Tenn, William - Mundos Posibles
Tenn, William - Mundos Posibles
Tenn, William - Mundos Posibles
William Tenn
Titulo Original:
OF ALL POSSIBLE WORLDS
Traducción:
Antonio Ribera
Portada:
BAS
Mundos Posibles
William Tenn
(Comentario de la contraportada)
En esta obra singular, William Tenn nos ofrece una gran diversidad de "mundos
posibles", desde el horripilante mundo donde los cadáveres son recuperados y
aprovechados para, vivificándolos de nuevo, proseguir la guerra implacable contra
los monstruos insectos que pretenden sojuzgar a la Humanidad, hasta el viaje a
nuestra época de un flirgleflip, un sabio del futuro que no consigue convencer a
nadie de su extraordinario origen. Con el ánima en suspenso, asistimos, entre otras,
a las fabulosas aventuras de McCarthy "Cabeza de Pato" en el Período Cretácico, y
al salvamento de los tesoros de arte de la Humanidad por su último custodio, poco
antes de que el Sol estalle convirtiéndose en una nova. Buena y auténtica Fantasía
Científica, de la mejor calidad, la que se encierra en este volumen.
INTRODUCCIÓN
DE LA FANTASÍA EN LA FANTASÍA CIENTÍFICA
(1) Obra publicada en Colección Nebulae con el N°18 (N. del E.)
ENTRE LOS MUERTOS
Yo permanecía de pie frente a la puerta exterior del depósito de chatarra, mientras
sentía cómo el estómago se me revolvía lentamente, exactamente como ocurrió
cuando vi saltar y volar hecha pedazos a toda una subarmada terrestre —cerca de
20.000 hombres— durante la Segunda Batalla de Saturno, hacia más de once años.
Pero entonces cruzaron fragmentos destrozados de astronaves por mi visiplaca y me
pareció incluso oír los gritos de los hombres con la imaginación; también, las
imágenes, que se iban haciendo cada vez mayores, de las naves cuadrangulares de
los eoti, surgiendo entre el terrible destrozo que habían ocasionado, y que iba a la
deriva por el espacio. Eso explicaba sobradamente el sudor helado que se enroscaba
como una serpiente sobre mi frente y en torno a mi cuello.
A la sazón, únicamente tenía ante mí una enorme construcción de líneas severas,
muy parecida a los centenares de fábricas que se alzaban en los suburbios
industriales del Viejo Chicago... una factoría rodeada de una verja y espaciosos
campos de pruebas... el Depósito de Chatarra. Sin embargo, el sudor que corría por
mi cuerpo era aún más frío y los espasmos que contraían mis entrañas eran mayores
que en cualquiera otra ocasión de ]as incontables y ruinosas batallas que habían
dado origen a este desastre.
Después de todo, esto era muy comprensible, me dije. Lo que yo sentía era la
bisabuela de todos los temores, la mayor sensación de repugnancia y miedo de que
era capaz mi carne. Era comprensible. pero con saberlo no resolvía nada. Y, con
todo, no me decidía a acercarme al centinela de la puerta.
Me había sentido casi bien del todo hasta ver el enorme recipiente cuadrado junto a
la verja, el recipiente que exhalaba un ligero hedor y sobre el cual se desplegaba el
enorme y vistoso rótulo:
NO DESPERDICIE DESPERDICIOS
ECHE TODOS LOS DESPERDICIOS AQUI
Recuerde:
TODO LO 'USADO' PUEDE SER RECORTADO
TODO LO ESTROPEADO PUEDE ARREGLARSE
TODO LO USADO PUEDE EMPLEARSE DE NUEVO
ECHE AQUI TODOS LOS DESPERDICIOS
Policía de Conservación
Ya había visto aquellos recipientes cuadrados y divididos en compartimientos en
todos los cuarteles, todos los hospitales, todos los centros de recreo que existían
entre el lugar donde me hallaba y los asteroides. Pero verlos precisamente allí y en
aquel momento, les confería un significado distinto. Me pregunté si tendrían
también aquellos otros avisos por dentro, los más breves. Ya sabe el lector:
«Necesitamos todos nuestros recursos para derrotar al enemigo... y la basura es
nuestro mayor recurso natural». Resultaría muy ingenioso decorar las paredes de
aquel edificio en particular con semejantes avisos.
Todo lo estropeado puede arreglarse... Flexioné el brazo derecho dentro de la
manga de mi mono azul. Parecía formar parte de mí mismo; siempre me lo
parecería. Y en el transcurso de un par de años, suponiendo que yo viviese tanto
tiempo, la fina cicatriz blanca que rodeaba la articulación del codo sería
completamente invisible. Estaba seguro de todo. Todo, excepto una cosa. La más
importante.
Y sentí menos deseos de entrar que nunca.
Entonces vi a aquel muchacho. El de la Base de Arizona. Se le veía muy joven y
muy asustado.
Estaba de pie frente a la garita del centinela, paralizado como yo. En el centro de su
gorra militar lucía una «Y» flamante y reluciente, con un puntito en el centro: la
insignia de comandante. No la lucía el día anterior, cuando nos dieron instrucciones,
lo cual sólo podía significar que acaban de ascenderlo.
Le recordaba bien del día anterior. Era el que había levantado tímidamente la mano
durante el período de preguntas, el que, cuando consiguió llamar la atención, se
levantó a medias, abriendo la boca un par de veces para espetar finalmente esta
pregunta: «Disculpe usted, señor... pero... Supongo que ellos... no huelen tan mal
como dicen, ¿verdad?»
Estalló una tempestad de risas, la risa desordenada de hombres que se habían
sentido muy cerca del borde desgarrado del histerismo durante toda la tarde y que se
alegraron de que al menos alguien hubiese dicho algo que ellos pidiesen considerar
gracioso.
Y el oficial de cabellos blancos que les instruía, y que ni siquiera sonrió, esperó a
que cesase el ataque de histerismo para decir gravemente: «No, no huelen mal en
absoluto. Es decir, a menos que no se bañen. Lo mismo que ustedes, caballeros».
Esto nos hizo callar. Incluso el muchacho, mientras volvía muy colorado a ocupar
su asiento, apretó fuertemente los labios ante la advertencia. Y tuvieron que
transcurrir veinte minutos, después que salimos de la sala, para que me diese cuenta
del dolor que me causaban los músculos contraídos de mi rostro.
Lo mismo que ustedes, caballeros...
Hice de tripas corazón y me acerqué al muchacho.
—¿Qué tal, comandante? —le dije—. ¿Lleva aquí mucho tiempo?
El se esforzó por sonreír.
—Más de una hora, comandante. Tomé el que salía a las ocho quince de la Base de
Arizona. Casi todos dormían la mona de la fiesta de anoche. Yo me acosté pronto.
Deseaba disponer del mayor tiempo posible para adaptarme a esto. Aunque no
parece que sirva de mucho.
—Efectivamente. Hay cosas a las que uno nunca consigue acostumbrarse. Y otras a
las que uno no se acostumbra jamás, ni se espera que lo haga.
Me dirigió una mirada al pecho.
—Este no es su primer mando, ¿verdad?
¿El primero? ¡Harías mejor en decir el vigésimo quinto, hijo mío! Mas entonces
recordé que todos dicen que parezco muy joven para tener tantas condecoraciones...
además, qué diablos, aquel muchacho estaba tan pálido...
—No, no es el primero. Pero nunca había tenido una tripulación de burbujas. Esto es
tan nuevo para mí como para usted. Yo también estoy pasando por una prueba,
¿sabe usted, comandante? ¿Qué le parece si entrásemos juntos por esa puerta? Así
habremos pasado lo peor.
El joven asintió con ademán violento. Nos cogimos del brazo y nos dirigimos al
centinela, al que mostramos nuestras órdenes. El abrió el portal y nos dijo:
—Pasen ustedes. Cualquier ascensor de la izquierda les llevará al piso quince.
Siempre cogidos del brazo, penetramos en el vestíbulo del gran edificio después de
ascender por una larga escalinata y de cruzar bajo un signo en el que se leía en letras
rojas y negras:
CENTRO DE RECUPERACION DE PROTOPLASMA HUMANO
SECCION DE ACABADO DEL DISTRITO III
Por el vestíbulo paseaban algunos ancianos muy erguidos, entre numerosas
muchachas uniformadas bastante atractivas. Me complació observar que la mayoría
de las jóvenes estaban encinta. Era el primer espectáculo agradable que veía desde
hacía casi una semana.
Penetrando en un ascensor, dijimos a la chica:
«Al quince.» Ella oprimió un botón y esperó a que el ascensor se llenase. No parecía
estar embarazada. Me pregunté qué le ocurriría.
Conseguí hacer tascar el freno a mi desbocada imaginación, cuando vi las
charreteras que lucían en los hombros los restantes pasajeros. De momento, esta
visión casi me bastó. Era un emblema circular de color rojo con la sigla TAF en
letras negras sobre un G-4 blanco. TAF eran las iniciales de «Terrestrial Armed
Forces», o sea Fuerzas Armadas Terrestres; naturalmente: esas letras constituían la
insignia básica de todas las unidades. Pero, ¿por qué ostentaban también la G, que
indicaba Personal? G-4 correspondía a Intendencia. ¡Intendencia!
Se puede confiar siempre en las TAF. Millares de especialistas morales de cualquier
graduación, devanándose sus cultivados sesos para mantener alta la moral de los
hombres en las zonas de combate... Pero cada vez, también, cuando se trate de
recoger chatarra, nuestras buenas TAF recogerán el nombre más feo, el que tenga el
peor gusto posible.
«Naturalmente, me dije, no se puede emprender una guerra aniquiladora e
interestelar de veinticinco años de duración, sin mantener intacto y bañado por el
rocío hasta el último y más insignificante pensamiento de los combatientes. Pero
Intendencia no, señores. Ni este sitio... ni el Depósito de Chatarra. Esforcémonos, al
menos, por cubrir las apariencias».
Entonces empezamos a subir y la chica del ascensor se puso a anunciar los pisos, y
yo tuve otras muchas cosas en que pensar.
—Tercer piso... Recepción y Clasificación de Cadáveres —cantó la ascensorista.
—Quinto piso... Proceso Quirúrgico Preliminar.
—Séptimo... piso. Reconstitución Cerebral y Alineación Neurónica.
—Piso noveno... Cosmética, Reflejos Elementales y Control Muscular.
En este momento me esforcé por no seguir escuchando, como si me hallase a bordo
de un crucero pesado, por ejemplo, y la sala de máquinas posterior hubiese quedado
pulverizada por un rayo procedente de un merodeador eoti. Después de que uno ha
asistido un par de veces a un hecho de esta naturaleza, aprende a hacerse el sordo y
a decirse: «No conozco a nadie de los que estaban en esa condenada sala de
máquinas, a nadie absolutamente, y dentro de pocos minutos todo volverá a estar
tranquilo y bien». Y a los pocos minutos, así es. Lo único malo que eso tiene es que,
le guste o no le guste a uno, tiene que formar parte del grupo que se envía a la sala
abrasada para limpiar de piltrafas las paredes y hacer funcionar de nuevo los
reactores. Y aquello era lo mismo. Así que había conseguido taponar mis oídos a la
voz de la muchacha, llegamos al piso decimoquinto («Entrevistas Finales y
Embarque»), y el muchacho y yo tuvimos que salir.
El estaba hecho una lástima. Le temblaban las rodillas, tenía los hombros caídos
como si las clavículas se le hubiesen doblado. De nuevo volví a agradecer que la
suerte me hubiese deparado su compañía, que me permitía atenderle y ocuparme de
él.
—Vamos, comandante —le susurré—. Ánimo y a ellos. Piense que para tipos como
nosotros, esto es casi una reunión de familia.
Fue lo peor que podía haber dicho.
—No crea que voy a darle las gracias por recordármelo, amigo —me dijo—.
Aunque los dos estemos embarcados en el mismo bote.
Luego se dirigió, muy erguido y rígido, hacia la empleada de la recepción.
Yo hubiera deseado arrancarme la lengua. Corrí tras él.
—Lo siento, chico —le dije con vehemencia—. Lo dije sin pensarlo. Pero no te
enfades conmigo; caramba, tenía que oírmelo decir.
Se detuvo, pareció pensarlo y asintió, para dirigirme una sonrisa a continuación.
—Muy bien, no te guardo rencor. Qué guerra tan terrible, ¿verdad?
—¿Terrible? Como que si te descuidas, incluso te pueden matar.
La empleada encargada de la recepción era una rubita gordezuela que lucía dos
alianzas en una mano y una en la otra. Por lo que yo sabía de las costumbres en
boga en el planeta, aquello significaba que había enviudado dos veces.
Tomando nuestras órdenes, las leyó airosamente por el micrófono de su mesa:
—Atención. Acondicionamiento Final. Atención Acondicionamiento Final.
Preparados para embarcar inmediatamente los siguientes números de serie:
70623152, 70623109, 70623166 y 7023123. También 70538966, 70538923,
70538980 y 70538937. Ruego hagan pasar por las secciones numeradas
correspondientes y comprueben todos los datos de los formularios TAF AGO
números 362 según la orden de TAF número 7896, del 5 de junio de 2145.
Adviertan cuando estén disponibles para Entrevistas Finales.
Me sentí impresionado. Eran casi los mismos trámites por los que uno tenía que
pasar al acudir a la Sección de Pertrechos de Guerra para conseguir un juego de
recambio de toberas de eyección.
La joven levantó la mirada y nos dirigió una atractiva sonrisa.
—Sus tripulaciones estarán listas en un momento. ¿Quieren ustedes sentarse,
señores?
Nosotros nos sentamos señorialmente.
A los pocos instantes, ella tuvo que levantarse para ir a buscar algo en un archivador
empotrado en la pared. Cuando regresó a su mesa, pude observar que se hallaba en
estado interesante... en el tercero o cuarto mes de la gestación. Como es de suponer,
hice un pequeño gesto satisfecho de asentimiento. Por el rabillo del ojo vi cómo mi
joven compañero hacía lo mismo. Nos miramos sin poder contener una sonrisa.
—Es una guerra terrible de verdad —dijo él.
—Y, a propósito, ¿de dónde es usted? —le pregunté—. Su acento no me parece
propio del Tercer Distrito.
—Y no lo es. Nací en Escandinavia... en el Onceno Distrito Militar. Soy oriundo de
la ciudad sueca, de Goteborg. Pero cuando me... ascendieron, ya no me importó
dejar de ver a los míos, como es natural. Pedí entonces que me destinasen al
Tercero, y, desde entonces hasta el día en que alcance a un merodeador, aquí estaré
pasando mis permisos y períodos de hospitalización terrestres.
Yo había oído decir que muchos oficiales jóvenes pensaban así. Por mi parte, yo
nunca había tenido ocasión de averiguar si sentiría deseos de visitar a mis
familiares. Mi padre murió en la suicida intentona por recuperar a Neptuno,
mientras yo todavía me hallaba en la escuela militar aprendiendo estrategia
elemental, y mi madre era secretaria del Estado Mayor del almirante Raguzzi,
cuando el buque insignia Termópilas recibió un impacto directo dos años antes,
durante la famosa defensa de Ganímedes. Eso ocurrió, por supuesto, antes de que
fuesen promulgadas las órdenes sobre la natalidad, y las mujeres aún ocupaban
cargos administrativos en los frentes de combate.
Me daba cuenta, por otra parte, de que al menos dos de mis hermanos podían vivir
aún. Pero yo nunca hice ningún intento por entrar en contacto con ellos desde que
conseguí mi «Y» con puntos. Por lo tanto, creo que mis sentimientos eran muy
parecidos a los del muchacho... lo cual no era sorprendente.
—¿Nació usted en Suecia? —le preguntó la rubita—. Mi segundo marido era sueco,
precisamente. Tal vez usted le hubiese conocido... se llamaba Sven Nossen. Creo
que tenía muchos parientes en Oslo.
El muchacho entornó los ojos como si cavilase y repasase mentalmente la lista de
todos los suecos que vivían en Oslo. Por último, denegó con la cabeza.
—No, no creo recordarlo. Pero antes de que me movilizasen, apenas había salido de
Goteborg.
Ella le dirigió una sonrisa de simpatía por su provincianismo. Aquella chica era la
rubia clásica de las novelas rosa. Sin embargo... existían docenas de chicas
lindísimas, y muy listas en los planetas interiores, que en los tiempos que corrían
tenían que contentarse con una participación de una quinta parte en un lupanar
abisal que sólo podía ofrecer la mínima expresión de masculinidad. O con un
certificado del banco de esperma local. La rubita que nos atendía, en cambio, había
tenido tres maridos completos.
Aunque tal vez, me dije, si yo buscase una esposa, sería precisamente esto lo que
escogería para dejar de oler el hedor de los rayos lanzados por los merodeadores y
dejar de oír el lamento de los Irving. Tal vez desearía una mujercita agradable y
sencilla para que me acogiese al regreso de una de aquellas complicadas
escaramuzas con los eoti, durante las cuales uno pasa casi todo el tiempo consciente
tratando de calcular qué estrategia emplean esta vez los asquerosos insectos. Quizá
si yo tuviese que casarme, hallaría más atractiva y deseable, en términos generales, a
aquella cabecita vacía que... quien sabe. Considerándolo como un problema
psicológico, no dejaba de ser interesante.
Observé que ella me dirigía la palabra.
—¿Nunca había tenido usted una tripulación de esta clase, comandante?
—¿De fiambres, quiere usted decir? No, todavía no, afortunadamente.
Ella hizo un mohín de desaprobación, tan lindo como sus mohines de aprobación.
—Esa palabra no nos gusta mucho.
—Muy bien, llamémosles entonces burbujas.
—Esa palabra tampoco nos gusta. Está hablando usted de seres humanos, como
usted mismo, comandante. Seres idénticos a usted.
Empezaron a dolerme los pies, como me habían dolido en el vestíbulo. Hasta que
me di cuenta de que sus palabras no encerraban ningún segundo significado. Ella no
lo sabía. Qué diablos... aquello no figuraba en nuestras órdenes. Aflojé mi tensión.
—Perdóneme, pues. ¿Cómo les llaman ustedes aquí?
La rubia se irguió, muy tiesa.
—Nos referimos a ellos por el nombre de soldados suplentes. El epíteto «fiambre»
se aplicó al modelo 21, ya anticuado, y que dejó de producirse hace más de cinco
años. Les proporcionaremos a ustedes individuos basados en los modelos 705 y 706,
que son prácticamente perfectos. En realidad, hasta cierto punto incluso son...
—¿No tienen la tez azulada? ¿No andan como unos sonámbulos?
Ella denegó con violencia, moviendo su rubia cabecita, mientras sus ojos llameaban.
Evidentemente, se había tragado toda la literatura existente al respecto. Después de
todo, tal vez no fuese una cabeza de chorlito; no poseía un cerebro de genio, pero
sus anteriores maridos probablemente habían podido conversar con ella en sus
períodos de descanso. Ella se puso a explicar entusiasmada:
—La cianosis era el resultado de una deficiente oxigenación de la sangre. La sangre,
precisamente, constituyó el segundo de nuestros problemas más difíciles en lo
tocante a la reconstitución de tejidos. El más difícil estuvo representado por el
sistema nervioso. Aunque los hematíes están en muy mal estado cuando llega el
cuerpo a nosotros, en la actualidad podemos ofrecer un corazón reconstruido que
funciona perfectamente. Pero si existe la más diminuta lesión o daño en el cerebro o
la médula, hay que comenzar de nuevo. Y luego vienen los trastornos de la
reconstitución. Mi prima Lorna trabaja en Alineación Neural y, según me dice, basta
con hacer únicamente una conexión equivocada —ya sabe usted lo que pasa,
comandante, al término de la jornada una tiene la vista cansada y no hace más que
mirar el reloj—, una sola conexión equivocada, para que los reflejos del individuo
terminado queden tan dañados. que no hay mas remedio que devolverlo al tercer
piso y empezar de nuevo todo el proceso. Pero eso a usted no tiene que causarle
preocupación. Desde que fabricamos el modelo 63, utilizamos el sistema de
inspección de dos equipos en Alineación Neural. Y los de la serie 700... esos son
sencillamente maravillosos.
—¿Con que maravillosos... eh? ¿Mejores que el anticuado modelo hijo de una
madre?
—Verá usted... el 11 —y pareció meditar—. Se quedaría usted sorprendido de
verdad, comandante, si pudiese ver los últimos gráficos de rendimiento. Claro que
.siempre ha existido esa gran deficiencia, la única actividad que nunca hemos
podido...
—Lo que yo no comprendo —le atajó el muchacho— es por qué tienen que utilizar
cadáveres. ¿Por qué no dejan en paz a los pobres cuerpos que han vivido su vida y
han terminado pereciendo en la guerra? Ya sé que los eoti pueden sobrepasamos en
número por el simple recurso de aumentar el número de reinas de sus naves
capitanas; sé también que la falta de efectivos humanos es el mayor problema de la
TAF... pero hace mucho tiempo que sintetizamos protoplasma. ¿Por qué no
sintetizar entonces todo el cuerpo, desde las uñas de los pies hasta el lóbulo frontal,
y fabricar verdaderos y honrados androides que no le afrenten a uno con su hedor de
muertos cuando le salgan al paso?
La rubita montó en cólera.
—¡Nuestros productos no huelen mal! ¡La sección de Cosmética puede garantizar
que los nuevos modelos incluso huelen menos que usted, joven! Y sepa que no
reanimamos ni vivificamos de nuevo a cadáveres; lo que hacemos es recuperar
protoplasma humano, utilizar de nuevo tejido celular humano gastado y destruido en
las zonas donde suele haber más escasez de personal militar. Le aseguro que no
hablaría usted de cadáveres si viese en qué condiciones se encuentran algunos de
esos cuerpos cuando llegan aquí. Sepa usted que a veces no encontramos en un solo
envío —los envíos constan de paquetes de veinte bajas— lo bastante con que hacer
un riñón bueno y entero. Entonces nos vemos obligados a tomar un poco de tejido
intestinal por aquí, un poco de bazo por allá, alterarlos, unirlos cuidadosamente,
activarlos...
—Eso es precisamente lo que yo quiero decir. En lugar de tomarse tanto trabajo, ¿
por qué no empiezan con las verdaderas materias primas?
—¿Cuáles, por ejemplo? —le preguntó ella.
El joven hizo un ademán vago con sus manos enguantadas.
—Elementos básicos como carbono, hidrógeno, oxígeno, etc. Así todo el proceso
resultaría mucho más limpio y agradable.
—Los elementos básicos tienen que proceder de alguna parte —le indiqué
amablemente—. En cuanto al hidrógeno y al oxígeno, se podrían sacar del agua y
del aire. ¿Pero de dónde sacaríamos el carbono?
—Del mismo sitio de donde lo sacan los otros fabricantes sintéticos... del carbón,
del petróleo, etc.
La joven de la recepción se sentó, más tranquila.
—Habla usted de substancias orgánicas —le advirtió—. Si quiere emplear materias
primas procedentes de substancias vivas, ¿por qué no emplear lo que más se
aproxime al producto final que nos proponemos alcanzar? No se trata más que de
una sencilla medida de economía industrial, comandante, puede creerme. La materia
prima mejor y más barata para la manufactura de soldados suplentes, son los
cuerpos de los propios soldados.
—Admito que la idea es lógica —concedió el muchacho—. No existe otro uso para
los cadáveres de soldados viejos y derrengados. Mejor eso que enterrarlos para que
se conviertan en carroña.
Nuestra rubita empezaba a sonreír satisfecha, cuando de pronto le miró
intensamente y pareció cambiar de idea, mostrándose de pronto muy indecisa.
Cuando el audífono de su mesa zumbó, ella se inclinó al instante sobre el mismo.
Yo le dirigí una mirada de aprobación. Efectivamente, no era una cabeza de
chorlito. Sólo muy femenina. Suspiré. Tiene que saber el lector que me equivoco
docenas de veces en cosas de la vida civil, pero sólo con las mujeres mi
desorientación suele dar buenos resultados. Eso demuestra una vez más que un gran
número de cosas peculiares ocurren a veces por nuestro bien.
—Comandante —decía entretanto ella al muchacho— ¿Quiere usted tener la bondad
de dirigirse a la habitación 1.591? Dentro de un instante se reunirá en ella su
tripulación —Volviéndose hacia mí, añadió—: Y usted vaya a la habitación 1.524,
comandante, háganos el favor.
El joven nos saludó y se alejó muy tieso. Yo esperé a que la puerta se hubiese
cerrado tras él para inclinarme hacia la empleada y decirle:
—Ojalá cambiasen las leyes sobre los nacimientos. Haría usted un magnífico oficial
de orientación. He comprendido más lo que es el Depósito de Chatarra después de
hablar con usted, que en diez sesiones de instrucción.
Ella escrutó ansiosamente mi rostro.
—Ojalá lo diga usted en serio, comandante. ¡A todos nos interesa tanto este
proyecto! Nos sentimos enormemente orgullosos de los progresos conseguidos por
la Sección de Acabado del Distrito Tercero. Constantemente estamos hablando de
los nuevos logros conseguidos... los comentamos en todas partes, hasta en la
cafetería. Sólo cuando ya era demasiado tarde me di cuenta de que ustedes... —
enrojeció profundamente, y todo su rostro se tiñó de rubor como sólo puede
ruborizarse una rubia— podían tomarse lo que dije como una alusión personal.
Siento de veras que...
—No hay nada que lamentar —le aseguré—. No dijo usted nada que no pudiese
decir. Hablaba de cosas de su profesión. Como cuando estuve el mes pasado en el
hospital y oí cómo dos cirujanos hablaban de cómo arreglar el brazo de un enfermo
y hacerlo funcionar de nuevo. Hablaban con la misma indiferencia que si se tratase
de poner un nuevo brazo en un sillón de lujo. Pero su conversación era muy
interesante, y yo aprendí muchas cosas.
La dejé con una expresión de agradecimiento, que es la única manera como se
puede dejar a una mujer, y me dirigí a la habitación 1.524.
Sin duda había servido de aula antes de que se recogiese la chatarra humana para
aprovecharla de nuevo. Varias sillas, una gran pizarra, algunos mapas. Había un
gráfico sobre los eoti, consistente en la lista con la información esencial y que
contiene todos los datos limitados que hemos podido reunir acerca de esa peste
durante este sangriento cuarto de siglo, a partir del día en que surgieron más allá de
Plutón para apoderarse de todo el sistema solar. Apenas difería del que yo tuve que
aprenderme de memoria en la escuela militar: la única diferencia consistía en la
sección sobre la inteligencia y motivos, que había sido algo ampliada. No pasaba de
ser teoría, desde luego, pero era una teoría más cuidadosamente elaborada que la
que a mí me habían enseñado. Los sabios habían llegado a la conclusión de que la
causa de que todos los intentos por comunicarse con ellos hubiesen fracasado, no se
debía a que fuesen una especie conquistadora, sino a que sufrían la misma rabiosa
xenofobia de sus primos más pequeños y menos inteligentes, los insectos que
formaban comunidades aquí en la Tierra. Por ejemplo: si una hormiga se dirige a un
hormiguero extraño... ¡zas! le cortarán inmediatamente la cabeza antes de trasponer
la entrada. Y las hormigas centinelas aún reaccionarán con mayor rapidez si el
intruso es un ser de otra especie. Así, a pesar de la ciencia de que hacían gala los
eoti, en muchos —excesivos— aspectos más avanzada que la nuestra, eran
psicológicamente incapaces de ejercer la proyección mental necesaria para
comprender que unos individuos de aspecto completamente distinto poseen
inteligencia, sentimientos —¡y derechos!— equivalentes hasta cierto punto a los
propios.
Tal vez fuese así. Entretanto, nos veíamos enzarzados en un mortífero jaque en
tablas con ellos, en una zona de combate interminable que a veces alcanzaba más
allá de Saturno y otras se contraía hasta Júpiter. A menos que inventásemos una
nueva arma de un poder tan inimaginable que nos permitiese aniquilar su flota antes
de que ellos pudiesen copiar dicha arma, lo cual habían conseguido hacer hasta la
fecha, nuestra única esperanza consistía en descubrir el sistema estelar del cual
procedían, construir luego no una nave estelar, sino toda una flota de ellas... para
destruir su base de origen o amedrentarlos de tal modo, que retirasen sus fuerzas
expedicionarias para dedicarlas a la defensa de su patria amenazada. Pero todo ello
no pasaban de ser meros proyectos.
Mas si deseábamos mantener nuestra situación actual hasta que dichos proyectos
empezasen a realizarse, era necesario que nuestras listas de nacimientos fuesen más
largas que las listas de muertos en combate. Durante la última década no había sido
así, a pesar de las leyes sobre el nacimiento, que se dedicaban a pulverizar una por
una nuestras leyes morales y adelantos sicológicos. Hasta que un día alguien de la
Policía de Conservación observó que casi la mitad de las naves que teníamos en el
frente habían sido fabricadas aprovechando la chatarra procedente de las naves
desguazadas y destrozadas en combates anteriores. Quien hizo tal observación se
preguntó también dónde estaba el personal que tripuló aquellos pecios...
Y así entraron en escena lo que la rubita de marras y sus compañeras que trabajaban
en el establecimiento se complacían en llamar soldados suplentes.
Yo era segundo calculador de segunda clase a bordo del viejo Genghis Khan,
cuando nos enviaron el primer grupo como tropas de refresco. ¡Permitid que os
diga, amigos, que tuvimos perfecta razón para llamarles fiambres! La mayoría de
ellos eran tan azules como el uniforme que llevaban, respiraban tan ruidosamente
que parecían asmáticos con un altavoz instalado en el pecho, su mirada brillaba con
toda la inteligencia que pueda poseer la jalea del petróleo... ¡y hay que ver como
caminaban!
Mi amigo Johnny Cruro, el primer hombre que sucumbió en la Gran Irrupción de
2143, solía afirmar que los fiambres trataban de bajar por una empinada cuesta, al
pie de la cual se abría un gran panteón familiar. El cuerpo siempre muy erguido y
tenso. Brazos y piernas moviéndose muy despacio, hasta que de pronto daban una
sacudida. Así se deslizaban.
No servían para nada como no fuese para las faenas más rutinarias. Y aun así... si se
les ordenaba que sacasen brillo a la cureña de un cañón, no había que olvidarse en
volver al cabo de una hora para ordenarles que terminasen, o de lo contrario saldrían
al espacio exterior a fuerza de frotar. Desde luego, no todos eran tan malos. Johnny
Cruro también solía decir que conoció a uno o dos de ellos capaces de alcanzar la
imbecilidad en sus momentos mejores.
El combate fue lo que dio al traste con ellos a los ojos de la TAF. No quiero decir
que sucumbiesen a las condiciones impuestas por la lucha —todo lo contrario. La
vieja astronave empezaba a balancearse y chirriar, cambiando de curso cada tres
segundos... todos los Irving, proyectores y cañones nucleares instalados en la
cubierta brillaban como ascuas de oro a causa del calor que generaban; una voz
ronca lanzaba furiosas órdenes por los altavoces instalados en los mamparos, con
una rapidez a la que no podían ajustarse los músculos humanos; las tropas de asalto,
con el rostro contraído, corrían locamente de un punto de peligro a otro; todo el
mundo trabajaba frenéticamente maldiciendo y vociferando y preguntándose por
qué los eoti tardaban tanto en alcanzar y tocar un blanco tan grande y lento como el
Khan... y he aquí que de pronto uno veía a un fiambre con una escoba en sus manos
flácidas, barriendo la cubierta con las mandíbulas colgando y aquel aspecto
horriblemente aplicado propio de ellos.
Recuerdo a dotaciones enteras de artilleros lanzándose con frenesí contra los
fiambres, para golpearlos con largas palancas y sus puños cubiertos de manoplas de
metal; una vez, incluso un oficial, que volvía corriendo a la sala de mandos, se
detuvo, desenfundó su arma y disparó chorro tras chorro de energía ardiente contra
un azul, que se dedicaba a limpiar tranquilamente una portilla mientras la proa de la
nave saltaba por los aires. Y mientras el fiambre se tambaleaba sin comprender y
caía sin quejarse sobre las planchas del suelo, el joven oficial se inclinó sobre él y
musitó con voz apaciguadora, como se hace con un perro revoltoso: «¡Vamos,
vamos, muchacho, échate, échate, te digo!»
Esta fue la causa de que los fiambres terminasen siendo retirados, causa que nada
tenía que ver con su eficiencia. Las incidencias del combate provocaban una
peligrosa tensión en el ánimo de los combatientes. Tal vez si no hubiese sido por
esto, hubiéramos terminado por acostumbrarnos a su presencia... Dios sabe muy
bien que uno termina por acostumbrarse a todo en la guerra. Pero los muertos
ambulantes representaban algo que estaba más allá de la guerra. ¡Se mostraban tan
terriblemente indiferentes a la perspectiva de morir de nuevo!
Aunque era opinión general que los fiambres de último modelo constituían un
notable adelanto. Más valía que así fuese. Un comando puede estar muy cerca de ser
una patrulla de suicidas, pero se requiere que todos los hombres de a bordo den su
máximo rendimiento, si el comando tiene que realizar victoriosamente su temeraria
misión, y mucho más si tiene que volver. Son unas navecitas tan pequeñas, y en
ellas los hombres tienen que convivir de una manera tan íntima...
Oí cómo por el corredor se arrastraban varios pies, que se detuvieron frente a la
puerta.
Parecían esperar. Yo esperé también, mientras se me ponía la piel de gallina. Y
luego of como movían de nuevo los pies con inquietud. ¡Por lo visto estaban
nerviosos por tener que presentarse ante mí!
Me acerqué a la ventana para mirar al campo de instrucción en el que viejos
veteranos con espíritus y cuerpos tan destrozados que ya no era posible reparárseles,
enseñaban a fiambres en trajes de faena el modo de utilizar sus flamantes reflejos
condicionados para hacer la instrucción. Aquello me recordó el campo de deportes
de un instituto de muchos años atrás. Las antiguas voces de mando me llegaban
débilmente: «Mar... chén. Un, dos, un, dos. Mar... chén. Un, dos, tres... Al... tó.»
Aunque, en realidad, no decían marchen, sino una palabra nueva que no pude
comprender.
Y precisamente entonces, cuando ya tenía blancos los nudillos y exangües las
manos que oprimía fuertemente a mi espalda. oí cómo se abría la puerta y cuatro
pares de pies penetraban en la habitación, pisando pesadamente. La puerta se cerró y
los cuatro pares de pies dieron un taconazo para adoptar la posición de firmes.
Me volví.
Me estaban saludando. «Naturalmente —me dije—, eso es lo que debían hacer»,
pues yo era el oficial que los mandaba. Les devolví el saludo, y cuatro brazos
descendieron al instante.
Yo les dije:
—En su lugar descansen.
Ellos retrocedieron un poco separando las piernas y con los brazos a la espalda. Yo
reflexioné, y añadí:
—Digo que descansen.
Relajaron un poco la tensión de sus cuerpos. Yo volví a reflexionar antes de añadir:
—Rompan filas, siéntense y vamos a presentarnos.
Ocuparon sendas sillas y yo subí al pupitre del instructor. Nuestras miradas se
cruzaron. Sus caras eran rígidas y atentas: no delataban nada de su interior.
Me pregunté qué cara tendría yo. A pesar de todas las conferencias de orientación, a
pesar de todo el adiestramiento que había recibido, debo reconocer que mi primer
encuentro con ellos me causó una impresión indecible. Su aspecto era
extraordinariamente saludable y normal, y revelaba una firme decisión. Pero esto no
era todo.
No, esto no era todo.
Lo que me hacía sentir deseos de echar a correr y salir de estampida de la
habitación, del edificio, era algo que ya me estaba temiendo que ocurriese desde
aquella última breve sesión de adiestramiento en la Base de Arizona. Había hecho
todo lo posible por prepararme a ello, y aquí estaba por fin. Cuatro muertos me
miraban. Pero eran cuatro muertos aureolados por la fama.
El individuo corpulento repantigado en su silla era Roger Grey, que resultó muerto
hacía más de un año cuando se lanzó con su navecilla exploradora contra los
reactores de proa de una nave insignia eoti. La nave insignia quedó partida en dos.
Le concedieron casi todas las condecoraciones imaginables y la Corona Solar, a
título póstumo, naturalmente. Grey tenía que ser mi copiloto.
El hombrecillo enjuto y alerta, de negras guedejas, era Wang Hsi. Resultó muerto
cuando cubría la retirada hacia los asteroides, después de la Gran Irrupción de 2143.
Según la fantástica historia que refirieron los testigos del hecho, su astronave siguió
disparando después que la alcanzaron de pleno tres veces. También recibió todas las
condecoraciones imaginables y la Corona Solar. Wang tenía que ser mi jefe de
máquinas.
El sujeto bajito y moreno era Yussuf Lamehd. Lo mataron en una pequeña
escaramuza a la altura de Titán, pero con su muerte se convirtió en el hombre más
condecorado de toda la TAF. Doble Corona Solar. Lamehd tenía que ser mi
artillero.
El hombre corpulento era Stanley Weinstein, el único prisionero de guerra que hasta
entonces había conseguido escapar de manos de los eoti. Cuando llegó a Marte poca
cosa quedaba de él, pero la nave que tripulaba era el primer aparato enemigo intacto
que la Humanidad podía estudiar. En aquellos días todavía no existían Coronas
Solares para concederlas a título póstumo, pero aún existen varias academias
militares que llevan su nombre. Weinstein tenía que ser mi astrogador.
Arrancándome a mis ensueños, me obligué a volver a la realidad. Aquéllos no eran
los héroes auténticos. Probablemente ni siquiera tenían una partícula de la sangre de
Roger Grey o de la sangre de Wang Hsi sobre sus huesos sintéticos. No eran más
que réplicas excelentes y fidelísimas, hechas de acuerdo con detalladas
especificaciones físicas que figuraban en los archivos médicos de la TAF desde que
Wang era un simple cadete y Grey un recluta.
Tuve que recordarme a mi mismo que existían entre cien o un millar de Yussuf
Lamehd y Stanley Weinstein en los más diversos lugares... y que todos ellos
procedían de una línea de montaje instalada algunas plantas más abajo. «Sólo los
valientes merecen el futuro», era la divisa del Depósito de Chatarra, y se esforzaba
por asegurarles el disfrute de este futuro duplicando en grandes cantidades todos los
miembros del Ejército que se distinguieron por su especial heroísmo. Como yo
sabía, existían una o dos categorías más susceptibles de recibir honores semejantes,
pero las razones fundamentales que preconizaban la creación de los modelos
heroicos tenía muy poco que ver con la moral de las tropas.
En primer lugar, surgía de nuevo aquella cuestión de la productividad industrial. Si
se empleaban sistemas de producción en masa, como hacía el Depósito de Chatarra,
resultaba de sentido común lanzar al mercado sólo unos cuantos modelos en serie,
en lugar de hacerlos todos diferentes... como serían los salidos de manos de un
artesano creador. Admitida la ventaja de] empleo de modelos en serie, ¿por qué no
utilizar aquellos que podían evocar recuerdos positivos y relativamente agradables,
en lugar de reproducir individuos anónimos salidos de la mesa de los delineantes?
La segunda razón incluso era más importante, pero difícil de definir. Según el
oficial que nos dio instrucciones la víspera, era innegable la existencia de un
sentimiento peculiar —casi podría afirmarse un sentimiento supersticioso— según
el cual, si se copiaban las facciones y la apariencia de un héroe, su musculatura,
metabolismo e incluso las arrugas de su corteza cerebral, podía llegarse a crear otro
héroe parecido. Naturalmente, la personalidad original no reaparecería jamás, pues
había sido el resultado de muchos años de vida en un medio determinado y docenas
de otros factores altamente escurridizos, pero era perfectamente posible, en opinión
de los biotécnicos, que la estructura corporal albergase una cantidad mínima de
valor y determinación...
¡Bueno, al menos aquellos fiambres no parecían tales!
Obedeciendo a un repentino impulso, saqué del bolsillo el rollo de papeles que
contenían nuestras órdenes de viaje, pretendí estudiarlo y lo dejé caer súbitamente
de mis manos. Mientras los papeles revoloteaban hacia el suelo delante mío, Roger
Grey se levantó para recogerlos, tendiéndomelos con un movimiento gracioso, pero
arisco. Yo los tomé, sintiéndome más aliviado al verle moverse así. Me gustaba ver
esos ademanes en un copiloto.
Le di las gracias. El se limitó a asentir.
Luego observé a Yussuf Lamehd. En efecto, él también poseía aquella gracia de
movimientos, junto con las características indefinibles que hacen un artillero de
primera clase. Es casi imposible describirlo, pero si uno entra en un bar de alguna
zona de descanso, en Eros, por ejemplo, entre cinco oficiales acomodados junto a la
barra, se conoce en seguida quién es el artillero. Es una especie de nerviosismo
cuidadosamente contenido o una flema a la que está sujeta por un cabello el gatillo
que puede hacerla saltar. Sea lo que sea, es precisamente lo que se requiere para
sentarse frente al botón de disparo después de haber completado el regate, la curva y
el giro que forman el fulminante ataque de una nave, y se tiene el objetivo al alcance
de la propia artillería, iniciando ya el nuevo regate que pondrá la nave en seguridad.
Lamehd poseía esta cualidad en grado tan elevado que yo había apostado por él y
contra cualquier otro artillero de la TAF que yo hubiese visto en acción.
Los astrogadores y maquinistas son diferentes. Hay que verlos trabajar bajo presión
para poder valorarlos. Pero aun así, me agradó el modo tranquilo y confiado con que
Wang Hsi y Weinstein pasaban mi examen. Me gustaron.
En aquel mismo instante noté cómo desaparecía el peso abrumador que me oprimía
el pecho. Me sentí aliviado por primera vez en muchos días. La verdad es que me
gustaba mi tripulación fuesen o no fuesen fiambres. Nos entenderíamos.
Resolví decírselo:
—Muchachos, creo que nos entenderemos bien. Creo que contamos con las bases
para organizar una nave bien gobernada. Verán ustedes que yo...
Me interrumpí al observar aquella mirada fría y ligeramente burlona. Al ver cómo se
miraron cuando les dije que nos entenderíamos, cómo se miraron resoplando
levemente con las aletas de la nariz distendidas. Me di cuenta de que ninguno de
ellos había pronunciado una palabra desde que entraron: se habían limitado a
observarme, con una mirada que no era precisamente afectuosa.
Me interrumpí e hice una larga y profunda inspiración. Por primera vez se me había
ocurrido que había estado inquietándome sólo por un aspecto del problema, tal vez
el menos importante. Me había preguntado cuáles serían mis reacciones ante ellos y
hasta qué punto les aceptaría como camaradas de a bordo. Después de todo, no eran
más que fiambres.
Nunca se me había ocurrido pensar en cuáles pudieran ser sus sentimientos respecto
a mí.
Y era evidente que éstos no tenían nada de amistosos hacia mi persona.
—¿Qué les ocurre a ustedes? —les pregunté. Todos me dirigieron una inquisitiva
mirada—. ¿ Qué están pensando?
Ellos no me quitaban la vista de encima. Weinstein frunció los labios y se balanceó
en su silla, haciéndola crujir. Nadie habló.
Abandoné el pupitre y me puse a pasear arriba y abajo frente a ellos. No me
quitaban ojo de encima.
—Grey —dije de pronto—. Parece como si tuviese algo dentro que le molesta. ¿Por
qué no me dice lo que es?
—No, mi comandante —repuso él con voz lenta y deliberada—. Prefiero no
decírselo.
Yo hice una mueca.
—Si alguno de ustedes desea decir lo que sea..., les aseguro que quedará únicamente
entre nosotros. Por el momento, vamos a olvidarnos también de las diferencias de
rango y del reglamento.
Esperé a que hablasen.
—¿Wang? ¿Lamehd? ¿Y usted, Weinstein?
Ellos seguían mirándome de hito en hito y en silencio. La silla de Weinstein crujía
acompasadamente.
Yo estaba desconcertado. ¿ Qué podían tener contra mí? Nunca nos habíamos visto.
Pero de una cosa yo sí estaba seguro: no estaba dispuesto a permitir a bordo de mi
nave la existencia de una tripulación que alimentaba un resentimiento tan unánime
contra mí. No estaba dispuesto a hendir el espacio con aquellos ojos clavados en mi
nuca. Resultaría más práctico que metiese la cabeza frente a una lente Irving y luego
oprimiese el botón.
—Escúchenme —les dije—. He hablado en serio al decir que nos olvidásemos por
un momento del rango y los reglamentos. Me propongo mandar una nave en la que
reine la armonía, y por lo tanto tengo que saber qué les ocurre. Los cinco viviremos
en un espacio reducidísimo y en las peores condiciones que ha podido imaginar la
mente del hombre; tripularemos una minúscula nave cuyo único objetivo consiste en
colarse a tremenda velocidad entre el fuego y los aparatos protectores de las naves
enemigas mucho mayores, para asestarles un potente chorro de energía con un solo
lrving. Tendremos que convivir, dejando aparte nuestras mutuas simpatías y
antipatías. Si no conseguimos llevarnos bien, si existe una hostilidad latente entre
nosotros, la nave no operará a su pleno rendimiento. Y ello significará que...
—Mi comandante —me interrumpió súbitamente Weinstein, haciendo golpear las
patas delanteras de su silla contra el suelo con un golpe seco—. Querría hacerle una
pregunta.
—No faltaba más —repuse, soltando un suspiro de alivio de las proporciones de un
pequeño huracán—. Pregúnteme lo que quiera.
—Cuando usted piensa en nosotros, mi comandante, o cuando habla de nosotros,
¿qué palabra emplea?
Yo le miré moviendo la cabeza con incredulidad.
—¿Cómo?
—Cuando usted se refiere a nosotros, mi comandante, o cuando piensa en nosotros,
¿nos llama usted fiambres? ¿O acaso nos llama burbujas? Esto es lo que yo querría
saber, mi comandante.
Habló con un tono tan cortés y normal, que tardé bastante tiempo en comprenderle
plenamente.
—Por mi parte —dijo Roger Grey con una voz que era apenas un poco menos cortés
y comedida— por mi parte, creo que el comandante es de esa clase de hombres que
se refieren a nosotros llamándonos carne en conserva. ¿No es eso, mi comandante?
Yussuf Lamehd cruzó los brazos sobre el pecho y pareció enfrascarse en una
profunda meditación.
—Creo que tienes razón, Rog. El es de esa clase que nos llama carne en conserva.
Sí, no hay duda, es de esa clase.
—No —intervino Wang Hsi—. No es de los que emplean ese lenguaje. Nos llama
fiambres; no carne en conserva. Por su manera de hablar podréis observar que ni
aunque perdiese los estribos se atrevería a decirnos que volviésemos a la lata de
conservas. Tampoco creo que nos llame burbujas con mucha frecuencia. Es de esa
clase de tipos que cogería por su cuenta a otro comandante para decirle: «¡Chico,
tengo la dotación de fiambres más estupenda que puedas imaginarte!». Eso creo yo.
Fiambres.
Después de esto, siguieron sentados en el mayor silencio e inmovilidad y sin
quitarme los ojos de encima. Y en ello ya no se veía burla, sino odio.
Volví al pupitre y me senté. En el aula se oía volar una mosca. Del patio, quince
pisos más abajo, me llegaban las órdenes de mando. ¿De dónde podían haberles
venido todas aquellas ideas tan absurdas? Ninguno de ellos tenía más de seis meses;
y ninguno de ellos había salido todavía de los límites del Depósito. Su
acondicionamiento, si bien mecánico e intensivo, tenía que ser absolutamente
seguro, dando por resultado unas mentes sólidas, elásticas y absolutamente
humanas, perfectamente adiestradas en sus diversas especialidades y que estaban
lejos de cualquier clase de desequilibrio como podían haberlas llevado los últimos
avances psiquiátricos. Estaba seguro de que no podían haber adquirido aquellas
peligrosas ideas en su acondicionamiento. ¿Dónde, pues...?
Y entonces lo oí claramente por unos momentos. La palabra. La palabra que
gritaban en el campo de instrucción en lugar del march... én tradicional. Aquella
palabra extraña y nueva que yo no había podido discernir. El instructor que hacía
maniobrar a los reclutas gritaba en realidad: «Fiam... brés, un, dos, un, dos. Fiam...
brés, un dos».
¿No era aquello lo mismo que ocurría en la TAF, me pregunté? ¿ No era lo que
ocurría y había ocurrido en todos los ejércitos y en todos los tiempos? Invertir
verdaderas fortunas y los mejores cerebros para producir un producto de primera
necesidad de acuerdo con unas fórmulas exactas para luego, en el plano más bajo de
la vida militar, empezar por hacer algo que anulaba completamente aquellos
resultados. Estaba seguro de que los oficiales responsables de la actitud de la joven
encargada de la recepción tal vez no tuviesen nada que ver con el sistema empleado
por los viejos sargentos de la TAF que hacían evolucionar los escuadrones de
reclutas en el patio. Podía imaginarse muy bien aquellos espíritus estrechos y
mezquinos celosamente orgullosos de sus prejuicios y de sus conocimientos
militares, limitados y trabajosamente adquiridos, dando a los jóvenes que tenía ante
mí su primer anticipo de la vida de cuartel, su primer anticipo de lo que sería la vida
«ahí fuera». ¡Qué estupidez!
¿Pero sería aquello, realmente? Podía mirarse la cuestión desde otro ángulo,
prescindiendo del hecho de que únicamente unos soldados demasiado viejos
físicamente y demasiado fosilizados mentalmente para realizar cualquier otra
misión, se destinasen a este sitio. Esto respondía al sencillo pragmatismo de la
mentalidad militar. Las zonas de lucha eran lugares de constante horror y agonía, los
frentes de combate propiamente dichos, en los que operaban las navecillas, aún eran
peores. Los colapsos de hombres y material que allí ocurriesen resultarían
costosísimos. Era mejor que los colapsos ocurriesen tan cerca de la retaguardia
como fuese posible.
Después de todo, aquello no dejaba de tener su lógica. Tal vez era lógico crear
hombres vivos con carne de hombres muertos —¡Dios sabe muy bien que la
Humanidad había llegado a un punto en que tenía que sacar refuerzos de donde
fuese!, aunque esto costase un precio enorme y requiriese los cuidados que
generalmente sólo se aplican a la fabricación de los más delicados instrumentos de
relojería; para luego dar media vuelta y someterlos a la acción del medio más tosco
y desagradable que pudieran imaginarse, un medio que los pervertía y convertía la
fidelidad cuidadosamente instalada en sus almas, en odio, y su ajuste psicológico,
cuidadosamente equilibrado, en una sensibilidad de neurótico.
Yo no sabía si este razonamiento era justo o equivocado, ni si el problema había
merecido la consideración de las altas esferas oficiales. Lo único que veía era que
era mi propio problema, y me parecía desmesurado para mis fuerzas. Recordé cuál
era mi actitud hacia aquellos hombres antes de conocerlos, y me dio asco. Pero este
recuerdo me dio una idea.
—A ver, quiero que me digan una cosa —les indiqué—: ¿Cómo me llamarían
ustedes a mí?
La pregunta pareció desconcertarles.
—Ustedes quieren saber por qué palabras les designo yo —les aclaré—. Antes
díganme cómo llaman a la gente como yo, a hombres que han..., que han nacido.
Deben de tener ustedes sus propios epítetos.
Lamehd sonrió hasta que su dentadura brilló con un triste blanco en su rostro
atezado.
—Les llamamos a ustedes los sin trampa —repuso—. Los sin trampa ni cartón.
Yo me quedé de una pieza.
Entonces intervinieron sus compañeros, citando otros nombres, docenas de otros
nombres. Querían que yo los oyese todos. Se interrumpían; escupían las palabras
como proyectiles; me miraban desafiantes y retadores para ver qué efecto me
causaban. Algunos de los apodos eran divertidos, otros harto repugnantes. Me
deleitaron especialmente «tíos buenos» y «los de artesanía».
—Muy bien —dije tras una ligera pausa—. ¿Se sienten mejor ahora?
Todos jadeaban afanosamente, pero se sentían mejor. Yo estaba seguro de ello, y
mis interlocutores lo sabían. La atmósfera ya no estaba tan cargada.
—Lo primero de todo —les dije—, quiero que se den cuenta plenamente que son
ustedes personas mayores y, por tanto, capaces de cuidar de si mismas. De ahora en
adelante, si alguna vez entramos juntos en un bar o en un campo de recreo y alguien
de su mismo rango dijese algo que sonase como fiambres a sus agudos oídos, están
ustedes en plena libertad de cogerlo por su cuenta y hacerlo pedazos..., si pueden. Si
es alguien que ostente mi rango, pueden ustedes estar casi seguros de que soy yo
quien se encargará de hacerlo pedazos, y eso por que soy un comandante muy
sensitivo, al que no le gusta que se mofen de sus hombres. Y si alguna vez creyesen
ustedes que no les trato como corresponde a seres humanos cien por cien, y como
ciudadanos solares en la plenitud de sus derechos, les doy permiso para que vengan
y me digan: «¿Qué se ha creído usted, repugnante tipo de artesanía?».
Los cuatro sonrieron. Eran unas sonrisas cálidas, pero que se fueron desvaneciendo
lentamente, hasta que su mirada adquirió su anterior frialdad. Miraban a un hombre
que, después de todo, no era más que un intruso. Lancé una maldición. Wang Hsi
me dijo:
No es tan sencillo como usted lo presenta, mi comandante, por desgracia. Aunque
usted nos llame seres humanos cien por cien, lo cierto es que no lo somos. Y quien
desee llamarnos burbujas o carne en conserva, tiene razón hasta cierto punto. La
verdad es que no somos tan buenos como... usted, que ha nacido de madre, y lo
sabemos. Y también que nunca seremos tan buenos. Nunca.
—Yo no estoy tan seguro de ello –balbucí—. Hombre, algunos de vuestros gráficos
de rendimiento...
—Los gráficos de rendimiento, mi comandante —me atajó quedamente Wang
Hsi— no hacen a un ser humano.
A su derecha, Weinstein hizo un gesto de asentimiento y meditó antes de añadir:
—Ni unos grupos de hombres constituyen una raza.
Sabía adonde iríamos a parar. Y sentí deseos de salir como fuese de aquella
habitación, tomar el ascensor y huir del edificio antes de que nadie tuviese tiempo
de pronunciar otra palabra. «Es esto, me dije, muchacho, ya hemos llegado al
meollo del asunto». Sin poderlo evitar, traté de ampararme detrás de un pupitre; por
último desistí de hacerlo, conseguí sobreponerme y me puse a pasear frente a los
cuatro.
Wang Hsi no quería dar su brazo a torcer. Debiera habérmelo supuesto.
—Los soldados suplentes —prosiguió, bizqueando los ojos como si mirase de cerca
aquella frase por primera vez —no son más que suplentes, pero no soldados.
Nosotros no somos soldados, porque los soldados son hombres. Y nosotros, mi
comandante, no somos hombres.
Reinó un momentáneo silencio, roto con un tremendo estallido incontenible que
salió de mi boca.
—¿Y qué les hace creer que no son hombres?
Wang Hsi me miró estupefacto, pero su respuesta fue tan tranquila e imperturbable
como sus anteriores palabras.
—Usted lo sabe. Usted ha visto nuestras especificaciones, mi comandante. No
somos hombres de verdad, porque no podemos reproducirnos.
Haciendo un esfuerzo, me senté de nuevo y apoyé mis manos temblorosas sobre las
rodillas. Oí que Yussuf Lamehd decía:
—Somos tan estériles como el agua hervida.
—Ha habido docenas de hombres —empecé a decir— que han sido...
—No se trata aquí de docenas de hombres —me interrumpió Weinstein— sino de
todos..., de todos nosotros.
—Burbuja eres —murmuró Wang Hsi— y en burbuja te convertirás. Al menos
pudieron haber dado ciertas oportunidades a alguno de nosotros. Así se hubiera
evitado que se crease este resentimiento.
Roger Grey golpeó con su manaza el brazo del sillón.
—Esta es precisamente la cuestión, Wang —dijo con ira—. Se trataba de evitar que
no fuésemos tan buenos..., demasiado buenos. Que fuésemos mejores que ellos...
¿Dónde quedaría entonces la orgullosa y altiva raza humana, la que nos obsequia
con epítetos desdeñosos, la raza de los hombres de artesanía?
De nuevo los examiné atentamente, pero empezaba a forjarme de ellos una imagen
diferente. Ya no veía cintas automatizadas de montaje moviéndose lentamente,
cubiertas de tejidos y órganos humanos en los que unos atentos biotécnicos
realizaban distintas operaciones. Ya no veía una sala ocupada por docenas de
cuerpos adultos suspendidos en una solución nutritiva, y cada cuerpo conectado a
una máquina acondicionadora que noche y día suministraba las más detalladas
informaciones necesarias a un cuerpo que debía asumir el papel de un hombre en los
lugares más peligrosos de los frentes de combate.
Esta vez veía un cuartel lleno de héroes, muchos de ellos duplicados o triplicados. Y
todos ellos permanecían sentados e inactivos, llenos de resentimiento, como ocurre
entre los hombres congregados en un cuartel de cualquier punto del planeta y de
cualquier planeta, tanto si parecen héroes como simples mortales. Pero en este caso,
el resentimiento se debía a una humillación más profunda que las que hasta entonces
experimentara soldado alguno..., humillaciones tan fundamentales como la misma
contextura de la personalidad humana.
—¿Entonces ustedes creen —y a pesar del sudor que bañaba mi rostro, mi voz era
amable— que el poder reproductivo les ha sido negado deliberadamente?
Weinstein dijo con el ceño fruncido:
—Vamos, mi comandante. No nos venga ahora con cuentos de hadas, se lo ruego.
—¿No se les ha ocurrido pensar que el único problema con que se enfrenta
actualmente nuestra especie es el de la reproducción? Créanme, amigos, no se habla
de otra cosa ahí fuera. En los colegios se organizan debates en torno a las ideas más
en boga sobre este tema, y algunos alumnos alcanzan gracias a ello matrículas de
honor. No pasa mes sin que algún arqueólogo o algún botánico especializado en
hongos salga con un libro en el que se examina la cuestión desde su ángulo especial.
Todo el mundo sabe que si no conseguimos resolver el problema de la reproducción,
los eoti nos liquidarán. ¿Pueden ustedes creer seriamente que se anule
intencionadamente el poder reproductivo de quienquiera que sea?
—¿Qué importan unos cuantos fiambres más o menos? —preguntó Grey—. Según
las últimas noticias de prensa, los depósitos existentes en los bancos de esperma se
encuentran en el punto más alto de saturación en los últimos cinco años. No nos
necesitan en absoluto.
—Mi comandante —dijo Wang Hsi, avanzando su mentón triangular hacia mí—.
Permítame que le haga algunas preguntas. ¿Cree usted honradamente que nosotros
seremos capaces de creer que una ciencia que puede reconstruir un cuerpo humano
viviente y de perfecto funcionamiento, dotado de un complicado sistema digestivo y
un sistema nervioso delicadísimo, y todo ello mediante fragmentos de protoplasma
muerto y en descomposición, no puede reconstruir el plasma germinal aunque sea
una sola vez?
—Créanlo o no —repuse—, así es.
Wang se sentó, imitado por sus tres compañeros. Dejaron de mirarme.
—¿Nunca han oído decir —les dije en tono suplicante— que el plasma germinal es
esencialmente el individuo y no otra parte del mismo? ¿Y que algunos biólogos
heterodoxos asumen que nuestros cuerpos y los cuerpos de todos los seres vivos no
pasan de ser unos simples vehículos gracias a los cuales nuestro plasma germinal se
reproduce? ¡Les aseguro que es el más complicado enigma biotécnico que se alza
ante nosotros! Créanme, amigos —añadí con apasionamiento— cuando les digo que
la biología no ha podido resolver todavía el problema del plasma germinal, les digo
la verdad. Les aseguro que lo sé.
Aquello pareció impresionarles.
—Miren —añadí—. Tenemos una cosa en común con los eoti contra los cuales
luchamos. Los insectos y los animales de sangre caliente difieren de un modo
prodigioso. Pero sólo entre los insectos gregarios y los hombres igualmente
gregarios y que viven en comunidad existen individuos que, a pesar de no participar
en la cadena reproductiva, son de una importancia fundamental para su especie. Por
ejemplo, podríamos citar el caso de una maestra de escuela estéril, pero de un valor
incuestionable para forjar la personalidad e incluso el físico de los niños confiados a
su cuidado.
—Cuarta Conferencia de Orientación para Soldados Suplentes —observó Weinstein
con voz seca— Lo ha sacado del libro.
—Yo he sido herido —exclamé—. Herido gravemente unas quince veces.
Me detuve ante ellos y empecé a enrollarme la manga derecha, empapada con mi
transpiración.
—No hace falta que nos lo diga usted, mi comandante —dijo Lamehd con cierta
indecisión—. Ya podemos verlo por las medallas que ostenta. No hace falta que...
—Cada vez que me hirieron, me repararon hasta dejarme como nuevo. Mejor que
antes. Vean el brazo.
Lo flexioné para que lo viesen.
—Antes de que me lo abrasasen hasta quemarlo por completo en una pequeña
escaramuza que ocurrió hace seis años, yo nunca había tenido una musculatura tan
potente. El brazo que me fijaron al muñón es mejor que el antiguo, y les aseguro que
nunca había tenido tal rapidez de reflejos.
—¿A qué se refería usted —empezó a decir Wang— cuando antes dijo...?
—Me hirieron quince veces —mi voz le hizo callar— y catorce consiguieron
reparar perfectamente los desperfectos. Pero la última vez... la décimoquinta... ,
pues la última vez... el daño era irreparable. No pudieron hacer nada por mí esta
última vez.
Roger Grey abrió la boca como si fuese a decir algo.
—Afortunadamente —susurré— era una herida que no se veía.
Weinstein comenzó a preguntarme algo. Luego lo pensó mejor y se recostó de
nuevo en su asiento. Pero yo le dije lo que quería saber.
—Fue un obús nuclear. Según se vino a saber luego, se debió a un proyectil
defectuoso. Mató a la mitad de la dotación de nuestro crucero de segunda clase. Yo
no resulté muerto, pero sufrí los efectos del chorro de retroceso.
—El chorro de retroceso —repitió Lamehd, haciendo un rápido cálculo mental—.
Este chorro puede esterilizar a todos cuantos se hallen dentro de un radio de sesenta
metros y no se encuentren protegidos por un traje de...
—Yo no lo llevaba. —Había dejado de sudar. Ya lo había soltado. Había soltado mi
precioso secretito. Hice una profunda inspiración—. De modo que ya ven ustedes...
Lo que sí puedo decirles, es que aún no se ha conseguido resolver este problema.
Levantándose, Roger Grey me tendió la mano. Yo se la estreché. Era como la mano
de cualquier persona normal. Tal vez un poco más fuerte.
—El personal de las naves de combate —proseguí— está constituido por
voluntarios. Excepto para dos categorías: los comandantes y los soldados suplentes.
—En la presunción, supongo —comentó Weinstein— de que la raza humana pueda
prescindir más fácilmente de ellos.
El expresó su sentimiento con una inclinación de cabeza.
—Bueno, que me ahorquen —dijo Yussuf Lamehd riendo, mientras se levantaba
para estrecharme la mano— si no le doy la bienvenida a nuestra ciudad.
—Gracias, hijo mío —repuse.
Él parecía sorprendido ante el énfasis que ponía en las dos últimas palabras.
—El resto es muy sencillo —les dije—. No me casé y estaba demasiado ocupado
emborrachándome y haciendo trizas el pavimento durante mis permisos, para visitar
un banco de esperma.
—Vaya, vaya —dijo Weinstein, indicando las paredes con su grueso pulgar—.
Conque fue esto lo que pasó. Y ahora sólo tiene...
—Exactamente: esto. He aquí mi familia. La única que podré tener jamás. —
Golpeándome las medallas que lucía sobre mi pecho, añadí—: Tengo ya bastantes
de éstas para estimar la sustitución en su justo valor. En mi calidad de comandante
de suicidas, estoy seguro de ello.
—Y usted todavía no sabe —señaló Lamehd— qué porcentaje de sustitución está
distribuido en su memoria. Eso depende del número de condecoraciones que pueda
reunir antes de convertirse en... ¿Me permite que diga materia prima?
—Si —dije, sintiéndome locamente contento, tranquilo y descansado. Había
desembuchado todo cuanto tenía dentro y ya no me sentía abrumado por el peso de
millones de años de reproducción y evolución. ¡Y además había conseguido rehacer
la moral de aquellos hombres!— Sí, puede usted decir materia prima, Lamehd.
—Bien, muchachos —prosiguió este último— me parece que es deseo de todos que
el comandante tome mucha más ensalada de frutas. Es un tipo estupendo y ojalá
hubiese muchos como él en nuestro club.
Todos se levantaron y me rodearon, Weinstein, Lamehd, Grey y Wang Hsi. Su
aspecto era de lo más amistoso y de lo más capaz. Empecé a creer que formaríamos
una de las mejores tripulaciones de combate de... ¿Cómo una de las mejores? La
mejor, señores míos, la mejor.
—De primera —dijo Grey—. Puede usted empezar a mandarnos cuando y donde
guste... papi.
YO, YO Y SIEMPRE YO
—¿No valdría más que dejase de leer por un momento ese tebeo para prestarme un
poco de atención y escuchar lo que tengo que decirle antes de que emprenda la
mayor de las aventuras realizadas por el hombre? En resumidas cuentas, es su
propia cabeza de chorlito la que va usted a arriesgar.
El profesor Ruddle demostró su disgusto de modo inconfundible, congestionándose
hasta la raíz de sus blancos y sedosos cabellos.
McCarthy empujó con la lengua el tabaco que mascaba hacia un lado de la boca y
frunció los labios. Luego contempló con ojos soñadores a un lavabo esmaltado que
se encontraba casi a cinco metros de la enorme maraña cuadrada de alambre y
cristal en la que había estado trabajando el profesor. Súbitamente, surgió un largo
chorro pardusco de su boca que chocó contra el grifo de latón con un curioso
chasquido. El profesor pegó un brinco. McCarthy sonrió.
—No me llame usted Cabeza de Chorlito —protestó—. sino McCarthy Cabeza de
Pato. Conocido y respetado en todas las cárceles de los Estados Unidos, incluidas
las de Carolina del Norte, donde ahora tengo el gusto de encontrarme. «McCarthy
Cabeza de Pato, diez días por vagancia», es lo que suelen decir, o «McCarthy
Cabeza de Pato, veinte días por borrachera y escándalo público». Pero nunca me
han llamado Cabeza de Chorlito. —Hizo una pausa, suspiró, y alcanzó de nuevo con
su infalible puntería al grifo—. Mire, amigo, lo único que yo quería era una taza de
café y algo para desayunar. Eso de la máquina del tiempo no me interesa.
—¿No significa nada para usted pensar que pronto se hallará a ciento diez millones
de años en el pasado, un pasado en el que aún no existían antecesores reconocidos
del hombre?
—¡Qué va! No significa absolutamente nada para mí.
El antiguo decano de la Facultad de Ciencias de la Escuela Industrial de
Brindlesham no pudo ocultar una mueca de disgusto. Contempló a través de los
gruesos cristales de sus gafas al escuálido vagabundo, curtido por la intemperie, al
que se veía obligado a confiar la obra de toda su vida. Una cabeza que parecía
tallada en granito se alzaba al extremo de un pescuezo notablemente largo y
delgado; el vagabundo era enjuto de carnes y de miembros igualmente
desmesurados; sus ropas se limitaban a un descolorido suéter caqui, unos pantalones
de pana muy remendados y unos zapatones bastos que se hallaban en un estado
lamentable. Dejó escapar un suspiro.
—¡Y pensar que el destino del saber y el progreso humanos depende de usted!
Cuando hace dos días llegó a mi refugio después de vagar por la montaña, venía
derrengado y hambriento. Además, no llevaba ni un céntimo...
—Sí, llevaba cinco centavos. Lo que pasa es que tenía un agujero en el bolsillo. Le
apuesto a que la moneda está por aquí, en esta misma habitación.
—De acuerdo, hombre. Reconozco que tenía esa moneda encima. Yo le recibí, le di
una buena comida caliente y le ofrecí pagarle cien dólares contantes y sonantes si se
prestaba a tripular mi máquina del tiempo en su viaje inaugural. ¿No cree usted...?
¡Ping! Esta vez dio en el grifo del agua caliente.
—.... ¿qué es lo menos que usted podía hacer —y el menudo físico alzó
histéricamente la voz— sí, lo menos sería prestar atención a los datos que le facilito
para que el experimento sea un éxito? ¿No se da cuenta del fantástico trastorno que
puede originar en el curso del tiempo mediante una sola distracción?
McCarthy se alzó de pronto y la revista infantil de brillantes colores cayó al suelo,
entre un amasijo de carretes, manómetros y papeles cubiertos de fórmulas. Luego se
adelantó hacia el profesor, al que pasaba en más de un palmo. Este empuñó
nerviosamente una llave inglesa.
—Vamos a ver, señor profesor Ruddle —dijo con un énfasis no exento de
amabilidad—, si usted cree que yo no sé bastante, ¿por qué no va usted?
El hombrecillo le dirigió una sonrisa.
—Vamos, no sea tan terco, Cabeza de Chorlito...
—Cabeza de Pato. Ya le he dicho que me llamo McCarthy Cabeza de Pato.
—Es usted la persona más irascible que he conocido. Y más terco incluso que el
profesor Darwin Willington Walker, profesor de matemáticas de la Escuela
Industrial de Brindlesham. A pesar de las pruebas irrefutables que le presenté, se
mantuvo en sus trece, asegurando que una máquina del tiempo no podía funcionar.
No hacía más que decir que los grandes inventos no se basan en pequeñas paradojas.
Y que el viaje por el tiempo no será nunca más que eso: una colección de pequeñas
paradojas intrincadísimas. Como resultado de ello, la Escuela se negó a
subvencionar mis investigaciones y tuve que venir aquí, a Carolina del Norte,
pagándolo todo de mi peculio particular.
Con su semblante ceñudo parecía fulminar interiormente a los matemáticos
desprovistos de imaginación y a los administradores de centros docentes que se
distinguían por su tacañería.
—Todavía no ha respondido a mi pregunta.
Ruddle levantó la mirada, sonrojándose ligeramente bajo sus finos y desordenados
cabellos blancos.
—Verá usted, es que yo soy muy valioso para la sociedad, y además aún no he
podido terminar mi comunicación sobre las posiciones intra-reversibles. Si bien
todo parece indicar que la máquina alcanzará un rotundo éxito, no puede descartarse
la posibilidad de que Walker haya tenido en cuenta algún punto que yo... ejem...
haya pasado por alto.
—Lo cual quiere decir que hay la posibilidad de que yo no regrese, ¿no es eso?
—Verá... poco más o menos, sí. Aunque desde luego no hay peligro de que eso
ocurra. He repasado docenas de veces las fórmulas y son perfectas. Existe la
remotísima posibilidad, claro, de que contengan algún error insignificante, alguna
raíz cúbica que no se haya extraído hasta el último de sus decimales...
McCarthy asintió como para si mismo, con un gesto que parecía significar «ya me
lo suponía».
—Si es así —declaró—, quiero ese cheque antes de irme. No quiero correr el riesgo
de que vaya algo mal y luego usted no me pague.
El profesor Ruddle escrutó su semblante, mientras se pasaba la lengua por los
labios.
—¡Desde luego, amigo Cabeza de Chorlito —dijo—. ¡Pues no faltaba más!
—Cabeza de Pato. ¿Cuántas veces tendré que decírselo? Aunque extiéndame ese
cheque con mi verdadero nombre de pila.
—¿Cuál es?
—¿Eh? Sí, tendré que decírselo. Pero le ruego que no lo repita. Mire, es... Galahad.
Y el alto vagabundo pronunció esta palabra con un delicado susurro.
El físico añadió el nombre al rectángulo de papel verde, lo dobló y se lo tendió a
McCarthy. «Páguese a la orden de Galahad McCarthy la cantidad de cien dólares
con 00 centavos. Beet and Tobacco Exchange Bank of North Carolina».
Ruddle esperó a que el otro guardase cuidadosamente el cheque en el bolsillo
exterior del viejo suéter. Tomando un aparato fotográfico en miniatura, de un
modelo muy caro, se lo colgó al cuello.
—Está cargado. ¿Está usted seguro de que sabrá hacer funcionar el disparador?
Todo cuanto tiene que hacer es...
—Ya lo sé. He jugado con estas chucherías. En cuanto a éste, he tenido dos días de
tiempo para estudiarlo. Usted quiere que salga de la máquina, tome un par de
instantáneas del paisaje y mueva una piedra.
—¡Y nada más! Recuerde que irá a ciento diez millones de años atrás y que
cualquier acto que realizase podría tener un efecto incalculable sobre el presente.
Podría borrar a toda la raza humana de la faz de la Tierra, aplastando por distracción
a un animalejo antepasado suyo. Creo que bastará con mover ligeramente a una
piedra del sitio como primer experimento inocuo, pero a pesar de todo tenga
cuidado.
Ambos se dirigieron hacia la gran cabina transparente que se alzaba al fondo del
laboratorio. A través de sus paredes, de un palmo de grosor, se veía brillar
confusamente el equipo rojo, negro y plateado. Una enorme palanca surgía de la
maraña de alambres y cables como un índice metálico.
—Le trasladaré a usted al Período Cretáceo, en plena era de los reptiles. La mayor
parte de Norteamérica se hallaba sumergida por las aguas en esta época, pero la
Geología indica la existencia de una isla en este lugar.
—Me ha repetido usted esto dieciséis veces. Dígame únicamente de que manija hay
que tirar y déjeme ir.
Ruddle ejecutó una pequeña danza.
—¡Manija! —chilló—. ¡No se tira de ninguna manija! Se tiene que hacer bajar
suavemente —suavemente, le digo— el cronotránsito, que es esa gran palanca
negra, con lo que se cierra la puerta de cuarcita y se pone en funcionamiento la
máquina. A su llegada, levántela también suavemente, y la puerta se abrirá. La
máquina ya está preparada para recorrer en sentido inverso un número determinado
de años, por lo cual usted no tendrá que preocuparse de nada, afortunadamente.
McCarthy le dominó con su mirada.
—Hace usted muchos aspavientos para un tipo tan insignificante como yo. Me
apuesto a que su mujer le tiene medio muerto de miedo.
—Soy soltero —repuso secamente Ruddle—. No creo en la institución del
matrimonio.
Pareció despertar de un sueño.
—¿Quién habla de matrimonio en un momento como éste...? Cuando pienso en que
voy a permitir que un sujeto tan terco y estúpido como usted se vaya por ahí con un
aparato que posee la inmensa potencialidad de una máquina del tiempo... Claro que
mi vida es demasiado valiosa para arriesgarla probando el primer modelo
experimental.
—Sí —asintió McCarthy—. Esa es la verdad.
Acarició el bulto que formaba el cheque en el bolsillo de su suéter, y montó en la
máquina.
—La mía no vale nada.
Y obligó a descender la palanca del cronotránsito... suavemente.
—¡Adiós, Cabeza de Chorlito, y por favor tenga cuidado!
—Cabeza de Pato —corrigió maquinalmente McCarthy.
El aparato dio una sacudida. El vagabundo entrevió por última vez la figura
deformada de Ruddle, con su cabeza blanca y temblorosa a través de las paredes de
cuarcita. El profesor, en cuyo semblante se mezclaban el espanto y la duda, parecía
rezar.
El sol lucía cegador, con una claridad increíble, entre espesos nubarrones azulados.
La máquina del tiempo descansaba sobre una playa, al borde de la cual se alzaba
una lujuriante selva... que terminaba bruscamente ante la arena. Las paredes
semitransparentes le permitieron distinguir enormes masas verdes formadas por
casuarinas a las que se enroscaba la hiedra, helechos gigantescos y palmeras
descomunales, de las que se elevaba una ligera nube de vapor. Aquel lugar daba una
sensación de vida pujante y amenazadora.
—Alzar la manija con suavidad —murmuró McCarthy para sí mismo.
Salió por la puerta abierta al exterior, hundiéndose hasta los tobillos en agua. Por lo
visto, había llegado durante la pleamar y el agua espumeaba y barboteaba en torno a
la base del achaparrado aparato que le había transportado. Sí. Ruddle ya había dicho
que iría a parar a una isla.
—¡Ha sido una suerte que no construyera su laboratorio a quince o veinte metros
más abajo de la ladera!
Se dirigió chapoteando hacia la tierra firme, evitando un pequeño grupo de esponjas
pardas. Pensó que al profesor tal vez le gustaría una fotografía de ellas. Diafragmó
convenientemente la máquina fotográfica y la enfocó a distancia conveniente.
Luego tomó algunas fotografías del mar y la jungla.
Un ser de enormes alas correosas se cernía sobre un lugar situado a poco más de tres
kilómetros tierra adentro, a partir del borde terminal de la lujuriante selva.
McCarthy reconoció al espantoso engendro de apariencia de murciélago, que había
visto en los dibujos que le mostró el profesor. Era un pterodáctilo, el reptil antecesor
de los pájaros.
McCarthy lo fotografió apresuradamente y luego regresó bastante nervioso hacia la
máquina del tiempo. No le gustaba el aspecto de aquella larga mandíbula
puntiaguda, armada con una tremenda hilera de dientes de feroz catadura. Algún ser
viviente se movía en la selva, debajo del pterodáctilo. Éste se abatió a plomo como
un ángel caído, abriendo las feroces mandíbulas que rezumaban una asquerosa baba.
Cuando McCarthy comprobó que el terrible ser no le prestaba atención, ascendió
rápidamente por la playa. Cerca del borde de la selva, había observado una piedra
redonda y rojiza, que le pareció apropiada.
La piedra costaba más de remover de lo que había supuesto. Se esforzó por
arrastrarla, maldiciendo y sudando bajo aquel sol abrasador, mientras sus pies se
hundían en aquel limo pegajoso.
De pronto la piedra se levantó. Con un chasquido sordo, se despegó del limo y rodó
a un costado, dejando un agujero húmedo y redondo del que salió un ciempiés tan
largo como su brazo, que huyó a ocultarse en la espesura. Un olor nauseabundo se
elevó del lugar que había ocupado el ciempiés. McCarthy llegó a la conclusión que
aquel lugar no le gustaba nada.
Sería mejor que volviese.
Antes de bajar la palanca, el trotamundos echó una última mirada a la piedra roja,
cuya parte inferior era algo más oscura que el resto. Cien pavos por darle la vuelta.
—De modo que esto es trabajar —se dijo—. Tal vez me he perdido algo en esta
vida.
Después de la luz cegadora del Cretáceo, el laboratorio le pareció más pequeño que
antes. El profesor corrió hacia él sin aliento cuando se apeó de la máquina del
tiempo.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó ansiosamente.
McCarthy contempló desde su altura la coronilla del sabio.
—Como una seda —repuso hablando lentamente—. Oiga, profesor Ruddle, ¿por
qué se ha afeitado la cabeza? Aunque desde luego no tenía mucho, aquel cabello
blanco le prestaba un aire muy distinguido. ¿Qué habla usted de cabello y de
afeitarme la cabeza? Soy calvo completamente desde hace años. Perdí todo mi
cabello antes de que tuviese tiempo de encanecer. Y me llamo Guggles... no
Ruddle... Guggles; trate de no olvidarlo. Ahora déjeme ver la cámara fotográfica.
Mientras McCarthy se descolgaba la cámara, haciendo pasar la correa sobre su
cabeza antes de tendérsela, frunció los labios.
—Hubiera jurado que usted tenía unas melenitas blancas. Sí, lo hubiera jurado.
Disculpe que me haya confundido de nombre, profesor; por lo visto, nunca
conseguiremos ponernos de acuerdo en estas cosas.
El profesor lanzó un gruñido y corrió hacia la cámara oscura con el aparato
fotográfico en la mano. A mitad de camino, se detuvo con ademán servil ante la
aparición de una corpulenta figura femenina, que surgía por la lejana puerta del
laboratorio.
—¡Aloysius! —gritó la mujer, con una voz que perforaba los tímpanos como un
berbiquí—. ¡Aloysius! Te dije ayer que si ese vagabundo no estaba fuera de mi casa
antes de veinticuatro horas, con experimento o sin él, sabrías quien soy. ¡Tienes
exactamente treinta y siete minutos para echarlo!
—Si... sí, querida —susurró el profesor Guggles dirigiéndose a las anchas espaldas
que se retiraban—. Casi... casi hemos acabado.
—¿Quién es? —preguntó McCarthy cuando la mujer desapareció.
—Mi esposa, naturalmente. ¿No la recuerda...? Le preparó el desayuno cuando
usted llegó.
—¿Que ella preparó mi desayuno? Lo preparé yo mismo. ¡Además, dijo usted que
era soltero!
—No empiece ahora con semejantes estupideces, Mr. Gallagher. Llevo veinticinco
años de casado y sé que no sirve de nada negarlo. Así, es imposible que dijese tal
cosa.
—Y yo no me llamo Gallagher..., sino McCarthy. McCarthy Cabeza de Pato —le
dijo el vago en son de queja—. ¿Qué ha pasado aquí? Ahora ni siquiera recuerda mi
apodo, y mucho menos mi nombre verdadero; luego se cambia usted el suyo; se
afeita la cabeza; se casa en un santiamén y... se empeña en convencerme de que una
mujer me preparó el desayuno, cuando la verdad es que yo lo preparo mucho mejor
y más apetitoso...
—¡Alto! —El hombrecillo se acercó a él y empezó a tirarle con vehemencia de la
manga—. Alto... Mr. Gallagher, «Cabeza de Pato» o como sea que se llame. ¿Y si
me dijese exactamente cómo cree que estaba este lugar antes de su partida?
McCarthy se lo dijo.
—Y aquel esto estaba sobre aquello y no debajo —dijo para terminar.
El profesor reflexionó.
—¿Y lo único que hizo usted al regresar al pasado consistió en mover una piedra?
—Eso es. Un asqueroso ciempiés gordo como mi brazo salió corriendo, pero yo no
lo toqué. Me limité a mover la piedra y a volver como usted me dijo que hiciese.
—Sí, naturalmente. Hum... Debe de haber sido eso. El ciempiés que salió de la
piedra debió de alterar lo bastante el curso de los acontecimientos subsiguientes,
para que yo resultase un hombre casado en vez de un dichoso soltero, y alterar mi
nombre de Ruddle a Guggles. O tal vez fue la misma piedra. Un acto en sí tan
sencillo como mover la piedra debe de haber tenido unas consecuencias mucho más
importantes de las que yo preveía. ¡Imagínese, si aquella piedra no se hubiese
movido, yo tal vez no me hubiese casado! Gallagher...
—McCarthy —le corrigió el vagabundo.
—Como se llame, que más da... escúcheme. Montará de nuevo en la máquina del
tiempo y colocará aquella piedra en su posición original. Una vez hecho esto...
—Si vuelvo, tengo que cobrar otros cien.
—¿Cómo puede usted hablar de dinero en un momento como éste?
—¿Qué diferencia hay entre este momento y otro cualquiera?
—Vamos, hombre, aquí me tiene usted, un hombre casado, con el trabajo
interrumpido y usted se pone a hablar de... ¡Bien, de acuerdo! Aquí tiene el dinero.
—El profesor sacó su talonario y garrapateó apresuradamente para extender un
cheque—. Tome usted. ¿Está satisfecho?
McCarthy contempló perplejo el cheque.
—Este no es como el otro. Es contra un banco diferente... el Cotton Growers
Exchange.
—Eso no importa en lo más mínimo —repuso el profesor, empujándole con
apresuramiento para meterlo en la máquina del tiempo—. Es un cheque y basta. Tan
bueno como el otro, puede creerme.
Mientras el hombrecillo se afanaba consultando esferas y ajustando interruptores, le
dijo, volviéndose a medias:
—Acuérdese de volver aquella piedra a su posición original con la mayor exactitud
posible. Y no toque ni haga nada más.
—Lo sé, lo sé. Oiga, «Profe», ¿cómo es que yo recuerdo todos esos cambios y usted
no a pesar de toda su ciencia?
—Es muy sencillo —repuso el profesor, saliendo vivamente de la máquina—. Por el
hecho de estar en el pasado y en la máquina del tiempo mientras se dejan sentir esos
ajustes temporales a su acción, estaba usted hasta cierto punto aislado contra ellos,
del mismo modo como un piloto no sufre daños directos en su persona a causa de la
bomba que su avión ha soltado sobre una ciudad. Ahora he puesto la máquina para
que vuelva aproximadamente al mismo instante que antes. Por desgracia, mi
cronotránsito no puede calibrarse de una manera rigurosamente exacta... ¿Recuerda
cómo hay que hacer funcionar al aparato? Si no lo recuerda...
McCarthy suspiró e hizo descender la palanca, dando al profesor, que desapareció
con sus fluentes explicaciones y calva sudorosa, con la puerta en las narices.
El gran problema, por supuesto, consistía en saber qué había dicho el visitante
extraterrestre. ¿Había lanzado un ultimátum a la raza humana conminándola a la
rendición? ¿Había anunciado que venía en una misión de comercio pacífico y,
después de hacer lo que él consideraba una oferta razonable —por el casquete polar
septentrional, por ejemplo—, se retiró cortésmente para que pudiésemos discutir sus
condiciones en una relativa intimidad? ¿Y si, cual parecía posible, se hubiese
limitado a presentarse como el embajador recién nombrado para la Tierra por una
raza amiga e inteligente... y rogaba que le dirigiesen a la autoridad más adecuada
para presentarle sus credenciales?
No saberlo era desesperante.
Como la última decisión competía a los diplomáticos, fue la última posibilidad
expuesta la que se tuvo en cuenta, a hora muy avanzada de aquella misma noche, y a
primeras horas de la mañana siguiente, una delegación de las Naciones Unidas se
situó bajo el vientre de la inmóvil nave estelar. La delegación tenía instrucciones de
dar la bienvenida a los seres extraterrestres, apelando al límite extremo de sus
conocimientos lingüísticos. Como una prueba más de la buena fe y seriedad de
intenciones de la Humanidad, todos los aviones militares en misión de patrulla en
las cercanías de la gran astronave recibieron órdenes de no transportar más que una
bomba atómica y poner en lugar bien visible una pequeña bandera blanca...
juntamente con la bandera de la ONU y sus propios colores nacionales. Así se
enfrentaron nuestros antepasados con esta situación histórica sin precedente.
Cuando el extraterrestre salió de nuevo unas horas después, la delegación se dirigió
a su encuentro, se inclinó ante él y le rogó, en los tres idiomas oficiales de las
Naciones Unidas —inglés, francés y ruso— que aceptase la bienvenida que le daban
los habitantes de este planeta. El les escuchó gravemente, y luego lanzó de nuevo un
discurso similar al del día anterior... que por lo visto estaba tan cargado de emoción
y significado para él como falto de significado para los representantes del Gobierno
Mundial, que no comprendieron una sola palabra.
Por fortuna, un joven hindú muy culto que formaba parte del secretariado halló una
sospechosa semejanza entre el lenguaje del extraterrestre y un oscuro dialecto
bengalí cuyas anomalías había tenido ocasión de estudiar. La causa de ello, como
todos sabemos ahora, era que la última vez que la Tierra recibió la visita de seres
semejantes a aquéllos, la civilización más avanzada de la Humanidad ocupaba un
húmedo valle de Bengala. Se compilaron diccionarios completísimos de aquel
idioma, para que el lenguaje de los nativos de la Tierra no ofreciese problemas a los
siguientes grupos de exploradores.
Pero me estoy adelantando a los acontecimientos, como haría quien se comiese las
suculentas raíces antes que el tallo reseco. Dejadme descansar y tomar aliento por
un momento. Verdaderamente, aquellos hechos fueron de un alcance incalculable
para nuestra progenie.
En cuanto a usted, caballerete, siéntese y escuche. Usted todavía no tiene edad para
Contar el Relato. Yo recuerdo perfectamente como me lo contó mi padre, al que se
lo había contado el suyo. Espere a que le llegue el turno, como yo esperé; usted
escuchará
hasta que un exceso de tierra entre las charcas me separe de la vida.
Entonces podrá ocupar su lugar sobre una de las jugosas extensiones de hierba y,
reclinándose graciosamente entre una y otra carrera, recitará el gran poema épico de
nuestra liberación ante los jóvenes que se ejercitan descuidadamente.
***
De acuerdo con las indicaciones del joven hindú, se llamó al único profesor de
lingüística comparada existente a la sazón que era capaz de comprender aquella
variante peculiar de la antigua lengua muerta y de conversar en ella. El sabio se
hallaba, cuando fue llamado, asistiendo a un congreso celebrado en Nueva York, en
el que leyó una comunicación en la que había trabajado durante dieciocho años y
titulada: «Estudio inicial de las aparentes relaciones existentes entre varios
participios pasados del antiguo sánscrito y un número semejante de substantivos del
moderno sechuana».
Si, efectivamente, todas estas cosas y muchas más hicieron nuestros antepasados en
su estupidez e ignorancia. ¿Ya comprendemos bien a nuestra libertad en lo que
vale?
El enfurruñado erudito, a quien faltaban —según aseguraba insistentemente y con
disgusto— algunos de sus vocabularios más esenciales, fue enviado en un reactor
ultrarrápido a la zona al sur de Nancy en que, en aquellos remotos tiempos, se
extendía la enorme sombra negra de la astronave extraterrestre.
Allí la delegación de las Naciones Unidas le puso al corriente de cual sería su
misión. Los delegados habían visto aumentar su nerviosismo a causa de un suceso
nuevo y desconcertante. Varios seres extraterrestres salieron de la nave
transportando grandes cantidades de inmensas hojas de reluciente metal, que
ensamblaron hasta formar algo que sin duda alguna era una máquina..., aunque era
más alta que cualquier rascacielos construido por el hombre, y parecía emitir ruidos
como si conversase consigo misma, tal una criatura dotada de inteligencia. El
primero de los extraterrestres aún seguía cortésmente cerca de los diplomáticos, que
sudaban copiosamente; de vez en cuando soltaba su discurso de nuevo, en aquel
idioma que estaba casi olvidado ya cuando se echaron los cimientos de la biblioteca
de Alejandría. Los funcionarios de las Naciones Unidas se esforzaban por contestar,
apelando desesperados a toda clase de gestos y visajes para suplir la falta de
familiaridad que mostraba el extraño ser con los diversos idiomas terrestres. Mucho
más tarde, una comisión de antropólogos y psicólogos llegó a la brillante conclusión
de que era muy difícil semejante comunicación por medio de gestos con seres que
poseían, como aquellos visitantes extraterrestres, cinco apéndices manuales y un
solo ojo compuesto, parecido al de algunos insectos y que nunca parpadeaba.
Los problemas y agonías del profesor, mientras le hacían ir de un lado a otro del
mundo en seguimiento de los extraterrestres, esforzándose al propio tiempo por
reunir un vocabulario útil en un idioma cuyas peculiaridades él sólo podía colegir
gracias a los limitados ejemplos que le ofrecía un ser que sin duda lo hablaba con un
marcadísimo acento extranjero... esas vejaciones no eran apenas nada comparadas
con la inquietud que experimentaban los representantes del Gobierno Mundial. Un
día veían cómo los visitantes extraterrestres se iban a un nuevo lugar del planeta
para erigir allí una estructura titánica de rutilante metal que emitía murmullos
nostálgicos como si hablase consigo misma, como si quisiera mantener vivo el
recuerdo de las remotas fábricas de donde salió; al día siguiente, la operación se
repetía en otro lugar del Globo, y así sucesivamente.
Desde luego, siempre se podía contar con la presencia del extraterrestre que
interrumpía sus tareas evidentes de inspección para soltar el discursito de marras;
pero ni siquiera los excelentes modales de que hacía gala, al escuchar hasta
cincuenta y seis respuestas en otros tantos idiomas, contribuía a disipar el pánico
que se producía cuando un científico humano, investigando las máquinas
resplandecientes, tocaba un borde saliente de las mismas para encogerse
rápidamente a continuación y terminar convirtiéndose en un puntito casi invisible.
Esto sucedió las veces necesarias para causar indigestión crónica e insomnio entre
los gobernantes humanos.
Finalmente, después de haber consumido casi todo su sistema nervioso como
combustible, el profesor reunió suficientes datos acerca de aquel idioma para poder
sostener una conversación en él. Así vino a saber —y con él, el mundo— lo que
sigue a continuación:
Los visitantes extraterrestres pertenecían a una civilización avanzadísima, que había
extendido su cultura por toda la Galaxia. Conociendo las limitaciones de los, por el
momento, animales muy atrasados que en los últimos tiempos habíanse convertido
en la especie dominante de la Tierra, nos colocaron en una especie de benévolo
ostracismo. Hasta el día en que nosotros o nuestras instituciones hubiésemos
alcanzado un nivel que nos permitiese disfrutar por lo menos de una participación
asociada en la Federación Galáctica (bajo la tutela, durante los primeros milenios,
de una de las más antiguas, importantes y extendidas especies de la Federación)...
hasta que llegase ese día, quedaba rigurosamente prohibida la intromisión en nuestra
intimidad e ignorancia, según acuerdo suscrito por todos los miembros de la
Federación (exceptuándose únicamente el caso de las expediciones científicas, que
debían realizarse con el mayor sigilo).
Varios individuos que habían transgredido estas normas —por lo que nuestra
cordura racial tuvo que pagar un precio elevadísimo, y nuestras religiones
imperantes obtuvieron unos provechos igualmente enormes— fueron castigados con
tal prontitud y severidad, que desde hacía algún tiempo no se habían realizado
nuevas transgresiones. Nuestra más reciente curva de crecimiento era lo bastante
satisfactoria como para permitir abrigar fundadas esperanzas de que bastarían unos
treinta o cuarenta siglos más para que pudiésemos ingresar en la Federación.
Por desgracia, los pueblos que formaban la comunidad estelar eran muchos y
enormemente diversos en sus características étnicas y su composición biológica.
Algunas especies se hallaban en un estado social muy inferior con relación a los
Dendi, como se llamaban nuestros visitantes. Una de éstas, una raza de horribles
organismos semejantes a gusanos llamados los Troxxt —casi tan avanzados
técnicamente como retrasados en desarrollo moral— intentaron convertirse de
pronto en dueños únicos y absolutos de la Galaxia. Así, se apoderaron de varios
soles situados en posiciones clave, junto con sus correspondientes sistemas
planetarios y, después de diezmar deliberadamente las razas que en ellos habitaban,
anunciaron su intención de castigar con la extinción más implacable a todas las
especies que no quisiesen comprender, después de estas lecciones, el valor que
poseía una rendición incondicional.
En su desesperación, la Federación Galáctica volvió sus ojos hacia los dendi, una de
las razas más antiguas, altruistas y sin embargo más poderosas de todo el universo
civilizado, y les encargó, como brazo militar de la Federación, que persiguiesen a
los troxxt, los aniquilasen dondequiera se hubiesen impuesto por la fuerza, y
destruyesen para siempre su poderío bélico.
Esta orden estuvo en un tris de llegar demasiado tarde. Los troxxt habían
conseguido afianzarse sólidamente en casi todos los lugares que conquistaron, y los
dendi sólo pudieron contener su ulterior progresión a costa de enormes sacrificios.
Durante siglos, las dos fuerzas en lucha se enfrentaron de un ámbito a otro de
nuestro inmenso Universo-isla. Como consecuencia de esta guerra despiadada,
planetas densamente poblados fueron desintegrados; varios soles se convirtieron en
novae; y grupos enteros de estrellas terminaron hechos polvo cósmico.
La lucha se hallaba momentáneamente en tablas a la sazón, y ambos contrincantes,
jadeantes y exhaustos, aprovechaban la pausa para reforzar sus respectivas defensas.
Fue así como los troxxt terminaron por penetrar en la zona del espacio, otrora
pacífica, que contenía nuestro sistema solar..., entre otros muchos. Nuestro diminuto
planeta, con sus míseros recursos, apenas les interesaba en absoluto; tampoco
sentían mayor interés por otros vecinos celestiales nuestros, como Marte o Júpiter.
Establecieron su cuartel general en un planeta de Próxima Centauri —la estrella más
próxima a nuestro sol— y procedieron a consolidar su complejo logístico entre
Rigel y Aldebarán. En este momento de su explicación, los dendi señalaron que las
exigencias de la estrategia interestelar se hacían demasiado complicadas si no
podían referírselas a mapas tridimensionales; aceptemos, pues, sin rechistar su
sencilla afirmación de que era de una importancia vital para ellos atacar rápidamente
y hacer insostenible para los troxxt sus posiciones de Próxima Centauri..., para lo
cual era necesario establecer una base en el interior de sus líneas de comunicación.
Y el lugar más indicado para establecer dicha base era la Tierra.
Los troxxt atacaron simultáneamente con tres naves, negras y cilíndricas: una por el
hemisferio occidental y dos por el septentrional. Sus naves mas pequeñas lanzaban
grandes chorros de llamas verdes; y todo cuanto alcanzaban se convertía en arena
vítrea y translúcida, que se desparramaba. Ningún dendi resultó alcanzado por estos
rayos, y de cada uno de los emplazamientos artilleros, que se retorcían, surgieron
una serie de nubes escarlata que perseguían implacablemente a los troxxt, hasta que
al disminuir su velocidad caían de nuevo sobre la Tierra.
Al caer producían un desdichado efecto secundario. Las zonas pobladas en las que
caían aquellas nubecillas sonrosadas, se transformaban rápidamente en un
cementerio..., un cementerio que, si es cierto lo que nos ha conservado la tradición,
olía más a cocina que a tumba. Los habitantes de estas infortunadas zonas
experimentaban un enorme aumento de temperatura. Su piel empezaba por
enrojecer, para ennegrecerse luego; se les caía el cabello y las uñas; sus carnes
convertíanse en líquido y hervían, desprendiéndose de los huesos. Espantosa suerte
la reservada a una décima parte de la raza humana.
El único consuelo que se tuvo a esto consistió en la captura de uno de los cilindros
negros gracias a las nubes rojas. Cuando a causa de éstas el cilindro se puso al rojo
vivo y vertió su substancia bajo la forma de un diluvio metálico, las dos naves que
atacaban el hemisferio boreal se retiraron bruscamente a los asteroides, a donde los
dendi, a causa de su número muy limitado, se negaron en redondo a seguirlos.
Durante las veinticuatro horas que siguieron, los extraterrestres, los que ya residían
en la Tierra, aclaremos, celebraron conciliábulos, repararon sus armas y se
apiadaron de nosotros. La Humanidad enterró a sus muertos. Esta era una costumbre
de nuestros antepasados que es muy digna de estudio; y que, desde luego, no se ha
conservado en la época actual.
Cuando regresaron los troxxt, el hombre ya estaba dispuesto a recibirlos como se
merecían. Por desgracia, no podía empuñar las armas, como hubiera sido su más
ardiente deseo; pero podía asestarles toda clase de instrumentos ópticos,
maldiciones y conjuros.
De nuevo las nubecillas rojas estallaron alegremente en las zonas mas elevadas de la
estratosfera; de nuevo las llamaradas verdes asaltaron y fundieron las altivas torres
de lendi; de nuevo los hombres murieron a millares bajo el beso ardiente de la
guerra. Pero esta vez hubo una ligera diferencia: cuando la lucha había durado tres
horas, las verdes llamaradas de los troxxt cambiaron bruscamente de coloración,
haciéndose más oscuras y azuladas. Al ocurrir esto, los dendi fueron cayendo uno
tras otro en sus puestos de combate, para morir en medio de convulsiones.
No hay duda de que cuando alguien hizo sonar el toque de retirada, los dendi
supervivientes se abrieron camino luchando hasta la tremenda astronave en que
habían venido. Con una explosión de sus chorros de popa que abrió un surco
ardiente en Francia, cruzándola de norte a sur y echando a Marsella al Mediterráneo,
la nave se elevó rugiendo en el espacio, para emprender el regreso a su planeta de
origen, ignominiosamente derrotada.
La Humanidad se aprestó a sufrir los más espantosos horrores bajo el talón de los
troxxt.
Su morfología era exactamente la de un gusano. Tan pronto como los dos cilindros,
negros como el azabache, hubieron tomado tierra, surgieron de sus naves, con sus
diminutos cuerpos segmentados sostenidos por un complicado arnés, que se
apoyaba en largas y finas muletas metálicas. Erigieron una fortificación en forma de
cúpula que cubría a cada una de sus naves —una en Australia y la otra en Ucrania—
capturaron a los escasos y temerarios individuos que se atrevieron a acercarse a sus
puntos de aterrizaje, y desaparecieron de nuevo en la negra nave con sus presas que
no cesaban de debatirse.
Mientras algunos hombres ejercitaban nerviosamente sus anticuadas fuerzas
militares, otros estudiaban con ansiedad textos científicos y datos reunidos durante
la época de los dendi..., con la desesperada esperanza de hallar un medio de
salvaguardar la independencia terrestre frente a aquellos piratas de la estrellada
Galaxia.
Sin embargo, los cautivos humanos que habían pasado al interior de las astronaves
artificialmente oscurecidas —pues los troxxt, al no tener ojos, no sólo consideraban
a la luz innecesaria, sino que los individuos más sedentarios de entre ellos, incluso
la llegaban a encontrar desagradable para su piel sensitiva y desprovista de
pigmentos— no fueron torturados con el fin de arrancarles información, ni sufrieron
vivisección para proporcionar datos biológicos a aquellos seres ligeramente
superiores, sino que fueron educados.
Es decir, se les enseñó el idioma troxxtiano.
Es cierto que un gran número de ellos resultó completamente inadecuado para la
tarea que les habían asignado los troxxt, convirtiéndose de momento en servidores
de los estudiantes más aplicados. Otro grupo, si bien más pequeño, cayó en diversas
formas de histerismo causado por la frustración, y que iba de una ligera melancolía
a una completa depresión catatónica, a causa de las dificultades que ofrecía un
idioma cuyos verbos eran irregulares en su totalidad, y cuyos millares de
preposiciones se formaban mediante combinaciones de substantivos y adjetivos
derivados del sujeto de la frase anterior. Mas a pesar de todo, terminaron por salir
once seres humanos que parpadearon al encontrarse al aire libre, deslumbrados por
la claridad solar. Eran los once primeros intérpretes diplomados de Troxxt.
Según parece, estos libertadores no visitaron jamás Bengala durante el alba de su
civilización milenaria.
Sí, he dicho, libertadores. Pues los troxxt desembarcaron el sexto día del antiguo y
casi mítico mes de octubre. Y el Seis de Octubre es, naturalmente, el día en que se
conmemora la Segunda Liberación. Acordémonos de ello y celebrémoslo
dignamente. ¡Si pudiésemos calcular a qué día de nuestro calendario corresponde!
Lo que contaron los intérpretes hizo que los hombres se tirasen de los pelos y
rechinasen de dientes ante el engaño de que los Dendi les habían hecho víctimas.
Ciertamente, los Dendi habían recibido el encargo de la Federación Galáctica de
perseguir a los troxxt y aniquilarlos. En parte, esto se debía a que los propios dendi
eran dicha Federación Galáctica. Al contarse entre los primeros seres dotados de
inteligencia que aparecieron en el escenario galáctico, aquellas enormes formas de
vida organizaron una inmensa fuerza policíaca que los protegiese a ellos y a su
poder ante cualquier posible sublevación que pudiera producirse en el futuro. En
apariencia, esta fuerza policíaca no era más que un congreso donde estaban
representadas todas las formas de vida pensante de la Galaxia; en realidad, no era
más que un medio eficacísimo de mantenerlas bajo el más rígido de los dominios.
La mayoría de las especies descubiertas hasta entonces eran dóciles y tratables;
según afirmaban los dendi, las habían gobernado durante un tiempo inmemorial...
Por lo tanto, nada se oponía a que las siguiesen gobernando. ¿Importaba esto a
alguien? Pero en el transcurso de los siglos, los dendi tropezaron con una oposición
creciente..., y el núcleo de dicha oposición estaba representado por los seres basados
en el protoplasma. Así se constituyó lo que no tardó en conocerse como Liga
Protoplasmática.
Aunque pequeños en número, los seres cuyo ciclo vital se basaba en las propiedades
fisicoquímicas del protoplasma, variaban enormemente en tamaño, estructura y
especialización. Una comunidad galáctica que sacase sus principales fuentes de
poder de ellos sería una organización dinámica en lugar de estática, en la que se
alentarían los viajes extragalácticos, en lugar de ponérseles cortapisas como en la
actualidad, a causa del temor que experimentaban los dendi de enfrentarse con una
civilización superior. Sería una verdadera democracia para las especies..., una
verdadera república biológica, en la que todos los seres de adecuada inteligencia y
desarrollo cultural serían dueños de su destino, que en la actualidad se halla en
manos de los dendi, con un metabolismo basado en el sílice.
Con esta finalidad, los troxxt, la única raza importante que se negó en redondo a
entregar todo su armamento, como se exigía a los restantes miembros de la
Federación, recibieron la súplica, que les fue elevada por un miembro insignificante
de la Liga Protoplasmática, de que le librasen de la devastación que intentaban
imponerle los Dendi, como castigo por una incursión exploratoria y legal más allá
de los límites de la Galaxia.
Al tener que enfrentarse con la determinación en que se hallan los troxxt de
defender a sus primos según la Química orgánica, y con la repentina hostilidad de
casi dos tercios de los pueblos interestelares, los dendi convocaron una precipitada
reunión del Consejo Galáctico; declararon el estado de guerra y procedieron a
consolidar su tambaleante gobierno con las fuerzas rivales de un centenar de
mundos. Los troxxt, superados enormemente en número y armamento, sólo
pudieron continuar la lucha a causa de la gran abnegación e inventiva de otros
miembros de la Liga Portoplasmática que se arriesgaron a la extinción para
facilitarles armas secretas recientemente creadas.
No habíamos podido conjeturar la verdadera naturaleza de la bestia, a causa de las
enormes precauciones que tomó para evitar que su cuerpo quedase expuesto a la
atmósfera terrestre, intensamente corrosiva. Las escafandras herméticamente
cerradas y escasamente translúcidas que nuestros recientes visitantes llevaron
durante todos y cada uno de los momentos que duró su estancia en nuestro inundo,
ya debieran habernos hecho sospechar un metabolismo basado en la complicada
química orgánica del sílice y sus compuestos, en lugar del carbono.
La Humanidad se tiró de los pelos, admitiendo que jamás esta sospecha había
cruzado por su mente.
Los troxxt, en su generosidad, admitieron que nosotros éramos muy inexpertos y
posiblemente demasiado confiados. A esto había que atribuirlo. Por cara que les
hubiese costado nuestra ingenuidad, nuestros libertadores no querían privarnos de
aquella completa ciudadanía a la que, según los troxxt, todos los seres vivientes
tenían derecho desde la cuna.
Pero en cuanto a nuestros dirigentes, probablemente corrompidos y desde luego
irresponsables...
Pero los dendi regresaron, haciendo añicos este idilio. Se presentaron en sus
enormes astronaves plateadas y los troxxt, pillados casi de improviso, apenas
tuvieron tiempo de reaccionar bajo el golpe y contraatacar. Aún así, la nave troxxt
que se hallaba en Ucrania fue obligada a abandonar inmediatamente su base y huir
hacia las profundidades del espacio.
—A los tres días, los únicos troxxt que quedaban en la Tierra eran los abnegados
componentes de un destacamento que guarnecía la nave de Australia. En los dos o
tres meses siguientes demostraron ser tan difíciles de arrancar de la faz de nuestro
planeta, como el propio continente austral; y como ya existía un estado de asedio
cerrado y hostil, con los dendi en un lado del globo y los troxxt en el otro, la batalla
asumió aterradoras proporciones.
Los mares hirvieron; estepas enteras ardieron; el propio clima cambió y se trastocó
bajo la terrible presión del cataclismo. Cuando los dendi consiguieron resolver el
problema, el planeta Venus ya había explotado en el espacio a consecuencia de una
complicada maniobra estratégica, y la Tierra ocupó su antigua órbita como sustituto.
La solución era muy sencilla: puesto que los troxxt se hallaban tan firmemente
enraizados en aquel pequeño continente, que era imposible expulsarlos de él, los
dendi, numéricamente superiores, concentraron suficiente artillería para desintegrar
toda Australia y convertirla en un montón de cenizas que llenó de lodo el Pacífico.
Esto ocurrió el 24 de junio, el Día Santo de la Primera Reliberación. No obstante,
casi el día del juicio final para lo que quedaba de nosotros.
¿Cómo habíamos podido ser tan ingenuos, nos preguntaban los dendi, para dejarnos
engañar por la chovinista propaganda pro-protoplásmica? ¡A buen seguro que si las
características físicas hubiesen de servir de base para orientar nuestras simpatías
raciales, no las orientaríamos teniendo en cuenta únicamente unas estrechas y
limitadas afinidades químicas! El metabolismo de los dendi se basaba en el sílice en
lugar del carbono —esto era cierto— pero... ¿No tenían mucho más en común los
vertebrados —los vertebrados apendiculares, como nosotros y los Dendi— a pesar
de menores diferencias bioquímicas, que unos invertebrados y unos seres sin patas,
sin brazos, que se arrastraban por el lodo pero que, por pura casualidad, poseían. una
sustancia orgánica idéntica?
En cuanto a aquella fantástica imagen de la vida en la Galaxia... ¡Vaya! Los dendi
encogieron sus hombros quíntuples mientras se dedicaban a la intrincada tarea de
erigir sus ruidosas armas sobre el montón de ruinas en que había. quedado
convertido nuestro planeta. ¿Habíamos visto alguna vez a un representante de esas
razas protoplasmáticas que los troxxt se jactaban de proteger? No, ni era fácil que lo
viésemos jamás. Pues tan pronto como una raza animal, vegetal o mineral,
alcanzaba suficiente grado de desarrollo para constituir aunque sólo fuese en
potencia un peligro para aquellos sinuosos agresores, su civilización era barrida a
conciencia por los vigilantes troxxt. Nosotros nos hallábamos en un estado tan
primitivo que ellos no consideraron arriesgado dejarnos participar en apariencia en
su política.
¿Podríamos decir que hubiésemos aprendido una sola cosa útil sobre la técnica
troxxt.. ., a pesar de todo el trabajo que habíamos realizado en sus máquinas y de
todas las vidas que esto nos había costado? ¡No, por supuesto! Nos habíamos
limitado a contribuir con un mito más a la dominación de razas remotas que no nos
habían hecho el menor daño.
Teníamos motivos de sentirnos sobradamente culpables, nos dijeron gravemente los
dendi..., cuando los pocos intérpretes de sánscrito supervivientes salieron de sus
escondrijos. Pero nuestra culpa colectiva no era nada comparada con la de los
«colaboracionistas vermiculares...» los traidores que habían suplantado a nuestros
antiguos dirigentes que habían ganado la palma del martirio. Por si aún no fuese
bastante, existían luego los intérpretes humanos, para los que no existía calificativo
y que habían tenido comercio lingüístico con los destructores de dos millones de
años de paz galáctica. La muerte era casi un regalo para ellos, murmuraban los
Dendi mientras los ejecutaban.
Según le indicaba su reloj, la cocina debía estar oscura y vacía a aquella hora; podía
ir a ella por la escalera trasera, que pasaba junto a su cuarto en su desvencijado
descenso.
La señora Nagenbeck, sin embargo, solía combinar en su persona las características
más salientes de las tres Furias en un conjunto armonioso, cuando una subrepticia
incursión a su despensa la ponía sobre aviso. Si le atrapaba, se dijo Irving Bommer,
sin poder contener un estremecimiento...
«Verás, amigo, ése es un riesgo que tenemos que correr», interpuso su estómago con
tono perentorio.
Tembloroso y suspirando, descendió de puntillas la crujiente escalera.
Palpando en las tinieblas, consiguió encontrar el pestillo de la nevera. Frunció el
ceño, hambriento. Tras una cuidadosa búsqueda, consiguió apoderarse de tres
cuartas partes de una salchicha, media hogaza de pan de centeno y un pesado
cuchillo de hoja triangular, de los que eran indispensables para abordar un galeón
español desde un corsario inglés.
«¡Viva!», exclamó su estómago, dando un puntapié al duodeno. «¡Empecemos!»
Un interruptor hizo clic en la habitación contigua a la cocina. Irving se detuvo
cuando había cortado ya media rebanada, con el cuerpo absolutamente inmóvil, pero
con el corazón y el estómago, que seguía tan parlanchín, dando saltos mortales
como un par de acróbatas al final de un electrizante número de circo. Como siempre
que estaba asustado, empezó a sudar tan copiosamente que los pies le resbalaban
dentro de sus apretados zapatos.
—¿Quién anda ahí? —gritó la voz de la señora Negenbeck—. ¿Hay alguien en la
cocina?
Sin resporder, ni aunque fuese negativamente, Irving Bommer huyó escaleras arriba,
con el cuchillo, la comida y su anatomía interna hecha un verdadero lío.
De vuelta en su habitación, esperó un momento, dando ansiosas boqueadas y con la
mano sobre el interruptor de la luz. Escuchó un par de minutos y luego sonrió. No
había dejado huellas.
Se dirigió tranquilamente a la cama, cortando un trozo de salchicha con un
maravilloso valor inconsciente. El frasquito violáceo seguía donde él lo había tirado.
Tan pronto parecía rojo como ligeramente azulado, hasta que de pronto, a veces...
Sentándose, empezó a desenroscar el tapón del frasco, con el pulgar y el índice de la
mano derecha, y enarcó lentamente sus sucias cejas ante la imprevista dificultad.
«Me pondré el cuchillo aquí, se dijo, sujetando la hoja en el sobaco, empuñaré
fuertemente la botella con la mano izquierda, y desenroscaré el tapón. Entre tanto,
seguiré comiendo». Bajo el sobaco, la hoja del cuchillo se debatía ansiosamente,
tratando de apuntar hacia algún órgano importante.
El tapón estaba fuertemente apretado. Tal vez no habían pensado que él tuviese que
abrirlo. Quizá sería mejor romper el frasco y utilizar inmediatamente todo su
contenido. Ya pensaría en ello más tarde, si acaso. De momento, tenía salchichón y
pan de centeno. Y dos dólares en lugar de doce.
Se dispuso a dejar el frasco haciendo girar el tapón a derecha e izquierda con gesto
irritado, para demostrarle que no había terminado, ni mucho menos, con él. El tapón
se desenroscó. Bommer, estupefacto, terminó de desenroscarlo. No sabía que se
hiciesen frascos de medicinas que se desenroscaban hacia la derecha.
***
Qué olor tan curioso! Hubiérase dicho el de un niño enjabonado, restregado y con
pañales nuevos, que de pronto hubiese llegado a la conclusión de que una vejiga
llena no era tan agradable como una vejiga vacía; pero el líquido del frasco era azul.
Lo olió de nuevo. No, era más bien el que se exhalaría de un hombre muy bebido
que hubiese pasado la tarde trabajando afanosamente con pico y pala y no viese la
necesidad de tomar un baño, que echaría por tierra una de sus más caras tradiciones
personales. Pero mientras Irving Bommer seguía contemplando meditabundo el
frasquito, éste brilló con un centelleante tono escarlata. Mientras se lo colocaba bajo
la nariz para olfatearlo por última vez, se maravilló al pensar cómo se había
equivocado al calificar aquel olor. Desde luego, era muy desagradable, pero de fácil
identificación. Era... no exactamente humo rancio de tabaco... no, ni el que
desprendería un campo recién abonado, sino...
Se vertió un poco en la palma de la mano izquierda. De color violeta.
Un puño golpeó enérgicamente la puerta.
—¡Eh, usted! —gritó la iracunda voz de la señora Negenbeck—. ¡Usted, mister
Bommer! Abra esta puerta! Sé lo que tiene ahí dentro. Me ha robado usted la
comida. ¡Abra inmediatamente!
A consecuencia de un movimiento convulsivo que hizo Irving Bommer, el cuchillo
que tenía bajo el sobaco saltó locamente en pos de la libertad y de la gloria. Apuntó
primero a una muñeca contando con que, si tenía suerte, podría seccionar toda la
mano izquierda. (¡Con lo que se pondría a la altura de una altiva cuchilla de
carnicero que conocía!) Por desgracia; la mano se había retirado instintivamente
para esconder la salchicha y el pan de centeno bajo la almohada. El cuchillo resonó
al caer sobre el suelo, contento —pero no feliz— con la punta del dedo anular y una
mancha de sangre en la hoja.
—Si no abre usted la puerta inmediatamente, en este mismo segundo —anunció la
señora Negenbeck por el ojo de la cerradura, que utilizaba como megáfono—, la
echaré abajo. Sí, la echaré abajo. —Después de haber alcanzado el monte Ossa, se
puso a buscar el Pelion—. La derribaré y le haré pagar su importe; una puerta
nueva, dos goznes y los daños subsiguientes. Sin mencionar la comida que me ha
robado y que está infectando con su contacto. ¡Le ordeno que abra la puerta, míster
Bommer!
Él ocultó el cuchillo bajo la almohada, junto con los comestibles, y cubrió todo el
lecho con una manta. Luego, mientras enroscaba de nuevo el tapón del frasco, se
dirigió hacia la puerta chupándose el dedo que sangraba y sudando copiosamente.
—Un momento, por favor —dijo, con voz apenas perceptible.
—Después, está la cerradura —dijo la señora Nagenbeck, sombría—. Actualmente,
una buena cerradura puede costar cuatro, cinco o seis dólares. ¿Y qué me dice usted
de lo que tendré que pagar al carpintero por colocarla? Si tengo que derribar esta
puerta, si tengo que destrozar mi propia...
Su voz se apagó, convertida en un curioso murmullo. Irving Bommer oyó dos
ruidos, semejantes a los bufidos preliminares de una locomotora, antes de que
consiguiese abrir la puerta.
Ante él apareció la señora Nagenbeck, con su bata de santolina, con el ceño fruncido
y echando fuego por los ojos.
¡La salchicha! Con su larga experiencia de patrona de casa de huéspedes, ella
conseguiría descubrirla bajo la almohada, guiándose únicamente por el olfato.
—¡Qué extraño... ! —empezó a decir la señora Nagenbeck, indecisa, mientras su
expresión hostil abandonaba, a regañadientes, su voz—. ¡Qué olor tan raro! Qué
olor tan curioso... tan peculiar, tan... ¡Oh, pobre mister Bommer!... ¿Se ha hecho
usted daño?
El denegó con la cabeza, sorprendido por la expresión completamente desusada de
su rostro. No era de cólera, pero desde luego parecía peligrosa. Se batió en retirada
hacia el interior de la habitación. La señora Nagenbeck le siguió, mientras su voz
experimentaba diversos tonos, para terminar con algo parecido a un arrullo.
—Déjeme ver sus dedos lastimados, el corte que se ha producido, el rasguño, la
herida —dijo tímidamente, arrancándole la mano izquierda de la boca con fuerza
suficiente para hacerle saltar media dentadura—. ¡Oh!, ¿le duele? ¿Tiene yodo o
mercromina? ¿Y un lápiz antiséptico y astringente? ¿Y vendas de gasa para
envolvérselo y curárselo?
Vencido a su pesar por su sorprendente cambio de actitud, Irving Bommer indicó el
botiquín con la nariz.
Ella continuó emitiendo aquellos extraños y turbadores sonidos mientras le curaba
la herida. Producía el efecto de un tigre de dientes de sable ronroneando como un
gatito. De vez en cuando, al cruzarse su mirada con la de Irving Bommer, sonreía
lanzando un suspiro. Pero cuando al tomarle la mano para examinarlo por última
vez, depositó de pronto un largo y quejumbroso ósculo en la palma, él se asustó de
veras.
Se acercó a la puerta en dos zancadas, arrastrando tras de sí a la señora Nagenbeck,
que no soltaba su preciosa mano.
—Muchísimas gracias —le dijo—. Pero es muy tarde y tengo que acostarme.
La señora Nagenbeck le soltó.
—Lo que usted quiere es que me vaya —le dijo en tono de reproche.
Cuando vio que él asentía, tragó saliva, sonrió valientemente y salió de costado,
arrancándole casi los botones de la chaqueta.
—No tiene usted que trabajar tanto —dijo con expresión contristada, mientras él le
daba con la puerta en las narices—. Un hombre como usted no tendría que matarse
trabajando en un mísero empleo. Buenas noches, mister Bommer.
El opulento color violáceo del frasquito parecía hacerle guiños desde la cama. ¡El
filtro amoroso! Le había caído una gota del mismo en la palma de la mano, después
que se cortó el dedo, e involuntariamente había cerrado el puño. La gitana le dijo
que una gota de su sangre mezclada con una gota de la poción, harían que aquella
gota fuese suya. Evidentemente, era esto lo que había sucedido, y la señora
Nagenbeck había enloquecido de amor por él. Se encogió de hombros. ¡La señora
Nagenbeck! ¡Valiente filtro amoroso...!
Pero lo que era bueno para la señora Nagenbeck, indudablemente lo sería también
para otras hembras más jóvenes y apetecibles. Como aquella muchacha de mirada
perezosa que despachaba en la sección de cuchillería, o aquella tunantela pizpireta
que vendía ensaladeras y fuentes para el horno.
Llamaron nuevamente a la puerta.
—Soy yo, Hilda Nagenbeck. Oiga, mister Bommer, he pensado que la salchicha y el
pan de centeno dan mucha sed, al ser tan secos. Así que le traigo dos botellas de
cerveza.
El sonrió al abrir la puerta y recibir las dos botellas de cerveza. El proceso iniciado
tan brillantemente momentos antes había seguido su curso en la señora Nagenbeck.
Lo que antes sólo se insinuaba en su mirada, ahora resplandecía gloriosamente en
ella. Su alma se asomaba por sus ojos.
—Muchas gracias, señora. Ahora vaya a acostarse. Buenas noches.
Ella hizo un rápido gesto de asentimiento y se alejó por el corredor, volviéndose a
cada paso para dirigirle una mirada suplicante y anhelosa.
Muy erguido y con gesto altivo, Irving Bommer se dispuso a abrir la botella de
cerveza. La señora Nagenbeck no era mucho, desde luego; pero le señalaba el
camino hacia un porvenir mucho más interesante.
A partir de entonces, él ya era un hombre bello y apuesto... para una mujer dotada
de un olfato mediano.
La lástima era que en el frasquito hubiese tan poco líquido. ¿Por cuánto tiempo se
mantendría el efecto? ¡Y él tenía que recuperar tanto tiempo perdido!...
Mientras terminaba de apurar la segunda botella de cerveza, satisfechísimo consigo
mismo, dio de pronto con la solución. ¡Con lo sencillo que era!
Primeramente, vertió el contenido del frasquito en la botella vacía. Luego se quitó
las vendas y frotó la reciente cicatriz con el borde hiriente del tapón de metal... En
un momento su sangre afluía abundantemente al interior de la botella, hemorragia
que él estimuló frotándose concienzudamente la herida con el borde del tapón.
Cuando creyó haber conseguido la mezcla deseada, agitó enérgicamente la botella,
se vendó de nuevo los dedos que habían quedado hechos una lástima, y vertió la
apestosa pócima en la gran botella del masaje para después del afeitado, que había
comprado la semana anterior. Dicha botella estaba provista de un pulverizador.
—Ahora —se dijo, mientras tiraba el cuchillo y el pan de centeno sobre el
escritorio, apagaba las luces, se metía en la cama y empezaba a masticar la
salchicha—, ¡ahora veréis de lo que es capaz Irving Bommer!
Olvidó poner el despertador y le despertaron las abluciones matinales del huésped
de la habitación contigua.
—Tengo veinte minutos para vestirme e ir a trabajar —murmuró mientras apartaba
las sábanas, y corría hacia el lavabo—. ¡Hoy no podré desayunar!
Pero en la planta baja se tropezó con la señora Nagenbeck, que le esperaba con una
sonrisa radiante y una bandeja. Sin hacer caso de sus protestas, ella insistió en que
tomase «aunque sólo fuese un tentempié».
Mientras él devoraba frenéticamente los huevos revueltos, apartando la cabeza para
evitar los besos furtivos de la señora Nagenbeck, como si fuese el blanco humano en
una exhibición de pelota base, se preguntó qué podía haberle ocurrido a su
circunspecta y recatada patrona desde la última vez que la vio.
La última vez que la había visto...
Aprovechando la momentánea ausencia de la señora Nagenbeck, que había ido en
busca de una botella de caviar («para extenderlo sobre el pan y tomarlo con el
café»), subió corriendo a su habitación.
Se despojó con presteza de la camisa y corbata y, tras una momentánea reflexión,
también de la camiseta. Luego apuntó el pulverizador hacía sí y oprimió la pera de
goma. De este modo se roció la cara, los cabellos, las orejas, el cuello, el pecho, la
espalda, los brazos, el ombligo. Incluso metió el pulverizador bajo la pretina y le
hizo dar un círculo completo. Cuando empezaba a sentir calambres en la mano a
causa del ejercicio desacostumbrado, dejó el pulverizador y se vistió de nuevo.
Aquel olor casi le daba mareos, pero experimentaba una sorprendente ligereza de
espíritu.
Antes de abandonar la habitación sacudió la enorme botella, comprobando que aún
estaba llena en sus nueve décimas partes. Aquel asunto empezaba a ser
remunerador. Antes de haber terminado el líquido, cuántas cosas conseguiría...
La gitana estaba de pie ante su mísero tenducho cuando él pasó. Empezó a sonreír,
se puso seria de nuevo y ordenó con voz chillona a los niños que entrasen. Antes de
desaparecer en el interior de la tienda, le miró y dijo con voz lúgubre:
—¡No hay que ponerse tanto de eso, mosito! ¡No es para tomarlo todo de una vez!
El la saludó despreocupadamente mientras pasaba casi corriendo.
—Se equivoca usted. ¡Aún dispongo de mucho más!
El coche que él solía tomar estaba abarrotado, pero desde el andén del metro
distinguió un asiento vacío. Se lanzó contra la piña humana que se apretujaba a la
puerta y literalmente la hizo pedazos. Abriéndose paso a codazos y a empellones
hacia el interior, casi cantando de contento, pasó junto a dos mujeres muy decididas,
dio un experto puntapié en la espinilla a un viejo vivaracho para distraerlo, y se
deslizó hacia el asiento vacío cuando el metro se puso en marcha. El brusco
arranque le hizo perder el equilibrio y permitió que una jovencita de rostro de
porcelana, que tendría entre veinte y veinticinco años —una bella intrusa—,
ocupase el asiento que él pretendía conquistar, escabulléndose bajo su mismísima
espalda. Cuando él consiguió enderezarse y volverse, ella le sonreía pícaramente
con su boca pequeña, pero muy roja.
Si hay algo que sepa el viajero habitual del metro, esto es que el hado del ferrocarril
subterráneo es siempre inescrutable, pues se dedica a sentar a uno y a dejar a otros
de pie, a su antojo. Irving Bommer se sujetó a la barra situada sobre el asiento,
inclinándose ante las duras leyes metropolitanas de la oferta y la demanda.
El semblante de la joven estaba contraído y demudado, como si hubiese de romper
en llanto. Agitaba espasmódicamente la cabeza, mirándole de hito en hito, y
mordiéndose los labios. Su respiración era fuerte y afanosa.
De pronto se levantó y le ofreció el asiento con ademán cortés.
—Siéntese usted, por favor —le dijo con una voz que se deshacía en tonos melosos
y dulces—. Parece usted cansado.
Irving Bommer se sentó, dándose cuenta de que todas las cabezas se volvían en su
dirección. Su vecina, una muchacha gordezuela de unos diecinueve años, empezó a
husmear y, lentamente y sin que él pudiese creerlo, apartó sus brillantes ojos de la
novela histórica que leía para posarlos en su cara.
La joven que le había ofrecido el asiento se le acercó, a pesar de que los restantes
pasajeros que permanecían de pie se apartaban de él.
—Estoy segura de haberle visto en alguna otra parte —empezó a decir con cierta
indecisión—: Me llamo Ifigenia Smith y, si usted quiere decirme su nombre, estoy
segura de que recordaré cómo y cuándo fuimos presentados.
Irving Bommer suspiró en lo más profundo de su alma y se recostó en el asiento.
Por último, él y la biología se habían dado una cita.
Iba al frente de una pequeña manifestación cuando llegó a la entrada del personal de
los Almacenes Gregworth's. Inconsolables por la negativa del ascensorista a admitir
clientes en el destartalado ascensor destinado únicamente al personal de la casa,
ellas se apiñaron junto a la puerta, viendo como él ascendía como si fuese Adonis en
persona y se aproximase el solsticio de invierno.
Humphries le sorprendió cuando estaba firmando en la hoja de entrada.
—Siete minutos de retraso, Bommer. ¿Le parece bien? Hay que hacer un esfuerzo
para ser puntual. Pero un esfuerzo de veras.
—Se me olvidó poner el despertador —murmuró Irving Bommer.
—Esa excusa ya es vieja, Bommer. En Gregworth's todos nos afeitamos; más vale
reconocer las propias faltas y procurar enmendarse.
El jefe de ventas se ajustó una fracción de milímetro su corbata perfectamente
anudada y frunció el ceño.
—¿Qué diablos es este olor? ¿No se baña usted, Bommer?
—Una mujer me vertió algo encima, en el metro. Espero que desaparezca pronto.
Cuando consiguió escapar, avanzó sorteando cacerolas, bandejas y ollas a presión
hasta llegar a la sección de ralladores, mondadores y abrelatas, donde se dispuso a
atender a los clientes. Apenas había acabado de arreglar el mostrador para el trabajo
del día, cuando un timbre anunció que el mundo exterior ya podía entrar para
adquirir las extraordinarias gangas que ofrecía Gregworth's.
Una mano que, trémula, se deslizaba por las solapas de su chaqueta, le distrajo.
Doris, la rubia y hermosa vendedora de ensaladeras y fuentes para el horno, se
inclinaba sobre el mostrador y le acariciaba.
¡Doris! La que solía manifestar ruidosamente su desagrado siempre que él le dirigía
una frase lisonjera.
El se sujetó la barbilla.
—Doris —le dijo con firmeza—. ¿Me amas?
—Sí —suspiró ella—. Sí, amor mío. Más que nadie...
El la besó dos veces, primero con rapidez y luego saboreando más el beso, al darse
cuenta de que ella no le rehuía, sino que gemía de placer y se debatía, haciendo
desmoronarse toda una hilera de ralladores niquelados.
Unos dedos que chasqueaban ruidosamente, le obligaron a apartarse con rapidez.
Doris también se separó de él, sorprendida.
—Vaya, vaya, vaya, vaya —exclamó Humphries, fulminando a Irving con una
mirada en la que se notaba cierta indecisión—. Hay tiempo y lugar para todo.
Ahora, el trabajo; hay que atender a la clientela. Los asuntos privados, después de la
hora del cierre.
La muchacha asestó una mirada de odio concentrado contra el jefe de ventas, pero
cuando observó que Irving le hacía señas de que se alejase y vio que Humphries
seguía haciendo chasquear los dedos, ella se apartó lentamente, diciendo en voz baja
y tono insistente:
—No comprendo qué le ha pasado a esa dependienta —musitó Humphries—. Era
de las más serias de la sección.—Volviéndose a Irving Bommer, pareció luchar
consigo mismo antes de decirle mansamente—: De todos modos, Bommer, no
vayamos por las ramas. Empiezan a subir clientes; quiero verle arreglando los
ralladores y disponiendo como es debido los abrelatas. —Empuñando un mango de
hueso del que surgía una larga hoja retorcida, lo blandió ante un grupo de
compradores que se habían congregado frente al mostrador de Irving—. Lo más
moderno para pelar naranjas y melones, señoras. Lo mejor que existe. ¿Por qué
seguir empleando objetos de anticuadas líneas rectas, fúnebres y severas? —Su voz,
que hasta entonces había sido desdeñosa, se elevó altisonante—: Con el nuevo
cortador Sueño de Hollywood, podrán ustedes pelar las naranjas y los melones con
facilidad y eficacia. Ya no perderán el valioso zumo cargado de vitaminas; se han
terminado las manchas de melón sobre los delicados manteles de encaje. Y, sobre
todo, tendrán ustedes unos bordes recortados del modo más atractivo. A los niños
les encanta comer frutas curiosamente recortadas y mondadas, como naranjas...
—¿Es esto lo que vende ese joven? —preguntó una señora voluminosa, de
poderosas mandíbulas. Humphries asintió.
—Entonces me quedo con uno. Pero tiene que dármelo él.
—Dos para mí. ¿Me quiere dar dos, joven?
—¡Cinco! Yo quiero cinco. Yo los pedí primero, pero usted no me oyó.
—Por favor, señoras —dijo Humphries, radiante—. Por favor, no empujen ni se
peleen. Habrá para todas. Tenemos mondadoras Sueño de Hollywood en cantidad
más que suficiente. ¿Ve usted, Bommer, ve usted —susurró— lo que puede hacer
un poquito de propaganda? Que no se pierda ni una de estas ventas. ¡A trabajar!
Humphries se alejó alegremente, chasqueando los dedos en dirección a los
mostradores próximos, cuyas dependientas se inclinaban todas de manera extraña en
dirección a Bommer.
—A trabajar, chicas; que hoy promete ser un buen día. La verdad es —musitó,
mientras volvía a su despacho para insultar a la primera tanda de corredores—, la
verdad es que hoy parece que va a ser un día bueno en la sección de ralladores y
abrelatas.
Cuanto había de cierto en esta suposición, no empezó a sospecharlo hasta poco antes
de que sonase la hora del almuerzo, cuando el jefe de almacén irrumpió en su
oficina chillando:
—Necesitamos más gente, Humphries. ¡En el almacén ya no damos abasto!
—¿En el almacén? ¿De qué me está hablando?
—¡Nos pasamos la mañana sirviendo pedidos al mostrador de Bommer! —El jefe
de almacén se arrancó un puñado de cabellos y empezó a brincar frente a la mesa—.
Todo mi personal trabaja para ese único mostrador; no tengo a nadie para el
inventario, a nadie en recepción y tan pronto como le enviamos la mercancía, él la
despacha. ¿Por qué no me dijo usted que hoy habría liquidación en la sección de
ralladores y abrelatas? Hubiera encargado más mercancía al almacén central, en
lugar de tener que enviar a buscarla cada media hora. He tenido que pedir a Cohen,
de mobiliario moderno, y a Blake, de vestuario infantil deportivo que me presten un
par de hombres!
Humphries movió la cabeza.
—No hay liquidación en la sección que usted menciona, ni ofrecemos saldos ni
precios reventados en ella. Domínese, hombre, y trate de no desmoronarse ante una
presión inesperada. Vamos a averiguar qué sucede.
Abrió la puerta de su despacho e inmediatamente exhibió la mejor técnica para
quedarse aterrorizado. La sección de artículos para el hogar estaba abarrotada por
una multitud de mujeres que luchaban y se debatían, animadas por el único deseo de
acercarse al mostrador donde se vendían ralladores y abrelatas. Irving Bommer
desaparecía completamente bajo una marea de melenas con la permanente y
sombreros colocados de través. De vez en cuando, una caja de cartón vacía se
destacaba para señalar aproximadamente la posición geográfica del dependiente y
Humphries oía una vocecilla cascada que gritaba:
—¡Envíeme más abrelatas, almacén, más abrelatas! Se me han agotado las
existencias. ¡Estas mujeres son insaciables!
Los restantes mostradores de aquel piso estaban abandonados... tanto por las
dependientas como por los clientes.
El jefe de ventas aulló:
—¡Aguántelas como pueda, Bommer, allá voy!
Luego arremetió contra la masa femenina. Mientras se abría paso entre mujeres que
sujetaban contra el pecho cajas enteras de abrelatas, observó que aquel olor peculiar
que desprendía Bommer se percibía incluso a distancia. Además, se había hecho
más fuerte y acre...
***
Irving Bommer parecía un hombre que hubiese descendido al Valle de las Sombras
y hubiese visto allí tales cosas, que ya no le produjesen efecto cosas tan
insignificantes como el Mal. Tenía el cuello de la camisa abierto, la corbata le
colgaba sobre un hombro, las gafas pendían de la oreja opuesta, tenía los ojos
terriblemente congestionados y sudaba tan copiosamente, que parecía como si sus
ropas acabasen de ser retiradas de una concienzuda lavadora.
Estaba asustadísimo. Mientras tuvo mercancías con que entretenerlas, sus
adoradoras adoptaron una actitud relativamente pasiva. Pero así que se le agotaron
las existencias, las mujeres se concentraron de nuevo en su persona. Al parecer, no
reinaba rivalidad entre ellas; si se empujaban, lo hacían solamente para obtener una
vista más favorable del pobre Irving. Al principio, ordenó a unas cuantas que se
volviesen a sus casas y ellas le obedecieron; pero en el momento presente, si bien
parecían dispuestas a obedecerle en todo cuanto les ordenase, se negaban en
redondo a alejarse de su presencia. Sus muestras de afecto se habían hecho más
insistentes, más decididas... y más organizadas. Confusamente, él comprendió que
esto se debía a su prodigiosa transpiración ... el sudor mezclado con la poción
amorosa la diluía aún más, esparciendo su olor a mayor distancia.
¡Y qué caricias le prodigaban! Nunca se hubiera imaginado que una caricia
femenina pudiese resultar tan dolorosa. Cada vez que se inclinaba sobre el
mostrador para despachar a una cliente, docenas de manos se tendían hacia él y le
acariciaban los brazos, el pecho, cualquier parte accesible de su cuerpo.
Multiplicados por las tres horas que llevaba trabajando, aquellos cariñosos contactos
habían llegado a parecerle otros tantos puñetazos.
Estaba lloriqueando, cuando Humphries consiguió deslizarse tras el mostrador y
ponerse a su lado.
El joven le habló con voz compungida:
—Me tiene usted que enviar más género, mister Humphries —tartajeó—. Sólo me
quedan ralladores de berenjenas y unos cuantos mondadores de coles. Cuando se
acaben, me acabaré yo.
—Calma, muchacho, calma —le dijo el jefe de ventas—. Tiene usted que soportar
esta prueba como un hombre. ¿Quiere usted ser un dependiente eficaz y seguro de sí
mismo, o prefiere ser una caña sobre la que no se apoyaría ningún detallista?
¿Dónde están esas dependientas? Deberían estar tras el mostrador, ayudándole.
Bien, de momento el almacén no puede mandarnos más género, para variar, intente
interesarlas en colgadores para toallas y artículos de tocador.
—Oiga —un brazo forrado de piel de cordero se extendió sobre el mostrador para
dar unos golpecitos en el hombro de Humphries—: Apártese, que no puedo verle.
—Un momento, señora, no se impaciente —empezó a decir Humphries con
animación, para detenerse al ver la mirada asesina de la mujer. Tanto ella como las
que la rodeaban, como le pareció, se veían muy capaces de clavarle un cortador
Sueño de Hollywood en el corazón sin que sus manos temblasen. Tragó saliva y se
tiró de los puños de la camisa.
—Por favor, mister Humphries, ¿puedo irme a casa? —le preguntó, lloroso Irving—
. No me encuentro muy bien. Y habiéndose terminado el género, de nada sirve que
me quede aquí.
—Bien —dijo su jefe, reflexionando— no podemos decir que no hemos tenido un
día atareado, ¿no le parece? Y si no se encuentra bien, como dice... Claro que no
espere usted que le paguemos la tarde, pero si, puede irse.
Irving le dio las gracias y se dirigió hacia el extremo del mostrador, pero Humphries
lo asió por el codo. Después de lanzar una tosecita, dijo:
—Quiero decirle, Bommer, que se olor no es nada ofensivo. Por el contrario es muy
agradable. Espero no haberle ofendido por mi irreflexiva observación acerca del
baño.
—En absoluto, señor Humphries. No me ha ofendido usted.
—Me alegro. No era mi deseo ofenderle. Prefiero contar con su simpatía, Bommer,
y quiero que sepa que soy su amigo. Verdaderamente, yo...
Irving Bommer huyó a todo correr, tratando de esquivar la multitud femenina, pero
ésta se abría para franquearle el paso. Sin embargo, centenares de manos se tendían
hacia él para tocar —¡sólo tocar!— alguna parte de su dolorida anatomía.
Así consiguió llegar hasta el ascensor del servicio y un escalofrío recorrió su cuerpo
al oír el hambriento gemido de desesperación que se elevó cuando las puertas del
ascensor se cerraron ante los ávidos semblantes del tropel que iba en vanguardia.
Mientras descendía, oyó una voz juvenil que gritaba:
—¡Sé donde vive! ¡Os llevaré a todas a su casa!
El maldijo el espíritu de solidaridad de aquellas arpías que le acosaban. Siempre
había soñado en convertirse en un ídolo femenino, pero jamás había pensado que
una de las características que poseen los ídolos es la de ser objeto de culto por parte
de las multitudes.
Salió corriendo del ascensor al llegar a la planta baja y llamó a un taxi, observando
al propio tiempo que la ascensorista le había seguido sin vacilar para llamar a otro.
Mientras daba frenéticas instrucciones al chofer, vio que por toda la calle había
mujeres subiendo a taxis y haciendo señas a los autobuses para que pararan.
—¡Dese prisa! —ordenó al taxista—. ¡A toda la velocidad que pueda!
—Hago lo que puedo, amigo —repuso el chófer sin volverse—. Tengo que cumplir
las prescripciones del tránsito. Cosa que no hacen esas señoras que nos siguen.
Atisbando con desesperación por la ventanilla trasera. Irving Bommer vio cómo los
coches que le seguían hacían caso omiso de semáforos rojos, guardias del tráfico y
coches que surgían por las esquinas. Cada vez que su coche se detenía, se
engrosaban las huestes de perseguidoras motorizadas.
Pero a medida que su miedo aumentaba, su transpiración se hacía más abundante y
su efluvio se expandía a mayor distancia por las calles.
Se bañaría al llegar a casa... eso es lo que haría..., se ducharía y se enjabonaría a
conciencia, para hacer desaparecer el último rastro de aquella maldita substancia.
Pero tenía que apresurarse.
Los frenos del taxi chirriaron cuando su acción se ejerció de pronto sobre las ruedas.
—Se acabó, señor. No podemos seguir. Por lo visto, se ha organizado una
manifestación.
Mientras pagaba al taxista, Irving Bommer dio un respingo al ver la calle abarrotada
de mujeres.
Desde luego, era culpa de la botella del masaje... el pulverizador debía estar abierto,
y el olor se había esparcido. Como la botella estaba casi llena del todo, la pérdida
debía de haber sido considerable. Y si unas cuantas gotas bastaban para producir
tales efectos... Había mujeres en la calle, en el patio, en la callejuela contigua, todas
con la vista fija en su habitación, como perros que hubiesen olfateado a una
zarigüeya. Se veían muy tranquilas y pacientes, pero de vez en cuando surgía de
ellas un suspiro que se hinchaba hasta alcanzar el volumen de un fuego de artillería.
—Espéreme —dijo al chófer—. Volveré pronto.
—Eso no puedo prometérselo. No me gusta el aspecto de ese gentío.
Irving Bommer se tapó la cabeza con la chaqueta y corrió hacia la entrada de la
pensión. Docenas de caras sorprendidas y dichosas se volvieron hacia él.
—¡Es él! —oyó que gritaba la ronca voz de la señora Nagenbeck—. ¡Nuestro
maravilloso Irvin Bommer!
—¡Er guapo mosito! —era la voz de la gitana—. ¡Er divé con carita de emperaor!
—Abran paso —exclamó con brusquedad Irving Bommer—. Apártense.
A regañadientes, sin abandonar su expresión arrobada, la muchedumbre femenina se
apartó abriéndole camino. El abrió la puerta de entrada en el preciso instante que el
primero de los automóviles perseguidores doblaba rugiendo la esquina.
Había mujeres en el vestíbulo, mujeres en la sala y en el comedor, mujeres en la
escalera hasta la puerta misma de su habitación. Se abrió paso entre ellas, sin hacer
caso de sus miradas de adoración y caricias desesperadas, y abrió la puerta de su
cuarto, cerrándola con un violento portazo.
—Tengo que poner orden en mis ideas —se dijo, cogiéndose la cabeza, que parecía
que iba a estallarle, con sus manos febriles.
Un baño no sería bastante, pues quedaría la enorme botella de masaje, que seguiría
esparciendo su terrible contenido. ¿Y si la vaciase en el lavabo? Sería peor, pues se
mezclaría con agua y aún se diluiría más. Por otra parte, podía atraer a ejércitos de
ratas de alcantarilla. No, tenía que destruir la maldita poción. ¿Pero cómo? ¿Cómo?
El horno del sótano. El masaje para después del afeitado contenía alcohol, y el
alcohol ardía. Quemaría la loción, luego se daría una ducha sin emplear jabón
corriente, sino algo verdaderamente eficaz, como lejía... o ácido sulfúrico. ¡El horno
del sótano!
Se metió la botella bajo el brazo como si fuese una pelota de rugby. En el exterior
oía cómo un centenar de automóviles lanzaban bocinazos y un millar de voces
femeninas suspiraban y murmuraban palabras de amor. En la distancia, muy
débilmente, sonaban las sirenas de la policía y las voces disgustadas y sorprendidas
de los agentes de la autoridad, que se esforzaban por hacer circular una multitud
decidida a permanecer inmóvil.
Así que abrió la puerta, comprendió que había cometido un error. Un tropel
femenino irrumpió en la estancia como si la combinación de la pócima, su
transpiración y la botella que rezumaba su contenido fuesen absolutamente
irresistibles.
—¡Atrás! —vociferó—. ¡Atrás! ¡Tengo que salir!
Con mayor lentitud que antes, con mayor indecisión, ellas le dejaron salir. Se abrió
camino hasta el rellano de la escalera, retorciéndose y contorsionándose para evitar
las manos delicadas que se tendían en su dirección.
—¡Despejen la escalera, por favor!
Algunas se retiraron, otras no. Pero ya podía bajar. Estrechando fuertemente la
botella contra su pecho, siguió avanzando. Una jovencita apenas salida de la
pubertad tendió hacia él los brazos con gesto amoroso. El se apartó a un lado. Por
desgracia. su pie derecho ya pisaba el primer peldaño. Se balanceó y trató de
apoyarse en el izquierdo, pero se inclinó hacia adelante, perdiendo el equilibrio. Una
matrona de cabellos grises trató de acariciarle la espalda y él se esforzó por
esquivarla.
Esto le perdió. Cayó cuan largo era y la botella se le escapó de las manos.
Bajó rodando por la escalera y finalmente aterrizó sobre los trozos de la botella. Su
contenido esparcido por el suelo le humedeció el pecho.
Levantando la mirada, consiguió lanzar un solo chillido de espanto antes de verse
sepultado por el alud de rostros amorosos y suplicantes.
Esto explica que en el cementerio del Sauce Blanco sólo pudiesen enterrar un
fragmento de linóleo manchado de sangre. Y el inmenso monumento erguido sobre
el mismo fue costeado con los fondos reunidos en una hora en la más fervorosa de
las colectas públicas.
FLIRGLEFLIP
—¡Banderling, eres un cabezota!
Sí, sí lo sé. Es muy poco probable que este mensaje te llegue en los años que te
quedan de vida fácil y cómoda; pero si algo, algún nuevo descubrimiento —un
pliegue inesperado en el pleno, por ejemplo— llevase estas páginas a la superficie,
yo quiero que Thomas Alva Banderling sepa que yo le considero el más
considerable, aumentado y amplificado cabezota de la historia.
Exceptuándome a mí, desde luego.
Cuando pienso lo dichoso que yo era examinando mi colección de dolik y spindfar,
lo bien que progresaba mi comunicación sobre «Orígenes Gllianos de estructuras
Flirg tardías de Pegis»... cuando evoco aquella felicidad, que subraya la miseria y
las estrecheces de mi ocupación actual, tiendo a mostrarme muy poco académico al
enjuiciar a Banderling. ¿Qué posibilidades actuales tengo de volver alguna vez a las
doradas torres del Instituto, que se alzaban como dechados de belleza plástica sobre
el suelo esterilizado de Manhattan?
Mi mayor placer consiste en soñar y recordar el puro júbilo científico que
experimenté el día en que los componentes del grupo de exploración número 19
regresamos de Marte con la nave cargada de punforg procedente de las
excavaciones gllianas. Otro de mis pasatiempos consiste en meditar acerca de mi
deleitoso y renovado estudio de los problemas que dejé por resolver cuando me
ofrecieron un puesto en aquel grupo expedicionario. ¿Banderling y su nefasto
depresor de radiaciones? ¡A decir verdad, aquella noche fue la primera vez que me
di cuenta de su existencia!
—Terton —me preguntó de pronto, con su semblante estudioso claramente
enfocado en la pantalla de mi benscopio— Terton, ¿podrías pasar un momento por
mi laboratorio? Necesito un par de manos.
La petición me sorprendió. Fuera de nuestras entrevistas ocasionales durante las
reuniones del Instituto, Banderling y yo teníamos muy poco en común. Y resultaba
bastante raro que un investigador asociado requiriese la ayuda mecánica de un
investigador completo como yo era, especialmente cuando sus campos de trabajo
eran tan distintos.
—¿No puedes llamar a un técnico o a un robot? —le dije.
—Todos los técnicos han salido. Tú y yo somos los únicos que quedamos en el
Instituto. Recuerda que es el aniversario del nacimiento de Gandhi. Ordené a mi
robot que se empaquetase hace dos horas, cuando creía que yo también iba a salir.
—Muy bien —suspiré, poniéndome el collar con el flirgleflip y el dolik que había
estado examinando. Cuando penetré en el benscopio, dando a mi collar los tirones
necesarios para trasladarse al ala opuesta del Instituto, ya había dejado de
extrañarme lo insólito de la petición de Banderling.
Tiene que saber el lector que el dolik en el que yo había estado trabajando era el
conocido por el nombre de Dilema de Thumtse... un enigma fascinante. La mayoría
de mis colegas se inclinaba a favor del planteamiento que daba Gurkheyser del
problema, cuando lo descubrió personalmente en Thumtse hacía mas de cincuenta
años. Gurkheyser manifestó que no podía ser dolik a causa de la falta en él de una
estructura flirg; y tampoco podía ser spindfar a causa de la presencia en él de flirg
en cantidades ínfimas; por consiguiente, era una paradoja creada conscientemente y,
como tal, había que clasificarlo como punforg. Pero, por definición, punforg no
podía existir en Thumtse...
Estoy divagando. He olvidado una vez más las probables reacciones de mis lectores
ante este tema. Pero si esto no fuese así, si sólo por esta vez...
De todos modos, lo cierto es que yo seguía cavilando acerca del Dilema de Thumtse
cuando salí del benscopio en el laboratorio de Banderling. Yo no me hallaba
preparado psicológicamente para sacar las deducciones obvias de su estado de
nerviosismo. Mas, aunque lo hubiese estado, ¿quién hubiera podido imaginar
semejante conducta psicopática por parte de un investigador asociado?
—Gracias, Terton —me dijo él, mientras su collar tintineaba con todas las
chucherías a las que tan aficionados son los físicos—. ¿Quieres apartar esa larga
barba de la placa giratoria y entretanto apretar el enrejado con la espalda?
Perfectamente.
Se chupó los nudillos de la mano derecha, mientras con la izquierda accionaba una
palanca acodillada y cerraba un relais. Hizo girar un pequeño botón rodeado por un
círculo graduado, frunció dubitativamente el ceño y volvió a colocar el botón en la
posición primitiva.
La placa giratoria que tenía ante mí, un disco o rueda cuyos radios eran bobinas de
resistencia y cuyo cubo estaba constituido por un inmenso tubo mesotrónico,
empezó a brillar y a girar lentamente. A mis espaldas, el enrejado vibraba contra mis
paletillas.
—¿No hay... nada peligroso en lo que hago? —pregunté, pasándome la lengua por
los labios al contemplar la estancia abarrotada de instrumentos en funcionamiento.
La negra barbita de chivo de Banderling se alzó desdeñosamente y los pelos de su
pecho parecieron temblar.
—¿Qué puede haber de peligroso en ello?
Como yo no lo sabía, resolví mostrarme tranquilo. Hubiera deseado que Banderling
me ayudase, pero él se movía rápidamente de un lado a otro, rezongando con
impaciencia ante las esferas indicadoras y abriendo y cerrando interruptores.
Yo casi no me acordaba ya de lo incómodo de mi posición y de la barra que
sostenía, abstraído en la evocación de la parte media de mi comunicación, donde
intentaba demostrar que la influencia de Gil era tan grande como la de Tkes en el
Pegis tardío... cuando el vozarrón de Banderling introdujo un interrogante en mi yo
consciente.
—¿No te sientes a veces desgraciado, Terton, por vivir en una civilización
intermedia?
Se detuvo frente a la placa giratoria, poniéndose en jarras con ademán truculento.
—¿A qué te refieres... a la Embajada Temporal acaso? — le pregunté, pues conocía
las ideas de Banderling.
—Exactamente. A la Embajada Temporal. ¿Cómo puede vivir y progresar la ciencia
con semejante rémora? Es mil veces peor que una cualquiera de aquellas antiguas
formas de represión, como la Inquisición, las dictaduras militares o los consejos de
administración de las Universidades. Esto no se puede hacer, pues lo harán por
primera vez dentro de un siglo; no se puede hacer lo otro... el impacto sociológico
de semejante invento en nuestra época sería excesivo para su capacidad presente; es
preciso hacer esto, en cambio... de momento no dará ningún resultado, pero alguien
que trabajará en una disciplina correlativa dentro de un montón de años, podrá
aprovechar nuestros errores para convertirlos en una teoría útil. ¿Y qué consiguen
tantas y tantas prohibiciones y restricciones? ¿Para qué finalidad han sido dictadas?
—Para el mayor bien del mayor número en el mayor período de tiempo —repliqué,
citando al pie de la letra el prospecto del Instituto—. Para que la Humanidad pueda
mejorarse continuamente rehaciendo el pasado sobre la base de sus propios juicios
históricos y el consejo del futuro.
El me miró en son de mofa.
—¿Y qué sabemos nosotros? ¿Cuál es el plan magistral de esos últimos humanos en
ese último futuro en el que no existe embajada temporal de un periodo todavía más
lejano? ¿Lo aprobaríamos nosotros, lo...?
—Pero Banderling, nosotros ni siquiera lo entenderíamos. Se trata de seres humanos
dotados de mentes comparadas con las cuales, las nuestras parecerían neuronas
elementales... ¿Cómo podríamos comprender y apreciar el alcance de sus proyectos?
Además, según parece, no existe este último futuro, sino una sucesión de embajadas
temporales enviadas por cada época a la precedente. Así, el consejo de cada
embajada se funda en el mayor conocimiento histórico que posee el período que la
envía. Las embajadas temporales se extienden siempre hacia el pasado desde un
futuro cada vez mejor. De este modo, no tienen fin.
Hice una pausa, pues me quedaba sin aliento.
—Excepto aquí. Excepto en una civilización intermedia como la nuestra. Pueden
extenderse hasta el infinito por lo que se refiere al futuro, Terton, pero terminarán en
nuestra época. Nosotros no enviamos a nadie al pasado; nos limitamos a cumplir
órdenes, sin darlas nosotros.
Salí a la calle, preguntándome cómo conseguiría ahora que los emisarios temporales
entrasen en contacto conmigo. Era evidente que, como decía Joseph Burns, no había
causado suficiente «sensación». ¿O sí? Posiblemente, entre los científicos podía
hallarse un emisario temporal, que me había observado y se disponía a devolverme a
mi propia época antes de que pudiese causar mayores alteraciones en su período.
—Hola, abuelo. Llamé a la redacción y me dijeron que ya había salido.
—¡Burns! —Me volví, aliviado, hacia el joven, que se apoyaba en la pared del
edificio. Era el único amigo que había hecho en aquella época de locura y
barbarie—. Por lo visto, no consiguió usted recuperar el flirgleflip. Sin duda lo
trocaron por otro objeto, o lo vendieron, o lo perdieron.
—No, abuelo, no conseguí recuperar el flirgleflip. —Me tomó cariñosamente por el
brazo—. Vamos.
—¿Adónde?
—A buscar un trabajo para usted, una ocupación adecuada a sus dotes futuristas.
—¿Y cuál puede ser?
—Este es el problema, el difícil y engorroso problema. No hay muchos flirgles que
flipar en esta época. Esto es lo único que usted sabe hacer bien y ya es demasiado
viejo para aprender cualquier otra ocupación. Sin embargo, hay que comer. Si un
hombre no come adquiere ideas extrañas y las tripas le hacen extraños gorgoritos
lastimosos.
—Al parecer, se equivocó usted por lo que se refiere al emisario temporal.
—No me equivoqué. Consiguió llamar su atención. Ha establecido contacto con
usted.
—¿Conmigo? ¿Quién ha sido?
—Yo.
En mi estupefacción, me detuve sin darme cuenta que venía un vehículo a toda
marcha. Burns me empujó para que siguiera avanzando.
—¿Quiere decir usted que es un emisario temporal? ¿Y que me devolverá a mi
época?
—Si, soy un emisario temporal. Pero no le devolveré a su época.
Completamente confundido, moví lentamente la cabeza.
—No comprendo...
—No volverá usted, abuelo. En primer lugar, porque así Banderling podrá ser
acusado de haber hecho caso omiso de los derechos de un individuo comunal...
usted. Así, el Instituto decidirá que el depresor de radiaciones requiere aún años de
investigación y desarrollo antes de que llegue el momento de permitir que se
acerquen a él individuos completamente seguros. A su debido momento, el viaje por
el tiempo se descubrirá, y en la época conveniente, como resultado de una cita
indirecta del depresor de radiaciones de Banderling. En segundo lugar, no le haré
volver a usted porque ahora ya se encuentra totalmente imposibilitado de hablar en
público de emisarios temporales, sin que le metan al instante en un establecimiento
rodeado por altas tapias en el que los huéspedes llevan sus propias sábanas a guisa
de abrigos.
—¿Quiere usted decir que todo fue deliberado, su encuentro conmigo para
sustraerme el flirgleflip y convencerme de que debía causar sensación, como usted
dijo, y todo para colocarme en una situación en la que es imposible que en esta
sociedad nadie me crea...?
Nos metimos por una callejuela bordeada de cafetuchos.
—Incluso más que deliberado. Fue necesario, teniendo en cuenta la clase de persona
que es Banderling...
—¿Un cabezota? —insinué, con amargura.
—... a fin de que el depresor de radiaciones quedase arrinconado durante un número
suficiente de años a consecuencia de la «trágica desaparición de Terton». Era
necesario que usted tuviese la profesión y cultura que posee, completamente
inadecuadas para esta época, con el fin de que no pudiese producir en ella ninguna
alteración apreciable. Además, era necesario...
—Le consideraba a usted mi amigo. Llegué a cobrarle afecto.
—Además, era necesario que yo fuese la clase de persona que soy para ganarme su
confianza tan pronto como usted se presentase y nuestro proyecto comenzase a
realizarse debidamente. Al propio tiempo, teniendo en cuenta la clase de persona
que soy, la verdad es que va a remorderme mucho la conciencia por haberme
portado así con usted. Pero estos remordimientos míos, probablemente también son
necesarios para que se cumpla otro aspecto de los planes de la Embajada Temporal.
Todas las piezas encajan perfectamente, Terton, incluso la embajada temporal de
todos los tiempos, supongo. Entre tanto, yo tengo que realizar mi misión.
—¿Y Banderling? ¿Qué le sucede cuando yo no regreso?
—Le prohiben seguir dedicándose a investigaciones de física, naturalmente. Pero
como es joven, se las arreglará para dedicarse a una nueva profesión. Y teniendo en
cuenta las costumbres de su época, se convertirá en un flirgleflip... sustituyéndole a
usted en la comunidad. Por supuesto, tendrá que pasar antes por un curso de
readaptación. Lo cual me recuerda...
Medité acerca de cuán irónico resultaba que la supuesta rebelión de Banderling
formase parte de los planes de la Embajada Temporal. Y de la fatalidad que
representaba tener que pasar lo que me quedaba de aquella época demente. De
pronto advertí que Burns me quitaba el dolik del collar.
—Ha sido una pequeña omisión —me explicó mientras se lo metía en el bolsillo—.
No debiera usted haberlo llevado consigo, según nuestros planes originales. Ahora
me ocuparé de que lo devuelvan, tan pronto como haya conseguido encontrar
trabajo para usted. Este dolik es el Dilema de Thumtse, como usted sabe muy bien.
Según nuestros planes, el problema que encierra tiene que resolverlo uno de sus
colegas del Instituto.
—¿Y quién lo resuelve? —pregunté con gran interés—. ¿Masterson, Foule,
Greenblatt?
—Ninguno de ellos —repuso él, sonriendo—. Según el plan previsto, el Dilema de
Thumtse es resuelto finalmente por Thomas Alva Banderling.
—¿Banderling? —grité, mientras nos deteníamos frente a un mísero restaurante
sobre cuya mugrienta puerta se leía: «Falta lavaplatos»—. ¿Banderling? ¿Ese
cabezota?
LOS INQUILINOS
Cuando miss Kerstenberg, su secretaria, informó a Sydney Blake por el
intercomunicador de la oficina, que acababan de llegar dos caballeros que
manifestaban deseos de alquilar una parte del edificio, Blake dijo: «Bien, hágalos
pasar, Ester, que pasen inmediatamente», con tal suavidad en su acento, que hubiera
soltado el tapón de un tarro de vaselina. Hacia sólo dos días que Wellington Jim e
Hijos, Compañía Inmobiliaria, le había nombrado agente residente en el Edificio
McGowan y las perspectivas de alquilar una oficina o dos cuando apenas se
hallaban en posesión de su flamante cargo, eran sobremanera agradables.
Pero cuando vio a los posibles inquilinos, ya se sintió mucho menos seguro. En
cuanto a todo.
Eran ambos exactamente iguales en todos los aspectos menos en uno: el tamaño. El
primero era alto, altísimo... más de dos metros, calculó Blake cuando se alzo para
darles la bienvenida. El visitante se doblaba por dos lugares de su cuerpo: hacia
adelante en las caderas y hacia atrás en los hombros, dando la impresión de que en
lugar de articulaciones tenía goznes. A su lado penetró una minúscula expresión de
hombre, un hombrecillo que sería un enano al lado de un enano, pero que, aparte de
esto, era el hermano gemelo del alto. Ambos llevaban camisas blancas y
almidonadas y sombreros negros, chalecos negros, corbatas negras, trajes negros,
calcetines negros y zapatos de increíble negrura, que casi engullían las ondas
luminosas que incidían en ellos.
Ambos tomaron asiento y sonrieron a Blake... simultáneamente...
—Oiga, miss Kerstenberg —dijo éste a su secretaria, que continuaba de pie a la
puerta del despacho.
—Diga, mister Blake —dijo ella con animación.
—No, nada, miss Kerstenberg. Nada en absoluto. Para su futuro interno, lamentó
ver cómo ella cerraba la puerta y oyó cómo chirriaba su sillón giratorio, cuando se
sentó en la oficina contigua. Era una verdadera desgracia que, al no ser telépata, ella
no hubiese podido apreciar su apremiante mensaje mental en que le pedía que se
quedase para prestarle cierto sostén moral.
Claro que no se podía esperar que los mejores hombres de Dun & Bradstreet
alquilasen despachos en el edificio McGowan. Sentándose, les ofreció cigarrillos
que sacó de su flamante humitor. Ellos declinaron el ofrecimiento.
—Desearíamos —dijo el individuo alto, en una voz compuesta por muchos ruidosos
suspiros— alquilar un piso de este edificio.
—El piso trece —dijo el hombrecillo con una voz exactamente igual.
Sydney Blake encendió un cigarrillo y le dio una cautelosa chupada. ¡Toda una
planta! Desde luego, nunca había que juzgar por las apariencias.
—Lo siento —les dijo—. No puedo ofrecerles el piso trece. Pero, en cambio...
—¿Por qué no? —suspiró el individuo alto, con aspecto displicente.
—En primer lugar, porque el piso trece no existe. Muchos edificios no lo tienen,
como ustedes saben. Como algunos inquilinos pueden ser supersticiosos, hemos
dado el número catorce al piso situado encima del doce. Si tienen la bondad de
consultar la guía telefónica, señores, verán que no figuran en ella oficinas ni
despachos con el número 13. No obstante, si les interesa disponer de todo un piso,
creo que podré acomodarles en el sexto...
—Yo creo —dijo en tono quejoso el individuo alto— que si alguien desea alquilar
un piso determinado, lo menos que puede hacer el procurador es proporcionárselo.
—Es lo menos que puede hacer —repitió el enanito—. Sobre todo, teniendo en
cuenta que para ello no hace falta resolver complicados problemas matemáticos.
Blake reprimió difícilmente su enojo y se esforzó por sonreír amistosamente.
—Me sentiría muy dichoso pudiendo alquilarles el piso trece... en caso de que lo
tuviésemos. Pero, como ustedes comprenderán, no puedo alquilarles una cosa
inexistente. —Extendió ambas manos con las palmas hacia arriba, y les dirigió otra
sonrisa de complicidad, que parecía querer darles a entender que entre personas
inteligentes es fácil llegar a un acuerdo—. Me complace poder decirles que los pisos
doce y catorce están libres en su casi totalidad. Pero estoy seguro de que también
serán de su agrado otras partes libres del edificio McGowan. —Recordó de pronto
que casi había estado a punto de faltar a las reglas más elementales de urbanidad—.
Disculpen —les dijo, mientras rozaba la placa que había sobre su mesa con su
índice, en el que brillaba su uña bien cuidada—. Me llamo Sydney Blake. ¿Con
quién tengo el gusto de...?
—Tohu y Bohu —dijo el alto.
—¿Cómo ha dicho, por favor?
—He dicho Tohu y Bohu. Yo soy Tohu. —Indicando a su minúsculo gemelo,
añadió—: Este es Bohu. O viceversa; no importa.
Sydney Blake meditó acerca de tan curiosa revelación hasta que la ceniza que cayó
de su cigarrillo manchó de gris sus pantalones perfectamente planchados. Debían de
ser extranjeros. Debiera haberlo supuesto por su tez olivácea y su acento
ligeramente forastero. No era que esto importase lo más mínimo en el edificio
McGowan, o en cualquier otro edificio propiedad de Wellington Jim e Hijos,
Sociedad Anónima Inmobiliaria. Pero de todos modos le extrañó que existiesen
personas con semejantes nombres y tamaños tan desproporcionados.
—Muy bien, mister Tohu. Y... ejem, mister Bohu. Ahora bien, el problema, tal
como yo lo veo...
—En realidad, no existe ningún problema —le dijo el individuo alto, hablando
lenta, enfática y razonablemente—, a no ser todo el jaleo que está usted armando en
torno a esta cuestión, joven. Usted tiene un edificio con pisos que van del uno al
veinticuatro. Nosotros deseamos alquilar el trece que, al parecer, está desocupado.
Ahora bien, si usted fuese el hombre de negocios que debería ser y nos alquilase
este piso a nosotros sin mayores comentarios...
—Ni salirnos con tiquismiquis —añadió el hombrecillo—. en tal caso, nosotros
estaríamos contentos, sus jefes estarían contentos y usted estaría contento. Ya ve
usted si es una operación sencilla, que cualquiera que estuviese en su lugar realizaría
sin la menor dificultad.
—¿Cómo demonios puedo yo?... —empezó a vociferar Blake, antes de acordarse de
lo que decía el profesor Scoggins en su clase superior sobre bienes raíces
(«Recuerden, caballeros, que perder los estribos significa perder el inquilino. Si en
el Comercio se dice que el cliente siempre tiene razón, nosotros decimos que el
cliente del agente inmobiliario nunca se equivoca. En algún Sitio, de la manera que
sea, tienen que encontrar ustedes el remedio que requiere su pequeña enfermedad
comercial, por imaginaria que ésta sea. El agente inmobiliario debe ocupar su lugar
como profesional junto al médico, el dentista y el farmacéutico y tomar como lema
el mismo que ellos: servicio desinteresado, siempre disponible y de confianza»).
Blake inclinó su cabeza, abrumado por el peso de su responsabilidad profesional,
antes de proseguir:
—Miren —les dijo por último, con una sonrisa que confiaba desesperadamente
fuese cautivadora—. Voy a plantearlo en sus propios términos. Ustedes, por razones
que a mí no me incumben, desean alquilar un piso trece. Este edificio, por razones
que sólo incumben a su arquitecto, que estoy seguro que era un chiflado, un
individuo excéntrico incapaz de merecer el respeto de ninguno de nosotros, este
edificio, les digo, no tiene piso trece. Por lo tanto, me es imposible alquilárselo.
Admitiré que, considerado superficialmente, esto puede parecer una dificultad; les
puede parecer como si no pudiesen conseguir exactamente lo que desean en el
edificio McGowan. ¿Pero qué sucede si se examina la cuestión atentamente? En
primer lugar, constatamos la existencia de otros pisos verdaderamente magníficos...
Se interrumpió al darse cuenta de que se quedaba solo. Sus visitantes se levantaron
al unísono en un movimiento increíblemente rápido para dirigirse a la puerta.
—Es una verdadera lástima —oyó que el individuo alto decía mientras ambos
cruzaban la oficina contigua—. El lugar hubiera resultado perfecto, tan alejado del
centro de las cosas.
—Sin mencionar —añadió el pequeño— la apariencia del edificio, tan poco
presentable. Es una pena.
El corrió tras ellos, alcanzándolos en el corredor que daba al vestíbulo. Dos fueron
las cosas que le obligaron a detenerse en seco. Una fue la aguda sensación de que
era muy poco digno de un agente recién nombrado perseguir a los posibles clientes
para obligarles a regresar a un despacho que acababan de abandonar con tanta
brusquedad. Después de todo, aquello no era un almacén de confección vendiendo a
precios de saldo, sino el edificio McGowan.
La otra fue la súbita comprobación de que el hombre alto se hallaba solo. No se veía
ni rastro del hombrecillo. A no ser... tal vez... el considerable bulto que se percibía
en el bolsillo de la derecha del gabán de aquella estantigua...
—Son un par de chiflados —se dijo, mientras volvía a su oficina—. Esa clase de
clientes no me interesan.
Se empeñó en que miss Kerstenberg escuchase el relato completo de lo sucedido, a
pesar de que el profesor Scoggins aconsejaba que no se fraternizase excesivamente
con los empleados. Ella soltó un par de risitas y luego le miró muy seria a través de
sus gruesas gafas.
—¿No le parece a usted que son un par de chiflados, miss Kerstenberg? —le
preguntó al terminar—. Esos clientes no nos convenían.
—Yo no lo aseguraría, mister Blake —replicó ella con una inflexible falta de
presunción. Introdujo una hoja con membrete de la empresa en su máquina de
escribir—. ¿Desea usted que salga esta tarde el correo para Hopkinson?
—¿Cómo? ¡Ah, sí! Claro, naturalmente. Desde luego, esta misma tarde, miss
Kerstenberg. Y quiero verlo para comprobarlo otra vez antes de que lo envíe.
Entró en su despacho y se dejó caer en su butaca. Lo sucedido le había trastornado
enormemente. Era la primera ocasión que se le había ofrecido de alquilar tanto
espacio. Y aquel hombrecillo... ¿Se llamaba Bohu?... y luego aquel bulto en el
gabán del otro...
Tardó mucho, aquella tarde, en poder concentrarse de nuevo en su trabajo. Y
precisamente entonces fue cuando sonó el teléfono.
—¿Blake? —crepitó una voz—. Le habla Gladstone Jimm.
—Diga, mister Jimm.
Blake se irguió muy rígido en su sillón giratorio. Gladstone era el mayor de los
Hijos.
—¿Quiere usted explicarme, Blake, por qué se ha negado a alquilar espacio
disponible?
—¿Cómo dice usted? Le ruego que me perdone, mister Jimm, pero yo...
—Sepa usted, Blake, que acaban de salir dos caballeros de mi oficina. Dos
caballeros llamados Tooley y Booley. Me han dicho que intentaron alquilar el piso
trece del edificio McGowan, sin conseguirlo, porque usted se negó a concedérselo.
Luego me dijeron que usted admitió que dicho espacio estaba disponible, pero que
se negó en redondo a cedérselo. ¿Qué significa esto, Blake? ¿Para qué cree usted
que la empresa le ha nombrado agente suyo, Blake? ¿Para ahuyentar a los posibles
clientes? Siento decirle que aquí, en la central, su conducta ha causado pésimo
efecto, Blake.
—Me hubiera complacido en extremo alquilarles el piso trece, señor —gimió
Blake—. La única dificultad, sin embargo, es que...
—¿De qué dificultad me habla, Blake? Vamos, hombre, suéltelo de una vez.
—No existe piso trece, mister Jimm.
—¿Cómo?
—El edificio McGowan es uno de esos edificios que no tiene piso trece.
Laboriosamente, con el mayor cuidado, repitió de nuevo toda su explicación. Llegó
incluso a trazar un dibujo del edificio en su bloc de notas mientras hablaba.
—Hum... —comentó Gladstone cuando terminó—. Bueno, no está mal Blake. Al
menos, esta explicación habla en su favor.
Y colgó.
Blake temblaba como un azogado.
—Unos chiflados —murmuró con obstinación—. Completamente chiflados. Y
repito que clientes de esa clase no nos interesan.
Cuando se quedó solo en el piso trece, Sydney Blake respiró a sus anchas. ¡Por fin
lo había conseguido! Se dirigió a la puerta de la escalera que había tratado de
encontrar tantas veces, y trató de abrirla sin conseguirlo. Que curioso, Inclinándose,
examinó atentamente la cerradura, viendo que no tenía echada la llave. Pero no se
podía abrir. Tendría que llamar al cerrajero.
Mira por donde tenía ahora un piso más para alquilar en el McGowan. Tendría que
mantenerlo limpio y aseado.
Sintió de nuevo deseos de contemplar la fachada del edificio. Dirigiéndose a otra
ventana, trató de asomarse. Pero algo le detuvo. La ventana estaba abierta, pero él
no podía asomar la cabeza fuera del alféizar. Volvió a la ventana por donde había
mirado antes. Encontró la misma dificultad.
Y de pronto la luz se hizo en su mente.
Corrió al ascensor y oprimió frenéticamente el botón de llamada. A través de las
ventanillas romboidales de la puerta, vio como subían y bajaban ascensores. Pero
ninguno de ellos se detenía en el piso trece.
Porque el piso trece ya no existía. En realidad nunca había existido.
¿Quién había oído decir nunca que el edificio McGowan tuviese un piso trece...?
EL CUSTODIO
9 de mayo de 2190.— ¡Lo conseguí! Por poco me pillan, mas por fortuna yo soy
muy suspicaz por naturaleza. Estuvieron a punto de arrancarme mi triunfo, la plena
realización de mis sueños, pero yo fui más listo que ellos. Como resultado de ello,
como me complace anotar en esto que va a ser mi testamento, empiezo ahora mi
último año de vida.
No, permitidme que hable con precisión. Este último año de vida, el año que pasaré
en una tumba abierta, empezó en realidad hoy al mediodía. A esa hora en el segundo
sótano del Museo de Astronáutica Moderna, cargué una esfera por tercera vez
sucesiva y obtuve una respuesta totalmente negativa.
Lo cual significa que yo, Fiyatil, soy el único ser humano que queda vivo en la
Tierra. ¡Cuánto he tenido que luchar para merecer tal distinción!
Bien, ahora todo ha terminado, estoy seguro. Para asegurarme, bajaré para consultar
el antropómetro diariamente durante la próxima semana, pero no creo que exista la
posibilidad de que obtenga una respuesta positiva. He librado mi última y definitiva
batalla con las fuerzas de la justicia... y he ganado. Ahora que nadie me disputa ya la
posesión de mi féretro, no tengo otra cosa que hacer sino regocijarme.
Y eso no me costará mucho, si se piensa que llevo años planeando estos últimos y
gozosos momentos.
Sin embargo, al librarme de mi traje azul de berilito y subir por las escaleras en
busca del sol, no pude evitar pensar en los demás. En Gruzeman, Prejaut e incluso
posiblemente Mo-Diki. Hubieran estado aquí conmigo sólo con que hubiesen tenido
un adarme menos de fervor académico y una pizca más de realismo inteligente.
Ellos habían fracasado.
Hasta cierto punto, es una lástima. Empero, hace que mi vela resulte más solemne y
gloriosa. Al sentarme en el banco de mármol, entre las heroicas estatuas de Rozinski
que representan al Astronauta y a su compañera, me encogí de hombros y resolví no
pensar más en Gruzeman, Prejaut y Mo-Diki.
Me recosté en el banco, descansando por primera vez desde hacía más de un mes.
Mis ojos pasearon su mirada por las inmensas figuras de bronce que me dominaban.
aquellas dos obras maestras de la estatuaria que alzaban con gesto de imploración
sus manos hacia las estrellas. No pude contener una risa. La absoluta incongruencia
de mi escondrijo se me hizo manifiesta por primera vez... ¡Nada menos que el
Museo de Astronáutica Moderna! Multiplicado por la increíble tensión nerviosa, el
temor cerval que me dominó durante los últimos cinco días, la risita subió por mi
garganta hasta convertirse en una risa, luego en una carcajada y por último en un
estallido estruendoso de hilaridad irreprimible, que atrajo a todos los ciervos del
parque del Museo frente al banco de mármol en el que Fiyatil, el último hombre de
la Tierra, se desternillaba de risa al pensar en el triunfo que había conseguido en su
edad provecta.
No sé por cuanto tiempo me dominó el ataque de hilaridad, pero una nube, que se
limitaba a deambular por el cielo como otras tantas nubes estivales, se interpuso
entre el sol y yo. Esto hizo cesar mi risa, como si algo se hubiese cortado y miré
hacia lo alto.
La nube continuó su camino y el sol me bañó de nuevo con su luz resplandeciente y
cálida, pero yo temblé ligeramente.
Dos corzas preñadas se acercaron a mí y contemplaron como me frotaba el cuello.
Mi excesiva hilaridad me había producido tortícolis.
—Bien, amigos míos — dije a los ciervos, arrojándoles una cita de uno de mis
textos religiosos favoritos—. Parece como si en mitad de la vida hubiésemos
alcanzado finalmente la muerte.
Ellos siguieron mirando, silenciosos e impasibles.
11 de mayo de 2190. — He pasado los dos últimos días ordenando mis cosas y
trazando planes para el futuro inmediato. Una cosa es pasar toda una vida
preparándome austeramente para asumir los deberes que trae aparejados la custodia,
y muy otra descubrir de pronto que nos hemos convertido en el propio custodio, el
último de la secta y también de la raza (y sin embargo, la coronación de ambas).
Estoy poseído de un orgullo demoníaco. Pero a los pocos momentos, me hielo de
espanto al pensar en la increíble y abrumadora responsabilidad que debo afrontar.
La alimentación no constituye problema. En la comisaria de esta institución, hay
suficientes alimentos en conserva para mantener bien alimentado a un hombre como
yo durante diez años, y no digamos durante doce meses. Y a cualquier parte del
planeta que vaya, desde el Museo de Antigüedades Budistas del Tíbet al Panorama
de Historia Política de Sebastopol, encuentro una abundancia similar.
Claro que las comidas en conserva no son más que eso: comidas en conserva, o sea
que otros creyeron que debía ser mi menú. Después de la partida del último
Afirmador, que se llevó consigo su maldita austeridad, ya no necesito seguir
mostrándome hipócrita. Por último, puedo dejarme llevar por mi inclinación al lujo
y bañar mi lengua en sabrosas minucias. Por desgracia, llegué a la edad adulta bajo
el dominio del Afirmador y las hipocresías que aprendí a practicar en sesenta años
de dolor se han confundido con la substancia esencial de mi carácter. Por lo tanto,
dudo de que llegue a preparar comidas de alimentos frescos utilizando las antiguas
recetas.
Por otra parte, la preparación de tales comidas representaría la muerte de seres que
ahora viven y retozan libremente. Aunque esto parece una sensiblería excesiva,
dadas las circunstancias...
Tampoco necesito poner en marcha ninguno de los lavaderos automáticos, a pesar
de que podría hacerlo. ¿Por qué lavar mis ropas, me dije, si puedo desechar una
túnica así que se manche y ponerme una vestidura nueva, recientemente fabricada y
que aún guarde la rigidez de la máquina motriz que la produjo?
La costumbre me dijo por qué no podría hacerlo. Las ideas de un custodio hacen que
me sea imposible efectuar lo que haría un Afirmador que se hallase en mi situación:
desprenderse de la túnica en un lugar despejado y dejarla tirada como una enorme
deyección de vivos colores. Por otra parte, comprobé enojado que muchas
enseñanzas afirmadoras que mi mente consciente había rechazado con firmeza
durante años, se habían filtrado osmóticamente en mi subconsciente. La idea de
destruir deliberadamente algo tan funcional, si bien relativamente antiestético, como
una túnica sucia para caballero, propia para la estación cálida, clasificación de
embarque afirmadora, n° 2352558.3 me repugna ...aun contra mi voluntad.
Me repito una y otra vez que los números de embarque afirmadores ya no significan
nada para mí. Menos que nada. Están tan desprovistos de significado como los
números que ostentaba la carga en el Arca para los braceros que la cargaban el día
siguiente a la partida de Noé.
Sin embargo mientras monto en una bola voladora de un asiento para distraerme
dando una vuelta por los terrenos del Museo, algo dice en el interior de mi espíritu:
n° 58184.72. Hinco los dientes en una cucharada de sabroso componente de
proteínas para almorzar y observo que estoy ingiriendo los números de embarque
15762.94 a 15773.01. Llego incluso a recordar que se trata de una categoría que hay
que embarcar entre las últimas, y sólo cuando el representante a bordo del
Ministerio de Supervivencia y Preservación haya entregado su mando al
representante a bordo del Ministerio del Viaje.
Ni un solo Afirmador pisa la superficie de la Tierra en estos momentos, juntamente
con su maldita diversidad de departamentos burocráticos —incluyendo aquel en que
todos cuantos profesan el Custodianismo deben inscribirse, el Ministerio de
Antigüedades y Reliquias inútiles— están ahora esparcidos entre un centenar de
sistemas planetarios de la Galaxia. Pero todo esto no parece interesar ni pizca a mi
mente estúpidamente retentiva, que sigue citando textos guardados en mi memoria
desde hace décadas, con el fin de repetirlos durante los exámenes para Colocación
de Supervivientes, sobreseídos desde hace mucho tiempo y que han caído en el
olvido de los que mandan.
¡Son tan eficaces, los Afirmadores, tan terriblemente eficaces! Consiguen todo
cuanto se proponen. En mi juventud confié a mi camarada Ru-Sat, por desgracia
demasiado locuaz, que había empezado a dedicarme a pintura de creación sobre tela
en mis momentos de ocio. Inmediatamente mis padres, en colaboración con mi
consejero recreativo, me obligaron a presentarme voluntario en el local para niños
Trabajo Extra para un grupo Extra de Supervivientes, donde me hicieron pintar
números y símbolos sobre cajas de embalaje.
—No placer, sino persistencia, persistencia, persistencia... es lo que preservará a la
raza de Adán.
Esto es lo que yo tenía que repetir, citando del catecismo afirmador, antes de
sentarme a comer todos los días.
Más tarde, desde luego, y cuando alcancé la edad suficiente para ello, me inscribí
como custodio consciente.
—Te ruego que no vuelvas por aquí —me dijo mi padre cuando yo se lo revelé—.
No nos molestes. Hablo en nombre de toda la familia, Fiyatil, incluyendo tus tíos
maternos. Has resuelto convertirte en un cadáver viviente; allá tú. Pero te pedimos
que olvides que tienes padres y parientes... que nosotros también olvidaremos que
tenemos un hijo.
Esto significaba que quedaba libre de los trabajos para la Supervivencia, pero en
cambio me caía encima un trabajo doble al pasar a formar parte de los equipos que
recorrían los museos, lugares arqueológicos y ciudades de rascacielos, para fijarlo
todo en microfilms. Pero aún seguía sujeto a los exámenes periódicos para
Colocación de Supervivientes, que en opinión de todos no se aplicaban a los
custodios, pero que nosotros debíamos pasar como gesto de buena voluntad hacia
una sociedad que nos dejaba seguir libremente los dictados de nuestra conciencia.
Estos exámenes requerían que dejásemos el estudio de volúmenes titulados, por
ejemplo, Dibujos Religiosos y Decoración de los Templos del Alto Nilo para
sumirnos en el aburrido estudio del Manual de Embarque y Guía para la colocación
uniforme de la carga. Yo ya había perdido toda esperanza de llegar a ser un artista,
pero aquellos feos números y decimales me ocupaban un tiempo que yo deseaba
pasar entregado a la contemplación de la obra de hombres que habían vivido en
unos siglos menos fanáticos y no tan dominados por el frenesí.
¡Y aún me siguen ocupando parte del tiempo! Tan poderosa es la fuerza de la
costumbre que, a pesar de que ya no tengo que resolver problemas sobre la
deshidratación, a veces me pongo a hacer involuntariamente las operaciones
logarítmicas necesarias para descubrir qué espacio puede ocupar una substancia una
vez se le ha quitado el agua que contiene. ¡Es algo que produce un horrible
sentimiento de frustración sentirse preso en un sistema pedagógico del que ya
hemos creído librarnos para siempre!
Aunque es justo reconocer que los estudios a que estoy entregado en estos
momentos no son de mucha ayuda para ello. Sin embargo, tiene para mí grandísima
importancia recopilar suficientes datos en los educadores elementales de este
museo, por ejemplo, para estar seguro de que no tendré que preocuparme por la
posibilidad de una avería de mi bola voladora cuando cruce una zona selvática. Yo
no soy un técnico ni tengo maña para las cosas manuales. Mas tengo que aprender a
elegir un equipo que se halle en buen estado y a ponerlo en marcha sin perjudicar a
sus delicados componentes.
Estas ineludibles necesidades técnicas me irritan. En el exterior, el arte abandonado
de setenta mil años me llama... y aquí estoy yo, sentado, haciendo acopio de
aburridos datos acerca de las centrales de energía de los robots obreros,
quemándome las cejas sobre la fuerza propulsora y antigravitatoria de las bolas
voladoras, y obrando como un capitán afirmador que tratase de conseguir una
recomendación del Ministerio del Viaje antes de hacer funcionar los reactores de su
aparato.
Sin embargo, es precisamente esta actitud la responsable de que ahora me halle aquí
en lugar de encontrarme sentado y presa del mayor desconsuelo a bordo de la nave
exploradora del Afirmador, en compañía de Mo-Diki, Gruzeman y Prejaut. Mientras
éstos exultaban de gozo al sentirse libres y recorrían él planeta como potros
enloquecidos, yo me dirigía al Museo de Astronáutica Moderna para aprender cómo
funcionaba y se leía un antropómetro y cómo se activaba el azul de berilito. Me
disgustaba perder tiempo, pero no podía dejar de pensar en la importancia que tenía
para un Afirmador, especialmente un Afirmador actual, la vida humana, que para él
era casi sagrada. Nos traicionaron una vez; era posible que regresasen para
comprobar que no quedaban cabos sueltos en su traición, bajo la forma de custodios
dedicados a gozar plenamente de la vida. Entonces yo tenía razón, y sé que también
la tengo ahora... ¡Pero es que me aburre tanto lo que únicamente es útil!
A propósito del antropómetro, me llevé un buen susto hace dos horas. El timbre de
alarma funcionó... para pararse casi inmediatamente. Yo eché a correr escaleras
abajo, librándome del traje azul de berilito mientras corría y rogando al Cielo que no
saltase por los aire la segunda vez que lo utilizase.
Cuando llegué junto a la máquina, ésta ya había dejado de maullar. Hice girar unas
diez veces la aguja de la esfera multidireccional, sin obtener respuesta. Ello quería
decir, según el libro de instrucciones del antropómetro, que en todo el sistema solar
no había un solo ser humano. Ajusté la máquina. a mi propia frecuencia
electroencefalográfica, para no ser yo quien pusiese en funcionamiento el timbre de
alarma. Sin embargo, éste había funcionado, lo cual indicaba sin lugar a dudas la
existencia de otro ser humano que no era yo, por temporal que hubiese sido su
existencia. Era algo desconcertante.
Llegué a la conclusión de que algún trastorno atmosférico o una conexión
defectuosa en el interior del antropómetro eran los responsables. Aunque también
era posible que, en mi gran alegría al conseguir quedarme unos días atrás, yo mismo
hubiese estropeado por descuido el aparato.
Capté el aviso que mandaba la radio de la nave exploradora del Afirmador, para
comunicar la captura de mis colegas, a una nave nodriza que esperaba más allá de
Plutón. Entonces tuve la certeza de que era yo el único superviviente que quedaba
en la Tierra.
Además, si quienes hubiesen hecho funcionar la alarma hubiesen sido afirmadores
ocultos, su propio antropómetro hubiera detectado al mismo tiempo mi presencia,
puesto que yo me paseé sin contar con la protección del azul de berilito. El Museo
no hubiera tardado en verse rodeado por los tripulantes de varias bolas voladoras, y
yo no hubiera tardado en caer en sus manos.
No, creo que no tengo nada que temer por parte de los afirmadores. Estos han
quedado satisfechos con su último y momentáneo retorno de hace dos días. Su
doctrina les prohibe ulteriores retornos, pues con ellos arriesgarían sus propias
vidas. Después de todo, sólo faltan trescientos sesenta y tres días, todo lo más, para
que el Sol se convierta en una nova.
15 de mayo de 2190. — Estoy profundamente inquieto. Verdaderamente estoy
aterrorizado. Y lo peor es que no sé de qué. Lo único que puedo hacer es esperar.
Ayer salí del Museo de Astronáutica Moderna para emprender una vuelta preliminar
al mundo. Me proponía pasar dos o tres semanas vagando sin rumbo fijo con mi
bola voladora antes de tomar una decisión acerca del lugar que elegiría para pasar la
mayor parte de aquel año.
Mi primer error consistió en el lugar elegido para terminar mi primera etapa. Italia.
Es muy posible que, de no haberse presentado aquel pequeño problema, hubiera
pasado once meses allí antes de continuar mi viaje de inspección preliminar. El
Mediterráneo es una charca peligrosa y pegadiza para aquel que, considerando
inadecuadas o abortadas sus propias dotes, crea más propio pasar el resto de su vida
admirando las obras maestras ofrecidas a la Humanidad por individuos mucho más
afortunados que él.
Primeramente me dirigí a Ferrara, puesto que la llanura pantanosa y desecada en
parte que se extendía en las afueras de la ciudad, era uno de los campos de
lanzamiento afirmadores más importantes.
Permanecí algún tiempo en uno de mis edificios favoritos, el Palazzo di Diamanti,
moviendo la cabeza con la misma sensación de desvalimiento ante los enormes
sillares que lo forman y que están cortados y tallados como enormes joyas. En mi
opinión, toda aquella ciudad es una joya, de brillo actualmente algo apagado, pero
que resplandeció esplendorosa en los días de la corte de los Este. Una pequeña
ciudad, una corte minúscula y arrogante... de buena gana las hubiera cambiado por
dos millones de serios y aburridos afirmadores. Llevaban más de sesenta años como
amos indisputados del planeta... ¿Pero, había surgido de entre ellos alguien de la
talla de un Tasso o un Ariosto? Pero entonces pensé que, por lo menos un nativo de
Ferrara se hubiera encontrado a gusto en aquel mundo que acababa de abandonarme
y de dejarme, a mí, que era su último romántico. Me acordé entonces de que
Savonarola también había nacido en Ferrara...
La llanura que se extendía en las afueras de la ciudad también me evocó la figura
del ascético dominico. El campo de lanzamiento, que ocupaba una extensión de
varios kilómetros, estaba sembrado de artículos y pertrechos abandonados en. el
último momento y que hubieran constituido una inmensa Hoguera de las Vanidades.
¡Pero qué vanidades tan patéticas! A mis pies, yacía una regla de cálculo que algún
comandante habría ordenado tirar antes del despegue de la nave, porque la última
inspección había revelado que sobrepasaba del número máximo de reglas de cálculo
de aquel tamaño, necesarias para una nave de acuerdo con las especificaciones del
Manual de Clasificación para Naves. Más allá advertí una colección mimeografiada
de tarjetones que fueron tirados por la compuerta neumática, después de comprobar
uno por uno los artículos embarcados según ordenaba el reglamento... una
comprobación anterior hecha por el Ministerio de Supervivencia y Preservación, y
otra posterior efectuada por el Ministerio del Viaje. Ropas sucias, piezas gastadas,
bidones vacíos de carburante y alimentos yacían esparcidos por el suelo húmedo.
Todos ellos eran artículos completamente funcionales que, por la causa que fuese,
habían llegado a pecar contra el funcionalismo en el curso del tiempo... con lo que
su empleo decayó con rapidez. Y, de manera harto sorprendente, alguna que otra
muñeca, con aspecto muy poco de muñeca, desde luego, pero que no recordaba a
nada que tuviese un objeto específico. Contemplando a los míseros despojos
esparcidos a mi alrededor y que sólo muy raramente mostraban una nota
sentimental, me pregunté cuántos padres habían temblado de vergüenza cuando, a
pesar de sus repetidas amonestaciones y reprimendas, se descubrió en el último
registro algún objeto, oculto entre los pliegues de una túnica juvenil, que sólo podía
ser un viejo juguete... o lo que aún era peor, un recuerdo.
Me acordé de lo que dijo una vez, hacía muchos años, mi consejero recreativo al
comentar esta cuestión: «No es que creamos que los niños no deben tener juguetes,
Fiyatil; lo que no queremos es que lleguen a encariñarse con un juguete
determinado. Nuestra raza se dispone a dejar el planeta que ha sido su hogar desde
el comienzo de su historia. Sólo podremos llevar con nosotros aquellos seres y
objetos que nos sean útiles para hacer otros seres y objetos que necesitaremos para
nuestro propio sustento al llegar a nuestro destino. Y como en cada nave sólo
podemos llevar una cantidad determinada de carga, escogeremos entre los objetos
útiles sólo los esenciales.
»Ello quiere decir que no nos llevaremos nada sólo porque posea belleza, o porque
muchas personas juren por ello, o porque otras muchas crean que lo necesitan. Sólo
nos llevaremos aquello que no tenga sustituto posible para realizar una tarea
importante y específica. Por esto vengo a verte todos los meses e inspecciono tu
habitación, para asegurarme de que los cajones de tu mesa contienen únicamente
cosas nuevas, y comprobar que no caes en peligrosos hábitos sentimentales que sólo
pueden conducir al Custodianismo. Tu familia es demasiado buena y respetable para
que tú termines convertido en uno de esos».
Sin embargo, me dije sonriendo, me había convertido en una de esas personas. El
viejo Tobletej tenía razón: el primer paso que conducía al desastre eran los cajones
de la mesa abarrotados de artículos heterogéneos y sin sentido, guardados
únicamente en calidad de recuerdo. La ramita en que se posó la primera mariposa
que yo capturé, la red con que la capturé y la propia mariposa. El taco de papel que
cierta damita de doce años me tiró a la cabeza; un baqueteado ejemplar de un libro
realmente impreso... no una edición facsímil, sino un ejemplar que conoció el beso
de los tipos de imprenta y no el cálido aliento de los electrones. Un pequeño modelo
de madera de la nave estelar del capitán Karma, la Esperanza del Hombre, que un
viejo astronauta me dio en el campo de lanzamiento de las Líneas Lunares, junto
con muchas noticias erróneas...
¡Aquellos atestados cajones de mi mesa! ¡Cómo mis padres se esforzaron por
inculcarme sentimientos de limpieza y el odio contra todas las posesiones útiles! Sin
embargo... aquí estaba yo, ahora, convertido en un hombre hecho y derecho, y muy
ufano por poseer una cantidad de obras maestras como jamás pudieron soñar poseer
un emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico o el Gran Khan en persona.
Sonreí de nuevo y empecé a buscar los robots del campo de lanzamiento. Se
hallaban esparcidos por el campo y casi invisibles entre los desechos que cubrían la
pista de despegue de astronaves. Después de cargar la nave, se pusieron a vagar sin
rumbo fijo hasta que se pararon. Yo los activé de nuevo y les puse a limpiar el
campo.
Esto es algo que pienso hacer en todos y cada uno de los doscientos campos de
lanzamiento de la Tierra, y este es el motivo principal de que haya estudiado
robótica. Quiero que la Tierra tenga la cara lo más limpia posible cuando muera.
Estoy convencido de que yo nunca podría ser un Afirmador, tan fuertes son los
lazos sentimentales que adquirí.
Dominado por estos sentimientos, era imposible que prosiguiese mi viaje sin echar
aunque sólo fuese una rápida mirada a Florencia. Naturalmente.
Pero como ya debiera haber temido, me emborraché entre aquella orgía de pinturas,
mármoles y orfebrería. No había un solo florentino en Florencia, pero sus gloriosas
galerías permanecían intactas. Crucé el hermoso Ponte Vecchio, el único de los
famosos puentes sobre el Amo que se salvaron de la destrucción durante la segunda
Gran Guerra. Llegué frente al campanile de Giotto y a las puertas del baptisterio
debidas a Ghiberti, y empecé a sentir que me dominaban la desesperación y el
desaliento. Corrí hacia la iglesia de Santa Groce para ver los frescos de Giotto y el
convento de San Marcos para contemplar las obras de Fra Angélico. ¿De qué me
serviría un año, qué podría ver aunque sólo fuese en una sola ciudad como aquella
en apenas doce meses? Podría vislumbrar cosas, pasar corriendo ante ellas, pero...
¿tendría tiempo para verlas? Me hallaba en los jardines de los Bóboli debatiendo
con frenesí si iría a contemplar el David de Miguel Angel, que ya había visto, o
algunas obras de Donatello que no conocía, cuando los timbres de alarma se
dispararon.
Ambos a la vez.
La víspera de mi partida, monté un pequeño antropómetro que fue creado en su
origen para localizar a colonizadores perdidos en los pantanos venusianos. Se
fundaba en un principio completamente distinto del que regía al enorme aparato que
yo habla encontrado en la Sala de Instrumentos. Como sus circuitos eran distintos y
habían sido imaginados para utilizarlos en una atmósfera totalmente distinta, yo
creía que el uso simultáneo de ambos aparatos me permitiría comprobar
mutuamente su correcto funcionamiento. Había puesto la alarma en la frecuencia del
comunicador de mi bola voladora, y partí del museo completamente seguro de que
lo único capaz de hacer funcionar a ambos antropómetros sería la presencia de otro
ser humano que no fuese yo.
Emprendí el vuelo de regreso al Museo, dominado por sentimientos contradictorios.
Ambos instrumentos habían funcionado simultáneamente. La alarma había sonado,
indicando la súbita materialización del hombre sobre el planeta. Luego, cuando el
estímulo cesó, ambas señales de alarma también cesaron. Por más vueltas que di a
las agujas sobre las esferas de cada antropómetro, estos no me revelaron la más leve
traza de humanidad en todo cuanto alcanzaba su radio de acción, que era poco
menos de medio año de luz.
La confusión inicial dio lugar a una aguda sensación de inquietud. Algo no andaba
bien en la Tierra, algo que no tenía nada que ver con la próxima explosión del Sol
para dentro de un año. Posiblemente me dominaba la fe ciega de todos los profanos
por un aparato que sólo comprendía a medias, pero tampoco creía que los
antropómetros funcionasen de aquella manera si algo verdaderamente anormal no
ocurriese.
Me había acostumbrado a la grata idea de considerar a este planeta como un
trasatlántico a punto de hundirse, y a mí como a su heroico capitán, resuelto a irse al
fondo con él. De pronto me pareció que el trasatlántico empezaba a portarse como
una ballena.
Sé lo que debo hacer. Bajaré una provisión de víveres a la Sala de Instrumentos y
dormiré al lado mismo de los antropómetros. La alarma acostumbra a durar uno o
dos minutos. Entonces me pondré rápidamente en pie, me lanzaré sobre las esferas
multidireccionales y observaré hacia donde apuntan las agujas, con lo que sabré
exactamente de donde proviene el estímulo. Entonces montaré en mi bola voladora
y me iré a investigarlo. Es así de sencillo.
¿No les parece?
Aunque no me gusta ni pizca.
17 de mayo de 2190. — Estoy completamente avergonzado de mí mismo, como
sólo podría estarlo un viejo que hubiese visto fantasmas en el cementerio. A decir
verdad, no encuentro otra excusa para mi proceder. Tal vez ello se deba a que
últimamente mis pensamientos han versado casi siempre sobre la muerte. La
próxima extinción de la Tierra junto con todo el sistema solar; mi muerte, que
inevitablemente la acompañará; la muerte de millones de criaturas de incontables
especies; la desaparición de altivas ciudades que han sido la morada del hombre
durante siglos... Tal vez sea comprensible que vea fantasmas, aparecidos y otros
extraños fenómenos. Pero la verdad es que empezaba a asustarme.
Cuando los timbres de alarma empezaron a sonar esta mañana, conseguí obtener una
indicación direccional. Mi destino eran los Montes Apalaches, en la región oriental
de Norteamérica.
Así que descendí de la bola voladora y distinguí la pálida niebla azulada que cubría
la boca de la caverna que se abría ante mí, empecé a comprender... y me dominó un
sentimiento de vergüenza. Entre la niebla, que se aclaraba en unos lugares para
espesarse en otros mientras yo miraba, pude distinguir a varios cuerpos tendidos en
el suelo de la caverna. Evidentemente, alguno de ellos estaba aún con vida para que
el antropómetro hubiese funcionado así que una parte del azul de berilito se aclaró
lo suficiente para hacer que fuese detectable la presencia de una mente humana. Di
la vuelta hasta la parte posterior de la caverna, pero ésta no tenía otra salida.
Regresé al museo con la bola voladora y cargué en ella el equipo necesario.
Volviendo a la caverna, desactivé la niebla azul de berilito de la entrada y penetré
cautelosamente en la cueva.
El interior de la caverna, que al parecer se había dispuesto como un escondrijo
cómodo y abrigado, estaba hecho una ruina. Alguien había conseguido, por lo visto,
un activador amén de cierta cantidad de azul de berilito que aún no había recibido
una forma determinada y que, por lo tanto, era poco más o menos tan estable como
el hidrógeno y el oxígeno... si se me permite emplear una metáfora tomada de la
Química para ilustrar conceptos de un campo de fuerza negativo. El azul de berilito
fue activado, para convertirlo en una especie de cortina que cubriese la boca de la
caverna, con el resultado de que se produjo una tremenda explosión casi
inmediatamente. Pero como el activador seguía funcionando y la entrada era muy
angosta, seguía actuando como una cortina de fuerza negativa aislante, cortina
provista de orificios, por los cuales se podía «atisbar» de vez en cuando, gracias al
antropómetro, a la gente aprisionada en el interior.
Había tres cuerpos cerca de la entrada, dos varones y una hembra, bastante jóvenes
al parecer. A juzgar por la cantidad y tipo de estatuaria que distinguí junto a las
paredes de la caverna, aquella gente pertenecía a uno de los numerosos grupos de
custodios, probablemente de la secta Fuego en el Cielo. Cuando, en la última
semana del éxodo, los afirmadores denunciaron el Tratado de Crohiik y declararon
que la Afirmación de la Vida requería que incluso aquéllos que no afirmaban fuesen
protegidos contra ellos mismos, aquella gente, por lo visto, huyó hacia las montañas.
Tras escapar a la implacable y minuciosísima búsqueda ulterior, consiguieron
permanecer ocultos hasta que la última de las grandes naves partió. Entonces,
sospechando como yo lo había hecho que regresaría una nave exploradora para
realizar una última inspección, investigaron las propiedades del antropómetro y
descubrieron lo referente al único aislante conocido, o sea el azul de berilito. Por
desgracia, no descubrieron lo bastante acerca de aquella substancia.
En lo más profundo de la caverna, un cuerpo humano se arrastró a mi encuentro. Era
una mujer joven. Mi primera reacción fue de completo asombro al hallarla viva. La
explosión parecía haberla destrozado completamente de cintura para abajo. Se alejó
a rastras de la boca de la caverna hacia el interior donde el grupo guardaba casi
todos sus víveres y agua. Mientras yo permanecía indeciso, vacilando entre
abandonarla para ir a buscar medicamentos y plasma sanguíneo en algún hospital de
la región o correr el riesgo de llevármela conmigo, ella rodó sobre un costado,
quedando boca arriba.
Vi entonces que había estado cubriendo con su cuerpo a un tierno infante, un niño
de apenas un año, temiendo sin duda que el berilito estallase de nuevo. Y, a pesar de
los espantosos dolores que le producía su cuerpo, había amamantado al niño.
—Cuidaré de él —le prometí.
Ella intentó hacer un ademán de asentimiento, pero apenas lo había iniciado, la vida
la abandonó. La examiné cuidadosamente, sin poder dominar mi turbación, lo
reconozco. Su pulso había cesado... su corazón ya no latía.
Regresé con el niño al Museo y le construí una especie de parque, utilizando
secciones de tubo telescópico. Luego volví a la caverna con tres robots, y con su
ayuda di sepultura a los muertos. Reconozco lo superfluo de semejante gesto, pero
es que no se trataba únicamente de una cuestión de higiene. Por fundamentales que
fuesen las diferencias que nos separaban, éramos todos de confesión custodialista.
Con ello me sentía como si desafiase a toda la materialista Afirmación, al respetar
hasta este punto las supuestas «excentricidades» de los miembros de Fuego en el
Cielo.
Cuando los robots hubieron terminado su tarea, coloqué una pieza de aquella
estatuaria religiosa (séame permitido observar que era de un gusto detestable) sobre
cada tumba, e incluso pronuncié una breve plegaria, o más bien un sermón.
Comenté las palabras que pronuncié la semana antes en presencia de los ciervos... es
decir, que en mitad de la vida nos ronda la muerte. No bromeé, esta vez, sino que
me extendí en graves consideraciones sobre el tema por espacio de un minuto. Los
robots, que eran todo mi auditorio, parecían aún más indiferentes ante la inteligencia
humana que los propios ciervos.
21 de mayo de 2190. — Estoy disgustadísimo. Muy disgustado, y lo peor es que no
dispongo de nadie sobre quien descargar mi disgusto.
El niño me ha originado innumerables sinsabores y molestias.
Le llevé al mayor museo médico del hemisferio boreal y lo sometí al examen de los
mejores aparatos pediátricos, con el fin de procurarme un diagnóstico. Parece
hallarse en excelente estado de salud, lo cual es una suerte para ambos. Y la dieta
que requiere, si bien es distinta de la mía, es muy sencilla. Me procuré toda una
cinta magnetofónica con las clases de alimentos que necesita y, tras realizar algunos
ajustes en la comisaría del Museo de Astronáutica Moderna, lo he dispuesto todo
para que la preparen y le sirvan sus comidas diariamente. Por desgracia, él no parece
considerar como muy satisfactorio este arreglo, que me ocupó una cantidad tan
excesiva de tiempo.
En primer lugar, no acepta que le sirva la comida el robot nodriza de reglamento que
yo he activado para este fin. Ello es debido, según sospecho, a las extrañas creencias
de sus progenitores a ese respecto: probablemente, el niño nunca había recibido
muestras de afecto mecánicas. Sólo quiere comer cuando yo lo tomo en mis brazos
y le doy la comida.
Esta situación ya sería intolerable de por sí, pero además he comprobado que es casi
imposible dejarlo bajo la vigilancia del robot niñera. Aunque sólo sabe andar a
gatas, lo hace a una velocidad sorprendente y a poco que me descuide ya ha
desaparecido por los oscuros corredores del museo. Entonces se enciende una señal
de alarma ante mí, y tengo que abandonar el estudio del Potala, el gigantesco
palacio del Dalai Lama, y regresar a toda prisa de Lhasa, para recorrer medio mundo
en mi camino de vuelta al Museo.
Aun así necesitaríamos horas para encontrarlo y al decir «nosotros», me refiero a
todos los robots de que dispongo —de no contar con el antropómetro. Este
admirable instrumento indica al instante el lugar donde se oculta; y así, después de
sacarlo de la recámara del obús espacial, que se halla en la Sala de Armamentos, lo
devuelvo a su parque, para que siga jugando. Luego, si me atrevo a hacerlo y si no
es la hora de darle de comer, hago una breve escapada a la meseta tibetana.
Actualmente me dedico a construir una especie de enorme jaula, con calefacción
automática y otros accesorios higiénicos, junto con aparatos que mantienen alejados
a los animales indeseables, como insectos y reptiles. Aunque esto me ocupa
demasiado tiempo, creo que una vez terminado podré descansar más que ahora.
El problema de su alimentación me tiene bastante preocupado. La única solución
que he podido descubrir en la literatura que poseo sobre la cuestión y que parece
más prometedora, es la de dejarle pasar hambre si se niega a aceptar los alimentos
normales.
Tras un breve experimento empero, en el que pareció aceptar alegremente la
perspectiva de morirse de hambre, me vi obligado a ceder. Ahora yo me ocupo
personalmente de prepararle todas sus comidas.
Lo peor es que no sé a quién echar la culpa. Como soy custodio desde mi
adolescencia, jamás he comprendido la necesidad de reproducirse. Jamás he sentido
el menor interés por los niños. No es extraño, pues, que sepa muy poco sobre
pediatría, disciplina que jamás me ha importado.
Creo que mi actitud fue admirablemente resumida por las palabras de Sócrates en el
Simposion: «¿Quién es el que, al reflexionar sobre Homero, Hesíodo y otros poetas
igualmente grandes, no preferiría tener los hijos que éstos engendraron, que
criaturas humanas ordinarias? ¿A quién no le agradaría emularlos en la creación de
hijos como los suyos, que han conservado vivo su recuerdo, prestándoles gloria
imperecedera?... Muchos son los templos que se han elevado en su honor a causa de
semejantes hijos, y que jamás se elevaron en honor de nadie a causa de sus hijos
mortales».
Por desgracia, nosotros dos somos los únicos seres humanos que quedan vivos en la
Tierra, este niño y yo. Avanzamos juntos hacia nuestro destino; vamos montados en
el mismo carro. Y los tesoros de la Tierra, que eran totalmente míos hace menos de
una semana, ahora también le pertenecen, al menos, en parte. Desearía poder
discutir con él el asunto sin prisas, no sólo para llegar a un acuerdo más equitativo,
sino también por el simple placer de la discusión. He llegado a la conclusión de que
empecé este diario a causa del terror subsconciente que se apoderó de mí al
descubrir, tras la partida de los Afirmadores, que estaba completamente solo.
Anhelo profundamente poder sostener una conversación, debatir ideas que no sean
las mías, escuchar opiniones a las que pueda oponer las mías propias.
Sin embargo, según la literatura que he hallado sobre la cuestión, cuando este niño
empiece a hablar, cosa que puede ocurrir en cualquier momento, a partir de ahora,
ya se habrá abatido sobre nosotros la catástrofe, mucho antes de que él sepa
conversar conmigo. Esto me parece triste, pero inevitable.
¡De qué modo divago! La verdad es que otra vez hay algo que me impide dedicarme
al estudio del arte, como sería mi deseo. Soy un viejo que debería hallarse libre de
responsabilidades; durante toda mi vida me había preparado para gozar el privilegio
que representaría este estudio. Es verdaderamente irritante.
Volviendo a la conversación. Me imagino la clase de conversación que sostendría
en estos momentos con un afirmador, si uno de ellos se hubiese quedado aquí
conmigo. ¡Qué estrechez mental, qué aburrimiento, qué limitación y estupidez
biológicas! ¡Qué crasa negativa a contemplar, y mucho menos a admitir; la belleza,
que nuestra especie ha tardado setenta milenios en acumular! Lo más que sabría, si
fuese europeo, por ejemplo, serían algunas vulgaridades sobre los artistas más
famosos de su cultura. ¿Qué sabría de la pintura china, por ejemplo, o el arte
rupestre? ¿Sería capaz de comprender que cada una de estas manifestaciones
artísticas tuvo un período primitivo seguido por épocas de apogeo, las cuales fueron
seguidas a su vez por una consolidación de logros artísticos y un aumento en el
academicismo, todo lo cual terminaría por una época decadente y encerrada en sí
misma, que conduciría casi siempre a otro período primitivo y de crecimiento? Estas
épocas se han repetido constantemente en las culturas más importantes, por lo que
es lícito afirmar que incluso unos genios tan extraordinarios como un Miguel Angel,
un Shakespeare y un Beethoven se repetirán probablemente —con características
algo diferentes— en otro ciclo completo ¿Podría adivinar mi hipotético interlocutor
que hubo un Miguel Angel, un Shakespeare y un Beethoven en cada uno de los
varios períodos florecientes del antiguo arte egipcio? ¿Cómo podría entender
semejantes conceptos un afirmador, si estaría desprovisto de la cultura básica
necesaria para entenderlos? ¿Cuando sus naves zarparon del sistema solar,
condenado a muerte, cargadas únicamente con artefactos de uso inmediato?
¿Cuando se negaron a que sus vástagos conservasen sus tesoros de la infancia por
temor a fomentar en ellos el sentimentalismo,. para que cuando llegasen a colonizar
Proción XII nadie vertiese una lágrima por el mundo que había muerto o por la
muñeca que quedó abandonada?
¡Sin embargo, la historia suele gastar increíbles jugarretas al hombre! Aquellos que
huyeron de sus museos, que sólo conservaron un frío microfilm de lo que
albergaban aquellas mansiones de la cultura, terminarían por comprender que no
puede frustrarse el sentimentalismo del hombre. Las estilizadas naves funcionales se
convertirían en museos del pasado, al enmohecerse y oxidarse sobre aquellas arenas
forasteras. Sus líneas implacablemente funcionales serían inspiración de religiones y
harían verter lágrimas a los alcohólicos.
¿Qué me ocurre? ¡Qué manera de irme por las ramas! En realidad, sólo quería
explicar por qué estoy disgustado.
29 de mayo de 2190. — He tomado varias decisiones. No sé si podré realizar la más
importante de ellas, pero lo intentaré. No obstante, para obtener lo que más necesito
en estos momentos, que es tiempo, escribiré mucho menos en este diario, si es que
escribo en absoluto. Me esforzaré por ser breve.
Principiaré por mencionar la decisión menos importante que he tomado: he
impuesto al niño el nombre de Leonardo. No sé qué me llevó a elegir para él el
nombre de un hombre que, pese a sus grandes talentos —en realidad, a causa de sus
dotes extraordinarias—, yo considero como el fracasado más espectacular de la
historia del Arte. Pero Leonardo era un hombre completo, cosa que no son los
afirmadores... algo, también, que empiezo a reconocer que yo tampoco soy.
A propósito, el niño se da cuenta cuando yo lo llamo por su nombre. Aún no es
capaz de pronunciarlo, pero es algo milagroso cómo lo reconoce. Y emite unos
sonidos muy parecidos al mío. En realidad, pudiera decir...
Pero prosigamos.
He resuelto intentar la huida de la Tierra... con Leonardo. Mis razones son múltiples
y complejas, y no estoy seguro de comprenderlas todas, pero hay algo que sé
perfectamente: soy responsable de una vida que no es la mía y no puedo rehuir esta
responsabilidad.
Esto no es un tardío reconocimiento de la doctrina afirmadora, sino hasta cierto
punto son mis propias ideas sometidas a juicio. Como creo en la realidad de la
belleza, especialmente la belleza obra del espíritu y las manos del hombre, no me
queda otra alternativa posible.
Ya soy viejo y haré muy pocas cosas el tiempo que me queda de vida. Leonardo es
un niño: en potencia puede serlo todo. Un poeta más grande que Shakespeare. Un
pensador superior a Newton, superior a Einstein. O un monstruo peor que Gilles de
Retz, un loco peor que Hitler.
Pero lo que está en potencia debe realizarse. Creo que bajo mi tutela es menos
probable que se realice el mal que pueda dormir en él.
De todos modos, aunque Leonardo represente un cero personalmente, puede
transportar el germen de un Buda, de un Eurípides, de un Freud. Y ese potencial
debe realizarse.
Disponemos de una nave. Se llama Esperanza del Hombre y fue la primera nave
que llegó a las estrellas hace casi un siglo, cuando acababa de descubrirse que
nuestro sol estallaría y se convertiría en una nova en poco menos de cien años. Fue
aquella nave la que comprobó para el hombre el emocionante hecho de que las
estrellas poseen planetas y de que muchos de estos planetas son habitables.
Había transcurrido mucho tiempo desde que el capitán Karma volvió con su nave
estelar a la Tierra, con la noticia de que la huida era posible. Esto ocurrió mucho
antes de que yo naciese, mucho antes de que la Humanidad se dividiese
arbitrariamente en custodios y afirmadores y mucho, mucho antes de que ninguno
de ambos grupos se convirtiese en el hatajo de fanáticos que habían llegado a ser
desde hacía cinco años.
Dicha nave se encuentra en el Museo de Astronáutica Moderna. Sé que la han
conservado en buen estado. Sé también que hace veinte años, antes de que los
afirmadores adoptasen la posición de que nada, absolutamente nada podía sacarse de
los museos, la nave fue equipada con el último modelo de motor Léugio. El motivo
para ello fue que, si se la necesitaba el Día del Exodo, pudiese realizar un viaje a las
estrellas en meses en lugar de años, como hizo primitivamente.
Lo único que yo no sabía era si yo, Fiyatil, el Custodio de Custodios y
extraordinario crítico de arte, podría aprender a gobernarla en el tiempo de vida que
me quedaba para Leonardo y para mí.
Pero como observó uno de mis favoritos personajes cómicos, acerca de la
posibilidad de que un hombre pudiese cortarse su propia cabeza: se podía intentar...
Pienso en otra cosa, aún más emocionante, pero esto es primero. Estos días no hago
más que mirar al Sol. Y mis miradas son muy escrutadoras.
11 de noviembre de 2190. — Podré hacerlo. Con ayuda de dos robots que modifiqué
para este fin, podré hacerlo. Leonardo y yo podríamos irnos inmediatamente. Pero
antes he de completar mi otro proyecto.
He aquí cuál es. Voy a utilizar todo el espacio disponible de la nave. En principio la
entimiento, como ocurre entre los hombres congregados en un cuartelción muy
numerosa, pero yo voy a utilizar ese espacio disponible como el cajón de mi mesa.
En ese cajón meteré los recuerdos de la Humanidad... hasta que ya no quepan mas.
Durante semanas me he dedicado a reunir tesoros de todas las partes del mundo.
Extraordinarias piezas de cerámica, frisos de una belleza incomparable, magnífica
estatuaria y óleos incontables abarrotan los corredores del museo. Brueghel está
apilado sobre el Bosco, el Bosco sobre Durero. Llevaré un poco de todo a esa
estrella hacia la cual apunta la proa de mi nave, un poco de todo, para demostrar
cómo eran las cosas de verdad. Entre otras cosas, incluyo los manuscritos originales
del Orgullo y Prejuicio de Jane Austen, de la Novena Sinfonía de Beethoven, de las
Almas Muertas de Gogol, del Huckleberry Finn, de Mark Twain, junto con cartas de
Dickens y discursos de Lincoln. Hay muchas más cosas, pero no puedo llevármelo
todo. Dentro de ciertos límites, debo satisfacer mis deseos.
Por consiguiente, no me llevo ninguno de los frescos de la Capilla Sixtina.
Solamente he arrancado dos fragmentos del Juicio Final. Son mis favoritos: el alma
que comprende de pronto que está condenada. y la piel desollada sobre la que
Miguel Angel pintó su autorretrato.
¡La única dificultad es que los frescos pesan tanto! Peso, peso, peso... es casi lo
único que ahora embarga mi mente. Incluso Leonardo me sigue a todas partes
diciendo: «¡Peso, peso, peso!». Son las palabras que mejor pronuncia.
¿Y qué me llevaré de Picasso? Unos cuantos óleos, desde luego, pero debo llevarme
también el Guernica. Más peso.
También he separado algunos maravillosos utensilios rusos de cobre y unos jarros
de bronce de la Dinastía Ming. Tengo una espátula de la costa oriental de Nueva
Guinea, hecha con una madera aceitada y que posee un delicioso mango esculpido
(la utilizaban para mascar nuez de betel y cal). Tengo un maravilloso Buda de plata
de la India septentrional. Tengo unas figurillas de bronce de Dahomey que poseen
una gracia que avergonzaría a Egipto y Grecia. Tengo un vaso de marfil tallado de
Benin, en el Africa Occidental, que ostenta un Cristo en la cruz de factura
completamente europea, propia del siglo XV. Tengo la Venus de Willendorf, la
figurilla que fue esculpida en el período Auriñaciense, en pleno Paleolítico, y que
forma parte de la tradición artística de las «Venus» prehistóricas.
Tengo miniaturas de Hilliard y Holbein, grabados satíricos de Hogarth, una bella
pintura Kangra del siglo XVIII, hecha sobre papel, que muestra poquísima
influencia Mughal, grabados japoneses de Takamaru e Hiroshige... qué sé yo.
¿Cuándo llegará el momento de escoger entre tanta belleza?
Tengo páginas del Libro de Kells, un manuscrito iluminado a mano de belleza
incomparable; y páginas de la Biblia de Gutenberg, compuesta en la infancia de la
imprenta, y que posee páginas iluminadas para producir el efecto de un manuscrito
copiado a mano, porque los impresores no deseaban revelar su invento. Poseo una
tughra de Solimán el Magnífico, un emblema caligráfico que constituía el
encabezamiento de sus edictos imperiales; y tengo asimismo un rollo hebreo de la
Ley, cuya caligrafía hace palidecer a las piedras preciosas incrustadas en el eje sobre
el que se enrolla.
Tengo tejidos coptos del siglo VI y encajes de Alençon del siglo XVI. Tengo una
magnífica crátera roja procedente de una de las colonias marítimas de Atenas y un
mascarón de proa de madera que representa a un ministro y procede de una fragata
de Nueva Inglaterra. Tengo un desnudo de Rubens y una odalisca de Matisse.
En cuanto a Arquitectura... me llevo el Compendio de Arquitectura chino, que creo
que nunca ha podido ser igualado como texto, y un modelo de una casa de Le
Corbusier construido por él. Me encantaría poder llevarme un solo edificio: el Taj
Mahal, pero como esto es imposible, me llevo la perla que el Gran Mogol regaló a
su amada, para la que construyó el incomparable mausoleo. Es una perla rojiza, en
forma de pera y de unos nueve centímetros de longitud; poco después de bajar con
ella a la tumba, cayó en manos de un emperador de la China, que la engarzó entre
hojas de oro, rodeándola de jade y esmeraldas. A comienzos del siglo XIX, la
vendieron en el Próximo Oriente por una suma ridículamente pequeña, para
terminar en el Louvre.
Y una herramienta: una pequeña hacha manual de piedra, el primer objeto fabricado
por seres humanos.
Lo he reunido todo cerca de la nave. Pero aún no he elegido nada. De pronto
recuerdo que no he recogido ninguna muestra de mobiliario, ni armas adornadas, ni
cristal tallado...
¡Debo apresurarme, apresurarme mucho!
Noviembre de 2190. — Poco después de haber hecho la última anotación, levanté la
mirada. En el Sol se veían manchas verdes y extraños penachos anaranjados surgían
hacia todos los puntos del compás. Evidentemente, no llegaría al año. Aquéllos eran
los síntomas de muerte que habían pronosticado los astrónomos.
Por lo tanto, había que poner fin a la recogida de obras de arte... y terminé de
elegirlas en menos de un día. Lo único que de pronto comprendí que debía hacer,
cuando resultó evidente que mis secciones de Miguel Angel serían demasiado
pesadas, fue volver a examinar el techo de la Capilla Sixtina. Esta vez sólo
desprendí de él algo relativamente pequeño... el dedo de la Creación infundiendo la
vida a Adán. Y decidí llevarme la Gioconda de Da Vinci, aunque su Beatriz de Este
es mejor para mi gusto: pero la sonrisa de Mona Lisa pertenece al mundo.
El arte del cartel está representado por una sola creación de Toulouse-Lautrec.
Deseché el Guernica; en su lugar, Picasso está representado por un óleo de su época
azul y una sorprendente pieza de cerámica: un plato. Dejé también «El Eterno
Juicio», de Harold Paris, a causa de su tamaño; lo único que me llevo de él es el
grabado Buchenwald, «¿Adónde vamos?» Y en el último minuto me las arreglé para
escoger un gran número de botellas Safavid, del Irán, de los siglos XVI y XVII.
Dejemos a los futuros historiadores y psicólogos que se devanen los sesos tratando
de averiguar las razones que me indujeron a semejante elección: ésta es ahora
irrevocable.
Nos dirigimos hacia la estrella Alfa del Centauro, a la que llegaremos dentro de
cinco meses. ¿Cómo seremos recibidos nosotros y nuestros tesoros? De pronto
experimento una loca alegría. No creo que tenga nada que ver con el
descubrimiento, realizado a última hora, de que yo, que tengo tan escaso talento y
he fracasado tan miserablemente en el cultivo de las Bellas Artes, ocuparé un lugar
en la Historia del Arte que no ha alcanzado hombre alguno... seré una especie de
Noé estético.
No, antes más bien es la comprobación de que transporto el futuro y el pasado a la
vez hacia una cita en la que todavía podrán llegar a entenderse. Hace un momento,
Leonardo lanzó una pelota contra la visiplaca y, mirando hacia ella, observé que el
viejo Sol se estaba expansionando apopléticamente. Como entonces observé al niño:
—Acabo de descubrir, con el mayor asombro, que en medio de la muerte yo, ¡por
fin!, vivo plenamente.