Godes - Los Templarios Alba y Crepusculo de Los Caballeros
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LOS TEMPLARIOS
I.- EL ENTORNO
Los Templarios nacen en Jerusalén en una fecha no del todo clara: hay quien dice que es
en el año 1118 cuando Hugo de Payns crea junto con otros compañeros una orden, los Pobres
Caballeros de Cristo; otros hablan de 1119, e incluso algunos de éstos dan una fe cha concreta:
el 25 de diciembre de este último año. Finalmente, Rudolf Hiestad cree que el año exacto sería
el 1120. Sin embargo, no hay duda alguna en cuanto a la fecha de su desaparición: el 22 de
marzo de 1312 Clemente V, en consistorio secreto, resuelve la supresión de la Orden del
Temple. Dos centurias discurren entre nacimiento y muerte, que encajan perfectamente con los
siglos XII y XIII.
Nos interesa conocer el conjunto de este Occidente cuyos límites orientales nos parece que
debemos situar en Tierra Santa; pero no podemos perder de vista nuestro objetivo, dirigido
hacia la singladura que marcan los Templarios. De esta manera, tendremos que dedicar más
tiempo a explicar la sociedad y la política francesa que la de los otros reinos o señores
contrapuestos: el Temple nace por voluntad de unos nobles franceses, se desarrollará en
Francia más que en otros lugares de este Occidente, y morirá bajo la alta conspiración de un
papa y de un rey, ambos franceses.
1.1. LA SOCIEDAD
La gente que vive en pleno siglo XII es muy diferente de la que vio deshacerse,
desgarrarse, el extraordinario poder que significó el Imperio Carolingio. A la muerte de Luis el
Piadoso (840), los mismos problemas dinásticos dan paso a la fragmentación del territorio del
antiguo Imperio: se constituyen los señoríos con una autonomía total, asumiendo los antiguos
derechos reales. Todos estos señores se disputan el poder, que cada vez deviene más local,
más particular. Para colmo, o quizá porque la anarquía despierta el deseo de los aprovechados,
durante estas mismas fechas (845) los normandos saquean París: otro elemento entra en juego,
pues, para crear aún más inseguridad, que, por esta parte, no terminará hasta la concesión del
ducado de Normandía a los invasores daneses (911).Los normandos no estuvieron solos en su
deseo de sacar provecho de la anarquía que se desarrolló en Occidente en los siglos IX y X:
húngaros y sarracenos han cogido empuje y no cesan de atacar hasta que Otón el Grande bate
a los primeros en Ausburgo (955). También los reinos cristianos ibéricos parecen empezar a
respirar y mantienen a los sarracenos más o menos controlados.
Apaciguados los grandes focos externos, la inseguridad viene dada por la ambición de los
señores locales, el peligro proviene de los castellanos vecinos. Por esto a finales del siglo x los
castillos, un nuevo sistema de defensa inmediata, se multiplican: con sus funcio nes defensivas
y de guarnición de guerreros permiten que los seño res vigilen, controlen, dominen... y
exploten a las poblaciones de su entorno. El siglo XI será el de su gran expansión, y en el
siguiente, el XII, ya son muy numerosos. No todo el Occidente es igual: por ejemplo, en el
Imperio (lo que para entendernos podríamos denominar Alemania) la autoridad imperial
resiste y los castillos son fortificaciones del emperador, que mantiene el control sobre ellos.
La nueva sociedad, más tranquila, mejora las condiciones generales de vida, lo que afecta
al grupo que constituye la mayor parte de la población: el campesinado. Según Bourin
Derruau, «el siglo XII es el siglo de un inmenso crecimiento del espacio agrícola», hecho que
también destaca Le Goff. La artiga, la transformación del bosque en campos para el cultivo; el
drenaje de las llanuras pantanosas, incluso de las marismas atlánticas; la creación de un nuevo
pastoreo, que permite subir a las montañas en verano; la mejora en la cría del ganado; el
aprovechamiento de la lana; la recuperación del uso del hierro, que hace posible una mejora de
la calidad de los aperos, en especial del arado... Todos estos elementos representan un paso
adelante en la vida económica de Occidente, que ahora vive interiormente más en paz, ya que,
como veremos más adelante al tratar sobre las cruzadas, el ansia guerrera se ha desplazado
hacia el exterior.
Aparecen nuevas aldeas, fundadas por señores y que permanecerán bajo su poder: querían
que la gente se reuniera, casi siempre al lado de los caminos, ya que las casas agrupadas eran
más fáciles de defender. La servidumbre va perdiendo fuerza, pero aún se mantiene su
situación humillante: el señor puede vender al campesino junto con su tierra; el siervo no
puede testimoniar ante un tribunal ni acceder a ciertas funciones, por ejemplo la de sacerdote.
No tie ne derecho a casarse con una mujer libre sin el permiso de su señor, ni puede hacerlo
con una sierva de otro señor. Sin embargo, algo ha cambiado: antes, a la muerte de un siervo,
el señor heredaba sus bienes; ahora sólo recoge una parte de éstos.
El momento es bueno para el hombre libre: gracias a su acceso a las vías económicas, llega
a establecerse una especie de jerarquía según la riqueza relativa que se haya adquirido. Surge
una nueva clase campesina: los intendentes o agentes fiscales del señor, hombres libres que
iniciarán una nueva burguesía campesina.
En las aldeas los comerciantes y artesanos forman ya un grupo social con fuerza suficiente
para hacer frente a las arbitrariedades del señor. Pero la nobleza continúa siendo un mundo
aparte. Por encima de la pobreza y de la riqueza, ya sean altos feudatarios, simples castellanos
(titulares de un castillo) o caballeros errantes, hay algo que los une: están exentos del impuesto
de talla, la lista que se elabora a efectos de tributación. El señor habita en su castillo, que
puede parecerse a una gran casa de labranza o ser una formidable fortaleza. Antes era de
madera, ahora ya es de piedra; antes una serie de estacas marcaba el territorio, ahora aparecen
las murallas, las torres, la gran torre central. La jerarquía nobiliaria es confusa: el rey, el
príncipe real, los duques, los condes, los vizcondes, los barones, los caballeros, los escuderos.
Pero el hecho de ser duque no significa que se domine un territorio mayor que el de un conde;
y un simple caballero puede ser más importante que un barón. Aún se mantiene la teoría
feudal: nadie es propietario de un feudo. Es decir, regía el pacto de vasallaje, por el que el
señor feudal recibía del vasallo homenaje y fidelidad a cambio de entregarle un dominio.
Simplemente, el feudo se recibe de manos de un señor que a su vez depende de otro señor más
elevado, y así hasta llegar al rey. En el régimen medieval no se puede confundir la propiedad
con la simple tenencia. No obstante, poco a poco los feudos devienen hereditarios, sobre todo
cuando son concesiones de tierra.
Finalmente, debemos recordar los deberes del vasallaje, porque están vigentes y porque
nos encontraremos con ellos más adelante, cuando hablemos, por ejemplo, de las cruzadas, de
la caballería. Es tos deberes eran de tres órdenes. De ayuda financiera al señor: para el
casamiento de su hija mayor, cuando el primogénito era armado caballero, para el rescate que
se debía pagar cuando el señor caía prisionero, para los gastos originados por la participación
en una cruzada. De consejo: participando en algunas decisiones, muchas veces relacionadas
con asuntos judiciales. El tercero, el simple servicio militar.
Surge así una nueva clase: el advenedizo o burgués, siempre maltratado en la literatura. Se
le presenta como un personaje de baja extracción, mal educado, pero que se ha enriquecido,
que se ha elevado al nivel económico de los caballeros al ir adquiriendo tierras, a veces del
mismo señor, de quien intenta imitar sin fortuna las formas de vida. Se le presenta de una
manera grotesca, pero es un personaje real. Todo ello es debido a las dificultades económicas
de los nobles, a su endeudamiento. Hace falta vender, y el único que tiene dinero es el
advenedizo, que se ha hecho con tierras y casas. ¿Por qué tienen dificultades económicas los
señores? Duby nos lo aclara: «La productividad agrícola se había incrementado, y con ella las
rentas. Por tanto, mantenían los ingresos y los impuestos funcio naban; en una palabra, los
nobles ingresaban más que sus antepasados. Pero, en cambio, habían aumentado los gastos: la
vida del no ble en el siglo XIII era más cara que en el siglo anterior. El equipo militar era más
caro; el peso del Estado, cada vez más agobiante: el rey, el conde, el duque, son cada vez más
exigentes. Al mismo tiempo, ser noble significa malgastar, mantener las apariencias, el lujo.
Quiere destacar sobre el advenedizo, a quien se representa como a un avaro; el noble ha de
obrar a la inversa: contraer deudas es signo de nobleza». Este advenedizo plebeyo tendrá
acceso a la clase noble a través del matrimonio con una dama: el advenedizo seguirá siendo
despreciado, pero su hijo tendrá ya sangre noble.
La urbanización de los reinos es uno de los aspectos más característicos del siglo XIII. La
ciudad ha sido el catalizador de la s trans formaciones más evidentes del siglo: ha hecho a los
hombres, las mercancías, las ideas. Y se estructura: atención a la muralla, que tiene un foso de
unos diez metros de ancho, una altura de seis a ocho metros y un grosor de uno a dos metros.
En medio de la ciudad, la catedral, cuyas obras comenzaron en el siglo anterior, pero que
finalizarán en el XIII: es el símbolo de la ciudad, de su dinamismo, pero financiada por los
obispos, por los canónigos. También hay innumerables edificios religiosos: parroquias,
conventos. Contrarrestando el poder eclesiástico hallamos el castillo, no tan espectacular como
la catedral; pero no hay ciudad sin castillo. Aún no hay Casa Consistorial: el ayuntamiento, el
alcalde y los concejales se reúnen en un lugar semipúblico, que bien puede ser el mercado. Se
construye sin ningún tipo de segregación social: las mansiones de los patricios al lado de las
casas más modestas; las unas serán de piedra, las otras, de materiales menos nobles. Lo que
antaño fueran simples caminos son ahora calles. Los talleres de artesanos de la ciudad están
regulados, tanto en lo que se refIere a las técnicas de fabricación como a su organización
interna, entre maestros, mancebos y aprendices. Por ramos, hay como una jerarquía: por
ejemplo, en el textil, los tejedores se sitúan por encima de todo; los siguen los bataneros y los
tintoreros, y más abajo encontramos a los paradores (el ramo del agua) y a los encargados de
las operaciones preliminares; cardadoras e hilanderas, a veces asimiladas a las prostitutas,
ocupan el último escalafón. Un aprendiz de tejedor se sentirá más importante que un maestro
tintorero y no se relacionará con una hilandera.
La progresiva importancia que van adquiriendo las ciudades fa vorece una actividad que,
con grandes alternativas, nunca había dejado de existir, la lanzadera constante que ha ido
conectando los diversos pueblos con todos los acontecimientos técnicos y culturales del
mundo: el comercio. Si bien el siglo XII estableció las rutas, las ferias, donde los mercatores
desarrollaron el amplio abanico de la compraventa, con sus largas caravanas defendidas por
gente armada, las fraternidades, las «gildas», las «hansas», en el siglo XIII será cuando ciudad
y comercio llegarán a un momento dulce de expansión equilibrada. De los mercados y las
ferias se pasa a las tiendas, pues la ciudad no puede esperar a los mercados ocasionales. Las
casas de banca, de depósitos y créditos, con pagos a plazos, la letra de cambio, todas las
operaciones que requería un comercio activo, más o menos desarrolladas, están al alcance del
mercader, que en muchos casos es al mismo tiempo banquero. Un banquero que bien pueden
ser los Templarios de París o los de Londres.
Para finalizar esta síntesis, añadiremos uno de los quehaceres más importantes que se
inicia a finales del siglo XII, pero que arraiga y se extiende durante el XIII: los estudios
universitarios. Bolonia parece ser la pionera, aunque en París ya se estudiaba en el 1180;
Oxford también nace en el siglo XII. Otras ciudades seguirán rápidamente sus pasos:
Salamanca (1200), Vicenza (1204), Cambridge (1209), Padua (1222), Tolosa (1228), Coimbra
(1290). En Cataluña se tendrá que esperar hasta el 1300, cuando aparece el Estudi General de
Lérida. De esta manera podemos afirmar que Occidente reencuentra su pulso, el latido que
nunca debería haber perdido.
Como veremos más adelante, la vida de los Templarios se desarrollará tanto en Occidente
como en Oriente. Debemos indicar las diferencias con que topaba la gente, ya fueran
peregrinos, ya cruzados, cuando se introducían en la vida del mundo oriental. En síntesis
podríamos decir que si la característica general occidental era la austeridad, lo que definía la
vida oriental era el lujo.
Los vestidos occidentales eran sobre todo de lana y, si los lava ban, era muy de vez en
cuando. El caballero, en Oriente, iba por casa con un albornoz de seda. Las damas habían
adoptado la falda larga oriental y una capa corta con bordados de hilo de oro y, a veces, con
piedras preciosas. A imitación del sistema de vida oriental había surgido la nueva clase de las
cortesanas, inexistentes en Occidente, y que no debía confundirse con las prostitutas, que sí
había en los reinos europeos. Estas mantenidas imitaban en el lujo a las damas nobles en un
entorno brillante. La falta de comodidad en las casas, castillos y palacios occidentales
contrastaba con la variedad de alfombras, de mobiliario de toda clase, bellamente trabajado,
que hacía la vida más confortable en el Mediterráneo oriental. La comida sobria, más bien
rústica, que ofrecía la cocina europea, no tenía nada que ver con la exquisita variedad de platos
que se servían en Oriente, presentados en vajillas de oro y plata, en la porcelana fina que
llegaba del lejano Oriente, sobre mantelerías limpias y ricas, uno de los detalles que más
sorprendían al visitante occidental, acostumbrado a sentarse a una mesa de madera sin ningún
tipo de atavío.
Otro aspecto que sorprendía era la gran tolerancia religiosa reinante, a pesar de las guerras,
a pesar de la cruzada, que llevaban a expresar los sentimientos religiosos con las armas. Una
cosa era predicar desde Roma y otra el hecho cotidiano. Cuando no había ataques, el contacto
entre las dos religiones (la islámica y la cristiana, los judíos no contaban) se acentuaba al
entenderse que ambas compartían un fondo común. Los Templarios, que preparaban cons-
tantemente tratos y acuerdos con los amigos musulmanes, son un claro ejemplo de este
entendimiento y esta tolerancia, que existían realmente y que quizá no podían comprender los
recién llegados (¡y serían tantos, a lo largo de los siglos, los que llegarían!). Éstos se
dedicaron, impulsados por creencias preestablecidas, a estropear la delicada labor de encaje de
bolillos que, entre otras, llevaban pacientemente a cabo los Templarios. Un hecho ayudaba a
crear una plataforma de entendimiento: los orientales nunca se consideraron inferiores a los
occidentales. Es más, tenían la convicción de que los francos, nombre con que se agrupaba a
todo lo occidental, eran unos bárbaros y que eran ellos los que se rebajaban intimando con
tales bárbaros. Cuando se daban cuenta de que tampoco lo eran tanto, era fácil entablar un
diálogo de igual a igual. En esta tarea de tolerancia, el cristiano de base que ya vivía en
Palestina fue un factor decisivo, pues gozaba de gran influencia en las cortes musulmanas:
médicos, filósofos, escritores, eran casi todos cristianos. Debemos decir también que el mayor
enemigo para un buen entendimiento se hallaba en la jerarquía eclesiástica implantada en
Tierra Santa, toda ella ajena al país y más pendiente de las órdenes procedentes de Roma que
de la convivencia natural. Resulta sintomático que los que más sufrieron esta intransigencia
jerárquica fue ran los cristianos implantados desde siempre en Palestina.
1.2. LA POLÍTICA
Mirando hacia el norte, vemos que el territorio carolingio que ocupaba la Francia actual
estaba (1180) absolutamente fragmentado: los condes de Barcelona poseían el Rosellón,
Montpellier y Provenza; el conde de Tolosa y los vizcondes de Trencavel señoreaban todo el
Languedoc; el rey de Inglaterra dominaba directamente la Aquitania occidental y Normandía,
y de forma indirecta, la Guiena, la Alvernia y la Bretaña. El reino de Francia era minúsculo:
una franja estrecha y alargada que iba desde Beauvais, al norte, hasta Bourges, al sur, y que
estaba rodeada de teóricos vasallos que en realidad tenían más poder y más territorio, como
por ejemplo el condado de Blois, el ducado de Borgoña, los condados de Nevers y de la
Champagne, el Valois y el Vermandois. Más al norte estaba el condado de Flandes.
Al otro lado de la línea marcada por estos territorios se extendía el Imperio Germánico,
que en aquellos momentos (1180) dominaba toda la Europa central hasta el reino de Hungría:
se puede decir que había reconstituido la parte central, oriental y meridional del Imperio
Carolingio, pues dominaba también toda Italia y las islas de Sicilia, Cerdeña y Córcega. El
Estado Pontificio, sensiblemente reducido, mantenía su independencia. Todo este dominio
germánico también tenía sus «singularidades»: los ducados de Sajonia y de Ba viera, el mismo
ducado de Austria, eran enclaves germánicos que gozaban de cierta independencia.
A finales del siglo XIII todo este mosaico ha cambiado sustancialmente: las monarquías se
van imponiendo, los reinos se van definiendo y se empieza a vislumbrar lo que será, más o
menos, la Europa que conocemos. Inglaterra había iniciado el camino hacia la constitución de
la Gran Bretaña con la conquista del País de Gales, aunque no tendría la misma fortuna con
Escocia; Eduardo I estable cería un consenso con los nobles y daría paso al primer Parlamento.
El cambio más evidente se centra en Francia: el monarca de aquel pequeño reino de los
Capetos, que era conocido aún en 1254 como rey de los francos (Rex Francorum), pasará a
denominarse rey de Francia (Rex Francie) y las palabras Francia tota serán reemplazadas a
finales de siglo por Francia a secas para designar el conjunto del reino. Cuando la aventura de
los Templarios termina fulminantemente, el territorio francés es prácticamente el que hoy
conocemos, dominado por la corona directamente o bien a través de unos feudos propios, de
los que los más importantes eran la Bretaña, la Borgoña, Blois y Nevers. Sin embargo, estos
feudos se hallaban en una situa ción de dependencia del poder central mucho mayor y muy
diferente de la que existía en el siglo XII. Sólo quedaban fuera del poder francés la parte
atlántica de Aquitania, con centro en Burdeos, que continuaba manteniendo una situación de
dependencia feudataria con Inglaterra; el Bearn, que se mantenía independiente, y el condado
de Provenza, regido por los Anjou (que eran no obstante miembros de la realeza de Francia).
La parte oriental de la ciudad de Lyon y la línea que marca el Ródano como frontera eran aún
de dominio germánico. Por otra parte, el condado de Flandes, un feudo claramente francés,
dejaría de serlo a partir de la batalla de Courtrai (1302), cuando los flamencos se
independizaron.
A este respecto, nada hay más ilustrativo que seguir los pasos de franceses e ingleses. Los
normandos, ya señores franceses, conquistan Inglaterra en la batalla de Hastings, el 14 de
octubre de 1066, bajo el mando del duque Guillermo. Nos encontramos con un mismo
dominio a ambas partes del Canal de la Mancha, cuya parte francesa será motivo de
enfrentamientos bélicos reiterados. Más aún: a mediados del siglo XII la casa Plantagenet, de
los Anjou, refuerza la vertiente francesa de la monarquía inglesa con el matrimonio entre
Godofredo Plantagenet y la nieta de Guillermo, Matilde. Esta pareja tiene un hijo, Enrique II,
que se casará con Eleonor de Aquitania, una mujer maravillosa, divorciada pocos meses antes
de Luis VII de Francia. De esta manera, la casa «inglesa» tenía más territorio en Francia que
en la isla: Normandía, Anjou, Turena, Maine y toda Aquitania con los feudos
correspondientes, uno de ellos muy destacado: Bretaña. Enrique II, que es más conocido por el
contencioso que tuvo con los bienes de la Iglesia y que comportó el asesinato de Thomas
Beckett, tuvo problemas con sus dos famosos hijos: Ricardo Corazón de León, un personaje
legendario que no se sostiene por parte alguna, y Juan Sin Tierra, una figura que no ha hallado
ni un ápice de misericordia en los historiadores: es el malo por excelencia.
Los reyes ingleses, lógicamente, pasaban más tiempo en el continente que en la isla con la
intención de atacar lo que tenían delante: el pequeño reino de Francia. Descartado Ricardo
Corazón de León, que estuvo la mayor parte de su reinado en Tierra Santa, en la prisión
germánica y en Francia (de los diez años que reinó, 1189
1199, pasó un total de cinco meses en Inglaterra), sólo quedaba para ocuparse de los
asuntos franceses e ingleses su tenebroso hermano Juan, cuya idea principal era acabar con el
nuevo monarca que desde 1180 reinaba en Francia: Felipe II, conocido siempre como Felipe
Augusto, el que «aumenta», porque se había dedicado a obtener tierras de allí donde podía,
naturalmente en los territorios ingleses de Francia, por ejemplo Normandía (1202). Si Juan
mereció el triste apelativo de Sin Tierra fue precisamente por los territorios que iba perdiendo:
se iba quedando «sin tierra» siempre favor de Felipe.
Juan era torpe y resentido: nunca perdonó al rey francés que hubiera sido amigo de su
hermano (una consideración por lo menos dudosa) cuando habían combatido juntos en la
Tercera Cruzada Así pues, por razones políticas y personales intentó encontrar aliados para
acabar de una vez por todas con el reino de Francia: el emperador germánico Otón IV y los
condes de Bolonia y Flandes, que, feudatarios de Felipe, se apuntaron en seguida.
El 27 de julio de 1214 las tropas aliadas, aunque más fuertes que las francesas, sufrieron
una espectacular derrota en Bouvines que llegaría a ser crucial para la expansión francesa. El
hecho de que fuera domingo, día que según los nuevos principios de la Paz de Dios no era
hábil para guerrear, no importó a los aliados, que atacaron sin contemplaciones. Su derrota
produjo una gran satisfacción a Inocencio III, que además era enemigo de Otón. Bouvines
significó un paso adelante considerable para Francia: por la tregua de Chinón, Inglaterra
perdió todos sus dominios en el continente excepto la parte occidental de Aquitania; Otón tuvo
que dejar el Imperio en manos de su enemigo Federico II, quien hizo las paces con Felipe
Augusto, y los condes de Flandes y Borgoña, que habían sido hechos prisioneros en la batalla,
perdieron sus tierras a favor de la nueva Francia, que había hallado a su Augusto. Éste, a partir
de entonces, ya tuvo las manos libres para dedicarse a incrementar su dominio en el «interior»
de Francia.
En el Languedoc, en plena operación de la cruzada contra los albigenses, sólo hacía falta
dejar que Simón de Montfort siguiera actuando. Llegado el momento oportuno, Felipe lo
colmó de honores pero le recordó que aquella tierra «le pertenecía como herencia carolingia».
Será Felipe el Osado quien, años más tarde, tendrá el placer de incorporarla a la soberanía
francesa.
Este Estado es el que recibiría el nieto de Felipe Augusto, Luis IX, san Luis. Blanca de
Castilla, su madre, ejerció una firme regencia para combatir las intrigas intestinas hasta que
Luis llegó a la ma yoría de edad. Habiendo alcanzado el poder (1235) Luis intentó mantener la
paz en el nuevo reino y tuvo que sofocar pequeñas revueltas. Con él se empieza a usar la
diplomacia no sólo para asegurar la paz sino también para ganar territorios. Así, mientras se
acordaba la paz con Inglaterra, obtuvo el reconocimiento de Jaime I a las conquistas del
Languedoc (1258) y de los vasallajes que la corona catalanoaragonesa conservaba en Francia:
sólo quedó Montpellier. Luis fue un hombre piadoso, sensible a los asuntos religiosos (invirtió
dinero y tiempo en dos cruzadas y acabó muriendo en la segunda, en Túnez, el 20 de agosto de
1270), así como un formidable organizador, un gran administrador. Convirtió París en su
residencia habitual y en el centro del reino. Creó el Consejo Real para los asuntos políticos, el
Parlamento, tribunal supremo de justicia, y la Cámara de Cuentas para las finanzas. Creó las
circunscripciones territoriales, bajo la dirección de los senescales, cargos que eran removidos
con frecuencia.
Felipe III, el Osado, según los historiadores franceses fue «una pálida figura de sus
antepasados. No tenía ni la agilidad de espíritu de Felipe Augusto, ni la sabiduría y el coraje de
su abuelo, Luis VIII, ni el carisma de su padre». Murió relativamente joven (1258) a los
cuarenta años. Sin embargo, Felipe III nos interesa por el enfrentamiento que mantuvo con el
rey Pedro II el Grande de la Corona de Aragón. En realidad todo arrancaba de la incorporación
de Sicilia a la corona catalanoaragonesa (1282), después de que los propios sicilianos, en las
famosas Vísperas Sicilianas, hubieran echado de la isla a Carlos de Anjou, tío de Felipe III,
que había sido investido rey de Sicilia en 1266, a la muerte del último sucesor germánico de
Federico II. Carlos contaba, naturalmente, con el apoyo de su sobrino, pero lo que acabó de
complicar el problema fue la actuación del papa Martín IV, también francés, que excomulgó a
Pedro (en no viembre de 1282) y al año siguiente lo desposeyó de sus bienes y los adjudicó a la
casa de Francia (agosto). Felipe III preparó una cruzada contra Cataluña que se materializó en
1285. Jaime II de Mallorca, hermano de Pedro y conde del Rosellón, franqueó los pasos
pirenaicos al invasor mientras que, por problemas internos, los aragoneses no quisieron apoyar
al rey Pedro. Gerona fue sitiada entre junio y septiembre. Entre tanto, el almirante Roger de
Lauria derrotaba a la flota francesa en Roses según unos, en las Formigues según otros. Felipe
se retiró (su ejército padeció una epidemia) y sufrió una fuerte derrota en el collado de
Panissars (octubre). Llegó a Perpiñán enfermo, donde murió. Pocos días más tarde moría
también el rey Pedro II en Vilafranca del Penedès.
Es interesante detenernos en el episodio de las luchas por Sicilia. Este reino, anteriormente
conquistado por los normandos, pasa a formar parte del Imperio Germánico, entra dentro de la
órbita de los Capetos franceses y cae, en estos momentos, en manos aragone sas. Las tres
últimas fuerzas se encuentran en una situación similar: se han consolidado interiormente,
dentro de los límites que siempre han creído que les eran propios, y ahora necesitan demostrar
que tienen poder suficiente para intentar la aventura exterior, cosa que no dudan hacer en un
territorio relativamente alejado de sus reinos. Todo parece indicar que en el siglo XIII el
asentamiento de las comunidades nacionales está suficientemente asegurado para permitir el
riesgo y los gastos que conlleva una conquista del mundo exterior. Sicilia es un ejemplo claro
de ello.
La política que se ejercía en la parte oriental de este Occidente la trataremos con detalle
cuando expliquemos las cruzadas. Dejamos asimismo de lado a Felipe IV el Hermoso, ya que
será el factor decisivo y el protagonista de los hechos que decidieron la desaparición de los
Templarios. Ahora debemos hablar de la importancia de la Iglesia en este horizonte medieval:
ya hemos visto una muestra, cuando quiso hacer valer su ascendiente en el conflicto derivado
de la conquista de Sicilia.
1.3. LA IGLESIA
Pero el mismo papa Gregorio sabía que la organización eclesial no estaba al nivel de estos
grandes principios; por esto impulsó una reforma para eliminar la simonía (el comercio con los
cargos eclesiásticos) y el nicolaísmo (incontinencia de la clerecía, casamiento de los
presbíteros). El buen Gregorio, con una y otra acción se esforzaba por conseguir la soberanía
del espíritu sobre la materia.
Veamos: Federico II fue educado por Inocencio III, y el papa lo reconoció como rey de
Alemania. El nuevo papa Honorio III corona a Federico como nuevo emperador (1220). Hasta
aquí, el sistema funciona perfectamente. Pero el nuevo emperador tenía sus propias ideas sobre
la manera de llevar su imperio. Tiene problemas con las ciudades de la Liga Normanda y con
el papado, ahora conducido por Gregorio IX, que les daba apoyo; la solución teocrática es
inmediata: la excomunión de Federico (1227), que comportaba la pérdida de la fidelidad de
sus súbditos. Para demostrar su fe se hace cruzado (1229) y conduce la Sexta Cruzada, con la
recuperación de los lugares sagrados. Al volver a Roma hace las paces con Gregorio: vuelve a
ser aceptado como buen cristiano. Pero el litigio que mantenía con la Liga Normanda,
espoleado por el papa, volvió a reproducirse. Federico los vence (1237) y ahora quiere
demostrar quién es el que manda: quiere instalarse en Roma. Nueva excomunión (1239) de
Gregorio IX, que no espanta a Federico. Éste entra en Roma dos años más tarde y el nuevo
papa, Inocencio IV, tiene que huir a Génova. Después convoca el I Concilio de Lyon (1245)
para confirmar la excomunión y la deposición de Federico II por sacrílego. Todo esto creó
confusión entre los señores alemanes y muchos de ellos se sublevaron contra el emperador. Se
creó un vacío de poder que se hizo más evidente al morir Federico (1250), y hasta que los
electores germánicos no hallaron en Rodolfo de Habsburgo un sucesor, cosa que no se produjo
hasta el 1273, el Imperio entró en plena anarquía. Para acabar de complicar las cosas, el pa-
pado cedió graciosamente el reino de Sicilia al hermano de Luis, Carlos de Anjou (1266).
Probablemente no era esto lo que quería decir Gregorio VII cuando hablaba de la soberanía del
espíritu sobre la materia.
Hemos mencionado los monasterios, fuente de la cultura medieval. En el siglo XIII hay un
cambio importante que no desdice en, absoluto de la obra que la orden de Cluny (1.184 casas
en el siglo XII primero y los cistercienses después (694 casas en el siglo XIII) llevaron a cabo
por todo el Occidente cristiano. El cambio se produce por la aparición de dos nuevas órdenes,
dominicos y franciscanos, los mendicantes, que además de impulsar, desde abajo y de nuevo,
la vitalidad del mensaje cristiano, desempeñan una acción cultural en las ciudades. Del recinto
del monasterio se ha pasado a las calles de la ciudad. De las polémicas santas entre Pedro el
Venerable (Cluny) y Bernardo de Claraval (Cister) sobre la prioridad del oficio divino, que
preconizaba el primero, y la combinación de plegaria y trabajo, que defendía san Bernardo,
pasamos a los seguidores de san Francisco y especialmente de santo Domingo, que crean
conventos urbanos y enseñan lo que haga falta a todo el mundo, creando así las escuelas al
alcance de todos e insertándose en los nuevos centros de enseñanza, las universitates, las
corporaciones de maestros y estudiantes. Tomás de Aquino (1225-1274), el representante más
característico de la escolástica, dominico, enseñará en París, Colonia, Nápoles; Giovanni
Fiadanza (1218-1274), san Buena ventura, franciscano, también enseña teología en París hasta
que es nombrado general de los franciscanos (1257). Ambos se sienten atraídos por la filosofía
griega, tanto de Aristóteles como de Platón, y relacionan pues, para siempre, las culturas
clásicas con la cultura cristiana. El impacto de santo Tomás sobre sus alumnos parisinos queda
bien demostrado con una tierna anécdota: a su muerte, los estudiantes de la facultad de Artes
(los más abiertos, contraria mente a los de la facultad de Teología) reclamaron su cuerpo para
enterrarlo en París. Otro gran pensador, este catalán, Ramon Llull, devoto de san Francisco,
dicta lecciones en la Universidad de París, en diversas estancias que empiezan en 1288.
Pero las órdenes mendicantes no solamente hicieron mella en las universidades y escuelas
de la época sino que, y esto es mucho más importante, retornaron el fervor cristiano al pueblo
llano. Duby dice a este respecto: «A finales del siglo XIII el cristianismo vuelve a ser una
religión popular gracias a las órdenes mendicantes, cosa que había cesado durante siglos; se
hacen sermones en lengua vulgar, se presenta de nuevo la imagen de Cristo. Hay una piedad
que se populariza y que hasta entonces sólo encontrábamos en un número reducido de
eclesiásticos, monjes y canónigos. El cristianismo de la Iglesia dominante se enriquece ahora
con los valores de sensibilidad venidos del fervor popular».
Hay un aspecto, poco conocido, que se inicia en estos siglos que estamos estudiando: los
reclusos. Se trata de una forma de piedad extrema, una especie de eremitismo urbano que
sacude y conmueve la sensibilidad del hombre actual. Los reclusos, en la mayoría de los casos
mujeres, se encierran en una especie de habitáculo de pequeñas dimensiones en el exterior de
las iglesias: poco más de cua tro metros cuadrados y sin puerta: se «condenan» para toda la
vida. Sólo disponen de una pequeña ventana para su contacto con el mundo exterior: el de la
comunidad, parroquia o barrio que se hace cargo de ellos; otra rendija en el muro que da a la
iglesia les permite seguir los oficios y, quizá, comulgar. Es la opción por despojarse de todo
voluntariamente, a imitación de Cristo, que arengan los predicadores errantes. En estos siglos,
XII y XIII, podemos ver estos pequeños habitáculos de reclusos en París, Valladolid, Norwich,
Colonia, Lyon, Tolosa; en Roma, al acabar el siglo XII, una lista nos indica que había 260,
todos ellos con mujeres.
Hemos hablado a grandes rasgos de los papas, de los monasterios, de los mendicantes,
incluso de estas santas eremitas de ciudad. Pero ¿y el clero? Podemos decir que aún no se ha
sacudido de encima todos los vicios del sistema feudal. El párroco hace lo que pue de, pero aún
vive de su tenencia y, tal como hace el señor con él, explota al feligrés. Recordemos que en el
siglo XI los rectores de muchas parroquias aún no siguen a Gregorio VII. Cien años después,
en pleno siglo XII, aparece la Vida del bienaventurado Bernardo de Thiron, donde podemos
leer: «Era costumbre en este tiempo en toda Normandía que los párrocos tomaran esposa
públicamente, celebraran sus bodas y procrearan hijos e hijas, a quienes, por derecho de
sucesión, legaban las iglesias a su muerte. Cuando casaban a sus hijas, si no tenían otros
bienes, las dotaban con una iglesia». Es difícil generalizar, pero hay otro elemento que nos
hace ver que gran parte del clero era aún inoperante: el desarrollo de las herejías medievales,
cuyo ejemplo más evidente lo encontramos en el catarismo, que tiene sus momentos de
esplendor en el Languedoc y Lombardía. Difícilmente habría podido prosperar si se hubiera
encontrado con un clero más preocupado por el mensaje cristia no que por su situación material
personal. Tampoco podemos ha cer que los clérigos carguen con todos los males; debemos
considerar la situación en que se mantenían los obispos, poco deseosos de renunciar a su
situación de grandes señores, elegidos por otros señores de quienes eran feudatarios. Un hijo
segundón, un pariente próximo, un sirviente devoto, podían ser obispos excelentes... desde el
punto de vista señorial; al ser investidos, los obispos pasaban a ser vasallos de su señor: no
iban a la guerra (pero algunos, como el obispo de Beauvais, se hicieron famosos por sus dotes
militares) aunque sí se preocupaban de sostener económicamente las huestes de su señor, de
contratar mercenarios...
Más elementos contradictorios: se levantan y se reconstruyen más iglesias que nunca. Raúl
Glaber, cronista borgoñón de la época, nos lo explica: «Se vio en toda la tierra, pero sobre
todo en Italia y en la Galia, reedificar las iglesias en un afán de verdadera emula ción que hizo
que cada comunidad cristiana tuviera una iglesia más suntuosa que las vecinas... todas las
iglesias, incluso las pequeñas capillas de los pueblos, fueron reconstruidas y embellecidas por
los fieles». Es el momento del gótico, que empieza a manifestarse en Inglaterra (coro de la
catedral de Durham), en Normandía (sala capitular de la abadía de Jumièges), pero que
arraigará en el centro del pequeño reino de Francia en el siglo XII; el opus francigenum, que
se extenderá rápidamente por toda Europa y que conocerá un éxito clamoroso.
2.- LA CABALLERÍA
El conjunto de los caballeros forma la caballería, que constituye una clase social
compuesta por todos los que no tienen la notorie dad de un linaje noble ni la riqueza de un gran
propietario. Pero a través de la caballería se puede acceder a la nobleza; por su tarea militar los
caballeros pueden recibir de su señor bienes y/o tierras, y de esta manera pueden aproximarse
a la nobleza y llegar a fundirse con ella: quizá un matrimonio con una dama noble acelerará el
acceso. Según la característica de la condición de su príncipe, la asimilación será más rápida o
más lenta, lo que dependerá de la debilidad o de la dureza de la autoridad del señor. Pero en
general, donde la cúpula sea condal o ducal, el paso se dará más fácilmente que en los reinos.
En la Corona de Aragón y en Francia será un proceso lento, más aún en Castilla, y podemos
decir que en los Países Bajos y en Alemania no se producirá hasta bien entrado el siglo XIV.
La Orden de Caballería está inspirada, pues, por unos ideales a la Vez militares y
religiosos. En el siglo XII el neófito podía ser armado caballero por el rey o por un señor que
ya fuera caballero mediante una ceremonia que consistía esencialmente en ceñirle la espada,
previamente bendecida por un sacerdote, dándole un golpe en la nuca.
Esta ceremonia marca la recepción del nuevo caballero dentro de la orden de los guerreros
de elite, el acceso a la caballería. En la época clásica de la caballería, los siglos XII y XIII, se
trata de la entrega de las armas y de los vestidos, todo lo que necesitaba. Ramon Llull nos
aporta una excelente relación de lo que era el arnés del caballero: espada, lanza, casco de
hierro o yelmo, cota de mallas, calzones de hierro, espuelas, gorjal (para proteger el cuello),
maza, misericordia (pequeño puñal que servía para dar el golpe de gracia al vencido), escudo,
silla, riendas, testera (para la cabeza del caballo), guarniciones, perpunte (jubón acolchado y
pespuntado que cubría el cuerpo bajo la cota de mallas), enseña. Y el caballo.
Normalmente sólo se bendecían las armas, el escudo, el yelmo y las espuelas. Su entrega
iba acompañada de un golpe en la nuca efectua do con la palma de la mano, la palmada, el
pescozón (en las Partidas de Alfonso X de Castilla se habla de pescozada), que pronto se
transformó en un ligero golpe con la hoja de la espada sobre el hombro. En los reinos
hispánicos el doncel o futuro caballero pasaba la noche en la iglesia rezando y Velando las
armas y tomaba un baño purificador; a la mañana siguiente, armado de punta en blanco y con
la cabeza descubierta, se presentaba delante del señor. Éste le calzaba las espuelas, le ceñía la
espada, le tomaba juramento de fidelidad y le daba el pescozón habitual y un beso en señal de
paz. En el siglo XIV se estableció la quejada, bofetón simbólico que se daba a los nuevos
caballeros.
En la Chanson d 'Aspremont, del siglo XII, hay una bella descripción de la ceremonia:
Cogiendo por la mano a Durandal, el rey, sacó la espada de la vaina, secó el filo y después
la ciñó a su sobrino Roldán y he aquí que el papa la bendice. El rey le dice dulcemente,
mientras ríe: «Yo te la ciño con el deseo de que Dios te dé valentía y coraje, fuerza, vigor y
gran bravura y gran victoria sobre los infieles». Y dice Roldán con el corazón alegre:
«Dios me la conceda por su digna autoridad». Cuando el rey le hubo ceñido la espada el
duque de Naimes se arrodilló y calzó a Roldán su espuela derecha. La izquierda se la puso el
buen Ogier.
Hemos visto que ser armado caballero podía constituir un medio para acceder a la nobleza,
pero en el siglo XI,, y fruto del ritual religioso que acompañaba a esta ceremonia, hay un
movimiento a la inversa: el noble quiere ser armado caballero. Bien pronto la nobleza reserva
el acceso a la caballería sólo a sus hijos; ser armado caballero deviene un filtro social en
manos de los nobles. A finales del siglo XII, Federico Barbarroja excluye de la caballería a los
hijos de los clérigos o de los campesinos. A partir del XIII ser caballero será como una
decoración suplementaria para la nobleza y bien pronto se convertirá en una corporación
cerrada, la Alta Orden de la Caballería. Los mismos Templarios también caen en esta sujeción
a la nobleza de origen: si en la Regla Latina, que estudiaremos más adelante, se acepta al
caballero sin preguntarle su origen, a partir de 1 230 se exige que todo postulante a la orden
sea hijo de noble o caballero. Pero ser armado caballero es una ceremonia costosa el arnés del
caballero cuesta una verdadera fortuna que muchas veces no se puede afrontar; hay muchos
jóvenes en edad de ser armados caballeros que esperan el milagro económico, ya que si no se
hacen caballeros perderán los privilegios que mantienen. Es el mo mento en que se inventa un
nuevo título: el escudero, el armiger, el doncel, el domicellus, según los reinos. El escudero es
un aprendiz de caballero, pero con título nobiliario.
El código caballeresco admite que el caballero batalle más para vencer que para matar; la
palabra «gracia» no conlleva ningún tipo de deshonor para quien la pide, pero siempre será
usada entre caballeros. Éstos no tendrán piedad alguna para con los soldados de a pie, de la
misma manera que los soldados de a pie, siempre que pueden, no dejan vivo a ningún
caballero. A los infieles se los puede matar sin escrúpulo alguno; san Bernardo es lo
suficientemente cla ro: «Si el caballero muere, se hace un bien a sí mismo; si mata, lo hace a
Jesucristo, porque no lleva en vano la espada en el cinto: es ministro de Dios para vengarse de
los infieles y defender las virtudes de los buenos. Ciertamente, cuando se mata a un infiel, no
se es un homicida sino más bien, si se me permite hablar así, un "malicida".
Hay otro tipo de caballero, el llamado caballero errante, cuyo ejemplo más evidente es
Guillermo el Mariscal, a quien historia y le yenda consideran «el mejor caballero del mundo».
Guillermo, nacido a mitad del siglo XII en el seno de un linaje modesto, vivirá hasta los
cuarenta años de las ganancias obtenidas en los torneos y servirá fielmente a sus reyes
ingleses: Enrique II, su hijo mayor Enrique, y también a los otros dos, Ricardo Corazón de
León y Juan Sin Tierra, y obtendrá como recompensa a una dama de lo mejor de Inglaterra
como esposa. Será regente de Inglaterra en tiempos de Enrique III y combatirá contra Luis
VIII, a quien ganará en la batalla de Lincoln (1217). A su muerte, será el hijo de su enemigo,
Felipe Augusto, quien lo llamará «el mejor de los caballeros». Una vida de leyenda que ha
hallado en Georges Duby a un biógrafo apasionado, como se merecía Guillermo.
Los caballeros errantes suelen ir en grupo, formando equipo. Los que fueron armados
juntos ahora forman una compañía y permanecen unidos; la alegría domina estas bandas y se
animan con la participación en los torneos. El torneo llega a ser un verdadero ne gocio, como
un oficio, para los caballeros errantes; el equipo campeón se reparte las ganancias, es decir, el
producto de la venta de caballos y jaeces confiscados al adversario que ha perdido. Guillermo
el Mariscal confesaba haber capturado, durante los torneos en que había participado, el equipo
y la cabalgadura de más de 500 caballeros. En el torneo se establecen dos campos enemigos,
con asedios, escaramuzas, salidas se realiza en un campo amplio, castillo, bosque y campos
colindantes incluidos, como si se tratara de una batalla. La diferencia principal es que si cae
herido alguien importante puede reposar, puede ser atendido antes de retomar el combate. Pero
la finalidad dominante no es herir de muerte, sino, como hemos dicho, la captura; sin embargo
mueren caballeros, porque se utilizan las mismas armas que en la guerra. El botín del ganador
son las armas, el arnés y los caballos, y el rescate, que es de rigor. Entre todos los
combatientes, y por ellos mismos, se elige al mejor caballero del torneo, al mismo tiempo que
el bando vencedor recibe un premio otorgado por un jurado. Cuando finaliza el torneo queda
la gloria del vencedor, la fama que consiguen los caballeros más destacados, la posibilidad de
enamorar a una dama rica, una viuda con un castillo que defender...
La Iglesia se esforzó para limitar los torneos, no sólo porque acarreaban grandes
dispendios sino también porque en ellos se producían muertes; es sobre todo por este aspecto,
«la muerte por juego», por el que la Iglesia se opone a esta actividad. En el siglo XIV se
pasará del torneo a la justa, una fiesta caballeresca individual que será más aceptada por los
eclesiásticos. Los dos adversarios, que combaten por el favor de una dama, se encuentran cara
a cara en un espacio reducido; más adelante el campo se dividirá mediante una barrera. El
torneo es ahora una pura ceremonia fastuosa, un espectáculo frívolo, un simple buen recuerdo
de la fiesta de la caballería. Los torneos devienen un deporte para las clases aristocráticas: no
hay ni rescate ni botín y los premios son cada vez más simbólicos.
Durante mucho tiempo, principalmente en los siglos que estamos analizando, la caballería
fue una fuerza guerrera muy importante en los combates: los caballeros, armados con la lanza
perfectamente ajustada, fijada, haciendo una sola pieza de caballero-caballo- lanza, realizan
batidas rápidas, agrupados en formaciones compactas, intentando romper las líneas
adversarias. Pero a partir del siglo XIV la caballería va perdiendo importancia: los arqueros,
los ballesteros, la propia ineficacia en los asedios, le hacen perder protagonismo. Y aún más
años después, cuando aparece la artillería, con los cañones, el arcabuz, las pistolas, que son
armas que sustituyen con éxito la lanza, su arma característica. Por otra parte, entran en juego
las compañías de mercenarios los almogávares son un ejemplo de ello organiza das como
sociedades de guerreros profesionales. Con Carlos V, finalmente, se llegará a la institución de
ejércitos permanentes: es el paso para domesticar a la nobleza en beneficio de la realeza; una
nobleza para quien la guerra caballeresca había sido la actividad principal.
Los Templarios, los Hospitalarios, los Caballeros Teutónicos, son órdenes nacidas del
espíritu de la caballería. Sin embargo, hay unas nuevas órdenes que nacen en el siglo XIV y
que ya no tienen nada que ver con las anteriores, pero que intentarán conservar y utilizar la
aureola caballeresca a pesar de sus fines mundanos dirigidos a un mundo ni militar ni
religioso. Así se establecen la orden de la Garrotera (Eduardo III, Inglaterra, 1348); la orden
de la Estrella (Juan el Bueno, Francia, 1351); la orden del Vellocino de Oro (Duque de
Borgoña, 1430); la orden del Creciente (René de Anjou, 1448)
La persistencia del ideal caballeresco fue una constante durante toda la Edad Media gracias
a la literatura épica: se inicia con los cantares de gesta, que si bien, según Menéndez Pidal, son
fruto de una tradición poética iniciada en la época carolingia, nos llegarán trasladados a la
escritura en los primeros decenios del siglo XII; y llega hasta los simples libros de caballería
dedicados a los héroes más puros, sublimando sus gestas guerreras. Unos y otros, cantares de
gesta y romans, se hacen eco de los grandes ideales que animan el espíritu del caballero: al
servicio del Señor Dios en la lucha contra los infieles; al servicio del señor rey para la defensa
del reino, el ideal del vasallaje, la glorificación de la nobleza, del guerrero, la exaltación del
combate, buen golpe de lanza y espada. Y el amor cortés, la fin'amor occitana. El Quijote no
es sólo la conclusión, creando la caricatura del caballero, sino una excelente despensa donde
se puede conocer casi toda la bibliografía sobre la caballería. Debemos hacer mención
especial, quizá, del libro más famoso del espíritu caballeresco, o al menos el que nos ha
llegado, vivo, aún hasta nuestros días: el Perceval, el Parsifal, con el rey Arturo, Lanzarote, la
adorable Ginebra, de aquel admirable escritor que fue Chrétien de Troyes. Éste nació (1 135)
en la ciudad del concilio que confirmará el Temple y siempre estuvo en contacto con los
Templarios. Los críticos literarios y los historiadores no lo niegan; creen ver una analogía
constante entre los Caballeros de la Mesa Redonda y los Templarios.
El último día del concilio de Clermont, Alvernia, el día 27 de no viembre de 1095, Urbano
II predica y proclama la cruzada. Los sentimientos que lo mueven son de preocupación por el
estado de Jerusalén, «en manos de los infieles». Este encuentro de obispos y abades, con una
gran representación, estaba en un principio convocado como un concilio de paz y, como
hemos visto, acabará en una declaración de guerra, la que conocemos como la Primera Cru-
zada. Estos sentimientos contradictorios, que en los capítulos anteriores hemos visto que
menudean en la Iglesia medieval, se mantendrán durante el tiempo que durarán las diversas
cruzadas, ya que el hecho de lanzarse a conquistar los Santos Lugares con la cruz alzada y la
espada en la mano sólo es uno de los aspectos sorprendentes, y a veces incluso paradójicos,
que el estudio de las cruzadas nos dará a conocer.
La contradicción entre el espíritu cristiano y la manera secular en que una buena parte de
la sociedad medieval lo lleva a término no comporta una visión negativa y cerrada sobre el
sentimiento papal expresado en el concilio de Clermont: en la predicación de Urbano II hay
una auténtica y sincera preocupación por la suerte de Tierra Santa y los peregrinos que allí
acudían, debido a las últimas noticias que la Santa Sede ha recibido de Bizancio, de Jerusalén.
Se ha querido difuminar tanto el sentido primero de la llamada papal que se le ha llegado a
negar la propia esencia la de la preocupación de la Iglesia como si, ya de entrada, hubiera otros
motivos escondidos.
Por otra parte, una cosa es el problema que en mayor o menor medida existía, y otra el
dudoso sentido cristiano en la manera de resolverlo, que afecta más al pensamiento de hoy en
día que a la sensibilidad medieval; y finalmente, la suma de elementos negativos que
significaron las cruzadas. Debemos intentar separar el grano de la paja y no dejarnos llevar por
el arrebato de los historiadores católicos, pero tampoco debemos caer en la crítica total, ab-
soluta, de gente situada en el bando opuesto. Aún hoy, Jean Richard, un estudioso de las
cruzadas, dice: «Las causas y los móviles que entraron en juego para hacer nacer la cruzada
son aún objeto de discusiones apasionadas donde los presupuestos ideológicos no están
ausentes».
Hemos querido explicar el hecho caballeresco como una introducción a las cruzadas. Sin
aquél no se pueden entender éstas, y Urbano II lo sabe muy bien cuando predica la primera. La
cruzada constituye la última parte de la ceremonia en que son armados los caballeros: es el
resultado de la valoración ideológica real del estatuto del caballero al servicio de la Iglesia;
permite combatir directamente, de una manera explícita, al servicio de Dios. La caballería de
Cristo, militia Christi, los cruzados, supera la simple caballería del siglo. San Bernardo explica
que el caballero «ordinario» llega a ser confundido con la malicia, haciendo un juego de
palabras de los que tanto le gustan: militia=malitia; ahora hay otro tipo de caballero: los que
forman el grueso de los Templarios, de los monjes guerreros, de los cruzados. «Contra el lujo,
el orgullo, la indisciplina, el egoísmo y el individualismo de los primeros, se opone la
austeridad, la obediencia, la disciplina, el amor fraternal de los cruzados.» Hay un factor más,
un valor añadido: con la cruzada, el papado tiene a sus órdenes la fuerza de los ejércitos al
mismo tiempo que los libera del poder de los príncipes laicos.
Debemos preguntarnos entonces: ¿Por qué esta inquietud, en estos momentos, por la
conquista de los Santos Lugares? La versió n de la Iglesia es que con la conquista por parte de
los turcos seljúcidas de Siria y Palestina, especialmente de la ciudad de Jerusalén (1071), la
situación de acogida que recibían los peregrinos a Tierra Santa había cambiado de forma
drástica. No es sólo Urbano II quien lo proclama en Clermont, sino que ya lo habían
manifestado sus antecesores, y también lo irían explicando de la misma manera los cronistas
más o menos contemporáneos de las cruzadas, encabezados por Guillermo de Tiro, pocos años
después; había, pues, una preocupación real. Antes los Santos Lugares, que estaban bajo el
poder de la dinastía árabe de los fatimitas, con sede en Egipto, eran visitados regularmente por
misiones de peregrinaje occidental, que se incrementaron a partir de 1033, año del milenario
de la pasión de Cristo. Esta celebración que hoy día sabemos que no se corresponde
exactamente con la fecha de la muerte de Jesús, que debe situarse tres años antes, en el año 30
de nuestra era condujo a Jerusalén una gran cantidad de peregrinos. Según Raúl Glaber, el
cronista borgoñón de quien ya hemos hablado, en las fechas del milenario «una multitud
innumerable converge desde el mundo entero hacia el sepulcro del Salvador, a Jerusalén... Las
clases inferiores, el pueblo medio, después todos los grandes, reyes, condes, marque ses,
prelados, en fin, muchas mujeres, las más nobles mezcladas con las más pobres...». Una visión
exageradamente triunfal, pero a través de la que percibimos un tránsito fluido hacia Palestina
que se irá incrementando en los años siguientes bajo la permisividad del califato egipcio. Por
estas fechas debemos anotar las fundaciones de monasterios en la Ciudad Santa, con el deseo
de mucha gente de acabar su vida en Jerusalén, y de una manera regenerada. Igualmente en la
ruta hacia Jerusalén se multiplican los hospicios, creados y sostenidos por la orden de Cluny.
Al lado del peregrinaje de ascesis de los pobres está la aventura lujosa de los nobles: todos, sin
embargo, van y vienen de Tierra Santa sin problemas. Para la Igle sia, todo este laisser faire
mantenido en los tiempos de los fatimitas, queda roto con la irrupción de los seljúcidas.
Urbano II, un papa de origen francés, antiguo prior de Cluny, se había dirigido en
noviembre de 1095 a Clermont, a unos setenta kilómetros al norte de París, para presidir un
concilio de tipo regular, claramente francés, y que debía tratar esencialmente problemas de
disciplina eclesiástica en el aire de la reforma gregoriana; una vez más se dictan normas sobre
la simonía, sobre la investidura de clérigos por los señores laicos. El concilio también hace
referencia, en dos cánones, a la paz de Dios y a la indulgencia plenaria que se promete a todos
los que «irán a liberar la Iglesia de Dios en Jerusalén». Nada más. Será en el sermón
posconciliar ya mencionado donde se lanzará la idea de la cruzada.
Urbano II, ante una gran congregación de gente, evoca «la desgracia de los cristianos de
Oriente» y «conjura a los cristianos de Occidente a cesar en sus luchas fratricidas, a unirse
para combatir a los paganos y a liberar a sus hermanos de Oriente». Sabe cómo enardecer al
pueblo que lo escucha: «Comprometeos ya desde ahora; que los guerreros solucionen sus
asuntos y reúnan todo lo que haga falta para hacer frente a sus gastos; cuando acabe el in-
vierno y llegue la primavera, que se pongan en movimiento, ale gremente, para tomar el
camino bajo la guía del Señor». Acaba con palabras de Mateo (16, 24): «El que quiera venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». Tomar la cruz, ha cerse cruzado, son
expresiones afortunadas y que ya no dejarán de resonar. La masa que lo escuchaba no le dejó
ni acabar: al grito de Deus lo volt, `Dios lo quiere', bendijo popularmente la cruzada. Con este
aire ingenuo los cronistas medievales nos han hecho llegar la proclamación del gran
acontecimiento. El movimiento de tomar la cruz se extiende con rapidez, y ya los primeros
tienen una buena idea: se hacen coser, a la espalda, una cruz de tela. Son los cruce signati.
La cruzada «de los pobres» o «salvaje» ocasionó no pocos que braderos de cabeza a su
llegada a Constantinopla: la ciudad tuvo que sufrir el pillaje en sus barrios exteriores y, en
agosto, Alejo accedió, más que contento, a la petición de los cruzados de ser trasladados al
lado asiático. Ya en tierra firme continuaron con la devastación de las villas cristianas, se
enfrentaron a los turcos seljúcidas y fueron completamente derrotados por éstos (octubre de
1096); pocos volvieron, en barcos bizantinos, a Constantinopla, y podría decirse que aquí
acabó la gesta de la cruzada popular.
Por estas mismas fechas empezaban a llegar a Constantinopla las primeras tropas cruzadas
y, ya sin tregua, fue acudiendo el resto de cruzados detrás de sus capitanes. Las primeras
dificultades aparecieron delante de las imposiciones del emperador bizantino. Ale jo I quería
que le prometieran fidelidad y que le prestaran juramento de que le devolverían todas las
tierras que le pertenecían antes de la invasión turca y tendrían en feudo del emperador todas
las otras tierras que pudieran conquistar. Todos se escabulleron del juramento como pudieron:
Godofredo dijo que ya había prestado juramento ante el rey germánico; Raimundo de Tolosa
manifestó claramente que él sólo tenía un señor, Cristo. Ante esta situación, Alejo les cortó el
suministro de víveres. Finalmente se llegó a una especie de compromiso y los caudillos
francos aceptaron en toda la documentación aparecida sobre los hechos de las cruzadas, las
tropas occidentales serán siempre los «francos» combatir «bajo las órdenes del emperador»,
probablemente en una definición ambigua que ya les interesaba.
La segunda y definitiva ruptura vendrá más tarde, cuando, gracias a la traición de Firouz,
un armenio convertido al islam y capitán de la guarnición de Antioquía, esta ciudad es
conquistada por los cruzados el 3 de junio de 1098. La población fue pasada a degüello y
según la Gesta Francorum «al atardecer del 3 de junio no quedaba turco alguno con vida en
Antioquía; no se podía pasar por las calles sin pisar sus cadáveres, todos en descomposición
por efecto del calor del verano. Pero Antioquía era nuevamente cristiana». Los cruzados se
dedicaron a saquear las casas de la ciudad, independientemente de que fueran de ciudadanos
cristianos o musulmanes. Las tropas cristianas se hicieron fuertes en Antioquía y resolvieron
más tarde, el 28 de junio, su dominio, derrotando al caudillo del ejército seljúcida, Kerbogha.
Ahora Antioquía pasaba a manos cristianas, pero todos querían hacerse con ella; por una parte,
el emperador clamaba que «se la devolvieran», y por la otra, los cruzados estaban convencidos
de que era un dominio propio, pero sin saber quién se la quedaría.
El que lo tenía peor era Alejo, el emperador bizantino, pero los otros luchaban entre ellos
para hacerse con el poder, que prácticamente se disputarían Raimundo de Tolosa y el
normando Bohemundo. En estos momentos se produce la muerte del legado papal, el padre
espiritual de la cruzada, Ademaro de Puy, víctima de una epidemia. Ademaro era quien más
defendía a Raimundo, y con su muerte todos los triunfos pasan a manos de Bohemundo, que,
también debe decirse, había estado al frente de las tropas en la batalla contra Kerbogha. Será él
quien encabezará una carta dirigida a Urbano II rogándole que vaya a hacerse con «la sede
cristiana fundada por san Pedro y que, como sucesor suyo, debe ser entronizado aquí». Era una
fórmula para ganar tiempo ya sabían que el papa no viajaría a Oriente y también para apartar
definitivamente las aspiraciones de Alejo. Bohemundo no recibe el dominio de Antio quía,
pero ejerce de protagonista.
Todo el tiempo que queda hasta el 13 de enero de 1099, cuando el ejército cruzado toma la
ruta hacia Jerusalén lo pasan los caudillos discutiendo aún sobre Antioquía. El 6 de junio
entran en Belén y al día siguiente empiezan a asediar la Ciudad Santa, una Jerusalén
fortificada pero carente de agua y con pocas armas para resistir. El asedio terminará el día 15
de julio, «después de unos días de ayunos purificadores, con una procesión alrededor de la
ciudad y por el monte de los Olivos», como si, antes de entrar en Jerusalén, los cruzados
hubieran recobrado su primer sentimiento de peregrinaje. Pero al entrar victoriosos en la
Ciudad Santa se olvidaron de éste rápidamente: excepto el caudillo musulmán Iftikhar, que en-
tregó a Raimundo de Tolosa «una gran suma de tesoros» a cambio de salvarse, no quedó
ningún musulmán con vida en la ciudad de Jerusalén. Pero tampoco los judíos lo pasaron
mejor; se reunieron dentro de la sinagoga principal y entonces fue fácil: la incendiaron y
murieron todos quemados. Raimundo de Aguilers, cronista presencial, lo explica así:
«Habiendo entrado los peregrinos en la ciudad, persiguieron y degollaron a los sarracenos
hasta el Templo de Salomón, donde hubo tal carnicería que los nuestros caminaban con sangre
hasta las rodillas... Los cruzados corrían por toda la ciudad arrebatando oro y plata, caballos y
mulas, y haciendo pillaje en las casas que sobresalían por sus riquezas. Después, felices y
llorando de alegría, se fueron a adorar el sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, considerando
saldada la deuda que tenían con Él». El historiador árabe Ibn al Athir precisa qué ocurrió en la
mezquita Al Aksa: «... los francos degollaron a más de setenta mil (?) personas, entre las
cuales había una gran cantidad de imanes y de doctores musulmanes, de devotos y de ascetas,
que habían salido de su país para venir a vivir, en piadoso retiro, a los lugares santos».
Guillermo de Tiro, que corrobora las afirmaciones anteriores, indica al día siguiente de la
matanza: «Se ordenó sacar fuera de la ciudad todos los cuerpos de los sarracenos muertos, a
causa del hedor extremo, ya que toda la ciudad estaba llena de sus cadáveres... hicieron pilas
tan altas como casas: nadie había visto una carnicería semejante de gente pagana. Las
hogueras estaban dispuestas como mojones y nadie, excepto Dios, sabía su cantidad».
Runciman dice que «la matanza de Jerusalén causó una profunda impresión en todo el
mundo. Nadie puede decir cuántas víctimas hubo; pero Jerusalén quedó vacía de musulmanes
y judíos. Incluso muc hos de los cristianos quedaron horrorizados... Esta demostración de sed
de sangre del fanatismo cristiano dio origen al renacimiento del fanatismo del islam». Después
del desastre aterrador de la toma de Jerusalén, que nunca fue entendido como tal por lo s
caudillos de la cruzada, hacía falta nombrar un gobernador para la ciudad. Ademaro, que
habría sido quien hubiera podido coger las riendas de Jerusalén, estaba muerto; con las
noticias sobre la enfermedad de Urbano II que moriría el 29 de julio, dos semanas después de
la conquista de la ciudad, pero ignorándola no hay ninguna indicación que venga de Roma. El
cargo recaerá en Godofredo de Bouillon, noble francés pero vasallo del emperador germánico,
que había destacado mucho en la conquista de la Ciudad Santa. Persona sensible, aceptará
únicamente ser nombrado el Advocatus Sancti Sepulchri, defensor consagrado al Santo
Sepulcro, y rehusará «llevar la corona de rey, donde Cristo había llevado las espinas». Ningún
tipo de escrúpulo tuvo su hermano cuando, a su muerte (1100), toma el título de Balduino I,
rey de Jerusalén, ha ciéndose coronar en Belén en la Navidad del mismo año.
Para acabar esta especie de resumen del inicio de las cruzadas, con una simple pincelada
de la primera, debemos hablar de otro factor que también incidió en las motivaciones del
movimiento cruzado o que se mezcló con ellas. Nos referimos al papel que tuvieron los
comerciantes. En primer lugar se debe decir que éstos ya estaban presentes en el Oriente
Próximo mucho antes de la predicación de la cruzada: los venecianos mantenían relaciones
estrechas con Bizancio y los amalfitanos estaban establecidos en diferentes puntos del
Mediterráneo oriental gracias a su flota, que en el año 1077 era considerada la más poderosa
del mar Tirreno. Estas dos ciudades, junto con pisanos y genoveses, aprovechando la aventura
de los cruzados, dieron soporte al transporte y al avituallamiento de las tropas y todos salieron
favorecidos por la concesión del estable cimiento de fondachi, almacenes en los que se
depositaban las mercancías con salida libre al puerto. Estos fondachi llegarían a ser unas
auténticas colonias. Más tarde también estarán presentes los marselleses, que se instalan en
San Juan de Acre en 1136, al mismo tiempo que la Corona de Aragón se movía por Siria y
Egipto. Venecianos, genoveses y pisanos serán los que trabajarán al lado de los cruzados a lo
largo de los siglos XII y XIII y en las poblaciones de Beirut, Antioquía, Tiro, Sidón, Acre,
Jaffa, Ascalón, etc. Debemos esperar hasta la acción de los venecianos en la Cuarta Cruzada
(1204) para poder indicar una clara motivación comercial, cuando realmente se confunden el
sentido neto del deseo primigenio de los cruzados con la simple especulación mercantil.
Precisamente la actuación de Venecia en aquellos momentos nos abre los ojos para que
podamos entender el resto de la acción de los comerciantes en aquellos últimos años del siglo
XI: a pesar del deseo o del interés de muchos historiadores en presentar las cruzadas como un
paso adelante más de la fiebre mercantil que se desarrollaba en las regiones mediterráneas,
bajo nuestro punto de vista no vemos nada claro que aquélla haya sido un factor decisivo para
la convocatoria de la cruzada. Es cierto que supieron jugar, despué s, con todas las posibili-
dades que la introducción de los guerreros occidentales les ofrecía, que colaboraron, y con
mucho gusto, para que esta introducción tuviera éxito: la implantación cristiana en los
territorios donde convergía la mayoría de las rutas que venían de Oriente sólo podía fa cilitarles
el camino. Fueron unos colaboradores, podemos aceptar perfectamente que fueran unos
colaboradores interesados, pero nos parece que es exagerar mucho tildarlos de inductores.
3. Así es como, con toda alegría y toda fraternidad, en el sentido mismo de la plegaria del
Maestre Hugo, a quien la caballería de Cristo debe su nacimiento, nosotros nos hemos
reunido en asamblea en Troyes viniendo de diversas provincias de allende los mares, bajo la
guía de Dios, con la gracia del Espíritu Santo, para la fiesta solemne de san Hilario, en el año
1129 de la Encarnación del Hijo de Dios, año noveno después del inicio de dicha orden de ca-
ballería. Y nosotros pudimos entender, de la boca del susodicho Maestre Hugo, los diversos
capítulos sobre las maneras y las observancias de la orden de caballería y, según el modesto
entendimiento de nuestra ciencia, nosotros loamos lo que nos pareció bueno y provechoso, y
rechazamos lo que nos pareció inútil.
Una de las realidades destacadas que nacieron de la acción de las cruzadas fue la
fundación de las órdenes religiosomilitares. Las más importantes fueron los Hospitalarios, los
Templarios y los Caballe ros Teutónicos. Fueron una consecuencia de ellas, pero también una
necesidad: sus funciones originarias de mantener expeditos los caminos y de ayudar a los
peregrinos se vieron claras después de la toma de Jerusalén por los cristianos. Sin embargo,
debe decirse que los predecesores de la orden del Hospital ya estaban instalados en Tierra
Santa mucho antes de que las fuerzas cristianas conquistaran buena parte de Palestina y de que
el Reino de Jerusalén fuera una realidad política. Estos antecesores de los Hospitalarios, como
vulgarmente sería conocida la orden, se habían establecido modestamente en Jerusalén,
probablemente antes de 1055: sabemos que en 1070 había un hospital, un lugar de acogida
para los peregrinos pobres que se desplazaban a Tierra Santa. Fueron los mercaderes
amalfitanos quienes promovieron este albergue y, con el permiso del gobernador egipcio, unos
monjes adscritos a la regla benedictina levantaron el establecimiento dedicado a san Juan
Limosnero, en memoria del patriarca de Alejandría del siglo VII. Debemos no tar el buen
sentido que presidía las relaciones entre cristianos y musulmanes fatimitas: delante de la
concesión del gobernador, los amalfitanos pusieron el hospital bajo la protección de un
cristiano, pero de tierra egipcia.
En un primer momento, pues, se trató de una orden benedictina que dependía de las
autoridades benedictinas de Palestina y era sufragada por los mercaderes amalfitanos. A partir
de la toma de Jerusalén, en la que colaboraron informando en todo momento sobre las
características locales, recibieron ayuda de parte de los nue vos gobernantes francos, al mismo
tiempo que muchos peregrinos y cruzados entraron a formar parte de la orden primitiva, hasta
llegar a desprenderse de la regla benedictina y crear la orden del Hospital (probablemente en
una fecha cercana a 1113). Y se cambió de patrón: de san Juan Limosnero se pasó a san Juan
Evangelista. Finalmente se pensó que además de ocuparse de la acogida se debía ayudar a
mantener los caminos hacia Jerusalén abiertos a la peregrinación; entonces los caballeros se
incorporaron a esta labor. Los Hospitalarios llevaban una cruz blanca sobre el vestido oscuro y
ya desde un principio se aplicaron a su tarea con esmero: cuando Juan de Wirzburg visita
Tierra Santa en el año 1 135 reseña que «el hospital anexo a la iglesia de San Juan tenía
capacidad para acoger a 2.000 personas, en un edificio de 64 pilares y 124 columnas de már-
mol». Iremos encontrando a los Hospitalarios a lo largo de nuestra historia; no en vano fue la
orden rival de los Templarios y muchas veces esta rivalidad no fue positiva.
Cuatro líneas sobre la orden de los Caballeros Teutónicos. A mitad del siglo XII había un
hospital en Jerusalén para acoger a los peregrinos alemanes. Se supone que en 1187, con la
conquista de Saladino, desapareció. Tres años más tarde mercaderes de Brema y Lübeck
fundaron en Acre un nuevo hospital, y, más tarde, los príncipes alemanes decidieron
transformar el establecimiento en una orden monástico- militar, la de Hermanos de la casa del
Hospital de los Alemanes de la Virgen de Jerusalén. Para diferenciarlos de las otras órdenes
existentes, y especialmente de la del Hospital, la gente los llamó Teutonici (Teutónicos). La
orden fue confirmada en 1199 por Inocencio III y construyó castillos y establecimientos, los
más importantes los de Montfort y Torun. A partir de los años 1210-1230 su acción se
desarrolló principalmente en la Europa oriental, dedicándose a la conquista y la cristianización
de las tribus establecidas más allá del Vístula.
A pesar de la existencia anterior de los Hospitalarios, la persona que tuvo la idea de que
los caballeros fueran al mismo tiempo religiosos y militares fue Hugo de Payns. El fundador
de los Templarios vio clara desde un principio esta doble función, la más práctica para
mantener el paso franco a Tierra Santa. Por lo tanto, el cambio de orientación de los
Hospitalarios se produjo después de la fundación de los Pobres Caballeros de Cristo, el
nombre ya indicado de los primitivos Templarios.
Templarios y Hospitalarios son fruto, en expresión de Sans i Travé referida a los primeros,
«de todo aquel conjunto de circunstancias que determinaron las primeras Cruzadas a Tierra
Santa, y que motivaron la creación del Reino de Jerusalén... Sin el movimiento de peregrinos
que propició la nueva situación, sin la precariedad política y la impotencia militar del nuevo
reino, difícilmente se ha bría dado allí el nacimiento de la orden del Temple». Todo nos lleva
hacia una dirección: era preciso asegurar la posibilidad del peregrinaje y colaborar con los
nuevos gobernantes para mantener seguros los caminos. Hay una paradoja aparente: si durante
el dominio fatimita, según muchos incluso bajo el gobierno turco, había habido una
peregrinación más o menos fluida, ahora que los cristianos son los dueños de buena parte de
Tierra Santa, ¿por qué surgen más dificultades que antes? Hay que matizar. En primer lugar,
una cosa era que los peregrinos pudieran viajar a Jerusalén pagando el tributo al musulmán de
turno por la visita, y otra es que el viaje fuera como una especie de forfait de nuestros días.
Emboscadas, pillajes e incluso asesinatos estaban a la orden del día en el largo viaje por tierras
dominadas por los seguidores del islam: peregrinar a Tierra Santa siempre fue una aventura.
Otra cosa era la situación presente: quizá se había eliminado la acometida musulmana, pero la
tranquilidad estaba lejos de dominar Tierra Santa; las luchas, suficientemente tratadas en el
capítulo anterior, de todos contra todos, no presentaban como un viaje fácil el tránsito por
Palestina. Jerusalén era una ciudad dominada por los cristianos, pero era una meta difícil de
conseguir. Y un hecho determinante: ahora, con la conquista del territorio, podía existir esta
especie de policía, imposible de imaginar bajo el dominio sarraceno.
Todo esto lo tenían muy presente Hugo de Payns y Godofredo de Saint Homer cuando,
probablemente en el año 1120, decidieron fundar los Pobres Caballeros de Cristo, con el deseo
de asegurar sus servicios a todos los que visitaban Tierra Santa. Hicieron los votos
tradicionales: de castidad, pobreza y obediencia, pero añadie ron un cuarto voto, el de defender
los Santos Lugares y ayudar a los peregrinos con las armas. Por primera vez aparecía el ideal
global del caballero que defendía Ramon Llull: el monje militar. No hace falta decir que la
iniciativa recibió el apoyo de los estamentos implicados: el patriarca de Jerusalén, en nombre
de la Iglesia, aprobó canónicamente la nueva orden, y Balduino II, rey de Jerusalén, acogió la
propuesta con alegría: veía la posibilidad de tener una fuerza militar al servicio de la
seguridad, no solamente de los peregrinos, sino de su propio reino. Balduino II concedió
derechos y privilegios a los «pobres caballeros», les dio alojamiento en su propio palacio, de
hecho la mezquita Al Aksa, pero que estaba incluida en el perímetro en que, muchos siglos
atrás, se había asentado el templo de Salo món. De ahí que se los llamara los caballeros del
Temple, y vulgarmente, los Templarios. Cuando Balduino abandonó la mezquita para ir a
instalarse en la torre de David, todo el espacio fue ocupado por la nueva cofradía, por la nueva
orden. Desde entonces la orden del Temple considerará como su casa fundacional este
Templum Salomonis que figurará en su sello.
Los primeros compañeros recibieron toda la ayuda de Balduino, pero comprendieron que
era más simbólica que otra cosa y de ahí que creyeran que les hacía falta un apoyo más
importante: el del Occidente cristiano. Por lo tanto era importante dar a conocer su orden a las
dos partes que podían hacer mucho para que la aventura de los Templarios tuviera éxito: la de
Roma y la de los reinos cristianos. Es con esta esperanza con la que en el año 1127, aunque
parece más probable el 1128, Hugo de Payns y cinco caballeros más se embarcan y ya en
Roma visitan al papa Honorio II para solicitarle su reconocimiento oficial; por otra parte
recurren a Bernardo de Claravall, que no les fallará. Entre uno y otro consiguen convocar un
concilio en Troyes no nos movemos de la Champaña, la región de Payns y de san Bernardo
para establecer, para regular, los detalles de la organización de los Templarios: nunca ningún
tipo de orden tuvo un apoyo tan solemne.
El concilio, presidido por el legado papal, Mateo de Albano, inició sus sesiones el 13 de
enero de 1129. Pero antes, Hugo de Payns y sus compañeros habían trabajado con ahínco para
que los asis tentes conocieran a fondo la tarea desarrollada en pocos años por los Templarios y,
sobre todo, el trabajo que aún podían hacer. La sesión inaugural contaba con la presencia de
las dignidades regiona les afines, los arzobispos de Sens y Reims, los obispos de Troyes y
Auxerre y muchos abades, entre los que no podía faltar Esteban Harding, abad de Citeaux,
pero con la inexplicable ausencia del otro abad cisterciense, Bernardo. Ya había llevado a cabo
el trabajo importante, hacer posible el concilio, y, listo como el hambre, prefería mantenerse
un poco al margen: por si acaso...
Hugo de Payns expuso al concilio los orígenes de la orden y la tarea que estaban
desarrollando los Templarios en Tierra Santa. También les presentó la regla que san Bernardo
les había escrito y pidió al concilio el apoyo general de la Iglesia y la aprobación particular de
la regla. Después de ligeras modificaciones ¿quién ha bría osado enmendar la plana a Bernardo
de Claravall en aquellos momentos? la regla fue adoptada por el concilio. Esta regla original
no nos ha llegado; conocemos, sin embargo, la regla que más tarde hizo Esteban de Chartres,
que fue patriarca de Jerusalén (11281130), que se denomina Regla Latina, cuya versión
francesa apareció en 1140, hecho que aseguró su difusión. Esteban, desde Jerusalén, mucho
más lejos de Claravall que Troyes, se atrevió a corregir a Bernardo de Claravall. Analizaremos
la regla en el capítulo siguiente, ya que a través de su redacción hallaremos todo el espíritu que
movía a estos caballeros, e intentaremos descubrir la difícil conjunción de los anhelos
militares con los religiosos.
Ya hemos visto que Bernardo de Claravall fue un elemento decisivo para que la orden
tuviera un recibimiento universal, es decir, en todo el Occidente cristiano. Pero el abad de
Claravall hizo algo más. Poco tiempo después de finalizar el concilio envía una carta fórmula
literaria muy utilizada por san Bernardo a Hugo de Payns, «caballero de Cristo y Maestre de
su milicia, Bernardo de Claraval, abad sólo de nombre: lucha en noble combate». La carta es
conocida como el «Elogio de la nueva milicia» y fue también fundamental para la expansión
que la orden del Temple tendría en todos los reinos cristianos. Según dice san Bernardo en las
frases introductorias, «Una y dos veces, hasta tres, me has pedido, amadísimo Hugo, que
escriba para ti y tus compañeros un sermón exhortatorio». Fue pues a petición del fundador del
Temple que se escribió el sermón en forma de carta. El contenido de este escrito nos ayudará
también a penetrar en el pensamiento de la Iglesia sobre la tarea de la «nueva milicia», al
mismo tiempo que nos descubrirá, no sin sorpresa, algunos aspectos que se refieren a
«muchos», en palabras del autor, de los caballeros.
Empieza indicando que nos hallamos ante un hecho insólito: «Nunca se ha conocido nada
igual: el combate contra los hombres de carne y hueso, y contra las fuerzas del mal... Que una
misma persona se ciña la espada, con valentía, y destaque por la nobleza de su lucha espiritual,
debemos admirarlo como algo totalmente inusitado». Tiene interés en valorar su entrega hasta
la muerte: «Si son fe lices los que mueren en el Señor, ¿no lo serán mucho más los que mueren
por el Señor?», y se extiende ampliamente en todos los razo namientos sobre el morir y el
matar por Cristo; este último aspecto «no implica sentido criminal alguno y en cambio reporta
una gran gloria. Además consiguen dos fines: muriendo, sirven a Cristo, y ma tando, el propio
Cristo se les entrega como premio». Reincide de manera abusiva en estos criterios, de tal
manera que llega un mo mento en que debe reflexionar sobre «la licitud del cristiano de herir
con la espada». Pero lo resuelve rápidamente: Jesús «nunca condenó el servicio militar», y por
lo tanto, si no hay condena, hay permisión. Que el santo no acaba de verlo claro se nota en la
cantidad de citas sacadas del Nuevo y Antiguo Testamento que avalan su pensamiento en el
capítulo III de la carta, versículos 5 y 6, y también en la especie de advertencia final de este
capítulo: el miedo hacia «una interpretación literal que vaya contra su sentido espiritual».
Viven en otro Templo, muy diferente del templo lujoso de Salo món. Por las paredes sólo
hay escudos y por todas partes «bridas, monturas y lanzas». De la misma manera que los
mercaderes fueron expulsados del Templo, «han echado violentamente fuera de los Santos
Lugares toda la inmundicia de la infidelidad satánica y aho ra se entregan noche y día a
ocupaciones provechosas». Sobre el origen de los caballeros que se han convertido en
Templarios, he aquí la sorpresa de que hablábamos antes: «Son muy pocos los que antes no
habían sido unos malvados e impíos: ladrones y sacrílegos, homicidas, perjuros y adúlteros».
Por esto mismo su conversión da paso a «la doble satisfacción que se produce: para los de su
entorno, porque parten hacia Tierra Santa, y para los Templarios porque los necesitan; para los
unos, porque los defenderán, para los otros, porque se los quitan de encima. En su patria
pierden con satisfacción a los más crueles devastadores; en Jerusalén acogen con gozo a unos
fieles defensores».
Los últimos capítulos están destinados a glosar los Santos Lugares, las ciudades
reverenciales. No interesan desde el punto de vista del conocimiento que nos pueden aportar
sobre los Templarios, aunque son unas bellas páginas que nos documentan sobre la idea que se
tenía de Tierra Santa; esto no significa, sin embargo, que nos den a conocer la «realidad» de
unos itinerarios y de un país.
2.- LA REGLA
«La regla de los pobres soldados de Cristo y del Templo de Salomón», tal como reza el
encabezamiento de la regla primitiva, también conocida como Regla Latina, está dividida en
dos partes. La primera, llamada prólogo, y la segunda, la formada por los artículos, bajo el
epígrafe: «Aquí empieza la Regla de los pobres soldados de la Santa Trinidad».
El prólogo está dirigido a todo el mundo, a «todos los que deseen servir con corazón puro
al verdadero Rey Soberano». Tiene pala bras duras contra «la orden de la caballería que
desprecia el amor de la justicia, no defendiendo a los pobres ni a las iglesias... prefiriendo
robar, despojar y matar». Inmediatamente pasa a explicar el nacimiento de la orden gracias a
«la plegaria de maese Hugo», así como su confirmación en el concilio de Troyes, «en la
festividad de san Hilario», donde se «alabó lo que era bueno y provechoso, y se rechazó lo que
pareció inútil». Se añade la larga lista de los padres conciliares, empezando por «Mateo,
obispo de Albano, legado por la gracia de Dios de la santa Iglesia de Roma». También se
anota la presencia de nobles laicos: «el conde Thibaud, el conde de Nevers y Andrés de
Baudemant». Con todos ellos, los Templarios: el Maestre Hugo y los «hermanos que lo
acompañaron: el hermano Godofredo, el hermano Roldán, el hermano Bissot, el hermano
Pagano de Montdidier y el hermano Saint Amand». El prólogo termina indicando que este
dictamen, adoptado por el concilio, se ponga por escrito y que «sea firmemente observado».
Todo él debe estar en la «línea del fundador, que es más suave que la miel». Y que pueda
«servir para la infinidad de los siglos. Amén».
La segunda parte, la regla propiamente dicha, consta de 72 artículos, algunos de ellos muy
breves. Para subrayar su espíritu religioso, los primeros artículos están destinados a fijar las
obligaciones espirituales de los caballeros. De esta manera se empieza con la obligación de la
asistenc ia a maitines y al oficio divino: «Saciados y fortificados por el cuerpo de Cristo, nadie
debe temer ir a la batalla, aunque debe estar preparado para la corona del sacrificio». Si, por el
motivo que sea, no se puede asistir a misa, se deben rezar, «de viva voz», trece padrenuestros
por maitines; para las otras horas del día, siete oraciones, y nueve más para las vísperas. Se
expresa con minuciosidad el oficio que se debe hacer por los hermanos difuntos: «Los
hermanos pasarán toda la noche en oración... y dirán cien oraciones durante los siete días
siguientes a la defunción». La ofrenda que se espera del caballero es la de sí mismo: «Ya que
Cristo sacrificó su vida por mi salvación, yo debo estar dispuesto a dar la vida por mis
hermanos». No hace falta oír toda la misa de pie: «No os lo recomendamos, más bien lo
censuramos». Intentando frenar una ascesis exagerada, se indican los momentos en que se
debe estar sentado y los momentos en que se debe estar de pie: «Os invitamos a cantar el
salmo Venite, exultemos Domino sentados... y a levantaros durante la lectura del Evangelio».
Los vestidos deben ser de un solo color: blanco, negro o «tal como se dice, buriel [de color
rojo, entre negro y leonado]; los caballeros deben llevar una capa blanca, tanto en invierno
como en verano, ya que han abandonado una vida de tinieblas... el blanco, símbolo de pureza y
de castidad». Más tarde, en tiempos del papa Eugenio (11451153), se cosieron la cruz roja
sobre sus hábitos: el rojo del martirio sobre el blanco de la inocencia, «para que este signo
triunfal les sirva de escudo y nunca se echen atrás ante ningún infiel». Los vestidos no pueden
ser arrogantes ni ostentosos, «el intendente dará a cada hermano el vestido que precise, ni
demasia do largo ni demasiado corto, justo a su medida». Cuando reciban un vestido nuevo
deberán entregar el viejo, «que será dado a los escuderos y a los sargentos y, a veces, a los
pobres». Pero los escuderos y los sargentos no pueden «llevar vestidos blancos, ya que sería
un gran perjuicio. Que vayan vestidos de negro y, si no pueden encontrar ropa de este color,
que sea de uno solo y barata, es decir de color buriel». Los caballeros no podrán llevar otro
tipo de vestido sobre la capa blanca; «sólo se les autoriza a vestirse, si hace frío, con pieles de
cordero o de carnero». En verano, a causa del calor que «hace en Oriente, los caballeros
pueden vestir camisa de tela, desde Pascua a Todos los Santos». Los Templarios deben llevar
la cabeza afeitada, tonsus, para que «se reconozca la regla permanentemente; no hay
inconveniente alguno en que lleven barba y bigote».
Cada hermano no puede tener más que tres caballos y un solo escudero, y si éste «lo es por
espíritu de caridad, no puede ser castigado por las faltas que cometa». Todos los caballeros
que deseen entrar en el Temple deben aportar «un caballo, armas y todo lo que les sea
necesario». A su llegada se valorará «el precio del caballo y se pondrá por escrito para que no
se olvide». Las demás cosas necesarias le serán dadas «al caballero, al escudero y a los
caballos según los recursos de la Casa, con un sentido de caridad fraterna. Si debe regresar a
su país, que deje la mitad del valor del caballo al Temple y la otra mitad, si quiere, la recibirá
como un don de sus hermanos».
Los caballeros deben observar «una obediencia sin fisuras hacia su Maestre». En este
sentido nunca podrán ir a Jerusalén sin su permiso, a no ser que «vayan de noche a orar al
Santo Sepulcro». No pueden desplazarse solos por los caminos y, en campaña, «ningún
caballero, escudero o sargento puede ir al campamento de otro caballero para verlo o hablar
con él». Ningún hermano del Temple comprará caballo alguno, arnés o armas. Si de verdad los
necesita «que vaya a ver al Maestre y le exponga su caso». Se prohíbe que los hermanos lleven
oro o plata «en sus bridas, armaduras, espuelas y estribos». No hace falta tener forros para el
escudo y la lanza, «ya que son más bien perjudiciales». Sin la autorización del Maestre, el
hermano «no puede recibir cartas de nadie, ni de sus padres; una vez autorizada, si el Maestre
lo considera conveniente, la carta será leída en su presencia». Debe vigilarse que entre los
caballeros no arraigue el hábito de las conversaciones mundanas: «Prohibimos que nadie
explique los desenfrenos de la carne cometidos con mujeres sumisas; si alguien empieza,
hágasele callar inmediatamente». Ningún caballero debe tener bienes propios de ningún tipo.
Se prohíbe la caza con halcón: «la caza de aves mediante otra ave». En general se recomienda
no cazar, aunque se permite hacerlo cuando se trate de leones, «que son los enemigos de la
Virgen María».
Los caballeros del Temple, que «mezclan la vida religiosa y la vida militar, pueden matar a
los enemigos de Cristo sin culpabilidad». Si los hermanos casados piden entrar en la cofradía
«permitamos su recibimiento si, a su muerte, nos conceden una parte de sus bienes y la
totalidad de lo que hayan adquirido entre tanto; pero nunca podrán vestir la capa blanca. Si el
marido muere primero, los hermanos se quedarán con la parte de sus bienes; consideramos que
no deben habitar en la misma casa que los que hayan hecho voto de castidad». Sintiéndolo
mucho, no pueden admitir a las hermanas de los caballeros «ya que es un gran peligro, el
diablo toma la apariencia de una mujer». Para el buen recibimiento de un postulante a
caballero la regla debe «ser leída en su presencia; si acepta, y si el Maestre y los demás
hermanos están dispuestos a recibirlo, que exprese su voluntad y deseo». Después pasará a una
suerte de noviciado bajo el cuidado del Maestre. Se pueden reunir en asamblea siempre por
decisión del Maestre, que, «después de escuchar el consejo de todo el capítulo, decidirá lo
mejor y más provechoso».
Los escuderos y los sargentos, un término que engloba a los sir vientes, pueden ser
recibidos durante el tiempo que determinen, «aceptándolos con confianza para la salvación de
su alma». No así los niños; «que quien cuide de ellos asegure su mantenimiento hasta que
lleguen a la edad de llevar las armas contra los enemigos de Cristo». Los hermanos que deben
ir hacia las diversas provincias deben esforzarse en mantener la regla, sobre todo en lo relativo
al «consumo de vino y carne, para dar una buena impresión a la gente del exterior». Si un
hermano comete una falta leve, que «lo exponga al Maestre, que sabrá cómo hacérsela
expiar». Si la falta es grave, «que se retire de la compañía de los hermanos, que coma solo y
que se someta al juicio y la misericordia del Maestre». Los hermanos «huirán, como de la
peste, de la rivalidad, la envidia, los celos, la calumnia, las murmuraciones y la maledicencia».
Finalmente, en el artículo 72, el último, se advierte contra una «cosa peligrosa para una
comunidad religiosa: el encanto de las mujeres. No se puede abrazar a mujer alguna, ni viuda,
ni virgen, ni madre, hermana o amiga. Que la caballería de Cristo rehuya el besar a las
mujeres, por quienes a menudo los hombres están en peligro».
Entre los años 1140 y 1147, probablemente más cerca del primero que del segundo, tiene
lugar la traducción al francés de la Regla Latina. Pero no se trata de una simple traducción;
también hay incorporaciones, cambios y supresiones. Por ejemplo: ahora ya no se habla de
noviciado; en la regla primitiva se decía que se podía lle var barba y bigote; ahora se
recomienda firmemente; en el refectorio, a la hora de las comidas, ahora «se pueden pedir
suavemente y privadamente las cosas necesarias de la mesa», ya que los hermanos no conocen
los signos que se hacen otros monjes para pedir un trozo de pan, leche, etc., «y no es necesario
que los aprendan». Cuando se habla de los sacerdotes, aho ra se añaden «sacerdotes y clérigos
sirviendo a plazos a la caridad». Antes eran simples «sacerdotes al servicio del orden», ahora
son hermanos sacerdotes, o sea que la traducción francesa incorpora el contenido de la bula de
Inocencio II de 1139 y, por lo tanto, es de redacción posterior a esta fecha.
En Jerusalén, pues, se halla el centro rector de toda la orden y ya hemos visto que el papa
hace de ello una obligación. En esta Casa central hay toda una jerarquía, medio monacal,
medio militar. Como un abad, el Maestre dirige el Templo. (En algunas publicaciones se habla
de Gran Maestre, probablemente para distinguirlo de los maestres provinciales, como se hace
en las bulas papales, pero en los escritos de la época se habla siempre del Maestre, y en los
libros modernos sobre los Templarios se tiende a utilizar sólo este nombre, sin adjetivo, que es
la opción que nosotros hemos ele gido. Otra precisión: no hay unanimidad en cuanto a escribir
Orden, con mayúscula, o simplemente orden; nosotros lo haremos siempre con minúscula,
pero en las reproducciones de citas antiguas o modernas respetaremos el criterio del autor.)
Jefe de la cofradía, abad soberano, pero siempre sometido a la decisión del capítulo, «todos los
hermanos deben obedecer al Maestre y el Maestre debe obedecer a su convento». Es un
criterio claramente copiado de la orden cisterciense y del espíritu feudal del vasallaje, donde,
recordémoslo, una de las obligaciones del vasallo era «aconsejar a su señor». El consejo
vendrá de parte de «ciertos» hermanos, escogidos según el asunto del que se trate. Si hay que
prestar dinero, dependerá de la cantidad; puede decidirlo uno solo, con el consejo de unos
cuantos hermanos o de buena parte de ellos. Lo mismo pasa en cuanto al nombramiento de
dignatarios provinciales: cuanto más importante es la provincia, tanto más amplia es la
consulta.
Después del Maestre está el senescal, que puede reemplazarlo durante su ausencia. El
senescal se ocupa de la organización interna de la orden y del avituallamiento. A su misma
altura, y a veces con mayor importancia, hallamos al mariscal, que vela por la disciplina
interna y por todo lo que se refiere a animales y a armas, tanto su mantenimiento como su
adquisición. Su importancia aumenta durante las campañas militares, ya que en tiempos de
guerra es el jefe: «Toda la gente armada está a las órdenes del mariscal cuando están en
batalla». Tenemos además el cargo de submariscal, ocupado por un sargento, el de turcoplier,
que dirige un tipo de caballería ligera al estilo turco, armada con arco, y el gonfaloniero, que
se ocupa de los escuderos. Dentro de la organización interior, el pañero, cuya responsabilidad
se centra en el atavío de los hermanos y que está a las órdenes del comendador.
Después del mariscal y del senescal vienen los comendadores. El comendador de la Casa
asume las funciones de tesorero de la orden. Todo lo que se recauda «allende y aquende los
mares» pasa por sus manos. También es el receptor del botín general, excepto de los animales
y las armas, que van a parar al mariscal. Es el contacto con las otras casas de Occidente y
ayuda a distribuir a los Templarios por las diversas casas. Existe también el cargo de
comendador de Jerusalén, que se ocupa de la atención a los peregrinos.
Muchos de estos dignatarios formaban parte del capítulo, que se reunía semanalmente en
las encomiendas locales y anualmente en las provinciales, mientras que había capítulo general
cada cinco años en Tierra Santa. Reunir el capítulo general era complicado, y por esto no se
podía congregar para una decisión tan importante como la de elegir nuevo Maestre. En esta
elección sólo participaban los Templarios que estaban en Tierra Santa, aunque estuvieran de
paso o de visita. El sistema de elección, a la muerte del Maestre, era curioso: el mariscal
convocaba a todos los dignatarios que se hallaban en Tierra Santa; se designaba un gran
comendador que disponía la reunión del capítulo; el capítulo nombraba al comendador de su
elección, quien elegía a otro hermano que sería su compañero. «Estos dos elegirán a dos más,
y ya serán cuatro; y estos cuatro, a otros dos, y ya serán seis», y así hasta reunir a doce, en
honor de los doce apóstoles. «Estos doce elegirán a otro más, un hermano sacerdote, para que
ocupe el lugar de Jesucristo. Y entre estos trece debe haber ocho hermanos caballeros, cuatro
hermanos sargentos y el sacerdote. Y que sean de naciones y países diversos, para mantener la
paz de la Casa.» Estos trece serán los electores del nuevo Maestre. Normalmente se elige a una
persona con larga experiencia dentro de la orden.
Hemos visto que había un comendador general. En cada provincia también había uno,
ejerciendo las funciones de jefe, que según su importancia recibía el nombre de Maestre; cada
casa tenía su comendador; también estaban los castellanos, que cuidaban de los castillos de la
orden; unos y otros estaban bajo las órdenes del comendador provincial. Bajo el comendador
de casa estaban los administradores de los dominios rurales, tarea encomendada a los sar-
gentos.
Como puede verse, la orden, centrada en Jerusalén, se organiza por provincias. En Oriente
hay tres: la misma de Jerusalén, la de Trípoli y la de Antioquía; en cierta manera siguen la
estructura de los Estados Cruzados, excepto Edessa, englobada dentro de la provincia de
Antioquía. En Occidente las provincias van cambiando a me dida que van adquiriendo
importancia, y tienen unas dimensiones más flexib les. Aun así, podemos apuntar la de Francia,
que comprende las encomiendas de Normandía, Isla de Francia, Picardía, Lorena, Champaña y
Borgoña; estas encomiendas pasarán en algún momento a ser provincias. Y asimismo las
provincias de Inglaterra, con Escocia e Irlanda; Flandes; la Alvernia; el Poitou; Aquitania;
Provenza; Cataluña; Aragón; Portugal; Sicilia; Hungría. Hay un momento en que se habla de
la provincia de Provenza «y diversas partes de España»; sabemos que Hugo Rigaud y Ramón
Bernardo habían viajado por León, pero normalmente cuando se habla de Es paña se hace
referencia a Aragón y Cataluña. Sobre la implantación de los Templarios en la Península
Ibérica hablaremos más atentamente en capítulos posteriores. Uno de los criterios que tenían
para marcar el territorio provincial era la unidad lingüística, pero el mismo crecimiento no
permitió mantener este punto de vista. El jefe provincial es una persona importante para la
orden y se procura ele girlo entre aquellos que sean conocidos y amigos del señor o seño res
que mandan en el territorio.
El interés de contar con una red importante de encomiendas era el típico de cualquier
sociedad: estar lo más cerca posible del consumidor. En este caso concreto significaba estar
cerca de la gente para que a todo el mundo le fuera fácil conectar con una casa. Los frutos de
este contacto son diversos: reclutar gente y recoger dona ciones, hacer el trabajo de explotación
de la encomienda más atractivo. Lo mismo pasa en Oriente: las casas se establecen a una
jornada de camino, así los Templarios pueden sentirse acogidos permanentemente. Otro
elemento común a los Estados Cruzados y a los reinos cristianos ibéricos son las casas «de
frontera», donde los Templarios colaboran en la defensa de aquélla. También se escalo nan las
encomiendas por los ejes de circulación hacia los puertos mediterráneos, donde se embarcarán
hacia Palestina. Se asegura el camino por etapas de los peregrinos a Tierra Santa, de los
caballe ros, de los hermanos encargados de conducir el dinero y las mercancías a Jerusalén.
Pero no es éste el único peregrinaje que aseguran: los diversos «caminos de Santiago» están
llenos de casas, de refugios. Se comprende que toda esta red no nació espontáneamente ni se
estableció de la noche al día; bien al contrario, se trata de una obra que va creciendo mes a
mes, año a año, y que da una noción de la complejidad de la organización y de por qué la idea
de provincia nunca será estable: a medida que crece la implantación, también el Maestre
provincial debe dominar su sector de la red; se entiende, pues, la aparición vital de nuevas
provincias.
Por ejemplo, cuando se habla del Maestre. Éste tiene el derecho de atribuirse cuatro
monturas caballos o mulas además de un caballo de guerra cuando sea necesario.
Normalmente irá acompañado de un hermano sacerdote y de un clérigo, un segundón gen-
tilhombre lleva su escudo y su lanza y, «si hace tiempo que está a su servicio, lo puede armar
hermano caballero, pero es mejor que no lo haga muy a menudo». Entre sus sirvientes contará
«un escribano conocedor del árabe, un cocinero, dos chicos, un sargento con dos monturas y
un caballero que se encargue del correo». Las grandes decisiones de la orden las debe tomar el
Maestre de acuerdo con el consejo de su capítulo. Ya hemos detallado algunas de estas
decisio nes. Tampoco puede vender una tierra, ni cederla, ni empeñarla sin este consejo; ni
iniciar por sí mismo una guerra, ni «poner comendadores al frente de los reinos; otra cosa es
cuando se trata de comendadores de tierras: será fruto de su discreción el nombrar a quien crea
conveniente, con o sin el consejo del capítulo». Cuando el Maestre llega de una cabalgada
puede comer en sus aposentos; cuando come en la mesa del convento «puede enseñar su
escudilla [plato] a quien quiera, pero esto no puede hacerlo nadie más que el Maestre». Toda
la ropa «de día y de noche, cuando el Maestre la deje, deberá ser dada a los leprosos. Y si la
quisiere ceder a un hermano, debe dar otra a los leprosos».
Hay un tráfico importante de ida y venida entre Tierra Santa y «Ultramar», tal como los
Templarios denominan el Occidente europeo. Riquezas de todo tipo: oro, plata, tejidos,
vestidos, armaduras, arneses, caballos, son expedidos por las casas occidentales. To dos los
beneficios de compras y ventas, todas las donaciones y las limosnas de un valor de «cien
bizantinos o más, recogidas por los comendadores, deben ser remitidas a Jerusalén; por debajo
de esta cantidad, se quedan en las encomiendas; pero si la donación se efectúa en el mar, sea
grande o pequeña, debe ser llevada al Tesoro». Desde Oriente, los Templarios envían una
«mercancía» más selecta: hermanos en misión, visitadores de las provincias, caballeros de
edad avanzada o enfermos. Sobre estos últimos el Maestre envía a hacer una inspección a unos
dignatarios fieles diciéndoles: «Id a ver a los hermanos y buscad a los que puedan ser
aprovechados para enviarlos a Ultramar». Y aquéllos van a la enfermería y después de
inspeccionarlos ponen por escrito lo que les parece más razonable y entregan el informe al
Maestre, que decidirá finalmente.
Sobre la tienda redonda del senescal ondea el estandarte de los Templarios. El famoso
pendón del Temple está dividido en dos colores, el blanco y el negro. Jacques de Vitry,
cronista afín a los Templarios, quiere ver «en el blanco, que son francos y benevolentes con
sus amigos, y en el negro, que son negros y terribles con sus enemigos: leones en la guerra,
corderos en la paz».
Entre los Templarios hay hermanos caballeros que han hecho los votos y otros que están
con ellos temporalmente. Estos últimos pactan con el Maestre un tiempo determinado de
servicio, acabado el cual regresan a Occidente. Lo mismo sucede con los sargentos y los
escuderos. Tanto los hermanos estables como los que están de paso deben pedir permiso para
un sinfín de acciones: «Ningún hermano podrá bañarse, ni sangrarse, ni tomar medicinas, ni ir
al pue blo, ni galopar con su caballo sin pedir permiso». En tiempos de guerra, cuando los
Templarios establecen el campamento, lo primero que hacen es marcar el lugar donde se
instalará la capilla; a su lado, la tienda redonda del Maestre, la del mariscal y el pabellón de
intendencia. Después, al grito de «acampad, señores hermanos, por Dios», los caballeros
extienden sus tiendas, «cada uno con su tropa» alrededor de la capilla. Habiéndose instalado,
se les llama a comer y el comendador encargado inicia el reparto de comida, procurando no
poner en la misma escudilla dos pedazos grandes «ni dos muslos, ni dos paletillas, sino lo que
crea más conveniente». Tienen prohibido procurarse víveres «excepto pájaros, peces y bestias
salvajes, si saben capturarlos sin cazarlos», ya que, como hemos dicho antes, no podían cazar.
Los «Retrais» describen minuciosamente el arnés del caballero, que no difiere en nada del
que hemos comentado cuando hablábamos de la caballería.
El viaje a Occidente del pequeño grupo de Pobres Caballeros de Cristo, encabezado por
Hugo de Payns, es motivado, tal como he mos dicho, por la necesidad que tienen del
reconocimiento de la Iglesia y de los reinos cristianos. Pero ya en estos primeros momentos
buscan algo más: el sustento material de su aventura. Debemos decir que sup ieron encontrar la
ayuda que necesitaban, que tuvie ron una habilidad envidiable para sacar partido de los bienes
obtenidos y que, finalmente, pasaron de ser financiados a ser grandes financieros.
Todo empieza con las donaciones. Debe quedar claro que el sistema no es nuevo y hay que
contemplarlo en el marco de la gran influencia que tenía la Iglesia en el mundo secular: las
donaciones a las grandes órdenes monacales eran ya un ejemplo que hacía tiempo que existía.
Había una especie de deseo de quedar bien con los estamentos eclesiásticos por parte de la
nobleza acomodada y de los terratenientes y, tocados en el punto sensible, las donaciones
fluían con facilidad; hay un comentarista que habla incluso de una moda, de una especie de
admiración por la tarea religiosa que llevaban a cabo los monjes cluniacenses, los
cistercienses, que comportaba el gesto simpático de la donación. Acompaña a este sentimiento
espontáneo una especie de recompensa espiritual, en absoluto despreciable en un mundo
influido por la magia religiosa: con las donaciones, existe la contrapartida de la salvación del
alma y el perdón de los pecados, pro amore Dei et remissione peccatorum. Una vez
establecido el sistema, era fácil y alentador motivar a la gente acomodada para hacerlos
colaboradores materiales en la aventura de las órdenes religiosomilitares. Porque lo que
explicaremos sobre los Templarios podría decirse igualmente de los Hospitalarios; muchos de
los rencores, de las rivalidades que tuvieron lugar entre las dos órdenes fueron motivados por
compartir la misma clientela siguiendo los mismos procedimientos.
Las donaciones empiezan muy pronto, en el mismo primer viaje de Hugo de Payns y sus
amigos, cuando se dedican a visitar los reinos occidentales; en este sentido fue una tournée
muy bien aprovechada. Irán creciendo de una manera extraordinaria durante todo el siglo XII,
se mantendrán durante los primeros años del siglo siguiente y empezarán a decaer a partir de
1250. La curva de subida y de bajada tiene su lógica: crecen mientras la situación en Tierra
Santa es esperanzadora, incluso brillante; se iniciará un estancamiento después de la pérdida
de Jerusalén, a finales del siglo XII, y ya no tendrán sentido cuando la situación en Palestina,
año tras año, devenga más simbólica que real. Quizá se podría comentar que fue en estos
momentos de recesión cuando se habría debido aportar más capital a la empresa de los
Templarios, pero es que la situación militar coincidió con otro factor, que resultaba evidente a
todo el Occidente acomo dado: los Templarios eran ya, en aquellos momentos, una potencia
económica, y si ellos no podían hacer nada, de poco les valdría una ayuda extra, que en el
orden económico ya debía de estar muy por debajo del propio potencial de los Templarios.
Hay infinitos modelos de donaciones: en esto, como en tantas otras cosas, los Templarios
demostraron una inteligencia sutil, siempre abiertos a cualquier tipo de pacto que terminara en
alguna donación. No es extraño ver, pues, que al lado de la simple donación de unas tierras, de
unos pastos abandonados, se reciben los beneficios de un diezmo, los derechos sobre los
siervos o los campesinos de un lugar; o las donaciones acompañadas de compra: se entrega
una parte de la tierra, pero se paga un alquiler, en dinero o en especie; este sistema de
contradonación se realiza de diversas mane ras, como por ejemplo en el caso de un matrimonio
que cede sus tierras al Temple pero que «por vuestra parte, nos daréis un caballo». Se donan
iglesias, a tanto su «rendimiento», los peajes de lana y de hilo, los animales; legados
testamentarios en dinero, rentas anuales obtenidas de explotaciones rurales; se dona un
castillo, pero debe mantenerse en él a diez sacerdotes para que digan misa para la familia del
donante; se dona una casa, pero debe transformarse en un hospital. A toda esta diversidad de
dones los agentes del Temple siempre dicen que sí, todo lo recogen, todo lo inscriben,
cualquier posibilidad de negocio es siempre bien recibida.
Una donación mayor, una casa de labranza, unas tierras, hacen posible la creación de una
encomienda y empieza entonces la tarea de hacerla próspera, de engrandecerla. Quizá hará
falta empezar por la permuta: tierras alejadas las unas de las otras no permiten una explotación
racional; por esto se permutan por otras tierras ve cinas y de esta manera se crea un núcleo
potente. Cuando la permuta no es posible se pasa a la compra y venta: se venden unas tierras
que no tienen interés y se compran aquellas que pueden aumentar la extensión del lugar en
donde se establecerá la encomienda. Normalmente las ventas se realizan con tierras dispersas,
mientras que se compran las tierras que permiten el engrandecimiento de la encomienda: todo
indica una gran preocupación por la racionalización de la explotación. Todo este proceso se
lleva a cabo en general de una manera amistosa; pero también se ha criticado a los Templarios
por utilizar métodos de presión y de coacción: el padre quiere donar, el hijo no lo ve tan claro,
y los Templarios van a lo suyo.
Hay un tipo de donación muy especial y que se produce ma yoritariamente en los reinos
hispánicos: se reciben donaciones de territorios que aún se tienen que conquistar a los
musulmanes. Se trata de unas donaciones especulativas, pero que a unos y a otros, reyes y
Temple, les parecen francamente interesantes por su visión de futuro. Al estamento real,
porque deja atados conquista y futuro asentamiento en «buenas manos, una buena
colonización y una revalorización de las tierras»; a los Templarios, porque reciben mucho más
que de cualquier donación hecha en tierra «cristiana».
El resultado, pasados los años, fue que los Templarios dominaban extensas explotaciones,
cosa que ilustra la cantidad de encomiendas y la infinidad de dependencias, que muchas veces
se han confundido con las encomiendas. Ya hemos hablado de las 1.500 encomiendas que se
evaluaron como pertenecientes al Temple en el momento de su supresión; esto nos da una idea
clara de la importancia real de su poder material. Todo el mundo estaba de acuerdo sobre el
hecho de que los Templarios eran ricos. Caballeros pobres dentro de una orden rica. Riqueza
que se hacía evidente en la gran cantidad de barcos propios que con gran frecuencia zarpaban
de los puertos del Mediterráneo occidental, donde Marsella y Bari eran los preferidos,
llevando hombres, caballos, vituallas y armas hacia Oriente; pero, sobre todo, grandes sumas
de dinero, que eran absolutamente necesarias para asegurar no solamente la lucha contra los
«infieles», sino también la simple subsistencia de los enclaves templarios en Tierra Santa.
Era preciso que las explotaciones occidentales dieran resultados positivos, que se
obtuvieran ganancias cuantiosas que se destinarían a Oriente, y de esta manera, como bien
observa Alain Demurger, «paradójicamente, el Temple practicaba en Occidente una política
colonial: para ellos, las tierras de ultramar estaban en Europa». Es decir, que «explotaban» las
colonias occidentales y se llevaban los beneficios a Oriente.
El poder, la misma riqueza de esta empresa, que alguien con gran sentido ha denominado
multinacional o supranacional para acercarla a una definición actual, comportaban litigios,
enfrentamientos, tanto con el poder laico como con el eclesiástico. El laico intentará limitar las
adquisiciones de los Templarios, ya que el no ble o el simple terrateniente se dan cuenta de que
la orden se va convirtiendo en el auténtico señor de la comarca; el eclesiástico, por su parte,
nunca ha podido soportar la cantidad de privilegios que obtienen los Templarios contra sus
propios beneficios. Los litigios se hacen más frecuentes en los últimos tiempos de la orden, y
muchos de ellos son provocados por la misma realeza, que quizá ahora piensa que tiempo atrás
fue demasiado generosa; Jaime II de la Corona de Aragón es uno de los protagonistas,
recortando y suprimiendo privilegios. Pero siempre se llega a un acue rdo; el Temple es
demasiado listo para crearse malestar con los señores que le dieron apoyo, y muchas veces los
Templarios son lo suficientemente hábiles para admitir un recorte, salvándose de la supresión.
No obstante, si hace falta también defienden sus problemas ante los tribunales y entonces son
muy duros y casi siempre obtienen sentencias favorables.
Todo este gran engranaje de la infinidad de encomiendas comporta una traducción
económica que no se puede contemplar, solamente, desde el punto de vista de unos beneficios
que van a parar, en forma de mercancías y dinero, a Oriente. No es tan fácil ni tan sencillo. Las
compras de tierras no se hacen al mismo tiempo que las ventas de otras tierras: para todo
hacen falta unos remanentes importantes de dinero. Todo ello nos conduce a otra actividad en
que los Templarios obtendrán una alta calificación: la de banqueros y financieros. Debe
decirse, sin embargo, que nada es nuevo, que no se inventa nada. Los Templarios no hacen
sino seguir las huellas dejadas por ciertas iglesias y muchos monasterios: eran depositarios de
bienes muebles, plata, dinero que, por uno u otro motivo, sus dueños debían abandonar
temporalmente por un cambio de residencia; los depositantes continuaban con la propiedad,
pero dejaban sus pertenencias en manos seguras. Como una especie de interés, cuando las
recuperaban los propietarios se mostraban generosos y daban una limosna extraordinaria a la
iglesia o al monasterio depositario.
La acción financiera del Temple empieza, como todas sus actividades, para facilitar las
peregrinaciones a Tierra Santa. Marion Merville transcribe el préstamo hipotecario que los
Templarios suscriben con un tal Pedro Desde y su mujer Elizabet, de Zaragoza. «Damos .a
Dios y a la caballería del Temple toda nuestra heredad... todo lo que poseemos. Y los señores
del Templo de Salomón nos dejarán, por caridad, 50 morabetinos para hacer nuestra peregrina-
ción al Santo Sepulcro... Y cuando, el uno o el otro, regresemos a
Zaragoza, ellos nos darán cuenta de los beneficios que habrán obtenido de nuestra
propiedad y entonces nosotros les reembolsaremos sus 50 morabetinos. Inmediatamente
nosotros iremos a vivir a nuestra propiedad, que a nuestra muerte será del Templo de Salo món,
para siempre jamás.» Otro préstamo, éste de 100 morabetinos por lo tanto inscrito en la misma
área es «para cubrirlos gastos de la peregrinación a Jerusalén, con la garantía de una hipoteca
sobre el inmueble, que será de plena propiedad si el deudor muere en el viaje». Estos dos
préstamos se enmarcan dentro de la línea fundadora del Temple: asegurar la peregrinación a
Tierra Santa. En el mismo orden, pero ya con mucha más importancia, se puede contemplar la
ayuda económica de los Templarios a Luis VII para hacer de cruzado por tierras palestinas, tal
como lo manifiesta él mismo: «No sabemos cómo podríamos haber subsistido sin la ayuda del
Temple... ellos nos dejaron el préstamo y empeñaron a su propio nombre una suma
considerable». Se demostró que los Templarios tenían más crédito que el mismo rey de
Francia... De un rey a un papa: Alejandro III utilizaba a los Templarios como sus banqueros en
los viajes que realizaba.
Para terminar estas pinceladas sobre el poder económico de los Templarios, no estará de
más transcribir aquí unas líneas de Juan de Joinville, el admirable biógrafo de san Luis,
relativas al pago del rescate del rey, prisionero en Egipto (1250), que se hubo de realizar
contando con las arcas de los Templarios: «Fui a la galera del Maestre del Temple para bajar a
la bodega donde guardaban el tesoro... Y ordenaron al tesorero que me las diera [las vates].
Encontré un cofre... saqué el dinero que encontré en él. Fuimos a mi galera y, cuando
llegábamos a la galera real, grité al rey: "¡Señor, señor, mirad cómo voy guarnecido!"». La
bodega estaba vena de cofres, y el dinero que cogió Joinville para pagar el rescate eran «sólo»
¡30.000 libras!
El convenio con los Templarios se hizo más tarde, si bien puede decirse que no era tan
preciso para el Conde de Barcelona, pues mantenía muy buenas relaciones con dicha orden, a
la que ya había otorgado donaciones y privilegios... En 1143 vinieron a Cataluña los
caballeros Templarios Everardo, Maestre de la Galia, Pedro de Royera, Maestre de Provenza
y España, Ot de Saint Omer, Uch de Benzanis, Pedro de Arzac, B. de Ceguirole y Arnaldo de
Forcia y concurrieron a una asamblea o junta reunida en Gerona por el Conde Ramón
Berenguer y bajo la dirección del cardenal Guim, legado apostólico... Con este convenio y
donación, la orden del Temple permaneció definitivamente establecida en los pueblos de
Cataluña y Aragón, tuvo posición oficial y devino uno de los factores del movimiento militar y
político.
I.- EN ORIENTE
Para entender el espíritu de las cruzadas y, sobre todo, el ánimo que movía a los
occidentales hacia su deseo de implantación en Tierra Santa, quizá no estará de más leer el
inflamado escrito del cronista y sacerdote de Balduino I, Fulquerio de Chartres: «Nosotros,
que hemos sido occidentales, nos hemos convertido en orientales; el que había sido romano o
franco, ahora se transforma en galileo o en habitante de Palestina; el que habitaba en Reims o
en Chartres, ahora se reconoce como ciudadano de Tiro o de Antioquía. Ya he mos olvidado
nuestros lugares de nacimiento; son desconocidos para la mayor parte de nosotros o, al menos,
ya no queremos hablar más de ellos. Unos cuantos ya poseen en este país casas y sirvientes
que les pertenecen como por derecho hereditario; otro se ha casado con una que no tiene nada
que ver con una compatriota, una siria, una armenia, o quizá una sarracena que ha recibido la
gracia del bautismo; uno cultiva viñas, otro los campos, hablan lenguas diferentes y, a pesar de
todo, hay un momento en que llegan a entenderse. Los idiomas más diversos son comunes a
una u otra nación y la confianza acerca a las razas más alejadas».
«Nos hemos convertido en orientales...», ésta es la profunda creencia que tienen los
Templarios en su implantación en Tierra Santa, probablemente más sensata que la proclama de
Fulquerio de Chartres; también más costosa. Ya sabemos que todo empezó por un deseo de
nueve caballeros cruzados en 1120, nunca citados en ningún hecho de armas. Vamos ahora a
ver el resultado de su decisión en este Oriente pintado de color de rosa por la cándida pluma
de Fulquerio. Empezando por Jerusalén.
«Entre los muros de Jerusalén y la Puerta Dorada se halla el Templo. Hay allá un espacio
de más de un tiro de flecha de largo, y de un tiro de piedra de ancho, y se llega al Templo. El
suelo está embaldosado, y de ahí le viene su nombre. A la izquierda, saliendo de este portal, se
halla el Templo de Salomón, donde habitan los Templarios.» Ésta es la curiosa explicación
que nos da Juan de Wirtzburg, el peregrino alemán del siglo XII, de quien ya hemos citado el
efecto que le produjo la visita al centro de acogida de los Hospitala rios, en la misma Jerusalén.
Tal como ya hemos dicho antes, los Templarios se fundaron y se establecieron en una
parte de la mezquita Al-Aksa, la «mezquita lejana» ya que, de las tres de mayor importancia
del islam, ésta era la que estaba más lejos de La Meca, el centro espiritual musulmán. La
mezquita había sido edificada por indicación del califa Omar sobre las ruinas de la iglesia de
Santa María, erigida por Jus tiniano en el siglo VI y, según fuentes judías, todo induce a pensar
que en esta parte de la explanada se había edificado el palacio de Salomón. La mezquita
original fue destruida por un terremoto en el año 770 y fue reconstruida por el califa Mohamed
al-Mahadí. Con la toma de Jerusalén por los cruzados, la mezquita se convir tió en residencia
real.
Hemos visto también que, por el cambio de palacio, Balduino II abandonó la mezquita,
ahora en su totalidad, a los Templarios. Pero no les fue suficiente: como hormiguitas, poco a
poco, con donaciones reales, con entregas de los canónigos del Santo Sepulcro, los hermanos
caballeros se fueron apoderando de la totalidad de lo que, aún hoy, se llama la Explanada del
Templo. Si por una parte convirtieron la mezquita Al-Aksa en la Casa, el cuartel general, el
convento o como lo queramos llamar, por otra, cuando se apoderaron de la Cúpula de la Roca,
la mal llamada mezquita Omar, el edificio más original y significativo de Jerusalén, decidieron
convertirla en su iglesia y la consagraron en 1142. Ahora se puede decir que poseen una
ciudad dentro de otra ciudad, con la ventaja de tener la suya rodeada por las murallas de la
parte antigua de Jerusalén: un bello, seguro y majestuoso recinto cuyos dueños son los Pobres
Caballeros de Cristo... De todas las puertas que dan a la Explanada, sólo utilizan la Puerta
Dorada, que está permanentemente cerrada; sólo la abren a todo el mundo el domingo de
Ramos y el día de la Ascensión del Señor. Además de la Explanada, los Templarios adquieren
edificios en los barrios de «la otra ciudad» de Jerusalén en los años de más prosperidad, que
podemos situar entre 1150 y 1180.
El contingente medio que habitaba en el Templo en el siglo XII era de unos trescientos
caballeros y un número indeterminado de sargentos. Éstos, como ya hemos dicho, son
equiparables a los sir vientes, pero según el trabajo que realizaban tenían cierta clasificación,
un rango más o menos elevado; «los hermanos sargentos de oficios», los que trabajaban en la
fragua, los cordoneros, ocupaban el rango más humilde, dado que «no vertían su sangre por
Tierra Santa». También había esclavos, en su mayoría prisioneros sarracenos, que
desempeñaban las tareas más duras.
Durante los primeros años de vida de la orden los Templarios se dedicaron, casi
exclusivamente, al fin prometido: la defensa de los peregrinos. Por esto la Casa de Jerusalén
enviaba a sus hombres -que aún no llegaban al número indicado anteriormente- a la llamada
Torre del Desfiladero, que vigilaba el paso que necesariamente debían tomar los viajeros que
venían de la costa y se dirigían a la Ciudad Santa. Igualmente patrullaban a lo largo de los
caminos que conducen a los Santos Lugares: Jericó, Belén, el Jordán, que los peregrinos
deseaban visitar para rememorar los pasos de Jesucristo. Cuando los peregrinos estaban
organizados, cuando anunciaban su llegada, el comendador de la Casa les destinaba una
guardia de diez caballeros con escuderos, sargentos, arqueros, etc., para escoltarlos.
En la provincia de Trípoli, más o menos coincidiendo con el condado del mismo nombre,
puesto que se halla a lo largo de la costa -hoy en día el lugar está ocupado por el Líbano- hay
más castillos, y algunos de ellos importantes: Tortosa (los bizantinos lo llamaban Antartous),
Aryma, Safita (para los francos, Chastel-Blanc), el fuerte de Bertrandimir, la encomienda
fortificada de Elteffaha, además de la Casa de la encomienda provincial, en la ciudad de Trí-
poli. Tortosa pertenecía a los Templarios desde 1165; habían edificado, al lado del mar, un
torreón enorme, flanqueado por dos torres cuadradas, y todo el conjunto superaba los 50
metros por cada lado. Un foso ancho y profundo separaba la fortaleza de la tierra, desde donde
se podía acceder por un camino estrecho. El agua del foso era la misma que la del mar:
imposible vaciarla, así como socavar las murallas. Éstas tenían un grosor excepcional y las
piedras con que estaban construidas eran de una talla y una calidad inusitadas. Era con mucho
una plaza inexpugnable, tal como se vio claramente en 1188 cuando Saladino intentó
conquistarla infructuosamente. En el interior de la fortaleza había una capilla y una gran sala
decorada. Si bien en Trípoli se hallaba la dirección provincial, después de la caída de Jerusalén
(1187) se escogió Tortosa por su seguridad para guardar los archivos y depositar los botines de
guerra. Como lugar más seguro, era también la residencia del comendador provincial y de sus
dignatarios.
Otro castillo importante era Safita, situado encima de un promontorio entre Tortosa y el
Krak de los Hospitalarios. La colina tenía una altura de 380 metros y dominaba toda la llanura.
Contemplándola hoy en día aún podemos hacernos una idea de cómo era en el siglo XIII una
fortaleza de los Templarios. Safita tenía su gran torreón, que antes había sido iglesia, rodeado
de dos recintos concéntricos; se conservó en la planta inferior. Este torreón tenía 28 metros de
altura, 18 de anchura y 31 de largo. En la parte superior, una gran sala con arcadas permitía el
tiro parabólico. Debajo, las casas adscritas a la encomienda formaban calles que, como los
radios de una rueda, convergían todas en el edificio principal y formaban un conjunto apretado
y resistente. Saladino juzgó mejor mirárselo desde abajo y dar media vuelta.
Directamente relacionados con la Casa madre de Jerusalén ha llamos el Castillo Rojo, que
controlaba la ruta de Jerusalén a Jericó, el castillo que había dentro de la ciudad de Gaza y el
castillo de Natrón, que hacía lo mismo entre Jaffa y Jerusalén; los castillos de Qaqun (Chaco)
y de Athlit (los francos lo denominaban Chastel-Pèlerin, es decir, Castillo de los Peregrinos);
en la región de Galilea, el castillo de Al-Fûla (llamado La Fève), que dominaba la llanura de
Esdrelón, el gran centro templario de Safet, la torre de Seforia y el Chastelet de Gué de Jacob,
éste en una posición avanzada y fronteriza. Una encomienda en Tiro y un lugar estratégico
muy importante: San Juan de Acre.
Athlit, al sur de Haifa, es comparable a Tortosa por su situación. Fue construido por los
Templarios en una fecha tardía, 1218, sobre el promontorio del mismo nombre. Igual que en
Tortosa, aislaron la fortificación con un foso de agua del mar. Guillermo de Tiro la visitó y lo
explica: «Se construyeron, delante de la fachada del Castillo de los Peregrinos, dos torres de
sillares cuadrados, bien pulidos y de unas dimensiones que dos bueyes apenas podían mover
una sobre un carro. Cada una de estas torres tenía 100 pies [33 m] de anchura y 74 pies [24,5
m] de altura. Uniendo ambas torres se construyó una alta muralla guarnecida de aspilleras; y
con una habilidad admirable, hay dentro de la muralla unas escaleras por donde los caballeros
pueden subir y bajar bien armados (!). Entre la muralla, que da a mediodía, y el mar hay dos
pozos de agua dulce abundante. Dentro del recinto del castillo hay un oratorio, un palacio y
gran número de casas...». La capilla era de planta hexagonal y la gran sala del «palacio» estaba
ornada con pinturas de cabezas de caballeros bien barbudos, como era de rigor. En esta sala
debió de pasar muchos ratos la reina Margarita de Provenza, esposa de san Luis, que se
hallaba en estado de buena esperanza, mientras éste iba y venía por Jaffa y Acre. La residencia
de su mujer estaba en Athlit no sólo por su seguridad sino también porque «confiaba en sus
amigos los Templarios». Aquí conocieron los esposos la noticia de la muerte de Blanca de
Castilla, la madre de Luis. Joinville, el admirable amigo y biógrafo del santo, nos explica la
consternación de la reina y la gran sorpresa del rey: «Pero, señora, ¡si era la persona que más
aborrecíais!», a lo que Margarita contestó: «No lloro por la reina, cuya muerte me complace,
sino por el dolor de su hijo». La reina Margarita ya había dado a luz a Juan-Tristán, en Egipto,
unos años antes.
Safet, una de las encomiendas con más dependencias -había llegado a tener doscientas
sesenta- había sido erigida de nuevo por los Templarios en el año 1240, cua ndo los francos
volvieron a ocupar Galilea, y controlaba la gran ruta de caravanas desde Damasco hasta San
Juan de Acre. Su ciudadela era imponente y competía con el inmenso Krak de los
Hospitalarios. Mil musulmanes cautivos habían trabajado en su reconstrucción, después de
que hubiera sido destruida en 1218. Situada a 800 metros de altura, contaba con dos recintos
de forma oval en medio de un foso excavado en roca viva. El torreón pasaba por ser la mayor
torre circular del reino: tenía 34 metros de diámetro. Siete torres completaban la defensa; la
guarnición permanente estaba formada por 50 caballeros, 35 sargentos, 800 escuderos y
soldados, 300 ballesteros y un nutrido grupo de miembros auxiliares. Si había conflictos podía
llegar a recibir 2.000 hombres más.
También en Galilea se hallaba el castillo de Al-Fûla, que «es la ciudadela más bella y más
fuerte, la mejor preparada respecto a hombres y vituallas. Este castillo pertenece a los
Templarios y es una plaza inexpugnable, una base sólida. Tienen una fuente inaccesible, un
entorno lleno de pastos, un terreno bien preparado. Pasan ahí veranos e inviernos y ofrecen
una hospitalidad fastuosa, y todos los hermanos reunidos se jactan orgullosamente; su
demonio va ahí a beber, entre todas las cruces plantadas, iluminando su bravura belicosa...».
Sí, es otro pasaje del pesado Imâd-ad-Dîn.
Finalmente hallamos San Juan de Acre, la antigua Accho de los fenicios. Siempre había
sido un gran centro comercial y de comunicaciones gracias a su puerto; también lugar de
recuerdos apostólicos: san Pablo recaló allí más de una vez. La ciudad fue motivo de batallas
continuas durante la época de las cruzadas por su valor estratégico. Acre estaba construida
sobre una pequeña península mirando hacia el golfo de Haifa. El puerto se había ensanchado y
asegurado con un sólido dique al mismo tiempo que una muralla marítima iba hasta una roca
en cuya cima se hallaba la llamada torre de las Moscas. Detrás de la muralla marítima estaba
el puerto, resguardado de los vientos. Por la parte de tierra la ciudad estaba protegida por
grandes murallas que confluían en la torre Maldita. Durante los largos intervalos en que San
Juan de Acre estuvo en poder de los Templarios, fue la ciudad más rica del reino de Jerusalén
y la residencia predilecta de los reyes francos. Acre siempre fue un lugar de residencia de las
órdenes religiosomilitares: de los Templarios, pero especialmente de los Hospitalarios, sobre
todo a partir de 1229. Precisamente el nombre añadido de San Juan le vino a raíz del
importante asentamiento de esta orden, que, recordemos, era del Hospital de San Juan... Los
Templarios tenían allí una encomienda que estaba conectada directamente con el comendador
de la Casa de Jerusalén, ya que todas las entregas que llegaban de Occidente pasaban por su
puerto; era una encomienda administrativa, dedicada a los asuntos portuarios y de navegación.
Después de la caída de Jerusalén los Templarios trasladaron a Acre su Casa madre.
2.- EN OCCIDENTE
El concilio de Troyes (1 129) había dado apoyo espiritual a los Caballeros; también había
aprobado la redacción de la regla primitiva. En cuanto a la Iglesia, uno de los estamentos que
hacía falta comprometer con el futuro de la orden, todo había funcionado inmejorablemente:
san Bernardo se había ocupado hasta del último detalle y los Templarios se lo agradecían.
Acabado el concilio y pasado ya el momento de disfrutar de un ligero descanso, mientras
todos se acercaban a Hugo de Payns y sus compañeros para desearles toda la suerte que
merecían, ellos sabían que entonces empezaba otra tarea: la de convencer a los reyes, a los
nobles, a las personas influyentes de Occidente para asegurarse su apoyo, que no podía ser
sólo en forma de felicitaciones y golpecitos en la espalda, sino que debía comportar el
compromiso moral y material: necesitaban ayuda de todo tipo.
En este sentido debemos contemplar el despliegue de diversos caballeros por todos los
países occidentales, los diversos viajes que empiezan muy pronto. Pero antes de iniciarlos,
todos ellos predican con el ejemplo: Hugo de Payns cede sus tierras; Saint-Omer, la gran
mansión que posee en Ypres (Flandes); Mondidier, su señorío de Fontaine. Habiendo dado
testimonio de su buena fe, unos y otros se dispersan. Hugo de Payns se moverá por su tierra: la
Champaña, Provins. Después se desplazará hacia Anjou y Maine. En Anjou se encuentra con
el conde Fulquerio de Anjou, viejo amigo de Tierra Santa e interesado en obtener la Corona de
Jerusalén; Hugo le propone, tal como le había encomendado Bald uino II, su sucesión, que
tuvo lugar en 1131. El conde no podía negarse a nada de lo que Hugo le propusiera y le hizo la
primera donación de personas fuera de la orden. Asimismo, el día de la Ascensión de 1129 se
hizo cruza do, «tomó la cruz». También lo hizo el rival y vecino del conde de Anjou, Hugo de
Amboise. Constatamos que en estas primeras actua ciones el Maestre de la orden consigue
exactamente lo que quería: donaciones y compromisos para actuar a favor de Tierra Santa.
Payns irá después a Poitou y a Normandía, pasando pues a territorio inglés. Enrique I, el rey
inglés, lo recibe amistosamente y lo envía a Inglaterra y Escocia. Por todas partes «le hicieron
obsequios, y enviaron a Jerusalén grandes riquezas en oro y plata». De vuelta, desembarca en
Flandes y se encamina hacia la Champaña acompañado de caballeros ingleses y flamencos
deseosos de viajar a Oriente.
El cartulario que el marqués de Albión publicó en el año 1922 nos permite conocer muy
aproximadamente el número de poblaciones que en la Francia actual acogían encomiendas de
los Templarios. Ignoramos si la lista es exhaustiva, pero sí que es larga e interesante en
muchos aspectos. Observamos que cubre todo el país, partiendo de las provincias: Provenza,
con ocho preceptorías que se extienden, más o menos, por toda Occitania (excepto Aquitania)
y con la aña didura del Rosellón, con un total de 125 encomiendas. Aquitania, con seis
preceptorías que se extienden hacia Poitou, Maine y Bretaña, con unas 70 encomiendas.
Francia, con Normandía, Borgoña, Picardía y la Champaña, con 325 encomiendas,
demostrando lo que decíamos antes sobre la implantación más tardía: en la Isla de Francia
encontramos ya un centenar. La Alvernia y el Lemosín, con una cincuentena de encomiendas,
cierran esta relación que, según dice Georges Bordonove, «cubre solamente una parte de la
existencia de la orden». El mismo autor opina que para la totalidad de Francia podemos contar
con unas 700 «verdaderas encomiendas que agrupan cada una, como media, una docena de
dependencias, más las casas y los campos y, a veces, pueblos enteros».
Hemos dado una vuelta por la geografía francesa y ya sólo nos resta hablar de París. La
primera casa de la orden en esta ciudad data de 1146 y se llama el Vieux Temple para
diferenciarla de las otras casas y encomiendas parisinas. Fue instalada en la zona pantanosa de
la orilla derecha del Sena, en lo que hoy en día es el barrio del Marais ('pantano'); los
Templarios tenían un puerto a orillas del Sena. Drenaron las marismas y convirtieron la
extensa área resultante en un recinto formidable que fue ganando entidad a medida que
pasaron los años. Como siempre, compraron terrenos, al mismo tiempo que el propio rey les
hacía más donaciones -se supone que el Viejo Templo se construye en unos terrenos donados
por Luis VII-, y, novedad, aunque nada extraña en París, aun siendo el París del siglo XIII:
urbanizan parte del exterior del recinto y la venden para la construcción de viviendas. Dentro
del recinto edifican una iglesia magnífica siguiendo el modelo del Santo Sepulcro. También
erigen un par de torres, una, la Torre del César, finalizada en el siglo XII, la otra, el famoso
Torreón del Temple, del siglo XIII.
Hoy en día ya no queda nada de estas edificaciones ni del gran recinto. Se conserva el
nombre del barrio del Temple, el nombre de una calle y la placa del mismo nombre, y una
bonita plaza con jardines y estanque, con el mercado del Temple al lado, donde se cree que
estuvieron situados los edificios principales. La construcción que más duró fue el Torreón, que
sirvió de prisión para la familia real entre los años 1792 y 1793. Napoleón la mandó derruir en
1811 y todo lo que quedó de ella fue finalmente barrido por Napoleón III. Cuando se produjo
la disolución de la orden el Viejo Templo pasó, naturalmente, a manos del rey, pero en 1328
fue entrega do a los Hospitalarios, que construyeron allí un palacio para el prior de la orden.
No obstante, siempre se llamó el Temple y a pesar de que fuera la residencia del prior de los
Hospitalarios todo el mundo se refería a él como «el prior del Temple».
El Vieux Temple era la banca central de la orden y, como ya sabemos, el lugar que
albergaba el tesoro del reino de Francia. Bordonove dice que «era una especie de Banco de
Francia avant la lettre». La sorpresa de ver una fortaleza en medió de París venía dada por la
necesidad de mantener con seguridad los tesoros que albergaba. Los contables del Temple se
asemejaban a los banqueros lombardos en conocimientos... y astucia. El tesorero asumía las
funciones de consejero de finanzas de los reyes de Francia, precisamente en los momentos en
que éstos establecían una administración eficaz, sin saber de la misa la media. Las
considerables sumas, dejadas en depósito o propias, permitían todos los juegos posibles: el
préstamo real, el mantenimiento de las encomiendas de Tierra Santa, las operaciones
complejas que aumentaban la fortuna de la orden. Los depósitos propios llegaban al Temple
desde diversas procedencias: de los dominios del Temple de París, que eran los de cualquier
encomienda, sólo que enormes; los comendadores de cada explotación tenían la obligación de
enviar al Viejo Templo los excedentes, los beneficios que obtenían. No hace falta decir que
todo era administrado con gran cuidado, con controles serios. En cuanto a los depósitos, poco
a poco fueron consiguiendo su gestión directa, y en los del rey, la gestión de los Fondos del
Estado. Finalmente, un buen grupo de señores, de peregrinos, de los mismos comerciantes,
con fiaba sus depósitos al Temple: todo el mundo se fiaba de ellos, y ésta debía ser la primera
virtud del banquero.
Teniendo a su disposición una suma tan considerable para maniobrar, se tenía que hacerla
trabajar, es decir, entrar en el mundo del préstamo, el préstamo con intereses. Esto representó
un problema de cara a la Iglesia: por principios se oponía a los préstamos remunerados,
probablemente porque los que se usaban entonces se acercaban a la usura. Parece que existía
un sistema para quedar bien con la Iglesia y al mismo tiempo no quedarse sin negocio: se fi-
jaba el interés sobre el total del préstamo y se mejoraba ficticiamente la deuda. Es difícil saber
si los Templarios utilizaron este sistema, aunque se considera muy probable. Resulta evidente
que los préstamos otorgados a los reyes de Francia -que eran de gran magnitud, como hemos
visto al hablar del rescate de san Luis- no comportaban interés alguno. Pero eran unos clientes
que atraían mucho ne gocio...
El Vieux Temple era también la residencia del dignatario que llevaba el título de Maestre
de Francia, y que en realidad era el lugarteniente del Maestre. Pero el personaje más
importante era el hermano encargado de las funciones de tesorero. Era éste quien controlaba
las cuentas reales, independientes de los depósitos del reino. También se encargaba de una
especie de taquillas abiertas al público que, simplemente, tenían las mismas funciones que las
oficinas de cualquier banco o caja de ahorros actual. No disponían de máquinas calculadoras
pero se las arreglaban con unos tableros cua driculados -semejantes a los de ajedrez- donde
anotaban las cifras.
Ya sabemos que el mismo Hugo de Payns «misionó» en Inglaterra y Escocia. Recibió más
donaciones en «especie» que en tierras, y por esto tardó un poco en manifestarse el
asentamiento, que empezó a producirse con la subida al trono inglés de Esteban de Blois
(1135) Sabemos que Hugo de Argentein fue el primer Maestre inglés. La primera Casa del
Temple, en Londres, estaba situada al nordeste de la City, en Holborn Bars; comprendía un
jardín y un huerto con árboles frutales, un cementerio, una iglesia de planta circular, el edificio
para trabajar y vivir, todo rodeado por un foso. Era el centro de la preceptoría de Londres y al
mismo tiempo la Casa central de la provincia inglesa. Sabemos que desde 1153 a 1155,
gracias a la información aportada por Beatrice Lees, el Maestre fue Osto de Saint Omer,
también citado como Osto de Boulogne, probablemente hermano de Godofredo de Saint-
Omer. Osto fue sucedido por el Templario anglonormando Ricardo de Hastings, pero ambos
siguieron colaborando estrechamente, ya que «tenían una amistad de por vida». De hecho
durante una veintena de años rigieron juntos el Temple inglés. Eran los tiempos difíciles entre
los reinos de Inglaterra y Francia, pero los Templarios de uno y otro bando prosiguieron su
acción propia e intervinieron muchas veces en las firmas de acuerdos de paz: nunca tuvieron
problemas. También intervinieron en los enfrentamientos entre Enrique II y Becket, rogando
«con llanto y lágrimas» al primado inglés que se reconciliara con el rey. Ricardo de Hastings,
ya solo debido a la partida de Osto a Tie rra Santa, dirigió el Temple inglés hasta 1185, año en
que también partió como cruzado a Palestina, donde probablemente murió en la batalla de
Hattin.
A Ricardo se debe el gran impulso del Temple en Inglaterra. Fue él quien compró el lugar
a orillas del Támesis, en la desembocadura del arroyo Fleet, donde fundó la nueva encomienda
que había de ser la sede central del Temple inglés. La construyó con una bella iglesia circular,
con un scriptorium de clérigos preparados, y que su sucesor, Jofre Fitz- Étienne, utilizó para
elaborar el inventario de los bienes de la casa de Inglaterra. Aún hoy, en el barrio llamado del
Temple, ocupado por abogados londinenses, se puede contemplar la primitiva capilla del siglo
XII. El Temple de Londres tenía muchas semejanzas con el Vieux Temple de París en cuanto a
las tareas de que se encargaba. Desempeñó una labor bancaria considerable y, si no el tesoro
del Reino, sí que guardaba el tesoro de los reyes: las joyas de Enrique III, en el año 1262,
«después de un inventario detallado fueron guardadas en dos cofres sellados y lleva das al
Temple». Todo lo dicho sobre las operaciones financieras del Temple de París se puede aplicar
perfectamente al de Londres. Cuando se confirma la máxima expansión inglesa se pueden
contar alrededor de unas trescientas encomiendas en la provincia, que suma las de Irlanda,
Escocia e Inglaterra.
Como bien afirma Sans i Travé, «donde más sentido tenían los ideales que propugnaba la
orden del Temple era en los diversos reinos de la Península Ibérica, cuyas circunstancias
específicas se asemejaban mucho a las de Jerusalén». Es verdad: tanto en Tierra Santa como
en nuestra Piel de Toro se luchaba contra los sarracenos para reconquistar tierra a los
«infieles». No es de extrañar, pues, que el reconocimiento que tuvo la orden en Troyes
cristalizara en una acción llevada a cabo en la parte más alejada de la Península: la rapidísima
donación que la reina Teresa de Portugal hizo a la orden después de su confirmación, en el
mes de marzo de 1129. Dos meses después del concilio, los Templarios podían contar con el
castillo de Soure, en el territorio de Coimbra, cerca de la frontera donde luchaban cristianos y
sarracenos. Otro dato significativo es la parte correspondiente a los reinos ibéricos de la
cantidad de dona ciones, permutas y ventas que se produjeron en todo Occidente durante los
comienzos de la orden, entre 1129 y 1136. Pues bien: de un total de 116 documentos
acreditados por el marqués de Albon entre estos años, 32 corresponden a España y 6 a
Portugal.
Probablemente la difícil negociación con los Templarios constituyó una sorpresa para el
conde catalán, habida cuenta de que su propio padre, a instancias de Hugo de Rigaud (que ya
hemos encontrado en la otra cara de los Pirineos), había aceptado «hacerse» Templario.
Ramón Berenguer III moriría cinco días después de su profesión (1131) envuelto con el hábito
blanco de los Templarios. El hermano Rigaud, o Rigalt, acompañado de Ramón Bernardo de
Perpiñán, consiguió algo más que la profesión del conde: la donación del castillo de Grañena,
en la marca occidental fronteriza, «para que se establezcan en Grañena... y defiendan allí la
cristiandad», aunque ello no implicó el asentamiento inmediato que el buen conde pretendía.
Pero esto no era todo. Por tierras catalanas las donaciones a los Templarios ya habían
empezado mucho antes de aquel 1143 en que se formalizó el acuerdo: Armengol VI de Urgel
les donaba en 1132 el castillo de Barberà, pero los Templarios declinaron la oferta aduciendo
«el mucho trabajo que tenían en Tierra Santa»; el conde Ramón Berenguer IV les convocó en
asamblea (1134) para que se implicaran en los afanes de reconquista de la Corona y les dio
«de por vida veinte morabetinos anuales y, a su muerte, sus propias armas y arneses».
Además, él y los otros veintiséis magnates «se comprometieron cada uno a servir durante un
año bajo la obediencia de la orden». Pero los Templarios consideraron que aún no había
llegado el momento de comprometerse: adujeron el compromiso de Tierra Santa, aunque,
probablemente, ya estaban en Roma trabajando para obtener, con el triunfo del conocido
testamento de Alfonso de Aragón en sus manos, algo más sustancial...
Con sorpresa o sin ella, el caso es que Ramón Berenguer IV finalmente se salió con la suya
(otro hecho curioso: si bien la Iglesia parecía ayudar a ambas partes durante las negociaciones,
no fue hasta el año 1158 que el papa Adriano IV aceptó la situación). Y los Templarios
empezaron a actuar en Cataluña y Aragón. Primero bajo la dirección de Pedro de Royera
(muerto en 1158), Maestre «en Provenza y en ciertas partes de Hispania», a quien veremos
muy pronto moverse por todo el extenso territorio firmando acuerdos, ahora con el rey de
Navarra, ahora con los burgueses del Rosellón, hasta que, finalmente, a principios del siglo
XIII se produjo la división, quedando la provincia de Provenza por una parte y la de Cataluña
y Aragón por otra. Esta última incorporaría después Mallorca, Valencia y Murcia.
Miret i Sans detalla unas donaciones particulares, muy tempranas, muchas de las cuales no
acabaron en encomienda, pero que ilustran el deseo de la gente del país por colaborar en la
tarea que llevaba a término el Temple. En tierras del condado de Osona, Guillermo Ramón y
su mujer, de Sant Pere de Vilamajor, donan un alodio en 1131; Ramón de Pedós, en 1133,
dona unos derechos y bie nes que poseía en Sant Sadurní de les Planes, Sant Julià de Vilatorta
y Folgueroles; Arnaldo de Soler, en 1134, dona una casa de campo llamada Rosed, en Sant
Hipòlit. En el Vallès, en el mismo año 1134 aparecen la donación de Pedro Arnaldo de una
casa de campo y sus pertenencias dentro del término de Santa Perpétua de Mogoda, y la de
Ramón Adalvert de Vivà y su esposa Estefanía de una casa de campo en la parroquia de Sant
Sadurní, cerca de Sabadell; más tarde, en 1150, Ramón Bernardo de Gurb entrega un alodio
que poseía en Parets mediante el pago de 200 sueldos. Las donaciones en el Vallès fueron
frecuentes y permitieron crear la encomienda de Palau Solità-Barcelona, entre los años 1150 y
1160, de la que fue comendador Berenguer de Sant Vicenç.
En Barcelona, en la primavera de 1134, Ramón Massanet y su hijo, vecinos de la capital,
donan unas casas y torres. Y cuatro años más tarde, el veguer de la ciudad, Berenguer Ramón,
cede a los Templarios sus derechos sobre un taller al lado del castillo viejo de Barcelona.
Alfonso I el Casto, en 1164, les donará, en reconocimiento de deuda a los Templarios, 1.100
morabetinos, garantizándolos con los diezmos de Sant Pere de les Puel.les y dos molinos que
el soberano tenía en la ciudad. Más tarde, en 1168, Pedro Mascaró hizo donación de un alodio
que tenía en Montjuïc.
La mayor parte de las encomiendas catalanas se crearon a lo largo de la segunda mitad del
siglo XII: Palau-Barcelona, Gardeny, Tortosa, Miravet, Corbins, Barbens, Puig-reig, Barberà,
Ascó, Granyena, el Rourell, Aiguaviva, la Joncosa de Gelida, Selma, Horta de Sant Joan,
Masdéu, ésta en el Rosellón y, probablemente, anterior a la primera mitad del siglo XII.
Aparece también un commendatoris Ceritanie, que supone una encomienda en la Cerdaña,
pero no se tienen más noticias de ella. A principios del siglo XIII siguieron las de Vallfogona
de Riucorb y Castelló d'Empúries, así como las surgidas de la reconquista: la de Palma de
Mallorca, Borriana, Valencia y Xivert, que se trasladaría después a Peñíscola. Finalmente, al
acabar el siglo, se fundaron las de Torres de Segre y Espluga de Francolí, esta última dudosa,
pero de la que tenemos el nombre del primer comendador: Berenguer de Portell, en 1270. Por
cierto, recientemente (1994) Joan Fuguet y Ramon Rovira-Tovella han situado la encomienda
de la Joncosa en Gelida, concretamente en el barrio del Puig, afirmando que la antigua
localización en la Joncosa de Montmell no era correcta. De todas formas, todo queda en el
Penedès. Se consideraban encomiendas de primera línea las del Masdéu, Gardeny y Miravet.
Después de la toma de Valencia en 1238, en octubre del mismo año Jaime I concedió a los
Templarios la torre de Alibufat, «muy grande y fuerte», que de hecho constituía todo un barrio
de la ciudad. Más tarde, en 1244, les concedió las atarazanas de Denia y la alquería de
Montcada, en la huerta valenciana, con todas sus posesiones. El primer comendador de
Valencia que conocemos se llama Pedro d'Ager, que figura en un documento de 1251. Resulta
extraña la demora en establecer una encomienda, pero por otra parte nos es confirmada, ya que
muchas donaciones reales de 1246 se hicieron delante de representantes del Temple de Palau-
Barcelona y Aiguaviva. El último comendador de Valencia de que tenemos noticia fue
Bernardo de Miravalls (1282). La conquista de Murcia es más tardía, en 1266. Lope Martínez
nos dice que los Templarios «llegaron más como pobladores que como guerreros». De todas
maneras, Jaime I concede casas al Temple inmediatamente después de la conquista (junio de
1266), lo que parece indicar un premio a su colaboración guerrera. Reciben el antiguo alcázar
musulmán, que convierten en Santa María de la Gracia. Murcia había sido conquistada
también por tropas castellanas, bajo el mando de Alfonso X, y éste no estuvo totalmente de
acuerdo con el reparto efectuado por Jaime I. Muchas de las donaciones fueron replanteadas y
los Templarios tuvieron que ceder algunas de ellas. En el nuevo reino ocupado establecieron
una encomienda en Caravaca, que se conservó intermitentemente hasta la extinción de la
orden.
Laureà Pagarolas i Sabaté ha hecho un estudio brillante sobre la preceptoría de las Tierras
del Ebro, que nos interesa para acercarnos a lo que él llama «un distrito administrativo
independiente». Las Tierras del Ebro eran una punta de lanza de la reconquista, ava ladas por la
posición estratégica «del fabuloso castillo de Miravet y por el enclave privilegiado de
Tortosa». Esta ciudad fue conquistada en diciembre de 1148, después de seis meses de asedio,
en el que la presencia de los Templarios está ampliamente documentada. Todos los que
intervinieron en la conquista de la ciudad recibieron su parte: un tercio para los genoveses,
otro tercio para el conde Ramón Berenguer IV y el último para Guillermo de Montcada, tercio
que incluía la fortaleza de la Zuda. El conde compró su parte a los genoveses -éste,
evidentemente, era su único interés real- y de su tercio dio la quinta parte a los Templarios.
Los historiadores, sin embargo, no se ponen de acuerdo en cuanto a si esta quinta parte
correspondía sólo al tercio del conde o al total de Tortosa. Pagarolas cree que se refiere a la
quinta parte total de la señoría, además de la décima parte de los bienes que correspondían al
conde.
Los caballeros no se distraen; comprenden que cada vez se moverán con más dificultad en
su ciudad y empiezan un juego que conocemos perfectamente: la permuta. Se cede a Jaime II
«la ciudad de Tortosa y su término... y se reciben, a cambio, las villas, los castillos y lugares
de Peñíscola -con Benicarló y Vinaroz-, Ares y Coves de Vinromà, además de lo que el rey
tenía en el castillo de Ollers, en la cuenca del Barberà».
Un castillo emblemático de la orden es el de Miravet, que aún ahora se puede visitar -se
están llevando a cabo reconstrucciones cuidadosas-, y que nos permite adentrarnos en la orden
y palpar la fuerza y majestuosidad de sus construcciones. Debemos seguir los trabajos de Joan
Fuguet sobre Miravet y, en general, sobre la arquitectura templaria catalana, que nos hacen
revivir la fuerza de la implantación de esta orden en Cataluña. Miravet era, en el año 1153,
casi la única fortaleza importante que retenían los sarracenos en Cataluña. El 24 de agosto del
mismo año el castillo cayó en manos de Ramón Berenguer IV, quien, para ser fiel al pacto de
1143, lo cedió a los Templarios, que lo habían ayudado en la conquista. Los caballeros
decidieron construir en el emplazamiento del antiguo castillo una gran fortaleza con que
defender la nueva frontera meridional. La Terra Alta, un dominio básicamente templario, tenía
su centro en este castillo de Miravet. Los Templarios recibieron, además, los castillos y
lugares de Gandesa, Corbera, Algars, Batea, el Pinell y Rasquera. Inmediatamente se
estableció la encomienda, que fue ga nando entidad -ya hemos visto antes que se ocupaba
también de Tortosa-, y que acabó convirtiéndose en una preceptoría, primero de «Miravet,
Tortosa y Ribera», y finalmente de «Ribera». Más que la acción tradicional de la encomienda,
con el tiempo Miravet devino bastión militar, al mismo tiempo que ayudaba a la creación de
encomiendas agrícolas en los lugares antes citados y que formaban parte de su demarcación.
En el castillo había una especie de archivo central de la orden para la Corona
catalanoaragonesa, así como la tesorería general. Tendremos que hablar nuevamente de
Miravet cuando tratemos sobre la disolución de la orden en tierras de la Corona de Aragón.
La implantación de los Templarios en las Tierras del Ebro se completa con Horta (1177),
por donación de Alfonso el Casto; gracias a Fuguet conocemos a fondo el convento de la
Virgen de los Ángeles, más conocido con el nombre de San Salvador, del que aún podemos
admirar la iglesia. Se amplió en 1182 por la compra hecha a los Montcada, y quedó
establecida una encomienda en 1193, unida a la preceptoría de Ribera. También los castillos
de Ascó y Riba-roja habían sido dados a la orden por Alfonso (1167) y se fundó la primera
encomienda en Ascó en 1182 y más tarde la de Riba-roja, que mientras tanto había formado
parte de la de Ascó. Hay otros puntos donde se establecieron encomiendas, cosa que permite
afirmar a Bladé i Desumvila, citado por Pagarolas, que «son muy pocos los pueblos de las
comarcas del Ebro y de la Terra Alta donde no sea posible hallar vestigios de la obra y la
actuación de los caballeros del Temple».
Hemos hecho una apreciación de conjunto y un poco detallada de la implantación de los
Templarios en tierras catalanas. Pasemos ahora a la otra parte de la Corona, a Aragón. Miret i
Sans nos proporciona una relación de las primeras donaciones particulares. Una señora, doña
Teresa, les da un molino en Zaragoza en 1144. La vizcondesa Talesa, viuda del vizconde de
Bearn, Gastón V, les dona unas heredades de Zaragoza y Sobradiel, y Sancho López y su
mujer unas casas en Zaragoza en el mismo año. Un grupo de particulares cede al Temple, en
febrero de 1145, parte de su heredad de Alfoceya. Un año después el conde de Barcelona,
estando en Huesca, hace donación a Pedro de Royera, el Maestre que se encargaba de todos
los asuntos de Cataluña y Aragón, de la «posesión de todos los siervos sarracenos que tenía en
sus bienes territoriales» refiriéndose simplemente, según parece, a las tierras de Aragón. El
mismo conde, en el año 1151, cede al Temple los castillos y villas de Ambel y Alberich y
aprueba la permuta con los Hospitalarios de Mallen, que pasaría a manos de éstos, por la de
Novelles, a manos de los Templarios. Una curiosa donación del rey Alfonso el Casto:
hallándose en Tauste, en 1174, les hace donación de «un hombre llamado Martín Morcarán
con todos sus bienes». Las donaciones de personas eran más usuales cuando se trataba de
sarracenos o de judíos, pero no así de «cristianos».
Monzón es la única encomienda de primera línea de Aragón. El castillo formaba parte del
dominio del Temple desde 1143 por donación del conde de Barcelona. El papa Adriano IV la
confirma en 1156 con una bula. La encomienda fue constituida entre los años
Como hemos dicho, una de las primeras encomiendas aragone sas fue la de Zaragoza.
Bernardo de Salvi ya figura como comendador en el año 1162. En 1209 el Temple, tan
aficionado a las permutas, hace una muy especial en Zaragoza: permuta, con el rey Pedro, un
sarraceno de Huesca, en manos reales, por un cristiano. El moro debía de ser importante, pues
el Temple le concedió «a él y a su familia franqueza de hueste, cabalgada, paria, bovaje».
También debía de ser importante el cristiano reclamado por el rey, pero no conocemos su
identidad.
La primera implantación de los Templarios en Huesca está datada en 1148: unos pocos
hermanos bajo la administración de Ramón de Castellano. Tendremos que esperar hasta el año
1171 para encontrar un comendador, Ramón de Cervera, y es por esto por lo que debemos
pensar que fue en este año -así lo cree Ángel Conte- cuando se estableció la encomienda.
Nuestro conocido Guillermo de Montredon y el mencionado Ramón de Cervera fueron los dos
comendadores de Huesca y llegaron a ser maestres provinciales. Los Templarios de la
encomienda de Huesca consiguieron un ámbito territorial considerable, con los puntos más
importantes situa dos en jaca, Luna y Almudévar, además de las villas de Arnellas y Pompién.
Pedro de Tous (1294) y Bernardo de Montoliu (1304) cierran la lista de comendadores.
Las primitivas implantaciones se produjeron en la margen norte del río Tajo, y tenemos
noticia de la encomienda de Puebla de Montalbán, cerca de Torrijos, Toledo. También
conocemos encomiendas en Coria (Cáceres), Benavente, Las Salinas de Lampreana y
Alcañices (Zamora) y Limia (Orense).
Sin embargo, tal como hemos visto con la orden de Calatrava, todas aquellas fundaciones
de órdenes autóctonas afectaron profundamente a la expansión del Temple por Castilla y
León, a pesar de que continuaron llevando a cabo su tarea, pero abandonando el carácter
conquistador y dedicándose más al trabajo de las encomiendas en la explotación agrícola y
ganadera. Aun así, su presencia en la batalla de Las Navas de Tolosa (1212), donde perdió la
vida el Maestre provincial castellano Gómez Ramírez, indica que, si hacía falta, también
colaboraban en las acciones militares. Un detalle significativo confirma que más bien se
decidieron por las encomiendas de «explotación»: se establecen más al norte, lejos de la
frontera donde hay guerra. Pongamos como ejemplo la buena información que tenemos de la
llamada Tierra de Campos, gracias a los estudios de Carlos Estepa, que nos da a conocer que
en este amplio territorio se hallaban las encomiendas de Mayorga, Ceinos, Villalpando,
Villárdiga, San Pedro de Latace y Villarsiga. También sabemos gracias al mismo investigador
que en territorios hoy pertenecientes a la provincia de Zamora existía la encomienda de
Tábara. La más antigua de las encomiendas en Tierra de Campos, la de Ceinos, existía ya en
1168. Otra encomienda que tenemos documentada es la de Ponferrada, León, fundada en
1178. Finalmente, también tenemos noticias, poco contrastadas, de la existencia de
encomiendas en Miraflores, Mayeruelo y Sepúlveda. Muchas veces los autores confunden
castillos, iglesias y casas con indicios templarios con una encomienda, la base de operaciones
seria, que es la que nos interesa y la que demuestra claramente una implantación.
El soldado de Damasco y el señor del Krak de los caballeros han permitido volver a
establecer el culto cristiano en todo el territorio de Jordania, excepto Nablus, San Abraham y
Bessein. No hay duda de que esta situación feliz y próspera podría durar largamente si los
cristianos de allende el mar [de Oriente] estuvieran de acuerdo con esta política. Pero, por
desgracia, mucha gente de esta tierra y de fuera de ella nos es contraria y hostil, por odio y
por celos. De esta manera, nuestro convento y nosotros, con el concurso de los prelados de la
Iglesia y de algunos pobres barones de aquí que nos ayudan como buenamente pueden,
estamos asumiendo solos el peso de la defensa de Tierra Santa. Proponemos construir un
castillo, muy fuerte, cerca de Jerusalén, si los hombres de buena voluntad nos asisten... Pero
nuestras posesiones, a la larga, no podrán ser defendidas contra el sultán, hombre muy
poderoso y astuto, si Cristo y sus fieles no vienen en nuestro auxilio.
Dos frentes en guerra pero con características diferentes. La tarea militar que llevan a cabo
en los reinos cristianos ibéricos tiene una consideración clara: ayudar a las tropas cristianas en
la lucha contra el moro, sabiendo que hay un premio justificado: recuperar, reconquistar unas
tierras y conseguir el dominio de una parte de ellas para establecer nuevas encomiendas.
Además, estas tierras ha bían sido ya, siglos atrás, propiedad de otros cristianos. Tienen todas
las cartas a su favor: la reconquista significa devolver a sus antiguos y reales propietarios lo
que les había sido quitado por los «infieles». En la narración de las gestas cristianas sobre
Hispania siempre encontraremos caballeros templarios, muchos o pocos, enrola dos en el
bando cristiano, pero -y he aquí otra característica diferente- siempre se mantendrán a las
órdenes de los señores; serán una mesnada de elite, pero una mesnada más que colaborará en
los ataques cristianos. Podemos afirmar que hacer una relación de todos y cada uno de los
hechos de armas de la reconquista es, al mismo tiempo, indicar el papel que tuvieron en ella
los Templarios.
La Primera Cruzada dio paso a la creación de la orden; supone mos que Hugo de Payns y
sus compañeros eran caballeros que ha bían participado en ella o que se habían incorporado a
Tierra Santa poco después de la toma de Jerusalén. En el año de la fundación de la orden
(1120) no solamente se había establecido el reino de Jerusalén, sino que éste ya había tenido
tres reyes: Godofredo de Bouillon (1099-1100), que se había llamado, sencillamente,
advocates Sancti Sepulchri, pero que ejercía de soberano; Balduino I (1100-1118) y Balduino
II (1118-1131) ; este último había sido coronado el 14 de abril de 1118, más o menos un año
antes de la creación de los Pobres Caballeros de Cristo. Sabemos que a partir de 1130 el tra-
bajo de los hombres dejados en Occidente por Hugo de Payns iba fructificando: muchos
caballeros llegaban a Tierra Santa, pero aún no eran una tropa considerable cuando tuvo lugar
la caída de Edessa, el 31 de diciembre de 1144, un hecho de gran trascendencia. Sin embargo,
antes de esta fecha se había producido un hecho inexorable e importante dentro del núcleo
fundacional del Temple: Hugo de Payns moría en 1136, concretamente el 24 de mayo. Por
primera vez funciona la regla sobre la sucesión: se elige a Roberto, el borgoñón, hijo de Craon,
el Anjou, mult valiant homme, gentil chevalier, bon sage et bien entrechiez, probablemente
uno de los nueve primeros Pobres Caballeros de Cristo. Craon será quien solucionará el
problema planteado por el testamento de Alfonso el Batallador, quien hará posible la
implantación de los Templarios en Cataluña y Aragón.
La caída de Edessa no tuvo sólo trascendencia por la toma de la ciudad y sus inmediatas
consecuencias dolorosas. Imad ed-Din Zengi, atabek musulmán de Mosul, su conquistador,
aterrorizó a todo Occidente por la gran cantidad de bajas que causó entre las tropas cristianas -
sin embargo, Zengi respetó a los cristianos indígenas- y por el trato que dio a las mujeres del
contingente cruzado vencido vendiéndolas como esclavas. Entonces las fuerzas sarracenas se
dieron cuenta de que también podían vencer a los cristianos: un estado cristiano, el condado de
Edessa, había sido destruido por los ejércitos musulmanes y desde aquel momento los
cruzados se retirarían a la franja costera mediterránea. Todos eran culpables de aquella
derrota: no fue sino la triste culminación de las luchas intestinas entre los príncipes cristianos,
sin olvidar el elemento bizantino.
Para intentar encontrar una solución se convoca, el 24 de junio, una gran asamblea en
Acre, presidida por el rey Balduino II, junto con Conrado III, Luis VII y los señores cruzados
que los acompaña ban. Tampoco faltó la presencia del Maestre Roberto de Craon en
representación de los Templarios. Se tomó una decisión, atacar Damasco, que parecía un
auténtico despropósito, ya que el reino burida de Damasco era el único que mantenía buenas
relaciones con los francos y convenía mucho mantenerlas. Pero la acción que se llevó a cabo
fue mucho más que un despropósito: acabó en una nueva gran derrota, el 28 de julio de 1148 a
las puertas de Damasco. Conrado se embarcó rumbo a Grecia a principios de septiembre, y si
bien Luis VII permaneció cierto tiempo en Palestina, acabó embarcándose también rumbo a
Calabria en julio de 1149. Cuando llegaron a sus respectivas cortes ya se habían aprendido la
explicación del desastre de la Segunda Cruzada: todo había sido culpa de los bizantinos.
A pesar de los esfuerzos de san Bernardo para convencer a los dos príncipes de que
volvieran a Tierra Santa, su proyecto no halló apoyo alguno en Occidente, con lo que la
ilusión de su vida fue languideciendo. Se tendría que esperar aún cincuenta años hasta la
siguiente cruzada colectiva, la Tercera. Pero mientras tanto las encomiendas templarias
occidentales fueron reclutando caballeros, que eran enviados a Jerusalén, a la Casa Madre,
desde donde eran distribuidos por los castillos y las encomiendas orientales. A finales del siglo
XII las órdenes militares eran ya los primeros terratenientes de Palestina y el grueso de los
Templarios y Hospitalarios se incrementaba día a día, no solamente con ge nte llegada de
Europa, sino también con muchos miembros de la nobleza y de los ejércitos francos cruzados
que habían decidido quedarse en Tierra Santa y abrazar la causa de las órdenes. Balduino III
(1143-1162), que, tal como ha bían hecho sus antecesores, daba apoyo a las órdenes, sabía muy
bien lo que hacía: los cruzados que llegaban por su cuenta se que daban una temporada y
regresaban a Occidente, mientras que los caballeros de las órdenes se entregaban a la tarea de
defender el Reino y, además, no costaba nada mantenerlos. Runciman es definitivo: «Sin su
ayuda, los Estados Cruzados habrían desaparecido mucho antes».
De las dos órdenes más implicadas en Tierra Santa, los Templarios concentraban su
actividad en las cuestiones más relacionadas con los problemas militares, pero sin descuidar la
protección de los peregrinos. Ya en esta segunda mitad del siglo XII los Templarios eran
famosos por su valor en los ataques y se les apreciaba mucho en la guerra ofensiva. En 1153,
durante el asedio de Ascalón, los caballeros del Temple demostraron que les gustaba combatir
en primera línea: cuarenta Templarios penetraron por una brecha, guia dos por el propio
Maestre, Bernardo de Tremelay (1150-1153), pero nadie los siguió y de una bella proeza
pasaron a una muerte infamante: sus cadáveres fueron colgados en las murallas. Guillermo de
Tiro, obispo y cronista que nunca escribió ni una línea favorable a los Templarios, lo explica a
su manera: «... pero el Gran Maestre, junto con sus Templarios, se adelantó al resto para ser
los primeros. Y esto lo hizo para ganar más botín en la villa [porque] cuando una fortaleza era
capturada, quien entraba en ella podía ganar para él y sus herederos todo aquello que cogiera
al enemigo... pero en Ascalón había riquezas para todo el mundo... Pero las cosas que se em-
piezan con mala intención no pueden acabar bien y esto es lo que pasó aquí». El Maestre
murió tres días después, el 16 de agosto, se ignora si ahorcado o por heridas de guerra.
En 1167 Amalarico firmó una alianza con el califa fatimita y uno de los mandatarios que
envió a El Cairo fue precisamente el comendador de Jerusalén, Jofre Foucher. Es interesante
destacar que fue el propio califa quien pidió la asistencia de un miembro de la orden del
Temple, porque «apreciaba la lealtad de los Templarios». El resultado de la «amistad» entre
los fatimitas y los cristianos fue un tributo de «cien mil piezas de oro»: vemos aquí la mano
del astuto comendador... Todo parecía desarrollarse perfectamente cuando la intervención del
emperador de Biza ncio trastocó los planes y Ama larico decidió atacar al «nuevo» amigo.
Como el principal mandatario que había firmado el acuerdo era el comendador del Temple, el
Maestre Beltrán de Blancfort se negó a ayudarlo, «ni yo ni mi convento». Era la ocasión que
esperaban los Hospitalarios y su Maestre, Gerberto de Assailly, «un hombre inestable e
inconsecuente», según la versión de Guillermo de Tiro; el Hospitalario no dudó en ponerse de
la parte del rey. El mismo Tiro explica la negativa de los Templarios, interpretándola con un
poco de malicia: «Los Templa rios, ya fuera porque la empresa iba contra su honor, ya porque
estaban celosos de que el Maestre de la orden rival hubiera tomado la iniciativa, se negaron a
servir al rey». El resultado de la ruptura del acuerdo dio la razón a Beltrán de Blancfort: los
reinos «muy potentes de Damasco y Babilonia se unieron para llegar a la abolición del mismo
nombre de cristianos», es decir, lo que se quería evitar acabó siendo provocado. Dos años más
tarde, el 8 de enero de 1169, Damasco se había fortalecido y había «conquistado» Babilonia.
Beltrán de Blancfort había muerto seis días antes.
Fue también bajo el magisterio de Odón cuando las rivalidades entre Templarios y
Hospitalarios llegaron al enfrentamiento abierto. Las riñas eran constantes hasta que él y
Roger de Moulins, el Maestre del Hospital, intentaron ponerles freno. Cualquier problema que
se planteara entre las dos órdenes tendría que ser arbitrado por tres hermanos de cada una de
ellas; si no se llegaba a un acuerdo, se debía pedir ayuda a amigos comunes y, si ni así se
solventaba, serían los dos Maestres quienes se ocuparían de solucionar la cuestión. El papa
Alejandro III, que se sentía muy inquieto por esta desunión -otra más dentro del terreno
cristiano-, ratificó el acuerdo el día 2 de agosto de 1179.
Cinco años antes, en 1174, había muerto Amalarico I de disentería, a los 38 años de edad,
dejando como heredero a un hijo de trece años, Balduino IV (1177-1185), que era leproso.
Ramón de Trípoli, primo del rey, fue elegido regente, y todo el mundo está de acuerdo en que
su regencia fue ejemplar. Pero nadie contaba con la aparición en escena de Saladino, Salah ed-
Din Yüsuf, sultán de Egipto que, con la muerte de su enemigo Nur ed-Din en 1174, tenía las
manos libres para convertirse en el caudillo islámico. Sala dino, en 1177, ya avanzaba hacia
Jerusalén; el joven Balduino -que contaba diecisiete años- se dirigió a Gaza para frenarlo:
tenía en sus filas 400 Templarios y 100 caballeros propios. La batalla fue breve y el arrojo de
unos pocos caballeros -demostrando una vez más la buena preparación de los Templa rios-
pudo con miles de sarracenos, lo que provocó la gran victoria cristiana. Los vencedores car-
garon con todo el inmenso botín hacia Jerusalén, mientras Saladino se retiraba hacia Egipto
con el rabo entre las piernas. Esta victoria comportó la entronización de Balduino IV y el fin
de la regencia. Odón de Saint Amand -el otro gran vencedor- sería a partir de ahora el
consejero real.
Una de sus primeras decisiones fue la de construir un castillo en Gue de Jacob, en Galilea,
para frenar por el norte los ataques sarracenos. El rey argumentó que en los tratados de paz se
establecía muy claramente que no se podían edificar fortalezas en territorio fronterizo, pero
Odón, con la sempiterna excusa de que sólo recibía órdenes del papa, siguió adelante con la
construcción y la terminó en 1179. Contaba con una guarnición de 60 caballeros del Temple y
1.500 mercenarios, pero duró poco: el propio Saladino, que había pasado de Egipto a Siria,
sorprendió al comitente real que se había dirigido cerca del castillo y se vengó a gusto de la
derrota de dos años antes: degolló a cuantos pudo e hizo prisionero a Odón de Saint Amand
«por cuya temeridad había llegado la derrota, otros señores prisioneros pagaron el rescate,
pero Odón, que murió en prisión un año más tarde, no quiso aceptar ser cambiado por un alto
dignatario musulmán. Según Tiro, «porque era tan orgulloso que no podía admitir que alguien
tuviera el mismo valor que él». Según fuentes templarias, «porque él consideraba que un
Templario sólo puede ofrecer como rescate su cinturón y su puñal». Para finalizar la operación
brillantemente, Saladino ordenó incendiar el castillo de Gue de Jacob recién construido.
Arnaldo de Torroja, un noble catalán que ya había sido Maestre provincial de Provenza y
de Cataluña y Aragó n entre 1166 y 1180, sería el nuevo Maestre (1180-1184). Venía, pues, de
un mundo ajeno a Tierra Santa y, dada su avanzada edad, todo induce a pensar que se trató de
una elección de compromiso. En el año 1182 la lepra iba minando el cuerpo de Balduino: se le
empezaban a descomponer brazos y piernas y ya casi no veía. Fue convencido de que
nombrara regente a Guido de Lusignan, casado con su hermana Sibila. Guido de Lusignan era
un joven noble -pero de la pequeña nobleza- de quien su hermano Jofre afirmaba que «si
Guido llega a reinar, yo debería ser Dios». En realidad, Jofre sabía lo que se decía, pues en su
regencia Lusignan demostró una incompetencia total y obligó al rey, cada vez más mermado
por la enfermedad pero que se hacía conducir en litera incluso a los campos de batalla, a
prescindir de él. Balduino IV volvió a confiar en Ramón de Trípoli y le otorgó plenos poderes.
Al mismo tiempo decidió enviar una embajada a Occidente para explicar los graves problemas
que había en Tierra Santa. Uno de los miembros de esta expedición era el Maestre Torroja,
que murió en ruta, en Verona, el 30 de septiembre de 1184. Su ausencia quizá fuera decisiva
en la poca atención que los reinos occidentales, especialmente el francés y el inglés, prestaron
a las peticiones angustiadas del embajador de los cruzados.
Cuando los electores se presentaron ante el convento del Templo de Jerusalén para decir:
«Bellos señores, dad gracias a Jesucristo ya que nosotros, por Dios y según vuestras órdenes,
hemos elegido Maestre del Temple a Gerardo de Ridfort», este nombre fue recibido con pocas
aclamaciones y muchas reticencias. Gerardo de Ridfort (1184-1189), en cambio, recibe una
calificación unánime de cronistas e historiadores: no se habría podido elegir a nadie peor. Se le
acusa como mínimo de aventurero, de intrigante, de ser uno de los típicos caballeros errantes,
de haber ingresado en el Temple hacía poco y por motivos en absoluto religiosos: Ramón de
Trípoli le había arrebatado en el último momento a su prometida y la había hecho casar con
otro noble. Gerardo, enfurecido, se había hecho Templario. Una cuestión que no sería nada
fútil en el futuro: el odio de Gerardo hacia Ramón de Trípoli muy pronto tendría un papel
importante en las siempre difíciles relaciones entre los cristianos.
La agonía de Balduino IV había llegado a su fin: murió en el mes de marzo de 1185 con
sólo veinticuatro años de edad. La sucesión se debatía ahora entre Guido de Lusignan y
Ramón de Trípoli, a quienes se añadió un niño, hijo del primer matrimonio de Sibila, que,
como todos temían, duró poco: Balduino V murió en Acre a los nueve años de edad. Durante
su entierro, en Jerusalén, se cambió de ceremonia: gracias a las malas artes de Ridfort,
inesperadamente Sibila fue consagrada reina según los ritos tradicionales. Pero hacía falta
coronarla. La corona formaba parte del tesoro, que estaba guardado bajo tres llaves que se
repartían entre el Maestre del Temple, el del Hospital y el Patriarca de Jerusalén. Ridfort
convenció al patriarca Heraclio, también enemigo de Ramón, para que cediera su llave.
Heraclio era un personaje muy especial, teniendo en cuenta que se trataba de la primera
autoridad religiosa en Tierra Santa: se había dedicado a hacer el amor con la madre de Sibila,
y en aquellos momentos tenía como amante a la mujer de un comerciante de Nablus, Paschia
de Riveri, conocida en toda Jerusalén con el nombre de Madame la Patriarchese, tal como nos
da a conocer la pluma viperina de Guillermo de Tiro que, como arzobispo que era, estaba
lógicamente más que indignado.
Faltaba pues la tercera llave. Roger de Moulins, Maestre del Hospital, no quería darla, pero
habiendo sido amenazado de muerte por Gerardo «la arrojó en medio de la estancia donde se
encontraban y se fue». Sibila, que estaba esperando en la basílica del Santo Sepulcro, fue
coronada e inmediatamente cedió la corona a Guido de Lusignan, su marido. Ramón, cuando
se enteró de ello, se enfureció e inició una aproximación a Saladino para conjurarse contra
Lusignan. Esta decisión preocupó a los Templarios moderados, pues consideraban que se
aproximaba una guerra civil que sólo podía ser provechosa para Saladino. Después de diversas
reuniones y de dejar pasar un tiempo para conocer las intenciones exactas de Ramón,
decidieron que hacía falta una reconciliación entre éste y Guido. El 29 de abril de 1187
partieron emisarios de Jerusalén para reunirse con Ramón. A partir de este momento suceden
muchas cosas, algunas de ellas lógicas, otras inexplicables. Entre estas últimas podemos citar
el permiso que dio Ramón a un ejército de mamelucos de Saladino para que «hicieran un
reconocimiento de Palestina pasando por el territorio de Galilea, el suyo». Ramón dijo más
tarde que les había dado permiso sólo por un día y con la condición de que no atacaran a
nadie. Se dice que lo respetaron. Pero los Templarios, que estaban en el castillo de Al-Fûla
esperando a los emisarios, vieron cómo los mamelucos estaban abrevando a sus caballos. Eran
muchos más que los caballeros, pero Gerardo decidió atacarlos a pesar de la opinión negativa
de su mariscal, Jaime de Mailly, a quien insultó: «Apreciáis demasiado vuestra rubia cabellera
y teméis perderla», a lo que el mariscal contestó: «Yo moriré en el campo de batalla como un
hombre valiente; vos huiréis como un traidor». Más que una batalla, fue una matanza a
conciencia: murieron Mailly y el Maestre del Hospital y fueron degollados todos los
caballeros templarios excepto tres. Uno de ellos era, claro está, Gerardo de Ridfort, que huyó a
Nazaret. Al menos, el triste resultado de esta batalla permitió que Guido y Ramón hicieran las
paces y que este último rompiera el trato con Saladino.
Gerardo quería vengar como fuera la terrible carnicería del 1 de mayo. Todos estaban de
acuerdo en que hacía falta enfrentarse con Saladino, pero consideraban que era mejor
esperarlo donde se ha llaban, en Seforia, una localidad al norte de Nazaret. Gerardo, sin
embargo, convenció a medianoche al rey de que era mejor salir al ataque. Guido dio la orden
de marcha al alba del día 3 de julio y avanzaron por un árido valle que transcurría entre dos
colinas aún más áridas: los Cuernos de Hattin. La idea era llegar hasta el lago de Tiberíades y
librar allí batalla contra Saladino, que venía de Sennabre, en el extremo más meridional del
lago. Ra món iba en cabeza, seguido por el rey y el grueso del ejército. Los Templarios
cerraban la marcha. Saladino los vio y atacó por detrás, concentrando sus asaltos sobre la
retaguardia y encarando con sus flechas más a los caballos que a los caballeros. Los
Templarios sucumbían implacable mente y sólo les quedaba la esperanza de alcanzar el lago;
todos estaban sin fuerzas y exhaustos por el calor. Guido se detuvo aprovechando la llegada de
la noche y Saladino estrechó el cerco de tal manera «que ni un gato hubiera podido escapar».
El ataque musulmán empezó justo al alba. Los cristianos sólo tenían ojos para una cosa: el
agua del lago, pues estaban muertos de sed. Muchos de ellos fueron degollados, otros cayeron
prisioneros, mientras que Ramón de Trípoli pudo escapar junto con otros pocos caballeros. La
batalla continuó y los cristianos que quedaban sobre los Cuernos se replegaron, defendiendo la
tienda roja del rey. Ataques y contraataques demostraron que los caballeros que quedaban eran
unos magníficos combatientes; Saladino estaba inquieto: «No los podremos derrotar mientras
aquella tienda siga en pie». Pero finalmente la tienda también cayó. Muy pocos caballeros
sobrevivieron, y cuando las huestes de los sarracenos llegaron a la cima de la colina se
encontraron con unos pocos caballeros y el rey por los sue los, incapaces de seguir
combatiendo. Guido y los altos dignatarios fueron llevados ante Saladino, que dio agua al rey
y cortó personalmente la cabeza a Rinaldo de Chatillon, de quien conocía la «perfidia». Todos
los demás fueron tratados con cortesía, pero excepto a su Maestre, Gerardo de Ridfort,
Saladino no quería salvar a los caballeros del Temple, quienes fueron degollados «con alegría
de los fanáticos musulmanes». Existe una descripción animada, típica,-de Imad ad-Din, sobre
el aspecto que presentaba el campo de batalla: «He visto cabezas cortadas, ojos apagados o
reventados, cuerpos cubiertos de polvo, miembros dislocados, brazos separados, huesos
partidos, cuellos cortados, lomos rotos, pies sin piernas, cuerpos partidos por la mitad, frentes
estrelladas. Y mirando estas caras cubiertas de sangre y de heridas, me acuerdo de aquellas
palabras del Corán: "¡Qué olor más suave exhala esta horrible victoria!"».
Durante los días sucesivos se completó la victoria: el día 5 caía Tiberíades; el 10, Acre; el
mismo día se entregaron otros castillos y lugares de Galilea y Samaria. Jaffra fue tomada al
asalto al no querer rendirse y todos sus habitantes fueron enviados al mercado de esclavos. Se
dejó de lado Tiro, que estaba muy bien defendida, mientras que el día 29 Sidón se rendía sin
presentar resistencia. Del antiguo reino de Jerusalén sólo quedaban Tiro, Ascalón, Gaza y la
Ciudad Santa. A principios de septiembre, Saladino se presentó a las puertas de Ascalón con
Gerardo y el rey Guido; éstos les rogaron que se rindieran: su libertad dependía de la
capitulación de la ciudad. Pero sólo recibieron insultos que no sirvieron de mucho: el 4 de
septiembre la guarnición de Ascalón también se rindió. En Gaza, dado que era una fortaleza de
los Templarios, la rendición tuvo lugar fácilmente: Gerardo se lo ordenó. De esta manera obtu-
vo su libertad, mientras que el rey seguía prisionero. Ahora, el siguiente objetivo era Jerusalén.
Saladino recibió a unos ciudadanos de Jerusalén para tratar sobre la entrega de la ciudad,
pero éstos se negaron: «No podían entregar incondicionalmente la ciudad donde Dios había
muerto por ellos». A Jerusalén habían acudido refugiados de todo tipo, pero la mayo ría de
ellos no podían combatir: «Por cada varón había cincuenta mujeres y niños». Todos los
jóvenes de más de dieciséis años fueron armados caballeros, pero de nada sirvió. El asedio a la
ciudad y los ataques de Saladino eran inexorables. El 30 de septiembre el jefe militar Balián
fue a reunirse con Saladino. Éste le recordó la carnicería cometida por los cruzados en 1099 y
le dijo que sólo aceptaría la rendición incondicional. Si no, «tomaría Jerusalén por las armas,
pasara lo que pasara». Sin embargo, y demostrando como siempre que era un príncipe
generoso, finalmente admitió una serie de condiciones. Todo cristiano podría pagar su libertad,
que costaría diez denarios a los hombres, cinco a las mujeres y uno a los niños. Balián le
advirtió que había en Jerusalén más de 20.000 refugiados pobres que no podrían pagar.
Saladino estaba dispuesto a aceptar 100.000 denarios por los 20.000 pobres, pero la ciudad no
tenía tanto dinero. Se rebajó el precio: 30.000 denarios por 7.000 pobres. Finalmente, el 2 de
octubre Saladino entraba en Jerusalén: era el aniversario del día en que Mahoma, desde la
Roca, había sido elevado a los cielos.
Las tropas de Saladino cumplieron los términos del acuerdo y ni un solo edificio fue
saqueado ni se molestó a persona alguna. El Hospital y el Temple emplearon gran parte de sus
tesoros para pagar los miles de denarios. Heraclio, el patriarca de Jerusalén, no pagó ni cinco:
«Desembolsó sus diez denarios y se fue de la ciudad inclinado bajo el peso del oro que se
había agenciado». Muy pronto salieron dos columnas de la ciudad: la de los rescatados por el
pago individual o por el acordado de conjunto, y la de los cautivos. La larga fila de los
rescatados viajó hacia la costa, a Tiro, Trípoli, Antioquia. En todos los sitios les decían lo
mismo: ya no queremos a más gente. Y vuelta a empezar, hasta que Antioquía, más bien de
mala gana, aceptó al resto. Sólo contemplando un mapa podemos darnos cuenta del largo
calvario que padecieron. Los cristianos ortodoxos y los jacobitas permanecieron en Jerusalén,
pagando el rescate. Los más ricos compraron a cualquier precio las propiedades cristianas y
Saladino promovió el asentamiento de musulmanes y judíos. Nuestro conocido Imad ad-Din
hace una lírica explicación de ello: «Cuando Jerusalén fue purificada de la porquería de los in-
mundos francos y pudo cambiarse la investidura del envilecimiento por el vestido de honor,
los cristianos, después de haber pagado la suma convenida, se negaron a irse y suplicaron que
se les permitiera quedarse, y fueron utilizados como sirvientes y destinados a las tareas más
viles, y esta última prueba aún la consideraron un don». Los Santos Lugares, de acuerdo con la
petición realizada por el emperador bizantino -que felicitó a Saladino-, quedaron bajo la ju-
risdicción de la Iglesia ortodoxa. El Santo Sepulcro sólo estuvo cerrado durante tres días. La
mezquita Al-Aksa fue limpiada de todo signo templario y dedicada al culto del islam. El 9 de
octubre Saladino dio en ella «gracias al Señor».
Los Templarios no habían agotado «totalmente» su tesoro, he cho que les reportó muchas
críticas. El comendador Thierry, que era la autoridad más alta en Jerusalén en ausencia del
Maestre, se excusó días después aduciendo que «él no era nadie, sólo el más pobre de todos
los hermanos, de la muy pobre Casa del Temple», y que, por lo tanto, no tenía poder alguno. Y
no podemos menos que recordar que, en un futuro, el Temple pagará 30.000 libras por el
rescate de san Luis. Por los pobres que nada tenían, en cambio, el pobre Thierry no se esforzó
demasiado...
La noticia de la caída de Jerusalén se supo en seguida en Occidente; esta vez las malas
nuevas corrieron más deprisa que cuando fue capturada Edessa. También eran más
importantes, más dolorosas. Pero hacía falta un informador oficial, un dignatario eclesiástico
de categoría; nadie pensó en el que habría sido idóneo: el patriarca de Jerusalén. Heraclio ya
hacía tiempo que estaba desprestigiado. Se eligió al nuevo arzobispo de Tiro, Josías.
Guillermo de Tiro, su antecesor en la dignidad, había dejado el arzobispado en 1183, de-
sengañado de no poder acceder al patriarcado, vencido por las intrigas reales que querían al
apreciado Heraclio. Ahora, hacía poco que había acabado su vida en Roma.
La entrevista de tosías en Roma con Urbano III (1185-1187) no hizo más que acelerar la
muerte de éste: gravemente enfermo, sólo le faltaba la constatación de la noticia de la pérdida
de Jerusalén. El 20 de octubre, menos de un mes después de la entrada de las tropas de
Saladino en la Ciudad Santa, el papa expiraba. Su sucesor, Gregorio VIII, se esforzó para
mover a todo Occidente: cartas, admoniciones, peticiones de creación de una nueva cruzada,
órdenes de que durante siete años se estableciera una tregua en cualquier lucha, promesas de
indulgencias plenarias, avisos a sus cardenales para que todos tomaran la cruz. Fue un
esfuerzo considerable que acabó con su salud: Gregorio no vería acabar el año. El 17 de di-
ciembre murió en Pisa. Su sucesor, Clemente III (1187-1191), cogió las riendas. Sus esfuerzos
fueron más concretos: hacía falta convencer a los tres reyes de más prestigio: el emperador
Federico I Barbarroja, Felipe Augusto de Francia y el nuevo rey de Inglaterra, Ricardo
Corazón de León. Ellos serían los conductores de lo que se llamaría la Tercera Cruzada. El
primero en partir fue Federico, que había agrupado a su ejército en Ratisbona, de donde salió
en mayo de 1189 acompañado de su hijo, Federico de Suabia, y del mejor equipo militar que
se había preparado nunca para una cruzada. Pero no sería hasta casi un año más tarde, en
marzo de 1190, cuando podría pisar tierras asiáticas: todo este tiempo lo pasó combatiendo a
los serbios, a los búlgaros, a los mismos bizantinos. El 17 de ma yo tiene lugar la batalla de
Konya (Iconi), en tierras de Asia Menor, con una gran victoria alemana. El lo de junio el
ejército continuó su marcha hasta penetrar en territorio armenio. Las altas temperaturas
hicieron que el rey decidiera refrescarse en el río Göksu. No se sabe bien qué pasó, pero el
emperador se ahogó. Federico Barbarroja ya era un hombre mayor, de 67 años de edad.
Su muerte representó un golpe muy duro, sobre todo para el ejército. Algunos príncipes
arriaron las velas y regresaron a Alemania; otros se embarcaron hacia Tiro, y sólo quedó el
hijo, conduciendo un ejército desanimado, con el cuerpo de su padre conserva do en vinagre.
Llegaron a Antioquía sin aliento, a finales de junio. Después de descansar unas pocas semanas
Federico y su ejército, que ya no era aquella máquina que aterrorizaba, llegaron a Acre en el
mes de octubre. Acre hacía más de un año que, como fortaleza musulmana, sufría el asedio de
los cristianos. Éstos, bajo el mando de Guido, que finalmente había sido liberado, y con una
concentración de todas las tropas que se mantenían en Trípoli, Tortosa - la fortaleza de los
Templarios- y Margat -el castillo de los Hospitalarios-, estaban combatiendo delante de Acre
con mucho más éxito que el que era de esperar. Gerardo de Ridfort, con la fuerza templaria de
Tortosa, dirigió un ataque pero no tuvo éxito: cayó prisionero de Saladino y éste, sin piedad,
mandó que lo mataran por «perjuro, ya que en el momento de su liberación había jurado no
coger nunca más las armas contra el sultán». Todo esto había pasado un año antes de la
llegada de los alemanes al campamento cristiano.
Pero no todo eran malas noticias: por Pascua de 1191 Felipe Augusto llegó al campamento
de Acre y por Pentecostés lo hizo el ejército inglés de Ricardo Corazón de León. Habían
pasado casi cuatro años desde la caída de Jerusalén: no se puede decir que se dieran mucha
prisa. Ahora que había desaparecido Federico Barbarroja, eran los dos reyes más carismáticos
de Occidente, y muy jóvenes: Ricardo tenía treinta y tres años, y Felipe, veinticinco. Pero no
se parecían en nada: Ricardo era guapo, dotado para la milicia, sin astucia política y un
administrador fatal. Felipe era muy prudente, un político excelente, paciente, con una
presencia física nada atractiva después de haber perdido un ojo. Ricardo era encantador, pero
Felipe tenía ya el prestigio de un gran rey. Ya desde un principio no se entendieron: Ricardo
defendía los derechos de Guido a continuar como rey, mientras que Felipe había apostado por
Conrado de Montferrat. Como siempre, la desunión prevalecía entre los cruza dos cristianos.
Pero a pesar de todo, las fuerzas cristianas recuperaron Acre el 12 de julio de 1191 en la
primera victoria sobre Saladino desde 1187. Con dificultades, se pusieron de acuerdo sobre
quién sería el rey: continuaría siéndolo Guido de Lusignan, pero a su muerte Conrado o Isabel,
o su descendencia, asumirían la corona. Felipe ya estaba cansado de Palestina, de Ricardo y de
todo: al final del mismo mes volvería a Francia. Pero era necesaria una elección que ya se
había demorado durante dieciocho meses: la del nuevo Maestre del Temple. Roberto de Sablé,
un amigo de Ricardo Corazón de León que había llegado con él a Tierra Santa y había hecho
los votos de Templario en la misma Acre, fue el elegido. Se había casado dos veces y tenía un
hijo y dos hijas. Había sido almirante de la flota inglesa y uno de los conquistadores, junto con
Ricardo, de la isla de Chipre. También fue quien más hizo para solucionar el proble ma real.
Roberto de Sablé, ya como nuevo Maestre, condujo personalmente las negociaciones con
Saladino para el rescate de la guarnición musulmana de Acre; Saladino, como tantos otros
musulmanes, confiaba en los Templarios. Pero las negociaciones se prolongaron demasiado y
Ricardo Corazón de León, en un ataque de ira, unió a los 2.700 prisioneros y los degolló a
todos, junto con sus mujeres e hijos. Roberto aceptó de mala gana la decisión de su rey, pero
no tenemos indicios de oposición alguna. A finales de agosto lo vemos ya al lado del rey como
jefe de las fuerzas templarias, «formando la vanguardia del ejército y dirigiéndose hacia
Haifa», dejándola atrás y llegando hasta Cesarea, siempre sin abandonar la costa. Ocuparon
Jaffa sin demasiadas dificultades y Ricardo consideró que el centenar de kilómetros de costa
reconquistados eran suficientes de mo mento. Mientras tanto los Templarios se dedicaron a
fortificar las fortalezas por todo el camino que habían abierto.
En enero de 1192 el ejército se puso en marcha hacia Jerusalén, pero el frío y las lluvias
torrenciales lo detuvieron en Beit Nablus, en el inicio de las montañas en cuya cima se halla la
Ciudad Santa. Ro berto de Sablé aconsejó a Ricardo que era mejor conquistar Ascalón que
arriesgarse a perder la batalla en Jerusalén. Muchos de los cruzados interpretaron este consejo
como una nueva «traición de los Templarios». Sin embargo, Ricardo lo aceptó y ordenó hacer
un giro para dirigirse a la ciudad portuaria, el último hito en la costa en manos sarracenas. Los
franceses no entendieron la orden correctamente y abandonaron el gr ueso de la tropa para
dirigirse a Jaffa, Acre y Tiro. Con un ejército menguado, cansado y muerto de frío, Ricardo
consiguió tomar Ascalón, que previamente había sido destruida por Saladino. Ocupó, pues,
simplemente una ciudad en ruinas, el 20 de enero. Una vez más fueron los Templarios quienes
se ocuparon de la reconstrucción de la fortaleza.
Mientras tanto, Conrado había sido asesinado en Tiro por un musulmán y su muerte
permitió solucionar la cuestión real. Su viuda, Isabel, se casó con Enrique de Champaña, que
fue nombrado rey de Jerusalén, mientras que Guido era elegido rey de Chipre, con lo que todo
el mundo quedaba satisfecho. Sin embargo, nadie que ría ni pensar en ir a la Ciudad Santa y
Ricardo ya estaba harto de permanecer en Palestina. El 2 de septiembre concluyó un tratado de
tregua por cinco años, confirmando que toda la costa quedaría en poder de los cristianos y que
los peregrinos podrían visitar libremente los Santos Lugares. El g de octubre Ricardo Corazón
de León se alejaba definitivamente de Palestina. Probablemente fue el caudillo más destacado
de la Tercera Cruzada, durante la que se consiguió poco más que conservar la franja litoral
después de la recuperación de unos cuantos centenares de kilómetros. Pero también hubo otra
recuperación importante: la del prestigio de los cruzados. Sin embargo, la partida de Ricardo
decepcionó a muchos y tuvo que hacerlo a escondidas. Las palabras que dirigió al Maestre son
esclarecedoras: «Señor Maestre, soy consciente de no ser querido y sé que, según con quien
parta, corro el riesgo de caer prisionero o muerto. Por esto os pido embarcarme en vuestra
galera, en compañía de vuestros caballeros y vestido como ellos para que me conduzcan a mi
país como si fuera un Templario».
Jerusalén tenía un nuevo rey, Enrique de Champaña, pero también para éste la ciudad era
una utopía imposible de conseguir. En los años que siguieron al acuerdo de paz, y sin olvidar
la muerte de Saladino, acaecida el 3 de marzo de 1193, los Templarios siguieron edificando
castillos y fortalezas.
Roberto de Sablé, el Maestre de los Templarios, un recién llega do a la orden pero que se
significó por su talento y sentido organizador, murió pocos meses después: el 28 de
septiembre. Como sucesor suyo se nombró a Gilberto de Erill, que ya había sido Maestre de
Provenza y de Cataluña y Aragón entre 1186 y 1193. Gilberto de Erill (1193-1201) coincidió
con Inocencio III, que se hallaba al frente de la Santa Sede desde 1198, y se estableció una
gran sintonía entre el Maestre y el papa. Desde Roma se confirmaron todos los privilegios
conseguidos con anterioridad e Inocencio III fue un excelente defensor de los Templarios,
tanto en vida de Gilberto como en la de sus sucesores, hasta su propia muerte (12 16). La bula
Omne Datum Optimum, que ya era una pieza histórica -recordemos que fue establecida en
1139-, fue confirmada ocho veces, con lo que se reafirmó la singularidad de los Templarios.
Pero este papa fue más lejos: en 1198 «retira al clero secular el derecho de excomulgar a
cualquier hermano del Temple, caballero o presbítero». Con Ino cencio, el Temple se convirtió
en una especie de «autarquía espiritual que gozaba de la protección de Roma sin aceptar su
tutela». A pesar de esto, el papado tuvo que intervenir en la guerra sorda que mantenían
Templarios y Hospitalarios, que había devenido franca y abierta desde 1198, a quienes
recriminó preguntándoles «si se podían llamar religiosos aquellos que sólo sabían resolver las
injurias injuriosamente». No obstante la claridad del mensaje, fue necesario enviar hermanos a
Roma para que se pusieran de acuerdo.
Después de la muerte de Gilberto de Erill fue elegido Felipe de Plaissiez (1201-1209), que
siguió el criterio del anterior Maestre y mantuvo las buenas relaciones con Inocencio III. Éste
le prestó su apoyo en algunas disputas por castillos que habían pertenecido a los Templarios
pero que después del desastre de 1187 habían caído en otras manos. En 1209 fue elegido
Maestre de la orden Guillermo de Chartres (1209-1219), que ha pasado a la historia como el
gran constructor templario, especialmente de Athlit, el Chastel-Pèlerin (1218), una fortaleza
muy importante para la defensa de la llanura de Acre. Los Templarios, que habían fijado su
residencia en Acre al tener que abandonar su Casa Madre en Jerusalén, comprendieron que el
Chastel-Pèlerin sería el lugar donde permanecerían «hasta que los muros de Jerusalén sean
reparados y ocupados». El nombre de este castillo indica, además, su destino: castillo de los
Peregrinos. Pues en estas fechas el peregrinaje a Tierra Santa llegó a unas concentraciones
jamás vistas antes y los Templarios se entregaron con una dedicación absoluta a su tarea de
prestar seguridad a los peregrinos: en el transporte, la protección por tierra y por mar. No
siempre se podía visitar Jerusalén, pero aun así la afluencia masiva de peregrinos no cesaba y
seguían visitando los Santos Lugares de Galilea y otros sitios de recuerdos cristianos, siempre
amparados por los Templarios. Principalmente llegaban por vía marítima, tras haber
embarcado en Marsella y en los puertos italianos. Pero los Templa rios prestaban su ayuda
desde la rada que tenían en Cotlliure, en San Rafael, y con sus propias embarcaciones, para
asegurar ya desde el principio el mejor servicio a los peregrinos, que solían desplazarse en
primavera y otoño.
Por estas fechas la reina Isabel se casó por cuarta vez, ahora con Amalarico de Lusignan.
Sin embargo, ambos murieron en 1205 y se formó un consejo de regencia integrado por los
Maestres del Hospital y del Temple y el patriarca de Jerusalén durante la minoría de la reina
María, hija de Isabel y Conrado de Montferrat. En 1211 el consejo de regencia pidió al rey de
Francia un «buen marido» para la joven reina. Según Melville, «por un cálculo mezquino, se
envió a Juan de Brienne, de quien se suponía que era el amante de la reina de Francia». Juan
era un noble sin fortuna, de sesenta años de edad, que llegó a Acre sólo con lo puesto. El
recibimiento que se le dispensó fue particularmente frío y todos los nobles se sintieron ofen-
didos.
A pesar de la tregua que se mantenía en Palestina y que duraba ya mucho más de los cinco
años previstos, Inocencio III, tal como lo haría después su sucesor, Honorio III, siguió
alimentando la llama de las acciones contra los «infieles». Pero era el único: los reinos
cristianos ya daban por bueno el compromiso actual. No obstante, desde Roma se pedían
nuevas acciones y llegaron a proyectar una, que no era nueva pero que había quedado ya casi
en el olvido: el ataque a Egipto. Los historiadores hablan aquí de la Cuarta Cruzada, pero
como ésta nunca llegó a tocar Egipto ni Tierra Santa, ni intervinieron en ella los Templarios, la
trataremos sucintamente. Debemos consignar que se trató de un engaño de los venecianos:
contra el deseo y las instrucciones de Inocencio III, Dandolo, el duce veneciano, se tomó la
cruzada como una cuestión personal: devastó la ciudad cruzada -cristiana por lo tanto- de Zara
(1202) y, en vez de dirigirse hacia Egipto, optó por ir a Bizancio. En breve: los cruzados
conquistaron Constantinopla -otra ciudad cristiana- en 1204 y se dedicaron al mayor pillaje de
la historia. Durante tres días, las tropas no dejaron lugar alguno sin saquear: monasterios,
iglesias, bibliotecas, monjas violadas, etc. El cronista Jofre Villehardouin nos ofrece un retrato
vívido de los acontecimientos: «Por la mañana, a la salida del sol, invadieron Santa Sofía y,
habiendo arrancado las puertas, destruyeron el coro, donde se hallaban los sacerdotes...
destrozaron a golpes contra las paredes cuatro retablos decorados con iconos, abatieron el altar
y doce cruces que había encima, algunas de ellas más altas que un hombre; cogieron el Evan-
gelio, los trozos de las cruces sagradas y todas las imágenes que ha bía...». En la nueva
Bizancio, ahora llamada Ro mania, los venecianos implantaron un régimen que no dejó de ser
una marioneta en sus manos. En este sentido Runciman es muy taxativo: «Uno de los crímenes
más grandes contra la humanidad ha sido la Cuarta Cruzada».
Al final del verano los cruzados iniciaron el ataque contra Damietta con un espectador de
excepción: Francisco de Asís, que ha bía llegado a Oriente en son de paz. Sus intentos fueron
vanos y el sultán de Egipto, muy amablemente, lo devolvió a las líneas cristia nas con una
dulce negativa. Finalmente, el 5 de noviembre Damietta cayó en manos de los cristianos y con
ella «oro y plata en gran cantidad e inmensas riquezas en toda clase de objetos preciosos».
También se encontraron con una ciudad llena de cadáveres, la ma yoría muertos por la peste,
«que cubrían todas las calles, las casas...». Damietta, que estaba protegida por una muralla
triple, era considerada la clave de la defensa de todo Egipto. Pero una vez más los cruzados se
dividieron en cuanto a lo que se debía hacer a partir de entonces y las decisiones se fueron
aplazando. La orden había nombrado a un nuevo Maestre, Pedro de Montagut (1219-1232),
valenciano que ya había sido, también, Maestre de Provenza y de Cataluña y Aragón. Los
Templarios en aquellos momentos contribuían económicamente al mantenimiento de la
cruzada: a petición de Honorio, el Maestre del Temple de París, el hermano Aimard, había
enviado grandes sumas de dinero a Damietta además de «caballos y víveres en abundancia,
que nos llegan por voluntad divina, llevando la alegría a nuestra asamblea de fieles».
Montagut, cansado de esperar en Damietta, se marcha a Acre a finales de septiembre de 1220
y escribe al papa pidiéndole que «las fuerzas del emperador, que ya hace tiempo que estamos
esperando, lleguen de una vez ya que, si no, el próximo verano, no lo quiera Dios, las tierras
cristianas se ha llarán en una situación precaria; nosotros ya no podemos hacer nada más». El
emperador era Federico II, que jugaba al ratón y el gato con Honorio III, tal como ya hemos
dicho cuando hemos tratado las cuestiones eclesiales.
No tan inmediata: Federico esperaría ¡siete años más! En no viembre de 1225 el emperador
se había casado en Brindisi con la hija del rey Juan, Yolanda. Ella tenía quince años, mientras
que él treinta y uno. Era «un hombre hermoso, no muy alto, con tendencia a la obesidad». En
él se combinaban la inteligencia y la brutalidad, la extrema sensualidad y la gran cultura. Con
su suegro optó por ser brutal: consideró que, habiéndose casado con la hija de éste, todos los
derechos de Jerusalén le pertenecían. Juan se fue a Roma a protestar pero en aquellos
momentos Honorio sentía una estima ciega por Federico y se lo quitó de encima. La pobre
Yolanda fue a dar con sus huesos en Palermo, mantenida en una especie de reclusión junto con
otras mujeres afines a Federico -los historiadores ha blan de un harén- y murió a los diecisiete
años de edad, seis días después de haber dado a luz a un hijo varón, Conrado.
Finalmente, y después de muchos acontecimientos - la muerte de Honorio la elección del
nuevo papa, Gregorio IX, la excomunión que éste dictó contra el emperador por no darse más
prisa en ir hacia Tierra Santa- que dificultaron la marcha de lo que se llamaría la Quinta
Cruzada, Federico II llegó a Acre en septiembre de 1228. Los Templarios no querían provocar
más combates porque aún quedaban dos años de tregua. No resulta extraño, pues, que las
relaciones entre éstos y Federico fueran, desde el principio, difíciles. Apenas desembarcado el
emperador inició las negociaciones con el sultán considerándose representante de su hijo
Conrado, recién nacido. Los Templarios entendían los derechos legales de tutoría, pero no que
éstos los tuviera un excomulgado. Estaban en contra, pero se mantuvieron a la expectativa.
Entonces se enteraron de otra excomunión: Gregorio, férreo, volvió a excomulgar a Federico
«por haber iniciado la cruzada estando excomulgado». Enredo sobre enredo. El emperador
actuaba por libre y los Templarios supieron ser, en todo momento, políticos. Cuando en
noviembre, a pesar de mantener las negociaciones con los musulmanes, Federico decide
acercarse militarmente hasta Jaffa, los Templarios lo siguen, «pero a una distancia muy
meditada».
Federico fortifica Jaffa y espera. No tiene demasiada prisa, y tie ne razón. En febrero de
1229 se llega a un acuerdo: el reinode Je rusalén recibiría la Ciudad Santa y Belén -con un
corredor que uniría Lydda y el mar, pasando por Jaffa-, Nazaret y la Galilea occidental. A
cambio, en Jerusalén, la zona del templo con la Roca y la mezquita de Al-Aksa continuarían
en poder de los musulmanes. To dos los prisioneros de los dos bandos quedarían en libertad y
se establecería la paz durante diez años. O sea que, sin haber alzado ni una espada, Federico -
¡el excomulgado!- había recuperado los Santos Lugares. El día 17 de marzo el emperador
subió a Jerusalén con su séquito y al día siguiente se ciñó él mismo la corona. Los cronistas no
salen de su asombro: «Federico no poseía derecho personal alguno a subir al trono;
excomulgado, no podía hacer el juramento de investidura; la ceremonia se desarrolló sin el
honor de las excelencias imperiales». Pero Federico iba al grano y un día después abandonaba
Jerusalén entre «las protestas de los Templarios de que debía hacerse lo acordado: reedificar
las murallas». Federico se los quitó de encima con una excusa: «A última hora hemos pactado
que Jerusalén no debe ser fortificada ni defendida...».
Pero la gente del Temple era feliz, consideraba que aquéllos eran sus años triunfales y,
como dice Melville, «se consideraban los salvadores de Tierra Santa y estaban dispuestos a
verter su sangre y a gastar su oro para su conservación». Es en este momento cuando edifican
Safet, proponen la construcción de otro castillo en Torony terminan la reconstrucción de las
murallas de Jerusalén. Hacía poco tiempo que habían cerrado un pacto con Damasco. Todo
esto comportó un verdadero alud de peregrinos y caballeros que habían tomado la cruz,
seducidos por la nueva situación provocada por la política de los Templarios.
Nadie contaba con las tribus tártaras, los karismanianos, que mientras huían de los
mongoles aterrorizaban a Oriente y a Occidente. En el mes de agosto de 1 244 los tártaros
entraron en Jerusalén, degollaron a todos los que encontraron a su paso y saquearon el Santo
Sepulcro: una vez más se perdía la Ciudad Santa. Los tártaros siguieron hacia Egipto para
enrolarse como mercenarios a las órdenes del sultán, devastando todos los sitios por donde
pasaban. La Palestina cristiana se unió como un solo hombre ante el ataque de los mamelucos
de Egipto y los karismanianos, y se hizo fuerte en Gaza el 17 de octubre. Pero la resistencia
sólo duró dos días: el desastre fue absoluto. Armando de Périgord y 300 caballeros templarios
murieron en la defensa y sólo quedaron con vida 36 Templarios. Para Federico, toda la culpa
había sido de los Templarios, que se habían lanzado a una guerra imprudente. Cuando, en las
noches que siguieron, los supervivientes iban enterrando a sus muertos, todos comprendieron
que el reino cristiano de Jerusalén había llega do a su fin. Pero se equivocaban, pues aún
duraría cincuenta años más, hecho que debemos atribuir a la Sexta Cruzada, la de san Luis.
El Temple había estado casi dos años sin Maestre porque había sido imposible hallar el
cuerpo de Armando dePérigord.Finalmente, en 1246 eligieron a Guillermo de Sonnac (1246-
1250). Guillermo quería ser fiel a los principios políticos y diplomáticos de la orden e intentó
establecer contacto con el sultán de Egipto, pero el rey de Francia se lo prohibió
absolutamente: le dijo que antes de ha cer nada le esperara. El rey se embarcó en AigüesMortes
en agosto de 1248 acompañado de su mujer, Margarita, sus hermanos y toda la caballería
francesa. Pasaron el invierno en Chipre, pero las tempestades desarbolaron los barcos y
tuvieron que esperar hasta finales de mayo de 1249 para estar preparados para zarpar. Con an-
terioridad, Luis se había reunido con los Maestres del Temple y del Hospital y había
convenido con ellos que su objetivo sería Egipto. El día 4 de junio la escuadra cruzada estaba
ya delante de Damietta. Tampoco el rey de Francia hizo caso a Guillermo de Sonnac, que le
pedía que esperara al resto de la flota: al día siguiente ordenó el desembarco. El rey tenía
razón: Damietta cayó en un santiamén. Conocedores de las características de las crecidas del
Nilo, los cruzados decidieron pasar todo el verano en Damietta, convirtiéndola en una ciudad
cristiana. A finales de octubre, cuando las aguas del Nilohabíanrecuperado su nivel
acostumbrado, se inició la marcha hacia El Cairo, que se tuvo que interrumpir a causa de la
resistencia musulmana y de las dificultades que surgieron cuando debían atravesar terrenos
pantanosos. A principios de febrero de 1250, el hermano del rey, Roberto deArtois,se adelantó
con un grupo de Templarios y ocupó un campamento egipcio decisivo. Guillermo de Sonnac,
que iba con ellos, les pidió que esperaran al grueso del ejército, pero una vez más los
Templarios tuvieron que soportar las acusaciones de cobardes y los cruzados continuaron la
marcha. El resultado, delante de Mansura, fue desastroso: el hermano del rey murió, así como
285 de los templarios que lo acompañaban. Todo era muerte y desolación.
Las tropas cruzadas, con el rey en cabeza, llegaron tarde, pero al menos pudieron rodear
Mansura. Después de la batalla, cuando Luis se enteró de la muerte de su hermano, «rompió a
llorar». Se produjeron combates encarnizados entre los dos ejércitos, en uno de los cuales
perdió la vida el «cobarde» Maestre del Temple. La situación ante Mansura se volvía cada vez
más insostenible y ya sólo quedaba la opció n de regresar a Damietta. Tomaron esta decisión el
5 de abril, cuando ya muchos -el propio rey entre ellos- estaban enfermos y con la moral baja.
Todo el ejército real, hay quien dice que por un malentendido, se rindió sin condiciones: el rey
y todos los nobles fueron hechos prisioneros en Mansura. Había tal cantidad de prisioneros
que los egipcios no sabían qué hacer con ellos. Pero pronto hallaron la solución: cada tarde
decapitaban a 300. Se entablaron negociaciones para el rescate del rey, los nobles y los demás
prisioneros, que pasaban por entregar Damietta y pagar una suma enorme: 500.000 libras, que
más tarde fueron rebajadas a 400.000. Sabemos que una cantidad muy alta de esta cifra salió
de las arcas de los Templarios. Finalmente, a mediados de mayo, el séquito real llegó a Acre.
Luis pudo conocer al hijo que había dado a luz su esposa Margarita en Damietta durante la
batalla. Ésta, destrozada por la pena que le causaban las noticias que recibía, le había puesto el
nombre de Juan-Tristán.
Contra la opinión de todos los nobles, que le pedían que regresara a Occidente, Luis
decidió quedarse. Sólo se quedaron con el rey el fiel Joinville y unos 1.400 hombres, mientras
que el grueso de la tropa regresó a Francia. Luis actuó como encargado de lo que quedaba del
Reino de Jerusalén y se dedicó a organizarlo. Por su parte, el Temple volvió a elegir Maestre
en la persona de Renaud de Vichiers (1250-1256). Éste colaboró estrechamente con el rey Luis
y se puede decir que, mientras duró la estancia del rey santo en Palestina, los Templarios
fueron muy apreciados. Una muestra de ello la podemos ver en el hecho de que sobre el
Maestre recayera el alto honor de apadrinar a otro hijo del rey, nacido en Chastel-Pèlerin. Aun
así, el rey y los Templarios protagonizaron un grave incidente. El mariscal del Temple, con
toda seguridad siguiendo órdenes del Maestre, inició -una vez más- contactos diplomáticos
con Damasco para negociar una paz estable. Nada de esto fue comunicado al rey, de acuerdo
con el sistema de los Templarios de actuar por libre. Otras veces, con otros gobernantes, se
había hecho lo mismo sin que pasara nada, sobre todo cuando los resultados habían sido fa-
vorables. Pero con Luis esto no funcionó: cuando se enteró, convo có a todos los dirigentes del
Temple, los hizo arrodillar y les obligó a que se excusaran ante él y el emisario de Damasco.
Más aún, expulsó de Jerusalén al mariscal del Temple. Poco más hizo Luis en Palestina. Quizá
la única cosa positiva, por ironía, fuera la tregua concertada con Damasco, el mismo acuerdo
que perseguían los Templarios. El día 24 de abril de 1254 zarpó de Acre acompañado por la
reina Margarita y los dos hijos que había tenido en Oriente.
Con la partida del rey una cosa quedaba clara: los únicos que permitían que el Reino de
Jerusalén se mantuviera eran las órdenes militares. Y aun así, gracias a la ayuda inestimable de
las querellas sarracenas: venturosamente Damasco y Egipto no se entendían. Ya nadie sabía a
ciencia cierta en nombre de quién regían el Reino los encargados. Dentro, todas las facciones
reñían por unas tierras, por cualquier cosa. Incluso los comerciantes, los genoveses y los vene-
cianos principalmente, tenían en la misma Acre sus guerras particulares. Para colmo, los
Hospitalarios estaban al lado de ol s geno veses mientras que, naturalmente, los Templarios
defendían a los venecianos. El nuevo Maestre, Tomás Berard (1256-1273), intentó introducir
un poco de paz en el desbarajuste que había llegado a ser el reino cristiano. Pero no todos
están de acuerdo a la hora de juzgarla actuación de Tomás Berard: en el proceso que tendrá
lugar cuando se inicie la disolución de la orden, se establecerá que «fue bajo su mandato
cuando los Templarios se corrompieron». Fue un mandato muy difícil, evidentemente, pero las
causas parece que debemos hallarlas en las extremas dificultades que se iban acumulando
sobre los residentes en Palestina. Ahora eran los mongoles quienes llegaban hasta las mismas
puertas de Acre(1260);en1265el sultán de Egipto inició una campaña que fue dejando cada vez
más indefenso el reino cristiano: cayeron Cesarea y Safet (1266)sin que quedara Templario
alguno con vida; Jaffa, Beaufort -otra fortaleza templaria-, Banyas y Antioquía (1268).No
resulta extraño que ante esta situación los Templarios, en los escritos enviados a las en-
comiendas de Occidente, aparte de pedir socorro expresaran sus quejas y su indignación ante
lo que consideraban el abandono en que los habían dejado «Dios y los hombres». Más tarde se
les exigirían responsabilidades por todo esto.
Después de la muerte de Tomás Berard fue elegido quien sería el último Maestre en Tierra
Santa: Guillermo de Beaujeu(1272-1291).Hacía un año que era el comendador de Trípoli y
ahora el «reino» que debía defender se limitaba a las ciudades de Acre, Trípoli, Beirut y
Tortosa, y los castillos de Athlit y Sayeta (de los Templarios), Margat (de los Hospitalarios) y
Montfort (de los Caballeros Teutónicos). Nada más. No obstante, el «reino» continuaba
generando disputas: sobre quién sería su rey, quién sería el príncipe legítimo de Antioquía -
cuando ya no formaba parte de los Es tados Cristianos-, sobre la situación creada en Trípoli
después de la muerte del obispo. Todo funcionaba mal: Trípoli acabó cayendo en manos del
sultán en marzo de1287.En la contienda murieron ilustres Templarios catalanes como el
comendador de Montcada, el hermano Guillermo de Montcada, los hijos del conde de
Empúries... Después se consiguió una nueva tregua con el sultán para intentar recuperarse un
poco de la derrota.
Occidente, como siempre después de las derrotas sensibles, reaccionó enviando veinte
galeras para la salvación de Acre, que ya se veía que sería el último reducto. Pero según
Melville, «los cruzados que llegaron precipitaron la última tragedia de Tierra Santa por su
brutal estupidez y su ignorancia de las condiciones de vida en Palestina». El comentario de
Melvilla es debido al hecho de que, ha biéndose establecido las condiciones de la tregua, los
sarracenos entraron en Acre para vender sus mercancías, como siempre habían hecho, pero los
recién llegados consideraron que aquello era inaceptable y degollaron a cuantos pudieron,
además de algunos cristianos de Siria «porque llevaban barba». El sultán aceptó las expli-
caciones y mantuvo la tregua pero exigió que se castigara a los culpables. El Maestre del
Temple hizo una propuesta: que se cogiera a todos los presos comunes condenados a muerte y
se les degollara públicamente; con este engaño todos quedarían satisfechos. Pero el Consejo
no aceptó la idea y dio largas al mensajero del sultán.
Tuvieron diez días para llevar a cabo la evacuación, de acuerdo con el sultán, «que a pesar
de todo veía difícil la conquista del Templo». El mariscal del Temple, Pedro de Sevry,
continuó las nego ciaciones y según los cronistas «se equivocó por su arrogancia». Se llegó a la
rendición pactada, pero el sultán «ordenó que se cortara la cabeza a todos los caballeros
templarios, y en primer lugar al ma riscal». Los caballeros restantes minaron el Templo y se
rindieron y «cuando entraron los sarracenos, ellos y los caballeros murieron al caer la torre,
que incluso mató a dos mil soldados del sultán que estaban en las calles aledañas. De esta
manera fue tomada y liberada la ciudad de Acre, el viernes día 18 de mayo de 1291, y el
Templo diez días después, de la forma que he descrito», tal y como explica el cronista Gerardo
de Montreal.
Tiro caería el día 19, sin lucha. Los Templarios que pudieron se fueron a Sidón, donde
resistieron hasta el 14 de julio. Una semana después tuvo lugar la rendición de Beirut; Haifa
cayó el 30 del mismo mes. De todo el reino de Jerusalén sólo quedaron dos castillos
templarios: Tortosa y Athlit, el Chastel-Pèlerin. Tortosa fue evacuada el 3 de agosto y Athlit el
14 del mismo mes. Los Templarios sólo mantuvieron una isla: la de Ruad, a dos millas ante la
costa de Tortosa, donde se mantuvieron hasta el 1303, cuando las cosas ya les empezaban a ir
mal en Occidente. Grandes contingentes de Templarios llegaron a Chipre en barcos
procedentes de todos los puertos palestinos y se establecieron en la isla junto con su tesoro.
Habían elegido nuevo Maestre a Thibaud Gaudin (1291-1294), a quien sucedió Jaime de
Molay (1294-1314). Éste fue el último Maestre de la orden, el que vería, en pocos años, el
descalabro y la caída absoluta de aquella máquina poderosa y caballeresca en que se habían
convertido los Pobres Caballeros de Cristo...
Pero Clemente y Felipe habían acordado un pacto misterioso. El áspero Capeto habría
dicho a Beltrán de Goth: Si quieres tú la tiara, ¡prométeme que me entregarás a los jefes! El
prelado aquitano habría respondido al monarca: Yo te prometo a los jefes, ¡dame solamente
la tiara! Por lo tanto, se debía mantener este trágico pacto. Se trataba de los Templarios.
Señor del papado, el rey, que ya le había arrebatado la Inquisición, su tribunal, estaba
resuelto, para completar su obra pública, a arrebatarle la Orden del Temple, su milicia...
Felipe, el rey hábil, hizo condenar a la Orden por el papado, su madre, y la hizo devorar por
la Inquisición, su hermana... La supresión de la Orden siguió a la coronación de Clemente V,
y el proceso contra los caballeros, esta iniquidad bárbara, fue el gran acto que permitió la
instalación del papado francés en Aviñón. El pueblo ha revestido este drama cruel de
imaginación y maravillas.
NAPOLEÓN PEYRAT,
V.- EL PROCESO
Cuando pasamos a considerar los hechos que desencadenaron el proceso contra los
Templarios, debemos recordar los acontecimientos finales del capítulo anterior: sin la pérdida
de Tierra Santa el trágico proceso contra los Templarios sería inimaginable. La trayectoria del
Temple, como hemos visto, está llena de éxitos y de fracasos, tal como ocurre en toda gran
sociedad que se desarrolla a lo largo de dos siglos, pero hasta el preciso momento de la derrota
cristiana contó con el favor continuado de todos los papas, de casi todos los reyes occidentales
-quizá Federico II sea la excepción que confirma la regla-, de todos los señores que llegaron a
gobernar en los Estados Cruzados -que forman una lista larga y variada- y de los estamentos
religiosos que también ejercieron su autoridad en Oriente, con personalidades que más bien
ayudaron a valorar más a los Templarios. Éstos no siempre se entendieron con los Hospitala-
rios, pero debemos considerarlo normal: los unos representaban la competencia de los otros.
Puede parecer reiterativo, pero creemos que se debe insistir en el apoyo que obtuvieron los
Templarios con algunos ejemplos nada alejados cronológicamente de los años en que se inició
todo el proceso. Los papas: Clemente IV, en el año 1265, confirma en una bula «a sus hijos
bien amados» que ha prohibido a cualquier eclesiástico pronunciar sentencia de excomunión
alguna contra los Templarios. Nicolás III, en 1278, permite a los Templarios percibir todos los
diezmos, en exclusiva, de la totalidad de sus iglesias. Nicolás IV, en 1289, somete a todas «las
diócesis y órdenes religiosas» a un nue vo diezmo, pero exime expresamente de su pago al
Temple. Un año antes, en 1282, el concilio de Salzburgo pretendía integrar en una sola orden a
Hospitalarios, Caballeros Teutónicos y Templarios. Es tos últimos lo consideraron utópico, ya
que «deberían relajar sudisciplina, o bien los Hospitalarios tendrían que reformar la suya». El
concilio lo comprendió, puesto que «era una verdad conocida por todos». Finalmente, el
propio Clemente V, el papa que decidió la supresión de la orden, aún escribía en diciembre de
1307 una carta a Felipe el Hermoso diciéndole que todo aquello de que se acusaba a los
Templarios le parecía «incredibilia, impossibilia, inaudita».
El rey de Inglaterra, Eduardo II, al enterarse del proceso envió una carta a los reyes de
Portugal, Castilla y Cataluña y Aragón diciéndoles que: «Como el Maestre y sus caballeros,
fieles a la fe católica, gozan de toda consideración ante Nos... no podemos sumarnos a las
acusaciones presentadas...». El propio verdugo de los Templa rios, el rey Felipe de Francia,
decía en octubre de 1304, es decir tres años antes de su decreto contra la orden: «Las obras de
piedad y misericordia... llevadas a cabo en todo el mundo y en todo momento por la santa
orden del Temple, instituida divinamente... nos obligan a extender nuestra liberalidad real a
favor de la Orden y de sus caballeros... por quienes tenemos una sincera predilección». Quizá
sea vano fatigar más al lector.
Todo indica una corriente de opinión favorable, por no decir encomiástica, respecto de la
obra que los Templarios habían desarrollado a lo largo de su existencia y que aún seguía viva
en los últimos tiempos. Parece, pues, que nada había cambiado excepto el he cho de que, como
hemos indicado anteriormente, se había perdido absolutamente Tierra Santa. Si bien todos los
estamentos involucrados en la aventura cruzada perdieron en ella incluso la ilusión, fue el
Temple quien salió más malparado. Limitándonos a las órdenes militares, el Temple, quizá por
falta de aquella combinación de inteligencia y astucia que con tanta pericia había utilizado
siempre, se quedó atado a unos principios: permanecer lo más cerca posible de Tierra Santa.
Cuando los Caballeros Teutónicos levaron anclas y se fueron a cristianizar a los paganos de
Prusia y Lituania, cuando los Hospitalarios decidieron obtener la isla deRodas,comprándola o
conquistándola, los Templarios siguieron con su obsesión: más pronto o más tarde se debía
rehacer el camino hacia Tierra Santa, y por esto se quedaron en Chipre, el sitio más cercano.
Quizá si hubieran alzado el vuelo -podían ir a donde quisie ran- habrían estado más cerca
cuando unos aprovechados, pero unos aprovechados muy poderosos, decidieron emplearse a
fondo contra el Temple. Quizá les falló la estrategia, hecho grave en una orden que hasta
entonces se había significado por saber estudiar los problemas desde todos los puntos de vista
y actuar, siempre que les habían dejado, de acuerdo con un pensamiento muy cuidadoso y
meditado. Tenían un buen sucedáneo de Tierra Santa en Hispania, donde estaban bien
implantados y donde su presencia habría sido muy bien recibida, pero dejaron pasar un tiempo
precioso anclados en las aguas que rodeaban Chipre, las mismas que besaban el litoral
palestino. Quizá todo habría seguido los mismos derroteros, pero ellos, obstinados con lo que
consideraban su razón de ser, decidie ron que el Temple, o sea la Casa central, debía estar cerca
de Tierra Santa. Quizá finalmenteJaimede Molay no era el Maestre que se necesitaba en
aquellos momentos: era un caballero, un monje gue rrero, mientras que ahora la orden
necesitaba un astuto intrigante.
No hace falta decir que toda entidad poderosa - y el Temple lo era de sobras- siempre
genera enemigos. Los caballeros ya estaban acostumbrados a ello, al roce continuo con toda
una serie de personas y estamentos que deseaban recortar, menguar su poder por motivos
económicos y políticos. Siempre habían superado estos problemas, y muchas veces su
respuesta a los ataques los había fortalecido aún más. Pero ahora se encontraron con dos
poderes enemigos que nunca les habían fallado: los reinos cristianos -ya que, si bien el primer
paso lo dio el rey de Francia, halló después la cola boración más eficiente en otros reinos, uno
de ellos el de Cataluña y Aragón- y la Iglesia. Cuando hablamos de enemigos nos referimos
ahora a los estamentos más apreciados por la orden: el reino de Francia -¿Qué habría sido del
Temple sin la sangre francesa?- y el papado. Ni tan sólo una fuerza del poder de los
Templarios podía combatir contra unos enemigos tan preeminentes. Pero este nombre genérico
de enemigos se concreta en unos cuantos nombres, en unas cuantas personas.
Por méritos propios, el papel más importante corresponde a Felipe IV de Francia, llamado
el Hermoso. Uno de sus mayores opositores, Beltrán Saisset, obispo de Pamiers, decía de él:
«No es ni un hombre ni una bestia; es una estatua», refiriéndose a la frialdad extrema que
caracterizaba su comportamiento. Ciertamente, era un hombre hermoso, «de una talla
excepcional, donde se podía admirar la fuerza y la proeza, de cabellos rubios y rostro regular.
Piadoso, amaba a su mujer y a su familia; no hubo pasiones en su vida y, excepto en los
últimos años, reinó sin incidentes»; una buena instantánea que debemos a Melville.Godofredo
de París, cronista de la época, afirma que «el rey es crédulo como una doncella y tiene muy
malos consejeros». Pero su retrato más encomiástico procede de Guillermo de Nogaret:
«Lleno de gracia, de caridad, de piedad y misericordia, siempre persiguiendo la verdad y la
justicia, nunca sale una difamación de su boca, ferviente en la fe, religioso en la vida,
edificando basílicas y comprometiéndose en obras de piedad, hermoso de cara y de maneras
graciosas...», lo que se llama enjabonar.
Felipe había nacido en 1268 en Fontainebleau, hijo de Felipe III el Osado y, por lo tanto,
nieto de san Luis. Accedió al trono en 1285, cuando sólo contaba diecisiete años, a causa de la
muerte de su padre, acaecida después de la derrota en el collado de Panissars, punto final de
una cruzada de que ya hemos hablado. Parece, sin embargo, que a pesar de su tierna edad ya
estaba muy preparado.Georges Duby también cree que era un hombre bien preparado, pero
«enigmático». Afirma que «si bien es verdad que en su reinado se da una exaltación de la
realeza y se crean una serie de instituciones duraderas, que su vida privada fue de una
reputación intacha ble, también lo es, en cambio, que su vida pública estuvo marcada por una
serie de escándalos resonantes». En realidad, los historiadores franceses no saben muy bien
cómo interpretar a este rey. Parece que lo admiren tanto como lo desprecian, pero a la larga
acaban valorando su obra de Estado.
Casándose con Juana de Navarra incorporó al reino de Francia -que ya no era aquel
pequeño pasillo- Navarra, la Champaña yBrie.El enfrentamiento con los ingleses, un hecho
que se iba repitiendo con regularidad, había comportado por añadidura un conflicto con
Flandes, con una guerra insólita: la de la mejor caballería inglesa contra los tejedores
flamencos. En Courtrai (1302), en la batalla de las Espuelas de Oro, murieron 1.000 nobles
franceses que cubrieron con sus espuelas brillantes el campo de batalla: una gran derrota para
el frío y enigmático Felipe. El siguiente conflicto con que se enfrentó tuvo lugar con el papa
Bonifacio VIII. Se trata de un conflicto que a la larga tendrá relación con el asunto de los
Templarios: Felipe se da cuenta de que el papa quiere inmiscuirse en todos los asuntos
internos de los reinos, y esto no le gusta. Hará todo lo posible para que, tan pronto pueda, el
papa sea francés, con lo que todo resultará más fácil. Bonifacio VIII (1249-1303) estaba
convencido de la autoridad papal. En la bula Unam Sanctam (1302) llegó a proclamar que
todos los asuntos temporales tenían que supeditarse al poder total eclesiástico. Felipe convocó
Estados Gene rales en el mismo año y se acordó no compartir el criterio papal: «El rey de
Francia no reconocía poder superior alguno sobre la tierra». El papa contraatacó convocando
un concilio para «juzgar al Capeto» y ame nazó a Felipe de excomunión si no permitía que
asistieran al mismo los prelados franceses. La respuesta francesa fue muy dura: se envió a
Roma a Ramón de Nogaret -otro de los protagonistas en el asunto de los Templarios- para que,
acompañado de un grupo de franceses e italianos, los Colonna, buscara al papa y lo acusara
públicamente de hereje. Bonifacio no se hallaba en Roma, por lo que se desplazaron hasta
Anagni, donde lo aprehendieron. Liberado por sus fieles, Bonifacio no pudo resistir la
emoción de la contienda y murió poco después (1303). Toda Europa quedó horrorizada... pero
nadie movió ni un dedo. Por lo tanto, Felipe había ganado la partida.
Felipe murió en 1314, el mismo año que había visto encender la hoguera que debía abrasar
el cuerpo del Maestre del Temple, Jaime de Molay.
Clemente V no hizo menos méritos que Felipe el Hermoso para figurar como protagonista
destacada en el acoso a los Templa rios. Bernardo de Got, gascón nacido en Villandraut en el
año 1260, era pues un súbdito de la graciosa majestad británica. Como miembro eclesiástico
de la corona inglesa fue sacerdote del papa Celestino V, pero el breve pontificado de éste
(1294) hizo que regresara a la Gascuña. Fue elegido obispo de Comminges (1295) y poco
después arzobispo de Burdeos (1299). Debemos decir que su tío Beltrán era el arzobispo de
Lyon, había sido elegido miembro del colegio cardenalicio y sabía barrer hacia dentro. Su
sobrino era un hombre formado en Orleáns y, a pesar de su ciudadanía, tenía los pensamientos
franceses bien arraigados. Por esto siempre se le ha considerado un ferviente francés. Melville
también lo retrata: «Era un hombre enfermizo, muy preocupado por su salud, voluble y a la
vez obstinado; su carrera y su personalidad están faltas de distinción». Ptolomeo de Lucca nos
describe su estado de salud: «Durante mucho tiempo estuvo enfermo del estómago, lo que
hacía que siempre estuviera desganado. Había padecido disentería y a causa del dolor de
estómago siempre estaba cansado. Algunas veces sufría vómitos». El 5 de junio de 1305 fue
elegido papa en el cónclave de Perusa y tomó el nombre de Clemente V, pero se negó a ir a
Roma y decidió llevar a cabo la consagración pontifical, mejor dicho, la coronación, en Lyon,
ciudad episcopal, el 14 de noviembre. Es cierto: desde Gregorio X (1271-1276) la
consagración había pasado a denominarse coronación, un detalle que se avenía con los deseos
de Bonifacio VIII. La ceremonia, presidida por el rey de Francia, se celebró en la iglesia de
San justo y acabó trágicamente: cuando el séquito pontifical pasaba por un callejón donde se
había congregado un gran número de curiosos detrás de un muro, éste cedió y mató a doce
personas, entre las que se encontraban el duque de Bretaña y uno de los hermanos del papa. En
cambio, éste salió ileso del percance, sin sufrir otras consecuencias que un gran susto.
Otro protagonista fue Guillermo de Nogaret, el traidor del drama, quizá su instigador, sin
duda su ejecutor. Pero siempre cumpliendo órdenes. Lo que pasa es que a Guillermo estas
órdenes le complacían extraordinariamente. Guillermo de Nogaret era un hombre del Midi,
como el papa. Había nacido en Saint-Felix-de-Caraman, en el Languedoc, y todos están de
acuerdo en que corría sangre cátara por sus venas. Como mínimo Bonifacio VIII, en la
entrevista que mantuvo con Nogaret pocos días antes de morir, le echó en cara que era «un
patarino, igual que vuestro padre y vuestra madre, castigados como patarinos». Entre la gran
cantidad de nombres que recibieron los cátaros encontramos también el de patarinos. También
más tarde, en 1313, el conde Luis de Nevers hablará del «sacrílego Nogaret, hijo de herejes».
Sus orígenes, quizá a causa de sus raíces, eran modestos, pero muy pronto lo encontramos
como profesor de leyes en Montpellier, donde es considerado un jurisconsulto de buena
reputación. En 1293 ya es juez adscrito al senescalado de Beaucaire. Un año más tarde el rey
lo llama a París, ya que le interesaba tener a su lado a un hombre experto en el Languedoc. En
1296 pasa a tomar parte en las funciones administrativas reales: va a poner orden en la
Champaña, la nueva posesión del reino, adquirida a través del matrimonio. Como lleva a cabo
un trabajo perfecto, el rey lo arma caballero en 1299, y tres años más tarde es ya el primer
legista del Consejo Real. Finalmente, el 22 de septiembre de 1307, Guillermo de Nogaret es
nombrado canciller del reino, dignidad que conservaría hasta su muerte, en 1313. Aquella
fecha del 22 de septiembre es la misma en que el Consejo decide el arresto de los Templarios.
Una coincidencia preocupante.
En la primavera de 1307 Jaime desembarca en Marsella junto con sesenta caballeros, «flor
de la caballería francesa y occidental» y con un equipaje donde se dice que llevaba una gran
fortuna. Parece que antes de dirigirse a Poitiers, donde el papa lo esperaba, se acercó a París,
quizá para dejar allí su «equipaje», quizá para recibir informaciones sobre el motivo de la
convocatoria del papa. Es verosímil que el Maestre se dirigiera al Vieux Temple, en aquellos
momentos quizá el centro neurálgico de la orden: una Casa que se sentía más bien
desmoralizada, que esperaba más a un administrador eficiente que al simple guerrero que
había sido Jaime, mérito por el que había sido elegido. Jaime de Molay se sentía desplazado en
París y podía entender perfectamente que todos los hermanos se sintieran desanimados: la
orden funcionaba como un reloj, pero había perdido la ilusión, la razón de su existencia: Tierra
Santa. También adivinó que, en la sombra, en los entornos del palacio, había algo parecido a
un ambiente contrario a la buena marcha del Temple. Pronto supo que pesaba una grave
acusación sobre la orden, pero no tenía ni idea de lo que pasaba. El propio rey lo había
colmado de honores y, quizá para retrasar su visita a Poitiers para reunirse con el papa, lo hizo
permanecer en París con una buena excusa: quería que apadrinara a su hijo.
Finalmente pudo irse a Poitiers para visitar al papa, y éste lo recibió afablemente. El
Maestre esperaba que aquella convocatoria estuviera relacionada con el estudio que le había
sido encargado; sólo una obsesión, cómo volver a intentar renovar el espíritu de las cruzadas.
Tengamos en cuenta que Jaime de Molay era un hombre viejo, de sesenta y siete años, y que
se debe valorar su espíritu, que concuerda perfectamente con el de los Templarios. Pero
Clemente V no le dice nada sobre esto: le confirma la acusación contra la orden, «que había
conocido pocos días antes a través de uno de los secretarios del rey». El papa cree que en
conjunto se trata de acusaciones increíbles pero, a pesar de este convencimiento, considera
justo que se lleve a cabo una encuesta. Sus palabras finales hacen estremecer a Jaime: «Para
justificaros si Nos os hallamos inocentes, para castigaron si sois culpables». Estamos en
agosto de 1307 y el 12 de octubre aún podemos ver a Jaime de Molay en París, presidiendo el
duelo, a dos pasos del rey, por el funeral de Catalina de Courtenay, esposa de Carlos de
Valois. Al día siguiente se daría la orden de arresto de los Templarios de todas las provincias,
de todas las preceptorías, de todas las encomiendas del reino de Francia.
Sobre este indicio, muy tenue pero altamente interesante, Nogaret empezó a moverse. Juan
de Saint-Victor, cronista de la época, nos lo explica: «El hecho de los Templarios había sido
revelado ha cía tiempo por ciertos comendadores y ciertos hombres, nobles o no, que habían
formado parte de la orden y que se hallaban prisio neros en distintas partes del reino. Nogaret
los reunió a todos como testigos y los hizo custodiar en secreto en la prisión de Corheil. El
hermano predicador [dominico] Imberto era su guardián y podía disponer de sus personas». El
«hermano Imberto» no era otro que Guillermo Imberto, más conocido como Guillermo de
París, inquisidor general por Francia desde 1303 y, qué casualidad, confesor del rey. Esto
significa, sencillamente, que la Inquisición estaba a punto de levantar la presa.Barberha
intentado hallar otras fuentes que se hubieran expresado como Esquius y confiesa que ha
topado con pocas. Habla de nuestro conocido Villani, el florentino que admiraba a Nogaret,
quien cree que «el origen de las historias se debe a un renegado del Temple, antiguo prior de
Montfaucon, hombre herético y de vida perversa que había sido condenado a cadena
perpetua». El prior se encontró en la prisión con Noffo Dei, otro florentino «cargado de vicios
de todo tipo». Ambos se pusieron de acuerdo para denunciar el Temple al rey y recibir así
dinero suficiente para salir de la cárcel. Barberha encontrado poca cosa más. Parece evidente
que fue Esquius quien inició todo el asunto.
Durante los cuatro años que median entre la delación de Esquius y la formalización, con
arresto incluido, de la acusación, la colaboración entre Nogaret y Guillerino de París fue
fecunda. Ahora, con la llegada del Maestre a territorio francés, se debía empezar a actuar. Se
convoca una reunión el 14 de septiembre en la abadía de Santa María de Pontoise a la que
asisten, además de Nogaret y Guillermo, el canciller del reino, en aquellos
momentosGillAycelin, arzobispo de Narbona (el 22 de aquel mismo mes dejaría de ser
canciller y traspasaría sus poderes a Nogaret) y el rey. Durante este encuentro se procede al
repaso de todas las confesiones obtenidas y se decide que todo está a punto: se acuerda la
operación policial de arresto de todos los Templarios que haya en tierras francesas. Bási-
camente se trata de remitir cartas secretas a todos los funcionarios reales -senescales, alcaldes,
caballeros del rey- en doble pliego: en el primero se les informa de que tendrán que seguir las
instruccio nes del segundo, que deberán abrir en una fecha determinada, a una hora exacta.
Todo el mundo está de acuerdo en que es la primera vez que se actúa con una minuciosidad
tan alta en una operación policial de gran envergadura.
El segundo pliego de la carta, por su estilo, se cree que fue redactado por el propio
Nogaret; veamos una muestra: «Un hecho amargo, un hecho deplorable, un hecho horrible
sólo de pensar en él, un crimen detestable, un acto abominable, una infamia horrible, un delito
inhumano ha resonado en nuestros oídos gracias a los informes de muchas personas de buena
fe, no sin hacernos estreme cer de horror...». Aunque no hay dudas sobre su redactor, la carta
lleva la firma del rey: «Felipe, por la gracia de Dios, rey de los franceses, a nuestros
apreciados y fieles señores...», y seguidamente el nombre de cada uno de los destinatarios.
Después de la introduc ción retórica, de la que acabamos de ofrecer una pequeña muestra y que
ocupa buena parte de la carta, se pasa a explicar las inculpaciones con el mismo tono
altisonante y retórico, que intentaremos ahorrar al lector: «En el momento de su ingreso en la
orden se les presenta una imagen de Cristo... y reniegan de ella tres veces con una crueldad
horrible, escupiéndole a la cara. Después se quitan el vestido... desnudos ante quien les admite
en la orden... reciben de éste, para oprobio de la dignidad humana, tres besos: el primero al
final de la espina dorsal, el segundo sobre el ombligo, el tercero en la boca. Y se obligan... a
darse el uno al otro sin rehusar, en todo momento en que se les requiera para este horrible
vicio... He aquí, entre otros crímenes, los que no teme cometer esta raza pérfida, raza
insensata...». Tambié n se dice que en un principio había sólo rumores «que nosotros no
queríamos oír», pero que después, «por el celo de la justicia y el sentimiento de la caridad»,
los denunciantes se multiplicaron y por ello se decidió «buscar la plena verdad». Después de
iniciar «la diligente encuesta dirigida por nuestro hermano Guillermo de París, inquisidor de la
perversidad herética y diputado de la autoridad apostólica» y de un acuerdo plenario con los
diversos estamentos consultados, entre los que se cita especialmente al papa Clemente,
«decretamos que todos los miembros de nuestro país de dicha orden sean arrestados sin
excepción, retenidos como prisioneros y a disposición del juicio de la Iglesia, y que todos sus
bienes, muebles e inmuebles, les sean embargados, puestos bajo nuestra custodia y fielmente
conservados».
La carta iba acompañada de instrucciones sobre la manera en que se debía llevar a cabo el
arresto y, sobre todo, se pedía «que se aseguren de proceder fielmente al embargo». Se les
decía que estuvieran tranquilos, pues aquello que hacían «corría a cuenta del papa y de la
Iglesia». Nunca se dice que lo deben hacer «por orden del papa» pero la carta está escrita de
tal manera que es fácil interpretarlo en este sentido. Cada hermano arrestado debía ser aislado:
no tenía que haber contacto entre ellos y la misma soledad haría milagros. También se
preveían los interrogatorios posteriores: debían decir la verdad, «con torturas si fuera
necesario»; debían confesar y firmar su confesión. «Se les informará de que el papa y el rey
están al corriente de todo.» Los comisarios del interrogatorio tendrían que ser explícitos,
«prometiéndoles el perdón si confiesan la verdad y regresan a la fe de la santa Iglesia; si no,
serán condenados a muerte». Seguía una lista de los «crímenes que hay que confesar»: haber
renegado de Cristo, haber escupido tres veces sobre la cruz, haber recibido desnudos los tres
besos mencionados, haber practicado la sodomía cada vez que se les requería para ello y haber
adorado y besado un ídolo que «tiene cabeza humana y lleva una gran barba».
Por su parte, Guillermo de París envió su propia carta una semana más tarde, el 27 de
septiembre. Se trata de un escrito calcado del anterior, el real, que envió a los inquisidores de
Tolosa y Carcasona y a los superiores de los dominicos de todo el reino y en el que hacía
hincapié en el sistema para «sacar la verdad a los inculpados». Se curaba en salud: «No
tenemos la intención de proceder contra la orden del Temple o contra el conjunto de los
hermanos, sólo pretendemos examinar a las personas dudosas». Pero se expresaba claramente:
«Os pido la máxima colaboración, vuestro celo, vuestra vigilancia, vuestra actividad». Se
cuidó mucho de decir que seguía órdenes papales, pero esto a sus seguidores les traía sin
cuidado: si lo dice el inquisidor real, manos a la obra.
El día 12 de octubre de 1307 una gran cantidad de funcionarios franceses repartidos por
todo el reino abrían, impacientes, el segundo pliego. Era el mismo día que el rey yJaimede
Molay, el uno al lado del otro, presidían el duelo por la cuñada del rey. Al día siguiente, 13 de
octubre, al alba, se hicieron efectivas las instruccio nes tan bien explicadas por el excelentísimo
canciller y el no menos excelso inquisidor. Los, senescales, alcaldes y prebostes reales, acom-
pañados de sus hombres armados, procedieron al arresto de los Templarios por toda Francia.
Era viernes, tal como recuerdan unos versos anónimos que corrieron por París:
El 16 de octubre Felipe escribió una carta a los soberanos de Europa en que les
comunicaba la operación y les urgía a hacer lo mis mo en sus reinos respectivos. En un
principio las reacciones fueron negativas, como la del propio papa, que se enteró de todo
estando en Poitiers. Reunió al consistorio y el día 27 escribía indignado al rey: «Vuestra
conducta impulsiva es un insulto contra Nos y contra la Iglesia romana». Eduardo II de
Inglaterra contestó al rey el día 30, haciéndole saber que no se «creía nada de nada», mientras
que por su parte, Jaime II comunicó a Felipe que defendería a la orden.
Mientras tanto, a partir del 19 de octubre Guillermo de París se había puesto manos a la
obra instalado en la planta baja del mismo Templo. Junto con dos ayudantes obtuvo con una
rapidez desconcertante las primeras confesiones: torturas, amenazas y promesas se lo
facilitaron, sobre todo porque los prisioneros tenían la certeza de que no conseguirían la
libertad si no era por la simple sumisión. Los inquisidores dirían más tarde (1321) que «se
trataba de destruir las herejías y la única forma de hacerlo era destruyendo a los herejes. Sólo
tenemos dos opciones: o se convierten, o son entregados a la justicia secular para que sean
quemados corporalmente». El 24 de octubre el Maestre ya había confesado «renegar de la
imagen de Cristo y escupir». Los estudios actuales se inclinan por pensar que fue torturado
con técnicas altamente cualificadas, o sea un interrogatorio continuo con intercambio de
inquisidores. El debilitamiento por la falta de comida, la incomodidad física de la prisión,
junto con algunas promesas... Debemos recordar que Molay era un hombre viejo. De esta
manera se obtuvo su confesión. Es más: el mismo día que confesó ante los inquisidores repitió
la confesión ante una serie de eclesiásticos y maestros en teología. Nadie se lo explica. Hay
quien piensa que quería alcanzar cierta libertad para poder explicarse delante del papa
Clemente V y obtener su apoyo. En general, los demás Templarios tampoco estuvieron a la
altura de lo que se esperaba de ellos: aceptan haber renegado, pero haberlo hecho «de boca y
no de corazón», y dicen que si han escupido «lo han hecho al suelo, y no sobre la cruz».
A medida que se van consignando las confesiones, los inquisidores procuran que éstas
vayan derivando hacia los comendadores y, por lógica, hacia el Temple como organización.
Intentan remover el pasado e involucrar a los Maestres difuntos, todo ello para poder llegar a
la condena ideal: el Temple había sido desde siempre una orden corrompida, incorregible por
lo tanto, y en consecuencia «debía desaparecer lo más pronto posible». A finales de noviembre
ya se había interrogado a 140 Templarios, 134 de los cuales habían confesado algunas de la s
inculpaciones. El propio Hugo de Pairaud, visitador del Temple en Francia, había confesado
todos los cargos que se le imputaban «ya que lo que hacía falta era salvar la vida, si se podía».
Nos detendremos en la confesión del visitador Pairaud, por su gravedad y para tomarla como
modelo.
Confiesa éste que ya cuando ingresó en el Temple, su propio tío -hacía de ello cuarenta
años- lo había llevado detrás del altar y lo había obligado a renegar y a escupir. Entonces los
inquisidores le preguntan:
-Bien, se debían ejecutar los reglamentos de la orden y por esto los llevaba a lugares
secretos (ad loca secreta) y los hacía besarse en el final de la columna, en el ombligo y en la
boca; los hacía ir a buscar un crucifijo y les ordenaba, siempre siguiendo los estatutos de la
orden, que renegaran delante de él tres veces y que escupieran sobre la cruz.
-Si veía a un hermano cuyo calor natural lo impulsaba hacia la incontinencia le daba
permiso para enfriarse con otros hermanos. Daba estas autorizaciones a regañadientes, pero
como se trataba de las reglas de la Orden debía aplicarlas.
-No lo sé con certeza. Todo lo que se decide en el capítulo es secreto y por lo tanto sólo
puedo hablar de lo que yo conozco. Pero diría que no todos eran recibidos así. [Más tarde dirá
que no había entendido bien la pregunta y que efectivamente: todos los nuevos ingresados en
la orden eran aceptados después de haber renegado, escupido y besado.]
-Pues no lo sé. Pero recuerdo que tenía cuatro patas. Dos delante y dos detrás.
¿Miedo a la tortura? ¿Despecho hacia los dignatarios del Temple porque no lo habían
elegido Maestre en lugar de Molay? ¿Simple imaginación alentada por los inquisidores? Es
todo tan confuso, tan extraño, tan terrible que parece imposible. Con la misma franqueza con
que confiesa Hugo de Pairaud, declarará más tarde, como ve remos, que todo es falso. También
es verdad que hubo quien se resistió, quien no quiso traicionar a la orden, y que finalmente
murió de miseria, torturado. Se sabe que en París fueron 36 los Templarios que murieron sin
confesar. Pero es difícil hacer un recue nto fiel de los caballeros que tuvieron el coraje de negar
las inculpaciones: la Inquisición conservó todos los testimonios de los que confesaron, pero
pocos de los que negaron las acusaciones.
Ante la gran riada de confesiones, no es de extrañar que las convicciones de los poderosos
empezaran a tambalearse. El cambio de parecer más importante fue el del papa: Clemente V,
el mismo 27 de octubre -al rey le interesaba que la deposición de Molay fuera conocida por el
papa lo más pronto posible-, escribe a Felipe diciéndole que sin duda «todas las cosas que se
refieren a la religión de la fe deben pasar por el examen de la Iglesia, a cuyo pastor, que fue el
primero de los apóstoles, se le ordenaron las siguientes palabras de Jesucristo: cuida a las
ovejas», y poco tiempo después empieza a pacer: el 22 de noviembre promulga la bula
Pastoralis Praeeminentiae, por la que se ordena la detención de todos los Templarios y que se
pongan todos sus bienes bajo la tutela de la Iglesia. De hecho, esto no significa nada nuevo:
todos los Templarios franceses ya habían sido encarcelados y sus bienes secuestrados, pero
ahora el papa confirmaba y sostenía la actuación de Felipe IV. A partir de este momento todo
irá mal para los Templarios: quien los tenía que defender se pasa a las filas enemigas. Eduardo
II da las órdenes correspondientes para que se encarcele a los Templarios ingleses, unos 135
caballeros en total. En Navarra, feudataria de Francia, ya habían hecho lo mismo que en la
metrópolis: el 23 de octubre ya estaban todos los Templarios encarcelados en
Pamplona.JaimeII dio la orden de actuar contra el Temple a principios de diciembre. En
Valencia no tuvo problemas, pero le costó más en los otros reinos. Lo veremos en el apartado
dedicado a este asunto en el reino de Cataluña y Aragón. Castilla y Portugal siguieron
defendiendo al Temple, aunque, como hemos visto, su implantación allí en aquellos momentos
no era demasiado importante. En Flandes y en Alemania se actuó más tarde, en 1308, así como
en Chipre, donde la bula papal no llegó hasta el mes de mayo de aquel año, hecho por otra
parte sorprendente. En junio del mismo año los caballeros que quedaban en la Casa Madre se
entregaron y fueron encarcelados en sus mismos castillos de Chipre. Podemos decir que costó
siete meses que la orden del papa se terminara de cumplir. Ahora todo estaba bajo control.
Mientras tanto, Clemente V quería que los caballeros fueran «sus» prisioneros; al fin y al
cabo, él era su único superior y sólo él tenía jurisdicción sobre los Templarios. También
reclamó el control sobre sus bienes. Dos cardenales, ambos franceses, partieron hacia París a
principios de diciembre de 1307 para encargarse del asunto. El rey no se opuso a sus
pretensiones, quizá porque con anterioridad había dejado en elVieuxTemple a pocos
prisioneros y había distribuido a los demás por diversas fortalezas «secretas»; quizá porque ya
se había quedado con la parte del león del tesoro de los Templarios; quizá porque el proceso
contra el Temple como orden ya estaba suficientemente avanzado. Aun así, el rey puntualizó,
en una carta escrita y dirigida al papa antes de Navidad que «sobre los bienes y las personas de
los Templarios que me pedís sean puestos en vuestras manos, lo aceptamos, bajo la reserva de
nuestros derechos», dejando así claramente indicado, y por escrito, que siempre se podría
volver a hablar sobre estos derechos.
Sea como fuere, los cardenales intentaron ponerse en contacto con las dos figuras
importantes que había en el Temple: Jaime de Molay y Hugo de Pairaud. No fue tarea fácil:
primero no se los dejaban visitar; los inquisidores ya les darían toda la información que
pidieran... y basta. Volvieron aPoitiers, pero el papa no admitió intermediarios de este tipo, de
manera que regresaron a París y finalmente pudieron entrevistarse con los altos dignatarios del
Temple. Éstos, en su presencia, revocaron las confesiones afirmando que nada de lo que
habían dicho era verdad y confirmando que nunca se habían alojado de la fe católica. Al
mismo tiempo, circulaban por el Templo unas tablillas de cera escritas por el propio Maestre
en que se pedía a los prisioneros que revocaran sus confesiones. Los cardenales se dieron
cuenta de todo esto y empezaron a dudar del proceso. Parecía que se abría un claro de
esperanza para los caballeros.
Sigue diciendo en la carta: la orden de los Templarios, esta «secta perversa, peligrosa, tan
horrible, tan abominable», es una orden de caballeros, no de clérigos, y dado que no cumplen
con las virtudes religiosas, ¿no estará el príncipe más autorizado que la propia Iglesia a
intervenir? Ítem más: si ya hemos obtenido muchas confesiones de los Templarios, ¿no
podemos pensar ya que es necesario actuar contra la Orden del Temple, que hace falta
«condenarla en su totalidad»? Ítem más: los bienes de los Templarios, ahora confiscados, ¿a
quién deben ser atribuidos, al Príncipe o a la Iglesia?
Tal como podemos observar, Felipe enreda aún más las cosas no sólo pidiendo a los
teólogos que se pronuncien sobre los valores morales y religiosos, sino también yendo al
grano y reclamando su atención sobre lo que de hecho le interesa: la titularidad de los bie nes
de los Templarios. La respuesta de los maestros en teología de la Facultad de París se hará
esperar casi hasta el mes de marzo. Pronto la examinaremos.
Por otra parte, Nogaret y sus sicarios también se mueven: se trata de difamar al papa. Por
París circulan panfletos que acusan a Clemente V de nepotismo - y en esto están cargados de
razón- y de favorecer la herejía, acompañados de amenazas que recuerdan el triste final que
tuvo Bonifacio VIII. Parece que Pedro Dubois fue el autor del panfleto más incisivo, el
titulado «Reproche del pueblo de Francia», donde se defiende que «hace falta ir contra el
poder temporal del papa» y se aconseja al poder civil «la confiscación de todos los bienes
eclesiásticos». Se pide también que «el Señor Rey del devoto pueblo de Francia, aprovechando
el acceso que tiene al Santo Padre, le haga ver el escándalo que promueve entre sus hijos fran-
ceses, devotos y obedientes... al no acabar ni con la sodomía de los Templarios ni con los
reniegos que han confesado...». Los teólogos y la opinión pública, movidos de una manera
más o menos edificante, reconfortan al rey y le dan el apoyo que éste esperaba. Aun así, Felipe
el Hermoso prepara una jugada más para vencer la última resistencia: la que podemos llamar
la indecisión papal. Recuerda que le fue muy bien en el momento del conflicto con Bonifacio
VIII y convoca Estados Generales.
Las cartas remitidas a los tres brazos anunciándoles la convocatoria no eran iguales. A la
clerecía se le pedía que ayudara a defender la fe contra «el sacrilegio de los Templarios». Cada
arzobispo y cada obispo recibieron cartas personales en que se les pedía que convocaran
concilios provinciales para ayudarles a preparar los Estados Generales, y que cada diócesis
nombrara a un representante. Los grandes nobles también recibieron cartas personales donde
se les recordaba, simplemente, que debían lealtad al rey. Las misivas dirigidas a los hombres
de las ciudades tenían una carga más violenta, tanto en el contenido como en la forma:
«Debemos defender de los ladrones y los bergantes la más preciada piedra de la fe católica
como un tesoro; vosotros sabéis bien qué es la fe católica, vivimos por ella... por ella somos
los herederos del reino celestial... si alguien se esfuerza por romper esta cadena, significa que
nos quie re matar... ¡Oh dolor! El abominable error de los Templarios, tan amargo, tan
deplorable, nos ha sorprendido. Reniegan de Jesucristo el día de su profesión, obligan a
renegar a quienes ingresan en la orden, reniegan de las obras de Jesucristo, que son los
sacramentos de nuestra vida, como todo lo que Dios ha creado». La carta continúa con una
relación de todas y cada una de las acusaciones y añadiendo algún detalle dramático: no sólo
escupen sobre la cruz, sino que «también la pisotean con sus pies» y se cierra con una
expresión no menos dramática, casi apocalíptica, en la que vemos la mano de Nogaret: «El
Cielo y la Tierra están agitados por este gran crimen, los elementos están trastornados... contra
una peste tan criminal se deben alzar las leyes y las armas, los animales y los cuatro elemen-
tos». Finalmente se anuncia la convocatoria: «Así, para extirpar tal cantidad de crímenes y
errores... queremos que vosotros participéis..., y os ordenamos que enviéis aTours,tres
semanas después de la fiesta de Pascua, a dos hombres de cada villa animados por elfervorde
la fe para que nos asistan en los debates de los asuntos cita, dos.Melun,25 de marzo del año
del Señor 1308».
Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre los resultados de los Estados Generales,
que se iniciaron el día 11 de mayo.Barberdice que no existe información alguna, y que por lo
tanto se ignora qué se decidió en ellos.Melvilledice que la asamblea mostró indiferencia hacia
el tema propuesto, a pesar de que todos estuvieron de acuerdo en que los Templarios eran
culpables y merecían la muerte. Para Gobry hubo una enumeración de crímenes espantosa,
pero acompañada de unas pruebas tan pobres que los juristas que aconsejaban al rey
manifestaron que la causa distaba mucho de estar ganada. Una cosa es segura: el miércoles 15
de mayo el rey «da licencia para que todo el mundo regrese a sus casas». Mucho ruido y pocas
nueces.
Felipe iba acumulando triunfos pero aún no veía la partida ga nada. Hacía falta entrar en la
guarida del lobo, visitar al papa enPoi
tiers.Y lo hizo con un gran séquito: su hermano, Carlos de Valois, sus hijos, y barones y
prelados de las ciudades más importantes del reino, las escurriduras selectas de los convocados
enTours;todos ellos acompañados de una más que considerable escolta militar: ha cía falta
impresionar a Clemente V.
¿O quizá intimidarlo? El 26 de mayo, rey y papa se entrevistan. Felipe, con la mejor de sus
sonrisas, se arrodilla a los pies de Cle mente, quien lo recibe «muy favorablemente». Los
asuntos que trataron los desconocemos, pero sí que sabemos sus consecuencias: se anunció un
consistorio público para el día 29. Tuvo lugar en el palacio dePoitiers,en la sala real.
Estuvieron presentes los consejeros reales, los cardenales y una larga lista de eclesiásticos y
legisladores. El papa no había querido que asistiera Nogaret -aún era demasia do reciente la
afrenta de Anagni- y ocupó su puesto Guillermo de Plaisians, ministro real que trabajaba
siempre de acuerdo con Nogaret. Fue él quien presentó el asunto: «Cristo conquista, Cristo rei-
na, Cristo avanza... de la misma manera que Felipe, como su vicario en la tierra, ha
conseguido esta victoria sobre los Templarios. Para esto venimos todos los representantes del
cuerpo político, no para asumir la parte de acusador, denunciante, instructor o promotor en
forma de proceso contra ellos, sino como celotas de la fe católica, defensores de la Iglesia, el
muro de Jerusalén, como purificadores de la perversión herética». Es una homilía magnífica,
un sermón inflamado, difícil de igualar para cualquier miembro del clero; pero continúa: «Al
principio de la guerra, cantar victoria sería horrible y terrible, pero la acción gusta y maravilla,
cuando su fin es claro, reconocido e indudable». Es evidente que sólo hace falta que «el papa
ordene la supresión de la orden».
Plaisians podría haber acabado en este punto, pero remachó el clavo explicando sus
afirmaciones. ¿Por qué sería «horrible y terrible al principio»? Por cuatro razones: la primera,
porque los denunciantes eran gente miserable; el primero de todos, un hombre que nunca había
pisado una encomienda. La segunda razón, por la «inmensidad de las riquezas de la Orden,
que podían incitar a los envidiosos». La tercera, por el «carácter inhumano de los crímenes,
que los hacía poco creíbles». Finalmente, a causa de «los vínculos tan particulares que unían a
los dignatarios de la Orden con Felipe el Hermoso». Sigue la explicación: ¿Por qué la victoria
«gusta y maravilla»? En primer lugar porque Dios ha escogido para vencer a los «instrumentos
íntegros». También porque «por un milagro de Cristo, fue Clemente V quien fue elegido papa,
que se hallaba en tierras francesas»; se dice que los obispos, al oír esta afirmación iniciaron
ciertos rumores: ellos sabían bien que la elección de Clemente V no había sido un milagro,
sino que más bien había sido cosa del oro de Felipe... Otro punto: que el Maestre «desde el
primer interrogatorio confesó que la regla contenía herejías», así como «todos» los Templarios
habían confesado «todos» sus crímenes.
Parece que después de todas estas «pruebas», Guillermo de Plaisians ya habría podido
descender de la tarima desde donde había hablado seguro de que su elocuencia había
cautivado al auditorio. Pero aún no tenía bastante: hacía falta proceder a una enumeración
final, una especie de recapitulación de las principales acusaciones, por si alguien no había
estado atento.
1. Los Templarios tenían mala reputación desde tiempos inme moriales: «La gente siempre ha
murmurado que en sus reuniones secretas cometían actos ilícitos».
2. Los Templarios nunca habían revelado a «los obispos de la Iglesia romana los secretos de
su Orden».
3. Los Templarios celebraban sus asambleas y capítulos de no che, «que es costumbre de
heréticos».
4. Su actividad militar sólo nos ha acarreado desastres y por su culpa se ha perdido Tierra
Santa.
5. Desde que se han visto acusados han adoptado una actitud de culpabilidad: algunos han
huido, otros se han fugado de la cárcel.
6. En muchas «partes del mundo» los Templarios han fortificado sus castillos contra la Iglesia,
«han dilapidado sus bienes, incluso los cálices sagrados».
7. «Ninguno, o pocos de ellos, de los que habitan fuera del reino de Francia se ha justificado, a
pesar de que la orden de arresto les concierne a todos.»
Plaisians, finalmente -a Dios gracias- termina: «Se concluye necesariamente que los
hechos indicados son claros, notorios, indudables». Y se dirige al papa para recordarle su
deber: secundar al rey. Gobry añade, cáusticamente: «Dado que es el campeón de Dios y de la
Iglesia, el pontífice no es más que su subordinado, su principal y devoto servidor».
Valía la pena cansar, quizá, al lector con la reproducción -aligerada, recortada- del
discurso de Plaisians. Sobre este discurso todo el mundo tiene su opinión y, en general, los
historiadores fia bles son muy críticos con las argumentaciones del ministro real: los más
benévolos las consideran un tejido de medias verdades y de afirmaciones no comprobadas.
Muchas veces da la impresión de que cuanto más quiere remachar el clavo de la culpabilidad
de los Templarios, tanto menos convence. Una cuestión que se plantea hoy en día es por qué
razón ninguno de los asistentes abrió la boca para solicitar alguna aclaración, para pedir algún
tipo de precisión ante las muchas vaguedades expuestas. Por qué tampoco los dos cardenales
franceses presentes, testigos de la retractación del Maestre y del visitador, se levantaron para
decir algo. Se recuerda, por ejemplo, que muchos de los obispos desconocían todo el asunto
por el simple he cho de que no había encomiendas en sus diócesis; pero tampoco éstos pidieron
explicación alguna. En cambio, la asamblea tuvo que escuchar otras voces, naturalmente todas
condenatorias. La del arzobispo de Narbona, por ejemplo, que comparó a los Templarios con
los Medianitas, quienes «habían pervertido a Israel, pero nunca como la perversa herejía de los
Templarios». También intervinieron el arzobispo de Bourges, un miembro de la nobleza, un
ciudadano de París y uno de Tolosa: todos aportaron su opinión, siempre contraria a los
Templarios. Finalmente tomó la palabra el papa. Clemente V empezó indicando que siendo
obispo había conocido a pocos Templarios, pero que desde que era papa se había relacionado
con muchos de ellos y los consideraba «buenos hombres». Sin embargo, se habían vertido
unas acusaciones claras contra ellos que los hacían detestables. «Mis cardenales y yo actuamos
rápidamente pero sin precipitación: honestamente, como corresponde a la Iglesia de Dios. »
Ya sabía que el rey de Francia no «quiere apropiarse de los bienes de los Templarios» pero,
por si acaso, insistió en que éstos debían «ponerse a disposición de la Iglesia para emplearlos
en Tierra Santa». El cronista, catalán por cierto, Juan Borgoñón, delegado deJaimeII, explica
que cuando pronunció la frase anterior el papa se dirigió a Plaisians. Clemente, para terminar,
dijo que consideraba que se debía actuar rápidamente y concedió una indulgencia a los que
rezaran cinco padrenuestros y siete avemarías al día, para que «Dios nos conceda la gracia
suficiente para proceder en este asunto por el mejor camino, por el honor de Dios».
Pasan los días y da la impresión de que no se avanza mucho por el «mejor camino». Al
menos esto es lo que cree Plaisians, es decir, el rey. El 15 de junio tiene lugar otra reunión
entre Guillermo de Plaisians y Clemente V. El ministro real olvida los formalismos y va
directo al grano: «La lentitud del papa da la oportunidad de la victoria al enemigo. Esta
lentitud significa que el papa es fautor del crimen de los Templarios. La realidad del error de
los Templarios es evidente y la rápida ejecución de la justicia no puede ser retardada». Y
acaba con esta última presión: «En todo lo que hace referencia al asunto de los
Templarios,todos están llamados a la defensa de la fe». Claro: o se mueve él o ya nos
moveremos nosotros. Por otra parte, la forma desconsiderada de plantearle el asunto a
Clemente V nos da a entender que las cosas no están tan claras: hay una especie de recelo, de
parte del rey, sobre la posible actuación del papa. Clemente mantiene su posición: «Los
eclesiásticos no pueden ser juzgados por juristas, y este juicio no puede celebrarse sin una
reflexión me ditada previa». Plaisians le replica que los Templarios no merecen mejor trato que
los judíos o los sarracenos. El papa tampoco se muerde la lengua: «No tomaré ninguna
decisión hasta que las propiedades de la Orden sean puestas bajo mi control; así, si son ino-
centes se las podremos devolver y, si no, Nos les daremos el fin que la Iglesia crea más
conveniente». Parece que el papa y el rey sabían exactamente qué les interesaba realmente de
todo el asunto de los Templarios. Clemente dio por terminada la audiencia diciéndole que ya
le avisaría algún día... De momento, el papa era una barrera.
El rey abandonó Poitiers a finales de junio dejando a Guillermo de Plaisians para que
«velara por todo». El papa también decidió abandonar el palacio e hizo las maletas en secreto.
Pero el equipaje papal era demasiado voluminoso para pasar desapercibido al halcón que era
Plaisians, y éste hizo detener la caravana a las puertas dePoitiers.«Furioso y humillado» el
papa regresó al palacio. Éste fue el momento elegido por Plaisians para jugar otra carta: hizo
enviar a sesenta y dos-Barberdice que setenta y dos- Templarios al palacio para que los
interrogara el propio papa. Comparecieron los días 29 y 30 de junio y el 1 de julio y, según el
ministro real, «estaban ansiosos por atestigua r la corrupción de la Orden». Los interrogaron
Clemente V y cuatro cardenales. A pesar de que se trataba de una selección de Templarios
«escogidos por el inquisidor de la cárcel de Corbeil» no todos confesaron, pero una gran
mayoría explicó con todo detalle los ultrajes por los que habían pasado en el momento de su
ingreso en la orden. Debemos decir que entre los Templarios seleccionados había de todo:
caballeros, sacerdotes y sargentos. Muchos ya habían abandonado la orden; otros habían sido
expulsados. Con las deposiciones de Juan de Folliaco y Esteban deTroyesse podría elaborar el
guión de una película de misterio y terror. Troyes, al explicar que una noche es despertado
para ir a adorar un ídolo, revela una novedad: el ídolo no es más que la cabeza de Hugo de
Payns cubierta, eso sí, de piedras preciosas.
Hay un hecho que todo el mundo está de acuerdo en considerar inexplicable: en Chinon,
no muy lejos de Poitiers, se halla encarcelado el Maestre Jaime de Molay. Lo han traído desde
París. Éste, que tantas veces había querido prestar testimonio ante el papa, que con su
retractación había detenido el proceso inquisitorial, ¿por qué no es llamado? Misterios que
sólo el papa podría explicar... El 2 de julio Clemente convoca un consistorio y deja que los
caballeros hablen libremente: todos confirman lo que habían declarado previamente. Visto
para sentencia: Clemente, el 5 de julio, promulga la bula Subit assidue, en la que indica que
«algunos han confesado» y que para él ya es suficiente: restituye los poderes a los inquisidores
generales, pero pone dos condiciones: que la «Santa Sede escuche al Maestre, al visitador
general y a los comendadores de Francia, Chipre, Normandía, Aquitania y Provenza» y que el
proceso contra el Temple sea llevado por una comisión pontifical de cuyos miembros se
reserva la elección él mismo. Los demás Templarios serán juzgados individualmente por
comisiones diocesanas compuestas por dos canónigos, dos franciscanos, dos dominicos y... los
inquisidores que tengan el poder de asociarse a ellos. Esta última disposición representa para
los Templarios la pérdida de las ga rantías que tenían: hasta aquel momento sólo los podía
juzgar el papa. El rey, en París, empezaba a frotarse las manos.
De acuerdo con la primera condición, Clemente debería recibir y escuchar a los altos
dignatarios del Temple, pero parece que no le apetecía -nunca se encontró cara a cara con
Jaime de Molay- y envió a Chinon a los cardenales Berenguer Fredol, Esteban de Suisy, que
ya habían estado con el Maestre en elVieuxTemple, y Landulfo Brancaccio. Los acompañaban
unos invitados «especiales»: Nogaret y Plaisians. No sabemos cómo fue este encuentro, pues
no se elaboró ninguna acta que nos dé a conocer las declaraciones de los Templarios, pero sí
que conocemos el informe que más tarde los emisarios de la «Santa Sede» enviaron el 16 de
agosto, no al papa, sino al rey. Curioso.
Parecía que después de la decisión papal de dar vía libre a los procesos individuales de los
Templarios, después de establecer la composición de las comisiones de encuesta, todo estaba
va encarrilado. Clemente V, como hemos visto, se fue a Aviñón -hacía tres años que era papa
y aún no había visitado Roma-, mientras que Felipe el Hermoso se instaló en París, v todos se
pusieron a esperar que empezaran a actuar las comisiones. Pero las cosas avanzan a un ritmo
lento: pasa mucho tiempo antes de que se escojan los integrantes de cada comisión y después
aún hace falta establecer las ins trucciones que debe recibir cada una de ellas.
Todo esto hace que la máquina tarde mucho en ponerse en marcha. Por ejemplo, en París,
donde la presión real es más fuerte, el obispo de la diócesis, Guillermo de Baufet, no publica
las instrucciones hasta la primavera del 1309, unos ocho meses después de la orden papal. En
algunas diócesis francesas se ha ido más deprisa, pero la primera que empieza no lo hace hasta
enero del mis mo año. Mientras tanto, los dignatarios, los caballeros, los sargentos continúan
encarcelados, pudriéndose en las mazmorras de los diferentes castillos habilitados o en las
prisiones habituales, mezclados con bergantes de todas clases.
Los que, a pesar de todos los sufrimientos, mantienen su inocencianunca son considerados
sin culpa: son simples obstinados, los relapsos, que no quieren reconocer su culpabilidad. Les
son negados todos los sacramentos excepto el de la penitencia; el confesor, especialmente
preparado, ya intentará convencer al penitente... Y si después de haber sufrido tortura y
coacciones alguno de ellos sigue presentándose inocente y acaba muriendo, le será negada la
sepultura eclesiástica: será enterrado como un perro. En cuanto a los que confiesan desde el
principio sus errores, deben ir ratificando su confesión y su «abjuración de la herejía» diversas
veces: todas estas confesiones deben ser aprovechadas a fondo para elaborar un buen sumario.
El rey, pues, tenía más razón que un santo: la orden está corrompida y cuantos más testigos se
puedan aportar, tanto mejor. Sólo hace falta añadir un «pequeño» detalle: muchos de los incul-
pados ya habían sufrido un interrogatorioinquisitorial-con todo lo descrito- al producirse las
primeras detenciones, en octubre de 1307. Pero ahora se debía empezar de nuevo «por el bien
de la jus ticia», sin que importara mucho el hecho de que hacía cerca de dos años que estaban
encarcelados.
La orden papal, recordémoslo, no se aplica sólo en Francia, sino en todos los reinos donde
los Templarios se hallan establecidos. Ya veremos cómo se aplica en la Corona de Aragón. En
Inglaterra se actúa aún más tarde que en muchas diócesis francesas, en septiembre de 1309, ya
que «se esperaba la llegada de dos inquisidores continentales»: sorpresa, la Iglesia inglesa no
tenía inquisidores. Los Templarios, encarcelados en la Torre de Londres, lo niegan todo. Hace
falta torturarlos, dicen los expertos continentales, y el rey acaba permitiéndolo a finales de
diciembre. Pero pasan seis meses más y los inquisidores vuelven a quejarse ante el rey: ¡nadie
los quiere torturar! Se hace venir un torturador de oficio de las posesiones inglesas en el
continente y se empieza a aplicar la tortura. No será hasta el junio de 1311 cuando empezarán
las confesiones: de todo el grupo de Templarios encarcelados y torturados, sólo tres confe-
sarán...
Mientras tanto, Clemente V, bien instalado en Aviñón, escribe al rey el 6 de junio de 1309
preocupado, no por la suerte de los Templarios sino por la de sus bienes. Sugiere a Felipe que
una buena solución sería transfe rirlos a la orden del Hospital: «Éstos aún tienen casas en
Tierra Santa y así la finalidad del tesoro de los Templarios estaría asegurada; por otra parte, la
Santa Sede podría custodiarlo». Felipe no se da por enterado y el papa debe insistir con otra
carta el 27 de octubre, de la que tampoco recibe una respuesta directa. Pero el rey se inventa
una manera de hacer coincidir los deseos de Clemente V con sus propios intereses. La
operación es ingeniosa: se trata de proclamar rey de Jerusalén al hijo de Felipe. Es evidente
que después de esta proclamación -que debería contar con la bendición apostólica y de los
reinos cristianos- se tendrá que proceder a la ocupación de Tierra Santa: voilà, ¿qué hay mejor
que los bienes de los Templarios para llevar a cabo tan sensata aventura? Por esto mismo, pues
-lo dice y lo repite el rey desde hace ya muchos años-, el Temple debe ser suprimido. Esta
atrevida iniciativa no obtuvo apoyo alguno.
Paralelamente a las encuestas individuales se ha ido moviendo la llamada comisión de la
Santa Sede, que es la que debe juzgar a los altos dignatarios de la orden en lo que, de hecho, se
considera el juicio del Temple. Ya se ha creado la comisión: la preside el inefable Gil Aycelin,
arzobispo de Narbona y también, recordémoslo, consejero del rey. Forman parte de ella el
obispo de Bayeux, Guillermo de Trie; Guillermo Durand, obispo de Mende; Ronald de la
Porte, obispo de Limoges; Mateo de Naples, arcediano de Rouen; Juan de Montlaur, arcediano
de Magalona y, finalmente, Guillermo Agarne, funcionario real en Aix. La orden, con
vinculaciones en todo Occidente, será juzgada únicamente por personajes franceses. Clemente
V había dado órdenes estrictas: «Os reuniréis en París, procederéis a la encuesta sobre las
acusaciones indicadas en nuestra bula, nos enviaréis por escrito sellado el proceso verbal; si
los testigos citados no quieren comparecer, los castigaréis religiosamente y en caso necesario
los entregaréis al brazo secular».
La comisión se reúne por primera vez el 7 de agosto de 1309 en París, tal como lo había
pedido el papa y, probablemente, por vo luntad real. Se envían cartas a todas las diócesis y
ciudades importantes para que se publique la citación a los hermanos del Temple: se fijará en
las catedrales, monasterios, iglesias, escuelas y en todas las cárceles donde haya Templarios.
En la carta se dice que «los Templarios serán citados el primer día no festivo después de Santa
María de invierno», es decir, el miércoles 12 de noviembre. La citación dice también que los
defensores de la orden podrán tomar la palabra; aunque muy pronto deberá intervenir la propia
comisión: un funcionario real había hecho arrestar, encarcelar y torturar a unos Templarios
que habían querido presentarse como defensores. Ante la comisión se justificó aduciendo que
«obedecía órdenes reales». La comisión «reprendió con severidad» al funcionario y admitió a
los defensores.
Jaimede Molay era ya un anciano de sesenta y nueve años de edad. Hacía dos años que
estaba encarcelado, según todos los indicios, en las mismas condiciones que los demás
Templarios: encerrado en una mazmorra, ais lado, alimentado con pan y agua, entregado al frío
y la humedad de París, sin poder recibir los sacramentos ni a las amistades. Este hombre
hundido es el que se presenta ante la comisión que, en primer lugar, le pregunta si quiere
hablar de su defensa particular o de la de toda la orden. Su respuesta es la que se podía
esperar: hablará en defensa del Temple.
«La orden del Temple ha sido confirmada por la Santa Sede y de ella recibe los
privilegios... Yo no soy un hombre lo suficientemente sabio para defender a la orden; de todas
maneras estoy dispuesto a defenderla en la medida en que me sea posible. Si no lo hiciera, se-
ría vil y miserable... una orden de la que sólo he recibido ventajas y honores. Ciertamente, me
parece difícil presentar una defensa convincente, ya que soy prisionero del señor papa y del
señor rey, y no poseo ni cuatro monedas que destinar a esta defensa... Sólo tengo un
pensamiento: decir la verdad sobre todo lo que se ha imputado a la orden, pero pido ayuda y
consejo... me gustaría que me asistie ran las deposiciones y los testimonios de los reyes, de los
príncipes, de los prelados, de los condes, de los duques, de los barones y de otros hombres
honestos.»
Guillermo de Plaisians se hallaba presente sin haber sido invitado, esto es, ilegalmente;
incluso los comisarios no pudieron sino ha cérselo saber. Pero naturalmente Guillermo no les
hizo caso. Se dirigió al Maestre: «Yo aprecio aJaimede Molay, porque ambos somos
caballeros; por esto le pido que tenga el buen sentido de no comprometerse y no perderse».
Molay, que ya estaba harto, indignado, y a quien sólo faltaban estas palabras de Plaisians, pide
que se dé por finalizada la sesión aduciendo que necesita reflexionar y que «si les parece bien,
señores, denme unos días, quizá hasta el próximo viernes». No hubo ningún problema.
1. No sé yo que exista orden alguna cuyas capillas e iglesias posean unos ornamentos
litúrgicos, reliquias y objetos dedicados al culto divino tan bellos y admirables como los de los
Templarios, y donde los oficios sean mejor celebrados por los clérigos y los sacerdotes.
2. No tengo noticia de ninguna orden que dé tantas limosnas, ya que en todas nuestras
casas, después de la regla general, se da limosna a quienes la aceptan tres veces por semana.
Pero los comisarios parece que no lo hayan escuchado: «Todo esto es inútil para la
salvación del alma cuando falta el fundamento de la fe católica». Sin embargo, el manso de
Molay no se deja intimidar: «Decís verdad. Pero yo mismo, justamente, creo en Dios, en su
Trinidad y en los demás artículos de la fe católica. Yo confieso que hay un solo Dios, un solo
bautismo, una sola Iglesia y que, cuando el alma sea separada del cuerpo, se sabrá quiénes son
los buenos y quiénes los malos. Será entonces cuando todos conocerán la verdad sobre lo que
hoy parece ser para vosotros un interrogante».
Hay más sorpresas. Ahora quien se presenta es Guillermo de Nogaret, que sin pedir
permiso se dirige al Maestre y va directo al grano: «Todos sabemos que en tiempos de
Saladino, el Maestre que ha bía entonces rendía homenaje al sultán y que este mismo, después
de la derrota de los Templarios (!), había dicho que era a causa del vicio de sodomía». Se dice
que el Maestre se ruborizó en extremo: «Yo nunca he tenido noticia de semejante hecho. Por
otra parte, en aquella época en Tierra Santa la orden poseía muchos castillos y fortalezas en las
mismas fronteras con el sultán y debían ser guardadas con diplomacia a causa de la guerra que
vendría después». Nogaret se quedó sin palabras. El Maestre pidió entonces poder oír misa
acompañado de un sacerdote. Le prometieron que lo estudiarían. Y volvió a la cárcel. Aún lo
están estudiando ahora. Ante esta situación, la comisión decidió no volver a reunirse hasta el
día 6 de fe brero.
El día 14 del mismo mes, sábado, la comisión hizo comparecer en el obispado de París a
ochenta y nueve Templarios a quienes leyeron las acusaciones establecidas contra ellos. Pero
los más de quinientos que querían defender la orden también querían estar presentes. Entonces
se trasladan todos a los jardines del obispado. El acta consta «solamente» de 117 acusaciones:
son las mismas de siempre, ampliadas con detalles e introduciendo todos los elementos
negativos que hagan falta. Un estudio ponderado revela un conjunto de calumnias,
inverosimilitudes, contradicciones, alguna no vedad («orinaban sobre la cruz»), confusiones e
incluso falsedades notorias. Les es leída en latín, pero ahora tienen la amabilidad de repetirles
los 117 capítulos en francés. Los Templarios protestan: «Ya era suficiente con la primera
lectura, no podemos resistir escuchar en lengua vulgar este cúmulo de torpezas de una falsedad
insigne».
El pueblo de París, que sin haber sido invitado se había persona do en los alrededores de
los jardines, escucha las acusaciones y la defensa airada de los Templarios y se trastorna. El
cronista dice que todo esto «causó gran sensación en París». No solamente está alarmado el
pueblo, sino también mucha gente, empezando por los propios comisarios, que no se
esperaban esta reacción por parte de los Templarios: si se distraen, se les puede ir todo el
asunto al traste. Intentan canalizarlo, poner orden. La comisión considera que se debe ir a
llamar a un grupo elegido entre los que están encarcelados para llevar la defensa, pero no
hallan a nadie que quiera colaborar con ellos. Finalmente se rinden y aceptan que sean los
mismos Templarios quienes elijan a setenta y cinco representantes. Pero antes los Templarios
presentan una protesta que será dada a conocer a la comisión por cuatro hermanos, dos
sacerdotes y dos caballeros.
La protesta empieza explicando la situación «tan dura en que nos hallamos». Sin hábitos,
encarcelados, encadenados de la mane ra más vil, «nos falta de todo». A todos los que han
muerto les han sido negados los últimos sacramentos y han sido enterrados en tierra «impía».
Por todo esto, «no podemos escoger a nuestros representantes sin el consentimiento del
Maestre, a quien debemos obediencia». Por lo tanto, piden reunirse con el Maestre y sólo en el
caso de que él se niegue, elegirán ellos a los representantes. La respuesta de los comisarios es
que el Maestre y sus dignatarios no pueden defender la orden «en el estado en que se hallan».
Otra mentira: no era que el Maestre no pudiera defenderse, sino que lo quería hacer
únicamente ante el papa. Se trataba, simplemente, de desanimarlos. El arzobispo de Narbona y
el obispo de Bayeux, dos de los comisarios, vuelven a reunir a los Templarios en los jardines
del obispado. «Debéis saber que el concilio de Vienne está al caer y hace falta que os decidáis
rápidamente: organizaos, enviad a los representantes y nosotros haremos lo que haga falta.»
El día 3 de abril, ochenta Templarios prestan declaración ante la comisión asegurando que
quieren ejercer la defensa de la orden. También llevan una declaración escrita que será leída
por el delegado de los ochenta, Juan de Montreal. No aporta ninguna nove dad, aparte de
manifestar enérgicamente la inocencia de los Templarios detallando todos sus aspectos
positivos. Para finalizar, y después de aportar un dato interesante - «veinte mil hermanos mu-
rieron en Tierra Santa»-, proclaman, una ve z más, la inocencia de los Templarios. El mismo
día la comisión recibe una protesta de los Templarios encarcelados en una casa parisina.
«Hemos sufrido todo tipo de tormentos y torturas, estamos a pan y agua, y por todas estas
causas muchos hermanos han muerto. No habríamos aceptado todos estos sufrimientos si la
orden no fuera buena...» Los comisarios, que todo el mundo sabe que son buena gente, se
compadecen de ellos: atienden, en parte, sus razones... y les cobran por los alivios y ¡por estar
encarcelados! «Tres dineros por cabeza por la cama; dos sueldos y seis dineros por servicios
diversos; once sueldos por llevarlos ante la comisión; dieciocho dineros cada quince días por
hacerles la colada.» Dado que los representantes ven claramente que no hay interés alguno por
parte de la comisión para permitirles entrar en contacto con su Maestre, deciden pedir que se
interrumpa el proceso, aunque «se prepararán para la defensa de la Orden en el próximo
concilio». Pedro de Boloña, el portavoz, dice que sólo se ha actuado contra los Templarios en
el reino de Francia e insinúa, por lo tanto, que todo es un montaje del rey.
París es una diócesis sufragánea del arzobispado de Sens. La sede arzobispal está vacante y
entonces Felipe el Hermoso hace nombrar nuevo arzobispo a Felipe de Marigny, que se da la
coincidencia de que es hermano del ministro real, Enguerrant de Marigny. El nuevo arzobispo
será la llave real que abrirá la puerta a la solución. El domingo 10 de mayo los Templarios se
enteran de que Felipe de Marigny convoca un concilio provincial en París con una sola
finalidad: el juicio a los hombres del Temple. Pedro de Boloña manifiesta su protesta tan
pronto como tiene conocimiento del concilio. «Tenemos graves razones para creer que la
reunión conciliar se convoca para juzgar a los hermanos que se han propuesto defenderse,
contrariando las reglas del derecho. Apelamos al papa, a la Santa Sede, a los apóstoles...» Los
comisarios ya no saben qué ha cer: cada día que pasa la acusación va haciéndose trizas, pero
cada día reciben más presión del Nogaret de turno. Intentan salirse por la tangente: «Lo que se
tratará en el concilio no tiene ninguna relación con nuestro trabajo; ignoramos los temas que se
estudiarán en el concilio; nosotros no somos nadie para decirle al arzobispo de Senslo que
debe hacer... De todas maneras, los notarios consignarán vuestra protesta».
Dentro de la comisión parece como si no hubiera pasado nada: al día siguiente de la gran
hoguera se siguen recibiendo deposiciones. Pero el primer declarante se lo hace recordar.
Aimeric de Villers- le Duc se arrodilla ante los comisarios, pálido y
aterrorizado,pallidusetmultum exterritus,y dice que se ha enterado de que el día anterior
cincuenta de sus hermanos han muerto en la hoguera. «Yo aseguro que todo lo que se dice
sobre el Temple es mentira, pero ante el miedo de ser quemado, confesaré que todos los
errores atribuidos al Temple son verdad, y si me lo pedís también confesaré que he matado al
Señor.» La comisión, «vivamente impresionada», decide aplazar las sesiones. Pero por su
parte, el concilio deSens trabaja con precisión: el 16 de mayo mueren cuatro Templarios más
en la hoguera, uno de ellos el propio sacerdote del rey. Otras diócesis francesas no quieren ser
menos:Reimsel día 17 quema a nueve Templarios; enRouen«muchos caballeros» acaban en la
hoguera. Más tarde, el 18 de agosto, Marigny lleva a las puertas de San Antonio a cuatro
«relapsos» más. Cuando, el 19 de agosto, se reanudan las sesiones de la comisión, falta uno de
los cuatro delegados defensores, precisamente el portavoz, Pedro de Boloña. Los otros tres di-
cen estar «aterrorizados, sin saber qué hacer para la defensa de la orden sin Pedro; dad órdenes
para que sea buscado y pueda volver». Nunca más se tuvieron noticias de Pedro de Boloña.
Los comisarios volvieron a demorar el inicio de las sesiones.
Mientras los Templarios eran llevados a la hoguera, mientras la comisión que él mismo
había nombrado hacía agua por todas partes, Clemente V callaba. No importa que los concilios
deSens,deReims,deRouense hayan llevado a cabo sin el preceptivo permiso papal: el papa
calla. Lo tolera todo, lo acepta todo, parece no enterarse de lo que pasa «a nuestros hermanos
carísimos, los Templarios». Pero ha y un momento en que, si bien no dice nada, sí que decide
algo: el concilio deVienne,que se había promulgado para octubre, queda aplazado un año.
Cree que quizá dentro de un año ya habrán terminado el trabajo. Lo que queda de la comisión
se reúne el 3 de noviembre de 1310. Ya sólo quedan tres comisarios: el obispo de Mende y los
dos arcedianos. Por esto consideran que no pueden seguir adelante; mejor esperar dos semanas
más. El día 1 7 no son muchos más, sólo cinco, pero por lo menos ya hay quórum. Se hace
pasar a los delegados del Temple: de los cuatro ya sola mente quedan dos. Raymaud
dePruinesha sido degradado por el concilio deSens y, por lo tanto, no puede asistir. Tampoco
se sabe su paradero.
Los dos restantes «protestan, llenos de dolor: no asistiremo s más a las sesiones hasta que
no vengan nuestros otros dos compañeros». Los comisarios les dicen que lo lamentan mucho,
pero que lo primero es lo primero, y siguen con su trabajo, ahora quizá más tranquilos. En
primer lugar, porque ya no tendrán que oír protestas importunas; en segundo, porque con la
depuración de Felipe de Marigny, los Templarios que quedan por declarar les seguirán la co-
rriente y confesarán todo lo que ellos quieran. Quizá es el momento más doloroso para toda la
orden: las infidelidades se generalizan, muchas de las cuales resulta evidente que son
provocadas por la tortura. Como la de Juan de Pollencourt, que comparece el 8 de enero de
1311. Antes ya lo había confesado todo enAmiens;ahora se retracta ante la comisión , dice
«preferir su alma a su cuerpo» y declara que todo lo que dijo enAmienses mentira. Los
comisarios le aconsejan que se lo piense mejor y lo vuelven a llamar cuatro días más tarde.
«Señores, el sábado pasado mentí.» Ha reflexionado y ahora recuerda muy bien que ha
escupido, ha dado los tres besos, etc. Parece claro que «se le ha ayudado a reflexionar». Hay
otros Templarios que plantan cara y dicen que, si bien han confesado, «lo han hecho a causa
de las torturas».
Después de tomar declaración a los Templarios - más de doscientos- llaman a los testigos
religiosos, quienes «conocen muy bien» los errores de éstos. Notarios apostólicos, dominicos,
que han tenido alguna relación con el Temple, se regodean explicandohis
torias,compitiendo para ver quién resulta más escandaloso. Pero también con éstos se
llevan sorpresas: un dominico, Pedro de La Palaud, de Lyon, les dice que «después de asistir a
muchos interroga torios, tengo la convicción de creer más a los que niegan [las acusaciones]
que a los que confiesan». Sin embargo, ante el sobresalto de los comisarios, añade: «De todas
maneras, toda la culpa es de la Orden». Menos mal. Finalmente, el 11 de mayo hacen entrar a
los administradores «actuales» del Temple. Durante todo el tiempo que han estado al frente
delVieuxTemple se les ha encargado una misión adicional: hallar la cabeza del ídolo. Y
muestran su hallazgo: «Una cabeza grande y preciosa, de plata dorada, con cara de mujer, que
contiene el cráneo de otra cabeza envuelto en un lienzo blanco». Es todo lo que han
encontrado. Todo el mundo está de acuerdo en que se trata, simplemente, de un relicario.
Probablemente, en cada iglesia de los Templarios había uno semejante: no lo adoraban, lo
veneraban. El 26 de mayo de 1311 la comisión de encuesta da finalmente por terminados los
interrogatorios y envía sus conclusiones al papa. El 5 de junio se desarrolla una ceremonia
protocolaria en la abadía de Maubisson, en Pontoise, para entregar los acuerdos a quien de
verdad mandaba, Felipe el Hermoso.
Ya estaba todo a punto para celebrar el concilio deVienne.Era un concilio ecuménico que
se tenía que inaugurar el 1 de octubre de 1311 pero que se retrasó hasta el 16 del mismo mes.
Ya habían pasado cuatro años desde que Felipe había procedido por su cuenta al arresto de los
Templarios. Participaron en el concilio 300 obispos, además de los patriarcas de Antioquía y
de Alejandría, todos dentro de la catedral deVienne.En el discurso inaugural, Clemente V,
después de aludir al salmista -«El Concilio, como la reunión de los Justos, ¡grandes son las
obras de Dios! »- indica los tres puntos conciliares: la herejía de los Templarios, el socorro a
Tierra Santa y la reforma de costumbres para el restablecimiento de la disciplina. Sabemos que
uno de los temas propuestos, menores, se debió a Ramon Llull: «Que fuera construido un
lugar adecuado donde se reunieran hombres devotos y de gran capacidad intelectual para es-
tudiar diversos idiomas», tal como explica el propio Llull en laVida. La presencia de Llull en
el concilio está atestiguada, así como suinterésen unificar las acciones llevadas a cabo en
Tierra Santa reuniendo todas las órdenes en una sola. Sin embargo, todo el mundo era
consciente de que había un solo tema importante sobre la mesa: los Templarios. El obispo de
Mende, Guillermo Durand, uno de los comisarios y hombre del rey, fue escogido para
presentar el tema central. Se pregunta: «¿Son los Templarios culpables o no?». Y la respuesta
que se da él mismo es sorprendente: «Ésta no es cuestión del concilio. El simple hecho de que
unos cuantos Templarios hayan dado lugar a un escándalo ya constituye motivo suficiente para
suprimir la Orden. No vale la pena perder el tiempo en discusiones».
Pero el concilio no compartía esta opinión: precisamente se ha bían reunido para hablar
sobre ello. Clemente V, que naturalmente había dictado las palabras a Durand, intentó salir del
paso. Hizo que las conferencias nacionales se reunieran por separado y que dieran sus
respuestas. No tuvo éxito: los obispos ingleses, alemanes, escoceses, irlandeses y de la
Península Ibérica dijeron que antes de pronunciarse les hacía falta escuchar, en primer lugar, el
proceso verbal de la comisión y después a los defensores. Todos los obispos italianos excepto
uno, el patriarca de Aquilea, se adhirieron a esta moción, así como también, para la sorpresa
conciliar, todos los obispos franceses menos tres: el deReims,el deSeny el deRouen.Si recor-
damos un poco, sabremos por qué. Clemente V y los cardenales no se lo podían creer, pero se
sobrepusieron y nombraron una comisión encargada de elaborar extractos del proceso verbal.
Sin embargo tampoco en esto jugaron limpio, no sabían: los cuatro elegidos fueron el patriarca
de Aquilea y los obispos de Soissons, Mende y León. El primero había sido el único italiano
que había votado en contra de la totalidad de los obispos; el obispo de Mende había sido uno
de los comisarios; el de Soissons era sufragáneo del arzobispo deReims.Quizá el único de
buena fe era el obispo de Castilla y León. Por otra parte, en los alrededores deVienne había una
gran concentración de Templarios que aún estaban libres -entre mil quinientos y dos mil, cifra
que sorprende- y que enviaron a nueve delegados ante la asamblea. El papa consideró que esto
era excesivo e hizo encarcelar a los delegados.
Clemente quería mantener a Felipe el Hermoso apartado del concilio. Pero con los miles
de Templarios a la espera sintió miedo y el 11 de noviembre escribió al rey explicándole la
presencia de los caballeros: «Anunciamos estos acontecimientos a Vuestra Grandeza para que,
vigilando prudentemente, avise a quien corresponda sobre la guardia de nuestra persona». El
arresto de los nueve Templa rios también provocó desasosiego entre los padres conciliares:
«Los caballeros que libremente se han presentado, ¿no deberían ser puestos en libertad y
admitidos como defensores?». La respuesta fue unánime: todos opinaban que debían ser
escuchados, excepto los cuatro reaccionarios, el patriarca de Aquilea y los tres arzobispos
franceses. Clemente V halló una solución: declaró que se había concluido la primera sesión del
concilio y avanzó que la próxima tendría lugar en la primavera siguiente: dio la fecha del 3 de
abril de 1312. Todo el mundo comprendió que el papa pretendía ganar tiempo. Quería
disponer de tiempo para hacer redactar a los notarios una verdadera requisitoria que enviaría a
cada uno de los padres conciliares, estableciendo cuatro puntos clave contra los Templarios:
El rey, por su parte, también colabora. Convoca nuevamente Es tados Generales para el 10
de febrero de 1312 en Lyon, que aunque era una ciudad germánica la parte occidental del
Roina era tierra francesa. Lyon tenía el encanto añadido de que estaba muy cerca deVienney,
por lo tanto, si hacía falta podía ir a «socorrer» al papa. Sabemos que los Estados Generales se
celebraron finalmente el día 17 de febrero y que contaron con la presencia de dos buenos
chicos, Nogaret y Plaisians, además de Enguerrand de Marigny y toda la corte real: Felipe, su
hermano Carlos de Valois y los hijos del rey, junto con un contingente importante del ejército.
Se notaba la presencia de los cardenales franceses y, sin saber muy bien por qué, la del
patriarca de Aquilea, Arnaldo Novelli. El arzobispo de Sens, Marigny, actuaba de lanzadera
eficiente entre el rey y el papa. El resultado de la asamblea fue la aprobación de la política de
Felipe el Hermoso «especialmente en lo referente al asunto de los Templa rios». Con esta arma
trucada en la mano, el rey escribe a Clemente V el día 2 de marzo.
No le dice nada nuevo, pero remacha el clavo: «Vuestra Beatitud ya lo puede ver: las
encuestas demuestran tan grandes herejías cometidas por la milicia del Temple que sólo nos
queda un camino: la Orden debe ser abolida. Os lo suplicamos afectuosamente, devotamente y
humildemente: Vuestra Santidad debe abolir la Orden y crear otra nueva con los bienes de los
Templarios». Como siempre, la preocupación por el tesoro del Temple. Ahora, por lo menos,
elrey acepta uno de los puntos papales: la transferencia de los bie nes -de lo que queda de estos
bienes- a otra orden «nueva». Al papa esto ya le va bien, por fin lo ha podido convencer del
proble ma económico que le preocupaba, y ahora ya puede ir al grano. Convoca un consistorio
secreto el 22 de marzo, con la asistencia de los prelados «afines». La resolución que se adopta
es increíble, teniendo en cuenta que se había convocado un concilio ecuménico para tratar
sobre el asunto de los Templarios y que aún se tenía que abrir la segunda sesión: declara la
supresión de la Orden del Temple. Eso sí, no lo hace por la vía de la condena, sino «por
provisión apostólica».
El concilio abre la segunda sesión y se encuentra con la lectura por parte del papa de la
bulaVox in excelso, donde establece lo que se había decidido en el consistorio secreto: la
supresión del Temple. Insiste en que no es una sentencia definitiva, es sólo «per modum
provisionis», pero Dios nos libre de estas provisionalidades, porque la bula no permite duda
alguna: «Considerando la infamia, las sospechas, las insinuaciones clamorosas que se alzan
contra esta Orden... Nos suprimimos por un decreto irrebatible y válido a perpetuidad, no sin
dolor y amargura en nuestra alma, la orden de los Templarios, su instituto, su hábito y su
nombre... prohibiendo a todo el mundo que se haga pasar por Templario; a quien lo hiciere, le
caerá la sentencia de excomunión». Como era de suponer, la supresión se decreta con «la
aprobación del santo concilio». Conocemos al menos una voz discrepante: la del obispo de
Valencia, de quien hablaremos más adelante, al tratar los hechos paralelos en la Corona de
Aragón. Pero tampoco sabemos si hubo más: nunca se han podido encontrar las actas del
concilio deVienne.
El 2 de mayo Clemente V promulga otra bula, Ad providam, so bre los bienes del Temple.
Éstos son adjudicados a la orden rival, al Hospital, que ha sabido mantenerse a la sombra y no
ha defendido en ningún momento al Temple: obtiene ahora su premio. En Cataluña y Aragón,
Castilla y Portugal, los bienes de los Templarios pasan a disposición directa de la Santa Sede:
ya veremos más adelante cómo acabó esta decisión expresada en la bula.
Parece que el papa haya engañado al rey: éste quería una «nue va» orden que recibiera los
bienes de los Templarios y cuyo jefe, recordémoslo, sería su hijo, en calidad de rey de
Jerusalén. De esta manera todo habría quedado en casa. Muchos historiadores consideran que
después de gastar tantas energías contra la orden Felipe no obtuvo nada. El brillante biógrafo
real, Jean Favier, es de los que están convencidos de que el rey, después de tanto batallar, no
obtuvo beneficio alguno. Pero la mayoría, a los que Favier increpa diciéndoles que «no saben
interpretar los documentos», cree que Felipe ya había expoliado los bienes de los Templarios
mucho antes de su supresión: la confiscación de su tesoro; el control personal del numerario y
los objetos preciosos cogidos en el momento del arresto en más de doscientas encomiendas; la
liquidación, sin pagar nada, de las enormes deudas que tenía el rey con el Temple -se habla de
500.000 libras-; el haberse presentado comocreditorde unas sumas hipotéticas que el Temple
le debía y que finalmente hubieron de ser abonadas por los Hospitalarios, de muy mala gana,
evidentemente... Felipe sacó aún una tajada adicional: hizo pagar a los Hospitalarios, como
herederos del Temple, todos los gastos «acarreados por el encarcelamiento de los Templarios
y por el proceso». Una cifra en absoluto despreciable: 60.000 libras. ¿Quién tenía razón?
Alguien más se marchó deViennesatisfecho, Ramon Llull, que vio aprobado su propósito:
el canon 11 del concilio ordenaba la enseñanza del hebreo, el árabe y el caldeo (arameo o
siríaco) en París,Oxford,Boloña, Salamanca y en la corte papal a los estudiantes destinados a
ser misioneros. Llull, que según cree algún comentarista actual, comoPeter Partner,«había
asumido una postura pocofavorableal Temple» vio con buenos ojos el traspaso de los bienes
de esta Orden a la del Hospital. El pragmatismo Iuliano interpretó esta decisión como un
primer paso hacia la unificación de fuerzas en la lucha contra los «infieles». Globalmente, en
suDe locutione angelorum, escrito en Montpellier en el mismo mayo de1312, Llull se muestra
satisfecho del resultado del concilio. Quizá para acabar de entender su posición, que nosotros
nos atreveríamos a definir más bien como neutra respecto al problema de los Templarios,
debamos recordar las buenas relaciones que mantenía tanto con Felipe el Hermoso como
conJaimeII, de quienes, en parte, había recibido ayuda.
Poca cosa más quedaba por hacer; tan sólo una cuestión que enojaba sobremanera al papa
y que debía ser resuelta de una vez por todas, que ya no se podía demorar más. En su última
bula Clemente ya ha bía expresado que reservaba a la Santa Sede el juicio de los grandes
dignatarios de la Orden. Sólo hacía falta, pues, que el papa cumpliera lo que había
promulgado. Habría sido un final digno, tanto para el Maestre como para el papa. La cúpula
dirigente del Temple juzgada por su jefe canónico. Por otra parte, Clemente V sabía
perfectamente queJaimede Molay había enmudecido por una sola razón: quería presentar su
defensa delante de la única persona que, a su criterio -un criterio en absoluto insensato-, podía
y debería escucharlo. PeroJaimede Molay era aún un miembro de una orden de caballería
donde el honor era una divisa. Desgraciadamente, desde el otro bando la percepción del honor
era otra.
Clemente V, una vez más, hizo una finta y decidió evitar encontrarse cara a cara con el
Maestre de los Templarios; como ya hemos dicho, nunca durante los siete años de
encarcelamiento vio aJaimede Molay. El 22 de septiembre de 1313, «de acuerdo con el
espíritu de su bulaAd certitudinem praesentium, nombra una comisión de la Santa Sede». Él
no estará presente, pero entiende una vez más que tres cardenales pueden representar
perfectamente a la Santa Sede. Armando de Farges, su sobrino, «ligero, vanidoso e incapaz»;
ArnauNouveau-que algunos creen que es el nombre a la francesa de nuestro conocido Arnaldo
Novelli- y Nicolás de Freaville, antiguo confesor y actual consejero de Felipe el Hermoso,
fueron las tres personas elegidas. El papa se excusa de no poder asistir él personalmente: «No
podemos, a causa de los múltiples problemas que nos ocupan, dar aplicación personal al juicio
del Maestre y de los otros jefes de la Orden que nos habíamos reservado especialmente». Pero
considera que los dignísimos prelados que ha elegido lo harán igual_ mente de bien y les
encomienda esta triste misión: «Os encargamos que examinéis todos los procedimientos
llevados a cabo contra ellos y, sobre todo, las actas del encuentro que sostuvieron con ellos
otros tres cardenales, también por encargo nuestro, cuando tampoco tuvimos ocasión de estar
presentes». Se refiere a la entrevista de Chinon de ¡seis años atrás! Les da vara alta: «Os
otorgamos el poder de condenarlos o de absolverlos, de infligir una pena proporcionada a los
delitos de los acusados y también de hacerles pagar, con los bienes del Temple, lo que creáis
conveniente para su alimentación, su vestimenta y sus otras necesidades». Los hermanos
Hospitalarios debieron de echarse a temblar: ¡aún tendrían que pagar más!
Los tres cardena les juzgaron conveniente recibir el asesoramiento de otras personas y
eligieron a gente de «neutralidad absoluta» en aquel asunto: Felipe de Marigny en primer lugar
y otros obisposyjuristas de la misma triste inclinación. Todo el mundo está de acuerdo en que
los «asesores» fueron nombrados directamente por el rey, que no quería que existiera ninguna
rendija por donde se pudieran escapar los prohombres del Temple, ahora que lo tenía todo
ganado. Ante este tribunal, que con toda solemnidad se estableció en Notre-Dame de París,
comparecieronJaimede Molay, Maestre de los Templarios, Hugo de Pairaud, visitador de la
Orden en Francia, Jofre de Goneville, preceptor delPoitouyde Aquitania,y Jofre de Charnay,
preceptor de Normandía; el comendador de Chipre no había podido resistir los años de
encarcelamiento y había muerto en elVieuxTemple. A los otros tres los trajeron de diferentes
lugares -el Maestre estaba retenido en Gisors- donde estaban privados de libertad y de un
posible contacto personal: todo estaba perfectamente tramado. Era el 18 de marzo de 1314 y
todo el bajo pueblo de París inundaba los alrededores de la iglesia principal de la ciudad.
Había un gran interés en dar la máxima publicidad a la sesión. Entre los asistentes echamos en
falta a los que han hecho Posible que los Templarios lleguen a esta situación denigrante:
Guillermo de Nogaret había «entrado en la vía de toda carne», es decir, había muerto el 11 de
abril de 1313 y también Guillermo de Plaisians en noviembre del mismo año.
Los condenados y los jueces suben a un estrado montado sobre el atrio de Notre-Dame
mientras el pueblo se alborota esperando conocer la sentencia. Todo tiene el aire de un gran
espectáculo. Uno de los cardenales empieza recordando los «crímenes» de los acusados y lee
la sentencia: «Los cuatro Templarios son condenados únicamente a reclusión perpetua por
haber confesado ingenuamente sus faltas». Molay no se puede aguantar más y a pesar de los
gritos de los jueces, que quieren impedir que hable, se dirige al pue blo de una manera
solemne: «Es justo que, en un día tan terrible y en los últimos momentos de mi vida, descubra
toda la iniquidad de la gran mentira y haga triunfar la verdad. Declaro, ante el cielo y la tierra,
y confieso, aunque sea para mi vergüenza eterna, que he cometido el mayor de los crímenes,
pero que me parecía lo más conveniente para despejar la oscura niebla que rodea a nuestra
Orden: yo certifico, y la verdad me obliga a certificar, que la Orden es inocente. Si hice una
declaración contraria, fue para detener los dolores excesivos de la tortura y para enternecer a
quienes me la hacían sufrir. Conozco los suplicios que han infligido a todos los caballeros que
han tenido el coraje de revocar una confesión semejante; pero el terrible espectáculo que se me
presenta no es suficientemente capaz para confirmar mi primera mentira con una segunda:
bajo una condición tan infamante, renuncio, de todo corazón, a la vida». Unos mercaderes
extranjeros que estaban presentes dicen que «al oír aquellas palabras un sargento puso
toscamente la palma de su mano sobre la boca del Maestre y le impidió continuar».
Esta declaración de inocencia, que fue seguida inmediatamente por la que hizo, en los
mismos términos, Jofre de Charnay, causó un gran impacto en todo el tribunal: nadie se
esperaba de aquel hombre de setenta y cuatro años un valor semejante. Entre el pueblo
presente corrió un sentimiento emocionado de simpatía hacia los dos dignatarios. El rey, al
enterarse, atacó lleno de ira a los jueces y a los sargentos por su falta de previsión. Se debía
cortar de raíz cualquier manifestación más, antes y ahora, que pudiera surgir de las vo ces
sinceras de los Templarios. El tribunal, confuso, sin saber qué debía hacer, encarceló de nuevo
a los acusados en una capilla cercana al atrio, esperando que el pueblo se dispersara. Dejemos
que sea Guillermo de Nangis, un monje cronista, quien lo explique: «Los cardenales
deliberaron y decidieron entregar los prisioneros a un funcionario real que estuvo presente en
el acto todo el rato, para que los devolviera a la cárcel y así poder ellos seguir deliberando so-
bre lo que se debía hacer, pero de pronto llegaron nuevas reales...», Felipe el Hermoso sí que
sabía lo que se debía hacer: aquella misma tarde decidió que fueran quemados por relapsos.
Detengámonos un momento en este punto. Los altos dignatarios templarios no «podían»
ser juzgados por un tribunal secular eclesiástico cualquiera. Ni el propio concilio ecuménico
habíapodidoevaluar la actuación del Maestre y de sus prohombres detenidos. Era una cuestión
de tanta importancia dentro de la Iglesia que se había tratado en una bula papal donde se había
establecido que sólo la Santa Sede podría juzgarlos y, dado el caso, condenarlos. La decisión
de Felipe W de Francia pasó por encima de todas estas consideraciones, haciendo trizas la
voluntad de la Iglesia, e impuso su propia voluntad. Si quedaba alguna duda sobre quién era el
que llevaba las riendas en todo el asunto de los Templarios, la condena a muerte dictada por el
rey, sólo por él, acaba disipándola.
Felipe, ahora, dirige el gran final. Da órdenes para que seaninstaladas dos hogueras en la
llamada isla de los Juncos o de los Judíos; actualmente desaparecida, pero que podemos situar
cerca delPont Neuf,más o menos donde hoy se halla la estatua ecuestre de Enrique W. Los
sargentos del rey hacen subir a una barca a los dos caballeros para llevarlos casi
clandestinamente a la isla del Sena. El Maestre se desnuda por sí mismo y soporta
pacientemente las brutalidades de los sargentos. Cuando lo quieren atar a la estaca, les pide
humildemente que le dejen unir las manos para morir rogando a Dios por última vez. Sus
últimas palabras fueron para pedir a sus verdugos que lo pusieran de cara a Notre-Dame. Su
compañero Jofre pidió lo mismo.
A la hora de vísperas de aquel 18 de marzo de 1314, y en presencia del rey, que se quería
asegurar de que no habría más sorpresas, Jaime de Molay y Jofre de Charnay fueron
devorados por las llamas. «Siempre clamando, hasta el último suspiro, su inocencia y la de la
Orden, mostraron una energía y una resignación dignas de su rango y de su virtud», tal como
explica un cronista de la época. Este mismo cronista indica que «las hogueras aún no se habían
apagado del todo cuando la gente se abalanzó sobre ellas para llevarse las cenizas». Muy
pronto versos anónimos manifestarían el sentimiento popular por toda Francia:
Pero, mientras tanto, Felipe el Hermoso se volvía hacia sus acompañantes y les decía con
fastidio: «Sólo me faltaba esto: ¡ahora los harán mártires!». Godofredo de París, poeta y
cronista, estaba presente entre la masa que seguía el espectáculo. Había sido uno de los que
hasta entonces creían que el Temple era culpable, pero ante la valiente actuación del Maestre y
ante la terrible condena al fuego, no pudo menos que considerar si no se habría equivocado, y
con él, muchos franceses. La muerte del Maestre le inspiró estos versos:
Mártires, y con una serie de leyendas que muy pronto empeza ron a explicarse al lado del
fuego. El papa Clemente V cayó gravemente enfermo en Montils, cerca de Carpentras; su
médico le recetó esmeraldas reducidas a polvo, «remedio mortal que muy pronto acabaría con
él». Quería llegar a Burdeos, pero pocos días después murió en las primeras horas del alba del
sábado 20 de abril en Roquemaure-sur-Rhône. Por su parte, Felipe el Hermoso entregaba
piadosamente su alma al Señor después de un accidente de caza, el día 29 de noviembre del
mismo año enFontainebleau.Se dijo queJaimede Molay los había llamado a los dos para que se
presentaran con él ante el tribunal divino antes de que finalizara el año. Giovanni Villani,
cronista, no duda en relacionar la muerte del Maestre con los acontecimientos reales que la
siguieron: «Y el rey de Francia y sus hijos tuvieron, desde entonces, mucho deshonor y
adversidades... y anotamos que la noche siguiente al martirio del susodicho Maestre y de su
compañero, sus cenizas y huesos fueron recogidos como reliquias sagradas por los hermanos y
por otras personas religiosas, y transportadas a los Santos Lugares...». El curso de la historiaes
marcado por los mismos acontecimientos, los que acertada o desacertadamente han hecho
posibles, simplemente, unos hombres. Pero no resulta extraño que en plena Edad Media la
gente empezara a ver la acción de una mano sobrenatural en el destino funesto que tuvieron
los hombres que dirigieron la desaparición de los Templarios: no había pasado un año cuando
Ermengard de Marigny, el canciller real durante el reinado de Felipe el Hermoso, mo ría
ahorcado... Muchas veces, en las conversaciones que a lo largo del siglo XIV mantenía la
gente sencilla en las plazas y bajo los porches relativas a las hambrunas y la peste que estaban
asolando las principales ciudades europeas, su pensamiento volaba y consideraban que todo
era debido a una especie de culpa que debían pagar por el mal trato que habían dispensado a
los buenos caballeros de la capa blanca...
Pero ni en silencio ni a escondidas lo proclamó el poeta. Dante Alighieri, que había vivido
en París, en 1307, el arresto y el encarcelamiento de los Templarios, tuvo palabras benignas
para los caballeros y los situó en el Paraíso de su Divina Comedia:
Como al que quiere hablar y no halla acento me llevó Beatriz y dijo: Ojea de estolas
blancas este gran convento.
Mas Dios no ha de sufrirlo largamente en tal oficio, pues será arrojado a do está Simón
Mago por prudente.
Recibí carta vuestra [de Jaime II] en la que me mandabais que encadenara a los frailes
del Temple, cosa que hice [...]; los frailes, Señor, están a buen recaudo. Pero hace pocos días,
Señor, se le hincharon las piernas al Maestre del Temple, por lo que mandé llamar a los
médicos, quienes finalmente me dijeron que si no le quitaba las cadenas ellos no podían hacer
nada. Por esto, Señor, el susodicho Maestre me ha pedido y rogado que le quitara las
cadenas, para que los médicos pudieran sanarlo. Pero yo, Señor, teniendo en cuenta lo que
me habíais ordenado tan expresamente, no he querido tomar determinación alguna sin
vuestra licencia.
Los dos niños, junto con sus padres, pasaban largas temporadas en Huesca, su lugar de
residencia preferido. En Huesca Jaime, cuando contaba trece años, se enteró de un hecho
sorprendente: su matrimonio con la hija del conde deFoix, Constanza. También es
sorprendente la decisión de Jaime: contradicimus quantum potuimus, es decir, que de su parte,
de lo dicho, nada de nada. La osadía del adolescente llegó a sus últimas consecuencias: la boda
nunca tuvo lugar. A los dieciséis años lo hallamos en Palermo, con su madre, ejerciendo de
lugarteniente local y proclamado por su padre futuro rey de Sicilia... a su muerte. Sus dos años
de gobierno en Sicilia, con la ayuda deRogerde Lauria, fueron años de combates y victorias.
En 1285, en Vilafranca del Penedès, tiene lugar un hecho importante: muere a causa de unas
fiebres Pedro el Grande, el día 10 de noviembre, a los cuarenta y cinco años.Jaimefue
coronado en Palermo el 2 de febrero de 1 286, con total independencia de su hermano
Alfonso, el Franco, que sería rey de la Corona de Aragón. Jaime gobernó también con acierto
el reino de Sicilia hasta el año 1291, cuando la muerte prematura de su hermano el 18 de junio
en Barcelona a causa de un tumor maligno lo obligó a regresar a la Península Ibérica para ser
el nuevo rey de la Corona de Aragón, a los veinticuatro años de edad.
Jaime, ahora ya JaimeII, llegó a Barcelona el 13 de agosto de 1291 «y habiendo llegado a
tierra, no hace falta decir las fiestas que el organizaron», dice Muntaner. Debía visitar los
diferentes reinos: Zaragoza, donde fue coronado, y Valencia. Reunido en Monteagudo con
Sancho de Castilla «se gobernó como mozo», dice Zurita: corno un novato. Sobre todo al
aceptar en matrimonio a la hija del rey, Isabel, de ocho años de edad. Lo hablaron el 29 de
noviembre de 1291 ¡y el primero de diciembre ya se casaban en Soria! Pero los vínculos
matrimoniales establecidos por intereses políticos suelen durar lo mismo que los acuerdos: en
este caso, la paz con Castilla se enturbió y, dicho y hecho: nuestro conocido Bonifacio VIII
prepara lo que se ha llamado «la paz de Anagni» por la que franceses ycatalanesvuelven a ser
amigos. Resultado: el propio papa invalida el matrimonio con Isabel de Castilla y prepara la
nueva unión con la hija del hasta entonces enemigo, Carlos de Nápoles. Tampoco se puede
decir que la nueva prometida, Blanca de Anjou, sea mayor: tiene doce años. El 25 de
octubreJaimey Blanca contraen matrimonio en la iglesia de Vilabertran y celebran una gran
fiesta. Muntaner, encantador, dice: «nunca hubo marido y mujer que se amaran tanto». El
tiempo le dio la razón: Blanca tuvo diez hijos, cinco varones y cinco hembras.
A cambio del matrimonio y de la paz de Anagni, el reino de Sicilia debía pasar a manos
del papa. Pero no se tuvo en cuenta a los sicilianos: éstos querían un rey aragonés, así que el
hermano de Jaime, Federico, que ya ejercía de lugarteniente, fue coronado rey de Sicilia en
marzo de 1296.Jaimese halló en un dilema: debía ser fiel a su palabra, pero por otra parte le
convenía que su hermano estuviera al frente del reino de Sicilia. El papa lo llamó a Roma en12
97 y le dio en feudo Córcega y Cerdeña: ahora ya no podía pretender ignorar las cosas. El
conflicto entre los dos hermanos estalló al fin y después de combatir encarnizadamente
durante 1298 y 1299, Jaime, aunque halló la victoria en Cabo Orlando, abandonó la guerra,
que ahora pasaría a desarrollarse entre los franceses - los angevinos- y Federico. Finalmente, en
1302 se consiguió firmar la paz en Caltabellota y Federico se mantuvo como rey de Sicilia.
Mientras tanto Jaime había empezado la guerra contra los castellanos, cuya victoria le
permitió extender el reino de Valencia por el sur hasta el término de Orihuela. El tratado lo
firmaron representantes de los dos reinos en Elche en 1305. Después de resolver
perfectamente estos asuntos domésticos hispánicos y con una situa ción tranquila en Sicilia,
Jaimese dedicó a gobernar tranquilamente su reino, Sabía que en aquellos tiempos la
Compañía catalana, los almogávares capitaneados porRogerde Flor, combatían por Grecia y
Constantinopla cosechando éxitos espectaculares. Pero esto no era de su incumbencia; pronto
tendría motivos, dentro de las raíces de sus reinos, que le harían dedicar toda su atención: el
arresto de los Templarios en Francia y las consecuencias que de ello se derivarían para la
Corona de Aragón.
En primer lugar debemos recordar un hecho anterior: la entrevista que Jaime mantuvo con
Esquius de Floryan en 1303 en Lérida. El rey se lo sacó de encima, pero esto no significa que
se olvidara del asunto. Y por si no se acordaba suficientemente, el propio Esquius se lo
mencionaba en una carta fechada más tarde, en 1308, en la que le decía que él era «el hombre
que había explicado los hechos de los Templarios al rey de Francia y vos sabéis, señor mío,
que fuisteis el primer príncipe de todo el mundo a quien se lo expliqué todo, en Lérida, en
presencia del hermano Martín Detecha, vuestro confesor». La carta no es sólo un ejemplo de
autocomplacencia, sino que tiene un final interesante: «Señor mío, recordad que me
prometisteis, si lo que yo afirmaba era verdad, 1.000 libras de renta y 3.000 más de sus bienes
[de los Templarios] ... Y puesto que los he chos aún no se han verificado, me permito
recordároslo...».
Pero volvamos a la noticia «oficial». Felipe el Hermoso envía una carta aJaimeII el 16 de
octubre dándole a conocer el arresto de los Templarios por las claras acusaciones que pesaban
sobre ellos -no menciona a Esquius- y pidiéndole que haga lo mismo en su reino. Se refiere
claramente a un asunto que quizá le pueda interesar: también ha decidido confiscar los bienes
de los Templa rios... Pocos días después, el 25 de octubre, Felipe, exultante, le envía otra carta:
las acusaciones se han demostrado reales, los Templarios confiesan abundantemente, vos
mismo.
Sansi Travé nos dice que Jaimetambién está informado de los hechos que suceden en París
a través de Romeu de Bruguera, un teólogo dominico catalán. Bruguera le explica
detalladamente las confesiones de Molay. Y aún recibe una tercera carta explicativa de los
hechos: ésta le llega de Génova y la ha escrito Cristián Spinola el 2 de noviembre. Relata los
hechos ya conocidos porJaimey añade: «creo que el papa y el rey hacen todo esto porque
quieren el dinero del Temple...». Otros que también estaban al corriente de los he chos que
sucedían en Francia eran los Templarios de Cataluña y Aragón. En principio reaccionaron con
miedo: lo que pasaba en Francia podía extenderse hacia la Corona de Aragón. Por esto el
Maestre provincial, Ximén de Lenda, mantuvo una entrevista conJaimeII en Monterreal, cerca
de Daroca, el mismo 5 de noviembre. El rey no consiguió tranquilizarlo totalmente: «Y el
señor Rey nos respondió que nuestros padecimientos lo preocupaban mucho y que albergaba
dos dudas: primeramente, no creía que lo que se decía... se refiriera a nosotros, y no creía en
absoluto que aquello pudiera ser verdad; su otra duda se refería al rey de Francia, que tan buen
consejo tenía o debía tener, que procediera contra el Temple sin razón». El extracto forma
parte de una carta dirigida por el Maestre provincial al comendador de Peñíscola, Pedro de
Santjust. También le explica que alguien había dicho al rey que «nosotros guarnecíamos
nuestros castillos», y si bien responde aJaimeII que no haga caso de ello, en cambio ruega al
de Peñíscola que «guarde todos los castillos». El Maestre provincial no las tenía todas consigo.
Unos cuantos días más tarde la alarma templaria se hace evidente. Una carta del castellano
de Monzón al mismo comendador de Peñíscola, el día 11 de noviembre, ya anuncia una
posible acción real:«JaimeII se va a Valencia, pero se entiende que se propone asediar
Peñíscola». Otros se dedican a los asuntos prácticos: la realización de los bienes y la
ocultación del dinero. En la carta que recibe
el comendador de Mallorca, Arnau de Castellví, se ve claramente: «Vos fazo saber que los
comanadors deAragonvendenetpensen de vender todas cosas, de que ello s
puedanhaverdineros... vendeseis algunas cosas de vostra bayliaetque fiessets dinerosetque los
mandasseis a algun de vostros amigos... entendo que la orden del Temple se desface».
Ximén de Lenda, a pesar de los avisos que le llovían de todas partes sobre el peligro que
corrían los Templarios (como este que le llega de Miravet: «Señor, creemos que corréis gran
peligro, vos y todos los frailes que estén en la corte»), cree en las promesas del rey y se va con
él a Valencia. Pero todos sus consejeros tenían razón: el día 1 de diciembre de 1307JaimeII
ordena que todos los Templarios de su reino sean detenidos y que se les confisquen los bienes.
La actuación del monarca ha sido tildada de engañosa.Sans i Travé dice al respecto:«JaimeII
trató al Maestre provincial con un enga ño y una astucia indignos del calificativo de Justo con
que lo ha bautizado la historia». El rey copia incluso el sistema francés de apoyarse en la
Inquisición: ésta convoca en Valencia a los Templarios para interrogarlos, pidiendo la ayud a
secular para practicar las detencio nes. De esta manera, parece que sean los inquisidores
quienestemenpor «la salud religiosa del país» y que el rey no haga sino colaborar con la
Iglesia. Para dar ejemplo y para que todo el mundo se diera cuenta de la seriedad de la
voluntad del rey, éste hizo encarcelar al Maestre provincial, el pobre Ximén de Lenda, que lo
había seguido dócilmente a Valencia convencido de la veracidad de sus promesas...
Un día más tarde envía cartas con las mismas indicaciones al reino de Aragón. Como en el
caso anterior, además de las cartas a los funcionarios reales hace llegar notificaciones a los
lugares donde hay establecimientos de los Templarios aragoneses para que se les niegue la
ayuda, así como a las poblaciones de dos encomiendas del Principado: Horta y Ascó. La
celeridad con que fueron cumplidas las órdenes nos indica también que ya se había preparado
algo desde hacía tiempo: Burriana, Xivert y Peñíscola en Valencia; Alfambra y Huesca en
Aragón; Horta en Cataluña, ya habían caído en manos de las fuerzas reales «siguiendo órdenes
del inquisidor» a mediados de diciembre. A finales del mismo mes en Aragón sólo quedaban
en poder de los Templarios Monzón, Chalamera, Cantavieja, Castellote y Villel; las otras
encomiendas, los otros castillos habían sido en su mayor parte abandonados por sus dueños...
Desde Miravet fue enviada una carta al rey tan pronto se tuvo noticia de su acción. La
escribió, el 8 de diciembre, el lugarteniente del Maestre de Cataluña y Aragón, Ramón
Saguàrdia, que también era comendador de Masdéu y, en aquellos momentos, estando el
Maestre encarcelado, el máximo dirigente de la orden: «Tengo entendido que habéis hecho
prender a nuestro Maestre y a otros frailes... hecho que nos ha sorprendido sobremanera a nos
y a los demás hermanos... nadie ha hecho nada contra Vos, Señor, ni contra persona alguna, y
así, sin culpa... ¿quién puede quejarse o exclamarse contra nosotros?... este proceso que ha
llevado a cabo el señor rey de Francia contra los frailes del Temple, queráis Vos, Señor... que
nosotros no somos de la misma condición que aqué llos». ¿Cuál es la diferencia que Ramón
Saguàrdia tiene interés en señalar? Muy sencillo: «Porque nosotros somos todos de esta tierra,
mientras que aquéllos proceden de naciones diversas y hablan va rias lenguas, y de tierras que
han conquistado y subyugado... y nuestros frailes derramaron su sangre y murieron
combatiendo contra los enemigos de la fe al lado de vuestros predecesores...». Los Templarios
de la Corona son todos hijos del país, todos hablan el mismo idioma y han derramado su
sangre por el reino. ¡Lástima que el «Señor» no estuviera a la altura de sus súbditos!
JaimeII era un hombre que intentaba preverlo todo. Así, a fina les de diciembre envía una
carta, ¡otra!, a Clemente V donde le expone su opinión sobre el modo de llevar a cabo el
desmantelamiento del Temple en sus reinos. Sugiere que los bienes de los Templarios de las
iglesias de Vayllobar, Ontiñena, Pomar y Alcolea pueden ir a parar al monasterio de Sixena,
fundado por sus antecesores. Se trata de una muestra pequeña de los bienes de la orden,
peroJaimehace esta sugerencia únicamente para saber qué opina el santo padre; después, si
Clemente V lo aprobaba, la pequeña muestra se podía ampliar. Notemos que Sixena era un
monasterio de monjas hospitalarias. No, no andaba muy equivocado el rey...
La iglesia de la Corona no dio un visto bueno global a la acción emprendida por el rey. Ni
tan sólo en la reunión de prelados que se celebró en Valencia el día 6 de enero de1308, en una
atmósfera cortesana y con presiones de la Inquisición, pudo Jaime II convencer a los asistentes
para que aprobaran su grave decisión. Se encontró con lo que ya se temía: no contaba con
ninguna orden expresa de Clemente V y por lo tanto, sin su permiso, los obispos de Zaragoza,
Valencia, Tarragona, Huesca, Segorbe, Lérida, Barcelona, Vic, Gerona, Tortosa y Urgel
negaban con la cabeza: no, la persecución de los Templarios no los acababa de convencer. El
rey y los prelados comprendieron que en aquella reunión no se podría decidir na da -
probablemente una decisión sensata habría sido la de interrumpir el procedimiento- y se
inclinaron por la convocatoria de un concilio provincial que debería tener lugar en Tarragona
lo más pronto posible.
De acuerdo conSans i Travé, el rey trabajó intensamente durante aquellos días para
convencer a los eclesiásticos de que sus actos estaban justificados. Escribió al monasterio de
Santes Creus, al convento de Valldigna, al priorato de Scala Dei. Tenemos constancia de la
respuesta del abad de Santes Creus, quien expresaba «la gran perplejidad y conturbación» que
se había adueñado del capítulo de sus monjes y decía que lo único que podían hacer era rezar
para que Dios iluminara al monarca. En resumen: muy amable mente indicaba al rey que se
había equivocado.
Fue en aquellos momentos cuando llegó, como caída del cielo, la carta de Clemente V con
el permiso, la bula y todos los salvoconductos que esperaba Jaime II. Con la documentación
ante sus ojos, los padres conciliares entonaron al unísono un amén y dieron luz verde al
procedimiento real. Jaime II se puso en seguida a trabajar con ahínco para llevar a sus últimas
consecuencias la decisión que había tomado a principios de diciembre. Envió ultimatos a
Ramón de Saguàrdia, jefe del castillo de Miravet, y a Berenguer de Sant Marçal, jefe del de
Ascó, para que entregaran los castillos y ordenó al veguer de Tortosa, Bernardo de
Cespujades, que llevara a cabo su ocupación. Éste mostró la documentación real a los
caballeros de Ascó y Miravet, quienes le dijeron que, de momento, no estaban dispuestos a
entregarse. Al mismo tiempo, Ramón de Saguàrdia envió una carta a Jaime II: «Señor,
tenemos entendido que se os ha informado de que nos habíamos dicho cosas por las que Vos,
Señor, estabais disgustado con nos. Y mucho nos sorprende que Vos, Señor, podáis pensar en
vuestro corazón que nos hayamos hecho... algo contra vuestra persona... Pero corresponde a
nos responder... contra estos malvados crímenes que se nos imputan injustamente, con gran
injuria y gran pecado... yo me quejo del mal común que acompaña a todos aquellos que
compartimos la fe católica, pero no del mal ni de los pesares que ni yo ni los otros frailes del
Temple apoyaremos».
El rey dio la callada por respuesta y ordenó expugnar los castillos. Acostumbrados a cifrar
en centenares, y a veces en miles, los contingentes que defendían las fortalezas templarias en
Tierra Santa, nos sorprende un poco el número de las fuerzas que sufrieron asedio en los
castillos de Miravet y Ascó: en el primero había cuarenta hombres de armas y los hermanos;
en Ascó no pasaban de la veintena. En Miravet se habían refugiado algunos dignatarios.
Que la voluntad de los Templarios asediados en los dos castillos era la de resistir lo
demuestran dos hechos. En primer lugar, la mediación de Arnau de Marçal ante su hermano
Berenguer, en Ascó, para que se entregara: el rey lo aceptaría, pero debería presentarse ante la
corte. Berenguer, a pesar de los ruegos de su hermano, se negó a ello. En segundo lugar, el
permiso que Ramón de Saguàrdia pidió al alcalde de Tortosa para que los laicos y los
muchachos que se estaban preparando para ser armados caballeros en Miravet pudieran salir
libremente si así lo deseaban. La petición fue concedida, siempre que «no se llevaran consigo
ni dinero, ni otros objetos, ni cartas, y sobre todo, que no se infiltrara algún fraile entre ellos»,
como diceSans i Travé. Esta petición comportaba un evidente deseo de resistir.
Durante los meses de marzo, abril y mayo, ante la irritación creciente que le provocaba la
falta de eficacia de las tropas de Tortosa, que eran incapaces de apoderarse de los reductos de
los Templa rios, el rey envió a Miravet a diversos negociadores para que plantearan la
rendición del castillo. Ramón de Saguàrdia mantenía una relación franca con uno de ellos,
Bernat de Cespujades, a quien ha bía tratado en sus viajes como lugarteniente del Maestre
provincial; por esto lo eligió para explicarle por qué los Templarios no se entregaban al rey y
pedirle que un mensajero real y uno de confianza de la orden fueran a visitar al papa. Si las
noticias con que volvían eran condenatorias, se entregarían, pero antes debían estar seguros.
Cespujades informó al rey de ello. Sin embargo, Ramón no se había quedado totalmente
tranquilo y envió otra carta aJaimeII: «Si Vos, Señor, queréis obtener por la fuerza nuestras
personas [y] los castillos en que nos hallamos, habrá pérdidas humanas y de bie nes; y esto no
se acuerda con los mandamientos del Papa... Y estad seguro, Señor, que preferimos morir con
corona de martirio que vivir siempre con deshonor... pues si morimos por esta razón, defen-
diendo nuestras vidas moriremos sin culpa
Uno de los últimos mensajeros reales fue Pedro de Queralt, que también recibió, a
primeros de mayo, una especie de resolución elaborada por diversos dignatarios que se
encontraban en Miravet. En primer lugar decían que «estarán a las órdenes del señor Papa...
que si ordena que la Orden sea disuelta o que se pasen a otra orden...», para acto seguido
afirmar que no estaban dispuestos a aceptar que el papa «ordenara o condenara por herejía,
que esto no lo consentirían por nada del mundo... sino que defendiéndose de esta acusación
morirían todos en sus castillos». Esta resolución también fue presentada ante el rey y tampoco
obtuvo respuesta: aJaimeII sólo le interesaba la rendición. Mientras los negociadores reales
iban y venían de Miravet, el monarca mantenía abierta una línea de contacto con Francia, con
las cancillerías real y papal, para intentar obtener las famosas copias de los procesos que se
habían desarrollado allá. Pero no conseguía nada: todo era aún materia reservada. Al menos
recibió desde Marsella la opinión de su consejero Arnau de Vilanova, el famoso médico, quien
le manifestó que la orden «era culpable de los crímenes que se le imputaban». Como mínimo
podía estar tranquilo respecto a esto: él y los suyos estaban unidos.
Finalmente, a principios de junio llegaron aJaimeII noticias de primera mano. Las recibió
de Juan Borgoñón, a quien hemos conocido cuando explicábamos el proceso en Francia. (De
hecho, todos los historiadores se han servido del epistolario de Borgoñón para conocer la
actuación de Plaisians ante el papa.) Juan Borgo ñón era también consejero del rey y en estos
momentos cumplía funciones como delegado de la Corona de Aragón en la curia papal: era un
espectador privilegiado. La carta de Borgoñón, fechada a finales de mayo, explica con todo
detalle el primer discurso de Guillermo de Plaisians ante el papa (29 de mayo) y la respuesta
que mereció. Nada podía complacer más al rey que recibir estas noticias, sobre todo las
referentes a la actitud del papa, que apoyaba las acciones reales francesas dando inicio así a la
condena de los Templarios. Cuando, en una nueva carta del 19 de agosto, Borgoñón le
informó de las disposiciones surgidas de las diversas bulas promulgadas por Clemente V, supo
que todo lo que había hecho hasta el momento contaba con la bendición apostólica. En la
misma carta le comunicaba también que el papa había designado al arzobispo de Tarragona y
al obispo de Valencia entre otros para llevar a cabo las inquisiciones a los Templarios de la
Corona.
Si bien en Miravet los Templarios dirigidos por Ramón de Saguàrdia se mantenían firmes
y a medida que pasaban los meses se iban convenciendo cada vez más de sus razones para
resistir, en cambio en Monzón, la otra gran fortaleza templaria, se pasaban momentos más
difíciles, también -debe decirse- porque el asedio a que les sometían las tropas reales era cada
vez más asfixiante. Algunos de los hermanos no compartían la idea de resistir y se habían
formado dos bandos: uno que ya estaba dispuesto a abandonar y entregarse a la clemencia del
rey, y otro que pedía, antes que nada, poder hablar conJaimeII, tal como habían manifestado
sus compañe ros de Miravet. A pesar de las disensiones, la mayor parte de los he rmanos
acordó, ante la última propuesta presentada por el nego ciador real, Artalo de Luna, que
seguirían defendiendo Monzón.
Los de Miravet consideraron que Garrigans no había defendido bien a la orden, que había
tenido tratos secretos con el rey. En pocas palabras, estaban de acuerdo con Miret iSans:era un
traidor. Garrigans envió una carta al rey el 10 de septiembre en la que le explicaba el ambiente
que se había encontrado a su vuelta: «Inmedia tamente dijeron que yo me había entrevistado
con Vos para desgracia suya [y] excepto R. Saguàrdia... todos los demás se muestran
contrarios y muy malquistados con Vos...». Parece, ciertamente, queJaimede Garrigans estaba
más a favor del rey que de sus hermanos asediados. Seguidamente vemos que el calificativo de
traidor no era vano: «... y así que ellos tuvieron preparadas sus cartas, me las inge nié para
conseguirlas todas y al caer la noche me escapé y me vine a la villa... y así, Señor, os pido
merced humildemente... que me lo tengáis en consideración...». En resumidas cuentas:
Garrigans propone al rey llevarse unas cartas de Miravet y entregárselas, esperando que se lo
tenga en cuenta...
Las «cartas» eran unos documentos secretos que los de Miravet querían enviar a diversas
personalidades para captar su atención sobre el problema, tal como explicaSans i Travé. El
traidor entregó estos documentos a Cespujols, quien inmediatamente los hizo llegar a manos
del rey junto con la carta antes citada de Garrigans, que terminaba con la petición concreta de
que el rey le diera una recompensa: «En algún lugar del reino de Valencia o de Cataluña, me
dierais alguna cosa con que pudiera llevar una vida adecuada». El monarca se aprovechó de la
traición pero condenó al traidor y ordenó que fuera encarcelado en el castillo de Tortosa y que
le «pusieran grilletes», como dice, satisfecho, Miret Si ans.Estuvo en prisión hasta julio de
1309, mes en que fue llevado ante el obispo de Valencia para ser interrogado.
El cerco real se iba estrechando. En junio de 1308 el castillo de Libros capituló y su oficial
en jefe, Pedro Rovira, fue detenido y trasladado al castillo de Alfambra, uno de los primeros
en ser abandonados por los Templarios. A finales de agosto la milicia real ocupaba el castillo
de Cantavieja, en el Maestrazgo. Su comendador, Ra món de Galliners, fue conducido junto
con los demás hermanos a Valencia, mientras que los laicos que los habían ayudado en la de-
fensa de la fortaleza fueron detenidos. Pocos meses después, el 24 de octubre cayó Villel y su
comendador, Bartolomé de Vilafranca, y los demás hermanos también fueron trasladados a
Valencia. El 2 de noviembre se rindió Castellote. En este caso, sus ocupantes, con el
comendador Guillermo de Villalba al frente, fueron mejor tratados que los anteriores gracias a
las negociaciones que hicieron Bartolomé Tarín, jefe de los asediadores, y una delegación de
los herma nos: los llevaron a la Ginebrosa, donde serían custodiados por ocho guardias, pero
asignándoseles seis dineros jaqueses a cada uno para su mantenimiento y un vestido nuevo.
También pudieron llevarse la ropa de cama y los arneses... pequeños. Todos los laicos fueron
perdonados. Parece que a principios de invierno el rey estaba mejor dispuesto hacia los
Templarios.
Sin embargo, ahora era el momento de embestir contra la fortaleza más emblemática:
Miravet.JaimeII preparó un ejército ciertamente importante. Entre otras ciudades, Barcelona
debía contribuir con 500 soldados. Pero el rey no tuvo suficiente con sus propias tropas: pidió
la colaboración del rey de Mallorca, su tío, otroJaimeII, y del vizconde de Castellbó. Parecía
que se preparara una expedición contra los sarracenos más que contra unos pobres caballeros
templarios. El rey tenía prisa por acabar con la resistencia de Miravet. El 11 de octubre
Cespujades hace una vez más el mismo camino: sube al castillo de Miravet para comunicar a
sus ocupantes el ultimátum real. Si se entregan se les tratará bien. A finales de octubre
Bernardo de Libià, en calidad de enviado real, negocia con Ramón de Saguàrdia y los otros
dignatarios la presencia de una comisión de frailes para hablar directamente con el rey sobre
su rendición. Los Templarios aceptan y designan a los hermanos Ramón d'Oliver
yJaimed'Oluja para entrevistarse conJaimeII.
En aquel momento no quedaba otra salida que la negociación: la situación en Miravet era
difícil de sostener por la falta de vituallas, problemas de salud y la presencia del poderoso
ejército real. Los dos delegados de Miravet se reunieron con el rey en Calatayud y le
entregaron una carta de Ramón de Saguàrdia con los ocho puntos que se debían negociar. El
rey aceptó algunos de ellos, pero no todos, y por lo tanto remitió a Ramón «sus propios ocho
puntos»: aceptaba que los que no fueran Templarios pudieran abandonar libremente el castillo;
pediría al papa que los hermanos fueran tratados con misericordia; cada uno tendría su paga
según su categoría; mientras esperaran a que se celebrara el juicio podrían elegir su lugar de
residencia; podrían recibir alimentos y vestidos de sus familiares; finalmente, prometía que
solicitaría al Santo Padre que se acelerara la solución definitiva del problema. Y les daba
cuatro días para responder si aceptaban o no.
Según la relación de los hechos deSans i Travé, todo el mundo estuvo de acuerdo excepto
Ramón de Saguàrdia. Éste mantenía la esperanza de que la Santa Sede los ayudaría y estaba
haciendo gestiones para que el papa lo apoyara mínimamente: sabía que lo único que podía
frenar al rey era una comunicación surgida de la cancillería de Clemente V. En el mes de
octubre escribió dos cartas, una dirigida al abad de la Fontfreda y vicecanciller de la curia
pontificia, y la otra directamente a Clemente V: «Nos proponemos hacer llegar a oídos de Su
Santidad las tribulaciones y congojas...». Por otra parte, y mientras Ramón mantenía viva la
llama de la esperanza, las ne gociaciones seguían. Se acordó que fuera Calatayud el lugar de
confinamiento. Transcurrido cierto tiempo, sin embargo, como los «oídos de Su Santidad» se
mostraban sordos y no llegaba ninguna respuesta de Francia, como el clima interno de Miravet
era decididamente favorable a la capitulación, Ramón de Saguàrdia decidió unirse a la opinión
general y aceptó la rendición, pero pidiendo para su persona y su honor el trato que merecían.
El rey le contestó que no hacía sino cumplir las órdenes del papa, pero «sabed que os
trataremos benignamente». El 12 de diciembre de 1308 Ramón de Saguàrdia entregó el
castillo de Miravet al representante deJaimeII, Bernardo de Libià.
El mismo día los funcionarios reales inventariaron todos los bienes existentes. Jordi Rubió,
Ramon d'Alós y Francesc Martorell transcribieron a principios de nuestro siglo, en 1907, la
comunicación que Mascarós Garidell transmitió al rey después del inventario:
... Humilde siervo vuestro, beso vuestros pies y me encomiendo a vuestra gracia: sepa
vuestra alteza, señor, lo que he encontrado en la torre del tesoro del castillo de Miravet», y
empieza la relación. Una buena cantidad de dinero en monedas diversas: florines, torneses de
plata, sueldos... pero indica que aún no lo ha podido recoger todo, pues le parece que los
frailes deben de haber escondido alguna suma «por las paredes de las casas» y no hay forma
«de hacer salir a los frailes del castillo». También halla «aynaments, capeyles e d'altres robes...
calces de les capeyles e encensers e navetes e lenteesd'argent».Habla asimismo de los
ejemplares «de la Biblia... aquí tienen muchos excelentes y de diversos tipos», pero aún no se
los ha enviado porque «he preferido apresurarme a escribir». También reseña armas en buen
estado, animales... y el comendador y los frailes «que han permanecido en el castillo». El rey,
«el muy poderoso señorJaime», ya le indicaría qué debía hacer con todo aquello. Jaime II,
curioso, le pide en una carta fechada el 19 de diciembre que le envíe las biblias y los demás
volúmenes. Parece que de todo el inventario sea lo que le atrae más: nos hallamos ante un
bibliófilo de primera. Más tarde, por Navidad, le ordena que le haga llegar el tesoro y los
objetos de valor, que pasarán a la cámara real. Dos meses después, toda la documentación que
se guardaba en Miravet -ya habíamos mencionado que era el centro administrador de toda la
provincia- fue enviada a Barcelona.
En el verano de 1309 el rey escribe a todos los responsables civiles para que entreguen a
todos los Templarios presos a los inquisidores y se proceda a los interrogatorios. Esto toma
mucho tiempo, ya que un año más tarde, cuandoJaimeII vuelve de su fracasada expedición
contra los sarracenos de Almería, los interroga torios aún siguen. Ahora empieza el tira y afloja
con Clemente V: el papa insiste en la devolución de la administración de la propiedad de los
Templarios a la Santa Sede yJaimeII no piensa hacerlo ni remotamente. El papa venía
pidiendo desde enero de 1309 la celebración de un concilio provincial y presionaba al
arzobispo de Tarragona en este sentido. Por su parte, el rey lo demoraba: aún no se había lle-
gado a resultados satisfactorios en los interrogatorios, aún no era el momento. Pretendía
esperar y ver cómo se desarrollaba el próximo concilio deVienne,donde las cosas se aclararían
-confiaba en la fuerza de Felipe el Hermoso-, y probablemente después de octubre, la fecha de
inicio del concilio decidida por el papa, todo tendría otro aire. Pero el papa le comunica que el
concilio ecuménico se ha aplazado un año más. AhoraJaimeII ya no puede demorar más lo que
se tenía que hacer, de orden provincial, en su reino.
En verano parece que todos los interrogatorios se han acabado y el rey da permiso para
celebrar este concilio provincial, que tendría lugar en Tarragona en septiembre de 1310. Se
daría una situa ción sorprendente y contradictoria: por una parte el concilio -del que no
tenemos actas, pero del que conocemos su disponibilidad para atender las razones de los
Templarios- pide una suavización en las condiciones del confinamiento de los encarcelados.
Por otra parte, los inquisidores se quejan al rey de la falta de rigor con los que tiene
encarcelados la justicia real. El rey intenta satisfacer a todo el mundo. En julio pide al
procurador general del reino de Valencia que «endurezca la prisión de los Templarios y que
los guarde con mayor diligencia... encadenándolos... guardándolos con mucho cuidado...».
Encadenándolos, o sea, manteniéndolos en prisión, con grilletes. Pero un mes después ordena
que retiren los grilletes a los «frailesJaimed'Oluja y Guerau de Copons... si juran no salir para
nada del castillo de Grañena».
Los pobres Templarios deberían esperar en la cárcel un año más, hasta la convocatoria de
otro concilio en Tarragona, en marzo de 1311. Clemente V no veía con buenos ojos esta
demora en el proceso contra los Templarios, y como buen padre espiritual que era, se daba
cuenta de por qué no prosperaba: no torturaban o lo hacían mal. El 18 de marzo de 13 11 envía
instrucciones a los seis delegados papales en la Tarraconense, pero hablaremos de ellas más
adelante. El concilio, contrariando al papa pero sirviendo a Dios, no resuelve nada sobre la
culpabilidad de los Templarios. Jaime II se irrita al saberlo e, hipócritamente, pide una
resolución para que el Maestre Ximén de Lenda y los altos dignatarios sepan a qué atenerse. El
segundo concilio de Tarragona sirvió, al menos, para pedir que se aliviaran aún más las
condiciones de vida de los Templarios en las prisiones. Ahora no solamente insistían en que
no se les encadenara, sino que se pedía asimismo que cada uno de los encarcelados recibiera
una cantidad para sobrevivir «a cuenta de los bienes del Temple». AJaimeII, que ya
consideraba suyos estos bienes, no le debió de interesar demasiado esta propuesta.
Siguiendo, una vez más, aSans i Travé, será interesante abrir ahora un paréntesis y ver
cómo se habían desarrollado los interrogatorios. Por ejemplo, la inquisición de Lérida se
constituyó en la Sede el 15 de febrero de 1310. Los sistemas empleados son semejantes a los
que hemos visto en París. Se toma juramento a cada uno de los Templarios y seguidamente se
los interroga sobre los errores típicos: renegar, escupir, los besos, la homosexualidad... Las
sesio nes finalizaron el 17 de marzo, después de haber tomado declaración a 32 hermanos en la
Sede y a unos cuantos más en el convento de los dominicos y en el palacio episcopal. De los
32 interrogados en la catedral, que es de quienes tenemos más cons tancia, 19 eran sargentos, 9
eran caballeros y 4 sacerdotes.Sans i Travé nos da su filiación completa. También declararon
como «testigos» tres dominicos, tres franciscanos y tres sacerdotes. Los dominicos
consideraban que existía algo malo en el Temple; los franciscanos, por su parte, creían que, a
pesar de todo, eran buenos cristianos; los sacerdotes se inclinaban más bien por creer en la
mala fama de los Templarios. En cuanto a los Templarios interrogados, lo negaron todo.
Hasta aquí, la acción de la Corona contra los Templarios era un auténtico desastre... según
el papa. Lo que hemos visto en Lérida y en Masdéu era el tono general que llegaba a Clemente
V de toda la Península Ibérica: no había ni un solo Templario que aceptara los cargos. Alguna
cosa fallaba y por lo tanto, el 18 de marzo de 1311 el papa promulga la
bulaDudumeteliciendum,especialmente destinada a las comisiones de los reinos cristianos
ibéricos y a sus monarcas.
A pesar del espíritu contundente del escrito papal -o quizá precisamente por su tono, que
no encajaba suficientemente en las tie rras de la Corona- nadie movió un dedo, y precisamente
por esto Clemente V volvió a insistir el 27 de junio enviando una copia de la bula, por si
alguien la había perdido... El obispo de Valencia, Ramón Despont, y el arzobispo de
Tarragona, Guillermo de Rocabertí, habían sido invitados al concilio deVienne, que
finalmente se inauguraría en el mes de octubre. Debían, pues, presentarse ante el papa con
algunos triunfos, por lo que pidieron aJaimeII, siempre diligente en estas cuestiones, que se
enviara a Barcelona un grupo reducido de Templarios para poderlos interrogar con los nuevos
métodos. En agosto de 1311 el rey ordenó el traslado a Barcelona de dos caballeros y diez
sargentos de Lérida que ya habían declarado anteriormente excepto dos de los sargentos.
Igualmente se trasladaron a la ciudad condal dos caballeros y diez sargentos más desde
Tortosa. Los prelados sólo interrogaron a cuatro de los procedentes de Lérida, dos de los de
Tortosa y dos más que estaban encarcelados en Barcelona. Siguiendo las santas instrucciones
papales asistieron a los prelados Ferrer de Lillet y Guillermo Olomar, encargados
especialmente de la aplicación de las torturas.
EnVienne,además de los prelados, había una representación real. JaimeII también había
sido invitado, pero había excusado su asistencia porque «estaba muy ocupado en los asuntos
del reino». Los delegados del rey en el concilio ecuménico fueron Pedro de Queralt,
PedroBoily Guillermo Olo mar, este último considerado experto en torturas, tal como hemos
visto. Llevaban instrucciones deJaimeII para presentar el punto de vista de la Corona sobre el
hecho que, incluso desde la lejanía de la cancillería catalanoarago nesa, parecía inminente: la
supresión de la orden. Había tresbloquesde planteamientos: el que se refería a los hermanos
del Temple; el correspondiente a sus bienes, y el relativo a la sucesión de la orden. El rey no
prestaba la menor importancia al primero: ya sería el papa quien dispusiera de los hermanos.
Pero en lo referente a sus bienes, aquello ya era otro cantar: los embajadores debían discutir
los gastos ocasionados por la ocupación de los castillos y la excarcelación de los Templarios.
También se debía ver cómo se repartían los bienes de la orden, pero el rey se guardó esta carta
para discutirla personalmente con el papa: éste debía tener en cuenta que los bienes de los
Templarios de la Corona provenían de donaciones catalanoaragonesas, muchas de ellas reales.
Finalmente, sobre la adjudicación posterior, se tenía que evitar que pasara a manos del Hos-
pital, porque esta orden ya era suficientemente rica ypotente en las tierras de la Corona. Quizá
sería mejor crear otra orden, basada en la regla de la de Calatrava.
Todas las comunicaciones que los delegados enviaron al rey, que fueron muchas, así como
las del avispado Juan Borgoñón, que se movía por los pasillos conciliares como pez en el
agua, sólo tocan un tema: los bienes de los Templarios de la Corona. Comunicaron aJaimeII
que habían oído decir enVienneque los bienes generales de los Templarios se destinarían a los
asuntos de Tierra Santa y que por lo tanto no se tocarían los de los hermanos de la Península;
que el cardenal de Besiers les había dicho, informalmente, que «de los bienes de la orden ni el
papa ni obispo alguno obtendrían nada»; que, en conjunto, aún se tardaría «quizá de cuatro a
seis meses» a decidirse todo. Parece que eran buenas noticias o, al menos, las que el rey
deseaba que le llegaran. Pero cuando finalmente los delega dos pudieron hablar con el papa, el
4 de noviembre, Clemente V no cedió y se mantuvo obstinadamente: los bienes pertenecían a
la Iglesia y no toleraría que ningún rey se aprovechara de ellos. Y no se tenía que empezar la
casapor el tejado: primero se debía solucionar el asunto de la orden y después ya se hablaría
sobre el destino de los bienes.
Al rey no le gustó leer estas noticias y la tomó con los mensajeros: les recriminó que no
habían sabido explicarse bien y que no ha bían defendido correctamente la posición de la
Corona. Por lo tanto, decidió que, en vista de lo que habían obtenido, no valía la pena que
continuaran: los cesó y los hizo regresar. Por otra parte, envió una carta al papa en la que le
comunicaba la retirada de sus embajadores. Todo esto debe ser interpretado como un acto de
presión, una manera de decir al papa que no estaba de acuerdo con sus puntos de vista y que,
según su opinión, no se llegaba a nada. Clemente V reaccionó: no quería ni oír hablar sobre la
posibilidad de que' el obispo de Valencia, a quien apreciaba mucho, abandonara el concilio.
En cuanto a los delegados seglares, su opinión era que tampoco se fueran y les recomendó que
se quedaran «porque el concilio finalizaría en febrero». Todo este intercambio de cartas y de
audiencias se llevaba a cabo a finales de 1311. Los delegados, confusos, escribieron al rey:
«¿Qué hacemos, volvemos o nos quedamos?». Jaime II, a principios de febrero de 1312 - las
idas y venidas de los mensajes eran mucho más lentas que los acontecimientos- les permitió
permanecer en Vienne hasta que acabara el concilio.
Cuando se hubo decidido la suerte de los Templarios, por las presiones que Felipe el
Hermoso ejercía desde Lyon sobre el papa, los delegados del rey se movieron porVienne en
una serie de reuniones paralelas intentando averiguar qué se cocía entre bastidores. Hubo una
reunión entre los delegados ibéricos y los miembros conciliares eclesiásticos de los reinos
cristianos para encarar los resultados de la decisión, que ahora ya parecía inminente. Los
delegados de la Corona de Aragón vieron que se encontraban solos, ya que los castellanos
tenían otra manera de ver la solución, y que el proble ma, si es que se creaba alguno, afectaría
más aJaimeII que a los intereses castellanos. Preocupados por todo esto, pidieron y obtuvie ron
una entrevista con Clemente V el11de marzo de 1312, a la que también asistieron los
delegados portugueses, que se sentían más cerca de los planteamientos de la Corona
aragonesa. En concreto, volvieron a manifestar al papa que todo lo que se decidiera debía
contar con la aprobación de sus reyes y que ni los unos ni los otros verían con buenos ojos el
traspaso de los bienes del Temple al Hospital. El papa los escuchó y los hizo esperar mientras
hablaba aparte con los cardenales. Los volvió a llamar en breve y les manifestó,
sorprendentemente, que en primer lugar se tenían que preocupar de los Templarios y que sólo
después se hablaría de sus bienes. Una manera de sacárselos de encima. Con consulta incluida,
para hacerles tragar más fácilmente la píldora.
Al día siguiente, 17 de marzo, los delegados escribieron una carta al rey diciéndole:
«Parece que asistiremos todos al fin del Temple, pues se da por cierto que el rey de Francia
llegará aVienne mañana» y que todo se desarrollará según los criterios de «el rey de Francia».
Lo que sucedió después ya lo sabe el lector: el 22 de marzo Clemente V suprimió la orden del
Temple.
No deja de ser interesante, sin embargo, la comunicación que los delegados reales enviaron
aJaimeII explicándole los hechos y sus reacciones, y la actuación particular del obispo de
Valencia. Fue en una carta fechada el 27 de marzo: «Y, excepto unos pocos, todos los prelados
que anteriormente habían opinado que se debía defender la orden han cambiado de parecer. No
así la provincia de Ta rragona y aún menos el obispo de Valenc ia, quien decía y ha dicho que
antes debía saber cuáles eran los Templarios buenos y cuáles los malvados, para que los
buenos no fueran castigados y difamados junto a los malvados, contra razónyjusticia. Se debía
castigar a los malvados y conservar la buena fama de los buenos, pues la orden se mantenía en
aquellos que eran buenos y no había, por lo tanto, pecado en la orden, cuya institución era
santayjusta; sólo había pecado en la relajación de la orden». Los delegados seguían reflexio-
nando: «En este concilio se ha singularizado la provincia [eclesiástica] de Tarragona, y
creemos que su parecer es del agrado de Dios y de los hombres que han estudiado este asunto
con buen entendimiento».
Con unanimidad o sin ella, el rey sabía de sobras que la orden se suprimiría. Por lo tanto,
la resolución primera deVienne no lo sorprendió en absoluto. Los delegados se pusieron manos
a la obra -no se habían dedicado a otra cosa hasta el momento- para conseguir que los bienes
de los Templarios de Cataluña y Aragón recibieran un trato especial. Cualquier indicación, por
pequeña que sea, que recibían de alguien importante de la curia, la examinaban a fondo y la
comunicaban a Jaime II. Por ejemplo: un prelado les dice confidencialmente que quizá
convendría que el rey revocara todas las donaciones reales anteriores a los Templarios: «Que
muyt gran conservacio e refirmamiento serya de vostro dreyto..: si vos revocavades todas las
donacions feytas per vostros antecessores al Temple». Dicho y hecho: el rey revoca todas las
donaciones que sus predecesores habían hecho al Temple. Por otra parte, comunica a sus
delegados que, si como ellos creen, el destinatario de los bienes del Temple tiene que ser la
orden de los Hospitalarios, estén atentos y pidan audiencia al papa para explicarle -¡cuántas
veces lo habían hecho, cuántas veces lo harían aún!- cuál es la opinión de la Corona. El
cardenal de Besiers, cardenal amigo, los tranquiliza a mediados de abril: el papa no hará nada
respecto a lo correspondiente a los reinos hispánicos sin tener en cuenta a los monarcas
implicados: «Nos lo ha confirmado el cardenal de B. diciendo que así lo había decidido el
Papa... que no procedería sin haber escrito antes a los reyes de España». Parece que también
Clemente V les aseguró pocos días después lo mismo que les había dicho el cardenal. Los
delegados -yJaimeII al recibir esta noticia- empeza ron a respirar aliviados...
Esta vez Clemente V quiso ser fiel a su palabra. El 2 de mayo, en su bulaAd providam, si
bien otorgaba todos los bienes de los Templarios al Hospital, hacía una excepción relativa a
los «dominios de los reyes de Castilla, Cataluña y Aragón, Portugal y Mallorca», cuya
disposición final se reservaba al papa. El buen obispo de Valencia quiso dar personalmente la
noticia a Jaime II y le escribió una carta en la que le explicaba el gran éxito obtenido por sus
delegados, «no sin presiones ni trabajo». Unos días después, el papa ratificaba el contenido de
la bula con una nueva, Nuper in generali, precisando la excepción hecha con los reinos
hispánicos.
El 6 de mayo, otra bula, Considerantes dudum, ordenaba a los Templarios de todas las
naciones -excepto Francia, donde hacía años que ya lo habían hecho- que comparecieran ante
los concilios provinciales «para ser castigados los que resultaran culpables y absueltos los
inocentes». De acuerdo con esta orden, Guillermo de Rocabertí, arzobispo de Tarragona,
convocó un nuevo concilio provincial en agosto de 1312. Comunicó al rey que le hiciera llegar
a Tarragona los Templarios que estaban bajo su custodia, es decir, todos. Como en el caso de
los interrogatorios, la máquina real se mueve con lentitud y los hermanos templarios no llegan
a los alrededores de Tarragona hasta el mes de octub re. El concilio celebra su primera sesión
el día 18 de este mes bajo la presidencia del arzobispo y estando presentes los obispos de
Zaragoza, Huesca, Vic, Tortosa y Lérida, y los abades y priores de la Tarraconense.
Muy pronto se dieron cuenta de que no había nadie que se atreviera a culpar a los
Templarios. Hubo muchas discusiones, pero no se pusieron de acuerdo sobre ninguno de los
crímenes que se les imputaban. En consecuencia, los declararon inocentes. De una manera
solemne, la sentencia exculpatoria fue proclamada públicamente el4 de noviembre de 1312 en
la capilla del CorpusChristide la catedral de Tarragona. Ahora sólo quedaba por solucionar la
situación de aquellos hermanos que, aun habiendo sido declarados inocentes, se habían
quedado huérfanos, sin orden. Ellos eran ino centes, pero el Temple no. No lo entendieron
entonces y no lo entendieron nunca. Se adoptaron decisiones sobre su destino, alimentación y
sustento. Mientras esperaban las resoluciones de la Santa Sede ocuparon las antiguas casas de
la orden con una provisión económica individual. El rey aceptó el dictamen del concilio
provincial y el mismo día 25 de noviembre ya daba las órdenes oportunas. Por ejemplo: el
dinero para pagar a los Templarios saldría, naturalmente, de las rentas de las antiguas
encomiendas de esta orden. Por su parte, Jaime II, tal como explica Sans i Travé, se apropió de
todo lo que había en los castillos, casas e iglesias que habían pertenecido al Temple: cruces,
candelabros, cálices, incensarios y lámparas fueron a parar a manos del rey, que dispuso de
ellos «como si fueran suyos». El arzobispo de Tarragona tuvo que llamarle la atención: ¡en
muchas de las iglesias ya ni se podía celebrar misa!
Todo esto estaba muy bien, pensaba el rey, pero lo más importante aún se tenía que
resolver. Una vez más se preguntaba: ¿Qué pasa con los bienes de los Templarios? En
diciembre de1312 el rey decidió enviar a negociar ante la curia papal a Vidal de Vilanova y dos
delegados más. La cancillería real les dio instrucciones sobre cómo debían actuar: tenían que
explicar el grave error que sería reunir los bienes de los Templarios con los de la orden del
Hospital; tenían que recordar al papa que la mayoría de los castillos de la orden habían sido
entregados en feudo por los predecesores del rey y que, por lo tanto, no se podían dar a otras
personas u órdenes; el rey estaría dispuesto a ceder el castillo y la villa de Montesa como sede
para el establecimiento de una nueva orden; por su parte, el papa tendría que donar a la nueva
orden todas las posesiones que los Templarios tenían en Valencia. Finalmente, debían dejar
claro ante el papa queJaimeII no se movía por avaricia, sino por el bien de sus reinos y que si,
por alguna razón, Clemente V seguía con la idea de la unión, que se atuviera a las
consecuencias, pues el rey no lo consentiría.
De hecho, nada de esto era nuevo para la curia papal. Más que nada, Jaime II concretaba
una vez más los términos y manifestaba su absoluta determinación a no aceptar nada que se
pareciera a la unión.Vidalde Vilanova se entrevistó con Clemente V en Aviñón el día 13 de
febrero de 1313. La reunión fue un fracaso rotundo: no se pusieron de acuerdo en nada, lo que
demostró el porqué de la insistencia deJaimeII. El rey ya sabía lo que hacía. Volvieron a reu-
nirse el día 1 de abril, en presencia de cuatro cardenales en representación de la curia, entre los
que se hallaba el de Besiers. Esta reunión fue aún mucho peor: Clemente V trató a los
miembros de la comisión catalana presidida por Vilanova de ment irosos (no le habían dicho la
verdad acerca de las relaciones entre los Templarios y la Corona), de malos embajadores (no
habían buscado vías para solucionar el problema) y de mala voluntad (no aceptaban los cri-
terios de la Santa Sede). Evidentemente, la reunión fue aplazadasine die.PeroJaimeII se
mantuvo firme al conocer el desastre: no claudicó en nada y ordenó a los delegados que
esperaran a que los volvieran a llamar.
Clemente los convocó de nuevo el 24 de abril y les dio su resolución, pero les hizo jurar
que no dirían nada a nadie excepto al rey, a quien se lo debían decir personalmente. Pocos días
después,Vidaide Vilanova informó secretamente de la resolución del papa, que, como en una
novela de suspense, continuamos ignorando. Pero sí que conocemos la reacción deJaimeII: no
aceptó y se quejó de la resolución, especialmente al cardenal de Besiers. Mientras tanto Jaime
II había hecho gestiones con los otros reinos cristianos hispánicos, pues debían ser «unos en
mantener nuestro derecho». También les había dicho que, de la misma manera que él enviaba
a sus embajadores a Aviñón, también ellos debían moverse y hacer lo mismo... Como después
de las tempestuosas reuniones con los enviados deJaimeII las cosas se estaban prolongando
demasiado, Clemente V fijó una fecha límite en la bulaDudum filii del 23 de agosto: antes del
primero de febrero de 1314 todo debía estar resuelto. A pesar del interés claramente
demostrado porJaimeII, los meses pasaron y llegó febrero de 1314 sin que se hubiera tomado
ninguna resolución. Cuando las cosas estaban más tensas, el 20 de abril del mismo año murió
Clemente V.
El nuevo papa, Juan XXII, conocía perfectamente el asunto pero de momento no quiso
ocuparse de él. Y así pasaron los años, sin decisión alguna, hasta que finalmente, el lo de junio
de 1317, el nuevo papa empezó la resolución del contencioso con la bula Adfructus uberes: se
creaba la orden de Montesa con los bienes que el Temple y el Hospital (excepto sus
encomiendas en la capital y en la villa deTorrent)poseían en el reino de Valencia. Los demás
bienes de los Templarios en Cataluña y Aragón pasaban a manos del Hospital. En Mallorca y
el Rosellón, como dependían de otro rey, los bienes del Temple ya habían pasado a manos de
los Hospitalario s de acuerdo con la orden de unión general de1312.JaimeII no dio la orden de
entrega de todas las posesiones templarias en Cataluña y Aragón hasta el primero de diciembre
de 1317. Tal como hace no tarSans i Travé, «exactamente al cabo de diez años, día por día, de
haber decretado el encarcelamiento de los Templarios... y el embargo de sus bienes y
propiedades». Durante todo el mes de diciembre las encomiendas de los Templarios fueron
cambiando de manos, empezando por la de Tortosa.
Había otra cuestión que debía resolverse: los bienes muebles del Temple. Resumiendo,
podemos decir que formaban parte de los bienes muebles, por una parte, el numerario hallado
en las encomiendas, particularmente en la de Miravet, donde se había concentrado todo el
dinero de la provincia, y por otra, toda clase de objetos preciosos. Unos y otros habían sido
embargados al principio del proceso por orden del rey y todos habían ido a parar a las arcas
reales. No hubo manera de que JaimeII facilitara una relación de tales bienes ni de que, por lo
tanto, los pusiera en manos de la Santa Sede o de sus representantes territoriales, tal como se
había prescrito en las bulas papales. El numerario se había incorporado al tesoro general y los
otros objetos, en parte, se los había quedado laCorona y en parte habían sido regalados a
amigos del rey, mientras que los metales nobles habían sido fundidos y utilizados, junto con
las piedras preciosas, para hacer nuevos objetos de culto. La Santa Sede no tuvo más remedio
que aceptar la situación tal y como se presentaba y declarar la absoluta inmunidad deJaimeII.
En octubre de 1317, el papa Juan XXII se dio cuenta de que sería imposible recuperar nada y
escribió al arzobispo de Tarragona y a los obispos de Zaragoza y de Tortosa diciéndoles que
no hicieran caso y que «absolvieran al rey de haberse apoderado de los bienes muebles de los
Templarios». El papa, desde Aviñón, guiñaba el ojo con connivencia aJaimeII.
El provecho político, como bien indicaSans i Travé, fue también considerable. El rey hizo
lo que quiso con los castillos, encomiendas, casas, dependencias. Las hizo administrar, con sus
lógicas retribuciones, por sus amigos, por quienes le interesaba que fueran sus amigos: tenía
obsequios para todo el mundo. En estos diez años -¡diez años!- se ganó todas las voluntades
que le interesaban y las pudo tener sujetas, al mismo tiempo que premiaba a los que le habían
sido fieles.
Ya se había efectuado el reparto de los bienes de los Templarios catalanes. Todo el mundo
estaba satisfecho: el rey, que, debemos decirlo, también había empleado en ello ingenio,
tiempo y recursos, había restablecido su crédito financiero y obtenido una nueva orden, la de
Montesa, naturalmente inclinada a todo lo que él decidiera; los nobles y los altos funcionarios,
que se habían encontrado con unos restos nada despreciables; los del Hospital, que se habían
quedado con la parte más importante, la catalanoaragonesa, del pastel templario. Pero había
unas personas que lo veían todo de otra manera: los antiguos Templarios.
Parece que hubo algunos casos -pero muy notorios- de antiguos Templarios que, sin la
fuerza y el rigor de la orden, se abandonaron y provocaban escándalos allí donde estuvieran.
Se les rebajó la pensióna todos, al considerar que estos casos aislados se daban por las rentas
excesivas que recibían. A los que llevaban una vida impropia de los votos que habían jurado,
el papa los conminó, a través de las órdenes dadas a sus obispos en 1318, a que ingresaran en
monasterios o a que se hicieran laicos, caso en que pasaban a estar bajo la jurisdicción secular
y se les retiraba la pensión. El último templa rio con vida conocido en 1350 fue Berenguer
Dezcoll.
El 10 de julio de 1317 nació la Orden de Santa María de Montesa a partir de la donación
del castillo real y de la villa del mismo nombre, de las encomiendas templarias del reino de
Valencia y de una buena parte de las del Hospital, como ya hemos dicho. De todas formas, la
orden no empezó a establecerse hasta 1319, cuando fueron vencidas las últimas reticencias de
los Hospitalarios. El delegadopapalnombró Maestre a Guillermo d'Erill en julio de aquel año
en Barcelona. Tal como había queridoJaimeII, la orden se inscribió dentro de la regla
cisterciense de Calatrava. Los abades de Santes Creus y de Valldigna velarían por Montesa,
aunque dependía directamente de los Maestres de Calatrava. Pronto encontramos a otro
Maestre: Arnau de Soler, que tomó posesión del cargo el 25 de marzo de 1320. La sede de la
orden estaba en el castillo de Montesa.
Los caballeros de Montesa resultaron de gran ayuda en los combates contra los sarracenos
y también prestaron su apoyo en las campañas de expansión catalanas, como la conquista de
Cerdeña (1324) y la defensa de Sicilia en tiempos de Fernando I (13801416). Entre sus
Maestres figuran Pedro deTous,ayudante de Pedro el Ceremonioso (1319-1387); Romeo de
Corbera, almirante de la flota de Fernando I y virrey de Nápoles, y Luis Despuig, que vivió en
tiempos de Alfonso el Magnánimo (1396-1458).
A finales del siglo XIV, la orden de Montesa se unió con la catalana de Sant Jordi
d'Alfama, que había sido creada en tiempos de Pedro el Católico (1174-1213). Esta orden
vivía en un estado de gran pobreza material, como nos indica la investigadora M. Mercè Costa
i Pareta. Todos sus bienes estaban destinados a beneficencia, y los caballeros, cuando no
guerreaban, se dedicaban a pedir limosna para ayudar a los pobres y a los enfermos. Esta
situación llevó a un momento de difícil mantenimiento y el rey Martín el Humano (1356-
1410) decidió en 1399 que la orden se uniera a la de Montesa, naciendo así la Orden de
Montesa y Sant Jordi d'Alfama e imponiéndose la cruz roja de san Jorge sobre el hábito
blanco. En 1587 Felipe II incorporó la orden a la corona española, aunque continuó teniendo
su sede en el castillo de Montesa hasta 1784, cuando un terremoto destruyó el castillo y los
hermanos se trasladaron al antiguo palacio del Temple en Valencia. La orden, que habíanacido
de los bienes del Temple y por voluntad deJaimeII, recaló finalmente en la casa insignia
templaria de lo que había sido el reino de Valencia.
JaimeII, el gran protagonista del proceso a los Templarios en la Corona de Aragón, murió
el 2 de noviembre de 1327. Tenía 60 años. Fue enterrado al lado de su primera mujer, Blanca
de Anjou, en el monasterio de Santes Creus. Muntaner nos narra sus últimos mo mentos: «Lo
venció una enfermedad tal y tan grande que sufrió muchos trabajos, porque muchas veces,
como corresponde a granse ñor, bueno, gracioso y lleno de la santa fe católica, se confesó y
comulgó y le fue concedida la extremaunción y recibió todos los sacramentos de la santa
Iglesia. Y como los hubiera recibido todos con uso de razón y buena memoria, unió sus manos
y abrazó la cruz, y puso su alma en manos de nuestro señor Jesucristo el lunes treinta de
octubre del año mil trescientos veintisiete, a la hora que se encendían las luces». En el libro de
óbitos del monasterio de Pedralbes queda consignado que JaimeII murió circahoram
pulsacionis cimbali latronis.Curiosa precisión.
APÉNDICES
I.- LA FANTASÍA
A veces esta especie de historia paralela se llega a prostituir y nos ofrece panfletos, libelos,
literatura de cordel, que ni en el fondo ni en la forma pueden merecer la atención de nadie; al
menos, no la nuestra. Pero hay otro conjunto de investigaciones, de trabajos, que merece, si no
credibilidad -este aspecto es asunto muy subjetivo-, al menos sí ser conocido. Ofrecemos,
pues, a continuación una simple selección donde la investigación y la fantasía, combinadas,
han llegado a un punto fascinante.
Por ejemplo, una historia no muy conocida: el descubrimiento de América llevado a cabo
por los Templarios. Todo empieza cuando se analiza la importancia que tuvo el puerto
atlántico de La Rochelle en el tráfico marítimo templario. Esto parece un contrasentido: las
rutas templarias siempre iban dirigidas a Tierra Santa y, por lo tanto, los puertos mediterráneos
eran los idóneos. Está comprobado que hubo una cantidad importante de encomiendas en los
alrededores del puerto, «para proteger La Rochelle»y unas cuantas rutas «de los Templarios»
que confluían en el puerto. Jean de la Varende ha hallado la explicación: «Los bienes de los
Templarios consistían en la plata. Los Templarios habían descubierto América, México y las
minas de plata». Cuando alguien hace una afirmación semejante, muy pronto halla seguidores.
Así,JacquesdeMathieulo tiene claro: Moctezuma ya le había dicho a Hernán Cortés que él
descendía de un gran señor que había regresado a su país y que aún se esperaba su retorno. El
gran señor «era un hombre blanco, barbudo, que vestía armadura y montaba un caballo».
Evidentemente: un Templario. Un cronista indígena de Chalco afirma que los que llegaron
«antes» eran «extranjeros, hombres de Dios y militares», la imagen perfecta del Templario. Se
hacían llamar Tecpantlaques, o sea, «hombres de Tecpan» y como Tecpan significa `palacio',
se puede entender que templo y palacio (?) son lo mismo. Hay cruces en México, Colombia,
Bolivia y Perú: todas dejadas por los Templarios. Cuando empezamos a hallar más indicios de
la estancia de los Templarios en América, nos mareamos: parece que la recorrieron desde el
Canadá hasta el estuario del Plata. Lo más imaginativo de todo: cuando Colón inició su primer
viaje llevaba en el velamen de sus carabelas la cruz roja del Temple. Y hay quien se pregunta:
¿No podía ser para hacerse reconocer cuando llegaran?
Pero lo que relaciona más al catarismo con el Temple es la bús queda del Santo Grial. La
leyenda dice que el cáliz estuvo en manos de los cátaros, al menos durante cierto tiempo. Se
guardaba en Montsegur y fue salvado del asedio a última ho ra junto con el tesoro cátaro. Lo
escondieron en una gruta de Monrealp de Sos, en la Arieja; muy cerca de la encomienda
templaria de Capoulet-Junac. En elParsifal, Wolfram von Eschenbach hace de los Templarios
los guardianes del Grial. El mismo Eschenbach parece que fue un Templario de Suabia. En las
diversas narraciones medievales en que se explica cómo José de Arimatea entrega el Grial a un
caballero para que lo custodie, este caballero siempre va vestido «con una túnica blanca que
lleva como único distintivo una cruz roja». Guillermo de Sonnac, Maestre del Temple en 1247
-tres años después de la caída de Montsegur-, hizo enviar un misterioso paquete a Enrique III
de Inglaterra. Se sabe que contenía un vaso precioso. Podría tratarse del Santo Grial. Sobre las
relaciones entre los cátaros y los Templarios hay un interesante libro de Raimonde Reznikov,
pero poco fantasioso.
¿Por qué, según los testimonios emanados de los interrogatorios inquisitoriales, los
Templarios escupían sobre la cruz, la pisaban y se orinaban encima? Pues porque durante su
estancia en Tierra Santa habían descubierto unos documentos sobre la doble personalidad de
Jesús: el santo y el guerrero. El hombre que murió en la cruz, cuya inscripción «Rey de los
Judíos» es claramente indicativa, no era el santo, sino el guerrero, martirizado por haber
querido ser proclamado rey. Si se expurgan los Evangelios se hallan indicios de este Cristo
que aspira a ser rey, por ejemplo en Lucas 19, 27. LluísCarpentier, que es quien ha llevado
hasta el extremo estos descubrimientos, llega a creer que todos los actos, aparentemente
sinsentido, del ingreso de los postulantes en la orden se inscriben dentro del deseo de vituperar
la crucifixión del hombre-rey, manteniendo en otro nivel al hombre-Dios. En los evangelios
apócrifos, singularmente en el de Felipe, se habla mucho de las relaciones de Jesús con María
Magdalena. Para los Templarios esta relación también explicaba la otra personalidad de Jesús.
Sobre el famoso ídolo, que todos describen a su manera, se entiende que posee poderes
misteriosos. Parece que el primero lo llevó un tal Julián, señor de Sidón, cuando ingresó en la
orden. Pero este Julián tuvo un triste final: apostató, lo expulsaron de la orden y murió en la
miseria. A pesar de esto, la orden conservó la cabeza que había traído. Se explican historias
sobre ella: una vez se la llevaron, bien envuelta, en un barco; alguien tuvo curiosidad por saber
qué guardaba aquel paquete y cuando lo abrió se desató una tempestad sobre la nave, que fue
tragada por las aguas junto con todo el equipaje. Durante años no se pudo pescar nada en la
zona del naufragio. Los poderes de esta cabeza, del ídolo, están relacionados con las fuerzas
demoníacas y todo induce a pensar que los Templarios practicaron cultos de este tipo. Para
comprenderlo, debemos retroceder un poco, segúnPierreDumas. Los Templarios se instalaron
en el templo de Salomón, en Jerusalén. Esta ciudad está construida sobre el monte Sión. Sión
y Saphon son la misma palabra, que en hebreo tiene dos significados: `norte' y `montaña
sagrada de Canaán' que según la mitología es el verdadero centro del mundo y está consagrado
a Baal. El templo de Salomón es como una puerta de comunicación tanto con el cielo como
con el mundo infernal. Los Templarios, como continuadores del templo de Salomón,
segúnAlainMarcillac, mientras se dedicaban por todas partes a la ma nifestación de Dios,
«habrían sido, al menos simbólicamente, los guardianes del diablo, para permitir a la
humanidad alzarse hacia las cimas de la vida espiritual». O sea que sí que practicaban un culto
demoníaco, en el que el ídolo simbolizaba al diablo, pero era para tenerlo prisionero, cautivo,
por el bien de la humanidad.
Una de las acusaciones que más se dieron durante los interrogatorios fue la de que los
Templarios confraternizaban con los infieles. Es verdad que ellos sabían que debían
permanecer toda su vida en Tierra Santa -por sus votos- y que debían establecer, por lo tanto,
algún tipo de relación diplomática, quizá incluso amistosa. Algunos de ellos estudiaron árate,
tuvieron auxiliares musulmanes, los llamados turcoples, y fueron lo suficientemente
inteligentes como para reconocer el avance científico de los árabes. En los escritos de los
cronistas árabes, muchas veces se halla escrito «los Templarios, nuestros amigos...».
Tolerancia con los enemigos, esto podría resumir el proceder de los Templarios, pero no
significaba la conversión a otro credo. Sin embargo, desde Occidente no se veía así: simple-
mente, no se entendía. La gente se escandalizaba al saber que el Maestre Guillermo de Sonnac
había pactado la paz con el sultán de Egipto «y se habían sangrado al mismo tiempo y habían
mezclado sus sangres en un plato». Por otra parte, también se han querida ver relaciones
estrechas entre el Temple y la secta de los «asesinos»; unas relaciones confusas de ayuda por
parte de los Templarios a estos infieles. Se los ha llegado a implicar en una conjura cristiana,
la de la muerte de Conrado de Monferrant, asesinado por la secta, para favorecer a su
contrincante, Guido de Lusignan, defendido por los Templarios. Se habla también de unos
tributos que la secta les habría pagado.
También los Templarios fueron muy amigos de los drusos, un pueblo con una regla
secreta, que adoraba un ternero. Este culto se ha atribuido asimismo a los Templarios. El
ternero, en realidad, estaba esculpido en una piedra que los drusos trajinaban por todas partes.
Tiempo después la misma figura se esculpió en diversas piedras como signo de
reconocimiento de su religión. Los Templarios también las habrían llevado en su zurrón como
muestra significativa de que habían sido contaminados por las religiones orientales. Y se dice
que los que fueron quemados aún llevaban las piedras consigo...
No directamente relacionadas con el famoso ídolo, pero sí con las cabezas talladas,
tenemos las esculturas y las pinturas de las capillas edificadas por los Templarios. Se ha
realizado un estudio de una seriede capillas construidas en las encomiendas templarias y se ha
observado que todas están dedicadas a santos que murieron decapitados. Muchas de ellas están
dedicadas a san Juan, pero no el evangelista, sino el bautista; a san Sebastián, que después de
asaeteado fue decapitado; a san Bartolomé, despellejado vivo y decapitado. En la capilla de
san Adrián, cerca deBaud,en Morbidan, hay una cruz, con una guirnalda hecha de cabezas
cortadas. También dedicaron muchas capillas a san Mauricio, jefe de una legión romana que
contaba con muchos cristianos entre sus soldados. El emperador les ordenó que se deshicieran
de los signos cristianos y como no le obedecieron los castigó: uno de cada diez murió
decapitado, empezando por san Mauricio. En el departamento de Saone-et-Loire se ha llaba la
encomienda de santa Catalina: todas las luminarias tienencabezas humanas como base. En la
capilla de al encomienda deCoulommiersy en la capilla de Vuillecin hay imágenes de san
Jorge con todos los suplicios que le infligieron antes de cortarle la cabeza. Hay una especie de
manía de los Templarios con las cabezas. ¿Quizá por los ídolos?
Con el proceso llegó la supresión de la orden del Temple, pero hasta nuestros días les han
ido apareciendo «sucesores». Parece que la curia romana elaboró en 198 i una lista con todas
las asociaciones o grupos que se definían como seguidores o sucesores del Temple: halló
cuatrocientos. La mayoría son simples farsas que explotan la credulidad de la buena gente
acomodada entregándoles títulos ma jestuosos, medallas, etc., a cambio de «donaciones». Pero
hay entre ellos también gente honesta, grupos fraternos, que se amparan en la magia del
nombre de los Templarios para llevar a cabo acciones benéficas o de solidaridad. Existen,
pues, los Caballeros de la Alianza Templaria que luchan contra la droga; los de la Orden de los
Caballeros del Santo Templo, que persiguen una finalidad moral. Otros grupos, como la
Fraternidad Juanista para el resurgir del Temple o la Orden de los caballeros del Temple y de
la Virgen María, se dedican a la inefable tarea de la alquimia. Otra, con cierta implantación en
España, es la Orden del Templo Cósmico. El Movimiento Grial también se considera un grupo
neotemplario. Y una secta tristemente célebre: la Orden del Templo Solar.
Hay otra versión que indica que esta lista fue confeccionada en ple no siglo XVIII por un
jesuita, por encargo de Felipe deOrléans.Según una indicación de un cronista de la época, en
1762 «el duque deOrléans fue elegido Maestre de los Templarios, que se habían reunido en
1705 en Versalles». Parece, pues, que Fabré actuaba de buena fe: le había caído la carta en sus
manos y se disponía a explotarlo. La «nueva» orden «fundada» por él tuvo éxito y se extendió
por todas partes, abriendo logias en Londres, Roma, Nápoles, Hamburgo, Lisboa, etc.
Hay otro sucesor, éste por voluntad propia deJaimede Molay. El conde Francisco de
Beaujeu, descendiente del Maestre Guillermo de Beaujeu, fue llamado por Molay días antes de
su muerte. Éste le explicó los secretos del Temple y le ordenó que a su muerte lo hiciera
revivir. También le dijo que las dos columnas que había en la entrada del panteón de los
Maestres en elVieuxTemple estaban va cías y que si desmontaba los capiteles obtendría la
colosal fortuna del Temple. Pasado cierto tiempo, y con la excusa de llevarse los restos
mortales de su tío Guillermo, enterrado en el panteón,Francisco pidió permiso al rey y junto
con ocho caballeros que habían podido escaparse, llevó a cabo las operaciones indicadas para
hacerse con el tesoro del Temple. Con el botín en sus manos, partió hacia Chipre, donde
reinstauró la orden, pero con nuevos ritos. Después de la muerte del conde, uno de los
caballeros, Aumont, se quedó al mando de la orden y se marchó a Escocia. En el año 1361
hallamos la orden establecida enAberdeen.Gracias a la masonería se iría extendiendo por toda
Europa. En el siglo XVIII, Andrew-Mitchell Ramsay dio un nuevo empuje a la orden y
estableció de manera abierta, en el convento de Clermont, los grados de «masones-
templarios». Pero Ramsay fue más lejos: según él, los cruzados fundaron en Tierra Santa la
masonería, los Templarios. En su «Discurso», considerado aún hoy día la biblia masona,
explica: «Los cruzados, en Tierra Santa, quisieron reunir en una sola confraternidad a los
hombres de todas las naciones... ellos no sólo fueron los arquitectos que quisieron consagrar
sus talentos y bienes a la construcción de templos externos, sino también quienes edificaron y
protegieron el Templo del Más-Alto». Mientras tanto, por aquellas mismas fechas, el barón
d'Hund se había hecho designar Maestre de los Templarios por Carlos-Eduardo Stuart y había
vuelto a las formas de estricta observancia templaria. Actualmente, dentro de la organización
de la masonería, aún hay ciertas logias bajo el nombre del ritual escocés rectificado: son las
suyas. La pretensión de la masonería de le gitimarse como heredera de los Templarios halla su
fundamento en esta historia confusa iniciada por Francisco de Beaujeu.
Una rama de la masonería escocesa que muchos quieren ver relacionada con el Temple es
la hermandad de los Rosacruces, que según parece fue creada en Alemania en el siglo XV
porChristianRosenkreuz. En el siglo XVII ya encontramos a los Rosacruces en París, Viena,
los Países Bajos e Inglaterra. Conservan un aire secreto en sus diversas sociedades, que han
llegado hasta nuestros días.
El tesoro de los Templarios está, según nuestra opinión, detrás de muchas de las historias y
leyendas que envuelven el recuerdo del Temple, aún vivo actualmente. Relacionada con lo que
se llevó Francisco de Beaujeu delVieuxTemple hay una historia que está apasionando a un
gran número de franceses. Se centra en un castillo que había pertenecido a la familia de los
Beaujeu, el castillo de Arginy, cerca de Charentay, en elBeaujolais.Se cree que el tesoro, o una
buena parte de él, fue depositado en este castillo por el propio Francisco. Según otras
informaciones, dos frailes del Temple parisino se escaparon antes de que los encarcelaran con
otra parte del tesoro y también la ocultaron en el mismo castillo. Esta fortaleza perteneció a
diversas familias hasta que en 1883 la adquirieron los Rosemont. Se dice que muchos
personajes, en representación de «sociedades secretas», intentaron comprar en vano el castillo
por sumas inverosímiles. Todos buscaban el tesoro del Temple. Pedro de Rosemont empezó a
hacer excavaciones, pero finalmente detuvo sus indagaciones por miedo (?). Hizo tapiar el
subterráneo y prohibió a sus familiares que hablaran sobre ello.
Más tarde, en 1922, uno de sus hijos realizó más excavaciones, pero sólo halló
documentación relativa a la Revolución Francesa. Treinta años más tarde, un experto en
astrología y alquimia y un especialista en ocultismo se reunieron en Arginy para encontrar el
tesoro. Rápidamente acudió más gente y se unieron todos bajo el nombre de la Orden del
Templo Solar, que no hay que confundir con la secta suicida del mismo nombre implantada en
Suiza. Concentraron sus trabajos en una de las torres que aún se mantenía en pie, la torre de
las Ocho Beatitudes, pero con una idea nueva: el tesoro habría sido gastado en la compra de la
piedra filosofal, que es lo que se pusieron a buscar.JacquesBreyer, el ocultista, se puso en
contacto con el «espíritu de los Templarios» y mantuvo con él conversaciones curiosas, pero
no obtuvo indicación alguna de dónde se hallaba la piedra. Desengañados de este sistema,
optaron por la alternativa Rosemont: hacer excavaciones. Pero tampoco hallaron nada, de
manera que, desanimados y sin recursos, abandonaron la búsqueda. Más tarde, la
señoraGabrielleCarmi tuvo un sueño relacionado con los Templarios y Arginy. Cuando fue a
visitar el castillo se halló ante el paraje que había soñado... pero nada más. El misterio
continúa...
Los franceses que no se han dejado apasionar por Arginy lo pueden hacer ahora, y sin duda
lo hacen, por el caso de Gisors. En Gisors, en elEure,cerca de París, hay también un castillo.
En el año 1929 el ayuntamiento nombró aRogerLhomoy, un joven de 25 años, jardinero del
castillo. Con el tiempo, quizá a causa del trabajo que ha cía allí, acabó creyendo que bajo el
castillo había un tesoro, y después de meditarlo mucho -¡pasaron quince años!- empezó a
excavar en 1944. Lo hacía de noche, para que nadie se enterara. Al cabo de dos años se
encuentra con que, al final de un largo corredor que ha excavado a veintiún metros de
profundidad, hay un muro. Empieza a retirar piedras, asoma la cabeza por el agujero y
¡aparece ante él una capilla! Gerard Sède, que tiempo después fue quien divulgó este caso,
obtuvo de Lhomoy la siguiente explicación: «Me encontré en una capilla románica, de 30
metros de largo por g de ancho y unos 4,5 de altura en la bóveda. Había un altar, con ta-
bernáculo, y en los muros las estatuas de Cristo y los doce apóstoles, de tamaño natural...
diecinueve sarcófagos a lo largo de los muros... y lo que ilumino y veo en la nave es increíble:
treinta cofres de metal precioso dispuestos en columnas de a diez... más que cofres eran
armarios...». Ante tal espectáculo, Lhomoy consideró que no podía seguir actuando a la
sombra y decidió comunicar su hallazgo al ayuntamiento. Las autoridades no le dieron crédito
y nadie quería bajar a comprobar lo que decía. Sin embargo, la noticia corrió por el pueblo y al
cabo de poco tiempo Lhomoy volvió a presentarse en el ayuntamiento a pedir ayuda para
realizar las excavaciones correctas y llegar con seguridad a la capilla. Esta vez no sólo no le
hicieron caso, sino que le impidieron seguir con sus trabajos y al día siguiente hicieron cubrir
de tierra el túnel excavado por el investigador-jardinero. Éste se fue a París, donde consiguió
una autorización para reanudar las excavaciones, pero el alcalde de Gisors le dijo que al menor
indicio de excavación lo encarcelaría.
Lhomoy se fue a vivir a Versalles y en 1953 encontró gente que lo apoyaba. Obtuvo una
nueva autorización ministerial y volvió a Gisors: esta vez el ayuntamiento no lo intimidó, pero
le exigió un depósito de un millón de francos y puso como condición que el 80 % de lo que
hallara fuera para la ciudad. Desanimados, Lhomoy y sus seguidores se marcharon con el rabo
entre las piernas. Más tarde se encontró con el periodista Gerard Sède y se lo explicó todo.
Éste relacionó los hechos con el tesoro de los Templarios por una serie de implicaciones del
castillo con la orden y escribió un libro,Los Templarios están entre nosotros, que despertó el
interés de la opinión pública.RogerLhomoy fue invitado a aparecer en televisión y la polémica
estaba servida. Las autoridades arqueológicas dijeron que era todo un montaje, que en Gisors
no había ninguna cripta y que Lhomoy era un enfermo mental. AndréMalraux, ministro de
Cultura en 1962, se vio obligado a realizar excavaciones: no se halló nada y se decidió llamar
a Lhomoy. Éste se desespera: ¡Aún faltan un par de metros para llegar a la cripta! Para
reanudar las excavaciones se tuvo que esperar dos años, hasta 1964. No se sabe si encontraron
la cripta o no, pero aquel mismo año la zona fue declarada militar y severamente controlada.
Sin embargo, la imaginación, el gusto por el misterio, el deleite con lo secreto y con el tesoro
en terrado, esto no hay forma de controlarlo...
A saber, cuando se recibía a alguien en la Orden, o a veces después, o tan pronto como se
presentaba una ocasión propicia para la acogida, negaban a Cristo, a veces a Cristo
Crucificado, a veces a Jesús y a veces a Dios, y a veces a la Virgen María, y a veces a todos
los Santos de Dios, conducidos y aconsejados por aquellos que les recibían.
Otrosí, que los receptores decían y enseñaban a los que recibían, que Cristo, o a veces Jesús, o
a veces Cristo Crucificado no es el verdadero Dios.
Otrosí, que no había sufrido ni fue crucificado por la Redención del género humano, sino a
causa de sus pecados.
Otrosí, que ni los receptores ni los que entraban podían esperar a conseguir la salvación por
Jesús, y decían esto, o el equivalente o similar, a aquellos a los que se recibía.
Otrosí, hacían que los que entraban escupiesen sobre una Cruz, o una representación o
escultura de la Cruz y a una imagen de Cris to, aunque algunas veces aquellos que entraban
escupían después (a la Cruz).
Otrosí, que los hermanos que ya habían sido recibidos, algunas veces pisoteaban la Cruz.
Otrosí, que a veces orinaban y pisoteaban, y hacían que los otros orinasen sobre esta Cruz, y a
veces lo hicieron el Viernes Santo.
Otrosí, que alguno de ellos, en ese mismo o en algún otro durante la Semana Santa,
acostumbraban a reunirse para el dicho pisoteo y micción.
Otrosí, que adoraban a cierto gato, (el cual) a veces se les aparecía en su asamblea.
Otrosí, que no creían en el Sacramento del Altar. -Otrosí, que alguno de ellos (no creían). -
Otrosí, que la mayoría (de ellos no creían).
Otrosí, que los sacerdotes de la orden por medio de los cuales se consagra el Cuerpo de Cristo,
no decían las palabras que se debían decir en el Canon de la Misa. -Otrosí, que alguno de ellos
(no las decían). -Otrosí, que la mayoría (no las decían).
Otrosí, que creían, y así se les decía, que el Gran Maestre les podía absolver de sus pecados. -
Otrosí, que el Visitador (podía). -Otrosí, que los receptores (podían), de los cuales muchos
eran laicos.
Otrosí, que hacíanesto de facto. -Otrosí, que algunos de ellos (lo hacían).
Otrosí, que el Gran Maestre de dicha Orden confesó esto, en presencia de personas
importantes, antes de que fuera arrestado.
Otrosí, que en la recepción de hermanos a dicha Orden, o por aquel entonces, a veces el
receptor y a veces al que se le recibía se besaban en la boca, en el ombligo, o en el estómago
desnudo y en las nalgas o en la base de la espina dorsal. -Otrosí (que a veces se besaban) en el
ombligo. -Otrosí (que se besaban) a veces en el pene.
Otrosí, que en la recepción hacían jurar a los que se les recibía, de que no dejarían la Orden.
Otrosí, que no había nadie presente excepto los hermanos de dicha Orden.
Otrosí, que a causa de esta vehemente sospecha, durante mucho tiempo habían trabajado en
contra de dicha Orden.
Otrosí, que decían a los hermanos a los que se recibía que podían tener relaciones carnales
entre ellos.
Otrosí, que debían hacerlo y someterse a ello mutuamente. Otrosí, que no era pecado hacerlo.
Otrosí, que hacían esto, o muchos de ellos (lo hacían). -Otrosí, que algunos de ellos (lo
hacían).
Otrosí, que en cada provincia tenían ídolos, es decir cabezas, algunas de las cuales tenían tres
caras y algunas una, y otras tenían una calavera humana.
Otrosí, que adoraban estos ídolos y especialmente en sus grandes Capítulos y Asambleas.
Otrosí, que (los veneraban) como sus Salvadores. Otrosí, que algunos de ellos (lo hicieron).
Otrosí, que la mayoría de aquellos que asistían a los Capítulos (lo hicieron).
Otrosí, que (podía) proporcionarles riqueza. Otrosí, que les daba todas las riquezas de la
Orden. Otrosí, que hacía que los árboles floreciesen. Otrosí, que (hacía) que la tierra
germinara.
Otrosí, que rodeaban o tocaban cada cabeza de los dichos ídolos con pequeñas cuerdas, que
llevaban arrolladas junto a la camisa o a la carne.
Otrosí, que en la recepción, las dichas pequeñas cuerdas o algún trozo de ellas, se daban a cada
uno de los hermanos.
Otrosí, que se les ordenaba que debían llevar la pequeña cuerda a su alrededor, tal como se ha
dicho, y llevarla siempre y así lo hacían incluso durante la noche.
Otrosí, que los hermanos de dicha Orden, en general, eran recibidos del modo mencionado.
Otrosí, que (se hacía así) en todas partes. Otrosí, que (lo hacía así) la mayoría.
Otrosí, que a aquellos que no estaban dispuestos a hacer lo anterior en su recepción o con
posterioridad, se les mataba o se les metía en prisión.
Otrosí, que alguno de ellos (lo estaba). Otrosí, que la mayoría (lo estaban).
Otrosí, que se les ordenaba, por juramento, que no debían revelar lo anterior.
Otrosí, que si se encontraba alguien que había revelado (estas cosas), se le castigaba con la
muerte o con la cárcel.
Otrosí, que se les ordenaba no confesarse con nadie excepto con un hermano de la Orden.
Otrosí, que las anteriores cosas se hicieron más allá de los mares, en los lugares en que el Gran
Maestre y el Capítulo de dicha Orden se encontraban en aquel momento.
Otrosí, que a veces dicha negación de Cristo se hacía en presencia del Gran Maestre y del
Capítulo anteriormente citado.
Otrosí, que (eran hechas) de este lado del mar en todos los reinos y en otros lugares en que se
hacían las recepciones de hermanos.
Otrosí, que lo anterior eran artículos de la Orden, que habían sido introducidos por sus errores,
después de la aprobación de la Sede Apostólica.
Otrosí, que las recepciones de hermanos en dicha orden se ha cían en general de dicha manera
en toda la Orden.
Otrosí, que el Gran Maestre de dicha Orden mandaba que lo dicho se observara y se hiciera
así. -Otrosí, que los visitadores (lo hacían). -Otrosí, que los preceptores (lo hacían). -Otrosí,
que otros jefes de dicha Orden (lo hacían).
Otrosí, que estos mismos hombres observaban esto y enseñaban que se debía hacer y
preservar. -Otrosí, que otros de ellos (lo ha cían).
Otrosí, que los hermanos no tenían otro modo de recepción en dicha Orden.
Otrosí, que nadie de la Orden que todavía vive recuerda no haber habido otro modo de
recepción que éste.
Otrosí, que el Gran Maestre, los visitadores, los receptores y los otros Maestres de dicha
Orden, teniendo poder en esto, castigaban gravemente (aquellos) que no guardaban ni estaban
dispuestos a guardar el modo de recepción anteriormente citado, así como las otras cosas ya
mencionadas, cuando se les presentaba alguna queja.
Otrosí, en dicha Orden las donaciones de caridad no se hacían como se debía, ni se ofrecía
hospitalidad.
Otrosí, que se les autorizaba a que debían intentar aumentar y sacar provecho de dicha Orden,
de cualquier modo por medios le gales o ilegales.
Otrosí, que (se celebraban) en secreto, bien durante el primer sueño o durante la primera
vigilia de la noche.
Otrosí, que (se celebraban) en secreto, ya que todas las otrasfamilias de la casa se les echaba
afuera y la casa se cerraba, ya que se les mandaba fuera a todas lasfamilias en esas noches en
que se cele braba Capítulo.
Otrosí, que (se celebraban) en secreto, puesto que de estemodoellos mismos se encontraban
cuando se celebraba Capítulo, ya que todas las puertas de la casa e Iglesia en las cuales se
estaba cele brando el Capítulo, las reforzaban tan fuertemente que nadie podía tener acceso a
ellos ni acercarse, ni nadie podía ver u oír lo que se estaba haciendo o diciendo.
Otrosí, que (se celebraban) tan en secreto que estaban acostumbrados a colocar un guardia en
el tejado de la casa o iglesia en donde se estaba celebrando el Capítulo, en caso de que alguien
se acercara al lugar en donde se celebraba el Capítulo.
Otrosí, que observaban y estaban acostumbrados a observarse cretos similares, como era
normal al recibir nuevos hermanos.
Otrosí, que este error florece y florecía en la Orden durante mucho tiempo, puesto que eran de
la opinión y la mantenían en el pasado que el Gran Maestre puede absolver los pecados a los
hermanos.
Otrosí, que el mayor error florece y ha florecido, que esto se celebraba y se ha celebrado en el
pasado, que el Gran Maestre puede absolver a los hermanos de la Orden de sus pecados,
incluso (pecados) no confesados, que se habían olvidado confesar debido a alguna vergüenza o
temor de la penitencia que se les podía infligir o imponer.
Otrosí, que el Gran Maestre ha confesado espontáneamente estos errores citados antes de su
captura, en presencia de eclesiásticos y laicos dignificados en la fe.
Otrosí, que mantienen y habían mantenido dichos errores no solamente por las opiniones y
creencias del Gran Maestre, sino por la de otros preceptores, en especial por los de otros
importantes Visitadores de la Orden.
Otrosí, que cualquier cosa que el Gran Maestre, especialmente en este tema, hacía, ordenaba y
legislaba, toda la Orden la debía mantener y observar y también esto fue observado.
Otrosí, que lo anterior deparaba hábitos y los errores duraban desde hacía tanto tiempo, que la
Orden podía haber sido renovada en cuanto al personal, una, dos o más veces desde que se
habían introducido u observado los errores citados.
Otrosí, que... todos o los dos tercios de la Orden, conociendo dichos errores, se olvidaban de
corregirlos.
Otrosí, que muchos hermanos de dicha Orden, debido a la corrupción y errores de su Orden,
algunos se salían pasando a otra Orden y otros permaneciendo en la vida secular.
Otrosí, que debido a lo anterior, se habían suscitado grandes escándalos contra dicha Orden en
los corazones de elevadas personas, incluso de reyes y príncipes, y se habían generado en casi
toda la población de la cristiandad.
Otrosí, que todo y cada uno de lo anterior ha sido observado y manifestado entre los hermanos
de dicha Orden.
Otrosí, que estas cosas son de público dominio, opinión general y reputación tanto entre los
hermanos de la Orden como fuera de ella. -Otrosí, que concernía a la mayoría de los dichos. -
Otrosí, que concernía a otros.
Otrosí, que el Gran Maestre de la Orden, el visitador y los grandes preceptores de la Orden de
Chipre, Normandía yPoitou,así como otros muchos preceptores y algunos otros hermanos de
dicha Orden, han confesado lo escrito arriba, tanto en investigaciones judiciales como fuera de
ellas, en presencia de personas electas y también ante personas públicas en muchos lugares.
Otrosí, que algunos hermanos de dicha Orden, caballeros como también sacerdotes, y otros en
presencia de nuestro señor Papa y de los señores Cardenales, han confesado lo anterior o gran
parte de dichos errores.
CRONOLOGÍA*
1096 Abril: la cruzada popular, capitaneada por Pedro el Ermitaño y Gualterio Sans-Avoir,
inicia su marcha. En verano la primera cruzada «oficial», dirigida por Ramón de Tolosa y
Godofredo deBouillonentre otros también empieza a caminar. Octubre. Los cruzados
populares regresan a Constantinopla, vencidos por los turcos seljúcidas. Por las mismas
fechas, los otros cruza dos llegan también a la capital de Bizancio.
1097 Mayo. Victoria de los cruzados en Nicea (Asia Menor). Julio. Otra victoria cruzada:
Dorilea (Asia Menor). 20 de octubre. Se inicia el asedio de Antioquía.
1134 «El elogio de la nueva milicia», carta-sermón dirigida a Hugo de Payns por Bernardo
de Claravall. El Temple se instala en Milán.
El Temple, junto con el Hospital y la Orden del Santo Sepulcro reciben el reino de Aragón
a la muerte de Alfonso el Batallador. Primeras donaciones barcelonesas: Ramón Massanet y
su hijo donan unas casas y torres que poseen en Barcelona.
1136 Muerte de Hugo de Payns y elección de Roberto de Craon. 1137 El Temple se instala
en el Imperio Germánico.
1139 29 de marzo. Inocencio II, papa, completa la regla de los Templa rios con la
bulaOmneDatum Optimum.
114327 de octubre. Por el acuerdo de Gerona el Temple renuncia a su parte del reino de
Aragón y recibe, por voluntad de Ramón Berenguer IV los castillos de Monzón, Montgai,
Chalamera, Barberá y Remolins. Ramón Berenguer cede al Temple el castillo de Monzón.
31 de diciembre. Caída de Edessa en manos del atabek musulmán Imad ed-Din Zengi.
1146 La Orden se instala en lo que se conocerá como elVieuxTemple de París. 1147 Inicio
de la Segunda Cruzada, dirigida por Conrado II, emperador germánico, y Luis VII, rey de
Francia.
1148 Derrota de Luis VII en Laodicea (Asia Menor). 28 de julio. Derrota de los cruzados
en Damasco. Septiembre. Conrado regresa a Germania.
Conquista de Tortosa. El Temple recibe una quinta parte del tercio real de la ciudad, de
manos de Ramón Berenguer IV
1151 Eugenio, papa, decide que los Templarios pueden llevar una cruz roja sobre sus
hábitos blancos. Es elegido nuevo Maestre Bernardo de Tremelay.
1158 Los Templarios boicotean una expedición contra Egipto que sale de Palestina.
1190 Mayo. Victoria germánica en Iconi (Asia Menor). Junio. Federico I muere ahogado
en el río Góksu. Octubre. Federico de Suabia, hijo de Federico I, llega a Acre.
1191 Abril. Felipe Augusto llega también a Acre. Junio. Ricardo Corazón de León y su
ejército acampan ante Acre. 12 de julio. Los cruzados conquistan Acre. Felipe Augusto decide
regresar a Francia.Robertde Sable es elegido Maestre.
1192 Enero. Toma de las ruinas de Ascalón por los cruzados. Octubre. Ricardo abandona
Palestina.
1229 Federico II llega a un acuerdo con los musulmanes: el reino de Jerusalén recibe la
Ciudad Santa y Belén.
1240 Se alzan de nuevo el castillo y la encomienda de Safet, en Tierra Santa, que habían
sido destruidos en 1218. Nace en BorgoñaJaimede Molay.
Caída de Gaza en manos de los mamelucos egipcios y de los karismanianos. Muerte del
MaestreArmanddePérigord.
1248 Convocatoria de la Sexta Cruzada, dirigida por Luis IX de Francia, san Luis.
1249 Junio. Los cruzados se hallan ante Damietta, que cae fácilmente. 1250 Febrero.
Derrota de los cruzados en Mansura. Muerte del hermano de Luis IX.
Abril. Desastre cruzado: Luis IX cae prisionero, Damietta vuelve a manos egipcias y el rey
debe pagar un rescate cuantioso.
1254 Abril. Regreso de san Luis a Francia. 1256 Es elegido nuevo Maestre Tomás Berard.
1260 Nace en Villandraut, Gascuña, Bernardo deGot,que llegaría a ser papa con el nombre
de Clemente V.
1265 El sultán de Egipto inicia la campaña contra los Estados cristianos de Tierra Santa.
1285 A la muerte de Felipe III el Osado sube al trono de Francia su hijo, Felipe IV el
Hermoso.
1287 Caída de Trípoli en manos de los egipcios. Mueren en la batalla ilus tres templarios
catalanes: los Montcada.
1291 7 de abril. Los egipcios inician el asedio de Acre. 4 de mayo. Llegan refuerzos
cristianos desde Chipre. 18 de mayo. Los sarracenos ocupan Acre. 19 de mayo. Cae Tiro. 28
de mayo. La última resistencia en Acre, el Temple, cae, con la muerte de muchos Templarios
y del Maestre Guillermo de Beaujeu. Julio. Caen Sidón, Beirut yHaifa.Agosto. Son
abandonados los castillos de Tortosa y Athlit. Se acaba la presencia cristiana en Tierra Santa.
1
303 Muerte de Bonifacio Abagni, después de haber sido encarcelado por Guillermo de
Nogaret.JaimeII de Cataluña y Aragón recibe laconfidenciade Esquius de Floyrac sobre las
aberraciones de los Templarios. Guillermo de París es nombrado inquisidor general de
Francia.
1305 5 de junio. Bernardo deGotes elegido en el cónclave de Perusa nuevo papa y toma el
nombre de Clemente V. 14 de noviembre. Coronación de Clemente V en Lyon.
1307 Primavera.Jaimede Molay y otros caballeros llegan a Francia llama dos por el papa
Clemente V Agosto. Entrevista de Clemente V y Jaime de Molay enPoitiers.El Maestre se
entera de los primeros rumores sobre las acusaciones contra los Te mplarios. 22 de septiembre.
Se decide actuar contra los Templarios después de una reunión en Santa María de Pontoise
entre el rey, Nogaret, Guillermo de París, inquisidor, yGillAycelin, canciller real hasta aquel
momento. El mismo día Felipe decide nombrar a Nogaret nuevo canciller real. 12 de
octubre.Jaimede Molay preside el duelo por la muerte de la cuñada del rey al lado de Felipe IV
13 de octubre. Los Templarios de toda Francia son encarcelados, se les confiscan sus bienes y
se ocupan sus encomiendas. 16 de octubre. Felipe el Hermoso envía cartas a los reyes de
Occidente comunicándoles el arresto de los Templarios. 19 de octubre. Guillermo de París
inicia los interrogatorios. 24 de octubre.Jaimede Molay confiesa.5 de noviembre.JaimeII y
Ximén de Lenda, Maestre provincial de los Templarios de la Corona de Aragón, se
entrevistan en Daroca.22 de noviembre. Clemente V promulga la bulaPastoralis
Praeeminentiae ordenando la detención de los Templarios. 1de diciembre.JaimeII ordena la
detención de los Templarios y la confiscación desusbienes en la Corona de
Aragón.Diciembre. Berenguer Fredol y Esteban de Suisy, cardenales franceses, se entrevistan
en París conJaimede Molay y Hugo de Pairaud: éstos revocan sus confesiones.
1313 22 de diciembre. Se nombra una comisión de prelados para juzgar aJaimede Molay y
a los altos dignatarios de la orden. Muere Guillermo de Nogaret.