Tomas Rueda
Tomas Rueda
Tomas Rueda
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Prlogo
En la Coleccin Austral -pulcra y accesible, universal y espaolsima- se reimprime, con ttulo ms concreto, este ensayo novelesco mo sobre El Licenciado Vidriera, de Cervantes. El nombre de Toms Rueda abre siempre, para m, perspectivas ilimitadas de ideal. De la realidad pasamos, en esta novela de Cervantes, al pleno ensueo. Y tal vez ese ensueo es la ms autntica realidad. Cundo era ms autntico Toms Rueda, ms de s, ms humano: siendo loco o siendo cuerdo, estando enajenado o estando en su propia posesin? La novela de Cervantes es una bella sntesis de su gran obra, el Quijote. Toms Rueda equivale a Alonso Quijano. Los dos personajes viven -10- en lo irreal. Los dos acaban, melanclicamente, por volver a lo cotidiano. Pero en la sntesis -novela chica-, la esencia, por lo reducido, es acaso ms penetrante que en la creacin grande -el Quijote-. Lo que aqu se explaya en el tiempo, en el espacio y en los accidentes, all se concentra y nos da ms sensacin de aoranza por lo desconocido. Lo desconocido es el misterio de la vida. Lo sabe don Quijote? Lo sabe Toms Rueda? Lo sabemos nosotros, con toda nuestra ciencia? He dicho en otra parte, que el ms elevado de nuestros lricos, genuino manchego, paisano del soador de la Mancha, fray Luis de Len, en una de sus poesas, la oda a Felipe Ruiz, nos dice que desea partirse de la tierra y ascender al cielo para conocer, al fin, secretos que, siendo msero mortal, no puede penetrar: cmo se sostiene la tierra en el ter infinito; el porqu de los espantables terremotos; cmo se hacen los incesables flujo y reflujo; de dnde manan las fuentes y cmo se ceban los ros; de qu modo se encierra el agua en las preadas nubes y por qu fulmina el rayo y retumba el -11- trueno... Y he hecho observar que todo eso, que era arcano para el poeta, nos lo aclara hoy la ciencia. No; el misterio cala ms hondo y es ms hermtico. El gran misterio est nsito en la realidad misma que nos circuye y que no sabemos, ni sabe, en fin de cuentas, un Kant, lo que es, ni sabr nunca, con su inteligencia limitada, el hombre. Por no saberlo, para escapar a la angustia de no saberlo, se crea don Quijote una realidad suya, y se la crea Toms Rueda. S, dentro de esa realidad ficticia estn ellos seguros. S, con esa realidad pueden alentar esperanzados, al cabo. En la novela grande, en el Quijote, el hroe torna a la realidad autntica. Muere desengaado -o verdaderamente ahora engaado-. El lector ve finar definitivamente a Alonso Quijano. Ya no hay ms: se acab la tragicomedia. Pero en la novela chica, en el breve Quijote, es decir, en El Licenciado Vidriera, la congoja del lector perdura. Toms Rueda no muere. Hay algo en el arte de Cervantes que nos conmueve: las despedidas. En la vida, en cualquier vida, el -12- despedirse, despedirse para un viaje, despedirse para acaso no verse ms, es algo que puede ir de la suave melancola a la franca desesperacin. En el Quijote existen despedidas inolvidables. Don lvaro Tarfe y don Quijote, por ejemplo, se despiden. Echa uno por un camino y echa otro por camino distinto. Se haban unido momentneamente los dos hombres en un afecto sincero y ya no se vern acaso otra vez. Qu hubiramos querido nosotros? Cul hubiera sido nuestro manejo en el destino de estas dos vidas? No lo acertamos a decir. Consideramos absortos el cruce de los caminos y callamos. No sabemos cul ser el destino, recobrado ya el juicio, all lejos de Espaa, de Toms Rueda. Y cerramos el libro sintiendo viva punzada en el corazn.
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I. En Zamora o en Medina
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La casa
Pues, seor, una vez era un rey... No; no era un rey. Una vez era un gran caballero... Tampoco; no era un gran caballero. Era un valiente capitn... Tampoco; no, no era un valiente capitn. Qu era entonces? Ah, s! Una vez era un nio. Un nio que viva en una ciudad de Castilla -Valladolid, Zamora, Medina del Campo-. En esa ciudad este nio moraba en un hermoso casern de piedra. Los muros son de piedra, herreros han golpeado con sus martillos los hierros de los balcones y han hecho de ellos lindos barandales; encima de la puerta hay un escudo de piedra. Entremos en la casa: se ve primero en ella un ancho zagun; luego, por la espaciosa escalera, se sube a unas amplias habitaciones. Antes, en esta casa, se vean ramos de flores encima de las mesas y de los escritorios; ahora, hace ya tiempo que nadie -16- corta flores en el huerto. El huerto est detrs de la casa; crecen, en sus viales y arriates, rosales, jazmineros, adelfos. Cortaban las flores unas manos blancas y finas. Con mucho cuidado unan en un haz las rosas y los jazmines. De cuando en cuando, una rosa, un jazmn, eran olidos suavemente. Despus, hecho ya el ramo, era subido a las estancias de lo alto y era puesto en un lindo bcaro de cristal. Qu bien ola toda la sala con estas flores! Amad las flores: amad las rosas, los claveles o jazmines, o los nardos. Andando el tiempo, en vuestras alegras y en vuestras tristezas, las flores pondrn un matiz de consuelo o de exaltacin. Unas flores reirn con vosotros -en da feliz-, o unas flores llorarn con vosotros -en da funesto-. Pero sigamos con nuestro cuento. Las bellas manos que cortaban las flores del huerto han desaparecido ya hace aos. Hoy slo vive en la casa un seor y un nio. El nio es chiquito, pero ya anda solo por la casa, por el jardn, por la calle. No se sabe lo que tiene el caballero que habita en esta casa. No cuida del nio; desde -17- que muri la madre, este chico parece abandonado de todos. Quin se acordar de l? El caballero -su padre- va y viene a largas caceras; pasa temporadas fuera de casa; luego vienen otros seores y se encierran con l en otra estancia, se oyen discusiones furiosas, gritos. El caballero, muchos das, en la mesa regaa violentamente a los criados, da fuertes puetazos, se exalta. El nio, en un extremo, lejos de l, le mira fijamente, sin hablar. Qu extraa es esta casa! Un da ha desaparecido del saln un magnfico escritorio con labores de plata y ncar. A dnde se lo habrn llevado? No era aqu donde la madre guardaba sus labores, sus joyas? Otro da han descolgado los tapices y se los han
llevado tambin. Ya el nio no ver un anciano de barbas blancas, tan bondadoso, que l vea siempre en uno de esos tapices. Otra vez han formado en la biblioteca grandes montones en el suelo, con libros, y despus los han colocado en espuertas y los han bajado a la calle, donde esperaban unos carros. El nio, en esta estancia, pasaba largas horas, olvidado de todos, -18- desdeado por todos, l vena aqu, y con un ancho libro sobre la mesa, iba pasando las hojas con cuidadito y viendo las estampas. Ya no ver el nio ni el escritorio -que abra y cerraba mam-, ni el anciano con la barba blanca del tapiz, ni el libro de las estampas. Otras muchas cosas se han llevado de casa. Los seores que se encierran con el padre en una de las piezas de la casa, gritan cada vez ms furiosos. El caballero, cada vez, tambin est en la mesa, a las horas de comer, ms mohno y ms violento...
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Mari-Juana
Alguien haba, sin embargo, hasta hace poco, en la casa, que tena para el nio momentos de ternura. Era Mari-Juana. Mari-Juana rea como loca, a carcajadas presurosas y argentinas. Mari-Juana tena unos brazos fuertes y unos carrillos encendidos. Cuando se mova violentamente Mari-Juana, le retemblaba un poquito la gruesa barbilla que acababa de redondear su rostro. Al hablar Mari-Juana, se haca una luz de jovialidad y de salud en toda la estancia. A veces coga al nio en sus brazos, lo levantaba en vilo y lo besaba ruidosamente: Jess, qu nio tan bonico!, sola exclamar a voces. Al nio le gustaba extremadamente este momento en que, desprendido de tierra por un impulso tremendo, suba por el aire hasta la cara de MariJuana; l no deca nada; pero se dejaba traer y llevar sumisamente por Mari-Juana. -20Pero este nio no dice nunca nada!, exclamaba tambin a menudo la moza. El nio no deca nada; mas senta un mudo cario por Mari-Juana. Desde el alba hasta medianoche, la moza andaba y vena por la casa. Lo recorra todo y lo escudriaba todo. No podan los dems criados hurtar ni desaguisar nada. Todo lo llevaba en orden MariJuana. Limpiaba y arreglaba los muebles; tena limpio y reluciente el comedor; no faltaba nada en la despensa; no desapareca el aceite de las tinajas, ni disminuan inslitamente los bastimentos... Y, de cuando en cuando, resonaban en la casa las carcajadas precursoras y sonoras de Mari-Juana. Y otras veces, cuando el nio estaba en la biblioteca abstrado sobre una estampa, de pronto senta unas manos sobre sus ojos. l no se asustaba; ya saba que era Mari-Juana; pero, desde el primer da, la conoci por las recias tumbagas de oro que estas manos llevaban en los dedos. No lo hemos dicho? S, s. Mari-Juana no tena ms que un defecto: era aficionada a las joyas, a los trajes vistosos. En sus manos -21- llevaba unos anillos de oro, y los colores de su traje eran los ms llamativos. Una noche, al acostarlo, Mari-Juana dio al nio ms besos que de costumbre; los ojos de Mari-Juana estaban enrojecidos. Besaba al nio y no rea. Al da siguiente no estaba Mari-Juana en la casa. Nunca ms vio el nio a MariJuana.
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En el sobrado
Qu impresin os producen los tejados, los tejados de una vieja ciudad, de una populosa ciudad? Cuando nios, hemos subido -acaso- a las falsas de la casa. Hemos subido, no acaso, sino seguramente. Conocemos todas las piezas de la casa: las salas, los reducidos gabinetes, los corredores que tienen una puertecita, la cocina, la despensa, los patios. Por todas estas dependencias circula la vida y la animacin, en todas hay ms o menos ruido; por todas se pasa y se repasa durante el da. Pero all arriba, en lo alto de la casa, existen unas vastas estancias, a las que slo se sube de raro en raro. Las paredes no estn enlucidas, como las cmaras y gabinetes de abajo; se las ha dejado toscas, con burujones y entrantes y salientes de yeso; de alguno de sus mechinales, o agujeros, cuando llega el crepsculo de la tarde, sale silencioso un murcilago. -26- No es mucha la luz del sobrado. El techo muestra sus vigamientos. Trastos de todas clases reposan aqu, amontonados y revueltos. (Aqu estn esos bales velludos, repletos de papeles y libros, que algn da revolvemos.) Los ruidos de la casa, apenas si se perciben desde estos parajes. No entra aqu la vida rumorosa e incesante. Todo est en silencio. Cuando revolvemos un poco los muebles, el polvo que flota en el aire forma una cuadrada y brillante columna en el rayo del sol que entra por la ventana. Por la ventanita se ven los tejados de la ciudad. En nuestros aos de muchacho los hemos contemplado muchas veces. Entre la multitud de las techumbres surgen las torres, las cpulas, los altos paredones de los recios edificios. Aqu unos cipreses asoman sus cimas agudas; surgen del patio de un convento. All se ve un pedazo de galera con arcos, y paseando por ella, lentamente, una figurita humana. Ms lejos, en una azotea, extienden unas ropas blancas. Los tejados se acaban, llegan hasta el lmite de la ciudad. Luego se ve la franja verde -27- de la huerta, y ms lejos, cerrando el horizonte, una larga montaa azul, que casi se confunde con el azul del cielo. El nio de nuestro cuento ha subido -como nosotros- al sobrado. l guardar, durante toda su vida, este recuerdo de los ratos pasados en lo alto de la casa, asomado a la ventanita. Una honda emocin le sobrecoger luego al pensar en esos momentos. Ahora su espritu -sin darse cuenta- recoge vidamente el espectculo de los tejados, de la ciudad, del campo lejano, de la montaa remota. Y luego, este silencio, slo roto de tarde en tarde por el cacareo de un gallo, por el aullido de un perro; esta quietud de las cosas que aqu reposan y que ya han cumplido su misin en la vida; este indefinible misterio, que contribuye a formar el silencio, la soledad y la lejana... Nuestro corretear por la ciudad se mezcla algunas veces a los juegos ruidosos de los dems muchachos; acaso ha trepado tambin a los rboles y ha tirado piedras, pero...
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El mohn
Pero algo hay en l que no hay en los dems muchachos. Cuando viva mam, un da le sentaron en un silln y le dijeron que se estuviera quietecito. Un seor, delante de l, comenz a poner colores diversos encima de un pedazo de cobre. A los tres o cuatro das el retrato estaba hecho. El nio tena los ojos negros, y negro y brillante el pelo. Su cara era de un ligero color moreno. No haba nada en ella de extraordinario. No haba nada para un observador vulgar. Mas y este mohn ligero que, si nos fijamos bien, notamos en esta faz infantil? Y esta breve mueca que, al pronto, una vez observada, no sabemos de qu es? Los labios estn un poco salientes y, a la vez, como apretados, y en la frente, entre las dos cejas, se ve una suave contraccin. S, decididamente, en este mohn hay algo de meditacin y de melancola. -29- Este nio lleva en la cara escrito su destino. Retratos de nios, retratos desconocidos, retratos en que vemos esta mueca instintiva y congnita: sois ms elocuentes vosotros que todos los libros, vosotros revelis el arcano de una existencia futura; en vosotros est en germen el porvenir de incertidumbre, de angustia y de melancola. El mohn de nuestro nio nos explica sus instantes de silencio y de contemplacin en la ventanita del sobrado, sus das de olvido en el ancho casern, su ensimismamiento sobre las estampas de los libros, el recuerdo de Mari-Juana, la ternura de la mam, que cortaba flores en el huerto, sus llantos inexplicables, su sensibilidad fina y morbosa.
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cmicos han trabajado a maravilla. El pblico rea a carcajadas, con las ingeniosidades del gracioso. Los aplausos han sido, principalmente, para l. Era ya de noche cuando ha acabado la funcin. La multitud se ha dispersado. Entonces, nuestro nio, vagando al azar por los alrededores del casern en que se ha representado la farsa, se ha detenido en una callejuela desierta, ante una ventanita. Se vea reducida estancia, iluminada dbilmente. Un hombre estaba sentado en una silla y junto a l haba una mujer llorando. Dos nios se hallaban -32- tambin en la estancia, al lado del hombre y de la mujer. El hombre era el gracioso de la comedia. Se hallaba intensamente plido; se pona la mano sobre el pecho, como queriendo contener algo, y daba, de cuando en cuando, un hondo suspiro. La mujer lloraba, lloraba en silencio y le pasaba la mano, suavemente, al hombre, por la frente y por la cabeza. Alguna vez apoy su cara sobre la frente del hombre y estuvo as un momento. Ah, este hombre plido, este hombre que re y sufre! Este hombre ve ya a esta mujer, sola, y a estos nios, solos; a esta mujer, tan buena, desamparada, y a estos nios, sus hijos, desamparados. No puede rer, y tiene que rer. Dentro de poco, qu ser de esta mujer y de estos nios? Estas manos que ahora a l le acarician con tanto amor, qu harn? Nuestro nio no ha comprendido nada ahora. Lo comprender ms tarde. Ahora ha mirado un momento por esta ventanita, y luego se ha marchado.
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III. En la Olmeda
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Lorenzo
En qu habamos quedado? Dnde estbamos? Esperad un poquito... Ah, s! Quedbamos en que el nio, nuestro nio, se aburre en el vasto casern o divagando por las callejuelas de la ciudad. Hace mucho tiempo que no vea a pap; se haba marchado a Madrid. (All todos los das iba a los patios de Palacio y pretenda ver al rey..., pero no lo vea.) Un da, al cabo de algn tiempo, Lorenzo... Pero quin es Lorenzo? Detengmonos otro poquito. Lorenzo es el cachicn de la Olmeda. La Olmeda es una casa de campo que la familia tiene -es decir, tena- a tres o cuatro leguas de la ciudad. La Olmeda ha sido de los tatarabuelos y de los padres de este nio. Hace un ao que la compr Lorenzo. Lorenzo es hijo de Lorenzo y nieto de Lorenzo. Todos han sido cachicanes en la Olmeda. Este Lorenzo de ahora es un hombre ya -36- viejecito; casi tiemblan sus manos. Cuando muri mam, estuvo mucho tiempo enfermo; l la haba tenido chiquitina en sus rodillas, l le llevaba todos los aos un panal de miel dorada de romero. Un panal? No haba primor en el campo que Lorenzo no se apresurara a llevar a mam. Cuando la Olmeda iba a pasar a otras manos, cuando iba a salir de la familia, Lorenzo hizo un esfuerzo y se qued con ella. De cuando en cuando iba el cachicn a la ciudad; all coga al nio y crea ver en sus ojos los ojos de mam. No poda ya llorar
Lorenzo; sus ojos estaban secos; pero cmo temblaban sus manos cuando acariciaban las mejillas del nio! Ha venido Lorenzo y le han dicho a nuestro nio que pap ya no volva. Despus le han vestido un traje negro. No se poda estar ya ms en la casa. (La casa estaba ya casi vaca de muebles.) Haba que ir a la Olmeda. Lorenzo y el nio han montado en un carro y han salido de la ciudad. Algunas veces ha hecho el nio este viaje; pero ahora no lo hace lo mismo que otras veces. La maana est clara, radiante. El -37- camino est solitario. Las montaas remotas parecen de porcelana azul. Las hojas de los lamos temblotean ligeramente como con alegra. All a lo lejos, al pie de aquel recuesto pardo, no asoma la techumbre de una casa entre la verdura de los rboles? Pues aquello es la Olmeda.
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La Olmeda
La Olmeda tiene delante de la puerta, derechitos, rectos, dos lios de gruesos olmos. El zagun de la casa es ancho; las habitaciones son claras y espaciosas. Qu diris que ha visto el nio cuando ha entrado en el cuarto que para l estaba destinado? Pues... el escritorio de mam. All, junto a una ventana, tan pulido y primoroso, estaba este escritorio en que mam guardaba sus papeles; estos cajoncitos tan lindos, las manos blancas y puras de mam los abran y cerraban. Cuando los muebles de la casa de la ciudad comenzaron a ser sacados, Lorenzo no quiso que este escritorio fuera a parar a gentes extraas. Lorenzo lo trajo a la Olmeda; es decir, lo hizo comprar por tercera persona, y, sin que lo supiera nadie, un da se lo trajo en su carro a esta casa. (Qu ser de este mueble andando -39- el tiempo? Cuando nuestro nio haya corrido mucho por la vida, y hayan pasado aos y aos, podr algn da abrir y cerrar los cajoncitos de este mueble como los abran y cerraban las manos blancas, las queridsimas manos blancas de antao?). No habamos dicho que el nio no sabe leer. Quin se ocupaba de l en la ciudad? Pero es necesario saber leer; Lorenzo quiere que el nio sepa leer. Ahora que el cachicn tiene aqu al nio, l har que aprenda esta cosa tan necesaria. En la Olmeda hay tiempo para todo. Las horas pasan lentamente. Qu grato es recorrer todas las dependencias de la casa! El lagar, donde se hace el vino; la almazara, donde muelen la aceituna, los alhorines, llenos de grano; el tinajero, con sus panzudas tinajas; el corral, habitado por la poblacin pintoresca y simptica de los gallos, gallinas, nades, pavos y pavones... Los pavones! Se suben a los tejados, lanzan agudos gritos; son solitarios, soberbios y caprichosos. De cuando en cuando se ve en el suelo una larga pluma con un rondel matizado maravillosamente -40- de oro y de azul... El pavn ha dejado desdeosamente su tarjeta. Todo esto es distrado; la vida es grata en la Olmeda. Pero... pero... es preciso aprender a leer. Quin le ensear al nio a leer? Atencin! Va a venir el maestro.
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El maestro
Atencin! Ya est aqu el maestro. El maestro no vive en la Olmeda, vive en una casa cercana. Todos los das, a media maana, aparece por el fondo de la alameda que hay frente a la puerta de la casa. Viene montado en un borriquito, lentamente. (Despus, cuando le conozcis, habris de perdonar lo del borriquito; l quisiera un caballo; pero...). Cuando llega a la puerta de la casa, para el borriquito y se apea el maestro; entonces vemos que una de sus piernas es de palo. El maestro saluda a los que estn esperndole sonriendo, con una mueca de malicia y de bondad. En su faz resaltan dos colores: el rojo, muy rojo, de las mejillas, y el blanco, blanco de nieve, de la barba. La barba acaba en una puntita aguda; l, de cuando en cuando, se pasa la mano por la cara, y al llegar a la punta de la barba hace un ligero gesto -42- como retorcindola. Y al mismo tiempo, al igual que un autmata, lanza una ligera y discreta exclamacin. En la cara nieve y prpura parece que distinguimos, en lo alto, dos granitos de pimienta: son los ojos. Los ojos que se abren y se cierran rpidamente y que brillan de un modo singular. Brillan cuando se percibe un grato olor de cocina, o cuando pasa una linda moza, o cuando el maestro cuenta las cosas de Flandes y de Italia. Al comenzar estas charlas de las cosas de Flandes y de Italia ya todo desaparece para el nio. No hay silabario, ni Olmeda, ni pavones, ni Lorenzo, ni mundo. No sabemos quin goza ms, si el viejo o el nio. Cuntas cosas le han pasado al maestro en Flandes y en Italia! Qu ciudades aqullas y qu vida tan regalada y esplndida! En una batalla perdi el maestro la pierna, y en una hostera de Luca pas el mes ms agradable de toda su existencia... Flandes, Italia! Lejos, muy lejos est ya la vida militar, la vida libre, expansiva, de los aos nuevos. Ahora, el maestro qu es? Qu es en estos campos, metido entre -43- labriegos, correteando por las lomas y los boscajes? En una vieja traduccin de la Eneida (hecha en Alcal, en casa de Juan Iiguez Lequerica, ao 1586), en la declaracin de los trminos esparcidos por esta traduccin, se lee lo siguiente: Faunos.-Dioses de las selvas y de los campos; dcense, por otro nombre, stiros. De los cuales escribe sant Hieronymo haber visto uno sant Antonio en el yermo. San Antonio vio uno en el yermo y aqu hay otro. Hay otro que fue un antiguo soldado y que ahora ensea a leer a un nio. Los ojuelos del fauno fulgen en la nieve y el bermelln de la cara cuando sale de la cocina un grato olor o cuando pasa una zagala. Y la imaginacin del nio se echa a volar, y vuela, vuela, cuando el maestro cuenta las cosas pasadas de Flandes y de Italia.
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Pastores
Qu ha pasado desde la ltima vez que hemos visto a nuestro muchachito castellano? Pues ha pasado... el tiempo. Han pasado los das, los meses, los aos. Han venido muchas veces las golondrinas, y se han marchado. Han cado muchas veces las hojas de los olmos, y han salido otras. (Qu bello es este paseo de olmos, en otoo, con la alfombra de hojas amarillas, bajo el cielo de plata!). El nio tiene once aos. Andando el tiempo, l recordar muy pocas cosas de estos das. Da paseos l por el campo y est muchos ratos leyendo. Lee los libros que ha encontrado en una alacena. Todos estos volmenes tienen en la guarda blanca un rengln manuscrito, que dice: Soy de Mara. La letra es grande, fina, sutil; parece que la pluma, al trazarla, ha rozado a malas penas el papel. Soy de Mara. Este volumen era de Mara; Mara -48lo ha tenido entre sus manos, lo ha ledo; ha meditado sobre sus pginas. Mara ya no existe; sus manos blancas y delicadas ya no pueden coger estos volmenes. Pero otras manos -las de un nio- toman ahora estos libros y continan, s, continan sobre sus pginas los ensueos, las dulces quimeras, las imaginaciones de Mara... Andando el tiempo, este nio se ha de acordar mucho de estas lecturas. Lecturas de poetas y de noveladores fantsticos; lecturas llenas de atencin profunda, de abstracciones de todo; lecturas -!oh Mara!, oh delicada Mara!- que hacen abrir los ojos a este nio ante el espectculo del mundo y ponen en su alma -que es la tuya, Mara- un fermento de ideal, de nerviosidad, de desasosiego, de pasin. Y cuando el nio se cansa de leer o de corretear por la casa, sale al campo y sube a las montaas. Las montaas estn detrs de la casa; es preciso atravesar hazas labradas y pradecillos para llegar a sus faldas. Luego, all arriba, est la cumbre, pelada, enhiesta. En la montaa se hallan los pastores. Con el pastor est el fiel mastn que, -49- cuando ve llegar al nio, se adelanta corriendo y le pone las patas en el pecho. Tan fuerte, tan impetuoso es el empelln al echarse sobre el nio Leal -as se llama el can-, que casi le derriba al suelo. Luego, el nio re y el mastn hace mil zalameras, retozando y gambeando en su torno. Los pastores son amigos de las nubes. All arriba no hay ms que nubes y piedras. (Y ese rbol solitario que, a veces, sale obstinadamente de entre las junturas de las piedras y que se inclina hacia el abismo? Ah! Ese rbol solitario y obstinado, ese rbol abocado al barranco, es el ms bello de todos los rboles.) Los pastores viven una vida solitaria. El silencio de estas alturas es maravilloso. El aire tiene aqu una transparencia que no tiene en ninguna parte. El agua de los hontanares, y la que queda en las quiebras de las peas de cuando llueve, parece que no existe. Tan lmpida es, que se dira que estas quiebras y estos remansos estn vacos. Pero los pastores...
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La araita en su lentisco
... Pero los pastores no hacen caso de las araas. Hacen mal los pastores. Se tiene cierta preocupacin respecto de las araas. Hay araas -lo confesamos- que son malas; su aspecto no inspira confianza. (Mas lo mismo ocurre con muchos hombres.) Sin embargo, existen muchas araas simpticas y agradables. Es preciso que nos
desprendamos de esta aversin a las araas. Las araas son los verdaderos gozadores del planeta. Caminan por la tierra, tienen viviendas subterrneas, pueden habitar debajo del aguar; nadan maravillosamente; vuelan con suavidad colgadas de un hilito. Existen araas tan originales e imaginativas, como las llamadas saltadores escnicos, que las habris visto tomando el sol en las paredes y en las maderas de las puertas, y que son a manera de leoncitos -51- que dan rpidos saltos, como los felinos. Y las buenas e inofensivas tejenarias con sus largas zancas; las buenas tejenarias que pasan, resignadas, meses enteros sin probar un bocado, replegadas en la tela de su rincn, en la cual -como en casa de escritor pobre- no cae nada? Buenas, sufridas, silenciosas tejenarias... En la montaa, las araas -algunas de las araas- tejen su tela entre las ramas de un lentisco, de un romero, de un espliego. No puede darse mayor limpieza, alio y simetra que la de las de esta linda urdimbre. Puede sentirse ufana la araita que ha tejido, poquito a poco, su red en el lentisco. Por las maanas caen unas gotas de roco en la tela y el sol les hace brillar luego, como si fueran diamantes en el garbn de una dama. El aire est embalsamado con el aroma de las plantas silvestres. Se oye un trinar de pjaros. Y en este ambiente exquisito, nico, en esta paz del campo, la araita pasa horas y horas -toda la vida- acurrucada en la tela de su lentisco. Nuestro nio, tendido en el suelo, mientras el pastor le cuenta una historia, no pierde de -52- vista la araita del lentisco. Cuando sea hombre, l se acordar del sosiego de estas montaas y de la leccin de pulcritud, de limpieza, de serenidad que ahora le est dando la araita del lentisco.
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V. Acaba la aurora
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La romera
... Sin embargo, este nio que ahora traspasa los umbrales de la casa, ya no volver a repasarlos. Da de exaltaciones es hoy. Se celebra la romera de la Virgen de los Verdes. La Virgen de los Verdes se encuentra all arriba en la montaa, en lo ms empinado y spero de ella. Qu soberbio panorama se divisa desde la cumbre! La ermita se halla rodeada de un bosquecillo de acebuches. Los rboles silvestres tienen un encanto de que carecen los domesticados y urbanos. Los allozos, los acebuches, los cabrahigos, el maguillo, la vid labrusca (es decir, almendros, olivos, higueras, manzanos, vides silvestres); todos estos rboles crecen y se expanden libre, espontneamente, gozando del cielo y del aire delgado y nutritivo. Un bosquecillo de plateados acebuches rodea la ermita. Entre la fronda de los olivos se columbran las paredes -60- blancas del santuario con un zcalo azul. Todos los aos, en septiembre, se celebra la romera de la Virgen de los Verdes. De las aldeas, de los cortijos, de los pueblos acude una copiosa muchedumbre que puebla la montaa. Hasta la noche, durante todo el da, duran las cnticas y plegarias en la ermita y los bailes y retozos al aire libre. De la Olmeda ha salido esta maana -como todos los aos- una caravana de romeros. No va en ella Lorenzo, el cachicn, porque es muy viejecito y apenas puede caminar. Va, s, nuestro mocito. Gran jornada les espera a todos. El tiempo es esplndido; apunta el otoo y ya los frutales de esta estacin estn cargados de las frutas que han de ser guardadas para las Navidades. El camino es largo. Han pasado por los Pedreales; se han detenido a tomar un bocadillo en la casa de Sern; han vadeado el ro
por el paso del Prior; en el alto de las Cornejas, ya en la montaa, han arrojado unos pedruscos en la sima que all hay, y han escuchado cmo las piedras, de tumbo en tumbo, bajaban a lo hondo y -61- se iba apagando poco a poco, sordamente, su ruido... Cuando han arribado a la cumbre, ya la ermita estaba rodeada de una compacta muchedumbre. No se poda entrar en el santuario. Resonaban dentro fervorosas imprecaciones y plegarias. De cuando en cuando se produca un profundo silencio. Y el sol claro de septiembre alumbra el panorama. All en lo hondo se ven las paredes blancas de las casitas, los cuadros sombros de los barbechos, las hazas ya labradas, los verdes claros de los herrenes, los bosquecillos de lamos que se apelotonan junto al ro.
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El carro de la farsa
Cuando, ya hombre, despus de muchos aos, ha pensado nuestro personaje en este da de su vida -da memorable, decisivo-, no ha podido acordarse sino de que, en la comida, a medioda, le hicieron beber mucho entre aplausos y carcajadas. Quiso nuestro amigo ser hombrecito; todos hemos tenido una hora (nada ms que una hora?) en nuestra niez, en nuestra adolescencia, en que hemos querido serlo. Le ponan entonces una bota panzuda entre las manos; le invitaban alegremente a empinarla, y nuestro personaje beba y beba sin tasa... Ya al segundo copioso trago, no se daba cuenta de lo que se haca. (Si hubiera estado all Lorenzo no hubiera ocurrido nada de esto. Pero estos mozos de labranza, tan bruscos, con sus bromas tan toscas...). Al despertar de su profundo ensueo, nuestro amigo sinti una profunda -63- estupefaccin: iba en un carro entre dos hombres y una mujer. La mujer iba vestida de colores chillones, con una corona dorada en la cabeza, y uno de los hombres tena en la mano una larga y blanca barba, que se pona y se quitaba prestamente. Todos rean y gritaban, y, de cuando en cuando, el hombre de la barba, en tanto que los tres callaban, pronunciaba con voz sonora una larga tirada de versos...
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Dice Cervantes
Cervantes comienza as su novela: Pasendose dos caballeros estudiantes por las riberas del Tormes, hallaron en ellas, debajo de un rbol, durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once aos, vestido como labrador; mandaron a un criado que lo despertase. Despert y preguntronle de dnde era y qu haca durmiendo en aquella soledad; a lo cual el muchacho respondi que el nombre de su tierra se le haba olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por slo que le diere estudio. Preguntronle si saba leer; respondi que s y escribir tambin.
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VI. En Salamanca
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El muro blanco
Ha ido pasando el tiempo. Poco a poco hila la vieja el copo. Ha ido pasando el tiempo, sin sentir, sin notarse, como el agua de un manso ro que parece que no se mueve y no cesa de correr. Toms Rueda, amigo nuestro, nio que saliste una maana de la Olmeda, sin saber que no ibas a volver nunca; Toms Rueda qu es lo que quedar en tu espritu de estos ocho aos pasados en Salamanca, la ciudad poblada de estudiantes? En esta ciudad hay bellas iglesias, esplndidos palacios, muchas plazas, callejuelas silenciosas. Nuestro amigo vive con unos escolares; ellos le mantienen y le proporcionan los medios de estudio. Nuestro amigo encuentra gratsimas estas horas de Salamanca. No se acuerda ya de nada. El pasado no existe. Ante l se abre el porvenir. Moran los escolares que sustentan a Rueda en una casa algo -68- apartada del centro. Tiene la casa un ancho zagun, y luego, arriba, los escolares se alojan en diversas cmaras y habitaciones. La vida que llevan en Salamanca es algo desigual y estrepitosa. Conocidas son sus alegras y sus devaneos. La casa donde moran resuena frecuentemente de su bulliciosa algarada. Nuestro amigo no toma mucha parte en estos lances y holgorios. Su habitacin se halla en lo ms alto de la casa; una mesita hay en ella con varios libros, y de un clavo penden unas modestas ropas. La mesita est enfrente de la ventana; por la ventana, se ven unos tejados pardos y un alto muro blanco. Este muro blanco, esta pared lisa y encalada, ser una de las cosas que queden en el espritu de nuestro Rueda. Imaginad una vida sencilla, solitaria y reflexiva; en esta vida, cosas, detalles y matices, inadvertidos e indiferentes para los hombres, adquirirn una significacin profunda. La pared blanca de los aos estudiantiles! El muro alto y liso de Salamanca! A las mismas horas, Toms, todos los das, se sienta ante su mesita, frente a la ventana. -69- Es a media tarde; la maana la ha pasado trajinando al servicio de sus amos y en las aulas de la Universidad. Es a media tarde; sus amos se han marchado por las riberas del Tormes; hay una profunda paz en la casa. El cielo est luminoso. En los das de cielo claro -la mayor parte del ao- esta luminosidad de Castilla es maravillosa. Ya tiene Toms toda la tarde por suya. Sentado ante la mesita, frente a la ventana, se sume en la lectura de sus amados libros. El tiempo va discurriendo suavemente. El sol, que al principio baaba vivamente el alto muro, se ha ido debilitando; poco a poco, la ancha faja de sol ha ido disminuyendo... Ya, al final de la tarde, cuando la estancia va siendo ganada por la penumbra, slo se ve, all, en lo alto de la pared, una mancha tenue, delicadsima, de un sol dorado, purpreo, violeta. Y luego viene la noche y comienzan a brillar las estrellas. Durante ocho aos, Toms ha contemplado los cambios del sol en el alto muro blanco. Ha visto sus mudanzas -imperceptibles-, segn las estaciones y segn alargaban -70- o acortaban los das. El muro blanco ha entrado en su espritu. Andando por la vida, pasados los aos y los aos, Salamanca ser para l una pared alta y lisa en que, por la tarde, da el sol. Y ser tambin otra cosa.
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La emocin de partir
Ya se van los escolares caminito de Madrid... Ya se van y ya no volvern. Tal vez no vuelvan en su vida a Salamanca. Viven muy lejos. Dnde viven? Hacia dnde van? Quince das antes de la marcha han comenzado sus preparativos estos estudiantes que ahora se disponen a emprender la marcha. Estos estudiantes son los amos de nuestro Toms; con ellos ha vivido durante ocho aos; durante ocho aos, da tras da, Toms se ha sentado en su mesita y ha visto cmo acreca, cmo amenguaba, cmo se encenda, cmo se debilitaba la claror solar que iluminaba el muro blanco. No contemplar ms esta ntida pared; otro estudiante se sentar, acaso, en la mesita; otro estudiante ver subir y desaparecer el sol en el muro. Pero este sol claro y vvido, o tenue y dorado le dir a este nuevo escolar las casas que a l le ha dicho? -78Ea, fuera sentimentalismos! En marcha! Cuando hemos arreglado ya todos nuestros brtulos; cuando est todo recogido y encerrado en los cofres y maletas, echamos una mirada por la estancia. Es para cerciorarnos de que no nos dejamos nada, o es para llevarnos en la retina, en el espritu, en el fondo de nuestro espritu, bien dentro, bien sumida, una visin ltima de estas paredes y de estos muebles, que nos han acompaado en momentos de alegra y en horas de angustia? Desde hace quince das est preparndose el viaje. Ha llegado el momento; van a llegar los arrieros con sus recuas; ya asoman por el extremo de la calle. Por ltima vez contemplamos el cuartito en que hemos vivido; los amigos nos esperan abajo, en la calle; esta buena mujer que ha cuidado de la casa durante los ocho aos, suspira y llora, los vecinos se asoman a las puertas y balcones; en una ventanita, bajo el alero de un tejado, aparece, atrada por el estrpito, la cabeza de una viejecita. Luego, al advertir de qu se trata, se retira prestamente y cierra la ventana. No es nada; muchas de estas partidas -79- de estudiantes ha visto ella; otros vendrn; otros se marcharn... La caravana se ha puesto en marcha. Han ido recorriendo las callejuelas y han salido al campo. El da estaba claro, y al subir a un terrero, desde lo alto, han contemplado, all atrs, en la lejana, la silueta de la ciudad con las torres de sus catedrales.
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El hombre junto al ro
En la lejana, enfrente -al cabo de muchos das de caminar-, otra ciudad. Cpulas y torres en el azul. La caravana se aproxima. Una calle en cuesta. Trfago de gentes, agitacin, carros, coches. Madrid. Madrid con su plaza Mayor, con el palacio, con los grandes caserones de la nobleza. Madrid: estrpito, idas y venidas. Madrid: una posada,
un cuarto chiquito y sucio, y un ruido de pasos y un clamor de voces de toda la noche. Madrid: unas tapadas que vienen a buscar a estos escolares y se van con ellos por la ciudad, y luego vuelven, y despus se tornan a marchar. Madrid: tres das de descanso en el viaje, que luego se alargan a seis, y luego a quince. En los pasillos de la posada y en las habitaciones de arriba, sigue el estrpito de voces y de pasos durante toda la noche. Entran y salen en la posada amigos y conocidos -81- de estos estudiantes; van y vienen papeles, recados; tornan y giran mandaderos que buscan a los escolares, y preguntan por ellos en lugares en los que se les dicen que estn, y no los hallan... Nuestro Toms vaga solo y a la ventura por las calles. Qu es lo que en su espritu quedar de toda esta baranda, de toda esta mezcolanza de tipos y personajes? Una maana, paseando por las orillas del Manzanares, vio un hombre sentado junto al ro. No haca nada; permaneca profundamente absorto contemplando el agua. La intensa abstraccin de este hombre, apartado del bullicio de la ciudad, fijos los ojos en la corriente de las aguas, hizo detenerse a nuestro mozo. Cosas extraas pasan en las grandes ciudades; pero sta, en su simplicidad, era una de las ms extraas de todas. Quin era este hombre? Un filsofo, o un loco? Qu haca mirando, con tan profunda atencin, correr el ro? (De noche, leo alguna historia o algn poeta; acustome con miedo de que no tengo de dormir, y sleme tan cierto que, como a cualquier reloj, me pueden preguntar -82- las horas, y si de cansado de la batalla de mis pensamientos -como el Petrarca dijo-, me duermo un poco, sueo tan prodigiosas invenciones de sombras, que me valiera ms estar despierto... Al alba salgo al Prado o me voy al ro, donde, sentado en su orilla, estoy mirando el agua, dndole imaginaciones que lleve para que nunca vuelvan. Fernando, en La Dorotea, de Lope de Vega.)
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La mujer en la llanura
Otra vez en marcha. La caravana va hacia abajo, hacia el mar. Cervantes dice que la patria de estos estudiantes era una de las mejores ciudades de Andaluca. Despus nos hace saber que tal ciudad era Mlaga. Atrs, van quedando pueblecitos y aldeas. No ocurre nada de notable en el viaje. Lo ms notable que ha ocurrido, lo nico digno de mencin, es lo que vamos a referir. Caminaban por una extensa llanura, haban salido, haca horas, de una ciudad, la campia estaba solitaria. Conforme iban caminando, se encontraron con una mujer que, sola, sin compaa ninguna, llevaba el mismo camino. No era una mujer de pueblo, ni semejaba una dama. Su talle apareca esbelto, grcil, de una tez de un moreno ambarino, fulgan unos ojos negros, centelleantes, con centellas de pasin y de -84- melancola. Toda su persona revelaba una elegante desenvoltura y un hbito de fastuosidad y de seoro. Dnde iba esta mujer, sola, por los caminos? Haba salido de una ciudad y se diriga a otra, indudablemente. Pero por qu iba desacompaada y a pie? Su traje rico y su persona delicada contrastaban con esta soledad. No dijo nada la mujer a los caminantes; un breve trecho anduvo con ellos. Llegaron todos a un cruce de caminos; la misteriosa desconocida tom por uno y la caravana sigui por otro.
Si nuestro Toms hubiera consignado en un libro los sucesos que le han acaecido durante la vida, este libro debera titularse Diario... de nada. De nada, y, sin embargo, de tanto! De nada ruidoso y excepcional, y, sin embargo, de tantos matices e incidentes que le han llegado a lo hondo del espritu! La visin de esta mujer en la llanura le han hecho ahora experimentar una honda emocin. Por qu? No lo sabramos explicar. Pero estos ojos negros y relampagueantes, esta tez morena, este seoro en el gesto y en los ademanes, y luego, por -85- otra parte, el hecho incomprensible de caminar sola y aun a la ventura, todo esto, en sumo, era algo que le atraa profundamente y que le har soar durante mucho tiempo, a lo largo de su vida.
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Lo ya visto
Se va achicando el trmino del viaje. El mar est ya prximo. Nuestro Toms no ha visto nunca el mar, y por primera vez va a verlo. Todos los estudiantes le hacen grandes encarecimientos del espectculo. No hay nada como la vista del ancho, inmenso mar. La vegetacin -desde la Espaa central hasta aqu- ha ido cambiando. Hay en el ambiente y en el paisaje un matiz de voluptuosidad y de dulzura. Atrs ha quedado la nobleza, la serenidad, la grandiosidad castellanas. Se ven bosquecillos de naranjos. Un rosal crece junto a una adelfa. Y de pronto, desde lo alto de un otero plantado de olivos, all abajo, el mar. La caravana se detiene. Oh mar latino! Oh mar, lmpido y azul! Desde lo empinado de la loma aparecas centelleante al sol, reverberando en clara lumbre, como un inmenso espejo... El azul contrastaba -87- con el gris de este bosquecillo de olivos, y todo se funda -con armona suprema en un ambiente de dulzura y de paz. Y en este minuto tan ansiado, instante nico en la vida, viendo el mar por primera vez, Toms se ha sentido presa de una sensacin extraa: esto ya lo haba visto l otra vez. Este minuto ya lo haba vivido l otra vez. La emocin de este misterioso fenmeno le oprima la garganta. Cmo era posible tal cosa? El mar estaba all, nuevo ante sus ojos, y, sin embargo, el mar lo haba l visto ya. Oh mar latino! Oh mar, claro y sereno! Los relumbres de tus aguas se perdan en la inmensidad.
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La vida
Banderitas que ondean al viento en los mstiles. Arriba, el cielo; abajo, el mar... Toms -nos dice Cervantes- ha estado en Mlaga con sus amos unos das; luego se ha despedido de ellos. Al salir de la ciudad ha encontrado a un militar con sus asistentes. Juntos han comenzado a caminar. El militar ha hablado a Toms de la vida de Italia. Por qu no se ir Toms con l? La vida militar qu grata es! Italia qu bella y qu libre! Despus de pasar por Antequera ha encontrado el capitn a sus tropas, y todos se han dirigido a Cartagena. All embarcarn. La vida que hasta llegar a este puerto han llevado todos, no poda ser ms agradable. La vida de los alojamientos -dice Cervantes- es ancha y varia, y cada da se topan cosas nuevas y gustosas. Para Toms se abra un mundo nuevo ante su vista; pareca que sus sentidos -92- despertaban. Se entregaba a todas las sensaciones: rea, cantaba, gozaba del aire, del cielo, del paisaje, de todo lo que le rodeaba. No quera ya los libros; no pasaba sobre ellos las horas. Ahora l tena la preocupacin de ser fuerte y libre. Sern eternas, siempre las mismas, las cosas de este mundo? Lo que un mozo ha experimentado en el siglo XVII lo habr experimentado otro en el XIX, y lo experimentar un tercero en el XXI? Aqu tenemos a nuestro Toms creyendo que el gran problema estriba en vivir la vida; no dice l estas cosas como las decimos ahora, pero las siente. La sabidura est en la vida y no en los libros. Nada nos ensea tanto como este ajetreo por aldeas y ciudades, como este tumultuoso trfago militar, como este ir y venir incansable y afanoso. Toms, querido Toms: no desaprobamos enteramente lo que haces; vives de la ilusin, y no queremos quitarte la ilusin. Adems, y sobre todo, es necesario que los sentidos se llenen ahora de sensaciones. Si no hicieras esto, cuando llegara tu edad provecta, una gran amargura -93- llenara tu espritu. Ah! -exclamars t-. He perdido mi mocedad. No s lo que es la vida; poda haber gustado de una porcin de sensaciones, cuando mis sentidos estaban nuevos, de que ahora, estando viejos, no puedo gustar. (No sabes t, Toms, dicho sea en secreto, y sin que t te enteres ahora; no sabes t que, cuando seas viejo, tanto dolor como el no haber gustado las satisfacciones del mundo, te causar el haberlas gustado. Uno de los maestros ms ilustres que ha habido en Salamanca, antes de que t estuvieras en ella, el maestro Hernn Prez de Oliva, ha puesto en castellano una de las comedias de Plauto, la llamada Amphitrion; y mira lo que en ella dice uno de los personajes: Todos los placeres de esta vida no son sino aparejo que se hace para el dolor de ser pasados. El dolor de ser pasados...).
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Tierras de Espaa
Banderitas que ondean al viento en los mstiles. Arriba, el cielo; abajo, el mar... Estn ya en Cartagena los soldados; Toms va a embarcarse con ellos hacia Italia. Nuestro amigo -nos lo dice Cervantes- ha vendido todos sus libros y slo se ha quedado con las Horas de la Virgen y con Garcilaso. Por primera vez va a salir nuestro amigo fuera de Espaa. Dentro de unos das, dentro de unas horas, el barco levar sus anclas; poco a poco ir saliendo del puerto; luego, desde all lejos Toms columbrar la tierra de Espaa, que se desvanece en el agua y en el cielo. La tierra de Espaa! Las naciones de Espaa! Hablando Baltasar Gracin, en su opsculo El poltico Don Fernando, de las diferencias que hay para el gobierno entre Francia y Espaa, dice que
en Francia todo concurre para que la gobernacin sea fcil, en tanto que -95- en Espaa muchas cosas la hacen difcil. Los mismos mares, los montes y los ros, le son a Francia trmino connatural y muralla para su conservacin. Y el autor aade: Pero en la monarqua de Espaa, donde las provincias son muchas; las naciones, diferentes; las lenguas, varias; las inclinaciones, opuestas; los climas, encontrados; as como es menester gran capacidad para conservar, as mucha para unir.
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Muchas vueltas
Muchas vueltas ha dado nuestro amigo Toms por Italia y Flandes. Lo ha visto todo y ha estado por todas partes. Ahora vuelve otra vez a Salamanca. Desea continuar sus estudios interrumpidos; pero ahora ya no estar en aquella casita de antes. Y, aunque estuviera, ya no sera lo mismo. Las cosas no se repiten dos veces. Salamanca est igual que antes, s; pero hay otras gentes que no son las de antao. -Y don Lope de Almendares? -Muri; el pobre muri sin ver su deseo satisfecho.
Tened un recuerdo para don Lope de Almendares! Amad la memoria de estos hombres buenos y un poco locos!
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Asensio
Al volver ahora a Salamanca, Toms ha encontrado un tesoro. Este tesoro se llama amistad. Amistad: cosa dulce y profunda. Amistad: slabas encantadoras. Amistad: coloquio de dos almas que se comprenden... Acompenos el lector un momento. Vamos a una casa de la ciudad. Una casa espaola como tantas otras. Jernimo de Alcal, el segoviano, nos ha dado en cuatro lneas de su novela El donado hablador (I, cap. IV), la impresin de una casa espaola. Nada ms sencillo, y, sin embargo, nada tan sugeridor. Subimos una escalera -dice el novelista-; pasamos un corredor, una cuadra y otra, llegando a una espaciosa sala, razonablemente aderezada de guardamaciles, cuatro sillas, dos taburetes, un bufete, una alfombra mediana con seis almohadas de terciopelo carmes, estrado -103- de alguna moderacin.... Los balcones son anchos; todo est limpio; sobre el tapiz de color oscuro resaltan las notas rojas de los almohadones. Se oye en una lejana estancia el son meldico de un clavicordio; cesa luego, y a poco, aparece en la puerta del fondo un hombre que anda lentamente, con las manos un poco extendidas. Asensio; este hombre es Asensio. No es caballero, ni siquiera hidalgo. No hace preceder su nombre con un sonoro don. Asensio; nada ms que Asensio; un hombre que era labrador rico y que amaba la msica. Por qu dej su estancia y vino a la ciudad? Seguid leyendo, todo lo explicaremos. El hombre que ha aparecido en la puerta del fondo camina lentamente. Ya ha conocido por la voz a Toms, cuando ste le ha saludado. En su rostro se ha dibujado una sonrisa. Camina por la estancia despacio y no tropieza con ningn mueble. Hay en todos sus movimientos y ademanes una gran suavidad. En esta estancia clara, Toms y l charlan largamente; otras veces -por las tardes- salen a dar extensos paseos por el campo. No he estado nunca en esta ciudad -104- -dice Asensio- y, sin embargo, tengo idea de todo. No podra perderme; cuando voy por la calle, conozco, sin que me lo diga nadie, dnde estn los obstculos. Al principio, cuando me qued ciego, me entr una profunda tristeza. No saba salir del abatimiento en que estaba. Despus, poco a poco, mi espritu ha ido serenndose, dulcificndose. Qu s yo! Ahora parece que vivo en otro mundo. Sin ver las cosas, las siento, las percibo, como si las viera. Sobre este tema razonaba muchas veces Asensio. No ver las cosas, y, sin embargo, sentirlas en torno a la persona: ste era el rasgo capital de su nueva existencia. Qu tendrn las cosas que las percibimos sin verlas? Si nuestro amigo estuviera sentado, y una persona viniera hacia l tan pasito, tan calladamente que no se percibiera ni el menor rumor de pasos, Asensio sabra de pronto que alguien estaba a su lado. Cuando, inadvertidamente, se deja en la casa un mueble fuera de su sitio, en el camino que Asensio lleva de una estancia a otra, nuestro amigo, antes de llegar a l, se detiene, como misteriosamente advertido. -105-
Desde nio tena Asensio una profunda aficin a la msica. Mientras tuvo que cuidar de su hacienda en el campo, slo poda dedicar a la msica algunos ratos. Era una cosa extraa este labrador msico. La naturaleza tiene cosas extraas. Cuando Asensio se qued ciego, liquid sus tierras y se vino a Salamanca con su mujer y sus dos hijas. Ya no viva ms que para su arte. Cuando, sentado ante el clavicordio, o, en alguna iglesia, ante el rgano, sus manos recorran el teclado, su faz se transfiguraba. Asensio, como primera impresin, apareca como un hombre recio y tosco del campo; luego, poco a poco se iba viendo, al hablar con l, al verle moverse, que una delicadeza innata se desprenda de toda su persona. Un da Toms, en una iglesia oy unas melodas que no haba escuchado jams. Inquiri quin era tan singular msico, y desde aquel momento fueron Toms y Asensio grandes amigos. Toms conoci a la familia de Asensio. Toms y Asensio recorren la ciudad; salen al campo; Toms lee algunas pginas en voz alta; Asensio suena delicadas msicas, que su mujer y -106- sus hijas y Toms escuchan absortos. Qu lejos est esto del tumulto y fiebre de la vida mundana! Qu lejos del trajinar errabundo por Flandes y por Italia! De Italia ha trado Toms algunos volmenes de poesas: Dante, Petrarca... A veces Toms lea alguno de estos versos, que l iba traduciendo luego. Pero a Asensio le agradaba profundamente el escuchar la msica -otra divina msica- de los versos sutiles, meldicos, de Petrarca, o los austeros y terribles del poeta florentino, en la propia lengua italiana: Entrai per lo cammino alto silvestro... Al terminar la lectura de alguno de los cantos de la Divina Comedia, uno de estos versos finales quedaba como flotando -inquietadoramente- en la paz de la estancia. Entr por el camino hondo y silvestre... La falta de la vista le haba servido a este hombre, aparentemente tosco, para meditar en muchas cosas de que antes no se daba cuenta, y para comprenderlas? No haba entrado en una regin para l desconocida? -107- Algunas noches de verano, gustaban los dos amigos de salir al campo y tenderse en el csped, cara a la inmensidad cuajada de estrellas. Toda la vida, para m -deca Asensio-, est en la cara; en la cara siento yo todas las cosas que me rodean; la cara me advierte de los peligros y me dicta por dnde he de caminar. Ahora, encarado con esta inmensidad llena de estrellas, que yo no puedo ver, tengo la sensacin de que estoy libre de la presin de las cosas, de la presin material del mundo fugitivo y terrible, y de que respiro y me empapo de lo Infinito.... Y las estrellas fulgan en la noche callada.
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conforme se entra por la de Pan y Carbn. (No existen estas calles en Salamanca? Si no existen, deban existir.) Pero Asensio no vive ya en Salamanca. Un da vinieron a llamarle de orden del Rey. El Rey se haba enterado de que Asensio Rodrguez era un sutilsimo msico de tecla y lo hizo venir a su Capilla. En la corte se halla Asensio. Y en Salamanca, solo, estudiando a ratos y paseando a ratos, nuestro otro amigo Toms.
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casas algunas personas arrugadas y canas, que roban la vida y entiznan la honra. Y, ms adelante, aade: Y llega la vejezuela al odo y dice a la hija y a la doncella que por qu huyen de la ventana, o por qu aman la almohadilla tanto, que la otra fulana y fulana no lo hacen as. Y ensales el mal aderezo. Y mntales la desenvoltura del otro y las maraas que o vio o invent.... No hay que cansarse mucho trabajando sobre la almohadilla -dice la vejezuela a las lindas muchachas-, hay que salir tambin un rato al balcn; el aire y el sol son buenos. No seamos huraas y huyamos de las gentes; hay que ser amables con todos. Etctera, etctera. La vejezuela ha ido y venido de casa de las desconocidas a la casa de Toms. Y, al fin, Toms...
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Fragilidad
Ah queridos lectores! Llegamos ahora a la parte ms delicada de este cuento. Por qu no era igual que antes nuestro amigo Toms? Ser exteriormente, socialmente, era igual; pero una honda conmocin haba puesto un no s qu en su organismo. Algo haba en su cerebro, en su sensibilidad, que no haba antes. No ser fcil describir este estado espiritual de nuestro amigo. Diremos, en trminos generales, que su carcter ahora era vidrioso, un poco vidrioso. Se irritaba fcilmente de muchas cosas que antes pasaban por l inadvertidas; l mismo comprenda lo infundado de estas sbitas irritaciones. Lo comprenda... y no lo comprenda. Detalles, particularidades, incidentes de la vida diaria, eran para Toms motivo de reiteradas meditaciones. Dirase -pensaba l- que hacia mi persona, -122- como atrados por un misterioso imn, acuden todos estos pormenores desagradables. Yo procuro poner un poco de lgica y de delicadeza en la vida; pero, fatalmente, de pronto uno de estos detalles, uno de estos incidentes, viene a revolucionar mi serenidad espiritual. Pensaba Toms en si todo este encadenarse de menudas adversidades sera fruto de un ambiente social determinado, y, por lo tanto, si no existiran en tal otro medio social; pensaba, otras veces, si ello no radicara en una fatalidad humana, honda e indestructible, idntica en todas las naciones. Un resto de optimismo alentaba en el fondo de su espritu, y nuestro amigo se inclinaba al primer partido. Pero el primer mpetu de nerviosidad no poda reprimirlo; un momento despus, Toms se avergonzaba, all en su interior, de este movimiento de clera brusca e irreflexiva. No soy el mismo de antes -volva a pensar-; parezco hecho de vidrio, de sutil y quebradizo vidrio. Esta sensibilidad ma, tan aguda, tan irritable, es algo enfermizo y doloroso. Veo ahora cosas que no vea antes, percibo matices y relaciones -123- del mundo que antes para m estaban ocultos; pero a qu costa! A costa de cuntas zozobras, de cunta inquietud, de cuntas menudas y continuas aflicciones ntimas!.
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La soledad necesaria
De Salamanca, Toms se march a Valladolid; estaba all la corte. Toms se cre numerosos amigos; placan todos de su conversacin amena y de sus observaciones siempre agudas y gratas. Pero Toms necesitaba la soledad. Hemos citado, en algn
precedente captulo, unas palabras de Hernn Prez de Oliva, rector que fue de Salamanca tiempo antes de que estudiara Toms en aquella Universidad. En su Dilogo de la dignidad del hombre -anticipo magnfico de Il Parini, de Leopardi-, el maestro Oliva, hablando de la soledad, escribe: Ninguno hay que viva bien en compaa de otros hombres, si muchas veces no est solo, a contemplar qu har acompaado. Nuestro amigo se placa extraordinariamente en el comercio y comunicacin de los dems hombres; pero, a ratos, necesitaba -imperiosamente- estar solo. Una -125- vida de comunicacin y de expansin constantemente le hubiera hecho no ser l. Toms quera ser l, sentirse l. Su personalidad se justificaba en las muestras de meditacin silenciosa y apartada de la baranda mundana. Cuando, despus de un bao de soledad, volva al trfago cotidiano, con cunta fruicin gozaba del tumulto de la vida y de la charla de las gentes! Porque como los artfices piensan primero sus obras que pongan sus manos en ellas -aade Oliva-, as los sabios, antes que obren, han de pensar primero qu hechos han de hacer y cul razn han de seguir.
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Lo subconsciente
Toms iba escribiendo a ratos; sus libros han quedado inditos, se han perdido. Se encontrarn algn da en un granero, all en la alta cmara de una casa, como los Viajes de Montaigne? Pero Toms no piensa sus obras, como hacen los artfices, al decir del maestro Oliva; las obras de Toms salen ya hechas de su cerebro, sin que l piense en ellas. Todo esto que va l escribiendo en los blancos folios -hoy perdidos- sale de su cabeza automticamente. Qu cosa prodigiosa! A Toms no le extraa, porque est ya habituado a ello; cuando nuestro amigo quiere escribir algo, piensa en ello un momento, a grandes rasgos, a la manera de quien esboza un cuadro con amplios brochazos. Luego, hace por olvidarse de ello y se ocupa en otra cosa: pasea, conversa, lee. A la maana siguiente, dos das despus, todo est ordenado, -127- limpio y cuajado de detalles. El cuadro aparece pintado en el cerebro con sus menores particularidades. Toms, sin fatiga ninguna, sin variar nada, no hace ms que ir trasladando las cosas del cerebro al papel.
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noche realmente para nosotros, para nuestros espritus conturbados, un oasis! Echemos fuera todas las malas pasiones; aplacemos para el da siguiente -129- toda resolucin grave. Seguramente, con la nueva luz veremos las cosas de otro modo; la ira se habr aplacado; una gota de suave indulgencia habr cado sobre el juicio temerario y rencoroso...
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Cambio de paisaje
-Pero Toms, ests decidido a marcharte? Te marchas al fin? No volvers ya a Espaa? -Me marcho, s, y con un profundo sentimiento. Siento marcharme... y me alegro. Si no me alegrara, no me marchara. Pero... al mismo tiempo tengo una honda tristeza. -No te entiendo; es decir, te entiendo. Pero creo que t abultas un poco los motivos que te impulsan a marcharte de Espaa. Yo comprendo tu problema, tu conflicto interior; pero no exageras un poco ese conflicto? -No lo s; tal vez s; pero estas cosas es intil razonarlas. T sabes lo que yo amo a Espaa, lo que yo quiero a estos paisajes, estas piedras, estas ciudades, estas callejuelas. Pero, poco a poco, en m se ha formado un estado espiritual que todo esto -amado con tanto entusiasmo- no logra contrabalancear -134- y neutralizar. Veo la irremediable perdicin de Espaa... Al pronunciar esta frase me asalta una duda: ha de ser fatalmente as la humanidad, la sociedad espaola, o esto podra ser de otro modo, de un modo bueno? Me inclino a este ltimo extremo; mi fe no se ha extinguido todava del todo... -No se ha extinguido; pero t pones tierra de por medio; t te marchas. -Me marcho... y mi espritu queda aqu. Me marcho porque hay aqu, en el ambiente, una violencia, una frivolidad, una agresividad que me hacen un dao enorme. Cada da vivo ms replegado sobre m mismo. Veo lo que pudiera ser la realidad... y veo lo que es. Por qu habr esa brusquedad en el ambiente moral que respiramos? En el moral y en el fsico. -Ves? Exageras un poco. Esa brusquedad es una caracterstica de nuestro pueblo: es energa, vigor, fuerza. Fjate en que esa energa, ese rasgo claro y saliente, ese sabor spero, resalta en todo: en el paisaje, en los frutos de la tierra, en la mujer, en los grandes artistas, literatos o pintores...
-135-Tienes razn; yo gusto de esa energa, de ese vigor. Pero yo quisiera esa energa... Cmo lo dir? Yo la quisiera encauzada, normalizada. No, no es esa energa a lo que me refiero: me refiero a la aspereza dispersa en el ambiente y que es intil y daina. Aspereza que va desde el grito agudo y chilln de un vendedor ambulante, hasta la destemplanza de un literato que discute con un compaero. Y hay tambin, a par de esto, una frivolidad, una inseguridad en el efecto, un desorden y una confusin que me entristece. -Toms! Toms! Qu te he de decir yo? Pasa por alto todas esas menudas contrariedades. Todo es cuestin de un poco de abnegacin y de esfuerzo. T crees que no suceder lo mismo en otras partes, en cualquier parte del mundo? -No lo s; probar. Entretanto, cambiar de paisaje espiritual...
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La postrera imagen
Toms iba a llevarse, al cabo, una sensacin grata de Espaa. S, pareca que iba a ocurrir esto; pero... Una tarde pasaba nuestro amigo por una calle, en compaa de unos caballeros, con los que haba hecho amistad; iba acompandoles hasta la casa de uno de ellos para dejarlos all y luego volverse l solo. Tenan que cruzar por delante de una iglesia; al tiempo de cruzar, distrados con la charla, Toms repar en una vieja que haba en la puerta, acurrucada en el suelo, como implorando una limosna. Sinti Toms de pronto una honda conmocin. Era ella? No era ella? Le pareci a nuestro amigo esta vieja su antigua ama Mari-Juana; pero Mari-Juana decrpita, andrajosa. Toms dudaba. Cmo poda estar aqu Mari-Juana? Le pareca esto absurdo. Lo natural hubiera sido que Toms se hubiera detenido en el acto, inmediatamente, -139- con objeto de esclarecer estas dudas. Pero no lo hizo. Acaso, en presencia de todos estos caballeros, Toms sinti un poquito de vergenza. Se prometi, s, interiormente, acercarse a esta vieja mendiga cuando regresara solo, despus de haber acompaado a sus amigos. Al regresar solo, la vieja haba desaparecido. No describiremos la contrariedad y la tristeza de Toms. Pero en un pueblo pequeo es fcil encontrar a una persona. Al da siguiente, nuestro amigo volvi a pasar solo por la iglesia, y all estaba sentada la pobre mujer como el da anterior. No, no era Mari-Juana. Le pareca absurdo a Toms que lo fuera, y no lo era, en efecto. Pero la imagen haba brotado viva y dolorosa. All estaba Mari-Juana y todas las gratsimas sensaciones de la lejana niez de Toms. All estaba aquella mujer encantadora, y con ella la casa del pueblo, la ciudad, la madre -tan silenciosa y dulce-, la Olmeda, Lorenzo, las montaas... All estaba toda su vida, a la cual l daba el adis postrero al salir de Espaa. Y, sobre todo, lo que no se perdonaba, lo que le -140- remorda y entristeca, lo que le impulsaba a darse l mismo los ms denigrantes eptetos, era aquel comento de la primera tarde en que, al pasar frente a la pobre vieja, l, acaso por considerarlo humillante yendo con todos aquellos caballeros, no se haba detenido a ver si aquella pobre era o no Mari-Juana, y haba con ello pisoteado un afecto, y sacrificado a la vanidad una delicadeza, y renegado en un instante todo un pasado que l amaba con tantas ansias.
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La limpieza
Tenemos a nuestro amigo Toms en los Pases Bajos. No poda olvidar l esta limpia y silenciosa tierra. Se encuentra Toms en Leyde o en Harlem, en Dort o en Amsterdam... (En Amsterdam, donde, en 1659, Juan Blaeu imprima una linda edicin del Orculo manual, de Gracin, y otra de El Herve; bellos tomitos que tenemos ahora sobre la mesa en que escribimos.) La casa en que mora Toms es callada y pulcra. Todo est en ella reluciente y ordenado. Las mujeres de este pas son cuidadosas y diligentes
en extremo. Ponen su empeo en la limpieza de sus casas y de sus muebles ms de todo cuanto pudiera imaginarse. Hacen lavar y frotar incesantemente todos los muebles de madera, hasta los bancos y las ms pequeas tablas, as como tambin los tramos de las escaleras, al pie de las cuales la mayora se descalza, antes -144- de subir a las cmaras de lo alto. Y si hay que dejar pasar a la gente de fuera, hay frecuentemente unos pantuflos de paja en los cuales se meten los pies calzados, o por menos existen estrazas y argamandeles para limpiarse cuidadosamente. No se atrever uno a escupir en las estancias; tampoco se sigue la costumbre de escupir en los pauelos, de suerte que podemos juzgar que aquellos que son flegmticos se encuentran en gran aprieto, y que por tanto es cosa conveniente el haberse acostumbrado desde la niez a zafarse de este compromiso por otras vas distintas del escupitajo. No se extraa uno de encontrar las calles tan completamente ordenadas y limpias cuando se considera el tiempo y el trabajo que se emplea en frotar el piso. Por este dato ser fcil de deducir que no se ahorra tampoco esfuerzo en frotar el de las habitaciones, que a menudo es de bello mrmol. Se la jabona; se la repasa con arena, al modo que se hace con la vajilla. Y como esto se hace principalmente el sbado, no se puede estar en la mayor parte de la casa. Se come ligeramente -pan caliente -145- y manteca- a fin de que los criados puedan dedicarse por completo a la limpieza y que no haya nada sucio el domingo. ( Les Dlices de la Hollande, en deux parties... Ouvrage nouveau sur le plan de l'ancien . Amsterdam, 1697.) (Acaba el autor de traducir estas lneas y se acuerda de su claro y lmpido Levante, donde tambin las mujeres frotan, lavan, aljofifan los bellos pisos de mosaicos, y donde los sbados es preciso tambin comer frugalmente y marcharse de casa, porque en ella, con la estrepitosa y vehemente limpieza, no se puede trabajar.)
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Gabriela
Gabriela va y viene cuidadosa y solcita por la casa. En su estudio sobre Marcelina Delbordes-Valmore, Julio Lematre -Les Contemporains, tomo VII, habla de ses beaux yeux, ses cheveux plors, son long visage ple, expressif et passionn, d'espagnole de Flandre. Tambin Gabriela, espaola de Flandes, tiene un rostro en valo, marfileo, expresivo y apasionado. Cmo podramos hacer en cuatro lneas la etopeya de Gabriela? Ya la vemos fsicamente. Pero cmo es su espritu? Gabriela, espaola y humana, se podra titular un largo estudio que hiciramos sobre ella; mas ahora no podemos detenernos mucho. La caracterstica ms saliente de Gabriela es sta: la vida es siempre para ella nueva. Hay en ella un hondo instinto de bien y de optimismo. Siempre ante las cosas, ante los incidentes de la vida, Gabriela adopta -147- la actitud de un nio que ve por primera vez el mundo. La adversidad, el rencor humano, no dejan en su espritu huella de melancola y de odio. Hay en ella siempre un gesto, un ademn espontneo y sincero de cordialidad. El ms interesado pesimista se queda absorto ante un optimismo de tal suerte. Un optimismo que no supone esfuerzo, ni tensin dolorosa de espritu, ni abnegacin, ni reflexin; un optimismo fresco, vivo, natural, ingnito. Muchas veces, ante un rbol recio y lozano o ante un animal selvtico, que se mueve libremente; o ante un perrito joven que retoza lleno de confianza, sentimos que la naturaleza nos da una profunda leccin. La vida se entrega cordial y espontnea de todo nuestro ser. En la casa de Toms, Gabriela representa una leccin perpetua de vida. Gabriela ser siempre joven. Cuando su cabeza est blanca, su corazn estar como el
primer da. Novedad perpetua de la vida! Felicidad exquisita la de encontrar siempre nueva la vida! Y luego este gesto de bondad que no se cansa, de cordialidad que jams desconfa...
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Cmo lo expresaremos?
Algo de esta novedad de la vida que experimenta Gabriela, la hay tambin en Toms. El disolvente de la inteligencia no ha podido destruir en l del todo un fondo instintivo de vida. Ese profundo instinto reviste en Toms diversas formas. Cmo lo expresaremos? Deseamos huir del vocabulario usado y tradicional; acaso las palabras tradicionales se presten a interpretaciones que no sean exactas. Toms, para trabajar, para producir, necesita un apoyo ntimo y espiritual. Ha de haber siempre en l una realidad interior. Y todo esto que le hace vivir, puesto que le hace vivir, es una verdad. No importa que los dems vean o no vean esta realidad; no importa que los dems estn o no conformes con ella. Toms se siente apoyado en esta realidad innegable y en virtud de ella vive, trabaja, sigue la sucesin del tiempo. La -149- palabra tendra que ser un instrumento sutilsimo para poder describir estos estados de conciencia; tal vez, aun sindolo, no lo logrramos. Siempre lo expresado sera ms tosco que la efectividad que se tratara de expresar. De qu manera, por ejemplo, un autor antiguo que Toms lee, puede crearle una realidad interior? Pues as es en efecto. No porque Toms le copie e imite; la imitacin no servira de nada. Sino porque, colocndose Toms en el mismo plano, trata de polarizar todas las cosas en el mismo sentido, y obtiene, no una obra anloga -no se trata de eso-, sino una corriente interna que le permite avanzar en la vida y desenvolverse en ella... Realidad interior! Esa realidad supone siempre una ilusin, una perpetua ilusin con que el instinto se opone al disolvente de la inteligencia... Realidad interior! Esfuerzo que hacemos, mediante el cual, creyndonos de otra manera, logramos un resultado que no lograramos permaneciendo los mismos.
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Lo inesperado
Toms sala todas las tardes a hacer una corta excursin por los alrededores de la ciudad. Una tarde, al volver a casa, encontr encima de una mesa una carta. Conoci que era de Espaa. Toms la tom y estuvo considerndola un momento antes de abrirla. Luego, a medida que iba leyndola, la sorpresa y el jbilo se retrataban en su semblante. Gabriela! Gabriela!, grit Toms sin poder contenerse. Apareci Gabriela y le dio a leer la carta Toms. La carta deca as... Madrid, 1915.