Caminar A La Luz Del Amor

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CAMINAR A LA LUZ DEL AMOR

LOS FUNDAMENTOS DE LA MORAL CRISTIANA


(Resumen de la obra del mismo título de Melina, Noriega y Pérez-Soba)

INTRODUCCIÓN

OBRAR HUMANO Y REINO DE DIOS


Delante de Dios, ¿tiene relevancia alguna el obrar humano? Es verdad que la
actuación divina es definitiva y totalizante en la historia, y sin embargo, de
ninguna manera anula y deja inútil la acción del hombre; por el contrario, la
interpela, motiva al hombre a actuar. Cuando el Reino de Dios—acción divina por
excelencia—irrumpe en la historia, el hombre recibe la invitación a “convertirse y
creer”, es decir a tomar parte activa en su salvación. El hombre halla en la Iglesia
la “morada de la Esperanza”, ella se constituye en el lugar privilegiado del obrar
humano como respuesta a la interpelación divina.

Ahora bien, el mundo secularizado le ha dado importancia a un obrar divorciado


del ámbito de la fe, de manera que ésta ha dejado de ser guía en las acciones
humanas. Como extremo opuesto a esto, está la postura luterana de “sola fide"
que sostiene que el actuar del hombre es totalmente irrelevante en la salvación, y
que sólo se necesita la “fe”, dejando de lado que la fe se tiene que hacer evidente a
través del obrar caritativo.

Que la fe debe estar respaldada por el actuar humano es evidente en las palabras
de Agustín de Hipona: “Qui ergo fecit te sine te, non te justificat sine te”. De
manera que la salvación, manteniendo su causa principal en Dios, también tiene
al hombre mismo como causa secundaria. Corresponde, entonces, al hombre la
elección de su salvación (Cf. Dt 30, 15-20; Mt 25, 40), la construcción de una vida
buena, y desde este sentido todas las acciones humanas toman una relevancia
eterna sin importar cuan insignificantes parezcan.
LA TRADICIÓN: HORIZONTE HERMENÉUTICO DEL ACTUAR
HUMANO

A través de los siglos la Iglesia ha ido elaborando lo que hoy llamamos “Teología
Moral”, que no es más que una reflexión sobre el obrar del cristiano hacia su
salvación; esta reflexión ha crecido a la par con la iglesia, de modo que la historia
de la moral es la misma historia de la iglesia, cada época con sus propios
planteamientos y aportes.

Época Patrística: La Moral aún no cobra vida propia en este momento; se asume
en el conjunto de toda la teología; pese a esto, el obrar del cristiano dentro de la
Iglesia es muy importante para los padres, tema recurrente en las homilías, en las
que utilizan la sagrada escritura para reflexionar sobre los dos caminos. Aparecen
las primeras formulaciones morales, que encontramos en textos como la Didajé,
el Pedagogo de Clemente de Alejandría, o el Pastor de Hermas, que enfatizan la
búsqueda de una vita beata. Pese a ser un momento fuertemente influenciado
por el pensamiento filosófico grecorromano, hay puntos en los que se apartan de
esta como al referirse a la libre creación de Dios y su relación con la criatura
humana. En esta relación el don de Dios está en primer lugar.

En este momento histórico de persecuciones, la buena conducta de los cristianos


es una de las maneras de defender la fe contra sus detractores. Los cristianos
debían ser personas intachables, fieles a su vocación a la santidad. La vida
cristiana estaba fuertemente vinculada a la comunidad eclesial y a su vida
litúrgica, y estaba alimentada por el testimonio de los mártires. La máxima
producción moral de esta época es el De Sermone Domini in Monte de San
Agustín.

Período Medieval: No será sino hasta la Alta Edad media cuando la Moral haya
alcanzado su status de “ciencia”, enmarcada en la ciencia teológica. Es una época
de cambios drásticos, en el que el ámbito de acción va a pasar de la monotonía
del campo al movimiento de la ciudad y los retos que esta plantea; estos
estructurales exigirán de la moral respuestas prontas. El inicio de la edad media

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marcó una fuerte escisión en el pueblo de Dios: por una parte estaban los
perfectos (los monjes) y por otra estaba el resto del pueblo, cada uno con su
propia moral. Proliferaron los libros penitenciales, que fomentaron una moral
casuística y objetivista. Figuras destacadas como Pedro Abelardo y Pedro
Lombardo, en los primeros intentos de sistematización de la teología, le darán
un sitio propio a la reflexión moral (fe-caridad-sacramentos en el primero, acto
humano y libertad, virtudes teologales y vida en Cristo en el segundo), estas que
intentan recuperar la subjetividad de la acción. Pero serán Alejandro de Hales,
Alberto Magno, Buenaventura de Bagnoregio, y sobre todo Tomás de Aquino,
quienes lleven la reflexión moral a su momento de independencia y culmen.
Tomás le aporta a la moral su reconocimiento como disciplina con un sustento
dogmático propio. Agustín y Alejandro de Hales habían basado sus reflexiones
morales sobre la ley, Tomás la basa en una visión teológica del acto humano, al
que denomina “Motus rationalis creaturae in Deum”. Tomás recalca que el acto
es libre y no impuesto, y distingue dos tipos de elementos en la acción: elementos
internos (pasiones, hábitos, virtudes) y elementos externos (ley y gracia). Para
Tomás, la virtud está implicada en el acto del conocer moral: solo el virtuoso
conoce el bien; desde esta perspectiva entiende la ley, que para él es un medio y
no fin en sí, es decir, la ley sirve para formar en la virtud, y no al revés.

La baja edad media, con algunos filósofos franciscanos, regresará al énfasis de la


ley: Duns Escoto recalcará que la ley vale por ser la expresión de la voluntad
imperativa del legislador; ya no importará si la ley es racional o no, sino que el
legislador tenga voluntad. Guillermo de Ockham fortalecerá la aparición del
sujeto individual, y entenderá la libertad como indiferencia. Se cae en un sistema
de duros legalismos e individualismo. Como respuesta a esto aparecerán en la
tardía Edad Media movimientos pietistas que rechazarán la especulación
teológica y centrarán su vida moral en prácticas de piedad: un ejemplo es Tomas
de Kempis.

Época Moderna: La Edad Moderna está marcada por el fin de la unidad religiosa
(reforma y contrarreforma), el universalismo (descubrimiento de América) y la
aparición de la racionalidad científica. La reforma conciliar en la formación
teológica genera la creación de manuales (manualística), que se centra en debates

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sobre la gracia y la libertad. Se acentúa el casuismo, se centra toda la cuestión
moral en el juicio de conciencia. La ley se reduce al Decálogo. Se va forjando una
moral de mínimos, con argumentos meramente racionales, dejando a un lado la
Escritura, la Dogmática y la Espiritualidad. En un mundo de ilustración, de
cambios sin precedentes, del nacimiento del capitalismo, la moral se encierra en
sí misma (en su reflexión especulativa) y no se preocupa por darle respuestas a
los problemas de su tiempo. La moral degenera en sistemas morales extremos
(laxismo, probabilismo, tutiorismo, equiprobabilismo). Será Alfonso María de
Ligorio quien proponga una síntesis de posturas, acentúe el valor de la conciencia
y centre la reflexión moral en las razones internas que mueven a la acción.

Reconstrucción de la Moral: Los siglos XVIII y XIX son un período marcado por
las ideologías; aparecen los planteamientos de Kant, Hegel, Schopenhauer,
Darwin, Freud. Se desarrollan las ciencias humanas; surgen figuras que se
sumergen en el campo moral como Kierkegaar y el Cardenal Newman, quien
sostenía con las palabras y la vida que la fe implicaba en sí a toda la persona.

Al principio del siglo XX las dos guerras mundiales dan un golpe estructural a las
teologías protestante liberal y católica conservadora; queda una certeza: la
posibilidad del hombre de autodestrucción, la idea de un progreso moral lineal
que el hombre inevitablemente sigue ya no puede mantenerse. Surgen filosofías
como la escuela analítica y las corrientes existencialista, fenomenológica y
personalista. Hay un llamado insistente por volver a Santo Tomás, en la cabeza
de León XIII, se renuevan los manuales, hay un ansia de fundamentar la moral
con la escritura y la espiritualidad, se va gestando el ambiente para el Concilio
Vaticano II.

El Concilio Vaticano II: El concilio no tiene ningún documento que dicte


sistemáticamente principios morales; una primera redacción del "De Ordine
Morali" fue retirado por los Padres. Los distintos documentos irán expresando
los principios morales conciliares; por ejemplo, el capítulo V de la constitución de
Iglesia versará sobre la vocación universal a la santidad, la Perfectae Caritatis
hablará sobre el seguimiento de Cristo en la caridad, y la Optatam Totius nos
hablará del perfeccionamiento de la Teología moral (16,4). En resumen, hay

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muchos elementos conciliares en torno a la renovación moral, pero no podemos
referirnos a una síntesis sistemática de los mismos dentro del concilio mismo.

El Posconcilio: Podemos hablar de dos momentos delimitados en la etapa


posconciliar en lo que respecta a la moral: antes y después de la encíclica
Humanae Vitae, en el año 1968. Desde el concilio hasta el 68 el centro estará en
la renovación eclesial, en la apertura a la ética secular, al diálogo con el mundo;
se reconsidera la existencia de actos intrínsicamente malos y se va consolidando
lo que vendría a denominarse la opción fundamental. El 25 de Julio de 1968, el
papa Pablo VI promulga la encíclica Humanae Vitae, afirmando la ilicitud de los
métodos anticonceptivos como algo intrínsicamente malo. Esta declaración tiene
rechazos frontales, hecho sin precedencias en la historia del magisterio. Se
respira el ambiente de mayo del 68, se vindica la autonomía de la conciencia, es
decir: la conciencia humana tiene la capacidad de distinguir el bien del mal sin la
necesidad de recibir una moral revelada. Si Dios dictara normas morales
concretas, estas serían universales y eternas, una moral específica (cristiana) se
presenta como válida para todo el mundo.

El papa encarga estudiar el asunto a la Comisión Teológica Internacional; la


respuesta es la formulación del teólogo von Baltasar. El desarrollo moral va a
cambiar radicalmente la doctrina tradicional del pecado mortal, va a primar la
persona sobre la naturaleza, y se termina de perfilar la teoría de la opción
fundamental. Aun así quedan grandes vacíos en el sistema moral, la gracia
pareciera un añadido. Mientras tanto, en sectores "tercermundistas",
especialmente en América Latina se va forjando una nueva visión moral a partir
de la Teología de la Liberación, que desde su carácter eminentemente práctico,
planteará la moral comunitaria y el pecado estructural. También, ante el
deterioro de la ecología van surgiendo éticas de un desarrollo sostenible.

La Veritatis Splendor: preparada desde 1987 hasta 1993, es el primer documento


de la iglesia en el que se proponen los fundamentos de la moral cristiana. Previo a
este documento, la Congregación para la Doctrina de la Fe había promulgado el
documento Donun veritatis en el que se declaraba que el magisterio tiene la
capacidad de dictar enseñanzas definitiva en materia moral; y se había preparado

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el Catecismo de la Iglesia Católica que dedica la tercera parte (la vida en Cristo) al
comentario del decálogo como fundamento de la moral cristiana.

La encíclica afirma, como parte de la revelación cristiana, que existen actos


intrínsicamente malos, y relativiza el papel de la conciencia subordinándola a la
ley. En el primer capítulo se pone como fundamento de la moral, el Seguimiento
de Cristo; el segundo capítulo ofrecerá algunos puntos concretos sobre la relación
"libertad"-"ley", "ley"-"conciencia", "opción fundamental"-"acto concreto" y "acto
concreto"-"absolutos morales". El último capítulo va a hablar sobre la vivencia
eclesial de lo moral.

Los planteamientos de la encíclica se concentran en la persona que actúa con


libertad, y el fin de la libertad es amar. Para que una acción sea verdadera debe
alcanzar su fin, puesto que el fin de la libertad es el amor, sólo en la medida en
que la acción libre construya un acto de amor alcanza su propia verdad, es decir,
es auténticamente libre. Ahora bien, el amor tiene como fin la comunión; he aquí
el sentido de la ley: ser camino que oriente a la libertad hacia su verdad, es decir a
la comunión en el amor. Ahora bien, la ley—el camino—es universal, y por tanto
sólo puede orientar hacia la verdad de la acción, nunca introducir
completamente, pues cada acción concreta es completamente diferente de otra.
¿Cuál es entonces el papel de la conciencia? Discernir la verdad en la concreción
del acto, allí donde la ley se queda corta: esto significa que la ley ilumina, pero la
conciencia tiene un papel mucho más vital en la acción.

Después de la Veritatis Splendor, tres encíclicas se destacan por su contenido


moral: la "Evangelium Vitae" y la "Fides et Ratio" de Juan Pablo II, la primera
presenta una concepción personalista de la libertad y la segunda la relación moral
entre verdad y libertad, y la "Deus Caritas Est" de Benedicto XVI, donde se pone
al amor como el centro del obrar cristiano.

FUENTES Y MÉTODO DE LA TEOLOGÍA MORAL

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Se define entonces Teología Moral como la “reflexión teológica dirigida a la
comprensión sistemática del dinamismo del obrar cristiano, entendido como
respuesta a la llamada originaria del Padre a cumplir la imagen y a ser hijos en el
Hijo, mediante la sinergia entre gracia divina y libertad humana, bajo la guía del
Espíritu” (Literal). El método de la Teología Moral está basado en el nexo entre
libertad y verdad, entendiendo que la una no existe sin la otra: un nexo circular
que alcanza su plenitud en Cristo. Cuando se rompe este nexo puede surgir o bien
éticas sin libertad (en los que los confines del bien y del mal se deciden
arbitrariamente, reinando el relativismo, y como no hay verdades comunes, cada
uno se fabrica su propia verdad sobre la única base de sus emociones) o bien
éticas intelectualistas (en la que la experiencia subjetiva y la construcción
permanente de la libertad se anulan completamente).

La Gaudium et Spes (46) señala dos fuentes necesarias para la reflexión sobre el
obrar humano: la sagrada escritura y la experiencia humana. Después del
concilio, ya lo hemos dicho, hubo un entusiasmo renovador que intentó volver a
la sagrada escritura como fuente. Sin embargo, esto significaba hablar de una
moral revelada, específicamente cristiana; ¿cómo, entonces, presentarla como
una verdad universal racional? Hubo quien rechazara la moral bíblica por
limitada y por el peligro de caer en el fundamentalismo. Se alcanzó la síntesis en
el planteamiento de extraer principios del dato revelado (especialmente de
lugares ricos en enseñanza moral como el decálogo, el epistolario paulino o el
sermón de la montaña) dejando a la autonomía de la razón el determinar normas
morales válidas y universales.

En cuanto a la segunda fuente, hay que decir que en materia moral prima la
experiencia sobre la reflexión teórica. Juan Pablo II le reconocía a la experiencia
el ser un modo legítimo para la interpretación teológica. Un principio sólo puede
ser moral en la medida en que una experiencia vivida le dé sentido. En la
tradición de la Iglesia podemos encontrar la experiencia necesaria que ayude
discernir lo que es permanentemente válido y lo que es cambiante.

Finalmente, hay que decir que la Teología Moral no se puede desligar de la


dogmática, pues halla en ella su fundamento, ni de la espiritualidad, pues ésta se

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constituye en un fin. Si se pierde el vínculo con cualquiera de las dos, se cae en el
legalismo, como ocurrió en el post-concilio tridentino.

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PARTE 1
LA GLORIA DE DIOS PADRE-LA VOCACIÓN AL AMOR

LAS DIMENSIONES DE LA REFLEXIÓN MORAL

La Pregunta del Jóven


Un joven rico se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Qué de bueno he de hacer para
conseguir la vida eterna?” He ahí el principio de toda reflexión moral. Es una
pregunta que sólo se hace en el marco de una experiencia moral: una experiencia
vivida y una búsqueda de realización, búsqueda de sentido en la vida. Al igual que
aquel joven, el cristiano enmarca su experiencia moral en una querer “hacer
más”, nos encontramos en el nivel de trascendencia. Esta búsqueda de
trascender surge por la apertura hacia la cuestión del sentido de la vida. En una
palabra: toda experiencia moral encierra en sí dos elementos esenciales: el
absoluto y una “finalización interna de la libertad” (lit). Estas dos dimensiones
no son de por sí de carácter religioso, pues religión no es equivalente a moral.
Hubo un momento en el que se valoraba la religión precisamente por el valor
moral que aportaba; hoy entendemos que la religión abarca mucho más que la
moral, si bien la religión es moral, y precisamente por ello, la religión puede
hacer crítica de determinadas acciones y considerarlas inmorales. El sentido
religioso del acto humano no puede desconocerse, pues es el horizonte en donde
puede encontrar las respuestas últimas.

En el pasaje inmediatamente anterior a la pregunta del joven rico, según el relato


mateano, los fariseos hacen una pregunta a Jesús sobre el divorcio; la respuesta
de Jesús es una remisión al principio: “En el principio no fue así”. Tres
pensamientos llegan a la mente sobre este principio: el principio es el plan
creador de Dios, el principio es el corazón humano, el principio es Jesucristo
mismo, piedra angular de toda la creación. Que el principio sea el Plan originario
de Dios nos recuerda que las acciones humanas se fundan y deben obedecer a un
plan que Dios tiene sobre el hombre, plan del que estamos seguros, pues fuimos
hechos a su imagen y semejanza. Cuando nos convencemos de esta verdad,

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entonces nuestro corazón fortalece su capacidad de amar, desde ese punto de
vista el corazón es el principio de la acción humana.

La imagen perfecta de Dios y del hombre está en la persona de Jesucristo: de


manera que en Jesús está el verdadero principio: el obrar de Jesús le da sentido a
todo el obrar humano, y desde sus acciones las nuestras se insertan en el plan de
salvación, plan que se realiza por la acción del Espíritu Santo. Por eso es Cristo
quien debe responder la pregunta moral. Cristo nos enseña que nuestras acciones
tienen una presencia divina.

La Búsqueda del Sentido


Las acciones del ser humano tienen un fin: la realización personal; de modo que
encontramos una relación intrínseca persona-actos, y esta relación es anterior a
cualquier norma y valoración moral. Nos encontramos en el plano de la búsqueda
de sentido, pero no de cualquier sentido: es la búsqueda del Sentido último, por
el que se está dispuesto a dar la vida. Sin embargo, muchas veces la búsqueda se
hace mezquina, derivando en un ansia de bienes o sensaciones. En este sentido
hay dos distintos tipos de sujetos, a saber:

-Sujeto utilitario: La utilidad de las cosas son el punto de medición de sus


acciones y de su misma persona; su objetivo es “optimizar el estado de las cosas”.
Este sujeto corre peligro de cosificación.
-Sujeto pasional: El grado de agradabilidad es el parámetro del juicio
moral. Es una base profundamente sentimental.
-Sujeto individualista: Los dos sujetos anteriores pueden converger en una
sola persona, un sujeto utilitario pasional. Con ambas características o no, nos
encontramos ante alguien que realiza por sus propios juicios la valoración moral,
desconociendo la dimensión comunitaria del obrar humano.

La relación intrínseca entre persona-actos que se ha mencionado arriba, llevan


necesariamente a una conclusión: la pregunta moral afecta la identidad personal,
la pregunta ¿qué debo hacer?, equivale a ¿quién soy yo?, y esta es la pregunta
más radical del hombre, es decir: la pregunta moral está en el mismo plano de la
pregunta metafísica. La moral afecta la vida entera.

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El amor: experiencia fundante
El amor es mucho más que un sentimiento de favor hacia el prójimo. Es una
revelación, es iniciativa divina, es la experiencia que contiene en sí toda la moral
humana. Por eso la vocación originaria del hombre es el amor: “El hombre no
puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida
está privada de sentido si no se le revela el amor, sino se encuentra con el amor,
sino lo experimenta y lo hace propio, sino participa en él vivamente” Redemptoris
hominis 10, JP II

Podemos comprender el amor desde distintos niveles: metafísico (amor


originario, principio explicativo de todas las cosas, causa de unión de todo el
cosmos al mejor estilo de Empédocles. Agape, amor de principio), afectivo
(relación entre el objeto amado y el amante, intencionalidad, más que impulso:
unión afectiva), antropológico (amor del objeto “en sí” mismo, amor no a las
cualidades del amado, sino al ser mismo del amado, contemplación, alteridad) y
moral (que según Santo Tomás: In hoc praecipue consistit amor, quod amans
amato bonum velit. Esta definición unifica todos los elementos del amor, todo
amor verdadero acaba en una persona, superando la relación sujeto-objeto, se
abre la posibilidad de una relación sujeto-sujeto)

El encuentro y la comunión
El primer fundamento del amor es la unidad entre el amante y el amado. Pero
antes de que haya un reconocimiento del otro como amado, ya se da una
presencia de éste en el amante. El encuentro no es un acto casual sino causal:
surge de la iniciativa de quien ama primero: yo amo en respuesta al amor de otro
que me interpela. El encuentro se constituye en el primer paso para la comunión,
fin último del amor: la respuesta de amor no es un simple “intercambio de amor”,
sino una acogida del don del amor al que me abro y que me mueve a elegir a la
otra persona como fin intencional de mis acciones. El principio de todo este
proceso de encuentro y comunión se encuentra en la comunión trinitaria que se
nos revela en nuestro encuentro con Cristo.

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EL FIN ÚLTIMO Y EL IDEAL DE LA VIDA BUENA

En la raíz de toda acción humana está implicado el deseo, es decir: todo lo que el
hombre realiza persigue algo. Para entender esta realidad tenemos que partir por
distinguir entre acto de querer y objeto querido; y entonces captar toda la
realidad del acto de querer. Este es el método propuesto por Maurice Blondel:
Volonté voulante y Volonté voulue. De esta distinción surge también la bina:
“deseo”-“deseos”. “Nuestros deseos a veces nos ocultan nuestros verdaderos
deseos…” (Literal). El deseo no podrá jamás reducirse a los meros deseos, y por
eso los deseos jamás podrán satisfacer plenamente el deseo. Este siempre
sobrepasará a aquellos.

Esto crea entonces lo que se ha llamado la paradoja del deseo. Es decir,


considerando que la satisfacción de los deseos no satisface el deseo, y que éste
hace parte de nuestra vida, podemos concluir que el deseo no se puede satisfacer
ni extinguir, siempre permanecerá en nosotros como una realidad que pretenderá
dominarnos por completo. El no iluminar debidamente esta paradoja ha dado
lugar a múltiples respuestas insuficientes a lo largo y ancho de la historia de la
humanidad: todas ellas falsas soluciones a la paradoja:

-El hedonismo optó por ignorar la paradoja, y por la entrega a la perenne


satisfacción de los deseos en la experiencia del placer.
-El budismo quiso aniquilar el deseo, pues en esto consiste la suprema
salvación: en liberarse completamente del deseo. Si éste continuara,
engendraría múltiples deseos y todos no serían más que una vana ilusión.
-Los estoicos optaron por la vía de la racionalización del deseo, intentando
vivir por encima de éste, ignorándolo en un equilibrio racional. Un elevado
ideal de vida que raya en lo inhumano.
-Los existencialistas encuentran en el deseo la base para la absolutización
de la libertad, (Lit: “la única verdad del hombre manifestada en el deseo es
la apertura infinita de su propia libertad”) creyendo disolver en esta la
paradoja, pues la libertad debe asegurarle al hombre que no está atado a
ningún objeto de deseo.

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Ahora bien, el deseo del hombre jamás satisfecho nos manifiesta un anhelo
infinito, es decir un fin moral absoluto en el que debe acabar. El problema es que
el deseo que nos evidencia la necesidad de un fin, no es capaz por sí de
determinarlo. El deseo necesita ser “salvado” y en la salvación del deseo
encontramos el “deseo de salvación”. Este deseo permanece abierto con aquello
que lo puede salvar, pues él en sí no puede producirlo: esta salvación la encuentra
en la esperanza, y el camino de la esperanza es abierto por el amor.

La finalización de la acción:
Toda acción humana, para que sea en verdad humana debe tener un fin; el fin es
parte intrínseca de la acción. Ahora bien, se pueden distinguir varios tipos de
fines presentes en la acción:
-El finis quod (objeto al que se aspira)
-El finis cui (persona a la que se dirige la acción)
-El finis quo (la acción misma)
-El finis cuius gratia (razón de bondad)

En el último está la el meollo de la causalidad final de toda acción, la razón


perfectiva que sirve como sustento a los otros fines, pues apunta a la Bondad
última. Literalmente, “Por la finalización propia de la atracción del bien (finis
cuius gratia), percibida afectivamente en un ámbito interpersonal, el hombre se
dirige a un bien (finis quod) querido para alguien (finis cui), por medio del bien
específico de una acción (finis quo).” Puesto que el bien es el soporte de toda la
finalidad, entonces se hace necesario hablar de un fin último. El fin último debe
trascender a todos los deseos y a todas las acciones, de suerte que este ya está
presente aún antes de que el hombre se dé cuenta, y está presente en cada una de
las acciones. Es un fin único para todos los hombres, es universal, y por tanto no
se puede decir que sea creado por el hombre.

Ahora bien, el hombre no es un autómata que está obligado a que sus acciones se
encaminen hacia el fin último. La voluntad se conjuga con la libertad: el hombre
tiene capacidad para dirigir sus propias acciones, de dominarse así mismo. La
responsabilidad del hombre consiste entonces en procurar, con toda la fuerza de

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su voluntad, que sus acciones se dirijan hacia su fin verdadero. El ser humano
posee capacidad para discernir si una acción se dirige hacia el fin último o no.

Cuando se dice que las acciones deben estar encaminadas, libre y


voluntariamente, hacia un fin último, se está planteando la cuestión del ideal de
vida, de la vida buena, de la felicidad, de la bienaventuranza. Las acciones del
hombre tienen como horizonte en el que encuentran su significado la
bienaventuranza. Para los griegos la eudemonía, como llamaban a la felicidad,
consistía en una vida plena. Pero, si bien es cierto que todos los hombres
buscamos la felicidad, también hay que reconocer que nos ha sido imposible
determinar en qué consiste, y muchas veces se confunden los fines de las acciones
con los fines últimos, con la consecuencia de igualar la satisfacción de los deseos
con la felicidad. La moral cristiana enseña que el finis quod de la felicidad es
Dios, y el finis quo es la contemplación amorosa de la Trinidad.

Se disciernen cuatro tipos de felicidad:


-La felicidad al recibir un don, por sentirse objeto del él. Es la experiencia
ante lo inesperado. Aquí el sujeto es tremendamente pasional, y se puede derivar
en la actitud quietista de quien siempre está esperando. En una voluntad ajena
(aunque sea la de Dios) o sencillamente en la buena suerte.
-La felicidad que se experimenta en “la correlación con el mundo, la
realización de las posibilidades que el mundo ofrece a la persona en las
circunstancias concretas, históricas y culturales en las que vive” (literalmente). La
historicidad del hombre es imprescindible para entender la felicidad, pero al
mismo tiempo relativa en relación con ella, pues la hace depender de las
coyunturas de cada época.
-La felicidad interior, intrínseca a la persona, el modo de actuar perfecto,
por el que se alcanza el don. Es la felicidad que plantea Aristóteles, depende de la
actividad del hombre en la construcción de su vida perfecta.
-La felicidad que sintetiza el actuar perfecto y la recepción del don. La
eudokía. El modelo de la acción perfecta ya no es el acto de la inteligencia (como
diría Aristóteles) sino el amor. Es hacerse cargo de la felicidad del otro.

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El camino hacia la felicidad, hacia la Bienaventuranza lo ofrece Cristo en el
Sermón de la Montaña, con sus bienaventuranzas: la realización de acciones
excelentes (parte activa), para recibir el don de Dios (parte pasiva). Las
bienaventuranzas nos enseñan que la bienaventuranza no se halla en el tener, ni
en el poder, ni en el placer, ni en un estado de ánimo. La felicidad está en ver a
Dios.

La vida plena como referente de la bienaventuranza tiene su máxima expresión


en Cristo. La bienaventuranza de Cristo consiste en la unión filial con Dios, de
quién salió y hacia quien condujo plenamente su vida, pues sus obras no
buscaban sino la gloria del Padre. Por eso sólo en Jesús, y en nuestra
identificación con él, podemos hallar el sentido pleno de la vida. La gloria del
Padre nos es revelada en Jesús, sólo él es el camino que nos conduce hacia Dios;
así lo entendió Felipe: “Muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14, 6). El fin último
de la creación es la gloria de Dios, y, como dice san Irineo, Gloria Dei homo
vivens, la gloria de Dios es que el hombre viva, vida plena que el hombre por sí no
puede producir jamás. Con Jesús se inaugura la plenitud de esta vida en el Reino
de Dios, don ya presente en el mundo, que se recibe por la conversión y la fe y se
sustenta en la Vida en Cristo, que es al mismo tiempo vida hacia Cristo, hacia la
realización total del Reino.

PECADO Y LIBERTAD HUMANA

El actuar humano está marcado por una realidad que no debe desconocerse: la
imposibilidad de alcanzar plenamente el fin último a causa del pecado. Es decir,
el fin al que está dirigida la libertad humana está muy por encima de su
naturaleza y de sus posibilidades. Aceptar esta realidad es el primer paso para
reconocerse pecador, limitado en la realización de una vida plena, y puesto que es
una situación común a todos los hombres, es también indispensable para
comprender toda la dinámica humana.

El concilio Vaticano II (Gaudium et Spes 13) dice que el corazón del hombre “está
inclinado al mal y sumergido en una multitud de males que no pueden proceder
de su Creador”. El pecado entonces es fragilidad permanente en el hombre, que

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está presente en él antes de cualquier acción. Una fragilidad que es afectiva, y por
eso el mal penetra hasta la intimidad del corazón, de la que penden nuestra
identidad, nuestras emociones y nuestras acciones. El pecado es mucho más que
un error, es un mal radical que no viene de fuera, que es interior al hombre y
como tal afecta a la voluntad y a la libertad mismas, es una auténtica ruptura de
las relaciones con el Otro, con los otros y con lo otro. El pecado se ha entendido
en la Sagrada Escritura como “caída”, como “impureza” que desfigura la dignidad
humana y por tanto como imposibilidad del hombre de reconocerse como
existente ante Dios.

El hombre entonces se identifica asó mismo con un mal, y este es el marco para el
sentimiento de culpa, que incluye en sí remordimiento por el pecado cometido, y
arrepentimiento para no volver a cometerlo. Ahora bien, la culpa nos hace
concientes de dos hechos: no somos inocentes, y no podemos salvarnos a
nosotros mismos. El hombre ha intentado explicarse este sentimiento de culpa de
distintas maneras a lo largo de los años, pero han sido explicaciones insuficientes
pues han centrado la culpa en sólo una dimensión del ser humano:
-la propuesta intelectualista ha centrado la culpa en la ignorancia
-la propuesta sociológica ha puesto el centro fuera del hombre
-la propuesta sicológica ve el mal en traumas afectivos
-las propuestas esencialista y simbólica se centran en la condición de
criatura limitada, y proponen un camino para entrar en el misterio de la
culpa, que se queda en las puertas.

La respuesta a la cuestión la encontramos en la revelación divina: Hay una


relación entre Dios y el hombre, entre la libertad de Dios y la libertad del hombre,
relación que se rompe por la autosuficiencia del hombre de igualarse a Dios y
querer ser él quien decida el bien del mal. Este es el marco del pecado de Adán y
Eva. La condición de pecado es innata, el hombre no puede salir de ella por sus
propias fuerzas. Esta situación se ilumina con el “pecado angélico”, que evidencia
que el pecado nace de una acción de la voluntad contra Dios; el pecado de los
ángeles enmarca la vida del hombre en una lucha contra las fuerzas del mal.

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El pecado halla su explicación final en un rechazo del don de Dios y en la
ausencia de este. Las acciones del hombre quedan inmersas en las
concupiscencias, que no se refiere meramente a la pulsión sexual, sino a todo
aquello que se opone en el interior del hombre a la acción recta, y que limita su
libertad, y ciega al hombre de tal modo frente al fin último, que el fin termina
siendo el hombre mismo y los bienes materiales. El hombre olvida su origen e
ignora su fin último en Dios; el pecado nos desvincula totalmente de Dios.

Puesto que el hombre no puede redimir su condición pecadora, solo tiene un


camino y es reconocerse humildemente pecador delante de Dios: esta confesión
encierra en sí la posibilidad del perdón; surge la esperanza para el hombre: la
promesa de salvación, realizada una vez y para siempre en Cristo Jesús.

LA LEY NATURAL

Pero el hombre, caído en pecado, no ha olvidado su llamada originaria al amor;


ésta se mantiene válida para la humanidad entera; es así como san Pablo dice que
los paganos sin conocer la ley actuaban según la ley porque estaba escrita en sus
corazones: se trata de la ley natural, sobre la que el hombre ha reflexionado a
nivel filosófico y teológico. Desde la sagrada escritura, podemos decir que el
decálogo es la expresión de esta ley natural; la respuesta inicial de Cristo a la
pregunta moral: ¿qué debo hacer? Es una alusión al decálogo.

Esta ley natural no se puede reducir a una concepción “naturalista” o biologicista


(fisicismo); santo Tomás va a enmarcar la referencia a la naturaleza física en la
racionalidad práctica, que Dios ha impreso en el hombre en su sabiduría
creadora. Esta perspectiva permite encontrar un horizonte en la discusión que de
la ley natural ha derivado, a saber, que la conciencia es autónoma, y que las
normas no deben provenir de Dios sino de la determinación humana, a través de
la razón creadora. Dios es el origen primerísimo de toda norma sólo en tanto que
él crea la razón. Contra esta “teonomía autónoma”, la veritatis splendor propone
una “teonomía particida”, basada en la postura de santo Tomás que dice que la
ley natural es la “participación de la ley eterna en una criatura racional”. Que se

17
diga que es “natural” indica que es promulgada por una razón propia de la
naturaleza humana.

18
PARTE 2
HIJOS EN EL HIJO
EL CONSTITUIRSE DEL SUJETO MORAL CRISTIANO:

EL ENCUENTRO CON CRISTO

El inicio de la vida cristiana es el encuentro con Cristo. Todo encuentro es un


descubrimiento del otro en su identidad personal; encontrarse con Cristo es un
descubrimiento de su persona que solo puede hacerse gracias al Espíritu Santo. El motor
del encuentro es el mismo Señor que llama, la vocación de los discípulos está siempre
marcada por un “Vengan”, “Síganme”. La vocación involucra transversalmente hasta el
punto que en muchos casos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, el efecto de
la llamada era el cambio del nombre.

El llamado del maestro es para “estar con él”, es una vocación a vivir con Cristo: una
nueva vida inundada de Cristo y su acción salvífica, y que por esta acción tiende
permanente a la configuración plena con él, con los misterios de su vida. El inicio de esta
configuración es la metanoia, la conversión, que parte del reconocimiento de la condición
de pecado (arrepentirse) y del cambio (penitencia). En la vida cristiana este momento
esencial se sacramentaliza en el bautismo, punto fundante de toda la experiencia vital del
cristiano. La llamada de Cristo es a “seguirlo”, a adherirse de modo tal a su persona que
esta opción se convierta en el vértice de su vida: es una elección fundamental. La opción
fundamental de una persona se va configurando por la unificación de todos los actos
humanos, que van perfilando cual es la finalidad última hacia la que tiende la persona;
para que esta opción sea verdadera, debe tender a Cristo, tener su sustento en la gracia y
hacerse patente en los actos. La opción fundamental del cristiano es seguir a Cristo, y,
como dice la Veritatis Splendor “seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de
la moral cristiana” (19).

19
LAS VIRTUDES TEOLOGALES

Todo don de Dios exige del hombre una respuesta. La tradición cristiana
proclama una triada de virtudes, conocidas como las virtudes teologales, como la
respuesta del hombre al Dios amante y revelado: la fe, la esperanza y la caridad.
Ahora bien, cuando se dice virtud, se va mucho más allá del mero desarrollo de
las potencialidades, sin ir al extremo de reducirla a un don que se recibe de una
manera totalmente pasiva: la virtud es don y tarea.

La Fe
La fe es la respuesta del hombre a la revelación de Dios, y tiene su fundamento en
él, pues al revelarse es Dios quien le da la posibilidad al hombre de dialogar con
él. En Abrahán, nuestro padre en la fe, encontramos los fundamentos primarios
de esta virtud: Dios llama a Abrahán y pone en marcha la historia del pueblo de
Israel al prometerle bendición, tierra y descendencia. La participación de
Abrahán en esta fundación histórica está en su respuesta de fe que llega a los
extremos de obedecer incluso para sacrificar a su único hijo. La fe exige creerle al
Dios que se revela. Israel es el fruto de la fe de Abrahán, y a partir de la Alianza de
la que Moisés es mediador, se espera que viva de la fe: será pueblo santo de Dios,
regido por normas morales que Dios da como don a su pueblo. La torah se
constituye no en fin en sí mismo, sino como camino que Dios propone para
enseñar al pueblo, para que obtengan el reconocimiento de las promesas. Sin
embargo la ley es incompleta, y esto es quizá lo que quiere significar el hecho de
que Moisés no entre en la tierra de la promisión.

La Esperanza.
Pero creer en la promesa (fe) no es suficiente; la fe es el motor que impulsa a
caminar, pero será la esperanza la que lo sostenga durante el camino. El hombre
es por naturaleza un homo viator. La esperanza es el horizonte desde donde se
explica el sentido de la vida, mantiene su mirada en el futuro, en la posibilidad de
la realización. En el pueblo de Israel, los profetas tienen el cometido de sostener
la esperanza, de recordarle que las promesas de Dios se han de cumplir. La
esperanza en la intervención definitiva de Dios que renovará la faz de la tierra
será la que sostendrá a Israel en los momentos de mayor crisis. Cuando en el

20
destierro se han perdido los elementos palpables de su fe: la tierra, la dinastía y el
templo, la fe en Yahvé es sostenida por la esperanza: un resto volverá y restaurará
la gloria de Israel. En este horizonte de renovación cobra sentido la dimensión
escatológica de la esperanza, que arroja luz sobre las grandes preguntas de la
humanidad acerca del dolor y de la muerte, permitiendo fijar la mirada en la
renovación de la creación entera. Los libros sapienciales y apocalípticos serán la
expresión de esta esperanza sustento del pueblo.

El cumplimiento de las promesas de Dios alcanza su realización plena en una de


aquellos que esperaba: María de Nazaret, en cuyo seno, Dios demuestra a la
humanidad que sus esperanzas no fueron fallidas. El fruto del vientre de María es
la revelación patente del amor, Cristo tiene como misión revelar el amor del
Padre, de manera que es el amor el que viene a dar plenitud a la ley incompleta.
En Jesús la fe se concretiza, ya no será el creer la promesa: es creer en Cristo.

La Caridad
Dios es Caridad, Dios es Amor, y el hombre es objeto de dicho amor a través de
Jesús, pues tanto amó Dios al mundo que envió a su Unigénito para que tenga
vida. Cristo nos participa por medio de su amistad, el amor de Dios que nace del
Espíritu; la recepción de este don nos convierte en hijos en el Hijo, y nos permite
vivir la comunión como hijos de Dios. Es por eso que el amor es el mandamiento
primero y necesario: el mandamiento no sólo nos manda a “amar” sino a
amarnos mutuamente, “los unos a los otros”, y pone como punto de referencia el
amor de Cristo: “como yo los he amado”, y el amor de Cristo es un amor
concretizado en la entrega de sí. La nueva lógica moral es entonces la entrega
permanente y cotidiana de la vida en el amor que manifestamos a los otros.

EL NACIMIENTO DE LA LIBERTAD

La congregación para la doctrina de la fe, presentando el sentido social actual de


la libertad, dice que una persona libre es quien “puede hacer únicamente lo que
quiere sin ser impedido por ninguna coacción exterior, y que goza de una plena
independencia”. Muchas posturas científicas (biologicista, psicologista,
sociológicas) niegan la existencia de la libertad. Pero para la tradición cristiana, la

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libertad originada y despertada en el marco de la interacción con otros,
primariamente en la familia, está vinculada con la imagen de Dios que el hombre
es, pues “la verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el
hombre. Dios quiso dejar al hombre en manos de su propia decisión de modo que
busque sin coacciones a su Creador, y adhiriéndose a Él, llegue libremente a la
plena y feliz perfección” (GS 17).

Encontramos en el desarrollo de la libertad humana distintas concepciones de


esta: libertad social; libertad moral; libertad de elección; pero en el mundo
secularizado actual, la libertad se entiende mayormente desde su concepción
social y de elección, desconociendo “la perspectiva del encuentro personal que
hace nacer la libertad; la dinámica de la acción del hombre, que hace crecer las
propias capacidades y con ella la libertad y la comunión de personas a la que toda
libertad se dirige como fin.” (Literal)

LAS VIRTUDES CARDINALES

La caridad, madre de todas las virtudes


La virtud conduce a la persona hacia la acción excelente. La caridad es la madre
de las virtudes, pues “las informa a todas, y sin ella no hay ninguna virtud
verdadera” (Pedro Lombardo, Tercer libro de las Sentencias) integra a las demás,
y dirige todas las acciones hacia un bien específico: Jesucristo. La caridad tiene la
capacidad de redimensionar la forma como el hombre apunta hacia su fin última,
y dirige a cada una de las virtudes hacia el fin de ellas mismas, hacia su fin
específico, y hace esto sin modificar a ninguna, y sin anular el esfuerzo del
hombre. La caridad le ofrece al hombre la amistad con Dios como principio de
sus acciones y le conduce a la comunión con él. La sola presencia de la caridad
hace surgir “un dinamismo incipiente” de virtudes, que se conocen como las
virtudes infusas. Dios infunde por su gracia en el bautizado las virtudes
necesarias para llevar una vida moral de acuerdo con el evangelio, pero que de
ninguna manera suplanta a las virtudes adquiridas y trabajadas del hombre.

Pero la caridad solo obrará esto en el hombre en la medida en que éste se abra a
la conversión.. La caridad entonces será el motor que inicie y sustente el

22
dinamismo de la regeneración del hombre, que permanentemente va
construyendo su vida, a través de obras excelentes, cualificando su libertad. Para
que esto sea así, la caridad genera en el hombre las virtudes, que le condicen
hacia una manera adecuada en la producción de estas formas excelentes de vida.

La prudencia
Es la virtud que perfecciona la razón en su tarea de guiar la vida hacia la plenitud.
Era la virtud mayor para los griegos, para quienes no tenía la connotación
moderna de cautela o precaución; este significado actual empobrece
enormemente la prudentia de los latinos o la phrónesis de los griegos. La
prudencia es la razón práctica que guía la conducta humana en la elección de las
acciones particulares, con miras al fin último. Esta virtud es la que le permite
discernir al hombre lo que es verdaderamente bueno, demostrando que la acción
del hombre no solo es libre sino también racional.

La Justicia
Actualmente se entiende la justicia, no como virtud sino como ordenamiento
social, como la regulación de la convivencia, evitando los conflictos y
garantizando derechos subjetivos. Lejos de esta concepción es la virtud a la que
nos referimos. El justo es quien posee el carácter excelente para vivir bien su
relación con Dios y con los otros, de manera que es una virtud con un valor en sí
que solo se entiende en el plano de lo comunitario. La justicia tiene que ver con
“reconocer a cada uno lo que le corresponde”.

La fortaleza
La fortaleza hace alusión a la capacidad de afrontar la las dificultades, y tiene sus
máximos exponentes cristianos en los mártires. Esta virtud pretende como fin
perfeccionar el querer en tanto el querer sea difícil. La fortaleza es la respuesta
ante el miedo y la ira; mueve al hombre a resistir las dificultades, a reprimir el
miedo, y a luchar contra el mal que lo aflige.

La templanza
La templanza es la virtud mediante la cual el hombre puede controlar los deseos,
es la respuesta a la atracción del placer que experimenta. Existen dos tipos de

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deseos sensibles a los que responde la templanza: la comida y la bebida y la
sexualidad. Ambos placeres se presentan al hombre como formas concretas
saciar los “deseos”, pero no pueden satisfacer “el deseo”, como hemos visto; si el
hombre se entrega de una manera desordenada a estos placeres fragmentarios,
terminará por perder la unidad del querer, y se precipitará en la angustia por
satisfacer el deseo que no es insaciable. En este ámbito de atracción de los
placeres es donde entra la virtud de la templanza, que toma bien el nombre de
sobriedad (en lo relacionado con la comida) o de castidad (en lo relacionado con
la sensualidad).

LA MORADA ECLESIAL DEL SUJETO Y SU CRECIMIENTO

Para que el hombre pueda crecer como un ser integral virtuoso no puede hacerlo
de forma individual, se hace necesario un lugar de crecimiento y de desarrollo de
la capacidad de amar: La Iglesia es el lugar que Dios ofrece al hombre como
morada. La Iglesia es madre del cristiano y maestra de virtudes; como esposa de
Cristo recibe y conserva en sí el don del Espíritu Santo, por el que puede
engendrar hijos para Dios, a los que educa en la manera de llevar una Vida en
Cristo, conduciéndolos a la comunión con Él y con los hermanos.

LAS NORMAS

La vida en Cristo, expresada en la virtud moral y en el obrar excelente, no


exonera al hombre de la presencia de la norma, que iluminen el actuar del
hombre de manera obligante en determinados casos. Sin embargo, las normas
mantienen un nivel subordinado a las virtudes morales, pues ellas son el
horizonte sobre el que verdaderamente se construye el actuar del cristiano.

La existencia de actos intrínsicamente malos justifica la existencia de


prohibiciones morales. Puesto que el acto es malo en sí, la prohibición es
totalmente obligante, sin consideración a una posible “proporcionalidad”. El
magisterio de la Iglesia vindica el valor absoluto de las normas morales.

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En lo que respecta a la legislación civil, es posible que en el actual mundo
secularizado, el cristiano se halle ante la disyuntiva de obedecer una ley que
contradice la ley moral; la elección del cristiano es innegociable cuando se trata
de realizar una acción intrínsecamente mala. El papel del cristiano en la sociedad
civil es introducir en el mundo gérmenes de la libertad evangélica, promover
desde el interior la libertad humana y dar testimonio sobre la verdad del hombre
y su destino.

EL PECADO: RECHAZO DEL AMOR FILIAL

En la historia de la salvación, Dios le ha ido revelando al hombre la gravedad de


actor morales malos que desfiguran la imagen divina en él, actos denominados
pecados; frente a la realidad del pecado, Dios responde en su santidad,
misericordia y justicia con el perdón. Ese perdón se realiza plenamente en la cruz,
donde se inmola al cordero que quita el pecado del mundo; el misterio pascual se
convierte en el vértice de la historia humana, que lo reconcilia con Dios.

El pecado es una ofensa a Dios, que daña la relación del hombre con él. San
Agustín diría que pecado es “toda acción, palabra, o deseo contra la ley eterna”
(Contra Faustum Manicheum , 22). Santo Tomás, comentando estas palabras
discierne dos elementos en el pecado: una materia (acción, palabra o deseo) y una
forma o razón del mal (contra la ley eterna). Estas dos dimensiones del pecado
también suelen llamarse aversio a Deo, (causa formal) y aversio ad creaturas
(causa material). Al cometer el pecado se aleja de su fin último, degenerando su
verdad, es decir, deshumanizándose, haciéndose malo y generando los vicios. Es
menester que el hombre cristiano luche contra el mal. En esta lucha se han
distinguido las tres concupiscencias, los tres enemigos del alma y los siete
pecados capitales.

Las tres concupiscencias


“Pues todo lo que hay en el mundo—la concupiscencia () de la carne, la
concupiscencia de los ojos y la soberbia de vida—no viene del padre sino del

25
mundo”. (1 Jn 2, 16). Concupiscencia es aquel deseo que ejercen tal poder sobre
el hombre que se pueden absolutizar, ocupando el lugar de Dios.

Los tres enemigos del alma


El demonio, el mundo y la carne son las oposiciones que encuentra el cristiano en
su búsqueda del obrar excelente. Toda la escritura va a resaltar al Demonio como
el enemigo, el corpus joánico y el corpus paulino darán importancia al mundo y a
la carne respectivamente. Ninguno de los tres es pecado en sí, pero se constituyen
para el hombre en fuertes fuentes de tentaciones.

Los siete pecados capitales


Los pecados capitales no se llaman así porque sean los principales, sino porque
son el principio de cualquier otro pecado. San Gregorio Magno escribe: “El inicio
de todo pecado es la soberbia. Su primera descendencia son ciertamente los siete
vicios principales que proceden de esta perversa raíz, esto son: la vanagloria, la
envidia, la ira, la tristeza, la avaricia, la glotonería del vientre, la lujuria” (Moralia
in Iob, 31)

La teología ha distinguido dos clases de pecado: mortal (por el que se pierde la


gracia santificante) y el venial (que no rompe la unión con Dios). También se ha
distinguido entre pecado grave y pecado leve, distinción que establece grados (de
gravedad o levedad) dentro de los pecados. El pecado mortal se distingue por tres
características: materia grave, perfecta advertencia y consentimiento deliberado

El pecado es siempre personal, pues reside en la persona la responsabilidad de la


acción. Pero todas las personas actúan en sociedad, y sus acciones tienen
consecuencias en ella. Surge aquí la necesidad de hablar de un pecado social y de
estructuras de pecado, siempre evitando que el pecado se disuelva en una
estructura impersonal. El pecado caduca en el sacramento de la reconciliación,
administrado por el ministerio de la Iglesia, y expresión concreta de la
misericordia divina.

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PARTE 3
GUIADOS POR EL ESPÍRITU.
EL REALIZARSE DE LA COMUNIÓN EN EL OBRAR. “

IGLESIA Y EUCARISTÍA

Todo don es un acto libre, desinteresado, expresión del amor que busca una
respuesta del amado que recibe un don. Dios se da a sí mismo en el Espíritu
Santo, la persona-don. Recibir este don de sí de Dios conlleva tres mediaciones:
Cristo, la Iglesia y los Sacramentos.

La Iglesia congrega en la unidad a las personas que han hecho suyo el don del
Espíritu Santo; la recepción común del mismo don crea la comunión en tanto se
da una unidad de origen y de fin. Todos los dones recibidos en la Iglesia
provienen del mismo espíritu, y por tanto hay unidad entre ellos (1 Co 14) en la
configuración sacramental de la iglesia. “La unión que establece el espíritu es una
comunión absolutamente singular que nace de una unidad previa a cualquier
deseo o acción humana, en una intimidad que llega a lo más radical de la
conciencia: la santidad que se vive en la fe, la esperanza y la caridad, con un
sentido de pertenencia de un carácter apostólico y una universalidad católica,
unida a la misión de Cristo.” (Literal).

Esta comunión edifica a la Iglesia, y la convierte en sacramento de unidad en el


mundo, poniendo así las bases de la doctrina social de la Iglesia. La comunión de
la gracia se hace eficaz en los sacramentos, que son memoria, acción y anticipo,
siendo la Eucaristía el centro de la vida sacramental de la Iglesia, misterio de la
fe, alimento de la esperanza y vínculo de la caridad. La Eucaristía es llamada
también sacramento de comunión, porque su realización hace patente la unidad
de la Iglesia; a través de esta comunión, el hombre ya en esta vida puede gozar de
la bienaventuranza.

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EL OBRAR EXCELENTE

El hombre se realiza como tal en sus acciones, de manera que la acción humana
es irreductible a un mero acto de conciencia, a una manifestación exterior del
afecto o al proceso preciso de la elección. El acto humano es mucho más
complejo, intervienen en él, de modo racional, los distintos mecanismos
humanos: afectividad, conocimiento, sensaciones, libertad y gracia; ninguno de
estos niveles puede ser absolutizado en la construcción del obrar excelente: se
necesita la conjugación armónica para que la acción sea realmente humana. El
hombre descubre que la acción le humaniza, contribuye a su realización personal,
y en este contexto se acuña el término de acción excelente. La palabra excelente
indica una excedencia del nivel anterior, de manera que una acción es excelente
cuando o bien conduce a un bien especial, o bien existe una excelencia personal
en la acción, por la cual el hombre se hace entonces más humano. Una acción es
excelente también cuando nos acerca a la última excelencia humana: Cristo.

DON, DONES Y FRUTOS DEL ESPÍRITU

El inicio del obrar moral es siempre don del Espíritu de Dios que conduce a un fin
último: la Bienaventuranza. El Espíritu une este inicio con su fin, haciendo
posible que la acción tenga una dimensión salvífica. Para comprender esto es
necesario evidenciar la dimensión pneumatológica de la moral.

Los dones del Espíritu Santo


Los dones del Espíritu son manifestación del influjo de este en la vida del
cristiano: “Reposará sobre él el Espíritu del Señor: espíritu de sabiduría e
inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y piedad. Y le
colmará del Espíritu del temor del Señor” (Is 11, 2 LXX). De modo que a través de
estos dones, Dios entra a formar parte protagónica en el actuar humano: “Dios
obra ustedes el querer y el obrar” (Flp 2, 13). Ase va acercando así el hombre a la
meta, de manera intensa, en la medida en la que se prepara para recibir el don
último de Dios, la visio Dei.

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Como se ha dicho desde el principio, el actuar de Dios no anula el actuar humano,
pero sí lo impulsa en su inicio y lo conduce hacia él; san Buenaventura lo
expresará con la imagen del “itinerario de la mente hacia Dios”; de suerte que
interviene Dios con su Espíritu, el hombre con su respuesta de acción libre y
voluntaria, a través de la cual ambos actualizan de manera imperfecta la
comunión con Dios. Es espíritu mueve la libertad humana sin destruirla ni
forzarla gracias a los dones, que no vienen a ser otra cosa que el
perfeccionamiento de las virtudes.

El fruto del Espíritu, que se contrapone al fruto de la carne, es la expresión del


acontecer de Dios que hace fecundo el actuar humano. Una vida vivida bajo el
impulso del espíritu es una vida que vence la contradicción y la separación entre
la experiencia moral y la experiencia religiosa, dos dimensiones que si bien
distintas, hacen parte de una única realidad dentro de la vida humana. Los santos
han construido su vida precisamente por la interacción recíproca de estas dos
dimensiones, por la unidad entre el don del espíritu y las virtudes humanas
adquiridas.

LA LEY DEL ESPÍRITU Y EL OBRAR MORAL DEL CRISTIANO

Hemos dicho que el papel de la ley es iluminar la acción. Esto se hace mucho más
evidente cuando se habla de la ley del Espíritu, ley interior en el corazón humano
que realiza la acción del Espíritu de Dios; en este caso esta ley del Espíritu
ilumina, inclina, motiva a la caridad como forma de plenificar la relación de
amistad con Dios. De manera que, si bien es cierto lo que Santo Tomás decía, a
saber que la norma debe implicar una ordenación a la razón, debe primar sobre
esta una ordenación a la caridad. La caridad ancla en Dios la norma y la integra
en la ley natural, iluminando completamente el camino del obrar, inclinando este
camino hacia el fin al que tiende. Con esta luz de la caridad el hombre puede
discernir el bien del mal, en orden a la comunión y a la bienaventuranza. La ley
deja de ser una constricción exterior y se torna entonces en cause por el que debe
discurrir la libertad en el Espíritu, convirtiéndose en soporte para la fragmentada
y continente realidad humana. La ley del Espíritu inculca en nuestros corazones

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los sentimientos de Cristo, vivificándonos y permitiéndonos vivir la vida en
Cristo.

LA CONCIENCIA MORAL DEL CRISTIANO

La palabra conciencia tiene una amplísima gama de connotaciones, incluso en la


gran corriente de la tradición bíblica y eclesial. Se ha entendido como voz de Dios
que llama al hombre a amar, hacer el bien y evitar lo que está mal; le corresponde
a la conciencia reconducir al hombre a la experiencia originaria fracturada por el
pecado e iluminar la concreción del acto, cosa que no puede hacer la ley por su
carácter generalísimo. Se trata entonces de un juicio interior que viene en ayuda
del hombre en el actuar, pero que puede equivocarse, razón por la que debe
transformarse, adecuarse a la verdad moral, presupuesto necesario para que sus
juicios sean realmente buenos, esta educación solo se logra en la medida en la
que el sujeto se dispone para ello, se esfuerza por adquirir conocimiento y por
practicar las virtudes, dentro del marco de la comunidad eclesial. El referente de
la conciencia cristiana es la conciencia de Cristo, el hijo obediente al Padre; esta
conciencia mora por el Espíritu en la Iglesia.

La conciencia como juicio interior no dejan sin valor toda la rica reflexión moral
de la Iglesia, especialmente en lo que tiene que ver con los principios frente a
determinados casos, que siguen en valor, no para dar respuestas prefabricadas de
una manera legalista ni para sustituir a la conciencia, sino para guiarla en el
difícil camino moral.

LA MISIÓN DEL CRISTIANO PARA LA VIDA DEL MUNDO: LA VOCACIÓN


PERSONAL

La llamada del Señor es una llamada personal a la realización personal, pero no se queda
encerrada en el vocacionado; toda vocación es un impulso a la misión para la vida del
mundo. Por el bautismo el cristiano participa de la vida de Cristo, y esta vida debe ser
comunicada por su actuar a la humanidad en una donación permanente en el amor. Esta
vocación se realiza, según la tradición de la Iglesia de tres posibles maneras: el

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sacerdocio, la vida consagrada y el estado laical. Dentro de esta triada, la vida religiosa
(estado de consejos) y el estado laical se presentan como dos maneras de seguimiento de
Cristo, y el sacerdocio y el matrimonio como una manera específica de significar el amor
de Cristo por la humanidad. Cada uno de estos estados de vida, en su condición, hace
parte del entramado de la unida en la Iglesia, constituyéndose cada uno en una expresión
de servicio.

La misión debe ser entonces concreción del amor, al estilo de Jesús; un amor fecundo que
derive en vida para el mundo. Esta es la llamada, y corresponde al cristiano, en el
contexto eclesial, discernir las características de realización en el mundo de esta llamada
según las circunstancias personales y las realidades de cada tiempo y lugar. En la
realización de la misión alcanza su máximo esplendor el obrar cristiano, que se mide en
términos de éxitos visibles, sino de unidad con la vida de Cristo

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