La Intuición Filosófica - Bergson
La Intuición Filosófica - Bergson
La Intuición Filosófica - Bergson
Conferencia pronunciada en el Congreso de Filosofía de Bologne, el 10 de Abril de 1911
Quisiera someter a vuestra consideración algunas reflexiones sobre el espíritu
filosófico. Me parece –y lo atestigua más de una memoria presentada a este
Congreso– que la metafísica trata en este momento de simplificarse, de
aproximarse más a la vida. Creo que tiene razón y que en este sentido debemos
orientar nuestro trabajo. Pero estimo que con ello no haremos nada
revolucionario; nos limitaremos a dar la formas más apropiada a lo que es el
fondo de toda filosofía, quiero decir, de toda filosofía que tiene plena conciencia
de su función y de su destino. Porque no es necesario que la complicación de la
letra haga perder de vista la simplicidad del espíritu. Si no tenemos en cuenta
más que las doctrinas formuladas, la síntesis en que parecen abarcar entonces
las conclusiones de las filosofías anteriores y el conjunto de los conocimiento
adquiridos, corremos el riesgo de percibir lo que hay de esencialmente
espontáneo en el pensamiento filosófico.
Hay una observación que han podido hacer todos los que enseñan la historia
de la filosofía, todos los que tienen la ocasión de volver con frecuencia al estudio
de las mismas doctrinas y de profundizar cada vez más en ellas. Un sistema
filosófico parece levantarse primeramente como un edificio completo, con una
arquitectura sabia, en la que han sido tomadas todas las medidas para poder
albergar fácilmente todos los problemas. Experimentamos, al contemplarlo en
esta forma, una alegría estética reforzada con una satisfacción profesional. No
solamente, en efecto, encontramos aquí en el orden la complicación (un orden
que gustamos completar algunas veces describiéndolo), sino que tenemos
también la satisfacción de decirnos que sabemos de dónde vienen los materiales
y cómo ha sido hecha la construcción. En los problemas que plantea el filósofo
reconocemos las cuestiones que se agitaban alrededor de él. En las soluciones
que da, creemos encontrar, ordenados o desordenados, pero apenas modificados,
los elementos de las filosofías anteriores o contemporáneas. Tal consideración
ha tenido que ser suministrada por uno, tal otra sugerida por otro. Con lo que
leyó, oyó, aprendió, podríamos sin duda recomponer la mayor parte de lo que ha
hecho. Ponemos manos a la obra, remontamos a las fuentes, pesamos las
influencias, extraemos las semejanzas y terminamos por ver distintamente en la
doctrina lo que realmente buscábamos: una síntesis más o menos original de las
ideas en medio de las cuales vivió la filosofía.
Pero un contacto frecuentemente renovado con el pensamiento del maestro
puede llevarnos, por una impregnación gradual, a un sentimiento
completamente diferente. No digo que hayamos perdido el tiempo con el trabajo
de comparación al que nos habíamos entregado: sin este esfuerzo previo para
recomponer una filosofía con lo que no es ella y para enlazarla a lo que fue
alrededor de ella, no alcanzaríamos quizá jamás lo que ella es verdaderamente;
porque el espíritu humano está hecho así, no comienza a comprender lo nuevo
* Versión castellana, con algunas modificaciones, de José Antonio Miguez en H Bergson, Obras
Escogidas, Madrid, Aguilar (1963: 1131‐52). “L’Intuition philosophique” en La Pensée et le
mouvant (1934: 117‐42); Oeuvres, Paris, PUF (1959: 1345‐65).
más que cuando lo ha intentado todo para reducirlo a lo antiguo. Pero a medida
que tratamos de penetrar más en el pensamiento del filósofo en lugar de dar n
rodeo, vemos que su doctrina se transfigura. Primero la complicación disminuye.
Luego, las partes entran unas en otras. En fon, todo se reúne en un punto único,
al que sabemos que hay posibilidad de acercarse cada vez más, aunque
desesperemos de alcanzarlo.
En este punto hay algo simple, infinitamente simple, tan extraordinariamente
simple que el filósofo nunca ha podido darlo a conocer con éxito. Por ello ha
hablado toda su vida. No podía formular lo que había en el espíritu sin sentirse
obligado a corregir su fórmula y luego corregir su corrección: así, de teoría en
teoría, rectificándose cuando creía completarse, no ha hecho otra cosa, por una
complicación que llamaba a la complicación y por desenvolvimientos
yuxtapuestos a desenvolvimientos, que darnos con una aproximación creciente
la simplicidad de su intuición original. Toda la complejidad de su doctrina, que
llegaría hasta el infinito, no es pues más que la inconmensurabilidad entre su
intuición simple y los medios de que disponía para expresarla.
¿Cuál es esta intuición? Si el filósofo no ha podido dar su fórmula, no somos
nosotros sin duda los que la alcanzaremos. Pero lo que llegaremos a aprehender
y a fijar es una cierta imagen intermedia entre la simplicidad de la intuición
concreta y la complejidad de las abstracciones que la traducen, imagen fugaz y
evanescente, que frecuenta, desapercibida quizá, el espíritu del filósofo, que le
sigue como su sombra a través de los giros de su pensamiento y que, ni no es la
intuición misma, se aproxima mucho más que la expresión conceptual,
necesariamente simbólica, a la que debe recurrir la intuición para suministrar
‘explicaciones’. Miremos bien a esta sombra: adivinaremos la actitud del cuerpo
que la proyecta. Y si nos esforzamos por imitar esta actitud, o mejor por
insertarnos en ella, veremos también, en la medida de lo posible, lo que el
filósofo ha visto.
Lo que caracteriza en primer lugar esta imagen es la potencia de negación
(puissance de négation) que lleva en sí misma. Recordáis cómo procedía el
demonio de Sócrates: detenía la voluntad del filósofo en un momento dado y le
impedía actuar más de lo que él le prescribiese. En este sentido me parece que la
intuición procede con frecuencia en materia especulativa como el demonio de
Sócrates en la vida práctica; al menos se inicia bajo esta forma, bajo esta forma
también continúa proporcionando sus manifestaciones más claras: prohíbe. Ante
ideas corrientemente aceptadas, tesis que parecían evidentes, afirmaciones que
habían pasado hasta entonces por científicas, dice el oído del filósofo la palabra:
“Imposible. Imposible, cuando incluso los hechos y las razones semejarían invitar
a creer que esto es posible, real y cierto. Imposible, porque una cierta
experiencia, quizá confusa pero decisiva, te habla por mi voz, que es
incompatible con los hechos que se alegan y las razones que se dan, y que desde
este momento estos hechos deben estar mal observados y estos razonamientos
deben ser falsos.” ¡Singular fuerza la de esta potencia intuitiva de negación
(puissance intuitive de négation)! ¿Cómo no ha llamado más la atención de los
historiadores de la filosofía? ¿No resulta visible que la primera marcha del
filósofo, cuando su pensamiento no se encuentra todavía seguro y no hay nada
definitivo en su doctrina, consiste en rechazar ciertas cosas definitivamente? Más
tarde, podrá variar en lo que afirma; no variará apenas en lo que niega. Y si varía
2
en lo que afirma, lo será en virtud de la potencia de negación inmanente a la
intuición o a su imagen. Se dejará ir a deducir perezosamente consecuencias
según las reglas de una lógica rectilínea; y he aquí que de repente, ante su propia
afirmación, experimenta el mismo sentimiento de imposibilidad que se le había
originado ante la afirmación ajena. Al dejar, en efecto, la curva de su pensamiento
para seguir rectamente la tangente, se ha vuelto exterior a sí mismo. Entra en sí
de nuevo cuando vuelve a la intuición. De estas partidas y de estos retornos están
hechos los zigzags de una doctrina que ‘se desarrolla’, es decir, que se pierde, se
encuentra y se corrige indefinidamente a sí misma.
Alejémonos de esta complicación, remontemos hacia a la intuición simple o al
menos hacia la imagen que la traduce: vemos a la vez que la doctrina se libera de
las condiciones de tiempo y de lugar de las que parecía depender. Sin duda, los
problemas de que se ha ocupado el filósofo son los problemas que se
presentaban en su tiempo; la ciencia que ha utilizado o criticado era la ciencia de
su tiempo; en las teorías que expone podremos incluso encontrar, si se la busca,
las ideas de sus contemporáneos y de sus antepasados. ¿Cómo podría ocurrir de
otro modo? Para hacer comprender lo nuevo, es forzoso expresarlo en función de
lo antiguo; y los problemas ya propuestos, las soluciones que se nos habían dado,
la filosofía del tiempo vivido, han sido, para cada gran pensador, la materia de la
que estaba obligado a servirse para dar una forma concreta a su pensamiento.
Sin contar que es tradicional, desde la antigüedad, presentar toda filosofía como
un sistema completo, que abarca todo lo que se conoce. Pero sería engañarse
extraordinariamente tomar por un elemento de la doctrina lo que no fue más que
su medio de expresión. Tal es el primer error al que nos exponemos, como decía
hace un momento, cuando abordamos el estudio de un sistema. Tantas
semejanzas parciales nos sorprenden, tantas aproximaciones nos parecen
imponer llamamientos tan numerosos, tan apremiantes, tan lanzados de todas
partes a nuestra ingeniosidad y a nuestra erudición, que nos vemos tentados a
recomponer el pensamiento del maestro con fragmentos de ideas tomados aquí y
allá, libres para alabarle en seguida de haber sabido –como acabamos de
mostrarnos capaces nosotros mismos‐ ejecutar un bonito trabajo de mosaico.
Pero la ilusión apenas dura, porque nos damos cuenta muy pronto que allí donde
el filósofo parece repetir cosas ya dichas, las piensa a su manera. Renunciamos
entonces a recomponer; pero es para resbalar, con frecuencia, hacia una nueva
ilusión, menos grave sin duda que la primera, pero más tenaz que ella. De buen
grado nos figuramos la doctrina –incluso si se trata de la de un maestro‐ como
salida de las filosofías anteriores y como representando ‘un momento de una
evolución’. Ciertamente que no nos engañamos totalmente, porque una filosofía
semeja más a un organismo que a una ensambladura, y es mejor hablar aquí de
evolución que de composición. Pero esta nueva comparación, además de que
atribuye a la historia del pensamiento más continuidad de la que realmente se
encuentra en él, tiene el inconveniente de mantener nuestra atención fija sobre
la complicación exterior del sistema y sobre lo que puede tener de previsible en
su forma superficial, en lugar de invitarnos a tocar con los dedos la novedad y
simplicidad del fondo. Un filósofo digno de este nombre no ha dicho nunca más
que una sola cosa: y además ha tratado más de decirla que la ha dicho
verdaderamente. No ha dicho más que una sola cosa, porque no ha sabido más
que un solo punto: esto fue menos una visión que un contacto, y este contacto ha
suministrado un impulso y este impulso a su vez un movimiento, de tal modo que
3
si este movimiento, que es como un cierto torbellino de una cierta forma
particular, no se hace visible a nuestros ojos sino por lo que ha reunido en su
ruta, no deja por eso de ser menos verdad que habrían podido levantarse otras
polvaredas aún tratándose del mismo torbellino. Así, un pensamiento que aporta
algo nuevo al mundo está obligado a manifestarse a través de las ideas ya hechas
que se encuentra ante sí y que arrastra en su movimiento; aparece de este modo
como relativo a una época en que ha vivido el filósofo; pero esto no es más que
una apariencia. El filósofo hubiese podido nacer siglos antes; tendría que
vérselas entonces con otra filosofía y con otra ciencia; se hubiese planteado otros
problemas; se habría expresado por otras fórmulas; ni un capítulo quizá de los
libros que ha escrito hubiese sido lo que es, y sin embargo hubiese dicho lo
mismo.
Permitidme que escoja un ejemplo. Hago un llamamiento a vuestros recuerdos
profesionales: voy, si queréis, a evocar de los míos. Profesor en el Colegio de
Francia, consagro uno de mis dos cursos, todos los años, a la historia de la
filosofía. Así he podido, durante varios años consecutivos, practicar ampliamente
en Berkeley y luego en Spinoza; la experiencia que acabo de describir. Dejaré de
lado a Spinoza; nos llevaría demasiado lejos. Y, no obstante, no conozco nada más
instructivo que el contraste entre la forma y el fondo de un libro como la Ética:
de un lado estas cosas enormes que se llaman la Sustancia, el Atributo y el Modo,
y el formidable aparato de los teoremas con el enredo propio de las definiciones,
corolarios y escolios, y esta complicación de maquinaria y este poder de
aplastamiento que hacen que el debutante, en presencia de la Ética, queda lleno
de admiración y de terror ante un acorazado del tipo Dreadnought; del otro, algo
sutil, muy ligero y casi aéreo, que huye cuando nos aproximamos a él, pero que
no se puede mirar, aun de lejos, sin hacernos incapaces de aplicarlo incluso a lo
que pasa por capital, a la distinción entre la Sustancia y el Atributo, incluso
también a la dualidad del Pensamiento y la Extensión. Y es que, detrás de la
pesada masa de conceptos tomados al cartesianismo y al aristotelismo, la teoría
de Spinoza se nos aparece como una intuición, intuición que ninguna fórmula,
por simple que sea, resultará lo bastante simple para expresarla. Digamos, para
contentarnos con una aproximación, que es el sentimiento de una coincidencia
entre el acto por el que nuestro espíritu conoce perfectamente la verdad y la
operación por la que Dios la engendra, la idea de que la ‘conversión’ de los
alejandrinos, cuando se hace completa, no forma sino una unidad con su
‘procesión’, y que cuando el hombre, salido de la divinidad, llega a entrar en ella,
no percibe más que un movimiento único allí donde había visto primero los dos
movimientos inversos de ida y retorno, encargándose aquí la experiencia moral
de resolver la contradicción lógica, y de hacer, por una brusca supresión del
tiempo, que el retorno sea una ida. Cuánto más nos remontamos hacia esta
intuición original, mejor comprenderemos que, si Spinoza hubiese vivido antes
que Descartes, habría escrito algo muy diferente, pero que, Spinoza vivo y
escritor, nos ofrecerá siempre una teoría spinozista.
Si tomo a Berkeley como ejemplo, no encontraréis mal que lo analice en
detalle: pero la brevedad se obtendría aquí a expensas del rigor. Basta echar una
ojeada a la obra de Berkeley para verla resumirse en cuatro tesis fundamentales.
La primera, que define un cierto idealismo y a la que se refiere la nueva teoría de
la visión (aunque el filósofo haya juzgado prudente presentarla como
4
independiente) se formularía así: “la materia es un conjunto de ideas”. La
segunda consiste en pretender que las ideas abstractas y generales se reducen a
palabras: trátase en este caso de nominalismo. La tercera afirma que la realidad
de los espíritus y los caracteriza por la voluntad: digamos que tenemos entonces
el espiritualismo y el voluntarismo. La última, en fin, que podríamos llamar
teísmo, plantea la existencia de Dios fundándose principalmente en la
consideración de la materia. Ahora bien, resultaría muy fácil volver a encontrar
estas cuatro tesis, formuladas en términos casi idénticos, en los contemporáneos
o predecesores de Berkeley. La última se encuentra en los teólogos. La tercera en
Duns Scoto; Descartes a su vez dijo algo parecido. La segundo alimentó las
controversias de la Edad Media antes de formar parte integrante de la filosofía
de Hobbes. En cuanto a la primera, semeja mucho al ‘ocasionalismo’ de
Malebranche, cuya idea y fórmula podríamos descubrir en ciertos textos de
Descartes; no se había esperado por lo demás a Descartes para señalar que el
ensueño tiene toda la apariencia de realidad y que no hay nada, en ninguna de
nuestras percepciones tomada aparte, que nos garantice la existencia de una
cosa exterior a nosotros. Así, con filósofos ya antiguos o, incluso si no queremos
remontarnos tanto, con Descartes y Hobbes, a los que se podría añadir Locke, se
tendrá los elementos necesarios para la reconstrucción exterior de la filosofía de
Berkeley: todo lo más, prescindiremos de su teoría de la visión, que sería
entonces su obra propia y cuya originalidad, de rebote sobre el resto, daría al
conjunto de la doctrina su aspecto original. Tomemos, pues, estos cortes de
filosofía antigua y moderna, pongámoslos en el mismo tazón, y añadamos, a
manera de vinagre y de aceita, una cierta impaciencia agresiva, con respecto al
dogmatismo matemático, y el deseo, natural de un obispo y filósofo, de
reconciliar la razón con la fe: mezclemos y demos vueltas concienzudamente, y
echemos por encima todo, como otras tantas finas hierbas, un cierto número de
aforismos recogidos en los neoplatónicos: obtendremos –permitidme la
expresión‐ una ensalada que se parecerá, aunque sea de lejos, a lo que Berkeley
ha hecho.
Pues bien, quien procediese así sería incapaz de penetrar en el pensamiento
de Berkeley. No hablo de las dificultades y de las imposibilidades con las que se
toparía en las explicaciones de detalle: ¡singular nominalismo que aboca a erigir
buen número de ideas generales en esencias eternas, inmanentes a Inteligencia
divina! ¡Extraña negación de la realidad de los cuerpos que se expresa por una
teoría fecunda, tan alejada, en lo posible, de un idealismo estéril que asimilaría la
percepción al ensueño! Lo que quiero decir es que nos resulta imposible
examinar con atención la filosofía de Berkeley sin ver aproximarse primero,
luego interpretarse, las cuatro tesis que hemos distinguido en él, de suerte que
cada una de ellas parece devenir como inflada de las otras tres, tomar relieve y
profundidad y distinguirse radicalmente de las teorías anteriores y
contemporáneas con las que podía hacérsela coincidir superficialmente. Sin
duda, este segundo punto de vista, por el que la doctrina aparece como un
organismo y no ya como una ensambladura, no es aún el punto de vista
definitivo. Pero al menos está más cerca de la verdad. No puedo entrar en todos
los detalles; sin embargo, es preciso que yo indique, para una o dos al menos de
las cuatro tesis, cómo se obtendría cualquiera de las otras.
5
Tomemos el idealismo. No consiste solamente en decir que los cuerpos son
ideas. ¿Para qué serviría esto? Nos sería forzoso continuar afirmando de estas
ideas todo lo que la experiencia nos hace afirmar de los cuerpos, y habríamos
sustituido simplemente una palabra por otra; porque Berkeley no piensa
ciertamente que la materia dejará de existir cuando él deje de vivir. Lo que da
entender el idealismo de Berkeley es que la materia resulta coextensiva a
nuestra representación; que no tiene interior, ni posición; que no oculta ni
encierra nada; que no posee ni poderes ni virtualidades de ninguna especie; que
nos muestra en superficie y que se presenta toda entera, en todo instante, en lo
que ella da. La palabra ‘idea’ designa de ordinario una existencia de este género,
quiero decir, una existencia completamente realizada, en la cual el ser y el
parecer son una misma cosa, en tanto que la palabra ‘cosa’ nos hace pensar en
una realidad que sería al propio tiempo un depósito de posibilidades; por esta
razón Berkeley prefiere llamar a los cuerpos ideas antes que cosas. Pero, si
consideramos de este modo al ‘idealismo’, lo vemos coincidir con el
‘nominalismo’; porque esta segunda tesis, a medida que se afirma más
claramente en el espíritu del filósofo, se limita con más evidencia a la negación
de las ideas generales abstractas, abstractas, es decir, extraídas de la materia: es
claro en efecto que no podríamos extraer algo de lo que no contiene nada, ni por
consiguiente hacer salir de una percepción otra cosa que no fuese ella. El color
no es otra cosa que color, la resistencia otra cosa que resistencia, y jamás
encontraréis nada común entre la resistencia y el color, jamás obtendréis de los
datos de la vista un elemento que les sea común con los del tacto. Si pretendéis
abstraer de unos y otros algo que les sea común a todos, os daréis cuenta, al
observar esto, que os halláis ante una palabra: he aquí el nominalismo de
Berkeley; pero he ahí, a la vez, la ‘nueva teoría de la visión’. Si una extensión que
fuese a la vez visual y táctil no es más que una palabra, con más razón ocurrirá
con una extensión que interesa todos los sentidos a la vez: he aquí el
nominalismo, pero asimismo la refutación de la teoría cartesiana de la materia.
No hablamos ya de extensión; comprobamos simplemente que, vista la
estructura del lenguaje, las dos expresiones ‘tengo una percepción’ y ‘esta
percepción existe’ son sinónimas, pero que la segunda, al introducir la misma
palabra existencia en la descripción de percepciones completamente diferentes,
nos invita a creer que tienen algo de común entre sí y a imaginarnos que su
diversidad recubre una unidad fundamental, la unidad de una ‘sustancia’ que no
es en realidad otra cosa que la palabra existencia hipostasiada: ahí tenéis todo el
idealismo de Berkeley; y este idealismo, como decía, forma una sola cosa con su
nominalismo.
Pasemos, ahora, si queréis, a la teoría de Dios y a la de los espíritus. Si un
cuerpo está hecho de ‘ideas’, o, en otros términos, si es enteramente pasivo y está
terminado, falto de poderes y de virtualidades, no podrá actuar sobre otros
cuerpos; y ya desde ese momento los movimientos de los cuerpos deben ser los
efectos de un poder activo que ha producido estos mismos cuerpos y que, en
razón del orden que testimonia el universo, no pueden ser otra cosa que una
causa inteligente. Si nos engañamos cuando erigimos en realidades, con el
nombre de ideas generales, los nombres que hemos dado a grupos de objetos o
de percepciones más o menos artificialmente constituidos por nosotros sobre el
plano de la materia, no pasa lo mismo cuando creemos descubrir, detrás del
plano en que aparece la materia, las intenciones divinas: la idea general que no
6
existe más que en superficie y que enlaza los cuerpos a los cuerpos no es sin
duda más que una palabra, pero la idea general que existe en profundidad,
relacionando los cuerpos a Dios o mejor descendiendo, de Dios a los cuerpos, es
una realidad; y así el nominalismo de Berkeley llama de modo natural a este
desenvolvimiento de la doctrina que encontramos en la Siris y que hemos
considerado equivocadamente como una fantasía neoplatónica; en otros
términos, el idealismo de Berkeley no es más que un aspecto de la teoría que
pone a Dios detrás de todas las manifestaciones de la materia. En fin, si Dios
imprime en cada uno de nosotros percepciones o, como dice Berkeley, ‘ideas’, el
ser que recoge estas percepciones, o, mejor, que marcha delante de ellas, resulta
justamente lo inverso de una idea: es una voluntad, limitada sin cesar por la
voluntad divina. El punto de reunión de estas dos voluntades viene a ser lo que
llamamos materia. Si el percipi es pasividad pura, el percipere es pura actividad.
Espíritu humano, materia, espíritu divino, se vuelven pues términos que no
podemos expresar más que en función uno de otro. Y el espiritualismo de
Berkeley conciértese entonces en un aspecto de una cualquiera de las otras tesis.
Así se interpenetran las diversas partes del sistema, como en ser vivo. Pero,
como decía al principio, el espectáculo de esta penetración recíproca nos da sin
duda una idea más justa del cuerpo de la doctrina; no nos hace, sin embargo,
alcanzar el alma.
Nos aproximaremos a ella si podemos alcanzar la imagen mediadora de que
hablaba hace un momento –una imagen que es casi materia en lo que se deja ver,
y casi espíritu en lo que no se deja tocar‐, fantasma que nos obsesiona en tanto
damos vueltas alrededor de la doctrina y al que es preciso dirigirse para obtener
la señal decisiva, la indicación de la actitud que hay que tomar y del punto desde
el que debe mirársela. La imagen mediadora que se dibuja en el espíritu del
intérprete, a medida que avanza en el estudio de la obra, ¿existió en otro tiempo,
tal cual es, en el pensamiento del maestro? Si no fue esta fue en realidad otra, que
podía pertenecer a un orden de percepción diferente y no tener semejanza
alguna material con ella, pero que le equivalía como se equivalen dos
traducciones, en lenguas diferentes, del mismo original. Quizá estas dos
imágenes, quizá incluso otras imágenes, equivalentes también, estuvieron
presentes toda a la vez, siguiendo paso a paso al filósofo, en procesión, a través
de las evoluciones de su pensamiento. O quizá no percibió ninguna, limitándose a
tomar contacto directamente, de tarde en tarde, con esta cosa más sutil que es la
intuición misma; pero entonces forzosamente debemos restablecer la imagen
intermedia, so pena de tener que hablar de la ‘intuición original’ como de un
pensamiento vago y del ‘espíritu de la doctrina’ como de una abstracción, cuando
este espíritu es lo más concreto y esta intuición lo más preciso en el sistema
mismo.
En el caso de Berkeley creo ver dos imágenes diferentes, y la que me
sorprende más no es aquella de la que encontramos indicación completa en el
propio Berkeley. Me parece que Berkeley percibió la materia como una tenue
película transparente situada entre el hombre y Dios. Permanece transparente en
tanto los filósofos no se ocupen de ella, mostrándose entonces Dios a través de
ella. Pero aplíquense ahí los metafísicos, o incluso el sentido común con rango
metafísico: en seguida se deslustra y condensa la película, se hace opaca y forma
una pantalla, porque palabras tales como Sustancia, Fuerza, Extensión abstracta,
7
etc., se deslizan tras ella, se depositan ahí como una capa de polvo y nos impide
percibir a Dios con transparencia. La imagen apenas es indicada por el mismo
Berkeley, aunque haya dicho en términos apropiados “que levantamos la
polvareda y que nos quejamos en seguida de que no vemos”. Pero hay otra
comparación, evocada con frecuencia por el filósofo, y que no es otra cosa que la
transposición auditiva de la imagen visual que acaba de describir: la materia
sería una lengua que Dios nos habla. Los metafísicos de la materia, al condensar
cada una de las sílabas, al escogerla al azar, al erigirla en entidad independiente,
alejarían nuestra atención del sentido del sonido y nos impedirían seguir la
palabra divina. Pero ya nos refiramos a una o a otra en los dos casos nos las
habemos con una imagen simple que es necesario observar, porque, si no es la
intuición generadora de la doctrina, deriva inmediatamente de ella y se aproxima
más que ninguna de las tesis tomadas separadamente, más incluso que su
combinación.
¿Podemos recobrar esa intuición? No tenemos más que dos medios de
expresión, el concepto y la imagen. Es en conceptos como se desenvuelve el
sistema y a imágenes a lo que se reduce cuando se le rechaza hacia la intuición de
donde desciende: porque si queremos sobre pasar la imagen remontándonos a
más altura que ella, necesariamente recaemos en conceptos, y más vagos, más
generales todavía que aquellos de los que habíamos partido para la búsqueda de
la imagen y de la intuición. Reducida a tomar esta forma, embotellada a su salida
de la fuente, la intuición original parecerá ser, pues, lo que hay en el mundo como
más insulso y más frío: será la banalidad misma. Si decíamos, por ejemplo, que
Berkeley considera el alma humana como parcialmente unida a Dios y
parcialmente independiente, que tiene conciencia de sí mismo, en todo instante,
como de una actividad imperfecta que reuniría una actividad más alta si no
hubiese, interpuesta entre los dos, algo que es la pasividad absoluta,
expresaríamos de la intuición original de Berkeley todo lo que puede traducirse
inmediatamente en conceptos, y, sin embargo, nos encontraríamos con algo tan
abstracto que casi nos parecería vacío. Atengámonos a esta fórmulas, puesto que
no podemos encontrar otras mejores, pero tratemos de llenarlas de un poco de
vida. Tomemos todo lo que el filósofo ha escrito, hagamos remontar esta ideas
diseminadas hacia la imagen de la que habían descendido, elevémoslas, ahora
encerradas en la imagen, hasta la fórmula abstracta que va a nutrirse de la
imagen y de las ideas, refirámonos entonces a esta fórmula, y tratemos, por
simple que sea, de simplificarla todavía más, y ascendemos en fin con ella hacia
el punto en que se reduciría en tensión todo lo que era dado en extensión en la
doctrina: nos representaremos esta vez cómo de este centro de fuerza, por lo
demás inaccesible, parte el empuje que nos da el impulso, es decir, la intuición
misma (part l'impulsion qui donne l'élan, c'estàdire l'intuition même). Las cuatro
tesis de Berkeley han salido de ahí, porque este movimiento ha encontrado en su
ruta las ideas y los problemas que preocupaban a los contemporáneos de
Berkeley. En otro tiempos, Berkeley hubiese formulado sin otra tesis; pero, al ser
el movimiento el mismo, estas tesis hubiesen estado situadas unas con relación a
otras de la misma manera; habrían tenido la misma relación entre sí, como
nuevas palabras en una nueva frase entre las que continúa en vigor un antiguo
sentido; y hubiese resultado de ello la misma filosofía.
8
La relación de una filosofía con las filosofías anteriores y contemporáneas no
es, pues, lo que nos haría suponer una cierta concepción de la historia de los
sistemas. El filósofo no toma ideas preexistentes para fundirlas en una síntesis
superior o para combinarlas con una idea nueva. Esto sería como creer que, para
hablar, tenemos que buscar palabras que hilvanamos en seguida por medio del
pensamiento. La verdad es que por encima de la palabra y por encima de la frase
hay algo mucho más simple que una frase e incluso que una palabra: el sentido,
que es menos que una cosa pensada que un movimiento de pensamiento, y
menos también que un movimiento que una dirección. Y lo mismo que el impulso
dado a la vida embrionaria determina la división de una célula primitiva en
células que se dividen a su vez hasta que se forma el organismo completo, así
también el movimiento característico de todo acto de pensamiento lleva a este
pensamiento, por una subdivisión creciente de sí mismo, a presentársenos cada
vez más sobre planos sucesivos del espíritu hasta que alcanza el del discurso
(parole). Entonces se expresa por una frase, es decir, por un grupo de elementos
preexistentes; pero puede escoger de manera arbitraria los primero elementos
del grupo con tal de que los demás le sean complementarios: el mismo
pensamiento se traduce también en frases diversas compuestas de palabras
completamente diferentes, siempre que esta palabras tengan entre sí la misma
relación. Tal es el proceso del discurso (parole). Y tal es también la operación por
la cual se constituye una filosofía. El filósofo no parte de ideas preexistentes;
todo lo más puede decirse que llega a ellas. Y cuando ocurre esto, la idea sí
arrastrada en el movimiento de su espíritu, se anima de una vida nueva como la
palabra que recibe su sentido en la frase y no es ya más lo que era fuera del
torbellino.
Se encontraría una relación del mismo género entre un sistema filosófico y el
conjunto de los conocimientos científicos de la época en que ha vivido el filósofo.
Hay una cierta concepción de la filosofía que quiere que todo el esfuerzo del
filósofo tienda a abarcar en una gran síntesis los resultados de las ciencias
particulares. Ciertamente, el filósofo fue durante mucho tiempo quien poseía la
ciencia universal; y hoy mismo que la multiplicidad de las ciencias particulares,
la diversidad y complejidad de sus métodos, la masa enorme de los hechos
recogidos hacen imposible la acumulación de todos los conocimientos humanos
en un solo espíritu, el filósofo permanece como hombre de la ciencia universal,
en el sentido de que, si no puede saberlo todo, no hay nada que no deba serle
puesto en estado de aprenderlo. ¿Pero se sigue de ello que su tarea consiste en
apropiarse de la ciencia hecha, en llevarla a grados crecientes de generalidad, en
encaminarse, cada vez más condensadamente, por lo que se ha llamado la
unificación del saber? Permitidme que encuentre extraño se haga esto en
nombre de la ciencia y que por respeto a ella se nos proponga esta concepción de
la filosofía: yo no conozco nada más descortés para la ciencia ni más injurioso
para el sabio. ¡Cómo!, pues he aquí un hombre que ha practicado durante largo
tiempo un cierto método científico y que ha conquistado sus resultados
laboriosamente, el cual viene a decirnos: “la experiencia, con ayuda del
razonamiento, conduce hasta este punto; el conocimiento científico comienza
ahí, termina aquí; tales son mis conclusiones”; y el filósofo tendría derecho a
contestarle: “Muy bien, dejadme esto y vais a ver lo que haré con ello. El
9
conocimiento que me proporcionáis incompleto, lo completaré. Lo que me
presentáis desunido, yo lo unificaré. Con los mismos materiales, puesto que me
atendré a los hechos que habéis observado, con el mismo género de trabajo,
puesto que debo limitarme como vosotros a inducir y a deducir, haré más y
mejor que lo que habéis hecho”. ¡Extraña pretensión, en verdad! ¿Cómo iba a
conferir la profesión de filósofo al que la ejerce el poder de avanzar más lejos que
la ciencia en la misma dirección que ella? Que ciertos sabios se inclinen más que
otros a marchar hacia adelante y a generalizar sus resultados, más inclinados
también a volver atrás y a criticar sus métodos, que, en este sentido particular de
la palabra, se les llama filósofos, que por otra parte cada ciencia pueda y deba
tener su filosofía así comprendida, soy el primero en admitirlo. Pero esta filosofía
es todavía ciencia, y el que la hace es también un sabio. No se trata ya, como hace
un momento, de erigir la filosofía en síntesis de las ciencias positivas y de
pretender, por la sola virtud del espíritu filosófico, elevarse a las alturas que la
ciencia en la generalización de los mismo hechos.
Tal concepción del papel del filósofo resultaría injuriosa para la ciencia ¡Pero
cuánto más injuriosa resulta todavía para la filosofía! ¿No es evidente que si el
sabio se detiene en un cierto punto sobre la vía de la generalización y de la
síntesis, ahí se detiene lo que la experiencia objetiva y el razonamiento seguro
nos permiten avanzar? Desde ese momento, al pretender ir más lejos en la
misma dirección, ¿no nos colocaríamos sistemáticamente en lo arbitrario o al
menos en lo hipotético? Hacer de la filosofía un conjunto de generalidades que
sobrepasa la generalidad científica, es querer que el filósofo se contente con lo
plausible y que la probabilidad le resulte ya suficiente. Sé bien que, para la mayor
parte de los siguen de lejos nuestras discusiones, nuestro dominio es en efecto el
de lo simple posible, todo lo más el de lo probable; de buen grado dirían que la
filosofía comienza allí donde termina la certidumbre. ¿Pero quién de nosotros
querría una parecida situación para la filosofía? Sin duda, todo no es igualmente
verificado ni verificable en lo que nos aporta la filosofía, y la esencia del método
filosófico consiste en exigir, que en muchos momentos, sobre muchos puntos, el
espíritu acepte riesgos. Pero el filósofo no corre estos riesgos sino porque ha
contraído una seguridad y porque hay cosas de las que se siente firmemente
cierto. Nos proporcionará certidumbre a nosotros mismos en la medida en que
sepa comunicarnos la intuición de la que toma su fuerza.
La verdad es que la filosofía no es una síntesis de las ciencias particulares y
que si se coloca frecuentemente en el terreno de la ciencia, si abraca a veces en
una visión más simple los objetos de que se ocupa la ciencia, no lo hace
intensificándola, ni llevando los resultados de la ciencia a un grado más alto de
generalidad. No habría lugar para dos maneras de conocer, filosofía y ciencia, si
la experiencia no se nos presentase bajo dos aspectos diferentes, de un lado en
forma de hechos que se yuxtaponen a hechos, que se repiten poco más o menos
de la misma manera, que se miden y se despliegan en fin en el sentido de la
multiplicidad distinta y de la espacialidad, del otro en forma de una penetración
recíproca que es pura duración, refractaria de la ley y a la medida. En los dos
casos, experiencia significa conciencia; pero en el primero, la conciencia se
ensancha hacia afuera y se exterioriza con relación a sí misma en la exacta
medida en que percibe cosas exteriores una a otras; en el segundo, entra en sí
misma, se recupera (se ressaisit) y profundiza. Sondeando así su propia
10
profundidad, ¿penetra más en el interior de la materia, de la vida, de la realidad
en general? Podríamos ponerlo en duda, caso de que la conciencia se
sobreañadiese a la materia como un accidente; pero creemos haber mostrado
que una hipótesis de este género, según el lado por el que se la considere, es
absurda o falsa, contradictoria consigo misma o contradicha por los hechos.
Podríamos ponerla también en duda, si la conciencia humana, aunque
emparentada con una conciencia más amplia y más alta, hubiese sido alejada, y si
el hombre hubiese quedado relegado a un rincón de la naturaleza como un niño
en penitencia. ¡Pero no!, la materia y la vida que llenan el mundo están también
en nosotros; la fuerzas que trabajan en todas las cosas, las sentimos en nosotros;
cualquiera que sea la esencia íntima de lo que es y de lo que se hace, la somos
también nosotros. Descendamos entonces al interior de nosotros mismos: cuanto
más profundo sea el punto que hayamos tocado, más fuerte será el empuje que
nos devolverá a la superficie. La intuición filosófica es este contacto y la filosofía
este impulso (L'intuition philosophique est ce contact, la philosophie est cet élan).
Traídos hacia afuera por un empuje que proviene del fondo, alcanzaremos la
ciencia a medida que se abra y se extienda nuestro pensamiento. Es preciso,
pues, que la filosofía pueda moldearse sobre la ciencia. Una idea de origen que se
titulase intuitiva no llegaría, al dividir y subdividir sus divisiones, a recubrir los
hechos observados desde fuera y las leyes por las que la ciencia las enlaza entre
sí; si no fuese capaz, incluso de corregir ciertas generalizaciones y de enderezar
ciertas observaciones, resultaría fantasía pura, no tendría nada en común con la
intuición. Pero, por otra parte, la idea que obtiene éxito al aplicar exactamente a
los hechos y a las leyes esta dispersión (éparpillement) de sí misma no fue
obtenida por una unificación de la experiencia exterior; porque el filósofo no ha
llegado a la unidad, sino que ha partido de ella. Hablo, entiéndase bien, de una
unidad a la vez restringida y relativa, como la que recorta un ser vivo en el
conjunto de las cosas. El trabajo por el que la filosofía parece asimilarse los
resultados de la ciencia positiva, lo mismo que la operación en el curso de la cual
una filosofía semeja reunir en sí fragmentos de las filosofías anteriores, no es una
síntesis, sino un análisis.
La ciencia es el auxiliar de la acción. Y la acción apunta a un resultado. La
inteligencia científica se pregunta, pues, lo que ha debido hacerse para que un
cierto resultado deseado se alcance, o, más generalmente, qué condiciones es
preciso que se den para que se produzca un cierto fenómeno. Va de un ajuste de
las cosas a un reajuste, de una simultaneidad a una simultaneidad.
Necesariamente desdeña lo que pasa en el intervalo (intervalle); o, si se ocupa de
ello, es para considerar ahí otros ajustes y también simultaneidades. Con
métodos destinados a aprehender el todo hecho, no podría, en general, entrar en
lo que se hace, seguir lo moviente (le mouvant), adoptar el devenir que es la vida
de las cosas. Esta última tarea compete a la filosofía. En tanto que el sabio,
obligado a tomar sobre el movimiento vistas inmóviles (à prendre sur le
mouvement des vues immobiles) y a recolectar repeticiones a lo largo de lo que no
se repite, atento también a dividir fácilmente la realidad sobre planos sucesivos
en los que se despliega a fin de someterla a la acción del hombre, viene obligado
a obrar astutamente con la naturaleza, a adoptar frente a ella una actitud de
desconfianza y de lucha, el filósofo la trata con camaradería. La regla de la ciencia
es la propuesta por Bacon: obedecer para mandar. El filósofo no obedece ni
manda; se limita a simpatizar.
11
Desde este punto de vista, la esencia de la filosofía es el espíritu de
simplicidad. Ya consideremos el espíritu filosófico en sí mismo o en sus obras, ya
comparemos la filosofía a la ciencia o una filosofía a otras filosofías, siempre
encontramos que la complicación es superficial, la construcción algo accesorio, la
síntesis una apariencia: filosofar es un acto simple.
Cuanto más nos penetremos de esta verdad, más nos inclinaremos a hacer
salir la filosofía de la escuela y a aproximarla a la vida. Sin duda, la actitud del
pensamiento común, tal como resulta de la estructura de los sentidos, de la
inteligencia y del lenguaje, es más vecina de la actitud de la ciencia que de la
filosofía. No entiendo por ello solamente que las categorías generales de nuestro
pensamiento sean las mismas que las de la ciencia, que las grandes rutas
trazadas por nuestros sentidos a través de la continuidad de lo real sean aquellas
por donde pasará la ciencia, ni que la percepción sea, asimismo, una ciencia
naciente, la ciencia una percepción adulta y el conocimiento usual y el
conocimiento científico, destinados uno y otro a preparar nuestra acción sobre
las cosas, necesariamente dos visiones del mismo género, aunque de precisión y
de alcance desiguales. Lo que quiero decir sobre todo es que el conocimiento
usual viene obligado, como el conocimiento científico y por las mismas razones, a
tomar las cosas en un tiempo pulverizado en el que un instante sin duración
sucede a otro instante que ya no dura. El movimiento es para él una serie de
posiciones, el cambio una serie de cualidades, el devenir en general una serie de
estados. Parte de la inmovilidad (como si la inmovilidad pudiese ser algo más
que una apariencia, comparable al efecto especial que produce un móvil sobre
otro móvil cuando son regulados el uno por el otro), y por un ingenioso ajuste de
inmovilidades compone una imitación del movimiento que sustituye al
movimiento mismo: operación prácticamente fácil pero teóricamente absurda,
llena de todas las contradicciones, de todos los falsos problemas que la
metafísica y la crítica encuentran ante sí.
Pero justamente porque es aquí donde el sentido común vuelve la espalda a la
filosofía, bastará que obtengamos de él un brusco viraje (une volteface) en este
punto para que volvamos a colocarle en la dirección del pensamiento filosófico.
Sin duda, la intuición exige grados de intensidad, y la filosofía grados de
profundidad; pero en el espíritu que hayamos reencuadrado (ramené) a la
duración real vivirá ya de la vida intuitiva y su conocimiento de las será ya
filosofía. En lugar de una discontinuidad de momentos que se reemplazarían en
un tiempo infinitamente dividido, percibirá la fluidez continua del tiempo real
que transcurre de manera indivisible. En lugar de estados superficiales que
recubrirían alternativamente una cosa indiferente y mantendrían con ella la
misteriosa relación del fenómeno a la sustancia, aprehenderá de un solo y mismo
cambio que siempre se amplía, como en una melodía, en la que todo es devenir,
pero en la que el devenir, al ser sustancial, no tiene necesidad de soporte.
Cuantos más estados inertes, más cosas muertas, solo de la movilidad está hecha
la estabilidad de la vida. Una visión de este género, en la que la realidad aparece
como continua e indivisible, se encuentra en el camino que lleva a la intuición
filosófica.
12
Porque no es necesario, para ir a la intuición, alejarse del dominio de los
sentidos y de la conciencia. El error de Kant consistió en creerlo así. Después de
haber probado con argumentos decisivos que ningún esfuerzo dialéctico nos
introducirá jamás en el más allá y que una metafísica eficaz sería necesariamente
una metafísica intuitiva, añadió que nos falta esta intuición y que por tanto esta
metafísica resulta imposible. Lo sería, en efecto, si no hubiese otro tiempo ni otro
cambio que los que Kant ha percibido y con los que, por lo demás, tenemos que
habérnoslas; porque nuestra percepción usual no podría salir del tiempo ni
aprehender otra cosa que el cambio. Pero el tiempo en el que estamos
naturalmente colocados, el cambio que contemplamos de ordinario, son un
tiempo y un cambio que nuestros sentidos y nuestra conciencia han reducido a
polvo para facilitar nuestra acción sobre las cosas. Deshagamos lo que ellos
hacen, reencuadremos (ramenons) nuestra percepción a sus orígenes y
tendremos un conocimiento de nuevo género sin haber tenido necesidad de
recurrir a facultades nuevas.
Si este conocimiento se generaliza, no es solamente la especulación la que se
aprovechará de ello. La vida de todos los días podrá ser reencendida (réchauffée)
e iluminada. Porque el mundo en el que nos introducen habitualmente nuestros
sentidos y nuestra conciencia no es ya ora cosa que la sombra de sí mismo; y es
frío como la muerte. Todo se ha puesto de acuerdo para nuestra mayor
comodidad, pero todo está también en un presente que parece comenzar sin
cesar; y nosotros mismos, artificialmente formados a la imagen de un universo
no menos artificial, nos percibimos en lo instantáneo, hablamos del pasado como
de lo ya anulado, vemos en el recuerdo (souvenir) un hecho extraño, una especie
de ayuda prestada al espíritu por la materia. Volvámonos, por el contrario, tal
como somos, a un presente denso y, además, elástico, que podemos dilatar
indefinidamente hacia atrás haciendo retroceder cada vez más la máscara que
nos oculta a nosotros mismos; recobremos el mundo exterior tal como es, no tan
solo superficialmente, en el momento actual, sino en profundidad, con el pasado
inmediato que le oprime y le imprime también su impulso (qui le presse et qui lui
imprime son élan); habituémonos, en una palabra, a ver todas las cosas sub specie
durationis: tan pronto se afloja lo que está tenso y se despierta lo adormecido, lo
que está muerto resucita también en nuestra percepción galvanizada. Las
satisfacciones que el arte no proporcionará nunca más que a los privilegios de la
naturaleza y de la fortuna, y solamente muy de tarde en tarde, la filosofía así
entendida nos la ofrecería a todos, en todo momento, insuflando de nuevo a la
vida los fantasmas que nos rodean y revivificando a nosotros mismos. Con ellos
se haría complementaria de la ciencia, tanto en la práctica como en la
especulación. Con sus aplicaciones que no apuntan más que a la comodidad de la
existencia, la ciencia nos promete bienestar, todo lo más placer. Pero la filosofía
podrá en cambio darnos la alegría (la joie).
13