Decir, Autorrepresentación, Sujetos - Sergio Caletti

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Decir, autorrepresentacin, sujetos

Tres notas para un debate sobre poltica y comunicacin* Sergio Caletti**


Universidad Autnoma de Mxico, Unidad Xochimilco. Mxico Revista Versin: estudios de comunicacin, poltica y cultura ISSN: 0188-8242 N 17 Junio 2006 PP. 19-78. Link: http://148.206.107.15/biblioteca_digital/estadistica.php?id_host=6&tipo=ARTICULO&id=2175&archivo=7-1432175eyx.pdf&titulo=Decir,%20autorrepresentaci%C3%B3n,%20sujetos:%20Tres%20notas%20para%20un%20debate %20sobre%20pol%C3%ADtica%20y%20comunicaci%C3%B3n [17-01-2013]. * Resultados parciales del Proyecto Democracia, comunicacin y sujetos de la poltica en Amrica Latina contempornea, financiado conjuntamente por la UAM-Xochimilco y el Conacyt, clave del proyecto 42715. Este texto constituye un avance de la versin completa, corregida y luego anotada y ampliada, de la ponencia cuyo resumen fue ledo en el Primer Congreso de Comunicacin y Poltica, UAM-Xochimilco, Mxico, DF, en diciembre de 2003. Se ha buscado conservar aqu el tono y estilo de aquella presentacin. ** Profesor-investigador de la Universidad Nacional de Entre Ros y la Universidad de Buenos Aires, Argentina [[email protected]]. Resumen Este artculo se divide en tres partes. La primera: el decir no el farfullar divide las aguas que contraponen la poltica a la policy, a la administracin y a la demoscopa, o, ms claramente, al instituto del sondeo de opinin. La segunda: el decir, en la esfera pblica, requiere haberse constituido como sujeto de la intervencin poltica, concebirse a s mismo. Es la autorrepresentacin por excelencia, base de la representacin que ser poltica. La tercera: los sujetos de la intervencin poltica parecen construirse en una relacin tendida a lo futuro, a lo que an no es pero pugna por ser, y sobre la base de una regla de concernimiento entre lo singular y lo universal, entre el Estado y los actores particulares. El horizonte se torna sombro cuando, como ahora, estos elementos parecen ausentarse. Abstract To say, self representation, subjects. Three notes for a debate on politics and communication. This article is divided in three parts. The first one: to say not to babble divides the slopes that oppose politics waters and policy, administration and demoscopy, or, more clearly, the institute of opinion polls. The second one: to say in the public sphere one needs to have been constituted as a subject for political intervention, to be self conceived. It is the self representation par excellence, the basis of the representation that will be political. The third one: the subjects of political intervention seem to be constructed in a relation which is extended into the future, to what is not yet but struggles to become, and on the basis of a rule of concerning between singularity and universality, between the state and the individual actors. The horizon becomes dark when, like now, these elements seem to disappear.

Decir

LA

POLTICA SE DESPLIEGA EN EL ORDEN DEL DECIR .

No importa aqu cunto de ese decir se

cumpla profiriendo palabras, cunto blandiendo el puo, cunto callando, cunto haciendo. Con todas las diferencias que son obvias, en esta simple afirmacin podran haber coincidido (y no son nombres al azar) desde Cicern hasta Maquiavelo, desde San Pablo hasta Marat, desde Inocencio
III

hasta Trotsky. Digamos pues que esta

afirmacin pone de relieve un aspecto del todo clsico de la poltica y de su historia. Decir es por excelencia el acto humano de la vida en comn enfrentndose a su horizonte, significndolo. No es hablar. Transitivo hasta el tutano, decir es a la vez la posibilidad a la que se abre la primera y decisiva reflexividad, la del propio reconocimiento, de la que todas las dems se derivan. Construye al enunciador como sujeto, y al sujeto como instancia de lo poitico. La relevancia poltica del decir est, as, atada a la posibilidad de enunciar lo nuevo, lo por venir, as como a la posibilidad de reinterpretar lo pasado para definir lo presente, y ambas cosas en un contexto de reconocimientos sociales. Pero hoy este concepto, resquebrajado y amarillento, est bajo sospecha. En las pginas que siguen se ensaya un grupo de reflexiones acerca de la poltica que parten del decir, sus lugares, sus modos, sus zozobras, para apuntar, en teora, a la escena contempornea y a algunos de los desafos que ella plantea a las aspiraciones democrticas. No son reflexiones acabadas. Echarlas al ruedo anhelando un debate es suponer que ser tambin en este caso, como en el de la poltica por medio del decir colectivo y de sus confrontaciones como pueda tal vez aadirse alguna luz sobre el presente comn. Me interesa delinear, en este primer momento, algunos apuntes sobre ese resquebrajamiento. Para ello, convendr ocuparnos un instante de los trnsitos slo algunos de ellos entre aquella nocin clsica y el presente, trnsitos que ocuparon buena parte del siglo
XX.

Se vinculan al orden del escuchar y, tambin, a las versiones

bastardas que de l circulan. No es fcil aludir, desde el ngulo que pretendemos, a un trmino el escuchar sobre el cual tanto se ha escrito en dcadas recientes y sobre el que pesan tantos prestigios, entre otras cosas, precisamente polticos. La poderosa irradiacin que la antropologa y el psicoanlisis han tenido en la cultura y en la vida cotidiana a lo largo del siglo que acaba de concluir, tuvo mucho que ver en la instalacin del escuchar en este lugar de privilegio. Tambin, y por contraposicin, la relevancia cobrada por el escuchar fue probablemente hija de una inflexin de la historia en la que por vez primera los hombres estuvimos prximos a liquidar para siempre cualquier decir, todo decir. Escuchar apareci entonces como la otra cara y a la vez la condicin de un decir

inclusivo. Escuchar, por cierto, no es un invento del siglo

XX.

Pero fue de l la

inteligencia de discriminar su existir en contraste con todos los registros y operaciones de parloteo con que esta civilizacin busca arrinconar los decires en figuras del soliloquio y el sinsentido. Escuchar no es lo que se hace por medio del tmpano con cualesquiera signos de la naturaleza o de la vida social sino, de modo exclusivo, con aquellos que en sus resonancias nos llaman a ser parte de la interlocucin posible, abierta. Escuchar tambin construye un sujeto. Entre los sujetos del decir y los sujetos del escuchar, se juega el mundo. Sobre todo en la segunda mitad de ese siglo
XX,

esta

nueva forma del decir escuchando dio sus cartas a favor de lo que hoy llamamos el reconocimiento del otro y de la diferencia. En la esfera poltica, tuvo consecuencias en variadas consideraciones respecto de eso que suele denominarse democracia: la tolerancia, un relativamente ms acendrado respeto a las minoras, una cierta inclusin de los problemas propios del multiculturalismo en los conflictos de la vida en comn. Pero junto al escuchar y al decir escuchando, tambin el siglo
XX

trajo consigo y con

fuerza creciente cierta falacia del escuchar que busca inscribirse en su mismo orden y en un lugar central. En rigor, aunque se use, la belleza de este verbo no le cabe al fenmeno al que ahora aludimos. La expansin de sus operaciones tiene probablemente bastante que ver con la llegada plena propia del capitalismo maduro de la razn instrumental y del clculo al mundo de las relaciones sociales e interpersonales, donde la informacin acerca del otro puede resultar decisiva, pero ni para el reconocimiento ni para el encuentro en el acuerdo o en el disenso, sino para el logro de los propios fines. Para este falso escuchar habra que inventar otros trminos, como hurgar, auscultar, y ninguno es del todo adecuado. En el espacio de la poltica contempornea, con creciente frecuencia se lo nombra sondear. El instituto del sondeo, en sus aspectos especficos, requiere de nuestra atencin, por supuesto. Desde que J.F. Kennedy y Louis Harris lo utilizaron en contra de R. Nixon, en 1959, esto es, en menos de cincuenta aos, se desarroll hasta convertirse en uno de los principales resortes de la escena poltica, el que permite hablar con facilidad de la gente y de lo que ella quiere, prefiere, rechaza. Es cierto que haba comenzado a instalarse algunas dcadas antes, pero fue a partir de entonces que se torn, de manera sistemtica, en una herramienta con el aspecto de lo imprescindible. Las empresas respecto de sus productos, los polticos respecto de sus votos, los gobiernos respecto de sus medidas, las cadenas de televisin respecto de sus programas, todos acuden al llamado sondeo para, segn nos cuentan, escuchar la voz de la gente.Qu ms democrtico que eso! He aqu la falacia. Al sentido comn se le hace razonable

entender el sondeo como un gigantesco y multifactico artefacto dedicado a registrar voces en el silencio. Hasta parecera merecedor de agradecimientos semejante artefacto, por su tan noble tarea de informarnos en ocasiones acerca de lo que algunos (que, por lo dems, nos representan estadsticamente a todos) han hablado, aunque nada hayan efectivamente dicho ni querido decir. Lo que queda opacado en esta naturalizacin es, en rigor, algo que no merece ningn agradecimiento: ese cambio sustantivo realizado sin mucho aviso en las formas de la comunicacin y en particular, en las formas de la comunicacin en el campo de la poltica va de la interlocucin a lo que la suprime. De esta mudanza, lo radical y repentino se advierten con mayor claridad en el instituto del sondeo, pero bien puede pensarse que dicho instituto no es al respecto sino un emergente emblemtico; nada menos, pero tampoco nada ms. La facilidad con que los sondeos de opinin parecen haberse ya incrustado en la lgica natural de las cosas tiene que ver, a mi juicio, con la habitualidad que ha cobrado en nuestras propias relaciones cotidianas el abandono del intercambio y su reemplazo nada inocente por la averiguacin bajo clculo. La idea que trato de compartir es que cuando el decir y el decir escuchando, propios de la iniciativa y la confrontacin que resultan constitutivos del vivir comn, se reemplazan por el parloteo o bien por el hurgar en los registros racionales y afectivos del prjimo con arreglo a fines, la comunicacin que era de por s difcil se extingue, y la poltica se ve seriamente amenazada. Vale insistir. No suponemos que la del sondeo sea la nica operacin contempornea que se coloque en ese lugar del decir que reivindicamos como constitutivo de la poltica. Tambin, claro est, existen la oratoria de los dirigentes, los mtines de la protesta y la desesperacin, las entrevistas periodsticas, los graffiti callejeros, las retricas parlamentarias, las violencias del exterminio y la venganza, etc. En todas ellas, la calidad del decir puede estar (y convendra que estuviese) bajo examen. En todas ellas este siglo
XXI

se insina

sombro. Pero nos centramos en el sondeo porque algo especial ocurre en torno de l, algo que no debera pasarnos inadvertido. Por ejemplo: se ha convertido en el principal recurso de contacto entre dirigentes y ciudadana (incluso por encima del voto, que va convirtindose en su prolongacin o en su simple sancin ritual); se expande, junto con la publicidad poltica (su perfecto complemento) a un ritmo ms intenso que cualquier otra herramienta para la accin y en detrimento de todas las dems: cualquier sondeo puede reorganizar los trminos de un debate en ciernes o concluir con uno que est en desarrollo; puede llevar al dictado de una medida o a suspenderla. Por fin, hay que sealar que condensa como ninguno, y a una misma vez, las lgicas del parloteo y del clculo que paulatinamente perforan muchas de las

otras modalidades aludidas que hacen a la poltica. Vase sino el parloteo, desde la ciudadana: s, no, ms o menos. Vase el clculo, desde las dirigencias: esto son los temas que le interesan a la gente. Claro que tambin la palabra poltica ha venido sufriendo, junto con estos fenmenos, una seria transmutacin. La definicin que parece hoy dominante se acomoda con fortuna, sin embargo, a las exigencias y presupuestos implcitos de este hurgar tcnico con arreglo a fines. Para evitar largas consideraciones, lo ms prctico es poner sobre la mesa los trminos que numerosos cientficos polticos han adoptado en asociacin estrecha con ella. Las diferencias con las nociones clsicas de lo que es la poltica se ponen as a la vista sin que se requieran demasiadas explicaciones. A veces nos hablan de ingeniera poltica. En otro plano de cuestiones (en aquel que se vincula por excelencia a la intervencin privilegiada de unos en los asuntos del inters de todos), los nuevos sabios hablan de gestin; todos, de administracin. No son trminos alternativos. En rigor, buena parte de lo que ocurre en el mundo contemporneo podra entenderse como la ocupacin del espacio que sola ser propio de la poltica por parte de estrategias de gestin que se apoyan en, o se ven facilitadas por, ciertas ingenieras institucionales. De todo ello se encargan ahora unos expertos que expropiaron a su favor denominaciones antiguas que aludan a otras cosas, a saber, polticos, dirigentes, ministros. (Hay pases donde todava se conservan denominaciones que invitan an ms al espejismo: por ejemplo, mandatarios). La gestin, se sabe, es administrativa por definicin. Y la administracin de la cosa comn (pblica?) es la palabra que mejor se adapta en nuestra lengua castellana contempornea a lo que debi permanecer en el lenguaje como polica, derivado del tardolatino politia (relativo al manejo hbil y sagaz de los asuntos), algo distinto de poltica. El ingls, entre otras lenguas, conserva esta diferencia latina: politics es una cosa, policies es otra. Las hoy socorridas polticas pblicas son una mala traduccin de public policies, pero es dable pensar que el error de traduccin se ubica a distancia de cualquier inocencia. No se trata de querer ignorar ni cancelar la administracin de las cosas. Sera impensable, adems de imposible, en sociedades tan complejas como las nuestras. El problema se suscita cuando los criterios y principios de la administracin no se cumplen al servicio de una produccin poltica que nace de las relaciones, conflictos y acuerdos entre la ciudadana en general y los institutos especializados del gobierno que los regula, sino que, por el contrario, es la administracin quien dicta las reglas en las que habrn de desenvolverse y si es posible, liquidarse habitualmente estas relaciones, conflictos, acuerdos. El problema se suscita cuando hasta los ms honestos

dirigentes polticos deben preciarse de ser buenos administradores para sostener la propia lgica de sus intervenciones, y cuando eso parece ser lo mejor que la ciudadana espera de ellos. Dicho de otro modo: un problema tpico de nuestros das es que no pudiendo ya haber poltica sin administracin compleja, como en la Ginebra anhelada por Rousseau, s hay en cambio y cada vez ms como en la Tecnpolis temida por Neil Postman (1992) administracin sin poltica. Por definicin, la administracin se realiza sobre, y con, lo puesto ah,1 racionalizndolo. Para la administracin de las cosas ni importa ni existe ms que aquello de lo que ya se dispone. Lo que coloca bajo su mirada, lo mira como ya dado y para disponer de ello. El hurgar en los dems con vistas a obtener la informacin que se supone necesaria para la toma de decisiones (as hablan los tecncratas) es una herramienta de polica. Permite, segn se repite una y otra vez, administrar mejor, gestionar con eficiencia. Hasta facilita, se afirmar, establecer planes de gestin de tres, cuatro o cinco aos. Y all es donde parece alcanzarse el punto del goce tecnocrtico: qu mejor que la planeacin racional de lo que afecta la vida de todos por cuenta de unos que de veras s saben hacerlo! Gobierno de sabios, finalmente. As nos va. Aristocracia, pues, pero aristocracia chatarra, sin ninguno de los refinamientos que alguna vez le fueron propios. No es tan slo un juego de imgenes lo que vincula al hurgar tecnificado por encuesta para insumo de los gestores y tcnicos con el hurgar en el interrogatorio que amedrenta o mata para insumo de los organismos llamados de seguridad. Uno y otro hurgar configuran, en sentido estricto, diferentes gneros de lo policial. Paradoja de remate: los protagonistas de uno de estos gneros el de la interrogacin encuestogrfica comienzan a convertirse, en algunos de nuestros pases, en los analistas polticos por excelencia. Ellos tienden a ostentar sus dotes ante las pantallas de TV. Pero no es de sorprenderse. Hasta no hace mucho, los encargados de los servicios llamados de seguridad y/o inteligencia solan ser los analistas/asesores de confianza de los jefes de gobierno, bajo la confidencialidad de los despachos oficiales. Es interesante este detalle sobre los papeles cumplidos. Todo indica que, en definitiva, alguien tiene que contarle a los que gobiernan qu es lo que pasa all abajo. En la versin antigua, los servicios llamados de inteligencia deban averiguar los secretos escondidos entre las voces que tronaban. En la modalidad que va ganando espacio, en cambio, el hurgar se realiza en la superficie de los silencios. Y como los encuestados,

Utilizo este giro en la idea de aludir al modo del establecer como existencia [Gestell] para operar con ello que, en el sentido de Heidegger (1994 o 1997), es propio de la relacin tcnica con el mundo.

hablando propiamente, nada dicen, quienes han mandado tocar las puertas del submundo para averiguar qu pasa all, deben luego descifrar cual orculos, las anotaciones que durante la travesa hicieron sus agentes. Ocurre que el hurgar, que nada tiene que ver con escuchar, cancela el decir. Las palabras que se profieran como consecuencia de este hurgar no podrn, en ltimo trmino, suponer jams la oportunidad de inaugurar mundos, de imaginar horizontes, de improvisar con resultados impredecibles, de dar va al deseo, de persuadir y ser persuadido, de disentir, rebatir y negar como resultado de la confrontacin, ni tampoco de cambiar los trminos en que se desarrollan esas mismas relaciones en cuyo plexo las palabras vienen proferidas. Nada pasa en verdad en el ir y venir de palabras entre quien pregunta si acaso A o si en cambio B y quien responde al interrogatorio. Lo nico que ocurre es que uno de ambos se lleva consigo una informacin til acerca del otro. No es menor sealar, por lo dems, que toda la operatoria respectiva es como una intrusin del mundo de lo privado en la esfera poltica. Los sondeos se encargan, se disean, se realizan y procesan, bajo la lgica de las decisiones propias de los arreglos entre particulares, entre quien vende y quien compra un servicio. Como culminacin de este absurdo, es quien lo compra quien decide si difundir, atesorar o echar a la basura los resultados de la inquisitoria a cientos de personas. Las palabras que se profieran en el ejercicio del hurgar estn calculadas para obtener un dato. En el proceder hacia su obtencin, tambin producen efectos. No cualesquiera efectos. Con aparente independencia de los fines para los cuales es buscado y provocado, el efecto que producen es uno que seca la fertilidad de los intercambios, que vuelve predecibles los resultados, uno en el que se confirman los mundos ya consagrados, se reiteran los horizontes. Es que aquellos fines para cuyo arreglo se hurga y, luego, se parlotea acerca de lo hurgado, no son los que fueran atribuidos largamente a la poltica, a saber, crearnos nuevos, sino muy por el contrario, son efectivamente los propios de una ingeniera: disponer adecuadamente de materiales y recursos para su uso eficaz. Lo que en el escuchar es el otro, en el hurgar es un cajn del cual extraer elementos, que una vez extrados habrn de acomodarse segn dicten los fines perseguidos. Algunos que han criticado con severidad la lgica del sondeo por ejemplo, Danilo Zolo (1995) o Pierre Bourdieu (1990) lo han hecho sobre todo con base en la falacia de los resultados que arroja, en tanto que nacidos bajo el encierro de procedimientos comerciales, muestrales y estadsticos que alteran desde el inicio lo que se pretende

obtener. Pero ste no es el punto central, aunque bien cabe tenerlo en cuenta. No se trata principalmente de que lo obtenido tal vez sea engaoso o distorsionado. Por supuesto que puede y suele serlo. Pero antes que ello, se trata de qu es lo que se hace cuando se procura su obtencin. Se profieren palabras para procesarlas ms tarde en enjundiosas tablas asumidas como sntesis de los decires del pueblo, cuando en rigor el precio fue cancelar toda interlocucin verdadera, todo proceso deliberativo, toda confrontacin de miradas. Como en el reino del revs, ahora se llama a esto opinin pblica. Aquello que se supone es el recurso moderno para el control de los actos de gobierno, aquello que debe someter a esos actos a escrutinio general, debatir su acierto o desacierto en un proceso de elaboracin colectiva abierta, resulta el objeto del ms novedoso y tecnificado dispositivo de control y de escrutinio por parte de las lites, quienes ponderan el valor de lo que la gente opina en un proceso de anlisis corporativo y cerrado. No hay en este alegato resabios de un romanticismo que idealice las conversaciones de feria o de vecindad, ni tampoco uno que anhele situaciones ideales de habla en un gora revivida. No es tampoco que no se puedan saber cosas por medio de la aplicacin de una encuesta. El asunto es discernir cules son las cosas que pueden saberse y, sobre todo, qu es lo que se est haciendo en el proceso de intentar saberlas. Las cosas que pueden saberse vinculan por definicin, a travs del parloteo, lo ya dicho y no a lo por decirse. Lo que se est haciendo en el proceso de saberlas es enterrar los intercambios propios de la elemental vida social para colocar bajo la lupa sus fragmentos aislados, lo que se est haciendo es sustituir lo primordial del decir poltico por su propia osamenta, y hacerlo bajo la creencia de que eventualmente se pueden dar a publicidad los resultados con una suerte de subtexto que rece: Sepa ahora lo que usted quera decirnos y no se animaba a reconocer. Sujetos? No, claro, ni la ingeniera ni la gestin ni el interrogatorio los requieren para su funcionamiento. O, mejor, slo requiere de unos cuantos tcnicos expertos, los imprescindibles para la propia operacin de sus artefactos. Porque la poltica se despliega en el orden del decir, es tambin que son propios de la poltica la mentira y el secreto (aunque las palabras nos perturben por sus cargas morales). Infinidad de conspiraciones, de logias y sectas ms o menos hermticas, dan cuenta de ello a lo largo de la historia. Advirtase ahora que el instituto del sondeo tiende a cancelar el decir hasta en la mentira y el secreto. Sus reemplazos: la falacia y el farfullar. Mentira y secreto son formas aviesas del decir destinadas a procurar el predominio sobre el decir de otros. Nada de eso ocurre con no sabe/no

contesta. Y no debe extraar que esas luchas por el predominio ocurran, tambin, en el territorio del decir. Jams podran ocurrir en el terreno del parlotear que busca sustituirlo: parlotear es lo que hacemos, por excelencia, acerca de las cosas que ya han sido decididas, acerca de los sentidos que ya han cristalizado, asuntos sobre los cuales, en rigor, ya nada queda por decir. Apenas un remedo pattico, un ponga que me gusta ms fulano. Por ello tambin es posible afirmar que la poltica ms all de cualquier rgimen establecido tiene siempre ms proximidad con los disensos que con las homogeneidades. Si de decir se trata, y no de farfullar o ser hurgados, cmo habra de concebirse que dijramos cosas siempre semejantes? 2 No es casual que en estos tiempos el consenso venga casi endiosado. Para los administradores siempre es ms fcil montar la ingeniera de su gestin sobre la existencia de pocas posiciones y no de muchas. Hasta ocurre que la palabra consenso ha dado lugar a un neologismo verbal horrible, consensuar en unos pases, consensar en otros, con lo que se significa que los pareceres diversos lograron ser encuadrados en una redecilla de pocas opciones. Se olvida que el consenso vale porque se construye sobre y por la fuerza de los disensos, sin aniquilarlos, y ms bien debatiendo las diferencias como gustaban decir antiguos filsofos en aras de lo bueno. Pero el consenso no es un pacto ni un contrato, es la marcha hacia una comunin de sentidos que, aunque imposible, no deja de anhelarse. Es la consecucin de consensos (en esta estricta acepcin) lo que padece las amenazas de lo contemporneo. John Keane (1993) sealaba, aos atrs, que desde las primeras dcadas del siglo burocratizacin weberianamente entendida mediante, la deliberacin comienza a convertirse en un objeto ms de racionalizacin, supervisin, control. Al principio de estas pginas, ya sealamos, que es en el orden del decir donde la poltica se despliega y donde hoy se encuentra gravemente amenazada. Porque es el territorio mismo del decir, y del decir escuchando, el que hoy viene crecientemente sustituido cuando se trata de los asuntos comunes por el hurgar, el parlotear, el disponer de las voces como recursos, los recursos de la burocratizacin. El decir escuchando viene hoy sustituido por la promesa de una escucha (falaz) que se realizar bajo clculo. Hay quienes, como Dominique Wolton de manera notoria, pero entre otros, aspiran a que entendamos esta falacia como la ms novedosa y promisoria institucin de la que l llama democracia de masas3. Su error consiste en confundir largamente, si se me
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pblica

Subrayo aqu la deuda sostenida con J. Rancire (1996 y 1998), al vincular lo decisivo de la poltica con el desacuerdo, fuente de litigio.

autoriza el giro, la cracia del demos con una que sera ms propia glosando el bello verso lorquiano de un montn de perros apagados (Snchez, 1935). Me gustara sugerir, respecto de este hurgar, algo que debera importarnos a los que estamos concernidos en general por los estudios de comunicacin. A mi juicio, el tipo de razonamiento que sostiene este hurgar es el mismo que, para otras cuestiones en apariencia muy distintas y distantes tales como los misiles de telebombardeo pusieron en juego cientficos e ingenieros estadounidenses y alemanes en la inmediata posguerra cuando, tratando de perfeccionar la trayectoria de sus cohetes, concibieron y ensayaron los mecanismos de la retroalimentacin o feedback, pequeos sensores que informaban a los cohetes acerca de las desviaciones en su propia trayectoria permitiendo una correccin sobre la marcha. Digo, entonces, que el fundamento que sostiene al instituto del sondeo es la posibilidad de instalar un dispositivo de feed-back, adecuado a lo que requieren para sus operaciones estos otros ingenieros, relativamente diferentes de aquellos que se ocupaban de los cohetes. Me refiero, claro, a los ingenieros de la gestin administrativa de la cosa pblica? (Por las dudas, y porque no estamos para nada seguros, digamos simplemente de la cosa.) Dicho en trminos de la ah naciente ciberntica, se trata del control. (Y otra vez la polica). Es que si comunidad es una palabra cara a la vida poltica, feed-back es, ms que su negacin, su desconocimiento radical. Si para pensar lo comn, la comunidad, la comunicacin, parece insoslayable advertir la propia precariedad la propia finitud, dirn algunos entre cuyos intersticios se hace lugar al aparecer del otro y de los otros, es claro que en el feedback ofrecido a los dirigentes por los sondeos, todo lo que hay ms all de ellos, plenos y vanidosos, es puro objeto4. Lo principal de las formas prevalecientes en la actualidad, en la relacin entre institutos de gobierno y sociedad civil, parece avanzar sobre y contra lo comn, la comunidad, la comunicacin. Esa produccin ad hoc de un cierto farfullar a travs del sondeo es, decamos, slo el emblema de lo que hoy se impone. Llamativo: cada vez ms la llamada democracia pretende resumirse en estos procedimientos, cada vez ms ellos resultan la va por la cual las dirigencias se permiten suponerse a s mismas rindiendo culto a la voluntad popular.

La idea aparece en varios de sus textos. Vase, en particular, La comunicacin poltica: construccin de un modelo (Wolton, 1992). 4 La idea de comunidad asociada a esta nocin del estar-en-comn y de la comunicacin, a la vez como imposible, atraviesa el texto de Jean-Luc Nancy (2002). En sintona con la obra de Nancy, vase Blanchot, 2002; y en una clave cercana, Esposito, 1998.

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A mi juicio, y por menudo que parezca el dispositivo del sondeo en el marco del bombardeo al que parece sometida la poltica en los tiempos que corren, su operacin resume de manera excelente ese fenmeno que algunos pensadores contemporneos conjeturan como cierta extincin de la poltica 5. Autorrepresentacin La segunda reflexin que pretendo compartir tiene que ver con el lugar por excelencia del decir poltico: el espacio de lo pblico. Lo sealado hasta aqu en relacin con el decir y la poltica en sus derroteros contemporneos, carga de un especfico inters la reflexin sobre este lugar y las maneras de conceptualizarlo (Caletti, 2000). En aadidura, desde mi perspectiva, las alforjas del espacio pblico guardan lo que an queda de la posibilidad de la poltica. Lo pblico Gracias a la circulacin de algunos textos decisivos sobre el tema general de lo pblico, tales como en distintas sintonas los de Hannah Arendt 6, Jrgen Habermas7, Richard Sennett (1978 y 1991), o Roger Chartier (1995), y una larga fila de comentaristas, exgetas, polemistas y crticos (en particular en torno de las tesis de Habermas8), es dable hoy celebrar una cierta recuperacin conceptual. Mediante la actualizacin de otras tradiciones, podemos por fortuna dejar a un lado la mirada juridicista que predomin en buena parte del siglo, fundada en la particin pblico/privado en tanto que rdenes de objetos que se distinguen segn sean propios del imperio del Prncipe o de la ley civil, para reponer y enriquecer otra mirada, desde la cual se rescate cierta creatividad de la vida social 9. He notado que la indicacin que se formula en ocasiones en relacin con lo juridicista de la orientacin prevaleciente se interpreta como una mera seal de especializacin.
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Pienso, entre otros, en Alain Badiou (1992); Jacques Rancire (1998); Esposito (1999) y, Giorgio Agamben (1998). Me refiero, en particular, a Arendt, Hannah 1993. Tambin, entre otros, Arendt, 1996 y 1998. No incluyo aqu, entre los textos aludidos de Arendt, sus Conferencias sobre la filosofa poltica de Kant , 2003. En algunos aspectos importantes, este texto de sus ltimos aos apunta en una direccin sealadamente distinta a La condicin humana (Cfr. Beiner, 1987; Esposito, 1998).
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En particular, Habermas, 1981. Aunque ciertos aspectos de textos posteriores se encuentran, in nuce, anunciados en Historia y crtica, ha sido ste ms que cualquier otro, el libro que revigoriz los debates sobre lo pblico, especialmente en el mundo sajn. 8 Entre muchos otros, vase, por ejemplo, Calhoun, Craig (1992); Curran, James (1993); tambin el dossier central de la edicin de Metapoltica, nm. 9, Mxico, 1999, con contribuciones valiosas de Arato, Mellucci, Avritzer, entre otros. Cabe aadir a la lista la obra ya citada de John Keane. 9 En los aos veinte del siglo pasado vieron la luz dos libros que todava conservan inters en este sentido. Uno de Tnnies, Ferdinand (1922) editado en Berln y nunca traducido al espaol, al ingls ni al francs. Existe una edicin en ingls de un artculo de Tnnies que, segn el propio autor, resume sus ideas principales: W. & Heberle, R. (1971); el otro, de Dewey (1958). Despus de ellos y hasta Arendt y Habermas, hubo un prolongado silencio.

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No hay tal. La contraposicin entre la nocin juridicista y, podra decirse (en aras de un acercamiento orientador, aunque esquemtico), la nocin politicista respecto de este concepto que habremos de defender tiene una importancia central para el debate contemporneo, sea en los marcos de una teora de la democracia, o en los del lugar que les cabe a los fenmenos de la comunicacin y la cultura en la escena poltica contempornea. Lo que se discute en rigor es, en primero pero no nico trmino, la ndole y el estatuto de las relaciones entre la sociedad civil y los institutos de gobierno del Estado. Ms claro: se discute si la sociedad civil, en tanto tal, es o no forja posible de una produccin poltica de relativa autonoma, tanta como para intervenir incidiendo en las decisiones de ese gobierno del Estado a cuya edificacin contribuy decisivamente, mediante la suscripcin del pacto constitucional. Para decirlo en contra de los trminos juridicistas, la cuestin es, entonces, si habremos de considerar lo pblico como ese campo de objetos propio del imperio del Prncipe y, por ende, donde la problemtica de la autonoma carecera de sentido o como el espacio donde la vida social desborda tal imperio y, aun con el conjunto de condiciones que pesan sobre ella, elabora por s misma ciertos fenmenos y procesos que nos interesan en sus consecuencias para la poltica. Esta discusin acerca de si antes una productividad relativamente autnoma, o bien lo contrario, una subordinacin lisa y llana de lo pblico al andamiaje estatal, es acorde con el lenguaje cotidiano: los funcionarios, presupuestos y edificios pblicos, entre otros giros, son huellas de la suposicin que lleva a lo pblico a ser pensado como derivacin de la muy poltica voluntad del Prncipe. La opinin pblica o el control pblico de los actos de gobierno, pero tambin unenemigo pblico o una mujer pblica, entre otros giros, son en cambio huellas de la segunda suposicin. La cuestin de la autonoma es entonces, en buena medida, el punto 10. La visin juridicista pretende persuadirnos de la heteronoma constitutiva de lo pblico, para hegemonizar as el campo a travs del reconocimiento a la ley del Prncipe. Si lo pblico efectivamente se fundara en este reconocimiento, sera lgico conceptualizarlo en antinomia con lo privado. Por ende, sera lo privado la esfera por excelencia de lo principal de las libertades (individuales). Ocurre que, por peticin de principios, los rganos de gobierno del Estado requieren reducir los emergentes reconocibles de la vida social a los trminos de la ley. La que llamamos mirada juridicista podra entenderse entonces, en este contexto, como una mirada desde la voluntad de dominio , esto es, de orden. Y de un
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Autonoma fue el requisito por excelencia que los viejos socialismos reclamaban para los partidos obreros. En los ltimos aos, Cornelius Castoriadis (1998) ha dado nueva vida y riqueza al trmino.

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orden, el del Prncipe. Si la relativa autonoma que, en contra de esta apreciacin, sostenemos como existente fuera meramente ilusoria, lo seran igualmente las pretensiones de mantener en pie cualquier horizonte de transformacin de los destinos comunes que pueda erigirse al margen de las ingenieras. Y de ello no es necesario decir la gravedad. El derecho pblico es la gran construccin medieval que se prolonga en la modernidad para sustentar, explicar y legitimar el dominio de los menos sobre los ms. Lo que el imperio del Prncipe pretende subordinar por medio de la ley es, precisamente, el desorden incesante que brota de una vida social cuyas consecuencias y resonancias se hacen polticas en manos de, entre otros, aquellos cuyas actividades se expanden y multiplican a la vera del castillo, en villorrios y ciudades. Ante tal emergencia, el Prncipe habr de levantar el edificio de una juridicidad que no slo dar amparo a los ejercicios propios de su dominacin, sino que se dispone a relatarnos las cosas como ya ordenadas bajo su manto. Casi ms que ordenadas, como si derivaran de la aplicacin de, precisamente, su voluntad. Pero por definicin tambin, la creatividad de la vida social desborda la ley y constituye un siempre territorio de desafos a ese dominio del Prncipe. Son los efectos de esta creatividad los que, con frecuencia, la ley persigue (literalmente: va detrs de ellos) buscando poner en forma, es decir, en regla. Fue largamente sealado que la nocin y la fenomenologa moderna de lo pblico emerge, precisamente, por la salida a lo extradomstico de los particulares en tanto que particulares (Arendt, 1993) (vale decir, actividades propias de la esfera jurdica de lo privado, que ya no sern propias del oikos, pero tampoco de la polis). En los marcos de esta nueva sociedad civil que nace junto con el moderno Estado (que se supone que la expresa y que est destinado a regularla), es que la instancia de lo pblico tiene su presencia como ni lo uno ni lo otro, como el gozne de las tensiones irremediables entre una sociedad civil y unos institutos polticos a cuya relacin se atribuye ser como una suerte de cara y cruz, pero cuyo perfecto calce, siempre pretendido, es empero constitutivamente imposible: entre una sociedad en incesante movimiento y creacin y una institucionalidad erigida para regularla bajo la suposicin de lo relativamente estabilizado, la correspondencia es vana ilusin estabilizadora. En esta perspectiva, lo pblico emerge pensable y ms fecundamente pensable por su relacin tensa con lo poltico antes que por su contraposicin jurdica a lo privado. En todo caso, y como ha sido tambin sealado, este concepto de lo pblico har ms bien par antinmico con la esfera de la intimidad. El punto es importante y sustenta la posicin que busco defender. La tradicin terica clsica supone el Estado como la

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institucionalidad y la juridicidad que la sociedad civil ha suscrito para darse gobierno a s misma. La idea de pacto abona la de correspondencia entre los pactantes y lo pactado. Por el contrario, me inclino a pensar antes bien el desfase que la correspondencia, el siempre exceso de un trmino respecto del otro. Por los intersticios del calce imposible emerge el espacio de lo pblico, bisagra y resumen de esa suerte de tensin tectnica entre ambos. Los efectos incesantes de esta creatividad de la sociedad civil que escapan de la intimidad hacia lo visible y que pueden una y otra vez desbordar la ley tienen, desde el punto de vista de su existencia social, una clave de bveda en lo que ha dado en llamarse, precisamente, visibilidad. Es por su visibilidad que los reconocemos, es por su visibilidad que alcanzan relevancia. Las tradiciones de la filosofa poltica registran con justeza que junto a la definicin de lo pblico como contrapuesto a lo privado, se arrastra tambin como recuerda Bobbio (1986 y 1989), entre otros la definicin de lo pblico como contrapuesto a lo secreto, a lo inaccesible. Pero estas tradiciones, que han hecho nfasis en la idea de visibilidad para acercarse a una u otra delimitacin de lo pblico, privilegiaron la visibilidad en tanto atributo por decirlo as a ser contemplado desde los balcones del palacio y, en general, ignoraron que la visibilidad primordial ocurre ante los ojos de la propia vida social, la misma que construye no slo los fenmenos que quedan bajo su luz sino tambin y, primero, las condiciones generales de la visibilidad misma. Esta observacin, pensamos, est preada de consecuencias. Valga aclarar antes de entrar en ellas, y aunque parezca muy obvio, que tanto la idea de visibilidad como la del espacio en la que sta se alcanza, vienen utilizadas en su sentido metafrico. Se trata, empero, en ambos casos, de metforas cuya particular fortuna ha estado y sigue estando en relacin inversa con las dificultades que nos plantearan las hipotticas literalidades a las que sustituye, si quisiramos recurrir a ellas. Si insistiramos en deshacernos de la metfora de la visibilidad, por ejemplo, tal vez no tendramos mejor alternativa que caer en una metonimia, una que por lo dems trae consigo sus propias complejidades, a saber, la metonimia de la representacin. Diramos: una sociedad ya no visible en ciertas actividades y fenmenos, sino representada en ellos (volveremos sobre el tema). Si se tratara de evitar la metfora espacial, deberamos recurrir a conceptos considerablemente ms abstractos y, quiz, difusos, tal como el de una instancia de la vida social (instancia a la vez productiva y habitable), un nivel de corte analtico de esa productividad. Diramos: la instancia que va implcita en el hecho de que existan ciertas actividades y

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fenmenos

con

determinadas

caractersticas

que

los

hacen

visibles

(o

representativos). A la aludida fortuna de ambas metforas, combinadas, le debemos la sempiterna tentacin de restringir los sentidos del giro espacio pblico a partir de una reliteralizacin de sus trminos. Es al respecto que nos interesa alertar. As, ese espacio, re-literalizado como ocularmente visible y topolgico, resulta en plazas y calles. Y punto. Desgraciada tentacin. Si en el siglo
XVIII

sta era reduccionista, en el

XXI

obtura

cualquier inteligencia del problema. La publicidad en sentido estricto ( ffenlichtkeit, respecto de la cual inicialmente orientara Kant, 1999) es, antes bien, el modo que tiene la vida social de darse a s misma como objeto. Si acordamos, pues, que de lo que se trata es de este darse a s misma, de esta reflexividad, dos operaciones tericas son inmediatamente posibles. Una: asumir que los modos del darse a s como objeto son posibles de configurar regmenes de visibilidad, gramticas de visibilidad, propias de contextos histricos y polticoculturales especficos. En ese punto, ser posible repensar bajo otra luz la afirmacin extraamente coincidente aunque desde tan distintas trayectorias argumentales que realizan tanto Arendt como Habermas y Sennett en el sentido de una muerte, eclipse o declinacin irremediable del espacio pblico en el mundo contemporneo. La pregunta que en cambio cabra ser ms bien otra que la que interroga por su muerte: cul es el rgimen (o los regmenes de visibilidad) de la escena contempornea, cules sus gramticas de construccin y enunciacin? 1111. Segunda: asumir asimismo que el problema del espacio de lo pblico no se resuelve en su investigacin histrica en el hallazgo de la corroboracin emprica de sus evidencias, sino en la investigacin de las huellas de cmo la sociedad o segmentos de ella se vea a s misma. En otras palabras y aqu puede advertirse del todo el carcter de las diferencias con la concepcin juridicista la del espacio de lo pblico no es una cuestin del orden de lo emprico sino una del orden del sentido, aunque claro est se trata asimismo de una construccin de sentido cargada de consecuencias performativas. Si esta consideracin resultara atinada, perderan relevancia varias de las mltiples discusiones crticas suscitadas en torno de la obra de Habermas a raz de los presuntos errores de apreciacin histrica en los que habra incurrido. La cuestin no sera
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A partir de esta hiptesis, por lo dems, es posible encontrar un punto frtil de debate entre las tesis de Sennett y de Habermas, tan distintas en cuanto al modo de conceptualizar lo pblico, y sostener que, en rigor, analizan dos diferentes regmenes: uno, en el caso de Sennett, ms bien correspondiente a la que cabe pensar como vida social cortesana; otro, en el caso de Habermas, a la de la vida social burguesa.

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hasta qu punto la esfera de la publicidad burguesa efectivamente existi tal como aparece descrita en su obra sino, en todo caso, si la vida social burguesa se concibi a s misma de modo predominante a la manera en la que Habermas afirma que era. La tentacin de re-literalizar la metfora del espacio de lo pblico, en la que hoy se incurre con notable frecuencia, queda clara en sus consecuencias de anlisis: por caer en esa tentacin, se pensar una y otra vez en trminos de su referencia emprica para concluir, por ejemplo, en ese absurdo repetido sobre la privatizacin de lo pblico, en virtud de que los espectculos o los espacios son administrados por empresas de capital privado. Lo que llamamos visibilidad, entonces, es en rigor la presentabilidad de la vida social ante y para el propio registro de la comunidad. Estamos diciendo que el espacio de lo pblico es, en las sociedades modernas, el lugar de operaciones insoslayables de reflexividad social. Y, por ello, el lugar donde la vida social se enuncia a s misma en tanto que tal. Y ello puede ser, en una coyuntura, tanto por medio de manifestaciones multitudinarias en la gran plaza de la ciudad como por rumores que prefiguren un imaginado estallido social. Si a fines del siglo
XVII

y primera mitad del

XVIII

el fenmeno tal vez predominante de

enunciacin de la propia vida social en aquella Europa de todas las referencias fue la llamada sociedad del teatro (theatrum mundi), a la que Chartier (1995) alude con elocuencia; si en la segunda mitad del siglo
XVIII

ese lugar lo ocupa la repblica de las

letras1212 (por no hacer nfasis especial en las octavillas que agitaron las vsperas de la Revolucin Francesa), qu no decir hoy de la sedicente videocultura o de la sedicente sociedad de la informacin ? Si se trata de discutir estos giros en relacin con sus bases empricas, tendran sentido?, acaso se pretende que ha sido o es efectivamente la sociedad lo que cada uno de estos giros declaman?, lo ha sido en algn oscuro rincn social en el que se prefiguraba su futuro? O, por el contrario, alude en rigor y todos as lo entendemos al modo en el que se ve a s misma? Y si se quisiera regresar a la polmica con la nocin juridicista de lo pblico, podra preguntarse si cada una de estas presentaciones, acaso vienen solicitadas desde alguna ley de la historia que la ley humana codifica, o bien derivan del imperio de algn soberano? En otras palabras: cada uno de estos giros de theatrum mundi a sociedad de la informacin designan, con mayor o menor fortuna, los trminos con que la vida social concibe lo principal de s misma y los trminos que, al margen de

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La denominacin, quiz utilizada inicialmente por Pierre Bayle, quien a fines del siglo XVII edit desde Amsterdam un peridico con ese nombre, result de una amplia aceptacin a lo largo de todo el siglo siguiente.

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cualquier carcter emprico irrefutable o de cualquier juridicidad de origen, ella misma ha desplegado de s a la visibilidad general. Ahora bien, la consideracin que pretendo compartir a este respecto apunta, si cabe el trmino, a cierta radicalizacin de la nocin de lo pblico, una radicalizacin que ha quedado ya, por cierto, ampliamente insinuada. La palabra clave que hasta aqu ha servido para caracterizar esta nocin recuperada de lo pblico ha sido visibilidad. Pero el tratamiento que hemos hecho de ella (y que no es, por decirlo as, el que realiza Bobbio) autoriza a aadir otro trmino clave a la conceptualizacin de lo pblico: autorrepresentacin. Se trata de una capacidad que est por cierto implcita en la mencionada clave de la visibilidad, pero que a costa de estar implcita ha terminado por ser omitida. Si la autonoma era, habamos dicho, buena parte de la cuestin decisiva, la autorrepresentacin resultado de esa produccin que permite la autonoma relativa ms la visibilidad que alcanza a sus propios ojos hace el resto. La visibilidad no es apenas de unos personajes, unas tendencias, unas opiniones colectivas. Es la vida social misma que se vuelve concebible como tal para la propia comunidad, ampara la pertenencia y ofrece el espejo general en el cual reconocerse. Personajes, tendencias y opiniones, rumores, no son sino las puntas de un iceberg que se ha vuelto perceptible o, mejor, representable. Sin esta instancia inicial de concebirse a s misma como sociedad, de representarse a s misma, ninguna otra representacin sera posible. Ni siquiera la representacin propiamente poltica, la cual implica, qu duda cabe, que la sociedad, sus sectores o partes, se conciben a s mismos bajo una simblica que los identifica. Mi hiptesis es, pues, que lo pblico constituye la autorrepresentacin de la vida social, y el llamado espacio de lo pblico aquel donde la representacin se oficia, donde ella gana cuerpo. Y ms: si en las pginas previas cargamos contra las ingenieras, la gestin y los sondeos (extensiones todos ellos del universo de la ley), la recuperacin de lo pblico como el espacio de la autorrepresentacin de la vida social apunta precisamente en la direccin opuesta. Claro est que no suponemos que, de modo mgico, en el espacio pblico slo crezcan rosas. Nada de eso. Nos limitamos a sealar que si de algn crecer se trata as fueran cardos, como es hoy lo ms habitual es en el espacio de lo pblico donde ello puede darse y no bajo ningn rgimen de ingenieras. La representacin que la sociedad hace de s en la instancia de lo pblico se encuentra atravesada por definicin del representar por una doble caracterstica. Por una parte, es una representacin fallida en tanto que tal. Esto es: falla en cuanto a la suposicin de que efectivamente trae a presencia lo que est en otra parte y, vale aadir, sin que tampoco haya ninguna relacin interna necesaria entre lo

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representado y la representacin que d cuenta de esa falla de la representacin. La representacin es as, en rigor, antes creacin que reflejo, creacin restringida tal vez en y por su destinarse a una suposicin de fidelidad. En segundo lugar, la autorrepresentacin que de este modo construye de s la vida social asume frente a la comunidad, de la que se reclama imagen, un significativo lugar, el lugar que repone por su medio la ilusin de una plenitud que, lo dijimos ya, es en rigor imposible. Esta reposicin desempea un papel decisivo en el campo de la poltica, si extendiendo la observacin de Roberto Esposito (1996, 1998 y 1999) entendemos que el reino de la poltica moderna es, precisamente, el de los intentos por la restitucin (imposible, pues) de lo uno (elBien, el Pueblo, la Justicia, etc.), unidad perdida en el pasaje moderno de la ciudad de Dios a la ciudad de los hombres13. El ejercicio de este autorreconocimiento convoca a la vez a operaciones ideolgicas y a registros imaginarios. Imaginarias son las relaciones que se establecen entre las figuraciones que la representacin construye y su pretendida referencia real, en tanto relaciones de sentido, a la vez abiertas y difusas; ideolgico es el proceso de fijacin, estabilizacin y naturalizacin de estas representaciones 14 de las que tendern a borrarse las huellas de su propia produccin y tambin las que puedan dar pistas sobre la razn de su fracaso, que aparecer una y otra vez como resultado de errores intrnsecos a cada ejercicio de representacin (por ejemplo, poltica). En el ejercicio de este autorreconocimiento, los particulares construyen una representacin de sus relaciones, elaboran los procesos de identificacin de sus colectivos, enlazan sus lugares relativos. La posibilidad del reclamo, la protesta, el control de las acciones de gobierno por parte de la sociedad (hoy un supuesto bsico de la llamada democracia), y que estn en la base de la nocin habermasiana de esfera de la opinin15, requiere previamente que dicha sociedad, nunca unitaria ni homognea, se reconozca a s misma como posible sujeto de reclamos y controles, ms exactamente como campo de la emergencia de sujetos heterogneos de
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[...] podra decirse que es la secularizacin radical del Reino de Dios [al que la Modernidad da lugar] el proceso que deja a los hombres librados a sus propios esfuerzos por gobernar la vida social, al tiempo que sta se reorganiza en el espacio de la ciudad, espacio donde se amasarn las formas de la autocomprensin y de las definiciones de s de las que an somos herederos (Caletti, 1999). 14 Sobreentendemos aqu una definicin de los rdenes de lo ideolgico y de lo imaginario, y de sus relaciones, que requirira de un espacio distinto para su fundamentacin. Permtasenos simplemente sealar que ella est bsicamente inspirada en las orientaciones de Jacques Lacan y de algunos autores que asumen sus indicaciones (Laclau, 2002). De manera complementaria y prudente esta perspectiva puede enriquecerse con los aportes de Cornelius Castoriadis, cuya enemistad con Lacan eclipsa, en su propia pluma [y sin omitir las diferencias], algunos puntos de contacto importantes entre ambos (Castoriadis, 1989). 15 En la base, no en su desarrollo (Habermas, 1981).

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reclamos y controles. All donde los actores sociales tienden a suponer que transparentan sus prcticas, all han elaborado, en rigor, prcticas especficas destinadas a dar cuenta de lo que ellos suponen ser ante la vista general. Es esta autorrepresentacin la que, aun en los casos en lo que no se pretenda as, desafa la soberana del Prncipe y de su ley. He aqu su doble carcter: instancia de produccin relativamente autnoma de la vida social, instancia de tensin sociedad/Estado. Esto es, resultante del desfase aludido entre la dominacin y su objeto, entre el orden jurdico-poltico y el siempre fracaso en la apuesta de reducir a trminos de la lex el proceso creativo, heterogneo, disperso, huidizo que irrumpe ante sus ojos, en el mbito de su imperio, que una y otra vez lo resiste y lo desborda. La ley, se sabe, no cesar nunca de perseguir (jams fundar) aquello que sin cesar denuncia sus vacos y sus imprevisiones, procurando ponerlo bajo la forma de una previsin estipulatoria. Como en tantos otros aspectos de la fenomnica histrica, la operacin jurdica est orientada aqu a fijar lo que se mueve, cerrar lo que es abierto, volver previsible lo contingente. Por ello es que protege a los ms de los excesos de los menos, cuando los primeros se encuentran en condiciones de debilidad. Por ello, tambin, defiende a los menos de la subversin por los ms, cuando las relaciones de poder amenazan otras distintas. La relacin de lo pblico con lo poltico se vuelve de este modo explcita. No es la relacin de contigidad hasta la sinonimia que el derecho pblico pretende como parte de una estrategia designativa que procura poner bajo su coto el campo entero de las resonancias polticas de la vida social. Mucho antes que eso, es el terreno mismo de las disputas entre fuerzas que son, todas ellas, en ltimo trmino, polticas; en ltimo trmino porque son venidas polticas por la lgica de las propias disputas y por el horizonte contra el cual se desenvuelven, aunque no se quieran ni se entiendan a s mismas polticas. Habermas seal con justeza la novedad que traen consigo los nuevos burgueses que, en tanto miembros de la esfera de la opinin raciocinante, reclaman al rey la publicidad de sus actos, pero no buscan sustituirlo en su trono. Hoy, la escena pblica cuando menos de Amrica Latina y Europa est plagada de intervenciones de grupos que, en ocasiones, se llaman a s mismos apolticos, en ocasiones como en la Argentina del que se vayan todos son incluso francamente antipolticos. Para el caso, lo mismo da. Porque en la misma medida en que el espacio pblico nace en y por ese desfase insanable entre los institutos polticos del Estado y la propia sociedad a la que regulan, esa autorrepresentacin relativamente autnoma, distinta de y en friccin con la estatal, estar por definicin dotada de una sesgo poltico.

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Llamamos politicidad a esta condicin constitutiva que atraviesa la vida pblica ms all de la voluntad de sus protagonistas y del carcter propiamente poltico que alcancen o no sus carnaduras 16. Otra afirmacin vale an para echar luz sobre esta politicidad. El espacio de lo pblico as conceptualizado (la autorrepresentacin que la vida social construye) repone ilusoriamente la comunidad (y los trminos especficos de la com-unidad en cada contexto histrico-cultural concreto), que en rigor se hace presente por su ausencia y su imposibilidad a cada paso de esa vida social. Pero esta ilusin representativa desata, a su vez, una multiplicidad de efectos performativos. La politicidad, pues, viene dada por esta reposicin ilusoria de lo comn y sus futuros. Mi preocupacin por (y a favor de) esta nocin de lo pblico tiene tres motivos complementarios resultantes de su campo especfico de pertinencias. Uno de ellos se vincula directamente con los problemas de las llamadas democracias contemporneas. Un segundo motivo se refiere al papel que puede cumplir este concepto en las relaciones tericas entre poltica y cultura. El tercero, finalmente pero no menor, apunta directamente a la cuestin de las relaciones que somos capaces de pensar entre la comunicacin y la poltica. Para los tres casos, asumidos ahora como contextos donde la hiptesis expuesta acerca de lo pblico puede resonar de manera que creemos fecunda, haremos una rpida indicacin de las que pueden ser lneas de inters. Y en los tres, con vistas a avanzar ms rpidamente hacia aquello en lo que estamos pensando, utilizaremos la oposicin a perspectivas generalmente prevalecientes en los respectivos mbitos. Comencemos por el ltimo, el que remite a comunicacin y poltica. Comunicacin Hay dos componentes de lo pblico que estn implcitos en lo hasta aqu dicho y que conciernen fuertemente a los estudios de comunicacin. El primero de ellos se vincula al constante entretejido en y de la comunidad. Es necesario subrayar que la multitud de operaciones cotidianas por las cuales una comunidad no slo elabora, selecciona y articula los elementos con los que se concibe a s misma (y por los que se har presentable a s misma), sino tambin y en definitiva las operaciones mismas de la presentacin (sean ellas propias de la sociedad del teatro, de la repblica de las letras, de las octavillas revolucionarias o de la sedicente sociedad de la informacin) no son sino operaciones comunicativas entre sus miembros o grupos de miembros y, ms an, que son esas operaciones comunicativas las que configuran y definen la membresa?
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En Repensar el espacio de lo pblico (Caletti, 1999).

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Creo que sobre el punto puede establecerse fcilmente el acuerdo, pero tambin creo que el proceso incesante al que aludo tiende a minusvalorarse considerablemente cuando el sentido comn incluso el acadmico opta por privilegiar, antes, la circulacin de unos mensajes discretos, con seguridad de relevancia para algn anlisis, pero como si ellos fueran la comunicacin y, por ende, como si entre ellos hubiera que buscar y seleccionar aquellos que conforman el espacio pblico. Un sinfn de solapamientos y confusiones tiene all su inicio. Se confrontan esos mensajes discretos y lo especfico de las condiciones respectivas de produccin de cada uno o de una serie de ellos contra el modelo (por lo general, implcitamente pseudohabermasiano) de la publicidad burguesa de los dorados tiempos del siglo
XVIII.

La conclusin suele ser simple: el espacio pblico flaquea sin

mesura ante la presencia de empresas monoplicas, sus intereses corporativos, la comercializacin de casi cuanto se hace visible, etctera. A los economistas no les ocurre semejante cosa: no olvidan que algunas apabullantes operaciones de compraventa de acciones de bolsa (que individualmente tomadas pueden sugerir las consideraciones ms dispares) son posibles en la misma medida en que, primero, existe el mercado como condicin de posibilidad de todas ellas. Es cierto que pensar la esfera de lo pblico a la vez como esta compleja trama de procesos y fenmenos de comunicacin simultneos y heterogneos, y como su misma condicin de posibilidad, constituye un concepto relativamente abstracto. Pero no ms que el de mercado, aunque nos hayamos habituado a considerarlo tan tangible como nuestro cotidiano plato de lentejas. La conceptualizacin que planteamos del espacio de lo pblico reclamara enfatizar, entonces, una nocin de los fenmenos comunicacionales ms bien asociados estrechamente a la idea de comunidad y de horizontes compartidos de sentido como condicin de posibilidad de todos los intercambios, de todos los mensajes y no reiterar, en cambio, la tan frecuente orientacin a pensarlos como un gnero o especie de eventos con ciertas caractersticas comunes que, en tanto tales, pueden sobreentenderse parte de todos, para dar as paso al anlisis discreto de sus diferencias. La distancia entre uno y otro punto de partida no es menor. En lo que se refiere particularmente a las consecuencias respectivas para el tratamiento de los vnculos entre comunicacin y poltica es tan considerable como la que separa la propuesta de una comunicacin que permite distinguir, disear y diseminar unos mensajes capaces de producir efectos apetecibles en el marco estratgico de alguna lite polticoadministrativa; en el otro extremo, una nocin de lo comunicacional que nos habilite,

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por ejemplo, a inteligir los ya mentados horizontes de sentido que intervienen en las disposiciones polticas de una comunidad, o de las distintas comunidades o colectivos que se conjugan en una escena pblica de la vida social. En un caso, comunicacin y poltica se conectan por medio de la eficacia respectiva con que sirven a un objetivo definido, en general, la primera subordinada a los propsitos de la segunda o, mejor dicho, a los propsitos de unos dirigentes que se han apropiado de la poltica como si se tratara de una esfera profesional ms. En este caso, ambas comunicacin y poltica inscritas en la racionalidad instrumental que, mientras tanto y como vimos, habr llevado a desbaratar la poltica y a cancelar la comunicacin. En el segundo caso, por el contrario, comunicacin y poltica constituyen puertas interconectadas a favor de la posibilidad de inteligir las lgicas de la accin colectiva y las gramticas de su visibilizacin. Un segundo componente de lo pblico que requerira una reconsideracin de algunos temas clsicos de los estudios de comunicacin se vincula con las tecnologas de soporte por las cuales se cumplen las condiciones de la publicidad. El punto es menos abstracto pero ms polmico. Mi hiptesis es que las formas histricas concretas que asume el espacio de lo pblico, incluido su especfico rgimen de visibilidad y las gramticas bajo las cuales las operaciones de comunicacin se cumplen, vienen dadas, en lo principal, en relacin con las arquitecturas que le prestan las distintas tecnologas de comunicacin17. Afirmamos esta ltima hiptesis en el entendido de que no hay comunicacin en absoluto la del entretejido comunitario, etc., y mucho menos en condiciones de visibilidad social sin un soporte que la habilite, en el ms amplio sentido de los trminos. Que la complejidad o artificialidad tecnolgica de los soportes tpicos sea hoy predominante no cambia el problema ni autoriza a una distincin radical con los menos artificiales. El sistema de correspondencia manuscrita mensual que por va martima permita a los colonos de Nueva Inglaterra mantenerse en contacto con los episodios de aquel pedazo del Viejo Mundo del que aun fragmentaria y conflictivamente todava se sentan parte, presenta en relacin con lo que venimos planteando slo diferencias secundarias con los recursos tcnicos contemporneos. Importa asumir que tanto un soporte como los otros imponen modalidades, restricciones y facilidades que les son especficas, y que las formas de la visibilidad y de la autorrepresentacin toman forma y se despliegan inevitablemente bajo estas modalidades, cualesquiera que sean, o no se despliegan en absoluto.

17

Aqu y en lo que sigue, retomo las formulaciones realizadas en Caletti (2000, 1998 y 1999).

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Si esta hiptesis tuviera asidero, los ros de tinta dedicados a la degradacin de la poltica por la TV y a su espectacularizacin, tanto como a las alegres ciberutopas de la democracia electrnica, habran sido ms capaces de oscurecer nuestras ideas que de fertilizar la tierra en la que crecen. Tanto la llamada espectacularizacin como la utopa electrnica supondran, en ese sentido, que en el primer caso hay unos modos de visibilizacin y autorrepresentacin (en algn lugar, en alguna poca de la modernidad) que carecen completamente de arquitectura alguna y son, por ende, poltica pura, no degradada por ningn rgimen de existencia, o bien en el segundo caso, el de las ciberutopas que lavoluntad popular y la posibilidad de construirla y ejercerla dependen y derivan, en rigor, de unos recursos tecnolgicos ultrasofisticados sin los cuales llevramos varios siglos hablando tonteras. El planteamiento debera ser otro, considerablemente distinto. A saber, de qu manera y con qu alcances especficos puede circular la politicidad que es constitutiva de lo pblico a travs de los canales abiertos por determinadas tecnologas (propias o tpicas de un cierto contexto histrico-cultural) y que son, precisamente, imprescindibles para esa circulacin, para esa visibilidad. Lo que intentamos sealar de este modo es que las tecnologas, cualesquiera que sean, no son causa sino efecto de las relaciones sociales que las requieren, las prefiguran y, luego, las fetichizan como si fueran externas a ellas, cuando en rigor slo son dispositivos de condensacin, validacin y reforzamiento de las relaciones tcnicas de dominio social. Es en los trminos de estas relaciones que la vida social se representar a s misma y que los litigios polticos tendrn lugar. Las consecuencias de esta perspectiva de anlisis no son halageas para los defensores ni de una ni de otra postura. A quienes se esperanzan con las democracias electrnicas podra sugerrseles que nada lleva a pensar en relaciones polticas ms democrticas si, al margen de las tecnologas que fueran, los propios trminos de la vida social no son capaces, primero, de sentar sus bases. A los crticos de la degradacin de la poltica por la TV, la noticia a dar es triste. Porque bueno sera que la culpable fuera la televisin. En esa hiptesis, sera hasta relativamente ms sencillo recuperar a la poltica de su degradacin, cancelando o modificando el agente externo que la lastima. Pero pensamos que la degradacin cuenta con races ms hondas, inscritas en las formas de control y dominacin, formas que la
TV

tan slo expone en un nivel de sus efectos.

Por todo lo apuntado hasta aqu, puede ahora indicarse que, a nuestro entender, un espacio pblico histrico concreto es siempre cohabitacin y combinacin de una variedad de arquitecturas diferentes de lo pblico, aunque alguna de ellas tienda posiblemente a cargar con la tarea de representacin central de la vida social en

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acto. As, hoy asistimos al pasaje de este lugar central de manos de la neo- TV a las plataformas del ciberespacio o a la fusin entre ambas, y ello junto a otras arquitecturas que no han desaparecido ni desaparecern, aunque con frecuencia sus desempeos advengan apendiculares. Cultura En referencia a las relaciones conceptuales entre cultura y poltica, anticipbamos, el concepto de lo pblico puede adquirir relevancia. Al respecto, mi hiptesis es sencilla. Para exponerla, permtaseme la utilizacin de una metfora que aunque peligrosa por la pesada carga que arrastra (y que no pretendo actualizar), nos ayudar a ir de manera ms directa al punto: lo pblico constituye una suerte de superestructura cuya base viene dada por las relaciones culturales que anidan en la vida social y su relacin con las condiciones tcnicas y materiales de su desarrollo. Contra los enormes riesgos que corre una metfora de esta ndole, vaya un argumento justificativo que, tal vez, contribuya a precisar su sentido. En verdad, el argumento presupone, a su turno, una interpretacin sobre ciertos aspectos de la teora de Marx, que con seguridad resulta discutible, aunque no aqu. Al igual que en el caso de las nociones de base y superestructura en la teora marxista, y lejos de cualquier mecanicismo del reflejo, nuestra base cultural es el territorio de las relaciones sociales prcticas, en contextos y bajo condiciones especficas, en tanto que impensadas, y respecto de las cuales la o las superestructuras nuestro espacio pblico configuran la institucin de las formas sociales que una reflexividad produce sobre aquellas prcticas (anotndose de nueva cuenta que reflexividad es algo muy distinto que la idea de reflejo de los tericos de la Segunda Internacional). Se advertir que la interpretacin que hacemos se encuentra en lnea con otras ya ensayadas en estas pginas. As, la estructura jurdico-poltica, por ejemplo, resulta de una mirada sobre las caractersticas de la base, ms all de que esa mirada sea la propia de las clases dominantes, etc. De modo anlogo, la enunciacin, el relato, esa presentacin que la vida social hace de s misma el espacio de lo pblico puede entenderse en los marcos a los que abre posibilidad la argamasa cultural de tradiciones, hbitos, mitos, valores, rituales, plexos normativos, memorias, que circulan y se maceran en esa misma vida social y que constituyen, ni ms ni menos, la primera de todas sus condiciones de produccin. Si acaso la alusin realizada al fenmeno de reflexividad no hubiera sido del todo clara, vale destacar incluso en el universo de referencias que la metfora evoca que, al igual que en el caso del tratamiento posalthusseriano de las relaciones

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base/superestructura [entre otros, Stuart Hall 18, Ernesto Laclau (1987 y 1993), Jacques Rancire (1974)], tambin aqu se supone (en este caso para lo pblico) una autonoma relativa respecto de esa base cultural que le ofrece plataforma y que, como all, esta autonoma implica entre otras cosas la capacidad de incidir en los cursos histricos de su base, esto es, en nuestro caso, de participar en la creacin de nuevas condiciones culturales impensadas. Desde esta perspectiva, el espacio de lo pblico configura el escenario donde ciertos actores habrn eventualmente de organizar y reorganizar elementos de esta argamasa cultural nica materia que est en sus manos para hacer poltica con ella, para tornarla a su vez arcilla de esa otrainstancia de juego de la vida social, la que dirime el futuro comn. No debe entenderse que esta hiptesis implica alguna suerte de necesaria continuidad semntica, de transposicin directa entre argamasa cultural e intervenciones polticas por parte de un mismo colectivo (por dar un caso, transposicin de normatividades a consignas de lucha). Ello puede ocurrir, por cierto. Por ejemplo, y habra una infinidad de otros del mismo tipo: Viva Cristo Rey! Pero ninguna condicin de necesariedad hay en ello, y bien puede igualmente producirse de otras diez maneras, discontinuidades incluidas. Sin embargo, los hilvanes persistirn en otros planos de la accin. Para retomar lneas ya apuntadas, cabra decir que pueden persistir, por caso, en horizontes de sentido o en estilos que los indican. Vemoslo. Horizontes de sentido: La Tierra es nuestra madre. No se vende, sostuvieron los hasta el da anterior campesinos poco y nada implicados en luchas polticas, en su mayora indgenas, del municipio de San Salvador Atenco, Mxico, durante la batalla librada entre octubre de 2001 y mayo de 2003 contra el proyecto gubernamental de expropiacin que apuntaba a asignar esas tierras a la construccin de un nuevo aeropuerto capitalino. A su vez, la sociedad del vecino Distrito Federal los reconoci como los del machete, porque con sus machetes de siempre marchaban y alguna vez hasta los alzaron amenazantes frente a las tropas de seguridad dispuestas para contener sus manifestaciones. Estilos: las coquetas seoras de clase media alta que salieron a la calle en el Buenos Aires del verano de 2002, cuando sus depsitos bancarios y plazos fijos en dlares quedaron atrapados en el llamado corralito, y luego devaluados por las medidas econmicas de los gobiernos que se sucedieron en la coyuntura; estas seoras, pues, a sabiendas de la presencia de cmaras televisivas y de la circulacin internacional de las imgenes, se esmeraban con frecuencia en sostener, en sus manos cuidadas,
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Vase, entre otros, Hall (1998 y 1998a).

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carteles explicativos correctamente escritos en ingls en contra del Fondo Monetario Internacional y sus polticas. Haban bruscamente devenido antiimperialistas, pero otras huellas delataban la lgica de sus protestas. He aqu la cuestin. Se trata de abrir camino a posibles respuestas para la pregunta acerca de las modalizaciones en las que el suelo cultural interviene en la construccin de escenarios de accin poltica. Podra aludirse a la misma relacin que buscamos conceptualizar por otro medio tambin metafrico, ahora de una cierta inspiracin lacaniana, ya no marxista. Y en esa clave diramos que el espacio de lo pblico es aquel donde alcanzan a simbolizarse fragmentos de un real de la vida social que permanece en sombras, y a su sombra, pero que desconoce radicalmente de s su forma y sus alcances, su materia y sus abismos. No hay eclecticismo en el recurso a dos analogas de ndole tan dispar. No nos interesa abrir una discusin lateral acerca de las cuestiones tericas, por dems relevantes para cualquier debate sobre lo social, que entraan tanto una referencia como la otra. Tngase por bueno, provisoriamente, el siguiente sealamiento acerca de la relacin base/superestructura, y que es lo que en rigor rescatamos de esa metfora ya un poco oxidada: se trata de distinguir, al menos, la presencia de una instancia de lo impensado y, sin embargo, en un incesante hacer el mundo, de la de otra instancia ms bien hija del volver la mirada, del crear/representar, del saber, del instituir, del suponer entender. Me refiero as a aquel par clsico del reconocimiento/desconocimiento: el sistema de los primeros se edifica sobre el fondo y con las marcas a las que nos condena, de entrada, ese desconocimiento que es nuestro piso. Ahora bien, si efectivamente hubiramos alcanzado a echar alguna luz sobre nuestra primera analoga, la proximidad que ella misma entendida de este modo propone con la segunda (la que alude a las relaciones real/simblico) puede tornarse casi obvia. La esfera pblica constituye, as, la puesta en escena y para un orden especfico de sentidos de elementos que se amasan en los largos procesos de la vida social. Si en la esfera pblica puede tener inicio la intervencin propiamente poltica en los asuntos comunes de parte de distintos sujetos singulares o colectivos ella se cumplir informada por las marcas y con las tonalidades que le son ofrecidas por aquel suelo cultural. Ms: es en ese suelo donde se encuentran con frecuencia los elementos para la elaboracin de las identidades polticas. Conviene ahora avanzar sobre el inters de una perspectiva de esta ndole. A mi juicio, ese inters aparece en el contexto de las lneas tendidas en la investigacin y debate sobre las relaciones entre poltica y cultura que han tenido, en los ltimos 35 o 40

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aos, el espacio de una atencin especial en los medios intelectuales y acadmicos. Dentro de la variedad de itinerarios cumplidos al respecto cuyo anlisis excedera en mucho estas pginas importa sealar una tendencia que parece prevalecer al menos en la segunda mitad del lapso aludido, a saber, una paradjica despolitizacin de esas relaciones. Todo ocurre como si en el trabajo sobre estos vnculos, el nfasis principal estuviera puesto en el hallazgo de las huellas de la poltica en la cultura y no a la inversa, en el encuentro de las huellas de la cultura en la poltica. La diferencia, en el caso de que as fuera, no es poca, ms all del inters disciplinario que una u otra orientacin pueda ostentar. Encontrar en la cultura las huellas de la poltica no politiza la cultura sino que tiende, por el contrario, a reducir la poltica a los trminos de aqulla, los de la larga duracin, los de la vida privada cotidiana, los del sincretismo y la hibridez entre factores que en algn momento estuvieron en conflicto y pugna. Apunta a entender, pues, la poltica como parte de la cultura, nublando la posibilidad de advertir la cultura como componente activa en la poltica. Quiz la orientacin que sealamos se pone con cierta claridad en evidencia, en especial en los Cultural Studies de segunda y sobre todo de tercera generacin, as como en algunos crculos latinoamericanos que son o bien epgonos de aqullos o bien tienen preocupaciones semejantes. No hago nfasis aqu en el giro hacia posiciones tericas ms bien celebratorias de lo dado que vienen caracterizando a muchos de los trabajos de los ltimos aos de investigadores de esta corriente, giro que debera ser materia de otro examen19, ni intento descalificar esta perspectiva en los aportes que le sean propios. El problema aqu es otro. Se trata, sobre todo, de la fortuna con que se ha extendido en Amrica Latina un tipo de perspectiva terica que se asume a s misma como crtica de izquierda y, en verdad, no es ni una cosa ni la otra. Debe destacarse el papel cumplido en este proceso intelectual por, al menos, dos notorias orientaciones de investigacin y debate, asociadas a la preocupacin por las relaciones cultura/poltica en la clave paradjicamente despolitizadora a la que aludimos. Una de ellas, trada desde sectores del movimiento feminista que
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Las perspectivas filo-liberales que hoy parecen reorganizar la investigacin de estos intelectuales (alguna vez caracterizados como herederos de las tradiciones crticas europeas) han sido sealadas y desmenuzadas, entre otros, por James Curran (1998). En una publicacin reciente, Armand Mattelart (2002) historiza este trnsito. La notoria investigacin de Ien Ang publicada con el ttulo de Watching Dallas (Methuen, 1985; Routledge, 1995) emblematiza probablemente el giro al que aludimos. Apenas unos aos despus de aquella otra investigacin emblemtica de David Morley (1980), hay una versin resumida por el propio autor en Morley (1996), que parta de una dura polmica con la teorizacin de corte funcionalista llamada de Usos y Gratificaciones, la investigacin de Ang concluye con una interpretacin infinitamente ms prxima a ella que a responder al desafo de ser un desarrollo de su precedente.

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condensaron su programa en el famoso lema Lo personal es poltico 20. Ninguna duda cabe acerca de la validez de esta afirmacin. S caben dudas, en cambio, acerca de si acaso los anlisis de las relaciones de poder en la esfera ntima regresaron o no, luego de esa inmersin en lo personal, al campo de las luchas propiamente polticas, enriquecidas, para mejor contribuir a ellas. Creo que no fue as. Por tanto, es posible pensar que la investigacin derivada de esta ptica no satisfizo sus propios trminos. Entiendo que, en parte, el problema que estas orientaciones no han podido distinguir con claridad es el de las contigidades, pero tambin diferencias entre poder y poltica. Las llamadas microfsicas del poder por usar un giro conocido no son ni inmediata ni directa ni necesariamente polticas21.Si olvidamos esta distincin, todo se nos convierte en poltico y corremos el riesgo de sustituir las confrontaciones por el futuro comn con las rencillas de cocina. La otra orientacin a la que hacamos referencia es central entre los herederos de Birmingham, y est desprovista de las ambigedades de la consigna anterior, es la vinculada a las llamadas teoras de la recepcin que proclamaron la libertad de maniobra del televidente ante las cargas ideolgicas que circulan por la pantalla del monitor. La democracia semitica propuesta por John Fiske (1989) es quiz la ms elocuente formulacin de este conformismo neoliberal, pero el ttulo de un conocido trabajo de Ien Ang sintetiza con gracia no buscada la pobreza de este intento de politizacin de la cultura: Las guerras de la sala de estar. Nuevas tecnologas, ndices de audiencia y tcticas en el consumo de la televisin (Silverstone y Hirsch, 1996). Es posible un anlisis de lo cultural que no cancele las tensiones y el conflicto, ms all de los que se registran en las esferas de lo ntimo, en las prcticas de lo cotidiano, un anlisis que indique los caminos para analizar cmo imponen su marca en los modos en los que dirimen las luchas en torno de lo comn las formas que asumen esas prcticas? Nuestra respuesta, claro est, es por la afirmativa y hemos sugerido una de las posibilidades para un anlisis semejante. La hiptesis terica propuesta respecto de las relaciones entre lo pblico y sus plataformas culturales habilita, creemos, a caminar en la direccin de una indagacin por las huellas de la cultura como componente activo de la poltica.

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El giro tal vez fue propuesto por Carol Hanisch (1969). Pero ms all de aquel inicio, la frase se convirti en una suerte de bandera gua para una multitud de trabajos hasta el presente. Es posible pensar que la relacin de los Cultural Studies con la problemtica de gnero entreteji la consigna con un marco conceptual por excelencia transdisciplinario y amplific los alcances de la ptica implicada. 21 Sera de sumo inters, en relacin con estos problemas, rastrear cules han sido los itinerarios seguidos por la recepcin y los usos de la obra de Michel Foucault en el campo de los Women Studies y de los Cultural Studies, particularmente en Estados Unidos y Canad.

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Democracia Por ltimo, unas consideraciones respecto del papel de esta reconceptualizacin general de lo pblico frente a algunos de los problemas propios de una teora de la democracia. En una reiteracin de nuestra estrategia expositiva, este papel podr advertirse mejor contra el fondo de una caracterizacin, aunque sea parcial, del estado de las cosas en los regmenes contemporneos de gobierno que se pretenden democrticos. Son ms que abundantes en la actualidad las referencias a las crisis de representatividad de los partidos polticos y, en general, de las clsicas asociaciones intermedias, as como las referencias a los descrditos de dirigentes y clases gobernantes. Tambin, los debates acerca de las cada vez ms frecuentes y variadas formas anmalas de la representacin popular (v.g., los nuevos movimientos sociales)22, lo mismo que, en general, las alusiones a las dificultades que afronta por doquier la llamada gobernabilidad. Son en cambio muy poco frecuentes las referencias que apuntan a buscar, por decirlo as, los problemas sistmicos que pueden encontrarse tras los sntomas aludidos 23.23 Las mutaciones en curso en el rgimen de gobierno del estado llamado democracia (o democracia liberal, democracia representativa) resultan, qu duda cabe, ms que suficientes para justificar una conceptualizacin especfica, sin embargo ausente. Por cierto, la democracia fue siempre ms un horizonte de aspiraciones que una realidad alcanzada. Pero estas mutaciones parecen capaces de tornar la espera en desesperacin: tienen en comn el llevarnos en sentido inverso, alejndonos cada vez ms de aquel horizonte. Me interesa aqu destacar dos de los fenmenos que mejor emblematizan, a mi juicio, esta inclinacin al contrasentido creciente para las aludidas pretensiones democrticas: por una parte, la muy fuerte tendencia a la administrativizacin casi sin lmite de los procesos decisorios; por la otra, la hiperespecializacin de los asuntos de gobierno y de los procedimientos vinculados. La relacin entre ambos elementos es, a su vez, estrecha y mltiple. Administrativizacin y especializacin conforman dos respuestas, complementarias entre s, a los desafos de la complejidad creciente. Una, el administrativismo resulta una respuesta que aparece sobre todo en el plano de la lgica organizacional. La otra, la especializacin, en la perspectiva de una cierta
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La bibliografa sobre nuevos movimientos sociales que puede sostener esta inclusin es abundante y heterognea. Entre otras fuentes, pueden consultarse estas amplias compilaciones: Dalton y Kuechler (1992), Laraa y Gusfield (1994), Jelin (1989) y Raschke (1994). 23 La hiptesis general de la pospoltica, para aludir al cambio en las relaciones entre economa y poltica, a favor de una suerte de administracin que se presenta neutra, es quiz una de las pocas aproximaciones en ese sentido. Es utilizada, entre otros, por Jacques Rancire y por Slavoj Zizek.

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sustancializacin de las cosas a resolver. Por fin, la especializacin en el nivel de los procedimientos es una forma de la administrativizacin (a la que nos referimos pginas atrs a raz del reemplazo de la poltica por la gestin). Ambas administrativizacin y especializacin convalidan la percepcin de la complejidad, y se refuerzan y justifican mutuamente como respuestas superiores, inscritas en la lgica de las cosas mismas y por tanto inevitables. Ambas, en sus trminos generales, se han sabido ya ganar un lugar relevante en el podio de las principales tendencias prevalecientes. Pero vale la pena traerlas a la discusin sobre todo en la medida en que dan lugar a uno de los ms potentes juegos de restricciones que se hayan sabido imponer a la participacin abierta de grupos de la sociedad civil en el proceso poltico. En otras palabras, ambas suponen un proceso de obturacin creciente de las clsicas porosidades de las instituciones del orden poltico liberal-burgus ante la sociedad civil. Y, al mismo tiempo, validan y consolidan esta obturacin. Dos grandes malformaciones entre las varias que tienden a asumir partidos y asociaciones intermedias pueden inteligirse como respuestas adaptativas ante esta obturacin, o al menos, como fenmenos complementarios y coherentes con ellas: la forma de la corporacin y la forma de la mafia. Una, la corporacin, respuesta organizativa tpica en los sectores con posiciones relativamente ms favorecidas. La otra, la mafia, respuesta de extorsin, ms bien tpica de la cultura de los desvalidos. Ambas distorsiones, corporacin y mafia, de manera distinta pero anloga, dan por supuesto el deterioro de las conexiones que la institucionalidad poltica mantiene con el grueso de la sociedad. Y apuntan con eficacia al desarrollo de competencias especficas capaces de penetrar la coraza administrativista hiperespecializada de los rganos de gobierno, con vistas a compensar aquel deterioro en el mbito de la propia zona de influencias. Ambas garantizan, de modo perverso y bastardo, por medio del desarrollo de estas competencias especficas, cierta defensa y proteccin para el desenvolvimiento de intereses de grupo en el contexto de la impermeabilidad general de aquellos rganos, ocupados por lites tcnicas. Entre ambas, todas las formas del lobby, los grupos de presin, el cabildeo, el secreto y la invisibilidad de los manejos, su inaccesibilidad para extraos. Interesante resulta que, en general, corporacin y mafia implican la transposicin de las reglas propias de lo privado a la esfera de lo poltico. Vanse dos sintomatologas a su vez tpicas del desarrollo de estas competencias y de la transposicin aludida: la corrupcin en lo alto de la pirmide, el clientelismo en su base, quiz sus expresiones ms notorias. De qu tratan corrupcin y clientelismo? De una restauracin del reino de los arreglos personales, es decir, de la incrustacin

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de contratos entre particulares en el medio de asuntos pblicos y para su tratamiento por parte de los institutos de gobierno. No faltan las circunstancias en las que corporacin y mafia se combinan y enriquecen mutuamente, sintetizndose, incluso dentro mismo de los organismos del Estado y para negociar por sus repartos o prebendas, a travs de prcticas corruptas y/o clientelares. Pinsese, por caso, en el ejemplo de los cuerpos de polica de varios pases de Amrica Latina. Tan escaso registro tienen en general los sistemas polticos de estas democracias liberales contemporneas de su propio perfil tecnocrtico de escasa permeabilidad que combaten corrupciones y mafias como si fueran una especie de plaga de la naturaleza, con la que nada los vincula. El rgimen que convoca al desarrollo de estos fenmenos y que, en ltima instancia, es tambin l mismo un rgimen de lites y de sus clientelas, no cimbra con el asedio ni de las corporaciones ni de las mafias. Lo que la ciencia poltica, desde Robert Dahl en adelante, se ha ufanado en llamar poliarquas24 (por fin, parecen sostener, hemos encontrado la palabra para reconocer las democracias realmente existentes!) es de tal carcter que puede absorber sin gran costo nuevas lites al desarrollo de su propia fiesta. Por lo dems, algunas de estas lites, como es el caso de las corporaciones, suelen estar en condiciones de formar sus propios staffs tcnicos capaces de hablar el mismo lenguaje que las lites gobernantes y, llegado el caso, intercambiar posiciones con ellas. En otras palabras: la celebrada alternancia de los grupos en el gobierno del Estado, esa que enciende tantos vanos entusiasmos democrticos, est lista, pero la ciudadana sola. Platn sonre. El gobierno de la repblica es cada vez ms un asunto de especialistas. Este es el cuadro desnudo de las poliarquas que militan bajo las banderas de la democracia pluralista 25. Recurdese: de los aproximadamente ocho siglos de historia continuada de aspiraciones republicanas, son apenas los ltimos sesenta aos (de Schumpeter)26 los que animan al desembozo de reducir la voluntad del demos a una opcin entre lites que compiten entre s.

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El trmino, con el que Robert Dahl reelabora los criterios procedimentales shumpeterianos, fue inicialmente utilizado en su obra Un prefacio a la teora democrtica (1989); la edicin original es de 1956. Con mayor y ms elaborado desarrollo, lo volver a plantear en La democracia y sus crticos (1993). 25 Democracia pluralista es la denominacin, habitual y ambigua, que correspondera al concepto ms tcnico de poliarqua y que ha terminado por sustituir a la ms precisa de democracia procedimentalista. Ambigedad es la que se produce cuando la pluralidad, lejos de suponer la construccin con y por las heterogeneidades, remite a la existencia un haz de lites que compiten por el favor del electorado. 26 En 1942, en su celebrrimo Capitalismo, socialismo y democracia (1984) Joseph Shumpeter pone fin a la discusin clsica sobre la democracia, para sugerir con xito que la demarcacin emprica de lo que es y lo que no es democracia remita a los procedimientos que emplee para la formacin de sus gobiernos. El principal de ellos: elecciones peridicas con lites en competencia.

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El problema, claro est, puede concebirse como de representacin. Y no uno meramente de coyuntura, o de uno u otro partido. Es posible que en las repblicas de escala demogrfica y complejidad social contemporneas se sostengan mediaciones polticas aptas para la representacin de la voluntad del demos? No lo s, pero s es claro que los expertos del administrativismo actual no dan en absoluto la respuesta adecuada. Por el contrario, parecen insistir de hecho en que el destino de las repblicas contemporneas, si tienen alguno, es ms bien oligrquico 27. La idea de representacin abon, desde fines del siglo
XVII

y principios del

XVIII,

un

horizonte epistmico que acompa a la Modernidad, tal como Foucault (1964) nos ayud a vislumbrarlo. La idea de representacin, segn parece, se extendi del teatro a la poltica, pasando por los signos de la lengua. Todo funcionara con fortuna mientras la representacin se dejara entender como el perfecto juego de sustituciones entre las cosas y sus presentificaciones en ausencia. Pero la segunda mitad del siglo
XX

hizo patente que, en ltimo trmino, el destino de toda representacin es fracasar

en este calce para dar parcialmente lugar, en cambio, a lo que no estaba en ninguna parte, a una cierta otra cosa. Hemos hecho ya referencia al punto. Ricoeur (1989) alude a este desfase trabajando sobre la diferencia que en el alemn proponen los trminos Vorstellung y Darstellung. Pero bastara aludir a la crtica semitica contempornea de la llamada ilusin referencial para acercarse a la misma problemtica. (Podra por lo dems sugerirse que es en el fracaso de toda representacin donde yace el dispositivo del descentramiento del sujeto l no es lo que se representa de s tanto como el dispositivo que hace imposible la anhelada restitucin plena de la comunidad por la poltica, y obliga a reiniciar las luchas: ella tampoco es si es que acaso es algo lo que sus representaciones de s pretenden). En el caso especfico de la representacin propiamente poltica, segn la concibe la institucionalidad republicana, el desajuste se ataja de manera clsica por medio del criterio de la fiducia, por la cual se entrega al representante un voto de autonoma para decidir ms all de los mandatos explcitos. Las observaciones que me parecen pertinentes aqu son dos, una de ellas alusiva a la escena contempornea, la otra a las debilidades de la nocin republicana misma de representacin. La primera: el descrdito en el que han ingresado las instituciones polticas indica no slo unos ciertos lmites de la fiducia para tramitar el desfase sino antes bien la puesta en cuestin de la fiducia misma como criterio, al menos en su modo cannico. A eso remite, precisamente, el mismo trmino utilizado: des -crdito. La segunda es de
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En otro lugar y en el marco de una discusin del concepto de poliarqua, opt por referirme a esta forma oligrquica con la designacin ms precisa de poliarqua tutelar (Caletti, 2003).

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aristas ms complejas: de qu manera puede darse sostn y circulacin a la fiducia en un contexto que no slo tiende a la cancelacin de la comunicacin poltica sino que incluso se ha esforzado por quebrar las conexiones entre poltica y cultura, esto es, entre la lucha por el futuro comn y los procesos identitarios desde los que se afronta la batalla? En particular en Amrica Latina y hasta hace apenas un cuarto de siglo, los puentes tendidos entre identidades culturales y polticas constituyeron una clave imprescindible para acercarse a los fenmenos y procesos propios de la legitimidad, sobre todo en torno de sus sectores dirigentes ms tradicionales, pero no slo en ellos. Esos puentes se desmoronaron, en medio de las loas de los voceros de la modernizacin. Segn ellos, ahora los ciudadanos de nuestros pases deciden racionalmente su voto. Eso afirman, mientras venden candidatos como perfumes. Es muy posible que aquellas conexiones no abrieran ningn camino de maravillas hacia el despliegue de la voluntad popular. Pero la nueva escena que a su turno advino, me pregunto, la garantiza acaso un pice ms? No debe sorprendernos, en este sentido, que las disposiciones polticas de las ciudadanas de Amrica Latina tiendan con habitualidad desde entonces a un cierto erratismo y a la levedad de sus compromisos. Ni tampoco habr de sorprender que sean igualmente frecuentes las irrupciones ciudadanas al margen de las formas organizativas supuestamente creadas para su expresin. Sugiero que es en este escenario donde lo pblico y, en particular, la opinin pblica, adquiere una importancia decisiva. Que es en este contexto donde resulta inteligible el modo obsesivo en el que las lites tcnicas se afanan por rastrearla, homenajearla, capturarla y redisearla en lnea con sus requerimientos administrativos. Que es aqu donde ese supuesto homenaje remata en los dispositivos de retroalimentacin que sealamos pginas atrs. En este contexto, todo aconseja seguir atentamente los procesos y movimientos que se dan en el espacio de lo pblico, porque tambin es desde ese espacio donde la sociedad civil, en permanente disputa por su autonoma, juega sus oportunidades de intervencin, donde propicia la emergencia de nuevos actores, e insiste aunque dbilmente con el derecho al control de las decisiones oficiales, ahora con frecuencia reducido a la transparencia. No slo se trata de que para la ciudadana comn el espacio pblico es el nico en el que puede iniciarse y ganar sentido una accin poltica. Tambin se trata de que es en l donde la ciudadana parece encontrar, sin buscarlo, el ltimo rescoldo, informal y difuso, para su propia representacin poltica.

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A ms de 215 aos de The Federalist Papers28, el problema de la representacin vuelve al centro de las preocupaciones en relacin con los regmenes polticos contemporneos. Deterioradas y fisuradas las formas de mediacin poltica sociedad/Estado que fueron concebidas en este lapso, desnuda la cuestin, la autorrepresentacin que la vida social an hoy elaborada en el espacio de lo pblico, asoma como el prximo, sordo, campo de batalla. All est el instituto del sondeo, alistado para librarla desde una de sus orillas. La ahora llamada comunicacin poltica (teora y praxis de algo que no es ni comunicacin ni poltica) avanza a paso firme hacia la lnea del frente. Asociada a las prcticas del sondeo, solicitada, avalada, financiada y usada por las lites polticas, es la caja de herramientas llamada a cumplir la tarea de avanzada, las tareas pedaggicas primarias, tales como instalar un par de nociones simples y contundentes en el sentido comn, en armona con los requisitos de las lites tcnicas, expertas en la administracin racional de las cosas. Tiene definiciones claras y operativas respecto de lo que es la poltica, de lo que es la comunicacin, y de lo que es lo pblico y la opinin pblica; ideas, claro, diametralmente opuestas a las que hemos sostenido aqu. Ya lo resumimos: Sepa ahora usted lo que quera decir y no se animaba a reconocer. Quienes estamos implicados o prximos al campo de estudios de la comunicacin mantenemos una deuda impaga (y onerosa) ante este avance rampante de la llamada comunicacin poltica. sta parece aceitar sus sables para redefinir por largo tiempo la versin dominante de los trminos y de la relacin que quepa establecer entre ellos, mientras quienes estamos en desacuerdo nos limitamos a gestos de desprecio o a la ignorancia de sus operaciones. Ningn grito de alarma ser demasiado ante este pequeo drama en ciernes. Los destellos de la opinin pblica, entendida como la genuina produccin de los intercambios propios de la vida social y enunciados bajo una luz tambin pblica, constituyen potencialmente la ltima frontera de la representacin poltica, en el marco de regmenes de gobierno del Estado como imperan en buena parte de Amrica Latina que se inclinan ms y ms hacia formas propias de la repblica oligrquica. Si abandonamos esta ltima frontera, desde lo terico y desde lo prctico, a sus colonizadores sondeocrticos (Zolo, 1995), habremos hecho, sin dudarlo, un aporte pequeo pero significativo a la expropiacin de nuestro futuro.
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En aquellos textos, el problema de la representacin transita uno de sus captulos histricos decisivos. La opcin de los congresistas estadounidenses tendr considerables consecuencias en las repblicas que habran de nacer aos ms tarde, ya en el siglo XIX (Hamilton, 1943).

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Sujetos La ltima de las reflexiones a compartir en estas pginas, tiende un puente entre las dos anteriores. En el primero de estos apartados se intent trazar algunas pinceladas en torno de las tendencias a la extincin de la poltica en manos de la administracin, a partir de una de sus operaciones emblemticas, la expropiacin del decir del demos bajo el disfraz de la consulta demoscpica. En el segundo, como contrafigura, se busc sostener una reconceptualizacin de lo pblico que contribuya al entendimiento de las formas no administradas de la vida social al tiempo que abra caminos para pensar en contra de (a) la fetichizacin de la tecnologa, (b) la despolitizacin de la cultura, (c) la aristocratizacin de la repblica. Los avatares del decir y la posibilidad de su intervencin poltica en el espacio pblico obligan a detener un instante la mirada en el contencioso asunto de los sujetos en cuestin. Dado que nuestro propsito es concertar a travs de este aspecto algunas lneas de anlisis ya sugeridas, nos bastar la brevedad. Premisas La capacidad de la vida social de verse y representarse a s misma funda la posibilidad de la constitucin de sus particulares, singulares o colectivos, en sujetos de la poltica. Con ms precisin: los sujetos de la poltica se constituyen por excelencia en el espacio pblico, en la misma medida en que la posibilidad de una intervencin sobre el futuro comn requiere primero encarnar algn fragmento de la ilusin en juego, siendo que toda esta ilusin se construye, y slo se construye, bajo el modo de su publicidad. Qu es la poltica, a juzgar por los sujetos que la entraman y sus modos de entramarla?, cmo entender/anticiparse a las formas de lucha de la ciudadana comn que sean capaces de torcer el oscuro rumbo de los acontecimientos del presente?, es posible pensar la produccin de subjetividades polticas de tal manera que se entienda mejor esa emergencia de formas de protesta anmalas que irrumpen hoy en el espacio pblico y que amenazan con desquiciar prcticamente toda la teora social y poltica ensayada en buena parte de los siglos
XIX

XX?

No habr

aqu respuesta a tamaas interrogaciones, pero nos anima el propsito de puntualizar en este contexto algunos elementos de juicio que, creemos, se encuentran en relacin estrecha con los vertidos anteriormente. Ocurre que la palabra sujeto y sus asociadas: subjetividad, subjetivacin ingres, en los ltimos tal vez quince aos, en una vorgine de apariciones en los mundillos

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intelectuales. Usos y abusos tan distintos, tan contiguos se entremezclan en el torbellino. Las condiciones para ello fueron emergiendo, quiz, unas cuatro dcadas atrs, cuando la teora social comenz, luego de tocar los lmites de la pretensin cientificista, a volver la vista hacia textos y perspectivas que haba desechado en las anteriores seis. Todo lo que hubiera sido sospechoso de hacer a un lado el credo de la ciencia objetiva haba sufrido la marginacin o el silencio. Lo ocurrido con buena parte de la potente sociologa clsica alemana (Ferdinand Tnnies, Georg Simmel, incluso parcialmente el mismo Max Weber, tambin Alfred Schtz) es una fuerte indicacin al respecto, lo mismo que lo ocurrido con el llamado interaccionismo simblico estadounidense, desde George Herbert Mead en adelante. Cuando, desde trayectorias muy distintas, un Giddens, un Bourdieu o un Habermas se plantean en aos recientes construir miradas de anlisis que repongan la posibilidad de una sociologa con sujetos y no slo con agentes 29; es a estas fuentes marginadas que regresan Goffman, Schtz, etc. La tarea revela, por momentos, distancias casi irreparables, resultados difciles. A lo largo de la Modernidad, la nocin de sujeto asumi una amplia variedad de formas, desde el sujeto por el cogito hasta el sujeto trascendental, pasando, claro est, por el sujeto por el para-s de la clase. Sin embargo, esta variedad y el destino de sus lneas no hacen sino volver visible la manera densa con la que este quid parece capaz de comprometer y poner en jaque la entera ontologa de Occidente. Parece que todo ocurri como si el parto de las llamadas ciencias sociales, luego de algunas hesitaciones, hubiera tenido lugar en la denegacin de esta insistencia molesta, insistencia filosfica al fin, por la cuestin del sujeto, viejo rin de la metafsica. Ms: desde que Durkheim gan la batalla contra los varios presuntos psicologismos que se pretendan base para la edificacin de una teora social general, las aguas se partieron y al menos visto desde estos problemas que hoy nos reclaman elucidacin se partieron mal30.
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En nuestra opinin, la obra de los tres pensadores puede entenderse integralmente, aunque en claves distintas, como proyectos de trabajo orientados a suturar las distancias labradas por la pretensin cientificista. En particular, Giddens (1995); Bourdieu (1991); Habermas (1987). 30 El debate tuvo lugar, en especial, con y contra Gabriel Tarde. Pero sus efectos fueron largamente ms all de este contendiente. La siguiente consideracin de Bruno Latour [transcrita de Latour, B. Gabriel Tarde and the End of the Social (2003)] ilustra con elocuencia la alusin a Tarde, pero vale igualmente para otras sociologas desechadas: As is written in the official history of the discipline, Tarde, at the turn of the former century, was the major figure of sociology in France, professor at the Collge de France, the author of innumerable books, whereas Durkheim was, at the time, a younger, less successful upstart teaching in the province. But a few years later, the situation had been completely reversed and Durkheim became the main representant of a scientific discipline of sociology while Tarde had been evacuated in the prestigious but irrelevant position of mere precursor and not a very good one at that, since he had been for ever branded with the sin of psychologism and spiritualism. Since then, main stream social theory has never tired of ridiculing Tardes achievement and I must confess that I myself never enquired further than the dismissive footnotes of the Durkheimians to check what their rejected precursor had really written.

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La cuestin del sujeto qued del lado de lo psi o de cierto idealismo fenomenolgico y fuera de lo social. Sociedad e individuo resultaron canonizados como dos universos excluyentes, claros y distintos. Menudo precio a pagar. Dos cuentas hermanas atestiguan su monto. Por una parte, el largo olvido acerca de la produccin siempre social de los sujetos y de las subjetividades. Por la otra, la resistencia a pensar, a la inversa, las huellas de las subjetividades en la produccin siempre social de la historia. Suelo creer que este doble nudo configura uno de los lastres ms pesados para los vuelos de la teora social. A la vista de lo histrico, es decir, de lo poltico, la nocin de sujeto qued congelada en la operacin de pinzas que le tendieron las figuras del hroe y o bien del zombi. Habra que decir, mejor, en la operacin de pinzas abierta entre los ms osados idealismos y los ms rudos determinismos. Apenas si quedaba en pie, trastabillando, aquella indicacin de El 18 Brumario, a saber, que los hombres hacen la historia bajo condiciones dadas. Pero la teora social prevaleciente opt ms bien, digamos, por el zombi. Esta es la situacin que al parecer viene cambiando en las dcadas recientes. Los modos del cambio son heterogneos. Me interesa destacar aqu las revisiones del problema puestas en marcha por las influencias de y las conexiones con dos campos disciplinarios, filosofa del lenguaje y psicoanlisis, que nos resultan de especial inters. De distintas maneras, estas influencias se dejaron sentir, desde los sesenta y despus, en los territorios de dos de los ms ambiciosos programas de investigacin de las ciencias sociales, marxismo y estructuralismo, dando lugar a un haz de nuevas miradas sobre el problema del sujeto 31. Otras orientaciones retomaron ms directamente el hilo de las meditaciones de Nietzsche y de Heidegger. Claro que no acaba all el mapa. Habra que mencionar, al menos, los que en aos recientes aportaron su relectura de Spinoza. Y tambin es del caso sealar otros enfoques, mezclas a veces del sentido comn y de lo que Castoriadis llamara el pensamiento heredado que patentizan, quiz, algunos de los riesgos en juego. Vaya el que quiz es ms notorio: una suerte de neohegelianismo gana espacio en los crculos orientados a los estudios de la cultura, donde una variedad de mentalidades, imaginarios y resemantizaciones aparecen capaces de orientar y resolver, casi por s mismos, el curso de los acontecimientos. Nuestras indagaciones que se encuentran en este sentido an en sus comienzos buscan evitar una recada. Lo que en ella sucede es que bajo el manto de menciones lacanianas, althusserianas, foucaultianas o deleuzeanas (que cumplen el rito de lo tericamente correcto), se repone una tendencia a la sustancializacin del sujeto, asumido en los hechos como origen, centro o fuente de procesos histrico-sociales. No
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Para con ellas tenemos, como se ha visto, buena parte de nuestras deudas tericas.

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otra cosa a escala menor implica la ya mentada democracia semitica de John Fiske. Una desustancializacin radical de la problemtica del sujeto nos lleva a plantearnos la heterogeneidad pragmtica de los plexos de su despliegue. El sujeto no es origen, no es centro, no es fundamento, no es fuente de sentido 32. Desde nuestro punto de vista, para las ms notorias de las tendencias apuntadas es antes bien efecto de procesos (sean de interpelacin, de prcticas que organizan dominios, de enlaces significantes en la superficie del discurso, de la relacin imprevista con la verdad del acontecimiento). No hay, pues, un problema del sujeto, hay una variedad de contextos en los cuales las subjetividades cobran cuerpo en y por las relaciones concretas respecto de las cuales operan los dispositivos propiamente humanos de la reflexividad. Ya hemos sealado que esta reflexividad da pie al descentramiento de la representacin, la propia y la del mundo, da pie a un desquicio cuyo emerger ignorante llamamos conciencia. No debera sorprender una afirmacin de esta ndole. La tradicin filosfica ensea que sujeto es el titular de un acto especfico, darse a s mismo como objeto. Quedara apenas por aadir que este darse es el acto de un desconocimiento. As y sin pretensiones exhaustivas es dable pensar desde esta perspectiva, y antes que en el sujeto, en los sujetos del deseo, en los sujetos de la sensibilidad esttica,en los sujetos de la accin33.33 Distinguir convenientemente estos plexos, y los modos de desplegarse e intervenir en ellos de parte de las subjetividades que all emergen, tal vez nos permita en un futuro inteligir mejor las formas de esas intervenciones, es decir, de su existencia concreta, su nica existencia 34. De lo dicho, tres caractersticas constitutivas. Una: reflexividad, pues, que va implcita en la definicin y ya reiteradamente aludida en estas pginas. Dos: relacionalidad, ya que me doy como objeto a travs de las

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Hay cierta tendencia a sentenciar como obsoletas las indagaciones en torno a la problemtica que aqu abordamos, particularmente en su vertiente de corte epistemolgico (objetivismo/subjetivismo). No es necesario pedir ayuda a la variedad de textos de primera lnea que lo desmentiran con su sola presencia. En ocasiones ocurre que se declara obsoleto lo que no ha podido resolverse. La teora del conocimiento an le debe una respuesta al psicoanlisis. 33 En un texto poco conocido, indito en vida del autor (Althusser, 1996), el terico francs explora la posibilidad de concebir distintas formas sujeto para concluir que, por definicin, todos ellos son ideolgicos, de acuerdo, claro est, con su propia conceptualizacin de lo ideolgico en general. A nuestro entender, este carcter constitutivamente ideolgico queda comprendido en lo que hemos llamado el fracaso de la representacin (Laclau, 2002), pero no cancela sino, por el contrario, reclama distinciones ulteriores acerca de las distintas modalizaciones del representar, segn la naturaleza de las relaciones puestas en juego. 34 Los tres plexos aqu indicados, de manera tentativa, no lo han sido al azar ni agotan la cuestin. No nos es posible ahora dar cuenta de la argumentacin que nos conduce hasta ellos. Valga aqu destacar apenas que entendemos la enunciacin como una forma de accin y, por ende, el plano de la accin como otro modo de aludir al plano del discurso (Ricoeur, 1998).

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relaciones con otros, con lo otro, y en la diferencia con ello me constituyo como uno que presupongo al otro. Tres: descentramiento, por el fracaso de mi propia representacin de m (donde pienso no soy, donde soy no pienso, le contradir Lacan (1988) a Descartes. Tal vez la mentada nocin de descentramiento cumpla un papel particularmente relevante en la articulacin general de las conjeturas que aqu se exponen. Por cierto, no hay novedad en la tarea que le cupo a la idea de descentramiento en la demolicin del sujeto moderno. Desde nuestro punto de vista, y como se habr advertido, esta tesis contribuye a precisar el carcter y la relevancia de lo que va de la representacin a su fracaso, fracaso que a su vez se encuentra en la base de las precariedades tanto del sujeto singular o colectivo como de la vida social en general. Siempre desde nuestro punto de vista, esta inflexin es responsable del carcter indisociable de las relaciones entre creacin y repeticin. Podra jugarse con las palabras: cuando se supone repetir se crea, cuando se supone crear se repite. Desinencias Ahora bien, adnde nos conducen las distintas puntualizaciones hechas? Tal vez subyace en ellas una bsqueda, a sabiendas de que configura antes un verdadero programa de investigacin y no el cometido de un ensayo breve. A saber, la bsqueda de un marco conceptual que nos permita reponer los horizontes de la transformacin por la accin de sujetos relativamente autnomos, luego de que, en los ltimos 30 aos, hayamos asistido a la cada y disolucin de una pltora de cambios histricos imaginables, los mismos que haban sido deliberadamente perseguidos, quiz desde la Revolucin Francesa. Poltica, en la perspectiva de lo planteado, es el litigio incesante entre dicentes por la representacin de lo comn y de las diferencias, litigio que se despliega por excelencia en el espacio en el que esas representaciones vienen oficiadas, el espacio de lo pblico. Como cualquier litigio, como cualquier batalla, la poltica compromete el futuro. Ms: a su horizonte est dedicada. Por l se lucha cuando se lucha para despejar los obstculos que interpone el presente. Decir es propio de ciudadanos dotados de una cierta autonoma y de sus mandatarios. Son ms de uno los que quedan excluidos por esta definicin. Valga decir: no todos son sujetos de la poltica. Quedan afuera, claro est, tanto hroes como zombis. Pero tambin y sobre todo los tcnicos, los administradores (en tanto que tales), que por peticin de principio hablan por boca ajena, por boca de la lgica que los requiere y a la que remiten sus servicios,

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aunque ni lo sepan; son parte de lo que Kant encuadrara como minora de edad y que, como tales, se comportan en los marcos de la heteronoma. Por cierto, para pensar la cuestin de los sujetos, la poltica es un campo de privilegio. Nada sera de ella sin este modo del ser, precario y empecinado, que pretende dirimir diferencias y resolver maanas, hacer el mundo donde todava no es. Tal vez pensbamos sobre todo en ella, la poltica, cuando nos preguntbamos por las huellas del objeto en el sujeto y del sujeto en el objeto (valga, por decirlo de otro entre diez modos posibles, por las huellas de la historia en la forma que toman nuestras esperanzas, por las huellas de nuestras esperanzas en el curso futuro de la historia). En el territorio de la poltica, el entendimiento de este cruce es decisivo. El decir verdadero, el que pugna por la representacin de lo futuro fallando en el calce al que anhela con lo que todava no es, ocurre en este cruce, y slo en l. Lejos de cualquier conceptualizacin idealista, este sujeto de la poltica viene fundado desde un real que es incapaz de ser puesto en decires, y viene fundido a los decires que le dicta su especfica elaboracin de la experiencia vivida. As las cosas, los problemas planteados desde el principio de estas pginas, parecen poder advertirse ahora en una cierta redondez. La poltica se despliega en el orden de un decir que, puesto a la luz de lo pblico (tecnolgicamente organizada y sostenida), participa en la elaboracin de las figuras por las cuales la vida social se concibe y presenta a s misma, y que al mismo tiempo que confronta con otras figuras igualmente elaboradas, procura en su litigio intervenir en la construccin de lo por venir en comn, con y contra los institutos especializados de gobierno del Estado. En esta tarea incesante, la vida social se apoya en y reprocesa su memoria, sus tradiciones, su cultura, a la vez que vehiculiza sus fantasas, anhelos y temores, define y ejerce su autonoma y crece en ella, se pone a parir los sujetos concretos y variopintos de la intervencin poltica que emerger en su nombre. El decirautorrepresentativo-de-unos-sujetos aparece como un giro verbal donde cada trmino resulta inseparable de los otros. De lo sugerido, cae por propio peso que el entramado de la subjetividad en la poltica sigue, pues, las lneas de un sencillo tringulo: el futuro/yo-nosotros/el-los otro(s). El vrtice del futuro lo hemos anticipado. Dirimir un conflicto, decidir un maana, avanzar hacia lo que an se espera, entre otras, son las formas elementales por las que se entrev el lugar constitutivo que cabe advertir para la poltica. La relacin con lo futuro se desenvuelve a su vez en un juego de tres trminos bsicos: el anhelo, el miedo, la promesa. No hay poltica sin estas tres estaciones de la subjetividad enlazadas a lo porvenir. No la hay sin promesa, la que los sujetos de la poltica se

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hacen a s mismos y los unos a los otros acerca del resultado de la disputa y acerca del da despus, la promesa que subyace a toda relacin fiduciaria y, por excelencia, la que da lugar a las formas habituales de liderazgo o de representacin poltica propiamente dicha. Pero no la hay tampoco sin miedo a los dolores de la derrota o a las consecuencias tal vez peores de evitar el litigio; sin miedo, en fin, a la dominacin sin fin por el otro. Y no la hay, por ltimo, sin el anhelo de lo distinto, de lo del maana. Tal vez pueda ensayarse el repensar, desde un cierto ngulo de metonimizacin, los tres grandes contratos Hobbes, Locke, Rousseau con el predominio respectivo de uno de estos tres trminos de enlace a lo futuro: el miedo en Hobbes, la promesa en Locke, el anhelo en Rousseau. El vrtice de la primera persona se enhebra en los colectivos de identificacin, y el nosotros nacido en procesos impensados de afinidades culturales o prcticas se espejar a s mismo en su relacin con lo futuro, con los miedos y anhelos que estos procesos le endosan, con la orientacin y forma que asume, entonces, su litigio, y en la relacin de diferencia o adversidad que entablan en el mismo espacio (pblico) en el que no cesan de elaborar fallidamente su propia autorrepresentacin, a partir de trminos de visibilidad recproca. La calidad o la perversin de la poltica puede traslucirse, mucho ms que por si se espectaculariza o no en las pantallas de la TV, por el anlisis de los nosotros que se constituyen enunciativamente en el espacio de lo pblico. Algo huele mal en Dinamarca cuando los colectivos de identificacin remiten antes a grupos cerrados (por ejemplo, los casos ya mencionados de corporaciones y mafias) que a grupos abiertos y comprometidos en la tarea de su propia ampliacin. O, tambin, algo debe llamarnos la atencin cuando la protesta se resuelve en los horizontes inmediatos de la propia demanda puntual, como es el caso de muchas de las reivindicaciones del presente que he denominado provisoriamente anmalas. En ambos casos se trata, en mayor o menor medida, de una fuerte seal que advierte sobre un trnsito especfico que parece caracterizar las pretendidas democracias contemporneas: el trnsito de la poltica como instancia de anhelos de universalidad, a la poltica como instancia de defensa de procesos de particularizacin. La orientacin particularista y particularizante cierra el crculo de la lgica corporativa de las lites: desde esta cultura, a las lites slo se les puede (y suele) cuestionar la gestin cumplida, pero no la condicin. Vale al respecto preguntarse por el destino del ya aludido sinfn de manifestaciones contemporneas de protesta de sesgo particularista35. Quiz esta tendencia sea propia de toda repblica de formas
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En relacin con la conceptualizacin de los trminos particularismo/universalismo, hago mos en lo principal los argumentos expuestos por Ernesto Laclau (1996 y 2003).

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oligrquicas, donde el proceso de defensa de la particularizacin viene iniciado por las propias lites dominantes. Quiz lo sea ms bien, como sostiene Zygmunt Bauman (2003), de la cultura de los poderosos y triunfadores, simplemente tpica del actual mundo capitalista, o quiz alcance con incluirla entre las consecuencias de la sociedad del riesgo que analizara Ulrich Beck (2002), idea en la que a su vez se inspir el propio Bauman. El tercer vrtice incorpora otras complejidades. El otro de cualquier colectivo de identificacin, en rigor, tiene un desdoblamiento de primera importancia que ya indagara de modo frtil e influyente Carl Schmitt 36 entre el t del reconocimiento y el l de la denegacin. Entre ambos, lo comn en disputa, objeto de un deseo. Uno, pasible de la confianza, de la alianza, de la incorporacin al nosotros, merecedor del esfuerzo del decir comn. El otro, motivo de antagonismo, objeto de aniquilacin (fsica o moral), soporte de estigmas, estereotipos y calamidades, habitante obligado del ellos cuando la lucha lo pone irremisiblemente enfrente. Ahora Las reflexiones vertidas dibujan una escena oscura en cuanto al presente de la poltica. Las llamadas democracias liberales (o representativas), triunfantes y sacralizadas en Europa y Amrica posmuro, viran notoriamente hacia formas oligrquico-tutelares, y los vnculos que sostienen con las ciudadanas que les dan sustento parecen ser cada vez menos slidos o, dicho de modo preciso, cada vez ms fundantes de nada (volveremos sobre el punto), mientras la administracin ocupa de manera creciente el lugar de lo poltico. Qu es lo que puede advertirse en el interior de estos marcos generales? Dirigentes que pugnan entre s, minuciosos clculos mediante, por su propia rotacin en las posiciones de preeminencia; colectivos dispersos y con frecuencia de baja organicidad que o bien murmuran o bien gritan, en medio de la marcada dificultad por tan siquiera alcanzar las condiciones para una confrontacin que los constituya en actores del futuro. Por ltimo, ciudadanos, claro, que responden alternativas por cuestionario. Esta es la escena. O, digamos mejor, esto es lo que de la escena remite inconfundiblemente al presente. Sus trazos no hacen ms que destacar las condiciones de radical asimetra que se establecen hoy entre las relaciones de fuerza desplegadas en la esfera pblica. La asimetra no es una cuestin que quepa banalizar por medio de lo relativamente poco novedosa que aparentemente resulta. Porque tampoco se trata de la asimetra
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Vase el concepto de amigo/enemigo (Schmitt, 1991).

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que hayan podido atestiguar las generaciones inmediatas precedentes. Hace tal vez unos dos siglos y medio que las relaciones de fuerza entre el orden y sus amenazas no se encontraban, como hoy, en un punto de tanto desequilibrio como para que la poltica pudiera asumir, como sucede en el presente, esta apariencia del disolverse entre las maniobras de la mera administracin de lo dado. Las batallas propiamente dichas no parecen necesarias para las lgicas conservadoras. Todo ocurre como si el orden lo principal de l se conservara por s solo. Apenas escaramuzas (agua a presin para disolver protestas globalifbicas), guerras patticas (el ejrcito ms poderoso y sofisticado del planeta invadiendo uno de los pases ms pobres y atrasados para buscar a un forajido que se esconde en sus grutas), u otras donde el patetismo es reemplazado por el escndalo de la villana y el sinsentido. En las esferas locales de nuestros pases, donde las batallas han incluido los derrocamientos de dos presidentes (Snchez de Losada y De la Ra) y la puesta al borde de otros dos (Toledo y Gutirrez), se trat, en verdad, de restaurar el orden y no de subvertirlo. No creo, empero, que quepa hablar de pospoltica, o que ello tenga ms sentido que denunciar la existencia de un lmite, peligrosamente cercano, por cierto, aunque por definicin (queremos suponer) inalcanzable. Digmoslo de otro modo: si para que efectivamente haya poltica debe haber disputa, y una disputa tal que sus contendientes encarnen ms que ellos mismos en relacin con los futuros posibles de la vida social, entonces la pospoltica, estrictamente hablando, supondra una escena del todo carente de estas disputas cargadas de exceso significante. Y no es para nada el caso ni cabe confundirse. Con aquella carencia se abrira al mejor estilo Fukuyama el abismo de la repeticin (casi) infinita, de la dominacin (casi) absoluta, de la sustitucin de toda historia por colecciones de pequeos relatos. No es de lo que trata el presente, si bien el extendido giro ms de lo mismo (por acudir tan slo a una pincelada costumbrista) da cuenta de la proximidad de esta frontera, esto es, de la ndole del proceso en marcha. Se trata pues de pensar la prolongada, anonadante, coyuntura contempornea en la clave que la signa, la de una cierta restauracin del orden, restauracin que no cesa de amenazar con la desaparicin de la poltica bajo la forma de la administracin neutralizada de la vida colectiva. Ahora bien, son dos, en este sentido, los aspectos que quisiramos destacar en un primer acercamiento a la escena. Uno de ellos, ms bien orientado a la caracterizacin de las relaciones ciudadana/gobierno (digamos: eje vertical), el otro ms bien con foco en la relacin de los actores entre s (digamos: eje horizontal) y en las

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modalizaciones de la subjetividad poltica a las que este encuadre invita. Ambos han sido ya delineados. Permtasenos ampliar algunas de esas lneas. En relacin con el primero de los ejes aludidos, sealamos la debilidad que es posible constatar en estos vnculos. La debilidad no pasa por los ndices de aceptacin o rechazo que alcanzan los rostros visibles de las lites dirigentes en los sondeos. Pasa, antes bien, por la percepcin de exterioridad que la ciudadana registra respecto de los institutos de gobierno. Conviene reparar en esta diferencia, sobe todo cuando luego de procesos diversos de enorme desgaste, las lites dirigentes lograron colocar al frente del gobierno del Estado, en varios pases de nuestro continente, figuras que tienen en comn el mantener altos ndices de aceptacin entre las sociedades respectivas: por ejemplo, Fox en Mxico, Uribe en Colombia, Kirchner en Argentina. Los ndices respectivos no necesariamente deben entenderse como contrapuestos a esta percepcin de exterioridad, y se parece ser el caso en los pases aludidos 37. La volatilidad de los respaldos (tal como pudieron observar, en su momento, otros con niveles de aceptacin inicial semejante, tales como Toledo, Gutirrez, De la Ra) es el sntoma ms inmediato de esta exterioridad. Los ndices de descrdito de los segmentos dirigentes una suerte de nueva coloracin que, en distintas medidas, ya no falta en ninguno de los escenarios polticos de Occidente es su eventual efecto de saturacin. Tampoco esta lgica de exterioridad es una novedad radical, y de signos ms o menos semejantes est llena la historia poltica de nuestros pases desde hace dcadas. Pero el hecho de reconocer antecedentes no vuelve menos recomendable preguntar por las elementales consecuencias de semejante vector, en particular si como sostenemos que sucede en el presente esa exterioridad parece a la vez volverse ms y ms extensa as como ms y ms honda. Este proceso no entraa violencias, no se trata de ninguna sintaxis de ruptura. Y probablemente ello atente contra su visibilizacin. Por el contrario, parece ms bien producirse como una degradacin paulatina. La hiptesis que hemos insinuado en torno de un rgimen tutelar tiene aqu sentido. El pacto que funda la organizacin del Estado moderno supone de modo necesario e imprescriptible lo que cabe llamar regla del concernimiento recproco entre ciudadana y gobierno38. De otro modo, la ciudadana no es posible y el Estado moderno tampoco. Dicho en otros trminos: ni una ni otro son concebibles sin el compromiso de la
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Tampoco debe confundirse esta exterioridad vivida con la exterioridad que, en el plano conceptual, es dable establecer entre sociedad/Estado, ciudadana/gobierno. En este ltimo caso, se trata de la exterioridad que es necesaria para que los trminos se constituyan como tales. En el primero, se trata, muy en otro orden de fenmenos, de una exterioridad que nubla el reconocimiento de ese formar parte de, precisamente, un juego de trminos en relacin de diferencia. 38 Para un desarrollo especfico de esta hiptesis, vase Caletti, 2003.

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primera de sostener, controlar, ser parte de, y someterse a, las formas del segundo. Cuando esta regla de concernimiento se resquebraja o se infringe, en la misma medida es posible afirmar que la tendencia es a una soberana que se aleja de la ilusin de ser del pueblo, la tendencia es a una repblica que vuelve a formas oligrquicas y a un ejercicio del poder poltico, si acaso se cultiva el mito democrtico, que asume caractersticas tutelares. La ciudadana, modalidad que los modernos imaginaron como subjetividad poltica principal, se precariza. Los vnculos entre ciudadana y gobierno, habamos dicho, dejan de ser el fundamento de la organizacin poltica para, en cambio, fundar nada. Cuando, in extremis, el desconocimiento recproco sustituye al concernimiento recproco, lo que resulta imposible es la representacin. Y no importa para el caso que haya unos ciudadanos que voten por unos diputados. Ser un ritual vaco cuya reiteracin no har sino ratificar su carcter de artificio. La clave de cualquier representacin ilusoria, fallida, etc., pero en alguna medida vivida como tal radica en el exceso significante al que aludamos al hablar de los contendientes en disputa. Cuando este exceso brota, la representacin podr seguir la forma del voto u otra, pero la identificacin que es necesaria para que unos hablen en nombre de muchos ser, al menos, posible. Cuando este exceso mengua, cuando el dirigente que fuera no me significa nada sino el ser uno ms de la serie, la posibilidad de la identificacin ideolgica, sociocultural, religiosa, etctera, se extingue y los horizontes de la representacin se colapsan. Volvemos al principio de estas pginas: nada se dice efectivamente, todo se torna parloteo y sinsentido. Si se revisa la historia de la configuracin de las fuerzas polticas intervinientes en muchas de las nacientes repblicas del siglo
XIX

y de all en ms, puede advertirse una

cierta constante que, en rigor, no debera sorprendernos: desde John Adams y Thomas Jefferson el preciso lugar de emergencia de la forma partido en adelante, dos componentes se entremezclan hasta lo indiscernible en la configuracin de este exceso que habilita a condensar los sentidos que los dems le depositan, dos componentes asociados, aunque sus acentos, coloraciones, modos de cruzamiento, varen considerablemente. A saber, el componente de los cometidos a alcanzar y el componente de una reivindicacin identitaria vinculada a la accin que los procura. Ms: cuando la componente del cometido a alcanzar marca con claridad su predominio, resulta por lo comn asociada a una accin estratgica que, paradjicamente, se inviste en trminos clsicos de alguna forma de desinters, esto es, de alguna modalidad del horizonte de bien comn: tpicamente, el programa.

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Cuando el predominio relativo, en cambio, viene dado por los componentes identitarios de la accin, estos componentes tienden a vincular la accin a un destino, vale decir, a una conexin entre la condicin de la propia existencia y el universo. As, por caso, arriba los pobres del mundo o el mucho ms cercano en el tiempo black is beautiful. Durante dcadas, la tendencia corriente de anlisis asoci el componente de accin por el cometido a seas propiamente racional-modernas y el componente de accin por la identidad a seas de premodernidad, clsicamente factores tnicos y/o religiosos. Sin embargo, el presente puede ofrecer un ments a esta perspectiva. Tal vez uno de los trazos ms significativos de la escena poltica contempornea lo configure la tendencia a una disociacin fuerte de estos componentes. Si de sujetos de la accin poltica se trata, hoy parece que hay de dos tipos en condiciones de aludir al absoluto presente, a saber, los sujetos por el cometido (de identidad marcadamente frgil o inestable) y los sujetos por la identidad (de cometidos tpicamente o bien difusos o bien muy restringidos; en rigor, puede ser que no haya tanta distancia entre ambos: el reclamo de justicia que unos grupos pueden realizar ante, por ejemplo, un asesinato impune puntual, se reconvierte en un cometido difuso de justicia en general ). Es casi obvio cules son los territorios por excelencia de unos y otros. Las lites orientadas a defender lo dado como gestin, por una parte, las irrupciones del malestar y la protesta, por el otro. En relativamente pocos aos, un grupo importante de partidos polticos que representaba verdaderas identidades poltico-culturales en distintos pases de la regin, ha cedido el paso a formas gerenciadas de presentar listas electorales. Por caso, puede compararse lo que representaba el fuertes seas identitarias parece seguir dos caminos diferentes. En algunos casos (Sin Tierra, Pachakutik) evolucionan hacia formas orgnicas de tipo partidario. Tambin, de otro modo, los cocaleros ahora del
MAS, APRA

con lo que

representa Per Posible? Por el otro lado, la emergencia de formas de protesta de

y los piqueteros de

una variedad de agrupaciones. En otros casos, el malestar y la protesta permanecen en condiciones de baja visibilidad, apareciendo y deshacindose en torno de reivindicaciones como espasmos. A la vez, ambos componentes de la accin cometido, identidad parecen modificar sus respectivos estatutos en el eje de las tensiones particularismo-universalismo. Los sujetos por el cometido ablandan las vestiduras tradicionalmente desinteresadas a favor del bien comn, tornndolas parte de una retrica inconsistente, los sujetos por la identidad parecen neutralizar la relacin con el destino para permanecer en la

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inmediatez. El problema es: la accin estratgica que es propia de los primeros, pero cuyos cometidos han sido relativamente vaciados de las notas de bien comn que lo caracterizaban, se convierte en clculo administrativista. La accin identitaria sin conexin al destino es des-esperacin. Deberamos en rigor decir que, sin voluntad de estaren-comn, las luchas polticas se tornan ms y ms particularistas, y en el reino de los particulares, la lgica de los cometidos que se impone es tcnica y administrativa, la aspiracin a lo distinto por venir es individualista y cnica. Parece obvio que junto a estas mutaciones sobre el eje particularismo-universalismo, la que padece asimismo modificaciones sustantivas es la relacin con lo futuro que habamos sealado constitutiva de las subjetividades polticas. Para las lites dirigentes administrativistas, el futuro es una cuestin de calendario, el que marca las distancias precisas con el turno del propio beneficio. Para los grupos que devienen exponentes del malestar y la protesta, el futuro es una cuestin casi infinita, la del da en que las cosas sean distintas. Bibliografa
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