. El ser no
es en nada diferente de la existencia cada vez singular. Se dirá, pues, que el ser no
es común en el sentido de una propiedad común, sino que está en común. El ser
está en común. ¿Hay algo más simple de constatar? Y, con todo, ¿qué ha sido más
ignorado, hasta ahora, por la ontología?
Estamos bastante lejos de haber alcanzado el punto en que la ontología debería ofrecerse
directamente y sin ningún retraso en cuanto comunitaria. En que el ser se retiraría —conforme a la
lógica más estricta de su retirada y de su diferencia— en el estar-en-común de los existentes (para
no decir nada aquí de la extensión de la «existencia» a todos los entes o solamente a algunos de
entre ellos, hombres, animales, etc.). La comunidad del estar —y no el ser de la comunidad—: de
eso debe tratarse desde ahora. O si se prefiere: la comunidad de la existencia —y no la esencia de
la comunidad.
(Con todo, no es seguro que el punto de la ontología comunitaria pueda ser «alcanzado» al
modo de una etapa identificable en un proceso progresivo del conocimiento filosófico. La
comunidad del estar no es simplemente alguna verdad ignorada o recubierta por una tradición
obstinadamente individualista, solipsista o monadista. La experiencia de esta comunidad está sin
duda también soterrada en toda esta tradición; y por razones sin duda principiales sólo es accesible
para una praxis cuyo soterramiento «teórico» es, por así decirlo, constitutivo. La experiencia del
estar-en-común es sin duda aun más evidente y aun más remota, aun más «irreflexiva», diríase en
cierto léxico, que la evidencia cartesiana de la existencia —la cual es ya para Descartes una
evidencia y una experiencia comunes. Pero esta «irreflexión» guarda, en cuanto «praxis», todo el
poder de la subversión o de la revolución permanentes que constituyen lo que se llama «pensar».
Pero, sea como sea, sólo propongo, hoy, derivar condiciones previas de acogida del «pensar» en
este sentido.)
*
* *
Imitando el enunciado de la tesis de Kant acerca del ser, podría decirse: La comunidad no es un
predicado del ser, o de la existencia. No se cambia nada en el concepto de existencia añadiéndole
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En lo sucesivo, y como por lo demás ya lo hemos hecho antes, traducimos el pronombre francés
soi algunas veces por sí-mismo (con guión), y no meramente por el pronombre castellano sí. Lo
cual se debe a razones exclusivamente estilísticas. (N. del T.)
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mismo no posee nominativo, sino que está siempre declinado. Es siempre el objeto o el
complemento de una acción, de una destinación, de una imputación. «Sí-mismo » sólo «está»
vuelto-sobre sí, sólo «es» de sí, para sí, etc. Y, sea cual sea la paradoja que haya que ver aquí, sí-
mismo no es sujeto. Estar vuelto-sobre sí, y no ser sí-mismo, es la condición de estar de la
existencia, en cuanto exposición. O aun: sí-mismo es el ser en el caso régimen, y no hay otro caso
del ser. Es allí donde cae (cadere, casus), es su accidente (accidere) esencial, o es el accidente de
la esencia en cuanto está, y no subsiste. Sí-mismo es la llegada, la venida, el evento del ser.
De este modo, habrá que decir: lo que la esencia es en sí, no es su subsistencia ni su propiedad,
sino que es estar vuelto-sobre sí, es estar expuesta a la declinación de existir. La esencia es en sí la
existencia —es también lo que quiere decir, a fin de cuentas, el axioma de Heidegger, que la
existencia es la esencia del Dasein. Me ha pasado que transcribo esto diciendo que la existencia es
sin esencia. Fórmula sin duda útil. Pero es más justo, más preciso —más difícil también—, decir
que la esencia de la esencia es la existencia. Sin embargo, para no dejar que esta nueva esencia se
transforme en super-esencia, en fundamento o en sustancia, se ha de precisar que «es», en este
enunciado, debe tomar el valor transitivo que Heidegger (en Was ist das, die Philosophie?) busca
darle como su valor verdadero, por lo demás imposible de semantizar, sentido transitivo que
atraviesa todo el «sentido». Toda la ontología se reduce a la transitividad del ser.
La esencia se expone esencialmente a la existencia. Expone sí-mismo al estar-vuelto-sobre-sí.
El vuelto-sobre-sí es este borde, este límite o pliegue de la declinación donde sí-mismo es «de
suyo» el otro antes de toda asignación de lo mismo y de lo otro (podría decir: la relación, pero es
aún muy exterior para algo que no permite separar los interiores de los exteriores). Sí-mismo no es
solamente, como lo quiere Hegel, la conciencia-de-sí que necesita ser reconocida para
reconocerse, y no es solamente, como lo dice Levinas, el «rehén» del otro. Es «en sí» el caso
régimen, el otro de su declinación. Ser-sí-mismo y estar-vuelto-sobre-sí, estar… expuesto-a-sí:
pero sí-mismo, en sí mismo, no es más que la exposición. Estar-vuelto-sobre-sí, es estar-vuelto-
hacia-la-exposición. Es estar-vuelto-hacia-el-otro, si «otro» declina en suma «en sí y para sí» la
declinación de sí. Toda la ontología se reduce a este estar-a-sí-al-otro. La esencia allí no es,
transitivamente, más que la exposición de su subsistencia: es el lado expuesto del subsistente, que
no existe más que en cuanto expuesto, por siempre inaccesible e inapropiable para el interior de la
subsistencia, para su centro espeso, opaco, inexpuesto, inmanente y, para decirlo todo, inexistente.
Lo inexponible (o lo impresentable) es lo inexistente. La existencia, en cambio, no es sino la
presencia a sí, cuyo a declina, difiere, altera el sí-mismo esencialmente para el estar, vale decir
para el existir, vale decir para el exponer. El devenir-sí «del» sí-mismo es un devenir-
imperceptible, diría quizás Deleuze: imperceptible para toda asignación de esencia. El devenir-sí
es la extensión indefinida de la superficie donde la sustancia se expone. Es entonces un devenir-el-
otro que no conlleva ninguna mediación de lo mismo y de lo otro. No hay alquimia de los sujetos
—hay una dinámica extensiva/intensiva de las superficies de exposición. Estas superficies son los
límites sobre los cuales el sí-mismo se declina. Son el reparto de ser del existente.
Se transcribirá esto diciendo: no hay comunión, no hay ser común, hay ser en común. Toda la
ontología, desde el momento en que es esta lógica del estar en sí como estar vuelto-sobre sí, se
reduce de este modo al en-común del vuelto-sobre-sí. Esta «reducción», o esta reevaluación total,
o esta revolución de la ontología es sin duda lo que nos sucede, aún mal percibido, desde Hegel y
Marx, Heidegger y Bataille. El sentido del ser no es común —sino que el en-común del ser
atraviesa todo el sentido. O aun: la existencia no está sino para ser repartida. Pero este reparto —
que podría designarse como la aseidad de la existencia— no distribuye una substancia ni un
sentido común. No reparte más que la exposición del estar, la declinación del sí-mismo, el temblor
sin rostro de la identidad expuesta: este reparto nos reparte.
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II
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nuestro pensamiento común (de eso que precisamente importa no dejar que se vuelva corriente,
banal, aprobado, resuelto en una presunta evidencia). Me refiero a esto: «el fin de la filosofía». De
varias maneras distintas, in clusive opuestas entre ellas, los filósofos hicieron de él un tema, y
acaso el tema de todos los temas contemporáneos (que haya también una ideología del rechazo de
este «tema», y que éste no pueda darse por sentado, sin discusión ni examen, es en suma lo de
menos). El «fin de la filosofía» significa al menos que la filosofía se conoce como habiendo
llegado a su realización (es entonces algo completamente distinto de su desaparición), a la
realización del orden entero de las significaciones que podía regir su petición de sentido. Todo el
significado posible está significado, o inluso: la totalidad se ha significado, el significado es igual
a lo significable (lo que es un aspecto distinto del sentido o de la postulación del lógos: lógica,
razón dada de todas las razones). Así las cosas, y aunque se pueda, seguramente, multiplicar sin
fin los enunciados de significaciones, sin dificultad, mas en el fondo… sin riesgo, el sentido
último del sentido filosófico está revelado: bajo todas sus formas (saber, historia, lenguaje, sujeto,
etc. —y comunidad), este sentido no es otro cosa que la constitución sensata del sentido por sí
mismo. Dicho de otra manera, la identidad del ser y del sentido, o la presencia a sí del ser como
subjetividad absoluta.97
Nada hay de fortuito en que la idea de comunidad dispense el ejemplo más claro de este
pensamiento último (y por tanto primero, fundamental) de la filosofía, de este final del
pensamiento. Sea comunidad de los amantes, de la familia, de una Iglesia o de una nación
soberana, la comunidad está representada como lo que se constituye de suyo, por la presencia a sí:
el sentido del vínculo, vale decir el vínculo mismo, preexiste al enlace, lo que equivale a decir que
el enlace preexiste al vínculo, o más bien, y por consiguiente, que ambos son puramente
contemporáneos, son una sola interioridad vuelta sobre sí misma. De este modo pensamos, como
invenciblemente, tanto el amor como el contrato social. Y más generalmente, de este modo
representamos la comunidad del sentido —su comunicación y su comunión— como
contemporánea de la presencia real de todos y de todas las cosas, como la verdad interna de esta
presencia y como su ley de producción (incluso cuando se piensa que es una Historia quien realiza
esto progresivamente, o bien que el sentido no aparece sino «fuera» de «este» mundo, o bien aun
97
Hegel: «el absoluto es sujeto», esto es, aquello que está en sí, separado de todo (que es el todo),
y que no depende de nada, está en cuanto tal «para sí» y «por sí». Su relación a sí hace su ser, y su
ser-se. La historia de la filosofía contemporánea, por Marx, Nietzsche y Husserl hasta Heidegger,
Wittgenstein y Derrida, no ha operado sobre otra necesidad que la siguiente —necesidad que da
vuelta en sí misma contra sí misma la necesidad hegeliana—: nada aparecería jamás como «el
ser», ni como la idea, el ideal o la cuestión de un «sentido del ser», si un hecho del ser no fuera
irreductiblemente anterior o exterior a su «sentido», o, dicho de otro modo, si una llegada a la
presencia del ser no fuera irreductible a toda presencia-a-sí, y no sobreviniera siempre en el
corazón de esta presencia-a-sí, como su separación y su diferencia/diferancia (o como ese pliegue
del ser que Deleuze retoma para plegarlo otra vez y multiplicarlo). Dicho de otro modo, para
utilizar otra célebre fórmula hegeliana: si «lo real es racional», esto no debe ser en última instancia
«en razón» de una identidad de lo real y de lo racional (de lo contrario, ¿para qué enunciar una
tautología?), sino, precisamente, en razón de una diferencia de lo real y de lo racional —y lo que
se llama «la razón», en cuanto sentido y en cuanto pensamiento a la vez, deberá consistir desde
entonces en la articulación de esta diferencia. Lo que no exige nada menos que repensar todo
nuestro pensamiento de lo «real» (de lo sensible, del cuerpo, de la materia, de la historia, de la
existencia —del ser), así como de la «razón» (del lenguaje de la representación, de la ciencia, de la
filosofía). No es poco por hacer. No estamos más que en las premisas —y no se trata solamente de
una tarea «racional» que desplegar, sino de una historia (de los acontecimientos de la comunidad),
de una llegada «reales», historia de la cual no se puede programar más que el carácter
improgramable. En cierto sentido, la «filosofía» jamás se ha encontrado tan expuesta al
acontecimiento efectivo, en el estar-en-común efectivo.
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que no hay sentido sino de «este» mundo, y que es insensato…). Es en esta lógica donde se marca
el «fin» de la filosofía —y de la comunidad según la filosofía: el ser común se constituye por sí
mismo como su propio sentido. Este sentido es entonces necesariamente aquel de un fin: objetivo
y acabamiento, fin de la historia, solución final, humanidad realizada. Sólo el fin es autosuficiente.
Y es aquí que la comunidad se acaba, fracaso persistente o catástrofe aterradora: el amor, el
Estado, la historia, no poseen verdad más que en la muerte. El ser del sentido, el sentido del ser
son su propio y común sacrificio.
*
* *
Que la filosofía toque su fin, quiere decir que llega —y que llega muy materialmente, en la
comunidad sin comunidad de la muerte por el sentido, suicidio y masacre, usura y
desesperación— al límite al que nunca dejó de estar entregada, reconociéndolo y velándosele
simultáneamente (¿qué otra cosa se puede hacer con un límite? Pero, ¿cómo pensar el límite de
otro modo? Es lo que está en juego, se verá): la aprehensión del ser como sentido, del sentido
como ser. Simple y llanamente, la pregunta por la existencia —si está permitido decirlo así. Y la
pregunta de si, cómo y hasta qué punto, es incluso una «pregunta» (una pregunta sometida a esta
lógica del ser y del sentido). Pues lo que la filosofía misma entrega, llegada a su límite, es que la
existencia no es una auto-constitución del sentido, sino que nos ofrece más bien el ser precediendo
al sentido, o sucediéndolo, o excediéndolo, no coincidiendo con él y consistiendo en esta no-
coincidencia…
De ahí el infaltable efecto cómico de la filosofía: se afana tenazmente en lo que pone en juego,
de seguro se pierde lo real de la existencia —y de seguro no está lejos de realizar el fracaso, a
veces hasta lo odioso (calculad los errores y las faltas científicas, morales, estéticas, políticas de
los filósofos).
(Imagino que no hay un sólo filósofo verdadero que no haya sido, al menos una vez en su vida,
apresado por la angustia de este escarnio. Ninguno que no se confiese, al menos una vez, que todo
el trabajo del pensamiento pesa un peso inútil y grotesco, allí donde la existencia, la vida, la
muerte, los llantos, la jovialidad, la ínfima espesura de lo cotidiano lo habrá siempre, y de lejos,
precedido. Ninguno que no se haya reído de ello —y a veces, sin duda, esta risa y esta mueca se
queda dueña del lugar, y el filósofo no trabaja ya sino por costumbre, por inercia, por orgullo o por
debilidad, no osando desprenderse de lo que le sirvió de identidad y magisterio. Recíprocamente,
la comunidad no tolera sino con mal humor, o con ironía, a aquel que de este modo la traiciona
más que ningún otro. En cierto sentido, la única pregunta sería ésta: ¿por qué entonces siempre
hay filósofos, y por qué la comunidad siempre les da un lugar? ¿Por qué esta función no
desapareció con la búsqueda de la piedra filosofal? Se me dirá: hay también siempre lugar para los
adivinos. Sin duda. Pero nadie confunde los roles. Cada uno sabe o cada uno presiente, a pesar de
todo, la diferencia entre aquel que adivina la realidad escondida, y aquel que se interroga acerca
del sentido de una realidad que se vela. En la comunidad hay un saber, no del discurso filosófico,
sino de lo que es «pensamiento», y que no es una «videncia». La pregunta sería, pues, más bien:
¿cuál es esta lucidez singular de la comunidad? ¿esta manera de dar su lugar a la filosofía y de
tenerla en su lugar? No se me diga que me arrogo el derecho de hablar en nombre de la
comunidad, de la cual mi oficio de filósofo me mantendría de hecho aparte. También forma parte
de la comunidad, y es una condición material/trascendental de mi oficio. Vale decir, en este oficio,
tengo que habérmelas, entre otras cosas, con el pensamiento de la necesidad y del escarnio del
pensamiento.)
*
* *
En su límite, la filosofía tiene entonces que habérselas con esto: el sentido no coincide con el
ser, o bien, de manera más difícil y más exigente: el sentido del ser no está en una coincidencia del
ser consigo mismo (al menos, durante todo el tiempo en que se presuma el ser como lugar del
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III
(el en-común)
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(No es seguro que esta lógica se restrinja al hombre, ni aun a los seres vivientes. Piedras,
montañas, los cuerpos de una galaxia desde cierta perspectiva no estarían acaso juntos, perspectiva
que no sería aquella de nuestra mirada sobre ellos. Es una pregunta, pregunta por la comunidad del
mundo, que dejaremos aquí sin respuesta.)
La lógica del coestar, ante todo, no corresponde a otra cosa que a lo que podría llamarse la
fenomenología banal de los conjuntos inorganizados de personas. Los viajeros de un mismo
compartimiento de tren están simplemente unos al lado de los otros, de manera accidental,
arbitraria, enteramente exterior. Están sin relación entre ellos. Pero están juntos también en cuanto
viajeros de este tren, en ese mismo espacio y por ese mismo tiempo. Están entre la disgregación de
la «multitud» y la agregación del «grupo», ambos a cada instante posibles, virtuales, próximos.
Esta suspensión configura al «coestar»: una relación sin relación, o bien una exposición
simultánea a la relación y a la ausencia de la relación. Tal exposición está hecha de la inminencia
simultánea de la retirada y de la llegada de la relación, cuyo menor incidente puede decidir —o
bien, sin duda, más secretamente, exposición que no cesa de decidirse a cada instante, en un
sentido o en otro, en un sentido y en otro, en la «libertad» y en la «necesidad», en la «conciencia»
y en la «inconsciencia», decisión indecidida de lo extraño y de lo próximo, de la soledad y de la
colectividad, de la atracción y de la repulsión.
Esta exposición a la relación/no-relación no es otra cosa que la exposición de las
singularidades unas con otras. (Digo: singularidades, pues quienes están en juego no son, como
una descripción fácil dejaría creerlo, individuos. Colectividades enteras, grupos, poderes, discursos
se exponen aquí, y tanto «en» cada individuo como entre ellos. La «singularidad» designaría
precisamente lo que, cada vez, forma un punto de exposición, traza una intersección de límites, en
la cual hay exposición.) Estar expuesto es estar en el límite, allí donde hay a la vez adentro y
afuera, y ni afuera, ni adentro. Ni siquiera es estar «frente a frente»; es anterior al escrutinio del
rostro, a su captación, a su captura de presa o de rehén. La exposición es anterior a toda
identificación, y la singularidad no es una identidad: es la exposición misma, su puntual
actualidad. (Pero la identidad, individual o colectiva, no es una suma de singularidades: es ella
misma una singularidad.) Es estar «en sí» conforme a un reparto de «sí» (división y distribución)
constitutivo de «sí», una ectopía generalizada de todos los lugares «propios» (intimidad, identidad,
individualidad, nombre), que no son tales sino por estar expuestos en sus límites, por sus límites y
como estos límites. Lo que no significa que no hay nada «propio», ni que lo propio sea
esencialmente afectado por una «escisión» o una «esquizo». Lo que significa más bien que lo
«propio» está sin esencia, pero expuesto.
Este modo de ser, de existir (¿hay algún otro? el ser no sería pues nunca «el ser», sino que
estaría siempre modalizado en la exposición), presupone que no hay ser común, sustancia, esencia
ni identidad común (no hay presuposición en la exposición —y es lo que en primer lugar quiere
decir «exposición»), sino que hay ser en común, estar en común. El en (el con de la «comunidad»)
no designa ningún modo de la relación, si la relación debe ser puesta entre dos términos ya
suministrados, entre dos existencias dadas. Designaría más bien un ser en cuanto relación, idéntico
a la existencia misma: a la llegada de la existencia a la existencia. Pero ni «ser» ni «relación»
bastan para nombrar aquello —incluso emplazados en esta relación de equivalencia, y porque no
hay aquí una equivalencia de términos, que formaría aún una relación exterior al «ser» y a la
«relación». Habrá más bien que decidirse a decir que el ser está en común, sin jamás ser común.
*
* *
Nada es más común que estar: es la evidencia de la existencia. Nada es menos común que el
ser: es la evidencia de la comunidad. Una y otra ponen en evidencia el pensamiento —pero no son
filosofías de la evidencia. Pues cada una reparte a la otra, y le retira su evidencia. El estar no es de
suyo su propia evidencia, no es igual a sí, ni a su sentido. Es eso la existencia, es eso la
comunidad, y es eso lo que las expone. Cada una es la puesta en juego de la otra. El en juego del
en común: lo que da juego, y luz, al pensamiento —y hasta al «juego» de estas palabras donde no
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se expone, en realidad, nada menos que nuestra comunicación (ella misma expuesta al «sin
común», al «sin medida común» de la lengua con la translucidez que se le supone a un
«comunicar» que sería aquel de un supuesto sentido común, y no aquel de «nosotros»).
El en juego del en común. Pensar eso, sin tregua, es la «filosofía». O bien, lo que de ella queda
en su final, si queda en común, es política, es arte. O lo que de ella queda es caminar por la calle,
es cruzar fronteras, es fiesta y duelo, es estar en la brecha, o en un compartimiento de tren, es saber
cómo el capital capitaliza lo común y disuelve el en, es preguntar siempre lo que «revolución»
quiere decir, lo que revolución quiere vivir, es resistencia, es existencia.
*
* *
El ser «es» el en (habría que decir: el ser está en el «en», adentro de lo que no posee adentro),
que divide y ensambla a la vez, que reparte, el límite donde eso se expone. El límite no es nada:
no es nada más que este abandono extremo en el cual toda propiedad, toda instancia singular de
propiedad, para ser lo que es, siendo lo que es, se encuentra ante todo entregada al exterior (pero al
exterior de ningún interior…). ¿Puede pensarse este abandono en el cual lo propio adviene —
siendo ante todo, vale decir aquí desde el principio, desde el borde, desde el límite de su
propiedad, recibido, percibido, sentido, tocado, manejado, deseado, rechazado, llamado,
nombrado, comunicado? A decir verdad, este abandono es anterior al nacimiento, o bien no es otra
cosa que el propio nacimiento, el infinito nacimiento hasta la muerte que lo termina al abandonar.
Y este abandono no abandona a otra cosa que al estar-en-común, vale decir no a la comunicación
ni a la comunidad, como si ellas fueran instancias de recepción, o de registramiento. Sino que el
abandono mismo «comunica», comunica la singularidad a sí misma por un infinito «afuera», y
como este «afuera» infinito. Hace advenir lo propio (persona, grupo, asamblea, sociedad, pueblo,
etc.) exponiéndolo. A este advenimiento Heidegger lo llama Ereignis, vale decir «propiación»,
pero también y primero «evento»: el evento no es lo que tiene lugar, sino la llegada de un lugar, de
un espacio-tiempo como tal, el trazado de su límite, su exposición.
¿Puede exponerse esta exposición? ¿Puede presentársela, o representársela? (¿y qué concepto
es el que conviene aquí? ¿se trata de representar, de significar, de poner en escena o en juego?
¿hacen falta discursos, gestos, poesía?). ¿Puede presentarse el sentido del en-común, único sentido
por el cual puede haber sentido en general?
Si se lo hace, si se asigna y si se muestra el estar (o la esencia) del en-común, y si por
consiguiente se presenta la comunidad a sí misma (en un pueblo, un Estado, un espíritu, un
destino, una obra), el sentido así (re)presentado deshace al punto toda exposición, y con ella el
sentido del sentido mismo. Pero si no se lo hace, si la exp osición misma queda inexpuesta, vale
decir en suma si se representa que no hay nada que presentar del en-común, a no ser la repetición
de una «condición humana» que ni siquiera accede a una «co-humanidad» (condición chata, ni
humana ni inhumana), el sentido del sentido se abisma de igual forma, todo vacila en la
yuxtaposición sin relaciones y sin singularidades. La identidad de lo uno o la identidad de lo
múltiple (de la no-identidad) son idénticos, y no tocan la exposición plural del en, no tocan nuestra
exposición.
Hágase lo que se haga, empero, o aunque no se haga nada, nada tiene lugar, nada tiene
verdaderamente lugar a no ser esta exposición. Y su necesidad es la apertura misma de lo que se
llamará libertad, igualdad, justicia, fraternidad —a falta de poder detenernos aquí en estas
palabras. Sin embargo, si nada tiene lugar a no ser esta exposición —esto es, si el ser en común
resiste invenciblemente a la comunión y a la desagregación—, esta exposición, esta resistencia no
son ni inmediatas ni inmanentes. No son un dato que baste con recoger para afirmarlo. Es
indudable que el estar-en-común insiste y resiste —de lo contrario ni siquiera estaría yo
escribiendo, ni ustedes leyendo. Pero esto no implica que baste con decirlo para exponerlo. La
necesidad del estar-en-común no es la de una ley física, y quien quiera exponerla debe también
exponerse (es lo que puede también llamarse «pensamiento», «escritura», y su reparto). Tal es al
contrario la complacencia que amenaza a todo discurso de la comunidad (al mío también, por
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consiguiente): creer (re)presentar, por su propia comunicación, una co-humanidad cuya verdad,
con todo, no es una esencia dada y (re)presentable.
Lo que es dado, significado, hoy, pertenece más bien al orden de la identidad incansablemente
dialectizada de la identidad y de la no-identidad (uno/múltiple, individual/colectivo,
conciencia/inconsciencia, voluntad/fuerzas materiales, ética/economía, etc.). Es tal vez esto lo que
figuramos bajo el nombre de «técnica»: la co-humanidad de una a-humanidad, una comunidad de
operaciones, no de existencias. La «técnica» sería tanto la forma acabada de una constitución
recíproca del ser y del sentido, como la forma hiperbólica de su disyunción infinita. Es lo que
volvería posible, desde hace tantos siglos, la alternancia recurrente e invariable de las
valorizaciones y de las desvalorizaciones de esta « técnica» misma. Mas aquello mismo sería —lo
que confusamamente es pensado bajo el nombre de «técnica», y no lo que ocurre en satélites o en
fibras ópticas— lo que nos disimularía, bajo lo «dado», lo que persiste en estar ofrecido como el
en. Uno no se apodera de lo que está ofrecido, no se lo apropia. O más bien: en la apropiación
misma que acepta y recibe la ofrenda, uno se queda expuesto al suspenso (a la libertad) de la
ofrenda, a lo que en ella no es apropiable.
*
* *
Habría entonces desde ahora una tarea indisociable, y aun acaso indiscerniblemente
«filosófica» y «comunitaria» (una tarea de pensamiento y de política, si estas palabras pueden
cuadrar sin otro examen), que sería la tarea de exponer el inexponible en. De exponerlo, vale decir
de no presentarlo o representarlo sin que esta (re)presentación sea ella misma, a su vez, el lugar o
lo que está en juego de una exp osición: no sin que el «pensamiento» se arriesgue en ella y se
abandone a la «comunidad», y la «comunidad» al «pensamiento». Esto puede evocar
inmediatamente la figura de una «comunidad pensante», de una abadía de Telemo o de un
cenáculo romántico concibiéndose como república (y como república de reyes…), o algo como un
«comunismo literario» (utilicé poco tiempo atrás esta expresión, su equívoco me hace renunciar a
ella: no se trata de una comunidad letrada…). Pero no se trata de ser «todos filósofos» (como le
ocurrió esperar a Marx), así como tampoco se trata de hacer «reinar» a la filosofía (como lo quería
Platón). O bien, se trata de lo uno y de lo otro a la vez, lo uno contra lo otro (es entonces un
pensamiento en el límite, donde no se sabe lo que «filosofía» designa), pero en la medida en que lo
que está en juego no serí a suministrar el sentido, ni siquiera plantear la pregunta por el sentido
como una cuestión de ser: ¿cuál es el sentido? ¿qué sentido posee el ser, si es el estar-en-común?
Lo que está en juego sería —algo no contrario pero definitivamente distinto— exponerse al
reparto del en, a este reparto del «sentido» que ante todo retira el ser al sentido y el sentido al ser
—o bien que no identifica el uno con el otro, y cada uno como tal, más que por el en del «común»,
por un con del sentido que lo desapropia propiamente.
No que yo «posea» el sentido, ni que posea sentido, sino que estoy en 98 el sentido, y estoy en él
por consiguiente en el modo exclusivo del estar-en-común. Un ego sum, ego existo que no sería
efectivo más que exponiendo como su propia evidencia el reparto, la partición de este estar
existente. (Pero la evidencia está puesta ya por el propio Descartes como evidencia común,
compartida por todos y por cada uno antes de todo acceso al estatuto de evidencia, y de
pensamiento de evidencia —o más bien: teniendo en este compartir mismo el hogar oscuro de su
evidencia.)
Estoy en: la existencia tiene lugar expuesta sobre este en, en este en. Inseparable, luego, de un
existimos. Y más que inseparable: teniendo su proveniencia en una enunciación en común donde
es el en (y ningún sujeto determinable según los conceptos de la filosofía) quien enuncia y quien
se enuncia —la presencia que viene a sí en cuanto límite y reparto de la presencia. Exponiente
inexponible que exponemos no obstante en común.
98
Traducimos así (estoy en) la locución francesa j’en suis, que significa formo parte de. (N. del T.)
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*
* *
Se estará en la tentación de decir: he aquí una descripción del statu quo, si no de cualquier
arreglo social y político, por lo menos de la democracia. (O bien, y de modo más hipócrita, es la
descripción de una suerte de noumeno democrático sustraído de todo fenómeno socio-político.)
Para nada. Lo que no es la democracia, o bien no expone nada (la tiranía, la dictadura), o bien
presenta una esencia del ser y del sentido comunes (la inmanencia totalitaria). Pero la democracia,
por su parte, expone sólo que tal esencia es inexponible. No cabe duda de que sea un mal menor.
Sin embargo, el en-común, el con se desarraiga en ella: de la inapropiable exposición (sin duda
enigmáticamente ofrecida entre las líneas del Contrato de Rousseau, y como a pesar de él), se pasa
—a través de la lógica de lo inexponible y contra ella a la vez— al espectáculo de la apropiación
general. (El «espectáculo»: esta palabra valdrá aquí para designar una exposición invertida,
apropiada, sin abandono —lo que los situacionistas, sin duda, intentaban enfocar bajo esta misma
palabra. En cuanto a la apropiación general, está claro que no puede serlo sino siendo
inmediatamente particular y privativa.) Apropiación del capital, del individuo, de la producción y
de la reproducción (de la «técnica») en cuanto «en-común», teniendo lugar por el tener-lugar del
en-común. La democracia, luego, falla, no porque no logre representar el en-común (como si fuera
una operación exterior), sino porque no logra exponerlo, vale decir exponerse en él, exp onernos en
él, exponernos a «nosotros mismos».
La historia —una historia que no es «historia», sino siempre nuestra actualidad— nos enseñó
qué riesgos están ligados a una crítica de la democracia (nada menos que la exterminación, la
expropiación pura y la explotación sin refreno). La tarea es, entonces, sin duda, la de desplazar la
idea propia de «crítica». Pero la historia nos enseña también cuál es el riesgo de lo que se llama
siempre «democracia»: decidirse a una apropiación violenta, chata, ni siquiera identificable (a no
ser, otra vez, como «técnica» —un poco en el sentido en que se dice «medidas técnicas»…), del en
del estar-en-común. Dejar la brecha del en. Por consiguiente, si no debe tratarse de una «crítica»
de la democracia en un sentido concertado (¡y sobre todo no «anti-democrático»!), no puede
tampoco ser cuestión de quedarse en una simple «evidencia» democrática. Debería tratarse de
llevar la «democracia» a su propio lugar de enunciación y de exposición: al en-común de este
«pueblo» cuyo nombre lleva sin quizás haber aún encontrado la vía, ni la voz, de su articulación.
«Filosofía» y «comunidad» poseen esto en común: un imperativo categórico, anterior a toda
moral (pero políticamente sin equívoco, pues lo político en este sentido precede a toda moral, en
lugar de sucederle y de acomodarla), de no renunciar al sentido en común.
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QUINTA PARTE
LA HISTORIA FINITA*
*
Este texto fue redactado originalmente en inglés, para una conferencia en el Program in Critical
Theory de la Universidad de California. La presente versión castellana se basa en la versión
francesa de Pierre-Philippe Jandin. (N. del T.)
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(Segundo paréntesis: observar que este relato de la historia, desde sus inicios o
casi, estuvo también extrañamente implicado en una manera dramática, trágica,
inclusive desesperada de considerar la misma corriente universal de eventos cuya
narración debía asumir, no es baladí. Hegel, el mismo Hegel, hablaba de la
historia como del «cuadro más terrible» que nos sumerge en «la aflicción más
99
Marx nunca aceptó la representación de la historia como sujeto. Siempre insistió sobre el hecho
de que la historia es «la actividad del hombre». En este sentido —además de otra serie numerosa
de discusiones que serían necesarias aquí a propósito de Marx—, sólo poseo el objetivo, en un
contexto histórico-filosófico completamente diferente, de re-elaborar esta tesis. (Aprovecho esta
primera nota para excusarme de mi inglés tan pobre, que no sólo vuelve pobre al lenguaje, sino
también duro al discurso… Pero expreso mi agradecimiento a quienes me han ayudado por lo
menos a posibilitar esta experiencia: Elisabeth Bloomfield, Bryan Holmes, David Carroll.)
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112
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101
La Sainte Famille, ed. Sociales, pág 116. (Traducimos del francés.)
102
Réponse à Mikhailovsk i, R.N.F., Pléiade II, pág. 1555.
113
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103
L’enthousiasme. París: Galilée, pág. 77.
104
L’écriture et la différence, pág. 425, La Dissémination, Seuil, pág. 209. Esta tesis ya se
encontraba presente en L’Origine de la Géométrie, pág. 105.
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esencia del tiempo, que es el presente mismo (los presentes pasado, futuro y
presente), el tiempo como sujeto.
Esa es la contradicción interna y última de la historia. No la contradicción
dialéctica en el seno de un proceso histórico, sino la contradicción más allá o acá
de la dialéctica (o en su corazón), entre la historia en movimiento y la historia
reabsorbida, entre la subjetividad como proceso hacia sí mismo y la subjetividad
como presencia a sí, entre la historia como devenir y evento y la historia como
sentido, orientación e Idea. (Esto es verdad inclusive desde el punto de vista de la
historia pensada como proceso indefinido o perpetuo: pues la subjetividad, en tal
caso, se presenta a sí misma como el proceder mismo; o, lo que es lo mismo, el
sujeto siempre ha estado de hecho presente a su propio devenir…). Tal es el
«double bind» de la historia —cosa fácil de sacar a la luz en el seno de toda teoría
filosófica de la historia.
En la medida en que la historia se ha reabsorbido ya en la Idea (e incluso en su
propia Idea), estamos, si puede decirse, fuera de la historia. Mas en la medida en
que esta reabsorción («reasunción») ha ocurrido de hecho como tal en nuestro
pasado reciente (o desde el comienzo de la filosofía), y en la medida en que ya
poseemos una relación «histórica» con ésta, acaso estamos expuestos a otro tipo
de «historia», a otra significación de esta noción, o quizás a otra… historia de la
historia. Es Marx otra vez quien escribía: «La Historia universal no existió
siempre; la historia como historia universal es sólo resultado» —y estas frases son
seguidas con algunas notas: «Existe un desarrollo necesario. Sin embargo,
justificación del azar (justificar también la l ibertad, entre otras cosas)»105 . Entre
estas dos posibilidades, estar fuera de la historia o entrar en otra historia (para la
cual tal vez el nombre de «historia» no se conservará), se halla la suspensión que
sería característica de nuestro tiempo.
105
Grundrisse, op. cit., pág. 30.
115
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106
Arte y Espacio.
116
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117
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118
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107
Ídem..
108
Heidegger, Etre et temps; cfr. Derrida, L’écriture et la différence, Seuil, pág. 169; Christopher
Fynsk, Heidegger — Thought and Historicity, Cornell University Press, 1986, pág. 47.
119
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109
Ser y Tiempo, op. cit., § 74.
110
Op. cit., § 84, y el comentario de Ricœur en Temps et Récit, volumen III.
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su esencia en ella misma, ni en otra parte (pues no hay otra parte…). Está, así,
«esencialmente» expuesta, infinitamente expuesta a su propia ocurrencia finita
como tal.
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La historia finita: debería quedar claro desde ahora que la finitud y la historia
son una misma cosa y que «la historia finita» es una tautología, si tan sólo
guardamos la «historia» lejos de su auto-reabsorción. La historia finita, o la
historia en cuanto historia, la historia en su historicidad (considerando como
sentado que «historia» es la palabra adecuada que debe seguir siendo utilizada…),
no es la presentación de alguna realización, ni de alguna esencia —ni aun de su
propio proceso o transcurso. Es la representación de la no-esencia de la existencia
(que es ella misma un evento histórico, la ocurrencia de la historia que se muestra
como época, así como este concepto y este discurso de la «existencia» son una
parte de la filosofía en cuanto se ponen en cuestión).
La historia finita es la presentación de la existencia tal cual es, existencia y
comunidad a la vez, nunca presente a sí misma. Cuando enunciamos algún «ellos»
histórico, como «los Griegos», o «los Padres Fundadores», o «los miembros de
los soviets rusos en 1917»; cuando enunciamos este «ellos» —eso es propiamente
escribir la historia— decimos en su lugar el «nosotros» que a la vez «les»
pertenece y no «les» pertenece, ya que es su comunidad historial e histórica la que
111
Filosofía de la historia, Introducción.
112
Le moment critique de (la philosophie de) l’Histoire, inédito.
122
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113
«Uber einige Unterschiede zwischen der Geschichte literarischer und der Geschichte
phänomenaler Ereignissen», Akten der 7° Internationalen Germanisten Kongress, Göttingen,
1985, Bd. XI.
114
Así como lo declara Lyotard, op. cit., pp. 45-46.
123
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124
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que se sucede a sí misma. Este nada es el hecho de que nada tiene lugar en la
ocurrencia, porque no hay lugar que tener: pero está el espaciamiento de un lugar
como tal, la nada espaciando el tiempo, abriendo en él la alteridad, la
heterogeneidad de alguna existencia.
125
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El tiempo abierto como mundo (y esto quiere decir que el tiempo histórico es
siempre un tiempo de cambio de mundo, vale decir, al menos en este sentido, una
revolución), el tiempo abierto y espaciado como el «nosotros» de un mundo, para
un mundo y de un mundo, es el tiempo de la historia. El tiempo de la
temporalización de nada —o, al mismo tiempo, el tiempo de un atestamiento, de
una plenitud. El tiempo histórico es siempre un tiempo pleno, un tiempo colmado
por su propio espaciamiento. Benjamin escribe: «La historia es objeto de una
construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío, sino aquel pletórico
de tiempo-ahora»115 . Sin e mbargo, ¿qué es «ahora» y qué significa estar pleno de
«ahora»? «Ahora» no significa el presente, o no representa el presente. «Ahora»
presenta el presente, o lo hace llegar. El presente, como lo sabemos a través de
toda la tradición, no es presentable. El presente del «ahora» que es el presente de
la ocurrencia, nunca está presente. Pero «ahora» como performativo (como la
articulación que puede ser nuestra, que performa el «nosotros» igualmente que el
«ahora») presenta esta falta de presencia, que es también la llegada de nosotros y
de la historia. Un tiempo pleno de «ahora» es un tiempo pleno de apertura y de
heterogeneidad. «Ahora» quiere decir «nuestro tiempo», y «nuestra época» quiere
decir: «nosotros, colmando de existencia el espacio del tiempo». No es una
realización; es la ocurrencia. La ocurrencia realiza… la ocurrencia. La historia
realiza… la historia. Es una destinación (no un destino) o, para hacer uso de otro
término, una exposición. La historia es la destinación o la exposición a la historia
—vale decir la exposición a la existencia como manera de ser sin realización, sin
presencia realizada. Y es para nosotros, hoy, la propia manera de estar. Como lo
escribe Birault: «El ser entero está destinado a la historia»116 . Lo que significa que
el ser entero no es nada más que esta destinación o exposición: la exposición
finita de la existencia a la existencia. De nuestra existencia que es la posibilidad y
la ocasión de decir «nosotros, ahora».
«Nosotros, ahora» no significa que estemos presentes en una situación histórica
dada. Ya no podemos comprendernos como una etapa determinada en el seno de
un proceso determinado (aunque no podamos representarnos a nosotros mismos,
salvo como el resultado de la época entera de la historia en cuanto proceso de
determinación…). Pero debemos participar en un espacio de tiempo como en una
comunidad. La comunidad es participar en la existencia; lo que no equivale a
compartir alguna sustancia común, sino que es estar juntos expuestos a nosotros
mismos en cuanto heterogeneidad: a la ocurrencia de nosotros mismos. Lo que
significa: debemos participar en la historia como en la finitud. Si finitud quiere
115
Tesis sobre la filosofía de la historia, XIV.
116
Heidegger et l’expérience de la pensée, París, 1979, pág. 545.
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Bachoffen: 75n
Badiou, A.: 15n
Bailly, J. C.: 70
Bakunin, M.A.: 25
Barthel, P.: 80n
Barthes, R.: 22
Bataille, G.: 14, 18-20, 23n, 31, 34-50, 53-70, 96-100, 113, 131
Benhöffer, D.: 80n
Benjamin, W.: 21, 60, 85n, 123, 149, 170, 173
Birault:
Bisson, L.: 88n
Blanchot, M.: 21, 55, 60, 70, 81n, 96, 100-105, 112
Bloom: 123
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Jolles: 75n
Mallarmé, S.: 25
Mann, T.: 77n
Marmande, F.: 34n
Marx, K.: 14, 20n, 21, 25, 61, 85n, 117-121, 131, 134n, 144, 150, 154, 162
Merleau-Ponty, M.: 82n
Morante, E.: 151
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Sade, D.A.F.: 56
Sartre, J. P.: 13, 17
Schelling, F. W. J.: 20, 75n, 82, 86, 88-94, 110
Schlegel, A: 86n, 86?, 88?
Schlegel, F.: 25, 75n, 83, 86n, 86?, 88?
Schönberg, A.: 84n
Schopenhauer, A.: 49, 94
Sichère, B.: 46n
Sócrates: 123
Solzhenitsin, A.: 14
Sorel: 77n
Spengler, O.: 165
Spinoza, B.: 89
Stalin: 21
Vaihinger: 93n
Vernant, J. P.: 80n
Vico, G.: 83
Villiers: 31
Zinoviev: 14
131