El Entendimiento y La Voluntad
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CONOCIMIENTO DE LA VERDAD
ÍNDICE
1
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2
odiosa. En efecto, una verdad particular puede resultar aborrecible cuando
aceptarla impide a la persona gozar de algo que desea. «Es el caso de los
que querrían no conocer la verdad de la fe para pecar libremente, a
quienes el libro de Job hace decir: “No queremos la ciencia de tus
caminos”»1. Cuando esto sucede, es fácil que la voluntad incline al
entendimiento a pensar en otra cosa, o a ver los aspectos negativos de la
verdad que considera.
El resultado es que la persona no «ve» la verdad porque no quiere
verla. La verdad queda aprisionada por la injusticia2. Para entender, para
«reconocer» una verdad como bien, hay que querer: «Entiendo —afirma
Santo Tomás— porque quiero, y del mismo modo uso de todas las
potencias y hábitos porque quiero»3.
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3
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4
contradecir la existencia de Dios: el sufrimiento de los inocentes, las
catástrofes naturales, la existencia de personas creyentes cuya vida no es
coherente con su fe, etc.
Señalemos por último que las malas disposiciones morales no sólo
oscurecen la capacidad de conocer la verdad, sino que pueden llevar
también al rechazo de las personas que se esfuerzan por vivirla. No es fácil
considerarlas únicamente como «personas que piensan de otra manera»,
pues su conducta resulta a veces un motivo de intranquilidad para la propia
conciencia. De ahí que si un hombre no está dispuesto a escuchar la voz de
la verdad y a vivir de acuerdo con ella (es decir, a plantear la lucha moral
dentro de sí mismo), tiende a revolverse contra los demás (planteando
equivocadamente la lucha fuera de sí).
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a) reconocer su dependencia creatural de Dios, y para aceptar, en
consecuencia, que la verdad sobre su ser y su obrar —la ciencia del bien y
del mal— depende también de Dios. Al hombre corresponde buscarla,
acogerla con agradecimiento, como un don divino no manipulable, serle
fiel y adaptar a ella la propia existencia;
b) admitir con sencillez que, en la búsqueda de la verdad, no es
autosuficiente, sino que necesita la ayuda de los demás. Esa ayuda
consiste, en primer lugar, en la luz de Dios, que el humilde pide con fe; y,
en segundo lugar, en los conocimientos que otras personas pueden
comunicarle. La humildad proporciona la apertura a la verdad y la facilidad
para aceptarla y rectificar, pues la persona humilde no se deja guiar por el
deseo de independencia, sino por el amor a la verdad11;
c) respetar la realidad y subordinar a ella el entendimiento. La actitud
soberbia, en cambio, tiende a rechazar todo aquello que sea
independiente de la propia voluntad. Y lo más independiente es la
realidad, que exige someter el entendimiento al ser e implícitamente a
Dios. Por eso, el soberbio prefiere una irrealidad que sea su propia
creación y la fuente de su propia verdad. Pero lo que no puede evitar es
que la realidad esté ahí, frente a él, denunciando su error. Y esto hace que
sienta cada vez más fastidio por la excelencia de la verdad12;
d) reconocer en la ley moral (la verdad sobre el bien) una ayuda
inestimable para alcanzar la perfección y la felicidad, un don que permite
ser libre. La persona soberbia, en cambio, ve en la ley moral una
imposición contraria a su dignidad, una coacción de su libertad, y en lugar
de obedecer, decide crear él mismo su propia ley.
Por todo ello, la verdadera sabiduría, que consiste en ver las cosas
como son, tal como Dios las ve, en la medida de las posibilidades
humanas elevadas por la gracia, sólo es accesible al humilde. El soberbio,
el que se cree sabio, no puede alcanzar la verdad porque ha decidido
cerrarse en sí mismo, y ve la realidad no como es sino como quiere que
sea.
«La verdad sólo se muestra al corazón vigilante y humilde. Si es verdad
que los grandes resultados de la ciencia se abren únicamente al trabajo
intenso, vigilante y paciente, siempre preparado a una corrección y a un
aprendizaje, entonces se comprenderá que las verdades más dignas exijan
una gran constancia y humildad en la escucha (...) La dignidad de la verdad
y, por tanto, el acceso a la verdadera grandeza del hombre, se abre
únicamente a la percepción humilde, que no se descorazona ante negativa
alguna, ni se desvía por los aplausos o por las contradicciones, ni quiera por
los deseos y los asuntos del propio corazón»13.
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7
En la misma dirección opera la virtud del desprendimiento de los
bienes materiales, que es también parte de la templanza. La persona
apegada y, por tanto, excesivamente preocupada por ellos, es esclava de
esos bienes y, en lugar de buscar las verdades relevantes, tiende a fijar su
atención sólo en aquellas cuyo conocimiento puede resultar útil para
conservarlos y acrecentarlos23. Se entiende así que el afán de tener y
consumir, tan fomentado a través de la publicidad, contribuya también a la
disminución del interés por la verdad.
«El hombre animal no percibe las cosas del espíritu»24. En el apartado
anterior, se ha visto que la soberbia ciega porque la persona busca su
propia excelencia por encima de todo, incluso por encima de la verdad, a
la que no quiere reconocer ni subordinarse. Los vicios de la sensualidad,
en cambio, ciegan de un modo diferente, no porque el hombre quiera
elevarse, sino porque se sumerge en los placeres.
Sobre la incapacidad para percibir las cosas del espíritu, Santo Tomás
distingue entre el embotamiento del sentido intelectual y la ceguera del
espíritu25. Tiene embotado el sentido intelectual aquel que no llega a
conocer la verdad sobre los bienes espirituales más que por medio de
múltiples explicaciones, y aun entonces no ve perfectamente todo lo que
se refiere a su naturaleza. Es ciego de espíritu, en cambio, el que está
totalmente privado del conocimiento de esos bienes.
Santo Tomás, siguiendo a S. Gregorio, afirma que el embotamiento
del sentido intelectual tiene su origen en la gula, y la ceguera de la mente,
en la lujuria26. La razón es que los placeres de la gula y de la lujuria llenan
el alma de sensaciones embriagantes, de imaginaciones, recuerdos y
deseos, y en medio de todo ello, el entendimiento no es libre para poder
elevarse a la consideración de las cosas del espíritu27. En esta situación,
además, la persona no aspira a elevarse, pues tiene su corazón donde
considera que está su tesoro. Por el contrario, ante la necesidad de
atender a los asuntos del espíritu, la persona esclavizada por la
sensualidad siente molestia, malestar y tristeza. «El bien espiritual les
parece a algunos malo, en cuanto es contrario al deleite carnal, en cuya
concupiscencia están asentados» 28.
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2.3.Valentía y fortaleza
No se trata aquí de la fortaleza requerida para afrontar el esfuerzo
que implica el estudio de la verdad, sino de la fortaleza necesaria para
escuchar, aceptar y acoger el bien de la verdad cuando producen temor
sus exigencias29.
La verdad moral y religiosa es un bien ante el cual el hombre puede
sentir temor, porque exige una respuesta positiva, y no sólo teórica, sino
8
práctica, es decir, exige ser aceptada no sólo por el entendimiento, sino
también por la voluntad. Esto significa que el hombre que acepta la
verdad tiene ante sí la tarea de superar las dificultades que encuentre
para convertirla en vida. En este sentido, aceptar la verdad supone
decidirse a luchar contra la soberbia, la ambición, el egoísmo y las demás
pasiones desordenadas. Por eso, «el respeto a la verdad no es cosa de
cobardes y débiles, sino que exige corazones fuertes y puros que sepan
rechazar y vencer todos los obstáculos nacidos de las bajas pasiones (...)
La docilidad a la verdad exige el valor para la verdad»30.
La verdad no sólo ilumina sino que también denuncia, al descubrir las
obras malas. Si el hombre acoge la verdad y permite que ilumine su
conciencia, enseguida quedan al descubierto sus defectos y errores. La
actitud que exige entonces la verdad es la conversión de la conducta, que se
presenta a la persona como algo arduo y doloroso. Para afrontar esa
situación se necesita la virtud de la fortaleza.
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A pesar de todas las justificaciones que puedan buscarse para la
conducta, permanece siempre en el hombre un sentimiento de
inseguridad, una inquietud en lo más íntimo del corazón, que no se calma
hasta que no encuentra el único fundamento sobre el cual se puede
construir con certeza la propia vida: la verdad. Esa luz que nunca se
apaga es el sentido moral, la sindéresis o hábito de los primeros principios
prácticos, y constituye un verdadero faro de esperanza que Dios ha puesto
en nuestra razón.
El sentimiento de inseguridad y la inquietud del corazón pueden
también desoírse y ahogarse, y para conseguirlo puede el hombre buscar
múltiples formas de aturdimiento o alienación, que lo convierten en un ser
ajeno a sí mismo. En muchas ocasiones, es esta la causa de que el
hombre vuelque toda su atención en actividades exteriores, desde los
espectáculos hasta el mismo trabajo profesional, evitando como fastidioso
y molesto todo aquello que le invite a entrar en su interior, donde reside la
verdad, para enfrentarse con ella.
Pero oponerse sistemáticamente a la verdad, cerrar los ojos a la luz,
lleva a la autodestrucción. Del mismo modo que el hombre ha sido creado
a imagen y semejanza de Dios, que es Amor, y no se realiza como
persona si no se convierte en don para los demás, tampoco se puede
realizar como persona si no vive en la verdad, pues ha sido creado a
imagen de Cristo, que es la Verdad.
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10
En cambio, «el hombre fiel mantiene todo lo que se le ha presentado
como verdad y como valor auténtico. El presente, con toda su vitalidad,
no tiene fuerza sobre su vida, en comparación con el peso propio de las
verdades anteriormente conocidas y de los valores ya comprobados» 35. No
mide el valor de las ideas por su actualidad o antigüedad, sino por su
verdad.
Esta actitud básica de fidelidad a la verdad conocida es una condición
imprescindible del crecimiento moral y espiritual: si el hombre no
mantiene las verdades comprobadas y las hace vida propia es imposible
que se perfeccione como persona.
Es además el presupuesto de la fidelidad en sentido estricto, ya que
no se puede mantener una promesa, un compromiso con Dios o con otras
personas, si se vive exclusivamente del momento presente y este no
forma una unidad con el pasado y el futuro. Por eso, la educación de esta
virtud es especialmente urgente en el momento actual, cuando se
confunde la independencia con la libertad.
La fidelidad es también la base necesaria de la confianza: «Sólo el
hombre fiel hace posible la confianza —fundamento de toda comunidad—
y posee el elevado valor moral de la firmeza, de la lealtad, del ser digno
de confianza»36.
La importancia de la fidelidad se manifiesta de modo especial cuando
se le pide al hombre que sea fiel a la verdad moral y religiosa a pesar de
las consecuencias útiles y efectos positivos que podría obtener si la
traicionase. El hombre fiel no traiciona la verdad, no la «adapta» a sus
intereses, sino que conforma a ella su vida.
La fidelidad a la verdad conocida se encuentra con obstáculos de
diverso género: los intereses económicos, el deseo de éxito profesional y
de poder, el temor a las consecuencias de pensar y actuar contra la
mentalidad dominante, etc. En este sentido, la virtud de la fidelidad
necesita ser apoyada por la fortaleza: en algunos casos excepcionales,
para afrontar el martirio como testimonio culminante de la verdad; pero la
mayor parte de las veces, para vivir coherentemente en las circunstancias
normales de la vida, incluso a costa de sufrimientos y grandes sacrificios37.
Entre estos obstáculos merece ser destacado uno por la tiranía que
puede ejercer sobre el hombre actual: el miedo a la opinión. «El hombre
tiene más miedo de la cercana apariencia del humano poder de la opinión
que de la lejana e inerme luz de la verdad. Y se doblega al poder de la
opinión, convirtiéndose en su aliado, en uno de sus portadores. Se hace
esclavo de la apariencia. Si en algún momento ha empezado a confiar en
ella, después no tendrá más remedio que seguirla paso a paso. Ya no puede
romper la red de la deformación común. En sus acciones ya no se orienta
según la realidad, sino según las presumibles reacciones de los otros» 38. El
hombre y toda una sociedad pueden caer así bajo la dictadura de lo falso. La
fidelidad a la verdad, la fidelidad a Cristo, que ha de pasar por la Cruz, es la
que libera al hombre de la esclavitud de la apariencia.
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BIBLIOGRRAFÍA
D. von HILDEBRAND, Fidelidad, en Santidad y virtud en el mundo, Rialp,
Madrid 1972, 129-144.
A. MILLÁN-PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 136-
172.
Sto. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, qq. 15, 45 y 46.
NOTAS
12
1
S.Th., II–II, q. 25, a. 5, ad 2.
2
Cfr. Rm 1,18.
3
Sto. TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae: De malo, q. 4, a. 1. Cfr.
también Summa contra gentes, l. I, cap. 72.
4
Cfr. S.Th., II–II, q. 45, a. 2.
5
A. LANG, Teología fundamental, I, Madrid 1966, 158.
6
Cfr. Jn 1,9.
7
Jn 3,19–21.
8
Cfr. S. GREGORIO DE NISA, De vita Moysis, II, 65.
9
Cfr. S.Th., II–II, q. 163, a. 2.
10
Cfr. A. MILLÁN-PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 139–140.
11
Sto. TOMÁS DE AQUINO, In Epistulam Pauli ad Timotheum, I, cap. 6, lect. 1.
12
Cfr. S.Th., II–II, q. 162, a. 3, ad 1.
13
J. RATZINGER, Mirar a Cristo, Edicep, Valencia 1990, 24-25.
14
S. AGUSTÍN, Contra Faustum Manich., 32 c. 18; cfr. Trat. Evang. S. Juan, 26.
15
Sal 118,100.
16
Si 1,33.
17
Jn 7,16–17.
18
Mt 5,8.
19
Cfr. J. PIEPER, Antología, Barcelona 1984, 160.
20
CEC, n. 2519.
21
S.Th., II–II, q. 15, a. 3c.
22
Sto. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, l. II, caps. 80 y 81.
23
Cfr. A. MILLÁN-PUELLES, El interés por la verdad, cit., 149.
24
1 Co 2,14.
25
Cfr. S.Th., II–II, q. 15, a. 2c.
26
Cfr. S.Th., II–II, q. 15, a. 3.
27
Ibidem. Véase también S.Th., II–II, q. 46.
28
Sto. TOMÁS DE AQUINO, De caritate, 12.
29
Cfr. FR, n. 28.
30
A. LANG, Teología fundamental, I, cit., 152–153.
31
Cfr. A. MILLÁN–PUELLES, El interés por la verdad, cit., 145.
32
Desde este punto de vista, será estudiada en el Capítulo XXI.
33
Véase sobre este tema el interesante estudio de D. von HILDEBRAND, Fidelidad,
incluido en su obra Santidad y virtud en el mundo, Rialp, Madrid 1972, 129-144.
34
Sto. TOMÁS DE AQUINO, In I Epistulam Pauli ad Timotheum, cap. VI, lect. 1.
35
D. von HILDEBRAND, Fidelidad, en Santidad y virtud en el mundo, cit., 136.
36
Ibidem, 141.
37
Cfr. VS, n. 93.
38
J. RATZINGER, Mirar a Cristo, cit., 91.