Kellerman Jonathan - Alex Delaware 23 - Bones
Kellerman Jonathan - Alex Delaware 23 - Bones
Kellerman Jonathan - Alex Delaware 23 - Bones
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Jonathan Kellerman Bones
JONATHAN KELLERMAN
BONES
Alex Delaware 23
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Jonathan Kellerman Bones
A Lila
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Jonathan Kellerman Bones
Índice
RESUMEN................................................................................7
I...............................................................................................8
II............................................................................................15
III..........................................................................................24
IV..........................................................................................34
V...........................................................................................43
VI..........................................................................................51
VII.........................................................................................63
VIII.......................................................................................73
IX..........................................................................................81
X............................................................................................92
XI..........................................................................................99
XII.......................................................................................106
XIII......................................................................................116
XIV......................................................................................124
XV.......................................................................................129
XVI......................................................................................137
XVII....................................................................................145
XVIII...................................................................................153
XIX......................................................................................162
XX.......................................................................................170
XXI......................................................................................183
XXII....................................................................................190
XXIII...................................................................................199
XXIV...................................................................................205
XXV....................................................................................216
XXVI...................................................................................221
XXVII..................................................................................226
XXVIII................................................................................232
XXIX...................................................................................240
XXX....................................................................................249
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XXXI...................................................................................257
XXXII..................................................................................266
XXXIII................................................................................273
XXXIV................................................................................285
XXXV..................................................................................291
XXXVI................................................................................302
XXXVII...............................................................................312
XXXVIII..............................................................................331
XXXIX.................................................................................340
XL.......................................................................................347
XLI......................................................................................351
XLII.....................................................................................361
XLIII...................................................................................366
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RESUMEN
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Sus padres asintieron: los tres habían decidido ensañarse con él en plan Al Qaeda.
Chance hizo ver que estaba de acuerdo.
—Sé que tengo que saldar mi deuda y lo haré con diligente presteza.
Se sacó de la manga un par de palabrejas académicas para quedar bien. Su padre
le miró como diciendo «¿a quién quietes engañar, chaval?», pero mamá y Rumley
parecieron impresionados.
Finalmente Rumley dictó sentencia:
—Trabajo comunitario.
La madre que le parió.
Y ahí estaba. Cumpliendo la undécima de treinta tardes de condena en la oficina
de la protectora Salvemos la Marisma, entre cuatro paredes color vomitona repletas
de fotos de patos y bichos de todas las clases. Por la única ventana del cuartucho se
veía un aparcamiento al que no entraban más coches que el suyo y el de Duboff. En
un rincón había una pila de adhesivos para el coche que él tenía que regalarle a
cualquier visitante.
Como nunca venía nadie, Duboff siempre le dejaba ahí colgado para irse a
investigar qué efectos tenía el calentamiento global en los cojones de los patos, qué es
lo que más cabreaba a los pajaritos, lo gorda que tenían la polla los gansos o vaya
uno a saber qué.
Treinta putas tardes pudriéndose ahí dentro hasta aniquilar por completo sus
vacaciones de verano.
Ahí encerrado de cinco a diez en lugar de salir con Sarabeth y sus amigos, y todo
por una norma social que cumplían cuatro de cada cinco alumnos.
Las pocas veces que sonaba el teléfono, se hacía el sueco. Y cuando contestaba,
siempre acababa hablando con algún pringado que le preguntaba cómo llegar a la
marisma.
¡Pues míralo en la puta web o métete en MapQuest, pedazo de autista!
No podía llamar a nadie por el fijo, pero ayer había inaugurado con el móvil la
temporada de sexo telefónico con Sarabeth, que estaba aún más pillada por él desde
que supo que no se había chivado a Rumley.
Y ahí estaba, sin nada que hacer. Bebió un sorbo de su lata de refresco, que ya
estaba caliente, se palpó la bolsa de plástico del bolsillo y pensó: más tarde.
Diecinueve tardes más en su prisión de máxima seguridad. Comenzaba a sentirse
como uno de esos chalados de la Hermandad Aria.
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Otras dos semanas y media haciendo el puto Martin Luther King y por fin sería
libre. Consultó la hora en su TAG Heuer. Las nueve y veinticuatro, treinta y seis
minutos más...
Sonó el teléfono, pero hizo caso omiso.
Lo dejó sonar diez veces, hasta que la llamada expiró de muerte natural.
Al cabo de un minuto volvió a sonar y pensó que haría bien en contestar, no fuera
que a Rumley le hubiera dado por verificar que cumplía la sanción.
Se aclaró la garganta para meterse en el papel de don Sincero y descolgó el
auricular:
—Salvemos la Marisma, buenas noches.
El silencio al otro lado de la línea le arrancó una sonrisa. Alguno de sus amigos
quería gastarle una broma. Sería Ethan. O Ben. O Jared.
—¿Qué hay, tío?
—¿Que qué hay? —replicó una voz extraña en un siseo y soltó una risa enfermiza
—. Pues hay malas noticias. Enterradas en vuestra marisma.
—Vale, colega...
—Calla la boca y escucha.
Cuando le hablaban así, Chance perdía la paciencia y sintió que se le subía la
sangre a la cabeza, como cuando estaba a punto de hacerle una personal a algún
pringado del equipo contrario para poner luego cara de no haber roto nunca un plato
cuando el tío empezaba a llorarle al árbitro.
—¡Que te jodan! —le espetó.
—En el lado este de la marisma —agregó la vocecita entre dientes—. Buscadlas y
las encontraréis.
—Mira, colega, me la trae muy...
—Muerta —le cortó el siseo—. Te la trae muy muerta... colega.
Soltó otra carcajada y colgó antes de que Chance tuviera tiempo de mandarle a
tomar por...
—¡Buenas, tío! —le saludó otra voz desde la puerta—, ¿Cómo va eso?
Chance seguía rojo de ira, pero se transformó en don Sincero antes de volverse.
Era Duboff, con su camiseta de Salvemos la Marisma, sus pantalones cortos de
panoli que le dejaban los muslos pálidos al aire, sus sandalias de plástico y su
ridícula barbita entrecana.
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II
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En español en el original. (N. del T.)
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pensaba que todo el mundo tenía que atenerse a las reglas del juego y a quienes no lo
hacían había que echarlos a patadas.
«Tiene toda la razón», le dijo a Soto, pensando que así pondría un poco más de su
parte para librarle de las multas de tráfico y la sanción por incomparecencia, pero el
abogado se pasó el juicio entero bostezando y Bob fue condenado al pago de una
multa exorbitante y diez días de cárcel, reducidos finalmente a cinco. Como la
prisión del condado estaba llena, no pasó más que una noche entre rejas; aunque, la
verdad, doce horas en aquel infierno eran más que suficientes.
La multa era un marrón más duradero. Tenía que conseguir tres mil quinientos
pavos en el plazo de sesenta días, pero ningún trabajo de paisajismo había llegado a
materializarse y ya debía varios meses de alquiler, sin contar con la pensión
alimenticia de los críos. Si a Kathy le daba por reclamarla, estaba jodido.
Bob añoraba a los niños, que se habían ido a vivir a Houston c01Hos padres de
Kathy. Y, la verdad, también añoraba a Kathy.
La culpa era suya, por andar de aquí para allá cepillándose a mujeres que en el
fondo no le importaban una mierda; no se explicaba por qué seguía haciéndolo.
Le había pedido prestados quinientos dólares a su madre para pagar la multa, o
eso le había dicho, porque el ayuntamiento no aceptaba el pago fraccionado y lo que
él necesitaba era un poco de pasta para sacarle rendimiento y saldar todas sus
deudas.
La empresa de reforestación de Saugus le había llamado la víspera para que fuera
a rellenar los formularios. Igual le encontraban algún trabajillo.
Entretanto, hacía lo que buenamente podía.
Bob se había despertado a las cuatro de la mañana para ahorrarse el atasco entre
Alhambra y Playa del Rey y llegar al almacén antes de que abriera.
Sobre las subastas de bienes abandonados había leído meses atrás un artículo en
Internet que olvidó por completo hasta el día en que le encajaron el multazo, pero no
era tan ingenuo como para buscar un tesoro olvidado como los que a veces llegan a
los titulares —un cromo de baseball de Honus Wagner o un cuadro valiosísimo— y de
momento cifraba sus esperanzas en eBay.
Porque la gente compra cualquier cosa por eBay. Ya puede uno sacar un montón
de heces a la venta, que en eBay encontrará un comprador.
Hasta la fecha había ido a cuatro subastas y en cierta ocasión había viajado en
coche hasta Goleta para participar en una que resultó ser una ruina. Pero en otra que
quedaba al lado de su casa dio con una mina de oro, o de plata para ser exactos.
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sumar una miseria—. ¡Cuarenta...! ¿Nadie? ¿Treinta y cinco? ¿He oído treinta y
cinco?
—Veinte —ofreció el asiático.
Lo dijo sin volverse siquiera, pero Bob notó algo extraño en su voz. No algo
sospechoso, más bien... calculado.
—Veinticinco —masculló Bob, suponiendo que el metal de la bici tendría algún
valor y los propios pedales ya serían valiosos para cualquiera que necesitara pedales.
Hubo otro silencio.
—¡Veinticinco! —coreó Pete—. ¿Quién da más? ¿He oído treinta? ¿Quién da
treinta dólares...?
—Treinta —dijo el asiático, encogiéndose de hombros como si no le importara un
comino.
Bob dejó que Pete largara su cantinela antes de pujar treinta y cinco.
—Cuarenta —contraatacó el tipo asiático, volviéndose a medias.
—Cuarenta y cinco —dijo Bob.
Las viejecitas aún no habían chistado pero comenzaban a interesarse. Vaya por
Dios.
Entonces el metalero se acercó a la puerta y susurró:
—Cincuenta.
—Sesenta —pujó el asiático.
El ambiente del pasillo se cargó de pronto y los pujadores despertaron de su
modorra como si acabaran de meterse un chute de cafeína.
El asiático sacó una BlackBerry, leyó un mensaje en la pantalla y la apagó.
A lo mejor la bici era una rareza y la mitad del marco ya valía una pasta. Bob había
oído decir que se pagaban fortunas por una vieja Schwinn como la que él había
tirado a los dieciséis años, cuando se sacó el carné de conducir...
—Sesenta y cinco —dijo el metalero.
El asiático vaciló.
—Setenta —se le adelantó Bob.
—Setenta y cinco —mejoró el asiático.
—¡Ochenta! —exclamó una voz que se parecía terriblemente a la suya.
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A las siete estaba de vuelta en casa. Las moscas zumbaban ya alrededor de las
plantas de yuca que revestían la fachada del edificio y un sol despiadado inflamaba
las motas de polvo que entraban por la ventana cuando Bob descargó las bolsas de
basura en el mugriento salón de su apartamento.
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Pensó que aún tenía tiempo de echar una siesta antes de servirse el primer Bloody
Mary del día, inspeccionar el botín y llamar al criadero de árboles de Saugus.
Se desplomó sobre la cama sin quitarse la ropa, cerró los ojos y pensó en Kathy, en
la multa y en lo que sus hermanos dirían de él a sus espaldas.
Se levantó, fue a buscar un cuchillo de cocina y cortó la primera bolsa de basura.
Dentro encontró unos cuantos juegos de mesa: Monopoly, Scrabble, Risk... Pero
estaban todos estropeados y ya no quedaba de ellos mucho más que el tablero.
Estupendo.
La segunda bolsa, la más pesada, contenía un rebujo de periódicos viejos. Nada
más. ¿A quién coño se le había ocurrido alquilar un trastero para almacenar aquella
mierda?
Sintiendo el preludio de un terrible dolor de estómago se agachó y revolvió entre
los ejemplares del Los Ángeles Times en busca de algún titular histórico, pero sólo
encontró un montón de artículos anodinos y encartes publicitarios.
Pues vaya. Habría hecho mejor quedándose en la cama.
—Qué idiota —se dijo en voz alta y pasó a examinar el cuadro de la bicicleta.
Chatarra barata. Aún se distinguía el adhesivo de Made in China en los restos de
una barra que se podía doblar con las manos.
Asqueado, se preparó un Bloody Mary en la cocina americana y se sentó en el
suelo a bebérselo. Al pensar en los ochenta pavos desperdiciados se sintió
terriblemente cansado, pero fue al reparar en las bolsas negras del salón cuando
comprendió lo imbécil que había sido.
Ya era hora de devolver aquella pila de basura al contenedor. Apuró el Bloody
Mary, se puso en pie trabajosamente, arrebujó todos los periódicos en la segunda
bolsa y la levantó.
Al fondo de la bolsa le pareció oír un tamborileo, pero supuso que eran
imaginaciones suyas. Agitó la bolsa con fuerza y volvió a oírlo: un ruidito como el
que hacían las maracas de aquella tienda en Olvera Street. Kathy le había comprado
un par cuando empezaron a salir. ¿En qué narices estaría pensando? ¿Creía que a
todos los medio mexicanos les gustaban las maracas?
Revolvió entre los papeles, llego al fondo y encontró el origen del tamborileo.
Era una caja de madera oscura y lustrosa, larga como una caja de zapatos pero
más ancha, con incrustaciones ensortijadas de latón, un bonito acabado en laca y un
cierre dorado con pasador.
¡Prepárate eBay que allá voy!
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III
Milo tenía un cargo ele postín, gentileza del nuevo jefe de policía: Teniente detective
de casos especiales. O, como él decía: «Meteoro sentado, gran chicharro trufado de los
peces gordos».
A la postre, lo que su nuevo cargo entrañaba era la posibilidad de ahorrarse la
mayor parte del papeleo asociado a su rango, conservar su minúsculo despacho en la
comisaría del distrito Oeste de Los Ángeles y seguir trabajando en sus propios casos
de homicidio mientras no llamaran de la jefatura central para asignarle uno externo.
En los últimos catorce meses le habían asignado dos, ambos relacionados con
tiroteos y ajustes de cuentas entre bandas callejeras en la jurisdicción de Rampart. No
eran casos muy complicados, pero el jefe, que aún se andaba con cautela, había oído
rumores de corrupción en la división de Rampart y quería curarse en salud.
Los rumores resultaron ser infundados y Milo hizo lo que pudo para no resultar
un incordio. Cuando los casos se cerraron, el jefe insistió en que su nombre también
constara en los informes.
—A pesar de que les fui tan útil como un ciego tirando al plato. Desde entonces
gozo de gran popularidad, ya te imaginas...
El símil no era tan rebuscado, porque nos encontrábamos en el polígono de tiro de
Simi Valley.
Era una mañana canicular de finales de junio. Con el cielo azul y las colinas ocres
al fondo, Milo avanzaba pesadamente entre los cinco lanzaplatos de las instalaciones,
haciendo blanco en un ochenta por ciento sin despeinarse. Un año antes él había sido
el blanco de un psicópata armado con una escopeta y aún llevaba unos cuantos
perdigones alojados en el hombro izquierdo.
Yo tuve que vaciar una caja entera antes de disparar accidentalmente sobre uno de
aquellos discos verdes.
—Cuando apuntas cierras el ojo izquierdo —comentó mientras yo descargaba la
Browning y bebía del refresco recalentado.
—¿Y qué?
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—Pues que a lo mejor eres diestro de mano pero zurdo de vista y eso te
descompensa el tiro.
Me hizo formar un triángulo con ambas manos, juntando los dedos de modo que
encerraran el tronco de un árbol muerto a lo lejos.
—Cierra el ojo izquierdo. Ahora el derecho. ¿Con cuál de los dos se mueve más?
Yo ya conocía el test de dominancia ocular y hasta lo había realizado hacía años,
durante unas prácticas de psicología en las que estudié la lateralidad cerebral de
niños discapacitados, pero nunca lo había probado conmigo. Los resultados fueron
sorprendentes.
Milo se echó a reír y dijo:
—Me lo temía, el bueno es el siniestro. En fin, ahora ya sabes lo que hay que hacer.
Y una cosa más: deja de hacerle ascos al chisme de una vez.
—¿Qué quieres decir? —pregunté sorprendido, aunque sabía perfectamente a qué
se refería.
—La aguantas como si te murieras de ganas de perderla de vista. —Levantó la
escopeta y me la alcanzó—. Sujétala con fuerza y échate hacia adelante... Así,
perfecto.
He disparado pistolas y rifles en situaciones peliagudas y he de decir que disfruto
tanto de las armas de fuego como de las visitas al dentista, aunque reconozco la
utilidad de ambas cosas. Las escopetas, con su elegante simplicidad letal, eran otra
historia. Hasta la fecha había logrado rehuirlas.
Las Remington del calibre doce habían sido los juguetes favoritos de mi padre. En
el rincón de su armario tenía una 870 de corredera modelo Wingmaster comprada en
una subasta de la policía y casi siempre cargada.
Como las copas que se atizaba.
Los veranos, hacia finales de junio, me obligaba a acompañarle a cazar ardillas y
aves de poco porte. A él lo único que le interesaba era sembrar la destrucción por el
campo y perseguíamos a aquellos animalillos esmirriados con una potencia de fuego
desproporcionada. Luego me hacía seguir los rastros de sangre en la tierra y volver
con algún fragmento de hueso o una garra o un pico a modo de trofeo. Yo era más
obediente que un perro.
Y sus cambios de humor me asustaban mucho más que a un perro.
Mi otra tarea era mantener la boca cerrada y cargar con el petate de camuflaje.
Dentro, junto al kit de limpieza, las cajas de munición y alguna que otra Playboy muy
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sobada, guardaba su petaca plateada de whisky, el termo de café con forro escocés y
las inevitables latas Blue Ribbon, exudando humedad.
A medida que avanzaba el día, la peste de alcohol de su aliento se hacía más
fuerte.
—¿Listo, puntero? —dijo Milo—. Cierra el ojo derecho, abre el izquierdo e
inclínate más, un poco más... Imagina que eres una prolongación del arma. Eso es.
¡Ahora quieto! Y no busques el blanco, apunta y ya está. —Se volvió hacia el búnker
—. ¡Plato!
Al cabo de media hora me dio una palmada en el hombro.
—Has acertado más que yo, tío. He creado un monstruo...
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Un letrero blanco más grande prohibía a los visitantes salirse del sendero o
molestar a los animales. Robin y yo vinimos pensando en dar un buen paseo, pero
resultó que el sendero no cubría ni una quinta parte del perímetro de la marisma.
Aquel día me topé con un tipo escuálido y barbudo con una chapa de Salvemos la
Marisma y le pregunté por qué se había vedado el acceso. La respuesta no pudo ser
más seca: «Porque el hombre es el enemigo».
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—¿Por casualidad no verías merodeando por aquí a algún psicópata baboso que le
diera una tarjeta de presentación y una muestra de ADN?
—A O. J. Simpson no lo vi, no.
Milo soltó una carcajada y volvió a pasear la mirada por el monstruoso bloque de
apartamentos. Luego dio media vuelta y oteó la extensión de la marisma. Los policías
seguían allí, pero el tipo de la americana ya no estaba.
—Y entretanto los pájaros y las ranitas durmiendo a pierna suelta.
Nos deslizamos por debajo del precinto y nos encaminamos hacia una bandera
blanca que ondeaba en lo alto de una gran estaca metálica clavada a un metro y
medio del sendero en una tierra lo bastante firme para sostenerla. Unos metros más
allá la tierra se descomponía en un lodazal glaseado de algas.
El sendero continuaba unos centenares de metros en línea recta y luego torcía
bruscamente. Las voces que provenían del otro lado del recodo nos guiaron hasta
tres figuras femeninas ataviadas con monos blancos de plástico, agachadas en aguas
poco profundas y parcialmente ocultas por matojos de hierba, cañas y juncos.
La inmersión en agua puede frenar la descomposición de un cadáver, pero la
humedad combinada con la exposición al aire puede acelerarla. Como el calor. Aquel
mes de junio empezaba a parecerse a julio, y me preguntaba en qué estado se
encontraría el cuerpo.
Prefería no pensar por el momento en la persona a la que había pertenecido.
El tipo bajo apareció tras el segundo recodo, se quitó las gafas de sol y se dirigió
hacia nosotros. Era un joven rubicundo, con el pelo castaño claro cortado al rape.
—¿Teniente? Moe Reed, de la División Pacífico.
—Agente Reed —le saludó Milo.
—Llámeme Moe.
—Moe, Alex Delaware, nuestro asesor psicológico.
—¿Es por lo de la mano amputada? —preguntó Reed.
—Y porque nunca se sabe —repuso Milo.
Reed me dio un buen repaso antes ele asentir. Despojados de las gafas, sus ojos
eran limpios, redondos y de un azul muy claro. La americana era ancha y con ella
parecía aún más cuadrado. Llevaba los pantalones con pinza y vuelta, una camisa
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—Nos va a llevar su tiempo hurgar por aquí. A la larga puede que lo mejor sea
deslizar algo por debajo de lo que haya ahí dentro, levantarlo gradualmente y cruzar
los dedos para que no se nos caiga nada. Lo que sí les puedo decir es que no
hablamos de paleontología. Bajo la mandíbula de éste hemos encontrado pedazos de
tejido blando y creemos que también los hay detrás de las rodillas. La piel que hemos
encontrado parece oscura, aunque podría deberse a la descomposición.
—¿Está fresco? —preguntó Reed.
—Mucho menos que el que dejaron a la intemperie, pero no sabría decir cuánto. El
agua puede pudrir o conservar, según se den unos u otros factores. Hasta ahora las
muestras que hemos sacado por la zona circundante tienen un pH modelado, a pesar
de los detritus, pero es posible que también haya alguna clase de efecto retardado
debido a algún tipo de vegetación que frena los efectos de la lluvia ácida, la
descomposición vegetal y otras delicias. El caso es que no podremos emitir ningún
dictamen hasta que hayamos averiguado todo lo que hay ahí dentro.
—Tejido blando —repitió Reed—. Eso significa que es muy reciente, ¿no?
Es probable, pero aún es pronto para asegurarlo —repuso Hargrove Hace unos
anos encontraron en una fosa común en Pensilvania el cuerpo de un soldado de la
Guerra de Secesión. El pobre fue a parar a una bolsa pobre en oxígeno y humedad
junto a una cadena de cuevas subterráneas y aún conservaba retazos de piel y
músculo adheridos a las mejillas. La mayor parte del cuerpo estaba momificado, pero
había partes que no lo estaban. La barba parecía recién rasurada.
—¡Increíble! —exclamó Reed, cruzando una mirada con la joven forense negra y
desviándola al instante—. ¿Y no va a poder darme aunque sea una estimación
aproximada, doctora? Extraoficialmente, se entiende.
—Extraoficialmente le diría que no han pasado decenios. De lo que sí estamos
seguras es de que a todos los cuerpos les falta la mano derecha. Pero aún no los
hemos examinado con detalle y podrían faltar otras partes.
—¿No pueden haber sido los carroñeros?
—No creo que a un coyote o un mapache le haga mucha gracia zambullirse aquí
dentro, pero nunca se sabe. Es posible que se haya llevado un bocadito o dos alguna
garza o incluso un pelícano o una gaviota, a menos que fuese un predador humano
que quisiera un trofeo. Estudiaremos los últimos partes meteorológicos para ver si el
viento puede haber influido en la posible deriva y alteración de la temperatura
superficial del agua.
—Qué complicado —dijo Milo.
Hargrove esbozó una sonrisa.
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Acto seguido se lanzó sobre Duboff, cada vez más nervioso, y comenzó a
acribillarle con un batiburrillo de preguntas relevantes o aparentemente gratuitas. Al
final le preguntó por su paradero durante las últimas veinticuatro horas.
—¿Sospecha de mí?
—Son preguntas que tenemos que...
—¿Y a quién le importa dónde estuve anoche? En fin, qué más da, no tengo nada
que esconder. ¡Nada! Me quedé en casa, leyendo una revista. —Sacó la mandíbula—.
Un número del Utne Reader, por si le interesa.
—¿Vive solo? —dijo Milo.
Duboff sonrió.
—Sí, pero tengo una amiga que a veces se queda a dormir en casa. Una mujer
brillante, altruista y sensual que casual mente se ha ido al Green Fiber, el festival de
música que se celebra en Sebastopol. ¿Cuándo la asesinaron?
—La hora aún está por determinar.
—Tuvo que ser después de las ocho, porque pasé por aquí a esa hora y le aseguro
que aquí no había ningún cuerpo.
—¿Cuánto tiempo se quedó?
—Poco, sólo vine a recoger la basura que hubiera. Al acabar fui a comprar un
sándwich al mercado de Culver, que está abierto toda la noche. De verdura y tempeh,
por si le interesa. Luego pasé por la oficina para ver cómo le iba a nuestro voluntario.
—Soltó un bufido—. Nos han endilgado a un niño rico castigado a prestar servicios
comunitarios. Como no había novedades, le dejé ahí y me fui a Santa Mónica, a
comerme el sándwich en Ocean Front. Hacia las diez y cinco volví a la oficina para
asegurarme de que el mocoso ese había cerrado. Y bien que hice, porque se le había
vuelto a olvidar. A las diez y media ya estaba en casa, leyendo el Utne.
—¿Encontró basura en la marisma?
—Esta vez no había... Ah, me olvidaba: también hablé con Alma, mi compañera.
Habíamos quedado en que me llamaría a casa a las once y cuarto. Y me llamó.
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—Al voluntario ese —comenzó Moe Reed—, ¿por qué le han castigado?
—Algún marrón escolar, qué sé yo... —repuso Duboff—. No se lo pregunté porque
me trae sin cuidado. No ayuda mucho, pero tampoco da problemas.
—Y Alma, su compañera, ¿cómo se apellida? —inquirió Reed, sacando el bloc de
notas.
A Duboff se le salían ya los ojos de las órbitas.
—¿Quieren hablar con ella?
—Pura rutina.
—¡Increíble! Uno se rompe los cuernos para cuidar de una reserva natural y ahora
se me echan encima como tropas de asalto.
—No exagere —le calmó Reed.
—¡No exagero!
—¿Alma qué más? —insistió Milo.
—¡Santo Dios...! Reynolds, Reynolds. Alma Reynolds. —Recitó a continuación un
número de teléfono—. ¿Contentos? Ahora van a tener que dejarme pasar.
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En inglés “lubina” (N. del T.)
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Reed se puso al volante de su Crown Victoria azul oscuro, Milo se sentó a su lado
y yo subí al asiento trasero.
—¿Moe es el diminutivo de Moses?
—Sí.
—¡Ah...!
Con tanta marisma estará pensando en el famoso crío del cesto, flotando entre los
juncos.
—Se me había pasado por la cabeza, sí. Reed se echó a reír.
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—Mi madre era muy bíblica —repuso y al cabo de un momento añadió—: Moisés
nunca llegó a ver la tierra prometida. Háblanos un poco de ese chico: Chance Brandt
—dijo Milo.
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Ciento cincuenta y ocho segundos más tarde padre e hijo volvieron a la habitación,
guardando una distancia de un metro y medio.
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—Va a contárselo todo —dijo Steve Brandt—. Pero antes les rogaría que me
explicaran cómo hemos llegado hasta este punto. Sólo para estar seguro de que dice
la verdad.
Su hijo volvió la vista hacia la ventana, que daba a una gran piscina de fondo
oscuro.
Moe Reed intercambió una mirada fugaz con Milo y éste asintió, cediéndole la
palabra:
—A las once y media de la noche nos llamaron para notificarnos el hallazgo de un
cadáver en la Marisma. Al informante se lo dijo alguien que se enteró a través de
Chance.
—¿Cómo lo saben? —pregunto Steve Brandt.
—La persona que nos llamó dijo que alguien había llamado esa misma noche a la
oficina de voluntariado de la marisma, había hablado con Chance y le había dicho
que buscara un cadáver. Chance pensó que era una broma; nuestro informante se lo
tomó en serio.
—¿Quién es ese informante?
—Lo estamos averiguando.
El chico seguía en una pose relajada, pero se le había perlado la frente de sudor.
—¿Se basan en un cotilleo de tercera mano? —intervino su madre—. No me
parece una información muy fiable.
Al ver la mirada de reproche de su marido comenzó a toquetearse la uña pintada
del pulgar.
—O sea, un puñado de críos chismosos con mucha imaginación —dijo Steve
Brandt—. ¿De eso se trata?
—Podría ser. Sólo que encontramos el cuerpo donde nos dijeron y se trata de un
asesinato. —Reed se volvió hacia Chance—. Tenemos que saber qué pasó
exactamente.
El chico no abría la boca. Su padre le puso una mano en el hombro y sus gruesos
dedos se hincaron sobre la tela blanca de piqué. No había en el gesto el menor atisbo
de ternura y Chance se echó a un lado para librarse de la presa.
—Diles todo lo que sepas y acabemos de una vez.
—Llamaron por teléfono, sí —dijo el chico.
—¿Quién? —preguntó Reed.
—Un capullo con la voz muy rara.
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—Fue hacia las... Espere, ya me acuerdo, justo antes miré la hora y eran las nueve
y veinte, así que sería un poco más tarde.
—A las nueve y media, pongamos.
—Supongo.
—¡¿Supones?! —clamó Steve Brandt—. ¡Dios, no es un puto problema de
aeronáutica!
Chance arrugó los hombros. Su madre se mordió el labio, que ya estaba colorado.
—Las mates no son su fuerte, eso está claro —dijo su padre—. No nos habríamos
metido en este lío si no hubiera hecho el payaso en un examen de álgebra que
requería un mínimo de esfuerzo para aprobar.
Chance se mordisqueó el labio. Sería cosa de los genes, o la reacción natural de
cualquiera que conviviera con su padre.
Steve Brandt se aflojó la corbata y sentenció:
—La verdad, aún no sabemos si el chaval tiene algún fuerte.
Su mujer lanzó un grito ahogado.
—Sé realista, Suze, si no hubiera copiado en un examen ahora no estaríamos
hablando con la policía. —Se volvió hacia nosotros—. Ya que están aquí, podrían
ofrecernos algún programa para mi hijo. Le iría bien un poco de mano dura, como a
los delincuentes juveniles. No sé, tal vez podría trabajar en la morgue y tomar
contacto con la realidad...
Susan Brandt se puso en pie y salió volando sobre sus elegantes y bronceadas
piernas. Chance tenía los ojos clavados en el rostro rubicundo de su padre.
—Estoy cabreado, chaval, vaya si lo estoy —rezongó Steve Brandt—. Voy todo el
día de cráneo, el trabajo se me amontona y tengo que venir a casa a media jornada
por esto. Y tú, mientras tanto, jugando al tenis...
—Mamá dice que me irá bien un poco de ejer...
Brandt hizo callar a su hijo con un gesto autoritario y se dirigió a Milo:
—¿Aún organizan esas visitas guiadas por la morgue?
—No lo sé, pero que yo recuerde estaban dirigidos a jóvenes con multas por
conducir en estado de embriaguez y cosas así.
—O sea, que va a irse de rositas una vez más.
Los labios de Chance articularon un insulto en silencio.
—¿Qué acabas de decir? —le interpeló su padre.
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Silencio.
—Señor Brandt —dijo Milo—, comprendemos que esté Ilustrado por lo que haya
podido hacer su hijo en el pasado, pero bajo nuestro punto de vista se está
mostrando muy dispuesto a cooperar. Si lo único que hizo fue hablar con sus amigos
de una llamada que tomó por una broma, no va a irse de rositas porque no ha hecho
nada malo. Si por el contrario está implicado de algún modo en el homicidio, no creo
que una visita a la morgue pueda arreglar nada.
El rostro de Steve Brandt perdió algo de color.
—No está implicado, eso seguro. Sólo trato de evitar mayores... complicaciones.
—¿Eso es lo que soy? ¿Una complicación?
Su padre esbozó una sonrisa.
—Mira, mejor no respondo a esa pregunta.
Ahora fue su hijo quien se puso rojo.
—Haz lo que tengas que hacer, tío... Si quieres, puedes enchufarme a un puto
detector de mentiras...
—¡Calla la boca! Y cuando hables conmigo aparca ese tonito de superioridad,
niñato de mierda...
Chance se puso en pie como un resorte y apretó los puños.
—¡No me insultes! ¡No me insultes, joder!
Steve Brandt dio una palmada sobre el brocado del sofá y comenzó a jadear de
cólera. La respiración de Chance se había acelerado todavía más.
Milo tuvo que intervenir:
—¡Que todo el mundo se calme ahora mismo! Chance, siéntate... ahí, donde estaba
tu madre. Y usted, señor Brandt, déjenos hacer nuestro trabajo.
—Que yo sepa, no hago otra cosa que...
—Le recuerdo que es un caso de homicidio... Tenemos largas jornadas por delante
y no queremos que al salir de aquí nos llamen por una denuncia de malos tratos.
—¡Qué disparate...! ¿Te he puesto la mano encima alguna vez, Chance?
No hubo respuesta.
—¿Alguna vez te he puesto la mano encima?
Chance sonrió y se encogió de hombros.
—¡Demonio de crío! —maldijo su padre.
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VI
Steve Brandt nos acompañó hasta la entrada de falsos adoquines y abrió la verja
con un control remoto.
—Entonces, está fuera de sospecha, ¿no?
—De momento sí.
—Créanme, al chaval le falta sesera para matar a alguien —dijo con una sonrisa de
satisfacción avinagrada, antes de regresar a la luz y el calor del hogar.
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—Ahora que se le ha abierto el apetito, no hay razón para que se plante con
cuatro.
—Siempre puedo contar contigo para alegrarme el día.
A veces Milo habla de trabajo durante las comidas. Otras veces se las toma como
un sacramento que no debe perturbarse con asuntos mundanos.
Aquella tarde era una fiesta de guardar. Moe Reed contemplo como Milo engullía,
mascaba, llagaba y se pasaba la servilleta por la cara, pero n0 tardó mucho en
sumarse al festín y encorvarse sobre su plato como un presidiario hambriento. Las
montañas de langosta, arroz, lentejas, berenjenas condimentadas y espinacas con
queso paneer desaparecían al tiempo que el joven policía iba superando la velocidad
de deglución de su superior. Reed era de complexión robusta pero macizo como una
roca.
La mujer de gafas traía ya el pudin de arroz cuando le sonó el móvil.
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—Reed —contestó, arqueando abruptamente unas cejas tan pálidas que apenas se
distinguían—. Sí... Espere, que busco algo para apuntar. —Echó un brazo hacia atrás
para coger su bloc y escribió algo en una caligrafía impecable—. Muy amable... No,
ahora mismo no.
Clic.
—Rumley, el director del instituto. Dice que ha reconstruido el curso del
chismorreo. Chance Brandt se lo contó a Sarabeth Oster, que también lo encontró
graciosísimo. Ella se lo dijo a otra chica, una tal Ali Light, que a su vez se lo contó a
su novio, Justin Coopersmith, al que le pareció tan endemoniadamente gracioso que
se lo contó a su hermano mayor, un alumno de segundo curso de la Universidad de
Duke llamado Lance, que pasa el verano en casa. Parece que Lance Coopersmith
tiene un mayor sentido de la ética que el resto, porque fue él quien nos llamó. Le
pareció que era su deber.
—No será muy complicado de verificar.
Reed asintió.
—Esta mañana he pedido que rastreen la llamada. No llegó por la línea de
emergencias, así que llevará más tiempo y no habrá grabación. ¿Pregunto si han
averiguado algo?
—Adelante.
Al cabo de un momento Reed nos dio el parte:
—Un móvil registrado a nombre de Lance Allan Coopersmith, empadronado en
Pacific Palisades. ¿Quiere que lo verifique?
—De momento no. Va a ser un día muy largo, come un poco más de langosta —
dijo Milo, al tiempo que sacaba su móvil para solicitar una orden de registro del
apartamento de Selena Bass.
***
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Avenue. Tardamos veinte minutos, que Milo empleó en averiguar cómo avanzaba la
solicitud.
Le concedieron la orden de registro por teléfono y le prometieron que expedirían
el justificante.
—¿Sabes alguna otra cosa de ella, aparte de lo que había en la dirección de tráfico?
—le preguntó a Reed.
—Sí. No está fichada en ninguna parte. Hoy pensaba buscar su nombre en Google.
Milo entró en el sistema de acceso telefónico a recles de Reed y accedió a Internet.
—Un placer hablar con Dios sin intermediarios. Veamos... dos resultados... y el
segundo es una copia exacta del primero... parece que era profesora de piano y
presentó en un recital a un alumno suyo... Un tal Kelvin Vander.
La búsqueda de imágenes no dio ningún resultado.
—La enseñanza de piano no es una profesión de alto riesgo que digamos —
comentó Reed.
—Nada como una balada bien triste para empezar la semana con energía —dijo
Milo.
—¿Y el resto de cuerpos, teniente?
—Veamos qué encuentran las recolectoras de huesos. Entreunto, trabajaremos con
lo que tenemos.
Aproveché para contarles mi hipótesis sobre un asesino obsesionado por la
marisma.
—Podría ser —dijo Milo.
Reed guardó silencio.
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La anciana ni siquiera parpadeó. Tenía los ojos abiertos pero nublados y un regazo
tan endeble que no hubiera podido soportar una de sus muñecas de porcelana.
—¡Qué maravilla! —celebró Milo, inclinándose hacia la silla de ruedas—. Señora
Rosenfield, ¿podría darnos las llaves del piso de la señora Bass?
—Está sorda y tampoco puede ver. Pregúntenme a mí —dijo la cuidadora,
tocándose el pecho—. Me llamo Luz.
—Luz, ¿podría darnos...?
—¡Pues claro, chicos! —exclamó, sacando una llave del bolsillo de su uniforme.
—Muy amable.
—¿Selena... está bien?
—¿La conocía?
—Conocerla no la conozco, pero la veo a menudo. Casi siempre al salir. A veces
salimos de casa al mismo tiempo.
—¿Cuándo fue la última vez que la vio?
—Mmm... Ahora que lo dice, hace mucho que no nos cruzamos. Y saben qué, no
he visto luces en su piso desde hace... varios días, por lo menos. —Respiró hondo—.
Y ahora aparecen ustedes. ¡Vaya por Dios!
—¿Varios días? —preguntó Reed.
—Cuatro, creo —repuso Luz—. Podrían ser cinco, tampoco llevo la cuenta.
—¿Cómo es ella?
—No hablamos nunca, sólo nos sonreímos y nos saludamos. Parece simpática. Es
guapa, delgada... sin caderas, como las chicas de ahora.
—¿A qué hora suele salir del trabajo? —preguntó Milo.
—A las siete de la tarde.
—No la cuida de noche.
—La hija ele la señora Rosenfield llega a las siete. Se llama Elizabeth y es
enfermera en el hospital Saint John. —En un susurro de complicidad agregó—: Tiene
setenta y un años, pero le gusta trabajar en la sala de urgencias de maternidad... con
los bebés. Fue ahí donde la conocí. Yo soy auxiliar de enfermería y también he
trabajado en la maternidad. Me gustan los bebés, pero esto me gusta más —dijo,
dando una palmada en el hombro a la anciana a su cuidado—. La señora Rosenfield
es un encanto.
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Una cálida sonrisa bailó un tango por los labios de la vieja mujer. Alguien se había
molestado en empolvarle la cara, ponerle sombra de ojos y hacerle la manicura. La
atmósfera de la habitación era pesada, bochornosa, fragante de rosas y gaulteria.
—¿Qué más puede contarnos de Selena? —le preguntó Milo.
—Mmm... Una chica simpática, ya le digo... Un poco tímida, acaso. Como si
rehuyera la conversación. A Elizabeth nunca la he oído quejarse de ella y es de las
que se quejan.
—¿Cómo se apellida Elizabeth?
—Mayer. Es viuda, igual que su madre. —Bajó la vista y agregó—: Es algo que las
tres tenemos en común.
—Vaya —dijo Milo—, la acompaño en el sentimiento.
—Fue hace ya mucho tiempo.
La señora Rosenfield volvió a sonreír. A saber en qué estaría pensando.
—¿Quién vive en la casa adosada?
—Un francés que no pasa mucho por casa. Es profesor, creo. La mayor parte del
tiempo vive en Francia. Ahora mismo está allí.
—Y se llama...
Luz sacudió la cabeza.
—Lo siento, tendrán que preguntárselo a Elizabeth. A él no le he visto ni cinco
veces en dos años. Es muy guapo, lleva el pelo largo como ese actor, ese tan
delgaducho... Johnny Depp.
—Veo que llevan una vida tranquila —dijo Milo.
—Muy tranquila.
—¿Alguna vez luí visto a Selena con algún amigo?
—Con un amigo no. Una vez le vi con un hombre. La espero con el coche
aparcado en la acera y ella se subió.
—¿Qué coche era?
—Lo siento, no lo vi.
—¿Podría describirnos al hombre?
—Me daba la espalda y era de noche.
—¿Alto, bajo? —insistió Reed.
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—De estatura media, yo diría... Ah, ahora que me acuerdo, era calvo. Pondría la
mano en el fuego. O era calvo o iba rapado, como los jugadores de baloncesto. Le
relucía la cocorota.
—¿Era blanco? —preguntó Reed.
—Negro no era, eso seguro —repuso Luz—. Aunque supongo que podría ser un
negro paliducho o un mulato. Lo siento pero le vi de espaldas, podría ser casi
cualquiera. ¿Creen que le hizo algo a Selena?
—A estas alturas no tenemos ningún sospechoso. Por eso es tan importante todo
lo que nos pueda contar.
—Un sospechoso. O sea que la han...
—Sí, lo siento.
—¡No...! —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Una chica tan joven, ¡qué pena! Dios
santo... Ojalá pudiera ayudarles.
—Ya lo hace —dijo Milo—. ¿Podría decirme su nombre completo, para el informe?
Ah, y un número de teléfono...
—Luz Elena Ramos... ¿Corro algún peligro aquí?
—No, que nosotros sepamos.
—Yaya —repuso Luz—, pues no me tranquiliza mucho. Mejor que me ande con
ojo.
—Le aseguro que no tiene por qué alarmarse, señora Ramos, pero andarse con ojo
nunca está de más.
—En cuanto les he visto llegar he pensado que algo terrible había sucedido. He
trabajado ocho años en un hospital y sé qué cara tienen las malas noticias.
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del armario había un retrete en el que apenas cabía una persona de pie. En lugar de
puerta tenía una cortina de nailon, la ducha era de fibra de vidrio y en el exiguo
espacio sobrante había un lavamanos de diseño barato y un inodoro. En el suelo
yacía un botiquín raquítico.
Todo estaba seco e impoluto, y en el botiquín no había un solo medicamento.
La estética espartana del piso tenía su excepción en el rincón consagrado a la
música, donde se amontonaban un par de teclados eléctricos, un amplificador, una
mesa de mezclas, un monitor de pantalla plana de veinte pulgadas sobre un pie
oscuro, dos sillas negras plegables y varias pilas de partituras que me llegaban hasta
la cintura.
Reed echó un vistazo a la música:
—Clásica... más clásica... un poco de rock alternativo... más clásica.
—No veo los cedés ni el equipo de música —observó Milo.
—Habrá un iPod por alguna parte —dijo Reed.
—¿Y dónde está el ordenador que hace que funcionen el resto de trastos?
Reed frunció el entrecejo.
—Se lo han llevado.
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—Profe de piano de día, ama sadomasoquista de noche —dijo Milo—. Puede que
viviera en otra parte y usara este cuchitril de picadero.
Reed se había quedado de una pieza.
—A lo mejor también venía para dar clases de música, teniente.
—Lo dudo. No hay ningún piano con cara y ojos ni partituras para aprendices. —
Cerró el cajón y echó un nuevo vistazo a la estancia—. Si vivía en este tugurio,
llevaba una vida muy austera. A lo mejor le han soplado un par de cosas, pero no
llevo aquí ni cinco minutos y ya estoy por comprarme una caja de Prozac. —Se
acercó al armario metálico y pasó la mano por el estante superior—. Vaya, vaya, qué
tenemos aquí...
Era una caja de cartón de Macy's repleta de papeles.
El de más arriba era la última declaración de la renta de Selena Bass. Sus ingresos
anuales eran de cuarenta y ocho mil dólares por concepto de «servicios de
consultoría musical autónoma»; las deducciones por «equipamiento y suministros»
ascendían a diez mil.
Debajo estaban los trece cheques mensuales sujetos con un clip, cada uno por
valor de cuatro mil dólares y todos a cargo de la cuenta de fideicomiso familiar de
Simon M. Vander en Global Investment, sita en la calle 5 de Seattle.
El concepto de los pagos estaba pulcramente detallado en letra de imprenta y era
siempre el mismo: Clases para Kelvin.
—El niño de la web —apuntó Reed.
—Cincuenta de los grandes por enseñar a un crío a tocar el piano —dijo Milo.
—Si se dedicaba por completo a un alumno, puede que tenga talento o sea una
especie de niño prodigio.
—O que eso crean sus padres. ¿Por qué no vuelves al coche y buscas a Simon
Vander en la red? Y también al niño, ya que estás.
—Voy.
Milo acabó de examinar los papeles de la caja. La foto del carné de identidad
expedido en California era la de una chica de cara enjuta y ojos grandes con la
barbilla partida y el pelo castaño claro. Llevaba el flequillo corto, como el de las
pelucas. Para disfrazarse más cómodamente, tal vez.
—¿Para qué querría el carné de identidad si ya tenía el de conducir?4 —pregunté.
—A lo mejor se mudó a California sin el permiso y tuvo que sacarse éste.
4
En Estados Unidos el carné de conducir cumple la función de documento de identidad. Las personas que
no se han sacado el permiso de conducir pueden solicitar un carné de identidad alternativo. (N. del T.)
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Junto al carné había varios recibos de una tienda de Betsey Johnson en Cabazon,
cerca de Palm Springs, y una factura de hacía seis meses con cargo a su tarjeta de
crédito por valor de quinientos dólares, que había pagado recientemente, con el
incremento gradual del interés al ritmo de usura acostumbrado.
Del fondo de la caja Milo sacó la impresión de un correo electrónico suelto
enviado cuatro meses antes desde una cuenta de Hotmail con nombre de usuario
engrbass345. Lo leí por encima de su hombro.
Sel, no sabes cómo me alegro de que por fin hayas encontrado un trabajo. Y que
además te guste. Cuídate, cariño, y la próxima vez no tardes tanto en dar señales
de vida.
Un abrazo,
Mamá
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VII
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entrada estaba flanqueada por palmeras datileras de hojas afiladísimas, tras las
cuales se entreveía una casa sorprendentemente modesta.
Era de una planta, con los muros pardos y la techumbre de tejas rojas. La puerta
principal se escondía tras un patio cerrado donde estaban aparcados los cuatro
coches que Vander tenía registrados en aquella dirección. Reed aporreó el interfono.
Se oyeron cinco timbrazos y luego se hizo el silencio.
Volvió a intentarlo, y al cabo de cuatro timbrazos respondió una voz masculina
que parecía la de un adolescente:
—¿Sí?
—Policía de Los Ángeles. Venimos a hablar con el señor Simon Vander.
—¿La policía, dice?
—Sí. Queríamos hablar con el señor Vander.
Un compás de silencio.
—No está.
—¿Dónde podemos encontrarle?
Dos compases más.
—Ahora mismo está en Hong Kong.
—¿En viaje de negocios?
—Está de viaje, no sé más. Pero si quieren dejarle un recado, se lo haré llegar.
—Disculpe, ¿con quién tengo el placer?
Otro momento de vacilación.
—Soy el administrador de la finca.
—Su nombre, por favor.
—Travis.
—¿Sería tan amable de salir un momento a la entrada, señor Travis?
—¿Puedo preguntarle de qué se trata...?
—Salga un momento y se lo explicamos.
—Esto... Esperen, ahora salgo.
Al cabo de un momento se abrió la puerta del patio y apareció en el umbral un
hombre con camiseta azul marino, vaqueros claros y una gran gorra gris de punto,
que entornó los ojos para pasarnos revista. La camiseta le iba grande y la llevaba por
fuera, con los faldones ondeando al viento. El dobladillo de los vaqueros ocultaba el
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empeine de unas zapatillas blancas de deporte. Llevaba la gorra calada hasta las
orejas.
Se encaminó hacia nosotros con paso vacilante. Tenía un hombro más alto que el
otro y a cada dos pasos se le torcía hacia fuera un pie en una suerte de tropiezo
intermitente. Al llegar a la verja nos repasó a través de los tentáculos de hierro, entre
los que atisbamos una cara larga y demacrada de pómulos huesudos y ojos hundidos
de color castaño. Cubría su rostro una barba hirsuta de tres días que aún era negra
pero comenzaba a encanecer, igual que el poco cuero cabelludo que la gorra dejaba al
descubierto. Tenía la boca torcida hacia la izquierda, como si profiriera un lamento
perpetuo. Si a la mueca se le sumaban los andares pendulares, todo apuntaba a
alguna clase de trauma neurológico. Tendría entre treinta y cinco y cuarenta años, en
todo caso era muy joven para haber sufrido un derrame cerebral. Pero la vida es
cruel.
Milo le mostró la placa a través de los barrotes.
—Buenas tardes, señor Travis.
—Huck. Travis Huck.
—¿Nos deja pasar, señor Huck?
Huck apretó el botón del control remoto con un dedo larguísimo y las dos hojas de
la verja se abrieron hacia dentro.
Aparcamos frente a la primera palma de dátiles y bajamos del coche. La finca
estaba unos metros por encima de las vecinas y con sus dos hectáreas y media era sin
duda la joya de la corona. Los taludes ajardinados y los arriates de geranio serán más
bien discretos; el golpe de efecto lo daba una piscina sin bordillo exterior cuyas aguas
caían a pico, fundiéndose con las del Pacífico.
Vista de cerca, la casa perdía por completo su modesta apariencia inicial. Era de
una sola planta para no obstruir las vistas del océano, pero la superficie que ocupaba
era inmensa.
Travis Huck se metió un dedo en la gorra para enjugarse el sudor que le chorreaba
por detrás de la oreja y le perlaba las mejillas. Hacía mucho calor para una gorra de
lana. O el tipo transpiraba con facilidad.
—Si quieren dejarle algún recado al señor...
—El recado —le cortó Milo— es que hemos encontrado asesinada a Selena Bass y
estamos entrevistando a todos sus conocidos.
Huck parpadeó. La boca contrahecha y triste se tensó para adoptar una expresión
neutral que la tensión acumulada en torno a los ojos desmentía.
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—¿Selena? —balbució.
—Sí.
—No...
—La conocía, entonces.
—Le da clases de piano a Kelvin, el hijo de los Vander.
—¿Cuándo fue la última vez que la vio?
—¿La última? Pues ahora mismo no... Ya les digo, viene a darle clases. Cuando las
necesita.
—Cuando Kelvin las necesita.
Volvió a pestañear.
—Eso es.
—¿Tengo que repetirle la pregunta?
—¿Cómo dice?
—¿Cuándo la vio por última vez?
Déjeme pensar —dijo Huck, como si fuera más que una formula y tuviera que
pedir permiso. El sudor le resbalaba por la barbilla y goteaba sobre las pizarras—.
Debió de ser hace dos semanas... —Se caló aún más la gorra y rectificó—: No, quince
días. Quince días exactos.
—¿Cómo está tan seguro?
—Los señores Vander se fueron hace dos semanas justas y la víspera de la partida
vino a darle una clase a Kelvin. La dedicaron a Bartók.
—¿Adónde se han ido?
—De vacaciones —repuso Huck—. Estamos en verano.
—Y viajan en familia —dijo Reed.
Huck asintió.
—¿Podrían decirme qué le ha ocurrido a Selena?
—Nada bueno, es lo único que podemos decirle por el momento.
No hubo respuesta.
—Entonces, ¿la última vez que pasó por aquí fue hace quince días?
—Sí.
—¿Cómo la encontró, anímicamente?
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—Tenía buena cara. —Huck fijó la vista en la losa mojada a sus pies—. Le abrí la
puerta cuando llegó y la acompañé a la salida cuando se fue. Estaba bien.
—¿Sabe de alguien que pudiera querer hacerle daño? —preguntó Reed.
—¿Hacerle daño? Escuche, ella sólo venía para darle clases al niño. Como los
demás.
—¿Los demás?
—Kelvin recibe todas sus clases a domicilio. Por aquí pasan expertos en todos los
campos: arte, gimnasia, karate... Un comisario de la fundación Getty le da clases de
historia del arte.
—¿No le gusta el colegio? —inquirió Milo.
—Es muy listo para ir al colegio.
De pronto se le dobló una rodilla y tuvo que apoyarse en el capó del coche de
Reed. Tenía la frente empapada.
—Y además de listo es un gran pianista —apuntó Moe Reed.
—Toca música clásica —repuso Huck, como si eso zanjara la cuestión.
—¿Cuánto tiempo hacía que Selena le daba clases?
—Pues calculo que... un año. Más o menos.
—¿Dónde se las daba? —preguntó Milo.
—¿Dónde? Pues aquí, en casa.
—¿Nunca iba a casa ele Selena?
—Por supuesto que no.
—¿Por supuesto que no?
—Kelvin lleva una agenda muy apretada —dijo Huck—. No puede perder el
tiempo yendo de aquí para allá.
—Pero no tiene una hora fija para las clases de piano.
—Con las clases de piano es más flexible —admitió Huck—. Las puede tener una
vez por semana o cada día.
—Según las necesite.
—Cuando tenía un recital inminente, Selena venía más a menudo.
—¿Da muchos recitales?
—No tantos. Disculpen, pero aún no me hago a la idea... Tan buena chica.
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Volvimos a bajar hasta la autopista del Pacífico y a los pocos minutos llegamos a la
Costa Beach, donde Moe Reed dio un brusco cambio de sentido para aparcar frente a
una tapia de cedro.
Era un terreno de unos doce metros de ancho al borde de la carretera. A la derecha
de la tapia se alzaba un garaje, también de madera. La puerta estaba candada. Milo
llamó al timbre, pero no contestaron. Antes de irse dejó su tarjeta prendida al
picaporte.
—¿Qué les ha parecido Huck? —nos preguntó Moe Reed mientras volvíamos a la
ciudad.
—Un tipo curioso.
—Sudaba como un cerdo, el tío. Y, bueno, no podría poner la mano en el fuego,
pero parecía... muy en guardia. ¿Desbarro, teniente?
—Estaba nervioso, sí, pero tal vez sea que no quiere hacer enfadar al jefe. ¿Algún
diagnóstico, doctor?
Les conté la hipótesis de la lesión nerviosa.
—Lo que más me ha llamado la atención es que llevara la gorra esa con el calor
que hace —dijo Reed—. Y no parecía que hubiera mucho pelo debajo, por cierto.
Hombre blanco de complexión media con la cabeza rapada... podría ser el tío que vio
Luz Ramos.
Milo caviló un momento y buscó su terminal portátil.
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—¿Y qué hay de Duboff, el bocazas aquel de la marisma? —dijo Reeel—. Como
usted dice, doctor, parece muy encariñado con el lugar. Obsesionado, diría yo. ¿No
puede ser que el lugar tenga alguna clase de significado sexual para él y por eso deje
ahí los cuerpos?
—Ya... Un ecologista en serie —bromeó Milo.
—Yo tampoco le perdería de vista —tercié—, pero como elijo Moe, es cierto que no
trató ele pasar desapercibido. Todo lo contrario. Se nos lanzó encima y admitió que
estaba en la marisma a la hora en que se deshicieron del cadáver.
—Podría ser una finta psicológica —conjeturó Reeel—. O arrogancia pura y dura...
A lo mejor se cree más listo que nosotros, como esos asesinos imbéciles que mandan
mensajes por correo o vuelven a la escena del crimen para regodearse.
—Es posible.
Los dedos de Milo danzaban frenéticamente sobre el teclado.
—Mira por dónde, el amigo Duboff sí que tiene antecedentes.
En los últimos diez años Silford Duboff tenía siete arrestos en su historial, todos
ellos durante marchas de protesta que habían terminado en enfrentamientos con las
fuerzas del orden.
Jaleos antiglobalización ante el Century Plaza, exigencias salariales para
empleados ele hostelería en San Francisco, sentadas de protesta por el aumento de la
potencia nuclear en la planta de San Onofre, oposición al desarrollo inmobiliario
costero en Oxnard y Ventura. La séptima vez, como era de esperar, lo habían
trincado cuando protestaba contra la especulación multimillonaria de la marisma.
Seis de los arrestos eran simples casos de resistencia a la autoridad, pero en el
altercado antiglobalización se le acusó de agresión a un agente de policía, se declaró
culpable de un delito menor de agresión y pagó la fianza. La condena fue revocada
dos años más tarde, cuando en la vista de una demanda popular el juez de apelación
falló en contra del Departamento de Policía de Los Ángeles por los disturbios
ocurridos durante la manifestación.
—De esa me acuerdo. ¡Se armó la gorda! —dijo Milo—. O sea, que al tío le gusta
sentarse en medio de la calzada a entonar cánticos. En fin, como historial delictivo
tampoco es muy violento. Más que un caso clínico me parece un caso perdido.
—El movimiento antiglobalización capta a anarquistas y gente así, ¿verdad? Eso
me recuerda a la gorra de Huck. Los anarquistas llevan prendas parecidas. ¿Y si
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Huck y Duboff son un par de contestatarios que han descubierto que prefieren un
rollo más duro de protesta?
—Si van a las mismas manifestaciones, ¿cómo es que siempre trincan a Duboff y
Huck se libra?
—Duboff es un bocazas sin una pizca de tacto. Huck es más solapado. Yo creo que
es eso lo que me ha dado mala espina...
—El dúo maléfico —repuso Milo—. De día luchan por la libertad, pero cuando el
sol se pone salen a estrangular mujeres inocentes, amputarles las manos y lanzar sus
cuerpos a un estercolero.
Reed pisó el acelerador.
—Es algo rebuscado, sí.
—Chaval, a estas alturas algo rebuscado es mejor que nada. No estaría de más que
lo sondearas. Si encuentras el nombre del señor5 Huck en la lista de afiliados de
alguna agrupación a las que pertenezca el señor Duboff o cualquier vínculo entre
ellos, por nimio que sea, seguiremos la pista del dúo homicida.
—Si los asesinos fueran dos, les habría sido más fácil deshacerse de los cuerpos —
apunté—. Mientras uno aparca, el otro arrastra el cadáver. O lo arrastran los dos y
luego salen pitando.
—¿No habría que hablar también con los contables de Vander y preguntarles por
el resto de profesores que pasaban por la casa?
—¿Por si se la cargó algún colega del trabajo?
—Por si algún colega nos puede decir algo más que Huck —replicó—. Si en su
piso no había ningún indicio de vida social a lo mejor es porque no la tenía, porque
los profesores particulares de Kelvin Vander no tienen tiempo para otra cosa. —
Sacudió la cabeza—. ¡Cincuenta de los grandes por darle clases a un crío...! ¿No sería
su relación con la familia lo que la perdió?
—¿A ella y a otras tres difuntas mancas?
Reed tardó un momento en contestar:
—Vida social no tendría, pero cuero no le faltaba. Tiene razón, teniente, es posible
que se montara sus fiestas en otra parte. Y de momento la otra casa por la que
sabemos que pasaba es la de los Vander.
—Un ejercicio de Bartók para el niño y una escapada a la caseta del jardín para
azotar con la fusta al profesor de karate —dijo Milo.
—O a Huck. O al propio señor Vander, ya que estamos.
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5 En español en el original (N. de T.)
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VIII
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Hacía cinco años que no veía a Selena. El correo electrónico que Milo había
encontrado era uno de los pocos que se habían mandado últimamente.
Selena daba señales de vida. Por fin.
Cuando Milo le preguntó por qué le había llevado tanto tiempo, la mujer rompió
de nuevo en sollozos.
—Mañana cogeré el primero vuelo a Los Ángeles —anunció.
A las cuatro de la tarde el subjefe de policía Henry Weinberg llamó para preguntar
cómo avanzaba la investigación.
Milo conectó el altavoz del aparato:
—Por el momento no tenemos nada de nada, señor.
—Pues ya va siendo hora de airearlo en los medios, teniente.
—Preferiría esperar a que los forenses se pronunciaran. Parece que son huesos
duros de roer...
Al otro lado de la línea se hizo el silencio.
—Así podremos... —prosiguió Milo.
—Le he oído, teniente. Bonito juego de palabras. ¿Si le ponemos frente a las
cámaras piensa explotar su vis cómica?
—Dios me libre.
—Dios y el jefe, teniente. Y no me pregunte cuál es cuál. Llame a esos recolectores
de huesos ahora mismo y asegúrese de que están arrimando el hombro.
La doctora Hargrove aún estaba en la marisma y fue Liz Wilkinson quien contestó
al teléfono.
—¡Hola, teniente! Ya sabemos cuatro cosas cié la primera víctima. A juzgar por el
puente nasal es muy posible que fuera una mujer negra, de entre veinte y treinta y
cinco años ele edad.
La descripción coincidía punto por punto con la de ella misma, pero su voz no
destilaba otra cosa que ciencia.
Milo garabateó la información en su bloc.
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—¿Algo más?
—Es probable que haya tenido al menos un hijo, y sufrió una fractura de fémur
derecho lo bastante grave como para necesitar un implante metálico. No hemos
encontrado restos de titanio, pero las incisiones de los tornillos no dejan margen de
duda. No me extrañaría que cojeara un poco.
—¿La fractura era reciente?
—El crecimiento óseo posterior es considerable. No hablamos de meses sino de
años, pero se la hizo cuando ya era adulta. Aparte de eso, el único hallazgo
interesante es la rotura del hioides. Y la mano amputada, claro.
—La estrangularon.
—Es lo más probable. Calculamos que llevaba varios meses sumergida, pero es
sólo una suposición. Eleanor... la doctora Hargrove sigue trabajando en los otros dos
cuerpos con Lisa, la doctora Chaplin. Nos llevará tiempo porque están muy
desarticulados y no queremos pasar por alto ningún detalle. Yo he vuelto porque
Eleanor me ha pedido que tome nota de lo que hemos averiguado hasta ahora. Ahora
le paso por correo electrónico lo que le acabo de contar.
—Gracias.
—Una cosa más, teniente. Justo cuando salía de la marisma ha aparecido el
voluntario aquel, el de la barba. El policía de guardia le ha cortado el paso y han
cruzado unas palabras. Yo quiero comenzar a trabajar mañana temprano, en cuanto
salga el sol, y voy a estar sola porque Eleanor y Lisa no pueden llegar hasta las
nueve. Me gustaría evitar cualquier distracción.
—Me encargaré de que haya una patrulla de guardia antes de que llegue.
—Mil gracias. Es un lugar precioso, pero a veces hay un silencio... de mal agüero.
Milo consultó la lista de personas desaparecidas del departamento, buscó mujeres
negras de edades comprendidas dentro de los límites determinados por Wilkinson y
encontró cinco coincidencias, la más reciente de hacía medio año. La ficha no
mencionaba que la desaparecida cojeara o tuviera la pierna rota, pero imprimió el
listado de todas formas.
—Ya es hora de comenzar a buscar en otros condados. Esperemos que no fuera
una pobre desgraciada a la que nadie echara en falta.
Dicho esto se encendió el pinito, inundando su ratonera de nubes ilícitas de humo.
Tosió, se aflojó la corbata, escupió una brizna de tabaco que no entró por poco en la
papelera y se acercó el teclado.
Me fui sin mediar palabra, mientras Milo golpeaba las teclas con furia.
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Para cenar nos inventamos una tortilla de queso con champiñones y mientras nos
la comíamos le pregunté cómo le había ido a ella.
—Me he pasado el día holgazaneando. Le estoy cogiendo el gusto.
Hacía una semana ya que había terminado un encargo importante: la réplica de
cuatro instrumentos antiguos Gibson para un magnate de Internet podrido de dinero
que los había donado en una función benéfica. Llevaba algún tiempo sopesando la
idea de emprender un nuevo proyecto, pero de momento se limitaba a hacer
reparaciones.
Me acordé entonces de la guitarra de flamenco de sesenta años pero aún fragante
que le habían dejado para que recompusiera el mástil.
—¿La Barbero ya está lista?
—Sí. Ha sido más fácil de lo que creía. Paco ha venido a recogerla hace un par de
horas. Debes de haber estado muy ocupado. Han llamado de la consulta hace un
momento y me han dicho que no te habías pasado en todo el día. Hay un abogado
que quiere que le asesores.
Me dijo su nombre.
—¿Ése? —rezongué—. Si algún día paga sus facturas puede que encuentre a
alguien que vuelva a trabajar para él.
Me acabé la cerveza y me desperecé.
—Te noto agobiado.
—Es Milo quien anda agobiado, yo sólo le he acompañado para echar un vistazo.
—¿Qué tenéis entre manos?
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—Estás libre a las diez, ¿verdad? —dijo Milo al otro lado de la línea—. La madre
de Selena viene por la mañana a la comisaría.
—Claro.
—¿Todo va bien?
—Muy bien.
—¿Interrumpo algo?
—Una obra de arte de la intriga con actores de lujo.
—Una película.
—Eres un lince.
—Supongo que no tendrá mucho que ver con la vida real. Vuelve a tus sueños de
celuloide, ya hablaremos mañana de los huesos.
—¿Qué hay de los huesos?
—Oye, no quiero sustraerte a tu Robin, tu perrita y tus actores de lujo.
—¿Qué hay?
—La doctora Hargrove ha tardado menos de lo que creía en recomponerlos. Las
tres víctimas sumergidas tienen el esqueleto completo, salvo por la mano derecha. La
segunda es una mujer negra de la misma franja de edad que la primera, la de la
pierna rota, y es probable que también la estrangularan. Por la longitud de los
fémures, medía un metro setenta como mínimo y las marcas de peso indican que
debía de ser muy obesa. Hargrove calcula que la sepultaron hace medio año, más o
menos, pero no puede asegurarnos nada. La tercera es una mujer blanca de estatura
normal y mayor que las otras, en torno a la cincuentena. También tiene el hioides
roto, pero no hay muchas otras marcas que sirvan para identificarla. Puede llevar
muerta tanto tiempo como la segunda o más, es difícil de establecer. El otro bombazo
es que en las listas de desaparecidos del Departamento de Policía de San Diego
figura una mujer negra llamada Sheralyn Dawkins: veintinueve años, varios arrestos
por consumo de drogas y prostitución callejera, la pierna rota en un accidente de
coche hace cinco años y cojera perceptible.
—San Diego está a ciento noventa kilómetros de aquí —dije—. ¿No andaremos
tras la pista de un nómada?
—Eso ya sería el colmo. Le he encargado a Reed que localice a su familia y vaya a
notificárselo. Hay que incentivar al chico, ¿no? Me parece a mí que tiene la
autoestima un poco baja...
—¿Les sacó algo a los contables?
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—Ni una sílaba. En Global Investment le pasaron con el abogado de Vander, que
le remitió a su secretaria, quien le pasó finalmente con una secretaria auxiliar que le
tuvo un buen rato esperando y le prometió que se pondría en contacto con él cuando
averiguara algo. Tampoco ha encontrado ningún dato sospechoso relacionado con
Huck o Duboff ni nada que indique la existencia de un vínculo previo entre los dos.
—La vida de un sabueso está llena de emociones.
—Ya veremos qué noticias nos trae de la familia de Dawkins. A lo mejor se mudo
a Los Ángeles y podemos relacionarla con alguien.
—Si vivió aquí, se me acaba de ocurrir que la marisma está a un paso del
aeropuerto y esa zona está plagada de prostitutas callejeras.
—Hummm... Esa teoría ya me gusta más —dijo—. Bueno, te dejo con tu peli. ¿Qué
estáis viendo?
—Charada.
—Revolcones por París y diálogos de lo más ocurrente. Ojalá el mundo del crimen
fuera así de divertido.
—¿Quieres que te la preste?
—Déjalo. Ahora mismo no puedo permitirme tanta fantasía.
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IX
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recibido una sola clase en su vida y ya se había sacado de la manga unos cuantos
acordes. Y los tocaba mucho más limpios que yo.
—Cuando tenía once años vi que quería seguir adelante con el piano, así que la
apunté a un curso —prosiguió su madre—. Por entonces aún vivíamos en Ames,
Iowa. Había una tienda de instrumentos que había puesto en marcha un programa
escolar de educación musical. Selena no tardó en superar al primer profesor que le
pusieron y lo mismo sucedió con los dos siguientes. Me dijeron que tenía que
encontrar a alguien con formación clásica más sólida. Cuando nos mudamos a Long
Island encontré a una anciana de Nueva York que había sido profesora en la Unión
Soviética, la señora Nemerov, Madame Nemerov la llamaban, un vejestorio que iba
siempre con vestidos de gala. Selena estudió con ella hasta que cumplió los quince.
Luego lo dejó de un día para otro y me dijo que odiaba la música clásica. Yo le
advertí que iba a desperdiciar el talento que Dios le había dado, que si lo dejaba no
volvería a tocar, pero ella dijo que me equivocaba. Yo me puse echa una... Digamos
que fue una de nuestras peores discusiones. Fue una época muy dura, Selena había
aparcado sus estudios por completo y sacaba suficientes pelados o muy deficientes.
Cuando yo me quejaba, me aseguraba que la vida le enseñaba más de lo que podía
aprender en cualquier mierda de colegio.
—Pues nos han jodido —murmuró Marc.
—¿Dejó de tocar? —pregunté.
—No. Me equivocaba. De hecho practicaba aún más, aunque nada de clásico. Es
cierto que de vez en cuando volvía a Liszt, Chopin o lo que fuera... —Esbozó una
sonrisa triste—. Le encantaban los estudios de Chopin, sobre todo los menores. O eso
decía, porque yo de música no tengo ni idea. Selena heredó todo el talento de su
padre, que tocaba la guitarra, el banjo, cualquier cosa. Lo suyo era el bluegrass,
porque era de Arkansas. Madame Nemerov decía que Selena era una de las mejores
alumnas de lectura vista que había tenido y que tenía oído absoluto. En su opinión,
podía haber sido una gran concertista de piano si hubiera querido.
—Pensaba que andar de gira por ahí tocando Beethoven para una panda de
estirados le privaría de llevar una vida normal —explicó Marc.
—¿Y cuál fue la alternativa? —replicó su madre—. No hacer absolutamente nada
hasta cumplir los veintiuno y luego liar los bártulos y mudarse a Los Ángeles sin
decirme una palabra y sin ninguna perspectiva laboral...
—¿Se escapó de casa?
—Cuando son mayores de edad ya no se escapan: se van. Un buen día llegué a
casa y se había largado, dejándome una nota para decirme que se iba a «la costa»,
que no tratara de impedírselo. Yo estaba desesperada. Al cabo de unos días me
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llamó, pero no quiso decirme dónde estaba. Al final le sonsaqué que estaba en Los
Ángeles, pero se negó a darme su dirección. Me dijo que se ganaba la vida haciendo
«bolos», aunque no sé muy bien que quería decir con eso.
—Actuaba en locales —aclaró Marc—, tocaba música de fondo al órgano.
Su madre le miró de hito en hito.
—Vaya, primera noticia —le recriminó.
—Pues me alegro de haber venido para ponerte al corriente.
Emily Green Bass le levantó a su hijo la mano, pero se contuvo a tiempo,
temblando de rabia.
—Teniente, si Selena y yo no teníamos mucho contacto fue por decisión suya, no
mía. Me dejó completamente al margen de su vida. No tengo ni idea de lo que habrá
hecho durante todos estos años. Y estar en la inopia ha sido un suplicio. Si no hubiese
tenido un negocio que administrar habría venido a buscarla. Llamé a la policía una
vez, pero como no sabía su dirección, no supieron decirme con qué comisaría hablar.
Además era mayor de edad y se había ido por su propio pie, con lo que nadie podía
ayudarme. El único consejo que me dieron fue el de contratar a un detective privado,
pero era muy caro y a Selena le hubiera molestado que me pusiera a fisgonear, de
modo que decidí ocuparme de mis asuntos y convencerme a mí misma de que las
cosas le iban bien.
—¿Cuándo dice que llamó a la policía? —preguntó Milo.
—Cuando se fue. Hará cuatro... cinco años. Siempre tuve la esperanza de que me
llamaría para pedirme dinero y así podría saber qué hacía. —Se encaró con su hijo—.
Y ahora resulta que tú siempre lo has sabido.
Marc Green no sabía dónde meterse.
—No me pareció que fuese tan importante —dijo.
—Para mí lo era.
—Ella no quería que supieras qué hacía. Pensaba que habrías tratado de
impedírselo.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa?
Silencio.
—No lo habría hecho nunca —dijo Emily Green Bass—. Mira, Marcus, vas a
decirnos todo lo que sabes. Todo.
Marc se mesaba el cabello.
—¡Dínoslo!
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—A mí la teoría de los ricos cabrones me suena bien —dijo Marc—. Selena se los
encuentra en uno de sus bolos para degenerados y le ofrecen un trabajo a cambio
de...
—¿No has oído lo que acaba de decir? —le cortó su hermano—. Sacar conclusiones
precipi...
Marc se revolvió:
—Míralo, habla quien tanto nos ha ayudado con su testimonio. ¡Que te den!
—¡Basta! —exclamó Emily Green Bass—. Esto es insoportable, es como si ya no
quedara nada que no estuviera podrido.
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Emily Green Bass y sus hijos se marcharon por separado en tres coches de alquiler.
—Nada como una familia unida —dijo Milo—. Me parece a mí que Selena se había
distanciado de los tres.
—La gente viene a Los Ángeles para distanciarse de todo.
—¿Te refieres a mí, a ti o a todo el mundo?
—Si te sientes aludido por algo será.
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—De ahí los excesos sudoríparos de Travis Huck y las evasivas de los contables de
Vander cuando Reed trató de contactarles. Y no deja de ser casualidad que los
Vander estuvieran de viaje cuando encontraron el cadáver de Selena.
—La riqueza y la lujuria son temibles cuando van de la mano —asintió Milo—.
Marc Green será un bocazas malhumorado de la lucha de clases, pero eso no significa
que esté equivocado. —Se pasó una mano por la cara—. Una casa al final de la calle,
cercada y sin vecinos a la vista. El escenario ideal para cierta clase de veladas. Selena
le dijo a Marc que necesitaba el dinero. Tal vez le ofrecieron un suplemento por las
actuaciones extramusicales y vio algo que le hizo echarse atrás.
—O amenazó a alguien con ventilar sus pasatiempos.
—¿Chantaje?
—Los peores secretos se pagan mejor.
—La fórmula de oro.
—Aunque hay otra posibilidad, una aún más deprimente.
—A saber.
—Que le llegara la fecha de caducidad y la pusieran en la calle. Ahí podría residir
el vínculo entre Selena y Sheralyn Dawkins. Y puede que con las otras víctimas, si es
que también hacían la carrera.
—Alguien buscaba mujeres de usar y tirar.
—En las orgías lo importante es la variedad: no hay que dejar que decrezca el
entusiasmo. A lo mejor contrataban siempre a profesionales, pero cuando apareció
Selena con su apariencia inocente debió de levantarles los ánimos.
—Tal vez su castidad no fuera tan sólo aparente. Puede que a su edad no se
hubiera metido en nada de eso de no toparse con la gente equivocada. ¿Tú crees que
pudo pasar tantos años tocando en locales de alterne sin tomar parte?
—Todo es posible —repuse—. Es la salsa de tu trabajo y del mío.
Al llamar a la morgue nos dijeron que la autopsia de Selena Bass habría de esperar
tres días más. Milo trató de engatusar al encargado para saltarse la cola, pero no
consiguió más que vagas promesas. En cuanto colgó el auricular le llamó Weinberg,
el subjefe de policía, para saber cuándo pensaba hacer públicos los asesinatos.
—Pronto —respondió, y durante un buen rato se quedó escuchando al auricular
con expresión impasible.
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—En un IHOP.6
—¿Tortitas a la alemana con puré de manzana?
—Unos huevos.
—Pues mejor que recargues pilas para el camino —dijo dándose una palmada en
su prominente barriga—. ¿Alguna noticia?
—He hablado con Alma Reynolds, la novia de Duboff, y yo diría que está igual de
chalada que él. La tía no paraba de decirme que la marisma es sagrada... y eso que
ella es atea. Eso me ha traído a las mientes las manos cortadas y se me ha ocurrido
que podían ser parte de algún rito religioso, pero me he informado sobre las
comunidades religiosas principales y ninguna lo practica, ni siquiera los wicca o los
vuduistas. Reynolds me ha confirmado que pasó unos días fuera de la ciudad, como
dijo Duboff, y sigo sin encontrar ningún detalle escabroso en su pasado. El jefe que
tuvo en la librería de izquierdas asegura que Duboff no era nada violento, que sacaba
fuera del local a las arañas y los bichos que encontraba para no tener que matarlos.
—Hitler era vegetariano —dijo Milo.
El joven agente le clavó sus ojos azules.
—¿Ah, sí?
—Der Führer und der Tofu.
Reed prosiguió con una media sonrisa:
—De Travis Huck tampoco he averiguado nada, pero hay algo en él que me
escama, Loo. Estaba nerviosísimo y respondió con evasivas.
—Puede que quiera proteger a los Vander.
Milo le resumió lo que nos había contado el hermano de Selena.
—Conque fiestas guarras... Tendríamos que indagar un poco más.
La puerta se abrió al estruendo del tráfico. Un hombre negro y bien parecido
acababa de entrar en el restaurante.
Rondaría los treinta años y medía un metro noventa, llevaba el pelo muy corto y
vestía un traje gris marengo escogido con esmero para lucir su atlética figura y una
camisa de seda azul eléctrico que relucía como sus zapatos negros de cocodrilo.
La mujer del sari se acercó para atenderle y el tipo no precisó más que unos
segundos para arrancarle una sonrisa. Luego se dirigió hacia nuestra mesa. Más que
caminar, parecía deslizarse.
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International House of Pancakes: Popular cadena de restaurantes especializados en desayunos, fundada en
1952. (N del T.)
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XI
Aaron Fox dejó su taza de té, se llevó la mano a un bolsillo interior de la chaqueta
y plantó ante Milo un montón de recortes de periódico. El excelente corte del traje
había disimulado el bulto.
—¿Por qué no les haces un resumen a estos pobres funcionarios del Estado? —dijo
Milo.
—Será un placer. Edward Travis Huckstadter se crió en Ferris Ravine, uno de esos
pueblos granjeros del interior perdidos en el monte, a la altura de San Diego. El
padre, desconocido; la madre, una borracha chiflada. Cuando Eddie tenía catorce
años se lió a trompazos con un compañero de clase y lo mató. Fue condenado por
asesinato, pasó algún tiempo en un centro penitenciario de menores y luego circuló
por un sinfín de hogares de acogida. No sé qué pensará el doctor, pero a mí me
parece un cuadro psicológico de cuidado.
—¿A los catorce? —dijo Moe Reed—. Pues ahora tiene treinta y siete. Son
veintitrés años sin una sola mancha en su historial...
—Que no haya sido arrestado no significa que se haya portado bien, Moses. Lo
que cuenta es que ya mató a alguien y tenía relación con vuestra víctima. Para colmo,
desde que cumplió los dieciocho su paradero es una incógnita. No se inscribió en la
Seguridad Social ni hizo ninguna declaración de la renta hasta hace tres años, cuando
comenzó a trabajar con su nuevo nombre para un millonario llamado Simon Vander.
Está claro que mintió para conseguir el puesto, porque no me imagino a ningún
ricachón contratando a un colgado con un homicidio en su haber. Vamos, chicos, ya
le habéis visto. No me digáis que el tipo no os ha dado mala espina...
—¿Cómo sabes que le hemos visto? —preguntó Milo.
—Lo he oído por ahí.
—¿Tú le conoces?
—Aún no he tenido el placer, pero llevo veinticuatro horas siguiéndole de cerca.
—¿Por qué?
—En cuanto aireasteis el caso me contrataron para que le vigilara.
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Los cuerpos de los hermanos se tensaron como lanzas, retrotraídos por un instante
a sus viejas riñas infantiles. Fox fue el primero en desviar la mirada, sonriendo y
encogiéndose de hombros.
—Escucha, Moses, lo que el agente Sturgis quiera hacer de la información con la
que os he obsequiado no es de mi incumbencia. —Se levantó de su silla—. Yo ya he
cumplido con mi deber cívico. Qué pasen un buen día, caballeros.
—Si es verdad eso de que tu cerebro sigue en activo —repuso Reed—, recordarás
la ley de obstrucción a la justicia.
Fox se pasó una mano por el cuello de su camisa de seda.
—Cuando te pones así se te ve el plumero, hermanito. Tienes más cuento que los
vendedores de esas carracas que te empeñas en conducir. —Se volvió hacia Milo y
agregó—: Se rumorea que hay más víctimas en la marisma y la rueda de prensa está
al caer. Si yo tuviera que subir al estrado, preferiría tener algo de carnaza que darles
a esos periodistas cuando comiencen a acribillaros a preguntas.
—No te preocupes —le dijo Milo, pasando el pulgar regordete por los recortes de
periódico—, estudiaremos todo esto con calma. Y si nos dices quién te ha contratado
para que sigas a Huck y por qué, puede que hasta le demos algún crédito.
—La información es buena —replicó Fox—. Si no os lo parece, allá vosotros.
Sacó un billete de veinte de su cartera de cocodrilo y lo dejó caer sobre la mesa.
—No te molestes —dijo Milo.
—No es molestia. Siempre pago a mi manera.
Inclinó levemente la cabeza a modo de despedida y se marchó.
Moe Reed seguía inclinado hacia adelante, dispuesto a embestir.
—Conque tu hermano, ¿eh? —dijo Milo.
Reed asintió.
—La brigada antivicio no tenía fichada a Sheralyn Dawkins, pero será mejor que
me dé una vuelta por el aeropuerto, a ver si averiguo algo antes de tirar hacia San
Diego.
Antes de que Milo pudiera responder se puso en pie y salió en estampida.
—¡Ah, los placeres de la vida familiar! —exclamó Milo.
—Así que Huck también es de San Diego... —comenté.
—Sí, qué curioso... Pero ¿por qué habríamos de darle el gusto a Fox?
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—¿No ha leído los artículos? Pensaba que los había leído todos.
Le detallé las fechas de los tres que tenía.
—La historia no acabó ahí —repuso—. Al cabo de un año publiqué otro artículo.
—¿Sobre qué?
—Sobre su liberación. Se interesó en el caso una abogada de oficio de Los Ángeles,
¿cómo se llamaba...? Deborah no sé cuántos. Espere, deje que lo consulte en el
ordenador. Mi nielo es uno de esos genios de la informática y para la asignatura de
ciencias escaneó y catalogó cincuenta años de ediciones para introducirlas en una
base de datos on line. Llega hasta los tiempos de mi padre... En fin, aquí lo tengo.
Debora sin hache Wallenburg. —Me deletreó el apellido—. Si me da su correo
electrónico, le envío el artículo.
—Muchas gracias.
—No hay de qué. Sólo espero que Eddie no haya escogido la mala senda.
Cuando Milo volvió, blandí en el aire el archivo adjunto que acababa de imprimir.
—La parte de la historia que Fox se calló —anuncié—. Una abogada de oficio que
llevaba la apelación de otro chico del correccional se enteró a través de un
funcionario del centro de que un recluso recibía maltratos constantes y había pasado
por la enfermería con fuertes contusiones en la cabeza.
—Ahí tienes tu lesión nerviosa.
—Probablemente. El funcionario le explicó que Eddie ni siquiera tenía que haber
pisado el centro y la abogada, una tal Debora Wallenburg, revisó la condena,
coincidió en que era abusiva y expidió un mandato judicial de emergencia. Al cabo
de un mes Eddie fue puesto en libertad y absuelto de todos los cargos. Como su
madre era incapaz de mantenerlo, le mandaron a un hogar de acogida. He buscado a
Wallenburg en la web del colegio de abogados y resulta que ahora se dedica al
derecho mercantil en un bufete de Santa Mónica.
—¡Mira por dónde! Una abogada altruista que no lo es sólo de boquilla...
—Puede que Fox no encontrara el último artículo. O que lo encontrara y decidiera
ocultárnoslo. ¿Qué clase de tipo es?
—No le conozco lo bastante. Trabajó en la división de Wilshire durante un tiempo
y se labró una reputación de poli estrella, listo y ambicioso. Luego le trasladaron al
distrito Oeste, pero al poco tiempo lo dejó. De eso hará unos cuatro años.
—¿Lo dejó o le despidieron?
—Por lo que he oído, lo dejó.
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XII
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—¡Qué eficiente! —exclamó Milo—. Y seguro que guardas todas las direcciones de
correo electrónico y los teléfonos de tus clientes.
Duchesne sonrió, mostrándole un par de colmillos solitarios.
—Últimamente, ya le digo. No hará ni un par de semanas que lo uso.
—¿Y cómo cubres las vacantes?
Vaciló antes de responder:
—A la vieja usanza.
—Colgando anuncios por la calle, vamos...
Duchesne se hurgó en la cavidad de una encía.
—Prefiero llamarlo marketing urbano.
Además de los arrestos por consumo de drogas le habían puesto entre rejas cinco
veces por lenocinio, pero calificaba las estancias en prisión y el pago de las fianzas
como «gastos estructurales corporativos».
—Gajes del oficio empresarial —dijo Milo.
—Pues tengo un título en administración de empresas. Me licencié en la
Universidad de Utah hace veintiún años y llegué a trabajar para IBM. Es la pura
verdad. Puede llamarles para verificarlo.
—Te creo, tío, te creo. Háblame un poco de Sheralyn.
—¿Están seguros de que es ella?
—No, pero su descripción se ajusta al cuerpo que encontramos.
—Ya, la pierna —asintió Duchesne—. La conocí el invierno pasado... en febrero,
creo. O puede que en enero... No, en febrero. Acababa de llegar y vagaba por las
calles, sola y muerta de frío. La recluté yo porque nadie más la quería.
—¿Y eso?
—Por la cojera. A la pobre le costaba mantenerse en pie mucho rato y eso mengua
la productividad. Le compré toda clase de zapatos, le puse plantillas, rellenos,
apósitos de gel, lo habido y por haber. Ninguno de esos chismes ayudó mucho, pero
Sheralyn no tiraba la toalla. Era buena chica y trabajaba duro.
—Te caía bien.
—Era buena chica —repitió—. No era la cimitarra más afilada de la armería, pero
tenía algo... una calidez especial. Yo la recluté por pura caridad, pero al final lo de la
pierna funcionó de maravilla.
—¿Y eso?
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—A saber.
—Aquí y allá —repuso Duchesne—. No soy de echar raíces.
—En moteles.
—Entre otros sitios.
Milo insistió en que le diera nombres. Duchesne vaciló un momento, le dio unos
cuantos y pidió otra Coca-Cola. Cuando la hubo vaciado Milo deslizó por encima de
la mesa una hoja con seis fotos impresas: media docena de hombres blancos rapados
en dos filas de a tres. Travis Huck era el de la esquina inferior derecha.
—¿Fue uno de estos tíos? —preguntó Duchesne.
—¿Reconoces a alguno?
Duchesne estudió las fotos una a una, dedicando a todas ellas diez segundos de la
misma mirada vidriosa. Al final sacudió la cabeza.
—No.
—¿Había algún otro calvorotas entre sus clientes?
—Calvorotas —parecía que la expresión le hacía gracia—. Pues no, lo siento.
—Escucha, Joe: a ti la chica te caía bien, fuiste el único que cuidó de ella y ahora
alguien va y se la carga.
—Ya lo sé, ya... Lo que pasa es que mis empleadas comienzan a trabajar al
anochecer y ella no era la única.
—Vamos, que no viste a ninguno de sus clientes.
—No siempre los veo. Si hay algún problema me llaman al busca personas y llego
volando. —Se dio otro golpe en el tórax— Pero Sheralyn no tuvo que llamarme.
Duchesne comenzó a agitar la pierna izquierda y paró al momento.
—¿Tienes algo que contarme, Joe? —dijo Milo—. ¿Algo que guarde relación con
un calvo, quizá?
A Duchesne le brillaron los ojos de alarma.
—¿Eres adivino, colega?
—Puedo reconocer a un hombre angustiado cuando lo veo.
—¿Y por qué habría de estarlo?
—Porque le tenías cariño a Sheralyn y sabes muy bien que no te habría dejado
tirado, lo que significa que alguien la raptó, puede que la misma persona que luego
la dejó tirada en la marisma como un montón de basura.
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Duchesne apretó la lata entre sus dedos de araña y trató de estrujarla, pero no
logró sino abollarla un poco. La apartó a un lado y volvió a hurgarse la encía
despoblada.
—¿Joe?
—Una vez la tuve con un calvo, pero el tío no estaba con Sheralyn. Fue antes de
que llegara.
—Estuvo con otra chica.
Duchesne asintió.
—Me llamó porque el tipo había empezado a hacer cosas raras. Era un calvorotas,
como usted dice. La chica jadeaba de lo nerviosa que estaba y me dijo que buscara a
un cabeza rapada. Cuando llegué a su habitación, ya se había ido.
—¿Le hizo algo a la chica?
—Un moradito de nada. Era un pedazo de mujer y sabía cuidar de sí misma.
—¿A qué clase de cosas raras se refería?
—Quería atarla. Se lo piden a todas horas, pero de eso ni hablar. Cuando se negó
el tipo sacó una navaja. Y no era una navaja normal sino un chisme de médico. Eso es
lo que me dijo.
—Un bisturí.
—Para acojonarla cortó una hoja de papel en sus narices.
Duchesne simuló la estocada ascendente.
—¿Y sólo le hizo un morado?
—¡Gracias a Dios! A la chica le entró el yuyu y se fue de ahí pitando. Kl hombre la
persiguió, la agarró y alcanzó a encajarle un puñetazo... Por suerte no fue un
navajazo. —Se frotó la sien—. Le hincó bien los nudillos, al día siguiente se le veía la
marca y lo tenía todo hinchado. Un moratón enorme y negro como la pez. Con la piel
que tenía y aun así se le notaba.
—Era oscura de piel —dijo Milo.
—Una negra preciosa.
—¿Y se llamaba?
—Laura la Grande. Así la llamábamos.
—¿Y en el registro civil cómo la llaman?
—Ni idea —repuso Duchesne—. A nosotros Laura la Grande ya nos iba bien.
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nos permita identificarla. En el peor de los casos, podemos sacarle una muestra de
ADN a su madre o su hija y ver si coincide con el de los huesos. Aunque, la verdad,
me extrañaría mucho que la víctima número uno no fuera ella.
—¿Y qué pasa con Laura la Grande?
—Ya veremos qué sacamos de ese apodo. En cuanto a la víctima número tres, debe
de ser la que lleva más tiempo criando malvas y las calles tienen muy mala memoria.
Aunque es posible que alguien recuerde a una fulana blanca y entrada en años.
—Si es de por aquí, tal vez el asesino actuó en esa zona hasta que se cansó, decidió
buscar otra clase de emociones y encontró a Selena —conjeturó Reed—. Su piso no
quedaba tan lejos del aeropuerto. Ni de la marisma, si a eso vamos.
—Psicosocialmente, Selena representa una progresión considerable —observé—.
Podría haber víctimas de transición.
—¿Por ejemplo?
—Mujeres que no ejercieran la prostitución pero considerara de una clase inferior.
—Para luego ir trepando por la escala social.
—El perro no encontró nada más en la marisma, pero sólo rastreó el margen Este.
—Pues vaya una idea festiva —dijo Milo—. Si se tratara de cualquier otro lugar
nos darían los permisos sin problema y bastaría con llamar a la excavadora, pero esa
tierra es sagrada.
—Quizá el asesino opina lo mismo.
Al ver que Milo sacaba un purito del bolsillo, Reed arqueó sus pálidas cejas.
—No te preocupes, chaval, que no voy a contaminarte los pulmones... Obtener los
permisos para excavar en otras zonas de la marisma va a ser un lío; será mejor
terminar la faena con los cadáveres que ya tenemos. Así que andando.
—Lástima que Duchesne no reconociera a Huck —dijo Moe Reed mientras se
dirigía hacia la puerta.
—Dice que no ve a los clientes a menos que haya problemas, el muy fanfarrón —
repuso Milo—. Pues cuando Laura la Grande se las vio con el cabeza rapada no le fue
de mucha ayuda, que digamos. Vaya un empresario modélico.
—Un calvo armado de un bisturí —dijo Reed—. Se necesitaría algo más para
cortar una mano, ¿verdad, doctor?
—Te equivocas de doctor, pero tienes razón —repuse—: lo suyo sería una sierra
de amputación.
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—O cualquier otra, siempre que esté lo bastante afilada —arguyó Milo—. Con un
poco de fuerza y coordinación, un cuchillo de carnicero chino serviría.
—A lo mejor tiene alguna clase de formación médica —apuntó Reed.
—Hace veinte años habría tirado por ahí —dijo Milo—, pero hoy día cualquiera
puede aprender cualquier cosa por Internet.
—La libertad —asintió Reed.
—La libertad, sí. No hay mejor ideal por el que vivir, pero como concepto es más
bien resbaladizo. —Desenvolvió el purito y se lo embutió entre los labios—. Voy a
encenderlo, chaval. Estás avisado.
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XIII
Milo y yo bajamos a pie por Butler Avenue. El frío esplendor de los grandes
edificios gubernamentales no tardó en dar paso a búngalos y bloques de
apartamentos de posguerra; como para adaptarse al nuevo escenario, el cielo
adquirió un azul más intenso.
—¿Alguna otra idea sobre Huck? —inquirió Milo—. ¿O sobre cualquier otra cosa?
—Ya son dos los testigos que nos han descrito a un calvo: el acompañante de
Selena que vio Luz Ramos y el tipo del bisturí. Parece que Huck tiene cada vez más
números, pero a estas alturas no sé qué podemos hacer, aparte de vigilarlo de cerca.
—¿Te parece demasiado pronto para invitarlo a pasar por la comisaría?
—Si lo ha planeado todo así de bien, lo más probable es que se haya agenciado un
buen abogado. Antes de empezar a disparar, yo me aseguraría de contar con
suficiente munición.
Milo guardó silencio y retomó la palabra al cabo de media manzana:
—El Camaro de Reed era prestado o alquilado. Lo he consultado en el registro y el
coche que tiene a su nombre es de hecho una carraca: un Dodge Colt de cinco puertas
del setenta y nueve, comprado hace diez años de segunda mano. Antes de comprarse
ese trasto arrastraba por ahí un familiar Datsun del setenta y tres.
—Sí que tienes controlado al personal.
—¡Dios me libre!
Desde el arresto de varios policías y un detective privado por tráfico de
información confidencial, el reglamento interno prohibía investigar a nadie que no
fuera sospechoso.
—¿Y a qué se debe tanta curiosidad?
—Me pareció que entre Fox y él los coches eran motivo de disputa.
—Uno de tantos.
—¡Precisamente! Ahora mismo lo último que necesito es un pique familiar que
interfiera en la investigación. —Esbozó una sonrisita—. Por llamarla de alguna
manera.
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maletero, pero no pudo evitar que se fuera de ahí pitando. Se apresuró entonces a
socorrer a su compañero, pero Darius estaba muerto antes de tocar el suelo. Aquella
noche dieron una batida monumental para encontrar el coche y peinaron los
hospitales y las consultas privadas por si el compañero de Darius había herido a
algún ocupante del Cadillac. Nada.7 Al cabo de dos semanas el coche apareció en un
chatarrero, cerca del muelle de Wilmington. Las ventanas estaban rotas, los asientos
rasgados, los parachoques desmontados, no había ninguna huella, nada de nada. A.
Darius lo enterraron con banda de gaitas y toda la parafernalia; a su compañero le
abrieron expediente, le amonestaron y acabaron por degradarlo. Al poco tiempo
abandonó el cuerpo. Parecer ser que trabajó durante algún tiempo en la construcción,
luego tuvo un accidente y vivió de la pensión de invalidez cinco años más, hasta que
murió de una infección hepática.
—¿Le dio a la botella?
—Vete a saber. A lo mejor ya le daba antes. —Dio una profunda calada que
consumió medio centímetro del purito—. Siete meses después del funeral de Darius
Fox la viuda se casó con su compañero de patrulla en Las Vegas. Al cabo de dos
meses, dio luz a un niño.
Tiró el purito, lo aplastó contra la acera, lo recogió y siguió paseándolo en la mano.
—¿Te imaginas ya el desenlace, pitonisa?
—El compañero de Fox es el padre de Moe Reed.
—John «Jack» Reed, se llamaba. Dicen que se esforzó por ser un buen padre para
los dos.
—Pero al cabo de unos años también la palmó.
—Y la madre volvió a casarse un par de veces. De hecho, acaba de enterrar al
cuarto.
—Pues vaya un historial familiar.
—¡Ya te digo! Esperemos que no nos arruine el caso.
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—El alma atormentada que encuentra por fin un trabajo como Dios manda... y con
vistas al océano. Sí, podría ser un seguro de lealtad. En la jerga de la gente bien, un
administrador no es más que un recadero, ¿verdad? Huck puede ser el alcahuete, la
persona a la que mandan a buscar la mercancía delicada.
—Las flores, el caviar y la víctima de la velada...
Milo soltó una risa metálica.
—A su lado, Joe Otto es un pobre diablo.
***
La madre de Laura la Grande vivía en una casa muy bien conservada del distrito
de Crenshaw. Beatriz Chenoweth era tan alta como su hija, pero más flaca que un
palillo.
Vestía una blusa verde menta, pantalones negros de pierna ancha y bailarinas. El
salón de su casa estaba pintado de un azul muy oscuro con ribetes blancos y
amueblado con divanes de flores y sillas bien macizas. De las paredes colgaban
reproducciones de varios maestros impresionistas.
La mujer reaccionó a nuestra presencia con serena resignación:
—Lo sabía...
—Señora, no estamos seguros de que...
—Yo sí lo estoy, teniente. ¿Cuántas chicas habrá de su talla? ¿Y cuántas de ellas
cree que llevan esa clase de vida?
Milo no respondió.
—Tengo cuatro hijas —continuó Beatriz Chenoweth—. Dos de ellas son profesoras
de primaria, como yo, y la pequeña es azafata de Southwest Airlines. Lurlene era la
tercera y apuró mi paciencia y mi energía hasta la última gota.
—No tenemos la seguridad de que algo le haya sucedido a su hija y espero de
corazón que no sea ella —dijo Milo—, pero si nos deja sacarle una muestra de ADN
podremos averiguar si...
—¡Pues claro que le ha sucedido algo! Llevo un año entero aterrada, esperando
este momento. Porque un año es el tiempo que llevo sin noticias de Lurlene. Y ella
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La anciana carraspeó.
—¿Le traigo un poco de agua? —se brindó Milo.
—No se moleste, gracias. —Se pasó una mano por el cuello—. No es sed lo que
tengo aquí dentro.
—¿Qué puede decirnos de las amistades de su hija?
—Nada en absoluto —repuso Beatriz Chenoweth—. Su vida privada nunca la
sacaba a colación y, como le digo, yo tampoco quería conocerla. ¿Le parece impropio
de una madre?
—Por supuesto que no...
—No me era indiferente, se lo aseguro. Era más bien... un mecanismo de
protección. Tengo otras tres hijas y cinco nietos que me necesitan y no puedo... No
podía... —De nuevo agachó la cabeza—. Todos los terapeutas a los que consultamos
no dijeron que Lurlene tenía que asumir las consecuencias de sus actos.
—¿Consultaron a muchos? —pregunté.
—Ya lo creo. Primero a los de las escuelas. Luego fuimos a una clínica
recomendada por el seguro y allí conocimos al doctor Singh, un buen hombre de
origen indio. Nos dijo exactamente lo mismo: para cambiar, Lurlene tenía que querer
cambiar. Nos recomendó a Horace y a mí unas cuantas sesiones de terapia para lidiar
mejor con el problema. Le hicimos caso y nos ayudó mucho. Luego le dio un infarto
y se murió. Horace, quiero decir. Al cabo de un mes traté de ponerme en contacto
con el doctor Singh y me dijeron que había vuelto a la India. —Frunció el ceño—.
Parece ser que estaba aquí de prácticas.
—¿No sabe de nadie con quien Lurlene se relacionara? —insistió Milo.
—Desde que escogió esa senda, no.
—¿Qué edad tenía cuando comenzó a...?
—Dieciséis. Dejó los estudios y se marchó de casa. Sólo me llamaba cuando
necesitaba dinero... Era muy luchadora, teniente. Yo pensaba que podría plantar cara
hasta a las dichosas drogas.
—Ésa es una lucha difícil.
—Bien que lo sé, bien que lo sé. —Los largos y huesudos dedos de la anciana se
aferraron a la tela negra de su pantalón—. Pero cuando digo luchadora, lo digo en
todos los sentidos de la expresión. Lurlene no podía tolerar la autoridad y se resistía
porque sí. Su padre tenía que salir de casa para calmarse. Una vez pegó a su hermana
pequeña con tanta fuerza que a punto estuvo de desnucárnosla. Charmayne se paso
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una semana con dolores en las cervicales. Llegó a un punto que, Dios me perdone,
pero fue casi un alivio cuando dejó de aparecer por casa.
—La entiendo perfectamente.
—Y ahora resulta que es ella quien se la ha ganado. —Se puso en pie y se alisó los
pantalones—. Voy a salir un rato a airearme, luego llamaré a sus hermanas y ya
pensarán ellas qué les cuentan a sus hijos. Eso es cosa suya, yo lo único que quiero es
disfrutar de mis nietos... Me disculparán si no les acompaño hasta la puerta.
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XIV
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San Diego, Orange o Los Ángeles. Los días así de productivos suelen acabar con su
paciencia, pero a veces su efecto es justamente el contrario.
Reed echó otro vistazo al lavabo. Habíamos escogido la mesa de modo que Sin no
pudiera salir sin pasar por delante de nosotros.
—En cuanto vuelva le aprieto las tuercas.
—Como quieras —repuso Milo—, pero yo le daría algo más de tiempo.
El joven agente había mudado su camisa encorbatada por un polo gris con una
ancha banda roja, unos vaqueros nuevos y unas Nike de un blanco inmaculado.
Tenía la mirada despejada y las mejillas rubicundas brillantes y bien afeitadas. Sus
pectorales de buey y sus enormes hombros ponían a prueba las costuras del polo.
Quería pasar desapercibido, pero hubiera cantado menos con el uniforme puesto.
Sondra Cindy Jackson le vio el plumero al instante y si se subió al Camaro fue
únicamente a cambio de sesenta dólares y una cena caliente.
—No te olvides de pedir que te lo reembolsen todo —le dijo Milo.
—Cuando terminemos.
—¡Ya estoy! —exclamó Sin alegremente desde el otro lado del pasillo.
El sostén de terciopelo rosa y la minifalda blanca realzaban el tono oscuro de su
piel, lira una chica muy fina, salvo por los pechos operados, que habían adquirido
proporciones de dibujos animados. A saber cómo había podido costeárselos.
—¡Hola! —dijo Milo—. Ven, que se te va a enfriar...
La chica le dedicó una sonrisa con destellos dorados, se deslizó sobre su silla y
atacó con avidez su segunda ración de pollo. Al cabo de cuatro bocados volvió a
hablar:
—Estáis muy calladitos.
—Estamos esperando —rezongó Reed.
—¿A qué? —dijo Sin, haciéndole ojitos.
Reed parpadeó.
—A que nos cuentes —dijo Milo.
—¿El qué...? Ah, ya, lo de Mantooth.
—¿Mantooth?8 —inquirió Reed.
—Así se llama.
—Mantooth.
8
En ingles literalmente “diente de hombre” (N. del T.)
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—Sí.
Reed sacó su bloc de notas.
—¿Es su nombre de pila?
—Su apellido —repuso Sin—. Se llamaba Dolores Mantooth, pero prefería
Mantooth a secas. A ella le molaba.
Le dedicó otro parpadeo a Reed, que se quedó mirándola.
—Por lo del diente, ya sabe. Como echarse al diente: chew, chew, chew. ¿Os gusta
esa canción? We chewin'on it... Bueno, qué pasa, ¿no os van los blues o qué?
—Pues me suena, pero ahora no caigo —dijo Milo.
— We chewin'on it all day long.
—Bonnie Raitt —apunté.
—¡Quién va a ser si no! Un pedazo de canción de las guarras. Así era Mantooth.
Esa pájara tenía un piquito que te digo yo...
—¿Y quién era el gallo de su corral? —preguntó Reed.
—¿Cómo? —elijo Sin.
—¿Que quién era su chulo? —terció Milo.
—Jerome.
—¿Jerome qué más?
—Jerome Jerome. No es broma, el tío tenía el nombre igual que el apellido. No
digo yo que su vieja le pusiera ese nombre, pero así es como le llaman: Jerome
Jerome. Aunque será mejor que no preguntéis por él, porque la palmó.
—¿De qué?
—De sobredosis.
Cogió una alita con delicadeza entre dos dedos y la mordisqueó vorazmente hasta
el hueso.
—¿Cuándo? —preguntó Reed.
Sondra se encogió de hombros.
—Lo único que me dijeron es que la había palmado.
—De sobredosis.
—¿De qué otra cosa la iba a palmar?
—O sea, que es sólo una suposición.
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—¡Ay, agente Reed! —exclamó Sin, mirándole con lástima—. Jerome no paraba de
chutarse y un buen día la palmó. Digo yo que no la palmaría de viejo...
—¿Y Dolores nunca trabajó para Joe Otto Duchesne? —inquirió Milo.
—¿Para Joe Otto? ¡Venga ya! Ése sólo mueve carne negra, que es la que más
alegra.
—Háblanos de Dolores.
—Era vieja, blanca y fea —enumeró blandiendo un hueso de pollo.
—¿Cuándo fue la última vez que la viste?
—Hummm... Hará un año, más o menos.
—Dices que era vieja. ¿Cuántos años le echabas?
—Cien —repuso Sin soltando una carcajada—. O ciento cincuenta. Estaba hecha
un guiñapo.
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XV
Nadie había oído que DeMaura, Sheralyn Dawkins o Laura la Grande hubieran
trabajado en fiestas privadas.
—Si hubieran ido a una fiesta nos lo habrían restregado por la cara —les aseguró
un chulo—. Sobre todo la Grande, con lo que le gustaba buscarnos las cosquillas.
Pero que no se te ocurriera buscárselas tú a ella, porque te las tenías.
—¿Sucedió alguna vez? —dijo Reed.
—¿El qué?
—¿Te peleaste con Laura la Grande?
—¡Qué va! Si me peleo con ella, esa furcia se la gana.
—Pues se la ganó.
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Milo se pasó todo el trayecto de vuelta enfurruñado. Reed se dio cuenta y pisó el
acelerador.
—Puede que los Vander no tengan nada que ver y Huck sea un psicópata que
actúa por libre —dijo.
Seguíamos sin tener noticias de la unidad que vigilaba al administrador de la finca
de los Vander. La ubicación de la casa al final de un callejón sin salida en lo alto de la
colina reducía los puestos de observación en la calle Marítimo y la vigilancia desde la
bocacalle de abajo no había sido muy provechosa: Huck no salía de casa ni a por
tabaco. Milo decidió mantener a la patrulla en su puesto hasta que oscureciera y le
ofreció a Reed partirse el turno de noche.
—No me importa hacerlo entero, Loo —repuso Reed—. Quiero tener al tío bien
controlado.
—Si te pones así, en un par de días voy a tener a un zombi por compañero.
—Con el debido respeto, sé lo que me digo.
—¿Has oído hablar alguna vez del poder reparador del sueño?
—Yo no necesito muchas horas. No te preocupes, que iré cambiando de lugar y no
me verá nadie. Pasar desapercibido es algo que siempre se me ha dado bien.
—¿Ah, sí?
—Claro. Soy el hermano pequeño.
La mayor parte de la vida adulta de Huck era una incógnita y una de las pocas
personas que podía despejarla era Debora Wallenburg, la abogada que le había
sacado del centro de menores. Pero tampoco era cosa de pedírselo. En el mejor de los
casos, el secreto profesional sería un muro infranqueable; en el peor, alertaría a Huck,
que si estaba sucio se daría a la fuga.
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Puesto que no necesitaban mis servicios, pasé consulta en un caso de custodia que
no parecía muy complicado y tuve algo de tiempo que emplear en largos paseos con
Blanche y agradables cenas con Robin.
Fue durante aquellos días cuando me llamó Emily Green Bass desde su casa de
Long Island:
—He pedido su número al colegio de psicólogos del estado, doctor. Espero que no
le importe.
—En absoluto. ¿En qué puedo ayudarla?
—Si le llamo a usted y no al teniente Sturgis es porque... no se trata exactamente
del caso de Selena. —Se le quebró la voz—. El caso. No sé ni cómo uso esa palabra.
Esperé en silencio.
—Con el teniente Sturgis ya he hablado y sé que no han progresado mucho —
prosiguió—. Si le llamó a usted... bueno, en realidad no sé por qué le llamo. Supongo
que me siento... No quiero robarle tiempo inútilmente, doctor.
—No me lo roba.
—Lo dice sólo porque... Lo siento, ya no sé lo que hago.
—Escuche, ha soportado usted más de lo que la mayoría de gente llegará a
soportar.
Hubo otro silencio. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz baja y ronca:
—Supongo que yo, que lo que quiero... Doctor Delaware, no puedo quitarme de la
cabeza la entrevista del otro día. Mis hijos... Seguro que les parecimos una familia
estrambótica y rota. Y no es así.
***
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—Lo es. La gente que permanece demasiado tiempo en un lugar suele acabar
atrofiada.
—Es verdad... Selena hizo lo que quería, ni más ni menos. Como siempre. De niña
tenía una fuerza de voluntad pasmosa. Sabía lo que quería y se lanzaba a por ello.
Por eso me cuesta tanto pensar que llegara a sentirse... superada. Era chiquita pero
tenía mucha personalidad, doctor. No pesaba más de cincuenta kilos, pero si la
conocías te olvidabas de que era tan... pequeña. —Sollozos—. ¡Era mi niña, doctor!
Mi niña.
—Lo siento mucho.
—Ya sé que lo siente... Parece usted un buen hombre. Si se entera de algo, de lo
que sea, me llamará, ¿verdad?
—Por supuesto.
—¡Qué pregunta más tonta! No hago más que preguntar estupideces.
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camioneros cuyos enormes tráilers ocupaban la mitad del aparcamiento. Las pizzas
que tenían delante eran superlativas, a su medida.
Turbaban el silencio los silbidos y tintineos de las máquinas de videojuegos del
fondo, una ristra de autómatas ociosos que reclamaban en vano un poco de atención.
Milo y yo llegamos a la vez. En el aparcamiento no vimos ningún Camaro negro,
pero Moe Reed ya nos esperaba sentado a la barra. Se había vuelto a poner la
americana y la corbata y parecía algo incómodo con su jarra de cerveza de raíces.
—¿Has cambiado de coche? —preguntó Milo.
—¿Cómo?
—Ahí fuera no he visto ningún Chevrolet negro.
—¡Ah, el Camaro! —exclamo Reed—. Era de alquiler. Me lo he cambiado.
—¿Has dejado la carraca en el taller?
Reed se puso colorado.
—A ver si lo adivino: llevas coches de alquiler para seguir a tu hermano. En fin,
habrás rellenado los formularios para que te lo reembolsen, al menos...
Reed negó con la cabeza.
—¿Qué pasa, chaval? ¿Te sobra la pasta o qué?
—No me preocupa, eso es todo.
Milo chascó la lengua.
—Vas a hacer enfadar al tío Milo... Bueno, ¿y hace cuánto que le sigues?
—Hummm... Desde que nos abordó en el restaurante. Pero no entorpece mi
trabajo, Loo, te lo prometo. Lo sigo en mis horas libres. Está convencido de que me
muevo en un montón de chatarra y con el Camaro no corría ningún riesgo. Ayer me
lo cambié, para estar seguro.
—¿Y ahora qué llevas? ¿Un Ferrari?
—Un Cadillac gris. Con las lunas ahumadas, por si acaso. Como Huck no va a
ninguna parte, pensé que a lo mejor podía averiguar quién pagó para ponérnoslo en
bandeja. No es que haya dejado de apostar por Huck, pero quería saber quién
contrató a Aaron. Si hablamos con ese alguien igual podemos enterarnos de algo
más.
Al terminar bajó la cabeza y bulló en su silla, inquieto, como un niño que acaba de
soltar una retahíla de excusas a unos padres disgustados.
—Buena idea —le tranquilizó Milo—. ¿Has averiguado algo?
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—Pues sí.
Reed había seguido a Fox a un sinfín de almuerzos de trabajo «en el Ivy, en el Grill
on the Alley, en el Jean-Paul... en todos los restaurantes por donde se mueve». Al
verificar las matrículas del resto de los comensales —recurso algo rudimentario, por
no decir desesperado—, fue a dar con el coche que buscaba:
—Un BMW 3 registrado a nombre de Simone Vander, domiciliada en Breakthorne
Wood, en una casa que hay en lo alto de la colina, en el distrito de Beverly Hills.
Según los archivos, Simone es una mujer blanca de treinta y un años sin causas
judiciales pendientes, órdenes de arresto ni antecedentes penales. Su descripción
física concuerda con la de la mujer que se reunió con Aaron en el Geoffrey's.
—¿En el Geoffrey's de Malibú?
—Sí.
—Así que la niña vive en Beverly Hills y va a cenar a la playa —dijo Milo—.
¿Quién es? ¿Otra ex mujer?
—Su hija —repuso Reed—. He encontrado su certificado de nacimiento y nació
aquí, en el hospital de Cedars-Sinaí. Su padre es Simon Vander y su madre se llama
Kelly. También he indagado un poco a su madre. Tiene un Volvo de cinco años y
vive en un piso de Sherman Oaks.
—¿El padre y su segunda mujer se dan la gran vida y la madre se conforma con un
piso?
—Sí, pero la casa de Simone no está nada mal —repuso Reed—, Una mansión
solitaria y rodeada de árboles.
—¿Ya has ido a verla?
—Esta mañana.
—Simon y Simone, qué bonito —dijo Milo—. ¿Cómo se diría en vuestra jerga,
Alex? ¿Vinculación afectiva? ¿Identificación emocional?
—Con un par de tecnicismos más ya sólo te faltará el diván.
Milo se volvió hacia Reed:
—¿Qué pizza quieres? Yo estoy pensando en una especial, ultra grande, de base
gruesa y borde relleno de cualquier extravagancia, con salchichas, anchoas,
albóndigas y cabeza de alce.
Reed parecía decepcionado.
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XVI
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El joven agente se mordía ahora la mejilla ante el interfono ele Simone Vander, con
las manos hundidas en los bolsillos.
—Adelante, chaval. Llegó el momento de lucirse —le instó Milo, agitando un dedo
en el aire.
—¿Me ciño a algún tema en concreto? —preguntó Reed.
—El que te dicten tus tripas —dijo Milo Reed frunció el ceño.
—Es un premio, Moses, no una reprimenda.
Reed pulsó el botón.
—Y si sacas buenas notas te dejaré llevar el coche —agregó Milo—. Pero sólo por
la autopista...
—Sí —contestó una voz juvenil de mujer. En segundo plano se oía cantar a otra
voz femenina.
—¿Señorita Vander? Soy el agente Reed, de la policía de Los Ángeles.
—¿Ocurre algo?
—Nos gustaría hablar con usted unos minutos, si es tan amable. Sobre Travis
Huck.
—¡Ah! —La música se desvaneció—. De acuerdo, déjenme un segundo.
Pasaron varios minutos hasta que se abrió la puerta de madera tallada y apareció
en el umbral una mujer de estatura mediana, pálida, zanquilarga y flaca como un
alambre, con cara de muchacha y una melena escalada de pelo negro. Llevaba un top
a rayas blancas y rosas de escote ancho, bombachos blancos cortos atados con un
cordel a la rodilla, unas sandalias rosas con tacón en cuña y unos pendientes de aro
dorados, lo bastante grandes para distinguir el orificio desde el otro lado de la verja.
Simone Vander nos escrutó un momento y agitó una mano. Moe Reed la saludó y
ella apretó un botón para dejarnos pasar.
—Soy Simone. ¿Qué sucede? —preguntó con una voz suave y melódica,
subrayada por un vibrato que le confería un tono vacilante.
Era una de esas bellezas que ganan en las distancias cortas. Tenía la tez de
porcelana, el pelo de un gris azulado en las sienes, las facciones finas, una pose
elegante, las cejas depiladas con esmero y los ojos muy redondos, con unos iris
castaños enormes, y las pupilas dilatadas por la curiosidad.
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Sostenía el control remoto de la verja en una mano que parecía tallada en marfil, y
al sonreímos se me antojó mucho más joven.
Moe Reed volvió a presentarse y a continuación nos presentó a Milo y a mí. En mi
caso se ahorró el tratamiento: no era cuestión de complicar las cosas.
—Si son tres supongo que será importante —dijo Simone Vander.
Antes de que Reed pudiera responder se oyó el rugido de un motor a nuestras
espaldas.
Un Porsche descapotable gris plata se había detenido tras la verja, con el motor
encendido. Tenía la capota bajada y se distinguía el cuero terracota de la tapicería. Al
volante iba Aaron Fox, con gafas de sol de espejo, americana de lino beis y camisa
negra.
—¡Qué rápido! —exclamó Simone Vander mientras le abría la verja.
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—La señorita Vander tiene todo el derecho de contratarme para realizar cualquier
servicio dentro de la legalidad —intervino Aaron Fox—. Y, como acaba de decirles,
todo lo que sabe del señor Huck se lo he contado yo. Así pues, ¿por qué no...?
—Porque preferimos hacer las cosas a nuestra manera —le cortó Reed,
desplegando los hombros como para ganar presencia. Era más ancho que Fox, pero
éste le sacaba cinco centímetros. Fox se irguió para subrayar su envergadura.
Simone Vander miraba fijamente a los hermanos, un tanto sorprendida.
El duelo de supremacía física estaba servido. Ya sólo faltaba que sonara el gong.
—Aaron, ya sabemos que te debes a tus clientes... —comenzó Milo.
—Sobre todo con tus tarifas —dijo Reed.
—... pero ahora mismo queremos hablar con ella a solas.
Fox permaneció impávido.
—A solas —recalcó Reed.
La sonrisa de Fox era demasiado ancha y repentina para resultar creíble. Se tiró de
las solapas de lino y encogió los hombros.
—Me quedaré por aquí cerca, Simone —dijo—. Llámame cuando hayáis
terminado.
—Muy bien... Y gracias.
Sin dejar de sonreír, Fox le dio a su hermano una palmada en el hombro con tanta
fuerza que se oyó el eco. Reed apretó sus enormes puños.
—Un placer verte, hermanito.
Subió a su Porsche e hizo bramar el motor sin desembragar. Antes de arrancar
asomó la cabeza por detrás del limpiaparabrisas y levantó ambos pulgares, mirando
a Reed.
—¡Muy bonito, el Cadillac!
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Un baúl chino de alcanforero hacía las veces de mesa de centro. Encima, entre los
floreros y las velas, había tres fotos con marco dorado.
Dos de ellas eran de Simone Vander: en una iba a lomos de un precioso caballo
castaño; la otra era un primer plano en el que aparecía con una taza de café en la
mano y el océano al fondo.
La foto más grande, situada en el centro exacto de la mesa, era un retrato más
formal: un hombre alto, barbudo y cargado de espaldas de unos sesenta años, con el
pelo gris peinado hacia adelante en un curioso emparrado, junto a una mujer
diminuta de rasgos asiáticos a la que debía de sacarle al menos veinte años, y un niño
de ojos almendrados de unos ocho años, cogido a ambos de la mano. El niño y el
hombre iban de esmoquin y la mujer lucía un largo traje de fiesta rojo. Los dos
adultos sonreían; el niño apretaba su boquita minúscula.
Simone Vander acarició el marco de la foto con la uña pintada y sonrió.
—Mi hermano Kelvin. Es un genio.
Apagó la música y nos invitó a tomar asiento en el más largo de los sofás. Los
esponjosos cojines se comprimieron un palmo bajo nuestro peso. Simone Vander nos
preguntó si queríamos beber algo y cuando declinamos la oferta se sentó en una silla
de respaldo recto y cruzó las piernas. Era una silla alta y teníamos que alzar la vista
para mirarla a los ojos.
Se toqueteó una manga e hizo oscilar la sandalia en la punta del pie.
—Disculpen —dijo—. Por haber llamado a Aaron, quiero decir. Es que me ha
ayudado mucho.
—Haciendo averiguaciones sobre Travis Huck —dijo Reed.
—Sí.
Se encajó un mechón de pelo negro detrás de su oreja plana y delicada. Bajo la piel
traslúcida que unía la mandíbula y el lóbulo se distinguía una red de capilares
azules. Cruzó los brazos sobre el pecho como para abrazarse y dijo:
—Supongo que querrán saber qué me llevó a contratar sus servicios.
—En efecto —asintió Reed.
—Me lo recomendaron —explicó, sondeando nuestros rostros en busca de
conformidad o discrepancia.
—¿Quién?
—Un hombre que trabajó para mi padre en temas inmobiliario. Había recurrido
alguna vez a sus servicios y me dijo que era el mejor. Yo no estaba muy segura, todo
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XVII
Simone Vander nos acompañó hasta la verja y Milo se puso al volante para bajar
sin prisas la cuesta de Benedict Canyon.
—¡Conoce a Huck, Loo! Y yo creo que con su testimonio gana puntos la hipótesis
del asesino en solitario.
Milo soltó un gruñido por respuesta.
Al llegar a Lexington Road, Reed volvió a intentarlo:
—No será un problema, Loo.
—¿El qué?
—Mi relación con Aaron.
—Nadie ha dicho que pudiera serlo.
—Si algo podemos sacar en claro de lo que nos ha dicho —elijo Reed, cambiando
de tema—, es que los Vander no huyen de nada. ¿Qué pensáis ahora de las orgías
donde tocaba Selena?
—Buena pregunta.
—Entonces, ¿siguen siendo sospechosos?
—No veo por qué descartarlos, ni a ellos ni a nadie. Selena tenía un estilo de
vida... alternativo —agregó Milo con una sonrisa—. ¿Será por eso que la mataron, a
ella y a las demás? Vete a saber.
—A Selena le robaron el ordenador —recordé—. Eso apunta a la existencia de
secretos que el asesino quería mantener ocultos.
—O de datos que pudieran relacionarle con Selena y que era preciso eliminar —
dijo Reed—. Lo que implicaría que se conocían. Huck conocía a Selena, y ahora
sabemos que además estaba loco por ella. Si le sumáis el calvo que vio Ramos,
reconoceréis que el tío tiene cada vez más números.
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—A mí me dio muy mal rollo —dijo Milo—, pero a los Vander no. Simon es un
lince de los negocios. Dice su hija que es un confiado, pero eso no le convierte en un
pardillo. ¿Por qué le iba a ofrecer su techo a Huck si no se fiara de él?
—No sé. ¿Por su estilo de vida extrava... alternativo?
Milo no contestó hasta que hubimos recorrido un par de kilómetros más de Sunset
Boulevard:
—De acuerdo, invitaremos al señor Huck a una entrevista en la comisaría. Si lo
tratamos bien, puede que no llame inmediatamente a su abogado. Pero vamos a
darle un par de noches más a la patrulla de vigilancia. Con un poco de suerte saldrá
por fin de la casa, se irá derecho a Century Boulevard y abordará a alguna fulana
mientras el agente Reed le sigue de cerca, tratará de hacerle algo a la chica y tú
saldrás heroicamente en su rescate. Si eso pasa, la rueda de prensa te la dejo a ti y yo
me encargo del papeleo.
—¿Le crees capaz de semejante torpeza? —dijo Reed—. ¿Crees que puede volver a
las andadas con todos esos cuerpos recién desenterrados?
—Pero si te mueres de ganas de vigilarle, chaval...
Reed guardó silencio.
—Sí, sería una idiotez por su parte, pero si no hubiera ningún delincuente idiota
este trabajo sería menos agradecido que un cáncer de colon. Además, desde su punto
de vista las cosas no pintan tan magras. Hemos charlado con él dos minutos, no le
hemos hecho ninguna otra visita y en la meda de prensa dejamos bien claro que no
teníamos ninguna pista. Debe de pensar que no tenemos ni pajolera idea. Y, a decir
verdad, no va tan desencaminado.
—O sea, que esperamos a que recupere la confianza y pase al ataque.
—La elección de las víctimas indica que ya tiene confianza. Empezó con mujeres
que nadie iba a echar en falta y las enterró con disimulo. Como no le pillaron, eligió
una víctima menos anónima, la dejó bien a la vista y llamó para asegurarse de que la
encontraban.
—Don susurros —asintió Reed—. Pero ¿por qué se deshace de todas en la
marisma? ¿Porque allí se siente más cómodo?
—La marisma podría ser parte de la diversión —apunté.
—¿Quieres decir que el lugar le pone? ¿Y eso?
—Ya lo dijo la doctora Hargrove: la marisma es sagrada, y en los crímenes de
carácter sexual lo que prima suele ser la profanación. ¿Qué mejor escaparate podía
encontrar para sus hazañas? También puede haber motivos de orden más práctico. El
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El doctor Rick Silverman no tenía turno de urgencias y fue una grata sorpresa para
ambos invitados.
—¡Carne roja! —exclamó Milo—. El deber y la seguridad pública tendrán que
esperar.
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Rick llegó el primero, con una camisa de seda granate, los vaqueros bien
planchados, mocasines de malla y un inmenso arreglo floral de orquídeas para
Robin. Llevaba la melena gris más larga que de costumbre y su bigote era un alarde
de maestría quirúrgica. Robin le agradeció las flores con un beso; Blanche le restregó
la cabeza contra el dobladillo.
—¡Hola, preciosidad! —dijo, arrodillándose para acariciarla—. ¿No puedo
llevármela como regalo de fin de fiesta?
—Te quiero mucho, Richard, pero no tanto —dijo Robin.
Rick jugó un rato más con el perro y le echó un vistazo al asado, que crepitaba
sobre la parrilla.
—Eso huele que alimenta, menos mal que llevo una dosis extra de Lipitor. ¿Os
ayudo en algo?
—Está todo controlado. ¿Un Manhattan con hielo? Maker's Mark, un tapón de
vermú y un golpe de angostura. Sin cereza, ¿verdad?
—¡Qué memoria! No es que me aparte nunca de los clásicos, pero aun así. —Se
sentó y Blanche se estiró a sus pies. Dejando colgar el largo brazo, Rick le acarició los
belfos con sus diestros dedos de cirujano—. El grandullón llegará de un momento a
otro.
—Ha llamado hace media hora —le informó Robin—. Me ha dicho que le habían
llamado de la comisaría del centro y me llamaría si no podía llegar. No ha vuelto a
llamar.
—¡La comisaría del centro! Otra vez...
—¿Otra vez?
—El nuevo jefe es de lo más quisquilloso, Milo dice que no ha visto nada igual.
Seguramente es mejor que en los viejos tiempos, cuantío le dejaban pudrirse en
Siberia, pero la atención personalizada también puede ser un engorro. ¿No, Alex?
—Cuando tienes que rendir hay más presión.
—Exacto.
Rick probó a llamar a Milo al móvil, pero le saltó el contestador. No se molestó en
dejarle un mensaje.
Robin le trajo el cóctel y me lanzó una mirada:
—¿Un Chivas, amor?
—Gracias.
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En tres minutos Milo se bebió un cartón de zumo de la nevera, apuró una cerveza
de un trago, inspeccionó el asado como si fuera una prueba incriminatoria y pasó un
dedo por un goterón del jugo de la carne sobre la encimera para probarlo.
—¡Huy, esto va a estar riquísimo! ¿Qué hay del vino?
Los cuatro comimos con ganas y nos despachamos una botella de un Pinot
neozelandés.
Cuando Robin le preguntó a Milo cómo le iba, se tomó la pregunta literalmente y
comenzó a resumirle los crímenes de la marisma.
—Nos vas a arruinar el apetito —dijo Rick.
Milo se cerró con un dedo la cremallera de los labios.
—Cuenta, cuenta, que a mí me interesa —se quejó Robin.
—A ti sí —dijo Milo—, pero al doctor Silverman el tema le repugna y el doctor
Delaware ya está hasta el gorro. Quien haya secuestrado las patatas, que libere un
par de rehenes.
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Salimos al jardín, comimos algo de fruta, bebimos café, miramos los peces y
tratamos de identificar las constelaciones en la noche sin luna.
—Pues vamos a titilar —dijo Milo, encendiéndose un puro.
—Al menos has tenido la decencia de encenderlo afuera y no intoxicar a los
anfitriones —dijo Rick.
Milo le alborotó el pelo.
—Qué considerado soy.
—Podrías serlo alguna vez con tus propios pulmones.
Milo se llevó una mano a la oreja.
—¿Eh? ¿Cómo dices, hijo?
Rick exhaló un suspiro.
—Yo sabes que estoy por encima de la química —declaró Milo.
—¡Ya está otra vez con su teoría! Llamen al jurado del Nobel.
—¿Qué teoría? —preguntó Robin.
—Dice que después de tanto tiempo en el departamento tiene las vísceras
petrificadas y son inmunes a las toxinas.
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—¡El Hombre de Granito! —bromeó Milo, fumando con avidez. Acercó su Timex a
la bombilla de bajo voltaje de uno de los faroles y exclamó—: ¡Vaya, se me ha hecho
tarde!
Se levantó, aplastó el cigarro contra una piedra, nos abrazó a todos y se marchó.
Rick recogió la colilla y la sostuvo entre el pulgar y el índice.
—¿Dónde tiro esto?
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XVIII
Le localicé en su despacho.
—¿Huck ha movido pieza?
Huck no ha hecho nada, como de costumbre, pero tenemos un nuevo cadáver en
la marisma.
—¡Dios mío! Pobre mujer...
—No exactamente.
Entre las siete y media y las nueve de la víspera, Silford Duboff y su novia, Alma
Reynolds, disfrutaron de una cena vegana en el Real Food Daily de La Ciénaga
Boulevard.
—En realidad, la única que disfruté de la cena fui yo —dijo Reynolds al otro lado
del cristal ahumado—. Sil la pasó malhumorado, absorto en sus pensamientos. No
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Silencio.
—La obediencia ciega aniquila el espíritu...
—No se trata de mí sino de la marisma.
—¡La maldita marisma está perfectamente bien! ¿Es que no te entra en la mollera?
—Está visto que no.
—¡Increíble! Te llaman por teléfono y tú acudes corriendo como un perro faldero.
—Puede que sea eso lo que haga falta.
—¿El qué?
—Un perro. Fue un perro el que encontró los cuerpos.
—Así que ahora vas de sabueso. ¿Eso quieres, Sil? ¿Convertirte en un androide
uniformado?
—Será un momento.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer mientras tú husmeas por ahí?
—Espérame en el coche. No tardo nada.
Pero tardó.
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El ejercicio funcionaba, y Alma fue enfureciéndose cada vez más pensando en Sil,
en aquel hombre arrogante y compulsivo, en aquel mongoloide desconsiderado. La
había dejado ahí plantada, el muy imbécil.
Cuando volviera, le iba a armar la de Dios.
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¿Era Sil?
Si no, ¿dónde estaba Sil?
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buenas migas. Cuando lo encontró corrió hacia la calle dando voces. No la oyó nadie,
claro, ya sabes que de noche aquello está desierto. De modo que volvió al coche de
Duboff y fue a dar parte a la comisaría de la división del Pacífico. En el informe
consta que llegó a las once y treinta y dos. La metieron en una sala, le tomaron la
declaración, mandaron un coche a la marisma para verificar la ubicación del cadáver
y llamaron a Reed, que estalla en Solana Beach y me llamó a mí. Yo había ido a
descargar la vejiga, vi el mensaje, le devolví la llamada y salí cagando leches hacia la
marisma, dejándole a Huck todo el tiempo del mundo y el horizonte despejado para
volver a casa. —Se pasó una mano por la cara—. Me hago viejo, Alex. Antes de salir
tendría que haber llamado al timbre de los Vander. Si Huck no estaba en casa, a lo
mejor había alguien que pudiera abrirme, la señora de la limpieza o quien fuera, y lo
habría sabido.
—Te pidieron que fueras a la escena del crimen y fuiste. No te tortures.
—Pero ¿qué prisa tenía si ya estaba fiambre? —Soltó un par de tacos—. Sí, fue la
reacción lógica. Lo que equivale a la falla más absoluta de creatividad.
—Me sorprende.
—¿El qué?
—Que se flagele de esta manera el hombre de granito.
—De arenisca, diría yo.
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XIX
Moe Reed volvió de Fallbrook con una muestra cutánea de la madre de Sheralyn
Dawkins y de su anonadado hijo de quince años. La madre era el ama de llaves de
una lujosa finca dedicada al cultivo de aguacates. Devon Dawkins, su nieto, era un
estudiante de matrícula que dedicaba su tiempo libre a las labores del campo.
—Una buena mujer —dijo Reed—. La descripción que me hizo de la pierna rota de
Sheralyn encaja a la perfección con la de la víctima. No quería hablar delante de su
nieto, pero le hizo salir y lo desembuchó todo de corrido. Sheralyn era una chica
problemática desde el instituto. Problemas de autoestima, de drogas, de alcohol y de
golfos.
—La misma historia que nos contó la madre de Laura la Grande —dijo Milo—. ¿Te
habló de algún golfo en particular?
—Se refería a los que conoció en su adolescencia y ni siquiera sabía sus nombres.
Ése es el problema: Sheralyn era muy celosa de su intimidad y nunca le contaba
nada. Hace años que dejaron de tener contacto. Me dio la impresión de que a la
madre ya le venía bien, que agradecía la oportunidad de criar a Devon como Dios
manda. Es un chico majísimo, la verdad. No fue fácil darle la mala noticia.
—¿Cuánto tiempo hace que viven allí? —pregunté.
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Un buen charco de agua se extendía bajo el Aston Martin, el Lincoln Town Car y el
Mercedes de Simon Vander. La humedad oscurecía la pizarra del suelo de la entrada.
—Día de lavado —dijo Reed—. O han contratado un servicio especial de
lavacoches o Huck está por aquí cerca. El Lexus no lo veo, a lo mejor ha ido a llenar
el depósito. Quienquiera que los haya lavado.
Apretó el botón del interfono, pero no respondieron. Las dos tentativas siguientes
fueron igualmente infructuosas.
Cuando Milo llamó al número fijo de los Vander le saltó el contestador.
Adoptando un tono de voz neutro le dejó a Travis Huck un mensaje para que se
pusiera en contacto con él, cordial como la invitación a una partida de póquer.
Nos pusimos a hacer tiempo ante la verja tentacular. Al cabo de veinte minutos el
cartero paso por la casa y metió el correo publicitario y la propaganda por la ranura
de uno de los postes.
Reed le abordó antes de que se marchara:
—¿Conoce a los inquilinos?
El cartero sacudió la cabeza.
—Nunca he visto a nadie. —Pasó un dedo por la verja—. Cuando traigo paquetes
los dejo ahí delante y nadie me firma el recibo.
—Gente reservada, ¿eh?
—Gente de pasta —sentenció el cartero—. Hay que guardar las distancias, ya
sabe...
—¿Qué clase de paquetes les trae?
—Vino, cestas de fruta, toda clase de exquisiteces... ¡La buena vida!
Se echó su bolsa al hombro y se alejó calle abajo.
Milo esperó un poco para descender también por la calle Marítimo y desapareció
tras el primer recodo. Volvió al cabo de unos minutos.
—Nada de nada. Ya va siendo hora de moverse. Déjales tus credenciales, Moses.
Reed deslizó una tarjeta por el buzón y dejó otra prendida entre la verja y el poste.
—¿Se habrá largado?
—Siempre cabe la posibilidad.
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Doblamos hacia la autopista del Pacífico. El sol era un flan recién salido del horno
y el océano un rompecabezas derretido de verdes y azules. No había ningún Lexus
aparcado frente al refugio playero de los Vander y al interfono tampoco
respondieron.
Moe Reed dio una palmada a la gran valla de madera que vedaba el paso a la
playa.
—Ya sólo les falta cavar un foso...
—Para eso está el dinero.
Recorrimos la autopista de arriba abajo y paramos en todas las gasolineras que
había hasta Broad Beach en busca del Lexus. En Pacific Palisades el precio ele la
gasolina de alto octanaje se acercaba ya al dólar con treinta por litro, un robo que no
impedía que los automovilistas hicieran largas colas para darse el chute
petroquímico. Huck no estaba entre ellos.
—Volvemos, llamamos al depósito y preguntamos cuándo tendrán la autopsia de
Duboff, a ver si han hecho algún tipo de examen preliminar o han encontrado algo
útil. Luego convendría verificar que la víctima número tres es DeMaura Montouthe.
No creo que cueste mucho identificarla, pero no podemos permitirnos cagarla. La
fulana aquella nos dijo que era de Alabama, pero podría ser de Arkansas o de
cualquier otro estado sureño. No me extrañaría que fuera de Arizona o hasta de
Albania. Si suena la flauta, localizaremos a algún familiar suyo al que DeMaura le
hablara de algún cliente que la tuviera amedrentada.
—Como el tipo del que huyó Laura la Grande.
—Exacto —repuso Milo—. En un mundo ideal, se entiende.
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James Robert Hernández, Bob para los amigos, era un tipo musculoso de metro
ochenta y cinco y ojos azules, con el pelo cobrizo peinado hacia atrás y una perilla de
diez centímetros a juego. Vestía unos vaqueros con el dobladillo vuelto, botas de
motociclista muy baqueteadas y una camisa lisa remangada hasta los hombros. Tenía
el brazo repleto de tatuajes turquesa, de las gruesas muñecas a los tremendos bíceps.
Piolindo, Popeye y una legión de amartelados querubines. El brazo derecho
proclamaba caligráficamente su devoción por «Kathy». No eran creaciones
penitenciarias, más bien parecían el trabajo de un profesional. Hernández tenía
antecedentes, pero eran de poca monta: conducción en estado de embriaguez, multas
de tráfico, incomparecencias.
Después de buscar su nombre en la base de datos Milo regresó a la sala de
interrogatorios y se sentó frente a él. Durante su breve ausencia, yo había esperado
con Hernández, comentando la actualidad deportiva.
Moe Reed estaba en otra sala, examinando la preciosa caja de madera que
Hernández había traído. Antes de empezar había llamado a la oficina del forense y
había pedido autorización para llevar personalmente la caja al laboratorio de la
doctora Hargrove.
—¿Conque huesos humanos? —preguntó Milo.
—Tienen toda la pinta —repuso Hernández—. Yo no soy médico ni nada, pero lo
he mirado en Internet y la forma coincide. Tres manos completas, en total.
—Vaya, sí que lo ha investigado a fondo...
—No quería hacerles perder su tiempo.
—Muy amable. Y ahora, ¿quiere explicarme cómo los encontró?
—No los encontré: los compré. No los huesos, sino un montón de cosas. En los
almacenes subastan las parcelas de quienes dejan de pagar las mensualidades. Ya
sabe, lo mismo que hacen ustedes con los coches confiscados. —Esbozó una sonrisa
—. Yo perdí un El Camino en una de sus pujas.
—¿Qué más había en el lote?
—Un par de bolsas llenas de basura y una bici que podía tener algún valor y
resultó ser un pedazo de chatarra. En las bolsas encontré varios juegos de mesa y una
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montaña de periódicos viejos. Lo tiré todo salvo la caja, porque la madera es buena.
Luego descubrí lo que había dentro y llegué a la conclusión de que eran huesos
humanos porque no se parecen a los de ningún otro animal. Entonces llamé a la
división del Pacífico y me pasaron con el agente Reed, que me dijo que viniera. Y
aquí estoy.
—¿La caja estaba envuelta?
—Sí, en una de las bolsas de basura. Es de palisandro brasileño, una madera muy
rara de un árbol protegido. Aunque, la verdad, hubiera preferido que contuviera
joyas o monedas.
—¿Cuánto tiempo hace que la encontró?
—Dos semanas. Traté de averiguar de dónde provenían y por lo que he visto son
humanos. Por eso no los he puesto a la venta en eBay; no me pareció correcto.
—¿En eBay aceptan esta clase de cosas?
—Ni idea. Tampoco lo he intentado, ya le digo. Seguramente los habría vendido,
pero cuando me enteré de los asesinatos me dije que tenía que avisarles. —Miró a
Milo detenidamente—. La marisma está a dos pasos del almacén y ya sé que han
encontrado cuatro cuerpos y aquí sólo hay tres manos y es probable que no tenga
nada que ver, pero pensé que sería mejor dar parte.
—Y pensó bien. ¿Dónde está ese almacén?
—Se llama Pacific Public Storage y está en Culver Boulevard, cerca de Jefferson.
—Usted vive en Alhambra.
—En Alhambra, sí.
—Pues no le quedaba muy cerca que digamos.
—Más que otras subastas a las que he ido. Una vez me fui hasta San Luis Obispo
—dijo y le mostró su dentadura amarillenta—. Joder, si me dice que hay alguna
ganga a tiro le juro que me voy al fin del mundo.
—¿La compraventa de bienes es su principal ocupación?
—Qué va. Yo estudié paisajismo, pero es que ahora mismo no tengo trabajo.
—¿Cuánto tiempo es ahora mismo?
—Demasiado. —Se retrepó en su silla y soltó una carcajada—. Ya me lo
advirtieron mis hermanos.
—¿El qué?
—Que me exponía a un interrogatorio. «No te cortes, Bobby, ve a la comisaría si
quieres. Adelante, tú cumple como un buen ciudadano, pero van a sospechar de ti
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porque para eso nos pagan, para que no nos fiemos de nadie.»¿Sus hermanos están
en el cuerpo?
—Gene es policía en Covina, Craig en South Pasadena, y mi padre era bombero.
¡Si hasta mi madre está metida! Es administrativa en la comisaría de West Covina.
—Y usted es el inconformista —repuso Milo con una sonrisa.
—No se lo tome a mal, teniente, pero no hay bastante dinero en el mundo para
tenerme encerrado en un coche o un despacho. Si quiere hacerme feliz, deme una
retroexcavadora y un par de hectáreas de terreno. Por cierto, que tendría que ir
tirando. Tengo una entrevista de trabajo en Canoga Park y no quiero llegar tarde.
Quieren transplantar unas palmeras gigantes, que es mi especialidad.
Milo le tomó los datos, volvió a darle las gracias y le estrechó la mano.
Al llegar a la puerta, Hernández se detuvo.
—Ah, una cosa más —dijo—. Que conste que no he venido por eso, pero un día de
éstos tengo que comparecer en el juzgado por una cuestión de multas pendientes y si
pudiera echarme un cable se lo agradecería.
—¿Ha venido por recomendación de su abogado?
—La idea ha sido mía, pero mi abogado me ha dicho que a lo mejor ayudaba. Y lo
mismo opinan mis hermanos. Puede llamar a cualquiera de los dos, ellos responden
por mí. —Hizo una pausa—. Si estoy meando fuera del tiesto, me lo dice y santas
pascuas.
—¿Quién es su abogado?
—Uno de oficio, recién salido de la facultad. La verdad es que el tío me saca de
quicio. Se llama Mason Soto y creo que le preocupa menos mi caso que detener la
guerra de Irak.
Milo anotó el nombre y el teléfono de Soto.
—Le diré que ha sido de gran ayuda al Departamento de Policía de Los Ángeles,
Bob.
Hernández sonrió encantado.
—No sabe cómo se lo agradezco... Al principio pensé que serían los huesos de uno
de esos esqueletos que usan en las facultades de medicina para aprender anatomía,
pero no había ningún agujero por el que pasar un alambre y mantenerlos unidos.
Vaya, que eran huesos sueltos. —Se mesó la perilla—. Ya me dirá qué persona en su
sano juicio guardaría algo así.
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XX
Los bunkers beis de Pacific Public Storage ocupaban una manzana entera y
estaban rodeados por una alambrada de seis metros. El logotipo de la empresa era
una pila de maletas.
Pasamos por delante y cronometramos el trayecto hasta la marisma antes de dar
media vuelta: seis minutos a velocidad moderada.
El aparcamiento del almacén contaba con una cámara de seguridad y un cobertizo
prefabricado que hacía las veces de recepción. Sentado a una mesa encontramos a un
joven regordete y hastiado, con un polo naranja con el logotipo bordado en el pecho
y una etiqueta de identificación en la que se leía «Philip». Sobre el mostrador había
una biografía de Thomas Jefferson boca abajo y en la radio se desgañitaba un locutor
deportivo.
—¿Aficionado a la Historia? —le preguntó Milo.
—Estoy estudiando. ¿Qué desean?
—Policía.
Al ver la placa, Philip dio un respingo.
—Hemos encontrado mercancía de contrabando proveniente de uno de sus
trasteros. El 1.455.
—¿Contrabando? ¿Drogas o algo así?
—Dejémoslo en mercancía ilegal. ¿Qué puede decirme de ese trastero?
Philip fue pasando hojas del libro de contabilidad: Mil cuatrocientos... cincuenta y
cinco. Está vacío.
—Eso ya lo sabemos, señor...
—Stillway, Phil Stillway.
—La mercancía en cuestión apareció al subastar el contenido de esa unidad hace
dos semanas, señor Stillway.
—Yo no llevo aquí ni una semana.
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parte ínfima del aparcamiento, no más de cinco metros de asfalto muy alejados de las
plazas de aparcamiento.
—Todo lo que siempre quiso saber sobre la entrada a un almacén y no se atrevió a
preguntar —bromeé.
Phil esbozó el principio de una sonrisa pero cambió de idea al reparar en la
expresión de Milo.
Al cabo de un rato la pantalla volvió al gris y apareció un mensaje de error.
—Me parece que está estropeada —concluyó Philip—. Tendré que decírselo al jefe.
—¿Puedes pasarla rápido para asegurarnos de que no hay nada más? Philip
obedeció. El resto de la cinta estaba en blanco.
—Danos la llave de la unidad 1.455.
—Supongo que no tengo alternativa.
—Mira, plantéatelo así —repuso Milo—: si ahí dentro hay alguna sustancia
peligrosa y nos la das, seremos nosotros los que palmaremos.
—De todas formas, yo no puedo abandonar la oficina —repuso Philip, hurgando
en un cajón—. Creo que es ésta. Si no abre, no puedo hacer más.
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Milo pisó el acelerador con furia, convirtiendo los callejones secundarios hasta la
comisaría en un circuito de carreras improvisado. Tenía prisa por comprobar si
darían el visto bueno a la orden de registro de las dependencias de Huck en casa de
los Vander.
Los ayudantes del fiscal del distrito con los que había hablado hasta el momento
no le habían dado muchas esperanzas, pero aún quedaban dos por consultar.
—Uno es John Nguyen, que a veces nos echa una mano.
—Cómo te gusta mariposear con abogados.
Prefiero los residuos tóxicos, créeme.
***
Dejé a Milo con sus quehaceres jurídicos y volví a casa pensando en molares e
incisivos.
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La fachada del Centro Comunitario Adjunto de Salud Dental del Distrito Oeste era
el escaparate reconvertido de una tienda embutida entre una heladería de diseño y
una boutique de moda retro. A ambos lados se sucedía un desfile de gente guapa.
Junto a la puerta de la clínica, abierta de par en par, dos vagabundos fumaban y
bromeaban. Uno de ellos había apilado sus posesiones terrenales sobre la acera; el
otro blandía en alto una dentadura postiza y se reía a mandíbula batiente con su boca
desdentada.
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—Muer... —Se llevó una mano a la boca—. ¿Qué clase de doctor es usted?
Le mostré mi placa de colaborador de la policía y movió los labios sin pronunciar
palabra. Parecía indispuesta.
—¡Dios mío! Espere un momento —repuso por fin y se perdió tras una puerta de
servicio.
—Todo el mundo se muere —rezongó el chico de la cresta.
Faye M. Martin, doctora en cirugía dental, era una belleza de unos treinta años con
la piel marfileña, una cara en forma de corazón enmarcada en una melena cobriza,
ojos de un negro límpido y una figura escultural que ninguna bata blanca habría
podido disimular. El parecido con Robin era apabullante (podría haber sido su
hermana pequeña) y, Dios me perdone, pero no pude evitar un temblor en la
entrepierna.
Al estrecharle la mano traté como pude de guardar la compostura; la gravedad
con que me recibió y la imagen de su paciente muerta ayudaron.
Mientras me acompañaba a una sala de tratamiento desocupada me preguntó qué
hacía un psicólogo trabajando para la policía. Le di la versión resumida de la historia
y pareció conformarse.
La sala olía a carne cruda y menta. De las paredes colgaban pósters con
recomendaciones de higiene bucal y unas fotos horrorosas que ilustraban lo que
podía ocurrir cuando se descuidaba. Los tubos dentífricos y cepillos de clientes
gratuitos compartían los estantes con sondas cromadas, curetas y botellas de
algodones. A uno de los lados colgaba la hoja clínica en una carpeta roja.
Faye Martin se sentó en el borde de una silla con ruedas, alargó una mano hacia la
hoja clínica, cruzó las piernas y se desabotonó la bata, revelando una blusa negra,
pantalones informales del mismo color y una cadena dorada de la que pendían dos
amatistas gruesas y sin forma. Tenía más curvas de lo que aparentaba a primera
vista, pero parecía completamente ajena a su propia belleza.
El otro asiento disponible era la butaca del paciente, que seguía reclinada.
—Huy, disculpe —dijo, reparando en ello y ajustando el respaldo. En cuanto me
senté añadió—: Bueno, ya que estamos, abra la boca y echemos un vistazo a esa
dentadura... Perdón, ya sé que no es momento para bromas.
—No hay mejor momento —la tranquilicé.
~177~
Jonathan Kellerman Bones
—Supongo que tiene razón... —masculló—. Fue una muerte violenta, ¿me
equivoco?
—Si el cadáver es el suyo, lo fue.
—El cadáver —repitió, volviendo a sentarse—. Pobre mujer. ¿Saben quién la
mató?
—En eso estamos. Si confirmáramos su identidad ya tendríamos mucho ganado.
Le referí a continuación las irregularidades dentales que me había descrito la
doctora Hargrove.
—Es ella —asintió Faye Martin—. ¡Dios mío!
—¿No necesita mirar las radiografías?
—Si hubiera de jurarlo ante un tribunal las miraría, pero estoy segura de que es
ella. Esa conjunción de anomalías es muy rara. DeMaura y yo solíamos bromear
sobre sus dientes de leche. «Ya ve que no he acabado de madurar», me decía. —
Cogió la hoja clínica, le echó un vistazo y la volvió a dejar sobre el estante—. Tenía
una risa espléndida. En general, su aspecto era...bueno, el que cabía esperar con su
estilo de vida, pero sus dientes eran los de una mujer saludable. —Se pellizcó el
botón de la bata con una uña sin esmaltar—. Era una mujer buena, doctor Delaware,
y muy alegre. En su situación, me parecía admirable.
—Se diría que la conocía bien.
—Todo lo bien que se puede conocer a alguien en una consulta. Nuestros
pacientes adultos suelen carecer de domicilio fijo y no son lo que se dice fieles, pero
DeMaura vino con bastante regularidad durante mucho tiempo. —Volvió a revisar la
hoja clínica—. Tres años. Los seis primeros meses la trató el doctor Chan y cuando se
jubiló me la pasaron a mí.
—¿A los pacientes se les asigna un dentista fijo?
—Tratamos de funcionar como una consulta privada, en la medida de lo posible.
Con DeMaura tampoco era muy complicado, porque sólo necesitaba limpiezas...
Bueno, creo que al principio le cambié un empaste.
—Si sólo necesitaba limpiezas, ¿cómo es que venía tan a menudo?
—Era propensa a desarrollar placa. —Jugueteó con la carpeta—. El doctor Chan le
hacía dos revisiones al año pero yo le asigné una visita cada tres meses para tenerla
más controlada, no tanto dentalmente como en temas de salud general. La única
forma de asegurarme de que recibía una asistencia médica adecuada era mandarla
desde aquí a un especialista.
—Ella confiaba en usted.
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9
Touthe se pronuncia igual que tooth, “diente” (N. del T.)
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—Por firme que fuera su dentadura y arreglada que se pusiera, estaba lejos de ser
una mujer deslumbrante. Sin embargo, el hombre que me describió era joven y bien
parecido.
—¿Mucho más joven?
—Su edad no me la dijo, pero recuerdo que lo llamaba chaval: «Un chaval
guapísimo, podría ser su madre pero le gustan maduritas». Para serle franca, pensé
que se lo había inventado. O que exageraba. Cuando acabé la limpieza y mi auxiliar
se marchó, DeMaura me habló de la vertiente sexual de la relación y por primera vez
la vi ilusionada... excitada, supongo.
Como si aún pudiera sentir algo. Pensé que, si existía, el tipo debía de gustarle de
veras y temí que le hubieran gastado una broma pesada o que hubiera tomado como
personal una relación profesional.
—¿Cree que pudo enamorarse de un cliente?
—Y, por lo que me dijo a continuación, de la peor especie. Al parecer, le gustaba
hacerle daño... y a ella le gustaba que se lo hiciera.
—¿Cómo le hacía daño?
—No se lo pregunté. Preferí ahorrarme los detalles escabrosos, la verdad es que
me daban un poco de asco. Le aconsejé que se andara con cuidado, pero me dijo que
era sólo un juego.
—¿Un juego? ¿Eso dijo?
—Sí. Luego se puso las manos alrededor del cuello, sacó la lengua y sacudió la
cabeza como si la estrangularan. —Entornó los ojos—. ¿Fue así como murió?
—Hay indicios de estrangulación, pero ya sólo queda de ella un montón de
huesos.
—Dios mío —dijo—. Entonces no era invención suya, sucedió de veras.
—¿Qué más le contó de su novio?
—Déjeme recordar. —Se frotó la piel tersa entre sus cejas pulcramente perfiladas
—. Ahora me arrepiento de no haberle pedido más detalles... Me dijo que le gustaba
masajearle la cabeza al tipo, que la cabeza era su debilidad. Si le dejaba darle un
masaje en la cabeza, el tipo hacía con ella lo que quería. Eso me dijo: que hacía con
ella lo que quería. Por lo visto, tenía una cabeza muy suave, «como un culito de
bebé». Supongo que sería calvo. —Frunció el ceño—. Yo le di un cepillo de dientes,
un palillo dental y un tubo de Colgate Total.
Se puso en pie de un salto y añadió:
—Espere un momento y le paso una copia.
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—Nos ha sido de gran ayuda. Y puede estar tranquila, no tiene nada que
reprocharse.
Se volvió hacia mí y sonrió.
—Hay quien sí estudió psicología.
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XXI
El ayudante del fiscal del distrito John Nguyen manoseaba una pelota de béisbol.
Era una pelota nueva de los Dodgers, repleta de firmas. En la estantería, otras tres
esferas de cuero se exponían en vitrinas de plástico junto a los archivos y los tomos
de jurisprudencia. Nguyen había trepado lo bastante alto para disfrutar de un
despacho en una esquina del piso diecisiete del Centro de Justicia Penal Clara
Shortridge Foltz. Foltz fue la primera abogada de la Costa Oeste y me preguntaba
qué habría pensado del mamotreto impersonal de veinte pisos que llevaba su
nombre.
El panorama se componía mayoritariamente de terrazas y aparcamientos fríos
como el acero. Los espacios públicos eran una parte ínfima. Cuando Milo, Reed y yo
nos hubimos apiñado frente al escritorio de diseño, tampoco quedaba mucho espacio
para caminar en el despacho.
—¿Eso es todo? —dijo Nguyen, pasando un dedo por la costura de la pelota—. A
ver si lo he entendido: una presunta víctima se fue con un presunto putero que
podría ser su novio imaginario y sufrir de alopecia...
—Laura Chenoweth también huyó de un rapado homicida y a Selena Bass la
vieron subir al coche de un calvo —adujo Reed.
—Historias ambas basadas en testimonios de segunda mano, lo que prácticamente
las convierte en habladurías. Me parece a mí que no estáis muy al tanto de la moda.
El pelo rapado es lo que más se lleva. —Nguyen se acarició su pelo negro e hirsuto
cortado al rape—. Lo siento, pero con lo que tenéis nadie os firmará el permiso.
—Vamos, John, sabes que hay más —protestó Milo—. Todo indica que Huck se ha
dado a la fuga.
—¿Por qué? ¿Porque no estaba en casa cuando fuisteis a verle? Además, cuando
hablasteis con él llevaba gorra. ¿Cómo estáis tan seguros de que va rapado?
—Por los lados se le veía el cuero cabelludo.
—A lo mejor se rapa la nuca y lleva el resto del pelo encrespado, como el chalado
ese de la peli de Lynch, ya sabéis a cuál me refiero...
~183~
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Silencio.
—Cabeza borradora —recordó Nguyen—. Yo qué sé, igual le quitáis la gorra y os
aparece un afro de un palmo. Os basáis en una descripción física que no se aguanta
ni con muletas y, si queréis salir a pescar jueces, por mí adelante, pero no me pidáis
que interceda con unas pruebas tan insignificantes.
—Echó un vistazo a la foto de archivo más reciente de Travis Huck—. ¡Aquí el tío
tiene unos rizos de concurso! Y es que, aunque pudierais demostrar que se ha
rapado, tendríais que probar que lo hizo antes de que vieran al calvo con Selena. No,
aún peor, antes de que conociera a Montouthe. ¿Y eso cuándo fue? ¿Hace dos años?
—Quince meses —dijo Milo.
Nguyen siguió jugueteando con su pelota de béisbol.
—Mirad, no es que no me fíe de vuestro instinto, pero lo que tenéis hasta ahora es
muy poco convincente. En fin, supongamos por un momento que hurgáis lo bastante
para hacer del señor Huck un sospechoso creíble. Pues bien, todavía habría que
solventar otro problema, el de entrar en la casa. Porque no es la residencia de Huck
sino la de su patrón, que no es sospechoso de nada.
—Todavía —repuso Reed.
Nguyen hizo rodar la pelota entre las yemas de los dedos.
—¿Tenéis algo más que contarme? Lo digo por tener una visión de conjunto.
Milo le hablo de las orgías que Selena Bass le había descrito a su hermano y de su
posterior contrato como profesora de piano de Kelvin Vander, sin olvidar que su
familia se había ido de viaje.
—Así que la chica cambió sus tonadillas picaronas por una fuga de Bach —dijo
Nguyen—. ¿Y qué?
—Bach podría ser sólo la excusa para tenerla en casa a intervalos regulares —
apuntó Reed.
—Vaya, vaya, una pandilla de millonarios pervertidos en Hollywood... ¡Pues vaya
novedad! La pregunta es la misma, chicos: ¿quién dice que esas «orgías» no fueran
más que una forma de diversión limpia, sana y adúltera? No tenéis absolutamente
nada que relacione esas fiestas con las presuntas prácticas sadomasoquistas de las
otras dos fulanas. Y en cuanto a la tercera, esa Chenoweth, por lo que decís no parece
la clase de mujer que se deja atar a la cama. Más bien al contrario.
—Selena guardaba una fusta de cuero en el...
—A lo mejor le gustaba la hípica. Las chicas se pirran por los caballos. —Nguyen
hizo girar la butaca, colocó la pelota en su soporte de plástico y cerró
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—Sin delincuentes imbéciles este trabajo sería menos agradecido que un infarto de
miocardio —sentenció Moe Reed.
Milo le lanzó una mirada fulminante con un punto de diversión y se volvió hacia
Nguyen:
—Aquí el agente Reed tiene toda la razón del mundo, John. Puede que Huck se
sienta seguro en su fortaleza y se relaje. Si nos las arreglamos para entrar con el factor
sorpresa de nuestra parte, vete a saber lo que encontramos.
—Eso suponiendo que siga allí, Milo. No le habéis visto entrar o salir desde hace
dos días y del Lexus aún no hay ni rastro. No sé, los sabuesos sois vosotros, pero yo
me huelo que ya ha puesto pies en polvorosa.
—He oído que hay elecciones en el club del pesimista, John. Podrías presentarte.
—Yo también me lo he planteado, pero los miembros son unos tarambanas.
—En todo caso, no nos iríamos de vacío —apuntó Reed—. Si se ha largado para no
volver, las pertenencias que encontremos podrían considerarse abandonadas, ¿no?
Nguyen escrutó al joven agente.
—¡Qué sofisticada que os ha salido la nueva hornada! Pues sí, podríais tocarlas
siempre que fuera indiscutible que se ha marchado para siempre. Pero ya podéis
estar seguros de que os recusarían el permiso aduciendo que estaba de vacaciones y
tenía derecho a su privacidad.
—¡Claro, el tío se va de vacaciones para huir de la policía...! —replicó Reed—. Eso
es casi una confesión de culpabilidad.
—También puede querer huir del trabajo, del aburrimiento o de cualquier otra
cosa de la que se le ocurra huir. El caso es que los padres fundadores de nuestra
nación querían que la gente pudiera ir a disfrutar del parque de Yosemite sin miedo
de encontrarse a la vuelta con que su casa había sido saqueada por la policía. Eso sin
contar con que en el caso particular de este sospechoso la huida podría atribuirse a
que de niño le condenaron injustamente. ¿Hay mejor justificación para huir de la
policía?
Reed dejó caer el labio inferior y se pasó un dedo por el cuello de la camisa.
—Mirad —zanjó Nguyen—, si los Vander os dan permiso cabe alguna posibilidad.
Pero aseguraos de que os lo dan por escrito. Así al menos podréis entrar en la casa,
familiarizaros con el lugar y hablar con la señora de la limpieza, el jardinero o quien
sea y ver si entre todos conseguís incriminar a Huck.
—No tenemos constancia de que haya más personal en la casa —dijo Milo.
—Pero es enorme, tiene que haber alguien más —terció Reed.
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***
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—Buddy Weir —dijo por fin una voz alegre y melosa—. ¿En qué puedo
ayudarles?
Milo se lo explicó.
—¿Travis? Me deja usted de piedra.
—¿Le conoce?
—Nos hemos cruzado alguna vez, sí. Lo que quiero decir es que si Simon y
Nadine han contratado a un... En fin, espero que no sea el caso. En lo que respecta al
permiso, no creo que los señores Vander tengan inconveniente en firmarlo, dadas las
circunstancias. Siempre que supervisemos el registro, claro. ¿De veras lo cree
necesario?
—Si no, no se lo pediría. Estamos a su servicio.
—Gracias, agente. Déjeme ver si localizo a Sim... al señor Vander.
—Su hija nos dijo que estaba en Hong Kong.
—¿Ah, sí? Bueno es saberlo... Una cosa más: el derecho penal no es mi
especialidad, pero no puedo garantizarle que una vez Simone y Nadine les hayan
firmado el permiso no puedan presentarse otros impedimentos legales.
—¿Qué clase de impedimentos?
—Todos los que se le ocurran a su abogado defensor, si es que llegamos a tal
extremo.
—¿A qué se refiere?
—Ya le digo que no es mi especialidad, pero así a bote pronto se me ocurren toda
clase de problemas relativos al tipo de alquiler. Si el contrato de arriendo ha sido
formalizado, ya sea directamente o en forma de prerrequisito...
Weir nos soltó un rollo jurídico que venía a ser una repetición casi textual del de
John Nguyen. Milo guardó silencio, remedando con la mano el pico de un pato
parlanchín y, cuando la perorata concluyó, dijo:
—Lo tendremos en cuenta, señor Weir.
—De todos modos, lo primero es localizar a Simon y Nadine en Hong Kong.
—Nadine está en Taiwán, visitando a su familia.
—Bueno es saberlo. Si encuentro a alguno de ellos o, para ser más optimistas,
cuando los encuentre, les pediré que me manden por fax un poder para concederles
el permiso de registro.
—Muchas gracias. Ah, y no se olvide de incluir la casa de la playa, por favor.
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XXII
Torcía ya por Beverly Boulevard en dirección oeste cuando Milo marcó el número
de Global Investment. Varios subalternos y un banquero más tarde había conseguido
sonsacarles el nombre de la empresa de las Palisades a la que los Vander contrataban
la limpieza de sus dos casas: Happy Hands.
—¿Quién decide cuándo llamarles? —preguntó Milo.
—¿Y yo cómo voy a saberlo? —repuso el banquero antes de colgar.
Milo le lanzó una mirada furiosa al móvil y lo guardó.
—Así que es Huck quien controla el proceso. Mi instinto me dice que se ha
largado, pero no sé si recurrir a la prensa, que es un arma de doble filo. Huck eludió
todos los radares desde que salió del centro de menores hasta que comenzó a trabajar
para los Vander, y si le ponemos presión podría adentrarse aún más en su
madriguera.
—La clandestinidad es una escuela.
—¿Qué quieres decir?
—La primera vez que le condenaron nadie duda que fuera inocente, pero tras el
paso por el correccional y todos esos años en la calle, puede haber adquirido muy
malas costumbres.
—¿Te refieres al estrangulamiento y la mutilación por diversión o por dinero? Lo
que no acabo de entender es que un tipo así acabara trabajando para los Vander.
—Tal vez sean personas ele buen corazón.
—Podridos de dinero, tiernos y caritativos. Claro.
—Puede suceder.
—¿Tú crees?
—¿Tú no?
—Haberlos seguro que los hay, pero a veces me pregunto si la clase de ego
necesario para amasar semejante fortuna es compatible con la generosidad.
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—Ya hablaré yo con Su Eminencia para que mande una patrulla de paisano a
vigilar la casa. Tú tienes cosas más importantes que hacer.
—¿Como qué?
—Como buscar a escala nacional otros casos de homicidio con amputaciones o
cuerpos tratados con químicos. Puedes empezar por las manos si quieres, pero dales
su oportunidad a otros miembros.
—Brazos, piernas...
—Cabezas, hombros, rodillas, dedos de los pies... Lo que sea, con tal de que lo
hayan cortado de cuajo.
—¿Crees que puede haber cambiado de sistema?
—Como le gusta recordar al doctor Delaware, la tela es lo único que se corta por el
mismo patrón. —Se volvió hacia mí y añadió—: Si se quedó con los cuerpos para
jugar con ellos, lo más probable es que la casa de los Vander no sea su centro de
operaciones. Por muy administrador de la finca que sea Huck, montar ahí el
laboratorio del doctor Frankenstein sería demasiado arriesgado.
—A menos que los Vander sean parte de su equipo de cirujanos tarados —terció
Reed.
—Me extrañaría, Moses. No olvides que ronda un crío por allí. Una cosa es montar
el gran despelote en cuanto el niño se va a la cama, que lo dudo, porque no tenemos
ninguna prueba de que sea gente rarita, y otra muy distinta es ponerse a descuartizar
cadáveres en el salón mientras el niño duerme en su cuarto.
—Debe de tener otra guarida para sus carnicerías.
—A lo mejor es ahí a donde se ha ido a esconder y por eso no le hemos visto el
poco pelo que tiene. Podrías hablar con el asesor de los Vander y averiguar si pagan
impuestos de otros bienes inmuebles. Si la guarida es de alquiler estamos apañados.
No habrá manera de localizarlo sin ayuda de la prensa y aún no quiero llegar a ese
extremo.
—En el almacén le preguntaste en broma al encargado si tenía inquilinos en los
trasteros y nos dijo que no —dije—, pero seguro que ha ocurrido más de una vez.
Milo reflexionó un momento.
—No estará de más verificarlo —dijo al fin—. Habrá que volver a Pacific Storage.
Además, no le mostramos la foto de Huck al encargado, que yo recuerde. ¿Te queda
algún hueco en la agenda, Moe?
—Los que quieras y más.
—Más no. ¿Seguro que no te apetece el cordero?
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Milo dio cuenta del cordero y redondeó el almuerzo con la langosta y dos cuencos
de pudin de arroz antes de volver al despacho. Yo regresé a casa y me senté al
ordenador.
La búsqueda de «Travis Huck, Edward/Eddie/Eddy/Ed Huckstadter» no arrojó
ningún resultado en Internet. Al introducir «Simon Vander» en el buscador encontré
una noticia sobre la venta de la cadena de supermercados por la conocida suma
millonaria y un par de menciones del magnate y su mujer como miembros de la junta
de varias organizaciones benéficas: el museo de arle, el zoo y la Biblioteca
Huntington.
Filantropía de alta sociedad y poco más. Si el matrimonio Valider tenía un lado
oscuro, había logrado mantenerlo oculto al ciberespacio.
A las cuatro y media me desconecté y le propuse a Robin cocinar algo de cena. A
los dos nos apetecía pasta, así que ella se quedó trabajando un rato más y yo me
acerqué al mercado de Beverly Glen y aproveché para llamar a la consulta.
La secretaria me dio un recado de Aima Reynolds.
—Por si no se acordaba de ella, me dijo que era la amante de Sil Duboff —agregó.
—Me acuerdo.
—Una forma bien curiosa de presentarse, ¿no le parece? La amante de fulano... En
fin, hay gente para todo.
El teléfono de Alma Reynolds sonó ocho veces. A punto estaba de dejarlo correr
cuando descolgó.
—El teniente Sturgis no ha respondido a mis mensajes, pensaba que tampoco le
localizaría a usted —elijo—. Ahora mismo iba a pasarme por la morgue. Dicen que
van a deshacerse del cuerpo de Sil dentro de pocos días, y a él le hubiera gustado que
lo incineraran, siempre que fuera de forma ecológica. Lo ideal, claro está, sería que
todos acabáramos en una pila de compost...
—Claro está. ¿Y en qué le puedo ayudar?
—¿Sabe si hay novedades?
—Aún no, lo lamento.
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—No —repuso—. he pensado mucho en ello, me lie roto los cascos tratando de
recordar cualquier detalle que indicara que lo conocía, pero no lo hubo. ¿Cree que
pudo ser alguien de quien se fiara?
—O algún paladín de su causa. ¿Conoce a la junta directiva de Salvemos la
Marisma?
—Ni siquiera sé si existe.
—¿Quién ha quedado a cargo de la oficina?
—Ni lo sé ni me interesa —dijo—. Yo ya le he dicho lo que sé y me lavo las manos.
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XXIII
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—Mi fuerte son las preguntas, no las respuestas. No sé, podría tener algo que ver
con el piano.
—Los pianistas suelen usar las dos manos, Alex.
—Pero la derecha lleva la melodía.
En sus semblantes se dibujó una mezcla de gratitud y escepticismo.
—Otra posibilidad —agregué— es que el asesino se las amputara para dar a los
crímenes un aire extravagante.
—¿Para que parecieran un crimen psicosexual, quieres decir? —repuso Milo—. ¿Y
qué querían ocultar?
—Por más vueltas que le doy, siempre acabo por volver a Selena. La verdad es que
se desmarca mucho de las otras víctimas. Me pregunto si los demás asesinatos no
podrían ser más que los preparativos.
—¿Un año de preparativos? —replicó Milo—. ¿Qué tenía Selena para que fuera
tan importante matarla?
—Algo que sabía y que la convertía en una amenaza, algo lo bastante grave como
para robarle el ordenador. Puede que a Duboff lo liquidaran por la misma razón.
—Los planes a largo plazo suelen hacerse por dinero.
—Y los Vander lo tienen a espuertas —terció Reed—. Todo apunta a esa familia. Y
a Huck, por extensión.
—Si estás en lo cierto, hurgar en la vida de las otras víctimas será una pérdida de
tiempo.
—El asesino tuvo que conocerlas de alguna manera —repuse. Podría dar sus
frutos.
—Me he pateado la zona de putas del aeropuerto de arriba abajo y nadie se
acuerda de Huck —dijo Reed.
—Las prostitutas no son muy sedentarias, y a la gente le falla la memoria por toda
suerte de motivos.
Milo se puso en pie, comenzó a dar vueltas por la sala y sacó un purito del bolsillo.
Moe Reed se relajó un poco cuando volvió a guardarlo.
—Se va de putas, pero ¿quién dice que las vaya a buscar siempre al mismo sitio?
—¿Habríamos de buscar por otros barrios?
—Huck vive en Pacific Palisades —tercié—. Si es por puro esparcimiento, puede
encontrar todas las fulanas que quiera en el Westside, pero para buscar una víctima
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Jonathan Kellerman Bones
lo normal es que se desplace a alguna zona donde haya menos posibilidades de que
lo reconozcan.
—Y, de paso, que quede más cerca de su sala de torturas, que podría no estar muy
lejos de la casa de los Vander —dijo Reed—. Aunque en los archivos de su asesor no
consta que posean un piso por ahí ni en ninguna otra parte.
—El aeropuerto, la marisma y el almacén están bastante cerca —apuntó Milo—.
Puede que tenga su guarida por ahí.
—Pero si es de alquiler no la encontraremos a menos que lo ventilemos en los
medios —dijo Reed.
—No descarto llegar a tal extremo, Moses, pero vamos a esperar. De momento nos
centramos en otras zonas de prostitución. Si encontramos a alguna fulana que
frecuentara a Huck y nos cuenta que le va el sexo duro o que le ha puesto las manos
alrededor del cuello, ya tenemos motivos suficientes para ordenar su arresto.
—Yo me encargo del norte de Lincoln Boulevard.
—Perfecto. Si no sacas nada en limpio, prueba en Sunset. De hecho, no hay por
qué esperar. Esta noche tú preguntas por Lincoln y Sunset entre Doheny y Fairfax.
Yo me encargo de la parte Este hasta Rampart y luego bajo hacia el centro. Volveré a
enviar por fax el carné de Huck a la brigada antivicio, por si a alguien le refresca la
memoria.
—¿Y quién vigila la casa?
—Por el momento podemos dejárselo a la patrulla. Si Huck no da señales de vida
en breve, supongo que tendré que hablar con los mandamases y organizar una rueda
de prensa. No me hace mucha gracia, porque corremos el riesgo de que se dé a la
fuga cuando se entere de que lo buscamos, por no hablar de que no tenemos prueba
incriminatoria alguna y el tipo ya fue víctima de una injusticia jurídica en el pasado.
Ya os podéis imaginar el alegato inicial del abogado defensor... —Se volvió hacia mí
—. Tu teoría sobre otro entusiasta de la marisma en el papel de villano no es tan
aventurada, pero ponernos ahora a husmear entre las huestes ecologistas no creo que
sea una prioridad.
—Ya veré lo que puedo averiguar por mi cuenta —dije.
—Digo yo que podrías unirte al cuerpo, ya de paso —comentó Reed.
—El doctor es amigo mío, Moses —dijo Milo—. Cuidado con lo que dices.
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~203~
Jonathan Kellerman Bones
—¿Sí?
Una risa masculina subrayó los estridentes graznidos de la chica.
—¿A quién viste, Chance?
—¿Sí?
—Muy bien. Hablaremos en la comisaría.
—No vi a nadie, ¿vale?
—Aparte de Duboff.
—La marisma es su territorio. Es el puto monstruo del pantano. —La hilaridad de
fondo ganó varios decibelios—. Por mí como si se la folla... como si se tira a esa
montaña de fango.
Chance usaba el presente del indicativo; el asesinato de Duboff aún no había
salido en las noticias. Pensé en decírselo, pero al final desistí. No es que quisiera
proteger la delicada sensibilidad del crío. Más bien me temía que no tenía ninguna.
~204~
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XXIV
Moe Reed entró en el Café Moghul como una exhalación, con su cuerpo de
boxeador inclinado hacia adelante y los hombros caídos. La postura era agresiva,
pero sonreía como quien se encamina hacia una victoria segura.
Era la primera vez que le veía así de contento.
Milo engulló un pedazo de pollo tandoori y se pasó la servilleta por los labios.
—Al menos hay alguien que ha tenido un buen día.
Él había consagrado la noche entera a la búsqueda infructuosa de alguna
prostituta que conociera a Travis Huck y había pasado la mañana en su despacho,
enfrascado en discusiones telefónicas interminables con una serie ascendente de
superiores sobre la conveniencia de airear en los medios la identidad de Travis Huck.
Zanjó la cuestión una última llamada del jefe de policía. La respuesta llegó de las
alturas: dado el historial de abusos judiciales de Huck, era preferible esperar a
acumular pruebas más sólidas.
A menos que apareciera una nueva víctima, claro está.
—Basan su política en el recuento de cadáveres —rezongó.
Yo acababa de describirle la insolente actitud de Chance Brandt.
—La generación N que la llaman —repuso—: Ene de «Necios».
Reed se sentó a nuestra mesa y agitó en el aire su bloc de notas.
—¡Dos fulanas!
Milo posó el tenedor en el plato.
—Y la pregunta es: ¿qué extra semanal incluye el cargo público de un congresista?
Reed celebró la broma con una sonrisa.
—Las he encontrado en Sunset, Ten. Le cobraron cuarenta dólares a Huck y se
acordaban perfectamente de él y hasta de su boca torcida. ¿Y queréis saber lo mejor
de todo? Que no llevaba gorra y no tiene un solo pelo en la azotea. —Abrió el bloc y
leyó—: Charmaine L'Duvalier, nombre de guerra de Corinne Dugworth, y Tammy
~205~
Jonathan Kellerman Bones
Lynn Adams, que es el que consta en su partida de nacimiento. Las dos trabajan en
Sunset, casi siempre entre La Ciénaga Boulevard y Fairfax Avenue. Charmaine pescó
a Huck en Fairfax hará un mes, más o menos, y con Tammy Lynn se encontraron a
dos manzanas de allí. Lynn cree que fue hace seis semanas, como mucho. En ambas
ocasiones Huck salió a buscar plan entre las tres y las cuatro de la madrugada en un
Lexus deportivo. El color y el modelo coinciden con el de los Vander. El tío coge el
coche del jefe para irse de fiesta.
—¿Alguna preferencia sexual rara?
—Las dos le recuerdan como un tipo muy callado; Adams admite que se asustó un
poco.
—¿Lo admite?
—Ya sabéis cómo les gusta hacerse pasar por tías curtidas que no se asustan por
nada. En cuanto insistí un poco reconoció que la asustó un poco.
—¿Por qué?
—Por lo callado que estaba. No se mostraba amigable como la mayoría de los
clientes. Como si llevara toda la vida pagando a cambio de sexo y para él sólo fuera
un polvete de compraventa más.
—Al contrario que para ella, que será todo romanticismo —masculló Milo.
—Esas tías siempre quieren tener la sartén por el mango y se hacen las duras —
repuso Reed—. A la mayor parte de sus clientes eso les pone nerviosos, pero a Huck
no. Por lo que dicen, estaba completamente relajado: aquí está la pasta, enséñame el
género y chao.
—¿Qué clase de trabajito le hicieron?
—Sexo oral.
—¿Se puso agresivo? —inquirió Milo—. ¿Las agarró del pelo o las maltrató de
algún modo?
—No. Yo creo que las dos se cagaron de miedo, pero Adams es la única que lo
admite. Lleva cinco años haciendo la calle y dice que tiene un olfato infalible para
reconocer a un chalado. Y Huck lo era.
—Pero se fue con él de todos modos.
—Al principio sólo se fijó en que iba bien arreglado y llevaba un buen coche. Fue
al subirse cuando empezó a darle mala espina.
—Por ser tan callado e ir al grano...
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Jonathan Kellerman Bones
—No es que fuera callado, es que ni siquiera abrió la boca. No le dio ninguna clase
de conversación.
—¿Les has pedido a esas chicas el teléfono para poder localizarlas?
—Tengo dos números de móvil de prepago, por si sirven de algo. También les he
pedido la dirección, pero ninguna tenía carné de conducir y las dos me han
asegurado que estaban buscando un domicilio permanente.
—Ay, la vida bohemia... —dijo Milo.
—Es poca cosa, ya lo sé, pero menos da una piedra. Las dos me han prometido
que preguntarían por Huck en el barrio. No soy tan ingenuo como para pensar que
vayan a cooperar de buen grado, pero me parece que al preguntarles por él les he
despertado el miedo. Si vuelven a verle, apuesto a que me avisarán.
Reed divisó a la mujer del sari y le pidió un vaso ele té helado.
—¿No va a comer nada?
—No, gracias. Sólo un té.
La mujer se alejó meneando la cabeza.
—Buen trabajo, agente Reed. Lástima que no me haya enterado hace una hora —
dijo Milo y le resumió la discusión sobre la conveniencia de otra rueda de prensa La
verdad, no estoy seguro de que nos vaya a servir de mucho y el jefe teme que el caso
pueda irse a pique por falta ele pruebas y Huck le interponga una querella al
ayuntamiento.
—¿De verdad crees que tendría huevos?
—La mejor defensa es un buen ataque, chaval. Si lo ponemos en el centro de la
opinión pública sin tener chicha suficiente en su contra, va a ser él quien lleve las
riendas. Ya te lo imaginas en el estrado, torciendo el gesto, mientras su abogado
defensor va desgranándole al jurado todas las miserias del correccional...
—¿No podríamos ahorrarnos lo de sospechoso y decir simplemente que puede
estar involucrado en los hechos?
—Ganaríamos tiempo, pero los mandamases no se atreven.
Milo se interrumpió al oír la melodía de Brahms de su móvil.
—Aquí Sturgis... ¿Quién? ¿Sobre qué? Sí, sí, por supuesto. Dame su número. —
Colgó y se puso en pie—. Vamos.
—¿Qué pasa?
—Pasa que acabo de recobrar mi fe en la juventud.
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La mujer del sari contempló con el té de Reed en la mano cómo salíamos del local.
Cuando franqueamos la puerta se lo bebió.
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—Mi marido y yo somos de la opinión de que los privilegios son una bendición de
la que no conviene abusar —continuó—. Ni él ni yo venimos de buena familia y no
pasa un día sin que demos gracias por la suerte que hemos tenido de haber llegado
tan lejos. Harvey y yo creemos que las bendiciones del cielo han de devolverse en
especie, y si hay algo que no toleramos es la debilidad de carácter. Por eso siempre
hemos tenido nuestras reservas sobre su amistad con Chance.
La chica parecía a punto de saltar, pero se lo pensó dos veces.
—Ya sé que crees que soy muy dura contigo, nena, pero algún día me darás la
razón. Chance es un ganso, un sin sustancia. El envoltorio será todo lo bonito que
quieras, pero si rascas un poco no hay nada. Y lo que es peor: le falta carácter. En
cierto sentido eso es lo que más me enorgullece de ella, que pese a estar rodeada de
amorales aún tiene sus principios.
Sarabeth puso los ojos en blanco.
—Cuéntanos qué pasó, Sarabeth —le instó Milo.
—Lo que le he dicho a mi madre, nada más.
—Cuéntaselo, nena. Tienen que oírlo de primera mano.
Sarabeth suspiró y se sacudió la melena con impaciencia.
—Vale, vale... Alguien nos llamó anoche. A casa de Sean.
—¿Sean qué más? —preguntó Reed.
—Sean Capelli.
—Otro sinsustancia —terció su madre—. En su instituto los hay por docenas.
—Así que alguien llamó a Sean —recapituló Milo.
—Sí... Bueno, en realidad llamó a Chance al móvil, pero estábamos en casa de
Sean.
—Ya. Pasando el rato.
—Sí.
—¿Y qué le dijo?
—Que era policía... uno de ustedes, no sé. Le preguntó si había visto a alguien más
en la oficina de la protectora y Chance se lo tomó a cachondeo y comenzó a contestar
al tuntún, por hacer la gracia. La encontró divertidísima.
—¿La llamada?
La chica no respondió, pero soltó un bufido al encajar otro codazo.
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—Sí.
—¿Qué fiesta?
—Una de sus fiestas —repuso el chico señalando con el pulgar a su madre.
—Pero ¡qué dices! —dijo su madre— Ni siquiera me acuerdo de la última vez que
dimos una fiesta, tu padre no las soporta.
—No he dicho que la dierais —le corrigió su hijo con tono quejumbroso—. Hablo
de esas que montan para recaudar fondos, ese coñazo de fiestas a las que me obligáis
a ir.
—¿Qué coñazo de fiesta en particular? —inquirió Milo.
Chance se apartó un mechón rubio de los ojos.
—No sé. Una...
—Vas a tener que exprimirte un poco la mollera, hijo.
—Si usted lo dice...
—¡Por Dios, Chance! —exclamó Susan Brandt—. Diles lo que quieren saber y
acabemos de una vez.
El chico botó perezosamente una pelota de tenis.
Su madre exhaló un suspiro, se pasó la raqueta a la mano izquierda y le dio un
buen bofetón con la derecha. El sudor salpicó la tierra y en la mejilla del chico se
marcaron cuatro dedos rojos.
Chance le sacaba casi un palmo y sus buenos veinte kilos a su madre; la diferencia
pareció pronunciarse cuando apretó los puños.
—Y si sigues haciendo el payaso te la vuelves a ganar —le advirtió su madre.
—No hace falta ponerse así, señora —la apaciguó Milo—. Tengamos la fiesta en
paz.
—¿Tiene usted hijos, teniente?
—No.
—Entonces no sabe de lo que habla.
—Es posible, pero aun así le ruego que...
—Era un tío, ¿vale? —le interrumpió Chance—. Le vi en Malibú, en uno de esos
saraos lamentables donde toda la peña lleva una camisa hawaiana y va de surfero.
—¡Ah! —Susan Brandt se volvió hacia nosotros—. Se refiere a una fiesta que
organizó la Coastal Alliance para recaudar fondos el año pasado... en otoño.
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Reed tomó a la mujer del brazo y la apartó unos metros. Milo miró a Chance
fijamente los ojos.
—Rubio oxigenado, la cara hecha un cromo, ¿qué más?
—Nada más.
—¿Qué edad tenía?
—La de mi padre.
—Mediana edad.
—Un viejales... un carcamal con un peinado patético.
—¿Patético?
—Llevaba un kilo de gomina. Una basura retro del palo... Billy Idol. Y con la jeta
recién salida del taller.
—¿Qué relación tenía con Duboff?
—Fue a verle a la protectora.
—¿Cuántas veces?
—Una.
—¿Cuándo?
—Ni idea.
—¿Hacia el principio o hacia el final del voluntariado?
Chance reflexionó un momento.
—Hacia el principio.
—Hace tres o cuatro semanas, digamos.
—Fue justo al principio.
—Así que se pasó por la oficina. ¿Qué más?
—Por la oficina no pasó. Duboff salió y se encontraron en el aparcamiento —dijo
Chance—. Yo estaba hasta los cojones de no hacer nada, me puse a mirar por la
ventana y los vi.
—¿Qué hacían?
—Hablaban. No oí lo que decían y, la verdad, no me importaba un carajo. Por eso
no se lo conté cuando me llamaron.
—¿La conversación te pareció amistosa? El chico entornó los ojos, tratando de
recordar.
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XXV
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—No es tan raro. A Simon y Nadine la ciudad les encanta y a veces van a visitar
ferias de arte y cosas así. Normalmente se hospedan en el Ritz, pero he llamado y en
el registro no consta ningún Vander.
—¿Suele pasar tan desapercibido?
—Simon es un hombre discreto, de eso no cabe duda, pero nunca me ha costado
tanto localizarlo al teléfono. Además, siempre paga con tarjeta de crédito, no lleva
encima mucho efectivo. Y hay algo más, teniente. He tratado de localizar a Nadine en
Taiwán, y su familia me ha dicho que se marchó con Kelvin el mismo día que Simon
cogió su vuelo de vuelta desde Hong Kong.
—¿Le dijeron por qué motivo?
—No —repuso Weir—. La barrera idiomática a veces es insalvable.
—Entonces, podría tratarse simplemente de una cita en San Francisco para
continuar sus vacaciones en alguna parte.
—Por supuesto. Pero la inactividad de su cuenta de crédito me escama, teniente.
Simon y Nadine lo pagan todo con tarjeta. He llamado a Simone para averiguar si
sabía algo de ellos. No sabe nada y se ha puesto nerviosísima... Luego me ha contado
lo ele Travis Huck.
—¿Piensa que puede haberle hecho algo a su familia?
—Ya no sabe qué pensar.
—¿Hay modo de que Huck se haya enterado de su paradero en San Francisco?
—No sabría decirle. Después de hablar con Simone, he pensado que había que
hacer algo y me he acercado a su casa para echar un vistazo. Parece que Huck ha
liado los bártulos, porque su habitación está vacía. Se lo ha llevado todo. Supongo
que podría interpretarse como un indicio ele culpabilidad, pero no estoy seguro.
Milo articuló un «mierda» en silencio y se frotó la cara.
—¿La ha registrado a conciencia?
—Sólo he echado Lina ojeada y he abierto algún cajón. Se ha largado, eso está
claro.
—¿Ha ido usted solo?
—No. con Simone. Me pareció que, en su condición de familiar próxima y dadas
las circunstancias, tenía derecho a entrar en la propiedad. No sé cómo no se me
ocurrió antes, cuando me preguntaron cómo hacer para entrar. En fin, ¿qué opina de
la huida ele Huck?
—Buena pregunta.
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—Es posible que se asustara cuando le interrogaron —dijo Weir—, pero si no tiene
nada que temer ¿por qué habría de huir? No sé, también puede ser que se haya
largado así, porque sí, de la noche a la mañana.
—Me extrañaría.
—Son cosas que pasan en California, teniente. Es por el clima.
—¿Cuándo podemos registrar el piso? —inquirió Milo.
—Cuando quiera. Mandaré a alguien para que se encuentre allí con ustedes.
—¿En una hora le parece bien?
—¿Una hora? No pensaba que fuera tan... Es que estaremos reunidos todo el día.
A ver... hasta mañana al mediodía no tenemos ni un hueco. ¿Qué le parece mañana a
las once? Les mandaré a Sandra, mi mejor ayudante.
—¿Ha ido a la casa de la playa?
—Simone y yo fuimos a echarle una ojeada rápida y nos pareció que llevaba vacía
una buena temporada. Me ocuparé de que Sandra les lleve los dos juegos de llaves.
—Muy amable.
—Estoy seguro ele que la familia está perfectamente —agrego Weir—. No hay
razón para preocuparse.
Milo llamo al departamento de Seguridad Nacional para averiguar los horarios ele
los vuelos de Simon, Nadine y Kelvin Vander. Los tres habían vuelto en primera
clase con Singapore Airlines, pero el vuelo de Simon había aterrizado en San
Francisco un día antes que el de su mujer y su hijo.
Llamó a continuación al banco de inversión de Seattle y logró camelarse a un
reticente gestor financiero de nombre Ronald W. Balter para confirmar que, aparte
del billete de avión, no había ningún otro cargo reciente a la tarjeta de crédito de
Vander.
—¿Tienen alguna propiedad al norte de California? —le preguntó.
—¿Una casa de propiedad? No.
—¿Y de alquiler?
—Tampoco —repuso Balter.
—¿Se le ocurre dónde podrían estar?
—Por supuesto que no.
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Milo le resumió a Reed las noticias sobre el regreso y posterior desaparición de los
Vander.
—Simon tiene más números de ser la víctima que el verdugo —opinó Reed—. A
menos que se haya ensuciado las manos y quiera pasar desapercibido... Para mí
Huck sigue siendo el principal sospechoso. Hay que encontrarle como sea, Milo.
Era la primera vez que se dirigía al jefe por su nombre.
Señal inequívoca de adaptación al puesto.
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XXVI
A las siete de la tarde del día siguiente el nombre de Travis Huck apareció en un
comunicado de prensa del Departamento de Policía de Los Ángeles. La hora de
publicación se escogió cuidadosamente: demasiado tarde para que apareciera en los
periódicos o en las noticias de las seis, pero con tiempo más que suficiente para
incluirlo en las de las once. Como le había dicho a Milo el subjefe de policía Henry
Weinberg, era un recurso que debía «aplicarse con cuentagotas, teniente, estamos
aún en bragas para acaparar los medios».
Los redactores del departamento fueron con tiento. Tildaron a Huck de «individuo
posiblemente involucrado en los hechos» y aludieron de pasada a su «condena
previa por un delito grave». No dieron el nombre de ninguna de las cuatro víctimas
de la marisma y a los Vander ni siquiera los mencionaron.
Entretanto Milo, Reed y yo fuimos a registrar las dos residencias de los Vander.
Comenzamos por la casa de la playa, donde todo parecía indicar que la familia no la
había pisado en años. Los sofás de cuero cogían humedad sobre una moqueta
púrpura. El olor a salitre y óxido mezclado con un leve agror de pintura vieja
proclamaba que la casa había caído en desuso. A juzgar por los remos y el traje de
neopreno del armario, debía de haber sido un refugio de soltero.
En la mansión de la calle Marítimo franqueamos las hojas simétricas de la verja y
accedimos a una serie irregular de habitaciones de techos altos, paredes vainilla y
suelos de piedra caliza dorada, amuebladas con gusto aunque un tanto anodinas.
Varias fotos de familia reposaban en sus marcos inclinados sobre un par de repisas y
de las paredes sin ventanales colgaban pinturas abstractas. Un piano de cola ocupaba
por completo el fondo de un espacioso y sombrío cuarto trasero. En la habitación
azul celeste de Kelvin había otro piano, una espineta.
Los aposentos de Travis Huck se encontraban junto a una cocina de aspecto
profesional y consistían en un cuarto más bien pequeño con retrete, amueblado con
dos camas gemelas, un tocador de Ikea y un flexo de aluminio. El cuarto era de una
sobriedad monacal, salvo por las maravillosas vistas del océano. Estaba ubicado en el
ala del servicio y habría sido concebido originalmente como el cuarto de la criada.
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Dejé a los dos policías con sus frustraciones y me fui a casa. El amante
sadomasoquista de Selena ponía en entredicho mi teoría; los tres primeros asesinatos
tomaban visos de ser algo más que preparativos para el de Selena y el caso
comenzaba a encuadrarse en las pautas habituales del sadismo sexual.
El caso clásico del asesino que gana confianza y decide dar el salto a una víctima
de más categoría, por desgracia para Selena.
Llamé a Marc Green para ver si podía sonsacarle algo más.
El chico debía de llevar una temporada al borde de un ataque de ira y mi llamada
fue el empujoncito definitivo. Cuando acabó de gritarme por el auricular dije:
—Sé lo duro que es, pero tengo que preguntártelo. ¿Tienes algo más que...?
—¿Algo más? ¡¿Con toda la mierda que me habéis sacado y aún queréis más?! —
me espetó furioso antes de colgar.
Me acerqué con el coche al distrito de Crenshaw para hacerle otra visita a Beatriz
Chenoweth, la madre de Laura la Grande, dispuesto a servir nuevamente de
receptáculo para la cólera ajena. Si hay alguien capacitado para ello, ése soy yo.
La señora Chenoweth me recibió con amabilidad, me invitó a una taza de té con
barquillos de chocolate y esperó pacientemente hasta que me decidí a abordar el
tema con todo el tacto del que fui capaz.
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—Lo mismo podría decirse en éste. Puestos a elucubrar, qué te parece esta teoría:
Huck trabaja para los Vander durante tres años y se encapricha con Nadine, pero
para tener el camino libre primero debe desembarazarse de su maridito y del crío.
—¿Y cómo se las arregla para que regresen de un viaje desde Asia?
—Les explicaría algún cuento, qué sé yo. Para esta clase de gente lo esencial es el
control, ¿verdad? Pues ¿qué mejor subidón que mover a una familia entera de aquí
para allá por el planeta, como si fueran piezas de ajedrez? Cuando empezamos a
fisgonear y a preguntarle por Selena pensó que era sólo cuestión de tiempo que le
atrapásemos y puso pies en polvorosa.
Sopesé la teoría un momento.
—Pudo mandarlos de vuelta inventándose alguna emergencia familiar. Habría
bastado con decirles que Simone se había hecho daño o estaba enferma. Simon y
Nadine confiaban en Huck, no tenían por qué verificarlo. Hasta aquí todo cuadra,
pero ¿qué pinta Duboff?
—Lo sabremos en cuanto trinquemos a Huck. Admitámoslo, Alex, si nos dejamos
de tonterías no se trata de ningún enigma policíaco. Hemos tenido al principal
sospechoso en nuestras narices desde el vamos... Sus razones tendría para sudar de
aquella manera.
Al cabo de diez pasos agregó:
—Sólo Dios sabe qué hizo Huck mientras vivió en la clandestinidad, antes de que
los Vander le ofrecieran trabajo. Favor que por cierto les ha devuelto de un modo
muy coherente, metafísicamente hablando.
—Cría cuervos.
—Los refranes habría que actualizarlos —repuso—. Cría cuervos y te atarán, te
humillarán, te cortarán en pedazos y te tirarán al contenedor.
—Demasiado largo para una pegatina.
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—Sólo me ha dicho que le echa de menos, que ha sido horrible y que espera que el
culpable se lleve su merecido... Oiga, no lleva lentillas, ¿verdad?
—No.
—Ya me parecía. El azul grisáceo de sus ojos es natural; en las lentes suelen
pasarse de azul... A Alma le gusta la comida mexicana. Hay un restaurante en el
centro comercial, a tres manzanas de aquí en dirección oeste.
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—No veo por qué ha de guardar relación con nada —agregó—. Puede que se
encontrara con uno de esos asesinos en serie tarados y lo matara así, por la cara. A
menos que el cabrón que le tendió la trampa quisiera ocultar algo de los asesinatos.
—De hecho, le atrajo con la promesa de ayudarle a resolverlos.
La mano del pecho se movió un centímetro y atisbé un destello dorado que se
apresuró cubrir de nuevo con los dedos.
—Es verdad.
—¿No podría haber sido alguien que conociera a Sil lo bastante bien como para
saber cómo tentarle?
—¿Alguien que le conociera bien? ¿Por ejemplo?
—Qué sé yo, un amigo o incluso un conocido que estuviera al tanto de su
devoción por la marisma.
—Yo era su única amiga —repuso—. Y su círculo de conocidos.
—No tenía mucha vida social.
—Porque no quería. La gente puede ser un engorro.
—¿Y qué me dice de alguien que le conociera indirectamente... por su trabajo?
—Es una posibilidad, pero nunca me habló de nadie en particular.
—No hemos podido encontrar la lista de socios de Salvemos la Marisma.
—Porque en realidad no es ninguna asociación. Cuando Sil salvó la marisma de
las garras de esos canallas multimillonarios se creó una junta directiva, pero no era
más que un puñado de ricachones que quería un bálsamo de altruismo. No hubo ni
una sola reunión. A efectos prácticos, la protectora era Sil.
—¿Y quién pagaba las facturas?
—Esos cabrones podridos de dinero. Le advertí a Sil que era un riesgo, que si
empezaba a depender de ellos no tardarían en hacerse con el control absoluto de la
situación, como los camellos, pero él estaba dispuesto a soplarles tantos dólares como
pudiera. De las consecuencias ya se preocuparía más tarde, me dijo.
Le tembló el labio inferior y alzó la mano un segundo antes de devolverla al
pecho, lo justo para desvelar una perla enorme engarzada en un colgante plateado.
Cogió un taco, lo mordisqueó y lo devolvió al plato.
—Y ahora, si no le importa, me gustaría acabar de comer tranquila.
—Tenga una poco de paciencia, por favor. ¿Qué tipo de contrato tenía?
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—De tanto en tanto la gente le mandaba cheques, claro, pero Sil decía que no
daban ni para pipas. Sin la camarilla de ricachones no habría salido a flote. Y ahora,
¿me dejará acabar mi almuerzo en paz? No tengo ningunas ganas de pensar más en
ello, la verdad.
Le di las gracias y me encaminé hacia la puerta.
—A usted el medio ambiente le trae sin cuidado, pero al menos es leal —
sentenció.
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XXVIII
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—Buenas tardes, doctor. Soy Louise, de la consulta. Le ha llamado una tal doctora
Rothman.
—¿Nathalie Rothman?
—El nombre de pila no me lo ha dado, pero me ha pedido que la llamara cuanto
antes. Quiere hablarle de un tal Travis.
Otro centro comercial. Tal vez un día la inflación inmobiliaria los haga inviables.
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las secuelas de alguna afección neurológica, puede que una vieja lesión cerebral
cicatrizada o un infarto menor.
—La boca torcida.
—¡Exacto! —exclamó y alzó dos dedos en señal de victoria—. Sabía que era él. El
pobre andaba tambaleándose y la enfermera de guardia se asustó porque pensó que
estaba borracho y en cualquier momento podía dejar caer el bebé, que además
lloraba sin parar. Si a eso le añades la sangría, era un verdadero cuadro. En las
noticias dicen que posiblemente esté involucrado en los hechos. ¿Qué significa eso?
—Significa que la policía se va por las ramas.
—¿Por qué?
—Es un poco complicado.
Me miró de hito en hito.
—Ya. Pero entre tú y yo, ¿sospechan de él?
Asentí con la cabeza.
—¡Vaya por Dios! —exclamó—. Pues te aseguro que en ningún momento me dio
malas vibraciones. Era un hombrecillo nervioso, tímido, yo diría que estaba más
asustado que el bebé. Nos contó que lo había encontrado en la acera mientras daba
un paseo, que oyó el vagido y pensó que se trataba de un animal herido. Cuando vio
que era un bebé, lo cogió en brazos y nos lo trajo. Era una noche helada y el tipo fue
caminando de Silverlake a Hollywood Este, que serán tres kilómetros largos. Se
había quitado la chaqueta para abrigar al bebé y no llevaba encima más que una
camiseta y unos pantalones baratos a cuadros... ¡Las tonterías de las que se acuerda
una! Seguramente serían de segunda mano porque los llevaba atados a la cintura con
un cordel. Le castañeteaban los dientes, Alex.
—¿Y cómo es que no llamó a la policía?
—Ni idea. Quizá pensó que llegaría antes a pie.
O que con sus antecedentes se convertiría automáticamente en sospechoso.
—¿Que si nos asustó al principio? —continuó retóricamente—, por supuesto que
sí. Estaba bañado en sangre, parecía salido de una de esas pelis que les gustan a mis
hijos. No queríamos enfrentarnos con él, pero tratamos de que se quedara hasta que
llegara la policía. En cuanto vio que el bebé estaba bien, se escurrió entre los
vigilantes y se largó. Te acordarás de nuestros infalibles guardias de seguridad.
—Viejos, enclenques, perezosos y miopes.
—Eso en sus mejores días. El caso es que la policía tardó un buen rato en llegar y
el bebé absorbió toda nuestra atención. Lo que no dejaba de entrañar sus riesgos,
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ahora que lo pienso. Vete tú a saber qué habría ocurrido si Huck hubiera sido un
asesino en serie.
—¿Cómo sabes que no lo era?
—Porque el caso se cerró inmediatamente. Se dice así en la jerga policial, ¿verdad?
Cerrar un caso, no resolverlo.
—Veo que has hecho los deberes.
—A Charlie le gustan las series policíacas.
—¿Y dices que cenaron el caso inmediatamente?
—La policía se acercó a la calle dónde Huck había encontrado al bebé, vio un
rastro de sangre, lo siguió y descubrió entre los matorrales un cadáver que resultó ser
el de la madre de la criatura, una chica de diecisiete años llamada Brandi Loring.
Vivía a pocas calles de allí. Su madre y su padrastro eran alcohólicos y tenía toda
clase de hermanastros. La recién nacida se llamaba Brandeen, que será el diminutivo
de Brandi, digo yo. Los familiares de la chica sabían quién era el asesino: su ex novio,
un chico un año mayor que ella. Al parecer, Brandi había roto con él antes de que
naciera la niña y llevaba tiempo acosándola. En cuanto la policía se presentó en su
casa el tipo se vino abajo y confesó que la había matado a palos. Tenía una mano rota
y los nudillos en carne viva para demostrarlo. Más tarde encontraron restos de su
sangre en la cara, el cuello y el pecho de Brandi. Cuando la poli le pregunto por qué
había dejado al bebé en medio de la acera, se hizo el longuis: ¡Ay, el bebé, menudo
olvido...!
—¿Cómo te enteraste?
—Me lo contó el poli que se encargó del papeleo. Eso fue lo que dijo: «Yo sólo me
encargo del papeleo, doctora. De Sherlock Holmes no tengo ni un pelo».
—¿Recuerdas cómo se llamaba?
—Leibowitz —repuso—. Un poli de homicidios judío, quién lo iba a decir.
Antes de despedirnos le pregunté cómo le iba a su hijo en el Instituto Windward.
—Es un lugar la mar de curioso —repuso.
—¿En qué sentido?
—Podría decirse que son dos institutos... sociológicamente hablando, ya me
entiendes. A uno van los niños ricos y al otro los niños fornidísimos con pocas luces.
—Ya veo cuál es el común denominador.
—Con una matrícula de cuarenta mil al año, ¡qué esperabas!
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XXIX
El cuerpo de Brandi Loring fue hallado en Apache Street, una calle en cuesta al
oeste de Silverlake, a cuatro manzanas de Sunset Boulevard.
La vecindad se componía en su mayor parte de precarias casas de madera.
Muchas de ellas eran poco más que chabolas y las más grandes estaban divididas en
pisos de alquiler. El lugar donde Travis Huck encontró a la pequeña Brandeen era un
pedazo de acera abombado, a punto de ceder ante el empuje imparable de las raíces
de un baniano gigantesco.
Después de una hora y media recorriendo la calle de arriba abajo y llamando a
todas las puertas lo único que habíamos conseguido era una sucesión intermitente de
miradas socarronas y murmullos de disculpa, la mayoría en español. Fue entonces
cuando encontramos a Maribella Olmos, una viejecita arrugada de ojos luminosos
que recordaba el incidente.
—Aquel bebé, sí. Para hacer eso hay que ser un hombre de bien —dijo—. Y
valiente.
—¿Lo conocía usted? —preguntó Milo.
—¡Ojalá! Qué valiente.
—¿Por salvar a un recién nacido?
—Y llevarlo al hospital —repuso—. Con todas esas bandas callejeando por ahí con
sus pistolas. El barrio ha mejorado últimamente, pero fue en aquella época... ¡Huy!
—¿Había bandas callejeando a las tres de la madrugada?
—A todas horas. A veces oía disparos después de acostarme. Ahora el barrio está
mejor, mucho mejor. Lo están haciendo muy bien.
Le agarró la mano a Milo y la apretó contra sus labios arrugados. Fue una de las
pocas veces en que vi a alguien cogerle con la guardia baja.
—Gracias, señora —masculló, azorado.
Maribella Olmos le soltó la mano y le guiñó un ojo.
—Le daría otro en los labios, pero no quiero poner celosa a su mujer.
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Jonathan Kellerman Bones
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en el boletín del club, que incluía una breve biografía de los cuatro mejores jugadores
de categoría amateur.
Dos dentistas, un contable y «el agente Leibowitz, nuestro brazo atontado de la
ley, que se cansó de capturar delincuentes y hoy prefiere capturar trofeos».
Llame al club Tres Olivos y me presenté con mi nombre y profesión reales, pero
dije que llamaba en nombre del Western Pediatric y necesitaba la nueva dirección
postal del señor Leibowitz:
—Correos nos ha devuelto el trofeo que ganó hace poco en el torneo de nueve
hoyos del hospital y querríamos enviárselo de nuevo.
En el peor de los casos, la secretaria del club sería lo bastante cauta para llamar al
hospital y comprobar que yo estaba en plantilla pero que no existía tal trofeo.
No se tomó la molestia:
—¿Tiene algo para apuntar, doctor?
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Jonathan Kellerman Bones
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Jonathan Kellerman Bones
Por la ventana de la cocina, entre las copas de los pinos, se veía un retazo oblicuo y
verdísimo del campo de golf. En lo alto de una cuesta ondulada, una figura de blanco
estudiaba el green.
—Bonitas vistas, ¿eh? —dijo Leibowitz—. Soy como el pobre desgraciado aquel de
la mitología... Tántalo. Todos los placeres del mundo en mis narices, siempre a
trasmano.
—Rancho Park no está tan lejos.
—Juega al golf?
—No, pero el campo de Rancho lo conozco. Cuando denunciaron a O. J. Simpson
leí que comenzó a jugar en campos públicos.
—¡O. J.! —exclamó Leibowitz riéndose—. Gracias a Dios que no me crucé con él.
Trajo un par de copas bien cargadas y se sentó en un sillón reclinable. La primera
mitad del vaso la paladeó a sorbitos, el resto lo apuró de un trago.
—¡Hay que descubrirse ante los escoceses! Bueno, quería usted saber de Eddie
Huckstadter... que es como se llamaba por aquella época. Pues en lo que a mi caso
respecta, se portó como un héroe, sobre todo si se tienen en cuenta sus circunstancias.
—¿Qué circunstancias?
—Era un vagabundo. Huy, disculpe, me refiero a «un individuo sin techo que no
debe ser juzgado conforme a ideas convencionales». —Soltó una nueva carcajada y se
acercó al mueble bar para servirse un dedo más de whisky—. La verdad, doctor, es
que yo no juzgo a nadie. Ya no. En cuanto uno deja el trabajo empieza a verlo todo de
otro color. Y lo mismo sucede con Sturgis. Cuando me uní al cuerpo no habría
trabajado con alguien así por nada del mundo. Ahora, ya no lo sé. Si el tipo tiene
agallas, su vida privada me trae sin cuidado. Me escrutó un momento—: Si le he
escandalizado, no era mi intención.
—Descuide —repuse—. Por lo que me han dicho, Huckstadter se largó del
hospital. ¿Cómo lo encontró?
—Usando mi formidable olfato policial. —Volvió a soltar el trapo—. No
exactamente. La gente del hospital me dio su descripción y un par de polis que
habían patrullado por el barrio le reconocieron en el acto. Eddie era un vagabundo
habitual. Lo trincamos al día siguiente.
—¿Por dónde se movía? ¿Por Hollywood?
—Solía mendigar a la salida del Teatro Chino o un poco más arriba, cerca de la
sala Pantages. Dondequiera que hubiese turistas a los que sacarles unas perras,
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supongo. Llevaba el pelo largo, la nariz perforada y la pinta rarita acostumbrada. Asi
eran por aquella época. Ya no eran hippies, eran raritos.
—¿Como lo reconocieron? ¿Lo habían arrestado antes?
—Lo tenían visto porque era un vagabundo. Y no uno cualquiera: era cojo y tenía
la boca contrahecha. —Arrugó los labios en una mueca que le combó el bigote—. Me
lo trajeron, lo interrogué y me contó la misma historia que les había contado a las
enfermeras del hospital, aunque para entonces era completamente irrelevante porque
el caso estaba cerrado. El asesino firmó una confesión de culpabilidad en el acto... Un
hijo de la gran puta llamado Gibson DePaul. Gibbie —agregó, pronunciando el
apodo con desdén, y dio otro sorbo a su copa—. Pero se habían tomado la molestia
de cumplir y traérmelo a la comisaría y no quería que pensaran que habían perdido
el tiempo. Yo también calenté asiento en un coche patrulla. Pasé diez años en Van
Nuys y cuatro en West Valley antes de decidirme a usar esto en lugar de esto. —dijo,
dándose una palmadita en la frente y otra en el bíceps—. Cuando mi mujer vivía,
teníamos una casa en West Valley... —Empinó su bronceado codo para dar cuenta de
su segundo whisky—, ¡Dios, qué bueno está esto! Lo envejecen en barricas de jerez.
¿No le gusta?
Di un trago, lo saboreé y sentí el ardor bajar por la garganta.
—Me encanta.
—Así que a Huckstadter le ha dado por hacer el salvaje... Cuando Sturgis me lo
dijo casi me caigo de culo, no me había enterado de nada.
—¿No lo vio en el telediario?
—Ya no pierdo el tiempo viendo esa basura. La vida son cuatro días. Tengo una
tele gigante en el dormitorio, pero sólo pongo los deportes.
—Entonces, ¿Huckstadter no le pareció una persona violenta?
—No, pero tampoco es que le psicoanalizara.
—De todas formas, le sorprende.
—Todo me sorprende —repuso Leibowitz—, Las sorpresas te mantienen joven...
El secreto es la flexibilidad, ya le digo.
—¿Cómo era Eddie por aquel entonces?
—Era un caso perdido como cualquier otro, doctor. En Hollywood los hay a
manos llenas. Ya sabe... todo ese glamour que pudo ser.
—Como adulto no tiene antecedentes.
—¿Cometió algún delito cuando era menor?
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—No lo sé, pero es posible que pese a su parco salario hubiera ahorrado algo de
dinero del que Alma se ha apoderado.
Le hablé de la perla que Reynolds había tratado de ocultarme, la perla que había
comprado poco después de su muerte y que conmigo había intentado hacer pasar
por un regalo de Duboff.
—Quizá le haya dado por derrochar y le dé vergüenza admitirlo, con ese rollo
ascético de vegana abnegada que lleva.
—De vegana nada: come pescado. Y no me extrañaría que hasta le diera al ñlete.
—¿Una hipócrita?
—Tiene algo que ocultar, de eso no cabe duda. En cuanto me vio intentó disimular
la perla, pero luego cambió de estrategia y se puso a alardear de ella, como si me
incitara a darle más importancia de la que tenía. Lo que está claro es que no quería
que la viera y eso la turbó. En lugar de volver al trabajo se fue a su casa.
—Igual le sentó mal la comida... En fin, puede que hayas descubierto un
chanchullo pecuniario, pero no tiene por qué guardar relación con los asesinatos. Y si
es verdad que Duboff tenía dinero bajo el colchón, no sería el de su casa porque la
registré yo mismo. Antes o después tendré que dedicarle un momento a nuestra
querida Alma, pero ahora mismo tengo demasiado que hacer. Encontrar al señor
Huck, entre otras cosas. Puede que el truco del aeropuerto esté muy manido, pero
funciona. Ni rastro del tipo.
—A lo mejor nos envía una postal.
—Sería un detalle encantador. ¡El tío Milo se siente muy sooooolo...!
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XXX
Petra y Milo tenían razón: una buena obra aislada no significaba nada. Los
psicópatas son magníficos actores y la fachada de altruismo les viene perfecta para
cometer las crueldades que anhelan.
La admiración general alimenta su sed de control y de atención. El viejo tango del
«mírame». Los crímenes de la marisma apestaban a exhibicionismo: la elección de un
terreno protegido para deshacerse de los cadáveres, la llamada de aviso, la
conservación de los huesos en una cajita de anticuario...
¿Por qué habría colocado a las mujeres mirando hacia el este?
No habíamos pensado mucho en ello desde el primer día.
La única explicación que se me ocurría era que tuviera alguna suerte de
significado geográfico: Nadine Vander era una norteamericana de origen chino y la
habían visto por última vez en Taiwán, antes de coger un vuelo a San Francisco.
Simon había volado desde Hong Kong.
¿Giraría todo en torno a la familia o los Vander eran sólo la guinda de una orgía
de sangre?
Aplasta a los ricos y los poderosos y heredarás sus almas... Si era ése el móvil, ¿por
qué no exhibir sus cadáveres? Hasta ahora, el único que había dejado a la vista era el
de Selena, una joven de apariencia tímida que había tocado en auténticas orgías antes
de aficionarse al sadomasoquismo.
Por muchas vueltas que le diera, los asesinatos siempre acababan por parecerme la
obra de un psicópata sexual desbocado. La relación con los Vander podía residir en
otra joven.
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Estudié las brillantes esferas una a una. Las había blancas, negras, grises, verdosas,
azuladas y doradas. En el escaparate, como era de esperar, no se indicaban los
precios.
A la segunda ojeada distinguí en un estuche del centro un colgante que parecía el
hermano gemelo del capricho vergonzante de Alma Reynolds.
La dependienta era una cuarentona rubia de cara zorruna y lucía un vestido negro
de licra con adornos de encaje que atestiguaba las largas horas de tortura que había
pasado en el gimnasio. Me dejó mirar un rato antes de deslizarse a mi lado y
señalarme la perla.
—Bonita, ¿verdad?
—Y gigantesca.
—Si quiere tamaño y calidad, no hay nada como una perla de los Mares del Sur.
Esta es una esférica de diecisiete milímetros. Pueden llegar a medir veinte, pero no
hay muchas de diecisiete con tanto brillo y semejante nácar... El nácar es la capa
exterior y el de ésta tiene un grosor uniforme de un milímetro. La forma y la
suavidad son excelentes. Es la última que nos queda.
—¿Tenían muchas?
—Sólo dos. Nos las trajeron de Australia. La otra se vendió hace unos días y,
créame, ésta también nos la quitarán de las manos. Las perlas de esta calidad vuelan.
—Debió de alegrarse la afortunada —comenté—. ¿Fue un regalo de cumpleaños o
de reconciliación?
—¿Y usted? —preguntó con una sonrisa—. ¿Qué clase de regalo busca?
—De aniversario. Pero deme tiempo suficiente y lo convierto en uno de disculpa.
Soltó una risita.
—Le creo. Si quiere que le diga la verdad, la otra no fue un regalo. La mujer que la
compró me dijo que su madre siempre había llevado collares de perlas y le apetecía
darse un capricho.
—¡Pues menudo capricho! ¿Puedo verla de cerca?
—Por supuesto. —Mientras abría la cerradura para sacarla del escaparate me dio
un breve cursillo de cultura y tasación de perlas—. ¿Qué tonalidad de piel tiene su
mujer? Porque es para su mujer, ¿verdad?
—Sí. —No era cuestión de ponerse quisquilloso—. Tiene sangre española e
italiana. Su tez tiene un toque rosado pero es más bien olivácea.
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—Está claro que la adora. Un hombre no describe tan bien a una mujer a menos
que la quiera con locura. Si tiene la piel olivácea la perla le sentará de maravilla. Los
tonos rosados se valoran aún más que los tonos crema. Tuvimos una perla rosada de
dieciséis milímetros hace meses, pero salió por esa puerta el mismo día que llegó. De
todos modos, a las mujeres morenas les van mejor los tonos crema. Le va a encantar.
—¿Cuánto cuesta?
Le dio la vuelta a una etiqueta minúscula y apuntó el código.
—Está de suerte, la compramos a muy bien precio —repuso tras un instante—. Le
sale por seis mil cuatrocientos con la cadena incluida, que es de dieciocho quilates y
está hecha a mano en Italia, con estas preciosas incrustaciones de diamante
espaciadas a la perfección. Le recomiendo que la deje engarzada en la cadena porque
le va de maravilla, eso se lo garantizo.
—¿Se puede comprar sin cadena? —pregunté—. ¿Y qué hace la gente con una
perla suelta?
—Eso digo yo, pero los hay que tienen ideas de bombero. La señora que compró la
otra perla me dijo que tenía su propia cadena. Yo pensaba que se referiría a alguna
cadena antigua heredada de su madre, pero la mujer va y nos saca una baratija
chapada en plata, pura quincalla. —Sacó la lengua con desagrado—. Por ahorrarse
un par de dólares... A mí me duelen los ojos de ver una perla como ésta engarzada en
semejante cadenucha, pero hay gente para todo.
—Digamos que tenía un gusto particular.
—No era la clase de mujer que aprecia una mercancía de esta calidad —zanjó,
acariciando la cadena—. Bueno, ¿qué me dice? ¿Va a llevar a su mujer al éxtasis de la
felicidad antes de empezar a hacer travesuras?
—¿No podría ajustarme un poco el precio?
—Hummm... Le puedo hacer un diez por ciento de descuento, porque es usted.
—Si me hace un veinte, cerramos el trato.
—Lo siento, pero no puedo rebajársela más de un quince. Si se para a pensar lo
que cuesta un buen diamante, es una verdadera ganga.
—Es que yo de perlas no sé mucho...
—Yo sí y, créame, ésta lo vale. Si me apura mucho, puedo llegar al diecisiete por
ciento. Y ya puede dar gracias de que le haya atendido yo y no mi marido. A ese
precio apenas tenemos margen y cuando Leonard se entere de la rebaja que le he
hecho va a echar chispas. —Me acarició la muñeca con las suaves yemas de sus
dedos—. Y un regalo de disculpa para Leonard no es cualquier cosa.
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Después de una larga cena en el Bel-Air regada con buen vino hicimos el amor y
me quedé frito, lo bastante para tener una noche decente de sueño del que me
despertó el recuerdo de la perla sobre el pecho de Robin. El collar yacía desplegado
sobre el tocador del dormitorio y cuando salí a echar un vistazo por la ventana de la
cocina vi que Robin había encendido la luz del estudio.
Volví a llamar a Milo por enésima vez y le localicé en el móvil. Le pregunté si
había hablado con Alma Reynolds, pero en lugar de responder a la pregunta me dijo:
—Acaban ele llamarme los colegas de la científica. El cuarto de Travis Huck en la
mansión está limpio, pero han encontrado sangre en el desagüe del lavabo. Grupo
sanguíneo AB. No sabemos cuál es el de Huck, con lo que en principio podría ser
suya, pero ya sabes lo raro que es el grupo AB y sería mullía casualidad que lo
tuvieran dos personas que viven bajo el misino techo.
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—¿Quién es la otra?
—Simon Vander. El médico llamó a Simone y ella se lo confirmó. Por lo visto,
siempre llaman a «papá» para que done sangre. Reed también ha hablado con
Simone, que se ha prestado a darnos una muestra de ADN para ver si podemos
establecer alguna relación. La chica está atacada, al borde del síncope. No me
sorprendería que se presentara Aaron Fox en cualquier momento para ofrecer su
ayuda a unos servidores, pobres palurdos de la policía. Entretanto me ha llamado Su
Santidad. Parece que con la sangre del desagüe basta para ascender a Huck al rango
de sospechoso oficial y dar una conferencia de prensa en pleno para informar sobre
la búsqueda.
—¿Sólo había sangre en el desagüe? ¿En el del lavabo o en el de la ducha?
—En el del lavabo. Lo cual tiene sentido, dado lo poco que hemos encontrado. Si
Huck hubiera visto alguna mancha en su ropa, la habría lavado. Si incluso se tomó la
molestia de frotar el lavamanos para limpiar cualquier resto. De hecho, el grado de
limpieza de su habitación es más sospechoso que un cuarto reluciente de luminol. Lo
ha limpiado a conciencia el muy hijoputa, pero lo que no se esperaba es que
revisaríamos las tuberías.
—¿Es una práctica habitual?
—Lo es cuando yo lo ordeno. Yo creo que se los cameló de algún modo para que
volaran a San Francisco, les fue a recoger al aeropuerto, se los cargó en alguna parte
del norte o el centro de California, los enterró y volvió a Los Ángeles para conservar
la fachada de empleado leal.
—Hay mucho bosque por la costa.
—¡Ya te digo!
—Si sentía alguna clase de atracción sexual por Nadine, es lógico que haya
enterrado los cuerpos cara al Este —dije—. Mirando a Oriente.
Noté que se le aceleraba la respiración.
—¿Qué te pasa?
—Es la sensación de siempre, Alex... Todo empieza a cuadrar. Mira, yo tengo que
mantenerme a la escucha por si Zeus se decide a llamar desde el Olimpo. Si quieres
echarme una mano, trata de pensar dónde puede haberse agazapado ese cabrón.
La foto de Travis Huck apareció bajo la etiqueta de principal sospechoso en los
periódicos y en el telediario de las seis.
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Una nueva ola de llamadas de personas que creían haberle visto mantuvo
atareados a Milo, Moe Reed y otros dos polis de refuerzo durante las siguientes
cuarenta y ocho horas.
En vano.
Por mi parte, elaboré varias hipótesis sobre el posible escondrijo de Huck, consulté
varios mapas y no llegué a ninguna conclusión palpable.
Después de pasarse dos días extasiada en la contemplación de la perla, Robin la
guardó en la caja fuerte.
Por la tarde volví a pasarme por el apartamento de Alma Reynolds, vi su coche
aparcado afuera y llamé a su puerta.
—¿Quién es?
—Alex Delaware.
—¡Váyase! —exclamó—. ¡Deje ya de acosarme!
—Seis mil pavos por una sola perla —dije—, su madre estaría orgullosa...
El grito que oí al otro lado de la puerta podía ser de rabia o de miedo. El silencio
que siguió era señal de que había mordido el anzuelo.
Me pasé casi una hora sentado en el coche al otro lado de la calle, y ya estaba a
punto de darme por vencido cuando Reynolds salió de su casa apresuradamente y se
metió en el Escarabajo amarillo.
La seguí hasta la filial de Washington Mutual de Santa Mónica Boulevard, donde
pasó tres cuartos de hora. Al salir del banco se acercó a la consulta de oftalmología
pero, tras una breve pausa, pasó de largo y se dirigió hacia Pico para aparcar junto a
un asador coreano de Centinela Avenue.
El restaurante tenía un escaparate enorme y me fue muy fácil tenerla controlada
hasta que le trajeron la comida.
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—Ya me parece bien que guarde la perla en una caja de seguridad, pero eso no
significa que pueda quedársela.
—No sé de qué me habla.
—Su madre le alabaría el gusto en cuestión de alhajas, aunque no sé si aprobaría la
fuente de financiación.
—¿Por qué no se va a la mierda?
—Si ha tenido que soportar a Duboff todos estos años y se considera su legítima
heredera, yo no seré quien se lo discuta. El problema es la forma en que ese dinero
llegó a manos de Duboff. Puede que no guarde relación con los asesinatos, pero en
Hacienda estarán muy interesados.
Alzó una costilla entre los dedos y por un momento pensé que iba a usarla como
arma arrojadiza.
—¿Por qué me hace esto? —dijo en tono quejumbroso.
—No se trata de usted, sino de otras cuatro mujeres —repuse, acariciando la
costilla—. O más bien de sus huesos.
Reynolds se puso pálida. De pronto se levantó y se fue corriendo al lavabo.
Pasaron cinco minutos, diez, quince.
Me acerqué al fondo del local y encontré ambos baños vacíos y una puerta trasera
abierta que daba a un callejón atestado de basura. Cuando volví al comedor del
restaurante, el Escarabajo ya no estaba.
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XXXI
Aparqué a tres manzanas del edificio de Alma Reynolds, caminé hasta la esquina
de su casa y me quedé al acecho detrás de un ceibo viejo y polvoriento. Me sentía un
poco ridículo en mi papel de detective de serie negra, pero en mi cabeza se
arremolinaban las ideas.
Al cabo de cuarenta minutos Reynolds aún no había regresado y comencé a
pensar que la había amedrentado en exceso. Estaba seguro de que se había costeado
la perla con el dinero que Duboff había cobrado en negro, pero un sobre que cambia
de manos en un aparcamiento tanto podía contener un soborno como una donación.
Y, en cualquier caso, nada indicaba que tuviera relación con el asesinato de
Duboff.
Volví a subir al Seville y no había conducido ni una manzana cuando me llamó
Milo.
—Huck ya se ha buscado un abogado.
—¿Lo habéis atrapado?
—No exactamente.
El bufete de Debora Wallenburg ocupaba los dos últimos pisos de un edificio
cuadrado de Wilshire a cinco manzanas del océano, en la puerta se apelotonaban los
nombres en letras doradas y el suyo era el segundo empezando por arriba.
Wallenburg Irisaría la cincuentena y tenía los ojos verdes, las mejillas coloradas y
un cuerpo robusto que había logrado embutir en un vestido gris de cachemira.
Llevaba anillos de platino y pendientes de diamante que destellaban en todas
direcciones, y un collar de tres vueltas de perlas de tonalidad plata rosada y
diámetros gradualmente ascendentes que, en mi flamante condición de aficionado,
situé entre los diez y los quince milímetros.
Era una mujer bien parecida y lo bastante segura de sí misma como para elegir un
traje del mismo color que su cabello, peinado con una estricta raya en medio. Había
declinado la invitación de Milo a la comisaría aduciendo que prefería hablar en su
despacho.
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—¿De veras creen que van a sonsacarme información a base de insultos? ¿Por qué
no me dan alguna prueba ustedes? Adelante, convénzanme de que es culpable, soy
toda oídos. La única pista que tienen es una relación absolutamente casual con una
de las víctimas.
—Eso es lo que él le ha dicho —repuso Milo.
—¡Me lo temía! No tienen una sola prueba...—dijo Wallenburg—. ¿Por qué será
que no me sorprende en absoluto?
—¿Qué insinúa? —dijo Reed—. ¿Que escogimos su nombre al azar en el listín
telefónico?
—Insinúo que ahora mismo en su investigación se agarrarían a un clavo ardiendo.
—Si le dijera que tenemos pruebas tangibles, ¿cambiaría de parecer? —terció Milo.
—Depende de las pruebas y de la meticulosidad con que las hayan encontrado.
Ahora fue Reed quien se echó a reír.
—¡Ya estamos! Igual que con O. J. Simpson...
—Piensen lo que quieran, caballeros —repuso Wallenburg—. Pueden proponerme
el papel que más les guste en esta farsa, pero no lo aceptaré.
—¿A qué farsa se refiere? —dijo Milo.
—A la condena injusta de un inocente. Por segunda vez. Tendría que haber leído
mi apelación. En aquel centro de menores le cascaron tan fuerte que salió con
lesiones nerviosas permanentes. ¿Y sabe por qué lo encerraron? Porque le paró los
pies al matón de la clase. Por oponerse a la riqueza y el poder.
—¿Cómo es que aún no nos ha presentado esa demanda? —inquirí.
Wallenburg parpadeó.
—Travis no quería. No es una persona vengativa.
—Mire, le concedo que la primera vez fue una vergüenza y usted fue la heroína de
la historia —dijo Milo—. Pero aquel caso y el que nos ocupa no guardan ninguna
relación.
—¿La heroína, dice? Aparque su condescendencia, teniente. Sólo hice lo que
habría hecho cualquier abogado defensor que se precie.
—Igual que ahora.
—A ustedes no les debo ninguna explicación.
—La vida que llevó Travis desde que lo pusieron en libertad hasta que comenzó a
trabajar para los Vander es una incógnita. Cuando lo liberaron, usted quiso ayudarle
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—Es evidente que Huck ha contactado con ella. Seguro que sabe dónde se aloja.
—¡Siempre me toca el mismo papel! —se quejó Nguyen.
—¿Qué papel?
—El del señor Jarro de Agua Fría. No podéis hacer absolutamente nada. Milo,
tienes experiencia de sobra para saberlo.
Nos encontrábamos en el Pacific Dining Ciar de la calle 6, al oeste del centro, y
Nguyen se estaba zampando un buen plato de mar y montaña. Reed y yo nos
conformábamos con un refresco y Milo había pedido algo de comer pero no tenía
hambre, lo que equivalía a decir que se avecinaba el fin del mundo.
—¡Por Dios, John! ¿Te das cuenta de la resonancia que puede tener el caso?
—He leído el memorándum —repuso Nguyen—. Y he oído decir que los jefes
querían frenar la investigación.
—Pues ahora les ha dado por acelerarla. Wallenburg se hacía la sueca
deliberadamente y, cuando se lo dije, no lo rebatió.
—Es justo lo que yo haría en su lugar.
—John, ahí afuera hay un psicópata sexual en huelga de celo y podría ayudarnos a
encontrarlo.
—Podría ser.
—Fue ella quien lo sacó del trullo hace años. Por fuerza tuvo que llamarla cuando
se dio a la fuga. Aunque no sepa exactamente dónde para, es probable que tenga
vina idea aproximada.
—Demuéstrame que lo encubre y veré si puedo echaros una mano.
—Si la seguimos, podríamos...
—Cómo lo hagas es asunto tuyo —le cortó—. Pero eso sí: nada de chapuzas.
Debora va a estar preparada y a la que te pases de la raya os va a endiñar un pleito
del copón.
—Vamos, que los abogados tenéis privilegios especiales —masculló Reed.
—Por algo nos metimos a derecho. —Nguyen ensartó con el tenedor un buen
pedazo de filete, lo pensó mejor y lo cortó por la mitad—. ¿Para qué vais a seguirla?
¿Por si coge el Ferrari y se va a verle a su guarida?
—¿Tiene un Ferrari?
—Y un Maybach, el mejor Mercedes de la gama —repuso Nguyen—. Una baratija
que valdrá... cuatrocientos de los grandes, sin contar los impuestos por alto consumo
de gasolina.
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XXXII
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—Salvar a Huck fue muy importante para ella y la mera posibilidad de que se
haya convertido en un asesino despiadado la asusta. Sólo si encontráis alguna prueba
de peso que apele a su raciocinio podréis minar su resistencia.
—Eso es lo que intentaste en su despacho: hacerle entender que no es culpa suya si
Huck no es el chiquillo inocente de otro tiempo.
—¡Pero si tenemos sangre en el desagüe! —dijo Reed.
—Estuve a punto de decírselo, pero no quería darle información a la que agarrarse
—repuso Milo—. Lo primero que nos habría dicho es que «un grupo sanguíneo no es
una prueba de ADN».
—Aunque Huck lo confesara todo, seguiría estando de su parte. Una pobre
víctima del sistema, nos diría —renegó Reed, meneando la cabeza—. La buena
samaritana en su Ferrari.
—¿Te apetece seguirla, Moses? —le propuso Milo.
—Será un placer. Pero espero que el Maserati me lo pague el departamento,
porque si pisa el acelerador no me va a servir cualquier trasto.
—Si lo consigues por cuarenta pavos al día...
—Por ese precio me agencio un bólido. Y eso sí: nada de chapuzas.
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No había más noticias, pero al rastrear imágenes di con una loto de Brackle sacada
dos años antes, durante el Campeonato del Club de Bolos de la Asociación de
Meadowlark celebrado en la bolera de Canoga Park.
Eran doce jugadores risueños y Brackle estaba en el centro de la primera fila. Y es
que el tamaño a veces importa. Las mujeres que lo flanqueaban eran poca cosa, pero
aun comparado con ellas Brackle parecía muy menudo. Era un hombre flaco y
enjuto, con el pelo negro peinado hacia atrás y unas patillas que le llegaban hasta la
base de la mandíbula.
La Asociación de Meadowlark resultó ser la comunidad de propietarios de una
urbanización de Sherman Oaks. Ochenta y nueve apartamentos deluxe repartidos en
una hectárea y media al norte de Ventura Boulevard, junto a la autopista 101. Los
precios oscilaban entre los varios cientos de miles de las «Suites Hacienda» de un
dormitorio y el millón escaso de los «Rancheros de tres dormitorios y dos cuartos de
baño».
En las fotos de alta definición se exhibían varios módulos blancos de tejados rojos
rodeados de helechos, palmeras, bananos y árboles del caucho. La urbanización
contaba con «elegantes senderos para pasear» y tres piscinas, dos de ellas con spas de
hidromasaje», amén de una sala de proyección y un gimnasio «con baño turco y
sauna de lujo».
En relación con el piso de alquiler de Silverlake que Brackle y su familia tenían por
hogar diez años antes, la mejora era considerable.
Busqué los nombres del resto de jugadores de bolos y comprobé que ninguna de
las mujeres era Anita Brackle. Quizá no le gustaban los bolos. O Larry había seguido
dándole a la botella y ella había terminado por abandonarlo y llevarse a la pequeña
Brandeen...
Estudié el rostro de Brackle en busca de indicios de una vida disoluta, pero lo
único que vi fue a un hombre canijo y flacucho con gafas, contento de estar entre
amigos.
Anoté la dirección de Meadowlark y le dije a Robin que iba a dar una vuelta.
—Esta vez percibo algo más que inquietud —dijo—. Esos ojitos azules brillan de
excitación.
Le conté lo que había averiguado sobre Brackle.
—Y crees que ahora van a devolverle el favor a Huck —dedujo.
—Eso es lo que voy a ver.
—Ver para creer —dijo y me dio un beso de despedida—. Ten cuidado, ¿quieres?
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—Nos tiene mucho cariño a todos. —El cigarrillo le tembló entre los dedos y le
cayó un poco de ceniza en el pecho. Se la limpió de un manotazo, tiznándose la blusa
blanca—. ¿Me hace un favor? ¿Puede leer la etiqueta y decirme las instrucciones de
lavado?
Se pasó un pulgar por el cogote para sacar la etiqueta y bajó la cabeza,
ofreciéndome una visión inmejorable de su pecho plano con el esternón amigado.
—Sólo admite lavado en seco.
—Me lo temía.
—Así que Travis les tiene mucho cariño a todos.
—¿Por qué no habría de tenérnoslo?
Al decirlo me mostró su dentadura marrón y picada. El cigarro se le escurrió entre
los dedos y fue a aterrizar sobre su pie izquierdo, esparciéndolo de brasas. Debió de
dolerle, pero se quedó mirando el pequeño cilindro ardiente, como si quisiera
evaluar los daños.
Me agaché y recogí el cigarrillo, que ella me arrebató bruscamente para encajárselo
de nuevo entre los labios.
—Siento importunarla —mascullé.
—¿Importunarme? Para nada. Déjeme echarle otro vistazo a esa placa que me ha
enseñado.
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XXXIII
Los sofás rosas de Kelly Vander eran blandos y mullidos, y su apartamento tenía
un extraño regusto a vivienda provisional.
La televisión de setenta pulgadas hacía las veces de equipo de música, sintonizada
a algún canal de cable o de satélite que repasaba los éxitos de diversos cantantes. Jack
Jones acababa de dar paso a Eydie Gorme, que le echaba la culpa a la bossa nova.
Kelly pasó un dedo por la botella de Fresca.
—¿Le apetece un refresco? Si quiere cafeína, en la nevera hay Pepsi light.
—No, gracias.
Apuró el cigarrillo hasta el filtro, lo tiró al fregadero, cogió un paquete de Winston
Light y se encendió otro.
—Ahora dicen que los productos light son malos para la salud, pero a mí me
siguen pareciendo mejores que esa tonelada de azúcar. Larry no tardará en llegar.
Dicho esto, descolgó algo de la pared y me lo mostró. Era un anuncio de prensa
enmarcado, un desplegable en color de May Company de modelos exhibiendo una
serie de vestidos y suéters sobre fondo blanco. La fecha era de hacía treinta y un
años.
—Ésta soy yo —dijo señalando a una chica rubia con un vestido a cuadros, sin
mangas y muy escotado. Aun sin arrugas, la boca de Kelly Vander tenía un toque
simiesco y la hubiera reconocido sin vacilar.
—¿Fue usted modelo?
Se sentó en la esquina del sofá y dijo:
—Ahora mido metro sesenta y tres, pero antes de que se me encogiera la columna
pasaba del metro sesenta y cinco. Aun así era demasiado baja para llegar muy lejos.
Al principio sólo me daban ropa de niña. Los pechos me crecieron tarde porque... En
fin, que en cuanto tuve un poco de pecho la agencia me pasó a la ropa juvenil, y allí
me quedé. Fue así como conocí a Simon. Él trabajaba en el ramo textil, era
representante de una fábrica de tejido sintético. Un día organizaron una exhibición
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para los clientes y montaron una pasarela en el Scottish Kite, que se llenó hasta la
bandera.
—Eso queda por Hancock Park, ¿no? Cerca del Ebell —añadí, preguntándome si
la sala donde Kelvin había dado sus recitales suscitaría alguna reacción.
—Ahí fue, sí. Puro karma —repuso Kelly Vander, sirviéndose un vaso de Fresca
—. ¿Seguro que no quiere un poco?
—Seguro. ¿Qué fue puro karma?
—Conocer a Simon. Nos pusimos todas en fila y nos asignaron los vestidos al azar.
Fue pura casualidad que a mí me tocara uno de su empresa. Era uno azul de
marinero, cruzado y con botones metálicos. Tenía la gorra de marinero y todo. —Se
pasó la mano por la cabeza y se permitió una sonrisa marrón y desigual—. Era una
porquería de poliéster que picaba como una mala cosa y me moría de ganas de
quitármelo. Luego Simon vino a hablar conmigo. Había sacado un buen pedido y me
dio las gracias. Era un poco mayor que yo y parecía un tipo sofisticado...
Exhaló el humo y los vapores de la nicotina flotaron dentro del vaso de refresco,
confiriéndole el aspecto de una poción.
—Es psicólogo, ¿no? Yo he conocido la tira de psicólogos. Algunos buenos, otros
no tanto.
—Al menos no eran todos malos.
—¿Trabaja para la policía?
—Les asesoro en algunos casos.
—Debe de ser interesante.
—A veces.
Sonrió de oreja a oreja.
—¿Cuál ha sido su caso más emocionante?
Le devolví la sonrisa por toda respuesta.
—Tampoco les culpo —agregó—. A los psicólogos que trataron de ayudarme,
digo. Yo padecía de aversión al cambio. «Desórdenes alimentarios crónicos, aversión
al cambio.» Me dijeron que si me seguía matando de hambre la palmaría de un
ataque al corazón. Me asustaron, pero no lo bastante ¿sabe? Es como si tuviera el
cerebro dividido en dos partes: la que razona y la que quiere más. Uno de los
psicólogos que me ayudó me aconsejó que desarrollara nuevos hábitos y me hizo
hacer ejercicios. Ejercicios mentales, para que se impusiera la parte racional. ¿Le
encuentra sentido?
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—Sí.
—Ya estoy mejor. —Se recorrió el cuerpo esquelético con las manos—. Aún puede
pasarme factura lo que le hice a mi cuerpo en aquella época, pero de momento toco
madera.
—No estaría tan mal de salud si tuvo una hija.
—¿Conoce a Simone? Es igualita que yo... Tendría que arreglarme los dientes. Se
nota mucho, ¿verdad? Están podridos por la bulimia, todo el mundo me dice que me
quitaría diez años de encima si me los arreglara, pero no sé si quiero.
—¿Parecer más joven?
—Exacto. Cada vez que me miro al espejo se me cae el mundo encima y me
acuerdo de lo que me hice a mí misma para llegar a este estado. ¿Usted qué cree?
Como psicólogo. ¿Necesito un recordatorio?
—No la conozco lo suficiente —dije.
—¡Bingo! Buena respuesta. —Soltó un bufido y miró hacia un reloj de pared—.
¿Dónde se habrá metido Larry...? Al final llegué a comprenderlo mejor. A la tercera
rehabilitación va la vencida.
—¿Conoció a Larry en el centro de rehabilitación?
Sacudió la cabeza.
—Ya le he dicho que no hablo en nombre de Larry. Sus cosas son sus cosas y en su
universo emocional no me meto. Y hablando del rey de Roma... —agregó
volviéndose hacia la puerta.
Agucé el oído para escuchar los pasos pero no oí nada. Al cabo de un momento la
puerta naranja giró sobre sus goznes y apareció en el umbral una figura de metro
sesenta escaso con una camisa hawaiana, balanceando en la mano una bolsa blanca
cubierta de grasa. Bajo el brazo llevaba un cartón de Winston Light.
—Te he traído unos donuts, cariño. Los crujientes de canela y nueces con caramelo
que tanto te...
Se quitó las gafas de sol.
—¿Tenemos visita?
—Tú tienes visita, tesoro —repuso la mujer—. Quiere hablar contigo.
Larry Brackle dejó caer la ceniza del cigarro en una taza de café.
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—No hay mejor ejercicio —terció Kelly—. Yo antes caminaba quince kilómetros
diarios. Ahora me planto en siete.
Brackle arrugo el entrecejo, pero se forzó a adoptar un aire jovial:
—Ni que el tío quisiera hacer aerobic... De eso nada, simplemente le gustaba
caminar.
—¿Cómo es que acabó trabajando para Simon? —pregunté.
—Eso fue al cabo de unos años —repuso Kelly—. Llevábamos una temporada sin
noticias suyas y cuando menos lo esperábamos llamó a Larry para contarle que se
había recuperado.
—Al final consiguieron sacarle del pozo —dijo Brackle.
—¿Dónde?
—No me lo dijo y tampoco se lo pregunté. Al teléfono su voz sonaba bien,
comprendí que esta vez era distinto. Le invité a tomar un café con nosotros y tenía
buena cara.
—Y la mirada limpia, despierta —abundó Kelly—. Nunca le había visto así, antes
siempre estaba deprimido. Nos dijo que andaba buscando trabajo y que estaba
dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de ganarse el pan honradamente. Yo sabía
que Simon buscaba a alguien para cuidar de su casa. Había contratado ya a un par de
tipos que le habían salido rana y quería a alguien de confianza. Cuando se lo propuse
le pareció bien, y funcionó de maravilla.
—¿Les contó qué había sido de su vida desde la última vez? —pregunté.
—No —dijo Brackle.
—¿Dónde vivía?
—No sé, me dio la impresión de que había viajado.
—¿Por dónde?
—No se lo preguntamos, no queríamos entrometernos —dijo Kelly—. Con Simon
le iba bien y estábamos encantados; fue un gran cambio para todos. Simon me dio las
gracias por habérselo recomendado. Travis es un buen hombre, no le haría daño a
nadie... Bueno, ahora sí que me está entrando el hambre.
—Y a mí, ya es hora de comer algo. Le invitaríamos a cenar, pero siempre
compramos raciones para dos.
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***
Salió de su escondite y se acercó con un maletín de vinilo verde en una mano. Era
nuevo, aún tenía la etiqueta en el asa. Se parecía al que usa Milo cuando se le
acumula el papeleo de algún caso. Llevaba una camisa a cuadros, vaqueros y bolas
de montaña. Su melena gris le ondeaba en todas direcciones y los ojos le brillaban de
ira.
—Tenga —dijo, tendiéndome el maletín con brusquedad—. Se lo queda y hemos
terminado.
La miré fijamente, sin sacar las manos de los bolsillos. Reynolds me tocó el pecho
con el maletín.
—No se apure, que no es una bomba. Cójalo. —Primero vamos a charlar un poco.
Reynolds dio un vuelco brusco al maletín y abrió los pasadores. Estaba lleno de
fajos de billetes de veinte sujetos con tiras de goma. Encima del dinero había un
joyero de terciopelo negro.
—¡Y puede quedarse también la maldita perla! —me espetó.
—¿Va a retomar su vida frugal?
—Ya puede aparcar sus lindezas. ¿No era esto lo que quería? Pues ya lo tiene.
—Lo que yo quiero es una explicación.
—¿No le parece lo bastante claro?
—No. ¿Por qué no sube a mi casa y charlamos un poco?
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—Nunca se lo subió. No es que fuéramos muy materialistas, Sil y yo. Ahora que
veo cómo vive, entiendo que no le entre en la mollera. Esta casa parece sacada de un
suplemento dominical de decoración... Sé lo que cuesta vivir en este barrio y me
parece muy bien que usted le dé tanta importancia al dinero, pero Sil no se la daba.
El hecho de que dejara el maletín en el maletero y aparcara el coche en cualquier calle
es la prueba de que no es dinero sucio.
—¿Cuánto hay?
—Quince mil —repuso al instante—. Sí, sí, lo he contado. ¿Cómo no iba a
contarlo?
—¿Incluida la perla?
La pregunta le sacó los colores.
—¡Quédese con la maldita perla! —exclamó—. De todas formas no es mi estilo...
¡Qué tío! Desde que la vio no ha parado de tocarme los cojones. Pues haga con ella lo
que quiera. Désela a su mujer, si es que tiene.
Afortunadamente, Robin trabajaba en el anexo y no tuve que morderme la lengua:
—La perla es suya. ¿Por qué habría de quedármela?
—Es usted un verdadero cielo... ¡Pero olvídelo! Yo me lavo las manos de todo este
asunto. Sil tenía razón, el afán de lucro te ensucia para siempre.
—El dinero también podría ser suyo, a menos que Sil dispusiera otra cosa en su
testamento...
—Sil no testó —repuso—. Y yo tampoco pienso hacerlo. Los dos decidimos de
común acuerdo evitar cualquier tentativa patética de controlar las cosas desde el más
allá.
—En ese caso, supongo que le pertenece. Si él tenía un ser querido, era usted.
—¿Qué le pasa? ¿Es duro de entendederas o quiere manipularme? No quiero el
maldito dinero... Y no me venga con cuentos, sé perfectamente que la policía va a
confiscarlo. ¿Acaso no es parte del tinglado? Como la guerra contra el narcotráfico,
que no es más que una componenda para sacar tajada.
—Los policías con los que yo trabajo se dedican a resolver crímenes, y al agente
Sturgis, con su tono de piel, la perla no le sentaría bien.
—¡Es usted un encanto! Apuesto a que le educaron entre algodones y siempre ha
sido tan mono que ha hecho lo que le ha dado la real gana. Pues mire, no se lo voy a
repetir: no quiero el dinero y la maldita perla tampoco. No sé en qué estaría
pensando cuando me la compre. Así que ya puede dejar de atosigarme... ¡Mira que
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—¿Qué?
—Un hombre se lo dio en el aparcamiento trasero de la oficina.
—¿Quién lo vio?
—Un testigo.
—¿Quién?
—Eso no puedo decírselo. Sonrió con malicia.
—Claro, otra de sus «fuentes anónimas», como las que el gobierno siempre se saca
de la manga.
—Un testigo sin ningún motivo para mentir.
—Eso es lo que usted dice.
—Puede que no fuera nada malo, pero sucedió.
—Debía de ser alguien que prefería realizar las donaciones en persona. ¿Qué tiene
eso de malo?
Le describí al hombre rubio de la cara operada.
—Vamos, un ricachón de Los Ángeles como cualquier otro —repuso.
—¿No sabe quién pudo ser?
—¿Por qué habría de saberlo? —Se dispuso a salir—. Le dejo el maletín, no lo
gaste todo de un tirón. Adiós.
—Una cosa más.
—Con ustedes siempre hay una cosa más.
—¿A quién se refiere?
—A los burócratas. Al Estado.
—Pues usted todo lo reduce a la política —repliqué.
—Porque lo es.
—¿El cuchillo que le rebanó el cuello a Sil le parece una cuestión política?
Los brazos se le agarrotaron.
—¡Usted y sus lindezas! A primera vista parece un hombre sensible, pero cuando
le da la vena cruel se ensaña como el que más.
—Sólo quiero llegar a la verdad. Pensaba que en eso estábamos de acuerdo.
—La verdad es una gilipollez —sentenció—. La verdad cambia con el contexto.
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A decir verdad, la idea no era tan rocambolesca. A los habitantes de Los Ángeles o
Nueva York nada les estimula a entrar en un sitio como la posibilidad de no ser
admitido. Por eso a l( )s fabricantes de cordones de terciopelo nunca les faltarán los
pedidos. Por eso hay tantos payasos disfrazados haciendo cola durante horas en las
aceras, de madrugada, camelándose a porteros y arriesgándose a la humillación de
que les pidan el carné para poder tomarse una copa a precio de oro y bailar al ritmo
de una música que les derrite el cerebro.
En Los Ángeles la gente se llena la BlackBerry —y por ende la cabeza— con dos
listas: sitios a los que ir y sitios que rehuir:
A esa parte de la marisma ya no voy nunca porque está llena ele gente y es un
agobio, pero hay otra entrada, cariño, un lugar mucho más bonito...
Chance Brandt recordaba haber visto al hombre rubio del aparcamiento en una
función benéfica, el tipo de fiesta que frecuenta la gente preocupada por la
naturaleza, realmente o de boquilla.
En principio, no había por qué poner en duda las buenas intenciones del tipo de la
jeta remendada: tal vez el contenido del sobre no fuera sino el precio que un hombre
rico estaba dispuesto a pagar por sus noches exclusivas bajo las estrellas.
Pero, entonces, ¿por qué le habían tendido una emboscada a Duboff para
quitárselo de en medio? ¿Por qué degollarlo y abandonarlo en el lado ele la marisma
abierto al público, como los oíros cuerpos?
Me quedé un rato ahí plantado, preguntándome qué secretos macabros podía
esconder aquel lugar idílico. Al final resolví imprimir las fotos de la huella y
enviárselas a Milo. Por si acaso.
A las ocho de la mañana siguiente Milo me dio los buenos días con voz
somnolienta en el contestador.
—Reed logró seguir a Wallenburg, pero ha vuelto con las manos vacías —me
informó cuando le llamé—. Hemos quedado para comer mañana al mediodía donde
siempre. Si has tenido una de tus ideas luminosas, me guardaré algo de hambre para
los postres.
—¿Te han llegado las fotos?
—Suelas de zapato —repuso—. Probablemente sean las de Duboff, pero se las
enseñaré a alguien que se maneje en estos temas.
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Al día siguiente Reed llegó con apetito y engulló su comida como una
cosechadora, al mismo ritmo que Milo. Otra señal inequívoca de adaptación al
puesto.
Cuando yo llegué, aparcó el tenedor un momento para darme el parte:
—Wallenburg vive en una zona residencial de Pacific Palisades, junto a
Mandeville Canyon. Así que voy hasta allá de mañana y me escondo junto la verja
para echar un ojo. A las once y media aún no ha salido de casa y empiezo a pensar
que estamos sobre la buena pista. En esto que se para junto a la caseta de la entrada
un Chevrolet de alquiler seguido de una furgoneta de Hertz y cuando la furgoneta se
va, hay dos ocupantes en lugar de uno. Al cabo de un cuarto de hora Wallenburg se
marcha al volante del Chevrolet. Se ha agenciado un coche de alquiler para ir de
incógnito, me digo, la cosa se pone interesante. La sigo hasta Mar Vista y veo que
aparca delante de una casa un poco desastrada para una abogada de copetín y entra
con su propia llave. Así que aquí tiene su guarida ese cabrón, pienso. Pero al cabo de
diez minutos Wallenburg sale de la casa y se larga. —Se aflojó el nudo de la corbata
—. No supe qué hacer. Podía llamar a la puerta o seguir tras ella... Al final me decidí
por el timbre, pero no contestaron. Probé a llamar a la puerta trasera y tampoco
encontré a nadie. Y las cortinas estaban corridas. No sé, me temo que Wallenburg me
vio y me la jugó. A lo mejor es una casa que alquila y me llevó hasta allí para darme
esquinazo antes de ir a su guarida.
—Era la mejor opción que tenías —le tranquilizó Milo.
—Si tú lo dices...
—¿Y cómo estás tan seguro de que Huck no estaba? —pregunté.
—Los vecinos me dijeron que allí viven los Adams, una familia tranquila que no
da problemas. Les enseñé fotos de Huck rapado y con melena, pero nadie lo
reconoció. —Dibujó en la mesa un cuadradito con el dedo y agregó—: Vuelva a la
casilla de salida.
—Así que la familia Adams...
—Tiene gracia, ¿verdad? La lástima es que hoy no estoy de humor.
—¿Sabes cuántos son?
—No se lo pregunté. ¿Por qué?
—Si fueran una mujer y una niña de diez años, podría tratarse de Brandeen
Loring, el bebé que Huck rescató en la calle, y su abuela, Anita Brackle. Y Huck
podría estar con ellas, pese a lo que digan sus vecinos. No debe de ser tan difícil
entrar de tapadillo por la noche. Si es lo bastante discreto, ¿quién va a saber que vive
allí?
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Fox se derrumbó en una silla desocupada junto a su hermano. Tenía los ojos
despiertos, pero un ribete rosáceo le orlaba la esclerótica. Lucía un afeitado
chapucero, con cortes y restos en el ángulo muerto de la mandíbula.
—¿Una mala noche? —inquirió Milo.
—Unas cuantas —repuso—. Me voy a buscar la ruina hablando con vosotros, pero
prefiero la ruina que el talego.
—¿Te has metido en algún marrón profesional? —inquirió Reed.
—¿Se me nota en el aliento? Pues sí, hermanito, en un buen marrón. Mi trabajo
está lleno de interrogantes, lo sé, pero este es distinto. ¿Me permites?
Cogió un vaso de agua de la mesa, lo apuró de un trago y se sirvió otro. Alargó
luego la mano hacia el chapati, rompió un pedazo y lo trituró entre los dedos. Repitió
la operación. Al cabo de unos segundos había levantado una montaña de migas de
pan sobre la mesa.
Moe Reed ponía cara de aburrimiento. Fox alisó el montoncito, se limpió la mano
con una servilleta y se arregló el pañuelo de la solapa en forma de corona.
—Cuando Simone Vander me contrató para investigar a Huck me dijo que era
idea suya y se opuso a que hablara con ninguno de los socios de su padre. Le dije que
ése no era mi modo habitual de trabajar y que si quería una investigación de
biblioteconomía podía hacerla por su cuenta.
—Pero al final te bajaste los pantalones... —le cortó Reed.
—Basta ya, Moses. —Fox se volvió hacia Milo—. Simone me dijo que no me
contrataba únicamente para investigar a Huck, me prometió un trabajo mucho más
serio: destapar un complot financiero contra su padre, una conspiración de sus
subalternos... ésa fue la palabra que empleó. Le pregunté por qué se habían vuelto
contra él y me contó que su padre era un buen empresario pero que se aprovechaban
de él a todas horas porque era un manirroto.
—¿De qué subalternos sospechaba, concretamente? —preguntó Milo.
—De todo el mundo, de cada uno de los abogados, contables y gestores
financieros de papá. Según me dijo, eran unas sanguijuelas que inflaban todas las
facturas para chuparle la sangre. Y los abogados le parecían especialmente turbios.
—Alston Weir —dijo Milo.
—Y compañía. Simone temía que el bufete entero se hubiese confabulado para
quedarse con todo su patrimonio con la ayuda de Huck.
—Un poco paranoica, la niña.
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—Un poco, sí, pero con la pasta que hay en juego nunca se sabe. La tentación es
grande y empleados rapaces los hay a montones.
—¿Y por qué creía que Huck se había conchabado con ellos? —preguntó Reed.
Fox sacudió la cabeza.
—No tenía ninguna prueba, pero le escamaba porque era un bicho raro que se
había integrado en la familia con mucha astucia y, sobre todo, por el modo en que le
doraba la píldora a Kelvin. Me aseguró que lo estaba malcriando. Luego, cuando se
enteró de la muerte de Selena, le entró el canguelo y me llamó.
—Pues hasta ahora no he oído ninguna novedad —dijo Reed.
—La novedad, Moses, es que me engañó. Con la perspectiva del otro trabajo, para
empezar. Y para acabar, aprovechándose de mi buena fe: no me ha pagado ni un
centavo de la factura y pasa de mí olímpicamente; no responde a los mensajes de
correo ni contesta al teléfono. La culpa es mía, por no haber pedido un depósito
pensando que sería un pispás. Y lo fue, con lo que la factura tampoco es exagerada.
Aun así, me gusta que me paguen lo que me deben.
—¿Así que ahora somos tus cobradores del frac?
—¿De cuánta pasta estamos hablando, Aaron? —le preguntó Milo.
—Cuatro de los grandes, más o menos.
—No está mal por cuatro datos encontrados en Internet.
—Cuatro datos que os pasé a vosotros, aunque seguramente los habríais
encontrado solitos.
—Te estamos muy agradecidos, Aaron —repuso Milo—. Y la historia es muy
bonita... ¿Tiene algún epílogo?
—Vaya si lo tiene —dijo Fox—. Simone me mosqueó, y mosquearme es mala idea.
A los acreedores hay que perseguirlos hasta que devuelven el último penique, ésa es
mi filosofía; hay que lanzarse sobre ellos como un bulldog porque si no le toman a
uno por un mariquilla y se corre la voz. Y eso hice. Empecé por consultar sus
antecedentes y encontré un par de datos interesantes. Por lo visto, a la niña la
arrestaron un montón de veces entre los dieciocho y los veintidós años por consumo
de drogas: maría y anfetas. Los abogados de papá la sacaron con la condicional.
—¿Desde entonces está limpia?
—Oficialmente sí, pero ahí no acaba la cosa: aún hay más. El otro trabajo no fue la
única mentira que me coló. Parece que lo de mentir es su principal ocupación.
Cuando la conocí me contó mil historias: que si había sido cantante profesional, que
si bailarina de ballet, que si analista financiera de un fondo de inversión...
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roto y el cristal hecho añicos. —Levantó su vaso, como para brindar—. Ha mandado
a su familia a la mierda, chicos. Literalmente.
—¿Es esa en que aparece el padre y el hijo de traje y la madre con un vestido rojo?
—pregunté.
—La misma.
—La tenía sobre la mesa de centro y cuando nos recibió se aseguró de que la
viéramos: «Mi hermano Kelvin. Es un genio».
—Pues ahora es un genio desfigurado —repuso Fox—. Su carita es un montón de
confeti, como si alguien hubiera cogido una cuchilla y se hubiera ensañado con ella.
Para colmo lo envolvió todo en papel de váter y, bueno, no es mi intención
arruinaros el apetito, pero no estaba limpio. Para que luego digáis que en la empresa
privada es todo glamour.
—La foto era parte del atrezzo —señaló Milo—. Quería presentarnos a una familia
unida y feliz.
—Una familia que ya no necesita para nada, porque... —Reed no terminó la frase
—. Y hace dos semanas que no se sabe nada de los Vander.
Fox cogió otro chapati.
—¡Pues aún hay más! —exclamó Fox con la voz de un vendedor televisivo—.
¡Llame ahora y recibirá de regalo un cuchillo Ginzu y este magnífico luminorrallador
automático! Mi putita morosa empieza a darme mal fario, así que decido vigilarla de
cerca. El primer día se limita a las chorradas habituales de una niña bien. Se va de
compras, se da un masaje y retoma sus compras. Actividades algo despreocupadas
para una chica que está tan inquieta por su familia, todo sea dicho. El segundo día
empieza igual: entra en Neiman Marcus, se da un paseo hasta Two Rodeo, le echa un
vistazo a la joyería de Tiffany, pasa por Judith Ripka y acaba por comprarse unas
gafas de sol en Porsche Design. Luego coge el coche para recorrer dos manzanas, hay
que pensar que la niña se crió en Los Ángeles, hasta un edificio de oficinas de
Wilshirte con Canon que resulta ser el del bufete de papá. Después de ponerme
verdes a los abogados de su padre, ahora va a hacerles una visita. Total, que me
apuesto al otro lado de la calle, espero un rato y cuando sale ya no va al volante de su
Beemer sino de pasajera en el Mercedes de un tipo. De ahí se van derechitos al
Península y el amigo de Simone le da al portero suficiente propina para que le
aparque el coche delante de la puerta. Al cabo de dos horas salen los dos con ese aire
bobalicón de quien se acaba de quitar la calentura a polvos. Entretanto yo he
rastreado la matrícula del Mercedes... No me preguntéis cómo, ¿vale?
—¡Dios nos libre! —dijo Milo.
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—La matrícula está a nombre de Alston Weir —prosiguió Fox—, nuestro amigo el
picapleitos desaprensivo. De ese cerdo avaricioso Simone no se fía un pelo, pero
cuando le apetece un polvete a media tarde, eso es otra cosa.
—¿Está calvo? —preguntó Reed.
—El cuero cabelludo no se lo vi, pero no se me ocurre otra razón para embutirse
ese peluquín de feria, un casquete viejo, inverosímil, con un tinte de orines sucios.
Parecía sacado de Halloween, os lo juro. Una fregona rubia y polvorienta. Y lo más
curioso es que el tipo sabía vestir: traje de Zegna, corbata de Ricci y zapatos de Magli.
Con esos trapos de primera encima y va el tío y la jode con un peluquín de espanto.
Que alguien me lo explique.
—A lo mejor tiene una imagen un poco exagerada de sí mismo —adujo Milo.
—¿Qué quieres decir?
—Quizá se crea más guapo de lo que realmente es, sobre todo después del
arreglito que se ha hecho en la jeta.
—Ah, sí, la cara... —Fox frunció el ceño—. Un momento. ¿Todo eso ya lo sabíais?
No me digáis que acabo de perder un cliente en balde.
No respondimos.
—¡Pues muy bonito! Los tres ahí callados como tumbas, esperando a que acabe de
soltar el rollo. —Se volvió hacia su hermano—. ¡Qué, Moses! ¿Te lo pasas bien?
Reed sonrió, pero sin atisbo de ironía o resentimiento; tal vez con algo parecido al
cariño fraternal.
—Bueno, ¿qué?
—Algo sabíamos, Aaron. Gracias a ti sabemos mucho más.
Salimos del restaurante juntos. Fox y Reed iban el uno al lado del otro y parecían a
punto de entablar una conversación que ninguno de los dos hermanos se atrevía a
iniciar.
—¿No habrás guardado por casualidad la basura de Simone? —preguntó Milo.
—Estáis de suerte, porque nunca tiro nada. Moses os lo puede confirmar. Su
esquina de la habitación parecía un asram, la mía estaba siempre repleta de juguetes.
—Más bien de trastos —dijo Reed.
—¿Se dignarán sus señorías a recogerlo o prefieren que se lo entregue a domicilio?
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—Sí, es él.
—¿Quién?
—El tío que le dio el sobre al pringadete empantanado. —Sacudió la cabeza y
esperó en vano a que nos riéramos de la ocurrencia—. Ya ven que voy un poco...
Se le nubló la mirada mientras cavilaba cómo rematar la frase.
—Firma junto a la foto —ordenó Milo.
El garabato de Chance resultó ininteligible y Reed se lo hizo repetir. Bjorn Loftus
soltó una risita de fumado y le dijo:
—Vas a tener que testificar, colega. ¡Ya ves!
—Eso ni de coña —repuso Chance y se giró hacia nosotros en busca de
confirmación.
—Seguiremos en contacto —le dijo Milo por toda respuesta.
—¿Has oído eso, colega? Seguirán en contacto contigo...
—A mí esos maricones no me toquetean por muy polis que sean, colega —dijo
Chance, que ya se perdía por la casa dando tumbos.
—¡Qué bueno, colega! —celebró Bjorn.
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XXXVI
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—Huck fue el primero en pirárselas, Ten —agregó Reed—. Cuanto más lo pienso,
más me da que están todos conchabados.
—Ya, los tres mosqueteros asesinos... Si así fuera, ¿cómo es que Simone contrató a
Aaron para entregarnos a Huck en bandeja?
—Weir y ella lo utilizaron y cuando vieron que ya no les servía lo dejaron tirado.
—A fin de cuentas, Huck era el punto flaco del plan —observó Milo—.
Antecedentes penales, problemas de drogadicción y, para colmo, un putero
redomado... Sí, todo cuadra.
—Las fulanas asesinadas dan que pensar —objeté—. A lo mejor las despacharon
para inculpar a Huck, que era quien las frecuentaba.
—Y para acabar la faena le pusieron un poco de sangre en el desagüe —discurrió
Reed—. Puede ser, pero Huck me sigue dando mala espina.
—Lo que nos remite a otra alternativa —señaló Milo—. Porque si el papel de Huck
era puramente instrumental, darle ocasión de escapar habría sido muy mala idea.
Reed le miró fijamente.
—¿Qué quieres decir? ¿Que no se la dieron y estamos buscando a un muerto?
—O está bajo tierra o es un psicópata asesino que actúa en solitario y Simone no es
más que una chiquilla con muy mala hostia y una afición desmedida a las mentiras.
—¿Y la foto de familia destrozada? —arguyó Reed, volviéndose hacia mí—. Le
arrancó a su hermano la cara a tiras...
—Es un ataque de furia desmesurado —asentí—. Y la familia ha desaparecido.
—Bueno —terció Milo—, supongamos por un momento que Simone, Weir y Huck
estaban conchabados. El móvil no podía ser otro que deshacerse de los Vander.
—Un móvil de cien millones, que no está nada mal —dijo Reed.
—¿Y qué pintan las mujeres enterradas en la marisma?
—Una maniobra de distracción, ya lo decíamos —tercié—. Si hubieran liquidado a
los Vander de buenas a primeras todo habría apuntado al dinero y habríamos
sospechado automáticamente de la única familiar con vida, pero si le endilgábamos a
Huck los crímenes previos los Vander parecían víctimas colaterales, los últimos
coletazos de un psicópata desbocado. Y eso explica además la puesta en escena:
sepultaron los primeros cadáveres pero se aseguraron de que encontráramos el de
Selena para ponernos sobre la pista de Huck.
—Y no olvidemos los huesos del almacén —agregó Reed—. Huesos y juegos de
mesa... Han estado jugando con nosotros desde el principio.
~303~
Jonathan Kellerman Bones
—Si tuvieron tiempo para tratarlos con ácido y prepararlo todo tan
minuciosamente, debieron de matarlas con calma, almacenar sus cadáveres en
alguna parte y enterrarlas una a una.
—Por poder, podían dejarlas en el trastero alquilado cubiertas de hielo —observó
Reed.
—Una pregunta —dije—: ¿Quién es el villano calvo de la película? ¿Huck o Weir
sin el peluquín?
—¿Tú qué opinas? —me preguntó Milo.
—Podría ser cualquiera de los dos. Pero el hecho de que ambos vayan pelados
podría ser otro modo de inculpar a Huck.
—Tampoco es un look, tan extraño, ya lo decía Nguyen. De todas formas, cuántas
más vueltas le doy más veo a Huck en el papel de chivo expiatorio, al menos en
parte. Si Huck ha sido lo bastante hábil para matar a tanta gente sin dejar ningún
rastro, ¿por qué habría de huir ahora y convertirse en el principal sospechoso?
—A veces el miedo puede más que la razón —apunté—. También podría ser que
se enterara de que Weir y Simone iban .i traicionarlo. Clon tanto dinero en juego,
debía de olerse que harían lo que fuera para no darle su parte del pastel.
—Treinta y tres millones es una tarifa un poco alta por un trabajito sucio, sí. —
Convino Reed—. Pero aceptó de todas maneras, porque matar es lo suyo.
—O porque Simone le sedujo.
—¿De qué clase de trío estamos hablando?
—¿Por qué descartar la posibilidad? —aduje—. A lo mejor se liaron pero Huck se
dio cuenta a tiempo de que iban a dejarle en la cuneta y huyó. Quizá se enteró de que
Aaron le seguía la pista o se puso nervioso cuando os vio venir.
—Simone se lo vendió a Aaron como un tarado de la peor clase que siempre le
había dado mala espina —dijo Milo—. La verdad es que con todas sus rarezas, Huck
lo tiene todo en contra.
—No me extrañaría que apareciera su cadáver por ahí cualquier día. Suicidio
aparente, acompañado de una bonita confesión en la que además nos indicaría el
lugar donde enterró a los Vander. De un plumazo cerraríamos un montón de casos y
Simone se convertiría en una de las chicas más ricas de Los Ángeles.
—Pero si es cierto que Huck ha puesto pies en polvorosa, Weir y Simone deben de
estar acojonados —dijo Reed.
—Simone tenía que estar muy estresada para destrozar la foto de esa manera —
apunté.
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Jonathan Kellerman Bones
Reed era más rápido que Milo al teclado y se sabía de memoria los códigos de
entrada. Al cabo de unos segundos ya tenía delante el registro civil del condado.
Anita Brackle, de soltera Loring, había dado una tercera oportunidad al
matrimonio hacía dos años para casarse por lo civil en el juzgado de Van Nuys con
un hombre negro de sesenta y dos años llamado Wilfredo Eugenia Adams, residente
en Mar Vista.
Al introducir su nombre encontramos tres condenas por conducción en estado de
embriaguez, la última de hacía seis años.
—Otro romance de rehabilitación, me juego la camisa —dijo Reed.
—La clínica del amor punto com... Pues como idea de negocio no está mal —
bromeó Milo—. Bueno, vamos para allá.
—¿Lo del forense y la unidad canina lo aplazamos?
—Ni hablar. Ya estás llamando a la doctora Wilkinson. —Le lanzó una sonrisita—.
Y ya que estás, dile que eche un vistazo al lado oeste de la marisma.
Reed se quedó boquiabierto.
—El trabajo es eso, chaval —dijo Milo.
—¿Qué?
—Largos períodos improductivos salpicados de grandes disgustos puntuales.
~305~
Jonathan Kellerman Bones
Una furgoneta Dodge estaba aparcada justo a la entrada del búngalo de Wilfred y
Anita Loring Brackle Adams. Si Wilfred estaba en casa, no se daba por enterado. La
voz de su mujer, en cambio, era un taladro despiadado que amenazaba con agujerear
la puerta desde el otro lado.
—¡Váyanse de aquí!
—Señora...
—¡No pienso abrir la puerta y no me pueden obligar!
Era ya la cuarta vez que repetía la misma cantinela.
—A no ser que volvamos con una orden de registro —la amenazó Milo.
—¡Pues ya están yendo a buscarla!
Milo apretó el timbre de nuevo. Cuando paró, la risa de Anita tintineó como el
hielo de un vaso de whisky.
—¡Ya me explicará dónde le encuentra la gracia! —exclamó Milo.
—Aprietan ustedes el timbre como si quisieran ablandarme los sesos. ¿Pues saben
qué? Les daría mejor resultado un poco de rap a todo trapo en la radio del coche. Y
ya verán la de amigos que hacen en el barrio. Sobre todo cuando les diga que no
tienen ningún derecho a...
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habló. Y era como si me pudiera ver los pensamientos, como si leyera en mi interior.
Estar con ella era como abrir un gran ventanal.
—Ella te comprendía —dije.
Asintió.
—Se encogió a mi lado y contemplamos el océano. Luego vino a mi habitación y
me puso la cabeza sobre... Me mostró sus heridas y lloró hasta empaparme la camisa.
Fue una revelación. La geografía de la carne. Ella lloraba en mis brazos y éramos
uno.
Se frotó los nudillos lustrosos.
—Porque tú ya conocías la geografía de la carne.
Huck clavó los ojos en el cuero del escritorio.
—Solo que a ella le gustan las cuchillas y tú prefieres el fuego —añadí.
En su rostro se dibujó una sonrisa torcida.
—Antes lo necesitaba. Necesitaba el castigo...
—¿Habías del correccional?
—Y de después —susurró, como si temiera la reprimenda de Wallenburg.
Pero Wallenburg no abrió la boca.
—Lo siento, Debora. Cuando salí en libertad volvieron las imágenes de Jeffrey y...
no quería ser una carga para ti. —Se volvió hacia mí—. Necesitaba sentir algo, ¿sabe?
—¿Qué usa Simone para cortarse? —pregunté.
—Cualquier cosa. Hojas de afeitar, cuchillos de cocina, cúters... También tiene
unas pistolas que le regaló su padre. Cuando se casó con Nadine, ella le pidió que
sacara todas las armas de fuego de la casa. Simone se las quedó y me hablaba de
ellas. Eran pistolas y escopetas muy caras y ella se ponía el cañón en la boca y hacía
ver que... A veces también se metía los dedos en la garganta para vomitar. Luego se
le irritaba y tosía sangre, pero a ella su sangre le gusta.
Reed exhaló en silencio. Milo continuaba repantingado en su silla con la panza
moviéndose rítmicamente de arriba abajo. Wallenburg reparó en ello y se volvió
hacia mí.
—¿Qué más puedes decirnos de Simone? —inquirí.
—La primera vez que me mostró sus estigmas, así es como los llamaba, estigmas
frescos... la primera vez que me los mostró nos abrazamos. Entonces decidimos...
Simone decidió raparme la cabeza, me dijo que sería su sacerdote, que tenía un
cráneo precioso. Yo pensaba... esperaba ayudarla.
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—Y se lamían. No había odio entre ellos, no había más odio que el que
compartían.
—¿Que el que compartían?
Silencio.
—¿A quién odiaban?
Huck comenzó a respirar trabajosamente y revolvió los ojos.
—¿A quién, Travis?
—Se lamían, reían, decían cosas horribles.
—¿Qué cosas?
—Esa culi, esa amarilla de mierda.
—¿Hablaban de Nadine?—pregunté—. ¿La odiaban porque era asiática?
—Se les llenaba la boca con la palabrita: su querindonga la culi, la amarilla de
mierda esa, la culi hijaputa, esa zorra amarilla, la arpía de los ojos rasgados, la madre
de la escoria amarilla. —Huck apretó los puños y las quemaduras de los nudillos
brillaron como perlas—. Sentí que la cabeza me daba vueltas... me entraron ganas de
volver a quemarme. Volví a casa, encontré otra caja de cerillas y llamé al asistente
social. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Pero no avisé a Simon... —añadió con
un hilo de voz.
—Simone odia a su familia.
—Peor que eso —repuso—. Es... no tengo palabras para explicarles lo que siente.
—¿La habías visto alguna vez resentida porque su padre se hubiera vuelto a casar?
—No, no, qué va. Al contrario. Simone adoraba a Nadine, la encontraba inteligente,
elegante, bonita, todo lo que no era su madre. Yo a Kelly la conozco y es buena gente,
pero no crió bien a su hija. Y lo entiendo, todo el mundo lo entiende, pero...
—Así que adoraba a Nadine...
—Me decía que ojalá la hubiera criado ella. Siempre andaban besándose y
abrazándose... Nadine la trataba como a una hermana y Simone se pasaba horas
acariciándole el pelo a Kelvin. Qué pelo tan bonito, le decía, y le besaba en las
mejillas. Qué mono. Le quiero tanto, Travis. Es un genio, Travis, le adoro. Y esas
manos de oro...
—Manos de oro.
—De oro, de diamante, de platino, manos mágicas... Decía que la música que
tocaba era puro sentimiento, que le llegaba al alma.
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esa zorra ladina les puso a Travis en bandeja. Con su historial, sabía que la policía se
lanzaría sobre él con los ojos cerrados.
—¡Dios! —dijo Milo—. ¿Le ha propuesto el guión a algún estudio?
—Ciento treinta y tres millones, piénselo —insistió Wallenburg—. Al fin y al cabo,
un año ele planificación no es tanto tiempo.
—Como película sería fabulosa.
—Se llevaría el Oscar al mejor documental.
—Y se supone que nos la hemos de creer porque el señor Huck lo sintió todo en
sus tripas —agregó, tocándose la panza.
—Tienen que creérselo porque es cierto, tiene sentido y no tienen ninguna prueba
que relacione a Travis con los asesinatos.
Milo le mostró su sonrisa del lobo feliz, se inclinó sobre el escritorio y acercó su
cara a la de Huck, que se pasó la lengua por los labios, inquieto.
—No hace falta recurrir a la intimidación fisi... —comenzó Wallenburg.
—Mira, Travis —dijo Milo—, tu historia me ha encantado. ¿Por qué no me cuentas
otra?
—¿Otra?
—Una sobre la sangre que encontramos en el desagüe de lu lavabo.
La nuez de Huck subió y bajó.
—No sé... Debí de hacerme un corte. A veces tengo dolores de cabeza y pierdo el
equilibrio. A lo mejor me corté en las manos y me lo lavé.
—¿Tienes alguna costra? —Inspeccionó las manos de Huck—. Yo no veo ninguna.
—Enciérreme, a mí ya me está bien —repuso Huck.
—¿Cuál es tu grupo sanguíneo, hijo?
—O positivo.
—La que encontramos en tu desagüe era del grupo AB.
Huck palideció.
Milo puso su mano derecha sobre la izquierda de Huck, cuyos dedos se aferraron
a los de Milo como los de un niño asustado.
—¿Y qué puedes decirme del grupo AB?
—Es el de Simon —repuso Huck—. Es muy poco frecuente, siempre le están
pidiendo que done sangre.
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XXXVIII
Tras despojarle del cinturón y los cordones de los zapatos, Milo dejó a Huck en
una sala de interrogatorios vacía de la comisaría del distrito Oeste. No le inscribió ni
le tomó las huellas, ni le sacó una foto para el archivo. Se limitó a darle un vaso de
agua y una manta áspera y cachearlo de nuevo, por si acaso.
En el primer cacheo, al que le sometió nada más salir del despacho de Debora
Wallenburg, le había confiscado un boli Bic azul muy roído, tres monedas de diez
centavos, un recibo del aparcamiento del aeropuerto de Los Ángeles y un post-it
amarillo donde había apuntado una dirección de Washington Boulevard.
—¿Qué hay en Washington? —le preguntó.
—Un café Internet.
—¿En Mar Vista?
—Sí.
—Tu vínculo con el mundo, ¿eh?
Silencio.
—¿No llevas nada de dinero?
—Me lo he gastado.
—Debora te iba abasteciendo de pasta, ¿no?
No respondió.
—Pues sí que viajas ligero de equipaje —dijo Milo.
Huck se encogió de hombros.
—¿Donde tienes el carné de identidad?
—Lo... lo perdí.
—Seguro.
—Sabe perfectamente quién soy.
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—Eso sí. —Milo agitó el recibo del aparcamiento del aeropuerto—. El del Lexus de
Simon, ¿me equivoco?
—Lo siento —masculló Huck.
—¿Por qué?
—Por dejarlo ahí.
—¿Querías despistarnos? Pues ése es un truco muy viejo, chico.
—Lo siento.
—¿De quién fue la brillante idea? ¿Tuya o de Debora?
—Mía, mía —se apresuró a responder—. Yo corro con los gastos de la grúa.
Reed y yo nos quedamos observando al otro lado del cristal ahumado. Milo se
detuvo un momento detrás de Huck antes de situarse frente a él. Huck se enderezó
ayudándose del respaldo de la silla.
—Ponte cómodo, Travis.
—Estoy bien de pie.
—Siéntate.
Huck obedeció.
—Bueno, ¿tienes algo más que contarme?
—Ya se lo he contado todo.
Milo esperó.
—Se lo aseguro —agregó Huck.
—Está bien. Espera un momento, ahora vuelvo... ¿La temperatura está bien?
—Sí.
—Si te entra frío, ya sabes dónde está la manta.
—Gracias.
Milo se reunió con nosotros en la sala adyacente. En mitad del vidrio ahumado
había un manchurrón lechoso de sudor seco o algún otro fluido corporal que, en la
posición en que se encontraba Huck, le tapaba media cabeza.
Un hombre desdibujado.
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Al cabo de un rato, se levantó y fue a sentarse en un rrincón, se tapó los ojos con
un brazo y se hizo un ovillo más pequeño de lo que parecía humanamente posible.
Moe Reed exhaló un bostezo y bromeó:
—Nada como un poco de ejercicio para empezar el día.
En cuestión de segundos Huck dejó caer la mandíbula y se durmió.
—Para estar torturado por la culpa, le veo muy sosegado —comentó Reed.
—Dormir es un modo de huir de la realidad —repuse.
—Es posible que le embaucaran, pero no me dirás que está completamente
limpio...
—Lo único que digo es que su cabeza no funciona como la nuestra.
—¡Precisamente! El tío está como una regadera, se le podría adiestrar para que nos
dijera cualquier cosa.
—Ya sé que el sospechoso más obvio suele ser el culpable, pero la forma en que
nos vendieron a Huck con la ayuda de tu hermano me ha escamado desde el
principio. El odio que Simone le tiene a su familia, según Huck, explica la foto
mutilada que Aaron encontró en su basura, y el encuentro con Buddy Weir en el
hotel que presenció apunta a la existencia de una relación entre ambos, por mucho
que le criticara a sus espaldas.
—Sangre y juguetitos macabros —dijo Reed—. Menuda relación.
—La poca comida que había en su basura es señal de bulimia, una enfermedad
que por otro lado encaja con su complexión corporal y la educación que recibió. En
general la historia de Huck me parece verosímil. Y si le quitas el peluquín, Weir
podría ser el calvo que vio la vecina de Selena. También encaja mejor que Huck con
el tipo atractivo y dominante que sedujo a DeMaura Montouthe. Weir pudo
averiguar dónde vivía Selena en alguna de las orgías en que coincidieron o por
medio de Simone. De cualquier modo, le habría sido muy sencillo llevarse su
ordenador y dejar los juguetitos pornográficos en el cajón, donde probablemente los
encontró.
—El calvo también podría ser Huck. Por la forma en que hablaba de Selena, de lo
mucho que se reía con Simone y los vaqueros que llevaba, yo diría que le ponían las
dos. Estamos hablando de un hombre que nunca moja sin pagar. De pronto aparecen
por su casa un par de tías buenas, se acelera hasta que ya no puede aguantarlo más y
explota. Además, ya has visto que se está dejando crecer el pelo. Una melena le
habría venido que ni pintada si lo que quería era desaparecer. Y desaparecer siempre
se le ha dado muy bien.
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y se las desea para encontrar trabajo. Eso explica las manos cortadas y la disposición
de los cuerpos hacia el este. En principio podrían ser pistas falsas que apuntaran a un
asesino en serie, pero aunque lo fueran, ¿por qué elegir ese sello característico y no
otro? Yo les asignaría un valor simbólico.
—Kelvin, Manos de Oro —dijo Reed.
—Ya me la imagino maquinándolo todo en una larga noche de invierno. La
melodía la lleva la derecha y hay que poner fi n al concierto...
—Y enterró los cadáveres cara al este para que miraran hacia Asia, como tú dijiste
—agregó Reed.
—Si Huck no miente, hay un componente racista en el desprecio que Simone
siente por su familia política.
—Por esos perros amarillos, que los llamaba —dijo Milo—. ¡Qué encanto de chica!
—Si es verdad que Simone quiere borrar del mapa a su familia —dijo Reed—, ¿no
incluiría a su madre en el lote?
—No creo. Kelly es una pobre mujer, bastante pasiva en general. Además, quiere a
Huck con locura.
—Una chiquilla depravada conchabada con un abogado codicioso —sintetizó
Milo.
—Lo de abogado codicioso es redundante —dijo Reed.
—Wallenburg no te gusta especialmente, ¿verdad?
—Sus coches me gustan. ¿Cuánto va a tardar en sacar su varita mágica y poner a
Huck en libertad?
—Le hemos empapelado por homicidio múltiple, no le será fácil sacarlo en
libertad bajo fianza —repuso Milo, mirando a través del cristal emborronado a Huck,
que había cerrado la boca pero seguía en la misma postura.
El móvil de Reed se puso a cacarear. Cuando vio el número se le iluminó la cara
pero trató de sofocar la reacción con una seriedad forzada y más bien cómica.
—Hola... ¿En serio? Caray... Espera, que apunto... ¿Qué? Claro... Más tarde, sí,
perfecto... ¿Cómo? —se sonrojó y le lanzó una mirada a Milo—. Depende del jefe... Sí,
yo también. Claro. Adiós.
—A ver si lo adivino —dijo Milo—. La doctora Wilkinson tiene buenas noticias y
quiere volver al restaurante indio.
Reed se puso como la grana.
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—Ha llegado temprano con los becarios y han instalado unos focos. —El color se
le bajó de las mejillas—. Los perros han encontrado otros cuatro fiambres, Loo.
—¿Los Vander y quién más?
—Simon, Nadine y dos juegos más de huesos muy dispersos. No parece que los
enterraran en la misma dirección y no falta ninguna mano. Es probable que los otros
dos cadáveres sean mujeres. Uno de los cráneos corresponde sin atisbo de duda a
una persona de raza negra; el otro aún no está claro. Los cuerpos de los Vander
fueron fáciles de identificar, porque no estaban tan descompuestos. Estaban en el
rincón más apartado de la marisma, pero los habían dejado en la orilla, vestidos, con
la cartera y el bolso a la vista. —Respiró hondo—. Les faltaba la mano derecha y
estaban los dos cara al este. Han encontrado también varios huesos de pollo y algo
que podría ser una ensalada de patata y repollo muy pasada. Parece que lo del picnic
no era sólo una excusa.
—¿No hay rastro del niño? —inquirió Milo.
—A lo mejor se apiadaron de él.
—O todo lo contrario.
Reed se estremeció.
—¿Crees que a Manos de Oro le espera algo peor? 'Joder!
—¿No puede ser que su cadáver esté en la marisma y aún no lo hayan
encontrado?
—Siguen rastreando la zona, pero supongo que será más fácil con la luz del día.
También han encontrado varias huellas como la que fotografió el doctor... parece una
zapatilla deportiva poco corriente, no es de ninguna marca común y puede que no
esté en la base de datos. En cualquier caso, el laboratorio nos ha prometido una
respuesta a lo largo del día.
—Si están tan descompuestos —dije, tratando de librarme de las imágenes de
Kelvin Vander que se agolpaban en mi cabeza—, es probable que los otros dos
cadáveres precedieran a los tres primeros. Por otro lado, a ninguno de los dos le falta
la mano, con lo que es probable que empezaran por despachar a prostitutas por puro
placer sádico y al ir cogiendo práctica decidieran aprovechar el filón con fines
lucrativos.
Un movimiento al otro lado del cristal captó nuestra atención. Huck se deslizó
hasta darnos la espalda y se hizo un ovillo aún más prieto, abrazándose las rodillas.
—Le he estado dando vueltas a lo que dijiste en el garaje, Alex... —dijo Milo—. Si
apelamos a su sentido del deber cívico, a lo mejor Huck puede echarnos una mano.
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De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 8.32
Asunto: ya sabes
soy yo. lo sé todo, pero puedo guardar el secreto, por módico precio.
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 8.54
Asunto: ya sabes
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 9.49
Asunto: ya sabes
dnd tas?
~340~
Jonathan Kellerman Bones
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 9.56
Asunto: ya sabes
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 10.11
Asunto: ya sabes
tas d kña
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 10.15
Asunto: ya sabes
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 10.18
Asunto: ya sabes
keeee????
~341~
Jonathan Kellerman Bones
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 10.22
Asunto: ya sabes
con la cantidad de pasta que te vas a sacar, tampoco es tanto. será un pellizquito
de nada, no te vas ni a enterar... así que apoquinando!!
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 10.28
Asunto: ya sabes
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 10.34
Asunto: ya sabes
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 10.40
Asunto: ya sabes
t krs ke sabs alg pro n sabs 1 mrda. tnms k verns. n lgar sguro xa ti. la ksa d la
plya?
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Jonathan Kellerman Bones
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 10.46
Asunto: ya sabes
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 10.54
Asunto: ya sabes
n qiero djar + pstas x inet. vy a psr el privacykeeper. dnd tas? n 1 cfe inet?
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 10.59
Asunto: ya sabes
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 11.04
Asunto: ya sabes
n t pngas paranoico, la ksa d la plya t va bn. sta yeno d gnt, k pued pasar?
~343~
Jonathan Kellerman Bones
A: [email protected]
Enviado a las: 11.08
Asunto: ya sabes
deja la puerta abierta a las 19.30 (de esta tarde!!!) y tú no vengas hasta las 19.45. la
puerta del garaje la quiero abierta para ver que no está tu coche ni el del peluquín, la
marea baja hacia las 20. camina hasta la marca que dejan las algas a las 20.10 y trae la
pasta en una bolsa de trader joe's, lo quiero todo en billetes, envueltos en plástico
para que no se mojen, más te vale que esté todo!!!
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: x 1.12
Asunto: ya sabes
m llevra su tmpo sacr cncuenta d ls grnds, pro spng k pdre. si m retraso t ncuentro
n l msm e-m?
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 11.16
Asunto: ya sabes
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 11.21
Asunto: ya sabes
~344~
Jonathan Kellerman Bones
tas muy tcacjones. sesnta s tdo lo k pdo cnsegr y m kdo n brgas. tas muy tcacjones,
no t recnozco. psa alg???
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 11.29
Asunto: ya sabes
sesenta es muy poco, me he ganado los cien a pulso pero está bien, lo que quiero
es largarme, que si me pasa algo? y tú me lo preguntas? me parto la caja contigo, jua
jua jua!!!
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 12.05
Asunto: ya sabes
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 12.11
Asunto: ya sabes
De: [email protected]
A: [email protected]
Enviado a las: 12.14
Asunto: ya sabes
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Silencio cibernético.
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XL
Moe Reed se lo explicó todo a Aaron Fox, que escuchaba en silencio al otro lado de
su escritorio, una mesa amplia y angulosa con el tablero de cristal ahumado.
Se lo contó Reed porque se lo pidió Milo, ya fuera para completar su formación o
para que los dos hermanos volvieran a hablarse, aunque no valía la pena hacer
conjeturas porque esta última posibilidad no la habría admitido nunca.
Fox escuchó la exposición impertérrito y no habló hasta que su hermano hubo
concluido:
—¡La muy zorra! —gruñó—. Sabía que esa niñita mimada no era trigo limpio,
pero esto no me lo esperaba. ¿Estáis seguros de que Huck dará la talla?
—Nosotros no, pero él sí —repuso Reed.
—¿Y te parece garantía suficiente?
—Ahora mismo es nuestra única opción. Tranquilo, que le tendremos controlado.
Fue ella quien propuso la playa y es un lugar muy abierto.
—Será lo abierto que quieras, pero siempre puede pasarle la pasta y hacer que
alguien le siga —dijo Fox.
—Si es así, le estaremos esperando.
Fox se alisó el cuello de su camisa blanca ele seda bordada.
—Weir también podría apostarse en el tejado de la casa con un fusil de mira
infrarroja y llenarnos de plomo al pobre infeliz. Si tira cuando rompen las olas ni
siquiera oiremos los disparos.
—Tenemos su casa y su despacho vigilados —repuso Reed—. Si aparece por la
playa reevaluamos la situación.
Lo que no le dijo es que Robin había llamado al bufete de Weir para interesarse
por sus servicios. La secretaria apuntó el nombre falso que le dio y le dijo que el
señor Weir estaría reunido todo el día pero le haría llegar el mensaje.
—¿Reevaluar la situación? —dijo Reed—. ¿Abortar el plan, quieres decir?
—Reevaluar la situación, digo.
~347~
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—La Costa es una playa privada, Moses. ¿Cómo vais a colaros sin llamar la
atención?
A Reed se le hinchó el cuello.
—¿A qué viene ese derrotismo?
—Yo lo llamo realismo, Moses. Y toma nota porque es el secreto de la longevidad.
—Un vecino nos presta su casa y tendremos una unidad de incógnito aparcada al
otro lado de la autopista: está todo controlado. Ahora ya conoces el plan: tú decides.
Fox deslizó un dedo por la esfera plateada de su reloj de escritorio.
—Son las cuatro —dijo—. ¿Quién nos dice que Weir no se ha adelantado y nos
espera allí escondido?
—Estamos en ello, Aaron —le tranquilizó Milo.
—Vale, vale —cedió por fin—. Así que un vecino de Malibú os deja su casa... Pues
sí que estáis bien relacionados. ¿Y se puede saber quién es?
—Un conocido del doctor Delaware.
Fox se desperezó y en sus puños destellaron dos gemelos de ónix.
—Vaya, creo que el doctor Delaware y yo tendríamos que conocernos mejor. En
fin, voy a buscar los juguetitos.
—¡Menudo despacho! —exclamó Milo en cuanto hubo salido—. No creo que tu
hermano añore mucho el funcionariado.
El despacho de Fox estaba en San Vicente con Wilshire, al sureste de Beverly Hills.
Lo había decorado con sillas muy finas tapizadas de cuero italiano, litografías
cubistas y acabados de cromo, latón y cristal. Era un inmueble de dos plantas de los
años veinte, uno de los últimos vestigios de lo que en otro tiempo fue una calle
tranquila de un barrio residencial, que ahora compartía con edificios comerciales y de
oficinas.
Fox administraba el «negocio» en el otrora dormitorio principal de la mansión,
una estancia amplia y luminosa que daba al jardín de cactus de la parte trasera y
disponía de paneles de aislamiento acústico bajo el fieltro gris marengo que recubría
las paredes. El reino del «ocio» —sus aposentos— se encontraba en el segundo piso,
al que se accedía por una escalera de caracol de teca rescatada con toda probabilidad
de algún yate desahuciado.
—Seguro que deduce los gastos del edificio entero —dijo Reed—. Es un artista a la
hora de desgravar.
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—Lleva una camisa azul con botones blancos recién comprada —le informó Reed
—. Cortesía de su abogada.
—Pensaba que Wallenburg se dedicaba al derecho corporativo —dijo Fox—. ¿De
qué conoce a Huck?
—Es una historia muy larga —repuso Milo—. ¿Has trabajado alguna vez para
ella?
—¡Qué más quisiera...! Oye, si esto sale bien igual podríais recomendarme para
que me pase algún caso de los suyos, a ver si doy el campanazo con otro escándalo
Enron-Worldcom.
—¿Si esto sale bien igual podríais...? —coreó Reed con sorna.
—Mira, Moses, yo os deseo lo mejor, pero una cosa es la electrónica y otra es el
factor humano —replicó Fox—. Cuando uso estos juguetitos soy yo quien lleva la
batuta: o los llevo yo o se los confío a algún especialista. Yo para estos trabajos suelo
reclutar a ex agentes especiales; vosotros vais a trabajar con un lunático.
—Está muy motivado —adujo Reed.
—De buenas intenciones, etcétera etcétera.
—Algún día tendrán que empedrar el cielo —terció Milo.
—Si tú lo dices...
En cuanto le explicamos el plan, Travis Huck cambió por completo de conducta.
Sus miedos se evaporaron por arte de magia y se le dibujó en la cara una sonrisa tan
grande que casi le disimulaba la boca contrahecha. Yo me preguntaba si en su
concepto del cielo se incluiría la posibilidad de una ascensión inminente, pero no dije
nada. ¿De qué habría servido?
—¿Seguro que no me necesitáis para nada más que esperar aquí sentado y
supervisar la grabación? —agregó Fox.
—Seguro —aseveró Milo.
—¡Pues vaya!
—Si quieres acción, siempre puedes volver al cuerpo y hacer un trabajo de verdad.
—¡Cómo no se me habrá ocurrido antes...! Por cierto, que de cobrarle mis horas al
departamento o pedirle un seguro por el equipo ya me puedo ir olvidando, ¿no?
—Los desperfectos del equipo te los cubro yo personalmente —dijo Milo—.
Además, si todo acaba bien podrás cobrarle a Simone la pasta que te debe.
—No te preocupes, que se la cobraré. Por las buenas o por las malas.
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XLI
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El mobiliario no está a la altura. Son los vestigios del que había en la casa cuando
era un «chiringuito playero» corriente y moliente, en su mayor parte muebles
funcionales de ratán, mimbre y madera maciza. Parecen los artículos de la tienda de
muebles de segunda mano donde probablemente acabarán y están dispuestos al
desgaire sobre alfombras orientales de colores desvaídos hechas a máquina y algo
maltratadas por la humedad. En la cocina apenas caben dos personas de pie. Parece
un milagro que hayan logrado meter ahí dentro un frigorífico Sub-Zero de acero
inoxidable y una encimera de granito violáceo.
La decoración es lo de menos esta noche, claro, y tampoco debe de importar
mucho cualquier otra noche, dado el magnífico panorama del Pacífico que se
extiende al otro lado de las puertas de vidrio correderas de la galería oeste.
Las puertas están abiertas, el océano ruge y por encima del alero de la terraza
distingo alguna que otra estrella.
Mis ojos regresan rápidamente a la pantalla, cuyo mundo en miniatura permanece
inerte. Palpo la superficie suave y encerada de la mesa. No está mal. Tal vez sea
cierto que la «rescataron» de un monasterio de la Toscana, como asegura la actual
inquilina, que al parecer vive aquí de gorra. El dueño de la casa es su hermano, una
estrella del rock de origen británico que acaba de reunir a su antiguo grupo parar irse
de gira y está tocando por Europa. Moe Reed cree que soy yo quien ha encontrado la
casa, pero el verdadero mérito es de Robin, que hace años le hizo una reparación a la
guitarra del músico, que estaba empezando y tuvo que pagársela a plazos.
Actualmente la casa de Malibú comparte su cartera inmobiliaria con las de Bel Air,
Napa, Aspen y el pisito que tiene en el San Remo, al oeste de Central Park.
Su hermana es una mujer de cincuenta y tres años que, según dice, trabaja como
«asistente de producción» y se llama Nonie. Ni siquiera se ha molestado en decirnos
su apellido, como si fuera un honor que ninguno de nosotros se merece. Es alta, tiene
el pelo rubio platino y la piel tostada por el sol. Su blusa corta revela un ombligo en
el que no debiera haberse puesto un piercing. Es evidente lo mucho que se esfuerza
por parecer una treintañera; no ha hecho otra cosa desde hace años.
La frialdad con que nos ha recibido delata la opinión que le merecemos: la función
de la policía no está muy por encima de la de un estropajo séptico, y Milo, Reed, Fox
y un servidor deberíamos agradecerle con una genuflexión cada diez segundos el
privilegio de usar la casa en la que vive de prestado.
Su actitud no le habría gustado nada al dueño de la casa, que cuando habló con
Robin por teléfono desde Lisboa tachó a su hermana de «gorrona insufrible» y se
avino de buen grado a dejarnos su casa.
—Gracias, Gordie.
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Nos dan las ocho de la tarde pasadas. Las ocho y cinco, y diez, y doce...
Comenzamos a preguntarnos si el plan va a fracasar, pero la puerta del garaje
abierta es buena señal, y a ella nos aferramos.
Las ocho y cuarto. Huck no parece impacientarse. Ahora que lo pienso, tampoco
lleva reloj.
El momento esperado llega a las ocho y dieciséis, con la brusquedad y
discordancia de un ataque al corazón.
Moe Reed es el primero en verla y nos la señala en la pantalla, levitando casi de
tensión sobre su silla.
Simone Vander ha aparecido en la playa como por ensalmo. La cámara que Travis
Huck lleva en el botón capta el avance aéreo de su figura esbelta, que por un instante
se me antoja la de una sirena surgiendo de las aguas.
A medida que se acerca la bolsa que lleva en la mano va tomando forma. Es un
bolsón grande de papel con el logo de Trader Joe's. Por el momento, todo marcha
según el plan.
Reparo en que la ropa de Simone está seca. Puede que haya venido caminando
sobre las aguas, como un mesías.
Ahora llega bordeando el agua con la melena al viento, hollando la arena con sus
pies descalzos. Es una chica escuálida, pero camina con garbo y seguridad, sin prisas,
meneando la bolsa en una mano como una niña rica sin ninguna preocupación que
pasea de noche por su playa privada.
Huck la espera allí plantado.
—¿De dónde coño ha salido? —dice Milo.
—No sé —contesta Aaron Fox—. Los primeros planos son fabulosos pero a cierta
distancia la imagen pierde definición.
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Como para ilustrar las prestaciones de la cámara, Simone se detiene a cinco metros
de Huck para mirarle y sus facciones adquieren una sorprendente nitidez. Tal vez
esté un poco más tensa de lo que aparentaban sus andares. Tiene los huesos más
marcados de lo que recordaba y el verde de la imagen no la favorece mucho.
Aun así, es guapa.
Lleva un modelito de diseño: vaqueros de talle bajo atomizados, blusa oscura con
el vientre al aire, varias esclavas y grandes pendientes de aro.
En el ombligo luce dos piercings. La brisa le aparta un mechón de pelo de la oreja
izquierda, revelando el brillo de un diamante solitario en mitad del lóbulo. La
resolución de la cámara es verdaderamente buena.
Huck sigue ahí plantado y Simone tampoco se mueve durante unos segundos.
—Travis —dice por fin.
El sonido es un tanto áspero y la voz tiene un deje agudo, distante, sordo, como si
estuviera hablando con la boca llena de merengue. O de sangre.
—Simone.
—¿Adónde vas a ir?
—Eso no importa.
Simone sonríe y se acerca un poco, balanceando la bolsa.
—Pobre Travis.
—Pobre Kelvin.
El comentario le hiela la sonrisa.
—Tu amiguito Kelvin.
—Tu hermanito Kelvin.
—Medio hermano —le corrige.
—Y medio perro amarillo —agrega Huck.
Simone da un respingo y entorna los ojos, haciendo memoria para averiguar
dónde ha oído eso.
—No sabía que fueras racista.
—Te lo oí decir a ti, Simone.
Algo ha cambiado en su voz. Se ha hecho más profunda, más rígida. Fox es el
primero que repara en ello.
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—Esto se está calentando —observa—. Si arremete contra ella estamos muy lejos
para intervenir.
Nadie responde.
—Así que me has estado espiando —dice Simone.
—Sí.
La confesión descarada le arranca una carcajada a Simone.
—Ya veo. Te pegué cuatro polvos y aún no te has recuperado.
—Cinco.
—El último no cuenta, payaso. Para llamarlo polvo tendrías que meterla antes de
correrte.
Simone ríe ahora con más ganas, pero una ola mitiga la parte final de su cruel
regocijo.
Se ha acercado un poco más.
—Eres un tarado, Travis, un payaso tarado.
—Ya lo sé.
Esta vez la mansa conformidad de Huck la enfurece y sus ojos se transforman en
dos incisiones quirúrgicas. La chica se detiene, se hunde un poco en la arena y
cambia de postura para pisar un terreno más firme. La bolsa se balancea todavía más.
—¿Crees que vas a dejar de ser un payaso por el hecho de admitirlo? ¿Son ésas las
memeces que te enseñaron en la clínica de desintoxicación?
Huck no se molesta en responder.
—Eres un payaso, un tarado, un aborto mongoloide —se ensaña Simone—. ¿Crees
que puedes jugar conmigo? Si he venido es porque te tengo lástima. ¿Sabes qué es lo
primero que vas a hacer cuando te dé la pasta?
Silencio.
—A ver si lo adivinas, soplapollas.
Silencio.
Simone se atusa el pelo y coge la bolsa con ambas manos.
—Lo primero que vas a hacer es meterte hasta el último centavo por la nariz o por
la vena, y con un poco de suerte para los dos la cascarás de una sobredosis
descomunal. ¿Qué te parece? ¿No sería la mejor solución para todos, cariño?
Huck no responde. El agua se desliza por la arena, lamiéndole los pies.
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XLII
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Me asomo por la rendija de la puerta, donde apenas cabría una persona de lado.
No se ve nada. El cuarto está a oscuras y no medirá mucho más que el metro escaso
que separa el tabique de la puerta. Se debió de abrir con el viento hace mucho
tiempo.
Para asegurarme, la abro de un golpe.
Y me topo con un ocho negro en las narices: la boca de una escopeta de dos
cañones.
Al otro lado distingo una cara entre fláccida y artificialmente tirante. No tiene un
solo pelo, ni siquiera en las cejas o en las pestañas.
A la luz indirecta que lo ilumina parece una máscara.
Va rapado, tiene los ojos claros y lleva una camiseta negra sudada y zapatillas de
deporte. En uno de los dedos que apresan el gatillo veo relucir un enorme anillo de
diamante.
La culata es de una madera brillante y nudosa; por el grabado de las placas
metálicas deduzco que se trata de una pieza de coleccionista, un arma mil veces
mejor que la que usaba mi padre para sus masacres de pájaros. Debe de ser una de
las escopetas raras de las que Simon Vander se deshizo a instancias de su mujer.
El anillo de brillantes de Buddy Weir rota a medida que el dedo se tensa sobre el
gatillo.
—Tranquilo —alcanzo a decir.
Weir resolla y suda copiosamente. Es un tipo de aspecto amable un poco cargado
de hombros y exhala un olor sulfuroso característico: el olor del miedo.
Un hombre asustado puede ser más peligroso que uno furioso.
Sus ojos pálidos se posan un momento en la escena que se desarrolla en la playa, a
mis espaldas. Parece a punto de romper a llorar.
El anillo rota de nuevo, el cañón se acerca hasta detenerse a unos centímetros de
mi nariz y por alguna extraña razón se apodera de mí una maravillosa indiferencia
mientras me oigo decir:
—Ése es el ojo malo —le digo.
La confusión le paraliza el dedo.
—Eres diestro de mano pero de la vista puede que seas zurdo. Cierra un ojo, luego
el otro y mira con cuál de los dos me muevo menos. Y deja de hacerle ascos al
chisme, a las escopetas se las trata con cariño. Inclínate sobre ella, abrázala, fúndete
con ella... Vamos, guiña uno y otro ojo, a ver de qué lado cojeas.
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Weir me mira con sorna y aire de superioridad, pero sus ojos se pliegan
inconscientemente a mi mandato y la escopeta le tiembla entre las manos.
Me agacho y le encajo un puñetazo con todas mis fuerzas en la base del estómago,
seguido de la patada más malintencionada de mi repertorio, directa a la entrepierna.
Weir se dobla con un grito ahogado y alza el cañón de la escopeta.
Al instante resuena un disparo y cruje la madera astillada.
Weir sigue retorciéndose de dolor mientras yo junto las manos y con todo mi peso
le asesto un golpe en mitad de la nuca que le derriba sobre la arena. Como no ha
dejado ir la escopeta le piso el brazo con todas mis fuerzas y oigo cómo se quiebran
un par de huesos antes de que la suelte.
Una preciosa escopeta de caza, probablemente italiana. La madera es de nogal de
primera y los grabados del metal representan a cazadores renacentistas acechando a
bestias mitológicas.
Weir gime lastimeramente. Después me dirán que le he hecho añicos el cúbito y su
brazo no volverá a ser el mismo. Le veo estremecerse de dolor y me permito un
momento de satisfacción inconfesable.
Milo, que ha oído el disparo de la escopeta, llega a la carrera, pistola en mano. Da
la vuelta a Weir de un puntapié y se sirve de un cordel de plástico para atarle las
muñecas y los tobillos.
Ya se oye el ulular de la sirena. El servicio de emergencias médicas de Malibú ha
enviado una ambulancia con una sola camilla, y Travis Huck tiene prioridad.
Weir tendrá que esperar y sufrir un poco más. Mala suerte.
Entre sus gimoteos distingo un ruido proveniente del otro lado del tabique.
Unos golpes sordos que el fragor de la marea alta habría velado por completo.
Milo también los ha oído: con su nueve milímetros apunta hacia la puerta, se
detiene, echa un vistazo al interior y entra. Yo le sigo.
El hedor de las heces, la orina y el vómito es insoportable. Apoyado contra una
columna de cemento está el niño, envuelto en bolsas negras de basura atadas con hilo
de nailon como un pedazo de carne para estofar. La venda que le cubre los ojos es de
muselina negra y la bola que le han embutido en la boca de un naranja chillón.
Respira por la nariz, pero la tiene repleta de mocos. Lleva la cabeza afeitada.
Con sus piececitos desnudos sigue dando patadas contra la pared de
contrachapado del zulo, que no mide ni medio metro cuadrado. Los asesinos
convictos disfrutan de más espacio.
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Corremos a liberarle. Milo llega antes a su lado, le llama por el nombre y le dice
que está a salvo, que todo va bien. Al arrancarle la venda Kelvin Vander nos mira
con sus ojos almendrados.
No llora. Está en otro mundo.
Cuando le acaricio la mejilla, el crío se pone a chillar como un mapache atrapado.
—Todo va bien, hijo —le tranquiliza Milo—. No tienes por qué preocuparte, ya
estás a salvo.
El crío le clava sus ojazos sagaces y estudiosos. En las mejillas luce marcas de
dedos, verdugones, cortes.
Pero aún conserva ambas manos.
—Todo va bien, hijo —le dice Milo, ladeando la cabeza para esquivarle la mirada.
Y disimular la mentira.
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XLIII
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veintidós, prostitutas ambas que habían trabajado por los alrededores del
aeropuerto. La noticia no captó ni un segundo de atención mediática y el
departamento tampoco quiso convocar una rueda de prensa.
La relación de cada una de las víctimas con Weir y Simone respondía a un patrón
secuencial tan regular que, por fuerza, había sido premeditado: intercambio inicial de
dinero, participación inicial voluntaria, cambio paulatino al uso de la mordaza, sogas
en pies y manos, tortura y muerte por estrangulamiento. Había también primeros
planos de un par de podaderas de mango verde junto a los cadáveres. Unas veces las
sostenía Weir y otras Simone.
Huesos.
Milo no era tan ingenuo para pensar en términos de final feliz, y la llamada de la
jefatura para asignarle la revisión de cinco casos en punto muerto acabó de sumirlo
en un estado de reflexivo descontento.
Moe Reed pidió un traslado a la comisaría del distrito Oeste, pero una orden de
los superiores para que hiciera algo más por esclarecer la desaparición de Caitlin
Frostig le mantuvo atado a la de Venice. Me llamó para ver si podía echarle un cable
y quedé con él para revisar el caso, pero yo tenía la cabeza en otra parte.
***
Una tarde, mientras iba a la comisaria para presentar mi informe corregido sobre
los asesinatos de la marisma, vi por la calle a Reed caminando de la mano con la
doctora Liz Wilkinson. Los dos reían de buena gana. Hasta ese momento apenas
había visto al joven agente esbozar media sonrisa.
Aquella noche llevé a Robin a cenar al Hotel Bel-Air, y lució su perla.
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Cuando fui a visitarle lo encontré en paz, con el rostro tan manso y sereno que
apenas se le notaba el cansancio. El personal de enfermería lo había elegido por
unanimidad el paciente del mes. En una sala tan concurrida lo que más se aprecia es
la docilidad.
Huck veía mucha tele, leía y releía sus siete tomos de Harry Potter y comía parte
de la fruta y los dulces que le hacía llegar Debora Wallenburg por un servicio de
mensajería y que él distribuía entre el resto de enfermos.
Wallenburg se ofreció como fiscal para el juicio de Buddy Weir, pero John Nguyen
declinó la oferta con gran deferencia y me confió que al hacerlo seguramente había
«jodido cualquier posibilidad de pasarme al derecho privado».
Una vez me crucé con Kelly Vander y Larry Brackle, que acababan de salir de la
habitación de Huck. Kelly se puso roja como un tomate y pasó a mi lado como una
exhalación; Brackle se detuvo y por un momento me dio la impresión de que quería
decirme algo, pero me limité a sonreírle y el hombre salió corriendo detrás de su
mujer.
El vigilante del hospital que hacía guardia junto a la puerta de Huck cuando tenía
tiempo se apresuró a saludarme:
—Hola doctor. Cuando me ha dicho quién era —señaló hacia atrás con el pulgar—
no la iba a dejar entrar, pero el señor Huck me ha dicho que podía pasar. Le he
revisado el bolso y como no he encontrado nada sospechoso...
—¿Cuánto rato han pasado con él?
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Fin
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