El Cuerpo de La Bestia

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Juguemos, niñas. Juguemos, frenéticas.

Corramos, con arena entre los dedos y


los pulmones llenos de mar. Volemos con piececitos huesudos sobre la espuma de la
orilla, mientras allá en casa se cuece un estofado que tan bien nos sentará cuando
hayamos terminado de jugar a esto que se llama infancia, y que despide un aroma a
sudor limpio mezclado con cabellitos marrones y gritos ensalivados. Huyamos, riendo,
de todo lo que aún no existe para nostras, de aquello llamado hastío, por ejemplo.
Ocupémonos de nada, perdámosle el miedo al valor de las cosas. Hay tanto que…

¿Lo oyeron ustedes también? Vino del otro lado de la playa, desde detrás de
aquel peñasco. ¿Lo escuchaste, Fátima? ¿Lo escuchaste tú también, Brenda? Fue como
un alarido, un grito de garganta ronca y cerrada cayendo desde algún lugar que no
vimos por estar concentradas en nuestra prodigiosa y rozagante alegría. Corramos. La
que llegue última huele a pescado. Más rápido, Brenda, quítate los zapatos, que luego se
llenarán de arena y en tu casa se darán cuenta de que no fuiste hoy a la escuela, y te
castigarán, nos castigarán a las tres, sobre todo a mí, por ser la mayor. Ya sentimos las
punzadas de las primeras piedras, aminoremos el paso. Detengámonos en la boca del
pequeño agujero desde donde parece brotar el sonido lastimero, rasposo, sin eco.
Asómate tú, Fátima. Siempre has sido la que persigue lagartijas, y la que nos cuenta
historias de besos y sexo entre risas apagadas y sorbitos de gaseosa de naranja. Está
bien, no lo hagas esta vez. Me asomo yo. Pero entonces tú hueles a pescado.

Con cuidado. Mira si es pequeño, esto, pero negro, y aún conserva algunas
plumas. No sé, Fátima, no sé por qué no tiene pico, será quizás porque no es un ave.
Tomémonos de la mano, las tres, rubriquemos nuestra curiosidad entrelazándonos y
dejando que el estrépito de las olas devore nuestra respiración agitada, inundada de
ansiedad tosca y desbocada. Sí, es cierto, parecen pequeños dedos, los que asoman por
ratos entre la piel quebradiza, intentando aferrarse a las paredes de roca. Parece que está
enfermo. Sí, enfermo, no enferma. Es macho, lo sé por sus ojos nerviosos y desafiantes,
como los de aquellos muchachos, la vez que decidí pintarme los labios para ir a la
iglesia. ¿Recuerdas, Fátima? ¿Recuerdas cómo me defendiste aquella vez, y les saltaste
a todos a arañazos justo antes de que sus manos me invadieran e interrumpieran esta
inocencia mía que tantas molestias nos trae? Ve a buscar una ramita, Brenda, o lo que
sea. Yo a esta cosa no la toco.

Está bien así. Esto servirá para jugar con él. Piquémoslo en la frente, mira cómo
se hunde la ramita, parece que estuviera hecho de cartílagos. Sí, niñas, yo también lo vi
estirar sus garras en un afán inútil por clavarse en la madera. Será quizás que tiene
miedo, que aún no recupera del todo la conciencia, luego de la caída. Mira su nariz, es
tan parecida a la tuya, Fátima. No, no rías, que cuando ríes te le pareces más aún, y las
que sentimos miedo somos nosotras. Mantente seria, mientras hincas su estómago y la
criatura entreabre sus labios y nos deja echar un vistazo a sus fauces mínimas y rosadas,
secas, pobladas de dientes desordenados y de formas caprichosas. Nos gusta, hazlo de
nuevo. Te queremos, criatura desplumada.
¿Qué haces, Brenda? ¿No ves que con la ramita todavía era seguro, pero que si
lo picas con el dedo eso puede morderte y adueñarse de un retazo de tu carne? Pero a ti
nada te importa. Nada, porque tú eres estúpida e inocente, y te diviertes cayendo de
rodillas en la playa y aplastando las corazas de los cangrejos una vez por semana. Te
gusta ir por la vida con las rodillas magulladas y mostrar en secreto tus heridas a los
profesores, provocarlos con tu sangre. Dale la vuelta, Brenda, dale la vuelta a esa cosa
así como te das vuelta por las noches para apagar tu llanto con la almohada. Cuéntanos
más, cuéntanos cosas que no necesitemos saber. Haznos partícipes del desenlace de tus
costumbres, del porqué de tus costras. ¿Eso fue un grito? ¿La criatura ha muerto, acaso,
cuando le has dado la vuelta y le has rascado aquello que tiene por espalda? Lo
sabemos, sabemos que no hacías más que buscar algún vestigio de alas en su anatomía
débil y contrahecha. Pero la verdad es que no ha sido un grito, eso también lo sabemos,
aunque no nos atrevamos a decirlo. Ha sido un gemido, y nada más. Sigue, Brenda, que
parece que le gusta, que les gusta a ambos. Cuidado, alguien puede vernos e ir con el
cuento a nuestras casas, y te castigarán, nos castigarán a las tres, sobre todo a mí, por ser
la mayor.

Nadie viene. Era una gaviota, la que paseaba por ahí. Tú no te distraigas,
Brenda, continúa jugando con tu índice. Más rápido, que nos dan risa los sonidos que
eso emite, y está claro que estamos siempre a la espera de más y más risas. Paremos de
reír, ahora, y contemplemos con asco cómo la criatura se retuerce y pronuncia un arco
con su columna, para luego dejar escapar por algún lugar de su cuerpo aquel líquido
viscoso-verde-transparente. Listo, ya está, ahora riamos nuevamente, mientras Brenda
se quita las medias y corre a sumergirse en el mar hasta las rodillas para enjuagarse el
momento con un golpe de agua fresca.

Es tu turno, Fátima. Veamos si puedes hacer que eso haga lo mismo.


Contemplemos tus ojitos de rata entrecerrarse detrás de tus lentes, mientras aplastas a la
criatura contra su propio líquido esparcido en la piedra porosa y erosionada no tanto por
el mar como por nuestra inocencia. Sí, lo estás consiguiendo, eso está gimiendo otra vez
desde que dejaste de herirlo con tus uñas mal pintadas. Pero ahora sus gemidos tienen
forma de burbujas viscosas-verdes-transparentes. No, ese líquido no es aún el tuyo, es el
rastro de Brenda en la vida de esta hermosa ave negra sin pico, con labios y garras. Está
bien, inténtalo una vez más, que parece que ahora sí. Corre, Brenda, acompáñanos a
verlo debatirse una vez más entre el rugido y el grito, entre la piel y la roca. Corre y
únete a nosotras en este ritual secreto que no tiene nada de pecado, pues esta criatura es
cualquier cosa, menos humana. Sonríe mientras damos palmaditas de triunfo, al ver
duplicarse la cantidad del repugnante producto de esta travesura. No, Fátima, tú no te
enjuagues, ni se te ocurra huir y enjuagarte. Tú quédate así y obsérvame, obsérvenme
las dos, que soy la mayor, y sé mejor que ustedes cuánto duele el mundo.

Escuchen cómo predigo mis movimientos, ahora. Cierro el puño con fuerza,
decido usar los nudillos, no como ustedes, niñas débiles. Esto es algo que requiere de
fuerza y truco. No me miren, que mientras presiono, pienso. Y pienso en mí, y en las
tres, y en cuánto tiempo nos queda antes de saborear el estofado, y si la vida nos
regalará más instantes como este, y si el cielo nos enviará acaso más criaturas
misteriosas que nos dejen cometer con ellas actos dulces y execrables. Las quiero,
presiono, y ahora sí, usaré los dedos, porque si presiono más esto terminará ahogándose
y no me permitirá tener una réplica personal de la alegría que hace un momento
experimentaran, amigas mías. Cálmate, gritas tú, Fátima, y gritas cuidado, Brenda,
aunque yo no las escuche más, y permanezca absorta en mi paisaje interior lleno de
dudas oscuras y botoncitos cosidos y vueltos a coser, de postres insípidos y labios
insípidos de muchachos insípidos. Déjenme voltear a mirarlas, mientras me esfuerzo en
ignorar lo que sucede debajo de mi mano. No quiero darme cuenta, no quiero saber que
eso ha muerto ahogado en su propia emanación, en una última descarga. Levántense
conmigo, pongámonos de pie y ayúdenme a vomitar y a manchar los zapatitos de
Brenda, que llora pero luego sonríe porque se siente grande y magnánima cuando dice
que no importa, que las cosas horribles merecen morir ahogadas, que por eso también
existe el mar, porque seguramente habrán más de esas cosas horribles muertas y
sumergidas por ahí, pero no lo sabemos.

Corramos, niñas. Corramos a nuestras casas, a renegar de la comida y a dar


golpes en la mesa con nuestros tenedores. Celebremos nuestro apetito. Y, a medida que
nos vayamos acercando al caserío, volvamos a recobrar la sonrisa que nos une, que nos
atará por siempre.

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