1930 - Veneno Mortal
1930 - Veneno Mortal
1930 - Veneno Mortal
Sayers
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Veneno mortal: Índice Dorothy L. Sayers
VENENO MORTAL
(Strong Poison, 1930)
Dorothy L. Sayers
ÍNDICE
Prólogo ................................................................................................................................................. 3
1 ............................................................................................................................................................ 5
2 .......................................................................................................................................................... 13
3 .......................................................................................................................................................... 17
4 .......................................................................................................................................................... 21
5 .......................................................................................................................................................... 27
6 .......................................................................................................................................................... 32
7 .......................................................................................................................................................... 37
8 .......................................................................................................................................................... 41
9 .......................................................................................................................................................... 51
10 ........................................................................................................................................................ 55
11 ........................................................................................................................................................ 62
12 ........................................................................................................................................................ 66
13 ........................................................................................................................................................ 71
14 ........................................................................................................................................................ 78
15 ........................................................................................................................................................ 84
16 ........................................................................................................................................................ 88
17 ........................................................................................................................................................ 96
18 ...................................................................................................................................................... 102
19 ...................................................................................................................................................... 109
20 ...................................................................................................................................................... 112
21 ...................................................................................................................................................... 122
22 ...................................................................................................................................................... 124
23 ...................................................................................................................................................... 129
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Veneno mortal: Prólogo Dorothy L. Sayers
PRÓLOGO
No sería arriesgado asegurar que, si se le pide a cualquier lector que cite los seis mejores
escritores o los personajes más famosos del género policíaco, incluya entre ellos los nombres de
Dorothy L. Sayers y Peter Wimsey. Cuarenta años después de la publicación de su última novela,
los lectores de las salas de embarque de los aeropuertos del mundo entero buscan un relato de
Dorothy L. Sayers para aliviar el claustrofóbico aburrimiento y el miedo, solo a medias aceptado, a
los viajes, de cuyos modernos terrores se salvó felizmente la novelista. Como todos los buenos
escritores, creó un mundo único y de inmediato reconocible al que aún podemos escapar para
reconfortarnos y volver a oír, con alivio y nostalgia, su voz inmensamente personal, divertida y
confiada.
A pesar de su imperecedera fama, pocos escritores del género han suscitado respuestas tan
opuestas de lectores y críticos. Sus detractores muchas veces se centran en su aristocrático
detective. En una conferencia sobre el oficio de escribir novelas policíacas, Sayers definió las
cualidades básicas que necesariamente debe poseer un detective aficionado y protagonista de una
serie, y creó a lord Peter Wimsey de acuerdo con esa descripción. Según ella, debía estar en
situación de toparse con asesinatos y de trabajar con la policía. Las autoridades policiales
agradecían casi servilmente la colaboración de lord Peter, y su creadora tomó otra precaución, le dio
el inspector Charles Parker como amigo y cuñado. El detective debe ser lo suficientemente versátil
para vérselas con los diversos medios y métodos criminales y no tener que perder tiempo recabando
la opinión de los expertos sobre cada uno de los detalles. Lord Peter conoce a la perfección cinco o
seis lenguas, es jugador de críquet nato, gastrónomo, conocedor de vinos y de mujeres, virtuoso
pianista capaz de interpretar a Bach o a Scarlatti sin partitura y entendido bibliófilo, y se encuentra
tan a gusto en un templo evangelista del East End como en un palacio. El detective tiene que ser
rico y ocioso, libre para dejar sus ocupaciones habituales en cualquier momento con el fin de ir en
busca de una pista escurridiza. Lord Peter jamás tropieza con el obstáculo del tiempo o el dinero
para comprar el mejor consejo, viajar con libertad o fletar un avión para cruzar el Atlántico en busca
de un testigo vital. El detective debe estar equipado físicamente para enfrentarse a criminales
violentos. Aunque deplora su escasa estatura, lord Peter es experto en el combate corporal, puede
dominar un caballo terco y aferrar con «mano de hierro» la muñeca de Reggie Pomfret, que es más
joven y más robusto. El último requisito de la señorita Sayers consiste en que el carácter del
detective pueda desarrollarse y evolucionar gradualmente en el transcurso de la serie, algo que ella
ha cumplido, aun cuando el cambio del hombre mundano con monóculo de Whose Body? al
sensible erudito agobiado por la culpa sollozando en el regazo de su esposa al final de Busman’s
Honeymoon no es tanto una evolución como una metamorfosis. No es de extrañar que un personaje
con tales privilegios y tantas habilidades atraiga críticas o que sus detractores los tachen, a él y a su
creadora, de esnobs, pedantes o intelectualmente arrogantes. Pero la virulencia de algunas críticas es
la medida de su éxito. Otros escritores de novela policíaca de la misma época salen indemnes de la
crítica porque Dorothy L. Sayers sabía escribir y la mayoría de los demás no, porque lord Peter vive
y los demás personajes están muertos.
Aunque Dorothy L. Sayers hizo tanto como cualquier otro escritor de novela policíaca para que
el género pasara de ser un rompecabezas ingenioso pero anodino a una rama de la narrativa
intelectualmente respetable con derecho a ser considerada novela, ella fue una innovadora del estilo
y del propósito, pero no de la forma. Se conformó con funcionar dentro de los límites de la
convención de un misterio central, un círculo cerrado de sospechosos, cada cual con su móvil para
cometer el crimen, un detective aficionado que actúa como un superhombre, que supera en
inteligencia y talento a la policía profesional, y una solución a la que el lector puede llegar mediante
una deducción lógica a partir de las pistas desperdigadas con ingenio y astucia pero con
imparcialidad. Las novelas son muy de su época por la complejidad y la inventiva de los métodos
de asesinato. Los lectores de los años treinta esperaban que predominara el enigma y que el asesino,
por su propia vileza, demostrara una habilidad y una astucia poco menos que sobrenaturales. No era
la época del golpe en el cráneo seguido por sesenta mil palabras de descripción psicológica. Los
métodos de asesinato que concibió D. L. Sayers son demasiado ingeniosos y, al menos dos de ellos,
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Veneno mortal: Prólogo Dorothy L. Sayers
dudosamente viables. Es muy poco probable que se pueda matar a una persona solo con ruido, una
inyección letal de aire requeriría una jeringa sospechosamente grande y los métodos de asesinato en
Have His Carcase y Busman’s Honeymoon son complicados de modo innecesario, sobre todo si se
tiene en cuenta la torpeza y la brutalidad de los villanos de esos relatos. Pero si bien pudo
equivocarse en alguna ocasión, nunca dejó nada al azar deliberadamente, y sus notas dan fe de las
molestias que se tomaba para investigar todos los detalles. Dominaba los trucos técnicos de su
oficio: manipular los horarios de los trenes, entrecruzar pistas falsas con pistas verdaderas, inventar
tramas que dependen de relojes, mareas, códigos secretos y misteriosos desconocidos, y utilizaba
estos ardides con una frescura, una agudeza y una gracia que dan nuevo vigor incluso a la
convención más trillada.
Además, escribía con un humor refrescante, algo raro en la novela policíaca. En el género ha
habido mucho farsante, y otros escritores han adoptado un humor burlonamente agitado y juvenil
ante la muerte ficticia, pero pocos han logrado esa gracia profunda que brota de la persona
observadora que de verdad disfruta de los caprichos, las contradicciones y los absurdos de la vida.
Los cambios en las modas no pueden disminuir el humor contenido en la irrupción del señor Hankin
en la oficina del corredor de apuestas de Muerte, agente de publicidad, la fiesta bohemia de Clouds
of Witness, la investigación del pueblo en Los nueve sastres o la charla literaria en una fiesta sobre
el libro de moda en Gaudy Night.
Y cuán claramente reflejan su época esas novelas. Quizá porque muy a menudo las pistas se
inscriben en las minucias rutinarias de la vida cotidiana, la novela policíaca puede reflejar mejor la
sociedad contemporánea que otras formas literarias más cultas. En la serie de Wimsey parece como
si de las propias páginas se desprendieran los sonidos, la atmósfera, el habla, el ambiente de los
años treinta: los personajes del Bellona Club, con sus heridas de guerra, las solteronas valientes o
patéticas de la agencia de la señorita Climpson, la vida jerarquizada y ordenada en un pueblo, ahora
tan obsoleta como la rectoría en torno a la cual se desarrollaba, la desesperada alegría de los
jóvenes, el miedo al desempleo tras la jovial camaradería de la vida de oficina en Muerte, agente de
publicidad. ¿Y qué novela del género podría basarse hoy en día en la certeza de que todo un país se
quedaría en silencio, paralizado, durante dos minutos, a la undécima hora del undécimo día del
undécimo mes del año? ¿Qué personaje podría emular a lord Peter aparcando tranquilamente el
coche en Jermyn Street mientras elige sin prisas un jamón o, como el general Fentiman, podría
pasar un día entero en su club, y pagar la comida y un taxi con un viejo billete de diez chelines? El
sabor de la época llega hasta los fascinantes detalles de la indumentaria, si bien la ropa que elige
Harriet Vane para una merienda en el campo en Have His Carcase, una falda que ondea
alborotadamente alrededor de sus tobillos, un sombrero enorme, uno de cuyos bordes oscurece su
rostro mientras que el otro se vuelve hacia atrás, dejando al descubierto una cascada de rizos negros,
zapatos de tacón beis, medias de seda y guantes con bordados, parece un poco estrafalaria incluso
para una mujer decidida a cazar a un sospechoso de asesinato.
Henry James dijo que tomarse a Edgar Allan Poe con algo más que un mínimo de seriedad
denota falta de seriedad. Dorothy L. Sayers se tomaba sus novelas policíacas con cierto grado de
seriedad, y seguramente le habría hecho gracia la cantidad de críticas que ha merecido su obra, el
análisis del tratamiento que da en sus novelas a la justicia, la culpa, el castigo y los imperativos de
la responsabilidad personal, la influencia de Wilkie Collins, la base moral de sus tramas, el tema
que unifica toda su obra en cuanto a la importancia, poco menos que sagrada, de la actividad
creativa del ser humano. Por una parte, todo eso es importante para la comprensión de las novelas y,
por otra parte, nos resulta fascinante, pero no cabe duda de que la fuerza imperecedera de las
novelas consiste en que fueron escritas para el ocio, y que aún sigue siendo esa su función. Están
destinadas al disfrute, y ellas y sus protagonistas poseen la vitalidad creativa que garantiza la
supervivencia.
P. D. JAMES
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Veneno mortal: 1 Dorothy L. Sayers
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Había rosas carmesíes en la mesa de la sala del tribunal, parecían salpicaduras de sangre. El juez
era muy viejo, tanto que daba la impresión de haber sobrevivido al tiempo, a los cambios y a la
muerte. Su cara de cotorra estaba seca, como seca era su voz de cotorra y sus viejas manos, de
venas abultadas. La toga escarlata desentonaba terriblemente con el carmesí de las rosas. Llevaba
tres días en aquella sala con el aire viciado, pero no mostraba la menor señal de fatiga.
No miró a la acusada mientras recogía cuidadosamente sus notas y se volvía para dirigirse al
jurado, pero ella sí lo miró. Sus ojos, como oscuras manchas bajo las pobladas cejas sin perfilar, no
reflejaban esperanza, aunque tampoco temor. Aguardaban.
–Señoras y señores del jurado...
Los pacientes ojos del anciano parecían estar sintetizando y estimando la inteligencia del grupo:
tres respetables comerciantes, uno alto, muy dado a discutir; otro corpulento, nervioso, de bigote
mustio, y un pobrecillo con un resfriado tremendo; el director de una gran empresa, preocupado por
no perder su valioso tiempo; el dueño de un bar, con una jovialidad que parecía fuera de lugar; dos
hombres más bien jóvenes del sector artesanal; un hombre mayor, educado y de aspecto anodino,
que podría haber sido cualquier cosa; un pintor de barba pelirroja que disimulaba un mentón casi
inexistente; tres mujeres: una solterona mayor; una señora robusta y de aire resuelto, encargada de
una bombonería, y una sufrida madre y esposa cuyos pensamientos parecían volar continuamente
hacia el hogar abandonado.
–Señoras y señores del jurado... Han escuchado con gran paciencia y atención las pruebas de esta
dolorosa causa, y es ahora mi deber resumir los hechos y argumentos que han presentado ante
ustedes el ilustre fiscal general del Estado y los ilustres abogados defensores, y ordenarlos con la
mayor claridad posible, con el fin de ayudarles a tomar una decisión.
»Pero, en primer lugar, quizá debería decir unas palabras sobre esa decisión en sí misma. Me
consta que todos ustedes saben que uno de los grandes principios del Derecho británico consiste en
que toda persona acusada de un delito ha de ser considerada inocente a menos que y hasta que se
demuestre lo contrario. El acusado o la acusada no tiene por qué probar su inocencia; según la frase
de la jerga moderna, “es asunto de” la corona demostrar la culpabilidad, y, a no ser que ustedes
estén convencidos de que la corona lo ha establecido así más allá de toda duda razonable, es su
deber pronunciar el veredicto de “inocente”, lo cual no significa necesariamente que la acusada
haya demostrado su inocencia. Solo significa que la corona no ha logrado que ustedes hayan llegado
a la convicción indudable de su culpabilidad.
Alzando del cuaderno los ojos bañados en violeta, el periodista Salcombe Hardy garabateó un
par de palabras en un trozo de papel y se lo pasó a Waffles Newton. «Juez desfavorable.» Waffles
asintió con la cabeza. Eran viejos sabuesos.
El decrépito juez continuó.
–Quizá quieran que les explique lo que significa exactamente la expresión «duda razonable».
Significa lo que en la vida cotidiana se puede considerar una duda sobre cualquier asunto normal y
corriente. Se trata de un asesinato, y sería natural que pensaran que, dadas las características del
caso, la expresión significara algo más, pero no es así. No significa que tengan que buscar
soluciones absurdas para algo que les parece sumamente sencillo. No tiene nada que ver con esas
dudas tormentosas que a veces nos asaltan a las cuatro de la mañana cuando no podemos dormir.
Significa que las pruebas deben ser como las que aceptarían en un sencillo asunto de compraventa o
cualquier otra transacción común y corriente. Y, por supuesto, no deben hacer ningún esfuerzo por
creer en la inocencia de la acusada, ni aceptar las pruebas de su culpabilidad sin realizar un examen
meticuloso.
»Tras estas breves palabras, destinadas a que no sientan en exceso la carga de la gran
responsabilidad que recae sobre ustedes por su deber para con el Estado, empezaré desde el
principio e intentaré exponerles con la mayor claridad posible lo que hemos escuchado.
»La corona sostiene que la acusada, Harriet Vane, asesinó a Philip Boyes envenenándolo con
arsénico. No voy a dilatarme en las pruebas presentadas por sir James Lubbock y los demás
médicos que han prestado declaración sobre la causa de la muerte. La acusación sostiene que murió
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Veneno mortal: 1 Dorothy L. Sayers
por envenenamiento con arsénico, y la defensa no lo niega. Por consiguiente, las pruebas
demuestran que la muerte fue debida al arsénico, y eso han de aceptarlo como un hecho. El único
interrogante que les queda por resolver es si, efectivamente, el arsénico fue administrado por la
acusada con la intención de asesinato.
»Como ya saben, el finado, Philip Boyes, era escritor. Contaba treinta y seis años de edad y
había publicado seis novelas y numerosos artículos y ensayos. Todas sus obras literarias
correspondían a lo que en ocasiones se denomina de tipo “avanzado”. Propugnaban doctrinas que a
algunos podrían parecemos inmorales o sediciosas, tales como el ateísmo, la anarquía y lo que se
conoce como “amor libre”. Al parecer, su vida privada se rigió, al menos durante cierto tiempo, por
tales doctrinas.
»Sea como fuere, en cierto momento de mil novecientos veintisiete entabló relación con Harriet
Vane. Se conocieron en uno de esos círculos artísticos y literarios en los que se habla sobre temas
“avanzados”, y con el paso del tiempo llegaron a ser muy amigos. La acusada es también novelista
de profesión, y tiene gran importancia recordar que escribe libros del género llamado “de misterio”
o “policíaco”, que tratan sobre los ingeniosos métodos para cometer asesinatos y otros delitos.
»Han escuchado a la acusada en el estrado, y también han escuchado a las diversas personas que
han prestado declaración sobre el carácter de dicha acusada. Se les ha dicho que es una joven de
gran talento, educada en los más estrictos principios religiosos, y que, a la edad de veintitrés años, y
sin mediar culpa alguna por su parte, tuvo que buscar su camino a solas en el mundo. Desde
entonces, y ahora cuenta veintinueve años, ha trabajado diligentemente para mantenerse, y hay que
decir en su favor que, gracias a sus propios esfuerzos, se ha independizado de una forma legítima,
sin deber nada a nadie y sin aceptar la ayuda de nadie.
»Ella misma ha contado, con toda sencillez, que llegó a comprometerse seriamente con Philip
Boyes y que, durante un considerable período de tiempo, se opuso a las tentativas de él para
convencerla de que vivieran juntos de forma deshonesta. De hecho, no existe razón alguna por la
que no hubiera podido casarse con ella honrosamente, pero, según parece, él se hacía pasar por una
persona opuesta al matrimonio formal. Han escuchado el testimonio de Sybil Marriott y Eiluned
Price, según el cual la acusada sufrió mucho por la actitud del finado, y también que era un hombre
muy apuesto y atractivo, al que ninguna mujer se habría resistido fácilmente.
»Sea como fuere, en marzo de mil novecientos veintiocho, la acusada, rendida ante la incesante
insistencia del finado, cedió, y consintió en vivir con él en términos íntimos, fuera de los vínculos
matrimoniales.
»Quizá piensen, y con razón, que fue un gran error. Quizá, tras considerar la situación de
desprotección de esta joven, sigan pensando que se trata de una persona de carácter moral inestable.
No se dejarán engañar por el falso brillo con el que ciertos escritores rodean el “amor libre”, y
llegarán a la conclusión de que no fue sino mala conducta, lisa y llanamente. Sir Impey Biggs ha
puesto de manera correcta su gran elocuencia al servició de su cliente describiendo la conducta de
Harriet Vane en tono lisonjero; la ha presentado como un sacrificio desinteresado y una
autoinmolación, y les ha recordado que, en semejante situación, la mujer siempre tiene que pagar un
precio mucho más elevado que el hombre. Tengo la certeza de que no prestarán demasiada atención
a tales palabras. Saben distinguir perfectamente entre el bien y el mal en estos asuntos, y quizá
piensen que si Harriet Vane no hubiera sido corrompida, en cierto modo, por las perniciosas
influencias entre las que vivía, habría dado muestras de un heroísmo más auténtico rechazando la
compañía de Philip Boyes.
»Pero, por otra parte, han de tener cuidado y no atribuir a este desliz una importancia que no
tiene. Una cosa es que un hombre o una mujer lleven una vida inmoral, y otra completamente
distinta cometer un asesinato. Quizá piensen que un paso en el camino del mal facilita el siguiente,
pero esta consideración no debe pesar demasiado a la hora de su decisión. Están en su derecho de
tenerla en cuenta, pero sin que ello les predisponga a nada.
El juez hizo una pausa, y Freddy Arbuthnot dio un codazo en las costillas de lord Peter Wimsey,
que parecía profundamente deprimido.
–Francamente, espero que no. Maldita sea, si cualquier tontería desembocara en un asesinato,
colgarían a la mitad por cargarse a la otra mitad.
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Veneno mortal: 1 Dorothy L. Sayers
–¿Y en qué mitad estarías tú? –preguntó su señoría, clavándole unos segundos sus fríos ojos y
volviendo después la mirada hacia el banquillo de los acusados.
–Yo sería la víctima –replicó el honorable Freddy–. Prefiero ser el cadáver de la biblioteca.
–Philip Boyes y la acusada vivieron de esta guisa durante casi un año –continuó el juez–. Varios
amigos han declarado que parecían mantener una relación sumamente afectuosa. Según dijo la
señorita Price, aunque evidentemente Harriet Vane sufría por su lamentable situación, al tener que
romper con los amigos de su familia y no tratar con personas a quienes su irregular situación social
podría resultar embarazosa, era fiel a su amante y se manifestaba abiertamente orgullosa y feliz de
ser la compañera de Philip Boyes.
»No obstante, en febrero de mil novecientos veintinueve tuvieron una pelea y la pareja se separó.
Nadie ha negado que hubiera una pelea. El señor y la señora Dyer, que viven en el piso de arriba del
de Philip Boyes, dicen que oyeron una discusión a gritos, que el hombre soltaba exabruptos y la
mujer lloraba, y que al día siguiente Harriet Vane recogió sus cosas y se marchó de la casa. Lo
extraño en este caso, un detalle que deben examinar con minuciosidad, es la supuesta razón de la
pelea. A este respecto, solo contamos con el testimonio de la propia acusada. Según la señorita
Marriott, a quien Harriet Vane pidió asilo tras la separación, la acusada se negó reiteradamente a dar
información sobre el tema, limitándose a decir que Boyes la había defraudado, que se sentía muy
dolida y no quería volver a saber nada de él.
»De esto podría deducirse que Boyes había dado a la acusada motivo de queja, por infidelidad,
crueldad o sencillamente por su persistente negativa a regularizar su situación ante los ojos del
mundo, pero la acusada lo niega rotundamente. Según su declaración, y en este punto su testimonio
está confirmado por una carta de Philip Boyes dirigida a su propio padre, Boyes le propuso
matrimonio al final, y esa fue la causa de la pelea. Quizá les parezca una declaración realmente
extraordinaria, pero es el testimonio bajo juramento de la acusada.
»Sería normal que ustedes considerasen que la petición de matrimonio invalida la idea de que la
acusada tuviera motivo de queja contra Boyes. Cualquiera pensaría que, en tales circunstancias, no
habría tenido móvil alguno para desear asesinar al joven, sino todo lo contrario. Sin embargo, ahí
está el hecho de la pelea, y la propia acusada ha declarado que una proposición tan honrosa, si bien
tardía, no fue bien acogida por ella. No dice, como muy razonablemente podría hacer, y como su
defensor ha dicho en su nombre de una forma muy convincente, que esta oferta de matrimonio
eliminara todo pretexto para enemistarse con Boyes. Así lo afirma sir Impey Biggs, pero no es lo
que dice la acusada. Ella afirma –y ustedes deben intentar ponerse en su lugar y comprender su
punto de vista, dentro de lo posible–, que se enfadó con Boyes porque, tras convencerla, para que en
contra de su voluntad, adoptase tales principios de conducta, a continuación renunció a ellos, y,
según ella, “la dejó en ridículo”.
»Pues bien, sobre esto deben reflexionar: si la oferta podría interpretarse razonablemente como
móvil del asesinato. He de recalcar que no se ha apuntado ningún otro móvil en las declaraciones.
En ese momento se vio a la solterona del jurado tomando notas con gran energía, a juzgar por el
movimiento del lápiz sobre el papel. Lord Peter Wimsey movió la cabeza lentamente un par de
veces y murmuró algo para sus adentros.
–A continuación –añadió el juez–, no parece que ocurriera nada especial con estas dos personas
durante unos tres meses, salvo que Harriet Vane se marchó de la casa de la señorita Marriott y
alquiló un pequeño piso en Doughty Street, mientras que, por el contrario, Philip Boyes, al no poder
soportar la soledad, aceptó la invitación de su primo, el señor Norman Urquhart, para alojarse en la
casa de este, en Woburn Square. Aun viviendo en la misma zona de Londres, al parecer Boyes y la
acusada no se vieron con frecuencia tras la separación. Se encontraron por casualidad en un par de
ocasiones en casa de un amigo. No se puede determinar con certeza las fechas de esos encuentros,
al tratarse de reuniones improvisadas, pero existen pruebas de que se vieron hacia finales de marzo,
en otra ocasión en la segunda semana de abril y en una tercera en mayo. Conviene recordar estos
encuentros, si bien, como el día exacto está sujeto a dudas, no deberían darles demasiada
importancia.
»No obstante, ahora vamos a toparnos con una fecha de suma importancia. El diez de abril, una
joven que ha sido identificada como Harriet Vane entró en la farmacia a cargo del señor Brown, en
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Veneno mortal: 1 Dorothy L. Sayers
Southampton Row, y adquirió poco más de cincuenta gramos de arsénico de uso comercial,
alegando que lo necesitaba para eliminar ratas. Firmó en el registro de sustancias venenosas con el
nombre de Mary Slater, y se ha comprobado que la letra es la de la acusada. Además, la acusada
reconoce haber efectuado tal compra por razones personales. Por este motivo, el hecho de que la
encargada del edificio en el que vive Harriet Vane haya venido a declarar que no hay ratas en la
finca, y que nunca las ha habido mientras ella ha habitado allí, tiene una importancia relativa, pero
quizá deberían ustedes tomar nota.
»Nos encontramos con otra compra de arsénico el cinco de mayo. Como ha declarado la acusada,
en tal ocasión adquirió una lata de herbicida a base de arsénico, de la misma marca que apareció en
el caso de envenenamiento de Kidwelly. En esta ocasión dio el nombre de Edith Waters. No hay
jardín junto al edificio en el que ella vive, y en el interior del mismo no tendría ningún sentido
utilizar un herbicida.
»Durante el período comprendido entre mediados de marzo y comienzos de mayo, la acusada
compró en diversas ocasiones otras sustancias venenosas, tales como ácido prúsico (con el pretexto
de la fotografía) y estricnina. Hubo asimismo un intento de obtener acotinina, pero sin resultados.
Se dirigió a otro establecimiento, y en cada caso dio un nombre diferente. El arsénico es el único
veneno que nos incumbe directamente en la presente causa, pero estas otras adquisiciones revisten
cierta importancia, pues arrojan luz sobre los movimientos de la acusada en aquella época.
»La acusada ha ofrecido una explicación sobre estas compras que ustedes deberían tomar en
consideración, ya que quizá les sirva de algo. Dice que en aquellos momentos estaba escribiendo
una novela que trataba sobre envenenamientos, y que compró aquellas drogas con el fin de
demostrar experimentalmente lo fácil que resultaría para cualquier persona conseguir sustancias
mortíferas. Como prueba de lo dicho, su editor, el señor Trufoot, ha presentado el manuscrito del
libro. Lo han tenido en sus manos y volverán a tenerlo, si así lo desean, cuando yo haya terminado
este resumen, para consultarlo a solas. Se les han leído varios párrafos que muestran que el tema de
la obra es el asesinato con arsénico, y aparece la descripción de una joven que va a una farmacia a
comprar una cantidad considerable de esta sustancia mortífera. Y voy a añadir algo que debería
haber dicho antes, a saber: que el arsénico adquirido en el establecimiento del señor Brown era del
tipo comercial, de color carbón o añil, como requiere la ley, con el fin de que no se pueda confundir
con azúcar o cualquier otra sustancia inocua.
–¡Por Dios bendito! ¿Cuánto se va a tirar con esas paparruchas del arsénico de uso comercial?
¡Si los asesinos lo aprenden en las faldas de su madre! –gruñó Salcombe Hardy.
–Desearía que recordasen de forma muy especial estas fechas que voy a repetirles: el diez de
abril y el cinco de mayo.
Los miembros del jurado lo apuntaron. Lord Peter murmuró:
–Todos han apuntado en sus pizarras: «Ella no se cree que nada de esto tenga ni pizca de
sentido».1
El honorable Freddy dijo:
–¿Qué? ¿Cómo?
El juez pasó otra página de sus notas.
–Por esa época Philip Boyes empezó a padecer de nuevo fuertes accesos de gastritis, que había
sufrido de vez en cuando durante toda su vida. Han leído el testimonio del doctor Green, que lo
había atendido por un incidente similar en la época de la universidad. Eso ocurrió hace tiempo, pero
también tenemos al doctor Weare, que tuvo que recetarle algo en mil novecientos veinticinco por
una situación parecida. No es una enfermedad grave, pero sí molesta, agotadora, por los vómitos y
demás y el dolor en las extremidades. Hay muchas personas que padecen tales indisposiciones de
vez en cuando, pero en este caso existe una coincidencia de fechas que podría ser importante. Los
accesos, consignados en el registro del doctor Weare, son el treinta y uno de marzo, el diez de abril
y el doce de mayo. Tres coincidencias, podrían pensar ustedes: Harriet Vane y Philip Boyes se ven
“hacia finales de marzo”, y él sufre un acceso de gastritis el treinta y uno de marzo; el diez de abril
Harriet Vane compra unos cincuenta gramos de arsénico; vuelven a verse “en la segunda semana de
1
De Alicia en el país de las maravillas, cuando Alicia presta declaración ante un jurado. (N. de la T.)
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abril”, y el quince de abril él sufre otro acceso; el cinco de mayo está registrada la compra del
herbicida... “Otro día de mayo” vuelven a tener un encuentro, y Philip Boyes se pone enfermo el
doce de mayo, por tercera vez. Quizá les resulte extraño, pero no deben olvidar que la corona no ha
podido demostrar la adquisición de arsénico antes del encuentro de marzo. Han de tener en cuenta
este extremo.
»Tras el tercer acceso, el de mayo, el médico aconseja a Boyes que cambie de aires, y el paciente
elige el noroeste de Gales. Se va a Harlech, donde experimenta una notable mejoría y pasa una
buena temporada, pero, según un amigo que lo acompañó, el señor Ryland Vaughan, a quien
ustedes han visto, “Philip no era feliz”. Aun más; el señor Vaughan llegó a la conclusión de que
Boyes estaba obsesionado con Harriet Vane. Su salud física mejoró, pero mentalmente se deprimió.
Y sabemos que el dieciséis de junio le escribe una carta a la señorita Vane. Es una carta muy
importante, y por tanto se la leeré una vez más:
Querida Harriet:
La vida es un verdadero asco. No aguanto más aquí. He decidido cortar por lo sano y
liar los bártulos. Pero antes de irme quiero verte otra vez para saber si es posible volver
a poner las cosas en su sitio. Tú harás lo que quieras, por supuesto, pero sigo sin
entender tu actitud. Si en esta ocasión no puedo hacerte ver las cosas con la perspectiva
debida, tiraré la toalla para siempre. Estaré en la ciudad el veinte. Envíame una nota
para decirme cuándo puedo pasar a verte.
Un abrazo,
P.
»Como habrán comprobado, es una carta sumamente ambigua. Con argumentos de gran peso, sir
Impey Biggs insinúa que con expresiones tales como “cortar por lo sano y liar los bártulos”, “no
aguanto más aquí” y “tiraré la toalla para siempre”, el autor de la carta daba a entender su intención
de acabar con su vida si no lograba reconciliarse con la acusada. Señala que “liar los bártulos” es
una metáfora muy conocida para morir y, por supuesto, puede resultarles convincente. Pero al ser
interrogado al respecto por el fiscal general del Estado, el señor Urquhart dijo que suponía que se
refería a un proyecto, que él mismo había propuesto al finado, de hacer una travesía por el Atlántico
hasta Barbados para cambiar de aires. Y el ilustre fiscal señala asimismo que cuando el autor de la
carta dice: “No aguanto más aquí”, se refiere a Gran Bretaña o quizá solo a Harlech, y que si la
frase hiciese referencia al suicidio diría simplemente “No aguanto más”.
»Sin duda ya se habrán formado una opinión al respecto. Es importante tener en cuenta que el
finado solicitase una cita para el veinte. Tenemos ante nosotros la respuesta a esta carta. Dice lo
siguiente:
Querido Phil:
Puedes venir hacia las nueve y media del 20 si lo deseas, pero ten en cuenta que no
me harás cambiar de opinión.
»Y va firmada simplemente con “H”. Podrían pensar que es una carta muy fría, con un tono casi
hostil, y, sin embargo, hay una cita a las nueve y media.
»No tendré que rogarles que me presten atención mucho más tiempo, pero sí especialmente al
llegar a este punto, si bien me han estado atendiendo con paciencia y diligencia extraordinarias,
pues a continuación llegamos al día de la muerte.
El anciano juntó las manos sobre el montón de notas y se inclinó un poco hacia delante. Lo tenía
todo en la cabeza, a pesar de no haber sabido nada del asunto hasta hacía tres días. No había llegado
a la fase de contar batallitas ni de comportarse como una criatura; aún mantenía un firme control
sobre el presente: lo tenía sujeto bajo sus dedos arrugados de uñas grises, terrosas.
–Philip Boyes y el señor Vaughan volvieron juntos la tarde del diecinueve, y no existen dudas de
que Boyes disfrutara de excelente salud. Pasó la noche con el señor Vaughan y desayunaron juntos
lo de costumbre: panceta y huevos, tostadas, mermelada y café. A las once, Boyes tomó una
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Veneno mortal: 1 Dorothy L. Sayers
Guinness, comentando que, como dice el anuncio, es «buena para la salud». A la una almorzó bien
en su club y por la tarde jugó varias mangas de tenis con el señor Vaughan y otros amigos. En el
transcurso de una de las mangas, uno de los jugadores comentó lo bien que le había sentado Harlech
a Boyes, a lo que él replicó que no se sentía tan sano desde hacía muchos meses.
»Fue a cenar con su primo, el señor Norman Urquhart, después de las siete y media. Ni el señor
Urquhart ni la criada que sirvió la mesa observaron nada insólito ni en su aspecto ni en su actitud.
La cena se sirvió a las ocho en punto, y creo que convendría que anotaran la hora (si es que no lo
han hecho ya), y también la lista de lo que se comió y lo que se bebió.
»Los dos primos cenaron juntos, a solas, y en primer lugar, a modo de aperitivo, ambos tomaron
una copa de jerez. Se trataba de un fino oloroso de mil ochocientos cuarenta y siete; la criada lo
pasó directamente al decantador una vez abierta la botella, y lo sirvió en las copas, en la biblioteca.
El señor Urquhart mantiene la decorosa y anticuada costumbre de que el servicio esté presente
durante toda la comida, de modo que contamos con la ventaja de dos testigos en esa parte de la
velada. Han visto en el estrado a la doncella, Hannah Westlock, y creo que coincidirán en que da la
impresión de ser una testigo sensata y observadora.
»Pues bien, tras el jerez tomaron una taza de caldo frío, que sirvió Hannah Westlock de la sopera
que estaba en el aparador. Era muy bueno, consistente, reducido a gelatina clara. Lo tomaron
ambos, y después de la cena lo terminaron la cocinera y la señorita Westlock en la cocina.
»Después del caldo se sirvió rodaballo en salsa. Las porciones fueron cortadas en el aparador, la
doncella les pasó la salsera a ambos, uno tras otro, y en la cocina dieron cuenta del resto del plato.
»A continuación tomaron poulet en casserole, es decir, pollo troceado y guisado a fuego lento
con verduras en un utensilio refractario. Ambos comieron un poco y las criadas lo terminaron.
»El último plato consistió en una tortilla dulce, que hizo el propio Philip Boyes en un hornillo
sobre la mesa. Tanto el señor Urquhart como su primo siempre exigían comer la tortilla recién
salida de la sartén, una norma muy conveniente. Les aconsejo que traten así las tortillas y que no las
dejan reposar, pues se ponen correosas. Llevaron a la mesa cuatro huevos con su cáscara; el señor
Urquhart los rompió uno a uno, los puso en un cuenco y espolvoreó azúcar. Después le dio el
cuenco al señor Boyes, diciendo: “Tú eres quien de verdad sabe darle el toque a las tortillas, Philip.
Encárgate tú”. Boyes batió los huevos con el azúcar, hizo la tortilla, la rellenó de mermelada
caliente, que le había llevado Hannah Westlock, y después la cortó en dos porciones; le dio una
parte al señor Urquhart y él tomó el resto.
»He puesto cierto cuidado en recordarles todas estas cosas con el fin de demostrar que tenemos
pruebas suficientes de que al menos dos personas, y en la mayoría de los casos cuatro, fueron
partícipes de todos y cada uno de los platos servidos en esa cena. La tortilla, el único plato que no
acabó en la cocina, fue preparada por Philip Boyes y compartida por su primo. Ni el señor Urquhart,
ni la señorita Westlock, ni la señora Pettican, la cocinera, tuvieron molestias de ninguna clase tras la
comida.
»He de mencionar asimismo un elemento de la comida que solo consumió Philip Boyes: una
botella de borgoña. Era un excelente corton añejo, que llegó a la mesa en la botella. El señor
Urquhart la descorchó y se la dio intacta a Philip Boyes, diciéndole que no iba a beber porque le
habían aconsejado que no bebiera durante las comidas. Philip Boyes tomó dos copas y, por suerte,
se conservó el resto de la botella. Como ya saben, el vino fue analizado posteriormente y se
descubrió que era totalmente inocuo.
»Así llegamos a las nueve de la noche. Tras la cena se ofrece café, pero Boyes pone la excusa de
que no le gusta el café turco y que seguramente Harriet Vane le invitará en su casa. A las nueve y
cuarto sale de la casa del señor Urquhart, en Woburn Square, y un taxi lo lleva al edificio en el que
la señorita Vane tiene su piso, en el número cien de Doughty Street, una distancia de menos de un
kilómetro. Nos consta por el testimonio de la propia Harriet Vane, de la señora Bright, que vive en
el piso de la planta baja, y del agente de policía D. mil doscientos treinta y cuatro, que pasaba en ese
momento por la calle, que estaba llamando al timbre de la puerta de la acusada a las nueve y
veinticinco. Ella estaba pendiente de su llegada y le abrió inmediatamente.
»Por supuesto, como la entrevista tuvo carácter privado, no contamos con ninguna versión de la
misma salvo la de la acusada. Nos ha dicho que cuando Boyes entró le ofreció “una taza de café que
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Veneno mortal: 1 Dorothy L. Sayers
estaba ya preparado en el hornillo de gas”. Pues bien, cuando el ilustre fiscal general del Estado
escuchó tales palabras de la acusada, inmediatamente le preguntó dónde estaba preparado el café.
Al parecer, la acusada no comprendió el sentido de la pregunta, pues contestó que “en el hornillo,
para mantenerlo caliente”. Cuando le fue repetida la pregunta con más claridad, explicó que lo
había hecho en un cazo, que era lo que estaba en el hornillo. El fiscal general del Estado recordó
entonces a la acusada su anterior declaración a la policía, en la que aparecía la siguiente frase:
“Tenía una taza de café preparada para él cuando llegó”. Enseguida comprenderán la importancia
de estas palabras. Si las tazas fueron preparadas y servidas por separado antes de la llegada del
finado, hubo oportunidades de poner veneno en una de ellas y ofrecérsela a Philip Boyes; pero si el
café se sirvió del cazo en presencia del difunto, habría habido menos oportunidades, si bien lo
podría haber hecho mientras Boyes estaba distraído. La acusada explicó que en su declaración había
utilizado la expresión “una taza de café” en el sentido de “cierta cantidad de café”. Ustedes mismos
podrán juzgar si es una forma normal y corriente de expresarse. Según la acusada, Boyes no tomó ni
leche ni azúcar, y cuentan con el testimonio del señor Urquhart y del señor Vaughan, según el cual,
el difunto tenía por costumbre tomar café solo y sin azúcar después de cenar.
»Según la declaración de la acusada, la entrevista no fue grata. Ambas partes se dirigieron
reproches, y a las diez, aproximadamente, el finado expresó su intención de dejar a la acusada,
quien asegura que Boyes parecía inquieto y dijo que no se sentía bien y añadió que su
comportamiento lo había alterado mucho.
»A las diez y diez (y me gustaría que tomasen buena nota de estas horas), Philip Boyes se acercó
a Burke, el taxista, que estaba en la parada de taxis de Guildford Street, y le dijo que lo llevara a
Woburn Square. Burke asegura que Boyes le habló en tono brusco y precipitado, como si se
encontrase en apuros, física o mentalmente. Cuando el taxi se detuvo ante la casa del señor
Urquhart, Boyes no se apeó, y Burke abrió la puerta para ver qué ocurría. Encontró al finado
acurrucado en un rincón, con una mano apretada contra el estómago y la cara pálida y cubierta de
sudor. Le preguntó si estaba enfermo y el difunto le respondió: “Estoy fatal”. Burke lo ayudó a
bajar y tocó el timbre mientras lo sujetaba con un brazo ante la puerta. Abrió Hannah Westlock. Al
parecer, Philip Boyes apenas podía andar; iba casi doblado por la mitad, se desplomó gimiendo en
una silla del vestíbulo y pidió coñac. Hannah Westlock le llevó un vaso grande de coñac con soda
del comedor; después de beberlo Boyes se recuperó lo suficiente para sacar dinero del bolsillo y
pagar al taxista.
»Como aún parecía muy enfermo, Hannah Westlock avisó al señor Urquhart, que estaba en la
biblioteca. Le dijo a Boyes: “Pero ¿qué te pasa, muchacho?”. Boyes contestó: “¡Sabe Dios! Me
siento muy mal. No puede haber sido el pollo”. El señor Urquhart dijo que esperaba que no, que él
no le había notado nada raro, y Boyes replicó que no, que suponía que era uno de sus ataques de
costumbre, pero que jamás se había sentido así. Lo llevaron a la cama y avisaron por teléfono al
doctor Grainger, al ser el médico más cercano.
»Antes de la llegada del médico, el paciente vomitó en abundancia, y continuó haciéndolo con
frecuencia. El doctor Grainger diagnosticó gastritis aguda. El paciente tenía fiebre elevada, pulso
rápido y su abdomen respondía a la presión con fuerte dolor, pero el médico no encontró nada que
indicase la existencia de apendicitis o peritonitis. Por consiguiente, volvió a su consulta y preparó
un medicamento calmante para controlar los vómitos, una mezcla de bicarbonato de potasa, tintura
de naranja y cloroformo, sin ninguna droga más.
»Al día siguiente persistían los vómitos y se avisó al doctor Weare para que pasara consulta
junto con el doctor Grainger, ya que conocía bien la constitución del paciente.
En aquel momento el juez guardó silencio y miró el reloj.
–Se está haciendo tarde, y como aún quedan por revisar las pruebas médicas, el tribunal levanta
la sesión para el almuerzo.
–Cómo no –dijo el honorable Freddy–. Justo en el momento más horripilante, cuando a todo el
mundo se le ha quitado el apetito. Venga, Wimsey, vamos a meternos algo entre pecho y espalda.
¿Me oyes?
Wimsey había pasado a su lado sin hacerle caso y se dirigía hacia el tribunal, donde sir Impey
Biggs estaba departiendo con sus subalternos.
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Veneno mortal: 1 Dorothy L. Sayers
–Para mí que se ha puesto un poco nervioso –dijo el señor Arbuthnot, pensativo–. Supongo que
está preparando otra teoría. No sé por qué demonios he venido a este circo. Es un aburrimiento, y
encima la chica ni siquiera es guapa. No creo que vuelva después de comer.
Salió a empellones y se dio de bruces con la duquesa viuda de Denver.
–Véngase a comer, duquesa –dijo Freddy, ilusionado.
La duquesa le caía muy bien.
–Gracias, Freddy, pero estoy esperando a Peter. Qué caso tan interesante, y también la gente, ¿no
te parece? Claro, no tengo ni idea de lo que piensa el jurado, con esas caras de adoquín que tiene la
mayoría, menos el pintor, que no se distinguiría de los demás a no ser por esa espantosa corbata y la
barba, que parece Jesucristo, pero no uno auténtico, sino uno de esos italianos con hábito rosa y
algo azul por encima. Esa del jurado, ¿no es la señorita Climpson, la de Peter? ¿Qué tiene que ver
en esto?
–Me imagino que Peter la habrá puesto en alguna casa por ahí, para llevar un despacho de
mecanografía, meterse en todas partes y encargarse de esas cómicas obras de caridad suyas. Qué
viejecita tan rara, ¿no? Como sacada de una revista de los noventa. Pero al parecer hace bien su
trabajo y todo eso.
–Sí, y encima contestar a esos anuncios turbios y dejar en evidencia a esa gente, qué valiente,
algunos terriblemente cargantes, y esos asesinos que a mí no me extrañaría nada que llevaran
chismes automáticos y salvavidas en todos los bolsillos y hasta un horno de gas lleno de huesos
como Landru, que era muy listo. Y desde luego, esas mujeres... asesinas natas como dice no sé
quién, tienen cara de cerdo, pero, claro, no se lo merecen y posiblemente las fotografías no les
hacen justicia a las pobrecillas.
La duquesa divagaba incluso más que de costumbre, pensó Freddy, y mientras hablaba su mirada
recayó sobre su hijo, con una expresión de angustia poco habitual en ella.
–Es fenomenal ver otra vez al bueno de Wimsey, ¿eh? –dijo Freddy, con auténtica bondad–. Es
increíble el interés que se toma por esas cosas, ¿verdad? Se pone como loco en cuanto llega a casa,
como el viejo caballo de batalla que olfatea el TNT. Se mete hasta las cejas en estos asuntos.
–Bueno, es que es uno de los casos que lleva el inspector jefe Parker, y son muy amigos, como
David y Bersabe... ¿o era Daniel?
Wimsey se reunió con ellos en aquel momento tan embarazoso y cogió del brazo cariñosamente
a su madre.
–No sabes cuánto lamento haberte hecho esperar, mater, pero es que tenía que hablar unas
cosillas con Biggy. Lo está pasando fatal, y ese carcamal, el juez Jeffreys, parece como si le
estuvieran tomando medida para el birrete negro de las sentencias de muerte. Me voy a casa a
quemar los libros. Es peligroso saber demasiado sobre venenos, ¿no crees? Casta como el hielo,
pura como la nieve, mas no escaparás al tribunal de lo penal.2
–La joven no parece haber probado esa receta –comentó Freddy.
–Deberías estar en el jurado –replicó Wimsey con insólita acritud–. Me apuesto lo que quieras a
que eso mismo es lo que están diciendo todos en este momento. Estoy convencido de que el
presidente es abstemio. He visto que llevaban refresco de jengibre a la sala del jurado, y espero que
le estalle en las tripas y le reviente los sesos.
–Vale, vale –dijo el señor Arbuthnot en tono tranquilizador–. Lo que tú necesitas es una copa.
2
Referencia a Hamlet. En la obra de Shakespeare aparece como «mas no escaparás a la calumnia». (N. de la T.)
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Veneno mortal: 2 Dorothy L. Sayers
2
Se apaciguó el barullo de los que buscaban sitio; regresó el jurado; la acusada reapareció en el
banquillo como un muñeco mecánico; el juez volvió a ocupar su asiento. De las rosas rojas se
habían desprendido varios pétalos. La vieja voz reanudó la historia donde la había dejado.
–Señoras y señores del jurado... No creo necesario rememorar el proceso de la enfermedad de
Philip Boyes detalladamente. Avisaron a la enfermera el veintiuno de junio, y durante ese día los
médicos visitaron al paciente tres veces. Su estado fue agravándose por momentos. Sufría diarrea y
vómitos continuos y no podía retener alimento ni medicamento algunos. Al día siguiente, el
veintidós, empeoró: grandes dolores, pulso debilitado y la piel alrededor de la boca seca y agrietada.
Los médicos le prodigaron todo tipo de cuidados, pero no pudieron hacer nada por él. Avisaron a su
padre, y cuando llegó encontró a su hijo consciente, pero incapaz de levantarse. Sí era capaz de
hablar, y en presencia de su padre y de la enfermera Williams, dijo lo siguiente: «Me voy, papá, y
me alegro de que acabe todo esto. Harriet se va a librar de mí... No sabía que me odiara tanto». Son
unas frases sorprendentes, y se nos han ofrecido dos interpretaciones muy distintas. Ustedes son
quienes han de decidir si, en su opinión, quiso decir: «Ha conseguido librarse de mí; no sabía que
me odiara tanto como para envenenarme», o si quiso decir: «Cuando comprendí que me odiaba
tanto, llegué a la conclusión de que no quería seguir viviendo», o si tal vez no quisiera decir
ninguna de las dos cosas. Cuando las personas están muy enfermas, se les pueden ocurrir ideas
descabelladas y se les va la cabeza. Quizá piensen que no conviene presuponer nada. No obstante,
esas palabras constituyen parte de las pruebas, y están en su derecho a tomarlas en consideración.
»En el transcurso de la noche fue debilitándose y perdió el conocimiento, y a las tres de la
madrugada murió sin haberlo recobrado. Eso ocurría el veintitrés de junio.
»Pues bien, hasta entonces nada había despertado la menor sospecha. Tanto el doctor Grainger
como el doctor Weare eran de la misma opinión: que la causa de la muerte había sido una gastritis
aguda; no podemos culparlos de que llegaran a tal conclusión, pues los síntomas coincidían con la
enfermedad y el historial del paciente. Se extendió el certificado de defunción de la forma habitual,
y el funeral se celebró el día veintiocho.
»Y entonces ocurrió algo que sucede con frecuencia en estos casos, y es que alguien empezó a
hablar. En este caso concreto fue la enfermera Williams, y, si bien ustedes podrían pensar que una
enfermera no debería actuar así ni cometer tal indiscreción, lo cierto es que dio muy buenos
resultados. Por supuesto, debería haber comunicado sus sospechas al doctor Weare o al doctor
Grainger en su momento, pero no lo hizo, y al menos deberíamos alegrarnos de que, en opinión de
ambos médicos, incluso si lo hubiera hecho y si hubiesen descubierto que la causa de la muerte era
envenenamiento por arsénico, no habrían podido hacer nada para salvar la vida de aquel
desdichado. En fin, lo que ocurrió fue que durante la última semana de junio enviaron a la
enfermera Williams a cuidar a otro paciente del doctor Weare, que casualmente pertenecía al mismo
círculo literario de Bloomsbury que Philip Boyes y Harriet Vane, y mientras ella estaba allí habló
sobre él y dijo que, en su opinión, la enfermedad parecía envenenamiento, e incluso mencionó la
palabra arsénico. En fin, ya saben ustedes cómo corren las noticias. Una persona se lo cuenta a otra,
y se discute en reuniones o, como tengo entendido que se llaman ahora, cócteles, y al poco tiempo
la historia se propaga y la gente pronuncia nombres y toma partido. Se lo contaron a la señorita
Marriott y a la señorita Price, y también llegó a oídos del señor Vaughan. Pues bien, al señor
Vaughan le afligió y sorprendió muchísimo la muerte de Philip Boyes, sobre todo por haber estado
con él en Gales y porque sabía cuánto había mejorado su salud durante aquellas vacaciones;
además, estaba convencido de que Harriet Vane se había portado mal en aquel amorío. Pensaba que
debía tomar cartas en el asunto; fue a ver al señor Urquhart y se lo contó. Bien. El señor Urquhart es
abogado y, por consiguiente, cauteloso a la hora de prestar oídos a rumores y sospechas, y previno
al señor Vaughan de que no era demasiado sensato ir por ahí acusando a la gente, ya que podían
interponer una demanda por difamación. Naturalmente, él también se sentía molesto por que se
dijesen tales cosas sobre un familiar que había muerto en su casa. Tomó la decisión, una decisión
muy prudente, de consultar con el doctor Weare y sugerirle que, si estaba seguro de que la muerte
se debía a la gastritis y nada más, tomara medidas para reprender a la enfermera Williams y pusiera
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Veneno mortal: 2 Dorothy L. Sayers
así fin a las habladurías. Por supuesto, al doctor Weare le sorprendió y le disgustó lo que le
contaron, pero, dadas las circunstancias, no podía negar que, si se tenían en cuenta únicamente los
síntomas, cabía una mínima posibilidad de que hubiera ocurrido tal cosa, puesto que, como ya saben
por las pruebas médicas, los síntomas del envenenamiento por arsénico casi no pueden distinguirse
de los de la gastritis aguda.
»En cuanto se lo comunicaron, las sospechas del señor Vaughan se confirmaron, y escribió al
señor Boyes, padre, proponiéndole que se iniciara una investigación. Naturalmente, el señor Boyes
se quedó horrorizado y accedió de inmediato. Sabía de la relación con Harriet Vane, y había
observado que la acusada no había aparecido para interesarse por Philip Boyes ni había asistido al
funeral, conducta que se le antojaba atroz. Al final se estableció contacto con la policía y se obtuvo
una orden de exhumación.
»Ya conocen los resultados del análisis realizado por sir James Lubbock y el señor Stephen
Fordyce. Mucho se discutió sobre los métodos de los análisis y la forma de actuar del arsénico en el
cuerpo y demás, pero no considero necesario que nos adentremos demasiado en esos delicados
detalles. En mi opinión, los principales puntos de las pruebas son los siguientes, y quizá ustedes
deseen tomar nota de ellos.
»Los expertos extrajeron ciertos órganos del cuerpo: el estómago, los intestinos, los riñones, el
hígado, etcétera; analizaron parte de los mismos y descubrieron que todos contenían arsénico.
Lograron pesar la cantidad de esta sustancia encontrada en las diversas partes y calcular la cantidad
existente en todo el cuerpo. Después tomaron en cuenta la cantidad de arsénico eliminado por los
vómitos y la diarrea y también por los riñones, ya que estos desempeñan un papel muy importante
en la eliminación de ese veneno en concreto. Tras descontar todos estos factores, llegaron a la
conclusión de que Boyes había ingerido una gran dosis de arsénico, una dosis mortal, tal vez unos
cuatro o cinco gránulos, unos tres días antes del fallecimiento.
»No sé si habrán seguido con detalle todos los argumentos técnicos. Intentaré exponer los puntos
principales tal y como los he entendido. El arsénico tiene la característica de pasar por el cuerpo con
mucha rapidez, sobre todo si se toma con alimentos o inmediatamente después de una comida,
porque irrita las paredes de los órganos internos y acelera el proceso de eliminación. La actuación
es más rápida si el arsénico se toma en forma líquida en lugar de en polvo. Siempre y cuando se
tome con una comida o inmediatamente después, se expele en el transcurso de veinticuatro horas
tras la aparición de la enfermedad. De modo que, aunque las cantidades encontradas en el cadáver
puedan parecemos muy pequeñas a ustedes y a mí, el simple hecho de que fueran halladas tras tres
días de continuos vómitos, diarrea, etcétera, es indicio de que en cierto momento el finado tomó una
dosis elevada.
»Mucho se debatió sobre el momento en el que se presentaron los primeros síntomas. La defensa
apunta que Philip Boyes podría haber ingerido el arsénico él solo entre el momento de salir de la
casa de Harriet Vane y el de parar el taxi en Guildford Street, y ha aportado diversos libros que
demuestran que en muchos casos los síntomas se presentan muy poco después de haber ingerido el
veneno. Según creo, se dijo que un cuarto de hora es el tiempo mínimo si se toma el arsénico en
forma líquida. Según la declaración de la acusada (y no contamos con ningún otro testimonio),
Philip Boyes la dejó a las diez de la noche, y diez minutos más tarde estaba en Guildford Street. Ya
parecía enfermo entonces. No tardaría mucho en llegar en coche hasta Woburn Square a aquella
hora de la noche, y en el momento de su llegada ya sufría fuertes dolores y apenas podía mantenerse
en pie. Pero Guildford Street está a muy poca distancia andando desde Doughty Street, unos tres
minutos, y, si la declaración de la acusada es veraz, cabría preguntarse lo siguiente: ¿qué hizo el
finado durante aquellos diez minutos? ¿Los empleó en ir a un lugar apartado para tomar una dosis
de arsénico, en cuyo caso tendría que haberla llevado en previsión de una entrevista desfavorable
con la acusada? Y he de recordarles que la defensa no ha presentado prueba alguna de que Philip
Boyes comprase arsénico ni que tuviera acceso a tal sustancia. Eso no significa que no pudiera
obtenerlo; las compras realizadas por Harriet Vane demuestran que las leyes sobre la venta de
sustancias venenosas no son siempre tan eficaces como sería de desear, pero ahí está el hecho: que
la defensa no ha podido demostrar que el finado tuviera arsénico en su poder. Y ya que estamos
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Veneno mortal: 2 Dorothy L. Sayers
tratando este extremo, he de decir que, curiosamente, los analistas no encontraron restos de carbón o
añil con los que supuestamente se mezcla el arsénico de uso comercial. Tanto si fue adquirido por la
acusada como por el finado, sería de esperar hallar restos del colorante. Pero quizá piensen que los
restos desaparecerían del cuerpo con los vómitos y las evacuaciones.
»Con respecto a la sugerencia de suicidio, tendrán que preguntarse por esos diez minutos, si
Boyes tomó una dosis de arsénico o si, algo también posible, se sintió mal y se sentó en alguna
parte para recuperarse o si andaba deambulando sin rumbo, como a veces ocurre cuando nos
sentimos alterados y desdichados. También podrían pensar que la acusada se equivoca, o que no
dice la verdad respecto a la hora en que el finado se marchó de su casa.
»La acusada ha declarado asimismo que, antes de marcharse, Boyes comentó que no se sentía
bien. Si piensan que esto guarda relación con el arsénico, entonces podemos eliminar la posibilidad
de que ingiriese el veneno después de abandonar la casa.
»Si nos paramos a pensar, resulta que el interrogante sobre la aparición de los síntomas es muy
impreciso. Han venido varios médicos y les han hablado de sus propias experiencias y de los casos
citados por autoridades médicas en los libros, y habrán observado que no existe certeza alguna
sobre el momento en que aparecen los primeros síntomas. A veces es un cuarto de hora o media
hora, otras veces dos, e incluso pueden pasar cinco o seis y, según tengo entendido, se dio un caso
de siete horas tras haber ingerido el veneno.
En ese momento el fiscal general se puso en pie respetuosamente y dijo:
–Señoría, en ese caso creo que podría asegurar sin temor a equivocarme que el veneno fue
ingerido con el estómago vacío.
–Gracias. Le agradezco mucho que lo haya recordado. Fue un caso en el que el veneno fue
ingerido con el estómago vacío. Menciono estos casos únicamente para demostrar que nos
enfrentamos a un fenómeno muy incierto, y por eso he insistido en recordarles todas las ocasiones
en que Philip Boyes ingirió alimento durante ese día, el veinte de junio, ya que cabe la posibilidad
de que tengan que tomarlo en cuenta.
–Una bestia, mas una bestia justa –murmuró lord Peter Wimsey.
–Hasta ahora he dejado deliberadamente a un lado otro punto que surgió del análisis, que es la
presencia de arsénico en el cabello. El finado tenía el pelo rizado, y lo llevaba bastante largo; una
vez estirada la parte de delante, en algunos sitios medía unos dieciocho centímetros. Pues bien; en
ese cabello se encontró arsénico, en el extremo más próximo a la cabeza. No llegaba hasta las
puntas de los cabellos más largos, pero sí se encontró en las raíces, y según sir James Lubbock, en
cantidad mayor de la que podría explicarse como algo natural. De vez en cuando se encuentran
restos minúsculos de arsénico en el cabello o la piel de personas normales, pero no en la cuantía
descubierta en este caso. Esa es la opinión de sir James.
»Les han explicado, y las declaraciones de todos los médicos coinciden en este punto, que si una
persona ingiere arsénico, quedará depositada cierta cantidad en la piel, las uñas y los cabellos. Se
deposita en la raíz de estos, y a medida que crecen el arsénico es arrastrado, de modo que al ver la
posición del arsénico en el pelo podemos hacernos una idea aproximada del tiempo durante el que
se ha estado administrando. Este asunto fue objeto de debate, pero creo que al final todos
coincidieron en que si se toma una dosis de arsénico es de esperar que se encuentren restos en el
cabello, junto al cuero cabelludo, al cabo de unas diez semanas. El pelo crece a razón de unos
quince centímetros al año, y el veneno seguirá ese mismo ritmo hasta llegar a las puntas y
desaparecerá cuando se corte el pelo. Estoy seguro de que las damas del jurado comprenderán esto
muy bien, pues, según tengo entendido, es lo mismo que ocurre en el caso de la denominada
“permanente”. Al crecer el pelo, se alisa junto al cuero cabelludo y hay que volver a ondularlo. Se
puede saber por la posición de la onda cuánto tiempo hace que se ha aplicado la permanente. De
igual manera, si una uña se magulla, la decoloración irá subiendo poco a poco por la uña hasta
llegar al punto en que se puede cortar con unas tijeras.
»Bien, se ha dicho que la presencia de arsénico en las raíces de los cabellos de Philip Boyes y
alrededor de ellas es indicio de que debía de haber tomado arsénico al menos tres meses antes de su
muerte. Tendrán en cuenta la importancia que se puede atribuir a este hecho en vista del arsénico
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Veneno mortal: 2 Dorothy L. Sayers
que adquirió la acusada en abril y mayo y de los accesos que padeció el finado en marzo, abril y
mayo. La pelea con la acusada tuvo lugar en febrero; Philip Boyes enfermó en marzo y murió en
junio. Transcurren cinco meses entre la pelea y la defunción, y cuatro entre el primer acceso y la
muerte. Quizá consideren que estas fechas tienen cierta importancia.
»A continuación pasaremos a las pesquisas de la policía. Cuando se despertaron las sospechas, la
policía investigó las actividades de Harriet Vane y posteriormente varios agentes fueron a su casa a
tomarle declaración. Cuando le dijeron que se había descubierto que Boyes había muerto por
envenenamiento de arsénico, pareció sorprenderse mucho y dijo: “¿Arsénico? ¡Es asombroso!”. Se
echó a reír y añadió: “Si precisamente estoy escribiendo un libro sobre envenenamiento por
arsénico...”. Le preguntaron sobre el arsénico y otros venenos que había adquirido; ella lo admitió
de inmediato y dio la misma explicación que ante el tribunal. Le preguntaron qué había hecho con
las sustancias venenosas y contestó que las había quemado porque era peligroso tenerlas por ahí
sueltas. Registraron la casa, pero no encontraron veneno de ninguna clase; solo aspirinas y unos
cuantos medicamentos por el estilo. Negó de manera categórica haberle administrado a Philip
Boyes arsénico u otra sustancia venenosa. También le preguntaron si cabía la posibilidad de que
hubiera caído arsénico en el café por accidente, y ella contestó que era totalmente imposible, ya que
había destruido todos los venenos antes de finales de mayo.
En aquel momento sir Impey Biggs se interpuso y rogó a su señoría que recordase al jurado el
testimonio del señor Challoner.
–Por supuesto, sir Impey, y se lo agradezco. Recordarán ustedes que el señor Challoner es el
agente literario de Harriet Vane. Vino aquí a declarar que había hablado con ella el pasado
diciembre sobre el tema de su próximo libro, y ella le explicó que iba a tratar de venenos, y
seguramente de arsénico. De modo que ustedes podrían pensar que es un punto a favor de la
acusada que ya tuviera en mente estudiar la adquisición y administración de arsénico antes de que
se produjera la pelea con Philip Boyes. No cabe duda de que pensó a fondo en el asunto, pues en su
librería había numerosos libros de medicina forense y toxicología, además de crónicas de varios
procesos por envenenamiento, como los casos de Madeleine Smith, Seddon y Armstrong, todos
ellos casos de envenenamiento por arsénico.
»Bien, creo que esta es la causa tal y como se presenta ante ustedes. Esta mujer está acusada de
haber asesinado a su antiguo amante con arsénico. Es indudable que él ingirió tal sustancia y, si
están convencidos de que se lo dio ella con intención de lesionarlo o matarlo y que eso le causó la
muerte, es su deber declararla culpable de asesinato.
»En su hábil y elocuente discurso, sir Impey Biggs les ha explicado que la acusada tenía pocos
móviles para el crimen, pero tengo la obligación de decirles que en muchas ocasiones se cometen
asesinatos por móviles que parecen totalmente insuficientes, si es que algún móvil puede
considerarse suficiente para el asesinato. Sobre todo cuando las partes son marido y mujer, o han
convivido como marido y mujer, pueden existir sentimientos apasionados que desemboquen en
delitos violentos cuando se trata de personas con normas morales inadecuadas y con desequilibrio
mental.
»La acusada poseía los medios: el arsénico, los conocimientos necesarios y la oportunidad para
administrárselo. La defensa alega que tales circunstancias no son suficientes, que la corona debe
seguir investigando para demostrar que el veneno no podía haber sido ingerido de ninguna otra
manera, por accidente o con la intención de suicidio. Ustedes deben juzgarlo. Si piensan que existe
duda razonable acerca de que la acusada diera deliberadamente el veneno a Philip Boyes, deben
declararla inocente. No están obligados a determinar cómo fue administrado el veneno, si no fue
ella quien se lo administró. Consideren las circunstancias de la causa como un todo, y expresen la
conclusión a la que han llegado.
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Veneno mortal: 3 Dorothy L. Sayers
3
–No creo que tarden mucho –dijo Waffles Newton–. Está más claro que el agua. Mira, chico, yo
me voy a por algo. ¿Me contarás lo que pasa?
–Claro, si no te importa pillarme a mí algo de paso –contestó Salcombe Hardy–. No podrías
mandarme una copa por teléfono, ¿verdad? Tengo la boca como un estropajo. –Miró su reloj–. Para
mí que no llegamos a la edición de las seis y media, a menos que se den prisa. El viejo es muy
metódico, pero más lento que la puñeta.
–Aunque sea por disimular, tendrán que hacer como que deliberan –dijo Newton–. Unos veinte
minutos. Después querrán echarse un cigarro, como yo. Volveré a menos diez, por si las moscas.
Salió como buenamente pudo. Cuthbert Logan, que trabajaba para un periódico matutino y
disponía de más tiempo, se puso a escribir un retrato del juicio. Era una persona flemática y sobria,
tan capaz de escribir en los tribunales como en cualquier otro sitio. Le gustaba estar en el lugar de
los hechos y observar las miradas, los tonos de voz, las consecuencias del cambio de color y demás.
Su artículo siempre resultaba ameno, y en ocasiones incluso elegante.
Freddy Arbuthnot, que al final no se había ido a casa a comer, pensó que ya iba siendo hora. No
podía quedarse quieto, y Wimsey lo miró con cara de pocos amigos. La duquesa viuda pasó como
pudo entre los bancos para acercarse a lord Peter. Tras haber velado por los intereses de su cliente,
sir Impey Biggs desapareció, charlando animadamente con el fiscal general, con los alevines de la
jurisprudencia a la zaga. La sala quedó desierta. Los pétalos de las rosas rojas, solitarias en el
estrado, empezaban a desprenderse.
Apartándose de un grupo de amigos, el jefe inspector Parker cruzó lentamente por en medio de la
multitud y saludó a la duquesa.
–¿Qué te ha parecido, Peter? –añadió, dirigiéndose a Wimsey–. Muy bien montado, ¿eh?
–Charles, no deberían permitirte hacer nada sin mí –replicó Wimsey–. Has cometido un error.
–¿Que he cometido un error?
–No ha sido ella.
–¡Venga, hombre!
–No ha sido ella. Sí, muy convincente e irrebatible, pero no es verdad.
–No lo dirás en serio...
–Completamente.
Parker parecía consternado. Confiaba en el criterio de Wimsey y, a pesar de estar convencido de
lo contrario, se echó a temblar.
–¿Dónde está el fallo, muchacho?
–No hay ninguno. Todo es perfecto. No tiene nada mal, salvo que la chica es inocente.
–Estás hecho todo un psicoanalista de andar por casa –dijo Parker, riéndose por reír–. ¿Verdad,
duquesa?
–Ojalá hubiera conocido a esa chica –contestó la duquesa, saliéndose por la tangente como de
costumbre–. Una cara interesante y verdaderamente excepcional, aunque quizá no precisamente
guapa, lo que la hace todavía más interesante, porque los guapos son en muchos casos imbéciles.
He leído uno de sus libros, realmente bueno y muy bien escrito, y no adiviné quién era el asesino
hasta la página doscientas, francamente inteligente, porque suelo adivinarlo hacia la quince. Qué
curioso, escribir libros sobre asesinatos y que te acusen de un crimen; algunos pensarán que es un
castigo. Yo me pregunto: si no lo hizo ella, ¿habrá descubierto al asesino? Supongo que los autores
de novelas de detectives no detectan mucho en la vida real, ¿no?, salvo, claro, Edgar Wallace, que
está como en todas partes, y el bueno de Conan Doyle y el negro como se llame y, claro, el del caso
Slater, menudo escándalo, aunque ahora que lo pienso eso fue en Escocia, donde tienen unas leyes
rarísimas, sobre todo en lo relativo a las bodas. En fin, supongo que pronto lo sabremos, no la
verdad necesariamente, sino lo que el jurado piensa del asunto.
–Sí; están tardando bastante más de lo que me esperaba, pero, oye, Wimsey, me gustaría que me
dijeras...
–Demasiado tarde, demasiado tarde. Ya no te dejo entrar. He guardado mi corazón en una caja
de plata y la he cerrado con un clavo de oro. Ya no importa la opinión de nadie, salvo la del jurado.
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Veneno mortal: 3 Dorothy L. Sayers
Espero que la señorita Climpson se lo esté explicando todo. Como empiece a hablar, no habrá quien
la pare al menos durante un par de horas.
–Pues ya llevan media hora –dijo Parker.
–¿Qué, todavía esperando? –preguntó Salcombe Hardy al volver a la mesa de la prensa.
–Pues sí... ¡Ya esto le llamas tú veinte minutos! Según mis cálculos, vamos por tres cuartos de
hora.
–Llevan ya una hora y media –le dijo una chica a su prometido, justo detrás de Wimsey–. ¿Qué
estarán discutiendo?
–A lo mejor piensan que no ha sido ella.
–¡No digas tonterías! Claro que fue ella. Si se le nota en la cara. Dura, eso es lo que es; y encima
no ha llorado ni nada.
–Qué sé yo –replicó el joven.
–No querrás decir que te gusta, ¿verdad, Frank?
–Pues no sé, pero a mí no me parece una asesina.
–¿Y cómo sabes qué aspecto tiene una asesina? ¿Es que conoces a alguna?
–Bueno, las he visto en el museo de madame Tussaud.
–Ya, figuras de cera. Todas las figuras de cera parecen asesinos.
–Bueno, a lo mejor. Anda, toma un bombón.
–He hablado con uno de los ujieres –le dijo el sabelotodo con aires de importancia a un amigo–.
El juez acaba de enviar recado al jurado para preguntarles si puede ayudarlos.
–¿Sí? ¿Y qué han dicho?
–No sé.
–Ya llevan tres horas y media –susurró la chica detrás de Wimsey–. Tengo un hambre que me
muero.
–¿Sí, cielo? ¿Nos vamos?
–No. Quiero oír el veredicto. Como hemos esperado tanto, mejor que nos quedemos otro rato.
–Bueno, pues entonces voy a salir a comprar unos bocadillos.
–Ah, qué bien. Pero no tardes, porque estoy segura de que me entrará la histeria al oír la
sentencia.
–Vuelvo enseguida. Tendrías que alegrarte de no formar parte del jurado... No les permiten
tomar nada.
–¿Cómo? ¿Nada de comer ni de beber?
–Nada. Y para mí que tampoco tienen luz ni estufa.
–¡Pobrecillos! Pero hay calefacción central, ¿no?
–Desde luego, aquí hace bastante calor. Me gustaría salir a tomar un poco de aire.
Cinco horas.
–En la calle hay un montón de gente –dijo el sabelotodo al volver de reconocer el terreno–. Unas
cuantas personas se han puesto a abuchear a la acusada, un grupo de hombres las han atacado y al
final se han llevado a un tipo en ambulancia.
–¡No me digas! ¡Qué divertido! ¡Mira! El señor Urquhart; ha vuelto. A mí me da lástima. ¿A ti
no? Debe de ser espantoso que se te muera alguien en tu casa.
–Está hablando con el fiscal general. Claro, ellos han comido como es debido.
–El fiscal no es tan apuesto como sir Impey Biggs. ¿Es verdad que cría canarios?
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Veneno mortal: 3 Dorothy L. Sayers
–Anímate, Freddy –dijo lord Peter Wimsey–. Observo cierto movimiento. Ya vienen, mi amor,
mi vida, que jamás hubo tan etéreo caminar.1
Todos se pusieron en pie. El juez ocupó su asiento. La acusada, muy pálida a la luz eléctrica,
volvió a sentarse en el banquillo. Se abrió la puerta que daba a la sala del jurado.
–Mírales las caras –dijo la joven novia–. Dicen que si van a decir «culpable» no miran al
acusado. ¡Ay, cógeme de la mano, Archie!
El secretario del tribunal se dirigió al jurado en un tono mezcla de reproche y educación.
–Señoras y señores del jurado, ¿han llegado a un veredicto común?
El presidente se levantó con semblante ofendido e irritado.
–Lamento decir que nos ha resultado imposible llegar a un acuerdo.
En la sala hubo exclamaciones y murmullos. El juez se inclinó hacia delante, muy cortés y sin el
menor signo de cansancio.
–¿Cree que con un poco más de tiempo podrán llegar a un acuerdo?
–Me temo que no, señoría. –El presidente lanzó una mirada furibunda hacia una esquina de la
tribuna del jurado, donde estaba la solterona, con la cabeza gacha y las manos fuertemente
entrelazadas–. No veo posibilidad alguna de que lleguemos a ponernos de acuerdo.
–¿Puedo ayudarles de alguna forma?
–No, gracias, señoría. Comprendemos perfectamente las pruebas, pero no podemos ponernos de
acuerdo sobre ellas.
–Es lamentable, pero creo que quizá deberían volver a intentarlo y, si entonces aún no han
podido tomar una decisión, tendrán que volver a decírmelo. Entre tanto, si mis conocimientos de
derecho pueden servirles de ayuda, deben saber que, por supuesto, estoy a su disposición.
Los miembros del jurado salieron a trompicones, con expresión sombría. El juez abandonó el
estrado arrastrando sus vestiduras escarlatas. El murmullo de las conversaciones se elevó hasta el
estruendo.
–¡Diantres! –exclamó Freddy Arbuthnot–. Seguro que es esa señorita Climpson tuya la que los
tiene a todos en vilo, Wimsey. ¿No has visto cómo la ha fulminado con la mirada el presidente?
–Buena chica –replicó Wimsey–. ¡Excelente chica! Tiene una conciencia dura como una piedra.
A lo mejor sigue aguantando mecha.
–Para mí que has corrompido al jurado, Wimsey. ¿Le has hecho una seña o algo?
–No –contestó Wimsey–. Aunque no me creas, me he abstenido incluso de levantar una ceja.
–Y él mismo lo ha dicho –murmuró Freddy–, lo cual dice mucho en su favor. Pero la gente que
quiere comer lo está pasando fatal.
–¡Por fin!
Los miembros del jurado volvieron a entrar por segunda vez, con señales de agotamiento. La
sufrida madre y esposa había estado llorando y aún ahogaba su llanto en el pañuelo. El hombre del
resfriado parecía medio muerto. El pintor llevaba el pelo todo revuelto, como un matojo. El director
de empresa y el presidente del jurado tenían expresión de querer matar a alguien, y la solterona
mayor estaba con los ojos cerrados y movía los labios como si rezara.
–Señoras y señores del jurado, ¿han llegado a un acuerdo sobre el veredicto?
–No. Estamos completamente seguros de que jamás nos pondremos de acuerdo.
1
Paráfrasis de un verso de «Song from Maud», de Alfred Tennyson. (N. de la T.)
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Veneno mortal: 3 Dorothy L. Sayers
–¿Están completamente seguros? –dijo el juez–. No deseo meterles prisa. Estoy dispuesto a
esperar cuanto ustedes quieran.
El gruñido del director de empresa pudo oírse incluso en la galería. El presidente del jurado se
contuvo y replicó con voz entrecortada, a medio camino entre el enfado y el agotamiento:
–Jamás llegaremos a un acuerdo, señoría... Ni aunque nos quedáramos aquí hasta el día del
Juicio Final.
–Es lamentable –dijo el juez–. Pero en tal caso, no queda más remedio que dispensarles y
ordenar un nuevo juicio. Me consta que todos ustedes han hecho cuanto estaba en su mano y que
han puesto todos los recursos de su inteligencia y su conciencia al servicio de este asunto, al que
han prestado su atención y entusiasmo. Quedan dispensados, y tienen derecho a quedar exentos de
formar parte de un jurado en los próximos doce años.
Casi antes de que hubieran concluido las últimas formalidades, y mientras las vestiduras del juez
desaparecían flameantes por la pequeña puerta oscura, Wimsey se lanzó hacia los abogados. Cogió
al abogado defensor por la toga.
–¡Muy bien, Biggy! Tienes otra oportunidad. Deja que me meta en esto y lo solucionamos.
–¿Tú crees, Wimsey? Francamente, he de confesar que hemos salido mejor parados de lo que me
esperaba.
–La próxima vez nos irá mejor. Oye, Biggy, tómame juramento como actuario o algo. Quiero
entrevistarme con ella.
–¿Con quién? ¿Con mi cliente?
–Sí. Tengo un presentimiento con este asunto. Tenemos que conseguir que la suelten, y sé cómo
hacerlo.
–Pues ven a verme mañana. Ahora tengo que ir a hablar con ella. Estaré en mi bufete a las diez.
Buenas noches.
Wimsey fue corriendo hacia la puerta lateral, por donde salían los miembros del jurado. La
última señora, con el sombrero torcido y el impermeable echado de mala manera sobre los hombros,
era la solterona. Wimsey se precipitó hacia ella y la tomó de la mano.
–¡Señorita Climpson!
–¡Ay, lord Peter! ¡Ay, Dios mío! Qué día tan espantoso. Es que verá, he sido yo quien ha
causado todos los problemas, o bueno, la mayoría, aunque dos me han apoyado con toda valentía, y
¡ay, lord Peter!, espero no haberme equivocado, pero es que no podía, vamos, que no puedo en
conciencia decir que ella es la culpable cuando estoy segura de que no lo es. ¡Ay, Dios mío, Dios
mío!
–Tiene toda la razón del mundo. Ella no lo hizo, y gracias a Dios que usted se ha enfrentado a
ellos y le ha dado otra oportunidad. Voy a demostrar que ella no lo hizo. Y voy a llevarla a usted a
cenar... Y, oiga, señorita Climpson...
–Dígame.
–Espero que no le importe, porque no he podido afeitarme desde esta mañana, pero voy a
llevarla a un rincón apartado y a darle un beso.
20
Veneno mortal: 4 Dorothy L. Sayers
4
El día siguiente era domingo, pero sir Impey Biggs anuló una cita que había concertado para
jugar al golf (sin gran pesar, ya que llovía a cántaros) y celebró un consejo de guerra extraordinario.
–Vamos a ver, Wimsey. ¿Qué idea tienes? –preguntó el abogado–. Permíteme que te presente al
señor Crofts, de Crofts & Cooper, abogados de la defensa.
–Mi idea es que no fue la señorita Vane –contestó Wimsey–. Me imagino que a ustedes se les
habrá ocurrido lo mismo, pero con el apoyo de mi mente privilegiada no cabe duda de que la
imaginación se disparará aún más.
Como no tenía muy claro si era una broma o una necedad, el señor Crofts sonrió con deferencia.
–Así es, pero me gustaría saber cuántos miembros del jurado lo consideran así –dijo sir Impey.
–Bueno, al menos a eso sí puedo contestarte, porque conozco a uno de ellos. Una mujer, media
mujer y unos tres cuartos de hombre.
–¿Qué quieres decir exactamente?
–Pues que la mujer que conozco defendió que la señorita Vane no es de esa clase de personas.
Han intentado acosarla, claro, porque no podía señalar ningún punto flaco en la cadena de las
pruebas, pero dijo que la actitud de la acusada formaba parte de las pruebas y que tenía derecho a
tomarlo en cuenta. Por suerte, es una mujer delgada, dura, mayor, de digestiones agradecidas y una
conciencia anglicana militante, con un tesón extraordinario, además de un resuello inagotable. Los
dejó que dieran rienda suelta a sus argumentos hasta quedarse exhaustos, y después dijo que seguía
sin creérselo y que no pensaba decir que se lo creía.
–Bueno es saberlo –replicó sir Impey–. Alguien capaz de creerse todos los artículos de la fe
cristiana no va a achantarse por una nimiedad como unas pruebas desfavorables, pero no podemos
esperar que la tribuna del jurado esté siempre llena de gente tan religiosa e inflexible. ¿Y la otra
mujer y el hombre?
–Bueno, lo de esa mujer no me lo esperaba. Es esa señora corpulenta con una bombonería que
parece bastante próspera. Dijo que no creía que la acusación hubiese quedado probada, y que era
más que posible que Boyes hubiera tomado el veneno él mismo, o que se lo hubiera dado su primo.
Cosa curiosa, le había influido el hecho de haber asistido a un par de procesos por envenenamiento
con arsénico, y en otros casos no la había convencido el veredicto, en especial el del juicio de
Seddon. No tiene muy buen concepto de los hombres en general (ha enterrado a su tercer marido) y
desconfía de las pruebas periciales por una cuestión de principios. Dijo que personalmente pensaba
que la señorita Vane podría ser la autora, pero que no se fía un pelo de las pruebas médicas. Al
principio estaba dispuesta a votar como la mayoría, pero le cogió aversión al presidente, que intentó
apabullarla con su autoridad masculina, y al final dijo que iba a apoyar a mi amiga, la señorita
Climpson.
Sir Impey se echó a reír.
–Muy interesante. Ojalá tuviéramos siempre esta información interna sobre los jurados. Tenemos
que sudar la gota gorda para preparar las pruebas, y de repente una persona se aferra a algo que en
realidad no prueba nada y otra la apoya basándose en que no se puede uno fiar de las pruebas. ¿Y el
hombre?
–El pintor, y la única persona que realmente comprendía la clase de vida que llevaban esos dos.
Creyó la versión de la pelea que dio tu cliente, y dijo que si la chica tenía de verdad esos
sentimientos hacia el hombre, lo último que hubiera hecho habría sido matarlo. Más bien se habría
distanciado para verlo sufrir, como el hombre de la muela picada de la canción cómica. También se
creyó la historia de la compra de los venenos, algo que, naturalmente, a los demás les parecía muy
dudoso. Además, dijo que, por lo que había oído, Boyes era un sinvergüenza y un engreído, y que
quien se lo haya cargado ha prestado un servicio público. Tiene la desgracia de haber leído algunos
libros suyos, y lo consideraba una excrecencia social y una alteración del orden público. Incluso
pensaba que era más que probable que se hubiera suicidado y, si alguien estaba dispuesto a adoptar
ese punto de vista, él lo secundaría. También sembró cierta inquietud entre los miembros del jurado
al decir que estaba acostumbrado a trasnochar y a las habitaciones cargadas de humo, y que no tenía
el menor inconveniente en pasarse una noche entera sin dormir. La señorita Climpson dijo que por
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Veneno mortal: 4 Dorothy L. Sayers
una causa justa valía la pena tomarse algunas molestias y añadió que su religión le había enseñado a
soportar el ayuno. Justo entonces la tercera señora se puso histérica y otro hombre, que tenía que
cerrar un trato importante al día siguiente, perdió los estribos; de modo que el presidente dijo que
para evitar la violencia física pensaba que lo mejor sería acordar que no estaban de acuerdo. Y así
están las cosas.
–Bueno, al fin y al cabo nos dan más tiempo –dijo el señor Crofts–. No se podrá presentar hasta
la próxima vista, lo que nos da un margen de un mes, y probablemente la próxima vez tendremos a
Bancroft, que no es un juez tan severo como Crossley. La cuestión es: ¿podemos hacer algo para
que nuestra causa tenga mejor cariz?
–Voy a hacer un denodado esfuerzo –dijo Wimsey–. Es que tiene que haber pruebas en alguna
parte. Sé que han trabajado todos como hormiguitas, pero yo voy a trabajar como la hormiga reina.
Y tengo una gran ventaja sobre todos ustedes.
–¿Cuál? ¿Más listo? –sugirió sir Impey, sonriendo.
–No... No me gustaría dar a entender eso, Biggy, pero creo en la inocencia de la señorita Vane.
–Maldita sea, Wimsey, ¿es que mis elocuentes discursos no te han convencido de que creo en
ella sin reservas?
–Claro que sí. Estuve al borde del llanto. Me dije: ese es el viejo Biggy, que se va a retirar de la
abogacía y a cortarse el cuello si este veredicto le es contrario, porque dejará de creer en la Justicia
británica. No, viejo zorro... Lo que te delata es el triunfo que te has apuntado al haber conseguido
un desacuerdo. Más de lo que te esperabas. Eso dijiste. Por cierto, y si no es indiscreción, ¿quién te
paga, Biggy?
–Crofts & Cooper –dijo sir Impey con expresión picara.
–Supongo que estarán en esto por motivos de salud.
–No, lord Peter. En realidad, quienes corren con las costas de este proceso son los editores de la
señorita Vane y... bueno, cierto periódico que está publicando su nuevo libro por entregas. Esperan
buenas ganancias como resultado de todo esto, pero francamente no sé qué dirán ante los gastos de
otro juicio. Espero noticias suyas esta misma mañana.
–Buitres –dijo Wimsey–. Bueno, más vale que sigan adelante, pero dígales que ya me encargaré
yo del aval. Y no mencione mi nombre.
–Es muy generoso...
–En absoluto. No me perdería esta diversión por nada del mundo. Es uno de esos casos que me
chiflan, aunque voy a pedir algo a cambio. Quiero ver a la señorita Vane. Tienen que hacerme pasar
como parte de su equipo, para conocer su versión de los hechos con relativa privacidad.
¿Entendido?
–Supongo que se puede hacer –contestó sir Impey–. Mientras tanto, ¿alguna sugerencia?
–Todavía no he tenido tiempo, pero ya sonsacaré algo, no te preocupes. Ya he empezado a
socavar a la policía. El inspector jefe Parker se ha ido a casa a preparar las coronas para su tumba.
–Ándate con cuidado –dijo sir Impey–. Cualquier cosa que descubramos resultará más eficaz si
la acusación no lo sabe de antemano.
–Me andaré con pies de plomo, pero si encuentro al verdadero asesino (si es que existe), espero
que no pongas ninguna objeción a que lo detengan, o a que la detengan, ¿no?
–No, no me opondré, pero la policía a lo mejor sí. En fin, caballeros, de momento no hay nada
más, así que vamos a levantar la sesión. ¿Prestará la ayuda necesaria a lord Peter, señor Crofts?
El señor Crofts se empleó a fondo, y a la mañana siguiente lord Peter se presentó ante las puertas
de la prisión de Holloway con sus credenciales.
–Sí, sí, milord. Recibirá el mismo trato que el abogado de la acusada. Sí, hemos recibido una
comunicación aparte de la policía, y todo irá bien, milord. Lo acompañará el celador y le explicará
las normas.
Llevaron a Wimsey por una serie de corredores desiertos hasta una pequeña habitación con
puerta de cristal. En la habitación había una mesa de madera de pino y dos sillas resistentes a las
manchas, una en cada extremo de la mesa.
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Veneno mortal: 4 Dorothy L. Sayers
–Aquí es, milord. Usted se sienta en un extremo y la presa en el otro, y tenga cuidado de no
moverse del asiento y de no pasar ningún objeto por encima de la mesa. Estaré fuera y los veré por
el cristal, milord, pero no podré oír nada. Si quiere tomar asiento, milord, ahora mismo traerán a la
presa.
Wimsey se sentó a esperar, dominado por extrañas sensaciones. Enseguida se oyó ruido de
pisadas, y entró la presa, acompañada por una celadora. Se puso frente a Wimsey, la celadora se
retiró y cerró la puerta. Wimsey, que se había puesto en pie, se aclaró la garganta.
–Buenos días, señorita Vane –dijo en tono neutro.
La presa lo miró.
–Siéntese, por favor –dijo Harriet, con aquella voz curiosa y profunda que había atraído a
Wimsey en el juicio–. Según creo, es usted lord Peter Wimsey, y viene de parte del señor Crofts.
–Sí –replicó Wimsey. La mirada fija de Harriet lo estaba poniendo nervioso–. Sí. Es que... eh...
asistí al juicio y todo eso, y... eh... he pensado que podría hacer algo.
–Es usted muy amable –dijo la presa.
–¡No, no, maldita sea! O sea, quiero decir que me divierte investigar cosas, no sé si me entiende.
–Sí, lo entiendo. Como escribo novelas policíacas, he seguido su trayectoria con interés,
naturalmente.
De repente le sonrió, y Wimsey se derritió.
–Pues en cierto modo está muy bien, porque así comprenderá que no soy tan idiota como parezco
en este momento.
Eso hizo reír a Harriet.
–No parece un idiota, al menos, no más que cualquier otro caballero, dadas las circunstancias. El
entorno no encaja con su estilo, pero verlo a usted reconforta. Y le estoy realmente agradecida,
aunque por desgracia soy un caso perdido.
–No diga eso. No puede ser un caso perdido, a menos que de verdad lo hiciera usted, y sé que no
es así.
–Pues, no, no lo hice yo, pero me da la impresión de que es como una novela mía, en la que
inventé un crimen tan perfecto, tan sin fisuras, que no era capaz de idear una forma para que el
detective lo probase y tuve que recurrir a la confesión del asesino.
–Si es necesario, haremos lo mismo. No sabrá por casualidad quién es el asesino, ¿verdad?
–No creo que exista. La verdad, creo que Philip tomó el veneno él mismo. Verá, era una persona
bastante derrotista.
–Debió de tomarse muy mal la separación, ¿no?
–Bueno, supongo que en parte fue por eso, pero creo que en realidad fue porque no se sentía
suficientemente valorado. Era muy dado a pensar que la gente estaba confabulada para hundirlo.
–¿Y era así?
–No creo, pero sí que ofendió a muchas personas. Era muy dado a exigir cosas como si tuviera
derecho a ellas... y, claro, eso a la gente le molesta.
–Ya. Comprendo. ¿Se llevaba bien con su primo?
–Sí, sí, aunque, por supuesto, decía que no era sino la obligación del señor Urquhart cuidar de él.
Su primo se encuentra en muy buena posición, pues tiene grandes relaciones profesionales, pero en
realidad Philip no tenía por qué exigirle nada, ya que no se trataba de dinero de la familia ni nada
parecido. Estaba convencido de que los grandes artistas se merecen comer a manteles a expensas de
las personas normales y corrientes.
Wimsey conocía bastante bien esa variedad del temperamento artístico. No obstante, le
sorprendió el tono de la respuesta, con un deje de amargura e incluso desprecio, o eso le pareció.
Planteó la siguiente pregunta con cierta vacilación.
–Perdone que se lo pregunte, pero... ¿quería usted mucho a Philip Boyes?
–Debía de ser así, ¿no?... Dadas las circunstancias.
–No necesariamente –se atrevió a decir Wimsey–. Quizá sintiera lástima de él... o la hubiera
seducido, o incluso acosado.
–Todo a la vez.
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Veneno mortal: 4 Dorothy L. Sayers
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Referencia a El paraíso perdido, de Milton. (N. de la T.)
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Veneno mortal: 4 Dorothy L. Sayers
–Claro que sí. Sería muy divertido y mucho más fascinante que la clase de mujer a la que solo le
interesan la ropa y la gente. Aunque, claro, la ropa y la gente están muy bien, pero siempre con
moderación. No quiero decir con eso que tenga nada contra la ropa.
–¿Y la alcurnia y el escudo de armas?
–Ah, usted no tendría que molestarse con eso. Mi hermano se encarga de esos asuntos.
Colecciono primeras ediciones e incunables, que es un poco aburrido, pero tampoco tendría que
molestarse con eso, a no ser que quisiera.
–No me refiero a eso. ¿Qué pensaría su padre?
–Ah, la única que cuenta es mi madre, y, por lo que ha visto, le cae usted muy bien.
–¿Así que me han estado pasando revista?
–No... Maldita sea, me da la impresión de que hoy digo todo lo que no tendría que decir. Aquel
primer día en los tribunales me quedé atónito, y fui corriendo a ver a mi mater, que es un cielo y
comprende de verdad las cosas, y le dije: «¡Mira! Es la mujer por antonomasia, la única, y la están
poniendo en una situación espantosa, y por Dios, ¡ayúdame!». No se puede imaginar lo horrible que
fue.
–Parece odioso, sí. Lamento haber sido tan cruel, pero, a propósito, supongo que tendrá en
cuenta que he tenido un amante, ¿no?
–Sí, claro. Yo también, si a eso vamos. Bueno, he tenido varias. Es una de esas cosas que le
puede pasar a cualquiera. Puedo presentar varias cartas de recomendación. Me han dicho que hago
el amor bastante bien, pero es que en estos momentos me encuentro en desventaja. No puede uno
resultar muy convincente al otro extremo de una mesa y con un tipo mirando desde la puerta.
–Confío en su palabra, pero «por seductor que resulte deambular en libertad por un jardín de
brillantes imágenes, ¿no estaremos distrayendo tu mente de otro asunto de casi igual importancia?».
Parece probable...
–Si es capaz de citar Kai Lung, no me cabe duda de que nos llevaremos bien.
–Lo más probable es que yo no sobreviva para hacer el experimento.
–Maldita sea, no sea tan fatalista –dijo Wimsey–. Ya le he explicado, con sumo cuidado, que en
esta ocasión estoy investigando el asunto. Cualquiera diría que no se fía de mí.
–Ya han condenado injustamente a muchas personas.
–Precisamente porque yo no he intervenido.
–No lo había pensado.
–Pues piénselo ahora. Ya verá; le parecerá precioso y ejemplar. A lo mejor, incluso contribuye a
que establezca una diferencia entre los otros cuarenta y seis y yo, por si acaso se le olvidan mis
rasgos faciales u otra cosa importante. Ah, por cierto..., no siente una absoluta repulsión hacia mí o
algo parecido, ¿verdad? Porque si ese fuera el caso borraría mi nombre de la lista de espera.
–No –contestó Harriet, con dulzura y cierta tristeza–. No, no me repugna.
–¿No le recuerdo a una babosa ni le pongo la carne de gallina?
–Desde luego que no.
–Me alegro. A cualquier pequeño cambio, como hacerme raya en la melena, o dejarme bigote de
cepillo, o licenciar el monóculo, estaría más que dispuesto, si eso va más de acuerdo con sus ideas.
–No, por favor; no cambie en ningún sentido.
–¿Lo dice en serio? –Wimsey se sonrojó un poco–. Espero que eso no signifique que por mucho
que me esfuerce no llegaré ni a resultarle simplemente aceptable. Vendré cada vez vestido de una
forma diferente, para que usted se pueda hacer una idea completa del asunto. Bunter, o sea, mi
criado, se encargará de todo. Tiene un gusto exquisito para las corbatas, los calcetines y ese tipo de
cosas. En fin, supongo que debería marcharme. Eh... bueno, ¿quiere pensárselo, si tiene un par de
minutos libres? No hay prisa, pero no dude en decirlo si piensa que no podría aceptarlo de ninguna
manera. No estoy intentando chantajearla con el matrimonio, ¿sabe? O sea, pase lo que pase,
investigaré este asunto porque me divierte, ¿comprende?
–Es usted muy generoso...
–No, no, en absoluto. Es mi pasatiempo. No me refiero a las propuestas de matrimonio, sino a
investigar cosas. En fin, adiós y tal. Y volveré a visitarla, si se me permite.
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Veneno mortal: 4 Dorothy L. Sayers
–Daré orden al lacayo para que sea anunciado –replicó la presa con expresión seria–. Me
encontrará siempre en casa.
–¡Dios mío! –dijo en voz baja, serenándose de repente–. Un mes... cuatro semanas. Treinta y un
días. No queda mucho tiempo. Y no sé ni por dónde empezar.
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Veneno mortal: 5 Dorothy L. Sayers
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–Vamos a ver –dijo Wimsey–. ¿Por qué se mata a la gente?
Se encontraba en el despacho de la señorita Katharine Climpson. El local era teóricamente una
agencia de mecanografía, y de hecho, había tres eficaces mecanógrafas que de vez en cuando
realizaban un trabajo excelente para escritores y hombres de ciencia. Al parecer, el negocio era
próspero, porque con frecuencia tenían que rechazar encargos debido a que el personal estaba
trabajando a toda máquina. Pero en otras plantas del edificio se desarrollaban otras actividades. Solo
trabajaban mujeres, la mayoría ya de cierta edad, pero había algunas aún jóvenes y atractivas, y, si
se hubiera consultado el registro de la caja fuerte, se habría descubierto que todas ellas estaban
clasificadas en el grupo despiadadamente conocido como «clases pasivas». Había solteras con
pequeñas pensiones, o sin ninguna clase de ingresos; viudas sin familia; mujeres abandonadas por
maridos peripatéticos que vivían de una reducida pensión alimentaria y que antes de haber sido
contratadas por la señorita Climpson no tenían otros recursos que el bridge y el cotilleo de las casas
de huéspedes. Había maestras jubiladas y decepcionadas; actrices sin trabajo; personas
emprendedoras que habían fracasado con sombrererías y salones de té, e incluso un puñado de
jovencitas prometedoras pero hartas de fiestas y clubes nocturnos. Daba la impresión de que
aquellas mujeres dedicaban la mayor parte del tiempo a contestar anuncios. Caballeros solteros que
deseaban conocer a damas dotadas de ciertos atributos con vistas al matrimonio; sexagenarios
vivarachos que necesitaban un ama de llaves para apartadas zonas rurales; caballeros de ingenio con
planes financieros a la caza y captura de capital; cabañeros literatos deseosos de colaboración
femenina; caballeros convincentes dispuestos a contratar jóvenes talentos para producciones
teatrales en provincias; caballeros benévolos que podían decir a la gente cómo ganar dinero en su
tiempo libre: esa clase de caballeros era la más propensa a recibir solicitudes de trabajo del personal
que dirigía la señorita Climpson. Podría haber sido pura coincidencia que tales caballeros tuvieran
que aparecer con cierta frecuencia ante los magistrados por cargos de fraude, chantaje o intento de
proxenetismo, pero el hecho es que la oficina de la señorita Climpson contaba con una línea
telefónica directa con Scotland Yard y que pocas señoras que trabajaban allí estaban tan
desprotegidas como parecían. Y también es un hecho que, si alguien hubiera investigado a fondo,
habría localizado el dinero que cubría los gastos de alquiler y de mantenimiento del local en la
cuenta bancaria de lord Peter Wimsey. Su señoría solía ser un tanto reservado respecto a esta
empresa suya, pero de vez en cuando, encerrado con el inspector jefe Parker u otros amigos íntimos,
se refería a ella como «mi residencia felina».
La señorita Climpson sirvió el té antes de contestar. Llevaba varias pulseritas en las enjutas
muñecas, cubiertas de encaje, que tintineaban belicosamente con cada movimiento.
–La verdad es que no lo sé –dijo, tomándoselo como si se tratase de un problema psicológico–.
Pero es algo tan peligroso, y tan terriblemente perverso, que te preguntas cómo es posible que
alguien tenga la desfachatez de acometer semejante cosa. Y hay que ver el poco provecho que
suelen sacar.
–A eso me refiero –replicó Wimsey–. ¿Qué intentan sacar? Por lo visto, algunas personas lo
hacen simplemente por divertirse, como esa alemana, como se llame, que disfrutaba viendo morir a
la gente.
–Qué gustos tan extraños –dijo la señorita Climpson–. Sin azúcar, ¿no? Verá, mi querido lord
Peter: he tenido el penoso deber de asistir en muchos lechos de muerte, y, aunque casi todos, como
el de mi pobre padre, eran muy cristianos y preciosos, no podría decir precisamente que me
divirtiera. Desde luego, cada cual tiene su idea de la diversión, y personalmente nunca me ha
interesado demasiado George Robey, aunque Charlie Chaplin siempre me hace reír, pero de todos
modos, asistir a los moribundos conlleva detalles desagradables que difícilmente podrían ser del
gusto de nadie, por depravado que sea.
–Estoy completamente de acuerdo con usted –repuso Wimsey–. Pero en cierto sentido debe de
ser divertido sentirse como si se pudiera controlar los asuntos de la vida y la muerte, ¿comprende?
–Eso es una violación de la prerrogativa del Creador –replicó la señorita Climpson.
27
Veneno mortal: 5 Dorothy L. Sayers
–Pero es fabuloso saberte divino, por así decirlo. Allá arriba, por encima del mundo, volandero
como una bandeja.1 Reconozco la fascinación, pero por cuestiones prácticas esa teoría es
endiabladamente... perdón, señorita Climpson, todos mis respetos por los personajes sagrados...
quiero decir, deja mucho que desear, porque puede adaptarse tan bien a una persona como a otra. Si
tengo que buscar a un obseso homicida, me corto el cuello inmediatamente.
–No diga eso ni en broma –suplicó la señorita Climpson–. Por su trabajo aquí... tan bueno, tan
valioso, merecería la pena vivir aun con las más tristes decepciones personales. He visto los
terribles resultados de esa clase de bromas, y a veces de lo más sorprendentes. Había un joven que
conocíamos, muy dado a hablar de una manera verdaderamente insensata... De eso hace ya mucho
tiempo, querido lord Peter, cuando usted era aún niño, pero incluso entonces los jóvenes eran muy
alocados, por mucho que digan ahora de los años ochenta... y un día le dijo a mi pobre madre:
«Señora Climpson, si hoy no cobro una buena cantidad de piezas, me pego un tiro». Era muy
aficionado al deporte; iba con su escopeta y al ir a pasar por encima de una cerca se le enganchó el
gatillo en el seto, se disparó el arma y le hizo pedazos la cabeza. Yo era muy joven, y me afectó
muchísimo, porque era un hombre muy apuesto, con unos bigotes que eran la admiración de todas,
aunque hoy día provocarían sonrisas, y con la explosión quedaron arrancados, quemados, y con un
agujero espantoso en un lado de la cabeza... Bueno, eso dijeron, porque naturalmente a mí no me
permitieron verlo.
–Pobrecillo –dijo su señoría–. Bueno, descartemos de momento la obsesión homicida. ¿Por qué
más mata la gente?
–Existe la... pasión –respondió la señorita Climpson, tras una ligera vacilación antes de
pronunciar la palabra–. Porque no me gustaría llamarlo amor cuando es algo tan disoluto.
–Esa es la explicación que ofrece la acusación –dijo Wimsey–. No la acepto.
–Por supuesto que no, pero... ¿no es posible que haya otra desgraciada joven que mantuviera una
relación con el señor Boyes y sintiera deseos de vengarse de él?
–Sí, o un hombre celoso. Pero la dificultad está en el tiempo. Se necesita un pretexto verosímil
para darle arsénico a alguien. No te tropiezas con un tipo que está llamando a una puerta y le dices:
«¿Qué, un traguito?».
–Pero hay diez minutos sobre los que no se ha dado ninguna explicación –replicó sagazmente la
señorita Climpson–. ¿No es posible que entrase en un establecimiento a tomar un refrigerio y que se
topase con un enemigo?
–¡Diantres! Claro que es una posibilidad. –Wimsey escribió una nota y movió la cabeza,
dubitativo–. Pero es demasiada coincidencia, a no ser que tuvieran una cita para verse allí. De todos
modos, vale la pena indagar, y también es evidente que la casa del señor Urquhart y el piso de la
señorita Vane no son los únicos sitios donde Boyes podría haber comido o bebido algo entre las
siete y las diez y media de aquel día. Entonces, bajo el encabezamiento de «Pasión», tenemos lo
siguiente: 1) la señorita Vane (descartada ex hipothesi); 2) amantes celosos; 3) ídem rivales. Lugar:
bar (pregunta). Y ahora pasemos al siguiente móvil, es decir, el dinero. Un móvil muy bueno para
matar a alguien que lo tenga, si bien bastante flojo en el caso de Boyes. Pero de todos modos
tengamos en cuenta el dinero. Se me ocurren tres subtítulos: 1) robo (muy improbable); 2) un
seguro, o 3) una herencia.
–Qué mente tan preclara –dijo la señorita Climpson.
–Cuando yo muera se encontrará la palabra «eficacia» escrita en mi corazón. No sé cuánto
dinero llevaría Boyes, pero no creo que fuera mucho. Sí podrían saberlo Urquhart y Vaughan, pero
tampoco tiene mucha importancia, porque el arsénico no es la droga más adecuada para robar a
alguien. Tarda relativamente mucho en empezar a hacer efecto, y la víctima no queda totalmente
impotente. A no ser que supongamos que el taxista lo drogó y le robó, no había nadie que pudiera
beneficiarse de un crimen tan absurdo.
La señorita Climpson asintió y untó con mantequilla otro bollito con pasas.
1
Otra referencia a Alicia en el país de las maravillas. (N. de la T.)
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Veneno mortal: 5 Dorothy L. Sayers
2
Referencia a Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll. (N. de la T.)
29
Veneno mortal: 5 Dorothy L. Sayers
–Por supuesto, lord Peter. Usted sabe que es un inmenso placer hacer cualquier cosa por usted...
incluso si la oficina no fuera propiedad suya, que lo es. Solo tiene que decírmelo, a cualquier hora
del día o de la noche, y haré cuanto esté en mi mano para ayudarlo.
Wimsey le dio las gracias, le hizo unas cuantas preguntas sobre el trabajo en la agencia y se
marchó. Paró un taxi y llegó inmediatamente a Scotland Yard.
***
Como de costumbre, al inspector jefe Parker le encantó ver a lord Peter, pero cuando saludó a la
visita su rostro feúcho pero agradable tenía una expresión preocupada.
–¿Qué pasa, Peter? ¿El caso Vane otra vez?
–Sí. La has liado bien liada con esto, muchacho.
–No sé... A nosotros nos parecía bastante sencillo.
–Charles, tesoro, desconfía de los casos sencillos, de quien te mira con sencillez a los ojos y de
recibir información sencillamente de la propia fuente. Solo el embaucador más astuto puede
permitirse el lujo de ser tan abiertamente directo. Incluso el recorrido de la luz es curvo... o eso
dicen. Por lo que más quieras, muchacho, haz lo que puedas para enderezar las cosas antes de la
siguiente vista. Si no lo haces, no te perdonaré jamás. Maldita sea, no querrás colgar a quien no se
debe colgar... ¿no?, sobre todo a una mujer...
–Venga, fúmate un cigarro –dijo Parker–. Echas chispas por los ojos. ¿Qué has andado
haciendo? Lo siento si hemos metido la pata, pero es asunto de la defensa señalar dónde nos
equivocamos, y no se puede decir que dieran argumentos muy convincentes.
–No, Dios los confunda. Biggy hizo cuanto pudo, pero ese imbécil de Crofts, que encima es un
bestia, no le proporcionó material. ¡Maldito sea! ¡Así se fría en el infierno y lo sirvan hirviendo con
cayena!
–Bonita oratoria –dijo Parker, sin inmutarse–. Cualquiera pensaría que te has puesto un poco
baboso con la chica.
–Así es como habla un amigo de verdad –replicó Wimsey con amargura–. Cuando perdiste la
cabeza por mi hermana, yo podría haberte vuelto la espalda, y a lo mejor lo hice, pero te juro que
nunca me burlé de tus sentimientos, ni dije que tu viril entrega fuera «ponerse baboso con una
chica». No sé de dónde sacas esas expresiones, como le dijo la mujer del clérigo al loro. ¡Conque
«baboso»! ¡Menuda ordinariez!
–¡Pero por Dios, no estarás diciendo en serio que...! –exclamó Parker.
–¡No, no! –replicó Wimsey con amargura–. ¿Cómo voy yo a hablar en serio? Yo soy el payaso.
Ahora sé exactamente cómo se siente Jack Point. Pensaba que Los alabarderos de la Casa Real
eran paparruchas sentimentales, pero no es verdad. ¿Te gustaría verme bailar con un jubón de
bufón?
–Lo siento –dijo Parker, contestando más por el tono que por las palabras–. Si es así, lo siento
muchísimo, muchacho. Pero ¿qué puedo hacer?
–Así se habla. Verás. Lo más probable es que ese tipejo asqueroso de Boyes se suicidara. La
inefable defensa no ha sido capaz de encontrar arsénico en su poder, pero probablemente no serían
capaces de encontrar una manada de vacas negras en un campo cubierto de nieve a plena luz del día
y con microscopio. Quiero que os encarguéis de esto.
–Boyes, investigar arsénico –dijo Parker, tomando notas en un bloc–. ¿Algo más?
–Sí. Averigua si Boyes entró en algún bar de los alrededores de Doughty Street entre digamos las
diez menos diez y las diez y diez de la noche del veinte de junio... si vio a alguien y qué bebió.
–Así se hará. Boyes, investigar bar. –Parker volvió a tomar nota–. ¿Qué más?
–En tercer lugar, si se recogió un frasco o un papel que hubiera podido contener arsénico en ese
barrio.
–¿Ah, sí? ¿Y también quieres que busque el billete de autobús de la señora Brown a la puerta de
Selfridge’s en las últimas compras navideñas? No tienes por qué ponerlo demasiado fácil.
–Es más probable que fuera un frasco que un papel –continuó Wimsey sin hacerle caso–, pues
creo que debió de tomar arsénico líquido para que hiciera efecto tan rápidamente.
30
Veneno mortal: 5 Dorothy L. Sayers
Sin más protestas, Parker anotó: «Boyes, Doughty Street, investigar frasco», y se quedó a la
expectativa.
–¿Qué más?
–Eso es todo de momento. A propósito, yo echaría un vistazo en los jardines de Mecklenburgh
Square. Bajo esos arbustos puede permanecer mucho tiempo cualquier cosa.
–De acuerdo. Haré lo que pueda. Y si descubres algo que de verdad demuestre que hemos ido
mal encaminados, nos lo dirás, ¿verdad? No queremos cometer públicamente errores ignominiosos.
–Bueno... acabo de prometer con toda seriedad a la defensa que no iba a hacer tal cosa, pero, si
descubro al asesino, te dejaré que lo detengas.
–Podría ser peor. En fin, ¡buena suerte! Curioso que tú y yo estemos en lados opuestos.
–Sí, mucho –replicó Wimsey–. Lo siento, pero es culpa tuya.
–No tendrías que haber estado fuera de Inglaterra. Por cierto...
–Dime.
–Serás consciente de que probablemente lo único que hizo nuestro joven amigo durante esos diez
minutos fue quedarse en Theobalds Road o cerca de allí buscando un taxi, ¿no?
–¡Déjame en paz! –exclamó Wimsey enfadado, y salió.
31
Veneno mortal: 6 Dorothy L. Sayers
6
El día siguiente amaneció radiante y hermoso, y, mientras bajaba hacia Tweedling Parva,
Wimsey sentía cierta euforia. La «Señora Merdle», el coche, llamado así porque, como la célebre
dama, era reacio a «reñir»,1 ronroneaba alegremente con sus doce cilindros, y en el aire se notaba la
helada matutina. Esas cosas animan.
Wimsey llegó a su destino alrededor de las diez, y le dieron indicaciones para seguir hasta la
casa del párroco, uno de esos edificios enormes, llenos de recovecos innecesarios, que se comen los
ingresos del titular mientras vive y cargan a sus herederos de facturas por deterioro en cuanto
muere.
El reverendo Arthur Boyes estaba en casa y recibiría con gusto a lord Peter Wimsey.
El clérigo era un hombre alto, desgalichado, con arrugas de preocupación profundamente
grabadas en el rostro y dulces ojos azules un poco perplejos por la decepcionante dificultad de las
cosas. Llevaba una chaqueta negra y vieja, que le colgaba de los hombros estrechos y encorvados
formando surcos. Le tendió a Wimsey una mano delgada y le rogó que tomara asiento.
A lord Peter le resultaba un poco difícil explicar su misión. Saltaba a la vista que su nombre no
despertaba ningún eco en la mente de aquel párroco afable y tan poco mundano. Llegó a la
conclusión de que, en lugar de hablar de su pasatiempo favorito, la investigación criminal, se
presentaría, siendo igualmente veraz, como amigo de la acusada. Podía ser doloroso, pero al menos
sería inteligible. Obrando en consecuencia empezó a decir, no sin cierta vacilación:
–Lamento tener que molestarlo, porque comprendo que es terriblemente penoso para usted, pero
es sobre la muerte de su hijo, el juicio y demás. Por favor, no vaya a pensar que soy un entrometido
y que he venido a darle la lata, pero es que me interesa profundamente... es un interés personal.
Verá... Conozco a la señorita Vane. Es más, le tengo mucho afecto, ¿comprende?, y no dejo de
pensar que alguien ha cometido un error y que... bueno, que me gustaría aclarar las cosas, si fuera
posible.
–Ah, ya... ¡Por supuesto, por supuesto! –dijo el señor Boyes. Limpió minuciosamente unos
quevedos y se los colocó en la nariz, torcidos. Miró a Wimsey, y al parecer no le disgustó lo que
vio, porque añadió–: ¡Esa pobre infeliz! Le aseguro que no siento deseos de venganza... es decir,
que nada me haría más feliz que saber que es inocente de tan atroz crimen. Aun le diría más, lord
Peter: si fuera culpable, me dolería muchísimo ver que cumple el castigo. Por mucho que hagamos,
no podemos devolver la vida a los difuntos, y es infinitamente preferible dejar la venganza en
manos de Él, al que en realidad concierne. No cabe duda de que nada puede ser más terrible que
quitarle la vida a un ser inocente. Si pensara que existe la mínima posibilidad de tal cosa, me
obsesionaría hasta el fin de mis días. Y confieso que cuando vi a la señorita Vane ante el tribunal
tuve profundas dudas sobre si la policía había actuado con justicia al acusarla.
–Gracias –dijo Wimsey–. Es usted muy amable al decir eso. Facilita mucho las cosas. Perdone,
pero ha dicho «cuando la vi ante el tribunal». ¿No la había visto antes?
–No. Por supuesto, sabía que mi pobre hijo había establecido una relación ilícita con una joven,
pero no tuve la determinación necesaria para verla, y estoy convencido de que ella, con muy buen
criterio, no permitió a Peter que la pusiera en contacto con ninguno de sus familiares. Lord Peter,
usted es un hombre más joven que yo, de la generación de mi hijo, y quizá comprenda que, aunque
no era malo ni depravado... ni se me ocurriría pensarlo... sin embargo no existía entre nosotros la
confianza plena que debería haber entre padre e hijo. No me cabe duda de que tuve gran parte de
culpa. Si hubiera vivido su madre...
–Señor... –farfulló Wimsey–. Lo comprendo muy bien. Ocurre con frecuencia. Es más; ocurre
continuamente. La generación de posguerra y eso. Hay muchas personas que se descarrían un poco,
pero en realidad no hacen ningún daño. Es solo que no pueden enfrentarse cara a cara con los
mayores. Suele pasarse con el tiempo. En realidad, no hay culpables. Pecadillos de juventud y...
bueno, esas cosas.
1
La señora Merdle es un personaje de La pequeña Dorrit, de Charles Dickens. (N. de la T.)
32
Veneno mortal: 6 Dorothy L. Sayers
–Yo no podía aceptar unas ideas tan contrarias a la religión y la moralidad –dijo el señor Boyes
con tristeza–. Quizá hablara con demasiada franqueza. Si hubiera sido más comprensivo...
–No es posible –replicó Wimsey–. Cada cual tiene que comprenderlo por sí mismo. Y cuando es
alguien que escribe libros, y se mete en ese grupo de personas, tiende a expresarse con mucho ruido,
no sé si me entiende.
–Puede ser, puede ser, pero me lo reprocho. Sin embargo, eso no le sirve a usted de ayuda.
Perdóneme. Si hay algún error, y salta a la vista que el jurado no estaba muy convencido, debemos
poner todo nuestro empeño en solucionarlo. ¿Cómo puedo ayudar?
–Pues en primer lugar, y lamento que sea una pregunta odiosa, ¿le dijo su hijo en alguna ocasión
o le escribió algo que lo indujera a pensar que... que estaba cansado de la vida o algo parecido? Lo
siento.
–No, no... En absoluto. Naturalmente, la policía y el abogado me preguntaron lo mismo. He decir
que, en verdad, jamás se me ocurrió semejante idea. No había nada que pudiera indicar tal cosa.
–¿Ni siquiera cuando se separó de la señorita Vane?
–Ni siquiera entonces. Lo cierto es que pensé que estaba más enfadado que abatido. He de
reconocer que me llevé una sorpresa al enterarme de que, después de lo que había pasado entre
ellos, la señorita Vane no estaba dispuesta a casarse con mi hijo. Todavía no logro comprenderlo.
Aquel rechazo debió de suponer un duro golpe para él. Antes me había escrito una carta tan
animada... Quizá la recuerde usted. –Hurgó en un cajón desordenado–. Aquí está, si quiere verla.
–¿Le importaría leer el párrafo, señor? –apuntó Wimsey.
–Sí, desde luego. Sí, vamos a ver. «Papá, será grato para tu moralidad saber que estoy dispuesto
a regularizar la situación, como dice la gente de bien.» El pobre muchacho a veces tenía una forma
de escribir y de hablar un poco insensata, lo que no le hace justicia a su buen corazón. ¡Ay, por
Dios! En fin. «Mi novia es una buena personita, y he decidido hacer las cosas como es debido. Se lo
merece de verdad, y espero que cuando todo sea respetable extiendas tu paternal aprobación
también a ella. No voy a pedirte que oficies tú, porque, como bien sabes, el registro civil va más
conmigo, y aunque ella fue educada en loor de santidad, como yo, no creo que exija la “Voz que
susurraba sobre el Edén” ni nada de eso. Te comunicaré cuándo se celebrará para que vengas a
darnos tu bendición (qua padre si no qua párroco), si así lo deseas.» Como ve, lord Peter, estaba
dispuesto a hacer las cosas como es debido, y me emocionó que deseara mi presencia.
–Es natural –dijo lord Peter, y pensó: «Si ese joven estuviera vivo, con qué gusto le daría una
patada en el culo».
–Y bueno, hay otra carta en la que dice que la boda se había quedado en nada. Aquí está.
«Querido papá. Lo lamento, pero solo puedo responder a tu felicitación con un “gracias”. Se ha
anulado la boda y la novia se ha escapado. No hay necesidad de dar demasiadas explicaciones.
Harriet ha conseguido dejarnos en ridículo a los dos, de modo que no hay nada más que añadir.»
Después me enteré de que no se encontraba bien... pero todo eso ya lo sabe usted.
–¿Dio a entender el motivo de su enfermedad?
–No, no... Dimos por supuesto que había reaparecido la dolencia gástrica de siempre. Nunca fue
un muchacho fuerte. Me escribió muy esperanzado desde Harlech, diciendo que estaba mucho
mejor y que tenía planes para hacer un viaje a Barbados.
–¿Ah, sí?
–Sí. Pensé que le sentaría muy bien y que se distraería. Hablaba de ello como un vago proyecto,
no como si ya lo tuviera preparado.
–¿Decía algo más sobre la señorita Vane?
–A mí no volvió a mencionarme su nombre hasta que lo vi moribundo.
–Ya... ¿Y qué le pareció lo que dijo entonces?
–No supe qué pensar. Entonces no teníamos sospechas de envenenamiento, naturalmente, y me
imaginé que se refería a la pelea que había provocado la separación entre ellos.
–Comprendo. Verá, señor Boyes, suponiendo que no se tratara de autodestrucción...
–Francamente, no lo creo.
–Bien, pero ¿existe alguna otra persona que pudiera tener interés en su muerte?
33
Veneno mortal: 6 Dorothy L. Sayers
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Veneno mortal: 6 Dorothy L. Sayers
Wimsey volvió a darle las gracias y se despidió. Había recorrido más de un kilómetro por la
carretera cuando lo invadió un remordimiento. Dio la vuelta a la señora Merdle, volvió volando a la
iglesia, metió con cierta dificultad un puñado de billetes en un buzón con el rótulo de GASTOS DE LA
IGLESIA y reanudó el camino de vuelta a la ciudad.
***
Mientras conducía el coche por el centro, le vino algo a la cabeza y, en lugar de dirigirse a
Piccadilly, donde vivía, se internó en una calle al sur del Strand, donde se encontraban las oficinas
de los señores Grimsby & Cole, que publicaban las obras del señor Philip Boyes. Tras una breve
espera, lo acompañaron al despacho del señor Cole.
El señor Cole era un hombre robusto y jovial, y sintió un vivo interés al enterarse de que el
famoso lord Peter Wimsey se estaba ocupando de los asuntos del señor Boyes, asimismo famoso.
En calidad de coleccionista de primeras ediciones, Wimsey dio a entender que le gustaría obtener
ejemplares de todas las obras de Philip Boyes. El señor Cole dijo que lamentablemente no podía
servirle de ayuda, y, bajo la influencia de un cigarro puro muy caro, adoptó un tono confidencial.
–Mi querido lord Peter, no me gustaría parecer insensible –dijo, mientras la papada se le
desplegaba en seis o siete–, pero, entre usted y yo, el señor Boyes no ha podido hacer nada mejor en
su propio beneficio que haber sido asesinado así. Se vendió hasta el último ejemplar una semana
después de que se conocieran los resultados de la exhumación, se agotaron dos ediciones de su
último libro antes de que empezara el juicio, al precio original, de siete con seis, y las bibliotecas no
paraban de pedir los primeros títulos, de modo que tuvimos que hacer una nueva impresión de toda
la obra. Por desgracia, no habíamos guardado el tipo de imprenta, y los impresores tuvieron que
trabajar día y noche, pero lo conseguimos. Los encuadernadores van a toda máquina con la edición
de tres con seis peniques y ya está encargada la de un chelín. Decididamente, no creo que pudiera
encontrar una primera edición en Londres por nada del mundo. Aquí no tenemos sino los
ejemplares del archivo, pero vamos a sacar una edición conmemorativa especial, con retratos, en
papel hecho a mano, limitada y numerada, al precio de una guinea. No es lo mismo, pero...
Wimsey le rogó que apuntara su nombre para una colección a una guinea por libro, y añadió:
–Qué triste que el autor no pueda beneficiarse, ¿verdad?
–Verdaderamente doloroso –admitió el señor Cole, con las gruesas mejillas comprimidas entre
dos pliegues longitudinales desde las aletas de la nariz hasta la boca–. Y aún más triste que ya no
vaya a producir más obra. Un joven con mucho talento, lord Peter. Siempre sentiremos orgullo y
melancolía, el señor Grimsby y yo, por saber que supimos reconocer su calidad antes de que hubiera
posibilidades de remuneración económica. Un succès d’estime, nada más, hasta este penosísimo
acontecimiento, pero cuando la obra es buena, no tenemos por costumbre preocuparnos por el
rendimiento monetario.
–En fin, a veces compensa arrojar el pan a las aguas –dijo Wimsey–. Ya sabe, eso tan religioso
de «que aquellos que en abundancia den el fruto de las buenas obras sean en abundancia por ti
recompensados». Veinticinco después del domingo de la Santísima Trinidad.
–Así es –replicó el señor Cole sin excesivo entusiasmo, posiblemente porque su conocimiento
del devocionario de la Iglesia anglicana era incompleto, o quizá porque había percibido un deje de
burla en el tono de su interlocutor–. Bueno, he disfrutado muchísimo con la charla. Lamento no
poder hacer nada con las primeras ediciones.
Wimsey le rogó que no se preocupara, y tras despedirse cordialmente bajó a toda prisa la
escalera.
Su siguiente visita fue al despacho del señor Challoner, el agente de Harriet Vane. Challoner era
un hombrecillo moreno, brusco, con cierto aire combativo, cabellera revuelta y gruesas gafas.
–¿Éxito? –dijo, después de que Wimsey se presentara y le explicara su interés por la señorita
Vane–. Sí, claro que es éxito de ventas, bastante vergonzoso, por cierto, pero no se puede evitar.
Tenemos que hacer cuanto podamos por nuestra cliente, en cualesquiera circunstancias. Los libros
de la señorita Vane siempre se han vendido bastante bien (alrededor de los tres o cuatro mil
ejemplares que marcan el tope en este país), pero, naturalmente, este asunto ha impulsado las ventas
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Veneno mortal: 6 Dorothy L. Sayers
una barbaridad. El último libro ha llegado a tres ediciones, y el nuevo título ha vendido siete mil
ejemplares antes de su publicación.
–Todo para bien desde el punto de vista económico, ¿no?
–Sí, claro... pero, sinceramente, no sé si estas ventas artificiales beneficiarán mucho el prestigio
de la autora a la larga. Ya sabe: más dura será la caída. Cuando dejen libre a la señorita Vane...
–Me alegra que diga «cuando».
–No se me ocurriría considerar otra posibilidad, pero cuando eso ocurra es probable que decaiga
rápidamente el interés del público. Por supuesto, de momento estoy consiguiendo los contratos más
ventajosos que puedo, para cubrir los tres o cuatro próximos libros, pero en realidad solo puedo
controlar los anticipos. Los ingresos reales dependerán de las ventas, y ahí es donde preveo una
caída. Sin embargo, me va bastante bien con los derechos por series, que son importantes desde el
punto de vista del rendimiento inmediato.
–Como empresario, ¿no está contento en líneas generales de que esto haya ocurrido?
–A largo plazo, no. Y personalmente no hará falta decir que me entristece muchísimo y que
estoy seguro de que se ha cometido un error.
–Es lo mismo que pienso yo –replicó Wimsey.
–Por lo que sé de su señoría, diría que la señorita Vane no podía haber tenido más suerte, por su
interés y su ayuda.
–Gracias... muchas gracias. Oiga... el libro ese sobre el arsénico... Supongo que no podría
dejármelo para que le echara un vistazo, ¿verdad?
–Por supuesto que sí, si le sirve de ayuda. –Tocó un timbre–. Señorita Warburton, tráigame un
juego de galeradas de Muerte en el bote. En Trufoot’s están acelerando lo más posible la
publicación. El libro no estaba terminado cuando se produjo la detención. Con un empuje y un
coraje insólitos, la señorita Vane ha dado los toques finales y ha corregido las pruebas.
Naturalmente, todo tuvo que pasar por las manos de las autoridades penitenciarias. Sin embargo, no
deseábamos ocultar nada. No cabe duda de que la pobre muchacha lo sabe todo sobre el arsénico.
Están todas, ¿verdad, señorita Warburton? Aquí tiene. ¿Desea algo más?
–Solo una cosa. ¿Qué opina de Grimsby & Cole?
–Nunca los tengo en consideración –contestó el señor Challoner–. No estará pensando en hacer
algo con ellos, ¿verdad, lord Peter?
–Bueno, no sé que estoy... En serio.
–Si lo hace, lea atentamente el contrato. No voy a decirle que nos lo traiga a nosotros, pero...
–Si publico algo con Grimsby & Cole, le prometo que lo haré por mediación de ustedes –dijo
lord Wimsey.
36
Veneno mortal: 7 Dorothy L. Sayers
7
Lord Peter Wimsey entró poco menos que dando saltos en la prisión de Holloway a la mañana
siguiente. Harriet Vane lo saludó con una especie de sonrisa compungida.
–Así que ha vuelto a aparecer.
–¡Claro que sí, por Dios! Seguramente esperaba que lo hiciera. Pensaba que le había causado esa
impresión. Bueno... Se me ha ocurrido una buena trama para una novela de misterio.
–¿En serio?
–Magnífica. Verá, es una de esas ideas que te suelta una persona y te dice: «Había pensado
hacerlo yo mismo, si tuviera tiempo para sentarme tranquilamente a escribir». Supongo que sentarse
con tranquilidad es lo único que se necesita para crear obras maestras. Pero un momento; primero
tengo que revisar un asunto. Veamos... –Hizo como si consultara un cuaderno–. Ah, sí. ¿Por
casualidad sabe si Philip Boyes hizo testamento?
–Creo que sí, cuando vivíamos juntos.
–¿A nombre de quién?
–Pues al mío. No es que tuviera mucho que dejar, el pobre. Fundamentalmente, quería un
albacea literario.
–Y, de hecho, ¿es usted la albacea?
–¡Dios santo! No lo había pensado. Di por supuesto que lo cambiaría cuando nos separamos.
Supongo que lo haría, de lo contrario, me habría enterado cuando murió, ¿no cree?
Lo miró inocentemente, y Wimsey se sintió un poco incómodo.
–Entonces, ¿no sabía que lo había cambiado? Quiero decir... antes de morir.
–La verdad es que no volví a pensar en el asunto. Si lo hubiera pensado... me lo habría
imaginado, naturalmente. ¿Por qué?
–Por nada –contestó Wimsey–. Es que me alegro de que no sacaran a colación el testamento en
el barullo ese.
–¿Se refiere al juicio? No tiene que andarse con tantos remilgos para hablar de ello. Lo que
quiere decir es que si hubiera pensado que seguía siendo su heredera podría haberlo asesinado por el
dinero. Pero no era para tirar cohetes, ¿sabe? Yo ganaba cuatro veces más que él.
–Ya, ya. Es solo esa tontería de trama que se me ha metido en la cabeza. Sí, es bastante absurda,
ahora que lo pienso.
–Cuénteme.
–Pues verá... –Wimsey se atragantó y a continuación explicó su idea con excesivo desenfado–.
Es sobre una chica (también serviría un hombre, pero vamos a suponer que es una chica), que
escribe novelas, relatos de crímenes, concretamente. Y tiene un... un amigo que también escribe.
Ninguno de los dos tiene grandes éxitos de ventas, sino que son novelistas corrientes, ¿comprende?
–Sí. Es algo que puede ocurrir.
–Y el amigo hace testamento y le deja su dinero (los ingresos por libros y demás) a la chica.
–Ya.
–Y a la chica, que está harta de él, se le ocurre una maniobra grandiosa para que los dos sean
éxitos de ventas.
–¿Ah, sí?
–Sí. Se lo carga con el mismo método que ha utilizado en su última novela de suspense.
–Muy osada –dijo muy seria la señorita Vane, como aprobándolo.
–Sí. Y claro, los libros del amigo son inmediatamente éxitos de ventas y ella se hace con el botín.
–Francamente ingenioso. Un móvil para el asesinato completamente nuevo, lo que llevaba años
buscando. Pero ¿no le parece un poco arriesgado? Incluso podrían sospechar de ella por el
asesinato.
–Entonces, también sus libros serían éxitos de ventas.
–¡Es verdad! Pero posiblemente no viviría para disfrutar de los beneficios.
–Esa es la pega, claro –replicó Wimsey.
–Porque, a menos que fuera sospechosa, la detuvieran y la juzgaran, la maniobra solo funcionaría
a medias.
37
Veneno mortal: 7 Dorothy L. Sayers
–Eso es –dijo Wimsey–. Pero como experta fabricante de misterios, ¿no podría pensar una
solución?
–Supongo. Podría probar una coartada ingeniosa, por ejemplo. O, si era muy malvada, lograr
echarle la culpa a otra persona, o hacer que la gente pensara que su amigo se había suicidado.
–Demasiado impreciso. ¿Cómo lo conseguiría?
–No podría decirlo ahora mismo. Me lo pensaré y se lo comunicaré. ¡Ah... tengo una idea! –¿Sí?
–Es una persona con una monomanía... no, no homicida. Es demasiado sosa, y además no muy
justa para con el lector. Hay alguien a quien desea ayudar... Digamos su madre, su padre, una
hermana, un amante o una causa para la que necesita dinero desesperadamente. Hace testamento a
favor de uno de ellos, y se deja colgar por el crimen, sabiendo que el objeto amado recibirá el
dinero. ¿Qué le parece?
–¡Estupendo! –exclamó Wimsey, entusiasmado–. Pero... un momento. A ella no le darían el
dinero, ¿no? No se puede uno beneficiar de un crimen.
–¡Maldición! Es cierto. Entonces, solo sería su dinero, pero podría solucionarlo con una escritura
de donación. ¡Sí, mire! Si lo hacía inmediatamente después del asesinato, una escritura de donación
de todo lo que poseía, en eso quedaría incluido todo lo que heredase por el testamento del amigo.
Entonces todo iría a parar al objeto amado, y no creo que pudiera impedirse legalmente.
Harriet miró a Wimsey con ojos radiantes.
–Mire, corre usted peligro –dijo Wimsey–. Es demasiado lista, pero ¿a que la trama es buena?
–¡Un exitazo seguro! ¿Lo escribimos?
–¡Claro que sí, diantres!
–Pero me temo que no tendremos la oportunidad.
–No diga eso. Claro que vamos a escribirlo. ¿Para qué estoy yo aquí, maldita sea? ¡Incluso si
pudiera resignarme a perderla a usted, no podría perder la oportunidad de escribir mi éxito de
ventas!
–Pero lo único que ha hecho hasta ahora ha sido proporcionarme un móvil convincente para el
asesinato. No veo cómo nos va a ayudar eso.
–Lo que he hecho ha sido demostrar que ese no fue el móvil –replicó Wimsey.
–¿Por qué?
–Usted no me lo habría dicho si lo hubiera sido. Habría intentado despistarme. Y además...
–Además, ¿qué?
–Pues que he visto al señor Cole, de Grimsby & Cole, y sé quién se va a llevar la mayor parte de
las ganancias de Philip Boyes. Y por alguna razón no creo que el objeto amado sea él.
–¿No? –replicó la señorita Vane–. ¿Por qué no? ¿No sabe que adoro todas y cada una de sus
múltiples papadas?
–Si lo que le gustan son las papadas, intentaré que me salgan unas cuantas, aunque va a ser tarea
difícil. Pero usted siga sonriendo. Le sienta bien.
***
«Pues sí que estamos bien –pensó Wimsey cuando se hubieron cerrado las puertas de la cárcel–.
Estas charletas animan a la paciente, pero no nos llevan a ninguna parte. ¿Y ese tipo, Urquhart?
Tenía buena pinta en el juicio, pero nunca se sabe. Voy a acercarme a verlo.»
De modo que se presentó en Woburn Square, pero se llevó una desilusión. El señor Urquhart se
había ausentado para ver a una pariente enferma. No fue Hannah Westlock quien abrió la puerta,
sino una mujer corpulenta, de edad, y Wimsey supuso que era la cocinera. Le habría gustado
interrogarla, pero pensó que difícilmente lo recibiría bien el señor Urquhart si descubría que había
sonsacado al servicio a sus espaldas. Por consiguiente se conformó con preguntar cuánto tiempo
podría estar fuera el dueño.
–No acertaría a decirle, señor. Pienso que depende de cómo siga la enferma. Si se mejora,
volverá enseguida, porque sé que últimamente tiene mucho trabajo. Si fallece, estará algún tiempo
ocupado, encargándose de la sucesión.
–Comprendo –dijo Wimsey–. Es un poco complicado, porque quería hablar con él urgentemente.
¿No podría usted darme la dirección?
38
Veneno mortal: 7 Dorothy L. Sayers
–Verá, señor, no sé si al señor Urquhart le gustaría. Si es una cuestión de negocios, podrían darle
información en su despacho de Bedford Row.
–Muchas gracias –dijo Wimsey, anotando el número–. Iré allí. Es posible que puedan hacer lo
que necesito sin tener que molestarlo.
–Sí, señor. ¿Quién dice que ha venido?
Wimsey le tendió su tarjeta, tras haber escrito arriba «Asunto: Vane», y añadió:
–Pero ¿cabe la posibilidad de que regrese pronto?
–Sí, señor. La última vez no estuvo fuera más de un par de días, y fue providencial, me parece a
mí, con el pobre señor Boyes muriendo de esa forma tan terrible.
–Desde luego –replicó Wimsey, encantado de que surgiera el tema por sí solo–. Debieron de
llevarse todos un disgusto tremendo.
–Pero si ni siquiera ahora puedo pensar en ello –dijo la cocinera–. Vamos, que se muera un
caballero en la casa, y encima envenenado, cuando ha sido una la que le ha preparado la cena... es
como si se te juntara todo.
–Pero la cena no fue la causante –dijo Wimsey en tono cordial.
–No, por Dios, señor... Eso lo demostramos con mucho escrúpulo. Como si en mi cocina pudiera
haber percances... ¡Faltaría más! Pero la gente se pone a contar cosas a la primera de cambio. Aun
así, no hubo ni una sola cosa que no probáramos el amo, Hannah y yo, y bien agradecida que estoy
a eso, como supondrá.
–Estoy seguro.
Wimsey estaba a punto de formular otra pregunta cuando les interrumpió un fuerte timbrazo en
la puerta de servicio.
–Ahí está el carnicero –dijo la cocinera–. Tendrá que disculparme el señor, pero con la doncella
en la cama, con la gripe, estoy sola esta mañana. Le diré al señor Urquhart que ha venido.
Cerró la puerta, y Wimsey se dirigió a Bedford Row, donde lo recibió un empleado de edad que
no puso obstáculos a proporcionarle la dirección del señor Urquhart.
–Aquí tiene, milord. En casa del señor Wrayburn, Appleford, Windle, Westmorland. Pero no
creo que esté mucho tiempo fuera. Mientras tanto, ¿en qué podemos servirle?
–No, nada, gracias. Es que preferiría verlo personalmente, ¿sabe? En realidad, es sobre la triste
muerte de su primo, el señor Philip Boyes.
–¡No me diga, milord! Qué asunto tan terrible. El señor Urquhart se llevó un enorme disgusto,
porque además ocurrió en su propia casa. Era un joven excelente, el señor Boyes. El señor Urquhart
y él eran grandes amigos, y se lo tomó muy mal. ¿Estuvo usted presente en el juicio, milord?
–Sí. ¿Qué le pareció el veredicto?
El empleado frunció los labios.
–Para ser sinceros, me sorprendió. A mí me parecía un caso muy claro, pero los jurados no son
de fiar, sobre todo hoy en día, con mujeres. En esta profesión se ven muchas representantes del
bello sexo –añadió, con sonrisa ladina–, y muy pocas se distinguen por su capacidad para
comprender los asuntos jurídicos.
–Cuánta razón tiene –replicó Wimsey–. Pero si no fuese por ellas, habría muchos menos litigios,
de modo que es bueno para el negocio.
–¡Je, je! Muy bueno, milord. En fin, hay que tomarse las cosas como vienen, pero en mi opinión
(claro, yo soy un hombre chapado a la antigua), las damas eran realmente adorables cuando servían
de adorno e inspiración y no participaban de manera activa en ningún asunto. Ahí tiene a nuestra
joven empleada, y no digo que no fuera buena trabajadora, pero se le antoja casarse y me deja en la
estacada, justo cuando el señor Urquhart está fuera. A ver: a un joven, el matrimonio le da
estabilidad, y siente más apego por su trabajo, mientras que a una joven le pasa justo lo contrario.
Es bueno que se case, pero también inoportuno, y en un bufete no resulta fácil contar con
colaboración temporal. Naturalmente, parte del trabajo es confidencial, y en cualquier caso, siempre
es deseable un ambiente de continuidad.
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Veneno mortal: 7 Dorothy L. Sayers
Wimsey aseguró al jefe del despacho que comprendía sus quejas y se despidió, deseándole los
buenos días. Había una cabina de teléfono en Bedford Row, en la que Wimsey entró corriendo para
llamar a la señorita Climpson.
–Lord Peter al habla... ¡Hola, señorita Climpson! ¿Cómo va eso? ¿Todo divinamente?
¡Estupendo! Bueno, verá. Se necesita una empleada de confianza en el bufete del señor Norman
Urquhart, en Bedford Row. ¿Tiene a alguien? ¡Bien, bien! Sí, mándela para allá... Tengo especial
interés... No, no para ninguna investigación especial, solo para que se entere de cualquier cotilleo
sobre el asunto Vane... Sí, que vaya la de aspecto más formal, sin demasiado maquillaje y con la
falda como es debido, sus buenos diez centímetros por debajo de la rodilla... El que se va a encargar
es el jefe del despacho, y como la última chica se le ha ido porque va a casarse, lo de la atracción
sexual le pone nervioso. ¡Vale! Mándela y ya le daré instrucciones. ¡Muchísimas gracias, y que su
sombra no se haga más voluminosa!1
1
Paráfrasis de una expresión de Ulises, de James Joyce. (N. de la T.)
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Veneno mortal: 8 Dorothy L. Sayers
8
–¡Bunter!
–¿Sí, milord?
Wimsey tamborileó con los dedos sobre una carta que acababa de recibir.
–¿Te sientes en tu momento más radiante y más fascinante? ¿Acaso se refleja un lirio más
brillante, pese al tiempo invernal, en el bruñido Bunter?1 ¿Estás poseído de ese sentimiento de
conquista? ¿Del toque de Don Juan, por así decirlo?
Manteniendo en equilibrio la bandeja del desayuno, Bunter carraspeó con desagrado.
–Si se me permite decirlo, tienes buena planta, incluso impresionante, y cuando no estás de
servicio, eres un mujeriego atrevido y de palabra fácil y estoy convencido de que tienes tu encanto –
añadió Wimsey–. Entonces, Bunter, ¿qué más podría desear una cocinera o una doncella?
–Para mí es siempre un placer emplearme hasta el límite de mis posibilidades al servicio de su
señoría.
–Y yo me doy perfecta cuenta –reconoció su señoría–. Me digo una y otra vez: «Wimsey, esto no
puede durar. Uno de estos días este hombre admirable se sacudirá el yugo de la servidumbre y
pondrá un bar o algo», pero nunca pasa nada. Aún más; cada mañana tengo el café servido, el baño
preparado, la cuchilla de afeitar lista, elegidos corbata y calcetines y mi panceta con huevos en
señorial plato presentados. Da igual. En esta ocasión preciso una lealtad que comporta más riesgo,
riesgo para ambos, querido Bunter, pues si te dejaras arrastrar, mártir indefenso del matrimonio,
¿quién me traería entonces el café, quién me prepararía el baño, dispondría mi cuchilla de afeitar y
llevaría a cabo todos los demás ritos sacrificiales? Y sin embargo...
–¿Quién es la persona en cuestión, milord?
–Son dos, Bunter, dos damas que vivían en una cabaña, Binnorie, oh, Binnorie.2 A la doncella la
conoces. Se llama Hannah Westlock, una mujer de treinta y pocos años, según creo, y no de mal
ver. La otra, la cocinera... no soy capaz de silabear su delicado nombre, porque lo desconozco, pero
sin duda es Gertrude, Cecily, Magdalen, Margaret, Rosalys o algún otro sonido dulce y armonioso...
una mujer excelente, Bunter, quizá un tanto en sazón, lo cual no le quita mérito alguno.
–Desde luego que no, milord. En mi opinión, la mujer de edad madura y porte regio es con
frecuencia más susceptible a las atenciones y la delicadeza que la joven alocada y desconsiderada,
por hermosa que sea.
–Muy cierto. Supongamos, Bunter, que fueras portador de una misiva de cortesía para el señor
Norman Urquhart, en Woburn Square. En el escaso tiempo del que podrías disponer, ¿serías capaz
de introducirte, sibilinamente, digamos como una serpiente, en el seno del hogar?
–Si lo desea, milord, me esforzaré por introducirme para complacer a su señoría.
–Eso es generosidad. En caso de acción por infracción, o cualesquiera consecuencias de tal
género, los cargos recaerán sobre la dirección, por supuesto.
–Le estoy muy agradecido, señoría. ¿Cuándo desea su señoría que comience?
–En cuanto haya escrito una nota para el señor Urquhart. Ya llamaré.
–Muy bien, milord.
Wimsey se acercó al escritorio. Tras unos momentos levantó la vista, un tanto irritado.
–Bunter, me da la impresión de que tengo a alguien rondándome. No estoy acostumbrado y me
pone nervioso. Te ruego que dejes de rondarme. ¿La propuesta te resulta sumamente desagradable o
es que quieres que me compre otro sombrero? ¿Qué es lo que te remuerde la conciencia?
–Perdone su señoría, pero es que se me había ocurrido preguntarle a su señoría, con todos los
respetos...
–¡Por Dios, Bunter, no seas tan delicado! No lo soporto. ¡Empuña el puñal y acaba con la
criatura!3 ¿Qué pasa?
–Quisiera preguntarle a su señoría si tiene pensado hacer ciertos cambios en su situación.
1
Paráfrasis de un verso de «Locksley Hall», de Tennyson. (N. de la T.)
2
De «Binnorie», balada anónima inglesa. (N. de la T.)
3
De «El noble Roland a la oscura torre llegó», de Robert Browning. (N. de la T.)
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4
Paráfrasis de un verso de «La belle dame sans merci», de John Keats. (N. de la T.)
42
Veneno mortal: 8 Dorothy L. Sayers
–Bien, gracias. Me alegro de volver a oír tu melodiosa voz. ¿En qué puedo servir a lord
Investigador Supremo?
–¿Conoces a un tal Vaughan, que está metido en el misterio del asesinato de Philip Boyes?
–¡Peter! ¿Estás tú en eso? ¡Estupendo! ¿De qué lado te has puesto?
–El de la defensa.
–¡Viva!
–¿Y esa explosión de júbilo?
–Bueno, es mucho más emocionante y difícil, ¿no?
–Eso me temo. A propósito, ¿conoces a la señorita Vane?
–Sí y no. La he visto con la panda de Boyes y Vaughan.
–¿Te cae bien?
–Regular.
–¿Y él? Quiero decir Boyes.
–Nunca se me aceleró el corazón con él.
–Pregunto si te cae bien.
–No funciona así. O te quedabas prendado de él o no. No era precisamente el chaval más alegre
y animoso del mundo.
–Ya. ¿Qué es Vaughan?
–Parásito.
–Ya.
–Perro guardián. Nada debe entrometerse en la expansión de mi amigo el genio. Esa clase de
persona.
–Ya.
–Deja de decir «ya». ¿Quieres conocerlo, a Vaughan?
–Si no es demasiado complicado...
–Pues preséntate aquí esta noche en un taxi y haremos la ronda. Seguro que lo encontramos en
algún sitio. También a la pandilla rival, si quieres verlos... Los defensores de Harriet Vane.
–¿Esas chicas que prestaron declaración?
–Sí. Creo que Eiluned Price te caerá bien. Desprecia todo lo que lleve pantalones, pero
demuestra ser buena amiga cuando es necesario.
–Iré, Marjorie. ¿Quieres cenar conmigo?
–Me encantaría, Peter, pero no creo que pueda. Tengo un montón de cosas que hacer.
–Vale. Entonces, me dejaré caer por allí hacia las nueve.
Por consiguiente, Wimsey estaba a las nueve en un taxi con Marjorie Phelps, dispuesto a visitar
varios estudios.
–Me he dedicado a telefonear intensivamente –dijo Marjorie–, y creo que lo encontraremos en
casa de los Kropotki. Son pro Boyes, bolcheviques y se dedican a la música. La bebida es mala,
pero el té ruso es de fiar. ¿Va a esperar el taxi?
–Sí. Me da la impresión de que a lo mejor tenemos que batirnos en retirada.
–Qué bien ser rico. Está aquí en el patio de la derecha, encima de las caballerizas de los
Petrovitch. Deja que vaya yo delante.
Subieron a trompicones por una escalera estrecha y agobiante, al final de la cual una magnífica
confusión de ruidos de piano, cuerda y utensilios de cocina anunciaba que en la casa había
diversión.
Marjorie aporreó una puerta y, sin esperar respuesta, la abrió de par en par. Al entrar pisándole
los talones, Wimsey recibió, en plena cara, como una bofetada, una intensa y envolvente oleada de
calor, ruido, humo y olor a fritura.
Era una habitación muy pequeña, débilmente iluminada por una sola bombilla, asfixiada en un
farol de cristal pintado, y estaba hasta los topes de personas cuyas piernas de seda, brazos desnudos
y pálidas caras surgían impresionantes de la oscuridad como luciérnagas. En medio, unas volutas de
humo de tabaco surcaban lentamente el aire. En un rincón, una estufa de antracita con un destello
rojo y fétido rivalizaba con un horno rugiente de gas en otro rincón, elevando la temperatura al
43
Veneno mortal: 8 Dorothy L. Sayers
punto de cocción. Sobre la estufa había una enorme tetera humeante; en una mesa auxiliar, un
gigantesco samovar humeante; ante la cocina, una figura borrosa removía salchichas en una sartén
con un tenedor, mientras un pinche se encargaba de lo que había en el horno, que Wimsey, de olfato
fino, reconoció entre los demás elementos aromáticos de aquella amalgama, y lo reconoció bien:
arenques. Al piano, que estaba al lado de la puerta, un joven de pelo rojizo y abundante tocaba algo
de aire checoslovaco, en un obligado de violín con una persona extraordinariamente descoyuntada,
de sexo indeterminable, con un jersey de lana de Shetland. Nadie miró cuando entraron. Marjorie se
abrió paso entre las piernas desparramadas por el suelo y, tras elegir a una joven flaca de rojo, le
vociferó algo al oído. La joven asintió con la cabeza e hizo una seña a Wimsey, quien tras sortear
obstáculos fue presentado a la mujer flaca con una sencilla fórmula: «Peter... Nina Kropotki».
–¡Pues encantada! –gritó la señora Kropotki para hacerse oír en medio del clamor–. Siéntate a mi
lado. Vanya te traerá algo de beber. ¿A que es precioso? Es Stanislas, que es todo un genio, su
nueva obra sobre la estación de metro de Piccadilly... Grandioso, n’est-ce pas? Cinco días seguidos
sin dejar de subir y bajar por la escalera mecánica para empaparse de los valores tonales.
–¡Colosal! –vociferó Wimsey.
–Pues... ¿te parece? Ah, claro, sabes apreciarlo. Comprendes que en realidad es para orquesta. En
el piano se queda en nada. Hacen falta el metal, los efectos, los timbales... ¡bruuum! Pero se percibe
la forma, el perfil. ¡Ah! Ya termina. ¡Soberbio! ¡Magnífico!
Cesó el enorme estruendo. El pianista se secó la demacrada cara y miró furibundo a su alrededor.
Quien tocaba el violín dejó el instrumento y se puso en pie; por las piernas, se descubrió que era una
mujer. La habitación estalló en estrepitosa conversación. La señora Kropotki saltó por encima de los
invitados sentados y estrechó entre sus manos las mejillas del sudoroso Stanislas. Retiraron la sartén
del fuego con una descarga de grasa chisporroteante, alguien gritó el nombre de Vanya, y de repente
Wimsey se topó con un rostro cadavérico y una voz gutural que bramaba: «¿Qué quieres beber?»,
mientras un plato de arenques pasaba peligrosamente por encima de su hombro.
–Gracias –dijo Wimsey–. Acabo de cenar... ¡Acabo de cenar! –rugió desesperado–. ¡Estoy
lleno!, complet!
Marjorie acudió a rescatarlo gritando con voz más estridente y un rechazo aún más rotundo.
–¡Llévate esa asquerosidad de aquí, Vanya! Me da ganas de vomitar. ¡Tráenos té, té, té!
–¡Té!–repitió el hombre cadavérico–. ¡Quieren té! ¿Qué os parece el poema tonal de Stanislas?
Potente y moderno, ¿no? El alma de la revolución de las masas... el choque, la revuelta en el
corazón mismo de la maquinaria. Les da algo que pensar a los burgueses, ¡claro que sí!
–¡Bah! –le soltó alguien a Wimsey al oído, mientras el cadavérico se daba la vuelta–. No es
nada. Música burguesa. Música de programa. ¡Lindezas! Deberías oír «Éxtasis con la letra zeta», de
Vrilovitch. Es pura vibración, sin estructuras anticuadas. En Stanislas (él se tiene en muy buen
concepto, pero es más viejo que Matusalén) se nota la resolución detrás de cada acorde disonante.
Simple armonía disfrazada. Está hueco, pero los embauca a todos porque es pelirrojo y eso realza
sus facciones huesudas.
Desde luego, quien hablaba no pecaba de otro tanto, porque era calvo y redondo como una bola
de billar. Wimsey replicó en tono apaciguador:
–En fin, ¿qué se puede hacer con esos instrumentos tan horrendos y anticuados de nuestra
orquesta? ¡Bah! ¡Una escala diatónica! ¡Trece miserables semitonos! ¡Qué burgués! Para expresar
la infinita complejidad de las emociones modernas haría falta una escala de treinta y dos notas hasta
la octava.
–Pero ¿por qué aferrarse a la octava? –preguntó el gordo–, Hasta que se destierren la octava y
sus asociaciones sentimentales seguiremos prisioneros de la convención.
–¡Así se habla! –exclamó Wimsey–. Yo prescindiría de todas las notas definidas. Al fin y al
cabo, al gato no le hacen falta para sus melodías nocturnas, con lo potentes y expresivas que son. La
sed amorosa del semental no tiene en cuenta ni la octava ni el intervalo al emitir el bramido de
pasión. Es únicamente el hombre, atrapado en las redes de una convención embrutecedora que...
¡Ah, hola, Marjorie, perdón! ¿Qué pasa?
44
Veneno mortal: 8 Dorothy L. Sayers
–Ven a hablar con Ryland Vaughan –dijo Marjorie–. Le he contado que eres un gran admirador
de los libros de Philip Boyes. ¿Los has leído?
–Algunos. Creo que me estoy mareando.
–Pues dentro de una hora te sentirás peor, así que más te vale venir ahora.
Lo llevó hasta un rincón, junto a la cocina de gas, donde había un hombre extraordinariamente
larguirucho repantigado sobre un cojín en el suelo, comiendo caviar de un tarro con un tenedor para
encurtidos. Saludó a Wimsey con lúgubre entusiasmo.
–Qué asco de sitio, y qué asco todo –dijo–. Esta estufa da demasiado calor. Tómate algo. ¿Qué
otra cosa se puede hacer? Yo vengo aquí porque venía Philip. Cuestión de costumbres. Lo detesto,
pero no hay otro sitio adonde ir.
–Claro, lo conocías mucho –dijo Wimsey, sentándose en una papelera, mientras pensaba que
ojalá se hubiera puesto el traje de baño.
–Yo era su único amigo de verdad –replicó Ryland Vaughan, con tono lastimero–. Los demás
solo querían copiarlo, como monos. ¡Loros! Todos unos cerdos.
–He leído sus libros y me parecen buenos –replicó Wimsey, no sin cierta sinceridad–. Pero me
parece que debía de ser muy desgraciado.
–Nadie lo comprendía –dijo Vaughan–. Decían que era difícil tratar con él. ¿Y quién no lo sería
con tanto contra lo que luchar? Le chupaban la sangre, y esos puñeteros editores suyos se llevaban
hasta el último penique. Y encima esa bruja que lo envenenó. ¡Qué vida, por Dios!
–Sí, pero ¿por qué lo haría?... Si es que lo hizo ella, quiero decir.
–Pues claro que fue ella. Odio y pura envidia, ni más ni menos. Simplemente porque ella no es
capaz de escribir más que estupideces. Harriet Vane tiene el mismo problema que todas esas
mujeres del demonio... Se creen que pueden hacer cosas. Odian a un hombre y también odian su
obra. Lo suyo habría sido que le hubiera bastado con ayudar y cuidar a un genio como Phil, ¿no?
¡Pues encima él le pedía consejo sobre su obra... a esa! ¡Dios del cielo!
–¿Y él seguía su consejo?
–¿Qué consejo? Si no se lo daba. Decía que jamás opinaba sobre la obra de otros escritores.
¡Conque otros escritores! ¡Menudo descaro! Por supuesto, entre nosotros no pintaba nada, pero ¿no
se daba cuenta de la diferencia que había entre su inteligencia y la de Phil? Desde luego, desde el
principio fue una estupidez que Philip se enredara con una mujer así. Al genio hay que servirlo, no
discutir con él. Yo se lo advertí en su momento, pero estaba enamorado. ¡Y encima, querer casarse
con ella...!
–¿Por qué quería casarse? –preguntó Wimsey.
–Restos de la educación clerical, supongo. Daba verdadera lástima. Además, creo que ese tipo,
Urquhart, le hizo mucho mal. El típico abogado estirado... ¿Lo conoces?
–No.
–Lo tenía dominado, cosas de la familia, supongo. Noté la influencia sobre Phil antes de que
empezara el verdadero problema. Quizá sea mejor que haya muerto. Habría sido espantoso verlo
haciéndose convencional y sentando la cabeza.
–¿Y cuándo empezó a dominarlo ese primo suyo?
–Pues hace unos dos años, o quizá un poco más. Lo invitaba a cenar y esas cosas. En cuanto lo vi
me di cuenta de que estaba dispuesto a hundir a Philip, en cuerpo y alma. Lo que quería, o sea, lo
que quería Philip, era libertad y espacio para moverse, pero entre esa mujer, el primo, y el padre
entre bastidores... ¡En fin! Ahora ya no valen lamentos. Ha quedado su obra, que es lo mejor de él.
Al menos la dejó a mi cuidado. Al final Harriet Vane no metió el dedo en ese pastel.
–Estoy seguro de que está completamente a salvo en tus manos –dijo Wimsey.
–Pero cuando piensas en lo que podría haber sido, te dan ganas de cortarte las venas, ¿no? –
replicó Vaughan, clavando en Wimsey unos ojos tristes e inyectados en sangre.
Wimsey le dio la razón y añadió:
–Por cierto, estuviste con él el último día, hasta que se fue a casa de su primo. ¿Piensas que
podía llevar algo encima, como veneno o alguna cosa? No quisiera parecer cruel, pero se sentía
desgraciado... sería terrible pensar que...
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Veneno mortal: 8 Dorothy L. Sayers
–No –repuso Vaughan–. No. Juro que no hizo una cosa así. Me lo habría contado... En aquellos
últimos días confiaba en mí. Compartía todos sus pensamientos. Se sentía fatal, herido por esa
maldita mujer, pero no se habría ido de este mundo sin decírmelo o sin despedirse de mí. Y,
además... no habría elegido ese método. ¿Por qué tendría que haberlo hecho? Yo podría haberle
dado... –Se calló de repente y miró a Wimsey, pero al no ver en su rostro sino atención y
comprensión, añadió–: Recuerdo haber hablado con él de drogas: veronal, hioscina... esas cosas. Me
dijo: «Ryland, si alguna vez quiero quitarme de en medio, tú me enseñarás cómo». Y lo habría
hecho, si él de verdad lo hubiera querido. ¡Pero arsénico! Philip, que tanto amaba la belleza...
¿cómo podría haber elegido el arsénico, el veneno de los suburbios? Es absolutamente imposible.
–No es una de esas cosas que resulte agradable tomar, desde luego –dijo Wimsey.
–Mira –dijo Vaughan, con voz ronca e imponente (había trasegado sin cesar una serie de copas
de coñac tras el caviar y empezaba a olvidar la cautela)–. ¡Mira esto! –Sacó una botellita del bolsillo
superior de la chaqueta–. Esto está esperando hasta que termine de editar los libros de Phil.
Reconforta tenerlo aquí y mirarlo de vez en cuando. Te da paz. Salir por la puerta de marfil... Eso es
un clásico. A mí me educaron en los clásicos. Esta gente se reiría, pero no hay por qué decirles que
lo he dicho yo... Es curioso, cómo se te queda en la cabeza: ... tendebantque manus ripoe ulterioris
amore, ulterioris’ amore... ¿Cómo es eso de las almas apiñadas como hojas en Vallombrosa...? No,
eso es de Milton... amorioris ultore... ultoriore... ¡Maldita sea! ¡Pobre Phil!
El señor Vaughan estalló en llanto y le dio unas palmadas a la botellita.
Wimsey, con la cabeza y los oídos retumbándole como si estuviera en una sala de máquinas, se
levantó con cuidado y se apartó de allí. Alguien había empezado una canción húngara y la estufa
estaba al rojo vivo. Hizo señales de socorro a Marjorie, que estaba sentada en un rincón con un
grupo de hombres. Uno de ellos parecía estar recitando sus propios poemas con la boca casi pegada
al oído de Marjorie, y otro dibujaba algo en un sobre, mientras los demás los jaleaban con alegres
aullidos. El ruido llegó a desconcertar al cantante, que se calló en mitad de un compás y gritó
enfadado:
–¡Ya está bien de ruido y de interrupciones! ¡Es insoportable! ¡Me habéis liado! Voy a empezar
desde el principio.
Marjorie se levantó de un salto, pidiendo perdón.
–Mira que soy bruta... No estoy manteniendo tus fieras a raya, Nina. Nos hemos puesto
pesadísimos. Perdona, Marya, pero es que estoy de mal humor. Casi voy a recoger a Peter y nos
marchamos. Ya me lo recitarás otro día, cuando me sienta mejor y tenga más espacio para que mis
sentimientos se explayen. Buenas noches, Nina, lo hemos pasado divinamente... Ah, Boris, ese
poema es lo mejor que has hecho jamás, pero es que no he podido oírlo como es debido. Anda,
Peter, diles lo mal que me siento esta noche y llévame a casa.
–Es verdad –dijo Wimsey–. Como está nerviosa y tal... pues no tiene muy buenos modales, pero
en fin...
–Los buenos modales son cosa de burgueses –soltó de repente, rotundo, un señor barbudo.
–Claro que sí –replicó Wimsey–. Unos modales horrorosos y tienes represiones para dar y tomar.
Vamos, Marjorie, o empezaremos a ponernos educados.
–Empiezo otra vez –dijo el cantante–. Desde el principio.
–¡Puf! –exclamó Wimsey en la escalera.
–Sí, ya lo sé. Creo que soy una auténtica mártir por soportarlo. En fin, has visto a Vaughan. Un
bonito ejemplar de bobo, ¿no crees?
–Sí, pero no creo que asesinara a Philip Boyes. ¿Y tú? Tenía que verlo para asegurarme.
¿Adónde vamos ahora?
–Vamos a ver en la casa de Joey Trimbles. Es el baluarte de la panda de la oposición.
Joey Trimbles ocupaba un estudio sobre unas antiguas caballerizas. Había el mismo gentío, el
mismo humo, más arenques, todavía más copas y más calor y conversaciones. Por si fuera poco,
había una luz eléctrica deslumbrante, un gramófono, cinco perros y un fuerte olor a óleos. Se
esperaba a Sylvia Marriott. Wimsey se vio envuelto en una discusión sobre el amor libre, D. H.
Lawrence, la lascivia de la gazmoñería y la inmoralidad de las faldas largas. Pero al cabo de un rato
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Veneno mortal: 8 Dorothy L. Sayers
fue rescatado por una mujer de mediana edad y aspecto masculino, sonrisa siniestra y un mazo de
cartas, que se puso a adivinarles el futuro a todos. Los allí presentes se reunieron a su alrededor, y al
mismo tiempo entró una chica que anunció que Sylvia tenía un esguince en un tobillo y no podía ir.
Todos dijeron a una, con afecto: «¡Pobrecita! ¡Qué rabia!», y se olvidaron del asunto
inmediatamente.
–Nos largamos –dijo Marjorie–. No te molestes en despedirte. Nadie se va a dar cuenta. Lo de
Sylvia es una suerte, porque estará en casa y no se nos podrá escapar. A veces me gustaría que
todos tuvieran esguinces en el tobillo y, sin embargo, la verdad es que casi toda esta gente lo hace
bien. Incluso la panda de Kropotki. Antes yo disfrutaba con estas cosas.
–Nos estamos haciendo viejos, tú y yo –dijo Wimsey–. Lo siento, qué grosería, pero es que ya
voy para los cuarenta, Marjorie.
–Muy bien llevados, aunque, Peter, cielo, esta noche pareces hecho polvo. ¿Qué pasa?
–Nada, salvo la edad.
–Como no te andes con cuidado acabarás por sentar la cabeza.
–Pero si hace años que senté la cabeza...
–Sí, con Bunter y los libros. A veces te envidio, Peter.
Wimsey no replicó. Marjorie lo miró casi preocupada y le tomó del brazo.
–Peter, sé feliz, por favor. O sea, tú siempre has sido esa clase de persona segura a la que nada
puede afectar. No cambies, ¿vale?
Era la segunda vez que le pedían a Wimsey que no cambiara; la primera vez, esa petición lo
había exaltado; en esta ocasión lo aterrorizó. Mientras el taxi avanzaba a sacudidas por un lluvioso
Embankment, sintió por primera vez esa impotencia sorda y rabiosa que constituye el primer aviso
del triunfo de la mutabilidad. Como el Ataúlfo envenenado de La tragedia del necio, podría haber
gritado: «¡Ah, estoy cambiando, cambiando, cambiando espantosamente». Venciera o fracasara en
aquella empresa, las cosas no volverían a ser lo mismo. No es que se le fuera a romper el corazón
por un amor catastrófico (había sobrevivido a los fastuosos tormentos de la sangre juvenil), y en esa
misma liberación de la ilusión reconoció la pérdida de algo. A partir de entonces, cada hora de
alborozo no sería una prerrogativa, sino otro logro, un hacha, una caja de botellas o una escopeta
más rescatada de un naufragio, a modo de Crusoe.
También por primera vez empezó a dudar de su capacidad para seguir adelante con lo que había
emprendido. Sus sentimientos personales ya habían interferido en una investigación, pero jamás
habían llegado a ofuscarlo. Iba a tientas, aferrándose vacilante a esto y aquello, a posibilidades
efímeras y burlonas. Planteaba preguntas al azar, dudando de su objetivo, y la falta de tiempo, que
en su momento le había servido de estímulo, en esta ocasión lo asustaba y confundía.
–Perdona, Marjorie –dijo, despertando–. Me parece que soy un pesado. Probablemente es falta
de oxígeno. ¿Te importa que abramos un poco la ventanilla? Así está mejor. Con buenos alimentos
y un poquito de aire para respirar me pondré a dar brincos como una cabra, hasta una edad
deshonrosamente provecta. Cuando me arrastre por los clubes nocturnos de mis bisnietos, calvo,
amarillento y con el sostén de un discreto corsé, la gente me señalará con el dedo y dirá «¡Mira,
mira! Ese es el malvado lord Peter, famoso por no haber pronunciado una sola palabra sensata
durante los últimos noventa y seis años. Es el único aristócrata que se libró de la guillotina en la
revolución de 1960. Lo tenemos de mascota para los niños». Y yo menearé la cabeza, y con un
despliegue de mi moderna dentadura postiza diré: «¡Ajá! No se divierten tanto como en mis años
jóvenes. ¡Pobres criaturas, con esa vida tan ordenada!».
–No quedarán clubes nocturnos para que te arrastres hasta ellos si son tan disciplinados.
–Claro que sí. La naturaleza se vengará. Se escaparán de los juegos comunitarios organizados
por el gobierno para hacer solitarios en las catacumbas con un tazón de leche descremada. ¿Es aquí?
–Sí. Espero que haya alguien abajo que nos abra, si Sylvia se ha fastidiado la pierna. Sí... Oigo
pasos. Ah, eres tú, Eiluned. ¿Qué tal está Sylvia?
–Bastante bien, solo que hinchada, o sea, el tobillo. ¿Subes?
–¿Está visible?
–Sí, totalmente respetable.
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Jenny Wren, personaje de Nuestro amigo común, de Charles Dickens. (N. de la T.)
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–No he tenido mucho tiempo de observarlo, pero considero un punto a su favor lo del café.
–Muchísimas gracias. Verán... ¿Pueden decirme cómo reaccionó la señorita Vane ante la
muerte?
–Pues... –Sylvia reflexionó un momento–. Cuando murió... se llevó un disgusto, claro...
–Se llevó un susto –intervino la señorita Price–, pero en mi opinión agradeció haberse librado de
él. Y no me extraña. ¡Menudo bruto egoísta! La utilizó y la incordió lo indecible durante un año y al
final la ofendió. Y era uno de esos seres rapaces que no te sueltan. Se alegró, Sylvia. ¿De qué sirve
negarlo?
–Sí, tal vez. Fue un alivio saber que todo estaba acabado con él, pero entonces no sabía que lo
habían asesinado.
–No. El asesinato lo estropeó un poco... si es que fue asesinato, algo que yo no me creo. Philip
Boyes siempre estuvo decidido a ser una víctima, y resulta irritante que al final lo consiguiera. Creo
que por eso lo hizo.
–La gente hace cosas así –comentó Wimsey, pensativo–. Pero es difícil demostrarlo. O sea, un
jurado se inclina mucho más a creer en una razón tangible, como el dinero, pero en este caso no he
encontrado dinero por ninguna parte.
Eiluned se echó a reír.
–No, no había mucho dinero, salvo el que ganaba Harriet. El público es absurdo y no valoraba a
Phil Boyes. Él no podía perdonárselo a Harriet.
–Pero ¿no le resultaba útil?
–Naturalmente, pero de todos modos le molestaba. Ella debería haberse encargado de la obra de
Phil, en lugar de ganar dinero por su cuenta para los dos con sus estupideces. Pero así son los
hombres.
–No nos tiene en muy buen concepto, ¿verdad?
–He conocido a demasiados que piden dinero prestado –contestó Eiluned Price–, y a demasiados
con la mano muy larga. De todos modos, las mujeres son iguales, porque si no, no lo consentirían.
Gracias a Dios, yo nunca he pedido prestado ni he prestado... excepto a mujeres, y las mujeres lo
devuelven.
–La gente que trabaja mucho suele devolver el dinero, supongo –replicó Wimsey–. Excepto los
genios.
–A las mujeres que son genios no las miman –dijo la señorita Price con tristeza–, así que
aprenden a no esperar nada.
–Nos estamos desviando del tema, ¿no? –intervino Marjorie.
–No –repuso Wimsey–. Se está arrojando cierta luz sobre las figuras centrales del problema, lo
que a los periodistas les gusta llamar protagonistas. –Torció levemente la boca con gesto sardónico–
. La luz implacable que golpea el patíbulo resulta muy esclarecedora.
–No diga eso –suplicó Sylvia.
Fuera sonó un teléfono, y Eiluned Price salió a responder.
–Eiluned está en contra de los hombres, pero es una persona de toda confianza –dijo Sylvia.
Wimsey asintió con la cabeza–. Pero se equivoca con Phil. Naturalmente, no lo soportaba, y se
inclina a pensar que...
–Es para usted, lord Peter –dijo Eiluned al volver–. Vaya corriendo. Se sabe todo. Lo llaman de
Scotland Yard.
Wimsey salió apresuradamente.
–¿Eres tú, Peter? He dado una batida por todo Londres. Hemos encontrado el bar.
–¡No!
–En serio. Y estamos tras la pista de un sobre de polvo blanco.
–¡Dios santo!
–¿Puedes venir mañana a primera hora? A lo mejor ya lo tenemos.
–Iré, brincando como una cabra por los riscos. Te venceremos, maldito señor inspector jefe
Parker.
–Eso espero –replicó Parker afablemente, y colgó.
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Solo el señor Bunter sabía con qué obsequiosos métodos había logrado convertir la entrega de
una nota en una invitación a tomar el té, invitación que fue aceptada. A las cuatro y media del día
que tan alegremente había acabado para lord Peter, él estaba en la cocina de la casa del señor
Urquhart tostando panecillos. Había alcanzado una maestría extraordinaria en su preparación; si era
un tanto generoso con la mantequilla, eso no perjudicaba a nadie, salvo al señor Urquhart. Es
natural que la conversación derivara hacia el tema del asesinato. Nada va mejor con un buen fuego
y panecillos con mantequilla que un día lluvioso fuera y una considerable dosis de placenteros
horrores dentro de casa. Cuanto más recio el azote de la lluvia y más espantosos los detalles, mejor
es el sabor. En aquella ocasión coincidían todos los ingredientes de una grata reunión.
–Estaba terriblemente blanco –dijo la señora Pettican, la cocinera–. Lo vi cuando me llamaron
para que subiera las bolsas de agua caliente. Le pusieron tres, una en los pies, otra en la espalda y la
grande de goma en el estómago. Blanco y temblando, estaba, y venga a vomitar. Se quejaba de que
daba lástima.
–Pues a mí me pareció que estaba verde, cocinera –replicó Hannah Westlock–. O a lo mejor era
verde amarillento. Pensé que le iba a dar una ictericia, como aquellos ataques que tuvo en
primavera.
–Sí que tenía mal color entonces –convino la señora Pettican–, pero nada que ver con lo de esta
última vez. Y los dolores y los calambres de las piernas eran horrorosos. Y eso convenció a la
enfermera Williams, una joven muy agradable y nada estirada como otros que yo me sé. Me dijo:
«Señora Pettican», que para mí que son mejores modales que que te llamen cocinera, que es lo que
hacen casi todos, como si te pagaran un sueldo por el derecho a no llamarte por tu nombre, «señora
Pettican», me dijo, «no había visto unos calambres como estos salvo en otro caso, clavadito a este, y
ya lo verá usted, señora Pettican, cómo esos calambres no son porque sí», me dijo. Pero, ¡ay!, qué
poco comprendí el significado de esas palabras en su momento.
–Es un rasgo característico de los casos de envenenamiento por arsénico, según me ha dicho su
señoría –replicó Bunter–. Un síntoma angustioso. ¿Había sufrido algo parecido antes?
–No puede decirse que fueran calambres –respondió Hannah–, aunque recuerdo que cuando
estuvo enfermo en primavera se quejaba de no poder dejar quietos las manos y los pies. Algo como
agujetas, por lo que pude entenderle. Para él era una molestia enorme, porque tenía que terminar
uno de esos artículos suyos deprisa y corriendo, y entre eso y lo mal que tenía los ojos, escribir era
un martirio para él.
–Por lo que dijo el caballero de la acusación cuando lo estaba discutiendo con sir James
Lubbock, deduje que esas agujetas, la mala vista y demás eran signos de que le habían dado
arsénico con regularidad, si así puedo expresarlo –dijo el señor Bunter.
–Tiene que ser una mujer más mala que el demonio –dijo la señora Pettican–. Tome otro
panecillo, señor Bunter. Vamos, que torturar a la pobre criatura durante tanto tiempo... Atizarle en
la cabeza a alguien o pegarle una cuchillada si te ha puesto de los nervios, hasta ahí llego, pero los
horrores de un envenenamiento poquito a poquito, en mi opinión es obra de un demonio hecho
carne.
–Esa es la palabra, señora Pettican: un auténtico demonio –convino la visita.
–Y cuánta maldad, aparte de causarle la muerte tan dolorosamente a un ser humano –intervino
Hannah–. Y bueno, gracias a la misericordia divina que no estemos todos bajo sospecha.
–Desde luego –dijo la señora Pettican–. Bueno, es que cuando el amo nos contó que habían
desenterrado al pobre señor Boyes y que se lo habían encontrado lleno de esa porquería de arsénico,
me dio un mareo como cuando te subes en los caballos esos del tiovivo. «¡Pero, señor, aquí, en
nuestra casa!» Así se lo dije, y él va y me dice: «Sinceramente, espero que no, señora Pettican».
Contenta tras haber impartido ese regusto macbethiano a la historia, la señora Pettican añadió:
–Pues sí, eso es lo que le dije. «En nuestra casa», le dije, y vamos, después no pegué ojo durante
tres noches, entre la policía, el susto y esto y lo de más allá.
–Pero naturalmente, no tuvieron ningún problema para demostrar que no había ocurrido en esta
casa, ¿no? –apuntó Bunter–. La declaración de la señorita Westlock en el juicio fue magnífica, y
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estoy seguro de que lo dejó todo claro como el agua ante el juez y el jurado. El juez la felicitó,
señorita Westlock, y estoy seguro de que se quedó corto... con lo bien y lo claro que se expresó
usted ante todo el tribunal.
–Bueno, yo es que nunca he sido precisamente vergonzosa –reconoció Hannah–, y encima, como
lo repasé todo tan bien con el amo y después con la policía, pues sabía las preguntas que me iban a
hacer, y se puede decir que me lo tenía preparado.
–Es extraordinario, lo bien que pudo dar detalles, hace ya tanto tiempo –dijo Bunter,
maravillado.
–Es que verá, señor Bunter, la mañana misma después de que se pusiera tan malo el señor Boyes,
el amo vino a vernos, y sentado ahí, tan ricamente como está usted ahora mismo, nos dice: «Me
temo que el señor Boyes está muy enfermo». Así nos los dijo. «Piensa que debe de ser algo de la
comida que no le ha sentado bien, a ver si va a ser el pollo. Así que me gustaría que la cocinera y tú
repasarais conmigo todo lo que cenamos anoche para ver si caemos en la cuenta de lo que puede
haber sido», dijo. Y yo le dije: «Señor, no sé yo qué podría haber comido el señor Boyes en mal
estado, porque la cocinera y yo comimos lo mismo, y usted también, y estaba todo divinamente», le
dije.
–Y yo le dije lo mismo –intervino la cocinera–. Y, además, que fue una comida bien sencilla... ni
ostras ni mejillones ni nada por el estilo, porque, como todo el mundo sabe, el marisco es un
auténtico veneno para el estómago de algunas personas. Solo un buen plato de sopa para entonarse,
su poquito de pescado, pollo guisado con zanahorias y nabos en la salsa y tortilla. No puede haber
nada más ligero. Claro que hay personas que los huevos no pueden verlos ni en pintura, mi madre,
sin ir más lejos. Era comer un trozo de pastel, y con que llevara un solo huevo, se ponía malísima y
se llenaba de granos, como urticaria, una cosa increíble. Pero el señor Boyes era un señor al que le
gustaban los huevos, y tenía predilección por las tortillas.
–Sí, esa noche la preparó él mismo, ¿verdad?
–Sí –contestó Hannah–, y bien que lo recuerdo, porque el señor Urquhart puso mucho interés en
los huevos, que si eran recién puestos y tal, y le recordé que había unos cuantos que él había traído
por la tarde de esa tienda de la esquina de Lamb’s Conduit Street, donde siempre los tienen recién
traídos de la granja, y también le recordé que uno de ellos estaba un poco rajado y dijo: «Vamos a
usar ese para la tortilla esta noche, Hannah», y yo llevé un cuenco limpio de la cocina y los puse
allí, el que estaba rajado y otros tres, y no volví a tocarlos hasta que los llevé a la mesa. «Y además,
señor», le dije, «están los otros ocho de la docena, y si quiere, puede comprobar que no podrían ser
más frescos y buenos.» ¿Verdad, cocinera?
–Sí, Hannah. Y el pollo, que era una preciosidad. Le dije a Hannah que era tan joven y tierno que
daba lástima guisarlo, porque asado habría quedado maravillosamente. Pero el señor Urquhart
siente debilidad por el pollo guisado. Dice que así tiene más sabor, y no sé, a lo mejor tiene razón.
–Si se hace con un buen caldo de carne –dictaminó el señor Bunter–, se ponen las verduras bien
apretadas en capas, sobre una base de panceta con no demasiada grasa y bien condimentado con sal,
pimienta y pimentón dulce, pocos platos pueden superar a un pollo guisado en la cazuela.
Personalmente, recomendaría un soupçon de ajo, pero comprendo que es algo que no agrada a todos
los paladares.
–Yo es que no puedo ni verlo ni olerlo –dijo la señora Pettican con franqueza–, pero por lo
demás coincido con usted, siempre y cuando se añadan los menudillos al caldo, y yo me inclinaría
por unas setas cuando es la época, aunque no de esas de lata o de tarro, que parecen muy bonitas
pero están más sosas que el agua hervida. Pero como bien sabrá, señor Bunter, el secreto está en
cómo guisarlo, con la tapa bien sujeta a la cazuela para que mantenga el sabor, y a fuego lento para
que los jugos se paseen bien y se mezclen, como si dijéramos. No voy a negar que así queda de lo
más sabroso; eso nos pareció a Hannah y a mí, a pesar de que nos encanta un asado con su buen
relleno y remojándolo cada poco con el jugo para compensar la sequedad, pero es que al señor
Urquhart no le hables de asados, y como el que paga es él, pues está en su derecho de dar órdenes.
–En fin, no cabe duda de que si en el pollo hubiera habido algo en mal estado, difícilmente se
habrían librado usted y la señorita Westlock –dijo Bunter.
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–Desde luego, porque no voy a ocultar que, como tenemos muy buen apetito, nos lo acabamos
todo, menos un pedacito que le di al gato –dijo Hannah–. Al día siguiente el señor Urquhart quiso
ver los restos, y le molestó mucho que no quedara nada y que estuviera todo fregado... Como si en
esta cocina quedara algo sin fregar de un día para otro.
–Yo es que no aguanto empezar el día con platos sucios –dijo la señora Pettican–. Quedaba un
poco de sopa, nada, una pizquita, y el señor Urquhart se la llevó al médico, que la probó y dijo que
era muy buena, según nos dijo la enfermera Williams, aunque ella no la había probado.
–Y el borgoña, lo único que solo tomó el señor Boyes, pues el señor Urquhart me dijo que le
pusiera el corcho bien apretado y que lo guardara –dijo Hannah Westlock–. Y menos mal que lo
hicimos, porque la policía vino a verlo después.
–Tuvo gran clarividencia el señor Urquhart al tomar tales precauciones, porque en su momento
no se pensaba sino que el pobre hombre había muerto de muerte natural –dijo Bunter.
–Eso mismo dijo la enfermera Williams –replicó Hannah–, pero lo achacamos a que es abogado
y sabe qué hay que hacer en caso de muerte súbita. Y bien exigente que se puso, porque me hizo
poner un trozo de esparadrapo en la boca de la botella con mis iniciales allí escritas, para que nadie
la abriera sin darse cuenta. La enfermera Williams decía que el señor Urquhart esperaba que se
hiciera una investigación, pero como el doctor Weare habló con el señor Boyes sobre los ataques
esos al hígado que había tenido toda la vida, pues naturalmente ni se planteó ningún problema con
el certificado.
–Claro, pero es una gran suerte que el señor Urquhart comprendiese tan bien sus obligaciones –
dijo Bunter–. Más de un caso ha visto su señoría en el que una persona inocente ha estado a punto
de acabar en la horca por no haber tomado esas pequeñas precauciones.
–Y cuando pienso en lo poco que faltó para que el señor Urquhart no estuviera en casa en aquel
momento... Solo de pensarlo me dan palpitaciones –dijo la señora Pettican–. Había tenido que
marcharse, por esa vieja cargante que siempre se está muriendo y nunca acaba de morirse. Bueno, si
ahora está otra vez allí, en Windle, con la señora Wrayburn. Esa mujer tiene más dinero que pesa,
eso sí, y no le hace ningún bien a nadie, porque según dicen está ya senil. Y en sus tiempos fue muy
mala, y sus familiares no quieren saber nada de ella, menos el señor Urquhart, y me imagino que él
tampoco querría saber nada, pero, como es su abogado, tiene esa obligación.
–Como bien sabemos usted y yo, señora Pettican, las obligaciones no siempre son agradables de
cumplir –comentó el señor Bunter.
–Los ricos no tienen dificultades para que otros cumplan sus obligaciones por ellos, y me
atrevería a decir que la señora Wrayburn sí las tendría si fuera pobre, por muy tía abuela que sea,
conociendo al señor Urquhart –dijo Hannah Westlock.
–Ah –dijo Bunter.
–No quiero comentar nada, pero usted y yo sabemos cómo funciona el mundo, señor Bunter –
añadió la señorita Westlock.
–Supongo que el señor Urquhart sacará algún beneficio cuando la vieja se vaya al otro barrio –
apuntó Bunter.
–Puede ser. No es de los que hablan –dijo Hannah–, pero no es lógico que dedique tanto tiempo
y que se vaya corriendo a Westmorland por nada. Aunque yo no metería la mano en un dinero
ganado con malas artes. Eso no puede traer nada bueno, señor Bunter.
–Hija mía, es fácil hablar cuando seguramente no tendrás ocasión de que te tienten –dijo la
señora Pettican–. Cuántas grandes familias habrá en este reino de las que no se habría oído hablar
jamás si alguien no hubiera tenido unas costumbres más libres que con las que nosotros nos
criamos. De saberse la verdad, la cantidad de trapos sucios que saldrían a relucir.
–Ya lo creo –dijo Bunter–. He visto collares de diamantes y abrigos de piel que deberían llevar la
etiqueta de «precio del pecado» si los actos realizados en la oscuridad se revelaran en los tejados de
las casas, señora Pettican. Y hay familias que van con la cabeza muy alta y que no habrían existido
de no haber sido porque algún rey se divirtió en cama ajena, como se suele decir.
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Veneno mortal: 9 Dorothy L. Sayers
–Dicen que algunos que estaban muy arriba no estaban lo suficientemente alto para no tener en
cuenta a la señora Wrayburn en sus años mozos –dijo Hannah, misteriosamente–. La reina Victoria
no consintió que actuara para la familia real... Sabía demasiadas cosas sobre sus enredos.
–Era actriz, ¿no?
–Y muy guapa, según dicen, aunque no acabo de acordarme de su nombre artístico –dijo la
señora Pettican, pensativa–. Era muy raro, eso sí... Hyde Park1 o algo por el estilo. Lo de Wrayburn
le viene por matrimonio. Se casó con un don nadie, solo para tapar el escándalo, por eso se casó con
él. Dos hijos tuvo, pero no sabría yo decir de quién, y los dos murieron del cólera, que sin duda fue
castigo de Dios.
–No es eso lo que dijo el señor Boyes –replicó Hannah con aires de superioridad–. El diablo los
devolvió a su casa, así lo dijo.
–Bueno, lo dijo sin pensar, y no me extraña, teniendo en cuenta la gente con la que vivía –dijo la
señora Pettican–. Pero con el tiempo se habría tranquilizado si se hubiera salvado. Bien agradable
que era cuando quería. Aquí que venía y se ponía a charlar de esto y lo de más allá, con mucha
gracia.
–Es usted demasiado blanda con los señores, señora Pettican –dijo Hannah–. Para usted,
cualquiera que tenga cosas raras o enfermedades es un angelito.
–¿Así que el señor Boyes sabía lo de la señora Wrayburn?
–Sí, claro, era asunto de familia, y seguro que el señor Urquhart le contó más cosas que a
nosotras. ¿En qué tren dijo el señor Urquhart que iba a volver, Hannah?
–Dijo que tuviéramos la cena para las siete y media, así que supongo que será el de las seis y
media.
La señora Pettican miró el reloj de la pared y, Bunter, tomándoselo como una indirecta, se
levantó y se despidió.
–Espero que vuelva usted por aquí, señor Bunter –dijo la cocinera con gentileza–. El amo no
tiene inconveniente en que vengan caballeros respetables a la hora del té. Yo libro los miércoles.
–Y yo los viernes y cada dos domingos –apuntó Hannah–. Si es usted evangélico, señor Bunter,
el reverendo Crawford, en Judd Street, es un predicador maravilloso. Pero a lo mejor no estará usted
aquí en Navidad.
El señor Bunter replicó que sin duda pasarían esos días en casa del duque de Denver y se marchó
rodeado de un halo de gloria vicaria.
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La cocinera confunde el parque londinense con el apellido artístico de la señora Wrayburn, «Garden», que significa
jardín. (N. de la T.)
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–Vaya, Peter. Aquí está la señora a la que tanto deseabas conocer –dijo el inspector jefe Parker–.
Señora Bulfinch, permítame presentarle a lord Peter Wimsey.
–Encantada, sin duda –dijo la señora Bulfinch.
Soltó una risita y se empolvó la cara, grandota y blanca.
–Antes de su unión con el señor Bulfinch, la señora Bulfinch era el alma del bar Nine Rings, en
Gray’s Inn Road, y conocida por su encanto y su gracia.
–Vaya, vaya, hay que ver cómo es, ¿eh? No le haga ni caso, su señoría, que ya sabe cómo son
estos policías.
–Unos pobres desgraciados –repuso Wimsey, moviendo la cabeza–. Pero no necesito sus
recomendaciones. Me fío más de mis ojos y mis oídos, señora Bulfinch, y lo único que puedo decir
es que, si hubiera tenido la suerte de haberla conocido antes de que fuera demasiado tarde, habría
sido la ambición de mi vida verme las caras con el señor Bulfinch.
–Es igual de malo que él –replicó la señora Bulfinch, muy complacida–, y lo que le diría
Bulfinch, no lo sé. Menudo disgusto se llevó cuando vino el agente para pedirme que me pasara por
Scotland Yard. «No me gusta esto, Grade», me dijo. «En esta casa siempre hemos sido gente
decente, sin problemas de alborotos ni de dar de beber después de la hora de cierre, y como te metas
entre esos, nunca se sabe qué pueden llegar a preguntarte.» «No seas bobo», le dije. «Todos los
muchachos me conocen, y no tienen nada contra mí, y si lo que quieren es que les hable del
caballero que se dejó un sobre en el Rings, pues yo no tengo ningún inconveniente, porque no tengo
nada que echarme en cara. ¿Qué iban a pensar si me negara?», le dije. «Diez a uno a que pensarían
que algo raro pasa.» Y va y me dice: «Vale, pero yo voy contigo». Y le digo: «¿Ah, sí? ¿Y qué pasa
con el camarero nuevo que ibas a contratar esta mañana? Porque yo en la barra no pienso servir, que
no estoy yo acostumbrada a esas cosas, o sea que haz lo que quieras». Así que me he venido y allí
que lo he dejado. Eso sí, me parece bien. No digo nada en contra de Bulfinch, pero con policía o sin
ella, creo que sé cuidar de mí misma.
–Desde luego –dijo Parker con paciencia–. El señor Bulfinch no tiene por qué preocuparse. Lo
único que queremos es que nos cuente, en la medida que lo recuerde, lo de ese joven del que nos ha
hablado, y que nos ayude a encontrar el sobre blanco. Podría usted evitar que se condenara a una
persona inocente, y estoy seguro de que su marido no se opondría a eso.
–¡Pobrecilla! –exclamó la señora Bulfinch–. Estoy segura de que cuando leí la crónica del juicio,
le dije a Bulfinch...
–Un momento, señora Bulfinch. Si no le importa empezar por el principio... Lord Peter
comprendería mejor lo que nos está contando.
–Claro, claro. Verá, milord, antes de casarme yo era camarera en el Nine Rings, como dice el
inspector jefe. Entonces era la señorita Montague, un apellido mucho mejor que Bulfinch, y casi
sentí despedirme de él, pero a ver, una chica tiene que hacer un montón de sacrificios cuando se
casa y uno más o menos no significa gran cosa. Yo allí solo trabajé en el salón de primera, porque
no estaba dispuesta a batallar con los que se hinchan de cerveza, porque no es un barrio demasiado
fino, aunque hay muchos señores letrados, muy educados, que se dejan caer por allí por la tarde, y
van al salón de primera. Pues como estaba diciendo, estuve trabajando allí hasta que me casé, que
fue en un día festivo de agosto pasado, y recuerdo que una tarde entró un caballero que...
–¿Sería capaz de recordar la fecha?
–El día justo no, porque no me gustaría decir una mentira, pero no debía andar lejos del día más
largo, porque recuerdo haberle hecho el mismo comentario al caballero este, por decirle algo, ya
sabe.
–Sí, le anda bastante cerca –replicó Parker–. ¿Alrededor del veinte o el veintiuno de junio?
–Pues sí, que yo recuerde. Y la hora de la noche en que fue, eso sí que puedo decirlo, porque sé
que ustedes los expertos siempre están a vueltas con las manecillas del reloj. –La señora Bulfinch
volvió a soltar una risita, y miró maliciosamente a su alrededor para que la jalearan–. Estaba allí un
caballero... yo no lo conocía, porque no era del barrio, y me preguntó a qué hora cerrábamos, y le
dije que a las once, y entonces él me dijo: «¡Gracias a Dios! Pensaba que me iban a echar a las diez
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y media». Entonces miré el reloj y le dije: «No, si tiene razón, señor. Lo que pasa es que siempre
tenemos ese reloj un cuarto de hora adelantado». Según el reloj, eran y veinte, o sea que sé que en
realidad eran las diez y cinco. Así que empezamos a hablar sobre las restricciones y que habían
vuelto a intentar cambiarnos la hora de cierre a las diez y media, pero que teníamos un buen amigo
entre los jueces, el señor Judkins, y así hablando, lo recuerdo muy bien, se abre la puerta de golpe y
entra un señor joven, vamos casi se cae dentro, y grita: «¡Un coñac doble, rápido!». El caso es que
yo no quería servirle enseguida, porque estaba muy pálido y raro, y pensé que llevaba más de una
copa encima, y el jefe era muy maniático con esas cosas. Sin embargo, hablaba bien, con claridad, o
sea que no se repetía ni nada, y aunque tenía los ojos un poco raros, no estaba con la mirada fija, a
ver si me entienden. Es que en este negocio hay que poner a la gente en su sitio, ¿saben? No sé
cómo, pero consiguió sujetarse a la barra, todo encogido y doblado, y me dice: «Sea buena y
póngalo bien grande. Me siento fatal». El señor con el que estaba hablando le dijo: «Oiga, ¿qué le
pasa?», y el otro señor le dice: «Voy a devolver». Y se cruzó los brazos sobre el chaleco, tal que así.
–La señora Bulfinch se apretó la cintura y puso en blanco sus grandes ojos azules con expresión
dramática–. Y entonces me di cuenta de que no estaba borracho, o sea que le puse un Martell doble
con un chorrito de soda. Se lo tomó de un trago y dijo: «Ya me siento mejor». Y el otro señor lo
ayudó a sentarse, rodeándolo con el brazo. Había bastante gente en el bar, pero no hicieron mucho
caso, porque estaban pendientes de las noticias de las carreras de caballos. Entonces el caballero me
pidió un vaso de agua. Se lo llevo, y me dice: «Perdone si la he asustado, pero es que acabo de
llevarme una impresión terrible y se me debe haber agarrado al estómago. Es que tengo problemas
gástricos, y cualquier preocupación o disgusto me afecta mucho», me dijo. «Pero a lo mejor se me
pasa con esto.» Y entonces sacó un sobre de papel con unos polvos, los puso en el vaso de agua, los
removió con una pluma estilográfica y se lo bebió.
–¿Hizo burbujas o algo? –preguntó Wimsey.
–No, eran unos polvos sin más, y tardaron bastante en disolverse. Se lo bebió y dijo: «Con esto
se arregla» o «Con esto se me arreglará», o algo por el estilo. Y después dijo: «Muchísimas gracias.
Me siento mejor, y debería volver a casa, no vaya a ser que me pase otra vez». Y, muy caballero,
alzó el sombrero y se marchó.
–¿Qué cantidad de polvos cree usted que puso en el agua?
–Pues un montón. No lo midió ni nada; lo echó directamente del sobre. Igual lo que cabe en una
cucharilla de las de postre.
–¿Y qué fue del sobre? –apuntó Parker.
–Ah, ahí está la cosa. –La señora Bulfinch lanzó una mirada a la cara de Wimsey y pareció
gustarle la impresión que estaba causando–. Acababa de marchase el último cliente, a eso de las
once y cinco, y estaba George cerrando la puerta, cuando vi una cosa blanca en un asiento. Un
pañuelo que se ha dejado alguien, pensé, pero cuando lo recogí, vi que era el sobre de papel. Así
que le dije a George: «Fíjate. Ese señor se ha dejado la medicina», y él me dice: «¿Qué es?», y yo lo
miré, pero le habían quitado la etiqueta. Era un sobre de esos de farmacia, con los bordes doblados
y una etiqueta delante, pero de la etiqueta no quedaba nada.
–¿Ni siquiera pudo distinguir si estaba en negro o en rojo?
–Bueno, vamos a ver –dijo la señora Bulfinch, reflexionando–. Pues no, no podría asegurarlo,
pero ahora que lo dice, creo recordar que había algo rojo, pero no lo recuerdo bien. No podría
jurarlo. Lo que sí que sé es que no había ningún nombre ni letras ni nada, porque miré para ver qué
era.
–Y supongo que no lo probaría, ¿verdad?
–Ni hablar. Igual era veneno o algo. Ya le digo que era un cliente con un aspecto raro.
Parker y Wimsey intercambiaron una mirada.
–¿Pensó eso en su momento o se le ocurrió más tarde, después de haber leído lo del juicio? –
preguntó Wimsey.
–Pues claro que lo pensé en su momento –replicó la señora Bulfinch, irritada–. ¿Pues no le estoy
diciendo que por eso no lo probé? Es más; así se lo dije a George en su momento. Además, si no era
veneno a lo mejor era «nieve» o algo de eso. «Mejor ni tocarlo», le dije a George, y él me dijo:
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«Tíralo a la chimenea», pero yo no le hice caso. A lo mejor volvía aquel señor a por ello, así que lo
metí detrás del mostrador, en el estante donde están las bebidas alcohólicas, y no volví a pensar en
el asunto hasta ayer mismo, cuando vino el policía a preguntarme.
–Lo han buscado ahí, pero al parecer no han encontrado nada –dijo Parker.
–Bueno, yo de eso no sé nada. Yo lo dejé allí y me despedí del Rings en agosto, así que no puedo
decir adonde ha ido a parar. Supongo que lo tirarían un día que limpiaran. Un momento, un
momento. Miento; claro que volví a pensar en ello. Se me vino a las mientes cuando leí lo del juicio
en The News of the World, y le dije a George: «No me extrañaría que fuera el señor ese que entró
una noche en el Rings, que parecía tan enfermo... ¿Te imaginas?». Eso le dije, y él me dijo: «Venga,
déjate de tonterías, Gracie. No querrás meterte en un lío con la policía, ¿no?». Es que George
siempre ha llevado la cabeza muy alta.
–Es una lástima que no nos haya contado esto antes –dijo Parker con tono severo.
–Pero ¿cómo iba yo a saber que era importante? El taxista lo vio unos minutos después y ya
estaba malo, así que esos polvos no podían tener nada que ver con el asunto, si acaso era ese señor,
cosa que yo no puedo asegurar. Y encima, no me enteré de nada hasta que se celebró el juicio y
todo eso.
–Pero va a haber otro juicio, y quizá tenga usted que prestar declaración –dijo Parker.
–Ya sabe dónde encontrarme –replicó la señora Bulfinch con coraje–. No pienso escaparme.
–Le estamos muy agradecidos por haber venido –dijo Wimsey con amabilidad.
–De nada –replicó la señora–. ¿Necesita algo más, señor inspector jefe?
–Nada más de momento. Si encontramos el sobre, quizá tendríamos que pedirle que lo
identificara. Y, por cierto, sería conveniente que no hablara de este asunto con sus amigas, señora
Bulfinch. Cuando las señoras se ponen a hablar, a veces una cosa las lleva a otra y al final recuerdan
sucesos que nunca han ocurrido. Me comprende, ¿verdad?
–Yo no soy ninguna cotilla –repuso la señora Bulfinch, ofendida–. Pero en mi opinión, cuando se
trata de buscarle los tres pies al gato, las señoras no coinciden con los señores.
–Supongo que puedo pasarle esta información a los abogados defensores, ¿no? –preguntó
Wimsey cuando se hubo marchado la testigo.
–Por supuesto –respondió Parker–. Por eso te pedí que vinieras a oírlo... por si sirve de algo.
Entretanto, daremos una buena batida, a ver si encontramos el sobre, claro.
–Sí –replicó Wimsey, pensativo–. Sí, eso tendréis que hacer, naturalmente.
***
El señor Crofts no pareció ponerse precisamente contento cuando le contaron esta historia.
–Lord Peter, ya se lo había advertido, lo que podía ocurrir si enseñábamos nuestras cartas a la
policía –dijo–. Ahora que conocen este incidente, tendrán todas las oportunidades del mundo para
jugar con ventaja. ¿Por qué no dejó que nosotros nos encargáramos de la investigación?
–¡Maldita sea! –replicó Wimsey con enfado–. Estuvo en sus manos unos tres meses y no
hicieron absolutamente nada. La policía lo ha sacado a la luz en tres días. ¿No comprende que el
tiempo es muy importante en este caso?
–Es muy probable, pero ¿no comprende usted que la policía no descansará hasta encontrar ese
dichoso sobre?
–¿Y?
–¿Y si resulta que no es arsénico? Si lo hubiera dejado en nuestras manos, podríamos habérselo
plantado ante las narices en el último momento, cuando fuera demasiado tarde para hacer más
pesquisas, y habríamos echado por tierra los argumentos de la acusación. Presentándole al jurado la
historia de la señora Bulfinch tal y como está ahora, tendrán que reconocer que el difunto se
envenenó él mismo, pero claro, la policía encontrará o amañará algo que demuestre que los polvos
eran completamente inocuos.
–¿Y si lo encuentran y es realmente arsénico?
–Naturalmente, en ese caso conseguiremos la absolución –contestó el señor Crofts–. Pero
¿confía en esa posibilidad, milord?
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–Salta a la vista que usted no –repuso Wimsey con vehemencia–. Aún más; usted cree que su
cliente es culpable, pero yo no.
–En interés de nuestra cliente, tenemos la obligación de considerar el lado desfavorable de todas
las pruebas, con el fin de prever las cuestiones que pueda plantear la acusación. Insisto en que ha
actuado usted con indiscreción, milord.
–Mire, no estoy dispuesto a aceptar una absolución por falta de pruebas. En cuanto al honor y la
felicidad de la señorita Vane, podrían declararla culpable y absolverla por un simple elemento de
duda. Quiero verla libre de toda sospecha y que se ponga al culpable donde debe estar. No quiero la
menor sombra de duda sobre el asunto.
–Es lo deseable, milord –convino el abogado–, pero permítame recordarle que no se trata
solamente de una cuestión de honor o de felicidad, sino de salvarle el cuello a la señorita Vane.
–Pues lo que yo digo es que sería mejor para ella que la ahorcaran sin más que seguir viviendo y
tener que soportar que todo el mundo la considere una asesina que se libró por pura chiripa.
–¿De veras? –dijo el señor Crofts–. Mucho me temo que esa es una actitud que no puede adoptar
la defensa. ¿Puedo preguntarle si es la actitud adoptada por la señorita Vane?
–No me sorprendería lo más mínimo –contestó Wimsey–. Pero es inocente, y vaya si les voy a
convencer de que lo es, maldita sea.
–Magnífico, magnífico –replicó el señor Crofts con voz engolada–. A nadie le satisfaría más que
a mí, pero insisto en que, en mi modesta opinión, su señoría no debería hacerle demasiadas
confidencias al inspector jefe Parker.
Wimsey seguía echando chispas por dentro tras aquel encuentro cuando entró en el bufete del
señor Urquhart, en Bedford Row. El jefe del despacho se acordaba de él y lo recibió con la
deferencia debida a una visita tan ilustre como esperada. Rogó a su señoría que tomara asiento unos
momentos y desapareció en otro despacho.
Una mecanógrafa de rostro feo, duro, bastante masculino, levantó la vista de la máquina de
escribir cuando se cerró la puerta y saludó a lord Peter con un brusco movimiento de cabeza.
Wimsey comprendió que era de la «residencia felina» y anotó mentalmente un elogio para la
señorita Climpson por su rápida y eficaz capacidad organizativa. Sin embargo, no intercambiaron ni
media palabra, y al cabo de unos momentos regresó el jefe del despacho y le rogó que entrase.
Norman Urquhart se levantó del escritorio y tendió amistosamente la mano a Wimsey. Lord
Peter lo había visto en el juicio y se fijó en su pulcra vestimenta, la cabellera poblada, lisa y oscura,
y el enérgico aire de respetabilidad y eficacia. Al verlo más de cerca, se dio cuenta de que era
bastante mayor de lo que parecía desde lejos. Le calculó unos cuarenta y tantos años. Tenía la piel
pálida y extrañamente diáfana, salvo por unas cuantas pecas, como producidas por la exposición al
sol, algo insólito en aquella época del año y más aún en un hombre que no daba la impresión de
realizar actividades al aire libre. Los ojos, oscuros y astutos, parecían un poco cansados y rodeados
por círculos de un pardo amarillento, como si no les fuera ajena la preocupación.
El abogado saludó a su visita con cordialidad y le preguntó en qué podía servirlo.
Wimsey le explicó su interés por el juicio por envenenamiento de Vane y que contaba con el
permiso de los señores Crofts & Cooper para asaetear a preguntas al señor Urquhart, y como de
costumbre, añadió que lamentaba dar la lata.
–En absoluto, lord Peter, en absoluto. Tendré mucho gusto en ayudarle en lo que pueda, pero
mucho me temo que usted ya sabe todo lo que sé yo. Por supuesto, me sorprendió enormemente el
resultado de la autopsia, y he de reconocer que sentí alivio al saber que, en circunstancias tan
especiales, no podía recaer sobre mí ninguna sospecha.
–Debió de ser terriblemente duro para usted –admitió Wimsey–. Pero parece que en su momento
tomó una serie de precauciones dignas de elogio.
–Bueno, supongo que es por la costumbre que tenemos los abogados de tomar precauciones. No
es que se me ocurriera la idea del veneno entonces... porque en ese caso, huelga decirlo, habría
insistido en que se llevara a cabo una investigación allí mismo. Lo que me rondaba la cabeza era la
posibilidad de una intoxicación alimenticia. No botulismo, porque los síntomas no coincidían, sino
contaminación por los utensilios de cocina o por un bacilo en los alimentos. Me alegro de que no
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Veneno mortal: 10 Dorothy L. Sayers
fuera nada de eso, si bien la realidad resultó infinitamente peor en cierto sentido. La verdad,
supongo que en todos los casos de enfermedad súbita e inexplicable debería realizarse un análisis de
las secreciones, como una parte más del proceso, pero el doctor Weare parecía convencido, y yo
confié plenamente en su opinión.
–Por supuesto –replicó Wimsey–. No es normal que se te ocurra que van asesinando por ahí a la
gente... aunque supongo que sucede con más frecuencia de lo que se podría pensar.
–Probablemente, y si yo me hubiera ocupado alguna vez de una causa criminal, podría haber
albergado ciertas sospechas, pero me dedico sobre todo a traspasos de escrituras... trámites de
testamentos, divorcios... ese tipo de cosas.
–Hablando de testamentos... –dijo Wimsey, como sin darle demasiada importancia–, ¿tenía el
señor Boyes ciertas expectativas económicas?
–Ninguna en absoluto, que yo sepa. Su padre no es ni mucho menos un hombre acomodado: el
típico párroco rural con un estipendio pequeño, una casa parroquial enorme y una iglesia en ruinas.
En realidad, toda la familia pertenece a la desfavorecida clase media profesional: demasiados
impuestos y muy poco soporte económico. No creo que a Philip Boyes le hubieran quedado más de
unos cientos de libras, incluso si hubiera sobrevivido a todos.
–Yo tenía la idea de que había una tía rica por alguna parte.
–No, no... a menos que se refiera a la anciana Cremorna Garden. Es una tía abuela, por parte de
madre, pero no tiene nada que ver con ellos desde hace muchos años.
En ese momento lord Peter tuvo uno de esos momentos de iluminación que sobrevienen cuando
dos hechos sin relación entre sí toman contacto mentalmente. Con el entusiasmo por las noticias de
Parker sobre el sobre de papel blanco, no había prestado suficiente atención a lo que le había
contado Bunter sobre la merienda con Hannah Westlock y la señora Pettican, pero de repente
recordó algo sobre una actriz, «con un nombre como Hyde Park o algo por el estilo». El reajuste
mental se realizó tan rápida y mecánicamente que su siguiente pregunta se disparó casi sin pausa.
–¿No es la señora Wrayburn, que vive en Windle, Westmorland?
–Sí –contestó el señor Urquhart–. Acabo de ir a verla. Ah, claro, usted me escribió allí. La pobre
viejecita lleva unos cinco años bastante senil. Qué vida tan terrible... sufriendo ella y haciendo sufrir
a los demás. A mí me parece una crueldad que no se pueda quitar de en medio a esos pobres viejos,
como se haría con un animal manso... pero la ley no nos permite ser tan misericordiosos.
–Sí, y la Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad contra los Animales nos pondría
como hoja de perejil si dejáramos sufrir a un gato –dijo Wimsey–. Absurdo, ¿no? Pero esa gente
está cortada por el mismo patrón que los que escriben a los periódicos protestando por tener perros
en casetas frías y no dan importancia (ni un penique, si a eso vamos) al hecho de que los caseros
permitan que una familia de trece personas duerma en un sótano sin desagües, sin cristales en las
ventanas ni ventanas en las que ponerlos. Me pone furioso, a veces, aunque por lo general soy el
típico idiota pacífico. Pobre Cremorna Garden... Pero ya debe de tener sus años. No durará mucho,
supongo.
–La verdad es que todos pensábamos que se nos iba el otro día. Le está fallando el corazón,
pobrecilla... Tiene más de noventa años, y le dan ataques de vez en cuando, pero algunas de estas
damas provectas tienen una vitalidad increíble.
–Me imagino que es usted prácticamente el único pariente vivo que le queda...
–Me imagino que sí, salvo un tío mío que vive en Australia. –El señor Urquhart admitió la
relación familiar sin preguntar cómo se había enterado Wimsey–. No es que el hecho de que yo esté
allí le sirva de nada, pero además soy quien lleva sus asuntos, así que es conveniente que esté allí
cuando pasa algo.
–Ah, desde luego. Y, si lleva sus asuntos, probablemente sepa cómo ha dejado su dinero.
–Sí, claro, pero si me disculpa no veo qué tiene que ver con el problema actual.
–Pues verá –dijo Wimsey–. Se me acaba de ocurrir que a lo mejor Philip Boyes se había metido
en algún lío de dinero (ocurre hasta en las mejores familias) y que, bueno... quizá decidió tomar el
camino más corto. Pero si tenía ciertas expectativas con la señora Wrayburn, y la vieja... quiero
decir, la pobre anciana, estaba a punto de abandonar este embrollo mortal, pues entonces... habría
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Veneno mortal: 10 Dorothy L. Sayers
esperado, o habría reunido una bonita cantidad sobre la base del contrato ejecutorio tras el
fallecimiento, o algo. Entiende lo que quiero decir, ¿no?
–Ah, ya... Intenta presentar argumentos a favor de un suicidio. Bueno, estoy de acuerdo con
usted en que es la defensa más esperanzadora que pueden proponer los amigos de la señorita Vane,
y en ese sentido podría apoyarlo. Eso sí, siempre y cuando la señora Wrayburn no le haya dejado
nada a Philip. Y que, yo sepa, él no tenía el menor motivo para suponer tal cosa.
–¿Está seguro?
–Completamente. Aún más... –El señor Urquhart vaciló–. Bueno, puedo decirle que Philip me lo
preguntó un día, y me vi obligado a decirle que no tenía la menor posibilidad de que le dejara nada.
–Ah... ¿O sea que se lo preguntó?
–Pues sí.
–Es un dato importante, ¿no? ¿Y cómo, cuánto tiempo hace?
–Pues... unos dieciocho meses, creo. No estoy completamente seguro.
–Y como la señora Wrayburn está senil, supongo que Philip Boyes no podía albergar la
esperanza de que cambiara el testamento, ¿no?
–Ni la menor esperanza.
–No, claro. Bueno, creo que podemos sacar alguna conclusión. Una gran decepción, por
supuesto... Podría pensarse que confiaba demasiado en eso. Por cierto: ¿es mucho?
–Una buena cantidad... unas setenta u ochenta mil.
–Menuda rabia, pensar en que todo eso se lo lleva a la tumba y tú no puedes ni olerlo. Ah, por
cierto, ¿y usted? ¿No le queda nada? Perdóneme, soy demasiado preguntón y esas cosas, pero lo
que quiero decir es que teniendo en cuenta que usted lleva años cuidándola y es el único pariente
que tiene a mano, por así decirlo, sería un tanto excesivo, ¿no?
El abogado torció el gesto, y Wimsey le pidió disculpas.
–Sí, ya sé... He sido terriblemente insolente. Es un fallo que tengo. Y, además, saldrá todo en los
periódicos cuando la señora palme, así que no sé por qué tendría que sonsacarle a usted. Olvídelo...
y perdone.
–En realidad, no hay razón alguna por la que no deba saberlo –dijo el señor Urquhart con calma–
. Aunque por instinto profesional, no suelo revelar los asuntos de mis clientes. Lo cierto es que yo
soy el legatario.
–¿Ah, sí? –dijo Wimsey, decepcionado–. Pero en ese caso... la historia flaquea un poco, ¿no? O
sea, en ese caso, a lo mejor su primo pensaba que podía recurrir a usted... quiero decir,
naturalmente, yo no sé qué ideas tenía usted sobre...
El señor Urquhart negó con la cabeza.
–Entiendo adonde quiere ir a parar, y es natural que lo piense, pero lo cierto es que enajenar el
dinero de tal manera se habría opuesto frontalmente al deseo expreso de la testadora. Incluso si
hubiera podido hacerlo de manera legal, no debería haberlo hecho desde el punto de vista moral, y
tuve que dejárselo claro a Philip. Naturalmente, podría haberle ayudado de vez en cuando con
pequeñas cantidades de dinero, pero a decir verdad no me gustaba la idea. En mi opinión, la única
esperanza de salvación para Philip habría sido salir adelante con su trabajo. Era un tanto dado a... en
fin, no me gusta hablar mal de los muertos, pero sí, a contar demasiado con los demás.
–Ah, ya. Y seguramente la señora Wrayburn pensaba lo mismo, ¿no?
–No exactamente, no. Era algo bastante más grave. Consideraba que su familia la había tratado
mal. En definitiva... bueno, como ya hemos llegado tan lejos, no me importa entregarle las ipsissima
verba de la señora Wrayburn. –Tocó un timbre que había en su mesa–. Aquí no tengo el testamento
propiamente dicho, pero sí el borrador. Sí, señorita Murchison, ¿sería tan amable de traerme la caja
fuerte con el rótulo de «Wrayburn»? El señor Pond le indicará dónde está. No pesa mucho.
La señora de la «residencia felina» salió silenciosamente en busca de la caja.
–Esto va contra las normas, lord Peter –añadió el señor Urquhart–, pero en algunas ocasiones
demasiada discreción es tan perjudicial como muy poca, y me gustaría que usted comprendiera
perfectamente por qué me vi obligado a adoptar esta actitud intransigente hacia mi primo. Ah,
gracias, señorita Murchison.
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Veneno mortal: 10 Dorothy L. Sayers
Abrió la caja con una llave de un manojo que sacó de un bolsillo de los pantalones y revolvió
varios papeles. Wimsey lo observó con la expresión de un perrito tonto que espera que le den una
chuchería.
–¡Vaya por Dios! –exclamó el abogado–. Pero si esto no es... ¡Ah, claro! Hay que ver lo
despistado que soy. Lo siento; está en la caja fuerte de mi casa. Me lo llevé para consultarlo en
junio pasado, cuando la enfermedad de la señora Wrayburn nos dio otro susto, y con la confusión
tras la muerte de mi primo me olvidé por completo de volver a traerlo aquí. Sin embargo, lo
esencial es que...
–No se preocupe –interrumpió Wimsey–. No hay prisa. Si fuera a su casa mañana, ¿podría verlo?
–Faltaría más... si lo considera importante. Le pido mil perdones por el descuido. Mientras tanto,
¿hay algo más que pueda decirle sobre el asunto?
Wimsey le hizo unas cuantas preguntas, cubriendo el terreno que ya había surcado Bunter en sus
investigaciones, y se despidió. La señorita Murchison había vuelto a su trabajo en el despacho de
fuera. No levantó la vista cuando Wimsey pasó junto a ella.
«Es curioso que todo el mundo esté tan dispuesto a prestar ayuda en este caso –reflexionó
mientras iba a toda prisa por Bedford Row–. Responden de buena gana a preguntas que no tengo
derecho a plantear y se deshacen en explicaciones totalmente innecesarias. Parece que nadie tiene
nada que ocultar. Increíble. A lo mejor resulta que ese tipo en realidad se suicidó. Espero que sí. Y
ojalá pudiera interrogarlo. Se las haría pasar moradas, maldito sea. Ya tengo unos quince análisis
distintos de su carácter... todos diferentes. No es nada caballeroso suicidarse sin dejar una nota
explicando que lo has hecho... Causas problemas a la gente. Cuando yo me vuele la tapa de los
sesos... Ya está bien. Espero no querer hacerlo. Espero no necesitar querer hacerlo. A madre no le
gustaría, y además es un asco. Pero empieza a disgustarme esta historia de que ahorquen a la gente.
Para sus amigos es algo deplorable... No voy a pensar en la horca. Me pone nervioso.»
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Veneno mortal: 11 Dorothy L. Sayers
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Wimsey se presentó en casa del señor Urquhart a las nueve de la mañana del día siguiente, justo
cuando el caballero en cuestión estaba desayunando.
–Había pensado que podría encontrarlo aquí antes de que fuera a su bufete –dijo su señoría,
como disculpándose–. Muchísimas gracias, pero ya me han dado el rancho. No, de verdad, gracias...
Nunca bebo antes de las once. No es bueno para las tripas.
–Bueno, pues le he encontrado el borrador –dijo el señor Urquhart en tono cordial–. Échele un
vistazo mientras me tomo el café, si no le importa. Deja un poco al descubierto los trapos sucios de
la familia, pero eso ya es historia. –Cogió una hoja de papel mecanografiada de una mesita y se la
tendió a Wimsey, quien automáticamente se dio cuenta de que estaba escrita con una máquina
Woodstock, con la «p» minúscula desportillada y la «A» mayúscula un poco desplazada–. Será
mejor que le aclare los vínculos familiares de los Boyes y los Urquhart, para que comprenda el
testamento –añadió mientras volvía a la mesa para seguir desayunando–. El antepasado común es
John Hubbard, un banquero sumamente respetable de principios del siglo pasado. Vivía en
Nottingham, y como solía ocurrir en aquellos tiempos, el banco era un negocio familiar. Tuvo tres
hijas: Jane, Mary y Rosanna. Les dio una buena educación, y deberían haber recibido una herencia
medianamente decente, pero el pobre hombre cometió los errores de costumbre: hizo
especulaciones imprudentes, se fue de la mano con los clientes... en fin, lo de siempre. El banco
quebró y las hijas no heredaron ni un penique. Jane, la mayor, se casó con un tal Henry Brown. Era
maestro, muy pobre y de una moralidad repulsiva. Tuvieron una hija, Julia, que acabó casándose
con un coadjutor, el reverendo Arthur Boyes, y que fue la madre de Philip Boyes. A la segunda hija,
Mary, le fue mucho mejor económicamente, si bien se casó con alguien por debajo de su clase.
Aceptó la mano de un tal Josiah Urquhart, que estaba metido en el negocio del encaje. Supuso un
gran golpe para los padres, pero como Josiah en realidad venía de una familia bastante decente y era
una persona honrada, tuvieron que conformarse. Mary tuvo un hijo, Charles Urquhart, que logró
desprenderse de los degradantes vínculos del comercio. Entró en el bufete de un abogado, le fue
bien, y al final pasó a formar parte del bufete, como socio. Era mi padre, y yo soy su sucesor en el
negocio jurídico.
»La tercera hija, Rosanna, era de otra pasta. Era muy hermosa, cantaba extraordinariamente bien,
bailaba con elegancia y encima era una jovencita muy atractiva y malcriada. Sus padres se quedaron
horrorizados cuando se escapó y empezó a dedicarse al teatro. Borraron su nombre de la Biblia
familiar, y Rosanna se empeñó en dar fundamento a sus peores sospechas. El Londres de la época
estaba loco por ella. Con el nombre artístico de Cremorna Garden cosechó un éxito tras otro, cada
cual más vergonzoso. Y lo cierto es que era inteligente, nada que ver con el tipo de Nell Gwynne.1
Era de las que lo aceptan todo y todo lo guardan: dinero, joyas, pisos amueblados, caballos,
carruajes, cualquier cosa, y lo transformaba en fondos monetarios sólidos. Nunca se prodigó con
nada salvo con su persona, que consideraba suficiente para devolver cualquier favor, y supongo que
así sería. Yo no la vi hasta que era ya una anciana, pero antes del derrame que le destrozó el cerebro
y el cuerpo aún conservaba restos de una belleza extraordinaria. A su modo, era una anciana astuta,
y codiciosa. Tenía esas manos pequeñas, regordetas, apretadas, que no se abren jamás... salvo para
coger dinero. Usted conocerá a esa clase de personas.
»En resumidas cuentas, la hermana mayor, Jane, la que se casó con el maestro, se desentendió de
la oveja negra de la familia. Su marido y ella se refugiaron en su virtud y se estremecían solo con
ver el ignominioso nombre de Cremorna Garden anunciado en el Olympic y el Adelphi. Le
devolvían sin abrir las cartas que ella les enviaba y le negaron la entrada a su casa, y fue el colmo
cuando Henry Brown intentó que la expulsaran de la iglesia con ocasión del funeral de su esposa.
»Mis abuelos eran menos estrictos. Ni iban a visitarla ni la invitaban a su casa, pero de vez en
cuando reservaban un palco para sus actuaciones, le enviaron una invitación para la boda de su hijo
y eran amables con ella, si bien guardando las distancias. En consecuencia, mantuvo una relación
cordial con mi padre, y acabó por dejar sus asuntos en manos de él. Mi padre sostenía que el
1
Nell Gwynne, una de las primeras actrices inglesas, amante del rey Carlos II. (N. de la T.)
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Veneno mortal: 11 Dorothy L. Sayers
patrimonio es el patrimonio, cualesquiera que sean los medios por los que se ha adquirido, y decía
que si un abogado se negara a hacerse cargo del dinero sucio tendría que echar a la mitad de sus
clientes.
»La anciana ni perdonaba ni olvidaba nada. Solo con oír el nombre de Brown y Boyes soltaba
espumarajos por la boca. De ahí que en el momento de hacer testamento pusiera el párrafo que tiene
ahora ante usted. Yo le hice ver que Philip Boyes no tenía nada que ver con el acoso que había
sufrido, ni tampoco Arthur Boyes, pero la antigua herida seguía abierta, y no quiso oír ni una
palabra en su favor. Así que redacté el testamento tal y como ella quería. Si no lo hubiera hecho yo,
lo habría hecho otro.
Wimsey asintió con la cabeza y se puso a repasar el testamento, que tenía fecha de hacía ocho
años. Designaba a Norman Urquhart como único testamentario y, tras varios legados a sirvientes y
obras de beneficencia para el teatro, rezaba como sigue:
Lego el resto de mis bienes, cualesquiera que sean y dondequiera que estén situados,
a mi sobrino nieto Norman Urquhart, abogado con bufete en Bedford Row, de por vida,
y para que a su muerte se dividan a partes iguales entre sus descendientes legítimos,
pero si el mencionado Norman Urquhart falleciese sin descendencia legítima, dichas
propiedades pasarían a [a continuación figuraban los nombres de las obras benéficas
anteriormente especificadas]. Dispongo así de mis bienes en muestra de agradecimiento
a la consideración hacia mí demostrada por el susodicho Norman Urquhart, mi sobrino
nieto, y su padre, el difunto Charles Urquhart, durante toda su vida, y para garantizar
que ninguna parte de mis bienes quede en manos de mi sobrino nieto Philip Boyes ni
sus descendientes. Y con este fin y para recalcar la sensación del trato inhumano al que
fui sometida por la familia del susodicho Philip Boyes, encarezco al susodicho Norman
Urquhart mi último deseo, que ni preste ni transfiera al susodicho Philip Boyes ninguna
parte de los ingresos derivados de los susodichos bienes de los que el susodicho
Norman Urquhart disfrute ni que emplee los mismos para asistir al susodicho Philip
Boyes bajo ninguna circunstancia.
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Veneno mortal: 11 Dorothy L. Sayers
–Pero un momento. Si se casara conmigo no tendría celos, porque entonces sabría que le gusto
de verdad.
–Cree que no sentiría celos, pero los sentiría.
–¿Sí? No, seguro que no. ¿Por qué habría de sentirme celoso? Sería como si me casara con una
viuda. ¿Todos los segundos maridos son celosos?
–No lo sé, pero es que no es exactamente lo mismo. Nunca confiaría de verdad en mí, y los dos
lo pasaríamos mal.
–Maldita sea, pero si con una sola vez que usted dijera que le importo algo todo iría bien –replicó
Wimsey–. Me lo creería. Es precisamente porque no lo dice por lo que me imagino tantas cosas.
–Seguiría imaginándose cosas aunque no quisiera. No podría ser franco conmigo. Ningún
hombre lo es.
–¿Nunca?
–Bueno, casi nunca.
–Eso sería horrible –replicó Wimsey–. Por supuesto, si actuase como un perfecto imbécil, la
situación sería desesperante. Sé a lo que se refiere. Conocí a un tipo con ese demonio de los celos.
Si su mujer no estaba continuamente colgada de su cuello, decía que eso demostraba que no
significaba nada para ella, y si ella expresaba su afecto la llamaba hipócrita. La situación se hizo
insostenible, y la mujer se fugó con alguien que le importaba un comino, mientras que él iba
diciendo por ahí que siempre había sabido lo que pasaba con ella. Pero los demás decían que era por
su culpa, por su estupidez. Es todo muy complicado. Parece que quien lleva ventaja es el primero
que siente celos. Quizá podría usted sentir celos de mí. Ojalá, porque eso demostraría que le
intereso un poco. ¿Quiere que le cuente algunos detalles de mi repugnante pasado?
–No, por favor.
–¿Por qué?
–No quiero saber nada de las demás.
–¡Por Dios! ¿De verdad? Creo que esto es bastante prometedor. O sea, si tuviera sentimientos de
madre hacia mí, estaría deseando ayudarme y comprenderme. Detesto que me ayuden y me
comprendan. Y al fin y al cabo, ninguna tenía nada especial, salvo Barbara, claro.
–¿Quién es Barbara? –preguntó Harriet inmediatamente.
–Pues una chica. La verdad es que le debo mucho –contestó Wimsey, pensativo–. Cuando se
casó con el otro empecé a dedicarme a investigar, para curar los sentimientos heridos, y al fin y al
cabo ha sido muy divertido. Eso sí, me quedé hecho polvo en esa ocasión. Incluso hice un curso
especial de lógica por ella.
–¡Dios santo!
–Por el placer de repetir Barbara celarent darii ferio baralipton. Tiene una especie de cadencia
romántica y misteriosa que en cierto modo expresa la pasión. Cuántas veces bajo la luz de la luna lo
habré musitado a los ruiseñores que rondan el jardín de Saint John... pero, claro, es que yo era de
Balliol, pero los edificios son contiguos.
–Si alguien llega a casarse con usted será por el placer de oírle decir sandeces –dijo Harriet en
tono severo.
–Una razón humillante, pero más vale eso que nada.
–Yo también era muy dada a las sandeces, pero se me ha pasado a la fuerza –dijo Harriet, con
lágrimas en los ojos–. Sí, yo en realidad era una persona muy alegre... Tantas suspicacias y tanta
tristeza no van conmigo, pero es que ya no tengo coraje.
–No me extraña, pobre criatura. Pero lo superará. Siga sonriendo y déjelo todo en manos del tío
Peter.
Cuando Wimsey llegó a casa había una nota para él.
64
Veneno mortal: 11 Dorothy L. Sayers
Como solo llevo aquí un par de días, no puedo contarle gran cosa sobre mi patrón,
personalmente, salvo que es muy goloso y guarda secretamente en su mesa delicias
turcas y bombones de crema, que se come a escondidas mientras dicta. Parece bastante
amable.
Pero hay una cosa, y es que creo que sería interesante investigar sus actividades
financieras. Ya he averiguado algunas cosillas en la Bolsa, y ayer, en su ausencia,
contesté a una llamada para él que yo no tendría por qué haber atendido. A una persona
corriente no le habría dicho nada, pero a mí sí, porque sé algo del hombre que llamó.
Averigüe si el señor U. tuvo algo que ver con el Megatherium Trust antes de que
quebrase.
Le informaré cuando surja algo.
Atentamente,
JOAN MURCHISON
–¿El Megatherium Trust? –dijo Wimsey–. Bonito lío en el que meterse para un abogado
respetable. Preguntaré a Freddy Arbuthnot. Es un burro integral, salvo cuando se trata de acciones y
cotizaciones. Por alguna razón infame, eso lo comprende muy bien.
Volvió a leer la carta y observó mecánicamente que estaba escrita con una Woodstock, con la
«p» minúscula desportillada y la «A» mayúscula desplazada.
De repente despertó y volvió a leerla por tercera vez, observando, en esta ocasión no
mecánicamente, la «p» desportillada y la «A» mayúscula defectuosa. Después se sentó, escribió
unas letras en una hoja de papel, la dobló, la puso a nombre de la señorita Murchison y le pidió a
Bunter que la echara al correo.
Por primera vez en aquel desagradable caso sintió el leve rebullir de las aguas, una idea viva que
surgía lenta y oscuramente de las profundidades de su mente.
65
Veneno mortal: 12 Dorothy L. Sayers
12
Cuando Wimsey era ya viejo y más parlanchín si cabe solía decir que el recuerdo de aquellas
navidades en la casa del duque, en Denver, lo estuvo rondando obsesivamente en pesadillas todas
las noches durante los veinte años siguientes. Pero es posible que lo recordara con ventajas. No cabe
duda de que sometió su carácter a terribles pruebas. Todo empezó en un momento de lo más
inoportuno, mientras tomaban el té, y la señora Dimsworthy, la Rara, soltó con su voz aguda y
dominante: «Y dígame, lord Peter, ¿es cierto que está defendiendo a esa horrenda envenenadora?».
La pregunta actuó como cuando se descorcha una botella de champán. La curiosidad contenida de
toda la concurrencia por el asunto Vane se desbordó con una ráfaga de espuma burbujeante.
–A mí no me cabe duda de que fue ella, pero no la culpo –dijo el capitán Tommy Bates–.
Menudo tipejo. Vamos, que poner su fotografía en la contracubierta de sus libros... Qué se puede
esperar de esa gentuza. Y las intelectuales... hay que ver cómo se enamoran de los tipos más
asquerosos. Habría que envenenarlos a todos, como a las ratas. Con el daño que hacen al país...
–Pero era muy buen escritor –protestó la señora Featherstone,1 una mujer de unos treinta y tantos
años cuya figura, tremendamente recinchada, parecía proclamar que mantenía una lucha continua
por calcular su peso ateniéndose a las primeras sílabas de su apellido y no a la segunda–. Sus libros
son típicamente galos, por su audacia y mesura. La audacia no es infrecuente, pero ese estilo
conciso tan perfecto es un don que...
–Bueno, si le gustan esas porquerías –interrumpió el capitán groseramente.
–Yo no lo considero así –dijo la señora Featherstone–. Desde luego, es sincero, y eso es lo que
no puede perdonar la gente de este país. Es nuestra hipocresía nacional, pero la belleza de la
escritura lo eleva a un plano superior.
–Pues yo no consiento esas guarrerías en mi casa –insistió el capitán–. Pillé a Hilda leyéndolo y
le dije: «Ya lo estás devolviendo ahora mismo a la biblioteca». No quiero meterme en nada, pero
hay que poner ciertos límites.
–¿Y cómo sabía cómo es el libro? –preguntó Wimsey inocentemente.
–Pues porque me bastó con leer el artículo de James Douglas en The Express –contestó el
capitán Bates–. Los párrafos que citaba eran indecentes, una auténtica porquería.
–En fin, bien está que lo hayamos leído todos –dijo Wimsey–. Hombre prevenido vale por dos.
–Tenemos que estar sumamente agradecidos a la prensa –dijo la duquesa viuda–. Es un gran
detalle por su parte desbrozárnoslo todo para evitarnos el trabajo de leer los libros, ¿verdad?, y una
auténtica alegría para los pobrecillos que no pueden gastarse siete peniques, o ni siquiera sacarse la
tarjeta de una biblioteca. Bueno, supongo, aunque estoy segura de que sale bastante barato si lees
deprisa. No es por lo barato, porque le he preguntado a mi doncella, una muchacha extraordinaria
empeñada en cultivar su espíritu, mucho más de lo que puedo decir de la mayoría de mis amigos,
pero sin duda se debe a la educación gratuita del pueblo y en el fondo sospecho que vota a los
laboristas, aunque yo nunca pregunto porque no me parece bien, y además, si lo hiciera, no tendría
por qué importarme, ¿no?
–Aunque no creo que la joven lo asesinara por ese motivo –replicó su nuera–. Por lo visto, ella
era tan mala como él.
–Vamos, Helen, ¿cómo puedes decir eso? –intervino Wimsey–. Maldita sea, escribe novelas
policíacas, y en las novelas policíacas siempre sale triunfante la virtud. Es la literatura más pura que
tenemos.
–El diablo siempre está dispuesto a citar las Escrituras cuando le conviene –dijo la joven
duquesa–, y, según dicen, las ventas de esa desgraciada crecen a pasos agigantados.
–Estoy convencido de que todo este asunto es una maniobra publicitaria que se les ha ido de las
manos –dijo el señor Harringay, un hombretón risueño, extraordinariamente rico y relacionado con
la City–. Nunca se sabe con esa gente de la publicidad.
1
Featherstone, de feathe, pluma, y stone, piedra, pero también unidad de peso equivalente a unos 6,35 kilos. (N. de la
T.)
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Veneno mortal: 12 Dorothy L. Sayers
–Pues parece el típico caso de matar la gallina de los huevos de oro –dijo el capitán Bates,
soltando una estruendosa carcajada–. A no ser que Wimsey nos salga con uno de sus trucos de
magia.
–Eso espero –intervino la señorita Titterton–. A mí me chiflan las novelas policíacas. Yo
conmutaría la sentencia por trabajos forzados a condición de que escribiera una novela cada seis
meses. Además, resultaría mucho más útil que recoger estopa o coser sacas para que luego Correos
las pierda todas.
–¿No te estarás precipitando un poquito? –preguntó Wimsey con dulzura–. Todavía no la han
declarado culpable.
–Pero lo harán la próxima vez. No puedes luchar contra los hechos, Peter.
–Claro que no –dijo el capitán Bates–. La policía sabe lo que se hace. No lleva a nadie al
banquillo de los acusados a menos que haya algo muy turbio.
Fue una tremenda metedura de pata, porque no hacía tantos años que el duque de Denver había
tenido que enfrentarse a un juicio por una falsa acusación de asesinato. Se hizo un silencio
aterrador, que rompió la duquesa con un glacial:
–¿En serio, capitán Bates?
–¿Cómo? ¡Ah, claro! O sea... lo que quería decir es que... o sea, a veces se cometen errores, pero
esto es completamente diferente. O sea, esa mujer, que no tiene moral ninguna, quiero decir...
–Tomáte algo, Tommy –dijo lord Peter amablemente–. Parece que hoy no es tu mejor día para la
diplomacia.
–Pero díganos una cosa, lord Peter –clamó la señora Dimsworthy–. ¿Cómo es esa mujer? ¿Ha
hablado con ella? A mí me pareció que tenía una voz bastante bonita, aunque es más fea que un
cazo.
–¿Conque una voz bonita, Rarita? No, no –dijo la señora Featherstone–. Yo diría más bien
siniestra. Yo es que me estremecí, me dieron escalofríos solo de oírla. Vamos, que me dio repelús.
Y supongo que resultaría atractiva, con esos ojos tan extraños, como turbios, si vistiera como es
debido. En fin, una especie de mujer fatal. ¿Ha intentado hipnotizarte, Peter?
–He leído en los periódicos que ha tenido centenares de propuestas de matrimonio –dijo la
señorita Titterton.
–¡Huir del fuego para caer en las brasas! –exclamó Harringay con su escandalosa risa.
–Pues yo creo que no me gustaría casarme con una asesina –dijo la señorita Titterton–. Sobre
todo si está muy ducha en novelas policíacas. No dejarías de preguntarte si el café no sabe un poco
raro.
–Bueno, toda esa gente está loca –intervino la señora Dimsworthy–. Tienen un deseo morboso de
celebridad. Es como esos perturbados que hacen falsas confesiones y se entregan por delitos que no
han cometido.
–Una asesina puede resultar una buena esposa –dijo Harringay–. Madeleine Smith, sin ir más
lejos... También utilizó arsénico, por cierto, pero se casó y vivió tan feliz hasta una edad provecta.
–Pero ¿también vivió su marido hasta una edad provecta? –preguntó la señorita Titterton–.
Porque eso hace más al caso, ¿no?
–Como envenenes una vez, ya no paras, creo yo –apuntó la señora Featherstone–. Es una pasión
que crece en tu interior, como la de la bebida o las drogas.
–Es la sensación embriagadora del poder –dijo la señora Dimsworthy–. Pero lord Peter,
cuéntenos, por favor...
–¡Peter! –clamó su madre–. Haz el favor de ir a ver qué pasa con Gerald. Dile que se le está
enfriando el té. Creo que estará en las caballerizas hablando con Freddy de llagas o tendones rotos o
algo... Es que a los caballos siempre les está pasando algo, qué pesadez. Mira, Helen, no has
adiestrado a Gerald como es debido, porque de pequeño era bastante puntual. Peter era siempre el
más pesado, pero con la edad se está haciendo casi humano. Es ese criado suyo, francamente
maravilloso, el que lo mantiene a raya; es que es todo un personaje, tan inteligente, chapado a la
antigua, todo un autócrata, y además qué buenos modales. Un millonario norteamericano daría una
fortuna por él; es que es digno de admiración, y lo que yo digo es si Peter no tiene miedo de que se
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Veneno mortal: 12 Dorothy L. Sayers
despida cualquier día, pero estoy convencida de que está muy apegado a él, o sea, Bunter a Peter,
aunque lo contrario también es cierto, porque estoy segura que Peter le hace más caso a él que a mí.
Wimsey se había escapado e iba camino de las caballerizas. Se encontró con Gerald, duque de
Denver, que volvía a casa, con Freddy Arbuthnot a la zaga. Al oír el recado de la duquesa viuda,
Gerald sonrió.
–Supongo que tendré que ir –dijo–. Ojalá el té no existiera. Te pone de los nervios y te quita el
apetito para la cena.
–Es una cursilada tremenda –admitió el honorable Freddy–. Oye, Peter, tenía ganas de pillarte
por banda.
–Lo mismo te digo –replicó Wimsey–. Estoy agotado de tanta conversación. Vamos a la sala de
billar a fortalecernos antes del bombardeo.
–La mejor idea del día –dijo Freddy con entusiasmo. Correteó contento tras Wimsey y entró en
la sala de billar–. Qué aburrimiento, las navidades, ¿no? Toda la gente que más detestas reunida en
nombre de la conciliación y demás.
–Trae un par de whiskies –le dijo Wimsey al sirviente–. Ah, James, y si alguien pregunta por el
señor Arbuthnot o por mí, di que piensas que hemos salido. ¡Salud, Freddy! ¿Alguna filtración,
como dicen los periodistas?
–He estado husmeando como un sabueso las huellas de tu hombre –contestó el señor Arbuthnot–.
De verdad, dentro de poco estaré cualificado para entrar en tu profesión. La columna financiera,
dirigida por el tío Buthie... o algo por el estilo. Sin embargo, el amigo Urquhart ha sido muy
cuidadoso. Como tenía que ser... abogado respetable y tal. Pero ayer vi a alguien que conoce a un
tipo que se había enterado por otro fulano de que Urquhart ha metido la pata hasta el corvejón.
–¿Estás seguro, Freddy?
–Bueno, seguro no puedo estar, pero el tipo este que te digo me debe una, como si dijéramos, por
haberle avisado de lo del Megatherium antes de que empezara el baile, y piensa que si pilla por
banda al tipo que conoce, no el que se lo contó, a ver si me entiendes, sino el otro, podría
sonsacarle, sobre todo si yo puedo echarle un cable al otro fulano, ¿sabes?
–Y sin duda tendrás secretos que vender, ¿eh?
–Bueno, supongo que vale la pena lo de este otro fulano, porque tengo una idea, por mediación
del otro tipo que conoce al que yo conozco, que el fulano está contra las cuerdas, digamos, porque
lo han pillado con unas acciones de Airways, y si yo lo pusiera en contacto con Goldberg, pues a lo
mejor lo sacaba del agujero y tal. Y Goldberg lo haría bien, ¿sabes?, porque es primo del viejo
Levy, que fue asesinado, ¿entiendes?, y estos judíos son como una piña, y la verdad es que me
parece muy bien.
–Pero ¿qué tiene que ver Levy con esto? –preguntó Wimsey, dándole vueltas en la cabeza a
aquel asesinato que tenía poco menos que olvidado.
–Pues la verdad... –contestó el honorable Freddy, un tanto nervioso–, bueno, es que podríamos
decir que he hecho trampa. Rachel Levy es... bueno, va a ser la señora de Freddy y esas cosas.
–Menudo bicho –replicó Wimsey, tocando el timbre–. Pues enhorabuena y tal y cual. Pero el
asunto debe de llevar mucho tiempo cociéndose, ¿no?
–Pues sí –repuso Freddy–. Sí. Es que verás, el problema es que yo soy cristiano... bueno, al
menos me bautizaron y tal, aunque he dicho que no soy buen cristiano, salvo que, claro está,
mantengo el banco de la familia en la iglesia, me presento en casa por Navidad y demás. Pero al
parecer eso no les importaba tanto como que fuera gentil. Eso, claro, no tiene remedio. Y encima, la
dificultad con los críos, si es que llegan. Pero les expliqué que no me importa cómo los consideren,
porque, como te iba diciendo, los muy granujas tendrán ventaja si forman parte de la panda de los
Levy y los Goldberg, sobre todo si a los chicos les diera por el asunto de las finanzas. Y, además,
me gané a lady Levy al decirle que llevaba casi siete años al servicio de Rachel...2 Soy bastante
listo, ¿no te parece?
–Dos whiskies más, James –dijo lord Peter–. Muy inteligente, Freddy. ¿Y cómo se te ocurrió?
2
Posible referencia a las tribulaciones de Jacob para conseguir casarse con Raquel, como aparece en el Génesis. (N. de
la T.)
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Veneno mortal: 12 Dorothy L. Sayers
–En la iglesia, en la boda de Diana Rigby –contestó Freddy–. La novia llegó con cincuenta
minutos de retraso, y yo no sabía qué hacer, así que como alguien se había dejado una Biblia en el
banco, pues la vi y... oye, el Labán ese debía de ser duro de pelar, ¿no? Bueno, pues me dije: «Me lo
voy a trabajar la próxima vez que les haga una visita», y a la viejecita le llegó a lo más hondo.
–En resumidas cuentas, que estás pillado –dijo Wimsey–. Pues brindemos por eso. ¿Voy a ser
testigo o lo sacas de la sinagoga, Freddy?
–Pues sí... Tiene que ser en la sinagoga –repuso Freddy–. Tuve que acceder a eso, pero creo que
interviene algún amigo del novio. No me abandonarás, ¿verdad, viejo amigo? No te olvides; con el
sombrero puesto.
–No me quitaré ese asunto de la cabeza, y Bunter me explicará cómo he de proceder. Seguro que
él lo sabe. Lo sabe todo. Pero una cosa, Freddy: no te olvidarás de esta pequeña investigación,
¿verdad?
–Claro que no, muchacho. Te doy mi palabra. Te contaré lo que sepa en cuanto me entere, pero,
de verdad, creo que puedes contar con que ahí hay algo.
A Wimsey le consoló un poco, y mal que bien reunió el ánimo suficiente para ser el alma de las
diversiones, bastante sobrias, en la mansión del duque de Denver. Pero la duquesa Helen hizo un
mordaz comentario al duque, que Peter estaba ya demasiado mayor para hacer el payaso y que más
le valdría empezar a tomarse las cosas en serio y sentar la cabeza.
–Qué sé yo... –replicó el duque–. Peter es un bicho raro... Nunca puedes saber en qué está
pensando. A mí me sacó de una buena en cierta ocasión y no voy a meterme en su vida. Déjalo en
paz, Helen.
Lady Mary Wimsey, que se había presentado tarde el día de Nochebuena, tenía una opinión
distinta sobre el asunto. Entró resueltamente en el dormitorio de su hermano menor a las dos de la
mañana del día 26. Había habido cena, baile y charadas, todo de lo más agotador. Wimsey estaba en
bata, sentado pensativamente ante la chimenea.
–Venga, Peter, parece como si tuvieras fiebre, ¿no? ¿Pasa algo? –dijo lady Mary.
–Nada, demasiado pudin de pasas y demasiado campo –contestó Wimsey–. Si es que soy un
auténtico mártir... ardiendo en coñac por las vacaciones familiares.
–Sí, es espantoso, ¿verdad? Pero ¿cómo te va la vida? Hace siglos que no te veo. Llevabas tanto
tiempo fuera...
–Sí, y tú pareces muy ocupada con el negocio ese de decoración que diriges.
–Algo hay que hacer. Es que me pone mala estar mano sobre mano, sin un objetivo.
–Ya. Oye, Mary, ¿has visto últimamente a Parker?
Lady Mary se quedó mirando fijamente el fuego.
–He cenado con él un par de veces, cuando estaba en la ciudad.
–¿Ah, sí? Es un tipo muy decente. Es de fiar, sencillo... esas cosas. No es muy entretenido, desde
luego.
–Un poco serio.
–Sí, lo que tú dices: un poco serio. –Wimsey encendió un cigarrillo–. Me horrorizaría que a
Parker le pasara algo desagradable. Se lo tomaría muy mal. Quiero decir, no estaría bien jugar con
sus sentimientos y tal y cual.
Mary se echó a reír.
–¿Qué, Peter? ¿Preocupado?
–No... pero me gustaría que jugaran limpio con él.
–Mira, Peter, no le puedo decir ni sí ni no si no me lo pregunta, ¿no?
–¿Ah, no?
–Pues a él no. Se le vendrían abajo sus ideas del decoro, ¿no crees?
–Sí, supongo que sí, pero probablemente le pasaría lo mismo si te lo preguntara. Le resultaría
chocante la sola idea de oír a un mayordomo anunciar: «El inspector jefe y lady Mary Parker».
–O sea, quedamos en tablas, ¿no?
–Podrías dejar de cenar con él.
–Sí, claro que podría.
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Veneno mortal: 12 Dorothy L. Sayers
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Veneno mortal: 13 Dorothy L. Sayers
13
A la señorita Murchison le dio un leve vuelco de emoción su bien acompasado corazón cuando
llamó al timbre del piso de lord Peter. No tenía nada que ver con un miramiento por su título, su
riqueza o su soltería, ya que la señorita Murchison llevaba toda la vida en el mercado laboral y
estaba acostumbrada a visitar a solteros de toda laya sin darle la menor importancia; pero la nota de
lord Peter la había exaltado.
La señorita Murchison tenía treinta y ocho años y no era muy agraciada. Había trabajado en el
mismo despacho financiero durante doce años. En conjunto había sido una buena época, y hasta los
dos últimos años no empezó a darse cuenta de que el magnífico financiero que hacía juegos
malabares con tantas y tan espectaculares empresas estaba poniendo en juego su propia vida bajo
circunstancias cada vez más difíciles. A medida que aumentaba el riesgo, fue añadiendo un huevo
tras otro a los que ya volaban por los aires. Existe un límite para los huevos que pueden lanzar al
aire unas manos humanas. Un día a alguien se le escapó un huevo, que se estrelló, y después otro,
hasta que se hizo una tortilla. El prestidigitador desapareció del escenario y huyó al extranjero, el
subdirector de la empresa se voló la tapa de los sesos, el público los abucheó, bajó el telón y la
señorita Murchison se quedó sin trabajo a los treinta y siete años de edad.
Puso un anuncio en los periódicos y contestó a otros muchos. Al parecer, la mayoría quería
secretarias jóvenes y con poco sueldo. La señorita Murchison empezó a desanimarse.
Y de pronto, alguien respondió a su anuncio: la señorita Climpson, que tenía una agencia de
mecanografía. No era exactamente lo que ella quería, pero acudió. Y descubrió que no era en
realidad una agencia de mecanografía, sino algo mucho más interesante.
Lord Peter, que respaldaba en la sombra todo aquello, estaba en el extranjero cuando la señorita
Murchison entró a formar parte de la «residencia felina», y ella no lo había visto hasta hacía unas
semanas. Iba a ser la primera vez que hablaba con él cara a cara. Una persona bastante rara,
pensaba, pero decían que era listo. En fin...
Abrió la puerta Bunter, que parecía estar esperándola y la acompañó inmediatamente a un salón
revestido de estanterías con libros. Había varios grabados muy buenos, una alfombra Aubusson, un
piano de cola, un sofá Chesterfield enorme y varios sillones de piel marrón que parecían muy
cómodos y acogedores. Las cortinas estaban corridas, en la chimenea ardía un buen fuego y ante
ella había una mesa con un servicio de té de plata cuyos delicados contornos eran un regalo para la
vista.
Cuando entró, su jefe emergió de las profundidades del sillón en el que estaba acurrucado, dejó
la carpeta negra que había estado examinando y la saludó con la voz tranquila, ronca y fatigada que
ya había oído en el despacho del señor Urquhart.
–Qué gentileza venir aquí, señorita Murchison. Un día asqueroso, ¿eh? Supongo que le apetecerá
merendar. ¿Le gustan los panecillos con mantequilla, o prefiere algo más moderno?
–Gracias. Me encantan los panecillos con mantequilla –contestó la señorita Murchison mientras
Bunter aguardaba cortésmente a su lado.
–¡Estupendo! No te preocupes, Bunter. Ya nos arreglaremos nosotros con la tetera. Ponle otro
cojín a la señorita Murchison y ya te puedes marchar. Bueno, supongo que ha vuelto al trabajo, ¿no?
¿Cómo está nuestro querido señor Urquhart?
–Está bien. –La señorita Murchison no era precisamente muy habladora–. Pero hay algo que
quería contarle...
–Hay tiempo de sobra –la interrumpió Wimsey–. Venga, que no se le enfríe el té.
La atendió con una cortesía y un desvelo que encantaron a la señorita Murchison, quien elogió
los ramos de grandes crisantemos broncíneos repartidos por la habitación.
–Me alegro de que le gusten. Mis amigos dicen que da un toque femenino a la casa, pero la
verdad es que es Bunter quien se encarga de todo. Aporta un poquito de color y esas cosas, ¿no le
parece?
–Pero los libros parecen muy masculinos.
–Ah, sí... Es que son mi pasatiempo, ¿sabe? Los libros y los crímenes, claro. Pero los crímenes
no resultan muy decorativos, ¿verdad? No me apetece nada coleccionar sogas de verdugo ni abrigos
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Veneno mortal: 13 Dorothy L. Sayers
de asesinos. ¿Qué se puede hacer con esas cosas? ¿Está bien el té? Tendría que haberle pedido que
lo sirviera usted, pero es que me parece fatal invitar a una persona y que ella tenga que hacer todo el
trabajo. Por cierto, ¿qué hace cuando no trabaja? ¿Tiene alguna pasión secreta?
–Voy a conciertos –contestó la señorita Murchison–. Y cuando no hay conciertos pongo algo en
el gramófono.
–¿Se dedica a la música?
–No... Nunca he podido permitirme el lujo de aprender como es debido. Supongo que tendría que
haberlo hecho, pero se gana más dinero trabajando de secretaria.
–Me imagino que sí.
–A menos que seas una figura, y yo nunca lo habría sido. Y los músicos de segunda son una lata.
–Y además lo pasan fatal –replicó Wimsey–. Me pone malo verlos en los cines, pobrecillos,
tocando esas paparruchas horrendas, con tentempiés de Mendelssohn y bocaditos arrancados de la
Inconclusa. Tome un emparedado ¿Le gusta Bach, o solo los modernos?
Fue contoneándose hasta el taburete del piano.
–Lo que usted prefiera –respondió la señorita Murchison, un tanto sorprendida.
–Esta noche me apetece el Concierto italiano. Suena mejor al clavicémbalo, pero es que aquí no
tengo. A mí me parece que Bach sienta bien al cerebro, que tranquiliza y tal.
Tocó el concierto hasta el final, y tras una pausa de unos segundos, inició uno de los Cuarenta y
ocho. Tocaba bien y producía una curiosa sensación de potencia controlada, algo inesperado e
incluso ligeramente inquietante en un hombre tan delicado y de modales tan estrafalarios. Cuando
hubo acabado, preguntó, aún sentado ante el piano:
–¿Ha hecho alguna averiguación sobre la máquina de escribir?
–Sí. La compraron nueva hace tres años.
–Bien. Por cierto, creo que podría tener razón sobre la relación de Urquhart con el Megatherium
Trust. Esa observación suya puede resultar muy valiosa. Se merece una mención de honor.
–Gracias.
–¿Alguna novedad?
–No... salvo que la tarde después de que fuera usted a visitarlo al despacho, el señor Urquhart se
quedó un buen rato allí escribiendo algo a máquina cuando ya nos habíamos ido todos.
Wimsey esbozó un arpegio y preguntó:
–¿Cómo sabe cuánto tiempo se quedó y qué estuvo haciendo si ya se habían marchado todos?
–Usted había dicho que quería enterarse de cualquier detalle inusual, por pequeño que fuera. Me
pareció inusual que se quedara allí solo, y estuve paseando por Princeton Street y Read Lion Square
hasta las siete y media. Entonces vi que apagaba la luz y se marchaba. A la mañana siguiente
observé que habían quitado de su sitio unos papeles que yo había dejado debajo de la funda de mi
máquina de escribir. Así que llegué a la conclusión de que él había estado mecanografiando algo.
–¿No sería la asistenta la que quitó de su sitio los papeles?
–Imposible. Si no quita ni el polvo, mucho menos la funda de una máquina de escribir.
Wimsey asintió con la cabeza.
–Tiene usted el potencial de una detective de primera categoría, señorita Murchison. Muy bien.
En ese caso, habrá que acometer nuestra pequeña empresa. Vamos a ver... ¿Comprende que le voy a
pedir que haga algo ilegal?
–Sí, lo comprendo.
–¿Y no le importa?
–No. Me imagino que si me pillan usted correrá con los gastos.
–Sin duda.
–¿Y si voy a la cárcel?
–No creo que llegue a tanto. He de reconocer que corremos cierto riesgo, es decir, si me
equivoco con lo que creo que está ocurriendo, que tenga que declarar por intento de robo o por
posesión de herramientas para abrir cajas de caudales, pero eso es lo máximo que puede ocurrir.
–Bueno, supongo que forma parte del juego.
–¿Lo dice en serio?
72
Veneno mortal: 13 Dorothy L. Sayers
–Sí.
–Estupendo. Entonces... ¿Se acuerda de la caja fuerte que llevó al despacho del señor Urquhart
cuando estaba yo allí?
–Sí, con el nombre de Wrayburn.
–¿Dónde la guardan? ¿En el despacho de fuera, donde usted podría cogerla?
–Sí. En una estantería, con otras.
–Bien. ¿Tendría usted la posibilidad de quedarse a solas en el bufete durante media hora más o
menos?
–Pues... A la hora del almuerzo. En teoría me voy a las doce y media y vuelvo a la una y media.
El señor Pond sale a esa hora, pero el señor Urquhart a veces vuelve. No puedo tener la certeza de
que no fuera a pillarme, y supongo que parecería un poco raro que me quedara después de las cuatro
y media. A menos que fingiera haber cometido un error y dijera que me quedaba para corregirlo. Sí,
eso podría hacer. Podría llegar antes por la mañana, cuando la asistenta esté todavía allí... ¿o
importaría mucho que me viera?
–No importaría demasiado –contestó Wimsey, pensativo–. Probablemente pensaría que estaba
haciendo algo con la caja por su trabajo. Elija usted el momento más adecuado.
–Pero ¿qué tengo que hacer? ¿Robar la caja?
–No exactamente. ¿Sabe abrir una cerradura con una ganzúa?
–Pues lamento decirle que no.
–Muchas veces me planteo para qué vamos a la escuela –dijo Wimsey–. No aprendemos nada
realmente útil, o eso parece. A mí no se me da nada mal abrir una cerradura con una ganzúa, pero
como no tenemos mucho tiempo y como usted va a necesitar un cursillo intensivo, será mejor que
recurramos a un experto. ¿Le importaría ponerse el abrigo y venirse conmigo a ver a un amigo?
–En absoluto. Con mucho gusto.
–Vive en Whitechapel Road, pero es un hombre muy agradable, si dejas a un lado sus
convicciones religiosas, aunque a mí, personalmente, me resultan bastante reconfortantes. ¡Bunter!
¡Avisa para que venga un taxi!
En el trayecto hasta el East End, Wimsey no paró de hablar de música, para desasosiego de la
señorita Murchison, quien empezó a pensar que tanto empeño en evitar hablar sobre el objeto de
aquella excursión tenía algo siniestro.
–Por cierto, esta persona a la que vamos a ver, tendrá nombre, ¿no? –se atrevió a preguntar,
interrumpiendo una perorata de Wimsey sobre la fuga.
–Pues ahora que lo dice, creo que sí, pero nunca lo llaman así. Es Rumm.1
–Bueno, quizá no tanto si se dedica... esto... a dar clases de descerrajar puertas.
–Quiero decir que su nombre es Rumm.
–Bueno, ¿y qué?
–Pues que su apellido es Rumm, maldita sea.
–Ah, usted perdone.
–Pero como se ha hecho abstemio, no usa ese nombre.
–Bueno, entonces ¿cómo hay que llamarlo?
–Yo lo llamo Bill, pero cuando era el número uno de su profesión lo llamaban Bill el Aciegas.
En su época era extraordinario –respondió Wimsey mientras el taxi se detenía ante la entrada de un
estrecho patio.
Tras pagar al taxista (que, evidentemente los había tomado por asistentes sociales hasta que vio
la propina y entonces no supo qué pensar de ellos), Wimsey llevó a su acompañante por el sucio
callejón. Al final había una casita, de cuyas ventanas iluminadas surgían los potentes sones de un
coro apoyados por un armonio y otros instrumentos.
–¡Vaya por Dios! –exclamó Wimsey–. Reunión tenemos. Qué le vamos a hacer.
1
Rumm es el apellido, pero escrito con una sola «m» puede significar «raro», «peligroso» o «ron», y son palabras
homófonas. De ahí el malentendido. (N. de la T.)
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Veneno mortal: 13 Dorothy L. Sayers
Tras esperar hasta que se hubo desvanecido el son de «Gloria, gloria, gloria» para dar paso a una
ferviente oración, Wimsey golpeó con energía la puerta. Una niña pequeña asomó la cabeza, y al
ver a lord Peter soltó un chillido de alegría.
–¡Hola, Esmeralda Hyacinth! –dijo Wimsey–. ¿Está papá en casa?
–Sí, señor, por favor, señor, les va a encantar. ¿Quiere entrar? Ah, y una cosa, señor, por favor...
–Dime.
–Por favor, señor, ¿va a cantar «Nazaret»?
–No, no pienso cantar «Nazaret» de ninguna de las maneras, Esmeralda. Ya lo sabes.
–Pero si papá dice que «Nazaret» no es nada frívolo, y usted lo canta muy bien –dijo Esmeralda,
dejando la boca abierta.
Wimsey se cubrió la cara con las manos.
–Esto me pasa por haber cometido una estupidez en una ocasión –dijo–. Jamás se olvida. Bueno,
Esmeralda, no te prometo nada. Ya veremos. Pero quiero hablar de unas cosas con papá cuando
acabe la reunión.
La niña asintió con la cabeza. En aquel mismo momento se apagó la voz que entonaba la
oración, entre aleluyas, y aprovechando la ocasión Esmeralda abrió la puerta de golpe y dijo en voz
muy alta:
–¡Están aquí el señor Peter y una señora!
La habitación era pequeña, estaba hasta los topes de gente y hacía mucho calor. En un rincón se
encontraba el armonio, con los músicos a su alrededor. En el centro, junto a una mesa redonda
cubierta con un mantel rojo, había un hombre fornido, robusto, con cara de bulldog. Tenía un libro
entre las manos, y cuando estaba a punto de anunciar otro himno vio a Wimsey y a la señorita
Murchison y se acercó a ellos, tendiéndoles una mano enorme y cordial.
–¡Bienvenidos seáis! –dijo–. Hermanos, he aquí a un querido hermano y una querida hermana
llegados de las guaridas de los ricos y la desenfrenada vida del West End para entonar con nosotros
los cánticos de Sión. Cantemos y alabemos al Señor. ¡Aleluya! Sabemos que muchos vendrán del
este y del oeste a participar en el banquete del Señor, mientras que muchos que se consideran los
elegidos serán arrojados a las tinieblas exteriores. De modo que no digamos que este hombre,
porque lleva un brillante monóculo, no es un vaso elegido, o que esta mujer, porque lleva un collar
de diamantes y va en un Rolls Royce, no llevará una túnica blanca y una corona de oro en la Nueva
Jerusalén, ni que a estas gentes, porque viajan en el Tren Azul o van a la Riviera, no se las verá
fundiendo sus coronas de oro a orillas del Río del Agua de la Vida. A veces oímos eso en Hyde
Park los domingos, pero es malo y absurdo y solo lleva a conflictos y envidias, no a la caridad.
Todos hemos sido ovejas descarriadas, y yo bien puedo decirlo, habiendo sido un malvado pecador
hasta que aquí este caballero, porque sin duda lo es, me puso la mano encima mientras le estaba
reventando la caja de caudales y fue el instrumento de Dios para desviarme del ancho camino que
lleva a la destrucción. ¡Ah, hermanos, qué día tan feliz para mí! ¡Aleluya! ¡Cuántas bendiciones
recayeron sobre mí por la gracia del Señor! Unámonos todos para dar gracias por la misericordia del
Cielo con el ciento dos. Esmeralda, dale un himnario a nuestros queridos amigos.
–Lo siento –le dijo Wimsey a la señorita Murchison–. ¿Lo soportará? Supongo que es la traca
final.
El armonio, el arpa, el sacabuche, el salterio, el dulcémele y toda clase de sonidos musicales
estallaron con una estridencia casi capaz de hacer estallar los tímpanos, la concurrencia elevó la voz
al unísono, y la señorita Murchison, al principio con timidez y después con gran fervor, se quedó
estupefacta al darse cuenta de que estaba entonando aquel conmovedor cántico:
Wimsey, que parecía encontrarlo muy divertido, cantaba alegremente sin el mínimo bochorno.
La señorita Murchison no pudo decidir si porque estaba acostumbrado a aquel ejercicio o porque
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Veneno mortal: 13 Dorothy L. Sayers
era una de esas personas inalterables, autosuficientes e incapaces de concebir que estén fuera de
lugar en ningún entorno.
Sintió gran alivio cuando el acto religioso tocó a su fin tras el himno y los feligreses se
despidieron entre apretones de manos. Los músicos vaciaron educadamente en la chimenea la
humedad condensada en los instrumentos de viento y la señora que tocaba el armonio tapó las teclas
con una funda y se acercó a saludar a los huéspedes. Fue presentada simplemente como Bella, y la
señorita Murchison llegó a la acertada conclusión de que era la esposa del señor Bill Rumm y la
madre de Esmeralda.
–Bueno, predicar y cantar es un trabajo que seca el gaznate –dijo Bill–. Tomarán una taza de té o
de café, ¿no?
Wimsey explicó que acababan de tomar té, pero rogó a la familia que empezara a comer.
–Aún no es la hora de la cena –dijo la señora Rumm–. Bill, si haces lo que tengas que hacer con
la señora y el señor, a lo mejor después les apetece tomar algo con nosotros. Hay manitas de cerdo –
añadió, esperanzada.
–Es usted muy amable –dijo la señorita Murchison, no muy convencida.
–Las manitas de cerdo llevan su tiempo, y como el asunto que tenemos entre manos también nos
llevará un rato, aceptamos la invitación con mucho gusto... si está segura de que no es molestia –
dijo Wimsey.
–Molestia ninguna –replicó la señora Rumm, con calor–. Son ocho manitas preciosas, y con su
poquito de queso tendremos más que de sobra. Vamos, Esmeralda, que papá tiene cosas que hacer.
–El señor Peter va a cantar –dijo la niña, clavando unos ojos llenos de reproche en Wimsey.
–Venga, no molestes a su señoría –la reprendió la señora Rumm–. ¡Válgame Dios, qué
vergüenza me haces pasar!
–Cantaré después de cenar, Esmeralda. Y ahora sé buena y márchate, o te hago burla. Te he
traído una nueva alumna, Bill.
–Siempre a su servicio, señor, sabiendo que es obra del Señor. Bendito sea.
–Gracias –repuso Wimsey con modestia–. Es un asunto sencillo, Bill, pero como la señorita no
tiene experiencia en cerraduras y demás, la he traído para que le enseñes. Es que, señorita
Murchison, antes de que Bill viera la luz...
–¡Alabado sea Dios!
–Era el ladrón y desvalijador de cajas fuertes más hábil de los tres reinos. No le importa que se lo
diga, porque ha tomado su medicina, ha acabado con todo eso y ahora es un excelente cerrajero,
normal y honrado.
–¡Gracias sean dadas a Aquel que concedió la victoria!
–Pero de vez en cuando, si necesito un poco de ayuda para una causa justa, Bill pone a mi
disposición su larga experiencia.
–Ah, no sabe usted, señorita, qué alegría devolver el talento del que tan perversamente abusé
cuando es al servicio del Señor. Bendito sea el santo nombre de quien sacó bien del mal.
–Así sea –dijo Wimsey, asintiendo con la cabeza–. Verás, Bill, le tengo echado el ojo a la caja
fuerte de un abogado, que podría contener o no algo que me ayude a sacar de apuros a una persona
inocente. Esta señorita tiene acceso a la caja, si puedes enseñarle cómo entrar.
–¿Cómo que «si»? –gruñó Bill con soberano desprecio–. ¡Claro que puedo! ¡Una caja fuerte! ¡Si
eso no es nada! Eso no es campo para la habilidad de un hombre. Robar la hucha de los críos, eso es
lo que es con esas cerraduras de latón. No hay ni una caja fuerte en toda esta ciudad que no pueda
abrir yo a ciegas, con una venda en los ojos, guantes de boxeo y un macarrón cocido.
–Ya lo sé, Bill, pero no eres tú quien lo tiene que hacer. ¿Puedes enseñar a la señorita cómo
funciona?
–Pues claro. ¿Qué clase de cerradura es, señorita?
–No lo sé –contestó la señorita Murchison–. Creo que normal. O sea, que tiene una llave normal
y corriente, que no es de bombillo ni nada por estilo. El señor... esto, el abogado tiene un juego de
llaves, y el señor Pond otro... Son sencillas, con cañón y guarda.
75
Veneno mortal: 13 Dorothy L. Sayers
–¡Bah! Entonces en media hora le enseñaré todo lo que tiene que saber, señorita –dijo Bill. Se
acercó a un armario y sacó media docena de cerraduras y un montón de curiosos ganchos de
alambre colgados de una anilla, como llaves.
–¿Son ganzúas? –peguntó la señorita Murchison con curiosidad.
–Eso es lo que son, señorita. ¡Instrumentos de Satanás! –Movió la cabeza mientras acariciaba
con cariño el brillante acero–. ¡Cuántas veces habrán abierto llaves como estas la puerta trasera del
infierno a los pobres pecadores!
–Esta vez sacarán a una pobre inocente de la cárcel para que vea el sol... eso si hay, con este
clima tan espantoso.
–¡Alabado sea Dios por su infinita misericordia! Bueno, señorita, lo primero es entender cómo
está hecha una cerradura. Mire usted.
Cogió una de las cerraduras y le mostró cómo se retiraba el cierre levantando el resorte.
–Verá, señorita, no hacen falta palabras raras. Cañón, guarda, y ya está. A ver, inténtelo.
La señorita Murchison así lo hizo y forzó varias cerraduras con una facilidad que la dejó
sorprendida.
–Bueno, señorita, la dificultad es que cuando el pestillo está en su sitio, no se puede uno fiar de
los ojos, pero tiene el oído y el tacto en los dedos que le ha dado la Providencia (¡alabada sea!) a tal
propósito. Así que lo que tiene que hacer es cerrar los ojos y como si dijéramos ver con los dedos,
hasta que tenga el resorte lo suficientemente atrás para que pase el pestillo.
–Es que soy muy torpe –dijo la señorita Murchison tras la quinta o sexta tentativa.
–Tranquila, señorita. Tómeselo con calma y ya verá cómo de repente se le arregla, como si
dijéramos. Usted note cuándo se pone blando y deje las manos sueltas, como independientes. Señor,
ya que está usted aquí, ¿le gustaría echarle un vistazo a una combinación que tengo? Es una joya.
Me la ha dado Sam, ya sabe quién le digo. Cuántas veces habré intentado demostrarle que va por
mal camino. «No, mira, Bill», me dice. «Es que la religión no es para mí», me dice esa pobre oveja
descarriada, «pero no voy a pelearme contigo, Bill, y me gustaría dejarte esto de recuerdo».
–Ay, Bill, Bill –replicó Wimsey, blandiendo un dedo con gesto de reproche–. Mucho me temo
que no te has hecho con esto honradamente.
–Bueno, señor, si yo supiera quién es el propietario se lo devolvería de buena gana. Es bastante
buena. Sam hizo el truco con las bisagras y la puerta salió enterita, con la cerradura y todo. Es
pequeña, pero una auténtica maravilla. Yo no conocía este modelo, pero lo he dominado en un par
de horas –dijo Bill con orgullo impenitente.
–Tendría que ser una buena pieza para que no pudieras tú con ella, Bill.
Wimsey se puso frente a la cerradura y empezó a manipular el tirador con una delicadeza
milimétrica de los dedos y el oído pendiente de la caída de la clavija.
–¡Señor! –exclamó Bill, en esta ocasión sin invocación religiosa–. ¡Pero qué buen chorizo habría
sido usted si se hubiera puesto a ello... que no lo permita el Señor en su infinita misericordia!
–Tendría que trabajar demasiado en esa vida, Bill –replicó Wimsey–. ¡Maldita sea! Se me ha
escapado.
Dio vuelta al tirador y empezó a intentarlo otra vez.
Cuando llegó el momento de las manitas de cerdo, la señorita Murchison había logrado una
notable habilidad con las cerraduras sencillas y su respeto por la profesión de los ladrones se había
acrecentado considerablemente.
–Usted no se precipite, señorita –fue el último mandamiento de Bill–, vaya a ser que deje
arañazos en la cerradura y así no le luce nada. Es una joyita, esa cerradura, ¿eh, lord Peter, señor?
–Superior a mis fuerzas –repuso Wimsey, riéndose.
–Práctica, es lo único que tiene –dijo Bill–. Si hubiera usted empezado a su debido tiempo,
menudo sería ahora. –Suspiró–. Si es que últimamente no hay gente buena en esto... ¡bendito sea el
Señor!, gente que pueda hacer un trabajo de verdad artístico. A mí es que me llega a lo más hondo
cuando veo una cosa así de elegante hecha añicos con gelignita. ¿Qué es eso de la gelignita?
Cualquier idiota puede hacerlo y no hay por qué montar tanto barullo. Es una burrada, y ya está.
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Veneno mortal: 13 Dorothy L. Sayers
–Venga, Bill, deja de suspirar por esas cosas –le regañó la señora Rumm–. Venga, a cenar. O
sea, si se hace algo tan malo como reventar una caja fuerte, ¿qué más dará que sea artístico o
inartístico?
–Mujer tenía que ser, ¿eh?, mejorando lo presente, señorita.
–Pero sabes que es verdad –replicó la señora Rumm.
–Lo que yo sé es que esas manitas parecen muy artísticas, y eso es más que suficiente para mí –
intervino Wimsey.
Una vez consumidas las manitas de cerdo y debidamente entonado «Nazaret», para gran
admiración de la familia Rumm, la velada acabó agradablemente con la interpretación de un himno,
y la señorita Murchison se encontró de repente andando por Whitechapel Road con un manojo de
ganzúas en el bolsillo y una serie de conocimientos sorprendentes en la cabeza.
–Tiene usted unas amistades muy graciosas, lord Peter.
–Sí, parece una broma, ¿verdad? Pero Bill el Aciegas es una de las mejores. Me lo encontré una
noche en mi casa y sellé con él una especie de alianza. Me daba clases y esas cosas. Al principio le
daba un poco de vergüenza, pero después lo convirtió otro amigo mío (es una larga historia), y en
resumidas cuentas, se hizo con este negocio de cerrajero y le va muy bien. ¿Se considera
suficientemente competente con las cerraduras?
–Creo que sí. ¿Qué tengo que buscar cuando abra la caja?
–Verá, la cuestión es que el señor Urquhart me enseñó algo que según afirmó él era el borrador
de un testamento firmado por la señora Wrayburn hace cinco años. Le he anotado los puntos
fundamentales en un papel. Aquí tiene. El problema es que ese borrador se mecanografió en una
máquina de escribir que, según usted, se compró nueva hace solo tres años.
–¿Quiere decir que eso es lo que estaba escribiendo el señor Urquhart el día que se quedó hasta
tarde en el bufete?
–Eso parece. Pero ¿por qué? Si tenía el borrador original, ¿por qué no me lo enseñó? En realidad,
no tenía por qué habérmelo enseñado, a menos que fuera para engañarme sobre algo. Además,
aunque me dijo que lo tenía en casa, y tenía que saber que estaba allí, fingió buscarlo en la caja de
la señora Wrayburn. ¿Por qué?, vuelvo a preguntar. Para hacerme creer que ya existía cuando fui a
verlo. La conclusión a la que he llegado es que, si hay testamento, no tiene nada que ver con el que
me enseñó.
–Desde luego, esa impresión da.
–Lo que quiero que busque es el auténtico testamento. El original o la copia tienen que estar allí.
No se lo lleve, sino intente memorizar los puntos fundamentales, sobre todo el nombre del principal
legatario o legatarios y el del legatario del remanente. Recuerde que el legatario del remanente se
lleva todo lo que no se ha dejado específicamente a otra persona, o cualquier cosa que quede si un
legatario muere antes que la testadora. Lo que quiero saber por encima de todo es si le dejaba algo a
Philip Boyes o si se menciona a la familia Boyes en el testamento. De no estar el testamento, quizá
podría haber otro documento interesante, como un fideicomiso secreto en el que se dan
instrucciones al albacea para que disponga del dinero de una forma determinada. En definitiva,
necesito detalles de cualquier documento que pueda parecer de interés. No se entretenga demasiado
en tomar notas. Si puede, retenga mentalmente las disposiciones y escríbalas en privado, no en el
despacho. Y acuérdese de no dejar las ganzúas por ahí, no vaya a ser que se las encuentre
cualquiera.
La señorita Murchison prometió cumplir las instrucciones. En aquel momento pasaba un taxi,
Wimsey la acomodó en él y la encaminó hacia su domicilio.
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Veneno mortal: 14 Dorothy L. Sayers
14
El señor Norman Urquhart miró el reloj de la pared, que marcaba las cuatro y cuarto, y dijo para
que lo oyeran al otro lado de la puerta abierta:
–¿Están casi terminadas esas declaraciones juradas, señorita Murchison?
–Estoy con la última página, señor Urquhart.
–Tráigamelas en cuanto acabe. Tienen que estar en el despacho de los Hanson esta noche.
–Sí, señor Urquhart.
La señorita Murchison galopaba ruidosamente sobre las teclas, golpeando la palanca del carro
con furia innecesaria, y haciendo que el señor Pond lamentara una vez más la intrusión de las
mujeres en el despacho. Concluyó la página, la adornó al pie con una serie de fiorituras a base de
puntos y rayas, apretó la tecla para librar el margen, hizo girar el rodillo, retorciendo las hojas
despiadadamente con las prisas, tiró el papel carbón a la papelera, zarandeó con energía las copias
por los cuatro costados para ordenarlas con simetría y entró dando brincos en el despacho interior.
–No he tenido tiempo de repasarlas –anunció.
–Está bien –replicó el señor Urquhart.
La señorita Murchison se retiró y cerró la puerta al salir. Recogió sus cosas, sacó un espejo y se
empolvó sin reparo la nariz, bastante grande, metió un montón de cachivaches en un bolso ya de por
sí abultado, puso unos papeles bajo la funda de la máquina de escribir, preparándolos para el día
siguiente, quitó de un tirón el sombrero de la percha y se lo encasquetó en la cabeza, remetiendo
mechones de cabello con dedos vigorosos e impacientes.
Sonó el timbre del señor Urquhart... dos veces.
–¡Vaya, hombre! –exclamó la señorita Murchison, poniéndose colorada.
Se quitó el sombrero y acudió a la llamada.
–Señorita Murchison –empezó a decir el señor Urquhart, con expresión de suma irritación–,
¿sabe usted que se ha dejado un párrafo entero en la primera página?
A la señorita Murchison se le subieron aún más los colores.
–¿De verdad? Cuánto lo siento.
El señor Urquhart le tendió un documento que por lo voluminoso se parecía a aquella
declaración tan larga que, según cuentan, no se podría haber llenado ni con todas las verdades del
mundo.
–Es un incordio tremendo –dijo–. Es el más largo y el más importante de los tres, y se necesita
urgentemente, para primera hora de la mañana.
–No sé cómo puedo haber cometido un error tan absurdo –farfulló la señorita Murchison–. Me
quedaré esta tarde para volver a mecanografiarlo.
–Me temo que tendrá que hacerlo. Por desgracia, yo no podré revisarlo, pero no se puede hacer
otra cosa. Por favor, esta vez compruébelo minuciosamente, y encárguese de que esté en el
despacho de los Hanson mañana por la mañana, antes de las diez.
–Sí, señor Urquhart. Pondré todo el cuidado del mundo. De verdad, lo siento mucho.
Comprobaré que está todo correcto y lo llevaré yo misma.
–Muy bien. Seguro que así se solucionará –replicó el señor Urquhart–. Que no vuelva a ocurrir.
La señorita Murchison recogió los papeles y salió. Parecía nerviosa. Retiró la funda de la
máquina de escribir, ruidosa y furiosamente, tiró de los cajones de la mesa hasta que chocaron con
los topes, zarandeó las hojas y los papeles de calco como podría zarandear un terrier a una rata y
atacó inclemente la máquina.
El señor Pond, que acababa de cerrar su escritorio y se estaba enrollando una bufanda alrededor
del cuello, la miró un tanto asombrado.
–¿Tiene más cosas que mecanografiar esta noche, señorita Murchison?
–Tengo que repetir entero este mamotreto –contestó la señorita Murchison–. Me he dejado un
párrafo en la primera página... tenía que ser la primera, cómo no, y quiere que esta paparrucha esté
en el despacho de los Hanson antes de las diez de la mañana.
El señor Pond emitió un leve gruñido y movió la cabeza.
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–Con esas máquinas se descuidan ustedes mucho –la reprendió–. En los viejos tiempos, los
oficinistas se lo pensaban dos veces antes de cometer errores tontos, porque eso significaba volver a
copiar el documento entero a mano.
–Me alegro de no haber vivido entonces –replicó la señorita Murchison, cortante–. Nos podría
haber tocado trabajar en las galeras.
–Y, además, no nos marchábamos tan tranquilamente a las cuatro y media –dijo el señor Pond–.
En aquellos tiempos sí que trabajábamos.
–A lo mejor trabajaban más tiempo, pero no les cundía tanto –repuso la señorita Murchison.
–Trabajábamos bien y con precisión –le respondió el señor Pond con vehemencia, mientras la
señorita Murchison soltaba irritada dos teclas que se habían atascado con la apresurada presión de
sus dedos.
Se abrió la puerta del despacho del señor Urquhart, y la réplica quedó silenciada en los labios de
la mecanógrafa. El señor Urquhart dio las buenas noches y se marchó. El señor Pond salió detrás de
él.
–Supongo que habrá terminado antes de que se vaya la asistenta, señorita Murchison –dijo–. Si
no, haga el favor de acordarse de apagar la luz y de darle la llave a la señora Hodges, la del sótano.
–Sí, señor Pond. Buenas noches.
–Buenas noches.
Se oyeron sus pisadas en el vestíbulo, volvieron a resonar cuando pasó ante la ventana y se
apagaron al dirigirse hacia Brownlow Street. La señorita Murchison siguió escribiendo hasta que
calculó que ya debía de haber entrado en la estación de metro de Chancery Lane. Entonces se
levantó, lanzó una rápida mirada a su alrededor y se acercó a una alta hilera de estanterías, con una
serie de cajas de caudales negras, cada una de ellas con el nombre de un cliente en gruesas letras
blancas.
Sí, allí estaba WRAYBURN, pero había cambiado misteriosamente de sitio. Esa circunstancia era
en sí misma inexplicable. Recordaba con toda claridad haberla colocado, justo antes de Navidad,
encima del montón de MORTIMER, SCROGGINGS, LORD COOTE, DOLBY HERMANOS y WINGFIELD, y de
repente aparecía el día 27 de diciembre debajo de un montón, aplastada por BODGERS SIR J.
PENKRIDGE, FLATSBY & COATEN, TRUBODY LTD. y UNIVERSAL BONE TRUST. Daba la impresión de que
alguien había hecho limpieza general durante las vacaciones, y la señorita Murchison pensó que
seguramente no habría sido la señora Hodges.
Era una pesadez, porque todas las estanterías estaban llenas, y tendría que bajar todas las cajas y
ponerlas en alguna parte para poder llegar a la de WRAYBURN. Y la señora Hodges llegaría pronto, y
aunque la señora Hodges en realidad no tenía ninguna importancia, podría parecer raro que...
La señorita Murchison arrastró la silla de su escritorio, porque la estantería estaba bastante alta, y
encaramándose a ella bajó la caja de UNIVERSAL BONE TRUST. Pesaba un poquito, y la silla (que era
giratoria, y no del tipo moderno con una pata larga y un resorte que al echarse hacia atrás te atrapa
la columna vertebral y te pega al trabajo que estás haciendo) se bamboleó mientras bajaba
cuidadosamente la caja y la dejaba en equilibrio inestable sobre el estrecho borde del armario.
Volvió a estirar el brazo para recoger TRUBODY LTD. y la colocó encima de BONE TRUST. Estiró el
brazo por tercera vez y aferró FLATSBY & COATEN. Al ir a bajarla se oyeron unos pasos en la puerta
y una voz asombrada:
–¿Está buscando algo, señorita Murchison?
La señorita Murchison dio tal respingo que la peligrosa silla giró noventa grados y prácticamente
la arrojó en brazos del señor Pond. Se enderezó con torpeza, aferrando la caja negra.
–¡Menudo susto me ha dado, señor Pond! Creía que se había marchado.
–Y me había marchado, pero cuando llegué a la estación del subterráneo me di cuenta de que me
había dejado aquí un paquetito –dijo el señor Pond–. Y qué lata, pero he tenido que volver a por él.
¿No lo ha visto? Es un tarrito redondo, envuelto en papel marrón.
La señorita Murchison dejó FLATSBY & COATEN encima de la silla y miró a su alrededor.
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Veneno mortal: 14 Dorothy L. Sayers
–No lo veo en mi escritorio –dijo el señor Pond–. ¡Ay, Dios mío, qué tarde voy a llegar! Y no
puedo irme sin él, porque hace falta para la cena... Es un tarrito de caviar, porque esta noche
tenemos invitados. ¿Dónde lo habré puesto?
–A lo mejor lo dejó para lavarse las manos –sugirió amablemente la señorita Murchison.
–Pues sí, a lo mejor.
El señor Pond salió muy preocupado y la señorita Murchison oyó que se abría la puerta del
lavabo en el pasillo con un fuerte chirrido. De repente se le ocurrió que podía haberse dejado el
bolso abierto con las ganzúas dentro encima de la mesa. ¿Y si estaban a la vista? Se lanzó como un
rayo hacia el bolso, pero justo en ese momento volvió el señor Pond con aire triunfal.
–No sabe cuánto le agradezco la idea que me ha dado, señorita Murchison. Allí me lo había
dejado. La señora Pond se habría llevado un gran disgusto. En fin, buenas noches otra vez. –Se
dirigió a la puerta–. Ah, por cierto, ¿estaba buscando algo?
–Sí, un ratón –respondió la señorita Murchison con una risita nerviosa–. Estaba ahí trabajando
cuando lo vi corretear por encima del armario y... esto... subir por la pared, detrás de esas cajas.
–Qué asco de bichos –dijo el señor Pond–. Este edificio está plagado. Cuántas veces habré dicho
que tendríamos que tener un gato. Pero en fin, supongo que ya no habrá forma de atraparlo, ¿no?
Por lo que veo, no le tiene miedo a los ratones.
–No –contestó la señorita Murchison, haciendo un extraordinario esfuerzo por no apartar los ojos
de la cara del señor Pond. Si las llaves estaban allí (como ella creía), mostrando impudentes su
anatomía de telaraña sobre el escritorio, habría sido una locura mirar en esa dirección–. No. Pero
supongo que en su época todas las mujeres tenían miedo a los ratones.
–Sí, desde luego –reconoció el señor Pond–, pero es que entonces llevaban vestidos más largos.
–Lo pasarían fatal –replicó la señorita Murchison.
–Quedaban muy elegantes –dijo el señor Pond–, Permítame que la ayude a colocar esas cajas en
su sitio.
–Va usted a perder el tren –dijo la señorita Murchison.
–Ya lo he perdido –replicó el señor Pond, mirando su reloj–. Tendré que tomar el de las cinco y
media.
Recogió cortésmente la caja de FLATSBY & COATEN y se arriesgó a encaramarse con ella en las
manos al inestable asiento de la silla giratoria.
–Es usted muy amable –dijo la señorita Murchison, observándolo mientras devolvía la caja a su
sitio.
–No tiene importancia. Si tiene la amabilidad de darme las demás...
La señorita Murchison le dio TRUBODY LTD. y UNIVERSAL BONE TRUST.
–¡Ya está! –exclamó el señor Pond, sacudiéndose el polvo de las manos tras acabar de colocar
todo el montón–. Bueno, esperemos que el ratón no vuelva a aparecer. Voy a hablar con la señora
Hodges, a ver si nos puede traer un gatito como es debido.
–Me parece una idea excelente –replicó la señorita Murchison–. Buenas noches, señor Pond.
–Buenas noches, señorita Murchison.
Sus pisadas resonaron por el pasillo, se oyeron con más fuerza debajo de la ventana y volvieron a
apagarse cuando se dirigió hacia Brownlow Street.
–¡Uf! –exclamó la señorita Murchison, y se lanzó como una flecha hacia su escritorio. Sus
temores le habían jugado una mala pasada. El bolso estaba cerrado, y las llaves invisibles.
Volvió a colocar la silla en su sitio y se sentó, al tiempo que el estruendo de escobas y cubos
anunciaba la llegada de la señora Hodges.
–¡Ahí va! –exclamó la señora Hodges, deteniéndose en el umbral al ver a la señorita
mecanógrafa escribiendo diligentemente–. Usted perdone, señorita, pero no sabía yo que hubiera
nadie aquí.
–Perdone, señora Hodges. Es que tengo que terminar un trabajito. Siga usted con lo suyo. No se
preocupe por mí.
–No, señorita, si puedo hacer el despacho del señor Partridge primero –dijo la señora Hodges.
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Era una escritura de fideicomiso por la que se cedían todos los bienes de la señora Wrayburn a
Norman Urquhart, manteniéndolos en fideicomiso para ella, y en la que se estipulaba que el
abogado depositara en la cuenta corriente de la señora Wrayburn una cantidad fija anual, procedente
del patrimonio, para gastos personales. La escritura tenía fecha de julio de 1920 y llevaba adjunta
una carta, que la señorita Murchison se apresuró a leer.
Appleford, Windle,
15 de mayo de 1920
Mi querido Norman:
Muchísimas gracias por tu carta de cumpleaños y la bufanda, tan bonita. Eres muy
bueno al acordarte religiosamente de tu vieja tía, querido muchacho.
He pensado que, ahora que tengo más de ochenta años, ya es hora de que deje mis
asuntos enteramente en tus manos. Tu padre y tú lo habéis administrado todo muy bien
durante estos años, y además, consultándome siempre antes de dar cualquier paso
referente a las inversiones. Pero me estoy haciendo tan vieja que casi he perdido el
contacto con el mundo moderno y no puedo pretender que mis opiniones tengan
realmente valor. Además de vieja, estoy muy cansada, y aunque siempre me explicas las
cosas con suma claridad, escribir cartas resulta una carga y una incomodidad a mi
avanzada edad.
Así que he decidido poner mis bienes en fideicomiso contigo para el resto de mi
vida, de modo que tengas plenos poderes para disponer de todo según tu criterio, sin
tener que consultarme en cada ocasión. Además, aunque me alegro de poder decir que
estoy fuerte y sana y con la cabeza bastante en su sitio, esta feliz situación puede
cambiar cualquier día. Podría quedarme paralítica o medio tonta, o utilizar de una forma
absurda mi dinero, como han hecho tantas viejas locas.
De modo que redacta una escritura de este tipo y tráemela para que la firme. Al
mismo tiempo te daré instrucciones para mi testamento.
Gracias de nuevo por tu felicitación.
Afectuosamente, tu tía abuela,
ROSANNA WRAYBURN
–¡Viva! –exclamó la señorita Murchison–. ¡Así que había testamento! Y esta escritura de
fideicomiso... probablemente también es importante.
Volvió a leer la carta, se saltó las cláusulas del fideicomiso, fijándose sobre todo en que se
designaba a Norman Urquhart único fideicomisario, y por último tomó nota mentalmente de
algunos de los puntos más extensos y más importantes de la lista de valores. Después colocó los
documentos en el mismo orden en que los había encontrado, cerró la caja, que cedió dócilmente, la
llevó al otro despacho, la colocó, puso las demás cajas encima, y estaba ante la máquina de escribir
justo en el momento en el que volvía a entrar la señora Hodges.
–Acabo de terminar, señora Hodges –dijo alegremente.
–Pues no sabía yo qué pensar –replicó la señora Hodges–. Como no he oído la máquina...
–Es que he estado tomando notas a mano –dijo la señorita Murchison.
Arrugó la página incompleta de la declaración y la tiró a la papelera junto con la que había
empezado a mecanografiar de nuevo. Sacó de un cajón del escritorio una primera página
correctamente mecanografiada, que ya tenía preparada a tal efecto, la añadió al resto del texto,
metió el original y las copias solicitadas en un sobre, lo cerró, escribió la dirección de los señores
Hanson & Hanson, se puso el sombrero y el abrigo y salió, despidiéndose con amabilidad de la
señora Hodges en la puerta.
Tras un corto paseo llegó a las oficinas de los señores Hanson, en cuyo buzón depositó la
declaración. Después, con paso enérgico y tarareando, se dirigió a la parada de autobuses del cruce
de Theobald’s Road y Gray’s Inn Road.
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Lord Peter felicitó a la señorita Murchison y la invitó a un almuerzo muy especial en Rules,
donde hay un excelente coñac añejo para quienes saben apreciar tales cosas. Al final, la señorita
Murchison volvió un poco tarde al bufete del señor Urquhart, y con las prisas se le olvidó devolver
las ganzúas, pero es que cuando el vino es bueno y la compañía agradable, no se puede estar
pendiente de todo.
Con toda la fuerza de voluntad de la que pudo hacer acopio, Wimsey volvió a su casa para
pensar, en lugar de salir disparado a la cárcel de Holloway. Aunque era una obra de caridad y de
necesidad animar a la presa (y así era como justificaba sus visitas, casi diarias), no podía engañarse,
y sabía que resultaría mucho más útil y caritativo demostrar la inocencia de Harriet. Y hasta el
momento no había hecho grandes progresos.
La teoría del suicidio le había parecido muy esperanzadora cuando Norman Urquhart sacó a
relucir el borrador del testamento, pero su fe en aquel borrador había sido socavada. Aún quedaba la
vaga esperanza de rescatar el paquete de polvo blanco del Nine Rings, pero a medida que
transcurrían los días, implacables, la esperanza disminuía, casi hasta el punto de desvanecerse. Le
crispaba no estar participando en el asunto... Sentía enormes deseos de ir a Gray’s Inn Road, a
interrogar, amenazar, sobornar o registrar a cualquiera o cualquier sitio que guardara relación con el
bar, pero sabía que la policía lo haría mejor que él.
¿Por qué había intentado engañarlo Norman Urquhart con el testamento? Podría haberse negado
a darle información, sin ningún problema. Había un misterio en todo aquello. Pero si no era en
realidad el legatario, Urquhart estaba siguiendo un juego peligroso. Si la anciana moría y se
verificaba el testamento, probablemente los hechos saldrían a la luz... y la señora podía morir en
cualquier momento.
«Qué fácil sería acelerar un poquito la muerte de la señora Wrayburn», pensó con cierto
remordimiento. Tenía noventa y tres años y estaba muy delicada. Una sobredosis de algo, incluso
un sobresalto, un pequeño susto... De nada servía pensar esas cosas. Sin darse cuenta, empezó a
preguntarse quién viviría con la anciana y cuidaría de ella.
Era el 30 de diciembre, y todavía no tenía ningún plan. En las estanterías, los magníficos libros
de santos, historiadores, poetas, filósofos, se burlaban de su impotencia, hilera tras hilera. Tanta
sabiduría y tanta belleza incapaces de mostrarle cómo salvar de una sórdida muerte en la horca a la
mujer que deseaba a todo trance. Y él que se creía tan listo para esas cosas... La enorme y
complicada estupidez de todo lo rodeaba como una trampa. Apretó los dientes, rabioso e impotente,
recorriendo a grandes zancadas la habitación sofisticada, exquisita, inútil. El gran espejo veneciano
sobre la chimenea le devolvió el reflejo de su cabeza y sus hombros. Vio una cara pálida, absurda,
con el cabello del color de la paja peinado hacia atrás; un monóculo disparatado bajo una ceja que
temblaba ridículamente; una barbilla afeitada a la perfección, imberbe, epicena; una camisa de
cuello muy alto, almidonado de manera impecable; una corbata elegantemente anudada, a juego con
el pañuelo que asomaba tímido por el bolsillo superior de la chaqueta de un traje caro
confeccionado en Savile Row. Agarró una pesada estatuilla de bronce que había sobre la repisa de
la chimenea, una pieza maravillosa con una pátina que, a pesar de la brusquedad del movimiento,
acarició con los dedos, y sintió el impulso de destrozar el espejo y destrozar la cara, de prorrumpir
en aullidos y gestos de animal.
¡Qué estupidez! Eso no se podía hacer. Las inhibiciones heredadas de veinte siglos de
civilización te ataban de pies y manos con cadenas de ridículo. ¿Y qué si rompía el espejo en mil
pedazos? No pasaría nada. Entraría Bunter, sin asomo de sorpresa ni emoción, barrería los despojos
y recomendaría un baño caliente y un masaje. Y al día siguiente encargaría otro espejo, porque
llegaría gente que haría preguntas y lamentaría cortésmente el accidente sufrido por el anterior. Y
Harriet Vane sería colgada de todos modos.
Wimsey se calmó, pidió el sombrero y el abrigo, y tomó un taxi para ir a ver a la señorita
Climpson.
–Hay una misión que me gustaría que cumpliera usted personalmente –dijo con más brusquedad
que de costumbre–. No puedo confiar en nadie más.
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–Claro que lo comprendiste, y a eso vamos –dijo Wimsey, todo solemne–. Verás, no es porque
yo lo diga, pero Mary es una chica con la cabeza sobre los hombros y...
–Te puedo asegurar que no tienes que decírmelo –lo interrumpió Parker–. ¿Acaso crees que he
interpretado mal los detalles que ha tenido conmigo? Hoy en día, las mujeres de mejor reputación
salen a cenar sin carabina con amigos, y lady Mary...
–No estoy hablando de carabinas –dijo Wimsey–. En primer lugar, Mary no se plegaría a
semejante cosa, y encima, pienso que son majaderías. Pero como resulta que soy su hermano y tal...
bueno, tendría que hacerse cargo Gerald, pero como no se llevan demasiado bien y no creo que
Mary sea de las que van a contarle secretitos al oído, sobre todo porque él se lo soltaría
inmediatamente a Helen, pues... ¿qué iba diciendo? Ah, sí, como hermano de Mary, supongo que es
mi deber, o algo así, mangonear un poco y decir unas palabritas aquí y allá, a ver si sirven de ayuda.
Parker asaeteó el papel secante, pensativo.
–No hagas eso –dijo Wimsey–. Se te va a estropear la pluma. Hazlo con un lápiz.
–Supongo que no debería haberme atrevido a... –dijo Parker.
–¿A qué te has atrevido, bobo? –preguntó Wimsey, alzando el cuello como un gorrión.
–Nada a lo que se pueda poner la menor objeción –replicó Parker, un tanto acalorado–. ¿Qué
estás pensando, Wimsey? Comprendo que desde vuestro punto de vista no sea correcto que lady
Mary Wimsey cene en un restaurante con un policía, pero si te crees que jamás le he dicho una sola
palabra que no hubiera podido pronunciarse con el mayor decoro...
–... en presencia de su madre, juzgas mal a la mujer más pura y delicada que haya vivido jamás e
insultas a tu amigo –lo interrumpió Peter, quitándole las palabras de la boca y rematándolas con
mucha labia–. Eres un perfecto Victoriano, Charles. Me gustaría conservarte en una caja de cristal.
Claro que no has dicho ni media palabra. Lo que quiero saber es por qué.
Parker se quedó mirándolo.
–Llevas unos cinco años mirando a mi hermana con ojos de carnero degollado y asustándote
como un conejo cada vez que se pronuncia su nombre –añadió Wimsey–. ¿Qué pretendes con eso?
No queda nada decorativo, ni resulta estimulante. Pones nerviosa a la pobre chica, y a mí me das
una idea muy pobre de tus agallas, si me permites la expresión. A ningún hombre le gusta ver a otro
temblando delante de su hermana, o desde luego, no con ese temblor tan prolongado. Resulta
antiestético y molesto. ¿Por qué no dices, sacando ese viril pecho: «Peter, querido cabeza de melón,
he decidido lanzarme a la vieja trinchera familiar y ser un hermano para ti»? ¿Qué te lo impide? ¿Es
por Gerald? Sí, ya sé que es imbécil, pero no es mal tipo, de verdad. ¿Es por Helen? Es un poco
bicho, pero no tienes por qué verla mucho. ¿Es por mí? Porque en ese caso, como estoy pensando
en hacerme ermitaño... Hubo un Pedro el Ermitaño, ¿no?, me quitaré de en medio. A ver, cántalo,
vejestorio, y lo solucionamos ahora mismo. ¡Venga!
–¿Estás... me estás pidiendo...?
–¡Te estoy pidiendo que me expliques tus intenciones, maldita sea! –exclamó Wimsey–. Y si eso
no es suficientemente Victoriano, ya me dirás. Comprendo que le hayas dado tiempo a Mary para
que se recupere de esa desgraciada historia con Cathcart y el tal Goyles, pero, venga, hombre, no
hay que excederse con la delicadeza. No creerás que una chica puede pasarse la vida entre que voy
y que vengo, ¿no? ¿Estás esperando a un año bisiesto o qué?
–Vamos a ver, Peter. No seas idiota. ¿Cómo puedo pedirle a tu hermana que se case conmigo?
–Cómo lo hagas es asunto tuyo. Puedes decir: «¿Qué, qué tal si nos casamos o algo, nena?».
Estaría muy al día, y más claro, el agua. También podrías hincar una rodilla en tierra y decirle:
«¿Serías tan amable de concederme tu mano y tu corazón?», que queda bonito y es anticuado y
además tiene el mérito añadido de la originalidad, en los tiempos que corren. O podrías escribirle
una carta, o enviarle un telegrama, o llamarla por teléfono. Pero allá tú y tus gustos.
–No estás hablando en serio.
–¡Dios santo! ¿Es que nunca me voy a librar de mi fama de payaso? Charles, Mary lo está
pasando fatal por tu culpa, y ojalá te cases con ella y lo soluciones de una vez por todas.
–¿Que lo está pasando fatal... por mí? –dijo Parker, casi gritando–. ¿Que yo... o sea que lo pasa
fatal...?
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Comprensiblemente, el señor Crofts dijo: «Ya se lo había dicho yo». Sir Impey espetó: «Es
lamentable».
Describir la vida cotidiana de lord Peter Wimsey durante la semana siguiente no sería ni
considerado ni edificante. La inactividad forzosa produce síntomas de irritabilidad hasta en el
hombre más templado. Tampoco contribuía a aplacarlo la felicidad bobalicona del jefe inspector
Parker y lady Mary Wimsey, que iba acompañada por aburridas demostraciones de afecto hacia su
persona. Como el hombre del relato de Max Beerbohm, Wimsey «detestaba resultar conmovedor».
Lo animó, pero discretamente, saber por el diligente Freddy Arbuthnot que se había descubierto que
el señor Norman Urquhart estaba bastante relacionado con los desastres del Megatherium Trust.
Por otra parte, la señorita Kitty Climpson vivía en lo que a ella le gustaba llamar un «torbellino
de actividad». La siguiente carta, escrita el segundo día tras su llegada a Windle, nos proporciona
profusos detalles.
Hillside View,
Windle, Westmorland
1 de enero de 1930
cobrador fue sumamente amable y servicial y me explicó por dónde debía ir, de modo
que no tuve dificultad alguna para encontrar la casa.
Es una casa antigua muy bonita, con jardines propios, bastante grande y construida
en el siglo XVIII, con galería italiana y un césped muy verde, precioso, con un cedro y
arriates, y en verano debe de ser el auténtico jardín del Edén. La contemplé desde la
carretera un buen rato, pensando que a nadie le parecería extraño, porque a cualquiera
puede interesarle una casa antigua tan hermosa. Estaban echadas la mayoría de las
persianas, como si la mayor parte de la casa estuviera deshabitada, y no vi ni jardineros
ni a nadie por allí, pero supongo que en esta época del año no hay gran cosa que hacer
en los jardines. Eso sí, salía humo de una chimenea, así que había ciertas señales de
vida.
Di un paseíto por la carretera y después di la vuelta y volví a pasar frente a la casa, y
en esa ocasión vi a una sirvienta que doblaba la esquina de la casa, pero estaba
demasiado lejos para poder hablar con ella. De modo que tomé el ómnibus otra vez y fui
a almorzar a Hillside View, para conocer a las demás huéspedes.
Como es natural, no quería parecer demasiado impaciente, de modo que al principio
no dije nada sobre la casa de la señora Wrayburn y me limité a hablar de cosas
generales sobre Windle. Tuve ciertas dificultades a la hora de eludir las preguntas de
estas buenas señoras, que no sabían qué pensar de una forastera que había llegado a
Windle en esta época del año, pero sin decir demasiadas falsedades creo que les di la
impresión de que... ¡había heredado una pequeña fortuna y que había ido a la región de
los Lagos con la intención de buscar un sitio donde instalarme el próximo verano!
También les dije que estaba haciendo unos bosquejos. Como cuando éramos jóvenes
nos enseñaban a juguetear un poco con la acuarela, fui capaz de hacer alarde de unos
conocimientos técnicos que llegó a convencerlas.
Eso me dio una oportunidad estupenda para indagar sobre la casa. ¡Qué maravilla, y
tan antigua!, dije. ¿Y hay alguien viviendo allí? (Por supuesto, no lo solté todo de golpe.
Esperé hasta que me contaron que en la zona había muchísimos sitios pintorescos, de
gran interés para una pintora.) La señora Pegler, una anciana corpulenta, con mucho
empaque y la lengua muy larga, me lo contó todo sobre la casa. Estimado lord Peter, ¡lo
que no sepa yo sobre la vida disoluta de la señora Wrayburn en sus años mozos no lo
sabe nadie! Pero lo que viene más al caso es que me dijo cómo se llama la enfermera y
acompañante de la señora Wrayburn. Es la señorita Booth, enfermera jubilada, de unos
sesenta años de edad, y vive sola en la casa con la señora Wrayburn, aparte de los
criados y el ama de llaves. Cuando me enteré de que la señora Wrayburn es tan mayor,
que está paralítica y tan delicada, dije que si no resulta demasiado peligroso que la
señorita Booth sea la única persona que la atiende, pero la señora Pegler dijo que el ama
de llaves es una mujer de absoluta confianza, que lleva muchos años con la señora
Wrayburn y muy capaz de cuidar de ella cuando la señorita Booth está fuera. ¡Así que
tengo la impresión de que la señorita Booth sale de vez en cuando! Al parecer, nadie la
conoce personalmente en esta casa, pero según dicen se la ve con frecuencia en el
pueblo con uniforme de enfermera. He conseguido que me hicieran una descripción
bastante buena de esa mujer, de modo que si me topo con ella supongo que sería lo
suficientemente lista para reconocerla.
La verdad es que es lo único que he podido averiguar en un día. Espero no
decepcionarlo demasiado, pero es que me he visto obligada a enterarme de un montón
de detalles de la historia local, que si esto y que si lo otro, y además no podía forzar la
conversación para que girase en torno a la señora Wrayburn sin despertar sospechas.
En cuanto obtenga la mínima información, se lo comunicaré.
Atentamente,
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acera del establecimiento. Estirando el cuello, la vio iniciar una rápida carrera, subir con dificultad
al autobús en la esquina y desaparecer en dirección al Fisherman’s Arms.
«¡Qué contratiempo! –pensó la señorita Climpson mientras perdía de vista el vehículo–. Debo de
haberme despistado en algún sitio para no verla. O a lo mejor estaba tomando el té en una casa
particular. En fin, me temo que ha sido un día perdido. ¡Y encima me siento llena de té!»
Era una suerte que la Providencia hubiera concedido a la señorita Climpson una buena digestión,
porque la mañana siguiente fue una repetición de sus actividades. Naturalmente, cabía la posibilidad
de que la señorita Booth solo saliera dos o tres veces a la semana, o que saliera solo por las tardes,
pero la señorita Climpson no quería correr riesgos. Al menos tenía la certeza de que la parada del
autobús era donde debía vigilar. En esta ocasión se apostó en el Ye Cosye Corner a las once y
esperó hasta las doce. No ocurrió nada y volvió a casa.
A las tres de la tarde estaba otra vez allí. La camarera ya la conocía y demostró cierto interés,
entre divertida y tolerante, por sus idas y venidas. La señorita Climpson le explicó que le encantaba
ver pasar a la gente y tuvo unas palabras de elogio para el café y el servicio. Le gustaba una
pintoresca posada que había enfrente, y estaba pensando en dibujarla.
–Ah, sí, vienen aquí muchos pintores por eso –dijo la muchacha.
Eso le dio a la señorita Climpson una brillante idea, y a la mañana siguiente fue provista de lápiz
y cuaderno de dibujo.
Por esa asombrosa perversidad de la mayoría de las cosas, no bien acababa de pedir el café, abrir
el cuaderno y empezar a bosquejar los gabletes de la posada, cuando se detuvo un autobús del que
se apeó una enfermera corpulenta con uniforme gris y negro. No entró en el Ye Cosye Corner, sino
que siguió a buen paso por la acera de enfrente, con el velo ondeando al viento como una bandera.
La señorita Climpson emitió una viva exclamación de enojo que llamó la atención a la camarera.
–¡Qué irritación! –dijo–. Me he dejado la goma. Tendré que salir corriendo a comprar otra.
Dejó el cuaderno sobre la mesa y se dirigió a la puerta.
–Le guardaré el café, señorita –dijo la servicial camarera–. La papelería del señor Bulteel, ahí
cerca del Bear, es la mejor.
–Gracias, gracias –replicó la señorita Climpson, y salió disparada.
El velo negro seguía ondeando a lo lejos. La señorita Climpson fue tras él, jadeante,
manteniéndose junto a la calzada. El velo se adentró en una farmacia. La señorita Climpson cruzó la
carretera un poco detrás y se puso a mirar un escaparate lleno de ropa de cuna. El velo salió, se
agitó indeciso, dio media vuelta, pasó junto a la señorita Climpson y entró en una zapatería.
«Si es para cordones, será rápida –pensó–, pero como sea para probarse zapatos puede estar toda
la mañana.» Pasó lentamente junto a la puerta. Por suerte, en aquel momento salía un cliente, y
mirando hacia el interior, alcanzó a ver el velo negro, que desapareció enseguida en la parte trasera
del local. Abrió la puerta con resolución. Había un mostrador con artículos diversos a la entrada de
la tienda, y la puerta por la que había desaparecido la enfermera llevaba el rótulo de SECCIÓN DE
SEÑORAS.
Mientras compraba unos cordones de seda marrones, la señorita Climpson intentó tomar una
decisión. ¿Entrar y aprovechar la oportunidad? Probarse zapatos suele ser un asunto largo y
complicado. El sujeto queda aislado largo rato en una silla, mientras el dependiente sube escalerillas
y recoge montones de cajas de cartón. También resulta relativamente fácil entablar conversación
con una persona que se está probando zapatos, pero tiene una pega. Para dar sentido a tu presencia
en la sección de pruebas hay que probarse zapatos, y ¿qué ocurre? En primer lugar, el dependiente
te deja inválido arrebatándote el zapato del pie derecho y desaparece. ¿Y si entretanto tu presa
concluye la compra y se marcha? ¿Debes seguirla a la pata coja? ¿Te arriesgas a despertar
sospechas volviendo a ponerte precipitadamente el calzado, con los cordones arrastrando y
murmurando la excusa nada convincente de que habías olvidado una cita? Y algo aún peor: ¿y si te
encuentras en situación anfibia, con un zapato tuyo y otro de la tienda? ¿Qué impresión causarías
saliendo de estampida con unos artículos que no te corresponden? ¿No se convertiría enseguida el
perseguidor en perseguido?
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Tras haber sopesado mentalmente el problema, la señorita Climpson pagó los cordones y se batió
en retirada. Ya había estafado a un salón de té, y no podía esperar salir airosa de más de una
fechoría en una sola mañana.
El detective, sobre todo si va vestido de obrero, recadero o repartidor de telegramas, se encuentra
en una situación privilegiada para seguir los pasos a la presa: puede vaguear tranquilamente sin
llamar la atención. La detective no debe vaguear. Por otra parte, puede pasarse horas enteras delante
de un escaparate. La señorita Climpson eligió una sombrerería. Examinó con atención todos los
sombreros de los dos escaparates, volviendo a revisar con aire resuelto un modelo sumamente
elegante con velo y dos excrecencias como antenas. Justo en el momento en que un observador
podría haber pensado que por fin se había decidido a entrar y preguntar el precio, la enfermera salió
de la zapatería. La señorita Climpson movió la cabeza con pesar ante las antenas, volvió corriendo
al otro escaparate, miró, dudó, vaciló y se marchó a toda prisa.
La enfermera estaba a unos metros de distancia, caminando con paso vivo, como un caballo que
avista la caballeriza. Volvió a cruzar la carretera, miró un escaparate atestado de madejas de lana de
colores, se lo pensó mejor, siguió y entró por la puerta del café Oriental.
La señorita Climpson se encontraba en la situación de quien, tras perseguir tenazmente una
polilla, consigue acorralarla con un vaso. Por unos momentos el bicho no puede escapar y quien ha
estado persiguiéndolo se toma un respiro. El problema que se plantea a continuación es cómo
extraer la polilla sin hacerle daño.
Naturalmente, también resulta fácil seguir a una persona que entra en un café y sentarse a su
mesa, si hay sitio, pero a lo mejor no le hace ninguna gracia. Puede pensar que eres un retorcido por
abalanzarte sobre su mesa cuando hay otras libres. Es mejor poner alguna excusa, como entregar un
pañuelo olvidado o decir que alguien se ha dejado el bolso abierto. Si la persona en cuestión no te
proporciona una excusa, hay que inventársela.
La papelería estaba a pocos metros. La señorita Climpson entró y compró una goma de borrar,
tres postales, un lápiz y un calendario, y esperó a que se lo pusieran todo en un paquete. Después
cruzó despacio la calle y entró en el Oriental.
En la primera sala vio a dos mujeres y un niño que ocupaban un hueco, un señor de edad que
bebía leche en otro y dos chicas que tomaban café y pasteles en un tercero.
–Perdonen, pero ¿es suyo este paquete? –les preguntó a las dos mujeres–. Acabo de recogerlo en
la puerta.
La mayor, que evidentemente había estado de compras, revisó a toda prisa una serie de paquetes
heterogéneos, apretándolos uno a uno para refrescar la memoria sobre su contenido.
–Creo que no es mío, pero no podría decirlo con certeza. Vamos a ver. Aquí van los huevos y la
panceta y... ¿qué es esto, Gertie? ¿La ratonera? No, un momento, es jarabe para la tos, y esto... las
suelas de corcho de tía Edith, y eso es Nugget..., pasta de arenque... el Nugget está aquí... ¡Santo
cielo! Creo que se me ha caído la ratonera en alguna parte... pero no parece que sea ese paquete.
–No, madre –dijo la más joven–. ¿No se acuerda? Nos van a enviar la ratonera con la bañera.
–Ah, sí, es verdad. Entonces no falta nada. La ratonera y dos sartenes, que van con la bañera, y
eso es todo, menos el jabón, que lo tienes tú, Gertie. Muchas gracias de todos modos, pero no es
nuestro. Se le habrá caído a otra persona.
El anciano caballero lo rechazó firme pero cortésmente, y las dos chicas se limitaron a reírse
como bobas. La señorita Climpson pasó a la segunda sala. Dos mujeres jóvenes y su acompañante
le dieron las gracias y le dijeron que no era suyo.
Pasó a la tercera habitación. En un rincón había un grupo muy hablador con un terrier, y al
fondo, en la zona más oscura y apartada del Oriental, estaba la enfermera, leyendo un libro.
El grupo de habladores no sabía nada del paquete; con el corazón latiéndole muy deprisa, la
señorita Climpson se abalanzó sobre la enfermera.
–Perdone –dijo, sonriendo gentilmente–. Creo que este paquete debe de ser suyo. Me lo he
encontrado en la puerta y ya he preguntado en todo el café.
La enfermera levantó la vista. Era una mujer mayor, con el pelo gris, con esos extraños ojos
azules y grandes que desconciertan a quien los contempla con la intensidad de su mirada y que
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pero había sido señorita de compañía de demasiadas ancianas y en demasiadas ocasiones se había
visto obligada a doblegarse en la casa de Rimmón.1
Y, además, aquel extraño hombrecillo de la Sociedad de Investigaciones Parapsicológicas. Se
había alojado dos semanas en el mismo hotel de Bournemouth que ella. Era experto en la
investigación de casas embrujadas y en la detección de poltergeists. Simpatizó con la señorita
Climpson, que pasó varias tardes muy amenas oyéndolo hablar sobre los trucos de los médiums.
Gracias a él aprendió a mover mesas y a producir ruidos raros y chasquidos; sabía examinar dos
pizarras selladas para encontrar las señales de las cuñas por las que se introducía un largo alambre
negro con una tiza para escribir los mensajes de los espíritus. Había visto los ingeniosos guantes de
goma que dejan la huella de las manos de un espíritu en un cubo de parafina y que, una vez
desinflados, pueden retirarse con delicadeza de la parafina endurecida por un agujero más estrecho
que la muñeca de un niño pequeño. Incluso sabía, teóricamente, porque nunca lo había llevado a la
práctica, cómo poner las manos a la espalda para que se las ataran con el fin de forzar ese primer
nudo de engaño con el que todos los nudos posteriores resultan inútiles y cómo revolotear por la
habitación en penumbra tocando la pandereta aun estando atada en un armario negro con ambas
manos llenas de harina. A la señorita Climpson le había sorprendido enormemente la estupidez y la
perversidad del género humano.
La enfermera siguió hablando, y la señorita Climpson le respondió mecánicamente.
«No es más que una principiante –dijo la señorita Climpson para sus adentros–. Está leyendo un
manual... Y no tiene ningún sentido crítico... Tendría que saber que aquella mujer había quedado en
evidencia hacía tiempo... No se podía dejar sueltas a personas como ella... Eran incitaciones
vivientes al fraude... No conozco a esa tal señora Craig de la que me está hablando, pero me
imagino que debe de estar como una cabra... Tengo que evitar a esa señora. Probablemente sabe
demasiado... Si esta pobrecilla se traga eso, seguro que se lo traga todo.»
–Parece verdaderamente maravilloso, ¿verdad? –dijo la señorita Climpson en voz alta–. ¿Pero no
resulta un poquito peligroso? A mí me han dicho que soy sensible, pero nunca me he atrevido a
intentarlo. ¿Es sensato abrir la mente a esas influencias sobrenaturales?
–No es peligroso si sabes cómo hacerlo –respondió la enfermera–. Hay que aprender a construir
un caparazón de pensamientos puros en torno al alma para que no puedan penetrar las malas
influencias. Yo he mantenido conversaciones fantásticas con seres queridos ya fallecidos...
La señorita Climpson volvió a llenar la tetera y pidió a la camarera que le llevara unos dulces.
–... y por desgracia no tengo dotes de médium... es decir, de momento. No consigo nada cuando
estoy sola. La señora Craig dice que ya llegará, con concentración y práctica. Anoche intenté algo
con la ouija, pero solo salían espirales.
–Su mente consciente debe de ser demasiado activa –dijo la señorita Climpson.
–Sí, supongo que es eso. La señora Craig dice que soy extraordinariamente receptiva.
Obtenemos unos resultados maravillosos cuando hacemos una sesión juntas. Pero ahora está fuera,
por desgracia.
A la señorita Climpson le dio tal vuelco el corazón que estuvo a punto de derramar el té.
–Entonces, ¿es usted médium? –preguntó la enfermera.
–Eso me han dicho –respondió la señorita Climpson, cautelosa.
–A lo mejor si hiciéramos una sesión las dos...
Miró con avidez a la señorita Climpson.
–No, es que yo...
–¡Oh, vamos! Usted es una persona receptiva. Estoy segura de que obtendremos buenos
resultados. Es que a mí no me gustaría intentar nada si no estuviera segura de la otra persona. Hay
tanto falso médium por ahí... (¡Vaya, conque al menos eso sí lo sabes!, pensó la señorita Climpson),
pero con una persona como usted te puedes sentir tranquila. Ya descubrirá cómo cambia su vida. Yo
me sentía muy mal por tanto sufrimiento y tanto dolor como se ve hoy día en el mundo, hasta que
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Rimmón es el nombre hebreo del dios acadio Rammán, adorado por los semitas occidentales con el nombre de Adad o
Hadad. (N. de la T.)
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Veneno mortal: 16 Dorothy L. Sayers
comprendí que la supervivencia es algo cierto y que todos nuestros padecimientos nos son enviados
sencillamente para prepararnos para la vida en un plano superior.
–Bueno, estoy dispuesta a intentarlo –replicó con calma la señorita Climpson–. Pero no puedo
decir que crea de verdad en ello, ¿comprende?
–Creerá, creerá.
–Por supuesto, he visto cómo ocurrían un par de cosas extrañas... cosas que no podían ser trucos,
porque yo conocía a esas personas, y no podía explicarme...
–¡Venga a verme esta noche! –dijo la enfermera persuasivamente–. Será una sesión tranquila,
para ver si realmente es usted médium. A mí no me cabe duda.
–Muy bien –replicó la señorita Climpson–. ¿Por cierto, cómo se llama?
–Caroline Booth... señorita Caroline Booth. Soy la enfermera de una anciana que está paralítica y
vive en la casa grande de Kendal Road.
«Gracias a Dios», pensó la señorita Climpson. Y dijo:
–Y yo me llamo Climpson. Debo de tener una tarjeta... Pues no. Me la he dejado, pero me alojo
en Hillside View. ¿Cómo puedo llegar hasta su casa?
La señorita Booth le dio la dirección, le dijo a qué hora pasaba el autobús y añadió una invitación
a cenar, que la señorita Climpson aceptó, tras lo cual se fue a casa y escribió apresuradamente una
nota.
KATHERINE A. CLIMPSON
Volvió al centro después del almuerzo. En primer lugar, como era una mujer honrada, rescató el
cuaderno y pagó la cuenta en Ye Cosye Corner, y explicó que se había encontrado con una amiga
aquella mañana y se había entretenido. Después entró en varias tiendas. Al final eligió una pequeña
jabonera de metal que se ajustaba a sus necesidades. Tenía los lados ligeramente convexos, y
cuando estaba cerrada y se apretaba un poco producía un fuerte chasquido. Con habilidad y un trozo
de cinta adhesiva muy resistente, la pegó a una gruesa liga elástica. Una vez sujeta a su huesuda
rodilla, apretándola de golpe contra la otra rodilla emitía una serie de chasquidos capaces de
convencer al más escéptico. Sentada ante el espejo, la señorita Climpson dedicó una hora a practicar
antes del té, hasta que logró producir el chasquido con un mínimo de movimientos.
Otra de las compras consistió en un trozo de cable negro, como los que se utilizan para el ala de
los sombreros. Juntando dos trozos, bien doblados para formar ángulo y atados a la muñeca, el
artilugio era suficiente para balancear una mesa ligera. La señorita Climpson temía que una mesa
pesada resultara excesiva, pero no había tenido tiempo de encargar alambre de hierro. De todos
modos, lo intentaría. Sacó un vestido de terciopelo negro y amplias mangas y se aseguró de que el
cable quedaba bien escondido.
A las seis se puso esa prenda, se colocó la jabonera en la pierna, hacia fuera, para que unos
chasquidos inoportunos no asustaran a los viajeros del autobús, se embutió en una gruesa capa
impermeable, recogió paraguas y sombrero y se puso en camino, dispuesta a robar el testamento de
la señora Wrayburn.
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Veneno mortal: 17 Dorothy L. Sayers
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Acabó la cena. Se había servido en una bonita habitación antigua revestida de paneles de madera,
con techo y chimenea de estilo Adam, y la comida era buena. La señorita Climpson se sentía
animada y dispuesta.
–Haremos la sesión en mi habitación, ¿le parece? –dijo la señorita Booth–. En realidad es el
único sitio cómodo, porque naturalmente, la mayor parte de la casa está cerrada. Si me perdona un
momento, voy a darle la cena a la señora Wrayburn y a ponerla cómoda, pobrecilla, y después
empezamos. No tardaré más de media hora.
–Está impedida, ¿verdad?
–Sí, totalmente.
–¿Puede hablar?
–Hablar, hablar, no. A veces balbucea algo, pero no se la entiende. Es muy triste, además siendo
tan rica. Cuando fallezca será un día de felicidad para ella.
–¡Pobre mujer! –exclamó la señorita Climpson.
Su anfitriona la llevó a un saloncito alegremente decorado y la dejó a solas entre las fundas de
cretona y los adornos. La señorita Climpson recorrió con una rápida mirada los libros, en su
mayoría novelas, con la excepción de unas cuantas obras clásicas de espiritismo, y después se fijó
en la repisa de la chimenea. Estaba atestada de fotografías, como suele ocurrir con las chimeneas de
las habitaciones de las enfermeras. Entre grupos de hospital y retratos con dedicatorias como «De su
agradecido paciente» destacaba la fotografía enmarcada de un caballero con vestimenta y bigote de
los años noventa, de pie junto a una bicicleta, como flotando en un balcón de piedra, con un
desfiladero a lo lejos. El marco era de plata, pesado y recargado.
«Demasiado joven para ser su padre –pensó la señorita Climpson, mientras le daba la vuelta y
quitaba el cierre del marco–. O un novio o su hermano predilecto. ¡Vaya! “Para mi queridísima
Lucy, con eterno cariño, Harry.” No será un hermano, supongo. El estudio del fotógrafo, en
Coventry. Negocio de bicicletas, posiblemente. ¿Y qué fue de Harry? Es evidente que no hubo
boda. O murió o fue infiel. Un marco de calidad y en el sitio más destacado, un ramo de narcisos de
invernadero en un florero... Supongo que Harry ha pasado a mejor vida. ¿Y esto? ¿Fotografía
familiar? Sí, con los nombres debajo, como debe ser. La queridísima Lucy con orla, papá y mamá,
Tom y Gertrude. Tom y Gertrude son mayores, pero aún podrían estar vivos. El padre es párroco.
Una casa más bien grande... posiblemente en el campo. El fotógrafo es de Maidstone. Un momento.
El padre con otro grupo, con doce chiquillos. Es maestro o da clases particulares. Dos chicos con
sombrero de paja y cinta zigzagueante... o sea, probablemente maestro de escuela. ¿Y esa copa de
plata? Los Booth y otros tres nombres... Regatas de Pembroke College, 1883. Un centro no
demasiado caro. ¿Y si el padre no aceptaba a Harry por su relación con la industria de la bicicleta?
Ese libro parece un premio del colegio. Pues sí. Maidstone College, para señoritas... mención
especial en literatura inglesa. Claro. ¿Viene...? Ah, no, falsa alarma. Un joven con ropa de soldado.
“De tu sobrino, con cariño, G. Booth...” Ya. El hijo de Tom, supongo. ¿Sobrevivió o no? Sí, esta
vez sí que viene.»
Cuando se abrió la puerta, la señorita Climpson estaba sentada ante la chimenea, enfrascada en la
lectura de Raymond.
–Siento mucho haberle hecho esperar tanto –dijo la señorita Booth–, pero es que la pobrecita está
muy intranquila esta noche. Se quedará en paz un par de horas, pero después tendré que volver a
subir. ¿Empezamos ahora mismo? Estoy impaciente.
La señorita Climpson accedió sin dudar un momento.
–Normalmente usamos esta mesa –dijo la señorita Booth, acercando una mesita redonda de
bambú con apoyadero entre las patas.
La señorita Climpson pensó que jamás había visto un mueble mejor adaptado para amañar
fenómenos extraños y se felicitó por la elección de la señora Craig.
–¿Nos sentamos a la luz? –preguntó.
–No a plena luz –respondió la señorita Booth–. La señora Craig me explicó que los rayos azules
de la luz solar o la electricidad son demasiado fuertes para los espíritus. Es que destruyen las
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Veneno mortal: 17 Dorothy L. Sayers
vibraciones, ¿comprende? Así que normalmente apagamos la luz y nos sentamos a la luz del fuego,
que es suficiente para tomar notas. ¿Escribo yo, o se encarga usted?
–Pues pienso que sería mejor que lo hiciera usted, que está más acostumbrada a estas cosas –
contestó la señorita Climpson.
–De acuerdo. –La señorita Booth cogió un lápiz y un bloc y apagó la luz–. Vamos a sentarnos y a
apoyar sobre la mesa las yemas de los dedos, sin hacer fuerza, justo en el borde. Lo mejor es formar
un círculo, pero con dos personas no se puede. Y por lo menos al principio, es mejor que no
hablemos, hasta que se establezca la comunicación. ¿A qué lado quiere ponerse?
–Pues aquí mismo.
–¿No le importa estar de espaldas al fuego?
A la señorita Climpson no le importaba en absoluto.
–Así estaremos bien, porque contribuirá a que los rayos no den directamente en la mesa.
–Eso me parecía a mí –replicó la señorita Climpson con toda sinceridad.
Apoyaron las yemas de los dedos sobre la mesa y se quedaron a la espera. Transcurrieron diez
minutos.
–¿Ha notado algún movimiento? –susurró la señorita Booth.
–No.
–A veces tarda un poco.
Silencio.
–¡Ay! Me parece haber notado algo.
–Yo tengo como agujetas en los dedos.
–Y yo. Pronto pasará algo.
Otra pausa.
–¿Quiere descansar un poco?
–Me duelen las muñecas.
–Eso es hasta que se acostumbre. Es la energía que empieza a circular.
La señorita Climpson levantó los dedos y se frotó suavemente las muñecas. Los delgados
ganchos negros se deslizaron hasta el borde la manga de terciopelo negro.
–Estoy segura de que estamos rodeadas de energía. Tengo un escalofrío en la espalda.
–Sigamos –dijo la señorita Climpson–. Ya he descansado.
Silencio.
–Noto como si alguien me agarrase por la nuca –susurró la señorita Climpson.
–No se mueva.
–Y se me han quedado dormidos los brazos desde el codo.
–¡Chist! A mí también.
La señorita Climpson podría haber añadido que le dolían los deltoides si hubiera conocido esa
palabra, consecuencia nada insólita tras llevar sentada tanto tiempo con los pulgares sobre una mesa
sin apoyarse sobre las muñecas.
–Tengo hormigueo de los pies a la cabeza –dijo la señorita Booth.
En ese momento la mesa dio una gran sacudida. La señorita Climpson había sobrevalorado la
potencia necesaria para mover un mueble de bambú.
–¡Ah!
Tras una breve pausa para recuperarse, la mesa empezó a agitarse otra vez, pero más
suavemente, hasta que el movimiento se redujo a un leve balanceo. La señorita Climpson descubrió
que levantando con cuidado un pie, que era bastante grande, libraba prácticamente de todo el peso
los cables de la muñeca. Fue una suerte, porque dudaba mucho de que pudieran soportar la presión.
–¿Le hablamos? –preguntó la señorita Climpson.
–Espere un momento –replicó la señorita Booth–. Quiere moverse hacia un lado.
La señorita Climpson se quedó perpleja, porque aquella petición parecía demostrar una gran
imaginación pero, deferente, impartió a la mesa un ligero movimiento giratorio.
–¿Y si nos levantamos? –sugirió la señorita Booth.
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Veneno mortal: 17 Dorothy L. Sayers
La señorita Climpson se quedó un tanto desconcertada, porque no le iba a resultar fácil manejar
una mesa oscilante encorvada y con una sola pierna. De modo que decidió entrar en trance. Dejó
caer la cabeza sobre el pecho y emitió un leve gemido, al mismo tiempo que retiraba las manos,
dejando libres los cables, y la mesa siguió girando a trompicones, dando vueltas bajo la presión de
sus dedos.
En la chimenea cayó un trozo de carbón con gran estrépito y soltó una llamarada. La señorita
Climpson se sobresaltó, y la mesa dejó de dar vueltas y se paró en seco.
–¡Vaya por Dios! –exclamó la señorita Booth–. La luz ha dispersado las vibraciones. ¿Está bien,
señora?
–Sí, sí –contestó la señorita Climpson, como distraída–. ¿Ha pasado algo?
–La energía era impresionante –dijo la señorita Booth–. Jamás la había sentido con tal potencia.
–Debo de haberme quedado dormida –dijo la señorita Climpson.
–Ha estado en trance –replicó la señorita Booth–. El control estaba tomando posesión. ¿Está muy
cansada, o puede continuar?
–Me siento bien, pero un poco amodorrada –contestó la señorita Climpson.
–Es usted una médium con una fuerza extraordinaria –dijo la señorita Booth.
Flexionando discretamente un tobillo, la señorita Climpson estuvo a punto de darle la razón.
–Esta vez vamos a poner una mampara en la chimenea –dijo la señorita Booth–. ¡Mucho mejor
así!
Las manos volvieron a posarse en la mesa, que empezó a bambolearse casi de inmediato.
–No vamos a perder más tiempo –dijo la señorita Booth. Se aclaró la garganta y preguntó,
dirigiéndose a la mesa–: ¿Hay un espíritu ahí?
¡Crac!
Le mesa dejó de moverse.
–¿Me contestas con un golpe para decir «sí» y con dos para decir «no»?
¡Crac!
La ventaja de este sistema de interrogatorio es que obliga a quien pregunta a tomar la iniciativa.
–¿Eres el espíritu de un difunto?
–Sí.
–¿Eres Fedora?
–No.
–¿Eres uno de los espíritus que han llegado a mí antes?
–No.
–¿Eres un espíritu amigo?
–Sí.
–¿Te alegras de vernos?
–Sí. Sí. Sí.
–¿Estás bien?
–Sí.
–¿Vienes a pedir algo para ti?
–No.
–¿Quieres ayudarnos personalmente?
–No.
–¿Hablas en nombre de otro espíritu?
–Sí.
–¿Quieres hablar con mi amiga?
–No.
–¿Y conmigo?
–Sí. Sí. Sí. (La mesa dio una tremenda sacudida.)
–El espíritu, ¿es una mujer?
–No.
–¿Un hombre?
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Veneno mortal: 17 Dorothy L. Sayers
–Sí.
Un grito ahogado.
–¿Es el espíritu con el que he estado intentando comunicarme?
–Sí.
Pausa y ligera inclinación de la mesa. –¿Vas a hablarnos por mediación del alfabeto? ¿Un golpe
para la A, dos para la B, y así sucesivamente?
«Un poco tarde para el aviso», pensó la señorita Climpson.
¡Crac!
–¿Cómo te llamas?
Ocho golpecitos y un prolongado suspiro.
Un golpecito...
–H-A...
Varios golpecitos seguidos.
–¿Era una R? Vas demasiado deprisa.
¡Crac!
–H-A-R... ¿Es así?
–Sí.
–¿Eres Harry?
–Sí, sí, sí.
–¡Ah, Harry! ¡Por fin! ¿Cómo estás? ¿Eres feliz?
–Sí... no... Me siento muy solo.
–No fue culpa mía, Harry.
–Sí. Débil.
–Pero yo tenía mis obligaciones. Recuerda quién se interpuso entre nosotros.
–Sí. P-A...
–¡No, Harry! Fue ma...
–¡... Z-G-U-A-T-A! –concluyó triunfalmente la mesa.
–¿Cómo puedes ser tan grosero?
–El amor es lo primero.
–Ahora lo comprendo, pero entonces era una niña. ¿No puedes perdonarme?
–Todo perdonado. Madre también perdonada.
–Me alegro. ¿Qué haces ahí donde estás, Harry?
–Esperar. Ayudar. Expiar.
–¿Quieres enviarme un mensaje especial?
–¡Ve a Coventry!
La mesa sufrió varias sacudidas, y el mensaje pareció conmocionar a la señorita Booth.
–¡Eres tú de verdad, Harry! No te has olvidado de esa vieja broma. Dime...
La mesa dio muestras de gran agitación y soltó una sarta de letras ininteligibles.
–¿Qué quieres?
–G-G-G...
–Debe de estar interrumpiendo alguien –dijo la señorita Booth–. ¿Quién es, por favor?
–G-E-O-R-G-E (con mucha rapidez).
–¿George? No conozco a ningún George, salvo el hijo de Tom. ¿Le ha pasado algo?
–¡Ja, ja! No George Booth. George Washington.
–¿George Washington?
–¡Ja, ja!
La mesa se convulsionó, hasta el extremo de que la médium apenas podía dominarla. La señorita
Booth, que estaba apuntando la conversación, volvió a poner las manos en la mesa, que dejó de
brincar y empezó a balancearse.
–¿Quién está ahí?
–Pongo.
–¿Quién es Pongo?
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Veneno mortal: 17 Dorothy L. Sayers
–Tu control.
–¿Quién acaba de hablar?
–Espíritu malo. Se ha ido.
–¿Harry está todavía ahí?
–Se ha ido.
–¿Quiere hablar alguien más?
–Helen.
–¿Helen qué?
–¿No te acuerdas? Maidstone.
–¿Maidstone? Ah, ¿te refieres a Ellen Pate?
–Sí, Pate.
–¡Vaya! Buenas noches, Ellen. Me alegro de oírte.
–Recuerda jaleo.
–¿Te refieres al jaleo en el dormitorio?
–Marta mala.
–No recuerdo a ninguna Marta, salvo Martha Hurley. No te refieres a ella, ¿verdad?
–Martha traviesa. Luces apagadas.
–Ah, ya entiendo lo que quiere decir. La tarta después de que apagaran las luces.
–Eso es.
–Sigues cometiendo faltas de ortografía.
–Miss... Miss...
–¿Mississippi?
–Gracioso.
–¿Hay muchas de nuestra clase donde estás tú?
–Alice y Mabel. Recuerdos.
–Qué amables. Dales también recuerdos de mi parte.
–Sí. Recuerdos. Cariño. Flores. Sol.
–¿Qué quieres...?
–P –dijo la mesa, impaciente.
–¿Eres Pongo?
–Sí. Cansado.
–¿Quieres que lo dejemos?
–Sí. Otra vez.
–De acuerdo. Buenas noches.
La médium se echó hacia atrás en la silla con aspecto de sentirse agotada, algo perfectamente
comprensible. Es muy cansado deletrear a base de golpecitos, y se temía que la jabonera se le estaba
escurriendo.
La señorita Booth encendió la luz.
–¡Ha sido maravilloso! –exclamó.
–¿Ha recibido las respuestas que quería?
–Desde luego que sí. ¿No las ha oído?
–No he seguido toda la conversación –respondió la señorita Climpson.
–Hasta que te acostumbras, es un poco difícil contar. Debe de estar cansadísima. Vamos a
dejarlo y preparo té. La próxima vez podríamos usar la ouija. No se tarda tanto en obtener las
respuestas.
La señorita Climpson se lo planteó. Sin duda sería menos pesado, pero no estaba segura de poder
manipularla.
La señorita Booth puso agua a calentar y miró el reloj.
–¡Dios mío! ¡Si son casi las once! ¡Cómo se me ha pasado el tiempo! Tengo que ir a atender a mi
viejecita. ¿Quiere repasar las preguntas y respuestas? No creo que me quede mucho tiempo arriba.
«Todo bien de momento», pensó la señorita Climpson. Ya había confianza. Al cabo de unos días
podría trazar un plan. Pero había estado a punto de meter la pata con George, y había sido una
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Veneno mortal: 17 Dorothy L. Sayers
tontería decir «Helen». Podría haberlo arreglado con Nellie. Hacía cuarenta y cinco años en todos
los colegios había una Nellie. Pero, en resumidas cuentas, no importaba demasiado lo que dijeras: la
otra persona siempre te echaba una mano. Cómo le dolían los brazos y las piernas. Se preguntó
cansinamente si habría perdido el último autobús.
–Pues me temo que sí –dijo la señorita Booth cuando se lo preguntó al volver–, Pero podemos
pedir un taxi. Y por supuesto lo pago yo, faltaría más. ¿No le han parecido prodigiosas las
comunicaciones? Harry nunca había aparecido... ¡Pobre Harry! Me porté mal con él. Se casó, pero
como ve, no me ha olvidado. Vivía en Coventry, y nos gastábamos una broma con eso... A eso se
refería. Lo que no sé es quiénes son Alice y Mabel. Había dos Alice, Alice Gibbons y Alice Roach,
las dos unas chicas estupendas, y Mabel debe de ser Mabel Herridge. Se casó y se fue a la India
hace un montón de años. No recuerdo su apellido de casada, y no he vuelto a saber nada de ella,
pero debe de haberse ido al otro mundo. Pongo es un control nuevo. Tenemos que preguntarle quién
es. El control de la señora Craig es Fedora, una esclava de la corte de Popea.
–¡No me diga! –exclamó la señorita Climpson.
–Una noche nos contó su vida. Muy romántica. La arrojaron a los leones porque era cristiana y
no quiso saber nada de Nerón.
–Qué interesante.
–¿Verdad que sí? Pero no habla muy bien nuestro idioma, y a veces cuesta mucho entenderla. Y
a veces también deja que se cuelen los controles pesados. Pongo se ha librado enseguida de George
Washington. Vendrá otra vez, ¿verdad? ¿Mañana por la noche?
–Como usted quiera.
–Sí, por favor. Y mañana debe pedir un mensaje para usted.
–Desde luego. Ha sido una auténtica revelación. Ni en sueños se me habría ocurrido que tuviera
ese don.
Y era verdad.
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Veneno mortal: 18 Dorothy L. Sayers
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Naturalmente, era inútil que la señorita Climpson intentara ocultarles a las señoras de la casa de
huéspedes dónde había estado y qué había hecho. Que regresara a medianoche y en taxi ya había
despertado una viva curiosidad, y contó la verdad para evitar que la acusaran de peores desenfrenos.
–Por favor, señorita Climpson, espero que no piense que me estoy metiendo donde no me
llaman, pero es mi deber aconsejarle que no se relacione ni con la señora Craig ni con sus amigos –
dijo la señora Pegler–. No me cabe duda de que la señorita Booth es una bellísima persona, pero no
me gustan las compañías con las que anda. Y tampoco me parece bien el espiritismo. Es husmear en
asuntos que no debemos conocer, y puede tener muy malas consecuencias. Si estuviera usted casada
podría explicarme con más claridad, pero le aseguro que estas extravagancias pueden tener efectos
muy graves para el carácter en más de un sentido.
–Vamos, señora Pegler. Creo que no debería decir eso –intervino la señorita Etheredge–. Es una
de las personas con mejor carácter que conozco, una mujer cuya amistad considero un privilegio, es
espiritista y una verdadera santa, por la vida que lleva y la influencia que ejerce.
–Es posible, señorita Etheredge –replicó la señora Pegler, irguiéndose imponente en toda su
corpulencia–, pero no se trata de eso. Yo no digo que un espiritista no pueda llevar una vida
decente, pero sí que la mayoría son personas que dejan mucho que desear y cualquier cosa menos
honradas.
–Da la casualidad de que he conocido a lo largo de mi vida a varios médiums, como los llaman,
y todos ellos, sin excepción, son personas de las que no me fiaría si no las tuviera delante de mí... y
eso es mucho decir –replicó mordazmente la señorita Tweall.
–Es cierto en muchos casos, y estoy segura de que nadie podría tener más ocasiones que yo para
juzgar –dijo la señorita Climpson–. Pero creo que al menos algunos son sinceros, y también lo
espero, si bien tienen ideas equivocadas. ¿Qué opina usted, señora Liffey? –añadió, volviéndose
hacia la dueña de la casa.
–Pues... por lo que he leído, que no es mucho, porque me queda poco tiempo para la lectura, he
de decir que existen ciertas pruebas que demuestran que, en ciertos casos y en condiciones que
ofrecen absoluta garantía, posiblemente existe un fundamento verdadero para las ideas espiritistas –
dijo la señora Liffey, obligada por su condición pública a dar la razón a todos, dentro de lo posible–.
No es que quiera tener nada que ver con el asunto personalmente; como dice la señora Pegler, como
norma no me interesa demasiado la clase de personas que se dedican a ello, aunque no cabe duda de
que hay muchas excepciones. Creo que lo mejor sería dejar el tema en manos de investigadores
cualificados.
–En eso coincido con usted –dijo la señora Pegler–. No puedo expresar con palabras la
indignación que me causa que mujeres como esa tal señora Craig se entremetan en terrenos que
deberían ser sagrados para todos. Señorita Climpson, figúrese que esa mujer, a la que no conozco ni
tengo intención de conocer, tuvo la impertinencia de escribirme una nota para decirme que había
recibido un mensaje en una de sus séances, como ella las llama, asegurando que era de mi pobre
esposo. No sabe usted cómo me sentí. ¡Que se pronunciara el nombre del general en público, y
encima por semejantes supercherías! Y por supuesto era todo una mentira, porque el general era la
última persona a quien se podía relacionar con esos tejemanejes. «Paparruchas nocivas», así las
llamaba con su franqueza de militar. Y cuando vinieron a decirme, a mí, su viuda, que había ido a
casa de la señora Craig, que había tocado el acordeón y que había pedido oraciones especiales para
que lo libraran de un lugar donde estaba recibiendo castigo, lo consideré un insulto deliberado. El
general asistía con asiduidad a la iglesia, y se oponía frontalmente a las oraciones por los difuntos y
todo lo que fuera papista, y en cuanto a que se encontrara en un lugar ingrato... era el mejor de los
hombres, si bien a veces podía resultar un poco brusco. Y con respecto a los acordeones, espero que
esté donde esté tenga mejores cosas que hacer.
–Es una auténtica vergüenza –dijo la señorita Tweall.
–¿Quién es la señora Craig? –preguntó la señorita Climpson.
–Nadie lo sabe –respondió inquietante la señora Pegler.
–Dicen que es la viuda de un médico –apuntó la señora Liffey.
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En ese momento la señorita Booth se volvió hacia la señorita Climpson y le dijo perpleja:
–Qué raro. Cremorna era el apellido artístico de la señora Wrayburn. Espero que... No puede
haber fallecido de repente. Estaba muy tranquila cuando la dejé. ¿Voy a ver qué pasa?
–¿No será otra Cremorna? –apuntó la señorita Climpson.
–Un apellido tan poco común...
–¿Y si preguntamos quién es?
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En lo alto de la hermosa escalera de amplia curva había un corredor ancho y largo, con las
paredes cubiertas desde el suelo hasta el techo de retratos, dibujos, cartas autógrafas enmarcadas,
programas de teatro y todas las baratijas nostálgicas del camerino.
–Su vida entera está aquí y en estas dos habitaciones –dijo la enfermera–. Si se vendiera esta
colección, sacarían mucho dinero. Y supongo que algún día se venderá.
–¿Y sabe a quién irá a parar el dinero?
–Pues siempre he pensado que al señor Norman Urquhart. Es familiar suyo, el único, que yo
sepa. Pero nunca me ha hablado de ello.
Abrió una puerta alta, con elegantes paneles curvos y arquitrabe clásico, y encendió la luz.
Era una habitación inmensa, señorial, con tres altas ventanas y el techo con delicadas molduras
de guirnaldas de flores y antorchas. Sin embargo, la pureza de las líneas quedaba desfigurada e
incluso mancillada por el espantoso papel pintado con enrejado de rosas y las pesadas cortinas
afelpadas de un carmesí chillón, con gruesos cordones y flecos dorados, como el telón de un teatro
Victoriano. Cada metro cuadrado de espacio estaba abarrotado de muebles: extemporáneas vitrinas
taraceadas, apretujadas contra costureros de caoba; mesas inverosímiles con estanterías atestadas de
adornos que abrazaban las bases de pesados mármoles y bronces alemanes; biombos de laca; burós
de estilo Sheraton, jarrones chinos, lámparas de alabastro, sillas y otomanas de todas clases, colores
y épocas, todo ello apiñado como plantas que luchan por la existencia en una jungla tropical. Era la
habitación de una mujer sin gusto ni mesura, que no rechazaba nada ni entregaba nada, para quien
el hecho de poseer se había convertido en la única realidad firme en un mundo de pérdidas y
cambios.
–Podría estar aquí o en el dormitorio –dijo la señorita Booth–. Voy a por las llaves.
Abrió una puerta que había a la derecha. Infinitamente curiosa, la señorita Climpson fue tras ella,
de puntillas.
El dormitorio era aún más pesadillesco que el salón. Una lamparita alumbraba débilmente junto a
la cama, enorme y dorada, con colgaduras de brocado con rosas que caían en largos pliegues en
cascada desde un dosel apoyado sobre regordetes cupidos dorados. Alrededor del estrecho círculo
de luz se erguían armarios monstruosos, más vitrinas, cómodas gigantescas. Sobre el tocador, con
volantes y frunces, había un ancho espejo de tres lunas, y un gigantesco espejo giratorio en el centro
de la habitación reflejaba los imponentes y sombríos contornos de los muebles.
La señorita Booth abrió la puerta central del armario más grande. Giró sobre los goznes con un
chirrido y salió una tufarada a franchipán. Saltaba a la vista que en la habitación no se había
cambiado nada desde que su dueña quedara postrada por la parálisis y el silencio.
La señorita Climpson se acercó sin hacer ruido a la cama. Instintivamente se movió con cautela,
como un gato, aunque era evidente que nada podría sorprender ni asustar a quien la ocupaba.
Un rostro viejo, muy viejo, tan diminuto entre la enormidad de las sábanas y las almohadas que
podría haber sido el de una muñeca, alzó los ojos sin parpadear, sin ver. Estaba cubierto de finas
arrugas, como una mano empapada de agua y jabón, pero los grandes surcos excavados por la
experiencia se habían alisado con la relajación de los músculos inmovilizados. Estaba hinchado y
chafado al mismo tiempo. A la señorita Climpson le recordó un globo rosa del que se ha escapado
casi todo el aire. La semejanza se acentuaba gracias al aliento que salía entrecortadamente por los
labios laxos, en pequeños resoplidos y silbidos. Del gorro de dormir con volantes sobresalían unos
mechones de cabello lacio y blanco.
–Qué curioso. Pensar que está ahí en la cama y que su espíritu se puede comunicar con nosotros
–dijo la señorita Booth.
A la señorita Climpson le invadió la sensación de estar cometiendo un sacrilegio. Tuvo que
realizar un esfuerzo prodigioso para no confesar la verdad. Se había subido la liga con la jabonera
por encima de la rodilla, por precaución, y la goma se le estaba clavando dolorosamente en los
músculos de la pierna, a modo de recordatorio de sus iniquidades.
Pero la señorita Booth ya se había dado la vuelta y estaba abriendo los cajones de uno de los
burós.
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Al cabo de dos horas seguían buscando. La letra «b» ofrecía un campo de investigación
especialmente extenso. La señorita Climpson la había elegido por ese motivo, y esa previsión
recibió su recompensa. Con un poco de ingenio, esa letra tan provechosa podía aplicarse casi a
cualquier escondrijo de la casa. Si no se trataba de burós, butacas, bolsas o baúles, podría
adjetivarse como blancos, beis, bajos, bonitos o brillantes, como objetos de dormitorio o de tocador,
y como todo cajón, estantería o casillero de cada uno de los objetos estaba lleno de recortes de
prensa, cartas y recuerdos diversos, de tanto esfuerzo a las investigadoras empezaron a dolerles la
cabeza, las piernas y la espalda sin mucho tardar.
–No tenía ni idea de que pudiera haber tantos sitios –dijo la señorita Booth.
Sentada en el suelo, con la cabellera negra despeinada y las decorosas enaguas negras
remangadas casi hasta la jabonera, la señorita Climpson le dio la razón con aire cansino.
–Es agotador, ¿verdad? –añadió la señorita Booth–, ¿Quiere que lo dejemos? Puedo seguir
buscando yo sola mañana. No tiene por qué cansarse tanto.
La señorita Climpson se puso a reflexionar. Si se encontraba el testamento mientras ella no
estaba allí y se enviaba a Norman Urquhart, ¿podría verlo la señorita Murchison antes de que
volvieran a esconderlo o a destruirlo? Eso se planteó.
No lo destruirían; lo esconderían. Por el mero hecho de que se lo hubiera enviado la señorita
Booth, el abogado no podría deshacerse de él, puesto que ya habría un testigo de su existencia; pero
sí podía ocultarlo durante cierto tiempo, y el tiempo era precisamente lo esencial en aquella
empresa.
–No, si no estoy nada cansada –replicó muy resuelta, apoyándose sobre los talones y retocándose
el peinado para recuperar algo de su pulcritud habitual. Tenía entre las manos un bloc de tapas
blancas, que había encontrado en un cajón de una de las cómodas de estilo japonés, y estaba
hojeándolo mecánicamente. Se fijó por casualidad en una serie de números, 12, 18, 4, 0, 9, 3, 15, y
se preguntó sin mucho interés qué representarían.
–Aquí ya hemos buscado por todos lados –dijo la señorita Booth–. Creo que no nos hemos
dejado nada... a no ser, claro, que haya un cajón secreto o algo.
–¿Y si estuviera en la biblioteca?
–¡En un libro! Pues claro que sí. ¡Si seremos tontas, no haberlo pensado antes! En las novelas
policíacas los testamentos siempre están escondidos en libros.
«En más casos que en la vida real», pensó la señorita Climpson, pero se levantó, se sacudió la
ropa y dijo animadamente:
–Así es. ¿Hay muchos libros en la casa?
–Miles –contestó la señorita Booth–. Abajo, en la biblioteca.
–No sé por qué, pero tenía la impresión de que la señora Wrayburn no lee mucho.
–No, no gran cosa. Según me dijo el señor Urquhart, los libros fueron adquiridos con la casa,
como un lote. La mayoría son antiguos... libracos encuadernados en cuero, ya sabe. Una pesadez
tremenda. Yo aquí nunca encuentro nada que leer, pero es esa clase de libros donde se puede
esconder un testamento.
Salieron al corredor.
–Por cierto, ¿a los criados no les parecerá un poco raro que andemos dando vueltas por la casa
tan tarde?
–Duermen en la otra ala del edificio. Además, saben que a veces tengo visita. La señora Craig se
ha quedado muchas veces hasta estas horas, cuando las sesiones se ponían interesantes. Hay una
habitación libre donde pueden quedarse las personas que vienen a verme.
La señorita Climpson no se opuso y bajaron la escalera, pasaron por el vestíbulo y entraron en la
biblioteca. Era grande, y los libros ocupaban las paredes en apretadas hileras: para que se te cayera
el alma a los pies.
–Claro, si la comunicación no hubiera insistido en algo que empezaba por «b»...
–¿Qué?
–Pues que yo habría supuesto que cualquier documento estaría en la caja fuerte.
107
Veneno mortal: 18 Dorothy L. Sayers
La señorita Climpson gruñó mentalmente. ¡Pues claro! ¿Dónde si no iba a estar? Si no se hubiera
despistado con aquella ocurrencia suya... ¡En fin! Tenía que hacer de tripas corazón.
–¿Por qué no miramos ahí? –propuso–. La letra «b» puede referirse a algo distinto, o haber sido
una interrupción de George Washington. Le pegaría mucho decir palabras que empiecen por be, ¿no
le parece?
–Pero si estuviera en la caja fuerte, el señor Urquhart lo sabría.
La señorita Climpson empezó a pensar que había dado demasiadas alas a su imaginación.
–No pasaría nada por comprobarlo –insistió.
–Pero no conozco la combinación –dijo la señorita Booth–. El señor Urquhart sí, claro.
Podríamos escribirle para preguntársela.
La señorita Climpson tuvo una inspiración.
–¡Creo que sé cuál es! –exclamó–. Hay una serie de siete cifras en ese bloc blanco que estaba
mirando hace un momento, y se me pasó por la cabeza que debían de ser para recordar algo.
–¡Bloc blanco! –exclamó la señorita Booth–. ¡Eso es! ¡Cómo hemos podido ser tan tontas! ¡Pues
claro! ¡La señora Wrayburn estaba intentando decirnos dónde encontrar la combinación!
La señorita Climpson volvió a bendecir la utilidad de la letra «b».
–Subiré a buscarlo –dijo.
Cuando bajó, la señorita Booth estaba ante unas estanterías que se habían separado de la pared,
dejando al descubierto la puerta verde de una caja fuerte empotrada. Con manos temblorosas, la
señorita Climpson tocó el botón acordonado y lo giró.
La primera tentativa fracasó, debido a que en la nota no se especificaba hacia qué lado debía
girarse el botón, pero a la segunda tentativa se detuvo en la séptima cifra con un convincente
chasquido.
La señorita Climpson cogió el tirador, y la pesada puerta se movió y se abrió.
Había un montón de papeles dentro. Encima de todos, delante de sus narices, había un sobre
alargado, cerrado. La señorita Climpson se abalanzó sobre él.
108
Veneno mortal: 19 Dorothy L. Sayers
19
La señorita Climpson se quedó aquella noche en la habitación libre.
–Lo mejor será que escriba una cartita al señor Urquhart explicándole lo de la séance y que le ha
parecido lo mejor y lo más fiable enviarle el testamento a él –dijo la señorita Climpson.
–Le va a sorprender muchísimo –dijo la señorita Booth–. No sé qué dirá. Los abogados no suelen
creer en la comunicación con los espíritus, y le parecerá muy raro que hayamos conseguido abrir la
caja fuerte.
–Sí, pero el espíritu nos llevó directamente a la combinación, ¿no? El señor Urquhart no puede
pensar que no vaya a hacer caso a un mensaje así, ¿verdad? Y la prueba de su buena fe es que va a
enviarle el testamento directamente a él. Y no estaría de más que le pidiera que viniese aquí a
revisar los demás documentos de la caja fuerte y a cambiar la combinación, ¿no cree?
–¿No sería mejor que me quedara yo con el testamento y le pidiera que viniera a buscarlo?
–Pero a lo mejor le hace falta urgentemente.
–Entonces, ¿por qué no ha venido?
La señorita Climpson observó, un poco molesta, que cuando no se trataba de mensajes
espiritistas, la señorita Booth daba indicios de tener un criterio independiente.
–Quizá aún no sepa que lo necesita. Tal vez los espíritus han previsto una necesidad urgente que
no surgirá hasta mañana.
–Ah, sí, es muy probable. ¡Si la gente aprovechara mejor la prodigiosa orientación que se les
ofrece, cuántas cosas se podrían prever y prevenir! En fin, creo que tiene razón. Vamos a buscar un
sobre grande donde quepa, le escribo la carta y mañana lo enviamos en el primer correo.
–Será mejor que vaya certificado –dijo la señorita Climpson–. Si me lo confía, lo llevaré a
correos a primera hora de la mañana.
–¿Sí? Me quitaría un gran cargo de conciencia. Bueno, seguro que está tan cansada como yo.
Voy a poner agua a hervir para las bolsas y nos acostamos. ¿Quiere quedarse un ratito
cómodamente en mi salón? Solo tengo que poner las sábanas de su cama. ¿Qué? No, no, si lo hago
en un momento. No se moleste, por favor. Estoy tan acostumbrada a hacer camas...
–Entonces yo me ocupo del agua –replicó la señorita Climpson–. Necesito sentirme útil.
–De acuerdo. No tardará mucho. El agua está bastante caliente en la caldera de la cocina.
Una vez a solas en la cocina, con el recipiente del agua agitándose y silbando antes de alcanzar el
punto de ebullición, la señorita Climpson no perdió tiempo. Salió rápidamente de puntillas y se
quedó al pie de la escalera aguzando el oído, pendiente de las pisadas de la enfermera mientras se
alejaba. Después entró en el saloncito, cogió el sobre cerrado que contenía el testamento y un
abrecartas largo y fino al que ya había echado el ojo como herramienta útil y regresó corriendo a la
cocina.
Es increíble lo que puede tardar un recipiente con agua que parece a punto de hervir hasta que
empieza a salir incesante el ansiado chorro de vapor. El observador se siente irremisiblemente
atraído por las vaharadas engañosas y las tramposas pausas del silbido. A la señorita Climpson le
dio la impresión aquella noche de que habría habido tiempo para hacer veinte camas hasta que el
agua empezó a hervir, pero ni siquiera un cacharro sometido a estrecha vigilancia puede absorber
calor eternamente. Tras lo que se le antojó una hora, aunque en realidad solo habían sido siete
minutos, la señorita Climpson puso la solapa del sobre al vapor, furtivamente, con sentimiento de
culpa.
«No debo precipitarme –pensó–. Por todos los santos, no te precipites o se romperá.»
Introdujo con suavidad el abrecartas bajo la solapa, que se levantó y se abrió limpiamente justo
cuando empezaron a resonar los pasos de la señorita Booth por el corredor.
La señorita Climpson escondió hábilmente el abrecartas detrás de la cocina y metió el sobre, con
la solapa doblada para evitar que volviera a pegarse, detrás de una tapadera colgada de la pared.
–¡Ya está el agua! –anunció risueña–. ¿Dónde están las bolsas?
Hay que reconocer su sangre fría al poder llenar las bolsas con pulso firme. La señorita Booth le
dio las gracias y empezó a subir las escaleras, con una bolsa de agua caliente en cada mano.
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Veneno mortal: 19 Dorothy L. Sayers
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Veneno mortal: 19 Dorothy L. Sayers
señora Wrayburn, el cual no tuve suficiente destreza para quitar y volver a poner,
aunque según tengo entendido se puede hacer con un cuchillo bien caliente.
Comprenderá que no puedo marcharme de Windle inmediatamente, ya que resultaría
muy raro justo después de este percance. Confío en que en varias «sesiones» más con la
señorita Booth podré aconsejarle que tenga cuidado con la señora Craig y su «control»,
Fedora, ¡porque estoy convencida de que es una embaucadora, como yo, pero sin mis
motivaciones altruistas! ¡De modo que no le sorprenderá que no vuelva por ahí al
menos durante una semana más! Estoy un poco preocupada por el dinero extra que va a
suponer esto, pero si considera que las razones de seguridad no lo justifican,
comuníquemelo, y tomaré medidas.
Le deseo toda la suerte del mundo, estimado lord Peter.
Suya afectísima,
KATHERINE A. CLIMPSON
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Veneno mortal: 20 Dorothy L. Sayers
20
El señor Pond chasqueó la lengua contra la dentadura postiza.
La señorita Murchison levantó la vista de la máquina de escribir.
–¿Pasa algo, señor Pond?
–No, nada –respondió el jefe del despacho con irritación–. Una carta absurda de un absurdo
miembro de su sexo, señorita Murchison.
–Eso no es ninguna novedad.
El señor Pond arrugó el entrecejo, considerando que el tono de voz de su subordinada era
impertinente. Cogió la carta y el documento anexo y los llevó al despacho de dentro.
La señorita Murchison se acercó rápidamente a su mesa y echó un vistazo al sobre certificado,
que estaba abierto. El matasellos era de Windle.
«Qué suerte –dijo para sus adentros–. El señor Pond es mejor testigo que yo. Me alegro de que lo
haya abierto él.»
Volvió a su asiento. Al cabo de unos minutos salió el señor Pond, con una leve sonrisa. Cinco
minutos más tarde, la señorita Murchison, que estaba mirando su cuaderno de taquigrafía con el
entrecejo fruncido, se levantó y se dirigió hacia él.
–¿Sabe taquigrafía, señor Pond?
–No. En mis tiempos no lo considerábamos necesario.
–No acabo de entender estos signos –dijo la señorita Murchison–. Parece «consentimiento», pero
podría ser «consideración»... y es muy diferente, ¿no?
–Desde luego que sí –replicó el señor Pond secamente.
–Pues no me voy a arriesgar –dijo la señorita Murchison–. Tiene que salir esta mañana. Será
mejor que se lo pregunte.
El señor Pond soltó un gruñido (no era la primera vez) por la negligencia de la mecanógrafa.
La señorita Murchison atravesó rápidamente la habitación y abrió la puerta del despacho sin
llamar, una falta de respeto que hizo gruñir otra vez al señor Pond.
El señor Urquhart estaba de pie, de espaldas a la puerta, haciendo algo en la repisa de la
chimenea. Se dio la vuelta con brusquedad, con una expresión de irritación.
–Señorita Murchison, ya le he dicho que quiero que llame antes de entrar.
–Lo siento mucho. Se me había olvidado.
–Que no vuelva a ocurrir. ¿Qué pasa?
No volvió a su mesa; se quedó de pie, apoyado contra la chimenea. Tenía la pulcra cabeza,
recortada contra la pintura apagada de los paneles de la pared, un poco echada hacia atrás, como si
estuviera protegiendo o desafiando a alguien, pensó la señorita Murchison.
–No acabo de descifrar la taquigrafía de la carta a Tweke & Peabody, y he pensado que sería
mejor preguntarle –dijo la señorita Murchison.
–Preferiría que tomara notas con claridad en su momento –replicó el señor Urquhart, clavándole
una severa mirada–. Si voy demasiado deprisa, dígamelo. Al final evitaría problemas, ¿no le
parece?
La señorita Murchison recordó la serie de normas que, medio en broma medio en serio, había
preparado lord Peter Wimsey para que sirvieran de orientación a la «residencia felina», en concreto
la séptima, que rezaba: «Desconfíen siempre del hombre que las mira directamente a los ojos.
Quiere evitar que vean algo. Búsquenlo».
Apartó los ojos del rostro de su jefe.
–Lo siento mucho, señor Urquhart. No volverá a ocurrir –murmuró.
Había una extraña línea oscura en el borde del panel justo encima de la cabeza del abogado,
como si no ajustara bien en el marco. Nunca se había fijado.
–A ver, ¿cuál es el problema?
La señorita Murchison preguntó, recibió respuesta y se retiró. Antes de salir lanzó una ojeada a
la mesa. El testamento no estaba allí.
Terminó las cartas, y cuando las llevó para que las firmara el señor Urquhart, aprovechó la
ocasión para mirar el panel otra vez. No vio ninguna línea oscura.
112
Veneno mortal: 20 Dorothy L. Sayers
Salió del despacho puntualmente, a las cuatro y media. Tenía el presentimiento de que sería una
imprudencia quedarse más tiempo allí. Fue a buen paso por Hand Court, giró a la derecha por
Holborn, volvió a tirar a la derecha por Featherstone Buildings, dio un rodeo por Red Lion Street y
desembocó en Red Lion Square. De pronto, y desde una distancia prudencial, vio salir al señor
Pond, delgado, acartonado y encorvado, que a continuación bajó por Bedford Row hacia la estación
de Chancery Lane. El señor Urquhart apareció poco después. Se quedó un momento en el umbral,
mirando a derecha e izquierda, y cruzó la calle, hacia donde estaba ella. Por un momento creyó que
la había visto, y se escabulló precipitadamente tras una furgoneta estacionada junto al bordillo. Así
oculta, retrocedió hasta la esquina de la calle, donde había una carnicería, y recorrió con la mirada
un escaparate lleno de cordero de Nueva Zelanda y carne de vaca refrigerada. El señor Urquhart se
aproximaba. Sus pisadas sonaban más fuertes; de repente se detuvo. La señorita Murchison clavó
los ojos en un redondo de ternera con el precio de cuatro libras, tres chelines y cuatro peniques. Oyó
una voz:
–Buenas tardes, señorita Murchison. ¿Qué, eligiendo la chuleta para la cena?
–Ah, buenas tardes, señor Urquhart. Sí... Estaba pensando que ojalá la providencia considerase la
posibilidad de proporcionar carne para asar a las personas solteras.
–Sí... Se cansa uno de tanta carne de vaca.
–Y el cerdo puede resultar indigesto.
–Pues sí. En fin, debería usted dejar de ser soltera, señorita Murchison.
La señorita Murchison emitió una risita boba.
–Pero señor Urquhart, así, tan de repente...
La extraña piel pecosa del señor Urquhart se sonrojó.
–Buenas tardes –replicó bruscamente y con extraordinaria frialdad.
La señorita Murchison se rió para sus adentros mientras el señor Urquhart se alejaba a grandes
zancadas.
«Creo que le he dado una lección. Es un grave error tomarse libertades con los subordinados.
Luego se aprovechan de ti.»
Lo observó hasta que se perdió de vista al otro extremo de la plaza, volvió por Princeton Street,
cruzó Bedford Row y entró de nuevo en el edificio de oficinas. La asistenta bajaba en ese momento.
–¡Ya ve, señora Hodges! ¡Otra vez aquí! ¿Le importaría abrirme? Se me ha perdido una muestra
de seda. Debo de habérmela dejado en mi escritorio, o se me habrá caído al suelo. ¿No la habrá
visto, por casualidad?
–No, señorita. Todavía no he hecho su oficina.
–Entonces daré una batida por aquí a ver si la encuentro. Quiero llegar a Bourne antes de las seis
y media. Qué lata.
–Sí, señorita, y con el gentío que hay con los autobuses y esas cosas. Vamos, señorita.
Abrió la puerta, y la señorita Murchison entró como una flecha.
–¿La ayudo a buscarlo, señorita?
–No, gracias, señora Hodges. No se moleste, por favor. No creo que ande muy lejos.
La señora Hodges cogió un cubo y fue a llenarlo al grifo que había en el patio trasero. En cuanto
sus pesados pasos ascendieron al primer piso, la señorita Murchison se dirigió al despacho de
dentro.
«Tengo que ver como sea lo que hay detrás de los paneles», pensó.
Las casas de Bedford Row son hogarthianas:1 altas, simétricas, y conservan el esplendor de
tiempos pasados. Los paneles de las paredes del despacho del señor Urquhart, si bien afeados por
múltiples capas de pintura, tenían una factura magnífica, y por encima de la repisa de la chimenea
discurría un festón de flores y frutas, bastante recargado para la época, con una cesta y una cinta en
el centro. Si el panel se movía con un resorte oculto, probablemente la clave se encontraría entre
aquellos adornos. La señorita Murchison arrimó una silla a la chimenea, pasó los dedos con rapidez
por el festón, apretando con ambas manos, pendiente de si irrumpía alguien.
1
Referencia al pintor y grabador británico Hogarth, cuyas obras reflejan una actitud crítica y satírica ante la sociedad de
su tiempo, el siglo XVIII. (N. de la T.)
113
Veneno mortal: 20 Dorothy L. Sayers
Esta clase de investigación es fácil para los expertos, pero lo único que sabía la señorita
Murchison de escondrijos secretos se lo debía a la literatura sensacionalista, y no era capaz de
encontrar el truco. Tras casi un cuarto de hora, empezó a desesperar.
Paf, paf, paf... La señora Hodges bajaba.
La señorita Murchison se apartó con tal precipitación de los paneles que la silla se escurrió y
tuvo que apoyarse con fuerza en la pared para no caerse. Bajó de un salto, devolvió la silla a su
sitio, alzó la mirada... y vio el panel abierto de par en par.
Al principio pensó que se trataba de un milagro, pero enseguida comprendió que al escurrirse
había dado un golpe de lado al marco del panel. Se había deslizado un trocito cuadrado de la
carpintería y había dejado al descubierto un panel interior con una cerradura en el medio.
Oyó a la señora Hodges en la otra habitación, pero estaba tan entusiasmada que no se preocupó
por lo que pudiera pensar la asistenta. Apoyó una pesada silla contra la puerta, para que nadie
pudiera entrar sin dificultad y sin que lo oyera. Al momento siguiente tenía las ganzúas de Bill el
Aciegas en la mano... ¡Qué suerte no haberlas devuelto! Y también era una suerte que el señor
Urquhart hubiera confiado en que su botín estaba a salvo tras el panel y no le hubiera merecido la
pena ponerle una cerradura de seguridad.
Tras unos momentos de rápida manipulación con las ganzúas, la cerradura cedió. Abrió la
puertecita.
Dentro había un montón de papeles. La señorita Murchison los hojeó, rápidamente al principio, y
después los revisó con expresión de perplejidad. Recibos de valores... acciones... Megatherium
Trust... Esas inversiones le sonaban... ¿Dónde lo había...?
La señorita Murchison se sentó, mareada, con el montón de papeles en las manos. De repente
comprendió lo que había pasado con el dinero de la señora Wrayburn, que había estado
administrando el señor Urquhart gracias al fideicomiso, y por qué era tan importante el asunto del
testamento. La cabeza le daba vueltas. Cogió una hoja de papel de la mesa y se puso a anotar
apresuradamente en taquigrafía los detalles de las diversas transacciones de las que eran prueba
aquellos documentos.
Alguien dio un golpe en la puerta.
–¿Está ahí, señorita?
–Un momentito, señora Hodges. Creo que se me ha caído aquí, en el suelo.
Pegó un fuerte empujón a la silla, cerrando bien la puerta. Tenía que darse prisa. De todos
modos, había reunido lo suficiente para convencer a lord Peter de que había que husmear en los
negocios del señor Urquhart. Volvió a meter los papeles en el armario, exactamente en el mismo
orden en el que los había encontrado. Se dio cuenta de que también estaba allí el testamento, de
canto. Se asomó. Había algo más, escondido al fondo. Metió una mano y sacó el misterioso objeto.
Era un sobre blanco, con la etiqueta de una farmacia extranjera. Habían abierto la solapa y la habían
vuelto a pegar. Lo rompió y vio que contenía unos cincuenta gramos de un polvo blanco muy fino.
Aparte de un tesoro escondido y unos documentos misteriosos, nada puede fascinar tanto como
un sobre lleno de un enigmático polvo blanco. La señorita Murchison cogió otra hoja de papel, echó
un poquito de polvo, volvió a colocarlo al fondo de la caja y cerró la puerta con la ganzúa. Puso en
su sitio el panel, con manos temblorosas, con cuidado de cerrarlo perfectamente para que no
apareciera la traicionera línea oscura.
Apartó la silla de la puerta y exclamó alegremente:
–¡Ya lo tengo, señora Hodges!
–Qué bien –dijo la señora Hodges en la puerta.
–¡Figúrese! –añadió la señorita Murchison–. Estaba mirando las muestras cuando llamó el señor
Urquhart, y esta debió de pegárseme al vestido y caérseme al suelo aquí dentro.
Levantó triunfalmente un retazo de seda. Lo había arrancado del forro de su bolso aquella tarde,
como prueba, si acaso era necesaria, de su dedicación al trabajo, ya que el bolso era de buena
calidad.
–Cuánto me alegro de que lo haya encontrado, señorita –dijo la señora Hodges.
114
Veneno mortal: 20 Dorothy L. Sayers
–Pues por poco no lo encuentro –dijo la señorita Murchison–. Estaba aquí, medio escondido.
Bueno, me voy corriendo, antes de que me cierren la tienda. Buenas noches, señora Hodges.
Pero mucho antes de que los complacientes señores Bourne y Hollingsworth cerraran sus
puertas, la señorita Murchison estaba llamando al timbre del segundo de piso del 110A de
Piccadilly.
***
Apareció en plena reunión. Estaban el honorable Freddy Arbuthnot, con expresión afable; el
inspector jefe Parker, con expresión preocupada; lord Peter, con cara somnolienta, y Bunter, que
tras haberla presentado se retiró a un rincón y se quedó observando a los allí reunidos con
discreción.
–¿Nos trae novedades, señorita Murchison? En tal caso, ha llegado en el momento oportuno para
asistir a la asamblea de las águilas. El señor Arbuthnot, el inspector jefe Parker, la señorita
Murchison. Bueno, vamos a sentarnos a pasar un buen rato. ¿Ha tomado té? ¿O preferiría un
poquito de algo?
La señorita Murchison declinó la invitación.
–¡Vaya! –dijo Wimsey–. La paciente rechaza el alimento. Sus ojos lanzan destellos. Tiene
expresión de angustia. Los labios entreabiertos. Los dedos juguetean con el broche del bolso. Todos
los síntomas apuntan a un ataque agudo de comunicatividad. Cuéntenoslo todo, señorita Murchison.
La señorita Murchison no necesitaba que la azuzaran. Contó sus aventuras y tuvo el placer de
mantener a su público embelesado desde la primera hasta la última palabra. Cuando por fin sacó el
trozo de papel con el polvo blanco, los allí presentes expresaron su sentir con un aplauso, al que se
unió Bunter con sobriedad.
–¿Convencido, Charles? –preguntó Wimsey.
–Reconozco que estoy impresionado –contestó Parker–. Por supuesto, hay que analizar ese
polvo...
–Así se hará, ¡oh, personificación de la cautela! –replicó Wimsey–. Bunter, el potro de tortura y
las empulgueras. Bunter ha aprendido a hacer la prueba de Marsh y la realiza admirablemente. Tú
sabes cómo funciona el asunto, ¿verdad, Charles?
–Lo suficiente para una prueba.
–Adelante entonces, hijos míos. Mientras tanto, hagamos un resumen de nuestros hallazgos.
Bunter salió de la habitación, y Parker, que había estado tomando notas en un cuaderno, se aclaró
la garganta.
–Bueno, me parece que el asunto se presenta en los siguientes términos –dijo–. Tú aseguras que
la señorita Vane es inocente, y te comprometes a demostrarlo presentando acusaciones convincentes
contra Norman Urquhart. Hasta el momento, las pruebas que has presentado se limitan
prácticamente al móvil, reforzadas por pruebas de intención de inducir a error en las
investigaciones. Dices que la acusación contra Urquhart ha llegado al punto en el que la policía
puede, y debe, hacerse cargo de ella, y estoy dispuesto a darte la razón. Ahora bien, te advierto que
aún tienes que presentar pruebas en cuanto a los medios y la ocasión.
–Eso ya lo sé. ¿Y qué más?
–Bueno, solo quiero que lo sepas. Bien. Philip Boyes y Norman Urquhart son los únicos
parientes vivos de la señora Wrayburn, o Cremorna Garden, que es rica y tiene mucho dinero que
dejar. Hace ya bastantes años, la señora Wrayburn dejó sus asuntos en manos del padre de
Urquhart, el único miembro de la familia con el que seguía relacionándose. A la muerte de su padre,
Norman Urquhart se hizo cargo de esos asuntos, y en 1920, la señora Wrayburn cumplimentó las
formalidades de una escritura de fideicomiso, por la cual le concedía a él autoridad única para
gestionar sus bienes. También hizo testamento, en el que dividía desigualmente sus bienes entre sus
dos sobrinos nietos. Philip Boyes heredaba todos los inmuebles y cincuenta mil libras, mientras que
Norman Urquhart se llevaba el resto y era el único albacea. Cuando fue interrogado sobre el
testamento en cuestión, respondió con falsedades, asegurando que la mayor parte del dinero la
heredaría él, e incluso llegó al extremo de mostrar un documento afirmando que era un borrador de
dicho testamento. Supuestamente, la fecha del borrador es posterior a la del testamento que ha
115
Veneno mortal: 20 Dorothy L. Sayers
descubierto la señorita Climpson, pero no cabe duda de que Urquhart cambió la fecha, seguro que
en los últimos tres años y probablemente en los últimos días. Además, el hecho de que no
destruyera el verdadero testamento, si bien estaba en un lugar accesible, da a entender que no fue
sustituido por otras disposiciones testamentarias. Por cierto, Wimsey, ¿por qué no destruyó el
testamento? Como único heredero superviviente, se habría quedado con todo.
–A lo mejor no se le ocurrió. O a lo mejor había más parientes. Por ejemplo, ese tío suyo de
Australia.
–Cierto, pero sea como sea, el caso es que no lo destruyó. En 1925 la señora se quedó paralítica
y se puso senil, de modo que no cabe posibilidad alguna de que intentara averiguar nada sobre su
patrimonio ni de que hiciera otro testamento.
»Como sabemos por el señor Arbuthnot, por esa época Urquhart se metió de lleno en el mundo
de la especulación. Cometió errores, perdió dinero, se metió aún más en el asunto para recuperarse
y al final se vio envuelto en la quiebra de Megatherium Trust. Sin duda perdió más de lo que podía
permitirse, y nos encontramos con que, según lo que ha descubierto la señorita Murchison (de lo
que, por cierto, no me gustaría tener que tomar nota de forma oficial), había abusado
sistemáticamente en su condición de fideicomisario y utilizado el dinero de la señora Wrayburn
para sus negocios. Depositó las propiedades de esta señora como garantía para grandes préstamos, e
invirtió el dinero así recaudado en el Megatherium y otros planes asimismo arriesgados.
»Mientras viviera la señora Wrayburn, estaría a salvo, porque solo tenía que pagarle lo necesario
para cubrir sus gastos y los del mantenimiento de su casa. Lo cierto es que todos los gastos de la
casa y demás los solucionaba él en calidad de administrador con poder notarial; él pagaba los
sueldos, y en tanto en cuanto cumplía, nadie tenía por qué preguntarle qué hacía con el capital, pero
en cuanto muriera la señora Wrayburn tendría que rendir cuentas al otro heredero, Philip Boyes, del
capital que había malversado.
»En 1929, justo cuando Philip Boyes se peleó con la señorita Vane, la señora Wrayburn sufrió
un grave ataque y estuvo a punto de morir. Pasó el peligro, pero podía repetirse en cualquier
momento. Casi inmediatamente después vemos que Urquhart empieza a hacerse amigo de Philip
Boyes y a invitarlo a su casa. Mientras vive con Urquhart, Boyes sufre tres indisposiciones, que su
médico atribuye a la gastritis, pero que también pueden ser consecuencia de envenenamiento con
arsénico. En junio de 1929 Philip Boyes se marcha a Gales y su salud mejora.
»Durante su ausencia, la señora Wrayburn sufre otro ataque preocupante, y Urquhart acude
enseguida a Windle, posiblemente con la idea de destruir el testamento por si acaso ocurre lo peor.
No es así, y regresa a Londres, a tiempo de recibir a Boyes a su vuelta de Gales. Esa noche Boyes
cae enfermo, con síntomas semejantes a los de la primavera anterior, pero mucho más fuertes, y
muere al cabo de tres días.
»Urquhart está completamente a salvo. Como legatario del remanente, a la muerte de la señora
Wrayburn recibirá todo el dinero legado a Boyes, mejor dicho, no lo recibirá, porque ya se lo ha
apropiado y lo ha perdido, pero ya no le exigirán que rinda cuentas de él y no se descubrirán sus
transacciones fraudulentas.
»Hasta este punto, las pruebas en cuanto al móvil son extraordinariamente contundentes, y
mucho más convincentes que las de la acusación contra la señorita Vane.
»Pero ahora nos encontramos con una pega, Wimsey. ¿Dónde y cómo fue administrado el
veneno? Sabemos que la señorita Vane tenía arsénico en su poder y que se lo podría haber dado
fácilmente a Boyes sin testigos, pero la única oportunidad de Urquhart fue en la cena que compartió
con Boyes, y si tenemos alguna certeza en este caso es que el veneno no fue administrado durante la
cena. Todo lo que comió y bebió Boyes lo comieron y bebieron también Urquhart y las criadas, con
la única excepción del borgoña, que fue guardado y analizado y resultó inocuo.
–Sí, lo sé, pero precisamente eso es lo sospechoso. ¿Cuándo se ha visto una cena rodeada de
tantas precauciones? No es normal, Charles. Tenemos el jerez, que sirvió la doncella directamente
de la botella; la sopa, el pescado y el pollo guisado: imposible envenenar una parte sin envenenarlo
todo; la tortilla, preparada espectacularmente en la mesa por la víctima con sus propias manos; la
botella de vino, tapada y marcada (el resto se consumió en la cocina)... Cualquiera diría que ese tipo
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Veneno mortal: 20 Dorothy L. Sayers
se había tomado demasiadas molestias para preparar una comida a prueba de toda sospecha. El vino
es el toque final, lo que resta credibilidad al asunto. ¿Vas a decirme que en los primeros momentos,
cuando todo el mundo supone que la enfermedad es natural, y cuando el cariñoso primo debía de
estar preocupado por el enfermo, es normal o creíble que a una persona inocente le dé por pensar en
acusaciones de envenenamiento? Si Urquhart era inocente, entonces es que sospechaba algo. Y si
sospechaba algo, ¿por qué no se lo dijo al médico y se analizaron las secreciones del paciente y
demás? ¿Por qué tuvo que pensar en protegerse de acusaciones cuando nadie lo había acusado de
nada, a menos que supiera que una acusación estaría justificada? Y, además, la historia de la
enfermera.
–Exacto. La enfermera tenía sus sospechas.
–Si Urquhart lo sabía, tendría que haber tomado medidas para refutarlas debidamente, pero no
creo que lo supiera. Me refiero a lo que nos has dicho hoy. La policía se ha vuelto a poner en
contacto con la enfermera, la señorita Williams, y les ha dicho que Norman Urquhart evitó a toda
costa quedarse a solas con el paciente y darle medicinas o comida, ni siquiera cuando ella estaba
presente. ¿No expresa eso mala conciencia?
–Peter, ningún abogado ni ningún jurado se lo va a creer.
–Sí, pero un momento, ¿no te parece raro? Escuche esto, señorita Murchison. Un día la
enfermera estaba haciendo no sé qué en la habitación, y el medicamento estaba en la repisa de la
chimenea. Dijo algo al respecto y Boyes contestó: «No se moleste, enfermera. Norman puede darme
mi droga». ¿Acaso le dice Norman: «¡Claro, muchacho!», como haríamos usted o yo? ¡No! Le dice:
«No, mejor que lo haga la enfermera... Yo igual lo estropeo todo». Poco convincente, ¿no?
–A muchas personas les pone nerviosas cuidar a los enfermos –replicó la señorita Murchison.
–Sí, pero la mayoría de las personas pueden echar en un vaso el contenido de un frasco. Boyes
no estaba in extremis. Hablaba razonando y demás. Yo digo que Urquhart se estaba protegiendo.
–Es posible, muchacho, pero en definitiva, ¿cuándo le administró el veneno? –preguntó Parker.
–Es probable que no durante la cena –contestó la señorita Murchison–. Como usted dice, las
precauciones parecen evidentes. Quizá la intención era que la gente se centrase en la cena y pasara
por alto otras posibilidades. ¿Tomó un whisky o algo cuando llegó o antes de salir?
–Ah, no. Bunter ha estado cultivando la amistad de Hannah Westlock casi hasta el punto de
obligarla a romper su compromiso, y según cuenta la muchacha, fue ella quien le abrió la puerta a
Boyes, que subió directamente a su habitación. Urquhart estaba fuera en ese momento y llegó un
cuarto de hora antes de la cena, y los dos se vieron por primera vez cuando tomaron la dichosa copa
de jerez en la biblioteca. Las puertas correderas entre la biblioteca y el comedor estaban abiertas y
Hannah estuvo trajinando todo el rato por allí, poniendo la mesa, y está segura de que Boyes tomó
una copa de jerez y nada más.
–¿Ni siquiera una pastilla para la digestión?
–Nada.
–¿Y después de la cena?
–Cuando terminaron la tortilla, Urquhart dijo que si tomaban café. Boyes miró su reloj y dijo:
«No tengo tiempo, chico. Tengo que irme a Doughty Street». Urquhart dijo que iba a llamar un taxi
y salió a hacerlo. Boyes dobló su servilleta, se levantó y fue al vestíbulo. Hannah fue tras él y lo
ayudó a ponerse el abrigo. Llegó el taxi. Boyes se subió, se marchó y no volvió a ver a Urquhart.
–A mí me parece que Hannah es una testigo sumamente importante para la defensa del señor
Urquhart –dijo la señorita Murchison–, ¿No piensa... en fin, no me gusta ni siquiera sugerirlo,
pero... no cree que Bunter se está dejando llevar por sus sentimientos?
–Dice que está convencido de que Hannah es una mujer de profundas convicciones religiosas –
contestó lord Peter–. Ha estado con ella en la iglesia, con el mismo himnario.
–¡Pero eso puede ser simple hipocresía! –objetó la señorita Murchison con cierto acaloramiento,
porque era una racionalista convencida–. No me fío de esa gente tan empalagosa.
–No presento esto como prueba de la virtud de Hannah, sino de la invulnerabilidad de Bunter –
replicó Wimsey.
–Pero si él parece un diácono.
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Veneno mortal: 20 Dorothy L. Sayers
–No ha visto a Bunter fuera de servicio –dijo lord Peter enigmáticamente–. Yo sí, y le aseguro
que un himnario le ablandaría tanto el corazón como el whisky puro el hígado de un angloindio. No;
si Bunter dice que Hannah es honrada, es que es honrada.
–Entonces quedan definitivamente eliminadas las bebidas y la cena –dijo la señorita Murchison,
no muy convencida, pero deseosa de mantener una actitud abierta–. ¿Y la botella de agua del
dormitorio?
–¡Maldita sea! –exclamó Wimsey–. Apúntese un tanto, señorita Murchison. No habíamos caído
en eso. La botella del agua... una idea genial. Charles, recordarás que en el caso Bravo se sugirió
que un criado descontento había puesto tártaro emético en la botella del agua. ¡Ah, Bunter, estás
aquí! La próxima vez que tomes de la mano a Hannah, ¿puedes preguntarle si el señor Boyes bebió
agua de la botella de su dormitorio antes de la cena?
–Perdón, milord, pero ya había contado con esa posibilidad.
–¿Ah, sí?
–Sí, milord.
–¿Nunca se te pasa nada?
–Me esfuerzo por complacer, milord.
–Bueno, pero deja de hablar como Jeeves.2 Me molesta. ¿Qué pasa con la botella de agua?
–Cuando llegó la señora, milord, estaba yo a punto de observar que había derivado una
conclusión sobre una circunstancia un tanto curiosa relacionada con la botella de agua.
–Bueno, estamos llegando a algo –dijo Parker, preparando otra hoja de su cuaderno.
–Yo no diría tanto, señor. Hannah me informó de que acompañó al señor Boyes a su habitación
cuando llegó y que a continuación se retiró, como era su deber. No bien había llegado a la escalera
cuando el señor Boyes asomó la cabeza por la puerta y la llamó. Le pidió que llenara la botella de
agua. Se quedó atónita ante semejante petición, puesto que recordaba perfectamente haber llenado
la botella cuando arreglaba la habitación.
–¿No podría ser que la hubiera vaciado él mismo? –preguntó Parker con impaciencia.
–No en su interior, señor... No le habría dado tiempo. Además, el vaso no se había utilizado, y no
es que la botella estuviera vacía, sino que estaba completamente seca. Hannah pidió disculpas por el
descuido e inmediatamente fue a enjuagar la botella y la llenó en el grifo.
–Curioso –dijo Parker–. Pero también podría ser que no la hubiera llenado antes.
–Perdón, señor, pero a Hannah le afectó tanto el incidente que lo comentó con la señora Pettican,
la cocinera, quien dijo que recordaba muy bien haberla visto llenar de agua la botella aquella misma
mañana.
–Pues entonces, o Urquhart u otra persona vació la botella y la secó. Pero ¿por qué? ¿Qué haces
normalmente si te encuentras la botella del agua vacía?
–Tocar el timbre –respondió Wimsey sin dudar.
–O gritar pidiendo ayuda –añadió Parker.
–O, si no estás acostumbrado a que te sirvan, usar el agua de la jarra del lavabo –apuntó la
señorita Murchison.
–Ah, claro... Boyes estaba acostumbrado a una vida bastante bohemia.
–Sí, pero eso son ganas de dar rodeos absurdos –dijo Wimsey–. Habría sido mucho más sencillo
poner el veneno en el agua de la botella. ¿Por qué llamar la atención sobre ese detalle
complicándolo aún más? Y además, no podemos estar seguros de que la víctima bebiera agua de la
jarra... Aún más; no la bebió.
–Y fue envenenado, luego el veneno no estaba ni en la jarra ni en la botella –apuntó la señorita
Murchison.
–Pues no. Me temo que no va a salir nada de la sección de jarras y botellas. Vano, vano, vano
todo placer, Tennyson.
–De todos modos, esa circunstancia me ha convencido –dijo Parker–. No sé, es todo demasiado
perfecto. Wimsey tiene razón; no es normal que una coartada sea tan acabada.
2
Jeeves es el eficiente mayordomo de Bertie Wooster en las novelas de P. G. Wodehouse. (N. de la T.)
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Veneno mortal: 20 Dorothy L. Sayers
–Por Dios, si hemos convencido a Charles Parker, ya no hace falta nada más. Es más implacable
que cualquier jurado.
–Sí –reconoció Parker con modestia–, pero también más lógico, o eso creo. Y, además, a mí no
me tiene aturullado el fiscal general. Preferiría contar con pruebas de carácter más objetivo.
–Las tendrás. Quieres ver arsénico de verdad, ¿no? Y bien, Bunter, ¿qué nos dices al respecto?
–El aparato está preparado, milord.
–Estupendo. Vamos a ver si podemos ofrecerle al señor Parker lo que desea. Ve tú delante,
Bunter.
En una pequeña estancia normalmente dedicada a las fotografías de Bunter y provista de un
fregadero, un banco y un mechero de Bunsen, estaba el aparato para realizar una prueba de Marsh
de arsénico. El agua destilada ya estaba burbujeando en el matraz, y Bunter levantó el tubito de
cristal que estaba sobre la llama del mechero.
–Milord, observarán que el aparato está libre de contaminación –dijo Bunter.
–Yo no veo nada –replicó Freddy.
–Como diría Sherlock Holmes, eso es lo que tienes que ver cuando no tienes nada delante –dijo
Wimsey amablemente–. ¿Aceptas, Charles, que el agua, el matraz y el tubo están libres de arsénico,
etcétera, etcétera? –Sí.
–¿La amarás, cuidarás y mantendrás en la salud y la enfermedad...? Perdón. Me he saltado dos
páginas. ¿Dónde está ese dichoso polvo? Señorita Murchison, ¿coincide este sobre cerrado con el
que trajo usted del bufete, junto con el misterioso polvo del escondrijo del señor Urquhart?
–Sí.
–Puede besar el libro. Gracias. Entonces...
–Un momento –dijo Parker–. No se ha examinado el sobre por separado.
–Tienes razón. Es que siempre hay alguna pega. Señorita Murchison, no tendrá por casualidad
otro sobre del despacho, ¿verdad?
La señorita Murchison se sonrojó y se puso a rebuscar en su bolso.
–Bueno... Esta tarde le había escrito una nota a una amiga y...
–En horas de trabajo y con el papel de su trabajo –dijo Wimsey–. ¡Ah, cuánta razón tenía
Diógenes al buscar con su linterna una taquígrafa honrada! Bueno, es igual. Vamos a verlo. Quien
decide el fin, decide los medios.
La señorita Murchison separó el sobre y se lo entregó a Bunter, quien lo depositó de manera
respetuosa en una bandeja de revelado y lo cortó en trocitos, que metió en el matraz. El agua
burbujeó alegremente, pero el tubito siguió impoluto de un extremo a otro.
–¿Va a pasar algo pronto? –preguntó el señor Arbuthnot–. Porque me parece que el numerito
este no tiene mucha gracia, ¿no?
–O te callas o te echo de aquí –replicó Wimsey–. Adelante, Bunter. Aprobamos el sobre.
Bunter abrió el segundo sobre y dejó caer con delicadeza el polvo blanco en la ancha boca del
matraz. Las cinco cabezas se inclinaron con ansiedad sobre el aparato. E instantáneamente, como
por arte de magia pero sin dejar lugar a dudas, empezó a formarse una fina mancha plateada en el
tubo al contacto con la llama. Fue extendiéndose y oscureciéndose segundo a segundo hasta
convertirse en un anillo negro parduzco con el centro de un metálico brillante.
–Ah, qué bonito –dijo Parker con deleite de profesional.
–La lámpara está humeando o algo –dijo Freddy.
–¿Es arsénico? –musitó la señorita Murchison.
–Eso espero –replicó Wimsey, retirando delicadamente el tubo y poniéndolo a la luz–. O
arsénico o antimonio.
–Si me permite, milord. Añadiendo una pequeña cantidad de soluto de hipoclorito cálcico se
resolverá la cuestión más allá de toda duda.
Realizó la siguiente prueba en medio de un silencio expectante. La mancha se disolvió y
desapareció bajo la solución decolorante.
–Entonces, es arsénico –dijo Parker.
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Veneno mortal: 20 Dorothy L. Sayers
–Por supuesto que es arsénico –dijo Wimsey con cierta indiferencia–. ¿No te lo había dicho? –
añadió con voz temblorosa, intentando contener la alegría de la victoria.
–¿Nada más? –preguntó Freddy, decepcionado.
–¿Le parece poco? –replicó la señorita Murchison.
–No es gran cosa, pero hemos avanzado mucho –intervino Parker–. Demuestra que Urquhart
tenía arsénico en su poder, y con una investigación oficial en Francia, probablemente averigüemos
si ya estaba en su poder este sobre en junio pasado. Por cierto, he observado que es ácido arsenioso
blanco corriente, sin mezcla de carbón ni añil, lo que coincide con lo que se encontró en la autopsia.
Es convincente, pero lo sería aún más si descubriésemos que Urquhart tuvo ocasión de
administrarlo. De momento, lo único que hemos hecho ha sido demostrar claramente que no pudo
habérselo dado a Boyes ni durante la cena, ni antes ni después en el tiempo necesario para que se
manifestaran los síntomas. Reconozco que tantos impedimentos y tan reforzados por los testimonios
de varias personas resultan sospechosos de por sí, pero para convencer a un jurado preferiría algo
mejor que un credo quia impossibile.
–Adivina, adivinanza –replicó Wimsey, imperturbable–. Lo que ocurre es que hemos pasado
algo por alto. Probablemente algo evidente. Con la bata reglamentaria y una onza de tabaco de pipa,
me comprometo a despachar este pequeño problema en un santiamén. Entretanto, tú tomarás
medidas para poner a buen recaudo, de una forma oficial y concienzuda, las pruebas que nuestros
amables amigos tan hábilmente han recogido con métodos tan poco convencionales, y estarás al
tanto para detener al culpable cuando llegue el momento, ¿verdad?
–Y lo haré con mucho gusto –contestó Parker–. Aparte de las razones personales, preferiría ver
en el banquillo a ese tipo engominado que a cualquier mujer, y si el cuerpo ha cometido un error,
cuanto antes se corrija, mejor para todos los interesados.
Wimsey se quedó aquella noche entre el negro y el amarillo pálido de la biblioteca, bajo la
mirada de los grandes infolios. Representaban el tesoro de añeja sabiduría y belleza poética del
mundo entero, por no hablar de miles de libras contantes y sonantes; pero aquellos consejeros
reposaban mudos en sus estanterías. Desparramados por mesas y sillas estaban los tomos de un vivo
escarlata de Los procesos británicos más destacados –Palmer, Pritchard, Maybrick, Seddon,
Armstrong, Madeleine Smith, los grandes profesionales del arsénico–, en compañía de las
principales autoridades en medicina forense y toxicología.
Los espectadores salían de los teatros en tropel para volver a casa en sedanes y taxis, las luces
alumbraban el espacio vacío de Piccadilly, los camiones retumbaban, lentos e infrecuentes, sobre el
negro asfalto, la larga noche declinaba y el reacio amanecer invernal se debatía lánguidamente
sobre los apiñados tejados de Londres. Silencioso y preocupado, Bunter preparaba café en la cocina
mientras leía la misma página del Boletín británico de fotografía una y otra vez.
A las ocho y media sonó el timbre de la biblioteca.
–¿Sí, milord?
–Mi baño, Bunter.
–Como ordene, milord.
–Y café.
–Inmediatamente, milord.
–Y pon todos los libros en su sitio, menos estos.
–Sí, milord.
–Sé cómo ocurrió.
–¿En serio, milord? Con todos mis respetos, permítame que le felicite.
–Todavía tengo que probarlo.
–Eso es una cuestión secundaria, milord.
Wimsey bostezó. Cuando Bunter regresó al cabo de unos minutos con el café, estaba dormido.
Bunter retiró los libros en silencio y miró con cierta curiosidad los que habían quedado abiertos
sobre la mesa. Eran El proceso de Florence Maybrick, Medicina forense y toxicología, de Dixon
Mann, un volumen con título alemán, idioma que Bunter no conocía, y Un muchacho de
Shropshire, de A. E. Housman.
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Veneno mortal: 20 Dorothy L. Sayers
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–Entonces, ¿no va a casarse conmigo? –preguntó lord Peter.
La presa negó con la cabeza.
–No. No sería justo para usted, y además...
–¿Qué?
–Me da miedo. Entonces no hay escapatoria. Si quiere, viviré con usted, pero no pienso casarme.
Tenía un tono de voz tan indescriptiblemente triste que Wimsey no pudo sentir el menor
entusiasmo ante la generosa proposición.
–Pero esas cosas no siempre funcionan –protestó–. Maldita sea, si usted debería saberlo...
Perdone que lo mencione y tal... pero causa muchísimos inconvenientes, y encima tienes las mismas
peleas que si estuvieras casado.
–Sí, lo sé, pero usted podría romper cuando quisiera.
–Pero no querría hacerlo.
–Claro que sí. Tiene familia y unas tradiciones... La mujer del César y esas cosas.
–¡Al diablo la mujer de César! En cuanto a las tradiciones y la familia... están de mi parte, por si
sirve de algo. Cualquier cosa que haga un Wimsey está bien hecho, y que Dios ayude a la persona
que se meta de por medio. El absurdo lema familiar es: «Actúo según mi capricho», y es verdad. No
puedo decir que cuando me miro al espejo reconozca precisamente al primer Gerald de Wimsey,
que resistió a lomos de un caballo de tiro en el sitio de Acre, pero desde luego tengo intención de
hacer lo que me dé la gana con el matrimonio. ¿Quién va impedírmelo? No van a comerme. Ni
siquiera van a rajarme, si a eso vamos. Una bromita, sin querer, para uso de oficiales.
Harriet se echó a reír.
–No, supongo que no van a rajarlo. No tendría que huir al extranjero con su insufrible esposa ni
vivir en recónditos balnearios de Europa como en las novelas victorianas.
–Por supuesto que no.
–¿Y la gente olvidaría que he tenido un amante?
–Pero hija mía, si olvidan esas cosas a diario. Son expertos.
–¿Y que supuestamente lo asesiné?
–Y que fue triunfalmente absuelta de haberlo asesinado, por muchos motivos que tuviera para
hacerlo.
–Pues no voy a casarme con usted. Si pueden olvidar todo eso, serán capaces de olvidar que no
estamos casados.
–Claro que sí. El que no podría olvidarlo sería yo. Me parece que no estamos progresando
mucho con esta conversación. ¿Debo entender que la idea de vivir conmigo no le repugna?
–¡Pero es ridículo! –exclamó la muchacha–. ¿Cómo voy a saber lo que haría o dejaría de hacer si
estuviera libre y tuviera la certeza de... sobrevivir?
–¿Y por qué no? Yo puedo imaginarme lo que haría incluso en las circunstancias más
inverosímiles, y esto está más claro que el agua.
–No puedo –dijo Harriet, empezando a apocarse–. Por favor, deje de hacer preguntas. No lo sé.
No puedo pensar. No soy capaz de ver más allá de... de las próximas semanas. Lo único que quiero
es salir de aquí y que me dejen en paz.
–De acuerdo –dijo Wimsey–. No volveré a molestarla. No es justo. Estoy abusando de mis
privilegios y tal. No puede llamarme cerdo y largarse, dadas las circunstancias, así que no volveré a
acosarla. Es más; soy yo el que se larga, porque tengo una cita... con una manicura. Una chiquita
muy agradable, solo que un poco reprimida con las vocales. ¡Hasta luego!
***
La manicura, descubierta con la ayuda del inspector jefe Parker y sus sabuesos, era una criatura
de carita de gata, actitud incitante y considerable astucia. No se anduvo con rodeos a la hora de
aceptar la invitación a cenar de su cliente, ni mostró la menor sorpresa cuando él murmuró en tono
confidencial que quería hacerle cierta proposición. Apoyó los codos regordetes en la mesa y ladeó
la cabeza coquetamente, dispuesta a vender cara su honra.
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Veneno mortal: 21 Dorothy L. Sayers
A medida que fue desvelándose la proposición, su actitud experimentó un cambio que resultó
casi cómico. Se desvaneció la redonda inocencia de sus ojos, el pelo perdió su sedosidad, o esa
impresión dio, y las cejas se arquearon con un gesto de auténtico asombro.
–Pues claro que podría, pero ¿para qué lo quiere? –dijo al fin–. Me parece muy raro.
–Digamos que es una broma –contestó Wimsey.
–No. –Su boca se endureció–. No me gusta la idea. No tiene sentido, a ver si me entiende. Me
parece una broma muy rara, y de esas cosas con las que una chica se puede meter en líos. Oiga, no
será uno de esos... ¿cómo se dice? Salía algo sobre eso en la columna de la semana pasada de
madame Cristal, en Las cosillas de Susie... Sí, hechizos, brujería, ocultismo y esas cosas. Porque a
mí no me gustaría si fuera para hacerle daño a alguien.
–No voy a hacer un muñeco de cera, si se refiere a eso. Vamos a ver. ¿Es capaz de guardar un
secreto?
–Ah, yo no soy de las que hablan. Yo nunca me voy de la lengua, no como otras.
–No, ya pensaba yo que no. Por eso le he pedido que saliera conmigo. Bueno, pues preste mucha
atención, que se lo voy a contar.
Wimsey se inclinó hacia delante y se puso a hablar. Tan fascinada y absorta estaba aquella carita
maquillada contemplando la suya, que la amiga del alma de la chica, que estaba cenando unas
mesas más allá, se puso verde de envidia, convencida de que a su queridísima Mabel le estaban
ofreciendo un piso en París, un Daimler y un collar de mil libras, y a continuación se peleó a muerte
con su acompañante.
–Así que comprenderá lo mucho que significa para mí –concluyó Wimsey.
La queridísima Mabel soltó un suspiro, maravillada.
–¿Es verdad? ¿No se lo está inventando? Porque es mejor que lo de las películas.
–Sí, pero no debe decir ni media palabra. Usted es la única persona a la que se lo he contado. No
se chivará a él, ¿verdad?
–¿A él? Si es un cerdo roñoso. No me verán a mí dándole nada a ese. Lo haré por usted. Va a ser
un poco difícil, porque tendré que usar las tijeras, que normalmente no las usamos, pero ya me las
apañaré. Confíe en mí. Aunque no van a ser grandes. Viene bastante a menudo, pero le daré todo lo
que saque. Y ya lo arreglaré yo con Fred. Siempre lo atiende Fred, pero él lo hará si yo se lo pido.
¿Y después qué hago?
Wimsey sacó un sobre del bolsillo.
–Aquí dentro hay dos pastilleros precintados –dijo en tono solemne–. No debe sacarlos hasta que
tenga las muestras, porque los han preparado para que estén químicamente limpios, a ver si me
entiende. Cuando lo tenga todo, abra el sobre, saque los pastilleros, meta los trozos de uña en uno y
el pelo en el otro, ciérrelos enseguida, póngalos en un sobre limpio y envíelo a esta dirección.
¿Comprende?
–Sí.
La chica tendió ansiosamente una mano.
–Así me gusta. Y ni una palabra.
–Ni... media... palabra.
Hizo un gesto exagerado de cautela.
–¿Cuándo es su cumpleaños?
–No lo celebro. Yo no me hago mayor.
–Muy bien. Entonces le puedo enviar un regalo de no cumpleaños cualquier día del año. Creo
que le sentará bien el visón. Estará muy mona con una estola.
–Muy mona con una estola –repitió la chica burlonamente–. Todo un poeta, ¿eh?
–Es que usted me inspira –replicó Wimsey cortésmente.
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–He venido a verle en respuesta a su carta –dijo el señor Urquhart–. Me interesan muchísimo los
nuevos datos que tiene sobre la muerte de mi pobre primo. Y naturalmente, le ofrezco con sumo
gusto cuanta ayuda pueda prestarle.
–Gracias –replicó Wimsey–. Siéntese, por favor. Supongo que ya ha cenado, ¿verdad? Pero
tomará café, ¿no? Creo que prefiere la modalidad turca. Mi criado lo prepara muy bien.
El señor Urquhart aceptó la invitación y felicitó a Bunter por su maestría en la elaboración de ese
extraño brebaje almibarado, tan desagradable para el paladar del occidental medio.
Bunter le agradeció circunspecto el halago y le ofreció una caja de esos amasijos igualmente
repugnantes llamados delicias turcas, que no solo saturan el paladar y dejan los dientes pegados,
sino que asfixian a quien los consumen en una nube harinosa de azúcar blanco.
El señor Urquhart se metió un enorme trozo en la boca, mientras murmuraba ininteligiblemente
que era la auténtica variedad oriental. Con severa sonrisa, Wimsey tomó unos sorbos de café, sin
azúcar y sin leche, y se sirvió una copa de coñac añejo. Bunter se retiró, y lord Peter abrió un
cuaderno sobre las rodillas, echó un vistazo al reloj de la pared y empezó a hablar.
Expuso con cierto detalle las circunstancias de la vida y la muerte de Philip Boyes. El señor
Urquhart, bostezando a escondidas, se limitó a comer, beber y escuchar.
Aún pendiente del reloj, Wimsey acometió la historia del testamento de la señora Wrayburn.
Atónito, el señor Urquhart dejó la taza, se limpió los dedos pegajosos con el pañuelo y se lo
quedó mirando fijamente. Al cabo de unos momentos preguntó:
–¿Podría decirme cómo ha obtenido esa extraordinaria información?
Wimsey hizo un gesto con la mano.
–La policía –dijo–. Es increíble, la organización que tiene la policía. Cuando se ponen a ello,
descubren cosas impresionantes. Pero supongo que no lo negará, ¿verdad?
–Estoy escuchándole –replicó el señor Urquhart en tono grave–. Cuando termine con este
asombroso discurso, quizá pueda averiguar qué es exactamente lo que tengo que negar.
–Ah, sí, intentaré dejárselo muy claro –dijo Wimsey–. No soy abogado, desde luego, pero estoy
intentando ser lo más lúcido posible.
Siguió hablando, monótono e implacable, mientras las manecillas del reloj seguían girando.
–Por lo que veo –añadió, tras haber pasado revista al asunto del móvil–, redundaría en su
beneficio que el señor Philip Boyes no estuviera de por medio. Y he de reconocer que, en mi
opinión, ese tipo era un chulo y un indeseable, y que de haber estado en su lugar yo habría pensado
lo mismo.
–¿Y en eso se basa su descabellada acusación? –preguntó el abogado.
–En absoluto. Ahora mismo voy al grano. «Lento pero seguro», ese es el lema de su seguro
servidor. Soy consciente de haberle robado setenta minutos de su valioso tiempo, pero créame si le
digo que no han sido desperdiciados.
–Aun suponiendo que esta ridícula historia fuera cierta, algo que niego categóricamente, tengo
un enorme interés por saber cómo piensa usted que administré el arsénico –dijo el señor Urquhart–.
¿Se ha inventado algo ingenioso para ese detalle? ¿O va a resultar que soborné a mi cocinera y a mi
doncella para que fueran mis cómplices? Un poco atrevido, ¿no le parece?, y, además, habría
ofrecido óptimas oportunidades para el chantaje.
–Tan atrevido que no hay ni que planteárselo con un hombre tan previsor como usted. Que
precintara esa botella de borgoña, por ejemplo, sugiere una cabeza sensible a toda clase de
posibilidades, incluso demasiado, diría yo. Precisamente fue ese detalle lo que me llamó la atención
desde el principio.
–No me diga.
–Me preguntaba cómo y cuándo administró usted el veneno. Creo que no fue antes de la cena.
Tanta solicitud al vaciar la botella de agua del dormitorio... ¡ah, no! Ese punto no se ha pasado por
alto... El cuidado que puso en ver a su primo solo en presencia de testigos y en no quedarse jamás
con él a solas... con eso creo que se puede eliminar el período anterior a la cena.
–Lo mismo pienso yo.
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Veneno mortal: 22 Dorothy L. Sayers
–El jerez –añadió Wimsey, pensativo–. Era una botella sin abrir, y el vino se pasó directamente
al decantador. Después podríamos comentar algo sobre la desaparición del resto, pero creo que
podemos absolver al jerez.
El señor Urquhart asintió irónicamente.
–La sopa. También la tomaron la cocinera y la doncella y sobrevivieron. Me inclino por dar un
aprobado a la sopa, y también al pescado. Habría sido fácil poner veneno en una parte del pescado,
pero habría supuesto la colaboración de Hannah Westlock, y eso está reñido con mi teoría. Una
teoría es algo sagrado para mí, señor Urquhart, casi como un... ¿cómo se llama?... Ah, sí, un dogma.
–Una disposición de ánimo muy peligrosa, pero dadas las circunstancias, no voy a discutirla –
repuso el abogado.
–Además, si el veneno hubiera estado en la sopa o el pescado, podría haber empezado a hacer
efecto antes de que Philip... supongo que puedo llamarlo así, ¿verdad?... antes de que Philip se
marchara de la casa –añadió Wimsey–. Pasemos al pollo. Supongo que la señora Pettican y Hannah
Westlock pueden darle el visto bueno. Y, a propósito, por la descripción, debía de estar exquisito.
Se lo digo como persona con considerable experiencia en asuntos de gastronomía, señor Urquhart.
–Me doy perfecta cuenta –replicó el señor Urquhart cortésmente.
–Y entonces solo nos queda la tortilla, algo realmente soberbio cuando está bien hecha y se come
(eso sí que es importante)... cuando se come enseguida. Una idea estupenda, llevar los huevos y el
azúcar a la mesa y prepararla allí mismo. Por cierto, ¿quedaron restos que fueran a parar a la
cocina? ¡No, no! No dejas algo tan bueno a medio comer. Mejor que la cocinera preparase otra
tortilla para su colega y ella. Me consta que nadie salvo Philip y usted se regaló con esa tortilla.
–Efectivamente, y no tengo por qué negarlo –dijo el señor Urquhart–, Pero ha de tener en cuenta
que yo también participé en el banquete sin consecuencias. Y, además, fue mi primo quien la
preparó.
–Cierto. Cuatro huevos, con azúcar y mermelada, todo ello común y corriente, por así decirlo.
No... no podía haber nada en el azúcar ni en la mermelada. Esto... ¿me equivoco si digo que uno de
los huevos estaba rajado cuando llegó a la mesa?
–Es posible. No lo recuerdo.
–¿No? Bueno, no está bajo juramento, pero Hannah Westlock recuerda que cuando llevó usted
los huevos a casa, porque, como bien sabe, señor Urquhart, usted los compró, dijo que había uno
rajado y que quería utilizarlo para la tortilla. Incluso usted lo puso en el cuenco con tal fin.
–¿Y bien? –preguntó el señor Urquhart, quizá un poco menos tranquilo.
–Que no es muy difícil introducir arsénico en polvo en un huevo rajado –contestó Wimsey–. Yo
he hecho el experimento con un tubito de cristal, y quizá con un embudo pequeño resultaría más
fácil. El arsénico es una sustancia que abulta mucho... con siete u ocho gránulos se puede llenar una
cucharilla. Se acumula en un extremo del huevo, y cualquier rastro que quede en el exterior se
puede limpiar enseguida. El arsénico líquido se puede introducir aún más fácilmente, por supuesto,
pero por una razón especial yo hice el experimento con el polvo blanco normal y corriente. Se
disuelve muy bien.
El señor Urquhart había sacado un cigarro puro de la petaca y empezó a encenderlo con gran
aparatosidad.
–¿Está insinuando que al batir cuatro huevos, uno de ellos, envenenado, se mantuvo
milagrosamente alejado de los demás y quedó depositado con su carga de arsénico en un lado de la
tortilla? ¿O que mi primo se sirvió a propósito la parte envenenada y me dejó a mí el resto?
–Para nada, para nada –replicó Wimsey–. Lo único que insinúo es que el arsénico estaba en la
tortilla y que llegó hasta allí gracias a ese huevo.
El señor Urquhart tiró la cerilla a la chimenea.
–Me parece que su teoría tiene algún defecto que otro, como el huevo.
–Aún no he acabado de exponer la teoría. El siguiente punto se basa en detalles insignificantes.
Permítame que los enumere. El hecho de que no tuviera ganas de beber durante la cena, su piel,
unos recortes de uñas, un mechoncito de su cabello, tan bien cuidado... Junto todo esto, le añado un
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Veneno mortal: 22 Dorothy L. Sayers
sobre de óxido arsenioso de la caja secreta de su despacho, me froto las manos... así, y... ¿qué
aparece? Cáñamo, señor Urquhart.
Trazó una soga el aire.
–No sé qué quiere decir –replicó el abogado con voz quebrada.
–Sí, hombre. Cáñamo. Con lo que se hacen las sogas. Un material estupendo, el cáñamo. Pero en
fin, sigamos con lo del arsénico. Como usted sabe, no suele sentar bien, pero hay gente cargante,
como esos campesinos de Siria de los que tanto hablan, que por lo visto lo toman por pura
diversión. Les da energía, o eso dicen, les aclara el cutis y les alisa el pelo, y se lo dan a los
caballos; bueno, dejemos lo del cutis, porque los caballos no se puede decir que tengan cutis, pero
ya me entiende. Y ese hombre tan espantoso, Maybrick, que según dicen también lo tomaba. En
resumidas cuentas, todo el mundo sabe que algunas personas lo toman y que son capaces de
zamparse grandes dosis con un poquito de práctica, lo suficiente para matar a una persona normal y
corriente. Pero usted ya lo sabe.
–Es la primera noticia que tengo.
–¿Adónde cree que va a ir parar? Es igual. Vamos a suponer que no sabe nada del asunto. El
caso es que un tipo... no recuerdo su nombre, pero está en el libro de Dixon Mann, empezó a
preguntarse cómo demonios funcionaba aquello, de modo que se puso a probarlo con perros y tal,
les dio sus buenas dosis de arsénico, supongo que se cargó a unos cuantos y al final descubrió que,
mientras que del arsénico líquido se encargan los riñones y es especialmente dañino para el
organismo, el arsénico sólido se puede administrar a diario, en una dosis un poco mayor cada vez,
de modo que las actividades corporales, «los tubos», como lo llamaba una viejecita de Norfolk que
conocí, se acostumbran y pueden expulsarlo sin apenas darse cuenta, por así decirlo. He leído no sé
qué libro en el que explican que es obra de los leucocitos, esos corpúsculos blancos tan curiosos, ya
sabe, que rodean la sustancia y la echan para que no perjudique. En fin, el caso es que si tomas
arsénico sólido durante una buena temporada, un año o así, consigues esto... sí, inmunidad, y puedes
tomar seis o siete granos de una vez sin que te dé ni una diarrea.
–Fascinante –dijo el señor Urquhart.
–Al parecer es lo que hacen esos brutos de campesinos sirios, y procuran no beber durante dos
horas o así después de haberlo tomado, por miedo a que se lo traguen los riñones y se convierta en
veneno. No estoy utilizando un lenguaje muy técnico, pero eso es lo esencial. Pues resulta,
muchacho, que he pensado que si a usted se le había ocurrido la brillante idea de inmunizarse
primero, podría haber compartido tan ricamente una tortilla de arsénico con un amigo. A él lo
mataría y a usted no le pasaría nada.
–Ya.
El abogado se humedeció los labios con la lengua.
–Pues, como iba diciendo, usted tiene una piel muy clara... aunque ahora que me fijo el arsénico
le ha dejado alguna que otra mancha (a veces pasa) y un pelo muy liso, y también me fijé en que se
negó en redondo a beber durante la cena, y me dije: «A ver, Peter, tú que eres tan listo: ¿qué te
parece?». Y cuando encontraron el sobre con arsénico en su despacho... De momento no nos vamos
a preocupar de cómo lo hicieron, me dije: «Vaya, vaya. ¿Cuánto tiempo llevará con esto?». Su
habilidoso farmacéutico extranjero le ha dicho a la policía que dos años... ¿Es así? Más o menos
cuando la quiebra del Megatherium, ¿no? Después conseguimos unas pequeñas muestras de sus
uñas y su pelo, y ¿qué nos encontramos? Que están hasta los topes de arsénico. Y entonces dijimos:
«¡Ajajá!». Por eso le pedí que viniera a charlar un ratito conmigo, por si acaso se le ocurría algo,
¿comprende?
–Lo único que se me ocurre –dijo Urquhart, con una expresión espeluznante pero con una actitud
rigurosamente profesional– es que debe tener mucho cuidado antes de exponer esta ridícula teoría
ante nadie. No sé qué habrán colocado usted y la policía en mi despacho (con franqueza, pienso que
son capaces de cualquier cosa), pero divulgar mi presunta adicción a las drogas es una calumnia
vergonzosa. Es cierto que he estado tomando durante una temporada un medicamento que contiene
una ligera cantidad de arsénico (el doctor Grainger puede proporcionarle la receta) y que
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Veneno mortal: 22 Dorothy L. Sayers
probablemente ha dejado restos en mi piel y mi pelo, pero aparte de eso, no existe fundamento
alguno para una acusación tan monstruosa.
–¿Ninguno?
–Ninguno.
–Entonces, ¿cómo es posible? –preguntó Wimsey con tranquilidad, pero con un dejo amenazador
en el tono de voz, rígidamente controlado–, ¿cómo es posible que esta noche haya tomado una dosis
de arsénico suficiente para matar a dos o tres personas normales y corrientes, al parecer sin
consecuencias? Esos repugnantes dulces de los que se ha atiborrado, y permítame que se lo diga, de
una forma por completo impropia de su edad y condición, están literalmente llenos de arsénico. Lo
ha tomado, pobrecillo mío, hace una hora y media. Si el arsénico puede afectarle, tendría que estar
retorciéndose de dolor desde hace una hora.
–¡Maldito sea!
–¿Por qué no intenta fingir algunos síntomas? –preguntó Wimsey con sarcasmo–. ¿Quiere que le
traiga una palangana? ¿O que llame al médico? ¿Le arde la garganta? ¿Siente las tripas a punto de
reventar? Es ya un poco tarde, pero con un poquito de buena voluntad por su parte, seguro que
puede hacer gala de una pizca de sensibilidad, ¿no?
–¡Miente! ¡No se atrevería a hacer semejante cosa! Sería un asesinato.
–En este caso no lo creo, pero estoy dispuesto a esperar, a ver qué pasa.
Urquhart se lo quedó mirando. Wimsey se levantó de la silla con un movimiento rápido y se
plantó ante él.
–Yo que usted no me pondría violento. A cada cual su medicina. Además, tengo un arma.
Disculpe por el melodrama. ¿Va a vomitar o qué?
–Está usted loco.
–No diga esas cosas. Venga hombre, anímese. Inténtelo. ¿Quiere que lo acompañe al cuarto de
baño?
–Me siento enfermo.
–Claro, pero su tono de voz no acaba de convencerme. Salga por la puerta, siga por el pasillo y
es la tercera a la izquierda.
El abogado salió dando traspiés. Wimsey volvió a la biblioteca y tocó el timbre.
–Bunter, creo que el señor Parker va a necesitar ayuda en el cuarto de baño.
–Sí, milord.
Bunter se marchó, y Wimsey se quedó esperando. Al poco se oyó un alboroto a lo lejos. En la
puerta aparecieron varias personas: Urquhart, muy pálido, con la ropa y el pelo revueltos, Parker y
Bunter, que lo llevaban firmemente agarrado por los brazos.
–¿Ha vomitado? –preguntó Wimsey con mucho interés.
–No –contestó Parker con seriedad, poniéndole bruscamente las esposas a su presa–. Ha soltado
una sarta de insultos contra ti durante unos cinco minutos, después ha intentado salir por la ventana,
pero al ver que eran tres pisos ha salido hecho una furia por la puerta del vestidor y se ha dado de
manos a boca conmigo. Venga, muchacho, no te revuelvas, que te vas a hacer daño.
–¿Y todavía no sabe si lo hemos envenenado?
–Me parece que no se lo cree. Por lo menos no ha hecho el menor esfuerzo. La única idea que
tenía en la cabeza era largarse.
–Qué lastima. Si yo quisiera hacer creer que me habían envenenado montaría un numerito un
poco más convincente.
–Ya está bien, por Dios –dijo el prisionero–. Me han pillado con una trampa repugnante,
indignante. ¿No les parece suficiente? Cállense la boca de una vez.
–Ah, vaya, o sea que te hemos pillado –dijo Parker–. Bueno, ya te dije que no hablaras, y si te
empeñas, no es culpa mía. Por cierto, Peter, no lo has envenenado, ¿verdad? No parece haberle
hecho ningún efecto, pero es por el informe del médico.
–No, la verdad es que no –respondió Wimsey–. Solo quería saber cómo reaccionaría ante la idea.
En fin, hasta luego. Ahora es cosa tuya.
–Sí, ya me hago cargo yo, pero podrías pedirle a Bunter que llame un taxi –dijo Parker.
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Veneno mortal: 22 Dorothy L. Sayers
Una vez que se hubieron marchado el prisionero y su acompañante, Wimsey se volvió pensativo
hacia Bunter con una copa en la mano.
–«Mitrídates murió viejo», dice el poeta, pero yo lo pongo en duda, Bunter. En este caso lo
pongo pero que muy en duda.
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Veneno mortal: 23 Dorothy L. Sayers
23
Había crisantemos dorados en la mesa del juez; parecían estandartes flameantes.
También la acusada tenía una mirada desafiante en la sala abarrotada de gente mientras el
actuario leía los cargos. El juez, un hombre mayor y regordete con cara del siglo XVIII, miraba
expectante al fiscal general.
–Señoría, he sido informado de que la corona no presenta prueba alguna contra la acusada.
La exclamación sofocada que resonó en toda la sala fue como el susurro de los árboles cuando
empieza a arreciar el viento.
–¿He de entender que se han retirado los cargos contra la acusada?
–Tales son mis instrucciones, señoría.
–En tal caso –dijo el juez, impasible, dirigiéndose al jurado–, lo único que tienen que hacer es
emitir el veredicto de inocencia. Ujier, haga callar al público.
–Un momento, señoría. –Sir Impey Biggs se puso en pie, enorme y mayestático–. En nombre de
mi cliente, la señorita Vane, pido la venia para pronunciar unas palabras, señoría. Se han presentado
cargos contra ella, señoría, la terrible acusación de asesinato, y me gustaría dejar claro que mi
cliente abandona esta sala libre de toda sospecha sobre su persona. Según he sido informado,
señoría, en este caso no se han retirado los cargos por falta de pruebas. Se ha puesto en mi
conocimiento que la policía tiene en su poder más información que demuestra sin lugar a dudas la
absoluta inocencia de mi cliente. También se ha puesto en mi conocimiento, señoría, que se ha
procedido a otro arresto, al que seguirá la investigación pertinente. Señoría, esta señora debe
regresar al mundo no solo absuelta por este tribunal, sino por el tribunal de la opinión pública. Sería
inadmisible cualquier clase de ambigüedad, y me consta, señoría, que cuento con el apoyo del fiscal
general para lo que digo.
–Por supuesto –dijo el fiscal–. Señoría, he sido instruido para decir que, al retirar los cargos
contra la acusada, la corona procede a partir de la convicción de una absoluta inocencia.
–Me alegro infinito –replicó el juez–. Acusada, la corona, al retirar sin reservas este terrible
cargo contra usted, pone de manifiesto su inocencia sin lugar a dudas. A partir de ahora, nadie podrá
pensar que se le pueda imputar nada, y la felicito de todo corazón por el grato final de su largo
suplicio. Y ahora, por favor... Comprendo a quienes están aplaudiendo, pero no estamos ni en un
teatro ni en un campo de fútbol, y si no se callan habrá que expulsarlos. Señoras y señores del
jurado, ¿cuál es su veredicto? Culpable o inocente.
–Inocente, señoría.
–Muy bien. La acusada queda libre de todo cargo, sin sospecha alguna sobre su persona. La
siguiente causa.
Y así acabó, sensacional hasta el final, uno de los procesos por asesinato más sensacionales del
siglo.
***
Mientras bajaba las escaleras, ya mujer libre, Harriet Vane se encontró con que Eiluned Price y
Sylvia Marriot la estaban esperando.
–¡Hola, cielo! –exclamó Sylvia.
–¡Hip, hip, hurra! –gritó Eiluned.
Harriet las saludó como distraída.
–¿Dónde está lord Peter Wimsey? –preguntó–. Quiero darle las gracias.
–Pues no vas a poder –replicó Eiluned con brusquedad–. Lo vi marcharse en cuanto dictaron
sentencia.
–¡Ah! –dijo la señorita Vane.
–Irá a verte –dijo Sylvia.
–No, seguro que no –replicó Eiluned.
–¿Y por qué no? –preguntó Sylvia.
–Es demasiado honrado –dijo Eiluned.
–Pues creo que tienes razón –dijo Harriet.
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Veneno mortal: 23 Dorothy L. Sayers
–Me gusta ese hombre –añadió Eiluned–. No pongas esa sonrisita. Sí, me cae bien. No hará la
tontería del rey Cofetua1, y me quito el sombrero. Si de verdad quieres verlo, tendrás que ir a por él.
–No pienso –replicó Harriet.
–Claro que sí –dijo Sylvia–. Yo estaba en lo cierto sobre lo del asesino, y no me voy a equivocar
con esto.
***
Lord Peter Wimsey se fue a la mansión del duque en Denver aquella misma tarde. Se encontró
con la familia muy agitada, a todos menos a la duquesa viuda, que estaba tejiendo un tapete
plácidamente en medio de la barahúnda.
–Oye, Peter, tú eres la única persona a la que Mary hace caso –dijo el duque–. Tienes que hacer
algo. Quiere casarse con ese amigo tuyo, el policía.
–Ya lo sé –replicó Wimsey–. ¿Y qué?
–Es absurdo –objetó el duque.
–En absoluto –dijo Wimsey–. Charles es de lo mejorcito que hay.
–No lo niego, pero Mary no puede casarse con un policía –dijo el duque.
–Vamos a ver –dijo Wimsey, colgándose del brazo de su hermana–. Dejadla en paz. Charles
cometió un pequeño error al principio de este juicio por asesinato, pero no suele cometerlos, y no
me extrañaría que un día de estos fuera una persona importante, incluso con título, y todo irá
estupendamente. Si queréis pelearos con alguien, aquí estoy yo.
–¡Por Dios! –exclamó el duque–. ¿No estarás pensando en casarte con una policía?
–No exactamente –contestó Wimsey–. Tengo intención de casarme con la acusada.
–¡Cielo santo! –exclamó el duque–. ¿Que vas a hacer qué?
–Bueno, si ella quiere –dijo lord Wimsey.
1
Referencia a una leyenda africana según la cual el rey Cofetua acaba casándose con una mendiga, tema que también
aparece en Shakespeare y en Tennyson. (N. de la T.)
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