El Quebrantamiento Del Hombre Exterior y La Liberacion Del Espiritu. Watchman Nee

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LA SEPARACION ENTRE EL HOMBRE INTERIOR

Y EL HOMBRE EXTERIOR
Watchman Nee
Cuando el hombre exterior es quebrantado, todas las actividades externas
quedan confinadas a la esfera exterior, mientras que el hombre interior
continúa disfrutando la presencia de Dios. El problema de muchos cristianos es
que el hombre exterior y el interior están entrelazados. Todo lo que afecta al uno
afecta también al otro. Hablando con propiedad, las cosas exteriores sólo
pueden afectar al hombre exterior; sin embargo, el hombre exterior transmite
los efectos al hombre interior. El hombre interior de uno que no ha sido
quebrantado es afectado por el hombre exterior. Esto no sucede en aquellos
cuyo hombre exterior ya fue quebrantado. Si Dios tiene misericordia de
nosotros y quebranta nuestro hombre exterior, éste será separado del hombre
interior, y las cosas del mundo que afectan al hombre exterior no afectarán al
hombre interior. Cuando el hombre exterior es separado del hombre interior,
todas las distracciones quedan relegadas a la esfera externa y no pueden
penetrar en la esfera interior. El creyente tiene la capacidad de conversar con
otros utilizando su hombre exterior, mientras su hombre interior permanece en
comunión con Dios. El hombre exterior puede estar consciente del “ajetreo de
los platos”, mientras que el interior permanece ante Dios. Puede trabajar y
laborar con su hombre exterior, atender las miles de actividades de su entorno y
relegar todas estas cosas a esta esfera. Su hombre interior no es afectado y
puede continuar en la presencia de Dios. Puesto que nunca se ha alejado, no
tiene necesidad de regresar. Suponga que un hermano está construyendo un
camino. Si su hombre exterior está separado del interior, nada de lo que venga
de fuera puede afectar su ser interior. Puede trabajar con su hombre exterior,
mientras su hombre interior permanece ante Dios. Algunos padres pueden jugar
y reír con sus hijos conforme a su hombre exterior, pero cuando llega la hora de
ocuparse de las labores espirituales, pueden ejercitar su hombre interior de
inmediato. De hecho, su hombre interior nunca se ha apartado de Dios. La
separación entre el hombre exterior y el hombre interior se relaciona
estrechamente con nuestro servicio a Dios y nuestra vida. Esta es la única
manera en que podemos continuar con nuestro servicio, sin tener que regresar a
Dios continuamente.

Algunos creyentes viven como una sola persona o una sola entidad. Otros viven
como si fueran dos. En aquéllos el hombre interior y el exterior son una sola
entidad. En éstos los dos están separados. ¿Qué pasa con los que son una sola
persona? Cuando se ocupan de sus asuntos, su ser entero se involucra en su
trabajo, y su ser entero se aparta del Señor. Entonces cuando oran, tienen que
dejar todo lo que están haciendo y tornar todo su ser a Dios. Tienen que
concentrar todo su ser tanto en el trabajo como en volverse a Dios, pues cada
vez se alejan de El y en cada ocasión tienen que volver. Su hombre exterior no
ha sido aún quebrantado. Pero los que han sido quebrantados por el Señor,
encontrarán que su hombre exterior no afectará a su hombre interior. Ellos
pueden ocuparse de los asuntos prácticos con su hombre exterior y al mismo
tiempo continuar habitando en Dios y en Su presencia. Cuando se les presenta
la oportunidad de que su hombre interior (o su espíritu) se exprese ante los
hombres, lo pueden hacer fácilmente, pues la presencia de Dios no se ha
retirado de ellos. Por lo tanto, lo más importante es saber si somos una sola
persona o dos. En otras palabras, ¿está separado nuestro hombre interior del
exterior? Esta diferencia es enorme.

Si Dios tiene misericordia de nosotros y nos permite experimentar la separación


entre el hombre exterior y el interior, nos ocuparemos de nuestros asuntos en
nuestro hombre exterior, sin que nuestro hombre interior sea afectado en
absoluto. Una persona actuará, mientras que la otra permanecerá delante de
Dios. El hombre exterior se ocupará de los asuntos prácticos y se enfrentará a
ellos, pero éstos no llegarán a su hombre interior. Aquellos que conocen a Dios
emplean su hombre exterior para los asuntos del mundo, mientras que su
hombre interior permanece en la presencia de Dios. Estos dos hombres no se
mezclan. Estas personas son como el hermano Lawrence, quien se ocupaba de
sus asuntos prácticos, mientras otra persona en su interior vivía en la presencia
de Dios. La presencia de Dios nunca se apartaba de él. Esto puede ahorrarnos
mucho tiempo en nuestro trabajo. Muchos cristianos no tienen la experiencia de
que su hombre exterior esté separado del hombre interior. Es por eso que todo
su ser se aparta del Señor y luego todo su ser tiene que volverse. También
enfrentan dificultades en su trabajo debido a que su hombre interior acompaña
en todo al hombre exterior. Si su hombre interior estuviera separado del
hombre exterior mientras éste se encarga de los negocios, podría atender mejor
los asuntos prácticos. Esta experiencia nos mantendría aislados de la influencia
de la carne y de las cosas mundanas, las cuales no afectarían a nuestro ser
interior.

Resumiendo, Dios puede usar nuestro espíritu siempre y cuando el Señor lleve a
cabo dos obras en nosotros. Una es el quebrantamiento del hombre exterior, y la
otra es la separación de nuestro espíritu y nuestra alma, o sea, la división del
hombre interior y el hombre exterior. Dios debe realizar estas dos obras
cruciales en nosotros para poder usar nuestro espíritu. El quebrantamiento del
hombre exterior se lleva a cabo por medio de la disciplina del Espíritu Santo, y
la separación del hombre exterior y el hombre interior se efectúa por medio de
la revelación del Espíritu Santo.
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El quebrantamiento del hombre exterior y la


liberación del espíritu
CONTENIDO

1. La importancia del quebrantamiento


2. Antes y después del quebrantamiento
3. Nuestras ocupaciones
4. Cómo conocer al hombre
5. La iglesia y la obra de Dios
6. El quebrantamiento y la disciplina
7. La separación que efectúa la revelación
8. La impresión que deja el Espíritu
9. El resultado del quebrantamiento

PREFACIO

Este libro aborda una lección fundamental que todo siervo de Cristo debe
encarar: el quebrantamiento del hombre exterior llevado a cabo por el Señor
para lograr la liberación del espíritu. La única obra que Dios aprueba es la obra
que realiza por el espíritu, y el espíritu puede tener perfecta libertad de acción al
ser quebrantado el hombre exterior.

Watchman Ne dio estos mensajes durante el entrenamiento que dio en Kuling a


los colaboradores en 1948 y 1949. Que el Señor bendiga a los lectores por medio
de estas páginas.

CAPITULO UNO

LA IMPORTANCIA DEL QUEBRANTAMIENTO

Lectura bíblica: Jn. 12:24; He. 4:12-13; 1 Co. 2:11-14; 2 Co. 3:6; Ro. 1:9; 7:6;
8:4-8; Gá. 5:16, 22-23, 25

Tarde o temprano todo siervo de Dios descubre que el obstáculo más grande
para su labor es él mismo y se da cuenta que su hombre exterior no está en
armonía con su hombre interior. El hombre interior va en una dirección, y el
hombre exterior, en otra. El hombre exterior no se sujeta al gobierno del
espíritu ni anda conforme a los elevados requisitos de Dios; además, constituye
el obstáculo más grande para la labor del siervo de Dios y le impide usar su
espíritu. Todo siervo de Dios debe ejercitar su espíritu para mantenerse en la
presencia de Dios, conocer Su palabra, percatarse de la condición del hombre,
transmitir la palabra de Dios, y percibir y recibir la revelación divina; todo esto
lo hace con su espíritu. Sin embargo, el hombre exterior lo incapacita y le
impide utilizar su espíritu. Muchos siervos del Señor no son aptos para Su obra,
debido a que nunca han sido quebrantados por el Señor de una manera
completa. Sin el quebrantamiento, prácticamente no son aptos para realizar
ninguna tarea. Todo entusiasmo, celo y clamor son vanos. Este
quebrantamiento es fundamental y es la única manera en que uno llega a ser un
vaso útil para el Señor.

EL HOMBRE INTERIOR Y EL HOMBRE EXTERIOR

En Romanos 7:22 dice: “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley


de Dios”. Nuestro hombre interior se deleita en la ley de Dios. Efesios 3:16 dice:
“Fortalecidos con poder en el hombre interior por Su Espíritu”. Y en 2 Corintios
4:16 Pablo dijo: “Aunque nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior
no obstante se renueva de día en día”. La Biblia divide nuestro ser en el hombre
interior y el hombre exterior. Dios habita en el hombre interior, y lo que está
fuera del hombre interior, en donde Dios habita, es el hombre exterior. En otras
palabras, el hombre interior es nuestro espíritu, mientras que la persona con la
que los demás tienen contacto es el hombre exterior. Nuestro hombre interior
utiliza nuestro hombre exterior como vestidura. Dios depositó en nosotros, esto
es, en nuestro hombre interior, Su Espíritu, Su vida, Su poder y Su misma
persona. Fuera de nuestro hombre interior se encuentran nuestra mente,
nuestra voluntad y el asiento de nuestras emociones; exterior a todo esto
tenemos nuestro cuerpo, nuestra carne.

Para poder servir a Dios, el hombre debe liberar su hombre interior. El


problema básico de muchos siervos de Dios radica en que su hombre interior no
encuentra salida a través de su hombre exterior. El hombre interior debe abrirse
paso por el hombre exterior a fin de ser liberado. Tenemos que ver claramente
que el principal obstáculo en la obra somos nosotros mismos. Si nuestro hombre
interior se encuentra aprisionado, nuestro espíritu se halla confinado y no
puede salir fácilmente. Si no hemos aprendido a abrirnos paso por nuestro
hombre exterior con nuestro espíritu, no podremos servir al Señor. Nada nos
estorba tanto como nuestro hombre exterior. La eficacia de nuestra labor
depende de cuánto haya quebrantado el Señor nuestro hombre exterior, y de
que el hombre interior se libere por medio del hombre exterior quebrantado.
Este es un asunto fundamental. El Señor tiene que deshacer nuestro hombre
exterior para abrirle paso a nuestro hombre interior. Tan pronto como nuestro
hombre interior se libera, muchos pecadores recibirán bendición y muchos
creyentes recibirán gracia.

MORIR PARA LLEVAR FRUTO

En Juan 12:24 el Señor dice: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere,
queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto”. La vida está en la semilla. No
obstante, la semilla está rodeada de una cáscara, una corteza dura. Mientras
esta cáscara no se quiebre, la semilla no podrá crecer. “Si el grano de trigo no
cae en la tierra y muere...” ¿A qué se refiere esta muerte? Es la acción del calor y
la humedad de la tierra sobre la semilla, lo cual ocasiona que la cáscara se
rompa. Cuando la cáscara se rompe la semilla brota. Por lo tanto, no depende de
si la semilla tiene vida o no, sino de que la cáscara exterior se rompa. El
siguiente versículo añade: “El que ama la vida de su alma la perderá; y el que la
aborrece en este mundo, para vida eterna la guardará” (v. 25). De acuerdo con la
Palabra del Señor, la cáscara exterior es nuestra vida, y la vida interior es la vida
eterna que El nos imparte. Para que la vida interior pueda brotar, la vida
exterior debe sufrir pérdida. Si lo exterior no es quebrantado, lo interior no
puede ser liberado.

Entre toda la gente del mundo, hay algunos que tienen la vida del Señor. Y entre
éstos, encontramos dos condiciones de vida. En unos la vida se encuentra atada,
circunscrita y aprisionada; pero en otros, el Señor ha abierto una brecha y la
vida puede brotar. El problema de nosotros hoy no radica en cómo obtener vida,
sino en cómo permitir que esta vida emane de nuestro interior. Cuando decimos
que el Señor tiene que quebrantarnos, no es sólo una figura retórica ni una
doctrina; el quebrantamiento tiene que llevarse a cabo. La vida del Señor puede
propagarse por toda la tierra, pero está encerrada en nosotros. El Señor puede
bendecir a la iglesia, pero Su vida se encuentra aprisionada, restringida y
bloqueada por nuestro hombre exterior. Si el hombre exterior no es
quebrantado, no traeremos bendición a la iglesia, ni podemos esperar que el
mundo reciba la gracia de Dios por medio de nosotros.

ES NECESARIO QUE EL FRASCO DE ALABASTRO


SEA QUEBRADO

La Biblia habla del ungüento de nardo puro (Jn. 12:3). La Palabra de Dios usa
intencionalmente el adjetivo puro. Este es un ungüento de nardo puro, algo
verdaderamente espiritual. No obstante, a menos que el frasco de alabastro
fuera quebrado, el ungüento de nardo puro no podía ser liberado. Es extraño
que mucha gente valore más el frasco de alabastro que el ungüento. De la misma
manera, muchos piensan que su hombre exterior es más valioso que su hombre
interior. Este es el problema que enfrenta la iglesia en la actualidad. Es posible
que valoremos demasiado nuestra propia sabiduría y pensemos que somos
superiores. Otros pueden estimar sus emociones y creer que son personas
excepcionales. Muchos otros se valoran exageradamente a sí mismos y creen
que son mejores que los demás. Piensan que su elocuencia, sus capacidades, su
discernimiento y juicio, son mejores que los de otros. Pero debemos saber que
no somos coleccionistas de antigüedades, ni admiradores de frascos de
alabastro, sino que buscamos el aroma del ungüento. Si la parte exterior no se
quiebra, el contenido no puede salir. Ni nosotros ni la iglesia podremos seguir
adelante. No debemos seguir protegiéndonos tanto a nosotros mismos.

El Espíritu Santo nunca ha dejado de obrar en los creyentes. Muchos pueden


dar testimonio de la manera en que la obra de Dios nunca se ha detenido en
ellos. Ellos enfrentan una prueba tras otra, un incidente tras otro. El Espíritu
Santo tiene una sola meta en toda Su obra de disciplina: quebrantar y deshacer
al hombre exterior, para que el hombre interior encuentre salida. Pero nuestro
problema es que tan pronto enfrentamos una pequeña dificultad, murmuramos,
y cuando sufrimos alguna pequeña derrota nos quejamos. El Señor ha
preparado un camino para nosotros y está dispuesto a usarnos. Pero tan pronto
como Su mano nos toca, nos sentimos tristes. Alegamos con El o nos quejamos
ante El por todo. Desde el día en que fuimos salvos, el Señor ha estado obrando
en nosotros de muchas formas, con el propósito de quebrantar nuestro yo. Lo
sepamos o no, la meta del Señor siempre es la misma: quebrantar nuestro
hombre exterior.

El tesoro está en vasos de barro. ¿A quién le interesa admirar vasos de barro? Lo


que la iglesia necesita es el tesoro, no los vasos de barro. También el mundo
necesita el tesoro, no los vasos que lo contienen. Si el vaso no se quiebra, ¿quién
podrá encontrar el tesoro que está en él? El Señor obra en nosotros de muchas
maneras con el propósito de quebrar el vaso de barro, o sea el frasco de
alabastro, la cáscara exterior. El Señor busca la manera de brindar Su bendición
al mundo por medio de aquellos que le pertenecen. Este es un sendero de
bendición, pero también es un sendero manchado de sangre. La sangre debe ser
derramada y las heridas son inevitables. ¡Cuán crucial es el quebrantamiento de
este hombre exterior! A menos que el hombre exterior sea quebrantado, no
puede llevarse a cabo ninguna labor espiritual. Si nos consagramos al servicio
del Señor, debemos prepararnos para ser quebrantados por El. No podemos
excusar ni preservar nuestro yo. Tenemos que permitir que el Señor quebrante
nuestro hombre exterior completamente para que El fluya libremente a través
de nosotros.

Ya hemos visto cuál es el propósito de Dios para con nosotros. Es triste que
muchos no sepan lo que el Señor está haciendo en ellos, ni cuál es Su intención
para con ellos. Todos debemos saber cuál es el propósito de Dios para con
nosotros. Cuando el Señor abra nuestros ojos, veremos que todo lo que nos
sucede tiene mucho sentido. El Señor nunca hace nada en vano. Cuando
entendamos que la meta del Señor es quebrantar nuestro hombre exterior,
comprenderemos que todo lo que nos sucede es importante. El Señor está
tratando de alcanzar una meta: quebrantar y deshacer nuestro hombre exterior.

El problema de muchos es que antes de que el Señor mueva un dedo, ya están


mostrando disgusto. Debemos entender que todas las experiencias, dificultades
y pruebas que envía el Señor, redundan para nuestro beneficio. No nos puede
pasar nada mejor. Si acudimos al Señor y le decimos: “Señor, por favor permite
que yo escoja lo mejor”, yo creo que El nos respondería: “Ya te lo he concedido.
Lo que te sucede cada día es lo que más te beneficiará”. El Señor dispone todas
las circunstancias con el único fin de quebrantar nuestro hombre exterior.
Nuestro espíritu puede servir al máximo sólo cuando nuestro hombre exterior
es quebrantado y nuestro espíritu es liberado.

EL QUEBRANTAMIENTO REPENTINO Y EL GRADUAL

El Señor quebranta nuestro hombre exterior de dos maneras. Primero, lo hace


en forma gradual, y en segundo lugar, inesperadamente. Algunas veces el
quebrantamiento del Señor primero viene inesperadamente, seguido por un
quebrantamiento gradual; la disciplina inesperada viene primero y la gradual le
sigue. Algunos creyentes enfrentan adversidades diariamente, hasta que cierto
día reciben inesperadamente un golpe fuerte del Señor. En este caso, la obra
gradual viene primero y la repentina luego. De acuerdo con nuestra experiencia,
hay diferentes patrones de quebrantamiento. Es posible que primero se
presente el quebrantamiento repentino seguido por el gradual, o viceversa.
Hablando generalmente, aun con aquellos que no se desvían ni toman atajos, el
Señor requiere algunos años para completar el proceso de quebrantamiento.

No podemos reducir el tiempo que toma este quebrantamiento pero sí podemos


extenderlo. En algunos, el Señor concluye este proceso en unos cuantos años.
Pero en otros puede durar hasta diez o veinte años. ¡Este es un asunto muy
serio! Nada es más lamentable que desperdiciar el tiempo de Dios. Muchas
veces nosotros somos los causantes de que la iglesia sea privada de recibir
bendición. Es posible predicar usando sólo nuestra mente y conmover a la gente
con nuestras emociones sin ejercitar nuestro espíritu; pero si hacemos esto,
Dios no podrá usar Su Espíritu para tocar a los demás por medio de nosotros.
Cuando demoramos la obra incurrimos en una gran pérdida.

Si en el pasado nunca nos hemos consagrado a Dios de una manera total, éste es
el momento de hacerlo. Debemos decirle: “Señor, por el bien de la iglesia, por el
avance del evangelio, para que tengas libertad de actuar y para que yo mismo
pueda avanzar en mi vida individual, me entrego a Ti total e
incondicionalmente. Señor, con gusto me pongo en Tus manos. Estoy dispuesto
a que te expreses libremente por medio de mí”.

EL SIGNIFICADO DE LA CRUZ

Durante mucho tiempo hemos escuchado acerca de la cruz, tanto que nos parece
que ya lo sabemos todo al respecto; pero, ¿sabemos en realidad qué es la cruz?
El significado de la cruz es simplemente el quebrantamiento del hombre
exterior. La cruz pone fin al hombre exterior, lo destruye totalmente y rompe la
cáscara exterior. Destruye nuestras opiniones, métodos, sabiduría,
egocentrismo y todo lo demás. Una vez que esto sucede, el hombre interior
puede salir libremente, y el espíritu puede funcionar. Es muy claro cuál es el
camino que tenemos por delante.

Una vez que el quebrantamiento del hombre exterior se lleva a cabo, resulta fácil
liberar nuestro espíritu. Cuando un hermano experimenta esto, aunque posea
una mente brillante, una voluntad firme y unas emociones reservadas y
profundas, todo el que lo conozca reconocerá que cuando tiene contacto con él,
toca su espíritu y no sus virtudes humanas. Cada vez que otros tengan comunión
con él, tocarán su espíritu, el espíritu puro de un hombre quebrantado. Una
hermana puede ser rápida en sus acciones, de tal modo que todo el que la
conoce lo nota. Tal vez sea rápida para pensar, hablar, confesar, escribir y tirar
lo que ha escrito. Pero cuando otros la conocen, no notan su rapidez sino su
espíritu, pues su misma persona ha sido quebrantada. El quebrantamiento del
hombre exterior es un asunto crucial. No podemos escudarnos en nuestra
debilidad para siempre. Después de estar bajo la obra quebrantadora del Señor
por cinco o diez años, no tendremos el mismo sabor. Debemos permitir que el
Señor se abra paso por medio de nosotros. Esto es lo más básico que el Señor
requiere.

DOS RAZONES
POR LAS QUE NO SOMOS QUEBRANTADOS

¿Por qué muchas personas permanecen sin ningún cambio, a pesar de estar por
años bajo la obra quebrantadora del Señor? ¿Y por qué otros tienen una
voluntad férrea, una parte afectiva o mente tan fuerte, y aún así, el Señor puede
quebrantarlos? Existen dos razones por las cuales sucede esto.

La primera razón es que éstos viven en tinieblas y no pueden ver la mano de


Dios en acción. Dios ciertamente está activo quebrantándolos, pero ellos no
están conscientes de ello. Como no viven en la luz, su visión es muy reducida.
Sólo ven a los hombres y piensan que éstos son sus adversarios. O le dan
demasiada importancia a las circunstancias; las culpan de todo y se quejan de
que son muy difíciles. Que el Señor nos conceda revelación para que podamos
ver la mano de Dios obrando. Que podamos arrodillarnos y decir: “Señor, esto
procede de Ti. Sí, creo que esto viene de Ti, y lo acepto”. Al menos debemos
saber de quién es la mano que nos disciplina. Debemos reconocer esa mano y
comprender que el quebrantamiento no proviene del mundo, de nuestra familia
ni de los hermanos de la iglesia. Debemos ver que es la mano de Dios la que nos
disciplina. Deberíamos aprender de la señora Guyón, quien besaba y estimaba
esta mano. Tenemos que recibir esta luz para aceptar y creer todo lo que el
Señor hace, pues El jamás se equivoca.

La segunda razón por la que muchos no son quebrantados es porque se aman


demasiado a sí mismos. El amor propio es un gran obstáculo para el
quebrantamiento. Tenemos que rogar al Señor que quite de nosotros todo amor
propio. Cuando Dios lo arranca de nosotros, tenemos que adorarle diciendo:
“Señor, si ésta es tu obra, la acepto de todo corazón”. Debemos recordar que
todo mal entendido, toda queja y toda inconformidad se originan en el amor que
nos tenemos en secreto. Debido a que nos amamos a nosotros mismos
secretamente, tratamos de salvarnos. Muchas veces los problemas se originan
en nuestros intentos de salvarnos a nosotros mismos.

Aquellos que conocen al Señor van a la cruz sin tomar el vinagre mezclado con
hiel. Muchos van a la cruz de mala gana; toman el vinagre con hiel tratando de
atenuar sus sufrimientos. Aquellos que dicen: “La copa que el Padre me dio, ¿no
la beberé?”, no tomarán la copa de vinagre con hiel. Sólo tomarán una de las dos
copas, no ambas. Estos no se aman a sí mismos. El amor propio es la raíz de
nuestro problema. Que el Señor nos hable interiormente para que oremos
diciendo: “Dios mío, ahora entiendo que todo proviene de Ti; todas mis
experiencias durante los últimos cinco, diez o veinte años han venido de Ti y
han tenido el único propósito de que Tu vida se exprese en mí. He sido
insensato por no haberlo visto antes. Por causa de mi amor propio he hecho lo
posible por salvarme a mí mismo y he desperdiciado mucho de Tu tiempo.
Ahora entiendo que esto ha sido obra de Tu mano, y me consagro sinceramente
a Ti. Vuelvo a encomendar mi vida en Tus manos”.

LAS HERIDAS DEL QUEBRANTAMIENTO

Nadie es tan atrayente como aquel que ha pasado por el proceso de


quebrantamiento. Una persona obstinada y egocéntrica sólo puede atraer a los
demás después de que Dios la quebranta. Veamos el caso de Jacob en el Antiguo
Testamento. El luchó con su hermano desde que ambos estaban en el vientre de
su madre; él era astuto, problemático y artificioso, aunque pasó por muchos
sufrimientos durante su vida. Cuando era joven huyó de su casa y fue estafado
por Labán durante veinte años. Su amada esposa Raquel murió cuando iban de
regreso a casa, y José, el hijo que más quería, fue vendido. Muchos años
después, su hijo Benjamín fue retenido en Egipto. Jacob fue quebrantado por
Dios una y otra vez, y experimentó numerosos infortunios. Fue golpeado por
Dios en repetidas ocasiones. La historia de Jacob es una historia de azotes de
parte de Dios. Después de todos estos golpes cambió. Durante sus últimos años
llegó a ser una persona realmente transparente. ¡Cuánta honra se le dio en
Egipto cuando se presentó ante Faraón y habló con él! ¡Cuán hermoso es este
cuadro! ¡Cuán claras fueron las bendiciones que dio a sus hijos y nietos! Al leer
la última parte de su historia, no podemos evitar inclinarnos y adorar a Dios. He
ahí una persona madura, una persona que conocía a Dios. Después de ser
azotado por Dios durante varias décadas, el hombre exterior de Jacob fue
quebrantado. En su edad madura encontramos un cuadro maravilloso. Todos
tenemos algo de Jacob en nosotros; tal vez no sólo un poco. Esperamos que el
Señor pueda obrar en nosotros y que quebrante nuestro hombre exterior, al
grado de que el hombre interior sea liberado y expresado por medio de
nosotros. Esto es algo de gran valor y es el destino de los siervos del Señor. Sólo
podremos servir y guiar a otros al Señor y al conocimiento de Dios cuando
alcancemos esto. Ninguna otra cosa producirá resultados; ni la teología ni las
doctrinas ni el simple conocimiento de la Biblia nos beneficiará. Lo único que
será de provecho es que Dios fluya de nuestro interior.

Cuando nuestro hombre exterior es golpeado, herido y humillado por toda clase
de infortunios, las heridas y cicatrices que queden serán los canales por donde el
espíritu fluya de nuestro interior. Temo que el yo de algunos hermanos y
hermanas todavía se encuentre entero; nunca han sufrido ninguna herida ni
disciplina, y no han cambiado en forma alguna. Que el Señor tenga misericordia
de nosotros y establezca un camino recto delante de nosotros. Que podamos ver
que ésta es la única manera de ir adelante, y que todas las heridas que hemos
recibido de parte del Señor en estos últimos diez o veinte años han tenido como
propósito alcanzar esta única meta. Por lo tanto, no debemos menospreciar la
obra del Señor en nosotros. Que el Señor verdaderamente nos muestre lo que
significa el quebrantamiento del hombre exterior. A menos que el hombre
exterior sea quebrantado, todo lo que tengamos sólo estará en la esfera de
nuestro intelecto y del conocimiento, y será inútil. Logre el Señor en nosotros un
quebrantamiento completo.

CAPITULO DOS

ANTES Y DESPUES
DEL QUEBRANTAMIENTO

El quebrantamiento del hombre exterior es una experiencia básica que todo


siervo del Señor debe tener. Dios tiene que quebrantar nuestro hombre exterior
para que podamos servirle de manera efectiva.
Todo siervo del Señor tiene dos posibilidades al servirle. La primera es que su
hombre exterior nunca sea quebrantado y que su espíritu permanezca
adormecido. No puede tener un espíritu liberado ni poderoso; sólo su mente y
su parte afectiva están activas. Si es una persona inteligente, su intelecto estará
muy activo; y si es muy sentimental, serán sus emociones las que estén activas.
Esta clase de actividad no puede conducir a nadie a Dios. En segundo lugar, es
posible que su hombre exterior no esté separado de su hombre interior. Cuando
su espíritu es liberado, viene mezclado con sus pensamientos y sus emociones,
lo cual genera algo impuro. Esta clase de servicio produce en otros experiencias
mezcladas e impuras. Estas dos condiciones impiden que el creyente sirva al
Señor de una manera apropiada.

“EL ESPIRITU ES EL QUE DA VIDA”

Si deseamos servir al Señor eficazmente, debemos reconocer al menos una vez


que “el Espíritu es el que da vida” (Jn. 6:63). Si no lo reconocemos este año, lo
tendremos que hacer más adelante. Si no vimos esto claramente desde el primer
día que creímos en el Señor, tendremos que verlo con claridad tarde o
temprano, aunque tardemos diez años en reconocerlo. Muchos tienen que ser
llevados hasta el fin de sí mismos y ver lo vano de sus obras, para que se den
cuenta de lo inútil que son sus muchos pensamientos y sentimientos. No
importa cuánta gente pueda ser ganada por medio de sus pensamientos y
sentimientos, el resultado será vano. Tarde o temprano tenemos que confesar
que “el Espíritu es el que da vida”. Sólo el Espíritu puede dar vida; ni siquiera
nuestros mejores pensamientos y sentimientos pueden hacer eso. El hombre
sólo puede recibir vida por medio del Espíritu. La Palabra del Señor siempre
tiene la razón; el que imparte vida es el Espíritu. Muchos obreros del Señor
tienen que pasar por sufrimientos y fracasos antes de poder ver este hecho. Ya
que es el Espíritu el que da vida, sólo cuando el espíritu es liberado, pueden ser
regenerados los pecadores y edificados los creyentes. La regeneración transmite
vida y hace que otros reciban vida, así como la edificación transmite vida y hace
que los creyentes sean edificados. Sin la intervención del Espíritu no pueden
llevarse a cabo ni la regeneración ni la edificación.

Lo interesante es que Dios no tiene la intención de separar Su Espíritu de


nuestro espíritu. En muchos pasajes bíblicos es imposible precisar si se hace
referencia al Espíritu de Dios o al espíritu humano. Ni aun los expertos en
griego pueden determinar la diferencia. A lo largo de los años, los traductores de
la Biblia desde Lutero, en Alemania, hasta los traductores de la versión King
James, en inglés, han sido incapaces de decir a ciencia cierta de entre la gran
cantidad de referencias acerca del espíritu en el Nuevo Testamento, cuáles se
refieren al espíritu humano y cuáles al Espíritu divino.
El libro de Romanos es tal vez el que contiene la palabra espíritu un mayor
número de veces. ¿Quién puede determinar cuáles se refieren al espíritu
humano y cuáles al divino? Cuando los traductores de la Biblia llegan a
Romanos 8, dejan la decisión a los lectores. Cuando las diferentes versiones
traducen la palabra pneuma, algunas la traducen “Espíritu”, con mayúscula, y
otras “espíritu”, con minúscula. Por lo general, todas las versiones difieren en
este asunto y ninguna asevera tener la última palabra. En realidad, es imposible
diferenciar entre el Espíritu Santo y el espíritu humano. Cuando recibimos un
espíritu nuevo, al mismo tiempo recibimos el Espíritu de Dios. Cuando nuestro
espíritu humano fue reavivado de su estado amortecido, al mismo tiempo
recibimos el Espíritu Santo. El Espíritu Santo reside en nuestro espíritu, pero es
difícil decir cuál es el Espíritu Santo y cuál es nuestro espíritu. Entre ambos
existe una distinción pero no una separación. Por lo tanto, la liberación del
espíritu no es sólo la liberación del espíritu humano, sino la liberación del
Espíritu Santo por medio del espíritu humano, ya que ambos espíritus son uno.
Entre ellos puede haber una diferencia en cuanto a terminología, pero no en
hecho. La liberación del espíritu es tanto la liberación del espíritu humano como
del divino. Cuando otros tienen contacto con nuestro espíritu, tocan al mismo
tiempo al Espíritu Santo. Si proporcionamos a otros la oportunidad de tocar
nuestro espíritu, debemos agradecer al Señor porque al mismo tiempo tienen la
oportunidad de tocar al Espíritu de Dios. De hecho, nuestro espíritu es el medio
por el cual traemos el Espíritu de Dios al hombre.

Cuando el Espíritu de Dios opera, lo hace por medio del espíritu humano. Tal
operación es similar a la electricidad que circula por los aparatos
electrodomésticos; no puede viajar en forma de relámpago por el aire, sino por
medio de los alambres. No sólo tenemos electricidad, sino también cables
conductores. Los alambres conducen la electricidad. En la física existe el
fenómeno llamado cargaeléctrica. Estar cargado equivale a llevar un carga. Si
tenemos que conducir la electricidad, lo tenemos que hacer por medio de
alambres eléctricos. Este mismo principio se aplica en cuanto al Espíritu de
Dios. El necesita el espíritu humano como medio que conduce el Espíritu de
Dios. El Espíritu Santo es conducido por el espíritu humano hacia los hombres.

Cuando un hombre recibe la salvación, el Espíritu Santo empieza a residir en su


espíritu. Pero este hombre puede ser utilizado por el Señor, dependiendo más
de su hombre exterior que de su espíritu. El problema de muchos es que su
hombre exterior jamás ha sido quebrantado. No hay un sendero manchado con
sangre ni heridas ni cicatrices. La consecuencia de esto es que el Espíritu de
Dios se encuentra encarcelado en su espíritu y no puede salir. En ocasiones el
hombre exterior se mueve pero el interior no responde. El hombre exterior se
libera pero el hombre interior permanece atado.
ALGUNOS ASUNTOS PRACTICOS

Veamos algunos asuntos prácticos importantes. En primer lugar, tomemos la


predicación. Muchas veces predicamos de una manera formal, persuasiva y
lógica, pero interiormente estamos como un témpano de hielo. Tratamos de
convencer a otros, pero la realidad es que no nos convencemos ni a nosotros
mismos. El hombre exterior se encuentra activo pero el interior no participa; no
trabajan en equipo, no actúan al unísono. Mientras el hombre exterior se
encuentra entusiasmado, el interior permanece completamente frío. Aunque
estemos predicando de la grandeza del amor de Dios, interiormente no tenemos
ni el más mínimo sentir de dicho amor. Podemos hablar de los padecimientos
del Señor en la cruz, pero al volver a nuestra habitación, podemos reírnos como
si nada. Es desesperante cuando el hombre interior y el exterior no actúan
unidos. El hombre exterior puede estar trabajando mientras que el interior se
encuentra totalmente inactivo. Esta es la primera condición: la mente y la parte
afectiva se encuentran activas, mas no el espíritu. El hombre exterior actúa,
pero el interior no responde. Es como si el hombre interior sólo fuera un
espectador de las acciones del hombre exterior. El hombre exterior sigue siendo
el mismo, y el interior también, pero no están en armonía.

En otras ocasiones, el hombre interior puede encontrarse muy desesperado y


con deseos de gritar, pero no puede emitir ni una palabra, pues lo que quisiera
expresar rebota contra la barrera. Cuanto más desesperado se encuentre el
hombre interior, más frío estará el exterior. Puede tratar de hablar, pero no sale
ni una palabra. Cuando se acerca a un pecador quisiera llorar, pero las lágrimas
no brotan. Quiere gritar ardientemente desde la plataforma, pero no encuentra
al hombre exterior por ninguna parte. Esto es muy angustioso. Tal frustración se
debe a que el hombre exterior no ha sido quebrantado, y por lo tanto, el hombre
interior no puede liberarse. Mientras la cáscara exterior permanezca intacta, el
hombre exterior no aceptará órdenes del hombre interior. Cuando el hombre
interior llora, el exterior no lo sigue; cuando el interior está afligido, el exterior
no lo está. El hombre interior puede tener mucho que decir, pero no cuenta con
los pensamientos del hombre exterior para expresarse. El hombre interior
puede tener muchos sentimientos pero no es capaz de expresarlos, porque no
puede romper la cáscara exterior.

La descripción anterior corresponde a la condición de una persona cuyo hombre


exterior no ha sido aun quebrantado. O su espíritu no reacciona y su hombre
exterior actúa solo, o su espíritu está activo pero el hombre exterior no le da
paso. Por consiguiente, la primera lección que debe aprender todo aquel que
desea dedicarse a servir al Señor es el quebrantamiento del hombre exterior.
Todo siervo de Dios necesita aprender la lección fundamental de permitir que su
hombre interior se abra paso a través de su hombre exterior. Ningún verdadero
siervo del Señor debe permitir que sus pensamientos y emociones actúen
independientemente. Cuando su hombre interior requiera liberación, el hombre
exterior deberá proporcionarle un canal por el cual el espíritu pueda salir y
llegar a otros. Si no hemos aprendido esta lección, nuestra efectividad en la obra
del Señor será muy limitada. Que el Señor nos conduzca al quebrantamiento del
hombre exterior y nos muestre la manera de ser quebrantados ante El.

Una vez que somos quebrantados, todas nuestras acciones cesan. Ya no


estaremos emocionados exteriormente e indiferentes interiormente. Cuando
tengamos los sentimientos y expresiones adecuados en nuestro interior,
exteriormente actuaremos de acuerdo con ellos. Tampoco volveremos a tener la
experiencia desconcertante de que nuestro hombre interior quiera llorar
mientras el exterior no sea capaz de derramar ninguna lágrima. Ni nos
volveremos a quejar de que en nuestro interior tenemos algo que decir y aunque
le demos vueltas desesperadamente, seamos incapaces de expresarlas. No
volveremos a carecer de pensamientos ni a tener necesidad de usar veinte
palabras para decir algo que puede decirse con dos. Nuestra mente ayudará a
nuestro espíritu en lugar de estorbarle. Nuestras emociones también pueden ser
una cáscara muy dura. Muchas personas cuando quieren regocijarse no pueden,
y cuando quieren llorar tampoco hallan la forma de hacerlo. Su hombre exterior
no responde. Pero cuando el Señor golpee con fuerza su hombre exterior, ya sea
por medio del quebrantamiento o de la iluminación del Espíritu Santo, podrán
regocijarse cuando deban hacerlo y llorar cuando sea necesario. Su espíritu será
liberado totalmente.

El quebrantamiento del hombre exterior nos conduce a la liberación del


espíritu, la cual no sólo es imprescindible para nuestra labor, sino también muy
provechosa para nuestra vida espiritual. Si nuestro espíritu es liberado,
podemos permanecer en la presencia de Dios, tocar el espíritu de la Palabra,
recibir revelación espontáneamente, tener poder al testificar y al compartir la
Palabra de Dios como ministros suyos. Todo esto es fruto de la liberación y el
ejercicio de nuestro espíritu. Además, si nuestro espíritu es liberado, tocaremos
el espíritu de otros con el nuestro. Cuando alguien hable con nosotros,
podremos discernir su condición; sabremos qué clase de persona es y la actitud
que tiene, la clase de vida cristiana que lleva y cuál es su necesidad. Nuestro
espíritu podrá tocar el suyo. Si nuestro espíritu es liberado, será fácil que otros
lo puedan tocar, pues estará más accesible. En el caso de algunas personas, sólo
podremos tener contacto con sus pensamientos, sus emociones y su voluntad,
mas no con su espíritu. Aunque seamos cristianos y pasemos varias horas
hablando, aun así, no lograremos tocar su espíritu. Su cáscara exterior es tan
dura que nadie llega a tocar su condición interior. Cuando el hombre exterior es
quebrantado, el espíritu se abre y fluye libremente hacia otros, y cuando esto
sucede, los demás pueden tocarlo fácilmente.
SALIR DE LA PRESENCIA DE DIOS Y REGRESAR A ELLA

Si el hombre exterior es quebrantado, el espíritu espontáneamente permanece


en la presencia del Señor. Dos años después de ser salvo, cierto hermano leyó el
libro La práctica de la presencia de Dios, escrito por el hermano Lawrence. El
luchaba mucho debido a que no era capaz de disfrutar la presencia de Dios
continuamente como el hermano Lawrence lo hacía. Hizo un pacto con un
hermano que consistía en tomar unos minutos cada hora para orar. Quería
seguir la enseñanza bíblica de orar sin cesar. Cada vez que el reloj marcaba la
hora, ambos tratarían de arrodillarse a orar. Aún así, les parecía que no podían
mantenerse en la presencia de Dios, y constantemente luchaban por regresar a
ella. Era como si al ocuparse de sus negocios y estudios se alejaran de Dios, de
tal manera que tenían que regresar a El, pues si no lo hacían, temían que se
alejaría para siempre. Ellos oraban todos los días. Los domingos oraban todo el
día, y los sábados, medio día. Hicieron esto durante dos o tres años. Pero así
como sentían la presencia de Dios cuando se tornaban a El, la perdían tan
pronto se ocupaban en otros asuntos. El problema de mantenerse en la
presencia de Dios por el esfuerzo humano es una gran frustración para muchos
cristianos, no sólo para estos hermanos. Para ellos, la presencia de Dios sólo
puede preservarse cuando se acuerdan de ella; pero cuando la olvidan, se va. El
intento de mantener la presencia de Dios con nuestra mente natural es una
insensatez, pues la presencia de Dios está en nuestro espíritu, no en nuestra
mente.

Para ocuparnos de la presencia de Dios es necesario primero resolver el asunto


del quebrantamiento del hombre exterior. La naturaleza de las emociones es
diferente a la naturaleza de Dios; al grado que nunca pueden unirse. Lo mismo
podemos decir de nuestra mente. Juan 4 nos muestra que la naturaleza de Dios
es Espíritu. Solamente nuestro espíritu es de la misma naturaleza que Dios, y
sólo nuestro espíritu puede estar en armonía con Dios para siempre. Si tratamos
de retener la presencia de Dios con nuestra mente, la perdemos tan pronto
como perdemos el absoluto control de nuestra mente. Si tratamos de mantener
la presencia de Dios con nuestras emociones, sucederá lo mismo: Su presencia
desaparecerá tan pronto perdamos el completo control sobre nuestras
emociones. En ocasiones cuando nos sentimos felices pensamos que tenemos la
presencia de Dios, pero esta felicidad no dura mucho. Cuando termina,
sentimos que hemos perdido la presencia de Dios. Además, podemos creer que
tenemos Su presencia cuando lloramos, pero no podemos llorar todo el tiempo.
Tarde o temprano nuestras lágrimas se extinguirán, y cuando esto suceda,
sentiremos que también Su presencia se extingue. Tanto la función de nuestra
mente como la de nuestro espíritu son simplemente actividades, y ninguna
actividad puede durar para siempre. Si tratamos de mantener la presencia de
nuestro Dios por medio de actividades, ésta se desvanecerá tan pronto como
nuestras actividades cesen. Dos sustancias pueden mezclarse solamente cuando
son de la misma naturaleza. Por ejemplo, el agua se puede mezclar con el agua, y
el aire con el aire. Sólo cosas que tengan la misma naturaleza pueden integrarse.
El hombre interior tiene la misma naturaleza que Dios; por lo tanto, puede
percibir la presencia de Dios por medio de Su Espíritu. El hombre exterior vive
constantemente en la esfera de la actividad, lo cual constituye un obstáculo para
el hombre interior. El hombre exterior no es una ayuda, sino un impedimento.
El hombre interior se librará de distracciones únicamente cuando el hombre
exterior sea quebrantado.

Dios puso en nosotros un espíritu capaz de responderle. En cambio, el hombre


exterior sólo responde a estímulos externos. El hombre pierde la presencia y el
disfrute de Dios porque su hombre exterior constantemente responde a
estímulos del mundo. No podemos evitar el contacto con las cosas, pero sí
podemos ser quebrantados. Diariamente suceden millones de cosas en el
mundo que están fuera de nuestro control. Si el hombre exterior no ha sido
quebrantado, reaccionaremos cuando suceda algo en el mundo. No podremos
disfrutar la presencia del Señor tranquila y continuamente debido a que el
hombre exterior siempre está reaccionando a su entorno. La presencia de Dios
depende del quebrantamiento del hombre exterior.

Si Dios tiene misericordia de nosotros y quebranta nuestro hombre exterior,


manifestaremos las siguientes características: nuestra antigua curiosidad
terminará; antes nuestras emociones eran muy activas, pues nos conmovía
fácilmente el amor o la ira cada vez que algo sucedía; reaccionábamos de
inmediato a todo y nos enredábamos con ello. Como resultado, perdíamos la
presencia de Dios. Pero si Dios tiene misericordia de nosotros y quebranta
nuestro hombre exterior, el hombre interior ya no será afectado por todo lo que
suceda al rededor. Tendremos calma, y la presencia de Dios permanecerá en
nosotros.

Debemos ver que el disfrute de la presencia de Dios depende del


quebrantamiento del hombre exterior. Sólo es posible disfrutar continuamente
la presencia de Dios cuando el hombre exterior ha sido quebrantado. El
hermano Lawrence trabajaba en una cocina. Mucha gente le pedía diariamente
sus servicios. Y aunque a su alrededor había siempre ruido y le llevaban muchos
platos que lavar, él no era afectado por estas cosas. Tenía la presencia de Dios
igual cuando oraba que cuando se encontraba muy ocupado trabajando. ¿Cómo
podía mantenerse en la presencia de Dios mientras estaba en su agitado
trabajo? El secreto era que el ruido exterior no podía afectar su ser interior.
Algunas creyentes pierden la presencia de Dios porque cualquier ruido a su
alrededor los perturba interiormente.
Algunos que no conocen a Dios, cuando intentan mantenerse en la presencia de
Dios buscan un ambiente sin el ajetreo y el ruido de los platos. Piensan que
cuanto más alejados estén de la actividad y de la gente, más cerca estarán de la
presencia de Dios. Pero están equivocados, pues piensan que el problema son
los platos y las distracciones humanas. En realidad, el problema se encuentra en
ellos. Dios no nos libra de “los platos”, sino de que éstos nos perturben. Aunque
a nuestro alrededor todo fuera un alboroto, nuestro interior puede permanecer
intacto y en perfecta calma. Una vez que el Señor quebranta nuestro hombre
exterior, nuestro ser interior no responde a tales cosas; nuestros oídos estarán
cerrados a estos ruidos. Gracias a Dios que podemos tener oídos sensibles. Sin
embargo, la acción de la gracia y la operación de Su obra, quebrantarán nuestro
hombre exterior, de tal manera que nada que sobrevenga a nuestro hombre
exterior nos afecte. Cuando estemos en medio de la agitación de la cocina,
podemos escondernos en la presencia de Dios, de igual manera que cuando
estamos orando a solas.

Una vez que el hombre exterior es quebrantado, no necesita regresar a Dios,


pues permanece en El siempre. Pero alguien que no ha sido quebrantado, tiene
que regresar a El cada vez que se enreda en los negocios debido a que se ha
alejado la presencia de Dios. Un hombre quebrantado jamás se aleja de la
presencia de Dios. Muchos salen constantemente de la presencia de Dios aun
cuando están sirviendo al Señor. Esto se debe a que su hombre exterior no ha
sido quebrantado. Sería mejor que no hicieran nada, pues tan pronto como
emprenden alguna actividad se alejan de Su presencia. Pero aquellos que
conocen a Dios genuinamente, nunca se alejan de El. Por lo tanto, no tienen que
regresar. Si pasan todo el día orando a Dios disfrutan de Su presencia, y si lo
pasan limpiando pisos, la disfrutan igualmente. Cuando nuestro hombre
exterior sea quebrantado, viviremos delante de Dios. No será necesario regresar
a El, ni sentiremos la necesidad de hacerlo.

Por lo general, sólo sentimos la presencia de Dios cuando acudimos a El. Pero
cuando nos ocupamos en alguna actividad, aun cuando tengamos mucho
cuidado, sentimos que nos alejamos de El un poco. Temo que esta sea la
experiencia de la mayoría de nosotros. Aunque seamos muy cuidadosos y
tengamos control sobre nosotros mismos, nos alejamos tan pronto
emprendemos alguna actividad. Muchos hermanos piensan que no pueden orar
mientras trabajan. Les parece que hay una diferencia entre estar en comunión
con Dios y realizar alguna labor. Por ejemplo, cuando le predicamos el evangelio
a una persona o la estamos edificando, en medio de la conversación nos
sentimos un poco lejos de Dios y nos parece que debemos orar para restaurar
nuestra comunión con El. Es como si nos hubiéramos apartado de El y
estuviéramos regresando, como si hubiéramos perdido Su presencia y
estuviéramos recuperándola. Podemos llevar a cabo alguna tarea rutinaria,
como hacer el aseo o trabajar en algún oficio, pero después de terminarlo nos
sentimos que debemos regresar al Señor para poder orar, que hay una gran
distancia entre el lugar en que estamos y en el que queremos estar. Cualquier
deseo de regresar a El es una señal de que nos hemos alejado de Su presencia. El
quebrantamiento del hombre exterior hace que tales regresos sean innecesarios.
Sentiremos la presencia de Dios igualmente cuando hablemos con otros, cuando
nos arrodillemos a orar con ellos, cuando hagamos el aseo y cuando realicemos
nuestro oficio. Estas cosas ya no nos alejarán de la presencia de Dios y, por
ende, no tendremos necesidad de regresar.

Permítanme darles un ejemplo más específico. El sentimiento más tosco que un


hombre puede tener es la ira. La Biblia no dice que no podamos enojarnos;
algunas clases de enojo no tienen que ver con el pecado. La Biblia dice que
podemos airarnos, pero sin pecar (Ef. 4:26). Esto muestra que una persona
puede airarse sin pecar, aunque el airarse es un sentimiento muy rudimentario,
muy cercano al pecado. La palabra de Dios nunca dice “Amad pero no pequéis”,
porque el amor es un sentimiento más lejano del pecado. Tampoco nos dice que
debamos ser pacientes pero no pecar, debido a que la paciencia también se
encuentra lejos del pecado. Lo que la palabra de Dios dice es: “Airaos, pero no
pequéis”. Esto muestra que el enojo es un sentimiento muy cercano al pecado.
Algunas veces un hermano puede cometer una falta grave, de tal manera que
amerite ser reprendido. Esto no es un asunto sencillo. Podemos ser amables,
pero cuán difícil es airarnos como es debido, pues al mínimo descuido el enojo
se puede convertir en un sentimiento negativo. No es fácil airarse conforme a la
voluntad de Dios. Si estamos familiarizados con el quebrantamiento del hombre
exterior, podremos disfrutar continuamente la presencia de Dios sin que el
hombre exterior nos interrumpa; ya sea que reprendamos severamente a un
hermano o que oremos en la misma presencia de Dios. Dicho de otra manera,
no sentiremos que estamos regresando a Dios cuando oramos después de haber
reprendido severamente a un hermano. Cualquier sentimiento de que volvemos
a Dios es una prueba de que nos hemos alejado. Admito que reprender a un
hermano es difícil, pero si nuestro hombre exterior ha sido quebrantado,
podemos hacerlo sin tener necesidad de regresar a Dios, ya que Su presencia
permanecerá con nosotros todo el tiempo.

LA SEPARACION ENTRE EL HOMBRE INTERIOR


Y EL HOMBRE EXTERIOR

Cuando el hombre exterior es quebrantado, todas las actividades externas


quedan confinadas a la esfera exterior, mientras que el hombre interior
continúa disfrutando la presencia de Dios. El problema de muchos cristianos es
que el hombre exterior y el interior están entrelazados. Todo lo que afecta al uno
afecta también al otro. Hablando con propiedad, las cosas exteriores sólo
pueden afectar al hombre exterior; sin embargo, el hombre exterior transmite
los efectos al hombre interior. El hombre interior de uno que no ha sido
quebrantado es afectado por el hombre exterior. Esto no sucede en aquellos
cuyo hombre exterior ya fue quebrantado. Si Dios tiene misericordia de
nosotros y quebranta nuestro hombre exterior, éste será separado del hombre
interior, y las cosas del mundo que afectan al hombre exterior no afectarán al
hombre interior. Cuando el hombre exterior es separado del hombre interior,
todas las distracciones quedan relegadas a la esfera externa y no pueden
penetrar en la esfera interior. El creyente tiene la capacidad de conversar con
otros utilizando su hombre exterior, mientras su hombre interior permanece en
comunión con Dios. El hombre exterior puede estar consciente del “ajetreo de
los platos”, mientras que el interior permanece ante Dios. Puede trabajar y
laborar con su hombre exterior, atender las miles de actividades de su entorno y
relegar todas estas cosas a esta esfera. Su hombre interior no es afectado y
puede continuar en la presencia de Dios. Puesto que nunca se ha alejado, no
tiene necesidad de regresar. Suponga que un hermano está construyendo un
camino. Si su hombre exterior está separado del interior, nada de lo que venga
de fuera puede afectar su ser interior. Puede trabajar con su hombre exterior,
mientras su hombre interior permanece ante Dios. Algunos padres pueden jugar
y reír con sus hijos conforme a su hombre exterior, pero cuando llega la hora de
ocuparse de las labores espirituales, pueden ejercitar su hombre interior de
inmediato. De hecho, su hombre interior nunca se ha apartado de Dios. La
separación entre el hombre exterior y el hombre interior se relaciona
estrechamente con nuestro servicio a Dios y nuestra vida. Esta es la única
manera en que podemos continuar con nuestro servicio, sin tener que regresar a
Dios continuamente.

Algunos creyentes viven como una sola persona o una sola entidad. Otros viven
como si fueran dos. En aquéllos el hombre interior y el exterior son una sola
entidad. En éstos los dos están separados. ¿Qué pasa con los que son una sola
persona? Cuando se ocupan de sus asuntos, su ser entero se involucra en su
trabajo, y su ser entero se aparta del Señor. Entonces cuando oran, tienen que
dejar todo lo que están haciendo y tornar todo su ser a Dios. Tienen que
concentrar todo su ser tanto en el trabajo como en volverse a Dios, pues cada
vez se alejan de El y en cada ocasión tienen que volver. Su hombre exterior no
ha sido aún quebrantado. Pero los que han sido quebrantados por el Señor,
encontrarán que su hombre exterior no afectará a su hombre interior. Ellos
pueden ocuparse de los asuntos prácticos con su hombre exterior y al mismo
tiempo continuar habitando en Dios y en Su presencia. Cuando se les presenta
la oportunidad de que su hombre interior (o su espíritu) se exprese ante los
hombres, lo pueden hacer fácilmente, pues la presencia de Dios no se ha
retirado de ellos. Por lo tanto, lo más importante es saber si somos una sola
persona o dos. En otras palabras, ¿está separado nuestro hombre interior del
exterior? Esta diferencia es enorme.

Si Dios tiene misericordia de nosotros y nos permite experimentar la separación


entre el hombre exterior y el interior, nos ocuparemos de nuestros asuntos en
nuestro hombre exterior, sin que nuestro hombre interior sea afectado en
absoluto. Una persona actuará, mientras que la otra permanecerá delante de
Dios. El hombre exterior se ocupará de los asuntos prácticos y se enfrentará a
ellos, pero éstos no llegarán a su hombre interior. Aquellos que conocen a Dios
emplean su hombre exterior para los asuntos del mundo, mientras que su
hombre interior permanece en la presencia de Dios. Estos dos hombres no se
mezclan. Estas personas son como el hermano Lawrence, quien se ocupaba de
sus asuntos prácticos, mientras otra persona en su interior vivía en la presencia
de Dios. La presencia de Dios nunca se apartaba de él. Esto puede ahorrarnos
mucho tiempo en nuestro trabajo. Muchos cristianos no tienen la experiencia de
que su hombre exterior esté separado del hombre interior. Es por eso que todo
su ser se aparta del Señor y luego todo su ser tiene que volverse. También
enfrentan dificultades en su trabajo debido a que su hombre interior acompaña
en todo al hombre exterior. Si su hombre interior estuviera separado del
hombre exterior mientras éste se encarga de los negocios, podría atender mejor
los asuntos prácticos. Esta experiencia nos mantendría aislados de la influencia
de la carne y de las cosas mundanas, las cuales no afectarían a nuestro ser
interior.

Resumiendo, Dios puede usar nuestro espíritu siempre y cuando el Señor lleve a
cabo dos obras en nosotros. Una es el quebrantamiento del hombre exterior, y la
otra es la separación de nuestro espíritu y nuestra alma, o sea, la división del
hombre interior y el hombre exterior. Dios debe realizar estas dos obras
cruciales en nosotros para poder usar nuestro espíritu. El quebrantamiento del
hombre exterior se lleva a cabo por medio de la disciplina del Espíritu Santo, y
la separación del hombre exterior y el hombre interior se efectúa por medio de
la revelación del Espíritu Santo.

CAPITULO TRES

NUESTRAS OCUPACIONES

Permítanme primeramente explicar el título de este capítulo. Supongamos que


un padre le pide a su hijo que haga algo. El padre le da órdenes, pero el hijo
responde: “Estoy ocupado; lo haré cuando termine lo que estoy haciendo”. A
esto me refiero con el título “nuestras ocupaciones”. Antes de que el padre le
hiciera tal petición, el hijo se encontraba ocupado. Todos tenemos nuestras
ocupaciones. Cuando seguimos al Señor, las cosas en las que estamos ocupados
nos estorban. Sentimos la obligación de prestar atención primero a nuestras
ocupaciones, y esto hace que se demore la realización de la tarea que Dios nos
asigna. Es difícil encontrar a alguien que no tenga ninguna ocupación. Antes de
que Dios nos hable y de que el hombre exterior sea quebrantado, por lo general
ya tenemos nuestras ocupaciones. El hombre exterior siempre está activo en
muchos asuntos, trabajos y actividades, de tal manera que cuando el Espíritu de
Dios actúa en nuestro espíritu, al hombre exterior le resulta imposible cumplir
lo que Dios exige. Nuestras ocupaciones nos impiden ser útiles espiritualmente
de una manera eficaz.

DIOS LIMITA
LA FUERZA DEL HOMBRE EXTERIOR

Dios limita la fuerza de nuestro hombre exterior. Supongamos que un hermano


no es muy fuerte y sólo puede levantar cincuenta catis [N. de T.: una medida
china de peso de aproximadamente una libra]. Si ya tiene cincuenta catis sobre
sus hombros, no se le puede añadir diez más. Su fuerza tiene un límite. Su
capacidad para cargar tiene un límite máximo de cincuenta catis; y esta carga es
lo que lo mantiene ocupado. Esta es una analogía. La fuerza de nuestro hombre
exterior es limitada, del mismo modo que lo está la de nuestro cuerpo.

Mucha gente está consciente de que la fuerza de su cuerpo es limitada, pero no


entiende que la fuerza de su hombre exterior también lo es, y como resultado
desperdicia la fuerza de su hombre exterior. Supongamos que alguien entrega
todo su amor a sus padres. No le quedará fuerza para amar a los hermanos ni a
todos sus semejantes. Así, al agotar su fuerza, no le queda nada para los demás.

La fuerza mental del hombre también es limitada. Nadie posee una capacidad
ilimitada de energía mental. Si alguien dedica mucho tiempo a algo, esto es, si
su mente se ocupa completamente en algún asunto, no tendrá fuerza para
pensar en nada más. Romanos 8 nos dice que la ley del Espíritu de vida nos ha
librado de la ley del pecado y de la muerte. ¿Por qué entonces la ley del espíritu
de vida no opera en algunas personas? La Biblia también nos muestra que la
justicia de la ley se cumple en aquellos que andan conforme al espíritu. En otras
palabras, la ley del Espíritu de vida sólo tiene efecto en aquellos que son
espirituales, los que ponen su mente en los asuntos espirituales y no en la carne.
Sólo quienes no se ocupan de la carne pueden atender a los asuntos espirituales.
La expresión poner la mente puede traducirse “prestar atención” o “tener
cuidado”. Supongamos que una madre sale de su casa y encarga su pequeña hija
al cuidado de una amiga, a la que le dice: “Por favor cuida a mi niña”. ¿Qué
significa cuidar a un niño? Significa ponerle atención todo el tiempo. Una
persona sólo puede atender a una cosa a la vez; no puede ocuparse de dos cosas
al mismo tiempo. Si alguien encomienda un niño a nuestro cuidado, no
podemos cuidarlo y, aparte, cuidar a las ovejas y a las vacas que están en un
monte. Si cuidamos al niño, no podemos hacer otra cosa. Sólo aquellos que no
atienden a su carne pueden atender a su espíritu, y sólo los que atienden a su
espíritu reciben el beneficio de la ley del Espíritu. Nuestra fuerza mental es
limitada. Si la desperdiciamos en asuntos carnales, no tendremos suficiente
energía mental para dedicarla a las espirituales. Si ponemos nuestra mente en la
carne, no nos quedará fuerza para poner nuestra mente en el espíritu.

Debemos ver este asunto claramente: la fuerza de nuestro hombre exterior está
limitada de la misma manera que la fuerza de nuestros brazos. Por lo tanto, si ya
tenemos nuestras ocupaciones, no podemos dedicarnos a las cosas de Dios.
Nuestras ocupaciones son inversamente proporcionales al poder con el que
servimos a Dios. Eso que nos ocupa es un gran obstáculo y un gran
impedimento.

Supongamos que un hombre tiene muchas ocupaciones emocionales. Tiene todo


tipo de deseos, anhelos y expectativas que lo distraen y lo mantienen ocupado.
Tiene muchísimas ocupaciones. Cuando Dios le pide algo, no le quedan
emociones, pues están agotadas. Si en los últimos dos días ha agotado sus
emociones, con seguridad en los siguientes dos días no podrá sentir nada ni
responder al Señor. Nuestras emociones tienen un límite, y por eso no debemos
emplearlas como si fueran inagotables.

Algunas personas tienen una voluntad férrea; tienen mucha determinación.


Podría pensarse que su voluntad tiene una fuerza ilimitada. Pero aun la persona
más fuerte tiene una voluntad oscilante cuando se trata de tomar una decisión
delante del Señor. Se preguntará si una alternativa será tan buena como la otra.
Puede aparentar ser una persona fuerte, pero cuando una situación exige el
genuino ejercicio de la voluntad en relación con los intereses de Dios, su
voluntad flaquea. A mucha gente le gusta expresar sus opiniones. Para todo
tienen una opinión. En un momento piensan de una manera y al siguiente
cambian. Nunca les faltan opiniones. Pero cuando se trata de tomar una
posición en cuanto a la voluntad de Dios, vacilan. Se confunden y no son
capaces de decidir debido a que su hombre exterior se encuentra muy ocupado.
Hay muchos asuntos que los mantienen ocupados y los absorben por completo,
de tal modo que la fuerza de su hombre exterior se agota.

Debemos ver que la fuerza de nuestro hombre exterior es limitada. Tan pronto
como nos ocupamos en algo, nuestro hombre exterior queda limitado.

EL ESPIRITU USA
AL HOMBRE EXTERIOR QUEBRANTADO

Tan pronto como nuestro hombre exterior es atado, nuestro espíritu también lo
es. Cuando el espíritu sirve a otros, no puede pasar por alto al hombre exterior,
como tampoco Dios pasa por alto al espíritu humano cuando Su Espíritu opera
en una persona ni permite que nuestro espíritu haga a un lado nuestro hombre
exterior cuando obra en otros. Este es un principio muy importante que
debemos ver claramente. Siempre que el Espíritu Santo obra en alguien lo hace
juntamente con el hombre, asimismo siempre que nuestro espíritu sirve a
alguien lo hace juntamente con el hombre exterior. Nuestro espíritu debe pasar
por nuestro hombre exterior al servir a otros. Siempre que nuestro hombre
exterior esté ocupado en diferentes asuntos y su fuerza esté agotada, no
podremos participar en la obra de Dios. Si nuestro espíritu no tiene una manera
de seguir adelante, tampoco el Espíritu Santo la tendrá. El hombre exterior
puede obstaculizar el camino del hombre interior e impedir que salga. Esta es la
razón por la cual recalcamos tanto la necesidad de que el hombre exterior sea
quebrantado.

Siempre que nuestro hombre exterior esté ocupado, el hombre interior no


hallará salida, y la obra de Dios será entorpecida. Estas ocupaciones son los
asuntos que nos absorbían antes de visualizar la obra de Dios. En otras
palabras, estas ocupaciones son asuntos que no están relacionados con Dios y
persisten sin el requerimiento, el poder y la designación de Dios. No están bajo
la mano de Dios, sino que son asuntos independientes.

Dios tiene que quebrantar nuestro hombre exterior para poder usar nuestro
hombre interior. Tiene que quebrantar nuestro amor a fin de usarlo para amar a
los hermanos. Si nuestro hombre exterior no ha sido aun quebrantado,
seguimos ocupados en nuestros propios asuntos, siguiendo nuestro propio
camino y amando según nuestras preferencias. Dios primero tiene que
quebrantar nuestro hombre exterior a fin de usar nuestro amor “quebrantado”
para amar a los hermanos y a fin de ensancharlo. Una vez quebrantado el
hombre exterior, el hombre interior es liberado. El hombre interior debe amar,
pero debe hacerlo por medio del hombre exterior; mas si el hombre exterior se
encuentra ocupado, el hombre interior no tendrá forma de hacerlo.

Nuestra voluntad es fuerte y obstinada. Cuando el hombre interior la necesita,


no puede contar con ella, porque ésta se ha vuelto demasiado independiente y
siempre está ocupada. Dios tiene que asestarnos un fuerte golpe; tiene que
doblegar nuestra voluntad y humillarnos hasta el grado que seamos forzados a
decir con nuestro rostro inclinado: “Señor, no me atrevo a pensar ni a preguntar
ni a decidir. Te necesito en todas las cosas”. Debemos estar tan humillados que
nuestra voluntad ya no pueda actuar en forma independiente. Sólo entonces el
hombre interior podrá contar con nuestra voluntad y usarla.

Si el hombre exterior no está dispuesto, el interior no podrá actuar. ¿Cómo


podríamos predicar la palabra de Dios si no tuviéramos un cuerpo físico?
¿Cómo podríamos predicar sin boca? Es verdad que el espíritu es indispensable
para predicar. Pero para hacerlo, también se requiere la boca. ¿Qué podría hacer
una persona si sólo tuviera el espíritu pero no la boca? En el día de Pentecostés
encontramos la obra del Espíritu Santo, pero también encontramos el don de
hablar con denuedo. Sin las palabras no tendríamos la expresión para
comunicar y explicar la Palabra de Dios. Si el hombre no habla, Dios no puede
hablar. Obviamente la palabra del hombre no es la Palabra de Dios, pero la
Palabra de Dios se expresa por medio de la palabra del hombre. Así que, el
hombre debe hablar para que Dios pueda expresar Su palabra.

Suponga que un hermano se está preparando para ministrar la Palabra de Dios.


Puede tener las palabras apropiadas y una carga muy pesada en su espíritu. Pero
si no tiene los pensamientos que correspondan a ella, no podrá aliviar su carga
y, a la postre, ésta desaparecerá. No menospreciamos la carga, pero aun si
nuestro espíritu tiene una carga muy grande, no podrá hacer nada si nuestra
mente no coopera. No podemos salvar a los hombres sólo por sentir esta carga
en nuestro espíritu. Necesitamos expresarla valiéndonos de nuestra mente.
Además de tener la carga en nuestro interior, necesitamos la boca, la voz y la
cooperación de nuestro cuerpo. El problema que vemos hoy radica en que,
aunque nuestro hombre interior está disponible para recibir la carga de Dios, la
mente de nuestro hombre exterior está ocupada y llena de confusión. Todo el
día ofrece sus propias sugerencias y expresa sus opiniones. Bajo tales
circunstancias, el espíritu no encuentra salida.

El Espíritu de Dios debe ser liberado por medio del hombre. El amor, los
pensamientos y la voluntad del hombre deben estar disponibles para Dios a fin
de que otros puedan sentir el amor de Dios, conocer Sus pensamientos y Su
voluntad. Pero el problema de muchos cristianos es que su hombre exterior se
encuentra muy ocupado en sus propios asuntos, sus puntos de vista y sus
pensamientos, muy ocupado consigo mismo. Como resultado, el hombre
interior no halla la manera de ser liberado. Esta es la razón por la cual Dios
tiene que quebrantar el hombre exterior, lo cual no significa que la voluntad sea
aniquilada, sino que tiene que ser quebrantada, quitando todo aquello que la
mantiene ocupada, con el fin de que no actúe independientemente. Tampoco
significa que nuestros pensamientos tengan que ser aniquilados; sino que ya no
pensemos conforme a nosotros mismos, teniendo toda clase de ideas y siendo
extraviados por nuestra mente divagante. Tampoco significa que nuestras
emociones deban ser aniquiladas, sino que estén bajo el control y la dirección
del hombre interior. De esta manera el hombre interior contará con nuestra
mente, nuestra parte afectiva y nuestra voluntad, las cuales estarán disponibles.

El espíritu necesita la mente, la parte afectiva y la voluntad para poder


expresarse. Necesita un hombre exterior vivo, no uno muerto; un hombre
exterior abatido, herido y quebrantado, no uno hermético e intacto. El obstáculo
más grande para que el Espíritu de Dios pueda fluir libremente somos nosotros
mismos. Su Espíritu mora en nuestro espíritu, pero no halla salida de él.
Nuestro hombre exterior está lleno de ocupaciones. Debemos pedir la
misericordia de Dios para que nuestro hombre exterior sea quebrantado y así el
hombre interior encuentre la manera de ser liberado.

Dios no destruye nuestro hombre exterior, pero tampoco permite que


permanezca intacto e inquebrantado; lo que quiere es abrirse paso a través de él.
Desea que nuestro espíritu ame, piense y tome decisiones por medio de nuestro
hombre exterior. La obra de Dios sólo puede realizarse por medio del
quebrantamiento del hombre exterior. Si queremos servir a Dios tenemos que
pasar por esta disciplina básica. Si nuestro hombre exterior no es quebrantado,
el Señor no podrá utilizarnos. El tiene que abrirse paso a través de nuestro
hombre exterior para llegar a otros.

Antes de ser quebrantado el hombre exterior, el hombre interior y el exterior se


oponen entre sí. Tanto el hombre interior como el exterior son personas
completas. El hombre exterior es una persona completa, independiente, libre y
muy ocupada; mientras que el hombre interior se halla encarcelado. Pero
cuando el hombre exterior ha sido realmente quebrantado, no actúa en forma
independiente. El hombre exterior no es destruido, pero ya no se opone al
hombre interior, sino que se le sujeta. De este modo sólo quedará una persona
en nosotros, pues el hombre exterior estará completamente quebrantado y
dispuesto a que el hombre interior lo use.

Aquellos cuyo hombre exterior ha sido quebrantado son hombres “unificados”,


pues su hombre exterior está bajo el control del hombre interior. Un incrédulo
también es una persona unificada, con la diferencia de que en él el hombre
interior es controlado por su hombre exterior. El incrédulo también tiene un
espíritu, pero su hombre exterior es tan fuerte que el interior está
completamente subyugado. Lo más que su hombre interior puede hacer es
emitir alguna protesta en su conciencia. El hombre interior de un incrédulo está
completamente sometido y dominado por su hombre exterior; pero al ser salvo
debe experimentar un cambio radical. Su hombre exterior debe ser subyugado y
quedar bajo el control de su hombre interior. Al darse cuenta que su hombre
exterior domina a su hombre interior, debe dar un giro y permitir que el hombre
interior tome el control. Tomemos el ciclismo como ejemplo. Un ciclista puede
manejar su bicicleta de dos maneras: ya sea que las llantas rueden sobre el
camino, o que éste haga rodar las llantas. En un terreno plano, las piernas
tienen que pedalear para que las llantas rueden sobre el camino; pero en un
terreno con declive, las piernas no tienen que esforzarse, sino que las llantas
ruedan solas; en este caso, la pendiente las hace rodar. Cuando nuestro hombre
interior es fuerte y el exterior ha sido quebrantado, las piernas hacen que las
llantas giren. Esto significa que nosotros decidimos cuándo avanzar y qué tan
rápido. Pero si nuestro hombre exterior es necio y no ha sido quebrantado, esto
es como manejar la bicicleta descendiendo por una pendiente, las llantas
rodarán sin control y sin que podamos evitarlo. Esto es lo que sucede cuando el
hombre exterior controla al hombre interior.

La utilidad de un hombre para el Señor, depende de que su espíritu pueda ser


liberado por medio de su hombre exterior. Cuando nuestro hombre interior está
atado, el exterior hace todo por sí solo. Actúa en forma independiente; las
llantas ruedan sin control. Cuando El Señor por Su gracia nivele la pendiente del
camino y quebrante al hombre exterior, éste no hará más sugerencias ni tomará
más decisiones por sí mismo. Cuando esto suceda, el hombre interior podrá ser
liberado sin ser obstruido por el hombre exterior. Si el Señor nos concede Su
gracia y quebranta nuestro hombre exterior, seremos expertos en ejercitar
nuestro espíritu y lo podremos liberar siempre.

IMPORTA LA PERSONA, NO LAS DOCTRINAS

Aprender doctrinas no nos hace obreros calificados que sirvan a Dios. Lo que
importa es la clase de persona que seamos, pues el medio por el cual la obra se
lleva a cabo, es la persona misma. Por lo tanto, esto depende del grado al que
Dios haya quebrantado nuestra persona. ¿Qué podría ministrar a la iglesia una
persona sin transformación, aunque tenga doctrinas correctas? La lección básica
que debemos aprender para ser vasos útiles al Señor es que nuestro hombre
exterior debe ser quebrantado.

Dios ha estado obrando en nosotros durante años. Aunque no nos demos cuenta
de ello, día tras día El procura llevar adelante su obra de quebrantamiento por
medio de los sufrimientos y las dificultades. Cuando queremos ir en una
dirección, no nos lo permite, y cuando queremos ir en otra, nos detiene de
nuevo. Vez tras vez la mano de Dios nos ha detenido. Si no vemos la mano de
Dios obrar en las diferentes situaciones que nos rodean, deberíamos pedirle:
“Dios, abre mis ojos para poder ver Tu mano obrar”. En ocasiones la vista de un
asno es más aguda que la de un presunto profeta. La Biblia habla de un asno que
vio a un mensajero de Jehová, mientras que su propio amo no lo podía ver. El
asno comprendió que la mano de Dios les prohibía seguir adelante, pero el
autodenominado profeta no lo entendía. Debemos comprender que Dios obra
en nosotros quebrantándonos. Por años Dios ha tratado de quebrantar y
desmenuzar nuestro hombre exterior, con el propósito de que nuestro yo no
permanezca intacto. Desafortunadamente, muchos piensan que lo que necesitan
es aprender doctrinas, acumular mensajes para predicar y asimilar más
exposiciones de la Biblia. Pero esto es totalmente erróneo. Lo que la mano de
Dios intenta hacer es quebrantarnos para que no sigamos nuestro propio
camino, nuestros pensamientos ni nuestras decisiones, sino los Suyos. Dios
procura quebrantarnos completamente. El problema de muchos es que siempre
que Dios se interpone en su camino, empiezan a culpar una cosa u otra por el
obstáculo. Actúan como aquel profeta que no podía ver la mano de Dios y
culpaba a su asno por haberse detenido.

Todo lo que nos sucede es importante y es parte de los que Dios dispone en Su
providencia. En la vida de un creyente nada sucede por casualidad ni es ajeno al
mandato divino. Debemos humillarnos y aceptar lo que Dios ha dispuesto. Que
el Señor abra nuestros ojos para que veamos que Dios prepara de antemano
todo lo que nos rodea, conforme a Su propósito. El procura molernos por medio
de todo ello. El día que Dios nos conceda Su gracia, aceptaremos gustosos todas
las circunstancias que El disponga. Nuestro espíritu será liberado, y podremos
usar nuestro espíritu.

ES UNA LEY Y NO DEPENDE DE LA ORACION

Ya vimos que Dios nos disciplina y quebranta para que el espíritu sea liberado y
ejercitado, pero lo lleva a cabo según Su ley y no según nuestra oración. Esto
significa que la liberación del hombre interior mediante el quebrantamiento del
hombre exterior depende de una ley; no es algo que obtengamos por medio de la
oración.

La oración no puede modificar la ley de Dios. Si deliberadamente metemos


nuestra mano al fuego orando para que nada nos pase, de todos modos nos
quemaremos. (No me refiero a los milagros, sino a una ley natural.) Nuestra
oración no puede cambiar la ley. Debemos aprender a someternos a la ley de
Dios. No debemos pensar que la oración obrará por sí sola. Si uno no quiere
quemarse la mano, no la debe meter al fuego pensando que la oración impedirá
que le pase algo. Dios opera en nosotros de acuerdo con leyes. El hombre
interior sólo puede ser liberado abriéndose paso a través del hombre exterior;
ésta es una ley. A menos que el hombre exterior sea completamente
quebrantado y desmenuzado, el hombre interior no podrá salir. Esta es la ley
sobre la cual Dios opera. El tiene que quebrantarnos para abrirse paso en
nosotros. No deberíamos desafiar esta ley pidiendo bendiciones. Tales oraciones
no nos benefician, pues no pueden alterar la ley de Dios.

La verdadera obra espiritual consiste en que Dios se exprese y brote por medio
de nosotros. Este es el único camino que Dios tomará. Si alguien no ha sido
quebrantado, el evangelio no brotará de él, Dios no podrá usarlo, ni podrá
avanzar en el Señor. Debemos humillarnos sinceramente ante Dios, pues
someternos a Su ley es mejor que ofrecer muchas oraciones. Trae más beneficio
recibir por un momento la revelación del camino que Dios ha dispuesto, que
rogar neciamente por bendiciones y que buscar Su ayuda para nuestra obra.
Sería mejor dejar de orar así y decirle al Señor: “Señor, me humillo ante Ti”.
Muchas veces orar por bendiciones no es más que un estorbo para Dios. A
menudo anhelamos bendiciones pero ni siquiera hallamos misericordia.
Deberíamos mejor pedir Su luz, aprender a humillarnos bajo Su mano y
obedecer Su ley. Pues con la obediencia viene la bendición.

CAPITULO CUATRO

COMO CONOCER AL HOMBRE

Es vital que todo obrero del Señor conozca al hombre. Cuando una persona
viene a nosotros, deberíamos percibir su condición espiritual, qué clase de
persona es y su nivel de transformación. Debemos discernir si sus palabras
concuerdan con la intención de su corazón o si trata de ocultarnos algo, y
debemos percibir sus características, si es obstinado o humilde y aun si su
humildad es genuina o falsa. La efectividad de nuestra obra depende en gran
parte del discernimiento que tengamos de la condición espiritual de otros. Si el
Espíritu de Dios capacita a nuestro espíritu para que conozca la condición de
quienes se nos acercan, seremos aptos para darles la palabra exacta que
necesiten.

En el relato de los evangelios vemos que cada vez que alguien venía al Señor, El
le daba la palabra precisa. ¡Esto es maravilloso! El Señor no le habló a la mujer
samaritana acerca de la regeneración ni a Nicodemo del agua viva. La verdad de
la regeneración era para Nicodemo y la del agua viva para la samaritana. ¡Cuán
exactas fueron sus palabras! El hizo un llamamiento a los que no le seguían y a
los que deseaban seguirle les habló de llevar la cruz. Cuando alguien se ofreció
de voluntario, le habló del alto precio que había que pagar, y cuando uno estuvo
indeciso de seguirle le replicó: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”.
El Señor siempre tuvo la palabra precisa para cada caso, ya fuera para aquellos
que venían a El con un corazón que le buscaba con sinceridad o para los que
sólo se acercaban por mera curiosidad o para tentarle, pues conocía
perfectamente a todos. El está muy por encima de nosotros en cuanto a la
manera de conocer a los hombres; por consiguiente, debemos tomarlo como
nuestro modelo, aunque nos encontramos muy por debajo de Su norma. De
todos modos debemos seguir Su ejemplo. Que el Señor nos conceda Su
misericordia para que aprendamos de El la manera de conocer a los hombres
como El los conoce.

Si dejamos que un hermano que no tiene discernimiento se encargue de un


alma, no sabrá cómo hacerlo. Sólo le hablará de su experiencia personal. Si tiene
cierto sentir y un tema favorito, de eso hablará con todo el que se encuentre.
¿Cómo espera esta persona efectividad en su labor? Ningún médico prescribe la
misma receta a todos sus pacientes. Desafortunadamente, muchos siervos de
Dios tienen una sola receta. No tienen la capacidad de diagnosticar
acertadamente las diferentes dolencias de otros; aun así, tratan de sanarlos. No
saben que el hombre puede tener problemas complejos, ya que nunca han sido
adiestrados para discernir la condición espiritual del ser humano, y creen tener
la medicina apropiada para todos. ¡Qué insensatez! No esperemos sanar con la
misma medicina todas las enfermedades espirituales. Eso es imposible.

No debemos pensar que sólo aquellos que tienen poca capacidad de percepción
tienen dificultad para discernir al hombre, ni que los que son perspicaces
podrán hacerlo fácilmente, pues ni los perspicaces ni los que no lo son tienen el
debido discernimiento. Conocer a los hombres no depende de la mente ni de los
sentimientos. No importa cuán aguda sea nuestra mente, esto no nos capacita
para penetrar hasta lo más íntimo del hombre a fin de escudriñar su condición.

Cuando un obrero cristiano se relaciona con una persona, la tarea primordial y


básica es percibir la verdadera condición de ella ante Dios. Muchas veces ni el
paciente mismo sabe cuál es su enfermedad. Tal vez piense que su problema
radica en su cabeza, pues ésta le duele, sin saber que eso puede ser sólo un
síntoma de otra enfermedad. No sólo porque sienta su frente caliente, significa
que tenga fiebre. Lo que el paciente diga tal vez no sea confiable. Muy pocos
pacientes saben realmente qué enfermedad tienen. Es por eso que necesitan que
nosotros les diagnostiquemos qué tienen y les demos el tratamiento
correspondiente. Es posible que ellos no puedan decir con exactitud cuál sea su
condición. Sólo quienes han estudiado medicina, esto es, los que han sido
adiestrados para discernir los problemas espirituales, pueden diagnosticar
acertadamente el padecimiento de la persona y recetar el tratamiento
correspondiente.

Cuando formulamos un diagnóstico, debemos estar seguros de lo que estamos


diciendo. No podemos diagnosticar apresuradamente. Una persona encerrada
en su propia experiencia insistirá en que el mal que otro tiene es el que ella se
imagina. Así que, corre el riesgo de asignar una enfermedad que la otra persona
no tiene. Por lo general, la persona enferma o con problemas, desconoce su
condición, y necesita que se le indique cuál es. Por consiguiente, nunca debemos
ser subjetivos al diagnosticar.

Sólo si discernimos el problema específico de los hermanos y les recetamos la


medicina adecuada, seremos aptos para ayudarles. Si nuestro diagnóstico es
acertado, les podemos ayudar. En ocasiones nos enfrentamos a problemas que
están fuera de nuestro alcance, pero por lo menos sabemos con certeza en qué
dirección ir. Algunos casos están dentro de nuestra posibilidad de ayudar, pero
otros no. En tales circunstancias, no debemos ser necios pensando que podemos
ayudarle a todo el mundo en todos los casos. Cuando nos sintamos en condición
de ayudar a algún hermano en su problema espiritual, hagámoslo con todo
nuestro corazón; pero cuando descubramos un caso que esté fuera de nuestro
alcance, debemos reconocerlo y decirle al Señor: “No puedo resolver este
problema; no soy capaz de atender a este enfermo; no estoy capacitado para
afrontar esta situación. Ten misericordia de él”. Tal vez en ese momento
recordemos la función específica de ciertos miembros del Cuerpo que son
idóneos en el tratamiento de casos como éste, y reconozcamos que ellos son los
indicados para ocuparse de él y lo dejemos al cuidado de ellos. Si estamos
conscientes de nuestras limitaciones, sabremos que esto será lo más indicado,
pues sería insensato pretender monopolizar toda la obra espiritual; tenemos que
aceptar nuestras limitaciones y, a la vez, darles su lugar a otros hermanos para
que funcionen y comuniquen algún suministro al Cuerpo. Debemos tener la
humildad de decir a estos hermanos: “No tengo la capacidad para resolver esto,
usted es la persona indicada para hacerlo”. Este es el principio básico del
Cuerpo, el principio de laborar juntos, y no independientemente.

Todo el que labora para el Señor y sirve a Dios debe aprender a conocer al
hombre. Aquellos que no son capaces de discernir la condición espiritual de
otros, no son aptos para la obra. Es lamentable que la vida de muchas personas
sea arruinada por las acciones de hermanos incompetentes, los cuales son
incapaces de proporcionar ayuda espiritual. Ellos no pueden satisfacer las
necesidades objetivas de los creyentes, sólo procuran imponer sus puntos de
vista personales. Este es el problema más serio que afrontamos, pues por lo
general diagnostican una enfermedad que el creyente en realidad no padece, e
insisten en ello. Nuestra responsabilidad es aprender a detectar la verdadera
condición espiritual de las personas. Si no podemos detectarla con exactitud, no
seremos aptos para ayudar a los hijos de Dios.

LAS HERRAMIENTAS PARA CONOCER A LA GENTE

Cuando un doctor formula un diagnóstico en cuanto a un paciente, se vale de


muchos instrumentos. Sin embargo, nosotros no contamos con ninguno. No
tenemos termómetros ni rayos X ni ningún aparato que analice la condición
espiritual de la gente. ¿Cómo podemos entonces determinar si un hermano está
enfermo espiritualmente o no? ¿Cómo podemos formular un diagnóstico? Aquí
es donde Dios interviene. Dios transforma todo nuestro ser en un verdadero
instrumento de medición, obrando en nosotros para lograr que podamos
examinar a otros y determinar si están enfermos y cuál es el carácter de su
enfermedad. Esta es la manera en que Dios nos usa. Podríamos decir que éste es
un trabajo más especializado que el de un médico. Debemos estar conscientes
de la seria responsabilidad que esto implica.
Supongamos que un doctor no cuenta con un termómetro, entonces tocará al
paciente con la mano para determinar si tiene fiebre o no; su mano le servirá de
termómetro. Si tal es el caso, su mano debe ser muy sensitiva y precisa. Esto es
exactamente lo que sucede en el terreno espiritual. Nosotros somos los
termómetros y los instrumentos médicos; por lo tanto, necesitamos un
entrenamiento profundo en nuestra relación con los creyentes. Si no hemos sido
tocados en alguna área, no podremos tocar esa área en los demás; tampoco
podremos ayudar a otros con lecciones que nosotros mismos no hemos
aprendido. Primero debemos asimilarlas nosotros delante del Señor. Cuanto
mejor las aprendamos, más nos usará el Señor. Por el contrario, si no estamos
dispuestos a recibir las lecciones, a pagar el precio y a que nuestro orgullo,
estrechez, opiniones y sentimientos sean quebrantados, Dios no podrá
utilizarnos. Si encubrimos algo de nuestro yo, no seremos capaces de
descubrirlo en otros. Una persona orgullosa no puede adiestrar a otra que está
en la misma condición, de la misma manera que una persona cerrada no puede
ayudar a otra que tenga ese mismo problema. Una persona falsa no puede tocar
la falsedad de otros, ni un perezoso puede ayudar a otro. Si todavía queda en
nosotros alguna debilidad, no podremos censurar eso mismo en otros, ni
detectarlo, y mucho menos brindarles ayuda al respecto. Puede suceder que un
médico cure a otros a pesar de que él mismo esté enfermo. No obstante, en el
terreno espiritual esto no sucede. El obrero tiene que ser el paciente primero;
debe sanar de la enfermedad para después poder ayudar a los que padezcan de
eso mismo. Nunca logrará que otros vean lo que él mismo no ha visto, ni podrá
producir en otros experiencias que él mismo no ha tenido, ni que aprendan
lecciones que él no ha aprendido.

Debemos ver que ante el Señor, nosotros somos los instrumentos que Dios
utiliza para discernir a los hombres. Por lo tanto, nuestra persona, nuestra
percepción y nuestros juicios, deben ser confiables. Para que esto se dé,
debemos pedirle al Señor que no nos deje como estamos. Debemos permitir que
Dios produzca en nosotros algo que ni siquiera nos hemos imaginado, que obre
en nosotros a tal grado que le podamos ser útiles. Si un termómetro no es exacto
al indicar la temperatura, con seguridad el médico no lo usará. Cuando tratamos
de discernir los problemas espirituales de los creyentes, nos enfrentamos con un
asunto mucho más serio que diagnosticar enfermedades físicas. Para llegar a ser
útiles tenemos que ser quebrantados por Dios, debido a que nuestros
pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras opiniones son muy inestables e
imprecisas.

¿Nos damos cuenta de la seriedad que conlleva nuestra responsabilidad? El


Espíritu de Dios no obra directamente en el hombre. Siempre lo hace por medio
de otros hombres. Aunque la disciplina del Espíritu Santo proporciona al
creyente lo que éste necesita, siempre obra por medio del ministerio, esto es, el
ministerio de la palabra. Sin el ministerio de la palabra, los problemas
espirituales de los hermanos no podrían resolverse. Esta es la seria
responsabilidad que pesa sobre nosotros. La provisión de la iglesia depende de
que seamos personas útiles a Dios.

Supongamos que cierta enfermedad siempre provoca temperaturas de 39


grados. El doctor no puede, con el solo contacto de su mano, decir que el
paciente tiene una temperatura de aproximadamente 39 grados. Tenemos que
ser muy exactos para estar seguros de determinar con certeza la temperatura
exacta antes de afirmar que el paciente padece la enfermedad asociada con esa
temperatura. Ya que Dios nos usa para diagnosticar la enfermedad de un
creyente, necesitamos la debida capacitación por parte del Señor. Aun así, es
muy arriesgado diagnosticar con base en nuestra percepción, nuestras ideas,
nuestra opinión o nuestro entendimiento espiritual; ya que éstos pueden estar
equivocados. Pero si somos exactos y confiables, el Espíritu de Dios fluirá de
nosotros.

El comienzo de toda obra espiritual se basa en un proceso de ajuste y calibración


ante el Señor. Todo termómetro debe ser fabricado de acuerdo con ciertas
normas. Debe ser probado cuidadosamente, y satisfacer el nivel de calidad para
que pueda ser confiable y exacto al tomar la temperatura. Ya que nosotros
funcionamos como termómetros de Dios, debemos ser confiables y valiosos y,
para ello, tenemos que ser calibrados por el proceso más estricto de
quebrantamiento. Ya que nosotros somos los médicos y los instrumentos de
Dios, debemos aprender estas lecciones cabalmente.

COMO CONOCER AL HOMBRE:


EN CUANTO AL PACIENTE

Para determinar la condición de un paciente, debemos tomar en cuenta dos


puntos de vista: el paciente y nosotros mismos.

En cuanto al paciente, ¿cómo podemos determinar su enfermedad? Si queremos


detectar su enfermedad primero debemos descubrir su característica más
notoria, la más obvia. Esta saltará a la vista aunque trate a toda costa de
ocultarla. Una persona orgullosa será delatada por su propio orgullo; aunque
trate de actuar humildemente, no podrá disfrazar su orgullo. Una persona triste
expresará su tristeza aun en su sonrisa. Un hecho invariable es que lo que una
persona sea determinará tanto la expresión de su rostro como la impresión que
deje en todo el que tenga contacto con ella.

La Biblia describe en muchas formas la condición espiritual del hombre.


Algunos son iracundos, otros obstinados y otros retraídos. De hecho, hay una
larga lista de términos para describir la condición del hombre: frívolo, oprimido,
etc. ¿pero cuál es la fuente de todas estas diferentes condiciones espirituales?
Por ejemplo, cuando decimos que alguien es obstinado, orgulloso o violento, ¿de
dónde vienen la obstinación, el orgullo y la violencia? En principio nuestro
espíritu no tiene ninguna característica propia, sólo la capacidad de manifestar
al Espíritu de Dios. Pero debido a que el hombre exterior no está separado del
hombre interior, seguimos hablando de un espíritu obstinado, orgulloso,
arrogante, rencoroso, celoso, etc. La condición del hombre exterior viene a ser la
del hombre interior, de tal manera que cuando hablamos de un espíritu
obstinado, orgulloso o celoso, nos referimos a que el hombre interior de dicha
persona ha asumido el carácter obstinado, orgulloso o celoso de su hombre
exterior. Esto se da cuando el hombre exterior y el interior no se han separado.
Aunque el espíritu en sí no tiene característica alguna, debido a la falta de
separación del hombre exterior del interior y a la falta de quebrantamiento del
hombre exterior, las características del hombre exterior llegan a ser las
características del espíritu.

Nuestro espíritu provino de Dios y no tenía ninguna característica propia; pero


como el hombre exterior ha sido dañado, lo contamina. De esta manera, y
debido a que el hombre exterior no está quebrantado, la obstinación y el orgullo
del hombre exterior enturbian y contaminan el espíritu. Así, cuando el espíritu
se libera, la condición del hombre exterior, que está mezclada con él, brota
juntamente con él. Por eso cuando una persona orgullosa, obstinada o celosa
libera su espíritu, a éste se adhiere su orgullo, obstinación o celo. También es la
causa de que en nuestra experiencia sigamos hablando de espíritus orgullosos,
necios o celosos, características que, en realidad, no son parte del espíritu, sino
del hombre exterior. Por lo tanto, para expresar un espíritu limpio, no tenemos
que purificar el espíritu mismo, pues el problema no reside allí, sino en el
hombre exterior. Las características que se expresan cuando alguien libera su
espíritu, muestran claramente las áreas en las que la persona no ha sido
quebrantada, pues la clase de espíritu que percibimos, manifiesta las
características del hombre exterior que están mezcladas con él. Así, su espíritu
viene envuelto en aquello que expresa la condición de su hombre exterior.

Si sabemos cómo tocar el espíritu de otros, podremos conocer la necesidad


específica de cualquier hermano, porque la clave de conocer al hombre es tocar
su espíritu. Tenemos que tocar las características que acompañan a su espíritu.
Esto no significa que el espíritu mismo tenga algo que debamos tocar, sino que
siempre viene acompañado de alguna característica. Conocer la condición del
espíritu del hombre equivale a conocer la condición de su hombre exterior.
Queremos hacer hincapié en que éste es el principio básico para conocer a una
persona. La condición del espíritu del hombre es la condición de su hombre
exterior. Siempre que el espíritu del hombre se manifiesta, refleja la naturaleza
del hombre exterior. Las características del espíritu son las características del
hombre exterior. Un hermano puede ser muy fuerte y sobresaliente en cierto
aspecto, lo cual llamará nuestra atención tan pronto como nos relacionemos con
él. Inmediatamente percibiremos sus características y nos daremos cuenta de
que éstas brotan de su hombre exterior inquebrantado. Al tocar su espíritu
conocemos su condición y percibimos lo que él trata de mostrar y también lo
que trata de esconder. Concluyendo, se puede conocer a una persona
conociendo su espíritu.

COMO CONOCER AL HOMBRE:


EN CUANTO A NOSOTROS MISMOS

¿Qué debemos hacer para conocer la condición del espíritu del hombre?
Debemos prestar especial atención a la disciplina del Espíritu Santo como
lecciones que provienen de Dios. Cuando el Espíritu Santo nos disciplina, lo que
busca es quebrantarnos; cuanto más nos disciplina, más nos quebranta. Toda
área de nuestra vida que el Espíritu toque, será quebrantada. Esta disciplina y
quebrantamiento no sucede de una vez por todas, pues hay muchas áreas de
nuestra vida que requieren disciplina y quebrantamiento progresivo, para que
lleguemos a ser útiles al Señor. Cuando hablamos de tocar a un hermano con
nuestro espíritu, no nos referimos a que debamos tocar todos los aspectos
espirituales de cada hermano. Lo que queremos decir es que el Espíritu Santo
nos ha disciplinado en cierto aspecto, y por ende, podemos tocar ese aspecto de
un hermano. Si el Señor no nos ha quebrantado ni ha tocado nuestro espíritu en
cierta área, no podremos ayudar a nadie que tenga una necesidad específica en
dicha área. En otras palabras, la disciplina que recibimos del Espíritu Santo es
proporcional a nuestra percepción espiritual. Cuanto más quebrantamiento
recibamos, más se liberará nuestro espíritu. Este es un hecho espiritual que
nunca puede ser falsificado; o se tiene o no se tiene. Esta es la razón por la cual
debemos aceptar la disciplina y el quebrantamiento del Espíritu Santo. El que
tenga mucha experiencia, podrá brindar mucha ayuda. Sólo los que han recibido
mucho quebrantamiento tienen mucha sensibilidad, y aquellos que han sufrido
mucha pérdida, tienen mucho que dar. Si tratamos de salvarnos en cierto
asunto, perderemos nuestra utilidad espiritual en ello. Y si nos tratamos de
proteger o excusar en algún aspecto, perderemos nuestra sensibilidad y nuestra
provisión espiritual en ese aspecto. Este es un principio básico.

Sólo quienes han aprendido estas lecciones pueden participar en el servicio del
Señor. Un hermano puede aprender en un año lo que se llevaría diez años, o
puede extender la lección de un año a veinte o treinta. Cuando alguien demora
su aprendizaje, retrasa su servicio. Si Dios nos ha dado un corazón para servirle,
debemos estar decididos acerca de nuestro camino. El camino de nuestro
servicio es el camino del quebrantamiento; es un camino que se adquiere por
medio de mucha disciplina del Espíritu Santo. Los que nunca han
experimentado esta disciplina y nunca han sido quebrantados no son aptos para
participar en este servicio. La medida de disciplina y de quebrantamiento que
recibamos del Espíritu determinará nuestro servicio. Nadie puede modificar
este principio. El afecto y la sabiduría humana no caben aquí. El grado al que
Dios obra en nosotros determina la medida de nuestro servicio. Cuanto más El
nos adiestre, más conoceremos a la gente, y cuanto más experimentemos la
sabiduría del Espíritu Santo, más podremos tocar a otros con nuestro espíritu.

Me aflige mucho ver que tantos hermanos estén escasos de discernimiento en


muchos aspectos. No pueden discernir si algo es del Señor o del hombre natural,
ni pueden reconocer cuando una persona está valiéndose de su fuerza mental o
cuando es guiada por sus emociones. No tienen discernimiento debido a que su
aprendizaje es deficiente. Dios nos dio Su Espíritu una vez y para siempre, pero
tenemos que esforzarnos por aprender las lecciones que se nos presentan a lo
largo de nuestra vida. Cuanto más aprendamos, más veremos. Si el Señor nos da
un fuerte golpe en cierto asunto, reaccionaremos cuando veamos brotes de este
mismo asunto en otros hermanos, no esperaremos a que eso crezca y dé fruto,
sino que actuaremos de inmediato al detectar el más mínimo indicio de
propagación de ese problema. El grado en el que el Señor obra en nosotros está
en relación directa al grado de discernimiento que tengamos. La sensibilidad
espiritual se adquiere poco a poco. A medida que Dios nos adiestre,
obtendremos esta sensibilidad. Suponga que un hermano condena en su mente
el orgullo; tal vez pueda predicar al respecto, pero en su espíritu realmente no
percibe cuán maligno es el orgullo. Cuando otras personas actúan
orgullosamente, él no sentirá desagrado; por el contrario, tal vez hasta sea
solidario con ellos. Pero cuando el espíritu de Dios opere en él, se dará cuenta de
lo negativo que es el orgullo, y el orgullo que hay en él será consumido. Cuando
vuelva a predicar en contra del orgullo, tal vez la enseñanza sea la misma, pero
habrá una gran diferencia. Tan pronto detecte un espíritu orgulloso en algún
hermano, sentirá que algo está mal y sentirá aversión. Esta sensación de
desagrado será producida por lo que ha aprendido de Dios. Creo que la palabra
aversión describe bien esta sensación. De ahí en adelante, él será apto para
ayudar a cualquier hermano, pues conoce bien esa enfermedad, ya que él mismo
la padeció y fue sanado de ella. Tal vez no pueda asegurar que está totalmente
sano, pero sí puede afirmar que ha sido librado de ella por lo menos en cierta
medida. Esta es la manera en que adquirimos la sabiduría espiritual.

El don del Espíritu Santo nos es dado una vez y para siempre, pero la
adquisición de la sensibilidad espiritual es un proceso. Cuanto más aprendemos,
más sensibilidad adquirimos, y viceversa. ¿De qué nos sirve tratar de preservar
o salvar nuestro yo? Aquellos que salven la vida de su alma, la perderán. Si en
alguna situación tratamos de salvar nuestro yo, perderemos la oportunidad de
obtener el beneficio que el Señor procuraba para nosotros. Debemos pedir al
Señor que no detenga Su disciplina y que continúe adiestrándonos. No hay nada
más desalentador que ver que el Señor nos da una lección tras otra sin obtener
ningún resultado. Debemos entender que Su mano está obrando en nosotros, y
no rebelarnos ante Su disciplina. Cuando un cristiano carece de discernimiento,
ello se debe a su falta de aprendizaje espiritual. Que el Señor nos dé
entendimiento para ver que cuanto más nos discipline, más podremos conocer
al hombre, y más tendremos que ofrecer a los demás. Cuanto más se amplíe la
esfera del adiestramiento de Dios, más se ensanchará la esfera de nuestro
servicio. Esta no se aplicará mientras no se expanda la esfera del
quebrantamiento.

ALGUNOS ASUNTOS PRACTICOS

Cuando el Señor nos ha quebrantado y hemos aprendido las lecciones básicas,


nuestro espíritu es liberado y podemos usarlo al relacionarnos con los hermanos
para así conocer la condición de ellos. Ahora abarcaremos algunos pasos
prácticos que debemos seguir para poner en práctica la fina tarea de conocer al
hombre.

Para tocar el espíritu de otros, primero debemos escucharlos. Muy pocos son los
santos que pueden tocar el espíritu de otros sin antes escucharlos. Por lo
general, tenemos que esperar hasta que otros se expresen. La palabra de Dios
dice que de la abundancia del corazón habla la boca. Lo que el hombre dice pone
de manifiesto lo que hay en su corazón, aunque él trate de ocultarlo. Si es falso,
la falsedad que brota con su espíritu falso lo pondrá en evidencia, y si es celoso,
su espíritu lo manifestará. Lo que haya en su corazón será revelado por sus
palabras. Al escucharlo podremos tocar su espíritu. Siempre que un hombre
hable, no sólo debemos poner atención a lo que dice sino a la condición de su
espíritu. No conocemos a los hombres meramente por sus palabras, sino por su
espíritu.

En cierta ocasión que el Señor Jesús iba camino a Jerusalén, dos de sus
discípulos al ver que los samaritanos los rechazaban, dijeron: “Señor, ¿quieres
que mandemos que descienda fuego del cielo y los consuma? Mas El,
volviéndose, los reprendió, diciendo: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois”
(Lc. 9:54-55). Aquí el Señor mostró que el espíritu de uno puede ser discernido
por lo que uno expresa. Tan pronto como las palabras son emitidas, el espíritu
queda manifiesto. De la abundancia del corazón habla la boca. Cualquiera que
sea la condición del corazón, las palabras la reflejarán.

Cuando escuchamos a otros, debemos poner atención no sólo a sus argumentos


sino también a su espíritu. Suponga que dos hermanos discuten y ambos se
culpan entre sí del problema. Si le presentan a usted el caso, ¿qué haría?
Cuando el problema se inició, sólo ellos dos estaban presentes, usted no estaba
ahí y por lo tanto no sabe lo que sucedió; pero tan pronto ellos abren la boca
usted percibe algo, puede tocar el espíritu de ellos. Cuando hay conflictos entre
cristianos, no juzgamos basándonos en errores que se hayan cometido, sino en
la medida en que se hayan desviado del espíritu. Cuando un hermano habla, tal
vez no podamos determinar si está equivocado según los hechos, pero
inmediatamente podremos percibir si está mal en su espíritu. Quizá uno acuse
al otro de difamación, pero lo hace con un espíritu incorrecto. Todo depende del
espíritu que tengan. Una persona que exhibe un espíritu incorrecto no sólo está
mal en lo que haya hecho, sino también en su mismo ser. El bien y el mal
delante de Dios se determinan por la clase de espíritu expresado, no meramente
por los hechos. Por consiguiente, cuando escuchamos a otros, debemos tocar su
espíritu. En la iglesia muchos problemas se relacionan con la actitud del
espíritu, no con las acciones. Si lo juzgamos todo según los hechos,
conduciremos a la iglesia a un ámbito equivocado. Debemos permanecer en la
esfera del espíritu y no en la de los hechos; nunca debemos ser arrastrados por
los hechos.

Si tenemos un espíritu abierto, podremos percibir cualquier condición espiritual


y detectaremos cuando alguien tiene un espíritu cerrado y atado. Tenemos que
aprender a discernir con nuestro espíritu para conocer a las personas. Que
podamos decir juntamente con Pablo: “A nadie conocemos según la carne” (2
Co. 5:16). No debemos conocer a nadie según la carne, sino según el espíritu.
Una vez que aprendamos esta lección básica, podremos avanzar en la obra de
Dios.

CAPITULO CINCO

LA IGLESIA Y LA OBRA DE DIOS

Si realmente entendemos el carácter de la obra de Dios, reconoceremos que el


hombre exterior constituye un gran impedimento para ésta. Digamos que Dios
se encuentra restringido por el hombre; por lo tanto, los hijos de Dios deben
entender la función de la iglesia y la estrecha relación que ésta guarda con el
poder de Dios y con Su obra.

LA MANIFESTACION DE DIOS Y SUS IMPEDIMENTOS

En un momento específico Dios se limitó a Sí mismo tomando forma humana en


la persona de Jesús de Nazaret. La carne podía limitar a Dios o podía manifestar
Sus riquezas. Antes de la encarnación las riquezas de Dios no tenían límite, pero
en la encarnación, tanto Su obra como Su poder quedaron restringidos a esta
carne. No obstante, la Biblia nos muestra que la encarnación, lejos de limitar a
Dios, fue el medio por el cual Sus riquezas se manifestaron plenamente. Dios
manifestó Sus riquezas en ese cuerpo de carne.

En la encarnación Dios se vistió de carne. En la actualidad Dios se ha


depositado en la iglesia. Todo Su poder y Su obra se encuentran en la iglesia. En
los evangelios vemos que Dios no hizo nada fuera de la carne, pues toda Su obra
estaba en las manos del Hijo; de la misma manera, El no hace nada aparte de la
iglesia. Dios no actúa en forma independiente, sino exclusivamente por medio
de la iglesia. Desde el día de Pentecostés hasta ahora, la obra de Dios se lleva a
cabo por medio de la iglesia. De igual manera que en los evangelios se
encomendó a Sí mismo sin reservas a una persona, Cristo, así mismo en estos
días, se ha encomendado sin reservas e incondicionalmente a la iglesia. ¡Cuán
grande es la responsabilidad de la iglesia ante Dios! pues ella puede limitar la
obra y manifestación de Dios.

Jesús de Nazaret era Dios mismo. Dios se manifestó en El plenamente y sin


limitaciones, pues todo Su ser, Su interior y Su exterior, estaba lleno de Dios.
Sus emociones y Sus pensamientos eran las emociones y los pensamientos de
Dios. Mientras estuvo en la tierra nunca hizo Su voluntad, sino la de Aquél que
lo había enviado (Jn. 6:38). El Hijo no hizo nada por Sí mismo, sino lo que vio
hacer al Padre (5:19). Todo lo que oyó del Padre lo habló al mundo (8:26). En El
vemos a un hombre en quien Dios se confió. Dios pudo decir que El era el Verbo
hecho carne; Dios hecho hombre en plenitud. El día que Dios quiso infundir Su
vida a todos los hombres, Jesús respondió en seguida: “Si el grano de trigo ...
muere, lleva mucho fruto” (12:24). El liberaba la vida de Dios que estaba en Su
interior, y no representó un obstáculo ni un estorbo para esta vida. Ahora Dios
ha escogido a la iglesia para que sea Su recipiente y ha depositado en ella Su
poder, Su obra y Su misma persona. El desea fluir y expresarse por medio de la
iglesia. Por lo tanto, hoy la iglesia es el oráculo de Dios y el vaso por medio del
cual manifiesta Su poder y lleva a cabo Su obra. Si la iglesia proporciona a Dios
la libertad para actuar, El expresará Su poder y efectuará Su obra por medio de
ella. Pero si ella no lo hace, Dios será restringido.

Las enseñanzas fundamentales de los evangelios revelan que Dios estaba en un


hombre, mientras que las de las epístolas manifiestan que Dios está en la iglesia.
En los evangelios hallamos a Dios en un solo hombre, Jesucristo; pero en las
epístolas lo encontramos únicamente en la iglesia, y no en una organización o
congregación. Que nuestros ojos puedan ver este hecho glorioso, que Dios
solamente se encuentra en la iglesia.

Una vez que veamos esto, espontáneamente levantaremos nuestros ojos hacia el
cielo y diremos: “Dios mío, ¡cuánto te hemos limitado!” Cuando el Dios
todopoderoso moraba en Cristo, seguía siendo el todopoderoso, ya que éste
nunca lo limitó. Dios desea seguir siendo el Dios todopoderoso e infinito
mientras mora en la iglesia; ésa es Su meta. Dios quiere expresarse libremente
por medio de la iglesia como lo hizo por medio de Cristo. De manera que si la
iglesia se limita, limitará a Dios, y si es débil, debilitará a Dios. Este es un asunto
muy serio. Decimos esto con humildad y respeto. En términos sencillos,
cualquier obstáculo nuestro presentará un obstáculo para Dios, y cualquier
limitación nuestra limitará a Dios. Si Dios no se expresa por medio de la iglesia,
no podrá avanzar, pues El actúa hoy por medio de la iglesia.

¿Por qué es tan importante la disciplina del Espíritu Santo y la separación del
alma y el espíritu? ¿Por qué debe ser quebrantado el hombre exterior por la
obra disciplinaria del Espíritu Santo? Porque Dios necesita que nosotros seamos
Sus canales. No debemos tener el concepto de que esto es meramente una
experiencia personal de edificación espiritual, pues es un asunto crucial y está
íntimamente relacionado con el mover y la obra de Dios. ¿Hemos de limitar a
Dios o vamos a darle completa libertad en nosotros? Dios tendrá completa
libertad en nosotros solamente cuando hayamos sido quebrantados.

Si como iglesia hemos de proporcionar a Dios toda la libertad para actuar,


debemos permitir que nos despoje y quebrante nuestro hombre exterior. El
mayor obstáculo para Dios es nuestro hombre exterior. Si el asunto de nuestro
hombre exterior no se resuelve, la iglesia no podrá ser un canal para que Dios
fluya. Si por la gracia de Dios nuestro hombre exterior es quebrantado, Dios nos
usará ilimitadamente como canales para Su obra.

EL QUEBRANTAMIENTO Y LA OBRA DE DIOS

Después de que el hombre exterior ha sido quebrantado, ¿cómo se acerca uno a


la Palabra de Dios? ¿Cómo puede uno ministrar la Palabra y predicar el
evangelio? Examinemos ahora las respuestas a estas preguntas.

El estudio de la Palabra

He aquí un principio innegable al estudiar la Palabra de Dios: la clase de


persona que uno es determina la clase de Biblia que percibe. Muchos van a la
Palabra dependiendo de su mente, la cual es confusa, rebelde y aparentemente
ágil. Por lo tanto, no tocan el espíritu de la Palabra; lo que obtienen de ella es
producto de su mente. Si queremos tocar al Señor al estudiar la Biblia, nuestra
mente rebelde y llena de opiniones debe ser quebrantada. Tal vez creamos que
tenemos una mente privilegiada, pero esto en vez de ayudar será un gran
obstáculo para Dios. No importa cuán inteligentes seamos, nunca podremos
conocer los pensamientos de Dios con nuestra mente natural.
Al estudiar la Biblia debemos cumplir por lo menos dos requisitos. Primero,
nuestros pensamientos deben compenetrarse con los pensamientos de la Biblia;
y segundo, nuestro espíritu se debe compenetrar con el espíritu de la Biblia.
Debemos identificarnos con la línea de pensamiento que tuvieron sus escritores,
hombres como Pablo y Juan, entrar en sus pensamientos, y desarrollar la línea
que ellos comenzaron. Debemos hacer nuestros los pensamientos que los
inspiraron a ellos, seguir sus razonamientos y detenernos en las mismas
enseñanzas que ellos. Nuestros pensamientos deben acoplarse a los de ellos
como si fueran dos piñones que engranan perfectamente. Nuestros
pensamientos deben penetrar el pensamiento de Pablo y el de Juan. Cuando
nuestra mentalidad se compenetra con el pensamiento bíblico y se hace uno con
la inspiración divina podemos entender lo que la Biblia revela.

Muchas personas leen la Biblia valiéndose exclusivamente de su mente.


Procuran obtener en ella ideas y material que apoye sus muchas doctrinas
preconcebidas. Cuando una persona experimentada oye a alguien compartir de
alguna porción bíblica, podrá discernir si su enseñanza proviene de su mente, o
si en realidad es el pensamiento genuino de la Biblia. Hay una gran diferencia
entre estas dos clases de predicación. De hecho, pertenecen a dos mundos
diferentes. El predicador puede ser muy apegado a la Biblia y sus mensajes muy
atrayentes, pero sus pensamientos son contrarios al pensamiento de la Biblia y
son incompatibles con ella. Sin embargo, hay una manera correcta de compartir
la Palabra, aunque pocos la practican. Para que nuestros pensamientos sean uno
con los de la Palabra, nuestro hombre exterior debe haber sido quebrantado. Si
tal no es el caso, ni siquiera podremos leer las Escrituras. No debemos pensar
que nuestro estudio de la Biblia es escaso, debido a que no contamos con la
persona que nos pueda enseñar. Debemos reconocer que el problema está en
nosotros, pues nuestros pensamientos no han sido subyugados por Dios. Tan
pronto como somos quebrantados, nuestras actividades y conceptos cesan,
comenzamos a tocar el pensamiento del Señor de manera gradual, y seguimos la
línea de pensamiento que inspiró a los escritores bíblicos, hasta llegar a pensar
como ellos. Para entrar en el pensamiento de la Biblia, es indispensable que
nuestro hombre exterior sea quebrantado y deje así de ser un obstáculo para
Dios.

Al estudiar la Biblia nuestros pensamientos deben compenetrarse con los de los


escritores bíblicos y con los del Espíritu Santo, pero éste es sólo el primer paso.
Si no damos este paso no podemos estudiar la Biblia; no obstante, aun después
de darlo es posible leer la Biblia incorrectamente. La Biblia consta de
pensamientos o enseñanzas, pero su aspecto más importante es que el Espíritu
de Dios es liberado por medio de ella. Esta fue la experiencia que tuvieron
Pedro, Juan, Mateo, Marcos y los demás escritores. Mientras estos hombres
escribían bajo la inspiración del Espíritu Santo, seguían un delineamiento
específico; con todo, sus espíritus iban ligados a la inspiración que recibían del
Espíritu Santo. El mundo no puede entender que el Espíritu está detrás de la
Escritura. Cuando el Espíritu es liberado es como si los profetas mismos
estuvieran vivos y se dirigieran a nosotros una vez más. Si los oímos hoy, vemos
que lo que dicen no sólo consta de palabras e ideas, sino de algo más, algo
misterioso e inexplicable, que sabemos, en lo más recóndito de nuestro ser, es el
Espíritu. Así que la Biblia es más que palabras; es la liberación del Espíritu. Por
lo tanto, el requisito más básico y crucial al estudiar la Biblia es liberar nuestro
espíritu para tocar el espíritu que está en ella. Sólo así podremos entender
realmente la Palabra de Dios.

Supongamos que un niño travieso rompe un vidrio de la casa de un vecino. El


dueño de la vivienda sale y lo regaña duramente. Cuando la madre del niño se
entera de la travesura, también ella lo amonesta. Aunque ambos regañan al
muchacho, hay una marcada diferencia entre el regaño del vecino y el de la
madre. El dueño de la casa lo regaña ásperamente con un espíritu de ira,
mientras que la madre lo hace en amor, esperando instruir y educar a su hijo.
Los espíritus de ambos son completamente diferentes.

Aunque éste es un ejemplo sencillo, nos da luz para entender este principio. El
Espíritu que inspiró la Biblia es mucho mayor que el “espíritu” de este ejemplo.
Es el Espíritu eterno y el mismo que permanece con nosotros. La Palabra de
Dios está impregnada de este Espíritu. Cuando nuestro hombre exterior ha sido
quebrantado y nuestro espíritu es liberado, no sólo nuestros pensamientos
serán uno con el pensamiento de la Palabra, sino que todo nuestro ser tocará el
Espíritu mismo de la Biblia. Pero si no liberamos nuestro espíritu, y
permanecemos aislados del espíritu de los autores de la Biblia, nunca
entenderemos cabalmente la Palabra de Dios, y ésta será sólo letra muerta en
nuestras manos. Por lo tanto, debemos recalcar una vez más la importancia de
que nuestro hombre exterior sea quebrantado, pues sólo así nuestros
pensamientos serán fructíferos, nuestro espíritu será liberado y no
restringiremos a Dios ni seremos un obstáculo para El. Inclusive mientras
estudiamos la Biblia estorbamos a Dios y lo limitamos.

El ministerio de la Palabra

Por un lado, Dios desea que entendamos Su palabra, pues esto es básico para Su
obra; por otro, El intenta depositar Sus palabras en nuestro espíritu, para que
éstas sean la carga que ministremos a la iglesia. En Hechos 6:4 dice: “Y nosotros
perseveraremos en la oración y en el ministerio de la palabra”. Ministrar
equivale a servir; esto significa que el ministerio de la Palabra de Dios es un
servicio que se da a los hombres.
Tenemos el problema de que muchas veces no podemos comunicar las palabras
del Señor que están en nosotros. Hay hermanos que tienen la Palabra, una carga
genuina en su espíritu y el deseo de comunicarla a los demás, pero al subir a la
plataforma, no son capaces de compartir dicha carga. Aun después de una hora
de disertación, la carga continúa ahí, y el hombre exterior es incapaz de expresar
la carga que tiene en su interior. Aunque procuran aliviar la carga comunicando
el mensaje que tienen, el hombre exterior no encuentra las palabras adecuadas.
Aunque hablen por un buen rato, su carga permanece inmutable. Por fin tienen
que marcharse con la misma carga con que llegaron. La única explicación de
esto es que su hombre exterior no ha sido quebrantado. Por lo tanto, no puede
cooperar con su hombre interior; por el contrario, es un obstáculo para él.

Cuando nuestro hombre exterior ha sido quebrantado, las palabras no


constituyen un problema, pues siempre que tenemos una carga en nuestro
interior, el hombre exterior encuentra las palabras adecuadas para expresarla.
Cuando enunciamos las palabras, la carga interior es aliviada. Cuanto más
hablamos más ligeros nos sentimos. Entenderemos que nuestra función es
servir la Palabra de Dios a la iglesia. Por lo tanto, las palabras deben expresar
exactamente los pensamientos y la carga interior. Si nuestro hombre exterior no
ha sido quebrantado, no cederá el paso al espíritu ni detectará sus indicaciones.
Cuando el hombre exterior trate de sondear el sentir del hombre interior, no
percibirá nada ni hallará las palabras exactas, Dios no podrá brotar y la iglesia
no recibirá ninguna ayuda.

No olvidemos que el hombre exterior constituye el mayor obstáculo para el


ministerio de la Palabra. Muchos piensan que la perspicacia es útil, pero están
completamente equivocados. No importa cuán perspicaz sea una persona, su
hombre exterior nunca podrá reemplazar a su espíritu. Sólo si el hombre
exterior ha sido quebrantado y subyugado, podrá el hombre interior encontrar
los pensamientos y las palabras apropiadas para aliviar su carga. La corteza que
rodea al hombre interior debe ser quebrantada, pues cuanto más sea
quebrantada más vida brotará del espíritu. Pero si la corteza permanece intacta,
la carga permanecerá dentro, y ni la vida de Dios ni Su poder podrán fluir hacia
la iglesia. En esta condición la persona no es apta para servir como ministro de
la Palabra. El principal canal para que la vida y el poder de Dios broten, es el
ministerio de la Palabra. Si el hombre exterior no es golpeado y no tiene heridas
abiertas, el hombre interior no encontrará salida. Y aquellos que vengan a
recibir ayuda por medio de su mensaje, escucharán las palabras, pero no
tocarán la vida. El que ministra puede estar ansioso por compartir su carga,
pero los que escuchan no recibirán nada; él podrá tener un mensaje en su
interior, pero no podrá expresarlo porque su hombre exterior estará bloqueando
el camino.
Encontramos un ejemplo precioso en la vida del Señor Jesús. El evangelio narra
que una persona que tocó Sus vestiduras, recibió una infusión de Su poder. El
borde de Su vestidura representa la parte externa de Su ser. La persona pudo
sentir el poder del Señor aun en lo más externo de El. El problema que muchos
tenemos es que aunque la vida de Dios está en nosotros, ésta no puede fluir.
Tenemos la palabra en nosotros, pero no podemos comunicarla, debido a que
los obstáculos que nos rodean la aprisionan. No sólo la Palabra de Dios
permanece restringida, sino que Dios mismo no encuentra libertad para fluir
por medio de nosotros.

La predicación del evangelio

Muchos tienen el concepto de que un hombre cree en el evangelio cuando oye


una enseñanza acertada o cuando es conmovido; pero este concepto está muy
lejos de la verdad. Tanto aquellos que aceptan al Señor por sus emociones, como
los que son persuadidos intelectualmente, casi nunca permanecen. Aunque la
emoción y la mente tienen parte, éstas no son suficientes para una salvación
genuina. Lo que hace que un pecador caiga a los pies del Señor y sea salvo, es la
luz que transmite el espíritu del que ministra. Tan pronto como nuestro espíritu
brota, llegamos a los pecadores. Esta es la razón por la cual debemos liberar
nuestro espíritu cuando predicamos el evangelio.

Un minero era usado grandemente por el Señor en la predicación del evangelio.


El escribió el libro titulado Visto y oído, en el cual narra las experiencias que
tuvo cuando predicaba el evangelio. Muchos fuimos profundamente
conmovidos por dicho libro. Aunque era un hombre sin mucha preparación y
sin mucho talento, el Señor lo usó grandemente debido a su absoluta
consagración. ¿Qué tenía de especial este hermano? Que había sido
quebrantado y podía liberar su espíritu fácilmente. Empezó a predicar el
evangelio a los 23 años, edad en que fue salvo. En una reunión oyó algo que
puso un ardiente deseo de salvar pecadores, por lo que pidió que le permitieran
hablar. Después de pararse al frente, aunque su corazón ardía por el deseo de
salvar a los pecadores, no le salían las palabras. Sus lágrimas brotaron
profusamente y al final sólo pudo proferir unas cuantas frases. Sin embargo, el
espíritu de Dios saturó aquella sala y todos fueron convictos de sus pecados y de
su condición rebelde. Aquí vemos a un hombre que a pesar de su juventud había
sido completamente quebrantado. Tal vez no podía decir mucho, pero cuando
liberaba su espíritu los hombres se salvaban. El guió a muchos a la salvación
durante toda su vida. Al leer su biografía, podemos ver que era un hombre cuyo
espíritu era liberado sin impedimentos.

Esta es la manera de predicar el evangelio. Mientras la dureza del hombre


exterior permanezca intacta, el espíritu no podrá ser liberado. Si al ver a las
personas perdidas uno es compelido a hacer algo por salvarlas, esto indica que
su espíritu es liberado. Este es un asunto básico. La predicación del evangelio
está íntimamente relacionada con el quebrantamiento del hombre exterior. Sólo
si nuestro hombre exterior ha sido quebrantado, podemos liberar el espíritu y
tocar a otros; es nuestro espíritu el que toca el espíritu de los demás. Es el
Espíritu de Dios el que penetra la oscuridad del hombre. Cuando esto sucede, no
hay poder que pueda impedir que el hombre sea salvo. Pero cuando el hombre
exterior limita al espíritu, Dios no tiene manera de fluir por medio de nosotros,
y el evangelio no puede ser liberado. Esta es la razón por la cual damos énfasis al
quebrantamiento del hombre exterior, pues en éste radican todos nuestros
problemas. Si no hemos experimentado el quebrantamiento, será inútil que
memoricemos muchas doctrinas. Lo único que traerá salvación a los hombres es
que nuestro espíritu toque el de ellos. Cuando esto sucede, caen postrados ante
el Señor.

Estos días Dios ha venido recobrando muchas cosas. Dios no desea ver a una
persona salva esperar muchos años antes de confesar sus pecados, ni que pasen
muchos años antes de que los creyentes se consagren al Señor o respondan a Su
llamado para seguirle. La manera en que el Señor obra es recobrar al hombre. El
evangelio también debe ser recobrado, al igual que el fruto de este evangelio.
Tan pronto como un hombre es salvo, debe ser librado del pecado y consagrarse
por completo al Señor. Además, debe romper el poder que las riquezas tengan
sobre él. Su historia debería ser semejante a la de las personas que el Señor
salvó, y que se mencionan en los evangelios y en Hechos. Si el evangelio es
recobrado, todo aquel que lo anuncie deberá llegar a ser un canal por el cual el
Señor fluya.

Estamos seguros de que a medida que el Señor avance en Su recobro, el


evangelio de la gracia llegará a ser uno con el evangelio del reino. En los
evangelios no encontramos una línea divisoria entre el evangelio de la gracia y el
evangelio del reino. Sin embargo, posteriormente surgió la tendencia a hacer
hincapié en el evangelio de la gracia y olvidar el evangelio del reino. Era como si
se hubieran separado estos dos. Pero vendrá el día cuando la unidad de los dos
evangelios será restaurada. Aquellos que el Señor ha recobrado, también deben
dejar todo por El y consagrarse a El plenamente. Así, los hombres no se salvarán
de una manera pobre sino de una manera sólida y absoluta.

Tenemos que humillarnos delante del Señor y decir: “El evangelio debe ser
recobrado, y de la misma manera, los que predican el evangelio deben ser
restaurados”. Debemos permitir que Dios obre por medio de nosotros para que
el evangelio llegue a los hombres. Para predicar este evangelio se requiere un
poder muy grande, aunque también se requiere un precio muy alto. Si
anhelamos que tanto el evangelio como los que lo predican sean recobrados,
debemos entregar todo al Señor y decirle: “Señor, te entrego todo a Ti. Oro
pidiendo que encuentres la manera de obrar en mí para que la iglesia también la
encuentre; no quiero ser un obstáculo para Ti ni para la iglesia”.

El Señor Jesús nunca representó una limitación para Dios en nada. De la misma
manera, la iglesia tampoco debe limitar al Señor en ningún aspecto. Dios ha
estado obrando en la iglesia por dos mil años con la intención de que así como
Cristo le manifestó y no lo restringió, así mismo suceda con la iglesia. Dios ha
estado enseñando, quebrantando, despojando y transformando a Sus hijos
continuamente. Esta es Su manera de obrar en la iglesia y continuará llevando
adelante esta obra, hasta lograr que la iglesia no lo limite, sino que lo manifieste
y lo exprese. Sólo nos resta inclinar nuestro rostro y decir: “Señor, estamos
avergonzados por haber retrasado tanto Tu obra, por haber estorbado tanto Tu
vida, Tu evangelio y Tu poder”. Cada uno de nosotros debería decir al Señor:
“Señor, te entrego todo lo que soy y todo lo que tengo. Te pido que te abras paso
en mi vida”. Si anhelamos ver el recobro absoluto del evangelio, debemos tener
una consagración absoluta. Sería inútil sólo lamentarnos porque nuestro
evangelio no sea tan poderoso como lo fue el de la iglesia neotestamentaria.
Debemos reconocer cuán pobre es nuestra consagración, pues no es
incondicional como la de los santos de la iglesia primitiva. Para que el evangelio
sea recobrado, es necesario restaurar la consagración; ambos deben ser
absolutos y genuinos. Pueda el Señor abrirse un canal por el cual fluir a través
de nosotros.

CAPITULO SEIS

EL QUEBRANTAMIENTO Y LA DISCIPLINA

LA CONSAGRACION Y LA DISCIPLINA

Es indispensable una absoluta consagración al Señor para que el hombre


exterior sea quebrantado. La consagración por sí sola no resuelve todos los
problemas; solamente expresa nuestra disposición a rendir nuestra vida
incondicionalmente a Dios. La consagración constituye sólo el comienzo de
nuestra jornada y es el primer paso que damos en un momento de decisión,
cuando tomamos la firme determinación de entregarnos sin reservas al Señor.
No significa que con ella Dios concluya Su obra en nosotros; más bien, la inicia.
Tampoco es una garantía de que Dios nos usará grandemente, porque después
de ella, todavía tenemos por delante una larga jornada de disciplina de parte del
Espíritu Santo. Es crucial que esta disciplina se añada a nuestra consagración,
porque en gran parte depende de ello que seamos vasos útiles al Señor. Por lo
tanto, debemos cooperar consagrándonos, pues si no lo hacemos, le sería difícil
al Espíritu Santo aplicar Su disciplina.
Hay una gran diferencia entre la consagración y la disciplina del Espíritu Santo.
Cuando consagramos nuestro ser al Señor, lo hacemos de acuerdo con la escasa
luz que recibimos; pero cuando el Espíritu Santo nos disciplina, lo hace según
Su propia luz, la cual nos imparte abundantemente. Al consagrarnos, lo
hacemos basándonos en nuestra escasa visión espiritual, y ésa es la razón por la
cual no alcanzamos a comprender cabalmente lo que nuestra consagración
implica. La luz que recibimos es tan limitada que cuando creemos estar en la
cumbre de la consagración y bajo la luz más gloriosa, a los ojos de Dios todavía
estamos en tinieblas. Es por eso que lo que consagramos a Dios según nuestra
luz, jamás satisface Sus requisitos ni complace Su corazón. Pero la disciplina del
Espíritu Santo es totalmente diferente; nos calibra bajo la luz divina, según lo
que Dios ve, no según lo que nosotros percibimos. El sabe exactamente lo que
necesitamos y por medio de Su Espíritu prepara las circunstancias precisas para
producir el quebrantamiento de nuestro hombre exterior. Por lo tanto, podemos
decir que la obra disciplinaria del Espíritu Santo trasciende enormemente
nuestra consagración.

La obra del Espíritu Santo se basa en la luz de Dios y se determina por Su


perspectiva. Por eso decimos que es mucho más profunda y completa que
nuestra consagración. Muchas veces nos sorprendemos ante las situaciones que
se nos presentan y reaccionamos equivocadamente. Por lo general, lo que
creemos más conveniente no es lo mejor a los ojos de Dios. Desde nuestra
perspectiva sólo alcanzamos a ver una pequeña parte del panorama completo.
Sin embargo, el Espíritu Santo prepara las situaciones que nos rodean, en
conformidad con la luz de Dios. La disciplina del Espíritu Santo va mucho más
allá de lo que nuestro intelecto puede comprender. En ocasiones hay golpes que
nos toman por sorpresa, y no nos sentimos preparados para recibirlos; nos
parece que son muy severos y repentinos para nuestra condición. Gran parte del
quebrantamiento del Espíritu Santo nos llega sin previo aviso y, por ende, en
ocasiones, podemos ser sacudidos por un golpe inesperado. Tal vez creamos
estar bajo la iluminación de la luz divina, pero para Dios aquello es sólo una luz
tenue y vacilante, y en ocasiones, ni siquiera eso. Aunque creemos conocer a
fondo nuestra condición, no es así; es por eso que el Espíritu Santo nos
disciplina en conformidad con la luz divina. Desde el momento en que fuimos
salvos, Dios ha venido planeando y ordenando todas nuestras situaciones con el
fin de traernos el mayor beneficio, pues sólo El sabe lo que verdaderamente
somos y lo que necesitamos.

La obra del Espíritu Santo en nosotros tiene un aspecto positivo y uno negativo.
El primero edifica, y el segundo derriba. El Espíritu Santo mora en nosotros
desde que fuimos regenerados; pese a ello nuestro hombre exterior lo restringe.
Esto es semejante a un hombre que calza zapatos nuevos; los siente tan duros y
apretados que le es difícil caminar con ellos. El hombre exterior le ocasiona
tantas dificultades al hombre interior que éste no puede controlarlo. Es por eso
que Dios ha venido quebrantando nuestro hombre exterior desde el mismo día
en que fuimos salvos, y lo hace de acuerdo con Su sabiduría, no según lo que
nosotros pensamos que necesitamos o que nos conviene. El siempre descubre
nuestra tenacidad y todo lo que no esté sometido al hombre interior, y
precisamente ahí descarga Su disciplina con toda sabiduría.

La estrategia del Espíritu Santo al enfrentar al hombre exterior, no es fortalecer


al hombre interior ni proporcionarle gracia para que éste lo enfrente. No quiero
decir con esto que el hombre interior no necesite ser fortalecido, sino que la
estrategia de Dios es diferente. Esta consiste en minar la fuerza del hombre
exterior por medio de las situaciones externas. Al hombre interior le es difícil
enfrentar y someter al hombre exterior, pues éstos tienen naturalezas
diferentes. La naturaleza del hombre exterior corresponde a la del mundo
exterior, y es por eso que todo lo externo lo afecta, lo oprime, lo golpea y puede
derrotarlo fácilmente. Así que, Dios se vale de las situaciones externas para
quebrantarlo.

En Mateo 10:29 dice: “¿No se venden dos pajarillos por un asarion?” Y en Lucas
12:6 leemos: “¿No se venden cinco pajarillos por dos asariones?” Con un asarion
se compraban dos pajarillos, y con dos asariones, cinco. Esta es una ganga. El
quinto pajarillo lo daban gratis. Con todo, “ni uno de ellos cae a tierra sin
vuestro Padre” (Mt. 10:29). Además, la Escritura dice: “Pues aun los cabellos de
vuestra cabeza están todos contados” (Mt. 10:30). Esto nos muestra que todo lo
que le sucede al creyente ha sido dispuesto por Dios. Nada nos sucede por
simple casualidad. Dios desea que nos demos cuenta que todo está bajo Su
providencia.

Dios dispone todas las circunstancias conforme a lo que El sabe que


necesitamos. El sabe qué es lo mejor para nuestro hombre interior, y cuál es la
mejor manera de quebrantar y deshacer nuestro hombre exterior. El sabe
perfectamente cuáles circunstancias quebrantan al hombre exterior; y por
consiguiente hace que eso mismo nos sobrevenga una vez, dos veces o las que
sean necesarias. Tenemos que entender que todo lo que nos ha acontecido
durante los últimos cinco o diez años, fue ordenado por Dios con el fin de
instruirnos. Si murmuramos contra otros o pensamos que lo que nos acontece
es una mala racha o mala suerte, no tenemos idea de lo que es la disciplina del
Espíritu Santo. Recordemos que todo lo que nos sucede ha sido calculado por
Dios y redunda en nuestro bien. Tal vez no sea de nuestro agrado, pero Dios
sabe que aquello es lo mejor que nos puede pasar. Basta pensar un poco en las
aflicciones que podríamos haber sufrido si Dios no nos hubiera golpeado y si no
nos hubiese puesto en las circunstancias en las que nos puso. Son éstas las que
nos han mantenido puros y en el camino del Señor. Pero muchas personas no se
someten a la disciplina del Espíritu Santo, pues neciamente murmuran y se
resienten en su corazón. No olvidemos que todo lo que nos acontece ha sido
medido por el Espíritu Santo, quien sólo busca nuestro bien y lo mejor para
nosotros.

Cuando un hombre es salvo, el Espíritu Santo empieza inmediatamente a


trabajar en él. Al principio, el Espíritu no encuentra plena libertad para obrar,
hasta que llega el día en que el nuevo creyente es motivado a consagrarse al
Señor. Quisiera recalcar el hecho de que desde el mismo día en que uno es
regenerado, el Espíritu Santo comienza Su obra disciplinaria en uno, pero sólo
cuando uno se consagra plenamente le da completa libertad para que aplique Su
disciplina. Por lo general, después de que uno es salvo y antes de consagrarse,
transcurre un tiempo en el que uno todavía se ama más a sí mismo que al Señor
y por eso se resiste a cederle absoluto control de su vida. No podemos decir que
durante ese lapso el Espíritu Santo no aplique ninguna disciplina, pero sí que Su
esfuerzo se concentra en disponer las circunstancias para atraernos más a Dios y
quebrantar nuestro hombre exterior. Finalmente, el creyente es iluminado por
Dios y decide consagrarse al Señor, pues entiende que no debe seguir viviendo
para sí mismo. Y aunque tal vez la luz que percibe sea débil, es suficiente para
acudir a Dios y decirle: “Me consagro a Ti. No importa si me espera la muerte o
la vida, te rindo todo mi ser”. Desde ese momento el Espíritu Santo recibe plena
libertad para actuar, e intensifica Su tratamiento en él. Por eso es tan
importante consagrarse. Es muy probable que después de consagrarnos nos
sobrevengan diversas pruebas, pues ya nos hemos entregado
incondicionalmente al Señor. Ya le hemos dicho al Señor: “Señor, haz en mí lo
que mejor te parezca”. Puesto que nos hemos consagrado de este modo, el
Espíritu Santo puede moverse en nosotros sin hallar resistencia de nuestra
parte. Por consiguiente, independientemente del grado de nuestra
consagración, debemos prestar especial atención a la obra disciplinaria del
Espíritu Santo.

LA MEJOR FORMA DE RECIBIR GRACIA

Desde el primer día que una persona es salva, Dios empieza Su obra de
edificación en ella, al impartirle Su gracia. La gracia de Dios puede ser
suministrada de muchas maneras. Podemos llamar a estas maneras los medios
para recibir gracia. Por ejemplo, orar es un medio para recibir gracia, porque
podemos acudir a Dios y recibir gracia allí. Escuchar mensajes es otro medio por
el cual recibimos la gracia de Dios. Estos se pueden describir como “medios por
los cuales se recibe gracia”, o simplemente “medios de gracia”. La iglesia ha
usado esta expresión por siglos. Estos medios son canales que Dios usa para
brindarnos Su gracia. Desde el comienzo de nuestra vida cristiana hasta hoy,
hemos recibido mucha gracia por muchos medios: las reuniones, los mensajes
de la Palabra, la oración, entre otros. Pero quisiera hacer énfasis en el medio
más eficaz por el cual recibimos la gracia y el cual no debemos desatender; me
refiero a la disciplina del Espíritu Santo. Este es el principal medio de gracia
para todo creyente. Ningún otro se le puede comparar: ni la oración, ni el
estudio de la Palabra, ni las reuniones, ni escuchar mensajes, ni esperar, ni
meditar en el Señor, ni alabarle. Ninguno de éstos es tan importante como la
disciplina del Espíritu Santo, la cual es el medio por excelencia que nos trae
gracia.

Si revisamos nuestra experiencia con respecto a los diferentes canales por los
cuales recibimos la gracia, nos daremos una idea de cuánto hemos avanzado con
Dios. Si nuestro progreso espiritual sólo se basa en la oración, los sermones y la
lectura de las Escrituras, nos hemos desviado del principal medio por el cual
recibimos gracia. Todo lo que experimentamos diariamente con nuestra familia,
en la escuela, en el trabajo o en la rutina diaria, ha sido preparado por el
Espíritu Santo para nuestro beneficio. Si no lo aprovechamos y permanecemos
ignorantes y cerrados a este canal de la gracia, sufriremos una enorme pérdida.
La disciplina del Espíritu Santo es crucial, puesto que es el principal medio por
el que recibimos gracia durante toda la vida cristiana. La disciplina del Espíritu
Santo no puede ser reemplazada por el estudio de la Palabra, la oración, las
reuniones, ni por ningún otro medio de gracia. Por supuesto, debemos orar,
estudiar la Biblia, escuchar mensajes y utilizar estos medios, pues todos son
valiosos e indispensables; pero ninguno de ellos puede reemplazar a la
disciplina del Espíritu Santo. Si no aprendemos las lecciones básicas, no
podemos ser creyentes apropiados ni podremos servir a Dios. Escuchar
mensajes puede nutrir nuestro ser interior; orar puede avivarnos interiormente;
leer la Palabra de Dios puede reconfortarnos; y ayudar a otros puede liberar
nuestro espíritu. No obstante, si nuestro hombre exterior no ha sido
quebrantado, otros verán contradicciones en nosotros, y notarán que nuestro
corazón no es muy puro. Por un lado, detectarán nuestro celo; pero por otro,
percibirán un conflicto de intereses. Por una parte, verán que amamos al Señor,
pero también verán que aún nos amamos a nosotros mismos. Podrán decir:
“Este es un hermano querido” y añadirán: “Pero algo necio”. Esto sucederá si
nuestro hombre exterior no ha sido quebrantado. Así, aunque la oración, los
mensajes y la lectura de la Biblia nos edifican, la más grande edificación
proviene de la disciplina del Espíritu Santo.

Debemos cooperar con Dios consagrándonos totalmente, pero no debemos


suponer que la consagración puede reemplazar la disciplina del Espíritu Santo.
La función de la consagración es proporcionar al Espíritu de Dios la
oportunidad de trabajar en nosotros sin impedimento. Debemos orar así:
“Señor, me entrego en Tus manos y te cedo mi vida para que obres sin
obstáculos en mí y me des lo que Tú veas necesario”. Si nos sujetamos a lo que el
Espíritu Santo ha dispuesto, indudablemente cosecharemos el beneficio. El
simple hecho de someternos nos traerá mucho provecho espiritual. Pero si en
lugar de tomar esta actitud, argumentamos con Dios y hacemos nuestra propia
voluntad, erraremos el camino. Lo más crucial es que nos consagremos al Señor
incondicionalmente y sin reservas. Una vez que entendamos que todas las
situaciones que nos rodean fueron ordenadas por Dios, y que aun las que nos
parecen más desagradables nos benefician, seremos dóciles a Su disciplina y
veremos obrar al Espíritu Santo en nosotros de muchas maneras.

QUEBRANTADOS DESDE TODOS LOS ANGULOS

Cada persona tiene debilidades diferentes o está atada por un asunto en


particular. Dios irá eliminando específicamente cada una de esas ataduras.
Inclusive, asuntos tan triviales como la comida o el vestido no escaparán de la
corrección minuciosa de Dios. Su trabajo es tan detallado que no pasará por alto
ni el más mínimo detalle. Tal vez seamos atraídos por algo de lo cual no estamos
conscientes, pero Dios lo sabe y se encargará de manifestarlo. Solamente
cuando El quite todo esto de nosotros, nos sentiremos completamente libres.
Por medio de la obra detallada del Espíritu Santo llegaremos a valorar lo
detallada que es Su obra. Aun lo que se nos escapa y ya hemos olvidado, el Señor
lo traerá a cuentas; nada se le escapará. Su trabajo es perfecto, y no se detendrá
ni quedará satisfecho hasta que satisfaga Sus propios requisitos. Muchas veces
Dios nos disciplina por medio de otras personas. Nos rodea de personas que nos
resultan insoportables, o a las cuales envidiamos o menospreciamos. En
numerosas ocasiones también utiliza personas que estimamos, para darnos las
lecciones que nos hacen falta. Antes de pasar por estas experiencias no podemos
ver lo sucios e impuros que somos. Pensamos que nos hemos consagrado por
completo al Señor, pero después de pasar por la disciplina del Espíritu Santo,
nos damos cuenta hasta qué grado las cosas externas nos atan y cuánta
impureza todavía tenemos.

Otro aspecto de nuestra vida que el Señor toca es nuestro intelecto. Por lo
general, nuestros pensamientos son confusos, naturales, independientes e
incontrolados. Nos creemos muy astutos, pensamos que todo lo sabemos y que
tenemos una mente superior a la de los demás. Entonces el Señor permite que
cometamos error tras error y que tropecemos una y otra vez, con el fin de
mostrarnos que nuestros pensamientos no son confiables. Una vez que
recibamos Su gracia en este respecto, temeremos a nuestros pensamientos como
tememos al fuego. De la misma manera que retiramos la mano del fuego,
huiremos de ellos y nos diremos: “No debo pensar así; temo a mis
pensamientos”. Otras veces Dios se ocupa de nuestras emociones y hace que
pasemos por ciertas situaciones. Algunos hermanos tienen afectos muy activos.
Cuando están contentos dan rienda suelta a su gozo, y cuando están deprimidos
no encuentran consuelo. Todo su ser gira en torno a sus emociones. Cuando
están tristes, nadie puede alegrarlos; pero cuando están alegres, nada les hace
recobrar la sobriedad. Sus afectos los controlan a tal grado que su alegría se
vuelve alboroto y su tristeza los arrastra a la pasividad. Sus emociones son su
vida, y son tan manipulados por ellas que las justifican. Es por eso que Dios
tiene que intervenir y regularlos por medio de las circunstancias. Les prepara
situaciones tales que no se atreven ni a alegrarse ni a deprimirse en exceso. En
consecuencia, aprenden a no vivir por sus emociones, sino por la gracia y la
misericordia de Dios.

Aunque la debilidad más común de muchos tiene que ver con sus pensamientos
y sus emociones, el problema principal de la gran mayoría radica en su
voluntad. Las emociones y los pensamientos muchas veces son un problema
debido a que la voluntad no ha sido tocada por Dios. En realidad, la raíz del
problema reside en la voluntad. Algunos se atreven a decir con mucha facilidad:
“Señor, no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Pero cuando atraviesan
experiencias difíciles, ¿cuántas veces le permiten realmente al Señor encargarse
de la situación? Cuanto menos se conocen a sí mismos más fácil se les hace
hablar así, y cuanto menos luz divina tienen más capaces se creen de obedecer a
Dios sin ningún problema. Los que se jactan sólo muestran que no han pagado
el precio del quebrantamiento. Los que declaran estar muy cerca del Señor,
muchas veces son los que se encuentran más alejados de El y más carecen de
luz. Sólo después de recibir la disciplina del Señor reconocen cuán necios son y
cuán llenos de conceptos están, pues antes siempre se habían creído muy
acertados en sus opiniones, sentimientos, métodos, puntos de vista y en sus
mismas personas. Veamos cómo el apóstol Pablo obtuvo la gracia de Dios al
respecto. Filipenses 3:3 es el versículo que más claramente presenta esto: “No
teniendo confianza en la carne”. Pablo aprendió que la carne no era nada
confiable. Tampoco debemos confiar en nuestros propios juicios. Tarde o
temprano Dios nos guía a reconocer que nuestros juicios tampoco son dignos de
fiar. Dios permitirá que cometamos error tras error hasta que, humillados,
confesemos: “Mi vida pasada está llena de errores; mi vida actual también y en
el futuro seguramente me seguiré equivocando. Señor, necesito Tu gracia”. Con
frecuencia el Señor permite que nuestros juicios nos acarreen graves
consecuencias. Casi siempre que emitimos un juicio sobre algún asunto, resulta
equivocado. Aún así, damos nuestra opinión una vez más. En otros casos, el
error es tan terrible que no podemos recuperar lo perdido. Finalmente
quedamos tan golpeados por nuestros fracasos que cuando se nos pide juzgar
otro caso, decimos: “Temo a mis propios juicios como al fuego del infierno, pues
mis juicios, mis opiniones y mi conducta están llenos de errores. Señor, tengo la
tendencía de cometer errores, pues soy un simple ser humano lleno de
equivocaciones. A menos que Tú tengas misericordia de mí, me lleves de la
mano y me guardes, me seguiré equivocando”. Cuando oramos así, nuestro
hombre exterior empieza a desmoronarse y no nos atrevemos a confiar en
nosotros mismos. Por lo general, nuestros juicios son imprudentes, precipitados
y necios. Pero después de que Dios nos quebranta vez tras vez, y después de que
pasamos por toda clase de fracasos, diremos humildemente: “Dios, no me
atrevo siquiera a pensar ni a tomar decisiones por mi cuenta”. Esto es lo que
produce en nosotros la disciplina del Espíritu Santo después de trabajar en
nosotros valiéndose de las circunstancias y las personas.

La disciplina del Espíritu Santo es una lección que nunca va a disminuir en


nosotros. Tal vez pueda escasear el ministerio de la Palabra u otros medios de
gracia, pero el medio principal por el cual recibimos gracia nunca faltará. La
provisión de la palabra puede variar de acuerdo con las limitaciones o con
circunstancias diversas, pero no la disciplina del Espíritu Santo, pues las
circunstancias en lugar de limitarla, la realzan más. También es posible que en
ocasiones digamos que no tenemos oportunidad de escuchar mensajes, pero
nunca podremos decir que no tenemos oportunidad de obedecer la disciplina
del Espíritu Santo. Nos puede faltar enseñanza de la palabra, pero no enseñanza
del Espíritu Santo, pues éste prepara cada día oportunidades para que
recibamos Sus lecciones.

Debemos entender claramente que si rendimos nuestra vida a Dios, El nos dará
gracia por un medio más efectivo que la ministración de la palabra, a saber: la
disciplina del Espíritu Santo. No debemos pensar que la suministración de la
palabra es el único medio para recibir gracia, pues no olvidemos que el canal
principal para que fluya la gracia es la disciplina del Espíritu Santo. Esta es el
medio de gracia por excelencia y no sólo está disponible para los más cultos,
perspicaces o sobresalientes, pues no hace acepción de personas ni favorece a
nadie en particular. Todo hijo de Dios que se ha entregado incondicionalmente
al Señor, es objeto de la disciplina del Espíritu Santo. Por medio de tal
disciplina, aprendemos muchas lecciones prácticas. No debemos pensar que es
suficiente tener el ministerio de la palabra, la gracia de la oración, la comunión
con otros creyentes y los demás medios de gracia, pues ninguno de ellos puede
reemplazar la disciplina del Espíritu Santo. Esto se debe a que necesitamos no
sólo que algo sea edificado, sino también que algo sea derribado, a saber: todo lo
que hay en nosotros que no pertenece a la esfera de la eternidad.

LA APLICACION PRACTICA DE LA CRUZ

La cruz no es una simple doctrina, pues tiene que ser aplicada en la práctica;
debe ser una realidad para nosotros. De hecho, es la cruz la que destruye todo lo
que pertenece a nuestro yo. Después de recibir golpe tras golpe, cuantas veces
sea necesario, somos libres de la arrogancia y nos volvemos sencillos. Esto no se
logra sólo recordando que debemos ser humildes y rechazar nuestra arrogancia,
pues tal negación no durará más de cinco minutos. La manera de deshacer
definitivamente el orgullo es la disciplina de Dios. Por más orgullo que
tengamos al principio, después de recibir los golpes de Dios una y otra vez, la
arrogancia empieza a disminuir y se torna en humildad. Nuestro hombre
exterior no puede ser derrotado por ninguna doctrina, enseñanza o buen
propósito; sino solamente por la corrección de Dios y la disciplina del Espíritu
Santo. Después de recibir una buena dosis de disciplina, el hombre
espontáneamente deja su orgullo. Eliminar el orgullo y derrotarlo no depende
de nuestra memoria ni de nuestra decisión, ni de que escuchemos un mensaje
sobre la negación ni de que nos esforcemos por seguir una enseñanza.
Unicamente por la cruz el hombre exterior llegará a aborrecer su condición y a
temerle como al fuego del infierno. Nuestra vida depende de la gracia de Dios,
no de traer a la memoria constantemente que debemos actuar de cierta manera.
La obra que Dios realiza en nosotros es confiable y permanente. Cuando El la
termine, no sólo recibiremos gracia y fortaleza en nuestro hombre interior; sino
que el hombre exterior, el cual era un obstáculo que entorpecía Su Palabra, Su
propósito y Su presencia, será totalmente quebrantado. Antes de este
quebrantamiento, el hombre exterior no estaba en armonía con el hombre
interior, pero al ser quebrantado, se postrará con temor y temblor; se rendirá
ante el Señor y no volverá a presentar rivalidad con el hombre interior.

Todos los creyentes necesitamos que el Señor nos quebrante. Si damos una
mirada retrospectiva a nuestra vida, nos daremos cuenta de que todo lo que el
Señor ha realizado en nosotros es muy significativo. Veremos que El ha ido
eliminando minuciosamente cada una de nuestras debilidades, quebrantando
sin cesar la corteza que nos rodea y derribando nuestra suficiencia, nuestra
necedad y nuestro egoísmo.

Espero que todos los hijos de Dios puedan ver el significado y la importancia de
la disciplina del Espíritu Santo. Dios quiere que reconozcamos que por mucho
tiempo nuestra condición ha sido de pobreza, rebeldía, equivocación, tinieblas,
autosuficiencia, orgullo y arrogancia. Pero ahora que sabemos que la mano del
Señor está sobre nosotros para quebrantarnos, debemos entregarle nuestra vida
incondicionalmente y sin reservas, y orar para que la obra de quebrantamiento
siga adelante en nosotros. Hermanos y hermanas, el hombre exterior debe ser
quebrantado. No traten de evitar su demolición ni traten de edificar su hombre
interior, pues mientras presten la atención debida a la obra del
quebrantamiento, espontáneamente la obra de edificación se realizará.

CAPITULO SIETE

LA SEPARACION QUE EFECTUA


LA REVELACION
Dios desea no sólo quebrantar y deshacer al hombre exterior, sino también
separarlo del hombre interior con el propósito de que no interfiera ni
obstaculice la función del hombre interior, y para que no se enrede con éste.
Dios intenta lograr que nuestro espíritu (el hombre interior) y nuestra alma (el
hombre exterior) permanezcan separados.

LA MEZCLA DEL ESPIRITU Y EL ALMA

Entre los hijos de Dios existe el problema de que el espíritu y el alma están
mezclados. Es difícil encontrar a un creyente cuyo espíritu sea completamente
puro, pues en la mayoría hay impureza. Esta mezcla es lo que les impide servir
en la obra del Señor, pues el principal requisito para que Dios los use es tener un
espíritu puro, no el mucho poder. Muchos buscan poder, pero descuidan la
pureza de espíritu. Aunque consiguen el poder para edificar, carecen de pureza.
Como resultado, destruyen su propia obra; pues lo que edifican con su poder lo
destruyen con su impureza. Aunque demuestran tener poder de Dios, con todo,
su espíritu está contaminado.

Dichos hermanos tienen el concepto de que por haber recibido poder de Dios,
todas sus habilidades naturales serán elevadas y utilizadas por Dios en Su
servicio. Esto jamás sucederá, pues todo lo que pertenece al hombre exterior
pertenece a la esfera natural y no cuenta con la pureza necesaria para el servicio
del Señor. El conocimiento de Dios nos llevará a estimar más la pureza que el
poder. Debemos apreciar más la pureza espiritual que el poder espiritual, pues
aquélla no está contaminada por el hombre exterior. Quien no ha pasado por la
experiencia del quebrantamiento, no debe esperar que el poder que surja de él
sea puro. Aunque gracias a su poder espiritual parezca obtener buenos
resultados en su obra, no por eso su yo se mantiene separado de su espíritu.
Esto puede ser un engaño muy sutil que para Dios es pecado.

Muchos hermanos jóvenes saben que el evangelio es poder de Dios, pero cuando
predican, añaden a su mensaje su habilidad natural, su ingenio, sus bromas y
sus opiniones. Aunque los oyentes puedan ver en ellos el poder de Dios, también
detectan su yo. Tal vez ellos mismos no lo noten, pero los más puros y
experimentados percibirán de inmediato en sus palabras el sabor de la mezcla.
En muchas ocasiones, demuestran celo de Dios, pero dicho celo va mezclado
con sus gustos naturales. Externamente parece que hacen la voluntad de Dios,
pero en realidad, ésta coincide con su propia voluntad. En algunos casos, la
voluntad y el celo de Dios se mezclan y se confunden con las preferencias y los
sentimientos del hombre. Muchos confunden la solidez espiritual con una
personalidad fuerte.
Nuestro mayor problema es la mezcla o impureza. Por lo tanto, Dios tiene que
quebrantar nuestro hombre exterior para disociar dicha mezcla. Dios nos
quebranta poco a poco hasta debilitar nuestro hombre exterior. Una vez que
nuestro hombre exterior es azotado, una, diez, veinte o las veces que sean
necesarias, la dura corteza que lo rodea se romperá y será eliminada. ¿Pero qué
debemos hacer cuando el hombre exterior se mezcla con el espíritu? Esto
requiere otro tipo de tratamiento: la depuración. Este proceso se efectúa no sólo
por medio de la disciplina del Espíritu, sino también por medio de la revelación
del Espíritu. La forma de ser purificados de esta mezcla es muy diferente al
quebrantamiento del hombre exterior. Esta depuración se efectúa por medio de
la renovación. Por lo tanto, encontramos que Dios opera de dos maneras. Por un
lado, El quebranta al hombre exterior, y por otro, lo separa del espíritu. Lo
primero se realiza por medio de la disciplina del Espíritu Santo, y lo segundo,
mediante la revelación del Espíritu Santo.

EL QUEBRANTAMIENTO Y LA SEPARACION

El quebrantamiento y la separación son dos experiencias diferentes, aunque


existe una estrecha relación entre ambas, y es imposible disociarlas por
completo. El hombre exterior debe ser quebrantado para que el espíritu pueda
liberarse; pero cuando éste se libera, no debe salir mezclado con los
sentimientos ni con ninguna característica del hombre exterior. Tampoco debe
contener elementos provenientes del hombre natural. Lo importante no es sólo
la liberación del espíritu, sino la pureza y la calidad del espíritu que brota.
Muchas veces, cuando un hermano comparte, percibimos, por un lado, la
presencia de Dios en su espíritu, y por otro, su yo. Tocamos su característica
más notoria. Su espíritu no brota completamente puro. Tal vez pueda
motivarnos a alabar, pero al mismo tiempo puede producir en nosotros
incomodidad. Lo crítico aquí no es liberar el espíritu, sino que éste brote puro.

Si alguien no ha sido iluminado por Dios con respecto a lo que es su hombre


exterior, ni ha sido juzgado por El de una manera profunda, siempre que libere
su espíritu, espontáneamente saldrá teñido de su hombre exterior. Cuando
personas así hablen, percibiremos su hombre natural. Tal vez liberen su
espíritu, pero esta liberación tendrá el matiz de su yo, debido a que éste no ha
pasado por el juicio de Dios. Siempre que tienen contacto con otros, les
proyectan sus características personales. Si nuestro hombre exterior no ha sido
juzgado, lo que expresemos ante otros será el elemento natural característico del
hombre exterior. Es imposible ocultar dicho elemento. No debemos esperar ser
espirituales cuando hablamos en público, si no lo somos en casa. Esto es
imposible. Otros pierden su espiritualidad tan pronto olvidan cómo deben
actuar, pues basan su espiritualidad en su memoria. También es imposible
llegar a ser espirituales por esta vía. No deberían decir: “Debo tener cuidado con
lo que digo hoy, ya que tengo que compartir un mensaje bíblico”. La memoria
no podrá salvarlos, pues tan pronto abran su boca quedará al descubierto la
clase de persona que son. Por más que traten de aparentar o de disfrazar su yo,
su espíritu los pondrá en evidencia tan pronto empiecen a hablar. Un principio
infalible es que la clase de espíritu o de mezcla que una persona tenga será
evidente en sus palabras, pues en los asuntos espirituales es imposible fingir.

Si uno desea recibir liberación total de parte Dios, los aspectos naturales más
fuertes de uno deben ser quebrantados profundamente, pues un
quebrantamiento parcial no bastará. Sólo entonces se podrá trasmitir a otros un
espíritu liberado sin ninguna impureza. Pero si Dios no ha eliminado totalmente
esos aspectos naturales, será fácil aparentar espiritualidad cuando nos lo
propongamos, y siempre que olvidemos “actuar”, nuestro yo quedará al
descubierto. De hecho, en ambos casos, sea que lo recordemos o que lo
olvidemos, el espíritu que expresemos será el mismo y trasmitirá exactamente lo
mismo.

La impureza espiritual es el mayor problema que afrontan los siervos del Señor.
Muchas veces cuando nos relacionamos con los hermanos, percibimos a Dios en
ellos, pero también percibimos su yo. Vemos en ellos la vida y al mismo tiempo
la muerte. Podemos percibir en ellos un espíritu de mansedumbre y también su
obstinación. Vemos al Espíritu Santo, pero también encontramos la expresión
de su carne. Cuando ellos hablan, los demás perciben un espíritu contaminado.
De manera que si Dios desea que le sirvamos en el ministerio de la palabra, esto
es, si tenemos que profetizar o hablar Su Palabra, debemos pedir
desesperadamente Su gracia, diciéndole: “Dios, obra en mí, quebranta y
aniquila mi hombre exterior y sepáralo de una vez por todas de mi hombre
interior”. Si esta liberación no se ha llevado a cabo en nosotros, cada vez que
hablemos, expresaremos sin darnos cuenta nuestro hombre natural y no
podremos ocultarlo. Tan pronto como las palabras surjan, nuestro espíritu,
afectado por el hombre natural, brotará y delatará la clase de persona que
somos, sin que podamos disimularlo. Si deseamos ser usados por Dios, debemos
liberar un espíritu libre de mezclas. Esto sólo es posible si nuestro hombre
exterior ha sido eliminado; de no ser así, siempre que participemos en el
ministerio de la palabra, trasmitiremos nuestras propias ideas y pondremos en
vergüenza el nombre de nuestro Señor, no por causa de nuestra falta de vida,
sino debido a nuestra impureza; y tanto el nombre del Señor como la iglesia
sufrirán daño.

Ya hablamos detalladamente de la disciplina del Espíritu Santo. Veamos ahora


la revelación del Espíritu Santo. Es posible que la disciplina del Espíritu Santo
nos llegue antes de la revelación, o puede ser que el orden se invierta. Podemos
distinguir su secuencia, pero eso no importa mucho, ya que cuando el Espíritu
opera, no en todos los casos lo hace en el mismo orden. Según nuestra
experiencia, no encontramos un orden establecido para estos eventos. Algunos
perciben primero la disciplina, y otros, la revelación. La experiencia de cada
creyente es diferente. En algunos la disciplina puede venir primero, luego la
revelación y después más disciplina, pero esto no es una regla. La secuencia
puede variar en cada caso. Pero lo que sí es seguro para todos los hijos de Dios
es que la disciplina del Espíritu Santo siempre será más abundante que la
revelación. Decimos esto basándonos en la experiencia, no en la doctrina, pues
hemos observado que en la mayoría de los creyentes, se da más disciplina que
revelación. En resumen, Dios logrará invariablemente que el hombre exterior
sea quebrantado, anulado y completamente separado del hombre interior, pues
sólo de este modo nuestro espíritu será liberado y depurado.

LA SEPARACION EFECTUADA POR LA PALABRA

En Hebreos 4:12-13 dice: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más


cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu,
las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del
corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en Su presencia; antes bien
todas las cosas están desnudas y expuestas a los ojos de Aquel a quien tenemos
que dar cuenta”. En el versículo 12, el vocablo palabra fue tomado del término
griego logos, y en el versículo 13, la expresión dar cuenta, corresponde al mismo
término griego. Esta última lleva la connotación de juicio. Por lo tanto, la última
parte del versículo 13 podría traducirse “todas las cosas están desnudas y
expuestas a los ojos de Aquel que nos juzga”, o “todas las cosas están desnudas y
expuestas a los ojos del Señor, quien es nuestro Juez”.

Lo primero que debemos ver es que la Biblia dice que la palabra de Dios es viva.
Si en verdad tocamos la palabra de Dios, ésta nos transmitirá vida. Y si no
recibimos vida, simplemente no hemos tocado la palabra de Dios. Algunos han
leído toda la Biblia, pero no han tocado la palabra de Dios. Sólo podemos
afirmar que hemos tocado la palabra de Dios en la medida en que toquemos la
vida.

En Juan 3:16 dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su
Hijo unigénito, para que todo aquel que en El cree, no perezca, mas tenga vida
eterna”. Cuando alguien escucha esta palabra y se arrodilla diciendo: “Señor, te
doy gracias y te alabo porque me amas y me has salvado”, tal persona
verdaderamente ha tocado la palabra de Dios, pues ésta le ha trasmitido vida.
Puede ser que alguien que esté a su lado escuche lo mismo, pero para él no sea
más que palabras y no entre en contacto con la palabra viva de Dios. En su
interior no se produce ninguna reacción de vida hacia la palabra viviente. Esto
significa que todo aquel que oye la palabra y no recibe vida, realmente no la ha
escuchado, pues la palabra de Dios siempre imparte vida.

La palabra de Dios no sólo es viva, sino también eficaz. Es viva en su naturaleza,


y eficaz en realizar en el hombre la voluntad de Dios. La palabra de Dios nunca
vuelve a El vacía; siempre lleva fruto y produce resultados. La palabra de Dios
no viene a nosotros vacía, sino que es eficaz y produce vida en el hombre.

La palabra de Dios es viva y eficaz. ¿Qué hace esta palabra en el hombre?


Penetra y divide. La palabra de Dios es más cortante que cualquier espada de
dos filos y penetra, dividiendo el alma y el espíritu, las coyunturas y los
tuétanos. He aquí un contraste. Por un lado, tenemos la espada de dos filos en
oposición a las coyunturas y los tuétanos; por otro, la palabra de Dios está en
oposición al alma y el espíritu. Las coyunturas y los tuétanos son partes
profundas del hombre. Para dividir las coyunturas se separan dos huesos que se
tocan, pero para dividir los tuétanos, el hueso se tiene que cortar muy adentro.
Una espada de dos filos puede dividir un hueso por dentro y por fuera. Pero hay
dos elementos que son más difícil de dividir que las coyunturas y los tuétanos: el
alma y el espíritu. Una espada aguda de dos filos puede dividir las coyunturas y
los tuétanos, pero no el alma y el espíritu. Tal división no puede mostrarnos qué
es el alma y qué es el espíritu, ni qué proviene de una o de otro. Pero la Biblia
dice que hay algo más cortante que toda espada de dos filos, que sí divide el
alma y el espíritu, a saber: la palabra de Dios. La palabra de Dios es viva y eficaz,
y puede penetrar y dividir; pero no penetra en las coyunturas ni separa el
tuétano, sino que penetra y divide el alma y el espíritu. Esta palabra es capaz de
separar nuestra alma de nuestro espíritu.

Puede ser que alguien diga: “Dudo que la palabra de Dios sea eficaz. La he oído
por años, y reconozco haber recibido revelación por medio de ella. Pero en mí
no ha sucedido nada especial. He oído que esta palabra corta y divide el espíritu
y el alma, pero no entiendo estos conceptos ni he tenido tal experiencia”. La
Biblia tiene la respuesta a esta preocupación. En la primera parte del versículo
12 dice: “Y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los
tuétanos”. ¿Qué significa esto? La segunda parte del versículo nos da la
respuesta cuando agrega: “Y discierne los pensamientos y las intenciones del
corazón”. Los pensamientos se refieren a lo que pensamos en nuestro intelecto,
y las intenciones, a nuestros motivos y propósitos. La palabra de Dios discierne
lo que pensamos en nuestro interior y aun nuestros motivos más íntimos.

Muchas veces admitimos que cierta acción surgió de nuestro hombre exterior,
del alma o de la carne; estamos conscientes de que fue un hecho natural o
carnal, o reconocemos que el autor de la acción fue nuestro yo. Pero decir esto
con tanta tranquilidad revela que no vemos la seriedad de este asunto, pues lo
decimos en tono de broma, pese a que es un asunto muy delicado. El día que
Dios por Su misericordia nos ilumine y nos muestre la seriedad de esto, nos
sorprenderemos y nos estremeceremos con tal revelación, pues parecerá
decirnos: “Mira lo horrible que son la carne y el yo. Este es el yo del que has
hablado por años. Es algo abominable e insoportable a Mis ojos, y tú has
bromeado por años al respecto con demasiada ligereza”. Cuando no tenemos la
revelación de lo que es la carne, bromeamos acerca de ella, pero cuando
recibimos la luz, caemos humillados ante Dios y reconocemos la realidad de la
carne acerca de la cual bromeábamos. Entonces se efectúa la división o
separación del alma y el espíritu. Esta no es producida por un entendimiento
mental, sino por la iluminación que nos trae la palabra de Dios, que nos revela
que la fuente de nuestros pensamientos y acciones es la carne, y que el origen de
nuestros motivos impuros y egoístas es el yo.

Usemos un ejemplo que explica esto claramente. Supongamos que hay dos
pecadores. Uno de ellos es un pecador que tiene conocimiento, ha oído
predicaciones y enseñanzas acerca del pecado. Reconoce que es pecador en
virtud de sus hechos y de lo que ha oído; inclusive lo confiesa. Sin embargo,
sigue impasible y despreocupado. Pero el otro hombre, al escuchar estas mismas
cosas, recibe la iluminación de Dios y cae sobre su rostro diciendo: “¡Dios mío,
ahora veo que soy pecador!” Este no sólo escuchó la palabra de Dios, sino que
vio su condición, se condenó a sí mismo por sus pecados y cayó arrepentido a
los pies del Señor confesándolos. Por lo tanto, recibió de Dios la salvación. En
cambio el primero, que bromeaba acerca de sus pecados, ni vio ni fue salvo.

Hemos visto claramente que el hombre exterior constituye un serio problema y,


por ende, debe ser quebrantado. No sería apropiado examinar este asunto
ligeramente, como si se tratara de una conversación sin importancia. Pero si
Dios nos concede Su misericordia y Su luz para que veamos la realidad de esto,
diremos: “Señor, ahora puedo ver lo que es el yo, y me doy cuenta de lo negativo
que es mi hombre exterior”. Cuando la luz de Dios nos ilumine y recibamos la
revelación, caeremos postrados ante el Señor y no levantaremos el rostro, pues
nos daremos cuenta de la clase de persona que somos. Decimos amar al Señor
sobre todas las cosas, pero al ser iluminados por Su intensa luz, descubrimos
que eso no es cierto y que sólo nos amamos a nosotros mismos. Cuando la luz de
Dios llega a nosotros, separa las partes de nuestro ser. Ni nuestra mente ni las
doctrinas pueden lograr esto; únicamente Su luz. En muchas ocasiones hacemos
alarde de nuestro celo por el Señor, pero cuando la luz de Dios brilla sobre
nosotros, nos damos cuenta de que este celo no es más que una actividad de la
carne. Creemos tener un gran amor por los pecadores, pues predicamos el
evangelio con entusiasmo, pero la luz de Dios muestra que nuestra predicación
es sólo producto de nuestra propia inquietud, locuacidad e inclinación natural.
Cuanto más intensa es la luz de Dios, más expone los pensamientos y las
intenciones del corazón. Nosotros asegurábamos que nuestros pensamientos e
intenciones estaban centrados en el Señor, pero esta luz muestra que en
realidad provenían de nosotros mismos. La luz nos pone en evidencia a tal
grado que no podemos hacer otra cosa que caer postrados a los pies del Señor.
Con cuánta frecuencia la luz muestra que lo que decíamos que era del Señor,
surgía de nuestro esfuerzo natural, y sólo una pequeña parte era producto de Su
obra. Suponíamos con orgullo que muchos de los mensajes que predicamos los
recibimos directamente de Dios, pero Su luz de nuevo nos muestra que sólo
unas cuantas palabras venían de El, o tal vez ninguna. Aunque llegamos a creer
que nuestras obras son acciones realizadas en obediencia a Dios, cuando la luz
del cielo desciende sobre nosotros, vemos que todo lo que hemos realizado son
meras actividades de nuestra carne. Este descubrimiento de la verdadera
naturaleza de nuestras acciones y motivos, nos confronta con la realidad y nos
ilumina para que podamos distinguir lo que es de nuestro yo y nuestra alma, y lo
que en verdad es del Señor y del espíritu. Tan pronto brilla la luz, se establece
una separación entre el alma y el espíritu, y se disciernen los pensamientos y las
intenciones del corazón.

Tal vez anteriormente nos esforzábamos por discernir y clasificar según las
doctrinas lo que era del Señor o de la carne o del Espíritu Santo o de la gracia o
del hombre exterior o del hombre interior. Habíamos creado una lista enorme y
posiblemente hasta la intentamos memorizar, pero aun así, permanecíamos en
tinieblas. Seguíamos actuando de la misma manera, sin poder deshacernos del
hombre exterior, ni librarnos de todo lo negativo y lo natural de nuestras vidas.
Aunque podíamos detectar lo que era de la carne y condenarlo, eso no nos
salvaba. La liberación no llega de esta forma, sino únicamente por la luz de Dios.
Tan pronto como la luz de Dios brilla sobre nosotros, comprendemos que aun
nuestra crítica y rechazo de lo carnal es un acto de nuestra carne. Cuando el
Señor nos dé Su luz y discernamos los pensamientos e intenciones de nuestro
corazón, veremos nuestra verdadera condición y nos inclinaremos ante El,
diciendo: “Señor, ahora veo que todo esto pertenece al hombre exterior”.
Hermanos, sólo esta luz separará nuestro hombre exterior de nuestro hombre
interior. Tal separación no se produce al negarnos a nosotros mismos, ni al
tomar una decisión firme. Estas actitudes no son confiables. Aun nuestra
confesión, por más lágrimas que la acompañen y por más que pidamos que la
sangre de Cristo nos lave, puede ser impura. La luz del Señor nos hace ver la
realidad tal como Dios la ve, y nos guía a no confiar en nuestros pensamientos.

Dios afirma que Su palabra es viva y eficaz y que no hay nada que sea más
cortante. Cuando esta palabra viene a nosotros, divide y separa el alma del
espíritu, de la misma forma que una espada de dos filos divide las coyunturas y
los tuétanos. Esta división se produce cuando se ponen de manifiesto los
pensamientos y las intenciones del corazón. Muy pocos conocen realmente su
propio corazón, pues únicamente aquellos que se encuentran bajo la luz divina
pueden conocerlo. El requisito ineludible para conocer nuestro corazón es estar
bajo el brillo de la luz de Dios. Cuando la palabra de Dios viene a nosotros,
comprendemos que hemos vivido para nosotros mismos y para nuestra propia
satisfacción, gloria, realización, posición y edificación. Siempre que la luz de
Dios manifiesta nuestro yo, somos humillados de tal forma que caemos
postrados ante el Señor.

¿QUE ES RECIBIR REVELACION?

En Hebreos 4:13 se añade: “Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en Su


presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y expuestas a los ojos de
Aquel a quien tenemos que dar cuenta”. Aquí el Señor nos muestra la norma
según la cual El nos ilumina y discierne los pensamientos e intenciones de
nuestro corazón. ¿Qué constituye una revelación del Espíritu Santo? ¿Hasta qué
grado nuestros ojos tienen que ser abiertos para poder decir que recibimos una
revelación? La respuesta está en el versículo 13. En una sola oración, diría que la
norma de la luz es la norma de Dios. Por lo tanto, tener revelación equivale a ver
de acuerdo con la norma de Dios. Ante El todas las cosas están desnudas y
abiertas, pues nada absolutamente puede ocultarse de Sus ojos. Esconder algo
sólo significa ocultarlo de nuestra vista, pero los ojos del Señor todo lo ven.
Podemos decir que la revelación consiste en que Dios abra nuestros ojos, para
que veamos las intenciones y pensamientos más profundos de nuestro ser de la
misma manera que El los ve. Después de recibir revelación, de igual modo que
estamos desnudos delante de Dios, lo estaremos ante nuestros propios ojos. En
síntesis, la revelación consiste en ver lo que el Señor ve.

Si Dios tiene misericordia de nosotros y nos concede una pequeña medida de


revelación para que nos veamos tal como El nos ve, nos postraremos de
inmediato sobre nuestros rostros. No tendríamos que tratar de humillarnos,
pues espontáneamente nos postraríamos ante El. Ninguna persona que se
encuentre bajo la luz de Dios puede ser orgullosa aunque se lo proponga. Pero
los que permanecen en tinieblas, mantienen su orgullo y arrogancia. Todo aquel
que está en la luz y ha recibido revelación de Dios se humilla y cae sobre su
rostro.

¿Cómo podemos diferenciar lo que es del espíritu y lo que es del alma? ¿Qué
proviene del hombre interior y qué del hombre natural? Es difícil ver esto por
medio de las doctrinas. Pero si recibimos revelación, será fácil descubrirlo, pues
tan pronto como Dios expone nuestros pensamientos y desnuda las intenciones
de nuestro corazón, nuestra alma queda separada de nuestro espíritu.
Si deseamos ser útiles para Dios, tarde o temprano tenemos que permitir que Su
luz nos ilumine y nos juzgue. Cuando esto suceda podremos alzar nuestros ojos
y decir al Señor: “Dios, soy una persona en la que no se puede confiar. No soy
digno de confianza ni aun cuando me estoy reprendiendo a mí mismo ni cuando
confieso mis pecados, pues ni siquiera sé qué confesar. Sólo bajo Tu luz puedo
saber”. Antes de recibir luz, tal vez podíamos reconocer que éramos pecadores,
pero no teníamos la convicción de serlo. Decíamos aborrecer nuestro hombre
natural, pero eran sólo palabras; declarábamos negar nuestro yo, pero aquello
no era real en nosotros. Este sentir sólo se produce por el brillo de la luz divina.
Cuando esta luz brilla, nuestro verdadero yo queda expuesto, entonces
descubrimos que durante toda nuestra vida, sólo nos hemos estado amando a
nosotros mismos, no al Señor, y que hemos estado engañándonos a nosotros
mismos y al Señor. La luz declara nuestra condición y la clase de conducta que
hemos observado durante toda nuestra vida. De ese día en adelante, podemos
diferenciar entre nuestra alma y nuestro espíritu, y también lo que procede de
nuestro yo. Para que un hombre se conozca a sí mismo, primero debe ser
juzgado por la luz. Si no pasa esta experiencia, será inútil que trate de aparentar
ser espiritual, pues no lo será. Sólo mientras Dios brilla intensamente en
nuestras vidas, podemos distinguir nuestro hombre interior de nuestra alma,
pues el juicio que conlleva esta luz nos capacita para ello. Cuando podamos
diferenciar entre el hombre interior y el hombre exterior, habrá una separación
entre nuestro espíritu y nuestra alma. En ocasiones, el Señor nos suministra de
improviso una descarga de Su intensa luz. Esto puede suceder mientras
escuchamos un mensaje o mientras estamos en oración, al tener comunión con
otros o simplemente al ir caminando. La luz nos ilumina y nos revela lo que
somos. Bajo dicha luz también se nos revela cuán poco de todo lo que hemos
realizado durante nuestra vida es realmente obra de Dios, pues todo ha brotado
de nuestro yo. Todo lo que hemos hecho —nuestro servicio, nuestro celo,
nuestra ayuda a los hermanos y nuestra predicación del evangelio— ha sido
producto de nuestro yo. Cuando la luz de Dios brilla sobre nosotros, nos damos
cuenta de cuán constante ha sido nuestra presencia en todas las cosas y todo lo
que esto implica.

El yo anteriormente permanecía oculto, pero ahora es manifiesto.


Anteriormente no estábamos conscientes del yo, pero ahora sentimos
intensamente su presencia. Todo se esclarece y entendemos que el yo estaba
presente en numerosas actividades. Además, descubrimos que muchas de las
actividades que creímos realizar en el nombre del Señor, eran obra de nuestro
yo. Una vez que veamos esto, condenaremos espontáneamente a nuestro
hombre exterior. De ahí en adelante, siempre rechazaremos y condenaremos
todo lo negativo que trate de surgir en nosotros. No dejaremos de nuevo brotar
nuestras palabras ni las intenciones que la luz de Dios ha juzgado. Después de
recibir esta luz, tenemos la capacidad de diferenciar entre el alma y el espíritu.
Antes de recibir la luz, solamente teníamos doctrinas y hablábamos de nuestros
pecados ligeramente. Si no hay luz, los esfuerzos por juzgar a nuestro hombre
natural resultan vanos. El único tipo de juicio eficaz es el que se realiza bajo la
luz de Dios. Cuando vivimos de esta forma delante del Señor, nuestro espíritu se
libera y nosotros nos volvemos puros; de esta manera el Señor puede usarnos
sin ningún impedimento.

La separación del alma y el espíritu es producida por la revelación. ¿Pero qué es


la revelación? Que el Señor en Su misericordia nos muestre que la revelación es
ver lo que Dios ve. ¿Qué es lo que Dios ve específicamente? El puede ver lo que
escapa a nuestra vista, pues nosotros estamos ciegos a todo lo que brota de
nosotros, pues creemos que es de Dios, mas en realidad no lo es. Lo que
declaramos bueno, correcto y espiritual, la luz nos demuestra que es todo lo
contrario, que proviene de nosotros mismos y no de Dios. Al ver la realidad de
nuestro yo, confesamos: “¡Señor! Ahora puedo ver que soy un hombre ciego; sin
saberlo he estado completamente ciego durante veinte o treinta años; nunca me
he visto como Tú me ves”.

Esta visión elimina todo lo que nos estorba. No debemos pensar que la visión es
diferente a la disciplina. La palabra de Dios es eficaz; por lo tanto, una vez que
Su palabra brilla sobre nosotros, nuestro hombre exterior es anulado. Su
iluminación es Su juicio. Ambos eventos ocurren al mismo tiempo. Tan pronto
como somos iluminados, la carne llega a su fin, ya que nada carnal sobrevive
ante la luz de Dios. Cuando alguien se enfrenta a la luz, no tiene que humillarse,
pues inmediatamente cae postrado ante ella. Bajo esta luz la carne se desvanece.
Esto es lo que queremos decir cuando aseguramos que la Palabra es eficaz.
Cuando Dios habla, no tiene que esperar a que uno actúe; la Palabra misma
surte efecto en nuestras vidas en el momento en que la recibimos.

Que el Señor abra nuestros ojos para que veamos la importancia de la revelación
y la disciplina del Espíritu Santo. Estas dos se combinan para juzgar al hombre
exterior. El Señor nos conceda la gracia de iluminarnos con Su luz, para que así
nos postremos ante El y digamos: “Oh Señor, he sido tan necio y tan ciego. Por
años he confundido lo que sale de mi hombre natural, pensando que fluye de Ti.
Señor, ten misericordia de mí”.

CAPITULO OCHO

LA IMPRESION QUE DEJA EL ESPIRITU

EXPRESAMOS LO QUE SOMOS

Ser siervos de Dios no depende de nuestras palabras ni de nuestras acciones,


sino de lo que expresamos. Si lo que expresamos no concuerda con nuestras
palabras y acciones, los demás no recibirán ninguna ayuda de nuestra parte. Lo
que expresemos es muy crucial.

Algunas veces decimos que tenemos una buena impresión de cierta persona, o
que otra nos causa mala impresión. ¿De dónde proviene la impresión que dejan
las personas? No es de sus palabras, pues si así fuera, diríamos que una persona
es buena si sus palabras son buenas o que es mala si son malas, y ni siquiera
hablaríamos de la impresión. La impresión que recibimos de alguien es
independiente de sus palabras y hechos. Mientras la persona habla o actúa,
emite algo más subjetivo que brota de su mismo ser, lo cual nos causa cierta
impresión.

Lo que deja una impresión nuestra en otros es la característica más


sobresaliente de nuestra persona, nuestro rasgo peculiar. Si tenemos una mente
natural intacta y sin ley, siempre que nos relacionemos con los hermanos, lo
primero que percibirán serán nuestros pensamientos, y eso será lo que cause
una impresión en ellos. Tal vez lo más fuerte de nosotros sea nuestras
emociones; posiblemente seamos extremadamente efusivos o totalmente fríos.
Si nuestras emociones no han sido quebrantadas por el Señor, cada vez que
interactuemos con los demás, brotarán espontáneamente. La impresión que
otros reciban será producto de nuestras emociones. Nuestra peculiaridad
brotará de nosotros y dejará una impresión de nosotros en los demás. Podemos
controlar nuestras palabras y acciones, mas no lo que fluye de nuestro ser, pues
lo que predomine en nosotros se expresará en forma espontánea.

En 2 Reyes encontramos el relato de una mujer sunamita que hospedó a Eliseo.


Leamos lo que la Biblia dice al respecto: “Aconteció también que un día pasaba
Eliseo por Sunem; y había allí una mujer importante, que le invitaba
insistentemente a que comiese; y cuando él pasaba por allí, venía a la casa de
ella a comer. Y ella dijo a su marido: He aquí ahora, yo entiendo que éste que
siempre pasa por nuestra casa, es varón santo de Dios” (2 R. 4:8-9). Este profeta
sólo pasaba por Sunem; no dio ningún mensaje ni efectuó milagro alguno; lo
único que hizo fue aceptar la invitación a comer. La mujer pudo darse cuenta de
que era un hombre de Dios simplemente por la forma en que él comía. El
expresó algo cuando estaba a la mesa.

Es crucial que nos preguntemos: “¿Qué impresión reciben de mí los demás?


¿Qué expreso yo?” Ya hemos dejado en claro que el hombre exterior debe ser
quebrantado, pero si esto no sucede, la impresión que otros reciban será
solamente la de nuestro hombre exterior. Cada vez que hablemos con otros, les
daremos la desagradable sensación de nuestro egocentrismo, nuestra necedad y
nuestro orgullo, o tal vez reciban la impresión de que somos personas muy
sagaces y elocuentes. Puede ser que logremos causar una buena impresión en
los que nos escuchan, pero ¿satisface también a Dios tal impresión? ¿Suple la
necesidad de la iglesia? En realidad, ni Dios es satisfecho ni la iglesia necesita
nuestra presunta buena impresión.

Hermanos, tanto Dios como la iglesia requieren que nuestro espíritu se libere.
Por lo tanto, es urgente y crucial que nuestro hombre exterior sea quebrantado.
Si dicho quebrantamiento no se efectúa, nuestro espíritu no podrá liberarse, y
nosotros no podremos dejar en otros la impresión del espíritu.

En una ocasión, un hermano compartió sobre el Espíritu Santo, pero sus


palabras, su actitud y sus comentarios sólo expresaban un hombre lleno del yo.
Todos los que lo escuchaban se sentían incómodos. El tema que estaba
presentando era el Espíritu Santo, pero su ser entero estaba lleno de su yo, y era
eso lo que expresaba. Si lo que sale de nosotros es nuestro yo, eso será lo que los
demás recibirán. Tal vez nuestro tema sea excelente y nuestro mensaje muy
elocuente; sin embargo, el propósito y el beneficio de una disertación así serán
completamente nulos. No debemos prestar atención sólo a las doctrinas, pues
Dios no está interesado en las doctrinas sino en que nuestra persona sea
quebrantada. Si no lo logra, seremos de poca utilidad para Su obra. Además,
sólo podremos dar enseñanzas espirituales, sin dejar una impresión espiritual.
Sería una pena que enseñáramos asuntos espirituales, y dejásemos una
impresión completamente natural, una impresión de uno mismo. Esta es la
razón por la que insistimos tanto en que nuestro hombre exterior debe ser
quebrantado.

Una y otra vez Dios ordena las circunstancias con el fin de quebrantar la
característica más sobresaliente de nuestra persona. En ocasiones somos tan
duros que un solo golpe no es suficiente para doblegarnos, y por eso Dios tiene
que darnos una segunda o tercera dosis de disciplina. El no descansará hasta
que nuestro rasgo natural más sobresaliente sea totalmente quebrantado.

Lo que el Espíritu Santo realiza en nosotros por medio de Su disciplina es muy


diferente de lo que normalmente recibimos al escuchar un mensaje. Cuando
oímos un mensaje, por lo general entendemos la enseñanza mentalmente, y
luego esperamos meses o años hasta que la palabra recibida llega a ser una
realidad en nuestra experiencia. Primero entendemos el mensaje y más adelante
somos conducidos a la realidad. Pero cuando se trata de la disciplina del
Espíritu Santo, el proceso es muy distinto, pues en el momento en que vemos la
verdad, recibimos su contenido; ambos hechos ocurren simultáneamente. No
entendemos la enseñanza primero y después recibimos el contenido, como en el
primer caso. Es extraño que entendamos las doctrinas rápidamente, pero que
nuestro aprendizaje por medio de la disciplina tome tanto tiempo. Muchas veces
con oír cierta enseñanza una sola vez, podemos recordarla posteriormente; pero
aunque la disciplina del Espíritu Santo nos venga en repetidas ocasiones,
permanecemos aturdidos, sin entender lo que nos sucede. Si el Señor no puede
quebrantarnos con un solo golpe, seguirá obrando y no se detendrá, así tenga
que disciplinarnos una, dos, diez, cien o las veces que sean necesarias para
lograrlo; pues sólo cuando lo consiga, veremos la verdad. Por lo tanto, la obra de
disciplina del Espíritu Santo tiene dos aspectos: derribar lo natural y edificar lo
espiritual. Una vez que el creyente pase la experiencia de la disciplina, será
edificado y verá la verdad; será demolido y edificado. Sólo entonces podrá tocar
la realidad delante del Señor, y podrá decir: “Le agradezco al Señor porque
ahora puedo ver que todos estos años de disciplina han tenido el único
propósito de librarme de mi característica personal sobresaliente”. Demos
gracias al Señor porque El quita los obstáculos que hay en nosotros al
golpearnos repetidas veces.

LA ILUMINACION DE DIOS PONE FIN A LO NATURAL

Otro aspecto de la obra del Espíritu Santo es la iluminación. El Espíritu utiliza


dos medios distintos para actuar en el hombre exterior: la disciplina y la
iluminación. Algunas veces el Señor usa ambos medios simultáneamente, y
otras, los usa en forma alterna. En ocasiones, el Espíritu Santo se vale de las
circunstancias para disciplinarnos y golpear nuestro lado más fuerte; y en otras,
nos infunde un suministro abundante de gracia, iluminándonos de una forma
especial. Debemos entender claramente que nuestra carne sólo puede refugiarse
en las tinieblas; pero cuando éstas se desvanecen, no tiene más donde ocultarse.
Muchas de nuestras acciones carnales prevalecen porque nunca hemos
descubierto que pertenecen a la carne, pero tan pronto brilla la luz, detectamos
que son producto de la carne, y tememos seguir actuando de la misma manera.

La luz prevalece cuando hay abundancia en la iglesia, se predica la Palabra de


Dios, se tiene un ministerio sólido y la profecía se practica frecuentemente. Una
vez que la luz de Dios brilla, entendemos lo que es el orgullo. Tal vez
anteriormente nos referíamos al orgullo jactanciosamente sin entenderlo
cabalmente, pero cuando vemos el orgullo a la luz de Dios, tenemos que
exclamar: “¡Ahora veo cuán maligno y sucio es el orgullo!” El orgullo que vemos
bajo la luz reveladora es completamente diferente a la noción tan superficial que
teníamos de él anteriormente, el cual no nos parecía tan abominable e inmundo.
Pero cuando nos ubicamos bajo la luz divina, lo vemos tal cual es. La luz nos
expone a tal grado que entendemos que nuestra verdadera condición es
muchísimo peor de lo que habíamos imaginado y expresado. En tales
circunstancias, nuestro orgullo, nuestro yo y nuestra carne se marchitarán y se
secarán para nunca más renacer.
Lo maravilloso de esto es que todo lo que esta luz pone de manifiesto, lo
elimina. La iluminación y la depuración no ocurren en momentos distantes. No
recibimos primero la iluminación de nuestros defectos, y después de años éstos
llegan a su fin; ése no es el proceso, sino que cuando vemos nuestros defectos
bajo la luz de Dios, éstos llegan inmediatamente a su fin; son eliminados al
instante. La luz los extermina, lo cual es maravilloso en la experiencia de todo
creyente. En el momento en que somos iluminados por el Espíritu Santo,
nuestras deficiencias son eliminadas. Por lo tanto, la revelación comprende
tanto la iluminación como la exterminación. Por medio de la iluminación todo
lo carnal se marchita. La revelación es la manera en que Dios opera; de hecho, la
revelación consiste en que Dios opere. Cuando la luz de Dios nos ilumina,
logramos ver, y cuando vemos, todo lo natural llega a su fin. Cuando la intensa
luz de Dios deja a la vista todo lo natural, lo sucio y maligno de nuestro yo, todo
ello llega a su fin.

La mayor experiencia que puede tener el creyente es la exterminación de todo lo


natural por medio de la iluminación divina. Cuando Pablo fue confrontado por
el resplandor de Dios, no se detuvo para dirigirse a la orilla del camino y ahí
arrodillarse a orar, sino que en el mismo instante en que fue iluminado, cayó en
tierra. Antes de este encuentro con la luz de Dios, él hacía planes y estaba muy
confiado. Pero cuando fue iluminado, su primera reacción fue caer en tierra.
Desde entonces se sintió ignorante e incapaz, pues la luz lo había doblegado.
Debemos notar que estas dos experiencias se llevan a cabo al mismo tiempo, no
en ocasiones separadas. No suceden de la manera que nos imaginamos. Dios no
brilla primero sobre nosotros haciéndonos entender, y posteriormente realiza
en nosotros la verdad que nos mostró. No nos hace ver primero nuestras
deficiencias para corregirlas más adelante. No, Dios no actúa así. El nos muestra
cuán malignos, sucios y viles somos. Al recibir esta luz, declaramos: “¡Oh, cuán
inmundo y maligno soy!” Nos estremecemos por nuestra condición, caemos al
suelo, nos marchitamos y no somos capaces de levantarnos otra vez. Después de
que el hombre orgulloso es iluminado, no puede mantener su orgullo, aunque se
lo propusiera. Una vez que vemos nuestra verdadera condición bajo la luz de
Dios, y lo que en realidad es el orgullo, esa impresión no nos dejará nunca. Un
sentimiento de ineptitud y vergüenza permanecerá en nosotros y no nos dejará
exaltarnos de nuevo.

Cuando Dios nos ilumina, nuestra fe es fortalecida y nos postramos ante El, mas
no para hacer peticiones. Muchos son los hermanos que importunan a Dios con
peticiones y ruegos mientras El les habla. Esto les impide recibir luz del Señor.
Dios, al realizar Su obra, sigue el mismo principio que usó cuando nos salvó. En
el momento en que fuimos alumbrados y recibimos salvación, no hicimos más
que caer sobre nuestras rodillas y orar: “Señor, te acepto como mi Salvador”.
Como resultado recibimos salvación inmediatamente. Pero si una persona,
después de escuchar el evangelio, repite por varios días esta oración: “Señor, te
ruego que seas mi Salvador”, no sentirá que el Señor la salve. En consecuencia,
cuando Dios nos ilumine, debemos postrarnos y decir: “Señor, acepto Tu
disciplina; estoy de acuerdo con Tu juicio”. Si hacemos esto, Dios nos dará más
luz, nos mostrará nuestra condición miserable, y el proceso se repetirá.

Siempre que la luz de Dios brilla sobre nosotros, cambia nuestra visión
espiritual. Descubrimos que detrás de las obras que asegurábamos haber hecho
en el nombre del Señor y por amor a El, había motivos impuros y bajos. Aunque
pensábamos estar entregados incondicionalmente al Señor, descubrimos que
sólo nuestros planes estaban centrados en nosotros mismos. Cuando
descubrimos semejante egoísmo en nuestras vidas, no podemos hacer otra cosa
que humillarnos ante Dios. Nuestro yo es muy escurridizo y procura ocultarse,
pero su intención es usurpar la gloria de Dios. Su egoísmo lo hace creerse
omnipotente. Pero tan pronto brilla la luz sobre nosotros, y recibimos la
revelación de Dios, queda al descubierto lo que realmente somos.
Anteriormente sólo Dios conocía nuestra condición, pero después de que Su luz
brilla, nuestros ojos son alumbrados y podemos vernos a nosotros mismos. Esta
luz penetrante descubre, tanto ante El como ante nosotros, todos los
pensamientos e intenciones del corazón, y cuando esto sucede, no nos
atrevemos ni a levantar nuestro rostro. Antes de ser expuestos estábamos ciegos
a nuestra condición y éramos engañados fácilmente por nuestro egoísmo; pero
cuando nos vemos a la luz de Dios, quedamos tan avergonzados que no
encontramos dónde escondernos. Esto pasa cuando nos damos cuenta de la
clase de personas que somos, pues aunque por mucho tiempo hicimos alarde de
ser mejores que los demás, ahora no podemos siquiera describir lo impuro y
maligno de nuestro egoísmo. Estábamos tan ciegos que nunca vimos nuestra
verdadera condición. Cuanto más vemos nuestra vileza, más avergonzados nos
sentimos. Sólo nos queda postrarnos arrepentidos ante el Señor y decir: “Señor,
me arrepiento de mi egoísmo, aborrezco mi yo y reconozco que no tengo
remedio”.

¡Aleluya! Ya que al arrepentirnos, al avergonzarnos, al aborrecernos y al


humillarnos por haber sido iluminados, podemos ser librados de todo lo
negativo que nos había oprimido por años. La salvación del hombre viene en un
momento de iluminación de Dios. Vemos nuestro egoísmo y somos libres de él
en el mismo momento. Esta iluminación no sólo nos salva, sino que también
nos permite ver, para que seamos librados. ¡Cuánta falta nos hace la visión que
nos proporciona esta luz! Pues sólo así desaparecerá el orgullo, cesarán las
actividades carnales y será quebrantado el hombre exterior.

UNA COMPARACION ENTRE


LA DISCIPLINA Y LA REVELACION
Comparemos la disciplina del Espíritu con la iluminación o revelación que El
mismo trae. La disciplina del Espíritu Santo, por lo general, es un proceso más
lento, pues viene poco a poco y de manera progresiva. Puede llevarse años
concluir un asunto en nosotros. Por otra parte, la disciplina no viene
necesariamente por medio del ministerio de la Palabra. Muchas veces aunque
no se haya ministrado la Palabra, de todos modos el Espíritu ejecuta la
disciplina. Pero la revelación del Espíritu Santo es diferente. Casi siempre viene
en forma rápida y puede durar días o inclusive minutos. Cuando la luz de Dios
resplandece sobre un hombre por minutos o aún por días, éste recibe luz y ve
que su hombre natural ha llegado a su fin, que es una persona absolutamente
inútil y que todos sus antiguos alardes de grandeza ahora lo avergüenzan. Esta
revelación la recibe del Espíritu Santo por medio del ministerio de la Palabra. Es
por eso que la revelación del Espíritu Santo viene más frecuentemente cuando
en la iglesia hay un ministerio de la Palabra sólido y abundante. Pero si no lo
hubiera, y en consecuencia, la revelación del Espíritu fuera menor, de todos
modos nadie podría permanecer en la presencia del Señor preservando su
hombre exterior intacto. La palabra y la revelación pueden ser escasas, pero con
todo, la disciplina del Espíritu Santo permanece. Aun cuando un hermano
permanezca aislado de los creyentes por años, el Espíritu Santo actúa en él
llevando a cabo Su disciplina. El Espíritu logra que en su aislamiento pueda
aprender del Señor y tener experiencias espirituales elevadas. Es posible que
cuando la iglesia es débil, algunos no reciban el ministerio apropiado de la
palabra y otros puedan pensar que han perdido la disciplina del Espíritu por su
condición. Esto no significa que la disciplina del Espíritu Santo no esté presente,
sino que, aunque el Espíritu Santo los ha disciplinado por años, no ha habido
resultados positivos en ellos. El Señor puede golpearlos una o dos veces, o aun
por años, sin que ellos comprendan lo que Dios intenta lograr. Su obstinación se
asemeja a la de una mula sin entendimiento, pues ignoran por completo la
intención de Dios. Es una pena que aunque la disciplina nunca nos falte, no
podamos ver que aquello es obra de la mano del Señor.

Muchas veces cuando Dios nos castiga, volvemos nuestra atención a los
hombres y nos equivocamos. Nuestra actitud delante del Señor debería ser la del
salmista cuando dijo: “Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste” (Sal.
39:9). Debemos tener presente que quien nos está disciplinando no es nuestro
hermano, nuestra hermana, nuestro amigo, nuestros parientes ni ninguna otra
persona, sino el Señor mismo. Debemos ver que el Señor ha estado
disciplinándonos y dándonos lecciones por años. Debido a nuestra ignorancia al
respecto, culpamos a otros y aun a nuestra suerte. Esto es desconocer la manera
en que Dios obra. Debemos recordar que todas las circunstancias son
preparadas por Dios para nuestro provecho. Absolutamente todo lo que nos
pasa, la frecuencia, la duración y la intensidad de las situaciones que nos
rodean, han sido cuidadosamente planeadas por Dios. El dispone todo en Su
providencia con el único propósito de quebrantar la parte más dura y la
característica más sobresaliente de nuestro hombre natural. Que el Señor nos
conceda gracia para que veamos el significado de Su obra en nosotros. Que nos
dé luz suficiente para dejarnos en evidencia y humillarnos. Si el Señor
quebranta nuestro hombre exterior, no volveremos a expresar nuestro yo, y en
su lugar fluirá nuestro espíritu al relacionarnos con otros.

Oramos para que la iglesia pueda conocer a Dios de una manera en la que nunca
lo ha conocido. También oramos para que los hijos de Dios reciban bendiciones
espirituales sin precedente. El Señor tiene que calibrar nuestro ser hasta que
lleguemos a ser personas rectas y equilibradas. No sólo el evangelio debe ser el
debido sino también quien lo ministra. No sólo las enseñanzas deben ser
correctas sino también los maestros. El asunto crucial radica en que Dios se
libera juntamente con nuestro espíritu. Cuando nuestro espíritu se libera de esta
manera, podemos llegar a muchos que están en el mundo y que tienen una gran
necesidad de este espíritu. Ninguna obra es tan importante y básica como ésta, y
nada puede reemplazarla. La atención del Señor no se concentra en nuestra
doctrina, nuestra enseñanza ni nuestros mensajes. Lo que a El le interesa es que
podamos expresarlo ante los demás. ¿Qué es lo que expresamos? ¿Estamos
atrayendo a los demás hacia nosotros mismos o hacia el Señor? ¿Ellos están
recibiendo de nosotros nuestras doctrinas o al Señor? Esto es extremadamente
serio. Si no le prestamos atención, nuestra obra y nuestro servicio no tendrán
ningún valor.

Hermanos, al Señor le interesa más lo que expresamos en nuestra persona que


lo que decimos con palabras. Cada vez que hablamos con alguien, expresamos
algo. Puede ser nuestro yo o Dios mismo; nuestro hombre exterior o nuestro
espíritu. Hermanos, permítanme repetir la pregunta: “¿Qué expresamos delante
de los hombres?” Este es un asunto crítico que debemos resolver. Que Dios nos
dé Su luz y Su bendición.

CAPITULO NUEVE

EL RESULTADO DEL QUEBRANTAMIENTO

LA DOCILIDAD Y EL QUEBRANTAMIENTO
DE LA VOLUNTAD

Dios quebranta al hombre exterior de diferentes maneras en distintas personas,


y por eso el Espíritu Santo aplica diferentes clases de disciplina, según la
necesidad del individuo. Si la característica predominante de uno es el amor
propio, el Espíritu trabaja de manera específica quebrantando ese amor.
Cuando el problema es el orgullo, prepara una y otra vez circunstancias
diseñadas específicamente para quebrantar ese orgullo. A las personas cuya
fuerza radica en su inteligencia humana, Dios permite que cometan errores
constantemente, para enseñarles a no confiar en su capacidad y llevarles a
confesar: “Mi vida no depende de mi perspicacia, sino de la misericordia de
Dios”. En ocasiones el problema radica en que uno es demasiado susceptible; en
dado caso, Dios ordena circunstancias que acaben con ese problema, así como lo
hace para poner fin a las muchas opiniones de los que siempre están llenos de
ideas y conceptos. La Biblia dice: “Yo soy Jehová ... ¿habrá algo que sea difícil
para mí? (Jer. 32:27). Hay personas que creen que para ellos no hay nada difícil.
Nada se les dificulta, y no encuentran un obstáculo lo suficientemente difícil
como para hacerles ver su ignorancia e incapacidad. En el caso de éstos, el
Espíritu del Señor usa toda clase de situaciones para derrotarlos y tiene que
golpearlos repetidas veces para lograr que se humillen y reconozcan que a pesar
de su autosuficiencia, son absolutamente incapaces. Son confrontados con cosas
que para ellos eran fáciles, pero se les salen de las manos y los dejan
avergonzados y humillados. En pocas palabras, el Espíritu opera sabiamente en
cada persona de diferente manera, según la necesidad de ésta.

También existe una variación en la frecuencia con que el Espíritu Santo aplica
Su disciplina. En el caso de algunos, el Señor usa Su vara cuando es necesario,
castigándolos en forma intensa y constante. Con otros, aplica Su disciplina por
un tiempo, concediéndoles luego períodos de respiro. Pero una cosa no cambia:
el Señor azota a todo aquel que ama. Entre los hijos de Dios deberíamos
encontrar las heridas producidas por la corrección del Espíritu Santo. Aunque
Dios aplica Su castigo en diferentes áreas, el fin es el mismo, y ya sea que toque
algún aspecto externo o interno, siempre causará alguna herida en la persona.
Cuando Dios vea necesario tocar el amor propio, el orgullo, la sabiduría o la
sensibilidad de alguien, lo hará procurando herir y debilitar al hombre natural.
Algunos pueden ser tocados en su parte emotiva y otros en su intelecto, pero el
resultado siempre será el quebrantamiento de la voluntad. No importa el área
en que uno sea golpeado, esto siempre afectará directamente al yo y a la
voluntad. Por lo general, el hombre es necio y su voluntad es obstinada. Esta es
impulsada por la mente, las opiniones, el egoísmo, los afectos o la inteligencia.
La necedad puede apoyarse en muchas cosas, pero en cada una de ellas se
manifiesta una voluntad férrea. De igual manera, los golpes, los castigos y el
quebrantamiento del Espíritu Santo pueden variar, pero a la postre, la obra
intrínseca del Espíritu tiene el solo objeto de herir el yo y doblegar la voluntad.

Por lo tanto, todo aquel que es subyugado mediante la revelación o la disciplina


del Espíritu Santo, muestra una característica: la docilidad. Esta es la señal de
una persona quebrantada. Todo aquel que ha sido quebrantado por Dios, es
dócil ante El. La cáscara que nos rodea es dura y hermética debido a que hay
muchos elementos en nosotros que la fortalecen. Nosotros somos como una
casa sostenida por muchas columnas. Pero cuando Dios derriba las columnas
una por una, la casa entera se derrumba. Una vez eliminada la estructura
exterior, el yo interior se desploma. No debemos pensar que quienes hablan de
un modo suave o sumiso no son obstinados. En muchos casos los de voz más
apacible, resultan ser los más inflexibles interiormente. Esa dureza se relaciona
con el carácter, no con el tono de voz. Muchos que aparentan ser dóciles y
tímidos, ante Dios son tan necios, duros, orgullosos y autosuficientes como los
demás. Los elementos que sostienen la estructura de ellos pueden variar, pero la
estructura interna es la misma. En estos casos, Dios tiene que quitar de en
medio los elementos de soporte y quebrantarlos uno por uno, y debe aplicar Su
disciplina las veces que sean necesarias. Por Su gracia, después de repetidos
golpes, El logrará derribar lo que se resiste a Su obra. Este severo castigo
producirá en nosotros el temor de hacer o decir lo mismo una vez más. Ya no
tendremos tanta libertad de hablar sin restricción. Puede parecer que la
disciplina del Señor sólo afecta el aspecto externo, pero la realidad es que todo
nuestro ser se vuelve más dócil y sumiso ante la mano de Dios, y podemos
abandonar por completo las prácticas naturales ya juzgadas. Al menos en esas
áreas no nos atreveremos a desobedecer más al Señor ni a defender nuestras
ideas. Por temor a Dios, no nos atreveremos a actuar por nuestra cuenta, ya que
en esa área hemos llegado a ser dóciles. Cuanto más disciplina recibimos, más
dóciles y manejables somos. Esta docilidad o flexibilidad indica que la obra de
quebrantamiento que Dios realiza se amplía en nosotros y gana terreno en
nuestras vidas.

Hay casos en los que un hermano puede tener mucho carisma o aun dones
espirituales, pero cuando tenemos comunión con él, percibimos la falta de
quebrantamiento en su vida. Hay muchos creyentes en esta condición: tienen
dones pero no han sido quebrantados. Cualquiera puede percibir el carácter
áspero que tienen; pero después de que son quebrantados, se vuelven dóciles y
tratables. Es fácil reconocer la falta de quebrantamiento por la dureza de la
persona. Cuando alguien ha sido disciplinado en cierta área de su vida, será
liberado de la vanagloria, el orgullo, el abandono y el desenfreno; además, se
conducirá con temor y docilidad en tal área.

La Biblia usa muchos símbolos para referirse al Espíritu Santo, como por
ejemplo, el fuego y el agua. El fuego denota el poder del Espíritu, mientras que
el agua habla de Su pureza. Otro bello símbolo del Espíritu es la paloma. La
naturaleza del Espíritu es como la de la paloma, que es dócil, pacífica y mansa, y
no expresa dureza alguna. Mientras que el Espíritu de Dios forja Su naturaleza
en nuestro ser poco a poco, vamos adquiriendo la naturaleza de la paloma. El
hecho de que nos volvemos dóciles y sumisos como resultado de nuestro temor
santo, es una señal de la obra de quebrantamiento en nuestro ser.

LAS DIFERENTES MANIFESTACIONES DE LA DOCILIDAD


Una vez que el hombre es quebrantado por el Espíritu Santo, manifestará
docilidad, producto de su temor reverente hacia Dios. Cuando otros se
relacionen con él, no enfrentarán la dureza, la violencia ni la severidad que
anteriormente lo caracterizaba. Aun el tono de su voz y su actitud se suaviza
después de recibir la corrección del Señor. Abriga en su interior un temor a Dios
que espontáneamente fluye por medio de sus palabras y su actitud, y es
transformado en un hombre dócil.

Dispuestos a ser quebrantados

¿Qué es una persona dócil? Es una persona fácil de tratar, alguien a quien le
resulta fácil hablar con otros y a quien no se le hace difícil pedir ayuda. A todo
aquel que ha sido quebrantado por Dios le resulta fácil confesar sus faltas y aun
derramar lágrimas. Para muchos es difícil llorar. No queremos decir que llorar
tenga mérito en sí mismo, sino que cuando alguien ha recibido suficiente
disciplina de parte de Dios, su manera de ser, su mentalidad, su parte afectiva y
su voluntad, han sido tan golpeadas que le resulta fácil ver sus errores y
confesarlos. Cualquiera puede hablar con él. Su cáscara exterior ha sido
totalmente quebrantada, por lo que mental y afectivamente es capaz de aceptar
la opinión, el consejo o las enseñanzas de otros. Es trasladado a otra esfera y
está dispuesto a recibir ayuda siempre y en cualquier lugar.

Sensibles

Una persona dócil es una persona sensible. Debido a que su hombre exterior ha
sido quebrantado, le resulta fácil liberar su espíritu y tocar el espíritu de otros
hermanos. Es tan sensible que puede percibir y reaccionar ante la más mínima
acción espiritual. Sus emociones se vuelven tan agudas que distinguen de
inmediato lo correcto y lo incorrecto. Tal persona nunca hace nada insensato,
desconsiderado ni ofensivo. En cambio, un hermano cuyo hombre exterior está
intacto seguirá adelante con su actividad aunque el espíritu de los demás lo
desapruebe y se incomode, pues es tan insensible que ni siquiera lo nota.
Algunos hacen oraciones interminables que afligen el espíritu de los demás
hermanos y hacen que éstos anhelen que dejen de orar, pero continúan sin tener
sensibilidad alguna. No responden al sentir de los demás y ni siquiera lo
perciben. Esto se debe a que su hombre exterior está intacto. Todo aquel que ha
sido verdaderamente quebrantado, puede tocar sin dificultad el espíritu de los
demás, percibir su sentir y no actuar en forma insensible, indiferente o
desconsiderada.

Unicamente aquellos cuyo hombre exterior haya sido quebrantado, entenderán


el significado del Cuerpo de Cristo. Sólo ellos podrán tocar el espíritu del
Cuerpo, o sea, el sentir de los demás miembros. Cuando alguien está desprovisto
de sentimientos, será como un miembro mecánico. Un brazo artificial se puede
mover junto con el cuerpo, pero está desprovisto de toda sensibilidad. Algunos
hermanos son semejantes a miembros que no sienten. Aunque todo el Cuerpo
perciba algo, ellos permanecen impasibles. Pero una vez que su hombre exterior
es quebrantado, reciben la capacidad de tocar la conciencia y el sentir de la
iglesia. Su espíritu se abre y pueden percibir el espíritu y el sentir que la iglesia
les trasmite. Esta sensibilidad es algo precioso, pues cada vez que nos
equivocamos, inmediatamente nos lo indica. Aunque el quebrantamiento del
hombre exterior no nos garantiza que seremos infalibles, sí nos hace
suficientemente sensibles para detectar nuestros errores. Tal vez los hermanos
sepan que estamos equivocados aunque no lo digan; pero cuando hablamos con
ellos, nos damos cuenta de nuestro error. Basta con tocar su espíritu para
darnos cuenta si aprueban o desaprueban el asunto. Para practicar la vida del
Cuerpo es indispensable tener esta sensibilidad; sin ella, es imposible tener la
vida corporativa. El Cuerpo de Cristo no toma decisiones debatiendo
colectivamente, de la misma manera que los miembros de nuestro cuerpo físico
no tienen que discutir hasta llegar a un acuerdo a fin de moverse. Todo lo hacen
coordinada y espontáneamente, siguiendo los impulsos del cuerpo, dirigidos por
la cabeza. La voluntad de la Cabeza se expresa en la voluntad de todo el Cuerpo.
En consecuencia, cuanto más quebrantamiento experimentemos, más fácil nos
será ajustarnos al Cuerpo y seguir sus impulsos.

Recibimos a otros con sencillez

El mayor beneficio que recibimos no consiste en que nuestros errores son


corregidos, sino en que nuestro espíritu se abre y se libera por medio del
quebrantamiento del hombre exterior. Esto nos hace aptos para recibir de otros
la provisión del espíritu, y así podemos aceptar con sencillez la ayuda espiritual
de cualquier hermano. Pero si nos resistimos al quebrantamiento, no podremos
aceptar la ayuda de nadie. Supongamos que un hermano tiene un intelecto muy
cultivado que le ha impedido ser quebrantado; esto hará que cuando asista a las
reuniones le sea difícil recibir edificación o ayuda, a menos que se encuentre con
otro que sea tan intelectual como él. Siempre analizará las palabras del que
comparte y, por lo general, las menospreciará, calificándolas como pobres e
incoherentes. Su destreza mental le impide recibir ayuda, y así puede pasar
largos meses y años. Su mente será como una cáscara impenetrable que le
impedirá recibir edificación espiritual; él sólo aceptará ayuda en la esfera
intelectual. Pero después de que el Señor se ocupe de su caso y le dé las
lecciones necesarias quebrantando su punto fuerte, la dura corteza de su mente
se desmoronará, y él reconocerá lo inútil de sus muchos razonamientos; se
volverá sencillo como un niño y podrá fácilmente escuchar a los demás. De ahí
en adelante, no volverá a despreciar la conversación de los demás hermanos, ni
se dedicará a buscar fallas en su pronunciación ni en sus enseñanzas, ni buscará
ambigüedades en sus palabras. Por el contrario, podrá tocar con su espíritu el
espíritu del orador. Cuando el Señor dirija el espíritu del que ministra, el
espíritu del oyente será avivado, y él recibirá edificación. Si el espíritu de un
creyente ha sido quebrantado, cuando otros liberen su espíritu recibirá
edificación. No me refiero a la edificación en cuanto a doctrina, pues eso es un
asunto diferente. Cuanto más quebrantado esté el espíritu, más lo estará el
hombre exterior y más ayuda recibirá. Como resultado, al moverse el Espíritu de
Dios en un hermano, la persona quebrantada aceptará la ayuda de éste y dejará
de criticar y analizar la presentación, exactitud, pronunciación, elocuencia y
coherencia del orador. La condición de nuestro espíritu determina cuánta ayuda
podemos recibir. Aunque haya hermanos en nuestro derredor, a veces no
podemos tocar su espíritu ni recibir edificación de su parte debido a la dureza de
nuestra corteza.

¿Qué es la edificación? No es la acumulación de conceptos, ideas o doctrinas,


sino un contacto del Espíritu de Dios con el nuestro. El Espíritu de Dios puede
brotar de cualquier hermano. Ya sea en una reunión o en privado podemos
tener la experiencia de ser alimentados y reconfortados, tan pronto como el
Espíritu de Dios se activa en otros. Podemos decir que nuestro espíritu es como
un espejo. Cada vez que recibimos edificación, es como si alguien puliera
nuestro espíritu y lo hiciera brillar un poco más. La edificación se lleva a cabo
cuando nuestro espíritu es tocado por el espíritu de los hermanos o por el
Espíritu Santo. Lo que fluye del espíritu de los hermanos nos enciende tan
pronto lo tocamos. Nos podemos comparar con una lámpara eléctrica que brilla
al pasar por ella la electricidad, independientemente del color de la pantalla y el
color de los cables. Nuestro interés no está en el color de la pantalla de la
lámpara, sino en que la electricidad circule, y en el hecho de que seamos
reconfortados, avivados y nutridos ante Dios. Agradecemos a Dios que podemos
experimentar esto y ser personas dispuestas a recibir ayuda. A muchos les
resulta difícil recibir ayuda. Si tenemos el deseo de ayudarles, tenemos que orar
por ellos para que permitan ser ayudados. Sólo aquellos que son dóciles están
dispuestos a recibir ayuda.

Existen dos enfoques diferentes en cuanto a la edificación. Uno es


completamente externo y se basa en conceptos, doctrinas y exposición de las
Escrituras. Algunos afirman haber recibido ayuda desde este ángulo. El otro
enfoque es completamente diferente, pues se basa en el contacto del espíritu de
los hermanos. Cuando el espíritu de un creyente toca el de otro, ambos
creyentes reciben ayuda. La verdadera edificación cristiana se efectúa de esta
manera. Si todo lo que sabemos es escuchar mensajes, entonces puede suceder
que si escuchamos un buen mensaje hoy y el siguiente domingo oímos el mismo
mensaje, nos aburriremos y estaremos ansiosos por irnos. Pensamos que con
escuchar una enseñanza una sola vez es suficiente, pues creemos que la vida
cristiana gira en torno a doctrinas. Sin embargo, debemos entender que la
edificación se relaciona con el espíritu y no con las doctrinas. Si un hermano
comparte un mensaje liberando su espíritu, nos conmoverá, producirá cambios
en todo nuestro ser y seremos lavados y vivificados. Si volviéramos a escuchar al
mismo hermano predicar y liberar su espíritu, recibiríamos ayuda una vez más.
Tal vez el tema nos parezca familiar y las enseñanzas sean las mismas, pero cada
vez que libere su espíritu seremos purificados y lavados. Debemos recordar que
la edificación se basa en el contacto del espíritu de otros con el nuestro, y no en
un aumento de conocimiento. La edificación es un intercambio entre los
espíritus de los creyentes, y no tiene nada que ver con las doctrinas ni las
enseñanzas del hombre exterior. Lo mejor que podemos decir de las doctrinas y
las enseñanzas que no guardan ninguna relación vital con el espíritu es que son
letra muerta.

Cuando nuestro hombre exterior ha sido quebrantado, recibimos edificación


fácilmente y una abundante provisión de muchas direcciones. Por ejemplo, al
brindar ayuda a alguien que se nos acerca en busca de soluciones, nosotros
mismos recibimos edificación. Cuando un pecador que busca al Señor acude a
nosotros, mientras oramos con él, también nosotros recibimos edificación. Si
alguna vez el Señor lo conduce a uno a exhortar a algún hermano que se haya
desviado, cuando toquemos su espíritu, recibiremos edificación. Sentiremos que
todo el Cuerpo trae la provisión que nos corresponde. Cualquier miembro, sin
excepción alguna, nos podrá traer la suministración que necesitemos. Siempre
estaremos dispuestos a recibir ayuda. La iglesia en su totalidad será nuestra
provisión. ¡Qué caudal de riquezas descubriremos! Podremos decir que las
riquezas de Dios, depositadas en Su Cuerpo, vienen a ser nuestras en la práctica.
¡Cuán diferente es esta experiencia de la simple acumulación de doctrinas y
conocimiento! ¡La diferencia es enorme!

Cuanto más quebrantado haya sido el hombre natural de un creyente, mayor


será su capacidad de recibir y más amplia la esfera del suministro que se le
proporcionará. Los que no reciben ayuda de los demás no son necesariamente
más fuertes; lo que sí indica su habilidad natural es que la corteza que los rodea
es tan dura que no están dispuestos a recibir ayuda de los demás. Para que
puedan recibir la ayuda vital de parte de toda la iglesia, primero es necesario
que el Señor en Su misericordia, les dé grandes dosis de disciplina y
quebrantamiento por medio de Sus efectivos y variados métodos. Todos
deberíamos revisar nuestra experiencia y preguntarnos: ¿Somos capaces de
recibir ayuda de otros? Si nuestra corteza natural todavía está intacta, no
podremos detectar el espíritu de los hermanos cuando éste brota juntamente
con el Espíritu Santo. Pero si somos quebrantados, recibiremos ayuda siempre
que el espíritu de cualquier hermano actúe. No importa si el espíritu del
hermano ejerce su función con extraordinaria fuerza o casi imperceptiblemente,
el caso es que lo toquemos, pues tan pronto como lo hacemos, somos reavivados
y edificados. Hermanos, debemos darnos cuenta de lo crucial que es el
quebrantamiento de nuestro hombre exterior; es un requisito fundamental para
poder servir al Señor y para recibir el suministro y la edificación de Dios.

La comunión en el espíritu

La comunión no es un simple intercambio de ideas y opiniones, sino un


contacto de nuestro espíritu con el espíritu de los demás. Para poder tocar el
espíritu de los hermanos y entender lo que significa la comunión de los santos,
es imprescindible que el Señor, por Su misericordia, quebrante nuestra cáscara
natural y derribe a nuestro hombre exterior. Sólo así será liberado nuestro
espíritu y entenderemos a lo que se refiere la Biblia cuando habla de la
comunión del espíritu. A partir de entonces sabremos que la comunión se lleva a
cabo en el espíritu, no en la mente, pues no es concordar en opiniones. Sólo
cuando tenemos comunión en el espíritu podemos orar en unanimidad. Cuán
difícil es que alguien que ora con su mente sin ejercitar su espíritu encuentre a
otro que piense igual que él y así puedan orar en armonía. Pienso que ni en todo
el universo lo hallaría. Sin duda, la comunión se lleva a cabo en el espíritu. Todo
aquel que haya sido regenerado y tenga el Espíritu Santo en él, ciertamente
puede tener comunión con los hermanos. Una vez que Dios haya derribado las
barreras que nos dividían y haya derrotado nuestro hombre natural, nuestro
espíritu quedará abierto para dar y recibir, tocar y ser tocado por los demás. De
este modo, participaremos de la comunión del Cuerpo de Cristo. Más aun,
nuestro espíritu será parte de Su Cuerpo y nosotros seremos la realidad del
Cuerpo. En Salmos 42:7 leemos: “Un abismo llama a otro”. Esto significa que “el
abismo” que hay en nosotros [lo más profundo de nuestro ser, nuestro espíritu]
clama y ansía tocar “el abismo” de los demás, y anhela establecer contacto con
“el abismo” que hay en la iglesia. Esta es la comunión entre abismos, es el
llamado y la respuesta entre uno y otro. Si nuestro hombre exterior ha sido
quebrantado y nuestro hombre interior es liberado, tocaremos el espíritu de la
iglesia y el Señor nos podrá usar.

LO GENUINO NO SE PUEDE IMITAR

Ya dijimos que el quebrantamiento del hombre exterior es una experiencia


genuina que no se puede falsificar ni imitar; sólo el Espíritu Santo lo puede
producir. Cuando decimos que el creyente debe ser manso, no nos referimos a
que deba actuar como si lo fuera, pues la mansedumbre no se puede producir
por el esfuerzo humano; y si alguien lo lograra, descubriría que esa
mansedumbre falsa e inútil tendría que ser eliminada, dado que la
mansedumbre que cuenta proviene de la obra del Espíritu Santo. Según nuestra
experiencia, ningún logro nuestro tiene validez alguna, ya que lo verdadero es lo
que el Espíritu Santo genera. Sólo El conoce nuestra condición y, por ende,
prepara las circunstancias del caso con el fin de quebrantarnos.

Nuestra responsabilidad consiste en pedir la iluminación de Dios para


reconocer y aceptar Su obra en nuestra vida. Debemos ser sumisos bajo la
poderosa mano de Dios y aceptar que El no se equivoca en nada. No deberíamos
ser semejantes a una mula sin entendimiento; por el contrario, deberíamos
someternos voluntariamente al quebrantamiento y la corrección que vienen de
Dios. Cuando presentamos nuestra vida voluntariamente para que Su mano
poderosa la moldee, comprendemos que debimos haberlo hecho cinco o diez
años antes y nos lamentamos por tanto tiempo perdido. No debemos dejar que
pase un día más sin presentarnos a Dios; digámosle: “Señor, todo este tiempo he
sido ciego; no entendía de dónde me querías rescatar ni hacia dónde me querías
conducir. Ahora entiendo que deseas quebrantarme; por lo tanto, te rindo mi
vida completamente”. Es posible que dejemos de ser estériles y empecemos hoy
mismo a llevar fruto. Además, el Señor iniciará una obra de demolición en
muchas áreas de nuestra vida desconocidas incluso para nosotros. Cuando
termine esta demolición, habrá quitado de nosotros el orgullo, el amor propio y
la vanagloria, de manera que nuestro espíritu podrá liberarse y El lo podrá
utilizar, y nosotros podremos usar nuestro espíritu.

Ya que estamos conscientes de que el quebrantamiento es obra exclusiva del


Espíritu Santo, entendemos que es inútil tratar de imitarlo, pues tal acción no
sería más que nuestro esfuerzo natural. Surge un interrogante en nosotros.
Sabiendo que cualquier actividad proviene de la carne, ¿debemos detener todo
intento natural de imitar la obra del Espíritu Santo, o debemos esperar a que el
Espíritu actúe? ¿Debemos esperar a que venga una gran luz sin procurar
limitarla en forma alguna? Lo más indicado sería, sin duda alguna, cesar toda
actividad de nuestra carne. Hacer esto es muy diferente a pretender una
condición que no tenemos. Por ejemplo, si tenemos la tendencia de ser
orgullosos, debemos negar este impulso en nosotros, pero no debemos
pretender ser humildes. Si nos enojamos fácilmente, debemos negar nuestro
carácter, mas no debemos fingir mansedumbre. Dejar de hacer algo es una
restricción preventiva, mientras que pretender que somos de cierta manera, es
una acción infructuosa. El orgullo es negativo y debemos eliminarlo, mientras
que la humildad es positiva y no podemos imitarla sin caer en el engaño.
Supongamos que alguien es muy obstinado, que tiene un tono áspero y una
actitud inflexible; es conveniente que controle su aspereza, pero no debería
simular que es sumiso. Debemos detener toda actividad y actitud negativa que
detectemos en nosotros, pero no tratar de falsificar virtudes positivas que no
tengamos. Lo que debemos hacer es ofrecernos al Señor y decirle: “Señor, no
deseo tratar de aparentar lo que es Tuyo; confío en que Tú mismo obrarás en
mí”. Si hacemos esto, el quebrantamiento y la edificación serán una realidad.
Ninguna imitación es una obra genuina de Dios, sino un esfuerzo humano. Por
lo tanto, todo buscador genuino debe procurar la realidad interior y no la
imitación exterior. Debe permitir que Dios efectúe una obra genuina en su
interior, la cual se expresará. Toda actividad meramente externa es falsa, así
que, toda clase de imitación humana debe ser desechada, pues no sólo es un
fraude para otros, sino también para la persona que lo hace. Una persona que
constantemente afirma ser lo que no es, corre el riesgo de llegar a creer su
propio engaño, confundiendo así la realidad con lo que afirma ser, hasta quedar
enredada en su propio engaño. Mejor es no tratar de aparentar nada y ser
sinceros en nuestra conducta, aunque en cierta medida nos conduzcamos en el
hombre natural, pues así permitiremos que Dios produzca lo verdadero en
nosotros. Debemos ser genuinos en nuestro vivir y en lugar de tratar de
aparentar lo genuino, debemos confiar en que el Señor añadirá cada día Sus
virtudes a nuestra vida.

Otro problema que encontramos con frecuencia es que algunos expresan ciertas
virtudes en la esfera natural. Por ejemplo, algunos son mansos por naturaleza.
¿Cuál es la diferencia entre la mansedumbre natural y la que resulta de la
disciplina del Espíritu? Debemos recalcar dos asuntos en relación con esto. En
primer lugar, todo lo que es natural es independiente del espíritu, y además,
todo lo que viene por medio de la disciplina del Espíritu Santo está bajo el
control de nuestro espíritu, y solamente se mueve en coordinación con éste. La
mansedumbre natural muchas veces entorpece la acción del espíritu, y todo lo
que estorbe la acción del espíritu es obstinado por naturaleza. Si el Señor le
indicara a una persona así que se pusiera de pie y diera una exhortación severa,
su mansedumbre natural le impediría hacerlo y seguramente diría: “Oh, yo no
soy capaz de hacerlo, nunca he hablado así en toda mi vida. Que otro hermano
lo haga”. En esto podemos ver que en ese momento la mansedumbre natural no
está bajo el control del espíritu, ya que todo lo que es natural se rige por su
propia voluntad y obstinación, y sigue sus propias inclinaciones y, por ende, no
puede ser usado por el espíritu. Sin embargo, la mansedumbre producida por el
quebrantamiento es muy diferente, pues no ofrece genuina resistencia al
espíritu ni sugiere opinión alguna, ya que es dirigida y usada por él.

En segundo lugar, las personas que son mansas por su carácter y no por el
espíritu, sólo son dóciles y sumisas cuando todo está a su favor y bajo su control;
pero tan pronto se les pide hacer algo que no les agrada, su actitud cambia y su
mansedumbre desaparece. Por consiguiente, ninguna virtud natural incluye la
negación del yo; por el contrario, todas ellas promueven la vanagloria. Esta es la
razón por la cual siempre que la individualidad de dicha persona se ve
amenazada, desaparecen su humildad, su mansedumbre y todas sus “virtudes”.
Sin embargo, las virtudes que son fruto de la disciplina del Espíritu y del
quebrantamiento del yo están en una esfera muy distinta. Cuanto más
quebranta Dios el yo, más se manifiestan estas virtudes; cuanto más herida sea
la persona, más mansa llega a ser. Existe una diferencia enorme entre las
llamadas virtudes naturales y el fruto genuino del Espíritu.

SED FUERTES

Hemos dado énfasis reiteradas veces a la urgencia de que el hombre exterior sea
quebrantado. No podemos aparentar ni reemplazar la experiencia del
quebrantamiento. Debemos humillarnos bajo la poderosa mano de Dios y
aceptar su disciplina, pues sólo por medio del quebrantamiento del hombre
exterior, se fortalece el hombre interior. Es posible que algunos hermanos
todavía tengan un espíritu débil, pese a que por el quebrantamiento debería ser
fuerte. Si éste es el caso, no debe orar pidiendo ser fortalecido. Lo que debe
hacer es decirse a sí mismo: “¡Sé fuerte!” Decimos esto con bases sólidas, pues la
Biblia nos manda: “¡Fortaleceos!” Es algo asombroso que cuando nuestro
hombre exterior ha sido quebrantado podemos ser fuertes cuando queramos.
Siempre que la situación lo requiera o que decidamos, seremos tan fuertes como
lo determinemos. Compruébelo usted mismo. Siempre que decida que puede
hacer algo, lo hará. Tan pronto se resuelva el problema del hombre exterior,
también el asunto de la fortaleza se resolverá. Siempre que queramos ser
fuertes, lo seremos. De ahí en adelante nadie podrá detenernos. Lo único que
tenemos que hacer es decir que haremos algo o que estamos determinados a
realizarlo, y se cumplirá. Con una pequeña decisión de nuestra parte, nos
sorprenderemos de lo que podemos lograr. El Señor dice: “Sed fuertes”. Si
declaramos que somos fuertes en el Señor, indudablemente lo seremos.

Nuestro espíritu se liberará sólo después de que el hombre exterior sea


quebrantado. Este es un requisito básico que debe cumplir todo siervo del
Señor.

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