El Quebrantamiento Del Hombre Exterior y La Liberacion Del Espiritu. Watchman Nee
El Quebrantamiento Del Hombre Exterior y La Liberacion Del Espiritu. Watchman Nee
El Quebrantamiento Del Hombre Exterior y La Liberacion Del Espiritu. Watchman Nee
Y EL HOMBRE EXTERIOR
Watchman Nee
Cuando el hombre exterior es quebrantado, todas las actividades externas
quedan confinadas a la esfera exterior, mientras que el hombre interior
continúa disfrutando la presencia de Dios. El problema de muchos cristianos es
que el hombre exterior y el interior están entrelazados. Todo lo que afecta al uno
afecta también al otro. Hablando con propiedad, las cosas exteriores sólo
pueden afectar al hombre exterior; sin embargo, el hombre exterior transmite
los efectos al hombre interior. El hombre interior de uno que no ha sido
quebrantado es afectado por el hombre exterior. Esto no sucede en aquellos
cuyo hombre exterior ya fue quebrantado. Si Dios tiene misericordia de
nosotros y quebranta nuestro hombre exterior, éste será separado del hombre
interior, y las cosas del mundo que afectan al hombre exterior no afectarán al
hombre interior. Cuando el hombre exterior es separado del hombre interior,
todas las distracciones quedan relegadas a la esfera externa y no pueden
penetrar en la esfera interior. El creyente tiene la capacidad de conversar con
otros utilizando su hombre exterior, mientras su hombre interior permanece en
comunión con Dios. El hombre exterior puede estar consciente del “ajetreo de
los platos”, mientras que el interior permanece ante Dios. Puede trabajar y
laborar con su hombre exterior, atender las miles de actividades de su entorno y
relegar todas estas cosas a esta esfera. Su hombre interior no es afectado y
puede continuar en la presencia de Dios. Puesto que nunca se ha alejado, no
tiene necesidad de regresar. Suponga que un hermano está construyendo un
camino. Si su hombre exterior está separado del interior, nada de lo que venga
de fuera puede afectar su ser interior. Puede trabajar con su hombre exterior,
mientras su hombre interior permanece ante Dios. Algunos padres pueden jugar
y reír con sus hijos conforme a su hombre exterior, pero cuando llega la hora de
ocuparse de las labores espirituales, pueden ejercitar su hombre interior de
inmediato. De hecho, su hombre interior nunca se ha apartado de Dios. La
separación entre el hombre exterior y el hombre interior se relaciona
estrechamente con nuestro servicio a Dios y nuestra vida. Esta es la única
manera en que podemos continuar con nuestro servicio, sin tener que regresar a
Dios continuamente.
Algunos creyentes viven como una sola persona o una sola entidad. Otros viven
como si fueran dos. En aquéllos el hombre interior y el exterior son una sola
entidad. En éstos los dos están separados. ¿Qué pasa con los que son una sola
persona? Cuando se ocupan de sus asuntos, su ser entero se involucra en su
trabajo, y su ser entero se aparta del Señor. Entonces cuando oran, tienen que
dejar todo lo que están haciendo y tornar todo su ser a Dios. Tienen que
concentrar todo su ser tanto en el trabajo como en volverse a Dios, pues cada
vez se alejan de El y en cada ocasión tienen que volver. Su hombre exterior no
ha sido aún quebrantado. Pero los que han sido quebrantados por el Señor,
encontrarán que su hombre exterior no afectará a su hombre interior. Ellos
pueden ocuparse de los asuntos prácticos con su hombre exterior y al mismo
tiempo continuar habitando en Dios y en Su presencia. Cuando se les presenta
la oportunidad de que su hombre interior (o su espíritu) se exprese ante los
hombres, lo pueden hacer fácilmente, pues la presencia de Dios no se ha
retirado de ellos. Por lo tanto, lo más importante es saber si somos una sola
persona o dos. En otras palabras, ¿está separado nuestro hombre interior del
exterior? Esta diferencia es enorme.
Resumiendo, Dios puede usar nuestro espíritu siempre y cuando el Señor lleve a
cabo dos obras en nosotros. Una es el quebrantamiento del hombre exterior, y la
otra es la separación de nuestro espíritu y nuestra alma, o sea, la división del
hombre interior y el hombre exterior. Dios debe realizar estas dos obras
cruciales en nosotros para poder usar nuestro espíritu. El quebrantamiento del
hombre exterior se lleva a cabo por medio de la disciplina del Espíritu Santo, y
la separación del hombre exterior y el hombre interior se efectúa por medio de
la revelación del Espíritu Santo.
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PREFACIO
Este libro aborda una lección fundamental que todo siervo de Cristo debe
encarar: el quebrantamiento del hombre exterior llevado a cabo por el Señor
para lograr la liberación del espíritu. La única obra que Dios aprueba es la obra
que realiza por el espíritu, y el espíritu puede tener perfecta libertad de acción al
ser quebrantado el hombre exterior.
CAPITULO UNO
Lectura bíblica: Jn. 12:24; He. 4:12-13; 1 Co. 2:11-14; 2 Co. 3:6; Ro. 1:9; 7:6;
8:4-8; Gá. 5:16, 22-23, 25
Tarde o temprano todo siervo de Dios descubre que el obstáculo más grande
para su labor es él mismo y se da cuenta que su hombre exterior no está en
armonía con su hombre interior. El hombre interior va en una dirección, y el
hombre exterior, en otra. El hombre exterior no se sujeta al gobierno del
espíritu ni anda conforme a los elevados requisitos de Dios; además, constituye
el obstáculo más grande para la labor del siervo de Dios y le impide usar su
espíritu. Todo siervo de Dios debe ejercitar su espíritu para mantenerse en la
presencia de Dios, conocer Su palabra, percatarse de la condición del hombre,
transmitir la palabra de Dios, y percibir y recibir la revelación divina; todo esto
lo hace con su espíritu. Sin embargo, el hombre exterior lo incapacita y le
impide utilizar su espíritu. Muchos siervos del Señor no son aptos para Su obra,
debido a que nunca han sido quebrantados por el Señor de una manera
completa. Sin el quebrantamiento, prácticamente no son aptos para realizar
ninguna tarea. Todo entusiasmo, celo y clamor son vanos. Este
quebrantamiento es fundamental y es la única manera en que uno llega a ser un
vaso útil para el Señor.
En Juan 12:24 el Señor dice: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere,
queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto”. La vida está en la semilla. No
obstante, la semilla está rodeada de una cáscara, una corteza dura. Mientras
esta cáscara no se quiebre, la semilla no podrá crecer. “Si el grano de trigo no
cae en la tierra y muere...” ¿A qué se refiere esta muerte? Es la acción del calor y
la humedad de la tierra sobre la semilla, lo cual ocasiona que la cáscara se
rompa. Cuando la cáscara se rompe la semilla brota. Por lo tanto, no depende de
si la semilla tiene vida o no, sino de que la cáscara exterior se rompa. El
siguiente versículo añade: “El que ama la vida de su alma la perderá; y el que la
aborrece en este mundo, para vida eterna la guardará” (v. 25). De acuerdo con la
Palabra del Señor, la cáscara exterior es nuestra vida, y la vida interior es la vida
eterna que El nos imparte. Para que la vida interior pueda brotar, la vida
exterior debe sufrir pérdida. Si lo exterior no es quebrantado, lo interior no
puede ser liberado.
Entre toda la gente del mundo, hay algunos que tienen la vida del Señor. Y entre
éstos, encontramos dos condiciones de vida. En unos la vida se encuentra atada,
circunscrita y aprisionada; pero en otros, el Señor ha abierto una brecha y la
vida puede brotar. El problema de nosotros hoy no radica en cómo obtener vida,
sino en cómo permitir que esta vida emane de nuestro interior. Cuando decimos
que el Señor tiene que quebrantarnos, no es sólo una figura retórica ni una
doctrina; el quebrantamiento tiene que llevarse a cabo. La vida del Señor puede
propagarse por toda la tierra, pero está encerrada en nosotros. El Señor puede
bendecir a la iglesia, pero Su vida se encuentra aprisionada, restringida y
bloqueada por nuestro hombre exterior. Si el hombre exterior no es
quebrantado, no traeremos bendición a la iglesia, ni podemos esperar que el
mundo reciba la gracia de Dios por medio de nosotros.
La Biblia habla del ungüento de nardo puro (Jn. 12:3). La Palabra de Dios usa
intencionalmente el adjetivo puro. Este es un ungüento de nardo puro, algo
verdaderamente espiritual. No obstante, a menos que el frasco de alabastro
fuera quebrado, el ungüento de nardo puro no podía ser liberado. Es extraño
que mucha gente valore más el frasco de alabastro que el ungüento. De la misma
manera, muchos piensan que su hombre exterior es más valioso que su hombre
interior. Este es el problema que enfrenta la iglesia en la actualidad. Es posible
que valoremos demasiado nuestra propia sabiduría y pensemos que somos
superiores. Otros pueden estimar sus emociones y creer que son personas
excepcionales. Muchos otros se valoran exageradamente a sí mismos y creen
que son mejores que los demás. Piensan que su elocuencia, sus capacidades, su
discernimiento y juicio, son mejores que los de otros. Pero debemos saber que
no somos coleccionistas de antigüedades, ni admiradores de frascos de
alabastro, sino que buscamos el aroma del ungüento. Si la parte exterior no se
quiebra, el contenido no puede salir. Ni nosotros ni la iglesia podremos seguir
adelante. No debemos seguir protegiéndonos tanto a nosotros mismos.
Ya hemos visto cuál es el propósito de Dios para con nosotros. Es triste que
muchos no sepan lo que el Señor está haciendo en ellos, ni cuál es Su intención
para con ellos. Todos debemos saber cuál es el propósito de Dios para con
nosotros. Cuando el Señor abra nuestros ojos, veremos que todo lo que nos
sucede tiene mucho sentido. El Señor nunca hace nada en vano. Cuando
entendamos que la meta del Señor es quebrantar nuestro hombre exterior,
comprenderemos que todo lo que nos sucede es importante. El Señor está
tratando de alcanzar una meta: quebrantar y deshacer nuestro hombre exterior.
Si en el pasado nunca nos hemos consagrado a Dios de una manera total, éste es
el momento de hacerlo. Debemos decirle: “Señor, por el bien de la iglesia, por el
avance del evangelio, para que tengas libertad de actuar y para que yo mismo
pueda avanzar en mi vida individual, me entrego a Ti total e
incondicionalmente. Señor, con gusto me pongo en Tus manos. Estoy dispuesto
a que te expreses libremente por medio de mí”.
EL SIGNIFICADO DE LA CRUZ
Durante mucho tiempo hemos escuchado acerca de la cruz, tanto que nos parece
que ya lo sabemos todo al respecto; pero, ¿sabemos en realidad qué es la cruz?
El significado de la cruz es simplemente el quebrantamiento del hombre
exterior. La cruz pone fin al hombre exterior, lo destruye totalmente y rompe la
cáscara exterior. Destruye nuestras opiniones, métodos, sabiduría,
egocentrismo y todo lo demás. Una vez que esto sucede, el hombre interior
puede salir libremente, y el espíritu puede funcionar. Es muy claro cuál es el
camino que tenemos por delante.
Una vez que el quebrantamiento del hombre exterior se lleva a cabo, resulta fácil
liberar nuestro espíritu. Cuando un hermano experimenta esto, aunque posea
una mente brillante, una voluntad firme y unas emociones reservadas y
profundas, todo el que lo conozca reconocerá que cuando tiene contacto con él,
toca su espíritu y no sus virtudes humanas. Cada vez que otros tengan comunión
con él, tocarán su espíritu, el espíritu puro de un hombre quebrantado. Una
hermana puede ser rápida en sus acciones, de tal modo que todo el que la
conoce lo nota. Tal vez sea rápida para pensar, hablar, confesar, escribir y tirar
lo que ha escrito. Pero cuando otros la conocen, no notan su rapidez sino su
espíritu, pues su misma persona ha sido quebrantada. El quebrantamiento del
hombre exterior es un asunto crucial. No podemos escudarnos en nuestra
debilidad para siempre. Después de estar bajo la obra quebrantadora del Señor
por cinco o diez años, no tendremos el mismo sabor. Debemos permitir que el
Señor se abra paso por medio de nosotros. Esto es lo más básico que el Señor
requiere.
DOS RAZONES
POR LAS QUE NO SOMOS QUEBRANTADOS
¿Por qué muchas personas permanecen sin ningún cambio, a pesar de estar por
años bajo la obra quebrantadora del Señor? ¿Y por qué otros tienen una
voluntad férrea, una parte afectiva o mente tan fuerte, y aún así, el Señor puede
quebrantarlos? Existen dos razones por las cuales sucede esto.
Aquellos que conocen al Señor van a la cruz sin tomar el vinagre mezclado con
hiel. Muchos van a la cruz de mala gana; toman el vinagre con hiel tratando de
atenuar sus sufrimientos. Aquellos que dicen: “La copa que el Padre me dio, ¿no
la beberé?”, no tomarán la copa de vinagre con hiel. Sólo tomarán una de las dos
copas, no ambas. Estos no se aman a sí mismos. El amor propio es la raíz de
nuestro problema. Que el Señor nos hable interiormente para que oremos
diciendo: “Dios mío, ahora entiendo que todo proviene de Ti; todas mis
experiencias durante los últimos cinco, diez o veinte años han venido de Ti y
han tenido el único propósito de que Tu vida se exprese en mí. He sido
insensato por no haberlo visto antes. Por causa de mi amor propio he hecho lo
posible por salvarme a mí mismo y he desperdiciado mucho de Tu tiempo.
Ahora entiendo que esto ha sido obra de Tu mano, y me consagro sinceramente
a Ti. Vuelvo a encomendar mi vida en Tus manos”.
Cuando nuestro hombre exterior es golpeado, herido y humillado por toda clase
de infortunios, las heridas y cicatrices que queden serán los canales por donde el
espíritu fluya de nuestro interior. Temo que el yo de algunos hermanos y
hermanas todavía se encuentre entero; nunca han sufrido ninguna herida ni
disciplina, y no han cambiado en forma alguna. Que el Señor tenga misericordia
de nosotros y establezca un camino recto delante de nosotros. Que podamos ver
que ésta es la única manera de ir adelante, y que todas las heridas que hemos
recibido de parte del Señor en estos últimos diez o veinte años han tenido como
propósito alcanzar esta única meta. Por lo tanto, no debemos menospreciar la
obra del Señor en nosotros. Que el Señor verdaderamente nos muestre lo que
significa el quebrantamiento del hombre exterior. A menos que el hombre
exterior sea quebrantado, todo lo que tengamos sólo estará en la esfera de
nuestro intelecto y del conocimiento, y será inútil. Logre el Señor en nosotros un
quebrantamiento completo.
CAPITULO DOS
ANTES Y DESPUES
DEL QUEBRANTAMIENTO
Cuando el Espíritu de Dios opera, lo hace por medio del espíritu humano. Tal
operación es similar a la electricidad que circula por los aparatos
electrodomésticos; no puede viajar en forma de relámpago por el aire, sino por
medio de los alambres. No sólo tenemos electricidad, sino también cables
conductores. Los alambres conducen la electricidad. En la física existe el
fenómeno llamado cargaeléctrica. Estar cargado equivale a llevar un carga. Si
tenemos que conducir la electricidad, lo tenemos que hacer por medio de
alambres eléctricos. Este mismo principio se aplica en cuanto al Espíritu de
Dios. El necesita el espíritu humano como medio que conduce el Espíritu de
Dios. El Espíritu Santo es conducido por el espíritu humano hacia los hombres.
Por lo general, sólo sentimos la presencia de Dios cuando acudimos a El. Pero
cuando nos ocupamos en alguna actividad, aun cuando tengamos mucho
cuidado, sentimos que nos alejamos de El un poco. Temo que esta sea la
experiencia de la mayoría de nosotros. Aunque seamos muy cuidadosos y
tengamos control sobre nosotros mismos, nos alejamos tan pronto
emprendemos alguna actividad. Muchos hermanos piensan que no pueden orar
mientras trabajan. Les parece que hay una diferencia entre estar en comunión
con Dios y realizar alguna labor. Por ejemplo, cuando le predicamos el evangelio
a una persona o la estamos edificando, en medio de la conversación nos
sentimos un poco lejos de Dios y nos parece que debemos orar para restaurar
nuestra comunión con El. Es como si nos hubiéramos apartado de El y
estuviéramos regresando, como si hubiéramos perdido Su presencia y
estuviéramos recuperándola. Podemos llevar a cabo alguna tarea rutinaria,
como hacer el aseo o trabajar en algún oficio, pero después de terminarlo nos
sentimos que debemos regresar al Señor para poder orar, que hay una gran
distancia entre el lugar en que estamos y en el que queremos estar. Cualquier
deseo de regresar a El es una señal de que nos hemos alejado de Su presencia. El
quebrantamiento del hombre exterior hace que tales regresos sean innecesarios.
Sentiremos la presencia de Dios igualmente cuando hablemos con otros, cuando
nos arrodillemos a orar con ellos, cuando hagamos el aseo y cuando realicemos
nuestro oficio. Estas cosas ya no nos alejarán de la presencia de Dios y, por
ende, no tendremos necesidad de regresar.
Algunos creyentes viven como una sola persona o una sola entidad. Otros viven
como si fueran dos. En aquéllos el hombre interior y el exterior son una sola
entidad. En éstos los dos están separados. ¿Qué pasa con los que son una sola
persona? Cuando se ocupan de sus asuntos, su ser entero se involucra en su
trabajo, y su ser entero se aparta del Señor. Entonces cuando oran, tienen que
dejar todo lo que están haciendo y tornar todo su ser a Dios. Tienen que
concentrar todo su ser tanto en el trabajo como en volverse a Dios, pues cada
vez se alejan de El y en cada ocasión tienen que volver. Su hombre exterior no
ha sido aún quebrantado. Pero los que han sido quebrantados por el Señor,
encontrarán que su hombre exterior no afectará a su hombre interior. Ellos
pueden ocuparse de los asuntos prácticos con su hombre exterior y al mismo
tiempo continuar habitando en Dios y en Su presencia. Cuando se les presenta
la oportunidad de que su hombre interior (o su espíritu) se exprese ante los
hombres, lo pueden hacer fácilmente, pues la presencia de Dios no se ha
retirado de ellos. Por lo tanto, lo más importante es saber si somos una sola
persona o dos. En otras palabras, ¿está separado nuestro hombre interior del
exterior? Esta diferencia es enorme.
Resumiendo, Dios puede usar nuestro espíritu siempre y cuando el Señor lleve a
cabo dos obras en nosotros. Una es el quebrantamiento del hombre exterior, y la
otra es la separación de nuestro espíritu y nuestra alma, o sea, la división del
hombre interior y el hombre exterior. Dios debe realizar estas dos obras
cruciales en nosotros para poder usar nuestro espíritu. El quebrantamiento del
hombre exterior se lleva a cabo por medio de la disciplina del Espíritu Santo, y
la separación del hombre exterior y el hombre interior se efectúa por medio de
la revelación del Espíritu Santo.
CAPITULO TRES
NUESTRAS OCUPACIONES
DIOS LIMITA
LA FUERZA DEL HOMBRE EXTERIOR
La fuerza mental del hombre también es limitada. Nadie posee una capacidad
ilimitada de energía mental. Si alguien dedica mucho tiempo a algo, esto es, si
su mente se ocupa completamente en algún asunto, no tendrá fuerza para
pensar en nada más. Romanos 8 nos dice que la ley del Espíritu de vida nos ha
librado de la ley del pecado y de la muerte. ¿Por qué entonces la ley del espíritu
de vida no opera en algunas personas? La Biblia también nos muestra que la
justicia de la ley se cumple en aquellos que andan conforme al espíritu. En otras
palabras, la ley del Espíritu de vida sólo tiene efecto en aquellos que son
espirituales, los que ponen su mente en los asuntos espirituales y no en la carne.
Sólo quienes no se ocupan de la carne pueden atender a los asuntos espirituales.
La expresión poner la mente puede traducirse “prestar atención” o “tener
cuidado”. Supongamos que una madre sale de su casa y encarga su pequeña hija
al cuidado de una amiga, a la que le dice: “Por favor cuida a mi niña”. ¿Qué
significa cuidar a un niño? Significa ponerle atención todo el tiempo. Una
persona sólo puede atender a una cosa a la vez; no puede ocuparse de dos cosas
al mismo tiempo. Si alguien encomienda un niño a nuestro cuidado, no
podemos cuidarlo y, aparte, cuidar a las ovejas y a las vacas que están en un
monte. Si cuidamos al niño, no podemos hacer otra cosa. Sólo aquellos que no
atienden a su carne pueden atender a su espíritu, y sólo los que atienden a su
espíritu reciben el beneficio de la ley del Espíritu. Nuestra fuerza mental es
limitada. Si la desperdiciamos en asuntos carnales, no tendremos suficiente
energía mental para dedicarla a las espirituales. Si ponemos nuestra mente en la
carne, no nos quedará fuerza para poner nuestra mente en el espíritu.
Debemos ver este asunto claramente: la fuerza de nuestro hombre exterior está
limitada de la misma manera que la fuerza de nuestros brazos. Por lo tanto, si ya
tenemos nuestras ocupaciones, no podemos dedicarnos a las cosas de Dios.
Nuestras ocupaciones son inversamente proporcionales al poder con el que
servimos a Dios. Eso que nos ocupa es un gran obstáculo y un gran
impedimento.
Debemos ver que la fuerza de nuestro hombre exterior es limitada. Tan pronto
como nos ocupamos en algo, nuestro hombre exterior queda limitado.
EL ESPIRITU USA
AL HOMBRE EXTERIOR QUEBRANTADO
Tan pronto como nuestro hombre exterior es atado, nuestro espíritu también lo
es. Cuando el espíritu sirve a otros, no puede pasar por alto al hombre exterior,
como tampoco Dios pasa por alto al espíritu humano cuando Su Espíritu opera
en una persona ni permite que nuestro espíritu haga a un lado nuestro hombre
exterior cuando obra en otros. Este es un principio muy importante que
debemos ver claramente. Siempre que el Espíritu Santo obra en alguien lo hace
juntamente con el hombre, asimismo siempre que nuestro espíritu sirve a
alguien lo hace juntamente con el hombre exterior. Nuestro espíritu debe pasar
por nuestro hombre exterior al servir a otros. Siempre que nuestro hombre
exterior esté ocupado en diferentes asuntos y su fuerza esté agotada, no
podremos participar en la obra de Dios. Si nuestro espíritu no tiene una manera
de seguir adelante, tampoco el Espíritu Santo la tendrá. El hombre exterior
puede obstaculizar el camino del hombre interior e impedir que salga. Esta es la
razón por la cual recalcamos tanto la necesidad de que el hombre exterior sea
quebrantado.
Dios tiene que quebrantar nuestro hombre exterior para poder usar nuestro
hombre interior. Tiene que quebrantar nuestro amor a fin de usarlo para amar a
los hermanos. Si nuestro hombre exterior no ha sido aun quebrantado,
seguimos ocupados en nuestros propios asuntos, siguiendo nuestro propio
camino y amando según nuestras preferencias. Dios primero tiene que
quebrantar nuestro hombre exterior a fin de usar nuestro amor “quebrantado”
para amar a los hermanos y a fin de ensancharlo. Una vez quebrantado el
hombre exterior, el hombre interior es liberado. El hombre interior debe amar,
pero debe hacerlo por medio del hombre exterior; mas si el hombre exterior se
encuentra ocupado, el hombre interior no tendrá forma de hacerlo.
El Espíritu de Dios debe ser liberado por medio del hombre. El amor, los
pensamientos y la voluntad del hombre deben estar disponibles para Dios a fin
de que otros puedan sentir el amor de Dios, conocer Sus pensamientos y Su
voluntad. Pero el problema de muchos cristianos es que su hombre exterior se
encuentra muy ocupado en sus propios asuntos, sus puntos de vista y sus
pensamientos, muy ocupado consigo mismo. Como resultado, el hombre
interior no halla la manera de ser liberado. Esta es la razón por la cual Dios
tiene que quebrantar el hombre exterior, lo cual no significa que la voluntad sea
aniquilada, sino que tiene que ser quebrantada, quitando todo aquello que la
mantiene ocupada, con el fin de que no actúe independientemente. Tampoco
significa que nuestros pensamientos tengan que ser aniquilados; sino que ya no
pensemos conforme a nosotros mismos, teniendo toda clase de ideas y siendo
extraviados por nuestra mente divagante. Tampoco significa que nuestras
emociones deban ser aniquiladas, sino que estén bajo el control y la dirección
del hombre interior. De esta manera el hombre interior contará con nuestra
mente, nuestra parte afectiva y nuestra voluntad, las cuales estarán disponibles.
Aprender doctrinas no nos hace obreros calificados que sirvan a Dios. Lo que
importa es la clase de persona que seamos, pues el medio por el cual la obra se
lleva a cabo, es la persona misma. Por lo tanto, esto depende del grado al que
Dios haya quebrantado nuestra persona. ¿Qué podría ministrar a la iglesia una
persona sin transformación, aunque tenga doctrinas correctas? La lección básica
que debemos aprender para ser vasos útiles al Señor es que nuestro hombre
exterior debe ser quebrantado.
Dios ha estado obrando en nosotros durante años. Aunque no nos demos cuenta
de ello, día tras día El procura llevar adelante su obra de quebrantamiento por
medio de los sufrimientos y las dificultades. Cuando queremos ir en una
dirección, no nos lo permite, y cuando queremos ir en otra, nos detiene de
nuevo. Vez tras vez la mano de Dios nos ha detenido. Si no vemos la mano de
Dios obrar en las diferentes situaciones que nos rodean, deberíamos pedirle:
“Dios, abre mis ojos para poder ver Tu mano obrar”. En ocasiones la vista de un
asno es más aguda que la de un presunto profeta. La Biblia habla de un asno que
vio a un mensajero de Jehová, mientras que su propio amo no lo podía ver. El
asno comprendió que la mano de Dios les prohibía seguir adelante, pero el
autodenominado profeta no lo entendía. Debemos comprender que Dios obra
en nosotros quebrantándonos. Por años Dios ha tratado de quebrantar y
desmenuzar nuestro hombre exterior, con el propósito de que nuestro yo no
permanezca intacto. Desafortunadamente, muchos piensan que lo que necesitan
es aprender doctrinas, acumular mensajes para predicar y asimilar más
exposiciones de la Biblia. Pero esto es totalmente erróneo. Lo que la mano de
Dios intenta hacer es quebrantarnos para que no sigamos nuestro propio
camino, nuestros pensamientos ni nuestras decisiones, sino los Suyos. Dios
procura quebrantarnos completamente. El problema de muchos es que siempre
que Dios se interpone en su camino, empiezan a culpar una cosa u otra por el
obstáculo. Actúan como aquel profeta que no podía ver la mano de Dios y
culpaba a su asno por haberse detenido.
Todo lo que nos sucede es importante y es parte de los que Dios dispone en Su
providencia. En la vida de un creyente nada sucede por casualidad ni es ajeno al
mandato divino. Debemos humillarnos y aceptar lo que Dios ha dispuesto. Que
el Señor abra nuestros ojos para que veamos que Dios prepara de antemano
todo lo que nos rodea, conforme a Su propósito. El procura molernos por medio
de todo ello. El día que Dios nos conceda Su gracia, aceptaremos gustosos todas
las circunstancias que El disponga. Nuestro espíritu será liberado, y podremos
usar nuestro espíritu.
Ya vimos que Dios nos disciplina y quebranta para que el espíritu sea liberado y
ejercitado, pero lo lleva a cabo según Su ley y no según nuestra oración. Esto
significa que la liberación del hombre interior mediante el quebrantamiento del
hombre exterior depende de una ley; no es algo que obtengamos por medio de la
oración.
La verdadera obra espiritual consiste en que Dios se exprese y brote por medio
de nosotros. Este es el único camino que Dios tomará. Si alguien no ha sido
quebrantado, el evangelio no brotará de él, Dios no podrá usarlo, ni podrá
avanzar en el Señor. Debemos humillarnos sinceramente ante Dios, pues
someternos a Su ley es mejor que ofrecer muchas oraciones. Trae más beneficio
recibir por un momento la revelación del camino que Dios ha dispuesto, que
rogar neciamente por bendiciones y que buscar Su ayuda para nuestra obra.
Sería mejor dejar de orar así y decirle al Señor: “Señor, me humillo ante Ti”.
Muchas veces orar por bendiciones no es más que un estorbo para Dios. A
menudo anhelamos bendiciones pero ni siquiera hallamos misericordia.
Deberíamos mejor pedir Su luz, aprender a humillarnos bajo Su mano y
obedecer Su ley. Pues con la obediencia viene la bendición.
CAPITULO CUATRO
Es vital que todo obrero del Señor conozca al hombre. Cuando una persona
viene a nosotros, deberíamos percibir su condición espiritual, qué clase de
persona es y su nivel de transformación. Debemos discernir si sus palabras
concuerdan con la intención de su corazón o si trata de ocultarnos algo, y
debemos percibir sus características, si es obstinado o humilde y aun si su
humildad es genuina o falsa. La efectividad de nuestra obra depende en gran
parte del discernimiento que tengamos de la condición espiritual de otros. Si el
Espíritu de Dios capacita a nuestro espíritu para que conozca la condición de
quienes se nos acercan, seremos aptos para darles la palabra exacta que
necesiten.
En el relato de los evangelios vemos que cada vez que alguien venía al Señor, El
le daba la palabra precisa. ¡Esto es maravilloso! El Señor no le habló a la mujer
samaritana acerca de la regeneración ni a Nicodemo del agua viva. La verdad de
la regeneración era para Nicodemo y la del agua viva para la samaritana. ¡Cuán
exactas fueron sus palabras! El hizo un llamamiento a los que no le seguían y a
los que deseaban seguirle les habló de llevar la cruz. Cuando alguien se ofreció
de voluntario, le habló del alto precio que había que pagar, y cuando uno estuvo
indeciso de seguirle le replicó: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”.
El Señor siempre tuvo la palabra precisa para cada caso, ya fuera para aquellos
que venían a El con un corazón que le buscaba con sinceridad o para los que
sólo se acercaban por mera curiosidad o para tentarle, pues conocía
perfectamente a todos. El está muy por encima de nosotros en cuanto a la
manera de conocer a los hombres; por consiguiente, debemos tomarlo como
nuestro modelo, aunque nos encontramos muy por debajo de Su norma. De
todos modos debemos seguir Su ejemplo. Que el Señor nos conceda Su
misericordia para que aprendamos de El la manera de conocer a los hombres
como El los conoce.
No debemos pensar que sólo aquellos que tienen poca capacidad de percepción
tienen dificultad para discernir al hombre, ni que los que son perspicaces
podrán hacerlo fácilmente, pues ni los perspicaces ni los que no lo son tienen el
debido discernimiento. Conocer a los hombres no depende de la mente ni de los
sentimientos. No importa cuán aguda sea nuestra mente, esto no nos capacita
para penetrar hasta lo más íntimo del hombre a fin de escudriñar su condición.
Todo el que labora para el Señor y sirve a Dios debe aprender a conocer al
hombre. Aquellos que no son capaces de discernir la condición espiritual de
otros, no son aptos para la obra. Es lamentable que la vida de muchas personas
sea arruinada por las acciones de hermanos incompetentes, los cuales son
incapaces de proporcionar ayuda espiritual. Ellos no pueden satisfacer las
necesidades objetivas de los creyentes, sólo procuran imponer sus puntos de
vista personales. Este es el problema más serio que afrontamos, pues por lo
general diagnostican una enfermedad que el creyente en realidad no padece, e
insisten en ello. Nuestra responsabilidad es aprender a detectar la verdadera
condición espiritual de las personas. Si no podemos detectarla con exactitud, no
seremos aptos para ayudar a los hijos de Dios.
Debemos ver que ante el Señor, nosotros somos los instrumentos que Dios
utiliza para discernir a los hombres. Por lo tanto, nuestra persona, nuestra
percepción y nuestros juicios, deben ser confiables. Para que esto se dé,
debemos pedirle al Señor que no nos deje como estamos. Debemos permitir que
Dios produzca en nosotros algo que ni siquiera nos hemos imaginado, que obre
en nosotros a tal grado que le podamos ser útiles. Si un termómetro no es exacto
al indicar la temperatura, con seguridad el médico no lo usará. Cuando tratamos
de discernir los problemas espirituales de los creyentes, nos enfrentamos con un
asunto mucho más serio que diagnosticar enfermedades físicas. Para llegar a ser
útiles tenemos que ser quebrantados por Dios, debido a que nuestros
pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras opiniones son muy inestables e
imprecisas.
¿Qué debemos hacer para conocer la condición del espíritu del hombre?
Debemos prestar especial atención a la disciplina del Espíritu Santo como
lecciones que provienen de Dios. Cuando el Espíritu Santo nos disciplina, lo que
busca es quebrantarnos; cuanto más nos disciplina, más nos quebranta. Toda
área de nuestra vida que el Espíritu toque, será quebrantada. Esta disciplina y
quebrantamiento no sucede de una vez por todas, pues hay muchas áreas de
nuestra vida que requieren disciplina y quebrantamiento progresivo, para que
lleguemos a ser útiles al Señor. Cuando hablamos de tocar a un hermano con
nuestro espíritu, no nos referimos a que debamos tocar todos los aspectos
espirituales de cada hermano. Lo que queremos decir es que el Espíritu Santo
nos ha disciplinado en cierto aspecto, y por ende, podemos tocar ese aspecto de
un hermano. Si el Señor no nos ha quebrantado ni ha tocado nuestro espíritu en
cierta área, no podremos ayudar a nadie que tenga una necesidad específica en
dicha área. En otras palabras, la disciplina que recibimos del Espíritu Santo es
proporcional a nuestra percepción espiritual. Cuanto más quebrantamiento
recibamos, más se liberará nuestro espíritu. Este es un hecho espiritual que
nunca puede ser falsificado; o se tiene o no se tiene. Esta es la razón por la cual
debemos aceptar la disciplina y el quebrantamiento del Espíritu Santo. El que
tenga mucha experiencia, podrá brindar mucha ayuda. Sólo los que han recibido
mucho quebrantamiento tienen mucha sensibilidad, y aquellos que han sufrido
mucha pérdida, tienen mucho que dar. Si tratamos de salvarnos en cierto
asunto, perderemos nuestra utilidad espiritual en ello. Y si nos tratamos de
proteger o excusar en algún aspecto, perderemos nuestra sensibilidad y nuestra
provisión espiritual en ese aspecto. Este es un principio básico.
Sólo quienes han aprendido estas lecciones pueden participar en el servicio del
Señor. Un hermano puede aprender en un año lo que se llevaría diez años, o
puede extender la lección de un año a veinte o treinta. Cuando alguien demora
su aprendizaje, retrasa su servicio. Si Dios nos ha dado un corazón para servirle,
debemos estar decididos acerca de nuestro camino. El camino de nuestro
servicio es el camino del quebrantamiento; es un camino que se adquiere por
medio de mucha disciplina del Espíritu Santo. Los que nunca han
experimentado esta disciplina y nunca han sido quebrantados no son aptos para
participar en este servicio. La medida de disciplina y de quebrantamiento que
recibamos del Espíritu determinará nuestro servicio. Nadie puede modificar
este principio. El afecto y la sabiduría humana no caben aquí. El grado al que
Dios obra en nosotros determina la medida de nuestro servicio. Cuanto más El
nos adiestre, más conoceremos a la gente, y cuanto más experimentemos la
sabiduría del Espíritu Santo, más podremos tocar a otros con nuestro espíritu.
El don del Espíritu Santo nos es dado una vez y para siempre, pero la
adquisición de la sensibilidad espiritual es un proceso. Cuanto más aprendemos,
más sensibilidad adquirimos, y viceversa. ¿De qué nos sirve tratar de preservar
o salvar nuestro yo? Aquellos que salven la vida de su alma, la perderán. Si en
alguna situación tratamos de salvar nuestro yo, perderemos la oportunidad de
obtener el beneficio que el Señor procuraba para nosotros. Debemos pedir al
Señor que no detenga Su disciplina y que continúe adiestrándonos. No hay nada
más desalentador que ver que el Señor nos da una lección tras otra sin obtener
ningún resultado. Debemos entender que Su mano está obrando en nosotros, y
no rebelarnos ante Su disciplina. Cuando un cristiano carece de discernimiento,
ello se debe a su falta de aprendizaje espiritual. Que el Señor nos dé
entendimiento para ver que cuanto más nos discipline, más podremos conocer
al hombre, y más tendremos que ofrecer a los demás. Cuanto más se amplíe la
esfera del adiestramiento de Dios, más se ensanchará la esfera de nuestro
servicio. Esta no se aplicará mientras no se expanda la esfera del
quebrantamiento.
Para tocar el espíritu de otros, primero debemos escucharlos. Muy pocos son los
santos que pueden tocar el espíritu de otros sin antes escucharlos. Por lo
general, tenemos que esperar hasta que otros se expresen. La palabra de Dios
dice que de la abundancia del corazón habla la boca. Lo que el hombre dice pone
de manifiesto lo que hay en su corazón, aunque él trate de ocultarlo. Si es falso,
la falsedad que brota con su espíritu falso lo pondrá en evidencia, y si es celoso,
su espíritu lo manifestará. Lo que haya en su corazón será revelado por sus
palabras. Al escucharlo podremos tocar su espíritu. Siempre que un hombre
hable, no sólo debemos poner atención a lo que dice sino a la condición de su
espíritu. No conocemos a los hombres meramente por sus palabras, sino por su
espíritu.
En cierta ocasión que el Señor Jesús iba camino a Jerusalén, dos de sus
discípulos al ver que los samaritanos los rechazaban, dijeron: “Señor, ¿quieres
que mandemos que descienda fuego del cielo y los consuma? Mas El,
volviéndose, los reprendió, diciendo: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois”
(Lc. 9:54-55). Aquí el Señor mostró que el espíritu de uno puede ser discernido
por lo que uno expresa. Tan pronto como las palabras son emitidas, el espíritu
queda manifiesto. De la abundancia del corazón habla la boca. Cualquiera que
sea la condición del corazón, las palabras la reflejarán.
CAPITULO CINCO
Una vez que veamos esto, espontáneamente levantaremos nuestros ojos hacia el
cielo y diremos: “Dios mío, ¡cuánto te hemos limitado!” Cuando el Dios
todopoderoso moraba en Cristo, seguía siendo el todopoderoso, ya que éste
nunca lo limitó. Dios desea seguir siendo el Dios todopoderoso e infinito
mientras mora en la iglesia; ésa es Su meta. Dios quiere expresarse libremente
por medio de la iglesia como lo hizo por medio de Cristo. De manera que si la
iglesia se limita, limitará a Dios, y si es débil, debilitará a Dios. Este es un asunto
muy serio. Decimos esto con humildad y respeto. En términos sencillos,
cualquier obstáculo nuestro presentará un obstáculo para Dios, y cualquier
limitación nuestra limitará a Dios. Si Dios no se expresa por medio de la iglesia,
no podrá avanzar, pues El actúa hoy por medio de la iglesia.
¿Por qué es tan importante la disciplina del Espíritu Santo y la separación del
alma y el espíritu? ¿Por qué debe ser quebrantado el hombre exterior por la
obra disciplinaria del Espíritu Santo? Porque Dios necesita que nosotros seamos
Sus canales. No debemos tener el concepto de que esto es meramente una
experiencia personal de edificación espiritual, pues es un asunto crucial y está
íntimamente relacionado con el mover y la obra de Dios. ¿Hemos de limitar a
Dios o vamos a darle completa libertad en nosotros? Dios tendrá completa
libertad en nosotros solamente cuando hayamos sido quebrantados.
El estudio de la Palabra
Aunque éste es un ejemplo sencillo, nos da luz para entender este principio. El
Espíritu que inspiró la Biblia es mucho mayor que el “espíritu” de este ejemplo.
Es el Espíritu eterno y el mismo que permanece con nosotros. La Palabra de
Dios está impregnada de este Espíritu. Cuando nuestro hombre exterior ha sido
quebrantado y nuestro espíritu es liberado, no sólo nuestros pensamientos
serán uno con el pensamiento de la Palabra, sino que todo nuestro ser tocará el
Espíritu mismo de la Biblia. Pero si no liberamos nuestro espíritu, y
permanecemos aislados del espíritu de los autores de la Biblia, nunca
entenderemos cabalmente la Palabra de Dios, y ésta será sólo letra muerta en
nuestras manos. Por lo tanto, debemos recalcar una vez más la importancia de
que nuestro hombre exterior sea quebrantado, pues sólo así nuestros
pensamientos serán fructíferos, nuestro espíritu será liberado y no
restringiremos a Dios ni seremos un obstáculo para El. Inclusive mientras
estudiamos la Biblia estorbamos a Dios y lo limitamos.
El ministerio de la Palabra
Por un lado, Dios desea que entendamos Su palabra, pues esto es básico para Su
obra; por otro, El intenta depositar Sus palabras en nuestro espíritu, para que
éstas sean la carga que ministremos a la iglesia. En Hechos 6:4 dice: “Y nosotros
perseveraremos en la oración y en el ministerio de la palabra”. Ministrar
equivale a servir; esto significa que el ministerio de la Palabra de Dios es un
servicio que se da a los hombres.
Tenemos el problema de que muchas veces no podemos comunicar las palabras
del Señor que están en nosotros. Hay hermanos que tienen la Palabra, una carga
genuina en su espíritu y el deseo de comunicarla a los demás, pero al subir a la
plataforma, no son capaces de compartir dicha carga. Aun después de una hora
de disertación, la carga continúa ahí, y el hombre exterior es incapaz de expresar
la carga que tiene en su interior. Aunque procuran aliviar la carga comunicando
el mensaje que tienen, el hombre exterior no encuentra las palabras adecuadas.
Aunque hablen por un buen rato, su carga permanece inmutable. Por fin tienen
que marcharse con la misma carga con que llegaron. La única explicación de
esto es que su hombre exterior no ha sido quebrantado. Por lo tanto, no puede
cooperar con su hombre interior; por el contrario, es un obstáculo para él.
Estos días Dios ha venido recobrando muchas cosas. Dios no desea ver a una
persona salva esperar muchos años antes de confesar sus pecados, ni que pasen
muchos años antes de que los creyentes se consagren al Señor o respondan a Su
llamado para seguirle. La manera en que el Señor obra es recobrar al hombre. El
evangelio también debe ser recobrado, al igual que el fruto de este evangelio.
Tan pronto como un hombre es salvo, debe ser librado del pecado y consagrarse
por completo al Señor. Además, debe romper el poder que las riquezas tengan
sobre él. Su historia debería ser semejante a la de las personas que el Señor
salvó, y que se mencionan en los evangelios y en Hechos. Si el evangelio es
recobrado, todo aquel que lo anuncie deberá llegar a ser un canal por el cual el
Señor fluya.
Tenemos que humillarnos delante del Señor y decir: “El evangelio debe ser
recobrado, y de la misma manera, los que predican el evangelio deben ser
restaurados”. Debemos permitir que Dios obre por medio de nosotros para que
el evangelio llegue a los hombres. Para predicar este evangelio se requiere un
poder muy grande, aunque también se requiere un precio muy alto. Si
anhelamos que tanto el evangelio como los que lo predican sean recobrados,
debemos entregar todo al Señor y decirle: “Señor, te entrego todo a Ti. Oro
pidiendo que encuentres la manera de obrar en mí para que la iglesia también la
encuentre; no quiero ser un obstáculo para Ti ni para la iglesia”.
El Señor Jesús nunca representó una limitación para Dios en nada. De la misma
manera, la iglesia tampoco debe limitar al Señor en ningún aspecto. Dios ha
estado obrando en la iglesia por dos mil años con la intención de que así como
Cristo le manifestó y no lo restringió, así mismo suceda con la iglesia. Dios ha
estado enseñando, quebrantando, despojando y transformando a Sus hijos
continuamente. Esta es Su manera de obrar en la iglesia y continuará llevando
adelante esta obra, hasta lograr que la iglesia no lo limite, sino que lo manifieste
y lo exprese. Sólo nos resta inclinar nuestro rostro y decir: “Señor, estamos
avergonzados por haber retrasado tanto Tu obra, por haber estorbado tanto Tu
vida, Tu evangelio y Tu poder”. Cada uno de nosotros debería decir al Señor:
“Señor, te entrego todo lo que soy y todo lo que tengo. Te pido que te abras paso
en mi vida”. Si anhelamos ver el recobro absoluto del evangelio, debemos tener
una consagración absoluta. Sería inútil sólo lamentarnos porque nuestro
evangelio no sea tan poderoso como lo fue el de la iglesia neotestamentaria.
Debemos reconocer cuán pobre es nuestra consagración, pues no es
incondicional como la de los santos de la iglesia primitiva. Para que el evangelio
sea recobrado, es necesario restaurar la consagración; ambos deben ser
absolutos y genuinos. Pueda el Señor abrirse un canal por el cual fluir a través
de nosotros.
CAPITULO SEIS
EL QUEBRANTAMIENTO Y LA DISCIPLINA
LA CONSAGRACION Y LA DISCIPLINA
La obra del Espíritu Santo en nosotros tiene un aspecto positivo y uno negativo.
El primero edifica, y el segundo derriba. El Espíritu Santo mora en nosotros
desde que fuimos regenerados; pese a ello nuestro hombre exterior lo restringe.
Esto es semejante a un hombre que calza zapatos nuevos; los siente tan duros y
apretados que le es difícil caminar con ellos. El hombre exterior le ocasiona
tantas dificultades al hombre interior que éste no puede controlarlo. Es por eso
que Dios ha venido quebrantando nuestro hombre exterior desde el mismo día
en que fuimos salvos, y lo hace de acuerdo con Su sabiduría, no según lo que
nosotros pensamos que necesitamos o que nos conviene. El siempre descubre
nuestra tenacidad y todo lo que no esté sometido al hombre interior, y
precisamente ahí descarga Su disciplina con toda sabiduría.
En Mateo 10:29 dice: “¿No se venden dos pajarillos por un asarion?” Y en Lucas
12:6 leemos: “¿No se venden cinco pajarillos por dos asariones?” Con un asarion
se compraban dos pajarillos, y con dos asariones, cinco. Esta es una ganga. El
quinto pajarillo lo daban gratis. Con todo, “ni uno de ellos cae a tierra sin
vuestro Padre” (Mt. 10:29). Además, la Escritura dice: “Pues aun los cabellos de
vuestra cabeza están todos contados” (Mt. 10:30). Esto nos muestra que todo lo
que le sucede al creyente ha sido dispuesto por Dios. Nada nos sucede por
simple casualidad. Dios desea que nos demos cuenta que todo está bajo Su
providencia.
Desde el primer día que una persona es salva, Dios empieza Su obra de
edificación en ella, al impartirle Su gracia. La gracia de Dios puede ser
suministrada de muchas maneras. Podemos llamar a estas maneras los medios
para recibir gracia. Por ejemplo, orar es un medio para recibir gracia, porque
podemos acudir a Dios y recibir gracia allí. Escuchar mensajes es otro medio por
el cual recibimos la gracia de Dios. Estos se pueden describir como “medios por
los cuales se recibe gracia”, o simplemente “medios de gracia”. La iglesia ha
usado esta expresión por siglos. Estos medios son canales que Dios usa para
brindarnos Su gracia. Desde el comienzo de nuestra vida cristiana hasta hoy,
hemos recibido mucha gracia por muchos medios: las reuniones, los mensajes
de la Palabra, la oración, entre otros. Pero quisiera hacer énfasis en el medio
más eficaz por el cual recibimos la gracia y el cual no debemos desatender; me
refiero a la disciplina del Espíritu Santo. Este es el principal medio de gracia
para todo creyente. Ningún otro se le puede comparar: ni la oración, ni el
estudio de la Palabra, ni las reuniones, ni escuchar mensajes, ni esperar, ni
meditar en el Señor, ni alabarle. Ninguno de éstos es tan importante como la
disciplina del Espíritu Santo, la cual es el medio por excelencia que nos trae
gracia.
Si revisamos nuestra experiencia con respecto a los diferentes canales por los
cuales recibimos la gracia, nos daremos una idea de cuánto hemos avanzado con
Dios. Si nuestro progreso espiritual sólo se basa en la oración, los sermones y la
lectura de las Escrituras, nos hemos desviado del principal medio por el cual
recibimos gracia. Todo lo que experimentamos diariamente con nuestra familia,
en la escuela, en el trabajo o en la rutina diaria, ha sido preparado por el
Espíritu Santo para nuestro beneficio. Si no lo aprovechamos y permanecemos
ignorantes y cerrados a este canal de la gracia, sufriremos una enorme pérdida.
La disciplina del Espíritu Santo es crucial, puesto que es el principal medio por
el que recibimos gracia durante toda la vida cristiana. La disciplina del Espíritu
Santo no puede ser reemplazada por el estudio de la Palabra, la oración, las
reuniones, ni por ningún otro medio de gracia. Por supuesto, debemos orar,
estudiar la Biblia, escuchar mensajes y utilizar estos medios, pues todos son
valiosos e indispensables; pero ninguno de ellos puede reemplazar a la
disciplina del Espíritu Santo. Si no aprendemos las lecciones básicas, no
podemos ser creyentes apropiados ni podremos servir a Dios. Escuchar
mensajes puede nutrir nuestro ser interior; orar puede avivarnos interiormente;
leer la Palabra de Dios puede reconfortarnos; y ayudar a otros puede liberar
nuestro espíritu. No obstante, si nuestro hombre exterior no ha sido
quebrantado, otros verán contradicciones en nosotros, y notarán que nuestro
corazón no es muy puro. Por un lado, detectarán nuestro celo; pero por otro,
percibirán un conflicto de intereses. Por una parte, verán que amamos al Señor,
pero también verán que aún nos amamos a nosotros mismos. Podrán decir:
“Este es un hermano querido” y añadirán: “Pero algo necio”. Esto sucederá si
nuestro hombre exterior no ha sido quebrantado. Así, aunque la oración, los
mensajes y la lectura de la Biblia nos edifican, la más grande edificación
proviene de la disciplina del Espíritu Santo.
Otro aspecto de nuestra vida que el Señor toca es nuestro intelecto. Por lo
general, nuestros pensamientos son confusos, naturales, independientes e
incontrolados. Nos creemos muy astutos, pensamos que todo lo sabemos y que
tenemos una mente superior a la de los demás. Entonces el Señor permite que
cometamos error tras error y que tropecemos una y otra vez, con el fin de
mostrarnos que nuestros pensamientos no son confiables. Una vez que
recibamos Su gracia en este respecto, temeremos a nuestros pensamientos como
tememos al fuego. De la misma manera que retiramos la mano del fuego,
huiremos de ellos y nos diremos: “No debo pensar así; temo a mis
pensamientos”. Otras veces Dios se ocupa de nuestras emociones y hace que
pasemos por ciertas situaciones. Algunos hermanos tienen afectos muy activos.
Cuando están contentos dan rienda suelta a su gozo, y cuando están deprimidos
no encuentran consuelo. Todo su ser gira en torno a sus emociones. Cuando
están tristes, nadie puede alegrarlos; pero cuando están alegres, nada les hace
recobrar la sobriedad. Sus afectos los controlan a tal grado que su alegría se
vuelve alboroto y su tristeza los arrastra a la pasividad. Sus emociones son su
vida, y son tan manipulados por ellas que las justifican. Es por eso que Dios
tiene que intervenir y regularlos por medio de las circunstancias. Les prepara
situaciones tales que no se atreven ni a alegrarse ni a deprimirse en exceso. En
consecuencia, aprenden a no vivir por sus emociones, sino por la gracia y la
misericordia de Dios.
Aunque la debilidad más común de muchos tiene que ver con sus pensamientos
y sus emociones, el problema principal de la gran mayoría radica en su
voluntad. Las emociones y los pensamientos muchas veces son un problema
debido a que la voluntad no ha sido tocada por Dios. En realidad, la raíz del
problema reside en la voluntad. Algunos se atreven a decir con mucha facilidad:
“Señor, no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Pero cuando atraviesan
experiencias difíciles, ¿cuántas veces le permiten realmente al Señor encargarse
de la situación? Cuanto menos se conocen a sí mismos más fácil se les hace
hablar así, y cuanto menos luz divina tienen más capaces se creen de obedecer a
Dios sin ningún problema. Los que se jactan sólo muestran que no han pagado
el precio del quebrantamiento. Los que declaran estar muy cerca del Señor,
muchas veces son los que se encuentran más alejados de El y más carecen de
luz. Sólo después de recibir la disciplina del Señor reconocen cuán necios son y
cuán llenos de conceptos están, pues antes siempre se habían creído muy
acertados en sus opiniones, sentimientos, métodos, puntos de vista y en sus
mismas personas. Veamos cómo el apóstol Pablo obtuvo la gracia de Dios al
respecto. Filipenses 3:3 es el versículo que más claramente presenta esto: “No
teniendo confianza en la carne”. Pablo aprendió que la carne no era nada
confiable. Tampoco debemos confiar en nuestros propios juicios. Tarde o
temprano Dios nos guía a reconocer que nuestros juicios tampoco son dignos de
fiar. Dios permitirá que cometamos error tras error hasta que, humillados,
confesemos: “Mi vida pasada está llena de errores; mi vida actual también y en
el futuro seguramente me seguiré equivocando. Señor, necesito Tu gracia”. Con
frecuencia el Señor permite que nuestros juicios nos acarreen graves
consecuencias. Casi siempre que emitimos un juicio sobre algún asunto, resulta
equivocado. Aún así, damos nuestra opinión una vez más. En otros casos, el
error es tan terrible que no podemos recuperar lo perdido. Finalmente
quedamos tan golpeados por nuestros fracasos que cuando se nos pide juzgar
otro caso, decimos: “Temo a mis propios juicios como al fuego del infierno, pues
mis juicios, mis opiniones y mi conducta están llenos de errores. Señor, tengo la
tendencía de cometer errores, pues soy un simple ser humano lleno de
equivocaciones. A menos que Tú tengas misericordia de mí, me lleves de la
mano y me guardes, me seguiré equivocando”. Cuando oramos así, nuestro
hombre exterior empieza a desmoronarse y no nos atrevemos a confiar en
nosotros mismos. Por lo general, nuestros juicios son imprudentes, precipitados
y necios. Pero después de que Dios nos quebranta vez tras vez, y después de que
pasamos por toda clase de fracasos, diremos humildemente: “Dios, no me
atrevo siquiera a pensar ni a tomar decisiones por mi cuenta”. Esto es lo que
produce en nosotros la disciplina del Espíritu Santo después de trabajar en
nosotros valiéndose de las circunstancias y las personas.
Debemos entender claramente que si rendimos nuestra vida a Dios, El nos dará
gracia por un medio más efectivo que la ministración de la palabra, a saber: la
disciplina del Espíritu Santo. No debemos pensar que la suministración de la
palabra es el único medio para recibir gracia, pues no olvidemos que el canal
principal para que fluya la gracia es la disciplina del Espíritu Santo. Esta es el
medio de gracia por excelencia y no sólo está disponible para los más cultos,
perspicaces o sobresalientes, pues no hace acepción de personas ni favorece a
nadie en particular. Todo hijo de Dios que se ha entregado incondicionalmente
al Señor, es objeto de la disciplina del Espíritu Santo. Por medio de tal
disciplina, aprendemos muchas lecciones prácticas. No debemos pensar que es
suficiente tener el ministerio de la palabra, la gracia de la oración, la comunión
con otros creyentes y los demás medios de gracia, pues ninguno de ellos puede
reemplazar la disciplina del Espíritu Santo. Esto se debe a que necesitamos no
sólo que algo sea edificado, sino también que algo sea derribado, a saber: todo lo
que hay en nosotros que no pertenece a la esfera de la eternidad.
La cruz no es una simple doctrina, pues tiene que ser aplicada en la práctica;
debe ser una realidad para nosotros. De hecho, es la cruz la que destruye todo lo
que pertenece a nuestro yo. Después de recibir golpe tras golpe, cuantas veces
sea necesario, somos libres de la arrogancia y nos volvemos sencillos. Esto no se
logra sólo recordando que debemos ser humildes y rechazar nuestra arrogancia,
pues tal negación no durará más de cinco minutos. La manera de deshacer
definitivamente el orgullo es la disciplina de Dios. Por más orgullo que
tengamos al principio, después de recibir los golpes de Dios una y otra vez, la
arrogancia empieza a disminuir y se torna en humildad. Nuestro hombre
exterior no puede ser derrotado por ninguna doctrina, enseñanza o buen
propósito; sino solamente por la corrección de Dios y la disciplina del Espíritu
Santo. Después de recibir una buena dosis de disciplina, el hombre
espontáneamente deja su orgullo. Eliminar el orgullo y derrotarlo no depende
de nuestra memoria ni de nuestra decisión, ni de que escuchemos un mensaje
sobre la negación ni de que nos esforcemos por seguir una enseñanza.
Unicamente por la cruz el hombre exterior llegará a aborrecer su condición y a
temerle como al fuego del infierno. Nuestra vida depende de la gracia de Dios,
no de traer a la memoria constantemente que debemos actuar de cierta manera.
La obra que Dios realiza en nosotros es confiable y permanente. Cuando El la
termine, no sólo recibiremos gracia y fortaleza en nuestro hombre interior; sino
que el hombre exterior, el cual era un obstáculo que entorpecía Su Palabra, Su
propósito y Su presencia, será totalmente quebrantado. Antes de este
quebrantamiento, el hombre exterior no estaba en armonía con el hombre
interior, pero al ser quebrantado, se postrará con temor y temblor; se rendirá
ante el Señor y no volverá a presentar rivalidad con el hombre interior.
Todos los creyentes necesitamos que el Señor nos quebrante. Si damos una
mirada retrospectiva a nuestra vida, nos daremos cuenta de que todo lo que el
Señor ha realizado en nosotros es muy significativo. Veremos que El ha ido
eliminando minuciosamente cada una de nuestras debilidades, quebrantando
sin cesar la corteza que nos rodea y derribando nuestra suficiencia, nuestra
necedad y nuestro egoísmo.
Espero que todos los hijos de Dios puedan ver el significado y la importancia de
la disciplina del Espíritu Santo. Dios quiere que reconozcamos que por mucho
tiempo nuestra condición ha sido de pobreza, rebeldía, equivocación, tinieblas,
autosuficiencia, orgullo y arrogancia. Pero ahora que sabemos que la mano del
Señor está sobre nosotros para quebrantarnos, debemos entregarle nuestra vida
incondicionalmente y sin reservas, y orar para que la obra de quebrantamiento
siga adelante en nosotros. Hermanos y hermanas, el hombre exterior debe ser
quebrantado. No traten de evitar su demolición ni traten de edificar su hombre
interior, pues mientras presten la atención debida a la obra del
quebrantamiento, espontáneamente la obra de edificación se realizará.
CAPITULO SIETE
Entre los hijos de Dios existe el problema de que el espíritu y el alma están
mezclados. Es difícil encontrar a un creyente cuyo espíritu sea completamente
puro, pues en la mayoría hay impureza. Esta mezcla es lo que les impide servir
en la obra del Señor, pues el principal requisito para que Dios los use es tener un
espíritu puro, no el mucho poder. Muchos buscan poder, pero descuidan la
pureza de espíritu. Aunque consiguen el poder para edificar, carecen de pureza.
Como resultado, destruyen su propia obra; pues lo que edifican con su poder lo
destruyen con su impureza. Aunque demuestran tener poder de Dios, con todo,
su espíritu está contaminado.
Dichos hermanos tienen el concepto de que por haber recibido poder de Dios,
todas sus habilidades naturales serán elevadas y utilizadas por Dios en Su
servicio. Esto jamás sucederá, pues todo lo que pertenece al hombre exterior
pertenece a la esfera natural y no cuenta con la pureza necesaria para el servicio
del Señor. El conocimiento de Dios nos llevará a estimar más la pureza que el
poder. Debemos apreciar más la pureza espiritual que el poder espiritual, pues
aquélla no está contaminada por el hombre exterior. Quien no ha pasado por la
experiencia del quebrantamiento, no debe esperar que el poder que surja de él
sea puro. Aunque gracias a su poder espiritual parezca obtener buenos
resultados en su obra, no por eso su yo se mantiene separado de su espíritu.
Esto puede ser un engaño muy sutil que para Dios es pecado.
Muchos hermanos jóvenes saben que el evangelio es poder de Dios, pero cuando
predican, añaden a su mensaje su habilidad natural, su ingenio, sus bromas y
sus opiniones. Aunque los oyentes puedan ver en ellos el poder de Dios, también
detectan su yo. Tal vez ellos mismos no lo noten, pero los más puros y
experimentados percibirán de inmediato en sus palabras el sabor de la mezcla.
En muchas ocasiones, demuestran celo de Dios, pero dicho celo va mezclado
con sus gustos naturales. Externamente parece que hacen la voluntad de Dios,
pero en realidad, ésta coincide con su propia voluntad. En algunos casos, la
voluntad y el celo de Dios se mezclan y se confunden con las preferencias y los
sentimientos del hombre. Muchos confunden la solidez espiritual con una
personalidad fuerte.
Nuestro mayor problema es la mezcla o impureza. Por lo tanto, Dios tiene que
quebrantar nuestro hombre exterior para disociar dicha mezcla. Dios nos
quebranta poco a poco hasta debilitar nuestro hombre exterior. Una vez que
nuestro hombre exterior es azotado, una, diez, veinte o las veces que sean
necesarias, la dura corteza que lo rodea se romperá y será eliminada. ¿Pero qué
debemos hacer cuando el hombre exterior se mezcla con el espíritu? Esto
requiere otro tipo de tratamiento: la depuración. Este proceso se efectúa no sólo
por medio de la disciplina del Espíritu, sino también por medio de la revelación
del Espíritu. La forma de ser purificados de esta mezcla es muy diferente al
quebrantamiento del hombre exterior. Esta depuración se efectúa por medio de
la renovación. Por lo tanto, encontramos que Dios opera de dos maneras. Por un
lado, El quebranta al hombre exterior, y por otro, lo separa del espíritu. Lo
primero se realiza por medio de la disciplina del Espíritu Santo, y lo segundo,
mediante la revelación del Espíritu Santo.
EL QUEBRANTAMIENTO Y LA SEPARACION
Si uno desea recibir liberación total de parte Dios, los aspectos naturales más
fuertes de uno deben ser quebrantados profundamente, pues un
quebrantamiento parcial no bastará. Sólo entonces se podrá trasmitir a otros un
espíritu liberado sin ninguna impureza. Pero si Dios no ha eliminado totalmente
esos aspectos naturales, será fácil aparentar espiritualidad cuando nos lo
propongamos, y siempre que olvidemos “actuar”, nuestro yo quedará al
descubierto. De hecho, en ambos casos, sea que lo recordemos o que lo
olvidemos, el espíritu que expresemos será el mismo y trasmitirá exactamente lo
mismo.
La impureza espiritual es el mayor problema que afrontan los siervos del Señor.
Muchas veces cuando nos relacionamos con los hermanos, percibimos a Dios en
ellos, pero también percibimos su yo. Vemos en ellos la vida y al mismo tiempo
la muerte. Podemos percibir en ellos un espíritu de mansedumbre y también su
obstinación. Vemos al Espíritu Santo, pero también encontramos la expresión
de su carne. Cuando ellos hablan, los demás perciben un espíritu contaminado.
De manera que si Dios desea que le sirvamos en el ministerio de la palabra, esto
es, si tenemos que profetizar o hablar Su Palabra, debemos pedir
desesperadamente Su gracia, diciéndole: “Dios, obra en mí, quebranta y
aniquila mi hombre exterior y sepáralo de una vez por todas de mi hombre
interior”. Si esta liberación no se ha llevado a cabo en nosotros, cada vez que
hablemos, expresaremos sin darnos cuenta nuestro hombre natural y no
podremos ocultarlo. Tan pronto como las palabras surjan, nuestro espíritu,
afectado por el hombre natural, brotará y delatará la clase de persona que
somos, sin que podamos disimularlo. Si deseamos ser usados por Dios, debemos
liberar un espíritu libre de mezclas. Esto sólo es posible si nuestro hombre
exterior ha sido eliminado; de no ser así, siempre que participemos en el
ministerio de la palabra, trasmitiremos nuestras propias ideas y pondremos en
vergüenza el nombre de nuestro Señor, no por causa de nuestra falta de vida,
sino debido a nuestra impureza; y tanto el nombre del Señor como la iglesia
sufrirán daño.
Lo primero que debemos ver es que la Biblia dice que la palabra de Dios es viva.
Si en verdad tocamos la palabra de Dios, ésta nos transmitirá vida. Y si no
recibimos vida, simplemente no hemos tocado la palabra de Dios. Algunos han
leído toda la Biblia, pero no han tocado la palabra de Dios. Sólo podemos
afirmar que hemos tocado la palabra de Dios en la medida en que toquemos la
vida.
En Juan 3:16 dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su
Hijo unigénito, para que todo aquel que en El cree, no perezca, mas tenga vida
eterna”. Cuando alguien escucha esta palabra y se arrodilla diciendo: “Señor, te
doy gracias y te alabo porque me amas y me has salvado”, tal persona
verdaderamente ha tocado la palabra de Dios, pues ésta le ha trasmitido vida.
Puede ser que alguien que esté a su lado escuche lo mismo, pero para él no sea
más que palabras y no entre en contacto con la palabra viva de Dios. En su
interior no se produce ninguna reacción de vida hacia la palabra viviente. Esto
significa que todo aquel que oye la palabra y no recibe vida, realmente no la ha
escuchado, pues la palabra de Dios siempre imparte vida.
Puede ser que alguien diga: “Dudo que la palabra de Dios sea eficaz. La he oído
por años, y reconozco haber recibido revelación por medio de ella. Pero en mí
no ha sucedido nada especial. He oído que esta palabra corta y divide el espíritu
y el alma, pero no entiendo estos conceptos ni he tenido tal experiencia”. La
Biblia tiene la respuesta a esta preocupación. En la primera parte del versículo
12 dice: “Y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los
tuétanos”. ¿Qué significa esto? La segunda parte del versículo nos da la
respuesta cuando agrega: “Y discierne los pensamientos y las intenciones del
corazón”. Los pensamientos se refieren a lo que pensamos en nuestro intelecto,
y las intenciones, a nuestros motivos y propósitos. La palabra de Dios discierne
lo que pensamos en nuestro interior y aun nuestros motivos más íntimos.
Muchas veces admitimos que cierta acción surgió de nuestro hombre exterior,
del alma o de la carne; estamos conscientes de que fue un hecho natural o
carnal, o reconocemos que el autor de la acción fue nuestro yo. Pero decir esto
con tanta tranquilidad revela que no vemos la seriedad de este asunto, pues lo
decimos en tono de broma, pese a que es un asunto muy delicado. El día que
Dios por Su misericordia nos ilumine y nos muestre la seriedad de esto, nos
sorprenderemos y nos estremeceremos con tal revelación, pues parecerá
decirnos: “Mira lo horrible que son la carne y el yo. Este es el yo del que has
hablado por años. Es algo abominable e insoportable a Mis ojos, y tú has
bromeado por años al respecto con demasiada ligereza”. Cuando no tenemos la
revelación de lo que es la carne, bromeamos acerca de ella, pero cuando
recibimos la luz, caemos humillados ante Dios y reconocemos la realidad de la
carne acerca de la cual bromeábamos. Entonces se efectúa la división o
separación del alma y el espíritu. Esta no es producida por un entendimiento
mental, sino por la iluminación que nos trae la palabra de Dios, que nos revela
que la fuente de nuestros pensamientos y acciones es la carne, y que el origen de
nuestros motivos impuros y egoístas es el yo.
Usemos un ejemplo que explica esto claramente. Supongamos que hay dos
pecadores. Uno de ellos es un pecador que tiene conocimiento, ha oído
predicaciones y enseñanzas acerca del pecado. Reconoce que es pecador en
virtud de sus hechos y de lo que ha oído; inclusive lo confiesa. Sin embargo,
sigue impasible y despreocupado. Pero el otro hombre, al escuchar estas mismas
cosas, recibe la iluminación de Dios y cae sobre su rostro diciendo: “¡Dios mío,
ahora veo que soy pecador!” Este no sólo escuchó la palabra de Dios, sino que
vio su condición, se condenó a sí mismo por sus pecados y cayó arrepentido a
los pies del Señor confesándolos. Por lo tanto, recibió de Dios la salvación. En
cambio el primero, que bromeaba acerca de sus pecados, ni vio ni fue salvo.
Tal vez anteriormente nos esforzábamos por discernir y clasificar según las
doctrinas lo que era del Señor o de la carne o del Espíritu Santo o de la gracia o
del hombre exterior o del hombre interior. Habíamos creado una lista enorme y
posiblemente hasta la intentamos memorizar, pero aun así, permanecíamos en
tinieblas. Seguíamos actuando de la misma manera, sin poder deshacernos del
hombre exterior, ni librarnos de todo lo negativo y lo natural de nuestras vidas.
Aunque podíamos detectar lo que era de la carne y condenarlo, eso no nos
salvaba. La liberación no llega de esta forma, sino únicamente por la luz de Dios.
Tan pronto como la luz de Dios brilla sobre nosotros, comprendemos que aun
nuestra crítica y rechazo de lo carnal es un acto de nuestra carne. Cuando el
Señor nos dé Su luz y discernamos los pensamientos e intenciones de nuestro
corazón, veremos nuestra verdadera condición y nos inclinaremos ante El,
diciendo: “Señor, ahora veo que todo esto pertenece al hombre exterior”.
Hermanos, sólo esta luz separará nuestro hombre exterior de nuestro hombre
interior. Tal separación no se produce al negarnos a nosotros mismos, ni al
tomar una decisión firme. Estas actitudes no son confiables. Aun nuestra
confesión, por más lágrimas que la acompañen y por más que pidamos que la
sangre de Cristo nos lave, puede ser impura. La luz del Señor nos hace ver la
realidad tal como Dios la ve, y nos guía a no confiar en nuestros pensamientos.
Dios afirma que Su palabra es viva y eficaz y que no hay nada que sea más
cortante. Cuando esta palabra viene a nosotros, divide y separa el alma del
espíritu, de la misma forma que una espada de dos filos divide las coyunturas y
los tuétanos. Esta división se produce cuando se ponen de manifiesto los
pensamientos y las intenciones del corazón. Muy pocos conocen realmente su
propio corazón, pues únicamente aquellos que se encuentran bajo la luz divina
pueden conocerlo. El requisito ineludible para conocer nuestro corazón es estar
bajo el brillo de la luz de Dios. Cuando la palabra de Dios viene a nosotros,
comprendemos que hemos vivido para nosotros mismos y para nuestra propia
satisfacción, gloria, realización, posición y edificación. Siempre que la luz de
Dios manifiesta nuestro yo, somos humillados de tal forma que caemos
postrados ante el Señor.
¿Cómo podemos diferenciar lo que es del espíritu y lo que es del alma? ¿Qué
proviene del hombre interior y qué del hombre natural? Es difícil ver esto por
medio de las doctrinas. Pero si recibimos revelación, será fácil descubrirlo, pues
tan pronto como Dios expone nuestros pensamientos y desnuda las intenciones
de nuestro corazón, nuestra alma queda separada de nuestro espíritu.
Si deseamos ser útiles para Dios, tarde o temprano tenemos que permitir que Su
luz nos ilumine y nos juzgue. Cuando esto suceda podremos alzar nuestros ojos
y decir al Señor: “Dios, soy una persona en la que no se puede confiar. No soy
digno de confianza ni aun cuando me estoy reprendiendo a mí mismo ni cuando
confieso mis pecados, pues ni siquiera sé qué confesar. Sólo bajo Tu luz puedo
saber”. Antes de recibir luz, tal vez podíamos reconocer que éramos pecadores,
pero no teníamos la convicción de serlo. Decíamos aborrecer nuestro hombre
natural, pero eran sólo palabras; declarábamos negar nuestro yo, pero aquello
no era real en nosotros. Este sentir sólo se produce por el brillo de la luz divina.
Cuando esta luz brilla, nuestro verdadero yo queda expuesto, entonces
descubrimos que durante toda nuestra vida, sólo nos hemos estado amando a
nosotros mismos, no al Señor, y que hemos estado engañándonos a nosotros
mismos y al Señor. La luz declara nuestra condición y la clase de conducta que
hemos observado durante toda nuestra vida. De ese día en adelante, podemos
diferenciar entre nuestra alma y nuestro espíritu, y también lo que procede de
nuestro yo. Para que un hombre se conozca a sí mismo, primero debe ser
juzgado por la luz. Si no pasa esta experiencia, será inútil que trate de aparentar
ser espiritual, pues no lo será. Sólo mientras Dios brilla intensamente en
nuestras vidas, podemos distinguir nuestro hombre interior de nuestra alma,
pues el juicio que conlleva esta luz nos capacita para ello. Cuando podamos
diferenciar entre el hombre interior y el hombre exterior, habrá una separación
entre nuestro espíritu y nuestra alma. En ocasiones, el Señor nos suministra de
improviso una descarga de Su intensa luz. Esto puede suceder mientras
escuchamos un mensaje o mientras estamos en oración, al tener comunión con
otros o simplemente al ir caminando. La luz nos ilumina y nos revela lo que
somos. Bajo dicha luz también se nos revela cuán poco de todo lo que hemos
realizado durante nuestra vida es realmente obra de Dios, pues todo ha brotado
de nuestro yo. Todo lo que hemos hecho —nuestro servicio, nuestro celo,
nuestra ayuda a los hermanos y nuestra predicación del evangelio— ha sido
producto de nuestro yo. Cuando la luz de Dios brilla sobre nosotros, nos damos
cuenta de cuán constante ha sido nuestra presencia en todas las cosas y todo lo
que esto implica.
Esta visión elimina todo lo que nos estorba. No debemos pensar que la visión es
diferente a la disciplina. La palabra de Dios es eficaz; por lo tanto, una vez que
Su palabra brilla sobre nosotros, nuestro hombre exterior es anulado. Su
iluminación es Su juicio. Ambos eventos ocurren al mismo tiempo. Tan pronto
como somos iluminados, la carne llega a su fin, ya que nada carnal sobrevive
ante la luz de Dios. Cuando alguien se enfrenta a la luz, no tiene que humillarse,
pues inmediatamente cae postrado ante ella. Bajo esta luz la carne se desvanece.
Esto es lo que queremos decir cuando aseguramos que la Palabra es eficaz.
Cuando Dios habla, no tiene que esperar a que uno actúe; la Palabra misma
surte efecto en nuestras vidas en el momento en que la recibimos.
Que el Señor abra nuestros ojos para que veamos la importancia de la revelación
y la disciplina del Espíritu Santo. Estas dos se combinan para juzgar al hombre
exterior. El Señor nos conceda la gracia de iluminarnos con Su luz, para que así
nos postremos ante El y digamos: “Oh Señor, he sido tan necio y tan ciego. Por
años he confundido lo que sale de mi hombre natural, pensando que fluye de Ti.
Señor, ten misericordia de mí”.
CAPITULO OCHO
Algunas veces decimos que tenemos una buena impresión de cierta persona, o
que otra nos causa mala impresión. ¿De dónde proviene la impresión que dejan
las personas? No es de sus palabras, pues si así fuera, diríamos que una persona
es buena si sus palabras son buenas o que es mala si son malas, y ni siquiera
hablaríamos de la impresión. La impresión que recibimos de alguien es
independiente de sus palabras y hechos. Mientras la persona habla o actúa,
emite algo más subjetivo que brota de su mismo ser, lo cual nos causa cierta
impresión.
Hermanos, tanto Dios como la iglesia requieren que nuestro espíritu se libere.
Por lo tanto, es urgente y crucial que nuestro hombre exterior sea quebrantado.
Si dicho quebrantamiento no se efectúa, nuestro espíritu no podrá liberarse, y
nosotros no podremos dejar en otros la impresión del espíritu.
Una y otra vez Dios ordena las circunstancias con el fin de quebrantar la
característica más sobresaliente de nuestra persona. En ocasiones somos tan
duros que un solo golpe no es suficiente para doblegarnos, y por eso Dios tiene
que darnos una segunda o tercera dosis de disciplina. El no descansará hasta
que nuestro rasgo natural más sobresaliente sea totalmente quebrantado.
Cuando Dios nos ilumina, nuestra fe es fortalecida y nos postramos ante El, mas
no para hacer peticiones. Muchos son los hermanos que importunan a Dios con
peticiones y ruegos mientras El les habla. Esto les impide recibir luz del Señor.
Dios, al realizar Su obra, sigue el mismo principio que usó cuando nos salvó. En
el momento en que fuimos alumbrados y recibimos salvación, no hicimos más
que caer sobre nuestras rodillas y orar: “Señor, te acepto como mi Salvador”.
Como resultado recibimos salvación inmediatamente. Pero si una persona,
después de escuchar el evangelio, repite por varios días esta oración: “Señor, te
ruego que seas mi Salvador”, no sentirá que el Señor la salve. En consecuencia,
cuando Dios nos ilumine, debemos postrarnos y decir: “Señor, acepto Tu
disciplina; estoy de acuerdo con Tu juicio”. Si hacemos esto, Dios nos dará más
luz, nos mostrará nuestra condición miserable, y el proceso se repetirá.
Siempre que la luz de Dios brilla sobre nosotros, cambia nuestra visión
espiritual. Descubrimos que detrás de las obras que asegurábamos haber hecho
en el nombre del Señor y por amor a El, había motivos impuros y bajos. Aunque
pensábamos estar entregados incondicionalmente al Señor, descubrimos que
sólo nuestros planes estaban centrados en nosotros mismos. Cuando
descubrimos semejante egoísmo en nuestras vidas, no podemos hacer otra cosa
que humillarnos ante Dios. Nuestro yo es muy escurridizo y procura ocultarse,
pero su intención es usurpar la gloria de Dios. Su egoísmo lo hace creerse
omnipotente. Pero tan pronto brilla la luz sobre nosotros, y recibimos la
revelación de Dios, queda al descubierto lo que realmente somos.
Anteriormente sólo Dios conocía nuestra condición, pero después de que Su luz
brilla, nuestros ojos son alumbrados y podemos vernos a nosotros mismos. Esta
luz penetrante descubre, tanto ante El como ante nosotros, todos los
pensamientos e intenciones del corazón, y cuando esto sucede, no nos
atrevemos ni a levantar nuestro rostro. Antes de ser expuestos estábamos ciegos
a nuestra condición y éramos engañados fácilmente por nuestro egoísmo; pero
cuando nos vemos a la luz de Dios, quedamos tan avergonzados que no
encontramos dónde escondernos. Esto pasa cuando nos damos cuenta de la
clase de personas que somos, pues aunque por mucho tiempo hicimos alarde de
ser mejores que los demás, ahora no podemos siquiera describir lo impuro y
maligno de nuestro egoísmo. Estábamos tan ciegos que nunca vimos nuestra
verdadera condición. Cuanto más vemos nuestra vileza, más avergonzados nos
sentimos. Sólo nos queda postrarnos arrepentidos ante el Señor y decir: “Señor,
me arrepiento de mi egoísmo, aborrezco mi yo y reconozco que no tengo
remedio”.
Muchas veces cuando Dios nos castiga, volvemos nuestra atención a los
hombres y nos equivocamos. Nuestra actitud delante del Señor debería ser la del
salmista cuando dijo: “Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste” (Sal.
39:9). Debemos tener presente que quien nos está disciplinando no es nuestro
hermano, nuestra hermana, nuestro amigo, nuestros parientes ni ninguna otra
persona, sino el Señor mismo. Debemos ver que el Señor ha estado
disciplinándonos y dándonos lecciones por años. Debido a nuestra ignorancia al
respecto, culpamos a otros y aun a nuestra suerte. Esto es desconocer la manera
en que Dios obra. Debemos recordar que todas las circunstancias son
preparadas por Dios para nuestro provecho. Absolutamente todo lo que nos
pasa, la frecuencia, la duración y la intensidad de las situaciones que nos
rodean, han sido cuidadosamente planeadas por Dios. El dispone todo en Su
providencia con el único propósito de quebrantar la parte más dura y la
característica más sobresaliente de nuestro hombre natural. Que el Señor nos
conceda gracia para que veamos el significado de Su obra en nosotros. Que nos
dé luz suficiente para dejarnos en evidencia y humillarnos. Si el Señor
quebranta nuestro hombre exterior, no volveremos a expresar nuestro yo, y en
su lugar fluirá nuestro espíritu al relacionarnos con otros.
Oramos para que la iglesia pueda conocer a Dios de una manera en la que nunca
lo ha conocido. También oramos para que los hijos de Dios reciban bendiciones
espirituales sin precedente. El Señor tiene que calibrar nuestro ser hasta que
lleguemos a ser personas rectas y equilibradas. No sólo el evangelio debe ser el
debido sino también quien lo ministra. No sólo las enseñanzas deben ser
correctas sino también los maestros. El asunto crucial radica en que Dios se
libera juntamente con nuestro espíritu. Cuando nuestro espíritu se libera de esta
manera, podemos llegar a muchos que están en el mundo y que tienen una gran
necesidad de este espíritu. Ninguna obra es tan importante y básica como ésta, y
nada puede reemplazarla. La atención del Señor no se concentra en nuestra
doctrina, nuestra enseñanza ni nuestros mensajes. Lo que a El le interesa es que
podamos expresarlo ante los demás. ¿Qué es lo que expresamos? ¿Estamos
atrayendo a los demás hacia nosotros mismos o hacia el Señor? ¿Ellos están
recibiendo de nosotros nuestras doctrinas o al Señor? Esto es extremadamente
serio. Si no le prestamos atención, nuestra obra y nuestro servicio no tendrán
ningún valor.
CAPITULO NUEVE
LA DOCILIDAD Y EL QUEBRANTAMIENTO
DE LA VOLUNTAD
También existe una variación en la frecuencia con que el Espíritu Santo aplica
Su disciplina. En el caso de algunos, el Señor usa Su vara cuando es necesario,
castigándolos en forma intensa y constante. Con otros, aplica Su disciplina por
un tiempo, concediéndoles luego períodos de respiro. Pero una cosa no cambia:
el Señor azota a todo aquel que ama. Entre los hijos de Dios deberíamos
encontrar las heridas producidas por la corrección del Espíritu Santo. Aunque
Dios aplica Su castigo en diferentes áreas, el fin es el mismo, y ya sea que toque
algún aspecto externo o interno, siempre causará alguna herida en la persona.
Cuando Dios vea necesario tocar el amor propio, el orgullo, la sabiduría o la
sensibilidad de alguien, lo hará procurando herir y debilitar al hombre natural.
Algunos pueden ser tocados en su parte emotiva y otros en su intelecto, pero el
resultado siempre será el quebrantamiento de la voluntad. No importa el área
en que uno sea golpeado, esto siempre afectará directamente al yo y a la
voluntad. Por lo general, el hombre es necio y su voluntad es obstinada. Esta es
impulsada por la mente, las opiniones, el egoísmo, los afectos o la inteligencia.
La necedad puede apoyarse en muchas cosas, pero en cada una de ellas se
manifiesta una voluntad férrea. De igual manera, los golpes, los castigos y el
quebrantamiento del Espíritu Santo pueden variar, pero a la postre, la obra
intrínseca del Espíritu tiene el solo objeto de herir el yo y doblegar la voluntad.
Hay casos en los que un hermano puede tener mucho carisma o aun dones
espirituales, pero cuando tenemos comunión con él, percibimos la falta de
quebrantamiento en su vida. Hay muchos creyentes en esta condición: tienen
dones pero no han sido quebrantados. Cualquiera puede percibir el carácter
áspero que tienen; pero después de que son quebrantados, se vuelven dóciles y
tratables. Es fácil reconocer la falta de quebrantamiento por la dureza de la
persona. Cuando alguien ha sido disciplinado en cierta área de su vida, será
liberado de la vanagloria, el orgullo, el abandono y el desenfreno; además, se
conducirá con temor y docilidad en tal área.
La Biblia usa muchos símbolos para referirse al Espíritu Santo, como por
ejemplo, el fuego y el agua. El fuego denota el poder del Espíritu, mientras que
el agua habla de Su pureza. Otro bello símbolo del Espíritu es la paloma. La
naturaleza del Espíritu es como la de la paloma, que es dócil, pacífica y mansa, y
no expresa dureza alguna. Mientras que el Espíritu de Dios forja Su naturaleza
en nuestro ser poco a poco, vamos adquiriendo la naturaleza de la paloma. El
hecho de que nos volvemos dóciles y sumisos como resultado de nuestro temor
santo, es una señal de la obra de quebrantamiento en nuestro ser.
¿Qué es una persona dócil? Es una persona fácil de tratar, alguien a quien le
resulta fácil hablar con otros y a quien no se le hace difícil pedir ayuda. A todo
aquel que ha sido quebrantado por Dios le resulta fácil confesar sus faltas y aun
derramar lágrimas. Para muchos es difícil llorar. No queremos decir que llorar
tenga mérito en sí mismo, sino que cuando alguien ha recibido suficiente
disciplina de parte de Dios, su manera de ser, su mentalidad, su parte afectiva y
su voluntad, han sido tan golpeadas que le resulta fácil ver sus errores y
confesarlos. Cualquiera puede hablar con él. Su cáscara exterior ha sido
totalmente quebrantada, por lo que mental y afectivamente es capaz de aceptar
la opinión, el consejo o las enseñanzas de otros. Es trasladado a otra esfera y
está dispuesto a recibir ayuda siempre y en cualquier lugar.
Sensibles
Una persona dócil es una persona sensible. Debido a que su hombre exterior ha
sido quebrantado, le resulta fácil liberar su espíritu y tocar el espíritu de otros
hermanos. Es tan sensible que puede percibir y reaccionar ante la más mínima
acción espiritual. Sus emociones se vuelven tan agudas que distinguen de
inmediato lo correcto y lo incorrecto. Tal persona nunca hace nada insensato,
desconsiderado ni ofensivo. En cambio, un hermano cuyo hombre exterior está
intacto seguirá adelante con su actividad aunque el espíritu de los demás lo
desapruebe y se incomode, pues es tan insensible que ni siquiera lo nota.
Algunos hacen oraciones interminables que afligen el espíritu de los demás
hermanos y hacen que éstos anhelen que dejen de orar, pero continúan sin tener
sensibilidad alguna. No responden al sentir de los demás y ni siquiera lo
perciben. Esto se debe a que su hombre exterior está intacto. Todo aquel que ha
sido verdaderamente quebrantado, puede tocar sin dificultad el espíritu de los
demás, percibir su sentir y no actuar en forma insensible, indiferente o
desconsiderada.
La comunión en el espíritu
Otro problema que encontramos con frecuencia es que algunos expresan ciertas
virtudes en la esfera natural. Por ejemplo, algunos son mansos por naturaleza.
¿Cuál es la diferencia entre la mansedumbre natural y la que resulta de la
disciplina del Espíritu? Debemos recalcar dos asuntos en relación con esto. En
primer lugar, todo lo que es natural es independiente del espíritu, y además,
todo lo que viene por medio de la disciplina del Espíritu Santo está bajo el
control de nuestro espíritu, y solamente se mueve en coordinación con éste. La
mansedumbre natural muchas veces entorpece la acción del espíritu, y todo lo
que estorbe la acción del espíritu es obstinado por naturaleza. Si el Señor le
indicara a una persona así que se pusiera de pie y diera una exhortación severa,
su mansedumbre natural le impediría hacerlo y seguramente diría: “Oh, yo no
soy capaz de hacerlo, nunca he hablado así en toda mi vida. Que otro hermano
lo haga”. En esto podemos ver que en ese momento la mansedumbre natural no
está bajo el control del espíritu, ya que todo lo que es natural se rige por su
propia voluntad y obstinación, y sigue sus propias inclinaciones y, por ende, no
puede ser usado por el espíritu. Sin embargo, la mansedumbre producida por el
quebrantamiento es muy diferente, pues no ofrece genuina resistencia al
espíritu ni sugiere opinión alguna, ya que es dirigida y usada por él.
En segundo lugar, las personas que son mansas por su carácter y no por el
espíritu, sólo son dóciles y sumisas cuando todo está a su favor y bajo su control;
pero tan pronto se les pide hacer algo que no les agrada, su actitud cambia y su
mansedumbre desaparece. Por consiguiente, ninguna virtud natural incluye la
negación del yo; por el contrario, todas ellas promueven la vanagloria. Esta es la
razón por la cual siempre que la individualidad de dicha persona se ve
amenazada, desaparecen su humildad, su mansedumbre y todas sus “virtudes”.
Sin embargo, las virtudes que son fruto de la disciplina del Espíritu y del
quebrantamiento del yo están en una esfera muy distinta. Cuanto más
quebranta Dios el yo, más se manifiestan estas virtudes; cuanto más herida sea
la persona, más mansa llega a ser. Existe una diferencia enorme entre las
llamadas virtudes naturales y el fruto genuino del Espíritu.
SED FUERTES
Hemos dado énfasis reiteradas veces a la urgencia de que el hombre exterior sea
quebrantado. No podemos aparentar ni reemplazar la experiencia del
quebrantamiento. Debemos humillarnos bajo la poderosa mano de Dios y
aceptar su disciplina, pues sólo por medio del quebrantamiento del hombre
exterior, se fortalece el hombre interior. Es posible que algunos hermanos
todavía tengan un espíritu débil, pese a que por el quebrantamiento debería ser
fuerte. Si éste es el caso, no debe orar pidiendo ser fortalecido. Lo que debe
hacer es decirse a sí mismo: “¡Sé fuerte!” Decimos esto con bases sólidas, pues la
Biblia nos manda: “¡Fortaleceos!” Es algo asombroso que cuando nuestro
hombre exterior ha sido quebrantado podemos ser fuertes cuando queramos.
Siempre que la situación lo requiera o que decidamos, seremos tan fuertes como
lo determinemos. Compruébelo usted mismo. Siempre que decida que puede
hacer algo, lo hará. Tan pronto se resuelva el problema del hombre exterior,
también el asunto de la fortaleza se resolverá. Siempre que queramos ser
fuertes, lo seremos. De ahí en adelante nadie podrá detenernos. Lo único que
tenemos que hacer es decir que haremos algo o que estamos determinados a
realizarlo, y se cumplirá. Con una pequeña decisión de nuestra parte, nos
sorprenderemos de lo que podemos lograr. El Señor dice: “Sed fuertes”. Si
declaramos que somos fuertes en el Señor, indudablemente lo seremos.