Caminar A La Luz Del Amor
Caminar A La Luz Del Amor
Caminar A La Luz Del Amor
INTRODUCCIÓN
Que la fe debe estar respaldada por el actuar humano es evidente en las palabras
de Agustín de Hipona: “Qui ergo fecit te sine te, non te justificat sine te”. De
manera que la salvación, manteniendo su causa principal en Dios, también tiene
al hombre mismo como causa secundaria. Corresponde, entonces, al hombre la
elección de su salvación (Cf. Dt 30, 15-20; Mt 25, 40), la construcción de una vida
buena, y desde este sentido todas las acciones humanas toman una relevancia
eterna sin importar cuan insignificantes parezcan.
LA TRADICIÓN: HORIZONTE HERMENÉUTICO DEL ACTUAR
HUMANO
A través de los siglos la Iglesia ha ido elaborando lo que hoy llamamos “Teología
Moral”, que no es más que una reflexión sobre el obrar del cristiano hacia su
salvación; esta reflexión ha crecido a la par con la iglesia, de modo que la historia
de la moral es la misma historia de la iglesia, cada época con sus propios
planteamientos y aportes.
Época Patrística: La Moral aún no cobra vida propia en este momento; se asume
en el conjunto de toda la teología; pese a esto, el obrar del cristiano dentro de la
Iglesia es muy importante para los padres, tema recurrente en las homilías, en las
que utilizan la sagrada escritura para reflexionar sobre los dos caminos. Aparecen
las primeras formulaciones morales, que encontramos en textos como la Didajé,
el Pedagogo de Clemente de Alejandría, o el Pastor de Hermas, que enfatizan la
búsqueda de una vita beata. Pese a ser un momento fuertemente influenciado
por el pensamiento filosófico grecorromano, hay puntos en los que se apartan de
esta como al referirse a la libre creación de Dios y su relación con la criatura
humana. En esta relación el don de Dios está en primer lugar.
Período Medieval: No será sino hasta la Alta Edad media cuando la Moral haya
alcanzado su status de “ciencia”, enmarcada en la ciencia teológica. Es una época
de cambios drásticos, en el que el ámbito de acción va a pasar de la monotonía
del campo al movimiento de la ciudad y los retos que esta plantea; estos
estructurales exigirán de la moral respuestas prontas. El inicio de la edad media
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marcó una fuerte escisión en el pueblo de Dios: por una parte estaban los
perfectos (los monjes) y por otra estaba el resto del pueblo, cada uno con su
propia moral. Proliferaron los libros penitenciales, que fomentaron una moral
casuística y objetivista. Figuras destacadas como Pedro Abelardo y Pedro
Lombardo, en los primeros intentos de sistematización de la teología, le darán
un sitio propio a la reflexión moral (fe-caridad-sacramentos en el primero, acto
humano y libertad, virtudes teologales y vida en Cristo en el segundo), estas que
intentan recuperar la subjetividad de la acción. Pero serán Alejandro de Hales,
Alberto Magno, Buenaventura de Bagnoregio, y sobre todo Tomás de Aquino,
quienes lleven la reflexión moral a su momento de independencia y culmen.
Tomás le aporta a la moral su reconocimiento como disciplina con un sustento
dogmático propio. Agustín y Alejandro de Hales habían basado sus reflexiones
morales sobre la ley, Tomás la basa en una visión teológica del acto humano, al
que denomina “Motus rationalis creaturae in Deum”. Tomás recalca que el acto
es libre y no impuesto, y distingue dos tipos de elementos en la acción: elementos
internos (pasiones, hábitos, virtudes) y elementos externos (ley y gracia). Para
Tomás, la virtud está implicada en el acto del conocer moral: solo el virtuoso
conoce el bien; desde esta perspectiva entiende la ley, que para él es un medio y
no fin en sí, es decir, la ley sirve para formar en la virtud, y no al revés.
Época Moderna: La Edad Moderna está marcada por el fin de la unidad religiosa
(reforma y contrarreforma), el universalismo (descubrimiento de América) y la
aparición de la racionalidad científica. La reforma conciliar en la formación
teológica genera la creación de manuales (manualística), que se centra en debates
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sobre la gracia y la libertad. Se acentúa el casuismo, se centra toda la cuestión
moral en el juicio de conciencia. La ley se reduce al Decálogo. Se va forjando una
moral de mínimos, con argumentos meramente racionales, dejando a un lado la
Escritura, la Dogmática y la Espiritualidad. En un mundo de ilustración, de
cambios sin precedentes, del nacimiento del capitalismo, la moral se encierra en
sí misma (en su reflexión especulativa) y no se preocupa por darle respuestas a
los problemas de su tiempo. La moral degenera en sistemas morales extremos
(laxismo, probabilismo, tutiorismo, equiprobabilismo). Será Alfonso María de
Ligorio quien proponga una síntesis de posturas, acentúe el valor de la conciencia
y centre la reflexión moral en las razones internas que mueven a la acción.
Reconstrucción de la Moral: Los siglos XVIII y XIX son un período marcado por
las ideologías; aparecen los planteamientos de Kant, Hegel, Schopenhauer,
Darwin, Freud. Se desarrollan las ciencias humanas; surgen figuras que se
sumergen en el campo moral como Kierkegaar y el Cardenal Newman, quien
sostenía con las palabras y la vida que la fe implicaba en sí a toda la persona.
Al principio del siglo XX las dos guerras mundiales dan un golpe estructural a las
teologías protestante liberal y católica conservadora; queda una certeza: la
posibilidad del hombre de autodestrucción, la idea de un progreso moral lineal
que el hombre inevitablemente sigue ya no puede mantenerse. Surgen filosofías
como la escuela analítica y las corrientes existencialista, fenomenológica y
personalista. Hay un llamado insistente por volver a Santo Tomás, en la cabeza
de León XIII, se renuevan los manuales, hay un ansia de fundamentar la moral
con la escritura y la espiritualidad, se va gestando el ambiente para el Concilio
Vaticano II.
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muchos elementos conciliares en torno a la renovación moral, pero no podemos
referirnos a una síntesis sistemática de los mismos dentro del concilio mismo.
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el Catecismo de la Iglesia Católica que dedica la tercera parte (la vida en Cristo) al
comentario del decálogo como fundamento de la moral cristiana.
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Se define entonces Teología Moral como la “reflexión teológica dirigida a la
comprensión sistemática del dinamismo del obrar cristiano, entendido como
respuesta a la llamada originaria del Padre a cumplir la imagen y a ser hijos en el
Hijo, mediante la sinergia entre gracia divina y libertad humana, bajo la guía del
Espíritu” (Literal). El método de la Teología Moral está basado en el nexo entre
libertad y verdad, entendiendo que la una no existe sin la otra: un nexo circular
que alcanza su plenitud en Cristo. Cuando se rompe este nexo puede surgir o bien
éticas sin libertad (en los que los confines del bien y del mal se deciden
arbitrariamente, reinando el relativismo, y como no hay verdades comunes, cada
uno se fabrica su propia verdad sobre la única base de sus emociones) o bien
éticas intelectualistas (en la que la experiencia subjetiva y la construcción
permanente de la libertad se anulan completamente).
La Gaudium et Spes (46) señala dos fuentes necesarias para la reflexión sobre el
obrar humano: la sagrada escritura y la experiencia humana. Después del
concilio, ya lo hemos dicho, hubo un entusiasmo renovador que intentó volver a
la sagrada escritura como fuente. Sin embargo, esto significaba hablar de una
moral revelada, específicamente cristiana; ¿cómo, entonces, presentarla como
una verdad universal racional? Hubo quien rechazara la moral bíblica por
limitada y por el peligro de caer en el fundamentalismo. Se alcanzó la síntesis en
el planteamiento de extraer principios del dato revelado (especialmente de
lugares ricos en enseñanza moral como el decálogo, el epistolario paulino o el
sermón de la montaña) dejando a la autonomía de la razón el determinar normas
morales válidas y universales.
En cuanto a la segunda fuente, hay que decir que en materia moral prima la
experiencia sobre la reflexión teórica. Juan Pablo II le reconocía a la experiencia
el ser un modo legítimo para la interpretación teológica. Un principio sólo puede
ser moral en la medida en que una experiencia vivida le dé sentido. En la
tradición de la Iglesia podemos encontrar la experiencia necesaria que ayude
discernir lo que es permanentemente válido y lo que es cambiante.
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constituye en un fin. Si se pierde el vínculo con cualquiera de las dos, se cae en el
legalismo, como ocurrió en el post-concilio tridentino.
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PARTE 1
LA GLORIA DE DIOS PADRE-LA VOCACIÓN AL AMOR
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entonces nuestro corazón fortalece su capacidad de amar, desde ese punto de
vista el corazón es el principio de la acción humana.
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El amor: experiencia fundante
El amor es mucho más que un sentimiento de favor hacia el prójimo. Es una
revelación, es iniciativa divina, es la experiencia que contiene en sí toda la moral
humana. Por eso la vocación originaria del hombre es el amor: “El hombre no
puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida
está privada de sentido si no se le revela el amor, sino se encuentra con el amor,
sino lo experimenta y lo hace propio, sino participa en él vivamente” Redemptoris
hominis 10, JP II
El encuentro y la comunión
El primer fundamento del amor es la unidad entre el amante y el amado. Pero
antes de que haya un reconocimiento del otro como amado, ya se da una
presencia de éste en el amante. El encuentro no es un acto casual sino causal:
surge de la iniciativa de quien ama primero: yo amo en respuesta al amor de otro
que me interpela. El encuentro se constituye en el primer paso para la comunión,
fin último del amor: la respuesta de amor no es un simple “intercambio de amor”,
sino una acogida del don del amor al que me abro y que me mueve a elegir a la
otra persona como fin intencional de mis acciones. El principio de todo este
proceso de encuentro y comunión se encuentra en la comunión trinitaria que se
nos revela en nuestro encuentro con Cristo.
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EL FIN ÚLTIMO Y EL IDEAL DE LA VIDA BUENA
En la raíz de toda acción humana está implicado el deseo, es decir: todo lo que el
hombre realiza persigue algo. Para entender esta realidad tenemos que partir por
distinguir entre acto de querer y objeto querido; y entonces captar toda la
realidad del acto de querer. Este es el método propuesto por Maurice Blondel:
Volonté voulante y Volonté voulue. De esta distinción surge también la bina:
“deseo”-“deseos”. “Nuestros deseos a veces nos ocultan nuestros verdaderos
deseos…” (Literal). El deseo no podrá jamás reducirse a los meros deseos, y por
eso los deseos jamás podrán satisfacer plenamente el deseo. Este siempre
sobrepasará a aquellos.
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Ahora bien, el deseo del hombre jamás satisfecho nos manifiesta un anhelo
infinito, es decir un fin moral absoluto en el que debe acabar. El problema es que
el deseo que nos evidencia la necesidad de un fin, no es capaz por sí de
determinarlo. El deseo necesita ser “salvado” y en la salvación del deseo
encontramos el “deseo de salvación”. Este deseo permanece abierto con aquello
que lo puede salvar, pues él en sí no puede producirlo: esta salvación la encuentra
en la esperanza, y el camino de la esperanza es abierto por el amor.
La finalización de la acción:
Toda acción humana, para que sea en verdad humana debe tener un fin; el fin es
parte intrínseca de la acción. Ahora bien, se pueden distinguir varios tipos de
fines presentes en la acción:
-El finis quod (objeto al que se aspira)
-El finis cui (persona a la que se dirige la acción)
-El finis quo (la acción misma)
-El finis cuius gratia (razón de bondad)
Ahora bien, el hombre no es un autómata que está obligado a que sus acciones se
encaminen hacia el fin último. La voluntad se conjuga con la libertad: el hombre
tiene capacidad para dirigir sus propias acciones, de dominarse así mismo. La
responsabilidad del hombre consiste entonces en procurar, con toda la fuerza de
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su voluntad, que sus acciones se dirijan hacia su fin verdadero. El ser humano
posee capacidad para discernir si una acción se dirige hacia el fin último o no.
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El camino hacia la felicidad, hacia la Bienaventuranza lo ofrece Cristo en el
Sermón de la Montaña, con sus bienaventuranzas: la realización de acciones
excelentes (parte activa), para recibir el don de Dios (parte pasiva). Las
bienaventuranzas nos enseñan que la bienaventuranza no se halla en el tener, ni
en el poder, ni en el placer, ni en un estado de ánimo. La felicidad está en ver a
Dios.
El actuar humano está marcado por una realidad que no debe desconocerse: la
imposibilidad de alcanzar plenamente el fin último a causa del pecado. Es decir,
el fin al que está dirigida la libertad humana está muy por encima de su
naturaleza y de sus posibilidades. Aceptar esta realidad es el primer paso para
reconocerse pecador, limitado en la realización de una vida plena, y puesto que es
una situación común a todos los hombres, es también indispensable para
comprender toda la dinámica humana.
El concilio Vaticano II (Gaudium et Spes 13) dice que el corazón del hombre “está
inclinado al mal y sumergido en una multitud de males que no pueden proceder
de su Creador”. El pecado entonces es fragilidad permanente en el hombre, que
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está presente en él antes de cualquier acción. Una fragilidad que es afectiva, y por
eso el mal penetra hasta la intimidad del corazón, de la que penden nuestra
identidad, nuestras emociones y nuestras acciones. El pecado es mucho más que
un error, es un mal radical que no viene de fuera, que es interior al hombre y
como tal afecta a la voluntad y a la libertad mismas, es una auténtica ruptura de
las relaciones con el Otro, con los otros y con lo otro. El pecado se ha entendido
en la Sagrada Escritura como “caída”, como “impureza” que desfigura la dignidad
humana y por tanto como imposibilidad del hombre de reconocerse como
existente ante Dios.
El hombre entonces se identifica asó mismo con un mal, y este es el marco para el
sentimiento de culpa, que incluye en sí remordimiento por el pecado cometido, y
arrepentimiento para no volver a cometerlo. Ahora bien, la culpa nos hace
concientes de dos hechos: no somos inocentes, y no podemos salvarnos a
nosotros mismos. El hombre ha intentado explicarse este sentimiento de culpa de
distintas maneras a lo largo de los años, pero han sido explicaciones insuficientes
pues han centrado la culpa en sólo una dimensión del ser humano:
-la propuesta intelectualista ha centrado la culpa en la ignorancia
-la propuesta sociológica ha puesto el centro fuera del hombre
-la propuesta sicológica ve el mal en traumas afectivos
-las propuestas esencialista y simbólica se centran en la condición de
criatura limitada, y proponen un camino para entrar en el misterio de la
culpa, que se queda en las puertas.
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El pecado halla su explicación final en un rechazo del don de Dios y en la
ausencia de este. Las acciones del hombre quedan inmersas en las
concupiscencias, que no se refiere meramente a la pulsión sexual, sino a todo
aquello que se opone en el interior del hombre a la acción recta, y que limita su
libertad, y ciega al hombre de tal modo frente al fin último, que el fin termina
siendo el hombre mismo y los bienes materiales. El hombre olvida su origen e
ignora su fin último en Dios; el pecado nos desvincula totalmente de Dios.
LA LEY NATURAL
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diga que es “natural” indica que es promulgada por una razón propia de la
naturaleza humana.
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PARTE 2
HIJOS EN EL HIJO
EL CONSTITUIRSE DEL SUJETO MORAL CRISTIANO:
El llamado del maestro es para “estar con él”, es una vocación a vivir con Cristo: una
nueva vida inundada de Cristo y su acción salvífica, y que por esta acción tiende
permanente a la configuración plena con él, con los misterios de su vida. El inicio de esta
configuración es la metanoia, la conversión, que parte del reconocimiento de la condición
de pecado (arrepentirse) y del cambio (penitencia). En la vida cristiana este momento
esencial se sacramentaliza en el bautismo, punto fundante de toda la experiencia vital del
cristiano. La llamada de Cristo es a “seguirlo”, a adherirse de modo tal a su persona que
esta opción se convierta en el vértice de su vida: es una elección fundamental. La opción
fundamental de una persona se va configurando por la unificación de todos los actos
humanos, que van perfilando cual es la finalidad última hacia la que tiende la persona;
para que esta opción sea verdadera, debe tender a Cristo, tener su sustento en la gracia y
hacerse patente en los actos. La opción fundamental del cristiano es seguir a Cristo, y,
como dice la Veritatis Splendor “seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de
la moral cristiana” (19).
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LAS VIRTUDES TEOLOGALES
Todo don de Dios exige del hombre una respuesta. La tradición cristiana
proclama una triada de virtudes, conocidas como las virtudes teologales, como la
respuesta del hombre al Dios amante y revelado: la fe, la esperanza y la caridad.
Ahora bien, cuando se dice virtud, se va mucho más allá del mero desarrollo de
las potencialidades, sin ir al extremo de reducirla a un don que se recibe de una
manera totalmente pasiva: la virtud es don y tarea.
La Fe
La fe es la respuesta del hombre a la revelación de Dios, y tiene su fundamento en
él, pues al revelarse es Dios quien le da la posibilidad al hombre de dialogar con
él. En Abrahán, nuestro padre en la fe, encontramos los fundamentos primarios
de esta virtud: Dios llama a Abrahán y pone en marcha la historia del pueblo de
Israel al prometerle bendición, tierra y descendencia. La participación de
Abrahán en esta fundación histórica está en su respuesta de fe que llega a los
extremos de obedecer incluso para sacrificar a su único hijo. La fe exige creerle al
Dios que se revela. Israel es el fruto de la fe de Abrahán, y a partir de la Alianza de
la que Moisés es mediador, se espera que viva de la fe: será pueblo santo de Dios,
regido por normas morales que Dios da como don a su pueblo. La torah se
constituye no en fin en sí mismo, sino como camino que Dios propone para
enseñar al pueblo, para que obtengan el reconocimiento de las promesas. Sin
embargo la ley es incompleta, y esto es quizá lo que quiere significar el hecho de
que Moisés no entre en la tierra de la promisión.
La Esperanza.
Pero creer en la promesa (fe) no es suficiente; la fe es el motor que impulsa a
caminar, pero será la esperanza la que lo sostenga durante el camino. El hombre
es por naturaleza un homo viator. La esperanza es el horizonte desde donde se
explica el sentido de la vida, mantiene su mirada en el futuro, en la posibilidad de
la realización. En el pueblo de Israel, los profetas tienen el cometido de sostener
la esperanza, de recordarle que las promesas de Dios se han de cumplir. La
esperanza en la intervención definitiva de Dios que renovará la faz de la tierra
será la que sostendrá a Israel en los momentos de mayor crisis. Cuando en el
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destierro se han perdido los elementos palpables de su fe: la tierra, la dinastía y el
templo, la fe en Yahvé es sostenida por la esperanza: un resto volverá y restaurará
la gloria de Israel. En este horizonte de renovación cobra sentido la dimensión
escatológica de la esperanza, que arroja luz sobre las grandes preguntas de la
humanidad acerca del dolor y de la muerte, permitiendo fijar la mirada en la
renovación de la creación entera. Los libros sapienciales y apocalípticos serán la
expresión de esta esperanza sustento del pueblo.
La Caridad
Dios es Caridad, Dios es Amor, y el hombre es objeto de dicho amor a través de
Jesús, pues tanto amó Dios al mundo que envió a su Unigénito para que tenga
vida. Cristo nos participa por medio de su amistad, el amor de Dios que nace del
Espíritu; la recepción de este don nos convierte en hijos en el Hijo, y nos permite
vivir la comunión como hijos de Dios. Es por eso que el amor es el mandamiento
primero y necesario: el mandamiento no sólo nos manda a “amar” sino a
amarnos mutuamente, “los unos a los otros”, y pone como punto de referencia el
amor de Cristo: “como yo los he amado”, y el amor de Cristo es un amor
concretizado en la entrega de sí. La nueva lógica moral es entonces la entrega
permanente y cotidiana de la vida en el amor que manifestamos a los otros.
EL NACIMIENTO DE LA LIBERTAD
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libertad originada y despertada en el marco de la interacción con otros,
primariamente en la familia, está vinculada con la imagen de Dios que el hombre
es, pues “la verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el
hombre. Dios quiso dejar al hombre en manos de su propia decisión de modo que
busque sin coacciones a su Creador, y adhiriéndose a Él, llegue libremente a la
plena y feliz perfección” (GS 17).
Pero la caridad solo obrará esto en el hombre en la medida en que éste se abra a
la conversión.. La caridad entonces será el motor que inicie y sustente el
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dinamismo de la regeneración del hombre, que permanentemente va
construyendo su vida, a través de obras excelentes, cualificando su libertad. Para
que esto sea así, la caridad genera en el hombre las virtudes, que le condicen
hacia una manera adecuada en la producción de estas formas excelentes de vida.
La prudencia
Es la virtud que perfecciona la razón en su tarea de guiar la vida hacia la plenitud.
Era la virtud mayor para los griegos, para quienes no tenía la connotación
moderna de cautela o precaución; este significado actual empobrece
enormemente la prudentia de los latinos o la phrónesis de los griegos. La
prudencia es la razón práctica que guía la conducta humana en la elección de las
acciones particulares, con miras al fin último. Esta virtud es la que le permite
discernir al hombre lo que es verdaderamente bueno, demostrando que la acción
del hombre no solo es libre sino también racional.
La Justicia
Actualmente se entiende la justicia, no como virtud sino como ordenamiento
social, como la regulación de la convivencia, evitando los conflictos y
garantizando derechos subjetivos. Lejos de esta concepción es la virtud a la que
nos referimos. El justo es quien posee el carácter excelente para vivir bien su
relación con Dios y con los otros, de manera que es una virtud con un valor en sí
que solo se entiende en el plano de lo comunitario. La justicia tiene que ver con
“reconocer a cada uno lo que le corresponde”.
La fortaleza
La fortaleza hace alusión a la capacidad de afrontar la las dificultades, y tiene sus
máximos exponentes cristianos en los mártires. Esta virtud pretende como fin
perfeccionar el querer en tanto el querer sea difícil. La fortaleza es la respuesta
ante el miedo y la ira; mueve al hombre a resistir las dificultades, a reprimir el
miedo, y a luchar contra el mal que lo aflige.
La templanza
La templanza es la virtud mediante la cual el hombre puede controlar los deseos,
es la respuesta a la atracción del placer que experimenta. Existen dos tipos de
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deseos sensibles a los que responde la templanza: la comida y la bebida y la
sexualidad. Ambos placeres se presentan al hombre como formas concretas
saciar los “deseos”, pero no pueden satisfacer “el deseo”, como hemos visto; si el
hombre se entrega de una manera desordenada a estos placeres fragmentarios,
terminará por perder la unidad del querer, y se precipitará en la angustia por
satisfacer el deseo que no es insaciable. En este ámbito de atracción de los
placeres es donde entra la virtud de la templanza, que toma bien el nombre de
sobriedad (en lo relacionado con la comida) o de castidad (en lo relacionado con
la sensualidad).
Para que el hombre pueda crecer como un ser integral virtuoso no puede hacerlo
de forma individual, se hace necesario un lugar de crecimiento y de desarrollo de
la capacidad de amar: La Iglesia es el lugar que Dios ofrece al hombre como
morada. La Iglesia es madre del cristiano y maestra de virtudes; como esposa de
Cristo recibe y conserva en sí el don del Espíritu Santo, por el que puede
engendrar hijos para Dios, a los que educa en la manera de llevar una Vida en
Cristo, conduciéndolos a la comunión con Él y con los hermanos.
LAS NORMAS
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En lo que respecta a la legislación civil, es posible que en el actual mundo
secularizado, el cristiano se halle ante la disyuntiva de obedecer una ley que
contradice la ley moral; la elección del cristiano es innegociable cuando se trata
de realizar una acción intrínsecamente mala. El papel del cristiano en la sociedad
civil es introducir en el mundo gérmenes de la libertad evangélica, promover
desde el interior la libertad humana y dar testimonio sobre la verdad del hombre
y su destino.
El pecado es una ofensa a Dios, que daña la relación del hombre con él. San
Agustín diría que pecado es “toda acción, palabra, o deseo contra la ley eterna”
(Contra Faustum Manicheum , 22). Santo Tomás, comentando estas palabras
discierne dos elementos en el pecado: una materia (acción, palabra o deseo) y una
forma o razón del mal (contra la ley eterna). Estas dos dimensiones del pecado
también suelen llamarse aversio a Deo, (causa formal) y aversio ad creaturas
(causa material). Al cometer el pecado se aleja de su fin último, degenerando su
verdad, es decir, deshumanizándose, haciéndose malo y generando los vicios. Es
menester que el hombre cristiano luche contra el mal. En esta lucha se han
distinguido las tres concupiscencias, los tres enemigos del alma y los siete
pecados capitales.
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mundo”. (1 Jn 2, 16). Concupiscencia es aquel deseo que ejercen tal poder sobre
el hombre que se pueden absolutizar, ocupando el lugar de Dios.
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PARTE 3
GUIADOS POR EL ESPÍRITU.
EL REALIZARSE DE LA COMUNIÓN EN EL OBRAR. “
IGLESIA Y EUCARISTÍA
Todo don es un acto libre, desinteresado, expresión del amor que busca una
respuesta del amado que recibe un don. Dios se da a sí mismo en el Espíritu
Santo, la persona-don. Recibir este don de sí de Dios conlleva tres mediaciones:
Cristo, la Iglesia y los Sacramentos.
La Iglesia congrega en la unidad a las personas que han hecho suyo el don del
Espíritu Santo; la recepción común del mismo don crea la comunión en tanto se
da una unidad de origen y de fin. Todos los dones recibidos en la Iglesia
provienen del mismo espíritu, y por tanto hay unidad entre ellos (1 Co 14) en la
configuración sacramental de la iglesia. “La unión que establece el espíritu es una
comunión absolutamente singular que nace de una unidad previa a cualquier
deseo o acción humana, en una intimidad que llega a lo más radical de la
conciencia: la santidad que se vive en la fe, la esperanza y la caridad, con un
sentido de pertenencia de un carácter apostólico y una universalidad católica,
unida a la misión de Cristo.” (Literal).
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EL OBRAR EXCELENTE
El hombre se realiza como tal en sus acciones, de manera que la acción humana
es irreductible a un mero acto de conciencia, a una manifestación exterior del
afecto o al proceso preciso de la elección. El acto humano es mucho más
complejo, intervienen en él, de modo racional, los distintos mecanismos
humanos: afectividad, conocimiento, sensaciones, libertad y gracia; ninguno de
estos niveles puede ser absolutizado en la construcción del obrar excelente: se
necesita la conjugación armónica para que la acción sea realmente humana. El
hombre descubre que la acción le humaniza, contribuye a su realización personal,
y en este contexto se acuña el término de acción excelente. La palabra excelente
indica una excedencia del nivel anterior, de manera que una acción es excelente
cuando o bien conduce a un bien especial, o bien existe una excelencia personal
en la acción, por la cual el hombre se hace entonces más humano. Una acción es
excelente también cuando nos acerca a la última excelencia humana: Cristo.
El inicio del obrar moral es siempre don del Espíritu de Dios que conduce a un fin
último: la Bienaventuranza. El Espíritu une este inicio con su fin, haciendo
posible que la acción tenga una dimensión salvífica. Para comprender esto es
necesario evidenciar la dimensión pneumatológica de la moral.
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Como se ha dicho desde el principio, el actuar de Dios no anula el actuar humano,
pero sí lo impulsa en su inicio y lo conduce hacia él; san Buenaventura lo
expresará con la imagen del “itinerario de la mente hacia Dios”; de suerte que
interviene Dios con su Espíritu, el hombre con su respuesta de acción libre y
voluntaria, a través de la cual ambos actualizan de manera imperfecta la
comunión con Dios. Es espíritu mueve la libertad humana sin destruirla ni
forzarla gracias a los dones, que no vienen a ser otra cosa que el
perfeccionamiento de las virtudes.
Hemos dicho que el papel de la ley es iluminar la acción. Esto se hace mucho más
evidente cuando se habla de la ley del Espíritu, ley interior en el corazón humano
que realiza la acción del Espíritu de Dios; en este caso esta ley del Espíritu
ilumina, inclina, motiva a la caridad como forma de plenificar la relación de
amistad con Dios. De manera que, si bien es cierto lo que Santo Tomás decía, a
saber que la norma debe implicar una ordenación a la razón, debe primar sobre
esta una ordenación a la caridad. La caridad ancla en Dios la norma y la integra
en la ley natural, iluminando completamente el camino del obrar, inclinando este
camino hacia el fin al que tiende. Con esta luz de la caridad el hombre puede
discernir el bien del mal, en orden a la comunión y a la bienaventuranza. La ley
deja de ser una constricción exterior y se torna entonces en cause por el que debe
discurrir la libertad en el Espíritu, convirtiéndose en soporte para la fragmentada
y continente realidad humana. La ley del Espíritu inculca en nuestros corazones
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los sentimientos de Cristo, vivificándonos y permitiéndonos vivir la vida en
Cristo.
La conciencia como juicio interior no dejan sin valor toda la rica reflexión moral
de la Iglesia, especialmente en lo que tiene que ver con los principios frente a
determinados casos, que siguen en valor, no para dar respuestas prefabricadas de
una manera legalista ni para sustituir a la conciencia, sino para guiarla en el
difícil camino moral.
La llamada del Señor es una llamada personal a la realización personal, pero no se queda
encerrada en el vocacionado; toda vocación es un impulso a la misión para la vida del
mundo. Por el bautismo el cristiano participa de la vida de Cristo, y esta vida debe ser
comunicada por su actuar a la humanidad en una donación permanente en el amor. Esta
vocación se realiza, según la tradición de la Iglesia de tres posibles maneras: el
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sacerdocio, la vida consagrada y el estado laical. Dentro de esta triada, la vida religiosa
(estado de consejos) y el estado laical se presentan como dos maneras de seguimiento de
Cristo, y el sacerdocio y el matrimonio como una manera específica de significar el amor
de Cristo por la humanidad. Cada uno de estos estados de vida, en su condición, hace
parte del entramado de la unida en la Iglesia, constituyéndose cada uno en una expresión
de servicio.
La misión debe ser entonces concreción del amor, al estilo de Jesús; un amor fecundo que
derive en vida para el mundo. Esta es la llamada, y corresponde al cristiano, en el
contexto eclesial, discernir las características de realización en el mundo de esta llamada
según las circunstancias personales y las realidades de cada tiempo y lugar. En la
realización de la misión alcanza su máximo esplendor el obrar cristiano, que se mide en
términos de éxitos visibles, sino de unidad con la vida de Cristo
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