Bonhoeffer
Bonhoeffer
Bonhoeffer
INTRODUCCIÓN.
Una de las escuelas de teología más renovadoras que conoció la primera parte del
siglo XX, Lyon-Fourviére, propuso unas interpeladoras tesis eclesiológicas que hoy, más de
cincuenta años después, continúan teniendo la misma frescura y actualidad de entonces:
“Cuenta el relato cómo un circo de Dinamarca fue preso de las llamas. El director envió
a un payaso que ya estaba preparado para actuar, a la aldea vecina para pedir auxilio, ya que
existía el peligro de que las llamas se extendiesen incluso hasta la aldea arrasando a su paso
los campos y la cosecha. El payaso corrió a la aldea y pidió a sus habitantes que fuesen con la
mayor urgencia al circo para extinguir el fuego. Pero los aldeanos creyeron que se trataba
solamente de un excelente truco ideado para que un gran número de personas asistiese a la
función, de tal modo que aplaudieron y lloraron de risa. Pero el payaso tenía más ganas de
llorar que de reír. En vano trataba de persuadirlos y de explicarles que no se trataba de un
truco, ni de una broma, que la cosa había que tomarla en serio y que el circo estaba ardiendo
realmente. Sus súplicas no hicieron sino aumentar las carcajadas, creían los aldeanos que
había representado el papel de maravilla, hasta que por fin las llamas llegaron a la aldea. La
ayuda llegó demasiado tarde, y tanto el circo como la aldea fueron consumidos por las llamas”.
La proclamación del Evangelio con ropaje de otra época resulta irrelevante y obsoleta.
No se toma en serio si aparece revestida con los atuendos del payaso que pertenecen a otro
momento histórico y a otro entorno social. La Iglesia no es “para-si”, sino “para el mundo”. Lo
que ocurre es que, a veces, se aferra tanto a su seguridad intramuros que suele llegar tarde y
mal a comprender los signos de los tiempos.
La Iglesia hoy tiene una preocupación legítima por su identidad, por no echar por la
borda la tradición que ha recibido, por mantener la vinculación con sus orígenes. Pero la
singular prolongación en el tiempo de la Iglesia y su amplia extensión en el espacio conllevan
una pesada inercia histórica que muchas veces la lastran e impiden su significatividad en el
presente. A la Iglesia, en realidad, le cuesta reconocer su historicidad y, no pocas veces,
alegando amor a lo eterno, lo que hace es defender formas de vida y de cultura pasadas, pero
en las que ella estuvo cómoda. En la Iglesia hay anacronismos enormes que con frecuencia
contemplamos con comprensión y a los que, quizás nos hemos acostumbrado, pero a los que
no nos deberíamos resignar, porque está en juego la relevancia del evangelio en una sociedad
posmoderna para la que hay cada vez más formas de vida eclesiástica extrañas e
inaceptables. La falta de sentido histórico dificulta el testimonio significativo del reino de Dios y
su extensión universal1. Y, entonces, nos preguntamos:
No forman parte directa de este trabajo y, por otra parte, pueden ser consultados con
detalle en los paneles que tenemos a nuestro alcance en la exposición. Sin embargo, resulta
imprescindible entresacar algunos aspectos de su itinerario personal, sin los cuales sería
imposible comprender la proyección que tomará la vida y obra de nuestro teólogo.
Pues bien, esta propuesta desafiante y amenazante del poder político, es asumida por
buena parte de la iglesia alemana que se sitúa como elemento sustentador de todos los
desmanes del régimen autoritario. A partir de ahí, el discurso cristiano se alinea al servicio de
intereses humanos reformulando un dios “a medida”; la radicalidad del mensaje se desactiva
2
González Faus J.I. y otros “Idolatrías de Occidente”. Centre d’estudis Cristianismo y Justicia. 2004. Pág
13
3
Gutierrez G. “Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente”. Sígueme. 2006. Pág. 73
3
Las propuestas de nuestro autor parecen marcadas por diferentes momentos que es
necesario considerar dentro de su cronología. Una cronología en la que marchan de la mano
distintos aspectos fundamentales: Docencia, producción literaria y experiencia eclesiológica.
Sería imposible comprender a Bonhoeffer sin atender a estos detalles que constituyen
horizontes de comprensión enormemente fecunda para rastrear su “biografía teológica”. Esos
momentos (etapas) aparecen marcados por los grandes temas teológicos que a lo largo del
tiempo configuran su pensamiento:
Segundo momento: “Cristología” (¿Quién es y quién fue Jesucristo?) (1933). “El precio de
la gracia” (1937) y “La vida en comunidad” (1938). Su énfasis fundamental es la Cristología del
seguimiento. En el fundamento nuclear de las intuiciones eclesiológicas de nuestro autor
aparece una afirmación que vertebra todo su pensamiento posterior: “La Iglesia es la
manifestación de la vida del Jesús resucitado en forma de comunidad”. Y este criterio
metodológico pone de manifiesto una premisa central: La cristología funda la eclesiología.
Tercer momento: “La Ética” (1939) y “Resistencia y sumisión” (1943). Para Bonhoeffer, la
ética pregunta por la voluntad de Dios que nos afecta ante la realidad del mundo. Es preciso
superar un tipo de pensamiento que piensa en dos espacios, que separa y contrapone espacio
sagrado y espacio profano, espacio cristiano y espacio secular, espacio espiritual y espacio
temporal. La concepción cristiana de la ética no separa ni contrapone, sino que mantiene
unidos la realidad de Dios y la realidad del mundo. Entre los dos espacios no hay identidad,
pero tampoco separación. Lo que hay es unidad en la distinción, unidad en la realidad de
Cristo. Para nuestro autor, la ética es un modo de ser y estar en el mundo que describe como:
El pensamiento al servicio de la acción.
“(A la Iglesia) Debemos considerarla como una persona viva. La Iglesia es el “hombre
nuevo”. Este “Hombre nuevo” ha sido creado según Dios “en la justicia y santidad de la verdad”
(Ef. 4:24). El Cristo crucificado y resucitado existe por el Espíritu en la Iglesia como el “hombre
nuevo”; se es cierto que él es el encarnado, también es cierto que su cuerpo es la “nueva
humanidad”.
Esto significa que después de la ascensión el lugar de Cristo en el mundo es tomado por
su cuerpo, la Iglesia. Con esta propuesta se recupera una idea que había sido olvidada: La
Iglesia es una persona viva. Por tanto, la realidad empírica y sociológica de la misma no es
descriptible con las categorías de sociedad e institución, sino sólo con las de comunidad y
comunión. En estos planteamientos aparece como precursor de un modo de comprender la
Iglesia y su realidad histórica, del que grandes intuiciones posteriores serán deudoras.
1. El concepto de persona.
Las palabras de su obra “El precio de la gracia” subrayan y, de algún modo traducen, la
trascendencia de estas reflexiones:
“Una verdad, una doctrina, una religión, no necesitan espacio propio. Son incorpóreas. Son
oídas, aprendidas, conceptualizadas. Eso es todo. Lo que (exige) el Hijo encarnado de Dios no
es solamente oídos, ni siquiera corazones; necesita personas que le sigan. Por eso llamó a los
discípulos a seguirle corporalmente, y su comunión con ellos era visible a todo el mundo. La
Palabra hecha carne había creado la comunidad corporal y visible” (Pág. 168).
En la teología paulina se identifica muchas veces a Cristo y la comunidad (1ª Co. 1:13;
6:15; 12:12). Donde está el cuerpo de Cristo, está también él. “Ser en Cristo” es equivalente a
“ser en la comunidad”. En ese sentido, la comunidad es una persona colectiva. Por tanto, la
Iglesia es presencia de Cristo, del mismo modo que Cristo es presencia de Dios y, por lo tanto,
el lugar donde Dios quiere y puede ser conocido.
Sin embargo, el obstáculo fundamental que impide el desarrollo de la Iglesia, tal como
Jesús la había concebido, es el pecado. La culpa, según nuestro autor, no puede ser
considerada “como si no” se hubiera dado, sino que tiene que ser identificada y reconocida,
porque sólo desde esas premisas puede ser borrada y extinguida. La razón fundamental es
que, de lo contrario, la realidad sería algo fingido y disimulado, y entonces las consecuencias
del pecado no serían tomadas en cuenta.
La Iglesia se constituye realmente en Cristo y por él. Esto tiene lugar por la palabra movida
por el Espíritu y pronunciada por el Señor de la comunidad crucificado y resucitado. El Espíritu
actúa a través de esta palabra, de modo que su función tiene como objetivo el acontecimiento
Cristo. En la propuesta pneumatológica de Bonhoeffer hay una gran dependencia del
pensamiento joánico, en el contexto del cual Jesús aborda la tarea sucesora del paráclito.
Para nuestro autor, el Cristo encarnado se convierte en el Cristo presente por el Espíritu.
Por eso, ejerce las mismas funciones que Jesús en la tierra, prosiguiéndolas durante todo el
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Segundo momento: “Cristología” (¿Quién es y quién fue Jesucristo?) (1933). “El precio
de la gracia” (/1937). “Vida en comunidad” (1938).
Frente a la tendencia privatizadora de la teología en las primeras décadas del siglo XX,
que se sitúa ante una impresentable legitimación del status dominante, en Bonhoeffer subyace
el compromiso de enfrentar el problema de la dialéctica religión/sociedad y Fe/praxis desde una
actitud crítica y comprometida. A partir de este planteamiento la teología no la cultiva como la
mera defensa de doctrinas o dogmas eclesiásticos, sino que para él siempre aparece situada
como un viaje hacia el descubrimiento.
De ahí se deviene una comprensión del acontecimiento Cristo que coloca en una
relación de causa/efecto su vida y el desenlace final de su itinerario. Por consiguiente, la
significación salvífica de Jesús no tiene lugar sólo en su muerte, sino en el conjunto de su vida
y de su mensaje sobre el reino de Dios, aunque es en su final donde ese sentido adquiere
claridad y definitividad. Por eso, la frase “Jesús murió por nuestros pecados” a pesar de ser
revelada y perfectamente verdadera, entendida de un modo aislado puede resultar
tremendamente mutiladora de la vida y la acción de Jesús si no se enraíza, ante todo, en la
realidad histórica que la justifica y le da soporte.
En consecuencia, es necesario concluir con toda firmeza que Cristo es Dios, no a pesar
de su humanidad, sino precisamente a través de ella. Y es desde su condición humana
semejante a la nuestra, entonces, que “descodifica” a un Dios que de otro modo sería
incognoscible. Porque, en el fondo, lo que importa además de saber que Cristo es Dios, es
conocer con la misma intensidad qué y quién es Dios. Por tanto, es necesario volver
permanentemente al fundamento nuclear de la fe cristiana: Cristo, quien a través de su vida y
obra nos desinstala de todos los falsos conceptos de Dios y nos revela su verdadera plenitud,
cambiándonos la mirada para comprender la realidad.
“El Dios de Jesucristo no tiene nada que ver con lo que debería, tendría y podría hacer
el dios que nos imaginamos. Hemos de sumergirnos cada vez más íntimamente, durante
mucho tiempo y con mucha paz, en la vida, las palabras, los actos, los sufrimientos y la muerte
de Jesús, para así darnos cuenta de lo que es Dios”. (Resistencia y Sumisión pág. 184-185).
Una autocrítica seria de nuestra situación eclesial, más allá de las actitudes
autocomplacientes que de ordinario la envuelven, nos debe conducir necesariamente a
proponer tres urgencias. A saber: La Espiritualidad, la Comunión y el Servicio.
Lejos de aparecer como una huída del mundo, la dimensión contemplativa de la vida,
clave en la espiritualidad del seguimiento del crucificado, se propone como muestra de
integridad humana y de auténtica sociabilidad. Esto significa que frente a la caída de los
grandes horizontes de sentido, la Iglesia está llamada a proclamar que hay razones para vivir
con sentido y que estas razones, más allá de nosotros mismos, radican en aquel que la fe
reconoce como la palabra de Dios encarnada. Se trata de vivir la memoria del Dios con
nosotros apostando por él toda la existencia, prontos a dar razón de la esperanza desde la vida
en el Espíritu. Como se ha dicho en más de una ocasión: El futuro de la Iglesia cristiana será
espiritual o no será.
Expresado en las categorías del autor cuyo pensamiento ha ocupado nuestro quehacer
en esta ponencia, se diría así: “Puesto que Dios mismo no se ha quedado en el más allá, sino
que ha venido al más acá (la Iglesia) no se ha de encontrar con él en las fronteras del más acá
con el más allá, sino en el centro de este mundo… No estamos preocupados con otro mundo,
sino con éste. Aquello que está por encima del mundo en el evangelio, tiene el propósito de
existir para este mundo. Solamente cuando amamos la vida y al mundo con tal intensidad que
sin ellos todo estaría perdido, es cuando podemos creer en la resurrección y en un mundo
nuevo”5.
Eduardo Delás
5
Mardones J.M. “En el umbral del mañana”. PPC. 2000. Pág. 100