Un Feretro en El Tocador de Señoras
Un Feretro en El Tocador de Señoras
Un Feretro en El Tocador de Señoras
UM
AARRGGU MEEN O::
NTTO
La seguí en reverente silencio por un pasillo largo y oscuro, muy al gusto de los vampiros que se
quedaban en la sala y que ni siquiera al marchar, me miraron. Por fin nos detuvimos ante una
puerta y me empujaron dentro. Nada que temer: una enorme biblioteca, una mesa alargada de
juntas y un caballero bien vestido con bigote y unos dientes relucientes asomando por debajo.
Parece que se alegró mucho de verme, porque vino saltando hasta mí con los brazos abiertos y me
achuchó como si fuera su sobrina.
Me asusté de verdad y además en poquísimo tiempo. El caballero aplacó mi solivianto con más
sonrisas.
Me quedé calladita y modosa, en espera del espectáculo. El chaval entró tropezando con la
puerta y seguidamente, volcó la silla antes de ocuparla. Aproveché para atarme el zapato, no
contener la risa habría empeorado las cosas, aunque él no creo ni que me viese. Ocupó su posición
a la derecha del mentor, que extrajo un cronómetro del bolsillo y le acercó un saquito lleno de
papelitos doblados.
El muchacho metió la mano y sacó uno. Se lo entregó al notario que lo desdobló
ceremoniosamente.
En la pálida cara del mozalbete se dibujó una sonrisa brillante. Supuse que se lo sabía al dedillo.
Tomó una desproporcionada bocanada de aire y empezó a soltar... algo que no eran palabras ni
nada parecido. Una mezcla entre graznidos y las molestas interferencias de una radio estropeada,
podría definirlo con bastante aproximación. Yo no pude coger ni una sola sílaba inteligible y él no
volvió a coger ni un soplo de aire. A los tres minutos, su rostro estaba congestionado y
amoratándose.
Sin dejar de recitar, el opositor aspiró como si le fuera la vida en ello y mantuvo la perorata aún
otros cinco minutos, durante los cuales, el notario lo volvió a interrumpir para que tomase aliento;
evidentemente por sí mismo, no conseguía recordar la básica función. Yo me desentendí de su
exposición, con la misma sensación de mareo que el caballero del bigote.
—Muy bien, Miguel—alabó condescendiente ¿cómo que bien? ¡Menuda falsedad!
—Tenemos el mismo problema de siempre...
—Se me entiende mal—adivinó el muchacho con una voz salida de ultratumba. ¡Y
una porra! No se le entendía nada en absoluto.
—Efectivamente—corroboró el notario con calma—. Trabaja eso. La teoría continua
excelsa.
El cumplido arrancó otra mueca de satisfacción del atribulado chaval, que se enganchó e hizo
volar los folios de la mesa, antes de marcharse con paso inseguro. El caballero y yo,
intercambiamos miradas llenas de significado.
—Antonio entrará ahora—anunció una vez estuvimos solos—. Este chico lleva
nueve años preparando las oposiciones y hoy puedo afirmar sin temor a equivocarme,
que no se presentará nunca. Al contrario que Miguel, que sí irá aunque no apruebe,
Antonio ha desarrollado un terror enfermizo a la vista del tribunal de oposición. Ya ha
acudido en cuatro ocasiones y siempre ha salido corriendo, antes de entrar en la sala.
Estudiar es su vida, no sabe hacer otra cosa. Y estudiará y estudiará, mientras su
familia lo mantenga —y me guiñó un ojo.
Asentí en silencio, sintiendo verdadera pena por aquella gente. ¿Acaso tenía idea mi padre de
dónde me estaba metiendo? Insano e inhumano. Una infalible y rápida guía al suicidio, eso es a lo
que me olían aquellos malditos estudios postgrado.
Tenía razón el mentor. Antonio hizo su aparición envuelto en temblores. Pidió permiso
compulsivamente seis veces sin apartarse del quicio de la puerta, antes de decidirse a entrar. Su
palidez tiraba a amarillo y sus ojeras alcanzaban el azul. Parecía un enfermo terminal.
El chico me pareció demasiado crecidito para estar todavía opositando. Rozando los cuarenta,
pero en estado lamentable: casi calvo y arrastrando una fofez que cantaba a las claras el
desconocimiento de la palabra "deporte". La malísima impresión que me pro—dujo, empeoró,
cuando tras meter la mano en el saquito y dejar que el azar eligiese su tema, hundió las dos manos
entre las piernas a nivel de las rodillas y empezó a balancearse atrás y adelante, a mayor velocidad
a medida que avanzaba en la exposición, como el personaje de Dustin Hoffman en Rain Man.
Tampoco conseguí entender una palabra de lo que dijo y cada tres segundos respiraba con la boca
abierta causando un rugido estentóreo. Los ojos se me abrieron como sartenes.
Después de Antonio alias "la visión espeluznante", entró Mónica, según el amigo de mi padre,
una de sus mejores alumnas.
—Con seguridad aprobará en cuanto se presente. Las chicas soléis dar mejores
resultados en esto —y me guiñó el otro ojo.
Contuve la respiración. "El orgullo de la academia" acabó de convencerme que aquello no podía
ser bueno. Me pareció una histérica, neurótica, los ojos se le ponían en blanco al concentrarse y
daba pavor verla. Para compensar, reconozco que entendí un mínimo de lo que expuso sobre "el
censo enfitéutico" y me di con un canto en los dientes.
Aquello no eran opositores, eran una panda de marcianos extraviados lloriqueando porque
volviese su nave nodriza. Un bochorno menopáusico impropio de mis veinticinco años, me subió
garganta arriba. ¿Sería efecto de la habitación? Me convencí de que no, cuando tras abandonarla,
el notario me acomodó en su despacho sonriendo de oreja a oreja y yo me sentía desfallecer como
si soportara un huevo de paloma alojado en la garganta.
—¿Qué tal? —¡Dios! La pregunta del millón. ¿Esperaba que se la contestase con
sinceridad?
—Bien —tartamudeé después de un buen rato.
—Son muchos apuntes, lo sé. Si acumulas los de civil en una pila, alcanzarían el
techo.
—El secreto para no desfallecer está en dosificarse. Un poco cada día. Estudiar doce
horitas diarias y se descansa el domingo...—alzó un dedo autoritario y luego suavizó el
gesto—, por prescripción facultativa.
—Sí, sí —corroboré fatigada. Menos mal, pensé que me enviaría a misa. Lo de
pasarse el día pegada a los apuntes me había rematado. Creo que empecé a
transfigurarme.
—En la academia estamos muy al tanto de tus calificaciones y tus magníficas
técnicas de estudio, de modo que pasaremos por alto la "entrevista—examen" del
tribunal—soltó una risita burlona y me pasó el brazo por los hombros. De inmediato,
me eché a temblar—. Deja que te presente a los miembros. Cualquiera de ellos, puede
prepararte.
Debí cambiar de habitación, pero eso no supuso ningún alivio. Es más, sumida como estaba en
un estado cercano al trance, ni me di cuenta de que avanzaba a empellones pasillo adelante. Al
recuperar la consciencia, cinco abueletes me miraban curiosos desde detrás de sus gafas.
Todos le rieron la broma y yo me sentí mucho peor. ¿Debía al menos balbucear un "sí" por
compromiso?
—Si se te presenta alguna duda en cuanto a cómo organizarte, ni que decir tiene...
—Y si andas floja en derecho notarial cuando lleguemos a esa parte del temario...
—Ya sabemos que el nivel de la facultad en registral deja mucho que desear...
Las frases de uno se superponían con las de otro en mis oídos atormentados. Dejé de
escucharlos. Me estaba entrando un agobio de esos de salir corriendo y eso fue lo que hice,
aprovechando la primera oportunidad que se me puso a tiro. Tengo mucha práctica en eso de
escurrir el bulto y quedar como una señora, lo he aprendido de mi madre que odia las visitas
largas y lo hace constantemente. Y como me obligaba a acompañarla para exhibirme como trofeo
hasta los catorce años, puedo asegurar que he bebido de la mejor maestra.
CAFÉ CON DUDAS
Acudí a sacudirme el sofoco donde más cerca me pilló. La decoración rococó del gran café me
recordaba la casa de mi tía Matilda y me traía recuerdos agrios. A duras penas la soportaba. Por
eso lo evitaba siempre que podía. Pero aquella mañana, o desayunaba o me caía redonda al suelo
y resultó ser el salón de té más cercano, donde podía derrumbarme en un sofá y saciar mi apetito.
Todo al mismo y feliz tiempo.
Una camarera con cofia se aproximó dando saltitos. Pobre. Vaya facha. Me recordó a las
doncellas que mi madre torturaba con modelitos semejantes, lo mucho que los niños de la casa
nos cachondeábamos de ellas y la mala... con la que nos devolvían las miraditas. Un traumático
recuerdo de mi infancia.
Si esperaba que mostrase una pizca de interés, que abriera los ojos, alzara las cejas o se
acomodase en un rincón del sofá para escuchar embebida mi historia, el por qué de mi shock, iba
yo lista. Me miró como diciendo "¿qué quieres que te diga bonita? cada cual carga con lo suyo. Tú
estás atónita y a mí me duelen los juanetes".
Buscando inspiración, miré de soslayo el desayuno de la mesa de al lado. Para mi sorpresa era
doble, aunque sólo una chica ocupaba asiento que además de solitaria, tenía cara de acelga y una
pinta ridícula.
Saqué una novela de mi bolso Dior, la que siempre llevaba y jamás terminaba de leer. Eso era lo
malo, que la imaginación siempre acababa escapándoseme por los castras gallegos. Eso al menos
decía mi abuela, que había recorrido a lo largo y ancho, la geografía española. Yo no tenía la más
remota idea de por dónde quedaban los dichosos castras esos. Mucho más moderna y versada
que la abuela, había empezado por conocer Europa, hasta sus más recónditos callejones. Luego
llegaría el turno de América del Norte, de la que me faltaban por visitar unas pocas ciudades tan
solo. Y ya tenía fijado el itinerario de viajes a Oriente, África, América del Sur y Australia.
Necesitaba tiempo material, para ejecutarlo, pero lo más arduo, que era planearlo, ya estaba
hecho. Con un poco de suerte, encontraría el o la compañera de viaje ideal, que hiciera del
periplo, algo inolvidable.
Pasé dos páginas antes de darme cuenta de que no había leído nada, entre mis proyectos
aventureros y la obsesiva fijación que había desarrollado por la chica de la mesa vecina. No era
fea, tenía una expresión interesante entre dulce y tímida, a pesar de que por lo visto, o se
empeñaba en ocultarlo, o la vestía su peor enemigo. ¡Dios santo, qué espanto de horquillitas! Algo
muy grave debían haberle hecho las chapatas, porque las mordía con ira feroz. Sin embargo,
cuando llegaba al borde de las tazas de los capuchinos, que bebía indistintamente, parece que se
relajaba. Hubo un instante en que ella levantó la vista y me pilló mirando. Desvié rápidamente los
ojos y fingí leer.
Al poco rato, volvimos a encontrarnos. Ella mantuvo la mirada un poco más de lo normal y yo
me vi forzada a sonreír. Su gesto de vuelta, fue un poco triste, aunque sus ojos sí sonreían.
La chica del traje coloreado, torció la boca en un gesto de des—agrado, que me hizo pensar que
había dicho algo inconveniente.
—¿Eres abogada?
—Podría serlo, pero hasta hoy pensé que opositaría a notaría.
Me hubiese gustado que me interrogase acerca de por qué "hasta hoy" y soltarle mi rollo sobre
los alienígenas y desahogarme pero no dijo nada. Volvió a sorber el capuchino en respetuoso
silencio y yo no encontré más pretexto para seguir charlando.
Resignada, volví sobre las páginas de mi libro, que se me antojaban vacías. Ya había perdido el
hilo de la historia en demasiadas ocasiones y me costaba encajar quien era quien, en el elenco de
personajes. Arrugué el entrecejo y lo escondí en el bolso, decidida a echarle cara a mi compañera
de desayunos mono parentales.
La muchacha pareció perdida unos instantes. Luego reparó en las dos chapatas, los dos
capuchinos, las dos servilletas y los dos ser—vicios y sonrió lánguidamente.
—¿Lo dices por esto? En realidad era para una amiga que venía de camino, pero le
surgió un contratiempo y me ha dejado tirada.
—Vaya... un rollo tener que desayunar sola... —comenté para que percibiera mi
solidaridad. No me di cuenta de lo absurdo que resultaba que precisamente yo, que
también lo hacía, la criticase.
—Más que eso. No sé cómo voy a poder pagarlo—torció la boca, gesto de
preocupación donde los haya—. Este sitio es caro y se supone que Cayetana invitaba.
Mira que le advertí... pero ella nunca escucha —esto último lo dijo al vacío, como si yo
no estuviese presente y ella simplemente pensara en voz alta—. No, no es cierto. No
es cierto y tampoco es justo. Siempre está ahí para escuchar, precisamente por eso la
llamé esta mañana. Ella no tiene culpa de mi paupérrima situación financiera. Con una
carrera superior, debería ser capaz de pagar una invitación en el Gran Café —murmuró
retroniquera.
—¿Estas sin trabajo? —me interesé. No, si al final iba a resultar que la historia de la
desconocida se llevaba el gato al agua. Detectable a la legua: la chica necesitaba
confiarse. Pero yo también y encima estaba antes. Tal vez si primero la escuchaba...
ella después me atendería... y todos contentos.
—Me pusieron de patitas en la calle cuando la financiera para la que trabajaba
decidió modernizar su organigrama. En realidad, ocultaban una estrepitosa quiebra. Ni
una explicación, ni un euro de indemnización...—terminó con amargura contenida.
—Pero eso no puede ser—me escandalicé embutida en mi disfraz de abogada
recién licenciada.
—Pues fue; y no creas, se quedaron tan frescos. No tenía con—trato—se vio
forzada a confesar.
Aquello lo aclaraba todo. Subí las cejas en un gesto entre pre—ocupado y comprensivo. Mirarla
ahora, con su vestidito de niña pequeña y sus espantosas horquillas al borde de la melena oscura,
era patético. Inspiraba una compasión desmedida que yo no estaba acostumbrada a sentir.
Mi actitud tuvo merecida recompensa. Enseguida se volvió a sentar, asintiendo torpemente con
la cabeza. Entonces me di cuenta de que tenía bastantes granos.
—Pues pensé que ya que el ejercicio no me llamaba, lo mejor era opositar en algo
que me procurase buenos ingresos.
—¿Y qué mejor que notarías? —adivinó Marina.
—Y qué mejor que notarías—confirmé yo, arrugando el ceño al recordar el episodio
de la academia—. Pero igualmente me he dado cuenta de que no es para mí—abrí una
pausa y la miré—. Y ahora no sé qué hacer.
—Una putada.
—Eso. Y bien gorda. Porque lo que me gusta es el mundo del cine. Dar órdenes a la
gente se me da de maravilla, organizar grupos... Con la formación adecuada, podría ser
una magnífica directora.
—Pues ponte a ello—me animó la pobre ignorante. No conocía a mi padre.
—Es que mi familia se lo tomaría a la tremenda. No puedo decir—les nada del cine.
Ni siquiera sé cómo plantearles que ya no opositaré. ¿Qué pasa si mi padre me quita la
paga? Yo tengo muchos gastos, Marina, mis necesidades, una vida social...—de
repente fui consciente del drama de mi verdadera situación. Pero tenía enfrente a
alguien que andaba mucho peor y sobrevivía—. Supongo que de todo eso se puede
prescindir...
Ella no dijo nada. Sólo sonrió. Y yo le sonreí a mi vez. Y allí nos quedamos las dos colgadas un
par de minutos, sintiéndonos idénticamente iguales en nuestro infortunio. Sacudí la cabeza para
reaccionar y decidí liberarla. Pero no para siempre.
—Las cosas de mi padre, me las mandó hacer un día que debió írsele la pinza.
Pobrecillo, qué ilusión tiene el buen hombre con esto de que su hija sea importante.
Tendré que ensayar una exposición delicada si no quiero que le dé un pasmo.
—Hazle entender que es tu vida y que es a ti a quien debe hacer feliz—aconsejó
Marina llena de fervor.
—Sí, sí... por ahí van los tiros, pero no sé si....—me puse de pie—. Ha sido un placer
conocerte, Marina Valdemorillos.
—Vaya, te has quedado con el apellido a la primera—rió estrechando mi mano
extendida.
—Mujer claro. Tengo una memoria de elefante. ¿Con quién crees que estás
hablando?
LAS ILUSIONES DE PAPÁ
Atravesé como una exhalación la entrada principal del club de paddle con su portón de hierro
repujado, al volante de mi Beatle de color crema descapotable. Vale que yo suelo ser muy
ecológica y que mi coche no es diesel, pero el gustirrinín que me produce pisar a fondo el
acelerador y chirriar neumático a la vez que aparco y dejo pasmadas a un par de gilipuertas con mi
talento conductor, no lo cambio ni por el mejor masaje.
Cuadré el capricho que mi padre acababa de comprarme como premio de fin de carrera, me
colgué el bolso al hombro y accedí al edificio atravesando el vestíbulo. De paso me crucé con un
montón de gente conocida a la que parecía hacer siglos que no veía. Me limité a sonreír
bobamente y no me dio por charlar hasta que me apoyé en la barra de la cafetería cara a cara con
Marisa, la camarera de siempre. Una cariñosísima mujer.
Buena parte de mi mal cuerpo provenía del hecho de tener que enfrentarme a mi padre al
regresar a casa, destrozando sus quimeras de tener un notario en la familia. ¿Por qué demonios
había tenido que encapricharse precisamente de eso? Hay otras profesiones igualmente
meritorias y no tan inaccesibles. Yo me desvivo por mi padre, eso lo sabe todo el que me conoce.
Mi madre es superflua y tontorrona, la quiero, pero dejé de respetarla al cumplir los diez. Con mi
padre la cosa cambia.
Es de tontos no reconocer la valía de la gente y papá es un personaje hecho a sí mismo, de los
pies a la cabeza, que empezó a los catorce acarreando cubetas de mezcla en las obras y a los
veintiuno era socio de una de las mayores constructoras del país. No tardó en comprar su parte a
los demás para quedarse como dueño y señor de todo. No quedaba ahí su talento: era un buen
relaciones públicas y la verdad, tener al lado un bombón como mi madre, ayudaba a destacar en
los eventos sociales; debo admitir que en este punto, siempre formaron buen equipo. Ella se las
pinta sola para dar coba y con—versación a aquellos objetivos previamente señalados por mi
padre y él remata el negocio con una invitación privada a cenar, donde achispaban sus sentidos a
base de tinto del bueno.
Por eso desde pequeña ando acostumbrada a ver los coches de grandes políticos de la nación
aparcados en la puerta de mi casa y sus gordos culos sentados en mi comedor. Y venga risita falsa
que va y que viene... menos mal que me enviaban a dormir temprano porque fijo que hubiese
soltado alguna lindeza cuando empecé a tener uso de razón y a saber de qué calaña están hechos
esos individuos.
Cuando crecí mi padre me mostró la realidad de la vida: a distinguir la amistad real, de lo que
no pasaba de meros negocios, por mucho brindis y exaltación del amor fraterno que los
acompañase. La fuente de todo nuestro bienestar, nuestros viajes, la ropa de marca, los colegios
bilingües y las suscripciones a los clubes de tenis, paddle y demás. Y cerré el pico cual hija
obediente, guardando mi agria opinión sobre banqueros y políticos para círculos lejanos al mío
propio. La universidad me brindó alguna que otra ocasión para desahogarme, pero ahora tocaba
incorporarse al mundo laboral y la cosa pintaba fea. O ensayaba hipócritas sonrisitas en el espejo,
o me darían sin tardar, una buena patada en el culo.
Marisa me sirvió el maravilloso café que había bautizado como "Olivia" sólo porque un día
solicité que me añadiera extra de espuma de leche por encima. Le hizo tanta gracia el detalle que
le puso nombre. Y les faltó tiempo a las pavisosas de mis amigas, para pedirlo a diario. Viva la
personalidad bien definida de cada cual. ¡Puag!
—Te noto cansada—comenté a media voz. Tenía ganas de cualquier cosa menos de
enfrentarme a mis temores.
—Acaba de empezar la temporada fuerte. Y no consigo que con—traten a otra
camarera. A ratos no doy abasto.
—¿Sigues sola para todo el club? —me indigné—. Serán mamarrachos. .. voy a
hablar con el director, tenlo por seguro. Antes de una semana tienes un pinche que te
ayude como que me llamo Olivia—prometí perdiéndome en la aromática taza.
Marisa soltó una risa cantarina de las suyas. Una mujer repleta de buen humor, por mucho que
gastara, siempre tenía más.
Era Gonzalo, mi novio de toda la vida. Bueno, de toda no, de la universitaria. Cinco años ya
juntos y empezaba a presionar con aquello de vestirnos de blanco. Venía recién duchado tras el
partido, vestido de inmaculado beige y oliendo como un anuncio de Armani.
—Me has plantado—se quejó medio en broma—. Esperaba que vinieses para poder
jugar unos dobles.
—Estoy rota, lo siento. ¿Con quién?
—Con Amparo y Alvarito.
Le envié de obsequio una mirada asesina. A punto estaba de vomitar que la tal Amparo me cae
como una patada en pleno hígado, cuando la vi aparecer colgada del brazo del cretino de Álvaro
Salazar. Tuve que permutar volando, mi gesto agrio por una sonrisa patética.
—Hombre, mira quien nos honra con su presencia —soltó Amparo deshaciéndose
de su caballero para besarme. Mejor dicho, para besar al aire. Dos veces.
—Me ha dicho Gonzalo que me esperabais. No lo sabía, lo siento, he estado muy
liada.
—Con las oposiciones ¿no? —Álvaro me guiñó un ojo—Tú sí que picas alto, bonita.
Se me puso cara de pez. Gonzalo me rodeó los hombros con su brazo musculoso y me atrajo
hacia sí.
Estuvieron a punto de caérseme las gafas al suelo de la mala uva. Era uno de los motivos por los
que no podía ver a Amparo. Babe—aba tras Gonzalo desde el puñetero día que lo conoció y ni se
daba cuenta del ridículo que hacía, ni le importaba un bledo que yo estuviese delante. Creo que
abusaba de mi buena educación, sin pensar que un día cualquiera, con la excusa de los nervios de
opositora, podía perderla del todo y atizarle un buen sopapo. Por calentona.
Lo bueno de aquel efebo moreno y cachas, era que únicamente tenía ojos para mí. Cosa que
me intrigaba, no creas, porque yo soy pequeña, menuda, morena, de rasgos vulgares y con unas
gafas que me otorgan aspecto de eterna intelectual. De la cola de caballo no me bajo, salvo para
alguna fiesta en la que mamá me obligue a visitar la peluquería. Vaya que he salido a mi padre,
todo cerebro pero con un físico modesto. Sin embargo gusto mucho y ligo más. Será por mi poco
interés, por mi conversación de catedrática o por mi apellido.
Pero no se dieron por aludidos y pidieron dos coca—colas sin hielo y con limón. Yo
los miré bufando.
—Dime, dime—me animó Gonzalo aleteando con la mano y llenándose de
cacahuetes el cuenco de la otra.
—En privado—siseé.
Mi petición puso a la parejita cara de acelga pocha.
Alvarito nos dejó una bromita sin gracia de las suyas flotando en el aire y ambos se alejaron al
son del bamboleo del trasero de Amparo. Gonzalo puso los ojos en blanco.
—¿Se puede saber qué te pasa hoy? Eso ha sido una grosería.
—Ahora resulta que no puedo tener una charla a solas con mi chico—protesté
apretando los labios.
—Cari, siempre puedes hablar conmigo pero a estos lugares se viene a socializar...
—Y dale... Bueno, pues no tengo intención de que personajes como Amparo y Cía,
estén al tanto de mi vida. Luego mis traumas se convierten en el tema preferido de sus
sobremesas.
Mi novio se quedó con el cacahuete a medio camino entre su mano y su boca. Sus cejas me
explicaron lo mucho que se sorprendía.
Gonzalo se quedó mudo un instante sopesando mis razones. Él solía ser muy pragmático, de
modo que no esperaba que me apoyase, la escenita era sólo puro desahogo y una especie de
ensayo general para cuando me enfrentase a mi padre.
—¿Y no puedes llegar a una "entente cordiale" con él? Mira que tu cabezonería
puede meterte en un jardín del que no sepas salir—volvió a sumirse en el recalcitrante
silencio—. No sé, cari, no sé qué decirte—puntualizó. Tanto pensar para eso.
—No quiero que me digas nada. Ya me lo he dicho yo todo. Me tiene tan
preocupada el cómo se lo tomará, que no he visitado el baño en cuatro días.
Se me pasó por alto la cara de repugnancia de Gonzalo, porque me levanté y dejé un billete de
veinte sobre la barra. Besé a mi novio con aires de propietaria absoluta y me despedí de Marisa
levantando el brazo.
Cuando metí la llave en el contacto del Beatle, me di cuenta de que temblaba como un flan.
Nada salió como estaba planeado. Mil veces imaginé la situación, tras la cena, con la barriga
bien llena todos y por tanto, bien calmados. Mi padre se ausentaría un par de horas a su despacho
para leer en paz y tranquilidad sus ensayos mientras mi madre se retiraba a sus aposentos y mi
hermano pequeño se enganchaba al teléfono. Sería la ocasión ideal para tener un momento
íntimo con mi progenitor y confesarle mis miedos.
Pero me traicionaron los nervios y lo solté de sopetón en plena cena. Las cucharas dejaron de
repiquetear contra los platos y un horrendo silencio se adueñó del comedor. Deseé que me
tragara la tierra cuando mi padre me clavó los ojos en la frente.
—¿Y se supone que eso es un trabajo? —la rabia contenida le estaba hinchando la
vena de la sien.
—Es más que eso, es un arte, la máxima expresión de mi creatividad.
—Pensé que eras Letrada, no creativa, perdona, a lo mejor he cometido un error
que ha durado... cinco años—levantó la voz mucho más de lo que nos tenía
acostumbrados. Tanto, que mi hermano salió bruscamente del sopor musical, nos miró
de hito en hito y se escabulló rapidito y sin preguntar.
Papá y yo quedamos solos y belicosos. Advertí que los nudillos de la mano que sostenía el
tenedor, perdían el color. Mala señal.
Me sentí herida en lo más hondo de mi alma. La barbilla empezó a temblarme. Pero por mis
gafas, que no soltaría una lágrima ni me derrumbaría aquella noche en aquel comedor. Por eso me
estiré cuanto pude para imprimir carisma a mi discurso.
—Me parece bien. Tú ya has cumplido. Me has amamantado hasta los dieciocho y
más allá de la mayoría de edad, me has pagado generosamente una carrera en una
universidad privada. ¿Qué más te puedo pedir? Hasta la ley dice que en ese punto,
basta.
—Deduzco que estamos de acuerdo en que te quedarás sin paga. No pienso
financiar tus locuras—aquella promesa fue tan dura y tan fría que se me encogió el
estómago y temí vomitar toda la cena.
Estoy convencida de que ninguno de los dos pensaba lo que decía, al menos ese era mi caso y si
conozco a papá puedo apostar otro tanto, pero éramos demasiado testarudos como para dar
nuestro brazo a torcer. Era él o yo y la pequeña Olivia tenía que salirse con la suya una vez más.
Basta ya de vivir una vida prestada. La idea inicialmente absurda de dirigir cine, cobraba forma en
mi cerebro, de modo más y más atractivo.
—Pronto verás que sin dinero no es posible sobrevivir—me chantajeó papá cuando
ya alcanzaba el dintel de la puerta. Me giré con el contoneo de una actriz de cine y lo
miré directamente a la calva.
—La abuela me dejó una pequeña cantidad de dinero. La tenía en un depósito,
pero... ¿para qué son los plazos fijos sino para sacarte de un apuro? Resistiré, papá, no
te desveles. Antes de que se extingan los millones de la yaya, tendré un Goya en la
estantería.
Y desaparecí escaleras arriba temblando como una hoja, pensando en cuántos días más podría
quedarme en casa, sin atentar contra mi honor.
La partida de póquer había dado comienzo. Yo era consciente de haber lanzado un órdago,
pero con muy malas cartas.
EXCUSAS, EXCUSAS, EXCUSAS
Acepté la insistente invitación de Gonzalo a cenar. Pese a mi inicial reticencia, me vino genial
porque llevaba tres días sin probar bocado, prácticamente encerrada en mi cuarto, con el
estómago hecho un manojo de nervios y una madre obsesionada con el derrumbe de la estructura
familiar, que iba y venía arrastrando sus migrañas.
A papá, ni le vi el pelo en toda la semana. Lo del pelo es un decir, claro. Me dominaba una
estrambótica mezcla de estados de ánimo: por un lado, culpable por el disgusto que le había
causado, preguntándome si aquello no acabaría en apoplejía, convirtiéndome en huérfana por mi
mala cabeza. Por otro, desconsuelo y auto-compasión, porque yo era yo y quería seguir siendo yo;
era mi futuro y mi profesión lo que todo el mundo se empeñaba en discutir como si yo no
estuviese presente en la sala. Había un ramalazo rebelde en mi ser intelectual, que no se
doblegaba por más que arreciase la tormenta.
Pensé que una copa de vino y una buena ración de sexo, me relajarían la tensión. Y que no
esperase Gonzalo que me entretuviese en menesteres, porque yo estaba para mimos, no para
esforzarme en darle gusto.
Su apartamento está en una zona residencial de las afueras, con un perímetro de alta seguridad
rodeado de jardines y como no, de pistas de paddle. Se lo decoró Pedro Peña, haciendo hincapié
en aquello de "los aspectos masculinos de la personalidad", todo color chocolate, cámel y negro,
bastante logrado. No pude dejar de plantearme, cómo llegaríamos a un acuerdo Gonzalo y yo, el
día que compartiésemos vivienda, si a mí me gustaba el blanco roto y los tonos luminosos.
Me recibió feliz como un chiquillo y yo me dejé achuchar. Rodeándome la cintura con el brazo,
me arrastró al sofá de cuero.
Las luces estaban tenues, el ambiente perfumado y había puesto música instrumental bajita.
Siete sobre diez.
La simple idea me espinó bastante. Una cosa era querer a mi papi y otra muy distinta hacer el
indio.
—A ver por qué motivo tengo que ser yo la comprensiva. Tendrá que ser flexible el
que impone, digo. Y es él quien pretende que haga algo... algo a lo que no consigo
verle fundamento... papá se pasa de rígido, no le suena nada lo de "be water my
friend". Supongo que prefiere ser cuajada de leche bien espesa.
—Mujer, sólo digo que no te lo tomes a la tremenda, ni formes un drama de los
tuyos...
Aquella frase lo perdió. Me puse como una fiera y solté la copa sobre la mesa del café.
—¿Drama de los míos? ¿A qué te refieres con drama de los míos? ¿Acaso tengo
tendencia a los dramas? —le desafié con la mirada y no fue capaz de mantenérmela.
Sutilmente, desvió los ojos hacia un ángulo del comedor que permanecía en
penumbras. Sin reflexionar, perseguí el objeto de su atención.
Me desarmó ver la primorosa mesita dispuesta para la cena, con sus velas y todo. Ese tipo de
citas no eran propias de mi Gonzalo. Lo miré admirada sin saber qué decir. Mi furia creciente de
hacía unos segundos, se había desvanecido como el humo.
Él presintió mi turbación.
Yo no me solté de su cuello.
La cena fue bien. Mucho mejor de lo que cabía esperar, gracias a mi talante generoso de
aquella noche. Y digo tal, porque mi Gonzalo no es un conversador muy entretenido; es decir, que
sus temas suelen versar de modo reiterativo sobre los mercados, la bolsa y un montón de siglas y
palabrejas que ni entiendo ni quiero entender. Le tira mucho su profesión de asesor fiscal de altas
esferas y no se percata de que a menudo, aburre al personal. Recorre con pasión los índices y yo,
me duermo. Viene a ser como una bailarina clásica enamorada de un forofo ultra, del Rayo
Vallecano.
Pero había que contar con mi buena disposición, motivada por la cena sorpresa. Así que nada
más terminar el asado, empecé a mirarlo entornando los párpados, poniéndome tontorrona.
—¿Le gustaría al señor un postre... especial? —me insinué. Gonza dejó escapar una
risita nerviosa cuyo significado me sonaba desgraciadamente familiar.
—Es martes, cari. "¿Y?
—Mañana tengo que madrugar.
—¿Y? —seguí bobeando con la copa de vino entre mis delgados labios.
—Bueno... tú puedes quedarte durmiendo hasta la hora que quieras, sólo tienes
que tirar de la puerta cuando te vayas...
Abandoné mi silla y me aproximé seductora. Me paré delante de él y me bajé un tirante del top.
El tomó la servilleta y la dobló y desdobló un par de veces. Le rodeé el cuello con mis brazos y le
besé el hueco de la oreja, soplándole cerca del lóbulo.
No se inmutó. Me agarró las muñecas y tiró de ellas suavemente.
—Cari... el martes...
—Ni te cases ni te embarques... pero nadie dijo que no... hiciéramos el amor—
parecía mentira lo pronto que el vino estaba haciendo su trabajo. A Gonzalo se le veía
incómodo y yo no me daba por aludida. A duras penas, me hice un sitio en su regazo.
—Vas a mancharte con la salsa—me advirtió un poco temblón—. Cuidado.
Progresivamente Gonzalo se fue rindiendo. Mitigué las luces con los reguladores conforme lo
arrastraba y lo tumbé en la cama con un ademán de mujer fatal. El que estuviera piripi no me
impidió lamentar su poco entusiasmo manifestado por debajo del pantalón.
Juré por mi honor que haría crecer aquello, al tiempo que su interés.
Me arrojé encima con el salvajismo de una diablesa y colé mis dedos entre sus cabellos, al
tiempo que lo besaba y gemía como si ya estuviésemos en plena faena. Le arranqué la ropa y a
cambio sólo recibí un tímido intento de subirme el top. No importaba: ya puestos, me lo saqué yo
misma.
Conseguí darle la vuelta sobre mí y cuando parecía que empezaba a implicarse, sonó como un
chasquido y se quedó petrificado en medio del movimiento. Soltó un alarido que me libró en un
segundo de la borrachera.
—¿Qué pasa?
—El lumbago—se llevó la mano a la cintura y se giró con enorme dificultad. El
pasmo me impidió reaccionar—. ¡Ay Dios! Te lo advertí—replicó con cierta irritación.
—¿Me advertiste? —repetí enfadada.
—Que es martes...
—Que yo sepa no tenías ningún problema con tu espalda hace un rato—me paré a
pensar un segundo—¿Y qué porras tiene eso que ver con los días de la semana?
—Te dije que no era el momento acertado—se estiró bocarriba resoplando con
vehemencia.
—Tampoco tienes molestias cuando te juegas tres partidas de paddle seguidas—
rezongué cruzándome de brazos.
—Ten un poco de compasión—rogó tratando de firmar la paz. Yo gruñí en
desacuerdo. Vaya mierda de noche loca. Se me escapó una exclamación de
desencanto:
—¡Oh! —¿Eh?
—Mmm...
—¡Ah!
—¿De qué cachimbas estamos hablando? ¿Es que ya no nos entendemos? ¡Dios! —
me senté y agarré el colchón con las dos manos—Hasta hoy hubiese jurado que no
teníamos problemas de comunicación...
Se dio media vuelta y se echó el edredón por lo alto. Suspiró hondo y al minuto ya roncaba
sonoro, como aliviado. Yo lo miré decepcionada y dolorosamente sobria.
—Si tú lo dices...—farfullé.
HOGAR DULCE HOGAR
Pasaban los días y yo seguía horriblemente atascada por dentro y por fuera. Un bloqueo atroz,
que hubiera debido castigarme cuando me debatía entre si dejar o no las oposiciones a notaría.
Pero no. Ahora resultaba antinatural, ¿era culpa de que mi padre no me dirigiese la palabra y de
que yo estuviese totalmente perdida en cuanto a qué hacer con mi vida destrozada?
Al límite de mi resistencia mental, supuse que un poco de ejercicio me vendría bien; mover las
piernas, mover el corazón, reflexionar con el cerebro, a cada paso de avance por el parque. Puede
que el aire fresco, las gotitas perdidas de las fuentes, el cantar de los pajarillos, me despejase la
mente y dejase de ver el lado oscuro de todas las cosas. No quedaba otra que recoger mis objetos
personales, la decisión ya se preveía inevitable, el hecho en sí, me martilleaba el cerebro. Tenía
que estar muy, pero que muy desesperada para echar a correr, porque siempre he sido más vaga
que un muelle de guita.
Me puse ropa deportiva de última moda, me calcé mis zapatillas y me lancé al deporte salvaje.
Mi madre había entrado en mi cuarto por la mañana temprano. Bueno, temprano para ella, que
se levanta a partir de las doce. Su expresión atribulada me anunció borrasca y me convenció de
que las cosas con papá no iban a mejor. Se dejó caer melodramática en el borde de la cama y me
miró compungida.
Me levanté embravecida y me puse a dar vueltas por la habitación como una fiera enjaulada.
—Pero ¿es que no os dais por vencidos? ¿aceptar notaría o claudicar es la única
forma de que la relación con mi padre vuelva a ser normal?
—No me explico cómo no entiendes que es lo que más te con—viene con
diferencia. Porque... no habrás dicho en serio la paparruchada esa de la dirección
cinematográfica, ¿a que no? —me miró esperanzada.
—¿Eso os parecía?
—Pues sí.
—¡Qué patético! La culpa la tengo yo por no hablar.
Las dos nos quedamos sin palabras, mirándonos sin nada más que decir. Por una vez mi madre
fue rápida en captar mi intención. Meneó la cabeza con cierta tristeza. Casi se me encogió el
corazón al verla allí tan derrotada.
—No hay nada que yo pueda hacer para que cambies de idea—no era una pregunta
era una afirmación.
—Sí, quitarle a papá esas ideas raras de la cabeza.
—¿Ideas raras?
—Olvídalo, mamá. Si tú piensas lo mismo que él, hay poco que hacer. Espero haber
encontrado un sitio donde quedarme, en más o menos una semana. No tengo
intención de alargar más de lo preciso esta situación tan desagradable.
—En fin. Voy a jugar mi partida de canasta de los jueves—anunció con voz de
falsete—. Llego tarde a causa de todo este descalabro. Como no duermo, no tengo
apetito, no reposo....
Salió por la puerta murmurando protestas por lo bajo. Yo me quedé fría, allí apoyada en la
ventana, sin saber cómo reaccionar. Ahí fue cuando decidí hacer footing. El caso era quitarse de en
medio, de aquella casa de locos.
Con un trote suave para no cansarme ni sudar demasiado, a lo tonto llevaba recorrida gran
parte del itinerario. Como la gente próxima a la muerte, que recorren su vida completa en
imágenes a modo de fotogramas en serie, yo me veía empacando mis miles de trastos en
incontables maletas, todas de firma, forzada a seleccionar "chismes imprescindibles" "chismes
necesarios" "chismes secundarios", "simples chismes" y tirando de ellos escaleras abajo.
Viéndome obligada a despedirme de mi precioso dormitorio, de mis muebles de diseño y de mi
equipazo de música y mis libros que quedaría en recoger más tarde. Cargaría el Beatle hasta los
topes, descapotado para mayor cabida y me lanzaría al enigma de la vida, sin volver la vista atrás,
con una punzada atravesándome dolorosamente el pecho. Conforme avanzaba trotando, me fui
mareando. A ver si después de todo, ser libre y rebelde no es tan guay como nos pensamos los
que estamos a dos velas.
Me detuve junto a un árbol a reposar mis muchos malestares y noté una corriente de aire a mi
espalda. Lo que tardé en girarme, lo empleó Gonzalo en darme uno de sus sustos estúpidos a más
no poder.
—¡Buh!
—¡Ay, Gonza! ¿En qué idioma te digo que no me sobresaltes? Que tengo el corazón
como una nuez y un día el susto te lo vas a llevar tú cuando tengas que avisar a una
ambulancia y los camilleros lleguen a tiempo únicamente de recoger un fiambre...—
solté mi retahíla sin permitir que me interrumpiese.
—Vengo persiguiéndote desde hace rato. No te has dado ni cuenta, se ve que vas
maquinando cosas en tu cabecita—repuso entusiasmado con su propia sorpresa.
Vestía chándal último modelo, cabello engominado y gafas de sol.
—El horno no está como para no planear por anticipado—resoplé—; precisamente
salí a que me diera el aire, en busca de inspiración.
—Yo hubiera debido apoyarte, pero llevo casi una semana llamándote y nada—se
quedó pensando—. Si no te conociese pensaría que me estás dando largas.
Torcí la boca por tratar de sonreír sin ganas. Por supuesto que le había estado dando largas. Sin
conseguir olvidar su penúltimo ataque de lumbago y la interrupción de "la cosa" en su momento
culminante, no es que me apeteciera mucho verlo. Estaba en uno de esos momentos en la vida de
una chica, en que necesita consejo de verdad; dicho de otro modo, necesita de otras chicas. El
problema en mi caso es que el cerebro de mis amigas pijas está más vacío que una castaña pocha,
de modo que allí me encontraba yo, a solas conmigo misma, echando el hígado por la boca en una
absurda carrera, por ver si se me ocurría algo para no tener que irme de casa y convertirme en
paria.
Las elucubraciones de Gonzalo cortaron de cuajo las mías.
—Mi padre me ha contado con pelos y señales la bronca que tuviste con el tuyo—lo
miré sin comprender—. Ayer jugaron una partida de golf.
—Serán cotillas...—refunfuñé.
—¿Pero de verdad quieres irte? —eso, la pregunta del millón. Si no lo sabía ni
yo...—. Pensé que era sólo un farol.
—No Gonza. Que me voy, me voy. Ya está bien de aguantar que mi padre me
gobierne y me trate como si fuera una cría.
—Mujer, hasta que nos casemos...
—¿Quieres decir que seré una cría hasta que nos casemos? —me revolví
apartándome el pelo de los ojos.
Negué tristemente con la cabeza. Ese era el punto más espantoso de la cuestión.
—Vente a casa conmigo—me ofreció sin previo aviso. Petrificada me dejó. Lo miré
como Elliot debió mirar a E.T. la primera vez.
—¿Hablas en serio?
—Completamente. ¿Por qué no habría de hacerlo? —me acarició la cara. Hacía
mucho tiempo que no me tocaba así—. Llevamos juntos cinco años, un día de estos
cuando consiga convencerte, nos casaremos—y dale. Desvié la mirada delicadamente
al suelo—. Insisto: me sentiría muy honrado si aceptas venir a compartir apartamento
conmigo, palom...
La advertencia que leyó en mis ojos le hizo enmudecer. Cavilé un par de minutos. No perdía
nada con intentarlo, a fin de cuentas estaba virtualmente en la calle y antes que acabar con mis
huesos en un solitario hotel cinco estrellas que devoraría el legado de mi abuela en un santiamén,
siempre resultaría más barato mudarme con Gonzalo y ver qué pasaba. Igual de camino, se me
aclaraban las ideas en cuanto a lo de... pasar por el altar.
—Creo que te voy a decir que sí—anuncié todo sonrisas. A mi Gonzalo se le iluminó
la cara. Nunca creí que una cosa tan nimia le hiciera tanta ilusión—pero con una
condición—se puso serio de repente—: si no funciona, me marcharé y seguiremos
como siempre—avancé un paso hacia él y apoyé la cabeza en su hombro—. Ahora eres
todo lo que me queda Gonza, no voy a poner en peligro nuestra relación si falla la
convivencia—alcé vivamente la cara—. ¿Me comprendes?
—No va a pasar nada. Y con tu padre tampoco, bobita. Las aguas volverán a su
cauce—prometió como sólo prometen los príncipes azules.
—¡Mi pequeña Olivia! No puedo creérmelo... no puedo creerme que nos dejes...
¡Ay, Señor, Señor...!
—Algún día tenía que ser, Juliana. Es hora de que haga mi vida, cree mi propio
hogar... ya sabes.
—Pero ha sido todo tan imprevisto...—se secó los ojos con la punta del delantal—.
Tu madre me avisó que vendrías hoy a recoger algunas cosas.
—Todas las que pueda—puntualicé—. Gonzalo quería acompañarme a toda costa o
enviar un camión de mudanzas pero esas empresas te lo toquetean todo... Por cierto,
¿dónde está la familia?
—El señor se fue temprano a jugar golf. Oí que tenía un torneo y la señora está en la
peluquería—indicó tironeando de mi mano. Me arrastraba a la cocina mientras yo
hervía en mi desconsuelo.
Entre las dos, se hizo algo más llevadero el tema. Juliana nos oyó ir y venir y se unió al clan. Con
las tres en acción, parece mentira lo pronto que se llenó el Beatle a rebosar. Tal y como lo había
visto en mis ensoñaciones. La doncella se escabulló en cuanto pudo y yo me quedé a solas con
Juliana que sostenía una bolsa de plástico de Gucci, con un nudo apretado en la mano.
Presintiendo el final, Juliana me propinó un abrazo de oso que estuvo a punto de romperme las
costillas.
—No dejes de venir. Te haré comiditas, que tú no sabes ni freír un huevo —¿hacía
falta que me lo recordase?
—Sólo me voy a otra zona de Madrid, no cambio de continente, Juliana —me reí
por quitarle hierro a la cosa.
No sé cómo se las apañó pero cuando dejó de abrazarme, yo ya tenía otra bolsa de plástico en
la mano. ¿Más cenas?
La miré anonadada con la bolsa colgada de un dedo y ella sacudió la cabeza conteniendo el
llanto; regresó corriendo a su cocina mientras yo me quedaba allí con cara de idiota, de perchero
de la bolsa de la basura. No daba crédito. ¡Caramba con la despedida! No, si iba a terminar
alegrándome de perderlos a todos de vista.
Arrojé la bolsa de desperdicios sobre la montaña de maletas en que se había convertido mi
coche y por supuesto, me pasé de largo el contenedor, sin acordarme siquiera. Anda que no tenía
yo en qué pensar. Contra todo pronóstico, estaba clarísimo que la familia de Talier iba a continuar
su andadura sin acordarse siquiera de su tierna infanta. Recordé los dramas que montaron mi
padre y mi madre cuando mi hermana Rebeca anunció que se marchaba a vivir al extranjero.
Parecía el fin del mundo. Ella que tiene mucho carácter, más que yo que ya es decir, se mantuvo
en sus trece y se marchó sin volver la vista atrás. A los cinco días, parecía que llevaba toda la vida
fuera.
Yo, pagada de mí, pensé que no ocurriría tal, cuando me tocase abandonar el nido. No en vano
era el ojito derecho de mi padre y el paño de lágrimas de mi madre. Conmigo la cosa sería distinta.
Sollozarían, implorarían, me consentirían mil y un caprichos con tal de no ver mis pertenencias
desfilar jardín adelante. No, me dije. Sin la pequeña Olivia no podrán vivir.
Y ahora una se dejaba mimar en el salón de belleza y el otro perdía miserablemente el tiempo
dándole a una pelotita con un palo. Desde luego, esta vida no puede ser más injusta ni más
decepcionante. Era inquietante deducir que sólo me quedaba el apoyo de Gonzalo. Y nuestra
relación.
—Que funcione, que funcione, que este experimento funcione, por las hermanas
Teresianas, que funcione... —fui rezando todo el camino, hasta que puse el mp3 a toda
pastilla, empecé a cantar y me olvidé de sufrir.
El siguiente frenazo, fue en el portal mismo de casa de mi novio. El portero, que ya
me ha visto unas cincuenta mil veces, me miró aterrado.
—¿Son para el quinto? —preguntó paralizado de miedo.
—Sí, para el quinto. ¿Habría alguien disponible para ayudarnos? —marqué en el
móvil el número de Gonzalo—Un jardinero, los filipinos, un encargado de
mantenimiento... Gonza... no sé, usted verá... sí ya llegué. Estoy en la puerta con tu
portero, un señor la mar de amable que va a ayudarme con las maletas—le eché de
reojo una sonrisa ladina y el hombre debió tragar saliva—. No vendría mal que bajases,
amor...grazie mille.
—Voy a irlas poniendo en el ascensor y avisaré a alguien de mantenimiento, a ver si
tienen a bien...
—Tendrán, tendrán, seguro que tienen un ratito para congraciarse con la vecina
recién llegada...
Y me perdí de vista portal adentro, cuando el portero, sudoroso y colorado pero feliz con su
propina, volvía a por otro viaje. Para animarlo, le guiñé un ojo.
Nacía la leyenda.
OGRO O ANGELITO
Aquella noche en la cena, nuestro humor era de lo más dispar. Yo acababa de encontrar el cabo
de "procura estar feliz con tu nueva vida" y pensaba seguir tirando de él y averiguar a dónde me
conducía. Hasta ilusionada se podría decir que estaba, imaginando la cara que pondrían mis
padres al regresar. Gonzalo agobiado hasta decir basta, mareado y con jaqueca.
Vale que mis miles de trastos revueltos por el salón no ayudaban, pero es que no había sitio
para colocarlos. Aborté sistemáticamente todos los intentos de Gonza por sacar el tema de mis
pertenencias y la posibilidad de reducirlas en número, pero para compensarlo, decidí preparar una
cena próxima a un festín. Estaban los caracoles de Juliana como apoyo logístico.
Rebusqué frenética por la cocina porque no quería incordiar a mi novio que se había tumbado
en el sofá (rectifico, en la pequeña esquina del sofá que quedaba libre), con un paño helado sobre
la frente y se quejaba a voz en grito de sus migrañas, como si lo torturasen con saña y lentitud.
Pero finalmente no vi otra solución.
—Gonza
—Ummm.
—Gonza ¿has visto los caracoles?
—Ummm.
—Gonzalo, los caracoles que me ha guisado Juliana. ¿Los has subido o se ha hecho
cargo el portero?
—No sé, palomita. Me duele la cabeza, me va a estallar.
—Ya, pero es que son para la cena—continué revolviendo la cocina que tampoco
daba para esconder mucho. El ruido debió molestarle porque acabó tapándose los
oídos con las manos—. Es una bolsa negra, de plástico de Gucci...
Gonzalo se incorporó de un salto y el paño se le quedó cómicamente colgando de la
oreja.
—¿La has visto? Has tenido que verla.
—Pues sí, la he visto... creo de hecho, que la he tirado al con—tenedor de la basura.
—¿Cómo?
El secreto dilema quedó revelado cuando aparcada en una esquina, descubrí la asquerosa bolsa
del pescado que debería estar durmiendo el sueño de los justos con el resto de los desperdicios
orgánicos del vecindario.
Pero no movió el meñique. No hizo ni el intento, el muy canalla. Otra decepción de aquel
nefasto día para apuntar en mi diario, Si tuviese un diario. Mi novio, el rey de todos los novios,
echaba el culo para atrás, después de haberla liado. Sin importarle mi estado de confusión ni mi
estrés.
Buscando la calle, el portero de noche me salió al encuentro. Le miré los músculos, la
envergadura de armario ropero y ni corta ni perezosa le narré mi particular odisea.
—... Y mi novio ha tirado a la basura una cosa valiosísima por error. Tengo que
intentar recuperarla—me quedé mirándolo con expresión cándida. El hombre parecía
desorientado.
—¿En el contenedor, dice?
—Claro, ahí es donde va a parar la basura, que yo sepa —volví a enseñarle todos los
dientes—. ¿Me ayuda? ¿Tiene una linterna?
—Por... supuesto—balbució el portero evaluando las consecuencias de llevarle la
contraria a una residente.
Y allá que se vino detrás de mí, arrastrando los pies, alumbrándome el camino. Suspiré hondo
mirando el contenedor, me armé de valor y me encaramé sin dudarlo.
—¡Señorita, que se va a hacer daño! —me advirtió temeroso. Anda que si me partía
los dientes, a ver qué excusa daba.
—Usted limítese a poner aquí el foco de luz—organicé al verlo tan perdido. Si es
que no falla: un hombre musculoso, siempre requiere de una mujer con cerebro que lo
oriente.
Una pierna se me disparó al aire y con la otra retorcida, me las maravillé para no acabar
engullida por el contenedor. Con una mano me sujetaba fatigosamente y con la otra revolvía las
bolsas, rezando porque mis caracoles aparecieran pronto. Tuve tiempo de acordarme de toda la
parentela de mi novio, que se había negado en redondo a colaborar, el muy vago. Esa noche se fue
al traste mi creencia de que sólo las chicas abusamos del argumento de la jaqueca para no
cumplir. No hijas: espabilad que ya ha cundido el ejemplo.
El portero no pudo más, se colocó la linterna entre los dientes y escaló el contenedor para
rastrear conmigo. Nos sumergimos de lleno en aquella marea de inmundicia cada vez más
enfrascados en nuestra pestilente misión: localizar la puñetera bolsa.
—Es una bolsa de plástico brillante, negra—lo orienté—. Muy fuerte, nuevecita—
omití de momento lo de la marca porque me parecía un esnobismo.
—¿De Gucci, por casualidad? —me sorprendió.
—Justo.
—Entonces debe ser esta—sacó el potente brazo con la manga cubierta de
desperdicios. En el extremo llevaba enganchada mi maravillosa bolsa extraviada... y
vacía.
Aprovechamos el descubrimiento para sacar la cabeza: yo era una caricatura de mí misma, con
los pelos a lo afro y la cara cubierta de churretes. El portero parecía la niña del exorcista. Nos
bajamos renqueando y nos apartamos del cubo gigante. Ambos olíamos a rayos y lo sabíamos. Nos
miramos desolados.
—Lo siento, señorita. Creo que algún indigente nos tomó la delantera y se han
llevado su objeto valioso.
Me encogí de hombros.
—¿Sabe qué? Lo que perdí no era otra cosa que una olla de comida. Si alguien con
hambre lo ha encontrado, me alegro después de todo. Seguro que aún estaban
calientes y bastará para que cene toda una familia.
El portero me observó entre sonrisas. Debí parecerle una pija muy atípica.
—Subo a casa a ducharme. Jamás en mi vida había olido tan mal—me giré al caer en
la cuenta—. ¿Usted tiene cómo asearse?
—Sí, vaya tranquila—me animó moviendo una mano—. Descanse, señorita—abrió
una ligera pausa—. Es usted una buena persona.
El halago del portero llegó a emocionarme y casi me restregaba la porquería por la cara
enjugando lagrimitas, cuando toqué el timbre del apartamento y Gonzalo me abrió arrugando ipso
facto la nariz.
Aquello fue demasiado para mí, too much presure en el mismo día. Me quedé clavada delante
de la puerta del baño y rompí a llorar a gritos. Gonzalo corrió a mi lado aunque mantuvo las
distancias por si lo que me había sobrevenido, era un ataque de locura contagioso.
—Lo siento... creo que no le di ese significado a todo este follón—se disculpó.
Pero no servía de nada. El daño ya estaba hecho y yo no podía dejar de gemir, con el corazón
más encogido que un estropajo de aluminio.
—¿No tienes un jardinero o algo así que te los cuide? —inquirí con delicadeza.
Por un momento pensé que había insultado a su madre, mi futura suegra, por el ademán
iracundo con el que me agradeció el interés.
—Y papá sigue sin llamarme, el muy... —me dije—. Seguramente ya sabe que
Gonzalo me dio cobijo y se ha quedado tan tranquilo. Para algo está el noticiero del
papi de mi novio que a gaceta, no hay quien le gane.
—¡Mecachis!
Me llevó dos segundos tomar una determinación. Seguramente, la más inteligente del día.
Arrastrando los pies chorreantes para no patinar, me deslicé hasta el comunicador con el portero y
lo descolgué.
—¡Oiga! Sí, soy yo, del quinto... ¿Tendría unos minutitos para ganarse cincuenta
euros? —ofrecí sin el menor reparo. Lo noté titubeante pero finalmente cedió—. No
tengo prisa... me basta con que sea antes de terminar la mañana. ¿A la una? Perfecto.
Me volví a poner crema hidratante en las manos y encendí mi PC. Objetivo, buscar escuelas de
dirección cinematográfica con pinta apetecible, donde ingresar como alumna.
Fue concentrarme y volar el tiempo. Parecían haber pasado treinta minutos, cuando el portero
reclamó mi atención a base de timbrazos. Nos intercambiamos unos saludos amables y le mostré
la terraza y los fastidiosos geranios. El hombre tuvo que hacer malabares para llegar hasta la
corredera, sorteando todos los bultos y maletas desperdigadas por el living.'
Volví a mi mesa y a mis ilusiones futuras, convencida de que las macetas estaban en manos
expertas. Eso me tranquilizó, puede que en exceso. Por eso no oí las llaves de Gonzalo ni al propio
Gonzalo adentrarse en el apartamento. Sólo me reclutaron sus alaridos, seguidos de aspavientos
mudos. Me lo quedé mirando como si hubiese perdido el juicio y arqueé las cejas.
Vaya, pensé que esa manida frase la soltábamos sólo las mujeres.
—No puedes ir y sobornar a media urbanización para que suban a casa y manoseen
mis cosas—rugió a media voz. Podía estar muy enfadado, pero mi chico nunca perdía
las formas. Al fin y al cabo, Paco podía escucharnos y hacerse una idea equivocada
acerca de los colegios de pago que nos vieron crecer.
—¿Podría ser que estuvieras exagerando un pelín? —le di la espalda y apunté un
par de cosas en mi cuaderno, antes de olvidarlas. Gonzalo rodeó la mesa para no
perder el contacto visual. Se estaba poniendo pestiño.
—Ni una miera. Defiendo mi intimidad. Es mi obligación y mi derecho.
No pude evitar pensar que hacía años que Gonza no soltaba un speech tan elaborado. Su
trabajo normalmente se limitaba a planes, proyectos financieros y aburridas cuentas. Al final
resultaba que le estaba haciendo un favor. A ver cómo me lo agradecía el muy... Decidí sacar mi yo
intelectual a pasear.
Lo miré con el desencanto pintado en los ojos. Se había echado a sudar, pero yo estaba a punto
de estrangularlo igualmente.
Casi derribé la silla al levantarme. Tomé mi cazadora de cuero y me colgué el bolso al hombro.
Después de atrancarla, me puse a desatascar maletas como una fiera, tratando de dar con algo
cuco para la ocasión: un vestidito floreado con mis medias negras tupidas, mi súper falda de ante
con volantitos... no sé. Echaba en falta mi vestidor gigante. Me imagino que mi Gonza se quedó
como un pasmarote en medio del salón digiriendo mi charla. Si lo conoceré yo....
Al salir, ya divina de la muerte, mi novio había huido. Paco debía haber recibido lo suyo, porque
tampoco estaba. Le dije adiós a los geranios y me marché cantando bajito por el olivar.
Mucho protestar mi chico, pero al salir de la entrevista, estaba como un clavo esperándome en
el portal. Eso sí, lo encontré algo descentrado. Me fastidió sobremanera que no se interesase por
la impresión que me había causado la escuela. Daba igual, era cutre hasta decir basta. Había que
seguir intentándolo, por el lado opuesto del mapa de la ciudad. Pero no era justo, porque yo
siempre he mostrado interés por sus números aunque no los entendiese.
Nos subimos a su coche en penetrante silencio. Lo noté acelerar y acelerar hasta que el
estómago se me revolvió y el gesto se me avinagró. Ya no podía apartar los ojos del
cuentakilómetros que subía en imparable ascensión.
—Cari, ve frenando—le pedí con vocecita débil. Pero maldito el caso que me hizo.
Apretó la boca y se hizo el loco.
El vehículo de delante no tenía culpa de su mal humor, pero Gonza le clavó la delantera en el
guardabarros, con apenas dos centímetros de separación. Se ve que el conductor no aguantó la
presión e hizo señas con el intermitente porque se pasaba al carril derecho. Mi novio apenas le dio
tiempo de culminar la maniobra: volvió a acelerar adelantándose, embistiendo y por un momento
creí que le pasaría por lo alto. Una bola dura y amarga se me alojó en la garganta.
—Cari, por Dios, que nos comemos el SLK modelo antiguo... —me quejé
traumatizada—¿Qué es lo que te pasa?
—No he podido concentrarme en mis reuniones de esta mañana—soltó
secamente—. Ahora tendré que volver a la oficina y me temo que será hasta tarde.
—¿Es por culpa de los geranios?
—Es por culpa de haber discutido.
—Vaya estrés que manejas, yo me estoy contagiando—me crucé de brazos—. Así
no podemos seguir.
Dicho y hecho. Nada mejor que una jornada de compras para echar al olvido un novio petardo.
Le di un revolcón tremendo a mi visa y me colgué del brazo cinco bolsas de establecimientos
exclusivos, llenas de prendas que irían a hacer compañía a los miles de chismes que colapsaban el
nidito de amor de mi Gonza. Pero la terapia es la terapia. Puede que provocase otro maremoto
pero yo me sentía mucho mejor, más liberada. Y feliz cual mariposilla con unas gafas nuevas de
diseño color guinda que eran la pera.
Si llego a sospechar lo que me tenía deparado el destino al irme a vivir con Gonza, me lo habría
pensado dos veces. Pero no. Allí estaba yo, feliz en mi inconsciencia, deseando que todo marchara
sobre ruedas, asumiendo los altibajos de la convivencia, rezando para que el gaznápiro de mi
novio se volviera interesante como por arte de magia, para no tener que apuntar otro desastre en
mi lista de catástrofes familiares.
Me recosté agotada contra los cojines de plumas del sofá, des—calza y con un bol de palomitas
lleno hasta los topes, dispuesta a premiarme por la dura tarde de shopping. Tenía confeccionada
una extensa lista de escuelas de dirección de cine, que iría visitando día tras día. Tenía que
procurar no caer en la rutina de visitas por la mañana, centros comerciales por la tarde o mi chico
y yo acabaríamos teniendo que irnos para dejarle el piso a mis zapatos.
Cuando Gonzalo regresó mortificado de la oficina, yo estaba relajada como recién salida de un
spa y no me percaté de la tormenta tropical que le flotaba sobre la cabeza. Su mirada era sombría,
pero yo apenas aparté la mía del televisor. Echó un buen rato en encontrar un hueco libre donde
dejar su maletín y su americana. Luego se posicionó junto al respaldo del asiento y observó la
pantalla con flemática antipatía.
—¿A eso vas a dedicar tus tardes? —buen saludo, chaval. ¡Enhorabuena!
—Estoy pasando una crisis de adaptación, compréndelo—yo es que en realidad, no
era muy amiga de la tele basura.
—Pues más te vale superarla pronto o no cabrás en el sofá—menuda grosería. No
contento con eso, atrapó el mando a distancia y me cambió el canal. Solté las
palomitas como si quemasen.
—¿Qué es eso, el canal financiero? Gonza, estaban a punto de desvelar si la Jolie ha
vuelto a quedarse embarazada...—aullé.
—¿A quién le importa? ¿Te has parado a mirar cómo están los mercados?
Iba a responderle unas frescas, pero inexplicablemente se sentó a mi lado y me tomó los
piececillos para masajearlos. Me amansó cual domador de leones. Hasta sonreí estremecida. Pero
volvió a pifiarla.
Me solivianté, no sabes cómo. Salté del sofá como un muelle recién engrasado.
—Oye... ¿desde cuándo perezosa es antónimo de manija? Tienes una novia, no una
Juliana, creí que no hacía falta que te lo recordase—me vi metida hasta las cejas en
otra discusión maratoniana y la verdad, no me quedaba resuello después de tanto
recorrer la milla de oro madrileña. Me dolía en el alma que ni siquiera se hubiese fijado
en mis gafas nuevas. ¿Adónde iba a parar nuestra relación? ¿Se supone que era esto el
matrimonio? Empezaba a comprender a Julia Roberts en "Novia a la fuga"—. No
albergarás la malsana intención de que me coloque el mandil y saque la aspiradora.
Dime que no, Gonzalo, dime que no, por lo más sagrado.
Porque... ¡No! ¡Eso no! ¡Antes defuncionada que sin criada! Se abrió entre nosotros y nuestros
dispares humores, un río de aguas turbulentas. Durante tres minutos, hasta yo, que no callo ni
debajo de agua, no supe qué decir. Pero de repente me asaltó una idea genial capaz de salvar la
perdida situación. No iba a darme por vencida ni a tirar la toalla a la primera de cambio. No. Por
encima de mi cadáver muerto.
—Pásame el teléfono. Esta noche nos vamos a poner hasta el cielo de la boca de
sushi—le guiñé traviesa un ojo. No pareció que le desagradara, si bien no articuló
palabra—. Ve descorchando una buena botella de vino, de esas que le robas a tu
padre—reí.
Al final aquella noche, terminamos como Dios manda. Rendidos, hartos de sushi, algo mareados
y abrazados en la cama.
REENCUENTROS
Odio hacer colas en el banco. Bueno, odio los bancos en toda la extensión de la palabra; en
cuanto espero más de un minuto golpeteo impaciente un pie y ataco de los nervios a todo Dios a
mí alrededor. La chica de delante, se giró a mirarme, alertada por el ropopompom de mi zapato.
La miré molesta desde el fondo de mis gafas, un segundo hasta reconocerla. Enseguida dibujé
una amplia sonrisa que me alegró hasta el vestido.
Nos dimos dos besos en la mejilla, de los de verdad, no de los que se dan al aire por
compromiso. Eso me dejó claro que se alegraba con el reencuentro.
—Nunca están para nada. Hasta que se ponen enfermitos. Entonces... se cae el
mundo—apostillé frunciendo el entrecejo—
—Me viene bien que me recuerdes estas cosas—agradeció Marina—. Yo llevo tanto
tiempo sin pareja que ya se me ha olvidado lo malo y tiendo a quedarme con lo bueno
y a idealizarlo.
—Son unos petardos—refunfuñé—. Buenos para nada, igual que los bancos—volví
a suavizar el tono—. ¿Tú te crees, panda de ineptos que por ambiciosos no han sabido
mantener sus negocios? Aquí el que la pifia, cae de boca con la crisis, se fastidia, cierra,
despide a sus empleados y se va a la ruina y al paro obrero. Pero ellos nooooo. Los
señoritos se cogen nuestras pensiones y se las reparten en aguinaldos de navidad. Y al
resto que nos den... —ya parecía un miembro de la oposición en medio de un debate
político. Si es que a mí en asuntos de amotinamiento, sólo tienen que tocarme las
palmas, el resto sale solo—. Me dan un asco... Yo no vengo más que a sacar, disfruto
con la cara de póker que se les queda cuando les pido "veinte mil" y rapidito.
—Yo vengo por asuntos de la oficina—se apresuró a aclarar Marina. Ella de veinte
mil, nada.
—Ni se te ocurra pedir un préstamo, pero nunca, nunca. Te harán tragar el polvo,
sentirte como si les debieses la vida, parece que te hacen un favor impagable y te
están prestando tu propio dinero...
Con aquella energía tan propia de los Talier, saqué el móvil de mi bolso de piel de pitón y tecleé
con fiereza. Pero descubrí algo que me turbó.
—¡Huy, si ya te tengo fichada! Del día en que nos conocimos—una grosería
monumental, haberlo olvidado.
—Pensé que habías perdido el número o peor aún, que lo tiraste al estercolero,
pero que te lo habías pensado mejor por si algún día me necesitabas para hacerte la
declaración del patrimonio—se burló Marina tomándoselo requetebién.
—Tal y como está el percal, poco patrimonio diviso en mi futuro... —comenté
apagada. Entre unas cosas y otras llegó nuestro turno.
Recibí un saludable fajo de billetes de quinientos, con los ojos de Marina clavados en las
paletillas, que para ella los quisiera; la hipoteca del año, ventilada de seguro. En fin. Yo era una
niña rica que se desvió en su camino al notariado y ella una pobre economista venida a menos;
aguardé paciente a un lado de la cola mientras Marina trapicheaba con la empleada bancaria. Al
acabar, le hice señas para que no se marchase.
Lo bien que me cae esta chica aunque mi madre le pondría la escoba en la mano sólo verla
aparecer por la puerta. Me apuesto la herencia de la yaya.
La tensión con Gonzalo parecía haberse disipado un tanto. Quizá fue obra del sushi. Menos mal
porque aquello era una vía directa al barranco. Yo seguía seleccionando y visitando escuelas de
dirección cinematográfica y por fin di con un par que gozaban de buena salud e inmejorables
referencias.
Daba la impresión de que las cosas empezaban a encarrilarse. Aunque mi padre continuara sin
llamarme. Aunque mi madre sólo se acordara de mi número para mosquearme con sus jaquecas y
sermones. Juliana me hacía los menús de toda la semana y yo los recogía con el Beatle los lunes
por la mañana. No tenía más que cortar el pan y disponer los cubiertos y nos alimentábamos como
reyes. Las discusiones bajaron de tono y los dos parecíamos estar más felices: el poder del
estómago. Paco continuó ocupándose de los geranios y Gonzalo ya no se oponía. Otro punto para
la convivencia.
Al final iba a resultar que no estaba mal del todo. Por las noches nos hacíamos arrumacos en el
sofá y veíamos películas. Gonzalo se dormía invariablemente en el minuto trece, pero al menos no
me obligaba a tragarme las últimas noticias de Wall Street. Genial.
El único escollo pendiente era la asignación de espacio a mis múltiples prendas, zapatos y
bolsos. Aquello no tenía solución, lo cogiéramos por donde lo cogiéramos. Cualquier percha,
respaldo de silla o saliente puntiagudo, era empleado como colgador eventual.
Creo que Gonzalo se las estaba arreglando para hacer como que no veía el caos, atravesando el
salón con los ojos cerrados y renunciando a entrar en su despacho, ahora atascado hasta la puerta
con mis cosas. Admito que ciertos días lo notaba desquiciado, al límite de su paciencia.
Entonces respiraba hondo, recordaba de pronto cosas pendientes en la oficina del centro y salía
escopetado. Mira que llega a ser majo cuando le da la gana.
Sin embargo pasado un tiempo, lo delataron las ojeras y los botes de valeriana en la mesilla de
noche. Mi novio no dormía a pierna suelta como antes; debía ser el trauma de la invasión.
Progresivamente, pasaba más horas trabajando y menos en casa, o sea, conmigo. No me habría
importado mucho, de estar ya recibiendo mis clases, pero no era así y me aburría como una mona.
Luego estaba lo de ir de dama desvalida esperando a su caballero como agua de Mayo: no iba
conmigo, me cabreaba. Pero me pasaba el día hablando sola como una demente y en cuanto la
llave de Gonza giraba en la cerradura, yo me lanzaba a su encuentro con ansias de naufrago y lo
atosigaba relatando mil y una gilipolleces que acababan poniéndolo bizco, sin detenerme ni para
respirar.
Más tarde o más temprano, tenía que pasar. La calma chicha, afortunadamente dicen algunos,
no dura para siempre.
Aquella catastrófica noche me acosté rendida y me coloqué el antifaz. Gonza se quedó
terminando un capítulo de un thriller que yo prefería no ver (luego soy incapaz de ir sola a hacer
pis), repantingado en el asiento, con el mando entre las piernas y cara de pocos amigos. Previendo
tormenta, me puse el camisoncito más sexy que encontré. Pero me venció el sueño antes de verlo
aparecer.
El despertar fue brusco y desagradable. Especialmente si acabas de amodorrarte. Unos
espantosos crujidos que se colaron sin permiso, primero en mis sueños, luego en mi consciencia.
Me arranqué el antifaz sobresaltada y me senté en la cama. ¿Estaba aterrizando un ovni en medio
del salón?
No, claro. Era Gonzalo haciendo gimnasia a la una y media de la madrugada y sin
remordimientos. Es más, pareciera que le complacía escuchar la diabólica máquina chirriando.
Eso, o le excitaba insanamente joderme la vida.
—Gonza, por amor del cielo, vaya ruido—me quejé y con toda la razón.
—No puedo dormir—replicó como si eso lo perdonase todo.
—Ni yo, no sé si te habrás fijado—lancé irónica.
—El insomnio es el principio del fin—clamó entre jadeos.
—Podías tomarte una pastillita—sugerí condescendiente.
—Llevo tres tilas, dos valerianas y un valium—casi gritó—, nada me tumba. Tengo
que hacerme una TAC mañana a primera hora.
—No veo la urgencia—repliqué bostezando a todo pulmón.
—Podría ser un tumor... y de los malos—hipó.
Siguió remando. Con la mirada fija en un punto y los goterones de sudor corriendo frente abajo,
tenía pinta de psicópata. Sin entenderlo, me eché a temblar.
—Anteayer fui al baño, pero sigo con el problema—expliqué para cambiar de tema.
—¿Hay que hablar de eso ahora?
—No veo por qué no. Tú te has puesto a hacer gimnasia y no te ha importado que
yo tratase de dormir.
—Mañana puedes dormir lo que quieras, de momento no tienes obligación de
madrugar.
—No quiero dormir mañana, quiero dormir ahora. Es el momento correcto y es
cuando actúa mejor la crema anti-arrugas de doscientos euros que me he colocado.
—Te doy un besito y te callas—me interrumpió en plan paternal.
—No quiero besitos Gonza, eres muy egoísta, el gen egoísta en persona.
Eso hizo. Y salió oliendo a Armani, como siempre. Me dejé llevar, tengo que reconocerlo, pero
al menos luego, dormimos como bebés. Lo hice por eso y porque no soporto estar irritada, me
marca la arruga del entrecejo y me recuerdo a papá. Mamá jamás se enfada: se conmociona,
pierde el sentido, pero no se deja llevar por la ira. Y es que la sangre de los Talier es muy
beligerante, si lo sabré yo.
LA TRASCENDENTAL DECISIÓN
Todo se está volviendo surrealista. Cada vez que salgo a la calle, me parece estar viviendo una
película de los Cohén. Mire donde mire, descubro gente haciendo cosas extravagantes que me
irritan. Y no es que mis estudios de dirección cinematográfica me afecten, no. Es que el mundo se
está volviendo loco, pierde la cabeza por momentos. Más me valdría decir que el cerebro.
Harta de llegar tarde a clase por culpa del aparcamiento, la otra mañana me llevé prestada la
Vespa de Gonzalo. Total, la tiene abandonada en el garaje y ni se acuerda de ella. Pues bien,
circulando iba, a velocidad comedida porque no tengo mucha práctica, cuando un árabe en
deportivo descapotable con su novia peli-teñida al lado, estuvo a punto de atropellarme. Frené en
seco y la inercia por poco me desparrama encima de su capó. Pero lo mejor de todo es que va el
innombrable y encima me grita. A todo pulmón, tantas groserías que soy incapaz de reproducirlas.
No sé cómo me las arreglé para conservar la calma.
Cuando detecté que el rosario de insultos llegaba a su fin, le señalé las flechas del suelo. Había
dos carriles, se trataba de una vía de doble sentido y yo avanzaba reglamentariamente, no como
él, ocupando ambos lados, circulando por el centro. Se quedó pasmado y vi a la novia reírse un
poco a hurtadillas.
—Ten cuidado—le advertí en el tono más grave que pude—, porque vas por mitad
de dos carriles y si en vez de ser yo hubiese sido un tráiler, te habría dejado el
deportivo planchado como un sello.
Y me marché sin aguardar respuesta. Lo hice sin chillar, sin perder la calma, sin sacar la
escopeta de cañones recortados. Todavía no me lo creo. ¿Dónde anda mi errática energía?
Lo que me pasa es que soy muy infeliz. Que la convivencia con Gonzalo me tiene deprimida,
me consume progresivamente; la relación se nos va al garete y yo no tengo pensado hacer nada
para salvarla. Los momentos de intimidad se espacian y son gradualmente, más monótonos. No
dispongo de libertad para manejar el mando de la tele y por no verle poner morros, me he
desenganchado de todas mis series preferidas. No es justo. Para mí verlas no es un divertimento,
es trabajo, yo debo enfocarlo desde el punto de vista profesional, iluminación, metáforas gráficas,
ángulos de cámara y todo eso. Gonzalo no me comprende y está claro que tampoco me apoya en
mi desarrollo artístico. Ahora me paso la vida pegada al monitor de mi portátil, bajando las series
por internet y oyéndolas con cascos, para no importunar sus partidos y sus noticias en inglés.
Estoy harta.
La única venganza que encontré a mano fue la de no recoger mis pertenencias y dejarlas
desperdigadas por el apartamento, como la primera semana. Pero carecer de vestidor adecuado
sólo incrementó mi estrés, mi sensación de caos vital y mi desesperación. Estaba abocada a una
depresión.
Ahora con mis clases regularizadas, los horarios eran prácticamente coincidentes. Ya no pasaba
tantas horas a mis anchas en casa como antes de los estudios y ello se traducía en una
imposibilidad casi absoluta para abandonarme a mis rutinas de belleza. Un ejemplo: mi mascarilla
facial de frambuesa. Realmente efectiva, realmente difícil de ver, para quien no es usuario, léanse
novios y hermanos varones, que de pillarte con ella puesta, sueltan un alarido y salen corriendo o
te repudian para siempre. Yo quería que Gonzalo no me repudiase. Admito que me vea en ropa de
casa, sin maquillar, con coleta y las gafas puestas (esas no me las quito), pero no paso a mayores.
Mi madre me enseñó que hay que mantener el misterio, el halo de femme fatale, que aunque en
mi caso brilla por su ausencia, conviene amamantar.
En fin, que no sé en qué momento extenderme la dichosa mascarilla, para no encontrarme con
Gonzalo mirando boquiabierto y preguntando quién es esa cosa y qué ha hecho con su novia.
Llevo mes y medio prolongando la agonía y no hay manera. La tengo permanentemente a mano,
pero llega la señora de la limpieza y me la vuelve a guardar. Y yo vuelta a sacarla y ponerla en la
encimera del baño y ella, de nuevo la quita de en medio para que ni estorbe ni afee. Mes y medio,
Dios. Ya empiezo a notarlo en el cutis.
Se me ocurrió entonces que podría invitar a Gonza a una sesión de belleza compartida. Nos
serviría de escape para tanta presión, nos echaríamos unas risas y mi piel me lo agradecería. El
caso era ponerle en la cara tanto potingue que fuese incapaz de abrir los ojos y yo, aprovechar el
rato nutriéndome. Pero maldita sea la gracia que le hizo la propuesta, olvidé que la espontaneidad
no va con él.
"Se alquila ático dos dormitorios. Zona céntrica. No fumador/a y sin mascotas".
Eso era lo que necesitaba. Vivir a mi estilo, sin manías, sin geranios y sin lumbago. Aire para
respirar. Aire que fuese todo mío.
Procuré extenderme bien la mascarilla y me envolví la cabeza con una bolsa de plástico,
practicándole varios orificios para poder respirar. Descorrí silenciosamente el pestillo y me
adentré en el salón.
—Gonzalo...
—Dime...
Se giró y la bandeja con los fideos voló por los aires. El sobre—salto fue tal que pensé que los
ojos le saldrían disparados de las órbitas. Con la mano apoyada a la altura del corazón, comprobó
la hecatombe de fideos dispersos por su pechera y por los cojines de terciopelo color ocre.
Se quedó petrificado en medio de la operación limpieza. Pestañeó y sus ojos se abrieron incluso
más que antes.
Y si me gusta será cuestión de días. Y si no me gusta buscaré otro—añadí para dejarle claro que
la decisión era irrevocable.
—¿Puedes verme?
—Borroso pero sí.
—No quiero perderte. Separación, qué palabra tan espantosa—se estremeció.
Sonaba gracioso verlo declarar su amor a una bolsa de plástico. Típico del
surrealismo que últimamente me arrolla.
—Seguro que todo marcha mejor cuando recuperemos nuestro espacio—sabía que
me había portado como una invasora, arrollando su intimidad con mil cajas y un
equipaje interminable. Pero no estaba dispuesta a ceder ni a admitirlo. Me separé
ligeramente de su abrazo.
—¿Cuál es el motivo?
—¿Te refieres a qué dirás si tus amigos del club de paddle te preguntan? Puedes
explicarle que no podía vivir sin mis tratamientos de belleza —di media vuelta.
—¿Dónde vas? —sonó intimidado.
—Al dormitorio. A ver si la mascarilla por lo menos, funciona.
Me dejó ir y debió quedarse cavilando. Había puesto mucha intención en aquella última frase y
no era cierto que Gonzalo fuera un espeso todo el tiempo. Sabía cogerlas al vuelo cuando algo
importante estaba en juego, como una inversión de dos millones de euros, pongamos por caso.
Supo sin duda, que me refería a nuestra relación, descacharrada y momentáneamente estancada.
Me tumbé en la cama y me quedé colgada de las musarañas del techo. Fantaseé con el aspecto
de mi nuevo hogar mientras me abrazaba con infantil entusiasmo al periódico, plegado por la
sección de anuncios inmobiliarios. Me apetecía decorarlo y no compartir con nadie mis secretos
de belleza.
El mundo de la feminidad es un coto cerrado, vedado por incomprensible a esos seres altos y
con bigote (o achaparrados y calvos como mi señor padre), que llamamos compañeros. Su cerebro
no es mejor ni peor, sólo distinto. ¿Acaso es mejor una pera que una manzana? Y cómo nos
frustramos cuando esperamos una reacción típicamente femenina en ellos. Solemos recurrir al
consabido "yo nunca lo haría" o "yo le habría consolado/ayudado/comprendido". Chicas, chicas,
chicas... ellos no son una de nosotras y de continuar empeñadas en cambiarle el género a un
cerebro que no distingue el color fucsia del magenta (para ellos se trata únicamente de... ¿rosa?
¿rojo raro?), acumularemos tantas decepciones que dejaremos de creer en la pareja.
Lo dicho. Cuando precises de consejo, pasa de tu novio y búscate una amiga sensata. O
insensata, según el asunto a tratar. Pero no pretendas que el olmo te dé peras.
Algún día haré una película acerca de esto, el universo de las mujeres. Lo infinitamente
poderosas que seríamos si en lugar de apuñalarnos por la espalda y hacernos la puñeta las unas a
las otras, nos uniésemos a defendernos como leonas. ¿Todavía no nos ha explicado nadie que
pasó la era de las cavernas, cuando la subsistencia de la especie empujaba a la mujer a luchar por
conseguir y conservar su macho? Era el único modo de quedarse preñada y perpetuar la familia. Y
luego había que asegurarse que el troglodita en cuestión cazase para nosotras y nuestros hijos en
lugar de ir tonteando por ahí, regalando trozos de mamut a hembras despendoladas y
calenturientas. Ya en esa época perdimos las mujeres el sentido de la solidaridad, para aprender a
coger a la rival y desmoñarla. Una pena.
Aproveché la práctica que me dio embalar mis pertenencias desde el chalet de los Talier, fui
sensata y en lugar de usar el Beatle como carromato, pagué una empresa de mudanzas como Dios
manda, que hizo el trabajo en una mañana. Al final, no era tan fiero el león como lo pintan, sólo
hay que saber elegir el domador.
Mi precioso pisito estaba parcialmente amueblado con auto-desmontables de Ucea que le
daban un juvenil tono de diseño y dediqué un par de felices días a completar con detalles
personalizados. En el segundo dormitorio me hice montar un vestidor de campeonato, que nada
tenía que envidiar al que dejé atrás en casa de mis padres. Ahora sí que sí. Con vestidor y sin
Gonzalo pisándome los talones, me sentía flotar, ligera y dichosa.
Enseguida conocí a mis vecinos. El edificio sólo disponía de dos apartamentos por planta y en la
tercera o ático, vivíamos un padre con su hijito y yo. Cada vez que abría la puerta aunque fuese
para dejar entrar el fresco, invariablemente, me los encontraba. Y siempre con la misma cara.
El padre era alto y flaco, de cabello escaso, rubio y tez pálida. Sonriente. Muy sonriente.
Exageradamente sonriente. El niño tendría unos tres años y parecía un "Action man" menguado:
cuadradito y achaparrado, con la cara idéntica a su padre. También en lo que a la mueca
permanente se refiere. Me miraban y se iluminaban a la par. Hablar, no hablaban, pero sonreían
que daba gusto, como si llevasen los mofletes pegados a la orejas con papel celo.
Y como la conversación nunca daba para más y yo seguía sin saber sus nombres, los bauticé
como señor Contento e hijo Feliz.
Volviendo al soso de Gonzalo, el pobre pensaba que lo abandonaría ahora que tenía clases y
proyectos en los que concentrarme, nuevos compañeros de escuela con los que conversar y un
apartamento soleado del que disfrutar. Puede que tomara en consideración el hecho de que
desde que me instalé en mi nuevo hogar, lo visité sólo un par de veces. Tenía la excusa perfecta:
mil cajas que desembalar y mucho que estudiar. Pero lo cierto es que no me atraía la idea de
comer sushi estirados en el sofá de piel, oyéndolo quejarse sobre los vaivenes de la bolsa y los
trucos financieros de los grandes.
Algo me decía que esa etapa de mi existencia estaba quemada. Más quemada que yo, que ya es
decir, que parezco el cenicero de un bingo.
Haciendo balance de mi vida desde la mudanza, la segunda mudanza para ser exactos, yo era
razonablemente feliz. Al abandonar el piso de diseño de Gonzalo me liberé de un modo difícil de
explicar, renací. Los alumnos de la escuela de cine, eran bohemios y creativos, nada de marcas ni
de botines último modelo y sí mucha imaginación para customizar y hacer peculiar, hasta la más
nimia prenda.
Fui moldeándome, acercándome a otro yo, mucho más auténtico. Y conforme me encontraba,
notaba que mi novio se apartaba. Quizá no era ya, el tipo de chica con el que deseaba compartir
su vida y hubiese preferido a la opositora a notarías, muerta en vida pero fardona. Sorry baby...
Finalmente captó que si quería pasar tiempo conmigo, debía desplazarse hasta mi casa. Si la
montaña no va a Mahoma... y yo era indudablemente la montaña. Ahí cayó todo en picado. Sus
ataques de lumbago eran cada vez más frecuentes y de larga duración. El papel pintado de las
paredes no lo ponía, los muelles de la cama daban un vergonzoso concierto y en la escalera olía a
ajo. ¿Quién da más? ¡Adjudicado al señor protestón del fondo!
Al menos, señor Contento e hijo Feliz, les parecían educados y encantadores. Claro, como no
despegaban los labios... Dejé pasar un ramillete de semanas sin llamarlo, salvo alguna
conversación superficial por messenger y cuando empezaba a sentirme culpable, lo invité a cenar
un viernes por la noche.
Disponía de una receta milagrosa, capaz de transformar unos simples macarrones en un manjar
de dioses. Juliana me la apuntó con pelos y señales y poco me faltó para colgármela en la frente, el
caso es que no se me pasara ningún paso y aquello fuera comestible.
—Oler, huele bien—me congratulé probando una pizca con la cuchara de palo.
Escuché un movimiento a mi espalda, como un crujir de tela —¿Gonzalo? —giré sobre
mis talones a sabiendas de que nadie había llamado al timbre todavía.
Fue una premonición, al siguiente segundo, la campanita de la puerta anunció la llegada de mi
invitado. Salí a recibirlo con el mandil puesto y la mejor de mis sonrisas.
La frase de marras me llevó a apartar los perplejos ojos de la penumbra del pasillo.
—¿Nos?
—A ti y a mí, a nuestra relación. Yo he recuperado mi espacio, tú tu libertad, puede
ser como antes cuando vivías con tus padres—golpeó mi copa y bebió. Yo seguí
fosilizada sin moverme.
—Lo que me inquieta es cómo será... después—dejé caer. Gonzalo enarcó las
cejas—. Tú hablabas de casarnos...
—Bueno, eso es algo que evidentemente puede esperar —aleteó los dedos
sirviéndose pasta—, tú estás muy ocupada ahora con lo del cine...
—Claro... me alegra que lo veas así—convine con debilidad.
—Quién sabe, puede que sin saberlo estemos incubando el próximo Goya al
director revelación.
Vaya, si iba a resultar que Gonzalo se había molestado en aprenderse cuatro palabrejas del
argot cinematográfico y todo. Seguro que si lo apuraba, no me distinguía el Goya del Oso de
Berlín, pero no quise tentar a la suerte.
—Lo que te decía, no temas la reacción de tu padre, aprovecha toda esa majadería
del espíritu navideño y bla-blá. A tu familia se le ablandará el corazón en cuanto vean
en qué condiciones vives.
—¿Qué hay de malo en las condiciones? —brinqué ofendida en lo más hondo—es
un ático, está en el centro... Acabas de decir que el piso era cuco.
—Teniendo en cuenta las circunstancias, chiquitina—me acarició el pelo
condescendiente—. No me negarás que no es lo que te pega.
En mitad del largometraje, se quedó sopa, despatarrado en el sofá, roncando como un
rinoceronte, mientras yo me preguntaba qué había visto en aquel muchacho insulso aunque
atlético y buen mozo. Empezaba a pensar que hacía mejor pareja con la anodina Amparo que
conmigo. Me apoyé sobre las rodillas y pegué mi cara a la suya, enfocándolo desde distintos
ángulos, para estudiarlo bien. Era guapo, con su viril mandíbula cuadrada, su pelo moreno,
brillante y engominado... pero por alguna razón, Gonzalo ya no me removía las entrañas.
Me pareció vislumbrar una sombra misteriosa deslizándose por el corredor y respingué. En la
mesa donde habíamos cenado aun ardía una vela solitaria y la llama bailona, dibujaba figuras en la
pared.
—Jolines, vaya si estoy cansada—me llevé las manos a la frente y me masajeé las
sienes.
Gonzalo aprovechó mi movimiento a las mil maravillas, estirando las piernas, apropiándose de
la totalidad del sofá. No me importó, no pensaba despertarlo. Fui hasta mi habitación, tomé una
manta y lo cubrí con cuidado. Prefería tenerlo allí roncando, a que—darme sola. Aquella noche
notaba en el apartamento una tercera presencia que no éramos ni él ni yo. Y no me importó
confesárselo al espejo.
Yo tenía preparado un picardías junto a la cama por si Gonzalo llegaba con ganas de festival,
pero ahora era incapaz de encontrarlo. Me encogí de hombros, me coloqué el pijama de Snoopy y
me metí en la cama. Mañana será otro día.
ALGO SE MUEVE ALREDEDOR
Gonzalo se levantó protestando, con dolor de espalda y dio al traste con mi famélico botiquín,
antes de echarme en cara mi brutal egoísmo y marcharse farfullando, sin desayunar siquiera.
—Parece mentira cómo has permitido que duerma en plan camping playa—me
reprochó.
—Estabas tan dormido que... Jolines, Gonzalo, escuché ruidos raros, no quería
quedarme sola...
—Lo que yo te diga. El egoísmo de las mujeres, el yo, yo, yo, por delante de todo,
hasta de mis pobres costillas. A ver ahora qué le digo yo a Alvarito para explicar mi
incomparecencia al partido de esta tarde.
—Pero ¿cómo sabes que esta tarde no estarás mejor? —dije con los brazos en jarra.
Gonzalo me tenía hasta la peineta.
—¿Bromeas? Estoy fatal, de modo que en unas horas sólo puedo estar... peor—me
dirigió una mirada resentida—. La próxima noche que quieras cena, será en mi
apartamento. Aquí, nunca más—agarró la americana por las solapas y salió zumbando.
Yo me quedé observando su estela de correcaminos, de pie en la cocina aferrada a mi
taza.
—Que te den, gilipollas—mascullé cuando hubo cerrado la puerta. Sorbí un poco de
mi cremoso café, alegrándome tanto de que desapareciera, como del espléndido sol
que atravesaba las ventanas. Todavía me quedaba otro motivo de irritación. Mi cepillo
del pelo, abandonado sobre la encimera de la cocina—. Será... mamarracho... —lo
devolví al baño imaginando lo que sería tener a Gonzalo metido en casa como esposo.
Apuré mi café, mordí un par de magdalenas, me duché y vestí, cogí mi cámara de fotos y me
lancé a la busca y captura de encuadres para exteriores. Aprovecharía la luz del invierno, hasta casi
el final del día y después, me plantearía cuándo y cómo visitar a los papis. Las horas se me fueron
en un suspiro y cuando giré la llave en la cerradura de mi apartamento, ya anochecía pese a no ser
más de las seis.
Lo primero que noté al entrar, fue el penetrante perfume, como si una dama hubiese tomado el
té en mi salón, dejando un halo. Olisqueé el ambiente confusa, preguntándome si los aromas
traspasaban las paredes, como pasa con el olor a repollo cocido en las casas de los pobres, donde
uno cocina y toda la escalera se empesta.
Pero el mayor sobresalto me lo llevé al pulsar el interruptor de la luz de mi dormitorio y
toparme con la puerta del armario, la que tiene el espejo de cuerpo entero, abierta de par en par y
mi cama inundada por mis propios vestidos. Como si alguien hubiese disfrutado la tarde
probándoselos, sin molestarse en disimularlo después.
Una tea abrasadora ardió en mi estómago. Corrí al teléfono y marqué el número de la agencia
de alquileres.
—Sí, como le digo. Alguna empleada de su oficina conserva una copia de la llave y
se ha dedicado a allanar mi intimidad. No hará falta que le recuerde que tal actividad
constituye delito... Mire, sé que le pagan para justificarse, pero nada de lo que me está
diciendo me vale. Usted me aseguró que cuando un inquilino deja el apartamento, se
aseguran de cambiar las cerraduras —entorné los párpados maléfica —¿puede ser que
olvidasen de hacerlo en mi caso? No... y puede mostrarme la factura del cerrajero con
la fecha... bien, le creo, entonces más a mi favor. Tiene ahí una lagartona infiltrada que
se dedica a hurgar en los armarios de las arrendatarias... No, no me falta nada, creo...
Mire de momento no voy a poner denuncia, pero mañana mismo ordeno un cambio de
cerraduras y le descontaré la cuenta del próximo mes de renta. Y para quedarse más
tranquilo, yo de usted, las sometería a un interrogatorio feroz, verá como a alguna se
le descompone la jeta... eso mismo espero yo, que no vuelva a repetirse, qué
vergüenza una agencia de tanto renombre...
Colgué el auricular con un porrazo de mil demonios. Me espinaba la sensación de que una
desconocida hubiese manoseado mis pertenencias, paseando por casa como Pedro por su ídem.
Hoy día es que no se puede confiar en nadie, ¡por Dios, cómo está el mundo, Facundo!
Encendí unas velas, puse música suave y me preparé un baño relajante que me arregló el
cuerpo. Al salir de la bañera, envuelta en la toalla, trinqué el cepillo de dientes y lo usé como
micrófono, cantando a voz en grito con mi reflejo en el espejo. Puede que me decidiese a tomar
clases de canto, no era Lady Gaga pero no lo hacía nada mal.
Salí al salón y me llevé otro susto de muerte. ¡Cono! ¡El televisor de plasma encendido! ¿Quién,
cuándo, cómo? Estaba más que segura de verlo desconectado antes del baño relax. Repté hasta el
aparato, di varias vueltas alrededor, comprobé las conexiones y los cables y finalmente, perpleja y
asustada, accioné el mando y lo apagué.
—Debo estar para el arrastre —me restregué los ojos cansada—, porque veo
visiones y pierdo continuamente las cosas, mi apartamento es un laberinto.
—El estrés es muy cabrón—fue la inteligente conclusión de Dora—. Yo diagnostico
que hay demasiado de eso en mi vida, cuando empiezo a ponerle sal al poleo menta.
Entonces, me detengo y medito, no falla.
—No tengo paciencia para la postura del loto —objeté—. Mi cerebro no me permite
un segundo de paz.
—Ahí tienes la respuesta a tus preocupaciones —determinó Fidel con tono
profesional—, ansiedad. Está científicamente comprobado que el mundo de los
sentidos se desdibuja y se jode por efecto de la fatiga.
—Es uno de los métodos de tortura más empleados en Guantánamo—añadió Dora
mojando un churro en la taza.
—Conduces a un ser humano al límite de la extenuación y ya no será dueño ni de lo
que ve ni de lo que siente—afirmó Fidel cabeceando. Yo hice lo propio.
—Sí, de acuerdo, pero duermo bien. ¿Qué digo bien? Duermo como una marmota,
de diez a trece horas el día que puedo, no debería estar tan agotada.
—¿Qué tal los niveles de energía durante la jornada?
—Correctos.
—¿Glucosa?
—Normal, no percibo especial extenuación, estoy en clase y estoy bien, me entero
de lo que explican y no doy cabezadas... Todo se desencadena cuando llego a casa,
cambio las cosas de sitio y luego no lo recuerdo. Se despistan y doy con ellas en los
lugares más insospechados, enciendo el horno sin darme cuenta...
—Hazte unos análisis—puntualizó Dora—. Yo tengo anemia...
—Nadie lo diría—soltó Fidel jocoso admirando sus lorzas.
—Mamón...
—Ya me los he hecho—interrumpí su duelo—. Todo normal.
—Hija, pues entonces no le des más importancia, ya pasará—me aseguró Fidel
resuelto—. Una etapa de crisis.
—Crisis de adaptación—completó Dora cariñosa—, la mudanza, la escuela, la
presión de la responsabilidad creativa...
—Tu difícil y bloqueada relación con tus padres...—agregó Fidel.
—El fin de tu noviazgo...—completó Dora dejándome helada.
—¿Cómo dices? Yo no he roto con Gonzalo—me asombré.
—Lo harás, nena, lo harás. Por lo que cuentas... —Dora me palmeó la mano
caritativa. Yo debí quedarme sin color en la cara.
—Bueno, creo que ahora es cuando voy y me marcho. Tomad una tarjeta, he
apuntado los teléfonos para que podáis localizarme.
¡Leñe con la cena! Aún no había pisado el recibidor de la mansión de mis padres y ya tenía
retortijones.
Rechacé la pertinaz invitación de Gonzalo para visitar la casa de su familia tras la cena de
Nochebuena, deslumbrarlos con unas sonrisas y salir después de fiesta con la pandilla de gansos
de Alvarito, Amparo y Cía.
—Vete a la mierda Gonzalo, ¿me harás el favor? —y lo dejé con la palabra entre los
dientes.
—Que sepas que te están comiendo el coco—aulló desde lejos—, que no pareces
tú, que estás abducida...
Me separé de él rumiando que podía ser cierto, yo ya no era la misma niñata pija e inmadura
que vivía con mis padres y celebraba guateques con quince superficiales imberbes. Era más mujer
que todos ellos juntos. Y tenía algo que ellos desconocían: vida interior. Sus conversaciones me
aburrían, sus chismes me escandalizaban y su coeficiente intelectual de almeja, me desesperaba.
Mismamente allí dentro del trajecito de lentejuelas, adosado a mi frágil figura, me encontraba
como pez fuera del agua. Por cierto, una odisea dar con los zapatos que dejé preparados junto a la
cama para no perder tiempo y no se sabe cómo, habían vuelto a su caja en el vestidor.
En la choza de los Talier, todo era tensión, espumillones y bombillitas. Invertí mis primeros
treinta minutos en saludar al servicio, que me echaba de menos. Menos mal. El siguiente en bajar
la escalinata digna de una entrega de los Oscars, fue mi hermano, con esmoquin y pajarita,
pegándose tirones porque se ahogaba.
Atención. Papá Talier descendía lentamente por la escalera y venía directo a nosotros, con la
mirada tan fija en mí que temí que se hocicara.
La vena de mi padre me alertó con más claridad que una sirena de bomberos. La sangre iba
derechita al río.
—¿Quién tiene llaves de mi apartamento? —rugí fuera de mí— ¿quién, quién que la
matoooooo?
DECIDIDO.
TENGO UN FANTASMA EN CASA
Atrapé furiosa un puñado de prendas de seda y me dirigí con zancada de gigante a la cómoda,
cuyo primer cajón estaba abierto. Pero cuando fui a depositar los tangas dentro, se cerró
repentinamente con un chasquido, a punto de cortarme los dedos. Miré el cajón con ojos
desorbitados y más que se desorbitaron cuando lo vi abrirse tímidamente, ante mis propias
narices. Arrojé la ropa dentro y salí corriendo despavorida del dormitorio. Al alcanzar la altura del
salón, las luces del pasillo y la cocina iniciaron una competición encendiéndose y apagándose con
intermitencias. Enseguida retrocedí hasta chocar contra la pared trasera que por cierto, también
me dio un buen susto. Para remate, el equipo de sonido comenzó a desgranar una horrible
melodía:
Entré en el Beatle convertida en gelatina de naranja y no acerté con el agujero del contacto
hasta el cuarto intento. Rugió el motor y pisé el acelerador con agonía, el corazón martilleando
mis costillas y la respiración entrecortada. Lo nunca visto, yo volviendo a alguna parte con el rabo
entre las piernas; en este caso, a la maldita fiesta en casa de Amparito, nada menos. El caso era
salir huyendo de aquel fenómeno paranormal desencadenado en mi casa, por Navidad.
¡Joder...! ¿Es que todo me tiene que pasar a mí?
Si Gonzalo hubiese optado por acompañarme en Nochebuena, como corresponde a un novio
de pro, yo no me vería en esta tesitura, medité mientras frenaba de golpe y porrazo y me cargaba
un enano de escayola pintada, sembrado en el jardín de Amparo. Me bajé del descapotable y traté
de desenterrarlo de debajo de mi parachoques delantero, pero había fallecido, con toda
seguridad. Por culpa de las ganas de fiesta boba de Gonzalo, me veía compelida a personarme allí
donde menos gusto me daba.
Respiré hondo, me estiré el vestido hecho un higo, me calcé los zapatos y entré. Menudo
jolgorio tenían montado, todos con sombreritos brillantes y matasuegras en la boca. Gonzalo me
divisó con rapidez de lince y vino a mí, seguido de Amparo colgada de su chepa. Ella lucía ojos de
lagartona extraviada.
—¡Nena! ¡Te has decidido a venir! —se alegró mi chico. Luego reparó en mi palidez
mortal y se acojonó —¿Ocurre algo? ¿Tu padre?
—Eso es lo de menos, Gonzalo, Gonzalo, que tengo fantasmas en casa.
—Tú has bebido un poquitín más de lo conveniente, bonita—me regañó con fingida
suavidad.
—Metete en tus cosas—bramé—. Gonzalo, fantasmas... mira como vengo—levanté
una mano temblorosa y se la coloqué delante del bigote. Él la acogió con cuidado.
—Tranquilízate, palomita, traes un ataque de histeria de tomo y lomo...
—¡Claro que vengo histérica! —grité—¡Vengo de un apartamento donde los
cajones se abren solos, las luces juegan a apagarse y encenderse y los peces beben y
beben y yo ni siquiera tengo ese CD...! ¡Odio ese villancicooooo! —me ahogué en mi
propia desesperación dejándome caer en una silla, llorando a mares. Amparo y
Gonzalo me observaron con misericordia.
—Anda, ya pasó... —me calmó él—. Toma un poco de ponche caliente, te lo ha
traído Amparo.
De haber estado más despierta me hubiese planteado que podía contener cicuta, pero no
estaba yo para verbenas. Acepté el tazón hipando y sorbiendo mocos, berreando como un bebé
escocido.
El movimiento tiró mi bolsito al suelo, que al estrellarse se abrió. Cómo no. El bote de píldoras
que acababa de adquirir en la farmacia, rodó por el liso mármol. Gonzalo se aprestó a recogerlo y
leyó la etiqueta con el ceño fruncido.
Gonzalo abandonó su postura, en cuclillas a mi lado y se puso en pie cuan largo era,
enjuiciándome con severidad.
—Ve al baño, puede que Amparo te deje algo de maquillaje, tienes muy mal
aspecto.
De no haber estado tan denostada lo hubiese mandado al carajo, pero toda yo, era papilla de
cereales. Escondí las píldoras en el bolso y me encaminé sumisa y obediente al aseo. Una vez allí
me enfrenté al espejo, a mi imagen deteriorada, a mi rímel corrido y a la pérfida Amparo que se
coló detrás de mí. Me sequé las lágrimas a toda velocidad.
—Mírate—escupió con verdadero desdén—. Estás hecha una facha, vaya pinta
innoble. No sé cómo te has atrevido a pre—sentarte así en mi casa, en mi fiesta...
Sus insultos me dieron fuerzas para reaccionar. Mal, dicho sea de paso.
¡Ras! ¡Valiente guantazo con la mano abierta que se llevó Amparito! ¡Jolines qué ganas tenía y
qué a gusto me quedé! El mismo que debía haberle endiñado su señor padre muchos años atrás
cuando empezó con las primeras pataletas, pero nadie se atrevió en su momento y este era el
monstruoso resultado. Lucrecia Borgia en persona.
Todavía me quedaron arreos para lanzarle una mirada amenazadora. Yo diría que se arrugó,
pero a mí me tocaba ahuecar el ala. Más claro aún lo tuve, cuando al salir a la zona de fiesta,
detecté a mi Gonzalo bailando la conga como si nada hubiese pasado, echándome al olvido.
Atrapé al vuelo mi abrigo y salí al gélido exterior.
¡Vaya mierda de Nochebuena!
¿Sería verdad lo que me rondaba la testa? Gonzalo me había acusado no hacía mucho, de
chabacana. Amparito de gentuza de asustar, si bien no era nada nuevo que la susodicha no
encontrase ningún adjetivo agradable disponible, cuando se trataba de mi persona. ¿Podría ser
que me estuviese convirtiendo en mulata? No en el sentido estricto del término, sino que ya era
demasiado vulgar para encajar sin deslucir en el cuadro de honor de pijolandia y todavía
demasiado snob y peripuesta para cuadrar con el ambiente alternativo de la escuela de cine. Una
paria en los dos mundos, sin acabar de pertenecer al uno o al otro. Una Pocahontas. ¡Qué tenaz
pesar!
Hice lo que pude para no desfallecer ni morir de miedo. A casa de mis padres no me daba la
gana llamar, de manera que me tragué dos pastillas para soñar y me acurruqué en el Beatle.
Mañana será otro día.
Amaneció Navidad en el garaje de mi edificio y triste y llorosa, evalué mis opciones. Marqué el
único número que no me daría una patada en el culo.
—¿Qué alma torturada llama tan temprano y en fiesta de guardar? —gruñó una voz
somnolienta al otro lado de la línea.
—Siento haberte despertado, Dora. ¿Me das asilo político para desayunar?
—Si traes churros...—puso como condición—me comprometo a preparar café.
Compré un papelón monumental de churros y conduje hasta el antro donde vive mi compañera
de estudios. Ese sí que habría puesto a mi madre los pelos de punta. Oscuro como boca de lobo,
olía a incienso de forma mareante y desde una esquina, saludaba raquítico un árbol de navidad
prefabricado con dos bombillas y una bola de cristal gorda. Me franqueó la entrada, un Fidel con
los pelos revueltos y pinta de resacose.
Mira tú qué bien se lo montan estos hippies. Y lo que tiene que ensamblar una para mojar sin
que la consideren un pendón desorejado. En cuanto me dejen, me apunto.
Dora se derrumbó como un fardo en el sofá, provocando un cataclismo y que yo levitara unos
instantes. Cuando volví a posar el culo sobre los muelles, me vi obligada a explicar mi súbita
presencia allí a deshoras.
Sentí la presión de un brazo sobre mi hombro. Era Fidel, todo sonrisas. Temí que para
consolarme, me propusiera un revolcón.
—A la mierda, nena. Ya se les pasará. Tienes que vivir tu vida, si lo entienden bien y
si no, también.
—Ya, pero pasar de golpe y porrazo de tener una familia a estar sola en el mundo...
—Jode, jode, lo sé—abrió una cajita de madera y sacó una bolita y tabaco de liar.
Para evitar que me ofreciera, trinqué con frenesí mi café e introduje no un churro, sino
dos—, pero te ayuda a espabilar.
—Hay algo más aparte de lo de mis padres...—avancé timorata.
—Ya me lo olía—repuso Dora marisabidilla.
—Lo que realmente me ha empujado a venir... —seguí avanzando.
—Nena que lo sueltes—me presionó la robusta Dora.
—Vosotros dos... trabajáis conmigo porque os ha tocado en clase, pero en
realidad... no os caigo bien, ¿verdad? —indagué con prudencia. Se miraron—¿Os
parezco una majareta?
—No.
—Más bien una pija reprimida—admitió Fidel con el cigarro a medio fabricar sujeto
en la comisura de los labios.
—Ya—asumí con desgana.
—Remilgada—añadió por más señas.
—¿Impedirá mi remilgo que seamos amigos... con el tiempo? —noté que no hacían
precisamente, palmas con las orejas.
—Bueeeeeeno—casi aceptó Fidel aliñándose el cigarrito.
—Olivia, nada que no se pueda solucionar—me animó Dora propinándole un
codazo a su amigo con derecho a roce—. Eres más burro...
—No, si tiene razón, yo no soy como vosotros—encajé—, mis amigos de antes... no
eran como vosotros. Estoy en proceso de cambio—mordí el churro, me supo a gloria.
—Bien hecho. ¿Qué es lo que tanto te preocupa?
—Tengo un fantasma en casa—vomité así, sin anestesia. Fidel y Dora analizaron mi
probable cachondeo, sin aliento.
—No me jodas—soltó Fidel convencido, tras su minucioso examen, de que no
estaba borracha.
—Como lo oyes. Estoy cagada, no puedo volver—expliqué con pasmosa
tranquilidad.
—Tendrás que mudarte—aconsejó Dora arrellanándose en el sofá.
—Ese es el tema, no tengo intención de abandonar el mejor piso que he podido
encontrar, costó meses dar con algo así y además. .. ¿qué ocurriría si el fantasma me
persigue? No iré a ninguna parte cambiando de apartamento. Necesito una médium.
—¡Cono con la pija! —exclamó Fidel impresionado.
—Creo que puedo ayudarte—susurró Dora imprimiendo a su tono un deje casi
místico—. Te facilitaré un teléfono interesante.
¡Esta juventud...!
Aparqué el coche y subí hasta el descansillo de la escalera, justo delante de mi puerta
clausurada, donde algo resoplaba como un oso harto de correr. Era Clarissa. Con una pinta algo
más estrafalaria de lo que yo hubiese imaginado.
—¡Chica! ¡Vaya con la escalera! ¡Mortal! —se andaba abanicando con un artilugio
enorme, forrado de plumas.
—El ascensor funciona...—observé sin entender.
—No quepo—rugió regalándole una mirada feroz.
Y es que la vidente debía medir uno ochenta y pesaría unos ciento veinte kilos. Vestía una
túnica coloreada y un turbante grande como el sombrero de un mejicano. Todo en tejido lustroso
y tornasolado. Sobre su nariz de boniato, unas gafas de culo de vaso del siglo pasado.
Hice girar la llave, empujé recelosa la puerta y me aparté a un lado, asomando apenas la nariz.
Desde mi posición en el sosegado descansillo, el apartamento parecía inofensivo y en calma,
inundado por la luz del día. Con un ademán indiqué a Clarissa que podía entrar y ella fue
directamente a empotrarse contra la pared de al lado.
Iba a soltarle una de las mías para que quedase bien claro a quién pretendía tomar el pelo y que
por muy desesperada que estuviese no iba a permitir que una charlatana... pero lo que vi me heló
la sangre en las venas y me dejó sin resuello. Las cortinas de mi salón, se agitaron y volaron
alcanzando el techo, como si dos ventiladores soplasen desde el suelo. El televisor se puso en
marcha sin pedir per—miso y las luces de las lámparas parpadearon frenéticas. Clarissa arrugó la
cara en tanto yo, retrocedía.
—Que salga bien, que salga bien, que acabe pronto—crucé los dedos. Ahora
también me hacía pipí—. Jolineeeees. Mi reino por un bocata, mi reino por un
retrete...
Sin respuesta. ¡Qué congoja! ¡Qué ansiedad insoportable! Me empezó a picar el cuerpo, la
cabeza, la planta de los pies. En cuestión de segundos toda yo era una mona selvática. Consulté
nuevamente el reloj.
Tres horas y veinte. Ahora se escuchaba música en estéreo. "Macho, macho, man". Me rasqué
convulsivamente.
Por fin, sonó un crujido y la puerta se abrió, dando paso a la voluminosa médium, sudando
como un pollo y con el turbante torcido como si le hubieran largado un manotazo.
Claro, tonta de mí, ya lo había olvidado con tanto meneo. Ni un regalo bajo el árbol. Ni una
llamada de felicitación. Ni un preocuparse por parte de Gonzalo. Anda que ya le valía. Y a mí, por
soportarlos. A partir de año nuevo, las cosas iban a ponerse, muy pero que muy feas para todos
ellos. Se acabó aprovecharse de Olivia. Se acabó, lo juro por la cobertura de mi móvil.
Almorcé sola como la una, con la única compañía de un libro pero ayudó a que las horas
transcurrieran con rapidez. Luego paseé un poco y me compré un cartucho de castañas. Llamé a
Dora para contarle, pero me respondió su contestador, estarían Fidel y ella entretenidos con el
tema de los polvetes. Cuando dieron las doce en punto, tragué saliva, me persigné y volví a casa.
Tan contenta
EN VÍAS DE SOLUCIÓN
Dormí como un leño gracias a la pastillita que me metí en la boca, jurándome que no volvería a
usarlas, que en aquella ocasión aislada (y una porra) recurría a las farmacéuticas por pura y
urgente necesidad. Por culpa de un horrible malentendido, mi novio pensaba que me había
convertido en una vulgar drogadicta. Tendríamos que hablar largo y tendido.
Afortunadamente para mis planes, el día que amaneció no era fiesta y Madrid hervía de
actividad. Dirigí mis concienzudos pasos hacia la agencia de alquileres y me planté delante del
mostrador de recepción.
Había que tranquilizarlo a toda mecha. No fuese a darle un vuelco a mis clausulas
contractuales.
—Sí, vale, no venía a quejarme. Querría saber el nombre del propietario —tercié
aprovechando su aparente buen humor.
—Pues tampoco va a poder ser—sonrisa número tres. Esta vez un poco triste—, es
política de la empresa...
—Por favor, se lo ruego—me abalancé sobre él—. Es muy, muy importante.
—La agencia actúa de intermediaria, señorita, para todo lo que guste, aquí estamos,
veinticuatro horas a su servicio. En persona, por teléfono o internet.
—Necesito el nombre—imploré de nuevo. Cara de ensaimada mallorquina meneó la
cabeza negando.
—¡Dáselo!, ¿qué más da? —oí graznar a alguien desde la tras—tienda.
—Eso, ¿qué más da? —gemí.
—Mis compañeros son muy descuidados, pero no yo—agitó un dedito como una
salchicha por delante de mi nariz. Me entraron ganas de estrangularlo con el cordón
de las cortinas—. Respeto las reglas. Por eso soy el...
Me marché cual flecha, justo cuando decía "empleado del mes..." inflado de orgullo, a punto de
reventar.
Segunda intentona, Registro de la Propiedad. Tenía la dirección del inmueble, bien, para algo
tenía que servirme la puñetera carrera de derecho después de tanto insomnio. Pedí una nota
simple con todos los datos. La tuve lista en dos horas. Me faltó el flequillo de un calvo para ir a
restregársela por el morro a cara de ensaimada, pero no disponía de tiempo para venganzas
personales, había trabajo por hacer. Lo acometí en una preciosa cafetería, delante de un chocolate
humeante.
Marqué con un boli el nombre de los sucesivos propietarios que había tenido mi casa, desde el
actual, una tal Paula Contreras, al inicial y originario que a su vez fue su constructor, un tal Andrés
Balboa de Sauvignon. Un total de seis personas. Confeccioné una lista y me tragué el brebaje. Con
las tripas calentitas, me dirigí a la hemeroteca de la facultad. Tecleé "esquelas y defunciones".
Después de un par de horas, salí satisfecha y con los deberes hechos. Un poco tarde, pero la
curiosidad me había picado. Ahora sabía quién era mi ex fantasma visitante.
Telefoneé a Marina, la chica que viste raro y le pregunté si podíamos tomar un café juntas.
Trabajaba en una asesoría en un barrio del centro al que llegué sin dificultad, permutando mi
Beatle por la línea uno del metro. Mi nueva amiga se había escapado un momentito de la oficina
para acompañarme y lucía una extravagante gabardina de garbancitos.
Lo que se ponen algunas...
Le conté todo el episodio. Sin saltarme ni una coma. Y ella me atendió con los ojos como
paelleras y sin rechistar.
Entre unas cosas y otras, se me vino encima la hora de clase y no pasé por el apartamento ni
para cambiarme. Tras las lecciones tomé un té en la cantina con Fidel y Dora, muy interesados por
el desenlace del Polstergeist.
El dedo invisible acabó su obra de arte sobre la luna empañada. Me fijé alargando el cuello cual
jirafa miope, sin moverme un milímetro del sitio, adosada a la puerta como un pegote de mezcla.
Por si se abría una rendija y podía colarme aunque fuese por debajo. El dibujo era una carita
sonriente, lo que tendió a relajarme un tanto.
Para marcar esa afirmación, el dedo del fantasma describió un círculo alrededor del sí
preexistente.
Me puse de pie aunque en un primer momento mis rodillas como flanes de huevo se negaron a
sostenerme.
Era como un estar cagada de pánico, a la par que picada. Volver me costó lo mío, pero volví.
El teclado no se inmutó.
Permanecí todavía un rato sentada sobre el retrete, notando cómo mi extraña nueva amiga,
chapoteaba dichosa entre la espuma, decidiendo si creérmelo o no. El ordenador portátil seguía
en mi regazo a la espera de nuevos intercambios.
Al leer, se me encogió el corazón. Era verdad, podía haber enviado su pobre alma al limbo para
la eternidad, qué irresponsable. Por otro lado, el hecho de que nombrase a Dios, contribuyó a
apaciguarme más todavía. Era una muerta creyente, menos mal. Que una, no en vano, se educó
en las Hermanas Teresianas.
La respuesta tardó un segundo en aparecer y cuando lo hizo, casi pude adivinar que Gilda se
ruborizaba.
—Sí. Lo siento. Era tan bonita que no pude resistirme. Pero son tus cosas, no
debería...
—¡Bah! No importa—me sorprendí diciendo—Total, mi hermana Rebeca me lo
toqueteaba todo, todo el tiempo aunque según ella yo era arcaica, pretérita y
demasiado seria. ¿Tú opinas lo mismo?
—La ropa interior es un primor, toda en rosa.
—Ya, pero del resto de mi guardarropa, ¿estás de acuerdo con la snob de mi
hermana?
—No soy ninguna experta... —quiso escabullirse.
—¡Gildaaa! ¡Quiero tu opinión!
—Vale. Puede mejorarse.
—Los zapatos fucsia de los brillantitos, ¿sabes a cuáles me refiero?
—Yessss.
—No sé cómo combinarlos. Son tan complicados... Dame una idea, si puedes, claro.
—¿Debo ser políticamente correcta?
—Debes ser sincera. Ya no le debes nada a nadie—reí—, ni siquiera respeto.
—Ponlos en la basura. Pasaron de moda hace tres temporadas.
Abrí la boca, desencajé los ojos y ladeé la cabeza.
—¿Viste las fotos de mi hermana Rebeca?
—Sí, es muy guapa. No os parecéis—pausa—. Lo siento, creo que he metido la pata.
Me eché a reír. A estas alturas no iba a afectarme ser el patito feo de los Talier, lo tenía más
que asumido.
Sonaría descabellado, pero hacía mucho tiempo que no me lo pasaba tan rematadamente bien.
Encima desahogándome con temas familiares; impensable poder reputear a los Talier en mi
círculo de amistades, sin salir lisiada.
Salí del baño sin obstáculos, la puerta se comportó como debía, me llegué al vestidor y agarré
los zapatos. Los centré con cuidado debajo de la lámpara para examinarlos. Bien vistos eran un
auténtico horror, Gilda estaba en lo cierto. Con una estridente carcajada, los lancé uno tras otro, a
la cubeta de los desperdicios.
—¡Canasta! Gilda tía, eres de puta madre—chillé a todo pulmón. Me llega a oír mi madre y se
muere de un pasmo.
AMISTADES
CIERTAMENTE RARAS
Con la inestimable ayuda de julia repasé mis posesiones y me deshice de las que creía más
preciadas. Sin su colaboradora insistencia (y sus tirones), jamás habría sacado de mi vida mi
Barbour, mis pantalones de cuadros Harry's y una docena de cosas más, que sólo le gustaban a mi
padre. Después de cuatro días, Gonzalo recordó que tenía novia y le dio por llamarme. En plan
brasa. Pero las cosas habían cambiado. Todavía no me había comido las uvas y ya acumulaba
menos y menos ganas de aguantarlo. Estábamos condenados al fracaso, me constaba. Pero con
Gilda en casa, ya no me sentía sola y tenía planes por delante, encuadres que localizar, cortos por
dirigir, nuevos amigos y mi excelente compañera de piso, me estaba enseñando a cocinar.
¡Chúpate esa, Juliana!
Gilda redactó un listado de ingredientes en mi ordenador, que yo imprimí para comprar en el
súper. Íbamos a preparar cordero con tomillo al homo para celebrar la entrada del nuevo año. Ella,
mis velas, nuestro árbol de navidad y yo. En el pasillo de los embutidos, me encontré con el señor
Contento y su pequeño Rey Escorpión sentado en el carro de la compra. Su padre andaba
poniéndole la cazadora a toda prisa.
No sé cómo me las arreglé para mantener la calma, respirar hondo y responder sin morderle. Ni
atizarle un guantazo, que también podría.
Mi novio reculó espantado, como si asistiera a mi trasformación en mosca mutante. Los ojos le
brillaban acuosos.
Quizá fuese el puntito ácido que imprimí a mi tono, lo que lo empujó a alejarse con paso firme.
—Ya sabes dónde estoy... si cambias de opinión—fueron sus últimas palabras antes
de cerrar la puerta tras de sí. Yo me quedé hecha polvo. No es sólo que me afecten las
discusiones. Es que cada una de aquellas con mi chico, era un paso más al precipicio de
nuestra muerte.
Busqué una silla a tientas sin encontrarla, hasta que Gilda me hizo el favor y me la colocó bajo
el culo. Tanto mantener el tipo, me había dejado exhausta.
Con el ánimo de vivificarme, mi amiga invisible me ayudó a elegir modelito para la Nochevieja,
saliéndose con la suya tras arduas discusiones. Mejor dicho, de ponerme la cabeza como una olla
exprés. En mi opinión, no merecía la pena emperifollarse si nadie iba a verme. Gilda por contra,
aseguraba que las chicas se arreglan para ellas mismas y que tenía que pintar divina incluso para
sentarme delante de la tele.
Ganó.
Básicamente porque después de lo de Gonzalo, ya no me que—daban ganas de seguir
peleando. Sola frente al espejo, con la única compañía palpable de mi ordenador, cualquiera
hubiese apostado a que estaba para el loquero. Pero pasito a paso me fui implicando y para
cuando quise darme cuenta, seguía alborozada las instrucciones de mi amiga respecto al color de
las sombras de ojos combinadas y el rouge de labios en una inusitada y divertidísima sesión de
auto maquillaje. Al acabar y comprobar mi aspecto, no daba crédito.
Yo obedecí rauda y veloz, más pendiente de los pasos que Gilda marcaba con el teclado, que de
los alaridos de Belén Esteban salpicando el nuevo año. Curiosamente, por primera vez en mi vida,
conseguí comérmelas todas, sin atorarme.
—¡Feliz año nuevo! ¡Feliz 2010! ¡Ay por Paris Hilton, qué ordinal tan precioso! —se
entusiasmó Gilda. Eché de menos que tuviera un cuerpo para poder abrazarla y
zamparle dos besos. A falta de pan, buenas son tortas y me puse a dar saltitos por todo
el salón.
Sonó mi móvil cuando el reloj marcaba las doce y dos minutos, exactamente. Comprobé la
pantalla y miré al vacío, justo donde imaginaba que estaría Gilda flotando etérea.
Tras dos copas de alcohol mezclado, me quedé roque en el sofá, toda desmadejada. Gilda debió
encargarse de apagar la música, recoger los trastos y taparme con amorosa complacencia, porque
amanecí envuelta en mi edredón y calentita.
Paso de puntillas por encima de la descripción de mi maquillaje todo emborronado: eso era
otro cantar.
TROPEZONES... DIVERTIDOS
Rompiendo mis costumbres más sagradas, recibí el año envuelta en bata de guatiné, sorbiendo
té caliente, oyendo música y leyendo en voz alta para que Gilda participase de la historia. A las dos
nos atrapaba la novela policiaca y nos hicimos unas apuestas a ver quién acertaba la identidad del
asesino.
—No basta con dar nombres, hay que sustentar las sospechas de cada una en pistas
reales, como si de verdaderos sabuesos policiales se tratara.
—Te advierto que soy buenísima en eso de deducir—me intimidó.
—Menos lobos, Caperucita...
—Que llevo toda la vida leyendo las novelas de Agatha Christie, que me las sé de
memoria.
—Te vas a llevar una sorpresa conmigo, guapetona.
—Ok. Propongo que apostemos. ¿Van cien euros?
—¿Cien euros? ¿Y de dónde piensas sacarlo en el más que pro—bable caso de que
te gane?
—Tengo mi cuentecilla en el banco. Palabra de Gilda.
Lo pasamos teta. Lanzarme de cabeza a una nueva orientación vital, dejó de ser una idea difusa,
para convertirse en una decisión tajante. Y curiosamente, tal determinación acabó de decidirme
con respecto a Gonzalo. Le dije por las claras que ese fin de semana no saldría con él y que me iba
de marcha con Marina. Protestó un rato y luego se calló. La verdad, no pasaba de ser un pedazo de
farol, pero más tarde, empujada por Gilda, le propuse el plan vía teléfono a la chica de los granos,
que me recibió estupefacta.
Pisó por primera vez mi apartamento y Gilda se cuidó de no desvelar su presencia ni hacer
trastadas. De hecho, la amenacé con hacerle un exorcismo si no se comportaba como una
señorita. Lo pasamos tan bien Marina y yo eligiendo modelito, que no me hubiese importado
beberme las cervezas en casa. Pero una promesa es una promesa y nos esperaba la calle con toda
su variedad y distracción.
Al abrir la puerta del apartamento, nos dimos de bruces con mi novio, un Gonzalo que más bien
parecía la Gran Muralla China, a punto de fundir el timbre.
Torcí la boca.
Me dejó sola ante el peligro. Lo que la muy lela entendía como discreción, para mí fue una
faena de las gordas. No veía cómo quitarme a Gonzalo de encima. Estaba en esa actitud
machacona que tanto conozco, cuando le da por algo y se obstina y se pone pesado y nada de lo
que digas le ofende o le hace retroceder. Pasa de hombre a Hummer en un santiamén.
Me apartó con el brazo y se metió en el salón. Con su gesto de casi repulsión por el aspecto del
sofá, tomó asiento y me hizo una seña con la mano.
—Sí ha pasado y pasa. Odio que me llames palomita, odio a tus amigotes del paddle
y odio tu conversación aburrida.
—No te llamaré más así y la gente del paddle... puedo cambiar de club, cambiaré. Y
no te hablaré más de mi trabajo, debí saber que las finanzas eran insoportables para
una chica intelectual como tú—soltó preñado de inútil admiración.
—Y tu padre es un impertinente—agregué echando chispas por los ojos.
—No iremos a verlos los domingos... no iremos a verlos nunca...
Me quedé momentáneamente sin argumentos, de modo que crucé los brazos sobre el pecho y
le di la espalda. Gonzalo reptó hasta mí.
—Por favor... tienes que reconsiderarlo—pidió anhelante.
Me alejé aún a sabiendas de estar rompiéndole el corazón. Pero era él o yo. Mejor yo.
Gonzalo saltó como un muelle y se acopló al descansillo de la escalera, mirándome con ojos de
cordero degollado. Me dio tanta pena que le hubiese cocinado un pollo al curry allí mismo. Pero
tenía que mantenerme sólida o el principio de mi nueva vida no alcanzaría a iniciarse.
Miré a mi vecino y su retoño sonriendo tontamente, una sonrisa como una tajada de sandía.
Me sentí fatal porque Gonza se estaba poniendo en evidencia. Al menos eso, quería evitárselo.
Se marchó escaleras abajo como alma en pena y yo tomé el ascensor, consciente de que él
llegaría antes. Di un repaso a mi imagen en el espejo anticuado y suspiré. Qué difícil es cortar con
un novio de cinco años. Me sentía maléfica, cruel y villana. Lo peor de lo peor. Tenía que
emborracharme sin falta.
La mirada serena de Marina me llevó en volandas a la tranquilidad. Le conté el episodio como si
fuera un capítulo de "Aída". Es tan buena que se dedicó a compadecer a Gonza.
En el mesoncito donde cenamos, nos bebimos dos botellas de vino que yo pagué de buen
grado. Cedía mi sentimiento de aflicción por Gonzalo, enganchado al corazón cual sanguijuela y un
renovador torbellino de gozo iba ocupando su espacio. Vida nueva, pintura nueva para el
dormitorio de Marina. Casi estuve tentada de contarle lo de Gilda, pero no quería que perdiese su
ciega familiaridad y empezase a juzgarme con desconfianza.
—Si además decides cambiar los muebles del salón, hay un tono gris plomo que me
encanta—le conté abonando la cuenta e ignorando su apuro.
—No hay presupuesto para tanto lujo, amiga.
—Podemos visitar a los suecos, ya sabes, muebles de diseño a precios de risa. Y si
nos comemos un poquito la cabeza, podemos dejarlo divino. Déjame ayudarte, que
entiendo mucho de espacios decorativos, hazme caso. Unas cortinillas aquí un par de
cojines allá y ni lo reconoces.
—Siempre te dejaré ayudarme, en todo—capituló Marina.
Y se embutió en un abrigo, que aunque pueda parecer mentira dada su delgadez, le venía
demasiado pequeño. Salimos a la calle dispuestas a comernos la noche.
Elegimos el tugurio más cutre que encontramos. Tenía que desintoxicarme de pijoterío, de
Gonzalo, de mis padres y hasta de la marca de los zapatos que iba pisoteando. Lejos, como la
galaxia Andrómeda, me parecían los tiempos en que formaba una zapatiesta a mi madre, si no me
compraba el último modelo de Vuitton. Nos asaltó un infierno de luz de neón, que nos hizo reír
por el aspecto de nuestros dientes.
Mi optimismo respecto a mis posibilidades como directora de cortos, se incrementaba
proporcionalmente a la dosis de alcohol inyectada en sangre. Para mi sexto whisky con seven-up,
ya estaba segura de ser merecedora de un Goya, entregado en un paraje helado, a la luz de
muchas antorchas azules, con Brad haciéndome guiños desde la esquina.
Nos atisbaron dos chicos al final de la barra, con no demasiada mala pinta. Marina se retorció
coqueta un mechón. Apenas se mantenía en pie.
—Nos están mirando desde hace rato —arrastró las palabras por su lengua
espesa—, no nos quitan ojo.
Advertí que ocupábamos un reservado en una zona oscura del pub. Algo más allá, Marina se
partía de risa con el amigo de Gaby, bastante más feo, pero por lo visto muy ocurrente. No me
percaté de que su integridad sexual corriese riesgo como la mía.
Entretanto, Gaby dio con la cinturilla de mis pantis e introdujo la mano. Me hizo cosquillas y
volví a reír como una boba.
Gaby se levantó y tironeó de mí, pero yo era como un fardo cuadrado y compacto imposible de
mover. Incapaz de sostenerme sobre mis talones, me derrumbé contra su pecho estallando en
carcajadas. Cargó conmigo camino de los aseos, sin que yo controlase mi ataque de hilaridad.
Cerró de un portazo la puerta principal y me apoyó contra los lavabos. Yo me deslicé lánguida y
tuvo que recurrir a toda su fuerza para evitar que acabase en el suelo despatarrada. Retomó el
trabajo donde mismo lo había dejado, en el borde superior de mis medias y las bajó de un tirón,
para acceder a mis braguitas. En ese instante tomé plena consciencia del espantoso olor de los
aseos y me sobrevino una arcada.
Solté el vómito sobre su camiseta. La culpa la tuvo él, por no apartarse a tiempo. Estaba tan
ensimismado hurgando por ahí abajo sin encontrar nada, que no reaccionó más que cuando vio mi
cara colorada, mi sonrisa bobalicona y la pota sobre sus trabajados pectorales.
Nos alejamos como si fuésemos dos leprosos que se reconocen y temen empeorar. Sacó mil
toallitas del secamanos y me las ofreció con la cabeza girada hacia el lado contrario y la nariz
arrugada.
Tomó otras tantas servilletas, las mojó y se las pasó por la camiseta empapada. Pero aquello
tenía difícil arreglo. Terminó sacándosela por encima de la cabeza. Al ver su cuerpo moldeado,
silbé como una barriobajera.
Hice una bola con las servilletas, la arrojé a la papelera y me abalancé contra su cuello. Bien
colgada, lo empujé hacia uno de los retretes y me aseguré de que la puerta se encajaba del todo.
Allí, pasando página respecto a la vomitera, lo violé impunemente.
Y Gaby, tan contento. Nos intercambiamos los teléfonos y todo. Claro, que yo ignoraba que el
bueno de Gabrielito se había jugado una apuesta con su amigote el chistoso, a ver quién caía
antes, si la flaca con pinta de monja Ursulina o Alicia Calixtalalista, alias la amargada de las gafas.
Caí yo, por supuesto. Pero aunque me lo hubieran desvelado... ¿Qué diantre me importaba a mí
eso ahora?
Además cambié a propósito los tres últimos números de mi móvil...
Esa noche regresé inservible a casa, buena para nada. A cuatro patas y ciega como un piojo
pero al día siguiente, se lo conté todo, todito a Gilda. Me estaría escuchando con la boca abierta,
me dio por imaginar.
"Plaf' no pude seguir porque un cojín volante cruzó el espacio de mi habitación y me aplastó la
cara. Lo atrapé el vuelo, ahogándome en carcajadas, todo ello a pesar de los pesares resacosos.
Me puse en pie de un brinco, abrí la puerta del armario y me deleité con mi imagen en el espejo
de cuerpo entero.
—Tengo que seleccionar ropa funcional para la escuela, cosas no demasiado serias
para cuando trabajo; no quiero parecer un fantoche, pero tampoco que mis
compañeros me consideren un bicho raro.
—Téjanos con camisetas customizadas, chulas, esa indumentaria no falla—y dicho
esto, salieron volando por los aires dos pantalones vaqueros de cuya existencia ya me
había olvidado. Los tomé por la cinturilla y los desdoblé arrebatada.
—¡Jolines, Gilda! ¡Siempre aciertas! ¿Cómo es que sabes tanto de moda?
—Pura diversión—me respondió—. Era muy aficionada cuando vivía.
—Podrías haber sido estilista profesional—aseguré revolviendo entre mis camisetas
apiladas—. Para desesperación de mi madre, yo nunca tuve demasiado interés por la
moda y todo eso. No comprendo el histerismo de la gente por un bolso.
—Eso es porque no has tenido entre tus manos el Street-Chic de Dior, pura poesía—
debió suspirar.
—¡Bendita exageración! Anda, ayuda a este alma perdida con las camisetas y
hagamos una lista de lo que debo comprar.
—Comienza por una bomber y una cazadora perfecto de cuero negro. Combinan
con todo y nunca pasan de moda. Eso es lo que te gusta, ¿no? amortizar tus compras.
—Bueno, también me permito algún que otro capricho, no creas...—dudé—. Es sólo
que ahora lo veo todo de otra manera, otro nivel de importancia, pero me siguen
encantando las cosas bonitas. Estooooo... ¿qué leñe es una bomber?
—Jajajajaja—leí en la pantalla antes de que volviera a iluminarse con varias
fotografías de cazadoras deportivas estilo Bowling.
—¡Ahhhhh! Eso.
—Y esta es un perfecto—otra foto de una cazadora con cremallera lateral. Me
sonaba haberla visto en alguna parte, pero desde luego, ese nombre infernal... ni lo
hubiera imaginado. Me pareció una chamarreta motera de las de toda la vida.
—Mmmm—asimilé interesada—. Voy aprobarme los vaqueros, van a venirme de
perillas...
Pero cuando pretendí subir más allá del muslamen, la tela de los pantalones
estirada al máximo, no me lo permitió. Tironeé unas cuantas veces y resoplando, me di
por vencida. Noté que me pellizcaban las cartucheras y las lorchas de los costados. Por
chocante que parezca me resultó tan natural el contacto, que no me trastorné.
—Debería hacer un poco de dieta, ¿qué opinas? Sí, mejor será, antes del verano, un
poco de vida sana.
—Y antes de antes del verano, para entrar en los vaqueros y no desecharlos—
agregó Gilda con buen tino—. Estos Calvin Klein ya no creo que podamos encontrarlos
por ninguna parte, ni en las vintage y son un must.
—Los compré en Nueva York. Quedan genial... quedaban —rectifiqué resentida
conmigo misma y con mi apetito insaciable.
—No te apures, reina, es cuestión de tres o cuatro kilitos, tienes un tipín monísimo.
Giré agradecida sobre mis talones como si mi amiga realmente estuviera allí. Incluso le sonreí.
—Eres única reconfortando mentes planas, Gilda. ¿Dónde has estado toda mi
miserable vida?
—Jugando a ser mucho más miserable que tú.
Me quedé cortada y sin saber qué decir, que sonara inteligente. Cuando Gilda se me pone
misteriosa, enigmática y profunda, no hay humano vivo que la comprenda. Y yo no quería, por
nada del mundo, desencantarla, sonar ceporra analfabeta o indigna de su amistad, tan inteligente
y talentosa. En ese momento pensé que sin el apoyo de Gilda, me sería muy difícil sobrevivir.
Me arrepentí de mis filantrópicos sentimientos, en cuanto me senté en la cantina de la escuela,
muerta de hambre y de frío y ordené un buen plato de patatas fritas con kétchup y mayonesa,
decidida a ponerme las botas con el atracón. Percibí cómo el ambiente se enrarecía alrededor,
pero no quise asustarme. Alargué el tenedor y cacé tres patatas largas, doradas y crujientes... que
nunca llegaron a mi boca, porque cuando el tenedor casi rozaba mis labios, fue desviado de su
trayectoria por una fuerza invisible aunque bien conocida.
Las patatas acabaron estrelladas contra la pared. Restregué la mancha con una servilleta de
papel antes de que el camarero la des—cubriese.
Sin ordenador, no había cómo comunicarse, pero no me cabía duda de que la tenía allí,
acoplada a mi lado, quitándome de la boca cualquier cosa con más de tres calorías. Volví a
intentarlo y se repitió la desquiciante maniobra. Miré las patatas con febril anhelo.
Visto desde el prisma Fideliano, me sonó peregrino. Que me puso del tirón, los pelos como
escarpias, vaya.
La brutal sinceridad de Gilda me tumbó. Yo soy de las que suelo engañarme para asimilar las
cosas poquito a poco. Ella por lo visto, no. ¡Hala! ¡Ahí, de sopetón, sin preámbulos de cortesía ni
nada!
Tenía razón. Una vez más. Como desde que la conocía, con cada palabra que escribía en mi
pantalla de ordenador portátil, todos sus comentarios tan atinados como el verde manzana sobre
el beige perla.
—Es duro de asimilar—comenté en voz baja, como para mí. Pero no importaba
cuan silenciosa fuera, ella me escuchaba siempre.
—No sé por qué diablos nos educan para que pensemos que los afectos son eternos
(acabo de soltar el suspiro más hondo que puedas imaginarte) —solté una risilla al
leer—, cuando lo cierto es que todo se acaba, termina algún día. Y nos sentimos
terriblemente culpables por no sentir como se supone que deberíamos. Pero claro...
¿desde qué punto de vista se formula esa suposición?
—Desde la de nuestro amante despechado—adiviné.
—Bingo, reina. Desde el otro lado, siempre desde el otro lado. No estoy tan de
acuerdo con eso de que la historia la escribe el vencedor. El vencido flipa yendo de
víctima y chantajea que da gusto.
—Cierto, como la vida misma—corroboré—. A pesar de ello, Gonzalo me da mucha
pena.
—Con la pena no se come, monina.
—Podríamos poner tierra por medio—se me ocurrió de repente—. Mira, Gilda pillo
unos catálogos y nos vamos de viaje las dos, tú conmigo y de paso te aireas...
La pantalla del ordenador permaneció vacía, catatónica. Luego aparecieron unas palabras
gélidas que me quebraron por dentro. Otra vez la aplastante verdad.
—¿No te ha gustado?
—Es muy triste—gimió pasado un rato.
—Gilda, es una comedia —especifiqué— ¿Cómo puede ponerte triste?
—Esos amores tan reñidos, tan imposibles, tan... sufridos...
—Bueno vale, pero en este corto, eso es lo de menos.
—Depende de lo sensible que sea el espectador—me contradijo—. Puede que
pocos sean capaces de ver tras el velo cómico, pero si topas con un alma
atormentada...
—¿Tú eres ese alma atormentada? —me temí lo peor. Había dado por hecho que
Gilda era feliz y parlanchina, sin problemas. Claro qué mema. De no tenerlos, no
andaría atrapada en esta dimensión.
—Es una forma de hablar—me tranquilizó—. Anda, prepara la merienda.
—Ahora resulta que tienes hambre.
—Sí. Y ya que no puedo inflarme a magdalenas, viéndote comer a ti, me consuelo.
Chocolate sin azúcar y pan negro.
—¿Seguimos con la tortura de la dieta? —me desinflé.
—Seguimos, por descontado. Ya me lo agradecerás cuando entres en ese par de
jeans de ensueño, ya.
Entrar en casa y saludar a Gilda como si realmente estuviese presente, se convirtió en ritual.
Encargarle que cuidara el apartamento cuando me ausentaba, era lo normal. Nunca pensé que dos
días sin noticias de mi amiga fantasma, iban a desquiciarme a tal punto.
Pero eso fue lo que ocurrió. Sin previo aviso y sin justificación conocida, Gilda desapareció del
mapa y no dio señales de vida (menuda paradoja...), consiguiendo con su misterioso silencio, que
yo me echara a morir. Al segundo día de estar aguardando sin resultados, me descontrolé.
—¿Qué pasa? ¿Hice algo malo? ¿Te he ofendido? Gilda tienes que contestarme
¿Por qué te has marchado? —chillaba desesperada dando vueltas por el salón
alrededor de mí misma —Eres muy injusta conmigo, no me has dado oportunidad de
explicarte. .. ¡No hay nada que explicar! ¡No he hecho nada, estoy convencida de que
mi trato ha sido impecable! —me detuve y propiné un talonazo al suelo —¿Eras tú la
que me llamabas gallina? ¿Yo era una cobardica porque no me atrevía a enfrentar el
fin de la relación con Gonzalo? Mira, las amigas se dicen las cosas a la cara, sé clara, si
tienes algo que...
—Estoy preparándote una sorpresa, calla ya, me tienes sorda con tus chillidos—
apareció nítidamente escrito en la pantalla. Enseguida me relajé y suspiré de alivio.
—Menos mal. Guaira.
Su promesa me hizo mucho más llevadera la espera. Cociné, leí, bebí té, repasé mis notas sobre
los encuadres del corto y segmenté las escenas para poder estudiarlas individualmente. Cuando
más concentrada estaba, una sonora voz netamente masculina retumbó en mi salón y me hizo
respingar.
—Hola.
—¿Hola? —repitió, esta vez preguntando. Me aseguré de que no había nadie, pero
nadie más que yo, en aquel apartamento.
—¿Dónde está Gilda y quién eres tú? —me llevé la mano a la boca, comprendiendo.
La sorpresa de mi amiga. Traer otro amigo más a la reunión. Sinceramente, me
contrarió—¡Ah, ya sé! No me digas que ahora pensáis hacer cuchipandi en mi casa.
Perdona, no es mi intención parecer grosera, pero quiero que vuelva Gilda.
—Deberías agradecerme el supremo esfuerzo que me supone el estar comunicando
contigo, han sido meses de ejercicio constante.
—Me importan un bledo tus sacrificios, entenderás que no tengo ningún interés por
hablar contigo, comotellames. Quiero a Gilda.
—Yo soy Gilda.
—Y una mierda. Largo.
—En serio, lo soy.
—Tú eres un tío. Ella es una chica, una chica genial, por cierto —mantuve
enfurruñada.
—No seas cabezona, marmotilla, soy Gilda—tomé una bocanada de aire. Ese era el
mote que ella empleaba conmigo y con el que me despertaba, cuando superaba las
once horas de modorra los domingos—. Bueno, soy Andrés Balboa, no erraste la
primera vez, pero me encanta el nombre que me has puesto, nunca me gustó
llamarme Andrés.
—Un momento... —me dejé caer estupefacta en el sofá—¿Has sido Andrés Balboa
desde el principio?
—Aunque me abochorne confesarlo, sí.
Tendrá jeta... pero logró que me quedara pensando. Bien mira—do... un error de bulto como
otro cualquiera. El cabreo se fue aminorando solo, aunque procuré seguir pareciendo
enfurruñada.
—Tengo cosas pendientes—prosiguió tras una breve pausa—, por eso no puedo
marcharme... todavía.
—Cosas pendientes. Me lo figuraba—crucé los brazos desencantada—Me has
mentido.
—Eso no es cierto—se defendió.
—Te has aprovechado de mí—me sublevé.
—Nada de eso, te equivocas.
—¿Cómo que no? me has hecho creer durante semanas que eras una chica, te has
convertido en mi mejor amiga... —exploté sintiéndome utilizada. Gilda no compartía
mi punto de vista.
—¡Lo soy! ¡Soy una chica! Tengo el alma más de mujer que la Jolie, por Dios, Olivia,
no lo pongas en duda. No me trates con crueldad, bastante daño hizo el mundo a mi
alrededor antes de fallecer.
—¿Qué buscas? —gruñí sin abandonar mi actitud distante.
—Debes hacer pública mi condición de gay
—Y eso, ¿para qué?
—Para restituirme, para que sepan lo que tuve que fingir, que reconozcan mi
sufrimiento—enumeró lloroso—. Tengo una familia, habrá que convencer a mis
herederos de que creen una fundación de ayuda al gay. Al fin y al cabo, las pelas me
pertenecen.
—Jolines Gilda, vaya cosas me pides—me abrumé—. Si tu familia se parece a la mía
sólo en el forro, lo llevamos claro, tú, tu fundación, la comunidad gay en pleno y yo.
Van a despellejarnos.
—Tienes que ayudarme—imploró—. Las amigas son para siempre—eso era
chantaje del bueno, la muy gorrina.
—¿Y bien?
—Mira puede que no sea asunto mío, el caso es que no sé qué hacer... vengo a
hablarte de tu novio—entró a matar. Se la veía atribulada. ¿Marina Gonzalo, Gonzalo
Marina? No cuadraba.
—Ex novio—especifiqué—, me llama todos, toditos los días y yo le doy largas. Así es
como está la cosa.
—Normal... quiere recuperarte—analizó benevolente.
—Sería normal hasta que le dio por presentarse en casa aporreando la puerta,
también a diario. Los vecinos ya nos han llamado la atención tres veces.
—En ese caso, llama a la policía, es escándalo público—sugirió.
—Ya sabes lo educada que trato de ser, preferiría recurrir a otros métodos. Por
ejemplo, traerme a Gaby...
—¿Quién es ese? —de pronto recordó—¡Ostras el del morreo de la noche de
marcha! Pensé que se te pasaría, lo conociste en un bar, Olivia no te pega.
—Ya, pero no me niegues que sería buena idea restregárselo por las narices a
Gonzalo a ver si pasa lo que tiene que pasar, que se cruzan en la escalera y se lían a
tortas.
—¿Eso buscas? —me reprochó, al parecer muy desencantada.
—Me gustaría ser capaz de hacerlo, pero no. No tengo coraje—apunté consumida
de abatimiento—. Perdona, no te he dejado hablar...
—El otro día pasé muy cerca de aquí. Tanto que estuve a punto de visitarte, claro
que sin avisar...el caso es que choqué con tu... Gonzalo, estaba en el portal, todo
enfurecido, congestionado, Parecía un Miura.
—¿Y?
—Me recordaba de la noche que salimos. Empezó a despotricar y a decir que tú
habías cambiado, que alguien te había robado la personalidad...
—Sí, su cantinela de siempre—suspiré—. Ya me la conozco.
—Conseguí llevármelo al parque de enfrente, lo senté en un banco y le compré un
refresco para que se calmara. Me daba tanta pena... pero le dio un ataque de nervios,
empezó a hacer aspavientos con los brazos, se tiró la bebida por encima... y acabó
llamándome flaca harapienta.
—¿A ti? —inquirí indignada al máximo.
—A mí, fíjate, después de que me presto a consolarlo, casi sin conocerlo.
—Es que Gonzalo es muy desagradecido y muy soberbio a veces.
—Claro, me levanté muy digna y le amenacé con que no volviera, que tu portero lo
echaría a patadas.
—Ah, muy requetebién.
—No, no tan bien; no tienes portero.
—Marina, eso es un detallito sin importancia.
—¿Y si se droga y viene con un hacha a romper la puerta de tu casa? Yo me quedé
muy preocupada, tanto que no duermo desde entonces y he terminado viniendo a
contártelo.
—Anda que no has visto películas de miedo tú ni nada—me reí insensible, lo que no
sé si contribuyó a relajarla—. A pesar de sus neuras, Gonzalo es un chico educado,
civilizado que jamás...—corté en seco al recordar cuántos profesionales chiflados,
dominados por el estrés, me había topado en mi trayectoria profesional. Uno incluso
se dedicó a destrozar capós de coches en el aparcamiento de la empresa de mi padre,
hasta que se lo llevaron al hospital dentro de una camisa de fuerza.
—¿Hay alguna posibilidad de que volváis? —preguntó con un deje de esperanza.
—Pues no. Si siguiéramos juntos empezaría a darle patadas en las espinillas mañana
mismo. Sin compasión. Marina—le cogí una mano—, que no te gane por pena. Te
agradezco el interés pero me temo que Gonzalo no se lo merece.
—¿Ah, no?
—No—afirmé concluyente.
—¡Hoooooooolaaaaaaaaaaaaa! —se oyó pululando por todo el salón. Maldita sea...
—Tienes visita, un chico en casa... —se puso en pie ofuscada—, perdona, no sabía,
me marcho...
—No Marina, no tengo a nadie bajo la cama—la agarré de un brazo y la obligué a
detenerse—. Anda, Gilda, que ya te vale...
—¿Gilda?
—Es... un gay—expliqué tratando de ser discreta.
—¿Dónde...? —revisó el espacio vacío.
—Eso es lo más difícil de explicar... ¿Te acuerdas de Andrés Balboa?
—Soy yoooooooooo—repitió animadísima la voz achispada.
—¡Anda ya! —Marina ahogó un gemido.
—Como lo oyes. Os presento, Gilda, Marina, Marina, Gilda, también conocido como
Andrés Balboa en las altas esferas. Ya difunto—añadí por más señas, pero ciertamente
aliviada de no tener que extenderme en más explicaciones.
La pobre Marina no llegó a sentarse, estiró una mano en abierto ofrecimiento, para que ese
alguien que no conseguía vislumbrar, se la estrechara. No pasó nada de nada, claro.
—Gilda es mi compañera de piso—traté de imprimir naturalidad a mi tono. La
verdad, para mí era corriente, pero podía comprender que a otros les rechinase el
oído.
—Pues cómo te envidio, yo me siento tan sola a veces, que bien quisiera. Bueno,
tengo a Berta mi gata, pero no habla.
—Ni te aconseja en cuanto al guardarropa, según veo—refirió la aflautada voz de
Gilda. Le envié, allí donde estuviese, una mirada de criminal. No iba a permitir que
destrozase el poco amor propio que le quedaba a Marinita, tan buena persona como
era.
A partir de allí, se abrió una pausa incomoda y demasiado amplia, que Marina y yo
empleamos en mirarnos los zapatos y sonreír como dos necias. Gilda, a saber en lo que
se estaría entreteniendo. Deduje que si se había manifestado sin recato estando
Marina presente, era porque de algún modo, la consideraba merecedora de su
confianza.
Finalmente, me decidí a hablar, rompiendo el hielo del silencio.
—Tengo una misión que cumplir ¿Te gustaría ayudarme?
Me dio la gana de acompañar mi ofrecimiento, con un centelleo de diablura en los
ojos, que envaró a Marina. Esta chica se arruga con nada.
UNA MISIÓN
PARA INDIANA JONES
Gracias a los datos facilitados por mi compinche la Valdemorillos, localicé la choza de los
Balboa. ¡Vaya tela! ¡Menuda mansión! Del estilo de la de mis padres y en una urbanización
cercana, cortadita por el mismo patrón. Fijé un día para la visita oficial y me quité de encima a
Marina como buenamente pude. La pobre estaba empeñada en acompañarme y hacer de
carabina, pero su aspecto rudimentario deslucía el contexto y no iba, precisamente a facilitar las
cosas. Obviando los motivos e inventando cinco mil excusas logré ir sola, a lomos de mi Beatle
reluciente.
Me franqueó el paso un mayordomo uniformado que hubiese hecho las delicias de mi señora
madre; se quejaba de que ya no quedaban clásicos disponibles.
—Dígame a quién anuncio y qué se le ofrece —me exigió con voz calculadamente
suave.
—Tengo una cita previa concertada con la familia—expliqué con gesto hosco. Lo de
justificarme delante del servicio nunca me ha sentado bien, suena a degradación—, les
envié una carta y me respondieron. Soy Olivia.
—¿Olivia... qué más? —insistiendo. Me fastidió aquella chulería encubierta. Pa
chulo tú, chula yo. Decidí no facilitar más información privada.
—Olivia es suficiente. Saben a qué vengo y es un asunto de su interés.
Confidencial—agregué mirándolo con descaro. ¿Qué? ¿Cómo te quedas?
"Cotilla de mierda" añadí para mis adentros. Con aires mal—humorados, el mayordomo
desapareció trotando por un corredor alfombrado, para volver al poco, tan serio e irascible como
antes. Igual es que tenía una úlcera o una almorrana atormentándolo y la cosa no iba conmigo.
—Lo que tengo que decirles es algo delicado, no sé... les ruego que se lo tomen con
una mente abierta y la mayor filosofía posible—comencé temblorosa. Sólo conseguí
que el señor Balboa se impacientara.
—Filosofía. Vaya al grano—seguramente se estaba temiendo que le acabara de salir
una nieta secreta reclamando su herencia. Pero no. La verdad era peor, mucho,
muchísimo peor.
—¿Puedo sentarme? —con los nervios a flor de piel, ni se entre—tuvieron en
ofrecerme asiento. En cuanto a ellos, estaban todos cómodamente acoplados en sus
butacas, clavándome unos ojos ansiosos.
—Sí, por favor, qué descortesía por mi parte —Andrés me señaló una silla y cuando
me senté, él mismo hizo lo propio.
—He tenido un contacto con el espíritu de su padre, señor Balboa—noté cómo
palidecía y se le arrugaba el entrecejo.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Sé que suena fantasmagórico—solté una risita, pero por lo visto mi chiste no le
hizo gracia a nadie más que a mí. Me aclaré la garganta con una tosecilla—. El espectro
de Andrés Balboa de Sauvignon, vaga por mi apartamento.
—Y se comunica con usted—ya había cambiado su tono. Dejó de ser cursi y
complaciente, para adoptar un deje escéptico que no vaticinaba nada bueno.
Carraspeé de nuevo, abochornada.
—Pues sí. Le he traído mi portátil porque comenzamos hablando a través del
teclado. Bueno, yo hablaba con normalidad y ella... él me respondía escribiendo—hice
ademán de sacarlo de su funda, pero el dueño de la casa me detuvo con un gesto
airado.
—No se moleste. Comprenderá que no voy a malgastar un segundo de mi tiempo
en leer unas frases que usted misma ha redactado sin ninguna dificultad—fui a
protestar pero se quedó en intentona—. Mi pregunta es ¿qué pretende con esta farsa?
—Mire señor Balboa, a mí también me costó admitirlo en un principio y no morir de
pánico, cuando las cosas en mi habitación empezaron a cambiar de sitio. Pero así es y
lo he aceptado y Andrés desea que les transmita algo que no deja descansar su alma—
recité muy sentida. No pareció que los emocionara en exceso. Muy al contrario, mi
interlocutor puso los ojos en blanco y gesticuló con las manos.
—De acuerdo, oigamos lo que mi difunto padre tiene que anunciarnos —permitió
con teatralidad. A punto estuve de mandarlo a la mierda.
—Don Andrés quería que supieran... quería que supieran... que él... Bueno, él era
homosexual—apreté los dientes temerosa de las reacciones.
Si bien toda la biblioteca se revolucionó, me dio la impresión de que a la abuela le daría un
jamacuco, porque empezó a chillar pidiendo oxigeno y sus píldoras. No se me pasó por alto que
uno de los nietos corrió a cogerlas pero su madre lo frenó agarrándole el brazo. Me dio en la nariz
que estaban locos por que la vieja la espichase.
Al final, la atendió una criada compadecida y salida de las tinieblas. Claro, a buen seguro, todo
el servicio de la casa estaría fisgando, aquello era un concurso de gritos, imposible perdérselos
aunque no quisieran.
—¿Para qué quiero una tarjeta descuento del Carrefour? —se espinó escrutándola
con repulsión.
—Va a ser que es verdad. Pues estate a las consecuencias, yo conozco a tu padre.
—El podrá confirmarle que no soy ninguna desquiciada que vaya por ahí inventando
historias de fantasmas —crucé los dedos dentro del bolsillo. Como le preguntase a don
Amancio, la cagábamos, pero bien cagada—. Cumpliré lo que he prometido, con su
beneplácito o sin él.
—Si mueves un solo dedo para desvirtuar el buen nombre de esta católica familia,
te echaré encima a una legión de abogados. Talier o García, no levantarás de nuevo
cabeza en Madrid —sentenció.
Aunque temblé toda y se me hizo una bola de saliva en la garganta, fingí que me importaba un
bledo y salí por la puerta, más tiesa que un ajo. Los murmullos dentro del salón, se dispararon a mi
marcha. Bajé la escalinata de acceso a la mansión, sin que las rodillas y el resto del cuerpo se
coordinasen. Todo lo que quería era alcanzar mi Beatle y largarme de allí con viento fresco. Pero
noté que alguien corría a mis espaldas. Seguramente la nuera de Gilda, dispuesta a desmoñarme.
Apreté el paso.
—Olivia, espera...
Era una voz masculina, vibrante y hermosa, que hasta entonces no había escuchado. No al
menos, en aquella sala. Antes de volverme y enfrentar lo que quiera que me amenazara, me sequé
al vuelo las lágrimas de rabia e impotencia que circulaban libres mejillas abajo.
—No llores.
—No lloro, gilipollas—fue mi fina respuesta.
—Yo te creo.
—¿Y quién eres tú?
—Luis, el nieto de Andrés Balboa—me sonrió amigable. Era guapo, el tío, aunque yo
no estuviera para coñas en aquel preciso momento—. Y en serio, no me parece que te
estés inventando nada.
Lo miré exigiendo más y más información. Además, los nervios no me permitían emitir sonido
alguno.
Luis meditó un par de segundos, ladeó encantadoramente la cabeza y se echó a reír a todo
pulmón.
Le dije que cuando le pareciera y le pareció tan sólo veinticuatro horas más tarde. Por lo que se
ve, o Luis disponía de mucho tiempo libre y se aburría, o lo de su amor por el abuelo era cosa
desaforada, rayando en peligrosa adoración. Floreció aporreando la puerta de mi apartamento,
más que nada porque el timbre se había fundido. Traía un ramito de flores silvestres en la mano y
andaba yo boquiabierta contemplándolas, cuando señor Contento cerró su puerta, acompañado
de niño Feliz con su mini mochila y se nos quedó mirando avispado.
Una vez conmigo misma y mis puños apretados por la feroz rabia, me ensañé con mi fantasma
cabrón.
—¿Te das cuenta? Se ha marchado. Ha venido por verte, estoy convencida de que
tiene mil cosas que preguntarte, por amor de Dios, Gilda es tu nieto, el único que no
me ha escupido en esa casa. Y me has dejado por mentirosa delante de él.
—Eso no es correcto. Luis te cree, sin necesidad de oírme y eso es lo fenomenal.
—¡Ah, traidora! ¡Ahora sí! ¡Ahora sí hablas! Mira guapa, para filosofías estoy yo,
después del chaparrón de los Balboa ayer tarde...
—Mi familia también tiene una lección de vida que aprender, si Luis no creyese en
nosotras a ciegas, su ayuda no valdría nada, hazme caso, es mejor así. Hubiese sido
muy sencillo aparecerme directamente ante mi familia en lugar de en esta casa y sin
embargo...
—Has preferido que se eduquen, a mi costa—resumí acida y desencantada—. Visto
así, casi siento que me has utilizado.
—¡No, Olivia, eso no! eres mi amiga, la mejor, la única, no lo olvides, sin ti esto no
tendría ningún sentido.
—Puede que lo tenga para ti, yo empiezo a no ver el principio del laberinto—dejé
caer desalentada. Enormemente desalentada.
—Bien, Luis solicitó una pista y allá va: creo que sería buena idea contactar con
Darío Pinto, mi noviete. Lo conocí en Roma y ahora vive en Mónaco, se gana bien la
vida como cantante en el casino de Montecarlo—finiquitó la descripción con un largo y
sentido suspiro.
—¿En serio?
—Te lo juro por Snoopy.
—Lo que me estás dando a entender es que viaje a Mónaco... —deduje
desconcertada.
—Y te entrevistes con él, sí. De hecho, te cuidaré las plantas mientras estás fuera.
Luis no puso la menor objeción al plan de viaje. De hecho, parecía encantado y se mostró la mar
de comprensivo respecto al caprichoso comportamiento de Gilda, ahora hablo, ahora cierro el
pico, modo "barrer para adentro on", modo "barrer para adentro off', empeñada en que todos a
su alrededor nos entregásemos con actos de fe. Supongo que se entienden porque pertenecen a
la misma familia. Como pasa en la mía, nuestras cosas para un extraño, son de psiquiátrico.
El único representante cuerdo de la prole Balboa se encargó de sacar dos billetes en primera,
reservar hotel e invitarme a desayunar en el aeropuerto antes de embarcar. Algo más tranquila y
centrada, al menos nos movíamos en una dirección concreta y no en círculos como yo hasta ahora.
La calma recién instalada me permitió conocer a mi compañero de aventuras, sin enjuiciarlo.
No tenía, a primera vista, nada que ver con Gonzalo aunque sus físicos fueran alarmantemente
parecidos. Ambos altos y atléticos, morenos, de pelo brillante, si bien Luis disponía de unos
increíbles ojos verdes y una sonrisa torcida a lo George Clooney, algo mareante.
El típico chico guapo y rico, demasiado para la pobre Olivia. Por lo guapo, no por lo rico, claro
está.
Yo había visitado Mónaco con anterioridad, al menos en cuatro ocasiones con mi aburrida
madre y con mi más aburrido si cabe, novio. Ni siquiera sabía que hubiese un museo
oceanográfico hasta que Luis me lo apuntó. Y tal cual nos bajamos del avión con nuestro equipaje
ligero, enviamos el taxi y las maletas directamente al hotel y nos fuimos a visitarlo. Almorzamos
cerca del jardín exótico que sí conocía pero que no había disfrutado tanto antes. Con Luis era fácil
conversar, no se esforzaba por aparentar lo que no era y cuando ignoraba algo, simplemente lo
preguntaba y se quedaba tan fresco. Cero arrogancia.
Igualito que el de los geranios.
Lo observé un minuto. Había tal neutralidad en su tono, tanta inexpresividad en su rostro, que
parecía estar hablando del tiempo en Canarias.
—Claro, tus padres—ansiosa por cambiar de tema, miré a lo lejos—. Esa calle...
siempre me ha recordado un cuento de hadas, con sus edificios redondos de piedra
blanca. ¿Te importa si les saco unas fotos?
—Por supuesto, ve, te espero aquí mismo. Odio decirlo pero estoy reventado.
—Los madrugones, pasados los veinte años, siempre pasan factura—le advertí
bromista. Saqué mi cámara réflex último modelo de mi shopping bag de Gucci y ajusté
el objetivo—. Defiende mi bolso con tu vida, soldado—indiqué guiñándole un ojo.
Conforme me alejaba, noté los ojos de Luis clavados en mi trasero, por cierto y para mi dolor,
de diminutas proporciones. Toda yo soy pequeña, pero mi culete lo es aún más. Y mira que lucho e
investigo entre las celebrities en pos de ese vaquero mágico que obre el milagro de parecer... que
tengo culo. Pero no. De momento, esto es lo que hay y en un arranque de franqueza, diré que es
para llorar. Así y todo, tengo la certeza de que Luis me lo examinaba y claro, como no podía ser de
otro modo, mi turbación acabó en tropezón del bueno.
Alcancé el extremo sur de los edificios y me olvidé de Luis en el acto. Me moví como si volase,
entre las escalinatas de piedra, armada con mi captador de imágenes irrepetibles y le arranqué a
los muros la mejor de sus sonrisas. Fotografié sin descanso las palmeras de salvaje verde
destacando sobre el gris perla de las paredes y regresé junto a Luis más satisfecha que me marché.
Bruscamente me puse del color de los coches de bomberos. Hacía siglos que un chico no me
dedicaba un halago. Y menos, un chico tan guapérrimo. Y menos aún, en un entorno tan propicio y
romántico. Joder, joder, joder.
Iba a decir "conocidas" pijas insoportables, pero me mordí a tiempo la lengua, básicamente
porque Luis pertenecía al mismo tramo social que yo y no parecía descontento con su posición ni
con los pajarracos que por allí revoloteaban. Una cosa es que fuese amable y simpático conmigo y
que se hubiese implicado hasta las trancas por darle gusto a su difunto abuelo y otra muy distinta
que compartiese mis rebeldes y contestatarias actitudes.
—Continua—me animó.
—Compañeras del club de paddle —sonreí forzada y tensa—. No se puede hablar
con ellas de nada salvo de moda, y encima no la entienden. Pero es comprensible,
están las pobres tan estresadas—agregué con mal disimulado cinismo.
—Oh, sí, desde luego, la manicura roba muchas, pero que muchas horas—convino
Luis. Y no sé si lo dijo en serio o en broma.
—Bueno, no te he preguntado por el hotel, empiezo a desearlo con todo mi corazón
y parte del estómago—tercié recuperando el buen humor.
—Lo había olvidado. Mira, primero pensé en el Hermitage...
—Lo conozco, una preciosidad, con su estilo Belle Epoque...
—Pero luego me rendí ante el Metropole Montecarlo, tenemos que probar el
Restaurante Joel Robuchon, la guía Roja lo ha recompensado este año con una
estrella—indicó haciendo que mis tripulas dieran un vuelco de alegría ante la
perspectiva de un festín.
—¡Mmmrnm, suena de rechupete! Pero si me lo permites, no esta noche Luis,
debemos ir cuanto antes al casino y buscar a Darío Pinto—el Balboa júnior alzó las
manos pidiendo tregua.
—Está todo maquinado. Ahora iremos al hotel y tú, damita, vas a descansar
mientras yo trato de reunir información acerca de nuestro desconocido objetivo. Te
recogeré en tu habitación a la hora de la cena. Tenemos reservada mesa con
espectáculo.
Se me iluminaron los ojos tras las gafas. Por una vez no me tocaba a mí el engorroso fastidio del
organizar. Acepté más alegre que unas castañuelas.
MONACO Y OLÉ
Para la cena de postín, me había calado un vestido de raso azul noche con apliques Swarovsky
que me compró mi hermana Rebeca, justo antes de largarse al Japón y dejarnos a todos con dos
palmos de narices. Esa sí que se lo monta bien, calibré. Hace lo que quiere con su vida y mi padre
no sólo le habla y le manda pasta sino que además la echa de menos. ¡Nos ha jodido!
Luis me endilgó un par de piropos de compromiso y me agarró por el brazo, siseando los
resultados de sus pesquisas, que por cierto no eran para tirar cohetes.
—Nada, Olivia, cero pelotero.
—¿Qué me dices?
—Que nadie, absolutamente nadie parece conocer al tal Darío Pinto, como si se lo hubiese
tragado la tierra. He preguntado hasta en los retretes.
—Pero Gilda aseguró...
—Por eso mismo no tiro la toalla, porque estoy convencido de que debe esconderse en alguna
parte. No abandonaré Mónaco hasta estar completamente derrotado.
Sonreí con amplitud ante su talante luchador. Igualito que mi Gonzalo que al menor
contratiempo, sufre un ataque agudo de lumbago y adiós muy buenas. Tenía que dejar de
compararlos o pillaría una depresión de las gordas.
—Esta noche el espectáculo que deleitará nuestro oído, corre a cargo de un tal
Harry Parody, afirman que es un clon de Frank Sinatra, un placer para los melómanos
refinados.
Arrugué el morrito. No es que yo no me considerase refinada, pero no era "New York, New
York" lo que necesitaba oír, sino a Darío Pinto tirando de la madeja, acercándonos a la solución.
No obstante, no quise ser desagradable con Luis después de las molestias que se había tomado.
—Estupendo, me encanta Frank —simulé ser toda felicidad. Me temo que se lo olió,
soy muy transparente.
—No te preocupes Olivia, tengo un plan.
—No, si no me preocupo —mentí con desfachatez.
El muy cabroncete me dejó con la intriga hasta que nos acomodaron en una mesa a escasos
metros del escenario, con un divino centro de velas y flores. Creo que por primera vez en mi vida y
a pesar de la misión pendiente, estaba disfrutando de un entorno lujoso, otorgándole su valor.
Luis se abrió hueco entre la algarabía para reclamar la foto. Abrí parsimoniosamente el bolsito y
se la pasé. Era una instantánea preciosa, llena de vida, color y jovialidad; mostraba dos señores de
unos cincuenta y tantos, milagrosamente conservados, jugando a la ruleta. Uno, sentado, era
atractivo y parecía un señor respetable. Otro de pie rozándole el hombro, mucho más guapo
todavía pero con una pinta de loca que ni te cuento. Debieron pillarlo tras un pleno al quince
porque tenía la boca abierta en una encantadora expresión de deleite y las manos atiborradas de
fichas. Luis rozó la superficie mate de la foto con la punta de los dedos, acariciándola.
—Míralo, ahí lo tienes, tan feliz. De hecho, no recuerdo haber visto esta expresión
de dicha en su rostro en todos los años de mi vida, ni siquiera en navidad cuando nos
reunía y le hacíamos la pelota.
—Tu abuelo era guapísimo—dije señalando al señor respetable.
—Olivia, Gilda es el otro.
—¡Es él!
—Sí ya me lo has dicho—me atraganté—. La verdad, no suponía que se le notase
tanto la pluma, no me explico cómo pasó des—apercibido entre su círculo.
—No me refiero a mi abuelo sino a él —señaló al escenario con un brazo rígido—
¡Harry Parody es Darío!
—¡Leñe! ¡Es verdad! —constaté realizando una comprobación exprés de rasgos.
Antes de que yo saliera de mi estupor, Luis ya se había retrepado en su silla orgulloso y soltó un
largo gemido de satisfacción. Sus ojos verdes centelleaban.
Tardé un segundo más de lo conveniente en reaccionar. Sí, en efecto, éramos el mejor equipo
que soñar se pudiera. Todos para una y Gilda para todos. Sonreí para mis adentros y mi corazón
me acompañó. Sí, señor, ¡qué a gusto estaba con Luis Balboa!
El resultado de la gestión no se hizo esperar y unos treinta minutos después de que aquel
prodigio de la naturaleza llamado Harry Parody se retirase del teatro, lo vimos aproximarse con
pasitos quedos hasta nuestra mesa, en cuyo borde frenó con una dulce sonrisa de ancianito
seductor.
Darío, nos escuchó atento y ensimismado, con las esbeltas manos de largos dedos, entrelazadas
bajo el mentón. De cuando en cuando, suspiraba ronquiditos preñados de suavidad. Cuando
dimos por terminado el discurso, sonrió con almíbar.
Tras las copas caminamos juntos hasta la recepción del hotel, con un Luis cabizbajo y bastante
menos dicharachero que el que me habían prestado antes de la cena. Creo que de algún modo, se
sentía fracasado. Yo estaba dispuesta a hacerlo recapacitar.
—Qué bien, hemos dado con Darío Pinto, ¿a que sí? Y en la primera noche. Algunos
otros habrían tardado semanas, ocultándose tras un seudónimo...
—No creo que acepte—refunfuñó en voz baja.
—Dale tiempo—fue todo lo que se me ocurrió. Estábamos plantados delante de la
puerta de mi habitación.
Esa noche me sorprendí a mí misma sentada en el váter descalza, con las puntas de los pies
unidas y hacia adentro, garabateando en el papel higiénico con el lápiz kajal.
Me llevé las manos a la cabeza. ¡Claro! ¿Cómo no lo había pensado antes? ¿Cómo había podido
ser tan tonta? ¡Una novia! Además de todo lo visible y palpable, Luis Balboa tenía una novia, como
si lo viera. Una novia formal con la que salía desde los trece años, que preparaba el ajuar en las
tiendas de La Moraleja y se confeccionaba el vestido de novia en Rosa Ciará. Nunca la había
nombrado, aunque tampoco se había propiciado, con tanto lío.
Me desmoroné. No iba a ser yo quien sacara el tema, como si tuviese algún interés. ¡Que le
aproveche!
Convertí mi lista de atributos y virtudes en una bola apretada e hice canasta contra la papelera.
—Olvídate, Olivia, ese no es chico para ti. Disfruta de su compañía ahora que
puedes, no durará.
Como ya vaticinara Luis el agorero, en el almuerzo del día siguiente, Darío no cambió de
opinión, pero nos entregó los diseños tal y como había prometido. Yo los recorrí ávida mientras el
pequeño Balboa intercambiaba las últimas frases, quemaba los cartuchos finales.
—He pensado en mi prima Elena, tiene una cadena de boutiques por toda España y
sé que está bien relacionada con talleres de costura. La llamaré mañana y concertaré
una cita. Debería servir, al fin y al cabo, es una Balboa. Espero que me acompañes si no
es mucho pedir, me temo que el corte y confección, los modelos y toda esa
parafernalia, no son mi fuerte.
—Estaré encantada de echarte una mano, si antes no me han asesinado en la
escuela. Deben faltar aproximadamente dos horas para que mis compañeros me
pongan en busca y captura—me levanté temerosa de perderlo de vista, pero
disimulando con toda mi arrogancia de Talier—. Bien Luis, ha sido una aventura digna
de los agentes de Su Majestad—alargué la mano. El no me la aceptó, de momento.
—Tú sí que has sido un grandioso descubrimiento, Scully. ¡Qué leches! —dio un
paso adelante y me propinó un abrazo tremebundo con su inconmensurable uno
ochenta y cinco de estatura. Cuando conseguí quitármelo de encima, boqueé para
recuperar el resuello. —Lo siento—se disculpó azorado.
—La culpa la tengo yo, por ser tan chica—lo tranquilicé batiendo la mano.
—Te llamaré en cuanto tenga noticias—acabó gritándome desde lejos al tiempo
que agitaba los brazos en señal de despedida.
—¡Gilda!
—¡Ay reina, por fin de regreso, qué felicidad!
—¿Y todo esto? ¿De dónde lo has sacado? —pregunté emocionada aparcando la
maleta a la entrada del pasillo.
—Si supieras lo fácil que es robar cuando no la ven a una...
—Gilda, no puedo creerlo, a tus años...
—Sólo por esta vez, te lo prometo, te lo juro; merecía la pena, tú te lo mereces—
recalcó—y yo te he echado de menos hasta reventar.
—Sí, tienes razón—me carcajeé—, me lo merezco.
—Bien, parte de ausencia—entonó en plan más profesional—. Tenías trescientos
ochenta y cuatro mensajes de Gonzalo,
—¿Tenía?
—Para ahorrarte la vomitera, los borré todos.
—Bien hecho.
—Llamó tu madre.
—¡Vaya! ¿Cuántas veces?
—Una y media. La segunda no llegó a dejar mensaje.
—A destiempo y encima roña. El siguiente—requerí.
—Tu hermana Rebeca te ha enviado un par de mails. Por lo visto tu hermanito le ha
contado la odisea navideña.
—Ya era hora, la muy vaga...
—Y tus compañeros de clase... Bueno, esos creo que te acu—chillarán si tienen
oportunidad.
—Y con toda la razón. Menos mal que les traigo un material de exteriores para
chuparse los dedos—me tiré en plancha en el sofá—Espero calmarlos con eso y
ganarme su perdón.
—Perfecto, pues si lo tenemos todo bajo control, cuéntame lo de Mónaco con pelos
y señales y luego prepárate que vamos a ver la ópera—la tele se encendió por
encanto—. Lady Macbeth, mi favorita y ¡he hecho palomitas!
Sí, no cabía duda, el bol inmenso flotaba desde la cocina, camino de mis manos. Lo recibí
boquiabierta. Calientes y olorosas. Así y todo, sacudí la cabeza con horror.
El silencio reverente que la escandalosa Gilda guardó durante toda la narración, me dio a
entender que estaba turbada. Hasta dejó escapar un sentido suspiro lloroso al nombrar a Darío.
Pero contrariamente a lo que yo esperaba, no me hizo preguntas.
Sonaba asfixiante y terroríficamente familiar. Se ve que todas las grandes familias, las que se la
dan de pan y manteca, cojean del mismo pie. Respeté la dolorosa reflexión de Gilda por un ratito y
luego agarré las riendas.
El respeto por la ópera, le duró a Gilda la follonera, exactamente ocho minutos. En cuanto salió
a escena la cantante que daba vida a Lady Macbeth, se puso a despotricar.
—¡Mírala! ¡Ahhhh, que me va a dar un algo, pero mírala, mírala bien, Olivia por
favor! ¡Al responsable del casting... que lo maten, que lo linchen! Se supone que Lady
Macbeth es mala, malísima, debe ponernos el vello de punta desde que la vemos
aparecer... Esa gorda desgraciada, de Candy Candy, estaría insuperable. Mamarracha...
¡Ahhh! ¡Que la mires! Dice que tiene las manos ungidas en sangre y parece que se
comprueba la manicura... ¡Sin perdón!
—Desde luego, Gilda, no sé cómo te las arreglas para abrirme una nueva
perspectiva de las cosas, hasta de la ópera—conseguí soltar entre risotadas.
Si es que cuando estábamos a solas, Gilda se dejaba ir y se iba poniendo cada vez más
mariquita. Era para comérsela. ¡Cuánto la había echado de menos!
Abandoné el sofá tambaleante y descalza, casi arrastrándome por el pasillo. Debía ser que el
cansancio se me echó encima de golpe y sin avisar.
—Voy a darme una duchita de esas de dejarte nueva y me voy a la cama, que estoy
hecha puré—le conté a Gilda cada vez con menos fuelle. Al parecer, ella tenía para mí,
sus propios planes.
—¿No piensas exfoliarte? —y sonaba alarmada.
—¿Exfoliarme? —me horroricé. A duras penas recordaba el des—agradable proceso
de rasparse la piel con algo basto e ingrato, con la dudosa excusa de suavizarla y
eliminar las células muertas. Mi hermana Rebeca lo hacía continuamente.
—Por supuesto, acabas de llegar de un viaje, tu piel necesita oxigenarse—
argumentó Gilda la mar de convencida.
—Yo soy la que necesita oxigenarse y con urgencia. Me ducho y lo demás, para otro
día.
—No seas vaga que te conozco. En el baño encontrarás un maravilloso guante de
crin que te he agenciado...
Se me revolvió el higadillo.
—¿Agenciado? Define agenciado, Gilda—exigí con aspereza. Balbuceó algo
ininteligible que no me convenció en absoluto—. Tan robado como los adornos de la
fiesta, me temo. Te estás convirtiendo en una ladronzuela, no puedo creer que te
hospede en mi casa, yo soy una persona decente.
—Desagradecida. El guante es para tu uso personal. Date un frote con él y me lo
agradecerás—resumió dando por finalizada la discusión.
Supe muy bien cuándo me quedaba en el salón como una mema increpando al aire, porque la
energía arrebatadora de Gilda, casi podía palparse con las manos y acababa de volar lejos.
Resignada me refugié en el baño. Tomé el guante que en efecto presentaba un inmejorable
aspecto y lo examiné con desconfianza.
Pero seguí sus instrucciones al dedillo afanándome por raspar hasta el último centímetro de
piel de mi diminuto cuerpecillo, dese—ando que quedase terso como el culito de un bebé.
Reflejada en el espejo empañado, se me fue la olla pensando en Luis. Fantaseando más bien. Qué
guapo era...
—Ahora el codo.
Que yo alcanzaba las mieles del éxito profesional y me codeaba con Almodóvar y Amenábar y
Luis me apoyaba en todo y abría una productora expresamente para financiar mis locuras...
Era imposible que un chico así estuviese soltero. Tenía que sacármelo de la cabeza del modo
que fuese.
Interrumpí mis pensamientos por culpa del codo. ¡Jolines! Un milímetro más y me cavo un foso,
tanto rato concentrada dale que te pego con el guante, cada vez con más vehemencia, me había
desollado y hasta sangraba.
Allá que fui a la mañana siguiente a la escuela, con mi costra rutilante en un codo defenestrado.
Cosas de Olivia.
TRAMPAS Y CARTONES
El día que siguió a mi repatriación, estuvo lleno de baches. En clase las caras largas se hicieron
notar y eso que juré y perjuré que lo que me había llevado a Mónaco no era el placer sino un
asunto familiar grave. Pero no se compadecieron, sus ceños fruncidos (especialmente el de Fidel,
porque a Dora la contenté con un cuenco de papas fritas), no se ablandaron. Le hice reverencial
entrega del DVD con las tomas de exteriores y me gruñó algo como que lo miraría. Encima de estar
triste por su rechazo, apenas me despistaba y apoyaba el codo roto en una mesa, veía las estrellas.
Pasé la jornada más amarga de mi vida.
Al volver de clase encontré un mensaje de Gilda en el ordenador, algo escrito para mí, antes de
marcharse a visitar a Darío.
—P.D. Compruebo que congenias la mar de bien con Luisito... Será mamona...
Me levanté como una moto, con las pilas puestas y me senté en la mesa con un café con leche
en la mano izquierda y la birria de guión de Fidel en la derecha, boli en ristre, dispuesta a convertir
aquello en algo digerible. La historia era una mierda y había que reescribirla; al menos su autor lo
había aceptado sin hacerse el harakiri, pero eso nos empujaba de nuevo al principio. Más que al
principio a cero, porque Fidel se cruzó soberbio de brazos esperando que Dora y yo moviésemos el
culo porque al fin y cabo, cagada y todo, él ya había cumplido.
Y Dora era su superamiga. O sea que si había que reputear a alguien, esa sería una servidora. Y
yo con las presiones me bloqueo, amén de que el corto ahora me importaba un carajo, con todo lo
que se nos venía encima.
Luis no tardó en llamarme y quedar en recogerme. Fenomenal me vino como excusa, porque el
boli se negaba a escribir nada lucido. Montaditos en su Beatle negro (oh, hermosa casualidad, he
aquí un chico con gusto grandioso para elegir coche) nos sumergimos en el centro hacia Plaza de
Colón, donde su prima tenía el atelier principal desde el que manejaba su cadena de boutiques.
Llegué un poco desorientada. Pero lo que me encontré nada más cruzar la puerta, me despabiló,
vaya si me despabiló.
¡Era la malvada Amparo! Amparo tan fastidiosa como una pestaña en un ojo. Pero ¿qué hace
esta petarda aquí? ¡Ay señor, con lo grande que es Madrid! Para colmo de los colmos, se nos echó
encima.
¡Tu colección? ¡Ja! Y allí mismo delante de mis narices, aquel zorrón verbenero se colgó de su
brazo y lo alejó de mí de un tirón, dejándome desvalida y arrinconada, como una pluma que se cae
por el descosido de un cojín. Antes Gonzalo, ahora Luis. El caso era quedarse con lo mío, la hija de
puta.
—Me las pagarás, Amparito. Aunque sea lo último que haga en la vida—hice el
juramento gitano, con beso, dedos cruzados y toda la pesca—. Por estas, hago voto y
compromiso.
Gilda no había exagerado. Elena era sosa y tan sin vida como una seta. Afectada en sus modales
de repipi insoportable, pero no parecía mala chica. Sólo insoportablemente cursi. Sé que Luis le
contó lo justo y medí el entusiasmo de la seta en mieras, pero debía ser todo lo que era capaz de
dar de sí la muchacha. Nos acomodó en una salita a lo París Hilton con más tintes rosas de lo
sufrible y mientras yo me acogotaba y me hundía en el sillón dispuesta a escuchar, Amparo la
pérfida se nos colaba en mitad de la reunión, cuadrando el trasero junto a Luis.
No pienses mucho, Elena por Dios, no pienses mucho, recé. Pero como Amparo se los
arrebataba de la mano antes incluso de haberlos examinado a fondo, debe ser que dejó de pensar.
—En esta primera fase del plan, confía en mí...—comenzó Elena pausada.
—En nosotras—la cortó Amparo más que radiante. Parecía haberse tragado una
bombilla de cien vatios.
—Te avisaré cuando los modelos estén confeccionados. Amparo me ayudará con la
elección de las chicas para exhibirlos y todo eso.
—Yo seré una de ellas—cacareó—, siempre he soñado con ser un ángel de Victoria
Secret's.
¿Ángel? Con ese culo, más bien San Pedro o la muía del Belén, maja.
—Olivia y yo estaremos disponibles para cualquier emergencia o necesidad. Nuestra
tarea será disponer el lugar perfecto para el desfile, la decoración, las... —se ofreció
Luis.
—Deja eso en mis manos, será un verdadero regodeo poder diseñar las
invitaciones—Elena entornó los ojos—. Ya las veo, papel dorado satén, lazos rojos
cerrando los sobres...—volvió en sí y nos miró con una sonrisa reluciente—. Va a ser el
evento del año en Madrid, me encargaré de que lo sea.
Nos quedamos muy tranquilos. Elena estaba verdaderamente implicada. ¿Qué nos quedaba a
nosotros? Ah, sí, horror... el espinoso tema de la Fundación Gay. Por favor... la cambiaba por el
desfile aunque tuviera que subirme a unas plataformas y bailar la conga a la pata coja.
Pero no tuve opción. Pese a mi reticencia, Luis me apretó para que consintiese asistir a una
segunda junta familiar, donde al parecer sus señores padres pensaban brindarnos una tregua.
—No tiene razón de ser Luis, yo te agradezco... pero no pinto nada ahí contigo, no
es mi familia.
—Discrepo Olivia. Primero, a mí solo me devorarán. Segundo, tú eres la voz y el
voto de Gilda, o sea, del abuelo.
—Prefiero otorgarte apoyo desde fuera...—vacilé agradablemente incomodada por
su insistencia.
—Por favor...
No podía. No debía. Era un crimen suplicar algo con aquella voz y unos ojos como esmeraldas
colombianas, clavados en mis gafas. No era justo. Si Luis era consciente de su atractivo, lo estaba
empleando como arma de destrucción masiva. De no serlo, su encantadora ingenuidad lo hacía
más irresistible aún. Rindiéndome ante la evidente inferioridad de condiciones, sucumbí.
—Está bien, iré contigo. Pero te lo advierto, al primer desplante, los mando a la
mierda. Ya sabes que no me ando con chiquitas—advertí con un dedo como un
martillo.
—Lo sé. Por eso me gustas—sonrió dejándome fuera de juego.
¿Me gustas? ¿Me gustas? ¿Oí bien? ¿Ha dicho me gustas? Despierta Olivia. Que Luis no es chico
para ti, ya te lo advertí. En cualquier momento, aparecerá la novia y te pegará un zarpazo que te
partirá en dos. Ponte a cubierto.
Aquel volver a vernos, me daba una mala espina que para qué te cuento. Los Balboa,
exceptuando a Luis y puede que a la calmada Elena, no me gustan y no me gustarán en la vida. Así
que aferrada del todo a Luis, entré en la mansión temblando como un gusanito que de lejos, ve el
anzuelo. Respiré con alivio al comprobar que la esposa de Gilda, no se encontraba en la sala.
Hubiéramos acabado a mamporrazos con la botella de oxígeno. Vieja fastidiosa.
Asistían sólo el padre y la madre, mirándome con curiosidad malsana, como si fuera la mujer
barbuda, que no contenta con revolucionar el corral presentando al espectro del abuelo, le comía
el coco al nieto.
—Bien, Olivia, espero que tengas en consideración nuestro gesto de buena voluntad
al ofertar esta interrupción de las hostilidades —discurseó el patriarca fantoche
dándose ínfulas. Callé para no interrumpir—. Estamos dispuestos a dar al tema una
solución plausible.
—Le advierto, señor Balboa, que para mí, la única salida tolerable es que los deseos
del difunto queden satisfechos—alegué cortante. Me miró con odio contenido, pero
sonriendo. Típico hombre de negocios que esconde los sentimientos en el refrigerador,
como mi padre.
—De acuerdo. La colección de pret-a-porter...—intervino la madre como si le
estuvieran arrancando la muela del juicio.
—Eso podemos aparcarlo de momento, mamá—la sobresaltó Luis.
—Deberíamos centrarnos en la Fundación pro gay—concreté viendo regocijada
cómo se contraían sus caras de puro susto.
—Delicado asunto...—lamentó Andrés Balboa.
—La condición del abuelo puede quedar entre nosotros, no hace falta que todo el
mundo la conozca pero hemos de crear esa fundación de ayuda al gay —explicó Luis
sirviendo café con pleno dominio de la situación. Su madre por el contrario, incapaz de
aparentar una calma que no sentía, taconeaba la moqueta.
—Y conocer y aceptar a Darío y permitir que él presente la colección de moda en
representación y homenaje a Andrés.
—¿Quién diablos es ese Darío? —tronó el padre de Luis. Sé que se lo olía, de ahí
que explotase.
—Un amigo muy querido del abuelo.
—Su... amante —escupió la madre con clara repugnancia.
—Eso será tanto como admitir pública y notoriamente que era maricón.
—No, si las cosas se presentan con inteligencia y finura. No albergo la menor duda
de que la prensa rosa sensacionalista pagaría una fortuna por este cotilleo —me
aventuré mezclando en mi olla cuarto y mitad de astucia y una pizca de perversidad.
—Fondos, que irían destinados a sufragar el coste de la fundación. Puede que
incluso restaran para la colección y el desfile—completó Luis en una apasionante toma
de testigo. Sus padres estaban del color de las lilas en primavera. Y respiraban mal y
con pitos.
—Como ve, señor Balboa, puedo dar cumplimiento a la última voluntad de su padre
sin contar con ustedes. Y como que me llamo Olivia de Talier—recalqué—, que voy a
hacerlo.
—Esto es culpa tuya. Lo que le faltaba a esta loca era tener un cayado en que
apoyarse y has tenido que ser precisamente tu, hijo traicionero. ¿A qué estás jugando?
—Judas—convino la madre apretando los dientes, a punto de saltarse los
empastes—, Caín...
—Lo que os haga felices llamarme. No queda hueco para la discusión. Es sencillo—
se plantó Luis sin amilanarse—. O lo tomáis o lo dejáis.
—Está bien—aceptó Andrés. Su esposa pestañeó un par de veces sin dar crédito—.
Lo haremos así.
—Pero querido... —boqueó la señora de la casa.
—No hay salida, Matilda. ¿No ves que nuestra propia sangre nos chantajea? ¿Qué
pretendes? ¿Qué nos convirtamos en el hazmerreír de Madrid? Bien, adelante—
aulló—. Daré orden a mis abogados para que comiencen con los trámites de la maldita
Fundación.
—Quiero supervisarlos—intercaló Luis con semblante serio.
—Como te plazca—acató el padre mirando para otro lado.
Luis me tomó suavemente del brazo y me condujo hacia la puerta. Antes de salir se volvió y
agregó tan tranquilo:
—Esa maldita colección jamás verá la luz. Como que me apellido Balboa.
—¿Y la Fundación? —gimió la esposa al borde del colapso.
—Podríamos considerarla con más detenimiento. Me he asesorado y me han dicho
que desgrava.
En el jardín donde el coche esperaba aparcado, Luis compuso una sonrisa algo tristona;
también tenía un as en la manga. Debía ser algo genético:
Transcurrió casi un mes, durante el cual, Luis fue solo un trazo en el cuadro abstracto de mis
presurosos días, asistiendo a clase y tratando en vano de contentar al equipo de rodaje. Es que
estaba muy ida, nada concentrada, lo admito. Visitamos un par de veces el atelier de Elena y la
visión de los vestidos colgados de los maniquíes, me erizó el vello de la nuca. ¡Eran tan bonitos!
Tan Gilda...
Poco a poco iba ganándome la confianza de Elena y la notaba más comunicativa. Hasta se
permitía comentar conmigo los titulares de las revistas.
—¿Qué os parece Kate Wisley? —dejó caer una tarde mientras curioseaba y pasaba
páginas como una descosida.
Amparo merodeaba por allí, para no perder la costumbre y nos atropello con su respuesta.
—Halo, halo, he dicho halo. Aura, ese carisma que tienen algunas personas, como
un brillo alrededor que atrae miradas y los hace especiales.
—¿Aura? Eso me suena a catecismo y a algo que los santos llevan alrededor de las
cabezas, no sé qué tendrá que ver con el encanto de la Wisley, tú es que vas de
intelectual pero te explicas como un libro cerrado —remachó.
Esos días, luego al llegar a casa, yo se lo contaba todo a Gilda y ella seguía el avance de los
preparativos con tanto frenesí como una servidora. Parecíamos dos imbéciles preparando la
puesta de largo.
Decidí no continuar con aquella conversación estéril. Algo me decía que Gilda no soltaría
prenda respecto a su nieto. Me quería mucho, como a otra nieta, pero los nietos entre ellos, no se
casan; dicho sea de otro modo, dudo que me quisiera de novia para su ojito derecho, porque soy
buena e inteligente, pero físicamente no valgo mucho, las cosas como son. En fin... tenía que
sacarme aquello cuanto antes de la cabeza, me dije de nuevo; todo iría mejor y sería más feliz.
Pero mis arrojos huyeron en clan por el desagüe, cuando me telefoneó y su dulce voz llegó a mi
orejilla a través del aparato.
—Prepárate Olivia. Se acerca el momento equis. Los abogados han terminado con el
papeleo y la Fundación Andrés Balboa está lista para el chupinazo de inicio—me lo
contó con tanto entusiasmo como si le hubiera tocado la lotería. Bueno así no, con
más, que Luis es rico y que le toque la lotería o no, lo trae al pairo.
—¿Estás seguro de que está en orden? No me fío de tus padres, perdona que sea
tan franca...
—No, si te lo agradezco —rió—. Pero he revisado personalmente cada documento.
No falta ni una coma.
—Pues me dejas más tranquila. ¿Piensas que deberíamos...?
—¿Insistir una vez más a Darío para que viniese a ejercer de padrino? —adivinó el
jodido antes de que yo acabara la frase—Lo he pensado y lo he hecho, perdona por no
contar contigo, fue un arrebato.
—No tiene importancia—lo relevé impaciente—¿Qué ha dicho?
—No ha aceptado—me desinflé al oírlo—. Sigue emperrado en su "no me muevo ni
piso Madrid".
Suspiré tolerante.
—Supongo que no nos queda otra que respetarlo. ¿Para cuándo la presentación en
sociedad de la Fundación? —me interesé pensando en el modelito que elegiría.
—De aquí a una semana. Te tendré al corriente. Un beso, Scully.
—Otro para ti—balbuceé. Casi ya había colgado.
Podía haberme invitado a café, ¿no? el muy gorrino... Una semana. ¡Una semana!
Una semana que al final se convirtió en semana y media durante la cual, ni comí, ni dormí, ni
asistí a la escuela, ni atendí las imperiosas llamadas de Fidel a todos mis teléfonos. ¡Jolines qué tío
más plasta! Adquirí un modelón de diseño anticipándome a una posible asistencia de Amparo, de
raso negro con topos blancos, estilo Audrey, con escote halter, complementado con carterita,
zapatos y rebeca de mohair en rojo carmesí. Profesional y seria, con una pizca de inocente
picardía. ¿Era o no era la combinación perfecta?
De acuerdo, lo confieso. Me lo eligió Gilda, yo para eso no valgo.
Rechacé el ofrecimiento de Luis de recogerme, con un simple y autosuficiente "yo tengo coche,
nos vemos allí". En realidad, quería impactarle ya in situ, que pasara los primeros minutos
atisbando entre el público buscándome sin dar conmigo. Pero buscar aparcamiento, sólo fue el
primero y más nimio de mis problemas.
La presentación se había organizado en el palacio de cristal del retiro, uno de mis lugares
favoritos. Siempre he discutido con mamá la conveniencia de rellenar parte de ese jardín tan
desaprovechado que tenemos en casa, con una gloria arquitectónica parecida, pero mi madre no
es muy amiga de las macetas. Quizá debiera habérselo propuesto en su día a mi suegra, la madre
de Gonzalo, la de los geranios. No me pude resistir a la tentación de colgarme en bandolera la
cámara de video y tomar unos ángulos mientras veía entrar en avalancha a lo más distinguido de
Madrid. Otra cosa no tendrían los padres de Luis, pero capacidad de convocatoria, un rato largo.
Avancé por el ala derecha, maravillada por el entorno, las luces a media asta, el juego de verdes
y naranjas con las plantas entre el crepúsculo. Por todas partes se veían fotografías de Gilda de
esmoquin, sonriente cual presidente de los Estados Unidos, sobre una leyenda que rezaba:
Fundación Andrés Balboa. En pose mucho menos excéntrica que en la foto con Darío.
Me sentí profundamente orgullosa de ella y sin querer, elevé los ojos al techo de filigrana de
hierro y cristal. Enfoqué la cámara y recogí ávida todo cuanto se ponía a mi alcance.
A través del zoom del objetivo, divisé a la arpía de la madre de Luís, bastante lejos, al otro lado.
Imposible llegar hasta ella, dado que el pasillo central se encontraba abarrotado de sillas vestidas.
Pero tampoco era mi intención. Seguía buscando a su hijo.
La delicada música de fondo se amortiguó y vi que la tal Matilda subía al estrado, donde habían
dispuesto un atril dorado, con dos grandes águilas laterales, tan historiado como brillante. Arrugué
el entrecejo. Luis y yo programamos que seríamos nosotros los encargados de leer el discurso de
presentación de la Fundación. Algo empezaba a ir mal desde el principio.
Guardé la cámara después de desactivarla y me dirigí con paso decidido a las escaleras de
acceso. La luz era ahora muy tenue, Matilda se aclaraba la garganta con un leve carraspeo que
sonaba a estornudo, agarraba el micrófono y la numerosa platea, enmudecía más quieta que en el
museo de cera. Me deslicé rezando por pasar inadvertida.
A pocos metros del arranque de la escalera, unos señores demasiado altos, demasiado fuertes y
demasiado vestidos de negro para ser casualidad, me cortaron el paso.
¡Los guardaespaldas de los Balboa!
PRIMER FIASCO
—Por aquí, no, señorita. Vuelva a las butacas—susurró una voz ronca.
—Pero tengo que dar un discurso—me escudé empujándolo a su vez. ¡Ya ves,
menuda ilusa!
—¿Usted? Me temo que se equivoca—y me obsequió con una sonrisa malvada
hasta la raíz—. Retroceda.
¡Me cago en la mar serena y en los peces de colores! Matilda de Balboa ya arrancaba.
Estiré el cuello cuanto pude, con tal de ver qué se cocía por el otro extremo de la escalinata. El
guardaespaldas que tenía más cerca, me endino un codazo con mucho disimulo, que me dobló por
la mitad.
Por el lateral opuesto vi avanzar a Luis y le hice señas cuanto pude, incluso a riesgo de parecer
imbécil. Desgraciadamente, iba pendiente de su madre y no me vio. El hombre de negro me
propinó otro empellón. Yo empecé a arrugarme, aunque me alivió verlo ascender las escalinatas.
Mi Muddler pondría fin a aquel despropósito.
Andaba la gente murmurando con las cabezas unidas por ver si se enteraban del objeto que la
puñetera Fundación protegía, cuando en mitad del río de ovaciones, distinguí a Luis saltando de
dos en dos los escalones que lo separaban del escenario. Su madre lo miró con mala, malísima
cara. El chico llevaba un segundo micrófono en la mano que ella observó con terror.
—Buenas noches damas y caballeros, he de decirles que se ha cometido un error...
—¡Esta vez habréis vencido, malditos cobardes, pero he perdido una batalla, no la
jodida guerra! —farfullé cuando nadie quedaba para oírme, mientras dos velas de
mocos rebeldes, resbalaban por el arco de Cupido de mi labio.
—Mujer Olivia, no te lo tomes así, tienes un berrinche del quince —me consoló
Gilda con su voz de soprano.
—Fue tan... tan... —engarfíe los dedos de las manos deseando estrujar a alguien,
retorcerle el pescuezo. ¿A quién? A la Matilda de los huevos—Frustrante... Gilda, esa
es la palabra, frus. Tran. Te. Como cuando te quitan un caramelo de la punta de la boca
y babeas tratando de recuperarlo.
—Matilda siempre ha sido una serpiente de cascabel. Eso sí, a la chita callando.
Anda, reina pon a quemar una varita de incienso, te sentirás mejor.
—¿Tú crees? —dije levantando por un segundo el careto de los cojines empapados
en lágrimas. Lágrimas de pura rabieta.
—Milagroso, créeme. Por aquí arriba lo recomiendan cantidad—me dejé caer del
sofá arrastrándome como un lagarto hasta el aparador del salón y obedecí como una
cabra al perro pastor—. Centrémonos en lo importante, lo verdaderamente
importante y es que la Fundación existe ¿no? —asentí mientras un lagrimón me
apagaba la cerilla—Pues ya está, eso es lo principal. ¿Qué importa que la gente haya
salido de la presentación con la falsa idea de que protegen palomas del parque?
—Es que Matilda los ha engañado miserablemente.
—Pero se aflojaron el bolsillo con las donaciones de todas, todas—insistió
empeñada en resaltar sólo lo positivo.
—Los estatutos son los estatutos—sorbí.
—¡Claro que sí! —me animó—Luis se encargará de poner al frente un abogado
peleón que vigile por las actividades de la Corporación. No nos han derrotado, Olivia,
quítate eso de la cabeza.
—Si tú lo dices...
—Lo digo, lo afirmo y lo mantengo. Si pudiera acariciarte el pelo o achucharte como
una abuela, lo haría, no lo dudes. No permitiré que zarandees de este modo tu
corazoncito. Si no eres capaz de echarte a la espalda algunas cositas que no funcionan,
te descalifico y en paz—me amenazó.
Me quedé mirando fijamente al tendido con la varilla de incienso humeante entre mis dedos.
Para no perder la costumbre, Gilda respondió a mis despotriques con una risa de carnaval.
Deben pasárselo en el cielo, de puta madre, oye.
Los preparativos del desfile iban viento en popa a toda vela y aun sin expresa invitación de Luis,
me di varios garbeos por el atelier de Elena, dispuesta a recortar cualquier fleco que empañase la
absoluta perfección con que quería que se desarrollara. La confección de los modelos, llevada a
cabo en secreto, al margen de los padres de Luis, nos granjeaba esta vez el triunfo. No contaba
desde luego, con la inefable amistad entre Elena y Amparo y la exagerada cantidad de tiempo libre
de la segunda; pese a ello, me sentía bien recibida por la lánguida y rubia primita.
Y yo, para compensar, ese día me llevé a Marina de protección de retaguardia. Por si acaso.
La dueña del cotarro acababa de desaparecer por el foro en busca de botones y nosotras nos
quedamos admirando la textura de los tejidos, imaginando el colosal éxito del desfile y con ello, de
aquella misión estrambótica que se me había encomendado. Tras el revés en la presentación de la
Fundación, lo menos que podía esperar es que el segundo ciclo del plan triunfase.
Para vigilar el corral sin que nadie se lo solicitase, la Gorgona Amparo.
—¿Otra vez aquí? —me miró desde sus tacones como si yo fuese un chinche
molesto. Hizo que me estirase soberbia. A Marina la repasó desdeñosa midiendo cada
centímetro, como si fuera a fabricarle un ataúd a ojo.
—Veo que coincidimos —rugí.
—Elena es mi amiga —replicó encarándome.
—Este desfile es mi proyecto —le respondí de igual mal modo.
Vaciló un segundo y luego se echó a reír con tanto descaro que le hubiese arreado con gusto un
buen puñetazo en la nariz.
—¿Tu qué? No me hagas reír. Esto pertenece a los Balboa que yo sepa, no es tu
apellido.
Me estremecí de irritación. Mientras me daba mil excusas para calmarme, pudo la que decía
que aquella viborita no se merecía saber más que Elena.
Un momento... ¿había oído bien? ¿Amparo me tomaba en serio, quiero decir como potencial
rival? ¿Pensaba en realidad que yo podía torcer sus planes de conquista con Luis? Eso sólo podía
significar una cosa: ella había detectado cierto interés por mí en el chico... Corrijo; eso sólo
implicaba una cosa: Amparo en su temor, había creído detectar un interés de Luis por mí, que no
existía. En absoluto.
Pero me estremecí de placer ante la certeza de que la mortificaba.
—¿No vas a decir nada? ¿Te vas a quedar ahí mirando al tendido? —espetó
sacándome de un tirón de mi plácida reflexión —Mira que eres rara, tía. Con razón
Gonzalo...
—Amparito, guapa...—comencé tomándome mi tiempo. La pobre Marina, tiritaba a
mi vera —¿No tuviste bastante con el guantazo que te llevaste en Navidad? Debe ser
que no, cuando vienes a por más.
—Me estás amenazando. Te has convertido en una delincuente juvenil que enseña
las uñas, esto es ya, de juzgado de guardia.
—Anda, mona, no hables de lo que no sabes, que tu única titulación es el uso y
abuso de la tarjeta de crédito—consideré con desprecio—. Ocúpate de tus cosas y yo
de las mías y no habrá roces.
Noté que le rechinaban los dientes. Curioso. Cuando salía con Gonzalo y el resto de la pandilla,
nunca aprecié tanto odio en ella. Hipocritona y falsa sí, pero nada más. Sin embargo aquel
pensamiento no me aturdió más de lo preciso porque ahora de repente, yo me sentía importante
y me permití ser benévola.
—¡No te quiero cerca de los Balboa! —se puso histérica de súbito —¡No te quiero
cerca de Luis! ¡Te quiero a años luz de este desfile! —se interrumpió su perorata por
culpa de una colleja tremenda que alguien invisible le propinó y que le hizo cabecear.
Mientras ella rebuscaba con los párpados entornados el origen del ataque, yo me llevé
la mano a la frente, debatiéndome entre salvarle el pellejo o morirme de un ataque de
risa.
Gilda no se contentó con el mamporro. Además le propinó un soberano empujón que la tiró de
boca contra uno de los burros de los que colgaba la colección. Amparo trastabilló todo lo grande y
robusta que es y fue a parar al suelo en un batiburrillo desordenado de sedas que se rasgaban,
piernas, gritos y tafetanes. Elena escogió ese momento para retornar.
Amparo se había abierto una ceja y se dislocó un hombro. A tirones con ella logramos izarla,
cuando ya consideraba seriamente avisar a la grúa municipal como único recurso. Estaba hecha un
Cristo, con el ojo cubierto de sangre, brotando en alegre fuentecilla. Su gesto de dolor extremo me
conmovió.
—Mujer... pero ¿cómo has ido a parar a la percha? —se preguntó Marina. Angelito,
no sabe cómo se las gastan las apariciones cabreadas.
—Amparo, buena has liado con tu torpeza—aulló Elena desde su posición. Se
desentendió de su amiga para ir a evaluar los daños producidos. Por lo visto eran de
aupa —¡Tenemos cuatro vestidos rotos! ¡Cuatro! ¡Y uno manchado de sangre! ¡El
desfile es en dos días! ¡Anda que estarás contenta! ¿Por qué diablos no te quitas de
una vez esas plataformas asesinas?
—No la regañes, Elena, pobrecilla—intercedí con una losa de culpabilidad sobre el
espinazo—. Llama a las costureras, que vengan corriendo. Yo aviso a una ambulancia,
hay que cortar esta hemorragia cuanto antes.
Elena dejó ir media alma en un suspiro, mientras miraba a su íntima con resentimiento.
—Me preguntó qué sería de nosotras sin la sensata Olivia por aquí.
El comentario le produjo a mi enemiga una punzada mucho más insoportable que la ceja y el
hombro juntos.
Le eché una buena bronca a Gilda. Esta vez se había pasado. Sin embargo la muy perra terminó
haciéndome reír y es que en verdad, Amparo se merecía eso y más. Mi sentido de la
responsabilidad me impulsó a enviarle unas flores a su casa (con las que seguramente atascaría el
retrete) y a pasar en el atelier aquella tarde completa y el día siguiente previo a la gala, para
certificar la buena marcha de los reajustes. De nuevo me acompañó Marina para echar una mano,
ella siempre tan dispuesta y calladita, sin dar guerra, pero arrimando el hombro. Se preguntaba
Elena por qué se retrasaban las modelos para la asignación definitiva de trajes y último ensayo,
cuando su asistente nos dio la peor noticia que cabía en nuestras apretadas y desesperadísimas
mentes dominadas por el criminal estrés.
—Las modelos que teníamos contratadas rehúsan el trabajo.
—¿Qué? ¿Cómo...? ¿Pero por qué? —gemimos a una, al borde del desmayo.
—Dicen que les han pagado más en otro evento—hipó la secretaria acobardada.
—¿A todas? —la asistente de Elena asintió sin fuerzas. Yo me olí el pastel. Soborno.
Por parte y cuenta de los papas de Luis.
—Un día antes del desfile —lloriqueó Elena convulsa—. Me quiero morir. Ya no hay
tiempo para apalabrar más modelos profesionales, esto es el fin, el foso de fuego del
señor de los Anillos, el...
—Me presto para exhibir algunos modelos—me ofrecí, creo que sin reflexionarlo
una décima de segundo. Me mordí la lengua hasta sangrar pero ya era tarde. Elena me
miraba con los ojos como dos paelleras.
—¿Tú?
—Sí, yo —arrecié—. Los que me queden bien. Y mi amiga Marina, también.
¿Verdad, Marina? —la colé en la fiesta a base de codazos. Ella me miró aterrada.
—Modelar no... —tartamudeó.
—¡Salgo yo! —graznó Amparo agitando las manos en plan molinillo, en tanto
aparecía por la puerta. Traía un aparatoso apósito en la ceja y el brazo en cabestrillo,
pero venía con cara de "ni de coña una chincheta con anteojos y su amiga la granos,
me robarán protagonismo". Eso sí, domesticada y pintada como una puerta.
—Por favor, esto no es un desfile de lisiadas...—se le escapó a Elena. Tenía su chispa
de razón, pero Amparo saltó embravecida.
—¡Lo tiquismiquis que te pones a veces! ¿No es un acto benéfico? ¿Pues qué mejor
que gente normal, incluso accidentada? Le da... le otorga...—me miró suplicando
auxilio, acongojada por no encontrar la palabra adecuada.
—Más humanidad al asunto—rematé con rotundidad. Amparo asintió.
—Eso mismo.
—¿Estáis seguras?
—Qué bonito mostrar gente de la calle, gente corriente—me embalé, tomando
forma la descabellada idea.
—Yo tengo mil amigas que participarán encantadas—aportó Amparo con ojos
brillantes.
Iba a rugir que sus amigas no eran normales, cuando caí en la cuenta que también lo eran de
Elena. ¡De menuda metedura de pata me libré por los pelos! Supongo y supongo bien, que ellas,
todo pijoterío, marcas caras y estatura normalizada, daban más la talla como modelos que yo, una
diminuta con gafas.
"Porque eres una zorra" Marina y yo nos miramos y el mensaje en clave viajó como una flecha
entre nosotras. Elena se mostraba demasiado bloqueada como para razonar.
En estas estábamos, cuando Luis se adentró en el local, con el rostro desencajado, blanco como
la pared.
Gilda debió pillarme en un momento tonto, de un día más tonto aún, precisamente en una hora
ñoña, para persuadirme de que me comprase unas lentillas. Con arreglo a su escrupuloso sentido
de lo políticamente correcto, una modelo con gafas era un puñetero gruño. Total, que allá fui.
Restregándome los ojos desde la óptica del centro, al teatro rentado por Elena y su inagotable
bolsa de financiación, para la apoteosis del espectáculo.
Me quedé sin habla cuando enfrenté la decoración. El pret-a-porter de Gilda presentaba claros
matices pin—up y el escenario era una réplica de las más fastuosas funciones de Dita Von Teese.
Una de las paredes, tapizada de purpurina rosa y dorada dibujando lunas crecientes, con
gigantescas copas de champán de más de tres metros de altura, a lo largo de cuyos tallos, habían
dispuesto unas rampas tobogán por las que teóricamente se deslizarían las modelos en un alarde
de gracia y donaire. Ni que decir tiene, que este número había quedado abolido, so pena de
descuajaringarnos las humanas. La pared opuesta, estaba empapelada de grandes flores granate
sobre un fondo también oro y varios sofás de terciopelo color vino. Un lujo para los sentidos,
acicalado con música en vivo (hundida en el foso propio de su género) y perfumes diseminados en
el ambiente para crear más ídem. Fue tanta la ilusión que me provocó, que hasta se me pasó el
terror que me inmovilizaba. Pero las lentillas seguían molestando lo suyo.
Respiré hondo, me envalentoné y pasé a maquillaje. Marina ya estaba sentada y a toda mecha.
Su pelo rizado con tenacillas y un maquillaje pálido y aterciopelado, transformaban a la tímida
chiquilla con acné, en una vamp del cine de los cincuenta. Claro que ella me miró como si
soportara un exorcismo en lugar de una peluquera.
—¡Estás divina! —acerté a decir deseando que mi modesto yo, diese tanto de sí.
—Me muero de los nervios, Olivia.
—¿Qué me vas a contar? —declaré en un alarde de sinceridad.
—No me explico cómo me he metido en este fregado.
—Piensa que es por una buena causa —sé que con Marina, ese truco nunca falla.
Casi inmediatamente, la oí suspirar y calmarse.
No voy a decir que no me sorprendió recibir una llamada de Darío anunciándome que al fin
aceptaba nuestra propuesta y estaba a punto de tomar un avión rumbo a Madrid. Presentaría el
desfile. No pude aguantarme las ganas de contarle la buena nueva a Luis y salí como un torpedo
por candilejas llamándolo, con los rulos puestos y una medio vestimenta, muy poco ortodoxa. El
objeto de mis deseos contemplaba el incesante mar de cabezas que se ordenaba progresivamente
en platea, desde una cómoda posición. Todos los asistentes sostenían un tríptico informativo en la
mano. Menudo detalle, allí no faltaba ni un perejil.
—¡Viene Darío! ¡Viene! ¡Estará aquí hacia el final de la primera parte! —grité sin
resuello. Luis me miró y sus ojos se llenaron de estrellitas.
No dijo nada, no hizo el menor comentario, pero se me echó encima, me tomó por la cintura y
me levantó en vilo (lo cual, dicho sea de paso, no es muy complicado). Me dio un par de vueltas
loco de contento y al posarme en el suelo con bastante más delicadeza de la que me esperaba,
rozó levemente mis labios con los suyos.
—Suerte, campeona. Esto va a salir bien, bien, mejor que bien —me alentó.
Regresé al backstage entre nubes de algodón, haciendo eses cual borracha detestable. Amparo
ya estaba embutida en un corsé de raso beige demasiado estrecho para sus carnes, discutiendo
con la modista la conveniencia o no, de cerrarse del todo la cremallera. Su abundante pechamen
parecía querer explotar de puro contento. Pero a mí todo me importaba un bledo. Básicamente
porque Luis me había besado. Me había besado. Me había besado.
Y en la zona donde los labios se habían unido, persistía un cosquilleo vivificante. Vivificante.
Vivificante.
Salté de mi silla como un tapón de corcho. Con mi recatado vestidito negro, sorprendente por
su abertura lateral, que alcanzaba el nacimiento de la cadera. De no existir un filantrópico motivo
en lid, jamás de los jamases me hubiese atrevido a calzar semejante atrevimiento, versión clásica
con punto putón. Acompañado de unos tacones de muerte, el resultado era insoportablemente
sexy, de infarto, incluso encajado en mi pequeño cuerpo.
Sentí el mastodonte de Amparo emperrada en deshacerse del cabestrillo, moverse a mi
espalda. Los ojos me escocían horrores, no paraba de parpadear por ver si me aliviaba, pero nada
me valía. La cosa empeoró y mucho, cuando a propósito o sin querer, estando en plena
restregada, Amparo me descargó un codazo.
Demasiado tarde. La lentilla había saltado por los aires, evidentemente, fuera de su lugar, léase
mi ojo derecho. Las sombras y las nebulosas se cernieron desde el tabique de la nariz hacia la
izquierda. Las aspirantes a modelos se agolpaban desordenadamente entre los cortinajes, saltando
de excitación y yo sentía que me arrastraban. Pero sin ver dónde pisaba.
Volví embriagada por el éxito a cambiarme de ropa, cruzándome con otras cuatro amigas de
Amparo que arrastraban unas colas imposibles en traje de gala, entusiasmadas por enfrentar el
escenario. Para el segundo pase tenía asignado un traje de chaqueta estilo masculino con una
poderosa blusa de seda color crema, muy Katherine Hepburn. Me flipaba. Y más que me flipó
cuando moldearon mi melena con suaves ondas y marcaron mis finos labios en un apremiante
rojo carmín. Me admiré al espejo.
—¿Soy yo?
—Por supuesto que eres tú, si es que no te sacas partido, niña, te lo tengo dicho—
farfulló Gilda discretamente a mi oreja. Decidí aprovechar su buen talante.
—Pues esta vez me pongo las gafas—ventilé con determinación.
—Ni pienses que voy a permitirlo...—aulló Gilda.
—Le vienen que ni pintadas al modelón, no me digas que no... —la oí rumiar—¿Qué
tal le va a Marina? —silencio vengativo—Venga, no seas tontorrona, ¿qué tal le va a mi
amiga?
—Rotunda—concedió—. No se lo cree ni ella. Venga, prepárate, que salimos en un
plis.
—Espera, ¿qué pone aquí? —agarré al vuelo uno de los folletines publicitarios que
tanta aceptación habían tenido entre los asistentes y releí el nombre de la diseñadora
tal y como aparecía impreso—. ¡Me cago en la sota de bastos!
—Huy nena qué lengua...
—¿Dónde está Luis? —resoplé histérica.
—¡Olvídate de eso ahora, Olivia, es tu turno! —me amonestó Gilda más severa que
impaciente.
—¡Luis, Luis! —chillé presa de un atroz ataque de nervios, a sabiendas de que no
andaría pululando por el vestuario de las modelos.
—¡Olivia, salimos! —toque de queda. Me dejé conducir por mi fantasma, con la
expresión crispada por el berrinche.
—Respira hondo, respira hondo y suelta los músculos, vas muy tensa. Así, así está
mejor, disfruta del paseíto, Olivia, recuerda los aplausos de antes—me iba sosegando
Gilda. Mira que sabe.
Así alcanzamos el ecuador del desfile. Por lo menos en lo que a mí se refería. Volví a camerinos
y solté los taconazos con sendos lanzamientos, corriendo descalza en busca de Luis. Me frenó el
sonido de mi móvil, desgañitándose sin que un alma lo atendiera. Des—colgué porque era Darío.
—¿Sí? ¿Darío? ¿Dime? —nada. Había cortado abruptamente. Igual era la azafata
que tenía un mal día y le arreó un testarazo por incumplir la normativa de aviación
usando el teléfono a bordo.
Con él en la mano y los deditos de los pies al aire, corrí por candilejas en busca del
pequeño de los Balboa. En la mano libre llevaba un tríptico. Por fin lo divisé a lo lejos,
conversando con una pareja mayor que parecía estar disfrutando una barbaridad.
—Olivia, excelente, has estado...—tiré de su brazo.
—Eso luego. Mira, lee esto—le planté el folletín delante mismo del morro —¿quién
deduces tú que es el diseñador a la vista de esta información?
—¡Ostras! —alzó los ojos desconcertado—Mi prima Elena.
—Exacto. Elena. No Andrés Balboa, sino Elena—asentí enfadadísima—¿Cómo se nos
ha podido pasar este detalle por alto?
—Vi los trípticos pero pensé que eran obra tuya —confesó aturdido.
—Jolines, a mí me pasó exactamente lo mismo—balbuceé.
—Mi prima...—cayó.
—Tu prima...—caí.
—¡Elena! —caímos los dos al unísono.
—¿Cómo ha podido ser tan cerda? —solté sin el menor respeto al parentesco.
—Voy a buscarla y a cantarle las cuarenta—resopló Luis encendido—Me va a oír.
—Vendida... Voy contigo—decidí en un tono que no admitía contradicción. Allá que
me fui pisándole los talones y sin zapatos.
Luis atrapó mi mano y yo deseé que aquella carrera a la que nos lanzamos, no terminase nunca,
aunque el hígado escapase por mi boca. Cruzamos la trasera del escenario y de ahí, a los
vestuarios, donde las modelos aficionadas que andaban apiñadas haciéndose fotos y riendo como
las bobas que eran, corrieron a esconderse, protestando medio en pelotas. En este punto del
recorrido Luis se quedó ligeramente ensimismado y yo, brutalmente cabreada. Por fortuna, no
hizo falta dar muchos tumbos para toparnos con una exultante Elena, que recibía parabienes y
felicitaciones como lluvia de mayo. Luis saltó sobre ella a punto de decapitarla de un mordisco.
Hasta yo que iba de mala uva, me aterroricé.
—Es Darío —informé en un intento por animar el cotarro— ¿Sí? Darío qué alegría...
¿Cómo dices? lo tienen retenido en Barajas, no le dejan tomar un taxi—expliqué a Luis
que me miró cabeceando—. Unos tíos de seguridad privada. Otra vez tu padre, jolines,
menuda odisea.
—De esta mato a alguien, te lo aseguro, mato a alguien aunque me deshereden—
rugió mi bello joven de ojos esmeralda. Lo obsequié con una sonrisa de piedad.
—¡Olivia, a cambiarte! —me reclamaron desde vestuarios—¡Tú, ni se te ocurra
volver a entrar! —le gritó la costurera a Luis. El levantó una mano con débil resolución.
Apoyada en mi muleta particular y con una tea ardiendo en el estómago, lucí mis otros cuatro
trajes lo mejor que pude, manejando con mucho trabajo los nudos enfilados en la garganta y el
pecho. No me había imaginado cuan duros de roer eran los huesos Balboa. Qué de mala voluntad
acumulada. ¿Y yo pensaba que mis padres eran difíciles? ¡Dios! Me entraron unas ganas
absurdamente incontenibles de abrazarlos y llenarlos de besos aunque renegasen de su hija no
notario. Cuando finalizando el cotarro Elena subió al escenario y se dejó ver, la madre de todas las
ovaciones le cayó encima.
Sin dudas: el público enardecido por la calidad de los diseños, la había tomado por artífice y
diseñadora y la encumbraba a los altares. Elena agitó los brazos un par de veces agradeciendo las
muestras de cariño y reconocimiento y solicitando silencio.
Se llevó el micrófono a la boca.
—Distinguidas damas y caballeros asistentes a nuestro desfile. Nos congratulamos
del éxito obtenido y aprovecho para recordarles que todos estos maravillosos trajes
están a su disposición en las boutiques...
—La tía como aprovecha para barrer hacia adentro...—critiqué suavemente, sólo
para Gilda y para mí.
—Mujer, tendremos que venderlos, ¿no?
Se fue la luz. Se extinguió la electricidad y el enorme teatro fue engullido por las sombras, con
la sola supervivencia del alumbrado de emergencia y las velas de atrezzo. Tras unos segundos de
desconcierto, el público se convenció de que aquel recurso dramático formaba parte del show y se
lanzaron a aplaudir a rabiar, abandonando sus asientos lentamente, en dirección... ¡a la calle!
Fue para nada. En un abrir y cerrar de ojos, la sala estaba completamente vacía y hasta los
murmullos de los acomodadores se fue—ron extinguiendo. A la hora de los barrenderos, Darío
llegó corriendo sin aliento, arrastrando su maleta y nos encontró a los tres mosqueteros, sentados
llorosos en los escalones del escenario.
Yo no tenía cuerpo más que para acostarme y dormir cinco días seguidos. Nunca me había
tropellado un tranvía, pero cualquier víctima de semejante desafuero, debía sentirse poco más o
menos como yo en aquellos momentos. No obstante, en atención a Darío que tras recorrer miles
de kilómetros había soportado heroicamente la presión matadora de los caza recompensas de
Andrés Balboa en Barajas, nos fuimos a cenar. Yo me entretuve haciendo rodar un triste tomate
por el plato, sin llevarlo a ninguna parte.
Ya estamos.
Súbitamente, Fidel que llevaba su buen rato absorto, se retrepó en su silla, se acarició la perilla,
echó atrás la cabeza y rompió a reír. Dora y yo lo acribillamos a pupilazos.
—Vamos, me dirás que la cosa está como para carcajearse—le mugió Dora—. Sé
que no eres precisamente un dechado de sensibilidad, pero hazte cargo, mira la
chiquilla el mal rato que está pasando.
—¡No! ¡No lo entendéis! —aulló al borde del éxtasis.
—No, no lo entendemos—coreamos Dora y yo. Y mis mocos.
—Ya sé cómo solucionar tu problema. Y de paso, el mío —se frotó las manos y nos
dejó como estábamos. In albis. Y más mosqueadas que un pavo en Navidad.
¿ESTÁ PASANDO DE VERDAD?
La propuesta loca de Fidel, tomó forma y no cayó en saco roto. Dora y yo apalancamos su
oscilante castillo de naipes con tanto empeño y perseverancia, que fructificó. Vaya si lo hizo. El
carrusel se puso en marcha, escapó a nuestro control y al poco, arrollaba cuanto se le interpusiera,
abrasando cual reguero de pólvora. Los titulares de prensa asolaban un mes más tarde. ¡Quién se
lo hubiera figurado!
"Cortometraje elaborado por alumnos de la Escuela de Arte Cinematográfico de Madrid,
desvela el secreto mejor guardado de la familia Balboa".
"Andrés Balboa: un filántropo sensible, un alma de mujer guarecida bajo el duro caparazón de
un empresario".
"Vivir con su secreto, facilitó que después de fallecido, otros homosexuales gocen de más
facilidades y comprensión".
"Habla Maurice, el desconsolado camionero que atropello a Andrés Balboa en Mónaco:
—Fue un accidente espantoso, una fatal casualidad del destino. Pero cuando la ambulancia se
lo llevaba, tomó mi mano y dijo: te perdono"
"Andrés Balboa, lo que pudo ser y no fue. Alabado seas, maestro"
"Andrés Balboa, la sorpresa mejor recibida en el mundo de la moda " Etc., etc., etc.
¿Podía haber salido mejor? Ni Luis ni yo fuimos responsables directos de que la condición de
Gilda saltara a la palestra. Bueno yo sí. Yo, como partícipe en el cortometraje que dinamitó la
gélida imagen de tiburón de Andrés y lo convirtió en la joyita más preciada del mundo rosa del
quinquenio. Todo Cristo hablaba de Andrés, todo el mundo lo recordaba con afecto y publicaba
sus anécdotas en formato de memoria. Lo encaramaron al altar del diseño y el artisteo. Poco faltó
para la propuesta de santificación.
Por lo que me tocaba, no cabía en mí de gozo. Más todavía, cuando esa noche, Luis me invitó a
cenar para celebrarlo. Es cierto que pensé que tal honor competía compartirlo con Dora y Fidel,
pero me resistí a distribuir su atención entre yo y los dos hippies que tenía por colegas. Por una
noche, tendría a Luis Balboa exclusivamente para mí. Y es que llega un momento en que la lógica
escapa y aflora el sentimiento. Yo guardaba cascadas y cataratas de emociones dentro de mi
cuerpecito. ¿Sabría controlarlas?
Mejor morir en el intento, que sobrevivir sin ni siquiera probar, me dije. Confieso que me
trabajé a conciencia, tratando de imitar el peinado y maquillaje del desfile, con la impagable
colaboración de Gilda, claro está.
La dejé riéndose a carcajadas, para tropezarme en la puerta, como de costumbre, con señor
Contento y niño Feliz, que se me quedaron mirando embobados.
—Buenas noches —canturreé—. Voy a salir...
—Supongo que te agradará saber que después del follón, mi madre ha pedido el
divorcio. Afirma que no quiere continuar casada con el hijo de un moña —me contó
casi desternillándose.
—Ay Luis, no sé si reírme o echarme a llorar, me consta que esas cosas tienen su
trasfondo amargo—argumenté sin apartar mis ojos de su boca. La cigala en
movimiento me ponía más que un divorcio, para qué me voy a engañar.
—Tienes razón, en el fondo me dan pena, sólo se tienen a ellos y a su orgullo
absurdo. Una lástima que lo empleen como arma arrojadiza.
—Atravesamos el siglo veintiuno, ¿qué había de malo en que Gilda fuese... Gilda?
—¿Vino? —me ofreció sin desvelar mi interrogante.
—Calla, calla, yo me emborracho con dos caramelos de anís—¿eso quería decir "sí,
chulapo lárgame otro lingotazo" o "ni hablar de la peluca"?
—Entonces te serviré otra copita—mira qué bien. Luis se lo contestaba todo solo.
—Te advierto que te estás poniendo borroso—y yo, juguetona.
—Avisa antes de que me esfume del todo —me siguió la broma—. El otro día a mi
hermano Federico le dio por recordar los excelentes buñuelos soplaos que nos
cocinaba el abuelo. A la abuela le sobrevino otro de sus famosos ataques, cuando
Fede, que jamás se mete en nada, le echó en cara su incapacidad para poner en pie un
simple bizcocho de yogurt. El abuelo era un hacha, el tío.
—Me hubiera gustado conocerle.
—Me hubiera gustado conocerle más—agregó Luis.
—¿Brindamos? —separé la copa del mantel.
—Por Gilda.
—Por Gilda.
—Por nosotros.
Me atraganté. Disimulé como pude, pero me juego el Rolex a que el ridículo fue espantoso.
—Siempre te las arreglas para sorprenderme, Scully, eres una caja de sorpresas.
—Cajita, Luis, atendiendo al tamaño—rectifiqué.
—Me refiero a que eres... asombrosa.
—¿Yo? ¿Con quién me estás confundiendo? —aparenté frialdad y distancia, pero
por dentro me derretía como un bombón en Sevilla a pleno sol.
Tal que si hubiese intuido algo, Luis levantó la vista y se me quedó mirando de nuevo. Mi
corazón a esas alturas, ya no era un corazón, era una puñetera pelota de squash, loca perdida,
botando sin control.
—¡Cielos! ¡Además sabe cocinar, este chico es una joya! —ensalcé enganchándome
a su cuello. Luis jugueteó con mi nariz antes de cubrirme el rostro de dulces besitos.
—La casa cuenta igualmente con un sabroso aperitivo que esta—remos encantados
de ofrecerle en servicio degustación...
—Suena de maravilla...—ronroneé.
Menos mal que nos dimos prisa, porque el timbre de la puerta nos sorprendió medio desnudos.
Darío Pinto en persona y con una mueca de deleite esculpida en la cara, a cincel.
—¿Preparado? —arremetí.
—No lo sé, Olivia. Uno nunca está preparado para estas cosas—musitó sin perder la
amabilidad.
—¿Quieres calentar motores con una taza de café?
Darío se desembarazó del elegante borsalino que tocaba su cabeza y del espléndido fular de
pashmina, colocando ambas prendas dobladitas en un sillón; su extremado comedimiento, me
reveló que estaba de los nervios.
—Esa de ahí es mi habitación—indiqué con la voz rota por la emoción—. Toda tuya
y perdona el desorden.
Darío asintió en silencio y se encaminó cadencioso, haciendo del cruzar un salón de ático
madrileño, todo un arte. Una vez en el umbral, se giró a mirarnos y luego desapareció tras la
puerta.
Luis y yo fingimos normalidad y nos pusimos a recoger la mesa, pero era absurdo simular que
nada raro se cocía en las inmediaciones. Las rosquillas del desayuno no me pasaban la depresión
amígdalar y las magdalenas mutaron en mi boca, a cemento de secado rápido.
—Quisiera decir que no, pero no las tengo todas conmigo. Ya se han cumplido sus
sueños, es libre, ¿qué más podemos desearle que una eternidad de luz y amor? —
sequé al vuelo una lágrima —No sé si soportaré quedarme sola otra vez...
—No tienes por qué...
¿Eeeeeeh?
Me quedé sin despachar, porque Darío regresó al planeta absolutamente transfigurado. Si la
felicidad tiene rostro, era el de Darío Pinto en aquel instante, no me cabe duda. Luis y yo,
petrificados en medio de la sala, tratando de no romper la burbuja de embeleso en que se movía
el anciano con voz de ángel, lo observábamos reverentes, temerosos de Dios.
Por fin, suspiró levemente como quien sopla una vela.
—Imagino que ya puedo morirme en paz. Sabiendo que él está ahí esperando... es
curioso, todo cambia de color.
—Darío...—balbuceé incapaz de decir nada coherente.
—Chicos—nos tomó las manos y las apretó con ternura—, os debo mucho más que
la vida. Soy tan feliz que podría explotar y no me importaría. Vuelvo a casa como un
hombre nuevo.
Se calzó el sombrero y se enredó la bufanda alrededor del cuello, preservando su prodigiosa
garganta. Lo vimos salir y rozar apenas con la mano el ala del borsalino a modo de despedida. Un
gesto tan de Humphrey.
El encanto del mágico minuto, lo rompió un mensaje captado por mi móvil. Lo leí con cierto
disgusto. Pero la sonrisa sustituyó enseguida mi sombría expresión y mi gesto hosco.
FFIIN
N